JUAN MARÍA GUTIÉRREZ

 

 

 

ESTUDIOS HISTÓRICOS-LITERARIOS

 

 

 

INDICE

 

 

BOSQUEJO BIOGRÁFICO DEL GENERAL D. JOSÉ DE SAN MARTÍN

 

BIOGRAFÍA DE D. BERNARDINO RIVADAVIA

 

LA LITERATURA DE MAYO

 

OJEADA HISTÓRICA SOBRE EL TEATRO DE BUENOS AIRES DESDE SU ORIGEN HASTA LA APARICIÓN DE LA TRAGEDIA DE DIDO Y ARGIA

 

RECUERDOS DE SETIEMBRE 1852 (Currente Calamo)

 

CARTA AL SEÑOR SECRETARIO DE LA ACADEMIA ESPAÑOLA

 

-------------------------------------------------

 

BOSQUEJO BIOGRÁFICO DEL GENERAL D. JOSÉ DE SAN MARTÍN

 

La vida pública del General San Martín no puede encerrase en los términos

reducidos de una biografía. Ligada a los grandes acontecimientos de la

Independencia, en que los pueblos son actores a par de los Ejércitos y en la cual

no ha tomado menos parte la política que la ciencia militar, palpita y se

confunde con la historia moderna de casi todo el Continente Americano. El

teatro de su primera victoria está situado a la margen del Paraná y los caballos

de sus Granaderos de San Lorenzo, llegaron a saciar su sed en los torrentes que

forman las nieves del Chimborazo. Estos dos extremos señalan el espacio que

recorrió y miden la extensión inmensa de sus conquistas para la libertad.

Gobernador de Provincias, organizador de Ejércitos, administrador de escasos

caudales en proporción a los grandes objetos a que los aplicó con economía y

con fruto; encargado de poderes omnímodos que la victoria forzosamente puso

en sus manos; creador de Gobiernos bajo la forma representativa en pueblos

envejecidos en los hábitos coloniales; tuvo la necesidad y la ocasión de poner

en ejercicio una gran variedad de talentos, virtudes de alto temple, y de asumir

responsabilidades que sólo la historia puede apreciar y juzgar.

 

La naturaleza de su misión le colocó en contacto con hombres eminentes,

constituidas en autoridad, influyentes en sus respectivos países; hombres por

otra parte cuyos hechos personales les dan cabida honrosa en los anales de la

Independencia y para cuya justa apreciación existen aun en lucha las opiniones

de sus mismos compatriotas. Y sin embargo, el fallo definitivo que se

pronuncie sobre ellos será una luz, que todavía no aparece bien clara, para

poder estudiar en toda su integridad al vencedor en Chile y al Protector del

Perú, que fue como el centro alrededor del cual se movieron aquellos brillantes

satélites.

 

San Martín, desdeñoso de la popularidad y del vano ruido, presenta un

ejemplo poco común con el silencio que guardó sobre su conducta aun en

presencia de acusaciones serias. César escribió sus comentarios; el prisionero

de Santa Elena dictó la relación de sus campañas; San Martín fue parco al hablar

de sus proezas aun con personas íntimas, cuando el tiempo y su condición de

simple particular le autorizaban para hacerlo sin cargo de parcialidad o de

vanagloria. Ha dejado pesar sobre su nombre los resentimientos de los

partidos, las inculpaciones de personajes tan notables como Lord Cochrane, sin

desplegar sus labios, a espera tranquila del fallo de la posteridad. Esta fría y

constante confianza en la justicia de los venideros ya era por sí misma una

prenda de la conciencia que le asistía de la bondad, humanamente posible, de

sus actos y de su conducta, porque fue siempre síntoma de inocencia la

serenidad con que el acusado se presenta delante de sus jueces. Él sabía que

había de llegar momento en que los archivos del Gobierno de Chile, abiertos

por otra mano que la suya, disiparían los cargos que le lanzaba el valiente

Almirante de la Escuadra del Pacífico; que su correspondencia íntima y

particular con O'Higgins, inspirada por los sentimientos del momento, habían

de justificar en honra de ambos, la amistad constante que se profesaron y

conservaron, tanto en los días de poder como en los de ostracismo: sabía que

las huellas que dejaba estampadas eran tan hondas y luminosas que habían de

llamar la atención de los que le sucediesen en la vida, dándoles la convicción

de que eran las de un gigante.

 

La fuerza de su espíritu debía naturalmente avasallar a la larga a la ingratitud y

a la calumnia. No les salió al encuentro: las esperó como el bronce de que hoy

se le labran efigies para que rompiesen en él sus dientes venenosos. El Perú

que alguna vez le clavó las espinas de la desconfianza, creyéndose capaz de

caer en los errores de la dictadura, repara su culpa, colocando la imagen de su

libertador en las plazas públicas, inmortalizada por el metal bajo el cincel del

arte. Chile, hace otro tanto, y alrededor del monumento se presentan generosos

los parciales de Carrera y los amigos de O'Higgins, y se reconocen hermanos

ante el héroe de su independencia. Buenos Aires que le miró con indiferencia

cuando abandonaba para siempre la América a principios de 1824, y que no fue

digno de hospedarle en 1829, le levanta una estatua a su vez y se agolpa gozoso

en torno de ella para reparar aquellas ofensas que por otra parte no fueron obra

del pueblo, siempre generoso y justo, sino de las parcialidades políticas que

oficialmente lo representaban.

 

La vida tan llena de contrastes de este grande hombre, no puede abrazarse, lo

repetimos, en un bosquejo biográfico. Sin embargo vamos, tras otros muchos

escritores, a ensayar un trabajo de este género valiéndonos de documentos

históricos reunidos y estudiados esmeradamente.

 

En el pueblo de Yapeyú, capital de la provincia de Misiones, nació el día 25 de

febrero de 1778, el personaje a quién está dedicada la presente biografia. Hijo

de un Coronel español que gobernaba militarmente los antiguos dominios

jesuíticos, fueron sus pasatiempos de niño, alardes de guerra, voces de mando

y aspiraciones a distinguirse en una carrera ilustrada ya por su familia.

 

A la edad de seis años, comenzó a aprender las primeras letras en una escuela

de Buenos Aires: a los ocho se trasladó a España con toda su familia.

 

A pesar de su tierna edad dejó en América impresiones vivas de sus

prematuras cualidades, pues uno de sus condiscípulos decía de él: "San Martín

estaba destinado a ser un grande hombre: en la escuela era un niño muy

notable, y si hubiese muerto sin alcanzar a ilustrar su nombre, yo me habría

acordado de él siempre".

 

San Martín tuvo la fortuna de educarse en el mejor colegio de la Península, en

el de Nobles de Madrid, cuyo plan de estudios abrazaba los conocimientos

generales de humanidades, filosofía e historia, como indispensables para

emprender con provecho el estudio de las ciencias matemáticas y sus

aplicaciones al arte de la guerra, que era el principal objeto de aquel colegio. A

la edad de 21 años, dejó las aulas para pasar a Cádiz en clase de ayudante del

gobernador de aquella plaza, el general D. Francisco María Solano, a cuyo lado

acabó de adquirir el porte y las maneras marciales en armonía con su carácter e

inclinaciones. Amigo de su jefe inmediato, tuvo ocasión de relacionarse con los

más notables generales españoles de aquella época, y de iniciarse en la Política

de la Europa, estudiándola especialmente con relación a los intereses

americanos.

 

Los acontecimientos de la época y la situación especial de la España, fueron

propicios al desarrollo de la inteligencia de San Martín, ofreciéndole ocasión de

tomar parte, como pensador y liberal, en las asociaciones secretas que tenían

por objeto modificar las propensiones absolutas del Monarca y del favorito y

como soldado en los hechos de armas que tuvieron lugar con motivo de la

invasión francesa.

 

Encargado el general Solano de formar una división de 6.000 hombres para

obrar sobre Portugal, repartió sus tareas con su ayudante predilecto,

manteniéndole a su servicio inmediato hasta que regresó a Cádiz investido con

el cargo de Capitán General de Andalucía.

 

A esta sazón Murat ocupaba a Madrid, y los españoles estaban divididos,

aunque en proporciones muy desiguales en número, en afrancesados y leales.

Solano seducido por el buen éxito de los primeros pasos de la invasión y por la

confianza que le dispensaron sus principales cabezas, se hizo sospechoso al

pueblo por su conducta delante de la escuadra francesa surta en la Bahía de

Cádiz.

 

Un motín movido y acaudillado por algunos vecinos exaltados, estalló contra el

Capitán General en la tarde del 29 de mayo, logrando los amotinados saciar

cruelmente sus resentimientos en la persona del general afrancesado.

 

Cúpole a San Martín hallarse de guardia en el Palacio de su jefe en este

momento crítico. Resuelto y sereno, cerró las puertas, las franqueó con algunas

piezas de artillería y se dispuso a una defensa formal. Pero el pueblo, resuelto

también por su parte, tuvo a su favor la orden terminante de Solano de que por

ningún motivo se le hiciese fuego. No queriendo deber su salvación a las

armas, buscó un asilo en la casa de un amigo, donde le acompañó San Martín

con mucho peligro de su propia vida.

 

De este lugar de refugio fue de donde arrancaron a Solano para arrastrarle sin

compasión por las murallas y plazas públicas.

 

El recuerdo de este sangriento suceso, no se apartó nunca de su memoria, dice

un biógrafo francés de San Martín. Él le inspiró ese profundo horror por las

asonadas populares, que, mezclándose en su pecho al culto ardiente de la

libertad, llegó a constituir el fondo de su carácter político, dictándole sus

palabras y determinando sus acciones. Si en el curso de su larga e ilustre

carrera, no cedió en un ápice de sus principios; si sabía y decía con más firmeza

que nadie, que el gobierno de este mundo pertenece a la inteligencia; si según

él la libertad Política no era posible, y la dignidad humana no podía tener una

salvaguardia segura, sino a condición del mantenimiento inflexible del orden,

debemos atribuirlo a las vivas impresiones que dejaron en su espíritu esta

sublevación de Cádiz y los atroces crímenes que la mancharon. Los corazones

firmemente templados, guardan eternamente, como el bronce, las impresiones

que una vez recibieron.

 

San Martín, joven y destinado a contribuir bien pronto a la libertad de una parte

de América, no debía sucumbir como su jefe que se hallaba por sus años casi al

término de su carrera. La casa de un amigo y compañero de armas le sirvió de

defensa contra las pesquisas de los amotinados hasta que logró huir a Sevilla,

en donde le destinaron al ejército del general Castaños.

 

La noble guerra de la independencia comenzaba para los españoles. El

pundonor, el amor patrio, todos los sentimientos dignos que se levantan

alrededor de un gran propósito, se exaltaron naturalmente en el americano que

llevaba sangre castellana en las venas. Si los franceses eran usurpadores en

España, los españoles habían llegado a serlo también en América, y por

consiguiente el sentimiento de la independencia adquiría en el corazón de San

Martín una fuerza doble al recuerdo de la esclavitud de su patria.

 

Pensando en ella, se consagró al cumplimiento de sus nuevos deberes. El teatro

en que se presentaba era el mejor para adquirir experiencia militar y para

estudiar en grande las operaciones de la guerra. Iba a combatir al lado y al

frente de valientes, en alianza con los batallones británicos, contra los soldados

más victoriosos y aguerridos del mundo.

 

Más parece resultado de sus deseos de adquirir luces y experiencia, que de la

casualidad, la circunstancia de haber pertenecido a diferentes armas durante su

permanencia en la Península. Fue infante ligero en el regimiento de

Campomayor, como lo había sido también en el de Murcia; comandante de

caballería en el regimiento "Dragones de Numancia". Trece meses permaneció,

por los años de 1798, a bordo de la fragata de la real armada "Dorotea", y en ella

se halló en un encuentro sangrientos con el navío inglés "León", el día 15 de

julio de aquel mismo año. Tuvo por generales a los mejores de España al

comenzar el siglo, a Castaños, al marqués de Coupigny, al marqués de la

Romana. Se halló en Bailén el 19 de julio de 1808, mereciendo una mención

honrosa en el parte de esta famosa jornada; en la de Albufera, el 15 de mayo, de

1811, alcanzando por su notable conducta y el brío de su sable en este día, y

sobre el campo mismo de batalla, el grado de Comandante efectivo.

 

Fue, pues, completo y feliz el aprendizaje de San Martín. Leales y bravos

fueron sus jefes; noble la causa de la lucha; elevado el rango en que prestó sus

variados e importantes servicios. Cuando se decidió a regresar a América era

un militar aguerrido y lleno de experiencia.

 

Así que llegó a conocimiento de San Martín el paso atrevido dado por sus

compatriotas en Mayo de 1810, volvió su atención hacia los lugares que había

abandonado en los tiernos años de su edad, y siguió con interés y emoción las

primeras escenas del drama en que deseaba ser actor. Espiando desde entonces

una oportunidad para desligarse de sus compromisos con la España, la halló en

el carácter caballeroso y en las ideas liberales de su amigo el general Sir Carlos

Stuart, quien, aunque aliado decidido de los españoles, simpatizaba con la

causa de la emancipación americana. Así que éste se impuso del deseo que

tenía San Martín de servirla y de dirigirse inmediatamente a un puerto de

Europa para pasar desde él a Buenos Aires, dióle varias cartas de

recomendación para sujetos respetables de Londres, y especialmente para el

Lord Maeduff, que acababa de militar en la Península.

 

San Martín llegó a la capital del Reino Unido a fines de 1811. El tiempo que

residió allí no fue perdido para los intereses de América, pues contrayendo

relaciones con varios venezolanos y argentinos, devotos ardientes de la causa

de la emancipación, estableció con ellos una Sociedad secreta para servir con

todo género de elementos a aquel generoso y patriótico objeto.

 

Las personas a quienes iba recomendado pusieron empeño en facilitarle

medios de transporte, hasta que logró embarcarse acompañado de Don Carlos

Alvear y de Don Matías Zapiola, a bordo de la fragata Jorge Canning, en un día

de enero del año 1812.

 

El 13 de marzo siguiente llegaban al puerto de Buenos Aires estos tres

argentinos que debían señalarle muy luego en los campos de la lucha en que

hallaba comprometida la patria. El gobierno de Buenos Aires encomendó

inmediatamente a San Martín la creación de un cuerpo de caballería, y el 7 de

diciembre del mismo año 1812 le extendía los despachos de coronel del

Regimiento de "Granaderos a Caballo". Esta falange de bravos formada bajo la

más acertada disciplina, tuvo por destino el pasearse victoriosa por la mitad de

América, llevando por todas partes la victoria y la honra del nombre argentino.

 

Pero San Martín, en los primeros tiempos de su llegada a la patria, no se

contentó con crear soldados. Él sabía que para que una revolución llegue airosa

a su término, es indispensable asociar las ideas a la fuerza, y concentrar la

dirección de unas y otra en pocos hombres de inteligencia superior y de

corazón bien templado. Pudo equivocarse en los medios; pero su intención fue

prudente o al menos análoga con su carácter positivo, anheloso siempre de

alcanzar los resultados por el camino más seguro y corto.

 

San Martín ayudado eficazmente por su compañero Alvear estableció en

Buenos Aires la famosa logia de "Lautaro", sociedad secreta, de miras

puramente políticas, cuya primera idea se atribuye al famoso general

caraqueño Miranda, fundador de la Gran Reunión Americana, cuyo centro,

establecido en un puerto de la península, derramó según creen algunos, su

influencia liberal sobre varios puntos de América. Lo que hay de cierto es que

San Martín y sus dos compañeros de navegación fueron los fundadores de la

masonería política en el Río de la Plata, según lo asegura el bien informado

historiador de Belgrano. Según este mismo escritor, la Logia de Lautaro, influyó

en los sacudimientos internos, llevó al poder los hombres elegidos por ella,

atrajo a sus miras a miembros de los cuerpos deliberantes y llegó a la

reguladora de nuestra política interna a fin del tercer año de la revolución de

Mayo.

 

La vida puramente militar de San Martín en América se inició a las márgenes

del Paraná al comenzar ese mismo año 12, sobre cuyos destinos políticos había

ejercido una influencia tan notable como disimulada.

 

Los marinos españoles dueños del puerto de Montevideo afligían a nuestras

poblaciones del Litoral con ataques inesperados. En el mes de octubre de 1812,

una escuadrilla española había saqueado los pueblos de San Nicolás y de San

Pedro. Para librar de semejante consternación a los pacíficos moradores de la

costa, fue enviado al pueblo del Rosario de Santa Fe el regimiento de caballería

al mando de su coronel San Martín. Informado éste de que los marinos se

preparaban a practicar un desembarco en un punto más al Norte, denominado

"San Lorenzo", tal vez con la esperanza de posesionarse del territorio

intermedio entre la capital y las provincias, se trasladó allí sin ser sentido de los

señores del Río, y les tendió una red digna de la sagacidad y sangre fría del

experimentado coronel de Granaderos.

 

San Lorenzo es un antiguo convento de franciscanos situado en la planicie

inmediata a las empinadas barrancas del Paraná. A espaldas de los macizos

claustros, se colocaron durante la noche, burlando con la oscuridad y el silencio

a los espías del enemigo, los pocos pero denodados Granaderos, con sus

briosos caballos de la brida, esperando la voz de su jefe. Sobre las bóvedas de

la iglesia, impaciente por que asomara las primeras vislumbres del día, estaba

San Martín informándose con el oído y con la vista de los movimientos del

enemigo. Eran las cinco de la mañana cuando doscientos cincuenta infantes

desembarcados en el puerto tomaron la dirección del convento, confiados,

contentos, marchando a tambor batiente con las banderas desplegadas. Estarían

a cien varas de distancia del punto que ya consideraban en su poder, cuando

divididos los jinetes de la patria en dos divisiones de a sesenta hombres cada

una, cayeron sobre el enemigo con una intrepidez irresistible y sable en mano,

según la expresión del parte oficial. Los invasores también se sostuvieron con

esfuerzo; pero pronto se vieron obligados a replegarse en fuga hacia las

barrancas protegidos bajo los fuegos de las embarcaciones de guerra. Cuarenta

cadáveres, catorce prisioneros, doce heridos, dos cañones, cuarenta fusiles y

una bandera arrancada con la vida al que la custodiaba, fueron los trofeos de la

victoria del 3 de febrero. La de San Lorenzo está colocada en nuestro Himno

Nacional entre las de San José y de Suipacha y es por consiguiente una de las

primeras en nuestros gloriosos anales. La carrera de triunfos de que ella es el

punto de partida no debía terminar sino a las márgenes del Rimac,

extendiéndose desde los 12 hasta los 33 grados de latitud sur en la América

independiente.

 

La nueva de la victoria de San Lorenzo vino a completar en Buenos Aires la

confianza en la situación y a robustecer el espíritu público como una

demostración práctica de nuestra superioridad material sobre el enemigo. El

poder de las armas se aunaba a las fuerzas morales del país que en ese

momento se veían converger hacia esta capital, representadas por los miembros

de la Asamblea Constituyente, cuya solemne apertura

 

Acababa de tener lugar en el último día del mes de enero.

 

Este cuerpo, llamado según el sentimiento de aquellos días, "a desterrar con la

energía de sus resoluciones, hasta la esperanza en los tiranos de triunfar sobre

el país", comenzó sus notables tareas bajo los auspicios de la victoria y en

medio de una población llena de entusiasmo y de confianza en lo venidero.

 

Hasta este momento la vida del general San Martín se había confundido con la

de la generalidad de los militares valientes. Pero desde la jornada de San

Lorenzo comenzó a tomar lugar en el catálogo de los hombres célebres del

siglo, según la oportuna observación de un escritor extranjero.

 

La suerte de las armas fue varia como de costumbre para los ejércitos de la

revolución. El desastre de Ayohuma había puesto una parte de la opinión

pública en contra del virtuoso general Belgrano que mandaba en jefe el ejército

del Perú. Bajo el peso de dos derrotas y una seria enfermedad contraída por las

fatigas de campañas penosas, había solicitado del Gobierno su relevo,

fundándose más en razones de conveniencia pública que en su situación

personal. En consecuencia de este paso de Belgrano, el Gobierno le comunicó

con fecha 18 de enero de 1814, que había nombrado para subrogarle en el

mando, al coronel de Granaderos a Caballo D. José de San Martín.

 

El 30 de aquel mismo mes, el nuevo general estaba dado a reconocer como jefe

del Ejército, y al comunicar al Gobierno este acontecimiento se expresó en estos

términos: "Me encargo de un ejército que ha apurado sus sacrificios durante el

espacio de cuatro años; que ha perdido su fuerza física y sólo conserva la

moral; de una masa disponible a quien la memoria de sus desgracias irrita y

electriza y que debe moverse por los estímulos poderosos del honor, del

ejemplo, de la ambición y del noble interés. Que la bondad de V. E. hacia este

ejército desgraciado se haga sentir para levantarlo de su caída."

 

El tenor de estas palabras tanto cuadran a favor del ejército, como forman el

mejor elogio del general que lo había creado. A pesar de la desmoralización a

que le habían conducido los repetidos desaires de la fortuna, aun conservaba

su vigor moral y era capaz de acciones heroicas sin más estímulos que los del

honor. Y este testimonio lo daba el mismo sucesor de Belgrano, que tenía la

nobleza de decir la verdad y que confiaba tanto en su mérito que no temía

envidioso la sombra del ilustre personaje en cuyo lugar se colocaba por

obedecer al Gobierno.

 

"Es un espectáculo digno de la atención de la posteridad, dice el historiador de

la época de Belgrano, el momento en que dos hombres eminentes se encuentran

en la historia a la sombra de una misma bandera; y si ambos llegan a

comprenderse y estimarse, haciéndose superiores a las innobles pasiones que

les impiden hacerse recíproca justicia, entonces la escena es tan interesante

como moral. Tal sucedió con San Martín y Belgrano, los dos hombres

verdaderamente grandes de la revolución argentina, y que merecen el título de

fundadores de la Independencia". Un estudio reflexivo de este encuentro de los

dos famosos guerreros, desmiente la especie de que existiera entre ellos una

rivalidad poco noble. Al contrario, apenas se recibió San Martín del mando del

ejército, interpuso su valimiento a fin de que la Comisión establecida en

Buenos Aires para juzgar a Belgrano por sus contrastes de Vilcapugio y

Ayohuma, dejase a un lado la prosecución del proceso para facilitar así la

reorganización de las fuerzas desmoralizadas por la derrota. Insistiendo el

Gobierno, sin embargo, en la necesidad de llevar adelante la averiguación de

las causas de los desastres mencionados y habiendo dispuesto que Belgrano

pasase a la ciudad de Córdoba después de entregar el mando del regimiento Nº

1 que hasta entonces conservaba, todavía encontró un apoyo y un amigo en San

Martín, quien tuvo bastante entereza para negarse a cumplir las terminantes

órdenes recibidas, apoyándose en las siguientes consideraciones: "He creído de

mi deber, escribía San Martín al Gobierno con fecha 13 de febrero, imponer a V.

E. que de ninguna manera es conveniente la separación del General Belgrano

de este ejército: en primer lugar, porque no encuentro otro oficial de bastante

suficiencia y actividad que le subrogue en el mando de su regimiento, ni quien

me ayude a desempeñar las diferentes atenciones que me rodean con el orden

que deseo, e instruir la oficialidad... Me hallo en unos países cuyas gentes,

costumbres y relaciones me son absolutamente desconocidas y cuya topografía

ignoro; y siendo estos conocimientos de absoluta necesidad para hacer la

guerra, sólo el general Belgrano puede suplir esta falta, instruyéndome y

dándome las noticias necesarias de que carezco (como lo ha hecho hasta aquí) ...

Su buena opinión entre los principales vecinos emigrados del interior y 

habitantes del pueblo es grande: que a pesar de los contrastes que han sufrido

nuestras armas a sus órdenes lo consideran como un hombre útil y necesario en

el ejército, porque saben su contracción y empeño, y conocen sus talentos y su

conducta irreprensible... En obsequio de la salvación del Estado dígnese V. E.

conservar en este ejército al brigadier Belgrano".

 

Bien considerado este documento, se hallará que no sólo honra sobremanera a

su autor por la generosidad y sentimientos de justicia de que da muestra, sino

porque encierra un sacrificio del amor propio, hecho en obsequio de la verdad

y de los intereses de la patria. San Martín no vacila en presentarse despojado de

un prestigio ante la opinión, que cualquiera otro menos honrado, puesto en su

caso, habría fingido y exagerado, y declara que las simpatías de la gente

importante del país no le llegaban a él sino reflejadas por la digna persona del

héroe abatido a quien con tanta nobleza sostenía, aunque sin fruto.

 

San Martín se entregó con empeño a la reorganización de las fuerzas que

quedaban exclusivamente a su mando, y dio al arma de caballería la forma y

disciplina que con tan buen éxito estaban ya ensayadas en los escuadrones de

Granaderos. Modificó la táctica sacándola de las viejas vías de la rutina, y

levantó el espíritu marcial de los oficiales, dando a la delicadeza en la honra

personal el estímulo del desafío severamente prohibido hasta entonces por su

antecesor. Para remontar al ejército, pidió contingentes de reclutas a todas las

provincias argentinas, especialmente a la de Santiago del Estero; fundó una

Academia Militar, a la que asistía personalmente, para instrucción de los jefes y

subalternos; y por último, logró reunir bajo la bandera de aquel ejército que

encontró reducido a 1.800 hombres, el número de tres mil. Convencido de la

necesidad de sostener la posición de Tucumán, dispuso la construcción de un

campo atrincherado en sus inmediaciones, no sólo para apoyo y punto de

reunión del ejército en caso de un contraste, sino para facilitar su pronta

organización, dando ocupación a los reclutas, cortando los conatos de

deserción, y adiestrando a la oficialidad en las obras de defensa.

 

Este campo se hizo célebre en los fastos de las hazañas argentinas, bajo el

nombre de la "Ciudadela de Tucumán". En 1833, visitando este sitio un viajero

argentino, sólo halló en él ruinas cubiertas por la maleza, soledad y silencio.

 

Mientras San Martín moralizaba sus soldados noveles, tomó algunas medidas

que no constituían en realidad un plan completo de campaña. Era necesario

hacer frente al enemigo engreído por la fortuna de sus armas; pero habría sido

peligroso comprometerse contra él en operaciones serias y decisivas. En esta

situación, contentóse San Martín con confiar la defensa de las fronteras de la

revolución a algunos valientes comandantes de milicias, entre los cuales se

distinguió por su constancia y pericia de guerrillero el famoso D. Martín

Güemes, caudillo de los paisanos de la provincia de Salta. Y ya que le faltaba la

fuerza material para ahuyentar a los enemigos, recurrió en esta vez, como en

tantas otras, a lo que pudiera llamarse su estrategia diplomática. Por medio de

combinaciones ingeniosas, en que era fértil su cabeza, logró persuadir al

enemigo de que las avanzadas de caballería al mando de Güemes eran la

vanguardia de un ejército considerable que maniobraba más allá de Salta, para

evitar la reunión de las fuerzas al mando de dos de los principales jefes

españoles. Sobrecogidos éstos con las consecuencias que podría tener un

movimiento aislado en caso de tropezar con fuerzas superiores de los

insurgentes, dejaron pasar la estación y el tiempo más adecuados para

adelantar las posiciones que habían logrado ocupar.

 

San Martín no estaba satisfecho con los elementos militares que tenía a su

disposición, ni ellos podían proporcionarle un resultado definitivo, a que

aspiraba. Él quería dirigir un ejército en el cual reinase la unidad y la disciplina

estricta a que se oponían en el territorio argentino, tanto la naturaleza del

terreno como las propensiones de sus moradores. Estaba convencido, por otra

parte, que el centro del poder español no debía ser atacado por el camino largo

y peligroso que ofrecía el alto Perú sino por otro más corto y más inesperado

para el enemigo, y que la guerra en esta parte de América no tendría término

sino con la ocupación de Lima. Con su permanencia en el Norte, tocando de

cerca la ineficacia de los esfuerzos pasados, y meditando como general en jefe

la solución del gran problema militar de la revolución, llegó a concebir el plan

que constituye su mayor gloria. Fue en la ciudad de Tucumán en donde tuvo la

visión de lo que realizó más tarde. Los Andes y el Océano Pacífico, que otro

genio menos atrevido que el suyo, hubiera considerado como barreras

insuperables, fueron consideradas por él como auxiliares de sus designios.

Colocado a la falda argentina de la Cordillera, se dijo a sí mismo: crearé un

ejército pequeño, pero que se mueva como un solo hombre. Los esfuerzos del

gobierno de Buenos Aires y el patriotismo chileno, engrosarán sus filas y le

abastecerán de recursos, y el día menos pensado, cruzando los desfiladeros,

caerá como un torrente sobre los enemigos que dominan en Chile. Este país,

abundante en elementos de guerra marítima, por la extensión de sus costas, me

dará una escuadra bien tripulada, y el virrey del Perú nos verá llegar a sus

puertas, atacándole por tierra y por las aguas del Callao bajo las banderas

combinadas de Buenos Aires y de Chile.

 

Este pensamiento que entonces no habría sido comprendido ni aceptado sino

por muy pocos, quedó secreto en la cabeza de quien lo concibió. Pero, desde

aquel momento, se puso San Martín en camino de realizarlo, empleando su

paciencia y su sagacidad características. Su primer paso debía ser su separación

del mando del ejército. Para llegar a este fin, comenzó a quejarse de una

enfermedad al pecho, se retiró a un lugar de campo y desde allí se trasladó a

Córdoba, dejando el ejército a cargo del general D. Francisco Cruz. El Director

Posadas aceptó la renuncia que San Martín le dirigió desde aquella ciudad, y

movido por las instancias de los amigos de éste, residentes en Buenos Aires, le

nombró gobernador de la provincia de Cuyo, empleo poco solicitado por lo

general, pero ambicionado disimuladamente por San Martín, como punto de

partida para el desenvolvimiento de sus planes. El 10 de agosto de 1814 se le

confirió a San Martín el cargo de gobernador intendente de la provincia de

Cuyo, que comprendía entonces los territorios de Mendoza, San Juan y San

Luis.

 

Es fácil de comprender el placer con que el nuevo intendente de Cuyo se

apresuró a trasladarse a Mendoza, punto casi de tránsito indispensable entre la

República Argentina y Chile y desde donde podía informarse diariamente del

estado de las cosas que tenían lugar al lado opuesto de la Cordillera.

 

La situación de la revolución de Chile no era en manera alguna lisonjera y se

hallaba en la víspera de grandes desastres. La noticia del de Rancagua, que

entregaba aquel país al poder español, llegó a Mendoza el 9 de octubre y poco

después comenzaron a descender a la llanura cuyana los jefes derrotados, los

soldados dispersos y las familias comprometidas que buscaban seguridad. San

Martín recibió a los restos del ejército de Chile y a sus jefes con las distinciones

que se merecían, y apuró sus recursos para facilitar a las familias emigradas los

auxilios que exigía su situación. Mil mulas y abundantes víveres les salieron al

encuentro en el descenso de las ásperas cumbres de las montañas.

 

Entre los patriotas chilenos y a la cabeza de las dos parcialidades en que se

dividían, estaban dos hombres importantes y rivales, O'Higgins y Carrera. San

Martín les conocía por sus antecedentes, pero aquella era la primera vez que se

acercaba a ellos y les trataba. Carrera se presentó petulante y descomedido ante

el gobernador de Cuyo; O'Higgins, por el contrario, se manifestó en aquella

ocasión -a propósito para mostrar el fondo del verdadero patriotismo-

disciplinado, caballeroso y desprendido. Carrera era el señor voluntarioso,

formado en la escuela aristocrática de la colonia; O'Higgins educado en

Inglaterra, trabajado en la juventud por la desgracia, era el tipo de la prudencia

y de las virtudes sociales que constituyen el verdadero valor del individuo

destinado a mandar. La simpatía de San Martín no vaciló un momento.

Colocado entre el arrojado y brillante caudillo y el hombre de propósitos

maduros, acordó desde luego su confianza y su amistad al último de los dos

ilustres chilenos. La profunda desavenencia entre ambos jefes compatriotas, el

carácter inquieto de Carrera, dieron muchos cuidados a San Martín, poniéndole

en el caso de desenvolver una gran energía y atención de espíritu para

mantener el brillo de su autoridad y hacerse dueño de los elementos que la

emigración chilena le proporcionaba para realizar su plan predilecto. El día 30

de octubre, dio el último golpe para sofocar las tentativas anárquicas. Al frente

de la caballería miliciana apoyada en dos piezas de artillería, se presentó

delante del cuartel de los soldados de Carrera, a quien intimó que desde aquel

momento los emigrados de Chile quedaban bajo la protección del Supremo

Gobierno de las Provincias Unidas, y que en el término de diez minutos

pusiese sus fuerzas a las órdenes del Comandante General de Armas D. Marcos

Balcarce. Desde ese día cesó la turbación y la alarma que las tropas chilenas

habían introducido en Mendoza. San Martín remitió a Buenos Aires la gente de

Carrera, no queriendo, según sus propias palabras, "emplear soldados que

sirven mejor a su caudillo que a la Patria".

 

San Martín había convertido a la antes silenciosa ciudad de los mendocinos, en

un foco de ruido y actividad militar. Un Ejército improvisado estaba a espera

de momento propicio para comenzar la campaña; pero convencido su Jefe de

que ese momento aun no era llegado, comunicó al Gobierno de Buenos Aires la

necesidad de resguardar contra los realistas los desfiladeros de la Cordillera y

de mantenerse a la defensiva.

 

Consecuente con esta idea previsora, destinó al entonces Teniente Coronel Las

Heras a que se estableciese con la División de Auxiliares cordobeses en

Uspallata, dándole instrucciones para que procediese con acierto en cualquiera

eventualidad.

 

Asegurado así contra las consecuencias de un ataque imprevisto, se propuso

ganar tiempo, distrayendo mañosamente la atención de los principales Jefes

realistas, Ossorio y Pezuela. San Martín comprendió que era preciso desvanecer

en el primero el temor de ser atacado, por que así se mantendría quieto; e

inspirar al segundo confianza en los progresos de la reacción Española en

Chile. Realizó este pensamiento, presentándose ante el vencedor de Rancagua

con autorización suficiente para entrar en negociaciones con él, tendientes a

evitar las sucesiva efusión de sangre y restablecer las relaciones de comercio

entre uno y otro lado de la Cordillera, interrumpidas desde el desastre de los

patriotas. Al mismo tiempo, para desorientar a Pezuela, hizo llegar al Ejército

del Perú por conductos dignos de crédito para los españoles, rumor de que la

Provincia de Cuyo acababa de ser invadida y tomada por las tropas victoriosas

de Ossorio. Estos ardides surtieron su efecto: Osorio y el Virrey de Lima

permanecieron inactivos, esperando de un momento a otro la noticia definitiva

del descalabro de los insurgentes tan mal tratados ya por la suerte de las armas.

 

Mientras tanto no cesaba San Martín en sus aprestos militares. Puso a

contribución todos los recursos de la provincia de su mando, valiéndose de las

sutilezas de su ingenio para despertar el patriotismo de los ciudadanos quienes

acudieron a las necesidades del Ejército con su dinero, caballerías, y demás

productos de aquel territorio feraz y agricultor. En sus notas oficiales al

Gobierno de Buenos Aires tuvo buen cuidado de ponderar los peligros en que

se encontraba, y lo hizo con tanta eficacia que a pesar de la apurada situación

de aquel Gobierno, consiguió que le remitiese auxilios de artillería al mando de

buenos oficiales, de armamentos y municiones, de soldados excelentes de todas

armas.

 

A pesar de la carga que imponía a la Provincia de Mendoza la residencia en ella

de un ejército numeroso y necesitado, cada día crecía más en su vecindario el

respeto y la afición a su Jefe. Un incidente vino a demostrar esta verdad. Para

apremiar más al Gobierno de Buenos Aires a fin de que le prestase mayor

cooperación que hasta allí, ponderó tanto los peligros a que estaba expuesto el

territorio de su mando, que llegó a pedir su relevo pues sólo podía hacer frente

a aquella situación un militar de salud más robusta que la suya. La nota en que

así se expresaba llegó a Buenos Aires a la sazón en que el Directorio estaba

desempeñado por un hombre que tenía celos por de los laureles de San

Lorenzo, y dispuso que inmediatamente pasase un Coronel a Mendoza a tomar

la dirección de la Intendencia. Así que supo en aquel pueblo semejante nueva,

se llena las calles de protestas escritas convocando al pueblo a un Cabildo

abierto, en el cual se resolvió mantener en su puesto al antiguo Gobernador.

Mientras tanto, el recién nombrado por el Director se presentó en Mendoza el

21 de febrero de 1815. Inmediatamente después de su llegada ofició San Martín

al Cabildo para que se reconociese a su sucesor; pero esta corporación lejos de

cumplir con los deseos del Jefe de sus simpatías, se negó a aceptar al nuevo

mandatario y dispuso que se sostuviese a San Martín y que se despachase un

enviado a Buenos Aires para explicar al Director las razones en que se fundaba

la conducta de la Municipalidad mendocina. El Gobernador desechado, regresó

inmediatadamente a la Capital, sin que su nombramiento hubiese servido más

que para hacerle blanco de un terrible desaire que de lleno iba a herir el amor

propio del Director. San Martín quedó vengado. Este fue uno de los sucesos

precursores de la revolución de abril que obligó al Director Alvear a buscar un

asilo en la Capital del imperio vecino.

 

Este cambio en el personal del Gobierno General levantó al poder a los amigos

del Gobernador de Cuyo, cuyos planes favorecieron, agitando el envío de

fuerzas y pertrechos para el Ejército que se formaba al pie de la Cordillera. Un

cuerpo de Granaderos a Caballo al mando del Teniente Coronel Zapiola,

armamentos, vestuarios, oficiales de artillería al frente de varios cañones y

obuses con las dotaciones correspondientes de soldados y pertrechos, tales

fueron los auxilios importantes con que concurrió Buenos Aires después de la

desaparición de Alvear.

 

Mientras los elementos materiales se acumulaban y se les daba distribución,

San Martín estudiaba su próxima campaña, examinando el terreno y tratando

de penetrar en los secretos todos de la situación del país sobre que se proponía

operar. En lo más riguroso de la estación fría de aquel clima, inspeccionó

personalmente los desfiladeros de los Andes, especie de colosales hendiduras

que prestan paso al través de las moles. Pero ésta no, era la más difícil de sus

indagaciones. La verdadera dificultad consistía en la adquisición de noticias

sobre la situación de Chile, las disposiciones de sus mandatarios y el estado de

la opinión. Para salvarla, discurrió San Martín un arbitrio, ingenioso que no nos

es dado referir aquí con los pormenores que le dan un interés original.

Comenzó a hacer circular la especie de que los emigrados chilenos eran

maltratados por el gobernador de Mendoza, a punto de que les era preferible el

regresar a su país y someterse a sus dominadores. Las "Gacetas" realistas de

Santiago fueron el eco de estas voces; y así que tomó la ficción colores de

verdad para las autoridades españolas, despachó a algunos oficiales chilenos,

decididos por la causa de la independencia, con encargo de comunicarle desde

su país las noticias que le eran absolutamente necesarias acerca de lo que allí se

pensaba sobre operaciones militares. Estos falsos arrepentidos prestaron a más

el servicio no menos importante, de avivar las esperanzas en la revolución y de

confortar los ánimos de los patriotas chilenos, abatidos por el yugo de la

reconquista.

 

San Martín que quería guardar con cien llaves, el secreto de sus designios, no

confiando solo en su reserva, se propuso extraviar al enemigo de sus juicios.

Para conseguir este objeto se valió de algunos españoles, acérrimos partidarios

de la causa realista, que estaban desde el tiempo de Carrera desterrados en las

ciudades de Cuyo, especialmente de un tal Albo, de quien sacó un partido

digno de referirse.

 

Albo era hombre firme, sin disimulo, conocido por su decisión a la causa de su

gobierno: por consiguiente, era tenido por los dominadores de Chile por el leal

de los leales. Una persona de la confianza de San Martín estaba encargada de

mantener una activa correspondencia sobre asuntos insignificantes con el

porfiado peninsular, obteniendo así una gran cantidad de papeles a cuyo pie se

leía el nombre del respetable Albo, con su garabato correspondiente. Mientras

corría este inocente comercio epistolar, San Martín había emprendido otro de

diferente naturaleza. El corresponsal que el futuro vencedor en Chacabuco y

Maipo había escogido, era nada menos que el Presidente Marcó, quien recibía

las misivas de Mendoza en la creencia de que le iban de manos de Albo, pues

siempre las acompañaba una firma de puño y letra de éste. La supuesta

correspondencia que proporcionaba frecuentes ratos de alegría al Presidente y

a sus favoritos inmediatos, contenía un tejido de invenciones acerca de lo que

se hacía y se pensaba en Mendoza, que como puede presumirse, era todo lo

inverso de la realidad. Este ardid puso una venda sobre los ojos de Marcó,

detrás de la cual no podía ver sino lo que se le antojaba al Intendente de

Mendoza.

 

Así preparaba y maduraba éste sus planes. Mientras allanaba los obstáculos

que podemos llamar morales, iban creciendo los elementos de fuerza, que por

entonces se acrecentaron con 600 plazas del Regimiento de Negros, al mando

del valiente coronel D. Pedro Conde, enviado de Buenos Aires.

