VÍCTOR
HUGO
LOS
MISERABLES
ÍNDICE
PRIMERA
PARTE FANTINA
LIBRO
PRIMERO: Un justo
I.
Monseñor Myriel
II. El
señor Myriel se convierte en monseñor Bienvenido
III. Las obras
en armonía con las palabras
LIBRO
SEGUNDO: La caída
I.
La noche de un día de marcha
II. La
prudencia aconseja a la sabiduría
III. Heroísmo de
la obediencia pasiva
IV. Jean
Valjean
V. El
interior de la desesperación
VI. La ola y la
sombra
VII. Nuevas
quejas
VIII. El hombre despierto
IX. El obispo
trabaja
X.
Gervasillo
LIBRO
TERCERO: El año 1817
I.
Doble cuarteto
II.
Alegre fin de la alegría
LIBRO
CUARTO: Confiar es a veces abandonar
I.
Una madre encuentra a otra madre
II.
Primer bosquejo de dos personas turbias
III. La
alondra
LIBRO
QUINTO: El descenso
I.
Progreso en el negocio de los abalorios negros
II.
El
señor Magdalena
III.
Depósitos
en la casa Laffitte
IV.
El señor
Magdalena de luto
V.
Vagos
relámpagos en el horizonte
VI.
Fauchelevent
VII.
Triunfo
de la moral
VIII.
Christus nos
liberavit
IX.
Solución
de algunos asuntos de policía municipal
LIBRO
SEXTO: Javert
I.
Comienzo del reposo
II. Cómo
Jean se convierte en Champ
LIBRO
SÉPTIMO: El caso Champmathieu
I.
Una tempestad interior
II. El
viajero toma precauciones para regresar .
III. Entrada de
preferencia
IV. Un lugar
donde empiezan a formarse algunas convicciones
V.
Champmathieu cada vez más asombrado
LIBRO
OCTAVO: Contragolpe
I.
Fantina feliz
II.
Javert contento
III. La
autoridad recobra sus derechos
IV. Una tumba
adecuada
SEGUNDA
PARTE
COSETTE
LIBRO
PRIMERO: Waterloo
I.
El 18 de junio de 1815
II. El
campo de batalla por la noche
LIBRO
SEGUNDO: El navío Orión
I.
El número 24.601 se convierte en el 9.430
II. El
diablo en Montfermeil
III. La cadena
de la argolla se rompe de un solo martillazo
LIBRO
TERCERO: Cumplimiento de una promesa
I.
Montfermeil
II. Dos
retratos completos
III. Vino para
los hombres y agua a los caballos
IV. Entrada de
una muñeca en escena
V. La
niña sola
VI. Cosette con
el desconocido en la oscuridad
VII. Inconvenientes de
recibir a un pobre que tal vez era rico
VIII. Thenardier
maniobra
IX. El que
busca lo mejor puede hallar lo peor
X.
Vuelve a aparecer el número 9.430
LIBRO
CUARTO: Casa Gorbeau
I.
Nido para un búho y una calandria
II. Dos
desgracias unidas producen felicidad
III. Lo que
observa la portera
IV. Una moneda
de 5 francos que cae al suelo hace mucho ruido
LIBRO
QIINTO: A caza perdida, jauría muda
I.
Los rodeos de la estrategia
II. El
callejón sin salida
III. Tentativas
de evasión
IV. Principio
de un enigma
V.
Continúa el enigma
VI. Se explica
cómo Javert hizo una batida en vano
LIBRO
SEXTO: Los cementerios reciben todo lo que se les da
I.
El Convento Pequeño Picpus
II. Se
busca una manera de entrar al convento
III.
Fauchelevent en presencia de la dificultad
IV. Parece que
Jean Valjean conocía a Agustín Castillejo
V. Entre
cuatro tablas
VI.
Interrogatorio con buenos resultados
VII.
Clausura
TERCERA
PARTE MARIUS
LIBRO
PRIMERO: París en su átomo
I.
El pilluelo
II.
Gavroche
LIBRO
SEGUNDO: El gran burgués
I.
Noventa años y treinta y dos dientes
II. Las
hijas
LIBRO
TERCERO: El abuelo y el nieto
I.
Un espectro rojo
II. Fin
del bandido
III. Cuán útil
es ir a misa para hacerse revolucionario
IV. Algún
amorcillo
V.
Mármol contra granito
LIBRO
CUARTO: Los amigos del ABC
I.
Un grupo que estuvo a punto de ser histórico
II.
Oración fúnebre por Blondeau
III. El asombro
de Marius
IV. Ensanchando
el horizonte
LIBRO
QUINTO: Excelencia de la desgracia
I.
Marius indigente
II.
Marius pobre
III. Marius
hombre
IV.
La
pobreza es buena vecina de la miseria
LIBRO
SEXTO: La conjunción de dos estrellas
I.
El apodo. Manera de formar nombres de familia
II.
Efecto de la primavera
III. Prisionero
IV. Aventuras
de la letra U
V.
Eclipse
LIBRO
SÉPTIMO: Patrón Minette
I.
Las minas y los mineros
II.
Babet, Gueulemer, Claquesous y Montparnasse
LIBRO
OCTAVO: El mal pobre
I.
Hallazgo
II. Una
rosa en la miseria.
III. La
ventanilla de la providencia
IV. La fiera en
su madriguera
V. El
rayo de sol en la cueva
VI. Jondrette
casi llora
VII. Ofertas de
servicio de la miseria al dolor
VIII. Uso de la moneda del señor
Blanco
IX. Un policía
da dos puñetazos a un abogado
X.
Utilización del Napoleón de Marius
XI. Las dos
sillas de Marius frente a frente
XII. La
emboscada
XIII. Se debería comenzar siempre
por apresar a las víctimas
XIV. El niño que lloraba en la
segunda parte
CUARTA
PARTE
IDILIO
EN CALLE PLUMET Y EPOPEYA EN CALLE SAINT-DENIS
LIBRO
PRIMERO: Algunas páginas de historia
I.
Bien cortado y mal cosido
II.
Enjolras y sus tenientes
LIBRO
SEGUNDO: Eponina
I.
El cameo de la Alondra
II.
Formación embrionaria de crímenes en las prisiones
III. Aparición
al señor Mabeuf
IV. Aparición a
Marius
V. La
casa del secreto
VI. Jean
Valjean, guardia nacional
VII. La rosa descubre
que es una máquina de guerra
VIII. Empieza la
batalla
IX. A tristeza,
tristeza y media
X.
Socorro de abajo puede ser socorro de arriba
LIBRO
TERCERO: Cuyo fin no se parece al principio
I.
Miedos de Cosette
II. Un
corazón bajo una piedra
III. Los viejos
desaparecen en el momento oportuno
LIBRO
CUARTO: El encanto y la desolación
I.
Travesuras del viento
II.
Gavroche saca partido de Napoleón el Grande
III. Peripecias
de la evasión
IV. Principio
de sombra
V. El
perro
VI. Marius
desciende a la realidad
VII. El corazón viejo
frente al corazón joven
LIBRO
QUINTO: ¿Adónde van?
I.
Jean Valjean
II.
Marius
III. El señor
Mabeuf
LIBRO
SEXTO: El 5 de junio de 1832
I.
La superficie y el fondo del asunto
II.
Reclutas
III.
Corinto
IV. Los
preparativos
V. El
hombre reclutado en la calle Billettes
VI. Marius
entra en la sombre
LIBRO
SÉPTIMO: La grandeza de la desesperación
I.
La bandera, primer acto
II. La
bandera, segundo acto
III. Gavroche
habría hecho mejor en tomar la carabina de Enjolras
IV. La agonía
de la muerte después de la agonía de la vida
V.
Gavroche, preciso calculador de distancias .
VI. Espejo
indiscreto
VII. El pilluelo es
enemigo de las luces
VIII. Mientras Cosette
dormía
QUINTA
PARTE
JEAN
VALJEAN
LIBRO
PRIMERO: La guerra dentro de cuatro paredes
I.
Cinco de menos y uno de más
II. La
situación se agrava
III. Los
talentos que influyeron en la condena de 1796
IV. Gavroche
fuera de la barricada
V. Un
hermano puede convertirse en padre
VI. Marius
herido
VII. La venganza de
Jean Valjean
VIII. Los
héroes
IX. Marius otra
vez prisionero
LIBRO
SEGUNDO: El intestino de Leviatán
I.
Historia de la cloaca
II. La
cloaca y sus sorpresas
III. La pista
perdida
IV. Con la cruz
a cuestas
V.
Marius parece muerto
VI. La vuelta
del hijo pródigo
VII. El
abuelo
LIBRO
TERCERO: Javert desorientado
I.
Javert comete una infracción
LIBO
CUARTO: El nieto y el abuelo
I.
Volvemos a ver el árbol con el parche de zinc
II.
Marius saliendo de la guerra civil, se prepara para la guerra familiar
III. Marius
ataca
IV. El señor
Fauchelevent con un bulto debajo del brazo
V. Más
vale depositar el dinero en el bosque que en el banco
VI. Dos
ancianos procuran labrar, cada uno a su manera, la felicidad de Cosette .
VII.
Recuerdos
VIII. Dos hombres difíciles de
encontrar
LIBRO
QUINTO: La noche en blanco
I.
El 16 de febrero de 1833
II. Jean
Valjean continúa enfermo
III. La
inseparable
LIBRO
SEXTO: La última gota del cáliz
I.
El séptimo círculo y el octavo cielo
II. La
oscuridad que puede contener una revelación
LIBRO
SÉPTIMO: Decadencia crepuscular
I.
La sala del piso bajo
II. De
mal en peor
III. Recuerdos
en el jardín de la calle Plumet
IV. La
atracción y la extinción
LIBRO
OCTAVO: Suprema sombra, suprema aurora
I.
Compasión para los desdichados e indulgencia para los
dichosos
II.
Últimos destellos de la lámpara sin aceite
III. El que
levantó la carreta de Fauchelevent no puede levantar una pluma
IV. Equívoco
que sirvió para limpiar las manchas
V. Noche
que deja entrever el día
VI. La hierba
oculta y la lluvia borra
PRIMERA
PARTE
FANTINA
LIBRO
PRIMERO
Un
justo
I
Monseñor
Myriel
En
1815, era obispo de D. el ilustrísimo Carlos Francisco Bienvenido Myriel, un
anciano
de unos setenta y cinco años, que ocupaba esa sede desde 1806. Quizás no será
inútil
indicar aquí los rumores y las habladurías que habían circulado acerca de su
persona
cuando llegó por primera vez a su diócesis.
Lo
que de los hombres se dice, verdadero o falso, ocupa tanto lugar en su destino,
y
sobre
todo en su vida, como lo que hacen. El señor Myriel era hijo de un consejero del
Parlamento
de Aix, nobleza de toga. Se decía que su padre, pensando que heredara su
puesto,
lo había casado muy joven. Se decía que Carlos Myriel, no obstante este
matrimonio,
había dado mucho que hablar. Era de buena presencia, aunque de estatura
pequeña,
elegante, inteligente; y se decía que toda la primera parte de su vida la habían
ocupado
el mundo y la galantería.
Sobrevino
la Revolución; se precipitaron los sucesos; las familias ligadas al antiguo
régimen,
perseguidas, acosadas, se dispersaron, y Carlos Myriel emigró a Italia. Su mujer
murió
allí de tisis. No habían tenido hijos. ¿Qué pasó después en los destinos del
señor
Myriel?
El
hundimiento de la antigua sociedad francesa, la caída de su propia familia, los
trágicos
espectáculos del 93, ¿hicieron germinar tal vez en su alma ideas de retiro y de
soledad?
Nadie hubiera podido decirlo; sólo se sabía que a su vuelta de Italia era
sacerdote.
En
1804 el señor Myriel se desempeñaba como cura de Brignolles. Era ya anciano y
vivía
en un profundo retiro.
Hacia
la época de la coronación de Napoleón, un asunto de su parroquia lo llevó a
París;
y entre otras personas poderosas cuyo amparo fue a solicitar en favor de sus
feligreses,
visitó al cardenal Fesch. Un día en que el Emperador fue también a visitarlo, el
digno
cura que esperaba en la antesala se halló al paso de Su Majestad Imperial.
Napo-
león,
notando la curiosidad con que aquel anciano lo miraba, se volvió, y dijo
bruscamente:
¿Quién
es ese buen hombre que me mira?
Majestad
-dijo el señor Myriel-, vos miráis a un buen hombre y yo miro a un gran
hombre.
Cada uno de nosotros puede beneficiarse de lo que mira.
Esa
misma noche el Emperador pidió al cardenal el nombre de aquel cura y algún
tiempo
después el señor Myriel quedó sorprendido al saber que había sido nombrado
obispo
de D.
Llegó
a D. acompañado de su hermana, la señorita Baptistina, diez años menor que él.
Por
toda servidumbre tenían a la señora Maglóire, una criada de la misma edad de la
hermana
del obispo.
La
señorita Baptistina era alta, pálida, delgada, de modales muy suaves. Nunca
había
sido
bonita, pero al envejecer adquirió lo que se podría llamar la belleza de la
bondad.
Irradiaba
una transparencia a través de la cual se veía, no a la mujer, sino al
ángel.
La
señora Magloire era una viejecilla blanca, gorda, siempre afanada y siempre
sofocada,
tanto a causa de su actividad como de su asma.
A
su llegada instalaron al señor Myriel en su palacio episcopal, con todos los
honores
dispuestos
por los decretos imperiales, que clasificaban al obispo inmediatamente
después
del mariscal de campo.
Terminada
la instalación, la población aguardó a ver cómo se conducía su
obispo.
II
El
señorMyriel se convierte
en monseñor
Bienvenido
El
palacio episcopal de D. estaba contiguo al hospital, y era un vasto y hermoso
edificio
construido
en piedra a principios del último siglo. Todo en él respiraba cierto aire de
grandeza:
las habitaciones del obispo, los salones, las habitaciones interiores, el patio
de
honor
muy amplio con galerías de arcos según la antigua costumbre florentina, los
jardines
plantados de magníficos árboles.
El
hospital era una casa estrecha y baja, de dos pisos, con un pequeño jardín
atrás.
Tres
días después de su llegada, el obispo visitó el hospital. Terminada la visita,
le
pidió
al director que tuviera a bien acompañarlo a su palacio.
-Señor
director -le dijo una vez llegados allí-: ¿cuántos enfermos tenéis en este
momento?
Veintiséis,
monseñor.
-Son
los que había contado -dijo el obispo.
-Las
camas -replicó el director- están muy próximas las unas a las
otras.
-Lo
había notado.
-Las
salas, más que salas, son celdas, y el aire en ellas se renueva
difícilmente.
-Me
había parecido lo mismo.
-Y
luego, cuando un rayo de sol penetra en el edificio, el jardín es muy pequeño
para
los
convalecientes.
También
me lo había figurado.
-En
tiempo de epidemia, este año hemos tenido el tifus, se juntan tantos enfermos;
más
de
ciento, que no sabemos qué hacer.
-Ya
se me había ocurrido esa idea.
-¡Qué
queréis, monseñor! -dijo el director-: es menester
resignarse.
Esta
conversación se mantenía en el comedor del piso bajo.
El
obispo calló un momento; luego, volviéndose súbitamente hacia el director del
hospital,
preguntó:
¿Cuántas
camas creéis que podrán caber en esta sala?
-¿En
el comedor de Su Ilustrísima?? exclamó el director
estupefacto.
El
obispo recorría la sala con la vista, y parecía que sus ojos tomaban medidas y
hacían
cálculos.
-Bien
veinte camas -dijo como hablando consigo mismo; después, alzando la voz,
añadió:
Mirad, señor director, aquí evidentemente hay un error. En el hospital sois
veintiséis
personas repartidas en cinco o seis pequeños cuartos. Nosotros somos aquí tres
y
tenemos sitio para sesenta. Hay un error, os digo; vos tenéis mi casa y yo la
vuestra.
Devolvedme
la mía, pues aquí estoy en vuestra casa.
Al
día siguiente, los veintiséis enfermos estaban instalados en el palacio del
obispo, y
éste
en el hospital.
Monseñor
Myriel no tenía bienes. Su hermana cobraba una renta vitalicia de quinientos
francos
y monseñor Myriel recibía del Estado, como obispo, una asignación de quince
mil
francos. El día mismo en que se trasladó a vivir al hospital, el prelado
determinó de
una
vez para siempre el empleo de esta suma, del modo que consta en la nota que
transcribimos
aquí, escrita de su puño y letra:
Lista
de dos gastos de mi casa
?
Para el seminario
1500
?
Congregación de la misión
100
?
Para los lazaristas de Montdidier 100
?
Seminario de las misiones extranjeras de París
200
?
Congregación del Espíritu Santo 150
?
Establecimientos religiosos de la Tierra Santa
100
?
Sociedades para madres solteras 350
?
Obra para mejora de las prisiones 400
?
Obra para el alivio y rescate de los presos 500
?
Para libertar a padres de familia presos por deudas 1000
?
Suplemento a la asignación de los maestros de escuela de la diócesis
2000
?
Cooperativa de los Altos Alpes
100
?
Congregación de señoras para la enseñanza gratuita de niñas pobres 1500
?
Para los pobres
6000
?
Mi gasto personal
1000
Total 15000
Durante
todo el tiempo que ocupó el obispado de D., monseñor Myriel no cambió en
nada
este presupuesto, que fue aceptado con absoluta sumisión por la señorita
Baptistina.
Para
aquella santa mujer, monseñor Myriel era a la vez su hermano y su obispo; lo
amaba
y
lo veneraba con toda su sencillez.
Al
cabo de algún tiempo afluyeron las ofrendas de dinero. Los que tenían y los que
no
tenían
llamaban a la puerta de monseñor Myriel, los unos yendo a buscar la limosna que
los
otros acababan de depositar. En menos de un año el obispo llegó a ser el
tesorero de
todos
los beneficios, y el cajero de todas las estrecheces. Grandes sumas pasaban por
sus
manos
pero nada hacía que cambiara o modificase su género de vida, ni que añadiera lo
más
ínfimo de lo superfluo a lo que le era puramente
necesario.
Lejos
de esto, como siempre hay abajo más miseria que fraternidad arriba, todo estaba,
por
decirlo así, dado antes de ser recibido.
Es
costumbre que los obispos encabecen con sus nombres de bautismo sus escritos y
cartas
pastorales. Los pobres de la comarca habían elegido, con una especie de instinto
afectuoso,
de todos los nombres del obispo aquel que les ofrecía una significación
adecuada;
y entre ellos sólo le designaban como monseñor Bienvenido. Haremos lo que
ellos
y lo llamaremos del mismo modo cuando sea ocasión. Por lo demás, al obispo le
agradaba
esta designación.
-Me
gusta ese nombre -decía: Bienvenido suaviza un poco lo de
monseñor.
III
Las
obras en armonía con las palabras
Su
conversación era afable y alegre; se acomodaba a la mentalidad de las dos
ancianas
que
pasaban la vida a su lado: cuando reía, era su risa la de un
escolar.
La
señora Magloire lo llamaba siempre "Vuestra Grandeza". Un día monseñor se
levantó
de su sillón y fue a la biblioteca a buscar un libro.
Estaba
éste en una de las tablas más altas del estante, y como el obispo era de corta
estatura,
no pudo alcanzarlo.
-Señora
Magloire -dijo-, traedme una silla, porque mi Grandeza no alcanza a esa
tabla.
No
condenaba nada ni a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las
circunstancias;
y
solía decir: Veamos el camino por donde ha pasado la
falta.
Siendo
un ex pecador, como se calificaba a sí mismo sonriendo, no tenía ninguna de las
asperezas
del rigorismo, y profesaba muy alto, sin cuidarse para nada de ciertos
fruncimientos
de cejas, una doctrina que podría resumirse en estas
palabras:
"El
hombre tiene sobre sí la carne, que es a la vez su carga y su tentación. La
lleva, y
cede
a ella. Debe vigilarla, contenerla, reprimirla; mas si a pesar de sus esfuerzos
cae, la
falta
así cometida es venial. Es una caída; pero caída sobre las rodillas, que puede
transformarse
y acabar en oración".
Frecuentemente
escribía algunas líneas en los márgenes del libro que estaba leyendo.
Como
éstas:
"Oh,
Vos, ¿quién sois? El Eclesiástico os llama Todopoderoso; los Macabeos os
nombran
Creador; la Epístola a los Efesios os llama .Libertad; Baruch os nombra
Inmensidad;
los Salmos os llaman Sabiduría y Verdad; Juan os llama Luz; los reyes os
nombran
Señor; el Éxodo os apellida Providencia; el Levítico, Santidad; Esdras,
Justicia;
la
creación os llama Dios; el hombre os llama Padre; pero Salomón os llama
Misericordia,
y éste es el más bello de vuestros nombres".
En
otra parte había escrito: "No preguntéis su nombre a quien os pide asilo.
Precisamente
quien más necesidad tiene de asilo es el que tiene más dificultad en decir su
nombre".
Añadía
también:
"A
los ignorantes enseñadles lo más que podáis; la sociedad es culpable por no dar
instrucción
gratis; es responsable de la oscuridad que con esto produce. Si un alma
sumida
en las tinieblas comete un pecado, el culpable no es en realidad el que peca,
sino
el
que no disipa las tinieblas".
Como
se ve, tenía un modo extraño y peculiar de juzgar las cosas. Sospecho que lo
había
tomado del Evangelio.
Un
día oyó relatar una causa célebre que se estaba instruyendo, y que muy pronto
debía
sentenciarse.
Un infeliz, por amor a una mujer y al hijo que de ella tenía, falto de todo
recurso,
había acuñado moneda falsa. En aquella época se castigaba este delito con la
pena
de muerte. La mujer fue apresada al poner en circulación la primera moneda falsa
fabricada
por el hombre. El obispo escuchó en silencio. Cuando concluyó el relato,
preguntó:
-¿Dónde
se juzgará a ese hombre y a esa mujer?
-En
el tribunal de la Audiencia.
Y
replicó:
¿Y
dónde juzgarán al fiscal?
Cuando
paseaba apoyado en un gran bastón, se diría que su paso esparcía por donde iba
luz
y animación. Los niños y los ancianos salían al umbral de sus puertas para ver
al
obispo.
Bendecía y lo bendecían. A cualquiera que necesitara algo se le indicaba la casa
del
obispo. Visitaba a los pobres mientras tenía dinero, y cuando éste se le
acababa,
visitaba
a los ricos.
Hacía
durar sus sotanas mucho tiempo, y como no quería que nadie lo notase, nunca se
presentaba
en público sino con su traje de obispo, lo cual en verano le molestaba un
poco.
Su
comida diaria se componía de algunas legumbres cocidas en agua, y de una
sopa.
Ya
dijimos que la casa que habitaba tenía sólo dos pisos. En el bajo había tres
piezas,
otras
tres en el alto, encima un desván, y detrás de la casa, el jardín; el obispo
habitaba el
bajo.
La primera pieza, que daba a la calle, le servía de comedor; la segunda, de
dormitorio,
y de oratorio la tercera. No se podía salir del oratorio sin pasar por el
dormitorio,
ni de éste sin pasar por el comedor. En el fondo del oratorio había una alcoba
cerrada,
con una cama para cuando llegaba algún huésped. El obispo solía ofrecer esta
cama
a los curas de aldea, cuyos asuntos parroquiales los llevaban a
D.
Había
además en el jardín un establo, que era la antigua cocina del hospital, y donde
el
obispo
tenía dos vacas. Cualquiera fuera la cantidad de leche que éstas dieran, enviaba
invariablemente
todas las mañanas la mitad a los enfermos del hospital. "Pago mis
diezmos",
decía.
Un
aparador, convenientemente revestido de mantelitos blancos, servía de altar y
adornaba
el oratorio de Su Ilustrísima.
-Pero
el más bello altar -decía- es el alma de un infeliz consolado en su infortunio,
y
que
da gracias a Dios.
No
es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del obispo. Una
puerta-ventana
que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de hospital, con colcha de
sarga
verde; detrás de una cortina, los utensilios de tocador, que revelaban todavía
los
antiguos
hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea
que
daba paso al oratorio; otra cerca de la biblioteca que daba paso al comedor. La
biblioteca
era un armario grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de
madera,
pero pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego. Encima de la chimenea,
un
crucifijo de cobre, que en su tiempo fue plateado, estaba clavado sobre
terciopelo
negro
algo raído y colocado bajo un dosel de madera; cerca de la puerta-ventana había
una
gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos
libros.
La
casa, cuidada por dos mujeres, respiraba de un extremo al otro una exquisita
limpieza.
Era el único lujo que el obispo se permitía. De él decía: "Esto no les quita
nada
a
los pobres".
Menester
es confesar, sin embargo, que le quedaban de lo que en otro tiempo había
poseído
seis cubiertos de plata y un cucharón, que la señora Magloire miraba con cierta
satisfacción
todos los días relucir espléndidamente sobre el blanco mantel de gruesa tela.
Y
como procuramos pintar aquí al obispo de D. tal cual era, debemos añadir que más
de
una
vez había dicho: " Renunciaría difícilmente a comer con cubiertos que no fuesen
de
plata".
A
estas alhajas deben añadirse dos grandes candeleros de plata maciza que eran
herencia
de una tía abuela. Aquellos candeleros sostenían dos velas de cera, y
habitualmente
figuraban sobre la chimenea del obispo. Cuando había convidados a cenar,
la
señora Magloire encendía las dos velas y ponía los dos candelabros en la
mesa.
A
la cabecera de la cama del obispo, había pequeña alacena, donde la señora
Magloire
guardaba
todas las noches los seis cubiertos de plata y el cucharón. Debemos añadir que
nunca
quitaba la llave de la cerradura.
La
señora Magloire cultivaba legumbres en el jardín; el obispo, por su parte, había
sembrado
flores en otro rincón. Crecían también algunos árboles
frutales.
Una
vez, la señora Magloire dijo a Su Ilustrísima con cierta dulce
malicia:
-Monseñor,
vos que sacáis partido de todo, tenéis ahí un pedazo de tierra inútil. Más
valdría
que eso produjera frutos que flores.
-Señora
Magloire -respondió el obispo-, os engañáis: lo bello vale tanto como lo
útil.
Y
añadió después de una pausa: Tal vez más.
LIBRO
SEGUNDO
La
caída
I
La
noche de un día de marcha
En
los primeros días del mes de octubre de 1815, como una hora antes de ponerse el
sol,
un hombre que viajaba a pie entraba en la pequeña ciudad de D. Los pocos
habitantes
que
en aquel momento estaban asomados a sus ventanas o en el umbral de sus casas,
miraron
a aquel viajero con cierta inquietud. Difícil sería hallar un transeúnte de
aspecto
más
miserable. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de unos cuarenta y seis a
cuarenta
y ocho años. Una gorra de cuero con visera calada hasta los ojos ocultaba en
parte
su rostro tostado por el sol y todo cubierto de sudor. Su camisa, de una tela
gruesa y
amarillenta,
dejaba ver su velludo pecho; llevaba una corbata retorcida como una cuerda;
un
pantalón azul usado y roto; una vieja chaqueta gris hecha jirones; un morral de
soldado
a la espalda, bien repleto, bien cerrado y nuevo; en la mano un enorme palo
nudoso,
los pies sin medias, calzados con gruesos zapatos
claveteados.
Sus
cabellos estaban cortados al rape y, sin embargo, erizados, porque comenzaban a
crecer
un poco y parecía que no habían sido cortados hacía algún
tiempo.
Nadie
lo conocía. Evidentemente era forastero. ¿De dónde venía? Debía haber
caminado
todo el día, pues se veía muy fatigado.
Se
dirigió hacia el Ayuntamiento. Entró en él y volvió a salir un cuarto de hora
después.
Un
gendarme estaba sentado a la puerta. El hombre se quitó la gorra y lo saludó
humildemente.
Había
entonces en D. una buena posada que, según la muestra, se titulaba "La Cruz de
Colbas",
y hacia ella se encaminó el hombre. Entró en la cocina; todos los hornos estaban
encendidos
y un gran fuego ardía alegremente en la chimenea. El posadero estaba muy
ocupado
en vigilar la excelente comida destinada a unos carreteros, a quienes se oía
hablar
y reír ruidosamente en la pieza inmediata. Al oír abrirse la puerta preguntó sin
apartar
la vista de sus cacerolas:
-¿Qué
ocurre?
-Cama
y comida -dijo el hombre.
-A1
momento -replicó el posadero.
Entonces
volvió la cabeza, dio una rápida ojeada al viajero, y
añadió:
-Pagando,
por supuesto.
El
hombre sacó una bolsa de cuero del bolsillo de su chaqueta y
contestó:
-Tengo
dinero.
-En
ese caso, al momento os atiendo.
El
hombre guardó su bolsa; se quitó el morral, conservó su palo en la mano, y fue a
sentarse
en un banquillo cerca del fuego. Entretanto el dueño de casa, yendo y viniendo
de
un lado para otro, no hacía más que mirar al viajero.
-¿Se
come pronto? -preguntó éste.
-En
seguida -dijo el posadero.
Mientras
el recién llegado se calentaba con la espalda vuelta al posadero, éste sacó un
lápiz
del bolsillo, rasgó un pedazo de periódico, escribió en el margen blanco una
línea o
dos,
lo dobló sin cerrarlo, y entregó aquel papel a un muchacho que parecía servirle
a la
vez
de pinche y de criado; después dijo una palabra al oído del chico y éste marchó
corriendo
en dirección al Ayuntamiento.
El
viajero nada vio.
Volvió
a preguntar otra vez:
-¿Comeremos
pronto?
-En
seguida.
Volvió
el muchacho: traía un papel. El huésped lo desdobló apresuradamente como
quien
está esperando una contestación. Leyó atentamente, movió la cabeza y permaneció
pensativo.
Por fin dio un paso hacia el viajero que parecía sumido en no muy agradables
ni
tranquilas reflexiones.
-Buen
hombre -le dijo-, no puedo recibiros en mi casa.
El
hombre se enderezó sobre su asiento.
-¡Cómo!
¿Teméis que no pague el gasto? ¿Queréis cobrar anticipado? Os digo que
tengo
dinero.
-No
es eso.
-¿Pues
qué?
-Vos
tenéis dinero.
-He
dicho que sí.
-Pero
yo -dijo el posadero- no tengo cuarto que daros.
El
hombre replicó tranquilamente:
-Dejadme
un sitio en la cuadra.
-No
puedo.
-¿Por
qué?
-Porque
los caballos la ocupan toda.
-Pues
bien -insistió el viajero-, ya habrá un rincón en el pajar, y un poco de paja no
faltará
tampoco. Lo arreglaremos después de comer.
-No
puedo daros de comer.
Esta
declaración hecha con tono mesurado pero firme, pareció grave al forastero, el
cual
se levantó y dijo:
-¡Me
estoy muriendo de hambre! Vengo caminando desde que salió el sol; pago y
quiero
comer.
-Yo
no tengo qué daros -dijo el posadero.
El
hombre soltó una carcajada y volviéndose hacia los hornos,
preguntó:
-¿Nada?
¿Y todo esto?
Todo
esto está ya comprometido por los carreteros que están allá
dentro.
-¿Cuántos
son?
-Doce.
-Allí
hay comida para veinte.
-Lo
han encargado todo, y además me lo han pagado adelantado.
El
hombre se sentó, y sin alzar la voz dijo:
-Estoy
en la hostería; tengo hambre y me quedo.
El
posadero se inclinó entonces hacia él, y le dijo con un acento que le hizo
estremecer:
-Marchaos.
El
viajero estaba en aquel momento encorvado, y empujaba algunas brasas con la
contera
de su garrote. Se volvió bruscamente, y como abriera la boca para replicar, el
huésped
lo miró fijamente y añadió en voz baja:
-Mirad,
basta de conversación. ¿Queréis que os diga vuestro nombre? Os llamáis Jean
Valjean.
Ahora, ¿queréis que os diga también lo que sois? Al veros entrar sospeché algo;
envié
a preguntar al Ayuntamiento, y ved lo que me han contestado: ¿sabéis
leer?
Al
hablar así presentaba al viajero el papel que acababa de ir desde la hostería a
la
alcaldía
y de ésta a aquélla. El hombre fijó en él una mirada. Bajó la cabeza, recogió el
morral
y se marchó.
Caminó
algún tiempo a la ventura por calles que no conocía, olvidando el cansancio,
como
sucede cuando el ánimo está triste. De pronto se sintió aguijoneado por el
hambre;
la
noche se acercaba. Miró en derredor para ver si descubría alguna humilde taberna
donde
pasar la noche.
Precisamente
ardía una luz al extremo de la calle y hacia allí se dirigió. Era en efecto
una
taberna. El viajero se detuvo un momento, miró por los vidrios de la sala,
iluminada
por
una pequeña lámpara colocada sobre una mesa y por un gran fuego que ardía en la
chimenea.
Algunos hombres bebían. El tabernero se calentaba. La llama hacía cocer el
contenido
de una marmita de hierro, colgada de una cadena en medio del
hogar.
El
viajero no se atrevió a entrar por la puerta de la calle. Entró en el corral, se
detuvo de
nuevo,
luego levantó tímidamente el pestillo y empujó la puerta.
-¿Quién
va? -dijo el amo.
-Uno
que quiere comer y dormir. Las dos cosas pueden hacerse
aquí.
Entró.
Todos se volvieron hacia él. El tabernero le dijo:
-Aquí
tenéis fuego. La cena se cuece en la marmita; venid a
calentaros.
El
viajero fue a sentarse junto al hogar y extendió hacia el fuego sus pies
doloridos por
el
cansancio.
Dio
la casualidad que uno de los que estaban sentados junto a la mesa antes de ir
allí
había
estado en la posada de La Cruz de Colbas.
Desde
el sitio en que estaba hizo al tabernero una seña imperceptible. Este se acercó
a
él
y hablaron algunas palabras en voz baja.
El
tabernero se acercó a la chimenea, puso bruscamente la mano en el hombro del
viajero
y le dijo:
-Vas
a largarte de aquí.
El
viajero se volvió, y contestó con dulzura:
-¡Ah!
¿Sabéis...?
-Sí.
-¿Que
no me han admitido en la posada?
-Y
yo lo echo de aquí.
-Pero,
¿dónde queréis que vaya?
-A
cualquier parte.
El
hombre cogió su garrote y su morral y se marchó. Pasó por delante de la cárcel.
A la
puerta
colgaba una cadena de hierro unida a una campana. Llamó. Abriose un
postigo.
-Buen
carcelero -le dijo quitándose respetuosamente la gorra-, ¿queréis abrirme y
darme
alojamiento por esta noche?
Una
voz le contestó:
-La
cárcel no es una posada. Haced que os prendan y se os
abrirá.
El
postigo volvió a cerrarse.
Entró
en una callejuela a la cual daban muchos jardines. El viento frío de los Alpes
comenzaba
a soplar. A la luz del expirante día el forastero descubrió una caseta en uno de
aquellos
jardines que costeaban la calle. Pensó que sería alguna choza de las que
levantan
los
peones camineros a orillas de las carreteras. Sentía frío y hambre. Estaba
resignado a
sufrir
ésta, pero contra el frío quería encontrar un abrigo. Generalmente esta clase de
chozas
no están habitadas por la noche. Logró penetrar a gatas en su interior. Estaba
caliente,
y además halló en ella una buena cama de paja. Se quedó por un momento
tendido
en aquel lecho, agotado. De pronto oyó un gruñido: alzó los ojos y vio que por
la
abertura
de la choza asomaba la cabeza de un mastín enorme.
El
sitio en donde estaba era una perrera.
Se
arrastró fuera de la choza como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su
ropa.
Salió
de la ciudad, esperando encontrar algún árbol o alguna pila de heno que le diera
abrigo.
Pero hay momentos en que hasta la naturaleza parece hostil; volvió a la ciudad.
Serían
como las ocho de la noche. Como no conocía las calles, volvió a comenzar su
paseo
a la ventura. Cuando pasó por la plaza de la catedral, enseñó el puño a la
iglesia en
señal
de amenaza. Destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada se echó sobre un
banco
de piedra. Una anciana salía de la iglesia en aquel momento, y vio a aquel
hombre
tendido
en la oscuridad.
-¿Qué
hacéis, buen amigo? -le preguntó.
-Ya
lo veis, buena mujer, me acuesto -le contestó con voz colérica y
dura.
-¿Por
qué no vais a la posada?
-Porque
no tengo dinero.
-¡Ah,
qué lástima! -dijo la anciana-. No llevo en el bolsillo más que cuatro
sueldos.
-Dádmelos.
El
viajero tomó los cuatro sueldos.
-Con
tan poco no podéis alojaros en una posada -continuó ella-. ¿Habéis probado, sin
embargo?
¿Es posible que paséis así la noche? Tendréis sin duda frío y hambre. Debieran
recibiros
por caridad.
-He
llamado a todas las puertas y de todas me han echado.
La
mujer tocó el hombro al viajero, y le señaló al otro extremo de la plaza una
puerta
pequeña
al lado del palacio arzobispal.
-¿Habéis
llamado -repitió- a todas las puertas?
-Sí.
-¿Habéis
llamado a aquélla?
-No.
-Pues
llamad allí.
II
La
prudencia aconseja a la sabiduría
Aquella
noche el obispo de D., después de dar un paseo por la ciudad, permaneció hasta
bastante
tarde encerrado en su cuarto. A las ocho trabajaba todavía con un voluminoso
libro
abierto sobre las rodillas, cuando la señora Magloire entró, según su costumbre,
a
sacar
la plata del cajón colocado junto a la cama.
Poco
después el obispo, sabiendo que su hermana lo esperaba para cenar, cerró su
libro
y
entró en el comedor. En ese momento, la señora Magloire hablaba con singular
viveza.
Se
refería a un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba ya
acostumbrado.
Tratábase
del cerrojo de la puerta principal.
Parece
que yendo a hacer algunas compras para la cena había oído referir ciertas cosas
en
distintos sitios. Se hablaba de un vagabundo de mala catadura; se decía que
había
llegado
un hombre sospechoso, que debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podían
tener
un mal encuentro los que aquella noche se olvidaran de recogerse temprano y de
cerrar
bien sus puertas.
-Hermano,
¿oyes lo que dice la señora Magloire? -preguntó la señorita
Baptistina.
-He
oído vagamente algo -contestó el obispo.
Después,
levantando su rostro cordial y francamente alegre, iluminado por el resplandor
del
fuego, añadió:
-Veamos:
¿qué hay? ¿Qué sucede? ¿Nos amenaza algún peligro?
Entonces
la señora Magloire comenzó de nuevo su historia, exagerándola un poco sin
querer
y sin advertirlo. Decíase que un gitano, un desarrapado, una especie de mendigo
peligroso,
se hallaba en la ciudad. Había tratado de quedarse en la posada, donde no se le
quiso
recibir. Se le había visto vagar por las calles al obscurecer. Era un hombre de
aspecto
terrible, con un morral y un bastón.
-¿De
veras? -dijo el obispo.
-Y
como monseñor nunca pone llave a la puerta y tiene la costumbre de permitir
siempre
que entre cualquiera...
En
ese momento se oyó llamar a la puerta con violencia.
-¡Adelante!
-dijo el obispo.
III
Heroísmo
de la obediencia pasiva
La
puerta se abrió. Pero se abrió de par en par, como si alguien la empujase con
energía
y
resolución. Entró un hombre. A este hombre lo conocemos ya. Era el viajero a
quien
hemos
visto vagar buscando asilo. Entró, dio un paso y se detuvo, dejando detrás de sí
la
puerta
abierta. Llevaba el morral a la espalda; el palo en la mano; tenía en los ojos
una
expresión
ruda, audaz, cansada y violenta. Era una aparición
siniestra.
La
señora Magloire no tuvo fuerzas para lanzar un grito. Se estremeció y quedó muda
a
inmóvil
como una estatua.
La
señorita Baptistina se volvió, vio al hombre que entraba, y medio se incorporó,
aterrada.
Luego miró a su hermano, y su rostro adquirió una expresión de profunda calma
y
serenidad.
El
obispo fijaba en el hombre una mirada tranquila.
Al
abrir los labios sin duda para preguntar al recién llegado lo que deseaba, éste
apoyó
ambas
manos en su garrote, posó su mirada en el anciano y luego en las dos mujeres, y
sin
esperar a que el obispo hablase dijo en alta voz:
-Me
llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en presidio diecinueve años.
Estoy
libre
desde hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier. Vengo caminando desde Tolón.
Hoy
anduve
doce leguas a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad, entré en una posada, de
la
cual
me despidieron a causa de mi pasaporte amarillo, que había presentado en la
alcaldía,
como es preciso hacerlo. Fui a otra posada, y me echaron fuera lo mismo que en
la
primera. Nadie quiere recibirme. He ido a la cárcel y el carcelero no me abrió.
Me metí
en
una perrera, y el perro me mordió. Parece que sabía quién era yo. Me fui al
campo
para
dormir al cielo raso; pero ni aun eso me fue posible, porque creí que iba a
llover y
que
no habría un buen Dios que impidiera la lluvia; y volví a entrar en la ciudad
para
buscar
en ella el quicio de una puerta. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una piedra,
cuando
una buena mujer me ha señalado vuestra casa, y me ha dicho: llamad ahí. He
llamado:
¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero. Ciento nueve francos y quince
sueldos
que he ganado en presidio con mi trabajo en diecinueve años. Pagaré. Estoy muy
cansado
y tengo hambre: ¿queréis que me quede?
-Señora
Magloire -dijo el obispo-, poned un cubierto más.
El
hombre dio unos pasos, y se acercó al velón que estaba sobre la
mesa.
-Mirad
-dijo-, no me habéis comprendido bien: soy un presidiario. Vengo de presidio y
sacó
del bolsillo una gran hoja de papel amarillo que desdobló-. Ved mi pasaporte
amarillo:
esto sirve para que me echen de todas partes. ¿Queréis leerlo? Lo leeré yo; sé
leer,
aprendí en la cárcel. Hay allí una escuela para los que quieren aprender. Ved lo
que
han
puesto en mi pasaporte: "Jean Valjean, presidiario cumplido, natural de..." esto
no
hace
al caso... "Ha estado diecinueve años en presidio: cinco por robo con fractura;
catorce
por haber intentado evadirse cuatro veces. Es hombre muy peligroso." Ya lo veis,
todo
el mundo me tiene miedo. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es esta una posada? ¿Queréis
darme
comida y un lugar donde dormir? ¿Tenéis un establo?
-Señora
Magloire -dijo el obispo-, pondréis sábanas limpias en la cama de la
alcoba.
La
señora Magloire salió sin chistar a ejecutar las órdenes que había
recibido.
El
obispo se volvió hacia el hombre y le dijo:
-Caballero,
sentaos junto al fuego; dentro de un momento cenaremos, y mientras cenáis,
se
os hará la cama.
La
expresión del rostro del hombre, hasta entonces sombría y dura, se cambió en
estupefacción,
en duda, en alegría. Comenzó a balbucear como un loco:
¿Es
verdad? ¡Cómo! ¿Me recibís? ¿No me echáis? ¿A mí? ¿A un presidiario? ¿Y me
llamáis
caballero? ¿Y no me tuteáis? ¿Y no me decís: "¡sal de aquí, perro!" como
acostumbran
decirme? Yo creía que tampoco aquí me recibirían; por eso os dije en
seguida
lo que soy. ¡Oh, gracias a la buena mujer que me envió a esta casa voy a cenar y
a
dormir en una cama con colchones y sábanas como todo el mundo! ¡Una cama! Hace
diecinueve
años que no me acuesto en una cama. Sois personas muy buenas. Tengo
dinero:
pagaré bien. Dispensad, señor posadero: ¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que
queráis.
Sois un hombre excelente. Sois el posadero, ¿no es verdad?
-Soy
-dijo el obispo- un sacerdote que vive aquí.
-¡Un
sacerdote! -dijo el hombre-. ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces ¿no me pedís
dinero?
Sois el cura, ¿no es esto? ¿El cura de esta iglesia?
Mientras
hablaba había dejado el saco y el palo en un rincón, guardado su pasaporte en
el
bolsillo y tomado asiento. La señorita Baptistina lo miraba con
dulzura.
-Sois
muy humano, señor cura -continuó diciendo-; vos no despreciáis a nadie. Es gran
cosa
un buen sacerdote. ¿De modo que no tenéis necesidad de que os
pague?
-No
-dijo el obispo-, guardad vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? ¿No me habéis dicho
que
ciento
nueve francos?
-Y
quince sueldos -añadió el hombre.
-Ciento
nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo os ha costado ganar ese
dinero?
-¡Diecinueve
años!
El
obispo suspiró profundamente. El hombre prosiguió:
Todavía
tengo todo mi dinero. En cuatro días no he gastado más que veinticinco
sueldos,
que gané ayudando a descargar unos carros en Grasse.
El
obispo se levantó a cerrar la puerta, que había quedado completamente
abierta.
La
señora Magloire volvió, con un cubierto que puso en la
mesa.
-Señora
Magloire -dijo el obispo-, poned ese cubierto lo más cerca posible de la
chimenea.
-Y se volvió hacia el huésped-: El viento de la noche es muy crudo en los
Alpes.
¿Tenéis frío, caballero?
Cada
vez que pronunciaba la palabra caballero con voz dulcemente grave, se iluminaba
la
fisonomía del huésped. Llamar caballero a un presidiario, es dar un vaso de agua
a un
náufrago
de la Medusa. La ignominia está sedienta de consideración.
-Esta
luz alumbra muy poco -prosiguió el obispo.
La
señora Magloire lo oyó; tomó de la chimenea del cuarto de Su Ilustrísima los dos
candelabros
de plaza, y los puso encendidos en la mesa.
-Señor
cura -dijo el hombre-, sois bueno; no me despreciáis, me recibís en vuestra
casa.
Encendéis
las velas para mí. Y sin embargo, no os he ocultado de donde vengo, y que soy
un
miserable.
El
obispo, que estaba sentado a su lado, le tocó suavemente la
mano:
-No
tenéis que decirme quien sois. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esa
puerta
no pregunta al que entra por ella si tiene un nombre, sino si time algún dolor.
Padecéis;
tenéis hambre y sed; pues sed bien venido. No melo agradezcáis; no me digáis
que
os recibo en mi casa. Aquí no está en su casa más que el que necesita asilo. Vos
que
pasáis
por aquí, estáis en vuestra casa más que en la mía. Todo lo que hay aquí es
vuestro.
¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además, tenéis un nombre que antes
que
me lo dijeseis ya lo sabía.
El
hombre abrió sus ojos asombrado.
-¿De
veras? ¿Sabíais cómo me llamo?
-Sí
-respondió el obispo-, ¡os llamáis mi hermano!
-¡Ah,
señor cura! -exclamó el viajero-. Antes de entrar aquí tenía mucha hambre; pero
sois
tan bueno, que ahora no sé lo que tengo. El hambre se me ha
pasado.
El
obispo lo miró y le dijo:
-¿Habéis
padecido mucho?
-¡Mucho!
¡La chaqueta roja, la cadena al pie, una tarima para dormir, el calor, el frío,
el
trabajo,
los apaleos, la doble cadena por nada, el calabozo por una palabra, y, aun
enfermo
en la cama, la cadena! ¡Los perros, los perros son más felices! ¡Diecinueve
años!
Ahora
tengo cuarenta y seis, y un pasaporte amarillo.
-Sí
-replicó el obispo-, salís de un lugar de tristeza. Pero sabed que hay más
alegría en
el
cielo por las lágrimas de un pecador arrepentido, que por la blanca vestidura de
cien
justos.
Si salís de ese lugar de dolores con pensamientos de odio y de cólera contra los
hombres,
seréis digno de lástima; pero si salís con pensamientos de caridad, de dulzura y
de
paz, valdréis más que todos nosotros.
Mientras
tanto la señora Magloire había servido la cena; una sopa hecha con agua,
aceite,
pan y sal; un poco de tocino, un pedazo de carnero, higos, un queso fresco, y un
gran
pan de centeno. A la comida ordinaria del obispo había añadido una botella de
vino
añejo
de Mauves.
La
fisonomía del obispo tomó de repente la expresión de dulzura propia de las
personas
hospitalarias:
-A
la mesa -dijo con viveza, según acostumbraba cuando cenaba con algún forastero;
a
hizo
sentar al hombre a su derecha. La señorita Baptistina, tranquila y naturalmente,
tomó
asiento
a su izquierda.
El
obispo bendijo la mesa, y después sirvió la sopa según su costumbre. El hombre
empezó
a comer ávidamente.
-Me
parece que falta algo en la mesa -dijo el obispo de
repente.
La
señora Magloire no había puesto más que los tres cubiertos absolutamente
necesarios.
Pero era costumbre de la casa, cuando el obispo tenía algún convidado, poner
en
la mesa los seis cubiertos de plata. Esta graciosa ostentación de lujo era casi
una
niñería
simpática en aquella casa tranquila y severa, que elevaba la pobreza hasta la
dignidad.
La
señora Magloire comprendió la observación, salió sin decir una palabra, y un
momento
después los tres cubiertos pedidos por el obispo lucían en el mantel, colocados
simétricamente
ante cada uno de los tres comensales.
Al
fin de la cena, monseñor Bienvenido dio las buenas noches a su hermana, cogió
uno
de
los dos candeleros de plata que había sobre la mesa, dio el otro a su huésped y
le dijo:
-Caballero,
voy a enseñaros vuestro cuarto.
El
hombre lo siguió.
En
el momento en que atravesaban el dormitorio del obispo, la señora Magloire
cerraba
el
armario de la plata que estaba a la cabecera de la cama. Lo hacía cada noche
antes de
acostarse.
El
obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia lo esperaba.
El
hombre
puso la luz sobre una mesita.
-Bien
-dijo el obispo-, que paséis buena noche. Mañana temprano, antes de partir,
tomaréis
una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente.
-Gracias,
señor cura -dijo el hombre.
Pero
apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbitamente, sin transición
alguna,
hizo un movimiento extraño, que hubiera helado de espanto a las dos santas
mujeres
si hubieran estado presente. Se volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los
brazos,
y fijando en él una mirada salvaje, exclamó con voz ronca:
-¡Ah!
¡De modo que me alojáis en vuestra casa y tan cerca de
vos!
Calló
un momento, y añadió con una sonrisa que tenía algo de
monstruosa:
-¿Habéis
reflexionado bien? ¿Quién os ha dicho que no soy un
asesino?
El
obispo respondió:
-Ese
es problema de Dios.
Después,
con toda gravedad, bendijo con los dedos de la mano derecha a su huésped,
que
ni aun dobló la cabeza, y sin volver la vista atrás entró en su
dormitorio.
Hizo
una breve oración, y un momento después estaba en su jardín, donde se paseó
meditabundo,
contemplando con el alma y con el pensamiento los grandes misterios que
Dios
descubre por la noche a los ojos que permanecen abiertos.
En
cuanto al hombre, estaba tan cansado que ni aprovechó aquellas blancas sábanas.
Apagó
la luz soplando con la nariz como acostumbran los presidarios, se dejó caer
vestido
en la cama, y se quedó profundamente dormido. Era medianoche cuando el
obispo
volvió del jardín a su cuarto. Algunos minutos después, todos dormían en aquella
casa.
IV
Jean
Valjean
Jean
Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No había aprendido a leer en
su
infancia;
y cuando fue hombre, tomó el oficio de su padre, podador en Faverolles. Su
padre
se llamaba igualmente Jean Valjean o Vlajean, una contracción probablemente de
"voilà
Jean": ahí está Jean.
Su
carácter era pensativo, aunque no triste, propio de las almas afectuosas. Perdió
de
muy
corta edad a su padre y a su madre. Se encontró sin más familia que una hermana
mayor
que él, viuda y con siete hijos. El marido murió cuando el mayor de los siete
hijos
tenía
ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco. Reemplazó
al
padre, y mantuvo a su hermana y los niños. Lo hizo sencillamente, como un deber,
y
aun
con cierta rudeza.
Su
juventud se desperdiciaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca se le
conoció
novia; no había tenido tiempo para enamorarse.
Por
la noche volvía cansado a la casa y comía su sopa sin decir una palabra.
Mientras
comía,
su hermana a menudo le sacaba de su plato lo mejor de la comida, el pedazo de
carne,
la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos.
El, sin
dejar
de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la sopa, con sus
largos
cabellos esparcidos alrededor del plato, parecía que nada observaba; y la dejaba
hacer.
Aquella
familia era un triste grupo que la miseria fue oprimiendo poco a poco. Llegó un
invierno
muy crudo; Jean no tuvo trabajo. La familia careció de pan. ¡Ni un bocado de
pan
y siete niños!
Un
domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia, se
disponía
a acostarse cuando oyó un golpe violento en la puerta y en la vidriera de su
tienda.
Acudió, y llegó a tiempo de ver pasar un brazo a través del agujero hecho en la
vidriera
por un puñetazo. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió
apre-
suradamente;
el ladrón huyó a todo correr pero Isabeau corrió también y lo detuvo. El
ladrón
había tirado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean
Valjean.
Esto
ocurrió en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo
como
autor de un robo con fractura, de noche, y en casa habitada. Tenía en su casa un
fusil
y era un eximio tirador y aficionado a la caza furtiva, y esto lo
perjudicó.
Fue
declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en nuestra
civilización
momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal
pronuncia
una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el
irreparable
abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de
presidio.
Un
antiguo carcelero de la prisión recuerda aún perfectamente a este desgraciado,
cuya
cadena
se remachó en la extremidad del patio. Estaba sentado en el suelo como todos los
demás.
Parecía que no comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es
probable
que descubriese, a través de las vagas ideas de un hombre completamente
ignorante,
que había en su pena algo excesivo. Mientras que a grandes martillazos
rema-
chaban
detrás de él la bala de su cadena, lloraba; las lágrimas lo ahogaban, le
impedían
hablar,
y solamente de rato en rato exclamaba: "Yo era podador en Faverolles". Después
sollozando
y alzando su mano derecha, y bajándola gradualmente siete veces, como si
tocase
sucesivamente siete cabezas a desigual altura, quería indicar que lo que había
hecho
fue para alimentar a siete criaturas.
Por
fin partió para Tolón, donde llegó después de un viaje de veintisiete días, en
una
carreta
y con la cadena al cuello. En Tolón fue vestido con la chaqueta roja; y entonces
se
borró
todo lo que había sido en su vida, hasta su nombre, porque desde entonces ya no
fue
Jean Valjean, sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los
siete
niños?
Pero, ¿a quién le importa?
La
historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de Dios, sin
apoyo
alguno,
sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la casualidad. ¿Qué más se ha de
saber?
Se
fueron cada uno por su lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en
que se
sepultan
los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó
hablar
una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió noticias
por
no
sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su
hermana:
estaba en París. Vivía en un miserable callejón, cerca de San Sulpicio, y tenía
consigo
sólo al menor de los niños. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo
después.
A
fines de ese mismo cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus camaradas
lo
ayudaron
como suele hacerse en aquella triste mansión, y se evadió. Anduvo errante dos
días
en libertad por el campo, si es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a
cada
instante
y al menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles, del sueño.
En
la
noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido hacía treinta
seis
horas.
El tribunal lo condenó por este delito a un recargo de tres años. Al sexto año
le
tocó
también el turno para la evasión; por la noche la ronda le encontró oculto bajo
la
quilla
de un buque en construcción; hizo resistencia a los guardias que lo cogieron:
evasión
y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un
recargo
de cinco años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra vez su
turno,
y
lo aprovechó; pero no salió mejor librado. Tres años más por esta nueva
tentativa. En
fin,
el año decimotercero, intentó de nuevo su evasión, y fue cogido a las cuatro
horas.
Tres
años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En octubre de 1815 salió
en
libertad:
había entrado al presidio en 1796 por haber roto un vidrio y haber tomado un
pan.
Jean
Valjean entró al presidio sollozando y tembloroso; salió impasible. Entró
desesperado;
salió taciturno.
¿Qué
había pasado en su alma?
V
El
interior de la desesperación
Tratemos
de explicarlo.
Es
preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que ella es su
causa.
Jean
era, como hemos dicho, un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural
brillaba
en su interior; y la desgracia, que tiene también su claridad, aumentó la poca
que
había
en aquel espíritu. Bajo la influencia del látigo, de la cadena, del calabozo,
del
trabajo
bajo el ardiente sol del presidio, en el lecho de tablas, el presidiario se
encerró en
su
conciencia, y reflexionó.
Se
constituyó en tribunal. Principió por juzgarse a sí mismo. Reconoció que no era
un
inocente
castigado injustamente. Confesó que había cometido una acción mala, culpable;
que
quizá no le habrían negado el pan si lo hubiese pedido; que en todo caso hubiera
sido
mejor
esperar para conseguirlo de la piedad o del trabajo; que no es una razón el
decir:
¿se
puede esperar cuando se padece hambre? Que es muy raro el caso que un hombre
muera
literalmente de hambre; que debió haber tenido paciencia; que eso hubiera sido
mejor
para sus pobres niños; que había sido un acto de locura en él, desgraciado
criminal,
coger
violentamente a la sociedad entera por el cuello, y figurarse que se puede salir
de la
miseria
por medio del robo; que es siempre una mala puerta para salir de la miseria la
que
da
entrada a la infamia; y, en fin, que había obrado mal.
Después
se preguntó si era el único que había obrado mal en tal fatal historia; si no
era
una
cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo; que él, laborioso,
careciese de
pan;
si, después de cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y
extremado;
si no había más abuso por parte de la ley en la pena que por parte del culpado
en
la culpa; si el recargo de la pena no era el olvido del delito, y no producía
por
resultado
el cambio completo de la situación, reemplazando la falta del delincuente con el
exceso
de la represión, transformando al culpado en víctima, y al deudor en acreedor,
poniendo
definitivamente el derecho de parte del mismo que lo había violado; si esta
pena,
complicada por recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no concluía por
ser
una
especie de atentado del fuerte contra el débil, un crimen de la sociedad contra
el
individuo;
un crimen que empezaba todos los días; un crimen que se cometía
continuamente
por espacio de diecinueve años.
Se
preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente
a
sus
miembros, en un caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y
de
apoderarse
para siempre de un hombre entre una falta y un exceso; falta de trabajo,
exceso
de castigo.
Se
preguntó si era justo que la sociedad tratase así precisamente a aquellos de sus
miembros
peor dotados en la repartición casual de los bienes y, por lo tanto, a los
miserables
más dignos de consideración.
Presentadas
y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la
condenó.
La
condenó a su odio.
La
hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizá en pedirle cuentas
algún
día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había
causado y
el
que había recibido; concluyendo, por fin, que su castigo no era ciertamente una
injusticia,
pero era seguramente una iniquidad.
Los
hombres no lo habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto con ellos
había
sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su
hermana,
nunca
había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en
padecimiento,
llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él
era
el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el
presidio, y
llevarlo
consigo a su salida.
Había
en Tolón una escuela para presidarios, en la cual se enseñaba lo más necesario a
los
desgraciados que tenían buena voluntad. Jean fue del número de los hombres de
buena
voluntad. Empezó a ir a la escuela a los cuarenta años, y aprendió a leer, a
escribir
y
a contar. Pensó que fortalecer su inteligencia era fortalecer su odio; porque en
ciertos
casos
la instrucción y la luz pueden servir de auxiliares al
mal.
Digamos
ahora una cosa triste: Jean, después de juzgar a la sociedad que había hecho
su
desgracia, juzgó a la Providencia que había hecho la sociedad, y la condenó
también.
Así,
durante estos diecinueve años de tortura y de esclavitud, su alma se elevó y
decayó
al
mismo tiempo. En ella entraron la luz por un lado y las tinieblas por
otro.
Jean
Valjean no tenía, como se ha visto, una naturaleza malvada. Aún era bueno cuando
entró
en el presidio. Allí condenó a la sociedad y supo que se hacía malo; condenó a
la
Providencia,
y supo que se hacía impío.
¿Puede
la naturaleza humana transformarse así completamente? Al hombre, creado
bueno
por Dios, ¿puede hacerlo malo el hombre? ¿Puede el destino modificar el alma
completamente,
y hacerla mala porque es malo el destino? ¿No hay en toda alma humana,
no
había en el alma de Jean Valjean en particular, una primera chispa, un elemento
divino,
incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien puede desarrollar,
encender,
purificar, hacer brillar esplendorosamente, y que el mal no puede nunca apagar
del
todo?
¿Tenía
conciencia el presidiario de todo lo que había pasado en él, y de todas las
emociones
que experimentaba? Preguntas profundas y obscuras para que este hombre
rudo
a ignorante pudiera responder. Había demasiada ignorancia en Jean Valjean para
que,
aun después de tanta desgracia, no quedase mucha vaguedad en su espíritu. Ni aun
sabía
exactamente lo que por él pasaba. Jean Valjean estaba en las tinieblas; sufría
en las
tinieblas;
odiaba en las tinieblas. Vivía habitualmente en esta sombra, a tientas, como un
ciego,
como un soñador. Solamente a intervalos recibía súbitamente, de sí mismo o del
exterior,
un impulso de cólera, un aumento de padecimiento, un pálido y rápido
relámpago
que iluminaba toda su alma y que le mostraba, entre los resplandores de una
luz
horrible, los negros precipicios y las sombrías perspectivas de su
destino.
Pero
pasaba el relámpago, venía la noche, y ¿dónde estaba él? Ya no lo
sabía.
Jean
Valjean hablaba poco y no reía nunca. Era necesaria una emoción fuertísima para
arrancarle,
una o dos veces al año, esa lúgubre risa del forzado que es como el eco de una
risa
satánica. Parecía estar ocupado siempre en contemplar algo
terrible.
Y
en aquella penumbra sombría y tenebrosa en que vivía, no dejó de destacarse su
increíble
fuerza física. Y su agilidad, que era aún mayor que su fuerza. Ciertos
presidiarios,
fraguadores perpetuos de evasiones, concluyen por hacer de la fuerza y de la
destreza
combinadas una verdadera ciencia, la ciencia de los músculos. Subir por una
vertical,
y hallar puntos de apoyo donde no había apenas un desnivel, era solamente un
juego
para Jean Valjean.
No
sin razón su pasaporte lo calificaba de "hombre muy
peligroso".
De
año en año se había ido desecando su alma, lenta, pero fatalmente. A alma seca,
ojos
secos. A su salida de presidio hacía diecinueve años que no había derramado una
lágrima.
VI
La
ola y la sombra
¡Un
hombre al mar!
¡Qué
importa! El buque no se detiene por eso. El viento sopla; el barco tiene una
senda
trazada,
que debe recorrer necesariamente.
El
hombre desaparece y vuelve a aparecer; se sumerge y sube a la superficie; llama;
tiende
los brazos, pero no es oído: la nave, temblando al impulso del huracán, continúa
sus
maniobras; los marineros y los pasajeros no ven al hombre sumergido; su
miserable
cabeza
no es más que un punto en la inmensidad de las olas.
Sus
gritos desesperados resuenan en las profundidades. Observa aquel espectro de una
vela
que se aleja. La mira, la mira desesperado. Pero la vela se aleja, decrece,
desaparece.
Allí
estaba él: hacía un momento, formaba parte de la tripulación, iba y venía por el
puente
con los demás, tenía su parte de aire y de sol; estaba vivo. Pero ¿qué ha
sucedido?
Resbaló;
cayó. Todo ha terminado.
Se
encuentra inmerso en el monstruo de las aguas. Bajo sus pies no hay más que olas
que
huyen, olas que se abren, que desaparecen. Estas olas, rotas y rasgadas por el
viento,
lo
rodean espantosamente; los vaivenes del abismo lo arrastran; los harapos del
agua se
agitan
alrededor de su cabeza; un pueblo de olas escupe sobre él; confusas cavernas
amenazan
devorarle; cada vez que se sumerge descubre precipicios llenos de oscuridad;
una
vegetación desconocida lo sujeta, le enreda los pies, lo atrae: siente que forma
ya
parte
de la espuma, que las olas se lo echan de una a otra; bebe toda su amargura; el
océano
se encarniza con él para ahogarle; la inmensidad juega con su agonía. Parece que
el
agua se ha convertido en odio.
Pero
lucha todavía.
Trata
de defenderse, de sostenerse, hace esfuerzos, nada. ¡Pobre fuerza agotada ya,
que
combate
con lo inagotable!
¿Dónde
está el buque? Allá a lo lejos. Apenas es ya visible en las pálidas tinieblas
del
horizonte.
Las
ráfagas soplan; las espumas lo cubren. Alza la vista; ya no divisa más que la
lividez
de
las nubes. En su agonía asiste a la inmensa demencia de la mar. La locura de las
olas
es
su suplicio: oye mil ruidos inauditos que parecen salir de más allá de la
tierra; de un
sitio
desconocido y horrible.
Hay
pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles sobre las miserias humanas; pero,
¿qué
pueden hacer por él? Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires, y él
agoniza. Se
ve
ya sepultado entre dos infinitos, el océano y el cielo; uno es su tumba; otro su
mortaja.
Llega
la noche; hace algunas horas que nada; sus fuerzas se agotan ya; aquel buque,
aquella
cosa lejana donde hay hombres, ha desaparecido; se encuentra solo en el
formidable
abismo crepuscular; se sumerge, se estira, se enrosca; ve debajo de sí los
indefinibles
monstruos del infinito; grita.
Ya
no lo oyen los hombres. ¿Y dónde está Dios?
Llama.
Llama sin cesar.
Nada
en el horizonte; nada en el cielo.
Implora
al espacio, a la ola, a las algas, al escollo; todo ensordece. Suplica a la
tempestad;
la tempestad imperturbable sólo obedece al infinito.
A
su alrededor tiene la oscuridad, la bruma; la soledad, el tumulto tempestuoso y
ciego,
el
movimiento indefinido de las temibles olas; dentro de sí el horror y la
fatiga.
El
frío sin fondo lo paraliza. Sus manos se crispan y se cierran, y cogen, al
cerrarse, la
nada.
Vientos, nubes, torbellinos, estrellas; ¡todo le es inútil! ¿Qué hacer? El
desesperado
se
abandona; el que está cansado toma el partido de morir, se deja llevar, se
entrega a la
suerte,
y rueda para siempre en las lúgubres profundidades del
sepulcro.
¡Oh
destino implacable de las sociedades humanas, que perdéis los hombres y las
almas
en
vuestro camino! ¡Océano en que cae todo lo que deja caer la ley! ¡Siniestra
desaparición
de todo auxilio! ¡Muerte moral!
La
mar es la inexorable noche social en que la penalidad arroja a sus condenados.
La
mar
es la inmensa miseria. El alma, naufragando en este abismo, puede convertirse en
un
cadáver.
¿Quién lo resucitará?
VII
Nuevas
quejas
Cuando
llegó la hora de la salida del presidio; cuando Jean Valjean oyó resonar en sus
oídos
estas palabras extrañas: "¡Estás libre!", tuvo un momento indescriptible: un
rayo de
viva
luz, un rayo de la verdadera luz de los vivos penetró en él súbitamente. Pero no
tardó
en
debilitarse. Jean Valjean se había deslumbrado con la idea de la libertad. Había
creído
en
una vida nueva; pero pronto supo lo que es una libertad con pasaporte
amarillo.
Al
día siguiente de su libertad, en Grasse, vio delante de la puerta de una
destilería de
flores
de naranjo algunos hombres que descargaban unos fardos. Ofreció su trabajo. Era
necesario
y fue aceptado. Se puso a trabajar. Era inteligente, robusto, ágil, trabajaba
muy
bien;
su empleador parecía estar contento. Pero pasó un gendarme, lo observó y le
pidió
sus
papeles. Le fue preciso mostrar el pasaporte amarillo. Hecho esto, volvió a su
trabajo.
Un
momento antes había preguntado a un compañero cuánto ganaba al día; "treinta
sueldos",
le había respondido. Llegó la tarde, y como debía partir al día siguiente por la
mañana,
se presentó al dueño y le rogó que le pagase. Este no pronunció una palabra, y
le
entregó
quince sueldos. Reclamó y le respondieron: "Bastante es eso para ti". Insistió.
El
dueño
lo miró fijamente, y le dijo: "¡Cuidado con la cárcel!"
La
excarcelación no es la libertad. Se acaba el presidio, pero no la condena. Esto
era lo
que
había sucedido en Grasse. Ya hemos visto cómo fue recibido en
D.
VIII
El
hombre despierto
Daban
las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean
despertó.
Lo
que lo despertó fue el lecho demasiado blando. Iban a cumplirse veinte años que
no
se
acostaba en una cama, y aunque no se hubiese desnudado, la sensación era
demasiado
nueva
para no turbar su sueño.
Había
dormido más de cuatro horas. No acostumbraba dedicar más tiempo al
reposo.
Abrió
los ojos y miró un momento en la oscuridad en derredor suyo; después los cerró
para
dormir otra vez.
Pero
cuando han agitado el ánimo durante el día muchas sensaciones diversas; cuando
se
ha pensado a la vez en muchas cosas, el hombre duerme, pero no vuelve a dormir
una
vez
que ha despertado. Jean Valjean no pudo dormir más, y se puso a
meditar.
Se
encontraba en uno de esos momentos en que todas las ideas que tiene el espíritu
se
mueven
y agitan sin fijarse. Tenía una especie de vaivén oscuro en el
cerebro.
Muchas
ideas lo acosaban pero entre ellas había una que se presentaba más
continuamente
a su espíritu, y que expulsaba a las demás; había reparado en los seis
cubiertos
de plata y el cucharón que la señora Magloire pusiera en la
mesa.
Estos
seis cubiertos de plata lo obsesionaban. Y estaban allí, a algunos pasos. Y eran
macizos.
Y de plata antigua. Con el cucharón, valdrían lo menos doscientos francos.
Doble
de lo que había ganado en diecinueve años.
Su
mente osciló por espacio de una hora en fluctuaciones en que se desarrollaba
cierta
lucha.
Dieron las tres. Abrió los ojos, se incorporó bruscamente en la cama. Permaneció
algún
tiempo pensativo. De repente se levantó, se quitó los zapatos que colocó
suavemente
en la estera cerca de la cama; volvió a su primera postura de siniestra
meditación,
y quedó inmóvil, y hubiera permanecido en ella hasta que viniera el día, si el
reloj
no hubiese dado una campanada; tal vez esta campanada le gritó
¡Vamos!
Se
puso de pie, dudó aún un momento y escuchó: todo estaba en silencio en la casa;
entonces
examinó la ventana; miró hacia el jardín, con esa mirada atenta que estudia más
que
mira. Estaba cercado por una pared blanca bastante baja y fácil de
escalar.
Después,
con el ademán de un hombre resuelto, se dirigió a la cama, cogió su morral, lo
abrió,
lo registró, sacó un objeto de hierro que puso sobre la cama, se metió los
zapatos
en
los bolsillos, cerró el saco y se lo echó a la espalda, se puso la gorra bajando
la visera
sobre
los ojos, buscó a tientas su palo, y fue a colocarlo en el ángulo de la ventana;
después
volvió a la cama y cogió resueltamente el objeto que había dejado allí. Parecía
una
barra de hierro corta, aguzada como un chuzo: era una lámpara de minero. A veces
se
empleaba
a presidiarios en faenas mineras cerca de Tolón y no es, por tanto, de extrañar
que
Valjean tuviera en su poder dicho implemento. Con ella en la mano, y conteniendo
la
respiración,
se dirigió al cuarto contiguo. Encontró la puerta entornada. El obispo no la
había
cerrado.
Jean
Valjean escuchó un momento. No se oía ruido alguno.
Empujó
la puerta; un gozne mal aceitado produjo en la oscuridad un ruido ronco y
prolongado.
Jean
Valjean tembló. El ruido sonó en sus oídos como un eco formidable, y vibrante,
como
la trompeta del juicio final.
Se
detuvo temblando azorado. Oyó latir las arterias en sus sienes como dos
martillos de
fragua,
y le pareció que el aliento salía de su pecho con el ruido con que sale el
viento de
una
caverna. Creía imposible que el grito de aquel gozne no hubiese estremecido toda
la
casa
como la sacudida de un terremoto. El viejo se levantaría, las dos mujeres
gritarían,
recibirían
auxilio, y antes de un cuarto de hora el pueblo estaría en movimiento, y la
gendarmería
en pie. Por un momento se creyó perdido.
Permaneció
inmóvil, sin atreverse a hacer ningún movimiento. Pasaron algunos
minutos.
La puerta se había abierto completamente. Se atrevió a entrar en el cuarto; el
ruido
del gozne mohoso no había despertado a nadie.
Había
pasado el primer peligro; pero Jean Valjean estaba sobrecogido y confuso. Mas
no
retrocedió. Ni aun en el momento en que se creyó perdido retrocedió. Sólo pensó
en
acabar
cuanto antes.
En
el dormitorio reinaba una calma perfecta. Oía en el fondo de la habitación la
respiración
igual y tranquila del obispo dormido.
De
repente se detuvo. Estaba cerca de la cama; había llegado antes de lo que
creía.
El
obispo dormía tranquilamente. Su fisonomía estaba iluminada por una vaga
expresión
de satisfacción, de esperanza, de beatitud. Esta expresión era más que una
sonrisa;
era casi un resplandor.
Jean
Valjean estaba en la sombra con su barra de hierro en la mano, inmóvil, turbado
ante
aquel anciano resplandeciente. Nunca había visto una cosa semejante. Aquella
confianza
lo asustaba. El mundo moral no puede presentar espectáculo más grande: una
conciencia
turbada a inquieta, próxima a cometer una mala acción, contemplando el
sueño
de un justo.
Nadie
hubiera podido decir lo que pasaba en aquel momento por el criminal; ni aun él
mismo
lo sabía. Para tratar de expresarlo es preciso combinar mentalmente lo más
violento
con lo más suave. En su fisonomía no se podía distinguir nada con certidumbre;
parecía
expresar un asombro esquivo. Contemplaba aquel cuadro; pero, ¿qué pensaba?
Imposible
adivinarlo. Era evidente que estaba conmovido y desconcertado. Pero, ¿de qué
naturaleza
era esta emoción?
No
podía apartar su vista del anciano; y lo único que dejaba traslucir claramente
su
fisonomía
era una extraña indecisión. Parecía dudar entre dos abismos: el de la perdición
o
el de la salvación; entre herir aquella cabeza o besar aquella
mano.
Al
cabo de algunos instantes levantó el brazo izquierdo hasta la frente, y se quitó
la
gorra;
después dejó caer el brazo con lentitud y volvió a su meditación con la gorra en
la
mano
izquierda, la barra en la derecha y los cabellos erizados sobre su tenebrosa
frente.
El
obispo seguía durmiendo tranquilamente bajo aquella mirada
aterradora.
El
reflejo de la luna hacía visible confusamente encima de la chimenea el
crucifijo, que
parecía
abrir sus brazos a ambos, bendiciendo al uno, perdonando al
otro.
De
repente Jean Valjean se puso la gorra, pasó rápidamente a lo largo de la cama
sin
mirar
al obispo, se dirigió al armario que estaba a la cabecera; alzó la barra de
hierro
como
para forzar la cerradura; pero estaba puesta la llave; la abrió y lo primero que
encontró
fue el cestito con la platería; lo cogió, atravesó la estancia a largos pasos,
sin
precaución
alguna y sin cuidarse ya del ruido; entró en el oratorio, cogió su palo, abrió
la
ventana,
la saltó, guardó los cubiertos en su morral, tiró el canastillo, atravesó el
jardín,
saltó
la tapia como un tigre y desapareció.
IX
El
obispo trabaja
Al
día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La
señora
Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.
-Monseñor,
monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de
los
cubiertos?
-Sí
-contestó el obispo.
-¡Bendito
sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.
El
obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y selto presentó a la
señora
Magloire.
Aquí
está.
-Sí
-dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?
-¡Ah!
-dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.
-¡Gran
Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.
Y
en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró
en la
alcoba,
y volvió al lado del obispo.
-¡Monseñor,
el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!
El
obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la
señora
Magloire
con toda dulzura:
-¿Y
era nuestra esa platería?
La
señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:
-Señora
Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a
los
pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
-¡Ay,
Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a
nosotras
nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora,
monseñor?
El
obispo la miró como asombrado.
-Pues,
¿no hay cubiertos de estaño?
La
señora Magloire se encogió de hombros.
-El
estaño huele mal.
-Entonces
de hierro.
La
señora Magloire hizo un gesto expresivo:
-El
hierro sabe mal.
-Pues
bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.
Algunos
momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean
Valjean
la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar
alegremente
a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba
sordamente,
que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera,
para
mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
-¡A
quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un
hombre
así, y darle cama a su lado!
Cuando
ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
Adelante
-dijo el obispo.
Se
abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres
hombres
traían
a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean
Valjean.
Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo
militar.
-Monseñor...
-dijo.
Al
oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó
estupefacto
la cabeza.
-¡Monseñor!
-murmuró-. ¡No es el cura!
-Silencio
-dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras
tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
-¡Ah,
habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había
dado
también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos
francos.
¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean
Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no
podría
pintar
ninguna lengua humana.
-Monseñor
-dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo
encontramos
como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos
cubiertos...
-¿Y
os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre,
un
sacerdote
anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído
acá.
-Entonces
-dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?
-Sin
duda -dijo el obispo.
Los
gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
-¿Es
verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en
sueños.
-Sí;
te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.
-Amigo
mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de
iros.
Y
fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos
mujeres lo
miraban
sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese
distraer
al obispo.
Jean
Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire
distraído.
Ahora
-dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil
que
paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle.
Está
cerrada
sólo con el picaporte noche y día.
Después
volviéndose a los gendarmes, les dijo:
-Señores,
podéis retiraros.
Los
gendarmes abandonaron la casa.
Parecía
que Jean Valjean iba a desmayarse.
El
obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
-No
olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre
honrado.
Jean
Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo
continuó
con solemnidad:
-Jean
Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra
alma;
yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a
Dios.
X
Gervasillo
Jean
Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó precipitadamente por el campo,
tomando
los caminos y senderos que se le presentaban, sin notar que a cada momento
desandaba
lo andado. Así anduvo errante toda la mañana, sin comer y sin tener hambre.
Lo
turbaba una multitud de sensaciones nuevas. Sentía cólera, y no sabía contra
quién.
No
podía saber si estaba conmovido o humillado. Sentía por momentos un
estremecimiento
extraño, y lo combatía, oponiéndole el endurecimiento de sus últimos
veinte
años. Esta situación lo cansaba. Veía con inquietud que se debilitaba en su
interior
la
horrible calma que le había hecho adquirir la injusticia de su desgracia. Y se
preguntaba
con qué la reemplazaría. En algún instante hubiera preferido estar preso con
los
gendarmes, y que todo hubiera pasado de otra manera; de seguro entonces no
tendría
tanta
intranquilidad. Todo el día lo persiguieron pensamientos imposibles de
expresar.
Cuando
ya el sol iba a desaparecer en el horizonte y alargaba en el suelo hasta la
sombra
de la menor piedrecilla, Jean Valjean se sentó detrás de un matorral en una gran
llanura
rojiza, enteramente desierta. Estaría a tres leguas de D. Un sendero que cortaba
la
llanura
pasaba a algunos pasos del matorral.
En
medio de su meditación oyó un alegre ruido. Volvió la cabeza, y vio venir por el
sendero
a un niño saboyano, de unos diez años, que iba cantando con su gaita al hombro
y
su bolsa a la espalda.
Era
uno de esos simpáticos muchachos que van de pueblo en pueblo, luciendo las
rodillas
por los agujeros de los pantalones.
El
muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha para jugar con algunas monedas
que
llevaba en la mano, y que serían probablemente todo su capital. Entre estas
monedas
había
una de plata de cuarenta sueldos.
Se
detuvo cerca del arbusto sin ver a Jean Valjean y tiró las monedas que hasta
entonces
había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano. Pero esta vez la
moneda
de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la hierba hasta donde estaba
Jean
Valjean, quien le puso el pie encima. Pero el niño había seguido la moneda con
la
vista.
No se detuvo; se fue derecho hacia el hombre.
El
sitio estaba completamente solitario. El muchacho daba la espalda al sol, que
doraba
sus
cabellos y teñía con una claridad sangrienta la salvaje fisonomía de Jean
Valjean.
-Señor
-dijo el saboyano con esa confianza de los niños, que es una mezcla de
ignorancia
y de inocencia-: ¡Mi moneda!
-¿Cómo
lo llamas? -preguntó Jean Valjean.
-Gervasillo,
señor.
-Vete
-le dijo Jean Valjean.
-Señor,
dadme mi moneda volvió a decir el niño.
Jean
Valjean bajó la cabeza y no respondió.
El
muchacho volvió a decir:
-¡Mi
moneda, señor!
La
vista de Jean Valjean siguió fija en el suelo.
-¡Mi
moneda! -gritó ya el niño-, ¡mi moneda de plata! ¡Mi
dinero!
Parecía
que Jean Valjean no oía nada. El niño le cogió la solapa de la chaqueta, y la
sacudió,
haciendo esfuerzos al mismo tiempo para separar el tosco zapato claveteado que
cubría
su tesoro.
-¡Quiero
mi moneda! ¡Mi moneda de cuarenta sueldos!
El
niño lloraba. Jean Valjean levantó la cabeza; pero siguió sentado. Sus ojos
estaban
turbios.
Miró al niño como con asombro, y después llevó la mano al palo gritando con
voz
terrible:
-¿Quién
anda ahí?
-Yo,
señor -respondió el muchacho-. Yo, Gervasillo. ¿Queréis devolverme mis cuarenta
sueldos?
¿Queréis alzar el pie?
Y
después irritado ya y casi en tono amenazador, a pesar de su corta edad, le
dijo:
-Pero,
¿quitaréis el pie? ¡Vamos, levantad ese pie!
-¡Ah!
¡Conque estás aquí todavía! -dijo Jean Valjean; y poniéndose repentinamente de
pie,
sin descubrir por esto la moneda, añadió-: ¿Quieres irte de una
vez?
El
niño lo miró atemorizado; tembló de pies a cabeza, y después de algunos momentos
de
estupor, echó a correr con todas sus fuerzas sin volver la cabeza, ni dar un
grito.
Sin
embargo a alguna distancia, la fatiga lo obligó a detenerse y Jean Valjean, en
medio
de
su meditación, lo oyó sollozar.
Algunos
instantes después, el niño había desaparecido.
El
sol se había puesto. La sombra crecía alrededor de Jean Valjean. En todo el día
no
había
tomado alimento; es probable que tuviera fiebre.
Se
había quedado de pie, y no había cambiado de postura desde que huyó el niño. La
respiración
levantaba su pecho a intervalos largos y desiguales. Su mirada, clavada diez o
doce
pasos delante de él, parecía examinar con profunda atención un pedazo de loza
azul
que
había entre la hierba. De pronto, se estremeció: sentía ya el frío de la
noche.
Se
encasquetó bien la gorra; se cruzó y abotonó maquinalmente la chaqueta, dio un
paso,
y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la
moneda
de
cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba
entre
algunas
piedras. "¿Qué es esto?", dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo
sin
poder
separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momento, como si
aquello
que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en
él.
Después
de algunos minutos se lanzó convulsivamente hacia la moneda de plata de dos
francos,
la cogió, y enderezándose miró a lo lejos por la llanura, dirigiendo sus ojos a
todo
el horizonte, anhelante, como una fiera asustada que busca un
asilo.
Nada
vio. La noche caía, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada
en
la
claridad del crepúsculo.
Dio
un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había
desaparecido.
Después de haber andado unos treinta pasos se detuvo y miró. Pero
tampoco
vio nada.
Entonces
gritó con todas sus fuerzas:
-¡Gervasillo!
¡Gervasillo!
Calló
y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y
triste.
El
hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en
aquella
soledad
con la voz más formidable y más desolada que pueda
imaginarse:
-¡Gervasillo!
¡Gervasillo!
Si
el muchacho hubiera oído estas voces, de seguro habría tenido miedo, y se
hubiera
guardado
muy bien de acudir. Pero debía de estar ya muy lejos.
Jean
Valjean encontró a un cura que iba a caballo. Se dirigió a él y le
dijo:
-Señor
cura: ¿habéis visto pasar a un muchacho?
-No
-dijo el cura.
-¡Uno
que se llama Gervasillo!
-No
he visto a nadie.
Entonces
Jean Valjean sacó dos monedas de cinco francos de su morral, y se las dio al
cura.
-Señor
cura, tomad para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años con
una
bolsa y una gaita. Iba caminando. Es uno de esos saboyanos, ya
sabéis...
-No
lo he visto.
Jean
Valjean tomó violentamente otras dos monedas de cinco francos, y las dio al
sacerdote.
-Para
los pobres -le dijo.
Y
después añadió con azoramiento:
-Señor
cura, mandad que me prendan: soy un ladrón.
El
cura picó espuelas y huyó atemorizado.
Jean
Valjean echó a correr. Siguió a la suerte un camino mirando, llamando y
gritando;
pero
no encontró a nadie. Al fin se detuvo. La luna había salido. Paseó su mirada a
lo
lejos,
y gritó por última vez:
-¡Gervasillo!
¡Gervasillo! ¡Gervasillo!
Aquel
fue su último intento. Sus piernas se doblaron bruscamente, como si un poder
invisible
lo oprimiera con todo el peso de su mala conciencia. Cayó desfallecido sobre
una
piedra con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y
exclamó:
-¡Soy
un miserable!
Su
corazón estalló, y rompió a llorar. ¡Era la primera vez que lloraba en
diecinueve
años!
Cuando
Jean Valjean salió de casa del obispo, estaba, por decirlo así, fuera de todo lo
que
había sido su pensamiento hasta allí. No podía explicarse lo que pasaba en él.
Quería
resistir
la acción angélica, las dulces palabras del anciano: "Me
ha-
béis
prometido ser hombre honrado. Yo compro vuestra alma. Yo la libero del espíritu
de
perversidad, y la consagro a Dios". Estas frases se presentaban a su memoria sin
cesar.
Comprendía
claramente que el perdón de aquel sacerdote era el ataque más formidable
que
podía recibir; que su endurecimiento sería infinito si podía resistir aquella
clemencia;
pero
que si cedía, le sería preciso renunciar al odio que había alimentado en su alma
por
espacio
de tantos años, y que ahora había comenzado una lucha colosal y definitiva entre
su
maldad y la bondad del anciano sacerdote.
Deslumbrado
ante esta nueva luz, caminaba como un enajenado. Veía sin duda alguna
que
ya no era el mismo hombre; que todo había cambiado en él, y que no había estado
en
su
mano evitar que el obispo le hablara y lo conmoviera.
En
este estado de espíritu había aparecido Gervasillo y él le había robado sus
cuarenta
sueldos.
¿Por qué? Con toda seguridad no hubiera podido explicarlo. ¿Era aquella acción
un
último efecto, un supremo esfuerzo de las malas ideas que había traído del
presidio?
Jean
Valjean retrocedió con angustia y dio un grito de espanto. Al robar la moneda al
niño
había hecho algo que no sería ya más capaz de hacer. Esta última mala acción
tuvo
en
él un efecto decisivo. En el momento en que exclamaba: "¡Soy un miserable!",
acababa
de conocerse tal como era. Vio realmente a Jean Valjean con su siniestra
fisonomía
delante de sí, y le tuvo horror.
Vio,
como en una profundidad misteriosa, una especie de luz que tomó al principio por
una
antorcha. Examinando con más atención esta luz encendida en su conciencia, vio
que
tenía
forma humana, y que era el obispo.
Su
conciencia comparó al obispo con Jean Valjean. El obispo crecía y resplandecía a
sus
ojos y Jean Valjean se empequeñecía y desaparecía. Después de algunos instantes
sólo
quedó de él una sombra. Después desapareció del todo. Sólo quedó el obispo. El
obispo,
que iluminaba el alma de aquel miserable con un resplandor
magnífico.
Jean
Valjean lloró largo rato. Lloró lágrimas ardientes, lloró a sollozos; lloró con
la
debilidad
de una mujer, con el temor de un niño.
Mientras
lloraba se encendía poco a poco una luz en su cerebro, una luz extraordinaria,
una
luz maravillosa y terrible a la vez. Su vida pasada, su primera falta, su larga
expiación,
su embrutecimiento exterior, su endurecimiento interior, su libertad halagada
con
tantos planes de venganza, las escenas en casa del obispo, la última acción que
había
cometido,
aquel robo de cuarenta sueldos a un niño, crimen tanto más culpable, tanto más
monstruoso
cuanto que lo ejecutó después del perdón del obispo; todo esto se le presentó
claramente;
pero con una claridad que no había conocido hasta
entonces.
Examinó
su vida y le pareció horrorosa; examinó su alma y le pareció horrible. Y sin
embargo,
sobre su vida y sobre su alma se extendía una suave
claridad.
¿Cuánto
tiempo estuvo llorando así? ¿Qué hizo después de llorar? ¿Adónde fue? No se
supo.
Solamente se dijo que aquella misma noche, un cochero que llegaba a D. hacia las
tres
de la mañana, al atravesar la calle donde vivía el obispo vio a un hombre en
actitud
de
orar, de rodillas en el empedrado, delante de la puerta de monseñor
Bienvenido.
LIBRO
TERCERO
El
año 1817
I
Doble
cuarteto
En
1817 reinaba Luis XVIII, Napoleón estaba en Santa Elena, y todos convenían en
que
se había cerrado para siempre la era de las revoluciones.
En
ese 1817, cuatro alegres jóvenes que estudiaban en París decidieron hacer una
buena
broma.
Eran jóvenes insignificantes; todo el mundo conoce su tipo: ni buenos, ni malos;
ni
sabios, ni ignorantes; ni genios, ni imbéciles; ramas de ese abril encantador
que se
llama
veinte años.
Se
llamaban Tholomyès, Listolier, Fameuil y Blachevelle. Cada uno tenía,
naturalmente,
su amante. Blachevelle amaba a Favorita, Listolier adoraba a Dalia,
Fameuil
idolatraba a Zefina, y Tholomyès quería a Fantina, llamada la rubia, por sus
hermosos
cabellos, que eran como los rayos del sol.
Favorita,
Dalia, Zefina y Fantina eran cuatro encantadoras jóvenes perfumadas y
radiantes,
con algo de obreras aún porque no habían abandonado enteramente la aguja,
distraídas
con sus amorcillos, y que conservaban en su fisonomía un resto de la severidad
del
trabajo, y en su alma esa flor de la honestidad que sobrevive en la mujer a su
primera
caída.
La pobreza y la coquetería son dos consejeros fatales: el uno murmura y el otro
halaga;
y las jóvenes del pueblo tienen ambos consejeros que les hablan cada uno a un
oído.
Estas almas mal guardadas los escuchan; y de aquí provienen los tropiezos que
dan
y
las piedras que se les arrojan. ¡Ah, si la señorita aristocrática tuviese
hambre!
Los
jóvenes eran camaradas; las jóvenes eran amigas. Tales amores llevan siempre
consigo
tales amistades.
Fantina
era uno de esos seres que brotan del fondo del pueblo. Había nacido en M.
¿Quiénes
eran sus padres? Nadie había conocido a su padre ni a su madre. Se llamaba
Fantina.
¿Y por qué se llamaba Fantina? Cuando nació se vivía la época del Directorio.
Como
no tenía nombre de familia, no tenía familia; como no tenía nombre de bautismo,
la
Iglesia no existía para ella. Se llamó como quiso el primer transeúnte que la
encontró
con
los pies descalzos en la calle. Recibió un nombre, lo mismo que recibía en su
frente
el
agua de las nubes los días de lluvia. Así vino a la vida esta criatura humana. A
los diez
años
Fantina abandonó la ciudad y se puso a servir donde los granjeros de los
alrededores.
A los quince años se fue a París a "buscar fortuna". Permaneció pura el
ma-
yor
tiempo que pudo. Fantina era hermosa. Tenía un rostro deslumbrador, de delicado
perfil,
los ojos azul oscuro, el cutis blanco, las mejillas infantiles y frescas, el
cuello
esbelto.
Era una bonita rubia con bellísimos dientes; tenía por dote el oro y las perlas;
pero
el oro estaba en su cabeza, y las perlas en su boca.
Trabajó
para vivir, y después amó también para vivir, porque el corazón tiene su
hambre.
Y
amó a Tholomyès.
Amor
pasajero para él; pasión para ella. Las calles del Barrio Latino, que hormiguean
de
estudiantes y modistillas, vieron el principio de este sueño. Fantina había
huido mucho
tiempo
de Tholomyès, pero de modo que siempre lo encontraba en los laberintos del
Panteón,
donde empiezan y terminan tantas aventuras.
Blachevelle,
Listolier y Fameuil formaban un grupo a cuya cabeza estaba Tholomyès,
que
era el más inteligente.
Un
día Tholomyès llamó aparte a los otros tres, hizo un gesto propio de un oráculo
y les
dijo:
-Pronto
hará un año que Fantina, Dalia, Zefina y Favorita nos piden una sorpresa. Se la
hemos
prometido solemnemente, y nos la están reclamando siempre; a mí sobre todo. Al
mismo
tiempo nuestros padres nos escriben. Nos vemos apremiados por las dos partes.
Me
parece que ha llegado el momento. Escuchad.
Tholomyès
bajó la voz, y pronunció con gran misterio algunas palabras tan divertidas,
que
de las cuatro bocas salieron entusiastas carcajadas, al mismo tiempo que
Blachevelle
exclamaba:
"¡Es una gran idea!"
El
resultado de aquella secreta conversación fue un paseo al campo que se realizó
el
domingo
siguiente, al que invitaron los estudiantes a las jóvenes.
Ese
día las cuatro parejas llevaron a cabo concienzudamente todas las locuras
campestres
posibles en ese entonces. Principiaban las vacaciones, y era un claro y
ardiente
día de verano. Favorita, que era la única que sabía escribir, envió la noche
anterior
a Tholomyés una nota diciendo: "Es muy sano salir de
madrugada".
Por
esta razón se levantaron todos a las cinco de la mañana. Fueron
a Saint-Cloud en
coche;
se pararon ante la cascada; jugaron en las arboledas del estanque grande y en el
puente
de Sévres; hicieron ramilletes de flores; comieron en todas partes pastelillos
de
manzanas;
Tholomyès, que era capaz de todo, se ponía una cosa extraña en la boca
llamada
cigarro y fumaba; en fin, fueron perfectamente felices.
II
Alegre
fin de la alegría
Aquel
día parecía una aurora continua. Las cuatro alegres parejas resplandecían al sol
en
el campo, entre las flores y los árboles. En aquella felicidad común, hablando,
cantan-
do,
corriendo, bailando, persiguiendo mariposas, cogiendo campanillas, mojando sus
botas
en las hierbas altas y húmedas, recibían a cada momento los besos de todos,
excepto
Fantina que permanecía encerrada en su vaga resistencia pensativa y respetable.
Era
la alegría misma, pero era a la vez el pudor mismo.
-Tú
-le decía Favorita-, tú tienes que ser siempre tan rara.
Fueron
al parque a columpiarse y después se embarcaron en el Sena. De cuando en
cuando,
preguntaba Favorita:
-¿Y
la sorpresa?
Paciencia
-respondía Tholomyès.
Cansados
ya, pensaron en comer y se dirigieron a la hostería de Bombarda. Allí se
instalaron
en una sala grande y fea, alrededor de una mesa llena de platos, bandejas,
vasos
y botellas de cerveza y de vino. Prosiguieron la risa y los
besos.
En
eso estaba, pues, a las cuatro de la tarde el paseo que empezara a las cinco de
la
madrugada.
El sol declinaba y el apetito se extinguía. En ese momento Favorita, cruzando
los
brazos y echando la cabeza atrás, miró resueltamente a Tholomyês y le
dijo:
-Bueno
pues, ¿y la sorpresa?
Justamente,
ha llegado el momento -respondió Tholomyès-. Señores, la hora de
sorprender
a estas damas ha sonado. Señoras, esperadnos un momento.
-La
sorpresa empieza por un beso -dijo Blachevelle.
-En
la frente -añadió Tholomyès.
Cada
uno depositó con gran seriedad un beso en la frente de su amante. Después se
dirigieron
hacia la puerta los cuatro en fila, con el dedo puesto sobre la
boca.
Favorita
aplaudió al verlos salir.
-No
tardéis mucho -murmuró Fantina-, os esperamos.
Una
vez solas las jóvenes se asomaron a las ventanas, charlando como
cotorras.
Vieron
a los jóvenes salir del brazo de la hostería de Bombarda; los cuatro se
volvieron,
les
hicieron varias señas riéndose y desaparecieron en aquella polvorienta
muchedumbre
que
invade semanalmente los Campos Elíseos.
-¡No
tardéis mucho! -gritó Fantina.
-¿Qué
nos traerán? -dijo Zefina.
-De
seguro que será una cosa bonita -dijo Dalia.
Yo
quiero que sea de oro -replicó Favorita.
Pronto
se distrajeron con el movimiento del agua por entre las ramas de los árboles, y
con
la salida de las diligencias. De minuto en minuto algún enorme carruaje pintado
de
amarillo
y negro cruzaba entre el gentío.
Pasó
algún tiempo. De pronto Favorita hizo un movimiento como quien se
despierta.
-¡Ah!
-dijo-, ¿y la sorpresa?
-Es
verdad -añadió Dalia-, ¿y la famosa sorpresa?
-¡Cuánto
tardan! -dijo Fantina.
Cuando
Fantina acababa más bien de suspirar que de decir esto, el camarero que les
había
servido la comida entró. Llevaba en la mano algo que se parecía a una
carta.
-¿Qué
es eso? -preguntó Favorita.
El
camarero respondió:
-Es
un papel que esos señores han dejado abajo para estas
señoritas.
-¿Por
qué no lo habéis traído antes?
-Porque
esos señores -contestó el camarero- dieron orden que no se os entregara hasta
pasada
una hora.
Favorita
arrancó el papel de manos del camarero. Era una carta.
-¡No
está dirigida a nadie! -dijo-. Sólo dice: Esta es la
sorpresa.
Rompió
el sobre, abrió la carta y leyó:
"¡Oh,
amadas nuestras! Sabed que tenemos padres; padres, vosotras no entenderéis muy
bien
qué es eso. Así se llaman el padre y la madre en el Código Civil. Ahora bien,
estos
padres
lloran; estos ancianos nos reclaman; estos buenos hombres y estas buenas mujeres
nos
llaman hijos pródigos, desean nuestro regreso y nos ofrecen matar corderos en
nuestro
honor. Somos virtuosos y les obedecemos. A la hors en que leáis esto, cinco
fogosos
caballos nos llevarán hacia nuestros papás y nuestras mamás. Nos escapamos. La
diligencia
nos salva del borde del abismo; el abismo sois vosotras, nuestras bellas
amantes.
Volvemos a entrar, a toda carrera, en la sociedad, en el deber, y en el orden.
Es
importante
para la patria que seamos, como todo el mundo, prefectos, padres de familia,
guardas
campestres o consejeros de Estado. Veneradnos. Nosotros nos sacrificamos.
Llo-
radnos
rápidamente, y reemplazadnos más rápidamente. Si esta carta os produce pena,
rompedla.
Adiós. Durante dos años os hemos hecho dichosas. No nos guardéis
rencor.
Firmado:
Blachevelle, Fameuil, Listolier, Tholomyès.
Post-scriptum.
La comida está pagada".
Las
cuatro jóvenes se miraron.
Favorita
fue la primera que rompió el silencio.
-¡Qué
importa! -exclamó-. Es una buena broma.
-¡Muy
graciosa! -dijeron Dalia y Zefina.
Y
rompieron a reír.
Fantina
rió también como las demás.
Pero
una hora después, cuando estuvo ya sola en su cuarto, lloró. Era, ya lo hemos
dicho,
su primer amor. Se había entregado a Tholomyès como a un marido, y la pobre
joven
tenía una hija.
LIBRO
CUARTO
Confiar
es a veces abandonar
I
Una
madre encuentra a otra madre
En
el primer cuarto de este siglo había en Montfermeil, cerca de París, una especie
de
taberna
que ya no existe. Esta taberna, de propiedad de los esposos Thenardier, se
hallaba
situada
en el callejón del Boulanger. Encima de la puerta se veía una tabla clavada
descuidadamente
en la pared, en la cual se hallaba pintado algo que en cierto modo se
asemejaba
a un hombre que llevase a cuestas a otro hombre con grandes charreteras de
general;
unas manchas rojas querían figurar la sangre; el resto del cuadro era todo humo,
y
representaba una batalla. Debajo del cuadro se leía esta inscripción: "El
Sargento de
Waterloo".
Una
tarde de la primavera de 1818, una mujer de aspecto poco agradable se hallaba
sentada
frente a la puerta de la taberna, mirando jugar a sus dos pequeñas hijas, una de
pelo
castaño, la otra morena, una de unos dos años y medio, la otra de un año y
medio.
-Tenéis
dos hermosas hijas, señora -dijo de pronto a su lado una mujer desconocida,
que
tenía en sus brazos a una niña.
Además
llevaba un abultado bolso de viaje que parecía muy pesado.
La
hija de aquella mujer era uno de los seres más hermosos que pueden imaginarse y
estaba
vestida con gran coquetería. Dormía tranquila en los brazos de su madre. Los
brazos
de las madres son hechos de ternura; los niños duermen en ellos
profundamente.
En
cuanto a la madre, su aspecto era pobre y triste. Llevaba la vestimenta de una
obrera
que
quiere volver a ser aldeana. Era joven; acaso hermosa, pero con aquella ropa no
lo
parecía.
Sus rubios cabellos escapaban por debajo de una fea cofia de beguina amarrada
al
mentón; calzaba gruesos zapatones. Aquella mujer no se reía; sus ojos parecían
secos
desde
hacía mucho tiempo. Estaba pálida, se veía cansada y tosía bastante; tenía las
manos
ásperas y salpicadas de manchas rojizas, el índice endurecido y agrietado por la
aguja.
Era Fantina.
Diez
meses habían transcurrido desde la famosa sorpresa. ¿Qué había sucedido durante
estos
diez meses? Fácil es adivinarlo.
Después
del abandono, la miseria. Fantina había perdido de vista a Favorita, Zefina y
Dalia;
el lazo una vez cortado por el lado de los hombres, se había deshecho por el
lado
de
las mujeres. Abandonada por el padre de su hija, se encontró absolutamente
aislada;
había
descuidado su trabajo, y todas las puertas se le cerraron.
No
tenía a quién recurrir. Apenas sabía leer, pero no sabía escribir; en su niñez
sólo
había
aprendido a firmar con su nombre. ¿A quién dirigirse? Había cometido una falta,
pero
el fondo de su naturaleza era todo pudor y virtud. Comprendió que se hallaba al
borde
de caer en el abatimiento y resbalar hasta el abismo. Necesitaba valor; lo tuvo,
y se
irguió
de nuevo. Decidió volver a M., su pueblo natal. Acaso allí la conocería alguien
y le
daría
trabajo. Pero debía ocultar su falta. Entonces entrevió confusamente la
necesidad de
una
separación más dolorosa aún que la primera. Se le rompió el corazón, pero se
resolvió.
Vendió todo lo que tenía, pagó sus pequeñas deudas, y le quedaron unos
ochenta
francos. A los veintidós años, y en una hermosa mañana de primavera, dejó París
llevando
a su hija en brazos. Aquella mujer no tenía en el mundo más que a esa niña, y
esa
niña no tenía en el mundo más que a aquella mujer.
Al
pasar por delante de la taberna de Thenardier, las dos niñas que jugaban en la
calle
produjeron
en ella una especie de deslumbramiento, y se detuvo fascinada ante aquella
visión
radiante de alegría.
Las
criaturas más feroces se sienten desarmadas cuando se acaricia a sus cachorros.
La
mujer
levantó la cabeza al oír las palabras de Fantina y le dio las gracias, a hizo
sentar a
la
desconocida en el escalón de la puerta, a su lado.
-Soy
la señora Thenardier -dijo-. Somos los dueños de esta
hostería.
Era
la señora Thenardier una mujer colorada y robusta; aún era joven, pues apenas
contaba
treinta años. Si aquella mujer en vez de estar sentada hubiese estado de pie,
acaso
su
alta estatura y su aspecto de coloso de circo ambulante habrían asustado a
cualquiera.
El
destino se entromete hasta en que una persona esté parada o
sentada.
La
viajera refirió su historia un poco modificada. Contó que era obrera, que su
marido
había
muerto; que como le faltó trabajo en París, iba a buscarlo a su
pueblo.
En
eso la niña abrió los ojos, unos enormes ojos azules como los de su madre,
descubrió
a las otras dos que jugaban y sacó la lengua en señal de
admiración.
La
señora Thenardier llamó a sus hijas y dijo:
-jugad
las tres.
Se
avinieron en seguida, y al cabo de un minuto las niñas de la Thenardier jugaban
con
la
recién llegada a hacer agujeros en el suelo. Las dos mujeres continuaron
conversando.
-¿Cómo
se llama vuestra niña?
-Cosette.
La
niña se llamaba Eufrasia: pero de Eufrasia había hecho su madre este Cosette,
mucho
más dulce y gracioso.
-¿Qué
edad tiene?
-Va
para tres años.
-Lo
mismo que mi hija mayor.
Las
tres criaturas jugaban y reían, felices.
-Lo
que son los niños -exclamó la Thenardier-, cualquiera diría que son tres
hermanas.
Estas
palabras fueron la chispa que probablemente esperaba la otra madre, porque
tomando
la mano de la Thenardier la miró fijamente y le dijo:
-¿Queréis
tenerme a mi niña por un tiempo?
La
Thenardier hizo uno de esos movimientos de sorpresa que no son ni asentimiento
ni
negativa.
La madre de Cosette continuó:
-Mirad,
yo no puedo llevar a mi hija a mi pueblo. El trabajo no lo permite. Con una
criatura
no hay dónde colocarse. El Dios de la bondad es el que me ha hecho pasar por
vuestra
hostería. Cuando vi vuestras niñas tan bonitas y tan bien vestidas, me dije:
ésta es
una
buena madre. Podrán ser tres hermanas. Además, que no tardaré mucho en volver.
¿Queréis
encargaros de mi niña?
-Veremos
-dijo la Thenardier.
-Pagaré
seis francos al mes.
Entonces
una voz de hombre gritó desde el interior:
-No
se puede menos de siete francos, y eso pagando seis meses
adelantados.
-Seis
por siete son cuarenta y dos -dijo la Thenardier.
-Los
daré -dijo la madre.
Además,
quince francos para los primeros gastos -añadió la voz del
hombre.
Total
cincuenta y siete francos -dijo la Thenardier.
-Los
pagaré -dijo la madre-. Tengo ochenta francos. Tengo con qué llegar a mi pueblo,
si
me voy a pie. Allí ganaré dinero, y tan pronto reúna un poco volveré a buscar a
mi
amor.
La
voz del hombre dijo:
-¿La
niña tiene ropa?
-Ese
es mi marido -dijo la Thenardier.
-Vaya
si tiene ropa mi pobre tesoro, y muy buena, todo por docenas, y trajes de seda
como
una señora. Ahí la tengo en mi bolso de viaje.
-Habrá
que dejarlo aquí volvió a decir el hombre.
-¡Ya
lo creo que lo dejaré! -.dijo la madre-. ¡No dejaría yo a mi hija
desnuda!
Entonces
apareció el rostro del tabernero.
-Está
bien -dijo.
-Es
el señor Thenardier -dijo la mujer.
El
trato quedó cerrado. La madre pasó la noche en la hostería, dio su dinero y dejó
a su
niña;
partió a la madrugada siguiente, llorando desconsolada, pero con la esperanza de
volver
en breve.
Cuando
la mujer se marchó, el hombre dijo a su mujer:
-Con
esto pagaré mi deuda de cien francos que vence mañana. Me faltaban cincuenta.
¿Sabes
que no has armado mala ratonera con tus hijas? -Sin proponérmelo -repuso la
mujer.
II
Primer
bosquejo de dos personas turbias
Pobre
era el ratón cogido; pero el gato se alegra aun por el ratón más
flaco.
¿Quiénes
eran los Thenardier?
Digámoslo
en pocas palabras; completaremos el croquis más adelante.
Pertenecían
estos seres a esa clase bastarda compuesta de personas incultas que han
llegado
a elevarse y de personas inteligentes que han decaído, que está entre la clase
llamada
media y la llamada inferior, y que combina algunos de los defectos de la segunda
con
casi todos los vicios de la primera, sin tener el generoso impulso del obrero,
ni el
honesto
orden del burgués.
Eran
de esa clase de naturalezas pequeñas que llegan con facilidad a ser monstruosas.
La
mujer tenía en el fondo a la bestia, y el hombre la pasta del canalla. Eran de
esos seres
que
caen continuamente hacia las tinieblas, degradándose más de lo que avanzan,
susceptibles
a todo progreso hacia el mal.
Particularmente
el marido era repugnante. A ciertos hombres no hay más que mirarlos
para
desconfiar de ellos. Nunca se puede responder de lo que piensan o de lo que van
a
hacer.
La sombra de su mirada los denuncia. Sólo con escucharlos hablar se intuyen
sombras
secretas en su pasado o sombras misteriosas en su porvenir.
.
El
tal Thenardier, a creer sus palabras, había sido soldado; él decía que sargento;
que
había
hecho la campaña de 1815, y que se había conducido con gran valentía. Después
veremos
lo que había de cierto en esto. La muestra de su taberna, pintada por él mismo,
era
una alusión a uno de sus hechos de armas.
Su
mujer tenía unos doce o quince años menos que él; su inteligencia le alcanzaba
justo
para
leer la literatura barata. Al envejecer fue sólo una mujer gorda y mala que leía
novelas
estúpidas. Pero no se leen necedades impunemente, y de aquella lectura resultó
que
su hija mayor se llamó Eponina y la menor, Azelma.
III
La
alondra
No
basta ser malo para prosperar. El bodegón marchaba mal.
Gracias
a los cincuenta francos de la viajera, Thenardier pudo evitar un protesto y
hacer
honor
a su firma. Al mes siguiente volvieron a tener necesidad de dinero y la mujer
empeñó
en el Monte de Piedad el vestuario de Cosette en la cantidad de sesenta francos.
Cuando
hubieron gastado aquella cantidad, los esposos Thenardier se fueron
acostumbrando
a no ver en la niña más que una criatura que tenían en su casa por caridad,
y
la trataban como a tal. Como ya no tenía ropa propia, la vistieron con los
vestidos
viejos
desechados por sus hijas; es decir con harapos. Por alimento le daban las sobras
de
los
demás; esto es, un poco mejor que el perro, y un poco peor que el gato. Cosette
comía
con
ellos debajo de la mesa en un plato de madera igual al de los
animales.
Su
madre escribía, o mejor dicho hacía escribir todos los meses para tener noticias
de
su
hija. Los Thenardier contestaban siempre: "Cosette está perfectamente".
Transcurridos
los
seis primeros meses, la madre remitió siete francos para el séptimo mes, y
continuó
con
bastante exactitud haciendo sus remesas de mes en mes. Antes de terminar el año,
Thenardier
le escribió exigiéndole doce. La madre, a quien se le decía que la niña estaba
feliz,
se sometió y envió los doce francos.
Algunas
naturalezas no pueden amar a alguien sin odiar a otro. La Thenardier amaba
apasionadamente
a sus hijas, lo cual fue causa de que detestara a la forastera. Es triste
pensar
que el amor de una madre tenga aspectos tan terribles. Por poco que se
preocupara
de
la niña, siempre le parecía que algo le quitaba a sus hijas, hasta el aire que
respiraban,
y
no pasaba día sin que la golpeara cruelmente. Siendo la Thenardier mala con
Cosette,
Eponina
y Azelma lo fueron también. Las niñas a esa edad no son más que imitadoras de
su
madre.
Y
así pasó un año, y después otro.
