ALEJANDRO
DUMAS
LOS
TRES MOSQUETEROS
Indice
I.
Prefacio
I.
Los tres presentes del señor D'Artagnan padre
II.
La antecámara del señor de Tréville
III.
La audiencia
IV.
El hombro de Athos, el tahalíde Porthos y el pañuelo de
Aramis
V.
Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal
VI.
Su majestad el rey Luis XIII
VII.
Los mosqueteros por dentro
VIII.
Una intriga de corte
IX.
D'Artagnan se perfila
X.
Una ratonera en el siglo XVII
XI.
La intriga se anuda
XII.
Georges Villiers, duque de Buckingham
XIII.
El señor Bonacieux
XIV.
El hombre de Meung
XV.
Gentes de toga y gentes de espada
XVI.
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla
como
lo
hacía antaño
XVII.
El matrimonio Bonacieux
XVIII.
El amante y el marido
XIX.
Plan de campaña
XX.
El viaje
XXI.
La condesa de Winter
XXII.
El ballet de la Merlaison
XXIII.
La cita
XXIV.
El pabellón
XXV.
Porthos
XXVI.
La
tesis de Aramis
XXVII.
La mujer de Athos
XXVIII.
El regreso
XXIX.
La caza del equipo
XXX.
Milady
XXXI.
Ingleses
y franceses
XXXII.
Una cena de procurador
XXXIII.
Doncella y señora
XXXIV.
Donde se trata del equipo deAramis y de Porthos.
XXXV.
De noche todos los gatos son pardos
XXXVI.
Sueño de venganza
XXXVII.
El secreto de Milady
XXXVIII.
Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo
XXXIX.
Una visión
XL.
El cardenal
XLI.
El sitio de la Rochelle .
XLII
. El vino de Anjou . .
XLIII.
El albergue del Colombier-Rouge .
XLIV.
De la utilidad de los tubos de estufa
XLV.
Escena conyugal
XLVI.
El bastión Saint-Gervais
XLVII.
El consejo de los mosqueteros
XLVIII.
Asunto de familia
XLIX.
Fatalidad
L.
Charla de un hermano con su hermana
LI.
Oficial
LII.
Primera jornada de cautividad
LIII.
Segunda jornada de cautividad
LIV.
Tercera jornada de cautividad
LV.
Cuarta jornada de cautividad
LVI.
Un recurso de tragedia clásica
LVII.
Evasión
LVIII.
Lo que pasó en Portsmouth el 23de agosto de 1628
LIX.
En Francis
LX.
El convento de las Carmelitas de Béthune
LXI.
Dos variedades de demonios
LXII.
Gota de agua
LXIII.
El hombre de la capa roja
LXIV.
El juicio
LXV.
La ejecución
LXVI.
Conclusión
LXVII.
Epílogo
Prefacio
EN
EL QUE SE RACE CONSTAR QUE,
PESE
A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN «IS»,
LOS
HEROES DE LA HISTORIA QUE VAMOS
A
TENER EL HONOR DE CONTAR
A
NUESTROS LECTORES
NO
TIENEN NADA DE MITOLOGICO
Hace
aproximadamente un año, cuando hacía investigaciones en la Biblioteca Real para
mi
historia
de Luis XIV , di por casualidad con las Memorias del señor D'Artagnan, impresas
-como
la
mayoría de las obras de esa época, en que los autores pretendían decir la verdad
sin ir a darse
una
vuelta más o menos larga por la Bastilla- en Amsterdam, por el editor Pierre
Rouge . El
título
me sedujo: las llevé a mi casa, con el permiso del señor bibliotecario por
supuesto, y las
devoré.
No
es mi intención hacer aquí un análisis de esa curiosa obra, y me contentaré con
remitir a
ella
a aquellos lectores míos que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí
retratos
esbozados
de mano maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados
sobre
puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer, con
tanto
parecido
como en la historia del señor Anquetil , las imágenes de Luis XIII, de Ana de
Austria,
de
Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la
época.
Mas,
como se sabe, lo que sorprende el espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo
que
impresiona
a la masa de lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin
duda,
los
detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que, por
supuesto,
nadie
antes que nosotros había prestado la menor atención.
D'Artagnan
cuenta que, en su primera visita al señor de Tréville , capitán de los
mosqueteros
del
rey, encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo
en el que él
solicitaba
el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de Athos, Porthos y
Aramis.
Confesamos
que estos tres nombres extranjeros nos sorprendieron, y al punto nos vino a la
mente
que no eran más que seudónimos con ayuda de los cuales D'Artagnan había
disimulado
nombres
tal vez ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los
habían
escogido
ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta de
fortuna, se
habían
endosado la simple casaca de mosquetero.
Desde
ese momento no tuvimos reposo hasta encontrar, en las obras coetáneas, una
huella
cualquiera
de esos nombres extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra
curiosidad.
Sólo
el catálogo de los libros que leímos para llegar a esa meta llenaría un folletón
entero
cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a todas luces poco divertida
para nuestros
lectores.
Nos contentaremos, pues, con decirles que en el momento en que, desalentados de
tantas
investigaciones infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos
por fin,
guiados
por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin Paris , un manuscrito
in-folio,
con
la signatura núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado
así:
Memorias
del señor conde de la Fère , referentes a algunos de los sucesos que pasaron en
Francia
hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del reinado del rey
Luis XIV.
Adivínese
si fue grande nuestra alegría cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza
nuestra,
encontramos en la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el
nombre
de Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El
descubrimiento de un manuscrito completamente desconocido, en una época en que
la
ciencia
histórica es impulsada a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos
apresuramos
a solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día con
el
bagaje
de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si es que no
conseguimos, cosa
muy
probable, entrar en la Academia francesa con nuestro propio bagaje . Debemos
decir que
ese
permiso nos fue graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir
pú-
blicamente
a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco
dispuesto
con
los literatos .
Ahora
bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros lectores es la primera parte de ese
manuscrito,
restituyéndole
el título que le conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la
segunda
si, como estamos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que
merece.
Mientras
tanto, como el padrino es un segundo padre, invitamos al lector a echar la culpa
de su
placer
o de su aburrimiento a nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado
esto, pasemos a nuestra historia.
Capítulo
1
Los
tres presentes del señor D'Artagnan padre
El
primer lunes del mes de abril de 1625 , el burgo de Meung , donde nació el autor
del
Roman
de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes
hubieran
venido
a hacer de ella una segunda Rochelle . Muchos burgueses, al ver huir a las
mujeres
por
la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se
apresuraban a
endosarse
la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una
partesana, se
dirigían
hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en
minuto,
un
grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En
ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a
otra
registrara
en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que
guerreaban
entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal ; estaba el Español que
hacía
la guerra al rey . Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o
patentes,
estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que
hacían la
guerra
a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra
los lobos,
contra
los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces
contra el
rey,
pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido
resulta, pues,
que
el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el
barullo y no ver
ni
el banderín amarillo y rojo ni la
librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la
hostería
del Franc Meunier.
Llegados
allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel
jaleo.
Un
joven..., pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los
dieciocho
años,
un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de
un jubón de
lana
cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul
celeste.
Cara
larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los
músculos maxilares
enormente
desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin
boina, y
nuestro
joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a
inteligentes;
la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente,
demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría
tomado
por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de
un
tahalí
de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el
pelo erizado
de
su montura cuando estaba a caballo.
Porque
nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era
una
jaca
del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas
no sin
gabarros
en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual
volvía
inútil
la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por
desgracia, las
cualidades
de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte
incongruente
que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la
susodicha
jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la
puerta
de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su
caballero.
Y
esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D'Artagnan (así se
llamaba el don
Quijote
de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le
prestaba,
por
buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un fuerte
suspiro al
aceptar
el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan padre. No ignoraba que una
bestia
semejante
valía por lo menos veinte libras; cierto que las palabras con que el presente
vino
acompañado
no tenían precio.
-Hijo
mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás
había
podido
desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de
vuestro padre,
tendrá
pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a
amarlo.
No
lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y honorablemente de viejo; y si hacéis
campaña con
él,
cuidadlo como cuidaríais a un viejo servidor. En la corte -continuó el señor
D'Artagnan padre-,
si
es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho
vuestra antigua
nobleza,
mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente
llevado
por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años . Por vos y por los
vuestros
(por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada
salvo
del
señor cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el valor se
labra hoy día un
gentilhombre
su camino. Quien tiembla un segundo deja escapar quizá el cebo que precisamente
durante
ese segundo la fortuna le tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos
razones: la
primera,
porque sois gascón, y la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y
bus-
cad
las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un jarrete de
hierro, un
puño
de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto más cuanto que están
prohibidos los
duelos,
y por consiguiente hay dos veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que
quince
escudos
que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá
la receta
de
cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para
curar cualquier
herida
que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y vivid felizmente y por
mucho
tiempo.
Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío
porque yo
nunca
he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario;
me refiero al
señor
de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar
con
nuestro
rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A veces sus juegos degeneraban en batalla,
y en
esas
batallas no siempre era el rey el más fuerte. Los golpes que en ellas recibió le
proporciona-
ron
mucha estima y amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de
Tréville se batió
contra
otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras la muerte del difunto rey
hasta la
mayoría
del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces; y desde esa
mayoría hasta
hoy,
quizá cien. Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán
de los
mosqueteros,
es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien
el
señor
cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada. Además, el
señor
de
Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran señor. Comenzó como
vos: idle a
ver
con esta carta, y amoldad vuestra conducta a la suya, para ser como
él.
Con
esto, el señor D'Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, lo besó
tiernamente en
ambas
mejillas y le dio su bendición.
Al
salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba
con la famosa
receta
cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante
frecuente. Los
adioses
fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no
porque el
señor
D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único vástago, sino porque el señor
D'Artagnan
era
hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la
emoción, mientras
que
la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundancia y,
digámoslo en
alabanza
del señor D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como
debía
estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas
de las
que
a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El
mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y
que estaban
compuestos,
como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de
Tréville;
como
es lógico, los consejos le habían sido dados por
añadidura.
Con
semejante vademécum, D'Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta
del
héroe
de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros
deberes de
historiador
nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento
por
gigantes
y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada
mirada
por
una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde
Tarbes hasta
Meung
y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces
diarias;
sin
embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su
vaina. Y no
es
que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los
rostros de los que
pasaban;
pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima
de
esa
espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su
hilaridad, o, si la
hilaridad
dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como
las
máscaras
antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, majestuoso a intacto en su
susceptibilidad
hasta
esa desafortunada villa de Meung.
Pero
aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que
nadie,
hostelero,
mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan
divisó en
una
ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y
altivo gesto
aunque
de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle
con
deferencia.
D'Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la
conversación
y escuchó. Esta vez D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba
de
él, sino de su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus
cualidades y
como,
según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se
echaban
a
reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad
del joven,
fácilmente
se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa
hilaridad.
Sin
embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse idea de la fisonomía del impertinente
que se
burlaba
de él. Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta
a
cuarenta
y cinco años , de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente
pronunciada,
mostacho negro y perfectamente recortado; iba vestido con un jubón y calzas
violetas
con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por
las que
pasaba
la camisa. Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como
vesti-
dos
de viaje largo tiempo encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo todas estas
observaciones con
la
rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo
que le decía
que
aquel desconocido debía tener gran influencia sobre su vida
futura.
Y
como en el momento en que D'Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de
jubón
violeta,
el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más
profundas
demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó,
contra su
costumbre,
vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su
rostro.
Aquella
vez no había duda, D'Artagnan era realmente insultado. Por eso, lleno de tal
convicción,
hundió
su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había
sorprendido
en
Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición
de su espada
y
la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la cólera
le
enceguecía
más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para
formular su
provocación,
sólo halló en la punta de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un
gesto
furioso.
-¡Eh,
señor! -exclamó-. ¡Señor, que os ocultáis tras ese postigo! Sí, vos, decidme un
poco de
qué
os reís, y nos reiremos juntos.
El
gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al caballero, como si
hubiera
necesitado
cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños
reproches;
luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció ligeramente y
tras
una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir,
respondió a
D'Artagnan:
-Yo
no os hablo, señor.
-¡Pero
yo sí os hablo! -exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y
de
buenas
maneras, de conveniencias y de desdenes.
El
desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la
ventana,
salió
lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D'Artagnan
frente al
caballo.
Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de
aquellos con
quienes
hablaba y que se habían quedado en la ventana.
D'Artagnan,
al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la vaina.
-Decididamente
este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón de oro -dijo el desconocido
continuando
las investigaciones comenzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin
aparentar
en modo alguno notar la exasperación de D'Artagnan, que sin embargo estaba de
pie
entre
él y ellos-; es un color muy conocido en botánica, pero hasta el presente muy
raro entre los
caballos.
-¡Así
se ríe del caballo quien no osaría reírse del amo! -exclamó el émulo de
Tréville, furioso.
-Señor
-prosiguió el desconocido-, no río muy a menudo, como vos mismo podéis ver por
el
aspecto
de mi rostro; pero procuro conservar el privilegio de reír cuando me
place.
-¡Y
yo -exclamó D'Artagnan- no quiero que nadie ría cuando no me
place!
-¿De
verdad, señor? -continuó el desconocido más tranquilo que nunca-. Pues bien, es
muy
justo
-y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la
puerta
principal,
bajo la que D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente
ensillado.
Pero
D'Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la
insolencia de
burlarse
de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle
gritando:
-¡Volveos,
volveos, señor burlón, para que no os hiera por la
espalda!
-¡Herirme
a mí! -dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto
asombro
como
desprecio-. ¡Vamos, vamos, querido, estáis loco!
Luego,
en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:
-Es
enojoso -prosiguió-. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de
cualquier sitio
para
reclutar mosqueteros!
Acababa
de terminar cuando D'Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber
dado
con
presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez.
El
desconocido
vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario
y
se
puso gravemente en guardia. Pero en el mismo momento, sus dos oyentes,
acompañados del
hostelero,
cayeron sobre D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una
di-
versión
tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan,
mientras éste
se
volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma
precisión, y, de
actor
que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que
cumplió
con
su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:
-¡Vaya
peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se
vaya!
-¡No
antes de haberte matado, cobarde! -gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo
mejor
que
podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a
golpes.
-¡Una
gasconada más! -murmuró el gentilhombre-. ¡A fe mía que estos gascones son
incorregibles!
¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene
bastante.
Pero
el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas;
D'Artagnan no
era
hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos
todavía;
por
fin, D'Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos
trozos. Otro
golpe
que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo
ensangrentado y
casi
desvanecido.
En
este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El
hostelero,
temiendo
el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le
fueron
otorgados
algunos cuidados.
En
cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba
con cierta
impaciencia
a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva
contrariedad.
-Y
bien, ¿qué tal va ese rabioso? -dijo volviéndose al ruido de la puerta que se
abrió y
dirigiéndose
al hostelero que venía a informarse sobre su salud.
-¿Vuestra
excelencia está sano y salvo? -preguntó el hostelero.
-Sí,
completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué
ha
pasado
con nuestro joven.
-Ya
esta mejor -dijo el hostelero-: se ha desvanecido
totalmente.
-¿De
verdad? -dijo el gentilhombre.
-Pero
antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros al
llamaros.
-¡Ese
buen mozo es el diablo en persona! -exclamó el
desconocido.
-¡Oh,
no, excelencia, no es el diablo! -prosiguió el hostelero con una mueca de
desprecio-.
Durante
su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una
camisa y
en
su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al
desmayarse que, si tal
cosa
le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí
sólo os
arrepentiréis
más tarde.
-Entonces
-dijo fríamente el desconocido-, es algún príncipe de sangre
disfrazado.
-Os
digo esto, mi señor -prosiguió el hostelero-, para que toméis
precauciones.
-¿Y
ha nombrado a alguien en medio de su cólera?
-Lo
ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de
Tréville piensa
de
este insulto a su protegido.»
-¿El
señor de Tréville? -dijo el desconocido prestando atención-. ¿Golpeaba sobre su
bolso
pronunciando
el nombre del señor de Tréville?... Veamos, querido hostelero: mientras vuestro
joven
estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese
bolso.
¿Qué
había?
-Una
carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los
mosqueteros.
-¿De
verdad?
-Como
tengo el honor de decíroslo, excelencia.
El
hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión
que sus
palabras
habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la
ventana
sobre
el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como
hombre
inquieto.
-¡Diablos!
-murmuró entre dientes-. ¿Me habrá enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven!
Pero
una estocada es siempre una estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da,
y no hay
por
qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil
obstáculo
para
contrariar un gran designio.
Y
el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos
minutos.
-Veamos,
huésped -dijo-, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no
puedo
matarlo,
y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-, sin embargo, me
molesta.
¿Dónde está?
-En
la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer
piso.
-¿Sus
harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el
jubón?
-Al
contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os
molesta...
-Por
supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no
podrían
aguantar.
Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi
lacayo.
-¿Cómo?
¿El señor nos deja ya?
-Lo
sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me
ha
obedecido?
-Claro
que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada
principal,
completamente
aparejado para partir.
-Está
bien, haced entonces lo que os he pedido.
-¡Vaya!
-se dijo el hostelero-. ¿Tendrá miedo del muchacho?
Pero
una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó
humildemente y
salió.
-No
es preciso advertir a milady sobre
este bribón -continuó el extraño-. No debe tardar en
pasar;
viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya
a su
encuentro...
¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a
Tréville!...
Y
el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la
cocina.
Durante
este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo
que
echaba
al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había
encontrado
a D'Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle
com-
prender
que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a
un gran
señor
-porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran
señor-, le
convenció
para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan,
medio
aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y,
empujado por
el
hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a
su provocador
que
hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos
caballos
normandos.
Su
interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de
veinte a
veintidós
años. Ya hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al
primer
vistazo
comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza le sorprendió tanto
más
cuanto
que era completamente extraña a las comarcas meridionales que D'Artagnan había
habitado
hasta entonces. Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en
bucles
sobre
sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de
alabastro.
Hablaba
muy vivamente con el desconocido.
-Entonces,
su eminencia me ordena... -decía la dama.
-Volver
inmediatamente a Inglaterra, y avisarle directamente si el duque abandona
Londres.
-Y
¿en cuanto a mis restantes instrucciones? -preguntó la bella
viajera.
-Están
guardadas en esa caja, que sólo abriréis al otro lado del canal de la
Mancha.
-Muy
bien, ¿qué haréis vos?
-Yo
regreso a París.
-¿Sin
castigar a ese insolente muchachito? -preguntó la dama.
El
desconocido iba a responder; pero en el momento en que abría la boca,
D'Artagnan, que lo
había
oído todo, se abalanzó hacia el umbral de la puerta.
-Es
ese insolente muchachito el que castiga a los otros -exclamó-, y espero que esta
vez aquel
a
quien debe castigar no escapará como la primera.
-¿No
escapará? -dijo el desconocido frunciendo el ceño.
-No,
delante de una mujer no osaríais huir, eso presumo.
-Pensad
-dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada-, pensad que el
menor
retraso
puede perderlo todo.
-Tenéis
razón -exclamó el gentilhombre-; partid, pues, por vuestro lado; yo parto por el
mío.
Y
saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo,
mientras el
cochero
de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro. Los dos interlocutores partieron
pues al
galope,
alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.
-¡Eh,
vuestro gasto! -vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en
profundo
desdén
al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.
-Paga,
bribón -gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los
pies del
hostelero
dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su
señor.
-¡Ah,
cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso gentilhombre! -exclamó D'Artagnan lanzándose
a su
vez
tras el lacayo.
Pero
el herido estaba demasiado débil aún para soportar semejante sacudida. Apenas
hubo
dado
diez pasos, cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de
sangre pasó
por
sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
-¡Cobarde,
cobarde, cobarde!
-En
efecto, es muy cobarde -murmuró el hostelero aproximándose a D'Artagnan, y
tratando
mediante
esta adulación de reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula
con
su
limaco nocturno .
-Sí,
muy cobarde -murmuró D'Artagnan-; pero ella, ¡qué hermosa!
-¿Quién
ella? -preguntó el hostelero.
-Milady
-balbuceó D'Artagnan.
Y
se desvaneció por segunda vez.
-Es
igual -dijo el hostelero-, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro
de conservar
por
lo menos algunos días. Siempre son once escudos de
ganancia.
Ya
se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la
bolsa de
D'Artagnan.
El
hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día; pero
había contado
con
ello sin su viajero. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D'Artagnan se
levantó, bajó él
mismo
a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta
nosotros,
vino,
aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo
con el que
ungió
sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la
ayuda
de
ningún médico. Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá
también
gracias
a la ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie aquella misma noche,
y casi
curado
al día siguiente.
Pero
en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del
amo
que
había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo
amarillo, al decir del
hostelero
al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera podido
suponer
por su talla, D'Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de
terciopelo
raído así como los once escudos que contenía; en cuanto a la carta dirigida al
señor de
Tréville,
había desaparecido.
El
joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y
revolviendo veinte
veces
sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando
su bolso;
pero
cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer
acceso de
rabia
que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite
aromatizados;
porque,
al ver a aquel joven de mala cabeza acalorarse y amenazar con romper todo en el
establecimiento
si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un
mango
de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la
víspera.
-¡Mi
carta de recomendación! -gritaba D'Artagnan-. ¡Mi carta de recomendación, por
todos los
diablos,
a os ensarto a todos como a hortelanos !
Desgraciadamente,
una circunstancia se oponía a que el joven cumpliera su amenaza; y es
que,
como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera
refriega,
cosa
que él había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando D'Artagnan
quiso
desenvainar,
se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez
pulgadas
más o menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina. En
cuanto
al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja
mechera.
Sin
embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso
joven, si el
huésped
no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su viajero era
perfectamente justa.
-Pero,
en realidad -dijo bajando su chuzo-, ¿dónde está esa
carta?
-Sí,
¿dónde está esa carta? -gritó D'Artagnan-. Os prevengo ante todo que esa carta
es para el
señor
de Tréville, y que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de
sobra hacerla
aparecer.
Esta
amenaza acabó por intimidar al hostelero. Después del rey y del señor cardenal,
el señor
de
Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por
los militares
a
incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph cierto; pero su nombre a él
nunca
le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la
eminencia
gris,
como se llamaba al familiar del cardenal!
Por
eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con
su mango
de
escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en
buscar la carta
perdida.
-¿Es
que esa carta encerraba algo precioso? -preguntó el hostelero al cabo de un
instante de
investigaciones
inútiles.
-¡Diablos!
¡Ya lo creo! -exclamó el gascón, que contaba con aquella carta para hacer su
carrera
en
la corte-. Contenía mi fortuna.
-¿Bonos
contra el Tesoro ? -preguntó el hostelero inquieto.
-Bonos
contra la tesorería particular de Su Majestad -respondió D'Artagnan que,
contando con
entrar
en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella
respuesta algo
aventurada
sin mentir.
-¡Diablos!
-dijo el hostelero completamente desesperado.
-Pero
no importa -continuó D'Artagnan con el aplomo nacional-, no importa; el dinero
no es
nada,
pero esa carta sí lo era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que
perderla.
Nada
arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo
contuvo.
Un
rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los
diablos al no
encontrar
nada.
-Esa
carta no se ha perdido -exclamó.
-¡Ah!
-dijo D'Artagnan.
-No;
os la han robado.
-¿Robado?
¿Y quién?
-El
gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina, donde estaba vuestro jubón. Se quedó
allí solo.
Apostaría
que ha sido él quien la ha robado.
-¿Lo
creéis? -respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la
importancia
completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera
provocar
la codicia.
El
hecho es que ninguno de los criados, ninguno de los viajeros presentes hubiera
ganado nada
poseyendo
aquel papel.
-Decís,
pues -respondió D'Artagnan-, que sospecháis de ese impertinente
gentilhombre.
-Os
digo que estoy seguro -continuó el hostelero-; cuando yo le anuncié que Vuestra
Señoría
era
el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese
ilustre
gentilhombre,
pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó
inme-
diatamente
a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.
-Entonces
es mi ladrón -respondió D'Artagnan-; me quejaré al señor de Tréville, y el señor
de
Tréville
se quejará al rey.
Luego
sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo
acompañó,
sombrero en mano, hasta la puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo
sin
otro
accidente hasta la puerta Saint-Antoine , en París, donde su propietario lo
vendió por tres
escudos,
lo cual era pagarlo muy bien, dado que D'Artagnan lo había agotado hasta el
exceso
durante
la última etapa. Además, el chalán a quien D'Artagnan lo cedió por las nueve
libras
susodichas
no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la
originalidad
de
su color.
D'Artagnan
entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó
hasta
encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos.
Aquella
habitación
era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs , cerca del
Luxemburgo.
Tan
pronto como hubo gastado su último denario, D'Artagnan tomó posesión de su
alojamiento,
pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que
su
madre
había descosido de un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le
había dado
a
escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille , para mandar poner una hoja a su
espada;
luego
volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la
ubicación del
palacio
del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier , es
decir,
precisamente
en las cercanías del cuarto apalabrado por D'Artagnan, circunstancia que le
pareció
de
feliz augurio para el éxito de su viaje.
Tras
ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin
remordimientos por
el
pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó
y se durmió
con
el sueño del valiente.
Aquel
sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana,
hora en
que
se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el
tercer personaje del
reino
según la estimación paterna.
Capítulo
ll
La
antecámara del señor de Tréuille
El
señor de Troisville , como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor
de
Tréville,
como había terminado por llamarse él mismo en Paris, había empezado en realidad
como
D'Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio
y de en-
tendimiemto
que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus
esperanzas
de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de
Berry
recibe
en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo
en que los
golpes
llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se
llama el favor de
la
corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en
cuatro.
Era
el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre
Enrique
IV.
El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras
contra la Liga que,
a
falta de dinero contante y sonante -cosa que toda la vida le faltó al bearnés,
el cual pagó
siempre
sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el
ingenio-,
que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la
rendición
de
Paris, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa:
Fidelis et
fortis
. Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el
ilustre
compañero
del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su
divisa.
Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de
Tréville
fue
admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y
fue tan fiel a
su
divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si
tuviera un amigo en
ocasión
de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville
después, y
quizá
incluso antes que a él.
Por
eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto
egoísta, es cierto,
pero
que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos
desgraciados, se
buscaba
sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por
divisa
el
epiteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos
gentileshombres
podían
reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos
últimos; era
una
de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de
valor ciego, de
vista
rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el
rey estaba
descontento
de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un
Maurevers,
un Poltrot de Méré, un Vitry . En
fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta
aquel
entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si
alguna vez
pasaba
al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus
mosqueteros ,
que
eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus
ordinarios eran a
Enrique
III y lo que su guarda escocesa a Luis XI.
Por
su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey.
Cuando hubo
visto
la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese
primer rey de
Francia
también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis
XIII
tenía
los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio,
en todas las
provincias
de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres
por sus
estocadas.
Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida
de
ajedrez,
por la noche, sobre el mérito de sus servidores. Cada cual ponderaba los modales
y el
valor
de los suyos; y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y
contra las
riñas,
los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o
una alegría
inmoderada
por la derrota o la victoria de los suyos. Así al menos lo dicen las Memorias de
un
hombre
que estuvo en algunas de esas derrotas y en muchas de esas
victorias.
Tréville
había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta habilidad debía el largo
y
constante
favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus
amistades.
Hacía
desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire burlón
que
erizaba
de cólera el mostacho gris de Su Eminencia. Tréville entendía admirablemente
bien la
guerra
de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía
a
expensas
de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros,
indisciplinada
para
cualquier otro que no fuera él.
Desaliñados,
borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de
Tréville,
se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos,
gritando
fuerte
y retorciéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con
placer a
los
guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego, desenvainando en
plena calle
entre
mil bromas; muertos a veces, pero seguros en tal caso de ser llorados y
vengados;
matando
con frecuencia, y seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí
estaba el
señor
de Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era alabado en todos
los tonos,
cantado
en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos
como
eran,
temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra
y
prestos
a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El
señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer
lugar y de
los
amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en
ninguna de las
Memorias
de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya
sido
acusado, ni siquiera por sus enemigos -y los tenía tanto entre las gentes de
pluma como
entre
las gentes de espada- en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno
gentilhombre haya
sido
acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces. Con un raro ingenio
para la
intriga,
que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto. Es más,
a
pesar
de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos
que
fatigan,
se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más
finos
lechuguinos,
en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época; se hablaba de
las
aventuras galantes de Tréville como veinte años antes se había hablado de las de
Bassom-
pierre
, lo que no era poco decir. El capitán de los mosqueteros era, pues, admirado,
temido y
amado,
lo cual constituye el apogeo de las fortunas humanas.
Luis
XIV absorbió a todos los pequeños astros de su corte en su vasta irradiación;
pero su
padre,
sol pluribus impar , dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su
valor
individual
a cada uno de sus cortesanos. Además de los resplandores del rey y del cardenal,
se
contaban
entonces en París más de doscientos pequeños resplandores algo solicitados.
Entre los
doscientos
pequeños resplandores, el de Tréville era uno de los más
buscados.
El
patio de su palacio, situado en la calle del Vieux-Colombier, se parecía a un
campamento, y
esto
desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno. De cincuenta
a sesenta
mosqueteros,
que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban
sin
cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo de aquellas
grandes
escalinatas,
sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera,
subían y
bajaban
solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de
provincia
ávidos
para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a
traer al
señor
de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas banquetas
circulares,
descansaban
los elegidos, es decir, aquellos que estaban convocados. Allí había murmullo
desde
la
mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta
antecámara,
recibía
las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón
del Lou-
vre,
no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de
armas.
El
día en que D'Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un
provinciano
que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que
sobre
todo
en esa época los compatriotas de D'Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar
fácilmen-
te.
En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, enclavijada por
largos clavos de
cabeza
cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban
en el
patio
interpelándose, peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de
todas
aquellas
olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella
mujer.
Fue,
pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el
corazón
palpitante,
ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano
en
el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano
apurado que quiere
mostrar
aplomo. Cuando había pasado un grupo, entonces respiraba con más libertad; pero
comprendía
que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D'Artagnan, que hasta
aquel
día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió
ridículo.
Llegado
a la escalinata, fue peor aún; en los primeros escalones había cuatro
mosqueteros que
se
divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos
esperaban en el
rellano
a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno
de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano,
impedía o al
menos
se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
Estos
tres esgrimían contra él sus espadas agilísimas. D'Artagnan tomó al principio
aquellos
aceros
por floretes de esgrima, los creyó botonados; pero pronto advirtió por ciertos
rasguños
que
todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con
cada uno de
aquellos
rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como
locos.
El
que ocupaba el escalón en aquel momento mantenía a raya maravillosamente a sus
adversarios.
Se hacía círculo en torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el
tocado
abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador.
En cinco
minutos,
tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el
defensor
del
escalón, que no fue tocado -destreza que le valió, según las condiciones
pactadas, tres turnos
de
favor.
Aunque
no fuera difícil, dado que quería ser asombrado, este pasatiempo asombró a
nuestro
joven
viajero; en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan
rápidamente los
cascos,
había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro
jugadores
le
pareció la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en
Gascuña. Se creyó
transportado
a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y
sin
embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la
antecámara.
En
el rellano no se batían, contaban aventuras con mujeres, y en la antecámara
historias de la
corte.
En el rellano, D'Artagnan se ruborizó; en la antecámara, tembló. Su imaginación
despierta
y
vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez a
las dueñas, no
había
soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas
maravillas
amorosas
ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más
conocidos
y los detalles menos velados. Pero si su amor por las buenas costumbres fue
sorprendido
en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara.
Allí,
para
gran sorpresa suya, D'Artagnan oía criticar en voz alta la política que hacía
temblar a
Europa,
y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había
llevado al
castigo
por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el
señor
D'Artagnan
padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se
metían
con
sus piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos sobre
la señora
D'Aiguillon,
su amante, y sobre la señora de Combalet , su nieta, mientras otros preparaban
partidas
contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que parecían a
D'Arta-
gnan
monstruosas imposibilidades.
Sin
embargo, cuando el nombre del rey intervenía a veces de improviso en medio de
todas
aquellas
rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas
aquellas
bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la
indiscreción del
tabique
del gabinete del señor de Tréville; pero pronto una alusión volvía a llevar la
conversación
a
Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz
sobre todas
sus
acciones.
-Desde
luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas -pensó D'Artagnan
con
terror-,
y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he
escuchado y
oído
seré tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha
recomendado
respetar
al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes
paganos?
Por
eso, como puede suponerse sin que yo lo diga, D'Artagnan no osaba entregarse a
la
conversación;
sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo
ávidamente
sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las
recomenda-
ciones
paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a
celebrar más
que
a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin
embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos del señor de
Tréville,
y
era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que
deseaba. A esta
pregunta,
D'Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota,
y
rogó
al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al
señor de
Tréville
un momento de audiencia, petición que éste prometió en tono protector transmitir
en
tiempo
y lugar.
D'Artagnan,
algo recuperado de su primera sorpresa, tuvo entonces la oportunidad de estudiar
un
poco las costumbres y las fisonomías.
En
el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro
altanero
y
una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general. No
llevaba, por de
pronto,
la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en
aquella época
de
libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un
tanto ajada y
raída,
y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como
las
escamas
de que el agua se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo
carmesí caía
con
gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido
tahalí, del que
colgaba
un gigantesco estoque.
Este
mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de
estar
constipado
y tosía de vez en cuando con afectación. Por eso se había puesto la capa, según
decía
a
los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura
retorciéndose des-
deñosamente
su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D'Artagnan más que
ningún
otro.
-¿Qué
queréis? -decía el mosquetero-. La moda lo pide; es una locura, lo sé de sobra,
pero es
la
moda. Por otro lado, en algo tiene que emplear uno el dinero de su
legítima.
-¡Ah,
Porthos! -exclamó uno de los asistentes-. No trates de hacernos creer que ese
tahalí te
viene
de la generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te
encontré el otro
domingo
en la puerta Saint-Honoré.
-No,
por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios
dineros
-respondió
aquel al que acababan de designar con el nombre de
Porthos.
-Sí,
como yo he comprado -dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante
puso
en
la vieja.
-Es
cierto -dijo Porthos-, y la prueba es que he pagado por él doce
pistolas.
La
admiración acreció, aunque la duda continuaba existiendo.
-¿No
es así, Aramis? -dijo Porthos volviéndose hacia otro
mosquetero.
Este
otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le interrogaba y que acababa
de
designarle
con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años
apenas, de
rostro
ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas
como un
melocotón
en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea
perfectamente
recta;
sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de
vez en
cuando
se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y
transparente.
Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito
mostrando
sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona,
parecía
tener
el mayor cuidado. Respondió con un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación
de su
amigo.
Esta
afirmación pareció haberle disipado todas las dudas respecto al tahalí;
continuaron, pues,
admirándolo,
pero ya no volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del
pensamiento,
la conversación pasó de golpe a otro tema.
-¿Qué
pensáis de lo que cuenta el escudero de Chalais ? -preguntó otro mosquetero sin
interpelar
directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el
mundo.
-¿Y
qué es lo que cuenta? -preguntó Porthos en tono de
suficiencia.
-Cuenta
que ha encontrado en Bruselas a Rochefort , el instrumento ciego del cardenal,
disfrazado
de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de
Laigues como a necio que
es.
-Como
a un verdadero necio -dijo Porthos-; pero ¿es seguro?
-Lo
sé por Aramis -respondió el mosquetero.
-¿De
veras?
-Lo
sabéis bien, Porthos -dijo Aramis-; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos
pues más.
-No
hablemos más, esa es vuestra opinión -prosiguió Porthos-. ¡No hablemos más!
¡Maldita
sea!
¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace
robar su
correspondencia
por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a
esta
correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de
que ha
querido
matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este
enigma,
vos
nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún
todos
pasmados
por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
-Hablemos
entonces, pues que lo deseáis -prosiguió Aramis con
paciencia.
-Ese
Rochefort -dijo Porthos-, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría
conmigo un
mal
rato.
-Y
vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo -prosiguió Aramis.
-¡Ah!
¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! -respondió Porthos aplaudiendo y
aprobando
con la cabeza-. El «duque Rojo» tiene
gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo.
¡Tiene
ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación,
querido,
qué
delicioso abad habríais hecho!
-¡Bah!,
no es más que un retraso momentáneo -prosiguió Aramis-: un día lo seré. Sabéis
bien,
Porthos,
que sigo estudiando teología para ello.
-Hará
lo que dice -prosiguió Porthos-, lo hará tarde o temprano.
-Temprano
-dijo Aramis.
-Sólo
espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está
colgada
debajo
del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-¿Y
a qué espera? -preguntó otro.
-Espera
a que la reina haya dado un heredero a la corona de
Francia.
-No
bromeemos sobre esto, señores -dijo Porthos-; gracias a Dios, la reina está
todavía en
edad
de darlo.
-Dicen
que el señor de Buckingham está en Francia -prosiguió Aramis con una risa
burlona que
daba
a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante
escandalosa.
-Aramis,
amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpió Porthos-, y vuestra manía de
ser
ingenioso
os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os
arrepentiríais
de hablar así.
-¿Vais
a soltarme la lección, Porthos? -exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se
vio pasar
como
un relámpago.
-Querido,
sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro -prosiguió
Porthos-.
Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres.
¡Ah!, no
nos
enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido
entre vos,
Athos
y yo. Vais a la casa de la señora D'Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la
casa de la señora
de
Bois-Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy
adelantado en los
favores
de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro
secreto, es
conocida
vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para
con Su
Majestad.
Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina
es
sagrada,
y si se habla de ella, que sea para bien.
Porthos,
sois pretencioso como Narciso , os lo aviso -respondió Aramis-, sabéis que odio
la
moral,
salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado
magnífico
para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy
mos-
quetero:
y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que
me
irritáis.
-¡Aramis!
-¡Porthos!
-¡Eh,
señores, señores! -gritaron a su alrededor.
-El
señor de Tréville espera al señor D'Artagnan -interrumpió el lacayo abriendo la
puerta del
gabinete.
Ante
este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y
en medio
del
silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud
y entró
donde
el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a
punto al
fin
de aquella extravagante querella.
Capítulo
III
La
audiencia
El
señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó
cortésmente
al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo
acento
bearnés
le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al
hombre
en
todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a
D'Artagnan
un
gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes
de comenzar
con
él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos
los tonos
intermedios
entre el acento imperativo y el acento irritado:
-¡Athos!
¡Porthos! ¡Aramis !
Los
dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a
los dos
últimos
de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y
avanzaron
hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron
fran-
queado
el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó
sin
embargo,
por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de
D'Artagnan,
que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado
de
todos sus rayos.
Cuando
los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos,
cuando
el
murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles
había dado
sin
duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de
Tréville hubo
recorrido
tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su
gabinete
pasando
cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de
pronto
frente
a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada
irritada:
-¿Sabéis
lo que me ha dicho el rey -exclamó-, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis,
señores?
-No
-respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros-; no, señor, lo
ignoramos.
-Pero
espero que haréis el honor de decírnoslo -añadió Aramis en su tono más cortés y
con la
más
graciosa reverencia.
-Me
ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosqueteros entre los guardias
del señor
cardenal.
-¡Entre
los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? -preguntó vivamente
Porthos.
-Porque
ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen
vino.
Los
dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D'Artagnan no sabía
dónde
estaba
y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.
-Sí,
sí -continuó el señor de Tréville animándose-, sí, y Su Majestad tenía razón,
porque, por mi
honor,
es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte. El señor
cardenal
contaba
ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó
mucho que
anteayer
esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un
acento
irónico
que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de
oce-
lote),
se habían retrasado en la calle Férou , en una taberna, y que una ronda de sus
guardias
(creí
que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los
perturbadores.
¡Diablos!,
debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo
neguéis, os
han
reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía,
porque soy
yo
quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ¿por qué diablos me habéis pedido
la casaca
cuando
tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí
de oro tan
bello
sólo para colgar en él una espada de paja? ¡Y Athos! No veo a Athos. ¿Dónde
está?
-Señor
-respondió tristemente Aramis-, está enfermo, muy enfermo.
-¿Enfermo,
muy enfermo, decís? ¿Y de qué enfermedad?
-Temen
que sea la viruela, señor -respondió Porthos, queriendo terciar con una frase en
la
conversación-,
y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el
rostro.
-¡Viruela!
¡Vaya gloriosa historia la que me contáis, Porthos!... ¿Enfermo de viruela a su
edad?...
¡No!... sino herido sin duda, muerto quizá... ¡Ah!, si ya lo sabía yo...
¡Maldita sea!
Señores
mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se
busca
querella
en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No quiero, en fin, que
se dé
motivos
de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas,
diestras,
que
nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se
dejarían dete-
ner...,
estoy seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar un paso atrás...
Largarse, salir
pitando,
huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del rey!
Porthos
y Aramis temblaron de rabia. De buena gana habrían estrangulado al señor de
Tréville,
si
en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les
tenía lo que le
hacía
hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse
sangre y
apretaban
con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera se había oído llamar, como
ya
hemos
dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el tono de la voz
del señor de
Tréville,
que estaba completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas se habían apoyado
en
los
tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían
sílaba de
cuanto
se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del
capitán a
toda
la población de la antecámara. En un instante, desde la puerta del gabinete a la
puerta de la
calle,
todo el palacio estuvo en ebullición.
-¡Los
mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor cardenal!
-continuó el
señor
de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus
palabras y
hundiéndolas
una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus
oyentes-.
¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosqueteros de Su Majestad!
¡Por
todos
los diablos! Yo he tomado mi decisión. Ahora mismo voy al Louvre; presento mi
dimisión
de
capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias
del cardenal,
y
si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!'
A
estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explosión; por todas
partes no se
oían
más que juramentos y blasfemias. Los ¡maldición!, los ¡maldita sea!, los ¡por
todos los
diablos!
se cruzaban, en el aire. D'Artagnan buscaba una tapicería tras la cual
esconderse, y
sentía
un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
-Bueno,
mi capitán -dijo Porthos, fuera de sí-, la verdad es que éramos seis contra
seis, pero
fuimos
cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar
nuestras
espadas,
dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho
más.
Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán, trató de levantarse dos veces, y
volvió a caer
las
dos veces. Sin embargo, no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza.
En camino,
nos
hemos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron
tranquilamente en el
campo
de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo. Esa es la historia. ¡Qué
diablos,
capitán,
no se ganan todas las batallas! El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey
Francisco
I,
que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de
Pavía .
-Y
tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada -dijo
Aramis- porque
la
mía se rompió en el primer encuentro... Matado o apuñalado, señor, como más os
plazca.
-Yo
no sabía eso -prosiguió el señor de Tréville en un tono algo sosegado-. Por lo
que veo, el
señor
cardenal exageró.
-Pero,
por favor, señor -continuó Aramis, que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se
atrevía a
aventurar
un ruego-, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería
para
desesperarse
que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que
después
de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de
temer...
En
el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero
horriblemente
pálida,
apareció bajo los flecos:
-¡Athos!
-exclamaron los dos mosqueteros.
-¡Athos!
-repitió el mismo señor de Tréville.
-Me
habéis mandado llamar, señor -dijo Athos al señor de Tréville con una voz
debilitada pero
perfectamente
calma-, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me
apresuro
a ponerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me
queréis?
Y
con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de
costumbre,
entró
con paso firme en el gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo
de su
corazón
por aquella prueba de valor, se precipitó hacia él.
-Estaba
diciéndoles a estos señores -añadió-, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su
vida
sin
necesidad, porque las personas valientes son muy caras al rey, y el rey sabe que
sus
mosqueteros
son las personas más valientes de la tierra. Vuestra mano,
Athos.
Y
sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de
afecto, al
señor
de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin
darse cuenta
de
que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un
gesto de dolor
y
palidecía aún más, cosa que habría podido creerse
imposible.
La
puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había causado la llegada de
Athos,
cuya
herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos. Un murmullo de
satisfacción
acogió
las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el
entusiasmo,
aparecieron
por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir
con
vivas
palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió
la mano de
Athos
crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a
desvanecerse.
En
el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra
el dolor,
vencido
al fin por él, cayó al suelo como si estuviese muerto.
-¡Un
cirujano! -gritó el señor de Tréville-. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un
cirujano! Si no,
maldita
sea, mi valiente Athos va a morir.
A
los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin
que él pensara
en
cerrar la puerta a nadie, afanándose todos en torno del herido. Pero todo aquel
afán hubiera
sido
inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo;
atravesó la multitud,
se
acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel
movimiento
le molestaba mucho, pidio como primera medida y como la más urgente que el
mosquetero
fuera llevado a una habitación vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una
puerta y
mostró
el camino a Porthos y a Aramis, que llevaron a su compañero en brazos. Detrás de
este
grupo
iba el cirujano, y detrás del cirujano la puerta se cerró.
Entonces
el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se
convirtió
por un momento en una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban,
hablaban
en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos
los
diablos.
Un
instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de
Tréville se
habían
quedado junto al herido.
Por
fin, el señor de Tréville regresó también. El herido había recuperado el
conocimiento; el
cirujano
declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus
amigos,
habiendo
sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de
sangre.
Luego
el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto
D'Artagnan,
que
no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había
permanecido en el
mismo
sitio.
Cuando
todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvió
y se
encontró
solo con el joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo
el hilo
de
sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D'Artagnan
entonces dio su
nombre,
y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del
presente
y
del pasado, se puso al corriente de la situación.
-Perdón
-le dijo sonriente-, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por
completo.
¡Qué
queréis! Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una
responsabilidad
mayor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero
como
debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se
cumplan...
D'Artagnan
no pudo disimular una sonrisa. Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se
las
había
con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación,
dijo:
-Quise
mucho a vuestro señor padre. ¿Qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo
no
es
mío.
-Señor
-dijo D'Artagnan-, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me proponía pediros, en
recuerdo
de
esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero
después de
cuanto
he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y
tiemblo
de no merecerlo.
-En
efecto, joven, es un favor -respondió el señor de Tréville-; pero quizá no esté
tan por
encima
de vos como creéis o fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha
previsto
este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes
de
la
prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un
servicio de dos años
en
algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
D'Artagnan
se inclinó sin responder nada. Se sentía aún más deseoso de endosarse el
uniforme
de
mosquetero desde que había tan grandes dificultades en
obtenerlo.
-Pero
-prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que
se
hubiera
dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón-, pero por vuestro padre,
antiguo
compañero
mío como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de
Béarn
no
son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de
cara desde mi
salida
de la provincia. No debéis tener, para vivir, demasiado dinero que hayáis traído
con vos.
D'Artagnan
se irguió con un ademán orgulloso que quería decir que él no pedía limosna a
nadie.
-Está
bien, joven, está bien -continuó Tréville- ya conozco esos ademanes; yo vine a
Paris con
cuatro
escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho
que no
me
hallaba en situación de comprar el Louvre.
D'Artagnan
se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con
cuatro
escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la
suya.
-Debéis,
pues, decía yo, tener necesidad de conservar lo que tenéis, por fuerte que sea
esa
suma;
pero debéis necesitar también perfeccionaros en los ejercicios que convienen a
un
gentilhombre.
Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os
recibirá
sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros
gentileshombres de
mejor
cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder obtenerlo. Aprenderéis el manejo
del
caballo,
esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a
verme
para
decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.
Por
desconocedor que fuera D'Artagnan de las formas de la corte, se dio cuenta de la
frialdad
de
aquel recibimiento.
-¡Desgraciadamente,
señor -dijo- veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que
mi
padre me había entregado para vos!
-En
efecto -respondió el señor de Tréville-, me sorprende que hayáis emprendido tan
largo
viaje
sin ese viático obligado, único recurso de nosotros los
bearneses.
-La
tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena forma -exclamó D'Artagnan-; pero me
fue robada
pérfidamente.
Y
contó toda la escena de Meung, describió al gentilhombre desconocido en sus
menores
detalles,
todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de
Tréville.
-Sí
que es extraño -dijo este último pensando-. ¿Habíais hablado de mí en voz
alta?
-Sí,
señor, sin duda cometí esa imprudencia; qué queréis, un nombre como el vuestro
debía
servirme
de escudo en el camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a
menudo!
La
adulación estaba muy de moda entonces, y el señor de Tréville amaba el incienso
como un
rey
o como un cardenal. No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción
visible, pero
aquella
sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de
Meung.
-Decidme
-repuso-, ¿no tenía ese gentilhombre una ligera cicatriz en la
sien?
-Sí,
como lo haría la rozadura de una bala.
-¿No
era un hombre de buen aspecto?
-Sí.
-¿Y
de gran estatura?
-Sí.
-¿Pálido
de tez y moreno de pelo?
-Sí,
sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo
encuentro, y
os
juro que lo encontraré, aunque sea en el infierno...!
-¿Esperaba
a una mujer? -prosiguió Tréville.
-Al
menos se marchó tras haber hablado un instante con aquella a la que
esperaba.
-¿No
sabéis cuál era el tema de su conversación?
-El
le entregaba una caja, le decía que aquella caja contenía sus instrucciones, y
le
recomendaba
no abrirla hasta Londres.
-¿Era
inglesa esa mujer?
-La
llamaba Milady.
-¡El
es! -murmuró Tréville-. ¡El es! Y yo le creía aún en
Bruselas.
-Señor,
sabéis quién es ese hombre -exclamó D'Artagnan-. Indicadme quién es y dónde
está, y
os
libero de todo, incluso de vuestra promesa de hacerme ingresar en los
mosqueteros; porque
antes
que cualquier otra cosa quiero vengarme.
-Guardaos
de ello, joven -exclamó Tréville-; antes bien, si lo veis venir por un lado de
la calle,
pasad
al otro. No os enfrentéis a semejante roca: os rompería como a un
vaso.
-Eso
no impide -dijo D'Artagnan- que si alguna vez lo
encuentro...
-Mientras
tanto -prosiguió Tréville-, no lo busquéis, si tengo algún consejo que
daros.
De
pronto Tréville se detuvo, impresionado por una sospecha súbita. Aquel gran odio
que
manifestaba
tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco
verosímil,
le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia?
¿No le
habría
sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría para tenderle alguna
trampa?
Ese
presunto D'Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que trataba de
introducirse en su
casa,
y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más
tarde,
como
mil veces se había hecho? Miró a D'Artagnan más fijamente aún que la vez
primera. Sólo
se
tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio
astuto y de
humildad
afectada.
«Sé
de sobra que es gascón -pensó-. Pero puede serlo tanto para el cardenal como
para mí.
Veamos,
probémosle.»
-Amigo
mío -le dijo lentamente- quiero,
como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por
verdadera
la historia de esa carta perdida), quiero -dijo-, para reparar la frialdad que
habéis
notado
ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política. El
rey y el
cardenal
son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para
engañar
a los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho
valiente,
hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio
en la
trampa,
al modo de tantos otros que se han perdido por ello. Pensad que yo soy adicto a
estos
dos
amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el
servicio del
rey
y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido.
Ahora, joven,
regulad
vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos,
bien por
propio
instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que
vemos
manifestarse
en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos. Os ayudaré en mil
circunstancias,
pero sin relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza, en cualquier
caso,
os hará amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único joven al que he
hablado como
lo
hago.
Tréville
se decía aparte para sí:
«Si
el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen seguro, él, que sabe
hasta qué
punto
lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la
corte es
echar
pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con
toda
seguridad
que siente horror por Su Eminencia.»
Ocurrió
de muy otra forma a como esperaba Tréville; D'Artagnan respondió con la mayor
simplicidad:
-Señor,
llego a París con intenciones completamente idénticas. Mi padre me ha
recomendado
no
aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por
los tres primeros
de
Francia.
D'Artagnan
añadía el señor de Tréville a los otros dos, como podemos darnos cuenta; pero
pensaba
que este añadido no tenía por qué estropear nada.
-Tengo,
pues, la mayor veneración por el señor cardenal -continuó-, y el más profundo
respeto
por
sus actos. Tanto mejor para mí, señor, si me habláis, como decís, con franqueza;
porque
entonces
me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si habéis tenido
alguna
desconfianza,
muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo la verdad; pero, tanto
peor;
así no dejaréis de estimarme, y es lo que quiero más que cualquier otra cosa en
el mundo.
El
señor de Tréville quedó sorprendido hasta el extremo. Tanta penetración, tanta
franqueza,
en
fin, le causaba admiración, pero no disipaba enteramente sus dudas; cuanto más
superior
fuera
este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba. Sin embargo,
apretó la
mano
de D'Artagnan, y le dijo:
-Sois
un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo
que
os
he ofrecido hace un instante. Mi palacio estará siempre abierto para vos. Más
tarde, al poder
requerirme
a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis
probablemente
lo
que deseáis obtener.
-Eso
quiere decir, señor -prosiguió D'Artagnan-, que esperáis a que vuelva digno de
ello. Pues
bien,
estad tranquilo, -añadió con la familiaridad del gascón-, no esperaréis mucho
tiempo.
Y
saludó para retirarse como si el resto corriese en adelante de su
cuenta.
-Pero
esperad -dijo el señor de Tréville deteniéndolo-, os he prometido una carta para
el
director
de la Academia. ¿Sois demasiado orgulloso para aceptarla, mi joven
gentilhombre?
-No,
señor -dijo D'Artagnan-; os respondo que no ocurrirá con esta como con la otra.
La
guardaré
tan bien que os juro que llegará a su destino, y ¡ay de quien intente
robármela!
El
señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota
en el vano
de
la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a
una mesa y
se
puso a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo,
D'Artagnan, que no
tenía
nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales, mirando a
los
mosqueteros
que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían
al
volver
la calle.
El
señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose,
se acercó al
joven
para dársela; pero en el momento mismo en que D'Artagnan extendía la mano para
recibirla,
el señor de Tréville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido dar
un
salto,
enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete
gritando:
-¡Ah,
maldita sea! Esta vez no se me escapará.
-¿Pero
quién? -preguntó el señor de Tréville.
-¡El,
mi ladrón! -respondió D'Artagnan-. ¡Ah, traidor!
Y
desapareció.
-¡Diablo
de loco! -murmuró el señor de Tréville-. A menos -añadió- que no sea una manera
astuta
de zafarse, al ver que ha marrado su golpe.
Capítulo
IV
El
hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de
Aramis
D'Artagnan,
furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la
escalera
cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por
su
camera,
fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de
Tréville por
una
puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un
grito o mejor
un
aullido.
-Perdonadme
-dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera-, perdonadme, pero tengo
prisa.
Apenas
había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su
bandolera
y
lo detuvo.
-¡Tenéis
prisa! -exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo-. Con ese pretexto
golpeáis,
decís:
«Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que
porque
habéis
oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar
como él
nos
habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de
Tréville.
-A
fe mía -replicó D'Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje
realizado por el
doctor,
volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho
«Perdonadme».
Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá
demasiado,
palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, osto suplico y
dejadme
ir
a donde tengo que hacer.
-Señor
-dijo Áthos soltándole-, no sois cortés. Se ve que venís de
lejos.
D'Artagnan
había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se
detuvo
en
seco.
-¡Por
todos los diablos, señor! -dijo-. Por lejos que venga no sois vos quien me dará
una
lección
de Buenos modales, os lo advierto.
-Puede
ser -dijo Athos.
-Ah,
si no tuviera tanta prisa -exclamó D'Artagnan-, y si no corriese detrás de
uno...
-Señor
apresurado, a mí me encontraréis sin comer, ¿me oís?
-¿Y
dónde, si os place?
-Junto
a los Carmelitas Descalzos .
-¿A
qué hora?
-A
las doce.
-A
las doce, de acuerdo, allí estaré.
-Tratad
de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien
coma
tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
-¡Bueno!
-le gritó D'Artagnan-. Que sea a las doce menos diez.
Y
se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su
desconocido,
a
quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Pero
a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos
que
hablaban,
había el espacio justo de un hombre. D'Artagnan creyó que aquel espacio le
bastaría, y
se
lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D'Artagnan no había
contado con el
viento.
Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D'Artagnan
vino a
dar
precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar
aquella parte
esencial
de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de
él, de tal
suerte
que D'Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que
explica la
resistencia
del obstinado Porthos.
D'Artagnan,
al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y
buscó
su
camino por el doblez. Temía sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico
tahalí que
conocemos;
pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los
dos
hombros
de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!,
como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí
era de
oro
por delante y de simple búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que
era, al no
poder
tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se
comprende
así
la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.
-¡Por
mil diablos! -gritó Porthos haciendo todo lo posible por desembarazarse de
D'Artagnan
que
le hormigueaba en la espalda-. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo
sobre las
personas?
-Perdonadme
-dijo D'Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha
prisa,
como detrás de uno, y...
-¿Es
que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? -preguntó
Porthos.
-No
-respondió D'Artagnan picado-, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no
ven los
demás.
Porthos
comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera
dijo:
-Señor,
os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los
mosqueteros.
-¿Desollar,
señor? -dijo D'Artagnan-. La palabra es dura.
-Es
la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus
enemigos.
-¡Pardiez!
De sobra sé que no enseñáis la espalda a los vuestros.
Y
el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula
batiente.
Porthos
echó espuma de rabia a hizo un movimiento para precipitarse sobre
D'Artagnan.
-Más
tarde, más tarde -le gritó éste-, cuando no tengáis vuestra
capa.
-A
la una, pues, detrás del Luxemburgo.
-Muy
bien, a la una -respondió D'Artagnan volviendo la esquina de la
calle.
Pero
ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con la vista
vio a
nadie.
Por despacio que hubiera andado el desconocido, había hecho camino; quizá
también
había
entrado en alguna casa. D'Artagnan preguntó por él a todos los que encontró,
bajó luego
hasta
la barcaza , subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero nada,
absolutamente
nada.
Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a
medida que el
sudor
inundaba su frente su corazón se enfriaba.
Se
puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que acababan de ocurrir;
eran
abundantes
y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el
disfavor
del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en
que
D'Artagnan
lo había abandonado.
Además,
había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres
D'Artagnan;
en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba
tanto
que
los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás
hombres.
La
coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se comprende que el joven
no se
inquietara
mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el
corazón
del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por
supuesto, a
aquellos
dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas
siguientes:
-¡Qué
atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido
justamente en
el
hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo
único que me
extraña
es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he
causado
ha
debido de ser atroz. En cuanto a Porthos..., ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que
es más
divertido!
Y
a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa
aislada, y sin motivo
a
ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún
viandante.
-En
cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser un miserable
atolondrado.
No
se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos
debajo de la
capa
para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me habría
perdonado
si
no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas, cierto;
sí, bellamente
encubiertas.
¡Ah, soy un maldito gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos,
D'Artagnan,
amigo mío -continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía
deberse-
si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una
cortesía
perfecta.
En adelante es preciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser atento y
cortés
no
es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en
persona. ¡Y bien!,
¿a
quién se le ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un cobarde? No desde
luego que a
nadie
y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah, precisamente ahí
está!
D'Artagnan,
mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio
D'Aiguillon
y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres
gentileshombres
de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D'Artagnan; pero como no
olvidaba
que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Tréville se había
irritado
tanto
por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían
recibido no
le
resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D'Artagnan, entregado por
entero a sus
planes
de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un
gran saludo
acompañado
de la más graciosa sonrisa. Aramis inclinó ligeramente la cabeza, pero no
sonrió.
Por
lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su
conversación.
D'Artagnan
no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era
todavía
lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de
una
situación
falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse
con
personas
que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba por tanto en
su
interior
un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había
dejado
caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció
llegado
el
momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que
pudo
encontrar,
sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo
éste
por
retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:
-Señor,
aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho
perder.
En
efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una
de sus
esquinas.
Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del
gascón.
-¡Ah,
ah! -exclamó uno de los guardias-. Encima dirás, discreto Aramis, que estás a
mal con la
señora
de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus
pañuelos.
Aramis
lanzó a D'Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que
acaba
de ganarse un enemigo mortal; luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón,
dijo:
-Os
equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido
la fantasía
de
devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que
aquí está el
mío,
en mi bolsillo.
A
estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina
batista,
aunque
la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y
adornado con
una
sola inicial, la de su propietario.
Esta
vez, D'Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de
Aramis no se
dejaron
convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero
con
seriedad
afectada, dijo:
-Si
fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque,
como
sabes,
Bois-Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas
de su
mujer.
-Lo
pides mal -respondió Aramis-; y aun reconociendo la justeza de tu reclamación en
cuanto al
fondo,
me negaré debido a la forma.
-El
hecho es -aventuró tímidamente D'Artagnan-, que yo no he visto salir el pañuelo
del bolsillo
del
señor Aramis. Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía
el pie, el
pañuelo
era suyo.
-Y
os habéis equivocado, querido señor -respondió fríamente Aramis, poco sensible a
la
reparación.
Luego,
volviéndose hacia aquel de los guardias que se había declarado amigo de
Bois-Tracy,
continuó:
-Además,
pienso, mi querido íntimo de Bois-Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso
que
puedas serlo tú; de suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto
de tu bolsillo
como
del mío.
-¡No,
por mi honor! -exclamó el guardia de Su Majestad.
-Tú
vas a jurar por tu honor y yo por mi palabra, y entonces evidentemente uno de
nosotros
dos
mentirá. Mira, hagámosio mejor, Montaran, cojamos cada uno la
mitad.
-¿Del
pañuelo?
-Sí.
-De
acuerdo -exclamaron lo otros dos guardias- el juicio del rey Salomón.
Decididamente,
Aramis,
estás lleno de sabiduría.
Los
jóvenes estallaron en risas, y como es lógico, el asunto no tuvo más
continuación. Al cabo
de
un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después
de haberse
estrechado
cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el
suyo.
-Este
es el momento de hacer las paces con ese hombre galante -se dijo para sí
D'Artagnan,
que
se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella
conversación. Y
con
estas buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más
atención,
le
dijo:
-Señor,
espero que me perdonéis.
-¡Ah,
señor! -le interrumpió Aramis-. Permitidme haceros observar que no habéis obrado
en
esta
circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.
-¡Cómo,
señor! -exclamó D'Artagnan-. Suponéis...
-Supongo,
señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña,
que
no
se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos! Paris no está
empedrado de batista.
-Señor,
os equivocáis tratando de humillarme -dijo D'Artagnan, en quien el carácter
peleón
comenzaba
a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-. Soy de Gascuña, cierto, y
puesto
que
lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos; de
suerte que
cuando
se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que
ya han
hecho
más de la mitad de lo que debían hacer.
-Señor,
lo que os digo -respondió Aramis-, no es para buscar pelea. A Dios gracias no
soy un
espadachín,
y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y
siempre
con gran repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos a una
dama
comprometida
por vos.
-Por
nosotros querréis decir -exclamó D'Artagnan.
-¿Por
qué habéis tenido la torpeza de devolverme el pañuelo?
-¿Por
qué habéis tenido vos la de dejarlo caer?
-He
dicho y repito, señor, que ese pañuelo no ha salido de mi
bolsillo.
-¡Pues
bien, mentís dos veces, señor, porque yo lo he visto salir de
él!
-¡Ah,
con que lo tomáis en ese tono, señor gascón! ¡Pues bien, yo os enseñaré a
vivir!
-Y
yo os enviaré a vuestra misa, señor abate. Desenvainad, si os place, y ahora
mismo.
-No,
por favor, querido amigo; no aquí, al menos. ¿No veis que estamos frente al
palacio
D'Aiguillon,
que está lleno de criaturas del cardenal? ¿Quién me dice que no es Su Eminencia
quien
os ha encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que
creo
que
va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad tranquilo,
pero
mataros
dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de
vuestra
muerte
ante nadie.
-Me
parece bien, pero no os fiéis, y llevad vuestro pañuelo, os pertenezca o no;
quizá tengáis
ocasión
de serviros de él.
-¿El
señor es gascón? -preguntó Aramis.
-Sí.
El señor no pospone una cita por prudencia.
-La
prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé,
pero
indispensable
a las gentes de Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente, tengo que
ser
prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de
Tréville. Allí os
indicaré
los buenos lugares.
Los
dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al
Luxemburgo,
mientras D'Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los
Carmelitas
Descalzos, diciendo para sí:
-Decididamente,
no puedo librarme; pero por lo menos, si soy muerto, seré muerto por un
mosquetero.
Capítulo
V
Los
mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal
D'Artagnan
no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar
segundo,
resuelto
a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía
la
intención
formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin
debilidad,
por
temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un
asunto de este
género,
cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y
debilitado:
vencido,
duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil
audacia.
Por
lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o
nuestro
lector
ha debido observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun
repitiéndose
a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como
cualquier
otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar.
Reflexionó
sobre
los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver
más claro en
su
situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un
amigo de Athos,
cuyos
aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter
miedo
a
Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía
contar a todo el
mundo,
relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de
ridículo; por
último,
en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que
llegase
hasta
él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle
el rostro,
como
César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre
aquella
belleza
de la que estaba tan orgulloso.
Además
había en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado
en
su
corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada
de nadie
salvo
del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que caminó,
hacia el
convento
de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella
época,
especie
de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del
Pré-aux-Clers, y
que
de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que
perder.
Cuando
D'Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de
aquel
monasterio,
Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto
puntual
como la Samaritana y el más
riguroso casuista en duelos no podría decir nada.
Athos,
que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las
nueve
por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba
a su
adversario
con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca.
Al
ver
a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Este,
por su parte,
no
abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el
suelo.
-Señor
-dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos,
pero esos
dos
amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en
ellos.
-Yo
no tengo padrinos, señor -dijo D'Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a Paris,
no
conozco
aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi
padre, que
tiene
el honor de ser uno de sus pocos amigos.
Athos
reflexionó un instante.
-¿No
conocéis más que al señor de Tréville? -preguntó.
-No,
señor, no conozco a nadie más que a él...
-¡Vaya...,
pero... -prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para
D'Artagnan-,
vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-No
demasiado, señor -respondió D'Artagnan con un saludo que no carecía de
dignidad-; no
demasiado,
pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí con una herida que debe
molestaros
mucho.
-Mucho
me molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos los diablos, debo
decirlo;
pero
lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias. No
creáis por ello
que
os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será incluso
desventaja
para
vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están prevenidas. Lamento
no
haberos
participado antes esta circunstancia.
-Señor
-dijo D'Artagnan inclinándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la
que no
os
puedo quedar más reconocido.
-Me
dejáis confuso -respondió Athos con su aire de gentilhombre-; hablemos pues de
otra
cosa,
os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los diablos!
¡Qué daño
me
habéis hecho! El hombro me arde...
-Si
permitierais... -dijo D'Artagnan con timidez.
-¿Qué,
señor?
-Tengo
un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y
que
yo
mismo he probado.
-¿Y?
-Pues
que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo
de los
tres
días, cuando estéis curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser
vuestro hombre.
D'Artagnan
dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin
atentar
en
modo alguno contra su valor.
-¡Pardiez,
señor! -dijo Athos-. Es esa una propuesta que me place, no que la acepte, pero
huele
a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos valientes
del tiempo
de
Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgraciadamente,
no
estamos
ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del señor cardenal, y
de
aquí
a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que
debemos
batirnos,
y se opondrían a nuestro combate... Vaya, esos trotacalles ¿no acabarán de
venir?
-Si
tenéis prisa, señor -dijo D'Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un
instante
antes
le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa y os place
despacharme en
seguida,
no os preocupéis, os lo ruego.
-Es
esa una frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a
D'Artagnan-,
no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre
valiente.
Señor,
me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al
otro,
tendré
más tarde verdadero placer en vuestra conversación. Esperemos a esos señores, os
lo
ruego,
tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí está uno según
creo!
En
efecto, por la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el
gigantesco Porthos.
-¡Cómo!
-exclamó D'Artagnan-. ¿Vuestro primer testigo es el señor
Porthos?
-Sí.
¿Os contraría?
-No,
de ningún modo.
-Y
ahí está el segundo.
D'Artagnan
se volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció a
Aramis.
-¡Qué!
-exclamó con un acento más asombrado que la primera vez-. ¿Vuestro segundo
testigo
es
el señor Aramis?
-Claro,
¿no sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los otros, y que entre los
mosqueteros y
entre
los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y Aramis o
los tres
inseparables?
Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau...
-De
Tarbes -dijo D'Artagnan.
-...os
está permitido ignorar este detalle -dijo Athos.
-A
fe mía -dijo D'Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si
tiene alguna
resonancia,
probará al menos que vuestra unión no está fundada en el
contraste.
Entre
tanto Porthos se había acercado, había saludado a Athos con la mano; luego, al
volverse
hacia
D'Artagnan, había quedado estupefacto.
Digamos
de pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.
-¡Ah,
ah! -exclamó-. ¿Qué es esto?
-Este
es el señor con quien me bato -dijo Athos señalando con la mano a D'Artagnan, y
saludándole
con el mismo gesto.
-Con
él me bato también yo -dijo Porthos.
-Pero
a la una -respondió D'Artagnan.
-Y
también yo me bato con este señor -dijo Aramis llegando a su vez al
lugar.
-Pero
a las dos -dijo D'Artagnan con la misma calma.
-Pero
¿por qué te bates tú, Athos? -preguntó Aramis.
-A
fe que no lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y tú,
Porthos?
-A
fe que me bato porque me bato -respondió Porthos
enrojeciendo.
Athos,
que no se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios del
gascón.
-Hemos
tenido una discusión sobre indumentaria -dijo el joven.
-¿Y
tú, Aramis? -preguntó Athos.
-Yo
me bato por causa de teología -respondió Aramis haciendo al mismo tiempo una
señal a
D'Artagnan
con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
Athos
vio pasar una segunda sonrisa por los labios de
D'Artagnan.
-¿De
verdad? -dijo Athos.
-Sí,
un punto de San Agustín sobre el que no estamos de acuerdo -dijo el
gascón.
-Decididamente
es un hombre de ingenio -murmuró Athos.
-Y
ahora que estáis juntos, señores -dijo D'Artagnan-, permitidme que os presente
mis
excusas.
A
la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera
se deslizó
por
los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de
Aramis.
-No
me comprendéis, señores -dijo D'Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel
momento
jugaba
un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido excusas en caso
de que
no
pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme
primero,
lo
cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la
vuestra, señor
Aramis.
Y ahora, señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de eso, ¡y en
guardia!
A
estas palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D'Artagnan sacó su
espada.
La
sangre había subido a la cabeza de D'Artagnan, y en aquel momento habría sacado
su
espada
contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos,
Porthos y
Aramis.
Eran
las doce y cuarto. El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para
ser teatro
del
duelo estaba expuesto a todos sus ardores.
-Hace
mucho calor -dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no podría
quitarme
mi
jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo
molestar
al
señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
-Cierto,
señor -dijo D'Artagnan-, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré
con
pesar
la sangre de un caballero tan valiente; por eso me batiré yo también con jubón
como vos.
-Vamos,
vamos -dijo Porthos-, basta de cumplidos, y pensad que nosotros esperamos
nuestro
turno.
-Hablad
por vos solo, Porthos, cuando digáis semejantes incongruencias -interrumpió
Aramis-.
Por
lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien
dichas y a
todas
luces dignas de dos gentileshombres.
-Cuando
queráis, señor -dijo Athos poniéndose en guardia.
-Esperaba
vuestras órdenes -dijo D'Artagnan cruzando el hierro.
Pero
apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de
guardias de Su
Eminencia,
mandada por el señor de Jussac , apareció por la esquina del
convento.
-¡Los
guardias del cardenal! -gritaron a la vez Porthos y Aramis-. ¡Envainad las
espadas,
señores,
envainad las espadas!
Pero
era demasiado tarde. Los dos combatientes habían sido vistos en una postura que
no
permitía
dudar de sus intenciones.
-¡Hola!
-gritó Jussac avanzando hacia ellos y haciendo una señal a sus hombres de hacer
otro
tanto-.
¡Hola, mosqueteros! ¿Nos estamos batiendo? ¿Para qué queremos entonces los
edictos?
-Sois
muy generosos, señores guardias -dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era
uno de
los
agresores de la antevíspera-. Si os viésemos batiros, os respondo de que nos
guardaríamos
mucho
de impedíroslo. Dejadnos pues hacerlo, y podréis tener un rato de placer sin
ningún
gasto.
-Señores
-dijo Jussac-, con gran pesar os declaro que es imposible. Nuestro deber ante
todo.
Envainad,
pues, por favor, y seguidnos.
-Señor
-dijo Aramis parodiando a Jussac-, con gran placer obedeceríamos vuestra
graciosa
invitación,
si ello dependiese de nosotros; pero desgraciadamente es imposible: el señor de
Tréville
nos lo ha prohibido. Pasad, pues, de largo, es lo mejor que podéis
hacer.
Aquella
broma exasperó a Jussac.
-Cargaremos
contra vosotros si desobedecéis.
-Son
cinco -dijo Athos a media voz-, y nosotros sólo somos tres; seremos batidos y
tendremos
que
morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el
capitán.
Entonces
Porthos y Aramis se acercaron inmediatamente uno a otro, mientras Jussac
alineaba
a
sus hombres.
Este
solo momento bastó a D'Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos
momentos
que
deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal; hecha
la elección,
había
que perseverar en ella. Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir,
arriesgar la cabeza,
es
decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey
mismo, eso
es
lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo.
Voviéndose,
pues,
hacia Athos y sus amigos dijo:
-Señores,
añadiré, si os place, algo a vuestras palabras. Habéis dicho que no sois más que
tres,
pero
a mí me parece que somos cuatro.
-Pero
vos no sois de los nuestros -dijo Porthos.
-Es
cierto -respondió D'Artagnan-; no tengo el hábito, pero sí el alma. Mi corazón
es
mosquetero,
lo siento de sobra, señor, y eso me entusiasma.
-Apartaos,
joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro
había
adivinado
el designio de D'Artagnan-. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra
piel, de
prisa.
D'Artagnan
no se movió.
-Decididamente
sois un valiente -dijo Athos apretando la mano del joven.
-¡Vamos,
vamos, tomemos una decisión! -prosiguió Jussac.
-Veamos
-dijeron Porthos y Aramis-, hagamos algo.
-El
señor está lleno de generosidad -dijo Athos.
Pero
los tres pensaban en la juventud de D'Artagnan y temían su
inexperiencia.
-No
seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño -prosiguió Athos-,
y no por
eso
dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
-¡Sí,
pero retroceder...! -dijo Porthos.
-Es
difícil -añadió Athos.
D'Artagnan
comprendió su falta de resolución.
-Señores,
ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí
si
somos
vencidos.
-¿Cómo
os llamáis, valiente? -dijo Athos.
-D'Artagnan,
señor.
-¡Pues
bien, Athos, Porthos, Aramis y D'Artagnan, adelante! -gritó
Athos.
-¿Y
bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? -gritó por tercera vez
Jussac.
-Está
resuelto, señores -dijo Athos.
-¿Y
qué decisión habéis tomado? -preguntó Jussac.
-Vamos
a tener el honor de cargar contra vos -respondió Aramis, alzando con una mano su
sombrero
y sacando su espada con la otra.
-¡Ah!
¿Os resistís? -exclamó Jussac.
-¡Por
todos los diablos! ¿Os sorprende?
Y
los nueve combatientes se precipitaron unos contra otros con una furia que no
excluía cierto
método.
Athos
cogió a un tal Cahusac , favorito del cardenal; Porthos tuvo a Biscarat y Aramis
se
vio frente a dos adversarios.
En
cuanto a D'Artagnan, se encontró lanzado contra el mismo
Jussac.
El
corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios
gracias, del
que
no conocía siquiera la sombra, sino de emulación; se batía como un tigre
furioso, dando
vueltas
diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su
terreno.
Jussac
era, como se decía entonces, un enamorado de la espada, y la había practicado
mucho;
sin
embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendiéndose contra un adversario
que, ágil y
saltarín,
se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados
a la
vez,
y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su
epidermis.
Por
fin la lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. Furioso de ser
tenido en jaque
por
aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer
errores.
D'Artagnan
que, a pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad.
Jussac,
queriendo
terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario tirándose a fondo; pero
éste paró
primero,
y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su
acero, le
pasó
su espada a través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D'Artagnan
lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de
batalla.
Aramis
había matado ya a uno de sus adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin
embargo,
Aramis estaba en buena situación y aún podía defenderse.
Biscarat
y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada
atravesándole
el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos
heridas
era
grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos,
herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un
ápice: se
había
limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la
izquierda.
Según
las leyes del duelo de esa época, D'Artagnan podía socorrer a uno; mientras
buscaba
con
los ojos qué compañero tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de
Athos.
Aquella
mirada era de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro;
pero podía
mirar,
y con la mirada pedir apoyo. D'Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible y cayó
sobre el
flanco
de Cahusac gritando:
-¡A
mí, señor guardia, que yo os mato!
Cahusac
se volvió, justo a tiempo. Athos, a quien sólo su extremado valor sostenía, cayó
sobre
una
rodilla.
-¡Maldita
sea! -gritó a D'Artagnan-. ¡No lo matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo
asunto
que
terminar con él cuando esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente,
quitadle la
espada.
¡Eso es, bien, muy bien!
Esta
exclamación le había sido arrancada a Athos por la espada de Cahusac, que
saltaba a
veinte
pasos de él. D'Artagnan y Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el
otro para
apoderarse
de ella; pero D'Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie
encima.
Cahusac
corrió hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su
acero y
quiso
volver a D'Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante
aquella pausa
de
un instante que le había procurado D'Artagnan había recuperado el aliento y que,
por temor a
que
D'Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el
combate.
D'Artagnan
comprendió que sería contrariar a Athos no dejarle actuar. En efecto, algunos
segundos
después, Cahusac cayó con la garganta atravesada por una
estocada.
En
ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario
derribado,
y
le forzaba a pedir merced.
Quedaban
Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué
hora
podía
ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el
regimiento
de
Navarra; pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Biscarat era uno de esos hombres
de hierro
que
no caen más que muertos.
Sin
embargo, había que terminar. La ronda podía llegar y prender a todos los
combatientes,
heridos
o no, realistas o cardenalistas. Athos, Aramis y D'Artagnan rodearon a Biscarat
y le
conminaron
a rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba el
muslo,
Biscarat
quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre el codo, le gritó que
se
rindiera.
Biscarat era gascón como D'Artagnan; hizo oídos sordos y se contentó con reír, y
entre
dos
quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el
suelo, dijo
parodiando
un versículo de la Biblia:
-Aquí
morirá Biscarat, el único de los que están con él !
-Pero
están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.
-¡Ah!
Si lo ordenas, es distinto -dijo Biscarat-; como eres mi brigadier, debo
obedecer.
Y
dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla para no
entregarla, arrojó los
trozos
por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo
cardenalista.
La
bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mosqueteros saludaron a
Biscarat
con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D'Artagnan hizo otro tanto, y
luego,
ayudado
por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del
convento a
Jussac,
Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido. El
cuarto,
como
ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro
de las
cinco
espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de
Tréville.
Se
les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y
agrupando tras sí
a
todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una
marcha triunfal. El
corazón
de D'Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos apretándolos
con
ternura.
-Si
todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del
palacio del
señor
de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Capítulo
VI
Su
majestad el rey Luis Xlll
El
suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus
mosqueteros, y
los
felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey
el señor de
Tréville
se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba
encerrado con el
cardenal,
y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en
aquel
momento.
Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y
como su
majestad
era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a
Tréville,
dijo:
-Venid
aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a
quejárseme
de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está
enfermo?
¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de
horca!
-No,
Sire -respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse
las
cosas-;
no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no
tienen más
que
un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina
más que
para
el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor
cardenal están
buscándoles
pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven
obligados
a defenderse.
-¡Escuchad
al señor de Tréville! -dijo el rey-. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una
comunidad
religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro
despacho
y
dárselo a la señorita de Chemerault , a quien he prometido una abadía. Pero no
penséis que
os
creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y
ahora mismo lo
veremos.
-Porque
me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de
Vuestra
Majestad.
-Esperad
pues, señor, esperad -dijo el rey-, no os haré esperar
mucho.
En
efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado,
no era
difícil
encontrar un pretexto para hacer -perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo
origen, lo
confesamos,
lo desconocemos- para hacer el carlomagno . El rey se levantó, pues, al cabo de
un
instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor
parte procedía de
su
ganancia, dijo:
-La
Vieuville , tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un
asunto de
importancia...
¡Ah!..., yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes
han
perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.
Luego,
volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una
ventana,
continuó:
-Y
bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han
buscado pelea a
vuestros
mosqueteros.
-Sí,
Sire, como siempre.
-Y
¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso
que un juez
escuche
a las dos partes.
-Dios
mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a
quienes
Vuestra
Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que
tienen,
puedo
afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados,
digo, los
señores
Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con un joven cadete de
Gascuña
que
yo les había recomendado aquella misma mañana. La excursión iba a tener lugar en
Saint-
Germain,
según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue
perturbada por
el
señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que
ciertamente no
venían
allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los
edictos.
-¡Ah,
ah!, me dais que pensar -dijo el rey-; sin duda iban para batirse ellos
mismos.
-No
los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer
cuatro
hombres
armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de
los
Carmelitas.
-Sí,
tenéis razón, Tréville, tenéis razón.
-Entonces,
cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio
particular
por
el odio de cuerpo; porque Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que
son del rey
y
nada más que para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor
cardenal.
-Sí,
Tréville, sí -dijo el rey melancólicamente-, y es muy triste, creedme, ver de
este modo dos
partidos
en Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo
esto
acabará.
Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros
-Digo
que es probable que las cosas hayan ocurrido de este modo, pero no lo juro,
Sire. Ya
sabéis
cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto
admirable
que
ha hecho llamar a Luis XIII el Justo...
-Y
tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había
con ellos un
niño?
-Sí,
Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos
herido, y
un
niño no solamente se han enfrentado a cinco de los más terribles guardias del
cardenal, sino
que
aun han derribado a cuatro por tierra.
-Pero
¡eso es una victoria! -exclamó el rey radiante-. ¡Una victoria
completa!
-Sí,
Sire, tan completa como la del puente de Cé .
-¿Cuatro
hombres, uno de ellos herido y otro un niño decís?
-Un
joven apenas hombre, que se ha portado tan perfectamente en esta ocasión que me
tomaré
la libertad de recomendarlo a Vuestra Majestad.
-¿Cómo
se llama?
-D'Artagnan,
Sire. Es hijo de uno de mis más viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con
el
rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra
partidaria.
-¿Y
decís que se ha portado bien ese joven? Contadme eso, Tréville; ya sabéis que me
gustan
los
relatos de guerra y combate.
Y
el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su mostacho poniéndose en
jarras.
-Sire
-prosiguió Tréville-, como os he dicho, el señor D'Artagnan es casi un niño, y
como no
tiene
el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor
cardenal,
reconociendo
su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse
antes
de atacar.
-¡Ah!
Ya veis, Tréville -interrumpió el rey-, que son ellos los que han
atacado.
-Exactamente,
Sire; sin ninguna duda; le conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que
era
mosquetero de corazón y todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con
los señores
mosqueteros
-¡Bravo
joven! -murmuró el rey.
-Y
en efecto, permanció a su lado; y Vuestra Majestad tiene a un campeón tan firme
que fue él
quien
dio a Jussac esa terrible estocada que encoleriza tanto al señor
cardenal.
-¿Fue
él quien hirió a Jussac? -exclamó el rey- ¡El, un niño! Eso es imposible,
Tréville.
-Ocurrió
como tengo el honor de decir a Vuestra Majestad.
-¡Jussac,
uno de los primeros aceros del reino!
-¡Pues
bien, Sire, ha encontrado su maestro!
-Quiero
ver a ese joven, Tréville, quiero verlo, y si se puede hacer algo, pues bien,
nosotros
nos
ocuparemos.
-¿Cuándo
se dignará recibirlo Vuestra Majestad?
-Mañana
a las doce, Tréville.
-¿Lo
traigo solo?
-No,
traedme a los cuatro juntos. Quiero darles las gracias a todos a la vez; los
hombres
adictos
son raros, Tréville, y hay que recompensar la adhesión.
-A
las doce, Sire, estaremos en el Louvre.
-¡Ah!
Por la escalera pequeña, Tréville, por la escalera pequeña. Es inútil que el
cardenal
sepa...
-Sí,
Sire.
-¿Comprendéis,
Tréville? Un edicto es siempre un edicto; está prohibido batirse a fin de
cuentas.
-Pero
ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un
duelo: es
una
riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres
mosqueteros y el
señor
D'Artagnan
-Exacto
-dijo el rey-; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera
pequeña.
Tréville
sonrió. Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se
revolviese
contra
su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de
él.
Aquella
misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había
concedido.
Como conocían desde hacia tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero
D'Artagnan,
con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños
dorados.
Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de Athos.
D'Artagnan
encontró al mosquetero completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita
con
el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a
la pelota a
un
garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a
D'Artagn a seguirlos,
y
pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin
saber qué hacer
de
su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las
doce.
Los
dos mosqueteros hablan llegado ya y peloteaban juntos. Athos, que era muy
aficionado a
todos
los ejercicios corporales, pasó con D'Artagnan al lado opuesto, y los desafió.
Pero al primer
movimiento
que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su herida era
demasiado
reciente aún para permitirle semejante ejercicio. D'Artagnan se quedó, pues,
solo, y
como
declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron
enviando
solamente
pelotas sin contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño
hercúleo
de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D'Artagnan que pensó que, si en lugar
de
pasarle
de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que
le
hubiera
sido del todo imposible presentarse ante el rey. Y como, según su imaginación
gascona,
de
aquella audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y
Aramis,
declarando
que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles
frente, y
se
volvió para situarse junto a la soga y en la galería.
Por
desgracia para D'Artagnan, entre los espectadores se encontraba un guardia de Su
Eminencia,
el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la
víspera
solamente,
se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla. Creyó, pues, que
la
ocasión
había llegado y, dirigiéndose a su vecino, dijo:
-No
es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz
de
mosquetero.
D'Artagnan
se volvió como si una serpiente lo hubiera mordido y miró fijamente al guardia
que
acababa
de decir aquella insolente frase.
-¡Pardiez!
-prosiguió aquél rizándose insolentemente el mostacho-. Miradme cuanto queráis,
mi
querido
señor, he dicho lo que he dicho.
-Y
como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vuestras palabras
necesiten una
explicación
-respondió D'Artagnan en voz baja-, os ruego que me
sigáis.
-Y
eso, ¿cuándo? -preguntó el guardia con el mismo aire
burlón.
-Ahora
mismo, si os place.
-Y
¿sabéis por casualidad quién soy?
-Lo
ignoro completamente, y no me inquieta.
-Pues
os equivocáis, porque si supieseis mi nombre, quizá no tuvierais tanta
prisa.
-¿Cómo
os llamáis?
-Bernajoux
, para serviros.
-Pues
bien, señor Bernajoux -dijo tranquilamente D'Artagnan-, voy a esperaros a la
puerta.
-Id,
señor, os sigo.
-No
os apresuréis, señor, que no se den cuenta de que salimo juntos; comprended que,
para lo
que
vamos a hacer, demasiada gente nos molestaría.
-Está
bien -respondió el guardia asombrado de que su nombre no hubiera producido más
efecto
sobre el joven.
En
efecto, el nombre de Bernajoux era conocido de todo el mundo, a excepción quizá
de
D'Artagnan
solamente; porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las
riñas
cotidianas
que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido
reprimir.
Porthos
y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta
atención
que
no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia
de Su
Eminencia,
se detuvo en la puerta; un momento después, éste bajaba a su vez. Como
D'Artagnan
no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las
doce,
echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su
adversario:
-A
fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que
habérosla sólo
con
un aprendiz de mosquetero; pero tranquilizaos, lo haré lo mejor que pueda. ¡En
guardia!
-Pero
-dijo aquel a quien D'Artagnan provocaba de ese modo- me parece que el lugar
está
bastante
mal escogido, y que estaríam mejor detrás de la abadía de Saint-Germain o en el
Pré-aux-Clercs
.
-Lo
que decís está muy puesto en razón -respondió D'Artagnan-; desgraciadamente, no
me
sobra
el tiempo, tengo una cita a las doce en punto. ¡En guardia, pues, señor, en
guardia!
Bernajoux
no era hombre para hacerse repetir dos veces semejate cumplido. En el mismo
instante
su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su
gran
juventud,
espera intimidar.
Pero
D'Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su
victoria, todo
henchido
de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso; por eso los dos aceros
se
encontraron
metidos hasta las guardas, y como D'Artagnan se mantenía firme en su puesto fue
su
adversario el que dio un paso en retirada. Pero D Artagnan aprovechó el momento
en que, en
ese
movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a
fondo y tocó a su
adversa
en el hombro. En seguida D'Artagnan dio un paso hacia atrás a su vez y levantó
su
espada;
pero Bernajoux le gritó que no era nada, y tirándose ciegamente sobre él, se
ensartó él
mismo.
Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba
acercando
hacia el palacio del señor de la Trémouille a cuyo servicio tenía un pariente,
D'Artagnan,
ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su adversario había
recibido,
le
acosaba vivamente, y sin duda lo iba a rematar de una tercera estocada cuando,
habiéndose
extendido
el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos
del
guardia,
que le habtan otdo intercambiar algunas palabras con D'Artagnan y que le habían
visto
salir
a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y
cayeron sobre
el
vencedor. Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el
momento en
que
los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse. En aquel
momento
Bernajoux
cayó; y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gritar: «¡A
nosotros,
palacio de la Trémouille!» A estos gritos, todos los que había en el palacio
salieron,
abalazándose
sobre los cuatro compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros,
mosqueteros!
»
Este
grito era atendido con frecuencia; porque se sabía a los mosqueteros enemigos de
su
Eminencia,
y se los amaba por el odio que sentían hacia el cardenal. Por eso los guardias
de
otras
compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado
Aramis,
por
lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del
rey. De tres
guardias
de la compañía del señor Des Essarts
que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de
los
cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville,
gritando: «iA
nosotros,
mosqueteros, a nosotros!». Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville
estaba
lleno
de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas. La refriega
se hizo
general,
pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del cardenal y
las gentes
del
señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a
tiempo para
impedir
que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos. En cuanto al herido,
había sido
transportado
dentro al principio y, como hemos dicho, en muy mal
estado.
La
agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus aliados, y se
deliberaba ya si, para
castigar
la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer
una
salida
contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio. La
proposición había
sido
hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunadamente sonaron las once;
D'Artagnan y
sus
compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un
golpe tan
hermoso
sin ellos, consiguieron calmar los ánimos. Se contentaron, pues, con arrojar
algunos
adoquines
contra las puertas, pero las puertas resistieron; entonces se cansaron; por otro
lado,
aquellos
que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un
instante
el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Tréville, que los
esperaba, al
corriente
ya de esta algarada.
-Deprisa,
al Louvre -dijo-, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey
antes de
que
sea prevenido por el cardenal; nosotros le contaremos las cosas como una
continuación del
asunto
de ayer, y los dos pasarán juntos.
El
señor de Tréville, acompañado de los cuatro jóvenes, se encaminó pues hacia el
Louvre;
pero,
para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla
ido a
montería
del ciervo en el bosque de Saint-Germain. El señor de Tréville se hizo repetir
dos veces
aquella
nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro
ensombrecerse.
-¿Acaso
Su Majestad -preguntó- tenía desde ayer el proyecto de esta
cacería?
-No,
Excelencia -respondió el ayuda de cámrara-. Ha sido el montero mayor el que ha
venido a
anunciarle
esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él. Al principio
res-
pondió
que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le proponía esa caza, y
después de
comer
ha partido.
-¿Ha
visto el rey al cardenal? -preguntó el señor de Tréville.
-Lo
más probable -respondió el ayuda de cámara-, porque esta mañana he visto los
caballos de
carroza
de Su Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A
Saint-Germain».
-Estamos
prevenidos -dijo el señor de Tréville-. Señores, veré al rey esta noche; en
cuanto a
vos,
os aconsejo no arriesgaros.
El
aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía
demasiado
bien
al rey para que los cuatro jóvenes trataran de discutirlo. El señor de Tréville
les invitó pues a
volver
cada uno a su alojamiento y a esperar sus noticias.
Al
entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la
delantera quejándose
el
primero. Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una
carta en la que
rogaba
echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes
por la
audacia
que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros. Pero el señor de
La
Trémouille,
ya prevenido por su escudero, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le
hizo
responder
que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino
más
bien
al contrario, a él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo
palacio
habían
querido quemar. Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo
tiempo,
porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de
Tréville se le
ocurrió
un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al
señor de
La
Trémouille.
Se
dirigió; pues, en seguida a su palacio, y se hizo
anunciar.
Los
dos señores se saludaron cortésmente, ya que, si no había amistad entre ellos,
había al
menos
estima. Los dos eran personas de ánimo y de honor, y como el señor de La
Trémouille,
protestante
y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo
general a
sus
relaciones sociales prevención alguna. Aquella vez, sin embargo, su acogida,
aunque cortés,
fue
más fría que de costumbre.
-Señor
-dijo el señor de Tréville-, ambos creemos tener motivo de queja uno del otro, y
yo
mismo
he venido para que juntos saquemos este asunto a la luz.
-De
buen grado -respondió el señor de La Trémouille-, pero os prevengo que estoy
bien
informado,
y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.
-Sois
un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor -dijo el señor de
Tréville-, para
no
aceptar la propuesta que voy a haceros.
-Hacedla,
señor, os escucho.
-¿Cómo
se encuentra el señor Bernajoux, el pariente de vuestro
escudero?
-Pues
muy mal, séñor. Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es
nada
peligrosa,
ha pescado otra que le ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice
tristes
cosas.
-Pero
¿ha conservado el herido su conocimiento?
-Perfectamente.
-¿Habla?
-Con
dificultad, pero habla.
-Pues
bien, señor, vayamos a su lado; conjurémosle, en nombre del Dios ante el que
quizá va
a
ser llamado, a decir la verdad. Le tomo por juez de su propia causa, señor, y lo
que diga lo
creeré.
El
señor de La Trémouille reflexionó un instante; luego, como era difícil hacer una
proposición
más
razonable, aceptó.
Ambos
bajaron a la habitación donde estaba el enfermo. Este, al ver entrar a estos dos
nobles
señores
que venían a visitarlo, trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado
débil y,
agotado
por el esfuerzo que había hecho, volvió a caer casi sin
conocimiento.
El
señor de La Trémouille se acercó a él y le hizo respirar sales que le
devolvieron a la vida.
Entonces
el señor de Tréville, no queriendo que se le pudiese acusar de haber
influenciado al
enfermo,
invitó al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.
Lo
que había previsto el señor de Tréville ocurrió. Colocado entre la vida y la
muerte como
Bernajoux
estaba, no tuvo siquiera la idea de callar un instante la verdad; contó a los
dos
señores
las cosas exactamente tal como habían ocurrido.
Era
todo lo que quería el señor de Tréville; deseó a Bernajoux una pronta
convalecencia, se
despidió
del señor de La Trémouille, volvió a su palacio e hizo avisar a los cuatro
amigos que les
esperaba
a cenar.
El
señor de Tréville recibía a muy buena compañía, por supuesto anticardenalista.
Se
comprende,
pues, que la conversación girase durante toda la cena sobre los dos fracasos que
acababan
de sufrir los guardias de Su Eminencia. Y como D'Artagnan había sido el héroe de
aquellas
dos jornadas, fue sobre él sobre el que cayeron todas las felicitaciones, que
Athos,
Porthos
y Aramis le dejaron no sólo como buenos amigos sino como hombres que habían
tenido
con
bastante frecuencia su vez para dejarle a él la suya.
Hacia
las seis, el señor de Tréville anunció que se veía obligado a ir al Louvre; pero
como la
hora
de la audiencia concedida por Su Majestad había pasado, en lugar de solicitar la
entrada por
la
escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara. El rey no
había vuelto
aún
de caza. Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que esperaban, mezclados con
el gentío
de
los cortesanos, cuando todas las puertas se abrieron y se anunció a Su
Majestad.
A
este anuncio, D'Artagnan se sintió temblar hasta la médula de los huesos. El
instante que iba
a
seguir debía, con toda probabilidad, decidir el resto de su vida. Por eso sus
ojos se fijaron con
angustia
en la puerta por la que debía entrar el rey.
Luis
XIII apareció marchando el primero; iba vestido con el traje de caza, lleno de
polvo aún,
con
botas altas y con la fusta en la mano. A la primera ojeada, D'Artagnan juzgó que
el ánimo
del
rey se hallaba en plena tormenta.
Esta
disposición, por visible que fuera en Su Majestad, no impidió a los cortesanos
alinearse a
su
paso: en las antecámaras reales más vale ser visto con mirada irritada que no
ser visto en
absoluto.
Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante,
mientras
que
D'Artagnan por el contrario permaneció oculto tras ellos; pero aunque el rey
conocía
personalmente
a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos sin mirarlos, sin hablarles y como si
jamás
los hubiera visto. En cuanto al señor de Tréville, cuando los ojos del rey se
detuvieron un
instante
sobre él, sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó
la vista;
tras
ello, siempre mascullando, Su Majestad volvió a sus
habitaciones.
-Las
cosas van mal -dijo Athos sonriendo-, y todavía no nos harán caballeros de la
orden esta
vez.
-Esperad
aquí diez minutos -dijo el señor de Tréville-, y si al cabo de diez minutos no
me veis
salir,
regresad a mi palacio, porque será inútil que me esperéis más
tiempo.
Los
cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un cuarto de hora, veinte minutos; y
viendo que el
señor
de Tréville no aparecía, se fueron muy inquietos por lo que fuera a
suceder.
El
señor de Tréville había entrado osadamente en el gabinete del rey, y había
encontrado a Su
Majestad
de muy mal humor, sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su
fusta,
cosa que no le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su
salud.
-Mala,
señor, mala -respondió el rey-, me aburro.
En
efecto, era la peor enfermedad de Luis XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus
cortesanos,
lo atraía a una ventana y le decía: Señor tal, aburrámonos
juntos.
-¡Cómo!
¡Vuestra Majestad se aburre! -dijo el señor de Tréville-. ¿Acaso no ha recibido
placer
hoy
de la caza?
-¡Vaya
placer, señor! Todo degenera, a fe mía, y no sé si es la caza la que no tiene ya
rastro o
son
los perros los que no tienen nariz. Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos
durante
seis
horas, y cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint-Simon pone ya la trompa
en su
boca
para hacer sonar el alalí , icrac!, toda la jauría se deja engañar y se lanza
sobre un
cervato.
Como veis me veré obligado a renunciar a la montería como he renunciado a la
caza de
vuelo.
¡Ay, soy un rey muy desgraciado, señor de Tréville! No tenía más que un
gerifalte y se
murió
anteayer.
-En
efecto, Sire, comprendo vuestra desesperación, y la desgracia es grande; pero
según creo
os
queda todavía un buen número de halcones, gavilanes y
terzuelos.
-Y
ningún hombre para instruirlos; los halconeros se van, sólo yo conozco ya el
arte de la
montería.
Después de mí todo estará dicho, y se cazará con armadijos, cepos y trampas. ¡Si
tuviera
tiempo todavía de formar alumnos! Pero sí, el señor cardenal está que no me deja
un
momento
de reposo, que me habla de España, que me habla de Austria, que me habla de
Inglaterra.
¡Ah!, a propósito del señor cardenal, señor de Tréville, estoy descontento de
vos.
El
señor de Tréville esperaba al rey en este esguince. Conocía al rey de mucho
tiempo atrás;
había
comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie
de
excitación
para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde
quería
venir.
-¿Y
en qué he sido yo tan desafortunado para desagradar a Vuestra Majestad?
-preguntó el
señor
de Tréville fingiendo el más profundo asombro.
-¿Así
es como hacéis vuestra tarea señor? -prosiguió el rey sin responder directamente
a la
pregunta
del señor de Tréville-. ¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis
mosqueteros,
para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar Paris
sin
que vos digáis una palabra? Pero por lo demás -continuó el rey-, sin duda me
apresuro a
acusaros,
sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha
hecho
justicia.
-Sire
-respondió tranquilamente el señor de Tréville-, vengo por el contrario a
pedirla.
-¿Y
contra quién? -exclamó el rey.
-Contra
los calumniadores -dijo el señor de Tréville.
-¡Vaya,
eso sí que es nuevo! -prosiguió el rey-. ¿No iréis a decirme que esos tres
malditos
mosqueteros,
Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias
sobre
el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté
a punto
de
fallecer? ¿No iréis a decir luego que no han asediado el palacio del duque de La
Trémouille, ni
que
no han querido quemarlo? Cosa que no habría sido gran desgracia en tiempo de
guerra,
dado
que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto.
Decid,
¿vais
a negar todo esto?
-¿Y
quién os ha hecho ese hermoso relato, Sire? -preguntó tranquilamente el señor de
Tréville.
-¿Quién
me ha hecho ese hermoso relato, señor? ¿Y quién queréis que sea, si no aquel que
vela
cuando yo duermo, que trabaja cuando yo me divierto, que lleva todo dentro y
fuera del
reino,
tanto en Francia como en Europa?
-Su
majestad quiere hablar de Dios, sin duda -dijo el señor de Tréville-, porque no
conozco
más
que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
-No,
señor; me refiero al sostén del Estado, a mi único servidor, a mi único amigo,
al señor
cardenal.
-Su
eminencia no es Su Santidad, Sire.
-¿Qué
queréis decir con eso, señor?
-Que
no hay nadie más que el papa que sea infalible , y que esa infalibilidad no se
extiende
a
los cardenales.
-¿Queréis
decir que me engaña, queréis decir que me traiciona? Entonces le acusáis.
Veamos,
decid,
confesad francamente de qué le acusáis.
-No,
Sire, pero digo que se equivoca; digo que ha sido mal informado; digo que se ha
apresurado
a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y
que
no
ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
-La
acusación viene del señor de La Trémouille, del duque mismo. ¿Qué respondéis a
eso?
-Podría
responder, Sire, que está demasiado interesado en la cuestión para ser un
testigo
imparcial;
pero lejos de eso, Sire, tengo al duque por un gentilhombre, y me remito a él,
pero
con
una condición, Sire.
-¿Cuál?
-Que
Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a
frente, sin
testigos,
y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al
duque.
-¡Claro
que sí! -dijo el rey-. ¿Y vos os remitís a lo que diga el señor de La
Trémouille?
-Sí,
Sire.
-¿Aceptáis
su juicio?
-Indudablemente.
-¿Y
os someteréis a las reparaciones que exija?
-Totalmente.
-¡La
Chesnaye ! -gritó el rey-. ¡La Chesnaye!
El
ayuda de cámara de confianza de Luis XIII, que permanecía siempre a la puerta,
entró.
-La
Chesnaya -dijo el rey-, que vayan inmediatamente a buscarme al señor de La
Trémouille;
quiero
hablar con él esta noche.
-¿Vuestra
Majestad me da su palabra de que no verá a nadie entre el señor de Trémouille y
yo?
-A
nadie, palabra de gentilhombre.
-Hasta
mañana entonces, Sire.
-Hasta
mañana, señor.
-¿A
qué hora, si le place a Vuestra Majestad?
-A
la hora que queráis.
-Pero
si vengo demasiado de madrugada temo despertar a Vuestra
Majestad.
-¿Despertarme?
¿Acaso duermo? Yo no duermo ya, señor; sueño algunas cosas, eso es todo.
Venid,
pues, tan pronto como queráis, a las siete; pero ¡ay de vos si vuestros
mosqueteros son
culpables!
-Si
mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de
Vuestra
Majestad,
que ordenará de ellos lo que le plazca. ¿Vuestra Majestad exige alguna cosa más?
Que
hable,
estoy dispuesto a obedecerla.
-No,
señor, no, y no sin motivo se me ha llamado Luis el Justo. Hasta mañana pues,
señor,
hasta
mañana.
-Dios
guarde hasta entonces a Vuestra Majestad.
Aunque
poco durmió el rey, menos durmió aún el señor de Tréville; había hecho avisar
aquella
misma
noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa
a las
seis
y media de la mañana. Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles
nada, y sin
ocultarles
que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del
azar.
Llegado
al pie de la pequeña escalera, les hizo esperar. Si el rey seguía irritado
contra ellos, se
alejarían
sin ser vistos; si el rey consentía en recibirlos, no habría más que hacerlos
llamar.
Al
llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La
Chesnaye, quien
le
informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la
víspera en su
palacio,
que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa
de
llegar
y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta
circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que
ninguna
sugerencia
extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y
él.
En
efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se
abrió y el
señor
de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le
dijo:
-Señor
de Tréville, Su Majestad acaba de enviarme a buscar para saber cómo sucedieron
las
cosas
ayer por la mañana en mi palacio. Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa
era de mis
gentes,
y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas. Puesto que os encuentro,
dignaos
recibirlas
y tenerme siempre por uno de vuestros amigos.
-Señor
duque -dijo el señor de Tréville-, estaba tan lleno de confianza en vuestra
lealtad que
no
quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo. Veo que no me había
equivocado, y
os
agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin
engañarse lo
que
yo he dicho de vos.
-¡Está
bien, está bien! -dijo el rey, que había escuchado todos estos cumplidos entre
las dos
puertas-.
Sólo que decidle, Tréville, puesto que se quiere uno de vuestros amigos, que yo
también
quisiera ser uno de los suyos, pero que me descuida; que hace ya tres años que
no le
he
visto, y que sólo lo veo cuando le mando buscar. Decidle todo eso de mi parte,
porque son
cosas
que un rey no puede decir por sí mismo.
-Gracias,
Sire, gracias -dijo el duque-; pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no
suelen
ser
los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas
horas del día.
-¡Ah!
Habéis oído lo que he dicho; tanto mejor, duque, tanto mejor -dijo el rey
adelantándose
hasta
la puerta-. ¡Ay sois vos, Tréville! ¿Dónde están vuestros mosqueteros? Anteayer
os había
dicho
que me los trajeseis. ¿Por qué no lo habéis hecho?
-Están
abajo, Sire, y con vuestra licencia La Chesnaye va a decirles que
suban.
-Sí,
sí, que vengan en seguida; van a ser las ocho y a las nueve espero una visita.
Id, señor
duque,
y volved sobre todo. Entrad Tréville.
El
duque saludó y salió. En el momento en que abría la puerta, los tres mosqueteros
y
D'Artagnan,
conducidos por La Chesnaye, aparecían en lo alto de la
escalera.
-Venid,
mis valientes -dijo el rey-, venid; tengo que reñiros.
Los
mosqueteros se aproximaron inclinándose; D'Artagnan les siguió
detrás.
-¡Diablos!
-continuó el rey-. Entre vosotros cuatro, ¡siete guardias de Su Eminencia
puestos
fuera
de combate en dos días! Es demasiado, señores, es demasiado. A esta marcha, Su
Eminencia
se verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer
aplicar
los
edictos en todo rigor. Uno por casualidád, no digo que no; pero siete en dos
días, lo repito, es
demasiado,
es muchísimo.
-Por
eso, Sire, Vuestra Majestad ve que vienen todo contritos y todo arrepentidos a
presentaros
excusas.
-¡Todo
contritos y todo arrepentidos! ¡Hum! -dijo el rey-. No me fío una pizca de sus
caras
hipócritas;
hay ahí detrás, sobre todo, una cara de gascón. Venid aquí,
señor.
D'Artagnan,
que comprendió que era a él a quien se dirigía el cumplido, se acercó adoptando
su
aspecto más desesperado.
-Bueno,
pero ¿no me decíais que era un joven? ¡Si es un niño, señor de Tréville, un
verdadero
niño!
¿Y ha sido él quien ha dado esa ruda estocada a Jussac?
-Y
las dos bellas estocadas a Bernajoux.
-¿De
verdad?
-Sin
contar -dijo Athos-, que si no me hubiera sacado de las manos de Biscarat, a
buen seguro
no
habría tenido yo el honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a
Vuestra
Majestad.
-¡Pero
entonces este bearnés es un verdadero demonio! Voto a los clavos, señor de
Tréville,
como
habría dicho el rey mi padre. En este oficio, se deben agujerear muchos jubones
y romper
muchas
espadas. Pero los gascones suelen ser pobres, ¿no es asî?
-Sire,
debo decir que aún no se han encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el
Señor
les deba de sobra ese milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las
pretensiones
del rey vuestro padre.
-Lo
cual quiere decir que son los gascones los que me han hecho rey a mí mismo, dado
que yo
soy
el hijo de mi padre, ¿no es así, Tréville? Pues bien, sea en buena hora, no digo
que no. La
Chesnaye,
id a ver si, hurgando en todos mis bolsillos, encontráis cuarenta pistolas; y si
las
encontráis,
traédmelas. Y ahora, veamos, joven, con la mano en el corazón, ¿cómo
ocurrió?
D'Artagnan
contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido
dormir
de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al
alojamiento de
sus
amigos tres horas antes de la audiencia; cómo habían ido juntos al garito, y
cómo por el
temor
que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la
burla de
Bernajoux,
que había estado a punto de pagar aquella burla con la pérdida de la vida, y el
señor
de
La Trémouille, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su
palacio.
-Está
bien eso -murmuró el rey-; sí, así es como el duque me lo ha contado. ¡Pobre
cardenal!
Siete
hombres en dos días, y de los más queridos; pero basta ya, señores, ¿me
entendéis? Es
bastante;
os habéis tomado vuestra revancha por lo de la calle Férou, y más; debéis estar
satisfechos.
-Si
Vuestra Majestad lo está -dijo Tréville-, nosotros lo
estamos.
-Sí,
lo estoy -añadió el rey tomando un puñado de oro de la mano de La Chesnaye y
poniéndolo
en la de D'Artagnan-. He aquí, dijo, una prueba de mi
satisfacción.
En
esa época, las ideas de orgullo que son de recibo en nuestros días apenas
estaban aún de
moda.
Un gentilhombre recibía de mano a mano dinero del rey, y no por ello se sentía
humillado
en
nada. D'Artagnan puso, pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con
melindres y
agradeciéndoselo
mucho por el contrario a Su Majestad.
-¡Bueno!
-dijo el rey, mirando su péndola-. Bueno, y ahora que son ya las ocho y media,
retiraos;
porque, ya os lo he dicho, espero a alguien a las nueve. Gracias por vuestra
adhesión,
señores.
Puedo contar con ella, ¿no es cierto?
-¡Oh,
Sire! -exclamaron a una los cuatro compañeros-. Nos haríamos cortar en trozos
por
Vuestra
Majestad.
-Bien,
bien, pero permaneced enteros; es mejor, y me seréis más útiles. Tréville
-añadió el rey
a
media voz mientras los otros se retiraban-, como no tenéis plaza en los
mosqueteros y como,
además,
para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un noviciado,
colocad a
ese
joven en la compañía de los guardias del señor Des Essarts, vuestro cuñado. ¡Ah,
pardiez,
Tréville!
Me regocijo con la mueca que va a hacer el cardenal; estará furioso, pero me da
lo
mismo;
estoy en mi derecho.
Y
el rey saludó con la mano a Tréville, que salió y vino a reunirse con sus
mosqueteros, a los
que
encontró repartiendo con D'Artagnan las cuarenta pistolas.
Y
el cardenal, como había dicho Su Majestad, se puso efectivamente furioso, tan
furioso que
durante
ocho días abandonó el juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara
más
encantadora
del mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más
acari-
ciadora:
-Y
bien, señor cardenal, ¿cómo van ese pobre Bernajoux y ese pobre Jussac, que son
vuestros?
Capítulo
VII
Los
mosqueteros por dentro
Cuando
D'Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el
empleo
que
debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que
encargase una buena
comida
en la Pomme de Pin , Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una
amante
conveniente.
La
comida se celebró aquel mismo día, y el lacayo sirvió la mesa. La comida había
sido
encargada
por Athos y el lacayo proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el
glorioso
mosquetero
había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la
Tournelle,
mientras
hacía círculos al escupir en el agua.
Porthos
había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y
contemplativa,
y lo había llevado sin más recomendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a
cuya
cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet -tal era el nombre del picardo-;
hubo
en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un
cofrade
llamado
Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa,
aunque
grande,
no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D'Artagnan. Sin
embargo,
cuando
asistió a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro
de su
bolsillo,
creyó labrada su fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de
semejante
Creso
; perseveró en esa opinion hasta después del festín, con cuyas sobras reparó
largas
abstinencias.
Pero al hacer aquella noche la cama de su amo, las quimeras de Planchet se
desvanecieron.
La cama era lo único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de
un
dormitorio. Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del
lecho de
D'Artagnan,
de la que D'Artagnan prescindió en adelante.
Athos,
por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una
forma muy
particular,
y que se llamaba Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de
Athos,
por
supuesto. Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con
sus
compañeros
Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás
le
habían
oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que
querían decir,
nada
más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos. Su conversación era
un
hecho
sin ningún episodio.
Aunque
Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu,
nadie le
conocía
amantes. Jamás hablaba de mujeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas
delante
de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se
mezclaba más
que
con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente
desagradable.
Su
reserva, su hurañía y su mutismo hacían de él casi un viejo; para no ir contra
sus costumbres
había
habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de
labios.
No
le hablaba más que en las circunstancias supremas.
A
veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su
persona un
gran
apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo
que
deseaba,
se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario.
Entonces
Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días
hablaba
un poco.
Porthos,
como se habrá podido ver, tenía un carácter completamente opuesto al de Athos:
no
sólo
hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito; poco le importaba por otro lado,
hay que
hacerle
justicia, que se le escuchase o no; hablaba por el placer de hablar y por el
placer de
oírse;
hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado
que desde
su
infancia tenía, segun decía, a los sabios. Tenía menos estilo que Athos, y el
sentimiento de su
inferioridad
a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación,
injusto
con
ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos
trajes. Pero con
una
simple casaca de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar
un paso,
Athos
ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso
Porthos a
segunda
fila. Porthos se consolaba llenando la antecámara del señor de Tréville y los
cuerpos de
guardia
del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no
hablaba
nunca;
y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de
espada, de la
fontanera
a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que
le
quería
una_ enormidad.
Un
viejo proverbio dice: «A tal amo, tal criado.» Pasemos, pues, del criado de
Athos al criado
de
Porthos, de Grimaud a Mosquetón.