 

La derrota de Sipesipe que llenó de consternación a los independientes, fue

motivo para que San Martín, que no se desalentaba con los contrastes, diese

nuevo impulso a los trabajos. Los primeros días del año 1816 le encontraron

completamente decidido a emprender su expedición a Chile. Trasladando su

habitación al campamento mismo para dirigir personalmente los ejercicios

militares y trabajo de los talleres, les infundió mayor actividad que la que

habían tenido hasta entonces. Haciendo de su rancho centro de todas las

operaciones de ensayo, presidía el ejercicio de los infantes, las evoluciones de

la gente de a caballo y hasta la construcción de las cartucheras, del calzado y de

los uniformes para la tropa. A fines de febrero creyó San Martín que ya era

tiempo de comunicar francamente su pensamiento al gobierno de las Provincias

Unidas. Con este objeto y con el de solicitar mayores recursos, despachó a

Buenos Aires un enviado especial, que desempeñó con acierto la comisión que

le había confiado. El gobierno general a pesar de hallarse rodeado de

dificultades, escuchó benévolamente al representante del gobernador de Cuyo,

y le acordó una fuerte suma de dinero para el equipo de la expedición

proyectada. Balcarce que gobernó interinamente el Estado poco después,

remitió también a Mendoza con el mismo objeto, armamentos, municiones,

artillería de campaña y muchos otros artículos de guerra.

 

San Martín supo entenderse siempre con los hombres de mérito. El Congreso

instalado en Tucumán el 24 de marzo de 1816, había nombrado al General

Pueyrredón, que era uno de sus miembros, Director Supremo del Estado. Al

dirigirse a la Capital a tomar su puesto al frente de los negocios públicos debía

pasar por Córdoba y allí fue a encontrarle San Martín para inclinarle a favor de

su gran pensamiento. La entrevista entra estos dos personajes, sobre la cual se

han propalado algunos rumores absurdos, fue digna y cordial y tuvo por

resultado un perfecto acuerdo de miras. Desde el día 15 de julio en que se

verificó la entrevista, San Martín pudo contar con la cooperación del nuevo

Director como lo demostraron después los hechos.

 

Por ejemplo: El Gobierno de Buenos Aires, contribuyó mensualmente con

veinte mil pesos fuertes para el mantenimiento y equipo del Ejército que se

creaba en Mendoza, cantidad muy considerable para aquel tiempo en que las

rentas eran escasas y el país se hallaba empobrecido por la guerra. Más tarde, el

17 de octubre, el Gobierno de Buenos Aires confirió a San Martín las facultades

de Capitán General de Provincia con tratamiento de Excelentísimo.

 

De regreso a Mendoza el Gobernador de Cuyo redobló su actividad y aceleró

sus aprestos, comenzando por engrosar las filas de sus soldados con los

esclavos del vasto distrito de su mando, que fueron por su influjo declarados

libres.

 

Pronto puso al Ejército en estado de comenzar una campaña que ya no podía

envolverse en el misterio. En la necesidad de preparar el campo para las

operaciones bien meditadas de antemano, fomentó sublevaciones de patriotas

al otro lado de las Cordilleras, que distrajesen la atención de las autoridades

españolas, al mismo tiempo que por medio de parlamentos con los indios del

Sud de Chile, persuadió a las mismas autoridades a que en caso de invadir

tomaría una ruta que estaba muy lejos de su verdadera intención.

 

El campamento de Mendoza tomó la actitud que la tomar en realidad muy

pronto al frente del enemigo. Desde la primera luz ya estaba San Martín en él:

un tiro de cañón anunciaba la formación de todos los cuerpos y las maniobras

militares duraban todo el día prolongándose a veces a la claridad de la luna.

 

Pero el Ejército no podía aventurarse en los desfiladeros, sin un reconocimiento

formal practicado de antemano. San Martín que ayudado del espíritu de la

revolución había sabido convertir en director de sus parques a un fraile

franciscano, halló un hábil ingeniero de campaña entre los jóvenes capitanes de

su artillería. Alvarez

 

Condarco fue encargado del reconocimiento facultativo del camino de las

Cordilleras, disfrazado con el carácter de parlamentario, portador de una nota

dirigida al presidente de Chile contraída a noticiarle la declaración de la

Independencia Argentina proclamada por el Congreso de Tucumán. Puede

calcularse la impresión que causaría a Marcó esta embajada, verdadero desafío

a su poder puesto en ridículo, mucho más cuando forzosamente tenía que

disimular su enojo, por temor a empeorar la suerte de sus compatriotas

prisioneros en el territorio de Cuyo.

 

Mientras se practicaba por aquel medio ingenioso el reconocimiento del

tránsito, dividió San Martín el Ejército en tres cuerpos principales de los cuales

él se reservó el mando de la reserva confiando al mayor general D. Miguel

Estanislao Soler la vanguardia y el centro al general Alvarado, O’Higgins,

Zapiola, Crámer, Las Heras, Plaza, etc., eran los principales entre los valientes

jefes que le acompañaban. La infantería montaba al número de tres mil

hombres, la caballería regular a 600 granaderos, la artillería compuesta de diez

cañones de a seis, de dos obuses y de cuatro piezas de montaña, la servían

trescientos hombres. Mil doscientos milicianos montados y algunos hombres

destinados a conducir los víveres y forrajes y a despejar el camino, aumentaban

el número de estas fuerzas hasta componer un Ejército de cinco mil y tantos

soldados de las tres armas.

 

Los Andes argentinos se levantaban delante de esta expedición que llevaba la

libertad a la falda que mira al Océano Pacífico. Cumbres más elevadas que el

Chimborazo, nieves perpetuas que se mantienen a la altura de cuatro mil

metros, montañas de granito que se suceden unas a otras desnudas de toda

vegetación, constituyen la naturaleza de esa Cordillera en cuyos valles angostos

en que serpentean los torrentes, no encuentra el viajero más que peligros. Estos

valles, algunos de los cuales se prolongan con el nombre de quebradas de un

lado al otro, facilitan la comunicación entre nuestra República y la de Chile. El

Ejército se internó por dos de estas quebradas, la de los Patos y la de Uspallata,

que corren próximamente paralelas entre sí. En el término de diez y ocho días y

después de caminar al borde de los abismos más de ochenta leguas,

comenzaron aquellos bravos a descender las primeras pendientes occidentales,

y el 4 de febrero de 1817, reunidas las vanguardias de las dos divisiones

invasoras comenzaron a guerrillar al enemigo. Dos brillantes jóvenes de Buenos

Aires, célebres más tarde en la gran guerra de la Independencia, Necochea y

Lavalle, tuvieron la principal parte en estos primeros encuentros. Los

españoles, después de varios movimientos en diversas direcciones que

demostraban la sorpresa y el terror que les infundía el denuedo de los

independientes, concentraron sus fuerzas al mando del general Maroto al pie

de la Cuesta de Chacabuco. Allí les fue a buscar San Martín, el día 12 de

febrero.

 

El Ejército se previno desde la noche anterior, arrojando sus equipajes y

municionándose cada soldado con setenta cartuchos. A las dos de la

madrugada del 12 comenzaron a moverse los patriotas divididos en dos

cuerpos; el uno a las órdenes de Soler, y el otro a las de O'Higgins. San Martín

los seguía de cerca rodeado de su estado mayor. A media legua de la cuesta

donde se hallaba el enemigo, las divisiones comenzaron a operar, la una a la

derecha y la otra a la izquierda. La acción se trabó poco después, y las cargas a

la bayoneta dirigidas por el general O'Higgins, el empuje de los granaderos a

caballos mandados por Zapiola y el concurso oportuno de Necochea, pusieron

en completo desorden al enemigo y le obligaron a huir, dejando dueño del

campo al general San Martín. La pérdida del enemigo se computó en 500

hombres muertos y 600 prisioneros. Poco después del medio día estaban en

poder de los vencedores todo el parque de los realistas, sus cañones,

armamentos y el estandarte del batallón de Chiloe. Más tarde y a consecuencia

de esta victoria, se tomaron seis banderas más, tres de las cuales se conservan

en la Catedral de Buenos Aires.

 

El vencedor en Chacabuco quedó inscripto desde el memorable 12 de febrero,

en el número de los grandes capitanes del mundo. Su paciente habilidad, su

arrojo calculado con madurez, su admirable travesía de las más ásperas y

elevadas montañas de la tierra, le colocaron naturalmente al lado de Aníbal y

Bonaparte. El pueblo de Buenos Aires recibió la plausible noticia catorce días

después. A las tres de la tarde del 26 de febrero, el Director, rodeado de un

lucido cortejo de empleados civiles y militares, tomaba en sus manos la

bandera rendida en Chacabuco, que colocada en lo alto de las casas

consistoriales, sirvió de trofeo a las banderas nacionales de los batallones de

patricios. El pueblo se agolpó a presenciar aquel espectáculo, y sus alegres

aclamaciones se mezclaron a las salvas de la artillería y a los repiques de las

campanas de los templos. Al describir el júbilo que embargaba a nuestra

población, la prensa de aquellos días exclamaba con entusiasmo: "Gloria

inmortal a cuantos han tenido la dicha de merecer el elogio sublime del

regocijo público de sus compatriotas!"...

 

El gobierno del Directorio manifestó su agradecimiento al vencedor, con

algunas honras, entre las cuales son de mencionarse una pensión vitalicia de

600 pesos, a favor de su hija Doña María Mercedes Tomasa de San Martín, y el

uso, para el general, de un escudo con las siguientes inscripciones: La Patria en

Chacabuco. Al vencedor de los Andes y Libertador de Chile.

 

Las fuerzas derrotadas en Chacabuco no eran las únicas de que podía disponer

el Presidente de Chile para oponer a los vencedores. Habían quedado en

Santiago diez y seis piezas de artillería de campaña, servidas por más de

doscientos hombres, y acababan de llegar a aquella ciudad, los batallones de

Chiloe y de Chillán. Estas fuerzas, unidas a un escuadrón de húsares y a una

fuerte partida de dragones, estaban destinadas para concurrir, bajo el mando

del coronel Barañao, a reforzar el ejército de Maroto. Marcharon en efecto, pero

tropezaron en el camino con los compañeros dispersos que huían de los sables

de los húsares de Chacabuco. El desaliento comienza a cundir; el Presidente,

indeciso, pierde el tiempo en discutir con sus jefes medidas militares que

quedaban en proyecto: la verdad de la situación penetraba en la capital, a pesar

de las ingeniosas disposiciones tomadas para que la población no se

apercibiese del estado en que se encontraban sus opresores. Éstos,

desmoralizados totalmente, tomaron en desorden el camino de Valparaíso,

dejando a los patriotas de Santiago entregados al regocijo y a la tarea de

organizar un gobierno provisorio y de establecer el orden, mientras las fuerzas

libertadoras se aproximaban.

 

El 13, poco después de medio día, entraron a Santiago algunos cuerpos

pertenecientes a la división del general Soler, siendo de los primeros, un

escuadrón de granaderos a cuyo frente iba el comandante Necochea. El

entusiasmo del pueblo a la presencia de aquellos valientes no puede

ponderarse bastante.

 

Mientras tanto, el general San Martín quiso evitar a todo trance las ovaciones de

triunfo. Dos horas antes de su entrada a la capital, era allí ignorada de todos.

Muy preocupado todavía con la idea de realizar sus vastos planes, miraba en

menos esas fútiles manifestaciones que a nada conducían. En esos momentos,

sólo pensaba en los recursos que debía proporcionarle la victoria para llevar

adelante la grandiosa obra en que estaba empeñado.

 

La noticia de estos acontecimientos, corrió con la rapidez de la electricidad por

todos los ángulos de Chile y los pueblos comenzaron a deponer las

autoridades que emanaban del Presidente en huida. Por la parte del Sur, Talca

y sus inmediaciones caían en poder del jefe patriota Freire, quien habiendo

salido de Mendoza veintitantos días antes que el ejército expedicionario,

llegaba a aquellos destinos por los territorios montañosos de Colchagua, en

donde engrosaba sus fuerzas con guerrilleros insurgentes, que voluntariamente

le salían al encuentro. El comandante Cabot, que a fines de diciembre había

salido de San Juan y cortado la Cordillera por el camino de los Patos, ayudaba

al restablecimiento de las autoridades patriotas en la Provincia de Coquimbo, y

ocupaba la importante ciudad de la Serena, después de haber dispersado en un

encuentro feliz las fuerzas realistas que aun permanecían en el Norte.

 

La influencia militar de la España, declinaba como por encanto a consecuencia

del paso del ejército libertador, de las medidas hábilmente tomadas por su jefe

desde antes de entrar en campaña, y por el mágico efecto de la aterradora

noticia de Chacabuco.

 

Para no malograr estas ventajas y para llevar adelante la misión libertadora

asumida por el general vencedor, era de toda necesidad el establecimiento de

un gobierno que emanara de la voluntad general. Con este objeto, publicó un

bando el general San Martín convocando al vecindario de Santiago para que

erigiese un jefe supremo. El voto de la junta fue unánime a favor del héroe de

Chacabuco, confiándole el gobierno del país sin restricción de ninguna especie.

Pero el general San Martín era demasiado patriota y discreto, para aceptar

semejante posición en un país que no era el de su nacimiento y a los pocos días

de una victoria con la cual había avasallado las voluntades y el agradecimiento

de todos los patriotas chilenos. Dando por sin efecto la reunión popular del 15,

provocó de nuevo otra, que se compuso de más de doscientos ciudadanos, y en

la cual fue proclamado Director Supremo del Estado el brigadier D. Bernardo

O'Higgins. Este nombramiento que no era más que la ratificación de un decreto

del gobierno argentino, expedido antes de la jornada de Chacabuco, fue

aplaudido por el general San Martín, como se hizo saber inmediatamente por

medio del santafecino doctor Vera, patriota avecindado en Santiago desde

muchos años atrás.

 

Las primeras medidas del nuevo gobierno, tuvieron por objeto el rescate de los

patriotas que gemían deportados en el presidio de la isla desierta de Juan

Fernández, y proveer a la seguridad de los numerosos prisioneros españoles.

El mariscal de campo D. Francisco Marcó del Pont, era de este número. No

habiendo podido llegar para salvarse a uno de los puertos de la costa, tuvo la

mortificación de presentarse ante su vencedor, a quien entregó de una manera

ridícula su espadín de parada. El general San Martín, sin ocultar el desprecio

que le inspiraba aquel aborrecido mandatario, y sin aceptar una manifestación

que tanto se estima cuando procede de un valiente, le dijo con laconismo

irónico: "Si he de poner ese florete donde no pueda ofenderme, en ninguna

parte está mejor que en el cinturón de usted".

 

La parte de trabajo y responsabilidad que cupo al general San Martín en el

gobierno que acababa de instalarse puede medirse por el estado en que los

españoles habían dejado el país sobre el cual pesaban todavía con el influjo y

con la fuerza. Las arcas estaban vacías; los archivos sin documentos; el orden

público sin base; y sin ningún género de dirección el espíritu revolucionario

que se manifestaba por hechos de armas y políticos, independientes de la

voluntad gubernativa. San Martín asumió, por decirlo así, la dirección militar

de la nueva administración, obteniendo en pocos días, resultados satisfactorios.

 

Mientras el comandante Freire se oponía a lo largo del Maule a la reunión de

los dispersos que se dirigían hacia el Sur y apresaba algunos tejos de oro que

prestaron oportuno recurso al erario de la patria, reuníanse en Santiago los

oficiales prisioneros de Chacabuco para ser trasladados desde allí a la

provincia de Cuyo que estaba bajo el mando del coronel D. Toribio Luzuriaga.

Entre quinientos de esos prisioneros que atravesaron los Andes iba el obispo

de Santiago, que se había señalado por su adhesión al gobierno colonial y por

su empeño en desacreditar las ideas de libertad y de independencia. Este acto

de energía por parte del Director estaba en perfecto acuerdo con las ideas de

San Martín, a juzgar por su modo de proceder en el Perú en circunstancias

idénticas. Allí, viendo que el arzobispo de Lima pretendía disfrutar de los

respetos debidos a su carácter y de una entera libertad de pensamiento y de

acción para combatir las miras del gobierno independiente, "le levantó en peso

para Europa, según sus textuales palabras, para que fuese a echar sus

bendiciones a los peninsulares, puesto que quería ser pastor de una iglesia

americana sin reconocer la independencia".

 

La empresa de libertar a Chile y al Perú estaba en su principio, y era

indispensable prepararse para realizarla en la vasta escala en que habla sido

concebida desde antes del paso de los Andes. O'Higgins y San Martín contaban

con la decisión de los pueblos ansiosos de gobernarse por sí mismos; pero más

confianza depositaban en la disciplina y en la instrucción de sus soldados para

llegar a aquel grandioso resultado. Crearon una academia militar bajo un buen

plan de estudios y abrieron las puertas de ella a la juventud de Chile y de las

Provincias de Cuyo, que quisiese dedicarse a la carrera de las armas. A la

necesidad de reforzar el ejército vencedor en Chacabuco se unía otra

consideración. Compuesto éste en su mayor parte de jefes argentinos, y

debiendo emprenderse nuevas campañas en territorio chileno, bajo la dirección

de las autoridades del país, aconsejaba la política y el buen deseo de armonizar

los elementos que iban a decidir de la suerte de una gran porción de la

América, que una nueva organización de aquel ejército permitiese la entrada en

él a los militares que se habían distinguido en la lucha de la independencia

chilena. La base de lo que se llamó el ejército de Chile, se formó de un batallón

de infantería organizado en Aconcagua; de un cuerpo de artillería formado por

el coronel D. Joaquín Prieto, una compañía de jinetes para el servicio de la

capital y un regimiento de cazadores a caballo bajo una forma de organización

parecida a la de los famosos granaderos. Al mismo tiempo el ejército de los

Andes abría sus filas a los soldados chilenos decididos por la causa de su país,

y el gobierno coronaba estos primeros esfuerzos dando a reconocer por general

en jefe del ejército chileno al coronel mayor D. José de San Martín. Todo esto

fue obra de pocos días.

 

La situación de las cosas así combinadas había traído de nuevo y con mayor

viveza que nunca a la cabeza del activo general, el proyecto de la invasión al

Perú por las aguas del Pacífico y quiso personalmente ponerse de acuerdo con

el gobierno argentino, representado entonces por el general Pueyrredón, acerca

de los auxilios que éste podría prestar a la expedición y sobre los medios más

eficaces de realizar el pensamiento. La intervención del Director era tanto más

indispensable, cuanto que gran parte de las armas que debían abrir esa

campaña eran argentinas y grande la influencia que ejercía en la política de la

revolución el pueblo que tan gloriosamente la había iniciado en mayo de, 1810.

El general San Martín hizo sus adioses al ejército con estas palabras: "Vuestro

bien y el de la patria me obligan a separarme de vosotros por muy pocos días".

El 12 de marzo llegó a la Cuesta de Chacabuco. Esta fecha está señalada con

uno de los actos de desprendimiento propios del carácter de aquel noble

argentino.

 

El Cabildo de Santiago había puesto a su disposición la cantidad de diez mil

pesos en onzas de oro para los gastos de viaje, acompañando este obsequio con

palabras sentidas y sinceras. El general no quiso contestarlas sino desde el

camino y en el punto indicado, reservándose hacerlo detenidamente desde

Mendoza. Apenas llegó a esa ciudad cumplió con este deber, y negándose a

aceptar la dádiva, suplicó al Cabildo que aplicase la cantidad que tan

generosamente se le destinaba, a la formación de una biblioteca pública en

Santiago, fundándose en que: "la ilustración y fomento de las letras es la llave

maestra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos". "Yo

deseo, añadía, que todos se ilustren en los sagrados derechos que forman la

esencia de los hombres libres".

 

La antigua residencia del general San Martín, la heroica ciudad de Mendoza, a

cuyo Cabildo no había olvidado en medio de las emociones y fatigas de la

victoria, dándole parte de ella con estas lisonjeras palabras: "Gloríese el

admirable Cuyo de ver conseguido el objeto de sus sacrificios," quiso excederse

en manifestaciones de entusiasmo así que supo que se aproximaba a ella su

ilustre huésped, el creador del ejército de los Andes. Las banderas de los

alegres colores patrios flameaban sobre las habitaciones y coros numerosos de

niños de ambos sexos regaban las calles con las fragantes flores de los jardines

de aquel país, amigo del cultivo de la tierra. Su residencia en Mendoza fue de

horas: su pensamiento estaba fijo en la capital de las Provincias Unidas del Río

de la Plata. Sin embargo, en ese corto tiempo tuvo el suficiente para dar una

nueva prueba de su modestia. A 17 de marzo, está datada una comunicación

suya al Director, devolviendo a éste, con palabras dignas y agradecidas el

despacho de brigadier de los ejércitos de la patria a que se le creía acreedor por la

gloriosa restauración de Chile. Este despacho le fue devuelto a su vez con

expresiones que debieron halagar al discreto personaje a quien se dirigían.

 

El 18 de abril regresaba el general San Martín para Chile, a cuya capital llegó el

día 11 de mayo. El corto tiempo que permaneció como de incógnito en Buenos

Aires le fue bastante para desempeñar los arduos objetos de su misión. ¿Cuáles

fueron éstos? La vulgaridad y la malevolencia glosó de diversas maneras este

vuelo del águila que en silencio atravesaba cordilleras y llanuras, dando la

espalda al teatro de sus recientes triunfos. Pero el tiempo ha desvanecido las

sombras para dar tránsito a la luz y los historiadores imparciales se han

encargado de revelarnos lo que pasó entre el vencedor de Chacabuco y el

gobierno residente en Buenos Aires.

 

En los pocos días que residió en esta ciudad, dice uno de ellos, tuvo varias

entrevistas con el general Pueyrredón, allanó las dificultades que se

presentaban sobre varios puntos del servicio público y arregló todo lo

necesario para que uno de sus ayudantes, el capitán de ingenieros don José

Antonio Álvarez Condarco, se embarcase para Inglaterra con el encargo de

comprar buques y contratar oficiales de marina por cuenta del gobierno de

Chile.

 

San Martín hizo todavía mucho más que esto. En virtud de los amplios poderes

que le había conferido el gobierno de Chile, confió a D. Manuel Hermenegildo

de Aguirre, el 17 de abril, el encargo de pasar a Estados Unidos con una

comisión semejante a la de Álvarez. Debía hacer construir dos fragatas de

guerra de 34 cañones, tripularlas con oficiales y marineros hasta llegar a Chile,

y además otros dos buques de 18 y 24 cañones. Para esto le entregó 200.000

pesos por cuenta del gobierno de Chile y el Director Pueyrredón le dio letras

por 500.000, a cuenta del tesoro argentino.

 

Estas estipulaciones tuvieron lugar en medio del más discreto sigilo, como lo

requería su naturaleza y el carácter reservado del negociador. En Buenos Aires

nadie las traslujo y ni siquiera rastro de ellas quedó en los archivos públicos.

La prensa, sujeta entonces por su calidad oficial a la dirección gubernativa, no

hizo mención de lo que pasó durante la permanencia de San Martín en la

capital de las Provincias Unidas. Este misterio, a que fue prudente recurrir para

asegurar mejor los resultados y desorientar a los enemigos, todavía poderosos

en estas regiones, dio margen para que los mal prevenidos contra San Martín y

especialmente los parciales de la familia Carrera, esparcieran rumores

ofensivos a la probidad y al desinterés del infatigable patriota que no ahorraba

sacrificios para llegar al noble objeto a que había consagrado su existencia. Pero

el general San Martín tenía una singular manera de castigar la vulgaridad de

sus enemigos: se complacía en verles descender al fango de las sospechas viles,

aunque él mismo fuese el blanco y la víctima momentánea de esos

pensamientos bajos. Cuéntase que mientras residía en Mendoza, dio orden a

uno de los empleados receptores de rentas, que le trajese al fin de la semana

cuanta onza de oro sellado colectase en su oficina. El mandato del gobernador

se cumplía semanalmente al pie de la letra, no sin escándalo y murmuraciones

en voz baja por parte del empleado y de sus dependientes. Una onza sobre otra

acumuladas, llegaron a formar un montón considerable que ya no le fue dado

ocultar a San Martín; y entonces, llamando al recaudador, le preguntó

secamente, si en cumplimiento de su deber tenía constancia escrita del oro

amonedado, entregado hasta aquel día. Oyendo el gobernador la contestación

afirmativa del buen empleado, alzó un paño que cubría las hileras de onzas

apiñadas sobre una mesa, y le dijo: examine usted y vea si están exactas

nuestras cuentas. Lo estaban en realidad: ni una moneda de menos había allí

comparada su cifra con el total que resultaba del libro del empleado. Aquel

dinero se aplicó pública e inmediatamente a objetos de urgente necesidad que

no podían adquirirse sino pagándoles al contado; y los murmuradores

quedaron corridos ante aquella demostración que encerraba tantas lecciones.

 

La casualidad ofreció a San Martín la ocasión de intentar en Buenos Aires la

remoción de un obstáculo más a las altas miras que le preocupaban. Los

Carrera estaban allí presos por disposición del gobierno. Habían llegado a las

aguas del Plata con elementos navales y con un considerable número de jefes

extranjeros reclutados en Estados Unidos, para expedicionar sobre el Pacífico.

La presencia de los Carrera en las costas de aquel mar en momentos en que la

fuerza de los acontecimientos y el patriotismo y bravura de O'Higgins y de San

Martín daba a éstos la legítima dirección de la guerra de la independencia en el

territorio chileno, la habría sin duda alguna comprometido, y hubiera sido más

que probable que las desavenencias civiles incendiando al país, le

imposibilitasen para contraerse exclusivamente a perseguir al enemigo

extranjero. El ejército aliado no habría podido coronarse con los laureles de

Maipú y de Lima.

 

El día 15 de abril, visitó el general San Martín a D. José Miguel Carrera, con el

objeto de excitar su Patriotismo, disuadirle de sus intenciones sobre el regreso

a su patria en aquellos momentos, y de proponerle una honrosa misión a los

Estados Unidos, como representante de los gobiernos aliados de Chile y

Buenos Aires. La entrevista tomó poco a poco, como es fácil comprenderlo, un

tono vivo, a pesar de los esfuerzos de San Martín por mantenerla dentro de

términos urbanos y benévolos. Carrera, no podía comprender cómo era que se

confiaba en el buen éxito de la independencia de Chile sin la cooperación de su

persona y sin el prestigio de su familia, y se avanzó a decir que el empeño en

apartarlo de su país provenía del temor que le tenían los vencedores en

Chacabuco. "No crea usted general Carrera, exclamó entonces el argentino, que

nosotros temamos a nadie. Por mi parte, yo no tengo inconveniente alguno para

que usted y sus hermanos regresen a Chile porque O'Higgins y yo estamos

dispuestos a ahorcar, en el término de media hora, a todo aquel que trate de

hacer oposición al gobierno y lo ejecutaremos con prontitud y energía porque

no tenemos que consultar la voluntad de nadie". A pesar de la viveza de estas

expresiones, volvió a suplicar a Carrera, meditase sobre las proposiciones con

que había comenzado su visita y se separó de él colmándole de demostraciones

de amistad y de aprecio.

 

No obstante los felices acontecimientos militares, que como consecuencia de la

victoria del 12 de febrero hemos mencionado poco antes, la presencia de un jefe

español de conocimientos y de arrojo en el Sur de Chile, hacía necesarios

nuevos esfuerzos por parte de los soldados patriotas. D. José Ordóñez,

intendente de Concepción, había logrado reunir fuerzas considerables

pertenecientes al ejército vencido, que reconcentraba hacia Talcahuano. El

coronel D. Juan Gregorio de Las Heras, recibió la honrosa comisión de hacer

frente al jefe español y desbaratar sus planes, teniendo la fortuna de abrir su

campaña con la notable victoria de Curapaligüe, en la que repelió al enemigo

apoderándose de sus cañones, tomando inmediatamente después la importante

ciudad de Concepción. Pero el valiente capitán insurgente no disponía más que

de 1.290 hombres de todas las armas, mientras que su antagonista, amparado

de Talcahuano, podía hacer una defensa fructuosa y sostenida a la larga, con

mucho mayor número de soldados. En vista de esta situación, resolvió el

Director salir en persona a campaña, al frente de un pequeño cuerpo de ejército,

dejando por su sustituto en el mando al coronel D. Hilarión de la Quintana.

Pero, por mucha diligencia que el Director pusiese en su marcha, no pudo

evitarse que el enemigo, reforzado con auxilios de todo género enviados por

mar desde el Perú y sabedor de la próxima reunión de O'Higgins con Las

Heras, hiciese una nueva y desesperada tentativa de ataque. Ordóñez cayó en

efecto sobre el vencedor en Curapaligüe, y las armas de la patria recogieron

nuevos lauros en el Gavilán, causando al enemigo, perseguido hasta sus

posiciones de Talcahuano, la pérdida de más de doscientos hombres y de gran

copia de armas y municiones. O'Higgins se incorporó a Las Heras en los

momentos mismos del triunfo, continuando las operaciones sobre el Sur, cuya

varia fortuna no nos corresponde relatar.

 

Al comenzar esta campaña bajo los auspicios del Director, se presentó en

Santiago -el 11 de mayo- el general San Martín de regreso de su rápido y

fructuoso viaje a la capital de las Provincias Unidas. Encontró en el mando

provisorio del Estado al coronel Quintana, cuya administración a pesar de las

grandes dificultades que la rodeaban, fue guiada por las más sanas intenciones

según el testimonio de los chilenos mismos que han podido estudiar en sus

pormenores aquella época de labor y de conflictos.

 

El general San Martín tuvo gran influencia en esa administración, durante la

cual ganó mucho la policía de seguridad de Santiago, se creó una maestranza

en grande escala, y se tomaron medidas eficaces para asegurar el triunfo de la

lucha del momento y de la más seria que se columbraba en lo futuro. Bajo la

misma influencia se premiaron a los partidarios fieles de la revolución, se

devolvieron los bienes confiscados a los patriotas, y se agració con lotes de

tierra a los campesinos que se habían distinguido como guerrilleros o como

emisarios en los días de la expedición al través de los Andes. Los caudales se

administraron con tan religiosa economía, que bastaban 60.000 pesos mensuales

para pagar todas las fuerzas existentes en el territorio de Chile, la mayor parte

de ellas en campaña; y con el mismo orden y economía se administraban, por

personas hábiles y próbidas, los almacenes de armas, de víveres y municiones.

 

El gobierno de Quintana duró hasta 7 de setiembre, día en que el poder

delegado hasta entonces en su persona, pasó a manos de tres distinguidos

ciudadanos chilenos, interviniendo en esta mutación del personal del gobierno

el consejo del mismo General San Martín, como medio para acallar algunas

murmuraciones que la calidad de deudo suyo y de argentino, ocasionaba en el

pueblo la permanencia de Quintana en un rango tan espectable. No podemos

leer sin respeto por aquellos tiempos y por los hombres de la revolución, las

siguientes palabras que encontramos en un honorable escritor chileno,

refiriéndose al proceder de San Martín en esta circunstancia: "Es una gran

fortuna que los pronombres tanto argentinos como chilenos, que dominaban la

situación, no hubiesen separado un solo instante de su memoria las lecciones

del tiempo pasado, y amoldando a ellas su conducta, hubiesen pospuesto

siempre toda consideración personal ante el interés de conservar la concordia,

requisito que ellos miraban como el más imprescindible para el triunfo".

 

El General San Martín se empeñó en dar gran solemnidad y trascendencia al

acto del recibimiento de los nuevos mandatarios, quienes juraron el buen

desempeño de sus cargos en presencia de un gran gentío y ante todas las

corporaciones del Estado. Aquel hombre superior y discreto quería aprovechar

aquella oportunidad, para alejar de la mente del pueblo toda idea desfavorable

contra los libertadores argentinos. El General San Martín declaró de la manera

más solemne en aquella ocasión espectable que la única misión del ejército

puesto a sus órdenes por el gobierno de su patria era mantener la absoluta

independencia de Chile. Declaración que fue confirmada por el Diputado de las

Provincias Unidas, allí presente, expresándose con elocuencia y energía contra

las especies diseminadas en sentido opuesto por los perturbadores  de la

fraternidad entre su gobierno y el de Chile.

 

La nueva Junta no podía dudar de la sinceridad de estos sentimientos, y la

influencia benéfica de San Martín en la milicia y en la política de la como bajo la

de reciente administración continuó como bajo la de Quintana. Gracias a esta

influencia acertada e infatigable, al acercarse el día 18 de setiembre, que es el 25

de mayo de los chilenos, los ánimos de éstos se abrían placenteros a la

confianza en la libertad. Ellos veían que el ejército destinado a asegurarla para

siempre, constaba de 8.000 hombres briosos y morales; que las escuelas

dotaban las filas de subalternos instruidos; que la artillería estaba montada bajo

un pie brillante y abastecidas las salas de armas con más de 14.000 fusiles.

Contemplaban al mismo tiempo un espectáculo verdaderamente nuevo, la

asociación de las fuerzas morales a la acción militar. El Instituto Nacional,

nacido del calor de las ideas de progreso que distinguió a la revolución de

1810. Y casi muerto a los golpes de la restauración española, se reorganizaba y

ensanchaba en el Plan de sus estudios; en tanto que la biblioteca pública,

iniciada por San Martín, se fundaba a expensas de su liberalidad.

 

El aniversario de la patria tuvo lugar bajo los augurios más lisonjeros; y para

dar nuevas ocasiones a la explosión de regocijo y del entusiasmo del Pueblo, el

General San Martín y el Diputado de Buenos Aires, D. Tomás Guido,

dispusieron dos espléndidos banquetes en los cuales los brindis Patrióticos, los

himnos nacionales, se armonizaban con el ruido de las orquestas, con el brillo

de la concurrencia y con los colores de las banderas de Buenos Aires y Chile,

entrelazadas bajo doseles tricolores para significar la fraternal alianza y la

unidad de acción entre ambos países. "Nadie en aquellos momentos -se ha

dicho treinta años después de aquella fiesta- habría recordado los azares que

aun necesitaba recorrer la patria de los chilenos para cimentar sólidamente su

independencia; o si tal pensamiento llegaba a abrirse paso en algún espíritu

apocado, allí estaban presente, para alejar la desconfianza, los triunfadores de

Chacabuco".

 

Bien necesitaba el espíritu público levantarse a la altura del entusiasmo porque

muy pronto iba a sonar la hora de nuevas pruebas para el patriotismo y la

constancia de los independientes. Al General O'Higgins habíale sido adversa la

fortuna en el glorioso desastre de Talcahuano, y un Ejército al mando del

Brigadier D. Mariano Ossorio, compuesto de más de 3.000 hombres, formado

en el Perú por el Virrey Pezuela, se dirigía sobre Chile con la intención de

reconquistarse.

 

El General San Martín estaba perfectamente informado por sus agentes de

Lima, de los elementos de que se componía aquella expedición: no la temía;

pero con cordura meditaba los medios de organizar la defensa y de burlar los

nuevos esfuerzos del enemigo. El 18 de enero de 1818, anclaban en la bahía de

Talcahuano las naves que conducían a los soldados de Ossorio. Cuando esta

noticia llegó a conocimiento de San Martín tuvo un presentimiento de los

nuevos triunfos que le esperaban y no pudo ocultar su alegría: sintióse como

regenerado, olvidó las incomodidades físicas que le aquejaban y se dio al

trabajo con la decisión de costumbre. Con su mirada previsora y acertada,

midió de un golpe la situación, y con el conocimiento que tenía del país y de

las propensiones del enemigo, trazó inmediatamente un bosquejo de plan de

campaña que comunicó al General O'Higgins, con las siguientes expresiones:

"La conservación de este Estado pende de que no aventuremos acción alguna

cuyo éxito sea dudoso. El proyecto del enemigo es probablemente interponerse

entre nuestras fuerzas para batirnos en detalle y apoderarse de Valparaíso para

asegurar su comunicación con Lima y el recibo de los auxilios que pueda

necesitar. La fuerza que tengo a mis órdenes asciende a lo más a 3.600 hombres;

unidos somos invencibles, separados débiles. Ossorio puede hostilizarnos en

más de 400 leguas: es decir, que si cargamos nuestras fuerzas al Sur, pueden

ellos embarcarse y darnos un golpe por el Norte; y si atendemos a éste, lo darán

quizá por el Sur, teniendo, como tienen, la superioridad del mar. Por tanto,

nuestro plan de campaña debe ser reconcentración de todas nuestras fuerzas

para dar un golpe decisivo y terminante. Asegure, pues, con tiempo V. E. la

retirada a este lado del Maule, tomando por defensa este río y cubriendo la

parte más interesante de la Provincia de Concepción con destacamentos cuya

retirada quede expedita, sin comprometimiento alguno, al Cuartel General, en

caso de ser atacados por fuerzas superiores. Haga también V. E. retirar con

anticipación de esa Provincia cuanto pueda ser útil al adversario. Vengan a este

lado familias, subsistencias de todo género y caballadas, que hecho esto, es

imposible que ningún cuerpo enemigo subsista en ella sin perecer de

necesidad".

 

Al mismo tiempo que de esta manera tan terminante iluminaba San Martín el

camino que debía seguir en sus operaciones el Director en campaña, sugería al

Gobierno de Santiago mil providencias para realizar sus miras militares.

Impartiéronse órdenes a los Gobernadores de Provincia para que remitiesen a

Santiago todas las personas sindicadas como enemigas de la revolución; se

retiraron de Valparaíso los caudales públicos y de particulares; se concentraron

en la Capital todas las fuerzas que guarnecían el Norte, y se mandó poner sobre

las armas a las milicias de caballería, alejando del litoral cuanto pudiera ser de

auxilio o de valimiento para los invasores.

 

El Ejército que se trataba de reconcentrar, se componía de nueve mil y tantos

hombres, de cuya moralidad y disciplina estaba satisfecho San Martín, a pesar

de lo exigente que era en estas materias. Restábale la elección del punto

estratégico en que debía formar el campamento general para esperar desde él

los movimientos del enemigo.

 

Después de reflexionarlo bien, decidióse por la hacienda de las Tablas, situada

al Sur de Valparaíso, a treinta leguas de buen camino de la Capital; y desde

mediados de diciembre comenzaron moverse hacia aquel punto las fuerzas

acantonadas en Santiago, marchando a la cabeza de los diferentes cuerpos, el

Comandante Alvarado, el Teniente Coronel D. Ambrosio Crámer, etc., y el Jefe

del Estado Mayor, D. Hilarión de la Quintana. A retaguardia de las columnas,

caminaban en carros los víveres y forrajes, las municiones, el hospital militar; y

era aquella la primera vez que se presentaba en Chile un Ejército que llevase

entre sus bagajes una imprenta como elemento militar.

 

Cuando toda aquella masa de hombres y de cosas, se extendió por el risueño

camino que media entre los suburbios de Santiago y la hacienda de las Tablas,

seguro ya el General San Martín de que había apurado las medidas que le

aconsejaba su experimentada previsión, siguió el derrotero de sus valientes el

día 21 de diciembre.

 

Así que llegó al campamento, confió el mando provisorio del Ejército al

virtuoso y aguerrido Brigadier D. Antonio González Balcarce, cuya carrera

habla comenzado ilustrándose en los campos de Suipacha y Cotagaíta, en

donde la revolución de Mayo recogió sus primeros laureles. Aquella

delegación debía durar el tiempo necesario para que San Martín en persona se

trasladase a Valparaíso, se informase del estado de aquel importante puerto,

visitara sus fortificaciones y las pusiese en estado de defensa. Estos trabajos

eran urgentes según las ideas de aquel general, porque estaba resuelto a

moverse hacia el Sur en busca de la incorporación de O'Higgins, tan luego

como el principal puerto chileno quedase fortificado y en situación de resistir a

las fuerzas españolas de la expedición de Ossorio. El plan de éste era conocido:

ignorando la capacidad organizadora de San Martín, se imaginaba que llegaba

a Chile a sorprenderle desprevenido, y que dispersando las fuerzas que

militaban en el Sur, después de un desembarco en Talcahuano, le sería

facilísimo caer por Valparaíso sobre la capital y apoderarse de ella. Las

operaciones de O'Higgins, inspiradas por San Martín, tuvieron por objeto

burlar estos planes trazados de antemano en el Gabinete de Lima, y por lo tanto

los movimientos del Ejército chileno del Sur tendían exclusivamente a efectuar

su reunión con el que se organizaba en las Tablas.

 

Pero las operaciones del enemigo, desorientado ya, no eran tan rápidas como

para no dar lugar al general San Martín a que solemnizase mientras tanto, uno

de los actos más augustos de la Nación que ayudaba a fundar. El 12 de febrero,

aniversario de Chacabuco, fue el día que el gobierno destinó para "declarar

solemnemente a nombre de los pueblos en presencia del Altísimo y hacer saber

a la gran confederación del género humano que el territorio continental de

Chile y sus islas adyacentes, forman de hecho y por derecho un Estado libre,

independiente y soberano, y quedan para siempre separados de la monarquía

de España". El sol de aquel día fue saludado con triples salvas de cañón y con

los himnos cantados por los alumnos de las escuelas agrupados en torno de la

bandera patria. Estando reunidas en el palacio directorial todas las

corporaciones y el clero, se presentó en él el general San Martín, e

incorporándose a aquella concurrencia, se dirigieron todos a la plaza principal

en donde se había levantado un tablado cuyo adorno más visible era el retrato

del vencedor en Chacabuco. Allí se leyó el acta de la independencia. Después

que el jefe del ejecutivo pronunció la fórmula del juramento, lo tomó al general

San Martín como a coronel mayor de los ejércitos de Chile y general en jefe del

ejército unido. Cuando éste puso las manos sobre los Evangelios, volvióse

hacia el pueblo, pronunciando un entusiasta ¡viva la patria! El Presidente del

Cabildo pasó después de la ceremonia, acompañado de una numerosa comitiva

a casa del general San Martín a felicitarle por el acontecimiento que acababa de

tener lugar. Él a su turno, devolvió las felicitaciones, y renovó la protesta de

consagrarse a la defensa y a la libertad de Chile, empleando tan felices

palabras, que según los escritores de aquel país, nadie pudo escucharle sin

conmoverse y presagiar victorias a la Patria.

