ROMÁN
GUBERN
FUNDACION PARA EL DESARROLLO DE LA FUNCION SOCIAL DE LAS
COMUNICACIONES
XIV.
Claustrofilia versus agorafilia en la sociedad
postindustrial
Desde
el invento de la imprenta, todas las restantes tecnologías de la
comunicación de masas han nacido con la vocación de producir o difundir
mensajes orientados especialmente al consumo privado y domiciliario, como el
gramófono, la radio y la televisión. Las dos excepciones clamorosas a esta
tendencia -de las que hemos dado cuenta en este libro— las constituyeron
dos medios pertenecientes a la cultura verboicónica: el cartel y el cine. El
primero como potenciación litográfica de una tradición publicitaria e
informativa ya existente en las vías públicas; el segundo como un nuevo estadio
tecnológico del espectáculo teatral y del circo. Esta potenciación del polo
privado de la comunicación se produjo, además, en el marco de un gran desarrollo
de las telecomunicaciones, desarrollo que se hizo en parte a expensas de los
medios de transporte, salvo para el desplazamiento de mercancías físicas. Pero
el correo, el telégrafo y el teléfono constituyeron, antes de la era telemática,
instrumentos que ahorraban el desplazamiento geográfico de las personas para
encontrarse y comunicarse cara a cara. Y ya en la era telemática, la
potenciación del hogar como centro laboral, educacional y recreativo
gracias al uso de terminales audiovisuales, está en relación directa con la
sustitución de los transportes por las telecomunicaciones, sustitución
acelerada por la crisis de los carburantes tradicionales de origen fósil y por
el desmesurado crecimiento de las áreas metropolitanas.
De
este modo, la masificación en el ámbito público —que tiene sus escenarios
corales en las calles, plazas, estadios, fábricas, oficinas, discotecas, playas,
etc.— y la potenciación primero del ocio y luego del teletrabajo en el ámbito
hogareño, fomentada por las industrias de electrodomésticos inicialmente y
luego por la telemática, aparecen como los dos polos de la actual
dialéctica de la socialización y de la cultura de masas, dibujando una oposición
entre masificación y atomización social, o entre extroversión pública y
reclusión hogareña.
No
puede decirse que esta oposición sea enteramente nueva en la historia del
hombre. En el reino animal se produce también una dialéctica biológica,
bien conocida por los etólogos, entre exploración y reclusión, entre caza y
madriguera, entre actividad expansiva y reposo, con frecuencia siguiendo unas
pautas cíclicas muy bien determinadas. También el cazador primitivo repartía su
vida entre el territorio cinegético y el refugio de su cueva pero este fenómeno
tenía unas dimensiones y unas características muy diversas a las actuales.
La
gran escisión psicosocial entre comunidad y privacidad fue una de las muchas
consecuencias precipitadas por la desaparición de la tribu y de las comunidades
rurales reemplazadas por los primeros conglomerados urbanos en Oriente Medio.
Esta escisión que dicotomiza dos categorías del ser social, se iría
ampliando con la consolidación de las culturas urbanas, en las que se delimita
netamente el espacio hogareño del espacio público y anónimo. Otro impulso en el
proceso de repliegue sobre el hogar lo produjo la privatización ideológica que
iniciaron la cultura gutembergiana, con el instrumento del libro impreso, y el
protestantismo, al romper conjuntamente con formas fundamentales de la
ritualidad colectiva, una ritualidad muy formalista y fuertemente cohesiva
forjado por el catolicismo, el sermón y la lectura en público. En este proceso
evolutivo, el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación social ha
radicalizado definitivamente la escisión entre ámbito público y ámnbito privado,
creando una fuerte dialéctica entre ocio claustrofílico y ocio agorafílico,
entre trabajo domiciliario y trabajo en comunidad, entre la soledad del búnker
electrónico y la masificación tribal.
Un
estudio de la evolución de los hogares occidentales a lo largo de los últimos
150 años resulta altamente instructivo para valorar su consolidación como locus
vital de interconexión con el exterior, realizando la paradoja de que tal
interconexión técnica le permitía cada vez mayor autonomía y aislamiento.
El sistema de agua corriente, por ejemplo, supuso un sistema de
canalización que enlazaba al hogar con el exterior, pero a la vez evitaba
que sus ocupantes saliesen de la casa para acercarse a fuentes públicas,
acequias, estanques o pozos. Estos sistemas de interconexión se ampliaron,
como es sabido, a la canalización del gas para el alumbrado y luego a la red
eléctrica. Pero estas importantísimas redes de suministro, que significaban
a la vez una dependencia del exterior que garantizaba la autonomía en el
interior, transportaban energías desprovistas de todo valor sémico. Fue la red
telefónica, que se inauguró para conferencias urbanas en New Haven (Connecticut)
en 1878, la primera que supuso un auténtico medio de telecomunicación
bidireccional, capaz de transmitir información y utilizando una vía alámbrica.