Mosquetón
era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface
por
el infinitamente más sonoro y belicoso de Mosquetón. Había entrado al servicio
de Porthos a
condición
de ser vestido y alojado solamente, pero de modo magnífico; no exigía más que
dos
horas
diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus
demás
necesidades.
Porthos había aceptado el trato: la cosa iba de maravilla. Hacía cortar para
Mosquetón
jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre
muy
inteligente
que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se
sospechaba
que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón
hacía
muy buena figura detrás de su amo.
En
cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto suficientemente -carácter
que, por
lo
demás, como el de sus compañeros, podremos seguir en su desarrollo-, su lacayo
se llamaba
Bazin.
Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba
vestido siempre
de
negro, como debe estarlo el servidor de un eclesiástico. Era un hombre del
Berry, de treinta y
cinco
a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le
dejaba
leyendo
obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente.
Por lo
demás,
era mudo, ciego, sordo y de una fidelidad a toda prueba.
Ahora
que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos
a
las
viviendas ocupadas por cada uno de ellos.
Athos
vivía en la calle Férou, a dos pasos del Luxemburgo; su alojamiento se componía
de dos
pequeñas
habitaciones, muy decentemente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera
aún
joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera. Algunos
retazos de un
gran
esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto
alojamiento:
era,
por ejemplo, una espada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a
los tiem-
pos
de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas,
podía valer
doscientas
pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había
consentido
nunca en empeñar ni en vender. Aquella espada había sido durante mucho tiempo la
ambición
de Porthos. Porthos habría dado diez años de su vida por poseer aquella
espada.
Cierto
día que tenía una cita con una duquesa, trató incluso de pedirla en préstamo a
Athos.
Athos,
sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones
y cadenas
de
oro, y ofreció todo a Porthos; pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba
empotrada en su
sitio
y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento. Además de su
espada,
había
también un retrato que representaba a un señor de los tiempos de Enrique III,
vestido con
la
mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato
tenía con Athos
ciertos
parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran
señor,
caballero
de órdenes del rey, era su antepasado.
Finalmente,
un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas armas que la espada y el
retrato,
hacía
un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los
adornos.
Athos llevaba siempre consigo la llave de aquel cofre. Pero cierto día lo había
abierto
delante
de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no contenía más
que
cartas
y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin duda.
Porthos
vivía en un piso muy amplio y de aparencia suntuosa, en la calle del
Vieux-Colombier.
Cada
vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales
Mosquetón
estaba siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y
decía:
¡He
ahí mi mansión! Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invitaba a nadie a
subir, y nadie
podía
hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas
reales.
En
cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y
un
dormitorio,
dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a
un
pequeño
jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del
vecindario.
En
cuanto a D'Artagnan, ya sabemos cómo se había alojado y ya hemos trabado
conocimientos
con
su lacayo, maese Planchet.
D'Artagnan,
que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que
tienen
el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran
realmente Athos,
Porthos
y Aramis; porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocultaba
sus
nombres
de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua. Se dirigió,
pues, a
Porthos
para informarse sobre Athos y Aramis, y a Aramis para conocer a
Porthos.
Por
desgracia, el propio Porthos no sabía de la vida de su silencioso camarada más
de lo que
había
dejado traslucir. Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras
amorosas, y
que
una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre
galante. ¿Cuál
era
esa traición? Todos lo ignoraban.
En
cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de
Tréville sabía,
así
como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer. Vanidoso a
indiscreto, se veía a
su
través como a través de un cristal. Lo único que hubiera podido despistar al
investigador
habría
sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.
En
cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era - muchacho todo
adobado
en
misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros,
y eludía
aquellas
que se le hacían sobre él. Un día, D'Artagnan, después de haberle interrogado
largo
tiempo
sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras
galantes del
mosquetero
con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su
interlocutor.
-Y
vos, querido compañero -le dijo-, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las
condesas y de
las
princesas de los demás?
-Perdón
-interrumpió Aramis-, he hablado porque el propio Porthos habla de ellas, porque
ha
gritado
todas esas hermosas cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D'Artagnan,
creed que,
si
las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría
habido confesor
más
discreto que yo.
-No
lo dudo -prosiguió D'Artagnan-; pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis
bastante
familiaridad
con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor
de
vuestro
conocimiento.
Aramis
aquella vez no se enfadó, sino que adoptó su aire más modesto y respondió
afectuosamente:
-Querido,
no olvidéis que quiero ser de iglesia y que huyo de todas las ocasiones
mundanas.
Aquel pañuelo que visteis en modo alguno me había sido confiado; había sido
olvidado
en mi casa por uno de mis amigos. Tuve que recogerlo para no comprometerlos, a
él y
a
la dama a la que ama. En cuanto a mí, no tengo ni quiero tener amantes,
siguiendo en esto el
ejemplo
muy juicioso de Athos, que no las tiene más que yo.
-Pero,
¡qué diablos!, no sois abad, dado que sois mosquetero.
-Mosquetero
por ínterin, querido, como dice el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero
hombre
de iglesia en el corazón, creedme. Athos y Porthos me metieron ahí para
entretenerme:
tuve,
en el momento de ser ordenado, una pequeña dificultad con... Pero esto apenas os
interesa,
y os robo un tiempo precioso.
-Nada
de eso, me interesa mucho -exclamó D'Artagnan-, y por ahora no tengo
absolutamente
nada
que hacer.
-Sí,
pero yo tengo que rezar mi breviario -respondió Aramis-, después de componer
algunos
versos
que me ha pedido la señora D'Aiguillon; luego debo pasar por la calle
Saint-Honoré, para
comprar
carmín para la señora de Chevreuse . Como veis, querido amigo, si nada os
apremia,
yo
estoy muy apremiado.
Y
Aramis tendió afectuosamente la mano a su joven compañero, y se despidió de
él.
Por
más esfuerzos que hizo, D'Artagnan no pudo saber más sobre sus tres nuevos
amigos.
Tomó,
pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado,
esperando
revelaciones
más serias y más amplias del porvenir. Mientras tanto, consideró a Athos como a
un
Aquiles,
a Porthos como a un Ayax, y a Aramis como a un José.
Por
lo demás, la vida de los cuatro jóvenes era alegre. Athos jugaba, y siempre con
mala
fortuna.
Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa
estuviera
sin
cesar a su servicio; y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía
despertar a su
acreedor
a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la
víspera.
Porthos
tenía rachas: esos días, si ganaba, se le veía insolente y espléndido; si
perdía,
desaparecía
por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el
rostro
descolorido
y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
En
cuanto a Aramis, no jugaba jamás. Pero era el peor mosquetero y el invitado más
desagradable
que se pudiese ver. Tenía siempre que trabajar. A veces, en medio de una comida,
cuando
todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había
aún para
dos
o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba
con una
graciosa
sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un
casuista con el
que
tenía cita. Otras veces regresaba a su alojamiento para escribir una tesis y
rogaba a sus
amigos
no distraerle.
Entonces
Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a
su
noble
figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de
aldea.
Planchet,
el criado de D'Artagnan, soportó noblemente la buena fortuna; recibía treinta
sous
diarios, y durante un mes venía al alojamiento alegre como un pinzón y
afable con su amo.
Cuando
el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des
Fossayeurs,
es
decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi,
comenzó con
quejas
que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y Aramis ridículas. Athos
aconsejó,
pues,
a D'Ártágnan despedir al bribón; Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis
pretendió
que
un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de
él.
-Es
muy fácil para vos decir eso -dijo D'Artagnan-; a vos, Athos, que vivís mudo con
Grimaud,
que
le prohibís hablar y que, por tanto, no tenéis nunca malas palabras con él; a
vos, Porthos,
que
lleváis un tren magnífico y que sois un dios para vuestro criado Mosquetón, y a
vos
finalmente,
Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un
profundo
respeto
a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso; pero yo, que no tengo ni
consistencia
ni
recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para
inspirar cariño,
temor
o respeto a Planchet?
-La
cosa es grave -respondieron los tres amigos-; es un asunto interno; con los
criados ocurre
como
con las mujeres, hay que ponerlos en seguida en el sitio que uno desea que
permanezcan.
Reflexionad,
pues.
D'Artagnan
reflexionó y se decidió por vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue
ejecutada
con la conciencia que D'Artagnan ponía en todo; luego, después de haberlo
vapuleado
bien,
le prohibió abandonar su servicio sin su permiso. Porque, añadió, el porvenir no
me puede
fallar;
espero inevitablemente tiempos mejores. Tu fortuna está, pues, hecha si te
quedas a mi
lado,
y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concediéndote el despido
que me
pides.
Esta
manera de actuar infundió en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de
D'Artagnan,
Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.
La
vida de los cuatro jóvenes se había hecho común; D'Artagnan, que no tenía ningún
hábito,
puesto
que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para
él, tomó
por
eso los hábitos de sus amigos.
Se
levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a
recibir órdenes y
a
ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville. D'Artagnan, aunque no fuese
mosquetero,
hacía
el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque
siempre
hacía
compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya. Se le conocía en el
palacio
de los mosqueteros y todos le tenían por un buen camarada; el señor de
Tréville, que le
había
apreciado a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de
recomendarlo
al
rey.
Por
su parte, los tres mosqueteros querían mucho a su joven camarada. La amistad que
unía a
aquellos
cuatro hombres, y la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para
un duelo,
bien
para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros
como sombras; y
se
encontraba siempre a los inseparables buscándose del Luxemburgo a la plaza
Saint-Sulpice, o
de
la calle del Vieux-Colombier al Luxemburgo.
Mientras
tanto, las promesas del señor de Tréville seguían su curso. Un buen día, el rey
ordenó
al
señor caballero Des Essarts tomar a D'Artagnan como cadete en su compáñía de
guardias.
D'Artagnan
endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al precio de diez
años
de
su existencia, por la casaca de mosquetero. Pero el señor de Tréville prometió
aquel favor tras
un
noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le
presentaba a
D'Artagnan
ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante.
D'Artagnan
se retiró con esta promesa y desde el día siguiente comenzó su
servicio.
Entonces
fue cuando les llegó a Athos, Porthos y Aramis el turno de montar guardia con
D'Artagnan
cuando estaba de guardia. La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así
cuatro
hombres en lugar de uno el día en que tomó a D'Artagnan.
Capítulo
VIII
Una
intriga de corte
Sin
embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este
mundo,
después
de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros
cuatro
compañeros
habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la
asociación
con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos. y gracias a una de esas
desapariciones
a las que estaban habituados. durante casi quince días había subvenido aún a las
necesidades
de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena
gana,
y
que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse
algunas pistolas.
Entonces,
como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos
sobre
el sueldo; pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros
que
tenían
muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía
siquiera.
Finalmente,
cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho
o
diez
pistolas que Porthos jugó. Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo,
además de
veinticinco
pistolas sobre palabra.
Entonces
los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus
lacayos
correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera
todas las
cenas
que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la
prosperidad había
que
sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la
desgracia.
Athos
fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos
tuvo
seis
ocasiones a hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre
que, como
se
habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En
cuanto a D'Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que
un
desayuno
de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta
de los
guardias.
Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos
meses, y a
casa
del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una
vez, aunque
se
coma mucho.
D'Artagnan
se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media
-porque
el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida- que
ofrecer a
sus
compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y
Aramis. Se
creía
en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que
él había
alimentado
a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar
activamente.
Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes,
emprendedores
y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima
y
bromas más o menos ingeniosas.
En
efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde
la
bolsa
hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca,
ejecutando
aisladamente
o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los
cuatro
puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien
de
modo
subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de
zapa, bien por
la
astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran
alcanzar, por más
prohibida
o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D'Artagnan es que sus
compañeros
no
hubieran pensado esto.
El
sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar
dirección a
aquella
fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la
palanca que
buscaba
Arquímedes , se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta.
D'Artagnan
despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.
Que
de la frase, «D'Artagnan despertó a Planchet», el lector no vaya a suponer que
era de
noche
o que aún no había llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet,
dos horas
antes,
había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien
duerme
come».
Y Planchet comía durmiendo.
Fue
introducido un hombre de cara bastante simple y que tenía aspecto de
burgués.
De
buena gana hubiera querido Planchet, para postre, oír la conversación; pero el
burgués
declaró
a D'Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle
deseaba
permanecer
a solas con él.
D'Artagnan
despidió a Planchet e hizo sentarse a su visitante.
Hubo
un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para
establecer un
conocimiento
previo, tras lo cual D'Artagnan se inclinó en señal de que
escuchaba.
-He
oído hablar del señor D'Artagnan como de un joven muy valiente -dijo el
burgués-, y esa
reputación
de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un
secreto.
-Hablad,
señor, hablad -dijo D'Artagnan, que por instinto olfateó algo
ventajoso.
El
burgués hizo una nueva pausa y continuó:
-Mi
mujer es costurera de la reina, señor, y no carece ni de prudencia ni de
belleza. Hace casi
tres
años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote,
porque el
señor
de La Porte el portamantas de la
reina, es su padrino y la protege...
-¿Y
bien, señor? -preguntó D'Artagnan.
-¡Pues
bien! -prosiguió el burgués-. Pues bien
señor, mi mujer ha sido raptada ayer por la
mañana
cuando salía de su cuarto de trabajo.
-¿Y
quién ha raptado a vuestra mujer?
-Con
seguridad no sé nada, señor, pero sospecho de alguien.
-¿Y
quién es esa persona de la que sospecháis?
-Un
hombre que la perseguía desde hace tiempo.
-¡Diablos!
-Pero
permitid que os diga, señor -prosiguió el burgués-, que estoy convencido de que
en todo
esto
hay menos amor que política.
-Menos
amor que política -dijo D'Artagnan con un gesto pensativo-. ¿Y qué
sospecháis?
-No
sé si debería deciros lo que sospecho...
-Señor,
os haré observar que yo no os pido absolutamente nada. Sois vos quien habéis
venido.
Sois
vos quien me habéis dicho que tenéis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a
vuestro
gusto,
aún estáis a tiempo de retiraros.
-No,
señor, no; me parecéis un joven honesto, y tendré confianza en vos. Creo, pues,
que mi
mujer
no ha sido detenida por sus amores, sino por los de una dama más importante que
ella.
-¡Ah
ah! ¿No será por los amores de la señora de Bois-Tracy? -dijo D Artagnan, que
quiso
aparentar
ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la
corte.
-Más
importante, señor más importante.
-¿De
la señora D'Aiguillon?
-Más
importante todavía.
-¿De
la señora de Chevreuse?
-¡Más
alto, mucho más alto!
-De
la... -D'Artagnan se detuvo.
-Sí,
señor -respondió tan bajo que apenas se pudo oír al espantado
burgués.
-¿Y
con quién?
-¿Con
quién puede ser si no es con el duque de...
-El
duque de...
-¡Sí,
señor! -respondió el burgués dando a su voz una entonación más sorda
todavía.
-Pero
¿cómo sabéis vos todo eso?
-¡Ah!
¿Que cómo lo sé?
-Sí,
¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a medias o...
¿Comprendéis?
-Lo
sé por mi mujer, señor por mi propia mujer.
-Que
lo sabe..., ¿por quién?
-Por
el señor de La Porte. ¿No os he dicho que era la ahijada del señor de La Porte
el hombre
de
confianza de la reina? Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su
Majestad para que
nuestra
pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por
el rey,
espiada
como está por el cardenal, traicionada como es por todos.
-¡Ah,
ah! Ya se van concretando las cosas -dijo D'Artagnan.
-Mi
mujer vino hace cuatro días, señor; una de sus condiciones era que vendría a
verme dos
veces
por semana; porque, como tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi
mujer,
pues vino y me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes
temores.
-¿De
verdad?
-Sí,
el señor cardenal, a lo que parece, la persigue y acosa más que nunca. No puede
perdonarle
la historia de la zarabanda. ¿Sabéis vos la historia de la
zarabanda?
-Pardiez,
claro que la sé -respondió D'Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que
quería
aparentar estar al corriente.
-De
suerte que ahora ya no es odio; es venganza.
-¿De
veras?
-Y
la reina cree...
-Y
bien, ¿qué cree la reina?
-Cree
que han escrito al señor duque de Buckingham en su nombre.
-¿En
nombre de la reina?
-Sí,
para hacerle venir a Paris, y una vez venido a Paris, para atraerle a alguna
trampa.
-¡Diablo!
Pero vuestra mujer, mi querido señor, ¿qué tiene que ver en todo
esto?
-Es
conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla
por estar al
tanto
de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como
espía.
-Es
probable -dijo D'Artagnan-; pero al hombre que la ha raptado, ¿lo
conocéis?
-Os
he dicho que creía conocerle.
-¿Su
nombre?
-No
lo sé; lo que únicamente sé es que es una criatura del cardenal, su instrumento
ciego.
-Pero
¿lo habéis visto?
-Sí,
mi mujer me lo ha mostrado un día.
-¿Tiene
algunas señas por las que se le pueda reconocer?
-Por
supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada
penetrante,
dientes
blancos y una cicatriz en la sien.
-¡Una
cicatriz en la sien! -exclamó D'Artagnan-. Y además dientes blancos, mirada
penetrante,
tez
morena, pelo negro y gran estatura. ¡Es mi hombre de
Meung!
-¿Es
vuestro hombre, decís?
-Sí,
sí; pero esto no importa. No, me equivoco, esto simplifica mucho las cosas por
el contrario;
si
vuestro hombre es el mío, ejecutaré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero
¿dónde
coger
a ese hombre?
-No
lo sé.
-¿No
tenéis ninguna información sobre su domicilio?
-Ninguna;
un día que yo llevaba a mi mujer al Louvre, él salía al tiempo que ella iba a
entrar, y
me
lo señaló.
-¡Diablo!
¡Diablo! -murmuró D'Artagnan-. Todo esto es muy vago. ¿Por quién habéis sabido
el
rapto
de vuestra mujer?
-Por
el señor de La Porte.
-¿Os
ha dado algún detalle?
-El
no tenía ninguno.
-¿Y
vos no habéis sabido nada por otro lado?
-Sí,
he recibido...
-¿Qué?
-Pero
no sé si no cometo una gran imprudencia.
-¿Volvéis
otra vez a las andadas? Sin embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde
para
retrocedes.
-Yo
no retrocedo, voto a bríos -exclamó el burgués jurando para hacerse ilusiones-.
Además,
palabra
de Bonacieux...
-Os
llamáis Bonacieux? -le interrumpió D'Artagnan.
-Sí,
ése es mi nombre.
-Decíais,
pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón si os he interrumpido; pero me parecía que
ese
nombre
no me era desconocido.
-Es
posible, señor. Yo soy vuestro casero.
-¡Ah,
ah! -dijo D'Artagnan semincorporándose y saludando-. ¿Sois mi
casero?
-Sí,
señor, sí. Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin
duda por
vuestras
importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo,
no os
he
atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi
delicadeza.
-¡Cómo
no, mi querido señor Bonacieux! -prosiguió D'Artagnan-. Creed que estoy
plenamente
agradecido
por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en
algo...
-Os
creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo
confianza en vos.
-Acabad,
pues, lo que habéis comenzado a decirme.
El
burgués sacó un papel de su bolsillo y lo presentó a
D'Artagnan.
-¡Una
carta! -dijo el joven.
-Que
he recibido esta mañana.
D'Artagnan
la abrió, y como el día empezaba a declinar, se acercó a la ventana. El burgués
le
siguió.
«No
busquéis a vuestra mujer -leyó D'Artagnan-; os será devuelta cuando ya no haya
necesidad
de ella. Si dais un solo paso para encontrarla estáis
perdido.»
-Desde
luego es positivo -continuó D'Artagnan-; pero, después de todo, no es más que
una
amenaza.
-Sí,
peso esa amenaza me espanta; yo, señor, no soy un hombre de espada en absoluto;
y le
tengo
miedo a la Bastilla.
-¡Hum!
-hizo D'Artagnan-. Pero es que yo temo la Bastilla tanto como vos. Si no se
tratase más
que
de una estocada, pase todavía.
-Sin
embargo, señor, había contado con vos para esta ocasión.
¿Sí?
-Al
veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos
mosqueteros
eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había
pensado
que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina,
estaríais
encantados
de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
-Sin
duda.
-Y
además había pensado que, debiéndome tres meses de alquiler de los que nunca os
he
hablado...
-Sí,
sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo encuentro
excelente.
-Contando
además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os
hablaré
nunca de vuestro alquiler futuro...
-Muy
bien.
-Y
añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de
pistolas si,
contra
toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.
-De
maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi querido señor
Bonacieux?
-Vivo
con desahogo, señor, esa es la palabra; he amontonado algo así como dos o tres
mil
escudos
de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en
el
último
viaje del célebre navegante Jean Mocquet
de suerte que, como comprenderéis,
señor...
¡Ah! Pero... -exclamó el burgués.
-¿Qué?
-preguntó D'Artagnan.
-¿Qué
veo ahî?
-¿Dónde?
-En
la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre
embozado
en
una capa.
-¡Es
él! -gritaron a la vez D'Artagnan y el burgués, reconociendo los dos al mismo
tiempo a su
hombre.
-¡Ah!
Esta vez -exclamó D'Artagnan saltando sobre su espada-, esta vez no se me
escapará.
Y
sacando su espada de la vaina, se precipitó fuera del
alojamiento.
En
la escalera encontró a Athos y Porthos que venían a verle. Se apartaron.
D'Artagnan pasó
entre
ellos como una saeta.
-¡Vaya!
¿Adónde comes de ese modo? -le gritaron al mismo tiempo los dos
mosqueteros.
-¡El
hombre de Meung! -respondió D'Artagnan, y desapareció.
D'Artagnan
había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así
como
la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar
una misiva tan
importante.
La
opinión de Athos había sido que D'Artagnan había perdido su carta en la pelea.
Un
gentilhombre,
según él -y, por la descripción que D'Artagnan había hecho del desconocido, no
podía
ser más que un gentilhombre-, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella
bajeza, de
robar
una carta.
Porthos
no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un
caballero
o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de
D'Artagnan
y
de su caballo amarillo.
Aramis
había dicho que esta clase de cosas, por ser misteriosas, más valía no
profundizarlas.
Comprendieron,
pues por algunas palabras escapadas a D'Artagnan, de qué asunto se trataba,
y
como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de
vista,
D'Artagnan
terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su
camino.
Cuando
entraron en la habitación de D'Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero,
temiendo
las secuelas del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el
desconocido,
había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter,
que
era prudente poner pies en polvorosa.
Capítulo
IX
D'Artagnan
se perfila
Como
habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D'Artagnan regresó.
También
esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto.
D'Artagnan
había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había
encontrado
nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a
aquello
por
lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que
el
desconocido
se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces
seguidas
la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido,
habían
acudido
al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían
asegurado
que
aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace
seis meses
completamente
deshabitada.
Mientras
D'Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido
con sus
dos
compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D'Artagnan encontró la reunión
al completo.
-¿Y
bien? -dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D'Artagnan con el
sudor en la
frente
y el rostro alterado por la cólera
-¡Y
bien! -exclamó éste arrojando la espada sobre la cama-. Ese hombre tiene que ser
el diablo
en
persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un
espectro.
-¿Creéis
en las apariciones? -le preguntó Athos a Porthos.
-Yo
no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo
en ellas.
-La
Biblia -dijo Aramis- hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció
a Saúl
y
es un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda,
Porthos.
-En
cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre
ha
nacido
para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores,
un
asunto
en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
-¿Cómo?
-dijeron a la vez Porthos y Aramis.
En
cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a
D'Artagnan con
la
mirada.
-Planchet
-dijo D'Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la
puerta
entreabierta
para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación-, bajad a casa de
mi
casero,
el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de
Beaugency:
es el que prefiero.
-¡Vaya!
¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? -preguntó
Porthos.
-Sí
-respondió D'Artagnan-, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo,
le
enviaremos
a buscar otro.
-Hay
que usar y no abusar -dijo silenciosamente Aramis.
-Siempre
he dicho que D'Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro -dijo Athos,
quien,
despues
de haber emitido esta opinión, a la que D'Artagnan respondió con un saludo, cayó
al
punto
en su silencio acostumbrado.
-Pero,
en fin, veamos, ¿qué pasa? -preguntó Porthos.
-Sí
-dijo Aramis--, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna
dama se
halle
interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para
vos.
-Tranquilizaos
-respondió D'Artagnan-, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que
deciros.
Y
entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre
él y su
huésped,
y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con
el
que
había tenido que disputar en la hostería del Franc
Meunier.
-Vuestro
asunto no es malo -dijo Athos después de haber degustado el vino como experto a
indicado
con un signo de cabeza que lo encontraba bueno-, y se podrá sacar de ese buen
hombre
de cincuenta a sesenta pistolas. Ahora queda por saber si cincuenta o sesenta
pistolas
valen
la pena de arriesgar cuatro cabezas.
-Pero
prestad atención -exclamó D'Artagnan-, hay una mujer en este asunto, una mujer
raptada,
una mujer a la que sin duda se amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello
porque
es
fiel a su ama.
-Tened
cuidado, D'Artagnan, tened cuidado -dijo Aramis-, os acaloráis demasiado, en mi
opinión,
por la suerte de la señora Bonacieux. La mujer ha sido creada para nuestra
perdición, y
de
ella es de donde nos vienen todas nuestras miserias.
A
esta sentencia de Aramis, Athos frunció el ceño y se mordió los
labios.
-No
me inquieto por la señora Bonacieux
-exclamó D'Artagnan-, sino por la reina, a quien
el
rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las
cabezas de todos
sus
amigos.
-¿Por
qué ella ama lo que más detestamos del mundo, a los españoles y a los
ingleses?
-España
es su patria -respondió D'Artagnan-, y es muy lógico que ame a los españoles,
que
son
hijos de la misma tierra que ella. En cuanto al segundo reproche que le hacéis,
he oído decir
que
no amaba a los ingleses, sino a un inglés.
-¡Y
a fe mía -dijo Athos- hay que confesar que ese inglés es bien digno de ser
amado! Jamás
he
visto mayor estilo que el suyo.
-Sin
contar con que se viste como nadie -dijo Porthos-. Estaba yo en el Louvre el día
en que
esparció
sus perlas, y, ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza. Y
tú, Aramis, ¿le
conoces?
-Tan
bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aquellos a los que se detuvo
en el
jardín
de Amiens , donde me había introducido el señor de Putange , el caballerizo de
la
reina.
En aquella época yo estaba en el seminario, y la aventura me pareció cruel para
el rey.
-Lo
cual no me impediría -dijo D'Artagnan-, si supiera dónde está el duque de
Buckingham,
cogerle
por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer
rabiar al
señor
cardenal; porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemigo,
señores, es el
cardenal,
y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que
comprometería
de buen grado micabeza.
-Y
el mercero, D'Artagnan -prosiguió Athos-, ¿os ha dicho que la reina pensaba que
se había
hecho
venir a Buckingham con un falso aviso?
-Eso
teme ella.
-Esperad
-dijo Aramis.
-¿Qué?
-preguntó Porthos.
-Seguid,
seguid, trato de acordarme de las circunstancias.
-Y
ahora estoy convencido -dijo D'Artagnan-, de que el rapto de esa mujer de la
reina está
relacionado
con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham
en
Paris.
-El
gascón está lleno de ideas -dijo Porthos con admiración.
-Me
gusta mucho oírle hablar -dijo Athos-, su patois me
divierte.
-Señores
-prosiguió Aramis-, escuchad esto.
-Escuchemos
a Aramis -dijeron los tres amigos.
-Ayer
me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces
por mis
estudios...
Athos
sonrió.
-Vive
en un barrio desierto -continuó Aramis-, sus gustos, su profesión lo exigen. Y
en el
momento
en que yo salía de su casa...
-¿Y
bien? -preguntaron sus oyentes-. ¿En el momento en que salíais de su
casa?
Aramis
pareció hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hombre que, en plena corriente
de
mentira,
se ve detener por un obstáculo imprevisto; pero los ojos de sus tres compañeros
estaban
fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de
retroceder.
-Ese
doctor tiene una nieta -continuó Aramis.
-¡Ah!
¡Tiene una nieta! -interrumpió Porthos.
-Dama
muy respetable -dijo Aramis.
Los
tres amigos se pusieron a reír.
-¡Ah,
si os reís o si dudáis -prosiguió Aramis-, no sabréis
nada!
-Somos
creyentes como mahometanos y mudos como catafalcos . -dijo
Athos.
-Entonces
continúo -prosiguió Aramis-. Esa nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer
ella, por
casualidad,
se encontraba allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla
a su
carroza.
-¡Ah!
¿Tiene una carroza la nieta del doctor? -interrumpió Porthos, uno de cuyos
defectos era
una
gran incontinencia de lengua-. Buen conocimiento, amigo
mío.
-Porthos
-prosiguió Aramis-, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto,
y
que
eso os perjudica con las mujeres.
-Señores,
señores -exclamó D'Artagnan, que entreveía el fondo de la aventura-, la cosa es
seria;
tratemos, pues, de no bromear si podemos. Seguid, Aramis,
seguid.
-De
pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre..., vaya, de la
clase del
vuestro,
D'Artagnan.
-El
mismo quizá -dijo éste.
-Es
posible... -continuó Aramis- se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres
que le
seguían
diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame»,
continuó
dirigiéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo...
-¿A
la nieta del doctor?
-¡Silencio,
Porthos! -dijo Athos-. Sois insoportable.
-«Haced
el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor
resistencia, sin
hacer
el menor ruido.»
-
Os había tomado por Buckingham! -exclamó D'Artagnan.
-Eso
creo -respondió Aramis.
-Pero
¿y la dama? -preguntó Porthos.
-¡La
había tomado por la reina! -dijo D'Artagnan.
-Exactamente
-respondió Aramis.
-¡El
gascón es el diablo! -exclamó Athos-. Nada se le escapa.
-El
hecho es -dijo Porthos- que Aramis es de la estatura y tiene algo de porte del
hermoso
duque;
pero, sin embargo, me parece que el traje de mosquetero...
-Yo
tenía una capa enorme -dijo Aramis.
-En
el mes de julio, ¡diablos! -dijo Porthos-. ¿Es que el doctor teme que seas
reconocido?
-Me
cabe en la cabeza incluso -dijo Athos- que el espía se haya dejado engañar por
el porte;
pero
el rostro...
-Yo
llevaba un gran sombrero -dijo Aramis.
-¡Dios
mío, cuántas precauciones para estudiar teología!
-Señores,
señores -dijo D'Artagnan-, no perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y
busquemos
a la mujer del mercero, es la llave de la intriga.
-¡Una
mujer de condición tan inferior! ¿Lo creéis, D'Artagnan? --preguntó Porthos
estirando los
labios
con desprecio.
-Es
la ahijada de La Porte, el ayuda de cámara de confianza de la reina. ¿No os lo
he dicho,
señores.Y
además, quizá sea un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar
sus
apoyos
tan bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena
vista.
-¡Y
bien! -dijo Porthos-. Arreglad primero precio con el mercero, y buen
precio.
-Es
inútil -dijo D'Artagnan- porque creo que, si no nos paga, quedaremos
suficientemente
pagados
por otro lado.
En
aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abrió
con estrépito
y
el malhadado mercero se abalanzó en la habitación donde se celebraba el
consejo.
-¡Ah,
señores! -exclamó- ¡Salvadme, en nombre del cielo, salvadme! Hay cuatro hombres
que
vienen
para detenerme! ¡Salvadme, salvadme!
Porthos
y Aramis se levantaron.
-Un
momento -exclamó D'Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus
espadas
medio sacadas-; un momento, no es valor lo que aquí se necesita, es
prudencia.
-Sin
embargo -exclamó Porthos-, no dejaremos...
-Vos
dejaréis hacer a D'Artagnan -dijo Athos-; es, lo repito, la cabeza fuerte de
todos nosotros,
y
por lo que a mí se refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras,
D'Artagnan.
En
aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y
al ver a
cuatro
mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir
adelante.
-Entrad,
señores, entrad -gritó D'Artagnan-, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros
somos
fieles
servidores del rey y del señor cardenal.
-¿Entonces,
señores, no os opondréis a que ejecutemos las órdenes que hemos recibido?
-preguntó
aquel que parecía el jefe de la cuadrilla.
-Al
contrario, señores, y os echaríamos una mano si fuera
necesario.
-Pero
¿qué dice? -masculló Porthos.
-Eres
un necio -dijo Athos-. ¡Silencio!
-Pero
me habéis prometido... -dijo en voz baja el pobre mercero.
-No
podemos salvaros más que estando libres -respondió rápidamente y en voz baja
D'Artagnan-,
y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con
vos.
-Me
parece, sin embargo...
-Adelante,
señores, adelante -dijo en voz alts D'Artagnan-, no tengo ningún motivo para
defender
al señor. Le he visto hoy por primera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la
dirá: para
venir
a reclamarme el precio de mi alquiler. ¿Es c¡erto, señor Bonacieux?
¡Responded!
-Es
la verdad pura -exclamó el mercero-, pero el señor no os
dice...
-Silencio
sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o
perderéis a
todo
el mundo sin salvaros. ¡Vamos, vamos, señores, llevaos a este
hombre!
Y
D Artagnan empujó al mercero todo aturdido a las manos de los guardias,
diciéndole:
-Sois
un tunante querido. ¡Venir a pedirme dinero a mí, a un mosquetero! ¡A prisión,
señores,
una
vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso
me dará
tiempo
para pagar!
Los
esbirros se confundieron en agradecimientos y se llevaron su
presa.
En
el momento en que bajaban, D'Artagnan palmoteó sobre el hombro del
jefe:
-¿Y
no beberé yo a vuestra salud y vos a la mía? -dijo llenando dos vasos de vino de
Béaugency
que tenía gracias a la liberalidad del señor Bonacieux.
-Será
para mí un gran honor -dijo el jefe de los esbirros-, y acepto con
gratitud.
-Entonces,
a la vuestra, señor... ¿cómo os llamáis?
-Boisrenad.
-¡Señor
Boisrenard!
-¡A
la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra vez, cómo os llamáis, si os
place?
-D
Artagnan.
-¡A
la vuestra, señor D'Artagnan!
-¡Y
por encima de todas éstas -exclamó D'Artagnan como arrebatado por su
entusiasmo-, a la
del
rey y del cardenal!
Quizá
el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D'Artagnan si el vino
hubiera
sido
malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.
-Pero
¿qué diablo de villanía habéis hecho? -dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se
hubo
reunido
con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos-. ¡Vaya! ¡Cuatro
mosqueteros
dejan arrestar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un
gentilhom-
bre
brindar con un corchete!
-Porthos
-dijo Aramis-, ya Athos lo ha prevenido que eras un necio, y yo soy de su
opinión.
D'Artagnan,
eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville,
pido tu
protección
para conseguir tener una abadía.
-¡Maldita
sea! No lo entiendo -dijo Porthos-. ¿Aprobáis lo que D'Artagnan acaba de
hacer?
-Claro
que sí -dijo Athos-; y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que
incluso le
felicito
por ello.
-Y
ahora, señores -dijo D'Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a
Porthos-,
todos
para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es
as¡?
-Pero...
-dijo Porthos.
-¡Extiende
la mano y jura! -gritaron a la vez Athos y Aramis.
Vencido
por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendió la mano y los cuatro
amigos
repitieron
a un solo grito la fórmula dictada por D'Artagnan:
«Todos
para uno, uno para todos.»
-Está
bien, que cada cual se retire ahora a su casa -dijo D'Artagnan como si no
hubiera hecho
otra
cosa en toda su vida que ordenar-, y atención, porque a partir de este momento,
henos aquí
enfrentados
al cardenal.
Capítulo
X
Una
ratonera en el siglo XVII
La
invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al
formarse,
inventaron
un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las
ratoneras.
Como
quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de
Jérusalem
, y como desde que escribimos -y hace ya unos quince años de esto- es ésta la
primera
vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una
ra-
tonera.
Cuando,
en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen
cualquiera,
se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en
la
primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se
los detiene; de
esta
forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del
establecimiento.
He
ahí lo que es una ratonera.
Se
hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que
apareció fue
detenido
a interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un
camino
particular
conducía al primer piso que habitaba D'Artagnan, los que venían a su casa eran
exceptuados
entre todas las visitas.
Además
allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su
lado,
y
nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar
al señor de
Tréville,
cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su
capitán.
Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto
al
cardenal,
al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba
inquieto y los
ojos
de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta
última
circunstancia
le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba
mucho.
El
señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y
sobre todo de la
reina,
rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.
En
cuanto a D'Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en
observatorio.
Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como
había
quitado las baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple
techo le
separaba
de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo
cuanto pasaba
entre
los inquisidores y los acusados.
-¿La
señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra
persona?
-¿El
señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra
persona?
-¿Alguno
de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?
-Si
supieran algo, no preguntarían así -se dijo a sí mismo D'Artagnan-. Ahora bien
¿qué tratan
de
saber? Si el duque de Buckingham se halla en Paris y si ha tenido o debe tener
alguna
entrevista
con la reina.
D'Artagnan
se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de
verosimilitud.
Mientras
tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de
D'Artagnan
también.
La
noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de
dejar a
D'Artagnan
para ir a casa del señor de Trévilie cuando acababan de sonar las nueve, y
cuando
Planchet,
que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la
puerta de
la
calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de
caer en la ratonera.
D'Artagnan
se abalanzó hacia el sitio desenlosado, se acostó boca abajo y
escuchó.
No
tardaron en oírse gritos, luego gemidos que se trataban de ahogar. En cuanto al
interrogatorio,
no se trataba de eso.
-¡Diablos!
-se dijo D'Artagnan-. Me parece que es una mujer: la registran, ella resiste, la
violentan,
¡miserables!
Y
D'Artagnan, pese a su prudencia, se contenía para no mezclarse en la escena que
ocurría
debajo
de él.
-Pero
si os digo que soy la dueña de la casa, señores; os digo que soy la señora
Bonacieux; los
digo
que pertenezco a la reina! -gritaba la desgraciada mujer.
-¡La
señora Bonacieux! -murmuró D'Artagnan-. ¿Seré lo bastante afortunado para haber
encontrado
lo que todo el mundo busca?
-Precisamente
a vos estábamos esperando -dijeron los interrogadores.
La
voz se volvió más y más ahogada: un movimiento tumultuoso hizo resonar el
artesonado. La
víctima
se resistía tanto como una mujer puede resistir a cuatro
hombres.
-Perdón,
señores, per... -murmuró la voz, que no hizo oír más que sonidos
inarticulados.
-La
amordazan, van a llevársela -exclamó D'Artagnan irguiéndose como movido por un
resorte-.
Mi espada; bueno, está a mi lado. ¡Planchet!
-¿Señor?
-Corre
a buscar a Athos, Porthos y Aramis. Uno de los tres estará probablemente en su
casa,
quizá
ya hayan vuelto los tres. Que cojan las armas, que vengan, que acudan. ¡Ah!,
ahora que
me
acuerdo, Athos está con el señor de Tréville.
-Pero
¿dónde vais, señor, dónde vais?
-Bajo
por la ventana -exclamó D'Artagnan- para llegar antes; tú, vuelve a poner las
baldosas,
barre
el suelo, sal por la puerta y corre donde te digo.
-¡Oh,
señor, señor, vais a mataros! -exclamó Planchet.
-¡Cállate,
imbécil! -dijo D'Artagnan.
Y
aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer
piso, que
afortunadamente
no era elevado, sin hacerse ningún rasguño.
Al
punto se fue a llamar a la puerta murmurando:
-Voy
a dejarme coger yo también en la ratonera, y pobres de los gatos que ataquen a
semejante
ratón.
Apenas
la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos
pasos se
acercaron,
se abrió la puerta y D'Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la
vivienda de
maese
Bonacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvió a cerrarse
tras él.
Entonces,
quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más
próximos
oyeron
grandes gritos pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de
muebles.
Luego,
un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían salido a
las
ventanas
para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro
hombres
vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en
las
esquinas
de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de
sus capas.
D'Artagnan
fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los
aguaciles
estaba
armado y aún se defendió por guardar las formas. Es cierto que los otros tres
habían
tratado
de matar al joven con las sillas, los taburetes y las vasijas; pero dos o tres
rasguños
hechos
por la tizona del gascón les habían asustado. Diez minutos habían bastado a su
derrota, y
D'Artagnan
se había hecho dueño del campo de batalla.
Los
vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los
habitantes de
Paris
en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar
cuando
hubieron
visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento
todo
estaba
acabado.
Además
se hacía tarde, y entonces, como hoy, se acostaban temprano en el barrio de
Luxemburgo.
D'Artagnan,
solo con la señora Bonacieux, se volvió hacia ella: la pobre mujer estaba
derribada
sobre
un butacón y semidesvestida. D'Artagnan la examinó de una ojeada
rápida.
Era
una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules,
con una
nariz
ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de
ópalo. Hasta
ahí
llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las manos
eran
blancas,
pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de calidad. Afortunadamente,
D'Artagnan
no se hallaba preocupado todavía por estos detalles.
Mientras
D'Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos
dicho,
vio
en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogió según su costumbre, y en una
de cuyas
esquinas
reconoció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a
batirse
con
Aramis.
Desde
aquel momento, D'Artagnan desconfiaba de los pañuelos blasonados; por eso, sin
decir
nada,
volvió a poner el que había recogido en el bolsillo de la señora
Bonacieux.
En
aquel instante, la señora Bonacieux recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró
con terror en
torno
suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le
tendió al
punto
las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del
mundo.
-¡Ah,
señor! -dijo ella-. Sois vos quien me habéis salvado; permitidme que os dé las
gracias.
-Señora
-dijo D'Artagnan-, no he hecho más que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en
mi
lugar;
no me debéis, pues, ningún agradecimiento.
-Claro
que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un
servicio a una
ingrata.
Pero ¿qué querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por
ladrones, y
por
qué el señor Bonacieux no está aquí?
-Señora,
esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones,
porque
son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no
está
aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la
Bastilla.
-¡Mi
marido en la Bastilla! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha
hecho?
¡Pobre
querido mío, él, la inocencia misma!
Y
alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre el rostro aún todo asustado de la
joven.
-¿Qué
ha hecho, señora? -dijo D'Artagnan-. Creo que su único crimen es tener a la vez
la dicha
y
la desgracia de ser vuestro marido.
-Pero,
señor, sabéis entonces...
-Sé
que habéis sido raptada, señora.
-¿Y
por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis, decídmelo!
-Por
un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con
una
cicatriz
en la sien izquierda.
-¡Eso
es, eso es! Pero ¿y su nombre?
-¡Ah,
su nombre! Es lo que yo ignoro.
-
¿Y- mi marido sabía que había sido raptada?
-Había
sido advertido por una carta que le había escrito el raptor
mismo.
-¿Y
sospecha -preguntó la señora Bonacieux con apuro- la causa de este
suceso?
-Lo
atribuía, según creo, a una causa política.
-Yo
al principio dudé, y ahora pienso como él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no
ha
sospechado
ni un solo instante de mí...?
-¡Lejos
de ello, señora, estaba muy orgulloso de vuestra sabiduría y sobre todo de
vuestro
amor!
Una
segunda sonrisa casi imperceptible afloró a los labios rosados de la hermosa
joven.
-Pero
-prosiguió D'Artagnan- ¿cómo habéis huido?
-He
aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía
a
qué
atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana;
entonces,
como
creía aquí a mi marido, he acudido corriendo.
-¿Para
poneros bajo su protección?
-¡Oh!
No, pobre hombre, yo sabía de sobra que él era incapaz de defenderme; pero como
podía
servirnos para otra cosa, quería prevenirle.
-¿De
qué?
-¡Oh!
Ese no es mi secreto, no puedo por tanto decíroslo.
-Y
además -dijo D'Artagnan- (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a
la
prudencia),
además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los
hombres
que he puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, estamos
perdidos.
Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán
encontrado en
sus
casas!
-Sí,
sí, tenéis razón -exclamó la señora Bonacieux asustada-; huyamos,
corramos.
Tras
estas palabras, pasó su brazo bajo el de D'Artagnan y lo apretó
vivamente.
-Pero
¿adónde huir? -dijo D'Artagnan-. ¿Adónde correr?
-Lo
primero, alejémonos de esta casa, después ya veremos.
Y
la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron
rápidamente por la calle
des
Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés-Monsieur-le-Prince y no se
detuvieron
hasta
la plaza Saint-Sulpice.
-¿Y
ahora qué vamos a hacer -preguntó D'Artagnan- y adónde queréis que os
conduzca?
-Me
resulta muy difícil responderos, os lo confieso -dijo la señora Bonacieux-; mi
intención era
hacer
avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La
Porte
pudiera
decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y
si había
peligro
para mí en presentarme.
-Pero
yo -dijo D'Artagnan- puedo avisar al señor de La Porte.
-Sin
duda; sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el
Louvre y le
dejarían
pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la
puerta.
-¡Ah,
bah! -dijo D'Artagnan-. Vos tenéis en algún postigo del Louvre un conserje que
os es
adicto,
y que gracias a una contraseña...
La
señora Bonacieux miró fijamente al joven.
-¿Y
si os diera esa contraseña -dijo ella- la olvidaríais tan pronto como la
hubierais utilizado?
-¡Palabra
de honor, a fe de gentilhombre! -dijo D'Artagnan con un acento en cuya verdad
nadie
podía
equivocarse.
-Bueno,
os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está
quizá al
cabo
de vuestra dedicación.
-Haré
sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser
agradable a la
reina
-dijo D'Artagnan-; disponed, pues, de mí como de un amigo.
-¿Y
a mí dónde me meteréis durante ese tiempo?
-¿No
tenéis una persona a cuya casa pueda el señor de La Porte venir a
buscaros?
-No,
no quiero fiarme de nadie.
-Esperad
-dijo D'Artagnan-, estamos a la puerta de Athos. Sí, ésta
es.
-¿Quién
es Athos?
-Uno
de mis amigos.
-¿Y
si está en casa y me ve?
-No
está, y me llevaré la llave después de haberos hecho entrar en su
habitación.
-¿Y
si vuelve?
-No
volverá; además se le dirá que he traído una mujer, y que esa mujer está en su
casa.
-Pero
eso me comprometerá mucho, ¿no lo sabéis?
-¡Qué
os importa! Nadie os conoce; además, nos hallamos en una situación de pasar por
alto
algunas
conveniencias.
-Entonces
vamos a casa de vuestro amigo. ¿Dónde vive?
-En
la calle Férou, a dos pasos de aquí.
-Vamos.
Y
los dos reemprendieron su camera. Como había previsto D'Artagnan, Athos no
estaba en su
casa;
tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa,
subió la
escalera
a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya
hemos
hecho.
-Estáis
en vuestra casa -dijo él-, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no
abráis a
nadie,
a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad -y golpeó tres veces: dos golpes
cercanos
uno
al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más
ligero.
-Está
bien -dijo la señora Bonacieux-; ahora me toca a mí daros mis
instrucciones.
-Escucho.
-Presentaros
en el portillo del Louvre por el lado de la calle de l'Echelle y preguntad por
Germain.
-Está
bien. ¿Y después?
-Os
preguntará qué queréis, y entonces vos le responderéis con estas dos palabras:
Tours y
Bruxelles.
Al punto se pondrá a vuestras órdenes.
-¿Y
qué le ordenaré yo?
-Ir
a buscar al señor de La Porte, el ayuda de cámara de la
reina.
-¿Y
cuando haya ido a buscarle y el señor de La Porte haya
venido?
-Me
lo enviaréis.
-Está
bien, pero ¿cómo os volveré a ver?
-¿Os
importa mucho volverme a ver?
-Por
supuesto.
-Pues
bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad tranquilo.
-Cuento
con vuestra palabra.
-Contad
con ella.
D'Artagnan
saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible
concentrar
sobre su encantadora personita, y. mientras bajaba la escalera, oyó la puerta
cerrarse
tras
él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando entraba
en el postigo
de
l'Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos que acabamos de contar
habían
sucedido
en media hora.
Todo
se cumplió como lo había anunciado la señora Bonacieux. A la consigna convenida,
Germain
se inclinó; diez minutos después, La Porte estaba en la portería; en dos
palabras,
D'Artagnan
le puso al corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se
aseguró
por
dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas
hubo dado diez
pasos
cuando volvió.
-Joven
-le dijo a D'Artagnan-, un consejo.
-¿Cuál?
-Podríais
ser molestado por lo que acaba de pasar.
-¿Lo
creéis?
-Sí.
-¿Tenéis
algún amigo cuya péndola se retrase?
-¿Para...?
-Id
a verle para que pueda testimoniar que estabais en su casa a las nueve y media.
En
justicia,
esto se llama una coartada.
D'Artagnan
encontró prudente el consejo; puso pies en polvorosa, llegó a casa del señor de
Tréville;
pero en lugar de pasar al salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete.
Como
D'Artagnan
era uno de los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a
su
demanda;
y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo
importante
que decide, solicitaba una audiencia particular. Cinco minutos después, el señor
de
Tréville
preguntaba a D'Artagnan qué podía hacer por él y cuál era el motivo de su visita
a una
hora
tan avanzada.
-¡Perdón,
señor! -dijo D'Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había
quedado
solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora-. He pensado que como no eran
más que
las
nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra
casa.
-¡Las
nueve y veinticinco minutos! -exclamó el señor de Tréville mirando su péndola-.
¡Pero es
imposible!
-Ya
lo veis, señor -dijo D'Artagnan-, eso lo testimonia.
-Es
exacto -dijo el señor de Tréville-, habría creído que era más tarde. Pero
veamos, ¿qué
queréis?
Entonces
D'Artagnan le hizo al señor de Tréville una larga historia sobre la reina. Le
expuso los
temores
que había concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los
proyectos
del
cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del
que el
señor
de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo
había
notado
algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.
Al
sonar las diez, D'Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradeció sus
informes, le
recomendó
tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al
salón. Pero
al
pie de la escalera, D'Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo
tanto subió
precipitadamente,
volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el
péndulo
en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido
movido, y
seguro
desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera
y pronto
se
encontró en la calle.
Capítulo
XI
La
intriga se anuda
Una
vez hecha la visita al señor de Tréville, D'Artagnan tomó, todo pensativo, el
camino más
largo
para regresar a su casa.
¿En
qué pensaba D'Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas
del cielo,
tan
pronto suspirando como sonriendo?
Pensaba
en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquetero, la joven era casi una
idealidad
amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte,
que
reflejaban
tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser
in-
sensible,
lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además,
D'Artagnan la
había
liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y
este
importante
servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud
que fá-
cilmente
adoptan un carácter más tierno.
D'Artagnan
se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado
por
un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o
un
diamante.
Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey:
aña-
damos
que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus
amantes, ni de
que
éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas
hubieran
tratado
de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus
dones.
Se
hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no
eran más que
bellas,
daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven
más bella del
mundo
no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de
su
dinero,
y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran
ganado
ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos
provista que su
amante
ataba al arzón de su silla.
D'Artagnan
no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera,
vello de
melocotón,
se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres
mosqueteros
daban a su amigo. D'Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba
a
Paris como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá
lejos, la mujer
aquí.
Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que
alcanzar.
Pero,
digámoslo, por ahora D'Artagnan estaba movido por un sentimiento más noble y más
desinteresado.
El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con
un
necio
como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la
bolsa. Pero
todo
esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la
señora
Bonacieux,
y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había
sido
la
continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella,
graciosa, espiritual,
es
rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo
corrobora.
Hay
en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristocráticos que le van
bien a la
belleza.
Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una
bonita
zapatilla
en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero
hacen
bella
a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos,
sobre todo
en
las mujeres, necesitan permanecer ociosas para permanecer
bellas.
Además
D'Artagnan, como sabe muy bien el lector, a quien no hemos ocultado el estado de
su
fortuna,
D'Artagnan no era millonario; esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él
mismo se
fijaba
para ese feliz cambio estaba bastante lejos. Mientras tanto, ¡qué desesperación
ver a una
mujer
que se ama desear esas mil naderías con que las mujeres hacen su dicha, y no
poder darle
esas
mil naderías! Al menos, cuando la mujer es rica y el amante no lo es, lo que no
puede
ofrecerle,
ella misma se lo ofrece; y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute
con el
dinero
del marido, raro es que sea él a quien dé las gracias.
Además
D'Artagnan, dispuesto a ser el amante más tierno, era mientras tanto un amigo
abnegado.
En medio de sus proyectos amorosos sobre la mujer del mercero, no olvidaba a los
suyos.
La bonita señora Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint-Denis o
entre el
tumulto
de Saint-Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Aramis, a los cuales
D'Artagnan
estaría
orgulloso de mostrar una conquista semejante. Luego, cuando se ha caminado mucho
tiempo,
llega el hambre: D'Artagnan tras algún tiempo había notado esto. Harían breves
comidas
encantadoras
en las que se toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una
amante.
En fin, en los momentos de apuros, en las situaciones extremas, D'Artagnan sería
el
salvador
de sus amigos.
¿Y
el señor Bonacieux, a quien D'Artagnan había empujado a las manos de los
esbirros
renegándole
en alta voz y a quien había prometido en voz baja salvarle? Debemos confesar a
nuestros
lectores que D'Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba,
era
para
decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera. El amor es la
más
egoísta
de todas las pasiones.
Sin
embargo, que nuestros lectores se tranquilicen: si D'Artagnan olvida a su
hospedero o hace
ademán
de olvidarlo so pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo
olvidamos,
y nosotros sabemos dónde está. Pero por ahora, hagamos como el gascón
enamorado.
En cuanto al digno mercero, volveremos a él más tarde.
D'Artagnan,
mientras reflexionaba en sus futuros amores, mientras hablaba a la noche,
mientras
sonreía a las estrellas, remontaba la calle du Cherche-Midi o Chasse-Midi , como
se
llamaba
entonces. Como se encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de
ir a
visitar
a su amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían
hecho enviar
a
Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la ratonera. Ahora
bien, si Aramis
se
hubiera encontrado en su casa cuando Planchet había ido a ella, habría corrido
indudablemente
a la calle des Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos
compañeros,
ni unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir. Esa molestia
merecía,
pues,
una explicación; he ahí lo que se decía en voz alta
D'Artagnan.
Además,
por lo bajo, pensaba que aquella era para él una ocasión de hablar de la bonita
señora
Bonacieux, de la que su espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno.
A propósito
de
un primer amor no es necesario pedir discreción. Este primer amor va acompañado
de una
alegría
tan grande que es preciso que esa alegría desborde; sin eso, os
ahogaría.
Desde
hacía dos horas París estaba sombrío y comenzaba a quedarse desierto. Las once
sonaban
en todos los relojes del barrio de Saint-Germain, hacía una temperatura suave.
D'Artagnan
seguía una calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d
Assas
, respirando las emanaciones embalsamadas que venían con el viento de la calle
de
Vaugirard
y que enviaban los jardines refrescados por el rocío del atardecer y por la
brisa de la
noche.
A lo lejos resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigòs, los cantos
de los
bebedores
en algunas tabernas perdidas en el llano. Llegado al cabo de la callejuela,
D'Artagnan
torció
a la izquierda. La casa que habitaba Aramis se hallaba situada entre la calle
Cassete y la
calle
Servandoni ;.
D'Artagnan
acababa de dejar atrás la calle Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de
su
amigo,
enterrada bajo un macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto
anillo por
encima
de ella, cuando percibió algo como una sombra que salía de la calle Servandoni.
Ese algo
estaba
envuelto en una capa, y D'Artagnan creyó al principio que era un hombre; pero
por la
pequeñez
de la talla, por la incertidumbre de los andares, por el embarazo del paso,
pronto
reconoció
a una mujer. Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la
casa
que
buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se detenía, volvía atrás, luego volvía
de nuevo.
D'Artagnan
quedó intrigado.
«¡Y
si fuera a ofrecerle mis servicios! -pensó-. Por su aspecto se ve que es joven;
quizá sea
hermosa.
¡Oh! Sí. Pero una mujer que corre las calles a esta hora no sale más que para
reunirse
con
su amante. ¡Maldita sea! Si fuera a perturbar la cita, sería un mal comienzo
para entrar en
relaciones.»
Sin
embargo, la joven seguía avanzando, contando las casas y las ventanas. No era,
por lo
demás,
cosa larga ni difícil. No había más que tres palacetes en aquella parte de la
calle, y dos
ventanas
con vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que
ocupaba
Aramis,
la otra era la del propio Aramis.
-¡Pardiez!
-se dijo D'Artagnan, a quien la nieta del teólogo venía a las mientes-.
¡Pardiez!
Estaría
bueno que esa paloma rezagada buscase la casa de nuestro amigo. Pero, por vida
mía,
eso
sería demasiado. ¡Ah, mi querido Aramis, por esta vez, quiero tener el corazón
limpio!
Y
D'Artagnan, haciéndose lo más delgado que pudo, se puso a cubierto en el lado
más oscuro
de
la calle, junto a un banco de piedra situado en el fondo de un
nicho.
La
joven continuó avanzando, porque además de la ligereza de su paso, que le había
traicionado,
acababa de hacer oír una breve tos que denunciaba una voz de las más frescas.
D'Artagnan
pensó que aquella tos era una señal.
Sin
embargo, bien porque se hubiera respondido a aquella tos mediante un signo
equivalente
que
había fijado las irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda
extraña
hubiera
reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó resueltamente al
postigo de
Aramis
y llamó con tres intervalos iguales con su dedo encorvado.
-¡Vaya
con Aramis! -murmuró D'Artagnan-. ¡Ah, señor hipócrita, os he cogido haciendo
teología!
Apenas
fueron dados los tres golpes cuando la ventana interior se abrió y una luz
apareció a
través
de los vidrios del postigo.
-¡Ah,
ah! -hizo el indiscreto no de las puertas, sino de las ventanas-. ¡Vaya!,
esperaban la
visita.
Veamos, el postigo va a abrirse y la dama entrará escalando. ¡Muy
bien!
Pero,
para gran asombro de D Artagnan, el postigo permaneció cerrado. Además, la luz
que
había
resplandecido un instante desapareció y todo volvió a la
oscuridad.
D'Artagnan
pensó que aquello no podía durar así, y continuó mirando con todos sus ojos y
escuchando
con todas sus orejas.
Tenía
razón: al cabo de unos segundos, dos golpes secos resonaron en el
interior.
La
joven de la calle respondió con un solo golpe seco, y el postigo se
entreabrió.
Júzguese
si D'Artagnan miraba y escuchaba con avidez.
Desgraciadamente,
la luz había sido llevada a otra habitación. Pero los ojos del joven se habían
habituado
a la noche. Por otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los
gatos,
según
se asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D'Artagnan
vio, pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con
viveza
y que tomó la forma de un pañuelo. Desplegado aquel objeto, hizo notar una
esquina a su
interlocutor.
Esto
recordó a D'Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora
Bonacieux,
que le había recordado el que habia encontrado a los pies de
Aramis.
¿Qué
diablos podía, pues, significar aquel pañuelo?
Situado
donde estaba, D'Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis
porque
el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el
interior con
la
dama del exterior; la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando
la
preocupación
en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto
en
escena, salió de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido
de sus
pasos,
fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse
perfectamente
en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado
allí, D'Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba
con la
visitante
nocturna, era una mujer. Sólo que D'Artagnan veía bastante para reconocer la
forma de
sus
vestidos, pero no para distinguir sus rasgos.
En
el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su
bolsillo y lo
cambió
por aquel que acababan de mostrarle. Luego entre las dos mujeres fueron
pronunciadas
algunas
palabras. Por fin el postigo se cerró. La mujer que se hallaba en el exterior de
la ventana
se
volvió y vino a pasar a cuatro pasos de D'Artagnan bajando la toca de su manto;
pero la
precaución
había sido tomada demasiado tarde y D'Artagnan había reconocido a la señora
Bonacieux.
¡La
señora Bonacieux! La sospecha de que era ella le había cruzado por el espíritu
cuando
había
sacado el pañuelo de su bolso; pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que
había
enviado
a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las
calles de
París
sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda
vez?
Era
preciso, por tanto, que fuera por un asunto muy importante. ¿Y qué asunto hay
importante
para
una mujer de veinticinco años? El amor.
Pero
¿era por su cuenta o por cuenta de otra persona por lo que se exponía a
semejantes
azares?
Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los
celos
mordía
en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Había
por otra parte un medio muy simple de asegurarse adónde iba la señora Bonacieux:
era
seguirla.
Este medio era tan simple que D'Artagnan lo empleó naturalmente y por
instinto.
Pero
a la vista del joven que se separaba del muro como una estatua de su nicho, y al
ruido de
los
pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y
huyó.
D'Artagnan
corrió tras ella. No era una cosa difícil para él alcanzar a una mujer
embarazada por
su
manto. La alcanzó, pues, un tercio más allá de la calle en que se había
adentrado. La
desgraciada
estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D'Artagnan le puso la mano
sobre
el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz
estrangulada:
-Matadme
si queréis, pero no sabréis nada.
D'Artagnan
la alzó pasándole el brazo en torno al talle; pero como sintió por su peso que
estaba
a punto de desvanecerse, se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto.
Tales
protestas
no significaban nada para la señora Bonacieux, porque semejantes protestas
pueden
hacerse
con las peores intenciones del mundo; pero la voz era todo. La joven creyó
reconocer el
sonido
de aquella voz; volvió a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le
había
causado
tan gran miedo y, al reconocer a D'Artagnan, lanzó un grito de
alegría.
-¡Oh,
sois vos! ¡Sois vos! -dijo-. ¡Gracias, Dios mío!
-Sí,
soy yo -dijo D'Artagnan-, yo, a quien Dios ha enviado para velar por
vos.
-¿Era
con esa intención con la que me seguíais? -preguntó con una sonrisa llena de
coquetería
la
joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había
desaparecido desde
el
momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por
un
enemigo.
-No
-dijo D'Artagnan-, no, lo confieso, es el azar el que me ha puesto en vuestra
ruta; he visto
una
mujer llamar a la ventana de uno de mis amigos...
-¿De
uno de vuestros amigos? -interrumpió la señora Bonacieux. -Sin duda; Aramis es
uno de
mis
mejores amigos.
-¡Aramis!
¿Quién es ése?
- Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a
Aramis?
-
Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.
-Entonces,
¿es la primera vez que vais a esa casa?
-Claro.
-¿Y
no sabíais que estuviese habitada por un joven?
-No.
-¿Por
un mosquetero?
-De
ninguna manera.
-¿No
es, pues, a él a quien veníais a buscar?
-De
ningún modo. Además, ya lo habéis visto, la persona con quien he hablado es una
mujer.
-Es
cierto; pero esa mujer es de las amigas de Aramis.
-Yo
no sé nada de eso.
-Se
aloja en su casa.
-Eso
no me atañe.
-Pero
¿quién es ella?
-¡Oh!
Ese no es secreto mío.
-Querida
señora Bonacieux, sois encantadora; pero al mismo tiempo sois la mujer más
misteriosa...
-¿Es
que pierdo con eso?
-No,
al contrario, sois adorable.
-Entonces,
dadme el brazo.
-De
buena gana. ¿Y ahora?
-Ahora
conducidme.
-¿Adónde?
-Adonde
voy.
-Pero
¿adónde vais?
-Ya
lo veréis, puesto que me dejaréis
en la puerta.
-¿Habrá
que esperaros.
-Será
inútil.
-Entonces,
¿volveréis sola?
-Quizá
sí, quizá no.
-Y
la persona que os acompañará luego, ¿será un hombre, será una mujer?
-No
sé nada todavía.
-Yo
sí, yo sí lo sabré.
-¿Y
cómo?
-Os
esperaré para veros salir.
-En
ese caso, ¡adiós!
-¿Cómo?
-No
tengo necesidad de vos.
-Pero
habíais reclamado...
-La
ayuda de un gentilhombre, y no la vigilancia de un espía.
-La
palabra es un poco dura.
-¿Cómo
se llama a los que siguen a las personas a pesar suyo?
-Indiscretos.
-La
palabra es demasiado suave.
-Vamos,
señora, me doy cuenta de que hay que hacer todo lo que vos queráis.
-¿Por
qué privaros del mérito de hacerlo en seguida?
-¿No
hay alguno que se ha arrepentido de ello?
-Y
vos, ¿os arrepentís en realidad?
-Yo
no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé es que os prometo hacer todo lo que
queráis si
me
dejáis acompañaros hasta donde vayáis.
Y
me dejaréis después?
-Sí.
-¿Sin
espiarme a mi salida?
-No.
-¿Palabra
de honor?
-¡A
fe de gentilhombre!
-Tomad
entonces mi brazo y caminemos.
D'Artagnan
ofreció su brazo a la señora Bonacieux, que se cogió de él, mitad riendo, mitad
temblando,
y los dos juntos ganaron lo alto de la calle La Harpe . Llegada allí la joven
pareció
dudar,
como ya había hecho en la calle Vaugirard. Sin embargo, por ciertos signos,
pareció
reconocer
una puerta; y se acercó a ella.
-Y
ahora, señor -dijo-, aquí es donde tengo que venir; mil gracias por vuestra
honorable
compañía,
que me ha salvado de todos los peligros a que habría estado expuesta. Pero ha
llegado
el momento de cumplir vuestra palabra: yo he llegado a mi
destino.
-¿Y
no tendréis nada que temer a la vuelta?
-No
tendré que temer más que a los ladrones.
-¿Y
eso no es nada?
-¿Qué
podrían robarme? No tengo un denario encima.
-Olvidáis
ese bello pañuelo bordado, blasonado.
-¿Cuál?
-El
que encontré a vuestros pies y que metí en vuestro
bolsillo.
-¡Callaos,
callaos, desgraciado! -exclamó la joven-. ¿Queréis
perderme?
-Ya
veis que todavía hay peligro para vos, puesto que una sola palabra os hace
temblar y
confesáis
que si oyesen esa palabra estaríais perdida. ¡Ah, señora -exclamó D'Artagnan
cogiéndole
la mano y cubriéndola con una ardiente mirada-, sed más generosa, confiad en mí!
No
habéis leído todavía en mis ojos que no hay más que afecto y simpatía en mi
corazón.
-Claro
que sí -respondió la señora Bonacieux- y si me pedís mis secretos, os los diré;
pero los
de
los demás, es otra cosa.
-Está
bien -dijo D'Artagnan-, yo los descubriré; puesto que tales secretos pueden
tener
influencia
sobre vuestra vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los
míos.
-Guardaos
de ello -exclamó la joven con una serenidad que hizo temblar a D'Artagnan a su
pesar-.
¡No os mezcléis en nada de lo que me atañe, no tratéis de ayudarme en lo que
hago! Y
esto
os lo pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me
habéis
hecho,
y que no olvidaré en mi vida. Creed ante todo en lo que os digo. No os ocupéis
más de
mí,
no existo más para vos, que sea como si no me hubierais visto
jamás.
-¿Aramis
debe hacer lo mismo que yo, señora? -dijo D'Artagnan
picado.
-Es
ya la segunda o tercera vez que pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os
he dicho
que
no lo conocía.
-¿No
conocéis al hombre a cuyo postigo vais a llamar? Vamos, señora, ¿no me creéis
demasiado
crédulo?
-Confesad
que habéis inventado esa historia para hacerme hablar, y que vos mismo habéis
creado
ese personaje.
-Yo
no he inventado nada, señora, no creo nada, digo la exacta
verdad.
-¿Y
decíis que uno de vuestros amigos vive en esa casa?
-Lo
digo y lo repito por tercera vez, en esa casa es donde vive mi amigo, y ese
amigo es
Aramis.
-Todo
esto se aclarará más tarde -murmuró la joven-; ahora, señor,
callaos.
-Si
pudierais ver mi corazón completamente al descubierto -dijo D'Artagnan-,
leeríais en él
tanta
curiosidad que tendríais piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais
incluso mi
curiosidad.
No tenéis nada que temer de quienes os aman.
-Habláis
muy deprisa de amor, señor -dijo la mujer moviendo la
cabeza.
-Es
que el amor me ha venido deprisa y por primera vez, y aún no tengo veinte
años.
La
joven lo miró a hurtadillas
-Escuchad,
estoy tras su rastro-dijo D'Artagnan- Hace tres meses estuve a punto de tener un
duelo
con Aramis por un pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que
estaba
en
su casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy
seguro.
-Señor
-dijo la joven-, me cansáis, os lo juro, con esas
preguntas.
-Pero
vos, señora, tan prudente pensad en ello; si fuerais arrestada con ese pañuelo,
y si ese
pañuelo
fuera cogido, ¿no os comprometeríais?
-¿Y
por qué? ¿Las iniciales no son las mías: C. B., Costance
Bonacieux?
-O
Camille de Bois-Tracy.
-Silencio,
señor, una vez mas, ¡silencio! ¡Ah! Puesto que los peligros que corro no os
detienen,
pensad
en los que podéis correr vos.
-¿Yo?
-Sí,
vos. Corréis peligro en la cárcel, corréis peligro de muerte por el hecho de
conocerme.
-Entonces
no os dejo.
-Señor
-dijo la joven suplicando y juntando las manos-, señor, en el nombre del cielo,
en el
nombre
del honor de un militar, en el nombre de la cortesía de un gentilhombre,
alejaos; ved,
suenan
las doce, es la hora en que me esperan.
-Señora
-dijo el joven inclinándose-, no sé negar nada a quien me lo pide así;
contentaos, ya
me
alejo.
-Pero
¿no me seguiréis, no me espiaréis?
-Regreso
a mi casa ahora mismo.
-¡Ah,
ya sabía yo que erais un buen joven! -exclamó la señora Bonacieux tendiéndole
una
mano
y poniendo la otra en la aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el
muro.
D'Artagnan
tomó la mano que se le tendía y la besó ardientemente.
-¡Ay,
preferiría no haberos visto jamás! -exclamó D'Artagnan con aquella brutalidad
ingenua
que
las mujeres prefieren con frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque
descubre el
fondo
del pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la
razón.
-¡Pues
bien! -prosiguió la señora Bonacieux con una voz casi acariciadora y estrechando
la
mano
de D'Artagnan, que no había abandonado la suya-. ¡Pues bien¡ Yo no diré tanto
como vos:
lo
que está perdido para hoy no está perdido para el futuro. ¿Quién sabe si cuando
yo esté libre
un
día no satisfaré vuestra curiosidad?
-¿Y
hacéis la misma promesa a mi amor? -exclamó D'Artagnan en el colmo de la
alegría.
-¡Oh!
Por ese lado, no quiero comprometerme, eso dependerá de los sentimientos que vos
sepáis
inspirarme.
-Así,
hoy, señora...
-Hoy,
señor, no estoy segura más que del agradecimiento.
-¡Ah!
Sois muy encantadora -dijo D'Artagnan con tristeza-, y abusáis de mi
amor.
-No,
yo use de vuestra generosidad, eso es todo. Pero, creedlo, con ciertas personas
todo se
recobra.
-¡Oh,
me hacéis el más feliz de los hombres! No olvidéis esta noche, no olvidéis esta
promesa.
-Estad
tranquilo, en tiempo y lugar me acordaré de todo. ¡Y bien, partid pues, partid,
en
nombre
del cielo! Me esperaban a las doce en punto, y voy
retrasada.
-Cinco
minutos.
-Sí;
pero en ciertas circunstancias cinco minutos son cinco
siglos.
-Cuando
se ama.
-¿Y
quién os dice que no tengo un asunto amoroso?
-¿Es
un hombre el que os espera? -exclamó D'Artagnan-. ¡Un
hombre!
-Vamos,
que la discusión vuelve a empezar -dijo la señora Bonacieux con media sonrisa
que no
estaba
exenta de cierto tinte de impaciencia.
-No,
no, me voy; creo en vos, quiero tener todo el mérito de mi afecto, aunque ese
afecto sea
una
estupidez. ¡Adiós, señora, adiós!
Y
como si no se sintiera con fuerza para separarse de la mano que sostenía más que
mediante
una
sacudida, se alejó corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el
postigo, con
tres
golpes lentos y regulares; luego, llegado al ángulo de la calle, él se volvió:
la puerta se había
abierto
y vuelto a cerrar, la bonita mercera había desaparecido.
D'Artagnan
prosiguió su camino, había dado su palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y
aunque
la vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la
persona que
debía
acompañarla, D'Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que
volvía. Cinco
minutos
después estaba en la calle des Fossoyeurs.
-Pobre
Athos -decía-, no sabrá lo que esto quiere decir. Se habrá dormido mientras me
esperaba,
o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí
una
mujer.
¡Una mujer en casa de Athos! Después de todo -continuó D'Artagnan-, también
había una
en
casa de Aramis. Todo esto es muy extraño y me intriga mucho saber cómo va a
terminar.
-Mal,
señor, mal -respondió una voz que el joven reconoció como la de Planchet; porque
monologando
en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por
el
camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su
habitación.
-¿Cómo
mal? ¿Qué quieres decir, imbécil? -preguntó D'Artagnan-. ¿Qué ha
pasado?
-Toda
clase de desgracias.
-¿Cuáles?
-En
primer lugar, el señor Athos está arrestado.
-¡Arrestado!
¡Athos! ¡Arrestado! ¿Por qué?
-Lo
encontraron en vuestra casa; lo tomaron por vos.
-¿Y
quién lo ha arrestado?
-La
guardia que fueron a buscar los hombres negros que vos pusisteis en
fuga.
-¡Por
qué no ha dicho su nombre! ¿Por qué no ha dicho que no tenía nada que ver con
este
asunto?
-Se
ha guardado mucho de hacerlo, señor; al contrario, se ha acercado a mí y me ha
dicho:
«Es
tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo
y yo no sé
nada.
Le creerán arrestado, y esto le dará tiempo; dentro de tres días diré quién soy,
y entonces
tendrán
que dejarme salir.»
-¡Bravo,
Athos! Noble corazón -murmuró D'Artagnan-, en eso le reconozco. ¿Y qué han hecho
los
esbirros?
-Cuatro
se lo han llevado no sé adónde, a la Bastilla o al Fort-l'Evêque ; dos se han
quedado
con los hombres negros, que han registrado por todas partes y que han cogido
todos
los
papeles. Por fin, los dos últimos, durante esta comisión, montaban guardia en la
puerta;
luego,
cuando todo ha acabado, se han marchado dejando la casa vacía y completamente
abierta.
-¿Y
Porthos y Aramis?
-Yo
no los encontré, no han venido.
-Pero
pueden venir de un momento a otro, porque tú les dejaste el recado de que los
esperaba.
-Sí,
señor.
-Bueno,
no te muevas de aquí; si vienen, avísales de lo que me ha pasado, que me esperen
en
la
taberna de la Pomme du Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada.
Corro a casa del
señor
de Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con
ellos.
-Está
bien, señor -dijo Planchet.
-Pero
tú te quedas, tú no tengas miedo -dijo D'Artagnan volviendo sobre sus pasos para
recomendar
valor a su lacayo.
-Estad
tranquilo, señor -dijo Planchet-; no me conocéis todavía: soy valiente cuando me
pongo
a
ello; la cosa consiste en ponerme; además, soy picardo.
-Entonces,
de acuerdo -dijo D'Artagnan-; te haces matar antes que abandonar tu
puesto.
-Sí,
señor, y no hay nada que no haga para probar al señor que le soy
adicto.
-Bueno
-se dijo a sí mismo D'Artagnan-, parece que el método que empleé con este
muchacho
es
decididamente bueno; lo usaré en su momento.
Y
con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las
carreras de la
jornada,
D'Artagnan se dirigió hacia la calle du Vieux-Colombier.
El
señor de Tréville no estaba en su palacio; su compañía se hallaba de guardia en
el Louvre; él
estaba
en el Louvre con su compañía.
Había
que llegar hasta el señor de Tréville; era importante que fuera prevenido de lo
que
pasaba.
D'Artagnan decidió entrar en el Louvre. Su traje de guardia de la compañía del
señor Des
Essarts
debía servirle de pasaporte.
Descendió,
pues, la calle des Petits-Augustins
y subió el muelle para tomar el Pont-Neuf.
Por
un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del
agua había
introducido
maquinalmente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con
qué
pagar al barquero.
Cuando
llegaba a la altura de la calle Guénégaud , vio desembocar de la calle Dauphine
un
grupo
compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendió.
Las
dos personas que componían el grupo eran: la una, un hombre; la otra, una
mujer.
La
mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis
hasta el
punto
de ser tomado por él.
Además,
la mujer tenía aquella capa negra que D'Artagnan veía aún recortarse sobre el
postigo
de
la calle de Vaugirard y sobre la puerta de la calle de La
Harpe.
Además,
el hombre llevaba el uniforme de los mosqueteros.
El
capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro;
los dos,
esa
doble precaución lo indicaba, los dos tenían, pues, interés en no ser
reconocidos.
Ellos
tomaron el puente; era el camino de D'Artagnan, puesto que D'Artagnan se dirigía
al
Louvre;
D'Artagnan los siguió.
D'Artagnan
no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la
señora
Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.
En
el mismo instante sintió que todas las sospechas de los celos se agitaban en su
corazón.
Era
doblemente traicionado por su amigo y por aquella a la que amaba ya como a una
amante.
La
señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y
un cuarto
de
hora después de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar
del brazo de
Aramis.
D'Artagnan
no reflexionó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le
debía
a él nada más que un poco de gratitud por haberla liberado de los hombres
perversos que
querían
raptarla, y que ella no le había prometido nada. Se miró como un amante
ultrajado,
traicionado,
escarnecido; la sangre y la cólera le subieron al rostro, resolvió aclararlo
todo.
La
joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían
doblado
el
paso. D'Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvió sobre ellos en el
momento en que
se
encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyectaba su
claridad
sobre
toda aquella parte del puente.
D'Artagnan
se detuvo ante ellos, y ellos se detuvieron ante él.
-¿Qué
queréis, señor? -preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento
extranjero
que probaba a D'Artagnan que se había equivocado en una parte de sus
conjeturas.
-¡No
es Aramis! -exclamó.
-No,
señor, no soy Aramis, y por vuestra exclamación veo que me habéis tomado por
otro, y os
perdono.
-¡Vos
me perdonáis! -exclamó D'Artagnan.
-Sí
-respondió el desconocido -. Dejadme, pues, pasar, porque nada tenéis
conmigo.
-Tenéis
razón, señor -dijo D'Artagnan-, nada tengo con vos, sí con la
señora.
-¡Con
la señora! Vos no la conocéis -dijo el extranjero.
-Os
equivocáis, señor, la conozco.
-¡Ah!
-dijo la señora Bonacieux con un tono de reproche-. ¡Ah, señor! Tenía yo vuestra
palabra
de
militar y vuestra fe de gentilhombre; esperaba contar con
ellas.
-Y
yo, señora -dijo D'Artagnan embarazado-. Me habíais prometido. .
.
-Tomad
mi brazo, señora -dijo el extranjero-, y continuemos nuestro
camino.
Sin
embargo, D'Artagnan, aturdido, aterrado, anonadado por todo lo que le pasaba,
permanecía
en pie y con los brazos cruzados ante el mosquetero y la señora
Bonacieux.
El
mosquetero dio dos pasos hacia adelante y apartó a D'Artagnan con la
mano.
D'Artagnan
dio un salto hacia atrás y sacó su espada.
Al
mismo tiempo y con la rapidez de la centella, el desconocido sacó la
suya.
-¡En
nombre del cielo, milord! -exclamó la señora Bonacieux arrojándose entre los
combatientes
y tomando las espadas con sus manos.
-¡Milord!
-exclamó D'Artagnan iluminado por una idea súbita-. ¡Milord! Perdón señor, es
que
vois
sois...
-Milord
el duque de Buckingham -dijo la señora Bonacieux a media voz-; y ahora podéis
perdernos
a todos.
-Milord,
madame, perdón, cien veces perdón; pero yo la amaba, milord, y estaba celoso;
vos
sabéis
lo que es amar, milord; perdonadme y decidme cómo puedo hacerme matar por
vuestra
gracia.
-Sois
un joven valiente -dijo Buckingham tendiendo a D'Artagnan una mano que éste
apretó
respetuosamente-;
me ofrecéis vuestros servicios, los acepto; seguidnos a veinte pasos hasta el
Louvre.
¡Y si alguien nos espía, matadlo!
D'Artagnan
puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y
al
duque
veinte pasos y los siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del
noble y
elegante
ministro de Carlos I.
Pero
afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella
prueba
de
su devoción; y la joven y el hermoso mosquetero entraron en el Louvre por el
postigo de
L'Echelle
sin haber sido inquietados.
En
cuanto a D'Artagnan, se volvió al punto a la taberna de la Pomme du Pin, donde
encontró a
Porthos
y a Aramis que lo esperaban.
Pero
sin darles otra explicación sobre la molestia que les había causado, les dijo
que había
terminado
solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su
intervención.
Y
ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres
amigos volver
cada
uno a su casa, y sigamos por el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a
su guía.
Capítulo
XII
Georges
Villiers, duque de Buckingham
La
señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora
Bonacieux era
conocida
por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del
señor de
Tréville
que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era
adicto a
los
intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de
haber
introducido
a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación
estaba
perdida,
cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple
mercera?
Un
vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de
los muros
durante
un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux
empujó
una
pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente
por la noche;
la
puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora
Bonacieux
conocía
todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las
personas de la
servidumbre.
Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a
tientas,
asió
una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el
duque contó dos
pisos.
Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un
piso, dio
algunos
pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y
empujó al
duque
en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad
aquí,
milord duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de
suerte
que
el duque se encontró literalmente prisionero.
Sin
embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham
no
experimentó
por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era
la
búsqueda
de la aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era
la
primera
vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel
presunto
mensaje
de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en
lugar de
regresar
a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado
a la
reina
que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al
principio, luego
había
temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a
recibirlo y
a
suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la
señora
Bonacieux,
que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue
raptada.
Durante
dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en
suspenso.
Pero
una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas
habían
recuperado
su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto,
habría
ejecutado
tres días antes.
Buckingham,
que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero
le
iba de maravilla.
A
los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el
gentilhombre más
hermoso
y por el caballero más elegante de Francia y de
Inglaterra.
Favorito
de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su
fantasía
y
calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido
una de esas
existencias
fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la
posteridad.
Por
eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que
rigen a los
demás
hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que
ese fin
fuera
tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido
locura. Así
es
como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de
Austria y hacerse
amar
a fuerza de deslumbramiento.
Georges
Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos dicho, devolvió a su bella
cabellera
rubia
las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su
mostacho, y
con
el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el momento
que durante
tanto
tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de
esperanza.
En
aquel momento, un puerta oculta en la tapicería se abrió y apareció una mujer.
Buckingham
vio
aquella aparición en el cristal; lanzó un grito, ¡era la
reina!
Ana
de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es decir, se encontraba
en todo el
esplendor
de su belleza.
Su
caminar era el de una reina o de una diosa; sus ojos, que despedían reflejos de
esmeralda,
eran
perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de
majestad.
Su
boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes
de la Casa
de
Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la
sonrisa, pero
también
profundamente desdeñosa en el desprecio.
Su
piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de
una
belleza
sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como
incomparables.
Finalmente,
sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y
que
llevaba rizados, muy claros y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su
rostro, en el
que
el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y
el
escultor
más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.
Buckingham
permaneció un instante deslumbrado; jamás Ana de Austria le había parecido tan
bella
en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le pareció en
aquel momento,
vestida
con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía , la única
de
sus
mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las
persecuciones
de
Richelieu.
Ana
de Austria dio dos pasos hacia adelante; Buckingham se precipitó a sus rodillas
y, antes de
que
la reina hubiera podido impedírselo, besó los bajos de su
vestido.
-Duque,
ya sabéis que no he sido yo quien os ha hecho escribir.
-¡Oh!
Sí, señora, sí, vuestra majestad -exclamó el duque-, sé que he sido un loco, un
insensato
por
creer que la nieve se animaría, que el mármol se calentaría; mas, ¿qué queréis?
Cuando se
ama
se cree fácilmente en el amor; además, no he perdido todo en este viaje, puesto
que os
veo.
-Sí
-respondió Ana-, pero debéis saber por qué y cómo os veo, milord. Os veo por
piedad hacia
vos
mismo; os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en
permanecer en
una
ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí
correr el riesgo
de
mi honor; os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la
enemistad
de
los reinos, la santidad de los juramentos. Es sacrilegio luchar contra tantas
cosas, milord. Os
veo,
en fin para deciros que no tenemos que vernos más.
-Hablad,
señora; hablad, reina -dijo Buckingham-; la dulzura de vuestra voz cubre la
dureza de
vuestras
palabras. ¡Vos habláis de sacrilegio! Pero el sacrilegio está en la separación
de
corazones
que Dios había formado el uno para el otro.
-Milord
-exclamó la reina-, olvidáis que nunca os he dicho que os
amaba.
-Pero
jamás me habéis dicho que no me amarais; y, realmente, decirme semejantes
palabras,
sería
por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande. Porque, decidme,
¿dónde
encontráis
un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la
desesperación
pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una
mirada
perdida, con una palabra escapada? Hace tres años, señora, que os vi por primera
vez, y
desde
hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo estabais vestida la primera
vez que
os
vi? ¿Queréis que detalle cada uno de los adornos de vuestro tocado? Mirad, aún
lo veo;
estabais
sentada en un cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén
verde
con
brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros
hellos brazos,
sobre
esos brazos admirables, con gruesos diamantes; teníais una gorguera cerrada, un
pequeño
bonete
sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma
de
garza.
¡Oh! Mirad, mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y
os veo cual
sois
ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!
-¡Qué
locura! -murmuró Ana de Austria, que no tenía el valor de admitirle al duque
haber
conservado
tan bien su retrato en su corazón-. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con
semejantes
recuerdos!
-¿Y
con qué queréis entonces que yo viva? Yo no tengo más que recuerdos. Es mi
felicidad, es
mi
tesoro, es mi esperanza. Cada vez que os veo, es un diamante más que guardo en
el escriño
de
mi corazón. Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en
tres años,
señora,
no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la
segunda
en
casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de
Amiens.
-Duque
-dijo la reina ruborizándose- no habléis de esa noche.
-¡Oh!
Al contrario, hablemos, señora, hablemos de ella; es la noche feliz y
resplandeciente de
mi
vida. ¿Os acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el
aire, cuán azul
el
cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar un
instante a solas con
vos;
aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra
vida, las penas
de
vuestro corazón. Vos estabais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar
mi cabeza a
vuestro
lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me
rozaban
yo
temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh! No sabéis cuánta
felicidad del cielo,
cuánta
alegría del paraíso hay encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes,
mi
fortuna,
mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento
semejante y
de
una noche parecida! Porque esa noche, señora, esa noche vos me amabais, os lo
juro.
-Milord,
es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa
noche,
que
la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se
juntan a veces
para
perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero
ya lo
visteis,
milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra
que
osasteis
decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí
ayuda.
-¡Oh!
Sí, sí, eso es cierto, y cualquier otro amor distinto al mío habría sucumbido a
esa prueba;
pero
mi amor, en mi caso, ha salido de ella ardiente y más eterno. Creisteis huir de
mí volviendo
a
París, creisteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado
vigilar. ¡Ah,
qué
me importan a mí todos los tesoros del mundo ni todos los reyes de la tierra!
Ocho días
después,
yo estaba de regreso, señora. Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había
arries-
gado
mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos
me
perdonasteis
al verme tan sometido y arrepentido.
-Sí,
pero la calumnia se ha apoderado de todas esas locuras en las que yo no contaba
para
nada,
y vos lo sabéis bien, milord. El rey, excitado por el señor cardenal, organizó
un escándalo
terrible:
la señora de Vernet ha sido echada,
Putange exiliado, la señora de Chevreuse ha
caído
en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como embajador de Francia,
recordad, milord,
que
el rey mismo se opuso.
-Sí,
y Francia va a pagar con una guerra el rechazo de su rey. Yo no puedo veros,
señora; pues
bien,
quiero que cada día oigáis hablar de mí. ¿Qué otro objetivo pensáis que han
tenido esa
expedición
de Ré y esa liga con los protestantes de la Rochelle que proyecto? ¡El placer de
veros
!. No tengo la esperanza de penetrar a mano armada hasta Paris, lo sé de sobra;
pero
esta
guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador
seré yo.
Entonces
no se atreverán a rechazarme, y volveré a Paris, y os veré, y seré feliz un
instante.
Cierto
que miles de hombres habrán pagado mi dicha con su vida; pero ¿qué me importaría
a mí,
dado
que os vuelvo a ver? Todo esto es quizá muy loco, quizá muy insensato; pero
decidme,
¿qué
mujer tiene un amante más enamorado? ¿Qué reina ha tenido un servidor más
ardiente?
-Milord,
milord, invocáis para vuestra defensa cosas que os acusan incluso; milord, todas
esas
pruebas
de amor que queréis darme son casi crímenes.
-Porque
vos no me amáis, señora; si me amaseis, todo esto lo veríais de otro modo; si me
amaseis,
¡oh!, si vos me amaseis sería demasiada felicidad y me volvería loco. ¡Ah! La
señora de
Chevreuse,
de la que hace un momento hablabais, la señora de Chevreuse ha sido menos cruel
que
vos; Holland la amó y ella
respondió a su amor.
-La
señora de Chevreuse no era reina -murmuró Ana de Austria, vencida a pesar suyo
por la
expresión
de un amor tan profundo.
-¿Me
amaríais entonces si no lo fuerais, señora, decid, me amaríais entonces? ¿Puedo,
pues,
creer
que es la dignidad sola de vuestro rango la que os hace cruel para mí? ¿Puedo,
pues, creer
que
si vos hubierais sido la señora de Chevreuse, el pobre Buckingham habría podido
esperar?
Gracias
por esas dulces palabras, mi bella Majestad, cien veces
gracias.
-¡Ah!
Milord, habéis entendido mal, habéis interpretado mal; yo no he querido
decir...
-¡Silencio!
¡Silencio! -dijo el duque-. Si yo soy feliz por un error, no tengáis la crueldad
de
quitármelo.
Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida
en
ella
porque, mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de
que voy
a
morir -y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a la
vez.
-¡Oh,
Dios mío! -exclamó Ana de Austria con un acento de terror que probaba que sentía
por el
duque
un interés mayor del que quería confesar.
-No
os digo esto para asustaros, señora, no; es incluso ridículo lo que os digo, y
creedme que
no
me preocupo nada por semejantes sueños. Pero esa palabra que acabáis de decirme,
esa
esperanza
que casi me habéis dado, lo habrá pagado todo, incluso mi
vida.
-¡Y
bien! -dijo Ana de Austria-. Yo también, duque, tengo presentimientos, también
yo tengo
sueños.
He soñado que os veía tendido, sangrando, víctima de una
herida.
-¿En
el lado izquierdo, no es verdad, con un cuchillo? -interrumpió
Buckingham.
-Sí,
eso es, milord, eso es, en el lado izquierdo, con un cuchillo. ¿Quién ha podido
deciros que
yo
había tenido ese sueño? No lo he confiado más que a Dios, a incluso en mis
plegarias.
-No
quiero más, y vos me amáis, señora, está claro.
-¿Que
yo os amo?
-Sí,
vos. ¿Os enviaría Dios los mismos sueños que a mí si no me amaseis? ¿Tendríamos
los
mismos
presentimientos si nuestras dos existencias no estuvieran en contacto por el
corazón?
Vos
me amáis, oh, reina, y ¿me lloraréis?
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! -exclamó Ana de Austria-. Es más de lo que puedo soportar.
Mirad,
duque,
en el nombre del cielo, partid, retiraos; no sé si os amo o si no os amo, pero
lo que sé es
que
no seré perjura. Tened, pues, piedad de mí y partid. ¡Oh! Si fuerais herido en
Francia, si
murieseis
en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por mí fue causa de vuestra
muerte,
no
me consolaría jamás, me volvería loca por ello. Partid, pues, partid, os lo
suplico.
-¡Oh,
qué bella estáis así! ¡Cuánto os amo! -dijo Buckingham.
-¡Partid,
partid! Os lo suplico, y volved más tarde; volved como embajador, volved como
ministro,
volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos,
y
entonces
no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a
ver.
-¡Oh!
¿Es cierto lo que me decís?
-Sí...
-Pues
entonces, una prenda de vuestra indulgencia, un objeto que venga de vos y que me
recuerde
que no he tenido un sueño; algo que vos hayáis llevado y que yo pueda llevar a
mi vez,
un
anillo, un collar, una cadena.
-¿Y
os iréis, os iréis si os doy lo que me pedís?
-Sí.
-¿En
el mismo momento?
-Sí.
-¿Abandonaréis
Francia, volveréis a Inglaterra?
-Sí,
os lo juro.
-Esperad,
entonces, esperad.
Y
Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salió casi al momento, llevando en
la mano un
pequeño
cofre de palo de rosa con sus iniciales, incrustado de
oro.
-Tomad,
milord duque -dijo-, guardad esto en recuerdo mío.
Buckingham
tomó el cofre y cayó por segunda vez de rodillas.
-Me
habíais prometido iros -dijo la reina.
-Y
mantengo mi palabra. Vuestra mano, vuestra mano, señora, y me
voy.
Ana
de Austria tendió su mano cerrando los ojos y apoyándose con la otra en
Estefanía, porque
sentía
que las fuerzas iban a faltarle.
Buckingham
apoyó con pasión sus labios sobre aquella bella mano; luego, al alzarse,
dijo:
-Si
antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que
desquiciar
el
mundo para ello.
Y,
fiel a la promesa hecha, se lanzó fuera de la habitación.
En
el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas
precauciones
y la misma fortuna, volvió a conducirlo fuera del Louvre.
Capítulo
XIII
El
señor Bonacieux
Como
se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición,
no
había
parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux,
respetable
mártir
de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras,
en aquella
época
a la vez tan caballeresca y tan galante.
Afortunadamente
-lo recuerde el lector o no lo recuerde-, afortunadamente hemos prometido
no
perderlo de vista.
Los
esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde,
todo
tembloroso,
se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus
mosquetes.
Allí,
introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo
habían
llevado,
de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se
las
habían
con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero patán.
Al
cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus
torturas, pero no
a
sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de
interrogatorios.
Generalmente
se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se
guardaban
tantas formas.
Dos
guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron
adentrarse
por
un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron
en una
habitación
baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un
comisario.
El
comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre
la mesa.
Los
dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario,
se alejaron
fuera
del alcance de la voz.
El
comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus
papeles, la
alzó
para ver con quién tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha
repelente,
la
nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero
investigadores y
vivos,
y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza
sostenida por
un
cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un
movimiento casi
parecido
al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su
caparazón.
Comenzó
por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nombre, su edad, su estado y
su
domicilio.
El
acusado respondió que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y
un años,
mercero
retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11
.
Entonces
el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso
sobre el
peligro
que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos
públicos.
Complicó
este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor
cardenal,
aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel
ejemplo
de
los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía
impunemente.
Después
de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el
pobre
Bonacieux,
lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.
Las
reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en
que el
señor
de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra
el momento
en
que esta ahijada había sido admitida como costurera de la
reina.
El
fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoísmo mezclado a una
avaricia
sórdida
todo ello sazonado con una cobardía extrema. El amor que le había inspirado su
joven
mujer,
por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los
sentimientos
primitivos
que acabamos de enumerar.
Bonacieux
reflexionó, en efecto, sobre lo que acababan de decirle.
-Pero,
señor comisario -dijo tímidamente-, estad seguro de que conozco y aprecio más
que
nadie
el mérito de la incomparable Eminencia por la que tenemos el honor de ser
gobernados.
-¿De
verdad? -preguntó el comisario con aire de duda-. Si realmente fuera así, ¿cómo
es que
estáis
en la Bastilla?
-Cómo
estoy, o mejor, por qué estoy -replicó el señor Bonacieux-, eso es lo que me es
completamente
imposible deciros, dado que yo mismo lo ignoro; pero a buen seguro no es por
haber
contrariado, conscientemente al menos, al señor cardenal.
-Sin
embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí
acusado de
alta
traición.
-¡De
alta traición! -exclamó Bonacieux-. ¡De alta traición! ¿Y cómo queréis vos que
un pobre
mercero
que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta
traición?
Reflexionad, señor, es materialmente imposible.
-Señor
Bonacieux -dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos
tuvieran la
facultad
de leer hasta lo más profundo de los corazones-, señor Bonacieux, ¿tenéis
mujer?
-Sí,
señor -respondió el mercero todo temblando, sintiendo que ahí era donde el
asunto iba a
embrollarse-;
es decir, la tenía.
-¿Cómo?
¡La teníais! ¿Pues qué habéis hecho de ella, si ya no la
tenéis?
-Me
la han raptado, señor.
-¿Os
la han raptado? -prosiguió el comisario-. ¿Y sabéis quién es el hombre que ha
cometido
ese
rapto?
-Creo
conocerlo.
-¿Quién
es?
-Pensad
que yo no afirmo nada, señor comisario, y que yo sólo
sospecho.
-¿De
quién sospecháis? Veamos, responded con franqueza.
El
señor Bonacieux se hallaba en la mayor perplejidad: ¿debía negar todo o decir
todo?
Negando
todo, podría creerse que sabía demasiado para confesar; diciendo todo, daba
prueba de
buena
voluntad. Se decidió por tanto a decirlo todo.
-Sospecho
-dijo- de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un
gran
señor; nos ha seguido varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a
mi mujer
al
postigo del Louvre para llevarla a casa.
El
comisario pareció experimentar cierta inquietud.
-¿Y
su nombre? -dijo.
-¡Oh!
En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo
reconoceré
al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil
personas.
La
frente del comisario se ensombreció.
-¿Lo
reconoceríais entre mil, decís? -continuo.
-Es
decir -prosiguió Bonacieux, que vio que había ido descaminado-, es
decir...
-Habéis
respondido que lo reconoceríais -dijo el comsario-; está bien, basta por hoy;
antes de
que
sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor
de vuestra
mujer.
-Pero
yo no os he dicho que le conociese -exclamó Bonacieux desesperado-. Os he dicho,
por
el
contrario...
-Llevaos
al prisionero -dijo el comisario a los dos guardias.
-¿Y
dónde hay que conducirlo? -preguntó el escribano.
-A
un calabozo.
-¿A
cuál?
-¡Oh,
Dios mío! Al primero que sea, con tal que cierre bien -respondió el comisario
con una
indiferencia
que llenó de horror al pobre Bonacieux.
-¡Ay!
¡Ay! -se dijo-. La desgracia ha caído sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido
algún
crimen
espantoso; me creen su cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado,
habrá
confesado
que me había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que
sea!
¡Eso
es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío!
¡Tened piedad
de
mí!
Sin
escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que
por
otra
parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un
brazo y se
lo
llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano
esperaba.
Bonacieux
no pegó ojo, y no porque su calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque
sus
inquietudes eran demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete,
temblando
al menor ruido; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la
habitacion, la
aurora
le pareció haber tornado tintes fúnebres.
De
golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un sobresalto terrible. Creía que venían a
buscarlo para
conducirlo
al cadalso; así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo
que
esperaba,
a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al
cuello.
-Vuestro
asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre -le dijo el
comisario-,
y
os aconsejo decir toda la verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede
aplacar la cólera
del
cardenal.
-Pero
si yo estoy dispuesto a decir todo -exclamó Bonacieux-, al menos todo lo que sé.
Interrogad,
os lo suplico.
-Primero,
¿dónde está vuestra mujer?
-Pero
si ya os he dicho que me la habían raptado.
-Sí,
pero desde ayer a las cinco de la tarde, gracias a vos, se ha
escapado.
-¡Mi
mujer se ha escapado! -exclamó Bonacieux-. ¡Oh, la desgraciada! Señor si se ha
escapado,
no
es culpa mía os lo juro.
-¿Qué
fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D'Artagnan, vuestro vecino, con el que
tuvisteis
una
larga conferencia durante el día?
-¡Ah!
Sí, señor comisario, sí, eso es cierto, y confieso que me equivoqué. Estuve en
casa del
señor
D'Artagnan.
-¿Cuál
era el objeto de esa visita?
-Pedirle
que me ayudara a encontrar a mi mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me
equivocaba,
según parece, y por eso os pido perdón .
-¿Y
qué respondió el señor D'Artagnan?
-El
señor D'Artagnan me prometió su ayuda; pero pronto me di cuenta de que me
traicionaba.
-¡Os
burláis de la justicia! El señor D'Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en
virtud de ese
pacto,
él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra
mujer, y la
ha
sustraído a todas las investigaciones.
-¡El
señor D'Artagnan ha raptado a mi mujer! ¡Vaya! Pero ¿qué me
decís?
-Por
suerte, D'Artagnan está en nuestras manos, y vais a ser careado con
él.
-¡Ah?
A fe que no pido otra cosa -exclamó Bonacieux-, no me molestará ver un rostro
conocido.
-Haced
entrar al señor D'Artagnan -dijo el comisario a los dos
guardias.
Los
dos guardias hicieron entrar a Athos.
-Señor
D'Artagnan -dijo el comisario dirigiéndose a Athos-, declarad lo que ha pasado
entre vos
y
el señor.
-¡Pero
-exclamó Bonacieux- si no es el señor D'Artagnan ése que me
mostráis!
-¡Cómo!
¿No es el señor D'Artagnan? -exclamó el comisario.
-En
modo alguno -respondió Bonacieux.
-¿Cómo
se llama el señor? -preguntó el comisario.
-No
puedo decíroslo, no lo conozco.
-¡Cómo!
¿No lo conocéis?
-No.
-¿No
lo habéis visto jamás?
-Sí,
lo he visto, pero no sé cómo se llama.
-¿Vuestro
nombre? -preguntó el comisario.
-Athos
-respondió el mosquetero.
-Pero
eso no es un nombre de hombre, ¡eso es un nombre de montaña! -exclamó el pobre
interrogador,
que comenzaba a perder la cabeza.
-Es
mi nombre -dijo tranquilamente Athos.
-Pero
vos habéis dicho que os llamabais D'Artagnan.
-¿Yo?
-Sí,
vos.
-Veamos,
cuando me han dicho: «Vos sois el señor D'Artagnan», yo he respondido: «¿Lo
creéis
así?»
Mis guardias han exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos.
Además,
yo
podía equivocarme.
-Señor,
insultáis a la majestad de la justicia.
-De
ningún modo -dijo tranquilamente Athos.
-Vos
sois el señor D'Artagnan.
-Como
veis, sois vos el que aún me lo decís.
-Pero
-exclamó a su vez el señor Bonacieux- os digo, señor comisario, que no tengo la
más
minima
duda. El señor D'Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague
mis
alquileres,
y precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D'Artagnan es un joven de
diecinueve
a veinte años apenas, y este señor tiene treinta por lo menos. El señor
D'Artagnan
está
en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los
mosqueteros
del
señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el
uniforme.
-Es
cierto -murmuró el comisario-; es malditamente cierto.
En
aquel momento la puerta se abrió de golpe, y un mensajero, introducido por uno
de los
carceleros
de la Bastilla, entregó una carta al comisario.
-¡Oh,
la desgraciada! -exclamó el comisario.
-¿Cómo?
¿Qué decís? ¿De quién habláis? ¡Espero que no sea de mi
mujer!
-Al
contrario, es de ella. Bonito asunto el vuestro.
-¡Vaya!
-exclamó el mercero exasperado-. Haced el favor de decirme, señor, cómo ha
podido
empeorar
por lo que mi mujer haya hecho mientras yo estoy en
prisión.
-Porque
lo que ha hecho es la consecuencia de un plan tramado entre vosotros, un plan
infernal.
-Os
juro, señor comisario, que estáis en el más profundo error; que yo no sé nada de
nada de
lo
que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho
y, que si ella
ha
hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la
maldigo.
-¡Bueno!
-dijo Athos al comisario-. Si ya no tenéis necesidad de mí aquí, enviadme a
alguna
parte;
vuestro señor Bonacieux es irritante.
-Volved
a llevar a los prisioneros a sus calabozos -dijo el comisario señalando con el
mismo
gesto
a Athos y a Bonacieux-, que sean guardados con mayor severidad que
nunca.
-Sin
embargo -dijo Athos con su calma habitual-, si vos estáis buscando al señor
D'Artagnan,
no
veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.
-¡Haced
lo que he dicho! -exclamó el comisario-. Y en el secreto más absoluto. ¡Ya
habéis oído!
Athos
siguió a sus guardias encogiéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando
lamentaciones
capaces de ablandar el corazón de un tigre.
Llevaron
al mercero al mismo calabozo en que había pasado la noche, y lo dejaron solo
toda la
jornada.
Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado
que
no
era un hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por
la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a decidirse a meterse en la
cama, oyó
pasos
en su corredor. Aquellos pasos se acercaron a su calabozo, su puerta se abrió y
aparecieron
los guardias.
-Seguidme
-dijo un exento que venía tras los guardias.
-¡Que
os siga! -exclamó Bonacieux-. ¿Que os siga a esta hora? ¿Y adónde, Dios
mío?
-Adonde
tenemos orden de llevaros.
-Pero
eso no es una respuesta.
-Sin
embargo, es la única que podemos daros.
-¡Ay,
Dios mío, Dios mío! -murmuró el pobre mercero-. Esta vez sí que estoy
perdido.
Y
siguió maquinalmente y sin resistencia a los guardias que venían a
buscarlo.
Tomó
el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un
segundo
cuerpo
de edificios; finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche
rodeado de
cuatro
guardias a caballo. Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras
él, cerraron
la
portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión
rodante.
El
coche se puso en movimiento, lento como un carromato fúnebre. A través de la
reja cerrada
con
candado, el prisionero veía las casas y el camino, eso era todo; pero, como
auténtico
parisiense
que era, Bonacieux reconocía cada calle por los guardacantones, por las
muestras, por
los
reverberos. En el momento de llegar a Saint-Paul, lugar donde se ejecutaba a los
condenados
de
la Bastilla, estuvo a punto de desvanecerse y se persignó dos veces. Había
creído que el
coche
debía detenerse allí. Sin embargo, el coche siguió.
Más
lejos, un gran terror lo invadió otra vez. Fue al bordear el cementerio de
Saint-Jean, donde
se
enterraba a los criminales de Estado. Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es
que antes de
enterrarlos
se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus
hombros.
Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève, cuando vio los techos
picudos
del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo
había
terminado
para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan
lastimeros
que
el exento le anunció que, si seguía ensordeciéndole así, le pondría una
mordaza.
Aquella
amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran tenido que ejecutarlo en
Grève, no
merecía
la pena amordazarlo, porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución.
En
efecto,
el coche cruzó la plaza fatal sin detenerse. Ya sólo quedaba que temer la
Croix-du-Trahoir
: precisamente el coche tomó el camino de ella.
Esta
vez no había duda, era la Croix-du-Trahoir, donde se ejecutaba a los criminales
subalternos.
Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint-Paul o de la plaza de
Grève:
¡era
en la Croix-duTrahoir donde iban a terminar su viaje y su destino! No podía ver
todavía
aquella
maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuentro. Cuando no
estuvo más
que
a una veintena de pasos, oyó un rumor y el coche se detuvo. Era más de lo que
podía
soportar
el pobre Bonacieux, ya derrumbado por las sucesivas emociones que había
ex-
perimentado;
lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un
moribundo,
y se desvaneció.
Capítulo
XIV
El
hombre de Meung
Aquella
reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino
por la
contemplación
de un ahorcado.
El
coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud,
continuó su
camino,
enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante
una puerta
baja.
La
puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido
por el exento;
lo
metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una
antecámara.
Todos
estos movimientos eran realizados por él de una forma
maquinal.
Había
andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una
niebla;
sus
oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo
en aquel
momento
sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera
lanzado
un
grito para implorar piedad.
Permaneció,
pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y
los
brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían
depositado.
Sin
embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como
nada
indicase
que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda,
como la
pared
estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco
rojo
flotaban
ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su
terror
era
exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba
abajo.
Con
este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de valor y se arriesgó a
encoger
una
pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la
banqueta y se
encontró
sobre sus pies.
En
aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó
cambiando aún
algunas
palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y,
volviéndose hacia
el
prisionero, dijo:
-¿Sois
vos quien se llama Bonacieux?
-Sí,
señor oficial -balbuceó el mercero, más muerto que vivo-, para
serviros.
-Entrad
-dijo el oficial.
Y
se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica
y entró en la
habitación
en la que parecía ser esperado.
Era
un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado
y
sofocante,
y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de
septiembre.
Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había,
desenrollado,
un
piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la
pieza.
De
pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y
orgulloso, de
ojos
penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una
perilla
coronada
por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta
y
siete
años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la
espada,
tenía
todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente
cubiertas
de
polvo, indicaban que había montado a caballo durante el
día.
Aquel
hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo
representaran
cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz
apagada,
enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que
por
la
fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna
aplicación de su
pensamiento
sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero
débil
de
cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los
hombres más
extraordinarios
que hayan existido; preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de
Nevers
en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a
los
ingleses
de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A
primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no
conocían su
rostro
adivinar ante quién se encontraban.
El
pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que
acabamos
de
describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del
pasado.
-
Está ahí ese Bonacieux? -pregunto tras un momento de
silencio.
-Sí,
monseñor -contestó el oficial.
-Esta
bien, dadme esos papeles y dejadnos.
El
oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los
pedía, se inclinó
hasta
el suelo y salió.
Bonacieux
reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en
cuando, el
hombre
de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos
puñales
hasta
el fondo del corazón del pobre mercero.
Al
cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se
había
decidido.
-Esa
cabeza no ha conspirado nunca -murmuró-; pero no importa, veamos de todas
formas.
-Estáis
acusado de alta traición -dijo lentamente el cardenal.
-Es
lo que ya me han informado, monseñor -exclamó Bonacieux, dando a su interrogador
el
título
que había oído al oficial darle-; pero yo os juro que no sabía nada de
ello.
El
cardenal reprimió una sonrisa.
-Habéis
conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque
de
Buckingham.
-En
realidad, monseñor -respondió el mercero-, he oído pronunciar todos esos
nombres.
-¿Y
en qué ocasión?
-Ella
decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París
para
perderlo
y para perder a la reina con él.
-¿Ella
decía eso? -exclamó el cardenal con violencia.
-Sí,
monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por mantener tales opiniones, y
que Su
Eminencia
era incapaz...
-Callaos,
sois un imbécil -prosiguió el cardenal.
-Es
precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.
-¿Sabéis
quién ha raptado a vuestra mujer?
-No,
monseñor.
-Sin
embargo, ¿tenéis sospechas?
-Sí,
monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al señor comisario y ya no
las
tengo.
-Vuestra
mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?
-No,
monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la
mediación
del
señor comisario, un hombre muy amable.
El
cardenal reprimió una segunda sonrisa.
-Entonces,
¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su
fuga?
-Completamente,
monseñor; habrá debido volver al Louvre.
-A
la una de la mañana no había vuelto aún.
-¡Ah
D¡os mío! Pero entonces ¿qué habrá s¡do de ella?
-Ya
lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe
todo.
-En
tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha
ocurr¡do con mi
mujer?
-Quizá;
pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las
relaciones de
vuestra
mujer con la señora de Chevreuse.
-Pero,
monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.
-Cuando
¡ba¡s a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella d¡rectamente a
casa?
-Cas¡
nunca: tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la
llevaba.
-¿Y
cuántos vendedores de telas había?
-Dos,
monseñor.
-¿Dónde
viven?
-Uno
en la calle de Vaug¡rard; el otro en la calle de La Harpe.
-¿Entrasteis
en sus casas con ella?
-Nunca,
monseñor; la esperaba a la puerta.
-¿Y
qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?
-No
me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.
-Sois
un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux -dijo el
cardenal.
«¡Ella
me llama su querido señor! -dijo para sí mismo el mercero-. ¡Diablos, las cosas
van
bien!»
-¿Reconoceríais
esas puertas?
-Sí.
-
Sabéis los números ?
-¿Cuáles
son?
-Número
25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La
Harpe.
-Está
bien -dijo el cardenal.
A
estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el official volvió a
entrar.
-Idme
a buscar a Rochefort -dijo a media voz-, y que venga inmediatamente si ha
vuelto.
-El
conde está ahí -dijo el official-, pide hablar al instante con Vuestra
Eminencia.
-¡Con
Vuestra Eminencia! -murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que
ordinariamente
se daba al señor cardenal-. ¡Con Vuestra Eminencia!
-¡Que
venga entonces, que venga! -dijo vivamente Richelieu.
El
official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario
todos los
servidores
del cardenal en obedecerle.
-¡Con
Vuestra Eminencia! -murmuraba Bonacieux haciendo girar los ojos
extraviados.
No
habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la
puerta se
abrió
y un nuevo personaje entró.
-¡Es
él! -exclamó Bonacieux.
-¿Quién
es él? -preguntó el cardenal.
-El
que ha raptado a mi mujer.
El
cardenal llamó por segunda vez. El official reapareció.
-Devolved
este hombre a manos de sus dos guardias, y que espere a que yo lo llame ante
mí.
-¡No,
monseñor! ¡No, no es él! -exclamó Bonacieux-. No, me he equivocado, es otro que
se le
parece
algo. El señor es un hombre honrado.
-Llevaos
a este imbécil -dijo el cardenal.
El
official cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la
antecámara donde
encontró
a sus dos guardias.
El
nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a
Bonacieux
hasta
que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose
rápidamente
al cardenal.
-Han
sido vistos.
-¿Quiénes?
-preguntó Su Eminencia.
-Ella
y él.
-¿La
reina y el duque? -exclamó Richelieu.
-Sí.
-¿Y
dónde?
-En
el Louvre.
-¿Estáis
seguro?
-Completamente.
-¿Quién
os lo ha dicho?
-La
señora de Lannoy , que es completamente de Vuestra Eminencia, como
sabéis.
-¿Por
qué no lo ha dicho antes?
-Sea
por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de
Fargis
en su habitación, y la ha tenido allí toda la
jornada.
-Está
bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.
-Os
ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.
-¿Cuándo
ha sido?
-Alas
doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres...
-¿Dónde?
-En
su cuarto de costura...
-Bien.
-Cuando
han venido a entregarle un pañuelo de parte de su
costurera...
-¿Después?
-Al
punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el
rostro
cubierto,
ha palidecido.
-¡Y
después! ¡Después!
-Sin
embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez
minutos,
luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha
salido.
-¿Por
qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al
instante?
-Nada
era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se
atrevía
a desobedecer a la reina.
-¿Y
cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?
-Tres
cuartos de hora.