Mientras
tanto, Thenardier supo por no sé qué oscuros medios que la niña era
probablemente
bastarda, y que su madre no podía confesarlo. Entonces exigió quince
francos
al mes, diciendo que la niña crecía y comía mucho y amenazó con botarla a la
calle.
De
año en año la niña crecía y su miseria también. Cuando era pequeña, fue la que
se
llevaba
los golpes y reprimendas que no recibían las otras dos. Desde que empezó a
desarrollarse
un poco, incluso antes de que cumpliera cinco años, se convirtió en la criada
de
la casa.
A
los cinco años, se dirá, eso es inverosímil. ¡Ah! Pero es cierto. El
padecimiento social
empieza
a cualquier edad.
Obligaron
a Cosette a hacer las compras, barrer las habitaciones, el patio, la calle,
fregar
la vajilla, y hasta acarrear fardos. Los Thenardier se creyeron autorizados para
proceder
de este modo por cuanto la madre de la niña empezó a no pagar en forma
regular.
Si
Fantina hubiera vuelto a Montfermeil al cabo de esos tres años, no habría
reconocido
a
su hija. Cosette, tan linda y fresca cuando llegó, estaba ahora flaca y fea. No
le
quedaban
más que sus hermosos ojos que causaban lástima, porque, siendo muy grandes,
parecía
que en ellos se veía mayor cantidad de tristeza.
Daba
lástima verla en el invierno, tiritando bajo los viejos harapos de percal
agujereados,
barrer la calle antes de apuntar el día, con una enorme escoba en sus manos
amoratadas,
y una lágrima en sus ojos. En el barrio la llamaban la Alondra. El pueblo,
que
gusta de las imágenes, se complacía en dar este nombre a aquel pequeño ser, no
más
grande
que un pájaro, que temblaba, se asustaba y tiritaba, despierto el primero en la
casa
y
en la aldea, siempre el primero en la calle o en el campo antes del
alba.
Sólo
que esta pobre alondra no cantaba nunca.
LIBRO
QUINTO
El
descenso
I
Progreso
en el negocio de los abalorios negras
¿Qué
era, dónde estaba, qué hacía mientras tanto aquella mujer, que al decir de la
gente
de
Montfermeil parecía haber abandonado a su hija?
Después
de dejar a su pequeña Cosette a los Thenardier prosiguió su camino, y llegó a
M.
Se recordará que esto era en 1818.
Fantina
había abandonado su pueblo unos diez años antes. M. había cambiado mucho.
Mientras
ella descendía lentamente de miseria en miseria, su pueblo natal había
prosperado.
Hacía
unos dos años aproximadamente que se había realizado en él una de esas hazañas
industriales
que son los grandes acontecimientos de los pequeños
pueblos.
De
tiempo inmemorial M. tenía por industria principal la imitación del azabache
inglés
y
de las cuentas de vidrio negras de Alemania, industria que se estancaba a causa
de la
carestía
de la materia prima. Pero cuando Fantina volvió se había verificado una
transformación
inaudita en aquella producción de abalorios negros. A fines de 1815, un
hombre,
un desconocido, se estableció en el pueblo y concibió la idea de sustituir, en
su
fabricación,
la goma laca por la resina.
Tan
pequeño cambio fue una revolución, pues redujo prodigiosamente el precio de la
materia
prima, con beneficio para la comarca, para el manufacturero y para el
consumidor.
En
menos de tres años se hizo rico el autor de este procedimiento, y, lo que es
más,
todo
lo había enriquecido a su alrededor.
Era
forastero en la comarca. Nada se sabía de su origen. Se decía que había llegado
al
pueblo
con muy poco dinero; algunos centenares de francos a lo más, y que entonces
tenía
el lenguaje y el aspecto de un obrero.
Y
fue con ese pequeño capital, puesto al servicio de una idea ingeniosa, fecundada
por
el
orden y la inteligencia, que hizo su fortuna y la de todo el
pueblo.
A
lo que parece, la tarde misma en que aquel personaje hacía oscuramente su
entrada
en
aquel pequeño pueblo de M., a la caída de una tarde de diciembre, con un morral
a la
espalda
y un palo de espino en la mano, acababa de estallar un violento incendio en la
Municipalidad.
El hombre se arrojó al fuego, y salvó, con peligro de su vida, a dos niños
que
después resultaron ser los del capitán de gendarmería. Esto hizo que no se
pensase en
pedirle
el pasaporte. Desde entonces se supo su nombre. Se llamaba
Magdalena.
II
El
señor Magdalena
Era
un hombre de unos cincuenta años, reconcentrado, meditabundo y bueno. Esto es
todo
lo que de él podía decirse.
Gracias
a los rápidos progresos de aquella industria que había restaurado tan
admirablemente,
M. se había convertido en un considerable centro de negocios. Los
beneficios
del señor Magdalena eran tales que al segundo año pudo ya edificar una gran
fábrica,
en la cual instaló dos amplios talleres, uno para los hombres y otro para las
mujeres.
Allí podía presentarse todo el que tenía hambre, seguro de encontrar trabajo y
pan.
Sólo se les pedía a los hombres buena voluntad, a las mujeres costumbres puras,
a
todos
probidad. Era en el único punto en que era intolerante.
Antes
de su llegada, el pueblo entero languidecía. Ahora todo revivía en la vida sana
del
trabajo. No había más cesantía ni miseria.
En
medio de esta actividad, de la cual era el eje, este hombre se enriquecía, pero,
cosa
extraña,
parecía que no era ése su fin. Parecía que el señor Magdalena pensaba mucho en
los
demás y poco en sí mismo. En 1820 se le conocía una suma de seiscientos treinta
mil
francos
colocada en la casa bancaria de Laffitte; pero antes de ahorrar estos
seiscientos
mil
francos había gastado más de un millón para la aldea y para los
pobres.
Como
el hospital estaba mal dotado, había costeado diez camas más. Abrió una
farmacia
gratuita. En el barrio que habitaba no había más que una escuela, que ya se caía
a
pedazos; él construyó dos escuelas, una para niñas y otra para niños. Pagaba de
su
bolsillo
a los dos maestros una gratificación que era el doble del mezquino sueldo
oficial.
Como
se sorprendiera alguien por esto, le respondió: "Los dos primeros funcionarios
del
Estado
son la nodriza y el maestro de escuela". Fundó a sus expensas una sala de asilo,
cosa
hasta entonces desconocida en Francia, y un fondo de subsidio para los
trabajadores
viejos
a impedidos.
En
los primeros tiempos, cuando se le vio empezar, las buenas almas decían: "Es un
sinvergüenza
que quiere enriquecerse". Cuando lo vieron enriquecer el pueblo antes de
enriquecerse
a sí mismo, las mismas buenas almas dijeron: "Es un ambicioso". En 1819
corrió
la voz de que, a propuesta del prefecto y en consideración a los servicios
hechos al
país,
el señor Magdalena iba a ser nombrado por el rey alcalde de M. Los que habían
declarado
ambicioso al recién llegado aprovecharon dichosos la ocasión de exclamar:
"¡Vaya!
¿No lo decía yo?" Días después apareció el nombramiento en el Diario Monitor.
A
la mañana siguiente renunció el señor Magdalena.
Ese
mismo año, los productos del nuevo sistema inventado por el señor Magdalena
figuraron
en la exposición industrial. Por sugerencia del jurado, el rey nombró al
inventor
caballero
de la Legión de Honor. Nuevos rumores corrieron por el pueblo. "¡Ah, era la
cruz
lo que quería!" Al día siguiente, el señor Magdalena rechazaba la
cruz.
Decididamente
aquel hombre era un enigma. Pero las buenas almas salieron del paso
diciendo:
"Es un aventurero".
Como
hemos dicho, la comarca le debía mucho; los pobres se lo debían todo. En 1820,
cinco
años después de su llegada a M., eran tan notables los servicios que había hecho
a
la
región que el rey le nombró nuevamente alcalde de la ciudad. De nuevo renunció;
pero
el
prefecto no admitió su renuncia; le rogaron los notables, le suplicó el pueblo
en plena
calle,
y la insistencia fue tan viva, que al fin tuvo que aceptar. El señor Magdalena
había
llegado
a ser el señor alcalde.
III
Depósitos
en la casa Laffitte
Continuó
viviendo con la misma sencillez que el primer día.
Tenía
los cabellos grises, la mirada seria, la piel bronceada de un obrero y el rostro
pensativo
de un filósofo. Usaba una larga levita abotonada hasta el cuello y un sombrero
de
ala ancha. Vivía solo. Hablaba con poca gente. A medida que su fortuna crecía,
parecía
que aprovechaba su tiempo libre para cultivar su espíritu. Se notaba que su modo
de
hablar se había ido haciendo más fino, más escogido, más
suave.
Tenía
una fuerza prodigiosa. Ofrecía su ayuda a quien lo necesitaba; levantaba un
caballo,
desatrancaba una rueda, detenía por los cuernos un toro escapado. Llevaba
siempre
los bolsillos llenos de monedas menudas al salir de casa, y los traía vacíos al
volver.
Cuando veía un funeral en la iglesia entraba y se ponía entre los amigos
afligidos,
entre
las familias enlutadas.
Entraba
por la tarde en las casas sin moradores, y subía furtivamente las escaleras. Un
pobre
diablo al volver a su chiribitil, veía que su puerta había sido abierta, algunas
veces
forzada
en su ausencia. El pobre hombre se alarmaba y pensaba: "Algún malhechor habrá
entrado
aquí". Pero lo primero que veía era alguna moneda de oro olvidada sobre un
mueble.
El malhechor que había entrado era el señor Magdalena.
Era
un hombre afable y triste.
Su
dormitorio era una habitación adornada sencillamente con muebles de caoba
bastante
feos, y tapizada con papel barato. Lo único que chocaba allí eran dos
candelabros
de forma antigua que estaban sobre la chimenea, y que parecían ser de
plata.
Se
murmuraba ahora en el pueblo que poseía sumas inmensas depositadas en la Casa
Laffitte,
con la particularidad de que estaban siempre a su disposición inmediata, de
manera
que, añadían, el señor Magdalena podía ir una mañana cualquiera, firmar un
recibo,
y llevarse sus dos o tres millones de francos en diez minutos. En realidad,
estos
dos
o tres millones se reducían a seiscientos treinta o cuarenta mil
francos.
IV
El
señor Magdalena de luto
Al
principiar el año 1821 anunciaron los periódicos la muerte del señor Myriel,
obispo
de
D., llamado monseñor Bienvenido, que había fallecido en olor de santidad a la
edad de
ochenta
y dos años.
Lo
que los periódicos omitieron fue que al morir el obispo de D. estaba ciego desde
hacía
muchos años, y contento de su ceguera porque su hermana estaba a su
lado.
Ser
ciego y ser amado, es, en este mundo en que nada hay completo, una de las formas
más
extrañamente perfectas de la felicidad. Tener continuamente a nuestro lado a una
mujer,
a una hija, una hermana, que está allí precisamente porque necesitamos de ella;
sentir
su ir y venir, salir, entrar, hablar, cantar; y pensar que uno es el centro de
esos
pasos,
de esa palabra, de ese canto; llegar a ser en la oscuridad y por la oscuridad,
el astro
a
cuyo alrededor gravita aquel ángel, realmente pocas felicidades igualan a ésta.
La dicha
suprema
de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos;
mejor
dicho amados a pesar de nosotros; esta convicción la tiene el ciego. ¿Le falta
algo?
No,
teniendo amor no se pierde la luz. No hay ceguera donde hay amor. Se siente uno
acariciado
con el alma. Nada ve, pero se sabe adorado. Está en un paraíso de
tinieblas.
Desde
aquel paraíso había pasado monseñor Bienvenido al otro.
El
anuncio de su muerte fue reproducido por el periódico local de M. y el señor
Magdalena
se vistió a la mañana siguiente todo de negro y con crespón en el
sombrero.
Esto
llamó mucho la atención de las gentes. Creían ver una luz en el misterioso
origen
del
señor Magdalena.
Una
tarde, una de las damas más distinguidas del pueblo le
preguntó:
-¿Sois
sin duda un pariente del señor obispo de D.?
-No,
señora.
-Pero,
estáis de luto.
-Es
que en mi juventud fui lacayo de su familia -respondió él.
También
se comentaba que cada vez que pasaba por la aldea algún niño saboyano de
esos
que recorren los pueblos buscando chimeneas que limpiar, el señor alcalde le
preguntaba
su nombre y le daba dinero. Los saboyanitos se pasaban el dato unos a otros,
y
nunca dejaban de venir.
V
Vagos
relámpagos en el horizonte
Poco
a poco, y con el tiempo, se fueron disipando todas las oposiciones. El respeto
por
el
señor Magdalena llegó a ser unánime, cordial, y hubo un momento, en 1821, en que
estas
palabras, "el señor alcalde", se pronunciaban en M. casi con el mismo acento que
estas
otras, "el señor obispo", eran pronunciadas en D. en 1815. Llegaba gente de
lejos a
consultar
al señor Magdalena. Terminaba las diferencias, suspendía los pleitos y
reconciliaba
a los enemigos.
Un
solo hombre se libró absolutamente de aquella admiración y respeto, como si lo
inquietara
una especie de instinto incorruptible a imperturbable. Se diría que existe en
efecto
en ciertos hombres un verdadero instinto animal, puro a íntegro, como todo
instinto,
que crea la antipatía y la simpatía, que separa fatalmente unas naturalezas de
otras,
que no vacila, que no se turba, ni se calla, ni se desmiente jamás. Pareciera
que
advierte
al hombre-perro la presencia del hombre-gato.
Muchas
veces, cuando el señor Magdalena pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso,
rodeado
de las bendiciones de todos, un hombre de alta estatura, vestido con una levita
gris
oscuro, armado de un grueso bastón y con un sombrero de copa achatada en la
cabeza,
se volvía bruscamente a mirarlo y lo seguía con la vista hasta que desaparecía;
entonces
cruzaba los brazos, sacudiendo lentamente la cabeza y levantando los labios
hasta
la nariz, especie de gesto significativo que podía traducirse por: "¿Pero quién
es ese
hombre?
Estoy seguro de haberlo visto en alguna parte. Lo que es a mí no me
engaña".
Este
personaje adusto y amenazante era de esos que por rápidamente que se les mire,
llaman
la atención del observador. Se dice que en toda manada de lobos hay un perro, al
que
la loba mata, porque si lo deja vivir al crecer devoraría a los demás cachorros.
Dad
un
rostro humano a este perro hijo de loba y tendréis el retrato de aquel
hombre.
Su
nombre era Javert, y era inspector de la policía en M.
Cuando
llegó a M., estaba ya hecha la fortuna del gran manufacturero y Magdalena se
había
convertido en el señor Magdalena.
Javert
había nacido en una prisión, hijo de una mujer que leía el futuro en las cartas,
cuyo
marido estaba también encarcelado. Al crecer pensó que se hallaba fuera de la
sociedad
y sin esperanzas de entrar en ella nunca. Advirtió que la sociedad mantiene
irremisiblemente
fuera de sí dos clases de hombres: los que la atacan y los que la
guardan;
no tenía elección sino entre una de estas dos clases; al mismo tiempo sentía
dentro
de sí un cierto fondo de rigidez, de respeto a las reglas y de probidad,
complicado
con
un inexplicable odio hacia esa raza de gitanos de que descendía. Entró, pues, en
la
policía
y prosperó. A los cuarenta años era inspector.
Tenía
la nariz chata con dos profundas ventanas, hacia las cuales se extendían unas
enormes
patillas. Cuando Javert se reía, lo cual era poco frecuente y muy terrible, sus
labios
delgados se separaban y dejaban ver no tan sólo los dientes sino también las
encías,
y alrededor de su nariz se formaba un pliegue abultado y feroz como sobre el
hocico
de una fiera carnívora. Javert serio era un perro de presa; cuando se reía era
un
tigre.
Por lo demás, tenía poco cráneo, mucha mandíbula; los cabellos le ocultaban la
frente
y le caían sobre las cejas; tenía entre los ojos un ceño central permanente, la
mirada
oscura, la boca fruncida y temible, y un gesto feroz de
mando.
Estaba
compuesto este hombre de dos sentimientos muy sencillos y relativamente muy
Buenos,
pero que él convertía casi en malos a fuerza de exagerarlos: el respeto a la
autoridad
y el odio a la rebelión. Javert envolvía en una especie de fe ciega y profunda a
todo
el que en el Estado desempeñaba una función cualquiera, desde el primer ministro
hasta
el guarda rural. Cubría de desprecio, de aversión y de disgusto a todo el que
una vez
había
pasado el límite legal del mal. Era absoluto, y no admitía
excepciones.
Era
estoico, austero, soñador, humilde y altanero como los fanáticos. Toda su vida
se
compendiaba
en estas dos palabras: velar y vigilar. ¡Desgraciado del que caía en sus
manos!
Hubiera sido capaz de prender a su padre al escaparse del presidio y denunciar a
su
madre por no acatar la ley; y lo hubiera hecho con esa especie de satisfacción
interior
que
da la virtud. Añádase que llevaba una vida de privaciones, de aislamiento, de
abnegación,
de castidad, sin la más mínima distracción.
Javert
era como un ojo siempre fijo sobre el señor Magdalena; ojo lleno de sospechas y
conjeturas.
El señor Magdalena llegó al fin a advertirlo; pero, a lo que parece, semejante
cosa
significó muy poco para él. No le hizo ni una pregunta; ni lo buscaba ni le
huía, y
aparentaba
no notar aquella mirada incómoda y casi pesada.
Por
algunas palabras sueltas escapadas a Javert, se adivinaba que había buscado
secretamente
las huellas y antecedentes que Magdalena hubiera podido dejar en otras
partes.
Parecía saber que había tomado determinados informes sobre cierta familia que
había
desaparecido. Una vez dijo hablando consigo mismo: "Creo que lo he cogido".
Luego
se quedó tres días pensativo sin pronunciar una palabra. Parecía que se había
roto
el
hilo que había creído encontrar.
Javert
estaba evidentemente desconcertado por el aspecto natural y la tranquilidad de
Magdalena.
No obstante, un día su extraño comportamiento pareció hacer impresión en
Magdalena.
VI
Fauchelevent
El
señor Magdalena, pasaba una mañana por una callejuela no empedrada de M.,
cuando
oyó ruido y viendo un grupo a alguna distancia, se acercó a él. El viejo
Fauchelevent
acababa de caer debajo de su carro cuyo caballo se había
echado.
Fauchelevent
era uno de los escasos enemigos que tenía el señor Magdalena en aquella
época.
Cuando éste llegó al lugar, Fauchelevent tenía un comercio que empezaba a
decaer.
Vio a aquel simple obrero que se enriquecía, mientras que él, amo, se arruinaba;
y
de
aquí que se llenara de envidia, y que hiciera siempre cuanto estuvo en su mano
para
perjudicar
a Magdalena. Llegó su ruina; no le quedó más que un carro y un caballo, pues
no
tenía familia; entonces se hizo carretero para poder
vivir.
El
caballo tenía rotas las dos patas y no se podía levantar. El anciano había caído
entre
las
ruedas, con tan mala suerte que todo el peso del carruaje, que iba muy cargado,
se
apoyaba
sobre su pecho. Habían tratado de sacarlo, pero en vano. No había más medio de
sacarlo
que levantar el carruaje por debajo. Javert, que había llegado en el momento del
accidente,
había mandado a buscar una grúa.
El
señor Magdalena llegó, y todos se apartaron con respeto.
-¡Socorro!
-gritó Fauchelevent-. ¿Quién es tan bueno que quiera salvar a este
viejo?
El
señor Magdalena se volvió hacia los concurrentes:
-¿No
hay una grúa? -dijo.
-Ya
fueron a buscarla -respondió un aldeano.
-¿Cuánto
tiempo tardarán en traerla?
-Un
buen cuarto de hora.
-¡Un
cuarto de hora! -exclamó Magdalena.
Había
llovido la víspera, el suelo estaba húmedo, y el carro se hundía en la tierra a
cada
instante,
y comprimía más y más el pecho del viejo carretero. Era evidente que antes de
cinco
minutos tendría las costillas rotas.
-Es
imposible aguardar un cuarto de hora -dijo Magdalena a los aldeanos que
miraban-.
Todavía
hay espacio debajo del carro para que se meta allí un hombre y la levante con su
espalda.
Es sólo medio minuto y alcanza a salir ese pobre. ¿Hay alguien que tenga
hombros
fumes y corazón? Ofrezco cinco luises de oro.
Nadie
chistó en el grupo.
-¡Diez
luises! -.dijo Magdalena.
Los
asistentes bajaron los ojos. Uno de ellos murmuró:
-Muy
fuerte habría de ser. Se corre el peligro de quedar
aplastado...
-¡Vamos!
-añadió Magdalena-, ¡veinte luises!
El
mismo silencio.
-No
es buena voluntad lo que les falta -dijo una voz.
El
señor Magdalena se volvió y reconoció a Javert. No lo había visto al
llegar.
Javert
continuó:
-Es
la fuerza. Sería preciso ser un hombre muy fuerte para hacer la proeza de
levantar
un
carro como ése con la espalda.
Y
mirando fijamente al señor Magdalena, continuó recalcando cada una de las
palabras
que
pronunciaba:
-Señor
Magdalena, no he conocido más que a un hombre capaz de hacer lo que
pedís.
Magdalena
se sobresaltó.
Javert
añadió con tono de indiferencia, pero sin apartar los ojos de los de
Magdalena:
-Era
un forzado.
-¡Ah!
-dijo Magdalena.
-Del
presidio de Tolón.
Magdalena
se puso pálido.
Mientras
tanto el carro se iba hundiendo lentamente. Fauchelevent
gritaba y aullaba:
-¡Que
me ahogo! ¡Se me rompen las costillas! ¡Una grúa! ¡Cualquier cosa!
¡Ay!
Magdalena
levantó la cabeza, encontró los ojos de halcón de Javert siempre fijos sobre
él,
vio a los aldeanos y se sonrió tristemente. En seguida sin decir una palabra se
puso de
rodillas,
y en un segundo estaba debajo del carro.
Hubo
un momento espantoso de expectación y de silencio. Se vio a Magdalena pegado
a
tierra bajo aquel peso tremendo probar dos veces en vano a juntar los codos con
las
rodillas.
-Señor
Magdalena, salid de ahí -le gritaban.
El
mismo viejo Fauchelevent le dijo:
-¡Señor
Magdalena, marchaos! ¡No hay más remedio que morir, ya lo veis, dejadme!
¡Vais
a ser aplastado también!
Magdalena
no respondió.
Los
concurrentes jadeaban. Las ruedas habían seguido hundiéndose. y era ya casi
imposible
que Magdalena saliera de debajo del carro.
De
pronto se estremeció la enorme masa, el carro se levantaba lentamente, las
ruedas
salían
casi del carril. Se oyó una voz ahogada que exclamaba:
-¡Pronto,
ayudadme!
Era
Magdalena que acababa de hacer el último esfuerzo.
Todos
se precipitaron. La abnegación de uno solo dio fuerza y valor a todos; veinte
brazos
levantaron el carro; el viejo Fauchelevent se había
salvado.
Magdalena
se puso de pie. Estaba lívido, aunque el sudor le caía a chorros. Su ropa
estaba
desgarrada y cubierta de lodo. Todos lloraban; el viejo le besaba las rodillas y
lo
llamaba
el buen Dios. Magdalena tenía en su rostro no sé qué expresión de padecimiento
feliz
y celestial, y fijaba su mirada tranquila en los ojos de
Javert.
Fauchelevent
se había dislocado la rótula en la caída. El señor Magdalena lo hizo llevar
a
la enfermería que tenía para sus trabajadores en el edificio de su fábrica y que
estaba
atendida
por dos Hermanas de la Caridad. A la mañana siguiente, muy temprano, el
anciano
halló un billete de mil francos sobre la mesa de noche, con esta línea escrita
por
mano
del señor Magdalena: "Os compro vuestro carro y vuestro caballo". El carro
estaba
destrozado
y el caballo muerto.
Fauchelevent
sanó; pero la pierna le quedó anquilosada. El señor Magdalena, por
recomendación
de las Hermanas, hizo colocar al pobre hombre de jardinero en un
convento
de monjas del barrio Saint-Antoine, en París.
Algún
tiempo después, el señor Magdalena fue nombrado alcalde. La primera vez que
Javert
vio al señor Magdalena revestido de la banda que le daba toda autoridad sobre la
población,
experimentó la especie de estremecimiento que sentiría un mastín que
olfateara
a un lobo bajo los vestidos de su amo. Desde aquel momento huyó de él todo
cuanto
pudo, y cuando las necesidades del servicio lo exigían imperiosamente, y no
podía
menos
de encontrarse con el señor alcalde, le hablaba con un respeto
profundo.
VII
Triunfo
de la moral
Tal
era la situación cuando volvió Fantina. Nadie se acordaba de ella, pero
afortunadamente
la puerta de la fábrica del señor Magdalena era como un rostro amigo.
Se
presentó y fue admitida. Cuando vio que vivía con su trabajo, tuvo un momento de
alegría.
Ganarse la vida con honradez, ¡qué favor del cielo! Recobró verdaderamente el
gusto
del trabajo. Se compró un espejo, se regocijó de ver en él su juventud, sus
hermosos
cabellos, sus hermosos dientes; olvidó muchas cosas; no pensó sino en Cosette
y
en el porvenir, y fue casi feliz. Alquiló un cuartito y lo amuebló de fiado
sobre su
trabajo
futuro.
No
pudiendo decir que estaba casada, se guardó mucho de hablar de su pequeña hija.
En
un principio pagaba puntualmente a los Thenardier; les escribía con frecuencia,
y esto
se
notó. Se empezó a decir en voz baja en el taller de mujeres que Fantina
"escribía
cartas".
Ciertas
personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Su palabra necesita
mucho
combustible y el combustible es el prójimo.
Observaron,
pues, a Fantina.
Constataron
que en el taller muchas veces la veían enjugar una lágrima. Se descubrió
que
escribía por lo menos dos veces al mes. Lograron leer un sobre dirigido al señor
Thenardier,
en Montfermeil. Sobornaron
a quien le escribía las cartas y así supieron que
Fantina
tenía una hija.
Una
de las mujeres hizo el viaje a Montfermeil, habló con los Thenardier, y dijo a
su
vuelta:
-Mis
treinta y cinco francos me ha costado, pero lo sé todo. He visto a la
criatura.
Esta
mujer era la señora Victurnien, guardiana de la virtud de todo el mundo. De
joven
se
casó con un monje escapado del claustro, que se pasó de los Bernardinos a los
Jacobinos.
Tenía ahora cincuenta años; era fea, de voz temblorosa, seca, ruda, brusca,
casi
venenosa.
Una
mañana le entregó a Fantina, de parte del señor alcalde, cincuenta francos,
diciéndole
que ya no formaba parte del taller, y que el señor alcalde la invitaba a
abandonar
el pueblo.
Fantina
quedó aterrada. No podía salir del pueblo; debía el alquiler de la casa y de los
muebles,
Cincuenta francos no eran bastantes para solventar estas deudas. Balbuceó
algunas
palabras de súplica; pero se le dio a entender que tenía que salir
inmediatamente.
Oprimida
por la vergüenza más que por la desesperación, salió de la fábrica y se fue a su
casa.
Su falta era, pues, conocida por todos.
No
se sentía con fuerzas para decir una palabra. Le aconsejaron que hablara con el
alcalde;
pero no se atrevió. El alcalde le daba cincuenta francos, porque era bueno, y la
despedía,
porque era justo. Se sometió, pues, a su decreto.
Pero
el señor Magdalena no supo nada de aquello. Había puesto al frente de este
taller a
la
viuda del monje, y confió plenamente en ella.
Convencida
de que obraba en bien de la moral, esta mujer instruyó el proceso, juzgó,
condenó
y ejecutó a Fantina. Los cincuenta francos que le diera los tomó de una cantidad
que
el señor Magdalena le daba para ayudar a las obreras en sus problemas, y de la
cual
ella
no rendía cuenta.
Fantina
se ofreció como criada en la localidad, y fue de casa en casa. Nadie la admitió.
Tampoco
pudo dejar el pueblo, a causa de sus deudas.
Se
puso a coser camisas para los soldados de la guarnición, con lo que ganaba doce
sueldos
al día; su hija le costaba diez. Entonces fue cuando comenzó a pagar mal a los
Thenardier.
Fantina
aprendió cómo se vive sin fuego en el invierno, cómo se ahorra la vela
comiendo
a la luz de la ventana de enfrente. Nadie conoce el partido que ciertos seres
débiles
que han envejecido en la miseria y en la honradez saben sacar de un cuarto.
Llega
esto
hasta ser un talento. Fantina adquirió este sublime talento, .y recobró un poco
su
valor.
Quien le dio lo que se puede llamar sus lecciones de vida indigente fue su
vecina
Margarita;
era una santa mujer, pobre y caritativa con los pobres y también con los ricos,
que
apenas sabía firmar mal su nombre, pero que creía en Dios, que es la mayor
ciencia.
Al
principio Fantina no se atrevía a salir a la calle. Cuando la veían, la
apuntaban con el
dedo,
todos la miraban y nadie la saludaba. El desprecio áspero y frío penetraba en su
carne
y en su alma como un hielo.
Pero
hubo de acostumbrarse a la desconsideración como se acostumbró a la indigencia.
A
los dos o tres meses empezó a salir como si nada pasara. "Me da lo mismo",
decía.
El
exceso de trabajo la cansaba y su tos seca aumentaba.
El
invierno volvió. Días cortos, menos trabajo. En invierno no hay calor, no hay
luz, no
hay
mediodía; la tarde se junta con la mañana; todo es niebla, crepúsculo; la
ventana está
empañada,
no se ve claro. Fantina ganaba poquísimo y sus deudas
aumentaban.
Los
Thenardier, mal pagados, le escribían a cada instante cartas cuyo contenido la
afligía
y cuyo exigencia la arruinaba. Un día le escribieron que su pequeña Cosette
estaba
enteramente
desnuda con el frío que hacía, que tenía necesidad de ropa de lana, y que era
preciso
que su madre enviase diez francos para ella. Recibió la carta y la estrujó entre
sus
manos
todo el día. Por la noche entró en la casa de un peluquero que habitaba en la
calle,
y
se quitó el peine. Sus admirables cabellos rubios le cayeron hasta las
caderas.
-¡Hermoso
pelo! -exclamó el peluquero.
-¿Cuánto
me daréis por él? -dijo ella.
-Diez
francos.
-Cortadlo.
Compró
un vestido de lana y lo envió a los Thenardier, los cuales se pusieron furiosos.
Dinero
era lo que ellos querían. Dieron el vestido a Eponina; y la pobre Alondra
continuó
tiritando.
Fantina
pensó: "Mi niña no tiene frío. La he vestido con mis
cabellos".
Cuando
vio que no se podía peinar, tomó odio a todo, comenzando por el señor
Magdalena,
a quien culpaba de todos sus males.
Tuvo
un amante, a quien no amaba, de pura rabia. Era una especie de músico mendigo
que
la abandonó muy pronto. Mientras más descendía, más se oscurecía todo a su
alrededor
y más brillaba su hijita, su pequeño ángel, en su corazón.
-Cuando
sea rica, tendré a mi Cosette a mi lado -decía y se reía.
Cierto
día recibió una nueva carta de los Thenardier: "Cosette está muy enferma. Tiene
fiebre
miliar. Necesita medicamentos caros, lo cual nos arruina, y ya no podemos pagar
más.
Si no nos enviáis cuarenta francos antes de ocho días, la niña habrá
muerto".
-¡Cuarenta
francos!, es decir, ¡dos napoleones de oro! ¿De dónde quieren que yo los
saque?
¡Qué tontos son esos aldeanos!
Y
se echó a reír, histérica. Más tarde bajó y salió corriendo y siempre
riendo.
-¡Cuarenta
francos! -exclamaba y reía.
Al
pasar por la plaza vio mucha gente que rodeaba un extraño coche sobre el cual
peroraba
un hombre vestido de rojo. Era un charlatán, dentista de oficio, que ofrecía al
público
dentaduras completas, polvos y elixires. Vio a aquella hermosa joven y le
dijo:
-¡Hermosos
dientes tenéis, joven risueña! Si queréis venderme los incisivos, os daré por
cada
uno un napoleón de oro.
-¿Y
cuáles son los incisivos? -preguntó Fantina.
-Incisivos
-repuso el profesor dentista- son los dientes de delante, los dos de
arriba.
-¡Qué
horror! -exclamó Fantina.
-¡Dos
napoleones de oro! -masculló una vieja desdentada que estaba allí-. ¡Vaya una
mujer
feliz!
Fantina
echó a correr, y volvió a su pieza. Releyó la carta de los
Thenardier.
A
la mañana siguiente, cuando Margarita entró en el cuarto de Fantina antes de
amanecer,
porque trabajaban siempre juntas y de este modo no encendían más que una
luz
para las dos, la encontró pálida, helada.
-¿Jesús!
¿Qué tenéis, Fantina?
-Nada
-respondió Fantina-. Al contrario. Mi niña no morirá de esa espantosa
enfermedad
por falta de medicinas. Estoy contenta. Tengo los dos
napoleones.
Al
mismo tiempo se sonrió. La vela alumbró su rostro. En la boca tenía un agujero
negro.
Los
dos dientes habían sido arrancados. Envió, pues, los cuarenta francos a
Montfermeil.
Había
sido una estratagema de los Thenardier para sacarle dinero. Cosette no estaba
enferma.
Fantina
ya no tenía cama y le quedaba un pingajo al que llamaba cobertor, un colchón
en
el suelo y una silla sin asiento. Había perdido el pudor; después perdió la
coquetería y
últimamente
hasta el aseo. A medida que se rompían los talones iba metiendo las medias
dentro
de los zapatos. Pasaba las noches llorando y pensando; tenía los ojos muy
brillantes,
y sentía un dolor fijo en la espalda. Tosía mucho; pasaba diecisiete horas
diarias
cosiendo, pero un contratista del trabajo de las cárceles que obligaba a
trabajar
más
barato a las presas, hizo de pronto bajar los precios, con lo cual se redujo el
jomal de
las
trabajadoras libres a nueve sueldos. Por ese entonces Thenardier le escribió
diciendo
que
la había esperado mucho tiempo con demasiada bondad; que necesitaba cien francos
inmediatamente;
que si no se los enviaba, echaría a la calle a la pequeña
Cosette.
-Cien
francos -pensó Fantina-. ¿Pero dónde hay ocupación en qué ganar cien sueldos
diarios?
No hay más remedio -dijo-, vendamos el resto.
La
infortunada se hizo mujer pública.
VIII
Chrístus
nos liveravit
¿Qué
es esta historia de Fantina? Es la sociedad comprando una esclava. ¿A quién? A
la
miseria. Al hambre, al frío, al abandono, al aislamiento, a la desnudez.
¡Mercado
doloroso!
Un alma por un pedazo de pan; la miseria ofrece, la sociedad
acepta.
La
santa ley de Jesucristo gobierna nuestra civilización; pero no la penetra
todavía. Se
dice
que la esclavitud ha desaparecido de la civilización europea, y es un error.
Existe
todavía;
sólo que no pesa ya sino sobre la mujer, y se llama
prostitución.
En
el punto a que hemos llegado de este doloroso drama, nada le queda a Fantina de
lo
que
era en otro tiempo. Se ha convertido en mármol al hacerse lodo. Quien la toca,
siente
frío.
Le ha sucedido todo lo que tenía que sucederle; todo lo ha soportado, todo lo ha
sufrido,
todo lo ha perdido, todo lo ha llorado. ¿Qué son estos destinos, ¿por qué son
así?
El
que lo sabe ve toda la oscuridad. Es uno solo; se llama
Dios.
IX
Solución
de algunos asuntos de política municipal
Unos
diez meses después de lo referido, a comienzos de 1823, una tarde en que había
nevado
copiosamente, uno de esos jóvenes ricos y ociosos que abundan en las ciudades
pequeñas,
embozado en una gran capa se divertía en hostigar a una mujer que pasaba en
traje
de baile, toda descotada y con flores en la cabeza, por delante del café de los
oficiales.
Cada
vez que la mujer pasaba por delante de él, le arrojaba con una bocanada de humo
de
su cigarro algún apóstrofe que él creía chistoso y agudo, como: "¡Qué fea eres!
No
tienes
dientes". La mujer, triste espectro vestido, que iba y venía sobre la nieve, no
le
respondía,
ni siquiera lo miraba, y no por eso recorría con menos regularidad su paseo.
Aprovechando
un momento en que la mujer volvía, el joven se fue tras ella a paso de
lobo,
y ahogando la risa, tomó del suelo un puñado de nieve y se lo puso bruscamente
en
la
espalda entre los hombros desnudos. La joven lanzó un rugido, se dio vuelta,
saltó
como
una pantera, y se arrojó sobre el hombre clavándole las uñas en el rostro con
las
más
espantosas palabras que pueden oírse en un cuerpo de guardia. Aquellas injurias,
vomitadas
por una voz enronquecida por el aguardiente, sonaban aun más repulsivas en la
boca
de una mujer a la cual le faltaban, en efecto, los dos dientes incisivos. Era
Fantina.
Al
ruido de la gresca, los oficiales salieron del café, los transeúntes se
agruparon, y se
formó
un gran círculo alegre, que azuzaba y aplaudía.
De
pronto, un hombre de alta estatura salió de entre la multitud, agarró a la mujer
por el
vestido
de raso verde, cubierto de lodo, y le dijo:
-¡Sígueme!
La
mujer levantó la cabeza, y su voz furiosa se apagó súbitamente. Sus ojos se
pusieron
vidriosos
y se estremeció de terror. Había reconocido a Javert.
El
joven aprovechó la ocasión para escapar.
Javert
alejó a los concurrentes, deshizo el círculo y echó a andar a grandes pasos
hacia
la
oficina de policía, que estaba al extremo de la plaza, arrastrando tras sí a la
miserable.
Ella
se dejó llevar maquinalmente.
Al
llegar a la oficina policial, Fantina fue a sentarse en un rincón inmóvil y
muda,
acurrucada
como perro que tiene miedo.
Javert
se sentó, sacó del bolsillo una hoja de papel sellado y se puso a
escribir.
Esta
clase de mujeres están enteramente abandonadas por nuestras leyes a la
discreción
de
la policía, la cual hace de ellas lo que quiere; las castiga como bien le
parece, y
confisca
a su arbitrio esas dos tristes cosas que se llaman su trabajo y su
libertad.
Javert
estaba impasible: una prostituta había atentado contra un ciudadano. Lo había
visto
él, Javert. Escribía, pues, en silencio. Cuando terminó, firmó, dobló el papel y
se lo
entregó
al sargento de guardia.
Tomad
tres hombres y conducid a esta joven a la cárcel -le
ordenó.
Luego,
volviéndose hacia Fantina, añadió:
-Tienes
para seis meses.
La
desgraciada se estremeció.
-¡Seis
meses, seis meses de presidio! -exclamó-. ¡Seis meses de ganar siete sueldos por
día!
¿Qué va a ser de Cosette, mi hija? Debo más de cien francos a los Thenardier,
señor
inspector,
¿no lo sabéis?
Fantina
se arrastró por las baldosas mojadas, y sin levantarse y juntando las manos,
hizo
el relato de cuanto había pasado. En ciertos instantes se detenía, sollozando,
tosiendo
y
balbuceando con la voz de la agonía. Un gran dolor es un rayo divino y terrible
que
transfigura
a los miserables. En aquel momento Fantina había vuelto a ser hermosa. En
ciertos
instantes se detenía y besaba tiernamente el levitón del policía. Hubiera
enter-
necido
un corazón de granito; pero no enterneció un corazón de
palo.
-¡Tened
piedad de mí, señor Javert! -terminó desesperada.
-Está
bien -dijo Javert-, ya lo he oído. ¿Es todo? Ahora andando. ¡Tienes para seis
meses!
Cuando
Fantina comprendió que la sentencia se había dictado, se desplomó
murmurando:
-¡Piedad!
Javert
volvió la espalda. Algunos minutos antes había penetrado en la sala un hombre
sin
que se reparase en él. Cerró la puerta y se aproximó al oír las súplicas
desesperadas de
Fantina.
En el instante en que los soldados echaban mano a la desgraciada que no quería
levantarse,
dijo:
-Un
instante, por favor.
Javert
levantó la vista, y reconoció al señor Magdalena.
Se
quitó el sombrero, y saludando con cierta especie de torpeza y enfado,
dijo:
-Perdonad,
señor alcalde...
Estas
palabras, señor alcalde, hicieron en Fantina un efecto extraño. Se levantó
rápidamente
como un espectro que sale de la tierra, rechazó a los soldados que la tenían
por
los brazos, se dirigió al señor Magdalena antes que pudieran detenerla, y
mirándole
fijamente
exclamó:
-¡Ah!,
¡eres tú el señor alcalde!
Después
se echó a reír y lo escupió.
El
señor Magdalena se limpió la cara y dijo:
-Inspector
Javert, poned a esta mujer en libertad,
Javert
creyó que se había vuelto loco. Experimentó en aquel momento una después de
otra
y casi mezcladas, las emociones más fuertes que había sentido en su vida. Quedó
mudo.
Las
palabras del alcalde .no habían hecho menos efecto en Fantina. Se puso a hablar
en
voz
baja, como si hablase a sí misma.
-¡En
libertad! ¡Que me dejen marchar! ¡Que no vaya por seis meses a la cárcel! ¿Quién
lo
ha dicho? ¡No será el monstruo del alcalde! ¿Habéis sido vos, señor Javert, el
que ha
dicho
que me pongan en libertad? ¡Oh, yo os contaré y me dejaréis marchar! ¡Ese
monstruo
de alcalde, ese viejo bribón es la causa de todo! Figuraos, señor Javert, que me
ha
despedido por las habladurías de unas embusteras que hay en el taller. ¡Esto es
horroroso!
Despedir a una pobre joven que trabaja honradamente. ¡Después no pude
ganar
lo necesario y de ahí vino mi desgracia! Yo tengo mi pequeña Cosette, y me he
visto
obligada a hacerme mujer mala. Ahora comprenderéis cómo tiene la culpa de todo
el
canalla del alcalde. Yo pisé el sombrero del joven ese, pero antes él me había
echado a
perder
mi vestido con la nieve. Nosotras no tenemos más que un vestido de seda para
salir
en la noche. Y ahora viene este otro a meterme miedo. ¡Yo no le tengo miedo a
ese
alcalde
perverso! Sólo tengo miedo a mi buen señor Javert.
De
repente, Fantina arregló el desorden de sus vestidos, y se dirigió a la puerta
diciendo
en
voz baja a los soldados:
-Niños,
el señor inspector ha dicho que me soltéis y me voy.
Puso
la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.
Javert
hasta ese momento había permanecido de pie, inmóvil, con la vista fija en el
suelo.
El ruido del picaporte lo hizo despertar, por decirlo así. Levantó la cabeza con
una
expresión
de autoridad soberana; expresión tanto más terrible cuanto más baja es la
autoridad,
feroz en la bestia salvaje, atroz en el hombre que no es
nada.
-Sargento
-exclamó-, ¿no veis que esa descarada se escapa? ¿Quién os ha dicho que la
dejéis
salir?
Yo
-dijo Magdalena.
Fantina,
al oír la voz de Javert tembló y soltó el picaporte, como suelta un ladrón
sor-
prendido
el objeto robado. A la voz de Magdalena se volvió, y sin pronunciar una
palabra,
sin respirar siquiera, su mirada pasó de Magdalena a Javert, de Javert a
Magdalena,
según hablaba uno a otro.
-Señor
alcalde, eso no es posible -dijo Javert con la vista baja pero la voz
firme.
-¡Cómo!
-dijo Magdalena.
-Esta
maldita ha insultado a un ciudadano.
-Inspector
Javert -contestó el señor Magdalena, con voz conciliadora y tranquila-,
escuchad.
Sois un hombre razonable y os explicaré lo que hago. Pasaba yo por la plaza
cuando
traíais a esta mujer; había algunos grupos; me he informado y lo sé todo: el
ciudadano
es el que ha faltado y el que debía haber sido arrestado.
Javert
respondió;
-Esta
miserable acaba de insultaros.
-Eso
es problema mío -dijo Magdalena-. Mi injuria es mía, y puedo hacer de ella lo
que
quiera.
-Perdonad,
señor alcalde, pero la injuria no se ha hecho a vos sino a la
justicia.
-Inspector
Javert -contestó el señor Magdalena-, la primera justicia es la conciencia. He
oído
a esta mujer y sé lo que hago.
Y
yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.
-Entonces,
limitaos a obedecer.
-Obedezco
a mi deber; y mi deber me manda que esta mujer sea condenada a seis
meses
de cárcel.
Magdalena
respondió con dulzura:
-Pues
escuchad. No estará en la cárcel ni un solo día. Este es un hecho de policía
municipal
de la que soy juez. Ordeno, pues, que esta mujer quede en
libertad.
Javert
hizo el último esfuerzo:
-Pero,
señor alcalde...
-Ni
una palabra, salid de aquí -dijo Magdalena.
Javert
saludó profundamente al alcalde y salió.
La
joven sentía una extraña emoción. Escuchaba aturdida, miraba atónita y a cada
palabra
que decía Magdalena, sentía deshacerse en su interior las horribles tinieblas
del
odio,
y nacer en su corazón algo consolador, inefable, algo que era alegría,
confianza,
amor.
Cuando
salió Javert, Magdalena se volvió hacia ella, y le dijo con voz lenta, como un
hombre
que no quiere llorar:
-Os
he oído. No sabía nada de lo que habéis dicho. Creo y comprendo que todo es
verdad.
Ignoraba también que hubieseis abandonado mis talleres. ¿Por qué no os habéis
dirigido
a mí? Pero yo pagaré ahora vuestras deudas, y haré que venga vuestra hija, o que
vayáis
a buscarla. Viviréis aquí o en París, donde queráis. Yo me encargo de vuestra
hija
y
de vos. No trabajaréis más si no queréis; os daré todo el dinero que os haga
falta.
Volveréis
a ser honrada volviendo a ser feliz. Además, yo creo que no habéis dejado de
ser
virtuosa y santa delante de Dios, ¡pobre mujer!
A
Fantina se le doblaron las piernas, y cayó de rodillas delante de Magdalena, y
antes
que
él pudiese impedirlo, sintió que le cogía la mano, y posaba en ella los labios.
Después
se
desmayó.
LIBRO
SEXTO
Javert
I
Comienzo
del reposo
El
señor Magdalena hizo llevar a Fantina a la enfermería que tenía en su propia
casa, y
la
confió a las religiosas que estaban a cargo de los pacientes, dos Hermanas de la
Caridad
llamadas sor Simplicia y sor Perpetua.
Fantina
tuvo muchísima fiebre, pasó paste de la noche delirando y hablando en voz alta,
hasta
que terminó por quedarse dormida.
Al
día siguiente, hacia el mediodía, despertó y vio al señor Magdalena de pie a su
lado
mirando
algo por encima de su cabeza. Siguió la dirección de esa mirada llena de
angustia
y de súplica, y vio que estaba fija en un crucifijo clavado a la
pared.
El
alcalde se había transformado a los ojos de Fantina; ahora lo veía rodeado de
luz.
Estaba
en ese momento absorto en su plegaria, y ella no quiso interrumpirlo. Al cabo de
un
rato le dijo tímidamente:
-¿Qué
estáis haciendo?
-Rezaba
al mártir que está allá arriba. -Y agregó mentalmente-: Por la mártir que está
aquí
abajo.
Había
pasado la noche y la mañana buscando información; ahora lo sabía todo. Conocía
todos
los dolorosos pormenores de la historia de la joven. Se apresuró a escribir a
los
Thenardier.
Fantina les debía ciento veinte francos; les envió trescientos, diciéndoles que
se
pagaran con esa suma y que enviaran inmediatamente a la niña a M., donde la
esperaba
su
madre.
Esta
cantidad deslumbró a Thenardier.
-¡Diablos!
-dijo a su mujer-. No hay que soltar a la chiquilla. Este pajarito se va a
transformar
en una vaca lechera para nosotros. Adivino lo que pasó: algún inocentón se
ha
enamoriscado de la madre.
Contestó
enviando una cuenta de quinientos y tantos francos, muy bien hecha, en la que
figuraban
gastos de más de trescientos francos en dos documentos innegables: uno del
médico
y otro del boticario que habían atendido en dos largas enfermedades a Eponina y
a
Azelma. Los arregló con una simple sustitución de nombres.
El
señor Magdalena le mandó otros trescientos francos y escribió: " Enviad en
seguida
a
Cosette".
-¡Vamos
bien! -dijo Thenardier-. No hay que soltar a la chiquilla.
En
tanto Fantina no se restablecía y continuaba en la
enfermería.
Las
Hermanas la habían recibido y cuidado con repugnancia. Quien haya visto los
bajorrelieves
de la Catedral de Reims, recordará la mueca despectiva en los labios de las
vírgenes
prudentes mirando a las necias.
Este
antiguo desprecio es uno de los más profundos instintos de la dignidad femenina,
y
las
religiosas no pudieron controlarlo. Pero en pocos días Fantina las desarmó con
las
palabras
dulces y humildes que repetía en su delirio:
-He
sido una pecadora, pero cuando tenga a mi hija a mi lado sabré que Dios me ha
perdonado.
Sentiré su bendición cuando Cosette esté conmigo, porque ella es un
ángel.
Magdalena
la visitaba dos veces al día, y cada vez le preguntaba:
¿Veré
luego a mi Cosette?
La
respuesta era:
-Quizá
mañana. Llegará de un momento a otro.
-¡Oh,
qué feliz voy a ser!
Pero
su estado se agravaba día a día. Una mañana el médico la examinó y movió
tristemente
la cabeza.
-¿No
tiene ella una hija a quien desea ver? -preguntó llevando aparte al señor
Magdalena.
-Sí.
-Haced
que venga pronto.
El
señor Magdalena se estremeció.
Thenardier,
sin embargo, no enviaba a la niña, y daba para ello mil
razones.
-Mandaré
a alguien a buscarla -decidió Magdalena-, y si es preciso iré yo
mismo.
Y
escribió, dictándosela Fantina, esta carta que le hizo firmar: "Señor
Thenardier:
Entregaréis
a Cosette al portador. Se os pagarán todas las pequeñas deudas. Tengo el
honor
de enviaros mis respetos. FANTINA".
Pero
entonces surgió una situación inesperada.
En
vano tallamos lo mejor posible ese tronco misterioso que es nuestra vida; la
veta
negra
del destino aparecerá siempre.
II
Cómo
Jean se convierte en Champ
Una
mañana, el señor Magdalena estaba en su escritorio adelantando algunos asuntos
urgentes
de la alcaldía, para el caso en que tuviera que hacer el viaje a Montfermeil,
cuando
le anunciaron que el inspector Javert deseaba hablarle. Al oír este nombre no
pudo
evitar cierta impresión desagradable. Desde lo ocurrido en la oficina de
policía,
Javert
lo había rehuido más que nunca, y no se habían vuelto a
ver.
-Hacedlo
entrar -dijo.
Javert
entró.
Magdalena
permaneció sentado cerca de la chimenea, hojeando un legajo de papeles.
No
se movió cuando entró Javert. No podía dejar de pensar en la pobre
Fantina.
Javert
saludó respetuosamente al alcalde, que le volvía la espalda. Caminó dos o tres
pasos
y se detuvo sin romper el silencio.
No
había duda que aquella conciencia recta, franca, sincera, proba, austera y feroz
acababa
de experimentar una gran conmoción interior. Su fisonomía no había estado
nunca
tan inescrutable, tan extraña. Al entrar se había inclinado delante del alcalde,
dirigiéndole
una mirada en que no había ni rencor, ni cólera, ni desconfianza. Permaneció
de
pie detrás de su sillón, con la rudeza fría y sencilla de un hombre que no
conoce la
dulzura
y que está acostumbrado a la paciencia. Esperó sin decir una palabra, sin hacer
un
movimiento,
con verdadera humildad y resignación, a que al señor alcalde se le diera la
gana
volverse hacia él. Esperaba calmado, serio, con el sombrero en la mano, los ojos
bajos.
Todos los resentimientos, todos los recuerdos que pudiera tener, se habían
borrado
de
ese semblante impenetrable, donde sólo se leía una lóbrega tristeza. Toda su
persona
reflejaba
una especie de abatimiento asumido con inmenso valor.
Por
fin el alcalde dejó sus papeles y se volvió hacia él.
-Y
bien, ¿qué hay, Javert?
Javert
siguió silencioso por un momento, como si se recogiera en sí mismo, y luego dijo
con
triste solemnidad:
-Hay,
señor alcalde, que se ha cometido un delito.
-¿Qué
delito?
-Un
policía inferior ha faltado gravemente el respeto a un magistrado. Y vengo,
cumpliendo
con mi deber, a poner este hecho en vuestro conocimiento.
-¿Quién
es ese policía? -preguntó el señor Magdalena.
-Yo
-dijo Javert.
-¿Y
quién es el magistrado agraviado?
-Vos,
señor alcalde.
Magdalena
se levantó de su sillón. Javert continuó, siempre con los ojos
bajos:
-Señor
alcalde, vengo a pediros que propongáis a la autoridad mi
destitución.
Magdalena,
estupefacto, abrió la boca, pero Javert lo interrumpió:
-Diréis
que podría presentar mi dimisión, pero eso no basta. Dimitir es un acto
honorable.
Yo he faltado, merezco un castigo y debo ser destituido. -Después de una
pausa,
agrego
-:
Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo injustamente; sedlo hoy
con
justicia.
-Pero,
¿por qué? -exclamó el señor Magdalena-. ¿Qué embrollo es éste? ¿Cuál es ese
delito
que habéis cometido contra mí? ¿Qué me habéis hecho? Os acusáis y queréis ser
reemplazado...
-Destituido
-dijo Javert.
-Destituido,
sea; pero igual no os entiendo.
-Vais
a comprenderlo.
Javert
suspiró profundamente, y prosiguió con la misma frialdad y
tristeza:
-Señor
alcalde, hace seis semanas, a consecuencias de la discusión por aquella joven,
me
encolericé y os denuncié a la prefectura de París.
Magdalena,
que no era más dado que Javert a la risa, se echó a reír.
-¿Como
alcalde que ha usurpado las atribuciones de la policía?
-dijo.
-Como
antiguo presidiario -respondió Javert.
El
alcalde se puso lívido.
Javert,
que no había levantado los ojos, continuó:
-Así
lo creí. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Una semejanza, indagaciones que
habéis
practicado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent,
vuestra
destreza en el tiro, vuestra pierna que cojea un poco... ¡qué sé yo! ¡Tonterías!
Pero
lo cierto es que os tomé por un tal Jean Valjean.
-¿Quién,
decís?
Jean
Valjean. Un presidiario a quien vi hace veinte años en Tolón. Al salir de
presidio
parece
que robó a un obispo y después cometió otro robo a mano armada y en despoblado
contra
un niño saboyano. Hace ocho años que se oculta no se sabe cómo, y se le
persigue.
Yo
me figuré... En fin, lo hice. La cólera me impulsó, y os denuncié a la
prefectura.
Magdalena,
que había vuelto a coger el legajo de papeles, dijo con perfecta
indiferencia:
-¿Y
qué os han respondido?
-Que
estaba loco.
-¿Y
entonces?
-Bueno,
tienen razón.
-¡Está
bien que lo reconozcáis!
-Tengo
que hacerlo, ya que han encontrado al verdadero Jean
Valjean.
La
hoja que leía Magdalena se le escapó de las manos, levantó la cabeza, y dijo a
Javert
con
acento indescriptible:
-¡Ah!
-Esto
es lo que ha pasado, señor alcalde. Parece que vivía en las cercanías de
Ailly-le-Haut-Clocher
un hombrecillo a quien llaman el viejo Champmathieu. Era muy
pobre,
no llamaba la atención porque nadie sabe cómo viven esas gentes. Este otoño,
Champmathieu
fue detenido por un robo de manzanas, con escalamiento de pared. Tenía
todavía
las ramas en la mano cuando fue sorprendido, y lo llevaron a la cárcel. Hasta
aquí
no
había más que un asunto correccional. Pero ya veréis algo que es providencial.
Como
el
recinto carcelario estaba en mal estado, el juez dispuso que se le trasladara a
la cárcel
provincial
de Arras. Había allí un reo llamado Brevet, que estaba preso no sé por qué, y
que
por buena conducta desempeñaba el cargo de calabocero. Apenas entró
Champmathieu,
Brevet gritó: "¡Caramba! Yo conozco a este hombre, es un ex forzado.
Estuvimos
juntos en la cárcel de Tolón hace veinte años. Se llama Jean Valjean".
Champmathieu
negaba, pero se hacen indagaciones, y al final se descubre que
Champmathieu
hace unos treinta años fue podador en Faverolles. Ahora bien, antes de ir
a
presidio por robo consumado, ¿qué era Jean Valjean? Podador. ¿Dónde? En
Faverolles.
Otro
hecho: el apellido de la madre de Valjean era Mathieu. Nada más natural que al
salir
de
presidio tratara de tomar el apellido de su madre para ocultarse y cambiara su
nombre
por
el de Jean Mathieu. Pasó después a Auvernia; la pronunciación de allí cambia
Jean
por
Chan y se le llama Chan Mathieu; y así nuestro hombre se transforma en
Champmathieu.
Se hacen averiguaciones en Faverolles; la familia Valjean ha
desaparecido.
Esas gentes, cuando no son lodo, son polvo. Se piden informes a Tolón,
donde
quedan dos presidiarios condenados a cadena perpetua, Cochepaille y Chenildieu,
que
conocieron a Jean Valjean. Se les hace venir y se les pone delante del supuesto
Champmathieu,
y no dudan un instante. Para ellos, igual que para Brevet, ése es Jean
Valjean.
Y ese mismo día envié yo mi denuncia a París, y me respondieron que había
perdido
el juicio, que Jean Valjean estaba en Arras en poder de la justicia. ¡Ya
com-
prenderéis
mi asombro! El juez de instrucción me llamó, me presentó a
Champmathieu...
-¿Y
bien? -interrumpió el señor Magdalena.
Javert
respondió con el rostro siempre triste e imperturbable:
-Señor
alcalde, la verdad es la verdad. Aunque me moleste, aquel hombre es Jean
Valjean.
Lo he reconocido yo mismo.
Magdalena
le preguntó en voz baja:
-¿Estáis
seguro?
Javert
se echó a reír con la risa dolorosa que expresa una convicción
profunda.
-¡Totalmente
seguro!
Permaneció
un momento pensativo, y después añadió:
-Y
ahora que he visto al verdadero Jean Valjean, no comprendo cómo pude creer otra
cosa.
Os pido perdón, señor alcalde.
Al
dirigir Javert esta frase suplicante al hombre que hacía seis semanas lo había
humillado
ante sus guardias, ese ser altivo hablaba con sencillez y
dignidad.
Magdalena
sólo respondió con esta brusca pregunta:
-¿Y
qué dice ese hombre?
-¡Ah,
señor alcalde, el asunto es delicado para él! Si es Jean Valjean, ha reincidido.
Su
caso
pasa al tribunal; se penará con presidio perpetuo. Pero Jean Valjean es un
hipócrita.
Cualquiera
se daría cuenta de que la cosa está mala y se defendería. Pero hace como si no
comprendiera,
y repite: "Soy Champmathieu" y de ahí no sale. Se hace el idiota, es muy
hábil.
Pero hay pruebas, ya ha sido reconocido por cuatro personas; el viejo bribón
será
condenado.
Está ahora en el tribunal de Arras. Yo he sido citado para atestiguar en su
contra.
Magdalena
había vuelto a su sillón y a sus papeles y los hojeaba tranquilamente, como
un
hombre muy ocupado.
-Basta,
Javert -dijo-. Todos estos detalles me interesan muy poco. Estamos perdiendo el
tiempo
y tenemos muchos asuntos que atender. No quiero recargaros de trabajo, porque
entiendo
que vais a estar ausente. ¿Me habéis dicho que iréis a Arras en unos ocho o diez
días
más?
Mucho
antes, señor alcalde.
-¿Cuándo,
entonces?
-Creí
que le había dicho al señor alcalde que el caso se ve mañana y que yo parto en
la
diligencia
esta noche.
-¿Cuánto
tiempo durará el caso?
-Un
día a lo más. La sentencia se pronunciará a más tardar mañana por la noche, pero
yo
no esperaré la sentencia. En cuanto dé mi declaración, me
volveré.
-Está
bien -dijo Magdalena.
Y
despidió a Javert con un gesto de su mano.
Javert
no se movió.
-Perdonad,
señor alcalde -dijo-. Tengo que recordaros algo.
¿Qué
cosa?
-Que
debo ser destituido.
Magdalena
se levantó.
-Javert,
sois un hombre de honor, y yo os aprecio. Exageráis vuestra falta. Por otra
parte,
ésta es una ofensa que me concierne sólo a mí. Merecéis ascender, no bajar.
Prefiero
que conservéis vuestro cargo.
-Señor
alcalde, no puedo aceptar. He sido siempre severo en mi vida con los demás.
Ahora
es justo que lo sea conmigo mismo. Señor alcalde, no quiero que me tratéis con
bondad,
vuestra bondad me ha producido demasiada rabia cuando la ejercitáis con otros,
no
la quiero para mí. La bondad que le da la razón a una prostituta contra un
ciudadano, a
un
policía contra un alcalde, al que está abajo contra el que está arriba, es lo
que yo llamo
una
mala bondad. Con ella se desorganiza la sociedad. Señor alcalde, yo debo
tratarme tal
como
trataría a otro cualquiera. Cometí una falta, mala suerte, quedo despedido,
expulsado.
Tengo buenos brazos, trabajaré la tierra, no me importa. Por el bien del
servicio,
señor alcalde, os pido la destitución del inspector
Javert.
Todo
fue dicho con acento humilde, orgulloso, desesperado y convencido, que le daba
cierta
singular grandeza a ese hombre extraño y honorable.
-Ya
veremos -dijo Magdalena.
Y
le tendió la mano. Javert retrocedió.
-Perdón,
señor alcalde, pero un alcalde no da la mano a un delator. -Y añadió entré
dientes-:
Delator, sí, puesto que abusé de mi cargo, no soy más que un
delator.
Hizo
un respetuoso saludo y se dirigió a la puerta. Allí se volvió y con la vista
siempre
baja,
dijo:
-Continuaré
en el servicio hasta que sea reemplazado.
Salió.
El
señor Magdalena quedó pensativo, escuchando esos pasos firmes y seguros que se
alejaban
por el corredor.
LIBRO
SEPTIMO
El
caso Champmathieu
I
Una
tempestad interior
El
lector habrá adivinado que el señor Magdalena era Jean
Valjean.
Ya
hemos sondeado antes las profundidades de su conciencia; volvamos a sondearlas
otra
vez. No lo haremos sin emoción, porque no hay nada más terrible que semejante
estudio.
Jean
Valjean, después de la aventura de Gervasillo, fue otro hombre. El deseo del
obispo
se vio realizado; en el criminal se verificó algo más que una transformación, se
efectuó
una transfiguración.
Logró
desaparecer; vendió la platería del obispo, conservando los candelabros como
recuerdo.
Vino a M. tranquilizado ya, con esperanzas, sin tener más que dos ideas:
ocultar
su nombre y santificar su vida. Huir de los hombres y volver a
Dios.
Algunas
veces estas dos ideas disentían; y entonces el hombre conocido como
Magdalena
no dudaba en sacrificar la primera a la segunda, su seguridad a su virtud. Así,
a
pesar de toda su prudencia, había conservado los candelabros del obispo, había
llevado
luto
por su muerte, había interrogado a los saboyanos que pasaban, había pedido
informes
sobre
las familias de Faverolles, y había salvado la vida del viejo Fauchelevent, a
pesar
de
las terribles insinuaciones de Javert.
Sin
embargo, hasta entonces no le había pasado nada semejante a lo que ahora le
sucedía.
Las
dos ideas que gobernaban a este hombre, cuyos sufrimientos vamos relatando, no
habían
sostenido nunca lucha tan encarnizada. El lo comprendió confusa pero
profundamente
desde las primeras palabras de Javert en su escritorio. Y cuando oyó el
nombre
que había sepultado bajo tan espesos velos, quedó sobrecogido de estupor, y
trastornado
ante tan siniestro a inesperado golpe del destino.
Al
escuchar a Javert, su primer pensamiento fue ir a Arras, denunciarse, sacar a
Champmathieu
de la cárcel y reemplazarlo. Esta idea fue dolorosa, punzante como
incisión
en carne viva; pero pasó, y se dijo: "Veremos, veremos." Reprimió este primer
movimiento
de generosidad y retrocedió ante el heroísmo.
Sin
duda era más perfecto que, después de las santas palabras del obispo, después de
una
penitencia tan admirablemente empezada, ese hombre, ante una coyuntura tan
terrible,
no dudara un momento y marchara hacia el precipicio en cuyo fondo estaba el
cielo.
Pero
es preciso saber qué pasaba en su alma. En el primer momento, el instinto de
conservación
alcanzó la victoria; recogió sus ideas, ahogó sus emociones; consideró la
presencia
de Javert conociendo la magnitud del peligro; aplazó toda resolución con la
firmeza
que da el espanto; confundió lo que debía hacer, y así recobró su calma, como un
gladiador
que recoge su escudo.
El
resto del día lo pasó en el mismo estado: un torbellino por dentro y una
aparente
tranquilidad
por fuera. Todo estaba confuso; sus ideas se agolpaban dentro de su cerebro.
Sólo
sabía que había recibido un gran golpe.
Fue
a ver a Fantina, y prolongó su visita al lado de aquel lecho de dolor. La
recomendó
a
las Hermanas por si llegaba el caso de tener que ausentarse. Sentía vagamente
que tal
vez
tendría que ir a Arras; y sin haber decidido hacer este viaje, se dijo que como
estaba
al
abrigo de toda sospecha, que no habría inconveniente en ser testigo de lo que
pasara.
Pidió,
por tanto, un carruaje.
Volvió
a su cuarto y se concentró en sus pensamientos.
Examinó
su situación y le pareció inaudita. Sintió un temor casi inexplicable, y echó
cerrojo
a la puerta, como si temiera que entrara algo. Después apagó la luz. Le
estorbaba;
creía
que podrían verlo. Pero lo que quería que no entrara, ya había entrado; lo que
quería
cegar,
lo miraba fijamente: su conciencia. Su conciencia, es decir
Dios.
Su
mente había perdido la fuerza necesaria para retener las ideas, y pasaban por
ella
como
las olas. Así transcurrió la primera hora.
Pero
poco a poco empezaron a formarse y a fijarse en su meditación algunos conceptos
vagos.
Principió por reconocer que, por más extraordinaria y crítica que fuera esta
situación,
era dueño absoluto de ella. Esto no hizo sino aumentar su
estupor.
Independientemente
del objetivo severo y religioso que se proponía en sus acciones,
todo
lo que había hecho hasta aquel día no había tenido más fin que el de ahondar una
fosa
para enterrar en ella su nombre. Lo que siempre había temido en sus horas de
reflexión,
en sus noches de insomnio, era oír pronunciar ese nombre; se decía que eso
sería
el fin de todo; que el día en que ese nombre reapareciera, haría desaparecer su
nueva
vida,
y quién sabe si también su nueva alma. La sola idea de que esto ocurriera lo
hacía
temblar.
Y
si en tales momentos le hubieran dicho que llegaría un día en que resonaría ese
nombre
en sus oídos; en que saldría repentinamente de las tinieblas y se erguiría
delante
de
él; en que esa gran luz encendida para disipar el misterio que lo rodeaba
resplandecería
súbitamente sobre su cabeza, pero le aseguraran que tal nombre no le
amenazaría,
que semejante luz no produciría sino una oscuridad más espesa, que aquel
velo
roto aumentaría el misterio, que aquel terremoto consolidaría su edificio; que
aquel
prodigioso
incidente no tendría más resultado, si él quería, que hacer su existencia a la
vez
más clara y más impenetrable, y que de su confrontación con el fantasma de Jean
Valjean
el bueno y digno ciudadano señor Magdalena saldría más tranquilo y más
res-
petado
que nunca; si alguien le hubiera dicho esto, lo habría tomado como lo más
insensato
que escuchara jamás.
Pues
bien, todo esto acababa de suceder; toda esta acumulación de imposibles era un
hecho.
¡Dios había permitido que estos absurdos se convirtieran en
realidad!
Su
divagación se aclaraba. Le parecía que acababa de despertar de un sueño; veía en
la
sombra
a un desconocido a quien el destino confundía con él y lo empujaba hacia el
precipicio
en lugar suyo. Era preciso para que se cerrara el abismo que cayera alguien, o
él
a otro. Sólo tenía que dejar que las cosas sucedieran.
La
claridad llegó a ser completa en su cerebro; vio que su lugar estaba vacío en el
presidio,
y que lo esperaba todavía; que el robo de Gervasillo lo arrastraba a él. Se
decía
que
en aquel momento tenía un reemplazante, y que mientras él estuviese representado
en
el
presidio por Champmathieu, y en la sociedad por el señor Magdalena, no tenía
nada
que
temer, mientras no impidiera que cayera sobre la cabeza de Champmathieu esa
piedra
de
infamia que, como la del sepulcro, cae para no volver a
levantarse.
Encendió
la luz.
-¿Y
de qué tengo miedo? -se dijo-. Estoy salvado, todo ha terminado. No había más
que
una
puerta entreabierta por la cual podría entrar mi pasado; esa puerta queda ahora
tapiada
para siempre. Este Javert que me acosa hace tanto tiempo, que con ese terrible
instinto
que parecía haberme descubierto me seguía a todas partes, ese perro de presa
siempre
tras de mí, ya está desorientado. Está satisfecho y me dejará en paz. ¡Ya tiene
su
Jean
Valjean! Y todo ha sucedido sin intervención mía. La Providencia lo ha querido.
¿Tengo
derecho a desordenar lo que ella ordena? ¿Y qué me pasa? ¡No estoy contento!
¿Qué
más quiero? El fin a que aspiro hace tantos años, el objeto de mis oraciones, es
la
seguridad.
Y ahora la tengo, Dios así lo quiere. Y lo quiere para que yo continúe lo que
he
empezado, para que haga el bien, para que dé buen ejemplo, para que se diga que
hubo
algo
de felicidad en esta penitencia que sufro. Está decidido: dejemos obrar a
Dios.
De
este modo se hablaba en las profundidades de su conciencia, inclinado sobre lo
que
podría
llamarse su propio abismo. Se levantó de la silla y se puso a pasear por la
habitación.
-No
pensemos más -dijo-. ¡Ya tomé mi decisión!
Mas
no sintió alegría alguna. Por el contrario. Querer prohibir a la imaginación que
vuelva
a una idea es lo mismo que prohibir al mar que vuelva a la
playa.
Al
cabo de pocos instantes, por más que hizo por evitarlo, continuó aquel sombrío
diálogo
consigo mismo.
Se
interrogó sobre esta "decisión irrevocable", y se confesó que el arreglo que
había
hecho
en su espíritu era monstruoso, porque su "dejar obrar a Dios" era simplemente
una
idea
horrible. Dejar pasar ese error del destino y de los hombres, no impedirlo,
ayudarlo
con
el silencio, era una imperdonable injusticia, el colmo de la indignidad
hipócrita, un
crimen
bajo, cobarde, abyecto, vil.
Por
primera vez en ocho años acababa de sentir aquel desdichado el sabor amargo de
un
mal
pensamiento y de una mala acción. Los rechazó y los escupió
asqueado.
Y
siguió cuestionándose. Reconoció que su vida tenía un objetivo, pero ¿cuál?
¿Ocultar
su
nombre? ¿Engañar a la policía? ¿No tenía otro objetivo su vida, el objetivo
verdadero,
el
de salvar no su persona sino su alma, ser bueno y honrado, ser justo? ¿No era
esto lo
que
él había querido y lo que el obispo le había mandado? Sintió que el obispo
estaba ahí
con
él, que lo miraba fijamente, y que si no cumplía su deber, el alcalde Magdalena
con
todas
sus virtudes sería odioso a sus ojos, y en cambio el presidiario Jean Valjean
sería un
ser
admirable y puro. Los hombres veían su máscara, pero el obispo veía su
conciencia.
Debía,
por lo tanto, ir a Arras, salvar al falso Jean Valjean y denunciar al
verdadero.
¡Ah!
Este era el mayor de los sacrificios, la victoria más dolorosa, el último y más
difícil
paso, pero era necesario darlo. ¡Cruel destino! ¡No poder entrar en la santidad
a los
ojos
de Dios sin volver a entrar en la infamia a los ojos del
mundo!
-Esto
es lo que hay que hacer -dijo-. Cumplamos con nuestro deber, salvemos a ese
hombre.
Ordenó
sus libros, echó al fuego un paquete de recibos de comerciantes atrasados que le
debían,
y escribió y cerró una carta dirigida al banquero Laffitte, y la guardó en una
cartera
que contenía algunos billetes y el pasaporte de que se había servido ese año
para ir
a
las elecciones.
Volvió
a pasearse.
Y
entonces se acordó de Fantina.
Principió
una nueva crisis.
-¡Pero
no! -gritó-. Hasta ahora sólo he pensado en mí, si me conviene callarme o
denunciarme,
ocultar mi persona o salvar mi alma. Pero es puro egoísmo. Aquí hay un
pueblo,
fábricas, obreros, ancianos, niños desvalidos. Yo lo he. creado todo, le he dado
vida;
donde hay una chimenea que humea yo he puesto la leña. Si desaparezco todo
muere.
¿Y esa mujer que ha padecido tanto? Si yo no estoy, ¿qué pasará? Ella morirá y
la
niña
sabe Dios qué será de ella. ¿Y si no me presento? ¿Qué sucederá si no me
presento?
Ese
hombre irá a presidio, pero ¡qué diablos!, es un ladrón, ¿no? No puedo hacerme
la
ilusión
de que no ha robado: ha robado. Si me quedo aquí, en diez años ganaré diez
millones;
los reparto en el pueblo, yo no tengo nada mío, no trabajo para mí. Esa pobre
mujer
educa a su hija, y hay todo un pueblo rico y honrado. ¡Estaba loco cuando pensé
en
denunciarme!
Debo meditarlo bien y no precipitarme. ¿Qué escrúpulos son estos que
salvan
a un culpable y sacrifican inocentes; que salvan a un viejo vagabundo a quien
sólo
le
quedan unos pocos años de vida y que no será más desgraciado en el presidio que
en su
casa,
y sacrifican a toda una población? ¡Esa pobre Cosette que no tiene más que a mí
en
el
mundo, y que estará en este momento tiritando de frío en el tugurio de los
Thenardier!
Ahora
sí que estoy en la verdad; tengo la solución. Debía decidirme, y ya me he
decidido.
Esperemos.
No retrocedamos, porque es mejor para el interés general. Soy Magdalena,
seguiré
siendo Magdalena.
Se
miró en el espejo que estaba encima de la chimenea, y
dijo:
-Me
consuela haber tomado una resolución. Ya soy otro.
Dio
algunos pasos y se detuvo de repente.
-Hay
todavía hilos que me unen a Jean Valjean, y es necesario romperlos. Hay objetos
que
me acusarían, testigos mudos que deben desaparecer.
Sacó
una llavecita de su bolsillo, y abrió una especie de pequeño armario empotrado
en
la
pared. Sólo había en ese cajón unos andrajos: una chaqueta gris, un pantalón
viejo, un
morral
y un grueso palo de espino. Los que vieron a Jean Valjean en la época en que
pasó
por
D. en octubre de 1815, habrían reconocido fácilmente aquellas miserables
vestimentas.
Las
conservó, lo mismo que los candelabros de plata, para tener siempre presente su
punto
de partida. Pero ocultaba lo que era del presidio, y dejaba ver lo que era del
obispo.
Sin
mirar aquellos objetos que guardara por tantos años con tanto cuidado y riesgo,
cogió
harapos, palo y morral, y los arrojó al fuego.
El
morral, al consumirse con los harapos que contenía, dejó ver una cosa que
brillaba
en
la ceniza. Era una moneda de plata. Sin duda la moneda de cuarenta sueldos
robada al
saboyano.
Pero
no miraba el fuego; se seguía paseando. De repente su vista se fijó en los dos
candeleros
de plata.
-Aún
está allí Jean Valjean -pensó-. Hay que destruir eso.
Y
tomó los candelabros. Removió el fuego con uno de ellos.
En
ese momento le pareció oír dentro de sí una voz que gritaba: ¡Jean Valjean!
¡Jean
Valjean!
Sus
cabellos se erizaron.
-Muy
bien -decía la voz-. Completa lo obra. Destruye esos candelabros. ¡Aniquila el
pasado!
¡Olvida al obispo! ¡Olvídalo todo! ¡Condena a Champmathieu! ¡Apláudete! Ya
está
todo resuelto; un hombre, un inocente, cuyo único crimen es lo nombre, va a
concluir
sus
días en la abyección y en el horror. ¡Muy bien! Sé hombre respetable, sigue
siendo el
señor
alcalde, enriquece al pueblo, alimenta a los pobres, educa a los niños, vive
feliz,
virtuoso
y admirado, que mientras tú estás aquí rodeado de alegría y de luz, otro usará
lo
chaqueta
roja, llevará lo nombre en la ignominia y arrastrará lo cadena en el presidio.
Sí,
lo
has solucionado muy bien. ¡Ah, miserable! Oirás acá abajo muchas bendiciones,
pero
todas
esas bendiciones caerán a tierra antes de llegar al cielo, y allá sólo llegará
la
maldición.
Esta
voz, débil al principio, se había elevado desde lo más profundo de su conciencia
y
llegaba
a ser ruidosa. Se aterró.
-¿Hay
alguien ahí? -preguntó en voz alta. Y después añadió, con una risa que parecía
la
de
un idiota-: ¡Qué tonto soy! ¡No puede haber nadie aquí!
Había
alguien. Pero el que allí estaba no era de los que el ojo humano puede
ver.
Dejó
los candeleros en la chimenea. Volvió a su paseo monótono y
lúgubre.
Pensó
en el porvenir. ¡Denunciarse! Se pintó con inmensa desesperación todo lo que
tenía
que abandonar y todo lo que tenía que volver a vivir.
Tendría
que despedirse de esa vida tan buena, tan pura; de las miradas de amor y
agradecimiento
que se fijaban en él. En vez de eso pasaría por el presidio, el cepo, la
chaqueta
roja, la cadena al pie, el calabozo, y todos los horrores conocidos. ¡A su edad
y
después
de lo que había sido! Si fuera joven todavía, pero anciano y ser tuteado por
todo
el
mundo, humillado por el carcelero, apaleado; llevar los pies desnudos en los
zapatos
herrados;
presentar mañana y tarde su pierna al martillo de la ronda que examina los
grilletes.
¿Qué
hacer, gran Dios, qué hacer?
Así
luchaba en medio de la angustia aquella alma infortunada. Mil ochocientos años
antes,
el ser misterioso en quien se resumen toda la santidad y todos los padecimientos
de
la
humanidad, mientras que los olivos temblaban agitados por el viento salvaje de
lo
infinito,
había también él apartado por un momento el horroroso cáliz que se le
presentaba
lleno de sombra y desbordante de tinieblas en las profundidades cubiertas de
estrellas.
De
pronto llamaron a la puerta de su cuarto.
Tembló
de pies a cabeza, y gritó con voz terrible:
-¿Quién?
-Yo,
señor alcalde.
Reconoció
la voz de la portera, y dijo:
-¿Qué
ocurre?
-Señor,
van a ser las cinco de la mañana y aquí está el carruaje.
-Ah,
sí -contestó-, ¡el carruaje!
Hubo
un largo silencio. Se puso a examinar con aire estúpido la llama de la vela y a
hacer
pelotitas con el cerote. La portera esperó un rato hasta que se atrevió a
preguntar:
-Señor,
¿qué le digo al cochero?
-Decidle
que está bien, que ahora bajo.
II
El
viajero toma precauciones para regresar
Eran
cerca de las ocho de la noche cuando el carruaje, después de un accidentado
viaje,
entró
por la puerta cochera de la hostería de Arras.
El
señor Magdalena descendió y entró al despacho de la posadera. Presentó su
pasaporte
y le preguntó si podría volver esa misma noche a M. en alguno de los coches de
posta.
Había precisamente un asiento desocupado y lo tomó.
-Señor
-dijo la posadera-, debéis estar aquí a la una de la mañana en
punto.
Salió
de la posada y caminó unos pasos. Preguntó a un hombre en la calle dónde
estaban
los Tribunales.
-Si
es una causa que queréis ver, ya es tarde porque suelen concluir a las seis
-dijo el
hombre
al indicarle la dirección.
Pero
cuando llegó estaban las ventanas iluminadas. Entró.
-¿Hay
medio de entrar a la sala de audiencia? -preguntó al
portero.
-No
se abrirá la puerta -fue la respuesta.
-¿Por
qué?
-Porque
está llena la sala.
-¿No
hay un solo sitio?
-Ninguno.
La puerta está cerrada y nadie puede entrar. Sólo hay dos o tres sitios detrás
del
señor presidente; pero allí sólo pueden sentarse los funcionarios
públicos.
Y
diciendo esto volvió la espalda. El viajero se retiró con la cabeza
baja.
La
violenta lucha que se libraba en su interior desde la víspera no había
concluido; a
cada
momento entraba en una nueva crisis. De súbito sacó su cartera, cogió un lápiz y
un
papel
y escribió rápidamente estas palabras: "Señor Magdalena, alcalde de M." Se
dirigió
al
portero, le dio el papel y le dijo con voz de mando:
-Entregad
esto al señor presidente.
El
portero tomó el papel, lo miró y obedeció.
III
Entrada
de preferencia
El
magistrado de la audiencia que presidía el tribuna de Arras conocía, como todo
el
mundo,
aquel nombre profunda y universalmente respetado, y dio orden al portero de que
lo
hiciera pasar.
Minutos
después el viajero estaba en una especie de gabinete de aspecto severo,
alumbrado
por dos candelabros. Aún tenía en los oídos las últimas palabras del portero
que
acababa de dejarle: "Caballero, ésta es la sala de las deliberaciones; no tenéis
más
que
abrir esa puerta, y os hallaréis en la sala del tribunal, detrás del señor
presidente".
Estaba
solo. Había llegado el momento supremo. Trataba de recogerse en sí mismo y
no
podía conseguirlo. En las ocasiones en que el hombre tiene más necesidad de
pensar
en
las realidades dolorosas de la vida, es precisamente cuando los hilos del
pensamiento
se
rompen en el cerebro. Se encontraba en el sitio donde los jueces deliberan y
condenan.
En
aquel aposento en que se habían roto tantas vidas, donde iba a resonar su nombre
dentro
de un instante.
Poco
a poco lo fue dominando el espanto. Gruesas gotas de sudor corrían por sus
cabellos
y bajaban por sus sienes. Hizo un gesto indescriptible, que quería decir:
"¿Quién
me
obliga a mí'?" Abrió la puerta por donde llegara y salió. Se encontró en un
pasillo
largo
y estrecho. No oyó nada por ningún lado, y huyó como si lo
persiguieran.
Recorrió
todo el pasillo, escuchó de nuevo. El mismo silencio y la misma sombra lo
rodeaban.
Estaba sin aliento, temblaba; tuvo que apoyarse en la pared. Allí, solo en
aquella
oscuridad, meditó.
Así
pasó un cuarto de hora. Por fin inclinó la cabeza, suspiró con angustia, y
volvió
atrás.
Caminó lentamente, como bajo un gran peso, como si alguien lo hubiera cogido en
su
fuga y lo trajera de vuelta.
Entró
de nuevo en la sala de deliberaciones. De pronto, sin saber cómo, se encontró
cerca
de la puerta, y la abrió.
Estaba
en la sala de la audiencia.
IV
Un
lugar donde empiezan a formarse algunas convicciones
En
un extremo de la sala, justamente donde él estaba, los jueces se mordían las
uñas
distraídos
o cerraban los párpados. En el otro extremo se situaba una multitud
harapienta.
Nadie
hizo caso de él. Las miradas se fijaban en un punto único, en un banco de madera
que
se encontraba cerca de una puertecilla a la izquierda del presidente. En aquel
banco
había
un hombre entre dos gendarmes.
Era
el acusado.
Los
ojos del señor Magdalena se dirigieron allí naturalmente, como si antes hubiesen
visto
ya el sitio que ocupaba. Y creyó verse a sí mismo, envejecido, no el mismo
rostro,
pero
el mismo aspecto, con esa mirada salvaje, con la chaqueta que llevaba el día que
llegó
a D. lleno de odio, ocultando en su alma el espantoso tesoro de pensamientos
horribles
acumulados en tantos años de presidio.
Y
se dijo, estremeciéndose:
-¡Dios
mío! ¿Me convertiré yo en eso?
El
hombre parecía tener a lo menos sesenta años; había en su rostro un no sé qué de
rudeza,
de estupidez, de espanto.
Al
ruido de la puerta, el presidente volvió la cabeza y saludó al señor Magdalena.
El
apenas
lo notó. Era presa de una especie de alucinación; miraba
solamente.
Hacía
veintisiete años había visto lo mismo; veía reaparecer en toda su horrible
realidad
las
escenas monstruosas de su pasado.
Se
sintió horrorizado, cerró los ojos, y exclamó en lo más profundo de su alma:
¡Nunca!
Allí
estaba todo, era igual, la misma hora, casi las mismas caras de los jueces, de
los
soldados,
de los espectadores. Solamente que ahora había un crucifijo sobre la cabeza del
presidente,
cosa que faltaba en la época de su condena. Cuando lo juzgaron a él, Dios
estaba
ausente.
Buscó
a Javert y no lo encontró.
En
el momento en que entró en la sala, la acusación decía que aquel hombre era un
ladrón
de frutas, un merodeador, un bandido, un antiguo presidiario, un malvado de los
más
peligrosos, un malhechor llamado Jean Valjean, a quien persigue la justicia hace
mucho
tiempo.
El
abogado defensor persistía en llamar Champmathieu al acusado y decía que nadie
lo
había
visto escalar la pared ni robar la fruta. Pedía para él la corrección estipulada
y no el
castigo
terrible de un reincidente.
El
fiscal en su réplica fue violento y florido, como lo son habitualmente los
fiscales.
Además
de cien pruebas más -terminó diciendo-, lo reconocieron cuatro testigos: el
ins-
pector
de policía Javert y tres de sus antiguos compañeros de ignominia, Brevet,
Chenildieu
y Cochepaille.
Mientras
hablaba el fiscal, el acusado escuchaba con la boca abierta, con una especie de
asombro
no exento de admiración. Sólo decía:
-¡Y
todo por no haberle preguntado al señor Baloup!
El
fiscal hizo notar que esta aparente imbecilidad del acusado era astucia, era el
hábito
de
engañar a la justicia. Y pidió cadena perpetua.
Llegaba
el momento de cerrar el debate. El presidente mandó ponerse de pie al acusado
y
le hizo la pregunta de costumbre:
-¿Tenéis
algo que alegar en defensa propia?
El
hombre daba vueltas el gorro entre sus manos, como si no hubiera
entendido.
El
presidente repitió la pregunta.
Entonces
pareció que el acusado la había comprendido. Dirigió la vista al fiscal, y
empezó
a hablar, como un torrente; las palabras se escapaban de su boca incoherentes,
impetuosas,
atropelladas, confusas.
-Sí,
tengo que decir algo. Yo he sido reparador de carretones en París y trabajé en
casa
del
señor Baloup. Es duro mi oficio; trabajamos siempre al aire libre en patios o
bajo
cobertizos
en los buenos talleres; pero nunca en sitios cerrados porque se necesita mucho
espacio.
En el invierno pasamos tanto frío que tiene uno que golpearse los brazos para
calentarse,
pero eso no le gusta a los patrones, porque dicen que se pierde tiempo.
Trabajar
el hierro cuando están escarchadas las calles es muy duro. Así se acaban pronto
los
hombres, y se hace uno viejo cuando aún es joven. A los cuarenta ya está uno
acabado.
Yo tenía cincuenta y tres y no ganaba más que treinta sueldos al día, me
pagaban
lo menos que podían; se aprovechaban de mi edad. Además, yo tenía una hija
que
era lavandera en el río. Ganaba poco, pero los dos íbamos tirando. Ella
trabajaba duro
también.
Pasaba todo el día metida en una cubeta hasta la cintura, con lluvia y con
nieve.
Cuando
helaba era lo mismo, tenía que lavar porque hay mucha gente que no tiene
bastante
ropa; y si no lavaba perdía a los clientes. Se le mojaban los vestidos por
arriba y
por
abajo. Volvía la pobre a las siete de la noche y se acostaba porque estaba
rendida. Su
marido
le pegaba. Ha muerto ya. Era una joven muy buena, que no iba a los bailes, era
muy
tranquila, no tenéis más que preguntar. Pero, qué tonto soy. París es un
remolino.
¿Quién
conoce al viejo Champmathieu? Ya os dije que me conoce el señor Baloup.
Preguntadle
a él. No sé qué más queréis de mí.
El
hombre calló y se quedó de pie. El auditorio se echó a reír. El miró al público
y, sin
comprender
nada, se echó a reír también.
Era
un espectáculo triste.
El
presidente, que era un hombre bondadoso, explicó que el señor Baloup estaba en
quiebra
y no pudo ser encontrado para que se presentara a
testimoniar.
-Acusado
-dijo el fiscal con severa voz-, no habéis respondido a nada de lo que se os ha
preguntado.
Vuestra turbación os condena. Es evidente que no os llamáis Champmathieu,
que
sois el presidiario Jean Valjean, que sois natural de Faverolles donde erais
podador.
Es
evidente que habéis robado. Los señores jurados apreciarán estos
hechos.
El
acusado se había sentado; pero se levantó cuando terminó de hablar el fiscal, y
gritó:
-¡Vos
sois muy malo, señor! Eso es lo que quería decir y no sabía cómo. Yo no he
robado
nada, soy un hombre que no come todos los días. Venía de Ailly, iba por el
camino
después de una tempestad que había asolado el campo. Al lado del camino
encontré
una rama con manzanas en el suelo, y la recogí sin saber que me traería un
castigo:
Hace tres meses que estoy preso y que me interrogan. No sé qué decir; se habla
contra
mí; se me dice ¡responde! El gendarme, que es un buen muchacho, me da con el
codo
y me dice por lo bajo: contesta. Yo no sé explicarme; no he hecho estudios; soy
un
pobre.
No he robado; recogí cosas del suelo. Habláis de Jean Valjean, de Jean Mathieu,
yo
no los conozco; serán aldeanos. Yo trabajé con el señor Baloup. Me llamo
Champmathieu.
Sois muy listos al decirme donde he nacido, pues yo lo ignoro; porque no
todos
tienen una casa para venir al mundo, eso sería muy cómodo. Creo que mi padre y
mi
madre andaban por los caminos y no sé nada más. Cuando era niño me llamaban
Pequeño,
ahora me llama Viejo. Estos son mis nombres de bautismo. Tomadlo como
queráis,
que he estado en Auvernia, que he en Faverolles, ¡qué sé yo! ¿Es imposible
estado
en Auvernia y en Faverolles sin haber estado antes en presidio? Os digo que no
he
robado
y que soy el viejo Champmathieu, y que he vivido en casa del señor Baloup. Me
estáis
aburriendo con vuestras tonterías. ¿Por qué estáis tan enojados
conmigo?
El
presidente ordenó hacer comparecer a los testigos.
El
portero entró con Cochepaille, Chenildieu y Brevet, todos vestidos con chaqueta
roja.
-Es
Jean Valjean -dijeron los tres-. Se le conocía como Jean Grúa, por lo fuerte que
era.
En
el público estalló un rumor que llegó hasta el jurado. Era evidente que el
hombre
estaba
perdido.
-Ujier
-dijo el presidente-, imponed silencio. Voy a resumir los debates para dar por
terminada
la vista.
En
ese momento se oyó una voz que gritaba detrás del
presidente:
-¡Brevet,
Chenildieu, Cochepaille! ¡Mirad aquí!
Todos
quedaron helados con esa voz, tan lastimoso era su acento. Las miradas se
volvieron
hacia el sitio de donde saliera. En el lugar destinado a los espectadores
privilegiados
había un hombre que acababa de levantarse y, atravesando la puertecilla
que
lo separaba del tribunal, se había parado en medio de la sala. El presidente, el
fiscal,
veinte
personas lo reconocieron y exclamaron a la vez:
-¡El
señor Magdalena!
V
Champmatbieu
cada vez más asombrado
Era
él. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando
llegó
a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había encanecido en una
hora.
Se
adelantó hacia los testigos y les dijo:
-¿No
me conocéis?
Los
tres quedaron mudos a indicaron con un movimiento de cabeza que no lo conocían.
El
señor Magdalena se volvió hacia los jurados y dijo con voz
tranquila:
-Señores
jurados, mandad poner en libertad al acusado. Señor presidente, mandad que
me
prendan. El hombre a quien buscáis no es ése; soy yo. Yo soy Jean
Valjean.
Nadie
respiraba. A la primera conmoción de asombro había sucedido un silencio
sepulcral.
El
rostro del presidente reflejaba simpatía y tristeza. Cambió un gesto rápido con
el
fiscal
y luego se dirigió al público y preguntó con un acento que fue comprendido por
todos:
-¿Hay
algún médico entre los asistentes? Si lo hay, le ruego que examine al señor
Magdalena
y lo lleve a su casa...
El
señor Magdalena no lo dejó terminar la frase. Lo interrumpió con mansedumbre y
autoridad.
-Os
doy gracias, señor presidente, pero no estoy loco. Estabais a punto de cometer
un
grave
error. Dejad a ese hombre. Cumplo con mi deber al denunciarme. Dios juzga desde
allá
arriba lo que hago en este momento; eso me basta. Podéis prenderme, puesto que
estoy
aquí. Me oculté largo tiempo con otro nombre; llegué a ser rico; me nombraron
alcalde;
quise vivir entre los hombres honrados, mas parece que eso es ya imposible. No
puedo
contaros mi vida, algún día se sabrá. He robado al obispo, es verdad; he robado
a
Gervasillo,
también es verdad. Tenéis razón al decir que Jean Valjean es un malvado;
pero
la falta no es toda suya. Creedme, señores jueces, un hombre tan humillado como
yo
no
debe quejarse de la Providencia, ni aconsejar a la sociedad; pero la infamia de
que
había
querido salir era muy grande; el presidio hace al presidiario. Antes de ir a la
cárcel,
era
yo un pobre aldeano poco inteligente, una especie de idiota; el presidio me
transformó.
Era estúpido, me hice malvado. La bondad y la indulgencia me salvaron de la
perdición
a que me había arrastrado el castigo. Pero perdonadme, no podéis comprender
lo
que digo. Veo que el señor fiscal mueve la cabeza como diciendo: el señor
Magdalena
se
ha vuelto loco. ¡No me creéis! Al menos, no condenéis a ese hombre. A ver, ¿esos
no
me
conocen? Quisiera que estuviera aquí Javert, él me
reconocería.
Es
imposible describir la melancolía triste y serena que acompañó a estas
palabras.
Volviéndose
hacia los tres testigos, les dijo:
-Tú,
Brevet, ¿te acuerdas de los tirantes a cuadros que tenías en el
presidio?
Brevet
hizo un movimiento de sorpresa, y lo miró de pies a cabeza,
asustado.
-Chenildieu,
tú tienes el hombro derecho quemado porque lo tiraste un día sobre el
brasero
encendido, ¿no es verdad?
-Es
cierto -dijo Chenildieu. .
-Cochepaille,
tú tienes en el brazo izquierdo una fecha escrita en letras azules con
pólvora
quemada. Es la fecha del desembarco del emperador en Cannes, el primero de
marzo
de 1815. Levántate la manga.
Cochepaille
se levantó la manga y todos miraron. Allí estaba la fecha.
El
desdichado se volvió hacia el auditorio y hacia los jueces con una sonrisa que
movía
a
compasión. Era la sonrisa del triunfo, pero también la sonrisa de la
desesperación.
-Ya
veis -dijo- que soy Jean Valjean.
No
había ya en el recinto jueces, ni acusadores, ni gendarmes; no había más que
ojos
fijos
y corazones conmovidos. Nadie se acordaba del papel que debía representar; el
fiscal
olvidó que estaba allí para acusar, el presidente que estaba allí para presidir,
el
defensor
para defender. No se hizo ninguna pregunta; no intervino ninguna autoridad.
Los
espectáculos sublimes se apoderan del alma, y convierten a todos los que los
presencian
en meros espectadores. Tal vez ninguno podía explicarse lo que
experimentaba;
ninguno podía decir que veía allí una gran luz, y, sin embargo,
interiormente
todos se sentían deslumbrados.
Era
evidente que tenían delante a Jean Valjean. Su aparición había bastado para
aclarar
aquel
asunto tan oscuro hasta algunos momentos antes. Sin necesidad de explicación
alguna,
aquella multitud comprendió en seguida la grandeza del hombre que se entregaba
para
evitar que fuera condenado otro en su lugar.
-No
quiero molestar por más tiempo a la audiencia -dijo Jean Valjean-. Me voy,
puesto
que
no me prenden. Tengo mucho que hacer. El señor fiscal sabe quién soy y adónde
voy
y
me mandará arrestar cuando quiera.
Se
dirigió a la puerta. Ni se elevó una voz, ni se extendió un brazo para
detenerlo.
Todos
se apartaron. Jean Valjean tenía en ese momento esa superioridad que obliga a la
multitud
a retroceder delante de un hombre. Pasó en medio de la gente lentamente; no se
sabe
quién abrió la puerta, pero lo cierto es que estaba abierta cuando llegó a
ella.
Se
dirigió entonces a los presentes:
-Todos
creéis que soy digno de compasión, ¿no es verdad? ¡Dios mío! Cuando pienso
en
lo que estuve a punto de hacer, me creo dignó de envidia. Sin embargo,
preferiría que
nada
de esto hubiera sucedido.
Una
hora después, el veredicto del jurado declaraba inocente a Champmathieu, quien,
puesto
en libertad inmediatamente, se fue estupefacto, pensando que todos estaban
locos,
y
sin comprender nada de lo que había visto.
LIBRO
OCTAVO
Contragolpe
I
Fantina
feliz
Principiaba
a apuntar el día. Fantina había pasado una noche de fiebre a insomnio, pero
llena
de dulces esperanzas; era de mañana cuando se durmió. Sor Simplicia, encargada
de
cuidarla,
pasó con ella toda la noche y, al dormirse la paciente, fue al laboratorio a
preparar
una dosis de quinina. De pronto volvió la cabeza y dio un grito. El señor
Magdalena
había entrado silenciosamente y estaba delante de ella.
-¡Por
Dios, señor Magdalena! -exclamó la religiosa-. ¿Qué os ha sucedido? Tenéis el
pelo
enteramente blanco.
-¿Blanco?
-dijo él.
Sor
Simplicia no tenía espejo; le pasó el vidrio que usaba el médico para constatar
si un
paciente
estaba muerto y ya no respiraba. El señor Magdalena se miró y sólo dijo, con
profunda
indiferencia:
-¡Vaya!
Sor
Simplicia le informó que Fantina había estado mal la víspera, pero que ya se
encontraba
mejor porque creía que el señor alcalde había ido a buscar a su hija a
Montfermeil.
-Habéis
hecho bien en no desengañarla.
-Sí,
pero ahora que va a veros sin la niña, ¿qué le diremos?
El
alcalde se quedó un momento pensativo.
-Dios
nos inspirará -dijo.
-Pero
no le podremos mentir -murmuró la religiosa a media voz.
El
señor Magdalena entró en la habitación y se paró junto a la cama; miraba
alternativamente
a la enferma y al crucifijo, lo mismo que dos meses antes cuando la
visitó
por primera vez. El rezaba, ella dormía, pero en aquellos dos meses los cabellos
de
Fantina
se habían vuelto grises y los de Magdalena blancos.
Fantina
abrió entonces los ojos, lo vio, y dijo sonriendo:
-¿Y
Cosette?
El
señor Magdalena respondió maquinalmente algunas palabras que nunca pudo
recordar.
Por fortuna el médico, que llegaba en ese momento y que sabía la situación,
vino
en su auxilio.
-Hija
mía, calmaos; vuestra hija está acá.
Los
ojos de Fantina se iluminaron y cubrieron de claridad todo su rostro. Cruzó las
manos
con una expresión que contenía toda la violencia y la dulzura de una ardiente
oración.
-¡Por
favor -exclamó-, traédmela!
-Aún
no -dijo el médico-; en este momento no. Tenéis un poco de fiebre y el ver a
vuestra
hija os agitaría y os haría mal. Ante todo es preciso que estéis
bien.
Ella
lo interrumpió impetuosa.
-¡Ya
estoy bien! ¡Os digo que estoy bien! ¡Este médico es un burro, no entiende nada!
¡Lo
único que quiero es ver a mi hija!
-Ya
veis -dijo el médico- cómo os agitáis. Mientras sigáis así, me opondré a que
veáis a
la
niña. No basta que la veáis, es preciso que viváis para ella. Cuando estéis
tranquila, os
la
traeré yo mismo.
La
pobre madre bajó la cabeza.
-Señor
doctor, os pido perdón; os pido perdón humildemente. Esperaré todo el tiempo
que
queráis, pero os aseguro que no me hará mal ver a Cosette. Ya no tengo
temperatura,
casi
estoy sana. Pero no me moveré para contentar a los que me cuidan, y cuando vean
que
estoy tranquila dirán: hay que traerle su hija a esta
mujer.
El
señor Magdalena se sentó en una silla junto a la cama. Fantina se volvió a él,
esforzándose
por parecer tranquila.
-¿Habéis
tenido buen viaje, señor alcalde? Decidme sólo cómo está. ¡Cuánto deseo
verla!
¿Es bonita?
El
señor Magdalena tomó su mano y le dijo con dulzura:
-Cosette
es bonita, y está bien, pero tranquilizaos. Habláis con mucho apasionamiento y
eso
os hace toser.
Ella
no podía calmarse y siguió hablando y haciendo planes.
-¡Qué
felices vamos a ser! Tendremos un jardincito, el señor Magdalena me lo ha
prometido.
Cosette jugará en el jardín. Ya debe saber las letras; después hará su primera
comunión.
Y
se reía, feliz.
El
señor Magdalena oía sus palabras como quien escucha el viento, con los ojos
bajos y
el
alma sumida en profundas reflexiones. Pero de pronto levantó la cabeza porque la
enferma
había callado.
Fantina
estaba aterrorizada. No hablaba, no respiraba, se había incorporado; su rostro,
tan
alegre momentos antes, estaba lívido; sus ojos desorbitados estaban fijos en
algo
horrendo.
-¿Qué
tenéis, Fantina? -preguntó Magdalena.
Ella
le tocó el brazo con una mano, y con la otra le indicó que mirara detrás de
sí.
Se
volvió y vio a Javert.
II
Javert
contento
Veamos
lo que había pasado.
Acababan
de dar las doce y media cuando el señor Magdalena salió de la sala del
tribunal
de Arras. Poco antes de las seis de la mañana llegó a M. y su primer cuidado fue
echar
al correo su carta al señor Laffitte, y después ir a ver a
Fantina.
Apenas
Magdalena abandonó la sala de audiencia y fue puesto en libertad
Champmathieu,
el fiscal expidió una orden de arresto, encargando de ella al inspector
Javert.
La orden estaba concebida en estos términos: "El inspector Javert reducirá a
prisión
al señor Magdalena, alcalde de M., reconocido en la sesión de hoy como el ex
presidiario
Jean Valjean".
Javert
se hizo guiar al cuarto en que estaba Fantina. Se quedó junto a la puerta
entreabierta;
estuvo allí en silencio cerca de un minuto sin que nadie notara su presencia,
hasta
que lo vio Fantina.
En
el momento en que la mirada de Magdalena encontró la de Javert, el rostro de
éste
adquirió
una expresión espantosa. Ningún sentimiento humano puede ser tan horrible
como
el de la alegría.
La
seguridad de tener en su poder a Jean Valjean hizo aflorar a su fisonomía todo
lo
que
tenía en el alma. El fondo removido subió a la superficie. La humillación de
haber
perdido
la pista y haberse equivocado respecto de Champmathieu desaparecía ante el
orgullo
de ahora. Javert se sentía en el cielo. Contento a indignado, tenía bajo sus
pies el
crimen,
el vicio, la rebelión, la perdición, el infierno. Javert resplandecía,
exterminaba,
sonreía.
Había una innegable grandeza en aquel San Miguel
monstruoso.
La
probidad, la sinceridad, el candor, la convicción, la idea del deber son cosas
que en
caso
de error pueden ser repugnantes; pero, aún repugnantes, son grandes; su
majestad,
propia
de la conciencia humana, subsiste en el horror; son virtudes que tienen un
vicio, el
error.
La despiadada y honrada dicha de un fanático en medio de la atrocidad conserva
algún
resplandor lúgubre, pero respetable. Es indudable que Javert, en su felicidad,
era
digno
de lástima, como todo ignorante que triunfa.
III
La
autoridad recobra sus derechos
Jean
Valjean, desde ahora lo llamaremos así, se levantó y dijo a Fantina con voz
tranquila
y suave:
-No
temáis, no viene por vos.
Y
después dirigiéndose a Javert, le dijo:
-Ya
sé lo que queréis.
-¡Vamos,
pronto! -respondió Javert.
Entonces
Fantina vio una cosa extraordinaria. Vio que Javert, el soplón, cogía por el
cuello
al señor alcalde, y vio al señor alcalde bajar la cabeza. Creyó que el mundo se
derrumbaba.
-¡Señor
alcalde! -gritó.
Javert
se echó a reír con esa risa suya que mostraba todos los
dientes.
-No
hay ya aquí ningún señor alcalde -dijo.
Jean
Valjean, sin tratar de deshacerse de la mano que lo sujetaba,
murmuró:
-Javert...
-Llámame
señor inspector.
-Señor
inspector -continuó Jean Valjean-, quiero deciros una palabra a
solas.
-Habla
alto. A mí se me habla alto.
Jean
Valjean bajó más la voz.
-Tengo
que pediros un favor...
-Te
digo que hables alto.
-Es
que... Quiero que me escuchéis vos solo.
-¡Y
a mí qué me importa!
-Concededme
tres días susurró Jean Valjean-. Tres días para ir a buscar la hija de esta
desdichada.
Pagaré lo que sea, me acompañaréis si queréis.
-¿Bromeas?
-exclamó Javert, hablando en voz muy alta-. ¡Vaya, no lo creía tan
estúpido!
Me pides tres días para escaparte. ¿Dices que es para ir a buscar a la hija de
esa
mujer?
¡Qué gracioso!
Y
se echó a reír a carcajadas. Fantina se estremeció.
-¡Ir
a buscar a mi hija! -exclamó-. ¿Que no está aquí? ¿Dónde está Cosette? ¡Quiero a
mi
hija, señor Magdalena! ¡Señor alcalde, por favor!
Javert
dio una patada en el suelo. Miró fijamente a Fantina y dijo cogiendo nuevamente
la
corbata, la camisa y el cuello de Jean Valjean.
-¡Cállate
tú, bribona! ¡Qué país de porquería es éste donde los presidiarios son
magistrados
y donde se trata a las prostitutas como a condesas! Pero todo va a cambiar,
ya
verás. Te repito que aquí no hay señor Magdalena, ni señor alcalde. Sólo hay un
ladrón,
un bandido, un presidiario llamado Jean Valjean, y yo lo tengo en mis manos. Es
todo
lo que hay aquí.
Fantina
se enderezó al instante apoyándose en sus flacos brazos y en sus manos, miró a
Jean
Valjean, miró a Javert, miró a la religiosa; abrió la boca como para hablar,
pero sólo
salió
un ronquido del fondo de su garganta. Extendió los brazos con angustia, buscando
algo
como el que se ahoga, y después cayó a plomo sobre la almohada. Su cabeza chocó
en
la cabecera de la cama y cayó sobre el pecho con la boca abierta, lo mismo que
los
ojos.
Estaba muerta.
Jean
Valjean abrió la mano que le tenía asida Javert como si fuera la mano de un
niño,
y
le dijo con una voz que apenas se oía:
-Habéis
asesinado a esta mujer.
Había
en el rincón del cuarto una cama vieja; Jean Valjean arrancó en un segundo uno
de
los barrotes y amenazó con él a Javert.
-Os
aconsejo que no me molestéis en estos momentos -dijo.
Se
acercó al lecho de Fantina y permaneció a su lado un rato, mudo; en su rostro
había
una
indescriptible expresión de compasión. Se inclinó hacia ella y le habló en voz
baja.
¿Qué
le dijo? ¿Qué podía decir aquel hombre que era un convicto a aquella mujer
muerta?
Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor Simplicia ha referido muchas
veces
que mientras él hablaba a Fantina, vio aparecer claramente una inefable sonrisa
en
esos
pálidos labios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la
tumba.
Jean
Valjean le cerró los ojos, se arrodilló delante de la muerta y besó su
mano.
Después
se levantó y dijo a Javert:
-Ahora
estoy a vuestra disposición.
IV
Una
tumba adecuada
Javert
se llevó a Jean Valjean a la cárcel del pueblo.
La
detención del señor Magdalena produjo en M. una conmoción extraordinaria. Al
instante
lo abandonaron; en menos de dos horas se olvidó todo el bien que había hecho y
no
fue ya más que un presidiario. Sólo tres o cuatro personas del pueblo le fueron
fieles,
entre
ellas la anciana portera que lo servía.
La
noche de ese mismo día, dicha portera estaba sentada en su cuarto, asustada aún,
reflexionando
tristemente. La fábrica había permanecido cerrada el día entero; la puerta
cochera
estaba con el cerrojo echado. No había en la casa más que las dos religiosas,
sor
Simplicia
y sor Perpetua, que velaban a Fantina.
Hacia
la hora en que el señor Magdalena solía recogerse, la portera se levantó
maquinalmente,
colgó la llave del dormitorio del alcalde en el clavo habitual, y puso al
lado
el candelabro que usaba para subir la escala, como si lo esperara. En seguida se
volvió
a sentar y prosiguió su meditación.
De
pronto se abrió la ventanilla de la portería, pasó una mano, tomó la llave y
encendió
una
vela. La portera quedó como aturdida. Conocía aquella mano, aquel brazo, aquella
manga.
Era el señor Magdalena.
-¡Dios
mío, señor alcalde! -dijo cuando recuperó el habla-. Yo os
creía...
-En
la cárcel -dijo Jean Valjean-. Allá estaba, pero rompí un barrote de la ventana,
me
escapé
y estoy aquí. Voy a subir a mi cuarto. Avisad a sor Simplicia, por
favor.
La
portera obedeció de inmediato.
Jean
Valjean entró en su dormitorio. La portera había recogido entre las cenizas las
dos
conteras
del bastón y la moneda de Gervasillo ennegrecida por el fuego. Las colocó sobre
un
papel en el que escribió: "Estas son las conteras de mi garrote y la moneda
robada de
que
hablé en el tribunal". Y lo dejó bien a la vista. Envolvió luego en una frazada
los dos
candelabros
del obispo.
Entró
sor Simplicia.
-¿Queréis
ver por última vez a esa pobre desdichada? -preguntó.
-No,
Hermana, me persiguen y no quiero turbar su reposo.
Apenas
terminaba de hablar, se oyó un gran estruendo en la escalera y la portera que
decía
casi a gritos:
-Señor,
os juro que no ha entrado nadie aquí.
Un
hombre respondió:
-Pero
hay luz en ese cuarto.
Era
la voz de Javert. Jean Valjean apagó de un soplo la vela y se ocultó. Sor
Simplicia
cayó
de rodillas.
Entró
Javert. La religiosa no levantó los ojos. Rezaba. Al verla, Javert se detuvo
desconcertado.