En los años veinte la radio permitió la invisible conexión hertziana,
aunque se instauró en la modalidad de comunicación monodireccional,
convertido el hogar en polo de recepción únicamente, como volvería a ocurrir con
la televisión. El cable de fibra óptica haría finalmente posible la aspiración
democrática a la comunicación interactiva entre emisor y receptor: Bélgica,
pionera europea, tenía ya cableado en 1986 el 80 por ciento de su territorio
urbano. En este tránsito ilustrativo desde la conexión a redes públicas de
energía a la conexión a fuentes de información se mide el proceso de
progresiva complejización tecnológica del hogar
occidental.
En
1964, Ernest Dichter describió metafóricamente al hogar como una cueva
aterciopelada (203), espacio familiar narcisista en el que el ama de casa
detenta el poder hegemónico, aunque auxiliada por aparatos
electrodomésticos que tienen connotaciones masculinas, como sustitutos para
el trabajo físico pesado (204). En este acelerado proceso de tecnificación del
hogar moderno, Baudrillard ha podido referirse justamente a la
“transistorización del entorno" (205), transistorización que ha conducido a
la miniaturización de los aparatos, compactos y transportables, y gran impulsora
de la informatización de los hogares. De este modo se efectuó el paso del gran
mueble de resabios decimonónicos que era el viejo aparato de radio al
minimalismo objetual de la era electrónica. Por otra parte, la posesión privada
de quincallería electrónico-informática se convirtió, en su función ostensiva,
en nuevo signo de prestigio y de autoestima social, en una secuencia progresiva
que condujo desde el televisor en blanco y negro y la radiogramola al ordenador
personal y la antena de plato en el tejado. Lo mismo ocurrió con la quincallería
específica de las amas de casa, en la vasta gama de auxiliares electrodomésticos
para la limpieza del hogar y las actividades culinarias.
En
este proceso, el destino de la caverna electrónica es el de convertirse en
cabaña telematizada, pasando de la era de las energías a la era de las
comunicaciones. Este es el modelo que contempla la hogarótica, en su aspiración a automatizar las
viviendas, para el trabajo (profesional y extraprofesional), la enseñanza y
el ocio. Y en este modelo ocupa un lugar central el terminal visualizador,
centro comunicacional para la telescuela, el teletexto, el videotex, la
videocompra a distancia, el telebanco, el correo electrónico y la
videoconferencia, entre otras actividades.
En
este nuevo modelo de hogar telematizado puede efectuarse desde el domicilio, en
una palabra, cualquier trabajo que implique transferencia de información, con la
única condición de que no implique también manipulación de materiales
físicos o contacto táctil con otra persona. El abogado o el psiquiatra pueden
despachar con su cliente desde su pantalla y el profesional puede efectuar
consultas mediante conexiones a sistemas expertos. En estas características
reside la esencia de la que bien puede llamarse tecnocultura interfacial,
en la que el cara a cara de la comunicación no mediada es reemplazado por la
experiencia vicarial obtenida con la interfacialidad con
aparatos.
Pero
es menester ponderar también las limitaciones de este modelo. Las
telecomunicaciones permiten, por ejemplo, que un habitante de Roma
pronuncie una conferencia en Tokyo sin salir de Roma. Pero no le permiten
estrechar la mano al colega de Tokyo, ni ir a tomar una taza de sake con
él, ni oler los crisantemos de aquella ciudad. Se trata, en efecto, de un modelo
comunicativo que se define por la comunidad sin proximidad física, por la
interacción a través de intermediarios tecnológicos, por la comunicación sin
contacto. En una sociedad en la que se habla ya de la patología
psicosomática del skin hunger (hambre de piel) es menester valorar
cuidadosamente la distinción entre comunicación informativa (que las nuevas
tecnologías potencian) y comunicación sensorio‑afectiva (que las nuevas
tecnologías merman). Por eso es difícil suscribir el entusiasmo de Naisbitt
ante el proyecto de escolarización en el propio hogar (206), con el niño o la
niña segregados del contacto físico de sus compañeros y con la sustitución del
universo por sus simulacros audioicónicos en una pantalla y un altavoz, con la
permuta de los objetos por sus signos. Cuando los etólogos han descrito el daño
irreversible padecido por los macacos jóvenes criados en aislamiento y con
madres simuladas en tela, no hay razón para suponer que nuestros monos
desnudos no sufran también desórdenes psíquicos profundos al amputarles su
derecho a la interacción física plena.