-¿La
acompañaba alguna de sus mujeres?
-Doña
Estefanía solamente.
-¿Y
luego ha vuelto?
-Sí,
pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en
seguida.
-Y
cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?
-No.
-¿La
señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?
-Sí,
los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.
-¿Y
ha vuelto sin ese cofre?
-Sí.
-¿La
opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a
Buckingham?
-Está
segura.
-¿Y
cómo?
-Durante
el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha
buscado
ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir
noticias a
la
reina.
-¿Y
entonces, la reina?...
-La
reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de
sus
herretes
lo había enviado a reparar a su orfebre.
-Hay
que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.
-Ya
he pasado.
-Y
bien, ¿el orfebre?
-El
orfebre no ha oído hablar de nada.
-¡Bien!
¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá..., quizá todo sea para
mejor.
-El
hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia...
-Reparará
las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?
-Es
precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi
frase.
-Ahora,
¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de
Buckingham?
-No,
monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al
respecto.
-Yo
sí lo sé.
-¿Vos,
monseñor?
-Sí,
o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la
otra en la calle
de
La Harpe, número 75.
-¿Quiere
Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?
-Será
demasiado tarde, habrán partido.
-No
importa, podemos asegurarnos.
-Tomad
diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.
-Voy
monseñor.
Y
Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.
El
cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tecera vez. Apareció el
mismo oficial.
-Haced
entrar al prisionero -dijo el cardenal.
Maese
Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del cardenal, el oficial se
retiró.
-Me
habéis engañado -dijo severamente el cardenal.
-¡Yo!
-exclamó Bonacieux-. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!
-Vuestra
mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Harpe, no iba a casa de
vendedores
de telas.
-¿Y
adónde iba, santo cielo?
-Iba
a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de
Buckingham.
-Sí
-dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos-, sí, eso es, Vuestra
Eminencia tiene
razón.
Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas
vivan
en
casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi
mujer se ha
echado
a reír. ¡Ah, monseñor! -continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la
Eminencia-. ¡Ah!
¡Con
cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo
el mundo
reverencia!
El
cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar
como era
Bonacieux,
no dejó de gozarlo durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo
pensamiento
se presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano
al
mercero,
le dijo:
-Alzaos,
amigo mío, sois un buen hombre.
-¡El
cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! -exclamó
Bonacieux-.
¡El gran hombre me ha llamado su amigo!
-Sí,
amigo mío, sí -dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a
veces, pero que
sólo
engañaba a quien no le conocía-; y como se ha sospechado de vos injustamente,
hay que
daros
una indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y
perdonadme.
-¡Que
yo os perdone, monseñor! -dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin
duda
que aquel don no fuera más que una chanza-. Pero vos sois libre de hacerme
arrestar, sois
bien
libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo
no tendría la
más
minima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no penséis más en
ello!
-¡Ah,
mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues,
esa
bolsa.
¿Os vais sin estar demasiado descontento?
-Me
voy encantado, monseñor.
-Adiós,
entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a
ver.
-Siempre
que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.
-Será
a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra
conversación.
-¡Oh,
monseñor!
-Hasta
la vista, señor Bonacieux, hasta la vista.
Y
el cardenal le hizo una señal con la mano, a la que Bonacieux respondió
inclinándose hasta el
suelo;
luego salió a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que
en su
entusiasmo,
se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia! ¡Viva el
gran
cardenal!»
El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos
entusiastas
de maese Bonacieux; luego, cuando los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en
la
lejanía:
-Bien
-dijo-. De ahora en adelante será un hombre que se haga matar por
mí.
Y
el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que,
como
hemos
dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por
donde debía
pasar
el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad
sitiada.
Cuando
se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvió
a
abrirse
y Rochefort entró.
-¿Y
bien? -dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el
grado de
importancia
que concedía a la comisión que había encargado al conde.
-¡Y
bien! -dijo éste-. Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de
treinta y cinco a
cuarenta
años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las
casas
indicadas
por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche pasada y el hombre
esta
mañana.
-¡Eran
ellos! -exclamó el cardenal, que miraba el péndulo-. Y ahora -continuó-, es
demasiado
tarde
para correr tras ellos: la duquesa está en Tours y el duque en Boulogne . Es en
Londres
donde hay que alcanzarlos.
-¿Cuáles
son las órdenes de Vuestra Eminencia?
-Ni
una palabra de lo que ha pasado; que la reina permanezca totalmente segura; que
ignore
que
sabemos su secreto, que crea que estamos a la busca de una conspiración
cualquiera.
Enviadme
al guardasellos Séguier .
-¿Y
ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra Eminencia?
-¿Qué
hombre? -preguntó el cardenal.
-El
tal Bonacieux.
-He
hecho todo lo que se podía hacer con él. Lo he convertido en espía de su
mujer.
El
conde de Rochefort se inclinó como hombre que reconocía la gran superioridad del
maestro,
y
se retiró.
Una
vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribió una carta que
selló con su
sello
particular, luego llamó. El oficial entró por cuarta vez.
-Hacedme
venir a Vitray -dijo- y decidle que se apreste para un
viaje.
Un
instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con
botas y
espuelas.
-Vitray
-dijo-, vais a partir inmediatamente para Londres. No os detendréis un instante
en el
camino.
Entregaréis esta carta a milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas,
pasad por
casa
de mi tesorero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de
regreso dentro de
seis
días y si habéis hecho bien mi comisión.
El
mensajero, sin responder una sola palabra se inclinó, cogió la carta, el vale de
doscientas
pistolas
y salió.
He
aquí lo que contenía la carta:
«Milady,
Asistid
al primer baile a que asista el duque de Buckingham. Tendrá en su jubón doce
herretes
de
diamantes, acercaos a él y quitadle dos.
Tan
pronto como esos herretes estén en vuestro poder,
avisadme.»
Capítulo
XV
Gentes
de toga y gentes de espada
Al
día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo
reaparecido
Athos
todavía, el señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su
desaparición.
En
cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen,
según
decían,
por asuntos de familia.
El
señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de
ellos, desde
el
momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda
y de su
apoyo
como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se
presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al
oficial que
mandaba
el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se
hallaba
alojado
momentáneamente en Fort-l'Évêque.
Athos
había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a
Bonacieux.
Hemos
asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había
dicho hasta
entonces
por miedo a que D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que
necesitaba,
Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Artagan
.
Añadió
que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con
el
uno
ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al
señor
D'Artagnan,
su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville
donde
había
cenado: veinte testigos -añadió- podían atestiguar el hecho y nombró a varios
gentileshombres
distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El
segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y
firme de
aquel
mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que
las
gentes
de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del
señor de
Tréville
y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.
También
Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el
Louvre
con
el rey.
Era
precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del
teniente de lo
criminal
y de la del gobernador del Fort-l'Evêque, sin haber podido encontrar a Athos,
llegó al
palacio
de Su Majestad.
Como
capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al
rey.
Ya
se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones
hábilmente
mantenidas
por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de
las
mujeres
que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo
la
amistad
de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban
más
que
las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las
finanzas. A sus
ojos
y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus
intrigas
políticas,
sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas
amorosas.
A
la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de
Chevreuse, exiliada
en
Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a Paris y que durante los
cinco días que
había
permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado
con furia.
Caprichoso
a infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad
comprenderá
difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por
razonamientos.
Pero
cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a
París,
sino
que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas
correspondencias
misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó
que
él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella
intriga,
cuando,
en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito,
provisto de
todas
las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había
osado
interrumpir
violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas
gentes
de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante
los
ojos
del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la
reina con esa
pálida
y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más
fría
crueldad.
Y,
sin embargo, en todo aquello el cardenal no había dicho aún una palabra del
duque de
Buckingham.
Fue
entonces cuando el señor de Tréville entró, frío, cortés y con una vestimenta
irreprochable.
Advertido
de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del
rostro
del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los
Filisteos.
Luis
XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de
Tréville al
entrar,
se volvió.
-Llegáis
en el momento justo, señor -dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a
cierto
punto, no sabía disimular-, y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de
vuestros
mosqueteros.
-Y
yo -respondió fríamente el señor de Tréville- tengo muy bonitas cosas de que
informarle
sobre
sus gentes de toga.
-¿De
verdad? -dijo el rey con altivez.
-Tengo
el honor de informar a Vuestra Majestad -continuó el señor de Tréville en el
mismo
tono-
de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes
todas
muy
estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha
permitido
arrestar
en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l'Evêque, y todo con una
orden que
se
han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los
vuestros, sire, de
conducta
irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce
favorablemente:
el señor Athos.
-Athos
-dijo el rey maquinalmente-. Sí, por cierto, conozco ese
nombre.
-Que
Vuestra Majestad lo recuerde -dijo el señor de Tréville-. El señor Athos es ese
mosquetero
que
en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor
de
Cahusac.
A propósito, monseñor -continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal-, el señor de
Cahusac
está
completamente restablecido, ¿no es así?
-¡Gracias!
-dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.
-El
señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente
-prosiguió
el
señor de Tréville-. A un joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en
la compañía
de
Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un
libro para
esperarlo,
cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa,
hundieron
varias
puertas...
El
cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he
hablado.»
-Ya
sabemos todo eso -replicó el rey- porque todo eso se ha hecho a nuestro
servicio.
-Entonces
-dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge
a uno
de
mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un
malhechor, y
por
lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha
vertido diez
veces
su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla
todavía.
-¡Bah!
-dijo el rey, vacilando-. ¿Han pasado así las cosas?
-El
señor de Tréville no dice -dijo el cardenal con la mayor flema- que ese
mosquetero
inocente,
ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro
comisarios
instructores
delegados por mí para instruir un asunto de la más alta
importancia.
-Desafío
a Vuestra Eminencia a probarlo -exclamó el señor de Tréville con su franqueza
completamente
gascona y su rudeza militar-. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo
confiar
a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor,
después de
haber
cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La
Trémouille
y
el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.
El
rey miró al cardenal.
-Un
atestado da fe de ello -dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la
interrogación muda
de
Su Majestad- y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el
honor de
presentar
a Vuestra Majestad.
-¿Atestado
de gentes de toga vale tanto como la palabra de honor de un hombre de espada?
-respondió
orgullosamente Tréville.
-Vamos,
vamos, Tréville, callaos -dijo el rey.
-Si
su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros -dijo
Tréville-, la
justicia
del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una
investigación.
-En
la casa en que se ha hecho esa inspección judicial -continuó el cardenal,
impasible- se
aloja,
según creo, un bearnés amigo del mosquetero.
-¿Vuestra
Eminencia se refiere al señor D'Artagnan?
-Me
refiero a un joven al que vos protegéis, señor de
Tréville.
-Sí,
Eminencia, es ese mismo.
-No
sospecháis que ese joven haya dado malos consejos...
-¿A
Athos, a un hombre que le dobla en edad? -interrumpió el señor de Tréville-. No,
monseñor.
Además, el señor D'Artagnan ha pasado la noche conmigo.
-¡Vaya!
-dijo el cardenal-. Todo el mundo ha pasado la noche con
usted.
-¿Dudaría
Su Eminencia de mi palabra? -dijo Tréville, con el rubor de la cólera en la
frente.
-¡No,
Dios me guarde de ello! -dijo el cardenal-. Sólo que... ¿a qué hora estaba él
con vos?
-¡Puedo
decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que
eran las
nueve
y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más
tarde!
-¿Y
a qué hora ha salido de vuestro palacio?
-A
las diez y media, una hora después del suceso.
-En
fin -respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de
Tréville,
y
que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en
esa casa de la calle
des
Fossoyeurs.
-¿Le
está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía
confraternizar
con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?
-Sí,
cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es
sospechosa.
-Es
que esa casa es sospechosa, Tréville -dijo el rey-. Quizá no lo
sabíais.
-En
efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospechosa en cualquier
parte; pero
niego
que lo sea en la parte que habita el señor D'Artagnan; porque puedo afirmaros,
sire, que
de
creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni
un admirador
más
profundo del señor cardenal.
-¿No
es ese D'Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desafortunado encuentro
que tuvo
lugar
junto al convento de los Carmelitas Descalzos? -preguntó el rey mirando al
cardenal, que
enrojeció
de despecho.
-Y
al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene
buena memoria.
-Entonces,
¿qué decidimos? -dijo el rey.
-Eso
atañe a Vuestra Majestad más que a mí -dijo el cardenal-. Yo afirmaría la
culpabilidad.
-Y
yo la niego -dijo Tréville-. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces
decidirán.
-Eso
es -dijo el rey-. Remitamos la causa a los jueces; su misión es juzgar, y
juzgarán.
-Sólo
que -prosiguió Tréville- es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que
vivimos la
vida
más pura, la virtud más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la
persecución.
Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar
expuesto
a tratos rigurosos por asuntos de policía.
La
frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con
conocimiento de causa.
Quería
una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego
ilumina.
-¡Asuntos
de policía! -exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville-.
¡Asuntos de
policía!
¿Y qué sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me
rompáis la
cabeza.
En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mosquetero,
Francia está
en
peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquetero! ¡Vive el cielo que haré detener a
diez! ¡Cien,
incluso;
toda la compañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.
-Desde
el momento en que son sospechosos a Vuestra Majestad -dijo Tréville-, los
mosqueteros
son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque,
después
de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por
acusar-
me
a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos,
que ya está
detenido,
y con el señor d'Artagnan, a quien se arrestará sin duda.
-Cabezota
gascón ¿terminaréis? -dijo el
rey.
-Sire
-respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva
mi
mosquetero
o que sea juzgado.
-Se
le juzgará -dijo el cardenal.
-¡Pues
bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar
por él.
El
rey temió un estallido.
-Si
Su Eminencia -dijo- no tiene personalmente motivos...
El
cardenal vio venir al rey y se le adelantó.
-Perdón
-dijo-, pero desde el momento en que Vuestra Majestad ve en mí un juez
predispuesto,
me retiro.
-Veamos
-dijo el rey-. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el señor Athos estaba con vos
durante
el
suceso y que no ha tomado parte en él?
-Por
vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en
el
mundo,
¡lo juro!
-¿Queréis
reflexionar, sire? -dijo el cardenal-. Si soltamos de este modo al prisionero,
no
podremos
conocer nunca la verdad.
-El
señor Athos seguirá estando ahí -prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a
responder
cuando
plazca a las gentes de toga interrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad
tranquilo, yo
mismo
respondo de él.
-Claro
que no desertará -dijo el rey-. Se le encontrará siempre, como dice el señor de
Tréville.
Además
-añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle
seguridad:
eso es política.
Esta
política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.
-Ordenad,
sire -dijo-. Tenéis el derecho de gracia.
-El
derecho de gracia no se aplica más que a los culpables -dijo Tréville, que
quería tener la
última
palabra- y mi mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a
conceder, sire, es
justicia.
-¿Y
está en Fort-l'Evêque? -dijo el rey.
-Sí,
sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los
criminales.
-¡Diablos!
¡Diablos! -murmuró el rey-. ¿Qué hay que hacer?
-Firmar
la orden de puesta en libertad y todo estará dicho -añadió el cardenal-. Yo
creo, como
Vuestra
Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que
suficiente.
Tréville
se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor;
hubiera
preferido
una resistencia porfiada del cardenal a aquella repentina
facilidad.
El
rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin
demora.
En
el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y
dijo al rey:
-Una
buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros,
sire; eso es
muy
beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.
-Me
jugará alguna mala pasada de un momento a otro -decía Tréville-. Nunca se tiene
la última
palabra
con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de
opinión
en
seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en
Fort-l'Evêque a
un
hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se
tiene.
El
señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l'Évêque, donde
liberó al
mosquetero,
a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Luego,
la primera vez que volvió a ver a D'Artagnan, le dijo:
-Escapáis
de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de
Bernajoux,
y no debéis fiaros demasiado.
Por
lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en
pensar que no
todo
estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la
puerta tras
él
cuando Su Eminencia dijo al rey:
-Ahora
que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a
Vuestra
Majestad.
Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta
mañana
no ha partido.
Capítulo
XVI
Donde
el señor guardasellos Séguier buscó más de
una
vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
Es
imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron
en Luis
XIII.
Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de
conquistar
de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
-¡El
señor de Buckingham en Paris! -exclamó- ¿Y qué viene a
hacer?
-Sin
duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los
españoles.
-¡No,
pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora
de
Longueville y los Condé !
-¡Oh
sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a
Vuestra
Majestad.
-La
mujer es débil, señor cardenal -dijo el rey-; y en cuanto a amarme mucho, tengo
hecha mi
opinión
sobre ese amor.
-No
por ello dejo de mantener -dijo el cardenal- que el duque de Buckingham ha
venido a Paris
por
un plan completamente politico.
-Y
yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina
es culpable,
¡que
tiemble!
-Por
cierto -dijo el cardenal-, por más que me repugne detener mi espíritu en una
traición
semejante,
Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de
Vuestra
Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche
pasada Su
Majestad
había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que
durante
todo el día había estado escribiendo.
-A
él indudablemente -dijo el rey-. Cardenal, necesito los papeles de la
reina.
-Pero
¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos
encargarnos
de una misión semejante.
-¿Cómo
se cogieron cuando la mariscala D'Ancre ? -exclamó el rey en el más alto grado
de
cólera-.
Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella
misma.
-La
mariscala D'Ancre no era más que la mariscala D'Ancre, una aventurera
florentina, sire, eso
es
todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria,
reina de
Francia,
es decir, una de las mayores princesas del mundo.
-Por
eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que
estaba
situada,
tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar
con
todas
sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La
Porte...
-A
quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso -dijo el
cardenal.
-Entonces,
¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? -dijo el rey.
-Yo
creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de
su rey, pero
nunca
he dicho contra su honor.
-Y
yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que
ama a
otro;
¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho
arrestar
mientras
estaba en París?
-¡Arrestar
al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire.
¡Qué
escándalo!
Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran
alguna
consistencia,
¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!
-Pero
puesto que se exponía como un vagabundo y un ladronzuelo,
había...
Luis
XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que
Richelieu,
estirando
el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del
rey.
-¿Había?
-Nada
-dijo el rey-, nada. Pero en todo el tiempo que ha estado en Paris, ¿le habéis
perdido de
vista?
-No,
sire.
-
Dónde se alojaba?
-In
la calle de La Harpe, número 75.
-¿Dónde
está eso?
-Junto
al Luxemburgo.
-¿Y
estáis seguro de que la reina y él no se han visto?
-Creo
que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.
-Pero
se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor
duque,
¡necesito
esas cartas!
-Pero,
sire...
-Señor
duque, al precio que sea las quiero.
-Haré
observar, sin embargo, a Vuestra Majestad...
-¿Me
traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siempre así a mis deseos?
¿Estáis
de
acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con
la reina?
-Sire
-respondió suspirando el cardenal-, creía estar al abrigo de semejante
sospecha.
-Señor
cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.
-No
habría más que un medio.
-
¿Cuál?
-Sería
encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero
en los
deberes
de su cargo.
-¡Que
envíen a buscarlo ahora mismo!
-Debe
estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido
al Louvre
he
dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
-¡Que
vayan a buscarlo ahora mismo!
-Las
órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero...
-¿Pero
qué?
-La
reina se negará quizá a obedecer.
-¿Mis
órdenes?
-Sí,
si ignora que esas órdenes vienen del rey.
-Pues
bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.
-Vuestra
Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una
ruptura.
-Sí
duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá,
y os
prevengo
que luego tendremos que hablar de esto.
-Cuando
le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de
sacrificarme
a la buena armonía que deseo ver reinar entre vos y la reina de
Francia.
-Bien,
cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del señor guardasellos; yo
entro en
los
aposentos de la reina.
Y
abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que
conducía de sus
habitaciones
a las de Ana de Austria.
La
reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé,
la señora
de
Montbazon y la señora de Guéménée . En un rincón estaba aquella camarista
española,
doña
Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo
el
mundo
escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el
contrario, había
provocado
aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos
mientras
fingía
escuchar.
Estos
pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no
eran
menos
tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el
odio del
cardenal,
que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos
puestos
en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su
vida
-aunque
María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado
por
conceder
al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-. Ana
de
Austria
había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes
más
íntimos,
sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto,
llevaba
la
desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la
persecución. La
señora
Chevreuse y la señora de Vernet estaban exiliadas; finalmente, La Porte no
ocultaba a su
ama
que esperaba ser arrestado de un momento a otro.
Fue
el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas
reflexiones
cuando
la puerta de la habitación se abrio y entró el rey.
La
lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo
silencio.
En
cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante
la reina,
dijo
con voz alterada:
-Señora,
vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos
que le he
encargado.
La
desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio
e incluso el
juicio,
palideció bajo el rouge y no pudo impedirse decir:
-Pero
¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canciller que Vuestra
Majestad no
pueda
decirme por sí misma?
El
rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán
de los
guardias,
el señor de Guitaut, anunció la visita del señor
canciller.
Cuando
el canciller apareció, el rey había salido ya por otra
puerta.
El
canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como probablemente
volveremos a
encontrarlo
en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde
ahora
conocimiento
con él.
El
tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Masle , canónigo de
Notre-Dame
y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a
Su
Eminencia como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue
bien.
Contaban
de él algunas historias, entre otras ésta:
Tras
una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos
durante
algún
tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero,
al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con
la rapidez
suficiente
para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin
tregua, y
el
superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que
pudiese, le había
recomendado
para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla
al
vuelo.
Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y
toda la
comunidad
se pondría a rezar.
El
consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu maligno con gran
acompañamiento
de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer
fácilmente
de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los
exorcismos,
redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repicaba
anunciando
el extremo deseo de mortificación que experimentaba el
penitente.
Los
monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no hacían más que subir y
bajar las
escaleras
que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines,
estaban
obligados
a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus
celdas.
Se
ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se
cansaron; pero al
cabo
de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más
terrible poseso
que
jamás haya existido.
Al
salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con
birrete en el
puesto
de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad;
se hizo
canciller,
sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza
contra
Ana
de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de Chalais, alentó los ensayos
del señor de
Laffemas
, gran ahorcador de Francia; finalmente, investido de toda la confianza del
cardenal,
confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para
cuya
ejecución
se presentaba en el aposento de la reina.
La
reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a
sentar en su
sillón
a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con
un tono de
suprema
altivez preguntó:
-
Qué deseáis, señor y con qué fin os presentáis aquí?
-Para
hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber
a
Vuestra
Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
-¡Cómo,
señor! Una indagación en mis papeles... ¡A mil ¡Qué cosa más
indigna!
-Os
ruego que me perdonéis, señora, pero en esta circunstancia no soy sino el
instrumento de
que
el rey se sirve. ¿No acaba de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella
misma a
prepararos
para esta visita?
-Registrad,
pues, señor; soy una criminal según parece: Estefanía, dadle las llaves de mis
mesas
y de mis secreteres.
El
canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra
que no era
en
un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había
escrito durante
el
día.
Cuando
el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo,
pese a
los
titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto,
es decir, a
registrar
a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y con un
tono muy
perplejo
y aire muy embarazado, dijo:
-Y
ahora sólo me queda por hacer la indagación principal.
-¿Cuál?
-preguntó la reina, que no comprendía o que, mejor dicho, no quería
comprender.
-Su
Majestad está segura de que ha sido escrita por vos una carta durante el día;
sabe que aún
no
ha sido enviada a su destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa
ni en vuestro
secreter
y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
-¿Os
atreveríais a poner la mano sobre vuestra reina? -dijo Ana de Austria,
irguiéndose en toda
su
altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto
casi amenazadora.
-Yo
soy un súbdito fiel del rey, señora; y todo cuanto Su Majestad ordene lo
haré.
-Pues
bien es cierto -dijo Ana de Austria-, y los espías del señor cardenal le han
servido bien.
Hoy
he escrito una carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está
aquí.
Y
la reina llevó su bella mano a su blusa.
-Entonces,
dadme esa carta, señora -dijo el canciller.
-No
se la daré más que al rey, señor -dijo Ana.
-Si
el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la
hubiera pedido
él
mismo. Pero, os lo repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la
entregáis...
-¿Y
bien?
-También
me ha encargado cogérosla.
-Cómo,
¿qué queréis decir?
-Que
mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel
sospechoso en la
persona
misma de Vuestra Majestad .
-¡Qué
horror! -exclamó la reina.
-¿Queréis
pues, hacer las cosas fáciles?
-Esa
conducta es de una violencia infame, ¿lo sabíais, señor?
-El
rey manda, señora, perdonadme.
-No
lo soportaré; no, no, ¡antes morir! -exclamó la reina, en la que se revolvía la
sangre
imperiosa
de la española y de la austríaca.
El
canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de
no retroceder
un
ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera
podido
hacerlo
un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de
cuyos
ojos
se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
Como
hemos dicho, la reina era de una gran belleza.
El
cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de
celos contra
Buckingham,
a no estar celoso de nadie.
Sin
duda el canciller Séguier buscó en ese momento con los ojos el cordón de la
famosa
campana;
pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendió la mano hacia el lugar en que
la
reina
había confesado que se encontraba el papel.
Ana
de Austria dio un paso hacia atrás, tan pálida que se hubiera dicho que iba a
morir; y
apoyándose
con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella,
sacó
con
la derecha un papel de su pecho y lo tendió al
guardasellos.
-Tomad,
señor, ahí está la carta -exclamó la reina, con voz entrecortada y temblorosa-.
Cogedla
y libradme de vuestra odiosa presencia.
El
canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogió la
carta, saludó
hasta
el suelo y se retiró.
Apenas
se hubo cerrado la puerta tras él, cuando la reina cayó semidesvanecida en
brazos de
sus
mujeres.
El
canciller fue a llevar la carta al rey sin haber leído una sola palabra. El rey
la cogió con la
mano
temblorosa, buscó el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió
lentamente;
luego,
al ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con
rapidez.
Era
todo un plan de ataque contra el cardenal. La reina invitaba a su hermano y al
emperador
de
Austria a fingir, heridos como estaban por la política de Richelieu, cuya eterna
preocupación
fue
el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que
imponían
como
condición de la paz el despido del cardenal; pero de amor no había una sola
palabra en
toda
aquella carta.
El
rey, todo contento, se informó de si el cardenal estaba aún en el Louvre. Se le
dijo que Su
Eminencia
esperaba, en el gabinete de trabajo, las órdenes de Su
Majestad.
El
rey se dirigió al punto a su lado.
-Tomad,
duque -le dijo-; teníais razón y era yo el que estaba equivocado; toda la
intriga es
política,
y no había ningún asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de
vos.
El
cardenal tomó la carta y la leyó con la mayor atención; luego, cuando hubo
llegado al fin la
releyó
una segunda vez.
-¡Bien!
-dijo-. Vuestra Majestad ya ve hasta dónde llegan mis enemigos: se os amenaza
con
dos
guerras si no me echáis. En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan
poderosas
instancias
y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera
dicha.
-¿Qué
decís, duque?
-Digo,
sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos
eternos. Digo
que
lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La
Rochelle, y que
más
valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a
algún
valiente
que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de
iglesia, al
que
se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no
tengo
ninguna
aptitud. Seréis más feliz en el interior, sire, y no dudo que seréis más grande
en el
extranjero.
-Señor
duque -dijo el rey- comprendo, estad tranquilo; todos los que son nombrados en
esa
carta
serán castigados como merecen, y la reina también.
-¿Qué
decís, sire? Dios me guarde de que, por mí, la reina sufra la menor
contrariedad. Ella
siempre
me ha creído su enemigo, sire, aunque Vuestra Majestad puede atestiguar que yo
siempre
la he apoyado calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh, si ella traicionase a
Vuestra Ma-
jestad
en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Nada de gracia
sire, nada de
gracia
para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba
de
adquirir
una nueva prueba.
-Es
cierto, señor cardenal -dijo el rey-, y teníais razón, como siempre; pero no por
ello deja la
reina
de merecer toda mi cólera.
-Sois
vos, sire, quien habéis incurrido en la suya; y si realmente ella hiciera ascos
seriamente a
Vuestra
Majestad, yo lo comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una
severidad...
-Así
es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que
estén
colocados
y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con
ellos.
-La
reina es mi enemiga, pero no la vuestra, sire; al contrario, es una esposa
abnegada, sumisa
a
irreprochable; dejadme, pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra
Majestad.
-¡Entonces
que se humille, y que venga a mí la primera!
-Al
contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que
sois vos quien
habéis
sospechado de la reina.
-
¿Que yo vaya el primero? -dijo el rey-. ¡Jamás!
-Sire,
os lo suplico.
-Además,
¿cómo iría yo el primero?
-Haciendo
una cosa que sabéis que le gustaría.
-¿Cuál?
-Dad
un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su
rencor no
resistirá
ante semejante tentación.
-Señor
cardenal, vos sabéis que no me gustan todos esos placeres
mundanos.
-Por
eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por
ese placer;
además,
será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que
acabáis de
darle
por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de
ponerse.
-Ya
veremos, señor cardenal, ya veremos -dijo el rey, que en su alegría por hallar a
la reina
culpable
de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho,
estaba
dispuesto
a reconciliarse con ella-. Ya veremos; pero, por mi honor, sois demasiado
indulgente.
-Sire
-dijo el cardenal- dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la
virtud real; usadla
y
veréis cómo os encontraréis bien.
Tras
esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclinó profundamente
pidiendo
permiso
al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la
reina.
Ana
de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún
reproche,
quedó
muy sorprendida al ver al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento
hacia ella.
Su
primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina
habían sido, los
dos,
tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera; pero,
vencida por el
consejo
de sus mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó
aquel
primer
momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una
fiesta.
Era
una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había
pensado el
cardenal,
ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desapareció, si no de
su
corazón,
al menos de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta,
pero el rey
respondió
que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En
efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar
aquella
fiesta,
y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería
fijarla.
Así
pasaron diez días.
El
octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibió una
carta, con sello
de
Londres, que contenía solamente estas pocas líneas:
«Los
tengo; pero no puedo abandonar Londres, dado que me falta dinero; enviadme
quinientas
pistolas,
y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en
Paris.»
El
mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigió su
pregunta habitual.
Richelieu
contó con los dedos y se dijo en voz baja:
-Ella
llegará, según dice, cuatro o cinco días después de haber recibido el dinero; se
necesitan
cuatro
o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo
cual hacen
diez
días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las
debilidades de
mujer
y pongamos doce días.
-¡Y
bien, señor duque! -dijo el rey-. ¿Habéis calculado?
-Sí,
siré; hoy estamos a 20 de septiembre; los regidores de la ciudad dan una fiesta
el 3 de
octubre.
Resultará todo de maravilla, porque así no parecerá que volvéis a la
reina.
Luego
el cardenal añadió:
-A
propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que
deseáis ver
cómo
le sientan sus herretes de diamantes.
Capítulo
XVII
El
matrimonio Bonacieux
Era
la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de
diamantes con el
rey.
Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal
recomendación
ocultaba
algún misterio.
Más
de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin
haber
alcanzado
la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado
que él
mismo
de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro
con Ana
de
Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia
con algún
secreto
que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le
realzaba
infinitamente
a los ojos de su ministro.
Fue,
pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas
contra
quienes
la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin
responder,
esperando
que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII
quería
una
discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el
cardenal
tenía
alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su
Eminen-
cia.
Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
-Pero
-exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques-, pero sire, no me
decís
todo
lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he
cometido?
Es
posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi
hermano.
El
rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó
que aquel
era
el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de
la fiesta.
-Señora
-dijo con majestad-, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero
que
para
honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre
todo
adornada
con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi
respuesta.
La
respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que
el cardenal
había
conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo
demas con
su
carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de
admirable
belleza
y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos
espantados,
no respondió ni una sola sílaba.
-¿Habéis
oído, señora? -dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión,
pero
sin
adivinar la causa-. ¿Habéis oído?
-Sí,
sire, he oído -balbuceó la reina.
-¿Iréis
a ese baile?
-Sí.
-Con
vuestros herretes?
La
palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de
ello, y lo
disfrutó
con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su
carácter.
-Entonces,
convenido -dijo el rey-. Eso era todo lo que tenía que
deciros.
-Pero
¿qué día tendrá lugar el baile? -preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió
instintivamente
que
no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz
casi
moribunda.
-Muy
pronto, señora -dijo-; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se
la
preguntaré
al cardenal.
-¿Ha
sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? -exclamó la
reina.
-Sí,
señora -respondió el rey asombrado-. Pero ¿por qué?
-¿Ha
sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los
herretes?
-Es
decir, señora...
-¡Ha
sido él, sire, ha sido él!
-¡Y
bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa
invitación?
-No,
sire.
-Entonces,
¿os presentaréis?
-Sí,
sire.
-Está
bien -dijo el rey, retirándose-. Está bien, cuento con
ello.
La
reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban
bajo ella.
El
rey partió encantado.
-Estoy
perdida -murmuró la reina-. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él
quien
empuja
al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy
perdida! ¡Dios
mío,
Dios mío Dios mío!
Se
arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos
palpitantes.
En
efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora
de Chevreuse
estaba
en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus
mujeres la
traicionaba,
sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en
el
mundo
en quien fiarse.
Por
eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el
suyo,
estalló
en sollozos.
-¿No
puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? -dijo de pronto una voz llena de
dulzura y
de
piedad.
La
reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la
expresión de
aquella
voz: era una amiga quien así hablaba.
En
efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la
bonita
señora
Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete
cuando el rey
había
entrado; no había podido salir, y había oído todo.
La
reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no
reconoció al
principio
a la joven que le había sido dada por La Porte.
-¡Oh,
no temáis nada, señora! -dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma
las
angustias
de la reina-. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que
esté de
ella,
por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a
Vuestra
Majestad
de preocupaciones.
-¡Vos!
¡Oh, cielos! ¡Vos! -exclamó la reina-. Pero veamos, miradme a la cara. Me
traicionan por
todas
partes, ¿puedo fiarme de vos?
-¡Oh,
señora! -exclamó la joven cayendo de rodillas-. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a
morir por
Vuestra
Majestad!
Esta
exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía
engañar.
-Sí
-continuó la señora Bonacieux-. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre
de la
Virgen,
os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el
rey pide
de
nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes
estaban
guardados
en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso?
¿No
es
as?
-¡Oh,
Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de
terror.
-Pues
bien, esos herretes -prosiguió la señora Bonacieux- hay que
recuperarlos.
-Sí,
sin duda, hay que hacerlo -exclamó la reina-. Pero ¿cómo, cómo
conseguirlo?
-Hay
que enviar a alguien al duque.
-Pero
¿quién...? ¿Quién...? ¿De quién fiarme?
-Tened
confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el
mensajero.
-¡Pero
será preciso escribir!
-¡Oh,
sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestady vuestro sello
particular.
-Pero
esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el
exilio!
-¡Sí,
si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean
remitidas a su
destinatario.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en
vuestras
manos!
-¡Sí,
sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
-Pero
¿cómo? Decídmelo al menos.
-Mi
marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de
volverlo a
ver.
Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo
quiera;
partirá
a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra
Majestad, sin
saber
siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le
indique.
La
reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como
para leer en
el
fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó
tiernamente.
-¡Haz
eso -exclamó-, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi
honor!
-¡Oh!
No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que
salvar de
nada
a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas
conspiraciones.
-Es
cierto, es cierto, hija mía -dijo la reina-. Y tienes
razón.
-Dadme,
pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La
reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas;
escribió dos
líneas,
selló la carta con su sello y la entregó a la señora
Bonacieux.
-Y
ahora -dijo la reina-, nos olvidamos de una cosa muy necesaria. .
.
-¿Cuál?
-El
dinero.
La
señora Bonacieux se ruborizó.
-Sí,
es cierto -dijo-. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido. .
.
-Tu
marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
-Claro
que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra
Majestad no
se
inquiete, encontraremos el medio...
-Es
que yo tampoco tengo -dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de
Motteville
no se extrañarán de esta respuesta)-. Pero espera.
Ana
de Austria corrió a su escriño.
-Toma
-dijo-. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi
hermano el
rey
de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que
tu marido
parta.
-Dentro
de una hora seréis obedecida.
-Ya
ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo
que decía:
A
Milord el duque de Buckingham, en Londres.
-La
carta le será entregada personalmente.
-¡Muchacha
generosa! -exclamó Ana de Austria.
La
señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y
desapareció con
la
ligereza de un pájaro.
Diez
minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había
vuelto a ver
a
su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había
operado en
él
respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su
Eminencia y que
habían
corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el
mejor
amigo
de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento
culpable
le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución
política.
Encontró
al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa,
cuyos
muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la
justicia
ninguna
de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En
cuanto
a
la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la
pobre
muchacha
hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su
país
natal.
El
digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en
casa, su
feliz
retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el
primer momento
que
pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a
visitarle.
Aquel
primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra
circunstancia
hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho
al
cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de
reflexión, y como se sa-
be,
nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto
más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort
le
llamaba
su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía
el mayor
caso.
El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la
fortuna.
Por
su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro
motivo
muy
distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil
constante
aquel
hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho
años con el
señor
Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco
susceptibles
de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado
que
su
posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones
vulgares; pero,
en
esa época sobre todo, el título de gentilhombre tenía gran influencia sobre la
burguesía y
D'Artagnan
era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del
uniforme
de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos,
hermoso,
joven,
aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado;
tenía
más
de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora
Bonacieux
había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque
los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque
graves
acontecimientos
habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin
embargo,
el señor Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los
brazos
abiertos.
La
señora Bonacieux le presentó la frente.
-Hablemos
un poco -dijo ella.
-¿Cómo?
-dijo Bonacieux, extrañado.
-Sí,
tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
-Por
cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias.
Explicadme
un
poco vuestro rapto, por favor.
-Por
el momento no se trata de eso -dijo la señora Bonacieux.
-¿Y
de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
-Me
enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como
no erais
cómplice
de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni
a vos
ni
a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que
merecía.
-¡Habláis
muy a vuestro gusto señora! -prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que
le
testimoniaba
su mujer-. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la
Bastilla?
-Un
día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y
volvamos a
lo
que me ha traído a vuestro lado.
-¿Cómo?
¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido
del que
estáis
separada desde hace ocho días? -pregunto el mercero picado en lo más
vivo.
-Es
eso en primer lugar, y además otra cosa.
-¡Hablad!
-Una
cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura
quizá.
-Nuestra
fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me
extrañaría
que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha
gente.
-Sí,
sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a
daros.
-
¿A mî?
-Sí,
a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar
al mismo
tiempo.
La
señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado
débil.
Pero
aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal
Richelieu,
no es el mismo hombre.
-¡Mucho
dinero que ganar! -dijo Bonacieux estirando los labios.
-Sí,
mucho.
-¿Cuánto,
más o menos?
-Quizá
mil pistolas.
-¿Lo
que vais a pedirme es, pues, muy grave?
-Sí.
-¿Qué
hay que hacer?
-Saldréis
inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún
pretexto,
y que pondréis en propia mano de alguien.
-¿Y
adónde tengo que ir?
-A
Londres.
-¡Yo
a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en
Londres.
-Pero
otros necesitan que vos vayáis.
-¿Quiénes
son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber
no
sólo
a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
-Una
persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará
vuestros
deseos,
he ahí cuanto puedo prometeros.
-¡Intrigas
otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha
instruido
sobre
eso.
-¡El
cardenal! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Habéis visto al
cardenal!
-El
me hizo llamar -respondió orgullosamente el mercero.
-Y
vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
-Debo
decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos
guardias.
Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera
podido
dispensarme
de esa visita, hubiera estado muy encantado.
-¿Os
ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
-Me
ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el
amigo
del
gran cardenal!
-¡Del
gran cardenal!
-¿Le
negaríais, por casualidad ese título, señora?
-Yo
no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay
que estar
loco
para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no
descansan
en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos
poderes
es
de los que hay que burlarse.
-Lo
siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo
el honor
de
servir.
-¿Vos
servís al cardenal?
-Sí,
señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra
el
Estado,
y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que
tiene el
corazón
español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra
hasta el
fondo
del corazón.
Bonacieux
repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de
Rochefort;
pero
la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza,
había
respondido
por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había
estado a
punto
de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo,
conociendo la
debilidad
y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus
fines.
-¡Ah!
Sois cardenalista, señor -exclamó-. ¡Conque servís al partido de los que
maltratan a
vuestra
mujer a insultan a vuestra reina!
-Los
intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de
parte de
quienes
salvan al Estado -dijo con énfasis Bonacieux.
Era
otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión
de meter.
-¿Y
sabéis lo que es el Estado de que habláis? -dijo la señora Bonacieux,
encogiéndose de
hombros-.
Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os
ofrece
muchas
ventajas.
-¡Eh
eh! -dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que
devolvió un
sonido
argentino-. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?
-¿De
dónde viene ese dinero?
-¿No
lo adivináis?
-¿Del
cardenal?
-De
él y de mi amigo el conde de Rochefort.
-¡El
conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha
raptado!
-Puede
ser, señora.
-¿Y
vos recibís dinero de ese hombre?
-¿No
me habéis dicho vos que ese rapto era completamente
politico?
-Sí;
pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante
torturas
confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta
ama.
-Señora
-prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el
cardenal hace está bien
hecho.
-Señor
-dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía
infame!
-Señora
-dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se
echaba
atrás
ante la ira conyugal-. Señora, ¿qué decís?
-¡Digo
que sois un miserable! -continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba
alguna
influencia
sobre su marido-. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista!
¡Ah, os
venderíais
en cuerpo y alma al demonio por dinero!
-No,
pero al cardenal sí.
-¡Es
la misma cosa! -exclamó la joven-. Quien dice Richelieu dice
Satán.
-Callaos,
señora, callaos, podrían oírnos.
-Sí,
tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia
cobardía.
-Pero
¿qué exigís entonces de mí? Veamos.
-Ya
os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la
comisión que yo
me
digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más -ella le
tendió la
mano-:
os devuelvo mi amistad.
Bonacieux
era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de
cincuenta
años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora
Bonacieux
vio que dudaba.
-Entonces,
¿estáis decidido? -dijo ella.
-Pero,
querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de
Paris,
muy
lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de
peligro.
-¡Qué
importa si los evitáis!
-Mirad,
señora Bonacieux -dijo el mercero-. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas
me
dan
miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar
en ella se me
pone
la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la
tortura?
Cuñas
de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No,
decididamente,
no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que
hasta
ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más
rabiosos
incluso!
-Y
vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis
miedo! Pues
bien,
si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter
en la
Bastilla
que tanto teméis.
Bonacieux
cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su
cerebro,
la
del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha
diferencia.
-Hacedme
detener de parte de la reina -dijo- y yo apelaré a Su
Eminencia.
Por
vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó
asustada por
haber
avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una
resolución
invencible,
como el de esos tontos que tienen miedo.
-¡Pues
entonces, sea! -dijo-. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe
mucho
más
que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis
hablado con el
cardenal.
Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto
yo
creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi
fantasía.
-Es
que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondió Bonacieux, triunfante-
y
desconfío
de ellas.
-Renunciaré,
pues, a ellas -dijo la joven suspirando-. Está bien, no hablemos
más.
-Si
al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que
recordaba
un
poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos
de su
mujer.
-Es
inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva
impulsaba ahora hacia
trás-:
era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había
mucho que
ganar.
Pero
cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que
ella se
negaba
a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del
conde de
Rochefort
y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a
Londres.
-Perdonadme
si os dejo, querida señora Bonacieux -dijo él-; pero por no saber que vendríais
hoy
he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis
esperarme,
aunque
sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para
recogeros
y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
-Gracias,
señor -respondió la señora Bonacieux-; no sois lo suficientemente valiente para
serme
de
ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
-Como
os plazca, señora Bonacieux -respondió el exmercero-. ¿Os veré
pronto?
-Claro
que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la
aprovecharé
para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo
desordenadas.
-Está
bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
-¡Yo!
Por nada del mundo.
-¿Hasta
pronto entonces?
-Hasta
pronto.
Bonacieux
besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
-¡Vaya!
-dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y
ella se
encontró
sola-. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había
asegurado a la
reina,
yo que había prometido a mi pobre ama... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar
por una
de
esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para
espiarla. ¡Ay,
señor
Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y
¡palabra que
me
la pagaréis!
En
el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la
cabeza, y una
voz,
que vino a ella a través del piso, gritó:
-Querida
señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la avenida y bajo junto a
vos.
Capítulo
XVlll
El
amante y el marido
-¡Ay,
señora! -dijo D'Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven-.
Permitidme
decíroslo,
tenéis un triste marido.
-¡Entonces
habéis oído nuestra conversación! -preguntó vivamente la señora Bonacieux,
mirando
a D'Artagnan con inquietud.
-Toda
entera.
-Dios
mío, ¿cómo?
-Mediante
un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más
animada
que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
-¿Y
qué habéis comprendido de lo que decíamos?
-Mil
cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil,
afortunadamente;
luego,
que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme
a
vuestro
servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos;
finalmente que la
reina
necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a
Londres. Yo
tengo
al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme
aquí.
La
señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta
esperanza
brilló
en sus ojos.
-¿Y
qué garantía me daréis -preguntó- si consiento en confiaros esta
misión?
-Mi
amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?
-¡Dios
mío, Dios mío! -murmuró la joven-. Debo confiaros un secreto semejante, señor.
¡Sois
casi
un niño!
-Bueno,
veo que os falta alguien que os responda por mí.
-Confieso
que eso me tranquilizarla mucho.
-¿Conocéis
a Athos?
-No.
-¿A
Porthos?
-No.
-¿A
Aramis?
-No.
¿Quiénes son esos señores?
-Mosqueteros
del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?
-¡Oh,
sí, a ese lo conozco. ¡No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de
una vez
a
la reina como de un valiente y leal gentilhombre.
-¿No
teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?
-¡Oh,
no, seguro que no!
-Pues
bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso,
por terrible
que
sea podéis confiármelo.
-Pero
ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese
modo.
-Ibais
a confiar de buena gana en el señor Bonacieux -dijo D'Artagnan con
despecho.
-Como
se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un
perro.
-Sin
embargo yo, como veis, os amo.
-Vos
lo decís.
-¡Soy
un hombre galante!
-Lo
creo.
-¡Soy
valiente!
-¡Oh,
de eso estoy segura!
-Entonces,
ponedme a prueba.
La
señora Bonacieux miró al joven, contenida por una última duda. Pero había tal
ardor en sus
ojos,
tal persuasión en su voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se
hallaba en una
de
esas circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina
estaba tan perdida
por
una exagerada discreción como por una excesiva confianza. Además, confesémoslo,
el
sentimiento
involuntario que experimentaba por aquel joven proector la decidió a
hablar.
-Escuchad
-le dijo-. Me rindo a vuestras protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os
juro
ante
Dios que nos oye, que si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré
acusándoos
de mi muerte.
-Y
yo yo os juro ante Dios, señora -dijo D'Artagnan-, que, si soy cogido durante el
cumplimiento
de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que
comprometa
a alguien.
Entonces
la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una
parte
frente
a la Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.
D'Artagnan
resplandecía de alegría y de orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a
la
que
amaba, la confianza y el amor hacían de él un gigante.
-Parto
-dijo-. Parto al instante.
-¡Cómo!
¿Partís? -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Y vuestro regimiento , vuestro
capitán?
-Por
mi alma, me habéis hecho olvidar todo eso, querida Constance. Sí, tenéis razón,
necesito
un
permiso.
-Un
obstáculo todavía -murmuró la señora Bonacieux con dolor.
-¡Oh,
ese -exclamó D'Artagnan, tras un momento de reflexión- lo superaré , estad
tranquila!
-¿Cómo?
-Iré
a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para
mí este
favor
a su cuñado el señor des Essarts. -Ahora, otra cosa.
-¿Qué?
-preguntó D'Artagnan, viendo que la señora Bonacieux dudaba en
continuar.
-¿Quizá
no tengáis dinero?
-Quizá
demasiado -dijo D'Artagnan, sonriendo.
-Entonces
-prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la
bolsa
que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido- tomad esta
bolsa.
-¡El
del cardenal! -exclamó estallando de risa D'Artagnan que, como se recordará,
gracias a sus
baldosas
levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su
mujer.
-El
del cardenal -dijo la señora Bonacieux-. Como veis, se presenta bajo un aspecto
bastante
respetable.
-¡Pardiez!
-exclamó D'Artagnan-. Será una cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con
el
dinero
de Su Eminencia!
-Sois
un joven amable y encantador -dijo la señora Bonacieux-. Estad seguro de que Su
Majestad
no será nada ingrata.
-¡Oh,
yo ya estoy bien recompensado! -exclamó D'Artagnan-. Os amo, vos me permitís
decíroslo:
es ya más dicha de la que me atrevía a esperar.
-¡Silencio!
-dijo la señora Bonacieux, estremeciéndose.
-¿Qué?
-Están
hablando en la calle.
-Es
la voz...
-De
mi marido. ¡Sí, lo he reconocido!
D'Artagnan
corrió a lá puerta y pasó el cerrojo.
-Que
no entre hasta que yo no haya salido, y cuando yo salga, vos le
abrís.
-Pero
también yo debería haberme marchado. Y la desaparición de ese dinero, ¿cómo
justificarla
si estoy yo aquí?
-Tenéis
razón, hay que salir.
-¿Salir?
¿Y cómo? Nos verá si salimos.
-Entonces
hay que subir a mi casa.
-¡Ah!
-exclamó la señora Bonacieux-. Me decís eso en un tono que me da
miedo.
La
señora Bonacieux pronunció estas palabras con una lágrima en los ojos.
D'Artagnan vio esa
lágrima
y, turbado, enternecido, se arrojó a sus pies.
-En
mi casa -dijo- estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de
gentilhombre.
-Partamos
-dijo ella-. Me fío de vos, amigo mío.
D'Artagnan
volvió a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras,
se
deslizaron
por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y
entraron en la
habitación
de D'Artagnan.
Una
vez allí, para mayor seguridad, el joven atrancó la puerta; se acercaron los dos
a la
ventana,
y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un
hombre de
capa.
A
la vista del hombre de capa, D'Artagnan dio un salto y, sacando a medias la
espada, se lanzó
hacia
la puerta.
Era
el hombre de Meung.
-¿Qué
vais a hacer? -exclamó la señora Bonacieux-. Nos perdéis.
-¡Pero
he jurado matar a ese hombre! -dijo D'Artagnan.
-Vuestra
vida está consagrada en este momento y no os pertenece. En nombre de la reina,
os
prohíbo
meteros en ningún peligro extraño al del viaje.
-Y
en vuestro nombre, ¿no ordenáis nada?
-En
mi nombre -dijo la señora Bonacieux, con viva emoción-, en mi nombre, os lo
suplico. Pero
escuchemos,
me parece que hablan de mí.
D'Artagnan
se acercó a la ventana y prestó oído.
El
señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había
vuelto junto al
hombre
de la capa al que había dejado solo un instante.
-Se
ha marchado -dijo-. Habrá vuelto al Louvre.
-¿Estáis
seguro -respondió el extranjero- de que no ha sospechado de las intenciones con
que
habéis
salido?
-No
respondió Bonacieux con suficiencia-. Es una mujer demasiado
superficial.
-El
cadete de los guardias, ¿está en su casa?
-No
lo creo; como veis, su postigo está cerrado y no se ve brillar ninguna luz a
través de las
rendijas.
-Es
igual, habría que asegurarse.
-¿Cómo?
-Yendo
a llamar a su puerta.
-Preguntaré
a su criado.
-Id.
Bonacieux
regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos
fugitivos,
subió hasta el rellano de D'Artagnan y llamó.
Nadie
respondió. Porthos, para dárselas de importante, había tomado prestado aquella
tarde a
Planchet.
En cuanto a D'Artagnan, tenía mucho cuidado con dar la menor señal de
existencia.
En
el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes
sintieron
saltar
sus corazones.
-No
hay nadie en su casa -dijo Bonacieux.
-No
importa, volvamos a la vuestra, estaremos más seguros que en el umbral de una
puerta.
-¡Ay,
Dios mío! -murmuró la señora Bonacieux-. No vamos a oír
nada.
-Al
contrario -dijo D'Artagnan- les oiremos mejor. D'Artagnan levantó las tres o
cuatro baldosas
que
hacían de su habitación otra oreja de Dionisio , extendió un tapiz en el suelo,
se puso de
rodillas
a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la
abertura.
-¿Estáis
seguro de que no hay nadie? -dijo el desconcido.
-Respondo
de ello -dijo Bonacieux.
-¿Y
pensáis que vuestra mujer...?
-Ha
vuelto al Louvre.
-¿Sin
hablar con nadie más que con vos?
-Estoy
seguro.
-Es
un punto importante, ¿comprendéis?
-Entonces,
¿la noticia que os he llevado tiene un valor...?
-Muy
grande, mi querido Bonacieux, no os lo oculto.
-Entonces,
¿el cardenal estará contento conmigo?
-No
lo dudo.
-¡El
gran cardenal!
-¿Estáis
seguro de que en su conversación con vos vuestra mujer no ha pronunciado nombres
propios?
-No
lo creo.
-¿No
ha nombrado ni a la señora de Chevreuse, ni al señor de Buckingham,ni a la
señora de
Vernel?
-No,
ella me ha dicho sólo que queria enviarme a Londres para servir a los intereses
de una
persona
ilustre.
-¡Traidor!
-murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio!
-dijo D Artagnan cogiéndole una mano que ella le abandonó sin
pensar.
-No
importa -continuó el hombre de la capa-. Sois un necio por no haber fingido
aceptar el
encargo,
ahora tendríais la carta; el Estado al que se amenaza estaría a salvo, y
vos...
-¿Y
yo?
-Pues
bien, vos
, el cardenal os daría títulos de nobleza..
-¿Os
lo ha dicho?
-Sí,
yo sé que quería daros esa sorpresa.
-Estad
tranquilo -prosiguió Bonacieux-. Mi mujer me adora, todavía hay
tiempo.
-¡Imbécil!
-murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio!
-dijo D'Artagnan, apretándole más fuerte la mano.
-¿Cómo
que aún hay tiempo? -prosiguió el hombre de la capa.
-Vuelvo
al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me
hago
cargo
del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.
-¡Bien!
Id deprisa; yo volveré pronto para saber el resultado de vuestra
gestión.
El
desconocido salió.
-¡Infame!
-dijo la señora Bonacieux, dirigiendo todavía este epíteto a su
marido.
-¡Silencio!
-repitió D'Artagnan apretándole la mano más fuertemente
aún.
Un
aullido terrible interrumpió entonces las reflexiones de D'Artagnan y de la
señora
Bonacieux.
Era su marido, que se había percatado de la desaparición de su bolsa y que
maldecía
al
ladrón.
-¡Oh,
Dios mío! -exclamó la señora Bonacieux-. Va a alborotar a todo el
barrio.
Bonacieux
chilló mucho tiempo; pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían
a
nadie
en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía
desde hacía
algún
tiempo mala fama al ver que nadie acudía salió gritando, y se oyó su voz que se
alejaba en
dirección
de la calle du Bac.
-Y
ahora que se ha marchado, os tots alejaros a vos -dijo la señora Bonacieux-.
Valor, pero
sobre
todo prudencia, y pensad que os debéis a la reina.
-¡A
ella y a vos! -exclamó D'Artagnan-. Estad tranquila, bella Constance volveré
digno de su
reconocimiento;
pero ¿volveré tan digno de vuestro amor?
La
joven no respondió más que con el vivo rubor que coloreó sus mejillas. Algunos
instantes
después,
D'Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba
caballerosamente
la vaina de una larga espada.
La
señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la
mujer
acompaña
al hombre del que se siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina
de
la
calle, cayó de rodillas y, uniendo las manos, exclamó:
-¡Oh,
Dios mío! ¡Proteged a la reina, protegedme a mï!
Capítulo
XIX
Plan
de campaña
D'Artagnan
se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Había pensado que, en
pocos
minutos,
el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su
agente, y
pensaba
con razón que no había un instante que perder.
El
corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la
que había
a
la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de
acercarle a una
mujer
a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado
pedir a
la
Providencia.
El
señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres.
D'Artagnan, a
quien
se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que
le
esperaba
para una cosa importante.
D'Artagnan
estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la
primera
ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán
comprendió que
efectivamente
pasaba algo nuevo.
Durante
todo el camino, D'Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de
Tréville o si
solamente
le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de
Tréville
había
sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba
tan cor-
dialmente
al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.
-¿Me
habéis hecho llamar, mi joven amigo? -dijo el señor de
Tréville.
-Sí,
señor -dijo D'Artagnan-, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando
sepáis
el
importante asunto de que se trata.
-Decid
entonces, os escucho.
-No
se trata de nada menos -dijo D'Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de
la vida
de
la reina.
-¿Qué
decís? -preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban
completamente
solos
y volviendo a poner su mirada interrogadora en D'Artagnan.
-Digo,
señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto...
-Que
yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.
-Pero
que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión
que
acabo
de recibir de Su Majestad.
-¿Ese
secreto es vuestro?
-No,
señor, es de la reina.
-¿Estáis
autorizado por Su Majestad para confiármelo?
-No,
señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo
misterio.
-¿Por
qué entonces ibais a traicionarlo por mí?
-Porque
ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la
gracia
que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo
pido.
-Guárdad
vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.
-Deseo
que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince
días.
-¿Cuándo?
-Esta
misma noche.
-¿Abandonáis
Paris?
-Voy
con una misión.
-¿Podéis
decirme adónde?
-A
Londres.
-¿Está
alguien interesado en que no lleguéis a vuestra meta?
-El
cardenal, según creo, daría todo el oro del mundo por impedirme
alcanzarlo.
-¿Y
vais solo?
-Voy
solo.
-En
ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo digo yo, palabra de
Tréville.
-¿Por
qué?
-Porque
os asesinarán.
-Moriré
cumpliendo con mi deber.
-Pero
vuestra misión no será cumplida.
-Es
cierto -dijo D'Artagnan.
-Creedme
-continuó Tréville-, en las empresas de este género hay que ser cuatro para que
llegue
uno.
-¡Ah!,
tenéis razón, señor! - dijo D'Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis
y vos
sabéis
si puedo disponer de ellos.
-¿Sin
confiarles el secreto que yo no he querido saber?
-Nos
hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba;
además,
podéis decirles que tenéis toda vuestra confianza en mí, y ellos no serán más
incrédulos
que
vos.
-Puedo
enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su
herida
hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis
para que
acompañen
a su amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío
de
su
permiso será la prueba de que autorizo su viaje.
-Gracias,
señor, sois cien veces bueno.
-Id
a buscarlos ahora mismo, y que se haga todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero
escribid
vuestra
petición al señor Des Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y
vuestra
visita,
que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este
modo.
D'Artagnan
formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos,
aseguró
que
antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios
respectivos de
los
viajeros.
-Tened
la bondad de enviar el mío a casa de Athos -dijo D'Artagnan-. Temo que de volver
a mi
casa
tenga algún mal encuentro.
-Estad
tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A propósito -dijo el señor de Tréville
llamándole.
D'Artagnan
volvió sobre sus pasos.
-¿Tenéis
dinero?
D'Artagnan
hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.
-¿Bastante?
-preguntó el señor de Tréville.
-Trescientas
pistolas.
-Está
bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.
D'Artagnan
saludó al señor de Tréville, que le tendió la mano; D'Artagnan la estrechó con
un
respeto
mezclado de gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que
motivos
de
elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal
y grande.
Su
primera visita fue para Aramis; no había vuelto a casa de su amigo desde la
famosa noche
en
que había seguido a la señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven
mosquetero, y
cada
vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su
rostro.
Aquella
noche, Aramis velaba, sombrío y soñador; D'Artagnan le hizo algunas preguntas
sobre
aquella
melancolía profunda; Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo
dieciocho de
San
Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le
preocupaba mucho.
Cuando
los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de
Tréville
entró llevando un sobre sellado.
-¿Qué
es eso? -preguntó Aramis.
-El
permiso que el señor ha pedido -respondió el lacayo.
-Yo
no he pedido ningún permiso.
-Callaos
y tomadlo -dijo D'Artagnan-. Y vos, amigo mío, tomad esta media pistola por la
molestia;
le diréis al señor de Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente.
Idos.
El
lacayo saludó hasta el suelo y salió.
-¿Qué
significa esto? -preguntó Aramis.
-Coged
lo que os hace falta para un viaje de quince días y
seguidme.
-Pero
no puedo dejar Paris en este momento sin saber...
Aramis
se etuvo.
-Lo
que ha pasado con ella, ¿no es eso? -continuó D'Artagnan.
-¿Quién?
-prosiguió Aramis.
-La
mujer que estaba aquí, la mujer del pañuelo bordado.
-¿Quién
os ha dicho que aquí había una mujer? -replicó Aramis tornándose pálido como la
muerte.
-Yo
la vi.
-¿Y
sabéis quién es?
-Creo
sospecharlo al menos.
-Escuchad
-dijo Aramis-, puesto que sabéis tantas cosas, ¿sabéis qué ha sido de esa
mujer?
-Presumo
que ha vuelto a Tours.
-¿A
Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis. Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme
nada?
-Porque
temió ser detenida.
-¿Cómo
no me ha escrito?
-Porque
temió comprometeros.
-¡D'Artagnan,
me devolvéis la vida! -exclamó Aramis-. Me creía despreciado, traicionado.
¡Estaba
tan contento de volverla a ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por
mí, y sin
embargo,
¿por qué causa habrá vuelto a Paris?
-Por
la causa que hoy nos hace ir a Inglaterra.
-¿Y
cuál es esa causa? -preguntó Aramis.
-La
sabréis un día, Aramis; por el momento, yo imitaré la discreción de la nieta del
doctor.
Aramis
sonrió, porque se acordaba del cuento que había referido cierta noche a sus
amigos.
-¡Pues
bien! Dado que ella ha abandonado Paris y que vos estáis seguro de ello,
D'Artagnan,
nada
me detiene aquí y yo estoy dispuesto a seguiros. Decís que vamos
a...
-A
casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa,
porque hemos
perdido
ya demasiado tiempo. A propósito, avisad a Bazin.
-¿Bazin
viene con nosotros? -preguntó Aramis.
-Quizá.
En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a casa de
Athos.
Aramis
llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos,
tomando su
capa,
su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para
ver si
encontraba
en ellos alguna pistola extraviada, dijo:
-Partamos,
pues.
Luego,
cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a
D'Artagnan,
preguntándose
cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a
la
que
él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de
ella.
Al
salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D'Artagnan y, mirándole fijamente,
dijo:
-¿Vos
no habéis hablado de esa mujer a nadie?
-A
nadie en el mundo.
-¿Ni
siquiera a Athos y a Porthos?
-No
les he soplado ni la menor palabra.
-En
buena hora.
Y
tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con
D'Artagnan, y
pronto
los dos juntos llegaron a casa de Athos.
Lo
encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la
otra.
-¿Podéis
explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir?
-dijo Athos
asombrado.
«Mi
querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero
que
descanséis
quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os
convenga,
y restableceros pronto. Vuestro afectísimo
Tréville.»
-Pues
bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguirme,
Athos.
-¿A
las aguas de Forges?
-Allí
o a otra parte.
-¿Para
servicio del rey?
-Del
rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?
En
aquel momento entró Porthos.
-¡Pardiez!
-dijo-. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a
la
gente
permisos sin que los pidan?
-Desde
que tienen amigos que los piden para ellos -dijo
D'Artagnan.
-¡Ah,
ah! -dijo Porthos-. Parece que hay novedades.
-Sí,
nos vamos -dijo Aramis.
-¿Adónde?
-preguntó Porthos.
-A
fe que no sé nada -dijo Athos-; pregúntaselo a D'Artagnan.
-A
Londres, señores -dijo D'Artagnan.
-¡A
Londres! -exclamó Porthos-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros en
Londres?
-Eso
es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de
mí.
-Pero
para ir a Londres -añadió Porthos-, se necesita dinero, y yo no lo
tengo.
-Ni
yo -dijo Aramis.
-Ni
yo -dijo Athos.
-Yo
lo tengo -prosiguió D'Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo
sobre la
mesa-.
En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más
de lo
que
se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos
llegaremos a
Londres.
-Y
eso ¿por qué?
-Porque
según todas las probabilidades, habrá alguno de nosotros que se quede en el
camino.
-¿Es
acaso una campaña lo que emprendemos?
-Y
de las más peligrosas, os lo advierto.
-¡Vaya!
Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar -dijo Porthos-, me gustaría
saber
por
qué al menos.
-Lo
sabrás más adelante -dijo Athos.
-Sin
embargo -dijo Aramis-, yo soy de la opinión de Porthos.
-¿Suele
el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en
Flandes,
id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis
siquiera.
-D'Artagnan
tiene razón -dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del
señor
de
Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a
hacernos matar
allí
donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas preguntas?
D'Artagnan,
yo
estoy dispuesto a seguirte.
-Y
yo también -dijo Porthos.
-Y
yo también -dijo Aramis-. Además, no me molesta dejar París. Necesito
distracciones.
-¡Pues
bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! -dijo
D'Artagnan.
-Y
ahora, ¿cuándo partimos? -dijo Athos.
-Inmediatamente
-respondió D'Artagnan-; no hay un minuto que perder.
-¡Eh,
Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! -gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus
lacayos-.
Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de
palacio.
En
efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su
caballo y el
de
su criado.
Planchet,
Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.
-Ahora,
establezcamos el plan de campaña -dijo Porthos-. ¿Dónde vamos
primero?
-A
Calais -dijo D'Artagnan-; es la línea más recta para llegar a
Londres.
-¡Bien!
-dijo Porthos-. Mi opinión es ésta.
-Habla.
-Cuatro
hombres que viajan juntos serían sospechosos; D'Artagnan nos dará a cada uno sus
instrucciones,
yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá
dos
horas
después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a
D'Artagnan,
partirá
por la que quiera, con los vestidos de Planchet, mientras Planchet nos seguirá
vestido de
D'Artagnan
y con el uniforme de los guardias.
-Señores
-dijo Athos-, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto
semejante;
un secreto puede ser traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi
siempre
vendido
por lacayos.
-El
plan de Porthos me parece impracticable -dijo D'Artagnan-, porque yo mismo
ignoro qué
instrucciones
puedo daros. Yo soy portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no
puedo
hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que
viajar en
compañía.
Esa carta está aquí, en mi bolsillo -y mostró el bolsillo en que estaba la
carta-. Si
muero,
uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a
otro, y así
sucesivamente;
con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que había que
hacer.
-¡Bravo,
D'Artagnan! Tu opinión es la mía -dijo Athos-. Además, hay que ser consecuente:
voy
a
tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños
de mar :
soy
libre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y
vosotros mostráis
vuestros
permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga,
defenderemos
erre
que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces en
el mar;
darían
buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son
una
tropa.
Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y mosquetones; si se envía un
ejército contra
nosotros,
libraremos batalla, y el superviviente, como ha dicho D'Artagnan, llevará la
carta.
-Bien
dicho -exclamó Aramis-; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando hablas es
como
San
Juan Boca de Oro. Adopto el plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?
-Yo
también -dijo Porthos-, si conviene a D'Artagnan. D'Artagnan, portador de la
carta, es
naturalmente
el jefe de la empresa; que él decida y nosotros
obedeceremos.
-Pues
bien -dijo D'Artagnan-, decido que adoptemos el plan de Athos y que partamos
dentro de
media
hora.
-¡Adoptado!
-contestaron a coro los tres mosqueteros.
Y
cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogió setenta y cinco pistolas a
hizo sus
preparativos
para partir a la hora convenida.
Capítulo
XX
El
viaje
A
las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de Paris por la
puerta de
Saint-Denis;
mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de
la
oscuridad
y veían acechanzas por todas partes.
A
los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría
volvió: era como en
la
víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la
vida que quizá se
iba
a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.
El
aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos
negros de los
mosqueteros,
su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a
esos
nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más
estricto.
Los
seguían los criados, armados hasta los dientes.
Todo
fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que
desayunar.
Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a
San
Martín dando la mitad de su capa a un pobre . Ordenaron a los lacayos no
desensillar los
caballos
y mantenerse dispuestos para volver a partir
inmediatamente.
Entraron
en la sala común y se sentaron en una mesa.
Un
gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en
aquella
misma
mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los
viajeros
respondieron;
él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la
cortesia.
Pero
en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos
y que
se
levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del
cardenal. Porthos
respondio
que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud
del rey.
El
desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó
borracho; el
desconocido
saco su espada.
-Habéis
hecho una tontería -dijo Athos-; no importa, ya no se puede retroceder ahora:
matad a
ese
hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que
podáis.
Y
los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que
Porthos
prometía
a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la
esgrima.
-¡Unol
-dijo Athos al cabo de quinientos pasos.
-Pero
¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? -preguntó
Aramis.
-Porque
por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe -dijo
D'Artagnan.
-Siempre
he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría -murmuró
Athos.
Y
los viajeros continuaron su ruta.
En
Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como
para
esperar
a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de
él,
volvieron
a ponerse en camino.
A
una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado
entre dos
taludes,
encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba
desempedrada
en
aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el
fango.
Aramis,
temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó
duramente.
Athos
quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los
viajeros a
hicieron
perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo
contra uno
de
ellos.
Entonces,
todos aquellos hombres retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes
ocultos;
resultó de ello que nuestros siete viajeros fueron literalmente pasados por las
armas.
Aramis
recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las
partes
carnosas
que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del
caballo,
no
porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida
creyó sin duda
estar
más peligrosamente herido de lo que lo estaba.
-Es
una emboscada -dijo D'Artagnan-, no piquemos el cebo, y en
marcha.
Aramis,
aunque herido como estaba se agarró a las crines de su caballo, que le llevó con
los
otros.
El de Mosquetón se les había reunido y galopaba completamente solo a su
lado.
-Así
tendremos un caballo de recambio -dijo Athos.
-Preferiría
tener un sombrero -dijo D'Artagnan-; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido
una
suerte
que la carta que llevo no haya estado dentro.
-¡Vaya,
van a matar al pobre Porthos cuando pase! -dijo Aramis.
-Si
Porthos estuviera sobre sus piernas, ya se nos habría unido -dijo Athos-. Mi
opinión es que,
sobre
la marcha, el borracho se ha despejado.
Y
galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados
que era de
temer
que negasen muy pronto el servicio.
Los
viajeros habían cogido la trocha, esperando de esta forma ser menos inquietados;
pero en
Crèvecoeur,
Aramis declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su
coraje
que
ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí.
A cada
momento
palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo bajaron a la puerta de
una
taberna,
le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que
útil,
y
volvieron a partir con la esperanza
de ir a dormir a Amiens.
-¡Pardiez!
-dijo Athos cuando se encontraron en camino, reducidos a dos amos y a Grimaud y
Planchet-.
¡Pardiez! No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni
sacar la
espada
de aquí a Calais... Lo juro...
-No
juremos -dijo D'Artagnan-, golopemos si nuestros caballos consienten en
ello.
Y
los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que,
vigorosamente
estimulados,
volvieron a encontrar fuerzas. Llegaron a Amiens a medianoche y descendieron en
el
albergue del Lis d'Or.
El
hostelero tenía el aspecto del más honesto hombre de la tierra; recibió a los
viajeros con su
palmatoria
en una mano y su bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a
cada
uno
en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas
habitaciones
estaba
en una punta del hotel. D'Artagnan y Athos las rechazaron; el hostelero
respondió,que no
había
otras dignas de Sus Excelencias; pero los viajeros declararon que se acostarían
en la
habitación
común, cada uno sobre un colchón que pondrían en el suelo. El hostelero
insistió, los
viajeros
se obstinaron: hubo que hacer lo que querían.
Acababan
de disponer el lecho y de atrancar la puerta por dentro, cuando llamaron al
postigo
del
patio; preguntaron quién estaba allí, reconocieron la voz de sus criados y
abrieron.
En
efecto, eran Planchet y Grimaud.
-Grimaud
bastará para guardar los caballos -dijo Planchet-; si los señores quieren, yo me
acostaré
atravesando la puerta; de esta forma, estarán seguros de que nadie llegará hasta
ellos.
-¿Y
en qué te acostarás? -dijo D'Artagnan.
-He
aquí mi cama -respondió Planchet.
Y
mostró un haz de paja.
-Ven
entonces -dijo D'Artagnan-; tienes razón: la cara del hostelero no me gusta, es
demasiado
graciosa.
-Ni
a mí tampoco -dijo Athos.
Planchet
subió por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud
iba a
encerrarse
en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían
dispuestos.
La
noche fue bastante tranquila. Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la
puerta, pero
cuando
Ptanchet se despertó sobresaltado y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se
equivocaban,
y se alejaron.
A
las cuatro de la mañana, se oyó un gran escándalo en las cuadras; Grimaud había
querido
despertar
a los mozos de cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la
ventana,
se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del
mango
de
un horcón.
Planchet
bajó entonces al patio y quiso ensillar los caballos; los caballos estaban
extenuados.
Sólo
el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la
víspera, habría
podido
continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario al que se
había mandado
a
buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al
de Mosquetón.
Aquello
comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá
resultado
del
azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y
D'Artagnan
salieron,
mientras Planchet iba a informarse de si había tres caballos en venta por los
alrede-
dores.
A la puerta había dos caballos completamente equipados, fuertes y vigorosos.
Aquello
arreglaba
el asunto. Preguntó dónde estaban los dueños; le dijeron que los dueños habían
pasado
la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el
amo.
Athos
bajó para pagar el gasto, mientras D'Artagnan y Planchet estaban en la puerta de
la
caller
el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos
que pasase.
Athos
entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo
y sentado
ante
su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció
Athos, lo
hizo
dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era
falsa,
declaró
que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos
falsos.
-¡Bribón!
-dijo Athos, avanzando hacia él-. ¡Voy a cortarte las
orejas!
En
aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las
puertas
laterales
y se arrojaron sobre Athos.
-¡Me
han cogido! -gritó Athos con todas las fuerzas de sus pulmones-. ¡Largaos,
D'Artagnan!
¡Pica
espuelas, pícalas! -y soltó dos tiros de pistola.
D'Artagnan
y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que
esperaban
a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y
partieron a
galope
tendido.
-¿Sabes
qué ha sido de Athos? -preguntó D'Artagnan a Planchet mientras
corrían.
-¡Ay,
señor! -dijo Planchet-. He visto caer a dos por los dos disparos, y me ha
parecido, a
través
de la vidriera, que luchaba con la espada con los otros.
-¡Bravo,
Athos! -murmuró D'Artagnan-. ¡Cuando pienso que hay que abandonarlo! De todos
modos,
quizá nos espera otro tanto a dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante!
Eres un
valiente.
-Ya
os lo dije, señor -respondió Planchet-; en los picardos, eso se ve con el uso,
estoy en mi
tierra,
y eso me excita.
Y
los dos juntos, picando espuelas, llegaron a Saint-Omer de un solo tirón. En
Saint-Omer
hicieron
respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un
bocado
deprisa
y de pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.
A
cien pasos de las puertas de Calais, el caballo de D'Artagnan cayó, y ya no hubo
medio de
hacerlo
levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de
Planchet,
pero
éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.
Afortunadamente,
como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos
monturas
en la carretera y corrieron al puerto. Planchet hizo observar a su amo un
gentilhombre
que
llegaba con su criado y que no les precedía más que en una cincuentena de
pasos.
Se
aproximaron rápidamente a aquel hombre que parecía muy agitado. Tenía las botas
cubiertas
de polvo y se informaba sobre si podría pasar en aquel mismo momento a
Inglaterra.
-Nada
sería más fácil -le respondió el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la
vela-; pero
esta
mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del
señor
cardenal.
-Tengo
ese permiso -dijo el gentilhombre sacando un papel de su bolso-; aquí
está.
-Hacedlo
visar por el gobernador del puerto -dijo el patrón y dadme
preferencia.
-¿Dónde
encontraré al gobernador?
-En
su casa de campo.
-¿Y
dónde está situada esa casa?
-A
un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella
pequeña
prominencia,
aquel techo de pizarra.
-¡Muy
bien! -dijo el gentilhombre.
Y
seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la casa de campo del
gobernador.
D'Artagnan
y Planchet siguieron al gentilhombre a quinientos pasos de
distancia.
Una
vez fuera de la villa, D'Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre
cuando éste
entraba
en un bosquecillo.
-Señor
-le dijo D'Artagnan-, parece que tenéis mucha prisa.
-No
puedo tener más, señor.
-Estoy
desesperado -dijo D'Artagnan-, porque como también tengo prisa, querría pediros
un
favor.
-¿Cuál?
-Que
me dejéis pasar primero.
-Imposible
-dijo el gentilhombre-; he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es
preciso
que mañana a mediodía esté en Londres.
-Y
yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez
de la
mañana
esté en Londres.
-Caso
perdido, señor; pero yo he llegado el primero y no pasaré el
segundo.
-Caso
perdido, señor; pero yo he llegado el segundo y pasaré el
primero.
-¡Servicio
del rey! -dijo el gentilhombre.
-¡Servicio
mío! -dijo D'Artagnan.
-Me
parece que es una mala pelea la que me buscáis.
-¡Pardiez!
¿Qué queréis que sea?
-¿Qué
deseáis?
-¿Queréis
saberlo?
-Por
supuesto.
-Pues
bien, quiero la orden de que sois portador, dado que yo no la tengo y dado que
necesito
una.
-¿Bromeáis,
verdad?
-No
bromeo nunca.
-¡Dejadme
pasar!
-No
pasaréis.
-Mi
valiente joven, voy a romperos la cabeza. ¡Eh, Lubin, mis
pistolas!
-Planchet
-dijo D'Artagnan-, encárgate tú del criado, yo me encargo del
amo.
Planchet,
enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y
vigoroso,
dio
con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el
pecho.
-Cumplid
vuestro cometido, señor -dijo Planchet-, que yo ya he hecho el
mío.
Al
ver esto, el gentilhombre sacó su espada y se abalanzó sobre D'Artagnan; pero
tenía que
habérselas
con un adversario terrible.
En
tres segundos D'Artagnan le suministró tres estocadas, diciendo a cada
una:
-Una
por Athos, otra por Porthos, y otra por Aramis.
A
la tercera, el gentilhombre cayó como una mole.
D'Artagnan
le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la
orden,
pero
en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había
soltado su
espada,
le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
-Una
por vos.
-¡Y
una por mí! ¡Para el final la buena! -exclamó D'Artagnan furioso, clavándole en
tierra con
una
cuarta estocada en el vientre.
Aquella
vez el gentilhombre cerró los ojos y se desvaneció.
D'Artagnan
registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogió.
Estaba a
nombre
del conde de Wardes .
Luego,
lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco
años
y
al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro
sobre aquel
extraño
destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de
personas que
les
son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.
Pero
muy pronto fue sacado de estas cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y
pedía
ayuda
con todas sus fuerzas.
Planchet
le puso la mano en la garganta y apretó con todas sus
fuerzas.
-Señor
-dijo- mientras lo tenga así, no gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto
como lo
suelte,
volverá a gritar. Es, según creo, normando, y los normandos son
cabezotas.
-¡Espera!
-dijo D'Artagnan.
Y
cogiendo su pañuelo lo amordazó.
-Ahora
-dijo Planchet- atémoslo a un árbol.
La
cosa fue hecha a conciencia, luego arrastraron al conde de Wardes junto a su
doméstico; y
como
la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro
del
bosque,
era evidente que debían quedarse allí hasta el día
siguiente.
-¡Y
ahora -dijo D'Artagnan-, a casa del gobernador!
-Pero
estáis herido, me parece -dijo Planchet.
-No
es nada; ocupémonos de lo que más urge; luego ya volveremos a mi herida que,
además,
no
me parece muy peligrosa.
Y
los dos se encaminaron deprisa hacia la casa de campo del digno
funcionario.
Anunciaron
al señor conde de Wardes.
D'Artagnan
fue introducido.
-¿Tenéis
una orden firmada del cardenal? -dijo el gobernador.
-Sí,
señor -respondió D'Artagnan-, aquí está.
-¡Ah,
ah! Está en regla y bien certificada -dijo el gobernador.
-Es
muy simple -respondió D'Artagnan-,soy uno de sus más
fieles-.
-Parece
que Su Eminencia quiere impedir a alguien llegar a
Inglaterra.
-Sí,
a un tal D'Artagnan, un gentilhombre bearnés que ha salido de París con tres
amigos suyos
con
la intención de llegar a Londres.
-¿Le
conocéis vos personalmente? -preguntó el gobernador.
-¿A
quién?
-A
ese D'Artagnan.
-De
maravilla.
-Dadme
sus señas entonces.
-Nada
más fácil.
Y
D'Artagnan hizo rasgo por rasgo la descripción del conde de
Wardes.
-¿Va
acompañado? -preguntó el gobernador.
-Sí,
de un criado llamado Lubin.
-Se
tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede
estar
tranquilo,
serán devueltos a Paris con una buena escolta.
-Y
si lo hacéis, señor gobernador -dijo D'Artagnan-, habréis hecho méritos ante el
cardenal.
-Lo
veréis a vuestro regreso, señor conde?
-Sin
ninguna duda.
-Os
suplico que le digáis que soy su servidor.
-No
dejaré de hacerlo.
Y
contento por esta promesa, el goberandor visó el pase y lo entregó a
D'Artagnan.
D'Artagnan
no perdió su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las
gracias y
partió.
Una
vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el
bosque y
volvieron
a entrar por otra puerta.
El
navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el
puerto.
-¿Y
bien? -dijo al ver a D'Artagnan.
-Aquí
está mi pase visado -dijo éste.
-¿Y
aquel otro gentilhombre?
-No
pasará hoy -dijo D'Artagnan-, pero estad tranquilo, yo pagaré el pasaje por
nosotros dos.
-En
tal caso, partamos -dijo el patrón.
-¡Partamos!
-repitió D'Artagnan.
Y
saltó con Planchet al bote; cinco minutos después estaban a
bordo.
Justo
a tiempo: a media legua en alta mar, D'Artagnan vio brillar una luz y oyó una
detonación.
Era
el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto.
Era
momento de ocuparse de su herida; afortunadamente, como D'Artagnan había
pensado, no
era
de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se
había
deslizado
a lo largo del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y
apenas
si
había destilado algunas gotas de sangre.
D'Artagnan
estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó
encima
y
se durmió.
Al
día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las
costas de
Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche
y habían andado poco.
A
las diez, el navío echaba el ancla en el puerto de
Douvres.
A
las diez y media, D'Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra,
exclamando:
-¡Por
fin, heme aquí!
Pero
aquello no era todo; había que ganar Londres. En Inglaterra, la posta estaba
bastante
bien
servida. D'Artagnan y Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió
por delante
de
ellos; en cuatro horas se plantaron en las puertas de la
capital.
D'Artagnan
no conocía Londres, D'Artagnan no sabía ni una palabra de inglés; pero escribió
el
nombre
de Buckingham en un papel, y todos le indicaron el palacio del
duque.
El
duque estaba cazando en Windsor, con el rey.
D'Artagnan
preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle
acompañado
en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés; le dijo que llegaba de Paris
para
un asunto de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al
instante.
La
confianza con que hablaba D'Artagnan convenció a Patrice, que así se llamaba
este ministro
del
ministro. Hizo ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia.
En cuanto a
Planchet,
le habían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre muchacho se
hallaba
en
el límite de sus fuerzas; D'Artagnan parecía de hierro.
Llegaron
al castillo; allí se informaron: el rey y Buckingham cazaban pájaros en las
marismas
situadas
a dos o tres leguas de allí.
A
los veinte minutos estuvieron en el lugar indicado. Pronto Patrice oyó la voz de
su señor que
llamaba
a su halcón.
-¿A
quién debo anunciar a milord el duque? -preguntó Patrice.
-Al
joven que una noche buscó querella con él en el Pont-Neuf, frente a la
Samaritaine.
-¡Singular
recomendación!
-Ya
veréis cómo vale tanto como cualquier otra.
Patrice
puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que
hemos
dicho
que un mensajero le esperaba.
Buckingham
reconoció a D'Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya
noticia
se le hacía llegar, no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien
la traía;
y
habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al
galope y vino
derecho
a D'Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo aparte.
-¿No
le ha ocurrido ninguna desgracia a la reina? -exclamó Buckingham, pintándose en
esta
pregunta
todo su pensamiento y todo su amor.
-No
lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra
Gracia puede
sacarla.
-¿Yo?
-exclamó Buckingham-. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna
cosa!
¡Hablad!
¡Hablad!
-Tomad
esta carta -dijo D'Artagnan.
-¡Esta
carta! ¿De quién viene esta carta?
-De
Su Majestad, según pienso.
-¡De
Su Majestad! -dijo Buckingham palideciendo hasta tal punto que D'Artagnan creyó
que iba
a
marearse.
Y
rompió el sello.
-¿Qué
es este desgarrón? -dijo mostrando a D'Artagnan un lugar en el que se hallaba
atravesada
de parte a parte.
-¡Ah,
ah! -dijo D'Artagnan-. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la
que ha
hecho
ese hermoso agujero al agujerearme el pecho.
-¿Estáis
herido? -preguntó Buckingham rompiendo el sello.
-¡Oh!
¡No es nada! -dijo D'Artagnan-. Un rasguño.
-¡Justo
cielo! ¡Qué he leído! -exclamó el duque-. Patrice, quédate aquí, o mejor,
reúnete con el
rey
donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un
asunto de la
más
alta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.
Y
los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la
capital.
Capítulo
XXI
La
condesa de Winter
Durante
el camino, el duque se hizo poner al corriente por D'Artagnan no de cuanto había
pasado,
sino de lo que D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del
joven a sus
recuerdos
propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya
gravedad,
por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le
daba la
medida.
Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba
en que
aquel
joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en
ruta.
Fue
entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D'Artagnan le contó
las
precauciones
tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado
todo
ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que
había atra-
vesado
el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible
moneda. Al
escuchar
este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al
joven
con
aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje
y
abnegación
hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte
años.
Los
caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de
Londres.
D'Artagnan
había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo,
pero no
fue
así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a
quienes se
hallaban
en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres
accidentes de este
género;
pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de
aquellos a los
que
había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a
maldiciones.
Al
entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin
preocuparse por lo que
le
ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata.
D'Artagnan hizo otro
tanto,
con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito
había
podido
apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían
lanzado de las
cocinas
y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
El
duque caminaba tan rápidamente que D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó
sucesivamente
varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no
tenían
siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de
gusto y de
riqueza.
En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el
duque
abrió
con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del
mismo metal.
Por
discreción, D'Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que
Buckingham
franqueaba
el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del
joven:
-Venid
-le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad,
decidle lo que
habéis
visto.
Alentado
por esta invitación, D'Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras
él.
Los
dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de
Persia y
brocada
de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una
especie
de
altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y
rojas, había un
retrato
de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que
D'Artagnan
lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a
hablar.
Sobre
el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de
diamantes.
El
duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote
ante Cristo;
luego
abrió el cofre.
-Mirad
-le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de
diamantes-.
Mirad, aquí están estos preciosos herretes con los que había hecho juramento de
ser
enterrado.
La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su
voluntad,
como
la de Dios.
Luego
se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que
separarse. De
pronto,
lanzó un grito terrible.
-¿Qué
pasa? -preguntó D'Artagnan con inquietud-. ¿Y qué os ocurre,
milord?
-Todo
está perdido -exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto-; dos de
estos
herretes
faltan, no hay más que diez.
-Milord,
¿los ha perdido o cree que se los han robado?
-Me
los han robado -repuso el duque-. Y es el cardenal quien ha dado el golpe.
Mirad, las
cintas
que los sostenían han sido cortadas con tijeras.
-Si
milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo... Quizá esa persona los
tenga aún en
sus
manos.
-¡Esperad,
esperad! -exclamó el duque-. La única vez que me he puesto estos herretes fue en
el
baile del rey, hace ocho días, en Windsor. La condesa de Winter , con quien
estaba
enfadado,
se me acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mujer
celosa.
Desde ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del
cardenal.
-¡Pero
los tiene entonces en todo el mundo! -exclamó D'Artagnan.
-¡Oh,
sí sí! -dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera-. Sí, es un luchador
terrible. Pero,
no
obstante, ¿cuándo ha de tener lugar ese baile?
-El
próximo lunes.
-¡El
próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice!
-exclamó
el
duque, abriendo la puerta de la capilla-. ¡Patrice!
Su
ayuda de cámara de confianza apareció.
-¡Mi
joyero y mi secretario!
El
ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que
había
contraído
de obedecer ciegamente y sin réplica.
Pero
aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secretario quien apareció
antes.
Era
muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su
dormitorio
y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.
-Señor
Jackson -le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle
que le
encargo
la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al
instante.
-Pero,
monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido
llevar a
Vuestra
Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?
-Que
tal ha sido mi capricho, y que no tengo que dar cuenta a nadie de mi
voluntad.
-¿Será
esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad -repuso sonriendo el
secretario- si
por
casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede
salir de los
puertos
de Gran Bretaña?
-Tenéis
razón señor -respondió Buckingham- En tal caso le dirá al rey que he decidido la
guerra,
y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra
Francia.
El
secretario se inclinó y salió.
-Ya
estamos tranquilos por ese lado -dijo Buckingham, volviéndose hacia D'Artagnan-.
Si los
herretes
no han partido ya para Francia, no llegarán antes que vos.
-Y
eso, ¿por qué?
-Acabo
de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos
de
Su
Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a
levar anclas.
D'Artagnan
miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba
revestido
por la confianza de un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la
expresión
del
rostro del joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.
-Sí
-dijo- sí, es que Ana de Austria es mi verdadera reina; a una palabra de ella
traicionaría a
mi
país, traicionaría a mi rey, traicionaría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a
los protestantes de
La
Rochelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba así a mi
palabra,
¡pero
no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido suficientemente pagado por mi
obediencia?
Porque
a esa obediencia debo precisamente su retrato.
D'Artagnan
admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a veces suspendidos los
destinos
de
un pueblo y la vida de los hombres.
Estaba
él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un
irlandés de
los
más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año
con el duque de
Buckingham.
-Señor
O'Reilly -le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla-, ved estos herretes de
diamantes y
decidme
cuánto vale cada pieza.
El
orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados,
calculó
uno
con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:
-Mil
quinientas pistolas la pieza, milord -respondió.
-¿Cuántos
días se necesitarían para hacer dos herretes como estos? Como veis, faltan
dos.
-Ocho
días, milord.
-Los
pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado
mañana.
-Los
tendrá, milord.
-Sois
un hombre preciso, señor O'Reilly, pero esto no es todo; esos erretes no pueden
ser
confiados
a nadie, es preciso que sean hechos en este palacio.
-Imposible,
milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los
nuevos
y
los viejos.
-Entonces,
mi querido señor O'Reilly, sois mi prisionero, y aunque ahora quisierais salir
de mi
palacio
no podríais; decidid, pues. Decidme los nombres de los ayudantes que necesitáis,
y
designad
los utensilios que deben traer.
El
orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso
tomó al
instante
su decisión.
-¿Me
será permitido avisar a mi mujer? -preguntó.
-¡Oh!
Os será incluso permitido verla, mi querido señor O'Reilly; vuestro cautiverio
será dulce,
estad
tranquilo; y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los
dos
herretes,
aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os
causo.
D'Artagnan
no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer
hombres
y millones.
En
cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y
encargándola
devolverle
a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le
daba, y
una
lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham
condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de
media
hora,
fue transformada en taller. Luego puso un centinela en cada puerta con
prohibición de
dejar
entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es
inútil añadir
que
al orfebre O'Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir
bajo el pretexto
que
fuera.
Arreglado
este punto, el duque volvió a D'Artagnan.
-Ahora,
joven amigo mío -dijo-, Inglaterra es nuestra. ¿Qué queréis qué
deseáis?
-Una
cama -respondió D'Artagnan-. Os confieso que por el momento es lo que más
necesito.
Buckingham
dio a D'Artagnan una habitación que pegaba con la suya. Quería tener al joven
bajo
su mano, no porque desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar
constantemente
de la reina.
Una
hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los
puertos
ningún
navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas. A los ojos de
todos,
aquello
era una declaración de guerra entre los dos reinos.
Dos
días después, a las once, los dos herretes en diamantes estaban acabados y tan
perfectamente
imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los
nuevos
de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado
igual
que
él.
Al
punto hizo llamar a D'Artagnan.
-Mirad
-le dijo-. Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y
sed mi
testigo
de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he
hecho.
-Estad
tranquilo, milord, diré lo que he visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los
herretes sin
la
caja?
-La
caja os sería un embarazo. Además, la caja es para mí tanto más preciosa cuanto
que sólo
me
queda ella. Diréis que la conservo yo.
-Haré
vuestro encargo palabra por palabra, milord.
-Y
ahora -prosiguió Buckingham, mirando fijamente al joven-, ¿cómo saldaré mi deuda
con
vos?
D'Artagnan
enrojeció hasta el blanco de los ojos. Vio que el duque buscaba un medio de
hacerle
aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a
ser
pagadas
por el oro inglés le repugnaba extrañamente.
-Entendámonos
milord -respondió D'Artagnan-, y sopesemos bien los hechos por adelantado, a
fin
de que no haya desprecio en ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de
Francia, y formo
parte
de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el
señor de
Tréville,
está particularmente vinculado a Sus Majestades. Por tanto, lo he hecho todo por
la
reina
y nada por Vuestra Gracia. Es más, quizá no hubiera hecho nada de todo esto si
no hubiera
tratado
de ser agradable a alguien que es mi dama, como la reina lo es
vuestra.
-Sí
-dijo el duque, sonriendo-, y creo incluso conocer a esa persona,
es...
-Milord,
yo no la he nombrado -interrumpió vivamente el joven.
-Es
justo -dijo el duque-. Es, pues, a esa persona a quien debo estar agradecido por
vuestra
abnegación.
-Vos
lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de
guerra,
os
confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a
un enemigo
al
que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque
de Windsor o
en
los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá ejecutar punto
por punto mi
misión
y hacerme matar si es necesario para cumplirla; pero, lo repito a Vuestra
Gracia, sin que
tenga
que agradecerme personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más
de lo
que
hice por ella en la primera.
-Nosotros
decimos: «Orgulloso como un escocés» -murmuró Buckingham.
-Y
nosotros decimos: «Orgulloso como un gascón» -respondió D'Artagnan. Los gascones
son
los
escoceses de Francia.
D'Artagnan
saludó al duque y se dispuso a partir.
-¡Y
bien! ¿Os vais as? ¿Por dónde? ¿Cómo?
-Es
cierto.
-¡Dios
me condene! Los franceses no temen a nada.
-Había
olvidado que Inglaterra era una isla y que vos erais el
rey.
-Id
al puerto, buscad el bricbarca Sund, entregad esta carta al capitán; él os
conducirá a un
pequeño
puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más
que
barcos de pesca.
-¿Cómo
se llama ese puerto?
-Saint-Valèry;
pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin
muestra,
un verdadero garito de marineros; no podéis confundiros, no hay más que
uno.
-¿Después?
-Preguntaréis
por el hostelero, y le diréis: Forward.
-Lo
cual quiere decir...
-Adelante:
es la contraseña. Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el
camino
que debéis seguir; encontraréis de ese modo cuatro relevos en vuestra ruta. Si
en cada
uno
de ellos queréis dar vuestra dirección de Paris, los cuatro caballos os
seguirán; ya conocéis
dos,
y me ha parecido que sabéis apreciarlos como aficionado: son los que hemos
montado;
creedme,
los otros no les son inferiores. Estos cuatro caballos están equipados para
campaña.
Por
orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros
tres a vuestros
compañeros:
además son para hacer la guerra. El fin excluye los medios, como vos decís, como
dicen
los franceses, ¿no es así?
-Sí,
milord, acepto -dijo D'Artagnan-. Y si place a Dios, haremos buen uso de
vuestros
presentes.
-Ahora,
vuestra mano, joven; quizá nos encontremos pronto en el campo de batalla; pero
mientras
tanto, nos dejaremos como buenos amigos, eso espero.
-Sí,
milord, pero con la esperanza de convertirnos pronto en
enemigos.
-Estad
tranquilo, os lo prometo.
-Cuento
con vuestra palabra, milord.
D'Artagnan
saludó al duque y avanzó vivamente hacia el puerto.
Frente
a la Torre de Londres encontró el navio designado, entregó su carta al capitán,
que la
hizo
visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Cincuenta
navíos estaban en franquicia y esperaban.
Al
pasar junto a la borda de uno de ellos, D'Artagnan creyó reconocer a la mujer de
Meung, la
misma
a la que el gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él,
D'Artagnan, había
encontrado
tan bella; pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su
navío
iba
tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los
ojos.
Al
día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llegaron a
Saint-Valèry.
D'Artagnan
se dirigió al instante hacia el albergue indicado, y lo reconoció por los gritos
que de
él
salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo a
indudable, y
los
marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
D'Artagnan
hendió la multitud, avanzó hacia el hostelero y pronunció la palabra Forword. Al
instante
el huésped le hizo seña de que le siguiese, salió con él por una puerta que daba
al patio,
lo
condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le
preguntó si
necesitaba
alguna otra cosa.
-Necesito
conocer la ruta que debo seguir -dijo D'Artagnan.
-Id
de aquí a Blangy, y de Blangy a Neufchátel. En Neufchátel entrad en el albergue
de la
Herse
d'Ord, dad la contraseña al hotelero, y, como aquí, encontraréis un caballo
totalmente
ensillado.
-¿Debo
algo? -preguntó D'Artagnan.
-Todo
está pagado -dijo el hostelero-, y con largueza. Id, pues, y que Dios os
guíe.
-¡Amén!
-respondió el joven, partiendo al galope.
Cuatro
horas después estaba en Neufchátel.
Siguió
estrictamente las instrucciones recibidas; en Neufchátel, como en Saint-Valèry,
encontró
una
montura totalmente ensillada y aguardándolo; quiso llevar las pistolas de la
silla que acababa
de
dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de
pistolas parecidas.
-
Vuestra dirección en Paris?
-Palacio
de los Guardias, compañía Des Essarts.
-Bien
-respondió éste.
-¿Qué
ruta hay que tomar? -preguntó a su vez D'Artagnan.
-La
de Rouen; pero dejaréis la ciudad a vuestra derecha. En la Pequeña aldea de
Ecouis os
detendréis,
no hay más que un albergue, el Ecu de France. No lo juzguéis por su apariencia:
en
sus
cuadras tendrá un caballo que valdrá tanto como éste.
-¿La
misma contraseña?
-Exactamente.
-¡Adiós,
maese!
-¡Buen
viaje, gentilhombre! ¿Tenéis necesidad de alguna cosa? D'Artagnan hizo con la
cabeza
señal
de que no, y volvió a partir a todo galope. En Ecouis, la misma escena se
repitió: encontró
un
hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado; dejó sus señas como lo
había hecho y
volvió
a partir al mismo galope para Pontoise. En Pontoise, cambió por última vez de
montura y a
las
nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de
Tréville.
Había
hecho cerca de sesenta leguas en doce horas.
El
señor de Tréville lo recibió como si lo hubiera visto aquella misma mañana; sólo
que,
apretándole
la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del
señor
Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su
puesto.
Capítulo
XXII
El
ballet de la Merlaison
Al
día siguiente no se hablaba en todo Paris más que del baile que los señores
regidores de la
villa
darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debian bailar el famoso
ballet de la
Merlaison
, que era el ballet favorito del rey.
En
efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayuntamiento para aquella
velada
solemne.
El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían
permanecer
las
damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con
doscientas velas
de
cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte
violines habían sido
avisados,
y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario,
dado que,
según
este informe, debían tocar durante toda la noche.
A
las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey,
seguido de
dos
exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa,
llamado
Clément,
todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas
llaves le
fueron
entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir
para hacerla
reconocer,
y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia
de
todas
las puertas y todas las avenidas.
A
las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo
cincuenta
arqueros
que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían
sido
asignadas.
A
las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La
compañía de los
guardias
franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier , la otra
mitad
por hombres del señor des Essarts.
A
las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban,
eran
colocados
en el salón, sobre los estrados preparados.
A
las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la
persona de
mayor
consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y
colocada en el
palco
frontero al que debía ocupar la reina.
A
las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de
la iglesia
Saint-Jean,
y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro
arqueros.
A
medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que
avanzaba a
través
de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban
iluminadas
con linternas de color.
Al
punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por
seis
sargentos,
cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien
encontraron
en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida,
cumplida
la
cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando
la culpa
sobre
el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los
asuntos del
Estado.
Su
Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur , por
el
conde
de Soissons, por el gran prior , por el duque de Longueville, por el duque
D'Elbeuf,
por
el conde D'Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt,
por el señor
de
Baradas , por el conde de Cramail y por el caballero de
Souveray.
Todos
observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Se
había preparado para el rey un gabinete, y otro para Monsieur. En cada uno de
estos
gabinetes
había depositados trajes de máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y
para la
señora
presidenta. Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían
vestirse de dos
en
dos en habitaciones preparadas a este efecto.
Antes
de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a prevenirlo tan pronto
como
apareciese
el cardenal.
Media
hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas
anunciaban la
llegada
de la reina . Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos
por los
sargentos
se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La
reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre
todo fatigado.
En
el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces
había
permanecido
cerrada se abrió, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de
caballero
español. Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría
terrible pasó
por
sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La
reina permaneció algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del
Ayuntamiento y
respondiendo
a los saludos de las damas.
De
pronto el rey apareció con el cardenal en una de las puertas de la sala. El
cardenal le
hablaba
en voz baja y el rey estaba muy pálido.
El
rey hendió la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas
anudadas, se
aproximó
a la reina y con voz alterada le dijo:
-Señora,
¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis
que me
hubiera
agradado verlos?
La
reina tendió su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que
sonreía con una
sonrisa
diabólica.
-Sire
-respondió la reina con voz alterada-, porque en medio de esta gran muchedumbre
he
temido
que les ocurriera alguna desgracia.
-¡Pues
os habéis equivocado, señora! Si os he hecho ese regalo ha sido para que os
adornarais
con
él. Os digo que os habéis equivocado.
Y
la voz del rey estaba temblorosa de cólera; todos miraban y escuchaban con
asombro, sin
comprender
nada de lo que pasaba.
-Sire
-dijo la reina- puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los
deseos de
Vuestra
Majestad serán cumplidos.
-Hacedlo,
señora, hacedlo, y cuanto antes; porque dentro de una hora va a comenzar el
ballet.
La
reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a
su gabinete.
Por
su parte, el rey volvió al suyo.
Hubo
en la sala un momento de desconcierto y confusión.
Todo
el mundo había podido notar que algo había pasado entre el rey y la reina; pero
los dos
habían
hablado tan bajo que, habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie
había
oído
nada. Los violines tocaban con toda su fuerza, pero no los
escuchaban.
El
rey salió el primero de su gabinete; iba en traje de caza de los más elegantes y
Monsieur y
los
otros señores iban vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y
así vestido
parecía
verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
El
cardenal se acercó al rey y le entregó una caja. El rey la abrió y encontró en
ella dos
herretes
de diamantes.
-¿Qué
quiere decir esto? -preguntó al cardenal.
-Nada
-respondió éste-. Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo,
contadlos, Sire,
y
si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle
robado los dos
herretes
que hay ahí.
El
rey miró al cardenal como para interrogarle; pero no tuvo tiempo de dirigirle
ninguna
pregunta:
un grito de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer
gentilhombre
de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de
Francia.
Es
cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de
fieltro con
plumas
azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y
una falda
de
satén azul toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los
herretes
sostenidos
por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El
rey se estremecía de alegría y el cardenal de cólera; sin embargo, distantes
como estaban
de
la reina, no podían contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía
diez o tenía doce?
En
aquel momento, los violines hicieron sonar la señal del baile. El rey avanzó
hacia la señora
presidenta,
con la que debía bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus
puestos y el
baile
comenzó.
El
rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con
la mirada
aquellos
herretes, cuya cuenta no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del
cardenal.
El
baile duró una hora: tenía dieciséis intermedios.
El
baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su
dama a su sitio,
pero
el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba
para avanzar
deprisa
hacia la reina.
-Os
agradezco, señora -le dijo-, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos,
pero creo
que
os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.
Y
con estas palabras, tendió a la reina los dos herretes que le había entregado el
cardenal.
-¡Cómo,
Sire! -exclamó la joven reina fingiendo sorpresa-. ¿Me dais aún otros dos?
Entonces
con
éstos tendré catorce.
En
efecto, el rey contó y los doce herretes se hallaron en los hombros de Su
Majestad.
El
rey llamó al cardenal.
-Y
bien, ¿qué significa esto, monseñor cardenal? -preguntó el rey en tono
severo.
-Eso
significa, Sire -respondió el cardenal-, que yo deseaba que Su Majestad aceptara
esos dos
herretes
y, no atreviéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este
medio.
-Y
yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia -respondió Ana de Austria con
una
sonrisa
que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería-, cuanto que
estoy
segura
de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce
han
costado
a Su Majestad.
Luego,
habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación
en que
se
había vestido y en que debía desvestirse.
La
atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este
capítulo a los
personajes
ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a
quien
Ana
de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y
que,
confundido,
ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde
allí
esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su
Eminencia y él.
La
reina acababa de ganar su habitación y D'Artagnan se aprestaba a retirarse cundo
sintió que
le
tocaban ligeramente en el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía
señas de
seguirla.
Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas
pese a
esta
precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él,
reconoció al
instante
mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora
Bonacieux.
La
víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde
D'Artagnan la había
hecho
llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia
del feliz retorno
de
su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras.
D'Artagnan
siguió,
pues, a la señora Bonacieux movido por un doble sentimiento: el amor y la
curiosidad.
Durante
todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos,
D'Artagnan
quería
detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante;
pero
vivaz
como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar,
su dedo
puesto
en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba
bajo el
imperio
de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la
más
ligera
queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux
abrió una
puerta
a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva
señal de
mutismo,
y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas
esparcieron de
pronto
viva luz, desapareció.
D'Artagnan
permaneció un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un
rayo
de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que
llegaba hasta él,
la
conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante,
la palabra
Majestad
muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete
contiguo a
la
habitación de la reina.
El
joven permaneció en la sombra y esperó.
La
reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la
rodeaban y
que
tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina
achacaba
aquel
sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho
experimentar el
baile,
y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos
ponderaban la
galantería
de los señores regidores del Ayuntamiento de Paris.
Aunque
D'Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en
primer
lugar
por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación,
impreso
naturalmente
en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta
abierta,
y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la
luz.
Finalmente,
de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a
través
de la tapicería; D'Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró
de
rodillas,
cogió aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se
retiró
dejando
en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a
cerrarse
y
D'Artagnan se encontró de nuevo en la más completa
oscuridad.
D'Artagnan
puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evidente que no todo había
terminado
aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor.
Además,
el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las
tres y
el
reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres
cuartos.
En
efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se
las oyó
alejarse;
luego, la puerta del gabinete donde estaba D'Artagnan se volvió a abrir y la
señora
Bonacieux
se adelantó.
-¡Vos
por fin! -exclamó D'Artagnan.
-¡Silencio!
-dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven-. ¡Silencio! E idos
por
donde
habéis venido.
-Pero
¿cuándo os volveré a ver? -exclamó D'Artagnan.
-Un
billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos,
marchaos!
Y
con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D'Artagnan fuera del
gabinete.
D'Artagnan
obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que
estaba
realmente muy enamorado.
Capítulo
XXIII
La
cita
D'Artagnan
volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y
aunque
tuvo que atravesar los peores barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya
se sabe
que
hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró
la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de
una
forma
convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado
del
palacio
del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la
puerta.
-¿Alguien
ha traído una carta para mî? -preguntó vivamente
D'Artagnan.
-Nadie
ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-; pero hay una que ha venido
totalmente
sola.
-¿Qué
quieres decir, imbécil?
-Quiero
decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y
aunque esa
llave
no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa,
en
vuestro
dormitorio.
-¿Y
dónde está esa carta?
-La
he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa
de las
gentes.
Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero
no, todo
estaba
herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna
magia
en
ella.
Durante
este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era
de la
señora
Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
«Hay
vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad
esta
noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza
en
la esquina de la casa del señor D'Estrées .
C.
B.»
Al
leer aquella carta, D'Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese
dulce
espasmo
que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era
el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su
corazón, henchido
por
la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de
aquel paraíso
terrestre
que se llamaba el amor.
-¡Y
bien, señor! -dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer
sucesivamente-.
¿No
es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto
desagradable?
-Te
equivocas, Planchet -respondió D'Artagnan-, y la prueba es que ahí tienes un
escudo para
que
bebas a mi salud.
-Agradezco
al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones;
pero
no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas
cerradas...
-Caen
del cielo, amigo mío, caen del cielo.
-Entonces,
¿el señor está contento? -preguntó Planchet.
-¡Mi
querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
-¿Puedo
aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
-Sí,
vete.
-Que
todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto
que esa
carta...
Y
Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido
borrar
enteramente
la liberalidad de D'Artagnan.
Al
quedarse solo, D'Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar
veinte veces
aquellas
líneas trazadas por la mano de , su bella amante. Finalmente se acostó, se
durmió y
tuvo
sueños dorados.
A
las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada
abrió la
puerta,
el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la
víspera.
-Planchet
-le dijo D'Artagnan-, salgo por todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las
siete de la
tarde;
pero a las siete de la tarde, estate dispuesto con dos
caballos.
-¡Vaya!
-dijo Planchet-. Parece que todavía vamos a hacernos agujerear la piel en varios
lugares.
-Cogerás
tu mosquetón y tus pistolas.
-¡Bueno!
¿Qué decía yo? -exclamó Planchet-. Estaba seguro; , esa maldita
carta...
-Tranquilízate,
imbécil, se trata simplemente de una partida de placer.
-Sí,
como los viajes de recreo del otro día, en los que llovían las balas y donde
había trampas.
-Además,
si tenéis miedo, señor Planchet -prosiguió D'Artagnan-, iré sin vos; prefiero
viajar
solo
antes que tener un compañero que tiembla.
-El
señor me injuria -dijo Planchet-; me parece, sin embargo, que me ha visto en
acción.
-Sí,
pero creo que gastaste todo tu valor de una sola vez.
-El
señor verá que cuando la ocasión se presente todavía me queda; sólo que ruego al
señor
no
prodigarlo demasiado si quiere que me quede por mucho
tiempo.
-¿Crees
tener todavía cierta cantidad para gastar esta noche?
-Eso
espero.
-Pues
bien, cuento contigo.
-A
la hora indicada estaré dispuesto; sólo que yo creía que el señor no tenía más
que un
caballo
en la cuadra de los guardias.
-Quizá
no haya en estos momentos más que uno, pero esta noche habrá
cuatro.
-Parece
que nuestro viaje fuera un viaje de remonta.
-Exactamente
-dijo D'Artagnan.
Y
tras hacer a Planchet un último gesto de recomendación
salió.
El
señor Bonacieux estaba a su puerta. La intención de D'Artagnan era pasar de
largo sin
hablar
al digno mercero; pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su
inquilino hubo
por
fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con
él.
Por
otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya
mujer os
ha
dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor
D'Estrées?
D'Artagnan
se acercó con el aire más amable que pudo adoptar.
La
conversación recayó naturalmente sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El
señor
Bonacieux,
que ignoraba que D'Artagnan había oído su conversación con el desconocido de
Meung,
contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de
Laffemas, a
quien
no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se
extendió
largamente
sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los
instrumentos
de
tortura.
D'Artagnan
lo escuchó con una complacencia ejemplar; luego, cuando hubo
terminado:
-Y
la señora Bonacieux -dijo por fin-, ¿sabéis quién la había raptado? Porque no
olvido que
gracias
a esa circunstancia molesta debo la dicha de haberos
conocido.
-¡Ah!
-dijo el señor Bonacieux-. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su
parte,
me
ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos -continuó el
señor
Bonacieux
en un tono de ingenuidad perfecta-, ¿qué ha sido de vos todos estos días
pasados? No
os
he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento
de París
donde
habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras
botas.
-Tenéis
razón, mi querido señor Bonacieux, mis amigos y yo hemos hecho un pequeño
viaje.
-¿Lejos
de aquí?
-¡Oh,
Dios mío, no, a unas cuarenta leguas sólo! Hemos ido a llevar al señor Athos a
las aguas
de
Forges, donde mis amigos se han quedado.
-¿Y
vos habéis vuelto, verdad? -prosiguió el señor Bonacieux dando a su fisonomía su
aire más
maligno-.
Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais
impacientemente
esperado en Paris, ¿no es así?
-A
fe -dijo riendo el joven-, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más
cuanto que
veo
que no se os puede ocultar nada. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os
respondo de
ello.
Una
ligera nube pasó por la frente de Bonacieux, pero tan ligera que D'Artagnan no
se dio
cuenta.
-¿Y
vamos a ser recompensados por nuestra diligencia? -continuó el mercero con una
ligera
alteración
en la voz, alteración que D'Artagnan no notó como tampoco había notado la nube
momentánea
que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno
hombre.
-¡Vaya!
¿Vais a sermonearme? -dijo riendo D'Artagnan.
-No,
lo que os digo es sólo -repuso Bonacieux-, es sólo para saber si volveremos
tarde.
-¿Por
qué esa pregunta, querido huésped? -preguntó D'Artagnan-. ¿Es que contáis con
esperarme?
-No,
es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada
vez que
oigo
abrir una puerta, y sobre todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no
soy un
hombre
de espada.
-¡Bueno!
No os asustéis si regreso a la una, a las dos o a las tres de la mañana; y si no
regreso,
tampoco os asustéis.
Aquella
vez Bonacieux se quedó tan pálido que D'Artagnan no pudo dejar de darse cuenta,
y le
preguntó
qué tenía.
-Nada
-respondió Bonacieux-, nada. Desde estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que
se
apoderan
de mí de pronto, y acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis
caso,
vos no tenéis más que ocuparos de ser feliz.
-Entonces
tengo ocupación, porque lo soy.
-No
todavía, esperar entonces, vos mismo lo habéis dicho: esta
noche.