Se iba a retirar, pero antes dirigió una pregunta a sor Simplicia, que no
había
mentido en su vida. Javert la admiraba por esto.
-Hermana
-dijo-, ¿estáis sola?
Pasó
un momento terrible en que la portera creyó morir.
-Sí
-respondió la religiosa.
-¿No
habéis visto a un prisionero llamado Jean Valjean?
-No.
Mentía.
Había mentido dos veces seguidas.
Una
hora después, un hombre se alejaba de M. a través de los árboles y la bruma en
dirección
a París. Llevaba un paquete y vestía una chaqueta vieja. ¿De dónde la sacó?
Había
muerto hacía poco un obrero en la enfermería, que no dejaba más que su chaqueta.
Tal
vez era ésa.
Fantina
fue arrojada a la fosa pública del cementerio, que es de todos y de nadie, allí
donde
se pierden los pobres. Afortunadamente, Dios sabe dónde encontrar el
alma.
La
tumba de Fantina se parecía a lo que había sido su lecho.
SEGUNDA
PARTE
Cosette
LIBRO
PRIMERO
Waterloo
I
El
18 de junio de 1815
Si
no hubiera llovido esa noche del 17 al 18 de junio de 1815, el porvenir de
Europa
hubiera
cambiado. Algunas gotas de agua, una nube que atravesó el cielo fuera de
temporada,
doblegaron a Napoleón.
La
batalla de Waterloo estaba planeada, genialmente, para las 6 de la mañana; con
la
tierra
seca la artillería podía desplazarse rápidamente y se habría ganado la contienda
en
dos
o tres horas. Pero llovió toda la noche; la tierra estaba empantanada. El ataque
empezó
tarde, a las once, cinco horas después de lo previsto. Esto dio tiempo para la
llegada
de todas las tropas enemigas.
¿Era
posible que Napoleón ganara esta batalla? No. ¿A causa de Wellington? No, a
causa
de Dios.
No
entraba en la ley del siglo XIX un Napoleón vencedor de
Wellington.
Se
preparaba una serie de acontecimientos en los que Napoleón no tenía
lugar.
Ya
era tiempo que cayera aquel hombre. Su excesivo peso en el destino humano
turbaba
el equilibrio. Toda la vitalidad concentrada en una sola persona, el mundo
pendiente
del cerebro de un solo ser, habría sido mortal para la
civilización.
La
caída de Napoleón estaba decidida. Napoleón incomodaba a
Dios.
Al
final, Waterloo no es una batalla; es el cambio de frente del
Universo.
Pero
para disgusto de los vencedores, el triunfo final es de la revolución: Bonaparte
antes
de Waterloo ponía a un cochero en el trono de Nápoles y a un sargento en el de
Suecia;
Luis XVIII, después de Waterloo, firmaba la declaración de los derechos
humanos.
II
El
campo de batalla por la noche
Había
luna llena aquel 18 de junio de 1815. La noche se complace algunas veces en ser
testigo
de horribles catástrofes, como la batalla de Waterloo.
Después
de disparado el último cañonazo, la llanura quedó
desierta.
Mientras
Napoleón regresaba vencido a París, setenta mil hombres se desangraban poco
a
poco y algo de su paz se esparcía por el mundo.
El
Congreso de Viena firmó los tratados de .815 y Europa llamó a aquello "la
Restauración".
Eso fue Waterloo.
La
guerra puede tener bellezas tremendas, pero tiene también cosas muy feas. Una de
las
más sorprendentes es el rápido despojo de los muertos. El alba que sigue a una
batalla
amanece
siempre para alumbrar cadáveres desnudos.
Todo
ejército tiene sus seguidores: seres murciélagos que engendra esa oscuridad que
se
llama guerra. Especie de bandidos o mercenarios que van de uniforme, pero no
combaten;
falsos enfermos, contrabandistas, mendigos, granujas,
traidores.
A
eso de las doce de esa noche vagaba un hombre: era uno de ellos que acudía a
saquear
Waterloo. De vez en cuando se detenía, revolvía la tierra, y luego escapaba. Iba
escudriñando
aquella inmensa tumba. De pronto se detuvo. Debajo de un montón de
cadáveres
sobresalía una mano abierta alumbrada por la luna. En uno de sus dedos
brillaba
un anillo. El hombre se inclinó y lo sacó, pero la mano se cerró y volvió a
abrirse.
Un hombre honrado hubiera tenido miedo, pero éste se echó a
reír.
-¡Caramba!
-dijo-. ¿Estará vivo este muerto?
Se
inclinó de nuevo y arrastró el cuerpo de entre los
cadáveres.
Era
un oficial; tenía la cara destrozada por un sablazo, sus ojos estaban cerrados.
Llevaba
la cruz de plata de la Legión de Honor. El vagabundo la arrancó y la guardó en
su
capote. Buscó en los bolsillos del oficial, encontró un reloj y una bolsa. En
eso estaba
cuando
el oficial abrió los ojos.
-Gracias
-dijo con voz débil.
Los
bruscos tirones del ladrón y el aire fresco de la noche lo sacaron de su
letargo.
-¿Quién
ganó la batalla? -preguntó.
-Los
ingleses.
-Registrad
mis bolsillos. Hallaréis un reloj y una bolsa; tomadlos.
El
vagabundo fingió hacerlo.
-No
hay nada -dijo.
-Los
han robado -murmuró el oficial-. Lo siento, hubiera querido que fueran para vos.
Me
habéis salvado la vida. ¿Quién sois?
-Yo
pertenecía como vos al ejército francés. Tengo que dejaros ahora, pues si me
cogen
los
inglesen me fusilarán. Os he salvado la vida, ahora arreglaos como
podáis.
-¿Vuestro
grado?
-Sargento.
-¿Cómo
os llamáis?
-Thenardier.
-No
olvidaré ese nombre -dijo el oficial-. Recordad el mío, me llamo
Pontmercy.
LIBRO
SEGUNDO
El
navío Orión
I
El
número 24.601 se convierte en el 9.430
Jean
Valjean había sido capturado de nuevo.
El
lector nos agradecerá que pasemos rápidamente por detalles dolorosos. Nos
limitaremos
pues a reproducir uno de los artículos publicados por los periódicos de
aquella
época pocos meses después de los sorprendentes acontecimientos ocurridos en
M.
El
Diario de París del 25 de julio de 1823 dice así:
"Acaba
de comparecer ante el tribunal de jurados del Var un ex presidiario llamado
Jean
Valjean, en circunstancias que han llamado la atención. Este criminal había
conseguido
engañar la vigilancia de la policía; cambió su nombre por el de Magdalena y
logró
hacerse nombrar alcalde de una de nuestras pequeñas poblaciones del Norte, donde
había
establecido un comercio de bastante consideración. Al fin fue desenmascarado y
apresado,
gracias al celo infatigable de la autoridad. Tenía por concubina a una mujer
pública,
que ha muerto de terror en el momento de su prisión. Este miserable, dotado de
una
fuerza hercúlea, halló medio de evadirse; pero tres o cuatro días después de su
evasión,
la policía consiguió apoderarse nuevamente de él en París, en el momento de
subir
en uno de esos pequeños carruajes que hacen el trayecto de la capital a la aldea
de
Montfermeil.
Se dice que se aprovechó del intervalo de estos tres o cuatro días de libertad
para
retirar una suma considerable de dinero. Si hemos de dar crédito al acta de
acusación,
debe haberla escondido en un sitio conocido de él solo, pues no se ha podido
dar
con ella. El bandido ha renunciado a defenderse de los numerosos cargos en su
contra.
Por consiguiente, Jean Valjean, declarado reo, ha sido condenado a la pena de
muerte;
y no habiendo querido entablar el recurso de casación, la sentencia se hubiera
ejecutado,
si el rey, en su inagotable benignidad, no se hubiera dignado conmutarle dicha
pena
por la de cadena perpetua. Jean Valjean fue conducido inmediatamente al presidio
de
Tolón".
Jean
Valjean cambió de número en el presidio. Se llamó el
9.430.
Y
en M., toda prosperidad desapareció con el señor Magdalena; todo cuanto había
previsto
en su noche de vacilación y de fiebre se realizó: faltando él, faltó el alma de
aquella
población. Después de su caída se verificó ese reparto egoísta de la herencia de
los
grandes hombres caídos. Se falsificaron los procedimientos, bajó la calidad de
los
productos,
hubo menos pedidos, bajó el salario, se cerraron los enormes talleres de
Magdalena;
los edificios se deterioraron, se dispersaron los obreros, y pronto vino la
quiebra.
Y entonces no quedó nada para los pobres. Todo se
desvaneció.
II
El
diablo en Montfermeil
Antes
de ir más lejos, bueno será referir con algunos pormenores algo singular que
hacia
esta misma época sucedió en Montfermeil.
Hay
en ese pueblo una superstición muy antigua que consiste en creer que el diablo,
desde
tiempo inmemorial, ha escogido el bosque para ocultar sus tesoros. Cuentan que
no
es
raro encontrar, al morir el día y en los sitios más apartados, a un hombre
negro, con
facha
de leñador, calzado con zuecos. Este hombre está siempre ocupado en hacer hoyos
en
la tierra. Hay tres modos de sacar partido del encuentro. El primero es
acercársele y
hablarle;
entonces resulta que este hombre no es más que un aldeano, que se ve negro
porque
es la hora del crepúsculo, que no hace tal hoyo en la tierra sino que corta la
hierba
para
sus vacas, y que lo que parece ser cuernos no es más que una horqueta para
remover
el
estiércol que lleva a la espalda. Vuelve uno a su casa y se muere al cabo de una
semana.
El segundo método es observarle, esperar a que haya hecho su hoyo, lo haya
vuelto
a cubrir y se haya ido; luego ir corriendo al agujero, destaparlo y coger el
tesoro.
En
este caso muere uno al cabo de un mes. En fin, el tercer método es no hablar al
hombre
negro, ni mirarlo, y echar a correr a todo escape. Entonces muere uno durante el
año.
Como
los tres métodos tienen sus inconvenientes, el segundo, que ofrece a lo menos
algunas
ventajas, entre otras la de poseer un tesoro aunque no sea más que por un mes,
es
el
que generalmente se adopta.
Ahora
bien, muy poco tiempo después de que la justicia comunicara que el presidiario
Jean
Valjean durante su evasión de algunos días anduvo vagando por los alrededores de
Montfermeil,
se notó en esta aldea que un viejo peón caminero llamado Boulatruelle
hacía
frecuentes visitas al bosque. Se decía que el tal Boulatruelle había estado en
presidio;
que estaba sometido a cierta vigilancia de la policía, y que como no encontraba
trabajo
en ninguna parte, la municipalidad lo empleaba por un pequeño jomal como peón
en
el camino vecinal de Gagny a Lagny.
Este
Boulatruelle era bastante mal mirado por los aldeanos, por ser demasiado
respetuoso,
humilde, pronto a quitarse su gorra ante todo el mundo, y porque temblaba
delante
de los gendarmes. Se le suponía afiliado a una banda de asaltantes, el
Patron-Minette;
se tenían sospechas de que se emboscaba a la caída de la noche en la
espesura
de los bosques. Además, era un borracho perdido.
Desde
hacía algún tiempo, se le encontraba en los claros más desiertos, entre la
maleza
más
sombría, buscando al parecer alguna cosa, y algunas veces abriendo hoyos. Decían
en
la aldea:
-Es
claro que el diablo se ha aparecido. Boulatruelle lo ha visto, y busca. Está
loco por
robarle
su alcancía.
Otros
añadían: ¿Será Boulatruelle quien atrape al diablo, o el diablo a
Boulatruelle?
Poco
tiempo después cesaron las idas de Boulatruelle al bosque, y volvió a su trabajo
de
peón caminero, con lo cual se habló de otra cosa.
No
obstante, la curiosidad de algunas personas no se daba por satisfecha. Los más
curiosos
eran el maestro de escuela y el bodegonero Thenardier, que era amigo de todo el
mundo
y no había desdeñado la amistad de Boulatruelle.
-Ha
estado en presidio -se decía-. Ah, uno nunca sabe ni quién está allá, ni quién
irá.
Una
noche decidieron con el maestro de escuela hacerlo hablar, y para esto
emborracharon
al peón caminero.
Boulatruelle
bebió grandes cantidades de vino y se le escaparon unas cuantas palabras,
con
las cuales Thenardier y el maestro creyeron comprender lo
siguiente:
Una
mañana, al ir Boulatruelle a su trabajo cuando amanecía, se sorprendió al ver en
un
recodo
del bosque entre la maleza una pala y un azadón. Al oscurecer del mismo día vio,
sin
ser visto porque estaba oculto tras un árbol, a un hombre que se dirigía a lo
más
espeso
del bosque. Boulatruelle conocía muy bien a ese hombre. Traducción de
Thenardier:
Un compañero de presidio.
Boulatruelle
se negó obstinadamente a decir su nombre. Este individuo llevaba un
paquete,
una cosa parecida a una caja grande o a un cofre pequeño. Sorpresa de
Boulatruelle.
Sin embargo, hasta pasados siete a ocho minutos no se le ocurrió seguirlo.
Y
ya fue demasiado tarde; el hombre se había internado en lo más espeso del
bosque, y
no
pudo dar con él. Entonces tomó el partido de observar la entrada del bosque, y
unas
tres
horas después lo vio salir de entre la maleza; ya no llevaba la caja-cofre, sino
una
pala
y un azadón. Boulatruelle lo dejó pasar, y no se le acercó porque el otro era
tres
veces
más fuerte, y armado además de la pala y el azadón; lo hubiera golpeado al
reconocerlo
y verse reconocido. Tierna efusión de dos antiguos camaradas que se
reencuentran.
Boulatruelle
dedujo que el sujeto abrió un hoyo en la tierra con el azadón, enterró el
cofre,
y volvió a cerrar el hoyo con la pala. Ahora bien, el cofre era demasiado
pequeño
para
contener un cadáver; contenía, pues, dinero. Y empezó sus pesquisas. Exploró,
sondeó
y escudriñó todo el bosque, y miró por todas partes donde le pareció que habían
removido
recientemente la tierra. Pero fue en vano. No encontró
nada.
Nadie
volvió a pensar sobre esto en Montfermeil. Sólo alguien
comentó:
-No
hay duda que Boulatruelle vio al diablo.
III
La
cadena de la argolla se rompe de un solo martillazo
A
fines de octubre del año 1823, los habitantes de Tolón vieron entrar en su
puerto, de
resultas
de un temporal y para reparar algunas averías, al navío Orión. Este buque,
averiado
como estaba, porque el mar lo había maltratado, hizo un gran efecto al entrar en
la
rada. Fondeó cerca del arsenal, y se trató de armarlo y repararlo. Una mañana la
multitud
que lo contemplaba fue testigo de un accidente.
Cuando
la tripulación estaba ocupada en envergar las velas, un gaviero perdió el
equilibrio.
Se le vio vacilar; la cabeza pudo más que el cuerpo; el hombre dio vueltas
alrededor
de la verga, con las manos extendidas hacia el abismo; cogió al paso, con una
mano
primero y luego con la otra, el estribo, y quedó suspendido de él. Tenía el mar
debajo,
a una profundidad que producía vértigo. La sacudida de su caída había imprimido
al
estribo un violento movimiento de columpio. El hombre iba y venía agarrado a
esta
cuerda
como la piedra de una honda.
Socorrerle
era correr un riesgo fatal. Ninguno de los marineros se atrevía a aventurarse.
La
multitud esperaba ver al desgraciado gaviero de un minuto a otro soltar la
cuerda, y
todo
el mundo volvía la cabeza para no presenciar su muerte.
De
pronto se vio a un hombre que trepaba por el aparejo con la agilidad de un
tigre. Iba
vestido
de rojo, era un presidiario; llevaba un gorro verde, señal de condenado a cadena
perpetua.
Al llegar a la altura de la gavia, un golpe de viento le llevó el gorro, y dejó
ver
una
cabeza enteramente blanca.
El
individuo, perteneciente a un grupo de presidiarios empleados a bordo, había
corrido
en
el primer instante a pedir al oficial permiso para arriesgar su vida por salvar
al gaviero.
A
un signo afirmativo del oficial, rompió de un martillazo la cadena sujeta a la
argolla de
su
pie, tomó luego una cuerda, y se lanzó a los obenques. Nadie notó en aquel
instante la
facilidad
con que rompió la cadena.
En
un abrir y cerrar de ojos estuvo en la verga; llegó a la punta, ató a ella un
cabo de la
cuerda
que llevaba, y dejó suelto el otro cabo; después empezó a bajar deslizándose por
esta
cuerda y se acercó al marinero. Entonces hubo una doble angustia; en vez de un
hombre
suspendido sobre el abismo había dos.
Pero
el presidiario logró atar al gaviero sólidamente con la cuerda a que se sujetaba
con
una
mano. Subió sobre la verga, y tiró del marinero hasta que lo tuvo también en
ella;
después
lo cogió en sus brazos y lo llevó a la gavia, donde le dejó en manos de sus
camaradas.
Se preparó entonces para bajar inmediatamente a unirse a la cuadrilla a que
pertenecía.
Para llegar más pronto, se dejó resbalar y echó a correr por una entena baja.
Todas
las miradas lo seguían. Por un momento se tuvo miedo; sea que estuviese cansado,
sea
que se mareara, lo cierto es que se le vio tambalear. De pronto la muchedumbre
lanzó
un
grito; el presidiario acababa de caer al mar.
La
caída era peligrosa. La fragata Algeciras estaba anclada junto al Orión, y el
pobre
presidiario
había caído entre los dos buques. Era muy de temer que hubiera ido a parar
debajo
del uno o del otro. Cuatro hombres se lanzaron en una embarcación. La
muchedumbre
los animaba, y la ansiedad había vuelto a aparecer en todos los semblantes.
El
hombre no subió a la superficie. Había desaparecido en el mar sin dejar una
huella. Se
sondeó,
y hasta se buscó en el fondo. Todo fue en vano; no se halló ni siquiera el
cadáver.
A1
día siguiente, el diario de Tolón imprimía estas líneas:"7 de noviembre de 1823.
-
Un
presidiario que se hallaba trabajando con su cuadrilla a bordo del Orión, al
socorrer
ayer
a un marinero, cayó al mar y se ahogó. Su cadáver no ha podido ser hallado. Se
cree
que
habrá quedado enganchado en las estacas de la punta del arsenal. Este hombre
estaba
inscrito
en el registro con el número 9.430, y se llamaba Jean
Valjean".
LIBRO
TERCERO
Cumplimiento
de una promesa
I
Montfermeil
Montfermeil
en 1823 no era más que una aldea entre bosques. Era un sitio tranquilo y
agradable,
cuyo único problema era que escaseaba el agua y era preciso ir a buscarla
bastante
lejos, en los estanques del bosque. El bodeguero Thenardier pagaba medio
sueldo
por cubo de agua a un hombre que tenía este oficio y que ganaba en esto ocho
sueldos
al día: pero este hombre sólo trabajaba hasta las siete de la tarde en verano y
hasta
las cinco en el invierno, y cuando llegaba la noche, el que no tenía agua para
beber,
o
iba a buscarla, o se pasaba sin ella.
Esto
es lo que aterraba a la pequeña Cosette. La pobre niña servía de criada a los
Thenardier
y ella era la que iba a buscar agua cuando faltaba. Así es que, espantada con
la
idea de ir a la fuente por la noche, cuidaba de que no faltara nunca en la
casa.
La
Navidad del año 1823 fue particularmente brillante en Montfermeil. El principio
del
invierno
había sido templado y no había helado ni nevado. Los charlatanes y feriantes
que
habían llegado de París obtuvieron del alcalde el permiso para colocar sus
tiendas en
la
calle ancha de la aldea, y hasta en la callejuela del Boulanger donde estaba el
bodegón
de
los Thenardier. Toda aquella gente llenaba las posadas y tabernas, y daba al
pueblo
una
vida alegre y ruidosa.
En
la noche misma de Navidad, muchos carreteros y vendedores bebían alrededor de
una
mesa con cuatro o cinco velas de sebo en la sala baja del bodegón de Thenardier,
quien
conversaba con sus parroquianos. Su mujer vigilaba la
cena.
Cosette
se hallaba en su puesto habitual, sentada en el travesaño de la mesa de la
cocina
junto
a la chimenea; la pobre niña estaba vestida de harapos, tenía los pies desnudos
metidos
en zuecos, y a la luz del fuego tejía medias de lana destinadas a las hijas de
Thenardier.
Debajo de las sillas jugaba un gato pequeño. En la pieza contigua se oían las
voces
de Eponina y Azelma que reían y charlaban. De vez en cuando se oía desde el
interior
de la casa el grito de un niño de muy tierna edad. Era una criatura que la mujer
de
Thenardier
había tenido en uno de los inviernos anteriores, sin saber por qué, según decía
ella,
y que tendría unos tres años. La madre lo había criado pero no lo quería. Y el
pobre
niño
abandonado lloraba en la oscuridad.
II
Dos
retratos completos
En
este libro no se ha visto aún a los Thenardier más que de perfil; ha llegado el
momento
de mirarlos por todas sus fases.
Thenardier
acababa de cumplir los cincuenta años; su esposa frisaba los
cuarenta.
La
mujer de Thenardier era alta, rubia, colorada, gorda, grandota y ágil. Ella
hacía todo
en
la casa; las camas, los cuartos, el lavado, la comida, a lluvia, el buen tiempo,
el diablo.
Por
única criada tenía a Cosette, un ratoncillo al servicio de un elefante. Todo
temblaba al
sonido
de su voz, los vidrios, los muebles y la gente. Juraba como un carretero, y se
jactaba
de partir una nuez de un puñetazo. Esta mujer no amaba más que a sus hijas y no
temía
más que a su marido.
Thenardier
era un hombre pequeño, delgado, pálido, anguloso, huesudo, endeble, que
parecía
enfermizo pero que tenía excelente salud. Poseía la mirada de una zorra y quería
dar
la imagen de un intelectual. Era astuto y equilibrado; silencioso o charlatán
según la
ocasión,
y muy inteligente. jamás se emborrachaba; era un estafador redomado, un genial
mentiroso.
Pretendía
haber servido en el ejército y contaba con toda clase de detalles que en
Waterloo,
siendo sargento de un regimiento, había luchado solo contra un escuadrón de
Húsares
de la Muerte, y había salvado en medio de la metralla a un general herido
gravemente.
De allí venía el nombre de su taberna, "El Sargento de Waterloo", y la
enseña
pintada por él mismo. No tenía más que un pensamiento: enriquecerse. Y no lo
conseguía.
A su gran talento le faltaba un teatro digno. Thenardier se arruinaba en
Montfermeil
y, sin embargo, este perdido hubiera llegado a ser millonario en Suiza o en
los
Pirineos; mas el posadero tiene que vivir allí donde la suerte lo
pone.
En
aquel 1823 Thenardier se hallaba endeudado en unos mil quinientos francos de
pago
urgente.
Cosette vivía en medio de esta pareja repugnante y terrible, sufriendo su doble
presión
como una criatura que se viera a la vez triturada por una piedra de molino y
hecha
trizas por unas tenazas. El hombre y la mujer tenían cada uno su modo diferente
de
martirizar.
Si Cosette era molida a golpes, era obra de la mujer; si iba descalza en el
invierno
era obra del marido.
Cosette
subía, bajaba, lavaba, cepillaba, frotaba, barría, sudaba, cargaba con las cosas
más
pesadas; y débil como era se ocupaba de los trabajos más duros. No había piedad
para
ella; tenía un ama feroz y un amo venenoso. La pobre niña sufría y
callaba.
III
Vino
para los hombres y agua a los caballos
Llegaron
cuatro nuevos viajeros.
Cosette
pensaba tristemente que estaba oscuro ya, que había sido preciso llenar los
jarros
y las botellas en los cuartos de los viajeros recién llegados, y que no quedaba
ya
agua
en la vasija. Lo que la tranquilizaba un poco era que en la casa de Thenardier
no se
bebía
mucha agua. No faltaban personas que tuvieran sed, pero de esa sed que se aplaca
más
con el vino que con el agua. De pronto uno de los mercaderes ambulantes
hospedados
en el bodegón dijo con voz dura:
-A
mi caballo no le han dado de beber.
-Sí,
por cierto -dijo la mujer de Thenardier.
-Os
digo que no -contestó el mercader.
Cosette
había salido de debajo de la mesa.
-¡Oh,
sí, señor! -dijo-. El caballo ha bebido, y ha bebido en el cubo que estaba
lleno, yo
misma
le he dado de beber, y le he hablado.
Esto
no era cierto. Cosette mentía.
-Vaya
una muchacha que parece un pajarillo y que echa mentiras del tamaño de una
casa
-dijo el mercader-. Te digo que no ha bebido, tunantuela. Cuando no bebe, tiene
un
modo
de resoplar que conozco perfectamente.
Cosette
insistió, añadiendo con una voz enronquecida por la
angustia:
-¡Pero
si ha bebido! ¡Y con qué ganas!
-Bueno,
bueno -replicó el hombre, enfadado-; que den de beber a mi caballo y
concluyamos.
Cosette
volvió a meterse debajo de la mesa.
-Tiene
razón -dijo la Thenardier-; si el animal no ha bebido, es preciso que
beba.
Después
miró a su alrededor.
-Y
bien, ¿dónde está ésa?
Se
inclinó y vio a Cosette acurrucada al otro extremo de la mesa casi debajo de los
pies
de
los bebedores.
-¡Ven
acá! -gritó furiosa.
Cosette
salió de la especie de agujero en que se hallaba metida. La Thenardier
continuó:
-Señorita
perro-sin-nombre, vaya a dar de beber a ese caballo.
-Pero,
señora -dijo Cosette, débilmente-, si no hay agua.
La
Thenardier abrió de par en par la puerta de la calle.
-Pues
bien, ve a buscarla.
Cosette
bajó la cabeza, y fue a tomar un cubo vacío que había en el rincón de la
chimenea.
El cubo era más grande que ella y la niña habría podido sentarse dentro, y aun
estar
cómoda. La Thenardier volvió a su fogón y probó con una cuchara de palo el
contenido
de la cacerola, gruñendo al mismo tiempo:
-Oye
tú, monigote, a la vuelta comprarás un pan al panadero. Ahí tienes una moneda de
quince
sueldos.
Cosette
tenía un bolsillo en uno de los lados del delantal; tomó la moneda sin decir
palabra,
la guardó en aquel bolsillo y salió.
IV
Entrada
de una muñeca en escena
Frente
a la puerta de los Thenardier se había instalado una tienda de juguetes
relumbrante
de lentejuelas, de abalorios y vidrios de colores. Delante de todo había
puesto
el tendero una inmensa muñeca de cerca de dos pies de altura, vestida con un
traje
color
rosa, con espigas doradas en la cabeza, y que tenía pelo verdadero y ojos de
vidrio
esmaltado.
Esta maravilla había sido durante todo el día objeto de la admiración de los
mirones
de menos de diez años, sin que hubiera en Montfermeil una madre bastante rica
o
bastante pródiga para comprársela a su hija. Eponina y Azelma habían pasado
horas
enteras
contemplándola y hasta la misma Cosette, aunque es cierto que furtivamente, se
había
atrevido a mirarla.
En
el momento en que Cosette salió con su cubo en la mano, por triste y abrumada
que
estuviera,
no pudo menos que alzar la vista hacia la prodigiosa muñeca, hacia la "reina",
como
ella la llamaba. La pobre niña se quedó petrificada; no había visto todavía tan
de
cerca
como entonces la muñeca. Toda la tienda le parecía un palacio; la muñeca era la
alegría,
el esplendor, la riqueza, la dicha, que aparecían como una especie de brillo
quimérico
ante aquel pequeño ser, enterrado tan profundamente en una miseria fúnebre y
fría.
Cosette se decía que era preciso ser reina, o a lo menos princesa para tener una
cosa
así.
Contemplaba el bello vestido rosado, los magníficos cabellos alisados y decía
para sí:
"¡Qué
feliz debe ser esa muñeca!" Sus ojos no podían separarse de aquella tienda
fantástica;
cuanto más miraba más se deslumbraba; creía estar viendo el paraíso. En esta
adoración
lo olvidó todo, hasta la comisión que le habían encargado. De pronto la bronca
voz
de la Thenardier la hizo volver en sí. Había echado una mirada a la calle y vio
a
Cosette
en éxtasis.
-¡Cómo,
flojonazá! ¿No lo has ido todavía? ¡Espera! ¡Allá voy yo! ¿Qué tienes tú que
hacer
ahí? ¡Vete, pequeño monstruo!
Cosette
echó a correr con su cubo a toda la velocidad que podía.
V
La
niña sola
Como
la taberna de Thenardier se hallaba en la parte norte de la aldea, tenía que ir
Cosette
por el agua a la fuente del bosque que estaba por el lado de
Chelles.
Ya
no miró una sola tienda de juguetes. Cuanto más andaba más espesas se volvían
las
tinieblas.
Pero mientras vio casas y paredes por los lados del camino, fue bastante
animada.
De vez en cuando veía luces a través de las rendijas de una ventana; allí había
gente,
y esto la tranquilizaba. Sin embargo, a medida que avanzaba iba aminorando el
paso
maquinalmente. No era ya Montfermeil lo que tenía delante, era el campo, el
espacio
oscuro y desierto. Miró con desesperación aquella oscuridad. Arrojó una mirada
lastimera
hacia delante y hacia atrás. Todo era oscuridad. Tomó el camino de la fuente y
echó
a correr. Entró en el bosque corriendo, sin mirar ni escuchar nada. No detuvo su
carrera
hasta que le faltó la respiración, aunque no por eso interrumpió su marcha. No
dirigía
la vista ni a la derecha ni a la izquierda, por temor de ver cosas horribles en
las
ramas
y entre la maleza. Llorando llegó a la fuente.
Buscó
en la oscuridad con la mano izquierda una encina inclinada hacia el manantial,
que
habitualmente le servía de punto de apoyo; encontró una rama, se agarró a ella,
se
inclinó
y metió el cubo en el agua. Mientras se hallaba inclinada así no se dio cuenta
de
que
el bolsillo de su delantal se vaciaba en la fuente. La moneda de quince sueldos
cayó
al
agua. Cosette no la vio ni la oyó caer. Sacó el cubo casi lleno, y lo puso sobre
la hierba.
Hecho
esto quedó abrumada de cansancio. Sintió frío en las manos, que se le habían
mojado
al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra vez, un miedo
natural
a insuperable. No tuvo más que un pensamiento, huir; huir a todo escape por
medio
del campo, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su
mirada
se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la
Thenardier,
que no se atrevió a huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos,
y
le costó trabajo levantarlo.
Así
anduvo unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que
dejarlo
en tierra. Respiró un instante, después volvió a coger el asa y echó a andar:
esta
vez
anduvo un poco más. Pero se vio obligada a detenerse todavía. Después de algunos
segundos
de reposo, continuó su camino. Andaba inclinada hacía adelante, y con la
cabeza
baja como una vieja. Quería acortar la duración de las paradas andando entre
cada
una
el mayor tiempo posible. Pensaba con angustia que necesitaría más de una hora
para
volver
a Montfermeil, y que la Thenardier le pegaría. Al llegar cerca de un viejo
castaño
que
conocía, hizo una parada mayor que las otras para descansar bien; después reunió
todas
sus fuerzas, volvió a coger el cubo y echó a andar
nuevamente.
-¡Oh,
Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó, abrumada de cansancio y de
miedo.
En
ese momento sintió de pronto que el cubo ya no pesaba. Una mano, que le pareció
enorme,
acababa de coger el asa y lo levantaba vigorosamente. Cosette, sin soltarlo,
alzó
la
cabeza y vio una gran forma negra, derecha y alta, que caminaba a su lado en la
oscuridad.
Era un hombre que había llegado detrás de ella sin que lo
viera.
Hay
instintos para todos los encuentros de la vida. La niña no tuvo
miedo.
VI
Cosette
con el desconocido en la oscuridad
Hacia
las seis de la tarde de ese mismo día, un hombre descendía en Chelles del coche
que
hacía el viaje París-Lagny, y se iba por la senda que lleva a Montfermef, como
quien
se
conoce bien el camino. Pero en lugar de entrar en el pueblo, se internó en el
bosque.
Una
vez allí, se fue caminando despacio, mirando con atención los árboles, como si
buscara
algo y siguiera una ruta sólo por él conocida. Por fin llegó a un claro donde
había
gran
cantidad de piedras. Se dirigió con rapidez a ellas y las examinó
cuidadosamente,
como
si les pasara revista. A pocos pasos de las piedras, se alzaba un árbol enorme
lleno
de
esas especies de verrugas que tienen los troncos viejos.
Frente
a este árbol, que era un fresno, había un castaño con una parte de su tronco
descortezado,
al que habían clavado como parche una faja de zinc.
Tocó
el parche y luego dio de patadas a la tierra alrededor del árbol, como para
asegurarse
de que no había sido removida. Después de esto, prosiguió su camino por el
bosque.
Este era el hombre que acababa de encontrarse con Cosette. Se había dado cuenta
que
se trataba de una niña pequeña y se le acercó y tomó silenciosamente su
cubo.
El
hombre le dirigió la palabra. Hablaba con una voz grave y
baja.
-Hija
mía, lo que llevas ahí es muy pesado para ti.
Cosette
alzó la cabeza y respondió:
-Sí,
señor.
-Dame
-continuó el hombre-, yo lo llevaré.
Cosette
soltó el cubo. El hombre echó a andar junto a ella.
-En
efecto, es muy pesado -dijo entre dientes.
Luego
añadió:
-¿Qué
edad tienes, pequeña?
-Ocho
años, señor.
-¿Y
vienes de muy lejos así?
-De
la fuente que está en el bosque.
-¿Y
vas muy lejos?
A
un cuarto de hora largo de aquí.
El
hombre permaneció un momento sin hablar; después dijo
bruscamente:
¿No
tienes madre?
-No
lo sé -respondió la niña.
Y
antes que el hombre hubiese tenido tiempo para tomar la palabra,
añadió:
-No
lo creo. Las otras, sí; pero yo no la tengo.
Y
después de un instante de silencio, continuó:
-Creo
que no la he tenido nunca.
El
hombre se detuvo, dejó el cubo en tierra, se inclinó, y puso las dos manos sobre
los
hombros
de la niña, haciendo un esfuerzo para mirarla y ver su rostro en la
oscuridad.
-¿Cómo
lo llamas? -preguntó.
-Cosette.
El
hombre sintió como una sacudida eléctrica. Volvió a mirarla, cogió el cubo y
echó a
andar.Al
cabo de un instante preguntó:
-¿Dónde
vives, niña?
-En
Montfermeil.
Volvió
a producirse otra pausa, y luego el hombre continuó:
-¿Quién
lo ha enviado a esta hora a buscar agua al bosque?
La
señora Thenardier.
El
hombre replicó en un tono que quería esforzarse por hacer indiferente, pero en
el
cual
había un temblor singular:
-¿Quién
es esa señora Thenardier?
-Es
mi ama -dijo la niña-. Tiene una posada.
-¿Una
posada? -dijo el hombre-. Pues bien, allá voy a dormir esta noche.
Llévame.
El
hombre andaba bastante de prisa. La niña lo seguía sin trabajo; ya no sentía el
cansancio;
de vez en cuando alzaba los ojos hacia él con una especie de tranquilidad y de
abandono
inexplicable. Jamás le habían enseñado a dirigirse a la Providencia y orar: sin
embargo,
sentía en sí una cosa parecida a la esperanza y a la alegría, y que se dirigía
hacia
el Cielo. Pasaron algunos minutos. El hombre continuó:
-¿No
hay criada en casa de esa señora Thenardier?
-No,
señor.
-¿Eres
tú sola?
-Sí,
señor.
Volvió
a haber otra interrupción. Luego Cosette dijo:
-Es
decir, hay dos niñas, Eponina y Azelma, las hijas de la señora
Thenardier.
-¿Y
qué hacen?
-¡Oh!
-dijo la niña-, tienen muñecas muy bonitas y muchos juguetes. juegan y se
divierten.
-¿Todo
el día?
-Sí,
señor.
-¿Y
tú?
¡Yo
trabajo.
-¿Todo
el día?
Alzó
la niña sus grandes ojos, donde había una lágrima que no se veía a causa de la
oscuridad,
y respondió blandamente:
-Sí,
señor.
Después
de un momento de silencio prosiguió:
-Algunas
veces, cuando he concluido el trabajo y me lo permiten, me divierto
también.
-¿Cómo
lo diviertes?
-Como
puedo. Me dan permiso; pero no tengo muchos juguetes. Eponina y Azelma no
quieren
que juegue con sus muñecas, y no tengo más que un pequeño sable de plomo, así
de
largo.
La
niña señalaba su dedo meñique.
-¿Y
que no corta?
-Sí,
señor -dijo la niña-; corta ensalada y cabezas de moscas.
Llegaron
a la aldea; Cosette guió al desconocido por las calles. Pasaron por delante de
la
panadería, pero Cosette no se acordó del pan que debía
llevar.
Al
ver el hombre todas aquellas tiendas al aire libre, preguntó a
Cosette:
-¿Hay
feria aquí?
-No,
señor, es Navidad.
Cuando
ya se acercaban al bodegón, Cosette le tocó el brazo
tímidamente.
-¡Señor!
-¿Qué,
hija mía?
-Ya
estamos junto a la casa.
-Y
bien...
-¿Queréis
que tome yo el cubo ahora? Porque si la señora ve que me lo han traído me
pegará.
El
hombre le devolvió el cubo. Un instante después estaban a la puerta de la
taberna.
VII
Inconvenientes
de recibir a un pobre que tal vez es un rico
Cosette
no pudo menos de echar una mirada de reojo hacia la muñeca grande que
continuaba
expuesta en la tienda de juguetes. Después llamó; se abrió la puerta y apareció
la
Thenardier con una vela en la mano.
-¡Ah!
¿Eres tú, bribonzuela? ¡Mira el tiempo que has tardado! Se habrá estado
divirtiendo
la muy holgazana como siempre.
-Señora
-dijo Cosette temblando-, aquí hay un señor que busca
habitación.
La
Thenardier reemplazó al momento su aire gruñón por un gesto amable, cambio
visible
muy propio de los posaderos, y buscó ávidamente con la vista al recién
llegado.
-¿Es
el señor? -dijo.
-Sí,
señora -respondió el hombre llevando la mano al sombrero.
Los
viajeros ricos no son tan atentos. Esta actitud y la inspección del traje y del
equipaje
del forastero, a quien la Thenardier pasó revista de una ojeada, hicieron
desaparecer
la amable mueca, y reaparecer el gesto avinagrado. Le replicó, pues,
secamente:
-Entrad,
buen hombre.
El
"buen hombre" entró. La Thenardier le echó una segunda mirada; examinó
particularmente
su abrigo entallado y amarillento que no podía estar más raído, y su
sombrero
algo abollado; y con un movimiento de cabeza, un fruncimiento de nariz y una
guiñada
de ojos, consultó a su marido, que continuaba bebiendo con los carreteros. El
marido
respondió con una imperceptible agitación del índice, que quería decir: "Que se
largue".
Recibida esta contestación, la Thenardier exclamó:
-Lo
siento mucho, buen hombre, pero no hay habitación.
-Ponedme
donde queráis -dijo el hombre-, en el granero, o en la cuadra. Pagaré como si
ocupara
un cuarto.
-Cuarenta
sueldos.
-¿Cuarenta
sueldos? Sea.
-¡Cuarenta
sueldos! -murmuró por lo bajo un carretero a Thenardier-; ¡si no son más
que
veinte sueldos!
-Para
él son cuarenta -replicó la Thenardier, en el mismo tono-. Yo no admito pobres
por
menos.
Entretanto
el recién llegado, después de haber dejado sobre un banco su paquete y su
bastón,
se había sentado junto a una mesa, en la que Cosette se apresuró a poner una
botella
de vino y un vaso.
La
niña volvió a ocupar su sitio debajo de la mesa de la cocina, y se puso a tejer.
El
hombre
la contemplaba con atención extraña.
Cosette
era fea, aunque si hubiese sido feliz, habría podido ser linda. Tenía cerca de
ocho
años y representaba seis. Sus grandes ojos hundidos en una especie de sombra
estaban
casi apagados a fuerza de llorar. Los extremos de su boca tenían esa curvatura
de
la
angustia habitual que se observa en los condenados y en los enfermos
desahuciados.
Toda
su vestimenta consistía en un harapo que hubiera dado lástima en verano, y que
inspiraba
horror en el invierno. La tela que vestía estaba llena de agujeros. Se le veía
la
piel
por varias partes, y por doquiera se distinguían manchas azules o negras, que
indicaban
el sitio donde la Thenardier la había golpeado. Su mirada, su actitud, el sonido
de
su voz, sus intervalos entre una y otra palabra, su silencio, su menor gesto,
expresaban
y
revelaban una sola idea: el miedo.
De
súbito la Thenardier dijo:
-A
propósito, ¿y el pan?
Cosette,
según era su costumbre cada vez que la Thenardier levantaba la voz, salió en
seguida
de debajo de la mesa.
Había
olvidado el pan completamente. Recurrió, pues, al recurso de los niños
asustados.
Mintió.
-Señora,
el panadero tenía cerrado.
-¿Por
qué no llamaste?
-Llamé,
señora.
¿Y
qué?
-No
abrió.
-Mañana
sabré si es verdad -dijo la Thenardier-, y si mientes, verás lo que lo espera.
Ahora,
devuélveme la moneda de quince sueldos.
Cosette
metió la mano en el bolsillo de su delantal, y se puso lívida. La moneda de
quince
sueldos ya no estaba allí.
-Vamos
-dijo la Thenardier-, ¿me has oído?
Cosette
dio vuelta el bolsillo: estaba vacío. ¿Qué había sido del dinero? La pobre niña
no
halló una palabra para explicarlo. Estaba petrificada.
-¿Has
perdido acaso los quince sueldos? -aulló la Thenardier-. ¿O me los quieres
robar?
Al
mismo tiempo alargó el brazo hacia un látigo colgado en el rincón de la
chimenea.
Aquel
ademán terrible dio a Cosette fuerzas para gritar:
-¡Perdonadme,
señora; no lo haré más!
La
Thenardier tomó el látigo.
Entretanto,
el hombre del abrigo amarillento había metido los dedos en el bolsillo, sin
que
nadie lo viera, ocupados como estaban los demás viajeros en beber o jugar a los
naipes.
Cosette
se acurrucaba con angustia en el rincón de la chimenea, procurando proteger de
los
golpes sus pobres miembros medio desnudos. La Thenardier levantó el
brazo.
-Perdonad,
señora -dijo el hombre-; pero vi caer una cosa del bolsillo del delantal de
esa
chica, y ha venido rodando hasta aquí. Quizá será la moneda
perdida.
Al
mismo tiempo se inclinó y pareció buscar en el suelo un
instante.
Aquí
está justamente -continuó, levantándose.
Y
dio una moneda de plata a la Thenardier.
-Sí,
ésta es -dijo ella.
No
era aquélla sino una moneda de veinte sueldos; pero la Thenardier salía ganando.
La
guardó
en su bolsillo y se limitó a echar una mirada feroz a la niña
diciendo:
-¡Cuidado
con que lo suceda otra vez!
Cosette
volvió a meterse en lo que la Thenardier llamaba su perrera y su mirada, fija en
el
viajero desconocido, tomó una expresión que no había tenido nunca, mezcla de una
ingenua
admiración y de una tímida confianza.
-¿Quién
será este hombre? -se decía la mujer entre dientes-. Algún pobre asqueroso. No
tiene
un sueldo para cenar. ¿Me pagará siquiera la habitación? Con todo, suerte ha
sido
que
no se le haya ocurrido la idea de robar el dinero que estaba en el
suelo.
En
eso se abrió una puerta, y entraron Azelma y Eponina, dos niñas muy lindas,
alegres
y
sanas, y vestidas con buenas ropas gruesas.
Se
sentaron al lado del fuego. Tenían una muñeca a la que daban vueltas y más
vueltas
sobre
sus rodillas, jugando y cantando. De vez en cuando alzaba Cosette la vista de su
trabajo,
y las miraba jugar con expresión lúgubre.
De
pronto la Thenardier advirtió que Cosette en vez de trabajar miraba jugar a las
niñas.
-¡Ah,
ahora no me lo negarás! -exclamó-. ¡Es así como trabajas! ¡Ahora lo haré yo
trabajar
a latigazos!
El
desconocido, sin dejar su silla, se volvió hacia la
Thenardier.
-Señora
-dijo sonriéndose casi con timidez-. ¡Dejadla jugar!
-Es
preciso que trabaje, puesto que come -replicó ella, con acritud-. Yo no la
alimento
por
nada.
-¿Pero
qué es lo que hace? -continuó el desconocido con una dulce voz que contrastaba
extrañamente
con su traje de mendigo.
La
Thenardier se dignó responder:
-Está
tejiendo medias para mis hijas que no las tienen, y que están con las piernas
desnudas.
El
hombre miró los pies morados de la pobre Cosette, y
continuó:
-¿Y
cuánto puede valer el par de medias, después de hecho?
-Lo
menos treinta sueldos.
-Compro
ese par de medias -dijo el hombre, y añadió sacando del bolsillo una moneda
de
cinco francos y poniéndola sobre la mesa-, y lo pago.
Después
dijo volviéndose hacia Cosette:
-Ahora
el trabajo es mío. Juega, hija mía.
Uno
de los carreteros se impresionó tanto al oír hablar de una moneda de cinco
francos,
que
vino a verla.
-¡Y
es verdad -dijo-, no es falsa!
La
Thenardier se mordió los labios, y su rostro tomó una expresión de
odio.
Entretanto
Cosette temblaba. Se arriesgó a preguntar:
-¿Es
verdad, señora? ¿Puedo jugar?
-¡Juega!
-dijo la Thenardier, con voz terrible.
-Gracias,
señora -dijo Cosette.
Y
mientras su boca daba gracias a la Thenardier, toda su alma se las daba al
viajero.
Eponina
y Azelma no ponían atención alguna a lo que pasaba. Acababan de dejar de
lado
la muñeca y envolvían al gato, a pesar de sus maullidos y sus contorsiones, con
unos
trapos
y unas cintas rojas y azules.
Así
como los pájaros hacen un nido con todo, los niños hacen una muñeca con
cualquier
cosa. Mientras Eponina y Azelma envolvían al gato, Cosette por su parte había
envuelto
su sablecito de plomo, lo acostó en sus brazos y cantaba dulcemente para
dormirlo.
Como no tenía muñeca, se había hecho una muñeca con el
sable.
La
Thenardier se acercó al hombre amarillo, como lo llamaba para sí. Mi marido
tiene
razón,
pensaba. ¡Hay ricos tan raros!
-Ya
veis, señor -dijo-, yo quiero que la niña juegue, no me opongo, pero es preciso
que
trabaje.
-¿No
es vuestra esa niña?
-¡Oh,
Dios mío! No, señor; es una pobrecita que recogimos por caridad; una especie de
idiota.
Hacemos por ella lo que podemos, porque no somos ricos. Por más que hemos
escrito
a su pueblo, hace seis meses que no nos contestan. Pensamos que su madre ha
muerto.
-¡Ah!
-dijo el hombre, y volvió a quedar pensativo.
De
pronto Cosette vio la muñeca de las hijas de la Thenardier abandonada a causa
del
gato
y dejada en tierra a pocos pasos de la mesa de cocina.
Entonces
dejó caer el sable, que sólo la satisfacía a medias, y luego paseó lentamente su
mirada
alrededor de la sala. La Thenardier hablaba en voz baja con su marido y contaba
dinero;
Eponina y Azelma jugaban con el gato, los viajeros comían o bebían o cantaban y
nadie
se fijaba en ella. No había un momento que perder; salió de debajo de la mesa,
se
arrastró
sobre las rodillas y las manos, llegó con presteza a la muñeca y la cogió. Un
instante
después estaba otra vez en su sitio, sentada, inmóvil, vuelta de modo que diese
sombra
a la muñeca que tenía en los brazos. La dicha de jugar con una muñeca era tan
poco
frecuente para ella, que tenía toda la violencia de una
voluptuosidad.
Nadie
la había visto, excepto el viajero.
Esta
alegría duró cerca de un cuarto de hora. Pero por mucha precaución que tomara
Cosette,
no vio que uno de los pies de la muñeca sobresalía, y que el fuego de la
chimenea
lo alumbraba con mucha claridad. Azelma lo vio y se lo mostró a Eponina. Las
dos
niñas quedaron estupefactas. ¡Cosette se había atrevido a tomar la
muñeca!
Eponina
se levantó, y sin soltar el gato se acercó a su madre, y empezó a tirarle el
vestido.
-Déjame
-dijo la madre-. ¿Qué quieres?
-Madre
-dijo la niña, señalando a Cosette con el dedo-, ¡mira!
Esta,
entregada al éxtasis de su posesión, no veía ni oía nada.
El
rostro de la Thenardier adquirió una expresión terrible. Gritó con una voz
enronquecida
por la indignación:
-¡Cosette!
Cosette
se estremeció como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies, y volvió la
cabeza.
-¡Cosette!
-repitió la Thenardier.
Tomó
Cosette la muñeca, y la puso suavemente en el suelo con una especie de
veneración
y de doloroso temor; después, las lágrimas que no había podido arrancarle
ninguna
de las emociones del día, acudieron a sus ojos, y rompió a
llorar.
Entretanto,
el viajero se había levantado.
-¿Qué
pasa? -preguntó a la Thenardier.
-¿Es
que no veis? ¡Esa miserable se ha permitido tocar la muñeca de mis hijas con sus
asquerosas
manos sucias!
Aquí
redobló Cosette sus sollozos.
-¿Quieres
callar? -gritó la Thenardier.
El
hombre se fue derecho a la puerta de la calle, la abrió y
salió.
Apenas
hubo salido, aprovechó la Thenardier su ausencia para dar a Cosette un feroz
puntapié
por debajo de la mesa, que la hizo gritar.
La
puerta volvió a abrirse, y entró otra vez el hombre; llevaba en la mano la
fabulosa
muñeca
de la juguetería, y la puso delante de Cosette, diciendo:
-Toma,
es para ti.
Cosette
levantó los ojos; vio ir al hombre hacia ella con la muñeca como si hubiera sido
el
sol; oyó las palabras inauditas: "para ti"; lo miró, miró la muñeca, después
retrocedió
lentamente
y fue a ocultarse al fondo de la mesa. Ya no lloraba ni gritaba; parecía que ya
no
se atrevía a respirar. La Thenardier, Eponina y Azelma eran otras tantas
estatuas. Los
bebedores
mismos se habían callado. En todo el bodegón se hizo un silencio solemne. El
tabernero
examinaba alternativamente al viajero y a la muñeca. Se acercó a su mujer, y
dijo
en voz baja:
-Esa
muñeca cuesta lo menos treinta francos. No hagamos tonterías: de rodillas
delante
de
ese hombre.
-Vamos,
Cosette -dijo entonces la Thenardier con una voz que quería dulcificar, y que
se
componía de esa miel agria de las mujeres malas-, ¿no tomas lo
muñeca?
Cosette
se aventuró a salir de su agujero.
-Querida
Cosette -continuó la Thenardier con tono cariñoso-; el señor lo da una
muñeca.
Tómala. Es tuya.
Cosette
miraba la muñeca maravillosa con una especie de terror. Su rostro estaba aún
inundado
de lágrimas; pero sus ojos, como el cielo en el crepúsculo matutino, empezaban
a
llenarse de las extrañas irradiaciones de la alegría.
-¿De
veras, señor? -murmuró-. ¿Es verdad? ¿Es mía "la reina"?
El
desconocido parecía tener los ojos llenos de lágrimas y haber llegado a ese
extremo
de
emoción en que no se habla para no llorar. Hizo una señal con la cabeza. Cosette
cogió
la
muñeca con violencia.
-La
llamaré Catalina -dijo.
Fue
un espectáculo extraño aquél, cuando los harapos de Cosette se estrecharon con
las
cintas
rosadas de la muñeca.
Cosette
colocó a Catalina en una silla, después se sentó en el suelo delante de ella, y
permaneció
inmóvil, sin decir una palabra, en actitud de
contemplación.
-Juega,
pues, Cosette -dijo el desconocido.
-¡Oh!
Estoy jugando -respondió la niña.
La
Thenardier se apresuró a mandar acostar a sus hijas, después pidió al hombre
permiso
para que se retirara Cosette. Y Cosette se fue a acostar llevándose a Catalina
en
brazos.
Horas
después, Thenardier llevó al viajero a un cuarto del primer
piso.
Cuando
Thenardier lo dejó solo, el hombre se sentó en una silla, y permaneció algún
tiempo
pensativo. Después se quitó los zapatos, tomó una vela y salió del cuarto,
mirando
a
su alrededor como quien busca algo. Oyó un ruido muy leve parecido a la
respiración
de
un niño. Se dejó conducir por este ruido, y llegó a una especie de hueco
triangular
practicado
debajo de la escalera. Allí entre toda clase de cestos y trastos viejos, entre
el
polvo
y las telarañas, había un jergón de paja lleno de agujeros, y un cobertor todo
roto.
No
tenía sábanas, y estaba echado por tierra. En esta cama dormía
Cosette.
El
hombre se acercó y la miró un rato. Cosette dormía profundamente, y estaba
vestida.
En
invierno no se desnudaba para tener menos frío. Tenía abrazada la muñeca, cuyos
grandes
ojos abiertos brillaban en la oscuridad. Al lado de su cama no había más que un
zueco.
Una
puerta que había al lado de la cueva de Cosette dejaba ver una oscura habitación
bastante
grande. El desconocido entró en ella. En el fondo se veían dos camas gemelas
muy
blancas; eran las de Azelma y Eponina. Detrás de las camas, había una cuna donde
dormía
el niño a quien había oído llorar toda la tarde.
Al
retirarse pasó frente a la chimenea, donde había dos zapatitos de niña, de
distinto
tamaño.
El desconocido recordó la graciosa e inmemorial costumbre de los niños que
ponen
sus zapatos en la chimenea la noche de Navidad esperando encontrar allí un
regalo
de
alguna hada buena. Eponina y Azelma no habían faltado a esta costumbre, y cada
una
había
puesto uno de sus zapatos en la chimenea.
El
viajero se inclinó hacia ellos. El hada, es decir, la madre, había hecho ya su
visita y
se
veía brillar en cada zapato una magnífica moneda de diez sueldos,
nuevecita.
Ya
se iba cuando vio escondido en el fondo, en el rincón más oscuro de la chimenea,
otro
objeto. Miró, y vio que era un zueco, un horrible zueco de la madera más tosca,
medio
roto, y todo cubierto de ceniza y barro seco. Era el zueco de Cosette. Cosette,
con
esa
tierna confianza de los niños, que puede engañarlos siempre sin desanimarlos
jamás,
había
puesto también su zueco en la chimenea.
La
esperanza es una cosa dulce y sublime en una niña que sólo ha conocido la
desesperación.
En el zueco no había nada.
El
viajero buscó en el bolsillo de su chaleco y puso en el zueco de Cosette un Luis
de
oro.Después
se volvió en puntillas a su habitación.
VIII
Thenardier
maniobra
Al
día siguiente, lo menos dos horas antes de que amaneciera, Thenardier, sentado
junto
a una mesa en la sala baja de la taberna, con una pluma en la mano, y alumbrado
por
la luz de una vela, hizo la cuenta del viajero del abrigo
amarillento.
-¡Y
no lo olvides que hoy saco de aquí a Cosette a patadas! -gruñó su mujer-.
¡Monstruo!
¡Me come el corazón con su muñeca! ¡Preferiría casarme con Luis XVIII a
tenerla
en casa un día.
Thenardier
encendió su pipa y respondió entre dos bocanadas de humo:
-Entregarás
al hombre esta cuenta.
Después
salió.
Apenas
había puesto el pie fuera de la sala cuando entró el viajero. Thenardier se
devolvió
y permaneció inmóvil en la puerta entreabierta, visible sólo para su
mujer.
El
hombre llevaba en la mano su bastón y su paquete.
-¡Levantado
ya, tan temprano! -dijo la Thenardier-. ¿Acaso el señor nos
deja?
El
viajero parecía pensativo y distraído. Respondió:
-Sí,
señora, me voy.
La
Thenardier le entregó la cuenta doblada.
El
hombre desdobló el papel y lo miró; pero su atención estaba indudablemente en
otra
parte.
-Señora
-continuó-, ¿hacéis buenos negocios en Montfermeil?
-Más
o menos no más, señor -respondió la Thenardier, con acento lastimero-: ¡Ay, los
tiempos
están muy malos! ¡Tenemos tantas cargas! Mirad, esa chiquilla nos cuesta los
ojos
de la cara, esa Cosette; la Alondra, como la llaman en el
pueblo.
-¡Ah!
-dijo el hombre.
La
Thenardier continuó:
-Tengo
mis hijas. No necesito criar los hijos de los otros.
El
hombre replicó con una voz que se esforzaba en hacer indiferente y que, sin
embargo,
le temblaba:
-¿Y
si os libraran de ella?
-¡Ah
señor!, ¡mi buen señor! ¡Tomadla, lleváosla, conservadla en azúcar, en trufas;
bebéosla,
coméosla, y que seáis bendito de la Virgen Santísima y de todos los santos del
paraíso!
-Convenido
entonces.
-¿De
veras? ¿Os la lleváis?
-Me
la llevo.
-¿Ahora?
-Ahora
mismo. Llamadla.
-¡Cosette!
-gritó la Thenardier.
-Entretanto
-prosiguió el hombre-, voy a pagaros mi cuenta. ¿Cuánto
es?
Echó
una ojeada a la cuenta, y no pudo reprimir un movimiento de
sorpresa.
-¡Veintitrés
francos!
Miró
a la tabernera y repitió:
-¿Veintitrés
francos?
-¡Claro
que sí, señor! Veintitrés francos.
El
viajero puso sobre la mesa cinco monedas de cinco francos.
En
ese momento Thenardier irrumpió en medio de la sala, y
dijo:
-El
señor no debe más que veintiséis sueldos.
-¡Veintiséis
sueldos! -dijo la mujer
-Veinte
sueldos por el cuarto -continuó fríamente Thenardier- y seis sueldos por la
cena.
Y en cuanto a la niña, necesito hablar un poco con el señor. Déjanos
solos.
Apenas
estuvieron solos, Thenardier ofreció una silla al viajero. Este se sentó;
Thenardier
permaneció de pie, y su rostro tomó una expresión de bondad y de
sencillez.
-Señor
-dijo-, mirad, tengo que confesaros que yo adoro a esa niña. ¿Qué me importa
todo
ese dinero? Guardaos vuestras monedas de cien sueldos. No quiero dar a nuestra
pequeña
Cosette. Me haría falta. No tiene padre ni madre; yo la he criado. Es cierto que
nos
cuesta dinero, pero, en fin, hay que hacer algo por amor a Dios. Y quiero tanto
a esa
niña,
si la hemos criado como a hija nuestra.
El
desconocido lo miraba fijamente. Thenardier continuó:
-No
se da un hijo así como así al primero que viene; quisiera saber adónde la
llevaréis,
quisiera
no perderla de vista, saber a casa de quién va, para ir a verla de vez en
cuando.
El
desconocido, con esa mirada que penetra, por decirlo así, hasta el fondo de la
conciencia,
le respondió con acento grave y firme:
-Señor
Thenardier, si me llevo a Cosette, me la llevaré y nada más. Vos no sabréis mi
nombre,
ni mi dirección, ni dónde ha de ir a parar, y mi intención es que no os vuelva a
ver
en su vida. ¿Os conviene? ¿Sí, o no?
Lo
mismo que los demonios y los genios conocían en ciertas señales la presencia de
un
Dios
superior, comprendió Thenardier que tenía que habérselas con uno más fuerte que
él.
Calculó que era el momento de ir derecho y pronto al
asunto.
-Señor
-dijo-, necesito mil quinientos francos.
El
viajero sacó de su bolsillo una vieja cartera de cuero de donde extrajo algunos
billetes
de Banco que puso sobre la mesa. Después apoyó su ancho pulgar sobre estos
billetes,
y dijo al tabernero:
-Haced
venir a Cosette.
Un
instante después entraba Cosette en la sala baja.
El
desconocido tomó el paquete que había llevado, y lo desató. Este paquete
contenía
un
vestidito de lana, un delantal, un chaleco, un pañuelo, medias de lana y
zapatos, todo
de
color negro.
-Hija
mía -dijo el hombre-, toma esto, y ve a vestirte en
seguida.
El
día amanecía cuando los habitantes de Montfermeil, que empezaban a abrir sus
puertas,
vieron pasar a un hombre vestido pobremente que llevaba de la mano a una niña
de
luto, con una muñeca color de rosa en los brazos.
Cosette
iba muy seria, abriendo sus grandes ojos y contemplando el cielo. Había puesto
el
luís en el bolsillo de su delantal nuevo. De vez en cuando se inclinaba y le
arrojaba una
mirada,
después miraba al desconocido. Se sentía como si estuviera cerca de
Dios.
IX
El
que busca lo mejor puede hallar lo peor
Luego
que el hombre y Cosette se marcharan, Thenardier dejó pasar un cuarto de hora
largo;
después llamó a su mujer, y le mostró los mil quinientos
francos.
-¡Nada
más que eso! -dijo la mujer.
Era
la primera vez desde su casamiento, que se atrevía a criticar un acto de su
marido.
El
golpe fue certero.
-En
realidad tienes razón -dijo Thenardier-, soy un imbécil. Dame el sombrero. Los
alcanzaré.
Los
encontró a buena distancia del pueblo, a la entrada del
bosque.
-Perdonad,
señor -dijo respirando apenas-, pero aquí tenéis vuestros mil quinientos
francos.
El
hombre alzó los ojos.
-¿Qué
significa esto?
Thenardier
respondió respetuosamente:
-Señor,
esto significa que me vuelvo a quedar con Cosette.
Cosette
se estremeció y se estrechó más y más contra el hombre.
-¿Volvéis
a quedaros con Cosette?
-Sí,
señor -dijo Thenardier-. Lo he pensado bien. Yo, francamente, no tengo derecho a
dárosla.
Soy un hombre honrado, ya lo veis. Esa niña no es mía, es de su madre. Su
madre
me la confió, y no puedo entregarla más que a ella. Me diréis que la madre ha
muerto.
Bueno. En ese caso sólo puedo entregar la niña a una persona que me traiga un
papel
firmado por la madre, en el que se me mande entregar la niña a esa persona. Eso
está
claro.
El
hombre, sin responder, metió la mano en el bolsillo y Thenardier pensó que
aparecería
la vieja cartera con más billetes de Banco. Sintió un estremecimiento de
alegría.
Abrió el hombre la cartera, sacó de ella, no el paquete de billetes que esperaba
Thenardier,
sino un simple papelito que desdobló y presentó abierto al bodegonero,
diciéndole
-Tenéis
razón, leed.
Tomó
el papel Thenardier, y leyó
"M.,
25 de marzo de 1823.
"Señor
Thenardier: Entregaréis a Cosette al portador. Se os pagarán todas las pequeñas
deudas.
Tengo el honor de enviaros mis respetos. FANTINA".
-¿Conocéis
esa firma? -continuó el hombre.
En
efecto, era la firma de Fantina. Thenardier la reconoció.
No
había nada que replicar.
Thenardier
se entregó.
-Esta
firma está bastante bien imitada -murmuró entre dientes-. En fin,
¡sea!
Después
intentó un esfuerzo desesperado.
-Señor
-dijo-, está bien, puesto que sois la persona enviada por la madre. Pero es
preciso
pagarme todo lo que se me debe, que no es poco.
El
hombre contestó:
-Señor
Thenardier, en enero la madre os debía ciento veinte francos; en febrero habéis
recibido
trescientos francos, y otros trescientos a principios de marzo. Desde entonces
han
pasado nueve meses, que a quince francos, según el precio convenido, son ciento
treinta
y cinco francos. Habíais recibido cien francos de más; se os quedaban a deber,
por
consiguiente,
treinta y cinco francos, y por ellos os acabo de dar mil
quinientos.
Sintió
entonces Thenardier lo que siente el lobo en el momento en que se ve mordido y
cogido
en los dientes de acero del lazo.
-Señor-sin-nombre
-dijo resueltamente y dejando esta vez a un lado todo respeto-, me
volveré
a quedar con Cosette, o me daréis mil escudos.
El
viajero, cogiendo su garrote, dijo tranquilamente:
-Ven,
Cosette.
Thenardier
notó la enormidad del garrote y la soledad del lugar.
Se
internó el desconocido en el bosque con la niña, dejando al tabernero inmóvil y
sin
saber
qué hacer. Los siguió, pero no pudo impedir que lo viera. El hombre lo miró con
expresión
tan sombría que Thenardier juzgó inútil ir más adelante, y se volvió a su
casa.
X
Vuelve
a aparecer el número 9.430
Jean
Valjean no había muerto.
Al
caer al mar, o más bien al arrojarse a él, estaba como se ha visto sin cadena ni
grillos.
Nadó entre dos aguas hasta llegar a un buque anclado, al cual había amarrada una
barca,
y halló medio de ocultarse en esta embarcación hasta que vino la noche. Entonces
se
echó a nadar de nuevo, y llegó a tierra a poca distancia del cabo Brun. Allí,
como no
era
dinero lo que le faltaba, pudo comprarse ropa en una tenducha especializada en
vestir
a
reos evadidos. Después Jean Valjean, como todos esos tristes fugitivos que
tratan de
despistar
a la policía, siguió un itinerario oscuro y ondulante. Estuvo en los Altos
Alpes,
luego
en los Pirineos y después en diversos lugares. Por fin llegó a París, y lo
acabamos
de
ver en Montfermeil.
Lo
primero que hizo al llegar a París fue comprar vestidos de luto para una niña de
siete
a
ocho años, y luego buscó donde vivir. Hecho esto, fue a Montfermef. Recordemos
que
durante
su primera evasión hizo también un viaje misterioso por esos
alrededores.
Se
le creía muerto, circunstancia que espesaba en cierto modo la sombra que lo
envolvía.
En París llegó a sus manos uno de los periódicos que consignaban el hecho, con
lo
cual se sintió más tranquilo y casi en paz como si hubiese muerto
realmente.
La
noche misma del día en que sacó a Cosette de las garras de los Thenardier,
volvió a
París
con la niña.
El
día había sido extraño y de muchas emociones para Cosette; habían comido detrás
de
los
matorrales pan y queso comprados en bodegones alejados de los caminos; habían
cambiado
de carruaje muchas veces, y recorrido varios trozos de camino a pie. No se
quejaba,
pero estaba cansada, y entonces Jean Valjean la tomó en brazos; Cosette, sin
soltar
a Catalina, apoyó su cabeza sobre el hombro de Jean Valjean, y se
durmió.
LIBRO
CUARTO
Casa
Gorbeau
I
Nido para un búho y una
calandria
En
la calle Vignes-Saint Marcel, en un barrio poco conocido, entre dos muros de
jardín,
había
una casa de dos pisos, casi en ruinas, signada con el número 50-52. Se la
conocía
como
la casa Gorbeau. Al primer golpe de vista parecía una casucha, pero en realidad
era
grande
como una catedral. Estaba casi enteramente tapada y sólo se veían la puerta y
una
ventana.
La puerta era sólo un conjunto de planchas de madera barata unidas por palos
atravesados.
La ventana tenía unas viejas persianas rotas que habían sido reparadas con
tablas
claveteadas al azar. Ambas daban una impresión de mugre y abandono
total.
La
escalera terminaba en un corredor largo, al que daban numerosas piezas de
diferentes
tamaños. Como las aves silvestres, Jean Valjean había elegido aquel sitio
solitario
para hacer de él su nido. Sacó de su bolsillo una especie de llave maestra;
abrió
la
puerta, entró, la cerró luego con cuidado y subió la escalera, siempre con
Cosette en
brazos.
En lo alto de la escalera sacó de su bolsillo otra llave, con la que abrió otra
puerta.
El
cuarto donde entró, y que volvió a cerrar en seguida, era una especie de desván
bastante
espacioso, amueblado con una mesa, algunas sillas y un colchón en el suelo. En
un
rincón había una estufa encendida, cuyas ascuas
relumbraban.
Al
fondo había un cuartito con una cama de tijera. Puso a la niña en este lecho y,
como
lo
había hecho la víspera, la contempló con una increíble expresión de éxtasis, de
bondad
y
de ternura. La niña, con esa confianza tranquila que sólo tienen la fuerza
extrema y la
extrema
debilidad, se había dormido sin saber con quién estaba, y dormía sin saber dónde
se
hallaba. Se inclinó Jean Valjean y besó la mano de la niña. Nueve meses antes
había
besado
la mano de la madre, que también acababa de dormirse. El mismo sentimiento
doloroso,
religioso, puro, llenaba su corazón.
Era
ya muy de día y la niña dormía aún. De pronto, una carreta cargada que pasaba
por
la
calzada conmovió el destartalado caserón como si fuera un largo trueno, y lo
hizo
temblar
de arriba abajo.
-¡Sí,
señora! -gritó Cosette despertándose sobresaltada-; ¡allá
voy!
Y
se arrojó de la cama con los párpados medio cerrados aún con la pesadez del
sueño,
extendiendo
los brazos hacia el rincón de la pared.
-¡Ay,
Dios mío, mi escoba! -exclamó.
Abrió
del todo los ojos, y vio el rostro risueño de Jean
Valjean.
-¡Ah,
es verdad! -dijo la niña-. Buenos días, señor.
Los
niños aceptan inmediatamente y con toda naturalidad la alegría y la dicha,
siendo
ellos
mismos naturalmente dicha y alegría.
Cosette
vio a Catalina al pie de su cama, la tomó, y mientras jugaba hacía cien
preguntas
a Jean Valjean. ¿Dónde estaban? ¿Era grande París? ¿Estaba muy lejos de la
señora
Thenardier? ¿Volvería a verla?
-¿Tengo
que barrer? -preguntó al fin.
-Juega
-respondió Jean Valjean.
II
Dos
desgracias unidas producen felicidad
Al
día siguiente, al amanecer, se hallaba otra vez Jean Valjean junto al lecho de
Cosette.
Allí esperaba, inmóvil, mirándola despertar. Sentía algo nuevo en su
corazón.
Jean
Valjean no había amado nunca. Hacía veinticinco años que estaba solo en el
mundo.
Jamás fue padre, amante, marido ni amigo. En presidio era malo, sombrío, casto,
ignorante,
feroz. Su corazón estaba lleno de virginidad. Su hermana y sus sobrinos no le
habían
dejado más que un recuerdo vago y lejano que acabó por desvanecerse. Había
hecho
esfuerzos por volver a hallarlos y no habiéndolo conseguido, los había olvidado.
La
naturaleza humana es así.
Cuando
vio a Cosette, cuando la rescató, sintió que se estremecían sus entrañas. Todo
lo
que en ellas había de apasionado y de afectuoso se despertó en él, y se depositó
en esta
niña.
Junto a la cama donde ella dormía, temblaba de alegría; sentía arranques de
madre,
y
no sabía lo que eran; porque es una cosa muy obscura y muy dulce ese grande y
extraño
sentimiento
de un corazón que se pone a amar. ¡Pobre corazón, viejo y tan nuevo al
mismo
tiempo! Sólo que como tenía cincuenta y cinco años y Cosette tenía ocho, todo el
amor
que hubiese podido tener en su vida se fundió en una especie de luminosidad
inefable.
Era el segundo ángel que aparecía en su vida. El obispo había hecho levantarse
en
su horizonte el alba de la virtud; Cosette hacía amanecer en él el alba del
amor.Los
primeros
días pasaron en este deslumbramiento.
Cosette,
por su parte, se transformaba también, aunque sin saberlo la pobrecita. Era tan
pequeña
cuando la dejó su madre, que ya no se acordaba de ella. Como todos los niños,
había
intentado amar pero no lo había conseguido. Todos la rechazaron; los Thenardier,
sus
hijas y otros niños. Había querido al perro, y el perro había muerto; después no
la
había
querido nadie ni nada. Cosa atroz de decir, a los ocho años tenía el corazón
frío. No
era
culpa suya, puesto que no era la facultad de amar lo que le faltaba sino la
posibilidad.
Así,
desde el primer día se puso a amar a aquel hombre con todas las fuerzas de su
alma.
El
instinto de Cosette buscaba un padre como el instinto de Jean Valjean buscaba
una
hija.
En el momento misterioso en que se tocaron sus dos manos, se vieron estas dos
almas,
se reconocieron como necesarias la una para la otra, y se abrazaron
estrechamente.
La
llegada de aquel hombre al destino de la niña fue la llegada de Dios a su
vida.
Jean
Valjean había escogido bien su asilo. Estaba allí en una seguridad que podía
parecer
completa. La casa tenía muchos cuartos y desvanes, de los cuales uno solo estaba
ocupado
por una vieja portera que era la que hacía el aseo de la habitación de Jean
Valjean,
y también las compras y la comida; fue ella quien encendió el fuego la noche de
la
llegada. Todo lo demás estaba deshabitado.
Pasaron
las semanas. Jean Valjean y Cosette llevaban en aquel miserable desván una
existencia
feliz.
Desde
el amanecer Cosette empezaba a reír, a charlar y a cantar. Los niños tienen su
canto
de la mañana como los pájaros. Algunas veces Jean Valjean le tomaba sus manos
enrojecidas
y llenas de sabañones, y las besaba. La pobre niña, acostumbrada a recibir
sólo
golpes, no sabía lo que esto quería decir, y las retiraba toda
avergonzada.
Jean
Valjean comenzó a enseñarle a leer. Algunas veces, al hacer deletrear a la niña,
pensaba
que él había aprendido a leer en el presidio con la idea de hacer el mal. Esta
idea
se
había convertido en la de enseñar a leer a la niña. Entonces, el viejo
presidiario se
sonreía
con la sonrisa pensativa de los ángeles.
Enseñar
a leer a Cosette y dejarla jugar, ésa era poco más o menos toda la vida de Jean
Valjean.
Y luego le hablaba de su madre, y la hacía rezar. Cosette lo llamaba
padre.
Pasaba
las horas mirándola vestir y desnudar su muñeca y oyéndola canturrear. Ahora
la
vida se le presentaba llena de interés, los hombres le parecían buenos y justos,
no
acusaba
a nadie en su pensamiento, y no veía ninguna razón para no envejecer hasta una
edad
muy avanzada, ya que aquella niña lo amaba. Veía delante de sí un porvenir
iluminado
por Cosette, como por una hermosa luz. Los hombres buenos no están exentos
de
un pensamiento egoísta; y así en algunos momentos Jean Valjean pensaba, con una
especie
de júbilo, que Cosette sería fea.
III
Lo
que observa la portera
Jean
Valjean tenía la prudencia de no salir nunca de día. Todas las tardes, al
oscurecer,
se
paseaba unas horas, algunas veces solo, otras con Cosette; buscaba las avenidas
arboladas
de los barrios más apartados, y entraba en las iglesias a la caída de la noche.
Iba
mucho a San Medardo, que era la iglesia más cercana. Cuando no llevaba a
Cosette,
la
dejaba con la portera.
Vivían
sobriamente, pero nunca les faltaba un poco de fuego. Jean Valjean continuaba
vistiendo
su abrigo ajustado y amarillento y su viejo sombrero. En la calle se le tomaba
por
un pobre. Sucedía a veces que algunas mujeres caritativas le daban un sueldo; él
lo
recibía
y hacía un saludo profundo. Sucedía en otras ocasiones también que encontraba a
algún
mendigo pidiendo limosna; entonces miraba hacia atrás por si lo veía alguien, se
acercaba
rápidamente al desdichado, le ponía en la mano una moneda, muchas veces de
plata
y se alejaba precipitadamente. Esto tuvo sus inconvenientes, pues en el barrio
se le
empezó
a conocer con el nombre de "el mendigo que da limosna".
La
portera, vieja regañona, llena de envidia hacia el prójimo, vigilaba a Jean
Valjean
sin
que éste lo sospechara. Era algo sorda, lo cual la hacía charlatana. Sólo le
quedaban
del
pasado dos dientes, uno arriba y otro abajo, que hacía chocar constantemente.
Hizo
mil
preguntas a Cosette, quien, no sabiendo nada, sólo había podido decir que venía
de
Montfermeil.
Una mañana que estaba al acecho, vio entrar a Jean Valjean en uno de los
cuartos
deshabitados de la casa y su actitud le pareció extraña. Lo siguió a paso de
gata
vieja
y pudo observar, sin ser vista, por las rendijas de la puerta. Jean Valjean, sin
duda
para
mayor precaución, se había puesto de espaldas a esta puerta. Pero la vieja lo
vio
sacar
del bolsillo un estuche, hilo y tijeras; después se puso a descoser el forro de
uno de
los
faldones de su abrigo, de donde sacó un papel amarillento que desdobló. La vieja
vio
con
asombro que era un billete de mil francos. Era el segundo o tercero que veía
desde
que
estaba en el mundo. Se retiró espantada.
Poco
después Jean Valjean le pidió que fuera a cambiar el billete de mil francos,
añadiendo
que era el semestre de su renta que había cobrado la víspera. "¿Dónde?", pensó
la
vieja, "no ha salido hasta las seis de la tarde, y la Caja no está abierta a esa
hora,
ciertamente".
La portera fue a cambiar el billete haciéndose mil conjeturas. El billete de
mil
francos produjo infinidad de comentarios entre las comadres de la calle
Vignes-
Saint-Marcel.
Un
día que se hallaba sola en la habitación, vio el abrigo, cuyo forro había sido
vuelto a
coser,
colgado de un clavo, y lo registró. Le pareció palpar más billetes. ¡Sin duda
otros
billetes
de mil francos! Notó además que había muchas clases de cosas en los bolsillos
además
de las agujas, las tijeras y el hilo: una abultada cartera, un cuchillo enorme
y,
detalle
muy sospechoso, varias pelucas de distintos colores.
Los
habitantes de casa Gorbeau llegaron así a los últimos días del
invierno.
IV
Una
moneda de cinco francos que cae al suelo hace mucho ruido
Cerca
de San Medardo, se instalaba un pobre a quien Jean Valjean daba limosna con
frecuencia.
No había vez que pasara por delante de aquel hombre que no le diera algún
sueldo;
en muchas ocasiones conversaba con él. Era un viejo de unos setenta y cinco
años,
que había sido sacristán y que siempre estaba murmurando
oraciones.
Una
noche que Jean Valjean pasaba por allí, y que no llevaba consigo a Cosette, vio
al
mendigo
en su puesto habitual, debajo del farol que acababan de encender. El hombre,
como
siempre, parecía rezar, y estaba todo encorvado; Jean Valjean se acercó y le
puso
en
la mano la limosna de costumbre. El mendigo levantó bruscamente los ojos, miró
con
fijeza
a Jean Valjean, y después bajó rápidamente la cabeza. Este movimiento fue como
un
relámpago; Jean Valjean se estremeció. Le pareció que acababa de entrever, a la
luz
del
farol, no el rostro plácido y beato del viejo mendigo sino un semblante muy
conocido
que
lo llenó de espanto. Retrocedió aterrado, sin atreverse a respirar, ni a hablar,
ni a
quedarse,
ni a huir, examinando al mendigo que había bajado la cabeza cubierta con un
harapo,
y que parecía ignorar que el otro estuviese allí. Un instinto, tal vez el
instinto
misterioso
de la conservación, hizo que Jean Valjean no pronunciara una palabra. El
mendigo
tenía la misma estatura, los mismos harapos, la misma apariencia que todos los
días.
-¡Qué
tonto! -se dijo Jean Valjean-. Estoy loco, sueño, ¡es
imposible!
Y
regresó a su casa profundamente turbado.
Apenas
se atrevía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era el de
Javert.
Por la noche, pensando en ello, sintió no haberle hablado para obligarlo a
levantar
la
cabeza por segunda vez. Al anochecer del otro día volvió allí. El mendigo estaba
en su
puesto.
-Dios
os guarde, amigo -dijo resueltamente Jean Valjean, dándole un
sueldo.
El
mendigo levantó la cabeza, y respondió con su voz
doliente:
-Gracias,
mi buen señor.
Era
realmente el viejo mendigo.
Jean
Valjean se tranquilizó del todo. Se echó a reír.
-¿De
dónde diablos he sacado que ese hombre pudiera ser Javert? -pensó-. ¿Estaré
viendo
visiones ahora?
Y
no pensó más en ello.
Algunos
días después, serían las ocho de la noche, estaba en su cuarto y hacía deletrear
a
Cosette en voz alta, cuando oyó abrir y después volver a cerrar la puerta de la
casa. Esto
le
pareció singular. La portera, única persona que vivía allí con él, se acostaba
siempre
temprano
para no encender luz. Jean Valjean hizo señas a Cosette para que callara. Oyó
que
subían la escalera; los pasos eran pesados, como los de un hombre; pero la
portera
usaba
zapatos gruesos y nada se parece tanto a los pasos de un hombre como los de una
vieja.
Sin embargo, Jean Valjean apagó la vela. Envió a Cosette a acostarse, diciéndole
en
voz
baja: "Acuéstate calladita"; y mientras la besaba en la frente, los pasos se
detuvieron.
Permaneció
inmóvil, sentado en su silla de espaldas a la puerta, y conteniendo la
respiración
en la oscuridad. Al cabo de bastante tiempo, al no oír ya nada, se volvió sin
hacer
ruido hacia la puerta y vio una luz por el ojo de la cerradura. Evidentemente
había
allí
alguien que tenía una vela en la mano, y que escuchaba.
Pasaron
algunos minutos y la luz desapareció; pero no oyó ruido de pasos, lo que
parecía
indicar que el que había ido a escuchar a la puerta se había quitado los
zapatos.
Jean
Valjean se echó en la cama vestido, y en toda la noche no pudo cerrar los
ojos.
Al
amanecer, cuando estaba casi aletargado de cansancio, lo despertó el ruido de
una
puerta
que se abría en alguna buhardilla del fondo del corredor, y después oyó los
mismos
pasos del hombre que la víspera había subido la escalera. Los pasos se
acercaban.
Se
echó cama abajo y aplicó un ojo a la cerradura. Era un hombre, pero esta vez
pasó sin
detenerse
delante del cuarto de Jean Valjean; cuando llegó a la escalera, un rayo de luz
de
la
calle hizo resaltar su perfil, y Jean Valjean pudo verlo de espaldas. Era un
hombre de
alta
estatura, con un levitón largo, y un garrote debajo del brazo. Era la silueta
imponente
de
Javert.
No
había duda de que aquel hombre había entrado con una llave. ¿Quién se la había
dado?
¿Qué significaba aquello?
A
las siete de la mañana, cuando la portera llegó a arreglar el cuarto, Jean
Valjean le
echó
una mirada penetrante pero no la interrogó.
Mientras
barría, ella dijo:
-¿Habéis
oído tal vez a alguien que entró anoche?
-Sí
-respondió él con el acento más natural del mundo-. ¿Quién
era?
-Es
un nuevo inquilino que hay en la casa.
-¿Y
que se llama...?
-No
sé bien. Dumont o Daumont. Un nombre así.
-¿Y
qué es ese Dumonti?
Lo
miró la vieja con sus ojillos de zorro, y respondió:
-Un
rentista como vos.
Tal
vez estas palabras no envolvían segunda intención, pero Jean Valjean creyó que
la
tenían.
Cuando se retiró la portera, hizo un rollo de unos cien francos que tenía en un
armario
y se lo guardó en el bolsillo. Por más precaución que tomó para hacer esta
operación
sin que se le oyera remover el dinero, se le escapó de las manos una moneda de
cien
sueldos, y rodó por el suelo haciendo bastante ruido.
Al
anochecer bajó y miró la calle por todos lados. No vio a nadie. Volvió a
subir.
-Ven
-dijo a Cosette.
La
tomó de la mano, y salieron.
LIBRO
QUINTO
A
caza perdida, jauría muda
I
Los
rodeos de la estrategia
Jean
Valjean se perdió por las calles, trazando las líneas más quebradas que pudo, y
volviendo
atrás muchas veces para asegurarse de que nadie lo seguía.
Era
una noche de luna llena.
Cosette
caminaba sin preguntar nada. Jean Valjean no sabía más que Cosette adónde
iba,
y ponía su confianza en Dios, así como Cosette la ponía en él. No llevaba
ninguna
idea
pensada, ningún plan, ningún proyecto. No estaba tampoco seguro de que fuera
Javert
el que le perseguía y aun podía ser Javert sin que supiera que él era Jean
Valjean.
¿No
estaba disfrazado? ¿No se le creía muerto? Sin embargo, hacía días que le
sucedían
cosas
muy raras.
Había
decidido no volver a casa Gorbeau. Como el animal arrojado de su caverna,
buscaba
un agujero en que pasar la noche. Daban las once cuando pasó por delante de la
comisaría
de policía. El instinto lo hizo mirar hacia atrás instantes después, y vio
claramente,
gracias a la luz del farol, a tres hombres que lo seguían bastante de
cerca.
-Ven,
hija -dijo a Cosette, y se alejó precipitadamente.
Dio
varias vueltas y luego se escondió en el hueco de una puerta. No habían pasado
tres
minutos
cuando aparecieron los hombres; ya eran cuatro. Parecían no saber hacia dónde
dirigirse.
El que los comandaba señaló hacia donde estaba Jean Valjean y en ese
momento
la luna le iluminó el rostro. Jean Valjean reconoció a
Javert.
II
El
callejón sin salida
Jean
Valjean aprovechó esa vacilación de sus perseguidores y salió de la puerta en
que
se
había ocultado, con Cosette en brazos. Cruzó el puente de Austerlitz a la sombra
de
una
carreta, con la esperanza de que no lo hubieran visto. Pensó que si entraba en
la
callejuela
que tenía delante y conseguía llegar a los terrenos en que no había casas, podía
escapar.
Decidió entonces que debía entrar en aquella callejuela silenciosa, y
entró.
De
tanto en tanto se volvía a mirar; las dos o tres primeras veces que se volvió,
no vio
nada;
el silencio era profundo, y continuó su marcha más tranquilo; pero otra vez que
se
volvió,
creyó ver a lo lejos una cosa que se movía.
Corrió,
esperando encontrar alguna callejuela lateral para huir por allí y hacerles
perder
la
pista. Pero llegó ante un alto muro blanco. Estaban en un callejón sin salida.
Jean
Valjean
se sintió cogido en una .red, cuyas mallas se apretaban lentamente. Miró al
cielo
con
desesperación.
III
Tentativas
de evasión
Frente
a él se alzaba una muralla. Un tilo extendía su ramaje por encima y la pared
estaba
cubierta de hiedra. En el inminente peligro en que se encontraba, aquel edificio
sombrío
tenía algo de deshabitado y de solitario que lo atraía. Lo recorrió ávidamente
con
los
ojos. Se decía que si Regaba a entrar ahí, quizá se salvaría. Concibió, pues,
una idea y
una
esperanza. En ese momento escuchó a alguna distancia de ellos un ruido sordo y
acompasado.
Jean Valjean se aventuró a echar una mirada por la esquina. Un pelotón de
siete
a ocho soldados acababa de desembocar en la calle y se dirigía hacia
él.
Estos
soldados, a cuyo frente se distinguía la alta estatura de Javert, avanzaban
lentamente
y con precaución. Se detenían con frecuencia; era evidente que exploraban
todos
los rincones de los muros y todos los huecos de las puertas. Sin duda Javert
había
encontrado
una patrulla y le había pedido auxilio.
Al
paso que llevaban, y con las paradas que hacían, tardarían alrededor de un
cuarto de
hora
para llegar al sitio en que estaba Jean Valjean. Fue un momento horrible. Sólo
algunos
minutos lo separaban de aquel espantoso precipicio que se abría ante él por
tercera
vez. El presidio ahora no era ya el presidio solamente; era perder a Cosette
para
siempre.
Sólo había una salida posible. Jean Valjean tenía los pensamientos de un santo y
la
temible astucia de un presidiario. Midió con la vista la muralla. Tenía unos
dieciocho
pies
de altura. La tapia estaba coronada de una piedra lisa sin
tejadillo.
La
dificultad era Cosette, que no sabía escalar. Jean Valjean no pensó siquiera en
abandonarla;
pero subir con ella era imposible. Necesitaba una cuerda. No la tenía.
Ciertamente
si en aquel momento Jean Valjean hubiera tenido un reino, lo hubiera dado
por
una cuerda.
Todas
las situaciones críticas tienen un relámpago que nos ciega o nos ilumina. Su
mirada
desesperada encontró el brazo del farol del callejón. En esa época se encendían
los
faroles haciendo bajar los reverberos por medio de una cuerda, que luego al
subirlos
quedaba
encerrada en un cajoncito de metal. Con la energía de la desesperación, atravesó
la
calle de un brinco, hizo saltar la cerradura del cajoncito con la punta de su
cuchillo, y
volvió
en seguida adonde estaba Cosette. Ya tenía la cuerda.
-Padre
-dijo en voz muy baja Cosette-, tengo miedo. ¿Quién viene?
-¡Chist
-respondió Jean Valjean-, es la Thenardier!
Cosette
se estremeció.
-No
hables -añadió él-; si gritas, si lloras, la Thenardier lo descubre. Viene a
buscarte.
Ató
a la niña a un extremo de la cuerda, cogió el otro extremo con los dientes, se
quitó
los
zapatos y las medias, los arrojó por encima de la tapia, y principió a elevarse
por el
ángulo
de la tapia y de la fachada con la misma seguridad que si apoyase en escalones
los
pies
y los codos. Menos de medio minuto tardó en ponerse de rodillas sobre la
tapia.
Cosette
lo miraba con estupor sin pronunciar una palabra. El nombre de la Thenardier
la
había dejado helada. De pronto oyó la voz de Jean Valjean que le
decía:
-Acércate
a la pared.
Obedeció
y sintió que se elevaba sobre el suelo. Antes que tuviera tiempo de pensar,
estaba
en lo alto de la tapia. Jean Valjean la cogió, se la puso en los hombros, y se
arrastró
por lo alto de la pared hasta la esquina. Como había sospechado, había allí un
cobertizo
cuyo tejado bajaba hasta cerca del suelo por un plano suavemente inclinado
casi
tocando al tilo.
Feliz
circunstancia, porque la tapia por aquel lado era mucho más alta que en el resto
del
muro. Jean Valjean veía el suelo a una gran distancia. Acababa de llegar al
plano
inclinado
del tejado, y aún no había abandonado lo alto del muro, cuando un ruido
violento
anunció la llegada de la patrulla. Se oyó la voz tonante de
Javert:
-Registrad
el callejón. Seguro que está aquí.
Jean
Valjean se deslizó a lo largo del tejado sosteniendo a Cosette, llegó al tilo y
saltó a
tierra.
IV
Principio
de un enigma
Jean
Valjean se encontró en una especie de jardín muy grande, cuyo fondo se perdía en
la
bruma y en la noche. Sin embargo, se distinguían confusamente varias tapias que
se
entrecortaban
como si hubiese otros jardines más allá.
Es
imposible figurarse nada menos acogedor y más solitario que este jardín. No
había
en
él nadie, lo que era propio de la hora; pero no parecía que estuviera hecho para
que
alguien
anduviera por él, ni aún a mediodía.
Lo
primero que hizo Jean Valjean fue buscar sus zapatos y calzarse, y después
entrar en
el
cobertizo con Cosette. El que huye no se cree nunca bastante oculto. La niña
continuaba
pensando en la Thenardier, y participaba de este deseo de ocultarse lo mejor
posible.
Se oía el ruido tumultuoso de la patrulla que registraba el callejón y la calle,
los
golpes
de las culatas contra las piedras, las voces de Javert que llamaba a los espías
que
había
apostado en las otras callejuelas, y sus imprecaciones mezcladas con palabras
que
no
se distinguían. Al cabo de un cuarto de hora pareció que esta especie de ruido
tumultuoso
principiaba a alejarse. Jean Valjean no respiraba.
De
pronto se dejó oír un nuevo ruido; un ruido celestial, divino, inefable, tan
dulce
como
horrible era el otro. Era un himno que salía de las tinieblas; un rayo de
oración y de
armonía
en el oscuro y terrible silencio de la noche. Eran voces de mujeres. Este
cántico
salía
de un sombrío edificio que dominaba el jardín. En el momento en que se alejaba
el
ruido
de los demonios, parecía que se aproximaba un coro de
ángeles.
Cosette
y Jean Valjean cayeron de rodillas.
No
sabían lo que era, no sabían dónde estaban; pero ambos sabían, el hombre y la
niña,
el
penitente y la inocente, que debían estar arrodillados. Mientras cantaban, Jean
Valjean
no
pensaba en nada. No veía la noche, veía un cielo azul. Le parecía que sentía
abrirse las
alas
que tenemos todos dentro de nosotros. El canto se apagó. Había durado tal vez
mu-
cho
tiempo; Jean Valjean no hubiera podido decirlo. Las horas de éxtasis son siempre
un
minuto.
Todo había vuelto al silencio; nada se oía en la calle, nada en el jardín. Todo
había
desaparecido, así lo que amenazaba como lo que inspiraba confianza. El viento
rozaba
en lo alto de la tapia algunas hierbas secas que producían un ruido suave y
lúgubre.
V
Continúa
el enigma
Ya
se había levantado la brisa matutina, lo que indicaba que debían ser la una o
las dos
de
la mañana. La pobre Cosette no decía nada. Como se había sentado a su lado, y
había
inclinado
la cabeza, Jean Valjean creyó que estaba dormida. Pero al mirarla bien vio que
tenía
los ojos enteramente abiertos y una expresión meditabunda, que le causó dolorosa
impresión.
La pobrecita temblaba sin parar.
-¿Tienes
sueño? -dijo Jean Valjean.
-Tengo
mucho frío -respondió.
Un
momento después añadió:
¿Está
ahí todavía?
-¿Quién?
-La
señora Thenardier.
Jean
Valjean había olvidado ya el medio de que se había valido para hacer guardar
silencio
a Cosette.
-¡Se
ha marchado! -dijo-. ¡Ya no hay nada que temer!
La
niña respiró como si le quitaran un peso del pecho. La tierra estaba húmeda, el
cobertizo
abierto por todas partes; la brisa se hacía más fresca a cada momento. Jean
Valjean
se quitó el abrigo y arropó a Cosette.
-¿Tienes
así menos frío? -dijo.
-¡Oh,
sí, padre!
-Está
bien, espérame aquí un instante.
Salió
del cobertizo y empezó a recorrer por fuera el gran edificio buscando un refugio
mejor.
Encontró varias puertas pero estaban cerradas. En todas las ventanas había
barrotes.
De una de ellas salía una cierta claridad. Se empinó sobre la punta de los pies
y
miró.
Daba a una gran sala con piso de baldosas. Sólo se distinguía una débil luz y
muchas
sombras. La luz provenía de una lámpara encendida en un rincón. La sala estaba
desierta.
Pero a fuerza de mirar creyó ver en el suelo una cosa que parecía cubierta con
una
mortaja y semejante a una forma humana. Estaba tendida boca abajo, el rostro
contra
el
suelo, los brazos en cruz, en la inmovilidad de la muerte.
Jean
Valjean dijo después varias veces que, aunque había presenciado en su vida
muchos
espectáculos macabros, nunca había visto algo que le helara la sangre como
aquella
figura enigmática. Era horrible suponer que aquello estaba muerto; pero más
horrible
aún era pensar que estaba vivo. De repente se sintió sobrecogido de terror y
echó
a
correr hacia el cobertizo sin atreverse a mirar atrás. Se le doblaban las
rodillas; el sudor
le
corría por todo el cuerpo. ¿Dónde estaba? ¿Quién podía imaginar algo semejante a
este
sepulcro
en medio de París? ¿Qué casa tan extraña era aquélla? Se acercó a Cosette; la
niña
dormía con la cabeza apoyada en una piedra. Jean Valjean se sentó a su lado y se
puso
a contemplarla; poco a poco, a medida que la miraba se iba calmando y recuperaba
su
presencia de ánimo. Sabía que en su vida, mientras ella viviera, mientras ella
estuviera
con
él, no experimentaría ninguna necesidad ni ningún temor más que por
ella.
Pero
a través de su meditación oía hacía rato un extraño ruido que venía del jardín,
como
de una campanilla o un cencerro. Miró y vio que había alguien en el
jardín.
Un
hombre andaba por el melonar; se levantaba, se inclinaba, se detenía con
regularidad,
como si arrastrara o extendiera alguna cosa por el suelo.
Jean
Valjean tembló; hacía un momento temblaba porque el jardín estaba desierto;
ahora
temblaba porque había alguien. ¿Quién era aquel hombre que llevaba un cencerro,
lo
mismo que un buey o un borrego? Haciéndose esta pregunta, tocó las manos dé
Cosette.
Estaban heladas.
-¡Dios
mío! -exclamó.
La
llamó en voz baja:
-¡Cosette!
No
abrió los ojos.
La
sacudió con fuerza.
No
despertó.
-Estará
muerta -dijo, y se puso de pie, temblando de la cabeza a los
pies.
Pensó
mil cosas terribles. Recordó que el sueño puede ser mortal a la intemperie y en
una
noche tan fría. Cosette seguía tendida en el suelo, sin moverse. ¿Cómo
devolverle el
calor?
¿Cómo despertarla? Todo lo demás se borró de su pensamiento. Se lanzó
enloquecido
fuera del cobertizo. Era preciso que Cosette estuviera lo más pronto posible
junto
a un fuego y en un lecho.
Corrió
hacia el hombre que estaba en el jardín, después de haber sacado del bolsillo
del
chaleco
el paquete de dinero que llevaba. El hombre tenía la cabeza inclinada y no lo
vio
acercarse.
Jean Valjean se puso a su lado y le dijo:
-¡Cien
francos!
El
hombre dio un salto y levantó la vista.
-¡Cien
francos si me dais asilo por esta noche!
La
luna iluminaba su semblante desesperado.
-¡Pero
si es el señor Magdalena! -exclamó el hombre.
Este
nombre pronunciado a aquella hora obscura, en aquel sitio solitario, por aquel
hombre
desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean.
Todo
lo esperaba menos eso. El que le hablaba era un viejo cojo y encorvado, vestido
como
un campesino; en la rodilla izquierda llevaba una rodillera de cuero de donde
pendía
un cencerro. No se distinguía su rostro porque estaba en la
sombra.
El
hombre se había quitado la gorra y decía tembloroso:
-¡Ah!
¡Dios mío! ¿Cómo estáis aquí, señor Magdalena? ¿Por dónde habéis entrado?
¡Jesús!
¿Venís del cielo? No sería extraño; si caéis alguna vez, será del cielo. Pero,
¿sin
corbata,
sin sombrero, sin levita? ¿Se han vuelto locos los ángeles? ¿Cómo habéis
entrado
aquí?
El
hombre hablaba con una volubilidad en que no se descubría inquietud alguna;
hablaba
con una mezcla de asombro y de ingenua bondad.
-¿Quién
sois? ¿Qué casa es ésta? -preguntó Jean Valjean.
-¡Esta
sí que es grande! -dijo el viejo-. Soy el que vos mismo habéis colocado aquí.
¡Cómo!
¿No me conocéis?
-No
-replicó Jean Valjean-. ¿Por qué me conocéis a mí?
-Me
habéis salvado la vida -dijo el hombre.
Entonces
iluminó su perfil un rayo de luna y Jean Valjean reconoció a
Fauchelevent.
-¡Ah!
-dijo Jean Valjean-, ¿sois vos? Sí, os conozco.
-¡Me
alegro mucho -dijo el viejo en tono de reproche.
-¿Y
qué hacéis aquí? -preguntó Valjean.
-¡Tapo
mis melones, por supuesto!
-¿Y
qué campanilla es esa que lleváis en la rodilla?
-¡Ah!
-dijo Fauchelevent , es para que eviten mi presencia. En esta casa no hay más
que
mujeres;
hay muchas jóvenes, y parece que mi presencia es peligrosa. El cencerro les
avisa
y cuando me acerco se alejan.
-¿Qué
casa es ésta?
-Este
es el convento del Pequeño Picpus, donde vos me colocasteis como jardinero.
Pero
volvamos al caso -prosiguió Fauchelevent-, ¿cómo demonios habéis entrado aquí,
señor
Magdalena? Por más santo que seáis, sois hombre, y los hombres no entran aquí.
Sólo
yo.
-Sin
embargo -dijo Jean Valjean-, es preciso que me quede.
-¡Ah,
Dios mío! -exclamó Fauchelevent.
Jean
Valjean se aproximó a él.
-Tío
Fauchelevent, os he salvado la vida -le dijo en voz baja.
-Yo
he sido el primero en recordarlo -respondió Fauchelevent.
-Pues
bien: hoy podéis hacer por mí lo que yo hice en otra ocasión por
vos.
Fauchelevent
tomó en sus arrugadas y temblorosas manos las robustas manos de Jean
Valjean
y permaneció algunos momentos como si no pudiera hablar. Por fin
exclamó:
-¡Sería
una bendición de Dios que yo pudiera hacer algo por vos! ¡Yo, salvaros la vida!
Señor
alcalde, disponed, disponed de este pobre viejo.
Una
sublime alegría parecía transfigurar el rostro del
anciano.
-¿Qué
queréis que haga? -preguntó.
-Ya
os lo explicaré. ¿Tenéis una habitación?
-Tengo
una choza, allá detrás de las ruinas del antiguo convento, en un rincón oculto a
todo
el mundo. Allí hay tres habitaciones.
-Perfecto
-dijo Jean Valjean-. Ahora tengo que pediros dos cosas.
-¿Cuáles
son, señor alcalde?
La
primera es que no digáis a nadie lo que sabéis de mí. La segunda, que no tratéis
de
saber
más.
-Como
queráis. Sé que no podéis hacer nada que no sea bueno y que siempre seréis un
hombre
de bien.
-Gracias.
Ahora venid conmigo. Vamos a buscar a la niña.
-¡Ah!
-dijo Fauchelevent-. ¿Hay una niña?
No
dijo más, y siguió a Jean Valjean como un perro sigue a su amo. Media hora
después
Cosette, iluminada por la llama de una buena lumbre, dormía en la cama del
jardinero.
VI
Se
explica cómo Javert hizo una batida en vano
Los
sucesos que acabamos de describir habían ocurrido en las condiciones más
sencillas.
Cuando Jean Valjean, la misma noche del día que Javert lo apresó al lado del
lecho
mortuorio de Fantina, se escapó de la cárcel municipal de M., Javert fue llamado
a
París
para apoyar a la policía en su persecución, y en efecto el celo y la
inteligencia del
inspector
ayudaron a encontrarlo.
Ya
no se acordaba de él cuando en el mes de diciembre de 1823 leyó un periódico,
cosa
que
no acostumbraba; llamó su atención un nombre. El periódico anunciaba que el
presidiario
Jean Valjean había muerto; y publicaba la noticia con tal formalidad que
Javert
no dudó un momento en creerla. Después dejó el periódico, y no volvió a pensar
más
en el asunto.
Algún
tiempo después, llegó a la Prefectura de París una nota sobre el secuestro de
una
niña
en el pueblo de Montfermeil, verificado, según se decía, en circunstancias
particulares.
Decía esta nota que una niña de siete a ocho años, que había sido entregada
por
su madre a un posadero, había sido robada por un desconocido: la niña respondía
al
nombre
de Cosette, y era hija de una tal Fantina, que había muerto en el hospital. Esta
nota
pasó por manos de Javert, y lo hizo reflexionar.
El
nombre de Fantina le era muy conocido, y recordaba que Jean Valjean le había
pedido
aquella vez un plazo de tres días para ir a buscar a la hija de la enferma. Esta
niña
acababa
de ser raptada por un desconocido. ¿Quién podía ser ese desconocido? ¿Sería
Jean
Valjean? Jean Valjean había muerto. Javert, sin decir una palabra a nadie, hizo
un
viaje
a Montfermeil.
Allí
Thenardier, con su admirable instinto, había comprendido en seguida que no era
conveniente
atraer sobre sí, y sobre muchos negocios algo turbios que tenía, la penetrante
mirada
de la justicia, y dijo que "su abuelo" había ido a buscarla, nada había más
natural
en
el mundo. Ante la figura del abuelo, se desvaneció Jean
Valjean.
-Es
indudable que ha muerto -se dijo Javert; soy un necio.
Empezaba
ya a olvidar esta historia, cuando en marzo de 1824 oyó hablar de un extraño
personaje
que vivía cerca de la parroquia de San Medardo, y que era conocido como el
mendigo
que daba limosna. Era, según se decía, un rentista cuyo nombre no sabía nadie,
que
vivía solo con una niña de ocho años que había venido de Monefermeil.
¡Montfermeil!
Esta palabra, sonando de nuevo en los oídos de Javert, le llamó la
atención.
Otros mendigos dieron algunos nuevos pormenores. El rentista era un hombre
muy
huraño, no salía más que de noche, no hablaba a nadie más que a los pobres.
Llevaba
un abrigo feo, viejo y amarillento que valía muchos millones, porque estaba
forrado
de billetes de banco.
Todo
esto excitó la curiosidad de Javert; y con objeto de ver de cerca, y sin
asustarlo, a
este
hombre extraordinario, se puso un día el traje del sacristán y ocupó su lugar.
El
sospechoso
se acercó a Javert disfrazado, y le dio limosna; en ese momento, Javert
levantó
la vista, y la misma impresión que produjo en Jean Valjean la vista de Javert,
recibió
Javert al reconocer a Jean Valjean.
Sin
embargo, la oscuridad había podido engañarle; su muerte era oficial. Le
quedaban,
pues,
a Javert graves dudas, y en la duda Javert, hombre escrupuloso, no prendía a
nadie.
Siguió
a su hombre hasta la casa Gorbeau, e hizo hablar a la portera, lo que no era
difícil.
Alquiló un cuarto y aquella misma noche se instaló en él. Fue a escuchar a la
puerta
del misterioso huésped, esperando oír el sonido de su voz, pero Jean Valjean vio
su
luz por la cerradura y chasqueó al espía, guardando
silencio.
Al
día siguiente Jean Valjean abandonó la casa. Pero el ruido de la moneda de cinco
francos
que dejó caer fue escuchado por la vieja portera, que oyendo sonar dinero pensó
que
se iba a mudar, y se apresuró a avisar a Javert. Por la noche cuando salió Jean
Valjean,
lo esperaba Javert detrás de los árboles con dos de sus
hombres.
Javert
siguió a Jean Valjean de árbol en árbol, de esquina en esquina, y no lo perdió
de
vista
un solo instante, ni aun en los momentos en que el fugitivo se creía en mayor
seguridad.
Pero, ¿por qué no lo detenía? Porque dudaba aún.
Debe
recordarse que en aquella época la policía no obraba con toda libertad; la
prensa
la
tenía a raya. Atentar contra la libertad individual era un hecho grave. Por otra
parte,
¿qué
inconveniente había en esperar? Javert estaba seguro de que no se le
escaparía.
Lo
seguía, pues, bastante perplejo, haciéndose una porción de preguntas acerca de
aquel
personaje
enigmático. Solamente al llegar a la calle Pontoise, y a favor de la viva luz
que
salía
de una taberna, fue cuando reconoció sin ninguna duda a Jean Valjean.
Hay
en el mundo dos clases de seres que se estremecen profundamente: la madre que
encuentra
a su hijo perdido, y el tigre que encuentra su presa. En aquel momento, Javert
sintió
este estremecimiento profundo. Cuando tuvo seguridad de que aquel hombre era
Jean
Valjean, pidió un refuerzo al comisario de policía de la calle Pontoise. El
tiempo que
gastó
en esta diligencia lo hizo perder la pista. Pero su poderoso instinto le dijo
que Jean
Valjean
trataría de poner el río entre él y sus perseguidores y se fue derecho al puente
de
Austerlitz.
Lo vio entrar en la calle Chemin-Vert-Saint Antoine; se acordó del callejón sin
salida
y de la única pasada de la calle Droit-Mur a la callejuela Picpus. Vio una
patrulla
que
volvía al cuerpo de guardia, le pidió auxilio y se hizo escoltar por ella. Tuvo
un
momento
de alegría infernal; dejó ir a su presa delante de él, en la confianza de que la
tenía
segura.
Javert
gozaba con lo que estaba viviendo; se puso a jugar disfrutando de la idea de
verlo
libre y saber que lo tenía cogido. Los hilos de su red estaban tejidos; ya no
tenía
más
que cerrar la mano. Mas cuando llegó al centro de la telaraña, la mosca había
volado.
Calcúlese
su desesperación. Interrogó a sus hombres, nadie lo había
visto.
Sea
como fuere, en el momento en que Javert supo que se le escapaba Jean Valjean, no
se
aturdió. Seguro de que el presidiario escapado no podía hallarse muy lejos, puso
vigías,
organizó ratoneras y emboscadas, y dio una batida por el barrio durante toda la
noche.
Al despuntar el día dejó dos hombres inteligentes en observación, y volvió a
París
a
la prefectura de policía, avergonzado como un soplón a quien hubiera apresado un
ladrón.
LIBRO
SEXTO
Los
cementerios reciben todo lo que se les da
I
El
Convento Pequeño Picpus
Este
convento de Benedictinas de la callejuela Picpus era una comunidad de la severa
regla
española de Martín Verga.
Después
de las Carmelitas, que llevaban los pies descalzos y no se sentaban nunca, la
más
dura era la de las Bernardas Benedictinas de Martín Verga. Iban vestidas de
negro
con
una pechera que, según la prescripción expresa de san Benito, llegaba hasta el
mentón;
una túnica de sarga de manga ancha, un gran velo de lana, y la toca que bajaba
hasta
los ojos. Todo su hábito era negro, salvo la toca que era blanca. El de las
novicias
era
igual, pero en blanco.
Las
Bernardas Benedictinas de Martín Verga practican la adoración perpetua. Comen
de
viernes todo el año, ayunan toda la Cuaresma; se levantan en el primer sueño,
desde la
una
hasta las tres, para leer el breviario y cantar maitines. Se acuestan en sábanas
de sarga
y
sobre paja, no usan baños ni encienden nunca lumbre, se disciplinan , todos los
viernes,
observan
la regla del silencio. Sus votos, cuyo rigor está aumentado por la regla, son de
obediencia,
pobreza, castidad y perpetuidad en el claustro.
Todas
se turnan en lo que llaman el desagravio. El desagravio es la oración por todos
los
pecados, por todas las faltas, por todos los desórdenes, por todas las
violaciones, por
todas
las iniquidades, por todos los crímenes que se cometen en la superficie de la
tierra.
Durante
doce horas consecutivas, desde las cuatro de la tarde hasta las cuatro de la
mañana,
la hermana que está en desagravio permanece de rodillas sobre la piedra ante el
Santísimo
Sacramento, con las manos juntas y una cuerda al cuello. Cuando el cansancio
se
hace insoportable, se prosterna extendida con el rostro en la tierra y los
brazos en cruz;
éste
es todo su descanso. En esta actitud ora por todos los pecadores del universo.
Es de
una
grandeza que raya en lo sublime. Nunca dicen "mío", porque no tienen nada suyo,
ni
deben
tener afecto a nada.
Estas
religiosas, enclaustradas en el Pequeño Picpus hacía cincuenta años, habían
hecho
construir
un panteón bajo el altar de su capilla para sepultar allí a los miembros de su
comunidad.
Pero las autoridades no se lo permitieron, por lo cual tenían que abandonar el
convento
al morir. Sólo obtuvieron, consuelo mediocre, ser enterradas a una hora especial
y
en un rincón especial del antiguo cementerio Vaugirard, que ocupaba tierras que
fueron
antes
de la comunidad. En la época de esta historia, la orden tenía junto al convento
un
colegio
para niñas nobles, la mayoría muy ricas.
II
Se
busca una manera de entrar al convento
Al
amanecer, Fauchelevent abrió los ojos y vio al señor Magdalena sentado en su haz
de
paja, mirando dormir a Cosette. El jardinero se incorporó, y le
dijo:
-Y
ahora que estáis aquí, ¿cómo haréis para entrar?