Pero
es obvio que el triunfo de la privacidad doméstica –un libro italiano sobre el
tema se titula elocuentemente Il trionfo del privato (207)- Brinda explicaciones
de todo orden, comenzando por las biológicas. Se argumenta, por ejemplo, que el
imperativo territorial –de remoto origen alimenticio- está inscrito
genéticamente en el cerebro reptiliano (cuyo origen se remonta a unos 200
millones de años) y que el hombre todavía conserva en la formación reticular
mesoencefálica, el mesoencéfalo y las formaciones de base del cerebro (208). En consecuencia, el hommbre, como
los restantes vertebrados, es un ser territorial que asocia la idea de seguridad
a un territorio propio de su fijación o pertenencia. Este fenómeno
biosociológico conduce, a escala macroscópica, a la institución de los
territorios‑patrias y a las guerras en su defensa. Y a escala microscópica
conduce a una psicología larocéntrica, centrada en el territorio
domiciliar.
Otro
punto de vista acerca del fenómeno, siguiendo a Parsons, nos llevaría a
constatar que en la sociedad moderna las dos funciones sociales que ha
conservado el ámbito familiar‑privado son la socialización de los niños y el
apoyo emocional para los miembros adultos de la sociedad. Pero es
interesante constatar que el repliegue sobre el hogar ha coincidido,
significativamente, con la gran crisis de la familia nuclear, que conoce la
tasa de divorcios más alta de su historia y que todavía sigue en ascenso.
Se trata, sin duda, de una manifestación de la crisis del ego occidental, que
busca refugio emocional en las formas de comunidad más primarias, pero en
una fase histórica en que tales comunidades han perdido la funcionalidad y
consistencia que tenían en las viejas sociedades agrarias. Por eso las
nuevas tecnologías de la hogarótica tratan de cohesionar a la familia en el
seno del hogar, precisamente en la época en que es más patente su crisis por sus
tendencias centrífugas: la fuga de los adolescentes de la tiranía parental, las
tentaciones extraconyugales de los adultos en una sociedad sexualmente muy
permisiva, la rivalidad entre hermanos, la incomunicación con los abuelos,
etc.
En
esta perspectiva funcionalista no se puede olvidar que la sociedad de consumo ha
fomentado la insolidaridad y el antagonismo, compartimentando los intereses
individuales: el Otro es el que abarrota las autopistas durante el week‑end y me
impide avanzar fluidamente, el Otro es el que agota las localidades del
concierto al que yo quería asistir, el Otro es el que llena y ensucia las playas
que apenas puedo gozar, etc. El Otro es, en pocas palabras, mi enemigo o
competidor. De este modo, el hogar aparece por contraste como foro
protector de las interrelaciones afectivas y se erige como refugio opuesto al
páramo afectivo del espacio laboral, a la competitividad de las zonas comunales
y debido también a que los espacios públicos son vistos como territorios de
creciente inseguridad. La claustrofilia sería así una forma defensiva de
regresión desde la interacción social hacia el aislamiento protector en la
célula familiar. Empleando una metáfora organicista, se diría que el hogar actúa
como un simulacro simbólico del protector claustro materno, frente a las
agresiones externas.
Pero
Baudrillard, tan amigo de las provocaciones, ha añadido que el triunfo
contemporáneo de la privacidad constituye "una forma de resistencia activa a la
manipulación política” (206). La observación de Baudrillard tiene la virtud de
invitarnos a recordar que la familia en el hogar no está, como antaño, protegida
en un búnker estanco, sino que constituye una célula de consumo comercial,
cultural e ideológico. En la era de los medios electrónicos, el ámbito
privado y doméstico pasa a ser colonizado por los grandes poderes
institucionales, los del Estado y los de las industrias culturales,
modelando ideologías y comportamientos con fuerte tendencia al uniformismo
y a la docilidad.
La
acentuada escisión entre ámbito cultural privado y ámbito cultural público
permite referirse a un ocio tradicional, el ocio agorafílico en espacios
comunitarios y compartidos, como los del estadio, del teatro, del circo y hoy de
la sala de cine y de la discoteca, definidos por la masificación y la
ritualidad neotribal, contrapuesto en la actualidad al ocio claustrofílico
en torno a aparatos electrodomésticos, convertidos en nuevos fetiches
tecnológicos en el seno de un hogar‑búnker que aspira a la autosuficiencia,
mediante un equipamiento permanente que constituye la infraestructura
informacional del nuevo hogar. En esta dicotomización entre claustrofilia y
agorafilia han desempeñado un papel esencial las motivaciones económicas. Los
últimos avances tecnológicos tienden a incorporar los mensajes tradicionales de
uso (film, programa televisivo y radiofónico, programa de ordenador) al estatuto
de mensajes de propiedad (Super 8, videocassette, cinta magnetofónica,
diskette), haciendo acceder toda la información audiovisual al estatuto de
propiedad privada de sus soportes, como ya ocurría antes con el periódico el
libro y el disco.