-¡Bueno,
esta noche llegará, a Dios gracias! Y quizá la estéis esperando vos con tanta
impaciencia
como yo. Quizá esta noche la señora Bonacieux visite el domicilio
conyugal.
-La
señora Bonacieux no está libre esta noche -respondió con tono grave el marido-;
está
retenida
en el Louvre por su servicio.
-Tanto
peor para vos, mi querido huésped, tanto peor; cuando soy feliz quisiera que
todo el
mundo
lo fuese; pero parece que no es posible.
Y
el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía
comprender.
-¡Divertíos
mucho! -respondió Bonacieux con un acento sepulcral.
Pero
D'Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la
disposición
de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
Se
dirigió hacia el palacio del señor de Tréville; su visita de la víspera había
sido como se
recordará,
muy corta y muy poco explicativa.
Encontró
al señor de Tréville con la alegría en el alma. El rey y la reina habían estado
encantadores
con él en el baile. Cierto que el cardenal había estado perfectamente
desagradable.
A
la una de la mañana se había retirado so pretexto de que estaba indispuesto. En
cuanto a
Sus
Majestades, no habían vuelto al Louvre hasta las seis de la
mañana.
-Ahora
-dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos
los
ángulos
de la habitación para ver si estaban completamente solos-, ahora hablemos de
vos,
joven
amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la
alegría del
rey,
con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de
protegeros.
-¿Qué
he de temer -respondió D'Artagnan- mientras tenga la dicha de gozar del favor de
Sus
Majestades?
-Todo,
creedme. El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya
saldado
sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón
de mi
conocimiento.
-¿Creéis
que el cardenal esté tan adelantado como vos y sepa que soy yo quien ha estado
en
Londres?
-¡Diablos!
¿Habéis estado en Londres? De Londres es de donde habéis traído ese hermoso
diamante
que brilla en vuestro dedo? Tened cuidado, mi querido D'Artagnan, no hay peor
cosa
que
el presente de un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?...
Esperad...
-Sí,
sin duda -prosiguió D'Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla
de los
rudimentos
en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su
preceptor-;
sí, sin duda, debe haber uno.
-Hay
uno, desde luego -dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras- y
el señor de
Benserade
me lo citaba el otro día... Esperad, pues... Áh, ya está:
Timeo
Danaos et dona ferentes
Lo
cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo que os hace presentes». -Ese diamante
no
proviene
de un enemigo, señor -repuso D'Artagnan-, proviene de la
reina.
-¡De
la reina! ¡Oh, oh! -dijo el señor de Tréville-. Efectivamente es una auténtica
joya real, que
vale
mil pistolas por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este
regalo?
-Me
lo ha entregado ella misma.
-Y
eso, ¿dónde?
-En
el gabinete contiguo a la habitación en que se cambió de
tocado.
-¿Cómo?
-Dándome
su mano a besar.
-¡Habéis
besado la mano de la reina! -exclamó el señor de Tréville mirando a
D'Artagnan.
-¡Su
Majestad me ha hecho el honor de concederme esa gracia!
-Y
eso, ¿en presencia de testigos? Imprudente, tres veces
imprudente.
-No,
señor, tranquilizaos, nadie lo vio -repuso D'Artagnan. Y le contó al señor de
Tréville cómo
habían
ocurrido las cosas.
-¡Oh,
las mujeres, las mujeres! -exclamó el viejo soldado-. Las reconozco en su
imaginación
novelesca;
todo lo que huele a misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso
es
todo;
os encontraríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no
sabría quién sois
vos.
-No,
pero gracias a este diamante... -repuso el joven.
-Escuchad
-dijo el señor de Tréville-. ¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un
consejo
de amigo?
-Me
haréis un honor, señor -dijo D'Artagnan.
-Pues
bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese diamante por el precio
que os
dé;
por judío que sea, siempre encontreréis ochocientas pistolas. Las pistolas no
tienen nombre,
joven,
y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo
lleve.
-¡Vender
este anillo! ¡Un anillo que viene de mi soberana! ¡Jamás! -dijo
D'Artagnan.
-Entonces
volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un
cadete
de
Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su
madre.
-¿Pensáis,
pues, que tengo algo que temer? -preguntó d'Artagnan.
-Equivale
a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida
debe
considerarse a salvo en comparación con vos.
-¡Diablo!
-dijo D'Artagnan, a quien el tono de seguridad del señor de Tréville comenzaba a
inquietar-.
¡Diablo! ¿Qué debo hacer?
-Estar
vigilante siempre y ante cualquier cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la
mano
larga;
creedme, os jugará una mala pasada.
-Pero
¿cuál?
-¿Y
qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio todas las trampas del demonio? Lo menos
que
puede
pasaros es que se os arreste.
-¡Cómo!
¿Se atreverían a arrestar a un hombre al servicio de Su
Majestad?
-¡Pardiez!
Mucho les ha preocupado con Athos. En cualquier caso, joven, creed a un hombre
que
está hace treinta años en la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis
perdido. Al
contrario,
y soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca
pelea,
evitadla,
aunque sea un niño de diez años el que la busca; si os atacan de noche o de día,
batíos
en
retirada y sin vergüenza; si cruzáis un puente, tantead las planchas, no vaya a
ser que una os
falte
bajo el pie; si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no
vaya a ser
que
una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir
por vuestro
criado,
y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado.
Desconfiad
de
todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de
vuestra
amante
sobre todo.
D'Artagnan
enrojeció.
-De
mi amante -repitió él maquinalmente-. ¿Y por qué más de ella que de cualquier
otro?
-Es
que la amante es uno de los medios favoritos del cardenal; no lo hay más
expeditivo: una
mujer
os vende por diez pistolas, testigo Dalila . ¿Conocéis las Escrituras,
no?
D'Artagnan
pensó en la cita que le había dado la señora Bonacieux para aquella misma noche;
pero
debemos decir, en elogio de nuestro heroe, que la mala opinión que el señor de
Tréville
tenía
de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su
preciosa
huéspeda.
-Pero,
a propósito -prosiguió el señor de Tréville-. ¿Qué ha sido de vuestros tres
compañeros?
-Iba
a preguntaros si vos habíais sabido alguna noticia.
-Ninguna,
señor.
-Pues
bien yo los dejé en mi camino: a Porthos en Chantilly, con un duelo entre las
manos; a
Aramis
en Crévocoeur, con una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación
de
falso
monedero encima.
-¡Lo
veis! -dijo el señor de Tréville-. Y vos, ¿cómo habéis
escapado?
-Por
milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor
conde de
Wardes
en el dorso de la ruta de Calais como a una mariposa en una
tapicería.
-¡Lo
veis todavía! De Wardes, un hombre del cardenal, un primo de Rochefort. Mirad,
amigo
mío,
se me ocurre una idea.
-Decid,
señor.
-En
vuestro lugar, yo haría una cosa.
-¿Cuál?
-Mientras
Su Eminencia me hace buscar en Paris, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la
ruta
de
Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien
merecen ese
pequeño
detalle por vuestra parte.
-El
consejo es bueno, señor, y mañana partiré.
-¡Mañana!
¿Y por qué no esta noche?
-Esta
noche, señor, estoy retenido en Paris por un asunto
indispensable.
-¡Ah,
joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened cuidado, os lo repito; fue la mujer la que
nos
perdió
a todos nosotros, y la que nos perderá aún a todos nosotros. Creedme, partid
esta noche.
-¡Imposible,
señor!
-¿Habéis
dado vuestra palabra?
-Sí,
señor.
-Entonces
es otra cosa; pero prometedme que, si no sois muerto esta noche, mañana
partiréis.
-Os
lo prometo.
-¿Necesitáis
dinero?
-Tengo
todavía cincuenta pistolas. Es todo lo que me hace falta, según
pienso.
-Pero
¿vuestros compañeros?
-Pienso
que no deben necesitarlo. Salimos de Paris cada uno con setenta y cinco pistolas
en
nuestros
bolsillos.
-¿Os
volveré a ver antes de vuestra partida?
-No,
creo que no, señor, a menos que haya alguna novedad.
-¡Entonces,
buen viaje!
-Gracias,
señor.
Y
D'Artagnan se despidió del señor de Tréville, emocionado como nunca por su
solicitud
completamente
paternal hacia sus mosqueteros.
Pasó
sucesivamente por casa de Athos, de Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres
había
vuelto.
Sus criados tambien estaban ausentes, y no había noticia ni de los unos ni de
los otros.
-¡Ah,
señor! -dijo Planchet al divisar a D'Artagnan-. ¡Qué contento estoy de
verle!
-¿Y
eso por qué, Planchet? -preguntó el oven.
-¿Confiáis
en el señor Bonacieux, nuestro huésped?
-¿Yo?
Lo menos del mundo.
-¡Oh,
hacéis bien, señor!
-Pero
¿a qué viene esa pregunta?
-A
que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucharos; señor, su rostro
ha
cambiado
dos o tres veces de color.
-¡Bah!
-El
señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de
recibir;
pero,
por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a
la casa había
puesto
en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su
fisonomía.
-¿Y
cómo la has encontrado?
-Traidora
señor.
-¿De
verdad?
-Además,
tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la
calle,
el
señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a
correr en
dirección
contraria.
-En
efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte
tranquilo, no
le
pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente
explicada.
-El
señor se burla, pero ya verá.
-¿Qué
quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.
-¿El
señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?
-Al
contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la
cita que me
ha
dado esa carta que tanto lo inquieta.
-Entonces,
si la resolución del señor...
-Inquebrantable,
amigo mío; por tanto, a las nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo
vendré
a recogerte.
Planchet,
viendo que no había ninguna esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto,
lanzó
un profundo suspiro y se puso a almohazar
al tercer caballo.
En
cuanto a D'Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en
lugar de
volver
a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria
de los
cuatro
amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
Capítulo
XXIV
El
pabellón
A
las nueve, D'Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El
cuarto
caballo había llegado.
Planchet
estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D'Artagnan
tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada
uno
en
un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir.
Planchet se puso
a
continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D'Artagnan
cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence y siguió luego el
camino,
más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras
estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se
había
impuesto;
pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue
acercándose
lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se
encontró
andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la
oscilación de
los
corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban
viva inquietud.
D'Artagnan
se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su
lacayo.
-¡Y
bien, señor Planchet! -le preguntó-. ¿Nos pasa algo?
-¿No
os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
-¿Y
eso por qué, Planchet?
-Porque
tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz
alta.
-¿Por
qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes
miedo?
-Miedo
a ser oído, sí, señor.
-¡Miedo
a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y
nadie
encontraría
nada qué decir de ella.
-¡Ay,
señor! -repuso Planchet volviendo a su idea madre-. Ese señor Bonacieux tiene
algo de
sinuoso
en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
-¿Quién
diablos te hace pensar en Bonacieux?
-Señor,
se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.
-Porque
eres un cobarde, Planchet.
-Señor,
no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una
virtud.
-Y
tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?
-Señor,
¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la
cabeza?
-En
verdad -murmuró D'Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville
volvían a
la
memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme
miedo.
Y
puso su caballo al trote.
Planchet
siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se
encontró
trotando tras él.
-¿Es
que vamos a caminar así toda la noche, señor? -preguntó.
-No,
Planchet, porque tú has llegado ya.
-¿Cómo
que he llegado? ¿Y el señor?
-Yo
voy a seguir todavía algunos pasos.
-¿Y
el señor me deja aquí solo?
-¿Tienes
miedo Planchet?
-No,
pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes
dan
reumatismos
y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un
amo
alerta como el señor.
-Bueno,
si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me
esperas
mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor,
he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de
suerte
que
no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera
frío.
-Aquí
tienes media pistola. Hasta mañana.
D'Artagnan
descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó
rápidamente
envolviéndose en su capa.
-¡Dios,
qué frío tengo! -exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y,
apremiado
como
estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa
adornada con
todos
los atributos de una taberna de barrio.
Sin
embargo, D'Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su
camino y
llegaba
a Saint-Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por
detrás del
castillo,
ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón
indicado.
Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo
estaba
aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de
los
transeúntes
un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre
cabaña.
Había
llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna
señal,
esperó.
Ningún
ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien legUas de la capital.
D'Artagnan
se
pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de
aquel seto,
aquel
jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella
inmensidad en
que
duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos
luminosos, estrellas
fúnebres
de aquel infierno.
Pero
para D'Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas
tenían una
sonrisa,
todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a
sonar.
En
efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer
lentamente
diez
golpes de su larga lengua mugiente.
Había
algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la
noche.
Pero
cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente
en
el
corazón del joven.
Sus
ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas
ventanas
estaban
todas cerradas con los postigos, salvo una sola del primer
piso.
A
través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje
tembloroso de dos o
tres
tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de
aquella
ventanita,
tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora
Bonacieux.
Acunado
por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna,
con
los
ojos fijos sobre aquella casita de la que D'Artagnan percibía una parte del
techo de molduras
doradas,
atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
El
campanario de Saint-Cloud hizo sonar las diez y media.
Aquella
vez, sin que D'Artagnan comprendiese por qué, un temblor recorrió sus venas.
Quizá
también
el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que
sólo era
una
sensación completamente física.
Luego
le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once
solamente.
Se
acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y
la releyó; no se
había
equivocado, efectivamente la cita era para las diez.
Volvió
a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella
soledad.
Dieron
las once.
D'Artagnan
comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocurrido algo a la señora
Bonacieux.
Dio
tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni
siquiera el
eco.
Entonces
pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo
esperaba.
Se
acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba recientemente revocada,
y
D'Artagnan
se rompió inútilmente las uñas.
En
aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando,
y como
uno
de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su
mirada podría
penetrar
en el pabellón.
El
árbol era fácil. Además D'Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se
acordaba de
su
oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los
vidrios
transparentes
sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa
extraña, que hizo temblar a D'Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus
cabellos,
aquella
suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso;
uno
de
los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido
hundida y medio
rota
pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una
elegante cena
yacía
por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en
aquella habitación
daba
testimonio de una lucha violenta y desesperada; D'Artagnan creyó incluso
reconocer en
medio
de aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre
maculando el
mantel
y las cortinas.
Se
dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón;
quería ver si
encontraba
otras huellas de violencia.
Aquella
breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D'Artagnan se dio
cuenta
entonces,
cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal
examen,
que
el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de
hombres y de
pies
de caballos. Además, las ruedas de un coche, que parecía venir de París, habían
cavado en
la
tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que
volvía hacia Paris.
Finalmente,
prosiguiendo sus búsquedas, D'Artagnan encontró junto al muro un guante de
mujer
desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había
tocado
la
tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes
perfumados que
los
amantes gustan quitar de una hermosa mano.
A
medida que D'Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y
más
helado
perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su
respiración
era
palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel
pabellón no tenía
nada
en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel
pabellón y
no
en el pabellón, que podía estar retenida en Paris por su servicio, quizá por los
celos de su
marido.
Pero
todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados
por aquel
sentimiento
de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos
grita,
para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia
planea sobre
nosotros.
Entonces
D'Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, tomb el mismo camino que ya
había
andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia
las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en
un
mantón
negro, que parecía tener el mayor interés en no ser reconocida; pero
precisamente
debido
a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención
mayor, y
había
visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces,
como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a
Saint-Cloud
y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D'Artagnan no dudó un solo
instante
que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había
visto.
D'Artagnan
aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer
una
vez
más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado,
que la cita
era
en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en
otra calle.
Todo
ayudaba a probar a D'Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una
gran
desgracia
había ocurrido.
Volvió
a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo
nuevo
había
podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban
allí.
La
calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la
ventana.
D'Artagnan
pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y
que
quizá podía hablar.
La
puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los
ladridos del
perm
encadenado, se acercó a la cabaña.
A
los primeros golpes que dio, no respondió nadie.
Un
silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabellón; no obstante,
como
aquella
cabaña era su último recurso, insistió.
Pronto
le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar
él mismo de
ser
oído.
Entonces
D'Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de
promesas,
de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al
más
miedoso.
Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió
a cerrar
cuando
la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el
tahalí, el
puño
de la espada y la empuñadura de las pistolas de D'Artagnan. Sin embargo, por
rápido que
fuera
el movimiento, D'Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de
anciano.
-¡En
nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de
inquietud.
¿No habrá ocurrido alguna desgracia por los alrededores?
Hablad.
La
ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo
que ahora
más
pálido aún que la primera vez.
D'Artagnan
contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con
una
joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y,
a la luz de la
lámpara,
había visto el desorden de la habitación.
El
viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo
aquello;
luego,
cuando D'Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba
nada
bueno.
-¿Qué
queréis decir? -exclamó D'Artagnan-. ¡En nombre del cielo,
explicaos!
-¡Oh,
señor -dijo el viejo-, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a
buen
seguro
que no me ocurrira nada bueno.
-¿Habéis
visto entonces algo? -repuso D'Artagnan-. En tal críso, en nombre del cielo
-continuó,
entregándole
una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de
gentilhombre
de
que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El
viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D'Artagnan que le hizo seña
de escuchar y
le
dijo en voz baja:
-Senan
las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber
qué
podía
ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de
entrar. Como
soy
pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos
pasos de
allí.
En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos
caballos
de
mano pertenecían evidentemente a los tres hombres que estaban vestidos de
caballeros. «Ah,
mis
buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo
aquel
que
parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.»
«Dánosla, y vuelve a
tu
casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente
que si dices
una
palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás
pese a las
amenazas
que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un
escudo
que
yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la
puerta del seto
tras
ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de
atrás y
deslizándome
en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo
sin
ser
visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron
de él a un
hombrecito
grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se
subió
con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto,
volvió a bajar a
paso
de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado
se acercó
a
la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a
cerrar la puerta y
desapareció;
al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la
portezuela
el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla.
De pronto
resonaron
grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como
para
precipitarse
por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los
dos
hombres
se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero
oía
ruido
de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos
fueron
ahogados;
los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos;
dos
descendieron
por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella.
El que
se
había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante
después por la
puerta
y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban
ya a
caballo,
saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la
carroza se alejó
al
galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese
momento, yo no he
visto
nada ni he oído nada.
D'Artagnan,
abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los
demonios
de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero,
señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación
producía
ciertamente
más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-; vamos, no os
aflijáis,
no os la han matado, eso es lo esencial.
-¿Sabéis
aproximadamente -dijo D'Artagnan- quién era el hombre que dirigía esa infernal
expedición?
-No
lo conozco.
-Pero,
puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.
-¡Ah!
¿Son sus señas lo que me pedís?
-Sí.
-Un
hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de
gentilhombre.
-¡El
es! -exclamó D'Artagnan-. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según
parece. ¿Y el
otro?
-¿Cuál?
-El
pequeño.
-¡Oh,
ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le
trataban
sin
ninguna consideración.
-Algún
lacayo -murmuró D'Artagnan-. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han
hecho?
-Me
habéis prometido el secreto -dijo el viejo.
-Y
os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no
tiene
más
que una palabra, y yo os he dado la mía.
D'Artagnan
volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se
resistía a
creer
que se tratara de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente
en el Louvre,
como
temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera
sorprendido y
raptado.
Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.
-¡Oh,
si tuviese aquí a mis amigos! -exclamó-. Tendría al menos alguna esperanza de
volverla a
encontrar;
pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era
medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D Artagnan se
hizo
abrir
sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de
ellas
encontró
a Planchet.
En
la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D'Artagnan no
había
citado
a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba
en su
derecho.
Además
al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había
ocurrido
el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto.
En la
sexta
taberna, como hemos dicho, D'Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de
primera
calidad,
se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo;
pero
también
esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos
abiertos, no
oyó,
en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los
obreros, los
lacayos
y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada
que
pudiera
ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber
tragado su
botella
por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la
postura más
satisfactoria
posible y de dormirse mal que bien. D'Artagnan tenía veinte años, como se
recordará,
y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman
imperiosamente
incluso
en los corazones más desesperados.
Hacia
las seis de la mañana, D'Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña
ordinariamente
al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para
saber
si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su
diamante
en
su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó
su botella y salió
para
ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la
noche. En
efecto,
lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado
Planchet,
que
con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna
miserable
ante
la cual D'Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su
existencia.
Capítulo
XXV
Porthos
En
lugar de regresar a su casa directamente, D'Artagnan puso pie en tierra ante la
puerta del
señor
de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a
contarle todo lo
que
acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto;
además, como
el
señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su
Majestad alguna
información
sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su
señora.
El
señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que
había algo
más
en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo
acabado:
-¡Hum!
-dijo-. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
-Pero
¿qué hacer? -dijo D'Artagnan.
-Nada,
absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes
posible. Yo
veré
a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que
ella sin duda
ignora;
estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo
alguna buena
nueva
que deciros. Dejadlo en mis manos.
D'Artagnan
sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer,
y
que
cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que habia prometido.
Saludó, pues,
lleno
de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su
lado sentía
vivo
interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la
mano
deseándole
un buen viaje.
Decidido
a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante,
D'Artagnan
se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de
su
equipaje.
Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie
ante el
umbral
de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre
el carácter
siniestro
de su huésped volvió entonces a la memoria de D'Artagnan que lo miró más
atentamente
de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez
amarillenta
y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro
lado podía
ser
sólo accidental, D'Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia
a las
arrugas
de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita
no llora
con
las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien
hecha
que
esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del
rostro.
Le
pareció pues, a D'Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso
que
aquella
máscara era de las más desagradables de ver.
En
consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por
delante de
él
sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo
interpeló:
-¡Y
bien, joven -le dijo-, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la
mañana! Me
parece
que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los
demás
salen.
-No
se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois
modelo de las
gentes
ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay
necesidad de
correr
detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así,
señor Bonacieux?
Bonacieux
se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
-¡Ah,
ah! -dijo Bonacieux-. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis
andado de
correría
esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los
atajos.
D'Artagnan
bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento
sus
miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del
mercero; se hubiera
dicho
que los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas
completamente
semejantes.
Entonces
una idea súbita cruzó la mente de D'Artagnan. Aquel hombrecito grueso,
rechoncho,
cuyos
cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro,
tratado sin
consideración
por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El
marido
había presidido el rapto de su mujer.
Le
entraron a D'Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y
de
estrangularlo;
pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin
embargo,
la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux
quedó
espantado
y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del
batiente
de
la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse
en el mismo
sitio.
-¡Vaya,
sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! -dijo D'Artagnan-. Me parece que si
mis
botas
necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman
un
buen
cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux?
¡Diablos!
Eso
sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer
joven y
bonita
como la vuestra.
-¡Oh,
Dios mío, no! -dijo Bonacieux-. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de
una
sirvienta
de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones
he
traído
todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer
desaparecer.
El
lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en
apoyo de
las
sospechas que había concebido D'Artagnan. Bonacieux había dicho Saint-Mandé
porque
Saint-Mandé
es el punto completamente opuesto a Saint-Cloud.
Aquella
probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su
mujer,
siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la
lengua y
dejar
escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en
certidumbre.
-Perdón,
mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales -dijo
D'Artagnan-;
pero
nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un
vaso
de
agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre
vecinos.
Y
sin esperar el permiso de su huésped, D'Artagnan entró rápidamente en la casa y
lanzó una
rápida
ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había
acostado.
Acababa
de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al
que la
habían
conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.
-Gracias,
maese Bonacieux -dijo D'Artagnan vaciando su vaso-, eso es todo cuanto quería de
vos.
Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya
terminado,
os
lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y
dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no
había caído en
su
propia trampa.
En
lo alto de la escalera encontró a Planchet todo
estupefacto.
-¡Ah,
señor! -exclamó Planchet cuando divisó a su amo-. Ya tenemos otra, y esperaba
con
impaciencia
que regresaseis.
-Pues,
¿qué pasa? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh,
os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido
para vos en
vuestra
ausencia!
-¿Y
eso cuándo?
-Hará
una media hora, mientras vos estabais con el señor de
Tréville.
-¿Y
quién ha venido? Vamos, habla.
-El
señor de Cavois .
-¿El
señor de Cavois?
-En
persona.
-¿El
capitán de los guardias de Su Eminencia?
-El
mismo.
-¿Venía
a arrestarme?
-Es
lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.
-¿Tenía
el aire zalamero, dices?
-Quiero
decir que era todo mieles, señor.
-¿De
verdad?
-Venía,
según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al
Palais
Royal.
-Y
tú, ¿qué le has contestado?
-Que
era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo
ver.
-¿Y
entonces qué ha dicho?
-Que
no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja:
«Dile a tu amo
que
Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende
quizá de esa
entrevista».
-La
trampa es bastante torpe para ser del cardenal -repuso sonriendo el
joven.
-También
yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso.
«¿Dónde
ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he
respondido.
«¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
-Planchet,
amigo mío -interrumpió D'Artagnan-, eres realmente un hombre
precioso.
-¿Comprendéis,
señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de
Cavois,
de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien
habría
mentido,
y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
-Tranquilízate,
Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un
cuarto
de hora partimos.
-Es
el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede
saber?
-¡Pardiez!
Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes
prisa
por
tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber
qué ha
pasado
de Athos, Porthos y Aramis?
-Claro
que sí, señor -dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la
provincia nos va
mejor,
según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso,
pues...
-Por
eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las
manos
en
los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio
de los
Guardias.
A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que
decididamente
es un horrible canalla.
-¡Ah!,
creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y
bueno.
D'Artagnan
descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que
reprocharse,
se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido
ninguna
noticia
de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda
había
llegado
para Aramis. D'Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se
reunió
en
las cuadras del palacio de los Guardias. D'Artagnan, para no perder tiempo, ya
había ensillado
su
caballo él mismo.
-Está
bien -le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo-;
ahora
ensilla
los otros tres, y partamos.
-¿Creéis
que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? -preguntó Planchet con aire
burlón.
-No,
señor bromista -respondió D'Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos
podremos
volver
a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos
vivos.
-Lo
cual será una gran suerte -respondió Planchet-, pero en fin, no hay que
desesperar de la
misericordia
de Dios.
-Amén
-dijo D'Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.
Y
los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta
de la calle,
debiendo
el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de
Montmartre,
para
reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual
puntualidad
fue
coronada por los más felices resultados. D'Artagnan y Planchet entraron juntos
en Pierrefitte.
Planchet
estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la
noche.
Sin
embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había
olvidado
ninguno
de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que
encontraba en
camino.
Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía
severas
reprimendas
de parte de D'Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le
tomase
por un criado de un hombre de poco valer.
Sin
embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la
urbanidad de
Planchet,
sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos
viajeros
llegaron
a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint
Martin ,
el
mismo en el que se habían detenido durante su primer
viaje.
El
hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se
adelantó
respetuosamente
hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas,
D'Artagnan
juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal.
Además,
quizá
no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero.
Resultó de
estas
reflexiones que D'Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido,
se apeó,
encomendó
los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a
quienes
deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el
mejor
desayuno
posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se
había
hecho
de su viajero a la primera ojeada.
Por
eso D'Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.
El
regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del
reino, y
D'Artagnan,
seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a
la
sencillez
de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en
persona; al ver
lo
cual, D'Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente
conversación:
-A
fe mía, mi querido hostelero -dijo D'Artagnan llenando los dos vasos-, os he
pedido vuestro
mejor
vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que
como
detesto
beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué
brindaremos,
para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro
establecimiento!
-Vuestra
señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su
buen
deseo.
-Pero
no os engañéis -dijo D'Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi
brindis:
sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los
hostales en
decadencia
todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped;
pero
yo
que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los
alberguistas hacer
fortuna.
-En
efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el
honor de ver al
señor.
-Bueno,
he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por
lo
menos
me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días
aproximadamente;
yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos
se
vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le
buscó no
sé
qué querella.
-¡Ah!
¡Sí, es cierto! -dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfectamente. ¿No es del
señor Porthos
de
quien Vuestra Señoría quiere hablarme?
-Ese
es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped,
decidme,
¿le ha ocurrido alguna desgracia?
-Pero
Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su
viaje.
-En
efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a
ver.
-El
nos ha hecho el honor de quedarse aquí.
-
Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?
-
Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.
-¿Y
por qué?
-Por
ciertos gastos que ha hecho.
-¡Bueno,
los gastos que ha hecho él los pagará!
-¡Ay,
señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos,
y esta
mañana
incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería
yo quien
tendría
que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a
buscar.
-Pero,
entonces, ¿Porthos está herido?
-No
sabría decíroslo, señor.
-¿Cómo
que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que
nadie.
-Sí,
pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo
porque nos
ha
prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra
lengua.
-¡Y
bien! ¿Puedo ver a Porthos?
-Desde
luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno.
Sólo que
prevenidle
que sois vos.
-¡Cómo!
¿Que le prevenga que soy yo?
-Sí
porque os podría ocurrir alguna desgracia.
-¿Y
qué desgracia queréis que me ocurra?
-El
señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera
pasaros
su
espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los
sesos.
-¿Qué
le habéis hecho, pues?
-Le
hemos pedido el dinero.
-¡Ah,
diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no
tiene
fondos;
pero yo sé que debía tenerlos.
-Es
lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros
hacemos
nuestras
cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra
nota;
pero
parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que
hemos
pronunciado
sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había
jugado.
-¿Cómo
que había jugado la víspera? ¿Y con quién?
-¡Oh,
Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso
una
partida
de sacanete .
-Ya
está, el desgraciado lo habrá perdido todo.
-Hasta
su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta
de que
su
lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho
la
observación,
pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel
caballo
era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él
nos ha
dicho
que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado
que él
había
dicho que el caballo era suyo, era necesario que así
fuese.
-Lo
reconozco perfectamente en eso -murmuró D'Artagnan.
-Entonces
-continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos
destinados
a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad
de
conceder
el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d'Or; pero el señor Porthos
me
respondió
que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era
demasiado
halagadora
para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me
devolviera su
habitación,
que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en
el
tercer
piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a
otro a
su
amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la
habitación
que
el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante
persona.
Sin
embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir;
pero sin
tomarse
siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso
sobre su
mesilla
de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza
cualquiera,
fuera
o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante
imprudente para
meterse
en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento
nadie
entra
ya en su habitación, a no ser su doméstico.
-¿Mosquetón
está, pues, aquí?
-Sí,
señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece
que él
también
ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas
que su
amo,
lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que
podría
nagársele
lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
-El
hecho es -respondió D'Artagnan- que siempre he observado en Mosquetón una
adhesión y
una
inteligencia muy superiores.
-Es
posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto,
sólo
cuatro
veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre
arruinado.
-No,
porque Porthos os pagará.
-¡Hum!
-dijo el hostelero en tono de duda.
-Es
el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como
la que os
debe...
-Si
yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso...
-¿Qué
creéis vos?
-Yo
diría incluso más: lo que sé.
-¿Qué
sabéis?
-E
incluso aquello de que estoy seguro.
-Veamos,
¿y de qué estáis seguro?
-Yo
diría que conozco a esa gran dama.
-¿Vos?
-Sí,
yo.
-¿Y
cómo la conocéis?
-¡Oh,
señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción . .
.
-Hablad,
y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra
confianza.
-Pues
bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.
-¿Qué
habéis hecho?
-¡Oh!
Nada que no esté en el derecho de un acreedor.
-
Y...?
-
El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos
echarlo al
correo.
Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era
preciso
que
nos hiciéramos cargo de sus recados.
-¿Y
después?
-En
lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la
ocasión de uno
de
mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era
cumplir con
las
intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella
carta,
¿no
es así?
-Más
o menos.
-Pues
bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?
-No;
yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.
-¿Sabéis
lo que es esa presunta duquesa?
-Os
repito, no la conozco.
-Es
una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual
tiene por lo
menos
cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado
singular
una
princesa viviendo en la calle aux Ours .
-¿Cómo
sabéis eso?
-Porque
montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un
veleta y
que
además habría recibido la estocada por alguna mujer.
-Pero
entonces, ¿ha recibido una estocada?
-¡Ah
Dios mío! ¿Qué he dicho?
-Habéis
dicho que Porthos había recibido una estocada.
-Sí,
pero él me había prohibido terminantemente decirlo.
-Y
eso, ¿por qué?
-¡Maldita
sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que
vos
lo
dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas
sus baladronadas,
le
hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso,
excepto para la
duquesa,
a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no
quiere
confesar
a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Entonces,
¿es una estocada lo que le retiene en su cama?
-Y
una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete
vidas como
los
gatos.
-¿Estabais
vos all'?
-Señor,
yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los
combatientes me
viesen.
-¿Y
cómo pasaron las cosas?
-Oh
la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero
hizo una
finta
y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó
a la
parada,
tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido
le puso al
punto
la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de
su
adversario,
se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse
de que
se
llamaba Porthos y no señor D'Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal,
montó a caballo
y
desapareció.
-¿Así
que era al señor D'Artagnan al que quería ese desconocido?
-Parece
que sí.
-¿Y
sabéis vos qué ha sido de él?
-No,
no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver
después.
-Muy
bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habitación de Porthos está en
el primer
piso,
número uno?
-Sí,
señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría
tenido diez
ocasiones
de alquilar.
-¡Bah!
Tranquilizaos -dijo D'Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la
duquesa
Coquenard.
-¡Oh,
señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada
importaría; pero
ha
respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las
infidelidades del señor
Porthos,
y que no le enviaría ni un denario.
-¿Y
vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?
-Nos
hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos
hecho
el encargo.
-Es
decir, que sigue esperando su dinero.
-¡Oh,
Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su
doméstico el que ha
puesto
la carta en la posta.
-¿Y
decís que la procuradora es vieja y fea?
-Unos
cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho
Pathaud.
-En
tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos
gran
cosa.
-¡Cómo
que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva
de
nada;
se ve que está acostumbrado a vivir bien.
-Bueno,
si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido
hostelero,
no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que
exige
su estado.
-El
señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la
herida.
-Está
convenido; tenéis mi palabra.
-¡Oh,
es que me mataría!
-No
tengáis miedo; no es tan malo como parece.
Al
decir estas palabras, D'Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco
más
tranquilo
respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su
vida.
En
lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había
trazado, con tinta
negra,
un número uno gigantesco; D'Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a
pasar
adelante
que le vino del interior, entró.
Porthos
estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener
la
mano,
mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de
una
gran
chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a
estofado de
conejo
y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter
y el
mármol
de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.
A
la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón,
levantándose
respetuosamente,
le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía
encargase
particularmente.
-¡Ah!
Pardiez sois vos -dijo Porthos a D'Artagnan-; sed bienvenidos, y excusadme si no
voy
hasta
vos. Pero -añadió mirando a D'Artagnan con cierta inquietud- vos sabéis lo que
me ha
pasado.
-No.
-¿El
hostelero no os ha dicho nada?
-Le
he preguntado por vos y he subido inmediatamente.
Porthos
pareció respirar con mayor libertad.
-¿Y
qué os ha pasado, mi querido Porthos? -continuó
D'Artagnan.
-Lo
que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya
había dado
tres
estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una
piedra y
me
torcí una rodilla.
-¿De
verdad?
-¡Palabra
de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino
muerto
en
el sitio, os lo garantizo.
-¿Y
qué fue de él?
-¡Oh,
no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos,
mi
querido
D'Artagnan, ¿qué os ha pasado?
-¿De
modo, mi querido Porthos -continuó D'Artagnan-, que ese esguince os retiene en
el
lecho?
-¡Ah,
Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en
pie.
-Entonces,
¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? Debéis aburriros cruelmente
aquí.
-Era
mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una
cosa.
-
Cuál?
-
Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las
sesenta y
cinco
pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un
gentilhombre
que
estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por
mi honor, mis
sesenta
y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima
se llevó
por
añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D'Artagnan?
-¿Qué
queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo -dijo
D'Artagnan-; ya
sabéis
el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado
afortunado
en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los
reveses
de
la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que
no puede dejar
de
venir en vuestra ayuda?
-Pues
bien, mi querido D'Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondió Porthos
con el
aire
más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los
que estaba
absolutamente
necesitado dada la posición en que me hallaba...
-¿Y?
-Y...
no debe estar en sus tierras, porque no
me ha contestado.
-¿De
veras?
-Sí.
Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera.
Pero estáis
vos
aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta
inquietud
por
culpa vuestra.
-Pero
vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido
Porthos -dijo
D'Artagnan
señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas
vacías.
-iAsí,
así! -respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha
subido su
cuenta,
y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí
como una
especie
de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a
cada
momento
ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los
dientes.
-Sin
embargo -dijo riendo D'Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis
salidas.
Y
señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.
-¡No
yo, por desgracia! -dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el
lecho; es
Mosquetón
quien bate el campo y trae víveres. Mosquetón, amigo mío -continuó Porthos-, ya
veis
que
nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de
vituallas.
-Mosquetón
-dijo D'Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.
-¿Cuál,
señor?
-Dad
vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me
molestaría
que
me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro
amo.
-¡Ay,
Dios mío, señor! -dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de
ser
diestro,
eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro,
era
algo
furtivo.
-Y
el resto del tiempo, ¿qué hacía?
-Señor,
practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante
afortunada.
-¿Cuál?
-Como
era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él
veía a
los
católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los
católicos, y todo en
nombre
de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan
pronto
católico
como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de
los
setos
que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión
protestante
dominaba
en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego,
cuando
estaba
a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al
abandono que
el
viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a
un hugonote,
se
sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un
cuarto de
hora
antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión.
Porque yo,
señor,
soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor
hugonote.
-¿Y
cómo acabó ese digno hombre? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh!
De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada
entre
un
hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le
reconocieron los dos, de
suerte
que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a
vanagloriarse del
hermoso
desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos
bebiendo
nosotros, mi hermano y yo.
-¿Y
qué hicisteis? -dijo D'Artagnan.
-Les
dejamos decir -prosiguió Mosquetón-. Luego, como al salir de la taberna cada uno
tomó
un
camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en
el del
protestante.
Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto
a
cada
uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que
había
tomado
la precaución de educarnos a cada uno en una religión
diferente.
-En
efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy
inteligente.
¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era
furtivo?
-Sí,
señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso,
cuando yo
vi
que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas,
buenas
sólo
para patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los
nuestros, me puse
a
recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe
, he
tendido
lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he
dejado
deslizar
sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el
señor
puede
asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y
sanos,
adecuados
para los enfermos.
-Pero
¿y el vino? -dijo D'Artagnan-. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro
hostelero?
-Es
decir, sí y no.
-¿Cómo
sí y no?
-Lo
proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese
honor.
-Explicaos,
Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas
instructivas.
-Mirad,
señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que
había
visto
muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
-¿Qué
relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter
y
sobre
esa cómoda?
-Paciencia,
señor, cada cosa a su tiempo.
-Es
justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.
-Ese
español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a
México. El tal
lacayo
era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más
rápidamente
cuanto
que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza
por
encima
de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los
naturales del
país
cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de
esos terribles
animales.
Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar
a veinte
o
treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas
había que
admitir
la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada
golpe, cogía
el
gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la
naturaleza me ha dotado
de
algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
¿Comprendéis
ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un
momento
la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el
lazo, y
como
ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el
Nuevo
Mundo
se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese
secreter.
Ahora,
gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de
él.
-Gracias,
amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.
-¡Y
bien! -dijo Porthos-. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros
desayunamos,
D'Artagnan
nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos
dejó.
-De
buena gana -dijo D'Artagnan.
Mientras
Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de convalecientes y con esa
cordialidad
de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D'Artagnan contó cómo
Aramis,
herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos
debatirse
en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y
cómo
él, D'Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde
de Wardes
para
llegar a Inglaterra.
Pero
ahí se detuvo la confidencia de D'Artagnan; anunció solamente que a su regreso
de Gran
Bretaña
había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus
tres
compañeros;
luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba
instalado
en las cuadras del hostal.
En
aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían
descansado
suficientemente
y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como
D'Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba
con
impaciencia
tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno
de
que
se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con
volver
por
el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del
Grand Saint
Martin,
lo recogería al pasar.
Porthos
respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de
allí.
Además,
tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su
duquesa.
D'Artagnan
le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de
nuevo
Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con
Planchet, ya
desembarazado
de uno de los caballos de mano.
Capítulo
XXVI
La
tesis de Aramis
D'Artagnan
no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro
bearnés
un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido
creer
todo
lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad
que
soporte
un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo;
además,
siempre
se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se
sabe.
Y
D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer
de sus tres
compañeros
los instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de
antemano
en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba
dirigirlos.
Sin
embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón;
pensaba en
aquella
joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión;
pero,
apresurémonos
a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su
felicidad
perdida
cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre
mujer.
Para
él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se
sabe, las
venganzas
de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del
ministro,
es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de
Cavois si
el
capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa.
Nada
hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en
sí
mismo
todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior
parece
entonces
un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo
no
tiene
medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro,
eso es todo.
Del
intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla
vaga en la
que
se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así,
presa de
una
alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las
seis a ocho
leguas
que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase
de nada
de
lo que había encontrado en su camino.
Sólo
allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había
dejado a Aramis
y,
poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
Aquella
vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D'Artagnan era
fisonomista,
envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que
no
había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una
fisonomía tan
alegre.
-Mi
buena señora -le preguntó D'Artagnan-, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de
mis
amigos,
a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de
días?
-¿Un
guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien
hecho?
-¿Y
además herido en un hombro?
-Eso
es.
-Precisamente.
-Pues
bien, señor sigue estando aquí.
-¡Bien,
mi querida señora! -dijo D'Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida
de su
caballo
al brazo de Planchet-. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para
que lo
abrace?
Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
-Perdón,
señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.
-¿Y
eso por qué? ¿Es que está con una mujer?
-¡Jesús!
¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una
mujer.
-Pues,
¿con quién entonces?
-Con
el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas de
Amiens.
-¡Dios
mío! -exclamó D'Artagnan-. El pobre muchacho está peor.
-No,
señor, al contrario; pero a consecuencia de su enfermedad, la gracia le ha
tocado y está
decidido
a entrar en religión.
-Es
justo -dijo D'Artagnan-, había olvidado que no era mosquetero más que por
ínterin.
-¿El
señor insiste en verlo?
-Más
que nunca.
-Pues
bien, el señor no time más que tomar la escalera de la derecha en el patio, en
el
segundo,
número cinco.
D'Artagnan
se lanzó en la dirección indicada y encontró una de esas escaleras exteriores
como
las
que todavía vemos hoy en los patios de los antiguos albergues. Pero no se
llegaba así donde
el
futuro abad; el paso a la habitación de Aramis estaba guardado ni más ni menos
que como los
jardines
de Armida ; Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor
intrepidez
cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar
al
resultado
que eternamente había ambicionado.
En
efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de
iglesia, y
esperaba
con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría
por
fin
la casaca a las ortigas para tomar la sotana. La promesa renovada cada día por
el joven de
que
el momento no podía tardar era lo único que lo había retenido al servicio del
mosquetero,
servicio
en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
Bazin
estaba, pues, en el colmo de la alegría. Según toda probabilidad, aquella vez su
maestro
no
se desdiría. La reunión del dolor físico con el dolor moral había producido el
efecto tanto
tiempo
deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin
sus ojos
y
su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del
cielo el doble
accidente
que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida
en el
hombro.
Se
comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más
desagradable
para
Bazin que la llegada de D'Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el
torbellino de
las
ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo. Resolvió, pues,
defender
bravamente
la puerta; y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que
Aramis
estaba
ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción
molestar a
su
amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a
decir de
Bazin,
no podía terminar antes de la noche.
Pero
D'Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discurso de maese Bazin, y
como no
se
preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente
con una
mano
y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
La
puerta se abrió y D'Artagnan penetró en la habitación.
Aramis,
con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y
plano
que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga
cubierta
de
rollos de papel y de enormes infolios; a su derecha estaba sentado el superior
de los jesuitas
y
a su izquierda el cura de Montdidier. Las cortinas estaban echadas a medias y no
dejaban
penetrar
más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación. Todos los
objetos
mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un
joven,
y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por
encanto; y
por
miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de
este mundo,
Bazin
se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los
brocados y las
puntillas
de todo género y toda especie.
En
su lugar y sitio D'Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma
de
disciplina
colgada de un clavo de la pared.
Al
ruido que hizo D'Artagnan al abrir la puerta, Aramis alzó la cabeza y reconoció
a su amigo.
Pero
para gran asombro del joven, su vista no pareció producir gran impresión en el
mosquetro,
tan
apartado estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
-Buenos
días, querido D'Artagnan -dijo Aramis-;creed que me alegro de
veros.
-Y
yo también -dijo D'Artagnan-, aunque todavía no esté muy seguro de que sea a
Aramis a
quien
hablo.
-Al
mismo, amigo mío, al mismo; pero ¿qué os ha podido hacer
dudar?
-Tenía
miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún
hombre
de iglesia; luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía
de estos
señores:
que estuvieseis gravemente enfermo.
Los
dos hombres negros lanzaron sobre D'Artagnan, cuya intención comprendieron, una
mirada
casi
amenazadora; pero D'Artagnan no se inquietó por ella.
-Quizá
os molesto, mi querido Aramis -continuó D'Artagnan- porque, por lo que veo,
estoy
tentado
de creer que os confesáis a estos señores.
Aramis
enrojeció perceptiblemente.
-¿Vos
molestarme? ¡Oh! Todo lo contrario, querido amigo, os lo juro; y como prueba de
lo que
digo,
permitidme que me alegre de veros sano y salvo.
«¡Ah,
por fin se acuerda! -pensó D'Artagnan-. No va mal la
cosa.»
-Porque
el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro -continuó Aramis
con
unción,
señalando con la mano a D'Artagnan a los dos
eclesiásticos.
-Alabad
a Dios, señor -respondieron éstos inclinándose al unísono.
-No
he dejado de hacerlo, reverendos -respondió el joven devolviéndoles a su vez el
saludo.
-Llegáis
a propósito, querido D'Artagnan -dijo Aramis-, y vos vais a iluminarnos, tomando
parte
en
la discusión, con vuestras lutes. El señor principal de Amiens, el señor cura de
Montdidier y
yo,
argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde
hace
tiempo;
yo estaría encantado de contar con vuestra opinión.
-La
opinión de un hombre de espada carece de peso -respondió D'Artagnan, que
comenzaba a
inquietarse
por el giro que tomaban las cosas-, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia
de
estos
señores.
Los
dos hombres negros saludaron a su vez.
-Al
contrario -prosiguió Aramis-, y vuestra opinión nos será preciosa. He aquí de lo
que se
trata:
el señor principal tree que mi tesis debe ser sobre todo dogmática y
didáctica.
-¡Vuestra
tesis! ¿Hacéis, pues, una tesis?
-Por
supuesto -respondió el jesuita-; para el examen que precede a la ordenación, es
de rigor
una
tesis.
-¡La
ordenación! -exclamó D'Artagnan, que no podía creer en lo que le habían dicho
sucesivamente
la hostelera y Bazin-. ¡La ordenación!
Y
paseaba sus ojos estupefactos sobre los tres personajes que tenía delante de
sí.
-Ahora
bien -continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera
tornado
de estar en una callejuela, y examinando con complaciencia su mano Blanca y
regordeta
como
mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre-; ahora bien,
como habéis
oído,
D'Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras
que yo
querría
que fuese ideal. Por eso es por lo que el señor principal me proponía ese punto
que no
ha
sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos
magníficos:
«Utraque
manus in benedicendo clericis inferioribus necessaria est
.»
D'Artagnan,
cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho
el
señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D'Artagnan haber
recibido del
señor
de Buckingham.
-Lo
cual quiere decir -prosiguió Aramis para facilitarle las cosas-: las dos manos
son
indispensables
a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la
bendición.
-¡Admirable
tema! -exclamó el jesuita.
-¡Admirable
y dogmático! -repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que
D'Artagnan
en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir
sus
palabras
como un eco.
En
cuanto a D'Artagnan, permaneció completamente indiferente al entusiasmo de los
dos
hombres
negros.
-¡Sí,
admirable! ¡Prorsus admirabile! -continuó Aramis-. Pero exige un estudio en
profundidad
de
los Padres de la Iglesia y de las Escrituras. Ahora bien, yo he confesado a
estos sabios
eclesiásticos,
y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el
servicio del
rey
me habían hecho descuidar algo el estudio. Me encontraría, pues, más a mi gusto,
facilius
natans
, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que
la
moral
es a la metafísica en filosofía.
D'Artagnan
se aburría profundamente, el cura también.
-¡Ved
qué exordio! -exclamó el jesuita.
-Exordium
-repitió el cura por decir algo.
-
Quemadmodum inter coelorum inmensitatem
.
Aramis
lanzó una ojeada hacia el lado de D'Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta
desencajarse
la mandíbula.
-Hablemos
francés, padre mío -le dijo al jesuita-. El señor D'Artagnan gustará con más
viveza
de
nuestras palabras.
-Sí,
yo estoy cansado de la ruta -dijo D'Artagnan-, y todo ese latín se me
escapa.
-De
acuerdo -dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de
gozo, volvía
hacia
D'Artagnan una mirada llena de agradecimiento-; bien, ved el partido que se
sacaría de esa
glosa.
-Moisés,
servidor de Dios... no es más que servidor, oídlo bien. Moisés bendice con las
manos;
se
hace sostener los dos brazos, mientras los hebreos baten a sus enemigos; por
tanto, bendice
con
las dos manos. Además que el Evangelio dice: Imponite manus , y no monum;
imponed
las
manos, y no la mano.
-Imponed
las manos -repitió el cura haciendo un gesto.
-Por
el contrario, a San Pedro, de quien los papas son sucesores -continuó el
jesuita-, Porrigite
digitos.
Presentad los dedos, ¿estáis ahora?
-Ciertamente
-respondió Aramis lleno de delectación-, pero el asunto es
sutil.
-¡Los
dedos! -prosiguió el jesuita- San Pedro bendice con los dedos. El papa bendice
por tanto
con
los dedos también. Y ¿con cuántos dedos bendice? Con tres dedos: uno para el
Padre, otro
para
el Hijo y otro para el Espíritu Santo.
Todo
el mundo se persignó; D'Artagnan se creyó obligado a imitar aquel
ejemplo.
-El
papa es sucesor de San Pedro y representa los tres poderes divinos; el resto,
ordines
inferiores
de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y
ángeles.
Los
clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los
hisopos, que
simulan
un número indefinido de dedos bendiciendo. Ahí tenéis el tema simplificado,
argumentum
omni denudatum ornamento . Con eso yo haría -continuó el jesuita- dos
volúmenes
del tamaño de éste.
Y
en su entusiamo, golpeaba sobre el San Crisóstomo infolio que hacía doblarse la
mesa bajo
su
peso.
D'Artagnan
se estremeció.
-Por
supuesto -dijo Aramis-, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al
mismo
tiempo
admito que es abrumadora para mí. Yo había escogido este texto: decidme, querido
D'Artagnan,
si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún:
Un
poco
de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
-¡Alto
ahí! -exclamó el jesuita-. Esa tesis roza la herejía; hay una proposición casi
semejante en
el
Augustinus del heresiarca Jansenius , cuyo libro antes o después será quemado
por manos
del
verdugo. Tened cuidado, mi joven amigo; os inclináis, mi joven amigo, hacia las
falsas
doctrinas;
os perderéis.
-Os
perderéis -dijo el cura moviendo dolorosamente la cabeza.
-Tocáis
en ese famoso punto del libre arbitrio que es un escollo mortal. Abordáis de
frente las
insinuaciones
de los pelagianos y de los semipelagianos.
-Pero,
reverendo... -repuso Aramis algo atarullado por la lluvia de argumentos que se
le venía
encima.
-¿Cómo
probaréis -continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar que se debe echar de
menos el
mundo
que se ofrece a Dios? Escuchad este dilema: Dios es Dios, y el mundo es el
diablo. Echar
de
menos al mundo es echar de menos al diablo; ahí tenéis mi
conclusión.
-Es
la mía también -dijo el cura.
-Pero,
por favor... -dijo Aramis.
-¡Desideras
diabolum , desgraciado! -exclamó el jesuita.
-¡Echa
de menos al diablo! Ah, mi joven amigo -prosiguió el cura gimiendo-, no echéis
de
menos
al diablo, soy yo quien os lo suplica.
D'Artagnan
creía volverse idiota; le parecía estar en una casa de locos y que iba a
terminar loco
como
los que veía. Sólo que estaba forzado a callarse por no comprender nada de la
lengua que
se
hablaba ante él.
-Pero
escuchadme -prosiguió Aramis con una cortesía bajo la que comenzaba a apuntar un
poco
de impaciencia-; yo no digo que eche de menos; no, yo no pronunciaría jamás esa
frase,
que
no sería ortodoxa. . .
El
jesuita levantó los brazos al cielo y el cura hizo otro
tanto.
-No,
pero convenid al menos que no admite perdón ofrecer al Señor aquello de lo que
uno está
completamente
harto. ¿Tengo yo razón, D'Artagnan?
-¡Yo
así lo creo! -exclamó éste.
El
cura y el jesuita dieron un salto sobre sus sillas.
-Aquí
tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos,
dejo el
mundo;
por tanto hago un sacrificio; ahora bien, la Escritura dice positivamente: Haced
un
sacrificio
al Señor.
-Eso
es cierto -dijeron los antagonistas.
-Y
además -continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo
que
agitaba
las manos para volverlas blancas-, además he hecho cierto rondel que le
comuniqué al
señor
Voiture el año pasado, y sobre el
cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.
-¡Un
rondel! -dijo desdeñosamente el jesuita.
-¡Un
rondel! -dijo maquinalmente el cura.
-Decidlo,
decidlo -exclamó D'Artagnan-; cambiará un poco las cosas.
-No,
porque es religioso -respondió Aramis-, y es teología en
verso.
-¡Diablos!
-exclamó D'Artagnan.
-Helo
aquí -dijo Aramis con aire modesto que no estaba exento de cierto tinte de
hipocresía:
Los
que un pasado lleno de encantos lloráis,
y
pasáis días desgraciados,
todas
uuestras desgracias habrán terminado
cuando
sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis,
vosotros,
los que lloráis.
D'Artagnan
y el cura parecieron halagados. El jesuita persistió en su
opinión.
-Guardaos
del gusto profano en el estilo teológico. ¿Qué dice en efecto San Agustín?
Severus
sit
clericorum sermo .
-¡Sí,
que el sermón sea claro! -dijo el cura.
-Pero
-se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba-, vuestra
tesis agradará
a
las damas, eso es todo; tendrá el éxito de un alegato de maese Patru
.
-¡Plega
a Dios! -exclamó Aramis transportado.
-Ya
lo veis -exclamó el jesuita-, el mundo habla todavía en vos en voz alta,
altissima voce.
Seguís
al mundo, mi joven amigo, y tiemblo porque la gracia no sea
eficaz.
-Tranquilizaos,
reverendo, respondo de mí.
-¡Presunción
mundana!
-¡Me
conozco, padre mío, mi resolución es irrevocable!
-Entonces,
¿os obstináis en seguir con esa tesis,
-Me
siento llamado a tratar esa tesis, y no otra; voy, pues, a continuarla, y mañana
espero que
estaréis
satifescho de las correcciones que haré según vuestros
consejos.
-Trabajad
lentamente -dijo el cura-, os dejamos en disposiciones
excelentes.
-Sí,
el terreno está completamente sembrado -dijo el jesuita-, y no tenemos que temer
que una
parte
del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros
del cielo
hayan
comido el resto, aves coeli comederunt illam .
-¡Que
la peste lo ahogue con tu latín! -dijo D'Artagnan, que se sentía en el límite de
sus
fuerzas.
-Adiós,
hijo mío -dijo el cura-, hasta mañana.
-Hasta
mañana, joven temerario -dijo el jesuita-; prometéis ser una de las lumbreras de
la
Iglesia;
¡quiera el cielo que esa luz no sea un fuego devorador!
D'Artagnan,
que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a
atacar
la carne.
Los
dos hombres negros se levantaron, saludaron a Aramis y a D'Artagnan, y avanzaron
hacia
la
puerta. Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella
controversia
con
un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal
del jesuita y
caminó
respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.
Aramis
los condujo hasta el comienzo de la escalera y volvió a subir junto a
D'Artagnan, que
seguía
pensando.
Una
vez solos, los dos amigos guardaron primero un silencio embarazoso; sin embargo
era
preciso
que uno de ellos rompiese a hablar, y como D'Artagnan parecía decidido a dejar
este
honor
a su amigo:
-Ya
lo veis -dijo Aramis-, me encontráis vuelto a mis ideas
fundamentales.
-Sí,
la gracia eficaz os ha tocado, como decía ese señor hace un
momento.
-¡Oh!
Estos planes de retiro están hechos hace mucho tiempo; y vos ya me habíais oído
hablar,
¿no
es eso, amigo mío?
-Claro,
pero confieso que creí que bromeabais.
-¡Con
esa clase de cosas! ¡Vamos, D'Artagnan!
-¡Maldita
sea! También se bromea con la muerte.
-Y
se comete un error, D'Artagnan, porque la muerte es la puerta que conduce a la
perdición o
a
la salvación.
-De
acuerdo, pero si os place, no teologicemos, Aramis; debéis tener bastante para
el resto del
día;
en cuanto a mí, yo he olvidado el poco latín que jamás supe; además debo
confesaros que
no
he comido nada desde esta mañana a las diez, y que tengo un hambre de todos los
diablos.
-Ahora
mismo comeremos, querido amigo; sólo que, como sabéis, es viernes, y en un día
así
yo
no puedo ver ni comer carne. Si queréis contentaros con mi comida... se compone
de
tetrágonos
cocidos y fruta.
-¿Qué
entendéis con tetrágonos? -preguntó D'Artagnan con
inquietud.
-Entiendo
espinacas -repuso Aramis-; pero para vos añadiré huevos, y es una grave
infracción
de
la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el
pollo.
-Ese
festín no es suculento, pero no importa; por estar con vos, lo
sufriré.
-Os
quedo agradecido por el sacrificio -dijo Aramis-; pero si no aprovecha a nuestro
cuerpo,
aprovechará,
estad seguro, a vuestra alma.
-O
sea que, decididamente, Aramis, entráis en religión. ¿Qué van a decir nuestros
amigos, qué
va
a decir el señor de Tréville? Os tratarán de desertor, os
prevengo.
-Yo
no entro en religión, vuelvo a ella. Es de la iglesia de la que había desertado
por el mundo,
porque
como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de
mosquetero.
-Yo
no sé nada.
-¿Ignoráis
vos cómo dejé el seminario?
-Completamente.
-Aquí
tenéis mi historia; por otra parte las Escrituras dicen: «Confesaos los unos a
los otros», y
yo
me confieso a vos, D'Artagnan.
-Y
yo os doy la absolución de antemano, ya veis que soy
bueno.
-No
os burléis de las cosas santas, amigo mío.
-Vamos
hablad, hablad, os escucho.
-Yo
estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a
cumplir
veinte,
iba a ser abate y todo estaba dicho. Una tarde en que estaba, según mi
costumbre, en
una
casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un
oficial que
me
miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la dueña de la casa,
entró de pronto y
sin
ser anunciado. Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de
Judith y
acababa
de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e,
inclinada
sobre
mi hombro, los releía conmigo. La postura, que quizá era algo abandonada, lo
confieso,
molestó
al oficial; no dijo nada, pero cuando yo salí, salió detrás de mí y al
alcanzarme dijo:
«Señor
abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque
nadie ha
osado
nunca dármelos.» «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en
que os he
encontrado
esta tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las
piernas
me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé. El oficial
esperaba
aquella
respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvió la espalda y volvió a
entrar en
la
casa. Yo volví al seminario. Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente,
como habéis
podido
observar, mi querido D'Artagnan; el insulto era terrible, y por desconocido que
hubiera
quedado
para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi
corazón.
Declaré
a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación,
y a
petición
mía se pospuso la ceremonia por un año. Fui en busca del mejor maestro de armas
de
Paris,
quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un
año
tome
aquella lección. Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado,
colgé mi sotana
de
un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba
una dama
amiga
mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en la calle des
Francs-
Burgeois,
al lado de la Force. En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que
cantaba un lai
de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la
segunda estrofa.
«Señor,
¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne , y
volveréis
a
darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró
con asombro,
luego
me dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco.» «Soy -le respondí- el pequeño
abate que
lee
las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah! Ya me acuerdo
-dijo el oficial
con
sorna-. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una
vuelta
paseando
conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.»
«Mañana
por
la mañana, no; si os place, ahora mismo.» «Si lo exigís...» «Pues sí, lo exijo.»
«Entonces,
salgamos.
Señoras -dijo el oficial-, no os molestéis. El tiempo de matar al señor
solamente y
vuelvo
para acabaros la última estrofa. » Salimos. Yo le llevé a la calle Payenne justo
al lugar en
que
un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado.
Hacía un
clara
de luna soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el
sitio.
-¡Diablos!
-exclamó D'Artagnan.
-Pero
-continuó Aramis- como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró
en la
calle
Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido
yo poque
lo
había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a
renunciar por algún
tiempo
a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me
había
enseñado,
además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron
a
pedir
una casaca de mosquetero. El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el
sitio de
Arras,
y me concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el
momento
de
volver al seno de la Iglesia.
-¿Y
por qué hoy en vez de ayer o de mañana? ¿Qué os ha pasado hoy que os da tan
malas
ideas?
-Esta
herida, mi querido D'Artagnan, ha sido para mí un aviso del
cielo.
-¿Esta
herida? ¡Bah, está casi curada y estoy seguro de que no es ella la que más os
hace
sufrir!
-¿Cuál
entonces? -preguntó Aramis enrojeciendo.
-Tenéis
una en el corazón, Aramis, unas más viva y más sangrante, una herida hecha por
una
mujer.
Los
ojos de Aramis destellaron a pesar suyo.
-¡Ah!
-dijo disimulando su emoción bajo una fingida negligencia-. No habléis de esas
cosas.
¡Pensar
yo en eso! ¡Tener yo penas de amor! ; ¡Vanitas vanitatum ! Me habría vuelto
loco,
en
vuestra opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a
quien habría
hecho
la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!
-Perdón,
mi querido Aramis, pero yo creía que apuntabais más alto.
-¿Más
alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón
y
muy
oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el
mundo!
-¡Aramis,
Aramis! -exclamó D'Artagnan mirando a su amigo con aire de
duda.
-Polvo,
vuelvo al polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores -continuó
ensombreciéndose-;
todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la
mano
del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi querido D'Artagnan! -prosiguió
Aramis
dando
a su vez un ligero tinte de amargura-. Creedme, ocultad bien vuestras heridas
cuando las
tengáis.
El silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a
alguien,
quienquiera
que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan nuestras
lágrimas
como
las moscas sacan sangre de un gamo herido.
-¡Ay,
mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro-. Es
mi propia
historia
la que aquí resumís.
-¿Cómo?,
-Sí,
una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza.
Yo no sé
dónde
está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté
muerta.
-Pero
vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado
voluntariamente;
que
si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está
prohibida, mientras
que...
-Mientras
que...
-Nada
-respondió Aramis-, nada.
-De
modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución
firme?
-Para
siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor
aún,
no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada
más.
-¡Diablos!
Es muy triste lo que me decís.
-¿Qué
queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.
D'Artagnan
sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:
-Y
sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de
nuestros
amigos.
-Y
yo -dijo D'Artagnan- habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan
separado de
todo;
los amores los habéis despechado; los amigos, son sombras; el mundo es un
sepulcro.
-¡Ay!
Vos mismo podréis verlo -dijo Aramis con un suspiro.
-No
hablemos, pues, más -dijo D'Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os
anunciaba
alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra
doncella.
-¿Qué
carta? -exclamó vivamente Aramis.
-Una
carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han
entregado para
vos.
-¿Pero
de quién es la carta?
-¡Ah!
De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de
la señora
de
Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que
para dárselas
de
peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona
de
duquesa.
-¿Qué
decís?
-¡Vaya,
la habré perdido! -dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla-.
Afortunadamente el
mundo
es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al
que
decís
¡fuera!
-¡Ah,
D'Artagnan, D'Artagnan! -exclamó Aramis-. Me haces morir.
-Bueno,
aquí está -dijo D'Artagnan.
Y
sacó la carta de su bolsillo.
Aramis
dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro
resplandecía.
-Parece
que la doncella tiene un hermoso estilo -dijo indolentemente el
mensajero.
-Gracias,
D'Artagnan -exclamó Aramis casi en delirio-. Se ha visto obligada a volver a
Tours; no
me
es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me
ahoga!
Y
los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo,
pisoteando
buenamente
las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.
En
aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.
-¡Huye,
desgraciado! -exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro-. Vuélvete al sitio
de
donde
vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una
liebre
mechada,
un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo
borgoña.
Bazin,
que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse
melancólicamente
la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.
-Este
es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes -dijo D'Artagnan-,
si es
que
tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in
oblatione.
-¡Idos
al diablo con vuestro latín! Mi querido D'Artagran, bebamos, maldita sea,
bebamos
mucho,
y contadme algo de lo que pasa por ahí.
Capítulo
XXVII
La
mujer de Athos
-Ahora
sólo queda saber nuevas de Athos -dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que
lo
hubo
puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida,
y mientras
una
excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su
fatiga.
-¿Creéis,
pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? -preguntó Aramis-. Athos es tan
frío,
tan
valiente y maneja tan hábilmente su espada...
-Sí,
sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo
prefiero
sobre
mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido
zurrado
por
el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no
terminan pronto.
Por
eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.
-Yo
trataré de acompañaros -dijo Aramis-, aunque aún no me siento en condiciones de
montar
a
caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me
impidió continuar ese
piadoso
ejercicio.
-Es
que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de
disciplina; pero
estabais
enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os
excuse.
-¿Y
cuándo partís?
-Mañana,
al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si
podéis,
partiremos
juntos.
-Hasta
mañana, pues -dijo Aramis-; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener
necesidad
de reposo.
Al
día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró
en su
ventana.
-¿Qué
miráis ahí? -preguntó D'Artagnan.
-¡A
fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de
la brida; es
un
placer de príncipe viajar en semejantes monturas.
-Pues
bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es
para vos.
-¡Huy!
¿Cuál?
-El
que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.
-¿Y
el rico caparazón que te cubre es mío también?
-Claro.
-¿Queréis
reiros, D'Artagnan?
-Yo
no río desde que vos habláis francés.
-¿Son
para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada
de plata?
-Para
vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea
es para
Athos.
-¡Peste!
Son tres animales soberbios.
-Me
halaga que sean de vuestro gusto.
-¿Es
el rey quien os ha hecho ese regalo?
-A
buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y
pensad
sólo
que uno de los tres es de vuestra propiedad.
-Me
quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.
-¡De
maravilla!
-¡Vive
Dios! -exclamó Aramis-. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me
montaría
en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos!
¡Hola! Bazin,
ven
acá ahora mismo.
Bazin
apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.
-¡Bruñid
mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis
pistolas!
-dijo
Aramis.
-Esta
última recomendación es inútil -interrumpió D'Artagnan-; hay pistolas cargadas
en
vuestras
fundas.
Bazin
suspiró.
-Vamos,
maese Bazin, tranquilizaos -dijo D'Artagnan-; se gana el reino de los cielos en
todos
los
estados.
-¡El
señor era ya tan buen teólogo! -dijo Bazin casi llorando-. Hubiera llegado a
obispo y quizá
a
cardenal.
-Y
bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de
iglesia,
por
favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver, el cardenal
va a hacer la
primera
campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño; y el señor de Nagret
de La
Valette
, ¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene
que
vendarle.
-¡Ay!
-suspiró Bazin-. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de
hoy.
Durante
este tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían
descendido.
-Tenme
el estribo, Bazin -dijo Aramis.
Y
Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras
algunas vueltas y
algunas
corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables
que
palideció
y se tambaleó. D'Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había
perdido de
vista,
se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su
habitación.
-Está
bien, mi querido Aramis, cuidaos -dijo-, iré sólo en busca de
Athos.
-Sois
un hombre de bronce -le dijo Aramis.
-No,
tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de
tesis,
nada
de glosas sobre los dedos y las bendiciones, ¿eh?
Aramis
sonrió.
-Haré
versos -dijo.
-Sí,
versos perfumados al olor del billete de la doncella de la señora de Chevreuse.
Enseñad,
pues,
prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al caballo, montadlo todos los
días un poco, y
eso
os habituará a las maniobras.
-¡Oh,
por eso estad tranquilo! -dijo Aramis-. Me encontraréis dispuesto a
seguiros.
Se
dijeron adiós y, diez minutos después, D'Artagnan, tras haber recomendado su
amigo a
Bazin
y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.
¿Cómo
iba a encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?
La
posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido.
Aquella idea,
ensombreciendo
su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos
juramentos
de venganza. De todos sus amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos
cercano
en
apariencia en cuanto a gustos y simpatías.
Sin
embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia notable. El aire noble y
distinguido
de
Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sómbra
en que se
encerraba
voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero
más
fácil
de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera
llamado ciego si no
fuera
resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la
estima, más
que
la amistad de D'Artagnan, cautivaban su admiración.
En
efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano
Athos, en sus
días
de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana,
pero esa
talla
estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez,
en sus
luchas
con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se
había vuelto
proverbial
entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón
dibujado
como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus
manos, de
las
que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba
las suyas
con
gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz
era pe-
netrante
y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se
hacía
siempre
oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más
brillante
sociedad,
esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores
acciones.
Si
se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo,
colocando a
cada
invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o
que se había
conseguido
él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las
familias
nobles
del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La
etiqueta no
tenía
minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes
propietarios,
conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran
arte,
había
asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la
materia.
Como
todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la
esgrima a la
perfección.
Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de
vista
de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los
gentileshombres, que
sonreía
a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender;
dos o tres
veces
incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis
dejaba
escapar
algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su
caso.
Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra
transigían
tan
fácilmente con su religión o su conciencia, los amantes con la delicadeza
rigurosa de nuestros
días
y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy
extraordinario.
Y
sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan
bella, a esta
esencia
tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se
vuelven
hacia
la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas
eran frecuen-
tes,
se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desaparecía como en
una profunda
noche.
Entonces,
desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza baja,
los
ojos
sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien
su botella y
su
vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada
átona de su
señor
hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos
había
tenido
lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo,
era todo
el
contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo
bebía por
cuatro,
y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una
tristeza
más
profunda.
D'Artagnan,
de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que
tuviese
en
satisfacer su curiosidad sobre el tema, no había podido aún asignar ninguna
causa a aquel
marasmo,
ni anotar las ocasiones. Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso
que no
fuera
conocido por todos sus amigos.
No
se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al
contrario, sólo
bebía
para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más
sombría aún.
No
se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de
Porthos, quien
acompañaba
con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos,
cuando
había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le había
visto,
en
el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta
el cinturón
brocado
de oro de los días de gala; volver a ganar todo esto adernás de cien luises más,
sin que
su
hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos
perdiesen
su
matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase
de ser
tranquila
y agradable.
No
era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica
la que
ensombrecía
su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los
días
calurosos
del año; junio y julio eran los meses terribles de Athos.
Al
presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del
porvenir; su
secreto
estaba, pues, en el pasado, como le había dicho vagamente a
D'Artagnan.
Aquel
tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al
hombre
cuyos
ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea
cual
fuere
la astucia de las preguntas dirigidas a él.
-¡Y
bien! -pensaba D'Artagnan-. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y
muerto
por
culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen él ignoraba,
y cuyo
resultado
ignorará y del que ningún provecho debía sacar.
-Sin
contar, señor -respondió Panchet-, que probablemente le debemos la vida.
Acordaos
cuando
gritó: «¡Largaos, D'Artagnan! Me han cogido»
Y
después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su
espada! Se
hubiera
dicho que eran veinte hombres, o mejor, veinte diablos
rabiosos.
Y
estas palabras redoblaban el ardor de D'Artagnan, que aguijoneaba a su caballo,
el cual sin
necesidad
de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.
Hacia
las once de la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta
del
albergue
maldito.
D'Artagnan
había meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que
consuelan,
aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería, con el
sombrero
sobre
los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta
con la mano
derecha.
-¿Me
conocéis? -dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.
-No
tengo ese honor, monseñor -respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por
el
brillante
equipo con que D'Artagnan se presentaba.
-¡Ah,
conque no me conocéis!
-No,
monseñor.
-Bueno,
dos palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que
tuvisteis
la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda
falsa?
El
hostelero palideció, porque D'Artagnan había adoptado la actitud más
amenazadora, y
Panchet
hacía lo mismo que su dueño.
-¡Ah,
monseñor, no me habléis de ello! -exclamó el hostelero con su tono de voz más
lacrimoso-.
Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!
-Y
el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?
-Dignaos
escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sentaos, por
favor.
D'Artagnan,
mudo de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se
pegó
orgullosamente a su butaca.
-Esta
es la historia, Monseñor -prosiguió el hostelero todo tembloroso-, porque os he
reconocido
ahora: fuisteis vos el que partió cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con
ese
gentilhombre
de que vos habláis.
-Sí,
fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la
verdad.
-Hacedme
el favor de escucharme y la sabréis toda entera.
-Escucho.
-Yo
había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre
llegaría a mi
albergue
con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de
mosqueteros.
Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra figura, señores, todo me lo habían
pintado.
-¿Después,
después? -dijo D'Artagnan, que reconoció en seguida de dónde procedían aquellas
señas
tan exactamente dadas.
-Tomé
entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis
hombres,
las
medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos
falsos.
-¡Todavía!
-dijo D'Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente
las
orejas.
-Perdonadme,
monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad
me
había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la
autoridad.
-Pero
una vez más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto?
¿Está
vivo?
-Paciencia,
monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra
precipitada
marcha
-añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D'Artagnan- parecía
autorizar el
desenlace.
Ese gentilhombre amigo vuestro se defendió a la desesperada. Su criado, que por
una
desgracia
imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de
mozos de
cuadra...
-¡Ah,
miserable! -exclamó D'Artagnan-. Estabais todos de acuerdo, y no sé cómo me
contengo
y
no os mato a todos.
-¡Ay!
No, monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor
vuestro
amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero
nosotros
ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de
combate
a
dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada defendiéndose con su
espada, con la que
lisió
incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó
aturdido.
-Pero,
verdugo, ¿acabarás? -dijo D'Artagnan-. Athos, ¿qué ha sido de
Athos?
-Al
batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la
bodega, y como
la
puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como estaban seguros
de encontrarlo
allí,
lo dejaron en paz.
-Sí
-dijo D'Artagnan-, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo
prisionero.
-¡Santo
Dios! ¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se aprisionó, os lo juro. En
primer
lugar,
había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos
heridos de
gravedad.
El muerto y los dos heridos fueron llevados por sus camaradas, y no he oído
hablar
nunca
más de ellos, ni de unos ni de otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento,
fui a
buscar
al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté
qué debía
hacer
con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me dijo
que ignoraba
por
completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de
él, y que si
tenía
la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda
aquella escara-
muza,
me haría prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado
a uno
por
otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
-Pero
¿Athos? -exclamó D'Artagnan, cuya impaciencia aumentaba por el abandono en que
la
autoridad
dejaba el asunto-. ¿Qué ha sido de Athos?
-Como
yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero -prosiguió el
alberguista-, me
encaminé
hacia la bodega a fin de devolverle la libertad. ¡Ay, señor, aquello no era un
hombre,
era
un diablo! A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le
tendía y que
antes
de salir debía imponer sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí
mismo
yo
no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano
encima a un
mosquetero
de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones.
«En
primer
lugar -dijo-, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos
dimos
prisa
por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos
dispuesto
a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo. El señor Grimaud (él sí ha dicho su
nombre,
aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido
como
estaba;
entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puerta y nos ordenó
quedarnos
en nuestra tienda.
-Pero
¿dónde está? -exclamó D'Artagnan-. ¿Dónde está Athos?
-En
la bodega, señor.
-¿Cómo
desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?
-¡Bondad
divina! No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está
haciendo
en
la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi
vida, os
adoraría
como a un amo!
-Entonces,
¿está allí, allí lo encontraré?
-Sin
duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el
tragaluz pan en
la
punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de
lo que hace
el
mayor consumo. Una vez he tratado de bajar con dos de mis mozos, pero se ha
encolerizado
de
forma terrible. He oído el ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su
mosquetón, que cargaba
su
criado. Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha
res-
pondido
que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían
hasta el
último
antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega.
Entonces, señor,
yo
fui a quejarme al gobernador, el cual me respondió que no tenía sino lo que me
merecía, y
que
esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en
mi casa.
-¿De
suerte que desde entonces?... -prosiguió D'Artagnan no pudiendo impedirse reír
de la
cara
lamentable de su hostelero.
-De
suerte que desde entonces, señor -continuó éste-, llevamos la vida más triste
que se
pueda
ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras provisiones están en la
bodega; allí
está
nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las
especias, el
tocino
y las salchichas; y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a
negar
comida
y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra
hostería se
pierde.
Una semana más con vuestro amigo en la bodega y estaremos
arruinados.
-Y
sería de justicia, bribón. ¿No se ve en nuestra cara que éramos gente de calidad
y no
falsarios,
decid?
-Sí,
señor, sí, tenéis razón -dijo el hostelero-, pero mirad, mirad cómo se
cobra.
-Sin
duda lo habrán molestado -dijo D'Artagnan.
-Pero
tenemos que molestarlo -exclamó el hostelero-; acaban de llegarnos dos
gentileshombres
ingleses.
-¿Y?
-Pues
que los ingleses gustan del buen vino, como vos sabéis, señor, y han pedido del
mejor.
Mi
mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos
señores; y como
de
costumbre él se habrá negado. ¡Ay, bondad divina! ¡Ya tenemos otra vez
escandalera!
En
efecto, D'Artagnan oyó un gran ruido venir del lado de la bodega; se levantó,
precedido por
el
hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón
cargado,
se
acercó al lugar de la escena.
Los
dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían
de
hambre
y de sed.
-Pero
esto es una tiranía -exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento
extranjero-,
que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino. Vamos a hundir
la
puerta
y, si está demasiado colérico, pues lo matamos.
-¡Mucho
cuidado, señores! -dijo D'Artagnan sacando sus pistolas de su cintura-. Si os
place, no
mataréis
a nadie.
-Bueno,
bueno -decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos-, que los dejen
entrar un
poco
a esos traganiños, y ya veremos.
Por
muy valientes que parecían ser, los dos gentileshombres se miraron dudando; se
hubiera
dicho
que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de
las
leyendas
populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo
un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de
volverse atrás
y
el más osado de ellos descendió los cinco o seis peldaños de que estaba formada
la escalera y
dio
a la puerta una patada como para hundir el muro.
-Planchet
-dijo D'Artagnan cargando sus pistolas-, yo me encargo del que está arriba,
encárgate
tú del que está abajo. ¡Ah, señores, queréis batalla! Pues bien, vamos a
dárosla.
-¡Dios
mío! -exclamó la voz hueca de Athos-. Oigo a D'Artagnan, según me
parece.
-En
efecto -dijo D'Artagnan alzando la voz a su vez-, soy yo, amigo
mío.
-¡Ah,
bueno! Entonces -dijo Athos-, vamos a trabajar a esos
derribapuertas.
Los
gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos
entre
dos
fuegos; dudaron un instante todavía; pero, como en la primera ocasión, venció el
orgullo y
una
segunda patada hizo tambalearse la puerta en toda su
altura.
-Apártate,
D'Artagnan, apártate -gritó Athos-, apártate, voy a
disparar.
-Señores
-dijo D'Artagnan, a quien la reflexión no abandonaba nunca-, señores, pensadlo.
Paciencia,
Athos. Os vais a meter en un mal asunto y vais a ser acribillados. Aquí, mi
criado y yo
que
os soltaremos tres disparos; y otros tantos os llegarán de la bodega; además,
todavía
tenemos
nuestras espadas, que mi amigo y yo, os lo aseguro, manejamos pasablemente.
Dejadme
que me ocupe de mis asuntos y hs vuestros. Dentro de poco tendréis de beber, os
doy
mi
palabra.
-Si
es que queda -gruñó la voz burlona de Athos.
El
hostelero sintió un sudor frío correr a lo largo de su
espina.
-¿Cómo
que si queda? -murmuró.
-¡Qué
diablos! Quedara -prosguió D'Artagnan-, estad tránquilo, entre dos no se habrán
bebido
toda
la bodega. Señores, devolved vuestras espadas a sus
vainas.
-Bien.
Y vos volved a poner vuestras pistolas en vuestro cinto.
-De
buen grado.
Y
D'Artagnan dio ejemplo. Luego, volviéndose hacia Planchet, le hizo señal de
desarmar su
mosquetón.
Los
ingleses, convencidos, devolvieron gruñendo sus espadas a la vaina. Se les contó
la historia
del
apasionamiento de Athos. Y como eran buenos gentileshombres, le quitaron la
razón al
hostelero.
-Ahora,
señores -dijo D'Artagnan-, volved a vuestras habitaciones, y dentro de diez
minutos os
prometo
que os llevarán cuanto podáis desear.
Los
ingleses saludaron y salieron.
-Ahora
estoy solo, mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, abridme la puerta, por
favor.
-Ahora
mismo -dijo Athos.
Entonces
se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las
contraescarpas
y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí
mismo.
Un
instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de
Athos, quien
con
una ojeada rápida exploró los alrededores.
D'Artagnan
se lanzó a su cuello y lo abrazó con ternura; luego quiso llevárselo fuera de
aquel
lugar
húmedo; entonces se dio cuenta de que Athos vacilaba.
-¿Estáis
herido? -le dijo.
-¡Yo,
nada de eso! Estoy totalmente borracho eso es todo, y jamás hombre alguno ha
tenido
tanto
como se necesitaba para ello. ¡Vive Dios! Hostelero, me parece que por lo menos
yo solo
me
he bebido ciento cincuenta botellas.
-¡Misericordia!
-exclamó el hostelero-. Si el criado ha bebido la mitad sólo del amo, estoy
arruinado.
-Grimaud
es un lacayo de buena casa, que no se habría permitido lo mismo que yo; él ha
bebido
de la tuba; vaya, creo que se ha olvidado de goner la espita. ¿Oís? Está
corriendo.
D'Artagnan
estalló en una carcajada que cambió el temblor del hostelero en fiebre
ardiente.
Al
mismo tiempo Grimaud apareció detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la
cabeza
temblando
como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens . Estaba rociado por delante y
por
detrás de un licor pringoso que el hostelero reconoció en seguida por su mejor
aceite de
oliva.
El
cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del
albergue, que
D'Artagnan
ocupó de manera imperativa.
Mientras
tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que
les
había
sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los
esperaba.
Más
allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que
componían
haces,
tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte
estratégico, se
veían
aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los
jamones
comidos,
mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la
bodega,
y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las
últimas
gotas
de su sangre. La imagen de la devastación y de la muerte, como dice el poeta de
la
antigüedad,
reinaba allí como en un campo de batalla.
De
las cincuenta salchichas, apenas diez quedaban colgadas de las
vigas.
Entonces
los aullidos del hostelero y de la hostelera taladraron la bóveda de la bodega;
hasta
el
mismo D'Artagnan quedó conmovido. Athos ni siquiera volvió la
cabeza.
Pero
al dolor sucedió la rabia. El hostelero se armó de una rama y, en su
desesperación, se
lanzó
a la habitación donde los dos amigos se habían retirado.
-¡Vino!
-dijo Athos al ver al hostelero.
-¿Vino?
-exclamó el hostelero estupefacto-. ¿Vino? Os habéis bebido por valor de más de
cien
pistolas;
soy un hombre arruinado, perdido aniquilado.
-¡Bah!
-dijo Athos-. Nosotros seguimos con sed.
-Si
os hubierais contentado con beber, todavía; pero habéis roto todas las
botellas.
-Me
habéis empujado sobre un montón que se ha venido abajo. Vuestra es la
culpa.
-
Todo mi aceite perdido!
-Él
aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre
Grimaud se
curase
las que vos le habéis hecho.
-¡Todos
mis salchichones roídos!
-Hay
muchas ratas en esa bodega.
-Vais
a pagarme todo eso -exclamó el hostelero exasperado.
-¡Triple
bribón! -dijo Athos levantándose. Pero volvió a caer en seguida; acababa de dar
la
medida
de sus fuerzas. D'Artagnan vino en su ayuda alzando su
fusta.
El
hostelero retrocedió un paso y se puso a llorar a mares.
-Esto
os enseñará -dijo D'Artagnan- a tratar de una forma más cortés a los huéspedes
que Dios
os
envía...
-¿Dios?
¡Mejor diréis el diablo!
-Mi
querido amigo -dijo D'Artagnan-, si seguís dándonos la murga, vamos a
encerrarnos los
cuatro
en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como
decís.
-Bueno,
señores -dijo el hostelero-, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado
tiene su
misericordia;
vosotros sois señores, y yo soy un pobre alberguista, tened piedad de
mí.
-Ah,
si hablas así -dijo Athos-, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a
correr de mis
ojos
como el vino corría de tus toneles. No era tan malo el diablo como lo pintan.
Veamos, ven
aquí
y hablaremos.
El
hostelero se acercó con inquietud.
-Ven,
lo digo, y no tengas miedo -continuó Athos-. En el momento que iba a pagarte,
puse mi
bolsa
sobre la mesa.
-Sí,
monseñor.
-Aquella
bolsa contenía sesenta pistolas, ¿dónde está?
-Depositada
en la escribanía, monseñor; habían dicho que era moneda
falsa.
-Pues
bien, haz que te devuelvan mi bolsa, y quédate con las sesenta
pistolas.
-Pero
monseñor sabe bien que el escribano no suelta lo que coge. Si era moneda falsa
todavía
quedaría
la esperanza; pero desgraciadamente son piezas buenas.
-Arréglatelas,
mi buen hombre, eso no me afecta, tanto más cuanto que no me queda una
libra.
-Veamos
-dijo D'Artagnan-, el viejo caballo de Athos, ¿dónde está?
-En
la cuadra.
- Cuánto vale?
-Cincuenta
pistolas a lo sumo.
-Vale
ochenta; quédatelo, y no hay más que hablar.
-¡Cómo!
¿Tú vendes mi caballo? -dijo Athos-. ¿Tú vendes mi Bayaceto? Y ¿en qué haré la
guerra?
¿Encima de Grimaud?
-Te
he traído otro -dijo D'Artagnan.
-¿Otro?
-¡Y
magnífico! -exclamó el hostelero.
-Entonces,
si hay otro más hermoso y más joven, quédate con el viejo y a
beber.
-¿De
qué? -preguntó el hostelero completamente sosegado.
-De
lo que hay al fondo, junto a las traviesas; todavía quedan veinticinco botellas;
todas las
demás
se rompieron con mi caída. Sube seis.
-¡Este
hombre es una cuba! -dijo el hostelero para sí mismo-. Si se queda aquí quince
días y
paga
lo que bebe, sacará a flote nuestros asuntos.
-Y
no olvides -continuó D'Artagnan- de subir cuatro botellas semejantes para los
dos señores
ingleses.
-Ahora
-dijo Athos-, mientras esperamos a que nos traigan el vino, cuéntame,
D'Artagnan, qué
ha
sido de los otros; veamos.
D'Artagnan
le contó cómo había encontrado a Porthos en su lecho con un esguince y a Aramis
en
su mesa con dos teólogos. Cuando acababa, el hostelero volvió con las botellas
pedidas y un
jamón
que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la
bodega.
-Está
bien -dijo Athos llenando su vaso y el de D'Artagnan por lo que se refiere a
Porthos y
Aramis;
pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos? Encuentro que
tenéis
un aire siniestro.
-¡Ay!
-dijo D'Artagnan-. Es que soy el más desgraciado de todos
nosotros.
-¡Tú
desgraciado, D'Artagnan! -dijo Athos-. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime
eso.
-Más
tarde -dijo D'Artagnan.
-¡Más
tarde! Y ¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D'Artagnan?
Acuérdate
siempre
de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues, soy todo
oídos.
D'Artagnan
contó su aventura con la señora Bonacieux.
Athos
escuchó sin pestañear; luego, cuando hubo acabado:
-Miserias
todo eso -dijo Athos-, miserias.
Era
la expresión de Athos.
-¡Siempre
decís miserias, mi querido Athos! -dijo D'Artagnan-. Eso os sienta muy mal a
vos,
que
nunca habéis amado.
El
ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en
seguida se
volvió
apagado y vacío como antes.
-Es
cierto -dijo tranquilamente-, nunca he amado.
-¿Veis,
corazón de piedra -dijo D'Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros
corazones
tiernos?
-Corazones
tiernos, corazones rotos -dijo Athos.
-¿Qué
decís?
-Digo
que el amor es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy
afortunado
por
haber perdido, creedme, mi querido D'Artagnan. Y si tengo algún consejo que
daros, es
perder
siempre.
-Ella
parecía amarme mucho.
-Ella
parecía.
-¡Oh,
me amaba!
-¡Infantil!
No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay
ningún
hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Excepto
vos, Athos, que nunca la habéis tenido.
-Es
cierto -dijo Athos tras un momento de silencio-, yo nunca la he tenido.
¡Bebamos!
-Pero
ya que estáis filósofo -dijo D'Artagnan-, instruidme, ayudadme; necesito saber y
ser
consolado.
-Consolado
¿de qué?
-De
mi desgracia.
-Vuestra
desgracia da risa -dijo Athos encogiéndose de hombros-; me gustaría saber lo que
diríais
si yo os contase una historia de amor.
-¿Sucedida
a vos?
-O
a uno de mis amigos, qué importa.
-Hablad,
Athos, hablad.
-Bebamos,
haremos mejor.
-Bebed
y contad.
-Cierto
que es posible -dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas
van
juntas
de maravilla.
-Escucho
-dijo D'Artagnan.
Athos
se recogió y, a medida que se recogía, D'Artagnan lo veía palidecer; estaba en
ese
período
de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. El, él soñaba en
voz
alta
sin dormir. Aquel sonambulismo de la bonachera tenía algo de
espantoso.
-¿Lo
queréis? -preguntó.
-Os
lo ruego -dijo D'Artagnan.
-Sea
como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo -dijo Athos
interrumpiéndose
con una sonrisa sombría-; uno de los condes de mi provincia, es decir, del
Berry,
noble como un Dandolo o un Montmorency , se enamoró a los veinticinco años de
una
joven
de dieciséis, bella como el amor. A través de la ingenuidad de su edad apuntaba
un
espíritu
ardiente, un espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba embriagaba;
vivía en
una
aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región,
venían no se
sabía
de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su hermano tan piadoso nadie
pensó en
preguntarles
de dónde venían. Por lo demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que
era
el señor de Ìa región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su
gusto, era el
amo:
¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos? Por
desgracia era un
hombre
honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el imbécil!
-Pero
¿por qué, si la amaba? -preguntó D'Artagnan.
-Esperad
-dijo Athos-. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia;
y hay que
hacerle
justicia, cumplía perfectamente con su rango.
-¿Y?
-preguntó D'Artagnan.
-Y
un día que ella estaba de caza con su marido -continuó Athos en voz baja y
hablando muy
deprisa-,
ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se lanzó en su ayuda, y como
se
ahogaba
en sus vestidos, los hendió con su puñal y quedó al descubierto el hombro.
¿Adivináis lo
que
tenía en el hombro, D'Artagnan? -dijo Athos con un gran estallido de
risa.
-¿Puedo
saberlo? -preguntó D'Artagnan.
-Una
for de lis -dijo Athos-. ¡Estaba marcada !
Y
Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
-¡Horror!
-exclamó D'Artagnan-. ¿Qué me decís?
-La
verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había
robado.
-¿Y
qué hizo el conde?
-El
conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo:
acabó de
desgarrar
los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un
árbol.
-¡Cielos!
¡Athos! ¡Un asesinato! -exclamó D'Artagnan.
-Sí,
un asesinato, nada más -dijo Athos pálido como la muerte-. Pero me parece que me
están
dejando
sin vino.
Y
Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y
la vació de un
solo
trago, como si fuera un vaso normal.
Luego
se dejó caer con la cabeza entre sus dos manos; D'Artagnan permaneció ante él,
parado
de
espanto.
-Eso
me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas -dijo Athos
levantándose y
sin
continuar el apólogo del conde-. ¡Dios os conceda otro tanto!
¡Bebamos!
-¿Así
que ella murió? -balbuceó D'Artagnan.
-¡Pardiez!
-dijo Athos-. Pero tended vuestro vaso. ¡Jamón, pícaro! -gritó Athos-. No
podemos
beber
más.
-¿Y
su hermano? -añadió tímidamente D'Artagnan.
-
Su hermano? -repuso Athos.
-Sí,
el cura.
-!Ah!
Me informé para colgarlo también; pero había puesto pies en polvorosa, había
dejado su
curato
la víspera.
-¿Se
supo al menos lo que era aquel miserable?
-Era
sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había
fingido
ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna. Espero que haya
sido
descuartizado.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mió! -dijo D'Artagnan, completamente aturdido por aquella
horrible
aventura.
-Comed
ese jamón, D'Artagnan, es exquisito -dijo Athos cortando una loncha que puso en
el
plato
del joven-. ¡Qué pena que sólo hubiera cuatro como éste en la
bodega!
D'Artagnan
no podía seguir soportando aquella conversación, que lo enloquecía; dejó caer su
cabeza
entre sus dos manos y fingió dormirse.
-Los
jóvenes no saben beber -dijo Athos mirándolo con piedad-. ¡Y sin embargo éste es
de los
mejores..!
Capítulo
XXVIII
El
regreso
D'Artagnan
había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas
de
las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había
sido hecha por
un
hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante,
pese a esa
ola
que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D'Artagnan,
al
despertarse
al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como
si a
medida
que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella
duda no
hizo
sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación
de su
amigo
con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero
encontró a
Athos
con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de
los
hombres.
Por
lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos,
se le
adelantó
con el pensamiento.
-Estaba
muy borracho ayer, mi querido D'Artagnan -dijo-; me he dado cuenta esta mañana
por
mi
lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy
agitado; apuesto
a
que dije mil extravagancias.
Y
al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo
embarazó.
-No
-replicó D'Artagnan-, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy
extraordinario.
-¡Ah,
me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más
lamentables.
Y
miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su
corazón.
-A
fe mía -dijo D'Artagnan-, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto
que no
me
acuerdo de nada.
Athos
no se fió de esta palabra y prosiguió:
-No
habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de
borrachera:
triste
o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi
manía es
contar
todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro.
Ese es mi
defecto,
defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen
bebedor.
Athos
decía esto de una forma tan natural que D'Artagnan quedó confuso en su
convicción.
-Oh,
de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger
la
verdad-,
me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno
de
un sueño.
-¡Ah,
lo veis! -dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír-. Estaba
seguro, los
ahorcados
son mi pesadilla.
-Sí,
sí -prosiguió D'Artagnan-, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba...,
esperad..., se
trataba
de una mujer.
-¿Lo
veis? -respondió Athos volviéndose casi lívido-. Es mi famosa historia de la
mujer rubia, y
cuando
la cuento es que estoy borracho perdido.
-Sí,
eso es -dijo D'Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos
azules. ;
-Sí,
y colgada. 1
-Por
su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D'Artagnan mirando
fíjamente
a Athos.
-¡Y
bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice
-prosiguió
Athos
encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-. Decididamente, no
quiero
emborracharme
más, D'Artagnan, es una mala costumbre.
D'Artagnan
guardó silencio.
Luego
Athos, cambiando de pronto de conversación:
-A
propósito -dijo-, os agradezco el caballo que me habéis
traído.
-¿Es
de vuestro gusto? -preguntó D'Artagnan.
-Sí,
pero no es un caballo de aguante.
-Os
equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía
más
cansado
que si hubiera dado una vuelta a la plaza Saint-Sulpice.
-Pues
me dais un gran disgusto.
-¿Un
gran disgusto?
-Sí,
porque me he deshecho de él.
-¿Cómo?
-Estos
son los hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un
tronco,
y
yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga
de ayer;
bajé
al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante
por haber
muerto
ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre. Me acerqué a él, y como vi
que
ofrecía
cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también
yo tengo
un
caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-. Lo vi ayer, el criado de
vuestro amigo lo
llevaba
de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por
ese
precio?»
«No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho
y he-
cho;
y he perdido el caballo. ¡Ah, pero también -continuó Athos- he vuelto a ganar la
montura.
D'Artagnan
hizo un gesto bastante disgustado.
-¿Os
contraría? -dijo Athos.
-Pues
sí, os lo confieso -prosiguió D'Artagnan-. Ese caballo debía serviros para
hacernos
reconocer
un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis cometido un
error.
-Ay,
amigo mío, poneos en mi lugar -prosiguió el mosquetero-; me aburría de muerte, y
además,
palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se trata más
que
de
ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es bastante notable. En
cuanto al
caballo,
ya encontraremos alguna excusa para justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un
caballo
es
mortal; digamos que el mío ha tenido el muermo.
D'Artagnan
no desfruncía el ceño.
-Me
contraría -continuó Athos- que tengáis en tanto a esos animales, porque no he
acabado mi
historia.
-¿Pues
qué habéis hecho además?
-Después
de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea
de
jugar
el vuestro.
-Sí,
pero espero que os hayáis quedado en la idea.
-No,
la puse en práctica en aquel mismo instante.
-¡Vaya!
-exclamó D'Artagnan inquieto.
-Jugué
y perdí.
-¿Mi
caballo?
-Vuestro
caballo; siete contra ocho, a falta de un punto..., ya conocéis el proverbio
.
-Athos
no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
-Querido,
ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme
eso, y
no
esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses
posibles.
-¡Pero
es horrible!
-Esperad,
no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me
obstino,
es
como cuando bebo; me encabezoné entonces. . .
-Pero
¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?
-Sí
quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro
dedo, y
en
el que me fijé ayer.
-¡Este
diamante! -exclamó D'Artagnan llevando con presteza la mano a su
anillo.
-Y
como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil
pistolas.
-Espero
-dijo seriamente D'Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención
alguna
de mi diamante.
-Al
contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único recurso;
con él yo
podía
volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el
camino.
-¡Athos,
me hacéis temblar! -exclamó D Artagnan.
-Hablé,
pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él.
¡Qué
diablos,
querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le
presten
atención!
¡Imposible!
-¡Acabad,
querido, acabad -dijo D'Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría
me
hacéis
morir!
-Dividimos,
pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas cada
una.
-¡Ah!
¿Queréis reíros y probarme? -dijo D'Artagnan a quien la cólera comenzaba a
cogerle por
los
cabellos como Minerva coge a Aquiles en la Ilíada .
-No,
no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado veros a vos! Hacía quince
días que
no
había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una
botella
tras
otra.
-Esa
no es razón para jugar un diamante -respondió D Artagnan apretando su mano con
una
crispacion
nerviosa.
-Escuchad,
pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin
revancha. En
trece
tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal,
era el trece
del
mes de julio cuando...
-¡Maldita
sea! -exclamó D'Artagnan levantándose de la mesa-. La historia del día hace
olvidar la
de
la noche.
-Paciencia
-dijo Athos- y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto
por la
mañana
hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones
para
entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez
porciones.
-¡Ah,
vaya golpe! -dijo D'Artagnan estallando de risa a pesa
suyo.
-¡El
mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total
un
ducado
de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una
virtud.
-¡Y
a fe que bien rara! -exclamó D'Artagnan consolado y sosteniéndose los hijares de
risa.
-Como
comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el
diamante.
-¡Ah,
diablos! -dijo D'Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
-Volví
a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi
caballo,
luego
lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí
estamos. Una
tirada
soberbia; y ahí me he quedado.
D'Artagnan
respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del
pecho.
-En
fin, que me queda el diamante -dijo tímidamente.
-¡Intacto,
querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del
mío.
-Pero
¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?
-Tengo
una idea sobre ellos.
-Athos,
me hacéis temblar.
-Escuchad,
vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D'Artagnan.
-Y
no tengo ganas de jugar.
-No
juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena
mano.
-
¿Y después?
-Pues
que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban
mucho
los
arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo
jugaría vuestros
arneses
contra vuestro caballo.
-Pero
él no querrá un solo arnés.
-Jugad
los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
-¿Haríais
eso? -dijo D'Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su
costa,
de
Ahtos.
-Palabra
de honor, de una sola tirada.
-Pero
es que, después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los
arneses.
-Jugad
entonces vuestro diamante.
-Oh,
esto es otra cosa; nunca, nunca.
-¡Diablos!
-dijo Athos-. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho,
quizá
el inglés no quiera.
-Decididamente,
mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, prefiero no arriesgar
nada.
-¡Es
una lástima! -dijo fríamente Athos-. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay,
Dios mío!
Ensayad
una tirada, una tirada se juega
-¿Y
si pierdo?
-Ganaréis.
-Pero
¿y si pierdo?
-Pues
entonces le daréis los arneses.
-Vaya
entonces una tirada -dijo D'Artagnan.
Athos
se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los
arneses con
ojos
ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra
un caballo o
cien
pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescienta:
pistolas los
dos;
aceptó.
D'Artagnan
echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que
se
contentó con decir:
-Qué
mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses
señor.
El
inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó
sobre la mesa
sin
mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D'Artagnan se había vuelto para
ocultar su mal
humor.
-Vaya,
vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es
extraordinaria, no la
he
visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El
inglés miró y quedó asombrado; D'Artagnan miró y quedó
encantado.
-Sí
-continuó Athos-, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra
vez en mi
casa,
en el campo, en mi castillo de... cuando yo tenía un castillo; una tercera vez
con el señor
de
Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la
taberna, donde me
tocó
a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
-Entonces
el señor recupera su caballo -dijo el inglés.
-Cierto
-dijo D'Artagnan
-¿Entonces
no hay revancha?
-Nuestras
condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re
cordáis?
-Es
cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado,
señor
-Un
momento -dijo Athos-; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a
mi amigo.
-Decídselas.
Athos
llevó a parte a D'Artagnan.
-¿Y
bien? -le dijo D'Artagnan-. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue,
¿no es eso?
-No,
quiero que reflexionéis.
-¿En
qué?
-¿Vais
a tomar el caballo, no es así?
-Claro.
-Os
equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los
arneses contra
el
caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
-Sí.
-Yo
tomaría las cien pistolas.
-Pero
yo, yo me quedo con el caballo.
-Os
equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no
pienso
montar
en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a
sus
hermanos;
no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico
destrero.
Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero
para volver
a
Paris.
-Yo
me quedo con el caballo, Athos.
-Pues
os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se
rompe las
patas,
un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un
caballo
o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras
que, por el
contrario,
cien pistolas alimentan a su amo.
-Pero
¿cómo volveremos?
-En
los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de
nuestras figuras
que
somos gentes de condición.
-Vaya
figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre
sus
caballos.
-¡Aramis!
¡Porthos! -exclamó Athos, y se echó a reír.
-¿Qué?
-preguntó D'Artagnan, que no comprendía nada la hilar¡dad de su
amigo.
-Bien,
bien, sigamos -dijo Athos.
-O
sea, que vuestra opinión...
-Es
coger las cien pistolas, D'Artagnan; con las cien pistolas vamos a banquetear
hasta fin de
mes:
hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un
poco.
-¡Yo
reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa
pobre
mujer.
-Y
bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises
de oro?
Tomad
las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D'Artagnan
sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además,
resistiendo
tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió
las
cien
pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego
no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el
viejo
caballo
de Athos costó seis pistolas; D'Artagnan y Athos cogieron los caballos de
Planchet y de
Grimaud,
y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus
cabezas.
Por
mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus
criados y
llegaron
a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su
ventana, y
mirando
como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte
.
-¡Hola!
¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? -gritaron los dos
amigos.
-¡Ah,
sois vos, D'Artagnan; sois vos, Athos! -dijo el joven-. Pensaba con qué rapidez
se van los
bienes
de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en
medio de un
torbellino
de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la
tierra.
La
vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est,
fuit.
-¿Y
eso qué quiere decir en el fondo? -preguntó D'Artagnan, que comenzaba a
sospechar la
verdad.
-Esto
quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un
caballo que,
por
la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por
hora.
D'Artagnan
y Athos estallaron en carcajadas.
-Mi
querido Athos -dijo Aramis-: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad
no tiene ley;
además
yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo
menos
cincuenta
luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de
vuestros
lacayos
y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a
pequeñas
jornadas.
En
aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta
de
Amiens,
se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza.
El furgón
volvía
de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su
transporte,
a
aplacar la sed del cochero durante el camino.
-¿Cómo?
-dijo Aramis, viendo lo que pasaba-. ¿Nada más que las
sillas?
-¿Comprendéis
ahora? -dijo Athos.
-Amigos
míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola,
Bazin!
Llevad
mi arnés nuevo junto al de esos señores.
-¿Y
qué habéis hecho de vuestros curas? -preguntó D'Artagnan.
-Querido,
los invité a comer al día siguiente -dijo Aramis-; hay aquí un vino exquisito,
dicho sea
de
paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la
casaca y el
jesuita
me rogó que le haga recibir de mosquetero.
-¡Sin
tesis! -exclamó D'Artagnan-. Sin tesis. Pido la supresión de la
tesis.
-Desde
entonces -continuó Aramis-, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos
de
una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad.
La materia es
galante,
os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un
minuto.
-¡A
fe mía, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan, que detestaba casi tanto los versos
como el
latín-.
Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que
vuestro poema
tiene
dos méritos.
-Además
-continuó Aramis-, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a
París?
Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos
tanto
mejor.
¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo,
ni
siquiera
a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro
de que
tendrá
pinta de Gran Mogol.
Se
hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus
cuentas, colocó a
Bazin
en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de
Porthos.
Lo
encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D'Artagnan durante su
primera
visita,
y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro
personas;
aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos
y
de
frutos soberbios.
-¡Ah,
pardiez! -dijo levantándose-. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en
la sopa y
vais
a comer conmigo.
-¡Oh,
oh! -dijo D'Artagnan-. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas;
además,
aquí
hay un fricandó mechado y un filete de buey...
-Me
voy recuperando -dijo Porthos-, me voy recuperando; nada debilita tanto como
esos
malditos
esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?
-Jamás;
sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada
que
al
cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo
efecto.
-Pero
esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos -dijo
Aramis.
-No
-dijo Porthos-; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de
comunicarme
que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola,
Mosquetón!
¡Sillas, y que se doblen las botellas!
-¿Sabéis
lo que estamos comiendo? -dijo Athos al cabo de diez
minutos.
-Pardiez
-respondió D'Artagnan-; yo como carne de buey mechada con cardos y con
tuétanos.
-Y
yo chuletas de cordero -dijo Porthos.
-Y
yo una pechuga de ave -dijo Aramis.
-Todos
os equivocáis, señores -respondió Athos-; coméis caballo.
-¡Vamos!
-dijo D'Artagnan.
-¿Caballo?
-preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo
Porthos no respondió.
-Sí,
caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y
todo.
-No,
señores; he guardado el arnés -dijo Porthos.
-A
fe que todos somos iguales -dijo Aramis-; se diría que estábamos de
acuerdo.
-¡Qué
queréis! -dijo Porthos-. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he
querido
humillarlos.
-Y
en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? -prosiguió
D'Artagnan.
-Allí
sigue -respondió Porthos-. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los
gentileshombres
que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he
dado.
-¡Dado!
-exclamó D'Artagnan.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra -dijo Porthos-; porque ciertamente valía
ciento
cincuenta
luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en
ochenta.
-¿Sin
la silla? -dijo Aramis.
-Sí,
sin la silla.
-Observaréis,
señores -dijo Athos-, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha
hecho
de todos nosotros.
Se
produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente
atónito;
pero
pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió
ruidosamente, según su
costumbre.
-¿De
modo que todos tenemos dinero? -dijo D'Artagnan.
-No
por lo que mí toca -dijo Athos-; me ha parecido tan bueno el vino español de
Aramis que
he
hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin
nada.
-En
cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia
de
Montdidier
y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que
había
contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y
que no
dudo
que nos han de servir de maravilla.
-Y
yo -dijo Porthos-, ¿creéis que mi esguince no me ha costado nada? Sin contar la
herida de
Mosquetón,
por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha
hecho
pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a
recibir
una
bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso
le he
recomendado
encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
-Vamos,
vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D'Artagnan y Aramis-, veo que os
habéis
comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen
amo.
-En
resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de
escudos.
-Y
a mí una decena de pistolas -dijo Aramis.
-Vamos
-dijo Athos-, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras
cien
pistolas,
¿cuánto os queda, D'Artagnan?
-¿De
mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
-¿Eso
creéis?
-¡Pardiez!
-Ah,
es cierto, ahora me acuerdo.
-Luego
he pagado seis al hostelero.
-¡Qué
animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
-Es
lo que vos me dijisteis que le diese.
-Es
cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
-Veinticinco
pistolas -dijo D'Artagnan.
-Y
yo -dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo-,
yo...
-Vos,
nada.
-A
fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el
montón.
-Ahora
calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
-Treinta
escudos.
-¿Aramis?
-Diez
pistolas.
-¿Y
vos, D'Artagnan?
-Veinticinco.
-Eso
hace un total... -dijo Athos.
-Cuatrocientas
setenta y cinco libras -dijo D'Artagnan, que contaba como
Arquímedes.
-Llegados
a Paris, tendremos todavía cuatrocientas -dijo Porthos-, además de los
arneses.
-Pero
¿nuestros caballos de escuadrón? -dijo Aramis.
-Bueno,
los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a
suertes;
con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados,
luego
dejaremos
las migajas de nuestros bolsillos a D'Artagnan, que tiene buena mano y que irá a
jugarlas
al primer garito.
-Cenemos
entonces -dijo Porthos-; esto se enfría.
Los
cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la
comida,
cuyas
sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y
Grimaud.
Al
llegar a París, D'Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le
prevenía de que,
a
petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los
mosqueteros .
Como
esto era todo lo que D'Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de
volver
a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus
camaradas, a los
que
acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy
preocupados.
Estaban
reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre
circunstancias
de
cierta gravedad.
El
señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su
Majestad
era
iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los
equipos.
Los
cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en
materia de
disciplina.
-¿Y
en cuánto estimáis esos esquipos? -dijo D'Artagnan.
-¡Oh!
No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas
con una
cicatería
de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas
libras.
-Cuatro
por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras -dijo
Athos.
-Yo
creo -dijo D'Artagnan- que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo
como
espartano,
sino como procurador...
Esta
palabra de procurador despertó a Porthos.
-¡Vaya,
tengo una idea! -dijo.
-Algo
es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una -dijo fríamente Athos-; en
cuanto a
D'Artagnan,
señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil
libras!
Declaro
que para mí sólo necesito dos mil.
-Cuatro
or dos son ocho -dijo entonces Aramis-; por tanto, son ocho mil liras las que
necesitamos
para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las
sillas.
-Además
-dijo Athos, esperando a que D'Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de
Tréville,
hubiese cerrado la puerta-; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo
de
nuestro
amigo. ¡Qué diablo! D'Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus
hermanos
en
el apuro cuando lleva en su dedo corazon el rescate de un
rey.
Capítulo
XXIX
La
caza del equipo
El
más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Artagnan, aunque
D'Artagnan, en
su
calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que
eran
señores;
pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter
previsor
y
casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios)
de poderse
comparar
con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel
momento
una
inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir
sobre la
señora
Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había
hablado de ello
a
la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido
hacerla buscar.
Pero
esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para
D'Artagnan.
Athos
no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para
equiparse.
-Nos
quedan quince días -les decía a sus amigos-; pues bien, si al cabo de quince
días no he
encontrado
nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para
romperme
la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su
Eminencia
o
a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa
cantidad, no
puede
dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré
cumplido
con mi deber sin tener necesidad de
equiparme.
Porthos
seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo
y
diciendo:
-Sigo
en mi idea.
Aramis,
inquieto y despeinado, no decía nada.
Por
estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la
comunidad.
Los
lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito , compartían la triste pena
de sus
amos.
Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había
dado a la
devoción,
no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la
penuria
general
no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como
para
enternecer
a las piedras.
Los
tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para
equiparse,
los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las
calles
mirando
al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían
dejado
alguna
bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera
que
iban.
Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has
encontrado
algo?
Sin
embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había
persistido en
ella,
fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos.
D'Artagnan lo vio un
día
encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró
en el lugar santo
después
de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su
parte las
intenciones
más conquistadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas precauciones para
escon-
derse,
Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan entró tras él; Porthos fue a
situarse al lado
de
un pilar; D'Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en
otro.
Precisamente
había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos
aprovechó
la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos
cuidados
de
Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su
sombrero estaba
ciertamente
algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas
bastante
raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía
siendo el
bello
Porthos.
D'Artagnan
observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una
especie
de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus
cofias negras.
Los
ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban
a lo lejos
por
la nave.
Por
su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez
del rayo
una
mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a
mariposear con
furor.
Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las
cofias negras,
porque
se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se
agitaba
desesperadamente
en su asiento.
Al
verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla
y se puso a
hacer
señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una
bella
dama,
sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito
que
había
llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el
bolso
bordado
con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la
misa.
La
dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y
comprobó
que
se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la
doncella.
Mientras
tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios,
sonrisitas
asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
Por
eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan
vigoroso que
todo
el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos
permaneció
impasible,
aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.
La
dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las
cofias
negras,
que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que
la
encontró
más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D'Artagnan,
que
reconoció
a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre
de la
cicatriz,
había saludado con el nombre de milady.
D'Artagnan,
sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de
Porthos,
que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la
procuradora
de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy
alejada
de la citada calle.
Adivinó
entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota
de
Chantilly,
cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la
bolsa.
Pero
en medio de todo aquello, D'Artagnan notó también que su rostro no correspondía
a las
galanterías
de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real,
para
unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las
quimeras?
El
sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se
adelantó y,
en
lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era
para ella, por
lo
que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue
desengañada: cuando
sólo
estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los
ojos sobre la
dama
del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y
de su
doncella.
Cuando
la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda
chorreante
de
la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos,
hizo, sonriendo,
la
señal de la cruz y selió de la iglesia.
Aquello
fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban
requebrándose.
Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más
que
una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor
concentrado:
-¡Eh,
señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al
oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta
tras un
sueño
de cien años.