 

El Acta de la independencia había sido redactada por el argentino Monteagudo,

y otro argentino, el mismo sacerdote que prestaba los auxilios espirituales a los

pocos granaderos heridos en la acción de San Lorenzo, pronunció en la Catedral

de Santiago una oración análoga al nuevo destino que la Providencia destinaba

desde aquel momento a la viril y joven Nación Chilena.

 

El juramento que acababa de pronunciar Chile ante Dios, era un reto al enemigo

que avanzaba sus marchas, un acto de valentía y de esfuerzo que confortaba los

corazones en los altares de la patria y levantaba los ánimos a una altura de que

ya no se podía descender sino con la muerte. Alentado con estas

consideraciones se despojó San Martín de su traje de parada, apenas terminó la

fiesta cívica, y tomando sus viejos arreos de granadero se trasladó al

campamento del General O'Higgins, situado en las inmediaciones de Talca. En

cinco días había atravesado la considerable distancia que media entre la Capital

y las aguas del Maule, y los dos guerreros se abrazaban y conferenciaban sobre

la manera cómo debiera procederse en vista de los movimientos probables del

ejército invasor. El tiempo urgía, la entrevista fue corta: el día 24 estaba ya San

Martín de regreso para San Fernando, lugar intermedio entre Santiago y Talca,

donde debía situarse y permanecer para atender a las operaciones de la nueva

campaña. El ejército de las Tablas púsose inmediatamente en movimiento hacia

este punto a donde llegó el 8 de marzo, efectuándose su incorporación con las

fuerzas que se habían retirado del Sur, a marchas regulares, al mando del

General O'Higgins.

 

Chile contó desde este día con un ejército de 6.600 soldados de línea bien

equipados, mandados por jefes valerosos y acreditados por su pericia.

Colocados a la cabeza de sus divisiones, O'Higgins, Balcarce, Brayer, rompió su

marcha en la mañana del 14, llevando la vanguardia la caballería, bajo el mando

de este último jefe. El enemigo, como lo deseaba el General San Martín, había

avanzado al Norte del Maule y llegado hasta el Lontué; pero así que sintió los

movimientos de los patriotas se apresuró a repasar este río amparado de la

oscuridad de la noche. Aquellos lo atravesaron también a la luz del día, en

prosecución del plan concebido por el General San Martín. Sus intenciones eran

decidir la contienda en una sola batalla, de cuyo buen éxito no podía dudar

porque sus soldados, sus oficiales y jefes contaban con la seguridad de la

victoria, desde el momento que se encontrasen con el grueso de los enemigos.

El paso del Lontué tuvo lugar el 16 y desde ese día se puso San Martín a la

cabeza de la primera división a vanguardia, dejando a O'Higgins al mando del

resto de las fuerzas, con orden de seguirle inmediatamente hacia el

Quechereguas. El enemigo continuó su retirada hacia el Sur en busca de la

ciudad de Talca, mientras que el ejército chileno,  siguiéndole casi

paralelamente, marchaba lleno de entusiasmo espiando el momento de

alcanzarle antes que se guareciese en las posiciones de aquella ciudad, para

pulverizarle. El día 19 distaban ambos ejércitos entre sí apenas legua y media y

una planicie vasta interpuesta entre las márgenes del Lincai y la ciudad

mencionada tentaba al General San Martín al encuentro decisivo, para cuya

realización tomó algunas disposiciones de ataque que no fueron felices a causa

del terreno, que a pesar de sus aparentes ventajas contribuyó a burlar el arrojo

de las caballerías de Balcarce.

 

Con la última luz de aquel día, pudieron los enemigos contemplar la

superioridad del ejército independiente y persuadirse de que la mañana

siguiente se verían en la necesidad de aceptar un combate desventajoso para

ellos. El General Ossorio, considerándose perdido y sin retirada posible

después de una derrota, declaró a sus jefes que no tenía confianza sino en el

cielo; pero uno de entre ellos, el Brigadier Ordóñez, más animoso y arrojado,

propuso que se buscase la salvación intentando una salida sigilosa y nocturna.

Esta opinión triunfó en el consejo de los oficiales del campo español y se

prepararon a realizarla en esa misma noche.

 

A pesar de la confianza en su posición que asistía al General San Martín y del

desaliento que suponía en el enemigo, trató de precaverse contra una sorpresa

dando órdenes para cambiar los campamentos. No se habían ejecutado del todo

estas modificaciones repentinas en el orden del ejército, cuando se sintieron los

disparos de las avanzadas patriotas, causando grande alarma en sus filas. A

pesar de ella, la intrepidez y sangre fría del General Ordóñez vino a estrellarse

contra la firme división de O'Higgins, a quien tampoco le abandonó su

serenidad a pesar de haber perdido el caballo al golpe de una bala del cañón

enemigo. Pero si el ímpetu de las armas españolas pudo ser contenido por los

esfuerzos del valor, no fue posible evitar el desorden y la confusión que

causaban las mulas de carga, los caballos que huían espantados en todas

direcciones y la oscuridad de la noche que no permitía a los jefes patriotas

distinguir los puntos a donde se dirigía el ataque ni la disposición de él.

Cuando los fuegos del enemigo cubrieron toda la línea patriota, ésta comenzó a

vacilar y a desorganizarse, quedando sin embargo en salvo y aun intactas

algunas divisiones del ejército sorprendido.

 

Este episodio inesperado en una campana que comenzaba bajo los mejores

augurios, se conoce en la historia con el nombre de Desastre de Cancha Rayada, y es al mismo tiempo el preludio de una espléndida victoria, que vino pocos días

después a llenar las miras del General San Martín, quien deseaba librar a Chile

de sus opresores en el espacio de una sola jornada definitiva. Con razón, se ha

dicho también, que si aquella acción se hubiese empeñado a la luz del día o a la

claridad de la luna, el Ejército realista habría sido destrozado en mil pedazos. Y

efectivamente, la primera división quedó intacta y ella habría podido cargar al

enemigo, primero por el flanco cuando salía de Talca y después por la

retaguardia. El General San Martín que ocupaba unos cerrillos llamados de

Baeza, habría podido organizar su defensa y batir de frente al enemigo. Pero

aquella noche fue extremadamente oscura: espesos nubarrones toldaban el

cielo y ocultaban hasta la luz de las estrellas, impidiendo que el General

patriota pudiese distinguir lo que ocurría en el campo de batalla.

 

El peligro que corrió el General San Martín fue grande en esa noche. Varios

jefes y ayudantes que le rodeaban, fueron testigos de su despecho y de sus

imprecaciones en presencia de una catástrofe que no le era dado remediar. Pero

recobrando bien pronto su serenidad habitual, comenzó a tomar disposiciones

para salvar al ejército, y concentrarle de nuevo en algún punto para rehacerle,

vengar la audacia del enemigo a quien favorecía en aquel momento la fortuna.

Ordenó la retirada hacia el Norte. El Mayor Borgoño marchó en esa dirección

con la artillería chilena, municiones y forrajes, y el Coronel D. Juan Gregorio de

Las Heras, colocado por sus compañeros al frente de la primera división, tomó

camino en aquel mismo rumbo, señalándose por su valor y por el acierto con

que logró salvar aquellas importantes columnas.

 

San Martín y O'Higgins llegaron juntos en la noche del 20 a la villa de San

Fernando, en donde encontraron a Balcarce, quien les anunció que comenzaban

a reunirse allí los dispersos y que el Coronel Zapiola marchaba hacia Rancagua

para impedir la retirada de los demás. Al día siguiente, pasaron ambos jefes

una revista a las fuerzas salvas hasta entonces, y el General San Martín pasó al

Supremo Director delegado el siguiente parte que es poco conocido, y resume

en cortas palabras las circunstancias de la funesta sorpresa del 19: - "Campado

el ejército de mi mando a las inmediaciones de Talca, fue batido entre 9 y 10 de

la noche de antes de ayer por el enemigo que se hallaba concentrado en aquella

ciudad. Este sufría una pérdida doble respecto al mío entre muertos y heridos,

y el nuestro una dispersión casi general que me obligó a retirarme a esta villa,

donde me hallo reuniendo mis tropas con feliz resultado, pues, ya cuento cerca

de 4.000 hombres entre Caricó a Pelequen, entre la caballería y los batallones de

cazadores de Chile y de los Andes, número 1, número 11 y número 7,

hallándose también por otra parte el Comandante del número 8 reuniendo su

cuerpo; y espero muy luego juntar toda la fuerza y seguir mi retirada hasta

Rancagua. La premura del tiempo y las atenciones que demanda esta laboriosa

y pronta operación, no me permiten dar a V. E. un parte individual de lo

acaecido; pero lo haré oportunamente, anunciando por ahora, que aunque

perdimos la artillería de los Andes, conservamos la de Chile".

 

Al anochecer de aquel mismo día 21, llegó el Coronel Las Heras a San Fernando

con su virtuosa división, en la cual se habían esparcido noticias alarmantes

acerca de la suerte del General en jefe a quien tenía por muerto. Con este

motivo se presentó a ella el General San Martín, y pasándola en revista, dio

gracias a los jefes y oficiales por su loable conducta en la retirada, con lo cual se

alentó el ánimo de aquellos buenos soldados, que prorrumpieron en vivas

entusiastas al escuchar las palabras de su general, a quien veían tan brioso y

confiado como en la víspera de Cancha Rayada.

 

Mientras tanto la consternación era grande en la capital, a tal punto, que los

generales O'Higgins y San Martín, se vieron en la necesidad de trasladarse a

ella a serenar a sus habitantes, con la presencia de ambos. Pero la confianza no

podía menos que restablecerse, pues el General San Martín al llegar a Santiago,

tenía el ánimo sereno, libre de todo temor, y revolvía en su fecunda cabeza mil

planes para borrar el desaire que acababa de experimentar y vengar

gloriosamente la causa de la independencia de Chile, que lo era a la vez de una

vasta porción de América. La población de Santiago, formando grupos de gente

de toda condición y sexo, rodeó en la plaza principal al general en jefe del

ejército, montado todavía en su caballo, cubierto de polvo y respirando apenas

de cansancio. Entonces, interpretando el deseo de aquella inmensa

concurrencia, que quería oír de la propia boca del hombre de su confianza la

profecía del porvenir, dirigió al pueblo las siguientes palabras, que la tradición

ha conservado religiosamente en prueba de la profunda sensación que

produjeron:

 

"¡Chilenos! Una de aquellas casualidades que no es dado al hombre evitar, hizo

sufrir un contraste a nuestro Ejército. Era natural que un golpe que jamás

esperabais, y la incertidumbre, os hiciese vacilar. Pero ya es tiempo de que

volváis sobre, vosotros mismos y observéis que el Ejército de la Patria se

sostiene con gloria al frente del enemigo; que vuestros compañeros de armas se

reúnen apresuradamente; y que son inagotables los recursos de vuestro

patriotismo. Al mismo tiempo que los tiranos no han avanzado un punto de sus

atrincheramientos, yo dejo en el Cuartel General una fuerza de más de cuatro

mil hombres, sin contar con las milicias. Me presento a aseguraros del estado

ventajoso de vuestra suerte; y regresando muy en breve a nuestro cuartel

general, tendré la felicidad de concurrir a dar un día de gloria a la América del

Sur". Puede juzgarse de la influencia que tendrían estas palabras para levantar

los espíritus abatidos, por la importancia que daba el pueblo todo de la capital

a la posesión en su seno del General San Martín. En esa noche se despacharon

circulares a todos los Partidos, comunicándoles aquel fausto acontecimiento y

asegurándoles que se hallaba salvo y dispuesto a nuevos esfuerzos por la salud

de Chile, el vencedor en Chacabuco. En esa circular, se decía: "El General ofrece

con su cabeza no dejar una de las del enemigo, si los súbditos del Estado creen

en su palabra, y si los ciudadanos le ayudan en la esfera de sus alcances".

 

Para prepararse a cumplir con su palabra, realizada poco después, se trasladó

San Martín a dos leguas de Santiago, sobre el llano entonces abierto, estéril y

despoblado de Maipo, cuyo nombre estaba destinado a ser inmortal. Allí,

tomando por base la columna salvada tan bizarramente por Las Heras, se formó

un campo de instrucción para ordenar y disciplinar a los soldados dispersos,

los cuerpos de granaderos y cazadores, y todos los demás elementos

destinados a esperar al enemigo, cuyas marchas eran observadas por las

caballerías situadas en Rancagua. El 19 de abril, revistado el ejército por los

generales O'Higgins y San Martín, pudo atestiguarse que constaba de 4.000

hombres, bien armados y equipados, y completamente restablecidos de la

impresión moral causada por la ingrata noche de Cancha Rayada, sobre la cual

habían pasado menos de quince días.

 

Así que se tuvo noticia de la proximidad del enemigo, el General San Martín

impartió unas instrucciones notables, dividió el ejército en tres cuerpos a cargo

de Las Heras, Alvarado y Quintana, y él se reservó el mando de la caballería,

encomendando el de la infantería al brigadier Balcarce.

 

El 5 de abril, los dos ejércitos estaban sobre el campo de Maipo. El General San

Martín practicó en la madrugada un reconocimiento sobre las posiciones

tomadas el día anterior por el enemigo, y dijo a los ayudantes que le

acompañaban: "El sol que asoma en la cumbre de los Andes, va a ser testigo del

triunfo de nuestras armas. Ossorio es mucho más torpe que lo que yo pensaba".

El enemigo ocupaba el caserío de Espejo, cuyas tapias formaban un callejón de

dos cuadras de largo, y unas lomas dispuestas en forma triangular, entre las

cuales y otras alturas llamadas cerrillos de Errazuris y Loma Blanca, se

interpone un valle llano y estrecho. Poco antes de medio día, el ejército patriota

marchaba por su derecha para enfrentar al enemigo, colocándose sobre el

último cordón de los cerrillos indicados; de manera que sólo le separaba de

aquel la faja angosta del llano intermedio. Los dos ejércitos se contemplaron un

momento, como desafiándose a acometer la atrevida operación de dejar las

alturas y descender al campo abierto para tomar la iniciativa. En este estado, el

General San Martín ordenó que las artillerías situadas en sus flancos,

cañoneasen al enemigo; pero viendo que éste no daba un solo paso a

vanguardia, inspirado y audaz, dio al ejército la orden de marcha, que se

ejecutó inmediatamente, llevando las columnas patriotas el arma al brazo, en

tanto que el fuego de la artillería lanzaba sus proyectiles a las posiciones de los

españoles, por sobre las cabezas de los valientes que descendían en el mejor

orden, a pesar del fuego terrible con que les quemaban los cañones contrarios.

Los escuadrones de dragones del enemigo que se atrevieron a descender,

fueron cargados sable en mano por los granaderos a caballo, a las inmediatas

órdenes del coronel Zapiola, y puestos en fuga vergonzosa. El jefe de la

izquierda patriota al frente de sus infanterías, empeñó por su parte un

encuentro sobre la derecha del enemigo, en el cual no fue afortunado, a pesar

del denuedo de sus tropas y de la serenidad del comandante Martínez, a causa

de la superioridad numérica de los contrarios. Este momento de la batalla pudo

dar la esperanza del triunfo a los invasores. Pero redoblando el esfuerzo de los

independientes en proporción al peligro, acudieron a la parte que flaqueaba,

primeramente el denodado Las Heras y enseguida D. Hilarión de la Quintana

con la división del centro, en cumplimiento de las órdenes del General San

Martín, el cual colocado en el corazón del campo y del peligro, seguía con su

vista experimentada los incidentes de aquel terrible combate. Aquellas fuerzas

se comportaron con tal valor que obligaron al enemigo a abandonar varias de

sus posiciones y a situarse desmoralizado a la retaguardia del grueso de su

ejército. Entonces, aprovechándose los patriotas de este movimiento, que daba

un aspecto favorable a su situación, empeñaron con mayor encarnizamiento su

ataque contra las fuerzas españolas concentradas en poco espacio, ataque que

se mantuvo valerosamente por una y otra parte, durante media hora, al cabo de

la cual comenzaron a retroceder los batallones realistas, al empuje de las

bayonetas de las columnas patriotas.

 

En este momento glorioso para la causa de la independencia, avanzó el General

San Martín acompañado de una pequeña escolta, y dictó varias medidas para

que todo su ejército emprendiese la persecución de los vencidos; y lleno de la

satisfacción que experimentaba al ver vengados los desaires recientes, escribió

al Director este parte que debió llenar de entusiasmo y de gozo al pueblo de

Chile, para siempre redimido de sus opresores: "Acabamos de ganar

completamente la acción. Un pequeño resto huye: nuestra caballería lo persigue

hasta concluirlo. La patria es libre.- SAN MARTIN."

 

En efecto, la fortuna estaba decidida a favor de los independientes, pero aun

faltaba sangre que derramar para completar la victoria. Las casas de Espejo de

que hemos hecho mención en el bosquejo de esta batalla, ofrecieron un refugio

último a las fuerzas en retirada, bajo la serena dirección del brigadier Ordóñez.

Este jefe colocó sus infantes y su artillería en el fondo del callejón del caserío y

sobre las alturas inmediatas. La posición era fuerte; pero las tropas patriotas

encargadas de la persecución, no debían detenerse delante de ningún

obstáculo. El comandante D. Isaac Thompson, disponiendo en columna a su

batallón, avanzó, dejando un lamentable reguero de sangre generosa por entre

aquellos cercos funestos, mientras que diez y siete bocas de cañón hacían fuego

sobre los cuadros enemigos formados a la derecha de la hacienda de Espejo.

 

Este episodio honroso para el valor americano, y de baldón para los que

resistían sin esperanza y sin gloria, cerró a las seis de la tarde la serie de

peripecias multiplicadas que constituyen la acción de las llanuras de Maipo,

cuyo resultado fue más de 1.000 muertos por parte del enemigo, 1.300

prisioneros entre jefes y oficiales, y la pérdida de todo el parque de artillería,

armas y vestuarios de que abundantemente estaban provistas las fuerzas

expedicionarias de Ossorio.

 

¡Gloria al salvador de Chile! Tales fueron las palabras con que saludó el

Director O'Higgins al vencedor sobre el campo mismo de batalla; y la

posteridad las repite.

 

A las diez de la noche de aquel día memorable, entró San Martín a la capital en

medio de los entusiastas vivas del vecindario y del repique general de las

campanas de todos los templos. La ciudad se iluminó, los himnos patrióticos

resonaron en todas las plazas, mientras que el vencedor recibía en el palacio de

gobierno las felicitaciones de los vecinos más notables. Puede decirse que

aquella noche descansó el General San Martín de las duras fatigas de los días

anteriores, sobre una almohada de laureles.

 

Otros más modestos, pero no teñidos en sangre, supo añadir a la gloria de su

nombre. Uno de sus ayudantes había recibido la comisión especial de perseguir

a Ossorio y capturarle en la desdorosa huida que emprendió antes de terminar

la batalla. El jefe español salvó de aquel peligro, pero no pudo salvar sus

papeles que vinieron íntegros a manos de San Martín. Éste les examinó

detenidamente y encontró entre ellos varias cartas de personas de Santiago, que

felicitaban al afortunado en Cancha Rayada, bajo la impresión del terror que

había inspirado aquel desastre en el ánimo de los débiles. "Otro hombre menos

sagaz que San Martín, dice un escritor chileno, y nosotros decimos, menos

generoso, habría convertido cada una de esas cartas en un auto cabeza de

proceso contra los ciudadanos que las escribieron, y habría llenado las cárceles

de patriotas bien intencionados, cuyo único delito era su debilidad de carácter;

pero aquel General se abstuvo de mostrarlas a nadie; y ocho días después de la

batalla, el domingo 12 de abril, las quemó secretamente en el lugar

denominado el Salto, a dos leguas de Santiago, donde había ido aquella vez a

pasar un día de campo". Y tal es la fuerza de las acciones morales y de los actos

magnánimos, que mientras sobre el campo de Maipo no existe monumento

alguno que conmemore la batalla de que fue teatro, se levanta uno elocuente

por su misma modestia, en aquel lugar en donde ardió en las llamas la cartera

acusadora de Ossorio.

 

La noticia del suceso memorable del 5, fue llevada a Mendoza en menos de tres

días por el mayor D. Mariano Escalada, hermano político de general San

Martín. El emisario de la victoria al otro lado de los Andes, llegó a aquella

ciudad poco después que los hermanos D. Juan José y D. Luis Carrera,

detenidos por mucho tiempo en los calabozos de Mendoza, habían sido

pasados por las armas en virtud de sentencia pronunciada en una causa de

conspiración que se les siguió según las formas ordinarias. Los afectos a la

familia de aquellas interesantes víctimas, y los que se dejan llevar por las

apariencias y las probabilidades, han querido hacer pesar sobre el nombre del

general San Martín la responsabilidad de una catástrofe que sólo fue

consecuencia de los extravíos y de las pasiones de aquellos desventurados

hermanos. San Martín está absuelto de toda inculpación fundada a aquel

respecto; y si faltasen documentos para probar su ninguna participación en un

acto de que sólo deben dar cuenta las autoridades que dictaron la sentencia

definitiva, bastaría para descargo de aquel General, la siguiente página que

tomamos de un libro notable consagrado a la historia de la independencia de

Chile, y escrito por un hijo de esa república: "El día 11 de abril, cuando la

población de Santiago estaba embargada por el júbilo producido por el triunfo,

la esposa de D. Juan José Carrera se presentó al general San Martín, a pedirle el

perdón de su marido, o al menos que se le tratase con lenidad, en virtud de los

servicios que había prestado a su patria. San Martín accedió en el acto, y

escribió a O'Higgins la nota siguiente: "Excmo. Señor: Si los cortos servicios que

tengo rendidos a Chile merecen alguna consideración, los interpongo para

suplicar a V. E. se sirva mandar se sobresea en la causa que se sigue a los

señores Carrera. Estos sujetos podrán ser tal vez algún día útiles a la patria, y

V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemencia en beneficio

público". Éste era el lenguaje de aquel a quien se pinta por algunos, como

enemigo inapeable de las víctimas de Mendoza. El autor del "Ostracismo de los

Carrera", que se había hecho el eco de rumores siniestros que inculpaban a San

Martín el envío de un emisario para acelerar la muerte de los Carrera, se

congratula más tarde, en el "Ostracismo de O'Higgins", por haber hallado

documentos "que lavan una mancha, que, como el reflejo de una afrenta

nacional, la tradición desautorizada hacía pesar sobre dos nombres tan grandes

como queridos", los nombres de San Martín y de O'Higgins.

 

El General San Martín no quiso descansar un momento de sus fatigas. Para él, la

victoria del 5, no era sino un paso adelante en el derrotero que se había trazado

muy de antemano, y cuyo término era el Perú, centro de los recursos y del

poder de los españoles. Mas, para realizar el pensamiento de esa cruzada

libertadora, era necesario organizar una expedición considerable, transportarla

en numerosas embarcaciones, y darla por apoyo una marina de guerra capaz de

secundar las operaciones terrestres sobre el vasto litoral peruano.

 

Era este plan demasiado arriesgado y grande, para que no tuviera participación

en él el gobierno de las provincias Unidas, a cuyos esfuerzos generosos se

debía la formación del ejército que había iniciado la libertad de Chile. A más,

entraba en los cálculos de San Martín y del gobierno chileno, combinar las

operaciones de las fuerzas que debían atacar los puntos de la costa del Pacífico,

con los movimientos del ejército argentino que ocupaba las provincias del

Norte, para conseguir de este modo la destrucción de un poder que permanecía

tan dueño del imperio de los Incas, como antes de 1810. Tales eran los puntos

que exigían el acuerdo de los gobiernos argentino y chileno, y de cuyo arreglo

se hizo plenipotenciario oficioso el mismo General.

 

El domingo 10 de mayo de 1818, la población de Buenos Aires no quería dar

crédito a la noticia que cundía por todas partes, de que el vencedor de Maipo

se hallaba a sesenta y dos leguas de la capital; pues apenas hacía quince días

que la gaceta ministerial había dado a luz el parte oficial de aquella jornada,

con caracteres de tinta celeste como nuestra bandera. Mayor fue la sorpresa,

cuando el General, esquivando las demostraciones que disponía en su

obsequio la gratitud pública, entró a su casa en las primeras horas de la mañana

del lunes siguiente, dando de este modo nuevas pruebas de su modestia. Sin

embargo, tanto el Congreso reunido entonces en Buenos Aires, como el Director

Pueyrredón, habían dictado disposiciones honoríficas a favor del libertador de

Chile y señalado el día 17 para tributarle el respeto a que se había hecho

acreedor por el tamaño de sus servicios. Acompañado del Director, fue

conducido por entre banderas, soldados de parada y arcos de triunfo, hasta la

casa del Congreso donde recibió los agradecimientos de este cuerpo por el

órgano de su Presidente, así como recibía del pueblo las aclamaciones y los

vivas más entusiastas. El General San Martín contribuyó con su presencia a

exaltar las demostraciones de patriotismo con que en aquel año se celebró el

aniversario del 25 de mayo en la capital de las Provincias Unidas.

 

El invierno que interrumpe el tránsito de las cordilleras obligó a San Martín a

permanecer en su simpática Mendoza hasta fines de octubre en que se presentó

en la capital de Chile, entrando en ella casi sin ser sentido, para evitar el

recibimiento espléndido que le tenía preparado el agradecido vecindario. El

gobierno argentino no había podido facilitar los auxilios, especialmente

pecuniarios, que esperaba San Martín para realizar la expedición del Pacífico y

llegaba a Chile con este desconsuelo, mitigado un tanto por los progresos que

durante su ausencia había hecho la marina chilena, la cual a las órdenes del

contraalmirante Blanco, acababa de apresar a la fragata española "María Isabel"

en las aguas de Talcahuano, y varios transportes destinados al Callao.

 

El General San Martín, en el largo espacio que media entre su viaje a Buenos

Aires y su salida para el Perú, experimentó muchos disgustos en sus relaciones

con la autoridad argentina, a la que prestaba el mayor respeto y con cuya

cooperación no podía menos que contar para sus planes militares. El gobierno

de las Provincias Unidas que se veía amenazado por la ruidosa expedición

española de 20.000 hombres al mando de La Bisbal y por los disturbios

interiores, reclamaba la presencia del General San Martín en el territorio

argentino, en tanto que el gobierno de Chile le llamaba con urgencia para que

se pusiese al frente de la expedición al Perú. Entre estas dos fuerzas contrarias,

el conflicto del General San Martín era terrible. Si se dejaba llevar de la primera,

era probable que la moral de las tropas, que él deseaba conservar para los fines

generales de la causa americana, se comprometiese al contacto de los bandos

anárquicos y se alentase de nuevo con este resultado la esperanza del Virrey de

Lima de restablecerse de los golpes que había recibido en la gloriosa campaña

de Chile. El General San Martín expuso estas consideraciones al Directorio, y

consta que no tomó la determinación de embarcarse definitivamente para el

Perú antes de haber recabado del Gobierno Argentino el asentimiento

necesario. Las órdenes dadas por éste para que el ejército de los Andes

repasase las cordilleras, en la suposición de que era imposible realizar la

proyectada expedición a Lima, fueron revocadas así que el mismo Directorio se

persuadió de la posibilidad de verificarla a esfuerzos del patriotismo chileno, y

autorizó al mismo tiempo al General San Martín para que hiciese pasar al

Occidente de los Andes los escuadrones de cazadores a caballo que existían en

las Provincias de Cuyo. Las consideraciones en que se fundan estas

resoluciones hacen honor a la discreción y al patriotismo de las autoridades

que residían entonces en Buenos Aires, pues muestran un decidido anhelo por

llevar adelante la guerra contra el enemigo común, dejando al cuidado de la

política el arreglo de las desavenencias internas, menos peligrosas sin duda

que la existencia de los antiguos dominadores en el corazón de la América. Las

previsiones de San Martín se confirmaron muy pronto con las sublevaciones

que se sintieron en el ejército del General Belgrano y en las fuerzas más

brillantes del ejército de los Andes, de las cuales pudo salvar dos mil hombres

el General D. Rudecindo Alvarado, poniéndolos fuera del incendio de la guerra

civil argentina al otro lado de las cordilleras. Aun en aquella aciaga época en

que no quedó en pie más autoridad regular que la del Cabildo de Buenos

Aires, que podía considerarse como encargado del gobierno de un municipio,

no pretendió el General San Martín desconocer las obligaciones que tenía para

con el pueblo argentino ni su dependencia de él como jefe del ejército de los

Andes. Así lo prueba la nota que en la víspera de marchar para el Perú dirigió a

aquella corporación reconociéndola como representante "del pueblo heroico,

del pueblo virtuoso, el más digno de la gratitud de la historia", protestándole al

mismo tiempo "que desde el momento en que se erigiese la autoridad central

de las Provincias, estaría el ejército de los Andes subordinado a sus órdenes

superiores, con la más llana y respetuosa obediencia".

 

La marina que tanto propendió a fundar el poder de la España en el nuevo

continente, arrojada del Río de la Plata desde los primeros años de nuestra

revolución, asilaba parte de sus gloriosos restos en las aguas del Pacífico, en

donde, en la extensa costa que media entre las provincias meridionales de Chile

y los castillos del Callao, hallaba fortificaciones poderosas en que estacionarse

con seguridad. Cupo al pueblo chileno la fortuna de arrojar para siempre de

aquellas aguas a esas naves que eran uno de los obstáculos para que la obra de

la independencia se consumara.

 

La revolución, inspiradora de tantos pensamientos fecundos, reveló a aquella

república su destino escrito por la naturaleza con los signos de su geografía.

Encerrada entre una cadena de montes y las aguas de un Océano, comprendió

que no podía agrandarse ni preponderar entre los pueblos que nacían para

libertad, sino echando sobre ese mar los pinos de sus bosques convertidos en

embarcaciones que dilatasen su comercio y su fuerza más allá de los reducidos

limites de su territorio abundante en frutos, porque lo es en hombres

laboriosos.

 

Los gobiernos de Chile no perdieron un solo día para consumar la realización

de aquel pensamiento; y así, es admirable observar, y es glorioso para el

nombre americano, que la escuadra de aquel país que en 1813 se componía

apenas de una fragata y de un bergantín, que no sirvieron por su mala

organización sino para comprometer su causa, contaba en 1820, un navío, el

"San Martín", cuatro fragatas, una corbeta, cuatro bergantines y dos goletas, con

un total de 324 cañones. Esta fuerza naval llena de disciplina y regularizada en

su administración económica y militar, había contribuido al incremento de la

marina mercante y adquirido gran preponderancia en las aguas del Pacífico,

sobre las cuales fue siempre favorecida de la fortuna.

 

Era su Almirante uno de los marinos más notables de ese siglo, el Lord Tomás

Cochrane, Conde de Dundonald, hombre sin par en el arrojo, de talento fértil en

recursos, de gran experiencia en lances de mar; pero tan pagado de sus

opiniones y valor, que según el juicio de sus compatriotas, se hizo siempre

odioso a sus superiores y fue víctima de los defectos de su carácter

descontentadizo.

 

Este hombre esclarecido, que tantos servicios prestó a la causa de la

independencia en América y de la libertad en todo el mundo, no ha contribuido

poco para agigantar el mérito personal de San Martín, de quien se declaró

émulo y rival, desde que fue confiado a éste el mando en jefe de la expedición

al Perú a que también él aspiraba. Sería difícil establecer un paralelo entre estos

dos personajes; pero puede decirse, que la paciente grandeza, que la

moderación y el acierto del General argentino en todas sus relaciones con el

impetuoso Almirante que despreciaba las combinaciones sabias de la estrategia

militar, por no confiar más que en la audacia impremeditado de los golpes de

mano que con tanta frecuencia burla la fortuna, triunfaron de éste, y le dejaron

desairado ante los ojos imparciales, por más que en largas y apasionadas

Memorias de su vida, haya querido deprimir a quien confió su defensa

exclusivamente y en silencio al fallo de la posteridad.

 

Así que el día 6 de mayo, fue nombrado el General San Martín jefe del ejército y

de la expedición libertadora al Perú, pasó al puerto de Valparaíso a entender

en los aprestos últimos, y a vencer las dificultades que el Almirante oponía al

embarco de las tropas, cuyo número le parecía excesivo. En la última de las

conferencias que con aquel motivo tuvieron ambos jefes, el General San Martín,

con demostraciones claras y con su lenguaje preciso y militar, le hizo ver que

los intereses y las circunstancias de América, exigían que la expedición se

verificase con el número de fuerzas designadas, y que era resolución del

pueblo y del gobierno el emprender la marcha de cualquier manera. El

Almirante, no pudo menos que convenir en las razones imponentes del General

y la expedición se puso en marcha.

 

Pero el antiguo jefe del ejército de los Andes no abandonó aquellas playas sin

volver antes sus ojos al país de su nacimiento, que en aquel instante estaba

envuelto en el caos de una disolución política: dirigió palabras de respeto al

Cabildo de Buenos Aires en los términos que hemos visto, y sacó de su corazón

y de su inteligencia, consejos afectuosos encaminados a hacer odiosa la división

intestina a los habitantes de las Provincias del Río de la Plata: "Yo os hablo con

la franqueza de un soldado, decía a sus compatriotas en un Manifiesto que

lleva la fecha de 22 de julio de 1820. Si dóciles a la experiencia de diez años de

conflictos, no dais a vuestros deseos una dirección más prudente, temo de que

cansados de la anarquía, suspiréis al fin por la opresión y recibáis el yugo del

primer aventurero feliz que se presente, quien lejos de fijar vuestro destino, no

hará más que prolongar vuestra incertidumbre". A continuación de estas

palabras sensatas, cuya lectura tienen hoy la eficacia de una profecía, en vista

de humillaciones que no podemos olvidar, el General San Martín hace una

exposición rápida de su carrera desde que regresó a su patria, para fundar en

ella su defensa "contra la severa actividad de la calumnia de sus enemigos".

 

Por fortuna, resulta de ese mismo documento, que si tenía razón para quejarse

de actos de ingratitud, era ésta hija y resultado natural del desorden en las

cosas y en las ideas que en aquella época reinaba, puesto que según las mismas

expresiones del General, "sólo después de haber triunfado la anarquía, había

entrado en el cálculo de sus enemigos el calumniarse sin disfraz". Pero si los

resentimientos de que era víctima, no tuviesen esta explicación, él contesta allí

mismo de una manera satisfactoria a los cargos que pudieran hacérsele por

haberse negado a oponer la influencia de su prestigio a la insubordinación de

los pueblos contra el gobierno de la Nación. "El General San Martín, dice en

aquel mismo Manifiesto, jamas derramará la sangre de sus compatriotas, y sólo

desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia de Sud

América".

 

Dado a reconocer el General San Martín por jefe de mar y tierra, y por

consiguiente, por único director de las operaciones de la expedición, zarpo ésta

del puerto de Valparaíso en la tarde del 20 de agosto de 1820. Veinte eran las

velas que se daban al viento, y el general San Martín con su Estado Mayor

montaba el navío de su nombre.

 

Diez y ocho días después, las tropas de la expedición, cuyo número total no

pasaba de 4.000 hombres, tomaron tierra en las cercanías del pueblo de Pisco,

en donde se estableció el cuartel general.

 

Pisaba al fin el general San Martín el suelo ansiado del Perú. Lima, punto de

sus miras, no distaba más que sesenta leguas del lugar en que se encontraba. La

libertad de un millón de almas diseminadas desde Atacama hasta el Amazonas,

era la misión del reducido número de valientes que le acompañaban. Mas para

realizar esta empresa verdaderamente colosal, tenía que combatir a veinte y tres

mil soldados aguerridos, que luchar con la obra envejecida de tres siglos, y que

vencer las inclemencias de una naturaleza extremoso, cuyas montañas frías y

ásperas son inhospitalarias, y cuyos valles esconden la enfermedad y la muerte

en el perfume y la dulzura de sus frutos.

 

Aunque San Martín era un soldado colocado al frente de un ejército

acostumbrado a batallar y a vencer, y en cuyas virtudes confiaba, contaba más

que con las victorias sangrientas, con el poder moral de las miras que le

conducían al Perú; y consideraba a su expedición como un gran punto de

apoyo ofrecido por quienes ya gozaban los beneficios de la independencia, al

resto de los americanos que aun gemían bajo el régimen colonial y aspiraban a

gobernarse por sí mismos. Este modo de considerar su misión era

verdaderamente argentino, porque las armas que la revolución de Mayo puso

en manos de tanto valiente, llevaron siempre en sus puntas, no sólo la fuerza

material, sino también la fuerza de los principios y de las ideas sociales, en

consonancia con las aspiraciones de los tiempos modernos. Donde nuestros

ejércitos han puesto el pie, allí han dejado el germen fecundo de la libertad, de

la independencia y de la política generosa. Y efectivamente, cuando San Martín

se retiró del Perú, la independencia de este país estaba consumada y echadas

las bases de su régimen representativo, fundado en la existencia de un

Congreso que representaba a la Nación peruana, soberana e independiente de

todo poder extranjero.

 

Sin embargo, la acción de las armas era indispensable, y el general San Martín,

antes de moverse de Pisco, tomando en cuenta la naturaleza física y la

disposición moral de los diversos habitantes del Perú, trazó su plan de

campaña con el acierto que va a verse.

 

Aquel país, usando las mismas palabras del sabio Unanue, "se divide en dos

porciones de terreno muy desiguales entre sí. El de la costa está compuesto de

arenales estériles y valles pequeños aunque fecundos, y el de las Sierra, de

cordilleras elevadísimas y de quebradas profundas". Los habitantes de estas

dos regiones son de carácter en armonía con la naturaleza que les rodea. El

indio de la Sierra aferrado todavía a sus costumbres primitivas es capaz de

esfuerzos corporales, ágil y amigo de la libertad personal por lo mismo que no

la disfruta. La población de la costa, en la cual se ejerce más directamente la

influencia de la Europa, es inteligente, amiga de las novedades, pero un tanto

muelle e indolente.

 

Sobre esta carta geográfica trazó el general San Martín el itinerario de sus

soldados. El general Arenales, varón a la antigua, nacido entre montañas y de

una constancia a toda prueba, es destinada al corazón de la Sierra con mil

hombres de todas armas. Desde Jauja, situada al Oriente y en la latitud de Lima

privaría a esta ciudad de recursos, mientras que San Martín atacando hacia la

parte Norte de aquella capital con el resto del ejército se pondría en

comunicación con la expedición a la Sierra y promovería la sublevación de las

provincias altas intermedias entre uno y otro General. Estas disposiciones

tenían por objeto insurreccionar a los habitantes de las montañas, con cuya

buena disposición se contaba, bloquear a Lima por hambre y obligar al Virrey

Pezuela a una capitulación. La entrada del ejército libertador a la ciudad de los

Reyes, debía ser una consecuencia, y el resultado de este plan, mediante el

favor de la fortuna.

 

A la aparición de las fuerzas independientes acudieron las turbas indígenas a

recibirlas en triunfo, y formando como la vanguardia cívica del aguerrido

Arenales, contribuyeron al buen éxito de la empresa confiada a este general,

que se cubrió de gloria, batiendo en Paseo una fuerza de más de mil hombres al

mando del brigadier español O'Reylly.

 

No menos favorables a los libertadores se presentaban los vecinos de la costa;

muchos de ellos abandonaban sus familias y se dirigían a lca en donde se

comenzaba a formar una división de naturales. Mientras tanto el general San

Martín en prosecución de su plan dirigiese al puerto de Huacho, situado un

grado más al Norte de Lima, haciendo en su travesía una importante

adquisición con la fragata "Esmeralda" cuya captura es una de las glorias de la

marina independiente del Pacífico.

 

En las cercanías de la costa de Huacho se extiende hacia el interior el valle de

Huaura, cuyo temperamento participa de las ventajas y de los inconvenientes

de los climas ardientes. Allí estableció el general San Martín el campamento de

su ejército, atendiendo a los resultados de los movimientos de la Sierra,

obrando con su presencia sobre la opinión del país y debilitando la fuerza y la

disciplina de los soldados de Pezuela, más eficazmente que con sangrientas

batallas. Cada día tenía nuevos motivos para persistir en su plan primitivo y

para mantener el asedio que debía abrirle las puertas de la capital del Perú. A

la noticia de su arribo a aquellas costas habíanse conmovido muchas provincias

y partidos importantes declarándose independientes, desde Guamanga hasta

Guayaquil; batallones enteros, como el de Numancia, abandonando las

banderas reales vinieron a ampararse bajo las del libertador.

 

La permanencia del general San Martín en aquel punto del litoral peruano, si

no hubiese sido resultado de sus cálculos lo habría sido de la necesidad. Sus

soldados, hijos de regiones templadas sucumbían a las fiebres intermitentes de

los valles cálidos, y su mismo jefe pierde la salud aunque mantiene sano el

espíritu.

 

A pesar de esta situación que llegó a ser verdaderamente lamentable, la acción

de los libertadores se hacía sentir por todas partes y especialmente en el

corazón del poder del Virreinato. Mientras la escuadra bloqueaba el puerto del

Callao, el general Arenales emprendía nuevas operaciones en la Sierra y San

Martín redoblaba su vigilancia por la parte norte del litoral, reduciendo de este

modo, a un completo aislamiento la ciudad de Lima, dentro de la cual

fermentaba ya la independencia tanto como se abatía el prestigio de la

autoridad de Pezuela. La imprenta del ejército libertador, dirigida por

escritores de singular talento, derramaba por todas partes el convencimiento de

la justicia de la causa de los pueblos americanos y contribuía a formar el

espíritu público. Los soldados españoles estaban moralmente vencidos. En

número de más de ocho mil hombres mandados por jefes como Canterac, La

Serna, Valdez, etc., no se atrevieron nunca a atacar al reducido número de

independientes, situados al amparo de fortificaciones pasajeras en aquellos

valles mortíferos. Verdad es que habían mostrado brío y una constancia a

prueba, en todas las ocasiones en que se encontraron con el enemigo. La

expedición al mando del coronel Miller con destino a Pisco, castigó la altanería

del general español Loriga, tomó a viva fuerza la villa y puerto de Arica, y

obtuvo dos victorias más en Mirabé y en Moquegua, antes de regresar a su

punto de partida. Hasta los episodios de aquella campaña del general San

Martín, tomaban dimensiones heroicas que avasallaban la imaginación de los

españoles porque sólo pueden compararse con las acciones de los tiempos

caballerescos. En un reconocimiento de vanguardia por ejemplo, había

quedado el capitán Pringles al mando de sólo veinte y cinco granaderos a

caballo: tres escuadrones de españoles le atacan y él toma, batiéndose, la

retirada sobre la costa del mar en las playas de Chancay. Viéndose el valeroso

capitán con menos de la tercera parte de sus soldados y con sus caballos

rendidos por la sed, el cansancio y la aridez del terreno, concibe la idea de

arrojarse al mar con el puñado de sus valientes y lo ejecuta. Pero, en presencia

de semejante acto de heroísmo, el jefe español ofrece una capitulación que

acepta el capitán Pringles, al cual puede considerársele victorioso después de

vencido.