Estas
palabras resumían el problema y sacaron a Jean Valjean de su
meditación.
Los
dos hombres celebraron una especie de consejo.
-Tenéis
que empezar -dijo Fauchelevent- por no poner los pies fuera de este cuarto ni la
niña
ni vos. Un paso en el jardín nos perdería.
-Es
cierto.
-Señor
Magdalena -continuó Fauchelevent-, habéis llegado en un momento muy bueno,
quiero
decir muy malo; hay una monja gravemente enferma; están rezando las cuarenta
horas;
toda la comunidad no piensa más que en esto. La que va a morir es una santa; no
es
extraño, porque aquí todos lo somos. La diferencia entre ellas y yo sólo está en
que
ellas
dicen: nuestra celda y yo digo: mi choza. Ahora va a rezarse la oración de los
agonizantes,
y luego la de los muertos; por hoy podemos estar tranquilos, pero no
respondo
de lo que sucederá mañana.
-Sin
embargo -dijo Jean Valjean-, esta choza está en una rinconada del muro, oculta
por
unas
ruinas y por los árboles, y no se ve desde el convento.
Y
yo añado que las monjas no se acercan aquí nunca.
-¿Pues
entonces?...
-Pero
quedan las niñas.
-¿Qué
niñas?
Cuando
Fauchelevent abría la boca para explicar lo que acababa de decir, se oyó una
campanada.
-La
religiosa ha muerto -dijo-. Ese es el tañido fúnebre.
E
hizo una señal a Jean Valjean para que escuchara. En esto sonó una nueva
campanada.
-La
campana seguirá tañendo de minuto en minuto, veinticuatro horas hasta que saquen
el
cuerpo de la iglesia. En cuanto a las niñas, como os decía, en las horas de
recreo basta
que
una pelota ruede un poco más para que lleguen hasta aquí, a pesar de las
prohibiciones.
Son unos demonios esos querubines.
-Ya
entiendo, Fauchelevent; hay colegialas internas.
Jean
Valjean pensó: "Encontré educación para Cosette".
Y
dijo en voz alta:
-Sí;
lo difícil es quedarse.
-No
-dijo Fauchelevent-, lo difícil es salir.
Jean
Valjean sintió que le afluía la sangre al corazón.
-¡Salir!
-Sí,
señor Magdalena; para volver a entrar es preciso que
salgáis.
Jean
Valjean se puso pálido. Sólo la idea de volver a ver aquella temible calle lo
hacía
temblar.
-Vuestra
hija duerme -continuó Fauchelevent . ¿Cómo se llama?
-Cosette.
-A
ella le será fácil salir de aquí. Hay una puerta que da al patio. Llamo, el
portero abre;
yo
llevo mi cesto al hombro; la niña va dentro, y salgo. Es muy sencillo. Diréis a
la niña
que
se esté quieta debajo de la tapa. Después la deposito el tiempo necesario en
casa de
una
vieja frutera, amiga mía, bien sorda, que vive en la calle Chemin-Vert, donde
tiene
una
camita. Gritaré a su oído que es una sobrina mía, que la tenga allí hasta
mañana; y
después
la niña entrará con vos, porque yo os facilitaré la entrada, por supuesto. Pero,
¿cómo
saldréis?
Jean
Valjean meneó la cabeza.
-Debería
tener la seguridad de que nadie me vea, Fauchelevent. Buscad un medio de
que
salga, como Cosette, en un cesto y bajo una tapa.
Fauchelevent
se rascó la punta de la oreja, señal evidente de un grave
apuro.
Se
oyó un tercer toque.
-El
médico de los muertos se va -dijo Fauchelevent . Habrá mirado y habrá dicho:
está
muerta;
bueno. Así que el médico ha dado el pasaporte para el paraíso, la administración
de
pompas fúnebres envía un ataúd. Si la muerta es una madre, la amortajan las
madres;
si
es una hermana la amortajan las hermanas, y después clavo yo la caja. Esto forma
parte
de
mis obligaciones de jardinero; porque un jardinero tiene algo de sepulturero. Se
deposita
el cadáver en una sala baja de la iglesia que da a la calle, y donde no puede
entrar
ningún hombre más que el médico de los muertos y yo, porque yo no cuento como
hombre,
ni tampoco los sepultureros. En la sala es donde clavo la caja. Los sepultureros
vienen
por ella y ¡arre, cochero! así es como se va al cielo. Traen una caja vacía, y
se la
llevan
con algo adentro. Ya veis lo que es un entierro.
Se
oyó en eso un cuarto toque. Fauchelevent cogió precipitadamente del clavo la
rodillera
con el cencerro, y se lo puso en la pierna.
-Esta
vez el toque es para mí. Me llama la madre priora. Señor Magdalena, no os
mováis,
y esperadme. Si tenéis hambre, ahí encontraréis vino, pan y
queso.
Unos
minutos después, Fauchelevent, cuya campanilla ponía en fuga a las religiosas,
llamaba
suavemente a una puerta; una dulce voz respondió: Por siempre, por siempre. Es
decir,
entrad.
La
priora, la Madre Inocente, sentada en la única silla que había en el locutorio,
esperaba
a Fauchelevent.
III
Fauchelevent
en presencia de la dificultad
El
jardinero hizo un saludo tímido, y se paró en el umbral de la celda. La priora,
que
estaba
pasando las cuentas de un rosario, levantó la vista y le
dijo:
-¡Ah!,
¿sois vos, tío Fauvent?
Tal
era la abreviación adoptada en el convento.
-Aquí
estoy, reverenda madre.
-Tengo
que hablaros.
-Y
yo por mi parte -dijo Fauchelevent con una audacia que le asombraba a él mismo-,
tengo
también que decir alguna cosa a la muy reverenda madre.
La
priora le miró.
-¡Ah!,
¿tenéis que comunicarme algo?
-Una
súplica.
-Pues
bien, hablad.
El
bueno de Fauchelevent tenía mucho aplomo. En los dos años y algo más que llevaba
en
el convento, se había granjeado el afecto de la comunidad. Viejo, cojo, casi
ciego,
probablemente
un poco sordo, ¡qué cualidades! Difícilmente se le hubiera podido
reemplazar.
El
pobre, con la seguridad del que se ve apreciado, empezó a formular frente de la
reverenda
priora una arenga de campesino bastante difusa y muy profunda. Habló
largamente
de su edad, de sus enfermedades, del peso de los años que contaban doble
para
él, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del jardín, de las
malas
noches
que pasaba, como la última, por ejemplo, en que había tenido que cubrir con
estera
los melones para evitar el efecto de la luna, y concluyó por decir que tenía un
hermano
(la priora hizo un movimiento), un hermano nada de joven (segundo
movimiento
de la priora, pero ahora de tranquilidad); que si se le permitía podría ir a
vivir
con él y ayudarlo; que era un excelente jardinero; que la comunidad podría
aprovecharse
de sus buenos servicios, más útiles que los suyos; que de otra manera, si no
se
admitía a su hermano, él que era el mayor y se sentía cansado a inútil para el
trabajo,
se
vería obligado a irse; y que su hermano tenía una nieta que llevaría consigo, y
que se
educaría
en Dios en el convento, y podría, ¿quien sabe?, ser religiosa un
día.
Cuando
hubo acabado, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario por entre
los
dedos y le dijo:
-¿Podríais
conseguiros de aquí a la noche una barra fuerte de hierro?
-¿Para
qué?
-Para
que sirva de palanca.
-Sí,
reverenda madre -respondió Fauchelevent. Tío Fauvent, ¿habéis entrado en el coro
de
la capilla alguna vez?
-Dos
o tres veces.
-Se
trata de levantar una piedra.
-¿Pesada?
-La
losa del suelo que está junto al altar. La madre Ascensión, que es fuerte como
un
hombre,
os ayudará. Además, tendréis una palanca.
-Está
bien, reverenda madre; abriré la bóveda. -Las cuatro madres cantoras os
ayudarán.
-¿Y
cuando esté abierta la cripta?
-Será
preciso volver a cerrarla.
-¿Nada
más?
-Sí.
-Dadme
vuestras órdenes, reverenda madre.
-Fauvent,
tenemos confianza en vos.
-Estoy
aquí para obedecer.
-Y
para callar.
-Sí,
reverenda madre.
-Cuando
esté abierta la bóveda...
-La
volveré a cerrar.
-Pero
antes...
-¿Qué,
reverenda madre?
-Es
preciso bajar algo.
Hubo
un momento de silencio. La priora, después de hacer un gesto con el labio
inferior
que parecía indicar duda, lo rompió:
-¿Tío
Fauvent?
-¿Reverenda
madre?
-¿Sabéis
que esta mañana ha muerto una madre?
-No.
-¿No
habéis oído la campana?
-En
el jardín no se oye nada.
-¿De
veras?
-Apenas
distingo yo mi toque.
-Ha
muerto al romper el día. Ha sido la madre Crucifixión, una bienaventurada. La
madre
Crucifixión en vida hacía muchas conversiones; después de la muerte hará
milagros.
-¡Los
hará! -contestó Fauchelevent.
-Tío
Fauvent, la comunidad ha sido bendecida en la madre Crucifixión. Su muerte ha
sido
preciosa, hemos visto el paraíso con ella.
Fauchelevent
creyó que concluía una oración, y dijo:
-Amén.
-Tío
Fauvent, es preciso cumplir la voluntad de los muertos. Por otra parte, ésta es
más
que
una muerta, es una santa.
-Como
vos, reverenda madre.
-Dormía
en su ataúd desde hace veinte años, con la autorización expresa de nuestro
Santo
Padre Pío VII. Tío Fauvent, la madre Crucifixión será sepultada en el ataúd en
que
ha
dormido durante veinte años.
-Es
justo.
-Es
una continuación del sueño.
-¿La
encerraré en ese ataúd?
-Sí.
-¿Y
dejaremos a un lado la caja de las pompas fúnebres?
-Precisamente.
-Estoy
a las órdenes de la reverendísima comunidad.
-Las
cuatro madres cantoras os ayudarán.
-¿A
clavar la caja? No las necesito.
-No,
a bajarla.
-¿Adónde?
A
la cripta.
¿Qué
cripta?
-Debajo
del altar.
Fauchelevent
dio un brinco.
-¡A
la cripta debajo del altar!
-Debajo
del altar.
-Pero...
-Llevaréis
una barra de hierro.
-Sí,
pero...
-Levantaréis
la piedra metiendo la barra en el anillo.
-Pero...
-Debemos
obedecer a los muertos. El deseo supremo de la madre Crucifixión ha sido
ser
enterrada en su ataúd y debajo del altar de la capilla, no ir a tierra profana;
morar
muerta
en el mismo sitio en que ha rezado en vida. Así nos lo ha pedido, es decir, nos
lo
ha
mandado.
-Pero
eso está prohibido.
-Prohibido
por los hombres; ordenado por Dios.
-¿Y
si se llega a saber?
-Tenemos
confianza en vos.
-¡Oh!
Yo soy como una piedra de esa pared.
-Se
ha reunido el capítulo. Las madres vocales, a quienes acabo de consultar, y que
aún
están
deliberando, han decidido que, conforme a sus deseos, la madre Crucifixión sea
enterrada
en su ataúd y debajo del altar. ¡Figuraos, tío Fauvent, si se llegasen a hacer
milagros
aquí! ¡Qué gloria en Dios para la comunidad! Los milagros salen de los
sepulcros.
-Pero,
reverenda madre, si el inspector de la comisión de
salubridad...
La
priora tomó aliento y, volviéndose a Fauchelevent, le
dijo:
-Tío
Fauvent, ¿está acordado?
-Está
acordado, reverenda madre.
-¿Puedo
contar con vos?
-Obedeceré.
-Está
bien. Cerraréis el ataúd, las hermanas lo llevarán a la capilla, rezarán el
oficio de
difuntos
y después volverán al claustro. A las once y media vendréis con vuestra barra de
hierro,
y todo se hará en el mayor secreto. En la capilla no habrá nadie más que las
cuatro
madres
cantoras, la madre Ascensión y vos.
-¿Reverenda
madre?
-¿Qué,
tío Fauvent?
-¿Ha
hecho ya su visita habitual el médico de los muertos?
-La
hará hoy a las cuatro. Se ha dado el toque que manda
llamarle.
-Reverenda
madre, ¿todo está arreglado ya?
-No.
-¿Pues
qué falta?
-Falta
la caja vacía.
Esto
produjo una pausa. Fauchelevent meditaba, la priora
meditaba.
-Tío
Fauvent, ¿qué haremos del ataúd?
-Lo
enterraremos.
-¿Vacío?
Nuevo
silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda ese gesto que parece dar por
terminada
una cuestión enfadosa.
-Reverenda
madre, yo soy el que ha de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie
puede
entrar allí más que yo, y yo cubriré el ataúd con el paño
mortuorio.
-Sí,
pero los mozos, al llevarlo al carro y al bajarlo a la fosa, se darán cuenta en
seguida
que
no tiene nada dentro.
-¡Ah,
dia...! -exclamó Fauchelevent.
La
priora se santiguó y miró fijamente al jardinero. El blo se le quedó en la
garganta.
Se
apresuró a improvisar una salida para hacer olvidar el
juramento.
-Echaré
tierra en la caja y hará el mismo efecto que si llevara dentro un
cuerpo.
-Tenéis
razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿De modo que arreglaréis el
ataúd
vacío?
-Lo
haré.
La
fisonomía de la priora, hasta entonces turbada y sombría, se serenó. El
jardinero se
dirigió
hacia la puerta. Cuando iba a salir, la priora elevó suavemente la
voz.
-Tío
Fauvent, estoy contenta de vos. Mañana, después del entierro, traedme a vuestro
hermano,
y decidle que lo acompañe la niña.
IV
Parece
que Jean Valjean conocía a Agustín Castillejo
Fauchelevent
estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en llegar a su choza
del
jardín. Al ruido que hizo Fauchelevent al abrir la puerta, se volvió Jean
Valjean.
-¿Y
qué?
-Todo
está arreglado, y nada está arreglado -contestó Fauchelevent-. Tengo ya permiso
para
entraros; pero antes es preciso que salgáis. Aquí está el atasco. En cuanto a la
niña,
es
fácil.
-¿La
llevaréis?
-¿Se
callará?
-Yo
respondo.
-Pero,
¿y vos, señor Magdalena? Y hay otra cosa que me atormenta. He dicho que
llenaré
la caja de tierra, y ahora pienso que llevando tierra en vez de un cuerpo no se
confundirá,
sino que se moverá, se correrá; los hombres se darán
cuenta.
Jean
Valjean lo miró atentamente, creyendo que deliraba.
Fauchelevent
continuó:
-¿Cómo
di... antre vais a salir? ¡Y es preciso que todo quede hecho mañana! Porque
mañana
os he de presentar; la priora os espera.
Entonces
explicó a Jean Valjean que esto era una recompensa por un servicio que él,
Fauchelevent,
hacía a la comunidad. Y le relató su entrevista con la priora. Pero no podía
traer
de fuera al señor Magdalena, si el señor Magdalena no
salía.
Aquí
estaba la primera dificultad, pero después había otra, el ataúd
vacío.
-¿Qué
es eso del ataúd vacío? -preguntó Jean Valjean.
Fauchelevent
respondió:
-El
ataúd de la administración.
-¿Qué
ataúd y qué administración?
-Cuando
muere una monja viene el médico del Ayuntamiento y dice "Ha muerto una
monja".
El gobierno envía un ataúd, y al día siguiente un carro fúnebre y sepultureros
que
cogen
el ataúd y lo llevan al cementerio. Vendrán los sepultureros y levantarán la
caja y
no
habrá nada dentro.
-¡Pues
meted cualquier cosa! Un vivo, por ejemplo.
-¿Un
vivo? No lo tengo.
-Yo
-dijo Jean Valjean.
Fauchelevent
que estaba sentado, se levantó como si hubiese estallado un petardo
debajo
de la silla.
-¡Ah!,
os reís; no habláis con seriedad.
-Hablo
muy en serio. ¿No es necesario salir de aquí?
-Sin
duda. .
-Os
he dicho que busquéis también para mí una cesta y una
tapa.
-¿Y
qué?
-La
cesta será de pino y la tapa un paño negro. Se trata de salir de aquí sin ser
visto.
¿Cómo
se hace todo? ¿Dónde está ese ataúd?
-¿El
que está vacío?
-Sí.
-Allá
en lo que se llama la sala de los muertos. Está sobre dos caballetes y bajo el
paño
mortuorio.
-¿Qué
longitud tiene la caja?
-Seis
pies.
-¿Quién
clava el ataúd?
-Yo.
-¿Quién
pone el paño encima?
-Yo.
-¿Vos
solo?
-Ningún
otro hombre, excepto el médico forense, puede entrar en el salón de los
muertos.
Así está escrito en la pared.
-¿Y
podríais esta noche, cuando todos duermen en el convento, ocultarme en esa
sala?
-No,
pero puedo ocultaros en un cuartito oscuro que da a la sala de los muertos,
donde
guardo
mis útiles de enterrar, y cuya llave tengo.
-¿A
qué hora vendrá mañana el carro a buscar el ataúd?
-A
eso de las tres de la tarde. El entierro se hace en el cementerio Vaugirard un
poco
antes
de anochecer y no está muy cerca.
-Estaré
escondido en el cuartito de las herramientas toda la noche y toda la mañana. ¿Y
qué
comeré? Tendré hambre.
-Yo
os llevaré algo.
-Podéis
ir a encerrarme en el ataúd a las dos.
Fauchelevent
retrocedió chasqueando los dedos.
-¡Pero
eso es imposible!
-¿Qué?
¿Tomar un martillo y clavar los clavos en una madera?
Lo
que parecía imposible a Fauchelevent, era simple para Jean Valjean, que había
encarado
peores desafíos para sus evasiones.
Además,
este recurso de reclusos lo fue también de emperadores. Pues, si hemos de
creer
al monje Agustín Castillejo, éste fue el medio de que se valió Carlos V, después
de
su
abdicación, para ver por última vez a la Plombes, para hacerla entrar y salir
del
monasterio
de Yuste.
Fauchelevent,
un poco más tranquilizado, preguntó:
-Pero,
¿cómo habéis de respirar?
-Ya
respiraré.
-¡En
aquella caja! Solamente de pensar en ello me ahogo.
-Buscaréis
una barrena, haréis algunos agujeritos alrededor del sitio donde coincida la
boca,
y clavaréis sin apretar la tapa.
-¡Bueno!
¿Y si os ocurre toser o estornudar?
-El
que se escapa no tose ni estornuda.
Luego
añadió:
-Tío
Fauchelevent, es preciso decidirse; o ser descubierto aquí o salir en el carro
fúnebre.
-La
verdad es que no hay otro medio.
-Lo
único que me inquieta es lo que sucederá en el cementerio.
-Pues
eso es justamente lo que me tiene a mí sin cuidado -dijo Fauchelevent-. Si
tenéis
seguridad
de poder salir de la caja, yo la tengo de sacaros de la fosa. El enterrador es
un
borracho
amigo mío, Mestienne. El enterrador mete a los muertos en la fosa, y yo meto al
enterrador
en mi bolsillo. Voy a deciros lo que sucederá. Llegamos un poco antes de la
noche,
tres cuartos de hora antes de que cierren la verja del cementerio. El carro
llega
hasta
la sepultura, y yo lo sigo porque es mi obligación. Llevaré un martillo, un
formón y
tenazas
en el bolsillo. Se detiene el carro; los mozos atan una cuerda al ataúd y os
bajan a
la
sepultura. El cura reza las oraciones, hace la señal de la cruz, echa agua
bendita y se
va.
Me quedo yo solo con Mestienne, que es mi amigo, como os he dicho. Y entonces
sucede
una de dos cosas: o está borracho, o no lo está. Si no está borracho, le digo:
Ven a
echar
una copa mientras está aún abierto el bar. Me lo llevo, y lo emborracho; no es
difícil
emborrachar a Mestienne, porque siempre tiene ya principios de borrachera; lo
dejo
bajo la mesa, tomo su cédula para volver a entrar en el cementerio, y regreso
solo.
Entonces
ya no tenéis que ver más que conmigo. En el otro caso, si ya está borracho, le
digo:
Anda; yo haré lo trabajo. Se va y os saco del agujero.
Jean
Valjean le tendió la mano, y Fauchelevent se precipitó hacia ella con tierna
efusión.
-Está
convenido, Fauchelevent. Todo saldrá bien.
-"Con
tal de que nada se descomponga -pensó Fauchelevent-. ¡Qué horrible
sería!"
V
Entre
cuatro tablas
Todo
sucedió como dijera Fauchelevent, y el viejo jardinero se fue cojeando tras la
carroza,
muy contento. Sus dos complots, uno con las religiosas y el otro con el señor
Magdalena,
habían sido un éxito. En cuanto se deshizo del enterrador, el viejo jardinero
se
inclinó hacia la fosa y dijo en voz baja:
-¡Señor
Magdalena!
Nadie
respondió. Fauchelevent tembló. Se dejó caer en la fosa más bien que bajó, se
echó
sobre el ataúd y gritó:
-¿Estáis
ahí?
Continuó
el silencio. Fauchelevent, casi sin respiración, sacó el formón y el martillo, a
hizo
saltar la tapa de la caja. El rostro de Jean Valjean estaba pálido y con los
ojos
cerrados.
Fauchelevent sintió que se le erizaban los cabellos; se puso de pie y se apoyó
de
espaldas
en la pared de la fosa.
-¡Está
muerto! -murmuró.
Entonces
el pobre hombre se puso a sollozar.
-¡Señor
Magdalena! ¡Señor Magdalena! Se ha ahogado, bien lo decía yo. Y está muerto
este
hombre bueno, el más bueno de todos los hombres. No puede ser. ¡Señor
Magdalena!
¡Señor alcalde! ¡Salid de ahí, por favor!
Se
inclinó otra vez a mirar a Jean Valjean y retrocedió bruscamente todo lo que se
puede
retroceder en una sepultura. Jean Valjean tenía los ojos abiertos y lo
miraba.
Ver
una muerte es una cosa horrible, pero ver una resurrección no lo es menos.
Fauchelevent
se quedó petrificado, pálido, confuso, rendido por el exceso de las
emociones,
sin saber si tenía que habérselas con un muerto o con un
vivo.
-Me
dormí -dijo Jean Valjean.
Y
se sentó. Fauchelevent cayó de rodillas.
-¡Qué
susto me habéis dado! -exclamó.
Jean
Valjean estaba sólo desmayado. El aire puro le devolvió el
conocimiento.
-Tengo
frío -dijo.
-¡Salgamos
pronto de aquí! -dijo Fauchelevent.
Cogió
él la pala y Jean Valjean el azadón, y enterraron el ataúd vacío. Caía la noche.
Se
fueron
por el mismo camino que había llevado el carro fúnebre. No tuvieron
contratiempos;
en un cementerio una pala y un azadón son el mejor pasaporte. Cuando
llegaron
a la verja, Fauchelevent, que llevaba en la mano la cédula del enterrador, la
echó
en
la caja, el guarda tiró de la cuerda, se abrió la puerta y
salieron.
-¡Qué
bien resultó todo! ¡Habéis tenido una idea magnífica, señor Magdalena! -dijo
Fauchelevent.
VI
Interrogatorio
con buenos resultados
Una
hora después, en la oscuridad de la noche, dos hombres y una niña se presentaban
en
el número 62 de la calle Picpus. El más viejo de los dos cogió el aldabón y
llamó.
Eran
Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.
Los
dos hombres habían ido a buscar a la niña a casa de la frutera, donde la había
dejado
Fauchelevent la víspera. Cosette había pasado esas veinticuatro horas sin
comprender
nada y temblando en silencio. Temblaba tanto, que no había llorado, no
había
comido ni dormido. La pobre frutera le había hecho mil preguntas sin conseguir
más
respuesta que una mirada triste, siempre la misma. Cosette no había dejado
traslucir
nada
de lo que había oído y visto en los dos últimos días. Adivinaba que estaba
atravesando
una crisis y que era necesario ser prudente. ¡Quién no ha experimentado el
terrible
poder de estas tres palabras pronunciadas en cierto tono al oído de un niño
aterrado:
"¡No digas nada!" El miedo es mudo. Por otra parte, nadie guarda tan bien un
secreto
como un niño.
Fauchelevent
era del convento y sabía la contraseña. Todas las puertas se abrieron. Así
se
resolvió el doble y difícil problema: salir y entrar. La priora, con el rosario
en la mano,
los
esperaba ya, acompañada de una madre vocal con el velo echado sobre la cara. Una
débil
luz aclaraba apenas el locutorio. La priora examinó a Jean Valjean. Nada
escudriña
tanto
como unos ojos bajos. Después le preguntó:
-¿Sois
el hermano?
-Sí,
reverenda madre -respondió Fauchelevent.
-¿Cómo
os llamáis?
Fauchelevent
respondió:
-Ultimo
Fauchelevent.
Había
tenido, en efecto, un hermano llamado Ultimo, que había muerto.
-¿De
dónde sois?
Fauchelevent
respondió:
-De
Picquigny, cerca de Amiens.
-¿Qué
edad tenéis?
Fauchelevent
respondió:
-Cincuenta
años.
-¿Qué
oficio?
Fauchelevent
respondió:
-Jardinero.
-¿Sois
buen cristiano?
Fauchelevent
respondió:
-Todos
lo son en nuestra familia.
-¿Es
vuestra esta niña?
Fauchelevent
respondió:
-Sí,
reverenda madre.
-¿Sois
su padre?
Fauchelevent
respondió:
-Su
abuelo.
La
madre vocal dijo entonces a la priora:
-Responde
bien.
Jean
Valjean no había pronunciado una sola palabra.
La
priora miró a Cosette con atención, y dijo a media voz a la madre vocal:
-Será
fea.
Las
dos religiosas hablaron algunos minutos en voz baja en el rincón del locutorio,
y
después
volvió a su asiento la priora y dijo:
-Tío
Fauvent, buscaréis otra rodillera con campanilla. Ahora hacen falta
dos.
Y
así fue que al día siguiente se oían dos campanillas en el jardín. Jean Valjean
estaba
ya
instalado formalmente; tenía su rodillera de cuero y su campanilla; se llamaba
Ultimo
Fauchelevent.
La causa más eficaz de su admisión había sido esta observación de la
priora
sobre Cosette: "Será fea". Así que la priora dio este pronóstico, tomó simpatía
a
Cosette,
y la admitió en el colegio como alumna sin pago.
VII
Clausura
Cosette
continuó guardando silencio en el convento. Se creía hija de Jean Valjean; y
como
por otra parte nada sabía, nada podía contar. Se acostumbró muy pronto al
colegio;
al
entrar de educanda, tuvo que ponerse el traje de las colegialas de la casa. Jean
Valjean
consiguió
que le devolvieran los vestidos que usaba, es decir, el mismo traje de luto con
que
la vistió cuando la sacó de las garras de los Thenardier. El traje no estaba aún
muy
usado;
Jean Valjean lo guardó en una maletita con mucho alcanfor y otros aromas que
abundaban
en los claustros.
El
convento era para Jean Valjean como una isla rodeada de abismos; aquellos cuatro
muros
eran el mundo para él. Tenía bastante cielo para estar tranquilo, y tenía a
Cosette
para
ser feliz. Empezó, pues, para él una vida muy grata.
Trabajaba
todos los días en el jardín, y era muy útil. Había sido en su juventud podador,
y
sabía mucho de jardinería. Las religiosas lo llamaban el otro
Fauvent.
En
las horas de recreo, miraba desde lejos cómo jugaba y reía Cosette, y distinguía
su
risa
de las de las demás. Porque ahora Cosette reía.
Dios
tiene sus caminos: el convento contribuía, como Cosette, a mantener y completar
en
Jean Valjean la obra del obispo. Mientras no se había comparado más que con el
obispo,
se había creído indigno, y había sido humilde; pero desde que, hacía algún
tiempo,
se comparaba con los hombres, había principiado a nacer en él el orgullo. ¿Quién
sabe
si tal vez, y poco a poco, habría concluido por volver al
odio?
El
convento lo detuvo en esta pendiente.
Algunas
veces se apoyaba en la pala, y descendía lentamente por la espiral sin fin de la
meditación.
Recordaba a sus antiguos compañeros, y su gran miseria. Vivían sin nombre;
sólo
eran conocidos por números; estaban casi convertidos en cifras, y vivían en la
vergüenza,
con los ojos bajos, la voz queda, los cabellos cortados, y recibiendo
golpes.
Después
su espíritu se dirigía a los seres que tenía ante la
vista.
Estos
seres vivían también con los cabellos cortados, los ojos bajos, la voz queda, ,
no
en
la vergüenza, pero sí en medio de la burla del mundo. Los otros eran hombres;
éstos
eran
mujeres. ¿Y qué habían hecho aquellos hombres? Habían robado, violado, saqueado,
asesinado.
Eran bandidos, falsarios, envenenadores, incendiarios, asesinos, parricidas. ¿Y
qué
habían hecho estas mujeres? Nada.
Cuando
pensaba en estas cosas se abismaba su espíritu en el misterio de la
sublimidad.
En
estas meditaciones desaparecía el orgullo. Dio toda clase de vueltas sobre sí
mismo
y
reconoció que era malo y lloró muchas veces. Todo lo que había sentido su alma
en seis
meses
lo llevaba de nuevo a las santas máximas del obispo, Cosette por el amor, el
convento
por la humildad.
Algunas
veces a la caída de la tarde, en el crepúsculo, a la hora en que el jardín
estaba
desierto,
se le veía de rodillas en medio del paseo que costeaba la capilla, delante de la
ventana
por donde había mirado la primera noche, vuelto hacia el sitio en que sabía que
la
hermana que hacía el desagravio estaba prosternada en oración. Rezaba
arrodillado
ante
esa monja. Parecía que no se atrevía a arrodillarse directamente delante de
Dios.
Todo
lo que lo rodeaba, aquel jardín pacífico, aquellas flores embalsamadas, aquellas
niñas
dando gritos de alegría, aquellas mujeres graves y sencillas, aquel claustro
silencioso,
lo penetraban lentamente, y poco a poco su alma iba adquiriendo el silencio
del
claustro, el perfume de las flores, la paz del jardín, la ingenuidad de las
monjas y la
alegría
de las niñas. Además, recordaba que precisamente dos casas de Dios lo habían
acogido
en los momentos críticos de su vida; la primera cuando todas las puertas se le
cerraban
y lo rechazaba la sociedad humana; la segunda, cuando la sociedad humana
volvía
a perseguirlo, y el presidio volvía a llamarlo; sin la primera, hubiera caído en
el
crimen;
sin la segunda, en el suplicio. Su corazón se deshacía en agradecimiento, y
ama-
ba
cada día más. Muchos años pasaron así; Cosette iba
creciendo.
TERCERA
PARTE
Marius
LIBRO
PRIMERO
París
en su átomo
I
El
pilluelo
París
tiene un hijo y el bosque un pájaro. El pájaro se llama gorrión, y el hijo
pilluelo.
Asociad
estas dos ideas, París y la infancia, que contienen la una todo el fuego, la
otra
toda
la aurora; haced que choquen estas dos chispas, y el resultado es un pequeño
ser.
Este
pequeño ser es muy alegre. No come todos los días, pero va a los espectáculos
todas
las noches, si se le da la gana. No tiene camisa sobre su pecho, ni zapatos en
los
pies,
ni techo sobre la cabeza, igual que las aves del cielo. Tiene entre siete y
trece años;
vive
en bandadas; callejea todo el día, vive al aire libre; viste un viejo pantalón
de su
padre
que le llega a los talones, un agujereado sombrero de quién sabe quién que se le
hunde
hasta las orejas, y un solo tirante amarillo. Corre, espía, pregunta, pierde el
tiempo,
sabe
curar pipas, jura como un condenado, frecuenta las tabernas, es amigo de
ladrones,
tutea
a las prostitutas, habla la jerga de los bajos fondos, canta canciones obscenas,
y no
tiene
ni una gota de maldad en su corazón. Es que tiene en el alma una perla, la
inocencia;
y las perlas no se disuelven en el fango. Mientras el hombre es niño, Dios
quiere
que sea inocente.
Si
preguntamos a esta gran ciudad: ¿Quién es ése? respondería: es mi hijo. El
pilluelo
de
París es el hijo enano de la gran giganta.
Este
querubín del arroyo tiene a veces camisa, pero entonces es la única; usa a veces
zapatos,
pero no siempre con suela; tiene a veces casa, y la ama, porque en ella
encuentra
a
su madre; pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad. Sus
juegos son
peculiares.
Su trabajo consiste en proporcionar coches de alquiler, bajar el estribo de los
carruajes,
establecer pasos de una acera a otra en los días de mucha lluvia, lo que él
llama
"hacer
el Puente de las Artes"; también pregonar los discursos de la autoridad en favor
del
pueblo francés; ahondar las junturas del empedrado. Tiene su moneda, que se
compone
de todos los pedazos de cobre que se encuentra en la calle. Esta curiosa
moneda,
llamada "hilacha", posee una cotización invariable entre esta bohemia
infantil.
Tiene
su propia fauna, que observa cuidadosamente por los rincones. Buscar
salamandras
entre las piedras es un placer extraordinario, y no menor lo es el de levantar
el
empedrado y ver correr las sabandijas.
Por
la noche el pilluelo, gracias a algunas monedas que siempre halla medio de
procurarse,
va al teatro, y allí se transfigura. También basta que él esté allí con su
alegría,
con
su poderoso entusiasmo, con sus aplausos, para que esa sala estrecha, fétida,
obscura,
fea,
malsana, repugnante, sea el paraíso.
Este
pequeño ser grita, se burla, se mueve, pelea; va vestido en harapos como un
filósofo;
pesca y caza en las cloacas, saca alegría de la inmundicia, aturde las calles
con
su
locuacidad, husmea y muerde, silba y canta, aplaude a insulta, encuentra sin
buscar,
sabe
lo que ignora, es loco hasta la sabiduría, poeta hasta la obscenidad, se
revuelca en el
estiércol,
y sale de él cubierto de estrellas.
El
pilluelo ama la ciudad y ama también la soledad; tiene mucho de
sabio.
Cualquiera
que vagabundee por las soledades contiguas a nuestros arrabales, que
podrían
llamarse los limbos de París, descubre aquí y allá, en el rincón más abandonado,
en
el momento más inesperado, detrás de un seto poco tupido o en el ángulo de una
lúgubre
pared, grupos de niños malolientes, llenos de lodo y polvo, andrajosos,
despeinados,
que juegan coronados de florecillas: son los niños de familias pobres
escapados
de sus hogares. Allí viven lejos de toda mirada, bajo el dulce sol de primavera,
arrodillados
alrededor de un agujero hecho en la tierra, jugando a las bolitas, disputando
por
un centavo, irresponsables, felices. Y, cuando os ven, se acuerdan de que tienen
un
trabajo,
que les hace falta ganarse la vida, y os ofrecen en venta una vieja media de
lana
llena
de abejorros, o un manojo de lilas. El encuentro con estos niños extraños es una
de
las
experiencias más encantadoras, pero a la vez de las más dolorosas que ofrecen
los
alrededores
de París.
Son
niños que no pueden salir de la atmósfera parisiense, del mismo modo que los
peces
no pueden salir del agua. Respirar el aire de París conserva su
alma.
El
pilluelo parisiense es casi una casta. Pudiera decirse que se nace pilluelo, que
no
cualquiera,
sólo por desearlo, es un pilluelo de París. ¿De qué arcilla está hecho? Del
primer
fango que se encuentre a mano. Un puñado de barro, un soplo, y he aquí a Adán.
Sólo
basta que Dios pase. Siempre ha pasado Dios junto al
pilluelo.
El
pilluelo es una gracia de la nación, y al mismo tiempo una enfermedad; una
enfermedad
que es preciso curar con la luz.
II
Gavroche
Unos
ocho o nueve años después de los acontecimientos referidos en la segunda parte
de
esta historia, se veía por el boulevard del Temple a un muchachito de once a
doce
años,
que hubiera representado a la perfección el ideal del pilluelo que hemos
bosquejado
más
arriba, si, con la sonrisa propia de su edad en los labios, no hubiera tenido el
corazón
vacío
y opaco. Este niño vestía un pantalón de hombre, pero no era de su padre, y una
camisa
de mujer, que no era de su madre. Personas caritativas lo habían socorrido con
tales
harapos. Y, sin embargo, tenía un padre y una madre; pero su padre no se
acordaba
de
él y su madre no lo quería. Era uno de esos niños dignos de lástima entre todos
los que
tienen
padre y madre, y son huérfanos.
Este
niño no se encontraba en ninguna parte tan bien como en la calle. El empedrado
era
para él menos duro que el corazón de su madre. Sus padres lo habían arrojado al
mundo
de un puntapié. Había empezado por sí mismo a volar.
Era
un muchacho pálido, listo, despierto, burlón, ágil, vivaz. Iba, venía, cantaba,
robaba
un
poco, como los gatos y los pájaros, alegremente; se reía cuando lo llamaban
tunante, y
se
molestaba cuando lo llamaban granuja. No tenía casa, ni pan, ni lumbre, ni amor,
pero
estaba
contento porque era libre.
Sin
embargo, por más abandonado que estuviera este niño, cada dos o tres meses
decía:
¡Voy
a ver a mamá! Y entonces bajaba al muelle, cruzaba los puentes, entraba en el
arrabal,
pasaba la Salpétrière, y se paraba precisamente en el número 50-52 que el lector
conoce
ya, frente a la casa Gorbeau.
La
casa número 50-52, habitualmente desierta, y eternamente adornada con el
letrero:
"Cuartos
disponibles", estaba habitada ahora por gente que, como sucede siempre en
París,
no tenían ningún vínculo ni relación entre sí, salvo ser todos
indigentes.
Había
una inquilina principal, como se llamaba a sí misma la señora Burgon, que había
reemplazado
a la portera de la época de Jean Valjean, que había
muerto.
Los
más miserables entre los que vivían en la casa eran una familia de cuatro
personas,
padre,
madre y dos hijas, ya bastante grandes; los cuatro vivían en la misma
buhardilla.
El
padre al alquilar el cuarto dijo que se llamaba Jondrette. Algún tiempo después
de la
mudanza,
que se había parecido, usando una expresión memorable de la portera, a "la
entrada
de la nada", este Jondrette dijo a la señora Burgon:
-Si
viene alguien a preguntar por un polaco, o por un italiano, o tal vez por un
español,
ése
soy yo.
Esta
familia era la familia del alegre pilluelo. Llegaba allí, encontraba la miseria
y, lo
que
es más triste, no veía ni una sonrisa; el frío en el hogar, el frío en los
corazones.
Cuando
entraba le preguntaban:
-¿De
dónde vienes?
Y
respondía:
-De
la calle.
Cuando
se iba le preguntaban:
-¿Adónde
vas?
Y
respondía:
-A
la calle.
Su
madre le decía:
-¿Entonces,
a qué vienes aquí?
Este
muchacho vivía en una carencia completa de afectos, más no sufría ni echaba la
culpa
a nadie; no tenía una idea exacta de lo que debía ser un padre y una
madre.
Por
lo demás, su madre amaba sólo a sus hermanas.
En
el boulevard del Temple llamaban a este niño el pequeño Gavroche. ¿Por qué se
llamaba
Gavroche? Probablemente porque su padre se llamaba Jondrette. Cortar el hilo
parece
ser el instinto de muchas familias miserables.
El
cuarto que los Jondrette ocupaban en casa Gorbeau estaba al extremo del
corredor.
El
cuarto contiguo estaba ocupado por un joven muy pobre que se llamaba
Marius.
Digamos
ahora quién era Marius.
LIBRO
SEGUNDO
El
gran burgués
I
Noventa
años y treinta y dos dientes
El
señor Lucas-Espíritu Gillenormand era un hombre sumamente particular; era de
otra
época,
un verdadero burgués de esos del siglo XVIII, que vivía su burguesía con la
misma
altivez que un marqués vive su marquesado. Había cumplido noventa años y
caminaba
muy derecho, hablaba alto, bebía mucho, comía, dormía y roncaba. Conservaba
sus
treinta y dos dientes y sólo se ponía anteojos para leer. Era muy aficionado a
las
aventuras
amorosas, pero afirmaba que hacía ya una docena de años que había
renunciado
decididamente a las mujeres. "Ya no les gusto -decía-, porque soy pobre."
Jamás
dijo "porque estoy viejo". Y en realidad confesaba sólo con una pequeña renta.
Vivía
en el Marais, en la calle de las Hijas del Calvario, número 6, en casa
propia.
Era
superficial y tenía muy mal genio. Se enfurecía por cualquier cosa, y muchas
veces
sin
tener la menor razón. Decía groserías con cierta elegante tranquilidad a
indiferencia.
Creía
muy poco en Dios. Era monárquico fanático.
Se
había casado dos veces. La primera mujer le dio una hija, que permaneció
soltera.
La
segunda le dio otra hija, que murió a los treinta años, y que se había casado
por amor
con
un militar que sirvió en los ejércitos de la República y del Imperio, que había
ganado
la
cruz en Austerlitz y recibido el grado de coronel en
Waterloo.
-Es
la deshonra de la familia -decía el viejo Gillenormand.
II
Las
hijas
Las
dos hijas del señor Gillenormand habían nacido con dieciséis años de diferencia.
En
su juventud se habían parecido muy poco, tanto por su carácter como por su
fisonomía.
Fueron lo menos hermanas que se puede ser. La menor era un alma bellísima,
amante
de todo lo que era luz, pensando siempre en flores, versos y música, volando en
los
espacios gloriosos, entusiasta, espiritual, soñando desde la infancia con una
vaga e
ideal
figura heroica. La mayor tenía también su quimera; veía en el futuro algún gran
contratista
muy rico, un marido espléndidamente tonto, un millón hecho
hombre.
La
menor se había casado con el hombre de sus sueños, pero murió. La mayor no se
había
casado. En el momento que ésta sale a la escena en nuestro relato, era una
solterona
mojigata
que estaba a cargo de la casa de su padre. Se la conocía como la señorita
Gillenormand
mayor.
Era
el pudor llevado al extremo. Tenía un recuerdo horrible en su vida: un día le
había
visto
un hombre la liga. Sin embargo, y el que pueda explicará estos misterios de la
inocencia,
se dejaba abrazar sin repugnancia por un oficial de lanceros, sobrino segundo
suyo,
llamado Teódulo.
El
señor Gillenormand tenía dos sirvientes, Nicolasa y Vasco. Cuando alguien
entraba a
su
servicio, el anciano le cambiaba nombre. La criada, por ejemplo, se llamaba
Olimpia;
él
la llamó Nicolasa. El hombre, un gordo de unos cincuenta años incapaz de correr
veinte
pasos, había nacido en Bayona, por lo cual lo llamó Vasco.
Había
además en la casa, entre esta solterona y este viejo, un niño siempre tembloroso
y
mudo
delante del señor Gillenormand, el cual no le hablaba nunca sino con voz severa,
y
algunas
veces con el bastón levantado:
-¡Venid
aquí, caballerito! Bergante, pillo, acercaos a mí. Responded, tunante. Que ni os
vea
yo, galopín, en...
Lo
idolatraba.
Era
su nieto.
LIBRO
TERCERO
El
abuelo y el nieto
I
Un
espectro rojo
Este
niño, de siete años, blanco, sonrosado, fresco, de alegres a inocentes ojos,
siempre
oía
murmurar a su alrededor estas frases: "¡Qué lindo es! ¡Qué lástima! ¡Pobre
niño!" Lo
llamaban
pobre niño porque su padre era "un bandido del Loira".
Este
bandido del Loira era el yerno del señor Gillenormand, y había sido calificado
por
éste
como la deshonra de la familia.
Sin
embargo, quien pasara en aquella época por la pequeña aldea de Vernon, podría
observar
desde lo alto del puente a un hombre que se paseaba casi todos los días con una
azadilla
y una podadora en la mano. Tendría unos cincuenta años, iba vestido con un
pantalón
y una especie de casaca de burdo paño gris, en el cual llevaba cosida una cosa
amarilla
que en su tiempo había sido una cinta roja; en su rostro, tostado por el sol,
había
una
gran cicatriz desde la frente hasta la mejilla; tenía el pelo casi blanco;
caminaba
encorvado,
como envejecido antes de tiempo.
Vivía
en la más humilde de las casas del pueblo. Las flores eran toda su ocupación.
Comía
muy frugalmente, y bebía más leche que vino; era tímido hasta parecer arisco;
salía
muy poco, y no veía a nadie más que a los pobres que llamaban a su ventana, y al
padre
Mabeuf, el cura, que era un buen hombre de bastante edad. Sin embargo, si
alguien
llamaba
a su puerta para ver sus tulipanes y sus rosas, abría
sonriendo.
Era
el bandido del Loira.
Su
nombre era Jorge Pontmercy. Fue un militar que combatió en los ejércitos de
Napoleón
en innumerables batallas, y a quien el emperador concedió la cruz de honor por
su
valentía y fidelidad. Acompañó a Napoleón a la isla de Elba; en Waterloo fue
quien
cogió
la bandera del batallón de Luxemburgo, y fue a colocarla a los pies del
emperador,
todo
cubierto de sangre, pues había recibido, al apoderarse de ella, un sablazo en la
cara.
El
emperador, lleno de satisfacción, le dijo: Sois coronel, barón y oficial de la
Legión de
Honor.
Después
de Waterloo, la Restauración dejó a Pontmercy a media paga, y después lo
envió
al cuartel, es decir, sujeto a vigilancia en Vernon. El rey Luis XVIII,
considerando
como
no sucedido todo lo que se había hecho en los Cien Días, no le reconoció ni la
gracia
de oficial de la Legión de Honor, ni su grado de coronel, ni su título de
barón.
En
tiempos del Imperio, entre dos guerras, había encontrado la oportunidad para
casarse
con la señorita Gillenormand. En 1815 murió esta mujer admirable, inteligente,
poco
común, y digna de su marido, dejándole un niño. Ese niño habría sido la
felicidad
del
coronel en su soledad; pero el abuelo reclamó imperiosamente a su nieto,
declarando
que,
si no se lo entregaba, lo desheredaría. Impuso expresamente que Pontmercy no
trataría
nunca de ver ni hablar a su hijo. El padre accedió por el interés del niño, y no
pudiendo
tener al lado a su hijo, se dedicó a amar a las flores.
La
herencia del abuelo Gillenormand era poca cosa; pero la de la señorita
Gillenormand
mayor
era grande, porque su madre había sido muy rica, y habiendo ella permanecido
soltera,
el hijo de su hermana era su heredero natural. El niño, que se llamaba Marius,
sabía
que tenía padre, pero nada más. Nadie abría la boca para hablarle de él, y llegó
poco
a
poco a no pensar en su padre sino lleno de vergüenza y con el corazón
oprimido.
Mientras
Marius crecía en esta atmósfera, cada dos o tres meses se escapaba el coronel,
iba
furtivamente a París y se apostaba en San Sulpicio, a la hora en que la señorita
Gillenormand
llevaba a Marius a misa; y allí, temblando al pensar que la tía podía darse
vuelta
y verlo, oculto detrás de un pilar, inmóvil, sin atreverse apenas a respirar,
miraba a
su
hijo. Aquel hombre, lleno de cicatrices, tenía miedo de una vieja
solterona.
Aquí
había nacido su amistad con el cura de Vernon, señor
Mabeuf.
Este
digno sacerdote tenía un hermano, administrador de la Parroquia de San Sulpicio,
que
había visto muchas veces a este hombre contemplar a su hijo, y se había fijado
en la
cicatriz
que le cruzaba la mejilla y en la gruesa lágrima que caía de sus ojos. Ese
hombre
de
aspecto tan varonil y que lloraba como una mujer, impresionó al señor Mabeuf. Un
día
que
fue a Vernon a ver a su hermano, se encontró en el puente al coronel Pontmercy,
y
reconoció
en él al hombre de San Sulpicio. Habló de él al cura, y ambos, bajo un pretexto
cualquiera,
hicieron una visita al coronel, visita que trajo detrás de sí muchas
otras.
El
coronel, muy reservado al principio, concluyó por abrir su corazón; y el cura y
su
hermano
llegaron a saber toda la historia, y cómo Pontmercy sacrificaba su felicidad por
el
porvenir de su hijo. Esto hizo nacer en el corazón del párroco un profundo
cariño y
respeto
por el coronel, quien a su vez le tomó gran afecto. Cuando ambos son sinceros,
no
hay nada que se amalgame mejor que un viejo sacerdote y un viejo
soldado.
Dos
veces al año, el 1° de enero y el día de San Jorge, escribía Marius a su padre
cartas
que
le dictaba su tía, y que parecían copiadas de algún formulario; esto era lo
único que
permitía
el señor Gillenormand. El padre respondía en cartas muy tiernas, que el abuelo
se
guardaba en el bolsillo sin leerlas.
Marius
Pontmercy hizo, como todos los niños, los estudios corrientes. Cuando salió de
las
manos de su tía Gillenormand, su abuelo lo entregó a un digno profesor de la más
pura
ignorancia clásica, y así aquel joven espíritu que empezaba a abrirse, pasó de
una
mojigata
a un pedante. Marius terminó los años de colegio, y después entró a la escuela
de
Derecho. Era realista fanático y muy austero. Quería muy poco a su abuelo, cuya
ale-
gría
y cuyo cinismo lo ofendían, y tenía una sombría idea respecto de su
padre.
Por
lo demás, era un joven entusiasta, noble, generoso, altivo, religioso, exaltado,
digno
hasta
la dureza, puro hasta la rudeza.
II
Fin
del bandido
Marius
acababa de cumplir los diecisiete años en 1827 y terminaba sus estudios. Un día
al
volver a su casa vio a su abuelo con una carta en la mano.
-Marius
-le dijo-, mañana partirás para Vernon.
-¿Para
qué? -dijo Marius.
-Para
ver a tu padre.
Marius
se estremeció. En todo había pensado, excepto en que podría llegar un día en
que
tuviera que ver a su padre. No podía encontrar nada más inesperado, más
sorprendente
y, digámoslo, más desagradable. Estaba convencido de que su padre, el
cuchillero
como lo llamaba el señor Gillenormand en los días de mayor amabilidad, no lo
quería,
lo que era evidente porque lo había abandonado y entregado a otros. Creyendo
que
no era amado, no amaba. Nada más sencillo, se decía.
Quedó
tan estupefacto, que no preguntó nada. El abuelo añadió:
-Parece
que está enfermo; lo llama.
Y
después de un rato de silencio, añadió:
-Parte
mañana por la mañana. Creo que hay en la Plaza de las Fuentes un carruaje que
sale
a las seis y llega por la noche. Tómalo. Dice que es de
urgencia.
Después
arrugó la carta y se la metió en el bolsillo.
Marius
hubiera podido partir aquella misma noche, y estar al lado de su padre al día
siguiente
por la mañana, porque salía entonces una diligencia de noche que iba a Rouen y
pasaba
por Vernon. Pero ni el señor Gillenormand ni Marius pensaron en
informarse.
Al
día siguiente al anochecer llegaba Marius a Vernon. Principiaban a encenderse
las
luces.
Encontró la casa sin dificultad. Le abrió una mujer con una lamparilla en la
mano.
-¿El
señor Pontmercy? -dijo Marius.
La
mujer permaneció muda.
-¿Es
aquí?
La
mujer hizo con la cabeza un signo afirmativo. -¿Puedo
hablarle?
La
mujer hizo un gesto negativo.
-¡Es
que soy su hijo! -dijo Marius-. Me espera.
-Ya
no os espera.
Marius
notó entonces que estaba llorando.
La
mujer le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde
entró.
En
aquella, sala, iluminada por una vela de sebo colocada sobre la chimenea, había
tres
hombres;
uno de pie, otro de rodillas y otro tendido sobre los ladrillos. El que estaba
en el
suelo
era el coronel. Los otros dos eran un médico y un sacerdote que
oraba.
El
coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral; al principio
de la
enfermedad
tuvo un mal presentimiento, y escribió al señor Gillenormand para llamar a
su
hijo. El enfermo se agravó, y el mismo día de la llegada de Marius a Vernon el
coronel
había
tenido un acceso de delirio; se había levantado del lecho a pesar de la
oposición de
la
criada, gritando:
-¡Mi
hijo no viene!, ¡voy a buscarlo!
Y
habiendo salido de su cuarto cayó en los ladrillos de la antecámara. Acababa de
expirar.
Habían
sido llamados el médico y el cura; pero el médico llegó tarde y el sacerdote
llegó
tarde. También el hijo llegó tarde.
A
la débil luz de la vela se distinguía en la mejilla del coronel que yacía pálido
en el
suelo,
una gruesa lágrima que brotara de su ojo ya moribundo. El ojo se había apagado,
pero
la lágrima no se había secado aún. Aquella lágrima era la tardanza de su
hijo.
Marius
miró a ese hombre, a quien veía por primera y última vez; contempló su
fisonomía
venerable y varonil, sus ojos abiertos que no miraban, sus cabellos blancos.
Contempló
la gigantesca cicatriz que imprimía un sello de heroísmo en aquella
fisonomía,
marcada por Dios con el sello de la bondad. Pensó que ese hombre era su
padre,
y que estaba muerto, y permaneció inmóvil.
La
tristeza que experimentó fue la misma que hubiera sentido ante cualquier otro
muerto.
El dolor, un dolor punzante, reinaba en la sala. La criada sollozaba en un
rincón,
el
sacerdote rezaba y se le oía suspirar, el médico se secaba las lágrimas; el
cadáver
lloraba
también.
El
médico, el sacerdote y la mujer miraban a Marius en medio de su aflicción, sin
decir
una
palabra. Allí era él el extraño; se sentía poco conmovido, y avergonzado de su
actitud.
Como tenía el sombrero en la mano, lo dejó caer al suelo para hacer creer que el
dolor
le quitaba fuerzas para sostenerlo.
Al
mismo tiempo sentía un remordimiento, y se despreciaba por obrar así. Pero, ¿era
esto
culpa suya? ¡Después de todo, él no amaba a su padre!
El
coronel no dejaba nada. La venta de sus muebles apenas alcanzó para pagar el
entierro.
La criada encontró un pedazo de papel que entregó a Marius; en él el coronel
había
escrito lo siguiente: "Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de
batalla
de Waterloo. Ya que la Restauración me niega este título que he comprado con mi
sangre,
mi hijo lo tomará y lo llevará. Estoy cierto que será digno de
él".
A
la vuelta de la hoja, el coronel había añadido: "En la batalla de Waterloo un
sargento
me
salvó la vida; se llama Thenardier. Creo que tenía una posada en un pueblo de
los
alrededores
de París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo lo encuentra, haga por él
todo
el bien que pueda".
Marius
cogió este papel y lo guardó, no por amor a su padre, sino por ese vago respeto
a
la muerte que tan imperiosamente vive en el corazón del
hombre.
Nada
quedó del coronel. El señor Gillenormand hizo vender a un prendero su espada y
su
uniforme. Los vecinos arrasaron con el jardín para robar las flores más raras;
las
demás
plantas se convirtieron en maleza y murieron.
Marius
permaneció sólo cuarenta y ocho horas en Vernon. Después del entierro volvió
a
París, y se entregó de lleno al estudio del Derecho, sin pensar más en su padre
como si
no
hubiera existido nunca.
III
Cuán
útil es ir a misa para hacerse revolucionario
Marius
había conservado los hábitos religiosos de la infancia. Un domingo que fue a
misa
a San Sulpicio, a la misma capilla de la Virgen a que lo llevaba su tía cuando
era
pequeño,
estaba distraído y más pensativo que de ordinario y se arrodilló, sin
advertirlo,
sobre
una silla de terciopelo en cuyo respaldo estaba escrito este nombre: "Señor
Mabeuf,
administrador".
Apenas empezó la misa, se presentó un anciano y le dijo:
-Caballero,
ése es mi sitio.
Marius
se apartó en seguida, y el viejo ocupó su silla.
Cuando
acabó la misa, Marius permaneció meditabundo a algunos pasos de distancia;
el
viejo se acercó otra vez y le dijo:
-0s
pido perdón de haberos molestado antes y molestaros otra vez en este momento,
pero
tal vez me habréis creído impertinente y debo daros una
explicación.
-No
hay necesidad, caballero -dijo Marius.
-¡Oh,
sí! -contestó el viejo-. No quiero que os forméis mala idea de mí. Este sitio es
mío.
Me parece que desde él es mejor la misa. ¿Y por qué? Voy a decíroslo. A este
mismo
sitio he visto venir por espacio de diez años, cada dos o tres meses, a un pobre
padre
que no tenía otro medio ni otra ocasión de ver a su hijo, porque se lo impedían,
problemas
de familia. Venía a la hora en que siempre traían a su hijo a misa. El niño no
sabía
que su padre estaba ahí, ni aun sabía, tal vez, el inocente, que tenía padre. El
padre
se
ponía detrás de esta columna para que no lo vieran, miraba a su hijo y lloraba.
¡Adora-
ba
a ese niño el pobre hombre! Yo fui testigo de todo eso. Este sitio está como
santificado
para
mí, y he tomado la costumbre de venir a él a oír la misa. Traté un poco a ese
caballero
de que os hablo. Tenía un suegro y una tía rica que amenazaban desheredar al
hijo
si él lo veía; y se sacrificó para que su hijo fuese algún día rico y feliz.
Parece que los
separaban
las opiniones políticas. ¡Dios mío! Porque un hombre haya estado en Waterloo
no
es un monstruo; no por eso se debe separar a un padre de su hijo. Era un coronel
de
Bonaparte,
y ha muerto, según creo. Vivía en Vernon, donde tengo un hermano cura, y se
llamaba
algo así como Pontmarie o Montpercy. Tenía una gran cicatriz en la
cara.
-Pontmercy
-dijo Marius, poniéndose pálido.
-Precisamente,
Pontmercy. ¿Lo conocéis?
-Caballero
-dijo Marius-, era mi padre.
El
viejo juntó las manos, y exclamó:
-¡Ah,
sois su hijo! Sí, ahora debía de ser ya un hombre. Pues bien, podéis decir que
habéis
tenido un padre que os ha querido mucho.
Marius
ofreció el brazo al anciano y lo acompañó hasta su casa.
Al
día siguiente dijo al señor Gillenormand:
-Hemos
arreglado entre algunos amigos una partida de caza. ¿Me dejáis ir por tres
días?
-¡Por
cuatro! -respondió el abuelo-. Anda, diviértete.
Y,
guiñando el ojo, dijo en voz baja a su hija: -Algún
amorcillo.
El
joven estuvo tres días ausente, después volvió a París, se fue derecho a la
biblioteca
de
Jurisprudencia y pidió la colección del Monitor.
En
él leyó la historia de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena,
todo
lo
devoró. La primera vez que encontró el nombre de su padre en los boletines del
gran
ejército,
tuvo fiebre durante una semana. Visitó a todos los generales a cuyas órdenes
había
servido Jorge Pontmercy. El señor Mabeuf, a quien había vuelto a ver, le contó
la
vida
en Vernon, el retiro del coronel, sus flores, su soledad. Marius llegó a conocer
íntimamente
a aquel hombre excepcional, sublime y amable, a aquella especie de
león-cordero,
que había sido su padre.
Mientras
tanto, ocupado en este estudio que le consumía todo su tiempo y todos sus
pensamientos,
casi no veía al señor Gillenormand. Iba a casa sólo a las horas de comer.
Gillenormand
se sonreía.
-¡Bien!
Está en la edad de los amores -murmuraba.
Un
día añadió:
-¡Demonios!
Creía que esto era una distracción; pero voy viendo que es una
pasión.
Era
una pasión, en efecto. Marius comenzaba a adorar a su
padre.
Al
mismo tiempo se operaba un extraordinario cambio en sus ideas. Se dio cuenta de
que
hasta aquel momento no había comprendido ni a su patria ni a su padre. Hasta
entonces
palabras como república a imperio habían sido monstruosas. La república, una
guillotina
en el crepúsculo; el imperio, un sable en la noche. De pronto vio brillar
nombres
como Mirabeau, Vergniaud, Saint Just, Robespierre, Camille Desmoulins,
Danton,
y luego vio elevarse un sol, Napoleón. Poco a poco pasó el asombro, se
acostumbró
a esta nueva luz, y la revolución y el imperio tomaron una muy diferente
perspectiva
ante sus ojos.
Estaba
lleno de pesares, de remordimientos; pensaba desesperado que no podía decir
todo
lo que tenía en el alma más que a una tumba. Marius tenía un llanto continuo en
el
corazón.
Al
mismo tiempo se hacía más formal, más serio, se afirmaba en su fe, en su
pensamiento.
A cada instante un rayo de luz de la verdad venía a completar su razón; se
verificaba
en él un verdadero crecimiento interior. Donde antes veía la caída de la
monarquía,
veía ahora el porvenir de Francia; había dado una vuelta
completa.
Todas
estas revoluciones se verificaban en él sin que su familia lo
sospechara.
Cuando
en esta misteriosa metamorfosis hubo perdido completamente la antigua piel de
borbónico
y de ultra; cuando se despojó del traje de aristócrata y de realista; cuando fue
completamente
revolucionario, profundamente demócrata y casi republicano, mandó
hacer
cien tarjetas con esta inscripción: El barón Marius
Pontmercy.
Pero,
como no conocía a nadie a quien darlas, se las guardó en el
bolsillo.
Como
consecuencia natural, a medida que se aproximaba a su padre, a su memoria, a
las
cosas por las cuales el coronel había luchado veinticinco años, se alejaba de su
abuelo.
Ya
hemos dicho que hacía tiempo que no le agradaba el carácter del señor
Gillenormand.
Entre
ambos existían todas las disonancias que puede haber entre un joven serio y un
viejo
frívolo.
Mientras
que habían tenido unas mismas opiniones políticas a ideas comunes, Marius
se
encontraba como en un puente con el señor Gillenormand. Cuando se hundió el
puente,
los separó el abismo. Sentía profunda rebelión cuando recordaba que el señor
Gillenormand
lo había separado sin piedad del coronel, privando al hijo de su padre y al
padre
de su hijo.
Por
compasión hacia su padre, llegó casi a tener aversión a su abuelo. Pero nada de
esto
salía
al exterior. Solamente se notaba que cada día se mostraba más frío, más lacónico
en
la
mesa, y con más frecuencia ausente de la casa. Marius hacía a menudo algunas
escapatorias.
-Pero,
¿adónde va? -preguntaba la tía.
En
uno de estos viajes, siempre cortos, fue a Montfermeil para cumplir la
indicación
que
su padre le había hecho, y buscó al antiguo sargento de Waterloo, al posadero
Thenardier.
Thenardier había quebrado; la posada estaba cerrada, y nadie sabía qué había
sido
de él.
-Decididamente
-dijo el abuelo-, el joven se mueve.
Había
notado que Marius llevaba bajo la camisa, sobre su pecho, algo que pendía de
una
cinta negra que colgaba del cuello.
IV
Algún
amorcillo
El
señor Gillenormand tenía un sobrino, el teniente Teódulo Gillenormand, que los
visitaba
en París en tan raras ocasiones que Marius nunca había llegado a conocerlo.
Teódulo
era el favorito de la tía Gillenormand, que tal vez lo prefería porque no lo
veía
casi
nunca. No ver a las personas es cosa que permite suponer en ellas todas las
perfecciones.
Una
mañana, la señorita Gillenormand mayor estaba bordando en su cuarto y pensando
con
curiosidad en las ausencias de Marius. Este acababa de pedir permiso al abuelo
para
hacer
un corto viaje, y saldría esa misma tarde. De pronto se abrió la puerta; levantó
la
mirada
y vio al teniente Teódulo ante ella haciéndole el saludo militar. Dio un grito
de
alegría.
Una mujer puede ser vieja, mojigata, devota, tía, pero siempre se alegra al ver
entrar
en su cuarto a un gallardo oficial de lanceros.
-¡Tú
aquí, Teódulo! -exclamó.
-¡De
paso no más, tía! Parto esta tarde. Cambiamos de guarnición y para ir a la nueva
tenemos
que pasar por París, y me he dicho: Voy a ver a mi tía.
-Pues
aquí tienes por la molestia.
Y
le puso diez luises en la mano.
-Por
el placer querréis decir, querida tía.
Teódulo
la abrazó por segunda vez y ella tuvo el placer de que le rozara un poco el
cuello
con los cordones del uniforme.
-¿Haces
el viaje a caballo con lo regimiento?
-No,
tía. Como quería veros, tengo un permiso especial. El asistente lleva mi
caballo, y
yo
voy en la diligencia. Y a propósito, tengo que preguntaros una cosa. ¿Está de
viaje
también
mi primo
Marius
Pontmercy? Pues al llegar fui a la diligencia a tomar mi asiento en berlina y he
visto
su nombre en la hoja.
-¡Ah,
el sinvergüenza! -exclamó- ella-. ¡Va a pasar la noche en la
diligencia!
-Igual
que yo, tía.
-Pero
tú vas por deber, en cambio él va por una aventura.
Entonces
sucedió una cosa notable: a la señorita Gillenormand se le ocurrió una
idea.
-¿Sabes
que lo primo no lo conoce? -preguntó repentinamente a
Teódulo.
-Sí,
lo sé. Yo lo he visto, pero él nunca se ha dignado
mirarme.
-¿Y
vais a viajar juntos?
-El
en imperial, y yo en berlina.
-¿Adónde
va esa diligencia?
-A
Andelys.
-¿Es
allí donde irá Marius?
-Sí,
como no sea que haga como yo, y se quede en el camino. Yo bajo en Vernon para
tomar
el coche de Gaillon. No sé el itinerario de Marius.
-Escucha,
Teódulo.
-Os
escucho, tía.
-Lo
que pasa es que Marius se ausenta a menudo, y viaja, y duerme fuera de casa.
Quisiéramos
saber qué hay en esto.
Teódulo
respondió con la calma de un hombre experimentado:
-Algún
amorío.
-Es
evidente -dijo la tía, que creyó oír hablar al señor Gillenormand. Después
añadió:
-Haznos
el favor. Sigue un poco a Marius; esto lo será fácil porque él no lo conoce; y
si
se
trata de una mujer, haz lo posible por verla. Nos escribirás contándonos la
aventura, y
se
divertirá el abuelo.
No
le gustaba mucho a Teódulo este espionaje; pero los diez luises lo habían
emocionado
y creía que podrían traer otros detrás. Aceptó, pues, la comisión y su tía lo
abrazó
otra vez.
En
la noche que siguió a este diálogo, Marius subió a la diligencia sin sospechar
que iba
vigilado.
En cuanto al vigilante, la primera cosa que hizo fue dormirse con un sueño
pesado
y largo. Al amanecer el día, el mayoral de la diligencia
gritó:
-¡Vernon!
¡Relevo de Vernon! ¡Los viajeros de Vernon!
Y
el teniente Teódulo se despertó.
-¡Bueno!
-murmuró medio dormido aún- aquí es donde me bajo.
Después
empezó a despejarse su memoria poco a poco y se acordó de su tía, de los diez
luises
y de la promesa que había hecho de contar los hechos y dichos de Marius. Esto le
hizo
reír.
-Ya
no estará tal vez en el coche -pensó abotonándose la casaca del uniforme-. ¿Qué
diablos
voy a escribir ahora a mi buena tía?
En
aquel momento apareció en la ventanilla de la berlina un pantalón negro que
descendía
de la imperial.
-¿Será
Marius? -se dijo el teniente.
Era
Marius.
Al
pie del coche, y entre los caballos y los postillones„ una jovencita del pueblo
ofrecía
flores
a los viajeros.
-Flores
para vuestras damas, señores -gritaba.
Marius
se acercó a la joven y le compró las flores más hermosas que llevaba en la
cesta.
-Vamos
bien -dijo Teódulo saltando de la berlina-, esto ya me está gustando. ¿A quién
diantre
va a llevar esas flores? Es preciso que sea una mujer muy linda para merecer tan
hermoso
ramillete. Hay que conocerla.
Y
no ya por mandato, sino por curiosidad personal, como los perros que cazan por
cuenta
propia, se puso a seguir a su primo.
Marius
no lo vio, a él ni a las elegantes mujeres que pasaban a su lado; parecía no ver
nada
a su alrededor.
-¡Está
enamorado! -pensó Teódulo.
Marius
se dirigió a la iglesia, pero no entró; dio la vuelta por detrás del
presbiterio, y
desapareció.
-La
cita es fuera de la iglesia -dijo Teódulo-. ¡Magnífico! Veamos quién es esa
mujer.
Y
se adelantó en puntillas hacia el sitio en que había dado la vuelta
Marius.
Cuando
llegó allí se quedó estupefacto.
Marius,
con la frente entre ambas manos, estaba arrodillado en la hierba, junto a una
tumba.
Había deshojado el ramo sobre ella. En el extremo de la fosa había una cruz de
madera
negra, con este nombre escrito en letras blancas: El coronel barón de
Pontmercy.
Oyó
los sollozos de Marius.
La
mujer era una tumba.
V
Mármol
contra granito
Allí
era donde había ido Marius la primera vez que se ausentó de París. Allí iba cada
vez
que el señor Gillenormand decía: " Pasa la noche fuera".
El
teniente Teódulo quedó desconcertado a consecuencia de este encuentro inesperado
con
un sepulcro; experimentaba una sensación desagradable y singular, que no hubiera
podido
analizar, y que se componía del respeto a una tumba, y del respeto a un coronel.
Retrocedió
en silencio, dejando a Marius solo en el cementerio. No sabiendo qué escribir
a
la tía, tomó el partido de no escribirle. Y probablemente no hubiera servido de
nada el
descubrimiento
hecho por Teódulo sobre los amores de Marius, si por una de esas
coincidencias
misteriosas, tan frecuentes en los sucesos más casuales, la escena de
Vemon
no hubiera tenido, por decirlo así, una especie de eco casi inmediato en
París.
Marius
volvió de Vernon tres días después a media mañana; llegó a casa de su abuelo,
y,
cansado por las dos noches de insomnio que había pasado en la diligencia, sólo
pensó
en
ir a darse un baño a la escuela de natación para reparar sus fuerzas. Se sacó
apresuradamente
el abrigo y el cordón negro que llevaba al cuello, y se
fue.
El
señor Gillenormand, que se levantaba de madrugada como todos los viejos fuertes
y
sanos,
lo oyó entrar, y se apresuró a subir lo más rápido que le permitieron sus
piernas la
escalera
del cuarto de Marius, con el objeto de saludarlo y de interrogarlo al mismo
tiempo,
para saber de dónde venía.
Pero
el joven había empleado menos tiempo en bajar que él en subir, y cuando el
abuelo
entró en la pieza, ya Marius había salido.
La
cama estaba hecha, y sobre ella se encontraban su abrigo y el cordón negro que
Marius
llevaba al cuello.
-Mejor
así -murmuró el anciano.
Y
un momento después hacía una entrada triunfal en la sala en que estaba bordando
la
señorita
Gillenormand. Llevaba en una mano el abrigo y el cordón en la
otra.
-¡Victoria!
-exclamó-. ¡Vamos a resolver el misterio! ¡Vamos a palpar los libertinajes
de
este hipócrita! Tengo el retrato.
En
efecto, del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante a un
medallón.
La
caja se abrió apretando un resorte, pero no encontraron en ella más que un papel
cuidadosamente
doblado.
-Ya
sé lo que es -dijo el señor Gillenormand echándose a reír-. ¡Una carta de
amor!
-¡Ah!
¡Leámosla! -dijo la tía.
-"Para
mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Ya que
la
Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre, mi hijo lo
tomará y
lo
llevará. Estoy cierto que será digno de él."
El
señor Gillenormand dijo en voz baja, y como hablándose a sí
mismo:
-Es
la letra del bandido.
La
tía examinó el papel, lo volvió en todos sentidos, y después lo volvió a poner
en la
cajita.
En aquel momento cayó al suelo del bolsillo del abrigo un paquetito cuadrado,
envuelto
en papel azul. La señorita Gillenormand lo recogió, y desdobló el papel azul;
era
el
ciento de tarjetas de Marius. Cogió una y se la dio a su padre, que leyó: El
barón
Marius
Pontmercy.
El
señor Gillenormand cogió el cordón, la caja y el abrigo, los tiró al suelo en
medio de
la
sala, y llamó a Nicolasa.
-¡Sacad
de aquí esas porquerías! -le gritó.
Pasó
una hora en profundo silencio.
De
pronto apareció Marius. Antes de atravesar el umbral del salón, vio a su abuelo
que
tenía
en la mano una de sus tarjetas. El anciano, al verlo, exclamó con su aire de
superioridad
burguesa y burlona:
-¡Vaya,
vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te felicito. ¿Qué quiere decir todo
esto?
Marius
se ruborizó ligeramente, y respondió:
-Eso
quiere decir que soy el hijo de mi padre.
El
señor Gillenormand dejó de reírse, y dijo con dureza:
-Tu
padre soy yo.
-Mi
padre -dijo Marius muy serio y con los ojos bajos- era un hombre humilde y
heroico,
que sirvió gloriosamente a la República y a Francia; que fue grande en la
historia
más
grande que han hecho los hombres; que vivió un cuarto de siglo en el campo de
batalla,
por el día bajo la metralla y las balas, de noche entre la nieve, en el lodo,
bajo la
lluvia;
que recibió veinte heridas; que ha muerto en el olvido y en el abandono, y que
no
ha
cometido en su vida más que una falta, amar demasiado a dos ingratos: su país y
yo.
Esto
era más de lo que el señor Gillenormand podía oír. Cada una de las palabras que
Marius
acababa de pronunciar, principiando por la república, había hecho en el rostro
del
viejo
realista el efecto del soplo de un fuelle de fragua sobre un tizón
encendido.
-¡Marius!
-exclamó-. ¡Mocoso insolente! ¡Yo no sé lo que era lo padre! ¡No quiero
saberlo!
¡No sé nada! ¡Pero lo que sé es que entre esa gente nunca ha habido más que
miserables!
Eran todos unos pordioseros, asesinos, boinas rojas, ladrones. ¡Todos! ¿Lo
oyes,
Marius? ¡Ya lo ves, eres tan barón como mi zapatilla! ¡Todos eran bandidos los
que
sirvieron
a Bonaparte! ¡Todos traidores, que vendieron a su rey legítimo! ¡Todos
cobardes,
que huyeron ante los prusianos y los ingleses en Waterloo! Esto es lo que sé. Si
vuestro
señor padre es uno de ellos, lo ignoro, lo siento.
Marius
temblaba entero; no sabía qué hacer; le ardía la cabeza. Su padre acababa de ser
pisoteado
y humillado en su presencia; pero, ¿por quién? Por su abuelo. ¿Cómo vengar al
uno
sin ultrajar al otro? Permaneció algunos instantes aturdido y vacilante, con
todo este
remolino
en la mente; después levantó los ojos, miró fijamente a su abuelo, y gritó con
voz
tonante:
-¡Abajo
los Borbones! ¡Abajo ese cerdo de Luis XVIII!
Luis
XVIII había muerto hacía cuatro años; pero a Marius le daba lo
mismo.
El
anciano pasó del color escarlata que tenía de rabia a una blancura mayor que la
de
sus
cabellos. Dio algunos pasos por la habitación, y después se inclinó ante su
hija, que
asistía
a esta escena con el estupor de una oveja, y le dijo con una sonrisa casi
tranquila:
-Un
barón como este caballero y un plebeyo como yo no pueden vivir bajo un mismo
techo.
Y
después, enderezándose pálido, tembloroso, amenazante, en el colmo de la cólera,
extendió
el brazo hacia Marius, y le gritó:
-¡Vete!
Marius
salió de la casa.
Al
día siguiente, el señor Gillenormand dijo a su hija:
-Enviaréis
cada seis meses sesenta pistolas a ese bebedor de sangre, y no me volveréis a
hablar
de él.
Marius
se fue indignado. Una de esas pequeñas fatalidades que complican los dramas
domésticos
hizo que cuando Nicolasa llevó "las porquerías" de Marius a su cuarto, se
cayera
en la escala, que estaba muy obscura, el medallón de tafilete negro con la carta
del
coronel.
Al no poderlo encontrar, Marius supuso que el señor Gillenormand, como lo
llamaba
desde ahora, lo había arrojado al fuego.
Se
fue sin decir ni saber adónde, con treinta francos, su reloj y algunas ropas en
un
maletín.
Subió a un cabriolé, lo contrató por horas, y se dirigió, a la ventura, al
Barrio
Latino.
¿Qué iba a ser de él?
LIBRO
CUARTO
Los
amigos del ABC
I
Un
grupo que estuvo a punto de ser histórico
En
aquella época, indiferente en apariencia, corría vagamente cierto
estremecimiento
revolucionario.
Algunos soplos, que salían de las profundidades de 1789 y 92, flotaban en
el
aire. La juventud estaba, si se nos permite la palabra, mudando la piel. Se
transformaba,
casi sin saberlo, por el propio movimiento de los tiempos. Los realistas se
hacían
liberales: los liberales se hacían demócratas.
Era
como una marea ascendente complicada con miles de otras mareas. Se producían
las
más curiosas mezclas de ideas, como ser un extraño liberalismo
bonapartista.
Otros
grupos de pensadores eran más serios. En ellos se sondeaba el principio; se
buscaba
un fundamento en el derecho; se apasionaba por lo absoluto; se vislumbraban las
realizaciones
infinitas. Lo absoluto por su misma rigidez impulsa el pensamiento hacia el
cielo,
y lo hace flotar en el espacio ilimitado. Pero nada mejor que el sueño para
engendrar
el porvenir. La utopía de hoy es carne y hueso mañana.
No
había entonces todavía en Francia vastas organizaciones subyacentes, pero
algunos
canales
ocultos se iban ya ramificando, y existía en París, entre otras, la sociedad de
los
amigos
del ABC.
¿Y
qué eran los amigos del ABC? Una sociedad que tenía por objeto, en apariencia,
la
educación
de los niños, y en realidad la reivindicación de los
hombres.
Se
declaraban amigos del Abaissé.* Para ellos el Abaissé o ABC era el pueblo y
querían
ponerlo de pie. Retruécano que no debemos tomar a la ligera, pues hay ejemplos
muy
poderosos, como Tú eres piedra y sobre esta piedra construiré mi
iglesia.
Los
amigos del ABC eran pocos; componían una sociedad secreta en estado de
embrión,
casi podríamos decir una camarilla si las camarillas pudiesen producir héroes.
Se
reunían en París en dos puntos: cerca del Mercado en una taberna llamada
Corinto,
donde
acudían los obreros; y cerca del Panteón, en un pequeño café de la plaza
Saint-Michel,
llamado Café Musain, donde acudían los estudiantes.
Los
conciliábulos habituales de los amigos del ABC se celebraban en una sala
interior
del
Café Musain. Esta sala, bastante apartada del café, con el cual se comunicaba
por un
largo
corredor, tenía dos ventanas y una puerta con escalera secreta, que daba a la
callejuela
de Grés. Allí se fumaba, se bebía, se jugaba y se reía. Se hablaba de todo a
gritos,
pero de una cosa en voz baja. En la pared estaba clavado un antiguo mapa de
Francia
en tiempo de la República, indicio suficiente para excitar el olfato de
cualquier
agente
de policía.
La
mayor parte de los amigos del ABC eran estudiantes, en cordial armonía con
algunos
obreros. Pertenecen en cierta manera a la historia de Francia.
*Abaissé
signiflca en francés humillado, abatido.
Los
principales eran: Enjolras, Combeferre, Prouvaire, Feuilly, Courfeyrac, Bahorel,
Laigle,
Joly, Grantaire.
Por
la gran amistad que los unía llegaron a formar una especie de familia.
Constituyeron
un grupo extraordinario, que desapareció en las invisibles profundidades
del
pasado.
Enjolras
era hijo único y muy rico; su rostro era bello como el de un ángel; a los
veintidós
años aparentaba tener diecisiete. Parecía no saber que existían las mujeres y
los
placeres.
No había para él más pasión que el derecho; ni más pensamiento que destruir el
obstáculo.
Era severo en sus alegrías y bajaba castamente los ojos ante todo lo que no era
la
República. Al lado de Enjolras que representaba la lógica, Combeferre
representaba la
filosofía
de la revolución; revolución, decía, pero también civilización. El bien debe ser
inocente,
repetía sin cesar.
Prouvaire
tocaba la flauta, cultivaba flores, hacía versos, amaba al pueblo, lloraba por
los
niños, confundía en la misma esperanza el porvenir y Dios, y censuraba a la
Revolución
por haber cortado una cabeza real: la de Andrés Chenier. También era hijo
único
y de familia rica. Era muy tímido, y sin embargo
intrépido.
Feuilly
era un obrero huérfano de padre y madre que ganaba penosamente tres francos
al
día y que no tenía más que un pensamiento: libertar al
mundo.
Courfeyrac
era de familia aristocrática. Tenía esa verbosidad de la juventud, que podría
llamarse
la belleza del diablo del espíritu.
Bahorel
estudiaba Leyes; era un talento penetrante, y más pensador de lo que parecía.
Tenía
por consigna no ser jamás abogado; cuando pasaba frente a la Escuela de Derecho,
lo
que sucedía en raras ocasiones, tomaba toda clase de precauciones para no ser
infectado.
Sus padres eran campesinos a quienes había inculcado el respeto por su
hijo.
Laigle
era un muchacho alegre y desgraciado. Su especialidad consistía en que todo le
salía
mal; pero él se reía de todo. A los veinticinco años ya era calvo. Era pobre,
pero
tenía
un bolsillo inagotable de buen humor. Hacía un lento camino hacia la carrera de
abogado.
Joly
era el enfermo imaginario joven. Lo único que había conseguido al estudiar
medicina
era hacerse más enfermo que médico. A los veintitrés años se pasaba la vida
mirándose
la lengua al espejo y tomándose el pulso. Por lo demás, era el más alegre de
todos.
En
medio de estos corazones ardientes, de estos espíritus convencidos de un ideal,
había
un escéptico, Grantaire, que se cuidaba mucho de creer en algo. Era uno de los
estudiantes
que más habían aprendido en sus cursos: sabía perfectamente dónde estaba el
mejor
café, el mejor billar, las mejores mujeres, el mejor vino. Se reía de todas las
grandes
palabras como derechos del hombre, contrato social, Revolución Francesa,
república,
etc. Pero sí tenía su propio fanatismo, que no era una idea ni un dogma, sino
que
era Enjolras. Grantaire lo admiraba, lo veneraba, lo necesitaba precisamente por
ser
tan
opuesto a él. Pero Enjo1ras, como era creyente, despreciaba a este escéptico; y
como
era
sobrio, despreciaba a este borrachín.
II
Oración
fúnebre por Blondeau
Una
tarde, Laigle estaba recostado perezosamente en el umbral de la puerta del Café
Musain.
Tenía el aspecto de una cariátide en vacaciones. No llevaba consigo más que sus
ensueños,
y miraba lánguidamente hacia la plaza Saint-Michel. De pronto vio, a través de
su
sonambulismo, un cabriolé que pasaba con lentitud por la plaza. Iba dentro, al
lado del
cochero,
un joven, y delante del joven una maleta. La maleta mostraba a los transeúntes
este
nombre escrito en gruesas letras negras en un papel pegado a la tela: Marius
Pontmercy.
Este
nombre hizo cambiar la posición a Laigle. Se enderezó, y gritó al joven del
cabriolé:
-¡Señor
Marius Pontmercy!
El
cabriolé se detuvo.
El
joven, que parecía ir meditando, levantó los ojos.
-¿Sois
el señor Marius Pontmercy?
-Sin
duda.
-Os
buscaba -dijo Laigle.
-¿Cómo
me conocéis? -preguntó Marius-. Yo no os conozco.
-Ni
yo tampoco a vos -dijo Laigle.
Marius
creyó encontrarse con un chistoso, y como no estaba del mejor humor para
bromas
en aquel momento en que recién salía para siempre de casa de su abuelo, frunció
el
entrecejo.
Pero
Laigle, imperturbable, prosiguió:
-No
fuisteis anteayer a la escuela.
-Es
posible.
-Es
la verdad.
¿Sois
estudiante de Derecho? -preguntó Marius. -Sí, señor, como vos. Anteayer entré
en
la Base por casualidad; ya comprenderéis que alguna que otra vez le dan a uno
esas
ideas.
El profesor iba a pasar lista, y no ignoráis cuán ridículos son todos los
profesores
en
esos momentos. A las tres faltas os borran de la matrícula; sesenta francos
perdidos.
Marius
puso atención. Laigle continuó:
-El
que pasaba lista era Blondeau. Ya lo conocéis; con su nariz puntiaguda husmea
con
deleite
a los ausentes. Repitió tres veces un nombre, Marius Pontmercy. Nadie respondió.
Lleno
de esperanzas, tomó su pluma. Caballero, yo tengo buenos sentimientos. Me dije:
"Van
a borrar a un buen muchacho, a un honorable perezoso, que falta a clase, que
vagabundea,
que corre detrás de las mujeres, que puede estar en este instante con mi
amante.
Salvémoslo. ¡Muera Blondeau! ¡Pérfido Blondeau, no tendrás lo víctima, yo lo la
arrebataré",
y grité: ¡Presente! Y esto hizo que no os borraran...
-¡Caballero!
-dijo Marius.
-Y
que el borrado haya sido yo -añadió Laigle.
-No
os comprendo -dijo Marius.
-Nada
más sencillo. Yo estaba cerca de la cátedra para responder, y cerca de la puerta
para
marcharme. El profesor me miraba con cierta fijeza. De repente Blondeau salta a
la
letra
L. La L es mi letra, porque me llamo Laigle.
-¡L'Aigle!
¡Qué hermoso nombre!
-Caballero,
Blondeau llegó a este hermoso nombre, y gritó "¡Laigle!" Yo respondí
"¡Presente!"
Entonces Blondeau me miró con la dulzura del tigre, se sonrió, me dijo: "Si
sois
Pontmercy, no sois Laigle". Dicho esto, me borró.
Marius
exclamó:
-Caballero,
cuánto siento...
-Ante
todo -lo interrumpió Laigle-, pido embalsamar a Blondeau con el siguiente
epitafio:
"Aquí yace Blondeau, el narigón, el buey de la disciplina, el ángel de las
listas
de
asistencia, que fue recto, cuadrado, rígido, honesto y repelente. Que Dios lo
borre
como
él me borró a mí".
-Lo
siento tanto... -balbuceó Marius.
-Joven
-dijo Laigle-, que os sirva esto de lección: sed más puntual en
adelante.
-Os
pido mil perdones.
-No
os expongáis a que borren a vuestro prójimo.
-Estoy
desesperado.
Laigle
soltó una carcajada.
-Y
yo, dichoso. Estaba a punto de ser abogado y esto me salvó. Renuncio a los
triunfos
del
foro. No defenderé a la viuda ni atacaré al huérfano. Nada de toga, nada de
estrados.
Obtuve
que me borraran; y a vos os lo debo, señor Pontmercy. Debo haceros
solemnemente
una visita de agradecimiento. ¿Dónde vivís?
-En
este cabriolé -dijo Marius.
-Señal
de opulencia -respondió Laigle con tranquilidad-. Os felicito. Tenéis una
habitación
de nueve mil francos por año.
En
ese momento salió Courfeyrac del café.
Marius
sonrió tristemente.
-Estoy
en este hogar desde hace dos horas, y deseo salir de él; pero no sé adónde
ir.
-Caballero
-dijo Courfeyrac-, venid a mi casa.
Tengo
la prioridad -observó Laigle-, pero no tengo casa.
Courfeyrac
subió al cabriolé.
-Cochero
-dijo-, hostería de la Puetta SaintJacques.
Y
esa misma tarde, Marius se instaló en un cuarto de la hostería de la Puerta
Saint
Jacques
al lado de Courfeyrac.
III
El
asombro de Marius
En
pocos días se hizo Marius amigo de Courfeyrac. La juventud es la estación de las
soldaduras
rápidas y de las cicatrices leves. Marius, al lado de Courfeyrac, respiraba
libremente,
cosa que era bastante nueva para él. Courfeyrac no le hizo ninguna pregunta,
ni
pensó siquiera en hacerla. A esa edad, las fisonomías lo dicen todo en seguida y
la
palabra
es inútil. Hay jóvenes que tienen rostros abiertos. Se miran y se
conocen.
Sin
embargo, una mañana Courfeyrac le hizo bruscamente esta
pregunta:
-A
propósito, ¿tenéis opinión política?
-¡Vaya!
-dijo Marius, casi ofendido de la pregunta.
-¿Qué
sois?
-Demócrata
bonapartista.
-Matiz
gris de ratón confiado -dijo Courfeyrac.
Al
día siguiente, Courfeyrac llevó a Marius al Café Musain y le dijo al oído
sonriéndose:
-Es
preciso que os dé vuestra entrada a la revolución.
Lo
condujo a la sala de los amigos del ABC, y lo presentó a los demás compañeros,
diciendo
sólo estas palabras, que Marius no comprendió:
-Un
discípulo.
Marius
había caído en un avispero de talentos, pero, aunque silencioso y grave, no era
su
inteligencia la menos ágil, ni la menos dotada.
Hasta
entonces solitario y aficionado al monólogo y al aparte, por costumbre y por
gusto,
se quedó como asustado ante esa bandada de pájaros. El vaivén tumultuoso de
aquellos
ingenios libres y laboriosos confundía sus ideas.
Oía
hablar de filosofía, de literatura, de arte, de historia y de religión, de una
manera
inaudita.
Vislumbraba aspectos extraños, y como no los ponía en perspectiva, no estaba
seguro
de no ver el caos. Al abandonar las opiniones de su abuelo por las de su padre,
creyó
adquirir ideas claras; pero ahora sospechaba con inquietud que no las tenía. El
prisma
por el cual lo veía todo empezaba de nuevo a desplazarse.
Parecía
que para aquellos jóvenes no había "cosas sagradas". Marius escuchaba, sobre
todo,
un idioma nuevo y singular, molesto para su alma, aún muy
tímida.
Ninguno
de ellos decía nunca "el emperador", todos hablaban de Bonaparte. Marius
estaba
asombrado.
El
choque entre mentalidades jóvenes ofrece la particularidad admirable de que no
se
puede
nunca prever la chispa, ni adivinar el relámpago. ¿Qué va a brotar en un momento
dado?
Nadie lo sabe. La carcajada parte de la ternura; la seriedad sale de un momento
de
burla.
Los impulsos provienen de la primera palabra que se oye. La vena de cada uno es
soberana.
Un chiste basta para abrir la puerta de lo inesperado. Estas conversaciones son
entretenimientos
de bruscos cambios, en que la perspectiva varía súbitamente. La
casua-
lidad
es el maquinista de estas discusiones.
Así,
una idea importante, que surgió caprichosamente de entre un juego de palabras,
atravesó
esta conversación en que se tiroteaban confusamente Grantaire, Bahorel,
Prouvaire,
Laigle, Combeferre y Courfeyrac. En medio de la gritería Laigle gritó algo que
terminó
por esta fecha: 18 de junio de 1815, Waterloo. Al oírla, Marius; sentado a una
mesa,
principió a mirar fijamente al auditorio.
-Pardiez
-exclamó Courfeyrac-, esa cifra 18 es extraña, y me conmueve. Es la cifra fatal
de
Bonaparte, y la de Luis y la de brumario. Ahí tenéis todo el destino del hombre,
con
esa
particularidad de que el fin le pisa los talones al
comienzo.
Enjolras,
que hasta entonces había permanecido, mudo, dijo:
-Quieres
decir, la expiación al crimen.
Esta
palabra, crimen, pasaba el límite de lo que Marius podía aceptar, ya bastante
emocionado
con la alusión a Waterloo. Se levantó y fue lentamente hacia el mapa de
Francia
que había en la pared, en cuya parte inferior se veía una isla en un cuadrito
separado,
y puso el dedo en este recuadro, diciendo:
-Córcega;
isla pequeña que ha hecho grande a Francia.
Estas
palabras fueron como un soplo de aire helado. Se notaba que algo estaba por
comenzar.
Enjolras, cuyos ojos azules parecían contemplar el vacío, respondió sin mirar a
Marius:
-Francia
no necesita ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es
Francia.
Marius
no experimentó deseo alguno de retroceder. Se volvió hacia Enjolras y dejó oír
en
su voz una vibración que provenía del estremecimiento de su
corazón:
-No
permita Dios que yo pretenda disminuir a Francia. Pero no la disminuye el unirla
a
Napoleón.
Hablemos de esto. Yo soy nuevo entre vosotros, pero os confieso que no me
asustáis.
Hablemos del emperador. Os oigo decir Bonaparte,
como
los realistas; os advierto que mi abuelo va más lejos, dice Bonaparte. Os creía
jóvenes.
¿En qué ponéis vuestro entusiasmo? ¿Qué hacéis? ¿Qué admiráis si no admiráis
al
emperador? ¿Qué más necesitáis? Si no consideráis grande a éste, ¿qué grandes
hombres
queréis? Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Su cerebro era el cubo de
las
facultades humanas. Hacía la historia y la escribía. De pronto, Europa se
asustaba y
escuchaba;
los ejércitos se ponían en marcha; había gritos, trompetas, temblor de tronos;
oscilaban
las fronteras de los reinos en el mapa; se oía el ruido de una espada
sobrehumana
que salía de la vaina; se le veía elevarse sobre el horizonte con una llama en
la
mano, y el resplandor en los ojos, desplegando en medio del rayo sus dos alas,
es decir,
el
gran ejército y la guardia veterana. ¡Era el arcángel de la
guerra!
Todos
callaban. Marius, casi sin tomar aliento, continuó con entusiasmo
creciente:
-Seamos
justos, amigos. ¡Qué brillante destino de un pueblo ser el imperio de semejante
emperador,
cuando el pueblo es Francia, y asocia su genio al genio del gran hombre!
Aparecer
y reinar, marchar y triunfar, tener por etapas todas las capitales, hacer reyes
de
los
granaderos, decretar caídas de dinastías, transfigurar a Europa a paso de carga;
vencer,
dominar, fulminar, ser en medio de Europa un pueblo dorado a fuerza de gloria;
tocar
a través de la historia una marcha de titanes; conquistar el mundo dos veces,
por
conquista
y por deslumbramiento, esto es sublime. ¿Qué hay más
grande?
-Ser
libre -dijo Combeferre.
Marius
bajó la cabeza; esta sola palabra, sencilla y fría, atravesó como una hoja de
acero
su épica efusión, y sintió que ésta se desvanecía en él. Cuando levantó la
vista,
Combeferre
no estaba allí; satisfecho, probablemente, de su réplica, había partido y todos,
excepto
Enjolras, le habían seguido. La sala estaba vacía.
Marius
se preparaba para traducir en silogismos dirigidos a Enjolras lo que quedaba
dentro
de él, cuando se escuchó la voz de Combeferre que cantaba al
alejarse:
Si
Cesar me hubiera dado la gloria y la guerra
Pero
tuviera yo que abandonar el amor de mi madre,
Le
diría yo al gran Cesar- toma tu cetro y tu carro,
Amo
más a mi madre, amo más a mi madre.
-Ciudadano
-dijo Enjolras, poniendo una mano en el hombro de Marius-, mi madre es
la
República.
IV
Ensanchando
el horizonte
Lo
ocurrido en aquella reunión produjo en Marius una conmoción profunda, y una
oscuridad
triste en su alma. ¿Debía abandonar una fe cuando acababa de adquirirla? Se
dijo
que no, se aseguró que no debía dudar; pero, a pesar suyo,
dudaba.
Temía,
después de haber dado tantos pasos que lo habían aproximado a su padre, dar
otros
nuevos que lo alejaran de él. Ya no estaba de acuerdo ni con su abuelo, ni con
sus
amigos;
era temerario para el uno, retrógrado para los otros. Dejó de ir al Café
Musain.
Esta
turbación de su conciencia no le permitía pensar en algunos pormenores bastante
serios
de la vida; pero una mañana entró en su cuarto el dueño de la hostería y le
dijo:
-El
señor Courfeyrac ha respondido por vos.
-Sí.
-Pero
necesito dinero.
-Decid
al señor Courfeyrac que venga, que tengo que hablarle -dijo Marius.
Fue
Courfeyrac y los dejó el hotelero. Marius le dijo que lo que no había pensado
aún
decirle
era que estaba solo en el mundo y no tenía parientes.
-¿Y
qué vais a hacer? -dijo Courfeyrac.
-No
lo sé -respondió Marius.
-¿Tenéis
dinero?
-Quince
francos.
-¿Queréis
que os preste?
-No,
jamás.
-¿Tenéis
ropa?
-Esta
que veis.
-¿Tenéis
joyas?
-Un
reloj.
-¿De
plata?
-De
oro.
-Yo
sé de un prendero que os comprará vuestro abrigo y un pantalón.
-Bueno.
-No
tendréis ya más que un pantalón, un chaleco, un sombrero y un traje.
-Y
las botas.
-¡Qué!
¿No iréis con los pies descalzos? ¡Qué opulencia!
-Tendré
bastante.
-Sé
de un relojero que os comprará el reloj.
-Bueno.
-No,
no es bueno. ¿Qué haréis después?
-Lo
que sea preciso. A lo menos, todo lo que sea honrado.
-¿Sabéis
inglés?
-No.
-¿Sabéis
alemán?
-No.
-Una
lástima.
-¿Por
qué?
-Porque
un librero amigo mío está publicando una especie de enciclopedia, para la cual
podríais
traducir artículos alemanes o ingleses. Se paga mal, pero se
vive.
-Aprenderé
el inglés y el alemán.
-¿Y
mientras tanto?
-Comeré
mi ropa y mi reloj.
Llamaron
al prendero, y compró la ropa en veinte francos. Fueron a casa del relojero y
vendieron
el reloj en cuarenta y cinco francos.
-No
está mal -dijo Marius a Courfeyrac al regresar a la hostería- con mis quince
francos
tengo
ochenta.
-¿Y
la cuenta del hotel?
-Es
verdad, la olvidaba -dijo Marius.
El
hotelero presentó la cuenta, y hubo que pagarla en seguida. Eran setenta
francos.
-Me
quedan diez francos -dijo Marius.
-¡Malo!
-dijo Courfeyrac-; gastaréis cinco francos en comer mientras aprendéis inglés,
y
cinco francos mientras aprendéis alemán. Será como tragar una lengua muy de
prisa, o
gastar
cien sueldos muy lentamente.
Mientras
tanto, la tía Gillenormand, que era bastante buena en el fondo, había logrado
descubrir
la morada de Marius.
Una
mañana, cuando Marius volvía de la cátedra, se encontró con una carta de su tía
y
las
"sesenta pistolas", es decir, seiscientos francos en oro dentro una cajita
cerrada.
Marius
devolvió el dinero a su tía con una respetuosa carta en que aseguraba que tenía
me-ios
para vivir, y que podía cubrir todas sus necesidades. En aquel momento le
quedaban
tres francos.
La
tía no dijo nada al abuelo, para no enojarlo. Además, ¿no le había dicho que no
le
hablara
nunca más de ese bebedor de sangre?
Marius
abandonó el hotel de la Puerta SaintJacques, para no contraer más
deudas.
LIBRO
QUINTO
Excelencia
de la desgracia
I
Marius
indigente
La
vida empezó a ser muy dura para Marius. Comerse la ropa y el reloj no era nada.
Comió
también esa cosa horrible que se compone de días sin pan, noches sin sueño,
tardes
sin luz, chimenea sin fuego, semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza, la
levita
rota
en los codos, el sombrero viejo que hace reír a las jóvenes, la puerta que se
encuentra
cerrada
de noche porque no se paga el alquiler, la insolencia del portero y del
almacenero,
la burla de los vecinos, las humillaciones, la aceptación de cualquier clase de
trabajo;
los disgustos, la amargura, el abatimiento. Marius aprendió a comer todo eso, y
supo
que a veces era lo único que tenía para comer.
En
esos momentos de la existencia en que el hombre tiene necesidad de orgullo
porque
tiene
necesidad de amor, sintió que se burlaban de él porque andaba mal vestido, y se
sintió
ridículo porque era pobre. A la edad en que la juventud inflama el corazón, con
imperial
altivez, bajó más de una vez los ojos a sus botas agujereadas, y conoció la
injusta
vergüenza, el punzante pudor de la miseria. Prueba admirable y terrible, de la
que
los
débiles salen infames, de la que los fuertes salen sublimes. La vida, el
sufrimiento, la
soledad,
el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus propios héroes;
héroes
obscuros, a veces más grandes que los héroes ilustres.
Así
se crean firmes y excepcionales naturalezas. La miseria, casi siempre madrastra,
es
a
veces madre. La indigencia da a luz la fortaleza de alma; el desamparo alimenta
la
dignidad;
la desgracia es la mejor leche para los generosos.
Hubo
una época en la vida de Marius en que barría su miserable cuarto, en que
compraba
dos cuartos de queso, en que esperaba que cayera la oscuridad del crepúsculo
para
entrar en la panadería y comprar un pan que llevaba furtivamente a su buhardilla
como
si lo hubiera robado. A veces se veía deslizarse en la carnicería de la esquina,
entre
parlanchinas
cocineras, a un joven de aspecto tímido y enojado, con unos libros bajo el
brazo,
que al entrar se quitaba el sombrero, dejando ver el sudor que coma de su
frente;
hacía
un profundo saludo a la carnicera sorprendida, otro al criado de la carnicería,
pedía
una
chuleta de carnero, la pagaba, la envolvía en un papel, la ponía debajo del
brazo entre
dos
libros, y se iba. Era Marius. Con la chuleta, que cocía él mismo, vivía tres
días. El
primer
día comía la carne, el segundo bebía el caldo, y el tercero roía el
hueso.
En
varias ocasiones la tía Gillenormand le envió las sesenta pistolas. Marius se
las
devolvía
siempre, diciendo que nada necesitaba.
Llegó
un día en que no tuvo traje que ponerse. Courfeyrac, a quien había hecho algunos
favores,
le dio uno viejo. Marius lo hizo virar por treinta francos y le quedó como
nuevo.
Pero
era verde, y Marius desde entonces no salió sino después de caer la noche,
cuando el
traje
parecía negro. Quería vestirse siempre de luto por su padre, y se vestía con las
sombras
de la noche.
En
medio de todo esto se recibió de abogado; dio parte a su abuelo en una carta
fría,
pero
llena de sumisión y de respeto. El señor Gillenormand cogió la carta temblando,
la
leyó,
y la tiró hecha cuatro pedazos al cesto. Dos o tres días después, la señorita
Gillenormand
oyó a su padre, que estaba solo en su cuarto, hablar en voz alta, lo que le
sucedía
siempre que estaba muy agitado; oyó que el anciano decía:
-Si
no fueses un imbécil, sabrías que no se puede ser a un tiempo barón y
abogado.
II
Marius
pobre
Con
la miseria sucede lo que con todo: llega a hacerse posible; concluye por tomar
una
forma
y ordenarse. Se vegeta, es decir se existe de una cierta manera mínima, pero
suficiente
para vivir.
Marius
Pontmercy había arreglado así su existencia:
Había
salido ya de la gran estrechura. A fuerza de trabajo, de valor, de perseverancia
y
de
voluntad había conseguido ganar unos setecientos francos al año. Aprendió alemán
a
inglés
y gracias a Courfeyrac, que lo puso en contacto con su amigo el librero, hacía
prospectos,
traducía de los periódicos, comentaba ediciones, compilaba
biografías.
Marius
vivía ahora en la casa Gorbeau, donde ocupaba un cuchitril sin chimenea, que
llamaban
estudio, donde no había más muebles que los indispensables. Estos muebles
eran
suyos. Daba tres francos al mes a la portera por barrer y por subirle en la
mañana un
poco
de agua caliente, un huevo fresco y un panecillo de a cinco
céntimos.
Tenía
siempre dos trajes completos; uno viejo para todos los días, y otro nuevo para
las
ocasiones;
ambos eran negros. Sólo tenía tres camisas, una puesta, otra en la cómoda y la
tercera
en la casa de la lavandera.
Para
llegar a esta situación floreciente le fueron necesarios algunos años muy
difíciles y
duros.
Todo lo había padecido en materia de desamparo; todo lo había hecho excepto
contraer
deudas. Prefería no comer a pedir prestado, y así había pasado muchos días
ayunando.
En
todas sus pruebas se sentía animado, y aun algunas veces impulsado por una
fuerza
secreta
que tenía dentro de sí. El alma ayuda al cuerpo, y en ciertos momentos le sirve
de
apoyo.
Al
lado del nombre de su padre se había grabado otro nombre en su corazón, el de
Thenardier.
En su carácter entusiasta y serio, Marius rodeaba de una especie de aureola al
hombre
que, pensaba él, había salvado la vida de su padre en medio de la metralla de
Waterloo.
Lo que redoblaba su agradecimiento era la idea del infortunio en que sabía
había
caído el desaparecido Thenardier. Desde que supo de su ruina en Montfermeil,
hizo
esfuerzos
inauditos durante tres años para encontrar sus huellas. Era la única deuda que
le
dejara
su padre.
-¡Cómo
-pensaba-, si cuando mi padre yacía moribundo en el campo de batalla
Thenardier
supo encontrarlo en medio de la humareda y llevarlo en brazos entre las balas,
yo,
el hijo que tanto le debe, no puedo encontrarlo en la sombra donde agoniza y
traerlo a
mi
vez de vuelta a la vida!
Encontrar
a Thenardier, hacerle un favor cualquiera, decirle: "No me conocéis. pero yo
sí
os conozco. ¡Aquí estoy, disponed de mí!", era el sueño más dulce y magnífico de
Marius.
III
Marius
hombre
En
esta época tenía Marius veinte años, y hacía tres que había abandonado a su
abuelo,
sin
tratar ni una sola vez de verlo. Además, ¿para qué se habían de ver? ¿para
volver a
discutir?
Pero
Marius se equivocaba al juzgar el corazón del anciano. Creía que su abuelo no lo
había
querido nunca y que ese hombre duro y burlón, que juraba, gritaba, tronaba y
levantaba
el bastón, no había tenido para él más que ese afecto ligero y severo típico de
las
comedias de vaudeville. Marius se engañaba. Hay padres que no quieren a sus
hijos,
pero
no hay un solo abuelo que no adore a su nieto.
En
el fondo, ya hemos dicho, el señor Gillenormand idolatraba a Marius. Lo
idolatraba
a
su manera, con acompañamiento de golpes. Mas, cuando desapareció el niño,
experimentó
un negro vacío en el corazón; exigió que no le hablasen más de él,
lamentando
en su interior ser tan bien obedecido.
En
los primeros días esperó que el bonapartista, el jacobino, el terrorista, el
septembrista,
volviera; pero pasaron las semanas, pasaron los meses, pasaron los años, y
con
gran desesperación del señor Gillenormand, el bebedor de sangre no volvió. Se
preguntaba:
Si volviera a pasar lo mismo, ¿volvería yo a obrar del mismo modo? Su
orgullo
respondía inmediatamente que sí; pero su encanecida cabeza, que sacudía en
silencio,
respondía tristemente que no. Le hacía falta Marius, y los viejos tienen tanta
necesidad
de afectos como de sol.
Mientras
que el viejo padecía, Marius se aplaudía a sí mismo. Como a todos los buenos
corazones,
la desgracia lo había hecho perder la amargura. Sólo pensaba en el señor
Gillenormand
con dulzura; pero se había propuesto no recibir nada del hombre "que
había
sido malo con su padre". Por otra parte, estaba feliz de haber padecido, y de
padecer
aún, porque lo hacía por su padre. Pensaba que la única manera de acercarse a él
y
de parecérsele, era siendo muy valiente ante la pobreza como él lo fue ante el
enemigo,
y
que a eso se refería su padre cuando escribió: "Estoy cierto que mi hijo será
digno."
Vivía
muy solitario. A causa de su afición a permanecer extraño a todo, y también a
causa
de haberse asustado demasiado, no había entrado decididamente en el grupo
presidido
por Enjolras. Habían quedado como buenos camaradas, dispuestos a ayudarse
mutuamente
en lo que fuera.
Marius
tenía dos amigos. Uno joven, Courfeyrac, y otro viejo, el señor Mabeuf; se
inclinaba
más al viejo, porque le debía, en primer lugar, la revolución que en su interior
se
había realizado, y en segundo lugar, por haber conocido y amado a. su padre. "Me
operó
de la catarata", decía.
El
señor Mabeuf había iluminado a Marius por casualidad y sin saberlo, como lo hace
una
vela que alguien trae a la oscuridad. El había sido la vela y no el
alguien.
En
cuanto a la revolución política interior de Marius, el señor Mabeuf era
absolutamente
incapaz de comprenderla, de desearla y de dirigirla.
IV
La
pobreza es buena vecina de la miseria
A
Marius le gustaba aquel anciano cándido que caía lentamente en una indigencia
que
lo
asombraba sin entristecerlo todavía. Marius se encontraba con Courfeyrac y
buscaba al
señor
Mabeuf, claro que sólo unas dos veces al mes a lo sumo.
Marius
se inclinaba demasiado hacia la meditación y descuidaba el trabajo; pasaba días
enteros
dedicado a vagar y a soñar. Decidió hacer el mínimo posible de trabajo material
para
dejar mayor tiempo a la contemplación. Su máximo placer era hacer largos paseos
por
el Campo de Marte o por las avenidas menos frecuentadas del Luxemburgo. Los
transeúntes
lo miraban con sorpresa y desconfiaban de él por su aspecto. Pero era sólo un
joven
pobre que soñaba sin motivo alguno.
En
uno de esos paseos descubrió el caserón Gorbeau, y su aislamiento y el bajo
alquiler
lo
tentaron. Allí se instaló; lo conocían por el señor
Marius.
Sus
pasiones políticas se habían desvanecido; la revolución de 1830 las había
calmado.
A
decir verdad, ahora no tenía opiniones, sino más bien simpatías. ¿De qué partido
estaba?
Del partido de la humanidad. Dentro de la humanidad, Francia; dentro de Francia
elegía
al pueblo; en el pueblo, elegía a la mujer.
Creía,
y probablemente tenía razón, haber llegado a la verdad de la vida y de la
filosofía
humana,
y había concluido por mirar sólo el cielo, la única cosa que la verdad puede ver
del
fondo de su pozo.
En
medio de tales ensueños, cualquiera que mirara dentro del alma de Marius, habría
quedado
deslumbrado de su pureza.
Hacia
mediados de este año 1831, la mujer que servía a Marius le contó que iban a
echar
a la calle a sus vecinos, la miserable familia Jondrette. Marius, que pasaba
casi todo
el
día fuera de casa, apenas sabía si tenía vecinos.
-¿Y
por qué les quitan la pieza?
-Porque
no pagan el alquiler. Deben dos plazos.
-¿Y
cuánto es?
-Veinte
francos.
Marius
tenía treinta francos ahorrados en un cajón.
-Tomad
-dijo a la vieja-, ahí tenéis veinticinco. Pagad por esa pobre gente, dadles
cinco
francos,
y no digáis que lo hago yo.
LIBRO
SEXTO
La
conjunción de dos estrellas
I
El
apodo: manera de formar nombres de familia
Por
aquella época era Marius un joven de hermosas facciones, mediana estatura,
cabellos
muy espesos y negros, frente ancha a inteligente; tenía aspecto sincero y
tranquilo,
y sobre todo un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión
a
inocencia.
En
el tiempo de su mayor miseria, observaba que las jóvenes se volvían a mirarle
cuando
pasaba, lo cual era causa de que huyera o se ocultara con la muerte en el alma.
Creía
que lo miraban por sus trajes viejos, y que se reían de ellos; el hecho es que
lo
miraban
por buen mozo, y que más de una soñaba con él.
Aquella
muda desavenencia entre él y las lindas muchachas que se le cruzaban lo
habían
hecho huraño. No eligió a ninguna por la sencilla razón de que huía de
todas.