-Se...,
señora -exclamó él-. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor
Coquenard?
¿Sigue
tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera
en las dos
horas
que ha durado ese sermón?
-Estaba
a dos pasos de vos, señor -respondió la procuradora-, y no me habéis visto
porque no
teníais
ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua
bendita.
Porthos
fingió estar apurado.
-¡Ah!
-dijo-. Habéis notado...
-Hay
que estar ciego para no verlo.
-Sí
-dijo displicentemente Porthos-; es una duquesa amiga mía con la que tengo
muchos
problemas
para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría
hoy,
sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio
perdido.
-Señor
Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante
cinco
minutos?
Hablaría de buena gana con vos.
-Por
supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que
ríe de
la
víctima que va a hacer.
En
aquel momento, D'Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia
Porthos
y
vio aquella mirada triunfante.
-¡Vaya,
vaya! -se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente
fácil de
aquella
época galante-. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo
previsto.
Porthos,
cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al
gobernalle,
llegó
al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes
en sus dos
extremos.
No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños
jugando.
-¡Ah,
señor Porthos! -exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie
extraño
a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-. Vaya, señor
Porthos, estáis
hecho
un conquistador, según parece.
-¿Yo,
señora? -dijo Porthos engallándose-. ¿Y eso por qué?
-¿Y
las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una
princesa esa
dama,
con su negrito y su doncella.
-Os
equivocáis. Dios mío, no -respondió Porthos-, es simplemente una
duquesa.
-¿Y
ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de
lujosa librea
que
esperaba en su pescante?
Porthos
no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa,
la
señora
Coquenard lo había visto todo.
Porthos
lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la
primera.
-¡Ah,
sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! -prosiguió suspirando la
procuradora.
-Pero
-respondió Porthos- comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me
ha
dotado,
no dejo de tener aventuras.
-¡Dios
mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! -exclamó la procuradora alzando los ojos
al cielo.
-Menos
pronto que las mujeres -respondió Porthos-; porque, en fin, señora, yo puedo
decir que
he
sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos;
yo, el
vástago
de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a
punto de
morir
de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y
eso sin
que
vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he
escrito.
-Pero,
señor Porthos... -murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar
por la
conducta
de las mayores damas de su tiempo, había cometido un
error.
-Yo,
que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor...
-Lo
sé.
-A
la baronesa de...
-Señor
Porthos, no me abruméis.
-A
la duquesa de...
-Señor
Porthos, sed generoso.
-Tenéis
razón, señora; además, no acabaría.
-Pero
es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.
-Señora
Coquenard -dijo Porthos-, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que
conservo
grabada en mi memoria.
La
procuradora lanzó un gemido.
-Pero
es que, además -dijo ella-, la suma que pedíais prestada era algo
fuerte.
-Señora
Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de...
No
quiero
decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí
sé es
que
yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil
quinientos.
La
procuradora derramó una lágrima.
-Señor
Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro
os
encontráis
en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
-Dejémoslo,
señora -dijo Porthos, como sublevado-; no hablemos de dinero, por favor, es
humillante.
-¡Así
que no me amáis ya! -dijo lenta y tristemente la
procuradora.
Porthos
guardó un silencio majestuoso.
-¿Así
es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!
-Pensad
en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí -dijo Porthos,
poniendo
la mano en su corazón y apretando con fuerza.
-¡Yo
la repararé, mi querido Porthos!
-Además,
¿qué os pedía? -prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de
sencillez-.
Un
préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no
sois
rica,
señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres
litigantes para
sacar
unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y
en tal caso
no
podría perdonaros.
La
procuradora se picó.
-Sabed,
señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de
procuradora que
sea,
está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas
anruinadas.
-Doble
ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la
procuradora de
debajo
del suyo-; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que
valga
en
vuestra negativa.
-Cuando
digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar
demasiado
lejos-,
no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero
vivo
holgada.
-Mirad,
señora -dijo Porthos-, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis
despreciado;
entre nosotros la simpatía se apagó.
-¡Qué
ingrato sois!
-¡Ah,
encima podéis quejaros! -dijo Porthos.
-¡Idos,
pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
-¡Vaya,
por lo menos no está tan seca como creo!
-Veamos,
señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
-¡Ah,
señora! -dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar-. Justo
cuando
vamos
a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que sere
muerto...
-¡Oh,
no digáis esas cosas! -exclamó la procuradora estallando en
sollozos.
-Algo
me lo dice -continuó Porthos, poniéndose más y más
melancólico.
-Decid
mejor que tenéis un nuevo amor.
-No,
os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en
el
fondo
de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o
como
quizá
no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo.
Luego
voy
a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir
la suma
necesaria
para mi partida.
Porthos
notó un último combate entre el amor y la avaricia.
-Y
como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras
junto a las
mías,
haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos
cuando se
hacen
acompañado.
-¿No
tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? -dijo la
procuradora.
-Creía
tenerlo -dijo Porthos adoptando su aire melancólico-, pero he visto claramente
que me
equivocaba.
-Lo
tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que
le
sorprendió
a ella misma-; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo;
venís
de
Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador.
¿Habéis retenido
todo
esto?
-Perfectamente,
señora.
-Venid
a la hora de la comida.
-Muy
bien.
-Y
manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis
años.
-¡Setenta
y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! -repuso Porthos. -La edad madura, querréis
decir,
señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro
-continuó
la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-. Afortunadamente,
por
contrato
de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.
-¿Todo?
-dijo Porthos.
-Todo.
-Ya
veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos
apretando
tiernamente
la mano de la procuradora.
-¿Estamos,
pues, reconciliados, querido señor Porthos? -dijo ella haciendo
melindres.
=Para
toda la vida -replicó Porthos con el mismo aire.
-Hasta
la vista entonces, traidor mío.
-Hasta
la vista, olvidadiza mía.
-¡Hasta
mañana, angel mío!
-¡Hasta
mañana, llama de mi vida!
Capítulo
XXX
Milady
D'Artagnan
había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la
oyó dar
a
su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era
inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos
caballos. D'Artagnan
volvió,
por tanto, a la calle Férou.
En
la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un
pastelero y
que
parecía extasiado ante un brioche de la forma más
apetecible.
Le
dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno
para él,
D'Artagnan,
y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de
Tréville
había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de
D'Artagnan.
Planchet
se encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou.
Athos
estaba
en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español
que
había
traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para
d'Artagnan y
Grimaud
obedeció como de costumbre.
D'Artagnan
contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la
procuradora,
y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de
equiparse.
-Pues
yo estoy muy tranquilo -respondió Athos a todo este relato-; no serán las
mujeres las
que
hagan los gastos de mi arnés.
-Y,
sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría
ni
princesa
ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
-¡Qué
joven es este D'Artagnan! -dijo Athos, encogiéndose de
hombros.
E
hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En
aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y
anunció
a
su señor que los dos caballos estaban allí.
-¿Qué
caballos? -preguntó Athos.
-Dos
que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una
vuelta por
Saint-Germain.
-¿Y
qué vais a hacer a Saint-Germain? -preguntó aún Athos.
Entonces
D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había
vuelto
a
encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto
a la sien, era su
eterna
preocupación.
-Es
decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux -dijo
Athos
encogiéndose
desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad
humana.
-¿Yo?
¡Nada de eso! -exclamó D'Artagnan-. Sólo tengo curiosidad por aclarar el
misterio con el
que
está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más
desconocida que
me
sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi
vida.
-De
hecho, tenéis razón -dijo Athos-. No conozco una mujer que merezca la pena que
se la
busque
cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella!
¡Que ella
misma
se encuentre!
-No,
Athos, no, os engañáis -dijo D'Artagnan-; amo a mi pobre Costance más que nunca,
y si
supiese
el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla
de las
manos
de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué
queréis?
Hay
que distraerse.
-Distraeos,
pues, con Milady, mi querido D'Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso
puede
divertiros.
-Escuchad,
Athos -dijo D'Artagnan-; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais
en
la
cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por
Saint-Germain.
-Querido
-replicó Athos-, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.
Pues
bién yo -respondió D'Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en
otro le
hubiera
ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro.
Por
eso,
hasta luego, mi querido Athos.
-Hasta
luego -dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que
acababa
de traer.
D'Artagnan
y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-Germain.
A
lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le
venía a la
mente.
Aunque D'Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había
causado
una
impresión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mundo
para
buscarla.
Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no
sabía
hacia
qué lado volverse.
Mientras
tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el
hombre de
la
capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D'Artagnan era el
hombre de la capa
negra
el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado
la
primera.
D'Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando
decía que
dedicándose
a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de
Costance.
Mientras
pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo,
D'Artagnan
había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain. Acababa de bordear el
pabellón
en
que diez años más tarde debía nacer Luis XIV . Atravesaba una calle muy
desierta,
mirando
a izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa,
cuando en la
planta
baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna
ventana
que
diese a la calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una
especie de
terraza
adornada de flores. Planchet fue el primero en
reconocerla.
-¡Eh,
señor! -dijo dirigiéndose a D'Artagnan-. ¿No os acordáis de esa cara de
papamoscas?
-No
-dijo D'Artagnan-; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que
veo esa
cara.
-Ya
lo creo, rediez -dijo Planchet-: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes,
al que tan
bien
dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del
gobernador.
-¡Ah,
claro -dijo D'Artagnan-, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a
ti?
-A
fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo
muy
claro.
-Pues
bien, vete entonces a hablar con ese muchacho -dijo D'Artagnan- a infórmate en
la
conversación
si su amo ha muerto.
Planchet
se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo
reconoció, y
los
dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras
D'Artagnan
empujaba
los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir
a la
conferencia
tras un seto de avellanos.
Al
cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y
vio detenerse
frente
a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro.
D'Artagnan se
tendió
sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.
Milady
sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su
doncella.
Esta
última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella
de gran
dama,
saltó del estribo en el que estaba sentada según la costumbre de la época y se
dirigió a la
terraza
en la que D'Artagnan había visto a Lubin.
D'Artagnan
siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero,
por
azar,
una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había
quedado solo,
mirando
por todas partes por qué camino había desaparecido
D'Artagnan.
La
doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un billete
dijo:
-Para
vuestro amo.
-¿Para
mi amo? -repuso Planchet extrañado.
-Sí,
y es urgente. Daos prisa.
Dicho
esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que
había
venido;
se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.
Planchet
dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia
pasiva, saltó
de
la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a
D'Artagnan, quien
habiéndolo
visto todo, iba a su encuentro.
-Para
vos, señor -dijo Planchet presentando el billete al joven.
-¿Para
mí? -dijo D'Artagnan-. ¿Estás seguro de ello?
-Claro
que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.» Y yo no tengo más amo que
vos,
así que... ¡Vaya real moza! A fe que...
D'Artagnan
abrió la carta y leyó estas palabras:
«Una
persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué
día
podríais
pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d'Or, un lacayo de
negro
y
rojo esperará vuestra respuesta.»
-¡Oh,
oh, esto sí que va rápido! -se dijo D'Artagnan-. Parece que Milady y yo nos
preocupamos
por
la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes?
Entonces,
¿no
ha muerto?
-No,
señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo,
porque, sin que
yo
os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil,
porque perdió
casi
toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha
contado
de
cabo a rabo nuestra aventura.
-Muy
bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y
alcancemos la
carroza.
No
costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro lado
de la
carretera;
un caballero ricamente vestido estaba a la portezuela.
La
conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D'Artagnan se
detuvo al otro
lado
de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su
presencia.
La
conversación transcurría en inglés, lengua que D'Artagnan no comprendía; pero
por el
acento
el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba encolerizada; terminó con un
gesto que
no
dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de
abanico aplicado
con
tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil
pedazos.
El
caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a
Milady.
D'Artagnan
pensó que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra
portezuela,
descubriéndose respetuosamente, y dijo:
-Señora,
¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha
encolerizado.
Decid
una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de
cortesía.
A
las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y
cuando él
hubo
terminado:
-Señor
-dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra
protección si
la
persona que me molesta no fuera mi hermano.
-¡Ah!
Excusadme entonces -dijo D'Artagnan-; como comprenderéis, lo ignoraba,
señora.
-¿Por
qué se mezcla ese atolondrado -exclamó agachándose hasta la altura de la
portezuela el
caballero
al que Milady había designado como pariente suyo- y por qué no sigue su
camino?
-El
atolondrado lo seréis vos -dijo D'Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello
de su
caballo
y respondiendó por su lado por la portezuela-; no sigo mi camino porque me
apetece
detenerme
aquí.
El
caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.
-Yo
os hablo en francés -dijo D'Artagnan-; hacedme, pues, el placer, por favor, de
responderme
en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no
lo
sois mío.
Podría
creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a
interponerse
en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese
adelante;
pero,
por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al
cochero.
-¡Deprisa,
al palacio!
La
linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D'Artagnan, cuyo buen aspecto
parecía
haber
producido su efecto sobre ella.
La
carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún
obstáculo material
que
los separase.
El
caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D'Artagnan, cuya cólera
ya en
efervescencia
había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había
ganado
su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida
y lo
detuvo.
-¡Eh,
señor! -dijo-. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la
impresión de
que
olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.
-¡Ah,
ah! -dijo en inglés-. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar
un juego a
otro!
-Sí,
y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si
manejáis
tan
diestramente el estoque como el cubilete.
-Veis
de sobra que no llevo espada -dijo el inglés-. ¿Queréis haceros el valiente
contra un
hombre
sin armas?
-Espero
que la tengáis en casa -replicó D'Artagnan-. En cualquier caso, yo tengo dos y,
si
queréis,
os prestaré una.
-Inútil
-dijo el inglés-, estoy provisto de sobra de esa clase de
utensilios.
-Pues
bien, mi digno gentilhombre -prosiguió D'Artagnan-, elegid la más larga y venid
a
enseñármela
esta tarde.
-¿Dónde,
si os place?
-Detrás
del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os
propongo.
-De
acuerdo, allí estaré.
-¿Vuestra
hora?
-La
seis.
-A
propósito, probablemente tendréis también uno o dos
amigos.
-Tengo
tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que
yo.
-¿Tres?
Perfecto. ¡Qué coincidencia! -dijo D'Artagnan-. ¡Justo mi
cuenta!
-Y
ahora, ¿quién sois? -preguntó el inglés.
-Soy
el señor D'Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía
del señor
Des
Essarts. ¿Y vos?
-Yo
soy lord de Winter, barón de Sheffield .
-Muy
bien, soy vuestro servidor, señor barón -dijo D'Artagnan-, aunque tengáis
nombres
difíciles
de retener.
Y
espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de
Paris.
Como
solía hacer en semejantes ocasiones, D'Artagnan bajó derecho a casa de
Athos.
Encontró
a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que
su
equipo viniese a encontrarlo.
Contó
a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de
Wardes.
Athos
quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho
que
era
su sueño.
Enviaron
a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al
corriente de
la
situación.
Porthos
sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro
retrocediendo
de
vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía
trabajando en su
poema
se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento
de
desenvainar.
Athos
pidió por señas a Grimaud una botella.
En
cuanto a D'Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución
veremos
más
tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las
sonrisas que de
vez
en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Capítulo
XXXI
Ingleses
y franceses
Llegada
la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto
abandonado
a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos
fueron
encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente
una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a
los
mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de
ultramar.
Los
ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus
adversarios
fueron,
pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de
inquietud.
-Pero
a todo esto -dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus
nombres-, no
sabemos
quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de
pastores.
-Como
bien suponéis, milord, son nombres falsos -dijo Athos.
-Lo
cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos -respondió el
inglés.
-Habéis
jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos -dijo Athos-, y con ese
distintivo
nos
habéis ganado nuestros dos caballos.
-Cierto,
pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra
sangre:
se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus
iguales.
-Eso
es justo -dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que
debía batirse
y
le dijo su nombre en voz baja.
Porthos
y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
-¿Os
basta eso -dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para
hacerme la
gracia
de cruzar la espada conmigo?
-Sí,
señor -dijo el inglés inclinándose.
-Y
bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? -repuso fríamente
Athos.
-¿Cuál?
-preguntó el inglés.
-Nunca
deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
-¿Por
qué?
-Porque
se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y
porque
voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por
ahí.
El
inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada
del
mundo.
-Señores
-dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios-,
¿estamos?
-Sí
-respondieron todos a una, ingleses y franceses.
-Entonces,
en guardia -dijo Athos.
Y
al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate
comenzó con un
encarnizamiento
muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos
luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de
armas.
Porthos,
corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía
un
juego
lleno de sutileza y prudencia.
Aramis,
que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre
muy
ocupado.
Athos
fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una
estocada,
pero
como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el
corazón.
Porthos
fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo.
Entonces,
como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó
en
brazos
y lo llevó a su carroza.
Aramis
presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de
pasos,
terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el abucheo de
los
lacayos.
En
cuanto a D'Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo; luego,
cuando
hubo
visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había
hecho soltar
la
espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en
este
movimiento,
su pie resbaló y cayó boca arriba.
D'Artagnan
estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le
dijo:
-Podría
mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a
vuestra
hermana.
D'Artagnan
se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había
proyectado
de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de
que
hemos
hablado.
El
inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó
a
D'Artagnan
entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el
adversario de
Porthos
ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa,
no hubo
que
pensar más que en el difunto.
Cuando
Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera
mortal,
una
gruesa bolsa escapó de su cintura. D'Artagnan la recogió y se la tendió a lord
de Winter.
-¿Y
qué diablos queréis que haga yo con esto? -dijo el inglés.
-Entregádsela
a su familia -dijo D'Artagnan.
-A
su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta;
guardaos esa
bolsa
para vuestros lacayos.
D'Artagnan
metió la bolsa en su bolsillo.
-Y
ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre -dijo lord
de
Winter-,
desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick;
porque quiero
que
ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el
futuro una
palabra
dicha por ella no os fuera del todo inútil.
D'Artagnan
se ruborizó de placer y se inclinó en señal de
asentimiento.
Mientras
tanto, Athos se había acercado a D'Artagnan.
-¿Qué
pensáis hacer con esa bolsa? -le dijo en voz baja al oído
-Contaba
con entregárosla, mi querido Athos.
-¿A
mí? ¿Y eso por qué?
-¡Toma!
Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.
-¡Yo
heredero de un enemigo! -dijo Athos-. ¿Por quién me tomáis
entonces?
-Es
costumbre de guerra -dijo D'Artagnan-. ¿Por qué no habría de ser costumbre de un
duelo?
-Ni
siquiera he hecho eso en el campo de batalla -dijo Athos.
Porthos
se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a
Athos.
-Entonces
-dijo D'Artagnan-, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha
dicho
que hagamos.
-Sí
-dijo Athos-, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos
ingleses.
Athos
cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.
-Para
vos y vuestros compañeros.
Esta
grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al
mismo
Porthos,
y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran
éxito en
todas
partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y
Bazin.
Lord
de Winter dio a D'Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en
la Place
Royale,
que era entonces el barrio de moda, en el número 6. Además, se comprometía a ir
a
recogerlo
para presentarlo. D'Artagnan lo citó a las ocho, en casa de
Athos.
Aquella
presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón. Recordaba de
qué
extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino.
Estaba
convencido
de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía
invenciblemente
arrastrado
hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único
temor
era
que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella
sabría que
era
uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en
cuerpo y alma
al
rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque
conocido de
Milady
como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel
principio de
intriga
entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien
poco,
aunque
el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en
balde se
tiene
veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en
Tarbes!
D'Artagnan
comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió a la
de
Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus proyectos;
luego movió la
cabeza
y le recomendó prudencia con algo de amargura.
-¡Vaya!
-le dijo-. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y
perfecta,
y ya estáis corriendo detrás de otra.
D'Artagnan
se dio cuenta de la verdad de este reproche.
-Yo
amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la
cabeza; al
hacerme
llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la
corte.
-¡Diantre,
el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis
dicho.
Es
un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que
dejaréis
sencillamente
la cabeza.
-¡Diablos,
mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi
opinión.
-Querido,
desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de
las
mujeres
rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.
-Tiene
el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.
-¡Ay,
mi pobre D'Artagnan! -exclamó Athos.
-Escuchad,
quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me
alejaré.
-Ilustraos,
pues -dijo flemáticamente Athos.
Lord
de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la
segunda
habitación.
Encontró, pues, a D'Artagnao solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo
al
joven.
Una
elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes
caballos,
en
un instante estuvieron en la Place Royale.
Milady
Clarick recibió graciosamente a D'Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad
notable;
y
aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia
o estaban a
punto
de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual
probaba que
la
medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis
aquí -dijo lord de Winter presentando a D'Artagnan a su hermana- a un joven
gentilhombre
que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja,
aunque
fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés.
Agradecédselo,
pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.
Milady
frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y
en sus
labios
apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo
como un
escalofrío.
El
hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady,
al que
había
tirado por el jubón.
-Sed
bienvenido, señor -dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con
los
síntomas
de mal humor que acababa de observar D'Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos
eternos
para mi gratitud.
El
inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó
con la mayor
atención;
sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus
impresiones,
que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su
pequeño
pie
se agitaba impacientemente bajo la falda.
Lord
de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a
una
mesa
donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos.
Llenó dos
vasos
y con un gesto invitó a D'Artagnan a beber.
D'Artagnan
sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó,
pues,
a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a
Milady, y en
el
cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella
no creía ser
mirada,
un sentimiento que se parecía a la ferocidad animaba su fisonomia. Mordía su
pañuelo a
dentelladas.
Aquella
linda criadita a la que D'Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés
algunas
palabras
a lord de Winter, que pidió al punto a D'Artagnan permiso para retirarse,
excusándose
con
la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su
perdon.
D'Artagnan
cambió un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro
de
aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena
de gracia, y
sólo
algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido
los
labios
hasta hacerse sangre.
Sus
labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.
La
conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto enteramente.
Contó que
lord
de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se habia casado con el
segundón de
la
familia, que a había dejado viuda con un hijo. Ese hijo era el único heredero de
lord de Winter,
si
lord de Winter no se casaba. Todo esto dejaba ver a D'Artagnan un velo que
envolvía algo,
pero
no distinguía aún nada bajo ese velo.
Por
lo demás, al cabo de media hora de conversación D'Artagnan estaba convencido de
que
Milady
era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no
dejaban
duda
alguna al respecto.
D
Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas las
sandeces que
se
le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de
retirarse.
D'Artagnan
se despidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los
hombres.
En
la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y,
ruborizándose
hasta
el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce
que el
perdón
le fue concedido al instante.
D'Artagnan
volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter
no
estaba,
y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció
interesarse
mucho
por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado
alguna
vez
en vincularse al servicio del señor cardenal.
D'Artagnan
que, como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó
entonces
de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo
que no
habría
dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias
del rey si
hubiera
conocido al señor de Cavois en lugar de conocer al señor de
Tréville.
Milady
cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D'Artagnan de la
forma más
descuidada
del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D'Artagnan
respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una
remonta
de caballos, y que incluso se había traido cuatro como
muestra.
En
el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los labios:
tenía que
vérselas
con un gascón que jugaba fuerte.
A
la misma hora que la víspera D'Artagnan se retiró. En el corredor volvió a
encontrar a la linda
Ketty,
tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa
benevolencia
en la que no podía equivocarse. Pero D'Artagnan estaba tan preocupado por el ama
que
no se fijaba más que en lo que venía de ella.
D'Artagnan
volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady
le
brindó
una acogida más graciosa.
Cada
vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata,
volvía a
encontrar
a la linda doncella.
Pero
como ya hemos dicho, D'Artagnan no prestaba ninguna atención a esta persistencia
de la
pobre
Ketty.
Capítulo
XXXII
Una
cena de procurador
Mientras
tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le
había
hecho
olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día
siguiente, hacia la
una,
se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux
Ours, con el
paso
de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su
corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a
impaciente.
No,
un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel
umbral misterioso,
a
subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los
viejos escudos de
maese
Coquenard.
Iba
a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus
sueños; arcón
de
forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo;
arcón del que
con
tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no
sin elegancia,
de
la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y
luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin
familia, el
soldado
habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el
gastrónomo
forzado
la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas
caseras,
a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados
que
cuanto
más duro es uno más placen, como dicen los viejos
soldadotes.
Venir
en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la
frente
amarilla
y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes
enseñándoles la
baceta,
el passedix y el lansquenete en sus
jugadas más finas, y ganándoles a manera de
honorarios
por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía
sonreír
enormemente a Porthos.
El
mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en
aquel tiempo
sobre
los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días
de ayuno,
pero
como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había
encontrado
siempre
muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una
procuradora,
por
supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma
halagüeña.
Sin
embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para
animar a la
gente:
alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los
cuales se
filtraba
la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con
enormes clavos
como
la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos
llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de
pelo,
vino
a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo
la altura
que
indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja
que indica el
hábito
de vivir bien.
Otro
pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un
mandadero
de doce años tras el tercero.
En
total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los
más
surtidos.
Aunque
el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora
tenía el
ojo
avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador
para que
adelantase
la hora.
La
señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo
que su
invitado
llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de
un gran
apuro.
Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella
gama
ascendente
y descendente, permanecía con la lengua muda.
-Es
mi primo -exclamó la procuradora-; entrad pues, entrad, señor
Porthos.
El
nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero
Porthos se
volvió,
y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron
al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los
pasantes,
y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie
de sala
negra
y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha
y entraron
en
la sala de recibir.
Todas
aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas.
Las
palabras
debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar,
había
lanzado
una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para
vergüenza
de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa
animación, ese
movimiento
que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la
gula.
Indudablemente
el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió
ninguna
sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante
desenvuelto
y
lo saludó cortésmente.
-Somos
primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de
brazos
sobre su sillón de caña.
El
viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era
vigoroso y seco;
sus
ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca
gesticulera, la única
parte
de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar
servir a
toda
aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir
este
debilitamiento,
el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su
mujer.
El
primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de
piernas
hubiera
declinado todo parentesco con el señor Porthos.
-Sí,
señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás
había
contado
con ser recibido por el marido con entusiamo.
-¿Por
parte de las mujeres, según creo? -dijo maliciosamente el
procurador.
Porthos
no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se
rió para
sus
adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una
variedad muy
rara
en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde
la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un
gran
armario
colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario,
aunque
no
correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el
bienaventurado
arcón,
y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el
sueño.
Maese
Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero
volviendo su
mirada
inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor
primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez
con
nosotros,
¿no es así, señora Coquenard?
En
esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que
por su lado
la
señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque
añadió:
-Mi
primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene
demasiado poco
tiempo
que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi
todos
los
instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
-¡Oh,
mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? -murmuró Coquenard. Y trató de
sonreír.
Esta
ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus
esperanzas
gastronómicas
inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
Pronto
llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba
situada en
frente
a la cocina.
Los
pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes
desacostumbrados,
eran
de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban
a
sentarse.
Se los veía remo. ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones
tremendas.
«¡Rediós!
-pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el
mandadero
no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-. ¡Rediós!
En
lugar
de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han
comido
desde
hace seis semanas.»
Maese
Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a
quien
Porthos,
a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la
mesa.
Apenas
hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus
pasantes.
-¡Vaya
vaya! -dijo-. Tenemos una sopa prometedora.
-¿Qué
diablos huelen de extraordinario en la sopa? -dijo Porthos ante el aspecto de un
caldo
pálido,
abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas,
raras
como
las islas de un archipiélago.
La
señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con
diligencia.
El
primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora
Coquenard
llenó
su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes
impacientes.
En
aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos,
a través
de
los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar
en el festín,
comía
su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
Tras
la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar
los párpados de
los
invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.
-¡Cómo
se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! -dijo el procurador con
una
sonrisa
casi trágica-. Esto es una galantería que tenéis con vuestro
primo.
La
pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos
erizados que
los
huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante
mucho
tiempo
antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de
vejez.
«¡Diablos!
-pensó Porthos-. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco
caso de
si
está hervida o asada.»
Y
miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que
él, no vio más
que
ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina,
objeto de sus
desprecios.
La
señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes
patas negras,
que
puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado
la cabeza,
para
ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el
animal, que
volvió
casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo
de
examinar
las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y
temperamentos
de quienes lo experimentan.
En
lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que
hacían
ademán
de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera
creído
acompañados
de carne.
Mas
los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se
convirtieron
en
rostros resignados.
La
señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una
buena
ama
de casa.
Llegó
la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el
tercio de
un
vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi
iguales, y la botella
pasó
al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los
jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la
mitad del
vaso,
volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al
final de la comida
a
tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio
quemado.
Porthos
comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la
rodilla de
la
procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel
vino tan
escatimado,
y que reconoció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los,
paladares
expertos.
Maese
Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
-¿Queréis
comer estas habas, primo Porthos? -dijo la señora Coquenard en ese tono que
quiere
decir:
Creedme, no las comáis.
-¡Al
diablo si las pruebo! -murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta-:
Gracias, prima,
no
tengo más hambre.
Y
se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador
repitió varias
veces:
¡Ay
señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín. ¡Dios,
cómo he
comido!
Maese
Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso
de
cordero
en que había algo de carne.
Porthos
creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el
entrecejo;
pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle
paciencia.
Aquel
silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto
ininteligibles para
Porthos,
tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una
mirada del
procurador,
acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la
mesa,
plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se
fueron.
-Id,
jóvenes, id a hacer la digestión trabajando -dijo gravemente el
procurador.
Una
vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso,
confitura
de
membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y
miel.
Maese
Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó
los
labios,
porque veía que no había nada que comer.
Miró
si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había
desaparecido.
-Gran
festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín,
epuloe
epularum
; Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos
miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso
comería; pero
no
había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no
parecieron darse
cuenta.
-Está
bien -se dijo Porthos-, ya estoy avisado.
Pasó
la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la
pasta
pegajosa
de la señora Coquenard.
-Ahora
-se dijo-, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar
con la
señora
Coquenard en el armario de su marido!
Maese
Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió
la
necesidad
de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a continuación y en
aquel
mismo
lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su
habitación y
gritó
hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución
aún,
posó
sus pies.
La
procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las
bases de
la
reconciliación.
-Podréis
venir tres veces por semana -dijo la señora Coquenard.
-Gracias
-dijo Porthos-, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi
equipo.
-Es
cierto -dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado equipo. .
.
-¡Ay,
sí! -dijo Porthos-. Es por él.
-Pero
¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, señor
Porthos?
-¡Oh,
de muchas cosas! -dijo Porthos-. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de
elite, y
necesitan
muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los
Suizos.
-Pero
detalládmelos...
-En
total pueden llegar a... -dijo Porthos, que prefería discutir el total que el
detalle.
La
procuradora esperaba temblorosa.
¿A
cuánto? -dijo ella-. Espero que no pase de... detuvo, le faltaba la
palabra.
-¡Oh,
no! -dijo Porthos-. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que,
haciendo
economías,
con dos mil libras me arreglaré.
-¡Santo
Dios, dos mil libras! -exclamó ella-. Eso es una fortuna.
Porthos
hizo una mueca de las más significativas; la señora Coquenard la
comprendió.
-Preguntaba
por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio,
estaba
casi
segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais
vos.
-¡Ah,
ah -dijo Porthos-, si es eso lo que habéis querido decir!
-Sí,
querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un
caballo?
-Sí,
un caballo.
-¡Pues
bien, precisamente lo tengo!
-¡Ah!
-dijo Porthos radiante-. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen
falta el
enjaezamiento
completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y
que
por otra parte no subirá de las trescientas libras.
-Trescientas
libras, entonces pondremos trescientas libras -dijo la procuradora con un
suspiro.
Porthos
sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por
tanto
trescientas
libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego
-continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es
inútil
que
os preocupéis, las tengo.
-¿Un
caballo para vuestro lacayo? -contestó la procuradora. Vaya, sois un gran señor,
amigo
mío.
-Eh,
señora -dijo orgullosamente Porthos-, ¿soy acaso un muerto de
hambre?
-No,
sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y
que me
parece
que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón...
-Bueno,
dejémoslo en un buen mulo -dijo Porthos-; tenéis razón, he visto a muy grandes
señores
españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un
mulo
con
penachos cascabeles.
-Estad
tranquilo -dijo la procuradora.
-Queda
la maleta.
-Oh,
en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene
cinco o
seis
maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus
viajes y
qu,
es tan grande que cabe un mundo.
-Y
esa maleta, ¿está vacía? -preguntó ingenuamente Porthos
-Claro
que está vacía -respondió ingenuamente por su lado la
procuradora.
-¡Ay,
la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista,
querida!
La
señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena
de
L'Avare:
la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón .
En
resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el
resultado
de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de
ochocientas
libras
en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar
a la gloria a
Porthos
y a Mosquetón.
Fijadas
estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso,
Porthos se
despidió
de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero
Porthos
pretextó
las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el
puesto al rey.
El
mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal
humor.
Capítulo
XXXIII
Doncella
y señora
Entre
tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios
consejos de
Athos,
D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir
ningún
día
a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde
o
temprano
no podía dejar ella de corresponderle.
Una
noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro,
encontró a
la
doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con
sonreírle al
pasar:
le cogió dulcemente la mano.
-¡Bueno!
-se dijo D'Artagnan-. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su
señora;
va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva
voz.
Y
miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo
adoptar.
-Quisiera
deciros dos palabras, señor caballero... -balbuceó la
doncella.
-Habla,
hija mía, habla -dijo D'Artagnan-, te escucho.
-Aquí,
imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado
secreto.
-¡Bueno!
Entonces, ¿qué se puede hacer?
-Si
el señor caballero quisiera seguirme -dijo tímidamente Ketty.
-Donde
tú quieras, hermosa niña.
-Venid
entonces.
Y
Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña
escalera
sombría
y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una
puerta.
-Entrad,
señor caballero -dijo-, aquí estaremos solos y podremos
hablar.
-¿Y
de quién es esta habitación, hermosa niña? -preguntó
d'Artagnan.
-Es
la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad
tranquilo
no
podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de
medianoche.
D'Artagnan
lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza;
pero,
a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que
conducía a
la
habitación de Milady.
Ketty
adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un
suspiro.
-¡Amáis
entonces a mi ama, señor caballero! -dijo ella.
-¡Más
de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty
lanzó un segundo suspiro.
-¡Ah,
señor -dijo ella-, es una lástima!
-¿Y
qué diablos ves en ello que sea tan molesto? -preguntó
d'Artagnan.
-Es
que, señor -prosiguió Ketty- mi ama no os ama.
-¡Cómo!
-dijo d'Artagnan-. ¿Te ha encargado ella decírmelo?
-¡Oh,
no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de
avisaros.
-Gracias,
mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia
no es
agradable.
-Es
decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
-Siempre
cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor
propio.
-¿Entonces
no me creéis?
-Confieso
que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me
adelantáis
-¿Qué
decís a esto?
Y
Ketty sacó de su pecho un billetito.
-¿Para
mí? -dijo d'Artagnan apoderándose préstamente de la carta.
-No,
para otro.
-¿Para
otro?
-Sí.
-¡Su
nombre, su nombre! -exclamó d'Artagnan.
-Mirad
la dirección.
-Señor
conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint-Germain se apareció de pronto
al
espíritu
del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró
el
sobre
pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que
hacía.
-¡Oh,
Dios mío, señor caballero! -dijo-. ¿Qué hacéis?
-¡Yo
nada! -dijo d'Artagnan; y leyó:
«No
habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis
olvidado los
ojos
que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde,
no la dejéis
escapar.»
D'Artagnan
palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su
amor.
-¡Pobre
señor d'Artagnan! -dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la
mano
del joven.
-¿Tú
me compadeces, pequeña? -dijo d'Artagnan.
-¡Sí,
sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el
amor!
-¿Tú
sabes lo que es el amor? -dijo d'Artagnan mirándola por primera vez con cierta
atención.
-¡Ay,
sí!
-Pues
bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu
ama.
-¿Y
qué clase de venganza querríais hacer?
-Quisiera
triunfar en ella, suplantar a mi rival.
-A
eso no os ayudaré jamás, señor caballero -dijo vivamente
Ketty.
-Y
eso, ¿por qué? -preguntó d'Artagnan.
-Por
dos razones.
-¿Cuáles?
-La
primera es que mi ama jamás os amará.
-¿Tú
qué sabes?
-La
habéis herido en el corazón.
-¡Yo!
¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como
un
esclavo?
Habla, te lo suplico.
-Eso
no lo confesaré nunca más que al hombre... que lea hasta el fondo de mi
alma.
D'Artagnan
miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que
muchas
duquesas hubieran comprado con su corona.
-Ketty
-dijo él-, yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quieras; que eso no te
preocupe,
querida
niña.
Y
le dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una
cereza.
-¡Oh,
no! -exclamó Ketty-. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un
momento!
-Y
eso te impide hacerme conocer la segunda razón.
-La
segunda razón, señor caballero -prosiguió Ketty envalentonada por el beso
primero y luego
por
la expresión de los ojos d joven-, es que en amor cada cual para
sí.
Sólo
entonces d'Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus
encuentros en la
antecámara,
en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo
encontraba y
sus
suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había
descuidado a
la
doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.
Mas
aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía
sacar de
aquel
amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada:
intercepción
de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora
en la
habitación
de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya
mentalmente a
la
pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por
fuerza.
-¡Y
bien! -le dijo a la joven-. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese
amor del
que
tú dudas?
-¿De
qué amor? -preguntó la joven.
-De
ese que estoy dispuesto a sentir por ti.
-¿Y
cuál es esa prueba?
-¿Quieres
que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu
ama?
-¡Oh,
sí! -dijo Ketty aplaudiendo-. De buena gana.
-Pues
bien, querida niña -dijo D'Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te
diga que
eres
la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y
le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que
creerlo, lo
creyó...
Sin embargo, con gran asombro d D'Artagnan, la joven Ketty se defendía con
cierta
resolución.
El
tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas
Sonó
la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación
de
Milady.
-¡Gran
Dios! -exclamó Ketty-. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos
rápido!
D'Artagnan
se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego,
abriendo
con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se
acurrucó
dentro
en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.
-¿Qué
hacéis? -exclamó Ketty.
D'Artagnan,
que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin
responder.
-¡Bueno!
-gritó Milady con voz agria-. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando
llamo?
Y
D'Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de
comunicación.
-Aquí
estoy, Milady, aquí estoy -exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su
ama.
Las
dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó
abierta,
D'Artagnan
pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se
calmó, y
la
conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su
ama.
-¡Bueno!
-dijo Milady-. Esta noche no he visto a nuestro gascón.
-¡Cómo,
señora! -dijo Ketty-. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser
feliz?
-¡Oh!
No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me
conozco, Ketty, y
sé
que a ése lo tengo cogido.
-¿Qué
hará la señora?
-¿Qué
haré?... Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora...
Ha estado
a
punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia... ¡Oh! Me
vengaré.
-Yo
creía que la señora lo amaba
-¿Amarlo
yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y
que
no
lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de
renta.
-Es
cierto -dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su
mayoría vos
habríais
gozado de su fortuna.
D'Artagnan
se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura
reprocharle,
con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la
conversación, no
haber
matado a un hombre al que él la había visto colmar de
amistad.
-Por
eso -continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué,
no me
hubiera
recomendado tratarlo con miramiento.
-¡Oh,
sil Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él
amaba.
-¡Ah,
la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que
existía?
¡Bonita
venganza, a fe!
Un
sudor frío corría por la frente de D'Artagnan: aquella mujer era un
monstruo.
Volvió
a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.
-Está
bien -dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una
respuesta a la
carta
que os he dado.
-¿Para
el señor de Wardes? -dijo Ketty.
-Claro,
para el señor de Wardes.
-Este
me parece -dijo Ketty- una persona que debe de ser todo lo contrario que ese
pobre
señor
D'Artagnan.
-Salid,
señorita -dijo Milady-, no me gustan los comentarios.
D'Artagnan
oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a
fin
de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad que pudo,
Ketty dio una
vuelta
de llave; entonces D'Artagnan empujó la puerta del
armario.
-¡Oh,
Dios mío! -dijo en voz baja Ketty-. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido
estáis!
-¡Abominable
criatura! -murmuró D'Artagnan.
-¡Silencio,
silencio salid! -dijo Ketty-. No hay más que un tabique entre mi cuarto y el de
Milady,
se oye en uno todo lo que se dice en el otro.
-Precisamente
por eso no me marcharé -dijo D'Artagnan.
-¿Cómo?
-dijo Ketty ruborizándose.
-O
al menos me marcharé... más tarde.
Y
atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir -¡la resistencia hace tanto
ruido!-, por eso
Ketty
cedió.
Aquello
era un movimiento de venganza contra Milady. D'Artagnan encontró que tenían
razón
al
decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se
habría contentado
con
esta nueva conquista; mas D'Artagnan sólo tenía ambición y
orgullo.
Sin
embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su
influencia sobre
Ketty
fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux; pero la
pobre muchacha
juró
sobre el crucifijo a D'Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca
penetrar
más
que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba
muerta.
En
cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito
ante el
cardenal,
Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D'Artagnan estaba más adelantado
que
ella:
como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba
Inglaterra,
sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de
diamantes.
Pero
lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio
inveterado
de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
D'Artagnan
volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor;
D'Artagnan
sospechó
que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba.
Ketty
entró
y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D'Artagnan quería decir:
¡Ya veis
cuánto
sufro por vos!
Sin
embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo
la frases
dulces
de D'Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
D'Artagnan
salió no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía
fácilmente
perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su
mente
un
pequeño plan.
Encontró
a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A
Ketty
la
había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía nada
del silencio
del
conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la
mañana para
coger
una tercera carta.
D'Artagnan
hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la
pobre
joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.
Las
cosas pasaron como la víspera; D'Artagnan se encerró en su armario. Milady
llamó, hizo su
aseo,
despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera, D'Artagnan no volvió a su
casa hasta
la
cinco de la mañana.
A
las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady.
Aquella vez, la
pobre
muchacha ni siquiera trató de disputárselo a D'Artagnan: le dejó hacer;
pertenecía en
cuerpo
y alma a su hermoso soldado.
D'Artagnan
abrió el billete y leyó lo que sigue:
«Esta
es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que
no os
escriba
una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si
os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue
este
billete
os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su
perdón.»
D'Artagnan
enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
-¡Oh,
seguís amándola! -dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del
rostro del
joven.
-No,
Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus
desprecios.
-Sí,
conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
-¡Qué
te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
-¿Cómo
se puede saber eso?
-Por
el desprecio que haré de ella.
Ketty
suspiró.
D'Artagnan
cogió una pluma y escribió:
«Señora,
hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes
vuestros,
tan indigno me creía de semajante honor; además, estaba tan enfermo que en
cualquier
caso hubiese dudado en responder.
Pero
hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta,
sino
vuestra
criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por
vos.
No
tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su
perdón.
Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora
a mis
ojos
haceros una nueva ofensa.
Aquel
a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.
Conde
de Wardes.»
Este
billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza; incluso
era, desde el
punto
de vista de nuestras costumbres , actuales, algo como una infamia; pero no se
tenían
tantos
miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D'Artagnan, por
confesión
propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no
tenía por
ella
sino una estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que
una pasión
insensata
por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pasión o sed,
como
se quiera.
La
intención de D'Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a
la de su
ama;
se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para
triunfar de
ella;
quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se
iniciaba la
campaña
y había que partir; D'Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor
perfecto.
-Toma
-dijo el joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado- dale esta
carta a
Milady;
es la respuesta del señor de Wardes.
La
pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel
billete.
-Escucha,
querida niña -le dijo D'Artagnan-, comprendes que esto debe terminar de una
forma
o
de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi
criado en lugar de
entregárselo
al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber
sido
abiertos
por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer
como
para
quedarse en esa venganza.
-¡Ay!
-dijo Ketty-. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
-Por
mí, lo sabes bien hermosa mía -dijo el joven-, y por esto te estoy muy
agradecido, te lo
juro.
-Pero
¿qué contiene vuestro billete?
-Milady
te lo dirá.
-¡Ay,
vos no me amáis -exclamó Ketty-, y soy muy desgraciada!
Este
reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres:
D'Artagnan
respondió
de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Sin
embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady;
por fin se
decidió,
que es todo lo que D'Artagnan quería.
Además
le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir
del
salón
del ama iría a su cuarto.
Esta
promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.
Capítulo
XXXIV
Donde
se trata del equipo de Aramis y de Porthos
Desde
que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre
ellos
reunión
fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se
podía. El
servicio,
por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que
transcurría
tan
deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la
una en el
alojamiento
de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba
del
umbral
de su puerta.
El
mismo día en que Ketty había ido a buscar a D'Artagnan a su casa era día de
reunión.
Ápenas
hubo salido Ketty, D'Artagnan se dirigió hacia la calle
Férou.
Encontró
a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas veleidades de volver a
ponerse
la
sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de
la opinión de
dejar
a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los
pidieran. E incluso
había
que pedírselos dos veces.
-En
general, no se piden consejos -decía- más que para no seguirlos; o, si se
siguen, es para
tener
a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.
Porthos
llegó un momento después de D'Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues,
reunidos.
Los
cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos
tranquilidad; el de
D'Artagnan,
esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos,
despreocupación.
Al
cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una
persona
situada
muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró
Mosquetón.
Venía
a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente,
según
decía
con aire muy lastimoso.
-¿Es
mi equipo? -preguntó Porthos.
-Sí
y no -respondió Mosquetón.
-Pero
¿qué es lo que quieres decir?...
-Venid,
señor.
Porthos
se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un
instante después, Bazin apareció en el umbral de la
puerta.
-¿Para
qué me queréis, amigo mío? -dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se
observaba
en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
-Un
hombre espera al señor en casa -respondió Bazin.
-¡Un
hombre! ¿Qué hombre?
-Un
mendigo.
-Dadle
limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
-Ese
mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de
verlo.
-¿No
ha dicho nada de particular para mí?
-Sí.
Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego
de Tours.
-¿De
Tours? -exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me
trae
noticias
que esperaba.
Y
levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron
Athos y D'Artagnan.
-Creo
que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D'Artagnan? -dijo
Athos.
-Sé
que Porthos lleva camino de conseguirlo -dijo D'Artagnan-; y en cuanto a Aramis,
a decir
verdad,
nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan
generosamente
habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais
a
hacer?
-Estoy
muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito
matar
un
inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un
remordimiento.
-¡Vamos,
mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
-¡Dejémoslo,
dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo
que
frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el
cardenal.
-Eso
quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he
hablado.
-Ah,
sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os
habéis
cuidado
mucho de seguir.
-Os
he dado mis razones.
-Sí,
veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis
dicho.
-¡Nada
de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el
rapto de la
señora
Bonacieux.
-Sí,
comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más
largo,
pero
el más divertido.
D'Artagnan
estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un
gentilhombre
severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado
había
fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de
ello, no
obtendrían
el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era
el
hombre
menos curioso de la tierra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron
ahí.
Dejaremos,
pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para
seguir
a Aramis.
A
la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto
con qué
rapidez
el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un
salto de la
cane
Férou a la calle de Vaugirard.
Al
entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos
inteligentes,
pero
cubierto de harapos.
-¿Sois
vos quien preguntáis por mí? -dijo el mosquetero.
-Yo
pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis
asî?
-Yo
mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
-Sí,
si me mostráis cierto pañuelo bordado.
-Helo
aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de
madera de
ébano
incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.
-Está
bien -dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.
En
efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había
acompasado
el
paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad
no le sirvió de
gran
cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo
más remedio
que
obedecer.
Una
vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de
asegurarse
de
que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado
por un cinturón
de
cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una
carta.
Aramis
lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un
respeto casi
religioso
abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
«Amigo,
la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos
días
de
la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el
campamento; yo
cumplo
el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en
mí, que
beso
tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós,
o mejor, hasta luego!»
El
mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento
cincuenta pistolas
dobles
de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió
antes de que
el
joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis
releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un
post-scriptum.
«P.-S.
-Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España.
»
-¡Sueños
dorados! -exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún
tendremos
días
felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi
bella dueña!
Y
besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la
mesa.
Bazin
llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a
distancia; le
permitió
entrar.
Bazin
quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a
D'Artagnan,
que,
curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de
Athos.
Pero
como D'Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba
anunciarlo,
se anunció él mismo.
-¡Diablo,
mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de
Tours,
presentaréis
mis respetos al jardinero que las cosecha.
-Os
equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de
enviarme el
precio
de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
-¡Ah,
claro! -dijo D'Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido
Aramis, es
todo
cuanto puedo deciros.
-¡Cómo,
señor! -exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor,
haced-
cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor
de
Benserade.
También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis,
meteos,
pues,
a poeta, os lo suplico!
-Bazin,
amigo mío -dijo Aramis-, creo que os estáis mezclando en la
conversación.
Bazin
comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y
salió.
-¡Vaya!
-dijo D'Artagnan con una sonrisa-. Vendéis vuestras producciones a peso de oro,
sois
muy
afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de
vuestra
casaca,
y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis
se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar
su jubón.
-Mi
querido D'Artagnan -dijo-, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y
puesto
que
soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en
otra ocasión.
-¡A
fe que con mucho gusto! -dijo D'Artagnan-. Hace tiempo que no hemos hecho una
comida
decente;
y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada,
no
me
molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo
borgoña.
-¡Vaya
por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto -dijo. Aramis, a quien la vista del
oro había
quitado
como con la mano sus ideas de retiro.
Y
tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades
del momento,
guardó
las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso
pañuelo
que
le había servido de talismán.
Los
dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que
había hecho
de
no salir, se encargó de hacerse traer
a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los
detalles
gastronómicos, D'Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese
importante
cuidado.
Se
dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se
encontraron con
Mosquetón,
que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un
caballo.
D'Artagnan
lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de
alegría.
-¡Ah,
mi caballo amarillo! -exclamó-. Aramis, ¡mirad ese
caballo!
-¡Oh,
horroroso rocín! -dijo Aramis.
-Pues
bien, querido -prosiguió D'Artagnan-, es el caballo sobre el que vine a
Paris.
-¿Cómo?
¿El señor conoce este caballo? -dijo Mosquetón.
-Es
de un color original -dijo Aramis-; es el único que he visto en mi vida con ese
pelo.
-Eso
creo también -prosiguió D'Artagnan-; yo lo vendí por eso en tres escudos, y
debió ser por
el
pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se
encuentra entre
tus
manos este caballo, Mosquetón?
-¡Ah
-dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de
nuestra
duquesa!
-¿Cómo
ha sido eso, Mosquetón?
-Sí,
somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de..., pero
perdón, mi
amo
me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo,
un
magnífico
caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se
ha
enterado
del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban,
¡y las
ha
sustituido por estos horribles animales!
-Que
tú devuelves -dijo D'Artagnan.
-Exacto
-contestó Mosquetón-; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a
cambio
de las que nos han prometido.
-No,
pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me
habría
dado
una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos,
Mosquetón,
vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?
-Sí,
señor -dijo Mosquetón-, pero muy desapacible, id.
Y
continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos
iba a
llamar
a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y
se había
abstenido
de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.
Mientras
tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre
arreando
delante
de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las
órdenes de
su
amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin
inquietarse por su
suerte
futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba
hecho.
Al
cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde
la
mañana,
hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el
procurador
ordenó
a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y
el mulo.
La
señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de
aquella
devolución;
pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos
del
mosquetero,
pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto,
Mos-
quetón
no había ocultado a su amo que había encontrado a D'Artagnan y a Aramis, y que
D'Artagnan
había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había
venido a
Paris
y que había vendido por tres escudos.
Porthos
salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint-Maglorie. La
procuradora,
al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero
rehusó con
aire
lleno de majestad.
La
señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque
adivinaba
los
reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras
de Porthos.
Todas
las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar
caer
sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de
la
procuradora.
-iAy!
-dijo-. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader
de
caballos,
debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido este mulo y este
caballo
por
lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.
-iPues
bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es
un
ladrón!
-No
está prohibido buscar lo barato, señor Porthos -dijo la procuradora tratando de
excusarse.
-No,
señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos
más
generosos.
Y
Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para
retirarse.
-¡Señor
Porthos, señor Porthos! -exclamó la procuradora-. Me he equivocado, lo
reconozco, y
no
habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como
vos.
Porthos,
sin responder, dio un segundo paso de retirada.
La
procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y
marquesas
que
le lanzaban bolsas de oro a los pies.
-¡Deteneos,
en nombre del cielo! Señor Porthos -exclamó-, deteneos y
hablemos.
-Hablar
con vos me trae mala suerte -dijo Porthos.
-Pero
decidme, ¿qué pedís?
-Nada,
porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.
La
procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor,
exclamó:
-Señor
Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los
arneses?
-Teníais
que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar
y, en
consecuencia,
prestar a usura.
-Es
un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de
honor.
-¿Y
cómo? -preguntó el mosquetero.
-Escuchad.
Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha
llamado.
Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid, estaremos solos
y
haremos
nuestras cuentas.
-¡En
buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.
-¿Me
perdonáis?
-Veremos
-dijo majestuosamente Porthos.
Y
ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.
«¡Diablos!
-pensó Porthos al alejarse-. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de
maese
Coquenard.»
Capítulo
XXXV
De
noche todos los gatos son pardos
Aquella
noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D'Artagnan, llegó por
fin.
D'Artagnan,
como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró
de
un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la
primera
ojeada
que su billete había sido entregado, y ese billete producía su
efecto.
Ketty
entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con
una
sonrisa
más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta
siquiera de
la
benevolencia de Milady.
D'Artagnan
miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la
naturaleza
se
había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil,
a la doncella
le
había dado un corazón de duquesa.
A
las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D'Artagnan comprendió lo que aquello
quería
decir;
miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D'Artagnan con un
aire que
quería
decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os
fueseis.
D'Artagnan
se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió
que
se
la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de
gratitud por
su
marcha.
-Lo
ama endiabladamente -murmuró. Luego salió.
Aquella
vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la
puerta
principal.
Fue preciso que D'Artagnan encontrase él solo la escalera y el
cuarto.
Ketty
estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y
lloraba.
Oyó
entrar a D'Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le
cogió las
manos;
entonces ella estalló en sollozos.
Como
D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a
su criada en
el
delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el
encargo esta
vez,
le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en
un rincón
donde
había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre
el
tapiz.
A
la voz de D'Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D'Artagnan mismo quedó
asustado
por
el transtorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin
atreverse a decir una
palabra.
Por
poco sensible que fuera el corazón de D'Artagnan, se sintió enternecido por
aquel dolor
mudo;
pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar
algo en el
programa
que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de
ablandarlo,
sólo que presentó su acción como simple venganza.
Por
lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para
ocultar
su
rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, a
incluso de su
habitación.
Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la
oscuridad.
Al
cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D'Artagnan se
abalanzó al
punto
a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la
campanilla.
Milady
parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la
pretendida
entrevista
de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había
respondido,
cuál
era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas
preguntas la pobre
Ketty,
obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso
su
ama
ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por
fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar
todo en su
cuarto,
y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como
se
presentara.
La
espera de Ketty no fue larga. Apenas D'Artagnan hubo visto por el agujero de la
cerradura
de
su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su
escondite en el
momento
mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.
-¿Qué
es ese ruido? -preguntó Milady.
-Soy
yo -dijo D'Artagnan a media voz-, yo, el conde de Wardes.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! -murmuró Ketty-. No ha podido esperar siquiera la hora que
él mismo
había
fijado.
-¡Y
bien! -dijo Milady con una voz temblorosa-. ¿Por qué no entra? Conde, conde
-añadió-,
¡sabéis
de sobra que os espero!
A
esta llamada, D'Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la
habitación de Milady.
Si
la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo
un nombre
que
no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado
rival.
D'Artagnan
estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el
corazón,
y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en
la
habitación
vecina.
-Sí,
conde -decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre
las
suyas-;
sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han
declarado cada
vez
que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna
prenda
de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme,
tomad!
Y
ella pasó un anillo de su dedo al de D'Artagnan.
D'Artagnan
se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico
zafiro
rodeado
de brillantes.
El
primer movimiento de D'Artagnan fue devolvérselo, pero Milady
añadió:
-No,
no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo -añadió con voz
conmovida-
me
hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.
«Esta
mujer está llena de misterios» -murmuró para sus adentros
D'Artagnan.
En
aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a
Milady quién
era,
y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella
añadió:
-¡Pobre
ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de
matar!
El
monstruo era él.
-¡Oh!
-continuó Milady-. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras
heridas?
-Sí,
mucho -dijo D'Artagnan, que no sabía muy bien qué
responder.
-Tranquilizaos
-murmuró Milady , yo os vengaré, y cruelmente.
«¡Maldita
sea! -se dijo D'Artagnan-. El momento de las confidencias todavía no ha
llegado.»
Necesitó
D'Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas
las
ideas
de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer
ejercía
sobre
él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que
estos dos
sentimientos
tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor
extraño
y en cierta forma diabólico.
Sin
embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D'Artagnan, en el momento
de
dejar
a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado
que ambos
se
dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana
siguiente. La
pobre
Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D'Artagnan cuando pasara por su
habitación,
pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la
escalinata.
Al
día siguiente por la mañana, D'Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado
en una
aventura
tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias
veces el
ceño.
-Vuestra
Milady -le dijo- me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado
de
equivocaros
al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo
encima.
Y
al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había
ocupado en
el
dedo de D'Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un
escriño.
-¿Veis
este anillo? -dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un
presente
tan rico.
-Sí
-dijo Athos-, me recuerda una joya de familia.
-Es
hermoso, ¿no es cierto? -dijo D'Artagnan.
-¡Magnífico!
-respondió Athos-. No creía que éxistieran dos zafiros de unas aguas tan bellas.
¿Lo
habéis cambiado por vuestro diamante?
-No
-dijo D'Artagnan-: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa
francesa,
porque,
aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en
Francia.
-¿Este
anillo os viene de Milady? -exclamó Athos con una voz en la que era fácil
distinguir una
gran
emoción.
-De
ella misma; me lo ha dado esta noche.
-Enseñadme
ese anillo -dijo Athos.
-Aquí
está -respondió D'Artagnan sacándolo de su dedo.
Athos
lo examinó y padileció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a
aquel
dedo
como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la
frente
ordinariamente
tranquila del gentilhombre.
-Es
imposible que sea el mismo -dijo-. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las
manos de
milady
Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido
semejante.
-¿Conocéis
este anillo? -preguntó D'Artagnan.
-Había
creído reconocerlo -dijo Athos-, pero sin duda me
equivocaba.
Y
lo devolvió a D'Artagnan sin cesar, sin embargo, de
mirarlo.
-Mirad
-dijo al cabo de un instante-, D'Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o
volved el
engaste
para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar
con vos.
¿No
venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que
debíais
hacer?...
Esperad... Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus
caras
rozada
a consecuencia de un accidente.
D'Artagnan
sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a
Athos.
Athos
se estremeció.
-Mirad
-dijo-, ved, ¿no es extraño?
Y
mostraba a D'Artagnan aquel rasguño que recordaba debía
existir.
-Pero
¿de quién os venía este zafiro, Athos?
-De
mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya... que
jamás debió
salir
de la familia,.
-Y
vos, ¿lo... vendisteis? -preguntó dudando D'Artagnan.
-No
-contestó Athos con una sonrisa singular-; lo di durante una noche de amor, como
os lo
han
dado a vos.
D'Artagnan
permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas
profundidades
eran sombrías y desconocidas.
Metió
el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.
-Oíd
-le dijo Athos cogiéndole la mano-, ya sabéis cuánto os amo, D'Artagnan; si
tuviera un hijo
no
lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la
conozco, pero
una
especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de
fatal en ella.
-Y
tenéis razón -dijo D'Artagnan-. También yo me aparto de ella; os confieso que
esa mujer me
asusta
a mí incluso.
-¿Tendréis
ese valor? -dijo Athos.
-Lo
tendré -respondió D'Artagnan-, y desde ahora mismo.
-Pues
bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón -dijo el gentilhombre apretando la mano
del
gascón
con un cariño casi paterno-; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha
entrado en
vuestra
vida, no deje en ella una huella funesta.
Y
Athos saludó a D'Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender
que no
le
molesta quedarse a solas con sus pensamientos.
Al
volver a su casa, D'Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre
no habría
cambiado
a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de
dolor.
Era
enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de
alegría;
quería
saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.
Y
la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de
D'Artagnan.
Athos
tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los
gritos de su
propio
corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza
satisfecha,
a
no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta
siguiente:
«No
contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo
tantas
ocupaciones
de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez,
tendré
el honor de participároslo.
Os
beso las manos.
Conde
de Wardes.»
Del
zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O bien,
seamos
francos,
¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el
equipo?
Nos
equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el
punto de
vista
de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante
era en
ese
tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores
familias se
hacían
mantener por regla general por sus amantes.
D'Artagnan
pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo
a
punto
de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.
Ketty
no podía creer en tal felicidad. D'Artagnan se vio obligado a renovarle de viva
voz las
seguridades
que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter
arrebatado
de
Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama,
no dejo de volver
a
la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.
El
corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de un¡
rival.
Milady
abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero
a la
primera
palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un
centelleo
en
los ojos hacia Ketty
-¿Qué
significa esta carta? -dijo.
-Es
la respuesta a la de la señora -respondió Ketty toda
temblorosa.
-¡Imposible!
-exclamó Milady-. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer
semejante
carta.
Luego,
de pronto, temblando:
-¡Dios
mío! -dijo ella-. Sabrá... -y se detuvo.
Sus
dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para
ir en
busca
de aire, pero no pudo más que tende los brazos, le fallaron las piernas y cayó
sobre un
sillón.
Ketty
creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó
con
presteza.
-¿Qué
queréis? -dijo-. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?
-He
pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla -respondió la sirvienta,
completamente
asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su
ama.
-¿Marearme
yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela Cuando se me insulta no me
mareo,
me vengo, ¿entendéis?
Y
con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.
Capítulo
XXXVI
Sueño
de venganza
Por
la noche, Milady ordenó introducir al señor D'Artagnan tai pronto como viniese,
según su
costumbre.
Pero no vino.
Al
día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había
pasado la
víspera;
D'Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su
venganza.
Por
la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden
relativa al
gascón,
mas, como la víspera, lo esperó en vano.
Al
día siguiente Ketty se presentó en casa de D'Artagnan, no alegre y viva como los
dos días
anteriores,
sino por el contrario triste hasta morir.
D'Artagnan
preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una
carta
de
su bolso y se la entregó.
Aquella
carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a
D'Artagnan y no
al
señor de Wardes.
La
abrió y leyó lo que sigue:
«Querido
señor D'Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento
en
que
se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y
anteayer inú-
tilmente.
¿Pasará lo mismo esta tarde?
Vuestra
muy agradecida,
Lady
Clarick. »
-Es
muy sencillo -dijo D'Artagnan-, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza
por la baja del
conde
de Wardes.
-¿Es
que iréis? -preguntó Ketty.
-Escucha,
querida niña -dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de
faltar a
la
promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder
a una
invitación
tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la
interrupción de
mis
visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la
venganza de una
mujer
de ese temple?
-¡Dios
mío! -dijo Ketty-. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón.
Pero
vais
a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro
verdadero nombre y
vuestro
verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.
El
instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a
pasar.
D'Artagnan
la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las
seduciones
de Milady.
Le
hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se
ponía a sus
órdenes;
pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente
su
escritura
a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.
Al
sonar las nueve, D'Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los
criados que
esperaban
en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D'Artagnan apareció,
antes
incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió
a anunciarlo.
-Hacedle
entrar -dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D'Attagnan la oyó
desde la
antecámara.
Fue
introducido.
-No
estoy para nadie -dijo Milady-. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo
salió.
D'Artagnan
lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálid y tenía los ojos fatigados,
bien
por
las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual
de luces, y
sin
embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había
devorado
desde
hacía dos días.
D'Artagnan
se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo
supremo
para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más
amable.
A
las preguntas que D'Artagnan le hizo sobre su salud:
-Mala
-respondió ella- muy mala.
-Pero
entonces -dijo D'Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo
y voy a
retirarme.
-No
-dijo Milady-; al contrario, quedaos, señor D'Artagnar vuestra amable compañía
me
distraerá.
«¡Oh,
oh! -pensó D'Artagnan-. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos.
»
Milady
adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible
a su
conversación.
Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía
a
dar
brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D'Artagnan volvió
a encontrar a la
Circe que ya le había envuelto en sus
encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo
estaba
adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D'Artagnan sentía que se
condenaría
por aquell sonrisa.
Hubo
un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho
contra
ella.
Poco
a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D'Artagnan si tenía un
amante.
-¡Ay!
-dijo D'Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar-. ¿Sois tan cruel
para
hacerme
una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más
que
por
vos y para vos?
Milady
sonrió con una sonrisa extraña.
-¿O
sea que me amáis? -dijo ella.
-¿Necesito
decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?
-Claro,
pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de
coger.
-¡Oh,
las dificultades no me asustan! -dijo D'Artagnan-. Sólo las cosas imposibles me
espantan.
-Nada
es imposible -dijo Milady- para un amor verdadero.
-¿Nada,
señora?
-Nada
-contestó Milady.
«¡Diablo!
-prosiguió D'Artagnan para sus adentros-. La nota ha cambiado. ¿Se habrá
enamorado
la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún
otro
zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»
D'Artagnan
acercó con presteza su silla a Milady.
-Veamos
-dijo ella-, ¿qué haríais para probar ese amor de que
habláis?
-Todo
cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.
-¿A
todo?
-¡A
todo! -exclamó D'Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa
arriesgándose
así.
-Pues
bien, hablemos un poco -dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de
D'Artagnan.
-Os
escucho, señora -dijo éste.
Milady
permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una
resolución,
dijo:
-Tengo
un enemigo.
-¿Vos,
señora? -exclamó D'Artagnan fingiendo sorpresa-. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa
y
buena
como sois?
-¡Un
enemigo mortal!
-¿De
verdad?
-Un
enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a
muerte.
¿Puedo
contar con vos como auxiliar?
D'Artagnan
comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa
criatura.
-Podéis,
señora -dijo con énfasis-; mi brazo y mi vida os pertenecen como mi
amor.
-Entonces
-dijo Milady-, puesto que sois tan generoso como
enamorado...
Se
detuvo.
-¿Y
bien? -preguntó D'Artagnan.
-Y
bien -prosiguió Milady tras un momento de silencio-, cesad desde hoy de hablar
de
imposibilidades.
-No
me agobiéis con mi dicha -exclamó D'Artagnan precipitándose de rodillas y
cubriendo de
besos
las manos que le dejaban.
«Véngame
de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme
de
ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae
voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente,
hipócrita
y peligrosa mujer -pensaba D'Artagnan por su parte-, y luego me reiré de ti con
aquel a
quien
quieres matar por rni mano.»
D'Artagnan
alzó la cabeza.
-Estoy
dispuesto -dijo.
-¿Me
habéis, pues, comprendido, querido señor D'Artagnan? -dijo
Milady.
-Adivinaré
una de vuestras miradas.
-¿O
sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido
ya?
-Ahora
mismo.
-Pero
y yo -dijo Milady-, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados,
son
personas
que no hacen nada por nada.
-Vos
sabéis la única respuesta que yo deseo -dijo D'Artagnan-, la única que sea digna
de vos y
de
mí.
Y
la atrajo dulcemente hacia él.
Ella
resistió apenas.
-¡Interesado!
-dijo ella sonriendo.
-¡Ah!
-exclamó D'Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía
el
don
de encender en su corazón-. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras
haber tenido
siempre
miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla
realidad.
-Pues
bien, mereced esa pretendida dicha.
-Estoy
a vuestras órdenes -dijo D'Artagnan.
-¿Seguro?
-preguntó Milady con una última duda.
-Nombradme
al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos
ojos.
-¿Quién
os dice que he llorado? -dijo ella.
-Me
parecía...
-Las
mujeres como yo no lloran -dijo Milady.
-¡Tanto
mejor! Veamos, decidme cómo se llama.
-Pensad
que su nombre es todo mi secreto.
-Sin
embargo, es necesario que yo sepa su nombre.
-Sí,
es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!
-Me
colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?
-Vos
lo conocéis.
-
De verdad?
-¿No
será uno de mis amigos? -prosiguió D'Artagnan jugando a la duda para hacer creer
en su
ignorancia.
-Y
si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? -exclamó Milady. Y un destello de
amenaza
pasó
por sus ojos.
-¡No,
aunque fuese mi hermano! -exclamó D'Artagnan como arrebatado por el
entusiasmo.
Nuestro
gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.
-Amo
vuestra adhesión -dijo Milady.
-¡Ay!
¿Sólo eso amáis en mí? -preguntó D'Artagnan.
-Os
amo también a vos -dijo ella cogiéndole la mano.
Y
la ardiente presión hizo temblar a D'Artagnan como si por el tacto aquella
fiebre que
quemaba
a Milady lo ganase a él.
-¡Vos
me amáis! -exclamó-. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse
loco!
Y
la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso,
sólo que no lo
devolvió.
Sus
labios estaban fríos: a D'Artagnan le pareció que acababa de besar a una
estatua.
No
por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la
ternura de
Milady;
creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento
al
alcance
de su mano, lo habría matado.
Milady
aprovechó la ocasión.
-Se
llama... -dijo ella a su vez.
-De
Wardes, lo sé -exclamó D'Artagnan.
-¿Y
cómo lo sabéis? -preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar
por sus
ojos
hasta el fondo de su alma.
D'Artagnan
sintió que se había dejado llevar y que había cometido una
falta.
-Decid,
decid, pero decid -repetía Milady-, ¿cómo lo sabéis?
-¿Cómo
lo sé? -dijo D'Artagnan.
-Sí.
-Lo
sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo
que
decía
tener de vos.
-¡Miserable!
-exclamó Milady.
El
epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de
D'Artagnan.
-¿Y
bien? -continuó ella.
-Pues
bien, os vengaré de ese miserable -replicó D'Artagnan dándose aires de don
Japhet de
Armenia
.
-Gracias,
mi bravo amigo -exclamó Milady-. ¿Y cuándo seré vengada?
-Mañana,
ahora mismo, cuando vos queráis.
Milady
iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco
graciosa
para D'Artagnan.
Por
otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su
defensor, para que
evitara
explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una
frase de
D'Artagnan.
-Mañana
-dijo- seréis vengada o yo estaré muerto.
-¡No!
-dijo ella-. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un
cobarde.
-Con
las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre
eso.
-Pero
me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenid que quejaros de la
fortuna.
-La
fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionarm
mañana.
-Lo
cual quiere decir que ahora dudáis.
-No,
no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin
haberme
dado
al menos algo más que esperanza?
Milady
respondió con una ojeada que quería decir:
«¿Sólo
es eso? Marchaos, pues.»
Luego,
acompañando la mirada de palabras explicativas:
-Es
demasiado justo -dijo con ternura.
-¡Oh,
sois un ángel! -dijo el joven.
-¿O
sea que todo convenido? -dijo ella.
-Salvo
lo que os pido, querida mía.
-Pero
¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?
-No
tengo el día de mañana para esperar.
-Silencio;
oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció
Ketty.
-Salid
por esa puerta -dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta-, y volved a
las once;
acabaremos
esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.
La
pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.
-Y
bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? Vamos, llevad al
caballero;
y esta noche, a las once, habéis oído.
-Parece
que sus citas son siempre a las once -pensó D'Artagnan-; es un hábito
adquirido.
Milady
le tendió una mano que él beso tiernamente.
-Veamos
-dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty-, veamos, no
hagamos
el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos
cuidado.
Capítulo
XXXVII
El
secreto de Milady
D'Artagnan
había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de
Ketty,
pese
a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la
primera, porque de
esta
forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda,
porque no le
importaba
leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella
mujer.
Todo
cuanto él tenía de más claro dentro es que D'Artagnan amaba a Milady como un
loco y
que
ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D'Artagnan comprendió que lo
mejor que
podría
hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que
le confesaría
que
él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por
consiguiente no
podía
comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba
espoleado
por
un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su
propio nombre;
y
como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a
ella.
Dio
cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para
mirar la luz
del
piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en
esta ocasión
la
joven estaba menos urgida que la primera de volver a su
cuarto.
Por
fin la luz desapareció.
Con
aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D'Artagnan; recordó
los
detalles
de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el
palacete
y
se precipitó en el cuarto de Ketty.
La
joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a
su
amante;
pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho
D'Artagnan:
abrió
la puerta.
-Venid
-dijo.
Todo
esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si
D'Artagnan
podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas
intrigas
fantásticas
como las que se realizan en el sueño.
No
por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán
ejerce sobre
el
hierro.
La
puerta se cerró tras ellos.
Ketty
se abalanzó a su vez contra la puerta.
Los
celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se
disputan el corazón de
una
mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba
haberse
prestado
a semejante maquinación; y por encima de todo, D'Artagnan estaba perdido para
ella.
Este
último pensamiento de amor le aconsejó aún este último
sacrificio.
D'Artagnan,
por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que
se
amaba
en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el
fondo del
corazón
que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera
de que
diese
la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella
voz, ahogaban
aquel
murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le
conocemos, se
comparaba
a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también
a
él,
por sí mismo.
Se
abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para
él
aquella
mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una
amante
ardiente
y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía
ex-
perimentar.
Dos horas poco más o menos transcurrieron así.
Sin
embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía
los mismos
motivos
que D'Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó
al joven si
las
medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro
estaban fijadas
de
antemano en su mente.
Pero
D'Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como
un
imbécil
y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a
estocadas.
Aquella
frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas
preguntas
se
volvieron más agobiantes.
Entonces
D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso
desviar
la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady
lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu
iresistible y su
voluntad
de hierro.
D'Artagnan
se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes,
a
los proyectos furiosos que ella había formado.
Pero
a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se
alejó.
-¿Tenéis
acaso miedo, querido D'Artagnan? -dijo ella con una voz aguda y burlona que
resonó
extrañamente
en la oscuridad.
-¡Ni
lo penséis, querida! -respondió D'Artagnan-. ¿Y si, en última instancia, ese
pobre conde de
Wardes
fuera menos culpable de lo que pensáis?
-En
cualquier caso -dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en
que me
ha
engañado, ha merecido la muerte.
-¡Morirá,
pues, puesto que lo condenáis! -dijo D'Artagnan en un tono tan firme que a
Milady le
pareció
expresión de una adhesión a toda prueba.
Al
punto ella se acercó a él.
No
podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D'Artagnan creía
estar a su
lado
hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y
pronto
invandió
la habitación de claridad macilenta.
Entonces
Milady, viendo que D'Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había
hecho
de vengarla de de Wardes.
-Estoy
completamente dispuesto -dijo D'Artagnan-, pero antes quisiera estar seguro de
una
cosa.
-¿De
cuál? -preguntó Milady.
-De
que me amáis.
-Me
parece que os de dado la prueba.
-Sí,
también soy yo en cuerpo y alma vuestro.
-¡Gracias,
mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me
probaréis
el vuestro, ¿verdad?
-Desde
luego. Pero si me amáis como decís -replicó D'Artagnan-, ¿no teméis por
mí?
-¿Qué
puedo temer?
-Pues
que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.
-Imposible
-dijo Milady-, sois un hombre muy valiente y una espada muy
fina.
-¿No
preferiríais, pues -replicó D'Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez
hiciera inútil el
combate?
Milady
miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del
día daba a
sus
ojos claros una expresión extrañamente funesta.
-Realmente
-dijo-, creo que ahora dudáis.
-No,
no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya
no
lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la
pérdida sola
de
vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-¿Quién
os dice que yo lo haya amado? -preguntó Milady.
-Al
menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro -dijo el joven
en un tono
cariñoso-,
y os lo repito, me intereso por el conde.
-¿Vos?
-preguntó Milady.
-Sí,
yo.
-¿Y
por qué vos?
-Porque
sólo yo sé...
-¿Qué?
-Que
está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos
como
parece.
-¿De
veras? -dijo Milady con aire inquieto-. Explicaos, porque realmente no sé qué
queréis
decir.
Y
miraba a D'Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse poco
a poco.
-¡Sí,
yo soy un hombre galante! -dijo D'Artagnan, decidido a terminar-. Y desde que
vuestro
amor
es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es
cierto?
-Por
entero, continuad.
-Pues
bien me siento como transportado, me pesa una confesión.
-¿Una
confesión?
-Si
hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella
amante?
¿No
es cierto que me amáis?
-Sin
duda.
-Entonces,
si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me
perdonaréis?
-¡Quizá!
D'Artagnan
trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los
labios
de
Milady, mar ella lo apartó.
-Esa
confesión -dijo palideciendo-, ¿cuál es?
-Habíais
citado a de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es
cierto?
-¡Yo,
no! Eso no es cierto -dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan
impasible
que,
si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría
dudado.
-No
mintáis, ángel mío -dijo D'Artagnan sonriendo-, sería
inútil.
-¿Cómo?
¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!
-¡Oh,
tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado
ya!
-¡Y
después, después!
-De
Warder no puede gloriarse de nada.
-¿Por
qué? Vos mismo me habéis dicho que ere anillo...
-Ese
anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y
D'Artagnan de
hoy
son la misma persona.
El
imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se
resolvería
en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró
mucho.
Pálida
y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D'Artagnan con un violento golpe en
el pecho,
se
balanzó fuera de la cama.
D'Artagnan
la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella
con
un
movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró
dejando al
desnudo
los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos,
D'Artagnan,
con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca
indeleble
que imprime la mano infamante del verdugo.
-¡Gran
Dios! -exclamó D'Artagnan soltando la bata.
Y
se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.
Pero
Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D'Artagnan. Sin duda lo había
visto
todo;
el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba,
salvo él.
Ella
se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera
herida.
-¡Ah,
miserable! -dijo ella-. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi
secreto!
¡Morirás!
Y
corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril
y temblorosa,
sacó
de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un
salto
sobre
D'Artagnan medio desnudo.
Aunque
el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada,
aquellas
pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios
sangrantes;
retrocedió
hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de
una
serpiente
que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la
sacó
de
la funda.
Pero
sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo,
y no se
detuvo
sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.
Entonces
trató de coger aquella espada con las manos; pero D'Artagnan la apartó siempre
de
sus
garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó
deslizar del
lecho,
tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de
Ketty.
Durante
este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo
de un
modo
formidable.
Como
esto se parecía a un duelo, D'Artagnan se iba reponiendo poco a
poco.
-¡Bien,
hermosa dama, bien! -decía-. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda
flor de
lis
en el otro hombro.
-¡Infame,
infame! -aullaba Milady.
Mas
D'Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la
defensiva.
Al
ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose
detrás de los
muebles
para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D'Artagnan, que había maniobrado
sin
cesar
para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso
se abalanzó
de
la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la
puerta, contra la
cual
se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen
ojos.
Entonces
Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con
fuerzas
muy
superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible,
acribilló la
puerta
a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la
madera.
Cada
golpe iba acompañado de una imprecación terrible.
-Deprisa,
deprisa, Ketty -dijo D'Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados-.
Sácame
del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los
lacayos.
-Pero
no podéis salir así -dijo Ketty-, estáis completamente
desnudo.
-Es
cierto -dijo D'Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-,
es cierto
vísteme
como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o
muerte.
Ketty
no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores,
una amplia
cofia
y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego
lo arrastró
por
los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y
despertado a todo
al
palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que
Milady,
también
medio desnuda, gritaba por la ventana: -¡No abráis!
Capítulo
XXXVIII
Cómo,
sin molestarse, Athos encontró su equipo
El
joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el
momento que
lo
perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.
D'Artagnan
estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó
medio
Paris a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su
mente, el
terror
que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su
persecución y los
abucheos
de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus
asuntos,
no
hicieron más que precipitar su camera.
Cruzó
el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para
romperla.
Grimaud
vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D'Artagnan se precipitó con
tanta
fuerza
en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al
entrar.
Pese
al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le
vino.
-¡Eh,
eh, eh! -exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís,
bribona?
D'Artagnan
alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus
mostachos
y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas
con
un
hombre.
Creyó
entonces que era algún asesino.
-¡Socorro!
¡Ayuda! ¡Socorro! -gritó.
-¡Cállate
desgraciado! -dijo el joven-. Soy D'Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu
amo?
-¡Vos,
señor D'Artagnan! -exclamó Grimaud espantado-. Imposible.
-Grimaud
-dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís
hablar.
-¡Ay,
señor, es que!...
-Silencio.
Grimaud
se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D'Artagnan.
Athos
reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que
motivaba
de
sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas
que caían
sobre
los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la
emoción.
-No
os riáis, amigo mío -exclamó D'Artagnan-; por el cielo, no os riáis, porque, por
mi alma os
lo
digo, no hay nada de qué reírse.
Y
pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero
que Athos
le
cogió las manos al punto exclamando:
-¿Estaréis
herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!
-No,
pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo,
Athos?
-¡Pardiez!
¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?
-Bueno,
bueno.
Y
D'Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.
-¡Venga,
hablad! -dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser
molestados-.
¿Ha
muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado;
veamos,
veamos,
decid, porque realmente me muero de inquietud.
-Athos
-dijo D'Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en
camisón-,
preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
-Poneos
primero esta bata -dijo el mosquetero a su amigo.
D'Artagnan
se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba
todavía!
-¿Y
bien? -dijo Athos.
-Y
bien -respondió D'Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la
voz-: Milady
está
marcada con una flor de lis en el hombro.
-¡Ay!
-gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el
corazón.
-Veamos
-dijo D'Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien
muerta?
-¿La
otra? -dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Artagnan la
oyó.
-Sí,
aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.
Athos
lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.
-Esta
-continuó D'Artagnan- es una mujer de veintiséis a veintiocho
años.
-Rubia
-dijo Athos-, ¿no es cierto?
-Sí.
-¿De
ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas
negras?
-Sí.
-¿Alta,
bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la
izquierda.
-Sí.
-¿La
flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema
que le
aplica.
-Sí.
-Sin
embargo ¡vos decís que es inglesa!
-Se
llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más
que su
cuñado.
-Quiero
verla, D'Artagnan.
-Tened
cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para
devolvérosla y
no
fallar en vos.
-No
se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí
misma.
-¡Es
capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?
-No
-dijo Athos.
-¡Una
tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre
nosotros
dos una venganza terrible!
D'Artagnan
contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de
muerte.
-Tenéis
razón y por mi alma que no daré mi vida por nada -dijo Athos-. Afortunadamente,
pasado
mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez
¡dos...
-Os
seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se
ejerza sobre
mí
sólo.
-¡Ay,
querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? -dijo Athos-. ¿Acaso pensáis
que
amo
la vida?
-Hay
algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del
cardenal, ¡estoy
seguro!
-En
tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto
de Londres,
os
tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos
ostensiblemente nada
y
es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado.
Si
salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin,
desconfiad de todo,
incluso
de vuestra sombra.
-Por
suerte -dijo D'Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche
sin
tropiezo,
porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los
hombres.
-Mientras
tanto -dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas
partes junto
a
vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os
acompaño.
-Pero
por cerca que esté de aquí -replicó D'Artagnan-, no puedo volver
así.
-Es
cierto -dijo Athos. Y tiró de la campanilla.
Grimaud
entró.
Athos
le hizo señas de ir a casa de D'Artagnan y traer de allí
vestidos.
Grimaud
respondió con otra señal que comprendía perfectamente y
partió.
-¡Ah!
Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo -dijo
Athos-;
porque,
si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda
no
tendrá
la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.
-El
zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de
familia?
-Sí,
mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de
los
regalos
de boda que hizo a mi madre ; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco
como
estaba,
en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa
miserable.
-Entonces,
querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.
-¿Coger
yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo
está
mancillado,
D'Artagnan.
-Vendedlo
entonces.
-¿Vender
un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una
profanación.
-Entonces,
empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma,
tendréis
dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo
recobráis
lavado
de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los
usureros
Athos
sonrió.
-Sois
un camarada encantador -dijo-, querido D'Artagnan; cot vuestra eterna alegría
animáis a
los
pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con
una condición!
-¿Cuál?
-Que
sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para
mí.
-¿Pensáis
eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los
guardias
y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet,
eso es
todo.
Olvidáis además que también yo tengo un anillo.
-Al
que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme
cuenta
al
menos.
-Sí,
porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro,
sino
incluso
de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán
encantado.
-No
os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor
a
vuestro
anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo
mucho de
que,
como a Polícatres , haya algún pez lo bastante complaciente para
devolvérnoslo.
-¡Bueno,
acepto! -dijo D'Artagnan.
En
aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su
maestro y
curioso
por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los
vestidos
él
mismo.
D'Artagnan
se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a
salir,
este
último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó
al punto
su
mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.
Athos
y D' Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des
Fossoyeurs.
Bonacieux
estaba a la puerta y miró a D'Artagnan con aire socarrón.
-¡Vaya,
mi querido inquilino! -dijo-. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os
espera, y ya
sabéis
que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
-¡Es
Ketty! -exclamó D'Artagnan.
Y
se precipitó por la alameda.
Efectivamente,
en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta,
encontró
a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:
-Me
habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera
-dijo-;
recordad
que sois vos quien me habéis perdido.
-Sí,
por supuesto -dijo D'Artagnan-, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de
mi
marcha?
-¿Lo
sé acaso? -dijo Ketty-. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han
acudido, estaba
loca
de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces
he
pensado
que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado
en la
suya,
y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero
que tenía,
mis
vestidos mejores y me he escapado.
-¡Pobre
niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado
mañana.
-Lo
que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de
Francia.
-Sin
embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle -dijo
D'Artagnan.
-No,
pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro
conocimiento, en
vuestra
región por ejemplo.
-¡Ay,
querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago
cargo
del
asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos
una cosa
muy
importante que decirle.
-¡Comprendo!
-dijo Athos-. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su
marquesa...
-La
marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido -dijo
D'Artagnan riendo-.
Además,
Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así,
Ketty?
-Me
quedaré donde queráis -dijo Ketty-,con tal que esté bien escondida y que no sepa
dónde
estoy.
-Ahora,
Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de
mí...
-Señor
caballero, cerca o lejos -dijo Ketty-, os amaré siempre.
-
Dónde diablos va a anidar la constancia? -murmuró Athos.
-Vambién
yo -dijo D'Artagnan- también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero,
veamos,
respóndeme.
Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna
vez
de
una dama joven a la que habían raptado cierta noche ?
-Esperad...
¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa
mujer?
-No,
uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está
ahí.
-¿Yo?
-exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a
poner el
pie
sobre una culebra.
-¡Claro,
vos! -dijo D'Artagnan apretando la mano de Athos-. Sabéis de sobra el interés
que
todos
nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada,
¿no es
así,
Ketty? Compréndelo, niña mía -continuó D'Artagnan-, es la mujer de ese horrible
mamarracho
que has visto a la puerta al entrar aquí.
-¡Oh,
Dios mío! -exclamó Ketty-. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya
reconocido!...
-¿Cómo
reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
-Fue
dos veces a casa de Milady.
-Ah,
eso es. ¿Cuándo?
-Pues
hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.
-Exacto.
-Y
volvió ayer tarde.
-Ayer
tarde.
-Sí,
un momento antes de que vos mismo vinieseis.
-Mi
querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha
reconocido?
-He
bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.
-Bajad
Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la
puerta.
Athos
descendió y volvió a subir en seguida.
-Se
ha marchado -dijo-, y la casa está cerrada.
-Ha
ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el
palomar.
-¡Pues
bien, volemos entonces -dijo Athos- y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos
lleve
las
noticias!
-¡Un
momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
-Está
bien -dijo Athos- esperemos a Aramis.
En
aquel momento entró Áramis.
-Se
le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty
entre todos
sus
altos conocimientos.
Aramis
reflexionó un momento y dijo ruborizándose.
-¿Os
haría un buen servicio, D'Artagnan?
-Os
quedaría agradecido por él toda mi vida.
-Pues
bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que
vive
en
provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D'Artagnan, podéis
responderme de la
señorita...
-¡Oh,
señor -exclamó Ketty- sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la
persona que me
dé
los medios para dejar París!
-Entonces
-dijo Aramis-, todo está arreglado.
Se
sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio
el billete a
Ketty.
-Ahora,
hija mía -dijo D'Artagnan-, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como
nosotros.
Separémonos.
Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.
-En
el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea -dijo Ketty-, me
volveréis a
encontrar
tan amante como lo soy ahora de vos.
-Juramento
de jugador -dijo Athos mientras D'Artagnan iba a acompañar a Ketty a la
escalera.
Un
instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa
de Athos y
dejando
a Planchet para guardar la casa.
Aramis
regresó a la Buys, y Athos y D'Artagnan se preocuparon de la venta del
zafiro.
Como
había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por
el anillo.
Además
el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante
magnífico para
los
pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas
pistolas.
Athos
y D'Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores,
tardaron
tres
horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era
acomodaticio y
gran
señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el
precio exigido
sin
tratar siquiera de regatear. D'Artagnan quería hacer entonces algunas
observaciones, pero
Athos
le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D'Artagnan comprendía que era bueno
para
él,
pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de
príncipe.
El
mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos
de fuego, y
patas
finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le
costó mil
libras.
Quizá
lo hubiera tenido por menos; pero mientras D'Artagnan discutía el precio con el
chalán,
Athos
contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud
tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas
libras.
Pero
comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un
céntimo
de
las cincuentas pistolas de Athos. D'Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un
bocado en la
parte
que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera
tomado en
préstamo.
Pero
Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
-¿Cuánto
daba el judío por quedarse con el zafiro? -preguntó Athos.
-Quinientas
pistolas.
-Es
decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí.
Si eso es una
auténtica
fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.
-¡Cómo!
¿Queréis...?
-Decididamente
ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos
trescientas
pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto.
Id a
decirle
que el anillo es suyo, D'Artagnan, y volved con las doscientas
pistolas.
-Reflexionad,
Athos.
-El
dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer
sacrifios. Id,
D'Artagnan,
id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.
Media
hora después, D'Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera
ocurrido
ningún
accidente.
Así
fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se
esperaba.
Capítulo
XXXIX
Una
visión
A
las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus
preocupaciones
sobre
el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra
expresión que
las
de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad
presente se oculta
un
temor futuro.
De
pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a
D'Artagnan.
Una
era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera
verde en
el
que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La
otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles
de Su
Eminencia
el cardenal duque.
A
la vista de la carta pequeña, el corazón de D'Artagnan saltó, porque había
creído reconocer
la
escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de
ella había
quedado
en lo más profundo de su corazón.
Cogió,
pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.
«Paseaos
(se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por
la ruta de
Chaillot,
y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la
de las
personas
que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer
creer
que
habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un
instante.»
Sin
firma.
-Es
una trampa -dijo Athos-, no vayáis, D'Artagnan.
-Sin
embargo -dijo D'Artagnan-, me parece reconocer la
escritura.
-Quizá
esté amañada -replicó Athos-; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de
Chaillot está
completamente
desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de
Bondy.
-Pero
¿y si vamos todos? -dijo D'Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los
cuatro;
además,
cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las armas.
-Además
será una ocasión de lucir nuestros equipos -dijo Porthos.
-Pero
si es una mujer la que escribe -dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista,
pensad que
la
comprometéis, D'Artagnan, cosa que está mal por parte de un
gentilhombre.
-Nos
quedaremos detrás -dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.
-Sí,
pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que
va al
galope.
-¡Bah!
-dijo D'Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a
quienes
se
encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.
-Tiene
razón -dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras
armas.
-¡Bueno,
démonos ese placer! -dijo Aramis con su aire dulce y
despreocupado.
-Como
queráis -dijo Athos.
-Señores
-dijo D'Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a
las seis
en
la ruta de Chaillot.
-Además,
si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a
prepararnos,
señores.
-Pero
esa segunda carta -dijo Athos-: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que
el sello
indica
que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D'Artagnan, que me
preocupa
mucho
más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón
.
D'Artagnan
enrojeció.
-Pues
bien -dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su
Eminencia.
Y
D'Artagnan abrió la carta y leyó:
«El
señor D'Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el
Palais-Cardinal esta noche a las
ocho.
LA
HOUDINIÈRE
Capitán
de los guardias.»
-¡Diablos!
-dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma
distinta.
-Iré
a la segunda al salir de la primera -dijo D'Artagnan-; la una es para las siete,
la otra para
las
ocho; habrá tiempo para todo.
-¡Hum!
Yo no iría -dijo Aramis-; un caballero galante no puede faltar a una cita dada
por una
dama,
pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia,
sobre
todo
cuando tiene razones para creer que no es para que lo
feliciten.
-Soy
de la opinión de Aramis -dijo Porthos.
-Señores
-respondió D'Artagnan- ya he recibido del señor de Cavois una invitación
semejante
de
Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una
desgracia. Constance
desapareció;
por lo que pueda pasar, iré.
-Si
es una decisión -dijo Athos-, hacedlo.
-Pero
¿y la Bastilla? -dijo Aramis.
-¡Bah,
vosotros me sacaréis! -replicó D'Artagnan.
-Por
supuesto -contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera
la cosa
más
sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos
marcharnos
pasado
mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la
Bastilla.
-Hagamos
otra cosa mejor -dijo Athos-: no le perdamos de vista durante la velada, y
esperémosle
cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de
nosotros;
si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le
caemos
encima.
Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal,
y el
señor
de Tréville debe de creernos muertos.
-Decididamente,
Athos -dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del
plan,
señores?
-Admirable!
-repitieron a coro los lóvenes.
-Pues
bien -dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén
preparados
para las ocho; la cita será en la plaza del Palais-Cardinal; vos, durante ese
tiempo,
haced
ensillar los caballos para los lacayos.
-Pero
yo no tengo caballo -dijo D'Artagnan-; voy a coger uno hasta casa del señor de
Tréville.
-Es
inútil -dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.
-¿Cuántos
tenéis entonces? -preguntó D'Artagnan.
-Tres
-respondió sonriendo Aramis.
-Querido
-dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor montado de Francia y
Navarra.
-Escuchad,
mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo
siquiera
que hayáis comprado tres caballos.
-Claro,
no he comprado más que dos -dijo Aramis.
-Y
el tercero, ¿os caído del cielo?
-No,
el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no
ha
querido
decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su
amo...
-O
de su ama -interrumpió D'Artagnan.
-Eso
da igual -dijo Aramis poniéndose colorado- ...y que me ha asegurado, decía,
haber
recibido
de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de
quién
venía.
-Sólo
a los poetas os ocurren esas cosas -replicó gravemente
Athos.
-Pues
bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible
-dijo
D'Artagnan-:
¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han
dado?
-El
que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D'Artagnan, que no puedo hacer
esa
injuria...
-Al
donante desconocido -contestó D'Artagnan.
-O
a la donante misteriosa -dijo Athos.
-Entonces,
¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?
-Casi.
-¿Y
lo habéis escogido vos mismo?
-Y
con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi
siempre de su
caballo.
-Bueno,
cedédmelo por el precio que os ha costado.
-Iba
a ofrecéroslo, mi querido D'Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para
devolverme
esa
bagatela.
-¿Y
cuánto os ha costado?
-Ochocientas
libras.
-Aquí
tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo -dijo D'Artagnan sacando la
suma de
su
bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros
poemas.
-Entonces,
¿tenéis fondos? -dijo Aramis.
-Muchos,
muchísimos, querido.
Y
D'Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus
pistolas.
-Mandad
vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí
con los
nuestros.
-Muy
bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.
Un
cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un
magnífico
caballo
berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido.
Porthos
resplandecía de alegría y de orgullo.
Al
mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un
soberbio corcel
inglés;
Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués:
era la
montura
de D'Artagnan.
Los
dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D'Artagnan los miraban por
la
ventana.
-¡Diablos!
-dijo Aramis-. Tenéis un soberbio caballo, querido
Porthos.
-Sí
-respondió Porthos-; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una
jugarreta
del
marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he
obtenido
satisfacciones.
Planchet
y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos;
D'Artagnan
y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron
en
marcha:
Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su
amante,
Porthos
en el caballo que debía a su procuradora, y D'Artagnan en el caballo que debía a
su
buena
fortuna, la mejor de las amantes.
Los
seguían los criados.
Como
Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard
se
hubiera
encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que
tenía
sobre
su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había hecho en
el
cofre
de su marido.
Cerca
del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de
Saint-Germain;
los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su
alrededor
algunos centenares de mirones.
D'Artagnan
aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran
sello
rojo
y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una
palabra.
El
señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al
día siguiente
no
había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que
estuviese.
En
aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se
excusaron con
una
cita y se despidieron del señor de Tréville.
Un
tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar,
los coches
pasaban
y volvían a pasar; D'Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía
sus
miradas
hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro
conocido.
Finalmente,
al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció
un
coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de
antemano a
D'Artagnan
que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó
completamente
sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una
cabeza
de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para
recomendar
silencio,
o como para enviar un beso; D'Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella
mujer, o
mejor
dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una
visión, era la
señora
Bonacieux.
Por
un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D'Artagnan lanzó su
caballo
al
galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela
estaba
herméticamente
cerrado: la visión había desaparecido.
D'Artagnan
se acordó entonces de la recomendación:
«Si
amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como
si nada
hubierais
visto.»
Se
detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue,
evidentemente, se
había
expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
El
coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y
desapareció.
D'Artagnan
había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y
si
volvía a Paris, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de
una mirada, por
qué
aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible
porque la escasa
luz
que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un
golpe de mano
montado
contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era
conocido?
Los
tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza
de mujer
aparecer
en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora
Bonacieux.
La
opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que
D'Artagnan
por
aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre,
al fondo
del
coche.
-Si
es así -dijo D'Artagnan-, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué
van a hacer con
esa
pobre criatura y cuándo volveré a verla?
-Amigo
-dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno
está
expuesto
a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no
es así?
Ahora
bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la
encontraréis un
día
a otro. Y quizá, Dios mío -añadió con un acento misántropo que le era propio-,
quizá antes de
lo
que queráis.
Sonaron
las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la
cita
dada.
Los amigos de D'Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer,
haciéndole
observar
también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Pero
D'Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que
iría al
Palais-Cardinal
y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su
determinación.
Llegaron
a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce
mosqueteros
convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les
explicó
de
qué se trataba.
D'Artagnan
era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se
sabía
que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un
camarada.
Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a
que
estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de
jugar una mala
pasada
al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos
gentileshombres
estaban
siempre dispuestos.
Athos
los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a
Aramis y el
tercero
a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una
salida.
D'Artagnan
por su parte entró valientemente por la puerta principal.
Aunque
se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a
paso la
escalinata.
Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las
relaciones
políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a
quien
tan
mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D'Artagnan sabía que
si Su
Eminencia
era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus
amigos.
-Si
de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa,
y si me
ha
reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un
hombre
condenado
-decía D'Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es
muy
sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la
vuelve tan
interesante,
y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente -añadió-,
mis
buenos
amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la
compañía
de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal,
que
dispone
de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey
de
voluntad.
D'Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las
mujeres
lo
perderán!
Estaba
en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al
ujier de
servicio,
que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del
palacio.
En
aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que, al
reconocer a
D'Artagnan
y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de
manera
singular.
Aquella
sonrisa le pareció a D'Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no
era
fácil
de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región,
no dejaba ver
fácilmente
lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se
plantó
orgullosamente
ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que
no
carecía de majestad.
El
ujier volvió a hizo seña a D'Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los
guardias, al
verlo
alejarse, cuchicheaban entre sí.
Siguió
un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró
frente a un
hombre
sentado ante un escritorio y que escribía.
El
ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D'Artagnan permaneció de
pie y examinó
a
aquel hombre.
D'Artagnan
creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su
dossier,
pero
se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas
de desigual
longitud,
contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo
de un
instante,
el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME,
tragedia en
cinco
actos , y alzó la cabeza.
D'Artagnan
reconoció al cardenal.
Capítulo
XL
El
cardenal
El
cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un
instante al
joven.
Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D'Artagnan
sintió
aquella
mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin
embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el
capricho de
Su
Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada
humildad.
-Señor
-le dijo el cardenal-, ¿sois vos un D'Artagnan del Béam?
-Sí,
monseñor -respondió el joven.
-Hay
muchas ramas de D'Artagnan en Tarbes y en los alrededores -dijo el cardenal-; ¿a
cuál
pertenecéis
vos?
-Soy
hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de Su
Graciosa
Majestad.
-Eso
está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de
vuestra
región
para venir a buscar fortuna a la capital?
-Sí,
monseñor.
-Vinisteis
por Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero
algo.
-Monseñor
-dijo D'Artagnan-, lo que me pasó...
-Inútil,
inútil -replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia
tan bien
como
el que quería contársela-; estabais recomendado al señor de Tréville, ¿no es
así?
-Sí,
monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de
Meung...
-Se
perdió la carta -prosiguió la Eminencia-; sí, ya sé eso; pero el señor de
Tréville es un
fisonomista
hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía
de
su
cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro
entraríais en los
mosqueteros.
-Monseñor
está perfectamente informado -dijo D'Artagnan.
-Desde
esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los
Chartreux
cierto
día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis hecho con
vuestros
amigos
un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido en ruta, pero vos habéis
continuado
vuestro
camino. Es muy sencillo, teníais asuntos en Inglaterra.
-Monseñor
-dijo D'Artagnan completamente desconcertado-, yo iba...
-De
caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi
obligación
consiste
en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta
persona, y veo
con
placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D'Artagnan
llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el
engaste
hacia
dentro; pero era demasiado tarde.
-Al
día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois -prosiguió el
cardenal-; iba a
rogaros
que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis hecho, y habéis cometido un
error.
-Monseñor,
temía haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.
-¡Vaya!
Y eso, ¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con
más
inteligencia
y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi desgracia cuando merecíais
elogios?
Son las personas que no obedecen las que yo castigo, y nos la que, como vos,
obedecen...
demasiado bien... Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho
que
vinierais
a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma
noche.
Era
la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux;
D'Artagnan se
estremeció,
y recordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada
sin
duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En
fin -continuó el cardenal- como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he
querido
saber
qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con
qué
miramientos
habéis sido tratado en todas las circunstancias.
D'Artagnan
se inclinó con respeto.
-Eso
-continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural,
sino además
a
un plan que yo me había trazado respecto a vos.
D'Artagnan
estaba cada vez más asombrado.
-Yo
quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi primera invitación; pero no
vinisteis. Por
suerte,
nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a oírlo. Sentaos ahí, delante de
mí, señor
D
Artagnan: sois lo suficientemente buen gentilhombre para no escuchar de
pie.
Y
el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de
lo que pasaba
que,
para obedecer, esperó una segunda indicación de su
interlocutor.
-Sois
valiente, señor D'Artagnan -continuó la Eminencia-; sois prudente, cosa que vale
más. Me
gustan
los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis -dijo sonriendo-, por hombres
de
corazón
entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el
mundo,
tenéis
enemigos poderosos; ¡si no tenéis cuidado, os perderán!
-¡Ah,
monseñor! -respondió el joven-. Lo harán muy fácilmente sin duda; porque son
fuertes y
están
bien apoyados, mientras que yo estoy solo.
-Sí,
es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mucho, y más haréis
aún, no
tengo
ninguna duda. Sin embargo, necesitáis, en mi opinión, ser guiado en la
aventurera carrera
que
habéis emprendido; porque, si no me equivoco, habéis venido a París con la
ambiciosa idea
de
hacer fortuna.
-Estoy
en la edad de las locas esperanzas, Monseñor -dijo
D'Artagnan.
-No
hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente.
Veamos, ¿qué
diríais
de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de la
campaña?
-¡Ah,
Monseñor!
-Aceptáis,
¿no es así?
-Monseñor
-replicó D'Artagnan con aire de apuro.
-¿Cómo?
¿Rehusáis? -exclamó el cardenal asombrado.
-Estoy
en los guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo motivos para estar
descontento.
-Pero
me parece -dijo la Eminencia- que mis guardias son también los guardias de Su
Majestad,
y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al
rey.
-Monseñor,
Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.
-¿Queréis
un pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pretexto lo tenéis. El
ascenso, la
campaña
que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la gente; para vos, la
necesidad de
protecciones
seguras; porque es bueno que sepáis, señor D'Artagnan, que he recibido quejas
graves
contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al
servicio
del
rey.
D'Artagnan
se puso colorado.
-Por
lo demás -continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-,
tengo todo
un
informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar con vos. Os sé
hombre de
resolución,
y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros
mucho.
Veamos,
reflexionad y decidid.
-Vuestra
bondad me confunde, Monseñor -respondió D'Artagnan-, y reconozco en vuestra
Eminencia
una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en fin, dado
que
Monseñor me permite hablarle con franqueza...
D'Artagnan
se detuvo.
-Sí,
hablad.
-Pues
bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y
en los
guardias
del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra
Eminencia;
sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que monseñor me
ofrece.
-¿Tendríais
la orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? -dijo el cardenal
con
una
sonrisa de desdén.
-Monseñor,
Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no
haber
hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La Rochelle va
a empezar,
monseñor;
yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de
comportarme en
ese
sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al
menos detrás
de
mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien
honrarme. Todo
debe
ha cerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a darme, en
este
momento
parecería que me vendo.
-Es
decir, que rehusáis servirme, señor -dijo el cardenal con un tono de despecho en
el que
apuntaba
sin embargo cierta clase de estima-; quedad, pues, libre y guardad vuestros
odios y
vuestras
simpatías.
-Monseñor...
-Bien,
bien -dijo el cardenal-, no os quiero; pero como comprenderéis bastante tiene
uno con
defender
a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os
daré
un
consejo: manteneos alerta, señor D'Artagnan, porque en el momento en que yo haya
retirado
mi
mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.
-Lo
intentaré, monseñor -respondió el gascón con noble
seguridad.
-Más
tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia -dijo Richelieu con
intención-,
pensad
que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa
desgracia
no os alcanzase.
-Pase
lo que pase -dijo D'Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclinándose-,
tendré
eterna
gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este
momento.
-Bien,
como habéis dicho -señor D'Artagnan-, volveremos a vernos en la campaña; os
seguiré
con
los ojos, porque estaré allí -prosiguió el cardenal señalando con el dedo a
D'Artagnan una
magnífica
armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien,
¡hablaremos!
-¡Ah,
monseñor! -exclamó D'Artagnan-. Ahorradme el peso de vuestra desgracia;
permaneced
neutral,
monseñor, si os parece que actúo como hombre galante.
-Joven
-dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os
prometo
decíroslo.
Esta
última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; consternó a D'Artagnan
más de lo
que
habría hecho una amenaza, porque era una advertencia. El cardenal trataba, pues,
de
preservarle
de alguna desgracia que lo amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con
gesto
altivo
el cardenal lo despidió.
D'Artagnan
salió; pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el corazón, y poco le faltó
para
volver
a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le apareció: si
hacía con el
cardenal
el pacto que éste le proponía, Athos no volvería a darle la mano, Athos
renegaría de él.
Fue
este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter
verdaderamente
grande
sobre cuanto le rodea!
D'Artagnan
descendió por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la
puerta
a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a
inquietarse.
Con una palabra d'Artagnan los tranquilizó, y Planchet corrió a avisar a los
demás
puestos
que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y
salvo
del
Palais-Cardinal.
Una
vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de
aquella
extraña
cita; pero D'Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo
había hecho ir
para
proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había
rehusado.
-Y
habéis hecho bien -exclamaron a una Porthos y Aramis.
Athos
cayó en profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con
D'Artagnan:
-Habéis
hecho lo que debíais hacer, D'Artagnan -dijo Athos-, pero quizá habéis hecho
mal.
D'Artagnan
lanzó un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le
decía
que
grandes desgracias lo esperaban.
La
jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D'Artagnan fue a
despedirse
del
señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la separación de los
guardias y de los
mosqueteros
sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al
día
siguiente. El señor de Tréville se contentó, pues, con preguntar a D'Artagnan si
necesitaba
algo
de él, pero D'Artagnan respondió orgullosamente que tenía todo lo que
necesitaba.
La
noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des
Essarts y
de
la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad.
Se dejaban
para
volverse a ver cuando pluguiera a Dios y si placía a Dios. La noche fue por
tanto una de las
más
ruidosas, como se puede suponer, porque en semejantes casos, no se puede
combatir la
extrema
precaución más que con el extremo descuido.
Al
día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los
mosqueteros
corrieron
al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts. Los
dos capitanes
condujeron
al punto sus compañías al Louvre, donde el rey los
revistaba.
El
rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo. En
efecto, la
víspera
la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la
presidencia. No
por
ello estaba menos decidido a partir aquella misma noche; y pese a las
observaciones que se
habían
hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor
vencería la
enfermedad
que comenzaba a apoderarse de él.
Una
vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los
mosqueteros
debían
partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar una vuelta, en su
soberbio equipo,
por
la calle aux Ours.
La
procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su hermoso caballo. Amaba
demasiado
a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de venir a su lado.
Porthos
estaba
magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza brillaba, su espada le golpeaba
or-
gullosamente
las piernas. Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta
era la
pinta
que Porthos tenía de cortador de orejas!
El
mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises
brillaron de cólera
al
ver a su primo todo flamante. Sin embargo, una cosa lo consoló interiormente; es
que por
todas
partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba
dulcemente
que
Porthos muriera en ella.
Porthos
presentó sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le
deseó
toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener
sus
lágrimas;
pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía muy apegada a
sus
parientes, por los que había tenido siempre crueles disputas con su
marido.
Pero
las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la señora Coquenard:
fueron
desgarradoras.
Durante
el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un
pañuelo
inclinándose
fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse.
Porthos
recibió
todas aquellas señales de ternura como hombre habituado a semejantes
demostraciones.
Sóio
que al volver la esquina de la calle, se quitó el sombrero y lo agitó en señal
de adiós.
Por
su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sabía nada. En la
habitación
vecina,
Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta
misteriosa.
Athos
bebía a sorbos la última botella de su vino español.
Mientras
tanto, D'Artagnan desfilaba con su compañía.
Al
llegar al barno de Saint-Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla;
pero como era
solamente
la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo ,
lo
señalaba
con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas
para
reconocerlo.
A una interrrogación us hicieron con la mirada, Milady respondió con un signo
que
era
él. Luego, segura de que no podía haber error en la ejecución de sus órdenes,
espoleó su
caballo
y desapareció.
Los
dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio
Saint-Antoine
montaron
en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la
mano
esperándolos.
Capítulo
XLI
El
sitio de La Rochelle
El
sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de Luis
XIII, y una de
las
grandes empresas militares del cardenal. Es por tanto interesante, a incluso
necesario, que
digamos
algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera
demasiado
importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en
silencio.
Las
miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables.
Expongámoslas
primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron sobre Su
Eminencia
menos influencia que las primeras.
De
las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de
seguridad,
sólo
quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del
calvinismo,
levadura
peligrosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil
o de
guerra
extranjera,
Españoles,
ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de
fortuna
de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes
y se
organizaban
como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos
de
Europa.
La
Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás
ciudades
calvinistas
era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones. Había más: su puerto
era
la
primera puerta abierta a los ingleses en el reino de Francia; y al cerrarlo a
Inglaterra, nuestra
eterna
enemiga, el cardenal acababa la obra de Juana de Arco y del duque de
Guisa.
Por
eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de
corazón y católico
como
comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era alemán de nacimiento y
francés de
corazón;
Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La
Rochelle, decía
cargando
a la cabeza de muchos otros señores protestantes como él:
-¡Ya
veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La
Rochelle!
Y
Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las
dragonadas de
Cévennes;
la toma de La Rochelle era el prefacio de la revocación del edicto de
Nantes.
Pero,
ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y
simplificador, y que
pertenecen
a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del
hombre
enamorado
y del rival celoso.
Richelieu,
como todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él
un
simple
objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que
inspiró
Ana
de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir; pero en
cualquier caso, por
los
desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había
triunfado sobre él y
que
en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al
desvelo de los tres
mosqueteros
y al valor de D'Artagnan, había sido cruelmente burlado.
Se
trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de
vengarse de
un
rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo
un hombre
que
tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un
reino.
Richelieu
sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a
Inglaterra
vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa
humillaba
a
Buckingham a los ojos de la reina.
Por
su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba movido
por
intereses
absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham también perseguía una
venganza
particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como
embajador,
y quería entrar como conquistador.
De
donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos
reinos más
poderosos
jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana
de
Austria.
La
primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a
la vista
de
la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había
sorprendido
al
conde Toiras , que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate
sangriento
había
realizado su desembarco.
Relatemos
de paso que en este combate había perecido el barón de Chantal ; el barón de
Chantal
dejaba huérfana una niña de dieciocho meses.
Esta
niña fue luego Madame de Sévigné.
El
conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint-Martin con la guarnición, y dejó
un centenar de
hombres
en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.
Este
acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que
el rey y
él
pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido,
había hecho
partir
a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia
el escenario
de
la guerra todas las tropas de que había podido disponer.
De
este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro
amigo
D'Artagnan.
El
rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la
solemne sesión
real
pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se había sentido
afiebrado; habría
querido
partir igualmente pero al empeorar su estado se vio obligado a detenerse en
Villeroi.
Ahora
bien, allí donde se detenía el rey se detenían los mosqueteros; de donde
resultaba que
D'Artagnan,
que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado,
momentáneamente
al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta separación,
que
no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en
inquietud
seria
si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo
rodeaban.
No
por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La
Rochelle,
hacia
el 10 del mes de septiembre del año 1627 .
Todo
se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de
la isla
de
Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint-Martin y el
fuerte de La Prée,
y
las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a
propósito de un
fuerte
que el duque de Angulema acababa de
hacer construir junto a la ciudad.
Los
guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos
.
Pero
como sabemos, D'Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros,
raramente
había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto solo y entregado
a
sus
propias reflexiones.
Sus
reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris se
había
mezclado
en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían adelantado mucho ni en
arnor
ni
en fortuna.
En
amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora
Bonacieux
había
desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de
ella.
En
fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un
hombre ante
el
cual temblaban los mayores del reino, empezando por el
rey.