 

Pero si la conducta militar del ejército fue honrosa para el valor siempre

acreditado de los soldados de la libertad, la sabia política dirigida por el

general en jefe, lograba el mayor de los triunfos que pudo alcanzar en el Perú la

causa americana. San Martín repitió a las puertas de la capital del Perú el

ejemplo dado por el pueblo de Buenos Aires en los primeros días de la

revolución, cuando derribó al suelo el prestigio de uno de esos ídolos que

representaban en el nuevo mundo al monarca español.

 

El virrey Pezuela, minado en su poder, y acusado de impotente para

desempeñar las funciones de su alto empleo, fue depuesto por sus propios

subordinados el día 29 de enero de 1821: acontecimiento sin ejemplo en el Perú

desde los días de la conquista, y que dejaba presagiar que la revolución se

acercaba a su triunfo definitivo.

 

El general La Serna se sentía tan vencido como su antecesor, y pocos meses

después de haber asumido el carácter de virrey, celebró un armisticio con el

general San Martín, que había tomado tierra al efecto en el puerto de Ancon,

sirviendo aquella suspensión de armas como de preliminar a un tratado de paz

entre los beligerantes.

 

El jefe del ejército libertador, no quiso presentarse como un obstáculo para que

cesase la efusión de sangre; pero trató de dar a las bases de la paz un carácter

generoso y elevado, que sus contrarios eran incapaces de comprender.

 

Propúsoles que se proclamase de común acuerdo la independencia del Perú, y

que se recabase del gobierno de la Península, el reconocimiento de la nación

peruana. Los jefes del ejército real no accedieron a estas proposiciones, y las

hostilidades comenzaron de nuevo, con gran ventaja para los independientes.

Después de haber cumplido con su deber como hábil político y como hombre

de nobles sentimientos, el general San Martín, libre de toda responsabilidad

con respecto a la sangre que se derramase en adelante se felicitó hasta cierto

punto de la tenacidad de sus contrarios. Según se expresaba él mismo, dando

noticia de estas transacciones, ellas eran ventajosas, en su concepto, para la

independencia americana, pues no se exigía más que un armisticio de diez y

seis meses durante los cuales la fuerza de la opinión consumaría la libertad del

Perú. A más, el general San Martín contaba con la desmoralización de los

soldados enemigos y con su deserción, y no vacilaba, según sus propias

palabras, en prolongar un poco más de tiempo los males, para gozar después

tranquilamente los beneficios de la paz al amparo de la libertad.

 

Estas previsiones se realizaron en todas sus partes, pues, estrechados los

realistas por las operaciones militares del ejército libertador y privados del

apoyo de la opinión pública, cada día más inclinada a favor de los

independientes, se vieron forzados a abandonar la ciudad de Lima, ocupándola

inmediatamente las fuerzas patriotas en los primeros días del mes de julio.

 

Al abandonar los españoles la metrópoli peruana, se cebaron en las personas y

bienes de los naturales que habían dado pruebas de adhesión hacia los

libertadores y dejaron tras de sí el silencio y la consternación. Todo quedaba en

ruinas, y hasta los templos despojados de sus principales riquezas. En el

espacio que media entre el puerto del Callao y la ciudad de Lima, no se

advertía el más leve síntoma de movimiento mercantil. La aduana sin efectos en

sus capaces almacenes mantenía desde tiempo atrás cerradas sus puertas a todo

tráfico, y en las calles antes bulliciosas de la ciudad de las fiestas y ceremonias

cortesanescas, no se encontraban más que transeúntes entristecidos por los

efectos de una dominación insoportable, agravada con el peso de una

soldadesca autorizada para todos los excesos.

 

Pero semejante situación iba a cambiar como por encanto a la influencia de las

armas de la Patria. Lima en poder de los independientes era una conquista para

la libertad, y un baluarte perdido para los dominadores de América, de quienes

era el gran centro de sus recursos. Aquella ciudad, antes asilo del despotismo

inquisitorial y de la tiranía española, cambiaba enteramente su ser y entraba en

el espíritu del tiempo, desprendiéndose para siempre de la cadena que la

ligaba a los siglos antiguos, según las conceptuosas palabras de un periodista

de aquellos días. Y así era la verdad. "La capital ha entrado ya en el número de

los pueblos libres de América", decía el general San Martín en su primer

proclama a los vecinos de Lima. "Yo me complazco en saber que sus habitantes

gozan de tan señalado beneficio, y haré tantos esfuerzos para promover su

felicidad, cuantos he practicado para acelerar su independencia". Era también

entonces la primera ocasión que escuchaban aquellas poblaciones las palabras

de "olvido" y "tolerancia", que como eco de los principios conquistados por la

revolución, eran el hálito de la nueva vida que iba cundiendo del Sur hacia el

Ecuador desde las llanuras argentinas. "Yo estoy resuelto (continuaba el

general), a correr un velo sobre todo lo pasado, y desentenderme de las

opiniones políticas que antes de ahora hubiese manifestado cada uno".

 

El Cabildo de Lima, condenado desde su creación a servir de escolta

ceremoniosa en la comitiva de los Virreyes, comenzó a ejercer más nobles

funciones, y en nombre del Libertador abrió sus salas capitulares para que los

vecinos más respetables expresasen "si la opinión general se hallaba o no

decidida por la independencia". Esto tenía lugar el 14 de julio, al día siguiente

de la entrada del general San Martín a Lima, y el 29 estaba jurada

solemnemente la independencia del Perú, que le colocaba en el número de los

pueblos libres, y permitía pocos días después, decir lleno de entusiasmo a su

Libertador: "La capital del Perú y casi todos sus Departamentos, han

proclamado la independencia. Un solo sentimiento anima a todos los que

habitan entre la tierra del Fuego y la del Labrador: los pueblos que no lo han

manifestado, están ya en la víspera de ejecutarlo, y no hay fuerza bastante para

impedirlo".

 

Pero era indispensable que la nueva nación se manifestase digna de sus

destinos, y se pusiese en aptitud de hacer frente a sus enemigos, todavía en

armas y numerosos, y de reformar su administración económica en armonía con

las ideas de gobierno proclamadas por las otras secciones libres de América.

Vióse pues el General vencedor, en la necesidad de constituir un gobierno con

los elementos de autoridad suficiente para acometer esta tarea, difícil en el Perú

más que en ninguna otra de las colonias españolas del Sur, porque era el centro

de todos los abusos y de todos los errores que son como la enfermedad moral

de los pueblos esclavos. El general San Martín se declaró cabeza de ese

gobierno con el título de "Protector de la libertad del Perú". Pero como el poder

que iba a ejercer en medio de tantas dificultades y en una época en que era

necesario que se mantuviesen en una misma mano las espadas de la fuerza y de

la justicia le venía de la victoria, quiso dictar un Estatuto provisional que fuese

una verdadera constitución reglamentaria de las atribuciones del Protectorado.

Según ese documento, que el general San Martín ofreció observar y cumplir

bajo la lealtad de su palabra y la fe de su juramento, las facultades que iba a

ejercer emanaban del imperio de la necesidad, de la fuerza de la razón y de la

exigencia del bien público. El Estatuto creaba un consejo de Estado compuesto

de doce individuos, cuyas funciones eran dar dictamen al gobierno en los casos

de difícil resolución, y examinar los planes de reforma concebidos por el jefe de

la administración; establecía la completa independencia del Poder judicial,

como única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo; sancionaba la

de imprenta, cuyo uso se reglamentó más tarde en un decreto especial;

reconocía el derecho que compete a los que disienten de la creencia católica.

Por último, el general San Martín dio una prueba más de sus deseos de acertar

en su administración y de hacerla fructuosa para el bien y el progreso del Perú,

rodeándose de ministros de la capacidad y de la experiencia de los señores

Monteagudo, García del Río y Unanue; un argentino, un colombiano y un hijo

del Perú, que han dejado ilustrado su nombre por sus trabajos en favor de la

independencia y de la cultura intelectual de la América.

 

Esta administración cambió en pocos meses las formas de todos los

establecimientos que constituían el régimen antiguo, y dio a las ideas del

pueblo que nacía a la libertad, once años más tarde que Buenos Aires y Chile, la

dirección que constituía la honra y el progreso de estas dos repúblicas.

Contrájose antes que todo a levantar la dignidad de los individuos hasta allí

humillada por los cálculos del poder que sólo exigía docilidad y obediencia de

los ciudadanos. Para desarraigar los abusos que reinaban a este respecto, abolió

la pena de azotes para los adultos y los niños, el suplicio de la horca, y

dignificó a las esposas y a las madres, señalándoles premios y honras por los

actos que recomendasen las virtudes propias de su sexo. Convencida aquella

administración de que la libertad no progresa ni brilla sino apoyada en las

buenas costumbres, persiguió los vicios, hijos de la ociosidad y de la apatía

pasada, especialmente el juego, y llevó su atención hasta sobre aquellos

detalles más minuciosos que contribuyen a la decencia y al decoro de las

poblaciones civilizadas. La instrucción pública, primera necesidad de las

sociedades, recibió un gran impulso. Permitióse el libre comercio y la

introducción sin restricciones de las obras impresas y se creó una sociedad que

bajo el título de "Patriótica", era un verdadero instituto científico y literario, con

el objeto de discutir las cuestiones que tienen un influjo directo o indirecto sobre el bien público, en materias políticas, económicas o científicas; se fundó

la biblioteca pública, a la cual regaló el general San Martín los libros más

selectos de la suya particular. Nombráronse comisiones de personas idóneas,

para levantar el censo de los Departamentos, planos topográficos de los

mismos, para proponer cuanta mejora creyesen ser practicable en beneficio de

la agricultura, de la industria y de la instrucción pública en general. Viéronse

entonces por primera vez en el Perú las instituciones de crédito y se

establecieron bancos de descuento y de emisión para acercar el capital a las

manos de los industriales y especialmente para fomentar la explotación de los

metales preciosos que se hallaba en una lamentable decadencia; vióse también,

ayudar con disposiciones liberales, el desarrollo del comercio y de la marina

mercante reducida a un corto número de embarcaciones insuficientes para

promover el cambio de los productos entre los puertos mismos del litoral

peruano.

 

Esta reseña breve de las medidas dictadas por la nueva administración a cuya

cabeza estaba el Protector, basta para inferir cuál sería su actividad y la

ilustración de sus miras. Su alcance social fue inmenso. Cada decreto llegaba al

pueblo precedido de considerandos luminosos que demostraban la

conveniencia de la resolución dictada: fundándose en las más sanas doctrinas,

contribuían a crear la escuela del verdadero gobierno democrático, que no tiene

más fin que la felicidad pública y la mejora moral de la sociedad.

 

Por una coincidencia digna de notarse, la administración del Perú nacida de

entre el humo de la guerra, marchaba paralela con la que en aquellos mismos

días rehacía en Buenos Aires todo el orden social volcado desde sus cimientos

por los trastornos del año veinte. No es de extrañar esta armonía de principios:

ellos eran frutos de las semillas de Mayo cultivadas en la mente vasta de San

Martín, de Monteagudo y de Rivadavia, quienes mil veces se habían

encontrado en el foro de la plaza de la Victoria en los momentos primeros y

más solemnes de la lucha contra el antiguo régimen.

 

La sabiduría de esta política era más poderosa que los cañones para vencer a

los antiguos opresores del Perú, y así lo reconoció este pueblo por conducto de

su Municipalidad, agradeciendo por medio de una declaración pública de

fecha 21 de noviembre, la filantropía, el respeto por las personas y las

propiedades, las virtudes en fin del Protector y de su ejército que habían sabido

afianzar los derechos legítimos de los ciudadanos con hechos considerados

hasta entonces como sueños y teorías irrealizables. Esta manifestación

espontánea es la mejor gloria de San Martín, a quien en esa ocasión

parangonaba la misma Municipalidad con Jorge Washington.

 

En tanto que se mostraba tan acertado como administrador el general San

Martín, no lo había sido menos como militar desde que ejercía el cargo de

Protector.

 

El enemigo guarecido en las sierras, descendió de ellas en número de más de

cuatro mil hombres con el intento de recobrar la capital, y comenzó con este

motivo una nueva campaña, que el mismo San Martín llama singular, por

cuanto derrotó en ella a sus contrarios a fuerza de habilidad y de persistencia

en un solo plan concebido de antemano. Haciendo movimientos rápidos e

inesperados en virtud de los cuales se apoderaba siempre de las posiciones

más ventajosas, acosó al enemigo, le redujo a los extremos del hambre, a tal

punto, que los que pretendían recobrar a Lima, abandonaron escarmentados su

intento, dejando en poder del Protector los famosos castillos del Callao

guarnecidos por más de ochocientos cañones de todos calibres.

 

Sin embargo, el general San Martín no había podido coronarse con los laureles

de un nuevo Maipo en el imperio de los Incas, y el poder armado de la España

aun permanecía en pie sobre aquel territorio. Mientras tanto el general Bolívar

se presentaba en las inmediaciones de aquella escena con un ejército vencedor

y rodeado de un prestigio de que el mismo general San Martín se congratulaba,

puesto que ese prestigio habla sido conquistado en el servicio de la gran causa

de la América. Incapaz de cálculos egoístas y dispuesto siempre a sacrificar los

intereses personales en aras de la Patria miró en el guerrero de Colombia no a

un rival ni a un futuro usurpador de su gloria, sino a un nuevo cooperador, a

un aliado, para completar con mayor copia de elementos, la gran obra

comenzada el día de su desembarco en las costas peruanas. Por otra parte, la

comunidad de acción entre las armas argentinochilenas y las colombianas,

hablan tenido ya su ensayo feliz a las faldas de Pichincha en donde los

granaderos de San Lorenzo mostraron una vez más el temple de sus espadas.

 

Considerando bajo este punto al general Bolívar, lanzóse San Martín a su

encuentro a fin de estrechar en sus brazos al hombre que a par de él había

escogido la Providencia para que compartiesen la responsabilidad de hacer

estable el destino de América. La atención de aquellas regiones se concentró en

el espectáculo que iba a presentar aquel encuentro de dos hombres

extraordinarios, que partiendo desde dos extremos del mundo nuevo, el uno

desde el Plata, el otro desde el Orinoco, se daban cita bajo el Ecuador, a la

sombra de los laureles de la victoria.

 

Aquella conferencia que vino a tener lugar en la ciudad de Guayaquil, el 25 de

julio de 1822, y que duró tres días, durante los cuales no se separaron un

momento los dos héroes, fue cordial, afectuosa; pero lo que en ella se pasó, ha

quedado envuelto en el misterio hasta ahora. La conducta posterior de San

Martín, ha dado lugar a creer que aquellos dos hombres no pudieron ponerse

de acuerdo, ya por diversidad de miras, ya por desarmonía de carácter; y que al

decirse adiós, la frialdad y el desencanto se pusieron de por medio entre

ambos. La historia, cuando pueda ser más explícita e imparcial que ahora,

desentrañará el misterio del seno mismo de los hechos, tomando en cuenta las

calidades del uno y del otro de los dos grandes actores de la célebre

Conferencia a las orillas del Guayas. Entonces, habrá motivo para admirar más

todavía, el patriotismo y el desinterés nunca desmentido del General San

Martín, a quien cupo su parte de gloria en las jornadas de Junín y de Ayacucho,

puesto que allí admiraron con su valor los capitanes y los soldados de la severa

escuela del vencedor en Maipo.

 

El día 19 de agosto estuvo de regreso el Protector en la ciudad de Lima, y

reasumió el mando supremo, que interinamente y durante su ausencia había

desempeñado el marqués Torre -Tagle. Lleno de la idea de asegurar la

independencia del Perú, destinó fuerzas escogidas a que desalojaran al

enemigo de las provincias de Arequipa y del Alto Perú, y encomendó al viejo

práctico de las asperezas de la Sierra, el general Arenales, que arrojase de ellas

a los españoles que la ocupaban de nuevo. Pero, al proveer con estas medidas a

la seguridad del Perú, no quiso que su independencia quedara a merced del

éxito inseguro de las operaciones militares, y como si previese otro género de

peligros para esa misma independencia, no quiso que ella quedase a merced

tampoco de la virtud personal de nadie, sino basada en la virtud del pueblo,

representado según las formas que constituyen las nacionalidades

independientes.

 

San Martín revuelve en su cabeza la idea de ausentarse del Perú, pero no quiere

separarse de aquella escena en que había obrado tan grandes acciones, sin dar

nuevos ejemplos de patriotismo y de magnanimidad, para vencer a su manera,

a la ingratitud y la envidia que fermentaban al calor de su gloria.

 

El día 18 de setiembre decretó desde su palacio la reunión de todos los

diputados cuyos poderes estuviesen expeditos para el 20; y en esta fecha, el

primer cuerpo constituyente del Perú, declaraba, bajo el patrocinio del

Libertador, que se hallaba solemnemente instalado, que la soberanía residía

esencialmente en la nación, y su ejercicio en el Congreso que legítimamente la

representaba.

 

En la sesión de apertura presentóse el general San Martín ocupando la testera

de la sala del congreso bajo un dosel suntuoso, y así que los representantes

ocuparon sus asientos, despojóse el Protector del Perú de la banda bicolor que

había ceñido durante un año como insignia de Jefe Supremo del Estado, y

pronunció la siguiente alocución:

 

"Al deponer esta investidura, no hago sino cumplir con mi deber y con los

votos de mi corazón. Si algo tienen que agradecerme los peruanos, es el

ejercicio del supremo poder que el imperio de las circunstancias me hizo

obtener. Hoy que felizmente lo dimito, pido al Ser Supremo el acierto, luces y

tino necesarios a los representantes del pueblo, para hacer su felicidad.

¡Peruanos! Desde este momento queda instalado el Congreso Soberano, y el

pueblo reasume el poder supremo en todas partes". Tales fueron las palabras

con que el general San Martín saludó a los Representantes de la Nación que se

levantaba a la faz del mundo por los esfuerzos de su genio.

 

Y esas palabras eran bien sinceras. Instado por el Congreso para que

permaneciese en el país al frente de las armas con el título de generalísimo, dio

en términos explícitos las razones que le asistían para no aceptar ese cargo y

para persistir en la determinación de abandonar al Perú después de

constituido. "Mi presencia, Señor, en el Perú - dijo nuevamente al Congreso -

con las relaciones del Poder que he dejado, y con las de la fuerza, es

incompatible con la moral del Cuerpo Soberano y con mi propia opinión

porque ninguna prescindencia personal por mi parte alejaría los tiros de la

maledicencia y de la calumnia".

 

Al separarse el general San Martín del seno del Congreso, dejó sobre la mesa de

los secretarios varios pliegos cerrados: en dos de ellos recomendaba y ponía

bajo la protección de la Patria, dos instituciones creadas por él para favorecer

los intereses morales de Perú -La Orden del Sol- que recompensaba los méritos

contraído en servicio de la causa de la Independencia, y la Sociedad Literaria,

encargada de difundir las luces y de recompensar los talentos aplicados al

progreso social.

 

En el día en que espontáneamente se desprendió del poder para depositarlo en

manos de la Soberanía Nacional, el general San Martín encontró en su alma

inspiraciones al nivel de aquel acto sublime.

 

Su despedida a los peruanos, que tiene la misma fecha de la instalación del

Congreso, es un documento memorable, una de esas páginas cuya lectura eleva

y enorgullece. "Diez años pasados, en medio de la revolución y de la guerra,

están recompensados para mí, decía, con dejar de ser hombre público". Y

cifrando su orgullo en haber presenciado la declaración de la independencia de

Chile y del Perú y en poseer el estandarte que Pizarro tremoló sobre el imperio

esclavizado de los Incas, recomendaba a los peruanos que depositasen su

confianza en la Representación Nacional para evitar los males de la anarquía.

 

Y, levantándose más alto todavía sobre el pedestal que se labraba con el

desprendimiento de estos actos, pronunciaba las siguientes palabras

eternamente memorables: "La presencia de un militar afortunado por más

desprendimiento que tenga es temible a los Estados que de nuevo se

constituyen; por otra parte, estoy cansado de oír decir que quiero hacerme

soberano".

 

Sus calumniadores quedaban desmentidos con los hechos. El Supuesto

ambicioso, constituía la nación peruana, abdicaba un poder que podía contar

con la fuerza de las bayonetas, se asilaba en la vida privada y hasta huía de los

lugares en que tanto se había ilustrado, para no dar pretexto a los celos que se

levantan frecuentemente en las democracias alrededor de los héroes

 

El general San Martín dejó el suelo del Perú para siempre, el día 21 de

setiembre, a bordo de la goleta "Motezuma" que le condujo a Chile, donde no

permaneció más que el tiempo necesario, para recobrarse de una enfermedad

de dos meses. Decaído en su salud, sin más fortuna que ciento y tantas onzas

de oro, reducido a recibir la hospitalidad de su amigo O'Higgins, cuyo poder

tocaba también a su término, perseguido encarnizadamente por el jactancioso

lord Cochrane, se vio forzado a atravesar como un fugitivo, aquellas, mismas

montañas que le habían visto al frente de sus nobles legiones, marchar en

demanda de la libertad del pueblo chileno que le recibía ahora con tan ingrata

indiferencia.

 

Aquella ciudad de Mendoza que el general San Martín recordaba con tanto

cariño y en la cual hubiera deseado pasar el resto de su vida, feliz, y alejado de

los negocios públicos, se le presentó esta vez sombría para su corazón, pues fue

allí donde recibió la amarga noticia del fallecimiento de su esposa, mujer de

notable mérito, perteneciente a una distinguida y virtuosa familia de Buenos

Aires, que había asociado a su suerte, desde los primeros días de su regreso de

España. De este matrimonio quedábale una hija tierna, su único vínculo con la

tierra, y a cuyo cuidado y educación determinó consagrarse en Europa, para

hacerla digna heredera de su nombre y apoyo dulce de la aislada vejez que le

esperaba. El general, acelerando su viaje, llegó a Buenos Aires el día 4 de

diciembre de 1823.

 

A mediados del mismo mes, un periódico de Buenos Aires anunciaba la

presencia entre nosotros del vencedor de San Lorenzo, del libertador de Chile,

del Pacificador del Perú, en términos tan lacónicos que el artículo referente al

huésped glorioso, ocupa la mitad del espacio que a continuación se consagra

en la misma página a lamentar la despedida del "Centinela" de la escena

periodística. He aquí las palabras del "Argos", a que nos referimos: "Tenemos la

satisfacción de anunciar al público, el arribo a esta capital del general D. José de

San Martín. Sin traicionar los deberes de patriotas, no hay quien pueda

mostrarse indiferente a la presencia de un héroe que ha coronado a la nación de

tantos triunfos y laureles. Su alma, más grande que la fortuna, echó en olvido

su persona por acordarse de la nuestra, y por un camino erizado de peligros,

elevó nuestra reputación y gloria nacional, a un grado fuera de los cálculos de

la esperanza. No es dudable que nuestros nobles conciudadanos le tributen las

señales de gratitud que corresponden al beneficio."

 

Los escasos recursos de fortuna con que contaba el ex Protector del Perú, le

decidieron a fijarse en Bruselas, país barato y libre, después de haber hecho

algunos viajes por Escocia e Italia. Allí pasó una vida llena de privaciones,

contando regresar a América y entregarse al cultivo de la tierra, así que su

querida hija hubiese terminado su educación. Parecióle a fines de 1828, que era

llegado el momento de realizar estos proyectos: la heredera de su nombre se

hallaba ya en estado de ser esposa de un caballero adornado de méritos

personales y de un apellido recomendado por muchas virtudes (1). Buenos

Aires, objeto constante de sus pensamientos, después de tres administraciones

ilustradas y llenas de patriotismo, había acreditado su nombre en todo el

mundo, y daba lugar a creer que sus instituciones liberales, estaban afianzadas

para siempre bajo la protección del orden. Con la impresión de estas dulces

ilusiones, se embarcó en Falmouth para el Río de la Plata, a cuyo puerto

principal llegó en febrero de 1829, en momentos en que los valientes de

Ituzaingó sostenían una lucha cruel con el paisanaje de las campañas del litoral,

acaudillados por López y Rosas. Al saber esta noticia, aquel hombre que cien

veces había declarado que no se mezclaría en la lucha intestina de los países

por cuya independencia había combatido, volvió triste la espalda a los lugares

en que buscaba su último asilo, y desoyendo proposiciones que hubieran

tentado a un militar ambicioso, se resolvió a regresar al viejo mundo, en donde

probablemente le esperaban la escasez y los sinsabores del aislamiento.

 

_______________

 

(1) La hija del general San Martín no contrajo matrimonio hasta el año de 1832.

 

_______________

 

 

 

Y en verdad que llegó a ser apurada su situación allí. Estaba en París, contaba

por único caudal dos partidas de a tres mil pesos, provenientes de la venta de

sus propiedades de Mendoza y de una remesa del Perú; su salud estaba

comprometida por los efectos del cólera y por el reumatismo adquirido en la

intemperie de los campamentos militares. El ilustre servidor de América, tierra

de los metales preciosos, no tenía en aquella situación más esperanza que en la

bondad de la Providencia, y ella vino en su auxilio.

 

Mientras él había consagrado su vida al triunfo de la causa de América, un

compañero suyo de regimiento, el señor D. Alejandro Aguado, se encontraba

poseedor de una inmensa fortuna, con la cual y empleando una exquisita

delicadeza, salió al encuentro de las necesidades del ilustre camarada a quien

tenía la dicha de abrazar después de largos años de una separación que ambos

creían eterna. Aguado conocía la dignidad del carácter de San Martín, y le

asoció a sus consejos, depositando en él la más ilimitada confianza. Oigamos a

este mismo: "Hace pocos años, escribía en 1842 a uno de sus antiguos colegas

en Chile, mi situación fue bastante crítica, y tal, que sólo la generosidad del

amigo que acabo de perder, me libertó morir en un hospital, tal vez. Esta

generosidad se ha extendido hasta después de su muerte, dejándome heredero

de todas sus joyas y diamantes, cuyo producto me pone a cubierto de la

indigencia en el porvenir". Este amigo generoso era el señor Aguado. Pero algo

más precioso para éste que sus diamantes, confió a la honradez y al juicio del

compañero que le sobrevivía, pues le dejó la tutela y curatela de sus hijos

menores, herederos de una fortuna de príncipes.

 

El general San Martín se estableció definitivamente en las cercanías de la capital

de Francia, en una posesión denominada Grand-Bourg. Allí pasó el resto de su

vida, rodeado de sus nietos, cuidado por la más virtuosa de las hijas, respetado

de cuantos le conocían, y visitado y acatado por todos los viajeros distinguidos

de Sud América, a quienes recibía con sencillez y cordialidad en su modesto y

sereno hogar. Grand-Bourg era la casa de Cincinato. La hospitalidad que en ella

se dispensaba a los amigos y compatriotas, era perfumada con las flores de un

esmerado jardín y amenizada con la franqueza de buen tono, propia del

soldado que desde su juventud frecuentaba la sociedad más escogida. Su corva

espada de combate, las grandes pistolas del arzón de su silla de granadero, su

retrato envuelto en pliegues de la bandera que él ennobleció en Chacabuco, y el

estandarte de Pizarro, bordado por la madre de Carlos V, tales eran los adornos

de sus habitaciones en el asilo que le prestaba una tierra extranjera. Allí vivió

hasta 1848, enterrado en la grave tristeza de sus recuerdos, como hoy yace

inmortal, a la sombra de atributos de gloria.

 

Antes que la última enfermedad se apodere del noble y robusto anciano,

hagamos conocimiento con su persona y con su aspecto físico.

 

Cuando San Martín estaba en la fuerza de su virilidad y en sus años activos, era

alto, grueso, bien hecho, de formas señaladas, de rostro interesante, moreno y

ojos negros, rasgado, y penetrantes. Era su metal de voz grueso y varonil:

conservó notable agilidad hasta en los últimos años. Una persona que le visitó

en su retiro de Grand-Bourg en 1843, ha escrito, que las grandes cejas negras del

general le subían hacia el medio de la frente, cada vez que abría sus ojos llenos

aún del fuego de la juventud, y que su sonrisa simpática dejaba en su boca, a

descubierto una dentadura fuerte aún hasta entonces.

 

Pero desde principios del año 18449 la estatura prócer del general comenzó a

agobiarse, su voz a perder de su timbre sonoro, su inclinación al retiro y al

silencio a crecer, y considerando "su salud en mal estado", escribió sus últimas

voluntades con entrañas de padre y de patriota, legando su corazón a la ciudad

de Buenos Aires. Las acreditadas aguas de Enghien, no pudieron restituirle las

fuerzas perdidas, ni tampoco los aires y los baños tónicos del mar a cuyas

orillas se estableció más tarde, en la risueña ciudad de Boloña, en donde

finalmente dio al Creador su grande alma, a las tres de la tarde del 17 de agosto

de 1850.

 

Su cadáver, rodeado de deudos y amigos, fue depositado en la Catedral de

aquella ciudad en la mañana del día 20.

 

Allí descansaron estos preciosos restos, hasta que fueron trasladados al

cementerio del pueblo de Brunoy, en el Departamento del Sena y Oisa, en

donde posee una propiedad el señor Balcarce, y ha levantado un sepulcro para

su familia. Esta inhumación fue solemne: la caja mortuoria, durante las

ceremonias religiosas propias de aquel acto, estuvo cubierta con el estandarte

de Pizarro, que en ese mismo día pasó a poder del Representante del Perú, de

acuerdo, con las disposiciones del general San Martín.

 

La tierra extranjera no debe pesar por más tiempo sobre las cenizas del ilustre

argentino. Buenos Aires, tiene derecho al corazón del gran hombre, que le fue

legado por él mismo. Es una reliquia de gloria, de la cual emanarán las

virtudes de humanidad, de heroísmo, de amor puro a la Patria, que deben

formar la atmósfera moral de un pueblo republicano que aspira a ser grande

por el ejercicio de la libertad.

 

 

 

BREVE PARALELO ENTRE SAN MARTÍN Y BOLÍVAR

 

Los guerreros más notables de la América moderna española, Bolívar y San

Martín, sólo se tocan por los propósitos de su carrera y por la gloria que les

cupo en la lucha de la independencia.

 

Como hombres, son más bien dos contrastes que dos analogías. Caracteres

encontrados, talentos de temple desigual, naturalezas subordinadas a diversos

impulsos, se colocaron una vez uno frente al otro, y al darse los brazos como

hermanos en la victoria, se repelieron advirtiendo que no pertenecían a la

misma familia según las leyes que la naturaleza ha establecido para eslabonar

por la simpatía a los seres inteligentes.

 

El uno anhelaba, sediento de ruido y resplandor, a subordinarlo todo a su

personalidad y a su fama. Esforzábase el otro por hacer impersonales; sus

proezas y esquivaba sus sienes a los laureles mejor merecidos.

 

El uno escala el Chimborazo para que resuene más desde la altura su delirio; el

otro, silencioso como un cometa, describe su curva sobre las cumbres de los

Andes deseoso de no ser sentido. El uno vence, destruye, aniquila impaciente;

el otro economiza la sangre y las cosas, crea y administra. Bolívar es el

vengador exasperado por los excesos de la guerra a muerte; San Martín el

realizador con la espada de los severos principios de los pensadores de Mayo.

El primero resucita un mundo para darle su nombre; el segundo redime a los

pueblos de la caída de la servidumbre para que la gran patria americana cuente

con ciudadanos y no con esclavos.

 

El sol que calentó la cuna de San Martín es tibio en comparación del que ardió

sobre la de Bolívar. Éste nace opulento y mimado en una ciudad capital; aquél

en la severa economía del hogar de un soldado, en una aldea sometida al

régimen monacal de la célebre sociedad de Jesús.

 

El uno tiene por maestro y mentor a un visionario cuya razón desgreñada no

conoce freno al apetito de las novedades: el otro se educa en un colegio austero

bajo la disciplina del compás y la escuadra del geómetra.

 

El hijo de Caracas pasea su primera juventud por las plazas de las ruidosas

cortes de la Europa extranjera; mientras que el nativo de las Misiones gasta sus

tiernos años en los campamentos de los ejércitos de un pueblo desgraciado,

invadido por un usurpador injusto, y que defiende su independencia a

esfuerzos de patriotismo y de virtud...

 

Ambos, al fin, son víctimas del ostracismo. San Martín se retempla y prolonga

en él sus días por la resignación magnánima y la digna espera en la justicia

futura; mientras que Bolívar, a semejanza del gran desventurado de la fábula,

se deja devorar las entrañas por el buitre de la desesperación.

 

 

 

BIOGRAFÍA DE D. BERNARDINO RIVADAVIA

 

Los hombres notables de la revolución argentina de quienes nos separan el

tiempo y la muerte, soportan bajo sus humildes sepulcros el doble peso de la

losa y de la indiferencia.

 

La vida de nuestro pueblo ha sido turbulenta, rápida como un torrente. Nos

hemos derrumbado por sus aguas, sin hallar aquel reposo que exige la

contemplación de la historia para poder distinguir con claridad la fisonomía de

los personajes que en ella se ilustraron.

 

Mientras tanto, los pueblos, como las familias, se robustecen para las luchas en

que la virtud sale triunfante, volviendo la vista en las horas de conflicto a las

imágenes respetadas de los antepasados que conservó el arte o perpetúa la

tradición.

 

¿Quién, en los momentos de fragilidad, en las indecisiones de la conciencia, no

ha hallado el buen camino a la luz de la mirada de su padre, aun arrojada

desde la región de la muerte? Nos retraemos de una acción que nos reprobaría

desde su tumba aquel a quien hemos amado y respetado en vida.

 

Y como el ciudadano es un hombre, y el pueblo es la colección de las familias,

y la patria el hogar de una sociedad entera; ese mismo poder morigerador que

ejerce sobre el individuo el recuerdo de sus antecesores, se ejerce también

sobre las naciones por la memoria de los varones eminentes que son sus

gloriosos progenitores.

 

El viento de nuestras querellas ha llevado en pedazos a nuestros viejos

próceres. Es preciso buscar la huella de sus pasos en los caminos del destierro,

en el pavimento de las cárceles, en la sombra triste a donde les confinó la

injusticia ajena a los propios desengaños.

 

Es necesario lavar de sobre ellos las manchas de lodo con que les salpicó el

carro revolucionario, separar sus mutilaciones, colocarles en dignos pedestales,

a fin de que la juventud les venere y se estimule al bien para no ser bastarda de

tan noble genealogía.

 

Son estas, sin duda, las consideraciones que han inspirado el pensamiento de

formar la presente galería de hombres célebres del país, entre los cuales se

coloca con justicia en primera línea a don Bernardino Rivadavia.

 

Fueron sus padres, el abogado de la Real Audiencia don Benito González de

Rivadavia y doña María Josefa Rivadavia, y nació en esta ciudad de Buenos

Aires el día 20 de mayo de 1780.

 

Era diez años menor que don Manuel Belgrano y dos menor que don José de

San Martín, célebres generales de nuestra independencia: menor tres años que

el doctor don Mariano Moreno, aquel que como un meteoro brillante cruzó el

cielo de Mayo y se apagó en la inmensidad del océano.

 

La profesión del padre y las tempranas propensiones del espíritu llevaron

naturalmente al señor Rivadavia a la carrera de las letras.

 

Los reales estudios existían en Buenos Aires desde el año 1772, época en que se

fundaron con los bienes secuestrados a los jesuitas, bajo la dirección del digno

y desgraciado santafesino doctor don Juan Baltazar Maciel.

 

El personal docente del establecimiento académico, como denomina el

historiador Funes al primer colegio Bonaerense, se componía de dos

preceptores de latinidad, de los cuales uno debía enseñar la retórica; de un

maestro de filosofía y tres de teología. Estas cátedras reunidas y aumentadas tal

vez en número, pasaron a formar el colegio de San Carlos en donde desde el

año de 1783 se educaron los hijos de Buenos Aires que no querían o no podían

trasladarse a la antigua universidad de Córdoba.

 

La enseñanza de la lengua latina se mantuvo a la altura de las necesidades de la

escolástica, hasta que la fortuna trajo al país al presbítero don Pedro Fernández,

literato imbuido en las bellezas de los clásicos latinos, a cuya difusión entre los

jóvenes se consagró durante cinco años desde el de 1790.

 

Fue en la escuela de este hombre útil y modesto, en la que se inició el señor

Rivadavia en los rudimentos del saber, según la disciplina ordinaria. El mérito

del maestro se mide por la gratitud que le conserva el discípulo.

 

"Mientras el señor Rivadavia tuvo influencia en los destinos de nuestro país

(dice el ilustrado editor del Triunfo Argentino) se hizo un deber en proteger al

viejo presbítero que había sido su maestro: rasgo noble que le agradecemos en

lo más profundo de nuestra alma".

 

El pobre anciano Fernández, entendido en agricultura y aficionado a los

campos, como Virgilio cuyas geórgicas y églogas sabía de memoria, aceptó con

gusto la dirección de una colonia de extranjeros, establecida en la chacarita de los

colegiales en donde el nombre del Rector Chorroarín debía salvarse del olvido

según las intenciones del decreto de 25 de setiembre de 1826. Bastóle este delito

para que pasada la presidencia se le dejase morir en la oscuridad y en la

miseria.

 

Muchos porteños distinguidos en las letras, en la magistratura y en la

diplomacia, y que han prestado eminentes servicios a la patria fueron

condiscípulos del señor Rivadavia.

 

Educáronse con él, el inspirado autor del himno nacional, fundador del

Departamento Topográfico y creador de la estadística entre nosotros, doctor

don Vicente López; el que supo fundir cañones, dispararlos con valentía y

coronarse con laureles tan inmortales como los del héroe, cantando la Libertad de

Lima, don Esteban de Luca; el elocuente orador en el púlpito y en la tribuna

parlamentaria, doctor don Julián Segundo de Agüero; el que fue digno de

arrancar con sus virtudes a la lira de don Juan Cruz Varela una de las más

entonadas elegías de la musa argentina, doctor don Matías Patrón...

 

Todos estos conocieron al señor Rivadavia en la íntima familiaridad de las

aulas, sin que pudieran comprender entonces que la frente noble y desenvuelta,

sombreada por abundante cabello renegrido, que el aspecto grave y la seriedad

adulta de aquel joven eran otras tantas promesas de las calidades de iniciador y

de reformador que había de desenvolver en alto grado cuando invistiese la

autoridad para cuyo lustre había nacido.

 

En la flor de la vida y en medio de la monotonía de la existencia colonial se

encontraban aquellos jóvenes, cuando la inesperada agresión británica vino a

sacudirles como con el golpe de una corriente galvánica.

 

El pueblo de Buenos Aires se alzó a manera de un solo hombre. Todos los

habitantes fueron soldados. Uno de los condiscípulos ya mencionados del

señor Rivadavia, recibió la insignia de doctor en leyes sobre el uniforme de

capitán de Patricios. Con el mismo grado sirvió el señor Rivadavia en el

batallón de gallegos, el cual se señaló en varios encuentros con el enemigo,

muy especialmente en el lance de la desgraciada defensa de los pasos del

Riachuelo contra las legiones del Mayor Crawfur.

 

El francés don Santiago Liniers fue el héroe de la Defensa y de la Reconquista en

los años de 1806 y 1807. Sus hechos meritorios despertaron los celos del

Cabildo hasta el punto de empeñar esta corporación todo su influjo para que la

corte de España no le recompensase con el mando efectivo del virreinato,

acéfalo por la fuga cobarde de Sobremonte y por las medidas tomadas contra

este indigno mandatario por la Audiencia gobernadora.

 

Los adversarios del vencedor obraron enseguida más abiertamente contra él y

llegaron hasta los hechos. La primera revolución armada que presenció Buenos

Aires fue la que tuvo lugar el 19 de enero de 1809, especie de tumulto militar

sofocado principalmente por la actitud decidida que los patricios tomaron

unánimes en defensa de la autoridad de Liniers. "Cuando los españoles se

dividieron entre Liniers y Álzaga (dice un escritor argentino) Rivadavia se puso

del lado del primero porque la idea americana en ello ganaba, y su resolución

fue de gran peso para hacer inclinar la balanza en favor de Liniers".

 

Los que están al cabo de las curiosas complicaciones de aquella época,

aseguran que éste no sólo era el caudillo querido del pueblo por sus brillantes

proezas, sino porque los sucesos le hablan colocado, sin que él mismo lo

percibiese, a la cabeza de los instintos patrios, despertados con el sentimiento

del propio valor, en oposición al prurito de superioridad y predominio del

partido peninsular.

 

El germen de la revolución había llegado hasta nuestras playas, sin duda, con

las ideas de la filosofía política de la Francia moderna; pero puede decirse

también que la revolución de 1810, tan favorable al desenvolvimiento del

comercio inglés en estas regiones de América, fue avivada indirectamente con

el toque de las generales con que el tambor argentino convocaba a la defensa

contra los soldados de la Gran Bretaña.