Courfeyrac
le decía:
-Te
voy a dar un consejo, amigo mío. No leas tantos libros y mira un poco más a las
bellas
palomitas. Esas picaronas valen la pena, Marius querido. Te vas a embrutecer de
tanto
huirles y de tanto ruborizarte.
Otros
días, al encontrarse en la calle Courfeyrac lo saludaba
diciendo:
-Buenos
días, señor cura.
Sin
embargo habían en esta inmensa creación dos mujeres de las cuales Marius no
huía:
una
era la vieja barbuda que barría su cuarto, y la otra una joven a la cual veía
frecuentemente,
pero sin mirarla.
Desde
hacía más de un año, Marius observaba en una avenida arbolada del
Luxemburgo
a un hombre y a una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro en el
mismo
banco, en el extremo más solitario del paseo por el lado de la calle del Oeste.
Cada
vez que la casualidad llevaba a Marius por esa avenida, y esto sucedía casi
todos los
días,
hallaba allí a la misma pareja.
El
hombre podría tener sesenta años; parecía triste; tenía el pelo muy blanco.
Vestía
abrigo
y pantalón azules y un sombrero de ala ancha.
La
primera vez que vio a la joven que lo acompañaba, era una muchacha de trece o
catorce
años, flaca, hasta el punto de ser casi fea, encogida, insignificante, y que tal
vez
prometía
tener bastante buenos ojos. Tenía ese aspecto a la vez aviejado a infantil de
las
colegialas
de un convento y vestía un traje negro y mal hecho. Parecían padre a hija.
Hablaban
entre sí con aire apacible a indiferente. La joven charlaba sin cesar y
alegremente;
el viejo hablaba poco, pero fijaba en ella sus ojos, llenos de una inefable
ternura
paternal.
Marius
se acostumbró a pasearse por aquella avenida todos los días durante el primer
año.
El hombre le agradaba, pero la muchacha le pareció un poco tosca y muy sin
gracia.
Courfeyrac,
como la mayoría de los estudiantes que por allí se paseaban, también los
había
observado, pero como encontró fea a la niña, no los miró más. Pero le habían
llamado
la atención el vestido de la niña y los cabellos del anciano y los bautizó, a la
joven
como señorita Lanegra, y al padre como señor Blanco. Y así los llamaban todos.
Marius
halló muy cómodos estos nombres para nombrar a los
desconocidos.
Seguiremos
su ejemplo, y adoptaremos el nombre de señor Blanco para mayor facilidad
de
este relato.
En
el segundo año sucedió que la costumbre de pasear por el Luxemburgo se
interrumpió,
sin que el mismo Marius supiera por qué, y estuvo cerca de seis meses sin
poner
los pies en aquel paseo. Por fin, un día volvió allá. Era una serena mañana de
estío,
y
Marius estaba alegre como se suele estar cuando hace buen tiempo. Le parecía
tener en
el
corazón el canto de todos los pájaros que escuchaba y todos los trozos de cielo
azul
que
veía a través de las hojas de los árboles.
Fue
directamente a su avenida, y divisó, siempre en el mismo banco, a la consabida
pareja.
Solamente que cuando se acercó vio que el hombre continuaba siendo el mismo,
pero
le pareció que la joven no era la misma. La persona que ahora veía era una
hermosa
y
esbelta criatura de unos quince a dieciséis años. Tenía cabellos castaños,
matizados con
reflejos
de oro; una frente que parecía hecha de mármol; mejillas como pétalos de rosa;
una
boca de forma exquisita, de la cual brotaba la sonrisa como una luz y la palabra
como
una
música. Y para que nada faltase a aquella figura encantadora, la nariz no era
bella,
era
linda; ni recta, ni aguileña, ni italiana, ni griega; era la nariz parisiense,
es decir, esa
nariz
graciosa, fina, irregular y pura que desespera a los pintores y encanta a los
poetas.
Cuando
Marius pasó cerca de ella, no pudo ver sus ojos, que tenía constantemente
bajos.
Sólo vio sus largas pestañas de color castaño, llenas de sombra y de
pudor.
Esto
no impedía que la hermosa joven se sonriera escuchando al hombre de cabellos
blancos
que le hablaba; y nada tan encantador como aquella fresca sonrisa con los ojos
bajos.
No
era ya la colegiala con su sombrero anticuado, su traje de lana, sus zapatones y
sus
manos
coloradas. El buen gusto se había desarrollado en ella a la par de la belleza.
Era
una
señorita bien vestida, sencilla y elegante sin pretensión.
La
segunda vez que Marius llegó cerca de ella, la joven alzó los párpados; sus ojos
eran
de
un azul profundo. Miró a Marius con indiferencia. Marius, por su parte, continuó
el
paseo
pensando en otra cosa.
Pasó
todavía cuatro o cinco veces cerca del banco donde estaba la joven, pero sin
mirarla.
II
Efecto
de la primavera
Un
día el aire estaba tibio y el Luxemburgo inundado de sombra y de sol; el cielo
puro
como
si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana; los pajarillos cantaban
alegremente
posados en el ramaje de los castaños. Marius había abierto toda su alma a la
naturaleza;
en nada pensaba, sólo vivía y respiraba. Pasó cerca del banco; la joven alzó
los
ojos, y sus miradas se encontraron.
¿Qué
había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hubiera podido decirlo. No
había
nada y lo había todo. Fue un relámpago extraño.
Ella
bajó los ojos; él continuó su camino. Lo que acababa de ver no era la mirada
inge-
nua
y sencilla de un niño; era una sima misteriosa que se había entreabierto, y
luego
bruscamente
cerrado.
Hay
un día en que toda joven mira así. ¡Pobre del que se encuentra cerca! Esta
primera
mirada
de un alma que no se conoce todavía es como el alba en el cielo. Es una especie
de
ternura indecisa que se revela al azar y que espera. Es una trampa que la
inocencia
arma
sin saberlo, donde atrapa los corazones sin quererlo.
Por
la tarde, al volver a su buhardilla, Marius fijó la vista en su traje, y notó
por primera
vez
que era una estupidez inaudita irse a pasear al Luxemburgo con su tenida de
todos los
días,
es decir, con un sombrero roto, con botas gruesas como las de un carretero, un
pantalón
negro que estaba blanquecino en las rodillas, y una levita negra que palidecía
por
los codos.
Al
día siguiente, a la hora acostumbrada, Marius sacó del armario su traje nuevo,
su
sombrero
nuevo y sus botas nuevas, y se fue al Luxemburgo.
En
el camino se encontró con Courfeyrac, y se hizo el que no lo veía. Courfeyrac,
al
volver
a su casa, dijo a sus amigos:
-Me
acabo de cruzar con el sombrero nuevo y el traje nuevo de Marius, con Marius
adentro.
Iba sin duda a dar algún examen. ¡Tenía una cara de
idiota!
Al
desembocar en el paseo, Marius divisó al otro extremo al señor Blanco y a la
joven,
y
se fue derecho al banco. A medida que se acercaba, iba acortando el paso.
Llegado a
cierta
distancia del banco, se volvió en dirección opuesta a la que llevaba. La joven
apenas
pudo verlo de lejos y notar lo bien que se veía con su traje nuevo. En tanto, él
caminaba
muy derecho para tener buena figura, en el caso de que lo mirara
alguien.
Llegó
al extremo opuesto; después volvió, y se acercó un poco más al banco, y cruzó
nuevamente
por delante de la joven. Esta vez estaba muy pálido. Se alejó, y como aun
volviéndole
la espalda se figuraba que lo miraba, esta idea lo hacía
tropezar.
Por
primera vez en quince meses pensó que tal vez aquel señor que se sentaba allí
todos
los
días con aquella joven habría reparado sin duda en él, y que le habría parecido
extraña
su
asiduidad.
Ese
día se olvidó de ir a comer. No se acostó sino después de haber cepillado su
traje y
de
haberlo doblado con gran cuidado.
Así
pasaron quince días. Marius iba al Luxemburgo, no para pasearse, sino para
sentarse
siempre en el mismo sitio y sin saber por qué, pues luego que llegaba allí, no
se
movía.
Todas las mañanas se ponía su traje nuevo para no dejarse ver, y al día
siguiente
volvía
a hacer lo mismo.
La
señora Burgon, la portera-inquilina principal-sirvienta de casa Gorbeau,
constataba,
atónita,
que Marius volvía a salir con su traje nuevo.
-¡Tres
días seguidos! -exclamó.
Trató
de seguirlo, pero Marius caminaba a grandes zancadas. Lo perdió de vista a los
dos
minutos; volvió a la casa sofocada y furiosa.
Marius
llegó al Luxemburgo. La joven y el anciano estaban allí.
Se
acercó fingiendo leer un libro, pero volvió a alejarse rápidamente y se fue a
sentar a
su
banco, donde pasó cuatro horas mirando corretear los
gorriones.
Así
pasaron quince días. Marius ya no iba al Luxemburgo a pasearse, sino a sentarse
siempre
en el mismo lugar, sin saber por qué. Una vez allí, ya no se movía más. Y todos
los
días se ponía el traje nuevo, para que nadie lo viera, y recomenzaba a la mañana
siguiente.
La
joven era de una hermosura realmente maravillosa.
III
Prisionero
Uno
de los últimos días de la segunda semana, Marius se encontraba como de
costumbre
sentado en su banco, con un libro abierto en la mano. De súbito se estremeció.
El
señor Blanco y su hija acababan de abandonar su banco y se dirigían lentamente
hacia
donde
estaba Marius.
-¿Qué
vienen a hacer aquí? -se preguntaba angustiado Marius-. ¡Ella va a pasar frente
a
mí!
¡Sus pies van a pisar esta arena, a mi lado! ¿Me irá a hablar este
señor?
Bajó
la vista. Cuando la alzó, ya estaban a pocos pasos. Al pasar, la joven lo miró,
fijamente,
con una dulzura que lo hizo temblar de la cabeza a los pies. Le pareció que ella
le
reprochaba haber pasado tanto tiempo sin ir a verla, y que le decía: Soy yo la
que
vengo.
Marius
sentía arder su cabeza. ¡Ella. había ido hacia él, qué dicha! ¡Y cómo lo había
mirado!
Le pareció más hermosa que antes. La siguió con sus ojos hasta que se perdió de
vista.
Salió
del Luxemburgo con la esperanza de encontrarla en la
calle.
En
cambio se encontró con Courfeyrac que lo invitó a comer a un restaurante. Marius
comió
como un ogro. Se reía solo y hablaba fuerte. Estaba perdidamente
enamorado.
Al
día siguiente almorzó con sus amigos, que discutían como siempre de política.
Marius
los interrumpió de pronto para gritar: -Y sin embargo, es agradable tener la
cruz.
-Esto
sí que es raro -dijo Courfeyrac al oído de Prouvaire.
-No
-repuso Prouvaire-, esto sí que es serio.
Era
serio, en efecto. Marius estaba en esa primera hora violenta y encantadora en
que
comienzan
las grandes pasiones.
Una
mirada lo había hecho todo.
IV
Aventuras
de la letra U
El
aislamiento, el desapego de todo, el orgullo, la independencia, el amor a la
naturaleza,
la falta de actividad cotidiana y material, la vida retraída, las luchas
secretas
de
la castidad, y el éxtasis ante la creación entera, habían preparado a Marius a
esta
posesión
que se llama la pasión. El culto que tributaba a su padre había llegado poco a
poco
a ser una religión, y como toda religión, se había retirado al fondo de su alma.
Faltaba
algo en primer plano, y vino el amor.
Un
largo mes pasó, durante el cual Marius fue todos los días al Luxemburgo. Llegada
la
hora,
nada podía detenerlo.
-Está
de servicio -decía Courfeyrac.
Marius
vivía en éxtasis. Se había envalentonado finalmente y ya se acercaba al banco,
pero
no pasaba delante de él. Juzgaba prudente no llamar la atención del padre. A
veces,
durante
horas se quedaba inmóvil apoyado en el pedestal de alguna estatua simulando
leer
y sus ojos iban en busca de la jovencita. Entonces ella, volvía con una vaga
sonrisa
su
adorable perfil hacia él. Y conversando naturalmente con el hombre de cabellos
blancos,
posaba un segundo en Marius una mirada virginal y
apasionada.
Es
posible que a estas alturas el señor Blanco hubiera llegado al fin a notar algo,
porque
frecuentemente,
al ver a Marius, se levantaba y se ponía a pasear. Había abandonado su
sitio
acostumbrado, y había escogido otro banco, como para ver si Marius lo seguiría
allí.
Marius
no comprendió este juego, y cometió un error. El padre comenzó a no ser tan
puntual
como antes, y a no llevar todos los días a su hija al paseo. Algunas veces iba
solo;
entonces
Marius se marchaba; otro error.
Una
tarde, al anochecer, encontró en el banco que ellos acababan de abandonar un
pañuelo
sencillo y sin bordados, pero blanco y que le pareció que exhalaba inefables
perfumes.
Se apoderó de él, radiante de dicha. Aquel pañuelo estaba marcado con las
letras
U. F. Marius no sabía nada de aquella hermosa joven, ni de su familia, ni su
nombre,
ni su casa. Aquellas dos letras eran la primera cosa concreta que tenía de ella;
adorables
iniciales sobre las que comenzó inmediatamente a hacerse conjeturas. U era
evidentemente
la inicial del nombre: "¡Ursula!", pensó; "¡qué delicioso nombre!" Besó el
pañuelo,
lo puso sobre su corazón durante el día, y por la noche bajo sus labios para
dormirse.
-¡Aspiro
en él toda su alma! -exclamaba.
Pero
el pañuelo era del anciano, que lo había dejado caer del
bolsillo.
Los
días que siguieron a este hallazgo, Marius se presentó en el Luxemburgo besando
el
pañuelo, o estrechándolo contra su corazón. La hermosa joven no comprendía nada
de
aquella
pantomima, y así lo daba a entender por medio de señas
imperceptibles.
-¡Oh,
qué pudor! -decía Marius.
V
Eclipse
Comiendo
se abre el apetito, y en amor sucede lo que en la mesa. Saber que Ella se
llamaba
Ursula era mucho y era poco. Marius en tres o cuatro semanas devoró aquella
felicidad;
deseó otra, y quiso saber dónde vivía.
Cometió
un tercer error: siguió a Ursula.
Vivía
en la calle del Oeste, en el sitio menos frecuentado, en una casa nueva de tres
pisos,
de modesta apariencia. Desde aquel momento, Marius añadió a su dicha de verla
en
el Luxemburgo la de seguirla hasta su casa.
Su
hambre aumentaba. Sabía dónde vivía, quiso saber quién
era.
Una
noche, después de seguir al padre y a la hija hasta su casa, entró al edificio y
preguntó
valientemente al portero:
-¿Es
el señor del piso principal el que acaba de entrar?
-No
-contestó el portero-. Es el inquilino del tercero.
Había
dado un paso; este triunfo alentó a Marius.
-¿Quién
es ese caballero? -preguntó.
-Un
rentista. Es un hombre muy bondadoso, que ayuda a los necesitados, a pesar de
que
no
es rico.
-¿Cómo
se llama? -insistió Marius.
El
portero alzó la cabeza, y dijo:
-¿Acaso
sois polizonte?
Marius
se fue un poco mohíno, pero encantado. Progresaba.
Al
día siguiente, el señor Blanco y su hija sólo dieron un pequeño paseo en el
Luxemburgo;
todavía era de día cuando se marcharon. Marius los siguió a la calle del
Oeste
como acostumbraba. Al llegar a la puerta, el señor Blanco hizo pasar primero a
su
hija;
luego se detuvo antes de atravesar el umbral, se volvió y miró fijamente a
Marius.
Al
día siguiente no fueron al Luxemburgo, y Marius esperó en balde todo el día. Por
la
noche
fue a la calle del Oeste y contempló las ventanas
iluminadas.
Al
día siguiente tampoco fueron al Luxemburgo. Marius esperó todo el día, y luego
fue
a
ponerse de centinela bajo las ventanas.
Así
pasaron ocho días. El señor Blanco y su hija no volvieron a aparecer por el
Luxemburgo.
Marius se contentaba con ir de noche a contemplar la claridad rojiza de los
cristales.
Veía de cuando en cuando pasar algunas sombras, y el corazón le latía con este
espectáculo.
Al
octavo día, cuando llegó bajo las ventanas, no había luz en éstas. Esperó hasta
las
diez,
hasta las doce, hasta la una de la mañana; pero no se encendió ninguna luz. Se
retiró
muy
triste.
AI
anochecer siguiente volvió a la casa. El piso tercero estaba oscuro como boca de
lobo.
Marius
llamó a la puerta y dijo al portero:
-¿El
señor del piso tercero?
-Se
mudó ayer -contestó el portero.
Marius
vaciló, y dijo débilmente:
-¿Dónde
vive ahora?
-No
lo sé.
-¿No
dejó su nueva dirección?
El
portero reconoció a Marius.
-¡Ah,
usted de nuevo! ¡Entonces es decididamente un espía!
LIBRO
SEPTIMO
Patron-Minette
I
Las
minas y los mineros
Las
sociedades humanas tienen lo que en los teatros se llama un tercer subterráneo.
El
suelo
social está todo minado, ya sea para el bien, ya sea para el mal. Existen las
minas
superiores
y las minas inferiores.
Hay
bajo la construcción social excavaciones de todas suertes. Hay una mina
religiosa,
una
mina filosófica, una mina política, una mina económica, una mina
revolucionaria.
La
escala descendiente es extraña. En la sombra comienza el mal. El orden social
tiene
sus
mineros negros.
Por
debajo de todas las minas, de todas las galerías, por debajo de todo el progreso
y de
la
utopía, mucho más abajo y sin relación alguna con las etapas superiores, está la
última
etapa.
Lugar formidable. Es lo que hemos llamado el tercer subterráneo. Es la fosa de
las
tinieblas.
Es la cueva de los ciegos. Comunica con los abismos. Es la gran caverna del
mal.
Las siluetas feroces que rondan en esta fosa, casi bestias, casi fantasmas, no
se
interesan
por el progreso universal, ignoran la idea y la palabra. Tienen dos madres, más
bien
dos madrastras, la ignorancia y la miseria; tienen un guía, la necesidad; tienen
el
apetito
como forma de satisfacción. Son larvas brutalmente voraces, que pasan del
sufrimiento
al crimen. Lo que se arrastra en el tercer subterráneo social no es la filosofía
que
busca el absoluto; es la protesta de la materia. Aquí el hombre se convierte en
dragón.
Tener hambre, tener sed, es el punto de partida; ser Satanás es el punto de
llegada.
Hemos
visto en capítulos anteriores algunos compartimentos de la mina superior, de la
gran
zanja política, revolucionaria, filosófica, donde todo es noble, puro, digno,
honrado.
Ahora
miramos otras profundidades, las profundidades
repugnantes.
Esta
mina está por debajo de todas y las odia a todas. jamás su puñal ha tallado una
pluma;
jamás sus dedos que se crispan bajo este suelo asfixiante han hojeado un libro o
un
periódico. Esta mina tiene por finalidad la destrucción de
todo.
No
sólo socava en su hormigueo horrendo el orden social, el derecho, la ciencia, el
progreso.
Socava la civilización. Esta mina se llama robo, prostitución, crimen,
asesinato.
Vive
en las tinieblas, y busca el caos. Su bóveda está hecha de
ignorancia.
Todas
las demás, las de arriba, tienen una sola meta:
destruirla.
Destruid
la caverna Ignorancia, y destruiréis al topo Crimen.
II
Babet,
Gueulemer, Claquesous y Montparnasse
Estos
son los nombres de los cuatro bandidos que gobernaron desde 1830 a 1835 el
tercer
subterráneo de París.
Gueulemer
tenía por antro la cloaca de Arche Marion. Era inmenso de alto, musculoso,
el
torso de un coloso y el cráneo de un pajarillo. Era asesino por flojera y por
estupidez.
Babet
era flaco a inteligente. Había trabajado en las ferias, donde ponía este afiche:
Babet,
artista-dentista. Nunca supo qué fue de su mujer y de sus hijos. Los perdió como
se
pierde un pañuelo. Excepción a la regla, Babet leía los
periódicos.
Claquesous
era la noche; esperaba para salir que la noche estuviera muy negra. Salía
por
un agujero en la tarde, y entraba por el mismo agujero antes de que amaneciera.
¿Dónde?
Nadie lo sabía. Era ventrílocuo.
Un
ser lúgubre era Montparnasse. Muy joven, menos de veinte años, bello rostro,
labios
rojos,
cabellos negros, la claridad de la primavera en sus ojos; tenía todos los vicios
y
aspiraba
a todos los crímenes. Era gentil, afeminado, gracioso, robusto, feroz. Vivía de
robar
con violencia; quería ser elegante, y la primera elegancia es el ocio; el ocio
de un
pobre
es el crimen. A los dieciocho años tenía ya muchos cadáveres tras
él.
Estos
cuatro hombres no eran cuatro hombres. Eran una especie de misterioso ladrón
con
cuatro cabezas que trabajaba en grande en París.
Gracias
a sus relaciones, tenían la empresa de todas las emboscadas y "trabajos" de la
ciudad.
Todo el que quería ejecutar una idea criminal recurría a
ellos.
Patron
Minette es el nombre con que se conocía en las minas subterráneas la asociación
de
estos hombres. En la antigua lengua popular, Patron-Minette se llamaba a la
mañana,
así
como "entre perro y lobo" significaba la noche. El nombre venía seguramente de
la
hora
en que terminaban su trabajo.
Entre
los principales afiliados a Patron-Minette, se menciona a Brujon, Bigrenaille,
Boulatruelle,
Deux-milliards, etc.
Al
terminar su faena, se separaban y se iban a dormir, algunos en los hornos de
yeso,
algunos
en canteras abandonadas, otros en las cloacas. Se
sepultaban.
¿Qué
se necesita para hacer desaparecer esas larvas? Luz. Mucha luz. Ni un murciélago
resiste
la luz del alba. Hay que empezar por iluminar la sociedad de
arriba.
LIBRO
OCTAVO
El
mal pobre
I
Hallazgo
Pasó
el verano y después el otoño; y llegó el invierno. Ni el señor Blanco ni la
joven
habían
vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un
pensamiento,
volver a ver aquel dulce y adorable rostro, y lo buscaba sin cesar y en todas
partes;
pero no hallaba nada. No era ya el soñador entusiasta, el hombre resuelto,
ardiente
y
firme, el arriesgado provocador del destino, el cerebro que engendra porvenir
sobre
porvenir
con la imaginación llena de planes, de proyectos, de altivez, de ideas y de
voluntad.
Era un perro perdido. Había caído en una negra tristeza; todo había concluido
para
él.
El
trabajo le repugnaba, el paseo lo cansaba, la soledad lo fastidiaba; la
Naturaleza se
presentaba
ahora vacía ante sus ojos. Le parecía que todo había
desaparecido.
Un
día de aquel invierno, Marius acababa de salir de su pieza en casa Gorbeau y
caminaba
lentamente por la calle, pensativo y con la cabeza baja.
De
repente sintió un empujón en la bruma; se volvió, y vio dos jóvenes cubiertas de
harapos
-una alta y delgada, la otra más pequeña-, que pasaban rápidamente frente a él,
sofocadas,
asustadas, y como huyendo. No lo vieron y lo rozaron al
pasar.
Marius
distinguió en el crepúsculo sus caras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus
vestidos
rotos y sus pies descalzos. Sin dejar de correr, iban
hablando.
La
mayor decía en voz baja:
-¡Llegaron
los sabuesos, pero no pudieron pescarme!
La
otra respondió:
-¡Los
vi y disparé a rajar!
Marius
comprendió, a través de su jerga, que los policías habían tratado de prender a
las
muchachas,
y ellas se habían escapado.
Se
escondieron un rato entre los árboles y luego
desaparecieron.
Marius
iba ya a continuar su camino, cuando vio en el suelo a sus pies un paquetito
gris,
y lo recogió.
-Se
les habrá caído a esas pobres muchachas -dijo.
Volvió
atrás, pero no las encontró; creyó que estarían ya lejos; se metió el paquete en
el
bolsillo
y se fue a comer.
Por
la noche, cuando se desnudaba para acostarse, encontró en su bolsillo el
paquete.
Ya
se había olvidado de él. Creyó que sería útil abrirlo, porque tal vez contuviera
las
señas
de las jóvenes o de quien lo hubiera perdido.
El
sobre contenía cuatro cartas, sin cerrar. Todas exhalaban un olor repugnante a
tabaco.
La
primera estaba dirigida a: "Señora marquesa de Grucheray, plaza enfrente de la
Cámara
de Diputados".
Marius
se dijo que encontraría probablemente las indicaciones que buscaba en ella, y
que
además, no estando cerrada la carta, era probable que pudiese ser leída sin
inconveniente.
Estaba
concebida en estos términos:
"Señora
marquesa:
La
birtud de la clemencia y de la piedad es la que une más estrechamente la
soziedad.
Dad
salida a buestros cristianos sentimientos, y dirigid una mirada de compación a
este
desgraciado
español víctima de la lealtad y fidelidad a la causa sagrada de la legitimidad,
que
no duda que buestra honorable persona le concederá un socorro. Os saluda
humildemente
Alvarez, capitán español de caballería, realista refugiado en Francia, que
está
de biaje acia su patria, y carece de recursos para continuar su
biaje".
No
había señas del remitente.
La
segunda carta, dirigida a la señora condesa de Montverdet, estaba firmada por la
señora
Balizard, madre de seis hijos.
Marius
pasó a la tercera carta, que era, como las anteriores, una petición, y estaba
firmada
por Genflot, literato.
Marius
abrió por fin la cuarta carta, dirigida al señor bienhechor de la iglesia de
Saint
jacques.
Contenía las siguientes líneas:
"Hombre
bienhechor:
Si
os dignáis acompañar a mi hija, conozeréis una calamidad mizerable, y os
enseñaré
mis
certificados. Espero buestra bisita o buestro socorro, si os dignáis darlo, y os
ruego
recibáis
los saludos respetuosos de buestro muy humilde y muy obediente
serbidor,
Fabontou,
artista dramático".
Después
de haber leído estas cuatro cartas, no se quedó Marius mucho más enterado
que
antes.
En
primer lugar, ningún firmante ponía las señas de su casa.
Además,
parecía que provenían de cuatro individuos diferentes, pero tenían la
particularidad
de estar escritas por la misma mano, en el mismo papel grueso y
amarillento,
tenían el mismo olor a tabaco, y aunque en ellas se había tratado
eviden-
temente
de variar el estilo, las faltas de ortografía se repetían con increíble
desenfado.
Marius
las volvió al sobre, las tiró a un rincón, y se acostó.
A
las siete de la mañana del día siguiente, acababa de levantarse y desayunarse a
iba a
ponerse
a trabajar, cuando llamaron suavemente a la puerta.
Como
no poseía nada, nunca quitaba la llave.
-Adelante
-dijo.
Se
abrió la puerta.
-Perdón,
caballero...
Era
una voz sorda, cascada, ahogada, áspera; una voz de viejo enronquecida por el
aguardiente.
Marius
se volvió con presteza, y vio a una joven.
II
Una
rosa en la miseria
Ante
él se encontraba una muchacha flaca, descolorida, descarnada; no tenía más que
una
mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa desnudez; las manos rojas,
la
boca
entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, los ojos sin brillo de
mirada
insolente, las formas abortadas de una joven, y la mirada de una vieja
corrompida;
cincuenta
años mezclados con quince. Uno de esos seres que son a la vez débiles y
horribles,
y que hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar. Un resto de
belleza
moría en aquel rostro de dieciséis años.
Aquella
cara no era absolutamente desconocida a Marius. Creía recordar haberla visto
en
alguna parte.
-¿Qué
queréis, señorita? -preguntó.
La
joven contestó con su voz de presidiario borracho:
-Traigo
una carta para vos, señor Marius.
Llamaba
a Marius por su nombre, no podía dudar que era a él a quien se dirigía; pero,
¿quién
era aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?
Le
entregó una carta. Marius, ai abrirla, observó que el lacre del sello estaba aún
húmedo.
El mensaje, pues, no podía venir de muy lejos. Leyó:
`Mi
amable y joven becino:
"He
sabido buestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis
meses.
Os bendigo. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan hace dos
días
cuatro personas, y mi mujer enferma. Sí mi corasón no me engaña, creo deber
esperar
de la jenerosidad del buestro, que se umanizará a la bista de este espectáculo,
y
que
os dará el deseo de serme propicio, dignándoos prodigarme algún
socorro.
BUESTRO,
JONDRETTE
P.
D. Mi hija esperará buestras órdenes, querido señor Marius
".
Esta
carta era como una luz en una cueva. Todo quedó para él iluminado de repente.
Porque
ésta venía de donde venían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo
estilo, la
misma
ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco.
Había
cinco misivas, cinco historias, cinco nombres, cinco firmas y un solo firmante.
Todos
eran Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este
modo.
Ahora
veía todo claro. Comprendía que su vecino Jondrette tenía por industria, en su
miseria,
explotar la caridad de las personas benéficas, cuyas señas se proporcionaba; que
escribía
bajo nombres supuestos a personas que juzgaba ricas y caritativas, cartas que
sus
hijas
llevaban. Marius comprendió que aquellas desgraciadas desempeñaban además no
sé
qué sombrías ocupaciones, y que de todo esto había resultado, en medio de la
sociedad
humana,
tal como está formada, dos miserables seres que no eran ni niñas, ni muchachas,
ni
mujeres, especie de monstruos impuros o inocentes producidos por la
miseria.
Sin
embargo, mientras Marius fijaba en ella una mirada admirada y dolorosa, la joven
iba
y venía por la buhardilla con una audacia de espectro. Y como si estuviese sola,
tarareaba
canciones picarescas que en su voz gutural y ronca sonaban lúgubres. Bajo
aquel
velo de osadía, asomaba a veces cierto encogimiento, cierta inquietud y
humillación.
El descaro, en ocasiones, tiene vergüenza.
Marius
estaba pensativo, y la dejaba hacer.
Se
aproximó a la mesa.
-¡Ah!
-exclamó-, ¡tenéis libros! Yo también sé leer.
Y
cogiendo vivamente el libro que estaba abierto sobre la mesa, leyó con bastante
soltura:
"...del castillo de Hougomont, que está en medio de la llanura de
Waterloo..."
Aquí
suspendió su lectura.
-¡Ah!
Waterloo; lo conozco. Es una batalla de hace tiempo. Mi padre sirvió en el
ejército.
Nosotros en casa somos muy bonapartistas. Waterloo fue contra los ingleses, yo
sé.
Y
dejó el libro, cogió una pluma, y exclamó:
-También
sé escribir.
Mojó
la pluma en el tintero. y se volvió hacia Marius:
-¿Queréis
ver? Mirad, voy a escribir algo para que veáis.
Y
antes que Marius hubiera tenido tiempo de contestar, escribió sobre un pedazo de
papel
blanco que había sobre la mesa: Los sabuesos están ahí.
Luego,
arrojando la pluma, añadió:
-No
hay faltas de ortografía, podéis verlo. Mi hermana y yo hemos recibido
educación.
Luego
consideró a Marius, su rostro tomó un aire extraño, y
dijo:
-¿Sabéis,
señor Marius, que sois un joven muy guapo?
Y
al mismo tiempo se les ocurrió a ambos la misma idea, que a ella la hizo
sonreír, y a
él
ruborizarse.
-Vos
no habéis reparado en mí -añadió ella-, pero yo os conozco, señor Marius. Os
suelo
encontrar aquí en la escalera y os veo entrar algunas veces en casa del viejo
Mabeuf.
Os sienta bien ese pelo rizado.
-Señorita
-dijo Marius con su fría gravedad-, tengo un paquete que creo os pertenece.
Permitid
que os lo devuelva...
Y
le alargó el sobre que contenía las cuatro cartas. Palmoteó ella de contento y
exclamó:
-Lo
habíamos buscado por todas partes. ¿Luego erais vos con quien tropezamos al
pasar
ayer noche? No se veía nada. ¡Ah, ésta es la de ese viejo que va a misa! Y ya es
la
hora.
Voy a llevársela. Tal vez nos dará algo con qué poder
almorzar.
Esto
hizo recordar a Marius lo que aquella desgraciada había ido a buscar a .su
casa.
Registró
su chaleco y no halló nada. La joven continuó su charla.
-A
veces salgo por la noche. Otras no vuelvo a casa. Antes de vivir aquí, el otro
invierno,
vivíamos bajo los arcos de los puentes. Nos estrechábamos unos contra otros
para
no helarnos. Marius, a fuerza de buscar y rebuscar en sus bolsillos, había
conseguido
reunir
cinco francos y dieciséis sueldos. Era todo cuanto en el mundo
tenía.
"Mi
comida de hoy -pensó-; mañana ya veremos."
Y
guardando los dieciséis sueldos, dio los cinco francos a la
joven.
Esta
cogió la moneda a hizo un profundo saludo a Marius.
-Buenos
días, caballero -dijo-, voy a buscar a mi viejo.
III
La
ventanilla de la providencia
Hacía
cinco años que Marius vivía en la pobreza, en la desnudez, en la indigencia;
pero
entonces
advirtió que aún no había conocido la verdadera miseria. La verdadera miseria
era
la que acababa de pasar ante sus ojos.
Marius
hasta casi se acusó de los sueños de delirio y pasión que le habían impedido
hasta
aquel día dirigir una mirada a sus vecinos. Todos los días, a cada instante, a
través
de
la pared, les oía andar, ir, venir, hablar, y no los escuchaba. Sentía que esas
criaturas
humanas,
sus hermanos en Jesucristo, agonizaban inútilmente a su lado sin que él hiciera
nada
por ellos. Parecían, sin duda, muy depravados, muy corrompidos, muy envilecidos,
hasta
muy odiosos; pero son escasos los que han caído y no se han degradado. Además,
¿no
es cuando la caída es más profunda que la caridad debe ser
mayor?
Sin
saber casi lo que hacía, examinaba la pared; de pronto se levantó: acababa de
observar
hacia lo alto, cerca del techo, un agujero triangular, resultado de tres
listones
que
dejaban un hueco entre sí. Faltaba la mezcla que debía llenar aquel hueco, y
subiendo
sobre
la cómoda, se podía ver por aquel agujero la buhardilla de los Jondrette. La
conmiseración
debe tener también su curiosidad. Aquel agujero formaba una especie de
trampilla.
Permitido es mirar el infortunio para socorrerlo.
-Veamos,
pues, lo que son esa gente -se dijo Marius-, y lo que
hacen.
Escaló
la cómoda, y miró.
IV
La
fiera en su madriguera
Marius
era pobre, y su cuarto era pobre; pero su pobreza era noble y su buhardilla era
limpia.
El tugurio en que su mirada se hundía en aquel momento era abyecto, sucio,
fétido,
infecto, tenebroso y sórdido. Por todo amoblado una silla de paja, una mesa
coja,
algunos
viejos tiestos, y en dos rincones dos camastros indescriptibles. Por toda
claridad,
una
ventanilla con cuatro vidrios, adornada de telarañas. Por aquel agujero entraba
la luz
suficiente
para que una cara de hombre pareciera la faz de un
fantasma.
Cerca
de la mesa, sobre la cual Marius divisaba pluma, tinta y papel, estaba sentado
un
hombre
de unos sesenta años, pequeño, flaco, pálido, huraño, de aire astuto, cruel a
inquieto:
un bribón repelente. Escribía, probablemente, alguna carta como las que Marius
había
leído.
Una
mujer gorda, que lo mismo podría tener cuarenta años que ciento, estaba
acurrucada
cerca de la chimenea. Tampoco ella tenía más traje que una camisa y un
vestido
de punto, remendado con pedazos de paño viejo. Un delantal de gruesa tela
ocultaba
la mitad del vestido. Era una especie de gigante al lado de su
marido.
En
uno de los camastros, Marius entrevió a una muchacha larguirucha, sentada, casi
desnuda,
con los pies colgando; era la hermana menor, sin duda, de la que había estado
en
su cuarto. Tendría unos catorce años.
Marius,
con el corazón oprimido, iba a bajarse de su observatorio, cuando un ruido
atrajo
su atención, y lo obligó a permanecer en el sitio que
estaba.
La
puerta del desván acababa de abrirse bruscamente. La hija mayor apareció en el
umbral.
Llevaba puestos gruesos zapatos de hombre, manchados de barro, y estaba
cubierta
con una vieja manta hecha jirones, que Marius no le había visto una hora antes,
pero
que probablemente dejaría a la puerta para inspirarle más piedad, y que sin duda
había
recogido al salir. Entró, cerró la puerta tras sí, se detuvo para tomar aliento,
porque
estaba
muy fatigada, y luego gritó con expresión de triunfo y de
alegría:
-¡Viene!
El
padre volvió los ojos; la madre la cabeza; la chica no se
movió.
¿Quién?
-preguntó el padre.
-El
viejo de la iglesia Saint Jacques.
-¿Segura?
-Segura.
Viene en un coche de alquiler.
-¡En
coche! ¡Es Rothschild!
El
padre se levantó.
-¿Con
que estás segura? Pero si viene en coche, ¿cómo es que has llegado antes que él?
¿Le
diste bien las señas? ¡Con tal que no se equivoque! ¿Qué ha
dicho?
-Me
ha dicho: "Dadme vuestras señas. Mi hija tiene que hacer algunas compras, tomaré
un
carruaje, y llegaré a vuestra casa al mismo tiempo que
vos".
-¿Y
estás segura de que viene?
-Viene
pisándome los talones.
El
hombre se enderezó; había una especie de iluminación en su
rostro.
-Mujer
gritó-, ya lo oyes. Viene el filántropo. Apaga el fuego.
La
madre estupefacta no se movió.
El
padre, con la agilidad de un saltimbanqui, agarró un jarro todo abollado que
había
sobre
la chimenea, y arrojó el agua sobre los tizones.
Luego
dirigiéndose a su hija mayor:
-Quítale
el asiento a la silla -añadió.
Su
hija no comprendió.
Cogió
la silla, y de un talonazo le quitó, o mejor dicho le rompió el asiento. Su
pierna
pasó
por el agujero que había abierto.
Al
retirarla, preguntó a la muchacha:
-¿Hace
frío?
-Mucho.
Está nevando.
Se
volvió él padre hacia la hija menor, y le gritó con voz
tonante:
-¡Pronto!
Fuera de la cama, perezosa; nunca servirás para nada. Rompe un
vidrio.
La
niña se levantó tiritando.
-¡Rompe
un vidrio! -repitió él-. ¿No me oyes? Te digo que rompas un
vidrio.
La
niña, con una especie de obediente pavor, se alzó sobre la punta de los pies y
pegó
un
puñetazo en uno de los vidrios, el cual se rompió y cayó con
estrépito.
-¡Bien!
-dijo el padre.
Su
mirada recorría rápidamente los rincones del desván. Se diría que era un general
haciendo
los últimos preparativos en el momento en que va a comenzar la
batalla.
Mientras
tanto se oyeron sollozos en un rincón.
-¿Qué
es eso? -preguntó el padre.
La
hija menor, sin salir de la sombra en que se había guarecido, enseñó su puño
ensangrentado.
Al romper el vidrio se había herido; había ido a colocarse cerca del
camastro
de su madre, y allí lloraba silenciosamente.
La
madre se levantó y gritó:
-¡No
haces más que tonterías! Al romper ese vidrio la niña se ha cortado la
mano.
-¡Tanto
mejor! -dijo el hombre-. Es lo que quería.
-¿Cómo
tanto mejor? -replicó la mujer.
-¡Calma!
-replicó el padre-. Suprimo la libertad de prensa.
Y
desgarrando la camisa de mujer que tenía puesta, sacó de ella una tira de tela,
con la
cual
envolvió el puño ensangrentado de la niña.
Miró
a su alrededor. Un viento helado silbaba al pasar por el vidrio
quebrado.
Todo
tiene un aspecto magnífico -murmuró-. Ahora podemos recibir al
filántropo.
V
El
rayo de sol en la cueva
En
ese momento dieron un ligero golpe a la puerta; el hombre se precipitó hacia
ella, y
la
abrió, exclamando con profundos saludos y sonrisas de
adoración:
-Entrad,
señor, dignaos entrar, mi respetable bienhechor, así como vuestra encantadora
hija.
Un
hombre de edad madura y una joven aparecieron en la puerta del
desván.
Marius
no había dejado su puesto. Lo que sintió en aquel momento no puede expresarse
en
ninguna lengua humana. Era Ella.
Todo
el que haya amado sabe las acepciones resplandecientes que contienen las cuatro
letras
de esta palabra: Ella.
Era
ella, efectivamente. Marius apenas la distinguía a través del luminoso vapor que
se
había
esparcido súbitamente sobre sus ojos. Era aquel dulce ser ausente, aquel astro
que
para
él había lucido durante seis meses; era aquella pupila, aquella frente, aquella
boca,
aquel
bello rostro desvanecido, que lo había dejado sumiso en la oscuridad al
marcharse.
La
visión se había eclipsado y reaparecía.
Reaparecía
en aquel desván, en aquella cueva asquerosa, en aquel
horror.
La
acompañaba el señor Blanco.
Había
dado algunos pasos en el cuarto, y había dejado un gran paquete sobre la
mesa.
La
Jondrette mayor se había retirado detrás de la puerta, y miraba con ojos tristes
el
sombrero
de terciopelo, el abrigo de seda y aquel encantador rostro
feliz.
VI
Jondrette
casi llora
A
tal punto estaba oscuro el tugurio, que las personas que venían de fuera
experimentaban
al entrar en él lo mismo que hubieran sentido al entrar en una cueva. Los
dos
recién llegados avanzaron con cierta vacilación, distinguiendo apenas formas
vagas
en
tomo suyo, en tanto que eran perfectamente vistos y examinados por los
habitantes del
desván,
acostumbrados a aquel crepúsculo.
El
señor Blanco se aproximó a Jondrette con su mirada bondadosa y triste, y
dijo:
-Caballero,
en este paquete hallaréis algunas prendas nuevas; medias y cobertores de
lana.
-Nuestro
angelical bienhechor nos abruma -dijo Jondrette inclinándose hasta el
suelo.
Luego
acercándose a su hija mayor mientras que los dos visitantes examinaban aquel
lamentable
interior, añadió en voz baja y hablando con rapidez:
-¿No
lo decía yo? Trapos, pero no dinero. Todos son iguales. A propósito, ¿cómo
estaba
firmada la carta para este viejo zopenco?
-Fabontou
-respondió la hija.
Ah,
el artista dramático.
A
tiempo se acordó Jondrette, porque en aquel momento el señor Blanco se volvió
hacia
él y le dijo con ese titubeo de quien busca un nombre:
-Veo
que sois muy digno de lástima, señor...
-Fabontou
-respondió vivamente Jondrette.
-Señor
Fabontou, sí, eso es. Ya lo recuerdo.
-Artista
dramático, señor, que ha obtenido algunos triunfos.
Aquí
Jondrette creyó evidentemente llegado el momento de apoderarse del filántropo.
Exclamó,
pues, con un acento que mezclaba la charla del titiritero de las ferias y la
humildad
del mendigo en las carreteras:
-La
fortuna me ha sonreído en otro tiempo, señor. Ahora ha llegado su turno a la
desgracia;
ya lo veis, mi bienhechor, no tengo ni pan ni fuego. ¡Mis pobres hijas no
tienen
fuego! ¡Mi única silla sin asiento! ¡Un vidrio roto! ¡Y con el tiempo que hace!
¡Mi
esposa
en la cama, enferma!
-¡Pobre
mujer! -dijo el señor Blanco.
-¡Mi
hija herida! -añadió Jondrette.
La
muchacha, distraída con la llegada de los dos extraños, se había puesto a
contemplar
a
la señorita y había dejado de llorar.
-¡Llora,
chilla! -le dijo por lo bajo Jondrette.
Y
al mismo tiempo le pellizcó la mano herida, sin que nadie lo
notara.
La
niña lanzó un alarido.
La
adorable joven que Marius llamaba en su corazón su Ursula se acercó a
ella.
-¡Pobrecita!
-dijo.
-Ya
lo veis, hermosa señorita -prosiguió Jondrette-; su puño está ensangrentado. Es
un
accidente
que le ha sucedido trabajando en una industria mecánica para ganar seis
centavos
al día. Quizás habrá necesidad de cortarle el brazo.
-¿De
veras? -dijo el señor Blanco, alarmado.
La
chica, tomando en serio estas palabras, comenzó a llorar con más
fuerza.
-¡Ah,
sí, mi bienhechor! -respondió el padre.
Desde
hacía algunos momentos, Jondrette contemplaba al visitante de un modo extraño.
Mientras
hablaba, parecía escudriñarlo con atención, como si tratara de buscar algo en
sus
recuerdos. De pronto, aprovechando el momento en que los visitantes preguntaban
con
interés a la niña sobre la herida de su mano, pasó cerca de su mujer, que seguía
tirada
en
la cama, y le dijo vivamente y en voz baja:
-¡Mira
bien a ese hombre!
Luego
continuó con sus lamentaciones:
-¿Sabéis,
mi digno señor, lo que va a pasar mañana? Mañana es el último plazo que me
ha
concedido mi casero. Si esta noche no le pago, mañana mi hija mayor, yo, mi
esposa
con
su fiebre, mi hija menor con su herida, los cuatro seremos arrojados de aquí y
echados
a la calle, en medio de la lluvia y de la nieve. Debo cuatro trimestres, es
decir,
¡sesenta
francos!
Jondrette
mentía. Cuatro trimestres no hubieran hecho más que cuarenta francos, y no
podía
deber cuatro, puesto que no hacía seis meses que Marius había pagado
dos.
El
señor Blanco sacó cinco francos de su bolsillo, y los puso sobre la
mesa.
Jondrette
tuvo tiempo de murmurar al oído de su hija mayor:
-¡Tacaño!
¿Qué querrá que haga yo con cinco francos? Con eso no me paga ni la silla ni
el
vidrio.
-Señor
Fabontou -dijo el señor Blanco-, no tengo aquí más que esos cinco francos; pero
volveré
esta noche. ¿No es esta noche cuando debéis pagan..?
La
cara de Jondrette se iluminó con una extraña expresión, y contestó con voz
trémula:
-Sí,
mi respetable bienhechor. A las ocho debo estar en casa del
propietario.
Vendré
a las seis, y os traeré los sesenta francos.
-¡Oh!,
¡mi bienhechor! -exclamó Jondrette delirante.
Y
añadió por lo bajo:
-Míralo
bien, mujer.
El
señor Blanco había cogido el brazo de su hermosa hija, y se dirigía hacia la
puerta.
-Hasta
la noche, amigos míos -dijo.
En
aquel momento la Jondrette mayor se fijó que el abrigo del visitante estaba
sobre la
silla.
-Señor
-dijo-, olvidáis vuestro abrigo.
Jondrette
dirigió a su hija una mirada furibunda.
-No
lo olvido, lo dejo -contestó el señor Blanco sonriendo.
-¡Oh,
mi protector! ¡Mi augusto bienhechor! -dijo Jondrette-, voy a llorar a lágrima
viva
con
tantas bondades. Permitid que os acompañe hasta vuestro
carruaje.
-Si
salís -dijo el señor Blanco-, poneos ese abrigo. En verdad hace mucho
frío.
Jondrette
no se lo hizo repetir dos veces y los tres salieron del desván, Jondrette
precediendo
a los visitantes.
VII
Ofertas
de servicio de la miseria al dolor
Marius
presenció toda la anterior escena, sin embargo nada vio. Sus ojos estuvieron
todo
el tiempo clavados en la joven.
Cuando
se fueron, quedó sin saber qué hacer; no podía seguirlos porque andaban en
carruaje.
Además, si no habían partido aún y el señor Blanco lo veía, volvería a escapar y
todo
se habría perdido otra vez. Finalmente decidió arriesgarse y salió de la
pieza.
Al
llegar a la calle alcanzó a ver el coche que doblaba la esquina. Corrió hacia
allá y lo
vio
tomar la calle Mouffetard.
Hizo
parar un cabriolé para seguirlo, pero el cochero, al ver su aspecto, le cobró
por
adelantado
y Marius no tenía suficiente dinero. ¡Por veinticuatro sueldos perdió su
alegría,
su dicha, su amor!
Al
regresar divisó al otro lado de la calle a Jondrette hablando con un hombre de
aspecto
sumamente sospechoso. A pesar de su preocupación, Marius lo miró bien, pues le
pareció
reconocer en él a un tal Bigrenaille, asaltante nocturno que una vez le mostrara
Courfeyrac
en las calles del barrio.
Marius
entró en su habitación a iba a cerrar la puerta, pero una mano impidió que lo
hiciera.
-¿Qué
hay? -preguntó-, ¿quién está ah?
Era
la Jondrette mayor.
¿Sois
vos? -dijo Marius casi con dureza-. ¿Otra vez vos? ¿Qué queréis
ahora?
Ella
se había quedado en la sombra del corredor; ya no tenía la seguridad que
mostrara
en
la mañana. Levantó hacia él su mirada apagada, donde parecía encenderse
vagamente
una
especie de claridad, y le dijo:
-Señor
Marius, parecéis triste; ¿qué tenéis?
-¡Yo!
-exclamó Marius.
-Sí,
vos.
-No
tengo nada, dejadme en paz.
-No
es verdad -dijo la muchacha-. Habéis sido bueno esta mañana, sedlo también
ahora.
Me
habéis dado para comer; decidme ahora lo que tenéis. Tenéis pena, eso se ve a la
legua.
No quisiera que tuvierais pena ninguna. ¿Puedo serviros en algo? No os pregunto
vuestros
secretos, no necesito que me los digáis; pero puedo ayudaros, puesto que ayudo
a
mi padre. Cuando es menester llevar cartas, ir a las casas, preguntar de puerta
en puerta,
hallar
unas señas, seguir a alguien, yo sirvo para hacer esas cosas. Dejadme ayudaros.
Una
idea atravesó por la imaginación de Marius. ¿Quién desdeña una rama cualquiera
cuando
se siente caer?
Se
acercó a la Jondrette.
-Escucha
-le dijo.
-Sí,
sí, tuteadme -dijo ella con un relámpago de alegría en sus
ojos.
-Pues
bien -replicó Marius-, ¿tú trajiste aquí a ese caballero anciano con su
hija?
-Sí.
-¿Sabes
dónde viven?
-No.
Averígualo.
La
mirada de la Jondrette de triste se había vuelto alegre, de alegre se tornó
sombría.
-¿Eso
es lo que queréis? -preguntó.
-Sí.
-¿Los
conocéis acaso?
-No.
-Es
decir -replicó vivamente-, no la conocéis, pero queréis
conocerla.
Aquellos
los que se habían convertido en la tenían un no sé qué de significativo y de
amargo.
-¿Puedes
o no? -dijo Marius.
-Tendréis
las señas de esa hermosa señorita.
Había
en las palabras hermosa señorita un acento que importunó a Marius, el cual
replicó:
-La
dirección del padre y de la hija. Eso es lo que quiero. .
La
Jondrette lo miró fijamente.
-¿Qué
me daréis?
-Todo
lo que quieras.
-¿Todo
lo que yo quiera?
-Si.
-Tendréis
esas señas.
Bajó
la cabeza; luego con un movimiento brusco tiró de la puerta y salió. Marius
quedó
solo.
Todo
lo que había pasado desde la mañana, la aparición del ángel, su desaparición, lo
que
aquella muchacha acababa de decirle, un vislumbre de esperanza flotando en una
inmensa
desesperación, todo esto llenaba confusamente su cerebro.
De
pronto vio interrumpida violentamente su meditación.
Oyó
la voz alta y dura de Jondrette pronunciar estas palabras, que para él tenían el
más
grande
interés.
-Te
digo que estoy seguro y que lo he reconocido.
¿De
quién hablaba Jondrette? ¿A quién había reconocido? ¿Al señor Blanco? ¿Al padre
de
su Ursula? ¿Acaso Jondrette los conocía? ¿Iba Marius a tener de aquel modo
brusco a
inesperado
todas las informaciones, sin las cuales su vida era tan obscura? ¿Iba a saber,
por
fin, a quién amaba? ¿Quién era aquella joven? ¿Quién era su padre? ¿Estaba a
punto
de
iluminarse la espesa sombra que los cubría? ¿Iba a romperse el velo? ¡Ah, santo
cielo!
Saltó
más bien que subió sobre la cómoda, y volvió a su puesto cerca del pequeño
agujero
del tabique.
Desde
allí volvió a ver el interior de la cueva de Jondrette.
VIII
Uso
de la moneda del señor Blanco
Nada
había cambiado en el aspecto de la familia, como no fuera la mujer y las hijas,
que
habían sacado la ropa del paquete y se habían puesto medias y camisetas de lana.
Dos
cobertores
nuevos estaban tendidos sobre las camas.
Jondrette
se paseaba por el desván, de un extremo a otro, a largos pasos, y sus ojos
brillaban.
La
mujer se atrevió a preguntarle:
-Pero,
¿estás seguro?
-¡Seguro!
Han pasado ya ocho años, pero ¡lo reconozco! ¡Oh, sí, lo reconozco! ¡Le
reconocí
en seguida! ¿Tú no?
-No.
-¡Y,
sin embargo, lo dije que pusieras atención! Pero es su estatura, su cara, apenas
un
poco
más viejo; es el mismo tono de voz. Mejor vestido, es la única diferencia. ¡Ah,
viejo
misterioso
del diablo, ya lo tengo!
Se
paró, y dijo a sus hijas:
-Vosotras,
salid de aquí.
Las
hijas se levantaron para obedecer. La madre balbuceó:
-¿Con
su mano mala?
-El
aire le sentará bien -dijo Jondrette-. Idos. Estaréis aquí las dos a las cinco
en punto,
os
necesito.
Marius
redobló su atención.
Jondrette,
solo ya con su mujer, se puso a pasear nuevamente por el
cuarto.
-¿Quieres
que lo diga una cosa? -dijo-. La señorita... ¡es ella!
Marius
no podía dudar, era de Ella de quien se hablaba. Escuchaba ansioso; toda su
vida
estaba en sus oídos, pero Jondrete bajó la voz.
-¿Esa?
-dijo la mujer.
-Esa
-contestó el marido.
No
hay palabra que pueda expresar lo que había en el esa de la madre. Eran la
sorpresa,
la
rabia, el odio y la cólera mezclados y combinados en una monstruosa entonación.
Habían
bastado algunas palabras, el nombre sin duda que su marido le había dicho al
oído,
para que aquella gorda adormilada se despertara y de repulsiva se volviera
siniestra.
-¡Imposible!
-exclamó-. Cuando pienso que mis hijas van con los pies descalzos, y que
no
tienen un vestido que ponerse. ¡Cómo! ¡Sombrero de terciopelo, chaqueta de raso,
botas
y todo! ¡Más de doscientos francos en trapos! ¡Cualquiera creería que es una
señora!
No, lo engañas; en primer lugar, la otra era horrible, y ésta no es fea. ¡No
puede
ser
ella!
-¡Te
digo que es ella!
Ante
afirmación tan absoluta, la Jondrette alzó su ancha cara roja y rubia y miró al
techo,
desfigurada. En aquel momento le pareció a Marius más temible aún que su
marido.
Era una cerda con la mirada de un tigre.
-¿Dices
que esa horrenda hermosa señorita que miraba a mis hijas con cara de piedad
sería
aquella pordiosera? ¡Ah, quisiera destriparla a zapatazos!
Saltó
del lecho, resoplando, con la boca entreabierta y los puños crispados. Después
se
dejó
caer nuevamente en el jergón. El hombre continuaba su paseo por el
cuarto.
-¿Quieres
que lo diga una cosa? -dijo parándose delante de ella con los brazos
cruzados.
-¿Qué?
-Mi
fortuna está hecha.
La
mujer lo miró como si estuviera volviéndose loco.
-¡Estoy
harto! Basta ya de pasar la vida muerto de hambre y de frío. ¡Me aburrió la
miseria!
Quiero comer hasta hartarme, beber hasta que se me quite la sed, dormir, no
hacer
nada, ¡quiero ser millonario! Escucha.
Bajó
la voz, pero no tanto que Marius no pudiera oírle.
-Escúchame
bien. Lo tengo agarrado al ricachón ese. Está todo arreglado; ya hablé con
unos
amigos. Vendrá a las seis a traer sus sesenta francos, el muy avaro; a esa hora
el
vecino
se habrá ido a cenar y no vuelve nunca antes de las once, y la Burgon sale hoy
de
la
casa. Las niñas estarán al acecho y tú nos ayudarás. Tendrá que resolverse a
hacer lo
que
yo quiero.
-¿Y
si no se resuelve? -preguntó la mujer.
Jondrette
hizo un gesto siniestro, y dijo:
-Nosotros
lo obligaremos a resolverse.
Y
soltó una carcajada.
Era
la primera vez que Marius lo veía reír. Aquella risa era fría y suave, y hacía
estremecer.
Jondrette abrió un armario que estaba cerca de la chimenea y sacó de él una
gorra
vieja, que se puso después de haberla limpiado con la
manga.
-Ahora
-dijo- voy a salir; tengo aún que ver a algunos amigos, de los buenos. Ya verás
cómo
esto marcha. Estaré fuera el menor tiempo posible. ¡Es un buen golpe el que
vamos
a
dar! Ha sido una suerte que no me reconociera. ¡Mi romántica barba nos ha
salvado!
Y
se echó a reír de nuevo. Después se acercó a la ventana. Continuaba nevando, y
el
cielo
estaba gris.
-¡Qué
tiempo de perros! -exclamó. Y se puso el abrigo-. Me queda enorme, pero qué
importa.
Hizo bien, el viejo canalla, en dejármelo, porque sin él no habría podido salir
bajo
la nieve y el golpe habría fracasado. ¡Mira las cosas de la
vida!
Antes
de salir se volvió nuevamente hacia su mujer y le dijo:
-Me
olvidaba decirte que tengas preparado un brasero con
carbón.
Y
arrojó a su mujer el napoleón que le había dejado el filántropo, como lo llamaba
él.
-Compraré
el carbón y algo para comer -dijo la mujer.
-No
vayas a gastar ese dinero, tengo otras cosas que comprar
todavía.
-Pero,
¿cuánto lo hace falta para eso que necesitas comprar?
-Unos
tres francos.
-No
quedará gran cosa para la comida.
-Hoy
no se trata de comer; hoy hay algo mejor que hacer.
Jondrette
cerró la puerta, y Marius oyó sus pasos alejarse por el corredor del caserón y
bajar
rápidamente la escalera. En ese instante daban la una en la iglesia de San
Medardo.
IX
Un
policía da dos puñetazos a un abogado
Por
más soñador que fuese Marius, ya hemos dicho que era de naturaleza firme y
enérgica.
Los hábitos de recogimiento habían disminuido tal vez su facultad de irritarse,
pero
habían dejado intacta la facultad de indignarse. Se apiadaba de un sapo, pero
aplastaba
a una víbora. Ahora su mirada había penetrado en un agujero de víboras; era un
nido
de monstruos el que tenía en su presencia.
-¡Es
preciso aplastar a esos miserables! -dijo.
Se
bajó de la cómoda lo más suavemente que pudo.
En
su espanto por lo que se preparaba, y en el horror que los Jondrette le
causaban,
sentía
una especie de alegría con la idea de que le sería dado prestar un gran servicio
a la
que
amaba. Pero, ¿qué hacer? ¿Advertir a las personas amenazadas? ¿Dónde
encontrarlas?
No sabía sus señas. ¿Esperar al señor Blanco a la puerta a las seis, al
momento
de llegar, y prevenirle del lazo? Pero Jondrette y su gente lo verían espiar.
Era
la
una; la emboscada no debía verificarse hasta las seis. Marius tenía cinco horas
por
delante.
No
había más que una cosa que hacer.
Se
puso su traje presentable y salió, sin hacer más ruido que si hubiese caminado
sobre
musgo
y descalzo. Caminaba lentamente, pensativo; la nieve amortiguaba el ruido de sus
pasos.
De pronto oyó voces que hablaban muy cerca de él, por encima de una pared que
bordeaba
la calle. Se asomó.
Había
allí, en efecto, dos hombres apoyados en la pared, sentados en la nieve, y
hablando
bajo. Uno tenía los cabellos muy largos y el otro llevaba barba. El cabelludo
empujaba
al otro con el codo, y le decía:
-Con
el Patrón-Minette la cosa no puede fallar.
¿Tú
crees? -dijo el barbudo.
-Será
un grande de quinientos francos de un paraguazo para cada uno, y lo peor que nos
puede
pasar, serían cinco, o seis, o diez años a lo más.
-Eso
sí que es algo real y no hay que ir a rebuscarlo.
Te
digo que el negocio no puede fallar. Sólo hay que enganchar al
fulano.
Luego
se pusieron a hablar de un melodrama que habían visto la víspera en el teatro de
la
Gaîté.
Marius
continuó su camino.
Al
llegar al número 14 de la calle Pontoise, subió al piso principal, y preguntó
por el
comisario
de policía.
-El
señor comisario de policía no está -contestó un ordenanza de la oficina-, pero
hay
un
inspector que lo reemplaza. ¿Queréis hablar con él? ¿Es cosa
urgente?
-Sí
-dijo Marius.
El
ordenanza lo introdujo en el gabinete del comisario. Un hombre de alta estatura
estaba
allí de pie, detrás de un enrejado, junto a una estufa. Tenía cara cuadrada,
boca
pequeña
y firme, espesas patillas entrecanas, muy erizadas, y una mirada capaz de
registrar
hasta el fondo de los bolsillos.
Aquel
hombre tenía un semblante no menos feroz y no menos temible que Jondrette;
algunas
veces causa tanta inquietud un encuentro con un perro de presa como con un
lobo.
-¿Qué
queréis?
Ver
al comisario de policía.
-Está
ausente, yo lo reemplazo.
-Es
para un asunto muy secreto.
-Hablad.
-Y
muy urgente.
-Entonces,
hablad rápido.
Marius
relató los sucesos. Al mencionar la entrevista de Jondrette con Bigrenaille, el
policía
asintió con la cabeza. Cuando Marius dio la dirección, el inspector levantó la
cabeza
y dijo fríamente:
-¿Es,
pues, en el cuarto del extremo del corredor?
-Precisamente
-dijo Marius, y añadió-: ¿Por ventura conocéis la casa?
El
inspector permaneció un momento silencioso; luego contestó, calentándose el
tacón
de
la bota en la puertecilla de la estufa:
-Así
parece.
Y
continuó entre dientes, hablando, más que a Marius, a su
corbata.
-Por
ahí debe de andar el Patrón-Minette.
Esta
palabra llamó la atención de Marius.
-¡El
Patrón-Minette! -dijo-; en efecto, he oído pronunciar esta
palabra.
Y
refirió al inspector el diálogo que tenían el hombre cabelludo y el hombre
barbudo en
la
nieve, detrás de la tapia.
-El
peludo debe ser Brujon y el barbudo Demiliard, llamado
Deux-Milliards.
El
inspector volvió a guardar silencio; luego dijo:
-Número
50-52; conozco ese caserón. Imposible que nos ocultemos en el interior sin
que
los artistas lo noten, y entonces saldrían del paso con dejar ese vaudeville
para otro
día.
Nada, nada. Quiero oírlos cantar y hacerlos bailar.
Terminando
este monólogo, se volvió hacia Marius, y le dijo, mirándolo
fijamente:
-Los
inquilinos de esa casa tienen llaves para entrar por la noche en sus cuartos.
Vos
debéis
tener una.
-Si
-dijo Marius.
-¿La
lleváis por casualidad?
-Sí.
-Dádmela
-dijo el inspector.
Marius
sacó su llave del bolsillo, se la dio al inspector y
añadió:
-Si
me queréis creer, haréis bien en ir acompañado.
El
inspector dirigió a Marius la misma mirada que habría dirigido Voltaire a un
académico
de provincia que le hubiera aconsejado una rima. De los dos inmensos
bolsillos
de su abrigo sacó dos pequeñas pistolas de acero, de esas que llaman puñetazos,
y
se las pasó a Marius, diciéndole:
-Tomad
esto. Volved a vuestra casa. Ocultaos en vuestro cuarto de modo que crean que
habéis
salido. Están cargados, cada uno con dos balas. Observaréis por el agujero en la
pared.
Esa gente llegará allá; dejadla obrar, y cuando juzguéis la cosa a punto, y que
es
tiempo
de prenderlos, tiraréis un pistoletazo; no antes. Lo demás es cosa mía. Un tiro
al
aire,
al techo, adonde se os antoje. Sobre todo, que no sea demasiado pronto. Aguardad
a
que
hayan principiado la ejecución. Vos sois abogado, y sabéis lo que esto quiere
decir.
Marius
cogió las pistolas y se las guardó en el bolsillo del
pantalón.
A
propósito -le dijo al salir el policía-, si tuvierais necesidad de mí, venid o
mandadme
recado;
preguntaréis por el inspector Javert.
X
Utilización
del Napoleón de Marius
Marius
se dirigió con paso rápido al caserón pues la señora Burgon, cuando le tocaba
salir,
cerraba temprano la puerta, y como el inspector se había quedado con su llave,
no
podía
retrasarse. La puerta estaba abierta todavía. Al pasar por el corredor, sin
hacer el
menor
ruido, le pareció ver en una de las habitaciones desocupadas cuatro cabezas de
hombres
inmóviles.
Entró
a su cuarto sin ser visto. Se sentó sobre su lecho y se sacó cuidadosamente las
botas.
Al poco rato sintió a la señora Burgon cerrar la puerta y
marcharse.
Transcurrieron
algunos minutos. Oyó abrirse la puerta de calle.
Escuchó
pasos pesados y rápidos que subían la escala; era Jondrette que regresaba de
hacer
sus compras.
Pensó
que había llegado el momento de volver a ocupar su puesto en su observatorio.
En
un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad de su juventud, se halló junto al
agujero y
miró.
Toda
la cueva estaba iluminada por la reverberación de un brasero colocado en la
chimenea,
y lleno de carbón encendido. Dentro de él se calentaba al rojo vivo un enorme
cincel
con mango de madera, recién comprado por Jondrette esa tarde. En un rincón cerca
de
la puerta se veían dos montones, que parecían ser uno de objetos de hierro y
otro de
cuerdas.
La
guarida de Jondrette estaba admirablemente bien elegida como escenario para
llevar
a
cabo un hecho violento y para cubrir un crimen. Era la habitación más escondida
de la
casa
más aislada de París.
-¿Y?
-dijo la mujer.
-Todo
va viento en popa -respondió Jondrette-, pero tengo los pies congelados, y tengo
hambre.
Pero qué importa, mañana iremos todos a comer fuera. ¡Comeréis como
verdaderos
Carlos Diez!
Y
agregó bajando la voz:
-La
ratonera está lista, los gatos esperan.
Se
paseó por el cuarto, y luego continuó:
-¿Aceitaste
los goznes de la puerta para que no haga ruido?
-Sí
-contestó la mujer.
-¿Qué
hora es?
-Falta
poco para las seis.
-¡Diablos!
Las niñas tienen que ir a ponerse al acecho. ¿Se fue la
Burgon?
-Sí.
-¿Estás
segura de que no hay nadie donde el vecino?
-No
ha estado en todo el día.
-Mejor
asegurarse. Hija, toma la vela y ve a su cuarto.
Marius
se dejó caer sobre sus manos y rodillas y se arrastró silenciosamente bajo la
cama.
Apenas se había acurrucado allí, se abrió la puerta, una luz iluminó el cuarto y
entró
la hija mayor de Jondrette.
Se
dirigió directamente hacia un espejo clavado a la pared cerca del lecho. Se
empinó
en
la punta de los pies y se miró. Se alisó el pelo mientras canturreaba con su voz
quebrada
y sepulcral.
En
tanto, Marius temblaba; le parecía imposible que ella no escuchara su
respiración.
-¿Qué
pasa? -gritó el padre desde su buhardilla.
-Miro
debajo de la cama y de los muebles -contestó ella mientras seguía peinándose-.
No
hay nadie.
-Entonces,
vuelve de inmediato. ¡No perdamos más tiempo!
Ella
salió, echando una última mirada al espejo.
Un
momento después, Marius sintió los pasos de las dos niñas en el corredor y la
voz
de
Jondrette que les gritaba:
-¡Pongan
mucha atención! Una junto al muro, la otra en la esquina del Petit-Banquier.
No
pierdan de vista ni por un segundo la puerta de la casa, y la menor cosa que
vean, las
dos
aquí corriendo. La mayor gruñó:
-¡Pegarse
el plantón a pie pelado en la nieve!
-Mañana
tendrás botines de seda -dijo el padre.
No
quedó en la casa nadie más que Marius y los Jondrette, y probablemente los
hombres
misteriosos que el joven entreviera en el cuarto vacío.
Jondrette
había encendido su pipa y fumaba, sentado en la silla
rota.
Si
Marius hubiera tenido sentido del humor, como Courfeyrac, habría estallado en
risas
cuando
su mirada descubrió a la Jondrette. Se había puesto un sombrero negro con
plumas,
un inmenso chal escocés sobre el vestido de lana, y los zapatos de hombre que
antes
usara su hija. Esta tenida hizo exclamar a Jondrette:
-¡Estás
muy bien vestida! Vas a inspirar confianza.
El,
por su parte, no se había quitado el abrigo del señor
Blanco.
De
pronto Jondrette alzó la voz y dijo a su mujer:
-Con
el tiempo que hace vendrá en coche. Enciende el farol, y baja con él. Quédate
detrás
de la puerta y ábrela en el momento en que oigas pararse el carruaje; luego lo
alumbrarás
por la escalera y el corredor; y mientras entra aquí, bajarás a todo escape,
pagarás
al cochero, y despedirás el carruaje.
-¿Y
el dinero? -preguntó la mujer.
Jondrette
rebuscó en los bolsillos de su pantalón, y le entregó una moneda de cinco
francos.
-¿De
dónde sacaste esto? -exclamó la mujer.
Jondrette
respondió con dignidad:
-Es
el monarca que dio el vecino esta mañana.
Y
añadió:
-¿Sabes
que aquí hacen falta dos sillas?
-¿Para
qué?
-Para
sentarse.
Marius
sintió correr por todo su cuerpo un estremecimiento glacial al oír a la
Jondrette
dar
esta respuesta:
-¡Es
cierto! Voy a buscar las del vecino.
Y
con un movimiento rápido abrió la puerta del desván y salió al
corredor.
Marius
no alcanzaba a bajar de la cómoda y ocultarse debajo de la
cama.
-Lleva
la vela -gritó Jondrette.
-No
-dijo ella-, me estorbaría, y además hay luna.
Marius
oyó la pesada mano de la Jondrette buscar a tientas en la oscuridad la llave. La
puerta
se abrió, y Marius, sobrecogido de espanto, quedó clavado en su
sitio.
La
Jondrette no lo vio, cogió las dos sillas, únicas que Marius poseía, y se
marchó,
dejando
que la puerta se cerrara de un golpe detrás de ella. Volvió a entrar en su
cueva.
-Aquí
están las dos sillas.
-Y
aquí el farol -dijo el marido-. Baja pronto.
Obedeció,
y Jondrette quedó solo.
Colocó
las sillas a los dos lados de la mesa; dio vueltas al cincel en el brasero; puso
delante
de la chimenea un viejo biombo que lo ocultaba, y luego fue al rincón a examinar
el
montón de cuerdas. Marius se dio cuenta entonces de que lo que había tomado por
un
montón
informe era una escala de cuerda muy bien hecha, con travesaños de madera y
dos
garfios para colgarla.
Aquella
escala y algunos gruesos instrumentos, verdaderas mazas de hierro que estaban
entre
un montón de herramientas detrás de la puerta, no se hallaban por la mañana en
la
cueva
de los Jondrette, y evidentemente habían sido llevados allí aquella tarde
durante la
ausencia
de Marius.
La
chimenea y la mesa con las dos sillas estaban precisamente frente a Marius. Con
el
fuego
tapado, la pieza estaba iluminada solamente por la vela. Reinaba allí una calma
terrible
y amenazante; se sentía que todo estaba preparado a la espera de algo
aterrador.
La
pálida luz hacía resaltar los ángulos fieros y finos del rostro de Jondrette.
Fruncía las
cejas
y hacía bruscos movimientos con la mano derecha como si contestara a los últimos
consejos
de un sombrío monólogo interno. En una de esas oscuras réplicas que se daba a
sí
mismo, abrió bruscamente el cajón de la mesa, cogió de él un ancho cuchillo de
cocina
que
allí ocultaba, y probó el filo sobre su uña. Hecho esto, volvió a colocar el
cuchillo en
el
cajón, y lo cerró.
Marius
por su parte sacó la pistola que tenía en el bolsillo y la
cargó.
Esto
produjo un pequeño ruido claro y seco.
Jondrette
se estremeció y se levantó de la silla.
-¿Quién
anda ahí? -gritó.
Marius
contuvo la respiración. Jondrette escuchó un instante, luego se echó a reír,
diciendo:
-¡Qué
estúpido soy! Es el tabique que cruje.
XI
Las
dos sillas de Marius frente a frente
De
súbito, la lejana y melancólica vibración de una campana hizo temblar los
vidrios.
Daban
las seis en Saint-Médard.
Jondrette
marcó cada campanada con un movimiento de cabeza. Cuando dio la sexta,
despabiló
la vela con los dedos. Después se puso a andar por el cuarto, escuchó en el
corredor,
se paseó y escuchó nuevamente.
-¡Con
tal que venga! -masculló.
Y
se volvió a sentar.
Apenas
se había sentado, se abrió la puerta.
La
Jondrette la había abierto, y permanecía en el corredor, haciendo una horrible
mueca
amable,
iluminada de abajo arriba por uno de los agujeros del
farol.
-Entrad,
mi bienhechor -dijo Jondrette, levantándose
precipitadamente.
Apareció
en la puerta el señor Blanco. Tenía una expresión de serenidad que lo hacía
singularmente
venerable. Puso sobre la mesa cuatro luises, y dijo:
-Señor
Fabontou, aquí tenéis para el alquiler y para vuestras primeras necesidades.
Después
ya veremos.
-Dios
os lo pague, mi generoso bienhechor -dijo Jondrette.
Y,
acercándose rápidamente a su mujer, añadió:
-Despide
el coche.
La
mujer desapareció en tanto que el marido ofrecía una silla al señor Blanco, y
poco
después
volvió a aparecer, y le dijo al oído:
-Ya
está.
La
nieve que había caído todo el día era tan espesa, que no se oyó al carruaje
llegar ni
marcharse.
El señor Blanco se sentó y Jondrette se sentó frente a él. La escena era
siniestra.
El lector puede imaginar lo que era esa noche helada, la soledad de las calles
donde
no pasaba un alma, el caserón Gorbeau casi en ruinas y sumido en el más profundo
silencio
de horror y de sombra, y en medio de esa sombra, el cuchitril de Jondrette
iluminado
sólo por una vela, donde dos hombres estaban sentados ante una mesa; el señor
Blanco
tranquilo, Jondrette sonriente y aterrador; la Jondrette, la madre loba, en un
rincón;
y detrás del tabique, Marius, invisible, de pie, sin perder una palabra ni un
movimiento,
al acecho, empuñando la pistola.
Marius
sentía la emoción de aquel horror, pero no experimentaba ningún temor.
"Detendré
a este miserable cuando quiera", pensaba. Sabía que la policía estaba
emboscada
en los alrededores, esperando la señal convenida.
El
señor Blanco volvió la vista hacia los dos camastros
vacíos.
-¿Cómo
está la pobre niña herida? -preguntó.
-Mal
-respondió Jondrette con una. sonrisa de tristeza-, muy mal, mi digno señor. Su
hermana
mayor la ha llevado para que la curen.
-La
señora Fabontou parece algo mejor que esta mañana.
-Está
muriéndose, señor -repuso Jondrette-; pero, ¡qué queréis! es tan animosa esa
mujer,
que no es mujer, es un buey.
La
Jondrette, halagada por el cumplido, exclamó con un melindre de fiera
acariciada:
-¡Ah,
Jondrette! Eres demasiado bueno conmigo.
-¡Jondrette!
-exclamó el señor Blanco-; yo creía que os llamabais
Fabontou.
-Fabontou
alias Jondrette -replicó vivamente el marido-. Es un apodo de
artista.
Y
empezó a relatar las peripecias de su carrera teatral.
En
ese momento Marius alzó los ojos y vio en el fondo del cuarto un bulto, que
hasta
entonces
no había visto. Acababa de entrar un hombre sigilosamente. Se sentó en silencio
y
con los brazos cruzados sobre la cama más próxima, y como estaba detrás de la
Jondrette,
sólo se le distinguía confusamente. Tenía la cara tiznada de
negro.
Esa
especie de instinto magnético que advierte a la mirada hizo que el señor Blanco
se
volviese
casi al mismo tiempo que Marius, y no pudo reprimir un movimiento de
sorpresa.
-¿Quién
es ese hombre? -preguntó.
-¿Ese?
-exclamó Jondrette-. Es un vecino, no le hagáis caso.
-Perdonad,
¿de qué me hablabais, señor Fabontou?
-0s
decía, mi venerable protector -contestó Jondrette apoyando los codos en la mesa,
y
fijando
en el señor Blanco una mirada tierna, semejante a la de la serpiente boa-, os
decía
que
tenía un cuadro en venta.
Hizo
la puerta un ligero ruido. Un hombre acababa de entrar y se sentó junto al otro.
Tenía
la cara tiznada con tinta a hollín, como el primero. Aun cuando aquel hombre,
más
bien
que entrar, se deslizó por el cuarto, no pudo impedir que el señor Blanco lo
viera.
-No
os preocupéis -dijo Jondrette-, son personas de la casa. Decía, pues, que me
quedaba
un cuadro muy valioso. Vedlo, caballero, vedlo.
Se
levantó, se dirigió a la pared contra la cual estaba apoyado un bastidor. Era,
en
efecto,
una cosa que se parecía a un cuadro, iluminado apenas por la luz de la vela.
Marius
no podía distinguir nada, porque Jondrette se había colocado entre el cuadro y
él.
-¿Qué
es eso? -preguntó el señor Blanco.
Jondrette
exclamó:
-¡Una
obra maestra! Un cuadro de gran precio, mi bienhechor; lo quiero tanto como a
mis
hijas; despierta en mí tantos recuerdos..., pero yo no me desdigo de lo dicho;
estoy
tan
necesitado de dinero que me desharé de él...
Fuese
casualidad, fuese que hubiera en él un principio de inquietud, al examinar el
cuadro,
el señor Blanco volvió la vista hacia el interior de la habitación. Había ahora
cuatro
hombres, tres sentados en la cama y uno en pie cerca de la puerta, todos con los
rostros
tiznados. Uno de los que estaban en la cama se apoyaba en la pared y tenía los
ojos
cerrados; se hubiera dicho que dormía. Era viejo, y su cara negra rodeada de
cabellos
blancos
era horrible.
Jondrette
observó que la mirada del señor Blanco se fijaba en esos
hombres.
-Son
amigos, vecinos -dijo-. Están tiznados porque trabajan con el carbón. Son
deshollinadores.
No hagáis caso de ellos, mi bienhechor; pero compradme mi cuadro.
Compadeceos
de mi miseria. No os lo venderé caro. A vuestro ver, ¿cuánto
vale?
-Pero
-dijo el señor Blanco, mirando a Jondrette con ceño y como hombre que se pone
en
guardia-, eso no es más que una muestra de taberna y valdrá unos tres
francos.
Jondrette
replicó con amabilidad:
-¿Tenéis
ahí vuestra cartera? Me contentaré con mil escudos.
El
señor Blanco se levantó, apoyó la espalda en la pared y paseó rápidamente su
mirada
por
el cuarto. Tenía a Jondrette a su izquierda, del lado de la ventana, y la
Jondrette y los
cuatro
hombres a la derecha, por el lado de la puerta. Los cuatro hombres no
pestañeaban,
y
ni siquiera parecían verle. Jondrette había comenzado de nuevo su arenga con
acento
tan
plañidero, miradas tan vagas y entonación tan lastimera, que el señor Blanco
podía
creer
muy bien que la miseria lo había vuelto loco.
-Si
no me compráis el cuadro, mi querido bienhechor -decía Jondrette-, no tengo ya
recursos
para vivir y no me queda más que tirarme al río.
Al
hablar, Jondrette no miraba al señor Blanco. La mirada del señor Blanco estaba
fija
en
Jondrette y la de Jondrette en la puerta.
De
repente su apagada pupila se iluminó con un horrible fulgor; se enderezó con el
semblante
descompuesto; dio un paso hacia el señor Blanco, y le gritó con voz
tonante:
-¿Me
reconocéis?
XII
La
emboscada
La
puerta del desván acababa de abrirse bruscamente para .dar paso a tres hombres
con
camisas
de tela azul, cubiertas las caras con máscaras de papel negro. El primero era
flaco
y portaba un largo garrote de hierro; el segundo, una especie de coloso, llevaba
una
maza
para matar bueyes; el tercero, menos delgado que el primero y menos macizo que
el
segundo,
empuñaba una enorme llave robada de alguna puerta de
prisión.
Parecía
que Jondrette esperaba la llegada de estos hombres. Se inició un diálogo rápido
entre
él y el hombre flaco que llevaba un garrote.
-¿Está
todo pronto?
-Sí
-contestó el flaco.
-¿Dónde
está Montparnasse?
-El
joven galán se ha quedado conversando con vuestra hija
mayor.
-¿Hay
abajo un cabriolé?
-Sí.
-¿Está
enganchado el carricoche?
-Enganchado
está.
-¿Con
dos buenos caballos?
-Excelentes.
¿Espera
donde he dicho que espere?
-Sí.
-Bien
-dijo Jondrette.
El
señor Blanco estaba muy pálido. Miraba todos los objetos de la cueva en torno
suyo,
como
hombre que comprende dónde ha caído, y su mirada atenta se dirigía
sucesivamente
hacia todas las cabezas de los que lo rodeaban. Estaba sorprendido, pero
sin
que hubiese nada en él parecido al miedo.
Este
anciano, tan valiente ante aquel peligro, enorgullecía a Marius. Al fin y al
cabo era
el
padre de la mujer amada. Marius pensó que en pocos segundos llegaría el momento
de
intervenir,
y levantó la mano derecha en dirección al corredor, listo a lanzar su
disparo.
Tres
de los hombres que Jondrette llamaba deshollinadores sacaron del montón de
hierros
algunos implementos: uno tomó unas grandes tijeras, el otro unas tenazas y el
tercero
un martillo. Terminado el coloquio con el hombre del garrote, Jondrette se
volvió
de
nuevo hacia el señor Blanco, y repitió su pregunta, acompañándola con esa risa
baja,
contenida
y terrible que le era peculiar:
-¿No
me reconocéis?
-No.
Entonces
Jondrette se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos, aproximó su
mandíbula
angulosa y feroz al rostro sereno del señor Blanco, acercándosele lo más
posible
sin que éste se echara hacia atrás, en una postura de fiera salvaje que se
apronta a
morder,
y le gritó:
-¡No
me llamo Fabontou, ni me llamo Jondrette, me llamo Thenardier! ¡Soy el
posadero
de Montfermeil! ¿Oís bien? ¡Thenardier! ¿Me conocéis
ahora?
Un
imperceptible rubor pasó por la frente del señor Blanco, que contestó, sin que
la voz
le
temblara, sin alzarla, con su acostumbrada afabilidad:
-Tampoco.
Marius
no oyó esta respuesta. Parecía herido por un rayo. En el momento en que
Jondrette
había dicho: Me llamo Thenardier, Marius se había estremecido y había tenido
que
apoyarse en la pared, como si hubiera sentido el frío de una espada que le
atravesara
el
corazón. Luego su brazo derecho, pronto a dar la señal, había bajado lentamente,
y en
el
momento en que Jondrette había repetido: ¿Oís bien? ¡Thenardier!, los
desfallecidos
dedos
de Marius habían estado a punto de dejar caer la pistola.
Jondrette,
al confesar quién era, no había conmovido al señor Blanco, pero había
trastornado
a Marius. La recomendación sagrada de su padre retumbaba en sus oídos. El
nombre
de Thenardier formaba parte de su alma, se mezclaba con el nombre de su padre
dentro
del culto que tenía a su memoria.
¡Cómo!
¡Era aquél el Thenardier, el posadero de Montfermeil, a quien había buscado en
vano
durante largo tiempo! ¡Lo hallaba al fin! ¿Pero qué hallaba? El salvador de su
padre
era
un bandido; aquel hombre por el que Marius hubiera querido sacrificarse, era un
monstruo.
Aquel salvador del coronel Pontmercy estaba a punto de cometer un asesinato.
¡Y
el asesinato de quién, gran Dios! ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la
suerte! Su
padre
le decía ¡Socorre a Thenardíer! Y él contestaba a esta voz adorada y santa
destruyendo
a Thenardier.
Pero,
por otra parte, ¡cómo asistir a aquel asesinato premeditado y no impedirlo!
¡Cómo
condenar
a la víctima, y salvar al asesino! ¿Le debía gratitud a semejante miserable?
¿Qué
partido elegir? ¿Faltar al testamento de su padre, o dejar que se consumara un
crimen?
Todo estaba en sus manos. Pero no tuvo tiempo de pensar, pues la escena que
tenía
ante sus ojos se precipitó con furia.
Thenardier,
a quien ya no nombraremos de otro modo, se paseaba por delante de la
mesa
en una especie de extravío y de triunfo frenético.
Cogió
el candelero v lo colocó sobre la chimenea, dando con él un golpe tan violento
que
la vela estuvo a punto de apagarse, y la pared quedó salpicada de
sebo.
Luego
se volvió hacia el señor Blanco, y más bien vomitó que pronunció estas
palabras:
-¡Al
fin os encuentro, señor filántropo, señor millonario raído! ¡Señor regalador de
muñecas!
¡Viejo imbécil! ¡No me conocéis! ¡No sois vos quien fue a Montfermeil, a mi
posada
hace ocho años la noche de Navidad de 1823! ¡No sois vos quien se llevó de mi
casa
a la hija de la Fantina, la Alondra! ¡No sois vos el que llevaba un paquete
lleno de
trapos
en la mano, como el de esta mañana! ¡Mira, mujer! ¡Parece que es su manía llevar
a
las casas paquetes llenos de medias de lana! ¡El viejo caritativo! ¡Yo sí que os
reconozco!
Se
detuvo, y pareció hablar consigo mismo. Luego, golpeó con fuerza la mesa y
gritó:
-¡Con
ese aire bonachón! ¡Demonios! En otro tiempo os burlasteis de mí; sois causa de
todas
mis desgracias. Por mil quinientos francos comprasteis una muchacha que yo
tenía,
que
seguramente era de gente rica, que me había producido ya mucho dinero, y a costa
de
la
cual debía vivir toda mi vida. Una niña que me hubiera indemnizado de todo lo
perdido
en
ese abominable bodegón. ¡Cretino! ¡Y ahora me trae cuatro malos luises!
¡Canalla!
¡Ni
aun ha tenido la generosidad para llegar a los cien francos! Pero yo me reía, y
pensaba:
Te tengo, estúpido. Esta mañana te lamía las manos; pero esta noche te
arrancaré
el corazón.
Thenardier
calló. Se ahogaba. Su pecho mezquino y angosto resollaba como el fuelle de
una
fragua. Su mirada estaba llena de esa innoble felicidad de una criatura débil,
cruel y
cobarde,
que consigue al fin echar por tierra al que ha temido.
El
señor Blanco no lo interrumpió, pero le dijo cuando acabó:
-No
sé lo que queréis decir. Os equivocáis. Soy un hombre pobre, y nada más lejano
de
mí
que ser millonario. No os conozco, creo que me tomáis por
otro.
-¡Ah!
-gritó Thenardier-. ¡Os empeñáis en seguir la broma! ¡Ah! ¡Palabras vanas, mi
viejo!
¿Conque no me recordáis? ¿Conque no sabéis quién soy?
-Perdonad
-respondió el señor Blanco con gran gentileza, gentileza que tenía en tal
momento
algo de extraño y de poderoso-, ya veo que sois un
bandido.
Al
oír esto, Thenardier tomó la silla como si la fuera a quebrar con las
manos.
-¡Bandido!
¡Sí, soy bandido como me llamáis vosotros, los ricos! Claro, es cierto, me
he
arruinado, estoy escondido, no tengo pan, no tengo un centavo, soy un bandido.
Hace
tres
días que no como, soy un bandido. Vosotros os calentáis los pies en la chimenea,
tenéis
abrigos forrados, habitáis mansiones con portero, coméis trufas, y cuando
queréis
saber
si hace frío, consultáis el periódico. ¡Nosotros somos los termómetros! Para
saber si
hace
frío no tenemos que consultar a nadie, sentimos helarse la sangre en las venas y
el
hielo
llegamos al corazón, y entonces decimos: ¡no hay Dios! ¡Y vosotros venís a
nuestras
cavernas a llamamos bandidos!
Aquí
Thenardier se aproximó a los hombres que estaban cerca de la puerta y agregó con
un
estremecimiento:
-¡Cuando
pienso que se atreve a hablarme como a un zapatero
remendón!
Luego
se dirigió nuevamente al señor Blanco, con renovada furia:
-¡Y
sabed también esto, señor filántropo! ¡Yo no soy un hombre cualquiera cuyo
nombre
se ignora, que va a robar niños a las casas! Yo soy un soldado francés. ¡Yo
debiera
estar condecorado! ¡Yo estuve en Waterloo, y salvé en la batalla a un general
llamado
el conde de Pontmercy! Este cuadro que veis, y que ha sido pintado por David,
¿sabéis
lo que representa? Pues es a mí. Yo tengo sobre los hombros al general
Pontmercy
y lo llevo a través de la metralla. Esa es la historia. ¡Ese general nunca hizo
nada
por mí! No valía más que los otros. No por eso dejé de salvarle la vida poniendo
en
peligro
la mía. Y ahora que he tenido la bondad de deciros todo esto, acabemos.
¡Necesito
dinero, muchísimo dinero, u os extermino, por los mil
demonios!
Marius
había recuperado algún dominio sobre sus angustias, y escuchaba. La última
posibilidad
de duda acababa de desvanecerse. Era aquél efectivamente el Thenardier del
testamento.
Marius se estremeció al oír la reconvención de ingratitud dirigida a su padre
y
que él estaba a punto de justificar tan fatalmente. Su perplejidad no hacía más
que
redoblarse.
El
famoso cuadro de David no era, como el lector adivinará, otra cosa que la
muestra de
la
taberna pintada por el propio Thenardier. Hacía algunos instantes que el señor
Blanco
parecía
seguir y espiar todos los movimientos de Thenardier, el cual, cegado y
deslumbrado
por su propia rabia, iba y venía por el cuarto con la confianza de tener la
puerta
guardada, de estar armado contra un hombre desarmado, y de ser nueve contra
uno,
aun suponiendo que la Thenardier no se contase más que por un hombre. Al
terminar
de hablar, Thenardier daba la espalda al señor Blanco.
Este
aprovechó la ocasión, empujó con el pie la silla, la mesa con la mano; y de un
salto,
con prodigiosa agilidad, antes que Thenardier hubiera tenido tiempo de volverse,
estaba
en la ventana. Abrirla, escalarla, meter una pierna por ella, fue obra de un
momento.
Ya tenía la mitad del cuerpo fuera, cuando seis robustos puños lo cogieron y lo
volvieron
a meter enérgicamente en el antro. Eran los tres "deshollinadores" que se
habían
lanzado sobre él. Uno de ellos levantaba sobre la cabeza del señor Blanco una
especie
de maza, formada por dos bolas de plomo en los dos extremos de una barra de
hierro.
Marius
no pudo resistir este espectáculo.
-Padre
mío -pensó-, ¡perdonadme!
Y
su dedo buscó el gatillo de la pistola. Iba ya a salir el tiro, cuando la voz de
Thenardier
gritó:
-¡No
le hagáis daño!
De
un puñetazo derribó al hombre de la maza. Aquella tentativa desesperada de la
víctima,
en vez de exasperar a Thenardier, lo había calmado.
-Vosotros
-añadió- registradlo.
El
señor Blanco parecía haber renunciado a toda resistencia. Se le registró; no
tenía más
que
una bolsa de cuero que contenía seis francos y su pañuelo. Thenardier se guardó
el
pañuelo
en el bolsillo.
-¿No
hay cartera? -preguntó.
-Ni
reloj.
Thenardier
fue al rincón y allí cogió un paquete de cuerdas, que les
arrojó.
-Atadle
al banquillo -dijo.
Y
viendo al viejo que permanecía tendido en medio del cuarto después del puñetazo
que
el señor Blanco le había dado, y notando que no se movía:
-¿Acaso
está muerto Boulatruelle? -preguntó.
-No
-contestó el del garrote-; está borracho.
-Barredle
a un rincón -dijo Thenardier.
Empujaron
al borracho con el pie cerca del montón de hierros.
-Babet,
¿por qué has traído tanta gente? -dijo Thenardier por lo bajo al hombre del
garrote-;
no era necesario.
-¡Qué
quieres! Todos han querido ser de la partida; los tiempos son malos, y apenas se
hacen
negocios.
El
camastro en que habían tirado al señor Blanco era una especie de cama de
hospital,
sostenida
por un par de banquillos de madera y toscamente labrada. El señor Blanco dejó
que
hicieran de él lo que quisieran; los ladrones le ataron sólidamente, de pie, y
con los
pies
sujetos al banquillo más distante de la ventana y más cercano a la
chimenea.
Cuando
terminaron el último nudo, Thenardier cogió una silla y fue a sentarse casi
enfrente
del señor Blanco. Se había transformado en algunos instantes; su fisonomía
había
pasado de la violencia desenfrenada a la dulzura tranquila y astuta. Marius
apenas
podía
conocer en esa sonrisa cortés la boca casi bestial que momentos antes echaba
espuma;
contemplaba estupefacto aquella metamorfosis fantástica a
inquietante.
-Caballero...
-.dijo Thenardier.
Y
apartando con el gesto a los ladrones, que aún tenían puesta la mano sobre el
señor
Blanco,
añadió:
-Apartaos
un poco, y dejadme hablar con este caballero.
Todos
se retiraron hacia la puerta, y él continuó:
-Caballero,
habéis hecho mal en querer saltar por la ventana, porque habríais podido
romperos
una pierna. Ahora, si lo permitís, vamos a hablar tranquilamente. Ante todo
debo
daros cuenta de una observación que he hecho, y es que todavía no habéis lanzado
el
menor grito. Os felicito por ello y voy a deciros lo que deduzco. Cuando se
grita, mi
buen
señor, ¿quién acude? La policía. ¿Y después de la policía? La justicia. Pues
bien;
vos
no habéis gritado: es que os interesa muy poco que acudan la justicia y la
policía.
Hace
tiempo que sospecho que tenéis algún interés en ocultar alguna cosa. Por nuestra
parte,
tenemos el mismo interés, conque podemos entendernos.
La
fundada observación de Thenardier oscurecía aún más para Marius las misteriosas
sombras
bajo las cuales se ocultaba aquella figura grave y extraña a la que Courfeyrac
había
puesto el apodo de señor Blanco. Pero no podía sino admirar en semejante
momento
aquel rostro soberbiamente impasible y melancólico. Era evidentemente un
alma
que no sabía lo que era la desesperación. Era uno de esos hombres que dominan
las
situaciones
extremas. Thenardier se levantó sin afectación, fue a la chimenea, separó el
biombo
y dejó al descubierto el brasero lleno de ardientes brasas, donde el prisionero
podía
ver perfectamente el cincel al rojo. Luego volvió a sentarse cerca del señor
Blanco.
-Continúo
-dijo-. Podemos entendernos; arreglemos esto amistosamente. Hice mal en
incomodarme
hace poco; no sé dónde tenía la cabeza; he ido demasiado lejos y he dicho
mil
locuras. Por ejemplo, porque sois millonario, os he dicho que exigía dinero,
mucho
dinero,
enorme cantidad de dinero. Esto no sería razonable, tenéis la suerte de ser
rico,
pero
tendréis vuestras obligaciones, ¿quién no tiene las suyas? No quiero arruinaros;
al
fin
y al cabo, yo no soy un desollador. Mirad, yo cedo algo y hago un sacrificio por
mi
parte.
Necesito solamente doscientos mil francos.
El
señor Blanco no dijo una palabra. Thenardier prosiguió:
-Una
vez fuera de vuestro bolsillo esa bagatela, os respondo de que todo ha concluido
y
de
que no tenéis que temer ni lo más mínimo. Me diréis: ¡pero yo no tengo aquí
doscientos
mil francos! ¡Oh!, no soy exagerado; no exijo eso. Sólo os pido una cosa.
Tened
la bondad de escribir lo que voy a dictaros.
Colocó
un papel y una pluma delante del señor Blanco.
-Escribid
-.dijo.
El
prisionero habló, por fin.
-¿Cómo
queréis que escriba, si estoy atado?
-Es
cierto, perdonad -dijo Thenardier-; tenéis mucha razón.
Y
ordenó:
-Desatad
el brazo derecho del señor.
Cuando
vio libre la mano derecha del prisionero, Thenardier mojó la pluma en el tintero
y
se la presentó.
-Notad
bien que estáis en nuestro poder -dijo-, a nuestra discreción; que ningún poder
humano
puede sacaros de aquí, y que nos afligiría verdaderamente el vernos obligados a
recurrir
a desagradables extremos. No sé ni vuestro hombre, ni las señas de vuestra casa;
pero
os prevengo que seguiréis atado aquí hasta que vuelva la persona encargada de
llevar
esta carta. Ahora dignaos escribir.
El
señor Blanco, cogió la pluma. Thenardier comenzó a dictar.
-"Hija
mía..."
El
prisionero se estremeció, y alzó los ojos hacia
Thenardier.
-Poned
mejor, "Mi querida hija" -dijo Thenardier.
Él
señor Blanco obedeció.
-¿La
tuteáis, verdad?
-¿A
quién?
A
la niña, caramba.
-No
entiendo lo que queréis decir.
-No
importa -gruñó Thenardier, y continuó-, escribid: "Ven al momento. Te necesito.
La
persona que lo entregará esta carta está encargada de conducirte adonde yo
estoy. Te
espero.
Ven con confianza".
El
señor Blanco había escrito todo. Thenardier añadió:
-Borrad
"ven con confianza"; eso podría hacer suponer que la cosa no es natural, y que
la
desconfianza es posible.
El
señor Blanco borró las tres palabras.
-Ahora
-prosiguió Thenardier- firmad... ¿Cómo os llamáis?
El
prisionero dejó la pluma, y preguntó:
-¿Para
quién es esta carta?
Ya
lo sabéis -respondió Thenardier-; para la niña.
Era
evidente que Thenardier evitaba nombrar a la joven de que se trataba. Decía la
Alondra,
decía la niña, pero no pronunciaba el nombre. Precaución de hombre hábil que
guarda
su secreto delante de sus cómplices. Decir el nombre hubiera sido entregarles
todo
el
negocio, y darles a conocer más de lo que tenían necesidad de
saber.
Replicó:
-Firmad:
¿cuál es vuestro nombre?
-Urbano
Fabre -dijo el prisionero, con serena decisión.
Thenardier,
con el movimiento propio de un gato, se metió la mano en el bolsillo, y
sacó
el pañuelo del señor Blanco. Buscó la marca y se aproximó a la
luz.
-U.
F Eso es. Urbano Fabre. Pues bien, firmad
U.
F.
El
prisionero firmó.
-Como
hacen falta las dos manos para cerrar la carta, dádmela, la cerraré
yo.
Hecho
esto, Thenardier añadió:
-Poned
en el sobre: Señorita Fabre. Como no habéis mentido al decir vuestro nombre,
tampoco
mentiréis con vuestras señas. Ponedlas vos mismo.
El
prisionero permaneció un momento pensativo, luego cogió la pluma y
escribió:
"Señorita
Fabre, casa del señor Urbano Fabre, calle Saint-Dominique d'Enfer, número
17".
Thenardier
cogió la carta con una especie de convulsión febril.
-¡Mujer!
-gritó.
La
Thenardier acudió.
-Toma
esta carta. Ya sabes lo que tienes que hacer. Abajo hay un cabriolé esperándote,
parte
de inmediato y vuelve volando.
Y,
dirigiéndose al hombre de la maza, añadió:
-Tú,
acompaña a la ciudadana. Irás en la parte trasera. ¿Recuerdas dónde dejé el
carricoche?
-Sí
-contestó el hombre.
Y
dejando su maza en un rincón, siguió a la Thenardier.
Cuando
ya se iban, Thenardier sacó la cabeza por la puerta entreabierta, y gritó en el
corredor:
-Cuidado
con perder la carta; piensa que llevas en ella doscientos mil
francos.
Tranquilo
-respondió la voz ronca de su mujer-, me la puse en la
panza.
Un
minuto después se sintió el chasquido del látigo del
cochero.
-¡Bien!
-masculló Thenardier-. Van a buen paso. Con ese galope, la ciudadana estará de
vuelta
en tres cuartos de hora más.
Acercó
una silla a la chimenea, y se sentó cruzando los brazos, y apoyando sus botas
enlodadas
en el brasero.
-Tengo
frío en los pies -dijo.
Una
sombría calma había sucedido al feroz estrépito que llenaba el desván momentos
antes.
No se oía más ruido que la respiración acompasada del borracho que dormía en el
suelo.
Marius esperaba con ansiedad siempre creciente. El enigma era más impenetrable
que
nunca. ¿Quién era aquella niña a quien Thenardier había llamado la Alondra? ¿Era
su
Ursula?
Pero el señor Blanco había dicho que no la conocía. Por otra parte, las dos
letras
u.
F. estaban explicadas; era Urbano Fabre, y Ursula no se llamaba ya Ursula. Esto
era lo
único
que Marius veía con mayor claridad.
-De
cualquier modo -decía-, si la Alondra es Ella, la veré, porque la Thenardier va
a
traerla
aquí. Entonces todo acabará: daré mi vida y mi sangre si es preciso, pero la
libertaré.
Nada me detendrá.
Pasó
así media hora. Thenardier parecía absorto en una tenebrosa meditación; el
prisionero
no se movía. Sin embargo, Marius creía oír por intervalos, y desde hacía
algunos
instantes, un pequeño ruido sordo hacia el lado donde éste se
hallaba.
De
improviso Thenardier dijo al señor Blanco con tono duro:
-Señor
Fabre, escuchad lo que voy a deciros.
Estas
pocas palabras parecían dar principio a una aclaración que despejaría el
misterio.
Marius
prestó oído. Thenardier continuó:
-Mi
mujer va a volver, no os impacientéis. Estoy convencido de que la Alondra es
vuestra
hija, y sé que querréis protegerla. Con vuestra carta mi mujer la irá a buscar.
Le
ordené
que se vistiera como la habéis visto para inspirarle confianza y así la niña la
seguirá
sin dificultad. Vendrán ambas en el cabriolé, con mi amigo detrás. En cierto
lugar
hay
un carricoche con dos buenos caballos; allí subirá vuestra hija acompañada de mi
camarada,
y mi mujer volverá aquí a decirnos: "todo va bien". En cuanto a vuestra hija no
se
le hará ningún daño; el carricoche la llevará a un sitio donde estará tranquila,
y en
cuanto
me hayáis dado esos miserables doscientos mil francos, os será devuelta. Si
hacéis
que
me prendan, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra, y todo habrá
concluido.
Imágenes
espantosas pasaron por la imaginación de Marius. ¡Cómo! Aquella joven a
quien
raptaban, ¿no iba a ser llevada allí? ¿Uno de aquellos monstruos iba a
esconderla
en
la oscuridad? ¿Dónde? Marius sentía paralizarse los latidos de su corazón. ¿Qué
hacer?
¿Disparar el tiro? ¿Poner en manos de la justicia a todos aquellos miserables?
Pero
no
por eso dejaría la joven de estar en poder de ese horrible hombre del garrote. Y
Marius
pensaba
en estas palabras de Thenardier cuya sangrienta significación entreveía: "Si me
hacéis
prender, mi camarada dará el golpe de gracia a la
Alondra".
Ahora
ya no lo detenía sólo el testamento del coronel, sino también el peligro en que
estaba
la que amaba. Esta aterrante situación duraba ya hacía más de una hora. En medio
del
silencio se oyó el ruido de la puerta de la calle, que se abría y luego se
cerraba.
El
prisionero hizo un movimiento en sus ligaduras.
-Aquí
está la ciudadana -dijo Thenardier.
Apenas
acababa de hablar cuando la Thenardier se precipitó en el cuarto, amoratada,
jadeante,
sofocada, llameantes los ojos.
-¡Señas
falsas! -gritó.
El
bandido que había ido con ella entró detrás.
¿Señas
falsas? -repitió Thenardier.
-La
mujer replicó:
-¡Nadie!
En la calle de Saint-Dominique, número 17, no vive ningún Urbano
Fabre.
La
Thenardier se interrumpió para recuperar el aliento, y luego continuó,
acezando:
-¡Thenardier,
eres demasiado bueno! Ese viejo lo engañó. ¡Si fuera yo, lo habría
cortado
en cuatro para empezar, y si se portaba mal, lo habría hecho hervir vivo! Y que
diga
dónde está esa niña y dónde está la pasta. ¡Así hay que hacerlo! ¡Mire que dar
señas
falsas,
el viejo infame!
Marius
respiró. Ella, Ursula o la Alondra, aquella a quien no sabía cómo llamar, estaba
a
salvo. Thenardier dijo al prisionero con una inflexión de voz lenta y
singularmente
feroz:
-¿Señas
falsas? ¿Qué es, pues, lo que esperabas?
-¡Ganar
tiempo! -gritó el prisionero con voz tonante.
Y
al mismo instante sacudió sus ataduras; estaban cortadas. El prisionero sólo
estaba
sujeto
a la cama por una pierna.
Antes
de qué los siete hombres hubiesen tenido tiempo de comprender la situación y de
lanzarse
sobre él, el señor Blanco se inclinó hacia la chimenea, extendió la mano hacia
el
brasero
y levantó por encima de su cabeza el cincel hecho ascua.
Es
probable que cuando los bandidos registraron al prisionero, éste llevara consigo
una
moneda
de las que cortan y pulen los presidiarios, con infinita paciencia, hasta darles
una
forma
especial para que sirvan como sierra en el momento de su evasión. Seguramente
conseguiría
ocultarla en su mano derecha, y al tenerla libre, la usó para cortar las cuerdas
que
lo ataban, lo cual explicaría el ligero ruido y los movimientos casi
imperceptibles que
Marius
había observado. Como no se atrevió a inclinarse para no traicionar sus
intentos,
no
pudo cortar las ligaduras de la pierna. Los bandidos se rehicieron de su primera
sor-
presa.
-Descuidad
-dijo Bigrenaille a Thenardier-. Está todavía sujeto por una pierna, y no se
irá,
yo respondo; como que yo le até a esa pata.
Sin
embargo, el prisionero alzó la voz:
-¡Sois
unos miserables, pero mi vida no vale la pena de ser tan defendida! En cuanto a
imaginaros
que me haréis hablar, que me haréis escribir lo que yo no quiero escribir, que
me
haréis decir lo que yo no quiero decir, eso sí que no.
Subió
la manga de su brazo izquierdo y agregó:
-Mirad.
Extendió
el brazo y apoyó sobre la piel desnuda el cincel candente.
Se
escuchó el chirrido de la carne quemada y se sintió el olor de las cámaras de
tortura.
Marius
se tambaleó, horrorizado y hasta los bandidos se estremecieron. El anciano, en
cambio,
fijó su mirada serena en Thenardier, sin odios.
-Miserables
-dijo- no me temáis, así como yo no os temo.
Y
arrancando el cincel de la herida, lo lanzó por la ventana, que había quedado
abierta.
-Haced
de mí lo que queráis -dijo.
-¡Sujetadle!
-gritó Thenardier.
Dos
bandidos lo tomaron de los hombros y el ventrílocuo se paro frente a- él,
dispuesto
a
hacerle saltar el cráneo con su llave al menor movimiento.
Marius
escuchó en el extremo inferior del tabique este coloquio sostenido en voz
baja:
-No
hay más que una cosa que hacer.
-¡Abrirlo
de un tajo!
-Eso.
Eran
el marido y la mujer que celebraban con Thenardier fue lentamente hacia la mesa,
abrió
el cajón y cogió el cuchillo.
Marius
oprimía la culata de la pistola. ¡Perplejidad inaudita! Hacía una hora que se
elevaban
dos voces en su conciencia; la una le decía que respetase el testamento de su
padre,
la otra le gritaba que socorriera al prisionero. Aquellas dos voces continuaban
sin
interrupción
su lucha, que lo hacía agonizar. Había esperado vagamente, hasta aquel
mo-
mento,
hallar un medio de conciliar los dos deberes, pero nada posible había surgido.
Entretanto
el peligro apremiaba; había ya traspasado el último límite de la espera.
Thenardier,
a pocos pasos del prisionero, pensaba, con el cuchillo en la
mano.
Marius,
desesperado, paseaba sus miradas en tomo suyo. De repente se estremeció. A
sus
pies, sobre la cómoda, un rayo de clara luna iluminaba una hoja de papel, en la
que
leyó
esta línea escrita en gruesos caracteres aquella misma mañana por la mayor de
las
hijas
de Thenardier: "Las sabuesos están ahí ".
Una
idea, una luz atravesó la imaginación de Marius; era el medio que buscaba, la
solución
de aquel horrible problema. Cogió el papel, arrancó suavemente un pedazo de
yeso
del tabique, lo envolvió en el papel, y lo arrojó por el agujero en medio del
tugurio
vecino.
Ya
era tiempo. Thenardier había vencido sus últimos escrúpulos o sus últimos
temores,
y
se dirigía hacia el prisionero.
-¡Algo
han tirado! -gritó la Thenardier.
-¿Qué
es? -dijo el marido.
La
mujer se lanzó a recoger el yeso envuelto en el papel y lo entregó a su
marido.
-¿Por
dónde ha venido? -preguntó Thenardier.
-¿Por
dónde quieres que haya entrado? Por la ventana.
-Yo
lo vi caer -dijo Bigrenaille.
Thenardier
desenvolvió rápidamente el papel, y se acercó a la luz.
-Es
la letra de Eponina. ¡Diablo!
Hizo
una seña a su mujer que se acercó vivamente, y le mostró lo escrito en el papel,
añadiendo
luego con voz sorda:
-¡Pronto!
¡La escalera de cuerda! Dejemos el tocino en la ratonera, y abandonemos el
campo.
-¿Sin
cortarle el pescuezo al hombre? -preguntó la Thenardier.
-No
tenemos tiempo.
-¿Por
dónde? -preguntó Bigrenaille.
-Por
la ventana -respondió Thenardier-. Puesto que Eponina ha tirado la piedra por la
ventana,
es que la casa no está cercada por ese lado.
El
bandido con voz de ventrílocuo dejó en el suelo su enorme llave, levantó los dos
brazos
y abrió y cerró tres veces las manos sin decir una palabra. Fue como la señal de
zafarrancho
para una tripulación. Los que sujetaban al prisionero lo soltaron; en un abrir
y
cerrar de ojos fue desenrollada la escala hacia fuera de la ventana y sujetada
sólidamente
al marco con los dos ganchos de hierro.
El
prisionero no ponía atención a lo que pasaba en torno suyo. Parecía soñar o
rezar.
Una
vez lista la escala, Thenardier gritó:
-Ven,
mujer.
Y
se precipitó hacia la ventana. Pero cuando iba a saltar por ella, Bigrenaille lo
cogió
bruscamente
del cuello:
-Todavía
no, viejo farsante; después de que nosotros hayamos
salido.
-Después
que nosotros -aullaron los demás bandidos.
-Parecéis
niños asustados -dijo Thenardier-; estamos perdiendo tiempo. Los polizontes
nos
están pisando los talones.