Aquel
hombre podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan
perspicaz
como
era D'Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un porvenir
mejor.
Luego
se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin
embargo
instintivamente
sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.
A
cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la
reina, pero la
benevolencia
de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones; y su
protección,
como se sabe, protegía muy mal; ejemplos: Chalais y la señora
Bonacieux.
Lo
que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil
libras que
llevaba
en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D'Artagnan en sus
proyectos
de
ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento
de la reina, no
había
que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los
guijarros que
pisoteaba.
Decimos
los guijarros que pisoteaba, porque D'Artagnan hacía estas reflexiones
paseándose en
solitario
por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin; ahora
bien,
estas
reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a
bajar
cuando
al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón
de un
mosquete.
D'Artagnan
tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había
venido
hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás
de un
seto
con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al otro lado de la
ruta, tras
una
roca, divisó la extremidad de un segundo mosquete.
Era
evidentemente una emboscada.
El
joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que
se bajaba
en
su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó
cuerpo a tierra.
Al
mismo tiempo salió el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima
de su cabeza.
No
había tiempo que perder: D'Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento
que la
bala
del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que
se había
arrojado
de cara contra el suelo.
D'Artagnan
no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula
para
que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se
trataba de
valor:
D'Artagnan había caído en una celada.
-Si
hay un tercer disparo -se dijo-, soy hombre muerto.
Y
al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la
velocidad de las
gentes
de su región, tan renombradas por su agilidad; mas cualquiera que fuese la
rapidez de su
carrera,
el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su
arma, le
disparó
un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el
sombrero y lo
hizo
volar a diez pasos de él.
Sin
embargo, como D'Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera,
llegó todo
jadeante
y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a
reflexionar.
Aquel
suceso podía tener tres causas:
La
primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no
les habría
molestado
matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos,
y
porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su
bolso.
D'Artagnan
cogió su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no
era
una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había
dado ya la
idea
de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto,
una
emboscada
militar, puesto que la bala no era de calibre.
Aquello
podía ser un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento
mismo
en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del
fusil, él se
asombraba
de la longanimidad de Su Eminencia para con él.
Pero
D'Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender
la
mano
rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.
Aquello
podía ser una venganza de Milady.
Esto
era lo más probable.
Trató
inútilmente de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había
alejado tan
rápidamente
de ellos que no había tenido tiempo de observar nada.
-¡Ay,
mis pobres amigos! -murmuró D'Artagnan-. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me
hacéis!
D'Artagnan
pasó muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose
que
un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la luz
sin que la
oscuridad
hubiera traído ningún incidente.
Pero
D'Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba
perdido.
D'Artagnan
permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que
el
tiempo era malo.
Al
día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns
visitaba los puestos.
Los
guardias corrieron a las armas y D'Artagnan ocupó su puesto en medio de sus
camaradas.
Monsieur
pasó ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se
acercaron a él
para
hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los
demás.
Al
cabo de un instante le pareció a D'Artagnan que el señor Des Essarts le hacía
señas de
acercarse:
esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el
gesto,
dejó
las filas y se adelantó para oír la orden.
-Monsieur
va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor
para
quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais
preparado.
-¡Gracias,
mi capitán! -respondió D'Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los
ojos
del
teniente general.
En
efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían
recuperado un
bastión
del que el ejército realista se había apoderado dos días antes; se trataba de
hacer un
reconocimiento
a cuerpo descubierto para ver cómo custodiaba el ejército aquel
bastión.
Efectivamente,
al cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:
-Necesitaría
para esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre
seguro.
-En
cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur -dijo el señor Des Essarts,
mostrando
a
D'Artagnan-; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más
que dar a
conocer
su intenciones, y no le faltarán hombres.
-¡Cuatro
hombres de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! -dijo D'Artagnan
levantando
su espada.
Dos
de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose
unido a
ellos
dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente; D'Artagnan rechazó,
pues, a
todos
los demás, no queriendo atropellar a quienes tenían
prioridad.
Se
ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o
habían
dejado
allí guarnición; había, pues, que examinar el lugar indicado desde bastante
cerca para
comprobarlo.
D'Artagnan
partió con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias
marchaban
a
su misma altura y los soldados venían detrás.
Así,
cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del
bastión. Allí,
al
volverse D'Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados habían
desaparecido.
Creyó
que por miedo se habían quedado atrás y continuó
avanzando.
A
la vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del
bastión.
No
se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.
Los
tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de
humo
ciñó
al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a
D'Artagnan y sus dos
compañeros.
Sabían
lo que querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel
lugar
peligroso
hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D'Artagnan y los dos guardias
volvieron la
espalda
y comenzaron una retirada que se parecía a una fuga.
Al
llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los
guardias cayó: una
bala
le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y salvo, continuó su
carrera hacia el
campamento.
D'Artagnan
no quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y
ayudarlo
a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una
bala
vino
a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de
D'Artagnan.
El
joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión, que
estaba
oculto
por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que lo habían
abandonado le
vino
a la mente y le recordó a los asesinos de la víspera; resolvió, por tanto, saber
a qué
atenerse
aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera
muerto.
Vio
al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que
estaba a
treinta
pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D'Artagnan no se había
equivocado:
aquellos
dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la
muerte
del
joven sería cargada en la cuenta del enemigo.
Sólo
que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para
rematarlo;
por suerte, engañados por la artimaña de D'Artagnan, se olvidaron de volver a
cargar
sus
fusiles.
Cuando
estuvieron a diez pasos de él, D'Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado
de no
soltar
su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a
ellos.
Los
asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a
aquel
hombre,
serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo.
Uno de
ellos
cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe
terrible a
D'Artagnan,
que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al
bandido,
que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban
ignoraban
con
qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido
por una
bala
que le destrozó el hombro.
En
este tiempo, D'Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo
con su
espada;
la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su
arcabuz
descargado;
la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue
a
atravesar
el muslo del asesino que cayó. D'Artagnan le puso inmediatamente la punta del
hierro
en
el pecho.
-¡Oh,
no me matéis! -exclamó el bandido-. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré
todo!
-¿Vale
al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? -preguntó el joven
conteniendo
su
brazo.
-Sí,
si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y
se puede
alcanzar
todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.
-¡Miserable!
-dijo D'Artagnan-. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado
asesinarme?
-Una
mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.
-Pero
si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?
-Mi
camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no
yo; él tiene
incluso
en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia,
por lo
que
he oído decir.
-Pero
¿cómo te metiste en esta celada?
-Me
propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.
-¿Y
cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?
-Cien
luises.
-Bueno,
en buena hora -dijo el joven riendo- estima que valgo algo: cien luises. Es una
cantidad
para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo
perdono
con una condición.
-¿Cuál?
-preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había
terminado.
-Que
vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en
bolsillo.
-Pero
eso -exclamó el bandido- es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a
buscar
esta
carta bajo el fuego del bastión?
-Sin
embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi
mano.
-¡Gracia,
señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis
muerta y
que
no lo está! -exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su
mano, porque
comenzaba
a perder sus fuerzas con la sangre.
-¿Y
por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa
mujer?
-preguntó
D'Artagnan.
-Por
la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.
-Comprenderás
entonces que necesito tener esa carta -di D'Artagnan-; así que no más retrasos
ni
dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un
miserable
como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado...
Y
a estas palabras D'Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se
levantó.
-¡Deteneos!
¡Deteneos! -exclamó recobrando valor a fuerza de terror-. ¡Iré...,
iré...!
D'Artagnan
cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su
compañero
pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era
algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un
largo
reguero
de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin
ser
visto
hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de
allí.
El
terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que
D'Artagnan
se
compadeció y mirándolo con desprecio:
-Pues
bien -dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de
corazón y un
cobarde
como tú: quédate iré yo.
Y
con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose
con todos
los
accidentes del terreno, D'Artagnan llegó hasta el segundo
soldado.
Había
dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo
haciendo un
escudo
con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D'Artagnan
prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo
que
el enemigo hacía fuego.
Una
ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un
último grito un
estremecimiento
de agonía le probaron a D'Artagnan que el que había querido asesinarlo
acababa
de salvarle la vida.
D'Artagnan
ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un
muerto.
Comenzó
el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se
encontraba
evidentemente
una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados
formaban
la herencia del muerto.
Dejó
el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió
ávidamente la
cartera.
En
medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la
que había ido
a
buscar con riesgo de su vida:
«Dado
que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese
convento al
que
nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el
hombre; si no,
sabéis
que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he
dado.»
Sin
firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por
consiguiente, la
guardó
como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a
interrogar al
herido.
Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba
encargado de
raptar
a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que,
habiéndose
parado
a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al
coche.
-Pero
¿qué habríais hecho con esa mujer? -preguntó D'Artagnan con
angustia.
-Debíamos
entregarla en un palacio de la Place Royale -dijo el
herido.
-¡Sí!
¡Sí! -murmuró D'Artagnan-. Es exacto, en casa de la misma
Milady.
Entonces
el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a
aquella
mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos
de la
corte,
puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al
car-
denal.
Mas,
en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que
la reina
había
terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su
adhesión,
y
que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que
había recibido de
la
joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una
aparición.
Y
entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora
Bonacieux, y
un
convento no era inconquistable.
Esta
idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que
seguía con
ansiedad
todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el
brazo:
-Vamos
-le dijo-, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al
campamento.
-Sí
-dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera
para hacer
que
me cuelguen?
-Tienes
mi palabra -dijo D'Artagnan-, y por segunda vez te perdono la
vida.
El
herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero
D'Artagnan,
que
no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los
testimonios
de gratitud.
El
guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había
anunciado la muerte
de
sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el
regimiento
cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
D'Artagnan
explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la
muerte
del
otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para el ocasión
de un
verdadero
triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur
hizo
que
le transmitieran sus felicitaciones.
Por
lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa
acción de
D'Artagnan
tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto,
D'Artagnan
creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y
otro
era adicto a sus intereses.
Esta
tranquilidad probaba una cosa, y es que D'Artagnan no conocía aún a
Milady.
Capítulo
XLII
El
vino de Anjou
Tras
las noticias casi desesperadas del rey , el rumor de su convalecencia comenzaba
a
esparcirse
por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se
decía
que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en
camino.
En
este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado
en su
mando
bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se
disputaban
el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a
arriesgar una
gran
empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban
constantemente la
ciudadela
Saint-Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses
asediaban
La
Rochelle.
D'Artagnan,
como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro
pasado,
y cuando el peligro pareció desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no
tener
noticia
alguna de sus amigos.
Pero
una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta
carta,
datada
en Villeroi:
«Señor
D'Artagnan:
Los
señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa
y
haberse
divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre
muy
rígido,
los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órdenes que me dieron
de enviar
doce
botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su
salud con
su
vino favorito.
Lo
he hecho, y soy, señor, con gran respeto,
Vuestro
muy humilde y obediente servidor,
GODEAU
Hostelero
de los Señores Mosqueteros.»
-¡Sea
en buena hora! -exclamó D'Artagnan-. Piensan en mí en sus placeres como yo
pensaba
en
ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena gana,
pero no
beberé
solo.
Y
D'Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que
con los
demás,
a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de
llegar de
Villeroi.
Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día
siguiente;
la reunión fue fijada por tanto para dos días después.
Al
volver, D'Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias,
recomendando
que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la celebración, como la
comida
estaba
fijada para la hora del mediodía, D'Artagnan envió a las nueve a Planchet para
prepararlo
todo.
Planchet,
muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo
como
hombre
inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de
su amo,
llamado
Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D'Artagnan, y que
por no
pertenecer
a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que
D'Artagnan
le había salvado la vida.
Llegada
la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se
alinearon los
platos
en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las
botellas, y
Brisemont,
tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal
el vi-
no
que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La
primera botella
estaba
algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso,
y D'Artagnan
le
permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas
fuerzas.
Los
convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios
cuando de
pronto
el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf ; al punto, creyendo que
se
trataba
de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los
guardias
saltaron
sobre sus espadas; D'Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres
salieron
corriendo
a fin de dirigirse a sus puestos.
Mas
apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel
gran
alboroto;
los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaban por todas las
direcciones.
En
efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos
etapas, y
llegaba
en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de
tropa; le
precedían
y seguían sus mosqueteros. D'Artagnan, formando calle con su compañia, saludó
con
gesto
expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de
Tréville, que lo
reconoció
al instante.
Una
vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al punto en
brazos
unos
de otros.
-¡Diantre!
-exclamó D'Artagnan-. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no
habrá
tenido tiempo aún de enfriarse.
¿No
es eso, señores? -añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que
presentó a sus
amigos.
-¡Vaya,
vaya, parece que estábamos de banquete! -dijo Porthos. -Espero -dijo Aramis- que
no
haya
mujeres en vuestra comida.
-¿Es
que hay vino potable en vuestra bicoca? -preguntó Athos.
-Diantre,
tenemos el vuestro, querido amigo -respondió D'Artagnan.
-¿Nuestro
vino? -preguntó Athos asombrado.
-Sí,
el que me habéis enviado.
-¿Nosotros
os hemos enviado vino?
-Lo
sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.
-Sí,
ya sé a qué vino os referéis.
-El
vino que preferís.
-Sin
duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.
-Bueno,
a falta de champagne y de chambertin os contentaréis con
éste.
-
O sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou -dijo
Porthos.
-Pues
claro, es el vino que me han enviado de parte vuestra.
-¿De
nuestra parte? -dijeron los tres mosqueteros.
-Aramis,
¿sois vos quién habéis enviado vino? -dijo Athos.
-No,
¿y vos, Porthos?
-No,
¿y vos Athos?
-No.
-Si
no es vuestro -dijo D'Artagnan-, es de vuestro hostelero.
-¿Nuestro
hostelero?
-Pues
claro, vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los
mosqueteros.
-A
fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa -dijo Porthos-; probémoslo, y
si es
bueno,
bebámoslo.
-No
-dijo Athos-, no bebamos el vino que tiene una fuente
desconocida.
-Tenéis
razón, Athos -dijo D'Artagnan-. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero
enviarme
vino?
-¡No!
Y sin embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?
-Aquí
está la carta -d¡jo D'Artagnan.
Y
presentó el billete a sus camaradas.
-¡Esta
no es su escritura! -exclamó Athos-. La conozco porque fui yo quien antes de
partir saldó
las
cuentas de la comunidad.
-Carta
falsa -dijo Porthos-; nosotros no hemos sido acuartelados.
-D'Artagnan
-preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos
organizado
un alboroto?...
D'Artagnan
palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus
miembros.
-Me
asustas -dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones-. ¿Qué ha
pasado
entonces?
-¡Corramos,
corramos, amigos míos! -exclamó D'Artagnan-. Una terrible sospecha cruza mi
mente.
¿Será otra vez una venganza de esa mujer?
Fue
Athos el que ahora palideció.
D'Artagnan
se precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo
siguieron.
Los
primero que sorprendió la vista de D'Artagnan al entrar en el comedor fue
Brisemont
tendido
en el suelo y retorciéndose en medio de atroces
convulsiones.
Planchet
y Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que
cualquier
ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la
agonía.
-¡Ay!
-exclamó al ver a D'Artagnan-. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me
envenenáis!
-¡Yo!
-exclamó D'Artagnan-. ¿Yo, desgraciado? Pero ¿qué dices?
-Digo
que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho
que lo
beba,
digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es
horroroso..
-No
creáis eso, Brisemont -dijo D'Artagnan-, no creáis nada de eso; os lo juro, os
aseguro
que...
-¡Oh,
pero Dios está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo
sufro.
-Por
el Evangelio -exclamó D'Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que
ignoraba
que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como
vos.
-No
os creo -dijo el soldado.
Y
expiró en medio de un aumento de torturas.
-¡Horroroso!
¡Horroroso! -murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis
daba
órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un
confesor.
-¡Oh,
amigos míos! -dijo D'Artagnan-. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a
mí, sino
a
estos señores. Señores -continuó dirigiéndose a los guardias-, os ruego silencio
sobre toda esta
aventura;
grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el
perjuicio de
todo
esto recaería sobre nosotros.
-¡Ay,
señor! -balbuceaba Planchet, más muerto que vivo-. ¡Ay, señor, me he librado de
una
buena!
-¡Cómo,
bribón! -exclamó D'Artagnan-. ¿Ibas entonces a beber mi
vino?
-A
la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera
dicho que me
llamaban.
¡Ay!
-dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror-. Yo quería alejarlo para
beber
completamente
solo.
-Señores
-dijo D'Artagnan dirigiéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín
semejante
sólo
sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso, recibid mis
excusas y dejemos
la
partida para otro día, por favor.
Los
dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D'Artagnan y, comprendiendo
que los
cuatro
amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando
el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de
una
forma
que quería decir que todos comprendían la gravedad de la
situación.
-En
primer lugar -dijo Athos-, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un
muerto de
muerte
violenta.
-Planchet
-dijo D'Artagnan-, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo
entierren
en
tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba
arrepentido.
Y
los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el
cuidado de
rendir
los honores mortuorios a Brisemont.
El
hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y
agua que el
mismo
Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras Porthos y Aramis fueron
puestos al
corriente
de la situación.
-¡Y
bien! -dijo D'Artagnan a Athos-. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a
muerte.
Athos
movió la cabeza.
-Sí,
sí -dijo-, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?
-Estoy
seguro.
-Sin
embargo os confieso que todavía dudo.
-¿Y
esa flor de lis en el hombro?
-Es
una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido
marcada a raíz
de
su crimen.
-Athos,
es vuestra mujer, os lo digo yo -repitió D'Artagnan-. ¿No recordáis cómo
coinciden las
dos
marcas?
-Sin
embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy
bien.
Fue
D'Artagnan quien esta vez movió la cabeza.
-En
fin ¿qué hacemos? -dijo el joven.
-Lo
cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre
la
cabeza
-dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
-Pero
¿cómo?
-Escuchad,
tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la
guerra!
Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré nada
contra
vos;
por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí; si no,
voy en
busca
del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte
contra vos,
os
denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces
os mato,
palabra
de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un
perro
rabioso.
-No
está mal ese sistema -dijo D'Artagnan-, pero ¿cómo encontrarme con
ella?
-El
tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala
del hombre;
cuanto
más empeñado está uno, más se gana si se sabe esperar.
-Sí,
pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores...
-¡Bah!
-dijo Athos-. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá
guardando.
-Sí,
a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es nuestro
deber
arriesgar
nuestra vida; pero ¡ella!... -añadió a media voz.
-¿Quién
ella? -preguntó Athos.
-Constance.
-La
señora Bonacieux. ¡Ah! Es justo eso -dijo Athos-. ¡Pobre amigo! Olvidaba que
estabais
enamorado.
-Pues
bien -dijo Aramis-. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado
encima
del
miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y
tan
pronto
acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se refiere.
-¡Bueno!
-dijo Athos-. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos
tienden
a
la religión.
-Sólo
soy mosquetero por ínterin -dijo humildemente Arami:
-Parece
que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante -dijo en voz baja
Athos-;
mas no prestéis atención, ya conocemos eso.
-Bien
-dijo Porthos-, me parece que hay un medio muy simple.
-¿Cuál?
-preguntó D'Artagnan.
-¿Decís
que está en un convento? -prosiguió Porthos.
-Sí.
-Pues
bien, tan pronto como termine el asedio, la raptamos del ese
convento.
-Pero
habría que saber en qué convento está.
-Claro
-dijo Porthos.
-Pero,
pensando en ello -dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D'Artagnan que ha sido la
reina
quien
le ha escogido el convento?
-Sí,
eso creo por lo menos.
-Pues
bien, Porthos nos ayudará en eso.
-¿Y
cómo?
-Pues
por medio de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener
largo el
brazo.
-¡Chis!
-dijo Porthos poniendo un dedo sobre sus labios-. La_ creo cardenalista y no
debe saber
nada.
-Entonces
-dijo Aramis-, yo me encargo de conseguir noticia,
-¿Vos,
Aramis? -exclamaron los tres amigos-. ¿Vos? ¿Y cómo?
-Por
medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo -dijo Aramis
ruborizándose.
Y
con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se
separaron
con
la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D'Artagnan volvió a los
Mínimos, y los
tres
mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer
preparar su
alojamiento.
Capítulo
XLIII
El
albergue del Colombier-Rouge
Apenas
llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al
enemigo
y
que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham,
quiso hacer
todos
los preparativos, primero para expulsar a los ingleses de la isla de Ré, luego
para apresurar
el
asedio de La Rochelle; pero, a pesar suyo, se demoró por las disensiones que
estallaron entre
los
señores de Bassompierre y Schomberg contra el duque de
Angulema.
Los
señores de Bassompiere y Schomberg eran mariscales de Francia y reclamaban su
derecho
a
mandar el ejército bajo las órdenes del rey; pero el cardenal, que temía que
Bassompierre,
hugonote
en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus
hermanos de
religión,
apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación
suya, había
nombrado
teniente general. De ello resultó que, so pena de ver a los señores de
Bassompierre y
Schomberg
abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular;
Bassompierre
tomó sus acuartemamientos al norte de la ciudad desde La Leu hasta Dompierre;
el
duque de Angulema al este, desde Dompierre hasta Périgny; y el señor de
Schomberg al
mediodía,
desde Périgny hasta Angoutin.
El
alojamiento de Monsieur estaba en Dompierre.
El
alojamiento del rey estaba tanto en Etré como en La
Jarrie.
Finalmente,
el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en
una
simple
casa sin ningún atrincheramiento.
De
esta forma, Monsieur vigilaba a Bassompierre; el rey, al duque de Angulema, y el
cardenal,
al
señor de Schomberg.
Una
vez establecida esta organización, se ocuparon de echar a los ingleses de la
isla.
La
coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres
para ser
buenos
soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos
en su
campamento;
además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del
Océano,
estropeaba todos los días algún pequeño navío; y con cada marea la playa, desde
la
punta
del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas,
de troncos de
roble
y de falúas; de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen
en su
campamento,
era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré
por
obstinación, se vena obligado a levantar el sitio.
Pero
como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se preparaba
todo par
un
nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio las órdenes necesarias
para un ataque
decisivo.
No
siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar
sólo los
sucesos
que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en
dos
palabras
que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del
señor
cardenal.
Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros,
aplastados al
pasar
por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el
campo de
batalla
dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles,
doscientos
cincuenta
capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta
banderas,
que fueron llevadas a París por Claude de Saint-Simon y colgadas con gran pompa
en
las
bóvedas de Notre-Dame.
Fueron
cantados tedéum en el campamento, y de ahí se esparcieron por toda
Francia.
El
cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos
momentáneamente,
nada
que temer de parte de los ingleses.
Pero
como acabamos de decir, el reposo era solo momentáneo.
Un
enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu , había sido capturado, y se
le
había
encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y
Lorena.
Aquella
liga estaba dirigida contra Francia.
Además,
en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más
precipitadamente
de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella
liga
y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a
la
señora
de Chevreuse y por consiguiente a la reina.
Era
sobre el cardenal sobre el que pesaba toda la responsabilidad, porque no se es
ministro
absoluto
sin ser responsable; por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban
tensos día y
noche,
y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos
de
Europa.
El
cardenal conocía la actividad y sobre todo el odio de Buckingham; si la liga que
amenazaba a
Francia
triunfaba, toda su influencia estaba perdida; la política española y la política
austríaca
tenían
sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que
partidarios;
él,
Richelieu, el ministro francés, el ministro nacional por excelencia, estaba
perdido. El rey, que
pese
a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo
abandonaba a las
venganzas
reunidas de Monsieur y de la reina; estaba por tanto perdido, y quizá Francia
con él.
Había
que remediar todo aquello.
Por
eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en
aquella
casita
del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su
residencia.
Eran
monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían
sobre todo
a
la Iglesia militante; mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos
largos calzones no
podían
disimilar por entero las formas redondeadas; en fin, campesinos de manos
ennegrecidas
pero
de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la
redonda.
Luego
otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que
el
cardenal
había estado a punto de ser asesinado.
Cierto
que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en
campaña
a
asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar
represalias; pero no hay
que
creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen sus
enemigos.
Lo
cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más
encarnizados
detractores
han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al
duque
de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey
como
para
ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se dejase entrar en su
casa.
Por
su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran
severamente
controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto más fácil, sobre
todo a
nuestros
tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían
fácilmente de él
el
llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos
particulares.
Pero
una noche en que D'Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido
acompañarlos,
Athos,
Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de
guerra y
con
una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que
Athos había
descubierto
dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier-Rouge,
siguiendo
el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por
temor
a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar
,
creyeron
oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres se
detuvieron,
apretados
uno contra otro, y esperaron, en medio del camino. Al cabo de un instante, y
cuando
precisamente
salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos
caballeros
que
al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su
ruta o volver
atrás.
Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos
pasos
hacia
adelante, gritó con su firme voz:
-¿Quién
vive?
-¿Quién
vive, vos? -respondió uno de aquellos caballeros.
-Eso
no es contestar -dijo Athos-. ¿Quién vive? Responded o
cargamos.
-¡Tened
cuidado con lo que vais a hacer señores! -dijo entonces una voz vibrante que
parecía
tener
el hábito de mando.
-¿Es
algún oficial superior que hace su ronda de noche? -dijo Athos-. ¿Qué queréis
hacer,
señores?
-¿Quiénes
sois? -dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais
pasarlo
mal
por vuestra desobediencia.
-Mosqueteros
del rey -dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía
derecho
a ello.
-
Qué compañía?
-
Compañía de Tréville.
-Avanzad
en orden y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta
hora.
Los
tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban
ahora
convencidos
de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos; se dejó por lo
demás a
Athos
el cuidado de portavoz.
Uno
de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez
pasos por
delante
de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de quedarse, por su
parte,
atrás,
y avanzó solo.
-¡Perdón,
mi oficial! -dijo Athos-. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y
como
podéis
ver estábamos ojo avizor.
-¿Vuestro
nombre? -dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su
capa.
-¿Y
el vuestro, señor? -dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel
interrogatorio-.
Dadme,
por favor, una prueba de que tenéis derecho a
interrogarme.
-¿Vuestro
nombre? -repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma
que
dejaba
el rostro al descubierto.
-¡Señor
cardenal! -exclamó el mosquetero estupefacto.
-¡Vuestro
nombre! -repitió por tercera vez Su Eminencia.
-Athos
-dijo el mosquetero.
El
cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.
-Estos
tres mosqueteros nos seguirán -dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he
salido
del
campamento, y siguiéndonos estare mos más seguros de que no lo dirán a
nadie.
-Nosotros
somos gentileshombres, Monseñor -dijo Athos-; pedidnos, pues, nuestra palabra y
no
os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un
secreto.
El
cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz
interlocutor.
-Tenéis
el oído fino, señor Athos -dijo el cardenal-; pero ahora escuchad esto: os ruego
que me
sigáis,
no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos compañeros son
los
señores
Porthos y Aramis.
-Sí,
Eminencia -dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás
se
acercaban
con el sombrero en la mano.
-Os
conozco, señores -dijo el cardenal-, os conozco; sé que no sois completamente
amigos
míos
y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y
que se puede
fiar
de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros
amigos,
y
entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo
encontramos.
Los
tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus
caballos.
-Pues
bien, por mi honor -dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos
con ella:
hemos
encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras
hemos tenido
una
querella en el Colombier-Rouge.
-¿Una
querella? ¿Y por qué, señores? -dijo el cardenal-. No me gustan los camorristas,
¡ya lo
sabéis!
-Por
eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que acaba
de
ocurrir;
porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la
falsa
relación,
que estamos en falta.
-¿Y
cuáles han sido los resultados de esa querella? -pregunté el cardenal frunciendo
el ceño.
-Pues
mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo
cual no le
impedirá,
como Vuestra Eminencie podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia
ordena
h escalada.
-Pero
no sois hombres para dejaros dar estocadas de esa forma -dijo el cardenal-;
vamos, sed
francos,
señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo derecho a dar
la
absolución
-Yo,
Monseñor -dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he
agarrado al
que
me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana. Parece que al caer
-continuó
Athos
cor cierta duda- se ha roto una pierna.
-¡Ah,
ah! -dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Porthos?
-Yo,
Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado
a uno
de
esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el
hombro.
-Bien
-dijo el cardenal-. ¿Y vos, señor Aramis?
-Yo,
Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe
Monseñor,
estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno
de
aquellos
miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo úquierdo.
Entonces
me
faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo
haber notado que
al
arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo; sólo sé con certeza que ha
caído y me ha
parecido
que se lo llevaban con sus dos compañeros.
-¡Diablos,
señores! -dijo el cardenal-. Tres hombres fuera de combate por una disputa de
taberna;
no os vais de vacío. ¿Y a proposito, ¿de qué vino la
querella?
-Aquellos
miserables estaban borrachos -dijo Athos-, y sabiendo que había una mujer que
había
llegado por la noche a la taberna querían forzar la
puerta.
-¿Forzar
la puerta? -dijo el cardenal-. ¿Y eso para qué?
-Para
violentarla sin duda -dijo Athos-; tengo el honor de decir a Vuestra Eminencia
que
aquellos
miserables estaban borrachos.
-¿Y
esa mujer era joven y hermosa? -preguntó el cardenal con cierta
inquietud.
-No
la hemos visto, Monseñor -dijo Athos.
-¡No
la habéis visto! ¡Ah, muy bien! -replicó vivamente el cardenal-. Habéis hecho
bien en
defender
el honor de una mujer, y como es al albergue del Colombier-Rouge a donde yo voy,
sabré
si me habéis dicho la verdad.
-Monseñor
-dijo altivamente Athos-, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no
diríamos
una mentira.
-Por
eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante,
pero -añadió
para
cambiar de conversación-, ¿aquella dama estaba, por tanto,
sola?
-Aquella
dama tenía encerrado con ella un caballero -dijo Athos-; pero como pese al
alboroto el
caballero
no ha aparecido, es de presumir que es un cobarde.
-¡No
juzguéis temerariamente!, dice el Evangelio -replicó el
cardenal.
Athos
se inclinó.
-Y
ahora, señores, está bien -continuó Su Eminencia-. Sé lo que quería saber;
seguidme.
Los
tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvió de nuevo el rostro
con su capa
y
echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus
acompañantes.
Llegaron
pronto al albergue silencioso y solitario; sin duda el hostelero sabía qué
ilustre
visitante
esperaba, y por consiguiente había despedido a los
importunos.
Diez
pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los
tres
mosqueteros
de detenerse. Un caballo completamente ensillado estaba atado al postigo. El
cardenal
llamó tres veces y de determinada manera.
Un
hombre envuelto en una capa salió al punto y cambió algunas rápidas palabras con
el
cardenal,
tras lo cual volvió a subir a caballo y partió en la dirección de Surgères, que
era
también
la de París.
-Avanzad,
señores -dijo el cardenal.
-Me
habéis dicho la verdad, gentileshombres -dijo dirigiéndose a los tres
mosqueteros-. Sólo a
mí
me atañe que nuestro encuentro de esta noche os sea ventajoso; mientras tanto,
seguidme.
El
cardenal echó pie a tierra y los tres mosqueteros hicieron otro tanto; el
cardenal arrojó la
brida
de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las
bridas de los
suyos
a los postigos.
El
hotelero permanecía en el umbral de la puerta; para él el cardenal no era más
que un oficial
que
venía a visitar a una dama.
-¿Tenéis
alguna habitación en la planta baja donde estos señore puedan esperarme junto a
un
buen
fuego? -dijo el cardenal.
El
hostelero abrió la puerta de una gran sala, en la que precisament acababan de
reemplazar
una
mala estufa por una gran chimenea excelente.
-Tengo
ésta -respondió.
-Está
bien -dijo el cardenal-. Entrad ahí, señores, y tened a bie esperarme; no
tardaré más de
media
hora.
Y
mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el
cardenal, sin
pedir
informes más amplios, subió la escaler como hombre que no necesita que le
indiquen el
camino.
Capítulo
XLIV
De
la utilidad de los tubos de estufa
Era
evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco
y
aventurero,
nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el
cardenal
honraba con su proteción particular.
Pero
¿quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres
mosqueteros;
luego,
viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era
satisfactoria,
Porthos
llamó al hotelero y pidió los dados.
Porthos
y Aramis se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó
reflexionando.
Al
reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la
estufa roto
por
la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que
pasaba y volvía
a
pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención. Athos se
acercó y
distinguió
algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que
hizo
seña
a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la
altura del
orificio
interior.
-Escuchad,
Milady -decía el cardenal-; el asunto es importarte; sentaos ahí y
hablemos.
-¡Milady!
-murmuró Athos.
-Escucho
a Vuestra Excelencia con la mayor atención -respondió una voz de mujer que hizo
estremecer
al mosquetero.
-Un
pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera
en la
desembocadura
del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la
mañana.
-Entonces,
¿es preciso que vaya allí esta noche?
-Ahora
mismo, es decir, cuando hayáis recibido mis instrucciones. Dos hombres que
encontraréis
a la puerta al salir os servirán de escolta; me dejaréis salir a mí primero;
luego,
media
hora después de mí, saldréis vos.
-Sí,
monseñor. Ahora volvamos a la misión que tenéis a bien encargarme; y como quiero
seguir
mereciendo
la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos exponérmela en términos claros y
precisos
para que no cometa ningún error.
Hubo
un instante de profundo silencio entre los dos interlocutores; era evidente que
el
cardenal
media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas
sus
facultades
intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su
memoria
cuando
estuviesen dichas.
Athos
aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por
dentro
y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
Los
dos mosqueteros, que amaban la comodidad, trajeron una silla para cada uno de
ellos y
otra
silla para Athos. Los tres se sentaron entonces con las cabezas juntas y el oído
al acecho.
-Vais
a partir para Londres -continuó el cardenal-. Una vez llegada a Londres, iréis
en busca de
Buckingham.
-Haré
observar a Su Eminencia -dijo Milady- que, desde el asunto de los herretes de
diamantes,
que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de
mí.
-Esta
vez -dijo el cardenal- no se trata de captar su confianza, sino de presentarse
franca y
lealmente
a él como negociadora.
-Franca
y lealmente -repitió Milady con una indecible expresión de
duplicidad.
-Sí,
franca y lealmente -replicó el cardenal en el mismo tono-; toda esta negociación
debe ser
hecha
al descubierto.
-Seguiré
al pie de la letra las instrucciones de Su Eminencia, y espero que me las
dé.
-Iréis
en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos
que hace,
pero
que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo
a la
reina.
-¿Creerá
él que Vuestra Eminencia está en condiciones de cumplir la amenaza que le
hace?
-Sí,
porque tengo pruebas.
-Es
preciso que yo pueda presentar estas pruebas a su
consideración.
-Por
supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de
Beutru sobre
la
entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la
noche en que la
señora
condestable dio una fiesta de máscaras; le direis, para que no dude de nada, que
el fue
vestido
de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este
último
mediante
la suma de tres mil pistolas.
-De
acuerdo, monseñor.
-Todos
los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que
se
introdujo
en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son
conocidos; le
diréis,
para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa
un
gran
traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de
aspa;
porque
en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que,
como
todo
el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso
.
-¿Eso
es todo, monseñor?
-Decidle
que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir
una
novelita,
ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los
principales
actores
de aquella escena nocturna.
-Le
diré eso.
-Decidle
además que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han
sorprendido
ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que
sabe,
a
incluso... lo que no sabe.
-De
acuerdo.
-En
fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré,
olvidó en su
alojamiento
cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina,
en
la
que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey,
sino que
incluso
conspira con los de Francia. Habéis retenido todo lo que os he dicho, ¿no es
así?
-Juzgue
Vuestra Eminencia: el baile de la señora condestable; la noche del Louvre; la
velada de
Amiens;
el arresto de Montaigu; la carta de la señora de
Chevreuse.
-Eso
es -dijo el cardenal-, eso es; tenéis una memoria afortunada,
Milady.
-Pero
-replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador-
¿si pese a
todas
estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a
Francia?
-El
duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio -contestó Richelieu
con
profunda
amargura-; como los antiguos paladines, ha emprendido esta guerra nada más que
por
obtener
una mirada de su bella. Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá
la
libertad
de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará
dos
veces.
-Sin
embargo -dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta
el fin en
la
misión de que iba a encargarse-, sin embargo, ¿si
persiste?
-Si
persiste... -dijo el cardenal-... No es probable.
-Es
posible -dijo Milady.
-Si
persiste... -Su Eminencia hizo una pausa y prosiguió-. Pues bien, si persiste,
esperaré uno
de
esos acontecimientos que cambian la faz de los Estados.
-Si
Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia
-dijo Milady
quizá
comparta yo su confianza en el futuro.
Pues
bien, mirad, por ejemplo -dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o
menos
parecido
al que hace conmoverse al duque, el
rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir
a
la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados,
¿no ocurrió
entonces
un acontecimiento que salvó a Austria? ¿Por qué el rey de Francia no habría de
tener la
misma
suerte que el emperador?
-¿Vuestra
Eminencia se refiere a la cuchillada de la calle de la
Ferronerie?
-Precisamente
-dijo el cardenal.
-¿Vuestra
Eminencia no teme que el suplicio de Ravaillac espanto a quienes tengan por un
instante
la idea de imitarlo?
-En
todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por
la religión,
habrá
fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en mártires. Y ved,
precisamente ahora
recuerdo
que los puritanos están furiosos contra el duque de Buckingham y que sus
predicadores
lo
designan como el Anticristo.
-¿Y
entonces? -preguntó Milady.
-Pues
que -continuó el cardenal con un sire indiferente- por el momento no se
trataría, por
ejemplo,
sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del
duque.
Tal
mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha
sembrado
muchos
amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios
también
por sus continuas infidelidades.
-Sin
duda -dijo fríamente Milady-, se puede encontrar una mujer
semejante.
-Pues
bien, una mujer semejante, que pusiera el cuchillo de Jaques Clément o de
Ravaillac en
las
manos de un fanático, salvaría a Francis.
-Sí,
pero sería cómplice de un asesinato.
-¿Se
ha conocido alguna vez a los cómplices de Ravaillac o de Jacques
Clément?
-No,
porque quizá estaban situados demasiado alto para que se atrevieran a irlos a
buscar
donde
estaban; no se quemaría el Palacio de Justicia por todo el mundo,
monseñor.
-¿Creéis,
pues, que el incendio del Palacio de Justicia tiene una causa distinta a la del
azar?
-preguntó Richelieu en un tono como el de quien hace una pregunta sin ninguna
importancia.
-Yo,
monseñor -respondió Milady-, no creo nada, cito un hecho, eso es todo; sólo digo
que si
yo
me llamara señorita de Montpensier , o reina Maria de Médicis, tomaría menos
precauciones
de las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.
-Eso
es justo -dijo Richelieu-. ¿Qué queréis entonces?
-Querría
una orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor
bien
de Francia.
-Pero
primero habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del
duque.
-Está
encontrada -dijo Milady.
-Luego
habría que encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la
justicia de
Dios.
-Se
encontrará.
-Pues
bien -dijo el duque-, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís
ahora
mismo.
-Vuestra
Eminencia tiene razón -dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la
misión
con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su
Gracia, de
parte
de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales
ha
conseguido
acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable; que
tenéis
pruebas
de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano
que no es
otro
que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más
ingeniosas,
sobre
la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurrió y
retratos de los
actores
que figuraron en ella; que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede
hacerle
decir
cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos
poseéis cierta
carta
de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que
compromete de
modo
singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a aquella en cuyo nombre
fue escrita.
Luego,
si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita
mi misión,
no
tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta
con eso,
Monseñor?
¿Tengo que hacer alguna otra cosa?
-Basta
con eso -replicó secamente monseñor.
-Pues
ahora -dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto
a ella-,
ahora
que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus
enemigos,
¿monseñor
me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-¿Tenéis
entonces enemigos? -preguntó Richelieu.
-Sí,
monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque me los
he
hecho
sirviendo a Vuestra Eminencia.
-¿Y
cuáles? -replicó el cardenal.
-En
primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.
-Está
en la prisión de Nantes.
-Es
decir, estaba allí -prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden
del rey, con
ayuda
de la cual la ha hecho llevar a un convento.
-¿A
un convento? -dijo el cardenal.
-Sí,
a un convento.
-Y
¿a cuál?
-Lo
ignoro, el secreto ha sido bien guardado.
-¡Yo
lo sabré!
-¿Y
Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?
-No
veo ningún inconveniente -dijo el cardenal.
-Bien;
ahora tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña
señora
Bonacieux.
-¿Cuál?
-Su
amante.
-¿Cómo
se llama?
-¡Oh!
Vuestra Eminencia lo conoce bien -exclamó Milady llevada por la cólera-. Es el
genio
malo
de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra
Eminencia decidió
la
victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres estocadas a de Wardes,
vuestro
emisario,
y que hizo fracasar el asunto de los herretes; es el que, finalmente, sabiendo
que era
yo
quien le había raptado a la señora Bonacieux, ha jurado mi
muerte.
-¡Ah,
ah! -dijo el cardenal-. Sé a quién os referís.
-Me
refiero a ese miserable de D'Artagnan.
-Es
un intrépido compañero -dijo el cardenal.
-Y
precisamente porque es un intrépido compañero es más de
temer.
-Sería
preciso -dijo el duque- tener una prueba de su inteligencia con
Buckingham.
-¡Una
prueba! -exclamó Milady-. Tendré diez.
-Pues
bien entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentadrne esa prueba y lo
mando a
la
Bastilla.
-¡De
acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?
-Cuando
se está en la Bastilla, no hay después -dijo el cardenal con voz sorda-. ¡Ah,
diantre
-continuó-,
si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es
desembarazarme
de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la
impunidad!...
-Monseñor
-replicó Milady-, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre; dadme a
mí
ese y yo os doy el otro.
-No
sé lo que queréis decir -replicó el cardenal-, y no quiero siquiera saberlo;
pero tengo el
deseo
de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto
a una
criatura
tan ínfima; tanto más, como vos me decís, cuanto que ese pequeño D'Artagnan es
un
libertino,
un duelista y un traidor.
-¡Un
infame, monseñor, un infame!
-Dadme,
pues, un papel, una pluma y tinta -dijo el cardenal.
-Helos
aquí, monseñor.
Se
hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en
buscar los
términos
en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo. Athos, que no
había
perdido
una palabra de la conversación, cogió a cada uno de sus compañeros por una mano
y los
llevó
al otro extremo de la habitación.
-¡Y
bien! -dijo Porthos-. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de
la
conversación?
-¡Chis!
-dijo Athos hablando en voz baja-. Hemos oído todo cuanto es necesario oír;
además no
os
impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.
-¡Es
preciso que te vayas! -dijo Porthos-. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿qué
responderemos?
-No
esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como
explorador
porque
algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era
seguro;
primero diré dos palabras sobre ello al escudero del cadernal; el resto es cosa
mía, no os
preocupéis.
-¡Sed
prudente, Athos! -dijo Aramis.
-Estad
tranquilos -respondió Athos-, ya sabéis, tengo sangre
fría.
Porthos
y Aramis fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de
estufa.
En
cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los
de sus
amigos
a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al escudero de la
necesidad
de una vanguardia Para el regreso, inspeccionó con afectación el fulminante de
sus
pistolas,
se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que
llevaba al
campamento.
Capítulo
XL V
Escena
conyugal
Como
Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la
habitación
en
que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada
partida
de
dados con Aramis. De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio
que le faltaba
uno
de los hombres.
-¿Qué
ha sido del señor Athos? -preguntó.
-Monseñor
-respondió Porthos-, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro
hostelero,
que le han hecho creer que la ruta no era segura.
-¿Y
vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?
-Le
he ganado cinco pistolas a Aramis.
-Y
ahora, ¿podéis volver conmigo?
-Estamos
a las órdenes de Vuestra Eminencia.
-A
caballo pues, señores, que se hace tarde.
-El
escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal.
Un poco más
lejos,
un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos
hombres
eran
los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su
embarque.
El
escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a
propósito de
Athos.
El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendió la ruta, rodeándose de las
mismas
precauciones
que había tomado al partir.
Dejémosle
seguir el camino del campamento, protegido por el escudero y los dos
mosqueteros,
y
volvamos a Athos.
Durante
una centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la
vista,
había
lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una
veintena de
pasos,
al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una vez reconocidos
los som-
breros
bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal,
esperó a
que
los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de
vista, volvió
al
galope al albergue que se le abrió sin dificultad.
El
hostelero lo reconoció.
-Mi
oficial -dijo Athos- ha olvidado hacer a la dama del primero una recomendación
importante;
me
envía para reparar su olvido.
-Subid
-dijo el hostelero-, todavía está en su habitación.
Athos
aprovechó el permiso, subió la escalera con su paso más ligero, llegó a la
meseta y a
través
de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su
sombrero.
Entró
en la habitación y cerró la puerta tras sí.
Al
ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.
Athos
estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los
ojos.
Al
ver aquella figura muda a inmóvil como una estatua, Milady tuvo
miedo.
-¿Quién
sois? ¿Y qué queréis? -exclamó.
-Vamos,
¡es ella! -murmuró Athos.
Y
dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia
Milady.
-¿Me
reconocéis, señora? -dijo.
Milady
dio un paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una
serpiente.
-Vamos
-dijo Athos-, está bien, ya veo que me reconocéis.
-¡El
conde de La Fère! -murmuró Milady palideciendo y retrocediendo hasta que el muro
le
impidió
ir más lejos.
-Sí,
Milady -respondió Athos-, el conde de La Fère en persona, que vuelve
directamente del
otro
mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y hablemos, como dice
Monseñor
el
cardenal.
Milady,
dominada por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola
palabra.
-¿Sois
acaso un demonio enviado a la tierra? -dijo Athos-. Vuestro poder es grande,
pero sabéis
también
que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios
más
terribles.
Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos vencido, señora; pero, o yo me
equivocaba
o el infierno os ha resucitado.
A
estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un
gemido
sordo.
-Sí,
el infierno os ha resucitado -prosiguió Athos-, el infierno os ha hecho rica, el
infierno os ha
dado
otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro; pero no ha borrado ni
las mancillas
de
vuestra alma ni la marca de vuestro cuerpo.
Milady
se levantó como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos
permaneció
sentado.
-Me
creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es as? ¡Y este nombre de Athos
había
ocultado
al conde de La Fère, como el nombre de Milady Clarick había ocultado a Anne de
Breuil!
¿No
era así como os llamabais cuando vuestro honrado hermano nos casó? Nuestra
posición es
realmente
extraña -prosiguió Athos riendo-; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora
porque nos
creíamos
muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea
más
devoradora
a veces que un recuerdo.
-Pero,
en fin -dijo Milady con una voz sorda-, ¿qué os trae a m? ¿Y qué queréis de
mí?
-Quiero
deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de
vista.
-¿Sabéis
lo que he hecho?
-Puedo
contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del
cardenal
hasta
esta noche.
Una
sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de
Milady.
-Oíd:
sois vos quien cortó los dos herretes de diamantes del hombro del duque de
Buckingham;
sois
vos quien ha hecho raptar a la señora Bonacieux; sois vos quien, enamorada de De
Wardes,
y
creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor
D'Artagnan; sois vos
quien,
creyendo que De Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival;
sois vos
quien,
cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido
hacerlo matar
por
dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos quien, viendo que las
balas habían
fallado
su tiro, habéis enviado vino envenenado con una carta falsa para hacer creer a
vuestra
víctima
que aquel vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación,
y sentada
en
la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el
compromiso de hacer
asesinar
al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros
asesinar
a D'Artagnan.
Milady
estaba lívida.
-Pero
¿sois acaso Satán? -dijo ella.
-Quizá
-dijo Athos-, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis
asesinar al
duque
de Buckingham, poco importa; no lo conozco, además es un inglés. Pero no toquéis
con la
punta
de los dedos ni un solo pelo de D'Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a
quien
defiendo,
a os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el
último.
-El
señor D'Artagnan me ha ofendido cruelmente -dijo Milady con voz sorda-. El señor
D'Artagnan
morirá.
-¿De
veras es posible que alguien os ofenda, señora? -dijo riendo Athos-. ¿Os ha
ofendido y
morirá?
-Morirá
-replicó Milady-; ella primero, él después.
Athos
fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía
nada de
mujer,
le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación menos peligrosa
que
aquella
en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor; su deseo de
crimen le
volvió
quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la
mano a su
cintura,
sacó de él una pistola y la armó.
Milady,
pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más
que
un
sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de
una bestia
fiera;
pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la
imagen
espantosa
del terror.
Athos
alzó lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi
la frente
de
Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema
de una
inflexible
resolución:
-Señora
-dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o
por mi
alma
que os salto la tapa de los sesos.
Con
otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a
Athos; sin
embargo,
permaneció inmóvil.
-Tenéis
un segundo para decidiros -dijo él.
Milady
vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente
la mano a
su
pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.
-¡Tomad
-dijo ella-, y sed maldito!
Athos
cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara
para
asegurarse
de que era aquél, lo desplegó y leyó:
«El
portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del
Estado.
3
de diciembre de 1627 .
Richelieu»
-Y
ahora -dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la
cabeza-,
ahora
que lo he amancado los dientes, víbora, muerde si puedes.
Y
salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.
A
la puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la
mano.
-Señores
-dijo- la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder
tiempo,
al
fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.
Como
estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido,
inclinaron la
cabeza
en señal de asentimiento.
En
cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de
seguir la ruta,
tomó
campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose de vez en cuando
para
escuchar.
En
uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caballos. No dudó que
fueran el
cardenal
y su escolta. Entonces echó una nueva camera, restregó a su caballo con los
brezales y
las
hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos
pasos del
campamento
aproximadamente.
-¿Quién
vive? -gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.
-Es
nuestro valiente mosquetero, según creo -dijo el cardenal.
-Sí,
Monseñor -respondió Athos-, el mismo.
-Señor
Athos -dijo Richelieu-, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que
habéis
hecho
de nosotros; señores, hemos llegado: tomad la puerta de la izquierda, la
contraseña es
Rey
y Ré.
Al
decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró
a la derecha
seguido
de su escudero; porque aquella noche dormía en el
campamento.
-¡Y
bien! -dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del
alcance de la
voz-.
Y bien, ha firmado el papel que ella pedía.
-Lo
sé -dijo tranquilamente Athos-, porque es éste.
Y
los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento,
excepto para
dar
la contraseña a los centinelas.
Sólo
que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser
relevado
de
trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los
mosqueteros.
Por
otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los
hombres
que
la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos; por un instante había
tenido ganas de
hacerse
llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte
llevaba a una
revelación
por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que
ella
estaba
marcada; pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con
su
habilidad
ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido
todo a
satisfacción
del cardenal, ir a reclamar su venganza.
Por
consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba
en el fuerte
de
La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente
de corso del
cardenal
se suponía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a
Inglaterra.
Capítulo
XLVI
El
bastión Saint-Geruais
Al
llegar donde sus tres amigos, D'Artagnan los encontró reunidos en la misma
habitación:
Athos
reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un
encantador
librito
de horas encuadernado en terciopelo azul.
-¡Diantre,
señores! -dijo-. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso
contrario
os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme
descansar
después
de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no
estuvierais
allí, señores! ¡Hizo buen calor!
-¡Estábamos
en otro lado donde tampoco hacía frío! -respondió Porthos haciendo adoptar a su
mostacho
un rizo que le era particular.
-¡Chis!
-dijo Athos.
-¡Vaya!
-dijo D'Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero-.
Parece
que hay novedades por aquí.
-Aramis
-dijo Athos-, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del
Parpaillot.
-Sí.
-¿Qué
tal está?
-Por
lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más
que
carne.
-¿Cómo?
-dijo Athos-. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?
-Dicen
-replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura- que el dique que ha hecho
construir el
señor
cardenal lo echa a alta mar.
-Mas
no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis -prosiguió Athos-; yo os preguntaba si
estuvisteis
a gusto, y si nadie os había molestado.
-Me
parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que queréis
decir,
Athos,
estaremos bastante bien en el Parpaillot.
-Vamos
entonces al Parpaillot -dijo Athos-, porque aquí las paredes son corno hojas de
papel.
D'Artagnan,
que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía
inmediatamente
en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran
graves,
cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir nada; Porthos siguió platicando
con
Aramis.
En
camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud, según
su
costumbre,
obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado casi por olvidarse de
hablar.
Llegaron
a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a
clarear;
los
tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del
huésped, no
debían
ser molestados.
Por
desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de tocar
diana, todos
sacudían
el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber
la
copita
a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos-ligeros se
sucedíar con una
rapidez
que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las
miras de
los
cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los
brindis y a
las
bromas de sus camaradas.
-¡Vamos!
-dijo Athos-. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de
eso
en
este momento. D'Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos
la
nuestra.
-En
efecto -dijo un caballo-ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso
de
aguardiente
que degustaba con lentitud-; en efecto, esta noche estabais de trinchera,
señores
guardias,
y me parece que andado en dimes y diretes con los
rochelleses.
D'Artagnan
miró a Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la
conversación.
-Y
bien -dijo Athos-, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de
dirigirte la palabra?
Cuenta
lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean
saberlo.
-¿No
habrán cogido un fasitón? -preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de
cerveza.
-Sí,
señor -respondió D'Artagnan inclinándose-, hemos tenido ese honor; incluso hemos
metido,
como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al
estallar ha
hecho
una hermosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el
resto de
la
obra ha quedado tambaleándose.
-Y
¿qué bastión es? -preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que
traía
para
que se la asasen.
-El
bastión Saint-Gervais -respondió D'Artagnan, tras el cual los rochelleses
inquietaban a
nuestros
trabajadores.
-¿Y
la cosa ha sido acalorada?
-Por
supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o
diez.
-¡Triante!
-exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la
lengua
alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.
-Pero
es probable -dijo el caballo-ligero- que esta mañana envíen avanzadillas para
poner las
cosas
en su sitio en el bastión.
-Sí,
es probable -dijo D'Artagnan.
-Señores
-dijo Athos-, una apuesta.
-¡Ah!
Sí, una apuesta -dijo el suizo.
- Cuál? -preguntó el
caballo-ligero.
-Esperad
-dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes
morillos
que
sostenían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una
grasera en
seguida,
para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable
ave.
-Tiene
razón -dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon
gonfituras.
-Ahí
-dijo el dragón-. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor
Athos!
-¡Sí,
la apuesta! -dijo el caballo- ligero.
-Pues
bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros -dijo Athosa que mis tres
compañeros, los
señores
Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint-Gervais
y que
estaremos
allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para
desalojarnos.
Porthos
y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.
-Pero
-dijo D'Artagnan inclinándose al oído de Athos- vas a hacernos matar sin
misericordia.
-Estamos
mucho más muertos -respondió Athos- si no vamos.
-¡Ah!
A fe que es una hermosa apuesta -dijo Porthos retrepándose en su silla y
retorciéndose el
mostacho.
-Acepto
-dijo el señor de Busigny-; ahora se trata de fijar la
puesta.
-Vosotros
sois cuatro, señores -dijo Athos-; nosotros somos cuatro; una cena a discreción
para
ocho,
¿os parece?
-De
acuerdo -replicó el señor de Busigny.
-Perfectamente
-dijo el dragón.
-Me
fa -dijo el suizo.
El
cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo
con la
cabeza
una señal de que aceptaba la proposición.
-El
desayuno de estos señores está dispuesto -dijo el
hostelero.
-Pues
bien, traedlo -dijo Athos.
El
hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en
un rincón
y
le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas
traídas.
Grimaud
comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta,
empaquetó
las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al
brazo.
-Pero
¿dónde se van a tomar mi desayuno? -dijo el hostelero.
-¿Qué
os importa -dijo Athos-, con tal de que os paguen?
Y
majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.
-¿Hay
que devolveros algo mi oficial? -dijo el hostelero.
-No,
añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las
servilletas.
El
hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se
recuperó
deslizando
a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino
de
Champagne.
-Señor
de Busigny -dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me
permitís
poner
el mío con el vuestro?
-De
acuerdo, señor -dijo el caballo-ligero sacando del bolsillo del chaleco un
hermoso reloj
rodeado
de diamantes-; las siete y media -dijo.
-Siete
y treinta y cinco minutos -dijo Athos-; ya sabemos que el mío se adelanta cinco
minutos
sobre
vos, señor.
Y
saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino
del bastión
Saint-Gervais,
seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la
obediencia
pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en
preguntarlo.
Mientras
estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no intercambiaron una
palabra;
además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían
saber
cómo
saldrían de ella.
Pero
una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno
campo,
D'Artagnan,
que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento
de
pedir una explicación.
-Y
ahora, mi querido Athos -dijo-, tened la amabilidad de decirme adónde
vamos.
-Ya
lo veis -dijo Athos-, vamos al bastión.
-Sí,
pero ¿qué vamos a hacer all?
-Ya
lo sabéis, vamos a desayunar.
-Pero
¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot?
-Porque
tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco
minutos
en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que
se
pegan
a la mesa; ahí por lo menos -prosiguió Athos señalando el bastión- no vendrán a
molestarnos.
-Me
parece -dijo D'Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se
aliaba en él
a
una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar
apartado en las
dunas,
a orillas del mar.
-Donde
se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de
un cuarto
de
hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos
consejo.
-Sí
-dijo Aramis-, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis
.
-Un
desierto no habría estado mal -dijo Porthos-, pero se trataba de
encontrarlo.
-No
hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde
un pez
no
pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su
madriguera, y creo
que
pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra
empresa, ante
la
cual por otra parte ya no podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una
apuesta, una
apuesta
que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la
adivine:
para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos atacados o no lo
seremos.
Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque
respondo
de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de
nuestros
asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya
veis
que
todo es beneficio.
-Sí
-dijo D'Artagnan-, pero indudablemente pescaremos alguna
bala.
-Vaya,
querido -dijo Athos-, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del
enemigo.
-Pero
me parece que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros
mosquetes.
-Sois
un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso
inútil?
-No
me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y
un
cebador.
-Pero
bueno -dijo Athos-, ¿no habéis oído lo que ha dicho
D'Artagnan?
-¿Qué
ha dicho D'Artagnan? -preguntó Porthos.
-D'Artagnan
ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y
otros
tantos rochelleses.
-¿Y
qué?
-No
ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había
otras cosas
más
urgentes.
-Y
¿qué?
-¡Y
qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de
cuatro
mosquetes
y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de
disparos.
-¡Oh,
Athos! -dijo Aramis-. Eres realmente un gran hombre.
Porthos
inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
Sólo
D'Artagnan no parecía convencido.
Indudablemente
Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba
caminando
hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el
faldón
de
su traje.
-¿Dónde
vamos? -preguntó por gestos.
Athos
le sañaló el bastión.
-Pero
-dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud- dejaremos ahí nuestra
piel.
Athos
alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.
Grimaud
puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.
Athos
cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó
el cañón a
la
oreja de Grimaud.
Grimaud
volvió a ponerse en pie como por un resorte.
Athos
le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.
Grimaud
obedeció.
Todo
cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es
que
había
pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Llegados
al bastión, los cuatro se volvieron.
Más
de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del
campamento,
y
en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al
suizo y al cuarto
apostante.
Athos
se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el
aire.
Todos
los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran
hurra
que
llegó hasta ellos.
Tras
lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido
Grimaud.
Capítulo
XLVII
El
consejo de los mosqueteros
Como
Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos
tanto
franceses
como rochelleses.
-Señores
-dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone
la
mesa,
comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al
cumplir esa
tarea.
Estos señores -añadió él señalando a los muertos- no nos
oyen.
-Podríamos
de todos modos echarlos en el foso -dijo Porthos-, después de habernos asegurado
que
no tienen nada en sus bolsillos.
-Sí
-dijo Aramis-, eso es asunto de Grimaud.
-Bueno
-dijo D'Artagnan-, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de
las
murallas.
-Guardémonos
de hacerlo -dijo Athos-, pueden servirnos.
-¿Esos
muertos pueden servirnos? -dijo Porthos-. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo
mío!
-¡«No
juzguéis temerariamente», dice el Evangelio el señor cardenal! -respondió Athos-.
¿Cuántos
fusiles, señores.
-Doce
-respondió Aramis.
-¿Cuántos
disparos?
-Un
centenar.
-Es
todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.
Los
cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último
fusil,
Grimaud
hizo señas de que el desayuno estaba servido.
Athos
respondió, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de
atalaya
donde éste comprendió que debía quedarse de centinela. Sólo que para suavizar el
aburrimiento
de la guardia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de
vino.
-Y
ahora, a la mesa -dijo Athos.
Los
cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los turcos
o los
canteros.
-¡Ah!
-dijo D'Artagnan-. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a
hacernos
participe de tu secreto, Athos.
-Espero
que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores -dijo Athos-. Os he hecho
dar un
paseo
encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas
personas allá
abajo,
como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por
héroes, dos
clases
de imbéciles que se parecen bastante.
-Pero
¿y ese secreto? -preguntó D'Artagnan.
-El
secreto -dijo Athos- es que ayer por la noche vi a Milady. D'Artagnan llevaba su
vaso a los
labios;
pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo
para no
derramar
el contenido...
-¿Has
visto a tu mu...?
-¡Chis!
-interrumpió Athos-. Olvidáis, querido, que estos señores no están iniciados
como vos
en
el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a Milady.
-¿Y
dónde? -preguntó D'Artagnan.
-A
dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del
Colombier-Rouge.
-En
tal caso estoy perdido -dijo D'Artagnan.
-No,
no del todo aún -prosiguió Athos-, porque a esta hora debe haber abandonado las
costas
de
Francia.
D'Artagnan
respiró.
-Pero,
a fin de cuentas -prosiguió Porthos-, ¿quién es esa
Milady?
-Una
mujer encantadora -dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso-. ¡Canalla de
hostelero
-exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos
vamos
a dejar coger! Sí -continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con
nuestro
amigo
D'Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar,
hace un
mes
tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de
envenenarlo,
y
ayer pidiendo su cabeza al cardenal.
-¿Cómo?
¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? -exclamó D'Artagnan, pálido de
terror.
-Eso
es tan cierto -dijo Porthos- como el Evangelio; lo he oído con mis dos
orejas.
-Y
yo también -dijo Aramis.
-Entonces
-dijo D'Artagnan dejando caer su brazo con desaliento- es inútil seguir luchando
más
tiempo;
da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está
terminado.
-Es
la última tontería que hay que hacer -dijo Athos-, dado que es la única que no
tiene
remedio.
-Pero
no escaparé nunca -dijo D'Artagnan- con semejantes enemigos. Primero, mi
desconocido
de
Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo
secreto he
sorprendido;
por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.
-¡Pues
bien! -dijo Athos-. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro,
uno
contra
uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener
que
vérnoslas
con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Considerando la
gravedad
de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por
favor. ¿Qué
veis?
-Una
tropa.
-¿De
cuántas personas?
-De
veinte hombres.
-¿Qué
hombres?
-Dieciséis
zapadores, cuatro soldados.
-¿A
cuántos pasos están?
-A
quinientos pasos.
-Bueno,
aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud,
D'Artagnan.
-¡A
tu salud! -repitieron Porthos y Aramis.
-Pues
bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran
cosa.
-¡Bah!
-dijo Athos-. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir
está en
sus
manos.
Luego,
tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó
indolentemente,
cogió
el primer fusil que había a mano y se acercó a una
tronera.
Porthos,
Aramis y D'Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Grimaud, recibió la orden
de
colocarse
detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las armas.
Al
cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de
trinchera que
establecía
comunicación entre el bastión y la ciudad.
-¡Diantre!
-dijo Athos-. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados
de
piquetas,
de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles
señas
de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado
tranquilos.
-Lo
dudo -observó D'Artagnan-, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por otra
parte,
con
los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados de
mosquetes.
-Eso
es que no nos han visto -replicó Athos.
-¡A
fe -dijo Aramis- confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres
diablos de
burgueses!
-¡Mal
cura -respondió Porthos- el que tiene piedad de los
heréticos!
-Realmente
-dijo Athos-, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.
-¿Qué
diablos hacéis? -exclamó D'Artagnan-. Vais a haceros fusilar,
querido.
Pero
Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en
una mano y
el
sombrero en la otra:
-Señores
-dijo dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su
aparición
se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos
cortésmente-,
señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión. Y ya
sabéis
que nada es tan desagradable como ser molestado cuando uno desayuna; por tanto,
os
rogamos
que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos
terminado
nuestra
comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de dejar
el
partido
de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de
Francia.
-¡Ten
cuidado, Athos! -exclamó D'Artagnan-. ¿No ves que lo están
apuntando?
-Ya
lo veo, lo veo -dijo Athos-, pero son burgueses que disparan muy mal, y que se
libren de
tocarme.
En
efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas
vinieron a
estrellarse
junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro
disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban
mejor
dirigidos
que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los
trabajadores fue
herido.
-¡Grimaud,
otro mosquete! -dijo Athos, que seguía en la brecha.
Grimaud
obedeció inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas;
una
segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron
muertos, el resto
de
la tropa huyó.
-Vamos,
señores, una salida -dijo Athos.
Y
los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de
batalla,
recogieron
los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y convencidos de que los
huidos no
se
detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los
trofeos de
la
victoria.
-Volved
a cargar las armas, Grimaud -dijo Athos-, y nosotros, señores, volvamos a
nuestro
desayuno
y sigamos. ¿Dónde estábamos?
-Yo
lo recuerdo -dijo D'Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía
seguir
Milady.
-Va
a Inglaterra -respondió Athos.
-¿Con
qué fin?
-Con
el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.
D'Artagnan
lanzó una exclamación de sorpresa y de indignación.
-¡Pero
eso es infame! -exclamó.
-¡Oh,
en cuanto a eso -dijo Athos-, os ruego que creáis que me inquieto muy poco!
Ahora que
habéis
terminado, Grimaud -continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier,
atadle una
servilleta
y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los
rochelleses
vean
que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del
rey.
Grimaud
obedeció sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima
de
los
cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del
campamento estaba
en
las barreras.
-¿Cómo?
-replicó D'Artagnan-. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham?
Pero
el duque es nuestro amigo.
-El
duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que
quiera, me
preocupo
tanto por ello como por una botella vacía.
Y
Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que
acababa de
trasvasar
hasta la última gota a su vaso.
-Un
momento -dijo D'Artagnan-, yo no abandono a Buckingham así; nos dio caballos muy
buenos.
-Y
sobre todo unas buenas sillas -añadió Porthos, que en aquel momento mismo
llevaba en su
capa
el galón de la suya.
-Además
-observó Aramis-, Dios quiere la conversión y no la muerte del
pecador.
-Amén
-dijo Athos-, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero
por el
momento
lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D'Artagnan, me comprenderás,
era
recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al
cardenal,
y
con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros
impunemente.
-Pero
esa criatura es un demonio -dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que
trinchaba un
ave.
-Y
esa firma en blanco -dijo D'Artagnan-, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre
sus manos?
-No,
ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque
mentiría.
-Querido
Athos -dijo D'Artagnan-, ya no seguiré contando las veces que os debo la
vida.
-Entonces,
¿nos dejasteis para volver junto a ella? -preguntó Aramis.
-Exacto.
-¿Y
tienes esa carta del cardenal? -dijo D'Artagnan.
-Aquí
está -dijo Athos.
Y
sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D'Artagnan
lo desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y
leyó:
«El
portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del
Estado.
5
de diciembre de 1627.
Richelieu»
-En
efecto -dijo Aramis-, es una absolución en toda regla.
-Hay
que romper ese papel -exclamó D'Artagnan, que parecía leer su sentencia de
muerte.
-Muy
al contrario -dijo Athos-, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no daría
este
papel
aunque lo cubrieran de piezas de oro.
-¿Y
qué va a hacer ahora ella? -preguntó el joven.
-Pues
probablemente -dijo despreocupado Athos- va a escribir al cardenal que un
maldito
mosquetero,
llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto; en la misma carta
le
dará
consejo de desembarazarse al mismo tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y
Aramis;
el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino
entonces,
una
buena mañana hará detener a D'Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará
a
hacerle
compañía a la Bastilla.
-¡Vaya!
-dijo Porthos-. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto,
querido.
-No
bromeo -respondió Athos.
-¿Sabéis
-dijo Porthos- que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado
menor que
retorcérselo
a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más crímenes que
cantar
en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
-¿Qué
dice el abate a esto? -preguntó tranquilamente Athos.
-Digo
que soy de la opinión de Porthos -respondió Aramis.
-¡Y
yo también! -dijo D'Artagnan.
-Suerte
que ella está lejos -observó Porthos-; porque confieso que me molestaría mucho
aquí.
-Me
molesta en Inglaterra tanto como en Francia -dijo Athos.
-A
mí me molesta en todas partes -continuó D'Artagnan.
-Pero
puesto que la teníais -dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado,
estrangulado,
colgado?
Sólo los muertos no vuelven.
-¿Eso
creéis, Porthos? -respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo
D'Artagnan
comprendió.
-Tengo
una idea -dijo D'Artagnan.
-Veamos
-dijeron los mosqueteros.
-¡A
las armas! -gritó Grimaud.
Los
jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella
vez avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero
ya
no
eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
-¿Y
si volviéramos al campamento? -dijo Porthos-. Me parece que la partida no es
igual.
-Imposible
por tres razones -respondió Athos-; la primera es que no hemos terminado de
almorzar;
la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que
todavía
faltan
diez minutos para que pase la hora.
-Bueno
-dijo Aramis-, sin embargo hay que preparar un plan de
batalla.
-Es
muy simple -respondió Athos-:tan pronto como el enemigo esté al alcance del
mosquete,
nosotros
hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a hacer fuego; hacemos
fuego
mientras tengamos los fusiles cargados; si lo que quede de la tropa quiere
todavía subir al
asalto,
dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de
la cabeza
ese
lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de
equilibrio.
-¡Bravo!
-exclamó Porthos-. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el
cardenal,
que
se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro
lado.
-Señores
-dijo Athos-, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien
a su
hombre.
-Yo
tengo el mío -dijo D'Artagnan.
-Y
yo el mío -dijo Porthos.
-Y
yo ídem -dijo Aramis.
-¡Entonces
fuego! -dijo Athos.
Los
cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación. y cuatro hombres
cayeron.
Entonces
batió el tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de
carga.
Entonces
los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con
igual
precisión.
Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los
rochelleses
continuaban avanzando a paso de carrera.
Con
los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso de
los que
quedaban
en pie no aminoraba.
Llegados
al pie del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga
los
acogió,
pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la
brecha.
-¡Vamos;
amigos míos! -dijo Athos-. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la
muralla!
Y
los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de
sus
fusiles
un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el viento lo arrastrase, y
desprendiéndose
de su base cayó con horrible estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito,
una
nube de polvo subió hacia el cielo, y eso fue todo.
-¿Los
habremos aplastado desde el primero hasta el último? -preguntó
Athos.
-A
fe que eso me parece -dijo D'Artagnan.
-No
-dijo Porthos-, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En
efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre,
huían por el
camino
encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la
tropilla.
Athos
miró su reloj.
-Señores
-dijo-, hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay
que
ser
buenos jugadores, y además D'Artagnan no nos ha dicho su
idea.
Y
el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del
desayuno.
-¿Mi
idea? -dijo D'Artagnan.
-Sí,
decíais que teníais una idea -replicó Athos.
-¡Ah,
ya recuerdo! -contestó D'Artagnan-. Yo paso a Inglaterra por segunda vez, voy en
busca
del
señor de Buckingham y le advierto del compló tramado contra su
vida.
-Vos
no haréis eso, D'Artagnan -dijo fríamente Athos.
-¿Y
por qué no? ¿No lo he hecho ya?
-Sí,
pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, el señor de Buckingham era un
aliado
y no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de
traición.
D'Artagnan
comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.
-Pues
me parece -dijo Porthos- que también yo tengo una idea.
-¡Silencio
para la idea de Porthos! -dijo Aramis.
-Yo
le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis:
yo no soy
fuerte
en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a sin que sospeche
de mí y,
cuando
encuetre una ocasión, la estrangulo.
-¡Bueno
-dijo Athos-, no estoy muy lejos de adoptar la idea de
Porthos!
-¡Qué
va! -dijo Aramis-. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo tengo la idea
buena.
-¡Veamos
vuestra idea, Aramis! -pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven
mosquetero.
-Hay
que prevenir a la reina.
-¡A
fe que sí! -exclamaron juntos Porthos y D'Artagnan-. Creo que estamos dando en
el blanco.
-¿Prevenir
a la reina? -dijo Athos-. ¿Y cómo? ¿Tenemos relaciones en la corte? ¿Podemos
enviar
a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay ciento
cuarenta
leguas:
la carta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el
calabozo.
-En
cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad -propuso Aramis
ruborizándose-, yo
me
encargo de ello; conozco en Tours una persona hábil...
Aramis
se detuvo viendo sonreír a Athos.
-¡Bueno!
¿No adoptáis ese medio, Athos? -dijo D'Artagnan.
-No
lo rechazo del todo -dijo Athos-, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que
él no puede
abandonar
el campamento; que cualquier otro de nosotros no es seguro; que dos horas
después
de
que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos
los bonetes
negros
del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona
seréis
detenidos.
-Sin
contar -objetó Porthos- que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en
modo
alguno
nos salvará a nosotros.
-Señores
-dijo D'Artagnan-, lo que Porthos objeta está lleno de
sentido.
-¡Ah,
ah! ¿Qué pasa en la ciudad? -dijo Athos.
-Tocan
a generala.
Los
cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectivamente hasta
ellos.
-Vais
a ver cómo nos mandan un regimiento entero -dijo Porthos.
-¿Por
qué no? -dijo el mosquetero-. Me siento en vena, y resistiría ante un ejército
con tal de
que
hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de
botellas.
-Palabra
de honor que el tambor se acerca -dijo D'Artagnan. -Dejadlo que se acerque -dijo
Athos-,
hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad
aquí. Es
más
tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos de aquí
nunca
encontraremos
un lugar tan conveniente. Y mirad, precisamente, señores, acaba de ocurrírseme
la
idea buena.
-Decid,
pues.
-Permitid
que dé a Grimaud algunas órdenes indispensables.
Athos
hizo a su criado señal de acercarse.
-Grimaud
-dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión-, vais a coger a
estos
señores,
vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza
y su
fusil
en la mano.
-¡Oh
gran hombre -exclamó D'Artagnan-, lo comprendo!
-¿Comprendéis?
-dijo Porthos.
-Y
tú, Grimaud, ¿comprendes? -preguntó Aramis.
Grimaud
hizo seña de que sí.
-Es
todo lo que se necesita -dijo Athos-, volvamos a mi idea. -Sin embargo, yo
quisiera
comprender
-observó Porthos.
-Es
inútil.
-Sí,
sí, la idea de Athos -dijeron al mismo tiempo D'Artagnan y
Aramis.
-Esa
Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me
habéis
dicho
D'Artagnan.
-Sí,
yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su
cuñada.
-No
hay mal en ello -respondió Athos-, a incluso sería mejor que la
detestara.
-En
tal caso estamos servidos a placer.
-Sin
embargo -dijo Potthos-, me gustaría comprender lo que Grimaud
hace.
-¡Silencio,
Porthos! -dijo Aramis.
-¿Cómo
se llama ese cuñado?
-Lord
de Winter.
-¿Dónde
está ahora?
-Volvió
a Londres al primer rumor de guerra.
-¡Pues
bien ése es precisamente el hombre que necesitamos! -dijo Athos-. Ese es al que
nos
conviene
avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a alguien, y le
rogaremos
no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún establecimiento del
género
de
las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas ; hace meter allá a su cuñada, y
nosotros
tranquilos.
-Sí
-dijo D'Artagnan-, hasta que salga.
-A
fe -replicó Athos- que pedís demasiado, D'Artagnan, os he dado lo que tenía y os
prevengo
que
es el fondo de mi bolso.
-A
mí me parece que es lo mejor -dijo Aramis-; prevenimos a la vez a la reina y a
lord de
Winter.
-Sí,
pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a
Londres?
-Yo
respondo de Bazin -dijo Aramis.
-Y
yo de Planchet -continuó D'Artagnan.
-En
efecto -dijo Porthos-, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento,
nuestros
lacayos
pueden dejarlo.
-Por
supuesto -dijo Aramis-, y hoy mismo escribimos las cartas, les damos dinero y
parten.
-¿Les
damos dinero? -replicó Athos-. ¿Tenéis, pues, dinero?
Los
cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes
estaban
despejadas.
-¡Alerta!
-gritó D'Artagnan-. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué
decíais
de
un regimiento, Athos? Es un verdadero ejército.
-A
fe que sí -dijo Athos-, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin
tambor ni trompeta.
¡Ah,
ah! ¿Has terminado Grimaud?
Grimaud
hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las
actitudes
más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de
echárselas a la
cara,
los otros con la espada en la mano.
-¡Bravo!
-repitió Athos-. Eso honra tu imaginación.
-Es
igual -dijo Porthos-. Me gustaría sin embargo comprender.
-Levantemos
el campo primero -lo interrumpió D'Artagnan-, luego
comprenderás.
-¡Un
instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la
mesa.
-¡Ah!
-dijo Aramis-. Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen
visiblemente, y yo
soy
de la opinión de D'Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar
nuestro
campamento.
-A
fe -dijo Athos- que no tengo nada contra la retirada; habíamos apostado por una
hora, y
nos
hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos, señores,
partamos.
Grimaud
había tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.
Los
cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de
pasos.
-¡Eh!
-exclamó Athos-. ¿Qué diablos hacemos, señores?
-¿Nos
hemos olvidado algo? -preguntó Aramis.
-La
bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa
bandera
no sea más que una servilleta!
Y
Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo
que como los
rochellese
habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre
que,
como
por placer, iba a exponerse a los disparos.
Pero
se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas
pasaron
silbando
a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos
agitó su estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y
saludando a las
del
campamento. De las dos partes resonaron grandes gritos, de la una gritos de
cólera, de la
otra
gritos de entusiasmo.
Una
segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los
clamores de
todo
el campamento que gritaba:
-¡Bajad,
bajad!
Athos
bajó; sus camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vieron aparecer con
alegría.
-Vamos,
Athos, vamos -dijo D'Artagnan-, larguémonos; ahora que hemos encontrado todo,
menos
el dinero, sería estúpido ser muertos.
Pero
Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran
sus
compañeros,
los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el
suyo.
Grimaud
y su cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de
alcance.
Al
cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería
colérica.
-¿Qué
es eso? -preguntó Porthos-. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y
no veo a
nadie.
-Disparan
sobre nuestros muertos -respondió Athos.
-Pero
nuestros muertos no responderán.
-Precisamente:
entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y
cuando
se den cuenta de la burla, estaremos fuera del alcance de las balas. He ahí por
qué es
inútil
coger una pleuresía dándonos prisa.
-¡Oh,
comprendo! -exclamó Porthos maravillado.
-¡Es
una suerte! -dijo Athos encogiéndose de hombros.
Por
su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de
entusiasmo.
Finalmente
una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a
estrellarse
sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en
sus
orejas.
Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del
bastión.
-¡Vaya
gentes tan torpes! -dijo Athos-. ¿Cuántos hemos matado?
¿Doce?
-O
quince.
-¿Cuántos
hemos aplastado?
-Ocho
o diez.
-¿Y
a cambio de todo esto ni un arañazo? ¡Ah, sí! ¿Qué tenéis en la mano, D
Artagnan?
Sangre,
me parece.
-No
es nada -dijo D'Artagnan.
-¿Una
bala perdida?
-Ni
siquiera.
-¿Qué,
entonces?
Ya
lo hemos dicho, Athos amaba a D'Artagnan como a su hijo, y aquel carácter
sombrío a
inflexible
tenía a veces por el joven solicitudes de padre.
-Un
rasguño -repuso D'Artagnan-; me he pillado los dedos entre dos piedras, la del
muro y la
de
mi anillo; y la piel se ha abierto.
-Eso
pasa por tener diamantes, amigo mío -dijo desdeñosamente
Athos.
-¡Ah,
claro! -exclamó Porthos-. En efecto, hay un diamante. ¿Y por qué diablos, puesto
que hay
un
diamante, nos quejamos de no tener dinero?
-¡Claro,
es cierto! -dijo Aramis.
-Enhorabuena
Porthos; esta vez es una idea.
-Sin
duda -dijo Porthos engallándose ante el cumplido de Athos-, puesto que hay un
diamante,
vendámoslo.
-Pero
es el diamante de la reina -dijo D'Artagnan.
-Razón
de más -repuso Athos-, la reina salvando al señor de Buckingham su amante, nada
más
justo;
la reina salvándonos a nosotros, que somos sus amigos, nada más moral. Vendamos
el
diamante.
¿Qué piensa el señor abate? No pido la opinión de Porthos, ya la ha
dado.
-Pues
yo pienso -dijo Aramis ruborizándose- que, al no venir su anillo de una amante,
y por
consiguiente
al no ser una prenda de amor, D'Artagnan puede venderlo.
-Querido,
habláis como la teología en persona. ¿O sea que vuestra opinión
es...?
-Vender
el diamante -respondió Aramis.
-Pues
bien -dijo alegremente D'Artagnan-, vendamos él diamante y no hablemos
más.
La
descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y
los
rochelleses
no disparaban más que por descargo de conciencia.
-A
fe -dijo Athos-, a tiempo le ha venido esa idea a Porthos: ya estamos en el
campamento.
Señores,
ni una palabra sobre este asunto. Nos observan, vienen a nuestro encuentro,
vamos a
ser
llevados en triunfo.
En
efecto, como hemos dicho, todo el campamento estaba emocionado; más de dos mil
personas
habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro
amigos
fanfarronada
cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar. No se oían más que los
gritos
de ¡Vivan los guardias! ¡Vivan los mosqueteros! El señor de Busigny había venido
el
primero
a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida. El
dragón y
el
suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al
suizo. Aquello
eran
felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas
inextinguibles a
propósito
de los rochelleses; finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal
creyó que
había
motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de o que
pasaba.
La
cosa le fue contada al mensajero con todo el efluvio del
entusiasmo.
-Y
bien -preguntó el cardenal al ver a La Houdinière.
-Y
bien, Monseñor -dijo éste-,son tres mosqueteros y un guardia que han apostado
con el
señor
de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint-Gervais, y mientras
desayunaban han
resistido
allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
-¿Estáis
informado del nombre de esos tres mosqueteros?
-Sí,
Monseñor.
-¿Cómo
se llaman?
-Son
los señores Athos, Porthos y Aramis.
-¡Siempre
mis tres valientes! -murmuró el cardenal-. ¿Y el guardia?
-El
señor D'Artagnan.
-¡Siempre
mi bribón! Decididamente es preciso que estos hombres sean
míos.
Aquella
noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana,
que
era
la comidilla de todo el campamento. El señor de Tréville, que conocía el relato
de la aventura
de
la boca misma de los héroes, la volvió a contar con todos sus detalles a Su
Eminencia, sin
olvidar
el episodio de la servilleta.
-Está
bien, señor de Tréville -dijo el cardenal-, hacedme llegar esa servilleta, os lo
ruego. Haré
bordar
en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra
compañía.
-Monseñor
-dijo el señor de Tréville-, será injusto para los guardian: el señor D'Artagnan
no es
mío,
sino del señor Des Essarts.
-Pues
bien, lleváoslo -dijo el cardenal-; no es justo que, dado que esos cuatro
valientes
militares
se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella
misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres
mosqueteros y
a
D'Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día
siguiente.
D'Artagnan
no cabía en sí de alegría. Ya lo sabemos, el sueño de toda su vida había sido
ser
mosquetero.
Los
tres amigos estaban muy contentos.
-¡A
fe -dijo D'Artagnan a Athos- que has tenido una idea victoriosa y que, como
dijiste, hemos
conseguido
con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor
importancia!
-Que
podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en
adelante
vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella
misma noche D'Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a
participarle
el ascenso que había obtenido.
El
señor den Essarts, que quería mucho a D'Artagnan, le ofreció entonces sun
servicios: aquel
cambio
de cuerpo traía consign gastos de equipamiento.
D'Artagnan
rehusó; pero, pareciéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante,
que
le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al
día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en
el
alojamiento
de D'Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil
libras.
Era
el precio del diamante de la reina.
Capítulo
XLVIII
Asunto
de familia
Athos
había encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba
sometido
a
la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba a nadie; uno
podía ocuparse
ante
todo el mundo de un asunto de familia.
Desde
luego, Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis
había dado con la idea: los lacayos.
Porthos
había dado con el medio: el diamante.
Unicamente
D'Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los
cuatro;
pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo
paralizaba.
Ah,
sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el
diamante.
El
almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora.
D'Artagnan tenía ya
su
uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis,
pagado
con
largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema,
había hecho el
doble
de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D'Artagnan
habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a
Milady
como una nube sombría en el horizonte.
Después
de almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y
allí
terminarían
el asunto.
D'Artagnan
pasó el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del
campamento.
Por
la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres
cosas que
decidir:
Lo
que había que escribir al hermano de Milady.
Lo
que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y
qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada
cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo
hablaba cuando
su
amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de
corpulencia
capaz
de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria; Aramis, confiando en
la
destreza
de Bazin, hacía un elogio pomposo de su candidato; finalmente, D'Artagnan tenía
fe
completa
en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el
espinoso
asunto de Boulogne.
Estas
cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos
discursos,
que
no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por
desgracia -dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí
solo las cuatro
cualidades
juntas.
-Pero
¿dónde encontrar un lacayo semejante?
-¡Inencontrable!
-dijo Athos-. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
-Tomad
a Mosquetón.
-Tomad
a Bazin.
-Tomad
a Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro
cualidades.
-Señores
-dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el
más
discreto,
el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber cuál ama
más el
dinero.
-Lo
que Aramis dice está lleno de sensatez -prosiguió Athos-; hay que especular
sobre los
defectos
de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois un gran
móralista!
-Indudablemente
-replicó Aramis-; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para
triunfar,
sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la
cabeza, no de
los
lacayos...
-¡Más
bajo, Aramis! -dijo Athos.
-Exacto,
no de los lacayos -prosiguió Aramis-, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos
son
bastante
adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros?
No.
-¡A
fe -dijo D'Artagnan- que respondería casi de Planchet!
-¡Pues
bien, querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le
proporcione
algún
desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis
dos.
-¡Buen
Dios! Os equivocaréis de todos modos -dijo Athos, que era optimista cuando se
trataba
de
las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-. Prometerán todo para
tener el
dinero,
y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez cogidos, los encerrarán; y
encerrados
confesarán.
¡Qué diablo! ¡No somos niños! Para ir a Inglaterra -Athos bajó la voz-, hay que
atravesar
toda Francia, sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un
pase para
embarcarse;
hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya véis que la cosa me
parece
muy difícil.
-Nada
de eso -dijo D'Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase-; yo,
por el
contrario,
la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a lord de
Winter los
horrores
del cardenal...!
-¡Más
bajo! -dijo Athos.
-Las
intrigas y los secretos de Estado -continuó D'Artagnan haciendo caso a la
recomendación-
no
hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!; pero, por Dios,
no olvidéis,
como
vos mismo habéis dicho, Athos, que le escribimos por un asunto de familia; que
le
escribimos
con el único fin de que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la
imposibilidad
de perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos
términos:
-Veamos
-dijo Aramis, adoptando de antemano un semblante de
crítico.
-«Señor
y querido amigo...
-Vaya,
pues sí; querido amigo a un inglés -interrumpió Athos-; buen comienzo, ¡bravo!,
D'Artagnan.
Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado
vivo.
-Bueno,
de acuerdo, entonces diré señor a secas.
-Podéis
decir incluso milord -prosiguió Athos, que se empeñaba en las
conveniencias.
-«Milord,
¿os acordáis del pequeño cercado de cabras del
Luxemburgo?»
-¡Vaya!
¡Ahora el Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre . ¡Eso sí que
es
ingenioso!
-dijo Athos.
-Pues
entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en
el
que
se os salvó la vida?»
-Mi
querido D'Artagnan -dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor:
«¡En que
se
os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno. A un hombre galante no se le
recuerdan
esos
servicios. Beneficio reprochado, ofensa hecha.
-¡Ah
amigo mío! -dijo D'Artagnan-. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo
vuestra
censura,
a fe que renuncio.
-Y
hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis hábilmente los
dos
ejercicios,
pero pasad la pluma al señor abate, esto le concierne.
-¡Ah
sí por cierto -dijo Porthos-, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en
latín!
-Pues
bien, sea -dijo D'Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San
Pedro!,
hacedlo
con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No
pido otra cosa -dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí
mismo-;
pero
que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era
una
bribona,
yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el
cardenal.
-¡Más
bajo, pardiez! -dijo Athos.
-Mas
se me escapan los detalles -continuó Aramis.
-Y
a mí también -dijo Porthos.
D'Artagnan
y Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse
recogido y
poniéndose
aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de asentimiento;
D'Artagnan
comprendió que podía hablar.
-¡Pues
bien! Esto es lo que tengo que decir -prosiguió D'Artagnan-: «Milord, vuestra
cuñada es
una
criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía desposar a
vuestro
hermano,
por estar ya casada en Francia y por haber sido...»
D'Artagnan
se detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.
-Arro'ada
por su marido -dijo Athos.
-Por
haber sido marcada -continuó D'Artagnan.
-¡Bah!
-exclamó Porthos-. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer matar a su
cuñado?
-Sí.
-¿Estaba
casada? -preguntó Aramis.
-Sí.
-¿Y
su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hombro? -exclamó
Porthos.
-Sí.
Estos
tres síes fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada
vez.
-¿Y
quién ha visto esa flor de lis? -preguntó Aramis.
-D'Artagnan
y yo, o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D'Artagnan -respondió
Athos.
-¿Y
el marido de esa horrible criatura vive aún?- dijo Aramis.
-Aún
vive.
-¿Estáis
seguro?
-Lo
estoy.
Hubo
un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado
según su
naturaleza.
-Esta
vez -prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D'Artagnan nos ha
dado un
programa
excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
-¡Diablos!
Tenéis razón, Athos -prosiguió Aramis-, y la redacción es espinosa. El mismo
señor
canciller
se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el
señor
canciller
redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No importa, callaos,
escribo!
En
efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir
ocho o diez
líneas
de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y
lenta, como si
cada
palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que
sigue:
«Milord:
La
persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada
con
vos
en un pequeño cercado de la calle d'Enfer. Como luego tuvisteis a bien
declararos varias
veces
amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso. Dos
veces
habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis
vuestro
heredero,
porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada
en
Francia. Pero la tercera vez que es ésta, podéis sucumbir a ella. Vuestro
pariente ha
partido
de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su llegada, porque
tiene
grandes
y terribles proyectos. Si queréis saber absolutamente de lo que es capaz, leed
su
pasado
en su hombro izquierdo.»
-¡Bien!
A las mil maravillas -dijo Athos-, y tenéis pluma de secretario de Estado, mi
querido
Aramis.
Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque caiga en
manos de
Su
Eminencia misma, no podríamos quedar comprometidos. Mas como el criado que
partirá
podría
hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle
sólo con
la
carta la mitad de la suma, prometiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta.
¿Tenéis el
diamante?
-continuó Athos.
-Tengo
algo mejor que eso, tengo el dinero.
Y
D'Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Aramis alzó los
ojos. Porthos se
estremeció;
en cuanto a Athos, permaneció impasible.
-¿Cuánto
hay en esa pequeña bolsa? -dijo.
-Siete
mil libras en luises de doce francos.
-¡Siete
mil libras! -exclamó Porthos-. ¿Ese mal diamantucho valía siete mil
libras?
-Eso
parece -dijo Athos-, porque aquí están; no creo que nuestro amigo D'Artagnan
haya
puesto
de lo suyo.
-Pero
señores -dijo D'Artagnan-, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo
la salud
de
su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.
-Es
justo -dijo Athos-, pero eso concierne a Aramis.
-¡Bien!
-respondió éste ruborizándose-. ¿Qué tengo que hacer?
-Es
muy sencillo -replicó Athos-, redactar una segunda carta para esa persona hábil
que vive
en
Tours.
Aramis
volvió a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las
siguientes líneas,
que
sometió al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi
querida prima...»
-Vaya
-dijo Athos-, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?
-Prima
hermana -dijo Aramis.
-¡Vaya
entonces por prima!
Aramis
continuó:
«Mi
querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de
Francia
y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes
heréticos
de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue
siquiera a la
vista
de la plaza; me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de
Buckingham
se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el
politico
más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los
tiempos
futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a
vuestra
hermana,
querida prima. He soñado que ese maldito inglés era matado. No puedo recordar si
lo
era por el hierro o por el veneno; sólo estoy segura de que he soñado que era
matado, y,
ya
lo sabéis, mis sueños no me engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que
pronto me
veréis
volver.»
-¡De
maravilla! -exclamó Athos-. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis,
habláis como el
Apocalipsis
y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os queda mas que poner las señas en
esa
carta.
-Es
muy fácil -dijo Aramis.
Y
plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:
«A
mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours.»
Los
tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.
-Ahora
-dijo Aramis- comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a
Tours;
mi
prima sólo conoce a Bazin y no tiene confianza más que en él: cualquier otro
haría fracasar el
asunto.
Además, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha leído la historia, señores, sabe
que Sixto V
se
convirtió en Papa tras haber guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar
en la
iglesia
al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en
cardenal:
comprenderéis
que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es
prendido,
sufrirá el martirio antes que hablar.
-Bien,
bien -dijo D'Artagnan-, os concedo de buena gana a Bazin; pero concededme a mí a
Planchet:
Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos; ahora bien,
Planchet
tiene
buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible,
antes se
dejará
romper la crisma que renunciar a ella. Si vuestros asuntos en Tours son vuestros
asuntos,
Aramis,
los de Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien
además ya
ha
estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you
please y my
master
lord D'Artagnan; con esto, estad traquilos, hará su camino de ida y
vuelta.
-En
ese caso -dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba setecientas libras para ir
y setecientas
libras
para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver; esto
reducirá la
suma
a cinco mil libras; nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como
bien nos
parezca,
y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos
extraordinarios
o
para las necesidades comunes. ¿Estáis de acuerdo?
-Mi
querido Athos -dijo Aramis-, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos,
el más
sabio
de los griegos.
-Pues
bien, todo resuelto -prosiguió Athos-: Planchet y Bazin partirán; en última
instancia, no
me
molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él,
el día
de
ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
Se
hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido
por
D'Artagnan,
que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero, después el
peligro.
-Llevaré
la carta en la bocamanga de mi traje -dijo Planchet-, y la tragaré si me
prenden.
-Pero
entonces no podrás hacer el encargo -dijo D'Artagnan.
-Esta
noche me daréis una copia, que mañana sabré de memoria.
-¡Y
bien! ¿Qué os había dicho?
-Ahora
-continuó dirigiéndose a Planchet- tienes ocho días para llegar junto a lord de
Winter,
tienes
otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo día de
tu partida, a
las
ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco
minutos.
-Entonces,
señor -dijo Planchet-, compradme un reloj.
-Toma
éste -dijo Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada- y sé un
valiente
muchacho.
Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a
tu amo,
que
tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti. Pero piensa
también que si
por
tu culpa le ocurre alguna desgracia a D'Artagnan, te encontraré donde sea y será
para abrirte
el
vientre.
-¡Oh
señor! -dijo Planchet, humillado por la sospecha y asustado sobre todo por el
aire
tranquilo
del mosquetero.
-Y
yo -dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos-, piensa que te desuello
vivo.
-¡Ay,
señor!
-Y
yo -continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego
lento
como
un salvaje.
-¡Ah,
señor!
Y
Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido
a las
amenanzas
que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente
unidos.
D'Artagnan
le cogió la mano y lo abrazó.
-¿Ves,
Planchet? -le dijo-. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero
en el
fondo
lo quieren.
-¡Ay,
señor! -dijo Planchet-. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen,
estad
convencido
de que ni un solo trozo hablará.
Quedó
decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de
que,
como
había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a
las doce se
llegó
a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la
tarde.
Por
la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D'Artagnan, que en el
fondo
sentía
debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.
-Escucha
-le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le
dirás:
«Velad
por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet,
es tan
grave
y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te
confiaría este
secreto,
y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.
-Estad
tranquilo, señor -dijo Planchet-, ya veréis si se puede contar
conmigo.
Y
montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí
para tomar la
posta,
Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le
habían
hecho
los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del
mundo.
Bazin
partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su
comisión.
Los
cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como
fácilmente
se
comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la
escucha. Sus
jornadas
se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del
cardenal y
de
olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable
se apoderó
de
ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían
que guardarse
de
su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una
vez a las
personas,
no las dejaba ya dormir tranquilas.
La
mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su
costumbre, entró
en
la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar,
diciendo
según
el acuerdo fijado:
-Señor
Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.
Los
cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba
hecha; cierto
que
era la más corta y la más fácil.
Aramis,
ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y
sin
ortografía.
-¡Buen
Dios! -exclamó riendo-. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon
escribirá
como el señor de Voiture.
-¿Qué
es lo que quiere tezir esa probe Mijon? -preguntó el suizo, que estaba a punto
de hablar
con
los cuatro amigos cuando la carta había llegado.
-¡Oh,
Dios mío! Nada de nada -dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba
mucho
y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de
recuerdo.
-¡Diozez!
-dijo el suizo-. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna
gamarata.
Aramis
leyó la carta y la pasó a Athos.
-Ved,
pues, lo que me escribe, Athos -dijo.
Athos
lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las
sospechas que
hubieran
podido nacer, leyó en alta voz:
«Prima
mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo
horroroso
por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira.
¡Adiós!
Portaos
bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.
Aglae
Michon
¿Y
de qué sueño habla ella? -preguntó el dragón que se había a cercado durante la
lectura.
-Zí,
¿de qué zueño? -dijo el suizo.
-¡Diantre!
-dijo Aramis-. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le
conté.
-¡Oh!,
zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño
jamás.
-Sois
muy dichoso -dijo Athos levantándose-. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que
vos!
-¡Jamás!
-exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo-.
¡Jamás!
¡Jamás!
D'Artagnan,
viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y
salió.
Porthos
y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del
suizo.
En
cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más
imaginación que el
suizo,
soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de
cardenal.
Pero
como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte
de la
inquietud
que aguijoneaba a los cuatro ami gos. Los días de la espera son largos, y
D'Artagnan
sobre
todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba
las
lentitudes
obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella
mujer,
que
le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor
ruido se
imaginaba
que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus
amigos.
Hay
más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en
día. Esta
inquietud
era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible
como
si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera
cotidiana.
El
decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en
D'Artagnan y sus
dos
amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino
por el
que
debía volver Planchet.
-Realmente
-les decía Athos- no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan
gran
miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero
nos
sacarán
de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér decapitados:
Pero si
todos
los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso,
porque
una
bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace
sufrir más
cortándonos
el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos;
dentro
de
dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido
estar aquí, y
yo
tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy
valiente.
-Pero
¿si no llega? -dijo D'Artagnan.
-Pues
bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído
del caballo,
puede
haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa
que
haya
cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los
acontecimientos. La
vida
es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed
filósofos como yo,
señores sentaos a la mesa y bebamos; nada hace
parecer el porvenir color de rosa como mirarlo
a
través de un vaso de chambertin.
-Eso
está muy bien -respondió D'Artagnan-; pero estoy harto de tener que temer,
cuando bebo
bebidas
frías, que el vino salga de la bodega de Milady.
-¡Qué
difícil sois! -dijo Athos-. ¡Una mujer tan bella!
-¡Una
mujer de marca! -dijo Porthos con su gruesa risa.
Athos
se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a
su vez
con
un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin
embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las
cantinas se
llenaron
de parroquianos; Athos, que se había embolsado su parte del diamante, no dejaba
el
Parpaillot.
Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena
magnífica,
un partner digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las
siete
sonaron:
se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y media
sonó la
retreta.
-Estamos
perdidos -dijo D'Artagnan al oído de Athos.
-Queréis
decir que hemos perdido -dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su
bolsillo
y arrojándolas sobre la mesa-. Vamos, señores -continuó-, tocan a retreta, vamos
a
acostarnos.-
Y
Athos salió del Parpaillot seguido de D'Artagnan. Aramis venía detras dando el
brazo a
Porthos.
Aramis mascullaba versos y Portos se arrancaba de vez en cuando algunos pelos
del
mostacho
en señal de desesperación.
Pero
he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es
familiar a
D'Artagnan,
y que una voz muy conocida le dice:
-Señor
os traigo vuestra capa, porque hace fresco esta noche.
-¡Planchet!
-exclamó D'Artagnan ebrio de alegría.
-¡Planchet!
-repitieron Porthos y Aramis.
-Pues
claro, Planchet -dijo Athos-. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido
estar de
regreso
a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un muchacho de
palabra, y si
alguna
vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi
servicio.
-¡Oh,
no, nunca! -dijo Planchet-. Nunca dejaré al señor
D'Artagnan!
Al
mismo tiempo D'Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la
mano.
D'Artagnan
tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a
la
partida;
pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle,
pareciese
extraordinaria
a algún transeúnte, y se contuvo.
-Tengo
el billete -dijo a Athos y a sus amigos.
-Está
bien -dijo Athos-, entremos en casa y lo leeremos.
El
billete ardía en la mano de D'Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le
cogió el brazo
y
lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su camera a la de su
amigo.
Por
fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se
mantenía en la
puerta
para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D'Artagnan, con una mano
temblorosa,
rompió el sello y abrió la carta tan esperada.
Contenía
media línea de una escritura completamente británica y de una concisión
completamente
espartana:
«Thank
you, be easy.»
Lo
cual quería decir:
«¡Gracias,
estad tranquilo!»
Athos
tomó la carta de manos de D'Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendió fuego
y no
la
soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
Luego,
llamando a Planchet:
-Ahora,
muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa
con
un
billete como éste.
-No
será por falta de haber inventado muchos medios para guardarlo -dijo
Planchet.
-Y
bien -dijo D'Artagnan- cuéntanos eso.
-Maldición,
es muy largo, señor.
-Tienes
razón, Planchet -dijo Athos-; además la retreta ha sonado, y nos haríamos notar
conservando
la luz más tiempo que los demás.
-Sea
-dijo D'Artagnan-, acostémonos. Duerme bien, Planchet.
-A
fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.
-¡También
para mí! -dijo D'Artagnan.
-¡También
para mí! -replicó Porthos.
-¡Y
para mí también! -repitió Aramis.
-Pues
bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! -dijo
Athos.
Capítulo
XLIX
Fatalidad
Entretanto
Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la
que
embarcan,
había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía
hacerse
a la idea de que había sido insultada por D'Artagnan amenazada por Athos y que
abandonaba
Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable
para
ella
que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había
suplicado al capitán
arrojarla
junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición,
colocado
entre
los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los
pájaros, tenía
mucha
prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que
tomaba
por
un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido
recomendada
particularmente
por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los
puertos
de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era
contrario, la
mar
mala, voltejeaban y daban bordadas.
Nueve días después de la salida de Charente, Milady,
completamente
pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del
Finisterre.
Calculó
que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba
por lo
menos
tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días
a los
otros
nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos
acontecimientos
importantes
podían pasar en Londres. Pen"dudablemente que el cardenal estaría furioso por su
regreso
y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se
lanzarían
contra
ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros. Dejó, por tanto,
pasar Lorient y
Brest
sin insistirle al capitán que, por su parte, se guardó mucho de dar aviso.
Milady continuo,
pues,
su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia,
la men-
sajera
de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.
Toda
la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes
bajeles
recientemente
terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie sobre la escollera engalanado
de
oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de
fieltro
adornado
con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham
rodeado
de un estado mayor casi tan brillante como él.
Era
una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglaterra se acuerda de
que hay
sol.
El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte
empurpurando a
la
vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las
viejas casas de la
ciudad
un último rayo de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un
incendio.
Milady,
al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la
tierra, al
contemplar
todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir,
todo el
poderío
de aquel ejército que ella debía combatir sola -ella mujer- con algunas bolsas
de oro, se
comparó
mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los
Asirios
y
cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un
gesto de su
mano
debía disipar como una nube de humo.
Entraron
en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter
formidablemente
armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo
echar
al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial,
un
contramaestre
y ocho remadores; sólo el oficial subió a bordo, donde fue recibido con toda la
deferencia
que inspira un uniforme.
El
oficial se entretuvo algunos instantes con el patron, le hizo leer un papel de
que era portador
y,
por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y
pasajeros, fue
llevada
al puente.
Cuando
concluyó aquella especie de pase de lista, el official preguntó en voz alta del
punto de
partida
de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las
preguntas el
capitán
satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el official comenzó a pasar
revista de todas
las
personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado,
pero sin
dirigirle
una sola palabra.
Luego
volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en
adelante el
navío
debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto.
Entonces el
navío
se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con
borda
-a
su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la
barca seguía la
estela
del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante
el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo
había
devorado
por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de
ojos de
llama
tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar,
esta vez
encontró
un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su
investigación.
El
official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado
con tanto
cuidado,
podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ;
azul claro
algo
sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas
correctas; su
mentón,
vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar
británico
no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene
a
los
poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una
cabellera corta y
rala
que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso
color castaño
oscuro.
Cuando
entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y
formaba
en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo
semejante al que
rodea
la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba
era triste,
húmedo
y frío.
Milady,
aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.
El
official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote,
y una vez que
estuvo
hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su
mano.
-¿Quién
sois, señor -preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan
particularmente
de mí?
-Debéis
saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa -respondió el
joven.
-Pero
¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de
sus
compatriotas
cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta
conduciros a
tierra?
-Sí,
Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de
guerra los
extranjeros
sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia
del
gobierno
hasta una perfecta información sobre ellos.
Estas
palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más
perfecta. Sin
embargo,
no tuvieron el don de convencer a Milady.
-Pero
yo no soy extranjera, señor -dijo ella con el acento más puro que jamás haya
sonado de
Porstmouth
a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida...
-Esta
medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a
ella.
-Entonces
os seguiré, señor.
Y
aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le
esperaba el
bote.
El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el official la hizo
sentar sobre la
capa
y se sentó junto a ella.
-Remad
-dijo a los marineros.
Los
ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo
golpe, y el
bote
pareció volar sobre la superficie del agua.
Al
cabo de cinco minutos tocaban tierra.
El
oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.
Un
coche esperaba.
-
Es para nosotros este coche? -preguntó Milady.
-Sí,
señora -respondió el official.
-La
hostería debe estar entonces muy lejos.
-Al
otro extremo de la ciudad.
-Vamos
-dijo Milady.
Y
subió resueltamente al coche.
El
oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja,
y, concluida
esta
operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la
portezuela.
Al
punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle
su destino, el
cochero
partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.
Una
recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por
eso, al ver
que
el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se
acodó en un
ángulo
del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentaan
a su
espíritu.
Sin
embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se
inclinó hacia
la
portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las
tinieblas,
aparecían
los árboles como grandes fantasmas negros recorriendo uno tras
otro.
Milady
se estremeció.
-Pero
ya no estamos en la ciudad, señor -dijo.
El
joven guardó silencio.
-No
seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo,
señor!
Esta
amenaza no obtuvo ninguna respuesta.
-¡Oh,
esto es demasiado! -exclamó Milady-. ¡Socorro! ¡Socorro!
Ninguna
voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial
parecía una
estatua.
Milady
miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y
que
raramente
dejaban de causar su efecto; la colera hacía centellear sus ojos en la
sombra.
El
joven permaneció impasible.
Milady
quiso ábrir la portezuela y tirarse.
-Tened
cuidado, señora -dijo fríamente el joven-; si saltáis os
mataréis.
Milady
volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y
pareció
sorprendido
al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto
casi
repelente.
La astuta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió
a
serenar
sus rasgos, y con una voz gimente dijo:
-En
nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo
al que
debo
atribuir la violencia que se me hace.
-No
se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una
medida
totalmente
simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en
Inglaterra.
-Entonces,
¿vos no me conocéis, señor?
-Es
la primera vez que tengo el honor de veros.
-Y,
por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra
mí?
-Ninguno,
os lo juro.
Había
tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que
Milady quedó
tranquilizada.
Finalmente,
tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de
hierro
que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma,
macizo y
aislado.
Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido
que
reconoció
por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa
escarpada.
El
coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y
cuadrado; casi
al
punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y
presentó su mano a
Milady,
que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante
calma.
-Lo
cierto es -dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven
oficial con
la
más graciosa sonrisa- que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy
segura
-añadió-;
mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de
ello.
Por
halagador que fuese el cumplido, el ficial no respondió nada; pero sacando de su
cintura
un
pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres
en los navíos
de
guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron
varios
hombres,
desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el
cobertizo.
Luego,
el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar
en la
casa.
Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él
bajo una
puerta
baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una
escalera de
piedra
que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detuvieron ante una puerta
maciza
que,
tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo,
giró
pesadamente
sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a
Milady.
De
una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus menores
detalles.
Era
una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y
muy
severo
para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y
los
cerrojos
exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la
prisión.
Por
un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en
las fuentes
más
vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la
cabeza y
esperando
a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero
nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las
cajas, los
depositaron
en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El
oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le
había visto
Milady,
sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un
toque
de
silbato.
Se
hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no
existía o
resultaba
inútil.
Finalmente
Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el
silencio.
-En
nombre del cielo, señor -exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad
mis
irresoluciones;
tengo valor para cualquier peligro que preveo, para cualquier desgracia que
comprendo.
¿Dónde estoy y qué soy aqu? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas
puertas?
Si
estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?
-Estáis
aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir
a
recogeros
en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda
la
rigidez
de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí
termina, al
menos
hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás
concierne a otra
persona.
-Y
esa otra persona, ¿quién es? -preguntó Milady-. ¿No podéis decirme su
nombre?...
En
aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas voces
pasaron
y
se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la
puerta.
-Esa
persona, hela aquí, señora -dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose
en actitud
de
respeto y sumisión.
Al
mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el
umbral...
Estaba
sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus
dedos.
Milady
creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo
de
su
sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una
certidumbre.
Entonces
el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de
luz
proyectado
por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
Luego,
cuando ya no tuvo ninguna duda:
-¡Cómo!
¡Mi hermano! -exclamó en el colmo del estupor-. ¿Sois vos?
-Sí,
hermosa dama -respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad
irónico-,
yo
mismo.
-Pero,
entonces, ¿este castillo?
-Es
mío.
-¿Esta
habitación?
-Es
la vuestra.
-¿Soy,
pues, vuestra prisionera?
-Más
o menos.
-¡Pero
esto es un horrendo abuso de fuerza!
-Nada
de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer
entre
un hermano y una hermana.
Luego,
volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas
órdenes:
-Está
bien -dijo-, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton .
Capítulo
L
Charla
de un hermano con su hermana
Durante
el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y
acercar
un
asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en las
profundidades de la
posibilidad,
y descubrió toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró
en
qué
manos había caído. Tenía a su cuñado por un buen gentilhombre, cabal cazador,
jugador
intrépido,
emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de
intriga.
¿Cómo
había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por qué la
retenía?
Athos
le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había
mantenido
con
el cardenal había caído en oídos extraños; pero no podía admitir que él hubiera
podido cavar
una
contramina tan pronta y tan audaz.
Temió
más bien que sus precedentes operaciones en Inglaterra hubieran sido
descubiertas.
Buckingham
podia haber adivinado que era ella quien había cortado los dos herretes, y
vengarse
de
aquella pequeña traición; pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún
exceso contra
una
mujer, sobre todo si suponía que aquella mujer había actuado movida por un
sentimiento de
celos.
Esta
suposición le pareció la más probable; creyó que querían vengarse del pasado y
no ir al
encuentro
del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en
manos
de
su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo
directo a
inteligente.
-Sí,
hablemos, hermano mío -dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como
estaba a
sacar
de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter,
las
aclaraciones
que necesitaba para regular su conducta futura.
-¿Os
habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra -dijo lord de Winter-, a pesar de
la resolución
que
tan a menudo me manifestasteis en Paris de no volver a poner los pies sobre
territorio de
Gran
Bretaña?
Milady
respondió a una pregunta con otra pregunta.
-Ante
todo -dijo ella-, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar
prevenidos
de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al
que
llegaba.
Lord
de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada
la
empleaba,
ésa debía ser la buena.
-Mas,
decidme vos, mi querida hermana -prosiguió-, qué venís a hacer en
Inglaterra.
-Pero
si vengo a veros -prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta
respuesta, las
sospechas
que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D'Artagnan, y
queriendo
sólo
captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
-¡Ah!
¿Verme? -dijo tímidamente lord de Winter.
-Claro,
veros. ¿Qué hay de sorprendente en ello?
-Y
al venir a Inglaterra, ¿no habéis tenido otro objetivo que
verme?
-No.
-¿O
sea, que sólo por mí os habéis tomado la molestia de atravesar la
Mancha?
-Sólo
por vos.
-¡Vaya!
¡Cuánta ternura, hermana mía!
-¿No
soy acaso vuestro pariente más próximo? -preguntó Milady con el tono de
ingenuidad
más
conmovedora.
-E
incluso mi única heredera, ¿no es eso? -dijo a su vez lord de Winter, fijando
sus ojos sobre
los
de Milady.
Por
mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir
estremecerse,
y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había
puesto
la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le
escapó.
En
efecto, el golpe era directo y profundo. La primera idea que vino al espíritu de
Milady fue
que
había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa
aversión
interesada
cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada; recordó también
la
salida
furiosa a imprudente que había hecho contra D'Artagnan cuando había salvado la
vida de
su
cuñado.
-No
comprendo, milord -dijo ella para ganar tiempo y hacer hablar a su adversario-.
¿Qué
queréis
decir? ¿Y hay algún sentido desconocido oculto en vuestras
palabras?
-¡Oh,
Dios mío! No -dijo lord de Winter con aparente bondad-. Vos tenéis el deseo de
verme, y
venís
a Inglaterra. Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a
fin de
ahorraros
todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un
desembarco,
envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro; pongo un coche a sus órdenes y
él
os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los
días, y en el que,
para
que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una
habitación. ¿Hay
algo
en cuanto digo más sorprenderte de lo que hay en cuanto vos me habéis
dicho?