Para
las industrias culturales, la venta de hardware a los usuarios fomentada por la
miniaturización y abaratamiento de sus componentes— y la adquisición de los
mensajes por parte de sus fruidores es económicamente ventajosa, pues además de
vender equipos relativamente costosos alienta también el consumismo
coleccionista de mensajes o programas, más rentable para ellas que su mero
usufructo ya que la meta final es la venta o atesoramiento privado de
libros, discos, videocassettes o programas de ordenador, que acaso nunca
serán gozados efectivamente por el coleccionista (por falta de tiempo, entre
otras razones), salvo en su calidad de potencial poder cultural acumulado en sus
estanterías, o capital cultural disponible. En este caso se asiste, dado el
desequilibrio entre oferta cultural y tiempo real disponible, a una auténtica
explotación económica del tiempo libre ilusorio del consumidor cultural, cuyo
apetito coleccionista eclipsa esa carencia de disponibilidad
temporal.
La
privacidad en el consumo cultural, potenciada por la autoprogramación en el
hardware doméstico, aparece hoy como la máxima forma de libertad: en mi
hábitat yo elijo libremente mis programas. En la nueva topografía de los
hogares que inauguró el televisor doméstico, introduciendo una redistribución
del mobiliario, los equipamientos tecnoculturales ocupan hoy un lugar relevante.
La biblioteca fue siempre un archivo de información selecto y estadísticamente
raro. Pero su carencia o su raquitismo contrastan hoy con la inevitable
presencia de uno o varios aparatos de radio (generalmente portátiles), con
un tocadiscos que genera el archivo de su correspondiente audioteca (discos y audiocassettes, un
equipo de Super 8 y sus películas arrinconados ya por el televisor en color y su
magnetoscopio, generador a su vez de una videoteca en la que se codean las
películas de aventuras, los videojuegos y las pornocintas, además del
ordenador personal con su correspondiente colección de programas. En hogares de
clases altas podemos encontrar viejos signos aristocratizantes como las
mesas de billar y no son raros actualmente los telescopios domésticos. Mientras
que en los hogares mejor dotados su territorio está zonalizado además con áreas
tan específicas como el jardín, la piscina, el gimnasio, la sauna, el cuarto de
juegos, etc. Es decir, la nueva tecnocultura democrática ha sido absorbida
también por el Homo otiosus de corte aristocrático, mientras que en las casas no
aristocráticas en las que falta el jardín, la piscina y la sauna, no faltan en
cambio los sofisticados equipamientos de la industria
electrónica.
El
espacio privado del ocio claustrofílico se ha revelado más propicio para la
difusión de mensajes muy diversificados y relativamente minoritarios que el
espacio público, gravado por los gastos generales de mantenimiento de un local
abierto al público (pago de alquiler, salarios al personal) y necesitado
por ello de audiencias de cierta amplitud para compensar los elevados
gastos. Contrástese el inexorable cierre de salas de teatro y de cine en todas
las ciudades occidentales con el incremento de ventas de magnetoscopios
domésticos y con la difusión de antenas de plato, que multiplican
espectacularmente la oferta del televisor casero.
Pero
estas excelencias tecnoculturales, que Moles resumió en la fórmula de la
opulencia comunicacional, no deben llamar a engaño, ni enmascarar sus
servidumbres. Es cierto que el democrático abaratamiento de las tecnologías
productoras o reproductoras de mensajes han hecho del ciudadano un comprador y
usuario potencial de tales equipos, permitiendo una muy diversificada fruición o
incluso producción de mensajes, sobre todo en el ámbito audiovisual (fotografía,
film en Super 8, grabación magnetofónica, videograma, imagen por ordenador).
Pero este fenómeno de signo democrático ha avanzado simultáneamente al
proceso de concentración oligopolista o monopolista sobre los grandes canales de
difusión social, proceso que ha desplazado el control censor de facto desde la
fase de producción de los mensajes —antaño fiscalizada severamente— a la de
difusión, impidiendo o dificultando el acceso de los mensajes extraindustriales,
artesanales o marginales a los grandes canales sociales del mercado
audiovisual. La aventura y el destino de la cultura underground de los años
sesenta, y de las radios y televisiones libres en Italia en los setenta, han
resultado muy ilustrativos a este respecto, corroborando que la fotocopiadora
difícilmente podrá competir en el mercado con los satélites de
comunicaciones y que la cultura artesanal será siempre eclipsada por la
institucional. En líneas generales puede afirmarse que al abaratamiento y
democratización de las tecnologías de elaboración y de reproducción doméstica de
mensajes, provocada por las apetencias lucrativas en un sector muy consumista de
la industria, ha correspondido un endurecimiento correlativo en el control
oligopolístico de los canales de difusión masiva. Al ciudadano privado se le
permite ahora consumir mucho más en su casa, e incluso transmutarse en artista
creador, pero no se le permite en cambio que su obra salga de la reducida esfera
de su privacidad.