-Pues
bien -dijo uno de los bandidos-, echemos a la suerte quién pasará
primero.
Thenardier
exclamó:
-¡Estáis
locos! ¡Estáis borrachos! ¡Perder así el tiempo! Echar a la suerte, ¿no es
verdad?
Escribiremos nuestros nombres y los pondremos en una
gorra...
-¿Queréis
mi sombrero? -gritó una voz desde el umbral de la puerta.
Todos
se volvieron. Era Javert. Tenía el sombrero en la mano, y lo ofrecía
sonriendo.
XIII
Se
debería comenzar siempre por apresar a las víctimas
Javert,
al anochecer, había apostado a su gente y él mismo se había emboscado detrás
de
los árboles frente al caserón Gorbeau. Empezó por abrir su bolsillo para meter
en él a
las
dos muchachas encargadas de vigilar las inmediaciones del tugurio, pero sólo
encontró
a Azelma. Eponina no estaba en su puesto; había desaparecido. Luego Javert
quedó
al acecho, atento el oído a la señal convenida.
Las
idas y venidas del coche lo preocuparon y terminó por impacientarse. Estaba
seguro
de andar de suerte y de que allí había un nido, ya que conocía a muchos de los
bandidos
que habían entrado; acabó por decidirse a subir sin esperar el pistoletazo.
Entró
con
la llave de Marius. Llegó justo a tiempo.
Los
bandidos, asustados, se arrojaron sobre las armas que habían abandonado en el
momento
de evadirse. En menos de un segundo, aquellos siete asesinos, que daba espanto
mirar,
se agruparon en actitud de defensa; Thenardier tomó su cuchillo; la Thenardier
se
apoderó
de una enorme piedra que servía a sus hijas de taburete.
Javert
se puso su sombrero, dio dos pasos por el cuarto con los brazos cruzados, el
bastón
debajo del brazo y el espadín en la vaina.
-¡Alto
ahí! -dijo-. No saldréis por la ventana, sino por la puerta. Es menos
perjudicial.
Sois
siete, nosotros somos quince. No riñáis como principiantes. Sed buenos
muchachos.
Bigrenaille
sacó una pistola que llevaba oculta bajo la camisa, y la puso en la mano de
Thenardier,
diciéndole al oído:
-Es
Javert. Yo no me atrevo a disparar contra ese hombre. ¿Te atreves
tú?
-¡Por
supuesto! -respondió Thenardier.
-Entonces,
dispara.
Thenardier
cogió la pistola y apuntó a Javert.
Este,
que se hallaba a tres pasos, lo miró fijamente, y se contentó con
decirle:
-No
tires, lo va a fallar.
Thenardier
apretó el gatillo; el tiro no salió.
-¡Te
lo dije! -exclamó Javert.
-¡Eres
el emperador de los demonios! -gritó Bigrenaille, tirando su garrote al suelo-.
Yo
me
rindo.
-¿Y
vosotros? -preguntó Javert a los demás.
-También.
Javert
dijo con calma:
-Bien,
bien; ya decía yo que erais buena gente.
Y
volviéndose a la puerta llamó a sus hombres.
-Entrad
ya -dijo.
Una
escuadra de municipales sable en mano y de agentes armados de garrotes, se
precipitó
en la habitación.
-¡Esposas
a todos! -gritó Javert.
La
Thenardier miró sus manos atadas y las de su marido, se dejó caer en el suelo, y
exclamó
llorando:
-¡Mis
hijas!
-Están
ya a la sombra -dijo Javert.
En
tanto, los agentes habían descubierto al borracho dormido detrás de la puerta, y
lo
sacudían.
Se despertó balbuceando:
-¿Hemos
concluido, Jondrette?
-Sí,
Boulatruelle -respondió Javert.
Los
seis bandidos, atados, conservaban aún sus caras de espectros: tres tiznados de
negro,
tres enmascarados.
-Conservad
vuestras caretas -dijo Javert.
Y
pasándoles revista con la mirada de un Federico II en la parada de Postdam, dijo
a los
tres
falsos deshollinadores:
-Buenas
noches, Bigrenaille; buenas noches, Brujon; buenas noches,
Demiliard.
Luego,
volviéndose hacia los tres enmascarados, dijo al hombre de la
maza:
-Buenas
noches, Gueulemer.
Y
al del garrote:
-Buenas
noches, Babet.
Y
al ventrílocuo:
-Qué
tal, Claquesous.
En
ese momento, vio al prisionero de los bandidos, el cual, desde la entrada de los
agentes
de policía no había pronunciado una palabra, y se mantenía con la cabeza
baja.
-Desatad
al señor -dijo Javert-, y que nadie salga.
Dicho
esto, se sentó ante la mesa, donde habían quedado la vela y el tintero, sacó un
papel
sellado del bolsillo, y comenzó su informe. Luego que escribió las primeras
líneas,
que
son las fórmulas de siempre, alzó la vista.
-Que
se acerque el caballero a quien estos señores tenían
atado.
Los
agentes miraron en derredor.
Y
bien -preguntó Javert-, ¿dónde está?
El
prisionero de los bandidos, el señor Blanco, el señor Urbano Fabre, el padre de
Ursula,
había desaparecido.
La
puerta estaba guardada, pero la ventana no lo estaba. En cuanto se vio libre, y
en
tanto
que Javert escribía, se aprovechó de la confusión, de la oscuridad, y de un
momento
en
que la atención no estaba fija en él, para lanzarse por la
ventana.
Un
agente corrió a ella y miró. No se veía nada afuera. La escala de cuerda
temblaba
todavía.
-¡Demonios!
-dijo Javert entre dientes-. ¡Este debía ser el mejor de
todos!
XIV
El
niño que lloraba en la segunda parte
Al
día siguiente, un niño caminaba en dirección a Fontainebleau. Era noche oscura.
El
muchacho
era pálido, flaco; iba vestido de harapos, con un pantalón de lienzo en pleno
invierno,
y cantaba a voz en grito.
En
la esquina de la calle del Petit-Banquier, una vieja encorvada rebuscaba en un
montón
de basura, a la luz del farol. El niño la empujó al pasar, y luego retrocedió,
exclamando
en tono burlón:
-¡Qué
lo parece! ¡Y yo que había tomado esto por un perro enorme,
ENORME!
La
vieja, sofocada de indignación, se levantó, y el resplandor de la luz dio de
lleno en
su
cara angulosa y arrugada, con patas de gallo que le bajaban casi hasta la boca.
El
cuerpo
se perdía en la sombra, y sólo se veía la cabeza. Hubiérase dicho que era la
máscara
de la decrepitud dibujada por una luz en la noche.
El
niño la miró atentamente.
-Esta
señora -dijo- no es mi tipo de belleza.
Y
prosiguió su camino, cantando:
Mambrú
se fue a la guerra
montado
en una perra.
Mambrú
se fue a la guerra
no
sé cuándo vendrá.
Al
acabar el cuarto verso se detuvo. Había llegado delante del número 50-52, y
hallando
cerrada la puerta, comenzó a descargar sobre ella golpes y taconazos que
llegaban
a retumbar, y que eran testimonio más bien de los zapatos de hombre que
llevaba
que de los pies de niño que tenía.
Entretanto,
la anciana que había encontrado en la esquina del Petit-Banquier corría
detrás
de él, lanzando gritos y haciendo gestos desmesurados.
-¿Qué
es eso?, ¿qué es eso? ¡Buen Dios! ¡Echan abajo la puerta! ¡Están derribando la
casa!
Las
patadas continuaban. La mujer gritaba a más no poder. De pronto se detuvo; había
reconocido
al pilluelo.
-¡Ah,
claro, tenías que ser tú, Satanás!
-¡La
vieja otra vez! -dijo el muchacho-. Buenas noches, tía Burgonmuche. Vengo a ver
a
mis antepasados.
La
vieja respondió con una mueca:
-No
hay nadie aquí, patán.
-¿Dónde
está mi padre?
-En
la cárcel de la Force.
-¡Vaya!
¿Y mi madre?
-En
la de Saint-Lazare.
-¿Y
mis hermanas?
-En
las Madelonnettes.
El
niño se rascó la oreja, miró a la señora Burgon, y
exclamó:
-¡Qué
lo parece!
Luego
hizo una pirueta, giró sobre sus talones, y un segundo después la mujer, que se
había
quedado en el umbral de la puerta, lo oyó cantar con voz clara y juvenil,
perdiéndose
entre los álamos que se estremecían al soplo del viento
invernal:
Mambrú
se fue a la guerra
montado
en una perra.
Mambrú
se fue a la guerra
no
sé cuándo vendrá.
Si
volverá por Pascua,
o
por la Trinidad.
CUARTA
PARTE
Idilio
en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis
LIBRO
PRIMERO
Algunas
páginas de historia
I
Bien
cortado y mal cosido
1831
y 1832, los dos años que siguieron inmediatamente a la Revolución de Julio, son
uno
de los momentos más particulares y más sorprendentes de la historia. Tienen toda
la
grandeza
revolucionaria. Las masas sociales, que son los cimientos de la civilización, el
grupo
sólido de los intereses seculares de la antigua formación francesa, aparecen y
desaparecen
a cada instante a través de las nubes tempestuosas de los sistemas, de las
pasiones
y de las teorías. Estas apariciones y desapariciones han sido llamadas la
resistencia
y el movimiento. A intervalos se ve relucir la verdad, que es el día del alma
humana.
La
Restauración* había sido una de esas fases intermedias difíciles de definir. Así
como
los hombres cansados exigen reposo, los hechos consumados exigen garantías. Es
lo
que Francia exigió a los Borbones después del Imperio.
Pero
la familia predestinada que regresó a Francia a la caída de Napoleón tuvo la
simplicidad
*El
período de la Restauración abarca los reinados de Luis XVIII, 1815-1824, y de
Carlos
X, 1824-1830.
fatal
de creer que era ella la que daba, y que lo que daba lo podía recuperar; que la
casa
de
los Borbones poseía el derecho divino, que Francia no poseía
nada.
Creyó
que tenía fuerza, porque el Imperio había desaparecido delante de ella; no vio
que
estaba también ella en la misma mano que había hecho desaparecer a
Napoleón.
La
casa de los Borbones era para Francia el nudo ilustre y sangriento de su
historia,
pero
no era el elemento principal de su destino. Cuando la Restauración pensó que su
hora
había llegado, y se supuso vencedora de Napoleón, negó a la nación lo que la
hacía
nación
y al ciudadano lo que lo hacía ciudadano.
Este
es el fondo de aquellos famosos decretos llamados las Ordenanzas de
Julio.
La
Restauración cayó, y cayó justamente, aunque no fue hostil al progreso y en su
época
se hicieron grandes obras y la nación se acostumbró a la discusión tranquila y a
la
grandeza
de la paz.
La
Revolución de Julio es el triunfo del derecho que derroca al hecho. El derecho
que
triunfa
sin ninguna necesidad de violencia. El derecho que es justo y
verdadero.
Esta
lucha entre el derecho y el hecho dura desde los orígenes de las sociedades.
Terminar
este duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar
pacíficamente
el derecho en el hecho y el hecho en el derecho, es el trabajo de los
sabios.
Pero
ése es el trabajo de los sabios, y otro el de los hábiles.
La
revolución de 1830 fue rápidamente detenida, destrozada por los hábiles, o sea
los
mediocres.
La revolución de 1830 es una revolución detenida a mitad de camino, a mitad
de
progreso. ¿Quién detiene la revolución? La burguesía. ¿Por qué? Porque la
burguesía
es
el interés que ha llegado a su satisfacción; ya no quiere más, sólo conservarlo.
En 1830
la
burguesía necesitaba un hombre que expresara sus ideas. Este hombre fue Luis
Felipe
de
Orleáns.
En
los momentos en que nuestro relato va a entrar en la espesura de una de las
nubes
trágicas
que cubren el comienzo del reinado de Luis Felipe, es necesario conocer un poco
a
este rey. Ante todo, Luis Felipe era un hombre bueno. Tan digno de aprecio como
su
padre,
Felipe-Igualdad, lo fue de censura. Luis Felipe era sobrio, sereno, pacífico,
sufrido;
buen esposo, buen padre, buen príncipe. Recibió la autoridad real sin violencia,
sin
acción directa de su parte, como una consecuencia de un viraje de la revolución,
indudablemente
muy diferente del objetivo real de ésta, pero en el cual el duque de
Orleans
no tuvo ninguna iniciativa personal.
Sin
embargo, el gobierno de 1830 principió en seguida una vida muy dura; nació ayer
y
tuvo
que combatir hoy. Apenas instalado, sentía ya por todas partes vagos movimientos
contra
el sistema, tan recientemente armado y tan poco sólido. La resistencia nació al
día
siguiente;
quizá había nacido ya la víspera. Cada mes creció la hostilidad, y pasó de sorda
a
patente.
En
lo exterior, 1830 no siendo ya revolución y haciéndose monarquía, se veía
obligado
a
seguir el paso de Europa. Debía, pues, conservar la paz, lo que aumentaba la
complicación.
Una armonía deseada por necesidad pero sin base es muchas veces más
onerosa
que una guerra.
Mientras
tanto al interior, pauperismo, proletariado, salario, educación, penalidad,
prostitución,
situación de la mujer, consumo, riqueza, repartición, cambio, derecho al
capital,
derecho al trabajo; todas estas cuestiones se multiplicaban por encima de la
sociedad,
con todo su terrible peso.
Luis
Felipe sentía bajo sus pies una descomposición amenazante.
A
la fermentación política respondía una fermentación filosófica. Los pensadores
meditaban;
removían las cuestiones sociales pacífica pero profundamente. Dejaban a los
partidos
políticos la cuestión de los derechos, y trataban de la cuestión de la
felicidad. Se
proponían
extraer de la sociedad el bienestar del hombre.
Tenebrosas
nubes cubrían el horizonte. Una sombra extraña se extendía poco a poco
sobre
los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas.
Apenas
habían pasado veinte meses desde la Revolución de Julio y el año 1832
comenzaba
con aspecto de inminente amenaza. La miseria del pueblo, los trabajadores
sin
pan, la enfermedad política y la enfermedad social, se declararon a la vez en
las dos
capitales
del reino: la guerra civil en París, en Lyón la guerra servil. Las
conspiraciones,
las
conjuras, los levantamientos, el cólera, añadían al oscuro rumor de las ideas el
sombrío
tumulto de los acontecimientos.
II
Enjolras
y sus tenientes
El
Faubourg Saint-Antoine caracterizaba esta situación más que ningún otro barrio.
Allí
era
donde se sentía más el dolor.
Aquel
antiguo barrio, poblado como un hormiguero, laborioso, animado y furibundo
como
una colmena, se estremecía esperando y deseando la conmoción. Allí se sentían
más
que en otra parte la reacción de las crisis comerciales. En tiempo de
revolución, la
miseria
es a la vez causa y efecto. Siempre que flotan en el horizonte resplandores
impulsados
por el viento de los sucesos, se piensa en este barrio y en la temible fatalidad
que
ha colocado a las puertas de París aquel polvorín de padecimientos y de
ideas.
En
este barrio y en esta época, Enjolras, previendo los sucesos posibles, hizo una
especie
de recuento misterioso. Estaban todos en conciliábulo en el Café
Musain.
-Conviene
saber dónde estamos y con quiénes se puede contar -dijo-. Si se quiere
combatientes,
hay que hacerlos. Contemos, pues, el rebaño. ¿Cuántos somos?
Courfeyrac,
tú verás a los politécnicos. Feuilly, tú a los de la Glacière. Combeferre me
prometió
ir a Picpus, allí hay un hormiguero excelente. Bahorel visitará la Estrapade.
Prouvaire,
los albañiles se entibian, tú nos traerás noticias. Jolly tomará el pulso a la
Escuela
de Medicina. Laigle se dará una vuelta por el Palacio de justicia. Yo me encargo
de
la Cougourde. Pero falta algo muy importante, el Maine; allí hay marmolistas,
pintores
y
escultores; son entusiastas pero desde hace un tiempo se han enfriado. Hay que
ir a
hablarles,
hay que soplar en aquellas cenizas. Había pensado en ese distraído amigo
nuestro,
Marius, que es bueno, pero ya no viene. No tengo a nadie para el
Maine.
-¿Y
yo? -dijo Grantaire.
-¡Tú,
adoctrinar republicanos, tú que no crees en nada!
-Creo
en ti.
-¿Serás
capaz de ir al Maine?
-Soy
capaz de todo.
-¿Y
qué les dirás?
-Les
hablaré de Robespierre, de Danton, de los principios.
-¡Tú!
-Yo.
Lo que pasa es que a mí no se me hace justicia. Conozco el Contrato Social; sé
de
memoria
la Constitución del año Dos: "La libertad del ciudadano concluye donde
empieza
la libertad de otro ciudadano". ¿Me crees idiota?
-Grantaire
-dijo Enjolras, después de pensar algunos segundos-, acepto probarte. Irás al
Maine.
Grantaire
vivía cerca del café. Salió y volvió a los cinco minutos. Había ido a ponerse
un
chaleco a lo Robespierre.
-Rojo
-dijo al entrar-. Ten confianza en mí, Enjolras.
Unos
minutos después la sala interior del Café Musain quedaba desierta. Todos los
amigos
del ABC habían ido a cumplir su misión.
LIBRO
SEGUNDO
Eponina
I
El
campo de la Alondra
Marius
había asistido al inesperado desenlace de la emboscada que él mismo relatara a
Javert;
pero, apenas abandonó éste la casa llevando a sus presos en tres coches de
alquiler,
salió también él. No eran más que las nueve de la noche, y se fue a dormir a
casa
de
Courfeyrac, que vivía ahora en la calle de la Verrerie, "por razones políticas",
pues en
esos
tiempos la insurrección se instalaba tranquilamente en aquel
barrio.
-Vengo
a alojar contigo -dijo Marius.
Courfeyrac
sacó un colchón de su cama, que tenía dos, lo tendió en el suelo y
dijo:
-Aquí
tienes.
Al
día siguiente, a las siete de la mañana, Marius volvió al caserón Gorbeau, pagó
el
alquiler,
hizo cargar en un carretón de mano sus libros, la cama, la mesa, la cómoda y sus
dos
sillas, y se fue sin dejar las señas de su nueva casa.
Pasó
un mes y después otro. Marius seguía en casa de Courfeyrac. Supo por un pasante
de
abogado, visitante habitual de la Sala de los Pasos Perdidos, que Thenardier
estaba
incomunicado,
y daba todos los lunes al alcaide de la cárcel cinco francos para el
preso.
Marius,
no teniendo ya dinero, pedía los cinco francos a Courfeyrac; era la primera vez
en
su vida que pedía prestado. Estos cinco francos periódicos eran un doble enigma:
para
Courfeyrac
que los daba, y para Thenardier que los recibía.
-¿Para
quién pueden ser? -pensaba Courfeyrac.
-¿De
dónde diablos puede venir esto? -se preguntaba Thenardier.
Marius
estaba desconsolado. Había vuelto a ver por un momento a la joven a quien
amaba,
pero un soplo se la había arrebatado. No sabía ni su nombre; seguramente no era
Ursula
y la Alondra era un apodo. ¿Y qué pensar del viejo? ¿Se ocultaba, en efecto, de
la
policía?
Todo
se había desvanecido, excepto el amor.
Para
colmo volvía a visitarlo la miseria; sentía ya su soplo helado. Y es que desde
hacía
algún
tiempo había descuidado sus traducciones; y no hay nada más peligroso que la
interrupción
del trabajo, porque es una costumbre que se pierde. Costumbre fácil de
perder
y difícil de volver a adquirir.
Todo
su pensamiento era Ella; no pensaba en otra cosa; se daba cuenta confusamente
de
que su traje viejo estaba inservible y que el nuevo se transformaba rápidamente
en
viejo.
Le
quedaba una sola idea dulce: que Ella lo había amado; que su mirada se lo había
dicho;
que Ella no sabía su nombre, pero conocía su alma, y que tal vez en el lugar en
que
estaba
lo amaba aún.
En
sus paseos solitarios descubrió un sitio de especial belleza y, por lo tanto,
poco
frecuentado.
Era una especie de prado verde al lado del arroyo de los Gobelinos. Un día,
hablando
con uno de los escasos paseantes, supo que se le llamaba el Campo de la
Alondra.
La Alondra era el nombre con que Marius, en las profundidades de su
me-
lancolía,
había reemplazado a Ursula.
-¡Este
es su campo! -dijo en el estupor poco lógico de los enamorados-. Aquí sabré
dónde
vive.
Esto
era absurdo, pero irresistible.
Y
desde entonces fue todos los días al Campo de la Alondra.
II
Formación
embrionaria de crímenes en las prisiones
El
triunfo de Javert en el caserón Garbeau parecía completo, pero no lo
fue.
En
primer lugar, y éste era su principal problema, no detuvo al prisionero. Es
probable
que
este personaje, que para los bandidos era captura importante, lo fuera también
para la
justicia.
En
seguida, se le había escapado Montparnasse. Montparnasse, al llegar a la casa,
se
había
encontrado con Eponina que estaba al acecho, y se la había llevado consigo,
prefiriendo
sabiamente la hija al padre. Gracias a eso estaba libre. En cuanto a Eponina,
Javert
la recupero más tarde y fue a acompañar a Azelma a la prisión de las
Madelonnettes.
Finalmente,
en el trayecto a la comisaría, se le perdió uno de los principales presos,
Claquesous,
y no lo volvió a encontrar. ¿Se fundió Claquesous con la bruma? ¿Tan
misterioso
eclipse fue en connivencia con los agentes? Javert se mostró más irritado que
sorprendido.
En
cuanto a Marius, Javert pensó que "ese abogadillo bobo" había tenido miedo, y
olvidó
hasta su nombre.
El
juez de instrucción consideró de utilidad no incomunicar a uno de los hombres de
Patrón-Minette,
esperando que hablara. Se eligió a Brujon; lo pusieron en el patio
Carlomagno,
y bajo especial y discreta vigilancia.
Los
ladrones no interrumpen su actividad por estar en manos de la justicia. No se
preocupan
por tan poco. Estar en prisión por un crimen no impide comenzar otro
crimen.
Brujon
pasaba el día mirando como un idiota las paredes. O bien, castañeteando los
dientes
y diciendo que tenía fiebre. Pero se las ingenió para obtener ciertas
informaciones
del
exterior.
Hacia
la segunda quincena de febrero de 1832, un vigilante vio a este adormilado reo
escribiendo
un papel en su cama. Lo castigaron a un mes de calabozo, pero fue imposible
encontrar
el papel.
Pero
a la mañana siguiente alguien lanzó un "perdigón" desde el patio Carlomagno
hacia
la Force.
Los
detenidos llaman perdigón a una pelota de miga de pan artísticamente amasada que
se
lanza por encima de los techos de una prisión, de patio a patio. Esta pelota cae
al patio.
El
que la recoge la abre y encuentra dentro un mensaje para algún prisionero de esa
sección.
Si es otro reo quien hace el hallazgo, entrega el mensaje al destinatario; si es
un
guardia,
entrega el mensaje a la policía.
Esta
vez el perdigón llegó a su destino, a pesar de que aquel a quien se dirigía
estaba
incomunicado.
Era nada menos que Babet, una de las cuatro cabezas de
Patrón-Minette.
El
perdigón contenía sólo estas palabras:
"Babet.
Hay un negocio en calle Plumet. Una antigua verja que da a un
jardín".
Era
lo que había escrito Brujon la noche anterior.
A
pesar de la minuciosa vigilancia, Babet encontró el medio de transmitir el
mensaje
desde
la Force a la Salpétrière, a su amante que estaba allí encarcelada. Esta pasó el
papel
a
una mujer Ilamada Magnon, a quien la policía tenía en su mira, pero que todavía
no
había
sido detenida. Esta Magnon era gran amiga de los Thenardier; ella podía, por
tanto,
servir
de puente visitando a Eponina en las Madelonnettes. Sucedió que en esos mismos
momentos
Eponina y Azelma quedaban en libertad por falta de pruebas en su
contra.
Cuando
salió Eponina, Magnon, que la esperaba en la puerta, le entregó el mensaje de
Brujon
a Babet y le encargó que investigara el negocio.
Eponina
fue a la calle Plumet, encontró la verja y el jardín, observó la casa, espió,
acechó,
y unos días después le llevó a Magnon un bizcocho que ésta entregó a la amante
de
Babet en la Salpétrière. Bizcocho, en el tenebroso lenguaje de la prisión,
significa:
"Nada
que hacer".
De
modo que una semana después, cuando Babet y Brujon se cruzaban en el camino de
ronda
de la Force, uno hacia la instrucción y el otro regresando, Brujon
preguntó:
-¿Y?
¿La calle Plumet?
-Bizcocho
-respondió Babet.
Así
abortó este feto de crimen concebido por Brujon en la Force. Sin embargo, este
aborto
tuvo consecuencias totalmente diferentes a las planeadas, como ya se verá. A
menudo,
cuando se intenta anudar un hilo, se anuda otro.
III
Aparición
al señor Mabeuf
Mientras
Marius descendía lentamente por esos lúgubres escalones que conducen a los
lugares
sin luz, el señor Mabeuf los bajaba de otra manera.
Al
anciano todas las opiniones políticas le eran indiferentes, y las aprobaba todas
para
que
lo dejaran tranquilo. Su postura política era la de amar apasionadamente las
plantas,
pero
sobre todo amar los libros. Tenía como todo el mundo su terminación en -ista,
sin la
cual
nadie habría podido vivir en esa época, pero no era ni realista, ni
bonapartista, ni
anarquista;
él era coleccionista de libros antiguos. Uniendo sus dos pasiones, había
publicado
un libro, La flora en los alrededores de Cauteretz.
Vivía
solo con una vieja ama de llaves, a quien llamaba, sin que ella comprendiera por
qué,
la señora Plutarco.
En
1830, por un error legal, perdió todo lo que tenía. Además, la Revolución de
Julio
provocó
una crisis que afectó a las librerías y, por supuesto, en los malos tiempos lo
primero
que deja de venderse es un libro sobre la flora. Dejó su cargo en la parroquia y
se
mudó
a una especie de choza, cerca del jardín Botánico, donde le permitieron utilizar
un
pequeño
pedazo de tierra para sus ensayos de siembras de añil.
Había
reducido su almuerzo a dos huevos, y dejaba uno de ellos a su vieja criada, a la
cual
no había pagado el salario hacía quince meses. Muchas veces, el almuerzo era su
única
comida. Ya no se reía con su risa infantil; se había vuelto huraño, y no recibía
visitas.
Algunas veces, camino al jardín Botánico, se encontraba con Marius; no se
hablaban;
solamente se saludaban con la cabeza tristemente. Es doloroso, pero hay un
momento
en que la miseria separa hasta a los amigos.
El
señor Mabeuf sentía simpatía por Marius, porque era joven y suave. La juventud,
cuando
es suave, es para los viejos como un sol sin viento.
Por
la noche volvía del jardín Botánico a su casa para regar sus plantas y leer sus
libros.
El
señor Mabeuf tenía por entonces muy cerca de los ochenta
años.
Una
tarde recibió una singular visita. Estaba sentado en una piedra que tenía por
banco
en
el jardín, y miraba con tristeza sus plantas secas que necesitaban urgente
riego. Se
dirigió
encorvado y con paso vacilante al pozo; pero cuando cogió la soga no tuvo
fuerzas
ni aun para desengancharla. Entonces se volvió, y dirigió una mirada angustiosa
al
cielo, que se iba cubriendo de estrellas.
-¡Estrellas
por todas partes! -pensaba el anciano--: ¡Ni una pequeñísima nube! ¡Ni una
lágrima
de agua!
Trató
de nuevo de desenganchar la soga del pozo, pero no pudo.
En
aquel momento oyó una voz que decía:
-Señor
Mabeuf, ¿queréis que riegue yo el jardín?
Vio
salir de entre los matorrales a una jovencita delgada, que se puso delante de él
mirándole
sin parpadear. Más que un ser humano parecía una forma nacida del
crepúsculo.
Antes
que el anciano hubiera podido responder una sílaba, aquella aparición de pies
desnudos
y ropa andrajosa había llenado la regadera. El ruido del agua en las hojas
encantaba
al señor Mabeuf; le parecía que el rododendro era por fin
feliz.
Vaciado
el primer cubo, la muchacha sacó otro, y después un tercero, y así regó todo el
jardín.
Cuando
hubo concluido, el señor Mabeuf se aproximó a ella con lágrimas en los
ojos.
-Dios
os bendiga -dijo-, sois un ángel porque tenéis piedad de las
flores.
-No
-respondió ella-, soy el diablo, pero me es igual.
El
viejo exclamó sin esperar ni oír la respuesta:
-¡Qué
lástima que yo sea tan desgraciado y tan pobre, y que no pueda hacer nada por
vos!
-Algo
podéis hacer -dijo ella-. Decidme dónde vive el señor
Marius.
-¿Qué
señor Marius?
-Un
joven que venía a veros hace tiempo atrás.
El
señor Mabeuf había ya registrado su memoria, y contestó:
-¡Ah!
sí... ya sé. El señor Marius... el barón de Pontmercy, vive... o más bien dicho
no
vive
ya... vaya, no lo sé.
Mientras
hablaba se había inclinado para sujetar una rama del
rododendro.
-Esperad
-continuó-; ahora me acuerdo. Va mucho al Campo de la Alondra. Id por allí,
y
no será difícil que lo encontréis.
Cuando
el señor Mabeuf se enderezó ya no había nadie; la joven había
desaparecido.
IV
Aparición
a Marius
Algunos
días después, Marius había ido a pasearse un rato antes de ir a dejar la moneda
para
Thenardier. Era lo que hacía siempre. Apenas se levantaba, se sentaba delante de
un
libro
y una hoja de papel para concluir alguna traducción; trataba de escribir y no
podía y
se
levantaba de la silla, diciendo: "Voy a salir un rato, así me darán ganas de
trabajar". Y
se
iba al Campo de la Alondra.
Esa
mañana, en medio del arrobamiento con que iba pensando en Ella mientras
paseaba,
oyó una voz conocida que decía:
-¡Al
fin, ahí está!
Levantó
los ojos y reconoció a la hija mayor de Thenardier, Eponina. Llevaba los pies
descalzos
a iba vestida de harapos. Tenía la misma voz ronca, la misma mirada insolente.
Además,
oscurecía su rostro ese miedo que añade la prisión o la
miseria.
Llevaba
algunos restos de paja en los cabellos, no como Ofelia por haberse vuelto loca
con
el contagio de la locura de Hamlet, sino porque había dormido en algún pajar. Y
a
pesar
de todo, estaba hermosa.
Se
quedó algunos momentos en silencio.
-¡Os
encontré! -dijo por fin-. Tenía razón el señor Mabeuf. ¡Si supieseis cuánto os
he
buscado!
¿Sabéis que he estado en la cárcel quince días? Me soltaron por no haber nada
contra
mí, y porque además no tenía edad de discernimiento. ¡Oh, cómo os he buscado
desde
hace seis semanas! ¿Ya no vivís allá?
-No
-dijo Marius.
-¡Oh!
Ya comprendo. A causa de aquello. ¿Dónde vivís ahora?
Marius
no respondió.
-Parece
que no os alegráis de verme. Y, sin embargo, si quisiera os obligaría a estar
contento.
-¿Contento
-preguntó Marius-, qué queréis decir?
-¡Ah!
¡Antes me llamabais de tú!
-Pues
bien; ¿qué quieres decir?
Eponina
se mordió el labio, parecía dudar como si fuera presa de una lucha interior; por
fin,
pareció decidirse.
-Bueno,
peor para mí, qué vamos a hacer. Estáis triste y quiero que estéis contento.
¡Pobre
señor Marius! Ya sabéis, me habéis prometido que me daríais todo lo que yo
quisiera...
-¡Sí,
pero habla de una vez!
Ella
miró a Marius fijamente a los ojos y le dijc
-¡Tengo
la dirección!
Marius
se puso pálido. Toda su sangre refluyó al corazón.
-¿Qué
dirección?
-Ya
sabéis, las señas de la señorita.
Y
así que pronunció esta palabra, suspiró profundamente.
Marius
le cogió violentamente la mano.
-¡Llévame!
¡Pídeme todo lo que quieras! ¿Dónde es?
-Venid
conmigo. No sé bien la calle ni el número; es al otro extremo, pero conozco
bien
la casa.
Retiró
entonces la mano, y dijo en un tono que hubiera lacerado el corazón de un
observador,
pero que no llamó la atención de Marius, embriagado y loco de
felicidad:
-¡Ah!
¡Qué contento estáis ahora!
Una
nube pasó por la frente de Marius.
-¡
Júrame una cosa! -dijo cogiendo a Eponina del brazo.
-¡Jurar!
-dijo ella-; ¿qué quiere decir eso? ¡Vaya! ¿Queréis que
jure?
Y
se echó a reír.
-¡Tu
padre! ¡Prométeme, Eponina, júrame que no darás esa dirección a lo
padre!
Eponina
se volvió hacia él con una mirada de asombro.
-¿Cómo
sabéis que me llamo Eponina?
-¡Respóndeme,
en nombre del cielo! ¡ Júrame que no se lo dirás a lo
padre!
-¡Mi
padre! ¡Ah, sí, mi padre! Estad tranquilo. Está preso a
incomunicado.
-¿Pero
no me lo prometes? -exclamó Marius.
-¡Sí,
sí os lo prometo! ¡Os lo juro! ¡Qué me importa! ¡No diré nada a mi
padre!
-Ni
a nadie -dijo Marius.
-Ni
a nadie.
-Ahora,
llévame.
-Venid.
¡Oh, qué contento está! -dijo la joven.
A
los pocos pasos se detuvo.
-Me
seguís muy de cerca, señor Marius. Dejadme ir delante de vos y seguidme así no
más,
como si tal cosa. No deben ver a un caballero como vos con una mujer como
yo.
Ningún
idioma podría expresar lo que encerraba la palabra mujer dicha así por aquella
niña.
Dio unos pasos, y se detuvo otra vez.
-A
propósito, ¿recordáis que habéis prometido una cosa?
Marius
registró el bolsillo. No poseía en el mundo más que los cinco francos destinados
a
Thenardier; los sacó, y los puso en la mano de Eponina.
Ella
abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo, y dijo mirando a Marius con aire
sombrío:
-No
quiero vuestro dinero.
V
La
casa del secreto
En
el mes de octubre de 1829, un hombre de cierta edad había alquilado una casa en
la
calle
Plumet y se había instalado allí con una jovencita y una anciana criada. Los
vecinos
no
murmuraban nada, por la sencilla razón de que no los
había.
Este
inquilino tan silencioso era Jean Valjean, y la joven, Cosette. La criada era
una
solterona
llamada Santos, vieja, provinciana y tartamuda; tres cualidades que habían
determinado
a Jean Valjean a tomarla a su servicio. Había alquilado la casa con el
nombre
del señor Ultimo Fauchelevent, rentista.
¿Por
qué había abandonado Jean Valjean el convento del Pequeño Picpus? ¿Qué había
sucedido?
Nada había sucedido.
Un
día se dijo que Cosette tenía derecho a conocer el mundo antes de renunciar a
él;
que
privarla de antemano y sin consultarla de todos los goces, bajo el pretexto de
salvarla
de
todas las pruebas, y aprovecharse de su ignorancia y de su aislamiento para
hacer
germinar
en ella una vocación artificial, sería desnaturalizar una criatura humana, y
engañar
a Dios. Se resolvió, pues, a abandonar el convento.
Cinco
años de encierro y de desaparición entre aquellas cuatro paredes habían
destruido
a
dispersado necesariamente los elementos de temor; podía volver con tranquilidad
a
vivir
entre los hombres; había envejecido, y estaba cambiado. ¿Quién había de
reconocerlo
ahora? Y aun en el peor caso, sólo corría peligro por sí mismo, y no tenía
derecho
para condenar a Cosette al claustro por la razón de que él había sido condenado
a
presidio.
Por otra parte, ¿qué es el peligro ante el deber? Y por último, nada le impedía
ser
prudente, y tomar sus precauciones.
En
cuanto a la educación de Cosette, estaba casi terminada y era bastante
completa.
Jean
Valjean, después de decidirse, sólo esperó una ocasión, y no tardó ésta en
presentarse:
el viejo Fauchelevent murió.
Jean
Valjean pidió audiencia a la reverenda priora, y le dijo que habiendo recibido a
la
muerte
de su hermano una modesta herencia que le permitía vivir sin trabajar, pensaba
dejar
el servicio del convento y llevarse a su nieta; pero que, como no era justo que
Cosette
no pronunciando el voto hubiese sido educada gratuitamente, con humildad
suplicaba
a la reverenda priora le permitiese ofrecer a la comunidad una suma de cinco
mil
francos, como indemnización de los cinco años que Cosette había pasado en el
convento.
Jean
Valjean no salió al aire libre sin experimentar una profunda
ansiedad.
Descubrió
la casa de la calle Plumet y allí se quedó; al mismo tiempo alquiló otras dos
casas
en París, con objeto de atraer la atención menos que viviendo siempre en el
mismo
barrio,
y de no encontrarse desprevenido, como la noche en que se escapó tan
milagrosamente
de Javert. Estas otras casas eran dos edificios feos y de aspecto pobre, en
dos
barrios muy separados uno de otro; uno en la calle del Oeste, y otro en la del
Hombre
Armado.
Iba de cuando en cuando ya a la una o a la otra a pasar un mes o seis semanas
con
Cosette. Y así tenía tres casas en París para huir de la
policía.
VI
Jean
Valjean, guardia nacional
El
señor Fauchelevent, rentista, era guardia nacional; no había podido escaparse de
las
apretadas
redes del censo de 1831. El empadronamiento municipal llegó en aquella época
hasta
el convenlo del Pequeño Picpus, de donde Ultimo Fauchelevent había salido
intachable
a los ojos del alcalde, y por consiguiente digno de hacer
guardias.
Jean
Valjean se ponía el uniforme y entraba de guardia tres o cuatro veces al año, y
lo
hacía
con gusto, porque el uniforme era para él un correcto disfraz que lo mezclaba
con
todo
el mundo. Acababa de cumplir sesenta años, edad de la exención legal, pero no
aparentaba
más de cincuenta; no tenía estado civil; ocultaba su nombre, ocultaba su edad,
ocultaba
su identidad, lo ocultaba todo; y como hemos dicho, era un guardia nacional de
buena
voluntad. Toda su ambición era asemejarse a cualquiera que pagase sus
contribuciones.
El ideal de este hombre era, en lo interior, el ángel, y en lo exterior, el
burgués.
Cuando
salía con Cosette, se vestía como ya lo hemos visto antes y parecía un militar
retirado.
Cuando salía solo, comúnmente por la noche, usaba siempre una chaqueta y un
pantalón
de obrero y una gorra que le ocultaba el rostro. ¿Era precaución o humildad?
Ambas
cosas a la vez.
Cosette
estaba acostumbrada ya al aspecto enigmático de su destino, y apenas notaba
las
rarezas de su padre. En cuanto a Santos, veneraba a Jean Valjean y hallaba bueno
todo
lo
que hacía.
Ninguno
de los tres entraban o salían más que por la puerta trasera que daba a la calle
de
Babilonia; de modo que, de no verlos por la verja del jardín, era difícil
adivinar que
vivían
en la calle Plumet. Esta verja estaba siempre cerrada, y Jean Valjean dejó el
jardín
sin
cultivar para que no llamara la atención. Tal vez se
equivocó.
Este
jardín, abandonado a sí mismo por más de medio siglo, se había transformado en
algo
extraordinario y encantador. Los que pasaban frente a esa antigua verja cerrada
con
candado,
se detenían a contemplar aquella verde espesura.
Había
un banco de piedra en un rincón y dos o tres estatuas enmohecidas. La naturaleza
había
invadido todo; las zarzas subían por los troncos de los árboles cuyas ramas
bajaban
hasta
el suelo; ramillas, troncos, hojas, sarmientos, espinas, todo se entremezclaba
en este
apogeo
de la maleza, y hacía que en un pequeño jardín parisiense reinara la majestad de
un
bosque virgen.
En
este entorno, Jean Valjean y Cosette vivían felices. Jean Valjean arregló la
casa para
Cosette,
que vivía allí con Santos, con todas las comodidades, y él se instaló en la
habitación
del portero, que estaba situada aparte, en el patio
trasero.
VII
La
rosa descubre que es una máquina de guerra
Cosette
adoraba a su padre con toda el alma.
Como
él no vivía dentro de la casa ni iba al jardín, a ella le gustaba más pasar el
día en
el
patio de atrás, en esa habitación sencilla, que en el salón lleno de muebles
finos.
El
le decía a veces, dichoso de que lo importunara:
-¡Ya,
ándate a la casa, déjame en paz solo un rato!
Ella
solía reprenderlo, como se impone una hija al padre:
-¡Hace
tanto frío en vuestra casa! ¿Por qué no ponéis una alfombra y una
estufa?
-Niña
mía, hay tanta gente mejor que yo que no tiene ni un techo sobre su
cabeza.
-¿Entonces
por qué yo tengo siempre fuego en la chimenea?
-Porque
eres mujer, y eres una niña.
Otra
vez le dijo:
-Padre,
¿por qué coméis ese pan tan malo?
-Porque
sí, hija mía.
-Entonces,
si vos lo coméis, yo también lo comeré.
De
modo que para que Cosette no comiera pan negro, Jean Valjean comenzó a comer
pan
blanco.
Ella
no recordaba a su madre, ni siquiera sabía su nombre, de modo que todo su amor
se
volcaba en este padre bondadoso. Y él era dichoso.
Cuando
salía con él, la niña se apoyaba en su brazo, orgullosa, feliz. El pobre hombre
se
estremecía inundado de una dicha angelical; se decía que esto duraría toda la
vida;
pensaba
que no había sufrido lo suficiente para merecer tanta felicidad, y agradecía a
Dios
en el fondo de su alma por haberle permitido ser amado por este ser
inocente.
Un
día Cosette se miró por casualidad al espejo, y le pareció que era bonita, lo
cual la
turbó
mucho, pues había oído decir que era fea. Otra vez, yendo por la calle, le
pareció
oír
a uno, a quien no pudo ver, que decía detrás de ella: Linda muchacha, pero muy
mal
vestida.
"¡Bah! -pensó ella-, no lo dice por mí. Yo soy fea, y voy bien vestida." Y no se
miró
más al espejo.
Una
mañana estaba en el jardín y oyó que Santos decía:
-Señor,
¿no habéis observado qué bonita se va poniendo la
señorita?
Cosette
subió a su cuarto, corrió al espejo y dio un grito de
asombro.
¡Era
linda! Su tipo se había formado, su cutis había blanqueado, y sus cabellos
brillaban;
un esplendor desconocido se había encendido en sus ojos
azules.
Jean
Valjean, por su parte, experimentaba una profunda a indefinible opresión en su
corazón.
Era
que, en efecto, desde hacía algún tiempo, contemplaba con terror aquella belleza
que
se presentaba cada día más esplendorosa. Comprendió que aquello era un cambio en
su
vida feliz, tan feliz, que no se atrevía a alterarla en nada por temor a perder
algo.
Aquel
hombre que había pasado por todas las miserias; que aún estaba sangrando por las
heridas
que le había hecho el destino; que había sido casi malvado y que había llegado a
ser
casi santo; aquel hombre a quien la ley no había perdonado todavía y que podía
en
cualquier
momento ser devuelto a la prisión, lo aceptaba todo, lo disculpaba todo, lo
perdonaba
todo, lo bendecía todo, tenía benevolencia para todo, y no pedía a la
Providencia,
a los hombres, a las leyes, a la sociedad, a la Naturaleza, al mundo, más que
una
cosa: ¡que Cosette siguiera amándolo! ¡Que Dios no le impidiese llegar al
corazón de
aquella
niña y permanecer en él! Si Cosette lo amaba, se sentía sanado, tranquilo, en
paz,
recompensado,
coronado. Si Cosette lo amaba era feliz; ya no pedía más.
Nunca
había sabido lo que era la belleza de una mujer; pero por instinto comprendía
que
era una cosa terrible.
Jean
Valjean desde el fondo de su fealdad, de su vejez, de su miseria, de su
opresión,
miraba
asustado aquella belleza que se presentaba cada día más triunfante y soberbia a
su
lado,
a su vista. Y se decía: "¡Qué hermosa es! ¿Qué va a ser de mí?" En esto estaba
la
diferencia
entre su ternura y la ternura de una madre; lo que él veía con angustia, lo
habría
visto una madre con placer.
No
tardaron mucho en manifestarse los primeros síntomas.
Desde
el día siguiente a aquel en que Cosette se había dicho: "Parece que soy bonita",
recordó
lo que había dicho el transeúnte: "Bonita, pero mal vestida". De inmediato
aprendió
la ciencia del sombrero, del vestido, de la bota, de los manguitos, de la tela
de
moda,
del color que mejor sienta; esa ciencia que hace a la mujer parisiense tan
seductora,
tan profundamente peligrosa.
El
primer día que Cosette salió con un vestido nuevo y un sombrero de crespón
blanco,
se
cogió del brazo de Jean Valjean alegre, radiante, sonrosada, orgullosa,
esplendorosa.
-Padre
-dijo-, ¿cómo me encontráis?
El
respondió con una voz semejante a la de un envidioso:
-¡Encantadora!
Desde
aquel momento observó que Cosette quería salir siempre y no tenía ya tanta
afición
al patio interior; le gustaba más estar en el jardín, y pasearse por delante de
la
verja.
En esta época fue cuando Marius, después de pasados seis meses, la volvió a ver
en
el
Luxemburgo.
VIII
Empieza
la batalla
En
ese instánte en que Cosette dirigió, sin saberlo, aquella mirada que turbó a
Marius,
éste
no sospechó que él dirigió otra mirada que turbó también a Cosette, haciéndole
el
mismo
mal y el mismo bien.
Hacía
ya algún tiempo que lo veía y lo examinaba, como las jóvenes ven y examinan,
mirando
hacia otra parte. Marius encontraba aún fea a Cosette, cuando Cosette
encontraba
ya hermoso a Marius. Pero, como él no hacía caso de ella, este joven le era
muy
indiferente.
El
día en que sus ojos se encontraron y se dijeron por fin bruscamente esas
primeras
cosas
oscuras a inefables que balbucea una mirada, Cosette no las comprendió al
momento.
Volvió pensativa a la casa de la calle del Oeste donde habían ido a pasar seis
semanas.
Aquel
día la mirada de Cosette volvió loco a Marius, y la mirada de Marius puso
temblorosa
a Cosette. Marius se fue contento. Cosette inquieta. Desde aquel instante se
adoraron.
Todos
los días esperaba Cosette con impaciencia la hora del paseo; veía a Marius,
sentía
una felicidad indecible, y creía expresar sinceramente todo su pensamiento con
decir
a Jean Valjean: ¡Qué delicioso jardín es el Luxemburgo!
Marius
y Cosette no se hablaban, no se saludaban, no se conocían: se veían y, como los
astros
en el cielo que están separados por millones de leguas, vivían de
mirarse.
De
este modo iba Cosette haciéndose mujer, bella y enamorada, con la conciencia de
su
hermosura
y la ignorancia de su amor.
IX
A
tristeza, tristeza y media
La
sabia y eterna madre Naturaleza advertía sordamente a Jean Valjean la presencia
de
Marius;
y Jean Valjean temblaba en lo más oscuro de su pensamiento; no veía nada, no
sabía
nada, y consideraba, sin embargo, con obstinada atención las tinieblas en que
estaba,
como si sintiera por un lado una cosa que se construyera, y por otro una cosa
que
se
derrumbara. Marius, advertido también, y lo que es la profunda ley de Dios, por
la
misma
madre Naturaleza, hacía todo lo que podía por ocultarse del padre. Sus ademanes
no
eran del todo naturales. Se sentaba lejos, y permanecía en éxtasis; llevaba un
libro, y
hacía
que leía: ¿por qué hacía que leía? Antes iba con su levita vieja, y ahora
llevaba
todos
los días el traje nuevo; tenía ojos picarescos, y usaba guantes. En una palabra,
Jean
Valjean
lo detestaba cordialmente.
Un
día no pudo contenerse y dijo:
-¡Qué
aire tan pedante tiene ese joven!
Cosette
el año anterior, cuando era niña indiferente, hubiera
respondido:
-No,
padre, es un joven simpático.
En
el momento de la vida y del estado de corazón en que se encontraba, se limitó a
contestar
con una calma suprema, como si lo mirara por primera vez en su
vida:
-¿Ese
joven?
-¡Qué
estúpido soy! -pensó Jean Valjean-. Cosette no se había fijado en
él.
¡Oh,
inocencia de los viejos! ¡Oh, profundidad de la juventud!
Jean
Valjean empezó contra Marius una guerrilla que éste, con la sublime estupidez de
su
pasión y de su edad, no adivinó. Le tendió una serie de emboscadas; Marius cayó
de
cabeza
en todas. Mientras tanto Cosette seguía encerrada en su aparente indiferencia y
en
su
imperturbable tranquilidad; tanto, que Jean Valjean sacó esta conclusión: Ese
necio
está
enamorado locamente de Cosette, pero Cosette ni siquiera sabe que
existe.
Mas
no por esto era menor la agitación dolorosa de su corazón. De un instante a otro
podía
sonar la hora en que Cosette empezara a amar. ¿No empieza todo por la
indiferencia?
¿Qué viene a buscar ese joven? ¿Una aventura? ¿Qué quiere? ¿Un amorío?
¡Un
amorío! ¡Y yo! ¿Qué? ¡Habré sido primero el hombre más miserable, y después el
más
desgraciado! ¡Habré pasado sesenta años viviendo de rodillas; habré padecido
todo
lo
que se puede padecer; habré envejecido sin haber sido joven; habré vivido sin
familia,
sin
padres, sin amigos, sin mujer, sin hijos; habré dejado sangre en todas las
piedras, en
todos
los espinos, en todas las esquinas, en todas las paredes; habré sido bueno,
aunque
hayan
sido malos conmigo; me habré hecho bueno, a pesar de todo; me habré arrepentido
del
mal que he hecho, y habré perdonado el que me han causado; y en el momento en
que
recibo
mi recompensa, en el momento que toco el fin, en el momento que tengo lo que
quiero,
que es bueno, que lo he pagado, y lo he ganado, desaparecerá todo, se me irá de
las
manos, perderé a Cosette, y perderé mi vida, mi alegría, mi alma, porque a un
necio le
haya
gustado venir a vagar por el Luxemburgo!
Cuando
supo que Marius había hecho preguntas al portero de su casa, se mudó,
prometiéndose
no volver a poner los pies en el Luxemburgo ni en la calle del Oeste; y se
volvió
a la calle Plumet.
Cosette
no se quejó, no dijo nada, no preguntó nada, no trató de saber ningún por qué;
estaba
ya en el período en que se teme ser descubierta y vendida. Jean Valjean no tenía
experiencia
en ninguna de estas miserias, lo cual fue causa de que no comprendiera el
grave
significado del silencio de Cosette. Solamente observó que estaba triste y se
puso
sombrío.
Por una y otra parte dominaba la inexperiencia.
Un
día hizo una prueba y preguntó a Cosette:
-¿Quieres
venir al Luxemburgo?
Un
rayo iluminó el pálido rostro de Cosette.
-Sí
-contestó.
Fueron.
Habían pasado tres meses. Marius no iba ya; Marius no estaba
allí.
Al
día siguiente, Jean Valjean volvió a decir a Cosette:
-¿Quieres
venir al Luxemburgo?
Y
respondió triste y dulcemente:
-No.
Jean
Valjean quedó dolorido por esa tristeza, y lastimado por esa dulzura. ¿Qué
pasaba
en
aquella alma tan joven todavía, y tan impenetrable ya? ¿Qué transformación se
estaba
verificando
en ella? ¿Qué sucedía en el alma de Cosette? En aquellos momentos, ¡qué
miradas
tan dolorosas volvía hacia el claustro! ¡Cómo se lamentaba de su abnegación y
de
su demencia de haber vuelto a Cosette al mundo, pobre héroe del sacrificio,
cogido y
derribado
por su mismo desinterés! "¿Qué he hecho?", se decía.
Por
lo demás, Cosette ignoraba todo esto. Jean Valjean no tenía para ella peor humor
ni
más
rudeza; siempre la misma fisonomía serena y buena; sus modales eran más tiernos,
más
paternales que nunca.
Cosette,
por su parte, iba decayendo de ánimo. En la ausencia de Marius, padecía, como
había
gozado en su presencia sin explicárselo.
-¿Qué
tienes? -preguntaba algunas veces Jean Valjean.
-No
tengo nada. Y vos, padre, ¿tenéis algo?
-¿Yo?
Nada.
Aquellos
dos seres que se habían amado tanto, y con tan tierno amor, y que habían
vivido
por tanto tiempo el uno para el otro, padecían ahora cada cual por su lado, uno
a
causa
del otro; sin culparse mutuamente, y sonriendo.
X
Socorro
de abajo puede ser socorro de arriba
Una
tarde, el pequeño Gavroche no había comido y recordó que tampoco había cenado
el
día anterior, lo que era ya un poco cansador. Tomó, pues, la resolución de
buscar algún
medio
de cenar. Se fue a dar vueltas más allá de la Salpétrière, por los sitios
desiertos,
donde
suele encontrarse algo; y así llegó hasta unas casuchas que le parecieron ser el
pueblecillo
de Austerlitz.
En
uno de sus anteriores paseos había visto allí un jardín cuidado por un anciano y
donde
crecía un buen manzano. Una manzana es una cena, una manzana es la vida. Lo
que
perdió a Adán podía salvar a Gavroche.
Se
dirigió entonces hacia el jardín; reconoció el manzano, identificó la fruta, y
examinó
el
seto; se aprestaba a saltarlo, pero se detuvo de repente. Escuchó voces en el
jardín, y se
puso
a mirar por un hueco.
A
dos pasos de él, al otro lado del seto, estaba sentado el viejo dueño del
jardín, y
delante
de él había una anciana que refunfuñaba.
Gavroche,
que era poco discreto, escuchó.
-¡Señor
Mabeuf! -decía la vieja.
-¡Mabeuf
-pensó Gavroche-; ese nombre es un chiste.
El
viejo, sin levantar la vista, respondió:
-¿Qué
pasa, señora Plutarco?
-¡Señora
Plutarco! -pensó Gavroche-. Otro chiste.
-El
casero no está contento -dijo ella-. Se le deben tres
plazos.
-Dentro
de tres meses se le deberán cuatro.
-Dice
que os echará a la calle.
-Y
me iré.
-La
tendera quiere que se le pague; ya no nos fía leña. ¿Con qué os calentaréis este
invierno?
No tendremos lumbre.
-Hay
sol.
-El
carnicero nos niega el crédito.
-Está
bien. Digiero mal la carne; es muy pesada.
-¿Y
qué comeremos?
-Pan.
-El
panadero quiere que se le dé algo a cuenta, y dice que si no hay dinero, no hay
pan.
-Bueno.
-¿Y
qué comeremos?
-Nos
quedan las manzanas del manzano.
-Pero,
señor, no se puede vivir así, sin dinero.
-¡Y
si no lo tengo!
La
anciana se fue, y el anciano se quedó solo meditando. Gavroche meditaba por otro
lado.
Era ya casi de noche.
El
primer resultado de la meditación de Gavroche fue que en vez de escalar el seto,
se
acurrucó
debajo, donde las ramas se separaban un poco en la parte baja de la maleza.
Estaba
casi afirmado contra el banco del señor Mabeuf.
-¡Qué
buena alcoba! -murmuró.
La
calle formaba una línea pálida entre dos filas de espesos
arbustos.
De
repente, en. esa línea blanquecina, aparecieron dos sombras. Una iba delante y
la
otra
algunos pasos detrás.
-¡Vaya,
dos personajes! -susurró Gavroche.
La
primera sombra parecía la de algún viejo encorvado y pensativo, vestido con
sencillez,
que andaba con lentitud a causa de la edad, y que paseaba a la luz de las
estrellas.
La
segunda era recta, firme, delgada. Acomodaba su paso al de la primera; pero en
la
lentitud
voluntaria de la marcha se descubría la esbeltez, la agilidad, la elegancia de
aquella
sombra. Levita impecable, fino pantalón. Por debajo del sombrero se entreveía en
el
crepúsculo el pálido perfil de un adolescente. Tenía una rosa en la
boca.
Esta
segunda sombra era conocida de Gavroche: era Montparnasse, el bandido de
Patrón-Minette,
el amigo de Thenardier.
En
cuanto a la otra, sólo podía decir que era un anciano.
Gavroche
se puso al momento a observar. Uno de los dos tenía evidentemente
proyectos
sobre el otro y Gavroche estaba muy bien situado para ver el
resultado.
Montparnasse
de cacería, a aquella hora y en aquel lugar, era algo amenazador.
Gavroche
sentía que su corazón de pilluelo se conmovía de lástima por el
viejo.
Pero
¿qué hacer? ¿Intervenir? ¿Había de socorrer una debilidad a otra? Sería sólo dar
motivo
para que se riera Montparnasse. Gavroche sabía muy bien que para aquel terrible
bandido
de dieciocho años, el viejo primero, y el niño después, eran dos buenos
bocados.
Mientras
que Gavroche deliberaba, tuvo efecto el ataque brusco y tremendo.
Montparnasse
de súbito tiró la rosa, saltó sobre el viejo y le agarró del cuello. Un
momento
después, uno de estos hombres estaba debajo del otro, rendido, jadeante,
forcejeando,
con una rodilla de mármol sobre el pecho. Sólo que no había sucedido lo
que
Gavroche esperaba. El que estaba en tierra era Montpernasse; el que estaba
encima
era
el viejo. Todo esto ocurría a algunos pasos de Gavroche.
Quedó
todo en silencio. Montparnasse cesó de forcejear, y Gavroche se dijo: ¡Estará
muerto!
El
viejo no había pronunciado una palabra, ni lanzado un grito; se levantó, y
Gavroche
oyó
que decía a Montparnasse:
-Párate.
Montparnasse
se levantó, sin que el viejo lo soltara; tenía la actitud humillada y furiosa
de
un lobo mordido por un cordero.
Gavroche
miraba y escuchaba; se divertía a morir.
El
viejo preguntaba y Montparnasse respondía. -¿Qué edad
tienes?
-Diecinueve
años.
-Eres
fuerte, ¿por qué no trabajas?
-Porque
me aburre.
-¿Qué
eres?
-Holgazán.
-¿Puedo
hacer algo por ti? ¿Qué quieres ser?
-Ladrón.
Mirando
fijamente a Montparnasse, el viejo elevó con suavidad la voz y le dirigió en
aquella
sombra en que estaban una especie de sermón solemne, del que Gavroche no
perdió
ni una slaba.
-Hijo
mío: tú entras por pereza en la existencia más laboriosa. ¡Ah! Tú lo declaras
holgazán,
pues prepárate a trabajar. No has querido tener el honrado cansancio de los
hombres,
tendrás el sudor de los condenados. Donde los demás canten, tú gruñirás. Verás
de
lejos trabajar a los demás hombres, y lo parecerá que descansan. Para salir a la
calle,
cualquiera
no tiene que hacer más que bajar la escalera, pero tú romperás las sábanas,
harás
con sus tiras una cuerda, pasarás por la ventana, lo suspenderás colgado de ese
hilo
sobre
un abismo, de noche, en medio de la tempestad, en medio de la lluvia, en medio
del
huracán,
y si la cuerda es corta, sólo encontrarás un medio de bajar: tirarte. Tirarte a
ciegas
en el precipicio, desde una altura cualquiera a lo desconocido. ¡Ah! ¡No lo
gusta
trabajar!
No tienes más que un pensamiento: beber bien, comer bien, dormir bien. Pues
beberás
agua, comerás pan negro, dormirás en una tabla con una cadena ceñida a tus
piernas.
Romperás esa cadena y huirás. Bien; pero lo arrastrarás entre las matas y
comerás
hierba como los animales del monte. Y volverás a caer preso; y entonces pasarás
los
años en una mazmorra. Quieres lucir buena ropa, zapatos lustrosos, pelo rizado,
usar
en
la cabeza perfumes, agradar a las jóvenes, ser elegante; pues bien, lo cortarán
el pelo
al
rape, lo pondrás una chaqueta roja y unos zuecos. Quieres llevar sortijas en los
dedos,
y
tendrás una argolla al cuello; y si miras a una mujer, lo darán un palo.
Entrarás allí a los
veinte
años, y saldrás a los cincuenta. Entrarás joven, sonrosado, fresco, con ojos
brillantes,
dientes blancos, y hermosa cabellera, saldrás cascado, encorvado, lleno de
arrugas,
sin dientes, horrible, y con el pelo blanco. ¡Ah, pobre niño!, lo equivocas; la
holgazanería
lo aconseja mal; el trabajo más rudo es el robo. Créeme, no emprendas la
penosa
profesión del perezoso; no es cómodo ser ratero. Menos malo es ser hombre
honrado.
Anda ahora, y piensa en lo que lo he dicho. Pero, ¿qué querías? ¿Mi bolsa?
Aquí
la tienes.
Y
el viejo, soltando a Montparnasse, le puso en la mano su bolsa, a la que
Montparnasse
tomó el peso; después de lo cual, con la misma precaución maquinal que si
la
hubiese robado, la dejó caer suavemente en el bolsillo de atrás de su
pantalón.
Hecho
esto, el anciano volvió la espalda, y siguió su paseo.
-¡Viejo
imbécil! -murmuró Montparnasse.
¿Quién
era aquel viejo? El lector lo habrá adivinado sin duda.
Montparnasse,
estupefacto, miró cómo desaparecía en el crepúsculo; pero esta
contemplación
le fue fatal.
Mientras
que el viejo se apartaba, Gavroche se aproximaba.
Saliendo
de la maleza, se arrastró en la sombra por detrás de Montparnasse que seguía
inmóvil.
Así llegó hasta él sin ser visto ni oído. Metió suavemente la mano en el
bolsillo
de
atrás de su pantalón, cogió la bolsa, retiró la mano y volviendo a la rastra,
hizo en la
oscuridad
una evolución de culebra. Montparnasse, que no tenía motivo para estar en
guardia,
y que meditaba quizás por primera vez en su vida, no notó nada. Gavroche, así
que
llegó donde estaba el señor Mabeuf, tiró la bolsa por encima del seto, y huyó a
todo
correr.
La
bolsa cayó a los pies del señor Mabeuf. El ruido lo despertó; se inclinó, la
cogió y la
abrió
sin comprender nada. Era una bolsa que contenía seis napoleones. El señor
Mabeuf,
muy
asustado, la llevó a su criada.
-Esto
viene del cielo -dijo la tía Plutarco.
LIBRO
TERCERO
Cuyo
fin no se parece al principio
I
Miedos
de Cosette
En
el jardín de la calle Plumet y cerca de la verja, había un banco de piedra
defendido
de
las miradas de los curiosos por un enrejado de cañas.
Una
tarde de ese mismo mes de abril había salido Jean Valjean; Cosette, después de
puesto
el sol, fue al jardín y se sentó en el banco de piedra. Sintiendo refrescar el
viento
que
penetraba entre los árboles, Cosette meditaba. Esa tristeza invencible que trae
el
atardecer
iba apoderándose poco a poco de ella. Acaso Fantina la rondaba desde la
sombra.
Cosette
se levantó, dio lentamente una vuelta por el jardín sobre la hierba mojada de
rocío.Después
volvió al banco.
En
el momento en que iba a sentarse, observó en el sitio que había ocupado recién,
una
gran
piedra que no estaba antes.
Contempló
aquella piedra preguntándose qué significaba. Pero, de repente, la idea de
que
aquella piedra no se había ido sola al banco, de que alguien la había puesto
allí, de
que
un brazo había pasado a través de la verja, le dio miedo; un miedo verdadero
esta vez
porque
la piedra estaba allí, y no era posible dudar como en otras ocasiones cuando le
pareció
divisar siluetas cerca del jardín. No la tocó y huyó sin atreverse a mirar hacia
atrás,
se refugió en la casa y cerró en seguida con cerrojos la
puerta-ventana.
Al
día siguiente, después de una noche de pesadillas, el sol que entraba por las
junturas
de
los postigos la tranquilizó de tal manera que todo se borró de su imaginación;
hasta la
piedra.
Se
vistió, bajó al jardín, corrió al banco, y sintió un sudor frío. La piedra
estaba allí.
Pero
aquello sólo duró un momento; lo que es miedo de noche es curiosidad de día.
Levantó
la piedra, que era bastante grande. Debajo había un sobre. Contenía un
cuadernillo
de hojas numeradas, en cada una de las cuales había algunas líneas escritas
con
una letra que le pareció a Cosette bonita y elegante.
Buscó
un nombre, pero no lo había; buscó una firma, tampoco la había. ¿A quién iba
dirigido?
A ella probablemente, ya que una mano había depositado aquel paquete en su
banco.
¿De quién venía?
Una
fascinación irresistible se apoderó de ella; trató de separar los ojos de
aquellos
papeles
que temblaban en su mano, miró al cielo, a la calle, a las acacias llenas de
luz, a
las
palomas que volaban sobre un tejado cercano, y después se dijo que debía leer lo
que
contenía.
II
Un
corazón bajo una piedra
Comenzaba
así:
"La
reducción del Universo a un solo ser, la dilatación de un solo ser hasta Dios;
esto es
el
amor. ¡Qué triste está el alma cuando está triste por el
amor!
¡Qué
vacío tan inmenso es la ausencia del ser que llena el mundo! ¡Oh! ¡Cuán
verdadero
es que el ser amado se convierte en Dios! Basta una sonrisa vislumbrada para
que
el alma entre en el palacio de los sueños.
Ciertos
pensamientos son oraciones. Hay momentos en que cualquiera que sea la
actitud
del cuerpo, el alma está de rodillas.
Los
amantes separados engañan la ausencia con mil quimeras, que tienen, no obstante,
su
realidad. Se les impide verse; no pueden escribirse; pero tienen una multitud de
medios
misteriosos de correspondencia. Se envían el canto de los pájaros, el perfume de
las
flores, la risa de los niños, la luz del sol, los suspiros del viento, los rayos
de las
estrellas,
toda la creación. ¿Y por qué no? Todas las obras de Dios están hechas para
servir
al amor.
El
amor es una parte del alma misma, es de la misma naturaleza que ella, es una
chispa
divina;
como ella, es incorruptible, indivisible, imperecedero. Es una partícula de
fuego
que
está en nosotros, que es inmortal a infinita, a la cual nada puede limitar, ni
amortiguar.
Se la siente arder hasta en la médula de los huesos, y se la ve brillar hasta en
el
fondo del cielo.
¿Viene
ella aún al Luxemburgo? No, señor. En esta iglesia oye misa, ¿no es verdad? No
viene
ya. ¿Vive todavía en esta casa? Se ha mudado. ¿Adónde ha ido a vivir? No lo ha
dicho.
¡Qué
cosa tan triste es no saber dónde habita su alma!
Los
que padecéis porque amáis, amad más aún. Morir de amor es
vivir.
Vi
en la calle a un joven muy pobre que amaba. Llevaba un sombrero roto, una levita
vieja
con los codos parchados; el agua entraba a través de sus zapatos, y los astros a
través
de su alma."
Y
así seguían sus pensamientos, página a página, para terminar
diciendo:
"Si
no hubiera quien amase, se apagaría el sol".
Mientras
leía el cuaderno, Cosette iba cayendo poco a poco en un ensueño. Estaba
escrito,
pensaba, por la misma mano, pero con diversa tinta, ya negra, ya blanquecina,
como
cuando se acaba la tinta y se vuelve a llenar el tintero, y por consiguiente en
distintos
días. Era, pues, un pensamiento que se había derramado allí suspiro a suspiro,
sin
orden, sin elección, sin objeto, a la casualidad. Cosette no había leído nunca
nada
semejante.
Aquel manuscrito en que se veía más claridad que oscuridad, le causaba el
mismo
efecto que un santuario entreabierto. Cada una de sus misteriosas líneas
resplandecía
a sus ojos y le inundaba el corazón de una luz extraña. Descubría en aquellas
líneas
una naturaleza apasionada, ardiente, generosa, honrada; una voluntad sagrada, un
inmenso
dolor y una esperanza inmensa; un corazón oprimido y un éxtasis manifestado.
¿Y
qué era aquel manuscrito? Una carta. Una carta sin señas, sin nombre, sin fecha,
sin
firma,
apremiante y desinteresada. ¿Quién la había escrito?
Cosette
no dudó ni un minuto. Sólo un hombre. ¡El!
¡Era
él quien le escribía! ¡El, que estaba allí! ¡El, que la había
encontrado!
Entró
en la casa y se encerró en su cuarto para volver a leer el manuscrito, para
aprenderlo
de memoria, y para pensar. Cuando lo hubo leído, lo besó y lo
guardó.
Pasó
todo el día sumida en una especie de aturdimiento.
III
Los
viejos desaparecen en el momento oportuno
Cuando
llegó la noche, salió Jean Valjean, y Cosette se vistió. Se peinó del modo que
le
sentaba
mejor y se puso un bonito vestido. ¿Quería salir? No. ¿Esperaba una visita?
No.
Al
anochecer bajó al jardín. Empezó a pasear bajo los árboles, separando de tanto
en
tanto
algunas ramas con la mano porque las había muy bajas.
Así
llegó al banco. Se sentó, y puso su mano sobre la piedra, como si quisiese
acariciarla
y manifestarle agradecimiento.
De
pronto sintió esa sensación indefinible que se experimenta, aun sin ver, cuando
se
tiene
alguien detrás. Volvió la cabeza y se levantó. Era él.
Tenía
la cabeza descubierta; parecía pálido y delgado. Tenía, bajo un velo de
incomparable
dulzura, algo de muerte y de noche. Su rostro estaba iluminado por la
claridad
del día que muere y por el pensamiento de un alma que se
va.
Cosette
no dio ni un grito. Retrocedió lentamente, porque se sentía atraída. El no se
movió.
Cosette sentía la mirada de sus ojos, que no podía ver a través de ese velo
inefable
y
triste que lo rodeaba.
Cosette,
al retroceder, encontró un árbol, y se apoyó en él; sin ese árbol se hubiera
caído
al suelo. Entonces oyó su voz, aquella voz que nunca había oído, que apenas
sobresalía
del susurro de las hojas, y que murmuraba:
-Perdonadme
por estar aquí, pero no podía vivir como estaba y he venido. ¿Habéis
leído
lo que dejé en ese banco? ¿Me reconocéis? No tengáis miedo de mí. ¿Os acordáis
de
aquel día, hace ya mucho tiempo, en que me mirasteis? Fue en el Luxemburgo,
cerca
del
Gladiador. ¿Y del día que pasasteis cerca de mí? El l6 de junio y el 2 de julio.
Va a
hacer
un año. Hace mucho tiempo que no os veía. Vivíais en la calle del Oeste, en un
tercer
piso; ya veis que lo sé. Yo os seguía. Después habéis desaparecido. Por las
noches
vengo
aquí. No temáis; nadie me ve; vengo a mirar vuestras ventanas de cerca. Camino
suavemente
para que no lo oigáis, porque podríais tener miedo. Sois mi ángel, dejadme
venir;
creo que me voy a morir. ¡Si supieseis! ¡Os adoro! Perdonadme; os hablo, y no sé
lo
que os digo; os incomodo tal vez. ¿Os incomodo?
-¡Oh,
madre mía! -murmuró Cosette. Se le doblaron las piernas como si se
muriera.
El
la cogió; ella se desmayaba; la tomó en sus brazos, la estrechó sin tener
conciencia
de
lo que hacía, y la sostuvo temblando. Estaba perdido de amor.
Balbuceó:
-¿Me
amáis, pues?
Cosette
respondió en una voz tan baja, que no era más que un soplo que apenas se
oía:
-¡Ya
lo sabéis!
Y
ocultó su rostro lleno de rubor en el pecho del joven.
No
tenían ya palabras. Las estrellas empezaban a brillar. ¿Cómo fue que sus labios
se
encontraron?
¿Cómo es que el pájaro canta, que la nieve se funde, que la rosa se
abre?
Un
beso; eso fue todo.
Los
dos se estremecieron, y se miraron en la sombra con ojos
brillantes.
No
sentían ni el frío de la noche, ni la frialdad de la piedra, ni la humedad de la
tierra,
ni
la humedad de las hojas; se miraban, y tenían el corazón lleno de pensamientos.
Se
habían
cogido las manos sin saberlo.
Poco
a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La
noche
estaba
serena y espléndida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como dos
espíritus,
se lo dijeron todo: sus sueños, sus felicidades, sus éxtasis,,sus quimeras, sus
debilidades;
cómo se habían adorado de lejos, cómo se habían deseado, y su
desesperación
cuando habían cesado de verse. Se confiaron en una intimidad ideal, que
ya
nunca sería mayor, lo que tenían de más oculto y secreto.
Cuando
se lo dijeron todo, ella reposó su cabeza en el hombro de Marius, y le
preguntó:
-¿Cómo
os llamáis?
-Yo
me llamo Marius. ¿Y vos?
-Yo
me llamo Cosette.
LIBRO
CUARTO
El
encanto y la desolación
I
Travesuras
del viento
Desde
1823, mientras el bodegón de Montfermeil desaparecía poco a poco, no en el
abismo
de una bancarrota sino en la cloaca de las deudas pequeñas, los Thenardier
habían
tenido
dos hijos varones; ahora eran cinco, dos mujeres y tres hombres, lo que fue
demasiado
para ellos.
La
Thenardier se deshizo de los dos últimos, cuando eran aún muy pequeños, con una
singular
facilidad. Su odio al género humano empezaba en sus hijos varones. ¿Por qué?
Porque
sí.
Expliquemos
cómo llegaron a librarse de estos hijos. Su gran amiga Magnon, que fuera
criada
del señor Gillenormand antes de Nicolasa, había conseguido sacarle al pobre
viejo
una
buena pensión para sus dos hijos, haciéndole creer que era el padre. Pero en una
epidemia
murieron ambos en el mismo día. Esto fue un gran golpe, porque los niños
representaban
ochenta francos al mes para su madre.
La
Magnon buscó una solución. Ella necesitaba dos hijos; la Thenardier los tenía,
de la
misma
edad y sexo, y le estorbaban. Fue un buen arreglo para las dos madres y así los
niños
Thenardier se convirtieron en riiños Magnon.
La
Thenardier exigió diez francos al mes por el préstamo de sus hijos, lo que fue
aceptado
y pagado regularmente. En tanto, el señor Gillenormand iba cada seis meses a
ver
a los niños, y no notó el cambio.
-Señor
-le decía la Magnon-, ¡cómo se parecen a vos!
Thenardier,
para evitar problemas, se convirtió en Jondrette. Sus dos hijas y Gavroche
apenas
habían tenido tiempo de notar que tenían dos hermanos. En cierto grado de
miseria
se apodera del alma una especie de indiferencia espectral y se ve a los seres
como
a
ánimas en pena.
Los
dos niños tuvieron suerte, pues fueron criados como señoritos, y estaban mucho
mejor
que con su verdadera madre. La Magnon los cuidaba, los vestía bien y jamás decía
ni
una sola palabra en argot delante de ellos.
Así
pasaron algunos años. Pero la redada hecha en el desván de Jondrette repercutió
en
una
parte de esa inmunda sociedad del crimen que vive oculta. La prisión de
Thenardier
trajo
la prisión de la Magnon.
Poco
después de que ésta entregara a Eponina el mensaje relativo a la calle Plumet,
se
verificó
en su barrio una repentina visita de la policía y la Magnon fue
apresada.
Los
dos niños jugaban afuera y no se dieron cuenta. Al volver hallaron la puerta
cerrada
y
la casa vacía. Un vecino les dio un papel que les dejara la madre, con una
dirección a la
que
debían dirigirse.
Los
niños se alejaron, llevando el mayor el papel en la mano; hacía mucho frío, sus
dedos
hinchados se cerraban mal y apenas podían sostener el papel. Al dar vuelta la
esquina
se lo llevó una ráfaga de viento, y como caía la noche no pudieron encontrarlo.
Se
pusieron a vagar por las calles.
II
Gavroche
saca partido de Napoleón el grande
La
primavera en París suele verse interrumpida por brisas ásperas y agudas que le
dejan
a
uno por eso aterido de frío. Una tarde en que esas brisas soplaban rudamente, de
modo
que
parecía haber vuelto el invierno y los parisienses se ponían nuevamente los abrigos,
el
pequeño Gavroche, temblando alegre mente de frío bajo sus harapos, estaba parado
y
como
en éxtasis delante de una peluquería de los alrededores de la calle
Orme-Saint-Gervais.
Llevaba un chal de lana de mujer, cogido no sabemos dónde, con el
cual
se había hecho un tapaboca, Parecía que admiraba embelesado una figura de cera,
una
novia adornada con azahares, que daba vueltas en el escaparate. Pero en realidad
observaba
la tienda para ver si podía birlar un jabón, que iría a vender enseguida a otra
parte.
Muchos días almorzaba con uno de esos jabones, y llamaba a este trabajo, para el
cual
tenía mucho talento, "cortar el pelo al peluquero".
Mientras
Gavroche examinaba la vitrina, dos pequeños de unos siete y cinco años
entraron
a la tienda pidiendo algo con un murmullo lastimero, que más parecía un gemido
que
una súplica. Hablaban ambos a la vez y sus palabras eran ininteligibles, porque
los
sollozos
ahogaban la voz del menor y el frío hacía castañetear los dientes del mayor. El
barbero
se volvió con rostro airado y, sin abandonar la navaja, los echó a la calle y
cerró
la
puerta diciendo:
-¡Venir
a enfriarnos la sala por nada!
Los
niños echaron a andar llorando. Empezaba a llover. Gavroche fue tras
ellos.
-¿Qué
tenéis, pequeñuelos?
-No
sabemos dónde dormir.
-¿Y
eso es todo? ¡Vaya gran cosa! ¡Y se llora!
Y
adoptando un acento de tierna autoridad y de dulce protección,
añadió:
-Criaturas,
venid conmigo.
-Sí,
señor -dijo el mayor.
Lo
siguieron y dejaron de llorar. Gavroche los llevó en dirección a la Bastilla. En
el
camino
se entretenía. Al pasar, salpicó de barro las botas lustradas de un
transeúnte.
-¡Bribón!
-gritó éste furioso.
Gavroche
sacó la nariz del tapaboca.
-¿Se
queja de algo el señor?
-¡De
ti!
-Se
ha cerrado el despacho, y ya no admito reclamos.
Y
se volvió a tapar la boca.
Mientras
caminaban, escuchó un sollozo y descubrió junto a una puerta cochera a una
muchachita
de trece a catorce años, helada, y con un vestidito tan corto que apenas le
llegaba
a la rodilla.
-¡Pobre
niña! -dijo Gavroche-. No tiene ni calzones. ¡Ponte esto aunque
sea!
Y
quitándose el chal de lana que tenía al cuello, lo echó sobre los hombros
delgados y
amoratados
de la niña, que lo contempló con asombro, y recibió el chal en silencio. En
cierto
grado de miseria, el pobre en su estupor no flora ya su mal ni agradece el
bien.
Y
Gavroche continuó su camino; los dos niños lo seguían. Pasaron frente a uno de
esos
estrechos
enrejados de alambre que indican una panadería, porque el pan se pone como el
oro
detrás de rejas de hierro.
-A
ver, muchachos, ¿habéis comido?
-Señor
-repuso el mayor-, no hemos comido desde esta mañana.
-¿No
tenéis padre ni madre?
-Excúseme,
señor, tenemos papá y mamá, pero no sabemos dónde están.
-A
veces es mejor eso que saberlo -dijo Gavroche, que era un gran
filósofo.
-Hace
dos horas que buscamos por los rincones y no encontramos
nada.
-Lo
sé, los perros se lo comen todo.
Y
continuó después de un momento de silencio:
-¡Ea!
Hemos perdido a nuestros autores. Eso no se hace, cachorros, no debemos perder
así
no más a las personas de edad. Pero como sea, hay que
manducar.
No
les hizo ninguna pregunta. ¿Qué cosa más normal que no tener domicilio? Se
detuvo
de pronto y registró todos los rincones que tenía en sus harapos. Por fin
levantó la
cabeza
con una expresión que no que ría ser satisfecha, pero que en realidad era
triunfante.
-Calmémonos,
monigotes. Ya tenemos con qué cenar los tres.
Y
sacó de un bolsillo un sueldo. Los empujó hacia la tienda del panadero, y puso
el
sueldo
en el mostrador, gritando:
-¡Mono!
Cinco céntimos de pan.
El
panadero, que era el dueño en persona, cogió un pan y un
cuchillo.
-¡En
tres pedazos, mozo! -gritó Gavroche, añadiendo con dignidad-: Somos
tres.
El
panadero cortó el pan y se guardó el sueldo. Gavroche tomb el pedazo más chico
para
sí y dijo a los niños:
-Ahora,
¡engullid, monigotes!
Los
niños lo miraron sin comprender.
-¡Ah,
es verdad! -exclamó Gavroche riendo-. No entienden, son tan ignorantes los
pobres.
Siempre
riendo, les dijo:
-Comed,
pequeños.
Los
pobres niños estaban hambrientos, y Gavroche también. Se fueron comiendo el pan
por
la calle, y así llegaron a la lúgubre calle Ballets, al fondo de la cual se ve
el portón de
la
cárcel de la Force.
-¡Caramba!
¿Eres tú, Gavroche? -dijo alguien.
-¡Caramba!
¿Eres tú, Montparnasse?
Un
hombre acababa de acercarse al pilluelo; era Montparnasse disfrazado, con unos
curiosos
anteojos azules.
-¡Diablos!
-dijo Gavroche-. ¡Qué anteojos! Tienes estilo, palabra de
honor.
-¡Chist!
No hables tan alto.
Y
se lo llevó fuera de la luz de las tiendas. Los niños los siguieron tornados de
la mano.
-¿Sabes
adónde voy? -dijo Montpamasse.
-A
la guillotina -repuso Gavroche.
-A
encontrarme con Babet -susurró Montpar-
-Lo
creía en chirona.
-Se
escapó esta mañana.
Y
Montparnasse le contó al pilluelo que esa mañana Babet había sido trasladado a
La
Concièrgerie
y se había escapado, doblando a la izquierda en vez de a la derecha en el
"corredor
de la instrucción". Gavroche admiró su habilidad. Mientras escuchaba, había
cogido
el bastón de Montparnasse y tiró maquinalmente de la parte superior, en donde
apareció
la hoja de un puñal.
-¡Ah!
-dijo envainando rápidamente el puñal-, has traído lo gendarme disfrazado de
ciudadano.
¿Vas a aporrear polizontes?
-No
sé, pero siempre es bueno llevar un alfiler.
-¿Qué
haces esta noche? -preguntó Gavroche sonriendo.
-Negocios.
Y tú, ¿adónde vas ahora?
-Voy
a acostar a estos piojosos.
-¿Dónde?
-En
mi casa.
-¿Dónde
está lo casa?
-En
mi casa.
-¿Tienes
casa, entonces?
-Sí,
tengo casa.
-¿Y
dónde vives?
-En
el elefante.
Montparnasse
no pudo contener una exclamación.
-¡En
el elefante!
-Sí,
en el elefante. ¿Y qué?
-No,
nada. ¿Se está bien allí?
-Fenomenal.
No hay vientos encajonados como bajo los puentes.
-¿Y
cómo entras?
-Entrando.
-¿Hay
algún agujero?
-Claro,
pero no se debe decir. Es por las patas delanteras.
-Y
tú escalas, ya comprendo.
-Para
los cachorros pondré una escalera.
-¿De
dónde demonios sacaste estos mochuelos?
-Me
los regaló un peluquero.
Montparnasse
estaba preocupado.
-Me
reconociste con facilidad -murmuró.
Sacó
del bolsillo dos cañones de pluma rodeados de algodón y se los introdujo en los
agujeros
de las narices.
-Eso
lo cambia -dijo Gavroche-. Estás menos feo, deberías usarlos
siempre.
Montparnasse
era un buenazo, pero a Gavroche le gustaba burlarse de él.
-Y
ahora, muy buenas noches -dijo Gavroche-, me voy a mi elefante con mis
monigotes.
Si por casualidad alguna noche me necesitas, ve a buscarme allá. Vivo en el
entresuelo;
no hay portero; pregunta por el señor Gavroche.
Y
se separaron, dirigiéndose Montparnasse hacia la Grève y Gavroche hacia la
Bastilla.
Hace
veinte años se veía aún en la plaza de la Bastilla un extraño monumento, el
esqueleto
grandioso de una idea de Napoleón. Era un elefante de cuarenta pies de alto,
construido
de madera y mampostería. Muy pocos extranjeros visitaban aquel edificio;
ningún
transeúnte lo miraba. Estaba ya ruinoso, rodeado de una empalizada podrida, y
manchada
a cada instante por cocheros y borrachos.
Al
llegar al coloso, Gavroche comprendió el efecto que lo infinitamente grande
podía
producir
en lo infinitamente pequeño, y dijo:
-¡No
tengáis miedo, hijos míos!
Después
entró por un hueco de la empalizada en el recinto que ocupaba el elefante y
ayudó
a los niños a pasar por la brecha. Estos, un tanto asustados, seguían a Gavroche
sin
decir
palabra, y se entregaban a, aquella pequeña providencia harapienta que les había
dado
pan y les había prometido un techo. Había en el suelo una escalera de mano que
servía
en el día a los trabajadores de un taller vecino. Gavroche la apoyó contra las
patas
del
elefante y dijo a los niños:
-Subid
y entrad.
Ellos
se miraron aterrados.
-¡Tenéis
miedo! Mirad.
Se
abrazó al pie rugoso del elefante y en un abrir y cerrar de ojos, sin dignarse
hacer
use
de la escala, llegó a una grieta; entró por ella como una culebra, desapareció,
y un
momento
después apareció su cabeza por el borde del agujero.
-¡Ea!
-gritó-, subid ahora, cachorros. ¡Ya veréis lo bien que se está
aquí!
El
pilluelo les inspiraba miedo y confianza a la vez; además llovía muy fuerte. Se
arriesgaron
y subieron. Cuando estuvieron los tres adentro, Gavroche dijo, con
orgullo:
-¡Enanitos,
estáis en mi casa!
¡Oh,
utilidad increíble de lo inútil! Aquel monumento desmesurado que había
contenido
un pensamiento del emperador, se convirtió en la casa de un pilluelo. El niño
había
sido adoptado y abrigado por el coloso.
Napoleón
tuvo un pensamiento digno del genio; en aquel elefante titánico quiso
encarnar
al pueblo. Dios hizo algo más grande: alojaba allí a un
niño.
-Empecemos
-dijo Gavroche- por decirle al portero que no estamos en
casa.
Tomó
una tabla y tapó el agujero. Luego encendió una de esas sogas impregnadas de
resina
que llaman cerillas largas.
Los
dos huéspedes de Gavroche miraron en derredor y experimentaron algo semejante
a
lo que debió experimentar Jonás en el vientre bíblico de la
ballena.
El
menor dijo:
-¡Qué
oscuro está!
Esta
exclamación llamó la atención a Gavroche.
-¿Qué
decís? ¿Nos quejamos? ¿Nos hacemos los descontentos? ¿Necesitáis acaso las
Tullerías?
Para
curar, el miedo es muy buena la aspereza porque da confianza. Los niños se
aproximaron
a Gavroche, quien, paternalmente enternecido con esta confianza, dijo al
más
pequeño con una sonrisa cariñosa:
-Mira,
animalejo, lo oscuro está en la calle. En la calle llueve, aquí no llueve; en la
calle
hace
frío, aquí no hay ni un soplo de viento; en la calle no hay ni luna, aquí hay
una luz.
Los
niños empezaron a mirar aquella habitación con menos espanto. Pero Gavroche no
les
dejó tiempo para contemplaciones.
-Listo
-dijo.
Y
los empujó hacia lo que podemos llamar el fondo del cuarto. Allí estaba su
cama.
La
cama de Gavroche tenía de todo. Es decir, tenía un colchón y una manta. El
colchón
era
una estera de paja; la manta un pedazo grande de lana tosca, abrigadora y casi
nueva.
Los
tres se echaron sobre la estera. Aunque eran pequeños, ninguno podía estar de
pie
en
la alcoba.
-Ahora
-dijo Gavroche-, vamos a suprimir el candelabro.
-Señor
-dijo el mayor de los hermanos mostrando la manta-, ¿qué es esto? ¡Es muy
calentita!
Gavroche
dirigió una mirada de satisfacción a la manta.
-Es
del jardín Botánico -dijo-. Se la pedí a los monos.
Y
mostrando la estera en que estaban acostados, añadió:
-Esta
era de la jirafa. Los animales tenían todo esto, y yo lo tomé. Les dije: es para
el
elefante.
Y por eso no se enojaron.
Los
niños contemplaban con respeto temeroso y asombrado a este ser intrépido a
ingenioso,
vagabundo como ellos, solo como ellos, miserable como ellos, que tenía algo
admirable
y poderoso, y cuyo rostro se componía de todos los gestos de un viejo
saltimbanqui,
mezclados con la más sencilla y encantadora de las
sonrisas.
-No
debéis preocuparos por nada -les dijo-. Yo os cuidaré. Ya veréis cómo nos
divertiremos.
En el verano nos bañaremos en el estanque; correremos desnudos sobre los
trenes
delante del puente de Austerlitz. Esto hace rabiar a las lavanderas, que gritan
como
locas.
Iremos al teatro, iremos a ver guillotinar, os presentaré al verdugo, el señor
Sansón.
¡Ah,
lo pasaremos muy bien!
En
ese momento cayó una gota de resina en el dedo de Gavroche, y le recordó las
realidades
de la vida.
-Se
está gastando la mecha -dijo-. ¡Atención! No puedo gastar más de un sueldo al
mes
en
luz. Cuando uno se acuesta es para dormir, no para leer
novelas.
Sus
palabras fueron seguidas de un gran relámpago deslumbrador que entró por las
hendiduras
del vientre del elefante. Casi al mismo tiempo resonó un feroz trueno. Los
niños
dieron un grito, pero Gavroche saludó al trueno con una
carcajada.
-Calma,
niños. No movamos el edificio. Fue un hermoso trueno. Y puesto que Dios
enciende
su luz, yo apago la mía.
Los
niños se apretaron uno contra otro. Gavroche los arregló bien sobre la estera,
les
subió
la manta hasta las orejas, y apagó la luz.
Apenas
quedó a oscuras su dormitorio, se sintió una multitud de ruidos sordos, como si
garras
o dientes arañaran algo. El ruido iba acompañado de pequeños pero agudos
gritos.
El
más pequeño, helado de espanto, dio un codazo a su hermano, pero éste dormía
profundamente.
-¡Señor!
-¿Eh?
-dijo Gavroche, que acababa de cerrar los párpados.
-¿Qué
es eso?
-Las
ratas.
Y
volvió a acomodarse.
-¡Señor!
¿Qué son las ratas?
-Son
ratones.
Esta
explicación tranquilizó un poco al niño. Había visto algunas veces ratones
blancos
y
no les tenía miedo. Sin embargo, volvió a decir:
-¡Señor!
-¡Qué!
-¿Por
qué no tenéis gato?
-Tuve
uno, pero me lo comieron.
Esta
segunda explicación deshizo el efecto de la primera, y el niño volvió a temblar,
de
modo
que por cuarta vez empezó el diálogo.
-¡Señor!
-¡Qué!
-¿A
quién se comieron?
-Al
gato.
-¿Quién
se comió al gato?
-Las
ratas.
-¿Los
ratones?
-Sí,
las ratas.
El
niño, consternado con la noticia de que estos ratones se comían a los gatos,
prosiguió:
-¡Señor!
¿Nos comerán a nosotros estos ratones?
-¡Qué
tontería!
El
terror del niño ya no tenía límites.
Pero
Gavroche añadió:
-No
tengas miedo, no pueden entrar. Además, estoy yo aquí. Tómate de mi mano.
Cállate
y duerme.
El
niño apretó esa mano y se tranquilizó. El valor y la fuerza tienen
comunicaciones
misteriosas.
Poco
antes del amanecer, un hombre atravesó la plaza y se deslizó por la empalizada
hasta
colocarse bajo el vientre del elefante. Repitió dos veces un extraño grito. Al
segundo
grito, una voz clara respondió desde el vientre del
elefante:
-¡Sí!
Al
oír el grito, Gavroche quitó la tabla que cerraba el agujero, y bajó por la pata
del
elefante.
El
hombre y el niño se reconocieron en silencio.
Montpamasse
se limitó a decir:
-Te
necesitamos. Ven a darnos una mano.
El
pilluelo no preguntó nada.
-Aquí
me tienes -dijo.
Y
ambos se dirigieron hacia la calle Saint Antoine, de donde venía
Montpamasse.
Esa
noche se había llevado a cabo la fuga de Thenardier y sus compinches, y
Montparnasse
necesitó de la ayuda de Gavroche para los últimos
detalles.
III
Peripecias
de la evasión
Esto
es lo que había pasado esa misma noche en la cárcel de la
Force:
Babet,
Brujon, Gueulemer y Thenardier habían concertado su evasión. Babet lo hizo
por
la mañana, como le contara Montpamasse a Gavroche. Montparnasse debía apoyar la
fuga
de los otros desde fuera.
Brujon,
en su mes de calabozo, tuvo tiempo para trenzar una cuerda y madurar un plan.
Como
se ve, lo malo de los calabozos es que dejan soñar a seres que deberían estar
trabajando.
Considerado
altamente peligroso, Brujon, al salir del calabozo, pasó al Edificio Nuevo,
donde
lo primero que encontró fue a Gueulemer. Estaban en el mismo
dormitorio.
Thenardier
se hallaba recluido en la parte alta del Edificio Nuevo, justo encima de la
habitación
de sus amigos, desde donde, y no se sabe cómo, logró comunicarse con
ellos.
Esa
noche, Brujon y Gueulemer, sabiendo que afuera, en la calle, los esperaban Babet
y
Montparnasse,
horadaron la pared, al amparo del fuerte aguacero que caía. Con la ayuda
de
la cuerda de Brujon, que ataron a un barrote de la chimenea, saltaron al patio
de los
baños,
abrieron la puerta de la casa del portero y se hallaron en la calle. Instantes
después
se
les unían Babet y Montparnasse que rondaban a la espera. Al tirar de la cuerda,
ésta se
rompió
y quedó un pedazo colgando de la chimenea.
Thenardier
vio pasar por el tejado las sombras de sus amigos y, como estaba prevenido,
comprendió
de qué se trataba. Hacia la una de la madrugada, con una barra de hierro
aturdió
al guardián, abrió un boquete en el techo y salió al
tejado.
Eran
ya las tres cuando logró llegar, de tejado en tejado, al caballete del techo de
una
pequeña
barraca abandonada. Allí se quedó aguardando, helado, agotado, temeroso. Se
preguntaba
si sus cómplices habrían tenido éxito en su empresa y si vendrían en su
auxilio.
Al dar los relojes las cuatro de la mañana, estalló en la cárcel ese rumor
despavorido
y confuso que sigue al descubrimiento de una evasión. Thenardier se
estremeció.
Se hallaba en la cima de una pared altísima, tendido bajo la lluvia, sin poder
moverse,
víctima del vértigo de una caída posible y del horror de una captura
segura.
En
medio de su angustia, divisó de pronto en la calle las siluetas de cuatro
hombres que
se
deslizaban a lo largo de las paredes, con infinitas precauciones. Se detuvieron
debajo
del
tejado donde colgaba Thenardier.
Por
el característico argot que hablaba cada uno reconoció a Babet, a Brujon y a
Gueulemer;
y a Montparnasse, por su correcto francés. Decían que seguramente el viejo
tabernero
no había 1ogrado escapar, o que tal vez lo hizo y lo volvieron a capturar; que
tendría
para veinte años; que era mejor alejarse de allí.
-No
se deja a los amigos en el peligro -protestó Montparnasse.
Thenardier
no se atrevía a gritar para llamarlos. En su desesperación, se acordó del
trozo
de la cuerda de Brujon que sacara del barrote en el Edificio Nuevo, y que aún
guardaba
en su bolsillo. La arrojó con fuerza a los pies de los
hombres.
-¡Mi
cuerda! -exclamó Brujon.
Y
levantando los ojos vieron a Thenardier. Ataron el trozo al que tenía Brujon,
pero no
podían
lanzársela.
-Es
preciso que uno de nosotros suba a ayudarlo -dijo
Montparnasse.
-¡Tres
pisos! -replicó Brujon-. ¡Jamás! Sólo un niño podría
hacerlo.
-¿Y
de dónde sacamos un niño ahora? -añadió Gueulemer.
-Esperad
-dijo Montparnasse-. Yo lo tengo.
Echó
a correr hacia la Bastilla y a los pocos minutos volvía con
Gavroche.
-A
ver, mocoso, ¿eres hombre? -dijo Gueulemer, despectivo.
-Un
mocoso como yo es un hombre, y hombre como vosotros sois mocosos -replicó
Gavroche-.
¿Qué hay que hacer?
-Trepar
por ese tubo, llevar esta cuerda y ayudar a bajar al que está allá
arriba.
Trepó
Gavroche y reconoció el rostro despavorido de Thenardier.
-¡Caramba!
-se dijo-. ¡Es mi padre! Bueno, qué importa.
En
pocos instantes Thenardier se hallaba en la calle.
-¿Y
ahora, a quién nos vamos a comer? -fueron sus primeras
palabras.
Inútil
es explicar el sentido de esta palabra, de horrorosa transparencia, que
significa a
la
vez asesinar y desvalijar.
-Había
un buen negocio -dijo Brujon-, en la calle Plumet; calle desierta, casa aislada,
verja
antigua y podrida que da a un jardín, mujeres solas.
-¿Y
por qué no?
-Tu
hija Eponina fue a ver y trajo bizcocho.
-La
niña no es tonta -dijo Thenardier-, pero de todos modos será conveniente ver lo
que
hay
allí.
-Sí,
sí -repuso Brujon-, habría que ir a ver.
Gavroche
estaba sentado en el suelo, esperando tal vez que su padre lo mirara, pero al
cabo
de un rato se levantó y dijo:
-¿No
necesitan nada más de mí? Me voy.
Y
se marchó. Babet llevó a Thenardier aparte.
-¿Viste
a ese harapiento? -le preguntó.
-¿Cuál?
-El
que subió y lo llevó la cuerda.
-No
me fijé mucho.
-No
estoy seguro, pero creo que es tu hijo.
-¡Vaya!
-dijo Thenardier-. ¿Tú crees?
IV
Principio
de sombra
Jean
Valjean no sospechaba nada del romance del jardín.
Cosette,
un poco menos soñadora que Marius, estaba alegre, y eso bastaba a Jean
Valjean
para ser feliz.
Como
se retiraba siempre a la diez de la noche, Marius no iba al jardín hasta después
de
esa
hora, cuando oía desde la calle que Cosette abría la puerta-ventana de la
escalinata.
Durante
el día Marius no aparecía jamás por allí y Jean Valjean no se acordaba ya que
existía
tal personaje. Sólo una vez, una mañana, le dijo a
Cosette:
-¡Tienes
la espalda blanca de yeso!
La
noche anterior, Marius, en un arrebato de pasión, había abrazado a Cosette junto
a la
pared.
En
aquel alegre mes de mayo, Marius y Cosette descubrieron dichas inmensas, como
reñir
y llamarse de vos, sólo para llamarse después de tú con más placer; hablar
horas;
callarse
horas. Para Marius, oír a Cosette hablar de trapos. Para Cosette, oír a Marius
hablar
de política. Pero por lo general hablaban tonterías; niñerías, incoherencias, y
se
reían
por nada.
-¿Sabías
tú que me llamo Eufrasia? -decía Cosette.
-¿Eufrasia?
¡No, tú lo llamas Cosette!
-Mi
verdadero nombre es Eufrasia. Cuando era niña me pusieron Cosette. ¿Te gusta
más
Eufrasia?
-Pues...
sí.
-Sí,
y también es bonito Cosette. Llámame Cosette.
Una
noche que Marius iba a la cita por la avenida de los Inválidos, con la cabeza
inclinada
como era su costumbre, al doblar la esquina de la calle Plumet oyó decir a su
lado:
-Buenas
noches, señor Marius.
Levantó
la cabeza y reconoció a Eponina. Nunca había vuelto a pensar en ella desde el
día
en que lo llevara a casa de Cosette. Tenía motivos para estarle agradecido y le
debía
su
felicidad presente; sin embargo, le molestó encontrarla
allí.
Es
un error creer que la pasión, cuando es feliz, conduce al hombre a un estado de
perfección;
lo conduce, simplemente, al estado de olvido. En esta situación, el hombre se
olvida
de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber,
los
recuerdos,
desaparecen. En otro tiempo Marius hubiera actuado de manera muy distinta
con
Eponina, pero, absorbido por Cosette, ni recordaba que la muchacha se llamaba
Eponina
Thenardier, que llevaba un nombre escrito en el testamento de su padre. Hasta el
nombre
de su padre desaparecía bajo el esplendor de su amor.
-¡Ah!,
¿sois Eponina?
-¿Por
qué me habláis de vos? ¿Os he hecho algo?
-No
-respondió él.
Es
cierto que no tenía nada contra ella, todo lo contrario. Pero ahora que tuteaba
a
Cosette,
debía tratar de vos a Eponina.
-¡Señor
Marius...! -exclamó ella.
Y
se detuvo. Parecía que le faltaban las palabras a esa criatura que había sido
tan
desvergonzada
y tan audaz. Trató de sonreír y no pudo.
-¿Y
entonces...?- volvió a decir.
Después
se calló y bajó los ojos.
-Buenas
noches, señor Marius -dijo con brusquedad, y se fue.
V
El
perro
Al
día siguiente, 3 de junio de 1832, Marius, al caer la noche, se dirigía a su
cita cuando
vio
entre los árboles a Eponina que venía hacia él. Dos días seguidos de encuentro
era
demasiado.
Se volvió rápidamente, cambió de camino y se fue por la calle
Monsieur.
Eponina
lo siguió hasta la calle Plumet, lo que no había hecho nunca hasta entonces,
pues
se contentaba con verlo pasar. Lo siguió, pues, sin que él se diera cuenta, lo
vio
separar
el barrote de la verja y entrar en el jardín.
-¡Entra
en la casa! -exclamó.
Se
acercó a la verja, empujó los hierros uno tras otro y encontró fácilmente el que
Marius
había separado.
-¡Esto
sí que no! -murmuró con voz lúgubre.
Se
sentó al lado del barrote como si lo estuviera cuidando. Así permaneció más de
una
hora,
sin moverse y casi sin respirar, entregada a sus ideas.
Hacia
las diez de la noche, vio entrar en la calle a seis hombres que iban separados y
a
corta
distancia unos de otros. El primero que llegó a la verja del jardín se detuvo y
esperó
a
los demás; un segundo después estaban todos reunidos. Hablaron en voz
baja.
-Aquí
es -dijo uno.
-¿Hay
algún perro en el jardín? -dijo otro, y comenzó a probar los
barrotes.
Cuando
iba a coger el barrote que Marius quitara para entrar, una mano que salió
bruscamente
de la sombra le agarró el brazo; al mismo tiempo sintió un golpe en medio
del
pecho y oyó una voz que le decía sin gritar:
-Hay
un perro.
Y
vio a una joven pálida delante de él. El hombre tuvo esa conmoción que produce
siempre
lo inesperado; se le pararon los pelos y retrocedió
asustado.
-¿Quién
es esta bribona?
-Vuestra
hija.
En
efecto, era Eponina que hablaba a Therardier.
Los
otros cinco se habían acercado sin ruido, sin precipitación, sin decir una
palabra,
con
la siniestra lentitud propia de estos hombres nocturnos.
-¿Qué
haces aquí? ¿Qué quieres? ¿Estás local -exclamó Thenardier-. ¿Vienes a
impedimos
trabajar?
Eponina
se echó a reír, y lo abrazó.
-Estoy
aquí, padrecito mío, porque sí. ¿No está permitido sentarse en el suelo ahora?
Vos
sois el que no debe estar aquí, es bizcocho, ya se lo dije a la Magnon. No hay
nada
que
hacer aquí. Pero abrazadme, mi querido padre. ¡Cuánto tiempo sin veros! ¡Estáis
ya
fuera!
¡Estáis libre!
Thenardier
trató de librarse de los brazos de Eponina y murmuró:
-Está
bien. Ya me abrazaste. Sí, estoy fuera, no estoy dentro. Ahora
vete.
Pero
Eponina redoblaba sus caricias.
-Padre
mío, ¿cómo lo hicisteis? Debéis tener mucho talento cuando habéis salido de
allí.
¡Contádmelo! ¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? Dadme noticias de
mamá.
Thenardier
respondió:
-Está
bien; no sé; déjame. Te digo que lo vayas.
-No
quiero irme ahora -dijo Eponina con su modo de niño enfadado-; me despedís,
cuando
hace cuatro meses que no os veía, y apenas he tenido tiempo de
abrazaros.
Y
volvió a echar los brazos al cuello de su padre.
-¡Pero
qué estupidez! -dijo Babet.
-No
perdamos más tiempo -dijo Gueulemer-, pueden pasar los
polizontes.
Eponina
se volvió hacia los cinco bandidos.
-Pero
si es el señor Brujon. Buenas noches, señor Babet, buenas noches, señor
Claquesous.
¿No os acordáis de mí, señor Gueulemer? ¿Cómo estáis,
Montparnasse?
-Sí,
todos se acuerdan de ti -dijo Thenardier-. Pero buenas noches, y largo. Déjanos
tranquilos.
-Esta
es la hora de los lobos y no de las gallinas -dijo
Montparnasse.
Ya
ves que tenemos que trabajar aquí -agregó Babet.
Eponina
tomó la mano de Montpamasse.
-¡Ten
cuidado! -dijo éste- lo vas a cortar, tengo un cuchillo
abierto.
-Mi
querido Montparnasse -respondió Eponina dulcemente-, hay que tener confianza en
las
personas, aunque sea la hija de mi padre. Señor Babet, señor Gueulemer, a mí me
encargaron
investigar este negocio. Recordad que os he prestado servicios algunas veces.
Pues
bien, me he informado y sé que os expondréis inútilmente. Os juro que no hay
nada
que
hacer en esta casa.
-Sólo
hay mujeres -dijo Gueulemer.
-No
hay nadie, los inquilinos se mudaron.
-Las
luces no se mudaron -dijo Babet.
Y
mostró a Eponina una luz que se paseaba por la buhardilla. Era Santos que ponía
ropa
a
secar. Eponina intentó un último recurso:
-Pues
bien -dijo- esta gente es muy pobre y en esta pocilga no hay un solo
sueldo.
-¡Vete
al diablo! ~exclamó Thenardier-. Cuando hayamos registrado la casa ya lo
diremos
lo que hay dentro.
Y
la empujó para entrar.
-¡Buen
amigo Montparnasse -dijo Eponina-, os lo ruego, vos que sois buen muchacho,
no
entréis.
-Ten
cuidado, que lo vas a cortar -masculló Montparnasse.
Thenardier
añadió con su acento autoritario:
-Lárgate,
preciosa, y deja que los hombres hagan sus negocios.
Eponina
se aferró a la verja, hizo frente a los seis bandidos armados hasta los dientes,
y
que
parecían demonios en la noche, y dijo con voz firme y
baja:
-¿Queréis
entrar? Pues yo no quiero.
Los
seis demonios se detuvieron estupefactos. Ella continuó:
-Amigos,
escuchadme bien. Si entráis en el jardín, si tocáis esta verja, grito, golpeo
las
puertas,
despierto a los vecinos y hago que os prendan, y llamo a la
policía.
-Y
lo haría -dijo Thenardier en voz baja a Brujon.
-¡Empezando
por mi padre! -dijo Eponina.
Thenardier
se le aproximó.
-¡No
tan cerca, buen hombre!
Thenardier
retrocedió, murmurando entre dientes:
-¡Perra!
Eponina
se echó a reír de una manera horrible.
-Seré
lo que queráis, pero no entraréis. Sois seis, ¿y eso qué me importa? Sois
hombres,
pues
yo soy mujer. No me dais miedo. Marchaos. Os digo que no entraréis en esta casa
porque
a mí no se me da la gana. Si os acercáis, ladro; ya os he dicho que soy el
perro.
Me
río de vosotros; idos donde queráis, pero no vengáis aquí, os lo prohíbo.
Vosotros a
puñaladas
y yo a zapatazos, me da lo mismo.
Y
dio un paso hacia los bandidos; su risa era cada vez más
horrible.
-No
le tengo miedo a nada, ni aun a vos, padre. ¡Qué me importa que me recojan
mañana
en la calle Plumet, asesinada por mi padre, o que me encuentren dentro de un año
en
las redes de Saint-Cloud, o en la isla de los Cisnes, en medio de perros
ahogados!
Tuvo
que detenerse; la acometió una tos seca.
-No
tengo nada que hacer más que gritar y os caen encima, ¡cataplum! Sois seis, yo
soy
todo
el mundo.
Thenardier
hizo otra vez un movimiento para aproximarse.
-¡Atrás!
-dijo ella.
Thenardier
se detuvo.
-No
me acercaré, pero no hables tan alto. Hija, ¿quieres impedirnos trabajar?
Tenemos
que
ganarnos la vida. ¿No tienes cariño a lo padre?
-Me
aburrís -dijo Eponina.
-Pero
es preciso que vivamos, que comamos... -¡Reventad!
Los
seis bandidos, admirados y disgustados de verse a merced de una muchacha, se
retiraron
a la sombra y celebraron consejo.
-Es
una lástima -dijo Babet-. Dos mujeres, un viejo judío, buenas cortinas en las
ventanas.
Creo que era un buen negocio.
-Entrad
vosotros -dijo Montparnasse-. Haced el negocio y yo me quedaré con la
muchacha,
y si chista...
E
hizo relucir a la luz del farol la navaja que tenía abierta en la
manga.
Thenardier
no decía una palabra, pero parecía dispuesto a todo.
-¿Y
tú qué dices, Brujon? -preguntó al fin.
Brujon
permaneció un instante silencioso y luego murmuró:
-Esta
mañana vi dos gorriones dándose picotazos; esta noche me enfrenta una mujer
rabiosa.
Todo esto es mal presagio. ¡Vámonos!
Y
se fueron.
Al
marcharse, Montparnasse murmuró:
-Si
hubieran querido, yo le habría dado el golpe de gracia.
Babet
respondió:
-Yo
no aporreo a una dama.
Al
final de la calle se detuvieron y entablaron, en voz sorda, este diálogo
enigmático:
-¿Dónde
vamos a dormir esta noche?
-Bajo
París.
-¿Tienes
la llave de la reja, Thenardier?
-¡Qué
pregunta!
Eponina,
que no separaba de ellos la vista, les vio tomar el camino por donde habían
venido.
Después se levantó y se arrastró detrás de ellos arrimada a las paredes de las
casas.
Los siguió hasta el boulevard. Allí se separaron, y se perdieron en la oscuridad
como
si se fundieran en ella.
VI
Marius
desciende a la realidad
Mientras
que aquella perra con figura humana montaba guardia en la verja y los seis
bandidos
retrocedían ante ella, Marius estaba con Cosette.
Desde
el día en que se declararon su amor, Marius iba todas las noches al jardín de la
calle
Plumet. El amor entre ambos crecía día a día; se miraban, se tomaban las manos,
se
abrazaban.
Marius sentía una barrera, la pureza de Cosette; Cosette sentía un apoyo, la
lealtad
de Marius. No se preguntaban adónde los conducía su amor Es una extraña
pretensión
del hombre querer que el amor conduzca a alguna parte.
El
cielo no había estado nunca tan estrellado y tan hermoso como esa noche del 3 de
junio
de 1832, nunca Marius había estado tan conmovido, tan feliz, tan extasiado. Pero
había
encontrado triste a Cosette. Cosette había llorado; tenía los ojos
rojos.