-No,
lo que encuentro sorprendente es que vos hayáis sido prevenido de mi
llegada.
-Sin
embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán
de
vuestro
pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su
entrada
al
puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su registro de
tripulación? Yo
soy
comandante del puerto, me han traído ese libro, he reconocido en él vuestro
nombre. Mi
corazón
me ha dicho lo que acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el
que os
exponíais
a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento,
y he
enviado
mi cúter a vuestro encuentro. El resto ya lo sabéis.
Milady
comprendió que lord de Winter mentía y quedó más asustada
aún.
-Hermano
mío -continuó ella-. ¿No es milord Buckingham a quien vi sobre la escollera, por
la
noche,
al llegar?
-El
mismo. ¡Ah! Comprendo que su vista os haya sorprendido -prosiguió lord de
Winter-. Vos
venís
de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra
Francia
preocupa
mucho a vuestro amigo el cardenal.
-¡Mi
amigo el cardenal! -exclamó Milady, viendo que tanto sobre este punto como sobre
el otro
lord
de Winter parecía enterado de todo.
-¿No
es, pues, amigo vuestro? -prosiguió negligentemente el barón-. ¡Ah!, perdón, eso
creía;
pero
ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental
que la
conversación
había tomado. ¿Venís, a lo que decís, para verme?
-Sí.
-Pues
bien, yo os he respondido que seríais servida a placer, y que nos veríamos todos
los días.
-¿Debo,
por tanto, permanecer eternamente aquí? -preguntó Milady con cierto
terror.
-¿Os
encontráis mal alojada, hermana mía? Pedid lo que os falte, yo me apresuraré a
hacer
que
os lo den.
-Pero
no tengo ni mis mujeres ni mis criados...
-Tendréis
todo eso, señora; decidme en qué tren había montado vuestro primer marido
vuestra
casa;
aunque yo no sea más que vuestro cuñado, la montaré en un tren
parecido.
-¿Mi
primer marido? -exclamó Milady mirando a lord de Winter con los ojos
pasmados.
-Sí,
vuestro marido francés; no hablo de mi hermano. Por lo demás, si lo habéis
olvidado, como
aún
vive podría escribirle y él me haría llegar informes a este
respecto.
Un
sudor frío perló la frente de Milady.
-Vos
bromeáis -dijo ella con una voz sorda.
-¿Tengo
aire de hacerlo? -preguntó el barón levantándose y dando un paso hacia
atrás.
-O
mejor, me insultáis -continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos
brazos del
sillón
y alzándose sobre sus muñecas.
-¿Yo
insultaros? -dijo lord de Winter con desprecio-. En verdad, señora, ¿creéis que
es posible?
-En
verdad, señor -dijo Milady-, o estáis ebrio o sois un insensato; salid y
enviadme una mujer.
-Las
mujeres son muy indiscretas, hermana; ¿no podría yo serviros de doncella? De
esta forma
todos
nuestros secretos quedarían en familia.
-¡Insolente!
-exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la
esperó
impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su
espada.
-¡Eh,
eh! -dijo él-. Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me
defenderé,
os
lo prevengo, aunque sea contra vos.
-¡Oh,
tenéis razón! -dijo Milady-. ¡Y me dais la impresión de ser lo bastante cobarde
como para
poner
la mano sobre una mujer!
-Quizá
sí; además tendría mi excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que
sería
puesta
sobre vos, según imagino.
Y
el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que
casi tocó
con
el dedo.
Milady
lanzó un rugido sordo y retrocedió hasta el ángulo de la habitación como una
pantera
que
quiere acularse para abalanzarse.
-¡Oh,
rugid cuanto queráis! -exclamó lord de Winter-. Pero no tratéis de morderme
porque, os
lo
advierto, se volvería en perjuicio vuestro; aquí no hay procuradores que
arreglen de antemano
las
sucesiones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa
dama que
retengo
prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una
mujer
lo bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord
de Winter,
mi
hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os
pondrán los
dos
hombros parejos.
Los
ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado
ante una
mujer
desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma; no por
ello dejó
de
continuar, con un furor creciente:
-Sí,
comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar
de
mí;
pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones
están
tomadas,
ni un penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos. ¿No sois lo bastante
rica, vos,
que
poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no
hacéis el mal
más
que por el goce infinito y supremo de hacerlo? Mirad: os aseguro que si la
memoria de mi
hermano
no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en
Tyburn
la curiosidad de los marineros; me callaré, pero vos soportaréis
tranquilamente vuestra
cautividad;
dentro de quince o veinte días parto para La Rochelle con el ejército; pero la
víspera
de
mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a
nuestras
colonias
del Sur; y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de
los sesos
a
la primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al
continente.
Milady
escuchaba con una atención que dilataba sus ojos llenos de
llamas.
-Sí,
pero hasta entonces -continuó lord de Winter- permaneceréis en este castillo:
los muros
son
espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos; además, vuestra
ventana da a pico
sobre
el mar; los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte,
montan
guardia
en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio; y
llegada al
patio,
os quedarían aún tres verjas que atravesar. La consigna es precisa: un paso, un
gesto, una
palabra
que simule una evasión, y dispararán sobre vos; si os matan, la justicia inglesa
tendrá,
como
espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea. ¡Ah! Vuestros
trazos
recuperan
la calma, vuestro rostro reencuentra su seguridad. Quince días, veinte días,
decís,
¡bah!;
de aquí a entonces, tengo el genio inventivo, me vendrá alguna idea; tengo el
espíritu
infernal
y encontraré alguna víctima. De aquí a quince días, os decís, estaré fuera de
aquí. ¡Ah,
ah!
Intentadio.
Viéndose
adivinada, Milady se hundió las uñas en la carne para domar todo movimiento que
pudiera
dar a su fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la
angustia.
Lord
de Winter continuó:
-El
oficial que manda aquí en mi ausencia -ya lo habéis visto y lo conocéis- sabe,
como veis,
observar
una consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin
haber
tratado de hablarle. ¿Qué decís a eso? ¿Habría sido más impasible y muda una
estatua de
mármol?
Habéis ensayado ya el poder de vuestras seducciones sobre muchos hombres, y
desgraciadamente
habéis triunfado siempre; pero ensayadlo con éste, diantre; si lo conseguís, os
declaro
el mismo demonio.
Fue
hacia la puerta y la abrió bruscamente.
-¡Qué
llamen al señor Felton! -dijo-. Esperad un instante, voy a recomendaros a
él.
Entre
los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido
de un paso
lento
y regular que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse
una forma
humana,
y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el
umbral,
esperando
las órdenes del barón.
-Entrad,
mi querido John -dijo lord de Winter-, entrad y cerrad la
puerta.
El
joven oficial entró.
-Ahora
-dijo el barón-, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las
seducciones de la
tierra;
pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de
tantos
crímenes
como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su voz habla
en su
favor,
su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha
prometido, es
justicia
que hay que hacerle; tratará de seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os
he sacado
de
la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez,
ya sabéis en
qué
ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un
bienhechor, sino un
padre;
esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar contra mi vida; tengo a
esta serpiente
entre
mis manos; pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío,
guárdame y
sobre
todo guárdate de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el
castigo que
ha
merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu
lealtad.
-Milord
-dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo
encontrar en su
corazón-,
milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady
recibió aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión
más
sumisa
y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el
propio lord
de
Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a
combatir.
-No
saldrá jamás de esta habitación, ¿entendéis, John? -continuó el barón-. No se
carteará con
nadie,
no hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de
dirigirle la
palabra.
-Basta,
milord, he jurado.
-Y
ahora, señora, tratad de hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los
hombres.
Milady
dejó caer su cabeza como si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord
de Winter
salió
haciendo un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la
puerta.
Un
instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina
que hacía
de
centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
Milady
permaneció durante algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la
vigilaba
por la cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una
expresión
formidable
de amenaza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la ventana y
volviendo
a
enterrarse en un amplio sillón, pensó.
Capítulo
LI
Oficial
Entre
tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni
siquiera
enfadosa
y amenazadora.
Aunque
La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias
a las
precauciones
tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la
ciudad
asediada, sin embargo el bloqueo podia durar mucho tiempo todavía; y era una
gran
afrenta
para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no
tenía, por
cierto,
que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar
al señor de
Bassompierre,
que estaba malquistado con el duque de Angulema.
En
cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado
de
acabarlo.
La
ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una
especie de
motín
para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución
calmó a las
peores
cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les
parecía
siempre
más lenta y menos segura que morir por estrangulamiento.
Por
su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses
enviaban
a
Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro
caso el proceso
se
hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba
al rey a ver el
ahorcamiento.
El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en
todos
sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con
paciencia, pero no
le
impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte
que, si
hubieran
faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se
habría
encontrado
en muchos apuros.
No
obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que
se había
cogido
era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en
las
últimas;
pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos
rendi-
remos»,
añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos
muerto
todos
de hambre cuando llegue».
Los
rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su
Mesías.
Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar
ya con
Buckingham,
con la esperanza caería su valor.
El
cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que
debían
anunciar
que Buckingham no vendría.
El
tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el
consejo real,
había
sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable,
pues el
cardenal,
dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en
este
encuentro,
en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado
de
sesenta
años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se
denomina
un
hombre de progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil
o cuatro mil
hugonotes
que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San
Bartolomé
en 1572 ; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada
repugnaba
al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los
generales
sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el
hambre.
El
cardenal no podia apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible
emisaria,
porque
también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan
pronto
serpiente
como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía
lo bas-
tante
como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no
permanecía
inmóvil
sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.
Por
lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta
mujer
esas
cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o
por otra,
esta
mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al
peligro que la
amenazaba.
Resolvió,
por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito
extraño
más
que como se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso
dique que
debía
hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aquella
desgraciada
ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y,
acordándose
de la frase de Luis XI, su predecesor politico como él era predecesor de
Robespierre,
murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para
reinar.»
Enrique
IV, al asediar Paris, hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el
cardenal
hizo
arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta,
egoísta y
bárbara
era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo
compartían;
adoptaban
la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las
mujeres,
los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus
murallas
siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por
impotencia
para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba,
sin
embargo,
de la teoría a la práctica; pero los billetes vinieron a atentar contra ella.
Los billetes re-
cordaban
a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se
dejaba
morir
eran sus hijos, sus esposas y sus padres; que sería más justo que todos fueran
reducidos a
la
miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones
unánimes.
Estos
billetes causaron todo el efecto que podia esperar quien los había escrito, dado
que
decidieron
a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el
ejército
real.
Pero
en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por
haberlo
puesto
en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las
líneas
reales,
Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del
duque
de
Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un habitante de La Rochelle,
decíamos,
entró
en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota
magnífica
dispuesta
a hacerse a la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anunciaba al alcalde
que
por
fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser
invadido a la vez por
los
ejércitos ingleses, imperiales y españoles. Esta carta fue leída públicamente en
todas las pla-
zas,
se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían
comenzado a iniciar
las
negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan
pomposamente
anunciado.
Esta
circunstancia inesperada devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo
forzó a pesar
suyo
a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante
este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército
real
llevaba
una existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el
dinero;
todos
los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y colgarlos, hacer
expediciones
audaces
sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el
pasatiempo
que
hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los
rochelleses roídos
por
el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con
tanto ardor.
A
veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del
ejército,
paseaba
su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban
por
orden
suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia,
encontraba
algún
mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma
singular y al
no
reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada
profunda y
su
vasto pensamiento.
Cierto
día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con
la ciudad,
sin
nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir,
acompañado
solamente
de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la
inmensidad
de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una
colina
desde
cuya altura percibió detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de
paso uno
de
esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de
botellas
vacías.
Cuatro de esos hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la
lectura
de
una carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que
había hecho
abandonar
sobre un tambor cartas y dados.
Los
otros tres se ocupaban en destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los
lacayos
de
aquellos señores.
Como
hemos dicho, el cardenal estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba
en
esa
situación de espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los
demás. Por
otro
lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su
tristeza
excitaban
la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de
detenerse,
descendió
de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con
la
ayuda
de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír
algunas
palabras
de aquella conversación que tan interesante parecía; a diez pasos del seto
solamente
reconoció
el parloteo gascón de D'Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran
mosqueteros,
no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es
decir,
Athos,
Porthos y Aramis.
Júzguese
si su deseo de oír la conversación aumentó con este descubrimiento; sus ojos
adoptaron
una expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no
había
podido
coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro
y breve
lo
hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
-¡Oficial!
-gritó Grimaud.
-Habláis
en mi opinión de forma rara -dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a
Grimaud
con su mirada resplandeciente.
Por
eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con tener el dedo índice en
la
dirección
del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su
escolta.
De
un solo salto los cuatro mosqueteros estuvieron en pie y saludaron con
respeto.
El
cardenal parecía furioso.
-Parece
que los señores mosqueteros se hacen cuidar -dijo-. ¿Acaso vienen los ingleses
por
tierra?
¿O no será que los mosqueteros se consideran oficiales
superiores?
-Monseñor
-respondió Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado
aquella
calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca-,
Monseñor, los
mosqueteros,
cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a
los
dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
-¡Lacayos!
-masculló el cardenal-. Lacayos que tienen la orden de advertir a sus amos
cuando
pasa
alguien no son lacayos, son centinelas.
-Su
Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos
habríamos
expuesto
a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud
por la
gracia
que nos ha hecho de reunirnos. D'Artagnan -continuó Athos-, vos que hace un
momento
pedíais
esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Monseñor, hela aquí,
aprovechadla.
Estas
palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a
Athos en
las
horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos
momentos un rey
más
majestuoso que los reyes de nacimiento.
D'Artagnan
se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la
mirada
ensombrecida del cardenal.
-No
importa, señores -continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado
de su
intención
primera por el incidente que Athos había suscitado-; no importa, señores, no me
gusta
que
simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado,
hagan de
esta
forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo
el mundo.
Athos
dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclinándose en señal de
asentimiento,
replicó a su vez:
-La
disciplina, Monseñor, no ha sido olvidada por nosotros de ninguna manera, eso
espero al
menos.
No estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos
disponer de
nuestro
tiempo como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados para que Su
Eminencia
tenga alguna orden particular que darnos, estamos dispuestos a obedecerle.
Monseñor
ve
-continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio
comenzaba a
impacientarlo-
que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras
armas.
Y
señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre
el que
estaban
las camas y los dados.
-Tenga
a bien Vuestra Eminencia creer -añadió D'Amagnan- que nos habríamos dirigido a
su
encuentro
si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan
pequeña
compañía.
El
cardenal se mordió los mostachos y un poco los labios.
-¿Sabéis
de qué tenéis aire, siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y
guardados
por vuestros lacayos? -dijo el cardenal-. Tenéis aire de cuatro
conspiradores.
-¡Oh!
En cuanto a eso, Monseñor, es cierto -dijo Athos-, y nosotros conspiramos, como
Vuestra
Eminencia
pudo ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.
-¡Vaya
con los señores politicos! -prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño-.
Quizá se
encontraría
en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera
leer
en
ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto
venir.
El
rubor subió al rostro de Athos, que dio un paso hacia Su
Eminencia.
-Se
diría que sospecháis de nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos
sufriendo un
auténtico
interrogatorio; si es así, dígnese
Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos
sabremos
a qué atenernos.
-Y
aunque esto fuera un interrogatorio -repücó el cardenal-, otros distintos a
vosotros los han
sufrido,
señor Athos, y han respondido.
-Por
eso, Monseñor, he dicho a Vuestra Eminencia que no tenía más que preguntar, y
que
nosotros
estábamos prestos para responder.
-¿De
quién era esa carta que íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis
ocultado?
-Una
carta de mujer, Monseñor.
-¡Oh!
Lo supongo -dijo el cardenal-; hay que ser discreto para esa clase de cartas;
sin
embargo,
se pueden mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las
órdenes.
-Monseñor
-dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al
dar
esta
respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme,
ni señorita
D'Aiguillon.
El
cardenal se volvió pálido como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos;
se volvió
como
para dar una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un
páso
hacia
los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como
hombres poco
dispuestos
a dejarse detener. Con el cardenal eran tres; los mosqueteros, comprendidos los
lacayos,
eran siete; juzgó que la pamida sería muy desigual, que Athos y sus compañeros
conspiraban
realmente; y mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su
disposición,
toda
su cólera se fundió en una sonrisa.
-¡Vamos,
vamos! -dijo-. Sois jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la
oscuridad; no
hay
mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás;
señores,
no
he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para it al Colombier-Rouge;
si hubiera
algún
peligro que temer en la ruta que voy a seguir os rogaría que me acompañaseis;
pero como
no
lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y
vuestra carta.
Adiós,
señores.
Y
volviendo a montar en su caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la
mano y se
alejó.
Los
cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola
palabra
hasta
que hubo desaparecido.
Luego
se miraron.
Todos
tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia
comprendían
que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.
Sólo
Athos sonreía con sonrisa potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera
del
alcance
de la voz y de la vista:
-¡Ese
Grimaud ha gritado muy tarde! -dijo Porthos, que tenia muchas ganas de hacer
caer su
mal
humor sobre alguien.
Grimaud
iba a responder para excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se
calló.
-¿Habrías
entregado la carta, Aramis? -dijo D'Artagnan.
-Estaba
totalmente resuelto -dijo Aramis con su voz más aflautada-: si hubiera exigido
que le
fuera
entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le
habría
pasado
mi espada a través del cuerpo.
-Eso
me esperaba -dijo Athos-; por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese
hombre
es
muy imprudente al hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto
más que con
mujeres
y niños.
-Mi
querido Athos -dijo D'Artagnan-, os admiro, pero después de todo estábamos en
culpa.
-¿Cómo
en culpa? -prosiguió Athos-. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién
este
océano
sobre el que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que
estamos
tumbados?
¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía que ese
hombre
se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto,
aniquilado; se
hubiera
dicho que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa os convertía en
piedra.
Veamos, ¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una
mujer
a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del
cardenal; es
una
partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro juego; ¿por qué ibais
a mostrar
vuestro
juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora.
Nosotros
adivinamos
el suyo de sobra.
-De
hecho -dijo D'Artagnan-, lo que vos decís, Athos, está lleno de
sentido.
-En
tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis
prosiga la carta
de
su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis
sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos
se
reunieron
de nuevo junto a la damajuana.
-No
habíais leido más que una o dos líneas -dijo D'Artagnan-; empezad, pues, la
carta desde el
principio.
-Encantado
-dijo Aramis.
«Querido
primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho
entrar
a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha
está
resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en
peligro la
salvación
de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como
nosotros
deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a
aquellos
a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en
ella.
Mientras tanto, no es damasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su
pretendiente.
Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por entre las verjas;
mas,
después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy
demasiado
torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi hermana os agradece vuestro
re-
cuerdo
fiel y eterno. Ha sentido por un instante una gran inquietud; mas, finalmente,
se ha
tranquilizado
algo ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto
ocurra.
Adiós,
mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es
decir,
cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un
abrazo.
Marie Michon.»
-¡Cuánto
os debo, Aramis! -exclamó D'Artagnan-. ¡Querida Costance! ¡Por fin tengo nuevas
suyas!
¡Vive, está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que
está
Stenay,
Athos?
-A
algunas leguas de las fronteras; una vez levantado el asedio, podremos it a dar
una vuelta
por
ese lado.
-Y
esperemos que no sea muy tarde -dijo Porthos-; esta mañana han colgado a un
espía que
ha
declarado que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo
que tras
haber
comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para después, a menos
que se
coman
unos a otros.
-¡Pobres
imbéciles! -dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin
tener
en
aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-. ¡Pobres
imbéciles!
¡Como
si la religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones!
Da igual
-prosiguió
tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar-, son gentes valientes. Mas
¿qué
diablos
hacéis, Aramis? -continuó Athos-. ¿Guardáis esa carta en vuestro
bolsillo?
-Sí
-dijo D'Artagnan-, Athos tiene razón, hay que quemarla.
Quién
sabe si el señor cardenal no tiene un secreto para interrogar a las
cenizas...
-Debe
tener uno -dijo Athos.
-Pero
¿qué queréis hacer con esa carta? -preguntó Porthos.
-Venid
aquí, Grimaud -dijo Athos.
Grimaud
se levantó y obedeció.
-Para
castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de
papel;
luego,
para recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino;
aquí
tenéis
la carta primero, masticad con energía.
Grimaud
sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el
borde,
trituró
el papel y lo tragó.
-¡Bravo,
maese Grimaud! -dijo Athos-. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las
gracias.
Grimaud
tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo
hablaban
durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser
mudo
era menos expresivo.
-Y
ahora -dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de
hacer abrir el
vientre
de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante
este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus
mostachos.
-¡Decididamente
es preciso que estos cuatro hombres sean míos!
Capítulo
LII
Primera
jornada de cautividad
Volvamos
a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho
perder
la vista un instante.
La
volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado,
ahondando un
abismo
de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la
esperanza;
porque
por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.
En
dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta
y
traicionada,
y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el
Señor
para
combatirla contra lo que ha fracasado: D'Artagnan la ha vencido a ella, esa
invencible po-
tencia
del mal.
El
la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su
ambición, y ahora
la
pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida.
Es más, ha
alzado
una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan
fuerte.
D'Artagnan
ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la
tempestad
con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D'Artagnan se ha hecho
pasar
por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de tigresa,
indomables como
las
tienen las mujeres de ese carácter. D'Artagnan conocía ese terrible secreto que
ella juró que
nadie
conocería sin morir. Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma
en
blanco
con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada
de las
manos,
y es D'Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo
Botany-Bay
, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Porque
indudablemente todo esto le viene de D'Artagnan; ¿de quién procederían tantas
vergüenzas
amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord
de
Winter
todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una
especie de
fatalidad.
Conoce a su cuñado, le habrá escrito.
¡Cuánto
odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto
desierto, ¡cómo los
destellos
de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su
pecho,
acompañan
perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse,
como
una desesperación eterna a impotente, contra las rocas sobre las cuales está
construido
ese
castillo sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera
tormentosa
hace
brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre
todo, contra
D'Artagnan,
magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del
futuro!
Sí,
pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está
prisionero, hay que
horadar
un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que
puede
llevar
a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las
irritaciones
febriles
de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses,
años, y
ella...,
ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y
terrible
carcelero.
Y,
sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué,
pues, el cielo
se
ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y
delicado?
Por
eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones
de rabia
que
no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza.
Pero poco
a
poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos
nerviosos que han
agitado
su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una
serpiente
fatigada
que reposa.
-Vamos,
vamos; estaba loca al dejarme llevar así -dice hundiendo en el espejo, que
refleja en
sus
ojos su mirada brillante , por la que parece interrogarse a sí misma-. Nada de
violencia,
la
violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por
ese medio; quizá
si
usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más
débiles aún que
yo,
y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y
no soy para
ellos
más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi
debilidad
Entonces,
como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su
fisonomía
tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde
la de la
cólera
que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa.
Luego
sus
cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que
creyó que
podían
ayudar a los encantos de su rostro. Finalmente, satisfecha de sí misma,
murmuró:
-Vamos,
nada está perdido. Sigo siendo hermosa.
Eran,
aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una cama; pensó que un
descanso de
algunas
horas refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin
embargo, antes
de
acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde
hacía una hora
en
aquella habitación, no podían tardar en traerle su comida. La prisionera no
quiso perder
tiempo,
y resolvió hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el
terreno
estudiando
el carácter de las personas a las que su custodia estaba
confiada.
Una
luz apareció por debajo de la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus
carceleros.
Milady,
que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada
hacia atrás,
sus
hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes
chafados,
una
mano sobre el corazón y la otra colgando.
Descorrieron
los cerrojos, la puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron
unos
pasos
que se aproximaron.
-Poned
ahí esa mesa -dijo una voz que la prisionera reconoció como la de
Felton.
La
orden fue ejecutada.
-Traeréis
antorchas y haréis el relevo del centinela -continuó
Felton.
Esta
doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que
sus
servidores
eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir
soldados.
Las
órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que
daba
buena
idea del floreciente estado en que mantenía la disciplina.
Finalmente,
Felton, que aún no había mirado a Milady, se volvió hacia
ella.
-¡Ah,
ah! -dijo-. Duerme, está bien; cuando se despierte cenará.
Y
dio algunos pasos para salir.
-Pero,
mi teniente -dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado
a
Milady-,
esta mujer no duerme.
-¿Cómo
que no duerme? -dijo Felton-. ¿Entonces, qué hace?
-Está
desvanecida; su rostro está muy pálido, y por más que escucho no oigo su
respiración.
-Tenéis
razón -dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se
encontraba, sin
dar
un paso hacia ella-; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está
desvanecida porque
no
sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El
soldado salió para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un
sillón que por azar
se
encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto.
Milady poseía
ese
gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pestañas
sin dar la
impresión
de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó
mirándolo
durante
diez minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián
no se
volvió
ni una sola vez.
Pensó
entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a
su
carcelero:
su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con
sus
recursos;
en consecuencia, alzó la cabeza, abrió los ojos y suspiró
débilmente.
A
este suspiro Felton se volvió por fin.
-¡Ah!
Ya habéis despertado señora -dijo-; nada tengo que hacer ya aquí. Si necesitáis
algo,
llamad.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! -murmuró con aquella voz armoniosa que,
semejante
a la de las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería
perder.
Y
al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada
aún que la
que
tenía cuando estaba tumbada.
Felton
se levantó.
-Seréis
servida de este modo tres veces al día, señora -dijo-: por la mañana, a las
nueve;
durante
el día, a la una, y por la noche, a las ocho. Si no os va bien, podéis indicar
vuestras
horas
en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros
deseos.
-Pero
¿voy a quedarme siempre sola en esta habitación grande y triste? -preguntó
Milady.
-Se
ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y
vendrá siempre
que
deseéis su presencia.
-Os
lo agradezco, señor -respondió humildemente la prisionera.
Felton
hizo un leve saludo y se dirigió hacia la puerta. En el momento en que iba a
franquear el
umbral
lord de Winter apareció en el corredor, seguido del soldado que había ido a
llavarle la
nueva
del desvanecimiento de Milady. Traía en la mano un frasco de
sales.
-¿Y
bien? ¿Qué es? ¿Qué es lo que pasa aquî? -dijo con una voz burlona viendo a su
prisionera
de
pie y a Felton dispuesto a salir-. ¿Esta muerta ha resucitado ya? Demonios,
Felton, hijo mío,
¿no
has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto
de una
comedia
cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?
-Lo
he pensado, milord -dijo Felton-; pero como la prisionera es mujer después de
todo, he
querido
tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por
ella, al
menos
por uno mismo.
Milady
sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Estas palabras de Felton pasaban
como
hielo
por todas sus venas.
-O
sea -prosiguió de Winter riendo-, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos,
esa piel
blanca
y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de
piedra?
-No,
milord -respondió el impasible joven-, y creedme, se necesita algo más que
tejemanejes y
coqueterías
de mujer para corromperme.
-En
tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a
cenar. ¡Ah!,
tranquilízate,
tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en
seguir
al
primero.
Y
a estas palabras lord de Winter pasó su brazo bajo el de Felton y se lo llevó
riendo.
-¡Oh!
Ya encontraré lo que necesitas -murmuró Milady entre dientes-; estáte tranquilo
pobre
monje
frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un
hábito.
-A
propósito -prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta-, no es
preciso,
Milady,
que este fracaso os quite el apetito. Catad ese pollo y ese pescado que no he
hecho
envenenar,
palabra de honor. Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que
heredar
de mí, tengo en él plena y total confianza. Haced como yo. ¡Adiós, querida
hermana!
Hasta
vuestro próximo desvanecimiento.
Era
cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus
dientes
rechinaron
sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord
de
Winter
y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se apoderó de
ella; lan-
zó
los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se abalanzó y lo cogió; pero su
desengaño fue
cruel:
la hoja era redonda y de plata flexible.
Una
carcajada resonó tras la puerta mal cerrada, y la puerta volvió a
abrirse.
-¡Ja,
ja! -exclamó lord de Winter-. ¡Ja, ja, ja! ¿Ves, mi valiente Felton, ves lo que
te había
dicho?
Ese cuchillo era para ti; hijo mío, te habría matado. ¿Ves? Es uno de sus
defectos,
desembarazarse
así, de una forma o de otra, de las personas que la molestan. Si te hubiera
escuchado,
el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te
habría
degollado
y después de ti a todo el mundo. Mira, además, John, qué bien sabe empuñar su
cuchillo.
En
efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas
últimas
palabras,
este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su
voluntad.
El
cuchillo cayó a tierra.
-Tenéis
razón, milord -dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta
en el
fondo
del corazón de Milady-, tenéis razón y soy yo el que estaba
equivocado.
Y
los os salieron de nuevo.
Pero
esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus
pasos y
apagarse
en el fondo del corredor.
-Estoy
perdida -murmuró-, heme aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más
ascendiente
que sobre estatuas de bronce o granito; me conocen de memoria y están
acorazados
contra todas mis armas. Es, sin embargo, imposible que esto termine como ellos
han
decidido.
En
efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instintivo a la
esperanza, en aquella
alma
profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo.
Milady se sentó
a
la mesa, comió de varios platos, bebió un poco de vino español, y sintió que le
volvía toda su
resolución.
Antes
de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por todas su facetas,
examinado
desde
todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y
hasta el silencio
de
sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que
Felton era, en
conjunto,
el más vulnerable de sus dos perseguidores.
Una
frase sobre todo volvía a la mente prisionera:
-Si
te hubiera escuchado -había dicho lord de Winter a Felton.
Por
tanto, Felton había hablado en su favor, puesto que lord de Winter no había
querido
escuchar
a Felton.
-Débil
o fuerte -repetía Milady-, ese hombre tiene un destello de piedad en su alma; de
ese
destelló
haré yo un incendio que lo devovará. En cuanto al otro, me conoce, me teme y
sabe lo
que
tiene que esperar de mí si alguna vez me escapo de sus manos; es, pues, inútil
intentar
nada
sobre él. Pero Felton es otra cosa: es un joven ingenuo, puro y que parece
virtuoso; a éste
hay
un medio de perderlo.
Y
Milady se acostó y se durmió con la sonrisa en los labios; quien la hubiera
visto durmiendo la
habría
supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su
frente
en
la próxima fiesta.
Capitulo
LIII
Segunda
jornada de cautividad
Milady
soñaba que por fin tenía a D'Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista
de su
sangre
odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora
sonrisa
sobre
sus labios.
Dormía
como duerme un prisionero acunado por su primera
esperanza.
Al
día siguiente, cuando entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton
estaba en el
corredor:
traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar; esta
mujer
entró
y se aproximó a la cama de Milady ofreciéndole sus
servicios.
Milady
era habitualmente pálida; su tez podia, pues, equivocar a una persona que la
viera por
primera
vez.
-Tengo
fiebre -dijo ella-; no he dormido un solo instante durante toda esta larga
noche, sufro
horriblemente;
¿seréis vos más humana de lo que fueron ayer conmigo?
-¿Queréis
que llame a un médico? -dijo la mujer.
Felton
escuchaba este diálogo sin decir una palabra.
Milady
reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más
se
redoblaría
la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la
enfermedad
era
fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la
segunda.
-Ir
a buscar a un médico -dijo-, ¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal
era una
comedia;
sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de
avisar
al
doctor.
-Entonces
-dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis
seguir.
-¿Lo
sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den,
poco me
importa.
-Id
a buscar a lord de Winter -dijo Felton cansado de aquellas quejas
eternas.
-¡Oh,
no, no! -exclamó Milady-. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no
necesito
nada,
no lo llaméis.
Puso
una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebatadora en esta
exclamación,
que
Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la
habitación.
«Está
emocionado», pensó Milady.
-Sin
embargo, señora -dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un
médico, y si nos
engañáis,
pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no
tendremos
nada que reprocharnos.
Milady
no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se
fundió
en lágrimas y estalló en sollozos.
Felton
la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis
amenazaba con
prolongarse,
salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apereció.
-Creo
que empiezo a verlo claro -murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose
bajo
las
sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción
interior.
Transcurrieron
dos horas.
-Ahora
es tiempo de que la enfermedad cese -dijo-; levantémonos y obtengamos algunos
éxitos
desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado
dos.
Al
entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y
ella había
pensado
que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a
ver a
Felton.
Milady
no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había
tocado o
no
la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa,
que
ordinariamente
traían completamente servida.
Felton
se quedó el último, tenía un libro en la mano.
Milady,
tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía
una
virgen
santa esperando el martirio.
Felton
se aproximó a ella y dijo:
-Lord
de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los
ritos y
de
las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que
leáis cada día
el
ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el
ritual.
Ante
la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que
estaba Milady,
ante
el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa
desdeñosa con
que
las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al
oficial.
Entonces,
en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella
frente
pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconoció a uno de esos
sombríos
puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey
Jacobo
como
en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a
veces a
buscar
refugio.
Tuvo,
pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las
reciben en las
grandes
crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su
vida.
Estas
dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado,
en
efecto,
toda la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero
con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se
presentó
completamente
formulada a sus labios:
-¡Yo!
-dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado
en la
voz
del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido,
sabe bien que
yo
no soy de su religión, y que es una trampa que quiere
tenderme.
-¿Y
de qué religión sois entonces, señora? -preguntó Felton con una sorpresa que,
pese al
dominio
que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo
diré -exclamó Milady con exaltación fingida- el día en que haya sufrido lo
suficiente por mi
fe.
La
mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de
abrirse
con
esta sola frase.
Sin
embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había
hablado.
-Estoy
en manos de mis enemigos -prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía
familiar
a los puritanos-. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He
ahí la
respuesta
que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro -añadió
ella
señalando
el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a
tal
contacto-,
podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente
cómplice
de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su
herejía.
Felton
no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había
manifestado
y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady
había
tenido
tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como
mujer que ya
ha
recuperado todas sus ventajas.
-Parece
- dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y
extendiendo
indolentemente
sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña
apostasía.
-¿Qué
queréis decir, señor?
-Quiero
decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os
habréis
casado
por casualidad con un tercer marido protestante?
-Explicaos,
milord -prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo
vuestras
palabras
pero que no las comprendo.
-Entonces
es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto -prosiguió riéndose
burlonamente
lord de Winter.
-Es
cierto que eso va mejor con vuestros principios -replicó fríamente
Milady.
-¡Oh!
Os confieso que me da completamente igual.
-Aunque
no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros
crímenes
darían
fe de ella.
-¡Vaya!
Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth . O yo he
oído
mal o, diantre, sois bien impúdica.
-Habláis
así porque sabéis que nos escuchan, señor -respondió fríamente Milady-, y porque
queréis
interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra
mí.
-¡Mis
carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la
comedia de
ayer
se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde
debéis
estar,
y mi tarea habrá acabado.
-¡Tarea
infame! ¡Tarea impía! -replicó Milady con la exaltación de la víctima que
provoca a su
juez.
-Palabra
de honor que creo -dijo de Winter levantándose- que la bribona se vuelve loca.
Vamos,
vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi
vino
español
el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es
peligrosa
y no tendrá consecuencias.
Y
lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito
completamente
caballeresco.
Felton
estaba en efecto detrás de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta
escena.
Milady
había adivinado bien.
-¡Sí!
¡Vete, vete! -le dijo a su hermano-. Por el contrario, las consecuencias se
acercan, pero tú
no
las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.
Se
restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y
encontraron a Milady
ocupada
en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su
segundo
marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar
aten-
ción
siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la
molestara, y
cuando
todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.
Milady
sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le
pareció
que
el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y
que
parecía
escuchar.
Por
el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no
bebió más
que
agua.
Una
hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez
Felton no
acompañaba
a los soldados.
Temía,
por tanto, verla con demasiada frecuencia.
Se
volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de
triunfo que
esa
sola sonrisa la habría denunciado.
Aún
dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en
el viejo
castillo,
como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa
del
océano,
con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo
que
gozaba
entonces de gran favor entre los puritanos:
Señor,
si nos abandonas
es
para uer si somos fuertes,
mas
luego eres tú quien das
con
tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.
Estos
versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos
saben,
los
protestantes no se las daban de poetas.
Al
cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido
como si se
hubiera
convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había
producido.
Entonces
ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció
que
los
sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto
mágico a
dulcificar
el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela,
celoso
católico
sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta
dijo:
-¡Callaos,
señora! Vuestra canción es triste como un De profundis , y si además de estar de
guardia
aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.
-¡Silencio!
-dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton-. ¿A qué os mezcláis,
gracioso?
¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado
custodiarla,
disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no
alteréis en
nada
las órdenes.
Una
expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión
fue fugitiva
como
el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que
no se había
perdido
ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda
la
seducción
que el demonio había puesto en ella:
Para tantos lloros y miseria,
para mi exilio y para mis cadenas,
tengo mi juuentud, mi plegaria,
y Dios, que tendrá en cuenta los males que he
sufrido
Aquella
voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a
inculta
de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados
raramente
encontraban
en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos
los
recursos
de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres
hebreos en
el
horno :
Milady
continuó:
Mas
para nosotros llegará el día
de
la liberación, Dios justo y fuerte;
y
si nuestra esperanza es engañado
siempre
nos queda el martirio y la muerte.
Esta
estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma
acabó de
sembrar
el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y
Milady lo vio
aparecer
pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi
extraviados.
-¿Por
qué cantáis así -dijo- y con semejante voz?
-Perdón,
señor -dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en
esta
casa.
Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo
juro,
perdonadme,
pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es
involuntaria.
Milady
estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida
daba tal
expresión
a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante
sólo
creía
oír.
-Sí,
sí -respondió-, sí: perturbáis, agitáis a las personas que viven en este
castillo.
Y
el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras
Milady
hundía
su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.
-Me
callaré -dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz,
con toda la
resignación
que pudo impnmir a su porte.
-No,
no, señora -dijo Felton-; sólo que cantad menos alto, sobre todo por la
noche.
Y
a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su
severidad para
con
la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.
-Habéis
hecho bien, teniente -dijo el soldado-; esos cantos perturban el alma; sin
embargo,
uno
termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!
Capítulo
LIV
Tercera
jornada de cautividad
Felton
había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor,
era
preciso
que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía
conducirla a
este
resultado.
Se
necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque
Milady lo
sabía
de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad
toda la
gama
de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje
celeste.
Y,
sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton
estaba
prevenido,
y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas
sus
palabras,
hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración,
que se
podía
interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico
a quien se
acaba
de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de
ocupar.
Respecto
a lord de Winter su conducta era más fácil: también estaba decidida desde la
víspera.
Permanecer
muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén
afectado,
por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que
hicieran
contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera
nada;
pero
vería.
Por
la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los
preparativos
del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a
retirarse,
ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero
sus la-
bios
se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo
sobre sí
mismo,
encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y
salió.
Hacia
mediodía, entró lord de Winter.
Hacía
un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que
ilumina pero
no
calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
Milady
miraba por la ventana, y fingió no oír la puerta que se
abría.
-¡Vaya
vaya! -dijo lord de Winter-. Tras haber hecho comedia, tras haber hecho
tragedia, ahora
hacemos
melancolía.
La
prisionera no respondió.
-Sí,
sí -continuó lord de Winter-, comprendo; de buena gana quisierais estar en
libertad en esa
orilla;
de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde
como la
esmeralda;
querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de
esas
buenas
emboscadas que tan bien sabéis combinar. ¡Paciencia, paciencia! Dentro de cuatro
días
os
será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que
quisierais, porque dentro
de
cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
Milady
unió las manos, y alzando sus hermosos ojos al cielo:
-¡Señor,
Señor! -dijo con una angélica suavidad de gesto y de entonación-. Perdonad a
este
hombre
como yo lo perdono.
-Sí,
reza, maldita -exclamó el barón-. Tu oración es tanto más generosa cuanto que,
te lo juro,
estás
en poder de un hombre que no perdonará.
Y
salió.
En
el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta
entreabierta, y ella
vislumbró
a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por
ella.
Entonces
se arrojó de rodillas y se puso a rezar.
-¡Dios
mío, Dios mío! -dijo-. Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la
fuerza de
sufrir.
La
puerta se abrió suavemente; la hermosa suplicante fingió no haber oído, y con
una voz llena
de
lágrimas continuó:
-¡Dios
vengador, Dios de bondad! ¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de
este
hombre?
Sólo
entonces fingió ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida
como el
pensamiento,
se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de
rodillas.
-No
me gusta molestar a los que rezan, señora -dijo gravemente Felton-; no os
molestéis,
pues,
por mí, os lo suplico.
-¿Cómo
sabéis que rezaba? Señor -dijo Milady, con una voz ahogada por los sollozos-, os
equivocáis;
señor, yo no rezaba.
-¿Pensáis
acaso, señora -respondió Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más
dulce-
que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador?
¡No lo
permita
Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los culpables; sea el que
fuere el
crimen
que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece
sagrado.
-¡Culpable
yo! -dijo Milady con una sonrisa que habría desarmado al angel del juicio
final-.
¡Culpable!
¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en
buena
hora;
pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a veces, se condene
a los
inocentes.
-Si
estuvierais condenada, si fuerais mártir -respondió Felton-, razón de más para
rezar, y yo
mismo
os ayudaría con mis plegarias.
-¡Oh!
Vos sois justo -exclamó Milady, precipitándose a sus pies-; mirad, no puedo
resistir por
más
tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que
sostener la
lucha
y confesar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer desesperada. Os
engañan, señor,
pero
no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os
bendeciré en
este
mundo y en el otro.
-Hablad
con el señor, señora -dijo Felton-; afortunadamente no estoy encargado ni de
perdonar
ni de castigar; y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa
responsabilidad.
-A
vos, no, sólo a vos. Escuchadme, antes de contribuir a mi perdición, antes de
contribuir a mi
ignominia.
-Si
habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay
que
sufrirla
ofreciéndola a Dios.
-¡Qué
decís! ¡Oh, no me comprendéis! Cuando yo hablo de ignominia, creéis que hablo de
un
castigo
cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me
importan a mí la
muerte
o la prisión?
-Soy
yo quien ahora no os comprende, señora.
-O
quien finge no comprenderme, señor -respondió la prisionera con una sonrisa de
duda.
-¡No,
señora, por el honor de un soldado, por la fe de un
cristiano!
-¡Cómo!
¿Ignoráis los designios de lord de Winter sobre mí?
-Los
ignoro.
-Imposible,
sois su confidente.
-Yo
no miento nunca, señora.
-¡Oh!
Se esconde demasiado poco para que no se le adivine.
-Yo
no trato de adivinar nada, señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo
que ante
vos
me ha dicho, lord de Winter nada me ha confiado.
-Mas
-exclamó Milady con un increíble acento de verdad-, ¿no sois, pues, su cómplice,
no
sabéis,
pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no
podrían
igualar
en horror?
-Os
equivocáis, señora -dijo Felton enrojecido-; lord de Winter no es capaz de
semejante
crimen.
«Bueno
-dijo Milady para sus adentros-, ¡sin saber lo que es, lo llama
crimen!»
Y
luego, en voz alta:
-El
amigo del infame es capaz de todo.
-¿A
quién llamáis infame? -preguntó Felton.
-¿Hay
en Inglaterra dos hombres a quien un nombre semejante pueda
convenir?
-¿Os
referís a Georges Villiers? -dijo Felton, cuyas miradas se
inflamaron.
-A
quien los paganos, los gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham
-prosiguió
Milady-.
¡No habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una
explicación
tan larga para reconocer a aquel al que me refería!
-La
mano del Señor está extendida sobre él -dijo Felton-, no escapará al castigo que
merece.
Felton
no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos
los
ingleses
habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el
concusionario,
el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente
Satán.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! -exclamó Milady-. Cuando os suplico enviar a ese hombre el
castigo
que
le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino
que es la
liberación
de todo un pueblo lo que imploro.
-¿Lo
conocéis entonces? -preguntó Felton.
«Por
fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber
llegado
tan
pronto a tan gran resultado.
-¡Oh!
¿Si lo conozco? ¡Claro que sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia
eterna!
Y
Milady se torció los brazos como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió
sin duda en sí
mismo
que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera,
que no lo
perdía
de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.
-¡Señor!
-exclamó-. Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal
prudencia
del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh,
escuchadme
hasta
el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un mimuto solamente, por gracia, por piedad!
Abrazo
vuestras
rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es en vos en quien quiero usarlo.
¡Dios!, en vos,
el
único ser justo, bueno y compasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá;
un minuto,
ese
cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta;
nada más que un
minuto,
señor Felton, ¡y habréis salvado mi honor!
-¡Mataros!
-exclamó Felton con terror, olvidando retirar sus manos de las manos de la
prisionera-.
¡Mataros!
-¡He
dicho señor -murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el
suelo-, he
dicho
mi secreto! Lo sabe todo, Dios mío, estoy perdida.
Felton
permanecía de pie, inmóvil e indeciso.
«Aún
duda -pensó Milady-, no he sido suficientemente
verdadera.»
Se
oyó caminar en el corredor; Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton
lo reconoció
también
y se adelantó hacia la puerta.
Milady
se abalanzó.
-¡Oh!,
ni una palabra -dijo con voz concentrada-, ni una palabra de cuanto os he dicho
a ese
hombre,
o estoy perdida, y seréis vos, vos...
Luego,
como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída,
apoyando
con
un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton
rechazó
suavemente
a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.
Lord
de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que
se
alejaban.
Felton,
pálido como la muerte, permaneció algunos instantes con el oído tenso y
escuchando;
luego,
cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de
un
sueño,
y se precipitó fuera de la habitación.
-¡Ah!
-dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se
alejaban en
dirección
opuesta a los de lord de Winter-. ¡Por fin eres mío!
Luego
su frente se ensombreció.
-Si
le habla al barón -dijo-, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que
no me
mataré,
me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran
desesperación
no era más que un juego.
Fue
a situarse ante el espejo y se miró: jamás había estado tan
bella.
-¡Oh,
sí -dijo sonriendo-, pero él no hablará!
Por
la noche, lord de Winter vino con la cena.
-Señor
-le dijo Milady-, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad,
o podríais
ahorrarme
ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
-¡Cómo,
querida hermana! -dijo de Winter-. ¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa
linda
boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a
vuestro
gusto,
goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por
eso:
mareo,
tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me tenéis, quedad satisfecha; además,
esta vez
mi
visita tiene un motivo.
Milady
se estremeció, creyó que Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá
aquella
mujer,
que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido
latir su
corazón
tan violentamente.
Estaba
sentada; lord de Winter cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a
ella;
luego,
sacando de su bolso un papel que desplegó lentamente:
-Mirad
-le dijo-, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado
y que
en
adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en
dejaros.
Luego,
volviendo sus ojos de Milady al papel, leyó:
«Orden
de conducir a...»
-El
nombre está en blanco -interrumpió lord de Winter-. Si tenéis alguna
preferencia,
indicádmela;
y con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto.
Prosigo:
«Orden
de conducir a... la citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del
reino
de Francia, mas liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin
apartarse
nunca de ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le
será
aplicada la pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su
aloja-
miento
y alimentación.»
-Esa
orden no me concierne a mí -respondió fríamente Milady-, porque lleva un nombre
distinto
al
mío.
-¡Un
nombre! Pero ¿es que tenéis uno?
-Tengo
el de vuestro hermano.
-Os
equivocáis, mi hermano sólo es vuestro segundo marido, y el primero todavía
vive.
Decidme
su nombre y lo pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No
queréis?...
¿Guardáis
silencio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte
Backson.
Milady
permaneció silenciosa; sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación,
sino por
terror;
creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter
había
adelantado
su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche. En su mente
todo
lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que
la orden
no
estaba adornada con ninguna firma.
La
alegría que sintió ante este descubrimiento fue tan grande que no la pudo
ocultar.
-Sí,
sí -dijo lord de Winter, que se dio cuenta de lo que ella pensaba-. Sí, buscáis
la firma y os
decís:
no todo está perdido, porque ese acta no está firmada; me lo enseñan para
asustarme,
eso
es todò. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de Buckingham;
pasado
mañana
volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas
después, y de
eso
yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso
es todo lo
que
tenía que deciros.
-Y
yo os responderé, señor, que ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre
supuesto son
una
infamia.
-¿Preferís
ser colgada bajo vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes
inglesas
son
inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi
nombre, o
mejor
el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del
escándalo
en
un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre
de vos.
Milady
no respondió, pero se tornó pálida como un cadáver.
-¡Ah,
ya veo que preferís la peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo
proverbio que
dice
que los viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de
todo: la vida
es
buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por arreglar
el asunto
de
los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es as? Se debe a que no me
preocupa
que
corrompáis a vuestros guardianes. Además, siempre os quedarán vuestros encantos
para
seducirlos.
Usadlos si vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese
género.
«Felton
no ha hablado -se dijo Milady-, nada está perdido aún.»
-Y
ahora, señora, hasta luego. Mañana vendré para anunciaros la partida de mi
mensajero.
Lord
de Winter se levantó, saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró:
todavía tenía
cuatro
días por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a
Felton.
Una
idea terrible se le ocurrió entonces: que lord de Winter enviaría quizá al
propio Felton a
hacer
firmar la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la
prisionera
triunfase se necesitaba la magia de una seducción
continua.
Sin
embargo, como hemos dicho, una cosa la tranquilizaba: Felton no había
hablado.
No
quiso parecer conmocionada por las amenazas de lord de Winter, se sentó a la
mesa y
comió.
Luego,
como había hecho la víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus
oraciones.
Como
la víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para
escucharla.
Al
punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del
corredor y que
se
detenían ante su puerta.
-Es
él -dijo.
Y
comenzó el mismo canto religioso que la víspera había exaltado tan violentamente
a Felton.
Mas,
aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que
nunca,
la
puerta permaneció cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un
pequeño
postigo,
le pareció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes
del joven;
pero
fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el poder de no
entrar.
Sólo
que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír
un
profundo
suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente
y
como
con pesar.
Capítulo
LV
Cuarta
jornada de cautividad
Al
día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de
pie, subida
sobre
un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos
pañuelos de
batista
desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo; al ruido que
Felton
hizo
al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de
ocultar tras ella
aquella
cuerda improvisada que sostenía en la mano.
El
joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el
insomnio
indicaban
que había pasado una noche febril.
Sin
embargo, su frente estaba armada de una serenidad más austera que
nunca.
Avanzó
lantamente hacia Milady, que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza
asesina
que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
-¿Qué
es esto, señora? -preguntó fríamente.
-¿Esto?
Nada -dijo Milady sonriendo con esa expresión dolorosa que tan bien sabía dar
ella a su
sonrisa-.
El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he divertido
trenzando
esta cuerda.
Felton
dirigió los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había
encontrado a
Milady
de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza
divisó un
gancho
dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien
las
armas.
Temblaba,
y la prisionera vio aquel temblor; porque aunque tuviera los ojos bajos, nada se
le
escapaba.
-¿Y
qué hacéis de pie sobre ese sillón? -preguntó.
-¿Qué
os importa? -respondió Milady.
-Deseo
saberlo -contestó Felton.
-No
me preguntéis -dijo la prisionera-; vos sabéis de sobra que a nosotros, los
verdaderos
cristianos,
nos está prohibido mentir.
-Pues
bien -dijo Felton-; voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer:
ibais a
acabar
la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu; pensad, señora, que si nuestro
Dios
prohíbe
la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el suicidio.
-Cuando
Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el
suicidio y
el
deshonor, creedme, señor, -respondió Milady con un tono de profunda convicción-,
Dios le
perdona
el suicidio; porque entonces el suicidio es el martirio.
-Decís
demasiado o demasiado poco; hablad, señora, en nombre del cielo,
explicaos.
-¿Que
os cuente mis desgracias para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis
proyectos
para
que vayáis a denunciarlos a mi perseguidor? No, señor. Además, ¿qué os importa
la vida o
la
muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo, ¿no
es as? Y
con
tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá
más y quizá
incluso
tengáis recompensa doble.
-¡Yo,
señora, yo! -exclamó Felton-. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida?
¡Oh, no
pensáis
en lo que decís!
-Dejadme
hacer, Felton, dejadme hacer -dijo Milady exaltándose-; todo soldado debe ser
ambicioso,
¿no es as? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de
capitán.
-Pero
¿qué os he hecho yo -dijo Felton trastornado- para que me carguéis con semejante
responsabilidad
ante los hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos
de
aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces -añadió él
con un
suspiro-
haréis lo que queráis.
-O
sea -exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación-, vos,
un hombre
piadoso,
vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser
inquietado
por
mi muerte.
-Yo
debo velar por vuestra vida, señora, y velaré por ella.
-Mas
¿comprendéis la misión que cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre
le
daríais,
qué nombre le dará el Señor si soy inocente?
-Yo
soy soldado, señora, y cumplo las órdenes que he recibido.
-¿Creéis
que el día del jucio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces
inicuos? Vos
no
queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi
alma.
-Pero,
os lo repito -prosiguió Felton transtornado-, ningún peligro os amenaza, y yo
respondo
por
lord de Winter como de mí mismo.
-¡Insensato!
-exclamó Milady- Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre
cuando
los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos
mismos,
y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil
y más
desdichada.
-Imposible,
señora, imposible -murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la
justicia
de
este argumento-; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no
perderéis por mí la
vida.
-Sí
-exclamó Milady-, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el
honor,
Felton,
y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de
mi
vergüenza
y de mi infamia.
Esta
vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a
la influencia
secreta
que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la
más
cándida
visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el
ascendiente
del
dolor y de la belleza, era demasiado para un visionario, era demasiado para un
cerebro
minado
por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón
corroído a la
vez
por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que
devora.
Milady
vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que
ardían con la
sangre
en las venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo
dispuesto
a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó,
bella como
una
sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo
extendido, el cuello
al
descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido
púdicamente
recogido
sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el
desorden a
los
sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente
de su voz
tan
dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento
terrible:
Entrega
a Baal su víctima,
arroja
a los leones el mártir:
¡Dios
hará que te arrepientas!...
A
él clamo desde el abismo.
Felton
se detuvo ante este extraño apóstrofe, como petrificado.
-¿Quién
sois vos, quién sois vos? -exclamó él juntando las manos-. ¿Sois una enviada de
Dios,
sois
un ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o
Astarté?
-¿No
me has reconocido, Felton? Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de
la
tierra,
soy una hermana de tu creencia, eso es todo.
-¡Sí,
sil -dijo Felton-. Aún dudaba, pero ahora creo.
-¡Crees
y, sin embargo, eres el cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de
Winter!
¡Crees
y, sin embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra,
del
enemigo
de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo
con sus
herejías
y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo a quien los ciegos llaman duque de
Buckingham
y a quien los creyentes llaman el anticristo!
-¿Yo
entregaros a Buckingham? ¿Yo? ¿Qué decís?
-Tienen
ojos -exclamó Milady- y no verán; tienen oídos y no oirán
.
-Sí,
sí -dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para
arrancar de
ella
su última duda-; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco
los rasgos
del
ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir:
«¡Golpea,
salva
a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!»
¡Hablad,
hablad!
-exclamó Felton-. Ahora puedo comprenderos.
Un
destello de alegría terrible, pero rápido como el pensamiento, brotó de los ojos
de Milady.
Por
fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremeció
como si aquella
luz
hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella
mujer.
Felton
se acordó de pronto de las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de
Milady,
de
sus primeras tentativas desde su llegada; retrocedió un paso y bajó la cabeza,
pero sin cesar
de
mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus ojos no pudieran
desprenderse
de
sus ojos.
Milady
no era mujer capaz de equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus
aparentes
emociones su sangre fría no la abandonaba. Antes de que Felton le hubiera
respondido
y
de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de
sostener en el
mismo
acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se
superpusiese
al entusiamo del instante:
-Mas
no -dijo-, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes.
La espada
del
Eterno es demasiado pesada para mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de
la muerte,
dejadme
refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría un culpable, ni
la
venganza,
como haría una pagana. Dejadme rríorir, eso es todo. Os suplico, os imploro de
rodillas:
dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi
salvador.
Ante
esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se
acercó. Poco a
poco
la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y
quitaba a
voluntad,
es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible
atractivo de la
voluptuosidad
mística, la más devoradora de las voluptosidades.
-¡Ay!
-dijo Felton-. No puedo más que una cosa, compadeceros si me probáis que sois
una
víctima.
Mas lord de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi
hermana
en
religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi
bienhechor, yo,
que
no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero vos, señora, tan
bella en
realidad,
tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido
iniquidades.
-Tienen
ojos -repitió Milady con un acento indecible de dolor- y no verán; tienen oídos
y no
oirán.
-Entonces
-exclamó el joven oficial- hablad, hablad, pues.
-¡Confiaros
mi vergüenza! -exclamó Milady con el rubor del pudor en el rostro-. Porque a
menudo
el crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un
hombre;
yo,
una mujer! ¡Oh! -continuo ella llevando púdicamente su mano sobre sus hermosos
ojos-. ¡Oh,
jamás,
jamás podré!
-¡A
mí, a un hermano! -exclamó Felton.
Milady
lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y
que, sin
embargo,
no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de
fascinar.
Felton,
suplicante a su vez, juntó las manos.
-Pues
bien -dijo Milady-, me fío de mi hermano, me atrevo.
En
ese momento se oyó el paso de lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado
de Milady
no
se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y
alejarse: se
detuvo,
cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y apareció
él.
Mientras
se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y
cuando
lord
de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la
prisionera.
El
barón entró lentamente y dirigió su mirada escrutadora de la prisionera al joven
oficial.
-Hace
mucho tiempo, John -dijo-, que estáis aquí. ¿Os ha contado esa mujer sus
crímenes?
Entonces
comprendo la duración de la entrevista.
Felton
temblaba, y Milady sintió que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano
desconcertado.
-¡Ah!
¡Teméis que vuestra prisionera se os escape! -dijo ella-. Pues bien, preguntad a
vuestro
digno
carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.
-¿Pedíais
una gracia? -dijo el baron suspicaz.
-Sí,
milord -replicó el joven confuso.
-Y
veamos, ¿qué gracia? -preguntó lord de Winter.
-Un
cuchillo que ella me devolverá por el postigo un mimuto después de haberlo
recibido
-respondió
Felton.
-¿Hay
aquí alguien escondido a quien esta graciosa persona quiera degollar? -prosiguió
lord de
Winter
con su voz burlona y despreciativa.
-Estoy
yo -respondió Milady.
-Os
he dado a elegir entre América y Tyburn -replicó lord de Winter-; escoged
Tyburn, Milady:
la
cuerda es todavía más segura que el cuchillo creedme.
Felton
palideció y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había
entrado,
Milady
tenía una cuerda.
-Tenéis
razón -dijo ésta-, y ya había pensado en ello -luego añadió con una voz sorda-:
lo
volveré
a pensar.
Felton
sintió correr un estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente
lord
de
Winter percibió este movimiento.
-Desconfía,
John -dijo-. John, amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he
prevenido!
Además,
ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y
donde la
envíen
no perjudicará a nadie.
-¡Ya
lo oís! -exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella
se dirigía al
cielo
y que Felton comprendió que era para él.
Felton
bajó la cabeza y meditó.
El
barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de
no perder
de
vista a Milady hasta haber salido.
-Vamos,
vamos -dijo la prisionera cuando la puerta se hubo cerrado-, no estoy tan
adelantada
como
creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida.
¡Lo que
es
el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a Felton,
duda. ¡Ay, no
es
un hombre como ese maldito D'Artagnan! Un puritano no adora más que a las
vírgenes, y las
adora
juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntado los
brazos.
Sin
embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no
pasaría sin
volver
a ver a Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar,
oyó que se
hablaba
en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y reconoció a
Felton.
El
joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y
haciendo señal a
Milady
de callarse; tenía el rostro alterado.
-¿Qué
me queréis? -dijo ella.
-Escuchad
-respondió Felton en voz baja-, acabo de alejar al centinela para poder
permanecer
aquí
sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os
digo. El barón
acaba
de contarme una historia espantosa.
Milady
adoptó una sonrisa de víctima resignada y sacudió la
cabeza.
-O
vos sois un demonio -continuó Felton-, o el barón, mi bienhechor, mi padre, es
un
monstruo.
Os conozco desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo,
pues,
dudar
entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta
noche,
después
de las doce, vendré a veros, vos me convenceréis.
-No,
Felton, no, hermano mío -dijo ella-, el sacrificio es demasiado grande, y siento
cuánto os
cuesta.
No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que
mi
vida,
y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la
prisionera.
-Callaos,
señora -exclamó Felton-, y no me habléis así; he venido para que me prometáis
bajo
palabra
de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis
contra
vuestra
vida.
-No
quiero prometer -dijo Milady- porque nadie más que yo respeta el juramento y, si
prometiera,
tendría que cumplirlo.
-¡Pues
bien! -dijo Felton-. Comprometeos sólo hasta el momento en que me volváis a ver.
Si
cuando
me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo
mismo os
daré
el arma que me habéis pedido.
-¡De
acuerdo! -dijo Milady-. Esperaré por vos.
-Juradlo.
-Lo
juro por nuestro Dios. ¿Estáis contento?
-Bien
-dijo Felton-; hasta esta noche.
Y
se precipitó fuera del cuarto, volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el
espontón del
soldado
en la mano, como si hubiera montado la guardia en su
lugar.
Una
vez vuelto el soldado, Felton le devolvió el arma.
Entonces,
a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse
con un
fervor
delirante a irse por el corredor con un transporte de
alegría.
En
cuanto a ella, volvió a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus
labios, y
repitió
blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber
aprendido
nunca
a conocerlo.
-¡Mi
Dios! -dijo ella-. ¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me
ayudará a
vengarme!
Capítulo
LVI
Quinta
jornada de cautividad
Milady
había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus
fuerzas.
No
era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a
dejarse seducir
y
a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady
era bastante
hermosa
para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para
pasar por
encima
de todos los obstáculos del espíritu.
Mas
esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible
a fuerza
de
austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre
inaccesible a las
seducciones
corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a
proyectos
tan
tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de
materia, ese
sentimiento
que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto
brecha,
con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra
ella, y
con
su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente,
se había
mostrado
a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces,
mediante
esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la
religión
podían
someter a su estudio.
Sin
embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de
sí
misma;
no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa
inmensa
soberanía
que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula
árabe,
un
grano de granada le basta para reconstruir un mundo
perdido.
Milady,
bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día
siguiente.
Sabía
que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham
(y
Buckingham
la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y
que
no
podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella
orden, decíamos,
el
barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres
condenadas a la
deportación
usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas
mujeres
virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de
la moda y
un
reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada
a una pena
miserable
a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse
alguna
vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio que
convenía
a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía
dos
tercios
de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su dominación
necesitaba el
placer
del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferiores era para ella más una
humillación que un
placer.
Desde
luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto
tiempo
podría
durar ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los
días que
uno
no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con
que deben
denominarse
los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es
decir,
una eternidad, volver cuando D'Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de
la reina,
junto
con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios
que
habían
prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no
podía
soportar.
Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría
hecho
estallar
los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante
las
proporciones
de su espíritu.
Luego,
lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué
debía
pensar,
qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el
cardenal, no
sólo
su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además
el principal
instrumento
de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su
retraso
tras
un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los
sufrimientos
soportados,
el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez
por
la
fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado
coger!»
Entonces
Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el
nombre
de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del
infierno en
que
había caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para
darse ella misma
cuenta
de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su
imaginación
inventiva.
Sin
embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la
campana al
pasar,
y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera. A
las nueve,
lord
de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el
suelo y los
muros,
inspeccionó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa
inspección
ni
él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente
los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para
perder
el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
-Vamos,
vamos -dijo el barón al dejarla-, ¡esta noche todavía no
escaparéis!
A
las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo
adivinaba ella
como
una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba
y
despreciaba
a la vez a aquel débil fanático.
No
era la hora convenida, Felton no entró.
Dos
horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue
relevado.
Esta
vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con
impaciencia.
El
nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.
Al
cabo de diez minutos llegó Felton.
Milady
prestó oído.
-Escucha
-dijo el joven al centinela- no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto,
porque
sabes
que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su
puesto un
instante,
aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su
puesto.
-Sí,
lo sé -dijo el soldado.
-Te
recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo -añadió- voy a entrar para
inspeccionar
por
segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros
proyectos contra sí
misma
y a la cual he recibido orden de cuidar.
-Bueno
-murmuró Milady-, ¡ya tenemos al austero puritano
mintiendo!
En
cuanto al soldado, se contentó con sonreír.
-¡Diantre!
Mi teniente -dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes
comisiones,
sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
Felton
se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que
se
permitía
semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca
osase
hablar.
-Si
llamo -dijo-, ven; igual que si alguien viene, llámame.
-Sí,
mi teniente -dijo el soldado.
Felton
entró en la habitación de Milady. Milady se levantó.
-¿Ya
estáis aquî? -dijo ella.
-Os
había prometido venir -dijo Felton- y he venido.
-Me
habíais prometido otra cosa además.
-¿Qué?
¡Dios mío! -dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus
rodillas
temblar
y comenzar a brotar el sudor en su frente.
-Habíais
prometido traerme un cuchillo y dejármelo tras nuestra
conversación.
-No
habléis de eso, señora -dijo Felton- no hay situación por terrible que sea que
autorice a
una
criatura de Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca
culpable de
semejante
pecado.
-¡Ah,
habéis reflexionado! -dijo la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa
de
desdén-.
También yo he reflexionado.
-¿En
qué?
-En
que yo no tenía nada que decir a un hombre que no mantenía su
palabra.
-¡Dios
mío! -murmuró Felton.
-Podéis
retiraros -dijo Milady-, no hablaré.
-¡Aquí
está el cuchillo! -dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su
promesa había
traído,
pero que dudaba en entregar a su prisionera.
-Veámoslo
-dijo Milady.
-¿Qué
vais a hacer?
-Palabra
de honor, os lo devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis
entre
él
y yo.
Felton
tendió el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en
el
extremo
de su dedo.
-Bien
-dijo ella devolviendo el cuchillo al joven oficial-, es un buen acero; sois un
fiel amigo,
Felton.
Felton
cogió el arma y la puso sobre la mesa como acababa de ser acordado con su
prisionera.
Milady
lo siguió con los ojos e hizo un gesto de satisfacción.
-Ahora
-dijo ella-, escuchadme.
La
recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus
palabras
para
devorarlas.
-Felton
-dijo Milady con una severidad llena de melancolía-, Felton, si vuestra hermana,
la hija
de
vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me
hicieron caer en
una
trampa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas, resistí; se
blasfemó la religión
a
la que sirvo, al Dios que adoro, porque llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa
religión, resistí;
entonces
se me prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron
mancillar mi
cuerpo
para siempre; finalmente...»
Milady
se detuvo, y una sonrisa amarga pasó por sus labios.
-Finalmente
-dijo Felton-, finalmente, ¿qué han hecho?
-Finalmente,
una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche
mezclaron
en mi agua un poderoso narcótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí caer
poco
a
poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese desconfianza, un temor
vago se
apoderó
de mí y traté de luchar contra el sueño; me levanté, quise correr a la ventana,
pedir
socorro,
pero mis piernas se negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi
cabeza
y me aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que
lanzar
sonidos
inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un
sillón,
sintiendo
que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles,
caí
sobre
una rodilla, luego sobre las dos; quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no
me vio ni
me
oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la
muerte. De
todo
cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración,
ningún recuer-
do
tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación
redonda
cuyo
moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del
techo. Por lo
demás,
ninguna puerta parecía dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión
magnífica. Pasé
mucho
tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los
detalles
que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas
tinieblas de
aquel
sueño al que no podía arrancarme; tenía percepciones vagas de un espacio
recorrido, de la
rodadura
de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo
aquello
era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían
pertenecer
a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una
fantástica
dualidad.
A veces, el estado en que me encontraba me pareció tan extraño, que creí que era
un
sueño.
Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no
recordaba ni
haberme
desnudado ni haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí
llena
de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía
juzgar por la
luz
del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había dormido desde la
vigilia hasta la
noche;
mi sueño había durado, pues, casi veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante
aquel
largo
sueño? Me vestí tan rápidamente como me fue posible. Todos mis movimientos
lentos y
embotados
atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por
completo.
Por
lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer; y la coqueta
más
acabada
no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el
cuarto, no
hubiera
visto completamente cumplido. Desde luego no era yo la primera cautiva que se
había
visto
encerrada en aquella espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto
más
bella
era la prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de
salir de ella.
Tanteé
todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los
muros
devolvieron
un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di la vuelta a aquella habitación,
buscando
una salida cualquiera: no la había; caí agotada de fatiga y de terror en un
sillón.
Durante
este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis
terrores:
no
sabía si debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que estaba rodeada de
peligros
deconocidos
en los que iba a caer a cada Paso. Aunque no hubiese comido nada desde la
víspera,
mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me permitiese
me-
dir
el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser de las siete a las
ocho de la noche;
porque
estábamos en el mes de octubre, y la oscuridad era total. De pronto, el chirrido
de una
puerta
que gira sobre sus goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de
la
abertura
guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y
vislumbré con
terror
que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí. Una mesa con dos cubiertos,
con una
cena
totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto. Aquel
hombre
era
el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el
que, a las
primeras
palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la
noche
anterior.
-¡Infame!
-murmuró Felton.
-¡Oh,
sí, infame! -exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma
parecía
suspendida
de sus labios, se tomaba en este extraño relato-. ¡Oh, sí, infame! Había creído
que le
bastaba
con haber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese dicho; venía
esperando
que
yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza estaba consumada; venía a
ofrecerme
su
fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener
de
soberbio
desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin duda estaba
habituado
a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos
cruzados
sobre el pecho; luego, cuando creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia
mí: yo
salté
hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho. «Dad un paso más -le
dije- y
además
de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi
mirada,
en
mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que
lleva la
convicción
a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! -me dijo-. ¡Oh, no!
Sois
una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber
tenido la
dicha
de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós, hermosa! Esperaré para volver a
visitaros a
que
estéis en mejores disposiciones.» Tras estas palabras, silbó; el globo de llama
que iluminaba
mi
habitación subió y desapareció; volví a encontrarme en la oscuridad. El mismo
ruido de una
puerta
que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo
resplandeciente
descendió
de nuevo y volví a encontrarme sola. Aquel momento fue horrible; si aún tenía
algunas
dudas
sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante
realidad:
estaba
en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un
hombre
capaz
de todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía
atreverse.
-Mas
¿quién era ese hombre? -preguntó Felton.
-Pasé
la noche en una silla, estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más
o
menos,
la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la
oscuridad. Mas
la
noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa había
desaparecido;
sólo
que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel cuchillo era toda mi esperanza.
Yo estaba
rota
de fatiga; el insomnio quemaba mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un
solo instante:
el
día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo
liberador que oculté
bajo
mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa estaba servida. Esta vez, pese a
mis
terrores,
a pesar de mis angustias, se hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y
ocho
horas
que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego,
acordándome del
narcótico
mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a
llenar mi
vaso
en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo. Sin embargo, pese
a esta
precaución,
no permanecí menos tiempo en una angustia horrorosa; pero mis temores no
estaban
fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo
que
temía.
Había tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran
cuenta de mi
desconfianza.
Llegó la noche, y'con ella la oscuridad; sin embargo, por profunda que fuese,
mis
ojos
comenzaban a habituarse a ella; vi en medio de las tinieblas hundirse la mesa en
el suelo;
un
cuarto de hora después reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la
misma
lámpara,
mi habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a
los
que
fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas
compusieron mi
comida;
luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora y lo bebí. A los
primeros
sorbos,
me pareció que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se
apoderó
de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y
esperé,
con
el sudor del espanto en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había
visto tomar el
agua
de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi
pérdida tan
fríamente
resuelta, tan cruelmente perseguida. No había transcurrido media hora cuando se
produjeron
los mismos síntomas; sólo que como aquella vez no había bebido más que medio
vaso
de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un
estado de
somnolencia
que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la
fuerza
de
defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única
defensa que me
quedaba,
mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la cabecera: caí de rodillas,
con las
manos
aferradas a una de las columnas del pie; entonces comprendí que estaba
perdida.
Felton
palideció horrorosamente, y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su
cuerpo.
-Y
lo que era más horroroso -continuó Milady con la voz alterada como si hubiera
experimentado
aún la misma angustia que en aquel momento terrible- es que aquella vez yo
tenía
conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba
en mi
cuerpo
adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello era como un
sueño,
pero
no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía y que poco a poco me
dejaba en
la
oscuridad; luego oí el chirrido tan bien conocido de aquella puerta, aunque
aquella puerta sólo
se
hubiera abierto dos veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí;
dicen que el
desgraciado
perdido en los desiertos de América siente de este modo la cercanía de la
serpiente.
Quería
hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a una increíble energía de
voluntad me
levanté,
para volver a caer al punto... y volver a caer en los brazos de mi
perseguidor.
-Decidme,
pues, ¿quién era ese hombre? -exclamó el joven oficial.
Milady
vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo
en cada
detalle
de su relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor
profundidad le
rompería
el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella continuó, pues, como si no
hubiera
oído
su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de
responder
a ella.
-Sólo
que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver
inerte,
sin
ningún sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el
ejercicio completo
de
mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con
todas mis
fuerzas,
y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, oponía una larga resistencia,
porque lo oí
exclamar:
«¡Estas miserables puritanas! Saba que cansan a sus verdugos, pero las creía
menos
fuertes
contra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía durar
mucho
tiempo,
sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de mi sueño de lo que el
cobarde
se
aprovechó, fue de mi desvanecimiento.
Felton
escuchaba sin hacer oír otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor
corría
sobre
su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su
pecho.
-Mi
primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que
no había
podido
alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la
expiación. Pero
al
coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He jurado decíroslo
todo y os lo diré
todo;
os he prometido la verdad, la diré aunque me pierda.
-Os
vino la idea de vengaros de aquel hombre, ¿no es eso? -exclamó
Felton.
-¡Pues,
sí! -dijo Milady-. Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno
enemigo de
nuestra
alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu.
En fin,
¿qué
puedo deciros Felton? -continuó Milady con el tono de una mujer que se acusa de
un
crimen-.
Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el castigo de ese
pensamiento
homicida.
-Continuad,
continuad -dijo Felton-, tengo prisa por veros llegar a la
venganza.
-¡Oh!
Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la
noche
siguiente
Por el día no tenía nada que temer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo,
no dudé
en
comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada; debía
por tanto,
combatir
mediante la nutrición de la mañana el ayuno de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso
de
agua
sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho
sufrir
cuando
había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió
sin tener
otra
influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado
de que mi
rostro
no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era
observada;
varias veces incluso sentí una sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a
deciros
ante
qué idea sonreía, sentiríais horror de mí...
-Continuad,
continuad -dijo Felton-, ya veis que escucho y que tengo prisa por
llegar.
-Llegó
la noche, los acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de
costumbre,
fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa. Comí
sólo
algunas
frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había
conservado
en
mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que
mis espías, si
los
tenía, no concibiesen sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales
de
embotamiento
que la víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me
familiarizase
con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme. En
esta
ocasión
había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi
mano
apretaba
convulsivamente la empuñadura. Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada
nuevo.
¡Aquella vez, Dios mío! ¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a
temer que
no
viniese! Por fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las
profundidades del
techo;
mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por horadar con la
mirada la
oscuridad.
Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía yo otro ruido que el del latido de
mi
corazón.
Yo imploraba al cielo para que viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la
puerta que
se
abría y volvía a cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía
chirriar el
suelo;
vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi
cama.
-¡Daos
prisa daos prisa! -dijo Felton-. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me
quema
como
plomo derretido?
-Entonces
-continuó Milady- entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento
de
la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra
Judith; me
recogí
sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo
los
brazos
para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la
desesperación, le
golpeé
en medio del pecho. ¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba
cubierto de una
cota
de malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! -exclamó cogiéndome el brazo y
arrancándome el
arma
que tan mal me había servido-. ¡Queréis mi vida, hermosa puritana! Mas esto es
más que
odio,
esto es ingratitud. ¡Vamos, vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que
os habíais
dulcificado.
No soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis,
dudaba
de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana seréis libre.»
Yo no
tenía
más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado! -le dije-. Mi libertad es
vuestro
deshonor.
Sí, porque apenas salga de aquí diré todo, diré la violencia que habéis usado
contra
mí,
diré mi cautividad. Denunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy
alto, milord, mas
temblad.
Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño que
pareciese
de
sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera. Yo no podía ver
la expresión
de
su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta
mi mano.
«Entonces,
no saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! -exclamé yo. Entonces el lugar de mi
suplicio
será
también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no
es más
terrible
aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la
desesperación
ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me
dejaré
morir de hambre.» «Veamos -dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una
guerra como
ésta?
Os devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la
Lucrecia
de Inglaterra. » «Y yo, yo digo que vos sois Sextus, yo os denuncio a los
hombres como os
he
denunciado ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con
mi sangre,
la
firmaré.» «¡Ah, ah! -dijo mi enemigo en un tono burlón-. Entonces es distinto. A
fe que a fin
de
cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será
culpa vuestra.»
Tras
estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí
abismada,
menos
aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado. Mantuvo
su
palabra.
Todo el día, toda la noche transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo
también
mantuve
mi palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme
morir de
hambre.
Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios me perdonase mi
suicidio. La
segunda
noche la puerta se abrió; estaba tumbada en el suelo, las fuerzas comenzaban a
abandonarme.
Ante el ruido, me levanté sobre una mano. «Y bien -me dijo una voz que vibraba
de
una forma demasiado terrible a mi oído para que no la reconociese-; y bien, nos
hemos
dulcificado
un poco, y pagaremos nuestra libertad con la sofa promesa del silencio. Mirad,
soy
buen
príncipe -añadió-, y aunque no me gustan los puritanos, les hago justicia, así
como a las
puritanas,
cuando son hermosas. Vamos, hacedme un pequeño juramento sobre la cruz, no os
pido
más.» «¡Sobre la cruz! -exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz
aborrecida ha-
bía
vuelto a encontrar todas mis fuerzas-. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa,
ninguna
amenaza,
ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros por todas
panes
como
asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la cruz! Juro, si alguna
vez consigo
salir
de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado!
-dijo la voz
con
un acento de amenaza que yo no había oído todavía-. Tengo un recurso supremo,
que no
emplearé
más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien
crea
una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con
una
carcajada.
El vio que entre nosotros había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte.
«Escuchad
-dijo-, os doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si
prometéis
callaros,
la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si amenazáis con
hablar,
os
condeno a la infamia.» «¡Vos! -exclamé yo-. ¡Vos!» «¡A la infamia eterna,
indeleble!» «¡Vos!»,
repetí
yo. ¡Oh, os lo digo, Felton, le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah,
dejadme! -le
dije-.
Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.»
«Está bien
-replicó
él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la
noche»,
respondí
yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de rabia...
Felton
se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le
faltara la
fuerza
antes del fin del relato.
Capítulo
LVII
Un
recurso de tragedia clásica
Tras
un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la
escuchaba,
continuó
su relato:
-Hacía
casi tres días que no había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces
pasaban
por
mí como nubes que me apretaban la frente, que me tapaban los ojos: era el
delirio. Llegó la
noche;
estaba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me desvanecía
daba
gracias
a Dios, porque creía que iba a morir. En medio de unos de estos
desvanecimientos, oí
abrirse
la puerta; el terror me volvió en mí. Mi perseguidor entró seguido de un hombre
enmascarado:
él también estaba enmascarado; pero yo reconí su paso, yo reconocí aquel aire
imponente
que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad. «Y bien -me
dijo-,
¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho,
los
puritanos
no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la
tierra ante
el
tribunal de los hombres; en el cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que
persistís?» «Juro ante
Dios
que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta
que
encuentre
un vengador.» «Sois una prostituta -dijo con voz tonante-, y sufriréis el
suplicio de las
prostitutas.
Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que
no
so¡s
culpable ni loca!» Luego, dirigiéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo
-dijo-,
cumple
tu deber.»
-¡Oh,
su nombre, su nombre! -exclamó Felton-. ¡Su nombre,
decídmelo!
-Entonces,
pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que
para
mí se trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogió, me volcó sobre el
suelo, me
magulló
con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocando
a Dios
que
no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un
hierro
ardiendo,
un hierro candente, el hiero del verdugo, se había impreso en mi
hombro.
Felton
lanzó un rugido.
-Mirad
-dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina-, mirad, Felton,
ved
cómo
han inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de
la
brutalidad
de un malvado. Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante
haceos
con
menos facilidad instrumento de sus injustas venganzas.
Con
rápido gesto, Milady abrió su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y,
ruborizada
por
una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble
que
deshonraba
aquel hombro tan bello.
-Pero
-exclamó Felton- es una flor de lis lo que ahí veo.
-Precisamente
ahí es donde está la infamia -respondió Milady-. La marca de Inglaterra... había
que
probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública
a todos los
tribunales
del reino; mas la marca de Francia..., ¡oh!, con ella estaba bien
marcada.
Aquello
era demasiado para Felton.
Pálido,
inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza
sobrehumana
de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le pareció sublime,
terminó
cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas
puras y
santas
mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la
sanguinaria
lubricidad
del populacho. La marca desapareció, sólo quedó la
belleza.
-¡Perdón,
perdón! -exclamó Felton-. ¡Oh, perdón!
Milady
leyó en sus ojos: amor, amor.
-¿Perdón
de qué? -preguntó ella.
-Perdón
por haberme unido a vuestros perseguidores.
Milady
le tendió la mano.
-¡Tan
bella, tan joven! -exclamó Felton cubriendo aquella mano de
besos.
Milady
dejó caer sobre él una de esas miradas que de un esclavo hacen un
rey.
Felton
era puritano: dejó la mano de esta mujer para besar sus
pies.
El
ya no la amaba más, la adoraba.
Cuando
aquella crisis hubo pasado, cuando Milady pareció haber recobrado su sangre
fría, que
no
había perdido nunca; cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de
la castidad
aquellos
tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más
ardientemente:
-¡Ah!
Ahora -dijo- no tengo más que una cosa que pediros, es el nombre de vuestro
verdadero
verdugo;
porque para mí no hay más que uno; el otro era el instrumento nada
más.
-¿Cómo,
hermano? -exclamó Milady-. ¿Es preciso que todavía te lo nombre, no lo has
adivinado?
-¿Qué?
-contestó Felton-. ¡El..., también él..., siempre él! ¿Qué? El verdadero
culpable...
-El
verdadero culpable -dijo Milady- es el estragador de Inglaterra, el perseguidor
de los
verdaderos
creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho
de
su
corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege
a los
prostestantes
hoy y que mañana los traicionará...
-¡Buckingham!
¡Entonces es Buckingham! -exclamó Felton exasperado.
Milady
ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza
que
este
hombre le recordaba.
-¡Buckingham
el verdugo de esta angélica criatura! -exclamó Felton-. Y tú, Dios mío, no lo
has
fulminado,
y tú lo has dejado noble, honrado, poderoso para la perdición de todos
nosotros.
-Dios
abandona a quien se abandona a sí mismo -dijo Milady.
-Pero,
entonces, ¡quiere atraer sobre su cabeza el castigo reservado a los malditos!
-continuó
Felton
con exaltación creciente-. ¡Quiere que la venganza humana anticipe la justicia
celeste!
-Los
hombres lo temen y lo protegen.
-¡Oh,
yo -dijo Felton-, yo no lo temo y no lo protegeré!...
Milady
sintió su alma bañada por una alegría infernal.
-Pero
¿cómo lord de Winter, mi protector, mi padre -preguntó Felton-, está mezclado en
todo
esto?
-Escuchad,
Felton -prosiguió Milady-, porque al lado de hombres cobardes y despreciables
todavía
hay naturalezas grandes y generosas. Yo tenía un prometido, un hombre al que yo
amaba
y que me amaba; un corazón como el vuestro, Felton, un hombre como vos. Fui a él
y le
conté
todo; me conocía y no dudó ni un solo instante. Era un gran señor, era un hombre
en todo
el
igual de Buckingham. No me dijo nada, se ciñó solamente su espada, se envolvió
en su capa y
se
dirigió a Buckingham Palace.
-Sí,
sí -dijo Felton-, comprendo; aunque con semejantes hombres no sea la espada lo
que hay
que
emplear, sino el puñal.
-Buckingham
se había ido la víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la
mano
de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de
Gales. Mi
prometido
volvió. «Escuchad -me dijo-, ese hombre ha partido y, por consiguiente, por
ahora,
escapa
a mi venganza; pero, mientras tanto, unánomos, como debíamos estarlo; luego,
confiad
en
lord de Winter para sostener su honor y el de su mujer.»
-¡Lord
de Winter! -exclamó Felton.
-Sí
-dijo Milady- lord de Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?:
Buckingham
permaneció
ausente más de un año. Ocho días antes de su llegada lord de Winter murió
súbitamente,
dejándome única heredera. ¿De dónde venía el golpe? Dios, que todo lo sabe, lo
sabe
sin duda, yo a nadie acuso...
-¡Oh,
qué abismo, qué abismo! -exclamó Felton.
-Lord
de Winter había muerto sin decir nada a su hermano. El secreto terrible debía
quedar
oculto
a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable. Vuestro
protector
había
visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortuna.
Sentí que
no
podía esperar de un hombre engañado en sus esperanzas de herencia apoyo alguno.
Pasé a
Francia
resuelta a permanecer allí durante todo el resto de mi vida. Pero toda mi
fortuna está en
Inglaterra;
cerradas las comunicaciones por la guerra, todo me faltó: me vi obligada
entonces a
volver;
hace seis días arribé a Portsmouth.
-¿Y
bien? -dijo Felton.
-Y
bien. Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter,
ya
prevenido
contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada. La
voz
pura
y noble de mi marido no estaba allí para defenderme. Lord de Winter creyó todo
cuanto se
le
dijo, con tanta mayor facilidad cuanto que tenía interés en creerlo. Me hizo
detener, me
condujo
aquí, me puso bajo vuestra custodia. El resto vos lo sabéis: pasado mañana me
destierra,
me deporta; pasado mañana me relega entre los infames. ¡Oh!, la trampa está bien
urdida,
la conspiración es hábil y mi honor no sobrevivirá a ella. De sobra veis que es
preciso que
yo
muera, Felton; ¡Felton, dadme ese cuchillo!
Y
tras estas palabras, como si todas sus fuerzasa estuvieran agotadas, Milady se
dejó ir débil y
lánguida
entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de
voluptuosidades
desconocidas,
la recibió con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el
aliento
de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan
palpitante.
-No,
no -dijo-; no, tú vivirás honrada y pura, vivirás para triunfar de tus
enemigos.
Milady
lo rechazó lentamente con la mano atrayéndolo con la mirada; mas Felton, a su
vez, se
apoderó
de ella, implorándola como a una divinidad.
-¡Oh!
¡La muerte, la muerte! -dijo ella, velando su voz y sus párpados-. ¡Oh, la
muerte antes
que
la vergüenza! Felton, hermano mío, amigo mío, te lo ruego.
-No
-exclamó Felton-, no, ¡tú vivirás y serás vengada!
-Felton,
llevo la desgracia a todo lo que me rodea. ¡Felton, abandóname! ¡Felton, déjame
morir!
-Pues
bien, muramos entonces juntos -exclamó él apoyando sus labios sobre los de la
prisionera.
Varios
golpes sonaron en la puerta; esta vez, Milady lo rechazó
realmente.
-Escucha
-dijo-, nos han oído; alguien viene. ¡Se acabó, estamos
perdidos!
-No
-dijo Felton-, es el centinela que me previene sólo de que llega una
ronda.
-Entonces,
corred a la puerta y abrid vos mismo.
Felton
obedeció: aquella mujer era ya todo su pensamiento, toda su
alma.
Se
encontró frente a un sargento que mandaba una patrulla de
vigilancia.
-¡Y
bien! ¿Qué ocurre? -preguntó el joven teniente.
-Me
habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda -dijo el soldado-, pero
habéis
olvidado
dejarme la llave; os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido
abrir la
puerta,
estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al
sargento.
-Y
aquí estoy -dijo el sargento.
Felton,
extraviado, casi loco, permanecía sin voz.
Milady
comprendió que le correspondía coger las riendas de la situación; corrió a la
mesa y
cogió
el cuchillo que había depositado Felton:
-¿Y
con qué derecho queréis impedirme morir? -dijo ella.
-¡Gran
Dios! -exclamó Felton viendo brillar el cuchillo en su
mano.
En
aquel momento, una carcajada irónica resonó en el
corredor.
El
barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie
en el umbral
de
la puerta.
-¡Ah,
ah! -dijo-. Ya estamos ante el último acto de la tragedia; ya lo veis, Felton el
drama ha
seguido
todas las fases que yo había indicado; pero estad tranquilo, la sangre no
correrá.
Milady
comprendió que estaba perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y
terrible de
su
valor.
-Os
equivocáis, milord, la sangre correrá. ¡Ojalá esa sangre caiga sobre los que la
hacen correr!
Felton
lanzó un grito y se precipitó hacia ella; era demasiado tarde: Milady se había
golpeado.
Pero
el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente,
la
ballena
de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres; se
había
deslizado
desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las
costillas.
El
vestido de Milady no por ello quedó menos manchado de sangre en un
segundo.
Milady
había caído de espaldas y parecía desvanecida.
Felton
arrancó el cuchillo.
-Ved,
milord -dijo con aire sombrío-. ¡Ahí tenéis una mujer que estaba bajo mi
custodia y que
se
ha matado!
-Estad
tranquilo, Felton -dijo lord de Winter-, no está muerta, los demonios no mueren
tan
fácilmente,
tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.
-Pero,
milord.
-Id,
os lo ordeno.
A
esta conminación de su superior, Felton obedeció; pero, al salir, puso el
cuchillo en su pecho.
En
cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady,
y cuando
hubo
venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con
ella.
Sin
embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave,
envió al
instante
un hombre a caballo a buscar un médico.
Capítulo
LVIII
Evasión
Como
había pensado lord de Winter, la herida de Milady no era peligrosa; por eso,
cuando se
encontró
sola con la mujer que el barón
se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla,
volvió
a abrir los ojos.
Sin
embargo, había que jugar a la debilidad y al dolor; no eran cosas difíciles para
una
comedianta
como Milady; por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la
que,
pese
a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.
Pero
la presencia de aquella mujer no le impedía a Milady
pensar.
No
había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se
apareciese al
joven
para acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en
que se
encontraba,
por un enviado del demonio.
Milady
sonreía a este pensamiento porque Felton era en lo sucesivo su única esperanza,
su
único
medio de salvación.
Pero
lord de Winter podía sospechar, y Felton podía ser ahora
vigilado.
Hacia
las cuatro de la mañana llegó el médico; pero desde que Milady se había
apuñalado la
herida
estaba ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la
profundidad;
reconoció
sólo por el pulso de la enferma que el caso no era grave.
Por
la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que
necesitaba
descanso,
despidió a la mujer que velaba a su lado.
Tenía
una esperanza, y es que Felton llegara a la hora del desayuno; pero Felton no
vino.
¿Sus
temores se habían vuelto realidad? Felton, sospechoso del barón, ¿iba a fallarle
en el
momento
decisivo? No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque
para
el 23 y estaba en la mañana del 22.
No
obstante, esperó aún con bastante paciencia hasta la hora de la
cena.
Aunque
no comió por la mañana la cena le fue traída a la hora habitual; Milady se dio
entonces
cuenta
con terror que el uniforme de los soldados que la custodiaban había
cambiado.
Entonces
se aventuró a preguntar qué había sido de Felton. Le respondieron que Felton
había
montado
a caballo hacía una hora y había partido.
Se
informó de si el barón seguía en el castillo; el soldado respondió que sí, y que
tenía la orden
de
avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.
Milady
respondió que estaba demasiado débil por el momento, y que su único deseo era
permanecer
sola.
El
soldado salió dejando la cena servida.
Felton
había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados; desconfiaba,
por
tanto,
de Felton.
Era
el ultimo golpe dado a la prisionera.
Al
quedar sola, se levantó; aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que
se la
creyese
gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente. Lanzó una mirada a la
puerta:
el barón había hechó clavar una plancha sobre el postigo; temía sin duda que por
aquella
abertura
consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los
guardias.
Milady
sonrió de alegría; podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada:
recorria
la
habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en
una jaula de
hierro.
Desde luego,si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí
misma,
sino
esta vez en matar al barón.
A
las seis, lord de Winter entró; estaba armado hasta los dientes. Aquel hombre,
en el que
hasta
entonces Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto
un
magnífico
carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo
todo.
Una
sola mirada lanzada sobre Milady le informó de lo que pasaba en su
alma.
-Sea
-dijo él-, mas no me mataréis hoy todavía; no tenéis ya armas, y además estoy
sobre
aviso.
Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal
influencia, mas
quiero
salvarlo, no os verá más, todo ha terminado. Recoged vuestro vestuario; mañana
partiréis.
Había fijado el embarque el 24, pero he pensado que cuanto más adelante la cosa,
más
segura
será. Mañana a mediodía tendré la orden de vuestro exilio firmada por
Buckingham. Si
decís
una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sargento
os
levantará
la tapa de los sesos, tiene esa orden; si ya en el navío decís una palabra a
quien quiera
que
sea antes de que el capitán os to permita, el capitán os hará arrojar al mar,
está así
acordado.
Hasta luego: eso es todo lo que por hoy tenía que deciros. Mañana os volveré a
ver
para
deciros adiós.
Y
con estas palabras el barón salió.
Milady
había escuchado toda esta amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre
los
labios,
pero con la rabia en el corazón.
Sirvieron
la cena; Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podia pasar durante
aquella
noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo
y
los
relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.
La
tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a
la naturaleza
compartir
el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la cólera en su
pensamiento;
le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas
ramas
curvaba y cuyas hojas se llevaba; ella aullaba como el huracán, y su voz se
perdía en el
clamor
de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y
desesperarse.
De
pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de
un hombre
aparecer
tras los barrotes.
Corrió
a la ventana y la abrió.
-¡Felton!
-exclamó-. ¡Estoy salvada!
-Sí
-dijo Felton-; pero, ¡silencio, silencio! Necesito tiempo para serrar vuestros
barrotes. Tened
cuidado
solamente de que no os vean por el postigo.
-¡Oh,
es una prueba de que el Señor está con nosotros, Felton! -prosiguió Milady-. Han
cerrado
el
postigo con una plancha.
-Está
bien, ¡Dios los ha vuelto insensatos! -dijo Felton.
-Pero
¿qué tengo que hacer? -preguntó Milady.
-Nada,
nada; volved a cerrar la ventana solamente. Acostaos, o al menos meteos en
vuestra
cama
completamente vestida; cuando haya terminado, golpearé en los cristales. Mas
¿podréis
seguirme?
-¡Oh,
sí7
-¿Y
vuestra herida?
-Me
hace sufrir, pero no me impide caminar.
-Estad,
pues, preparada a la primera señal.
Milady
volvió a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado
Felton,
a
hacerse un ovillo en su cama. En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el
chirrido de la
lima
contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de
Felton tras
los
cristales.
Pasó
una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón
oprimido por una
angustia
espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.
Hay
horas que duran un año.
Al
cabo de una hora, Felton golpeó de nuevo.
Milady
saltó fuera de su cama y fue a abrir. Dos barrotes de menos formaban una
abertura
para
que un hombre pasase.
-¿Estáis
preparada? -preguntó Felton:
-Sí.
¿Tengo que llevar alguna cosa?
-Oro
si tenéis.
-Sí,
por suerte me han dejado el que tenía.
-Tanto
mejor, porque he gastado todo lo mío en fletar un barco.
-Tomad
-dijo Milady poniendo en las manos de Felton una bolsa llena de
oro.
Felton
cogió la bolsa y la arrojó al pie del muro.
-Ahora
-dijo-, ¿queréis venir?
-Aquí
estoy.
Milady
se subió a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio
al joven
oficial
suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.
Por
primera vez, un movimiento de terror le recordó que era
mujer.
El
vacío la espantaba.
-Me
lo temía -dijo Felton.
-No
es nada, no es nada -dijo Milady-, bajaré con los ojos
cerrados.
-¿Tenéis
confianza en mí? -dijo Felton.
-¿Y
lo preguntáis?
-Juntad
vuestras dos manos; cruzadlas, está bien.
Felton
le ató las dos muñecas con un pañuelo; luego, por encima del pañuelo, con una
cuerda.
-¿Qué
hacéis? -preguntó Milady con sorpresa.
-Pasad
vuestros brazos alrededor de mi cuello y no temáis nada.
-Pero
os haré perder el equilibrio y nos estrellaremos los dos.
-Tranquilizaos,
soy marino.
No
había un segundo que perder; Milady pasó sus dos brazos en torno al cuello de
Felton y se
dejó
deslizar fuera de la ventana.
Felton
comenzó a descender los escalones lentamente y uno a uno.
Pese
al peso de los dos cuerpos, el soplo del huracán los balanceaba en el
aire.
De
pronto Felton se detuvo.
-¿Qué
ocurre? -preguntó Milady.
-Silencio
-dijo Felton-, oigo pasos.
-¡Estamos
descubiertos!
Se
hizo un silencio de algunos instantes.
-No
-dijo Felton-, no es nada.
-Pero
¿qué es ese ruido?
-El
de la patrulla que va a pasar por el camino de ronda.
-¿Dónde
está ese camino de ronda?
-Justo
debajo de nosotros.
-Nos
van a descubrir.
-No,
si no hay relámpagos.
-Tropezarán
con el final de la escala.
-Por
suerte le faltan seis pies para llegar al suelo.
-¡Ahí
están, Dios mío!
-¡Silencio!
Los
dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo;
durante este
tiempo
los soldados pasaban por debajo riendo y hablando.
Fue
para los fugitivos un momento terrible.
La
patrulla pasó; se oyó el ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las
voces que
iba
debilitándose.
-Ahora
-dijo Felton-, estamos salvados.
Milady
lanzó un suspiro y se desvaneció.
Felton
continuó descendiendo. Llegado al final de la escala, y cuando sintió que
faltaba apoyo
para
sus pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón
se dejó
colgar
en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la bolsa de oro
y lo cogió
entre
sus dientes.
Luego
levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al
que había
tomado
la patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y
llegado a la
orilla
del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una
señal parecida le respondió y cinco minutos después vio aparecer una barca
ocupada por
cuatro
hombres.
La
barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente
fondo para que
pudiera
tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería
confiar a nadie
su
precioso peso.
Afortunadamente
la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía
violento;
la barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de
nuez.
-¡A
la balandra! -dijo Felton-. Remad con rapidez.
Los
cuatro hombres se pusieron a los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para
que
los
remos hicieran mucha labor.
Sin
embargo, se iban alejando del castillo; era lo principal. La noche era
profundamente
tenebrosa
y resultaba ya casi imposible distinguir la orilla desde la barca; con mayor
razón no se
habría
podido distinguir la barca desde la orilla.
Un
punto negro se balanceaba en el mar.
Era
la balandra.
Mientras
la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores,
Felton
desataba
la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
Luego,
cuando sus manos estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la orrojó al
rostro.
Milady
lanzó un suspiro y abrió los ojos.
-¿Dónde
estoy? -dijo.
-A
salvo -respondió el joven oficial.
-¡Oh,
a salvo, a salvo! -exclamó ella-. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire
que respiro es
el
de la libertad. ¡Ah..., gracias, Felton, gracias!
El
joven la apretó contra su corazón.
-Pero
¿qué tengo en las manos? -preguntó Milady-. Parece como si me hubieran quebrado
las
muñecas
en un torno.
En
efecto, Milady alzó los brazos; tenía las muñecas
magulladas.
-¡Ay!
-dijo Felton mirando aquellas hermosas manos y moviendo suavemente la
cabeza.
-¡Oh,
no es nada, no es nada! -exclamó Milady-. ¡Ahora me
acuerdo!
Milady
buscó con los ojos a su alrededor.
-Está
ahí -dijo Felton, empujando con el pie la bolsa de oro.
Se
acercaban a la balandra. El marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca
respondió.
-
Qué barco es ése? -preguntó Milady.
-El
que he fletado para vos.
-¿Dónde
va a conducirme?
-Donde
vos queráis, con tal que a mí me dejéis en Portsmouth.
-¿Qué
vais a hacer en Portsmouth? -preguntó Milady.
-Cumplir
las órdenes de lord de Winter -dijo Felton con una sombría
sonrisa.
-¿Qué
órdenes? -preguntó Milady.
-Entonces,
¿no comprendéis? -dijo Felton.
-No;
explicaos, os lo suplico.
-Como
si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su
lugar a
hacer
firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.
-Pero
si desconfiaba de vos, ¿cómo os ha confiado esa orden?
-¿Creía
acaso que yo sabía lo que llevaba?
-¡Ah,
claro! ¿Y vais a Portsmouth?
-No
tengo tiempo que perder: mañana es 23, y Buckingham parte mañana con la
flota.
-
Parte mañana para dónde?
-Para
La Rocelle.
-¡Es
preciso que no parta! -exclamó Milady, olvidando su presencia de ánimo
acostumbrada.
-Tranquilizaos
-respondió Felton-, no partirá.
Milady
temblaba de alegría. Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven:
la
muerte
de Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.
-¡Felton...
-dijo-, sois grande como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo
que
puedo deciros.
-¡Silencio!
-dijo Felton-. Hemos llegado.
En
efecto, tocaban la balandra.
Felton
subió el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la
sostenían
porque
el mar estaba todavía muy agitado.
Un
instante después estaban sobre el puente.
-Capitán
-dijo Felton-, esta es la persona de quien os he hablado y a quien hay que
conducir
sana
y salva a Francia.
-Mediante
mil pistolas -dijo el capitán.
-Os
he dado ya quinientas. -
-Es
cierto -dijo el capitán.
-Y
aquí están las otras quinientas -añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de
oro.
-No
-dijo el capitán-, yo no tengo más que una palabra y se la he dado a este joven;
las otras
quinientas
pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.
-¿Y
llegaremos?
-Sanos
y salvos -dijo el capitán-, tan cierto como que me llamo Jack
Buttler.
-Pues
bien -dijo Milady-, si mantenéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas,
sino mil lo
que
os daré.
-¡Hurra
por vos, hermosa dama! -exclamó el capitán-. ¡Y ojalá Dios me envié con
frecuencia
clientes
como Vuestra Señoría!
-Mientras
tanto -dijo Felton-, conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de
Portsmouth;
ya sabéis qué hemos convenido que nos llevaréis allí.
El
capitán respondió ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la
mañana el
pequeño
navío arrojaba el ancla en la bahía designada.
Durante
esta travesía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a
Londres,
había
fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla
colocando en
los
intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus
pies, y cómo,
finalmente,
llegado a los barrotes, había atado la escala. Milady sabía lo
demás.
Por
su parte, Milady trató de alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras
palabras que
salieron
de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser
moderado que
reafirmado.
Convinieron
que Milady esperaría a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta,
ella
partiría.
En
tal caso, suponiendo que estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el
convento de
las
Carmelitas de Béthume .
Capítulo
LIX
Lo
que pasó en Portsmouth el 23 de agosto de 1628
Felton
se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de
su
hermana
besándole la mano.
Toda
su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor
desacostumbrado
brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre; su frente estaba más
pálida
aún que de costumbre; sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un
acento
cortado
y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.
Mientras
estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permaneció con el rostro vuelto
hacia
Milady
que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos. Los dos estaban bastante
tranquilos
sobre
el temor a ser perseguidos: nunca se entraba en la habitación de Milady antes de
las
nueve;
y se necesitaban tres horas para llegar desde el castillo a
Londrés:
Felton
use el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del
acantilado,
saludó
a Milady por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.
Al
cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el
mástil de
la
balandra.
En
seguida corrió en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse
frente a él, a
media
milla aproximadamente, en la bruma de la mañana.
Más
allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían,
semejantes
a
un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del
viento.
En
su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de meditaciones ascéticas y
una larga
estancia
en medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o
falsas
contra
el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.
Cuando
comparaba los crímenes públicos de este ministro, crímenes brillantes, crímenes
europeos,
si así se podía decir, con los crímenes privados y desconocidos con que lo había
cargado
Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí
contenía
Buckingham
era aquel cuya vida no conocía el público. Es que su amor tan extraño, tan
nuevo,
tan
ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a imaginarias de lady de Winter
como se ve a
través
de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los
imperceptibles
átomos
en realidad comparados con un hormiga.
La
rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí
dejaba, expuesta
a
una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una
santa, la
emoción
pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos
humanos.
Entró
en Portsmouth hacia las ocho de la mañana; toda la población estaba en pie; el
tambor
batía
en las calles y en el puerto; las tropas de embarque descendían hacia el
mar.
Felton
llegó al palacio del Almirantazgo cubierto de polvo y chorreando de sudor; su
rostro,
ordinariamente
tan pálido, estaba púrpura de calor y de cólera. El centinela quiso rechazarlo;
pero
Felton llamó al jefe del puesto y sacó del bolso la carta de que era
portador.
-Mensaje
urgente de parte de lord de Winter -dijo.
Al
nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el
jefe del
puesto
dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del
oficial de
marina.
Felton
se precipitó en el palacio.
En
el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de
polvo, sin
aliento,
dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus
rodillas.
Felton
y él se dirigieron al mismo tiempo a Patrick, el ayuda de cámara de confianza
del duque.
Felton
nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendió
que
sólo
podía darse a conocer al duque. Los dos insistían para pasar uno antes que el
otro.
Patrick,
que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de
amistad
con
el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre. El otro fue obligado a
esperar, y fue
fácil
ver cuánto maldecía aquel retraso.
El
ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los
diputados de
La
Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete
donde
Buckingham,
que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cualquier
otra
concedía
una atención extraordinaria.
-El
teniente Felton -dijo Patrick-, de parte de lord de
Winter.
Felton
entró. En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata
recamada
de
oro, para ponerse un jubón de terciopelo azul completamente bordado de
perlas.
-¿Por
qué no ha venido el propio barón? -preguntó Buckingham-. Lo esperaba esta
mañana.
-Me
ha encargado decir a Vuestra Gracia -respondió Felton que lamentaba mucho no
tener ese
honor,
pero que se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del
castillo.
-Sí,
sí -dijo Buckingham-, ya sé eso, hay una prisionera.
-Precisamente
de esa prisionera quería yo hablar a Vuestra Gracia-prosiguió
Felton.
-¡Bien,
hablad!
-Lo
que tengo que deciros sólo puede ser oído de vos, milord.
-Dejadnos,
Patrick -dijo Buckingham-, pero estad cerca de la campanilla; os llamaré en
seguida.
Patrick
salió.
-Estamos
solos, señor -dijo Buckingham-; hablad.
-Milord
-dijo Felton-, el barón de Winter
os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis
una
orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte
Backson.
-Sí,
señor, y le he contestado que me trajera o me enviara esa orden y que yo la
firmaría.
-Hela
aquí, Milord.
-Dadme
-dijo el duque.
Y
tomándola de las manos de Felton, lanzó sobre el papel una ojeada rápida.
Entonces,
dándose
cuenta de que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogió una
pluma
y
se dispuso a firmar.
-Perdón,
milord -dijo Felton deteniendo al duque-, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de
Charlotte
Backson no es el nombre verdadero de esa mujer?
-Sí,
señor, lo sé -respondió el duque mojando la pluma en el
tintero.
-¿Entonces
Vuestra Gracia conoce su verdadero nombre? -preguntó Felton con voz
cortada.
-Lo
conozco.
El
duque acercó la pluma al papel.
-Y
conociendo ese nombre verdadero -prosiguió Felton-, ¿monseñor lo
firmará?
-Claro
que sí -dijo Buckingham-, y mejor dos veces que una.
-No
puedo creer -continuó Felton con una voz que se hacía cada vez más cortante y
brusca-
que
Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter...
-¡Lo
sé perfectamente, aunque estoy asombrado de que lo sepáis
vos!
-¿Y
Vuestra Gracia firmará esa orden sin remordimientos?
Buckingham
miró al joven con altivez.
-Vaya,
señor, ¿sabéis -le dijo- que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy
tonto
por
responder a ellas?
-Respondedme,
monseñor -dijo Felton-, la situación es más grave de lo que quizá
penséis.
Buckingham
pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su
nombre
y se sosegó.
-Sin
ningún remordimiento -dijo-, y el barón sabe como yo que milady de Winter es una
gran
culpable
y que es casi otorgarle gracia militar su pena al
destierro.
El
duque posó su pluma sobre el papel.
-¡No
firmaréis esa orden, milord! -dijo Felton dando un paso hacia el
duque.
-¿Que
no firmaré esta orden? -dijo Buckingham-. ¿Y por qué?
-Porque
haréis examen de conciencia y haréis justicia a Milady.
-Se
le hará justicia enviándola a Tyburn -dijo Buckingham-; Milady es una
infame.
-Monseñor,
Milady es un ángel, vos lo sabéis de sobra, y yo os exijo su
libertad.
-¡Vaya!
-dijo Buckingham-. Estáis loco al hablarme así.
-Milord,
perdonadme; hablo como puedo; me contengo. Sin embargo, milord, pensad en lo que
vais
a hacer, ¡y tened cuidado con pasaros de la raya!
-¿Cómo?...
¡Dios me perdone! -exclamó Buckingham-. ¡Pero creo que me está
amenazando!
-No,
milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el
vaso
lleno,
una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de
tantos
crímenes.
-Señor
Felton -dijo Buckingham-, vais a salir de aquí y consideraros arrestado
inmediatamente.
-Vais
a escucharme hasta el final, milord. Habéis seducido a esa joven, la habéis
ultrajado y
mancillado:
reparad vuestros crímenes para con ella, dejadla partir libremente; y no exigiré
otra
cosa
de vos.
-¿Vos
no exigiréis? -dijo Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié
en
cada
una de las sílabas de las tres palabras que acababa de
pronunciar.
-Milord
-continuó Felton exaltándose a medida que hablaba-, milord, tened cuidado, toda
Inglaterra
está harta de vuestras iniquidades; milord, habéis abusado del poder real que
casi
habéis
usurpado; milord, habéis horrorizado a los hombres y a Dios; Dios os castigará
más tarde,
pero
yo, yo os castigaré hoy.
-¡Ah!
¡Esto es demasiado fuerte! -grito Buckingham dando un paso hacia la
puerta.
Felton
le cerró el paso.
-Os
lo pido humildemente -dijo-, firmad la orden de puesta en libertad de lady de
Winter;
pensad
que es la mujer que habéis deshonrado.
-Retiraos,
señor -dijo Buckingham-, o llamo y hago que os pongan
cadenas.
-Vos
no llamaréis -dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada
sobre un
velador
inscrustado de plata-; tened cuidado, milord, estáis entre las manos de
Dios.
-En
las manos del diablo, querréis decir -exclamó Buckingham alzando la voz para
atraer a
gente,
sin llamar, sin embargo, directamente.
-Firmad,
milord, firmad la libertad de lady de Winter -dijo Felton empujando un papel
hacia el
duque.
-¡A
la fuerza! ¿Os burláis de mí? ¡Eh, Patrick!
-¡Firmad,
milord!
-¡Jamás!
-¿Jamás?
-¡A
mí! -gritó el duque, y al mismo tiempo saltó sobre su
espada.
Pero
Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el
cuchillo con que
se
había herido Milady; de un salto estuvo sobre el duque.
En
ese momento Patrick entraba en la sala gritando:
-¡Milord,
una carta de Francia!
-¡De
Francia! -exclamó Buckingham olvidando todo al pensar de quién le venía aquella
carta.
Felton
aprovechó el momento y le hundió en el costado el cuchillo hasta el
mango.
-¡Ah,
traidor! -gritó Buckingham-. Me has matado...
-¡Al
asesino! -aulló Patrick.
Felton
lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en
la habitación
vecina
que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle,
la
atravesó
corriendo y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer escalón se
encontró con
lord
de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la
mano y en el
rostro,
saltó a su cuello exclamando:
-¡Lo
sabía lo había adivinado y llego un minuto tarde! ¡Oh, desgraciado de
mí!
Al
grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton
había
encontrado
en la antecámara se precipitó en el gabinete.
Encontró
al duque tumbado sobre un sofá, cerrando su herida con su mano
crispada.
-La
Porte -dijo el duque con voz moribunda-, La Porte, ¿vienes de su
parte?
-Sí,
monseñor -respondió el fiel servidor de Ana de Austria-, pero quizá demasiado
tarde.
-¡Silencio,
La Porte, podrían oíros! Patrick, no dejéis entrar a nadie. ¡Oh, no llegaré a
saber lo
que
me manda decir! ¡Dios mío, me muero!
Y
el duque se desvaneció.
Sin
embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedición, los
oficiales de la casa
de
Buckingham, habían irrumpido en su habitación; por todas partes sonaban gritos
de
desesperación.
La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por
doquier
y se esparció por la ciudad.
Un
cañonazo anunció que acababa de pasar algo nuevo e
inesperado.
Lord
de Winter se mesaba los cabellos.
-¡Un
minuto tarde! -exclamó-. ¡Un minuto tarde! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué
desgracia!
En
efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda
flotaba en
una
de las ventanas del castillo; había corrido al punto a la habitación de Milady,
había
encontrado
la habitación vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había
acordado de la
recomendación
verbal que le había hecho transmitir D'Artagnan por su mensajero, había
temblado
por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer
ensillar su
caballo,
había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y,
saltando
a
tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y en el primer
escalón se había
encontrado,
como hemos dicho, con Felton.
Sin
embargo, el duque no estaba muerto; volvió en sí, abrió los ojos y la esperanza
volvió a
todos
los corazones.
-Señores
-dijo- dejadme solo con Patrick y La Porte.
-¡Ah,
sois vos, de Winter! Esta mañana me habéis enviado un singular loco, ved el
estado en
que
me ha puesto.
-¡Oh,
milord! -exclamó el barón-. No me consolaré nunca.
-Y
cometerás un error, mi querido de Winter -dijo Buckingham tendiéndole la mano-.