 

La posición en que la fuerza de las cosas había colocado a Liniers, era ya de

suyo una poderosa razón para que el señor Rivadavia se hubiese conducido

para con él de la manera que hemos visto en el suceso del 19 de enero. Pero

militaba a más una circunstancia personal que comprometía su gratitud para

con el jefe bizarro de la defensa de Buenos Aires.

 

Liniers, para arrancar de manos de sus enemigos domésticos una arma terrible,

dispuso que la jura de Fernando VII se verificase el día 21 de agosto de 1808,

inmediatamente después que llegó a este puerto la noticia de la exaltación de

aquel monarca al desacreditado trono de sus padres. Aquella ceremonia debía

tener lugar con el aparato y la pompa de que era capaz una ciudad rica y

populosa, y ocupar en la fiesta un lugar señalado el alférez real; empleado de

cuenta cuya única incumbencia era pasear erguido el estandarte de la

conquista.

 

El virrey Liniers nombró para desempeñar aquel cargo al capitán Rivadavia

suscitándose con motivo de este nombramiento un conflicto de competencia de

autoridad entre el virrey y el cuerpo capitular del cual salió este triunfante,

eligiendo en consecuencia otro alférez real más de su amaño que el criollo

Rivadavia.

 

"No era aquel tiempo de abrir al pueblo los secretos", dice el más sentencioso

de nuestros escasos historiadores. Mal interpretaría las disposiciones del ánimo

del señor Rivadavia, quien juzgare de ellas y de sus ideas de entonces, por el

papel que se disponía a desempeñar en las festividades de la jura regia. En

medio de aquel concurso y de aquel júbilo popular, usando de las expresiones

del mismo escritor, no dejaban de encontrarse algunos patriotas de fino tacto

político, a cuya vista no se escapaban los primeros crepúsculos del día que iba

a nacer para la América, y cuya inclinación nativa llevaba sus juramentos a la

patria, como acreedora de mejor derecho.

 

La vida entera del señor Rivadavia nos autoriza para asegurar que era él del

número de aquellos patriotas avisados que disimulaban ante la muchedumbre

y preveían para todos la próxima aurora de una luz que ardía y brillaba en el

interior de cabezas privilegiadas.

 

Serias dificultades se presentaban a los hijos del país para la elección de una

carrera.

 

Aquellos mismos que habían nacido en el seno de familias acomodadas, si no

eran abogados o sacerdotes, no encontraban colocación lucida en la sociedad

sin grande pena y con sacrificio de mucho tiempo.

 

Las ciencias materiales no se han cultivado entre nosotros hasta mucho después

de 1801. La escuela de náutica, abierta por el distinguido ingeniero, don Pedro

A. Cerviño, durante la administración del virrey don Joaquín del Pino (1801 a

1804) no mereció sino una fuerte reprobación de la corte. Los ingenieros que

medían las propiedades rurales eran los pilotos mercantes que habían

aprendido a cuartear la aguja náutica en las puertas de Cádiz o del Ferrol.

 

La literatura, esta madre amorosa con que nos ha dotado la sociedad moderna,

si daba fama escasa no proporcionaba, por cierto, medios sobrados de

subsistencia. Las carreras, pues, eran reducidas en número, o más bien dicho,

estaban limitadas a tres para los hijos del país: el foro, la iglesia, la oficina. El

comercio, puede decirse con verdad que estaba reservado con todo el provecho

y la respetabilidad que proporcionaba su ejercicio a los españoles europeos.

 

El cultivo general de la inteligencia no debía servir más que para tormento de

quienes le comprendían. La imprenta materialmente imperfecta y escasa,

erizada de peligros y embarazada con las mil trabas de la legislación, no

presentaba estímulo para producir, ni facilitaba empleo de provecho al que se

sentía capaz de escribir para el público.

 

"Es una pérdida para las letras americanas, dice el autor del Ensayo de la

historia civil de Buenos Aires, que por falta de imprenta quedasen inéditas las

producciones del Dr. D. Juan Baltazar Maciel. Haría un gran servicio a la patria,

añade, quien recogiera las que andan esparcidas en manos de muchos". Por la

misma falta de medios de publicidad han caído en el olvido más profundo los

trabajos literarios de otros compatriotas ilustrados que contrajeron su vida al

estudio y escribieron cosas dignas de memoria. ¿Quién nos devolverá la

historia natural y política de Cuyo escrita por el abate mendocino don Manuel

Morales? ¿Quién la historia del Río de la Plata, escrita por Iturri para rectificar

los errores del español Muñoz? ¿Quién de entre los que vivimos, ha oído

nombrar siquiera a los porteños don José Perfecto de Salas y los Rospicllosis?

¿Quién al riojano Camacho y a los paraguayos Cañete y Barrientos?

 

Sin embargo, todos ellos son gloria de nuestra literatura antigua, y nos

llenaríamos de justo orgullo si llegásemos a poseer la colección de sus escritos.

 

La dificultad para tomar una posición social era aun ardua para aquel que

como el señor Rivadavia se sentía llamado por vocación a la vida pública. Bajo

el régimen colonial no era posible alcanzar sino una parte pasiva a la gestión de

los negocios de gobierno, y esta situación humilde no podía convenir a un

hombre de ingenio y de luces. La iniciativa no partía de aquí.

 

Se pensaba en Madrid, y ese pensamiento, concebido en otro mundo, se

ejecutaba en el nuevo por los empleados reales, como se ejecuta una evolución

militar. Fue por esta razón que el señor Rivadavia permaneció perplejo por

algún tiempo acerca de la carrera que debería abrazar.

 

Se ensayó en el ejercicio de comerciante y tomó a su cargo negocios cuantiosos

que no le dieron resultados satisfactorios.

 

Abrió estudio de abogado, pero no persistió mucho tiempo atado al potro en

que las difusas cavilosidades de Parladorio de Farinacio o Baldo colocaban al

Togado, antes que los expositores modernos, el buen gusto introducido hasta

en la jurisprudencia, y los nuevos códigos hubiesen cundido entre nosotros.

 

Tanto en el foro como en el comercio no dio más que los primeros pasos,

"afectando ser grande y sabio en todas las carreras", como le dijo con intención

de censura, uno de sus ilustres contemporáneos, en una de aquellas ocasiones

en que el celo por los intereses ajenos que se patrocinan ante los tribunales,

ofusca la imparcialidad de la razón más recta. Aquel apóstrofe que nuestra

historia escrita ha querido consignarnos, vale para llenar un vacío en esta

noticia biográfica, y para deducir que dominaron en el señor Rivadavia desde

su juventud, las altas inspiraciones que le han traído su merecida nombradía.

Dedúcese también de aquellas mismas palabras que ya desde entonces, sus

actos y su persona, se revestían del aire de dignidad y elevación que son como

el reflejo externo de la conciencia del valor individual.

 

La revolución llamaba mientras tanto a nuestras puertas, trayendo consigo

sobrada tarea y aplicación para los talentos y las virtudes.

 

La Junta central que gobernaba en la Península, cuando la invasión francesa

dominaba casi todo el territorio, acertó a herir al pueblo de Buenos Aires con la

elección de los altos funcionarios que destinó al gobierno del Río de la Plata.

Hidalgo de Cisneros elevado al rango de virrey, Elío al del subinspector

general y Nieto al de gobernador de Montevideo, no podían ser por sus

antecedentes sino instrumentos para abatir a los nativos del país y para

ensalzar una facción de españoles intolerantes, ensoberbecidos con sus

caudales y con los recientes triunfos sobre los ingleses que se atribuían como

gloria exclusiva de ellos.

 

Conociendo Cisneros el estado del espíritu público en Buenos Aires, no quiso

hacer la entrada oficial en esta ciudad sino después de haber recibido el bastón

de manos de Liniers en la colonia del Sacramento. Las desconfianzas mutuas

entre el nuevo jefe y los que habían de obedecerle, establecieron una frialdad

que fue rápidamente tomando cuerpo hasta convertirse en una protesta de

hecho por parte del más poderoso que era el pueblo.

 

Buenos Aires había medido sus fuerzas. Las revoluciones del Norte de América

y de la Francia habían puesto en muchas manos la cartilla a la moda de los

derechos del hombre, y la regencia misma, vencida por la corriente

contemporánea, acababa de declarar a los americanos dignos de ser libres.

 

Al fin, un número reducido de porteños denodados tomaron la resolución de

arrastrar el poder del virrey, en cuya persona mal querida se disponían a

mostrar la repugnancia que les causaba el gobierno de origen metropolitano.

Contando con la simpatía de sus compatriotas, arrojan a Cisneros de su asiento

y colocan en su lugar una junta de nueve individuos, suficientemente

autorizada para gobernar provisionalmente el virreinato hasta la reunión de un

congreso general formado de los diputados de todas las provincias.

 

Este hecho que contamos como el primero en las glorias de nuestra carrera

política, tuvo lugar el 25 de mayo de 1810.

 

La revolución de ese día fue verdaderamente popular y sin derramamiento de

sangre. Intervino en ella la razón, no la violencia. Las puertas del Cabildo

habían permanecido abiertas muchas horas a la principal y más sana parte de este vecindario, convocado con el fin de opinar acerca de las modificaciones que la situación exigía en el gobierno.

 

El Obispo, los Oidores, los generales de ejército, el Asesor, todos los

empleados de nota, fueron escuchados y consignaron sus opiniones en un

registro bajo sus firmas. El comandante del batallón de Patricios fue quien

arrastró la opinión de la asamblea, y mereció el aplauso de la multitud reunida

en la plaza, declarando en su voto que el pueblo era el único que podía conferir la

autoridad y el mando. Al pie de este voto escribieron sus nombres, Moreno,

Chiclana, Vieytes, Paso, Belgrano, Castelli, Alberti, Larrea, etc., etc., y don

Bernardino Rivadavia.

 

Desde ese instante, estos hombres audaces echaron sobre sus reputaciones una

responsabilidad que se mantendrá llamada a juicio mientras exista la historia.

Terrible situación que es como el castigo de quienes se elevan tan alto que

alcanzan a tocar la fama.

 

Uno de los primeros episodios de la cuestión nacional, obligó al doctor don

Mariano Moreno a renunciar el cargo de secretario de la Junta gubernativa, a

mediados de diciembre de 1810. Aquel hombre de genio, a quien sus

contemporáneos llamaron el Marcelo argentino, dejó un vacío difícil de llenar.

 

El secretario de la primera Junta había impreso carácter y dado fisonomía

democrática a la revolución y echado al pueblo en la vía del entusiasmo, con

una elocuencia de que dan testimonio estas palabras memorables de uno de

sus decretos: "un habitante de Buenos Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener

inspiraciones contra la libertad de la patria".

 

El puesto dejado por el Dr. Moreno debió ser ocupado necesariamente por una

persona de su mismo temple, y capaz de dar comienzo a la reforma social y

administrativa que exigían los nuevos fines del gobierno recién creado.

 

D. Bernardino Rivadavia fue señalado por la opinión pública para reemplazar a

Moreno. La Junta ejecutiva instalada el 23 de setiembre de 1811, que funcionó

bajo la presidencia del honrado y enérgico Chiclana hasta octubre de 1812, le

nombró su secretario en los Departamentos de Gobierno y Relaciones

Exteriores.

 

En el año que media entre aquellas dos fechas, se sucedieron como en

torbellino los sucesos de todo género. Causa admiración respetuosa la entereza

de corazón y la claridad de juicio que supieron desplegar nuestros padres en

situaciones tan difíciles.

 

Dos ejércitos improvisados en pocos meses obraban en el Perú y en la Banda

Oriental, y era necesario proveer a la dirección y a las inmensas necesidades de

uno y otro.

 

Las negociaciones con Vigodet y con el enviado del Príncipe Regente de

Portugal para el arreglo de las complicadas cuestiones de la provincia oriental,

exigían por sí solas una contracción de todos los instantes y el empleo de una

sagacidad que salvara con honra los peligros presentes sin comprometer los

planes de la independencia que tenía trazados la autoridad que gobernaba

aparentemente en nombre del rey de España. Nuestras costas eran teatro

frecuente de impensadas invasiones de los marinos de Montevideo

enseñoreados de las aguas de los ríos. El gobierno patrio no contaba todavía

con el valiente granadero que había de escarmentarles en las barrancas de San

Lorenzo.

 

A par de estos conflictos que pueden llamarse exteriores, asaltaban a la

autoridad otros más inmediatos y no menos premiosos. El rumor sordo de las

conspiraciones se apercibía a veces como resultado de las parcialidades, tanto

más enconadas, cuanto que sus banderas en lugar de colores de principios

mostraban letreros de nombres propios.

 

Esta situación del espíritu público dio su fruto amargo el 7 de diciembre de

1811. En aquel día "cediendo a las intrigas y a las seducciones de los enemigos

de la patria" según el lenguaje oficial de entonces, una porción de soldados del

regimiento número 19 de la guarnición, desobedecieron al gobierno y

consternaron al vecindario con una escena de sangre. La fuerza trajo a los

rebeldes a la antigua subordinación; pero antes que la ejercitase el gobierno,

agotaron sus miembros todos los medios pacíficos, y hasta tuvieron el

heroísmo de presentarse ante los amotinados sin más armadura que la

persuasión.

 

No fue éste el único ni el mayor peligro de que triunfó aquella administración.

En los primeros días del mes de julio de 1812 hubo de estallar una conspiración

contrarrevolucionaria, de la cual habrían sido los miembros de la Junta las

primeras víctimas si por suerte de la buena causa no hubiera abortado el

terrible plan que los conspiradores hablan tramado. La habilidad e

incontrastable firmeza de don Bernardino Rivadavia, dice un escritor argentino,

contribuyeron a descubrir y a vencer la vasta y poderosa conspiración de

Alzaga, amago el más serio entre cuantos han podido poner en peligro la

independencia del Río de la Plata.

 

La administración de la Junta fue tan laboriosa como las circunstancias lo

exigían. Apenas habían transcurrido seis meses después de su instalación

cuando ya había dotado al "ejército de la patria", como entonces se decía, de un

Estado General para su uniformidad y disciplina y de un plan metódico para la

reforma de los abusos introducidos en él. Se habían establecido fábricas de

fundición de armas y de pólvora en la capital y en Tucumán. Las famosas

baterías del Rosario fueron construidas entonces para facilitar la navegación y

el comercio con el Paraguay. Fue también entonces que se creó el regimiento de

Granaderos a caballo tan dignamente mandado por San Martín y Lavalle en

épocas distintas. Se creó una cámara de apelaciones en sustitución de la

audiencia. Los ejércitos del Perú y de la Banda Oriental fueron socorridos con

más de ochenta mil pesos en dinero efectivo. Se convocó a los caciques de la

pampa a un gran parlamento a fin de asegurar las comunicaciones con

Patagones y levantar poblaciones en Salinas y en otros puntos adecuados del

desierto.

 

Por último, y dejando de enumerar cien disposiciones más, todas importantes,

el gobierno de la Junta estableció la libertad de imprenta y la seguridad

individual, bajo la égida de los estatutos constitucionales, "cuyos bienes eran

desconocidos en estos países desde el tiempo de su descubrimiento y

conquista". Así se expresa un documento de aquellos tiempos.

 

El gobierno de la Junta se ocupó del presente preparando el porvenir. Fue

práctico y ejecutivo sin materializarse, no sacrificándolo todo a las urgentes

realidades del momento. Se apoyó tanto en las fuerzas morales de la opinión

como en la fuerza efectiva de los ejércitos. Supo fundir cañones a la Gomer;

pero también fue hábil para excitar el patriotismo hasta en el bello sexo. Las

damas más distinguidas de Buenos Aires contribuyeron con una suscripción

crecida para cubrir el valor de un brillante armamento que el Estado no podía

pagar por la penuria de su tesoro. Al dar cuenta estas damas del obsequio que

hacían al gobierno, y de la poética idea de inscribir sus nombres en las armas

adquiridas y distribuidas por ellas, decían en un documento digno de

recordarse: "Cuando el alborozo público lleve hasta el seno de nuestras familias

la nueva de una victoria, podremos decir en la exaltación del entusiasmo: yo

armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad".

 

Las reuniones y fiestas públicas comenzaron desde aquel tiempo, con las

armonías de los himnos patrios escuchados por la concurrencia puesta en pie y

las cabezas descubiertas. El aniversario de Mayo de 1812 fue una especie de

palenque noble y pacífico, abierto al mérito y a las virtudes, premiadas ante la

muchedumbre para inspirarla una emulación fecunda. Las sumas de dinero

que en los años anteriores se habían consagrado a vulgares y dispendiosas

diversiones, se aplicaron en 1812 a socorrer las viudas, hermanas e hijas de los

soldados muertos al servicio de la causa común, a dotar doncellas pobres y a

libertar esclavos. Fomentóse la población; se honraron las letras dando a un

afamado literato la comisión oficial de redactar nuestros anales, y se buscaron

en Europa sabios y profesores para derramar en el país los conocimientos

útiles. Las trabas del comercio se aligeraron, a la enseñanza se le dio ensanche y

protección. Un vasto establecimiento "en donde debía formarse el químico, el

naturalista, el geómetra, etc.", bajo la dirección de maestros afamados del viejo

mundo, es concebido por la Junta, y se abren suscripciones en la capital y en las

provincias del extenso virreinato, para llevar a cabo una idea de tan feliz

inspiración. "Nada importaría, decía con este motivo un aviso oficial, que

nuestro fértil suelo encerrase tesoros inapreciables en los tres reinos de la

naturaleza, si privados del auxilio de las ciencias naturales, ignorásemos lo

mismo que poseemos". A medio siglo sería oportuno repetir estas mismas

palabras, porque ahora, como entonces, experimentamos la necesidad de dar a

nuestros estudios un carácter más exacto y más aplicable al aprovechamiento

de la naturaleza del suelo argentino, en el sentido de la industria.

 

La Europa no podía ser indiferente a los notables sucesos de que la parte

española de América era teatro desde 1810. La España hacia esfuerzos de todo

género para mantener su predominio y para robustecer la defensa de sus

derechos, no sólo por medio de las armas sino también de las influencias de los

gabinetes europeos, casi todos devotos a ella o cuando menos al principio

legitimista que representaba.

 

Levamos adelante una revolución que había de dar forzosamente un nuevo

mundo al régimen republicano, y las monarquías no podían menos que

oponerse a la realización de este hecho. La España tenía de su parte a todos los

gobiernos absolutos del viejo mundo, y acababa de despertar las simpatías de

la Inglaterra, aliada suya en la heroica resistencia contra la invasión de los

franceses. Los peligros que de esta situación podían resultar para la revolución

americana se presentaron de bulto con la vuelta de Fernando VII al trono de sus

mayores. Casi al mismo tiempo que llegaba a Buenos Aires la noticia de este

suceso y de la caída de Napoleón, llegaron avisos fidedignos de la expedición

poderosa que el gobierno español preparaba para avasallar al Río de la Plata.

Expedición para la cual no contaba únicamente con sus recursos propios, sino

también con el buen éxito de las negociaciones entabladas para sacar auxilios

de provisiones y de fuerzas de los puertos del vasto litoral brasileño, sujeto a

las influencias de la casa de Braganza. Esta influencia podía extenderse a toda

la costa oriental del Río de la Plata, que en 1817 fue ocupada realmente por los

portugueses so pretexto de sofocar la anarquía.

 

La política del Ministerio británico añadía nuevas dificultades a la marcha de la

independencia. Cuando los Borbones de la Península se restablecieron de las

usurpaciones del Corso, Lord Strangford exigía más bien que aconsejaba en

nombre de su gobierno, la adopción por el de las Provincias Unidas "de una

conducta política cual convenía al nuevo orden de cosas" de la España.

 

Fue entonces y en mérito de tan complicada situación, que se acordó por el

gobierno la misión diplomática de los señores Rivadavia y Belgrano cerca de

los gabinetes de Madrid, París y Londres.

 

En 1814 debieron partir estos señores del Río de la Plata, y no sería sin emoción

que al llegar a la línea que separa al globo en dos hemisferios, tocaron con el

inmenso sepulcro de su predecesor y nuestro primer plenipotenciario en el

extranjero.

 

El título diplomático de aquellos señores era el de Diputados del gobierno de

las Provincias Unidas, y los objetos de su misión de la mayor importancia,

pues, usando de las palabras de un distinguido actor en los sucesos argentinos

de aquella época, "se dirigían a ganar tiempo y prevenir los resultados de una

invasión; objetos, añade, que se hallan especificados en las actas del Consejo de

Estado, después de aprobadas por la soberana Asamblea General

Constituyente".

 

Esta aseveración está de perfecto acuerdo con el texto de una nota oficial del

señor Rivadavia, datada en Perpiñán a 19 de agosto de 1816, en la cual dice a su

gobierno: "En mi propartida de la corte de Madrid recibí el diploma de 19 de

febrero último, por el que V. E. se ha dignado nombrarme por Diputado de

esas provincias cerca de la Corte de París con extensión a otras potencias. Recibí

igualmente la instrucción a que se refiere, y tengo la satisfacción de asegurar a

V. E. que todas mis operaciones han prevenido el punto principal a que se

contrae, que es el de neutralizar todo proyecto de expedición de la Península con

dirección a esas playas".

 

A 21 de diciembre de 1815, el ministro español don Pedro Cevallos dirigió

desde Madrid al señor Rivadavia una nota, haciéndole saber que era voluntad

de S. M. que en vista de aquella real orden que le comunicaba con mucho gusto

por los informes que tenía de sus apreciables cualidades, se pusiese en camino

para aquella corte y se presentase a tratar del objeto de su misión, que sería

atendido por S. M. en todo lo que fuese compatible con su dignidad y su decoro.

 

El señor Rivadavia no entró a Madrid hasta el 20 de mayo de 1816, y al

siguiente día fue recibido por el primer ministro a quien en esa ocasión

presentó su credencial. Alojábase nuestro Diputado en la calle del Desengaño,

casa número 4, cuarto segundo.

 

Tenemos a la vista algunas notas originales del mencionado ministro de

Estado, Cevallos pasadas al diputado argentino. Se ve en ellas que desde las

primeras conferencias en que el rey se prestó a oír las expresiones de sumisión y

vasallaje de los que se dicen diputados del llamado gobierno de Buenos Aires, comenzó la diplomacia peninsular a apercibirse de que bajo aquellas formas respetuosas había la intención formada de una completa emancipación. No era extraño. Las conferencias comenzaban en junio de 1816, es decir, un mes antes que el Congreso de Tucumán dijese al mundo que era "voluntad unánime e

indubitable de las Provincias Unidas en Sud América romper los violentos

vínculos que las ligaban a los reyes de España".

 

El ministro Cevallos halló que el documento que acreditaba el carácter público

del señor Rivadavia era informal y a tal punto desnudo de autenticidad que

daba motivos para sospechar de su legitimidad. Estas cavilosidades de

Cevallos eran alimentadas por los informes personalmente interesados que le

comunicaba don Manuel Sarratea, quien según el mismo ministro también se

decía diputado. Sarratea aseguraba que los poderes del señor Rivadavia estaban

revocados. Las pasiones de la lucha intestina habían atravesado el océano y se

ejercitaban en mengua del crédito del país y de su causa, en el seno mismo de

los gabinetes de Europa.

 

El señor Rivadavia tenía instrucciones precisas para arreglar a ellas su

conducta, pero acabamos de ver que no eran de naturaleza para manifestarse a

las cancillerías de Fernando VII. Cuando el ministro preguntó al diputado que

si las tenía, contestóle éste que ni la llevaba ni las había pedido a sus

comitentes, dando por razón que habiendo en la Junta de Buenos Aires algunas

cabezas exaltadas le había parecido preferible no llevar instrucciones a llevarlas

tales que pudiese irritar el ánimo de S. M.

 

El señor Rivadavia deseando tener algo de importancia para la causa de su

país, a pesar del mal sesgo que tomaba la negociación invocó por medio del

director de la compañía de Filipinas don Juan Manuel de Gondasegui, no

sabemos qué capítulo de sus instrucciones.

 

Esta contradicción, entre no tener guía escrita de su conducta y apelar a ella al

mismo tiempo, aumentó las sospechas del ministro contra la buena fe con que

obraba el diputado, y dictóle los siguiente párrafos de un oficio fecha 21 de

junio que creemos deber consignar al pie de la letra. Dicen así: "Las sospechas

crecieron con la noticia de que los corsarios de Buenos Aires se habían

apostado a las cercanías de Cádiz para hostilizar nuestro comercio; y esta

noticia unida al retardo de la venida de V. dieron a las sospechas un grado de

evidencia de que los designios de Buenos Aires no eran otros que los de ganar

tiempo y adormecer las providencias reclamadas por la justicia y por el decoro

del gobierno.

 

"Después que éste ha puesto en práctica todas las medidas reclamadas por la

clemencia, y por el deseo de poner fin a una discordia intestina que hace la

desolación de unos pueblos hasta ahora felices, así por su aventajado clima

como por la prudencia y suavidad de las leyes que los regían; es preciso que

acordándose de su decoro, corte el hilo de unas conferencias destituidas por parte de V. del candor, buena fe y sincero arrepentimiento que debían animarlas

singularmente cuando se entablaron bajo de la autoridad de un soberano que

ha querido que el atributo de padre de sus pueblos resalte sobre los demás de

su soberanía.

 

"En consecuencia ha determinado S. M. que V. se retire de España para donde

guste, bajo la salvaguardia de su real garantía; pues como quiera que ésta se

concedió a un sujeto que se creyó adornado de las calidades que inspiran la

confianza, y después de las conferencias a otro muy distinto a los ojos de la ley,

sin embargo, el rey se desentiende de sus derechos y sólo se acuerda de lo que

se debe a sí mismo. Lo participo a V. de real orden para su inteligencia y

puntual cumplimiento".

 

El diputado debió hacer al ministerio español una exposición siete días

después de la nota que acaba de transcribirse, sincerándose de los cargos que

en ella se hacían a su persona y carácter, exposición que fue tachada por

Cevallos de inexacta, y considerada indigna de toda atención. Sin embargo, el

ministro no pudo menos que establecer oficialmente una diferencia entre la

persona del señor Rivadavia y el gobierno de que emanaban sus poderes,

sentando que sus observaciones sobre la falta de candor y buena fe no recaían

sobre el diputado, sino sobre la comisión que desempeñaba, pero sin embargo,

le repetía que el decoro del rey no permitía por más tiempo la prolongación de

su permanencia en la Península. En consecuencia salió el señor Rivadavia de

Madrid el día 15 de julio de 1816, llevando consigo el convencimiento de que la

corte de España estaba irrevocablemente decidida a no entrar por partido

alguno "racional, ni a aquietarse sino con el extremo de dominación que

produce una conquista que ensangrienta el resentimiento y el furor a las

guerras civiles".

 

En comunicaciones de 8 y 18 de enero de 1816 dio cuenta el señor Rivadavia a

su gobierno de los incidentes de esta negociación y del éxito de ella. Así se

infiere de una nota datada en París a 10 de setiembre del mismo año, dirigida

también a su gobierno. En esta misma nota se lee lo siguiente: "Es de mi deber

participar a V. E. que cuando salí de España se activaban por toda ella las

providencias para embarcar en Cádiz una expedición contra esa capital y

dependencias al mando del conde de La Bisbal; su número no era aun conocida

del público, pues ya se decía de siete, de diez y aun de diez y ocho mil

hombres de tropa de línea de toda arma.

 

"También juzgo de mi obligación avisar a V. E. que era persuasión universal en

la corte de Madrid y en toda España, que dichas fuerzas operarían contra ese

país, aliadas con las de S. M. el rey de Portugal y Brasil".

 

Con respecto a su conducta en la negociación, el diputado Rivadavia se expresa

así al final de esta comunicación: "Yo aseguro, a V. E. que he llenado todas las

instrucciones de mi comisión, y que no he omitido medio para persuadir a la

corte de Madrid de las buenas disposiciones de esos pueblos, así como para

demostrar la justicia y los derechos no sólo de ese país, sino de todas las poblaciones de América a quienes considero en un caso absolutamente idéntico".

 

En la diplomacia como en la guerra, el pueblo argentino no fue jamás egoísta.

Su sangre y su pensamiento concurrieron generosamente a la obra de la

independencia, emprendida casi a un mismo tiempo por toda la América de

origen español. El carácter del señor Rivadavia se prestaba naturalmente a la

idea generalizadora que fue como la base de la doctrina política del gobierno

creado por la revolución de Mayo.

 

Estos antecedentes auténticos dan gran peso a las siguientes palabras que

transcribimos del libro titulado Rosas y sus opositores, cuyo autor se halla bien

informado por relaciones que había oído de la boca misma de testigos y

contemporáneos del señor Rivadavia. Tuvo la valentía (dice el autor de aquel

libro refiriéndose al diputado argentino) de decir rostro a rostro a Fernando VII

que la independencia americana era ya una necesidad. El ministro Soler que

entró con él en una discusión sobre este punto, salió de ella convencido, y la

corte de Madrid alarmada del proselitismo que hacía el americano Rivadavia,

ordenó que saliese de los dominios españoles.

 

Era pues, con mucha verdad, que decía a su amigo Chiclana desde París en

carta confidencial fechada a 14 de octubre de 1816: "Yo he trabajado cuanto

podía y acaso más de lo que debía: no puedo referirle aún cuanto he hecho,

cuanto me he expuesto y los lances que he tenido por conseguir la libertad y

bien posible de nuestra compasible patria..."

 

A dar crédito a los escritos sueltos que en justificación propia han dado en 1820

algunos altos funcionarios, debieran obrar en nuestros archivos los documentos

suficientes para probar que si por un abuso de facultades hubo quien en

nombre de las Provincias Unidas negociase con la corte de España por

conducto del conde de Cabarrús el establecimiento del infante don Francisco de

Paula en el Gobierno de este país, no faltó tampoco quien en representación de

los intereses verdaderos de la revolución se opusiese, en el teatro mismo de

aquellas desacordadas negociaciones, a la realización de un plan que

contrariaba el deseo manifiesto de estos pueblos. La gratitud que este servicio

debe despertar en nosotros recae de justicia sobre la memoria del señor

Rivadavia, quien descubrió y deshizo, según toda probabilidad, aquellos

errores hijos tal vez de la debilidad del espíritu más que de la falta de probidad

patriótica.

 

El general don Manuel Belgrano partió de Londres para el Río de la Plata el 15

de noviembre de 1815, y desde entonces los graves negocios de la misión de

que hacía parte quedaron al cuidado exclusivo del señor Rivadavia.

 

La situación personal de éste era embarazosa, no sólo por el recargo de

quehaceres y responsabilidad, sino también por la escasez de medios

pecuniarios para atender a los gastos ocasionados por repetidos viajes, por una

extensa correspondencia (llevada por él solo, pues no tenía ni secretario ni

escribiente) "estando para nada menos aparejado que para pendolista", como él

mismo lo aseguraba a un amigo, y por la necesidad de sostener el decoro de la

posición que ocupaba. Todo el caudal de que había podido disponer desde la

separación de su amigo el general Belgrano hasta principios de febrero de 1818,

estuvo reducido a trescientas sesenta libras esterlinas, que distribuidas en

veinte y siete meses que median entre ambas fechas, corresponden a sesenta

pesos mensuales. El crédito pecuniario de nuestros supremos Directores no

debía ser muy grande entonces en las plazas extranjeras, pues nos consta por

documentos fidedignos que la casa de los señores Hallet de Londres no

honraron la libranza de diez mil fuertes que a favor del diputado había librado

el general don Ignacio Álvarez, encargado provisoriamente del ejecutivo

nacional.

 

A mediados de octubre recibió en París el señor Rivadavia la noticia semioficial

de la declaración de la independencia proclamada por el Congreso. "Rindo a V.

E., decía el Director con este motivo, las más sinceras felicitaciones y le protesto

los más vivos votos por su felicidad y acierto". El día 12 de diciembre siguiente

llegó a sus manos un oficio del gobierno de las Provincias Unidas;

comunicándole en forma aquella misma noticia acompañada de "copias

certificadas de la declaración de la Independencia" y advirtiéndole del riesgo

que corría su persona si aun se hallase en la corte de Madrid, y de la necesidad

de retirarse de ella.

 

Con motivo de esta comunicación tuvo oportunidad el señor Rivadavia de

manifestar nuevamente el patriotismo de sus sentimientos, expresándose así en

contestación. "Me lisonjeo de haber anticipado mis felicitaciones por tan

plausible e importante suceso. Las repito con una plenitud de gozo que me

hace en parte olvidar que esta sanción aunque tan justa y necesaria, no debe

mirarse en la actualidad por todos los que tenemos el honor de pertenecer a ese

país, sino como nueva obligación que nos impone el sacrificio de nuestras pasiones, la dedicación de nuestros talentos y la concentración de nuestras fuerzas, para realizarla con la celeridad que exige la situación urgente de esos pueblos".

 

A fines de diciembre de 1816 fue instruido el señor Rivadavia de que en la isla

Antigua había sido capturada por la corbeta Branes de S. M. B., una fragata de

guerra con pabellón argentino comandada por el coronel D. Guillermo Brown.

La captura tenía por pretexto la falta de los papeles que el derecho de las

naciones requiere para ejercitar el corso, y la noticia de este suceso llegaba al

conocimiento del diputado con colores poco favorables a la probidad tantas

veces acreditada del que fue después nuestro glorioso almirante. En este

acontecimiento de suma trascendencia en aquella época, procedió el señor

Rivadavia con actividad y acierto. Su primer paso fue autorizar a los señores

Hallet hermanos y compañía de Londres para que procedieran judicialmente a

reclamar el buque de guerra y las presas de su convoy, en nombre y

representación del gobierno de las Provincias Unidas.

 

Apenas el coronel Brown se vio envuelto en aquellas dificultades se dirigió a

los diputados de Buenos Aires en Europa, dándoles cuenta de las

circunstancias en que se hallaba. Y como fuese el señor Rivadavia el único

representante del gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata que a la

sazón se hallase allí, se creyó en el deber y con el derecho de contestarle

asegurándole que desde luego se hubiera dirigido al Lord Vizconde

Castlereagh en los términos exigidos por los intereses y derechos de su

gobierno, si no hubiese visto con placer que el coronel Brown le aseguraba de

que dentro de pocos días sería declarada libre la fragata de su mando: que en

tal concepto creía más prudente reservar todo paso oficial hasta recibir noticias

auténticas y pormenores del suceso.

 

El señor Rivadavia no perdió esta ocasión para levantar el espíritu del

prisionero comunicándole la reciente declaración de la independencia y los

sucesos prósperos de los corsarios de Buenos Aires sobre las costas españolas

del Océano y el Mediterráneo. Y como el bravo coronel pidiese en su

comunicación reglas acertadas para dirigir su conducta, no quedó corto el señor

Rivadavia en satisfacer aquel deseo, haciéndolo con tanto peso que sería una

usurpación a su fama el no consignar aquí aquellas reglas, ya que la casualidad

las ha traído a nuestro conocimiento. "Como V. S. tiene la bondad, le decía con

fecha 3 de enero de 1817, de pedir consejos amistosos, Yo opino que el interés

del Estado, de V. S. y su honor mismo exigen con urgente preferencia que así

que se halle V. S. en disposición, retorne con toda brevedad a Buenos Aires,

participándome en todo caso su determinación y cuanto sea digno de una

noticia oficial"

 

Un subalterno de aquella expedición se había dirigido también a los diputados,

y según parece, con espíritu poco favorable al jefe a quien estaba subordinado.

Al contestarle el señor Rivadavia, en la misma fecha que lo hacía al coronel

Brown lo hace con palabras que tampoco deben condenarse al olvido. Si las que

hemos copiado honran la previsión del diplomático, las siguientes demuestran

el culto que prestaba el ciudadano, en toda ocasión, al principio de autoridad

que más tarde se esforzó en radicar en su patria. "Creo tan de mi deber como

del interés de usted, escribía al mencionado oficial, el prevenirle a nombre de

nuestro gobierno que por ningún motivo se separe V.; ni consiguientemente su

tropa, de la expedición hasta que ésta regrese a Buenos Aires, o que otros

resultados que imposibiliten este caso le faculten a usted a hacerlo; y aun

entonces no lo deberá ejecutar sin orden expresa de su jefe. El contexto de su

oficio me obliga a recordarle que un oficial de verdadero mérito, cuantos más

conocimientos posea, aun sobre sus jefes, tantos mayores deberes le ligan a la

observancia de la disciplina. Yo me lisonjeo de que usted conocerá bien la

importancia de este principio, y toda la trascendencia de cualquiera infracción

de él. Así espero, que, tan celoso de los intereses de su patria como exacto en el

cumplimiento de sus obligaciones, sabrá continuar todo los sacrificios que éstas

le demanden, proporcionando a nuestro gobierno la satisfacción de premiar a

un oficial que ha sabido completar su mérito.

 

Las esperanzas del coronel Brown fueron burladas. La "Hércules", que así se

llamaba la fragata de su mando, fue declarada buena presa por los tribunales

de Antigua, como lo fue más tarde por el almirantazgo de Londres. Para

ventilar sus derechos ante los magistrados que componían esta corte militar, se

trasladó el coronel Brown a aquella capital, desde donde se puso en

correspondencia con el señor Rivadavia. El coronel Brown comunicó al

diputado argentino los antecedentes necesarios para que éste formase juicio de

aquel suceso ruidoso y para vindicarle de los cargos que la opinión hacía recaer

sobre él, no sin algunos visos de bien fundados. Pretendía también el coronel

que el diputado se trasladase a Londres y tomase parte personalmente en el

proceso que bajo la dirección de letrados ingleses había entablado contra las

autoridades de la Antigua.

 

El señor Rivadavia dio contestación a la nota de Brown desde París, con fecha

27 de junio de 1817, observando que si a él le tocaba "la defensa de nuestros

derechos y el honor de nuestro pabellón, no era aquel el campo en donde

debieran defenderse, porque ni el caballero Stirling, ni el subdelegado de la

marina Antigua, ni la misma corte del almirantazgo habían atacado el honor y

la propiedad del supremo gobierno de las Provincias Unidas del Río de la

Plata, sino el ministerio de S. M. Británica. A éste, pues, corresponde

exclusivamente la subsanación de todos los daños y perjuicios irrogados a

dicho gobierno, y un enviado no puede ni debe exigirlas de otra autoridad de

esa nación". Esta determinación de no presentarse en la capital de Inglaterra,

sino en caso absolutamente necesario, tenía por verdadero motivo evitar el

hacerse el blanco inmediato de desaires que por el silencio del gabinete y por el

curso preveía parcial de la subsanación del negocio, en el cual había tomado

parte el Cónsul de España desde su iniciación ante los tribunales. Mas no por

esto, dejó el señor Rivadavia de atender los intereses argentinos. Con la misma

fecha de la nota el coronel Brown dirigió una detenida comunicación a los

señores Hallet hermanos y compañía, dándoles bases y razones en que se

fundaron para reclamar del ministerio de Relaciones Exteriores del gobierno

inglés la satisfacción que el proceder del Comandante Stirling y la corte del

almirantazgo de la Antigua le ponían en el deber de dar.

 

Como el señor Rivadavia tenía a la vista una copia legalizada del expediente

obrado en la citada isla, puede considerarse como un extracto de él la relación

que hace de los hechos, los cuales nos parecen interesantes para la historia, y

por lo tanto oportuna la transcripción siguiente de algunos párrafos de la nota

dirigida a la casa de Hallet: "Partiendo del principio de la absoluta neutralidad

(dice la nota) que en la guerra de España con las provincias del Río de la Plata

ha proclamado y protestado el gobierno inglés, enunciaré los datos y hechos

más esenciales. La fragata "Hércules" era bajo todos respectos un buque de

guerra del Gobierno de Buenos Aires: la comisión y el destino son los que dan

este carácter según las convenciones y prácticas que forman el derecho

marítimo.

 

"El que la propiedad del buque sea de un particular nada altera esta calidad, y

la nación inglesa es la que puede suministrar más pruebas de esto.

 

"El comandante de dicho buque don Guillermo Brown es un oficial de las

provincias del Río de la Plata: él es de origen inglés; mas en el momento que

admitió el primer despacho del supremo gobierno de dichas provincias,

revistió todas las calidades que le autorizaban a obrar como oficial de honor en

una guerra contra aquel país. Los vasallos de S. M. B. han tenido hasta ahora la

facultad de hecho y de derecho para consagrar sus servicios a cualquiera

nación, como no sea contra la suya. Y sobre todo el caballero Brown hacía

sobrado tiempo que servía al gobierno de Buenos Aires, para que el de la Gran

Bretaña pudiera haberlo sabido y reclamado, si juzgaba que los servicios de él

contrariaban sus intereses o su política.

 

"En la expedición de que era parte la citada "Hércules" no intervino la más

mínima propiedad inglesa. El armamento, pertrechos y habilitación misma eran

de la propiedad y costo inmediato del gobierno de Buenos Aires, como consta

de los documentos que obran en el expediente.

 

"El casco y aparejo del buque que formaban toda la propiedad del oficial

Brown, no puede calificarse por ningún sólido principio de propiedad inglesa:

ella pertenecía antes al mencionado gobierno que había comprado dicho buque

para su servicio, del que hizo donación a uno de sus oficiales premiando al

mérito y animando la emulación de los que le servían.

 

"El arribo de la fragata "Hércules" a la Barbada, considerado como buque de

guerra, no ha contravenido a ninguna ley marítima de comercio o colonial que

autorice a su aprehensión y confiscación, y aun cuando se le gradúe de buque

mercante, habiendo arribado por necesidad, y no probándole hecho ni intención

de hacer alguna introducción clandestina, como lo comprueba el proceso, por

los tratados y leyes coloniales de España misma, no puede negársele en tal caso

el auxilio que su necesidad demanda ni menos detenerlo... "

 

Hemos dicho que sobre la conducta del coronel Brown pesaban algunas

sombras; él bien lo conocía, pues ofreció al señor Rivadavia una plena

satisfacción prestándose a darla personalmente en París mismo si así se lo

exigiese el diputado de su gobierno.