Era
la primera nube en tan admirable sueño.
Las
primeras palabras de Marius fueron:
-¿Qué
tienes?
Ella
respondió:
-Esta
mañana mi padre ha dicho que tenga prontas todas mis cosas, y esté dispuesta
para
partir; que prepare mi ropa para guardarla en una maleta, que se verá obligado a
hacer
un viaje; que teníamos que partir, que necesitábamos una maleta grande para mí y
una
pequeña para él y que lo preparase todo en una semana, porque iríamos tal vez a
Inglaterra.
-¡Pero
eso es monstruoso! -exclamó Marius.
Y
luego preguntó, con voz débil:
-¿Cuándo
debes partir?
-No
me ha dicho cuándo.
-¿Y
cuándo volverás?
-No
me ha dicho cuándo.
Marius
se levantó y dijo fríamente:
-Cosette,
¿iréis?
Cosette
volvió hacia él sus hermosos ojos llenos de angustia al oírlo tratarla de vos, y
respondió
con voz quebrada.
-¿Qué
quieres que haga? -dijo juntando las manos.
-Está
bien -dijo Marius-. Entonces yo me iré a otra parte.
Cosette
sintió, más bien que comprendió, el significado de esta frase; se puso pálida,
su
rostro
se veía blanco en la oscuridad, y balbuceó:
-¿Qué
quieres decir?
Marius
la miró; después alzó lentamente los ojos al cielo, y
respondió:
-Nada.
Cuando
bajó los párpados, vio que Cosette se sonreía mirándole. La sonrisa de la mujer
amada
tiene una claridad que disipa las tinieblas.
-¡Qué
tontos somos! Marius, se me ocurre una idea. ¡Parte tú también! Te diré dónde.
Ven
a buscarme donde esté.
Marius
era ya un hombre completamente despierto. Había vuelto a la realidad, y dijo a
Cosette:
-¡Partir
con vosotros! ¿Estás loca? Es preciso para eso dinero, y yo no lo tengo. ¡Ir a
Inglaterra!
Ahora debo más de diez luises a Courfeyrac, un amigo a quien tú no conoces.
Tengo
un sombrero viejo que no vale tres francos, una levita sin botones por delante,
mi
camisa
está toda rota, se me ven los codos, mis botas se calan de agua; hace seis
semanas
que
no pienso en todo esto, y por eso no lo lo he dicho, Cosette. ¡Soy un miserable!
Tú no
me
ves más que por la noche, y me das lo amor; ¡si me vieras de día me darías
limosna!
¿Ir
a Inglaterra! ¡Y no tengo siquiera con qué pagar el
pasaporte!
Y
se recostó contra un árbol que había allí, de pie, con los dos brazos por encima
de la
cabeza,
con la frente en la corteza sin sentir ni la aspereza que le arañaba la frente,
ni la
fiebre
que le golpeaba las sienes, inmóvil y próximo a caer al suelo, como un monumento
a
la desesperación. Así permaneció largo rato.
Cosette
sollozaba. Marius cayó de rodillas a sus pies.
-No
llores, por favor -le dijo.
-¡Qué
he de hacer, si voy a marcharme y tú no puedes venir!
-¿Me
amas?
Cosette
le contestó sollozando esta frase del paraíso que nunca es tan seductora como a
través
de las lágrimas:
-Te
adoro.
-Cosette,
nunca he dado mi palabra de honor a nadie, porque mi palabra de honor me
causa
miedo; sé que al darla mi padre está a mi lado. Pues bien, lo doy mi palabra de
honor
más sagrada, de que si lo vas, yo moriré.
Había
en el acento con que pronunció estas palabras una melancolía tan solemne y tan
tranquila,
que Cosette tembló.
-Ahora,
escucha -continuó Marius-, no me esperes mañana.
-¡Un
día sin verte!
-Sacrifiquemos
un día para tener tal vez toda la vida. Mira, creo que conviene que sepas
la
dirección de mi casa, por lo que pueda suceder; vivo con mi amigo Courfeyrac, en
la
calle
de la Verrerie, número 16.
Metió
la mano en el bolsillo sacó un cortaplumas, y con la hoja escribió en el yeso de
la
pared:
"Calle de la Verrerie, 16".
Cosette
entretanto lo miraba a los ojos.
-Dime
lo que piensas, Marius; sé que tienes una idea. Dímela. ¡Oh, dímela para que
pueda
dormir esta noche!
-Mi
idea es ésta: es imposible que Dios quiera separarnos. Espérame pasado
mañana.
Mientras
que Marius meditaba con la cabeza apoyada en el árbol, se le ocurrió una
idea;
una idea que él mismo tenía por insensata a imposible. Pero tomó una decisión
violenta.
VII
El
corazón viejo frente al corazón joven
El
señor Gillenormand tenía entonces noventa y un años cumplidos. Seguía viviendo
con
la señorita Gillenormand en la calle de las Hijas del Calvario, número 6, en su
propia
y
vieja casa. Hacía cuatro años que esperaba a Marius con la convicción de que
aquel
pequeño
picarón extraviado llamaría algún día a la puerta; pero en sus momentos de
tristeza
llegaba a decirse que si Marius tardaba en venir... Y no era la muerte lo que
temía,
sino la idea de que no vería más a su nieto. No volver a ver a Marius era un
triste y
nuevo
temor que no se le había presentado nunca hasta ahora; esta idea que empezaba a
aparecer
en su cerebro, le dejaba helado.
El
señor Gillenormand era, o se creía por lo menos, incapaz de dar un paso hacia su
nieto.
"Antes moriré", decía; pero sólo pensaba en Marius con profundo enternecimiento,
y
con la muda desesperación de un viejo que se va entre las
tinieblas.
Su
ternura dolorida concluía por convertirse en indignación. Se encontraba en esa
situación
en que se trata de tomar un partido, y aceptar lo que mortifica. Estaba ya
dispuesto
a decirse que no había razón para que Marius volviese, que si hubiera debido
volver
lo habría hecho ya, y que por consiguiente era preciso renunciar a verle.
Trataba
de
familiarizarse con la idea de que todo había concluido, y que moriría sin ver a
"aquel
caballerete".
Pero
toda su naturaleza se rebelaba; y su vieja paternidad no podía
consentirlo.
-¡No
vendrá! -repetía.
Un
día que estaba en lo más profundo de esta tristeza, su antiguo criado Vasco
entró y
preguntó:
-Señor,
¿podéis recibir al señor Marius?
El
viejo se incorporó pálido y semejante a un cadáver que se levanta a consecuencia
de
una
sacudida galvánica. Toda su sangre había refluido a su corazón y
murmuró:
-¿Qué
señor Marius?
-No
sé -respondió Vasco, intimidado y desconcertado por el aspecto de su amo.
Nicolasa
es la que acaba de decirme: ahí está un joven, que dice que es el señor
Marius.
El
señor Gillenormand balbuceó en voz baja:
-Que
entre.
Y
permaneció en la misma actitud, con la cabeza temblorosa y la vista fija en la
puerta.
Se
abrió ésta, y entró un joven: era Marius.
Marius
se detuvo a la puerta como esperando que le dijeran que entrase. Su traje, casi
miserable,
apenas se veía en la semipenumbra que producía la lámpara. Sólo se distinguía
su
rostro tranquilo y grave, pero extrañamente triste. El señor Gillenormand,
sobrecogido
de
estupor y de alegría, permaneció algunos momentos sin ver más que una claridad,
como
cuando se está delante de una aparición. Estaba próximo a desfallecer; era él;
era
Marius.
¡Al
fin, después de cuatro años! Quiso abrir los brazos; se oprimió su corazón de
alegría;
mil palabras de cariño le ahogaban y se desbordaban dentro de su pecho. Toda
esta
ternura se abrió paso y llegó a sus labios, y por el contraste que constituía su
naturaleza,
salió de ellas la dureza, y dijo bruscamente:
-¿Qué
venís a hacer aquí?
-Señor...
-empezó a decir Marius, turbado.
El
señor Gillenormand hubiera querido que Marius se arrojara en sus brazos, y quedó
descontento
de Marius y de sí mismo. Reconoció que él había sido brusco y Marius frío;
y
era para él una insoportable a irritante ansiedad sentirse tan tierno y tan
conmovido en
su
interior, y ser tan duro exteriormente. Volvió a su amargura, a interrumpió a
Marius
con
aspereza:
-Pero
entonces, ¿a qué venís?
Este
entonces significaba: si no venís a abrazarme, ¿a qué
venís?
Marius
miró a su abuelo, que con su palidez parecía un busto de
mármol.
El
viejo dijo con voz severa:
-¿Venís
a pedirme perdón? ¿Habéis reconocido vuestra falta?
Creía
con esto poner a Marius en camino para que el "niño" se disculpara. Marius
tembló;
le exigía que se opusiese a su padre; bajó los ojos, y
respondió:
-No,
señor.
-Y
entonces -exclamó impetuosamente el viejo con un dolor agudo y lleno de
cólera-¿qué
queréis?
Marius
juntó las manos, dio un paso y dijo con voz débil y
temblorosa:
-Señor,
tened compasión de mí.
Estas
palabras conmovieron al señor Gillenormand; un momento antes lo hubieran
enternecido,
pero ya era tarde. El abuelo se levantó y apoyó las dos manos en el bastón;
tenía
los labios pálidos, la cabeza vacilante; pero su alta estatura dominaba a
Marius, que
estaba
inclinado.
-¡Compasión
de vos, señorito! ¡Un adolescente que pide compasión a un anciano de
noventa
y un años! Vos entráis en la vida, y yo salgo de ella; vos sois rico, tenéis la
única
riqueza
que existe, la juventud; y yo tengo todas las pobrezas de la vejez, la
debilidad, el
aislamiento.
Estáis enamorado, eso no hay ni qué decirlo, ¡a mí no me ama nadie en el
mundo!
¡Y venís a pedirme compasión! Pero vamos, ¿qué es lo que
queréis?
-Señor
-dijo Marius-, sé que mi presencia os molesta; pero vengo solamente a pediros
una
cosa; después me iré en seguida.
-¡Sois
un necio! -dijo el anciano-. ¿Quién os dice que os vayáis?
Estas
palabras eran la traducción de este tierno pensamiento que tenía en el corazón:
"¡Pídeme
perdón de una vez! ¡Echate a mis brazos!" El señor Gillenormand sabía que
Marius
iba a abandonarlo dentro de algunos instantes, que su mal recibimiento lo
enfriaba,
que su dureza lo cerraba; pensaba todo esto, y aumentaba su
dolor;
pero
éste se transformaba en cólera. Hubiera querido que Marius comprendiera, y
Marius
no comprendía.
-¡Cómo!
¿Me habéis ofendido, a mí, a vuestro abuelo; habéis abandonado mi casa para
iros
no sé dónde; habéis querido llevar la vida de joven independiente; no habéis
dado
señal
de vida; habéis contraído deudas sin decirme que las pague, y al cabo de cuatro
años
venís a mi casa, y no tenéis que decirme nada más que eso?
Este
modo violento de empujar al joven hacia la ternura sólo produjo el silencio de
Marius.
-Concluyamos.
¿Venís a pedirme algo? Decidlo. ¿Qué queréis? Hablad.
-Señor
-dijo Marius-, vengo a pediros permiso para casarme.
-El
señorito se quiere casar -exclamó el anciano, cuya voz breve y ronca anunciaba
la
plenitud
de su ira.
Se
afirmó en la chimenea.
-¡Casaros!
¡A los veintiún años! ¡No tenéis que hacer más que pedirme permiso! Una
formalidad.
Sentaos, caballero. Habéis pasado por una revolución desde que no he tenido
el
honor de veros, y han vencido en vos los jacobinos. Debéis estar muy contento.
¿No
sois
republicano desde que sois barón? ¿Conque queréis casaros? ¿Con quién? ¿Puedo
preguntar,
sin ser indiscreto, con quién?
Y
se detuvo; pero, antes de que Marius tuviera tiempo de responder, añadió con
violencia:
-¡Ah!
¿Tendréis una posición? ¿Una fortuna hecha? ¿Cuánto ganáis en vuestro oficio
de
abogado?
-Nada
-dijo Marius con una especie de firmeza y de resolución casi
feroz.
-¿Nada?
¿No tenéis para vivir más que las mil doscientas libras que os
envío?
Marius
no respondió. El señor Gillenormand continuó:
-Entonces
ya comprendo. ¿Es rica la joven?
-Como
yo.
-¡Qué!
¿No tiene dote?
-No.
-¿Y
esperanzas?
-Creo
que no.
-¡Enteramente
desnuda! ¿Y qué es su padre?
-No
lo sé.
-¡Y
cómo se llama?
-La
señorita Fauchelevent.
-Pst
-dijo el viejo.
-¡Señor!
-exclamó Marius.
El
señor Gillenormand prosiguió como quien se habla a sí
mismo:
Así
que veintiún años, sin posición, mil doscientas libras al año y la señora
baronesa de
Pontmercy
irá a comprar dos cuartos de perejil a la plaza.
-¡Señor!
-dijo Marius con la angustia de la última esperanza que se desvanece-; os
suplico
en nombre del cielo, con las manos juntas, me pongo a vuestros pies. ¡Permitidme
que
me case!
El
viejo lanzó una carcajada estridente y lúgubre, en medio de la cual tosía y
hablaba:
-¡Ah!,
¡ah!, ¡ah! Os habéis dicho: "Voy a buscar a ese viejo rancio, a ese absurdo
bobalicón,
y le diré: Viejo cretino, eres muy dichoso en verme; mira, tengo ganas de
casarme
con la señorita Fulana, hija del señor Fulano; yo no tengo zapatos, ella no
tiene
camisa;
pero quiero echar a un lado mi carrera, mi porvenir, mi juventud, mi vida; deseo
hacer
una excursión por la miseria con una mujer al cuello; esto es lo que quiero y es
preciso
que consientas. Y el viejo fósil consentirá". Anda hijo, como tú quieras, átate,
cásate
con tu Pousselevent, con tu Coupelevent. ¡Nunca, caballero,
nunca!
-Padre
mío...
-Nunca.
Marius
perdió toda esperanza al oír el acento con que fue pronunciado este
nunca.
Atravesó
el cuarto lentamente con la cabeza inclinada, temblando, y más semejante al
que
se muere que al que se va.
El
señor Gillenormand lo siguió con la vista, y en el momento en que se cerraba la
puerta,
y en que Marius iba a desaparecer, dio cuatro pasos con esa viveza senil de los
viejos
impetuosos y coléricos, cogió a Marius por el cuello, lo arrojó en un sillón y
le
dijo:
-¡Cuéntamelo!
Sólo
estas palabras, "padre mío", que se le escaparon a Marius, habían causado esta
revolución.
Marius lo miró asustado. El abuelo se había convertido en
padre.
Vamos
a ver, habla ¡cuéntame tus amores! Dímelo en secreto; dímelo todo. ¡Caramba,
qué
tontos son los jóvenes!
-¡Padre!
-volvió a decir Marius.
Todo
el rostro del anciano se iluminó con un indecible
resplandor.
-Sí,
eso es; ¡llámame padre y verás!
Había
en estas frases algo tan bueno, tan dulce, tan franco, tan paternal, que Marius
pasó
repentinamente del desánimo a la esperanza.
-Y
bien, padre... -dijo Marius.
-¡Ah!
-dijo el señor Gillenormand-, no tienes ni un ochavo. Estás vestido como un
ladrón.
Y
abriendo un cajón, sacó una bolsa que puso sobre la mesa.
Toma,
ahí tienes cien luises; cómprate un sombrero.
-Padre
-continuó Marius-, mi buen padre, ¡si supieseis! La amo. No podéis figuraros.
La
primera vez que la vi fue en el Luxemburgo, adonde ella iba a pasear; al
principio no
le
puse atención, pero después yo no sé cómo me he enamorado. ¡Oh! ¡Cuánto he
sufrido!
Pero, en fin, ahora la veo todos los días en su casa; su padre no lo sabe, nos
vemos
en el jardín. Y ahora, figuraos que van a partir; su padre quiere irse a
Inglaterra, y
yo
me he dicho: voy a ver á mi abuelo y a contárselo. Me volveré loco, me moriré,
caeré
enfermo,
me arrojaré al río. Es preciso que me case porque si no, no sé qué haré. Esta es
la
verdad; creo que no he olvidado nada. Vive en la calle Plumet, cerca de los
Inválidos.
El
señor Gillenormand se había sentado alegremente al lado de Marius. Al mismo
tiempo
que le escuchaba y saboreaba el sonido de su voz, saboreaba también un polvo de
tabaco.
-¡Conque
la niña lo recibe a escondidas de su padre! Es como debe ser. A mí me han
pasado
historias de ese género, y más de una. ¿Y sabes lo que se hace? No se toma la
cosa
con ferocidad; no se precipita uno en lo trágico, no se concluye por un
casamiento;
es
preciso tener sentido común. Tropezad, mortales, pero no os caséis. Cuando llega
un
caso
como éste, se busca al abuelo, que es un buen hombre en el fondo, y que tiene
siempre
algunos cartuchos de luises en un cajón y se le dice: abuelo, esto me pasa. Y el
abuelo
dice: es muy natural. Es preciso que la juventud se divierta, y que la vejez se
arrugue.
Yo he sido joven, y tú serás viejo. Anda, hijo mío que ya dirás esto mismo a tus
nietos.
Aquí tienes doscientas pistolas. ¡Diviértete, caramba! Así debe llevarse este
negocio.
No se casa uno, pero eso no impide... ¿Me comprendes?
Marius,
petrificado y sin poder pronunciar una palabra hizo con la cabeza un
movimiento
negativo. El viejo se echó a reír, guiñó el ojo, le dio un golpecito en la
rodilla,
lo miró con aire misterioso y le dijo:
-¡Tonto!
¡Tómala como querida!
Marius
se puso pálido. Al principio no comprendió lo que acababa de decir su abuelo,
pero
la frase, "tómala como querida", había entrado en su corazón como una
espada.
Se
levantó, cogió el sombrero que estaba en el suelo y se dirigió hacia la puerta
con
paso
fume y seguro. Allí se volvió, se inclinó profundamente ante su abuelo, levantó
después
la cabeza y dijo:
-Hace
cinco años insultasteis a mi padre; hoy habéis insultado a mi esposa. No os pido
nada
más, señor. Adiós.
El
señor Gillenormand, estupefacto, abrió la boca, extendió los brazos y trató de
levantarse;
pero, antes de que hubiera podido pronunciar una palabra, se había cerrado la
puerta,
y Marius había desaparecido.
El
anciano permaneció algunos momentos inmóvil, como si hubiera caído un rayo a sus
pies,
sin poder hablar ni respirar, como si una mano vigorosa le apretase la
garganta.
Por
fin, se levantó del sillón y gritó:
-¡Está
loco! ¡Se va! ¡Ay, Dios mío! ¡Ahora ya no volverá! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!
¡Marius!
Pero
Marius ya no podía oírle.
LIBRO
QUINTO
¿Adónde
van?
I
Jean
Valjean
Aquel
mismo día hacia las cuatro de la tarde, Jean Valjean estaba sentado solo en uno
de
los lugares más solitarios del Campo de Marte.
Vestía
su traje de obrero; la ancha visera de su gorra le ocultaba el rostro. Estaba
tranquilo
y era feliz respecto de Cosette; porque se había disipado lo que le tuvo
asustado
algún
tiempo. Sin embargo, hacía una semana o dos había visto a Thenardier; gracias a
su
disfraz,
éste no le había conocido, pero desde entonces lo volvió a ver varias veces, y
tenía
la certeza de que rondaba su barrio. Esto bastaba para obligarlo a tomar una
gran
resolución.
Estando
allí Thenardier, estaban todos los peligros a un tiempo. Además París no se
hallaba
tranquilo; las agitaciones políticas ofrecían el inconveniente, para todo el que
tuviera
que ocultar algo en su vida, de que la policía andaba inquieta y recelosa, y que
buscando
la pista de un hombre cualquiera podía muy bien encontrarse con un hombre
como
Jean Valjean. Se había, pues, decidido a abandonar París a ir a Ingltaterra. Ya
había
prevenido
a Cosette, porque quería partir antes de ocho días.
Además,
había un hecho inexplicable que acababa de sorprenderle y que le tenía aún
impresionado
a inquieto. Esa mañana se había levantado temprano, y paseándose por el
jardín
antes que Cosette hubiese abierto su ventana, había descubierto estas palabras
grabadas
en la pared: "Calle de la Verrerie, 16".
La
escritura era muy reciente, porque las letras estaban aún blancas en la antigua
argamasa
ennegrecida y porque una mata de ortigas que había al pie de la pared estaba
cubierta
de polvo de yeso.
Aquello
había sido escrito probablemente por la noche.
Pero
¿qué era? ¿Unas señas? ¿Una señal para otros? ¿Un aviso para él? En todo caso
era
evidente que había sido violado el jardín, y que había penetrado en él algún
desconocido.
En
medio de estos pensamientos, cayó sobre sus rodillas un papel doblado en cuatro,
como
si una mano lo hubiera dejado caer por encima de su
cabeza.
Cogió
el papel, lo desdobló y leyó esta palabra escrita en gruesos caracteres con
lápiz:
"Mudaos".
Se
levantó de inmediato, pero no había nadie a su alrededor. Miró por todas partes,
y
descubrió
un ser más grande que un niño y más pequeño que un hombre, vestido con
blusa
gris y pantalón de pana de color polvo, que saltaba el parapeto y
desaparecía.
Jean
Valjean se volvió en seguida a su casa, muy pensativo.
II
Marius
Marius
salió desolado de casa del señor Gillenormand. Había entrado en ella con poca
esperanza
y salía con inmensa desesperación. Se paseó por las calles, recurso de todos los
que
padecen. A las dos de la mañana entró en casa de Courfeyrac, y se echó vestido
en su
colchón.
Había salido ya el sol cuando se durmió con ese horrible sueño pesado que deja
ir
y venir las ideas en el cerebro.
Cuando
se despertó, vio a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y Combeferre de pie, con el
sombrero
puesto, preparados para salir y muy agitados.
Courfeyrac
le dijo:
-¿Vienes
al entierro del general Lamarque?
Le
pareció que Courfeyrac hablaba en chino. Salió de casa algunos momentos después
que
ellos, se echó al bolsillo las dos pistolas que le diera Javert. Sería difícil
decir qué
oscuro
pensamiento tenía en su cabeza al llevarlas. Todo el día estuvo vagando sin
saber
por
dónde iba; llovía a intervalos, pero no lo notaba; parece que se bañó en el
Sena, sin
tener
conciencia de lo que hacía. Ya no esperaba nada, ni temía nada. Sólo esperaba la
noche
con impaciencia febril; no tenía más que una idea clara: que a las nueve vería a
Cosette.
A ratos le parecía oír en las calles de París ruidos extraños, y saliendo de su
meditación
decía: ¿Habrá una revuelta?
Al
caer la noche, a las nueve en punto, como había prometido a Cosette, estaba en
la
calle
Plumet. Sintió una profunda alegría. Abrió la verja y se precipitó en el jardín.
Cosette
no estaba en el sitio en que lo esperaba siempre.
Alzó
la vista y vio que los postigos de la ventana estaban cerrados. Dio la vuelta al
jardín
y vio que estaba desierto. Entonces volvió a la casa, y, perdido de amor, loco,
asustado,
exasperado de dolor y de inquietud, llamó a la ventana. ¡Cosette! -gritó-.
¡Cosette!
Pero no le respondieron. Todo había concluido. No había nadie en el jardín,
na-
die
en la casa. Cosette se había marchado; no le quedaba más que morir. De repente
oyó
una
voz que parecía salir de la calle, y que gritaba por entre los
árboles:
-¡Señor
Marius!
-¿Quién
es? -dijo.
-Señor
Marius, ¿estáis ahí?
-Sí.
-Señor
Marius -prosiguió la voz-, vuestros amigos os esperan en la barricada de la
calle
Chanvrerie.
Esta
voz no le era enteramente desconocida. Se parecía a la voz ronca y ruda de
Eponina.
Marius corrió a la verja y vio una silueta, que le pareció la de un joven,
desaparecer
corriendo en la oscuridad.
III
El
señor Mabeuf
La
bolsa de Jean Valjean no le sirvió al señor Mabeuf porque éste, en su venerable
austeridad
infantil, no aceptó el regalo de los astros; no admitió que una estrella pudiese
convertirse
en luises de oro, y tampoco pudo adivinar que lo que caía del cielo viniera de
Gavroche.
Llevó
la bolsa al comisario de policía del barrio, como objeto perdido, y siguió
empobreciéndose
cada día más.
Renunció
a su jardín, y lo dejó sin cultivar; no encendía nunca lumbre en su cuarto y se
acostaba
con el día para no encender luz. Su armario con libros era lo único que
conservaba,
además de lo indispensable.
Un
día la señora Plutarco dijo que no tenía con qué comprar comida. Llamaba comida
a
un
pan y cuatro o cinco patatas.
-Fiado
-dijo el señor Mabeuf.
-Ya
sabéis que me lo niegan.
El
señor Mabeuf abrió su biblioteca, miró largo rato todos sus libros, uno tras
otro,
como
un padre obligado a diezmar a sus hijos los miraría antes de escoger; finalmente
cogió
uno, se lo puso debajo del brazo y salió. A las dos horas volvió sin nada debajo
del
brazo,
puso treinta sueldos sobre la mesa y dijo:
-Traeréis
algo para comer.
Desde
aquel momento la tía Plutarco vio cubrirse el cándido semblante del señor
Mabeuf
con un velo sombrío que no desapareció nunca más.
Todos
los días fue preciso hacer lo mismo. El señor Mabeuf salía con un libro, y
volvía
con
una moneda de plata. Así terminó con toda su biblioteca, tomo a
tomo.
En
algunos momentos se decía, "menos mal que tengo ochenta años", como si tuviese
alguna
esperanza de llegar antes al fin de sus días que al fin de sus libros. Pero su
tristeza
iba
en aumento. Pasaron algunas semanas y ya no le quedaba más que el más valioso de
sus
libros, su Diógenes Laercio. De pronto la tía Plutarco cayó enferma y una tarde
el
médico
recetó una poción muy cara. Además, agravándose la enferma, necesitaba una
persona
que la cuidara. El señor Mabeuf abrió la biblioteca; sacó su Diógenes y salió.
Era
el
4 de junio de 1832. Volvió con cien francos que dejó en la mesa de noche de la
señora
Plutarco.
Al
día siguiente se sentó en la piedra del jardín, con la cabeza inclinada, y la
vista
vagamente
fija en sus plantas marchitas. Llovía a intervalos, pero el viejo no lo
notaba.
A
mediodía estalló en París un ruido extraordinario; se oían tiros de fusil y
clamores
populares.
El señor Mabeuf levantó la cabeza. Vio pasar a un jardinero, y le preguntó:
-¿Qué
pasa?
-Un
motín.
-¡Cómo!
¡Un motín!
-Sí,
están combatiendo.
-¿Y
por qué?
-¡Qué
sé yo! -dijo el jardinero.
-¿Hacia
qué lado? -preguntó el señor Mabeuf.
-Hacia
el Arsenal.
El
señor Mabeuf volvió a entrar en su casa, buscó maquinalmente un libro, no lo
encontró,
y murmuró:
-¡Ah,
es verdad! -y salió.
LIBRO
SEXTO
El
5 de junio de 1832
I
La
superficie y el fondo del asunto
¿De
qué se compone un motín? De todo y de nada. De una electricidad que se
desarrolla
poco a poco, de una llama que se forma súbitamente, de una fuerza vaga, de un
soplo
que pasa. Este soplo encuentra cabezas que hablan, cerebros que piensan, almas
que
padecen, pasiones que arden, miserias que se lamentan, y arrastra todo. ¿Adónde?
Al
acaso.
A través del Estado, a través de las leyes, a través de la prosperidad y de la
insolencia
de los demás.
La
convicción irritada, el entusiasmo frustrado, la indignación conmovida, el
instinto de
guerra
reprimido, el valor de la juventud exaltada, la ceguera generosa, la curiosidad,
el
placer
de la novedad, la sed de lo inesperado, los odios vagos, los rencores, las
contrariedades,
la vanidad, el malestar, las ambiciones, la ilusión de que un
derrumbamiento
lleve a una salida; y en fin, en lo más bajo, la turba, ese lodo que se
convierte
en fuego: tales son los elementos del motín.
Sin
duda, los motines tienen su belleza histórica; la guerra de las canes no es
menos
grandiosa
ni menos patética que la guerra del campo.
El
movimiento de 1832 tuvo, en su rápida explosión y en su lúgubre extinción, tal
magnitud
que aún aquellos que lo consideran sólo un motín, hablan de él con
respeto.
Una
revolución no se corta en un día; tiene siempre necesariamente algunas
ondulaciones
antes de volver al estado de paz.
Esta
crisis patética de la historia contemporánea, que la memoria de los parisienses
llama
la época de los motines, es seguramente una hora característica entre las más
tempestuosas
de este siglo.
Los
hechos que vamos a referir pertenecen a esa realidad dramática y viva que el
historiador
desprecia muchas veces por falta de tiempo y de espacio. Sin embargo,
insistimos,
en ella está la vida, la palpitación, el temblor humano.
La
época llamada de los motines abunda en hechos pequeños. Nosotros vamos a sacar a
la
luz, entre particularidades conocidas y publicadas, cosas que no se han sabido,
hechos
sobre
los cuales ha pasado el olvido de unos y la muerte de
otros.
La
mayor parte de los adores de estas escenas gigantescas han desaparecido, pero
podemos
decir que lo que relatamos, lo hemos visto. Cambiaremos algunos nombres,
porque
la historia refiere y no denuncia.
En
este libro no mostraremos más que un lado y un episodio, seguramente el menos
co-
nocido,
de las jornadas de los días 5 y 6 de junio de 1832; pero lo haremos de modo que
el
lector entrevea, bajo el sombrío velo que vamos a levantar, la figura real de
esta
terrible
aventura del pueblo.
II
Reclutas
Al
momento de estallar la insurrección, un niño andrajoso bajaba por Menilmontant
con
una
vara florida en la mano. Vio de pronto en el suelo una vieja pistola inservible;
arrojó
lejos
su vara, recogió la pistola, y se fue cantando a todo pulmón y blandiendo su
nueva
arma.
Era Gavroche que se iba a la guerra.
Nunca
supo que los dos niños perdidos a quienes acogiera una noche eran sus propios
hermanos.
¡Encontrar en la noche dos hermanos y en la madrugada un padre! Después de
ayudar
a Thenardier, volvió al elefante, inventó algo de comer y lo compartió con los
niños
y después salió, dejándolos en manos de la madre calle. Al irse les dio este
discurso
de
despedida: "Yo me largo, hijitos míos. Si no encontráis a papá y mamá, volved
aquí en
la
tarde. Yo os daré algo de comer y os acostaré". Pero los niños no regresaron.
Diez o
doce
semanas pasaron y Gavroche muchas veces se decía, rascándose la
cabeza:
-¿Pero
dónde diablos se metieron mis dos hijos?
Y
ahora caminaba, muerto de hambre, pero alegre, en medio de una muchedumbre que
huía
despavorida. El iba cantando versos de la Marsellesa interpretados a su manera.
En
una
calle encontró un guardia nacional caído con su caballo. Lo recogió, lo ayudó a
poner
de
pie a su cabalgadura, y continuó su camino pistola en
mano.
En
el mercado, cuyo cuerpo de guardia había sido desarmado ya, se encontró con un
grupo
guiado por Enjolras, Courfeyrac, Combeferre, Feuilly, Bahorel y Prouvaire.
Enjolras
llevaba una escopeta de caza de dos cañones; Combeferre, un fusil de guardia
nacional
y dos pistolas, que se le veían bajo su levita desabotonada; Prouvaire, un viejo
mosquetón
de caballería, y Bahorel una carabina; Courfeyrac bland'ia un estoque; Feuilly
con
un sable desnudo marchaba delante gritando: ¡Viva Polonia!
Venían
del muelle Morland, sin corbata y sin sombrero, agitados, mojados por la lluvia,
y
con el fuego en los ojos. Gavroche se acercó a ellos con toda
calma.
-¿Adónde
vamos? -preguntó.
-Ven
-dijo Courfeyrac.
Un
cortejo tumultuoso les seguía; estudiantes, artistas, obreros, hombres bien
vestidos,
armados
de palos y de bayonetas, algunos con pistolas. Un anciano que parecía de mucha
edad
iba también en el grupo. No tenía armas y corría para no quedarse atrás, aunque
parecía
pensar en otra cosa y su andar era vacilante.
Era
el señor Mabeuf. Courfeyrac lo había reconocido por haber acompañado muchas
veces
a Marius a su casa.
Conociendo
sus costumbres pacíficas y extrañado al verlo en medio de aquel tumulto,
se
le acercó.
-Señor
Mabeuf, volvéos a casa.
-¿Por
qué?
-Porque
va a haber jarana.
-Está
bien.
-¡Sablazos,
tiros, señor Mabeul
-Está
bien.
-¡Cañonazos!
-Está
bien. ¿Adónde vais vosotros?
-Vamos
a echar abajo el gobierno.
-Está
bien.
Y
los siguió sin volver a pronunciar una palabra. Su paso se había ido
fortaleciendo;
algunos
obreros le ofrecieron el brazo y lo había rechazado con un movimiento de
cabeza.
Iba casi en la primera fila de la columna ya. Empezó a correr el rumor de que
era
un
antiguo regicida.
Mientras
tanto el grupo crecía a cada instante. Gavroche iba delante de todos, cantando
a
gritos.
En
la calle Billettes, un hombre de alta estatura, que empezaba a encanecer y a
quien
nadie
conocía, se sumó al grupo. Gavroche, distraído con sus cánticos, sus silbidos y
sus
gritos,
con ir el primero, y con llamar en las tiendas con la culata de su pistola sin
gatillo,
no
se fijó en aquel hombre.
Al
pasar por la calle Verrerie frente a la casa de Courfeyrac, su portera le
gritó:
-Señor
Courfeyrac, adentro hay alguien que quiere hablaros.
-¡Que
se vaya al diablo! -dijo Courfeyrac.
-¡Pero
es que os espera hace más de una hora! -exclamó la
portera.
Y
al mismo tiempo un jovencillo vestido de obrero, pálido, delgado, pequeño, con
manchas
rojizas en la piel, cubierto con una blusa agujereada y un pantalón de
terciopelo
remendado,
que tenía más bien facha de una muchacha vestida de muchacho que de
hombre,
salió de la portería, y dijo a Courfeyrac con una voz que no era por cierto de
mujer:
-¿Está
con vos el señor Marius?
-No.
-¿Volverá
esta noche?
-No
lo sé. Y lo que es yo, no volveré.
El
muchacho le miró fijamente, y le preguntó:
-¿Adónde
vais?
-Voy
a las barricadas.
-¿Queréis
que vaya con vos?
-¡Si
tú quieres! -respondió Courfeyrac- La calle es libre.
Y
junto a sus amigos se encaminaron hasta la calle de la Chanvrerie, en el barrio
de
Saint-Denis.
III
Corinto
A
esa hora Laigle, Joly y Grantaire se encontraban en la, en aquella época,
célebre
taberna
Corinto, situada en la calle de la Chanvrerie desde hacía trescientos años, y
cuyos
dueños
se sucedían de padres a hijos.
Hacia
1830, el dueño murió y su viuda no supo mantener el prestigio de la taberna; la
cocina
bajó su calidad y el vino, que siempre fue malo, se hizo intomable. Sin embargo,
Courfeyrac
y sus camaradas continuaron yendo allí, por compasión, decía
Laigle.
Ese
día los tres amigos comieron y bebieron copiosamente y se burlaron de todo, como
de
costumbre. De pronto vieron aparecer a un niño de unos diez años, todo
despeinado,
empapado
por la lluvia, y con una gran sonrisa en sus labios. Los miró atentamente y se
dirigió
sin vacilar a Laigle.
-Un
rubio alto me dijo que viniera aquí y dijera al señor Laigle de su parte este
mensaje:
"ABC". Es una broma, ¿verdad?
-¿Cómo
lo llamas? -le preguntó Laigle.
-Navet,
soy amigo de Gavroche.
-Quédate
con nosotros a almorzar.
-No
puedo, voy en el cortejo, soy el que grita ¡abajo Polignac!
Hizo
una reverencia y se fue.
-ABC,
es decir, entierro de Lamarque -dijo Laigle-. ¿Iremos?
-Llueve
-dijo Joly-, no quiero resfriarme.
-Yo
prefiero un almuerzo a un entierro.
-Entonces
nos quedamos -concluyó Laigle.
Y
continuaron con su almuerzo alegremente. Pasaron las horas y ya no quedaba nadie
más
en la taberna. Laigle, bastante borracho, estaba sentado en la ventana cuando
súbitamente
sintió un tumulto en la calle y gritos de ¡a las armas! y vio pasar a sus
amigos
encabezados por Enjolras y seguidos por un extraño grupo vociferante. Llamó a
gritos
a Courfeyrac. Courfeyrac lo vio y se le acercó.
-¿A
dónde van? -preguntó Laigle.
A
hacer una barricada.
-Háganla
aquí, este lugar está perfecto.
-Es
cierto, Laigle, tienes razón.
Y
a una señal de Courfeyrac, el tropel se precipitó hacia
Corinto.
A
aquella famosa barricada de la Chanvrerie, sumergida hoy en una noche profunda,
es
a
la que vamos a dar un poco de luz.
Corinto
se componía de una sala baja donde estaba el mostrador, y otra sala en el
segundo
piso a la que se subía por una escalera de caracol que se abría al techo; en la
sala
baja
había una trampa por donde se bajaba al sótano. La cocina dividía el entresuelo
del
mostrador.
Gavroche
iba y venía, subía, bajaba, metía ruido, brillaba, era un torbellino. Se le veía
sin
cesar; se le oía continuamente; llenaba todo el espacio. La enorme barricada
sentía su
acción.
Molestaba a los transeúntes, excitaba a los perezosos, reanimaba a los
fatigados,
impacientaba
a los pensativos, alegraba a unos, esperanzaba o encolerizaba a otros, y
ponía
a todos en movimiento.
IV
Los
preparativos
Los
periódicos de la época, que han dicho que la barricada de la calle de Chanvrerie
era
casi
inexpugnable y que llegaba al nivel del piso principal, se equivocaron. No
pasaba de
una
altura de seis o siete pies, como término medio.
Enjolras
y sus amigos hicieron dos barricadas, una en la calle Chanvrerie y, contigua a
ésta,
otra más pequeña en la callejuela Mondetour, oculta detrás de la taberna y que
apenas
se veía. Los pocos transeúntes que se atrevían a pasar en aquel momento por la
calle
Saint-Denis, echaban una mirada a la calle Chanvrerie, veían la barricada y
apresuraban
el paso.
Cuando
estuvieron construidas las dos barricadas y enarbolada la bandera, se sacó una
mesa
fuera de la taberna; y en ella se subió Courfeyrac. Enjolras transportó un cofre
cuadrado
que estaba lleno de cartuchos; Courfeyrac los distribuyó. A1 recibirlos
temblaron
los más valientes, y hubo un momento de silencio. Cada uno recibió
treinta.
Muchos
tenían pólvora y comenzaron a preparar más cartuchos con las balas que se
fundían
en la taberna. Sobre una mesa aparte, cerca de la puerta, colocaron un barril de
pólvora,
bien guardado. Entretanto, la convocatoria que recorría todo París a toque de
tambores
no cesaba, pero había terminado por no ser más que un ruido monótono del que
nadie
hacía caso.
Concluidas
ya las barricadas, designados los puestos, cargados los fusiles, situados los
centinelas,
solos en aquellas calles temibles por donde no pasaba ya nadie, rodeados de
aquellas
casas mudas, en medio de esas sombras y de ese silencio que tenía algo trágico y
aterrador,
aislados, armados, resueltos, tranquilos, esperaron.
En
aquellas horas de terrible espera, los amigos se buscaron y en un rincón de
Corinto
esos
jóvenes, tan cercanos a una hora suprema, ¿qué hicieron? Escucharon los versos
de
amor
que recitaba en voz baja Prouvaire, el poeta.
Pues
el insurgente poetiza la insurrección, y era por un ideal que estaban allí; no
contra
Luis
Felipe sino contra la monarquía, contra el dominio del hombre sobre el hombre.
Querían
París sin rey y el mundo sin déspotas.
V
El
hombre reclutado en la calle Billettes
La
noche había ya caído completamente; nadie se acercaba. El plazo se prolongaba,
señal
de que el gobierno se tomaba su tiempo y reunía sus fuerzas. Aquellos cincuenta
hombres
esperaban a sesenta mil.
Gavroche,
que hacía cartuchos en la sala baja, estaba muy pensativo, aunque no
precisamente
por sus cartuchos.
El
hombre de la calle Billettes acababa de entrar y había ido a sentarse en la mesa
menos
alumbrada, con aire meditabundo. Tenía un fusil de munición, que sostenía entre
sus
piernas.
Gavroche,
hasta aquel momento distraído en cien cosas "entretenidas", no lo había visto
todavía.
Cuando entró, le siguió maquinalmente con la vista, admirando su fusil, y
cuando
el hombre se sentó, se paró él de un salto. Se le aproximó, y se puso a dar
vueltas
en
derredor suyo sobre la punta de los pies. Al mismo tiempo, en su rostro
infantil, a la
vez
tan descarado y tan serio, tan vivo y tan profundo, tan alegre y tan dolorido,
se fueron
pintando
sucesivamente todos esos gestos que significan: ¡Ah! ¡Bah! ¡No es posible!
¡Tengo
telarañas en los ojos! ¿Será él? No, no es. Pero sí. Pero
no.
Gavroche
se balanceaba sobre sus talones, crispaba sus manos en los bolsillos, movía el
cuello
como un pájaro. Estaba estupefacto, confundido, incrédulo, convencido,
trastornado.
En lo más profundo de este examen se acercó a él Enjolras.
-Tú
eres pequeño -le dijo-, y no serás visto. Sal de las barricadas, explora un poco
las
calles,
y ven a decirme lo que hay.
Gavroche
se enderezó al oír esto.
-¡Los
pequeños sirven, pues, para algo! ¡Qué felicidad! ¡Voy! Mientras tanto, confiad
en
los pequeños y desconfiad de los grandes...
Y
levantando la cabeza y bajando la voz, añadió señalando al hombre de la calle
Billettes:
-¿Veis
ese grandote?
-Sí.
-Es
un espía.
-¿Estás
seguro?
-Aún
no hace quince días que me bajó de las orejas de una cornisa del Puente Real, en
donde
estaba yo tomando el fresco.
Enjolras
se alejó de inmediato y llamó a cuatro hombres, que fueron a colocarse detrás
de
la mesa en que estaba el sospechoso. Entonces Enjolras se le acercó y le
preguntó:
-¿Quién
sois?
A
esta brusca interrogación, el hombre se sobresaltó; dirigió una mirada a
Enjolras, una
mirada
que penetró hasta el fondo de su cándida pupila, y pareció adivinar su
pensamiento.
-¿Sois
espía? -preguntó Enjolras.
Sonrió
desdeñoso, y respondió con altivez:
-Soy
agente de la autoridad.
-¿Como
os llamáis?
-Javert.
Enjolras
hizo una señal a los cuatro hombres, y en un abrir y cerrar de ojos, antes de
que
Javert tuviera tiempo de volverse, fue cogido por el cuello, derribado y
registrado.
Le
hallaron, aparte de su tarjeta de identificación, un papel de la Prefectura que
decía:
"El
inspector Javert, así que haya cumplido su misión política, se asegurará,
mediante una
vigilancia
especial, si es verdad que algunos malhechores andan vagando por las orillas
del
Sena, cerca del puente de Jena".
Terminado
el registro levantaron a Javert; le sujetaron los brazos por detrás de la
espalda
y lo ataron.
-Es
el ratón el que cogió al gato -le dijo Gavroche.
-Seréis
fusilado dos minutos antes de que tomen la barricada -dijo
Enjolras.
Javert
replicó con tono altanero:
-¿Y
por qué no en seguida?
-Economizamos
la pólvora.
-Entonces
matadme de una puñalada.
-Espía
-le dijo Enjolras-, nosotros somos jueces y no asesinos.
Después
llamó a Gavroche.
-¡Tú,
vete a lo misión! ¡Haz lo que lo he dicho!
-Voy
-dijo Gavroche.
Y
deteniéndose en el momento de partir, añadió:
-A
propósito ¿me daréis su fusil? Os dejo el músico y me llevo el
clarinete.
El
pilluelo hizo el saludo militar y saltó alegremente por una grieta de la
barricada.
VI
Marius
entra en la sombra
Aquella
voz que a través del crepúsculo había llamado a Marius a la barricada de la
calle
de la Chanvrerie, le había producido el mismo efecto que la voz del destino.
Quería
morir,
y se le presentaba la ocasión; llamaba a la puerta de la tumba, y una mano en la
sombra
le tendía la llave. Marius salió del jardín, y dijo:
¡Vamos!
El
joven que le hablara se había perdido en la oscuridad de las
calles.
Marius
caminaba decidido, con la voluntad del hombre sin esperanza; lo habían
llamado,
y tenía que ir. Encontró medio de atravesar por entre la multitud y las tropas,
se
ocultó
de las patrullas y evitó los centinelas. Oyó un tiro que no supo de dónde venía;
el
fogonazo
atravesó la oscuridad. Pero no se detuvo.
Así
llegó a la callejuela Mondetour, que era la única comunicación conservada por
Enjolras
con el exterior. Un poco más allá de la esquina con la calle de la Chanvrerie,
distinguió
el resplandor de una lamparilla, una pequeña parte de la taberna, y unos
cuantos
hombres acurrucados con fusiles entre las rodillas. Era el interior de la
barricada.
Todo
esto a pocos metros de él. Marius no tenía más que dar un paso. Entonces el
desdichado
joven se sentó en un adoquín, cruzó los brazos, y se echó a llorar
amargamente.
¿Qué
hacer? Vivir sin Cosette era imposible; y puesto que se había marchado, era
preciso
morir. ¿Para qué, pues, vivir? No podía además abandonar a sus amigos que lo
esperaban,
que quizá lo necesitaban, que eran un puñado contra un ejército. Vio abrirse
ante
él la guerra civil.
Pensando
así, decaído pero resuelto, temblando ante lo que iba a hacer, su mirada
vagaba
por el interior de la barricada.
LIBRO
SEPTIMO
La
grandeza de la desesperación
I
La
bandera, primer acto
Habían
dado las diez y aún no llegaba nadie. De súbito en medio de aquella calma
lúgu-
bre,
se oyó en la barricada una voz clara, juvenil, alegre, que parecía provenir de
la calle
de
Saint-Denis, y que empezó a cantar, con el tono de una antigua canción popular,
otra
que
terminaba por un grito semejante al canto del gallo.
-Es
Gavroche -dijo Enjolras.
-Nos
avisa -dijo Combeferre.
Una
carrera precipitada turbó el silencio de la calle desierta; Gavroche saltó con
agilidad
y cayó en medio de la barricada, sofocado y gritando:
-¡Mi
fusil! ¡Ahí están!
Un
estremecimiento eléctrico recorrió toda la barricada; y se oyó el movimiento de
las
manos
buscando las armas.
-¿Quieres
mi carabina? -preguntó Enjolras al pilluelo.
-Quiero
el fusil grande -respondió Gavroche.
Y
cogió el fusil de Javert.
Cuarenta
y tres insurgentes estaban arrodillados en la gran barricada, con las cabezas a
flor
del parapeto, los cañones de los fusiles y de las carabinas apuntando hacia la
calle.
Otros
seis comandados por Feuilly se habían instalado en las dos
ventanas.
Pasaron
así algunos instantes; después se oyó claramente el ruido de numerosos pasos
acompasados.
Sin embargo, no se veía nada. De repente desde la sombra una voz
gritó:
-¿Quién
vive?
Enjolras
respondió con acento vibrante y altanero:
-¡Revolución
Francesa!
-¡Fuego!
-repuso una voz.
Estalló
una terrible detonación. La bandera roja cayó al suelo. La descarga había sido
tan
violenta y tan densa, que había cortado el asta. Las balas que habían rebotado
en las
fachadas
de las casas penetraron en la barricada e hirieron a muchos
hombres.
El
ataque fue violento; era evidente que debían luchar contra todo un
regimiento.
-Compañeros
-gritó Courfeyrac-, no gastemos pólvora en balde. Esperemos a que
entren
en la calle para contestarles.
-Antes
que nada -dijo Enjolras-, icemos de nuevo la bandera.
Precisamente
había caído a sus pies, y la levantó.
Se
oía afuera el ruido de la tropa cargando las armas.
Enjolras
añadió:
-¿Quién
será el valiente que vuelva a clavar la bandera sobre la
barricada?
Ninguno
respondió. Subir a la barricada en el momento en que estaban apuntando de
nuevo
era morir y hasta el más decidido dudaba.
II
La
bandera, segundo acto
Cuando
después de la llegada de Gavroche cada cual ocupó su puesto de combate, no
quedaron
en la sala baja más que Javert, un insurgente que lo custodiaba y el señor
Mabeuf,
de quien nadie se acordaba. El anciano había permanecido inmóvil, como si
mirara
un abismo; no parecía que su pensamiento estuviera en la
barricada.
En
el momento del ataque, la detonación lo conmovió como una sacudida física, y
como
si despertara de un sueño se levantó bruscamente, atravesó la sala, y apareció
en la
puerta
de la taberna en el momento en que Enjolras repetía por segunda vez su
pregunta:
-¿Nadie
se atreve?
La
presencia del anciano causó una especie de conmoción en todos los
grupos.
Se
dirigió hacia Enjolras; los insurgentes se apartaban a su paso con religioso
temor;
cogió
la bandera, y sin que nadie pensara en detenerlo ni en ayudarlo, aquel anciano
de
ochenta
años, con la cabeza temblorosa y el pie firme, empezó a subir lentamente la
escalera
de adoquines hecha en la barricada. A cada escalón que subía, sus cabellos
blancos,
su faz decrépita, su amplia frente calva y arrugada, sus ojos hundidos, su boca
asombrada
y abierta, con la bandera roja en su envejecido brazo, saliendo de la sombra y
engrandeciéndose
en la claridad sangrienta de la antorcha, parecía el espectro de 1793
saliendo
de la tierra con la bandera del terror en la mano.
Cuando
estuvo en lo alto del último escalón, cuando aquel fantasma tembloroso y
terrible
de pie sobre el montón de escombros en presencia de mil doscientos fusiles
invisibles,
se levantó enfrente de la muerte como si fuese más fuerte que ella, toda la
barricada
tomó en las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.
En
medio del silencio, el anciano agitó la bandera roja y
gritó:
-¡Viva
la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad, igualdad o la
muerte!
La
misma voz vibrante que había dicho ¿quién vive? gritó:
-¡Retiraos!
El
señor Mabeuf, pálido, con los ojos extraviados, las pupilas iluminadas con
lúgubres
fulgores,
levantó la bandera por encima de su frente, y repitió:
-¡Viva
la República!
-¡Fuego!
-dijo la voz.
Una
segunda descarga semejante a una metralla cayó sobre la
barricada.
El
anciano se dobló sobre sus rodillas, después se levantó, dejó escapar la bandera
de
sus
manos, y cayó hacia atrás sobre el suelo, inerte, y con los brazos en
cruz.
Arroyos
de sangre corrieron por debajo de su cuerpo. Su arrugado rostro, pálido y
triste,
pareció
mirar al cielo.
Enjolras
elevó la voz, y dijo:
-Ciudadanos:
éste es el ejemplo que los viejos dan a los jóvenes. Estábamos dudando, y
él
se ha presentado; retrocedíamos, y él ha avanzado. ¡Ved aquí lo que los que
tiemblan
de
vejez enseñan a los que tiemblan de miedo! Este anciano es augusto a los ojos de
la
patria;
ha tenido una larga vida, y una magnífica muerte. ¡Retiremos ahora el cadáver, y
que
cada uno de nosotros lo defienda como defendería a su padre vivo; que su
presencia
haga
inaccesible nuestra barricada!
Un
murmullo de triste y enérgica adhesión siguió a estas
palabras.
Enjolras
levantó la cabeza del anciano y besó con solemnidad su frente; después, con
tierna
precaución, como si temiera hacerle daño, le quitó la levita, mostró sus
sangrientos
agujeros,
y dijo:
-¡Esta
será nuestra bandera!
III
Gavroche
habría hecho mejor en tomar la carabina de Enjolras
Se
cubrió al señor Mabeuf con un largo chal negro de la dueña de la taberna; seis
hombres
hicieron con sus fusiles una camilla de campaña, pusieron en ella el cadáver y
lo
llevaron
con la cabeza desnuda, con solemne lentitud, a la mesa grande de la sala
baja.
Entretanto,
el pequeño Gavroche, único que no había abandonado su puesto, creyó ver
algunos
hombres que se aproximaban como lobos a la barricada. De repente lanzó un
grito.
Courfeyrac, Enjolras, Juan Prouvaire, Combeferre, Joly, Bahorel y Laigle
salieron
en
tumulto de la taberna. Se veían bayonetas ondulando por encima de la
barricada.
Los
granaderos de la guardia municipal penetraban en ella, empujando al pilluelo,
que
retrocedía
sin huir.
El
instante era crítico.
Era
aquel primer terrible minuto de la inundación cuando el río se levanta al nivel
de
sus
barreras, y el agua empieza a infiltrarse por las hendiduras de los diques. Un
segundo
más,
y la barricada estaba perdida.
Bahorel
se lanzó sobre el primer guardia, y lo mató de un tiro a quemarropa con su
carabina;
el segundo mató a Bahorel de un bayonetazo. otro había derribado a Courfeyrac
que
gritaba:
-¡A
mí!
El
más alto de todos se dirigía contra Gavroche con la bayoneta
calada.
El
pilluelo cogió en sus pequeños brazos el enorme fusil de Javert, apuntó
resueltamente
al gigante, y dejó caer el gatillo; pero el tiro no salió. Javert no lo había
cargado.
El
guardia municipal lanzó una carcajada y levantó la bayoneta sobre el
niño.
Pero
antes que hubiera podido tocarle, el fusil se escapó de manos del soldado, y
cayó
de
espaldas herido de un balazo en medio de la frente.
Una
segunda bala daba en medio del pecho al otro guardia que había derribado a
Courfeyrac.
Era Manus que acababa de entrar en la barricada.
No
tenía ya armas, pues sus pistolas estaban descargadas, pero había visto el
barril de
pólvora
en la sala baja cerca de la puerta.
Al
volverse hacia ese lado, le apuntó un soldado; pero en ese momento una mano
agarró
el cañón del fusil tapándole la boca; era el joven obrero que se había lanzado
al
fusil.
Salió el tiro, le atravesó la mano, y tal vez el cuerpo, porque cayó al suelo,
sin que
la
bala tocara a Marius.
Todo
esto sucedió en medio del humo, y Marius apenas lo notó. Sin embargo, había
visto
confusamente el fusil que le apuntaba y aquella mano que lo había tapado; había
oído
también el tiro; pero en tales momentos, todas las cosas que se ven son
nebulosas, y
se
siente uno impulsado hacia otra sombra mayor.
Los
insurgentes, sorprendidos pero no asustados, se habían reorganizado. Por ambas
partes
se apuntaban a quemarropa; estaban tan cerca que podían hablarse sin elevar la
voz.
Cuando llegó ese momento en que va a saltar la chispa, un oficial con grandes
charreteras
extendió la espada y dijo:
-¡Rendid
las armas!
-¡Fuego!
-respondió Enjolras.
Las
dos detonaciones partieron al mismo tiempo y todo desapareció en una nube de
humo.
Cuando se disipó el humo, se vio por ambos lados heridos y moribundos, pero los
combatientes
ocupaban sus mismos sitios y cargaban sus armas en
silencio.
De
repente se oyó una voz fuerte que gritaba:
-¡Retiraos,
o hago volar la barricada!
Todos
se volvieron hacia el sitio de donde salía la voz. Marius había entrado en la
sala
baja
y cogido el barril de pólvora; se aprovechó del humo y de la especie de oscura
niebla
que
llenaba el espacio cerrado para deslizarse a lo largo de la barricada hasta el
hueco de
adoquines
en que estaba la antorcha. Coger ésta, poner en su lugar el barril de pólvora,
colocar
la pila de adoquines sobre el barril cuya tapa se había abierto al momento con
una
especie
de obediencia terrible, todo esto lo hizo Marius en un
segundo.
En
aquel momento todos, guardias nacionales, municipales, oficiales y soldados,
apelotonados
en el otro extremo de la calle, lo miraban con estupor, con el pie sobre los
adoquines,
la antorcha en la mano, su altivo rostro iluminado por una resolución fatal,
inclinando
la llama de la antorcha hacia aquel montón terrible en que se distinguía el
barril
de pólvora roto. Marius en aquella barricada, como lo fue el octogenario, era la
visión
de la juventud revolucionaria después de la aparición de la vejez
revolucionaria.
Acercó
la antorcha al barril de pólvora, pero ya no había nadie en el
parapeto.
Los
agresores, dejando sus heridos y sus muertos, se retiraban atropelladamente
hacia
el
extremo de la calle, perdiéndose de nuevo en la oscuridad. La barricada estaba
libre.
Todos
rodearon a Marius.
-¡Si
no es por ti, hubiera muerto! -dijo Courfeyrac.
-¡Sin
vos me hubieran comido! -añadió Gavroche.
Marius
preguntó:
-¿Quién
es el jefe?
-Tú
-contestó Enjolras.
IV
La
agonía de la muerte después de la agonía de la vida
A
pesar de que la atención de los amotinados se concentraba en la Gran barricada,
que
era
la más atacada, Marius pensó en la barricada pequeña; fue hacia allá, y la
encontró
desierta.
La calle Mondetour estaba absolutamente tranquila. Cuando se retiraba oyó que
le
llamaba una voz débil:
-¡Señor
Marius!
Se
estremeció, porque reconoció la voz que lo había llamado dos horas antes en la
verja
de
la calle Plumet. Sólo que esta voz parecía ahora un soplo. Miró en su derredor,
y no
vio
a nadie.
-¡Señor
Marius! -repitió la voz-. Estoy a vuestros pies.
Entonces
se inclinó, y vio en la sombra un bulto que se arrastraba hacia
él.
La
lamparilla que llevaba le permitió distinguir una blusa, un pantalón roto, unos
pies
descalzos
y una cosa semejante a un charco de sangre. Marius entrevió un rostro pálido
que
se elevaba hacia él, y que le dijo:
-¿Me
reconocéis?
-No.
-Eponina.
Marius
se hincó. La pobre muchacha estaba vestida de hombre.
-¿Qué
hacéis aquí?
-¡Me
muero! -dijo ella.
-¡Estáis
herida! Esperad; voy a llevaros a la sala. Allí os curarán. ¿Es grave? ¿Cómo he
de
cogeros para no haceros daño? ¿Padecéis mucho? ¡Dios mío! ¿Pero qué habéis
venido
a
hacer aquí?
Y
trató de pasar el brazo por debajo del cuerpo de Eponina pare levantarla, y tocó
su
mano.
Ella dio un débil grito.
-¿Os
he hecho daño? -preguntó Marius.
-Un
poco.
-Pero
sólo os he tocado la mano.
Eponina
acercó la mano a los ojos de Marius, y le mostró en ella un agujero
negro.
-¿Qué
tenéis en la mano? -le preguntó.
-La
tengo atravesada por una bala.
-¿Cómo?
-¿No
visteis un fusil que os apuntaba?
-Sí,
y una mano que lo tapó.
-Era
la mía.
Marius
se estremeció.
-¡Qué
locura! ¡Pobre niña! Pero si es eso, no es nada; os voy a llevar a una cama y os
curarán;
no se muere nadie por tener una mano atravesada.
Ella
murmuró:
-La
bala atravesó la mano, pero salió por la espalda. Es inútil que me mováis de
aquí.
Yo
os diré cómo podéis curarme mejor que un cirujano: sentaos a mi lado en esta
piedra.
Marius
obedeció; ella puso la cabeza sobre sus rodillas, y le dijo sin
mirarlo:
-¡Ah,
qué bien estoy ahora! ¡Ya no sufro!
Permaneció
un momento en silencio; después, volvió con gran esfuerzo el rostro y miró
a
Marius.
-¿Sabéis,
señor Marius? Me daba rabia que entraseis en ese jardín; era una tontería,
porque
yo misma os había llevado allá y, por otra parte, yo sabía que un joven como
vos...
Aquí
se detuvo; y añadió con una triste sonrisa:
-Os
parezco muy fea, ¿no es verdad?
Y
continuó:
-¡Ya
veis! ¡Estáis perdido! Ahora nadie saldrá de la barricada. Yo os traje aquí, y
vais a
morir;
yo lo sabía. Y, sin embargo, cuando vi que os apuntaban, puse mi mano en la boca
del
fusil. ¡Qué raro! Pero es que quería morir antes que vos. Cuando recibí el
balazo, me
arrastré
y os esperaba. ¡Oh! Si supieseis... Mordía la blusa; ¡tenía tanto dolor! Pero
ahora
estoy
bien. ¿Os acordáis de aquel día en que entré en vuestro cuarto, y del día en que
os
encontré
en el prado? ¡Cómo cantaban los pájaros! No hace mucho tiempo. Me disteis
cien
sueldos, y os contesté: No quiero vuestro dinero ¿Recogisteis la moneda? No sois
rico
y no me acordé de deciros que la recogieseis. Hacía un sol hermoso. ¿Os
acordáis,
señor
Marius? ¡Oh! ¡Qué feliz soy! ¡Todo el mundo va a morir!
Mientras
hablaba, apoyaba la mano herida sobre el pecho, donde tenía otro agujero del
cual
salía a intervalos una ola de sangre. Marius con templaba a aquella infeliz
criatura
con
profunda compasión.
-¡Oh!
-dijo la joven de repente-. ¡Me vuelve otra vez! ¡Me
ahogo!
Cogió
la blusa y la mordió.
En
aquel momento el grito de gallo de Gavroche resonó en la barricada. El muchacho
se
había subido sobre una mesa para cargar el fusil y cantaba
alegremente.
Eponina
se levantó y escuchó; después dijo a Marius:
-¡Es
mi hermano! Mejor que no me vea, porque me regañaría.
-¿Vuestro
hermano? -preguntó Marius, que estaba pensando con amargura en la
obligación
que su padre le había dejado respecto de los Thenardier-. ¿Quién es vuestro
hermano?
-Ese
muchacho. El que canta.
Marius
hizo un movimiento como para ponerse de pie.
-¡Oh!
¡No os vayáis! -dijo Eponina-. Ya no duraré mucho más.
Estaba
casi sentada; pero su voz era muy débil y cortada por el estertor. Acercó todo
lo
que
podía su rostro al de Marius y dijo con extraña expresión:
-Escuchad,
no quiero engañaros. Tengo en el bolsillo una carta para vos desde ayer. Me
encargaron
que la echara al correo, y la guardé porque no quería que la recibierais. ¡Pero
tal
vez me odiaríais cuando nos veamos dentro de poco! Porque los muertos se vuelven
a
encontrar,
¿no es verdad? Tomad la carta.
Cogió
convulsivamente la mano de Marius con su mano herida y la puso en el bolsillo
de
la blusa. Marius tocó un papel.
-Cogedlo
-dijo ella.
Marius
tomó la carta. Entonces Eponina hizo un gesto de
satisfacción.
-Ahora
prometedme por mis dolores...
Y
se detuvo.
-¿Qué?
-preguntó Marius.
-¡Prometedme!
-Os
prometo.
-Prometedme
darme un beso en la frente cuando muera. Lo sentiré.
Su
cabeza cayó entre las rodillas de Marius y se cerraron sus
párpados.
El
la creyó dormida para siempre, pero de pronto Eponina abrió lentamente los ojos,
que
ya tenían la sombría profundidad de la muerte, y le dijo con un acento cuya
dulzura
parecía
venir de otro mundo:
-Y
mirad qué locura, señor Marius, creo que estaba un poco enamorada de
vos.
Trató
de sonreír y expiró.
V
Gavroche,
preciso calculador de distancias
Marius
cumplió su promesa, y besó aquella frente lívida perlada de un sudor glacial. Un
dulce
adiós a un alma desdichada.
Se
estremeció al mirar la carta que Eponina le había dado; sabía que era algo
grave, y
estaba
impaciente por leerla. Así es el corazón del hombre; apenas hubo cerrado los
ojos
la
desdichada niña, Marius sólo pensó en leer la carta.
Tendió
suavemente a Eponina en el suelo y se fue a la sala baja. Algo le decía que no
podía
leer la carta delante del cadáver. La carta iba dirigida a la calle Verrerie,
16. Decía:
"Amor
mío: Mi padre quiere que partamos en seguida. Estaremos esta noche en la calle
del
Hombre Armado, número 7. Dentro de ocho días estaremos en Londres. Cosette. 4 de
junio."
Lo
que había pasado puede decirse en breves palabras. Desde la noche del 3 de
junio,
Eponina
tuvo un solo proyecto: separar a Marius de Cosette. Había cambiado de harapos
con
el primer pilluelo con que se cruzó, el cual encontró divertido vestirse de
mujer
mientras
Eponina se vestía de hombre.
Ella
era quien había escrito a Jean Valjean en el Campo de Marte la expresiva frase
"mudaos",
que lo decidió a marcharse.
Cosette,
aterrada con este golpe imprevisto, había escrito unas líneas a Marius. Pero,
¿cómo
llevar la carta al correo? En esta ansiedad, vio a través de la verja a Eponina,
vestida
de hombre, que andaba rondando sin cesar alrededor del jardín. Le dio cinco
francos
y la carta diciéndole: "Llevadla en seguida a su destino". Ya hemos visto lo que
hizo
Eponina.
Al
día siguiente, 5 de junio, fue a casa de Courfeyrac a preguntar por Marius, no
para
darle
la carta, sino "para ver", lo que comprenderá todo enamorado celoso. Cuando supo
que
iban a las barricadas, se le ocurrió la idea de buscar aquella muerte como
habría
buscado
otra cualquiera y arrastrar a Marius. Siguió pues a Courfeyrac, se informó del
sitio
en que se construían las barricadas; y como estaba segura de que Marius acudiría
lo
mismo
que todas las noches a la cita, porque no había recibido la carta, fue a la
calle
Plumet,
esperó a Marius y le dio, en nombre de sus amigos, aquel aviso para llevarle a
la
barricada.
Contaba con la desesperación de Marius al no encontrar a Cosette, y no se
engañaba.
Volvió en seguida a la calle de la Chanvrerie, donde ya hemos visto lo que
hizo:
morir con esa alegría trágica, propia de los corazones celosos que arrastran en
su
muerte
al ser amado, diciendo: ¡No será de nadie!
Marius
cubrió de besos la carta de Cosette. ¡Lo amaba! Por un momento creyó que ya
no
debía morir, pero después se dijo: Se marcha; su padre la lleva a Inglaterra, y
mi
abuelo
me niega el permiso para casarme; la fatalidad continúa siendo la
misma.
Pensó
que le quedaban dos deberes que cumplir: informar a Cosette de su muerte
enviándole
un supremo adiós, y salvar de la catástrofe inminente que se preparaba a aquel
pobre
niño, hermano de Eponina a hijo de Thenardier. Escribió con lápiz estas
líneas:
"Nuestro
matrimonio era un imposible. Hablé con mi abuelo y se opone; yo no tengo
fortuna
y tú tampoco. Fui a lo casa y no lo encontré; ya sabes la palabra que lo di,
ahora
la
cumplo; moriré. Te amo. Cuando leas estas líneas mi alma estará cerca de ti y lo
sonreirá."
No
teniendo con qué cerrar la carta, dobló el papel y lo dirigió a Cosette en la
calle del
Hombre
Armado 7.
Escribió
otro papel con estas líneas: "Me llamo Marius Pontmercy. Llévese mi cadáver
a
casa de mi abuelo el señor Gillenormand, calle de las Hijas del Calvario número
6, en el
Marais".
Guardó
este papel en el bolsillo de la levita, y llamó a Gavroche. El pilluelo acudió a
la
voz
de Marius y lo miró con su rostro alegre y leal.
-¿Quieres
hacer algo por mí?
-Todo
-dijo Gavroche-. ¡Dios mío! Si no hubiera sido por vos me habrían
comido.
-¿Ves
esta carta?
-Sí.
-Tómala.
Sal de la barricada al momento, y mañana por la mañana la llevarás a su
destino,
a la señorita Cosette, en casa del señor Fauchelevent, calle del Hombre Armado,
número
7.
El
niño, muy inquieto, contestó:
-Pero
pueden tomar la barricada en esas horas, y yo no estaré
aquí.
-No
atacarán la barricada hasta el amanecer, según espero, y no será tomada hasta el
mediodía.
-¿Y
si salgo de aquí mañana por la mañana?
-Sería
tarde. La barricada será probablemente bloqueada: se cerrarán todas las calles y
no
podrás salir. Ve en seguida.
Gavroche
no encontró nada que replicar; quedó indeciso y rascándose la oreja
tristemente.
De repente, con uno de esos movimientos de pájaro que tenía, cogió la
carta.
-Está
bien -dijo.
Y
salió corriendo por la calle Mondetour.
Se
le había ocurrido una idea que lo había decidido, pero no dijo nada, temiendo
que
Marius
hiciese alguna objeción. Esta idea era la siguiente:
Apenas
es medianoche, la calle del Hombre Armado no está lejos; voy a llevar la carta
en
seguida, y volveré a tiempo.
VI
Espejo
indiscreto
¿Qué
son las convulsiones de una ciudad al lado de los motines del alma? El hombre es
más
profundo que el pueblo. Jean Valjean en aquel momento sentía en su interior una
conmoción
violenta. El abismo se había vuelto a abrir ante él, y temblaba como París en
el
umbral de una revolución formidable y oscura. Algunas horas habían bastado para
que
su
destino y su conciencia se cubrieran de sombras.
La
víspera de aquel día, por la noche, acompañado de Cosette y de Santos, se
instaló en
la
calle del Hombre Armado. Jean Valjean estaba tan inquieto que no veía la
tristeza de
Cosette.
Cosette estaba tan triste que no veía la inquietud de Jean
Valjean.
Apenas
llegó a la calle del Hombre Armado disminuyó su ansiedad y se fue disipando
poco
a poco. Durmió bien. Dicen que la noche aconseja, y puede añadirse que
tranquiliza.
Al
día siguiente se despertó casi alegre y hasta encontró muy bonito el comedor,
que
era
feo. Cosette dijo que tenía jaqueca y no salió de su
dormitorio.
Por
la tarde, mientras comía, oyó confusamente dos o tres veces el tartamudeo de
Santos
que le decía:
-Señor,
hay jaleo; están combatiendo en las calles.
Pero,
absorto en sus luchas interiores, no hizo caso.
Más
tarde, cuando se paseaba de un lado a otro, meditando, su mirada se fijó en algo
extraño.
Vio enfrente de sí, en un espejo inclinado que estaba sobre el aparador, estas
tres
líneas
que leyó perfectamente:
"Amor
mío: Mi padre quiere que partamos en seguida. Estaremos esta noche en la calle
del
Hombre Armado, número 7. Dentro de ocho días iremos a Londres. Cosette, 4 de
junio."
Jean
Valjean se detuvo aturdido.
¿Qué
había sucedido? Cosette al llegar había puesto su carpeta sobre el aparador,
delante
del espejo, y en su dolorosa agonía la dejó olvidada allí sin notar que estaba
abierta
precisamente en la hoja de papel secante que había empleado para secar la carta.
Lo
escrito había quedado marcado en el secante. El espejo reflejaba la
escritura.
Jean
Valjean se sintió desfallecer, dejó caer la carpeta y se recostó en el viejo
sofá, al
lado
del aparador, con la cabeza caída, la vista vidriosa. Se dijo entonces que la
luz del
mundo
se había apagado para siempre, que Cosette había escrito aquello a alguien, y
oyó
que
su alma daba en medio de las tinieblas un sordo rugido.
Cosa
curiosa y triste, en aquel momento, Marius no había recibido aún la carta de
Cosette
y la traidora casualidad se la había dado ya a Jean
Valjean.
El
pobre anciano no amaba ciertamente a Cosette más que como un padre; pero en
aquella
paternidad había introducido todos los amores de la soledad de su vida. Amaba a
Cosette
como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido nunca ni amante
ni
esposa, este sentimiento se había mezclado con los demás, vagamente, puro con
toda la
pureza
de la ceguedad, espontáneo, celestial, angélico, divino; más bien como instinto
que
como sentimiento. El amor, propiamente tal, estaba en su gran ternura para
Cosette, y
era
como el filón de una montaña, tenebroso y virgen.
Entre
ambos no era posible ninguna unión, ni aun la de las almas, y, sin embargo, sus
destinos
estaban enlazados. Exceptuando a Cosette, es decir, a una niña, no tenía en su
larga
vida nada que amar. Jean Valjean era un padre para Cosette; padre extrañamente
formado
del abuelo, del hijo, del hermano y del marido que había en
él.
Así,
cuando vio que todo estaba concluido, que se le escapaba de las manos; cuando
tuvo
ante los ojos esta evidencia terrible -otro es el objeto de su corazón, otro
tiene su
amor
y yo no soy más que su padre- experimentó un dolor que traspasó los límites de
lo
posible.
Sintió hasta la raíz de sus cabellos el horrible despertar del egoísmo, y lanzó
un
solo
grito: ¡yo!
Jean
Valjean volvió a coger el secante, y quedó petrificado leyendo aquellas tres
líneas
irrecusables.
Sintió que se derrumbaba toda su alma. Su instinto no dudó un
momento.
Reunió
algunas circunstancias, algunas fechas, ciertos rubores y palideces de Cosette,
y
se
dijo:
-Es
él.
No
sabía su nombre, pero en su desesperación adivinó quién era: el joven que
rondaba
en
el Luxemburgo.
Entonces
ese hombre regenerado, ese hombre que había luchado tanto por su alma, que
había
hecho tantos esfuerzos por transformar toda su miseria y toda su desgracia en
amor,
miró
dentro de sí y vio un espectro, el Odio.
Los
grandes dolores descorazonan al ser humano. En la juventud, su visita es
lúgubre,
más
tarde, es siniestra. ¡Si cuando la sangre bulle, cuando los cabellos son negros,
cuando
la
cabeza está erguida, cuando el corazón enamorado puede recibir amor, cuando está
todo
el porvenir en la mano, si entonces la desesperación es algo estremecedor, qué
será
esa
desesperación para el anciano, cuando los años se precipitan sobre él cada vez
más
descoloridos,
cuando a esa hora crepuscular comienza a ver las estrellas de la
tumba!
Entró
Santos y le preguntó:
¿No
me habéis dicho que estaban combatiendo?
-¡Así
es, señor! -contestó Santos-. Hacia SaintMerry.
Hay
movimientos maquinales que provienen, a pesar nuestro, del pensamiento más
profundo.
Sin duda a impulsos de algo de que apenas tuvo conciencia, Jean Valjean salió
a
la calle cinco minutos después.
Llevaba
la cabeza descubierta; se sentó en el escalón de la puerta de su casa y se puso
a
escuchar.
Era ya de noche.
-VII
El
pilluelo es enemigo de las luces
¿Cuánto
tiempo pasó así? El farolero vino, como siempre, a encender el farol que
estaba
colocado precisamente enfrente de la puerta número 7, y se
fue.
Escuchó
violentas descargas; era probablemente el ataque de la barricada de la calle de
la
Chanvrerie, rechazado por Marius.
El
continuó su tenebroso diálogo consigo mismo.
De
súbito levantó los ojos; alguien andaba por la calle; oía los pasos muy cerca;
miró a
la
luz del farol, y por el lado de la calle que va a los Archivos, descubrió la
silueta de un
muchacho
con el rostro radiante de alegría.
Gavroche
acababa de entrar en la calle del Hombre Armado.
Iba
mirando al aire, como buscando algo. Veía perfectamente a Jean Valjean, pero no
hacía
caso alguno de él.
Jean
Valjean se sintió irresistiblemente impulsado a hablar a aquel
muchachillo.
-Niño
-le dijo-, ¿qué tienes?
-Hambre
-contestó secamente Gavroche, y añadió-: El niño seréis
vos.
Jean
Valjean metió la mano en el bolsillo, y sacó una moneda de cinco
francos.
Pero
Gavroche, que pasaba con rapidez de un gesto a otro, acababa de coger una
piedra.
Había
visto el farol.
-¡Cómo
es esto! -exclamó-. Todavía tenéis aquí faroles; estáis muy atrasados, amigos.
Esto
es un desorden. Rompedme ese farol.
La
calle quedó a oscuras, y los vecinos se asomaron a las ventanas,
furiosos.
Jean
Valjean se acercó a Gavroche.
-¡Pobrecillo!
-dijo a media voz, y hablando consigo mismo-; tiene
hambre.
Y
le puso la moneda de cinco francos en la mano.
Gavroche
levantó los ojos asombrado de la magnitud de aquella moneda; la miró en la
oscuridad
y le deslumbró su blancura. Conocía de oídas las monedas de cinco francos y le
gustaba
su reputación; quedó, pues encantado de ver una, mirándola extasiado por
algunos
momentos; después se volvió a Jean Valjean, extendió el brazo para devolverle la
moneda
y le dijo majestuosamente:
-Ciudadano,
me gusta más romper los faroles. Tomad vuestra fiera; a mí no se me
compra.
-¿Tienes
madre? -le preguntó Jean Valjean.
Gavroche
respondió:
-Tal
vez más que vos.
-Pues
bien -dijo Jean Valjean-, guarda ese dinero para tu madre.
Gavroche
se sintió conmovido. Además había notado que el hombre que le hablaba no
tenía
sombrero, y esto le inspiraba confianza.
-¿De
verdad no es esto para que no rompa los faroles?
-Rompe
todo lo que quieras.
-Sois
todo un hombre -dijo Gavroche.
Y
se guardó el napoleón en el bolsillo.
Como
aumentara poco a poco su confianza, preguntó:
-¿Vivís
en esta calle?
-Sí.
¿Por qué?
-¿Podríais
decirme cuál es el número 7?
-¿Para
qué quieres saber el número 7?
El
muchacho se detuvo, temió haber dicho demasiado y se metió los dedos entre los
cabellos,
limitándose a contestar:
-Para
saberlo.
Una
repentina idea atravesó la mente de Jean Valjean; la angustia tiene momentos de
lucidez.
Dirigiéndose al pilluelo le preguntó:
-¿Eres
tú el que trae una carta que estoy esperando?
-¿Vos?
-dijo Gavroche-. No sois mujer.
-¿La
carta es para la señorita Cosette, no es verdad?
-¿Cosette?
-murmuró Gavroche-; sí, creo que es ese endiablado nombre.
-Pues
bien -añadió Jean Valjean-; yo debo recibir la carta para llevársela.
Dámela.
-¿Entonces
deberéis saber que vengo de la barricada?
-Sin
duda.
Gavroche
metió la mano en uno de sus bolsillos, y sacó un papel con cuatro
dobleces.
-Este
despacho -dijo- viene del Gobierno Provisional.
-Dámelo.
-No
creáis que es una carta de amor; es para una mujer, pero es para el pueblo.
Nosotros
peleamos, pero respetamos a las mujeres.
-Dámela.
-¡Tomad!
-¿Hay
que llevar respuesta a Saint-Merry?
-¡Ahí
sí que la haríais buena! Esta carta viene de la barricada de la Chanvrerie, y
allá
me
vuelvo. Buenas noches, ciudadano.
Y,
dicho esto, se fue, o por mejor decir, voló como un pájaro escapado de la jaula
hacia
el
sitio de donde había venido. Algunos minutos después el ruido de un vidrio roto
y el
estruendo
de un farol cayendo al suelo, despertaron otra vez a los indignados vecinos. Era
Gavroche
que pasaba por la calle Chaume.
VIII
Mientras
Cosette dormía
Jean
Valjean entró en su casa con la carta de Marius. Subió la escalera a tientas,
abrió y
cerró
suavemente la puerta, consumió tres o cuatro pajuelas antes de encender la luz,
¡tanto
le temblaba la mano!, porque había algo de robo en lo que acababa de hacer. Por
fin
encendió la vela, desdobló el papel y leyó.
En
las emociones violentas no se lee, se atrapa el papel, se le oprime como a una
víctima,
se le estruja, se le clavan las uñas de la cólera o de la alegría, se corre
hacia el
fin,
se salta el principio; la atención es febril, comprende algo, un poco, lo
esencial, se
apodera
de un punto, y todo lo demás desaparece. En la carta de Marius a Cosette, Jean
Valjean
no vio más que esto: "...Muero. Cuando leas esto, mi alma estará a lo
lado".
Al
leer estas dos líneas, sintió un deslumbramiento horrible; tenía ante sus ojos
este
esplendor:
la muerte del ser aborrecido.
Dio
un terrible grito de alegría interior. Todo estaba ya concluido. El desenlace
llegaba
más
pronto de lo que esperaba. El ser que oponía un obstáculo a su destino
desaparecía y
desaparecía
por sí mismo, libremente, de buena voluntad, sin que él hiciera nada; sin que
fuera
culpa suya, ese hombre iba a morir, quizá había ya muerto. Pero empezó a
reflexionar
su mente febril. No -se dijo-, todavía no ha muerto. Esta carta fue escrita para
que
Cosette la lea mañana por la mañana; después de las descargas que escuché entre
once
y doce no ha habido nada; la barricada no será atacada hasta el amanecer; pero
es
igual,
desde el momento en que ese hombre se mezcló en esta guerra está perdido, será
arrastrado
por su engranaje.
Se
sintió liberado. Estaría de nuevo solo con Cosette; cesaba la competencia,
empezaba
el
porvenir. Bastaba con que guardara la carta en el bolsillo, y Cosette no sabría
nunca lo
que
había sido de ese hombre.
-Ahora
hay que dejar que las cosas se cumplan -murmuró-. No puede escapar. Si aún no
ha
muerto, va a morir pronto. ¡Qué felicidad!
Sin
embargo, prosiguió su meditación con aire taciturno.
Una
hora después, Jean Valjean salía vestido de guardia nacional y armado. Llevaba
un
fusil
cargado y una cartuchera llena.
QUINTA
PARTE
Jean
Valjean
LIBRO
PRIMERO
La
guerra dentro de cuatro paredes
I
Cinco
de menos y uno de más
Enjolras
había ido a hacer un reconocimiento, saliendo por la callejuela de Mondetour y
serpenteando
a lo largo de las casas. Al regresar, dijo:
-Todo
el ejército de París está sobre las armas. La tercera parte de este ejército
pesa
sobre
la barricada que defendéis, y además está la guardia nacional. Dentro de una
hora
seréis
atacados. En cuanto al pueblo, ayer mostró efervescencia pero hoy no se mueve.
No
hay nada que esperar. Estáis abandonados.
Estas
palabras causaron el efecto de la primera gota de la tempestad que cae sobre un
enjambre.
Todos quedaron mudos; en el silencio se habría sentido pasar la muerte. De
pronto
surgió una voz desde el fondo:
-Con
o sin auxilio, ¡qué importa! Hagámonos matar aquí hasta el último
hombre.
Esas
palabras expresaban el pensamiento de todos y fueron acogidas con entusiastas
aclamaciones.
-¿Por
qué morir todos? -dijo Enjolras-. Los que tengáis esposas, madres, hijos, tenéis
obligación
de. pensar en ellos. Salgan, pues, de las filas todos los que tengan familia.
Tenemos
uniformes militares para que podáis filtraros entre los
atacantes.
Nadie
se movió.
-¡Lo
ordeno! -gritó Enjolras.
-Os
lo ruego -dijo Marius.
Para
todos era Enjolras el jefe de la barricada, pero Marius era su salvador.
Empezaron
a
denunciarse entre ellos.
-Tú
eres padre de familia. Márchate -decía un joven a un hombre
mayor.
-A
ti es a quien toca irse -respondía aquel hombre-, pues mantienes a tus dos
hermanas.
Se
desató una lucha inaudita, nadie quería que lo dejaran fuera de aquel
sepulcro.
-Designad
vosotros mismos a las personas que hayan de marcharse -ordenó
Enjolras.
Se
obedeció esta orden. Al cabo de algunos minutos fueron designados cinco por
unanimidad,
y salieron de las filas.
-¡Son
cinco! -exclamó Marius.
No
había más que cuatro uniformes.
-¡Bueno!
-dijeron los cinco-, es preciso que se quede uno.
Y
empezó de nuevo la generosa querella. Pero al final eran siempre cinco, y sólo
cuatro
uniformes.
En
aquel instante, un quinto uniforme cayó, como si lo arrojaran del cielo, sobre
los
otros
cuatro. El quinto hombre se había salvado.
Marius
alzó los ojos, y reconoció al señor Fauchelevent. Jean Valjean acababa de entrar
a
la barricada. Nadie notó su presencia, pero él había visto y oído todo; y
despojándose
silenciosamente
de su uniforme de guardia nacional, lo arrojó junto a los
otros.
La
emoción fue indescriptible.
-¿Quién
es ese hombre? -preguntó Laigle.
-Un
hombre que salva a los demás -contestó Combeferre.
Marius
añadió con voz sombría:
-Lo
conozco.
Que
Marius lo conociera les bastó a todos.
Enjolras
se volvió hacia Jean Valjean y le dijo:
-Bienvenido,
ciudadano.
Y
añadió:
-Supongo
que sabréis que vamos a morir por la Revolución.
Jean
Valjean, sin responder, ayudó al insurrecto a quien acababa de salvar a ponerse
el
uniforme.
II
La
sítuación se agrava
Nada
hay más curioso que una barricada que se prepara a recibir el asalto. Cada uno
elige
su sitio y su postura.
Como
la víspera por la noche, la atención de todos se dirigía hacia el extremo de la
calle,
ahora clara y visible. No aguardaron mucho tiempo. El movimiento empezó a oírse
distintamente
aunque no se parecía al del primer ataque. Esta vez el crujido de las
cadenas,
el alarmante rumor de una masa, la trepidación del bronce al saltar sobre el
empedrado,
anunciaron que se aproximaba alguna siniestra armazón de
hierro.
Apareció
un cañón. Se veía humear la mecha.
-¡Fuego!
-gritó Enjolras.
Toda
la barricada hizo fuego, y la detonación fue espantosa. Después de algunos
instantes
se disipó la nube, y el cañón y los hombres reaparecieron. Los artilleros
acababan
de colocarlo enfrente de la barricada, ante la profunda ansiedad de los
insurgentes.
Salió el tiro, y sonó la detonación.
-¡Presente!
-gritó una voz alegre.
Y
al mismo tiempo que la bala dio contra la barricada se vio a Gravroche lanzarse
dentro.
El
pilluelo produjo en la barricada más efecto que la bala, que se perdió en los
escombros.
Todos rodearon a Gavroche. Pero Marius, nervioso y sin darle tiempo para
contar
nada, lo llevó aparte.
-¿Qué
vienes a hacer aquí?
-¡Psch!
-le respondió el pilluelo-. ¿Y vos?
Y
miró fijamente a Marius con su típico descaro.
-¿Quién
lo dijo que volvieras? Supongo que habrás entregado mi
carta.
No
dejaba de escocerle algo a Gavroche lo pasado con aquella carta; pues con la
prisa
de
volver a la barricada, más bien que entregarla, lo que hizo fue deshacerse de
ella.
Para
salir del apuro, eligió el medio más sencillo, que fue el de mentir sin
pestañar.
-Ciudadano,
entregué la carta al portero. La señora dormía, y se la darán en cuanto
despierte.
Marius,
al enviar aquella carta, se había propuesto dos cosas: despedirse de Cosette y
salvar
a Gavroche. Tuvo que contentarse con la mitad de lo que
quería.
El
envío de su carta y la presencia del señor Fauchelevent en la barricada ofrecían
cierta
correlación,
que no dejó de presentarse a su mente, y dijo a Gavroche, mostrándole al
anciano:
-¿Conoces
a ese hombre?
-No
-contestó Gavroche.
En
efecto, sólo vio a Jean Valjean de noche.
Y
ya estaba al otro extremo de la barricada, gritando:
-¡Mi
fusil!
Courfeyrac
mandó que se lo entregasen.
Gavroche
advirtió a los camaradas (así los llamaba) que la barricada estaba bloqueada.
Dijo
que a él le costó mucho trabajo llegar hasta allí. Un batallón de línea tenía
ocupada
la
salida de la calle del Cisne; y por el lado opuesto, estaba apostada la guardia
municipal.
Enfrente
estaba el grueso del ejército. Cuando hubo dado estas noticias, añadió
Gavroche:
-Os
autorizo para que les saquéis la mugre.
III
Los
talentos que influyeron en la condena de 1796
Iban
a comenzar los disparos del cañón.
-Nos
hace falta un colchón para amortiguar las balas -dijo
Enjolras.
-Tenemos
uno -replicó Combeferre-, pero sobre él están los heridos.
Jean
Valjean recordó haber visto en la ventana de una de las casas un colchón colgado
al
aire.
-¿Tiene
alguien una carabina a doble tiro que me preste? -dijo.
Enjolras
le pasó la suya. Jean Valjean disparó. Del primer tiro rompió una de las
cuerdas
que sujetaban el colchón; con el segundo rompió la otra.
-¡Ya
tenemos colchón! -gritaron todos.
-Sí
-dijo Combeferre-, ¿pero quién irá a buscarlo?
El
colchón había caído fuera de la barricada, en medio del nutrido fuego de los
atacantes.
Jean Valjean salió por la grieta, se paseó entre las balas, recogió el colchón,
y
regresó
a la barricada llevándolo sobre sus hombros. Lo colocó contra el muro. El cañón
vomitó
su fuego, pero la metralla rebotó en el colchón; la barricada estaba a
salvo.
-Ciudadano
-dijo Enjolras a Jean Valjean-, la República os da las
gracias.
IV
Gavroche
fuera de la barricada
El
6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales lanzó su ataque contra
la
barricada,
con tan mala estrategia que se puso entre los dos fuegos y finalmente debió
retirarse,
dejando tras de sí más de quince cadáveres.
Aquel
ataque, más furioso que formal, irritó a Enjolras.
-¡Imbéciles!
-dijo-. Envían a su gente a morir, y nos hacen gastar las municiones por
nada.
-Vamos
bien -dijo Laigle-. ¡Victoria!
Enjolras,
meneando la cabeza contestó:
-Con
un cuarto de hora más que dure esta victoria, no tendremos más de diez cartuchos
en
la barricada.
Al
parecer, Gavroche escuchó estas últimas palabras. De improviso, Courfeyrac vio a
alguien
al otro lado de la barricada, bajo las balas. Era Gavroche que había tomado una
cesta,
y saliendo por la grieta del muro, se dedicaba tranquilamente a vaciar en su
cesta
las
cartucheras de los guardias nacionales muertos.
-¿Qué
haces ahí? -dijo Courfeyrac.
Gavroche
levantó la cabeza.
-Ciudadano,
lleno mi cesta.
-¿No
ves la metralla?
Gavroche
respondió:
-Me
da lo mismo; está lloviendo. ¿Algo más?
Le
gritó Courfeyrac:
-¡Vuelve!
-Al
instante.
Y
de un salto se internó en la calle.
Cerca
de veinte cadáveres de los guardias nacionales yacían acá y allá sobre el
empedrado;
eran veinte cartucheras para Gavroche, y una buena provisión para la
barricada.
El humo obscurecía la calle como una niebla. Subía lentamente y se renovaba
sin
cesar, resultando así una oscuridad gradual que empañaba la luz del sol. Los
combatientes
apenas se distinguían de un extremo al otro.
Aquella
penumbra, probablemente prevista y calculada por los jefes que dirigían el
asalto
de la barricada, le fue útil a Gavroche. Bajo el velo de humo, y gracias a su
peque-
ñez,
pudo avanzar por la calle sin que lo vieran, y desocupar las siete a ocho
primeras
cartucheras
sin gran peligro. Andaba a gatas, cogía la cesta con los dientes, se retorcía,
se
deslizaba,
ondulaba, serpenteaba de un cadáver a otro, y vaciaba las cartucheras como un
mono
abre una nuez.
Desde
la barricada, a pesar de estar aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que
volvierá
por miedo de llamar la atención hacia él.
En
el bolsillo del cadáver de un cabo encontró un frasco de
pólvora.
-Para
la sed -dijo.
A
fuerza de avanzar, llegó adonde la niebla de la fusilería se volvía
transparente, tanto
que
los tiradores de la tropa de línea, apostados detrás de su parapeto de
adoquines,
notaron
que se movía algo entre el humo.
En
el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento, una bala hirió
al
cadáver.
-¡Ah,
diablos! -dijo Gavroche-. Me matan a mis muertos.
Otra
bala arrancó chispas del empedrado junto a él. La tercera volcó el
canasto.
Gavroche
se levantó, con los cabellos al viento, las manos en jarra, la vista fija en los
que
le disparaban, y se puso a cantar. En seguida cogió la cesta, recogió, sin
perder ni
uno,
los cartuchos que habían caído al suelo, y, sin miedo a los disparos, fue a
desocupar
otra
cartuchera. La cuarta bala no le acertó tampoco. La quinta bala no produjo más
efecto
que el de inspirarle otra canción:
La
alegría es mi ser;
por
culpa de Voltaire;
si
tan pobre soy yo,
la
culpa es de Rousseau.
Así
continuó por algún tiempo.
El
espectáculo era a la vez espantoso y fascinante.
Gavroche,
blanco de las balas, se burlaba de los fusileros. Parecía divertirse
mucho.
Era
el gorrión picoteando a los cazadores. A cada descarga respondía con una copla.
Le
apuntaban
sin cesar, y no le acertaban nunca.
Los
insurrectos, casi sin respirar, lo seguían con la vista. La barricada temblaba
mientras
él cantaba. Las balas corrían tras él, pero Gavroche era más listo que
ellas.
Jugaba
una especie de terrible juego al escondite con la muerte; y cada vez que el
espectro
acercaba su faz lívida, el pilluelo le daba un papirotazo.
Sin
embargo, una bala, mejor dirigida o más traidora que las demás, acabó por
alcanzar
al
pilluelo. Lo vieron vacilar, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito.
Pero se
incorporó
y se sentó; una larga línea de sangre le rayaba la cara.
Alzó
los brazos al aire, miró hacía el punto de donde había salido el tiro y se puso
a
cantar:
Si
acabo de caer,
la
culpa es de Voltaire;
si
una bala me dio,
la
culpa es...
No
pudo acabar.
Otra
bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta.
Esta
vez cayó con el rostro contra el suelo, y no se movió más.
Esa
pequeña gran alma acababa de echarse a volar.
V
Un
hermano puede convertirse en padre
En
ese mismo momento, en los jardines del Luxemburgo -porque la mirada del drama
debe
estar presente en todas partes-, dos niños caminaban tomados de la mano. Uno
tendría
siete años, el otro, cinco. Vestían harapos y estaban muy pálidos. El más
pequeño
decía:
"Tengo hambre". El mayor, con aire protector, lo guiaba.
El
jardín estaba desierto y las rejas cerradas, a causa de la insurrección. Los
niños
vagaban,
solos, perdidos. Eran los mismos que movieron a compasión a Gavroche; los
hijos
de los Thenardier, atribuidos a Gillenormand, entregados a la
Magnon.
Fue
necesario el trastorno de la insurrección para que niños abandonados como esos
entraran
a los jardines prohibidos a los miserables. Llegaron hasta la laguna y, algo
asustados
por el exceso de luz, trataban de ocultarse, instinto natural del pobre y del
débil,
y se refugiaron detrás de la casucha de los cisnes.
A
lo lejos se oían confusos gritos, un rumor de disparos y cañonazos. Los niños
parecían
no darse cuenta de nada. Al mismo tiempo, se acercó a la laguna un hombre con
un
niño de seis años de la mano, sin duda padre a hijo.
El
niño iba vestido de guardia nacional, por el motín, y el padre de paisano, por
prudencia.
Divisó a los niños detrás de la casucha.
-Ya
comienza la anarquía -dijo-, ya entra cual quiera en este
jardín.
En
esa época, algunas familias vecinas tenían llave del
Luxemburgo.
El
hijo, que llevaba en la mano un panecillo mordido, parecía disgustado y se echó
a
llorar,
diciendo que no quería comer más.
-Tíraselo
a los cisnes -le dijo el padre.
El
niño titubeó. Aunque uno no quiera comerse un panecillo, esa no es razón para
darlo.
-Times
que ser más humano, hijo. Debes tener compasión de los
animales.
Y
tomando el panecillo, lo tiró al agua. Los cisnes nadaban lejos y no lo
vieron.
En
ese momento aumentó el tumulto lejano.
-Vámonos,
-dijo el hombre-, atacan las Tullerías
Y
se llevó a su hijo.
Los
cisnes habían visto ahora el panecillo y nadaban hacia él. Al mismo tiempo que
ellos,
los dos niños se habían acercado y miraban el pastel.
En
cuanto desaparecieron padre a hijo, el mayor se tendió en la orilla y, casi a
riesgo de
caerse,
empezó a acercar el panecillo con una varita. Los cisnes, al ver al enemigo,
nadaron
más rápido, haciendo que las olas que producían fueran empujando suavemente
el
panecillo hacia la varita. Cuando los cisnes llegaban a él, el niño dio un
manotazo,
tomó
el panecillo, ahuyentó à los cisnes y se levantó.
El
panecillo estaba mojado, pero ellos tenían hambre y sed. El mayor lo partió en
dos,
dio
el trozo más grande a su hermano y le dijo:
-¡Zámpatelo
a la panza!
VI
Marius
herido
Se
lanzó Marius fuera de la barricada, seguido de Combeferre, pero era tarde.
Gavroche
estaba
muerto.
Combeferre
se encargó del cesto con los cartuchos, y Marius del niño.
Pensaba
que lo que el padre de Gavroche había hecho por su padre, él lo hacía por el
hijo.
Cuando Marius entró en el reducto con Gavroche en los brazos, tenía, como el
pilluelo,
el rostro inundado de sangre.
En
el instante de bajarse para coger a Gavroche, una bala le había pasado rozando
el
cráneo,
sin que él lo advirtiera. Courfeyrac se quitó la corbata, y vendó la frente de
Marius.
Colocaron
a Gavroche en la misma mesa que a Mabeuf, y sobre ambos cuerpos se
extendió
el paño negro. Hubo suficiente lugar para el anciano y el
niño.
Combeferre
distribuyó los cartuchos del cesto. Esto suministraba a cada hombre quince
tiros
más.
Jean
Valjean seguía en el mismo sitio, sin moverse. Cuando Combeferre le presentó sus
quince
cartuchos, sacudió la cabeza.
-¡Qué
tipo tan raro! -dijo en voz baja Combeferre a Enjolras-. Encuentra la manera de
no
combatir en esta barricada.
-Lo
que no le impide defenderla -contestó Enjolras.
-Al
estilo del viejo Mabeuf -susurró Combeferre.
Jean
Valjean, mudo, miraba la pared que tenía enfrente.
Marius
se sentía inquieto, pensando en lo que su padre diría de él. De repente, entre
dos
descargas, se oyó el sonido lejano de la hora.
-Son
las doce -dijo Combeferre.
Aún
no habían acabado de dar las doce campanadas, cuando Enjolras, poniéndose en
pie,
dijo con voz tonante desde lo alto de la barricada:
-Subid
adoquines a la casa y colocadlos en el borde de la ventana y de las boardillas.
La
mitad
de
la gente a los fusiles, la otra mitad a las piedras. No hay que perder un
minuto.
Una
partida de zapadores bomberos con el hacha al hombro, acababa de aparecer, en
orden
de batalla, al extremo de la calle. Aquello tenía que ser la cabeza de una
columna
de
ataque.
Se
cumplió la orden de Enjolras y se dejaron a mano los travesaños de hierro que
servían
para cerrar por dentro la puerta de la taberna. La fortaleza estaba completa: la
barricada
era el baluarte y la taberna el torreón. Con los adoquines que quedaron se cerró
la
grieta.
Como
los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar las
municiones,
y los sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma
irritante,
tomándose todo el tiempo que necesitan. Los preparativos de ataque se hacen
siempre
con cierta lentitud metódica; después viene el rayo. Esta lentitud permitió a
Enjolras
revisar todo y perfeccionarlo. Ya que semejantes hombres iban a morir, su
muerte
debía ser una obra maestra. Dijo a Marius:
-Somos
los dos jefes. Voy adentro a dar algunas órdenes; quédate fuera tú, y
observa.
Dadas
sus órdenes, se volvió a Javert, y le dijo:
-No
creas que lo olvido.
Y
poniendo sobre la mesa una pistola, añadió:
-El
último que salga de aquí levantará la tapa de los sesos a ese
espía.
-¿Aquí
mismo? -preguntó una voz.
-No;
no mezclemos ese cadáver con los nuestros. Se le sacará y ejecutará
afuera.
En
aquel momento entró Jean Valjean y dijo a Enjolras:
-¿Sois
el jefe?
-Sí.
-Me
habéis dado las gracias hace poco.
-En
nombre de la República. La barricada tiene dos salvadores: Marius Pontmerey y
vos.
-¿Creéis
que merezco recompensa?
-Sin
duda.
-Pues
bien, os pido una.
-¿Cuál?
-La
de permitirme levantar la tapa de los sesos a ese hombre.
Javert
alzó la cabeza, vio a Jean Valjean, hizo un movimiento imperceptible y
dijo:
-Es
justo.
Enjolras
se había puesto a cargar de nuevo la carabina y miró
alrededor.
-¿No
hay quien reclame?
Y
dirigiéndose a Jean Valjean le dijo:
-Os
entrego al soplón.
Jean
Valjean tomó posesión de Javert sentándose al extremo de la mesa; cogió la
pistola
y un débil ruido seco anunció que acababa de cargarla.
Casi
al mismo instante se oyó el sonido de una corneta.
-¡Alerta!
-gritó Marius desde lo alto de la barricada.
Javert
se puso a reír con su risa sorda, y mirando fijamente a los insurrectos, les
dijo:
-No
gozáis de mejor salud que yo.
-¡Todos
fuera! -gritó Enjolras.
Los
insurrectos se lanzaron en tropel, mientras Javert
murmuraba:
-¡Hasta
muy pronto!
VII
La
venganza dejean Vajean
Cuando
Jean Valjean se quedó solo con Javert, desató la cuerda que sujetaba al
prisionero
a la mesa. En seguida le indicó que se levantara.
Javert
obedeció con una indefinible sonrisa.
Jean
Valjean lo tomó de una manga como se tomaría a un asno de la rienda, y
arrastrándolo
tras de sí salió de la taberna con lentitud, porque Javert, a causa de las
trabas
que tenía puestas en las piernas, no podía dar sino pasos muy
cortos.
Jean
Valjean llevaba la pistola en la mano.
Atravesaron
de este modo el interior de la barricada. Los insurrectos, todos atentos al
ataque
que iba a sobrevenir, tenían vuelta la espalda. Sólo Marius los vio
pasar.
Atravesaron
la pequeña trinchera de la callejuela Mondetour, y se encontraron solos en
la
calle. Entre el montón de muertos se distinguía un rostro lívido, una cabellera
suelta,
una
mano agujereada en medio de un charco de sangre: era
Eponina.
Javert
dijo a media voz, sin ninguna emoción:
-Me
parece que conozco a esa muchacha.
Jean
Valjean colocó la pistola bajo el brazo y fijó en Javert una mirada que no
necesitaba
palabras para decir: Javert, soy yo.
Javert
respondió:
-Toma
tu venganza.
Jean
Valjean sacó una navaja del bolsillo, y la abrió.
-¡Una
sangría! -exclamó Javert . Tienes razón. Te conviene más.
Jean
Valjean cortó las cuerdas que ataban las muñecas del policía, y luego las de los
pies.
Después le dijo:
-Estáis
libre.
Javert
no era hombre que se asombraba fácilmente. Sin embargo, a pesar de ser tan
dueño
de sí mismo, no pudo menos de sentir una conmoción. Se quedó con la boca
abierta
a inmóvil. Jean Valjean continuó:
-No
creo salir de aquí. No obstante, si por casualidad saliera, vivo con el nombre
de
Fauchelevent,
en la calle del Hombre Armado, número 7.
Javert
entreabrió los labios como un tigre y murmuró entre
dientes:
-Ten
cuidado.
-Idos
-dijo Jean Valjean.
Javert
repuso:
-¿Has
dicho Fauchelevent, en la calle del Hombre Armado?
-Número
siete.
Javert
repitió a media voz:
-Número
siete.
Se
abrochó la levita, tomó cierta actitud militar, dio media vuelta, cruzó los
brazos
sosteniendo
su mentón con una mano, y se encaminó en la dirección del Mercado. Jean
Valjean
le seguía con la vista. Después de dar algunos pasos, Javert se volvió y le
gritó:
-No
me gusta esto. Matadme mejor.
Javert,
sin advertirlo, no lo tuteaba ya.
-Idos
-dijo Jean Valjean.
Javert
se alejó poco a poco. Cuando hubo desaparecido, Jean Valjean descargó la
pistola
al aire. En seguida entró de nuevo en la barricada, y
dijo:
-Ya
está hecho.
Mientras
esto sucedía, Marius, que había reconocido a último momento a Javert en el
espía
maniatado que caminaba hacia la muerte, se acordó del inspector que le
proporcionara
las dos pistolas de que se había servido en esta misma barricada; pensó que
debía
intervenir en su favor. En aquel momento se oyó el pistoletazo y Jean Valjean
volvió
a aparecer en la barricada. Un frío glacial penetró en el corazón de
Marius.
VIII
Los
héroes
La
agonía de la barricada estaba por comenzar. De repente el tambor dio la señal
del
ataque.
La embestida fue un huracán. Una poderosa columna de infantería y guardia
nacional
y municipal cayó sobre la barricada. El muro se mantuvo
firme.
Los
revolucionarios hicieron fuego impetuosamente, pero el asalto fue tan furibundo,
que
por un momento se vio la barricada llena de sitiadores; pero sacudió de sí a los
soldados
como el león a los perros.
En
uno de los extremos de la barricada estaba Enjolras, y en el otro, Marius.
Marius
combatía
al descubierto, constituyéndose en blanco de los fusiles enemigos, pues más de
la
mitad de su cuerpo sobresalía por encima del reducto. Estaba en la batalla como
en un
sueño.
Diríase un fantasma disparando tiros.
Se
agotaban los cartuchos. Se sucedían los asaltos. El horror iba en aumento.
Aquellos
hombres
macilentos, haraposos, cansados, que no habían comido desde hacía veinticuatro
horas,
que tampoco habían dormido, que sólo contaban con unos cuantos tiros más, que
se
tentaban los bolsillos vacíos de cartuchos, heridos casi todos, vendados en la
cabeza o
el
brazo con un lienzo mohoso y negruzco, de cuyos pantalones agujereados corría
sangre,
armados apenas de malos fusiles y de viejos sables mellados, se convirtieron en
titanes.
Diez veces fue atacado y escalado el reducto, y ninguna se consiguió
tomarlo.
Laigle
fue muerto, y lo mismo Feuilly, Joly, Courfeyrac y Combeferre. Marius,
combatiendo
siempre, estaba tan acribillado de heridas particularmente en la cabeza, que
el
rostro desaparecía bajo la sangre.
Cuando
no quedaron vivos más jefes que Enjolras y Marius en los dos extremos de la
barricada,
el centro cedió. El grupo de insurrectos que lo defendía retrocedió en
desorden.
Se
despertó a la sazón en algunos el sombrío amor a la vida. Viéndose blanco de
aquella
selva de fusiles, no querían ya morir. Enjolras abrió la puerta de la taberna,
que
impedía
pasar a los sitiadores. Desde allí gritó a los
desesperados:
-No
hay más que una puerta abierta. Esta.
Y
cubriéndolos con su cuerpo, y haciendo él solo cara a un batallón, les dio
tiempo para
que
pasasen por detrás.
Todos
se precipitaron dentro. Hubo un instante horrible, queriendo penetrar los
soldados
y cerrar los insurrectos. La puerta se cerró, al fin, con tal violencia, que al
encajar
en el quicio, dejó ver cortados y pegados al dintel los cinco dedos de un
soldado
que
se había asido de ella.
Marius
se quedó afuera; una bala acababa de romperle la clavícula, y se sintió desmayar
y
caer. En aquel momento, ya cerrados los ojos, experimentó la conmoción de una
vigorosa
mano que lo cogía, y su desmayo le permitió apenas este pensamiento en que se
mezclaba
el supremo recuerdo de Cosette: .
-Soy
hecho prisionero, y me fusilarán.
Enjolras,
no viendo a Marius entre los que se refugiaron en la taberna, tuvo la misma
idea.
Pero habían llegado al punto en que no restaba a cada cual más tiempo que el de
pensar
en su propia suerte. Enjolras sujetó la barra de la puerta, echó el cerrojo, dio
dos
vueltas
a la llave, hizo lo mismo con el candado, mientrás que por la parte de afuera
atacaban
furiosamente los soldados con las culatas de los fusiles, y los zapadores con
sus
hachas.
Empezaba el sitio de la taberna. Cuando la puerta estuvo trancada, Enjolras dijo
a
los
suyos:
-Vendámonos
caros.
Después
se acercó a la mesa donde estaban tendidos Mabeuf y Gavroche. Veíanse bajo
el
paño negro dos formas derechas y rígidas, una grande y otra pequeña, y las dos
caras
se
bosquejaban vagamente bajo los pliegues fríos del sudario. Una mano asomaba por
debajo
del paño, colgando hacia el suelo. Era la del anciano. Enjolras se inclinó y
besó
aquella
mano venerable, lo mismo que el día antes había besado la frente. Fueron los
únicos
dos besos que dio en su vida.
Nada
faltó a la toma por asalto de la taberna Corinto; ni los adoquines lloviendo de
la
ventana
y el tejado sobre los sitiadores; ni el furor del ataque; ni la rabia de la
defensa; ni,
al
fin, cuando cedió la puerta, la frenética demencia del
exterminio.
Los
sitiadores al precipitarse dentro de la taberna con los pies enredados en los
tableros
de
la puerta rota y derribada, no encontraron un solo combatiente. La escalera en
espiral,
cortada
a hachazos, yacía en medio de la sala baja; algunos heridos acababan de expirar;
los
que aún vivían estaban en el piso principal; y allí, por el agujero del techo
que había
servido
de encaje a la escalera empezó un espantoso fuego. Eran los últimos cartuchos.
Aquellos
agonizantes, una vez quemados los cartuchos, sin pólvora ya ni balas, tomó
cada
cual en la mano dos de las botellas reservadas por Enjolras para el Final e
hicieron
frente
al enemigo con estas mazas horriblemente frágiles. Eran botellas de
aguardiente.
La
fusilería de los sitiadores, aunque con la molestia de tener que dirigirse de
abajo
arriba,
era mortífera. Pronto el borde del agujero del techo se vio rodeado de cabezas
de
muertos,
de donde corría la sangre en rojos y humeantes hilos. El ruido era indecible; un
humo
espeso y ardiente esparcía casi la noche sobre aquel combate. Faltan palabras
para
expresar
el horror. No había ya hombres en aquella lucha, ahora infernal. Demonios
atacaban,
y espectros resistían. Era un heroísmo monstruoso.
Cuando
por fin unos veinte soldados lograron subir a la sala del segundo piso,
encontraron
a un solo hombre de pie, Enjolras. Sentado en una silla dormía desde la
noche
anterior Grantaire, totalmente borracho.
-Es
el jefe -gritó un soldado-. ¡Fusilémoslo!
-Fusiladme
-repuso Enjolras.
Se
cruzó de brazos y presentó su pecho a las balas.
Un
guardia nacional bajó su fusil y dijo:
-Me
parece que voy a fusilar a una flor.