El
debate en torno a las virtudes e inconvenientes de la claustrofilia o del
larocentrismo cultural es denso en consideraciones antropológicas y
sociológicas. A la patología del larocentrismo se asocia la teleadicción
incondicional, en la que el pueblo (sujeto político activo) se hace público
(sujeto massmediático pasivo), como señalamos ya al examinar los efectos
socioculturales de la televisión. El fenómeno de la teleadicción se ha
ampliado con los ordenadores personales a la computadicción, en un fenómeno que
puede ser caracterizado genéricamente como sobredependencia de la pantalla y que
ya ha motivado divorcios en los Estados Unidos, incoados por esposas que
alegaban que la dedicación de sus maridos al ordenador llevaba a desatenderlas,
a no sacarlas a cenar o a pasear, etc. La patología del larocentrismo, en
tanto que forma de repliegue sobre sí mismo, ha sido asociada inevitablemente a
la del narcisismo, como abolición o negación del Otro. Esta cultura del
narcisismo, que constituye uno de los ejes de reflexión del libro de Richard
Sennett titulado elocuentemente El declive del hombre público (210), tiene
su contrapunto social en la exteriorización histérica colectiva de
sentimientos, fuertemente ritualizados, de los ciudadanos en las gradas de los
estadios deportivos o de los adolescentes en las pistas de baile de las
discotecas.
Por
otra parte, las ventajas de la cultura larocéntrica, asociadas a la ley del
mínimo esfuerzo físico y a la del ahorro de energía, no aparecen como una
panacea universal. En 1983, una encuesta de Yankelovich para la revista
Time indicaba que un 73 por ciento de los encuestados creían que el computador
permitiría trabajar en casa; pero solo al 31 por ciento le gustaría hacerlo
(211). He aquí un toque de advertencia a los proyectos de la ingeniería social
del consenso basado en la compartimentación domiciliaria de los
ciudadanos.
La
primera consecuencia de la cultura larocéntrica es la de extremar el
biosedentarismo ciudadano, como ya denunciamos en otro capítulo, en una época ya
castigada por la plaga del automóvil. Allí observábamos que jamás el hombre
viajó tanto gracias a sus ojos e inmóvil desde una butaca, como con la
conjunción del automóvil y del televisor. Este exceso patógeno de sedentarismo
en la sociedad actual, castigada también por las dietas altas en calorías,
obliga a los ciudadanos a ocupar una parte de su horario de ocio en actividades
físicas enérgicas e improductivas —footing, jogging, gimnasia, golf, etc.— para
llevar a cabo aquel ejercicio que en otras épocas se efectuaba funcionalmente al
desempeñar tareas económicas productivas. Hoy, en cambio, hay que pagar una
cuota al gimnasio para hacer trabajar los músculos del modo en que antaño lo
hacían los siervos para generar riqueza. En este proceso de compensación
psicosomática ha irrumpido también —como ya señalamos en el capítulo
anterior— el week‑end en el campo o junto al mar, así como actividades
deportivas tales como la caza, la pesca o la navegación, que retrotraen al
hombre urbano a los orígenes de su especie, haciendo que lo que fueron duras
tareas para la supervivencia física en un hábitat agreste se conviertan ahora en
actividades lúdicas y relajantes, en compensaciones naturalistas o en
simulacros rituales filogenéticamente nostálgicos, que exorcisan con la
clorofila o las sales marinas los artificios de la sociedad
postindustrial.
El
trabajo o el ocio en la cueva aterciopelada han sido acusados de generar una
compartimentación o aislamiento interpersonal y social, que afecta también a la
experimentación directa del mundo físico, ya que los signos tienden a suplantar
a las cosas, afectando especialmente con ello la socialización del niño en edad
escolar y la sexualidad de los adultos, entre otros aspectos. También se ha
dicho que esta compartimentación física y social favorece el individualismo, la
insolidaridad y la sumisión al poder central, como fermento de esas mayorías
silenciosas introducidas como categoría sociológica por Nixon en su discurso del
3 de noviembre de 1969 acerca del apoyo a su política en Vietnam y luego
teorizadas por Baudrillard, que no serían otra cosa que esa mayoría que
presuntamente se queda enclaustrada en su hogar y que no se manifiesta en la
calle, ni en los medios de
comunicación
social, pero que existe como realidad estadística, aunque sólo pueda
cuantificársela en los periódicos ritos electorales. A ese fenómeno asocia
Baudrillard apocalípticamente el fin de lo social.
Ante
las muchas críticas vertidas contra la cultura del trabajo y del ocio
claustrofílicos, como agente desocializador y promotor de un repliegue
narcisista sobre el territorio hogareño, se han alzado también inventarios
acerca de sus virtudes o ventajas, arguyendo en
especial:
1)
Este modelo ayuda a mantener y consolidar la unidad y la intercomunicación
familiar en una sociedad altamente centrífuga y
disgregadora.