 

El señor Rivadavia con la imparcialidad que correspondía en negocios tan

graves, no quiso disimularle ni la naturaleza ni la fuerza, tal vez aparente, de

los actos que empañaban la fama del buen marino; pero tomando en cuenta la

instancia que éste hacía para lavarse de toda mancha, tuvo la discreción el señor

Rivadavia de tranquilizar el espíritu de quien podía aun prestar a la causa de la

independencia servicios de consideración. En la nota mencionada del 27 de

junio le decía: "Pasando a lo que toca a su honor personal, aseguro a V. S. con la

franqueza que me pide, que mi opinión del benemérito coronel Brown es

siempre la misma que he tenido la satisfacción de manifestar en toda

oportunidad, y le protesto que me lisonjeará mucho poder obrar siempre

conforme a ella. Persuádase V. S. que conozco sobradamente los enemigos que

forman el mérito y la desgracia, mayormente si los accidentes prestan la

decoración del celo a la calumnia. En caso semejante, donde hay un mérito bien

fundado y un talento que hacer valer no falta más que el carácter, y yo me

congratulo de entrever éste en su persona".

 

La nobleza de este lenguaje, los principios de derecho público y los

pormenores históricos que encierran las dos notas que en parte dejamos

copiadas, les dan una importancia que hace que tengamos a dicha la

conservación de tan preciosos documentos. Por cierto que de la lectura de ellos

no podría traslucirse la situación personal del autor, ni los motivos de

desaliento que en el instante de firmarlos debían obrar sobre su ánimo.

Dejaremos que él mismo pinte esa situación en el siguiente párrafo de su

comunicación de 24 de mayo de 1817 al Director Pueyrredón, que dio, así:

"Acabo de recibir un oficio de V. E. datado en esa capital a 3 de enero del

corriente año... en que me intima que no apareciendo motivo de conveniencia

que pueda fundar mi residencia en Europa para lo sucesivo, regrese a ese

país... Yo obedezco a la orden de V. S. y desde luego no promediaría un

momento entre la obediencia y la ejecución si no me retuvieran motivos

insuperables por el presente. En los puertos de Francia no será fácil encontrar

buque que haga viaje directo a esa por lo que probablemente me veré obligado

a pasar a Inglaterra. Mas no tengo recurso alguno para hacer frente a los gastos

precisos de mi transporte. Y sobre todo, no hace honor a ese gobierno, ni a mi

persona el salir de esta capital sin cubrir lo que debo en ella, mayormente

cuando se me ha anticipado bajo la sola garantía de mi persona".

 

El 10 de diciembre de aquel mismo año recibió nuevos plenos poderes para

constituirse en órgano del gobierno de las Provincias Unidas de Sud América

cerca de los soberanos de Europa, con el objeto de conquistar la estima de éstos

a favor de aquel gobierno, el cual estaba seguro de granjeársela por la bondad

de su conducta, según la expresión oficial de los respectivos documentos

diplomáticos.

 

Por los antecedentes que tenemos a la vista venimos en conocimiento de la

importancia de los trabajos del señor Rivadavia en Europa; pero no podemos

trazar una historia de ellos por lo incompleto de aquellos mismos antecedentes.

 

El diputado argentino no dejó de negociar un solo momento, a fin de inclinar al

gabinete francés a proteger con su fuerza moral la independencia de esta parte

de América, conato principal de nuestra política exterior. El señor Rivadavia

había conseguido captarse la amistad de escritores y personajes influyentes

capaces de obrar sobre la opinión del pueblo francés y sobre la política de su

gabinete. Monseñor Deprat puso su pluma calorosa al servicio de la gran causa

americana, y los sentimientos democráticos del noble general La Fayette, no

permanecieron noticiosos ante las hábiles instancias del señor Rivadavia cuyo

elevado carácter supo apreciar aquel hombre tan simpático para los amigos de

la libertad.

 

Debiendo respetar el punto político de partida del monarca francés de aquella

época, el señor Rivadavia declaró que el gobierno que representaba había

seguido una conducta conforme con las doctrinas conservadoras proclamadas

por el Congreso de Viena de 9 de junio de 1815. Que aquel creía, por

consiguiente, cumplir con sus deberes, perseverando en la línea de conducta

que había seguido, empleando con respecto del Rey de España todos los

medios de conciliación que estuvieran a su alcance, aumentando y fortificando

los medios de defensa, al mismo tiempo que se esforzaba por mejorar y

perfeccionar sus instituciones. Hacía esta declaración con motivo del Congreso

de soberanos que debía tener lugar en Aix-la-Chapelle, y en el cual, según los

cálculos del señor Rivadavia, debería tratarse la gran cuestión americana a

instancias del gabinete peninsular. Los esfuerzos de nuestro diplomático se

contrajeron por tanto a presentar la causa y el crédito del gobierno de las

Provincias Unidas bajo puntos de vista favorables, demostrando en laboriosas

memorias que redactó al efecto, el progreso creciente del comercio, de la

riqueza y de la civilización del Río de la Plata, así como de los demás Estados

que tenían un propósito común con nuestras Provincias. "La existencia política,

la organización interior y las relaciones exteriores de la parte más vasta,

hermosa y fértil de la América (decía el señor Rivadavia en 15 de octubre de

1818, en nota confidencial escrita en francés al general Dessales, ministro de

Relaciones Exteriores), no es negocio que pertenezca exclusivamente a la

España: es del interés de todo el mundo civilizado. Las dos potencias

americanas reconocidas por la Europa, se encuentran comprometidas en las

numerosas complicaciones que acarrea la prolongación de una lucha

desoladora, sostenida en el nuevo mundo durante casi nueve años; lucha cuyas

consecuencias son perniciosas para todas las naciones mercantes. Ha ya muchos

años que las Provincias Unidas de Sud América y recientemente Chile, han

conquistado cuanto título puede exigirse a un país nuevo para merecer una

constitución nacional... Hasta hoy no se ha presentado a la América la ocasión

de hacerse oír y de explicar de una manera adecuada a la gravedad e

importancia de sus intereses... Yo me hallo en situación de dar a este respecto

todas las explicaciones que se creyeren necesarias."

 

Nuestra diplomacia en Europa no perdió de vista, ni por un solo instante, un

peligro cuya gravedad debía disimularse y en previsión del cual era prudente

captarse simpatías en los gabinetes de primer orden. Consistía ese peligro en

una expedición preparada en Cádiz, cuyo número de soldados montaba a 18 o

20.000 hombres, según los Bandos que en tinta colorada imprimía y hacía

colocar el gobierno de Buenos Aires en las esquinas de esta ciudad, y ante cuyo

buen éxito probable trepidaban aquellos gabinetes para decidirse al

reconocimiento de nuestra independencia. "La España, decía con este motivo el

señor Rivadavia al ya mencionado ministro de Relaciones Exteriores de

Francia, podrá causar una sorpresa a la buena fe de la Europa; pero no está en

su poder el alucinar a la América... No nos es indiferente, por cierto, que esa

expedición parta o no, puesto que en las Provincias Unidas de Sud América, la

vida y la fortuna de cada ciudadano están identificadas con las de todos los

demás; pero el señor ministro me permitirá asentar aquí dos verdades que

sobradamente se justificarán con el tiempo. La primera es que ni el gobierno ni

el plenipotenciario de aquellas provincias consentirán jamás en desviarse un

solo paso del camino que llevan, ni cederán un punto de la justa solicitud de

que se impida a la expedición militar el zarpar de los puertos de la península.

La segunda es que si la expedición llegase a realizarse, entonces cesarán todas

las consideraciones y miramientos, y la fuerza se encargará de hacernos

justicia".

 

Fácil es de comprender que la política francesa era dilatoria tanto como

indecisa. El diputado que usaba tanta firmeza en sus comunicaciones no tenía

acceso fácil para hacerse escuchar de viva voz como deseaba.

 

Para conseguirlo, ocurrió a la influencia de sus respetables amigos, y

especialmente a la del general La Fayette, quien levantándose más alto que los

consejeros del Borbón restaurado, comprendía cuánto ganaría el prestigio un

tanto débil de la Francia, si se decidía a favor del Sur de la América en los

términos que lo había hecho en otro tiempo con respecto al Norte.

 

El noble general que conocía todo el poder de convicción en que abundaba la

palabra del diplomático argentino y que se interesaba en su causa, tenía

particular empeño en acercarlo al ministro de Relaciones Exteriores. Dirigióle

con este fin una memoria sobre el estado general de los negocios de la América

meridional, en la cual comenzaba por disculparse de su ingerencia en materias

de tan alta política, recordando que estaba suficientemente justificado por la

que había tomado en la causa de los norteamericanos cuarenta y dos años antes,

y añadía: "La emancipación de la América española, inspirada por la revolución

de los Estados Unidos, ha sido acelerada por la revolución europea. Cualquiera

género de oposición a ella no puede conducir sino a afligir la humanidad sin

dañar en lo más mínimo a esa misma independencia. ¿Qué hará hoy la Francia?

Al instinto despótico de Bonaparte repugnaba la política generosa... Ha llegado

el momento en que el gobierno constitucional procure su apoyo en la opinión

del país, y sus alianzas en la simpatía liberal de los demás pueblos. Me

guardaré de hacer al rey la injusticia de creer que quiera comprometer nuestros

intereses y sus deberes por atender a cortesanías de familia. En otro tiempo

eran dueños en gran parte del comercio de la América española, llevando allí

nuestros productos al través de la España y por intervención de las casas

francesas establecidas en Cádiz. De aquella ventaja real sólo nos ha quedado la

conocida preferencia que aun dan aquellos pueblos a nuestras mercaderías;

preferencia que los ingleses se empeñan en que caiga en olvido... Para

indemnizar a la Francia de la pérdida de la consideración política debemos

ponernos francamente como en 1778, sin que ahora existan los peligros de

entonces, a la cabeza de la independencia americana, para asegurar provechos

que no tardarán otros en arrebatamos... Por lo demás mi misión se reduce a

presentar a V. E. en la noche de hoy al señor Rivadavia, quien no sólo está

autorizado para hablar en nombre del país de su nacimiento, sino también de

Chile, en donde las armas argentinas han sido tan felices como lo serán pronto

en el Perú".

 

En la noche del 19 de enero de 1819 el marqués de La Fayette y el diputado de

Buenos Aires descendieron de un mismo carruaje a la puerta del ministro de

Relaciones Exteriores de Francia. En aquella ocasión debieron tratarse los

importantes negocios que las transcripciones que dejamos hechas dan a conocer

en defecto de documentos más explícitos que no han llegado a nuestras manos.

 

El señor Rivadavia tuvo orden de su gobierno de pasar a Londres,

reemplazándole en el carácter de diputado cerca del gobierno francés el doctor

don Valentín Gómez. Las instrucciones dadas a este último están firmadas por

el ministro don Gregorio Tagle a 21 de octubre de 1818, y de esta misma fecha

es la orden dada al señor Rivadavia para trasladarse a la corte de Inglaterra,

según el tenor del artículo 49 de dichas instrucciones.

 

En una nota datada en París a 18 de junio de 1819, dio cuenta el nuevo

diputado de su primera conferencia tenida con el ministro de Relaciones

Exteriores el día 19 de aquel mismo mes, en la cual le había declarado que en

concepto del gabinete francés dependía la suerte de la independencia

americana de la aceptación de la forma monárquica constitucional, y que

partiendo de esta persuasión, manifestada con franqueza, le había propuesto

para el gobierno de esta parte de América, al príncipe europeo, heredero del

reino de Etruria, entroncado por línea materna con la dinastía de los Borbones.

La manera como el Congreso miró aquella proposición que el señor Gómez

comunicó con una circunspección que le honra, fue el motivo que más de cerca

decidió de la suerte funesta que cupo al cuerpo nacional que había declarado

nuestra independencia en el acta memorable del 9 de julio de 1816. Cayó

envuelto en un famoso proceso y los tiros que le derribaron tuvieron alcance

para herir a los diputados que representaban en países extranjeros al gobierno

de las Provincias Unidas. Estos diputados eran tres en aquel momento: don

Manuel José García, don Valentín Gómez y don Bernardino Rivadavia. Una

nota de idéntico tenor, en cuya lacónica redacción se advierte el intencional

olvido de toda forma y de todo comedimiento, les anunció que quedaban sin

valor sus poderes y que en consecuencia regresaran sin demora a esta capital.

El señor Rivadavia recibió esta intimación el 2 de julio de 1820.

 

Disueltas las autoridades nacionales, cayeron las provincias antes unidas en

una especie de aislamiento oscuro y estéril. En todos los puntos del vasto

territorio argentino dejó de existir el gobierno fundado en la razón y en la ley.

Las calles y plazas de la capital misma se convirtieron en teatro de una

desgreñada guerra civil, y sobre la superficie social aparecieron esas influencias

de baja extracción que cobran albedrío pernicioso cuando las riendas

gubernativas pasan a cada instante de una mano a otra mano por falta de

alguna bien intencionada que las rija con energía y tino.

 

Forzoso era de en medio de este caos hacer brotar la luz; evocar el orden del

seno de la anarquía, y construir el poder administrativo con los escombros de la

autoridad derribada por la demagogia. Ésta fue la obra difícil que el pueblo de

Buenos Aires, en un momento feliz de reposo, encomendó a la persona de un

guerrero de la independencia.

 

Todos los amigos del orden se asilaron alrededor de la silla del gobernador

don Martín Rodríguez. La campaña, reducida a una frontera estrecha mal

defendida, trajo también su contingente de en apoyo del nuevo magistrado en

quien confiaba para dar más ámbito a su pingüe industria especial y para

garantir las propiedades rurales contra la rapacidad de los bárbaros. La

esperanza pintábase en todos los semblantes. La masa del pueblo dotada de

esa adivinación de lo futuro que está negada al individuo, preveía que

comenzaba una época nueva, y que las promesas de la revolución iban a tener

en los hechos más realidad que en las columnas gárrulas de las gacetas.

Fatigados estaban los ciudadanos de glorias militares y de venganzas

domésticas; ansiaban por el reposo de la paz y por la dulce satisfacción de

poder amarse como hermanos.

 

Bajo el influjo de esta disposición de los ánimos, nada recomienda tanto el

mérito y el carácter del señor Rivadavia como el nombramiento que invocando

"el voto público de sus conciudadanos", hizo en él el gobernador Rodríguez

para desempeñar el ministerio de gobierno, por decreto del 19 de julio de 1821.

"La importancia de sus servicios y la extensión de sus luces", eran otras tantas

calidades, que según el mismo gobernador le señalaban para ser llamado a

aquel importante destino. Los antiguos, ha dicho el más afamado de los

políticos prácticos, inventaron el río del olvido, al contacto de cuya corriente se

desvanecían en las almas los recuerdos de la vida. Pero el verdadero Leteo

después de una revolución se forma de cuanto puede abrir al hombre las

sendas de la esperanza. Este ingenioso pensamiento, bajo formas más graves,

sin duda, dominaba el ánimo del nuevo ministerio. Explicándose con alta y

generosa filosofía los errores de todos (de los cuales él mismo no se

consideraba exento), como consecuencia de la marcha tormentosa de la

conquista de la independencia, se propuso curar esos errores, "cerrando para

siempre el período de la revolución, no acordándose más ni de las debilidades

ni de las ingratitudes". Nueve días después de su aceptación del ministerio, y

la primera vez que en este carácter se presentó en la Sala de Representantes, fue

para pronunciar la siguiente declaración que establece un programa tan

lacónico como bello. "El gobierno quiere constituirse en protector de todas las

seguridades y en un conservador de todas las garantías".

 

La Providencia vínole en auxilio para que pudiera dar cumplimiento a los

votos de su política conciliadora. El ministro sabía aprovechar los instantes

oportunos, y sabía también que cuando la generosidad no es simulada tiene

eco inmediatamente en el corazón argentino.

 

En la noche del 26 de setiembre llegó a Buenos Aires la noticia de un gran

triunfo obtenido por nuestras armas coaligadas con las chilenas. El general San

Martín había entrado victorioso a la ciudad de los Reyes, a la resistente capital

del Perú, asiento del poder peninsular en aquel rico e inmenso país.

 

Según la expresión de nuestro gobierno quedaban colmadas con aquel

acontecimiento las nobles aspiraciones concebidas en 25 de Mayo de 1810. Los

pueblos del continente gozaban ya de independencia; que fuesen libres y

dichosos debía ser la única ambición que cupiese para en adelante a la

provincia de Buenos Aires.

 

Tan grata nueva y tan hermosos sentimientos fueron llevados al seno de la Sala

de Representantes el día siguiente, con la mayor solemnidad, por los tres

secretarios de Estado, al mismo tiempo que el proyecto de ley de olvido que

fue el primer paso con que el señor Rivadavia abrió la serie de sus trabajos

políticos. Tendía esta medida a tranquilizar y consolar los ánimos, a avivar la fe

en la libertad civil ahogada en la grita de los partidos apasionados, y a

conquistar entre las parcialidades en que el país se encontraba dividido, las

capacidades y las influencias que pudieran concurrir emprender a la reforma

general que se disponía a la administración. Estas miras eran las vastas e

imparciales que alcanzaron hasta a los antiguos vecinos españoles de esta

ciudad, a quienes las exigencias de la época negaban desde 1817 el inocente

derecho de unir su sangre en legítimo matrimonio a las mujeres argentinas. La

justicia política fue pues absoluta para todos los habitantes de la provincia de

Buenos Aires.

 

Para apreciar bien el mérito de los trabajos que distinguen a la administración

que rigió al país desde mediados de 1821 hasta el 9 de mayo de 1824, sería

preciso trazar un cuadro detenido de la situación de las cosas, del estado de la

cultura pública y de las propensiones generales de la opinión, anteriores a

aquel brillante período. Dice con propiedad un escritor inglés, testigo de

aquellos trabajos, que nada es tan capaz de hacer el elogio cumplido de los

talentos del primer ministro del general Rodríguez, como la comparación del

estado del país entre las fechas en que se encierran los tres años durante los

cuales desempeñó aquel empleo el señor Rivadavia. A pesar de la dócil

voluntad que se sentía en la población para obedecer a un buen gobierno,

existía una fuerza secreta que desviaba y detenía su acción; fuerza formada

principalmente por las aspiraciones envidiosas apoyadas en hábitos rancios y

en preocupaciones que una prensa sin doctrina social había irritado sin

corregir.

 

Comprendió el señor Rivadavia que en situación semejante debía el gobierno

administrar y doctrinar a un tiempo, y que la autoridad, a la cual levanta

siempre los ojos el pueblo, debía presentarse como modelo de los que la

obedecían. Comprendía también que en una república, más que bajo cualquiera

otra forma de gobierno, necesita la autoridad revestirse de la fuerza moral que

nace de las virtudes cívicas y de la conciencia de los deberes, y adquirir respeto

y prestigio, no por la popularidad que se compra a precio de concesiones y

debilidades que acaban por suprimir a la autoridad misma, sino por la bondad

de sus medidas, por la razón y el acierto de ellas y por la valiente constancia

para sostenerlas a pesar a veces de la opinión pública cuando se pervierte o

extravía.

 

El ministro del general Rodríguez no confió en sí solo: más que en él y en sus

hábiles compañeros puso su confianza en la verdad del sistema representativo

que francamente había aceptado y acababa de estudiar al natural en las

instituciones de la Inglaterra.

 

En primer lugar exigió de la administración de justicia, ese gran poder del

Estado, toda la imparcialidad y todo el saber que constituyen sus principales

elementos, elevando a la magistratura los letrados más íntegros e inteligentes.

Y como el sistema democrático es una burla cuando los representantes del

pueblo no son más que la significación de un partido o de las veleidades del

aura popular de una mañana de elecciones, ejerció su influencia para que en los

bancos de la legislatura se sentasen los más dignos, los más entendidos y

respetados entre los vecinos de la Provincia. Sus atrevidas reformas habrían

hecho fracasar al gobierno, si sus proyectos no se hubiesen convertido en ley

por el voto de los ciudadanos a quienes acataba toda la sociedad. En una

palabra, el señor Rivadavia que no temía ni envidiaba la superioridad de nadie,

y que se consideraba en un puesto merecido, por el testimonio de su propia

conciencia, trató de que los poderes públicos se colocasen a la altura de sus

miras, y las personas que los componían al nivel de su ilustración y de su

altísima moralidad.

 

El señor Rivadavia, usando de dos voces de su predilección, era

"eminentemente gubernamental". Y, añadiremos, uno de los argentinos más

demócrata, tomando esta palabra en su hermoso y genuino significado.

 

El brazo de este hombre de estado no manejó sino los verdaderos resortes de

los gobiernos libres. Los hilos secretos e ingeniosos con que se traman las redes

políticas, son demasiado tenues para que no se rompiesen en sus manos de

Hércules. La libertad, la publicidad, el respeto por la dignidad de las personas,

la consistencia de las relaciones sociales por medio de la instrucción y de la

mejora moral de los individuos, y, según su bella expresión, la confianza en él

imperio del bien... tales eran aquellos resortes.

 

No somos nosotros los que lo aseguramos a titulo de biógrafos panegiristas:

son deducciones de sus propios actos administrativos. El señor Rivadavia nos

ha legado un precioso cuerpo de doctrina social y gubernativa en los

considerandos de los decretos que firmó, en los mensajes del Ejecutivo a las

Cámaras. Quería ser obedecido más que por la fuerza del mandato por la del

convencimiento obrado por el raciocinio que precedía a sus disposiciones.

 

Traigamos a la memoria algunas de sus máximas: "La publicidad es la mejor

garantía de la buena fe de los actos, mayormente en aquellos cuya decisión está

sujeta a una arbitrariedad necesaria.

 

"No hay instituciones que contribuyan tanto a la civilización de un pueblo,

como las que inducen entre los individuos respeto recíproco en manera y en

expresiones.

 

"No hay medio ni secreto para dar permanencia a todas las relaciones políticas

y sociales como, el de ilustrar y perfeccionar tanto a los hombres como a las

mujeres, a los individuos como a los pueblos.

 

"La ilustración pública es la base de todo sistema social bien reglado, y cuando

la ignorancia cubre a los habitantes de un país, ni las autoridades pueden con

suceso promover su prosperidad, ni ellos mismos proporcionarle las ventajas

reales que esparce el imperio de las leyes.

 

"Todo premio adjudicado al verdadero mérito, sino es un tributo de rigurosa

justicia, es seguramente un resorte de los que más ventajosamente promueven

la perfección moral.

 

"Es cierto que la opinión pública, especialmente en países inexpertos, se

extravía de suyo, es a veces sorprendida y frecuentemente resiste a la acción del

poder; pero en todos esos casos sosteniéndose ésta sobre la masa de los

intereses u obrando al frente de la corriente por medio de la instrucción, de la

libertad y de la publicidad, el triunfo es tanto más cierto y glorioso cuanto que

se reviste el imperio del bien".

 

Cerraremos esta incompleta página de un verdadero libro de oro con un

pensamiento que muestra toda la liberalidad de las miras de aquel excelente

estadista:

 

"Es preciso, decía, que los pueblos se acostumbren a ser celosos de sus

prerrogativas".

 

En el momento mismo en que desde la altura del mando emitía este principio,

ponía en manos del pueblo los medios para que conociese la extensión y la

naturaleza de esa prerrogativa, encargando la traducción del libro de su amigo

M. Daunau, "De las garantías individuales" a uno de nuestros más serios

literatos de aquella época.

 

Esta traducción, publicada en crecido número de ejemplares, ha sido uno de los

libros en que hemos aprendido a leer y a pensar muchos hombres hoy

maduros, o más bien dicho, una generación entera.

 

Consiste, pues, la principal gloria del señor Rivadavia en haber colocado la

moral en la región del poder como base de su fuerza y permanencia, y en

comprender que la educación del pueblo es el elemento primordial de la

felicidad y engrandecimiento. Sobre estas columnas fundó una administración

que todavía no conoce rival en estos países, y parte de cuyas creaciones, como

puntos luminosos, han lucido hasta en las negras horas del gobierno bárbaro

que por tantos años mantuvo detenido el carro del progreso argentino.

 

Apenas ocupó el puesto de ministro, erigió la Universidad mayor de Buenos

Aires con fuero y jurisdicción académica, como estaba acordado por reales

cédulas desde el año 1778. Fue éste su primer paso en la tarea de fundar

establecimientos de enseñanza alta y primaria, bajo un sistema general,

oportuno para desarrollar la educación pública al abrigo del sosiego y del

nuevo orden que sucedía a la anarquía.

 

Inmediatamente después fundó las escuelas gratuitas bajo el sistema rápido y

económico de Lancaster, no sólo en los barrios de esta ciudad sino en los más

apartados pueblos de campaña, confiando la inspección general de todas ellas a

un sacerdote recomendable por su ilustración y conocido por su generosa

filantropía. El premio dado por el señor Rivadavia al difundidor del benéfico

preservativo de Jenner, fue el encargado de dirigir el espíritu de aquellos

mismos niños cuya salud corporal había salvado.

 

Pero su pensamiento original y más fecundo fue el de apoderarse, a favor del

bien público, de las hermosas cualidades del corazón femenino. Sabía el señor

Rivadavia son palabras suyas que la naturaleza al dar a la mujer distintos

destinos y medios de prestar servicios, dio también a su corazón y a su espíritu

calidades que no posee el hombre, quien por más que se esfuerce en

perfeccionar las suyas se alejará de la civilización si no asocia a sus ideas y

sentimientos la mitad preciosa de su especie. La Sociedad de Beneficencia se ha

defendido en épocas de retroceso social por la propia importancia de sus

tareas, y ha podido educar dos generaciones de madres morales e instruidas

que han dado entre caricias los primeros consejos y las primeras lecciones a

centenares de ciudadanos. La Sociedad de Beneficencia es una escuela normal

donde se forman excelentes y dignas matronas que se sucederán unas a otras

practicando el bien y ejerciendo la insigne magistratura de la mejora de sexo,

mientras exista esta ciudad que la respeta y ama. La anciana moribunda les

dirige las últimas bendiciones desde el lecho de la misericordia, y la tierna niña

en el albor y fuerza de la vida, desde el banco de sus labores, eleva también sus

puros agradecimientos a esas segundas madres que les dio la patria por la

mano venerable de Rivadavia.

 

Cuadro demasiado extenso sería el que comprendiese todos los pormenores de

las reformas emprendidas en la administración de Rodríguez. Ellas abrazaron

desde la economía interior de las oficinas hasta los actos ejercidos por el pueblo

en razón de su soberanía; desde las prácticas forenses hasta los hábitos

parlamentarios; desde la política del cuartel del soldado hasta la clasificación

de las recompensas a que eran acreedores los jefes del ejército. Como la reforma

tuviese la inflexible intención de desarraigar abusos e introducir economía en la

aplicación de la renta pública, no pudo ponerse en práctica sin lastimar

intereses, personas y corporaciones que se sublevaron contra sus tendencias.

Estas reformas fueron sancionadas por los representantes del pueblo. Por

fortuna los legisladores de entonces tenían en el ejecutivo un brazo fuerte para

hacer cumplir la ley, y una voluntad que no se arredraba en presencia de las

dificultades. El mensaje del año 23, hablando de la reforma, se expresa en estos

términos: "Esta obra ardua ha sido ordenada con valentía por las dos

legislaturas precedentes, y el gobierno para ejecutarlo ha debido vencer

grandes resistencias y chocar con sentimientos personales y preocupaciones

comunes". Estas palabras demuestran las resistencias halladas para obrar el

bien y acelerar la marcha de la civilización. Dejan traslucir al mismo tiempo

cuales debieron ser las luchas diarias, sostenidas por los hombres colocados al

frente del movimiento regenerador. Disculpable habría sido que se

manifestasen engreídos por el triunfo y agriados por las ofensas recibidas en

retribución de beneficios tan importantes. Nada de eso. Una severa templanza

rebosa en todo aquel documento, modelo de filosofía política. En él se explican

y se absuelven los errores de la opinión y se esperanza hasta en la exaltación de

las pasiones para llegar al blanco a que se dirigía el gobierno, así que la ley

acababa de señalarlas. El mensaje continúa así: "Establecidos ahora los

fundamentos del sistema representativo, es forzoso que la conducta del

gobierno sea conservadora. El tiempo debe consolidar lentamente lo que acaba

de construirse con tantas fatigas y peligros: él tranquilizará los ánimos agitados

de las pasadas contiendas: las pasiones sublevadas se amansarán gradualmente

y servirán también bajo el imperio de instituciones saludables".

 

La ley de reforma eclesiástica dictada en 21 de diciembre de 1822, fue pretexto

para que los mal avenidos, los aspirantes y los adoradores del statu quo,

formasen una especie de coalición en nombre de la creencia de nuestros

mayores, haciendo entender al vulgo que se atacaban sus dogmas venerandos y

el lustre de su culto. Los principios religiosos del primer ministro fueron

puestos en duda, y la calumnia declaró ateo a quien había contribuido para que

el seminario conciliar, mal organizado y pobre en rentas, fuese levantado a la

categoría de colegio nacional de estudios eclesiásticos; a quien se proponía

dignificar el sacerdocio para que fuese capaz de desempeñar la alta misión

docente que el gobierno se disponía a confiarle. El señor Rivadavia quiso dar al

clero de Buenos Aires, en aquella época, una prerrogativa que el clero francés

aun no ha podido conquistar del todo a pesar de su ciencia y acreditada

moralidad: la de participar libremente en la educación y en la civilización del

pueblo. Estas intenciones fueron manifestadas con palabras terminantes y con

actos notorios. La sede en aquella época estaba vacante. El ardor de la

revolución y la lucha intestina habían dado sus frutos hasta en el corazón de la

tribu de Leví, y el pavimento de los claustros había sido mancillado con sangre

en la hora en que el crimen cree conseguir impunidad con las tinieblas. La

autoridad civil no podía ser indiferente a este espectáculo. ¡Ojalá que el señor

Rivadavia hubiera encontrado en su tiempo a la cabeza de la diócesis uno de

esos fuertes varones que saben ir al fondo de las intenciones del Evangelio por

los caminos más cortos! Él se hubiera abrazado con el santo pastor y habríale

cedido la iniciativa en la parte eclesiástica de la reforma. Pero aquel deseable

obispo no existía. En su defecto el señor Rivadavia ordenó que se estableciesen

conferencias semanales para todos los individuos del clero sobre materias de

ciencias eclesiásticas. El decreto de 5 de abril de 1823 se funda en estas bellas

consideraciones: "No basta que el clero de Buenos Aires obtenga por su

santidad una reputación distinguida, ni que los servicios en la causa de la

independencia le designen un buen lugar entre las clases que han contribuido a

establecerla. Es menester algo más; es menester que su crédito se eleve por la

civilización, y que llegue por este medio a ponerse en estado de cargar con la

responsabilidad de difundirla".

 

Ésta es la verdadera tendencia de la reforma eclesiástica tan desfigurada por la

oposición contemporánea a ella. Bajo la faz en que la presentamos será mirada

por la historia. El sabio estadista mártir de su moralidad y de su honradez,

queda lavado con la unción de sus propias palabras, de la mancha de incrédulo

con que el espíritu vulgar del partido pretendió empañar su memoria. En la

vasta razón del señor Rivadavia había lugar para los axiomas de la ciencia y

para las verdades de la religión heredada que no se desprenden jamás del alma

de los bien nacidos: así como tenían cabida en los estantes de su biblioteca los

escritores de la escuela del siglo XVIII y los ascéticos de la época brillante de la

prosa española.

 

La atención del señor Rivadavia no estuvo enteramente absorta en los límites

del gobierno de que era miembro. Al crear instituciones útiles y al mejorar las

formas representativas en Buenos Aires, creía hacer una obra de modelo y

aplicación para las demás provincias de la república, que de mancomún y

debidamente representadas habían proclamado la independencia como un solo

cuerpo de nación. Los vínculos de la unión se hallaban desatados en 1821. A la

representación nacional dispersada por la anarquía había sucedido la tentativa

de otra cuyos miembros reunidos en Córdoba tuvieron más de una vez que

defenderse contra las acusaciones de conspiración que les hacían sus propios

comitentes. Quedó sin efecto esta tentativa de congreso. La reunión de otro

nuevo era completamente imposible en aquellos momentos. El señor Rivadavia

tuvo que aceptar el papel de ministro de un gobierno provincial a pesar de

sentirse con la fuerza y la voluntad sobrada para encargarse de los destinos

nacionales. El pensamiento de toda su vida fue la unión nacional. En una

ocasión en que circulaban en Europa noticias precursoras de la caída del

Directorio y de la disolución del Congreso, se expresaba de la manera siguiente

en una nota oficial de 28 de junio de 1818: "La unión de esas provincias es

indispensable a su existencia nacional. Si la administración central deja de

existir por algún tiempo, debe ser por consultar a su mejor y más sólido

establecimiento".

 

La idea de la organización del territorio de un pueblo que tantas virtudes y

genio había mostrado en común durante la lucha de la independencia, no podía

dormir en la cabeza del hombre que había sido vocal de las primeras juntas,

representante de las Provincias Unidas cerca de las cortes extranjeras y actor

principal en el movimiento revolucionario a que el país entero había

contribuido con su sangre y sus tesoros. Sobre la generación que vivía entonces

no habían pasado los veinte años de aislamiento que llevan el apellido y la

divisa de Rosas.

 

El restablecimiento de la unión de los pueblos argentinos, tan ansiada por

Rivadavia, se preparó por él con habilidad y discreción. "Esa unión, decía, es

necesario que se obre por el convencimiento de que las ventajas son superiores,

respecto a cada uno de las partes concurrentes, a cualquier perjuicio real o de

mera opinión, que a alguna de ellas puede ocurrir". La explicación de esas

ventajas y del pensamiento desinteresado del gobierno de Buenos Aires fue

confiada al blando y persuasivo tucumano doctor don Diego Estanislao

Zavaleta, con sujeción a las notables instrucciones datadas a 30 de mayo de

1823 bajo la firma de don Bernardino Rivadavia. Pero antes de tomar la

iniciativa "para reunir todas las provincias del territorio que antes de la

emancipación componían el virreinato de Buenos Aires o del Río de la Plata, en

un cuerpo de nación administrada bajo el sistema representativo, por un solo

gobierno y por un mismo cuerpo legislativo", quiso el estadista porteño poner

de bulto con lo hechos la conveniencia de la unión y hacerla apetecible con

beneficios prácticos para los pueblos invitados. Seis jóvenes de cada uno de los

territorios que estaban entonces bajo gobiernos independientes, fueron

mantenidos y educados en los colegios de Buenos Aires. Medida excelente

cuyo resultado fue establecer entre aquella numerosa juventud, vaciada en un

mismo molde intelectual, vínculos estrechos y fraternales que con el tiempo

debían producir una acción armoniosa en la máquina del Estado.

 

Dictóse al fin la ley de 27 de febrero de 1842, facultando al ejecutivo de la

provincia de Buenos Aires para reunir la representación nacional. Esta ley fue

precursora de varias medidas que más tarde facilitaron al congreso de 1826 y al

presidente que nació de su seno, el ejercicio de sus respectivas funciones. Las

relaciones y el crédito que al gobierno provincial habían granjeado la elevación

y justicia de su conducta, permitiéronle la formación de compañías europeas,

con fuertes capitales, para la explotación de los metales preciosos, para facilitar

el comercio interior, la navegación de buques a vapor, y para establecer un

banco nacional que sustentase esas mismas empresas proveyendo a las

provincias del numerario que necesitaban para alentar sus respectivas

industrias.

 

El autor de este plan preparatorio para el restablecimiento de la unión

argentina, tuvo la oportunidad de ser su agente en los centros europeos de

actividad y riqueza. Habiéndose negado por tres veces el señor Rivadavia a

continuar en su cargo de ministro de gobierno al comenzar la administración

del general Las Heras, fue nombrado ministro plenipotenciario y enviado

extraordinario cerca de las cortes de Inglaterra y de Francia, por decreto de 17

de febrero de 1825, época en que el gobierno de la provincia estaba ya

encargado del poder ejecutivo nacional.

 

Fue durante esta misión que tuvo lugar la ratificación y canje del tratado

celebrado con la Gran Bretaña. El nombre del señor Rivadavia corre a par del

afamado ministro M. Cánning en la última página de aquel documento a que

debe Buenos Aires adquisiciones de que ya se apercibe, y otras que el tiempo

está encargado de revelar en toda su importante trascendencia. Pero el

patriotismo y las luces del diplomático argentino no le permitían ceñirse a

procederes de mera forma. Las respetuosas consideraciones que mereció del

gabinete inglés, le ayudaron para emplear con fruto de su país el año escaso

que permaneció en Europa en desempeño de sus nuevas funciones. Consagróse

con empeño a dar a conocer la aptitud del país que representaba para empresas

industriales en grande escala y para un desarrollo comercial más extenso que el

que hasta entonces había recibido. La prensa de Londres reveló por primera

vez, puede decirse, los caudalosos veneros de preciosos minerales que

encierran las Cordilleras del centro y de los extremos de nuestro vasto

territorio, y las ventajas que reportaría una numerosa emigración agrícola,

estableciéndose en los llanos fértiles y extensos que riegan nuestros ríos

caudalosos bajo el clima hospitalario de una zona templada.

 

Las garantías que en favor de la civilización y riqueza del país acababan de

obtener los súbditos británicos por los tratados que son el punto de partida del

generoso derecho público que nos rige, fueron el natural apoyo de la confianza

con que se arriesgaron fuertes capitales europeos a trasladarse a regiones

lejanas pero que tanto prometen a la industria y al trabajo inteligente bajo la

custodia de las leyes sabias. El crédito, elemento moral de los gobiernos, obró

su preciosa consecuencia, convirtiéndose en valores positivos. Si los frutos

posteriores no correspondieron a las esperanzas concebidas en vista del

movimiento favorable de la opinión exterior hacia nosotros, no fue culpa de

quienes excitaron ese movimiento con tanto acierto como con medios tan

legítimos; culpa fue de la mala estrella que guió por tantos años nuestros

destinos.

 

Siempre que busquemos con verdad el camino de nuestro engrandecimiento, le

hemos de hallar por el rumbo trazado por la escuela económica y

administrativa de que es fundador el señor Rivadavia. El orden y la paz interior

serán en adelante como lo fueron desde 1821 hasta 1827 las proclamas más

elocuentes para traer pobladores al seno de nuestros desiertos, y capitales a la

masa de nuestra circulación monetaria. Estas verdades son vulgares en nuestros

días. No lo eran cuando se anunciaban y aplicaban por primera vez. Los que

derramaron tales ideas como una semilla que alguna vez había de fructificar,

fueron tenidos por visionarios y utopistas. Sin embargo, la fábula se hizo

verdad. Las garantías acordadas al extranjero han salvado nuestra civilización

naciente y la dignidad del ciudadano.

 

El día 8 de febrero de 1826, en el salón principal de nuestra vieja fortaleza, entre

un crecido número de ciudadanos y en presencia de los jefes del ejército y de

los departamentos todos de la lista civil, tuvo lugar un acto importante y

trascendental para la suerte del país.

 

En aquel día y en aquel lugar, el gobernador de la provincia de Buenos Aires

proclamó a don Bernardino Rivadavia, presidente de las Provincias Unidas del

Río de la Plata.

 

El Congreso, haciendo justicia a los méritos contraído por aquel ciudadano

habíale escogido para elevarle a puesto tan honroso como erizado de espinas.

Al tomar el Presidente las insignias del mando y el general don Juan G. de Las

Heras al entregárselas, pronunciaron palabras que honran a uno y otro. Los

méritos de la administración que se retiraba fueron reconocidos y aplaudidos

por el Presidente, quien a su vez fue asentado con la halagüeña perspectiva de

una marcha gloriosa.

 

Tan nobles deseos se frustraron completamente. El Gobierno de la presidencia

halló un terreno conmovido que no le permitió asentarse. El señor Rivadavia no

podía fundar su gloria en los triunfos militares sino en las conquistas del

pensamiento con armas pacíficas de una administración arreglada. Mientras

tanto el país estaba comprometido en una guerra exterior, en la cual las

victorias sobre el enemigo fueron una verdadera derrota para el poder del

presidente. Otras causas combinadas con ésta no permitieron al régimen

nacional más que una duración cortísima.

 

El señor Rivadavia renunció el cargo de presidente y cesó en sus funciones a

fines de julio de 1827.

 

Al descender de la presidencia, el señor Rivadavia dirigió una carta autógrafa a

cada uno de sus ministros, dándoles gracias por la cooperación que habían

prestado a su gobierno, y asegurándoles de la aprobación que le merecía la

conducta de los empleados en los tres departamentos de la administración. Las

contestaciones de los señores Agüero, Cruz y Carril son un testimonio de los

sentimientos nobles y afectuosos que el magistrado había sabido despertar en

aquellos hombres notables. En momentos en que declinaba el valimiento, del

gobernante, y en que ya se divisaba delante de él el camino lóbrego que iba a

recorrer en el resto de sus días, no pueden ser tachadas de lisonjeras las

expresiones con que los ministros contestaron al señor Rivadavia. El de

Hacienda se expresaba así: "La administración de V. E. deja descubierto el

secreto y en él la garantía que faltaba a los intereses sociales. No más el saqueo

y la violación de las propiedades particulares serán en nuestra patria

suficientemente escudadas con los nombres de patriotismo y de obligación... La

más grata recompensa que me queda es haberme empleado en el servicio de la

Nación, bajo las órdenes del hombre público que en la historia de la América

española ocupará el lugar más distinguido, por su constante empeño en

propagar la civilización de los verdaderos principios con que, en menos

tiempo, y excusando mil calamidades, los moradores de estas regiones puedan

llegar a la ventura social, y las diversas secciones del continente elevarse a un

grado de prosperidad prodigiosas.