No sé de
ningún
hombre que merezca ser lamentado durante toda la vida por otro hombre; mas
déjanos,
te
lo ruego.
El
barón salió sollozando.
No
se quedaron en el gabinete más que el duque herido, La Porte y
Patrick.
Se
buscaba a un médico, al que no podían encontrar.
-Viviréis,
milord, viviréis -repetía de rodillas ante el sofá del duque el mensajero de Ana
de
Austria.
-¿Qué
me escribía ella? -dijo débilmente Buckingham chorreando sangre y dominando,
para
hablar
de aquella a la que amaba, atroces dolores-. ¿Que me escribía ella? Léeme su
carta.
-¡Oh,
milord! -dijo La Porte.
-Obedece,
La Porte; ¿no ves que no tengo tiempo que perder?
La
Porte rompió el sello y puso el pergamino bajo los ojos del duque; mas
Buckingham trató en
vano
de distinguir la escritura.
-Lee,
pues -dijo-,lee, yo no veo ya; lee, porque pronto quizá no oiga y moriré
entonces sin
saber
lo que me ha escrito.
La
Porte no puso más dificultades, y ieyó:
«Milord:
Por
cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conozco, os conjuro, si
tenéis
alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento
que
hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la
religión
es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa
oculta.
Esta guerra no sólo puede acarrear a Francia y a Inglaterra grandes
catástrofes,
sino incluso a vos, milord, desgracias de las que nunca me
consolaré.
Velad
por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en
que
no esté obligada a ver en vos un enemigo.
Vuestra
afectísima,
Ana.»
Buckingham
reunió los restos de su vida para escuchar esta lectura; luego, cuando hubo
terminado,
como si hubiera encontrado en aquella carta un amargo
desencanto:
-¿No
tenéis otra cosa que decirme de viva voz, La Porte?
-preguntó.
-Sí,
monseñor: la reins me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había
recibido
el
aviso que os querían asesinar.
-¿Y
eso es todo, eso es todo? -prosiguió Buckingham con
impaciencia.
-Tamb¡én
me había encargado dec¡ros que os amará siempre.
-¡Ah!
-d¡jo Buckingham- ¡Dios sea loado! Mi muerte no será para ells la muerte de un
extraño...
La
Porte se fundió en lágrimas.
-Patrick
-dijo el duque-, traedme el cofre donde estaban los herretes de
diamantes.
Patrick
trajo el objeto pedido, que La Porte reconoció por haber pertenecido a la
reina.
-Ahora,
la bolsita de satén blanco, donde están bordadas en perlas sus
iniciales.
Patrick
volvió a obedecer.
-M¡rad,
La Porte -dijo Buckingham-, estas son las ún¡cas prendas que tengo de ella, este
cofre
de
plata y estas dos cartas. Las devolvéis a Su Majestad; y como último recuerdo...
-buscó a su
alrededor
algún objeto precioso- añadiréis...
Siguió
buscando; pero sus m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el
cuchillo
caído de las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida
en la
hoja.
-Y
añadiréis este cuchillo -dijo el duque apretando la mano de La
Porte.
Aún
pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo
haciendo seña
a
La Porte de que no podía ya hablar; luego, en la última convulsión, para la cual
esta vez no
tenía
fuerzas ya de combatir, se deslizó del sofá al suelo.
Patrick
lanzó un grito.
Buckingham
quiso sonreír por última vez; pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó
grabado
sobre su frente como un último beso de amor.
En
aquel momento el médico del duque llegó completamente espantado; estaba ya a
bordo del
bajel
almirante, habían tenido que ir a buscarlo allí.
Se
acercó al duque, cogió su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó
caer.
-Todo
es inútil -dijo-, está muerto.
-¡Muerto,
muerto! -exciamó Patrick.
Ante
este grito toda la multitud entró en la sala, y por doquiera no hubo más que
consternación
y tumulto.
Tan
pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corrió a por Felton, a quien
los
soldados
seguían custodiando en la terraza del palacio.
-¡Miserable!
-dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma
y
aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo-. ¡Miserable! ¿Qué has
hecho?
-Me
he vengado -dijo.
-¡Tú!
-dijo el barón-. Di que has servido de instrumento a esa maldita mujer; pero, te
lo juro,
este
crimen será su último crimen.
-No
sé lo que queréis decir -contestó tranquilamente Felton-, e ignoro de quién
queréis hablar,
milord:
he matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos
mismo,
nombrarme
capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.
De
Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué
pensar de
semejante
sensibilidad.
Una
sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton. A cada
ruido que
oía,
el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a
arrojarse en sus
brazos
para acusarse y perderse con él.
De
pronto se estremeció, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la
terraza en que
se
encontraba se dominaba completamente; con aquella mirada de águila de marino
había
reconocido,
allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las
olas, la
vela
de la balandra que se dirigía a las costas de Francis.
Palideció,
se llevó la mano al corazón, que se rompía, y comprendió toda la
traición.
-Una
última gracia, milord -le dijo al barón.
-¿Cuál?
-preguntó éste.
-¿Qué
hora es?
El
barón sacó su reloj.
-Las
nueve menos diez -dijo.
Milady
había adelantado su partida una hora y media; desde que oyó el cañonazo que
anunciaba
el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.
El
barco bogaba bajo un cielo azul a gran distancia de la
costa.
-Dios
lo ha querido -dijo Felton con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin
embargo,
separar
los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco
fantasma de
aquella
a quien su vida iba a ser sacrificada.
De
Winter siguió su mirada, interrogó su sufrimiento y adivinó
todo.
-Sé
castigado solo primero, miserable -dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba
arrastrar con
los
ojos vueltos hacia el mar-; pero lo juro, por la memoria de mi hermano a quien
tanto amé,
que
tu cómplice no se ha salvado.
Felton
bajó la cabeza sin pronunciar una palabra.
En
cuanto a de Winter, bajó rápidamente la escalera y se dirigió al
puerto.
Capítulo
LX
En
Francia
El
primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue
que una noticia
terrible
desalentase a los rochelleses; trató, dice Richelieu en sus Memorias, de
ocultársela el
mayor
tiempo posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo
especial cuidado
de
que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Buckingham aprestaba hubiera
partido,
encargándose
él mismo, a falta de Buckingham, de supervisar la marcha.
Llevó
incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de
Dinamarca,
que se había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al
puerto
de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las
Provincias
Unidas.
Mas
como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a las
dos de la
tarde,
ya habían salido del puerto dos navíos: el uno llevando, como sabemos, a Milady,
la cual,
sospechando
ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro
desplegarse
en el mástil del bajel almirante.
En
cuanto al segundo navío, más tarde diremos a quién llevaba y cómo
partió.
Durante
este tiempo, por lo demás, nada nuevo en el campo de La Rochelle; sólo el rey,
que
se
aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en
otra
parte,
resolvió ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint-Germain, y
pidió al cardenal
hacerle
preparar una escolta de veinte mosqueteros solamente. El cardenal, a quien a
veces
ganaba
el aburrimiento del rey, concedió con gran placer aquel permiso a su real
lugarteniente,
que
prometió estar de regreso hacia el 15 de septiembre.
El
señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como,
sin saber el
motivo,
conocía el vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de
volver a
Paris,
los designó, por supuesto, para formar parte de la
escolta.
Los
cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de
Tréville,
porque
fueron los primeros a quienes se la comunicó. Fue entonces cuando D'Artagnan
apreció el
favor
que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los
mosqueteros: sin
esta
circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras
sus
compañeros
partían.
Más
tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a Paris tenía por causa el
peligro que debía
correr
la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su
enemiga
mortal.
Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Michon,
aquella
costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la
reina
diese
autorización a la señora Bonacieux de salir del convento y retirarse bien a
Lorraine, bien a
Bélgica.
La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había
recibido
esta carta:
«Mi
querido primo:
Aquí
va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del
convento de
Béthune,
cuyo aire vos pensáis que es malo para ella. Mi hermana os envía esta
autorización con
gran
placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más
tarde.
Os
abrazo,
Marie
Michon.»
A
esta carta iba unida una autorización así concebida:
«La
superiors del convento de Béthune entregará a la persona que le entregue este
billete la
novicia
que entró en su convento bajo mi recomendación y
patronazgo.
En
el Louvre, el 10 de agosto de 1628.
Anne.»
Como
se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que
llamaba
a la reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes; pero
Aramis,
después
de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las
gruesas
bromas
de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a tocar el tema,
declarando que
si
se le volvía a decir una sola palabra, no imploraría más a su prima como
intermediaria en este
tipo
de asuntos.
No
volvió, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por
otra parte,
teman
lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las
Carmelitas de
Béthune.
Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el
campamento
de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Francia; por eso D'Artagnan iba
a
pedir
un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su
partida,
cuando
le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que
el rey
iba
a partir para Paris con una escolta de veinte mosqueteros, y que ellos formaban
parte de la
escolta.
La
alegría fue grande. Enviaron a los criados por delante con los equipajes, y
partieron el 16
por
la mañana.
El
cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro
se
despidieron
uno de otro con grandes demostraciones de amistad.
Sin
embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le
era
posible,
porque deseaba llagar a Paris para el 23, se detenía de vez en cuando para cazar
la
picaza,
pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que
siempre
había
conservado gran predilección. De los veinte mosqueteros, dieciséis, cuando eso
ocurría, se
alegraban
del descanso; pero otros cuatro maldecían cuanto podían. D'Artagnan, sobre todo,
tenía
zumbidos perpetuos en las orejas, cosa que Porthos explicaba
así:
-Una
gran dama me enseñó que eso quiere decir que se habla de vos en alguna
parte.
Finalmente,
la escolta cruzó Paris el 23 por la noche; el rey dio las gracias al señor de
Tréville,
y
le permitió distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de
los favorecidos
apareciese
en algún lugar público, so pena de la Bastilla.
Los
cuatro primeros permisos otorgados, como se supondrá, fueron para nuestros
cuatro
amigos.
Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo
añadir a
estos
seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana,
y, por
complaciencia
aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la
mañana.
-Dios
mío -decía D'Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada-, me parece que
ponemos
muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres
caballos
(poco
me importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la
superiora, y
dejo
al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en
Paris, donde
estará
mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle. Luego,
una vez
de
retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de
lo que
personalmente
hemos hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos. Quedaos, pues,
aquí,
no os agotéis de fatiga inútilmente: yo y Planchet, es todo cuanto se necesita
para un
expedición
tan simple.
A
lo cual Athos respondió tranquilamente.
-También
nosotros tenemos dinero; porque aún no he bebido completamente el resto del
diamante,
y Porthos y Aramis no se lo han comido todo. Reventaremos, por tanto, cuatro
caballos
mejor que uno. Mas pensad, D'Artagnan -dijo con una voz tan sombría que su
acento
dio
escalofríos al joven-, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha
citado a una
mujer
que por doquiera que va lleva la desgracia consigo. Si no tuvierais que
habéroslas más que
con
cuatro hombres, D'Artagnan, os dejaría ir solo; tenéis que habéroslas con esa
mujer,
vayamos
los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro criados seamos en número
suficiente.
-Me
asustáis, Athos -exclamó D'Artagnan-. ¿Qué teméis, pues, Dios
mío?
-¡Todo!
-respondió Athos.
D'Artagnan
examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella
de
una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los
caballos, pero sin
añadir
una sola palabra.
El
25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D'Artagnan acababa de echar
pie a
tierra
en el albergue de la Herse d'Or para beber un vaso de vino un caballero salió
del patio de
la
posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo
fresco, el
camino
de Paris. En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento
entreabrió la
capa
en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de agosto, y se llevó su sombrero,
que el
viajero
retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo
hundió
rápidamente
hasta los ojos.
D'Artagnan,
que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palideció y dejó caer su
vaso.
-¿Qué
os ocurre, señor?... -dijo Planchet-. ¡Eh, eh! Acudid, señores, que mi amo se
encuentra
mal.
Los
tres amigos acudieron y encontraron a D'Artagnan que, en lugar de encontrarse
mal, corría
hacia
su caballo. Lo detuvieron en el umbral.
-¡Eh!
¿Dónde diablos vas as? -le gritó Athos.
-¡Es
él! -exclamó D'Artagnan, pálido de cólera y con el sudor sobre la frente-. ¡Es
él! ¡Dejadme
que
le siga!
-Pero
él, ¿quién? -preguntó Athos.
-El,
ese hombre.
-¿Qué
hombre?
-Ese
hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado
por
alguna
desgracia; el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera
vez,
aquel
a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en
que la
señora
Bonacieux fue raptada. ¡El hombre de Meung! ¡Lo he visto, es él! ¡Lo he
reconocido
cuando
el viento ha entreabierto su capa!
-¡Diablos!
-dijo Athos pensativo.
-A
caballo, señores, a caballo, persigámoslo y lo
alcanzaremos.
-Querido
-dijo Aramis-, pensad que él va hacia el lado opuesto al que nosotros vamos; que
tiene
un caballo fresco y que nuestros caballos están fatigados; que, por
consiguiente,
reventaremos
nuestros caballos sin tener siquiera la posibilidad de alcanzarlo. Dejemos al
hom-
bre,
D'Artagnan, salvemos a la mujer.
-¡Eh,
señor! -gritó un mozo de cuadra corriendo tras el desconocido-. ¡Eh, señor, se
os ha caído
del
sombrero este papel! ¡Eh, señor, eh!
-Amigo
-dijo D'Artagnan-, media pistola por ese papel.
-Con
mucho gusto, señor; aquí lo tenéis.
El
mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, regresó al patio del
hostal;
D'Artagnan
desplegó el papel.
-¿Y
bien? -preguntaron sus amigos rodeándolo.
-¡Nada
más que una palabra! -dijo D'Artagnan.
-Sí
-dijo Aramis-, pero ese nombre es un nombre de villa o de
aldea.
-Armentiéres
-leyó Porthos-. Armentières, no conozco eso.
-¡Y
ese nombre de villa o de aldea está escrito de su mano! -exclamó
Athos.
-Vamos,
vamos, guardemos cuidadosamente este papel -dijo D'Artagnan-, quizá no haya
perdido
mi última pistola. A caballo, amigos míos, a caballo.
Y
los cuatro compañeros se lanzaron al galope por la ruta de
Béthune.
Capítulo
LXI
El
convento de las Carmelitas de Béthune
Los
grandes criminales llevan con ellos una especie de predestinación que los hace
superar
todos
los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en
que la
Providencia,
cansada, ha marcado por escollo de su fortuna impía.
Así
ocurría con Milady; pasó a través de los cruceros de las dos naciones, y arribó
a Boulogne
sin
ningún accidente.
Y
si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las
persecuciones de
Francia
echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de travesía,
se hizo
pasar
por una francesa a quien los ingleses molestaban en Portsmouth, por el odio que
habían
concebido
contra Francia.
Milady
tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto
y la
generosidad
con que repartía las pistolas. Ex¡mida de las formalidades de costumbre por la
sonrisa
afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la
mano, no
se
quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posts una carts concebida en
estos
términos:
«A
Su Eminencia Monseñor el Cardenal de Richelieu, en su campamento ante La
Rochelle.
Monseñor
que Vuestra Eminencia se tranquilice; Su Gracia el duque de
Buckingham
no partirá hacia Francia.
Boulogne,
25 por la noche.
Milady
***. »
«P.
S. Según los deseos de Vuestra Eminencia, me dirijo al convento de las
Carmelitas de
Béthune,
donde esperaré sus órdenes. »
Efectivamente,
aquella misma noche Milady se puso en camino; la cogió la noche: se detuvo y
durmió
en un albergue; luego, al día siguiente, a las cinco de la mañana, partió, y
tres horas
después
entró en Béthune.
Se
hizo indicar el convento de las Carmelitas, y entró en él al
punto.
La
superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le
hizo dar la
habitación
y servir de desayunar.
Todo
el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta
en el
porvenir,
no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan
felizmente
había
servido, sin que su nombre se hubiera mezclado para nada con aquel sangriento
asunto.
Las
pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las apariencias de esas
nubes
que
vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan
pronto el negro
opaco
de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devastación y
la
muerte.
Tras
el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distracciones en el
claustro, y la buena
superiora
tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva
pensionista.
Milady
quería agradar a la abadesa; ahora bien, era cosa fácil para aquella mujer tan
realmente
superior;
trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su
conversación
tan variada y por las gracias esparcidas en toda su
persona.
A
la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias
de corte, que
rara
vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta
franquear los
muros
de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores
mundanales.
Milady,
por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas,
en medio
de
las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años; se puso,
pues, a
entretener
a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas
a
las
devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y
las damas de
la
corte, que la abadesa conocía perfectamente de nombre, tocó de refilón los
amores de la reina
y
de Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Mas
la abadesa se contentó con escuchar todo y sonreír sin responder. Sin embargo,
como
Milady
vio que este género de relato le divertía mucho, continuó; sólo que hizo recaer
la
conversación
sobre el cardenal.
Pero
se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se
mantuvo en un
punto
medio prudente; pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más
prudente
aún,
contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que
la viajera
pronunciaba
el nombre de Su Eminencia.
Milady
comenzó a creer que se aburriría mucho en el convento; resolvió, pues, arriesgar
algo
para
saber luego a qué atenerse. Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de
aquella buena
abadesa,
se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstanciado, del
cardenal,
contando los amores del ministro con la señora de D'Aiguillon, con Marion de
Lorme y
con
algunas otras mujeres galantes.
La
abadesa escuchó más atentamente, se animó poco a poco y
sonrió.
-Bueno
-se dijo Milady-, le toma gusto a mi discurso; si es cardenalista, no pone mucho
fanatismo
que digamos.
Luego
pasó a las persecuciones ejercidas por el cardenal sobre sus enemigos. La
abadesa se
contentó
con persignarse, sin aprobar ni desaprobar.
Esto
confirmó a Milady en su opinión de que la religiosa era más realista que
cardenalista.
Milady
continuó, ponderando cada vez más.
-Soy
muy ignorante en todas estas materias -dijo por fin la abadesa-, pero por
alejadas que
estemos
de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos
ejemplos
muy
tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido muchas
venganzas
y
persecuciones del señor cardenal.
-Una
de vuestras pensionistas -dijo Milady-. ¡Oh, Dios mío, pobre mujer! La
compadezco
entonces.
-Y
tenéis razón, porque es muy de compadecer: prisión, amenazas, malos tratos, ha
sufrido
todo.
Pero después de todo -prosiguió la abadesa-, quizá el señor cardenal tuviera
motivos
plausibles
para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar
siempre a
las
personas por el aspecto.
«Bueno
-se dijo Milady-, quién sabe; quizá voy a descubrir algo aquí, estoy en vena.
»
Y
se dedicó a dar a su rostro una expresión de candor
perfecta.
-¡Ay!
-dijo Milady-. Yo lo sé; se dice que no hay que creer en las fisonomías; pero
¿en qué
creer
entonces, si no es en la más bella obra del Señor? En cuanto a mí, quizá esté
equivocada
toda
mi vida; pero me fiaré siempre de una persona cuyo rostro me inspire
simpatía.
-¿Seríais
tentada, pues, de creer que esta joven es inocente? -dijo la
abadesa.
-El
señor cardenal no castiga sólo los crímenes -dijo ella-; hay ciertas virtudes
que persigue con
más
severidad que ciertas fechorías.
-Permitidme,
señora, expresaros mi extrañeza -dijo la abadesa.
-Y
¿de qué? -preguntó Milady con ingenuidad.
-Del
lenguaje que tenéis.
-¿Qué
encontráis de sorprendente en este lenguaje? -preguntó Milady
sonriendo.
-Vois
sois amiga del cardenal, puesto que os envía aquí, y sin
embargo...
-Y,
sin embargo, hablo mal de él -prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la
superiora.
-Al
menos no habláis bien.
-Es
que yo no soy su amiga -dijo ella suspirando-, sino su
víctima.
-Pero,
sin embargo, ¿esa carta por la que os recomienda a mí?
-Es
una orden contra mí de mantenerme en una especie de prisión de la que me hará
sacar por
algunos
de sus satélites.
-Mas
¿por qué no habéis huido?
-¿Dónde
iría? ¿Creéis que hay un lugar en la tierra que no pueda alcanzar el cardenal si
quiere
molestarme
en tender la mano? Si yo fuera hombre, en rigor, todavía sería posible; pero
mujer,
¿qué
queréis que haga una mujer? Esa joven pensionista que tenéis aquí, ¿ha tratado
de huir?
-No,
cierto, pero ella es otra cosa, creo que está retenida en Francia por algún
amor.
-Entonces
-dijo Milady con un suspiro-, si ama no es completamente
desgraciada.
-¿O
sea -dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente-, que lo que estoy
viendo es
también
una pobre perseguida?
-¡Ay,
sí! -dijo Milady.
La
abadesa miró un instante a Milady con inquietud, como si un nuevo pensamiento
surgiese
en
su mente.
-¿Vos
no sois enemiga de nuestra santa fe? -dijo ella
balbuceando.
-¡Yo!
-exclamó Milady-. ¿Yo protestante? ¡Oh, no, pongo por testigo al Dios que nos
oye de
que,
por el contrario, soy ferviente católica!
-Entonces
-dijo la abadesa sonriendo-, tranquilizaos; la casa en que estáis no será una
prisión
muy
dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad. Hay más,
encontraréis
aquí
a esa joven perseguida sin duda a consecuencia de alguna intriga cortesana. Es
amable,
graciosa.
-¿Cómo
la llamáis?
-Me
ha sido recomendada por alguien situado muy arriba, bajo el nombre de Ketty. No
he
tratado
de saber su otro nombre.
-¡Ketty!
-exclamó Milady-. ¿Cómo? ¿Estáis segura?
-¿Que
se hace llamar así? Sí, señora. ¿La conoceríais?
Milady
sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer
pudiera
ser
su antigua doncella. Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de
cólera, y un
deseo
de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al
punto adop-
taron
la expresión calma y benévola que esta mujer de cien rostros les había hecho
perder
momentáneamente.
-¿Y
cuándo podré ver a esa joven dama, por la que siento una simpatía tan grande?
-preguntó
Milady.
-Pues
esta noche -dijo la abadesa-, hoy mismo. Pero habéis viajado durante cuatro
horas,
como
vos misma me habéis dicho; esta mañana os habéis levantado a las cinco, debéis
necesitar
descanso.
Acostaos y dormid, a la hora de la cena os despertaremos.
Aunque
Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por
todas
las
excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de
intrigas, no
por
eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince
días había
pasado
por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar
la
fatiga,
su alma necesitaba reposo.
Se
despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de
venganza
que
naturalmente le había traído el nombre de Ketty. Recordaba aquella promesa casi
ilimitada
que
le había hecho el cardenal si triunfaba en su empresa. Había triunfado; podría,
pues,
vengarse
de D'Artagnan.
Sólo
una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère,
a quien
había
creído muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el
nombre de
Athos,
el mejor amigo de D'Artagnan.
Pero,
también, si era amigo de D'Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las
intrigas,
con
ayuda de las cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia; si
era amigo
de
D'Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en
la venganza
en
cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.
Todas
estas esperanzas eran dulces pensamientos para Milady; por eso, acunada por
ellos, se
durmió
al punto. .
Fue
despertada por una voz dulce que resonó al pie de su cama. Abrió los ojos y vio
a la
abadesa
acompañada de una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre
ella una
mirada
llena de benevolente curiosidad.
El
rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron
con una
atención
escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso; las dos eran muy
bellas, pero
de
belleza completamente distinta. Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que
aventajaba con
mucho
a la joven mujer en clase y modales aristocráticos. Es cieto que el hábito de
novicia que
llevaba
la joven no era muy ventajoso para sostener una lucha de este
género.
La
abadesa las presentó una a otra; luego, cuando fue cumplida esta formalidad,
como sus
deberes
la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres
solas.
La
novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la
retuvo.
-¿Cómo
señora? -le dijo ella-. ¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra
presencia,
con
la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que
pasar aquí?
-No,
señora -respondió la novicia- sólo que temía haber escogido mal el momento;
dormid,
estáis
fatigada.
-Bueno
-dijo Milady-, ¿qué pueden pedir las personas que duermen? Un buen despertar.
Este
despertar
vos me lo habéis dado; dejadme gozar de él a mi gusto.
Y
cogiéndole la mano, la atrajo sobre un sillón que estaba junto a su
lecho.
La
novicia se sentó.
-¡Dios
mío -dijo ella-, qué desgraciada soy! Hace ya seis meses que estoy aquí, sin la
sombra
de
una distracción; llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía
encantadora, y
he
aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el
convento.
-¡Cómo!
-dijo Milady-. ¿Os marcháis en seguida?
-Al
menos eso espero -dijo la novicia con una expresión de alegría que no trataba de
disfrazar
por
nada del mundo.
-Creo
haber entendido que habéis sufrido por parte del cardenal -continuó Milady-;
hubiera
sido
un motivo más de simpatía entre nosotras.
-Ya
me lo ha dicho nuestra buena madre. ¿Es, por tanto, verdad que también vos erais
una
víctima
de ese malvado cardenal?
-¡Chiss!
-dijo Milady-. Incluso aquí no hablemos así de él; todas mis desgracias proceden
de
haber
dicho más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo
creía
amiga
mía y que me ha traicionado. Y vos, ¿sois también vos víctima de una
traición?
-No
-dijo la novicia-, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por
quien hubiera
dado
mi vida, por la que aún la daría.
-Y
que os ha abandonado, ¿no es eso?
-He
sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he
obtenido prueba
de
lo contrario, y se lo agradezco a Dios; me habría costado creer que me había
olvidado. Pero
vos,
señora -continuó la novicia- me parece que estáis libre, y que si quisierais
huir, no
dependería
más que de vos.
-¿Dónde
queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco,
adonde
no he venido nunca?...
-¡Oh!
-exclamó la novicia-. En cuanto a amigos, los tendréis por todas partes donde os
mostréis.
Parecéis tan buena y sois tan bella...
-Esto
no me impide -prosiguió Milady endulzando su sonrisa de manera que le daba una
expresión
angelical- que yo esté sola y perseguida.
-Escuchad
-dijo la novicia-, hay que tener esperanza en el cielo, como veis; siempre viene
en el
momento
en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá
sea
una
suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encontrado;
porque si
yo
salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de
haberse puesto
en
campaña por mí, podrán también ponerse en campaña por vos.
-¡Oh!
Cuando he dicho que estaba sola -dijo Milady, esperando hacer hablar a la
novicia
hablando
de ella misma-, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba;
pero
estos
conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener
a alguien
contra
el cardenal; tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha
sido
obligada
más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían
servido.
-Creedme,
señora, la reina puede parecer haber abandonado a esas personas; pero no hay que
creer
en las apariencias; cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con
frecuencia, en
el
momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen
recuerdo.
-¡Ay!
-dijo Milady-. Lo creo. Es tan buena la reina...
-¡Oh,
entonces conocéis a esa bella y noble reina, puesto que habláis así! -exclamó la
novicia
con
entusiasmo.
-Es
decir -replicó Milady, acorralada en sus posiciones-, a ella personalmente no
tengo el honor
de
conocerla; pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al
señor de
Putange,
he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de
Tréville.
-¡El
señor de Tréville! -exclamó la novicia-. ¿Conocéis al señor de
Tréville?
-Sí,
perfectamente, mucho incluso.
-¿El
capitán de los mosqueteros del rey?
-El
capitán de los mosqueteros del rey.
-¡Oh,
vais a ver -exclamó la novicia- cómo dentro de un momento vamos a ser muy
conocidas,
casi
amigas! Si conocéis al señor de Tréville habréis debido ir a su
casa.
-¡Con
frecuencia! -dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de
que la
mentira
triunfaba, quería llevarla hasta el final.
-En
su casa habréis debido ver a algunos de sus mosqueteros...
-¡A
todos los que habitualmente recibe! -respondió Milady, para quien esta
conversación
empezaba
a tener un interés real.
-Nombradme
a algunos de los que vos conozcáis y veréis que estarán entre mis
amigos.
-Conozco
-dijo Milady embarazada- al señor de Louvigny, al señor de Courtivron, al señor
de
Férussac.
La
novicia la dejó decir; luego, viendo que se detenía:
-¿Y
no conocéis -le dijo- a un gentilhombre llamado Athos?
Milady
se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que
fuera
de
sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora
y
devorándola
con la mirada.
-¿Qué,
qué os ocurre? ¡Oh, Dios mío! -preguntó aquella pobre mujer-. ¿He dicho algo que
os
haya
herido?
-No,
pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese
gentilhombre,
y
porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca
mucho.
-¡Oh,
sí, mucho, no solamente a él, sino también a sus amigos, los señores Porthos y
Aramis!
-De
veras, también a ellos los conozco -exclamó Milady, que sintió el frío penetrar
hasta su
corazón.
-Pues
bien, si los conocéis, debéis saber que son buenos y francos compañeros. ¿Por
qué nos
os
dirigís a ellos si necesitáis apoyo?
-Es
decir -balbuceó Milady-, yo no estoy vinculada realmente a ninguno de ellos; los
conozco
por
haber oído hablar mucho de ellos a uno de mis amigos, el señor
D'Artagnan.
-¡Conocéis
al señor D'Artagnan! -exclamó la novicia a su vez, cogiendo la mano de Milady y
devorándola
con los ojos.
Luego
notando la extraña expresión de la mirada de Milady:
-Perdón,
señora -dijo-, ¿a título de qué lo conocéis?
-Pues
-replico Milady en apuros- a título de amigo.
-Me
engañáis, señora -dijo la novicia-; habéis sido su amante.
-Sois
vos quien lo habéis sido, señora -exclamó Milady a su vez.
-¡Yo!
-dijo la novicia.
-Sí,
vos; ahora os conozco, vos sois la señora Bonacieux.
La
joven retrocedió, llena de sorpresa y de terror.
-¡Oh,
no lo neguéis! Responded -prosiguió Milady.
-Pues
bien: sí, señora; yo le amo -dijo la novicia-, ¿somos
rivales?
El
rostro de Milady se encendió de un fuego tan salvaje que en cualquier otra
circunstancia la
señora
Bonacieux habría huido de espanto; pero estaba totalmente dominada por los
celos.
-Veamos:
decís, señora -prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la
hubiera
creído
incapaz-, qué habéis sido o sois su amante?
-¡Oh,
oh! -exclamó Milady con un acento que no admitía duda sobre su verdad-. ¡Jamás,
jamás!
-Os
creo -dijo la señora Bonacieux-; mas ¿por qué entonces habéis gritado
así?
-¿Cómo,
no comprendéis? -dijo Milady, que se había repuesto de su turbación y que había
recuperado
toda su presencia de ánimo.
-¡Cómo
queréis que comprenda! Yo no sé nada.
-¿No
comprendéis que, por ser mi amigo, D'Artagnan me había tomado por
confidente?
-¿De
veras?
-¡No
comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint-Germain, su
desaparición,
la
de sus amigos, sus búsquedas inútiles desde ese momento! Y ¿cómo no queréis que
me
sorprenda,
cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta
frecuencia
juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien
él me
había
hecho amar antes de haberos visto? ¡Ay, querida Costance, ahora os encuentro,
por fin os
veo!
Y
Milady tendió sus brazos a la señora Bonacieux, que, convencida por lo que
acababa de
decirle,
no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más
que una
amiga
sincera y abnegada.
-¡Oh,
perdonadme, perdonadme! -exclamó ella dejándose ir sobre su hombro-. ¡Lo amo
tanto!
Las
dos mujeres estuvieron un instante abrazadas. Desde luego, si las fuerzas de
Milady
hubieran
estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de
aquel
abrazo.
Pero no pudiendo ahogarla, le sonrió.
-¡Oh,
querida, querida muchacha -dijo Milady-, cuán feliz soy al veros! Dejadme
miraros -y
diciendo
estas palabras la devoraba inquisitivamente con la mirada-. Sí, sois vos. ¡Ah y,
por
cuanto
me ha dicho, os reconozco ahora, os reconozco
perfectamente!
La
pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la
muralla de
aquella
frente pura, tras aquelos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino
interés y
compasión.
-Entonces
sabéis cuánto he sufrido -dijo la señora Bonacieux-, puesto que os he dicho lo
que él
sufría;
pero sufrir por él es felicidad.
Milady
replicó maquinalmente.
-Sí,
es felicidad.
Ella
pensaba en otra cosa.
-Y,
además -continuó la señora Bonacieux-, mi suplicio toca a su término; mañana,
quizá esta
noche,
lo volveré a ver, y entonces el pasado no existirá.
-¿Esta
noche? ¿Mañana? -exclamó Milady sacada de su ensoñación por aquellas palabras-.
¿Qué
queréis decir? ¿Esperáis alguna nueva de él?
-Lo
espero a él.
-A
él. ¿D'Artagnan aquí?
-El
mismo.
-¡Pero
es imposible! Está en el sitio de La Rochelle con el cardenal; no volverá a
París sino
después
de la toma de la ciudad.
-Vos
creéis eso, pero ¿es que hay algo imposible para mi D'Artagnan el noble y leal
gentilhombre?
-¡Oh,
no puedo creeros!
-¡Buenos
entonces leed! -dijo en el exceso de su orgullo y de su alegría la desventurada
joven
presentando
una carta a Milady.
«¡La
escritura de la señora Chevreuse! -se dijo para sus adentros Milady-. ¡Ay,
estaba segura
de
que tenía conocimientos por ese lado!»
Y
leyó ávidamente estas pocas líneas:
«Mi
querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os
verá
más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que
estuvieseis
oculta; preparaos, pues, para la partida y no desesperéis jamás de
nosotros.
Vuestro
encantador gascón acaba de mostrarse valiente y fiel como siempre;
decidle
que se le agradece en alguna parte el aviso que ha dado.»
-Sí,
sí -dijo Milady-, sí, la carta es precisa. ¿Sabéis cuál es ese
aviso?
-No,
sospecho solamente que haya prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del
cardenal.
-Sí,
eso es sin duda -dijo Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y
dejando caer su
cabeza
pensativa sobre su pecho.
En
aquel momento se oyó el galope de un caballo.
-¡Oh!
-exclamó la señora Bonacieux precipitándose a la ventana-. ¿Será ya
él?
Milady
había permanecido en su cama, petrificada por la sorpresa; tantas cosas
inesperadas le
llegaban
de golpe que por primera vez la cabeza le fallaba.
-¡EI,
él! -murmuró ella-. ¿Será él?
Y
permanecía en la cama con los ojos fijos.
-¡Ay,
no! -dijo la señora Bonacieux-. Es un hombre que no conozco y que, sin embargo,
parece
que
viene hacia aquí; sí, aminora su carrera, se deteniene en la puerta,
llama.
Milady
saltó fuera de su cama.
-¿Estáis
completamente segura de que no es él? -dijo ella.
-¡Oh,
sí, completamente segura!
-Quizá
hayáis visto mal.
-¡Oh!
Aunque no viera más que la pluma de su sombrero, la punta de su capa, lo
reconocería.
Milady
seguía vistiéndose.
-No
importa, ¿decís que ese hombre viene hacia aquî?
-Sí,
ha entrado.
-Es
para vos o para mí.
-¡Oh,
Dios mío, qué agitada parecéis!
-Sí,
lo confieso, yo no tengo vuestra confianza, temo cualquier cosa del
cardenal.
-¡Chis!
-dijo la señora Bonacieux-. Alguien viene.
Efectivamente,
la puerta se abrió y entró la superiora.
-
Sois vos la que llegáis de Boulogne? -preguntó a Milady.
-Sí,
soy yo -respondió ésta tratando de recuperar su sangre fría-. ¿Quién pregunta
por mí?
-Un
hombre que no quiere decir su nombre, pero que viene de parte del
cardenal.
-¿Y
qué quiere decirme? -preguntó Milady.
-Que
quiere hablar con una dama que ha llegado de Boulogne.
-Entonces
hacedlo entrar, señora, os lo ruego.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! -dijo la señora Bonacieux-. ¿Será alguna mala
noticia?
-Tengo
miedo.
-Os
dejo con ese extraño, pero tan pronto como se marche, volveré si me lo
permitís.
-¡Cómo
no! Os lo suplico.
La
superiora y la señora Bonacieux salieron.
Milady
se quedó sola, fijos los ojos en la puerta; un instante después se oyó el ruido
de
espuelas
que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se
abrió y
apareció
un hombre.
Milady
lanzó un grito de alegría: aquel hombre era el conde de Rochefort, el
instrumento ciego
de
Su Eminencia.
Capítulo
LXII
Dos
variedades de demonios
-¡Ah!
-exclamaron al mismo tiempo Rochefort y Milady-. ¡Sois
vos!
-Sí,
soy yo.
-¿Y
llegáis?... -preguntó Milady.
-De
La Rochelle. ¿Y vos?
-De
Inglaterra.
-¿Buckingham?
-Muerto
o herido peligrosamente; cuando yo partía sin haber podido obtener nada de él,
un
fanático
acababa de asesinarlo.
-¡Ah!
-exclamó Rochefort con una sonrisa-. ¡He ahí un azar muy feliz! Y que satisfará
mucho a
Su
Eminencia. ¿Le habéis avisado?
-Le
escribí desde Boulogne. Pero ¿cómo estáis aquí?
-Su
Eminencia, inquieto, me ha enviado en vuestra busca.
-Llegué
ayer.
-¿Y
qué habéis hecho desde ayer?
-No
he perdido mi tiempo.
-¡Oh!
Eso me lo sospecho de sobra.
-¿Sabéis
a quién he encontrado aquí?
-No.
-Adivinad.
-¿Cómo
queréis...?
-A
esa joven a quien la reina ha sacado de prisión.
-¿La
amante del pequeño D'Artagnan?
-Sí,
a la señora Bonacieux, cuyo retiro ignoraba el cardenal.
-Bueno
-dijo Rochefort-, ahí tenemos un azar que puede igualarse con el otro. El señor
cardenal
es realmente un hombre privilegiado.
-¿Comprendéis
mi asombro -continuó Milady- cuando me he encontrado cara a cara con esta
mujer?
-¿Ella
os conoce?
-No.
-Entonces,
¿os mira como a una extraña?
Milady
sonrió.
-¡Soy
su mejor amiga!
-Por
mi honor -dijo Rochefort-, no hay como vos, mi querida condesa, para hacer
milagros.
-Y
vale la pena, caballero -dijo Milady-, porque ¿sabéis qué
pasa?
-No.
-Van
a venir a buscarla mañana o pasado mañana con una orden de la
reina.
-¿De
verdad? ¿Y quién?
-D'Artagnan
y sus amigos.
-Realmente
harán tanto que nos veremos obligados a enviarlos a la
Bastilla.
-¿Por
qué no se ha hecho ya?
-¡Qué
queréis! Porque el señor cardenal tiene por esos hombres una debilidad que yo no
comprendo.
-¿De
veras?
-Sí.
-Pues
bien, decidle esto, Rochefort, decidle que nuestra conversación en el albergue
del
Colombier-Rouge
fue oída por esos cuatro hombres; decidle que después de su partida uno de
ellos
subió y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado;
decidie que
habían
hecho avisar a lord de Winter de mi paso a Inglaterra; que también en esta
ocasión han
estado
a punto de hacer fracasar mi misión, como hicieron fracasar la de los herretes;
decidle
que
entre esos cuatro hombres, sólo dos son de temer, D'Artagnan y Athos; decidle
que el
tercero,
Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste,
sabemos su
secreto,
puede ser útil; en cuanto al cuarto, Porthos, es un tonto, un fatuo y un necio:
que no se
preocupe
siquiera.
-Pero
esos cuatro hombres deben estar en este momento en el asedio de La
Rochelle.
-Eso
creía como vos; pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora
de
Chevreuse,
y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el
contrario
estos cuatro hombres están de camino y vienen a
llevársela.
-¡Diablos!
¿Qué hacer?
-¿Qué
os ha dicho el cardenal a mi respecto?
-Que
reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él
sepa lo que
habéis
hecho, pensará en lo que debéis hacer.
-¿Debo
entonces quedarme aquî? -preguntó Milady.
-Aquí
o en los alrededores.
-¿No
podéis llevarme con vos?
-No,
la orden es formal; en los alrededores del campamento podríais ser reconocida, y
vuestra
presencia,
como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que
acaba
de pasar allá. Sólo que decidme por adelantado dónde esperaréis noticias del
cardenal,
que
yo sepa siempre dónde encontraros.
-Escuchad,
es probable que no pueda permanecer aquí.
-¿Por
qué?
-Olvidáis
que mis enemigos pueden llegar de un momento a otro.
-Cierto;
pero entonces, ¿esa mujercita va a escapársele a Su
Eminencia?
-¡Bah!
-dijo Milady con una sonrisa que no pertenecía más que a ella-. Olvidáis que yo
soy su
mejor
amiga.
-¡Ah,
es cierto! Puedo, por tanto, decir al cardenal que, respecto a esa
mujer...
-Que
esté tranquilo.
-¿Eso
es todo?
-El
sabrá lo que quiere decir.
-Lo
adivinará. Ahora, veamos, ¿qué debo hacer yo?
-Salir
al instante; me parece que las nuevas que lleváis bien merecen que nos demos
prisa.
-Mi
silla se ha partido al entrar en Lillers.
-¡Estupendo!
-¿Cómo
estupendo?
-Sí,
necesito vuestra silla -dijo la condesa.
-¿Y
cómo iré yo entonces?
-A
todo galope.
-Os
tienen sin cuidado esas ciento ochenta leguas.
-¿Qué
es eso?
-Se
harán. ¿Y luego?
-Luego,
al pasar por Lillers, me devolvéis la silla con orden a vuestro criado de
ponerse a mi
disposición.
-Bien.
-Indudablemente,
tendréis encima de vos alguna orden del cardenal...
-Tengo
mi pleno poder.
-Lo
mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana,
y que
yo
tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro
nombre.
-¡Muy
bien!
-No
olvidéis tratarme duramente cuando habléis de mí a la
abadesa.
-¿Por
qué?
-Yo
soy una víctima del cardenal. Tengo que inspirar confianza a esa pobre señora
Bonacieux.
-De
acuerdo. Ahora, ¿queréis hacerme un informe de todo lo que ha
pasado?
-Ya
os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal
como os las
he
dicho, un papel se pierde.
-Tenéis
razón; basta con saber dónde encontraros, para que no vaya a recorrer
inútilmente por
los
alrededores.
-Es
cierto, esperad.
-¿Tenéis
un mapa?
-¡Oh!
Conozco esta región de maravilla.
-¿Vos?
¿Cuándo habéis venido aquí?
-Fui
criada aquí.
-¿De
verdad?
-Siempre
sirve de algo, como veis, haber sido criada en alguna
parte.
-Entonces
me esperáis...
-Dejadme
pensar un instante; claro, mirad, en Armentières.
-¿Qué
es Armentières?
-Una
pequeña aldea junto al Lys; no tendré más que cruzar el río y estoy en un país
extranjero.
-¡De
maravilla! Pero que quede claro que no atravesaréis el río más que en caso de
peligro.
-Por
supuesto.
-Y
en ese caso, ¿cómo sabré dónde estáis?
-¿Necesitáis
a vuestro lacayo?
-No.
-¿Es
un hombre seguro?
-A
toda prueba.
-Dádmelo;
nadie lo conoce, lo dejo en el lugar del que mé voy y él os lleva adonde
estoy.
-¿Y
decís que me esperáis en Armentières?
-En
Armentières -respondió Milady.
-Escribidme
ese nombre en un trozo de papel, no vaya a ser que lo olvide; un nombre de aldea
no
es comprometedor, ¿no es as?
-¿Quién
sabe? No imports -dijo Milady escribiendo el nombre en media hoja de papel-, me
comprometo.
-¡Bien!
-dijo Rochefort cogiendo de las manos de Milady el papel, que plegó y metió en
el forro
de
su sombrero-. Por otra parte, tranquilizaos; voy a hacer como los niños, y en
caso de que
pierda
ese papel, repetiré el nombre durante todo el camino. Y ahora, ¿eso es
todo?
-Creo
que sí.
-Intentaremos
recordar: Buckingham, muerto o gravemente herido; vuestra conversación con
el
cardenal, oída por los cuatro mosqueteros; lord de Winter avisado de vuestra
llegada a
Portsmouth;
D'Artagnan y Athos, a la Bastilla; Aramis, amante de la señora de Chevreuse;
Porthos,
un fauto; la señora Bonacieux, vuelta a encontrar; enviaros la silla lo antes
posible;
poner
mi lacayo a vuestra disposición; hacer de vos una víctima del cardenal para que
la abadesa
no
sospeche; Armentières, a orillas del Lys. ¿Es eso?
-Realmente,
mi querido caballero, sois un milagro de memoria. A propósito, añadid una
cosa.
-¿Cuál?
-He
visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que
me está
permitido
pasear por esos bosques. ¿Quién sabe? Quizá tenga necesidad de salir por una
puerta
de
atrás.
-Pensáis
en todo.
-Y
vos, vos olvidáis una cosa.
-¿Cuál?
-Preguntarme
si necesito dinero.
-Tenéis
razón, ¿cuánto queréis?
-Todo
el oro que tengáis.
-Tengo
aproximadamente quinientas pistolas.
-Yo
tengo otro tanto; con mil pistolas se hace frente a todo; vaciad vuestros
bolsillos.
-Aquí
están, condesa.
-Bien,
mi querido conde. ¿Cuándo partís?
-Dentro
de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un
caballo
de posts.
-¡De
maravilla! ¡Adiós, caballero!
-Adiós,
condesa.
-Recomendadme
al cardenal -dijo Milady.
-Recomendadme
a Satán -replicó Rochefort.
Milady
y Rochefort cambiaron una sonrisa y se separaron.
Una
hora después, Rochefort partió a galope tendido en su caballo; cinco horas más
tarde
pasaba
por Arras. Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D'Artagnan,
y
cómo
este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado
nueva
actividad
a su viaje.
Capítulo
LXlll
Gota
de agua
Apenas
había salido Rochefort, volvió a entrar la señora Bonacieux. Encontró a Milady
con el
rostro
risueño.
-Y
bien -dijo la joven- lo que vos temíais ha llegado, por tanto; esta noche o
mañana el
cardenal
os envía a recoger.
-¿Quién
os ha dicho eso, niña mía? -preguntó Milady.
-Lo
he oído de la boca misma del mensajero.
-Venid
a sentaros aquí a mi lado -dijo Milady.
-Ya
estoy aquí.
-Esperad
que me asegure de si alguien nos escucha.
-¿Por
qué todas estas precauciones?
-Ahora
vais a saberlo. Milady se levantó y fue a la puerta la abrió, miró en el
corredor y volvió a
sentarse
junto a la señora Bonacieux.
-Entonces
-dijo ella-, ha interpretado bien su papel.
-¿Quién?
-El
que se ha presentado a la abadesa como enviado del
cardenal.
-Era
entonces un papel que representaba?
-Sí,
niña mía.
-Ese
hombre no es entonces...
-Ese
hombre -dijo Milady bajando la voz- es mi hermano.
-¡Vuestro
hermano! -exclamó la señora Bonacieux.
-Pues
sí, sólo vos sabéis este secreto, niña mía; si lo confiáis a alguien, sea el que
sea, estaré
perdida,
y quizá vos también.
-¡Oh,
Dios mío!
-Escuchad,
lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la
fuerza
si era preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a
buscarme; lo ha
seguido.
Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espada
conminando al
mensajero
a entregarle los papeles de que era portador; el mensajero ha querido
defenderse, mi
hermano
lo ha matado.
-¡Oh!
-exclamó la señora Bonacieux temblando.
-Era
el único medio, pensad en ello. Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la
fuerza por la
astucia:
ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del
cardenal, y
dentro
de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su
Eminencia.
-Comprendo;
ese coche es vuestro hermano quien os lo envía.
-Exacto;
pero eso no es todo: esa carta que habéis recibido y que creéis de la señora de
Chevreuse...
-¿Qué?
-Es
falsa.
-¿Cómo?
-Sí,
falsa: es una trampa para que no hagáis resistencia cuando vengan a
buscaros.
-Pero
si vendrá D'Artagnan.
-Desengañaos,
D'Artagnan y sus amigos están retenidos en al asedio de La
Rochelle.
-¿Cómo
sabéis eso?
-Mi
hermano ha encontrado a los emisarios del cardenal con traje de mosqueteros. Os
habrían
llamado
a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os
llevaban a
Paris.
-¡Oh,
Dios mío! Mi cabeza se pierde en medio de este caos de iniquidades. Siento que
si esto
durase
-continuó la señora Bonacieux llevando sus manos a su frente- me volvería
loca.
-Esperad.
-¿Qué?
-Oigo
el paso de un caballo, es el de mi hermano que se marcha; quiero decirle el
último adiós,
venid.
Milady
abrió la ventana a hizo señas a la señora Bonacieux de reunirse con ella. La
joven fue
allí.
Rochefort
pasaba al galope.
-¡Adiós,
hermano! -exclamó Milady.
El
caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo,
hizo a Milady
una
seña amistosa con la mano.
-¡Este
buen Georges! -dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de
rostro llena
de
afecto y melancolía.
Y
volvió a sentarse en su sitio, como si se sumiera en reflexiones completamente
personales.
-Querida
señora -dijo la señora Bonacieux-, perdón por interrumpiros, pero ¿qué me
aconsejáis
hacer?
¡Dios mío! Vos tenéis más experiencia que yo; hablad, os
escucho.
-En
primer lugar -dijo Milady-, puede que yo me equivoque y que D'Artagnan y sus
amigos
vengan
realmente en vuestra ayuda.
-¡Oh,
hubiera sido demasiado hermoso! -exclamó la señora Bonacieux-. Y tanta felicidad
no
está
hecha para mí.
-Entonces,
atended; será simplemente una cuestión de tiempo, una especie de carrera para
saber
quién llegará primero. Si son vuestros amigos los que los aventajan en rapidez,
estaréis
salvada;
si son los satélites del cardenal, estaréis perdida.
-¡Oh
sí, perdida sin remisión! ¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer?
-Habría
un medio muy simple, muy natural...
-¿Cuál?
Decid.
-Sería
esperar oculta en los alrededores y aseguraros de quiénes son los hombres que
vienen a
buscaros.
-Pero
¿dónde esperar?
-¡Oh,
eso sí que no es un problema! Yo misma me detendré y me ocultaré a algunas
leguas de
aquí,
a la espera de que mi hermano venga a reunirse conmigo; pues bien, os llevo
conmigo, nos
escondemos
y esperamos juntas.
-Pero
no me dejarán partir, aquí estoy casi prisionera.
-Como
creen que yo me marcho por orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de
seguirme.
-¿Y?
-Pues
lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para
estrecharme
en vuestros brazos por última vez; el criado de mi hermano que viene a recogerme
está
avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.
-Pero
D'Artagnan, D'Artagnan, ¿si viene?
-¿No
hemos de saberlo?
-¿Cómo?
-Nada
más fácil. Hacemos regresar a Béthune a ese criado de mi hermano, del cual, ya
os lo he
dicho,
podemos fiarnos; se disfraza y se aloja frente al convento; si son los emisarios
del
cardenal
los que vienen, no se mueve; si es el señor D'Artagnan y sus amigos, los lleva
adonde
estamos
nosotras.
-Entonces,
¿los conoce?
-Claro,
ha visto al señor D'Artagnan en mi casa.
-¡Oh,
sí, sí, tenéis razón! De esta forma todo va de la mejor manera posible; pero no
nos
aiejemos
de aquí.
-A
siete a ocho leguas todo lo más, nos sïtuamos junto a la frontera, por ejemplo,
y a la
primera
alerta, salimos de Francia.
-Y
hasta entonces, ¿qué hacer?
-Esperar.
-Pero
¿y si ilegan?
-El
coche de mi hermano llegará antes que ellos.
-¿Si
estoy lejos de vos cuando vengan a recogernos, comiendo o cenando, por
ejemplo?
-Haced
una cosa.
-¿Cuál?
-Decid
a vuestra buena superiora que para dejarnos lo menos posible le pedís permiso de
compartir
mi comida.
-¿Lo
permitirá?
-¿Qué
inconveniente hay en eso?
-¡Oh,
muy bien de esta forma no nos dejaremos un instante!
-Pues
bien, bajad a su cuarto para hacerle saber vuestra petición; siento mi cabeza
pesada,
voy
a dar una vuelta por el jardín.
-Id,
pero ¿dónde os volveré a encontrar?
-Aquí,
dentro de una hora.
-Aquí,
dentro de una hora. ¡Oh, cuán buena sois! Os lo agradezco. Cómo no interesarme
de
vos?
Aunque no fuerais hermosa y encanta ora, ¿no sois la amiga de uno de mis mejores
amigos?
-Querido
D'Artagnan. ¡Oh, cómo os lo agradecerá!
-Eso
espero. Vamos, todo está convenido, bajemos.
-¿Vais
al jardín?
-Sí.
-Seguid
este corredor, una escalerita os conduce allí.
-¡De
maravilla! ¡Gracias!
Y
las dos mujeres se separaron cambiando una encantadora sonrisa. Milady había
dicho la
verdad,
tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como
en un
caos.
Necesitaba estar sola para poner un poco de orden en sus pensamientos. Veía
vagamente
en
el futuro; pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas
sus ideas, aún
confusas,
una forma nítida, un plan fijo.
Lo
más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí,
llegado el
caso,
hacer de ella un rehén. Milady comenzaba a temer el resultado de aquel duelo
terrible en
que
sus enemigos ponían tanta perseverancia como ella
encarnizamiento.
Por
otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado
estaba cercano
y
no podía dejar de ser terrible.
Lo
principal para ella, como hemos dicho, era por tanto tener en sus manos a la
señora
Bonacieux.
La señora Bonacieux era la vida de D'Artagnan; era más que su vida, era la de la
mujer
que él amaba; era, en caso de mala suerte, un medio de tratar y obtener con toda
seguridad
buenas condiciones.
Ahora
bien, este punto estaba fijado: la señora Bonacieux, sin desconfianza, la
seguía; una vez
oculta
con ella en Armentières, era fácil hacerle creer que D'Artagnan no había venido
a Béthune.
Dentro
de quince días como máximo, Rochefort estaría de vuelta; durante esos quince
días, por
otra
parte, pensaría sobre lo que tenía que hacer para vengarse de los cuatro amigos.
No se
aburriría,
gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden
con-
ceder
a una mujer de su carácter: una buena venganza que
perfeccionar.
Al
tiempo que pensaba, ponía los ojos a su alrededor y clasificaba en su cabeza la
topografía
del
jardín. Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y
que está
preparado,
según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en
retirada.
Al
cabo de una hora oyó una voz dulce que la llamaba: era la señora Bonacieux. La
buena
abadesa
había consentido naturalmente en todo y, para empezar, iban a cenar
juntas.
-Al
llegar al patio, oyeron el ruido de un coche que se detenía en la
puerta.
-¿Oís?
-dijo ella.
-Sí,
el rodar de un coche.
-Es
el que mi hermano nos envía.
-¡Oh,
Dios mío!
-¡Vamos,
valor!
Llamaron
a la puerta del convento, Milady no se había engañado.
-Subid
a vuestra habitación -le dijo a la señora Bonacieux-, tendréis algunas joyas que
desearéis
llevaros.
-Tengo
sus cartas -dijo ella.
-Pues
bien, id a buscarlas y venid a reuniros conmigo a mi cuarto, cenaremos de prisa;
quizá
viajemos
una parte de la noche, hay que tomar fuerzas.
-¡Gran
Dios! -dijo la señora Bonacieux llevándose la mano al pecho-. El corazón me
ahoga, no
puedo
caminar.
-¡Valor,
vamos, valor! Pensad que dentro de un cuarto de hora estaréis salvada, y pensad
que
lo
que vais a hacer, lo hacéis por él.
-¡Oh
sí, todo por él! Me habéis devuelto mi valor con una sola palabra; id, yo me
reuniré con
vos.
Milady
subió rápidamente a su cuarto, encontró allí al lacayo de Rochefort y le dio sus
instrucciones.
Debía
esperar a la puerta; si por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche
partía al
galope,
daba la vuelta al convento a iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada
al otro
lado
del bosque. En este caso, Milady cruzaba el jardín y ganaba la aldea a pie; ya
lo había dicho,
Milady
conocía de maravilla esta parte de Francia.
Si
los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como estaba convenido: la
señora
Bonacieux
subía al coche so protexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora
Bonacieux.
La
señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía,
Milady repitió
ante
ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady
hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos,
guiada por
un
postillón; el lacayo de Rochefort debía precederla como
correo.
Era
un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la
pobre joven
era
demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia; además, el
nombre de la
condesa
de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente
desconocido,
a
ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en
las desgracias
de
su vida.
-Ya
lo veis -dijo Milady cuando el lacayo hubo salido-, todo está dispuesto. La
abadesa no
sospecha
nada y cree que viene a buscarme de parte del cardenal. Ese hombre va a dar las
últimas
órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
-Sí
-dijo maquinalmente la señora Bonacieux-, sí, partamos.
Milady
le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le
sirvió una
pechuga.
-Ved
-le dijo-, todo nos ayuda: la oscuridad llega; al alba habremos llegado a
nuestro refugio y
nadie
podrá sospechar dónde estamos. Vamos, valor, tomad algo.
La
señora Bonacieux comió maquinalmente algunos bocados y templó sus labios en el
vaso.
-Vamos,
vamos -dijo Milady llevando el suyo a sus labios-, haced como
yo.
Pero
en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de
oír
en
la ruta como el rodar lejano de un galope que se iba aproximando; luego, casi al
mismo
tiempo,
le pareció oír relinchos de caballos.
Aquel
ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un
hermoso
sueño; palideció y corrió a la ventana mientras la señora Bonacieux,
levantándose toda
temblorosa,
se apoyaba sobre su silla para no caer.
No
se veía nada aún, sólo se oía el galope que continuaba
acercándose.
-¡Oh,
Dios mío! -dijo la señora Bonacieux-. ¿Qué es ese ruido?
-El
de nuestros amigos o de nuestros enemigos -dijo Milady con su terrible sangre
fría-;
quedaos
donde estáis; voy a decíroslo.
La
señora Bonacieux permaneció de pie, muda, inmóvil y pálida como una
estatua.
El
ruido se hacía más fuerte, los caballos no debían estar a más de ciento
cincuenta pasos; si
no
se los divisaba todavía, es porque la ruta formaba un codo. Sin embargo, el
ruido se hacía tan
nítido
que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus
herraduras.
Milady
miraba con toda la potencia de su atención. Necesitó poco tiempo para poder
reconocer
a
los que llegaban.
De
pronto, en el recodo del camino, vio relucir los sombreros galonados y flotar
las plumas;
contó
dos, después cinco, luego ocho caballeros; uno de ellos precedía a todos los
demás en dos
cuerpos
de caballo.
Milady
lanzó un rugido ahogado. En el que venía a la cabeza reconoció a
D'Artagnan.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Qué
pasa?
-Es
el uniforme de los guardias del señor cardenal; no hay un momento que perder
-exclamó
Milady-.
¡Huyamos, huyamos!
-Sí,
sí, huyamos -repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada
como estaba
en
su sitio por el terror.
Se
oyó a los caballeros que pasaban bajo la ventana.
-¡Venid,
pero venid! -exclamaba Milady tratando de arrastrar a la joven por el brazo-.
Gracias al
jardín,
aún podemos huir, tengo la llave; pero démonos prisa, dentro de cinco minutos
será
demasiado
tarde.
La
señora Bonacieux trató de caminar, dio dos pasos y cayó de
rodillas.
Milady
trató de levantarla y de llevársela, pero no pudo
conseguirlo.
En
aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros
partió al
galope.
Luego, tres o cuatro disparos sonaron.
-Por
última vez, ¿queréis venir? -exclamó Milady.
-¡Oh,
Dios mío, Dios mío! Veis que las fuerzas me faltan, veis que no puedo caminar:
huid sola.
-¡Huir
sola! ¡Dejaros aquíl No, no nunca -exclamó Milady.
De
pronto, un destello lívido brotó de sus ojos; de un salto, como loca, corrió a
la mesa, echó
en
el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abrió
con una
presteza
singular.
Era
un grano rojizo que se fundió al punto.
Luego,
cogiendo el vaso con una mano firme:
-Bebed
-dijo-, este vino os dará fuerzas, bebed.
-¡Constance,
Constance! -respondió el joven-. ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!
En
el mismo momento, la puerta de la celda cedió al choque más que se abrió; varios
hombres
se
precipitaron en la habitación; la señora Bonacleux había caído en un sïllón sin
poder hacer un
movimiento.
D'Artagnan
arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su
dueña,
Athos voivió a poner la suya en su cintura; Porthos y Aramis, que tenían
desnudas sus
espadas,
las envainaron.
-¡Oh,
D'Artagnan! ¡Mi bien amado D'Artagnan! ¡Vienes por fin, no me habían engañado,
eres
tú!
-¡Sí,
sí, Constance! ¡Juntos!
-¡Oh!
Por más que ella decía que no vendrías yo esperaba en secreto; no he querido
huir. lAy,
qué
bien he hecho, qué feliz soy!
A
la palabra de ella, Athos, que estaba sentado tranquilamente, se levantó de un
salto.
-¡E!la!
¿Quién es ella? -preguntó D'Artagnan.
-Mi
compañera; la que, por amistad hacia mí, quería sustraerme a mis perseguidores;
!a que
tomándoos
por guardias del cardenal acaba de huir.
-Vuestra
compañera -exclamó D'Artagnan volviéndose más pálido que el velo blanco de su
amante-.
¿A qué compañera os referís?
-A
aquella cuyo coche estaba a la puerta, a una mujer que se dice vuestra amiga,
D'Artagnan;
a
una mujer a quien vos habéis contado todo.
-¡Su
nombre, su nombre! -exclamó D'Artagnan-. ¡Dios mío! ¿No sabéis vos su
nombre?
-Sí,
lo han pronunciado delante de mí; esperad..., pero es extranjero... ¡Oh, Dios
mío! Mi
cabeza
se turba, ya no veo.
-¡Ayudadme,
amigos ayudadme! Sus manos están heladas -exclamó D'Artagnan-. Se encuentra
mal.
¡Gran Dios! ¡Pierde el conocimiento!
Mientras
Porthos pedía ayuda con toda la potencia de su voz, Aramis corrió a la mesa para
coger
un vaso de agua; pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de
Athos que, de
pie
ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba uno de
los vasos y
parecía
presa de la duda más horrible.
-¡Oh!
-decía Athos-. ¡Oh, no, es imposible! ¡Dios no permitiría semejante
crimen!
-¡Agua,
agua! -gritaba D'Artagnan-. ¡Agua!
-¡Oh,
pobre mujer, pobre mujer! -murmuraba Athos con la voz
quebrada.
La
señora Bonacieux volvió a abrir los ojos bajo los besos de
D'Artagnan.
Y
acercó el vaso a los labios de la joven, que bebió
maquinalmente.
-¡Ah!
No es así como quería vengarme -dijo Milady dejando con una sonrisa infernal el
vaso
encima
de la mesa-, pero a fe que se hace lo que se puede.
Y
se precipitó fuera de la habitación.
La
señora Bonacieux la vio huir, sin poder seguirla; estaba como esas gentes que
sueñan que
las
persiguen y que tratan en vano de caminar.
Transcurrieron
algunos minutos, un ruido horrible resonaba en la puerta; a cada instante la
señora
Bonacieux esperaba ver reaparecer a Milady, que no
reaparecía.
Varias
veces, de terror sin duda, el sudor frío subió a su frente
ardiente.
Por
fin, oyó el rechinar de las verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las
espuelas
resonó
por las escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en
medio de
las
cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De
pronto lanzó un gran grito de alegría y se lanzó hacia la puerta, había
reconocido la voz de
D
Artagnan.
-¡D'Artagnan!
¡D'Artagnan! -exclamó ella-. ¿Sois vos? Por aquí, por
aquí.
-¡Vuelve
en sí! -exclamó el joven-. ¡Oh, Dios mío, Dios mío,
gracias!
-Señora
-dijo Athos-, señora, en nombre del cielo, ¿de quién es este vaso
vacío?
-Mío,
señor... -respondió la joven- con voz moribunda.
-Pero
¿quién os ha echado el vino que estaba en ese vaso?
-Ella.
-Pero
¿quién es ella?
-¡Ah,
ya me acuerdo! -dijo la señora Bonacieux-. La condesa de
Winter...
Los
cuatro amigos lanzaron un solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los
demás.
En
aquel momento, el rostro de la señora Bonacieux se volvió lívido, un dolor sordo
la abatió y
cayó
jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
D'Artagnan
cogió las manos de Athos con una angustia difícil de
describir.
-¿Y
qué? -dijo-. Tú crees...
Su
voz se extinguió en un sollozo.
-Lo
creo todo -dijo Athos mordiéndose los labios hasta hacerse
sangre.
-iD'Artagnan!
¡D'Artagnan! -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Dónde estás? No me dejes, ya ves
que
voy a morir.
D'Artagnan
soltó las manos de Athos, que tenía aún entre sus manos crispadas, y corrió
hacia
ella.
Su
rostro tan hermoso estaba todo transtornado, sus ojos vidriosos no teman ya
mirada, un
estremecimiento
convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su
frente.
-¡En
nombre del cielo! ¡Corred a llamar! Porthos, Aramis, ¡pedid
ayuda!
-Inútil
-dijo Athos-, inútil, para el veneno que ella echa no hay
contraveneno.
-¡Sí,
sí, socorro, socorro! -murmuró la señora Bonacieux-.
¡Socorro!
Luego,
reuniendo todas su fuerzas, cogió la cabeza del joven entre sus dos manos, lo
miró un
instante
como si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante,
apoyó sus
labios
sobre los de él.
-¡Constance!
¡Constance! -exclamó D'Artagnan.
Un
suspiro escapó de la boca de la señora Bonacieux rozando la de D'Artagnan; aquel
suspiro
era
aquella alma tan casta y tan amante que subía al cielo.
D'Artagnan
no estrechaba más que un cadáver entre sus brazos.
El
joven lanzó un grito y cayó junto a su amante, tan pálido y helado como
ella.
Porthos
lloró, Aramis mostró el puño al cielo, Athos hizo el signo de la
cruz.
En
aquel momento un hombre apareció en la puerta, casi tan pálido como los que
estaban en
la
habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a
D'Artagnan
desvanecido.
Apareció
justo en ese instante de estupor que sigue a las grandes
catástrofes.
-No
me había equivocado -dijo-, he ahí al señor D'Artagnan y sus tres amigos, los
señores
Athos,
Porthos y Aramis.
Estos
cuyos nombres acababan de ser pronunciados miraban al extranjero con asombro, y
a
los
tres les parecía reconocerlo.
-Señores
-prosiguió el recién llegado-, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que
-añadió
con una sonrisa terrible- ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un
cadáver!
Los
tres amigos permanecieron mudos; sólo que tanto la voz como el rostro les
recordaba a un
hombre
que ya habían visto; sin embargo, no podían acordarse de en qué
circunstancias.
-Señores
-continuó el extranjero-, puesto que no queréis reconocer a un hombre que
probablemente
os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el
cuñado
de esa mujer.
Los
tres amigos lanzaron un grito de sorpresa.
Athos
se levantó y le tendió la mano.
-Sed
bienvenido, milord -dijo-, sois de los nuestros.
-Salí
de Portsmouth cinco horas después que ella -dijo lord de Winter-, llegué a
Boulogne tres
horas
después que ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint-Omer; finalmente, en
Lillers
perdí
su rastro. Iba al azar, informándome con todo el mundo, cuando os he visto pasar
al
galope;
he reconocido al señor D'Artagnan. Os he llamado, no me habéis respondido; he
querido
seguiros,
pero mi caballo estaba demasiado cansado para ir a la misma velocidad que los
vuestros.
Y, sin embargo, parece que pese a la diligencia que habéis puesto, ¡habéis
llegado
demasiado
tarde!
-Ya
lo veis -dijo Athos señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a
D'Artagnan,
al que Porthos y Aramis trataban de que recobrara el
conocimiento.
-¿Están
muertos los dos? -preguntó fríamente lord de Winter.
-Afortunadamente
no -respondió Athos-; el señor D'Artagnan sólo está
desvanecido.
-¡Ah,
tanto mejor! -dijo lord de Winter.
En
efecto, en aquel momento D'Artagnan volvió a abrir los
ojos.
Se
arrancó de los brazos de Porthos y de Aramis y se precipitó como un insensato
sobre el
cuerpo
de su amante.
Athos
se levantó, se dirigió hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó
tiernamente y,
como
él estallaba en sollozos, le dijo con su voz tan notable y tan
persuasiva:
-Amigo,
sé hombre: las mujeres lloran los muertos; los hombres los
vengan.
-¡Oh,
sí! -dijo D'Artagnan-. Sí; si es para vengarla estoy dispuesto a
seguirte.
Athos
aprovechó aquel momento de fuerza que la esperanza de la venganza daba a su
desdichado
amigo para hacer señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la
superiora.
Los
dos amigos la encontraron en el corredor, completamente impresionada aún y
extraviada
por
tantos acontecimientos; llamó a algunas religiosas que, contra todos los hábitos
monásticos,
se
encontraron en presencia de cinco hombres.
-Señora
-dijo Athos pasando el brazo de D'Artagnan bajo el suyo-, abandonamos a vuestros
piadosos
cuidados el cuerpo de esta desgraciada mujer. Fue un ángel sobre la tierra antes
de ser
un
ángel en el cielo. Tratadla como a una de vuestras hermanas; nosotros volveremos
un día a
rezar
sobre su tumba.
D'Artagnan
ocultó su rostro en el pecho de Athos y estalló en
sollozos.
-¡Llora
-dijo Athos-. Llora, corazón lleno de amor, de juventud y de vida! ¡Ay, de buena
gana
quisiera
poder llorar como tú!
Y
se llevó a su amigo afectuoso como un padre, consolador como un cura, grande
como
hombre
que ha sufrido mucho.
Los
cinco, seguidos de sus criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron
hacia la
villa
de Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue
que
encontraron.
-Pero
¿no seguimos a esa mujer? -dijo D'Artagnan.
-Más
tarde -dijo Athos-, tengo que tomar medidas.
-Se
nos escapará -replicó el joven-, se nos escapará, Athos, y será por tu
culpa.
-Respondo
de ella -dijo Athos.
D'Artagnan
tenía tal confianza en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el
albergue
sin responder nada.
Pothos
y Aramis se miraban sin comprender nada de la seguridad de
Athos.
Lord
de Winter creía que hablaba así para adormecer el dolor de
D'Artagnan.
-Ahora,
señores -dijo Athos cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres
en el
hotel-,
nos retiraremos cada uno a su cuarto; D'Artagnan necesita estar solo para llorar
y vos
para
dormir. Yo me encargo de todo, estad tranquilos.
-Sin
embargo, me parece -dijo lord de Winter- que si hay alguna medida que tomar
contra la
condesa,
eso me afecta: es mi cuñada.
-Y
a mí también -dijo Athos-: es mi mujer.
D'Artagnan
se estremeció porque comprendió que Athos estaba seguro de la venganza, puesto
que
revelaba semejante secreto; Porthos y Aramis se miraron palideciendo. Lord de
Winter pensó
que
Athos estaba loco.
-Retiraos,
pues -dijo Athos-, y dejadme hacer. Veis de sobra que en mi calidad de marido me
corresponde
a mí. Sólo que, D'Artagnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se
escapó
del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la
villa...
-¡Ah!
-dijo D'Artagnan-. Comprendo, ese nombre escrito por su
puño...
-¡Ya
ves -dijo Athos- que hay un Dios en el cielo!
Capítulo
LXIV
El
hombre de la capa roja
La
desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más
lúcidas
aún
las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado
por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la
responsabilidad
que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le
procurase
un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas trazadas,
advirtió que
cuatro
caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armentières, a hizo llamar a los
criados.
Planchet,
Grimaud, Mosquetón y Bazin se presentaron y recibieron las órdenes claras,
puntuales
y graves de Athos.
Debían
partir al alba al día siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una
ruta diferente.
Planchet,
el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había
desaparecido el
coche
contra el que los cuatro amigos habían disparado y que, como se rocordará, iba
acompañado
por el doméstico de Rochefort.
Athos
puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a
su
servicio
y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y
esenciales.
En
segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos
desconfianza que
sus
amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se
dirigen.
Por
último, Milady conocía a los amos, mientras que no conocía a los criados; y, por
el
contrario,
los criados conocían perfectamente a Milady.
Los
cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si
habían
descubierto
el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a
Béthune
para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
Tomadas
estas disposiciones, los criados se retiraron a su vez.
Athos
se levantó entonces de su silla, se ciñó la espada, se envolvió en su capa y
salió de la
hostería;
eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en
provincias las
calles
están poco frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a
quien
pudiera
dirigir una pregunta. Por fin encontró un transeúnte rezagado, se acercó a él,
le dijo
algunas
palabras; el hombre al que se dirigía retrocedió con terror, sin embargo
respondió a las
palabras
del mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola
por
acompañarlo,
pero el hombre rehusó.
Athos
se metió en la calle que el indicador había designado con el dedo; pero, llegado
a la
encrucijada,
se detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier
otro
lugar la encrucijada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se
detuvo. En efecto, al
cabo
de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le repitió la misma pregunta
que ya había
hecho
a la primera persona que había encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir
el mismo
tenor,
rehusó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía
seguir.
Athos
caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo
opuesto de la
villa,
aquel por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo
inquieto y
embarazado,
y se detuvo por tercera vez.
Afortunadamente
pasó un mendigo que se acercó a Athos para pedirle limosna. Athos le
ofreció
un escudo por acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la
vista de la
moneda
de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de
Athos.
Llegado
a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria,
triste; Athos
se
acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo
correr.
Athos
dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo
con que
aquella
casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las
contraventanas,
ningún
ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una
tumba.
Tres
veces llamó Athos sin que le contestasen. A la tercera llamada, sin embargo,
pasos
interiores
se acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta,
tez pálida,
pelo
y barba negros, apareció.
Athos
y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo
señas al
mosquetero
de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la puerta se cerró
tras
él.
El
hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado
con tanto
esfuerzo,
lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres
ruidosos
huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba
puesta
sobre un mesa.
El
resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en
ciencias
naturales:
había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies; lagartos
disecados
relucían
como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de
hierbas
silvestres,
odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas
al
techo
y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos
lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de
describir
y,
a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su
lado.
Entonces
le explicó la causa de su visita y el servicio que reclamaba de el; mas apenas
hubo
expuesto
su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con
terror
y rehusó. Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había
escritas dos
líneas
acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado
prematuramente
aquellas señales de repugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído
aquellas
dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no
tenía ya
ninguna
objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
Athos
no pidió más; se levantó, saludó, salió, tomó al irse el mismo camino que había
seguido
para
venir, volvió a entrar en la hostería y se encerró en su
cuarto.
Al
alba, D'Artagnan entró en su habitación y preguntó qué iba a
hacer.
-Esperar
-respondió Athos.
Algunos
instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de
que el
entierro
de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora,
no había
habido
noticias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían
reconocido la
huella
de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada; en cuanto a la llave,
había
desaparecido.
A
la hora indicada, lord de Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento;
las campanas
tocaban
a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio
del coro
estaba
puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia. A cada lado
del coro, y
tras
las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de
Carmelitas, que
escuchaba
desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes,
sin ver a
los
profanos ni ser vista por ellos.
A
la puerta de la capilla, D'Artagnan sintió que su valor huía nuevamente; se
volvió en busca
de
Athos, pero Athos había desaparecido.
Fiel
a su misión de venganza, Athos se había hecho conducir al jardín; y allí, sobre
la arena,
siguiendo
los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por
donde
había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se
metió en el
bosque.
Entonces
todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido
contorneaba
el bosque. Athos siguió el camino algún tiempo con los ojos fijos en el suelo;
ligeras
manchas
de sangre, que provenían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche
como
correo o a uno de los caballos, salpicaban el camino. Al cabo de tres cuartos de
legua
aproximadamente,
a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia;
el
suelo estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar desnudo,
un poco antes
de
la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el
jardín; el coche
se
había detenido.
En
aquel lugar, Milady había salido del bosque y había montado en el
coche.
Satisfecho
por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvió a la
hostería
y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Todo
era como Athos había previsto.
Planchet
había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como
Athos
había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido
más lejos
de
Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue,
sin haber
tenido
necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho y media de la
noche, un
hombre
herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había
visto
obligado
a detenerse, sin poder seguir delante. El accidente habría sido cargado en la
cuenta de
ladrones
que habían detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea,
la
mujer
había hecho el relevo y continuado su camino.
Planchet
se puso a buscar al postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había
conducido
a la señora hasta Fromelles, y de Fromelles ella había partido hacia
Armentières.
Planchet
tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en
Armentières.
No
había más que una hostería, la de la posta. Planchet fue a presentarse allí como
lacayo sin
trabajo
que buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue
cuando
ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había
alquilado una
habitación,
había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba
permanecer
algún
tiempo por aquellos alrededores.
Planchet
no tenía necesidad de saber más. Corrió al lugar de la cita, encontró a los tres
lacayos
puntuales
en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y
volvió en
busca
de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos
regresaron.
Todos
los rostros estaban sombríos y crispados, incluso el dulce rostro de
Aramis.
-¿Qué
hay que hacer? -preguntó D'Artagnan.
-Esperar
-respondió Athos.
Cada
uno se retiró a su habitación.
A
las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar
a lord de Winter
y
a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
En
un instante todos estuvieron preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las
puso a
punto.
Athos bajó el primero y encontró a D'Artagnan ya a caballo a
impacientándose.
-Paciencia
-dijo Athos-, nos falta todavía uno.
Los
cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban
inúltimente en su
mente
quién era aquel que podía faltarles.
En
aquel momento Planchet trajo el caballo de Athos; el mosquetero saltó con
ligereza a la
silla.
-Esperadme
-dijo-, vuelvo.
Y
partió a galope.
Un
cuarto de hora después volvió, efectivamente, acompañado de un hombre
enmascarado y
envuelto
en una gran capa roja.
Lord
de Winter y los tres mosqueteros se interrogaron con la mirada. Ninguno de ellos
pudo
informar
a los otros, porque todos ignoraban quién era aquel hombre. Sin embargo,
pensaron
que
aquello debía ser así, puesto que se hacía por orden de
Athos.
Era
triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada
cual en su
pensamiento,
taciturnos como la desesperación, sombríos como el
castigo.
Capítulo
LXV
El
juicio
Era
una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la
claridad de
las
estrellas; la luna no debía aparecer hasta medianoche.
A
veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la
ruta que se
desorrollaba
blanca y solitaria; luego, apagado el relámpago, todo volvía a la
oscuridad.
A
cada momento Athos invitaba a D'Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña
tropa, a
ocupar
su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un
pensamiento:
ir hacia adelante, e iba.
Cruzaron
en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido,
luego
bordearon
el bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la
columna,
torció a a izquierda.
Varias
veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al
hombre
de
la capa roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había
inclinado sin
responder.
Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el
desco-
nocido
guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la
palabra.
Además,
la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba
a
gruñir,
y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas
de los
caballeros.
La
cabalgada se lanzó a galope tendido.
Un
poco más allá de Fromelles, la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban
aún tres
leguas
por hacer: las hicieron bajo torrentes de lluvia.
D'Artagnan
se había quitado su sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía
placer
en
dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por
escalofríos
febriles.
En
el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un
hombre,
refugiado
bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en
la
oscuridad,
y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus
labios.
Athos
reconoció a Grimaud.
-¿Qué
pasa? -exclamó D'Artagnan-. ¿Habrá dejado Armentières?
Grimaud
hizo con la cabeza un signo afirmativo. D'Artagnan rechinó los
dientes.
-¡Silencio
D'Artagnan! -dijo Athos-. Soy yo quien me he encargado de todo, a mí me toca
interrogar
a Grimaud.
-¿Dónde
está? -preguntó Athos.
Grimaud
tendió la mano en dirección del Lys.
-¿Lejos
de aquf? -preguntó Athos.
Grimaud
hizo señal de que sí.
-Señores
-dijo Athos-, está solo a media legua de aquí, en dirección al
río.
-Está
bien -dijo D'Artagnan-; llévanos, Grimaud.
Grimaud
tomó campo a través y sirvió de guía a la cabalgada.
Al
cabo de quinientos pasos aproximadamente, se encontraron un riachuelo que
vadearon.
A
la luz de un relámpapo divisaron la aldea de Erquinghem.
-¿Es
ahí? -preguntó D Artagnan.
Grimaud
movió la cabeza en señal de negación.
-¡Silencio,
puesl -dijo Athos.
Y
la tropa continuó su camino.
Otro
relámpago brilió; Grimaud extendió el brazo, y a la luz azulada de la serpiente
de fuego se
distinguió
una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza. Una ventana
estaba
iluminada.
-Hemos
llegado -dijo Atlios.
En
aquel momento, un hombre tumbado en el foso se levantó. Era Mosquetón, quien
señaló
con
el dedo la ventana iluminada.
-Está
ahí -dijo.
-¿Y
Bazin? -.-preguntó Athos.
-Mientras
que yo vigilaba la ventana, él vigilaba la puerta.
-Bien
-dijo Athos-, todos sois fieles servidores.
Athos
saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la
ventana
tras
haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la
puerta.
La
casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto. Athos
franqueó el seto,
llegó
hasta la ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban
completamente
echadas.
Se
subió sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la
altura de las
cortinas.
A
la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro
sentada en un
escabel,
junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y
apoyaba
su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No
se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de
Athos: no
podía
equivocarse, era la que buscaba.
En
aquel momento un caballo relinchó. Milady alzó la cabeza, vio, pegado al
cristal, el rostro
pálido
de Athos y lanzó un grito.
Athos
comprendió que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la
mano, la
ventana
cedió, los cristales se rompieron.
Y
Athos, como el espectro de la venganza, saltó a la
habitación.
Milady
corrió a la puerta y la abrió; más pálido y más amenazador aún que Athos,
D'Artagnan
estaba
en el umbral.
Milady
retrocedió lanzando un grito. D'Artagnan, creyendo que tenía algún medio de huir
y
temiendo
que se le escapase, sacó una pistola de su cintura; pero Athos alzó la
mano.
-Devuelve
esa arma a su sitio, D'Artagnan -dijo-. Importa que esta mujer sea juzgada y no
asesinada.
Espera aún un momento, D'Artagnan, y quedarás satisfecho. Entrad,
señores.
D'Artagnan
obedeció, porque Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez
enviado
por el Señor mismo. Luego, detrás de D'Artagnan entraron Porthos, Aramis, lord
de
Winter
y el hombre de la capa roja.
Los
cuatro criados guardaban la puerta y la ventana.
Milady
estaba caída sobre su silla con las manos extendidas como para conjurar aquella
horrible
aparición; al ver a su cuñado, lanzó un grito terrible.
-¿Qué
queréis? -exclamó Milady.
-Queremos
-dijo Athos- a Charlotte Backson, que se llamó primero condesa de La Fère, y
luego
lady
Winter, baronesa de Sheffield.
-¡Yo
soy, yo soy! -murmuró ella en el colmo del terror-. ¿Qué me
queréis?
-Queremos
juzgaros por vuestros crímenes -dijo Athos-; seréis libre de defenderos,
justificaos
si
podéis. El señor D'Artagnan os va a acusar el primero.
D'Artagnan
se adelantó.
-Ante
Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber envenenado a
Constance
Bonacieux,
muerta ayer tarde.
Se
volvió hacia Porthos y hacia Aramis.
-Nosotros
somos testigos -dijeron con un solo movimiento los dos
mosqueteros.
D'Artagnan
continuó:
-Ante
Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí
mismo,
con
vino que había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de
mis amigos;
Dios
me salvó, pero un hombre, que se llamaba Brisemont, murió en mi
lugar.
.-Nosotros
somos testigos -dijeron con la misma voz Porthos y Aramis.
-Ante
Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al
barón
de
Wardes; y como nadie estuvo allí para atestiguar la verdad de esta acusación, lo
atestiguo yo
mismo.
He dicho.
Y
D'Artagnan pasó al otro lado de la habitación con Porthos y
Aramis.
-¡Os
toca a vos, milord! -dijo Athos.
El
barón se acercó a su vez.
-Ante
Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber hecho asesinar al
duque de
Buckingham.
-¿El
duque de Buckingham asesinado? -exclamaron a un solo grito todos los
asistentes.
-Sí
-dijo el barón-. ¡Asesinado! Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice
detener a esta
mujer,
y la di para guardarla a un leal servidor; ella corrompió a aquel hombre, ella
le puso el
puñal
en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton
pague con su
cabeza
el crimen de esta furia.
Un
estremecimiento corrió entre los jueces ante la revelación de estos crímenes aún
desconocidos.
-Eso
no es todo -prosiguió lord de Winter-; mi hermano, que os había hecho su
heredero,
murió
en tres horas de una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el
cuerpo.
Hermana
mía, ¿cómo murió vuestro marido?
-¡Horror!
-exclamaron Porthos y Aramis.
-Asesina
de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra
vos, y
declaro
que, si no me la hacen, me la haré yo.
Y
lord de Winter fue a colocarse junto a D'Artagnan dejando el puesto libre a otro
acusador.
Milady
dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas
por un
vértigo
mortal.
-Me
toca a mí -dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la
serpiente-, me toca
a
mí. Yo desposé a esta mujer cuando era joven la desposé a pesar de toda mi
familia; yo le di
mis
bienes, le di mi nombre; un día me di cuenta de que esta mujer estaba marcada;
esta mujer
estaba
marcada con una flor de lis en el hombro izquierdo.
-¡Oh!
-dijo Milady levantándose-. Desafío a que al quien encuentre el tribunal que
pronunció
sobre
mí esa sentencia infame. Desafío a que alguien encuentre a quien la
ejecutó.
-Silencio
-dijo una voz-. A esta me toca a mí responder.
Y
el hombre de la capa roja se aproximó a su vez.
-¿Quién
es este hombre, quién es este hombre? -exclamó Milady sofocada por el terror y
cuyos
cabellos
se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado
vivos.
Todos
los ojos se volvieron hacia aquel hombre, porque para todos, excepto para Athos,
era
desconocido.
Incluso
Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo
podía
estar
él mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel
momento.
Tras
haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo
separaba
de ella, el desconocido se quitó la máscara.
Milady
miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre
cabellos
y
patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. Luego, de
pronto:
-¡Oh,
no, no! -dijo ella levantándose y retrocediendo hasta la pared-. No, no, ¡es una
aparición
infernal!
¡No es él! ¡Auxilio! ¡Auxilio! -exclamó con una voz ronca y volviéndose hacía el
muro,
como
s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.
-Pero
¿quién sois vos? -exclamaron todos los testigos de aquella
escena.
-Preguntádselo
a esa mujer -dijo el hombre de la capa roja-, porque ya habéis visto que me ha
reconocido.
-¡El
verdugo de Lille, el verdugo de Lille! -exclamó Milady presa de un terror
insensato y
aferrándose
con las manos al muro para no caer.
Todo
el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permaneció solo de pie en medio
de la
sala.
-¡Oh,
gracia, gracia! ¡Perdón! -exclamó la miserable cayendo de
rodillas.
El
desconocido dejó que se hiciera el silencio de nuevo.
-¡Ya
os decía yo que me había reconocido! -prosiguió-. Sí, yo soy el verdugo de la
ciudad de
Lille,
y ésta es mi historia.
Todos
los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida
ansiedad.
-Esta
joven era en otro tiempo una muchacha tan bella como bella es hoy. Era religiosa
en el
convento
de las Benedictinas de Templemar. Un joven cura, de corazón sencillo y creyente,
servía
la iglesia de aquel convento; ella emprendió la tarea de seducirlo y triunfó,
sedujo a un
santo.
Los votos de los dos eran sagrados, irrevocables; su relación no podía durar
mucho tiempo
sin
perderlos a los dos. Consiguió de él que se marcharan ambos de la region; pero
para
marcharse
de la región, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde
pudieran
vivir
tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero; ni el uno ni la otra
lo tenían. El
cura
robó los vasos sagrados, los vendió; pero, cuando se aprestaban a huir juntos,
los dos
fueron
detenidos. Ocho días después, ella había seducido al hijo del carcelero y se
había
escapado.
El joven sacerdote fue condenado a diez años de grilletes y a la marca. Yo era
el
verdugo
de la ciudad de Lille, como dijo esta mujer. Fui obligado a marcar al culpable,
y el
culpable,
señores, ¡era mi hermano! Juré entonces que esta mujer que lo había perdido, que
era
más
que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo
menos el
castigo.
Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y
le imprimí
la
misma marca que había impreso en mi hermano. Al día siguiente de mi regre so a
Lille, mi
hermano
consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a permanecer en
prisión
en su puesto mientras no se constituyera él prisionero. Mi pobre hermano
ignoraba aquel
juicio;
se había reunido con esta mujer, habían huido juntos al Berry; y allí, él había
obtenido un
pequeño
curato. Esta mujer pasaba por hermana suya. El señor de la tierra en que estaba
situada
la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella,
enamorándose
hasta
el punto de que le propuso desposarla. Entonces ella dejó al que había perdido
por aquel al
que
iba a perder, y se convirtió en condesa de La Fère...
Todos
los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo
señal
con
la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
-Entonces
-prosiguió aquél-, loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien
ella
había
quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del
juicio que
me
había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma noche
del tragaluz
de
su calabozo. Por lo demás, debo hacerles justicia, quienes me condenaron
mantuvieron su
palabra.
Apenas fue comprobada la identidad del cadáver me devolvieron mi libertad. Ese
es el
crimen
de que la acuso, era la causa por la que la marqué. Señor D'Artagnan -dijo
Athos-, ¿cuál
es
la pena que exigís contra esta mujer?
-La
pena de muerte -respondió D'Artagnan.
-Milord
de Winter -continuo Athos-, ¿cuál es la pena que exigís contra esta
mujer?
-La
pena de muerte -contestó lord de Winter.
-Señores
Porthos y Aramis -continuó Athos-, vosotros que sois sus jueces, ¿cuál es la
pena a
que
condenáis a esta mujer?
-La
pena de muerte -respondieron con voz sorda los dos
mosqueteros.
Milady
lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de
rodillas.
Athos
extendió las manos hacia ella.
-Anne
de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter -dijo-, vuestros crímenes han
cansado a
los
hombres en la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla,
porque estáis
condenada
y vais a morir.
A
estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su
estatura y quiso
hablar,
pero las fuerzas le faltaron; sintió que una mano potente a implacable la cogía
por lo
pelos
y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no
trató siquiera
de
hacer resistencia y salió de la cabaña.
Lord
de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis salieron detrás de ella. Los
criados
siguieron
a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta
abierta y su
lámpara
humeante que ardía tristemente sobre la mesa.
Capítulo
LXVI
La
ejecución
Era
medianoche aproximadamente; la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada
por
las
últimas huellas de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières,
que
destacaba
sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su
alto
campanario
recortado a la luz. Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río
de
estaño
fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles
perfilarse
sobre
un cielo tormentoso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie
de
crepúsculo
en medio de la noche. A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de
aspas
inmóviles,
en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono.
Aquí y
allá,
en la llanura, a izquierda y derecha del camino que seguia el lúgubre cortejo,
aparecían
algunos
árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para
acechar a
los
hombres en aquella hora siniestra.
De
vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud,
serpenteaba por
encima
de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el
cielo y el
agua
en dos partes. Ni un soplo de viento pasaba por la pesada atmósfera. Un silencio
de muerte
aplastaba
toda la naturaleza; el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que
acababa de
caer,
y las hierbas reanimadas despedían su olor con más
energía.
Dos
criados arrastraban a Milady, teniéndola cada uno por un brazo; el verdugo
caminaba
detrás,
y lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis caminaban detrás del
verdugo.
Planchet
y Bazin venían los últimos.
Los
dos criados conducían a Milady por la orilla del río. Su boca estaba muda; pero
sus ojos
hablaban
con una elocuencia inexpresable, suplicando ya a uno ya a otro de los que ella
miraba.
Cuando
se encontraba a algunos pasos por delante, dijo a los
criados:
-Mil
pistolas a cada uno de vosotros si protegéis mi fuga; pero si me entregáis a
vuestros
amigos,
tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi
muerte.
Grimaud
dudaba. Mosquetón temblaba con todos sus miembros.
Athos,
que había oído la voz de Milady, se acercó rápidamente; lord de Winter hizo otro
tanto.
-Que
se vuelvan estos criados -dijo-, les ha hablado, no son ya
seguros.
Llamaron
a Planchet y Bazin, que ocuparon el sitio de Grimaud y
Mosquetón.
Llegados
a la orilla del agua, el verdugo se acercó a Milady y le ató los pies y las
manos.
Entonces
ella rompió el silencio para exclamar:
-Sois
unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar
a una
mujer;
tened cuidado, si no soy socorrida, seré vengada.
-Vois
no sois una mujer -dijo fríamente Athos-, no pertenecéis a la especie humana,
sois un
demonio
escapado del infierno y vamos a devolveros a él.
-¡Ay,
señores virtuosos! -dijo Milady-. Tened cuidado, aquel que toque un pelo de mi
cabeza es
a
su vez un asesino.
-El
verdugo uede matar sin ser por ello un asesino, señora- dijo el hombre de la
capa roja
golpeando
sobre su larga espada-; él es el último juez, eso es todo: Nachrichter , como
dicen
nuestros
vecinos alemanes.
Y
cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes
que causaron
un
efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdiéndose en las profundidades
del bosque.
-Pero
si soy culpable, si he cometido los crímenes de los que me acusáis -aullaba
Milady-,
llevadme
ante un tribunal; no sois jueces, no lo sois para
condenarme.
-Os
propuse Tyburn -dijo lord de Winter-. ¿Por qué no
quisisteis?
-¡Porque
no quiero morir! -exclamó Milady debatiéndose-. Porque soy demasiado joven para
morir.
-La
mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin
embargo,
está
muerta -dijo D'Artagnan.
-Entraré
en un claustro, me haré religiosa -dijo Milady.
-Estabais
en un claustro -dijo el verdugo- y salisteis de él para perder a mi
hermano.
Milady
lanzó un grito de terror y cayó de rodillas.
El
verdugo la alzó y quiso llevarla hacia la barca.
-¡Oh,
Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío! ¿Vais a ahogarme?
Aquellos
gritos tenían algo tan desgarrador que D'Artagnan, que al principio era el más
encarnizado
en la persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco a inclinó la
cabeza,
tapándose
las orejas con las palmas de sus manos; sin embargo, pese a todo, todavía oía
ame-
nazar
y gritar.
D'Artagnan
era el más joven de todos aquellos hombres y el corazón le
falló.
-¡Oh,
no puedo ver este horrible espectáculo! ¡No puedo consentir que esta mujer muera
así!
Milady
había oído algunas palabras y se había recuperado a la luz de la
esperanza.
-¡D'Artagnan!
¡D'Artagnan! -gritó-. ¡Acuérdate de que te he amado!
El
joven se levantó y dio un paso hacia ella.
Pero
Athos, bruscamente, sacó su espada y se interpuso en su
camino.
-Si
dais un paso más, D'Artagnan -dijo-, cruzaremos las
espadas.
D'Artagnan
cayó de rodillas y rezó.
-Vamos
-continuó Athos-, verdugo, cumple tu deber.
-De
buena gana, monseñor -dijo el verdugo-, porque, tan cierto como que soy
católico, creo
firmemente
que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.
-Está
bien.
Athos
dio un paso hacia Milady.
-Yo
os perdono -dijo- el mal que me habéis hecho; os perdono mi futuro roto, mi
honor
perdido,
mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a
que me
habéis
arrojado. Morid en paz.
Lord
de Winter se adelantó a su vez.
-Yo
os perdono -dijo- el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia
lord de
Buckingham,
yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi
persona.
Morid en paz.
-Y
a mí -dijo D'Artagnan- perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un
engaño
indigno
de un gentilhombre; y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y
vuestras
vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos. Morid en
paz:
-I
am lost! -murmuró Milady en inglés-. I must die .
Entonces
se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que
parecían
brotar de unos ojos de llama.
No
vio nada.
No
escuchó ni oyó nada.
En
torno suyo no tenía más que enemigos.
-¿Dónde
voy a morir? -dijo.
-En
la otra orilla -respondió el verdugo.
Entonces
la hizo subir a la barca, y cuando iba a poner él el pie en ella, Athos le
entregó una
suma
de dinero.
-Toma
-dijo-, ése es el precio de la ejecución; que se vea bien que actuamos como
jueces.
-Está
bien -dijo el verdugo-; y ahora, a su vez, que esta mujer sepa que no cumplo con
mi
oficio,
sino con mi deber.
Y
arrojó el dinero al río.
La
barca se alejó hacia la orilla izquierda del Lys, llevando a la culpable y al
ejecutor; todos los
demás
permanecieron en la orilla derecha, donde habían caído de
rodillas.
La
barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el
reflejo de una
nube
pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel
momento.
Se
la vio llegar a la otra orilla; los personajes se dibujaban en negro sobre el
horizonte rojizo.
Milady,
durante el trayecto, había conseguido soltar la cuerda que ataba sus pies; al
llegar a la
orilla,
saltó con ligereza a tierra y tomó la huida.
Pero
el suelo estaba húmedo; al llegar a lo alto del talud, resbaló y cayó de
rodillas.
Una
idea supersticiosa la hirió indudablemente; comprendió que el cielo le negaba su
ayuda y
permaneció
en la actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos
juntas.
Entonces,
desde la otra orilla, se vio al verdugo alzar lentamente sus dos brazos; un rayo
de
luna
se reflejó sobre la hoja de su larga espada; los dos brazos cayeron y se oyó el
silbido de la
cimitarra
y el grito de la víctima. Luego, una masa truncada se abatió bajo el
golpe.
Entonces
el verdugo se quitó su capa roja, la extendió en tierra, depositó allí el
cuerpo, arrojó
allí
la cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvió a subir
a la barca.
Llegado
al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el
río:
-¡Dejad
pasar la justicia de Dios! -gritó en voz alta.
Y
dejó caer el cadáver a lo más profundo del agua, que se cerró sobre
él.
Tres
días después, los cuatro mosqueteros entraban en Paris; estaban dentro de los
límites de
su
permiso, y la misma noche fueron a hacer su visita acostumbrada al señor de
Tréville.
-Y
bien, señores -les preguntó el bravo capitán-, ¿os habéis divertido en vuestra
excursión?
-Prodigiosamente
-respondió Athos con los dientes apretados.
Capítulo
LXVII
Conclusión
El
6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal
de dejar
Paris
para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva
que acababa
de
esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque
prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina,
cuando
se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó
imprudentemente:
-¡Es
falso! Acaba de escribirme.
Pero
al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido
como todo el
mundo
en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y
fúnebre
presente
que Buckingham enviaba a la reina.
La
alegría del rey había sido muy viva ; no se molestó siquiera en disimularla a
incluso la hizo
estallar
con afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles,
le faltaba
generosidad.
Mas
pronto el rey se volvió sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas
que se
aclaran
durante mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su
esclavitud,
y,
sin embargo, volvía allí.
El
cardenal era para él la serpiente fascinadora; y él, él era el pájaro que
revolotea de rama en
rama
sin poder escapar.
En
torno suyo no tenía más que enemigos.
Por
eso el regreso hacia La Rochelle era profundamente triste. Nuestros cuatro
amigos
causaban
el asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría,
la
cabeza
baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba
en sus
ojos,
una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante a sus camaradas, se
dejaba ir
de
nuevo en sus ensoñaciones.
Tan
pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su
alojamiento,
los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna
taberna
apartada,
donde ni jugaban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con cuidado si
alguien
los
escuchaba.
Un
día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que
los cuatro
amigos,
según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna
sobre
la
carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la
puerta para
beber
un vaso de vino y hundió su mirada en el interior de la habitación donde estaban
sentados
a
la mesa los cuatro mosqueteros.
-¡Hola!
¡El señor D'Artagnan! -dijo-. ¿No sois vos quien veo ahí?
D'Artagnan
alzó la cabeza y soltó un grito de alegría. Aquel hombre que él llamaba su
fantasma
era
su desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de
Arras.
-¡Ah,
señor! -dijo el joven-. Por fin os encuentro; esta vez no
escaparéis.
-No
es esa mi intención tampoco, señor, porque esta vez os buscaba; en nombre del
rey os
detengo,
y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va
en ello
la
cabeza, os lo advierto.
-¿Quién
sois vos? -preguntó D'Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla
aún.
-Soy
el caballero de Rochefort -respondió el desconocido-, el escudero del señor
cardenal de
Richelieu,
y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.
-Volvemos
junto a Su Eminencia, señor caballero -dijo Athos adelantándose- y aceptaréis la
palabra
del señor D'Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La
Rochelle.
-Debo
ponerlo en manos de los guardias, que lo llevarán al
campamento.
-Nosotros
lo llevaremos, señor, por nuestra palabra de gentileshombres; pero por nuestra
palabra
de gentileshombres también -añadió Athos, frunciendo el ceño-, el señor
D'Artagnan no
nos
abandonará.
El
caballero de Rochefort lanzó una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis
se habían
situado
entre él y la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos
cuatro
hombres.
-Señores
-dijo-, si el señor D'Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a
la
vuestra,
me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D'Artagnan al campamento
del
señor
cardenal.
-Tenéis
mi palabra, señor -dijo D'Artagnan-, y aquí está mi
espada.
-Eso
está mejor -añadió Rochefort -, porque es preciso que continúe mi
viaje.
-Si
es para reuniros con Milady -dijo fríamente Athos-, es inútil, no la
encontraréis.
-¿Qué
le ha pasado entonces? -preguntó vivamente Rochefort.
-Volved
al campamento y lo sabréis.
Rochefort
se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de
Surgères,
hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de
Athos y
volver
con ellos.
Además,
aquel retraso le ofrecía una ventaja: vigilar por sí mismo a su
prisionero.
Volvieron
a ponerse en ruta.
Al
día siguiente, a las tres de la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba
allí a Luis XIII.
El
ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el
venturoso azar que
desembarazaba
a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella. Tras lo
cual,
el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D'Artagnan estaba
detenido, y que
tenía
prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los
trabajos del dique
que
estaban acabados.
Al
volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró
de pie,
ante
la puerta de la casa que habitaba, a D'Artagnan sin espada y a los tres
mosqueteros
armados.
Aquella
vez, como él era más fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la
mano, hizo
a
D'Artagnan una seña de que lo siguiera.
D'Artagnan
obedeció.
-Te
esperaremos, D'Artagnan -dijo Athos lo suficientemente alto para que el cardenal
lo oyese.
Su
Eminencia frunció el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin
pronunciar
una
sola palabra.
D'Artagnan
entró detrás del cardenal, y Rochefort detrás de D'Artagnan; la puerta fue
vigilada.
Su
Eminencia se dirigió a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a
Rochefort de
introducir
al joven mosquetero.
Rochefort
obedeció y se retiró.
D'Artagnan
permaneció solo frente al cardenal; era su segunda entrevista con Richelieu, y
él
confesó
después que estaba convencido de que sería la última.
Richelieu
permaneció de pie, apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y
D'Artagnan.
-Señor
-dijo el cardenal-, habéis sido detenido por orden mía.
-Eso
me han dicho, monseñor.
-¿Sabéis
por qué?
-No,
monseñor; porque la única cosa por la que podría ser detenido es aún desconocida
de Su
Eminencia.
Richelieu
miró fijamente al joven.
-¡Oh!
¡Oh! -dijo-. ¿Qué quiere decir eso?
-Si
monseñor quiere decirme primero los crímenes que se me imputan, yo le diré luego
los
hechos
que he realizado.
-¡Se
os imputan crímenes que han hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor!
-dijo el
cardenal.
-¿Cuáles,
monseñor? -preguntó D'Artagnan con una calma que asombró al propio
cardenal.
-Se
os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os
imputa
haber
sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar
los planes
de
vuestro general.
-¿Y
quién me imputa eso, monseñor? -dijo D'Artagnan, que sospechaba que la acusación
venía
de
Milady-. Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado
a un
hombre
en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo
marido y
que
ha intentado envenenarme a mí mismo.
-¿Qué
decís, señor? -exclamó el cardenal asombrado-. ¿Y de qué mujer habláis de ese
modo?
-De
Milady de Winter -respondió D'Artagnan-; sí, de Milady de Winter, de la que sin
duda
Vuestra
Eminencia ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su
confianza.
-Señor
-dijo el cardenal-, si Milady de Winter ha cometido todos los crímenes que
decís, será
castigada.
-Ya
lo está, monseñor.
-Y
¿quién la ha castigado?
-Nosotros.
-¿Está
en prisión?
-Está
muerta.
-¿Muerta?
-repitió el cardenal, que no podía creer lo que oía-. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que
está
muerta?
-Tres
veces trató de matarme, y la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba.
Entonces,
mis
amigos y yo la hemos cogido, juzgado y condenado.
D'Artagnan
contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las
Carmelitas
de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del
Lys.
Un
temblor corrió por todo el cuerpo del cardenal, que, sin embargo, no temblaba
fácilmente.
Pero,
de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del
cardenal,
sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta
serenidad.
-Así
-dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras-,
así que os
habéis
constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y
castigan
son
asesinos.
-Monseñor,
os juro que ni por un instante he tenido la intención de defender mi cabeza
contra
vos.
Sufriré el castigo que Vuestra Eminencia quiera infligirme. No amo tanto la vida
como para
temer
la muerte.
-Sí,
lo sé, sois un hombre de corazón, señor -dijo el cardenal con una voz casi
afectuosa-;
puedo
deciros, pues, de antemano que seréis juzgado, condenado
incluso.
-Cualquier
otro podría responder a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo
me
contentaré
con deciros: Ordenad, monseñor, estoy dispuesto.
-¿Vuestro
perdón? -dijo Richelieu sorprendido.
-Sí,
monseñor -dijo D'Artagnan.
-¿Y
firmado por quién? ¿Por el rey?
Y
el cardenal pronunció estas palabras con una singular expresión de
desprecio.
-No,
por Vuestra Eminencia.
-¿Por
mí? Estáis loco, señor.
-Monseñor
reconocerá sin duda su escritura.
Y
D'Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a
Milady, y que
había
dado a D'Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Su
Eminencia cogió el papel y leyó con voz lenta apoyándose en cada
sílaba:
«El
portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y
para
bien del Estado.
En
el campamento de La Rochelle, a 5 de agosto de 1628.
Richelieu.»
El
cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una meditación profunda,
pero no
devolvió
el papel a D'Artagnan.
«Medita
con qué clase de suplicio me hará morir -se dijo en voz baja D'Artagnan-; pues a
fe
que
verá cómo muere un gentilhombre.»
El
joven mosquetero estaba en excelente disposición de morir
heroicamente.
Richelieu
seguía pensando, enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente,
alzó la
cabeza,
fijó su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente,
leyó en aquel
rostro
surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía
un mes, y
pensó
por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y
qué
recursos
podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su
ingenio.
Por
otro lado, los crimenes, el poder, el genio infernal de Milady le habían
espantado más de
una
vez. Sentía como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella
cómplice
peligrosa.
Desgarró
lentamente el papel que D'Artagnan tan generosamente le había
entregado.
«Estoy
perdido», dijo para sí mismo D'Artagnan.
Y
se inclinó profundamente ante el cardenal como hombre que dice: «¡Señor, que se
haga
vuestra
voluntad!»
El
cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un
pergamino
cuyos
dos tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
«Esa
es mi condena -dijo D'Artagnan-; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la
lentitud de
un
juicio. Encima es demasiado amable.»
-Tomad,
señor -dijo el cardenal al joven-, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo
otro. El
nombre
falta en ese despacho: escribidlo vos mismo.
D'Artagnan
cogió el papel dudando y puso los ojos encima.
Era
un tenientazgo en los mosqueteros.
D'Artagnan
cayó a los pies del cardenal.
-Monseñor
-dijo-, mi vida es vuestra; disponed de ella en adelante; pero este favor que me
otorgáis
no lo merezco; tengo tres amigos que son más merecedores y más
dignos...
-Sois
un muchacho valiente, D'Artagnan -interrumpió el cardenal palmeándolo
familiarmente en
el
hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde-. Haced de ese
despacho
lo
que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en blanco, os lo he
dado a vos.
-No
lo olvidaré jamás -respondió D'Artagnan-. Vuestra Eminencia puede estar segura
de ello.
El
cardenal se volvió y dijo en voz alta:
-¡Rochefort!
El
caballero, que sin duda estaba detrás de la puerta, entró al
punto.
-Rochefort
-dijo el cardenal-, ahí veis al señor D'Artagnan; lo recibo entre mis amigos;
así pues,
que
se le abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea
prudente.
Rochefort
y D'Artagnan se besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba
allí,
observándolos
con su ojo vigilante.
Salieron
de la habitación al mismo tiempo.
-Nos
encontraremos, ¿no es cierto, señor?
-Cuando
os plazca -contestó D'Artagnan.
-Ya
llegará la ocasión -respondió Rochefort.
-¿Qué?
-dijo Richelieu abriendo la puerta.
Los
dos hombres sonrieron, se estrecharon la mano y saludaron a Su
Eminencia.
-Empezábamos
a impacientarnos -dijo Athos.
-¡Ya
estoy aquí, amigos míos! -respondió D'Artagnan-. No solamente libre, sino
favorecido.
-¿Nos
contaréis eso?
-Esta
noche.
En
efecto, aquella misma noche D'Artagnan se dirigió al alojamiento de Athos, a
quien
encontró
a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba
religiosamente
todas
las noches.
Le
contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su
bolso:
-Tomad,
mi querido Athos -dijo-, a vos os corresponde,
naturalmente.
Athos
sonrió con su dulce y encantadora sonrisa.
-Amigo
-dijo-, para Athos es demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco.
Guardad
ese
despacho, os corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis
comprado!
D'Artagnan
salió de la habitación de Athos y entró en la de Porthos.
Lo
encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y
mirándose a un
espejo.
-¡Ah,
ah! -dijo Porthos-. ¡Sois vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este
traje?
-De
maravilla -dijo D'Artagnan-, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría
mejor.
-¿Cuál?
-preguntó Porthos.
-El
de teniente de mosqueteros.
D'Artagnan
contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su
bolso:
-Tomad,
querido -dijo-, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para
mí.
Porthos
puso los ojos en el despacho y se lo devolvió a D'Artagnan, con gran sorpresa
del
joven.
-Sí
-dijo-, me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para gozar de ese favor.
Durante
nuestra
expedición a Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido
amigo,
dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad,
me estoy
probando
mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido,
guardadlo.
Y
entregó el despacho a D'Artagnan.
El
joven entró en la habitación de Aramis.
Lo
encontró arrodillado en un reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro
de horas
abierto.
Le
contó su entrevista con el cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su
bolso:
-Vos,
nuestro amigo, nuestra luz, nuestro protector invisible -dijo-, aceptad este
despacho; lo
habéis
merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre
seguidos con
tan
felices resultados.
-¡Ay,
querido amigo! -dijo Aramis-. Nuestras últimas aventuras me han hecho tomar un
disgusto
total por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está
irrevocablemente
tomada:
tras el asedio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho, D'Artagnan: el
oficio de
las
armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado
capitán.
D'Artagnan,
con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos,
a
quien
encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la
lámpara.
-¡Y
bien! -dijo-. También ellos han rehusado.
-Es
que nadie, querido amigo, era más digno de él que vos.
Cogió
una pluma, escribió en el despacho el nombre de D'Artagnan y se lo
entregó.
-Ya
no tendré más amigos -dijo el joven-, ¡ay!, ni nada más que amargos
recuerdos.
Y
dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo
largo de sus
mejillas.
-Sois
joven -respondió Athos-, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse
en
dulces
recuerdos.
Epílogo
La
Rochelle, privada del socorro de la flota inglesa y de la división prometida por
Buckingham,
se
rindió tras el asedio de un año. El 28 de octubre de 1628 se firmó la
capitulación.
El
rey hizo su entrada en Paris el 23 de diciembre del mismo año. Se le acogió en
triunfo como
si
volviese de vencer al enemigo y no a franceses. Entró por el barrio
Saint-Jacques bajo arcos
cubiertos
de vegetación.
D'Artagnan
tomó posesión de su grado. Porthos abandonó el servicio y desposó, durante el
año
siguiente,
a la señora Coquenard; el cofre tan ambicionado contenía ochocientas mil
libras.
Mosquetón
tuvo una librea magnífica y además la satisfacción, que había ambicionado toda
su
vida,
de subir detrás de una carroza dorada.
Aramis,
tras un viaje a Lorraine, desapareció de pronto y dejó de escribir a sus amigos.
Más
tarde
se supo, por la señora Chevreuse, que lo dijo a dos o tres de sus amantes, que
había
tomado
el hábito en un convento de Nancy.
Bazin
se convirtió en hermano lego.
Athos
siguió siendo mosquetero a las órdenes de D'Artagnan, hasta 1663, época en la
que, tras
un
viaje que hizo a Touraine, dejó también el servicio so pretexto de que acababa
de recoger
una
pequeña herencia en el Rousillon.
Grimaud
siguió a Athos.
D'Artagnan
se batió tres veces con Rochefort y lo hirió tres veces.
-Os
mataré probablemente a la cuarta -le dijo tendiéndole la mano para
levantarlo.
-Mejor
sería, para vos y para mí, que nos quedásemos por aquí -respondió el herido-.
¡Diantre!
Soy
más amigo vuestro que lo que pensáis, porque desde el primer encuentro habría
podido,
diciendo
una palabra al cardenal, haceros cortar la cabeza.
Aquella
vez se abrazaron, pero de buen corazón y sin segundas
intenciones.
Planchet
obtuvo de Rochefort el grado de sargento en los guardias. El señor Bonacieux
vivía
muy
tranquilo, ignorando completamente lo que había sido de su mujer y no
inquietándose
apenas.
Un día tuvo la imprudencia de acordarse del cardenal; el cardenal le hizo
responder que
iba
a encargarse de que no le faltara nada en adelante.
En
efecto, al día siguiente, habiendo salido el señor Bonacieux a las siete de la
noche de su
casa
para dirigirse al Louvre, no volvió a aparecer más en la calle des Fossoyeurs;
la opinión de
quienes
parecían mejor informados fue que era alimentado y alojado en algún castillo
real a
expensas
de su generosa Eminencia.
FIN
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