2)
Permite recibir información externa, gozar de espectáculos o emitir e
intercambiar mensajes en las condiciones de máxima comodidad
hogareña.
3)
Protege de la insegura, caótica o ruidosa vida urbana
exterior.
4)
Supone una economía de tiempo y de dinero en términos de desplazamientos,
parkings, colas, gestiones cara a cara, compras de entradas para espectáculos,
etc.
5)
A través del terminal televisivo doméstico se puede obtener muchísima más
información y participar en muchas más experiencias comunicativas que las
que serían posibles mediante la movilidad física de los
sujetos.
Estas
obvias ventajas de la cultura claustrofílica nos recuerdan que la intensa
proximidad física de la densificación urbana contemporánea ha provocado un
pronunciado distanciamiento afectivo entre las gentes. Igualmente, en las
empresas trabajan con frecuencia codo con codo personas que apenas saben nada la
una de la otra. De tal modo, que el universo social puede acabar por parecerse a
un desierto lleno de gente, que invite imperiosamente al refugio emocional
en la cueva aterciopelada. La creciente permisividad sexual parece generar
también una tendencia en tal sentido, según parece corroborar aquel chiste
hollywoodense en el que, en plena orgía de una veintena de personas, un hombre
susurra a la mujer con la que está haciendo el amor: “Oye, ¿qué haces después de
la orgía?” La privacidad es, en este terreno, todavía un valor sólido, incluso
entre sujetos muy promiscuos. En un manual norteamericano de instrucciones
profesionales para rodar películas pornográficas, se recoge el siguiente y
elocuente testimonio de una actriz de este género: “Es muy extraño, no me
di cuenta de todo lo que implicaba un orgasmo hasta que tuve uno en un rodaje.
Yo raramente tengo orgasmos cuando ruedo... Y me dije: «¡Uf! Esto ha sido
fuerte», y me sentí embarazada, como vulnerable... Entonces pensé: «Mira, estos
chicos tienen que hacerlo todo el rato... Tener que eyacular así es una cosa
dura» (212).
Pero
es hora ya de contemplar el contrapunto que supone la cultura agorafílica.
Para las clases menos favorecidas, la opresión del espacio doméstico
—pequeño y mal equipado— puede investir al espacio público de la condición de
alternativa placentera y lúdica, sobre todo en los territorios de clima benigno,
desde Sicilia hasta Nueva Orleáns. El espacio público ha sido por antonomasia el
espacio de la socialización y de la fiesta —que supone la cohabitación
ritual en un espacio compartido jubilosamente por un grupo— y ha servido
tradicionalmente para afirmar la vitalidad, la cohesión y la unidad del grupo a
través de su interacción personal cara a cara. Es cierto que en los últimos años
hemos asistido a una evidente decadencia de las ferias, mercados y fiestas
populares, que constituyen ritos transmisores de las tradiciones y saberes
populares, así como espacios eficaces de sociabilidad. La telecompra (por
correo, teléfono u ordenador) les está asestando un golpe de muerte,
probablemente definitivo.
En
los inicios de la televisión por cable en los Estados Unidos, el argumento
de la densidad demográfica se esgrimió como uno de los más convincentes
para promocionar la nueva tecnología: en ese momento, un 80 por ciento de la
población vivía en una décima parte del territorio nacional, por lo que el cable
aparecía como necesario para resolver problemas de tráfico urbano, de
transportes interurbanos y de contaminación (213). Esta espectacular
distribución de la población, que ha concentrado gigantescos polos demográficos
a expensas de la desertización de grandes espacios, ha sido posible entre otras
razones por la llamada “revolución verde” en el sector agrícola, hecha realidad
con fertilizantes, tractores y otras máquinas agrarias y más tarde con la
bioingeniería (ingeniería genética, tecnología de las enzimas, etc.), que esta
transformando el viejo mundo rural en compactas comunidades tecnorrurales, que
requieren muy poco personal. A esta revolución de los grandes espacios hay
que añadir ahora la predecible desaparición —o por lo menos declive— de la
civilización del papel, que podría permitir un necesario y saludable desarrollo
forestal, cuando los ecologistas nos advierten de la catástrofe planetaria de la
deforestación, estimada hoy en un 1,2 por ciento anual.
La
Revolución Tecnocientífica es también, por lo tanto, una revolución
territorial, demográfica y ecológica. Ya hemos aludido en varias ocasiones
a lo largo del libro a la dialéctica entre medios de telecomunicación y medios
de transporte: se ha calculado que las telecomunicaciones pueden reemplazar
aproximadamente al 18 por ciento del tráfico urbano (214) y se ha llegado a
sugerir que el Estado debería subvencionar las conexiones telemáticas para
sustituir funciones de los viejos transportes públicos. Ello permitiría
reorganizar el espacio urbano, corregir los desequilibrios demográficos,
densificar las zonas rurales o silvestres, reducir la contaminación, etc. A
pesar de ello, el uso del espacio público se revela difícilmente
programable, sobre todo teniendo en cuenta factores como la especulación del
suelo y ponderando fenómenos socioculturales tan decisivos como el automóvil
privado, que es una extensión estanca del propio hogar equipada ya con
radiocassette y en trance de equiparse ahora con radioteléfono. Al
contemplar las densas autopistas de Los Angeles, en las que los automóviles
aparecen durante horas enlazados con el exterior por un invisible hilo
hertziano, se tiene la impresión de que en nuestra cultura ha nacido el nuevo y
gigantesco espacio móvil de la cultura
autorradiofónica.