 

La Nación pasaba por una verdadera crisis. El carácter provisorio que imponía

al nuevo presidente la ley de 3 de julio, la reunión próxima de una convención

nacional; la disolución del Congreso así que se tuviere conocimiento oficial de

la instalación de aquélla; la guerra civil que alzaba la rebelión por una parte, y

por otra la guerra extranjera, colocaban al país en una situación que se agravaba

con la decadencia del comercio y los excesos del agio y con el mal éxito de las

negociaciones diplomáticas entabladas para terminar la contienda con el

Imperio. Las pasiones políticas se hallaban exaltadas. El Gobierno Nacional

caía enlutando el corazón de unos y vistiendo con colores alegres las

ambiciones de otros. Los numerosos amigos de un orden de cosas que databa

desde 1821, se sentían sin apoyo y se consideraban entregados Por la renuncia

del señor Rivadavia a las consecuencias de una reacción que comenzando por

las formas había de llegar hasta las ideas. Para calmar estos temores y para

templar el ardor de los partidos, revistiéndose el señor Rivadavia de esa grave

tranquilidad que mostró tantas veces en los momentos críticos, dirigió al país

las siguientes palabras que se deslucirían con cualquier comentario:

 

"Argentinos: No emponzoñeis mi vida haciéndome la injusticia de suponerme

arredrado por los peligros, o desanimado por los obstáculos que presenta la

magistratura que me habéis conferido. Yo hubiera arrostrado sereno aun

mayores inconvenientes, si hubiera visto por término de esta abnegación la

seguridad y la ventura de la patria.

 

"Consagradle enteramente vuestros esfuerzos, si queréis dar a mi celo y a mis

trabajos la más dulce de las recompensas. Ahogad ante sus aras la voz de los

intereses locales, de la diferencia de partidos y sobre todo, la de los afectos y

odios personales, tan opuestos al bien de los estados como a la consolidación

de la moral pública... Abrazaos como tiernos hermanos y acorred como

miembros de una misma familia a la defensa de vuestros hogares, de vuestros

derechos, del monumento que habéis alzado a la gloria de la Nación. Tales son

los deseos que me animarán en la oscuridad a que consagro mi vida; tales los

que me consolarán de la injusticia de los hombres; tales, en fin, los que me

merecerán un recuerdo honroso de la posteridad".

 

El Congreso que declaró la independencia terminó su carrera bajo la acusación

de traidor a la patria. El primer presidente y sus actos fueron llamados al

tribunal de la opinión pública por los hombres públicos que no acertaron a

disimular su parcialidad. El Mensaje pasado a la legislatura por el gobierno

que restituyó a Buenos Aires su antigua forma provincial, es un documento

cuya lectura desconsuela al mismo tiempo que demuestra la intensidad de los

odios que fermentaban dispuestos a estallar bajo la silla del Presidente y en la

tribuna del Congreso. Aquel Mensaje clasificó al pensamiento del régimen

general del país, como un instante desgraciado de delirio y declarando que "la

concentración y la desunión se habían hecho igualmente impracticables", colocó

a las provincias en una situación incierta que no podía conducirla sino a la

anarquía, o a caer en manos de jefes irresponsables y vitalicios.

 

Apartado el señor Rivadavia de la vida pública, la privada fue para él en lo

sucesivo y hasta el fin de sus días, una perpetua expatriación. Para comprender

las tribulaciones de su espíritu, bastará transcribir las siguientes palabras

escritas por él en París en mayo de 1833. "Son estos los momentos más tristes de

mi vida. Un amigo me instruye sobre la extrema degradación y miseria de mi

desventurada patria. No he recibido una sola letra que me consuele sobre la

situación de mi esposa e hijos, ni recuerdos de mis amigos... Sin embargo no

puedo dejar de pensar constantemente en esa República Argentina que se

arruina y degrada cada vez más. Ni sería digno ni posible separar mi ánimo de

la contemplación de tan cara y amada patria..." En aquellos momentos

lamentaba la muerte de un noble y respetable extranjero amigo suyo, "el único

ser, según su propio testimonio, a quien debiera favores en su desgracia". Pero

tantas desventuras no abatían su alma bien templada. Cuantos más motivos se

le agolpaban para quejarse de la ingratitud de la patria, más se identificaba con

ella consagrándola sus desvelos. Nada podía hacer ya en su servicio el

estadista repudiado, pero sí el literato estudioso. "Para aliviar su espíritu"

emprendió entonces la traducción de los viajes de don Félix Azara, "porque era

lo mejor que se había publicado sobre su país".

 

El señor Rivadavia cedió este manuscrito al señor don Florencio Varela el año

de 1842, en Río de Janeiro, al separarse ambos "para no verse más en este

mundo". El tomo segundo de la Biblioteca del Comercio del Plata, contiene la

primera edición de este escrito tan importante para el conocimiento de la

historia natural del Río de la Plata y Paraguay. Tal vez hasta el año 45, época de

aquella edición, no se conocían las exactas observaciones del ilustre geógrafo y

viajero en la lengua en que se habían redactado.

 

Al hablar de los trabajos diplomáticos del señor Rivadavia en Europa, hasta

poco antes de 1820, hemos procurado hacer las transcripciones que ha sido

posible de su correspondencia oficial, para probar indirectamente el ningún

fundamento de las acusaciones que se le han hecho acerca de sus pretendidas

tendencias a monarquizar la América. El señor Rivadavia no ha dado un paso,

que nos conste, en este sentido. Habrá si se quiere, escuchado proposiciones y

aun abierto esperanzas sobre semejante pensamiento en circunstancias en que

era preciso, para no comprometer nuestra independencia ni el éxito de la lucha

con el poder español, calmar los celos que en los gabinetes de los soberanos

europeos despertaban los gobiernos insurgentes del nuevo mundo. Pudo haber

en su ánimo momentos de duda acerca de cual fuese la forma política más

conveniente para constituir su país. Y esto nada tendrá de extraño, pues

trepidaciones de la misma especie hallaban excusas en 1846 para el sesudo

redactor del Comercio del Plata, en consideración al espectáculo de sangre y de

lodo que por treinta y seis años presentaban las repúblicas americanas. La

calumnia, sin embargo, valiéndose de la discreta reserva en que se envuelve

toda negociación diplomática, por inocente y legítima que ella sea, prohijó

aquella suposición vulgar y la presentó con el carácter de acusación oficial,

durante la última residencia del señor Rivadavia en Francia. Fue entonces que

él tuvo el noble coraje de presentarse en Buenos Aires, a mediados de mayo de

1834 para vindicarse de las acusaciones que se le hacían. Sólo dos horas pudo

permanecer bajo el techo de su propia casa y en la ciudad de su nacimiento. La

autoridad lo obligó a reembarcarse y a esperar a bordo de un buque durante

veinte días la decisión de la Sala de Representantes sobre la reclamación

entablada ante ella por acto tan injusto.

 

El señor Rivadavia se asiló entonces en el Estado Oriental. En una hacienda de

las inmediaciones de la Colonia del Sacramento se consagró a ocupaciones

rurales. Rodeado estaba de colmenas, de su querido rebaño de cabras del Tibet

y de plantas útiles y exóticas, cuando en octubre de 1836, por orden del

gobierno de aquel país, fue deportado a la isla de Ratas en la rada de

Montevideo, y de allí desterrado con otros argentinos notables a la isla

brasileña de Santa Catalina.

 

Peregrino y proscripto por Europa, por el Estado Oriental, por el Brasil, rindió

al fin el espíritu en la ciudad de Cádiz el 2 de setiembre del año del Señor

MDCCCXLV.

 

El señor Rivadavia es sin disputa un argentino digno de preferente lugar en el

panteón de nuestros grandes hombres.

 

Su razón fue elevada; su carácter recto y firme; su voluntad constante; sus

intenciones intachables.

 

Nadie ha hecho más que él a favor de la civilización y de la legalidad en estos

países. Nadie ha amado con más desinterés y más sin lisonja, más de veras al

pueblo. Nadie ha respetado más que él la dignidad de los compatriotas. Tuvo

la conciencia de nuestras necesidades y se desveló por satisfacerlas. Trajo a su

rededor todas las inteligencias, dióles impulso y las preparó un teatro útil y

brillante de acción. Buscó en el extranjero las ciencias de que carecíamos y las

aclimató en nuestro suelo. Compensó y alentó los servicios y las virtudes;

protegió las artes y confió más en el poder de la razón que en la fuerza.

 

Su mérito es tan positivo como su gloria será eterna.

 

Sus bendecidas cenizas están entre nosotros. Tandem quiecat. La mano del

agradecimiento las ha devuelto a la Patria como un tesoro usurpado. Del fondo

del sepulcro que las custodia, saldrá constantemente una voz que resonará

como un aplauso o como una censura en la conciencia de nuestros mandatarios.

 

 

LA LITERATURA DE MAYO

 

Bien recompensado será quien se acerque curioso a los orígenes de nuestra

literatura nacional y contemple el hilo de agua que surge de la pequeña fuente,

convirtiéndose en río caudaloso a medida que la sociedad se organiza bajo

formas libres y que la multitud se transforma en pueblo. Esta armonía fraternal

entre el sentimiento de la belleza y de la libertad, esta santa conspiración del

poeta y del ciudadano para conseguir la integridad de la patria inteligente y

fuerte, es un espectáculo que consuela, que entusiasma y enseña cómo la

nación aun en épocas de decadencia tiene dentro de su propio organismo

principios conservadores de sus virtudes y capacidad para volver a ser grande.

 

Las nacientes de nuestra poesía patria son, lo repetimos, purísimas como las

aguas del manantial que brota de una colina virgen sombreada de mirtos y de

palmeras, y rodean este cuadro sencillo todas las inocencias de forma, todas las

inexperiencias de estilo que son de esperarse en una situación en que los

actores del gran drama de la revolución aprenden su papel al mismo tiempo

que le representan. Pero estos artistas inspirados sienten dentro de sí el

entusiasmo y el fervor del patriotismo, el odio por los mandones ineptos y

codiciosos, y les hierve en el pecho la venganza de grandes ofensas causadas a

la dignidad humana por la fuerza, el fanatismo y la injusticia. Estos

sentimientos se convierten en cuerdas de lira, y el eco de la tempestad se deja

sentir en los primeros cantos, por débil e inexperimentado que sea la mano que

hiere aquellas cuerdas, manos puras de toda mancha, consagradas

generalmente a volver páginas de libros en que se encierra la ciencia, que

ennoblecen cuanto tocan, y son dignas de alzarse sobre el pueblo para

bautizarle en la religión de los nuevos destinos. Así se levanta también como

imagen de lo que pasa en esas almas, como signo de la pureza de sus

intenciones, la combinación etérea de los colores azul y blanco atraídos a la

tierra desde la región del pampero y del rayo para que correspondan a las

dulzuras de la paz o a la fatal necesidad de las batallas. Hija de la poesía, la

bandera patria será el astro hacia el cual dirigirán fija la mirada los poetas

argentinos, y envueltos en ella caerán como héroes en el campo o se sublimarán

en sus pliegues, llevando al cielo la victoria. Nuestros poetas han sido los

sacerdotes de la creencia de Mayo, y los que han mantenido siempre vivo en el

altar de la patria el fuego de sus primeras centellas. Unos a otros se han

trasmitido, de generación en generación, la llama sagrada del entusiasmo por la

libertad cuyo resplandor es tan poderoso que todavía puede guiarnos en el

camino del ideal por en medio de las sombras del positivismo egoísta que

arrastra las naciones a la tumba.

 

Los días primeros de la revolución fueron días de creencia y de fe, y la hubo

profunda en la influencia social de las fuerzas morales. El programa con que el

nuevo gobierno se anunció al mundo rebosa en sentimientos generosos y no

carece de uno solo de los principios que honran a la humanidad con las más

ideales aspiraciones. Todo se ennoblece. La literatura comienza a manifestarse

bajo formas vivas y a circular como sangre de todo el cuerpo social habiendo

permanecido estancada hasta entonces en la región estrecha de los placeres

intelectuales, íntimos y aislados. La lengua castellana adquiere en la colonia

emancipada una valentía desconocida, una elegancia franca y enérgica,

inspiradas a la pluma de Moreno por el genio de la libertad. Y mientras en las

páginas de la "Gaceta" desenvuelve la elocuencia de este gran patriota las

doctrinas políticas de la revolución, hablando a la inteligencia del pueblo, los

hasta entonces cultores humildes y reservados de la literatura poética sublevan

el sentimiento público con el lenguaje de Tirteo.

 

En la historia de las letras ofrece aquella época un fenómeno curioso. Los

poetas de la revolución abandonaban apenas las bancas de las escuelas clásicas,

empapados en las cobardes lágrimas de Ovidio, zahumados con los

voluptuosos perfumes de las Heroídas, nutridos con la miel de las Geórgicas,

admirando al héroe de la Eneida, esclavo resignado a la voluntad del destino.

Aristóteles y Horacio eran sus preceptistas y desconocían no sólo la varonil

libertad de la literatura inglesa sino hasta los modelos más accesibles que

pudiera haberles ofrecido aquel francés del Atica que en los últimos años del

siglo XVIII pulsaba su laúd profético al pie del cadalso, víctima de la libertad

que amaba como nadie.

 

Fue por tanto, espontáneo el carácter de nuestra poesía; flor brotada al influjo

del Sol Inca, en el campo de nuestras propias heredades redimidas del poder

que las dominaba por el derecho de la fuerza. Aprendió su estética en el fondo

del corazón movido por el patriotismo, halló su estro en el anhelo por la

perfección y sus armonías en el susurro de las selvas, en el fragor de los

huracanes de la llanura ilimitada. Fue sublime como los Andes, majestuosa

como el Plata, solemne como la aparición de la aurora en nuestras latitudes

templadas. Nuestra poesía patria, como veremos más adelante, fue perfectible

y progresista, se agrandó a par de la sociedad de cuyo desarrollo era

instrumento; meditó en los momentos solemnes, derramó lágrimas en presencia

del infortunio, levantó himnos en el triunfo y celebró sin modelo que imitar, las

conquistas del espíritu nuevo y de la civilización bajo el aspecto grandioso y

fecundo que aquellos revisten en los pueblos que se educan para la

democracia.

 

La causa principal que milita para que la poesía patriótica argentina cobre este

carácter en sus orígenes, consiste en el que distingue a sus autores. No eran

éstos en el drama revolucionario meras voces del coro como en la tragedia

griega, extraños a la acción y al movimiento de las pasiones de la escena, sino

actores en ella: no eran intérpretes sino colaboradores del destino que la

sociedad misma se preparaba para lo futuro. Educaban la juventud y

derramaban la ciencia nueva desde las cátedras; resolvían en la asambleas y en

el gabinete los problemas políticos que planteaba la mano atrevida e inexperta

de la república naciente; administraban en los consejos del gobierno;

manejaban la espada y conducían a los patricios armados a las fronteras lejanas

que era necesario ensanchar para la libertad. Sus cantos eran acción; el verso,

una forma diversa nada más, del pensamiento de transformación en que se

encontraban empeñados, consagrándole todas sus facultades y cantaban

inconscientes de su propia armonía, heridos, como la estatua fabulosa, por el

astro que brilla en nuestras banderas.

 

Contribuía también a dar dignidad a la voz de los poetas, la atención religiosa

con que la escuchaba el pueblo a cuyos oídos resonaba con todo el prestigio de

la novedad. El Río de la Plata carecía de poesía popular y no estaba habituado,

como lo estaban Méjico y el Perú, a la villana degradación de la musa. Los

europeos no encontraron entre nosotros el pábulo que ofrecen a la sensualidad

las razas esclavizadas y serviles. Del contacto de éstas con aquéllos, nació el

baile acompañado de cantares eróticos que desde la Nueva España pasó a la

antigua con el nombre trivial de chacona, mezcla de "india y de mulata", según

la pintoresca expresión de Cervantes. No es con nosotros, por cierto, con

quienes habla Bartolomé de Argensola en el severo terceto de una de sus

sátiras, atribuyendo la afeminación de la Corte a la influencia del oro y de las

"cláusulas lascivas" de las canciones americanas. Ni el uno ni las otras fueron

producto de nuestro suelo. La geografía y la ley de su formación le destinan al

comercio y a las industrias que nacen de la agricultura, y la moral y las

costumbres se afectan forzosamente de estas condiciones que le impone la

naturaleza.

 

La verdadera poesía popular es hija de la historia transformada en leyenda por

la fantasía sin cultura, y no hemos podido poseerla con todos sus caracteres

antes que tuviésemos héroes propios y acontecimientos patrios que lisonjeasen

nuestro orgullo. El romance español no penetró jamás en la masa de nuestro

pueblo, antes por el contrario, éste repudio instintivamente las aventuras

picarescas de los truhanes y las hazañas de violencia y rapiña de que abundan

aquellas relaciones asonantadas en que palpita la vida española.

 

Sin embargo, el hombre en sociedad baila y canta bajo todas las latitudes,

cualquiera que sea el grado de su civilización, y el argentino no es una

excepción de esta ley común a toda nuestra especie. La danza, la música y la

palabra aunadas, en las reuniones populares, desde tiempos remotos, tienen

entre nosotros el nombre simpático de cielo, el cual en cuanto a su forma

métrica, participa de todas las combinaciones del octosílabo con otras medidas

de menor número de sílabas, asemejándose a las seguidillas españolas. Como

música o tonada, es sencillo, armonioso, lleno de candor y alegría juvenil.

Como danza, reúne a la gracia libre y airosa de los movimientos, el decoro y la

urbanidad. El cielo no tiene entre nosotros, como la zamba - clueca peruana o el

bambuco neogranadino, origen africano y no participa por consiguiente del

delirio sensual ni de la ausencia del pudor que son inherentes a los cantares y

danzas de las razas ecuatoriales sujetas a la esclavitud que embrutece a la

naturaleza humana.

 

No sabemos si podríamos nosotros aplicar al cielo, lo que un escritor

distinguido de la Nueva Granada, atribuye al mencionado canto popular de

aquella república: "es, dice, entre todas nuestras cosas, la única que encierra

verdaderamente el alma y el aire de la patria". Lo que no podríamos negar sería

la íntima afinidad que guarda con nuestro ser con nuestra sensibilidad, con

nuestra imaginación, la música de esa tonada que es al mismo tiempo el

lenguaje del corazón del gaucho, y en nuestras más cultas reuniones, la

postrera expansión de las satisfacciones de una noche de baile.

 

El cielo participa de la suerte de los dialectos: goza de todas las predilecciones,

a la sombra, en el secreto del hogar; pero se eclipsa delante de la luz llena de la

civilización cosmopolita. Su esfera artística se encierra dentro de las roncas

cavidades de la guitarra; pero como a un Dios penate se le improvisan altares

en la estrechez del rancho, bajo la copa del ombú, a la luz de las estrellas en una

travesía del desierto mientras pacen la grama los caballos y las brasas del tala o

del algarrobo sazonan el asado.

 

Este género de poesía tan argentino y tan simpático, salió de su oscura esfera

desde los primeros días de la revolución. Raro es el acontecimiento político de

aquel período que no se halle consignado en un cielo, y existen algunas de esas

composiciones que son una exposición completa de las razones que tuvo el

país para declararse independiente, como se ve, por ejemplo, en el cielito de un

gaucho de la Guardia del Monte, contestando a un manifiesto seductor de

Fernando VII, llamando a los americanos a la antigua obediencia a los reyes de

España.

 

El cielo se identificó especialmente con la suerte de nuestras armas y en cada

triunfo patrio se oyeron sus populares armonías a par de los himnos y de las

odas de los grandes poetas:

 

    El cielo de las victorias,

    vamos al cielo, paisanos,

    porque cantando el cielito

    somos más americanos.

 

Estas composiciones no siempre tienen el puro e inocente color de su nombre:

tiran con frecuencia al verde, y en este momento recorre nuestra vista algunas

que a pesar del ingenio y del chiste en que abundan, no nos atreveríamos a

transcribir una sola de sus picantes cuartetas. No son por esto licenciosas ni

mucho menos cínicas; pero llaman demasiado por su nombre a las cosas

triviales, y huyendo del artificio de la metáfora dan a la expresión un acento

harto gráfico, especialmente cuando el asunto trae ante el poeta, como víctimas y

como reos, a Fernando VII, a don Juan VI, y a los súbditos de uno y otro de

estos dos Borbones, no muy amados en las dos orillas del Plata.

 

Nuestro cielo no huele a tomillo ni a cantueso como las canciones pastoriles de

los españoles europeos, sino a campo, y aspira a sacudir el yugo de las

delicadezas cortesanas, aunque nazca frecuentemente en el corazón de las

ciudades y proceda de padres instruidos y cultos. Las más veces es una misma

la mano argentina que escribe la oda o compone el cielito; pero al dejar el vate la

lira por la vihuela, acomoda y apropia la entonación, las ideas, el lenguaje

mismo, al corto alcance de este humilde instrumento. Por este proceder que

tiene su excepción en los Payadores y en algunos bardos del desierto, cuyos

nombres no son desconocidos del todo, se dio a la poesía del género que

examinamos una aplicación y un destino saludables, en cuanto contribuía a

convertir los espíritus de la gran mayoría del país a los dogmas de la

revolución, inculcando en el pueblo aquellas generosas pasiones sin las cuales

no hay independencia ni patria.

 

Es de notarse la fe que existía por aquellos días en la influencia del verso sobre

la opinión pública. No hablamos de la poesía dramática, de la cual se apoderó

la "Sociedad del buen gusto" para servirse de ella como de instrumento para

efectuar una reforma moral e intelectual en el país... Así como existían logias y

clubs en los cuales se ventilaban los intereses de carácter político, había

también asociaciones de poetas patriotas, en las cuales se avivaba y mantenía el

fuego de la revolución dando culto exaltado y asiduo a la musa lírica. Las más

notables de estas tertulias en que se confundían en un solo propósito el amor a

las letras y el amor a la patria, era la que se reunía en la sala de recibo de la

señora doña Joaquina Izquierdo, joven matrona, de cuyo civismo y talentos

apenas hemos podido entrever algunos vislumbres pálidos, al través de la

oscuridad de la tradición culpablemente indiferente a estos rasgos

inapreciables de la historia de nuestros orígenes revolucionarios. Estaba dotada

aquella dama de la rara cualidad de leer el verso de una manera especial,

dándole la fuerza, el sentimiento y el realce que sus mismos autores no

acertaban a darle. Los más distinguidos entre nuestros poetas de aquella

generación, no sólo aspiraban a la amistad de la estimable porteña, sino a

escuchar de sus labios sus propias concepciones, especie de crisol en el cual

cobraban éstas nuevos y preciosos quilates. "Si mi verso, le decía don Juan

Ramón Rojas, no merece levantarse del polvo,

 

    al salir de tu boca

    va a tener nueva vida".

 

"La Lira Argentina", compilada por un hijo distinguido de Buenos Aires, fue

inspiración de esa fe que generalmente se tenía en la influencia saludable de la

palabra rimada sobre la sensibilidad y la imaginación de la masa del pueblo, y

tuvo por objeto como lo dice su editor, "redimir del olvido todos los rasgos del

arte divino con que nuestros guerreros se animaban en los combates en la

gloriosa guerra de la independencia, y con que el entusiasmo y el amor a la

patria explicaba sus transportes en la marcha que emprendimos hacia la

independencia... "

 

De aquella misma fe que animaba a los ciudadanos participaron los

gobernantes ilustrados, los cuales propendieron oficialmente a llenar los fines

que se propuso el meritorio editor de la "Lira Argentina". Un decreto

gubernativo acordó un premio honroso y liberal, como estímulo al cultivo de la

poesía patriótica, al inspirado cantor del triunfo definitivo de las armas de la

revolución en el Perú y de la toma de Lima, capital de un vasto imperio

arrebatado por la república a la dominación monárquica. Otro decreto que se

registra en el libro 29 del Registro oficial de la Provincia, dispone que se forme

una colección, impresa con esmero, de todas las producciones poéticas dignas

de la luz pública compuestas en Buenos Aires desde el año 1810.

 

Los considerandos de aquel decreto que lleva las firmas de Rodríguez y

Rivadavia, confirman cuanto acabamos de decir y llaman la atención sobre un

hecho que si no ha pasado desapercibido no se ha apreciado con la exactitud

que merece. Todo acontecimiento grande por su influencia en la emancipación

del país ha dado asunto a muchas producciones poéticas de mérito, y el

presentarlas todas reunidas, debe no sólo contribuir a elevar el espíritu

público", sino a demostrar el grado de buen gusto a que ha llegado el país en

materias literarias. Así se expresaban las personas encargadas del gobierno a

mediados del año 1822.

 

Y en realidad las crónicas de la lucha de la independencia, las victorias y

contrastes al pie del Aconquija, en los ásperos desfiladeros del alto Perú, en las

llanuras de Chile, en las cordilleras peruanas, en las mesetas del Ecuador, al

frente de los castillos del Callao, a las puertas de la ciudad de los Reyes, están

escritas en verso y comunicados al pueblo argentino por la boca de los

versificadores. Y más tarde cuando seguro el país de su independencia,

emprende su regeneración por medio de las instituciones políticas que tienden

con más o menos acierto al mantenimiento del orden y de la libertad, esos

mismos poetas encuentran inspiración y medios para dar colores y

sentimientos a la expresión de ideas que a primera vista no parecen del

dominio de la poesía. Los favores de la emancipación del pensamiento, la

tolerancia de las creencias, la hospitalidad al extranjero, los inventos de la

civilización aplicados al bienestar de la sociedad, fueron otros tantos asuntos

para elevar la oda patria a alturas filosóficas desconocidas no sólo dentro de los

antiguos dominios de la España y en América, sino en aquella misma nación,

en su primera época constitucional cuando sonaban aún los acentos generosos

de Cienfuegos, de Meléndez, de Arriaza y del inmortal Quintana. Bastaría traer

a la memoria dos composiciones de aquel último género para confirmar lo que

acabamos de decir; la que con el título: "Al pueblo de Buenos Aires" apareció

por primera vez en la "Abeja Argentina" y la publicada en el número 22 del

"Centinela" con este encabezamiento: "A Buenos Aires con motivo de los

trabajos hidráulicos ordenados por el Gobierno". 1822. El autor de esta última

no tenía modelos que imitar cuando celebraba a la ciencia proveyendo a

necesidades propias de nuestra naturaleza: su canto es original y lo sería

traducido a cualquier lengua viva de las más civilizadas, como puede verse por

los siguientes versos del final de esta composición que hemos de estudiar más

por extenso en esta misma Revista.

 

    ¡Oh poder de los hombres! Tú alcanzaste

    a medir a los astros su carrera,

    a cantar de la luna el presto paso,

    y del cometa la tardía marcha.

    Las aguas fugitivas detuviste

    en su curso veloz y deleznable,

    y cual si fueran sólidas, tu mano

    sobre montañas elevarlas supo,

    precipitarlas al desierto valle...

    y en nuevo lecho adormecerías luego.

    La hidráulica a las ciencias, a las artes,

    a la industria social, nuevos tesoros

    próvida muestra, y a la patria mía

    larga fortuna para siempre ofrece...

 

Mayor, si es posible, nos parece el mérito de la primera de estas dos odas,

atendiendo a la novedad y al alcance social de las ideas que desenvuelve su

autor. Todos los elementos que constituyen las sociedades libres bajo las

condiciones en que se hallan los americanos; todo cuanto desde que fue escrita

esa composición, no han hecho más que repetir, como si fuese recién pensado,

las generaciones que ardiendo en buenos deseos han descendido desde 1829

acá, al campo de la labor cívica y hállase en germen en ese monumento

olvidado de nuestra literatura. El poeta destella rayos de luz por entre las

nieblas condensadas de la colonia, y traza con el verso el camino por donde

hemos andado hasta el día, realizando como nos ha sido posible las promesas

confusamente encerradas en los programas de la revolución.

 

El poeta comienza por exigir como base de las grandezas del porvenir, la

práctica de las severas y nobles virtudes, sin las cuales no viven sanas las

naciones, y condena con una lozanía que encanta, los vicios que son fruto del

lujo y la molicie, enemigos lisonjeros de la riqueza sólida de la fuerza social y

de la austera libertad republicana:

 

    Cual funesto contagio,

    que en la mísera zona en que domina,

    en veneno convierte el aire puro y agua cristalina,

    cebándose la muerte

    bajo el influjo de maligna estrella,

    en el niño, el anciano y la doncella;

    tal siempre los placeres,

    por el lujo abortado destruyeron

    a pueblos numerosos

    en virtud y poder antes famosos.

    Tal por el lujo corruptor fue presa

    la antigua Roma del poder del Godo,

    la cuna de los Fabios y Camilos,

    la que leyes dictaba al orbe todo.

 

Las formas antiguas y clásicas dominan, naturalmente, en la estructura de esta

obra poética, y su autor pone en boca del "Sagrado Paraná" consejos llenos de

sabiduría, dirigidos a los que beben de sus aguas:

 

    A los campos corred, que hasta hoy desiertos

    por la mano del hombre están clamando:

    volad desde las playas arenosas,

    que bañan mis corrientes,

    hasta do marcha a sepultarse Febo;

    y ocupad en trabajos inocentes

    el tiempo fugitivo...

    Una fértil llanura

    allí destina el cielo

    a vuestro bien y sin igual ventura...

 

    Veréis allí cual crece

    la raza del caballo generoso

    que libre pace por inmensos prados...

    Veréis la oveja que en tributo ofrece

    al pastor industrioso los vellones,

    que defienden al hombre

    de los rigores del invierno helado...

    En los remotos climas

    del septentrión resonará la fama

    de todos vuestros bienes no gozados;

    y los míseros pueblos que las aguas

    beben del Volga y del Danubio helados,

    se arrojarán al mar buscando asilo

    en vuestro patrio suelo,

    donde benigno el cielo,

    la abundancia vertió con larga mano...

 

Como se ve, en estos versos, se respira el aura de la verdadera civilización que

busca la riqueza por los senderos del trabajo, y prefiere a toda otra ocupación

las faenas agrícolas que se hermanan sin esfuerzo con la libertad. Su autor

revela los destinos de la llanura vasta y desierta en donde pueden

multiplicarse, mejorándose, los animales útiles, y en donde hay espacio para

que vivan al amparo de leyes generosas los hombres de todos los climas, y

contribuyan a fertilizar los campos

 

    que veis ahora

    del espinoso cardo sólo llenos.

 

Tanta era la altura a que había llegado la poesía al terminar la guerra de la

independencia. De allí para adelante, no entra en nuestro propósito el seguirla

en su marcha, debiendo sí asegurar que hasta los días de Ituzaingó no declinó

ni en entusiasmo ni en belleza. Todos los demás ramos de literatura fueron

poco cultivados entre nosotros: la elocuencia en sus varias manifestaciones, la

historia, la poesía dramática, quedaron muy atrás de la lírica, especialmente

cuando la inspiraba el sentimiento patrio. Así es que ha podido decir con

propiedad un distinguido escritor argentino: "Entre nosotros casi toda la

literatura destinada a vivir más allá del día, está limitada a la poesía: en ella

está nuestra historia, en ella nuestras costumbres, en ella nuestras creencias,

ideas y esperanzas. Lo demás que ha producido el genio americano, ha pasado

como el humo de los combates que han constituido nuestra ocupación y

nuestra existencia. De modo que quien posea una colección de poetas

americanos, tendrá casi todo lo que en materia de letras puede la América

reclamar como propiedad suya".

 

El desarrollo y la perfección de nuestra lira patriótica tiene naturalmente

muchas y diversas causas, siendo la primera y por orden de los tiempos, la

claridad y robustez que había cobrado la inteligencia argentina con el estudio

de los problemas sociales mal resueltos por la política que gobernaba a la

colonia. Otra de las causas fue el movimiento revolucionario, que puede

considerarse como la llama de la luz de aquellos estudios, encendida por un

corto número de pensadores en las entrañas del pueblo. Pero aun queda otra

razón que tomar en cuenta; y es la grandeza en los conceptos, la perfección en la

forma que supo dar el genio al primero de nuestros cantos nacionales. La patria

se identificó desde su cuna en la bandera de las fajas azules y en el himno de

Mayo, símbolos ambos de la fuerza y de la inteligencia, de cuya alianza

depende el poder expansivo de toda evolución histórica en la vida de un

pueblo. Las estrofas inmortales de nuestra canción patria sedujeron y

dominaron la imaginación, y las concepciones posteriores a ella, reflejaron,

naturalmente, la belleza del prototipo. Todos los sentimientos, todos los

valientes propósitos que vagaban indeterminados en la atmósfera conmovida

de la revolución, se condensaron en una forma poética en la mente de nuestro

Tirteo, y ésta fue la semilla de sublimes acciones y el modelo inspirador de los

poetas de la independencia.

 

Efectivamente, antes que apareciese el Himno Nacional de López, nuestra musa

era pobre y tímida, y para confirmar lo que acabamos de decir acerca de la

influencia literaria de aquella composición, vamos a trazar rápidamente la

historia de los ensayos del mismo género hechos desde 1810.

 

La primera composición poética que se escribió en Buenos Aires para ser

cantada por el pueblo con el objeto de exaltar el espíritu revolucionario,

apareció en la Gaceta de 15 de noviembre del año 1810, con el título de "Marcha

patriótica". El autor ocultó su verdadero nombre bajo la firma de "Un

ciudadano"; pero todos sabemos que pertenece a don Esteban Luca, ilustre por

sus virtudes cívicas y por el claro talento de que dejó brillantes pruebas en la

ciencia y en la literatura. Aquélla marcha empieza así:

 

    La América toda

    se conmueve al fin,

    y a sus caros hijos

    convoca a la lid;

    a la lid tremenda.

    Que va a destruir,

    a cuantos tiranos

    la osan oprimir.

 

En el mismo año diez, compuso Luca otra canción con el mismo objeto y en

igual metro que la anterior, cuyo coro es éste:

 

    ¡Oh pueblo americano!

    ¡Oh nación venturosa!

    Viva la unión dichosa

    ¡viva la libertad!

 

Pero tanto la una como la otra de estas dos composiciones quedaron, por su

entonación y conceptos, muy atrás del vuelo que pronto tomaron los espíritus y

el progreso de la revolución.

 

Favorecidas nuestras armas por la victoria, era necesario recordar al pueblo los

triunfos alcanzados en ambas márgenes del Plata y en los extremos de la

República, confortarle en la esperanza de nuevas glorias y anatematizar al

enemigo que resistía al torrente de la opinión argentina.

 

Para lograr estos fines, la Asamblea, que tanto contribuyó con sus sabias y

audaces determinaciones a preparar la independencia, apeló al talento y al

Patriotismo del P. Rodríguez y del doctor don Vicente López, invitándoles a

componer un canto popular que alentase a nuestros soldados en la pelea y

mantuviese en el pecho de todos los ciudadanos el entusiasmo de la libertad.

 

En la sesión que tuvo aquel cuerpo nacional el día 11 de mayo de 1813, se

leyeron ambas producciones y la de López fue declarada solemnemente como

la "única canción de las Provincias Unidas". Por desgracia no se dio a luz en el

"Redactor"' el acta de la sesión de aquel día, e ignoramos por consiguiente las

circunstancias y los votos emitidos en aquel acto en que los Representantes del

país, comprendiendo la influencia y el poder de la armonía y del estro sobre las

multitudes, se constituyen jueces en un certamen poético con el fin de añadir

una fuerza más a los empeños de la revolución.

 

La primera edición de la canción nacional se hizo en 14 de mayo de 1813, en el

papel y formato de la "Gaceta ministerial del Gobierno de Buenos Aires" y con

tipos de la imprenta de Niños Expósitos, bajo el título de "Marcha Patriótica":

ignoramos si en las fiestas de aquel año se cantó ya con la música que

conocemos, en cuyo caso habría que admirar en el maestro Blas Parera que la

compuso e instrumento, no sólo el acierto sino la prontitud en su desempeño.

 

El pueblo fue de la opinión de la Asamblea con respecto al mérito del canto de

López y lo aceptó como aquélla, por aclamación de todas las clases sociales. La

experiencia mostró después cuánto debió nuestra gloria militar a los acentos

del poeta, pues a los diez años de resonar en nuestro ejército, pudo decir don

Juan C. Varela en hermosos versos:

 

    Sonó la canción patria. Al escucharla

    en la lid el soldado,

    en todo tiempo el pecho denodado

    presentó al plomo y a la punta fiera;

    y aquel canto lo hiciera

    o vencer en la lucha

    o morir sin dolor pues que lo escucha.

 

Los antecesores de López habían incurrido en un error. Creyendo que el pueblo

recién salido del estado colonial, no había podido mortificarse por el simple

hecho de la revolución, apocaron el tono de sus liras para ponerle al alcance de

la limitada comparación que le suponían. Pero el autor de la "Marcha

Patriótica" en el momento en que levantó su espíritu para contemplar ese

mismo pueblo, le halló grande y se agrandó tanto como él para hablarle en el

lenguaje de los altos sentimientos y de las imágenes bellas, que es el que mejor

entienden las masas.

 

Expansiva como nuestra revolución, la marcha comienza por despertar la

atención de la humanidad entera, para que escuche los vítores de los libres y el

ruido de las cadenas que quebrantan y contemple a la nación victoriosa que

aparece coronada de laureles sobre el pedestal de un león vencido. Sus hijos

animados por el genio de la victoria, caminan con espíritu generoso

conmoviendo con el ruido de sus pasos las cenizas de las generaciones que

vivieron esclavas; y la América de tres siglos convocada al juicio final de la

venganza, acude a Méjico, a Quito, a Cochabamba, a los extremos y al corazón

del continente, a batallar en la lid a que provoca el estandarte porfiado y

sangriento de los tiranos. El pueblo argentino toma la iniciativa y acude al

ruido del trueno de las batallas y por todas partes, en los muros orientales, en

Suipacha, en Tucumán, escribe el padrón de sus triunfos y la humillación de

sus opresores.

 

Cada estrofa de este canto es un cuadro, cada imagen es un grupo de granito

animado por el soplo del genio, y que sólo la palabra, no el cincel, es capaz de

tallar. Obras de esta naturaleza repelen la crítica y el análisis: son como las

cumbres de las grandes montañas, objetos de admiración; pero que no pueden

medirse ni examinarse por inaccesibles.

 

Pocos años después de haberse exhalado de las entrañas del pueblo de Mayo

este destello sublime, nos visitaba un americano del norte que estudiaba

oficialmente la marcha de nuestra revolución y los elementos con que

contábamos para llevarla a cabo. Este observador asegura que la creación de

López se cantaba con el mismo entusiasmo y respeto por todos los ángulos del

territorio argentino; tanto en el campamento de Artigas como en las calles de

Buenos Aires y en las escuelas primarias.

 

La Patria, de que es expresión ese himno, no reconoce edades, opiniones

divergentes, ni pasiones pasajeras, porque perdona y abraza a todos sus hijos

en las dulzuras de su generoso regazo. Por eso es que el pueblo argentino que

ha pasado por todos los estados y situaciones de una revolución tempestuosa

de cuyo seno, Moreno y Rivadavia fueron expulsados, en donde los colores

cándidos y azulados de la bandera nacional fueron enlutecidos con tinta roja

como la sangre, sólo dos monumentos de gloria antigua han permanecido al

abrigo de todo insulto y son saludados con grato respeto, cada vez que

amanece la eterna luz de Mayo: esos dos monumentos son la pirámide de la

plaza de la Victoria y la canción patriótica.

 

 

 

OJEADA HISTÓRICA SOBRE EL TEATRO DE BUENOS AIRES DESDE SU ORIGEN HASTA LA APARICIÓN DE LA TRAGEDIA DE DIDO Y ARGIA

 

Don Juan Cruz Varela ha dejado como frutos de su talento dramático dos

tragedias impresas en los años 1823 y 1824. Pero antes de hablar sobre el mérito

de estas producciones notables, echaremos una mirada hacia los orígenes del

teatro argentino, para comprender mejor la importancia de los progresos que

señalan en este ramo de literatura, la Dido y la Argia.

 

El vecindario de Buenos Aires fue siempre como, de origen español, aficionado

al teatro; y con ocasión de los regocijos públicos de carácter oficial en los

tiempos coloniales, asistía gustoso a los espectáculos que le proporcionaban los

aficionados En el mes de noviembre del año 1747, por ejemplo, para celebrar el

advenimiento al trono del rey Fernando VI, los oficiales de la tropa de línea de

la guarnición convertidos en actores y maquinistas, improvisaron un salón de

teatro, representando en él las piezas tituladas "Las armas de la hermosura" y

"Efectos de odio y amor", con sus respectivas loas alusivas a la situación. El

tosco conjunto de los disfraces y mascaradas con que en aquellas fiestas fue

obsequiado nuestro público por los alcaldes ordinarios, da la medida de la

propiedad y cultura con que los Capitanes del Presidio interpretarían los

pensamientos de los autores dramáticos del antiguo teatro español.

 

Pero ni aun estos inocentes pasatiempos dejaban de tener sus sinsabores en

aquellos tiempos bien aventurados. Siempre hubo en los pueblos españoles un

gran partido en pugna contra el teatro, partido formado por la gente devota y

sostenido por los predicadores, cuyo celo, como es fácil comprender, se

manifestaba exageradísimo en las colonias. El virrey Vertiz que favoreció

cuanto pudo las diversiones honestas, especialmente las dramáticas, tuvo que

emplear unas veces la energía de soldado y otras la habilidad de hombre de

mundo, para triunfar de los obstáculos que levantaba contra sus miras la

palabra del púlpito. De manera que cuando creyó oportuno el establecimiento

de un teatro público, puso esta idea profana bajo amparo de los sentimientos de

la caridad, aplicando el producto de la casa de comedias al mantenimiento de los

Niños Expósitos; y para vencer del todo las resistencias de los espíritus

timoratos, se rodeó de una especie de consejo, de personas de crédito y de

ilustración, que purgasen las piezas que se representaban de cuanto pudiera

servir de escándalo al público y de mal ejemplo a la juventud. El sabio virrey,

como él mismo lo ha dicho en su Memoria de gobierno, tomó las más estrechas

providencias para que no se cometiesen desórdenes por los asistentes al teatro

y encomendó la policía de este nuevo establecimiento al intendente general y a

los oficiales de la guarnición. Y por último, como él era uno de los concurrentes

infalibles a las funciones, disimulaba la verdadera razón de su asiduidad, con

la obligación en que se creía de imponer compostura a los demás asistentes con

el respeto de su persona.

 

El edificio construido por el Sr. Vertiz fue un humildísimo galpón de madera

cuyo techo pajizo se levantaba en el gran patio de la Ranchería de Misiones, en

donde existe hoy el mercado principal. No es pues extraño que una fábrica tan

frágil fuese devorada por las llamas en la noche del 16 de agosto de 1792,

encendidas por un cohete volador desprendido desde el templo de San Juan,

cuya colocación le celebraba.

 

Este primer ensayo, semilla de que debía nacer un día el edificio de Colón, no

fue del todo estéril para el progreso de nuestra literatura dramática. Fue bajo la

paja del galpón de la Ranchería, que la musa dramática inspiró a nuestro

compatriota Lavardén la afamada tragedia Siripo, aplaudida sucesivamente por

dos generaciones, antes y después de la revolución.

 

II

 

El más antiguo de los periódicos publicados en Buenos Aires, en su número

correspondiente al día 19 de noviembre de 1801, recordaba la falta que hacía un

teatro, y deploraba que "la preciosa capital argentina estuviese desairada sin el

único solaz del hombre civil". Tres años más tarde levantábase los cimientos

del Coliseo, bajo los auspicios del Cabildo, en el mismo sitio donde está

construido el principal de nuestros teatros. Pero como aquella obra comenzó

bajo un plan vasto y costoso para su tiempo, hubo necesidad de levantar

provisoriamente el Teatro Argentino, frente a la Iglesia de la Merced. A esta casa

están vinculados los recuerdos de las manifestaciones del entusiasmo por la

libertad en los primeros años de la revolución. Allí resonó el himno patrio recién

salido de la mente de López e instrumentado por el maestro Blas Parera. Allí,

para escucharle, alzábanse reverentes de sus asientos, hermoseadas con los

colores del cielo, las madres y las esposas de los héroes y las víctimas de la

nueva causa. Allí la juventud entusiasta y varonil que se preparaba a la lucha

cubrióse la cabeza con el gorro frigio, símbolo pagano de las ideas

democráticas.

 

Sin embargo, el teatro se resintió de su insignificancia antigua hasta el año de

1817. El paso de los Andes y la victoria de Chacabuco vinieron a sacudirle de

su letargo. Con el objeto de celebrar este acontecimiento tan glorioso para las

armas argentinas y que aseguraba nuestro territorio contra la invasión del

enemigo, costeó el Cabildo una gran función teatral, representándose por

jóvenes aficionados en la noche del 7 de marzo, una tragedia en verso titulada

La jornada de Maratón. Esta pieza abundante en sentimientos patrióticos y en

arranques contra los tiranos fue traducida del francés en verso español "por un

hábil patricio en el estrecho espacio de cinco tardes".

 

El gobernador Intendente de la Provincia concibió entonces la idea de crear una

Sociedad del buen gusto del teatro compuesta de aquellos ciudadanos más

conocidos por su inclinación a las letras y por su patriotismo. Figuraban en

aquella sociedad los señores D. Esteban Luca, D. Vicente López, el sacerdote

chileno Camilo Henríquez, el Dr. D. Bernardo Vélez, y otros de menos

renombre literario, hasta el número de veintiocho.

 

La Sociedad del buen gusto, tuvo su primera sesión a fines del mes de julio de

aquel mismo año 1817 y en ella, en un discurso muy aplaudido, manifestó el

Intendente cuál deberían ser en su sentir los objetos a que había de contraerse el

celo y la capacidad de las personas allí reunidas. Dijo que con los esfuerzos

mancomunados de personas tan ilustradas no podía menos que concebirse la

esperanza de ver mejoradas las costumbres públicas; que, mientras el genio de

la Guerra coronaba de laureles a la república, y el de la Legislación y la Política

preparaban su prosperidad pacífica, estábale reservado a aquella asociación de

ciudadanos cultos el "fundar la gloria intelectual de la patria".

 

Este ambicioso programa fue hábilmente desenvuelto en la introducción al

reglamento de la Sociedad del buen gusto, que escribió el digno ciudadano y

aventajado poeta, coronel D. Juan Ramón Rojas. Según este juez competente,

entregado nuestro teatro al exclusivo cuidado de la Policía, y habiendo pasado

Buenos Aires por una época crítica llena de inquietudes y riesgos, durante la

cual no pudieron tener sus hijos otro conato que el de afianzar la causa política

que habla de traerles su prosperidad o su ignominia, no era de extrañar que los

espectáculos dramáticos se arrastrasen en los senderos de la rutina y careciesen

de la perfección de que eran susceptibles. Rojas, en aquel mismo escrito,

aseguraba qué los aficionados a las bellas letras, los pensadores, los que habían

tenido ocasión de visitar los teatros de Europa, y los extranjeros entendidos y

liberales avecindados en el país, hacían votos por que llegase cuanto antes el

día de la reforma de "la escuela práctica de la moral" y se colocase ésta en

armonía con las demás mejoras traídas con la revolución general de los

espíritus. Lamentábase de que la corte de las Provincias Unidas de Sud

América, la hermosa ciudad del argentino, en los actos más solemnes y

expresivos de su civismo heroico se resintiese aún "del gusto corrompido del

siglo XVII, devorase sus composiciones despreciables, se dejase llevar del

aparato de decoraciones mágicas", en tanto que la antigua metrópoli, haciendo

una pausa a la corrupción y embrutecimiento acababa de ofrecer un modelo

sublime de cultura en la sociedad de literatos cuyo establecimiento "echaba un

eterno velo a los extravíos de su Mecenas el Príncipe de la Paz".

 

La Sociedad del buen gusto, debía ser, pues, según la idea del mismo Rojas, un

plantel de erudición, una pauta de conocimientos útiles y un motivo de

estímulo poderoso para el adelantamiento general del país. En su entusiasmo

de poeta vela ya salir de su seno obras de teatro capaces de rivalizar en mérito

con las mejores producciones del talento europeo; memorias importantes sobre

la mejora de los preceptos del arte; discursos elocuentes y debates luminosos

dignos de la atención de la posteridad. En fin, si en concepto del promotor de

aquella sociedad estaba ésta llamada a fundar la gloria intelectual de la patria,

para el socio redactor del reglamento debía ser "el muro donde vinieron a

estrellarse el fanatismo, la anarquía, la corrupción y el despotismo" y su

historia había de llegar a ser la historia de la grandeza e importancia de la

América del Sur.

 

A pesar de esta efusión inmoderada de esperanzas, síntoma infalible de

próximos desalientos y desengaños, como lo atestiguan los repetidos ejemplos

que tenemos en la historia de nuestras empresas literarias, la sociedad tocó en

terreno firme, y sus miembros se dividieron en comisión entre las cuales se

repartió el trabajo activo. Las piezas dramáticas que se hallaban archivadas en

la intendencia, pasaron al examen de una de esas comisiones, para elegir las

selectas y condenar al olvido las defectuosas o inmorales.

 

Otra tomó a su cargo la revisión y censura de las obras que habían de darse al

público, ya fuese por medio de la representación o de la prensa; y por último

una comisión especial debía promover la mejora de la música y del canto en

relación con los espectáculos dramáticos.

 

No estará de más advertir cuáles eran las reglas de crítica que por el lado

meramente del arte y del gusto debió seguir la sociedad en el examen de las

piezas. Para conocer esas reglas basta estar iniciados en las propensiones

literarias de Rojas, que eran sin duda las de sus demás colegas, puesto que se

había educado en las mismas escuelas que López y Luca, y era como éstos

partidario del movimiento de reacción contra el antiguo teatro español que con

los triunfos de Moratín se habría radicado en la península. El coronel Rojas

llama, en el escrito a que nos hemos referido más arriba, absurdos góticos a las

producciones de Calderón, Montalván, de Lope de Vega, y recomienda como

únicos modelos dignos de seguirse las tragedias de Corneille de Racine, y las

comedias de Moratín, de Pirón y Moliere.

 

III

 

Los primeros ensayos de la Sociedad del buen gusto fueron muy ruidosos y

agitaron profundamente los espíritus. Para solemnizar esta institución, que bajo

apariencias literarias tendía a introducir reformas de carácter social al servicio

de la revolución, se preparó un lucido espectáculo para la noche del 30 de

agosto. Abrióse ante un numeroso y escogido concurso con una brillante

sinfonía del maestro Romber, y con una alocución en verso dirigida al heroico y

magnánimo pueblo bonaerense, pronunciada con inteligencia y sentimiento por

el actor Morante, y se representó enseguida un drama trágico titulado: Cornelia

Bororquia. Esta pieza, que no hemos tenido ocasión de leer, fue anunciada como

"obra maestra y original de uno de nuestros compatriotas", y según las críticas

de entonces se distingue por un "terrible sublime", por un colorido sombrío

que recuerda al del dramático francés Crebillon y por el golpe maestro con que

termina.

 

Pero no fueron las condiciones literarias de esta pieza las que le dieron

celebridad, sino su argumento. En ella se presentaba el tribunal de la

Inquisición en toda su fealdad, y en la "plenitud de sus sombras", según la

expresión del ilustre Camilo Henríquez. Había elegido su autor una de las

épocas en que aquella institución astuta y despiadada se presenta en la historia

con los caracteres más horrorosos. La víctima y protagonista es una doncella

inocente y simpática, cuyos méritos la llevan a los calabozos del santo oficio; y

cuando está ya bajo el poder aborrecible de éste, y próxima a caer en la infamia

o en la hoguera, la acción de leyes más humanas y la voz de los jueces seculares

penetran hasta su prisión y la vuelven a la libertad y a la luz en medio del

alborozo que inunda el corazón conmovido de los espectadores.

 

Fácil es concebir cuán grande debió ser en Buenos Aires el escándalo que

produjo esta representación ahora cerca de medio siglo, así que fue conocido el

argumento de Cornelia Bororquia por aquella gente que no asiste al teatro, por

las beatas y por los frailes, numerosos e influyentes todavía, puesto que la

reforma eclesiástica no tuvo lugar hasta siete años más tarde. Una dama que

asistía a aquella función, interrogada sobre el efecto moral que le producía, dio

una contestación llena de juicio y de filosofía: "en esta noche, dijo, no puede

quedarnos duda de que San Martín ha pasado los Andes y ha triunfado de los

españoles en Chile".

 

Pero como ya hemos insinuado, cierta parte crecida de la sociedad de Buenos

Aires no miraba el hecho bajo el mismo aspecto luminoso en que se presentaba

a la espiritual porteña, y considerábalo como un desacato a la religión, como

desdoroso para los sacerdotes del culto exclusivo, como ejemplo pernicioso y

abominable ofrecido a la juventud incauta por espíritus innovadores y

pervertidos. El gobernador del obispado, uno de esos hombres respetables y

amantes de su país, pero que creían conciliable la revolución y la

independencia con el mantenimiento de los instrumentos caducos de la

esclavitud y tutelaje colonial, levantó el grito de su celo y acudió con la mayor

eficacia al Directorio, pidiendo en nombre de la religión y de la patria una

reparación de las ofensas que una y otra, a su juicio, acababan de recibir. Por

fortuna, no faltó ni la ilustración ni la entereza en el jefe del Estado y la libertad

adelantó un paso considerable en el terreno que prepara todas las demás

libertades. El Director que estimaba mucho al sacerdote que gobernaba el

obispado, sin mortificarle ni desoírle, se negó a consentir en que las piezas

dramáticas se sujetasen a la censura previa de la autoridad eclesiástica, como lo

pretendía el Provisor.

 

Los púlpitos resonaron escandalizados con el nombre de Cornelia porque los

predicadores tienen frecuentemente el mal tino de defender aquello que la

voluntad del siglo se lleva por delante.

 

IV

 

Los esfuerzos de la Sociedad del buen gusto para sacar al teatro de su antigua

decadencia no fueron estériles en cuanto a estimular los talentos inclinados a la

poesía dramática. En los años que median entre 1817 y 21, se dieron a la prensa

La Jornada de Maratón ya citada, traducida del francés en verso libre español por

el doctor don Bernardo Vélez; la Camila o la patriota de Sud América, comedia

original de Henríquez: una sátira dramática imitada del inglés por don Santiago

Wilde, titulada la Quincallería. Otras obras de mayor mérito que estas quedaron

inéditas, como por ejemplo la Revolución de Tupac Amarú, producción en verso,

con intervalos de música, debida a la fecunda pluma de Ambrosio Morante,

actor distinguido de nuestras antiguas tablas; la tragedia Aristodemo, escrita en

buenos versos por don Miguel Cabrera Nevares, y algunas otras piezas más de

menos importancia.

 

Entre las producciones de aquella época, nacidas del seno de la Sociedad del buen gusto, hay una que merece especial mención no sólo por su mérito literario sino por la respetabilidad del nombre de su autor. Este trabajo que permanece aun

inédito, es el Felipe segundo, de V. Alfieri, traducido en verso por don Esteban de

Luca con una fidelidad y una maestría notables.

 

La elección hecha por Luca de la pieza con que quiso contribuir a los fines de la

Sociedad de que era miembro, demuestra más que nada cuales eran esos fines

que como lo hemos insinuado, tendían a levantar el espíritu público y a llegar

por todos los caminos al goce completo de la libertad.

 

El traductor no eligió la mejor de las piezas del terrible dramática italiano, sino

la más adecuada para producir en los ánimos santo terror por los déspotas y

repugnancia republicana por las tenebrosas bajezas de las cortes arbitrarias,

desmoralizadas por la tiranía y el fanatismo. Aunque la traducción sea bella, el

traductor más que literato al emprender su laudable tarea, fue patriota, y en

este sencillo acto de su vida se mostró como en la duración de toda ella,

convencido de que sin ayuda de las fuerzas morales no es fructuosa la misión

de la espada en un pueblo que se revoluciona con el objeto de emanciparse.

Cuando Alfieri compuso el "Felipe segundo" no tenía aun suficiente

experiencia de los resortes del arte en que tanto ilustró su nombre, y las

consideraciones de orden moral, nacidas de las relaciones entre Felipe, su

esposa y Carlos, su hijo, detuviéronle la pluma en el desarrollo de las pasiones

del amor y de los celos que debían ser el alma única de esta tragedia. Pero a

pesar de este defecto que el mismo autor original reconoce en su obra, ella

produce eficazmente en los ánimos un hondo aborrecimiento por el carácter

sombrío del famoso tirano, y por las intrigas de un palacio sobre cuyas

alfombras se arrastraban como serpientes, el fanatismo, la adulación, la

violencia y el predominio de una voluntad sin freno. Ya que no habría sido fácil

popularizar en el país las Relaciones de Antonio Pérez, desgraciado favorito y

cómplice del hijo de Carlos I de España, nacía más propio que el cuadro

dramático de Alfieri para hacer aborrecible trono de Felipe, y para dejar sin

réplica a quienes pudieran atreverse a defender la vieja forma gubernativa en el

seno de una sociedad que luchaba para alcanzar la democracia, con dificultades

de todo género.

 

V

 

Hemos tratado de mostrar el estado de nuestra literatura dramática, el cual

resulta bien pobre, por cierto, a pesar de los esfuerzos de algunos ciudadanos

ilustres para alentar los talentos e inclinarlos a escribir para el teatro. La pieza

más notable entre cuantas se representaban, y se compusieron en Buenos Aires

hasta el año 1820, no era original. La tragedia ya citada de Alfieri aunque

traducida con bastante esmero, al fin era una inspiración ajena, transportada a

nuestras tablas por una mano hábil; pero sin cambiarla un ápice en la forma ni

en la disposición general de la estructura originaria. Sin embargo, los versos

castizos y nobles de esta traducción de Luca, lucían como perlas al lado del

Mahoma, de la Alzira, de la María Estuarda, tragedias vertidas del francés a

lenguaje genízaro según la expresión de un notable crítico de nuestra literatura

nacional. Estando a lo que afirma este mismo escritor, el repertorio de nuestro

teatro contaba entonces con otra obra titulada Los Araucanos a la que clasifica de

insulso. Pudiera ser muy bien que perteneciese esta producción a la misma

pluma que escribió el Tupac Amarú, aunque Morante más pecaba por enfático

que por escaso de calor y de color en el estilo. Además, por mediocres que

fuesen sus dramas, jamás bostezaba en ellos la concurrencia, pues con el

manejo diestro de los bastidores producía golpes inesperados de situación y

perspectiva. Sobre todo, aquel autor-actor, experimentando en su propia

sensibilidad, había llegado a comprender la influencia poderosa que ejerce la

música sobre el ánimo de un auditorio numeroso, y la empleaba

frecuentemente en los vacíos de la escena, haciendo que los instrumentos de la

orquesta guardasen armonía con la situación moral de los personajes que se

movían en las tablas.

 

El doctor Lafinur, argentino de variadísimos talentos, compuso algunos trozos

de música para que sirvieran de acompañamiento y de relieve a las

composiciones de Morante.

 

 

RECUERDOS DE SETIEMBRE 1852 (Currente Calamo)

 

El día 8 de setiembre se embarcó en Buenos Aires el general Urquiza a bordo

del vapor inglés Countes Lansdale, en el cual ofreció la hospitalidad de amigo a

los diputados al Congreso que residían en aquella capital. Nosotros nos

hallábamos desde temprano sobre la cubierta del vapor. Una nube de polvo

que se levantó del lado de Palermo nos indicó que el Director se encaminaba al

embarcadero. El ejército formaba calle, sobre la ribera, para que pasase el que

les había dado el más bello lauro militar después de la famosa lucha de la

independencia. ¡Quién hubiera dicho que allí estaba la traición, y que aquellas

bayonetas, aquellas espadas que reflejaban el sol de un día hermoso exentas de

todo reproche, se había de desnudar cuarenta horas después durante la tiniebla

de la noche,

 

    tercera de la negra alevosía

 

como elocuentemente la llama un ilustre patriota y delicado poeta tucumano!

 

El actual capitán del puerto, los señores generales Guido e Iriarte, fueron las

últimas personas que se despidieron individualmente del general. El último le

hizo una larga arenga que la discreción nos impidió oír. Los buques nacionales

estaban espléndidamente empavesados. La atmósfera estaba quieta y clara.

Nosotros contemplábamos la extensión edificada del litoral como quien mira

una cosa querida después de largos años de ausencia. Aquella ciudad que

tanto se hizo para convertirla en una tumba, en fuerza de su constitución joven

había digerido el veneno, y robustecídose con lágrimas. Desde el año 1840 acá,

nuevos miradores, nuevas casas de campo sobre las barrancas del Retiro y de la

Recoleta, se levantaban del suelo para alegrar nuestra vista y para consolarnos.

 

Después de mediodía la columna de humo de nuestra embarcación fue a

mezclarse con las que dejaban en pos de sí los vapores Locust y Flambart, a cuyo

bordo venían los señores ministros plenipotenciarios de Inglaterra y Francia

con sus secretarios, el señor cónsul de Bélgica, Vanpraet, y dos diputados. El

Flambart siempre se mantuvo a nuestro costado, quedando más atrás el Locust

porque era menos favorecido por la fuerza de sus máquinas.

 

Al lado del general Urquiza todo el mundo está sin trabas de etiqueta y

verdaderamente a son aise. Él infunde respeto, pero no lo impone. Es

esencialmente social; no puede estar un momento sin amigos. Le acompañaban

sus tres edecanes, los jóvenes tenientes coroneles don Ricardo López Jordán y

don Teófilo Urquiza, su ministro de Relaciones Exteriores, el doctor Urquiza,

joven de un bello natural, educado en las mejores escuelas de Río de Janeiro y

de Buenos Aires; nueve diputados al Congreso y el personal de las oficinas de

este cuerpo.

 

El general había previsto todo lo necesario para la comodidad de sus

huéspedes. Tenían éstos buena cama, y una mesa bien servida dos veces al día.

La pequeñez del buque no permitía que el general ocupase, como tiene de

costumbre, la cabecera de la mesa, para servir desde ella a todos los

concurrentes. Alternativamente convidaba a la suya, a las personas más

autorizadas, y levantados los manteles se hacía él el centro de una conversación

culta y agradable en que se trataba de política, de guerra y de diferentes

materias. El general Urquiza generalmente no almuerza, y en la comida es de

una sobriedad que Huffeland mismo, que tanto la aconseja en su "arte de

prolongar la vida", estamos seguros que no la guardaba tan estricta. El

argentino por excelencia, el hombre que ha vivido en campaña la mayor

porción de sus años, no bebe mate, ni fuma, ni prueba licor alguno. Este

ejemplo ha cundido entre sus jefes según hemos tenido ocasión de observar. El

general Urquiza es más que de mediana estatura y tiene el aspecto de un

hombre joven y vigoroso. Sus manos y dentaduras son de un caballero. Su

fisonomía es completamente regular: tiene la frente armoniosa, la cabeza

redonda, la nariz proporcionada, los ojos discretos, verdes como los de sus

hermanos, y dispuestos para manifestar ternura y severidad a la vez. Es

comedido con todo el mundo; no olvida jamás ni un nombre ni una fisonomía.

Escucha con mucha atención y le gusta que le hablen claro como acostumbra

hacerlo él por su parte. No hemos visto todavía ningún retrato al óleo exacto

del general. Los que existen pintados son malos: el mejor de todos es el que se

halla en Mendoza hecho por García. Las litografías europeas fueron copiadas

de un daguerrotipo, y es sabido que este proceder mecánico da generalmente

inanimación y mal gesto a los semblantes humanos. ¿Se nos criticarán estos

detalles? Entramos en ellos no para las personas que conocen al general

Urquiza para aquellos que desean con avidez conocer al libertador de dos

repúblicas, sino al que se granjeó la confianza del Imperio, al vencedor de

Rosas, al que abre a los argentinos la puerta cerrada del templo de las

instituciones. Ellos nos lo agradecerán. Por otra parte, ¡cuán fría no sería hoy la

historia de los tiempos remotos, sin la indiscreción de los contemporáneos! El

que no sabe manejar el pincel, ¿por qué no habrá de retratar con la pluma? Si

nuestro modelo es bueno, ¿por qué no hemos de derramar las bellas tintas del

cuadro?...

 

A más de los tres vapores indicados, el Mercedes era también de la comitiva,

trayendo a su bordo alguna tropa de la escolta del general. El jefe inglés de la

batalla de Obligado debía hacer en su interior, desde la cubierta del Locust,

muy serias reflexiones sobre el cambio obrado en la política argentina. Las

ideas ilustradas de un hombre le llevaban amigablemente por el mismo camino

que él se había abierto a balazos en uno de los momentos más serios de las

desavenencias de Rosas con el extranjero. Este hermoso Paraná, verdadero

mediterráneo de agua dulce, está hoy como lo quiso su Creador, abierto a todas

las banderas cristianas del globo. Sus márgenes quieren ser hospitalarias

porque son argentinas. Sus barrancas eminentes se extienden sobre las aguas

pidiendo, como manos abiertas, población y arados para que fecunden sus

entrañas vírgenes e intactas. Aquellos cuatro vapores venían anunciando con

sus columnas de fuego el camino de la tierra de promisión para el extranjero, y

la resurrección de la patria para sus hijos. No todos se explicarían, claro, este

presentimiento; pero nosotros lo oíamos murmurando por el rumor de las

ondas del

 

    Primogénito ilustre del Océano:

 

lo escuchamos en el rumor de los cañones de San Nicolás; en las salvas del

Rosario; en los fuegos artificiales que alegraron la noche que fondeamos

delante de Punta Gorda y donde crece a gran prisa la población del Diamante.

 

El 11 de setiembre tuvimos a nuestro frente el famoso convento de San Lorenzo.

Aislado y elevado como un pensamiento a Dios, se levanta su airoso

campanario entre el frontis triangular a su izquierda, y a su derecha la doble

media naranja del tabernáculo. Allí empezó la fama militar de un argentino a

quien forzamos a fuerza de errores le injusticias a que muriese en el extranjero;

allí mismo le indujimos a una mala acción haciéndole creer con nuestras

mentiras de que Rosas era digno de la herencia de su espada de Chacabuco.

 

Una brisa húmeda y sahumada de las islas ahuyentó esta nube de tristes

recuerdos. Sí, olvidémoslo todo. Séamos generosos como tú, magnífico río.

¿Qué te importa que tus saludables aguas vayan a morir en la amargura de los

mares? Tus camalotes sirven de piragua al jaguar y de nido a las amorosas

torcazas. La humedad de tus emanaciones vivifican al áspero ceibo de la flor de

sangre, y a la inocente y voluptuosa flor de los aires, hermana de las que crecen

en los bosques misteriosos del Tucumán. Tú obedeces a leyes que no puedes

explicar, pero, que cumples dócil, ¿por qué no haremos los hombres de la

misma manera?

 

¡Marchemos! ¡Marchemos!

 

La perspectiva es magnífica. Tenemos para la vista un horizonte abierto, velado

por la tenue y verde vegetación de las islas. Tenemos para la imaginación los

sueños de ahora que serán realidad para estas comarcas en el porvenir.

Tenemos para el corazón a una parte de la familia argentina representada

dignamente a nuestro rededor. Tenemos para la razón la esperanza de que

mañana estaremos en Santa Fe, y que dentro de unos días más oiremos de la

boca del que nos convoca, estas palabras esperadas por tantos años: "¡El

Congreso Constituyente de la Confederación Argentina está instalado!"

 

Y todo esto era una realidad.

 

La Condesa y el Flambart estuvieron al ancla después del mediodía del 12 en la

boca del riacho de Santa Fe. Ya declinaba el sol, cuando el general acompañado

del señor don Manuel Leiva, ministro general del Gobierno de Santa Fe y de

otros señores se embarcó en un lanchón. Dos verdaderos Cíclopes, armados de

remos que Hércules tendría por pesados, vencieron la corriente principal del

río, unida en sentido opuesto a la del brazo subalterno. Acercado el lanchón a

la costa, se pusieron en fila tres caballos, fijaron sus jinetes un extremo de un

lazo a las cinchas, y el otro se enarbola como por encanto en la punta del palo

único de la embarcación.

 

Vosotros, voluptuosos sibaritas, que pagáis a peso de oro los resortes elásticos

del cupé parisiense y del coche de fábrica inglesa, venid a saborear el más

dulce de los movimientos. La hoja de rosa en el baño de una sultana, impelida

por el aire de las plumas de su abanico; el cóndor cuando duerme en el aire; el

alma de un justo cuando remonta al cielo, no van más plácidas ni más

blandamente se mueven que un lanchón santafesino arrastrado a la silga. Todos

convenían en esto, aunque es verdad que las ponderaciones no fueron tan

poéticas, por temor de no turbar la conciencia de un sacerdote joven, el doctor

Álvarez, y por respeto al general.

 

Las piernas desnudas de los silgadores estaban todavía mojadas con el agua

del río en donde acababan de trabajar como marineros, cuando estaban ya

airosa y firmemente cabalgando. De cada uno de los habitantes del litoral

puede repetirse lo que se dijo de un carapachain de las Conchas a cinco leguas

de Buenos Aires:

 

Pez era sobre las ondas

y león en el rodeo;

y nadie en lanzar las bolas

en bogar con ambos remos,

le igualó.

 

Una hora más de día nos habría proporcionado un espectáculo verdaderamente

interesante que la noche ocultaba en parte. Desde el desembarcadero hasta la

plaza principal de Santa Fe, más de un cuarto de legua, la marcha del general

Urquiza fue, como suena, bajo una lluvia de flores. Las jóvenes bajaban de los

umbrales de sus casas para presentarle coronas, para sahumarle con algunas

gotas de agua de olor, para sembrarle el camino con hojas de claveles, de

arirumas y de otras flores de colores vivos y fragantes. Las banderas y los arcos

de triunfo no llamaban la atención a pesar de la profusión y su lujo, porque las

cosas de la tierra nos absorbían enteramente.

 

El general con parte de su comitiva se alojó a una cuadra de la plaza principal,

en la casa del antiguo gobernador don Estanislao López. El salón de recibo

conserva lo sus muebles de sus pasados dueños. En la parte superior de los

testeros se ven los retratos de López con todas las insignias de su rango, y el de

su esposa, que era una de esas bellas y arrogantes mujeres que la raza española

ostenta entre la gente bien nacida de esta ciudad. Un retrato de Napoleón

d'après David, grabado, se ve sobre el dintel de la puerta que conduce al

dormitorio.

 

Los ministros de Francia y de Inglaterra fueron hospedados decentemente; los

comandantes también en otra casa particular. Ellos podrán decir si son amables

o no las gentes de este pueblo, en donde por un milagro inexplicable se

mantienen las virtudes sociales en toda la pureza, teniendo de un lado los

indios bárbaros del Chaco, y del otro una llanura abierta, frecuente teatro de

batalla en la larga guerra intestina.

 

Santa Fe de la Vera Cruz es una de las más antiguas poblaciones del Río de la

Plata. La parte hacia donde más se extiende es en dirección al desembarcadero

en donde hay un fuerte paredón de cal y canto y una escalera del mismo

material hasta el nivel del agua. Algunos paraísos dan sombra a los que se

sientan allí cerca en los poyos de una alameda cuadrangular. Las barrancas del

riacho por el flanco este de la ciudad son altas; sobre ellas se levanta el

desmoronado convento de San Francisco. La plaza principal se halla en la

misma dirección. En una de sus esquinas está la iglesia pintoresca de la Merced

y en otra la Matriz, lindo templo edificado probablemente por el mismo

arquitecto que trazó el plano de los portales del Cabildo que se halla en la

vereda opuesta de la plaza. Este edificio se está decorando actualmente por el

artista Gras para servir a las sesiones del Congreso. El suelo de Santa Fe es de

arena, favorable a la vegetación del naranjo. Después de una lluvia, al caer del

día particularmente, el aire de la ciudad se embalsama con el exquisito

perfume de los azahares. Por lo demás, esta ciudad se halla en decadencia. A

espaldas de la Aduana, que es la casa de propiedad pública más extensa,

construida en tiempo del gobierno español, se notan vestigios de muchas

quintas que debieron ser grandes y bien cultivadas.

 

En la noche del 13 hubo una reunión de baile en la casa del general, al cual

asistieron muchas señoritas y caballeros distinguidos de la ciudad. Allí

conocimos a varios hijos e hijas, todos muy distinguidos y bien parecidos, del

desgraciado Cullen, víctima de la suspicacia de Rosas y de la traición a la

amistad por parte de Ibarra que le entregó al verdugo. No se puede dar un

paso sobre territorio argentino sin tocar con una mancha de sangre. Y no se sabe

qué admirar más, si la crueldad con que fue derramada o la resignación con

que han padecido las víctimas. No conocemos mayor crimen que el que en

adelante se cometa propendiendo de cualquiera manera a que se encienda de

nuevo la hoguera apagada de los rencores civiles.

 

Al despedirse de la contenta y satisfecha concurrencia de aquella noche, el

general Urquiza tenía que disimular una cruel nueva que acababa de recibir. Al

día siguiente se hizo pública la revolución de Buenos Aires, e inmediatamente

cambió el aspecto de Santa Fe. A las orillas del Salado estaban varias divisiones

prontas a atravesar aquella corriente; las calles antes quietas, hervían en

soldados, brotados como por encanto de todas las cercanías a la voz de sus

jefes. Todos marchaban llenos de contento, y los coroneles y demás militares de

graduación, disimulaban, a ejemplo de su general el resentimiento con los que

les obligaba a emprender una nueva campaña después de tantos trabajos y

sacrificios. Todos creían de buena fe, que sus esfuerzos se hallaban coronados y

que había sonado para ellos el momento del reposo y del goce de la vida de la

familia. ¡Estaban burlados en esta justa esperanza por sus propios compañeros

de armas!

 

El general Urquiza montó a caballo a las once del 15 para dirigirse al

embarcadero. Le seguían todos sus amigos, sus jefes, sus edecanes, las

autoridades de Santa Fe. Un momento antes había asistido a la mesa del

almuerzo sereno y sin visible alteración. No se pronunció contra ninguno de los

individuos que en aquel momento se consideraban como cómplices en la

defección, y trataba, por el contrario, de encontrar razones para creer que tal o

cual individuo de los que se nombraban no habría tomado parte en el

movimiento militar del 11. Embarcado en el puerto, le acompañaron todavía

algunas personas hasta la confluencia del riacho, con el Paraná, en donde

montó al vapor Condesa de Lansdale.

 

El general retrocedió de San Nicolás de los Arroyos; todos saben por qué.

Aunque los hechos son notorios, queremos consignar las notables palabras con

que se expresa el Juez de Paz de aquella ciudad al contestar con fecha 19 a una

circular del gobierno de Buenos Aires del 12.

 

"Agobiado de tristes presentimientos, dice el señor don Pedro Alurralde, por el

porvenir oscuro y desastroso que amenazaba al país, contemplaba que los

abundantes elementos de guerra, que desde ese momento se aglomeraban en

torno de San Nicolás y sus inmediaciones iban a servir para entretener la

destrucción de su patria, y que ese poder fuerte de que se rodeaba al general se

iba a emplear en derramar sangre argentina, oyó complacido emanar del labio

de este grande hombre la palabra de consuelo y de paz, la resolución

irrevocable de dejar a la provincia de Buenos Aires, dueña y señora de sus

destinos...

 

"En estos momentos solemnes, Excmo. señor, el infrascripto no ha visto otra

cosa que la acción del general Urquiza; sólo se ha fijado en el presente y

porvenir de la patria, y es bajo tales inspiraciones que mide la altura a que se

ha elevado el vencedor de Caseros apreciando con admiración y respeto esté

ejemplo de magnanimidad que deberían seguir en adelante, en iguales

circunstancias, todos los hombres que se elevan al poder. Este comportamiento

del Excmo. general Urquiza, sólo es digno de él, atendido a su posición, a los

fuertes elementos que tiene en torno de sí, y a los funestos ejemplos que el país

en su historia le presenta. Pero era preciso ser el libertador de las repúblicas del

Plata, el vencedor en Caseros para producir un hecho semejante..."

 

Éste es un documento elocuente y fidedigno. El que lo firma es testigo ocular

de cuanto relata. Había visto, había oído.

 

A las 6 y cuarto de la tarde del 20 se embarcaba en San Nicolás el general

Urquiza en el vapor Mercedes. La infantería, artillería y bagajes remontaron el

Paraná, y las fuerzas de caballería tomaron la dirección de Santa Fe.

 

¿Y cuáles serán estos destinos?

 

Si nos pudiéramos alucinar por un momento siquiera, ¡con cuánto placer

engolfaríamos el pensamiento en lo futuro de aquel país para contemplarle

bien administrado, rico por el comercio, moralizado por el trabajo, fuerte por la

unión de sus hijos! Pero, ni los antecedentes de su historia pasada, ni los hechos

presentes que inician para aquella provincia un aspecto nuevo en la vida de

inquietudes y de desgracias a que estuvo siempre condenada, nos permiten el

saborear aquella ilusión. Al pie de los sublimes volcanes, en donde la

naturaleza despliega todas las maravillas de la creación tropical, el suelo

expuesto a constantes convulsiones despide de sí el cimiento de los

monumentos sólidos. Y allí, a las orillas del río majestuoso, jamás hallaron las

instituciones ni el gobierno, ni la libertad, terreno preparado para sostenerlos.

El gobierno unas veces confió en la buena intención que sentía en su conciencia

y dejó que se apoderase de la fuerza el espíritu del mal que espiaba sombrío en

los pajonales del desierto; otras veces exageró hasta sus últimos límites el

principio del respeto a la autoridad y la omnipotencia del poder. La libertad

fue en Buenos Aires una palabra vaga desde los días primeros de Mayo. Fue

una verdadera bandera sin color determinado levantada contra la extorsión y el

monopolio políticos y comerciales de la Península, inherentes a todo sistema

metropolitano sobre colonias fundadas ahora tres centurias. La vaguedad de

aquella fórmula que, según una víctima ilustre, se ha invocado muchas veces

para cometer crímenes, es manifiesta en la prensa de 1811 y siguiente. Grecia

tumultuosa. Esparta estoica y bien avenida con la pobreza, eran los modelos de

pueblos libres por que suspiraba la generalidad de nuestros padres. Pero,

entonces siquiera, el canto de la sirena conducía embriagador a la victoria, y

daba esfuerzos para batallar contra los aguerridos españoles, y para levantar

cien veces en Ayohuma, en Venta y media y en Vilcapugio y en Torata.

 

    Donde la victoria nos fue tan ingrata.

 

En nombre de la libertad formamos un Congreso, y esa corporación que

solemnemente había declarado que la República Argentina no sería patrimonio

de ninguna familia, ni de ningún hombre, se dispersó en el seno de Buenos

Aires, a donde había emigrado de Tucumán, al soplo de la acusación de que

quería entregar el país a uno de los vástagos del árbol regio y aborrecido de los

Borbones.

 

Entonces derrumbada enteramente al suelo la esperanza de dar una forma a la

Nación desangrada, extenuada por la lucha de la Independencia que todavía

ardía, caímos en el famoso año de 1820, que si fue de revueltas para todo el

mundo, fue el caos y la disolución para nuestra patria.

 

El año vigésimo fue de Buenos Aires el de las los bandos proclamas, el de los

manifiestos, el de a son de tambor anunciando que un gobierno había

caducado, y que otro lo sucedía, y que las frases de estos documentos que

forman volúmenes acababan y empezaban con la famosa palabra que no hemos

comprendido aún: ¡Libertad!

 

La verdadera libertad que en el orden político viene del respeto a la ley, de la

sumisión al deber, del conocimiento claro de los derechos, sostenido todo por

instituciones adelantadas y generosas, asomó en nuestro horizonte, como la luz

de un corto día. El fundador de este orden, tuvo naturalmente que reaccionar

contra la libertad mal entendida.

 

La mano de una policía vigilante ató el martillo de la campana consistorial,

para que los patricios no se convocaran más a su sonido para remover

gobernadores a su antojo.

 

Todas las libertades caprichosas del militar, del empleado, del sacerdote del

pueblo en fin, fueron subordinadas a leyes y reglamentos, y hasta los poderes

públicos entraron en límites menos irregulares.

 

Irritada la libertad con este yugo que quería imponérsela, espió el primer

momento favorable para sacudirlo; pero antes inventó el fantasma sin el cual no

hay blanco para sus tiros. Inventó el tirano.

 

Cuando los que tenían en su cabeza la forma del orden de que hemos hablado y

creyeron que ya era tiempo de derramarlo, ensayarlo y probarlo, por todo el

territorio argentino, convocaron con la más santa intención otro Congreso

Constituyente, formado de diputados libremente electos por todas las

provincias hermanas.

 

Como cosa natural e indispensable, el pensamiento, que no otra cosa que la

nación representaba aquel cuerpo de muchos miembros, necesitaba un brazo

que les diese relieve, realidad y manifestación. La palabra debía y quería

encarnarse en hechos. El Congreso eligió un Presidente, y éste fue el tirano,

contra el cual se sublevó de un cabo al otro de la llanura argentina la libertad,

montada esta vez sobre el caballo exterminador del Apocalipsis.

 

Las niñas juegan a las muñecas para ejercitarse en el oficio de madres a que las

llama la naturaleza y nosotros jugamos al tirano para crear el más perfecto de

cuantos menciona la historia desde la era primera de los hebreos.

 

Este círculo, cuyos dos puntos extremos, la libertad y la tiranía, se tocan en la

historia de Buenos Aires (ya que él sólo quiere como Atlante, llevar el peso de

las glorias y de las miserias argentinas), es el mismo círculo vicioso que va de

nuevo a recorrer desde la asonada del 11.

 

La libertad se ha encerrado en la Sala de Representantes, en el fondo de la cual,

como en el de la caja fabulosa, se encierra sin embargo una esperanza de

salvación. Cuando a fuerza de agitarse inútilmente sus miembros busquen una

posición cómoda para descansar de la anarquía, entonces convocarán al pueblo

para que elija sus diputados al Congreso de las trece hermanas, les munirán

con las instrucciones y restricciones que crean convenirles, y uniformando

intereses y derechos, la libertad soñada se convertirá en una realidad que

bendecirá a la providencia.

 

Del 22 al 27 las tropas entrerrianas, fieles a su Gobernador, sin balsas, sin

embarcación alguna, atravesaban con sus caballadas, como unos peces del

anchuroso Paraná, frente a las alturas Punta Gorda.

 

En la batalla de Caseros el general Urquiza mostró lo que valía como soldado.

En esta segunda campaña sobre Buenos Aires ha demostrado toda la

magnanimidad de que es capaz su corazón.

 

Sus últimas palabras a la Nación han sido éstas: "¡Argentinos! marchemos

unidos todos al grande objeto de nuestros afanes, que es dar a la Nación leyes

permanentes e instituciones que las conserven y les sirvan de garantía. Uníos en

torno de vuestras propias autoridades provinciales y marchando uniformes en

el pensamiento de nacionalidad, robusteced los vínculos que la forman, para

que ellos se hagan indestructibles".

 

Imitemos su abnegación y realicemos, nosotros argentinos, los consejos que

sabiamente nos dirige.

 

 

 

DONADO POR PROYECTO AMEGHINO