En
esta revolución del espacio, el territorio laboral aparece como uno de los más
profundamente afectados. Las fábricas surgidas de la Revolución Industrial
se situaban cerca de las reservas de minerales y de carbón, cerca de los ríos
que proporcionaban energía hidráulica, o cerca de los puertos de embarque de
mercancías. Las nuevas factorías de la era electrónica tienden a situarse, en
cambio, cerca de los centros de investigación y adiestramiento, o cerca de los
nudos de telecomunicaciones. Además de esto, con la revolución telemática el
territorio empresarial tiende a volatilizarse y a desperdigarse, a la vez
que el hábitat privado del trabajador se convierte, gracias a su terminal
doméstico, en parte de la factoría. De modo que desde su hogar (como el viejo
artesano preindustrial) el trabajador telemático se inserta vicarialmente
en el nuevo locus de la productividad. Las consecuencias psicológicas de esta
desintegración del territorio empresarial son enormes. Este fenómeno de
descentralización territorial de las empresas ha sido provocado por varios
factores:
1)
Por el cada vez más alto precio del suelo en las grandes ciudades
industriales.
2)
Por la mejora de los sistemas de comunicación y
transporte.
3)
Por el paso de la sociedad industrial, productora de bienes físicos, a la sociedad
informatizada.
4)
Por el desarrollo de infraestructuras y equipamientos telemáticos que hacen
posible el teletrabajo en el domicilio.
Richeri
distingue pertinentemente entre deslocalización (separación geográfica del
centro de trabajo, como la del trabajador en su domicilio) y
descentralización (o diversificación de los centros de decisión y/o de
control) (215). La deslocalización telemática en el hogar ahorra tiempo y gastos
de desplazamiento laboral, descongestiona el tráfico y permite la incorporación
a la actividad productiva de ciertos impedidos, ancianos, amas de casa con
niños, etc. La descentralización delega poder y capacidad de decisión en otros
ámbitos territoriales, de acuerdo con sus requerimientos específicos en cada
momento y circunstancia.
Si
las nuevas tecnologías han afectado tan profundamente a la estructura
territorial de la empresa postindustrial, su impacto no ha sido menor en el
ámbito del ocio, según puede inferirse de cuanto llevamos expuesto acerca de la
dicotomía entre cultura claustrofílica y cultura agorafílica. Salen a la
calle, en principio, aquellos ciudadanos para quienes las alternativas del
ocio doméstico (lectura, juegos, tocadiscos, televisión, video, etc.) resultan
menos atractivas que las alternativas agorafílicas, o los que pueden acceder
económicamente a formas ostensivas o de otro tipo que exigen un desembolso
relativamente alto. En consecuencia, existen varios segmentos muy
diferenciados que optan por formas de ocio agorafílico. Por una parte, un
segmento importante de la juventud, sin obligaciones familiares y
estimulado por la socialización y el contacto interpersonal variado en espacios
públicos, tales como bares y discotecas. Pero también un segmento formado por
capas económicas desfavorecidas, cuyos hogares ofrecen pocos atractivos:
pisos pequeños y agobiantes, carencia de televisor en color y de
magnetoscopio, etc., aunque este segmento de bajos ingresos ha de medir
cuidadosamente sus desembolsos en el sector del ocio agorafílico y a veces
no tiene más remedio que quedarse en casa. Y, en agudo contraste social con
ambos segmentos, las clases acomodadas que pueden contratar una
baby-sitter, cenar fuera de casa, ir a la ópera, al teatro o al concierto,
etc. En resumen, debe concluirse que la elección de ofertas de ocio se
estratifica socialmente según las capacidades económicas y culturales de
cada individuo o grupo social. Así, por ejemplo, ante el fenómeno generalizado
de extinción de salas públicas de cine, se observa en concordancia con lo
expuesto que los jóvenes constituyen todavía un segmento dominante en su
público, junto con las élites cinéfilas de todas las edades en ciertas ofertas
de programación.
Uno
de los elementos esenciales del ocio participativo de la cultura
agorafílica es el de la gratificación o premio a un pequeño esfuerzo
personal (salir a la calle, desplazarse, hacer cola, etc.), obtenido por un tipo
de oferta que se diferencia en algún aspecto estimulante de la que es posible
obtener en el domicilio. Por otra parte, como tiende a producirse una
concentración topográfica de los centros del ocio urbano, y una correlativa
desertización de la periferia, cuanto más próxima sea la residencia al
cinturón‑dormitorio urbano, más complicado y caro resultará acceder a los
grandes centros hedonistas y espectaculares de las macrociudades. De ahí un
nuevo factor de estratificación social del ocio urbano y una limitacion de facto
ante ciertas ofertas del ocio agorafílico para las clases económicas menos
favorecidas.
En
realidad, con sus virtudes e insuficiencias, ambas formas de ocio son
psicológicamente y socialmente complementarias. Mientras el ocio
privatizado y claustrofílico prima valores como territorialidad,
protección, seguridad, refugio, recogimiento e introversión, la ritualidad
tribal del ocio agorafílico en el estadio, el circo, el teatro, el cine, la
sala de conciertos, la discoteca, el bar o la playa prima valores tales
como la fiesta, la comunidad, la extroversión, la interacción personal, la
aventura, las nuevas relaciones, la emulación, la fuga de la soledad y la
liturgia coral. Dicho esto, no podemos hacer más que constatar que las
tecnologías del ocio que se lanzan al mercado tienden a favorecer netamente
a la primera alternativa en detrimento de la segunda, como ya se señaló, con
toda su estela de consecuencias psicológicas y sociales. Por lo que las
políticas culturales de los poderes públicos deberían incentivar el ocio
agorafílico, ya que de la promoción del ocio claustrofílico ya se encargan las
grandes industrias del sector electrodoméstico.
A
todo ello debe añadirse que, si el tiempo de ocio en la sociedad
postindustrial es una magnitud fluida y libremente poliutilizable, el
espacio territorial de esta sociedad no ofrece la misma versatilidad. El espacio
es el soporte físico privilegiado de la acumulación y de las desigualdades
sociales. Ni una ciudad posmoderna como Los Angeles ha conseguido evitar la
existencia de un centro comercial principal, de lujosos barrios
residenciales para ricos y de barrios degradados para pobres. De modo que el
confinamiento en el hogar por el anclaje en torno a los aparatos
electrodomésticos (especialmente el televisor) se ve agravado por la
sectorialización del espacio urbano según las diversas capas sociales
(burguesía, pequeña burquesia, ciudades‑dormitorio, etc.), que crea zonas
de marginación massmediática —zonas de escasa o nula oferta cultural y cuyo bajo
nivel de vida no hace rentable su cableado— y acentúa la incomunicación en el
seno del tejido social.
El
repliegue sobre la privacidad, añadido al expansivo automatismo que reemplaza a
los hombres por máquinas, se han conjugado para provocar lo que los sociólogos
denominan “ausencia de ceremonia” en la sociedad postindustrial. Al do it
yourself (hágalo usted mismo), que es propio de los kits de bricolaje usados en
los hogares, ha correspondido en la vida pública el restaurante self‑service, el
supermercado basado en el autoservicio, el cajero automático de los bancos, los
cine‑aparcamientos (drive‑in), la autogasolinera, etc. En todos estos
servicios la interacción personal se ha reducido al mínimo (cajeros, cuando los
hay) o ha desaparecido por completo, ahorrando al empresario sueldos y
problemas de personal. El triunfo del modelo llamado genéricamente self‑service
o autoservicio evidencia la antes señalada automatización del sector
terciario, que atempera su capacidad para enjuagar la desocupación de otros
sectores. Aquí el empleado también tiende a desaparecer, o a ser sustituido
por una máquina, y el consumidor aparece con frecuencia protegido
anónimamente en el seudohogar de su automóvil, pues el automóvil es una
extensión del propio hogar, prolongando fuera del domicilio del conductor la
cultura claustrofílica que hemos analizado a lo largo de este
capítulo.
Se
puede sentir nostalgia del cajero del banco que nos daba los buenos días, del
acomodador de cine que nos iluminaba el pasillo, del camarero servicial o del
botones que nos ofrecía su reverencia, como elementos de una liturgia social que
la mecanización y la espiral de salarios están haciendo desaparecer. La
despersonalización de las relaciones sociales, concordante con el
aislamiento de la cultura claustrofílica, intenta ser corregida, entonces, con
técnicas y simulacros que persiguen, como escribe Baudrillard, “la
lubrificación de las relaciones sociales mediante la sonrisa institucional"
(216). Y entonces comparecen las simpáticas azafatas, los public relations, las
etiquetas en la solapa que identifican el nombre propio del empleado, o esos
spots publicitarios norteamericanos en los que la sonriente modelo comienza
diciendo: ¡Hola! Me llamo Mary. Se trata, evidentemente, de una ritualización
exasperada que intenta sustituir la cálida interacción humana de la vieja
cultura agorafílica por su simulacro litúrgico.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html