-¿Queréis
que se os venden los ojos? -preguntó un oficial a
Enjolras.
-No.
El
silencio que se hizo en la sala despertó a Grantaire, que durmió su borrachera
en
medio
del tumulto. Nadie había advertido su presencia, pero él al ver la escena
comprendió
todo.
-¡Viva
la República! -gritó-. ¡Aquí estoy!
Atravesó
la sala y se colocó al lado de Enjolras.
-Matadnos
a los dos de un golpe -dijo.
Y
volviéndose hacia Enjolras le dijo con gran dulzura:
-¿Lo
permites?
Enjolras
le apretó la mano sonriendo. Estalló la detonación. Cayeron ambos al mismo
tiempo.
La barricada había sido tomada.
IX
Marius
otra vez prisionero
Marius
era prisionero, en efecto. Prisionero de Jean Valjean. La mano que lo cogiera en
el
momento de caer era la suya.
Jean
Valjean no había tomado más parte en el combate que la de exponer su vida. Sin
él,
en aquella fase suprema de la agonía, nadie hubiera pensado en los heridos.
Gracias a
él,
presente como una providencia en todos lados durante la matanza, los que caían
eran
levantados,
trasladados a la sala baja y curados. En los intervalos reparaba la barricada.
Pero
nada que pudiera parecerse a un golpe, a un ataque, ni siquiera a una defensa
personal
salió de sus manos. Se callaba y socorría. Por lo demás, apenas tenía algunos
rasguños.
Las balas lo respetaban. Si el suicidio entró por algo en el plan que se propuso
al
dirigirse a aquella tumba, el éxito no le favoreció. Pero dudamos que hubiese
pensado
en
el suicidio, acto irreligioso.
Jean
Valjean, en medio de la densa niebla del combate, aparentaba no ver a Marius,
siendo
que no le perdía de vista un solo instante. Cuando un balazo derribó al joven,
saltó
con
la agilidad de un tigre, se arrojó sobre él como si se tratara de una presa, y
se lo llevó.
El
remolino del ataque estaba entonces concentrado tan violentamente en Enjolras
que
defendía
la puerta de la taberna, que nadie vio a Jean Valjean, sosteniendo en sus brazos
a
Marius
sin sentido, atravesar el suelo desempedrado de la barricada y desaparecer
detrás
de
Corinto. Allí se detuvo, puso en el suelo a Marius y miró en derredor. La
situación era
espantosa.
¿Qué hacer? Sólo un pájaro hubiera podido salir de allí.
Y
era preciso decidirse en el momento, hallar un recurso, adoptar una resolución.
A
algunos
pasos de aquel sitio se combatía, y por fortuna todos se encarnizaban en la
puerta
de
la taberna; pero si se le ocurría a un soldado dar vuelta a la casa, o atacarla
por el
flanco,
todo habría concluido para él.
Jean
Valjean miró la casa de enfrente, la barricada de la derecha, y, por último, el
suelo,
con
la ansiedad de la angustia suprema, desesperado, y como si hubiese querido abrir
un
agujero
con los ojos.
A
fuerza de mirar, llegó a adquirir forma ante él una cosa vagamente perceptible
en tal
agonía,
como si la vista tuviera poder para hacer brotar el objeto pedido. Vio a los
pocos
pasos
y al pie del pequeño parapeto y bajo unos adoquines que la ocultaban en parte,
una
reja
de hierro colocada de plano y al nivel del piso, compuesta de fuertes barrotes
transversales.
El marco de adoquines que la sostenía había sido arrancado y estaba como
desencajada.
A través de los barrotes se entreveía una abertura oscura, parecida al cañón
de
una chimenea o al cilindro de una cisterna. Su antigua ciencia de las evasiones
le
iluminó
el cerebro. Apartar los adoquines, levantar la reja, echarse a cuestas a Marius
inerte
como un cuerpo muerto, bajar con esta carga sirviéndose de los codos y de las
rodillas
a aquella especie de pozo, felizmente poco profundo, volver a dejar caer la
pesada
trampa de hierro que los adoquines cubrieron de nuevo, asentar el pie en una
superficie
embaldosada a tres metros del suelo, todo esto fue ejecutado como en pleno
delirio,
con la fuerza de un gigante y la rapidez de un águila; apenas empleó unos
cuantos
minutos.
Se
encontró Jean Valjean con Marius, siempre desmayado, en una especie de corredor
largo
y subterráneo. Reinaba allí una paz profunda, silencio absoluto,
noche.
Tuvo
la misma impresión que experimentara en otro tiempo cuando saltó de la calle al
convento.
Sólo que ahora no llevaba consigo a Cosette, sino a
Marius.
Apenas
oía encima de su cabeza algo como un vago murmullo; era el formidable
tumulto
de la taberna tomada por asalto.
LIBRO
SEGUNDO
El
intestino de Leviatán
I
Historia
de la cloaca
París
arroja anualmente veinticinco millones al agua. Y no hablamos en estilo
metafórico.
¿Cómo y de qué manera? Día y noche. ¿Con qué objeto? Con ninguno ¿Con
qué
idea? Sin pensar en ello. ¿Para qué? Para nada. ¿Por medio de qué órgano? Por
medio
de su intestino. ¿Y cuál es su intestino? La cloaca.
París
tiene debajo de sí otro París. Un París de alcantarillas; con sus calles,
encrucijadas,
plazas, callejuelas sin salida; con sus arterias y su circulación, llenas de
fango.
La
historia de las ciudades se refleja en sus cloacas. La de París ha sido algo
formidable.
Ha sido sepulcro, ha sido asilo. El crimen, la inteligencia, la protesta social,
la
libertad de conciencia, el pensamiento, el robo, todo lo que las leyes humanas
persiguen,
se ha ocultado en ese hoyo. Hasta ha sido sucursal de la Corte de los
Milagros.
Ya
en la Edad Media era asunto de leyendas, como cuando se desbordaba, como si
montase
de repente en cólera, y dejaba en París su sabor a fango, a pestes, a
ratones.
Hoy
es limpia, fría, correcta. No le queda nada de su primitiva ferocidad. Sin
embargo,
no
hay que fiarse demasiado. Las miasmas la habitan aún y exhala siempre cierto
olorcillo
vago y sospechoso.
El
suelo subterráneo de París no tiene más boquetes y pasillos que el pedazo de
tierra
de
seis leguas de circuito donde descansa la antigua gran ciudad. Sin hablar de las
catacumbas,
que son una bóveda aparte; sin hablar del confuso enverjado de las cañerías
del
gas; sin contar el vasto sistema de tubos que distribuyen el agua a las fuentes
públicas,
las alcantarillas por sí solas forman en las dos riberas una prodigiosa red
subterránea;
un laberinto cuyo hilo es la pendiente.
La
construcción de la cloaca de París no ha sido una obra insignificante. Los
últimos
diez
siglos han trabajado en ella sin poder terminarla como tampoco han podido
terminar
París.
La cloaca sigue paso a paso el desarrollo de París.
II
La
cloaca y sus sorpresas
Jean
Valjean se encontraba en la cloaca de París.
En
un abrir y cerrar de ojos había pasado de la luz a las tinieblas, del mediodía a
la
medianoche,
del ruido al silencio, del torbellino a la quietud de la tumba, y del mayor
peligro
a la seguridad absoluta.
Qué
instante tan extraño aquel cuando cambió la calle donde en todos lados veía la
muerte,
por una especie de sepulcro donde debía encontrar la vida. Permaneció algunos
segundos
como aturdido, escuchando, estupefacto. Se había abierto de improviso ante sus
pies
la trampa de salvación que la bondad divina le ofreció en el momento
crucial.
Entretanto,
el herido no se movía y Jean Valjean ignoraba si lo que llevaba consigo a
aquella
fosa era un vivo o un muerto.
Su
primera sensación fue la de que estaba ciego. Repentinamente se dio cuenta de
que
no
veía nada. Le pareció también que en un segundo se había quedado sordo. No oía
el
menor
ruido. El huracán frenético de sangre y de venganza que se desencadenaba a
algunos
pasos de allí llegaba a él, gracias al espesor de la tierra que lo separaba del
teatro
de
los acontecimientos, apagado y confuso, como un rumor en una profundidad. Lo
único
que
supo fue que pisaba en suelo sólido, y le bastó con eso. Extendió un brazo,
luego
otro,
y tocó la pared a ambos lados, de donde infirió que el pasillo era estrecho.
Resbaló,
y
dedujo que la baldosa estaba mojada. Adelantó un pie con precaución, temiendo
encontrar
un agujero, un pozo perdido, algún precipicio, y así se cercioró de que el
embaldosado
se prolongaba. Una bocanada de aire fétido le indicó cuál era su mansión
actual.
Al
cabo de algunos instantes empezó a ver. Un poco de luz caía del respiradero por
donde
había entrado, y ya su mirada se había acostumbrado a la
cueva.
Calculó
que los soldados bien podían ver también la reja que él descubriera debajo de
los
adoquines. No había que perder un minuto. Recogió a Marius del suelo, se lo echó
a
cuestas,
y se puso en marcha, penetrando resueltamente en aquella
oscuridad.
La
verdad es que estaban menos a salvo de lo que Jean Valjean creía. ¿Cómo
orientarse
en
aquel negro laberinto? El hilo de este laberinto, es la pendiente; siguiéndola
se va al
río.
Jean Valjean lo comprendió de inmediato. Pensó que estaba probablemente en la
cloaca
del Mercado; que si tomaba a la izquierda y seguía la pendiente llegaría antes
de
un
cuarto de hora a alguna boca junto al Sena; es decir, que aparecería en pleno
día en el
punto
más concurrido de París. Los transeúntes al ver salir del suelo, bajo sus pies,
a dos
hombres
ensangrentados, se asustarían; acudirían los soldados y antes de estar fuera se
les
habría
ya echado mano. Era preferible internarse en el laberinto, fiarse de la
oscuridad, y
encomendarse
a la Providencia en lo que respecta a la salida.
Subió
la pendiente y tomó a la derecha. Cuando hubo doblado la esquina de la galería,
la
lejana claridad del respiradero desapareció, la cortina de tinieblas volvió a
caer ante él,
y
de nuevo quedó ciego. No obstante, poco a poco, sea que otros respiraderos
lejanos
enviaran
alguna luz, sea que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, empezó a entrever
confusamente,
tanto la pared que tocaba como la bóveda por debajo de la cual
pasaba.
La
pupila se dilata en las tinieblas, y concluye por percibir claridad, del mismo
modo
que
el alma se dilata en la desgracia, y termina por encontrar en ella a
Dios.
Era
difícil dirigir el rumbo. Estaba obligado a encontrar y casi a inventar su
camino sin
verlo.
En ese paraje desconocido cada paso que daba podía ser el último de su vida.
¿Cómo
salir? ¿Morirían allí, Marius de hemorragia, y él de hambre? A ninguna de estas
preguntas
sabía qué responder.
De
repente, cuando menos lo esperaba, y sin haber cesado de caminar en línea recta,
notó
que ya no subía; el agua del arroyo le golpeaba en los talones y no en la punta
de los
pies.
La alcantarilla bajaba ahora. ¿Por qué? ¿Iría a llegar de improviso al Sena?
Este
peligro
era grande pero era mayor el de retroceder. Siguió
avanzando.
No
se dirigía al Sena. La curva que hace el suelo de París en la ribera derecha
vacía una
de
sus vertientes en el Sena y la otra en la gran cloaca. Hacia allá se dirigía
Jean Valjean;
estaba
en el buen camino, pero no lo sabía.
De
repente oyó sobre su cabeza el ruido de un trueno lejano, pero continuo. Eran
los
carruajes
que rodaban.
Según
sus cálculos, hacía media hora poco más o menos que caminaba, y no había
pensado
aún en descansar, contentándose con mudar la mano que sostenía a Marius. La
oscuridad
era más profunda que nunca; pero esta oscuridad lo
tranquilizaba.
De
súbito vio su sombra delante de sí. Destacábase sobre un rojo claro que teñía
vagamente
el piso y la bóveda, y que resbalaba, a derecha e izquierda, por las dos paredes
viscosas
del corredor. Se volvió lleno de asombro.
Detrás
de él, en la parte del pasillo que acababa de dejar y a una distancia que le
pareció
inmensa,
resplandecía rasgando las tinieblas una especie de astro horrible que parecía
mirarlo.
Era el lúgubre farol de la policía que alumbraba la
cloaca.
Detrás
del farol se movían confusamente ocho o diez formas, formas negras, rectas,
vagas
y terribles.
Y
es que ese 6 de junio se dispuso una batida de la alcantarilla porque se temía
que los
vencidos
se refugiaran en ella. Los policías estaban armados de carabinas, garrotes,
espadas
y puñales. Lo que en aquel momento reflejaba la luz sobre Jean Valjean era la
linterna
de la ronda del sector. Habían escuchado un ruido y registraban el
callejón.
Fue
un minuto de indecible angustia.
Felizmente,
aunque él veía bien la linterna, ésta le veía a él mal, pues estaba muy lejos
y
confundido en el fondo oscuro del subterráneo. Se pegó a la pared, y se detuvo.
El ruido
cesó.
Los hombres de la ronda escuchaban y no oían; miraban y no veían. El sargento
dio
la
orden de torcer a la izquierda y dirigirse a la vertiente del
Sena.
El
silencio volvió a ser profundo, la oscuridad completa, la ceguedad y la sordera
se
posesionaron
otra vez de las tinieblas, y Jean Valjean, sin osar moverse, permaneció largo
rato
contra la pared, con el oído atento, la pupila dilatada, mirando alejarse esa
patrulla de
fantasmas.
III
La
pista perdida
Preciso
es hacer a la policía de aquel tiempo la justicia de decir que, aun en las
circunstancias
públicas más graves, cumplía imperturbablemente su deber de inspección
y
vigilancia. Un motín no era a sus ojos un pretexto para aflojar la rienda a los
malhechores.
Era
lo que sucedía por la tarde del 6 de junio a orillas del Sena, en la ribera
izquierda,
un
poco más allá del puente de los Inválidos.
Dos
hombres, separados por cierta distancia, parecían observarse, evitándose
mutuamente.
A medida que el que iba delante procuraba alejarse, se empeñaba el que iba
detrás
en vigilarlo más de cerca. El que iba delante era un ser de mal talante,
harapiento,
encorvado
a inquieto, que tiritaba bajo una blusa remendada. Se sentía el más débil y
evitaba
al que iba detrás; en sus ojos había la sombría hostilidad de la huida y toda la
amenaza
del miedo. El otro era un personaje clásico y oficial, con el uniforme de la
autoridad
abrochado hasta el cuello.
El
lector conocería quizá a estos dos hombres si los viera más de
cerca.
¿Qué
fin se proponía el último? Probablemente suministrar al primero ropa de
abrigo.
Cuando
un hombre vestido por el Estado persigue a otro hombre andrajoso, es con el
objeto
de convertirlo en hombre vestido también por el Estado.
Si
el de atrás permitía al otro ir adelante y no se apoderaba de él aún era, según
las
apariencias,
con la esperanza de verlo dirigirse a alguna cita importante con algún grupo
que
fuese buena presa. El hombre del uniforme, divisando un coche de alquiler que
iba
vacío,
indicó algo al cochero. Este comprendió y conociendo evidentemente con quién se
las
había, cambió de dirección, y se puso a seguir desde lo alto del muelle a
aquellos dos
hombres.
De esto no se impuso el personaje de mala traza que caminaba
delante.
Era
de suponer que el hombre andrajoso subiría por la rampa a fin de intentar
evadirse
en
los Campos Elíseos. Pero con gran sorpresa del que le seguía, no tomó por la
rampa
sino
que continuó avanzando por la orilla, junto al muelle.
Evidentemente
su posición se iba poniendo muy crítica. ¿Qué haría, a menos que se
arrojara
al Sena?
El
hombre perseguido llegó a un montículo de escombros de una construcción y se
perdió
tras él. El uniformado aprovechó el momento en que ni veía ni era visto, y,
dejando
a un lado todo disimulo, se puso a caminar con rapidez. Pronto dio la vuelta al
montículo,
deteniéndose en seguida asombrado. El hombre a quien perseguía no estaba
allí.
Eclipse total del harapiento.
El
fugitivo no hubiera podido arrojarse al Sena, ni escalar el muelle sin que lo
viera su
perseguidor.
¿Qué se había hecho? Caminó hasta el extremo de la ribera y permaneció
allí
un momento, pensativo, con los puños apretados, y registrándolo todo con los
ojos.
De
pronto percibió, en el punto donde concluía la tierra y empezaba el agua, una
reja de
hierro,
gruesa y baja, provista de una enorme cerradura y de tres goznes macizos.
Aquella
reja,
especie de puerta en la parte inferior del muelle, daba al río. Por debajo
pasaba un
arroyo
negruzco que iba a desaguar en el Sena. Al otro lado de los pesados y mohosos
barrotes
se distinguía una especie de corredor abovedado y oscuro.
El
hombre cruzó los brazos, y miró la reja con el aire de una persona que se echa
en
cara
algo. Como no bastaba mirar, trató de empujarla, la sacudió, y la reja resistió
tenazmente.
Era probable que acabaran de abrirla y no había duda de que la habían vuelto
a
cerrar, lo que probaba que la persona que la abrió no lo hizo con una ganzúa,
sino con
una
llave.
-¡Esto
ya es el colmo! ¡Una llave del gobierno! -exclamó.
Esperando
ver salir al de la blusa o entrar a otros, se puso en acecho detrás del montón
de
escombros, con la paciente rabia del perro de presa.
Por
su parte, el carruaje de alquiler, que seguía todos sus movimientos, se detuvo
junto
al
parapeto. El cochero, previendo que la espera no sería corta, se bajó y ató el
saco de
avena
al hocico de sus caballos.
IV
Con
la cruz a cuestas
Jean
Valjean emprendió de nuevo su marcha, y ya no volvió a
detenerse.
Era
una marcha que se hacía cada vez más difícil. Muchas veces se veía obligado a
caminar
encorvado, por miedo a que Marius se golpeara contra la bóveda; iba siempre
tocando
la pared.
Tenía
hambre y sed; sed sobre todo; se sentía cansado y a medida que perdía vigor,
aumentaba
el peso de la carga. Marius, muerto quizá, pesaba como pesan los cuerpos
inertes.
Las ratas se deslizaban por entre sus piernas. Una se asustó hasta el punto de
querer
morderlo.
De
tanto en tanto, llegaban hasta él ráfagas de aire fresco procedentes de las
bocas de la
cloaca,
que le infundían nuevo ánimo.
Podrían
ser las tres de la tarde cuando entró en la alcantarilla del centro. Al
principio le
sorprendió
aquel ensanche repentino. Se encontró bruscamente en una galería cuyas dos
paredes
no tocaba con los brazos extendidos, y bajo una bóveda mucho más alta que él.
Pensó,
sin embargo, que la situación era grave y que necesitaba, a todo trance, llegar
al
Sena,
o lo que equivalía a lo mismo, bajar. Torció, pues, a la izquierda. Su instinto
le guió
perfectamente.
Bajar era, en efecto, la única salvación posible.
Se
detuvo un momento. Estaba muy cansado. Un respiradero bastante ancho daba una
luz
casi viva. Jean Valjean con la suavidad de un hermano con su hermano herido,
colocó
a
Marius en la banqueta de la alcantarilla. El rostro ensangrentado del joven
apareció a la
luz
pálida como si estuviera en el fondo de una tumba. Tenía los ojos cerrados, los
cabellos
pegados a las sienes, las manos yertas, la sangre coagulada en las comisuras de
la
boca. Puso la mano en su pecho y vio que el corazón latía aún. Rasgó la camisa,
vendó
las
heridas lo mejor que pudo y restañó la sangre que corría; después, inclinándose
sobre
Marius
que continuaba sin conocimiento y casi sin respiración, lo miró con un odio
indecible.
Al
romper la camisa de Marius, encontró en sus bolsillos dos cosas: un pan guardado
desde
la víspera, y la cartera del joven. Se comió el pan, y abrió la cartera. En la
primera
página
vio las líneas escritas por Marius: "Me llamo Marius Pontmercy. Llevar mi
cadáver
a casa de mi abuelo, el señor Gillenormand, calle de las Hijas del Calvario
número
6, en el Marais".
Jean
Valjean permaneció un momento como absorto en sí mismo, repitiendo a media
voz:
calle de las Hijas del Calvario, número 6, señor Gillenormand. Volvió a colocar
la
cartera
en el bolsillo de Marius. Había comido y recuperó las fuerzas. Puso otra vez al
joven
en sus hombros, apoyó cuidadosamente la cabeza en su hombro derecho, y
continuó
bajando por la cloaca.
De
súbito se golpeó contra la pared. Había llegado a un ángulo de la alcantarilla
caminando
desesperado y con la cabeza baja. Alzó los ojos y en la extremidad del
subterráneo
delante de él, lejos, muy lejos, percibió la claridad. Esta vez no era la
claridad
terrible, sino la claridad buena y blanca. Era el día. Jean Valjean veía la
salida.
Un
alma condenada que en medio de las llamas divisara de repente la salida del
infierno,
experimentaría lo que él experimentó; recobró sus piernas de acero y echó a
correr.
A
medida que se aproximaba distinguía mejor la salida. Era un arco menos alto que
la
bóveda,
la cual por grados iba decreciendo, y menos ancho que la galería que iba
estrechándose
mientras la bóveda bajaba.
Llegó
a la salida. Allí se detuvo. Era la salida pero no se podía salir. El arco
estaba
cerrado
con una fuerte reja, y la reja, que al parecer giraba muy pocas veces sobre sus
oxidados
goznes, estaba sujeta al dintel de piedra por una gruesa cerradura llena de
herrumbre,
que parecía un enorme ladrillo. Se veía el agujero de la llave y el macizo
pestillo
profundamente encajado en la chapa de hierro.
Jean
Valjean colocó a Marius junto a la pared, en la parte seca; se dirigió a la reja
y
cogió
con sus dos manos los barrotes. El sacudimiento fue frenético, pero la reja no
se
movió.
Fue probando uno por uno los barrotes para ver si podía arrancar el menos sólido
y
convertirlo en palanca para levantar la puerta, o para romper la cerradura.
Ningún
barrote
cedió. El obstáculo era invencible. No había manera de abrir la
puerta.
No
quedaba más remedio que pudrirse allí. Cuanto había hecho era inútil. Después de
tanto
esfuerzo, el fracaso. No tenía fuerzas para rehacer el camino, y pensó que todos
los
respiraderos
debían estar igualmente cerrados. No había medio de salir de
allí.
Volvió
la espalda a la reja y se dejó caer en el suelo cerca de Marius, que continuaba
inmóvil.
Hundió la cabeza entre sus rodillas. Era la última gota de la
amargura.
¿En
qué pensaba en aquel profundo abatimiento? Ni en sí mismo, ni en Marius.
Pensaba
en Cosette.
En
medio de tal postración, una mano se apoyó en su hombro y una voz que hablaba
bajo,
susurró:
-Compartamos.
¿Quién
le hablaba en aquel lóbrego sitio? Nada se parece más al sueño que la
desesperación,
y Jean Valjean creyó estar soñando. No había oído pasos. ¿Era sueño o
realidad?
Levantó los ojos. Un hombre estaba delante de él.
Iba
vestido de blusa y estaba descalzo. Llevaba los zapatos en la mano izquierda
pues,
sin
duda, se los había quitado para llegar sin ser oído.
Jean
Valjean no vaciló un momento. A pesar de cogerle tan de improviso, reconoció al
hombre.
Era Thenardier.
Recobró
al instante toda su presencia de ánimo. La situación no podía empeorar, pues
hay
angustias que no tienen aumento posible y ni el mismo Thenardier añadiría
oscuridad
a
aquella tenebrosa noche.
Thenardier
guiñó los ojos tratando de reconocer al hombre que tenía delante de sí. No
lo
consiguió, porque Jean Valjean volvía la espalda a la luz y estaba, además, tan
desfigurado,
tan lleno de fango y de sangre, que ni aun en pleno día lo habría reconocido.
Al
revés, Jean Valjean no tuvo dudas pues el rostro de Thenardier estaba alumbrado
por
la
luz de la reja. Esta desigualdad de posiciones bastaba para dar alguna ventaja a
Jean
Valjean
en el misterioso duelo que iba a comenzar.
El
encuentro era entre Jean Valjean con máscara, y Thenardier sin ella. Jean
Valjean
advirtió
inmediatamente que Thenardier no lo reconocía. Thenardier habló
primero.
-¿Cómo
pretendes salir?
Jean
Valjean no contestó.
Thenardier
continuó:
-Es
imposible abrir la puerta, y, sin embargo, tienes que
marcharte.
-Cierto.
-Pues
bien, compartamos las ganancias.
-¿Qué
quieres decir?
-Has
matado a ese hombre, es indudable. Yo tengo la llave.
Thenardier
indicaba con el dedo a Marius.
-No
lo conozco -prosiguió-, pero quiero ayudarte. Debes ser un
camarada.
Jean
Valjean empezó a comprender. Thenardier lo tomaba por un
asesino.
-Escucha
volvió a decir Thenardier-. No habrás matado a ese hombre sin mirar lo que
tenía
en el bolsillo. Dame la mitad y lo abro la puerta.
Sacando
entonces a medias una enorme llave de debajo de su agujereada blusa,
añadió:
-¿Quieres
ver lo que ha de proporcionarte la salida? Mira.
Jean
Valjean quedó atónito, no atreviéndose a creer en la realidad de lo que veía.
Era la
providencia
en formas horribles; era el ángel bueno que surgía ante él bajo la forma de
Thenardier.
Este sacó de un bolsillo una cuerda, y se la pasó a Jean
Valjean.
-Toma
-dijo-, lo doy además la cuerda.
-¿Para
qué?
-También
necesitas una piedra; pero afuera la hallarás. Junto a la reja las hay de
sobra.
-¿Y
para qué necesito esa piedra?
-Imbécil,
si arrojas el cadáver al río sin atarle una piedra al pescuezo, flotaría sobre
el
agua.
Jean
Valjean tomó maquinalmente la cuerda, como cualquiera habría hecho en su
caso.
Después
de una breve pausa, Thenardier añadió:
-Porque
no vea lo cara ni conozca lo nombre, no lo figures que ignoro lo que eres y lo
que
quieres. Pero lo voy a ayudar. ¡Aunque eres un imbécil! ¿Por qué no lo arrojaste
en el
fango?
Jean
Valjean no despegó los labios.
-Bien
puede ser que actuaras cuerdamente -añadió Thenardier, pensativo-; porque
mañana
los obreros habrían tropezado con el cadáver a hilo por hilo, hebra por hebra,
quizá
llegaran hasta ti. La policía tiene talento. La cloaca es desleal y denuncia,
mientras
que
el río es la verdadera sepultura. Al cabo de un mes se pesca al hombre con las
redes
en
Saint-Cloud. ¿Y qué importa? Está hecho un desastre. .¿Quién lo mató? París. Y
ni
siquiera
interviene la justicia. Has obrado a las mil maravillas.
Cuanto
más locuaz era Thenardier, más mudo se volvía Jean
Valjean.
-Terminemos
nuestro asunto. Partamos el botín. Has visto mi llave; muéstrame lo
dinero.
Thenardier
tenía la mirada extraviada, feroz, amenazante, y sin embargo el tono era
amistoso.
Aunque sin afectar misterio, hablaba bajo. No era fácil adivinar la causa. Se
encontraban
solos y Jean Valjean supuso que tal vez habría más bandidos ocultos en
algún
rincón, no muy lejos, y que Thenardier no querría repartir el botín con
ellos.
-Acabemos
-repitió Thenardier-, ¿cuánto tenía ese tipo en los
bolsillos?
Jean
Valjean metió la mano en los suyos. Tenía la costumbre de llevarlos siempre bien
provistos;
esta vez, sin embargo, sólo tenía unas cuantas monedas en el bolsillo del
chaleco
lleno de fango. Las desparramó sobre el suelo, y eran un luis de oro, dos
napoleones
y cinco o seis sueldos.
-Lo
has matado casi por las gracias -dijo Thenardier.
Y
se puso a registrar con toda familiaridad los bolsillos de Jean Valjean y los de
Marius.
Jean Valjean, preocupado principalmente en que no le diera la claridad en el
rostro,
lo dejaba hacer. Al examinar la ropa de Marius, Thenardier, con la destreza de
un
escamoteador,
halló medio de arrancar, sin que Jean Valjean lo notara, un pedazo de tela,
y
ocultarlo debajo de la blusa calculando, sin duda, que podría servirle algún día
para
saber
quiénes eran el hombre asesinado y el asesino.
En
cuanto al dinero, no encontró más.
-Es
verdad -dijo-, eso es todo.
Y,
olvidándose de la idea de compartir, se lo guardó todo. En seguida sacó otra vez
la
llave.
-Ahora,
amigo mío, tienes que salir. Aquí como en la feria, se paga a la salida. Has
pagado,
sal.
Y
se echó a reír.
Que
al proporcionar a un desconocido el auxilio de aquella llave y al abrirle la
reja, le
guiase
la intención pura y desinteresada de salvar a un asesino, hay más de un motivo
para
dudarlo.
Jean
Valjean, con la ayuda de Thenardier, colocó de nuevo a Marius sobre sus
hombros.
Thenardier se dirigió entonces a la reja con sigilo, indicando a Jean Valjean
que
lo
siguiera; miró hacia afuera, se puso el dedo en la boca y permaneció algunos
segundos
como
escuchando. Satisfecho de lo que oyera, introdujo la llave en la
cerradura.
Entreabrió
la puerta lo suficiente para que saliera Jean Valjean, volvió a cerrar, dio dos
vueltas
a la llave en la cerradura y se hundió otra vez en las tinieblas, sin hacer el
menor
ruido.
Un segundo después, esta providencia de mala catadura se diluía en lo
invisible.
Jean
Valjean se encontró al aire libre.
V
Marius
parece muerto
Colocó
a Marius en la ribera del Sena.
¡Estaban
afuera!
Detrás
quedaban las miasmas, la oscuridad, el horror; los inundaba ahora el aire puro,
impregnado
de alegría. La hora del crepúsculo había pasado, y se acercaba a toda prisa la
noche,
libertadora y amiga de cuantos necesitan un manto de sombra para salir de alguna
angustiosa
situación.
Durante
algunos segundos se sintió Jean Valjean vencido por aquella serenidad augusta
y
grata. Hay ciertos minutos de olvido en que el padecimiento cesa de oprimir al
miserable;
en que la paz, cual si fuera la noche, cubre al soñador. Después, como si el
sentimiento
del deber lo despertara, se inclinó hacia Marius, y cogiendo agua en el hueco
de
la mano, le salpicó el rostro con algunas gotas. Los párpados de Marius no se
movieron,
y, sin embargo, su boca entreabierta respiraba.
Iba
a introducir de nuevo la mano en el río, cuando tuvo la sensación de que detrás
suyo
había
alguien. Desde hacía poco, había, en efecto, una persona detrás de
él.
Era
un hombre de elevada estatura, envuelto en una levita larga, y que llevaba en la
mano
derecha un garrote con puño de plomo. Estaba de pie, a muy corta
distancia.
Jean
Valjean reconoció a Javert.
Javert,
después de su inesperada salida de la barricada, se dirigió a la prefectura de
policía,
dio cuenta de todo verbalmente al prefecto en persona, y continuó luego su
servicio
que implicaba, según la nota que se le encontró en Corinto, una inspección de la
orilla
derecha del Sena, la cual hacía tiempo que despertaba la atención de la policía.
Allí
había
visto a Thenardier, y se puso a seguirlo.
Se
comprenderá también que el abrir tan obsequiosamente aquella reja a Jean
Valjean,
fue
una hábil perfidia de Thenardier, que sabía que allí estaba Javert. El hombre
espiado
tiene
un olfato que no lo engaña. Era preciso arrojar algo que roer a aquel sabueso.
Un .
asesino,
¡qué hallazgo! Thenardier, haciendo salir en su lugar a Jean Valjean,
proporcionaba
una presa a la policía, que así desistiría de perseguirlo y lo olvidaría ante
un
asunto de mayor importancia; ganaba dinero y quedaba libre el camino para
él.
Javert
no reconoció a Jean Valjean, que estaba desfigurado.
¿Quién
sois? -preguntó con voz seca y tranquila.
-Yo.
-¿Quién?
Jean
Valjean.
Javert
colocó en los hombros de Jean Valjean sus dos robustas manos, que se encajaron
allí
como si fuesen dos tornillos, lo examinó y lo reconoció. Casi se tocaban sus
rostros.
La
mirada de Javert era terrible.
Jean
Valjean permaneció inerte bajo la presión de Javert, como un león que admitiera
la
garra
de un lince.
-Inspector
Javert -dijo- estoy en vuestras manos. Por otra parte, desde esta mañana me
juzgo
prisionero vuestro. No os he dado las señas de mi casa para tratar luego de
evadirme.
Detenedme. Sólo os pido una cosa.
Javert
parecía no escuchar. Tenía clavadas en Jean Valjean sus pupilas, en una
meditación
feroz. Por fin, lo soltó, se levantó de golpe, cogió de nuevo el garrote, y,
como
en un sueño, murmuró, más bien que pronunció esta
pregunta:
-¿Qué
hacéis ahí? ¿Quién es ese hombre?
Seguía
sin tutear ya a Jean Valjean.
Jean
Valjean contestó, y el tono de su voz pareció despertar a
Javert.
-De
él quería hablaros. Haced de mí lo que os plazca, pero antes ayudadme a llevarlo
a
su
casa. Es todo lo que os pido.
El
rostro de Javert se contrajo, como le sucedía siempre que alguien parecía
creerle
capaz
de una concesión. Sin embargo, no respondió negativamente.
Sacó
del bolsillo un pañuelo que humedeció en el agua, y limpió la frente
ensangrentada
de Marius.
-Este
hombre estaba en la barricada -dijo a media voz y como hablando consigo
mismo-.
Es el que llamaban Marius.
Cogió
la mano de Marius y le tomó el pulso.
-Está
herido -dijo Jean Valjean.
-Está
muerto -dijo Javert.
-No
todavía...
-¿Lo
habéis traído aquí desde la barricada?
Jean
Valjean no respondió. Parecía no tener más que un solo
pensamiento.
-Vive
-dijo- en la calle de las Hijas del Calvario, en casa de su abuelo... No me
acuerdo
cómo
se llama.
Sacó
la cartera de Marius, la abrió en la página escrita y se la mostró a
Javert.
Este
leyó las pocas líneas escritas por Marius, y dijo entre dientes: Gillenormand,
calle
de
las Hijas del Calvario, número 6.
Luego
gritó:
-¡Cochero!
Y
se guardó la cartera de Marius.
Un
momento después, el carruaje estaba en la ribera. Marius fue colocado en el
asiento
del
fondo, y Javert y Jean Valjean ocuparon el asiento
delantero.
VI
La
vuelta del hijo prodigo
A
cada vaivén del carruaje una gota de sangre caía de los cabellos de
Marius.
Era
noche cerrada cuando llegaron al número 6 de la calle de las Hijas del
Calvario.
Javert
fue el primero que bajó, y después de cerciorarse de que aquella era la casa que
buscaba,
levantó el pesado aldabón de hierro de la puerta cochera. El portero apareció
bostezando,
entre dormido y despierto, con una vela en la mano.
-¿Vive
aquí alguien que se llama Gillenormand? -preguntó Javert.
-Sí,
aquí vive.
-Le
traemos a su hijo.
-¡Su
hijo! -dijo el portero atónito.
-Está
muerto. Fue a la barricada y ahí le tenéis.
-¡A
la barricada! -exclamó el portero.
-Se
dejó matar. Id a despertar a su padre.
El
portero no se movía.
-¡Id
de una vez!
El
portero se limitó a despertar a Vasco, Vasco despertó a Nicolasa y Nicolasa
despertó
a
la señorita Gillenormand. En cuanto al abuelo, lo dejaron dormir, pensando que
sabría
demasiado
pronto la desgracia.
Mientras
subían a Marius al primer piso, Jean Valjean sintió que Javert le tocaba el
hombro.
Comprendió, y salió seguido del inspector de policía.
Subieron
al carruaje, y el cochero ocupó su asiénto.
-Inspector
Javert -dijo Jean Valjean-, concededme otra cosa.
-¿Cuál?
-preguntó con dureza Javert.
-Dejad
que entre un instante en mi casa. Después haréis de mí lo que os
acomode.
Javert
permaneció algunos segundos en silencio, con la barba hundida en el cuello de su
abrigo;
luego corrió el cristal delantero, y dijo:
-Cochero,
calle del Hombre Armado, número siete.
No
volvieron a despegar los labios en todo el camino.
¿Qué
quería Jean Valjean? Acabar lo que había principiado; advertir a Cosette;
decirle
dónde
estaba Marius, darle quizá alguna otra indicación útil, tomar, si podia, ciertas
disposiciones
supremas. En cuanto a él, en cuanto a lo que le concernía personalmente,
era
asunto concluido; Javert lo había capturado y no se
resistía.
A
la entrada de la calle del Hombre Armado, el coche se detuvo; Javert y Jean
Valjean
descendieron.
Javert despidió al carruaje. Jean Valjean supuso que la intención de Javert
era
conducirle a pie al cuerpo de guardia. Se internaron en la calle, que, como de
costumbre,
se hallaba desierta. Llegaron al número 7; Jean Valjean llamó y se abrió la
puerta.
-Está
bien -dijo Javert-; subid.
Y
añadió con extraña expresión, y como si le costase esfuerzo hablar
así:
-Os
aguardo.
Jean
Valjean miró a Javert. Aquel modo de obrar desdecía los hábitos del inspector de
policía;
pero, resuelto como se mostraba a entregarse y acabar de una vez, no debía
sorprenderle
mucho que Javert tuviese en aquel caso cierta confianza altiva, la confianza
del
gato que concede al ratón una libertad de la longitud de su
garra.
Subió
al primer piso. Una vez allí, hizo una corta pausa. Todas las vías dolorosas
tienen
sus
estaciones. La ventana de la escalera, que era de una sola pieza, estaba
corrida. Como
en
muchas casas antiguas, la escalera tenía vista a la calle. El farol situado
enfrente de la
casa
número 7, comunicaba alguna claridad a los escalones, lo que equivalía a un
ahorro
de
alumbrado.
Jean
Valjean, sea para respirar, sea maquinalmente, sacó la cabeza por la ventana y
miró
la calle, que es corta y bien iluminada. Quedó atónito: no se veía a
nadie.
Javert
se había marchado.
VII
El
abuelo
Marius
seguía inmóvil en el canapé donde lo habían tendido a su llegada. El médico
estaba
ya allí. Lo examinó y, después de cercionarse de que continuaban los latidos del
pulso,
de que el joven no tenía en el pecho ninguna herida profunda, y de que la sangre
de
los
labios provenía de las fosas nasales, lo
hizo
colocar en una cama, sin almohada, con la cabeza a nivel del cuerpo, y aun algo
más
baja y el busto desnudo, a fin de facilitar la
respiración.
El
cuerpo no había recibido ninguna lesión interior; una bala, amortiguada al dar
en la
cartera,
se había desviado y al correrse por las costillas, había abierto una herida de
feo
aspecto,
pero sin profundidad y por consiguiente sin peligro. El largo paseo subterráneo
había
acabado de dislocar la clavícula rota, y esto presentaba serias complicaciones.
Tenía
los brazos acuchillados; pero ningún tajo desfiguraba su rostro. Sin embargo, la
cabeza
estaba cubierta de heridas. ¿Serían peligrosas estas heridas? ¿Eran
superficiales?
¿Llegaban
al cráneo? No se podía decir aún.
El
médico parecía meditar tristemente. De tiempo en tiempo hacía una señal negativa
con
la cabeza, como si respondiera a alguna pregunta interior. Estos misteriosos
diálogos
del
médico consigo mismo son mala señal para el enfermo. En el momento en que
limpiaba
el rostro y tocaba apenas con el dedo los párpados siempre cerrados de Marius,
la
puerta del fondo se abrió, y apareció en el umbral una figura alta y pálida. Era
el
abuelo.
Sorprendido
de ver luz a través de la puerta, se dirigió a tientas hacia el
salón.
Vio
la cama y sobre el colchón a aquel joven ensangrentado, blanco como la cera, con
los
ojos cerrados, la boca abierta, los labios descoloridos, desnudo hasta la
cintura, lleno
de
heridas, inmóvil y rodeado de luces.
El
abuelo sintió de los pies a la cabeza un estremecimiento. Se le oyó
susurrar:
-¡Marius!
-Señor
-dijo Vasco--, acaban de traer al señorito. Estaba en la barricada,
y...
-¡Ha
muerto! -gritó el anciano con voz terrible-. ¡Ah, bandido!
Se
torció las manos, prorrumpiendo en una carcajada
espantosa.
-¡Está
muerto! ¡Está muerto! ¡Se ha dejado matar en las barricadas... por odio a mí!,
¡por
vengarse de mí! ¡Ah, sanguinario! ¡Ved cómo vuelve a casa de su abuelo!
¡Miserable
de mí! ¡Está muerto!
Se
dirigió a la ventana, abrió las dos hojas como si se
ahogara.
-¡Traspasado,
acuchillado, degollado, exterminado, cortado en trozos, ¿no lo veis?
¡Tunante!
¡Sabía que lo esperaba, que había hecho arreglar su cuarto y colgar a la
cabecera
de mi cama su retrato de cuando era niño! ¡Sabía que no tenía más que volver, y
que
no he cesado de llamarlo en tantos años, y que todas las noches me sentaba a la
lumbre,
con las manos en las rodillas, no sabiendo qué hacer, y que por él me había
con-
vertido
en un imbécil! ¡Sabías esto, sabías que con sólo entrar y decir soy yo, eras el
amo
y
yo lo obedecería, y dispondrías a lo antojo del bobalicón de lo abuelo! ¡Y lo
has ido a
las
barricadas! ¡Uno se acuesta y duerme tranquilo, para encontrarse al despertar
con que
su
nieto está muerto!
Se
volvió al médico y le dijo con calma:
-Caballero,
os doy las gracias. Estoy tranquilo, soy un hombre; he visto morir a Luis
XVI,
y sé sobrellevar las desgracias. Pero, ved como le traen a uno sus hijos a casa.
¡Es
abominable!
¡Muerto antes que yo! ¡Y en una barricada! ¡Ah, bandido! No es posible
irritarse
contra un muerto. Sería una estupidez. Es un niño a quien he criado. Yo había
entrado
ya en años cuando él todavía era pequeñito. Jugaba en las Tullerías con su
carretoncito,
y para que los inspectores no gruñeran, iba yo tapando con mi bastón los
agujeros
que él hacía en la tierra. Un día gritó: ¡Abajo Luis XVIII! y se fue. No es
culpa
mía.
Su madre ha muerto. Es hijo de uno de esos bandidos del Loira; pero los niños no
pueden
responder de los crímenes de sus padres. Me acuerdo cuando era así de
chiquitito.
¡Qué
trabajo le costaba pronunciar la d! En la dulzura del acento se le hubiera
creído un
pájaro.
Por la mañana, cuando entraba en mi cuarto, yo solía refunfuñar, pero su
presencia
me producía el efecto del sol. No hay defensa contra esos mocosos. Una vez
que
os han cogido, ya no os vuelven a soltar. La verdad es que no había otra cosa
más
querida
para mí que ese niño.
Se
acercó a Marius, que seguía lívido a inmóvil.
-¡Ah!
¡Desalmado! ¡Clubista! ¡Septembrista! ¡Criminal!
Eran
reconvenciones en voz baja dirigidas por un agonizante a un
cadáver.
En
aquel momento abrió Marius lentamente los párpados, y su mirada, velada aún por
el
asombro letárgico, se fijó en el señor Gillenormand.
-¡Marius!
-gritó el anciano-. ¡Marius! ¡Hijo de mi alma! ¡Hijo ,adorado! Abres los ojos,
me
miras, estás vivo, ¡gracias!
Y
cayó desmayado.
LIBRO
TERCERO
Javert
desorientado
I
Javert
comete una infracción
Javert
se alejó lentamente de la calle del Hombre Armado.
Caminaba
con la cabeza baja por primera vez en su vida, y también por primera vez en
su
vida con las manos cruzadas atrás.
Se
internó por las calles más silenciosas. Sin embargo, seguía una dirección. Tomó
por
el
camino más corto hacia el Sena, hasta donde se forma una especie de lago
cuadrado
que
atraviesa un remolino.
Este
punto del Sena es muy temido por los marineros, pues quienes caen en aquel
remolino
no vuelven a aparecer, por más diestros nadadores que
sean.
Javert
apoyó los codos en el parapeto del muelle, el mentón en sus manos, y se puso a
meditar.
En
el fondo de su alma acababa de pasar algo nuevo, una revolución, una catástrofe,
y
había
materia para pensar. Padecía atrozmente. Se sentía turbado; su cerebro, tan
límpido
en
su misma ceguera, había perdido la transparencia.
Ante
sí veía dos sendas igualmente rectas; pero eran dos y esto le aterraba, pues en
toda
su
vida no había conocido sino una sola línea recta. Y para colmo de angustia
aquellas
dos
sendas eran contrarias y se excluían mutuamente. ¿Cuál sería la
verdadera?
Su
situación era imposible de expresar.
Deber
la vida a un malhechor; aceptar esta deuda y pagarla; estar, a pesar de sí
mismo,
mano
a mano con una persona perseguida por la justicia y pagarle un servicio con otro
servicio;
permitir que le dijesen: márchate, y decir a su vez: quedas libre; sacrificar el
deber
a motivos personales; traicionar a la sociedad por ser fiel a su conciencia;
todo esto
le
aterraba.
Le
sorprendía que Jean Valjean lo perdonara; y lo petrificaba la idea de que él,
Javert,
hubiera
perdonado a Jean Valjean.
¿Qué
hacer ahora? Si malo le parecía entregar a Jean Valjean, no menos malo era
dejarlo
libre.
Con
ansiedad se daba cuenta de que tenía que pensar. La misma violencia de todas
estas
emociones contradictorias lo obligaba a hacerlo. ¡Pensar! Cosa inusitada para
él, y
que
le causaba un dolor indecible. Hay siempre en el pensamiento cierta cantidad de
rebelión
interior, y le irritaba sentirla dentro de sí.
Le
quedaba un solo recurso: volver apresuradamente a la calle del Hombre Armado y
apoderarse
de Jean Valjean. Era lo que tenía que hacer. Y sin embargo, no podía. Algo le
cerraba
ese camino.
¿Y
qué era ese algo? ¿Hay en el mundo una cosa distinta de los tribunales, de las
sentencias
de la policía y de la autoridad? Las ideas de Javert se
confundían.
¿No
era horrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para servir y el hombre
hecho
para sufrir, se pusieran ambos fuera de la ley?
Su
meditación se volvía cada vez más cruel.
Jean
Valjean lo desconcertaba. Los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de
toda
su vida caían por tierra ante aquel hombre. Su generosidad lo agobiaba.
Recordaba
hechos
que en otro tiempo había calificado de mentiras y locuras, y que ahora le
parecían
realidades.
El señor Magdalena aparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se
superponían,
hasta formar una sola, que era venerable. Javert sentía penetrar en su alma
algo
horrible: la admiración hacia un presidiario. Pero ¿se concibe que se respete a
un
presidiario?
No, y a pesar de ello, él lo respetaba. Temblaba. Pero por más esfuerzos que
hacía,
tenía que confesar en su fuero interno la sublimidad de aquel miserable. Era
espantoso.
Un
presidiario compasivo, dulce, clemente, recompensando el mal con el bien, el
odio
con
el perdón, la venganza con la piedad, prefiriendo perderse a perder a su
enemigo,
salvando
al que le había golpeado, más cerca del ángel que del hombre; era un monstruo
cuya
existencia ya no podía negar.
Esto
no podía seguir así.
En
realidad no se había rendido de buen grado a aquel monstruo, a aquel ángel
infame.
Veinte
veces, cuando iba en el carruaje con Jean Valjean, el tigre legal había rugido
en él.
Veinte
veces había sentido tentaciones de arrojarse sobre él y arrestarlo. ¿Había algo
más
sencillo?
¿Había cosa más justa? Y entonces, igual que ahora, tropezó con una barrera
insuperable;
cada vez que la mano del policía se levantaba convulsivamente para coger a
Jean
Valjean por el cuello, había vuelto a caer, y en el fondo de su pensamiento oía
una
voz,
una voz extraña que le gritaba: "Muy bien, entrega a lo salvador, y en seguida
haz
traer
la jofaina de Poncio Pilatos, y lávate las garras".
Después
se examinaba a sí mismo, y junto a Jean Valjean ennoblecido, contemplaba a
Javert
degradado. ¡Un presidiario era su bienhechor!
Sentía
como si le faltaran las raíces. El Código no era más que un papel mojado en su
mano.
No le bastaba ya la honradez antigua. Un orden de hechos inesperados surgía y lo
subyugaba.
Era para su alma un mundo nuevo; el beneficio aceptado y devuelto, la
abnegación,
la misericordia, la indulgencia; no más sentencias definitivas, no más
condenas;
la posibilidad de una lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios,
contraria
a la justicia de los hombres. Divisaba en las tinieblas la imponente salida de
un
sol
moral desconocido, y experimentaba al mismo tiempo el horror y el
deslumbramiento
de
semejante espectáculo.
Se
veía en la necesidad de reconocer con desesperación que la bondad existía. Aquel
presidiario
había sido bueno; y también él, ¡cosa inaudita!, acababa de
serlo.
Era
un cobarde. Se horrorizaba de sí mismo. Acababa de cometer una falta y no
lograba
explicarse
cómo.
Sin
duda tuvo siempre la intención de poner a Jean Valjean a disposición de la ley,
de
la
que era cautivo, y de la cual él, Javert, era esclavo.
Toda
clase de novedades enigmáticas se abrían a sus ojos. Se preguntaba: ¿Por qué ese
presidiario
a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que
podía
y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo,
al
dejarlo
libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del
deber?
Al llegar aquí se asustaba. Desde que fue adulto y empezó a desempeñar su cargo,
cifró
en la policía casi toda su religión. Tenía un solo superior, el prefecto, y
nunca pensó
en
Dios, en ese otro ser superior. Este nuevo jefe, Dios, se le presentaba de
improviso y
lo
hacía sentir incómodo. Pero ¿cómo hacer para presentarle su
dimisión?
El
hecho predominante para él era que acababa de cometer una espantosa infracción.
Había
dado libertad a un criminal reincidente; nada menos. No se comprendía a sí mismo
ni
concebía las razones de su modo de obrar. Sentía una especie de vértigo. Hasta
entonces
había vivido con la fe ciega que engendra la probidad tenebrosa. Ahora lo
abandonaba
esa fe; todas sus creencias se derrumbaban. Algunas verdades que no quería
escuchar
lo asediaban inexorablemente.
Padecía
los extraños dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz. En
él
había muerto la autoridad; ya no tenía razón de existir.
¡Qué
situación tan terrible la de sentirse conmovido! ¡Ser de granito y dudar! ¡Ser
hielo,
y
derretirse! ¡Sentir de súbito que los dedos se abren para soltar la
presa!
No
había sino dos maneras de salir de un estado insoportable. Una, ir a casa de
Jean
Valjean
y arrestarlo. Otra...
Javert
dejó el parapeto y, esta vez con la cabeza erguida, se dirigió con paso firme al
puesto
de policía.
Allí
dio su nombre, mostró su tarjeta y se sentó junto a una mesa sobre la cual había
pluma,
tintero y papel. Tomó la pluma y un pliego de papel, y se puso a escribir lo
siguiente:
"Algunas observaciones para el bien del Servicio.
"Primero.
Suplico al señor prefecto que pase la vista por las siguientes
líneas.
"Segundo.
Los detenidos que vienen de la sala de Audiencia se quitan los zapatos, y
permanecen
descalzos en el piso de ladrillos mientras se les registra. Muchos tosen
cuando
se les conduce al encierro. Esto ocasiona gastos de
enfermería.
"Tercero.
Es conveniente que al seguir una pista lo hagan dos agentes y que no se
pierdan
de vista, con el objeto de que si por cualquier causa un agente afloja en el
servicio,
el otro lo vigile y cumpla su deber.
"Cuarto.
No se comprende por qué el reglamento especial de la cárcel prohíbe al preso
que
tenga una silla, aun pagándola.
"Quinto.
Los detenidos, llamados ladradores, porque llaman a los otros a la reja, exigen
dos
sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un
robo.
"Sexto.
Se oye diariamente a los gendarmes referir en el patio de la Prefectura los
interrogatorios
de los detenidos. En un gendarme, que debiera ser sagrado, semejante
revelación
es una grave falta."
Javert
trazó las anteriores líneas con mano fume y escritura corrects, no omitiendo una
Bola
coma, y haciendo crujir el papel bajo su plums, y al pie estampó su firms y
fecha, "7
de
junio de 1832, a eso de la una de la madrugada".
Dobló
el papel en forma de carta, lo selló, lo dejó sobre la mesa y
salió.
Cruzó
de nuevo diagonalmente la plaza del Chatelet, llegó al muelle, y fue a situarse
con
una exactitud matemática en el punto mismo que dejara un cuarto de hora atrás.
Los
codos,
como antes, sobre el parapeto. Parecía no haberse movido.
Obscuridad
completa. Era el momento sepulcral que sigue a la
medianoche.
Nubes
espesas ocultaban las estrellas. El cielo tenía un aspecto siniestro; no pasaba
nadie;
las calles y los muelles hasta donde la vista podía alcanzar, estaban desiertos;
el río
había
crecido con las lluvias.
Javert
inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No veía nada, pero sentía el frío
hostil
del río y el olor insípido de las piedras. La sombra que lo rodeaba estaba llena
de
horror.
Javert
permaneció algunos minutos inmóvil, mirando aquel abismo de tinieblas. El
único
ruido era el del agua. De repente se quitó el sombrero y lo puso sobre la
barandilla.
Poco
después apareció de pie sobre el parapeto una figura alta y negra, que a lo
lejos
cualquier
transeúnte podría tomar por un fantasma; se inclinó hacia el Sena, volvió a
enderezarse,
y cayó luego a plomo en las tinieblas.
Hubo
una agitación en el río, y sólo la sombra fue testigo de las convulsiones de
aquella
forma
oscura que desapareció bajo las aguas.
LIBRO
CUARTO
El
nieto y el abuelo
I
Volvemos
a ver el árbol con el parche de zinc
Poco
tiempo después de estos acontecimientos, Boulatruelle tuvo una viva
emoción.
Se
recordará que Boulatruelle era aquel peón caminero de Montfermeil, aficionado a
las
cosas
turbias. Partía piedras y con ellas golpeaba a los viajeros que pasaban por los
caminos.
Tenía un solo sueño: como creía en los tesoros ocultos en el bosque de
Montfermeil,
esperaba que un día cualquiera encontraría dinero en la tierra al pie de un
árbol.
Por mientras, tomaba con agrado el dinero de los bolsillos de los
viajeros.
Pero
por ahora era prudente. Había escapado con suerte de la emboscada en la
buhardilla
de Jondrette, gracias a su vicio: estaba absolutamente borracho aquella noche.
Nunca
se pudo comprábar si estaba allí como ladrón o como víctima. Por lo tanto, fue
puesto
en libertad. Volvió a su trabajo a los caminos, pensativo, temeroso, cuidadoso
en
los
robos y más aficionado que nunca al vino.
Una
mañana en que se dirigía al despuntar el día a su trabajo, divisó entre los
ramajes a
un
hombre cuya silueta le pareció conocida. Boulatruelle, por borracho que fuera,
tenía
una
excelente memoria.
-¿Dónde
diablos he visto yo alguien así? -se preguntó.
Pero
no pudo darse una respuesta clara.
Hizo
sus lucubraciones y sus cálculos. El hombre no era del pueblo; llegaba a pie;
había
caminado
toda la noche; no podía venir de muy lejos, pues no traía maleta. Venía de
París,
sin duda. ¿Qué hacía en ese bosque, y a esa hora?
Boulatruelle
pensó en el tesoro. A fuerza de retroceder en su memoria, se acordó
vagamente
de haber vivido esa escena, muchos años atrás, y le pareció que podía ser el
mismo
hombre.
En
medio de su meditación bajó sin darse cuenta la cabeza, cosa natural pero poco
hábil.
Cuando la levantó, el hombre había desaparecido.
-¡Demonios!
-exclamó-. Ya lo encontraré. Descubriré de qué parroquia es el
parroquiano.
Este caminante del amanecer tiene un secreto, y yo lo sabré. No hay
secretos
en mi bosque sin que yo los descubra.
Y
se internó en la espesura.
Cuando
había caminado unos cien pasos, la claridad del día que nacía vino en su ayuda.
Encontró
ramas quebradas, huellas de pisadas. Después, nada. Siguió buscando,
avanzaba,
retrocedía. Vio al hombre en la parte más enmarañada del bosque, pero lo
volvió
a perder.
Tuvo
una idea. Boulatruelle conocía bien el lugar, y sabía que había en un claro del
bosque,
junto a un montón de piedras, un castaño medio seco en cuya corteza habían
puesto
un parche de zinc. El famoso tesoro estaba seguramente ahí. Era cuestión de
recogerlo.
Ahora, que llegar hasta ese claro no era fácil. Tomaba su buen cuarto de hora y
por
senderos zigzagueantes. Prefirió tomar el camino derecho; pero éste era
tremendamente
intrincado y agreste. Tuvo que abrirse paso entre acebos, ortigas, espinos,
cardos.
Hasta tuvo que atravesar un arroyo. Por fin llegó, todo arañado, a su meta.
Había
demorado
cuarenta minutos. El árbol y las piedras estaban en su lugar, pero el hombre se
había
esfumado en el bosque. ¿Hacia dónde? Imposible saber. Y, para su gran angustia,
vio
delante del castaño del parche de zinc la tierra recién removida, una piqueta
abandonada,
y un hoyo. El hoyo estaba vacío.
-¡Ladrón!
-gritó Boulatruelle, amenazando con sus puños hacia el
horizonte.
II
Marius,
saliendo de la guerra civil, se prepara para la guerra
familiar
Marius
permaneció mucho tiempo entre la vida y la muerte. Durante algunas semanas
tuvo
fiebre acompañada de delirio y síntomas cerebrales de alguna gravedad, causados
más
bien por la conmoción de las heridas en la cabeza que por las heridas
mismas.
Repitió
el nombre de Cosette noches enteras en medio de la locuacidad propia de la alta
temperatura.
Mientras
duró el peligro, el señor Gillenormand, a la cabecera del lecho de su nieto,
estaba
como Marius, ni vivo ni muerto.
Todos
los días una, y hasta dos veces, un caballero de pelo blanco y decentemente
vestido
(tales eran las señas del portero), venía a saber del enfermo y dejaba para las
curaciones
un gran paquete de vendas.
Por
fin, el 7 de septiembre, al cabo de tres meses desde la fatal noche en que le
habían
traído
moribundo a casa de su abuelo, el médico declaró que había pasado el
peligro.
Empezó
la convalecencia. Sin embargo, tuvo que permanecer aún más de dos meses
sentado
en un sillón, a causa de la fractura de la clavícula.
El
señor Gillenormand padeció al principio todas las angustias para experimentar
luego
todas
las dichas.
El
día en que el facultativo le anunció que Marius estaba fuera de peligro, faltó
poco al
anciano
para volverse loco; al entrar en su cuarto esa noche, bailó una gavota, imitó
las
castañuelas
con los dedos y cantó.
Luego
se arrodilló sobre una silla, y Vasco, que le veía desde la puerta a medio
cerrar,
no
tuvo duda de que oraba. Hasta entonces no había creído verdaderamente en
Dios.
Marius
pasó a ser el dueño de la casa; el señor Gillenormand, en el colmo de su júbilo,
había
abdicado, viniendo a ser el nieto de su nieto.
En
cuanto a Marius, mientras se dejaba curar y cuidar, no tenía más que una idea
fija:
Cosette.
No sabía qué había sido de ella. Los sucesos de la calle de la Chanvrerie
vagaban
como
una nube en su memona; los confusos nombres de Eponina, Gavroche, Mabeuf,
Thenardier
y todos sus amigos envueltos lúgubremente en el humo de la barricada,
flotaban
en su espíritu; la extraña aparición del señor Fauchelevent en aquella
sangrienta
aventura
le causaba el efecto de un enigma en una tempestad. Tampoco comprendía
cómo
ni por quién había sido salvado. Los que lo rodeaban sabían sólo que le habían
traído
de noche en un coche de alquiler.
Pasado,
presente, porvenir, nieblas, ideas vagas en su mente; pero en medio de aquella
bruma
había un punto inmóvil, una línea clara y precisa, una resolución, una voluntad:
encontrar
a Cosette.
Los
cuidados y cariños de su abuelo no lo conmovían; quizá desconfiaba de aquella
solicitud
como de una cosa extraña y nueva, encaminada a dominarlo. Se mantenía, pues,
frío.
Y luego, a medida que iba cobrando fuerzas, renacían los antiguos agravios, se
abrían
de nuevo las envejecidas úlceras de su memoria, pensaba en el pasado, el coronel
Pontmercy
se interponía entre él y el señor Gillenormand, y el resultado era que ningún
bien
podía esperar de quien había sido tan injusto y tan duro con su padre. Su salud
y la
aspereza
hacia su abuelo seguían la misma proporción. El anciano lo notaba, y sufría sin
despegar
los labios.
No
cabía duda de que se aproximaba una crisis. Marius esperaba la ocasión para
presentar
el combate, y se preparaba para una negativa, en cuyo caso dislocaría su
clavícula,
dejaría al descubierto las llagas que aún estaban sin cerrarse, y rechazaría
todo
alimento.
Las heridas eran sus municiones. Cosette o la muerte. Aguardó el momento
favorable
con la paciencia propia de los enfermos. Ese momento
llegó.
III
Marius
ataca
Un
día el señor Gillenormand, mientras que su hija arreglaba los frascos y las
tazas en
el
mármol de la cómoda, inclinado sobre Marius, le decía con la mayor
ternura:
-Mira,
querido mío, en lo lugar preferiría ahora la carne al pescado. Un lenguado frito
es
bueno al principio de la convalecencia; pero después al empezar a levantarse el
enfermo,
no hay como una chuleta.
Marius,
que había recobrado ya casi todo su vigor, hizo un esfuerzo, se incorporó en la
cama,
apoyó las manos en la colcha, miró a su abuelo de frente, frunció el seño, y
dijo:
-Esto
me ayuda a deciros una cosa.
-¿Cuál?
-Que
quiero casarme.
-Lo
había previsto -dijo el abuelo soltando una carcajada.
-¿Cómo
previsto?
Marius,
atónito y sin saber qué pensar, se sintió acometido de un
temblor.
El
señor Gillenormand, continuó:
-Sí;
verás colmados tus deseos; tendrás a esa preciosa niña. Ella viene todos los
días,
bajo
la forma de un señor ya anciano, a saber de ti. Desde que estás herido pasa el
tiempo
en
llorar y en hacer vendas. Me he informado, y resulta que vive en la calle del
Hombre
Armado,
número 7. ¡Ah! ¿Conque la quieres? Perfectamente; la tendrás. Esto destruye
todos
tus planes, ¿eh? Habías formado lo conspiracioncilla, y lo decías: "Voy a
imponerle
mi
voluntad a ese abuelo, a esa momia de la Regencia y del Directorio, a ese
antiguo
pisaverde,
a ese Dorante convertido en Geronte. También él ha tenido sus veinte años;
será
preciso que se acuerde." ¡Ah! Te has llevado un chasco, y bien merecido. Te
ofrezco
una
chuleta y me respondes que quieres casarte. Golpe de efecto. Contabas con que
habría
escándalo, olvidándote de que soy un viejo cobarde. Estás con la boca abierta.
No
esperabas
encontrar al abuelo más borrico que tú, y pierdes así el discurso que debías
dirigirme.
¡Imbécil! Escucha. He tomado informes, pues yo también soy astuto, y sé que
es
hermosa y formal. Vale un Perú, te adora, y si hubieras muerto, habríamos sido
tres; su
ataúd
hubiera acompañado al mío. Desde que lo vi mejor, se me ocurrió traértela, pero
una
joven bonita no es el mejor remedio contra la fiebre. Por último, ¿a qué hablar
más
de
eso? Es negocio hecho; tómala. ¿Te parezco feroz? He visto que no me querías, y
he
dicho
para mis adentros: ¿qué podría hacer para que ese animal me quiera? Darle a su
Cosette.
Caballero, tomaos la molestia de casaros. ¡Sé dichoso, hijo de mi
alma!
Dicho
esto, el anciano prorrumpió en sollozos. Cogió la cabeza de Marius, la estrechó
contra
su pecho y los dos se pusieron a llorar. El llanto es una de las formas de la
suprema
dicha.
-¡Padre!
-exclamó Marius.
-¡Ah!
¡Conque me quieres! -dijo el anciano.
Hubo
un momento de inefable expansión, en que se ahogaban sin poder
hablar.
Por
fin, el abuelo tartamudeó:
-Vamos,
ya estás desenojado, ya has dicho padre.
Marius
desprendió su cabeza de los brazos del anciano y dijo alzando apenas la
voz:
-Pero,
padre, ahora que estoy sano, me parece que podría verla.
-También
lo tenía previsto. La verás mañana.
-¡Padre!
-¿Qué?
-¿Por
qué no hoy?
-Sea
hoy, concedido. Me has dicho tres veces padre y vaya lo uno por lo otro. En
seguida
lo la traerán. Lo tenía previsto, créeme.
IV
El
señor Faucbelevent con un bulto debajo del brazo
Cosette
y Marius se volvieron a ver. Toda la familia, incluso Vasco y Nicolasa, estaba
reunida
en el cuaito de Marius cuando entró Cosette.
Precisamente
en aquel instante iba a sonarse el anciano y se quedó parado, cogida la
nariz,
y mirando a Cosette por encima del pañuelo.
-¡Adorable!
-exclamó.
Después
se sonó estrepitosamente.
Cosette
estaba embriagada de felicidad, medio asustada, en el cielo. Balbuceaba, ya
pálida,
ya encendida, queriendo echarse en brazos de Marius, y sin
atreverse.
Detrás
de Cosette había entrado un hombre de cabellos blancos, serio y, sin embargo,
sonriente,
aunque su sonrisa tenía cierto tinte vago y doloroso. Era el señor Fauchelevent;
era
Jean Valjean. En el cuarto de Marius permaneció junto a la puerta. Llevaba bajo
el
brazo
un paquete bastante parecido a un libro con cubierta de papel verde, algo
mohoso.
El
señor Gillenormand lo saludó y dijo con voz alta:
-Señor
Fauchelevent, tengo el honor de pediros para mi nieto, el señor barón Marius de
Pontmercy,
la mano de esta señorita.
El
señor Fauchelevent se inclinó en señal de asentimiento.
-Negocio
concluido -dijo el abuelo.
Y
volviéndose hacia Marius y Cosette, con los dos brazos extendidos en actitud de
bendecir,
les gritó:
-Se
os permite adoraros.
No
dieron lugar a que se les repitiese pues en seguida empezó el susurro, Marius
recostado
en el sillón y Cosette de pie junto a él. Después, como había gente delante,
cesaron
de hablar, contentándose con estrecharse suavemente las
manos.
El
señor Gillenormand se volvió a los que estaban en el cuarto, y les
dijo:
-Vamos,
hablad alto, meted ruido, ¡qué diablos!, para que estos muchachos puedan
charlar
a gusto.
Permaneció
un instante en silencio, y luego dijo, mirando a Cosette:
-¡Es
preciosa! ¡Preciosa! Hijos míos, adoraos. Pero -añadió poniéndose triste de
repente-,
¡qué lástima! Ahora que pienso, sois tan pobres. Más de la mitad de mis rentas
son
vitalicias. Mientras yo viva, todo marchará bien; pero, después que muera, de
aquí a
unos
veinte años, ¡ah, pobrecillos! No tendréis un centavo.
Se
oyó entonces una voz grave y tranquila, que decía:
-La
señorita Eufrasia Fauchelevent tiene seiscientos mil
francos.
Era
la voz de Jean Valjean.
No
había desplegado aún los labios; nadie parecía cuidarse siquiera de que
estuviese
allí,
y él permanecía de pie a inmóvil detrás de todos aquellos seres
dichosos.
-¿Quién
es la señorita Eufrasia? -preguntó el abuelo, asustado.
-Soy
yo -respondió Cosette.
-¡Seiscientos
mil francos! -exclamó el señor Gillenormand.
-Menos
catorce o quince mil quizá -dijo Jean Valjean.
Y
colocó en la mesa el paquete. Lo abrió; era un legajo de billetes de banco. Los
contó,
y
había en total quinientos ochenta y cuatro mil francos.
-¡Miren
ese diablo de Marius que ha ido a tropezar en la región de los sueños con una
millonaria!
Ni Rothschild.
En
cuanto a Marius y Cosette, no hacían más que mirarse, prestando apenas atención
a
aquel
incidente.
V
Más
vale depositar el dinero en el bosque que en el banco
Jean
Valjean después del caso Champmathieu pudo, gracias a su primera evasión, ir a
París
y retirar de Casa Laffitte la suma que tenía depositada a nombre del señor
Magdalena.
Temiendo ser apresado de nuevo, escondió el dinero en el bosque de
Montfermeil
dentro de un pequeño cofre de madera. Junto a los billetes puso su otro
tesoro,
los candelabros del obispo. Fue en esa ocasión cuando lo vio Boulatruelle por
primera
vez. Cada vez que necesitaba dinero, venía Jean Valjean al
bosque.
Cuando
supo que Marius comenzaba a convalecer, pensó que había llegado la hora en
que
aquel dinero sería de utilidad, y fue a buscarlo. Fue la segunda y última vez
que lo
vio
Boulatruelle.
De
los seiscientos mil francos originales, Jean Valjean había retirado cinco mil
francos,
que
fue lo que costó la educación de Cosette, más quinientos francos para sus gastos
personales.
Los
dos ancianos procuran labrar, cada uno a su manera, la felicidad de
Cosette
Jean
Valjean sabía que nada tenía ya que temer de Javert. Había oído contar, y lo vio
confirmado
en el Monitor, el caso de un inspector de policía, llamado Javert, al que
encontraron
ahogado debajo de un lanchón, entre el Pont-du-Change y el Puente Nuevo.
Un
escrito que había dejado el tal inspector, hombre por otra parte irreprochable y
apreciadísimo
de sus jefes, inducía a creer en un acceso de enajenación mental como
causa
inmediata del suicidio.
-En
efecto -pensó Jean Valjean- debía estar loco cuando, a pesar de tenerme en su
poder,
me dejó ir libre.
Se
dispuso todo para el casamiento, que se fijó para el mes de febrero. Corría el
mes de
diciembre.
Cosette
y Marius habían pasado repentinamente del sepulcro al paraíso. La transición
había
sido tan inesperada que casi les hizo perder el sentido.
-¿Comprendes
algo de todo esto? -preguntaba Marius a Cosette.
-No
-respondía Cosette-; pero me parece que Dios nos está
mirando.
Jean
Valjean concilió y facilitó todo, apresurando la dicha de Cosette con tanta
solicitud
y alegría, a lo menos en la apariencia, como la joven
misma.
La
circunstancia de haber sido alcalde le ayudó a resolver un problema delicado,
cuyo
secreto
le pertenecía a él sólo: el estado civil de Cosette. Supo allanar todas las
dificultades,
dando a Cosette una familia de personas ya difuntas, lo cual era el mejor
medio
de evitar problemas. Cosette era el último vástago de un tronco ya seco; debía
el
nacimiento,
no a él, sino a otro Fauchelevent, hermano suyo.
Los
dos hermanos habían sido jardineros en el convento del Pequeño Picpus. Las
buenas
monjas dieron excelentes informes. Poco aptas y sin inclinación a sondear las
cuestiones
de paternidad, no supieron nunca fijamente de cuál de los dos Fauchelevent
era
hija Cosette. Se extendió un acta y Cosette fue, ante la ley, la señorita
Eufrasia
Fauchelevent,
huérfana de padre y madre.
En
cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un legado hecho a
Cosette
por
una persona, ya difunta, y que deseaba permanecer
desconocida.
Había
esparcidas acá y allá algunas singularidades; pero se hizo la vista
gorda.
Uno
de los interesados tenía los ojos vendados por el amor y los demás por los
seiscientos
mil francos.
Cosette
supo que no era hija de aquel anciano, a quien había llamado padre tanto
tiempo.
En otra ocasión esto la habría lastimado, pero en aquellos momentos supremos de
inefable
felicidad, fue apenas una sombra, una nubecilla, que el exceso de alegría disipó
pronto.
Tenía a Marius. Al mismo tiempo de desvanecerse para ella la personalidad del
anciano,
surgía la del joven. Así es la vida.
Continuó,
sin embargo, llamando padre a Jean Valjean.
Se
dispuso que los esposos habitaran en casa del abuelo. El señor Gillenormand
quiso
cederles
su cuarto por ser el más hermoso de la casa.
-Esto
me rejuvenecerá -decía-. Es un antiguo proyecto. Había tenido siempre la idea de
cónvertir
mi cuarto en cámara nupcial.
Su
biblioteca se transformó en despacho de abogado para
Marius.
VII
Recuerdos
Los
enamorados se veían diariamente, pues Cosette iba a casa de Marius con su
padre.
Pontmercy
y el señor Fauchelevent no se hablaban. Parecía algo
convenido.
Al
discutir sobre política, aunque vagamente y sin determinar nada, en el tema del
mejoramiento
general de la suerte de todos llegaban a decirse algo más que sí y
no.
Una
vez, con motivo de la enseñanza, que Marius quería que fuese gratuita y
obligatoria,
prodigada a todos como el aire y el sol, en una palabra, respirable al pueblo
entero,
fueron de la misma opinión, y casi entraron en conversación. Marius notó
entonces
que el señor Fauchelevent hablaba bien, y hasta con cierta elevación de
len-
guaje.
Le faltaba, sin embargo, un no se sabe qué. El señor Fauchelevent tenía algo de
menos
que el hombre de mundo, y algo de más.
Marius,
interiormente y en el fondo de su pensamiento, se hacía todo género de
preguntas
mudas. Se preguntaba si estaba bien seguro de haber visto al señor
Fauchelevent
en la barricada, y hasta si existió el motín.
A
veces sentía el humo de la barricada, veía de nuevo caer a Mabeuf, oía a
Gavroche
cantar
bajo la metralla, sentía en sus labios el frío de la frente de Eponina,
vislumbraba
las
sombras de todos sus amigos. Aquellos seres queridos, impregnados de dolor,
valientes,
¿eran creaciones de su fantasía? ¿Existieron realmente? ¿Dónde estaban, pues,
ahora?
¿Habían muerto, sin quedar uno solo?
VIII
Dos
bombres dciles de encontrar
La
dicha no consiguió borrar en el espíritu de Marius otras
preocupaciones.
Mientras
llegaba la época fijada, se dedicó a hacer escrupulosas indagaciones
retrospectivas.
Tenía deudas de gratitud con dos personas, tanto en nombre de su padre
como
en el suyo propio. Una era con Thenardier, y la otra con el desconocido que lo
llevó
a casa de su abuelo.
Deseaba
encontrar a estos dos hombres, pues no podía conciliar la idea de su felicidad
con
la de olvidarlos, pareciéndole que esas deudas de gratitud no pagadas
ensombrecerían
su
vida futura.
El
que Thenardier fuese un infame no impedía que hubiera salvado al coronel
Pontmercy.
Thenardier era un bandido para todos excepto para Marius, que ignoraba la
verdadera
escena del campo de batalla de Waterloo y no sabía, por lo tanto que su padre,
aunque
debía la vida a Thenardier, no le debía, en atención a las circunstancias
parti-
culares
de aquel hecho, ninguna gratitud.
Pero
no logró descubrir la pista de Thenardier. Sólo averiguó que su mujer había
muerto
en la cárcel durante el proceso. Thenardier y su hija Azelma, únicos personajes
que
quedaban de aquel deplorable grupo, habían desaparecido de nuevo en las
tinieblas.
En
cuanto al individuo que había salvado a Marius, las indagaciones llegaron hasta
el
carruaje
que
lo trajera a casa de su abuelo, la noche del 6 de junio. El cochero contó su
historia
con
el policía, la captura del hombre que salió de la cloaca con el herido a
cuestas, la
llegada
a la calle de las Hijas del Calvario, y finalmente el momento en que el policía
lo
despachó
y se llevó al otro individuo.
Marius
sólo recordaba haber perdido el conocimiento cuando una mano lo cogió al
momento
de caer al suelo, y luego despertó en casa del abuelo. Se perdía en conjeturas.
¿Cómo,
si cayó en la calle de la Chanvrerie el policía lo recogió en el puente de los
Inválidos?
Alguien lo había trasladado desde el barrio del Mercado a los Campos Elíseos
a
través de la cloaca. ¡Inaudita abnegación! ¿Y quién era ese alguien? ¿Habría
muerto?
¿Qué
clase de hombre era? Nadie podía decirlo. El cochero se limitaba a responder que
la
noche
estaba muy oscura; Vasco y Nicolasa, en su azoramiento, habían mirado sólo al
señorito
cubierto de sangre.
Esperando
que lo ayudarían en sus investigaciones, conservó Marius la ropa
ensangrentada
que tenía puesta esa noche. Al examinar la levita, notó que a uno de los
faldones
le faltaba un pedazo.
Una
tarde hablaba Marius delante de Cosette y de Jean Valjean de esta singular
aventura
y de la inutilidad de sus esfuerzos. Le molestó el rostro frío del señor
Fauchelevent,
y exclamó con una vivacidad que casi tenía la vibración de la
cólera:
-Sí,
ese hombre, quienquiera que sea, ha sido sublime. ¿Sabéis qué hizo? Se arrojó en
medio
del combate, me sacó de allí, abrió la alcantarilla, bajó a ella conmigo. Tuvo
que
andar
más de legua y media por horribles galerías subterráneas, encorvado en medio de
las
tinieblas, a través de las cloacas. ¿Y con qué objeto? Sin otro objeto que
salvar un
cadáver.
Y el cadáver era yo. Sin duda pensó: quizás en ese miserable haya todavía un
resto
de vida y para salvar esa pobre chispa voy a aventurar mi existencia. ¡Y no la
arriesgó
una vez, sino veinte! Cada paso era un peligro. La prueba es que lo prendieron
al
salir
de la cloaca. ¿Sabéis que ese hombre hizo todo esto sin esperar ninguna
recompensa?
¿Qué era yo? Un insurrecto, un vencido. ¡Oh!, si los seiscientos mil francos
de
Cosette fuesen míos...
-Son
vuestros -interrumpió Jean Valjean.
-Pues
bien -continuó Marius-, los daría por encontrar a ese
hombre.
Jean
Valjean guardó silencio.
LIBRO
QUINTO
La
noche en blanco
I
El
16 de febrero de 1833
La
noche del 16 de febrero de 1833 fue una noche bendita. Sobre sus sombras estaba
el
cielo
abierto. Fue la noche de la boda de Marius y Cosette.
La
fiesta del casamiento se efectuó en casa del señor
Gillenormand.
A
pesar de lo natural y trillado que es el asunto del matrimonio, las
amonestaciones, las
diligencias
civiles, los trámites en la iglesia ofrecen siempre alguna complicación; por
eso
no pudo estar todo listo hasta del 16 de febrero. Ahora bien, ese 16 de febrero
era
martes
de Carnaval, lo cual dio lugar a vacilaciones y escrúpulos, en particular de la
señorita
Gillenormand.
-¡Martes
de Carnaval! -exclamó el abuelo-. Tanto mejor. Hay un refrán que
dice:
Si
en Carnaval te casas
no
habrá ingratos en tu casa.
Unos
días antes del fijado para el casamiento, Jean Valjean tuvo un pequeño
accidente.
Se
lastimó el dedo pulgar de la mano derecha; y sin ser cosa grave, como que no
permitió
que
nadie lo curara ni que nadie viera siquiera en qué consistía la lastimadura,
tuvo que
envolverse
la mano en una venda y llevar el brazo colgado de un pañuelo, por lo cual no
le
fue posible firmar ningún papel. Lo hizo en su lugar el señor Gillenormand, como
tutor
sustituto
de Cosette.
Todo
fue normal ese día, salvo un incidente que se produjo cuando los novios se
dirigían
a la iglesia. Debido a arreglos en el pavimento, la comitiva nupcial hubo de
pasar
por
la avenida donde se desarrollaba el Carnaval. En la primera berlina iba Cosette
con el
señor
Gillenormand y Jean Valjean. En la segunda iba Marius.
Los
carruajes tuvieron que detenerse en la fila que se dirigía a la Bastilla; casi
al mismo
instante
en el otro extremo, la otra fila que iba hacia la Magdalena, se detuvo también.
Había
allí un carruaje lleno de máscaras que participaban en las
fiestas.
La
casualidad quiso que dos máscaras de aquel carruaje, un español de descomunal
nariz
con enormes bigotes negros, y una verdulera flaca, aún en la flor de la edad, y
con
antifaz,
quedaran al frente del coche de la novia.
-¿Ves
a ese viejo? -dijo el hombre.
-¿Cuál?
-Aquel
que va en el primer coche, a este lado.
-¿El
que lleva el brazo metido en un pañuelo negro?
-El
mismo. ¡Que me ahorquen si no lo conozco! ¿Puedes ver a la novia inclinándote un
poco?
-No
puedo.
-No
importa. Te digo que conozco al del brazo vendado.
-¿Y
qué ganas con conocerlo?
-Escucha.
-Escucho.
-Yo,
que vivo oculto, no puedo salir sino disfrazado. Mañana no se permiten ya
máscaras
como que es miércoles de Ceniza, y corro peligro de que me echen el guante.
Fuerza
es que me vuelva a mi agujero. Tú estás libre.
-No
del todo.
-Más
que yo al menos.
-Bien.
¿Qué es lo que quieres?
-Que
averigües dónde viven los de esa boda.
-¿Adónde
van?
-Sí,
es muy importante, Azelma, ¿me entiendes?
Se
reinició el fluir de los vehículos, y el carruaje de las máscaras perdió al de
los
novios.
II
Jean
Valjean contínúa enfermo
Cosette
irradiaba hermosura y amor. Los hermosos cabellos de Marius estaban
lustrosos
y perfumados; pero se entreveían acá y allá las cicatrices de la
barricada.
Todos
los tormentos pasados se convertían para ellos en goces. Les parecía que los
disgustos,
los insomnios, las lágrimas, las angustias, los terrores, la desesperación, al
transformarse
en caricias y rayos de luz hacían aún más agradable el momento que se
aproximaba.
¡Qué bueno es haber sufrido! Sin las desgracias anteriores fuera menos
gran-
de
ahora su felicidad.
Cosette
no había mostrado nunca más cariño a Jean Valjean; exhalaba el amor y la
bondad
como un perfume. Es propio de las personas felices desear que las demás también
lo
sean. Buscaba para hablarle las inflexiones de voz del tiempo en que era niña, y
lo
acariciaba
con su sonrisa.
-¿Estáis
contento, padre?
-Sí.
-Entonces,
reíos.
Jean
Valjean se sonrió.
Antes
de pasar al comedor donde se había preparado un banquete, el señor
Gillenormand
buscó a Jean Valjean.
-¿Sabes
dónde está el señor Faucheleventi?- preguntó a Vasco.
-Señor,
precisamente acaba de salir, y me encargó decirle que le dolía mucho la mano,
lo
cual le impedía comer con el señor barón y la señora baronesa. Que rogaba lo
dispensaran,
y que vendría mañana a primera hora.
Aquel
sillón vacío entibió un instante la euforia del banquete nupcial, pero el señor
Gillenormand
ocupó al lado de Cosette el sitio destinado a Jean Valjean y las cosas se
arreglaron.
Cosette, al principio triste por la ausencia de su padre, acabó recuperando su
alegría.
Teniendo a Marius, Cosette no hubiera echado de menos ni al mismo Dios. Al
cabo
de cinco minutos, la risa y el júbilo reinaban de un extremo al otro de la
mesa.
III
La
inseparable
¿Qué
se había hecho Jean Valjean?
Aprovechó
un instante en que nadie lo miraba, y salió del salón. Habló con Vasco y se
marchó.
Las
ventanas del comedor daban a la calle. Permaneció algunos minutos de pie a
inmóvil
en la oscuridad, delante de aquellas ventanas iluminadas. Estaba escuchando. El
confuso
ruido del banquete llegaba hasta él. Oía la voz alta del abuelo, los violines,
el
sonido
de los platos y los vasos, las carcajadas, y en medio de todo aquel alegre
rumor,
distinguía
la dulce voz de Cosette.
Se
fue a su casa. Al entrar encendió la vela y subió. La habitación estaba vacía;
hasta
faltaba
Santos, quien desde ahora atendía a Cosette. Sus pisadas hacían en los cuartos
más
ruido que de ordinario.
Entró
en el cuarto de Cosette. La cama sin hacer ofrecía a sus ojos el espectáculo de
colchones
arrollados y almohadas sin funda que daban a entender que nadie debía volver
a
acostarse en aquel lecho.
Volvió
a su dormitorio. Había sacado el brazo del pañuelo, y se servía de la mano
derecha
sin ningún dolor.
Se
acercó a la cama, y sus ojos, no sabemos si por casualidad o de intento, se
fijaron en
la
"inseparable", como llamaba Cosette a la maleta que tanto la intrigaba. La abrió
y fue
sacando
de ella uno a uno los vestidos con que diez años antes había partido Cosette de
Montfermeil;
primero el traje negro, después el pañuelo también negro, en seguida los
zapatos,
tan grandes que casi podrían servir aún a Cosette, por lo diminuto de su pie; el
delantal
y las medias de lana. El era quien había llevado a Montfermeil estos vestidos de
luto
para Cosette.
A
medida que los sacaba de la maleta, iba poniéndolos en la
cama.
Pensaba.
Recordaba.
En
invierno, en diciembre, con más frío que de costumbre, estaba tiritando la niña
medio
desnuda, apenas envuelta en harapos, con los pies amoratados y metidos en unos
zuecos
rotos, y él la había hecho dejar aquellos andrajos para vestirse de luto. La
madre
debió
alegrarse en la tumba al ver a su hija de luto por ella y, sobre todo, al verla
vestida
y
abrigada. Colocó en orden las prendas sobre la cama, el pañuelo junto a la
falda, las
medias
junto a los zapatos, la camiseta al lado del vestido, y las contempló una tras
otra,
diciendo:
"Este era su tamaño; tenía la muñeca en los brazos, había guardado el luis de
oro
en el bolsillo de este delantal, se reía, íbamos los dos tomados de la mano, no
tenía
más
que a mí en el mundo".
Al
llegar allí, su blanca y venerable cabeza cayó sobre el lecho. Aquel viejo
corazón
estoico
pareció romperse y hundió el rostro en los vestidos de Cosette. Si entonces
alguien
hubiera pasado frente a su cuarto, habría oído sus desconsolados
sollozos.
La
antigua y terrible lucha, de la que hemos visto ya varias fases, empezó de
nuevo.
¡Cuántas
veces hemos visto a Jean Valjean luchando en medio de las tinieblas a brazo
partido
con su conciencia! ¡Cuántas veces la conciencia, precipitándolo hacia el bien,
lo
había
oprimido y agobiado! ¡Cuántas veces, derribado a impulso de su luz, había
implo-
rado
el perdón! ¡Cuántas veces aquella luz implacable, encendida en él y sobre él por
el
obispo,
le había deslumbrado, cuanto deseaba ser ciego!
¡Cuántas
veces se había vuelto a levantar en medio del combate, asiéndose de la roca,
apoyándose
en el sofisma, arrastrándose por el polvo, a veces vencedor de su conciencia,
a
veces vencido por ella!
Resistencia
a Dios. Sudores mortales. ¡Qué de heridas secretas que sólo él veía sangrar!
¡Qué
de llagas en su miserable existencia! ¡Cuántas veces se había erguido sangrando,
magullado,
destrozado, iluminado, con la desesperación en el corazón, y la serenidad en
el
alma! Vencido, se sentía vencedor.
Su
conciencia, después de haberlo atormentado, terrible, luminosa, tranquila, le
decía:
-¡Ahora,
ve en paz!
Pero,
¡ay! ¡Qué lúgubre paz, después de una lucha tan triste! La conciencia es, pues,
infatigable
a invencible. Sin embargo, Jean Valjean sabía que esa noche libraba su postrer
combate.
Como le había sucedido en otras ocasiones dolorosas, dos caminos se abrían
ante
él, uno lleno de atractivos, otro de terrores. ¿Por cuál debería decidirse?
Tenía que
escoger
una vez más entre el terrible puerto y la sonriente emboscada. ¿Es, pues,
cierto,
que
habiendo cura para el alma, no la hay para la suerte? ¡Cosa horrible, un destino
incurable!
La cuestión era ésta: ¿De qué manera iba a conducirse ante la felicidad de
Cosette
y de Marius?
El
era quien había querido, quien había hecho aquella felicidad, por más que le
destrozara
el corazón. ¿Qué le correspondía hacer ahora? ¿Tratar a Cosette como si le
perteneciera?
Cosette ya era de otro; pero, ¿retendría Jean Valjean todo lo que podía
retener
de la joven? ¿Continuaría siendo la especie de padre que había sido hasta allí?
¿Se
introduciría
tranquilamente en la casa de Cosette? ¿Uniría sin decir palabra su pasado a
aquel
porvenir? ¿Entraría a participar de la suerte reservada a Cosette y Marius e
intercalaría
su catástrofe en medio de aquellas dos felicidades?
Es
preciso estar habituado a los golpes de la fatalidad para atreverse a alzar los
ojos,
cuando
ciertas preguntas se presentan en su horrible desnudez. El bien o el mal se
hallan
detrás
de este severo punto de interrogación. ¿Qué vas a hacer?, pregunta la
esfinge.
Jean
Valjean estaba habituado a las pruebas, y miró fijamente a la
esfinge.
Examinó
el despiadado problema en todas sus fases.
Cosette
era la tabla de salvación de aquel náufrago. ¿Qué debía hacer? ¿Asirse con
todas
sus fuerzas a ella o soltarla? Si se aferraba a ella se libraba del desastre; se
salvaba,
vivía.
Si la dejaba ir, entonces, el abismo.
Combatía
furioso dentro de sí mismo, ya con su voluntad, ya con sus
convicciones.
Fue
una dicha haber podido llorar. Eso quizás lo iluminó. Al principio, no obstante,
una
tremenda
tempestad se desencadenó en su alma. El pasado reaparecía; comparaba y
sollozaba.
La conciencia no desiste jamás.La conciencia no tiene límites siendo, como es,
Dios.
¿No es digno de perdón el que al fin sucumbe? ¿No habrá un límite a la
obediencia
del
espíritu? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿por qué ha de exigirse la
abnegación
perpetua? El primer paso no es nada; el último es el difícil. ¿Qué era lo de
Champmathieu
al lado del casamiento de Cosette y sus consecuencias? ¿Qué era la vuelta
a
presidio en comparación con la nada en que ahora iba a sumirse? ¿Cómo no apartar
entonces
el rostro? Jean Valjean entró por fin en la calma de la
postración.
Pensó,
meditó, consideró las alternativas de la misteriosa balanza de la luz y la
sombra.
Imponer
su presidio a aquellos jóvenes, o consumar su irremediable anonadamiento. A
un
lado el sacrificio de Cosette; al otro el suyo propio. ¿Cuál fue su
resolución?
¿Cuál
fue la respuesta definitiva que dio en su interior al incorruptible
interrogatorio de
la
fatalidad? ¿Qué puerta se decidió a abrir? ¿Qué parte de su vida resolvió
condenar?
Permaneció
hasta el amanecer en la misma actitud, doblado sobre aquel lecho,
prosternado
bajo el enorme peso del destino, aniquilado tal vez, con las manos contraídas
y
los brazos extendidos en ángulo recto como un crucifijo desclavado, y colocado
allí
boca
abajo.
Así
estuvo doce horas, las doce horas de una larga noche de invierno, sin alzar la
cabeza
ni pronunciar una palabra, inmóvil como un cadáver, mientras que su pensamiento
rodaba
por el suelo o subía a las nubes.
Al
verlo sin movimiento se le habría creído muerto; de improviso se estremeció, y
su
boca
pegada a los vestidos de Cosette los llenó de besos. Entonces se vio que aún
vivía.
¿Quién
lo vio, si estaba solo? Ese Quien que está en las
tinieblas.
LIBRO
SEXTO
La
última gota del cáliz
I
El
séptimo círculo y el octavo cielo
El
17 de febrero, pasadas las doce, Vasco oyó un ligero golpe en la puerta. Abrió y
vio
al
señor Fauchelevent. Lo hizo pasar al salón, donde todo estaba aún revuelto y
ofrecía el
aspecto
del campo de batalla de la fiesta de la víspera.
-¿Se
ha levantado vuestro amo? preguntó Jean Valjean.
-¿Cuál?
¿El antiguo o el nuevo?
-El
señor de Pontmercy.
-¿El
señor barón? -dijo Vasco, con orgullo. Los criados gustan de recalcar los
títulos,
como
si recogiesen algo para sí, las salpicaduras de cieno como las llamaría un
filósofo-.
Voy
a ver. Le diré que el señor Fauchelevent le aguarda.
-No,
no le digáis que soy yo. Decidle que hay una persona que desea hablarle en
privado.
-¡Ah!
-exclamó Vasco.
-Quiero
darle una sorpresa.
-¡Ah!
-repitió el criado pretendiendo explicar con esta segunda interjección el
sentido
de
la primera. Y salió.
Marius
entró con la cabeza erguida, risueño, el rostro inundado de luz, la mirada
triunfante.
-¡Sois
vos, padre! -exclamó al ver a Jean Valjean-. Pero venís demasiado temprano,
Cosette
está durmiendo.
La
palabra padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius significaba felicidad
suprema.
Había existido siempre entre ambos frialdad y tensión. Pero Marius se
encontraba
ahora en ese punto de embriaguez en que las dificultades desaparecen, en que
el
hielo se derrite, en que el señor Fauchelevent era para él, como para Cosette,
un padre.
Continuó;
las palabras salían a torrentes, reacción propia de los divinos paroxismos de
la
felicidad:
-¡Qué
contento estoy de veros! ¡Si supiéseis cómo os echamos de menos ayer! ¿Cómo
va
esa mano? Mejor, ¿no es verdad?
Y
satisfecho de la respuesta que se daba a sí mismo,
prosiguió:
-Hemos
hablado mucho de vos. ¡Cosette os quiere tanto! No vayáis a olvidaros de que
tenéis
aquí vuestro cuarto. Basta de calle del Hombre Armado. Basta. Vendréis a
instalaros
aquí y desde hoy o Cosette se enfadará. Habéis conquistado a mi abuelo, le
agradáis
sobremanera. Viviremos todos juntos. ¿Sabéis jugar al whist? En tal caso, mi
abuelo
hallará en vos cuanto desea. Los días que yo vaya al tribunal sacaréis a pasear
a
Cosette,
la llevaréis del brazo, como hacíais en otro tiempo en el Luxemburgo. Estamos
decididos
a ser muy dichosos; y vos entráis en nuestra felicidad. ¿Oís, padre? Supongo
que
hoy almorzaréis con nosotros.
-Señor
-dijo Jean Valjean-, tengo que comunicaros una cosa. Soy un ex
presidiario.
El
límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar lo mismo fuera del alcance
del
espíritu
que de la materia. Estas palabras: "Soy un expresidiario", al salir de los
labios del
señor
Fauchelevent y al entrar en el oído de Marius, iban más allá de lo posible;
Marius,
pues,
no oyó. Se quedó con la boca abierta.
Entonces
advirtió que aquel hombre estaba desfigurado. En su felicidad no había
notado
la palidez terrible de su cara.
Jean
Valjean desató el pañuelo negro que sostenía su brazo, se quitó la venda de la
mano,
descubrió el dedo pulgar, y dijo mostrándoselo a Marius:
-No
tengo nada en la mano.
Marius
miró el dedo.
-Ni
he tenido jamás nada.
En
efecto no se veía allí señal de ninguna herida.
Jean
Valjean prosiguió:
-Convenía
que no asistiera a vuestro casamiento, y me ausenté lo más que pude. Fingí
esta
herida para evitar falsedades; para no invalidar los contratos matrimoniales,
para no
tener
que firmar.
-¿Qué
significa esto? -preguntó Marius entre dientes.
-Esto
significa -respondió Jean Valjean- que estuve en presidio.
-¡Vais
a volverme loco!
-Señor
de Pontmercy, he estado diecinueve años en presidio por robo. Luego se me
condenó
a cadena perpetua, también por robo, como reincidente y a estas horas estoy
prófugo.
Marius
hacía vanos esfuerzos por retroceder ante la realidad, por resistir a la
evidencia.
-¡Decidlo
todo, todo! -exclamó-. ¡Sois el padre de Cosette!
Y
dio dos pasos hacia atrás con un movimiento de horror
indecible.
Jean
Valjean irguió la cabeza con actitud majestuosa.
-¡Padre
de Cosette, yo! En nombre de Dios os juro que no, señor barón de Pontmercy.
Soy
un aldeano de Faverolles. Ganaba la vida podando árboles. No me llamo
Fauchelevent,
sino Jean Valjean. Ningún parentesco me une a Cosette.
Tranquilizaos.
-¿Y
quién me prueba...? -balbuceó Marius.
-Yo.
Yo, puesto que lo digo.
Marius
miró a aquel hombre; estaba serio y tranquilo. La mentira no podía salir de
semejante
calma glacial.
-Os
creo -dijo.
Jean
Valjean inclinó la cabeza, y continuó:
-¿Qué
soy para Cosette? Un extraño. Hace diez años ignoraba mi existencia. La quiero
mucho,
es cierto. Cuando uno, ya viejo, ha visto crecer a una niña, es natural que la
quiera.
Los viejos se creen abuelos de todos los niños. Supongo que no iréis a
considerarme
desprovisto enteramente de corazón. Era huérfana. No tenía padre ni
madre.
Me necesitaba, y por eso le he consagrado todo mi cariño. Los niños son tan
débiles
que cualquiera, aun siendo un hombre de mi clase, puede servirles de protector.
He
cumplido ese deber con Cosette. No creo que esto merezca el nombre de buena
acción;
pero, si lo merece, yo la he ejecutado. Anotad esta circunstancia atenuante. Hoy
Cosette
deja mi casa, con lo cual nuestros caminos se separan, y en lo sucesivo no puedo
hacer
nada por ella. Cosette es ya la señora de Pontmercy. En cuanto a los seiscientos
mil
francos,
aunque no me habléis de ellos, me anticipo a vuestro pensamiento. Es un
depósito.
¿Cómo se hallaba en mis manos ese depósito? Poco importa. Devuelvo el
depósito
y no se me debe exigir más. Completo la restitución diciendo mi verdadero
nombre.
Es importante para mí que sepáis quién soy.
Y
Jean Valjean clavó la vista en Marius.
Marius
estaba atónito con la nueva situación que se abría ante
él.
-Pero,
¿por qué me decís todo esto? ¿Quién os obligaba? Podíais guardar vuestro
secreto.
Nadie os ha denunciado. No sé os persigue. No se sabe vuestro paradero. Sin
duda
tenéis alguna razón para hacer, libremente, una revelación así. Acabad. Hay algo
más.
¿Con qué motivo me habéis hecho esta confesión?
-¿Qué
motivo? -respondió Jean Valjean con una voz tan baja y tan sorda, que se
hubiera
dicho que hablaba consigo mismo más que con Marius-. ¿Qué motivo ha
obligado
al presidario a decir: soy un presidario? Pues bien, el motivo es extraño. Es
por
honradez.
Mi mayor desgracia es un hilo que tengo en el corazón, y que me tiene
amarrado.
Esos hilos nunca son tan sólidos como cuando uno es viejo. Toda la vida se
quiebra
en derredor; ellos resisten. Si hubiera podido arrancar ese hilo, romperlo,
desatar
el
nudo o cortarlo, irme muy lejos, me habría salvado; con partir de aquí bastaba.
Sois
felices
y me marcho. Traté de romper ese hilo, pero resistió y no se ha roto; me
arrancaba
el
corazón al hacerlo. Entonces dije: No puedo vivir en otra parte; necesito
quedarme.
Pero
tenéis razón, soy un imbécil; ¿por qué no quedarme, simplemente? Me ofrecéis un
cuarto
en vuestra casa; la señora de Pontmercy me quiere mucho; vuestro abuelo desea
mi
compañía, habitaremos todos bajo el mismo techo, comeremos juntos, daré el brazo
a
Cosette...
a la señora de Pontmercy, perdón, es la costumbre. La misma casa, la misma
mesa,
el mismo hogar, la misma chimenea en el invierno; el mismo paseo en el verano.
¡Esa
es la felicidad, la dicha! Viviremos en familia. ¡En
familia!
Al
pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos,
fijó
la
vista en el suelo como si quisiera abrir a sus pies un abismo, y exclamó con voz
tonante:
-¡En
familia! No. No tengó familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a la
familia
de los hombres. Estoy de sobra en las casas donde se vive en común. Hay
familias,
mas no para mí. Soy el miserable, el extraño. Apenas sé si he tenido padres. El
día
en que casé a esa niña, todo terminó; la vi dichosa, unida al hombre a quien
ama, y
junto
a ambos ese buen anciano, y me dije: Tú no debes entrar. Fácil me era mentir,
engañarlos
a todos, seguir siendo el señor Fauchelevent. Mientras fue por el bien de ella,
he
mentido; pero hoy que se trata sólo de mí, no debo hacerlo. Me preguntáis quién
me
ha
obligado a hablar. Os contesto que es algo muy raro: mi conciencia. Pasé la
noche
buscando
buenas razones; se me han ocurrido algunas excelentes; pero no he logrado ni
romper
el hilo que aprisiona mi corazón, ni hacer callar a alguien que me habla cuando
estoy
solo. Por eso he venido a decíroslo todo, o casi todo; pues lo que concierne
únicamente
a mi persona me lo guardo. Sabéis lo esencial. Os he revelado mi secreto.
Bastante
me ha costado decidirme, he luchado toda la noche. Sí, seguir siendo
Fauchelevent
arreglaba todo, todo menos mi alma. ¡Ah! ¿Pensáis que callar es fácil? Hay
un
silencio que miente y había que mentir, ser embustero, indigno, vil, traidor en
todas
partes,
de noche, de día, mirando cara a cara a Cosette. ¿Y para qué? ¡Para ser feliz!
¿Acaso
tengo ese derecho? No. En cambio así no soy sino el más infeliz de los hombres,
en
el otro caso hubiera sido el más monstruoso.
Jean
Valjean se detuvo un instante, luego siguió con una voz
siniestra.
-No
soy perseguido, decís. ¡Sí, soy perseguido, y acusado y denunciado! ¿Por quién?
Por
mí. Yo mismo me he cerrado el camino. No hay mejor carcelero que uno mismo.
Para
ser feliz, señor, se necesita no comprender el deber, porque una vez
comprendido, la
conciencia
es implacable. Se diría que os castiga, pero no, os recompensa; os lleva a un
infierno
donde se siente junto a sí a Dios.
Y
con indecible acento añadió:
-Señor
de Pontmercy; esto no tiene sentido común; soy un hombre honrado.
Degradándome
a vuestros ojos, me elevo a los míos. Esto me sucedió ya antes. Sí, soy un
hombre
honrado. No lo sería si por mi culpa hubieseis continuado estimándome; ahora
que
me despreciáis, lo soy. Tengo la fatalidad de que no pudiendo jamás poseer sino
una
consideración
robada, esa consideración me humilla y agobia interiormente, y necesito,
para
el respeto propio, el desprecio de los demás. Entonces alzo la frente. Soy un
presidiario
que obedece a su conciencia; caso raro, lo sé. He contraído compromisos
conmigo
mismo y los cumplo. Hay encuentros que nos ligan, y casualidades que nos
impulsan
por el camino del deber.
Jean
Valjean hizo otra pausa tragando la saliva con esfuerzo, como si sus palabras
tuviesen
un sabor amargo, y luego prosiguió:
-Cuando
se horroriza uno de sí mismo hasta ese extremo, no tiene derecho para hacer a
los
demás partícipes, sin saberlo, de su horror. En vano Fauchelevent me prestó su
nombre
en agradecimiento por un favor; no me asiste derecho para llevarlo y aunque él
haya
querido dármelo, yo no he podido aceptarlo. Un nombre es la personalidad.
Sustraer
un
nombre, y cubrirse con él, está mal hecho. Tan grave delito es robar letras del
alfabeto
como
robar un reloj. ¡Ser una firma falsa en carne y hueso, una llave falsa viva;
entrar en
casa
de las personas honradas falseando la cerradura; no mirar nunca sino de través,
encontrarme
infame en el fondo de mi corazón! ¡No, no, no! Vale más padecer; sangrar,
llorar,
pasar las noches en las convulsiones de la agonía, roerse el alma. Por eso os he
contado
lo que acabáis de oír.
Respiró
penosamente, y pronunció después esta última frase:
-En
otro tiempo, para vivir robé un pan: hoy para vivir no quiero robar un
nombre.
-¡Para
vivir! -dijo Marius-. ¿Acaso necesitáis de ese nombre para
vivir?
-¡Ah!
Yo me entiendo -respondió Jean Valjean.
Hubo
un silencio. Los dos callaban, hundido cada cual en un abismo de pensamientos.
Marius,
sentado junto a una mesa; Jean Valjean paseándose por la habitación. Notó que
Marius
lo miraba caminar, y le dijo con un acento indescriptible:
Arrastro
un poco la pierna.
-Ahora
comprenderéis por qué.
Miró
de frente a Marius, y continuó:
-Y
ahora figuraos que nada he dicho, que soy el señor Fauchelevent, que vivo en
vuestra
casa, que soy de la familia, que tengo mi cuarto, que por la tarde vamos los
tres al
teatro,
que acompaño a la señora de Pontmercy a las Tullerías y a la Plaza Real; en una
palabra,
que me creéis igual a vos. Y el día menos pensado, cuando estemos los dos
conversando,
oís una voz que grita este nombre: Jean Valjean, y veis salir de la sombra
esa
mano espantosa, la policía, que me arranca mi máscara
bruscamente.
Calló
de nuevo; Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean
prosiguió:
-¿Qué
decís?
Marius
no acertó a desplegar los labios.
-Ya
veis que he tenido razón en hablar. Sed dichosos, vivid en el cielo, sin
preocuparos
de
cómo un pobre condenado desgarra su pecho y cumple con su deber. Tenéis delante
de
vos,
señor, a un hombre miserable.
Marius
cruzó lentamente el salón, y, cuando estuvo frente a Jean Valjean, le tendió la
mano;
pero tuvo que coger él mismo esa mano que no se le daba. Le pareció que
estrechaba
en la suya una mano de mármol.
-Mi
abuelo tiene amigos -dijo Marius- yo os conseguiré el
perdón.
-Es
inútil -respondió Jean Valjean-. Se me cree muerto, y basta. Los muertos no
están
sometidos
a la vigilancia de la policía. Se les deja podrirse tranquilamente. La muerte
equivale
al perdón.
Y
retirando su mano de la de Marius, añadió con una especie de dignidad
inexorable:
-No
necesito más que un perdón: el de mi conciencia.
En
aquel momento la puerta se entreabrió poco a poco al extremo opuesto del salón,
y
apareció
la cabeza de Cosette. Tenía los párpados hinchados aún por el
sueño.
Miró
primero a su esposo, luego a Jean Valjean, y les gritó
riendo:
-¡Apostaría
a que habláis de política! ¡Qué necedad! ¡En vez de estar
conmigo!
Jean
Valjean se estremeció.
-Cosette...
-tartamudeó Marius, y se detuvo.
Parecían
dos criminales.
Cosette,
radiante de felicidad y de hermosura, seguía mirándolos.
-Os
he cogido in fraganti -dijo Cosette-. Aca de oír a través de la puerta las
palabras de
mi
padre. La conciencia, el cumplimiento del deber. No ca duda. Hablabais de
política.
¡Hablar
de política a día siguiente de la boda! No me parece
justo.
-Te
engañas, Cosette -respondió Marius-. Hablábamos de negocios. Buscábamos el
medio
mejor de colocar tus seiscientos mil francos, y...
-Pues
si no es más que eso -interrumpió C sette-, aquí me tenéis ¿Se me
admite?
-Necesitamos
estar solos ahora, Cosette.
Jean
Valjean no pronunciaba una palabra. Cosette se volvió hacia
él:
-Lo
primero que quiero, padre, es que m deis un abrazo y un
beso.
Jean
Valjean se acercó.
Cosette
retrocedió, exclamando:
-¡Qué
pálido estáis, padre! ¿Os duele el brazo?
-No,
ya está bien.
-¿Habéis
dormido mal?
-No.
-¿Estáis
triste?
-No.
-¡Vaya,
un beso! Si os sentís bien, si dormí mejor, si estáis contento, no os
reñiré.
Y
le presentó la frente. Jean Valjean la besó.
-Cosette
-dijo Marius en tono suplicante-, déjanos solos, por favor. Tenemos que
terminar
cierto asunto.
-¡Está
bien! Me marcho.
Marius
se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada.
-¡Pobre
Cosette! -murmuró-, cuando sepa...
A
estas palabras, Jean Valjean se estremeció y clavó en Marius la
vista.
-¡Cosette!
¡Ah! Os lo suplico, señor, os lo ruego por lo más sagrado, dadme vuestra
palabra
de no decirle nada. ¿No basta que vos lo sepáis? Nadie me ha obligado a
delatarme,
lo he hecho porque he querido. Pero ella ignora estas cosas, y se asustaría. ¡Un
presidiario!
¡Oh, Dios mío!
Se
dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. Por el movimiento de
los
hombros
se notaba que lloraba. Lágrimas silenciosas; lágrimas
terribles.
Marius
le oyó decir tan bajo que su voz parecía salir de un abismo sin
fondo:
-¡Quisiera
morir!
-Serenaos
-dijo Marius-; guardaré vuestro secreto para mí solo.
Y
luego añadió:
-Me
es imposible no deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente
habéis
entregado.
Es un acto de probidad. Merecéis que se os recompense. Fijad vos mismo la
cantidad,
y no temáis que sea muy elevada.
-Gracias
-respondió Jean Valjean, con dulzura. Permaneció pensativo un momento;
después
alzó la voz:
-Todo
ha concluido. Me queda una sola cosa...
-¿Cuál?
Jean
Valjean tuvo una última vacilación y sin voz, casi sin aliento,
balbuceó:
-Ahora
que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, que no debo volver a ver a
Cosette?
-Sería
lo más acertado -respondió fríamente Marius.
-No
volveré a verla -dijo Jean Valjean.
Y
se dirigió hacia la puerta.
Puso
la mano en la cerradura, se quedó un segundo inmóvil, luego cerró de nuevo y se
encaró
con Marius. No estaba ya pálido, sino lívido. Sus ojos no tenían ya lágrimas
sino
una
especie de luz trágica. Su voz había cobrado cierta extraña
serenidad.
-Si
queréis, señor, vendré a verla. Os aseguro que lo deseo con toda mi alma. Si no
esperara
ver a Cosette, no os habría hecho esta confesión. Hubiera partido simplemente.
Pero
como quiero permanecer en el pueblo donde vive Cosette y continuar viéndola, me
ha
parecido que debía deciros la verdad. Me comprendéis, ¿no es cierto? Es
razonable lo
que
digo. Nueve años hace que no nos separamos. Desde mi habitación la oía tocar el
piano.
Esa ha sido mi vida. Nunca nos hemos separado. Nueve años y algunos meses ha
durado
esto. Era para ella un padre; y se creía mi hija. No sé si me comprenderéis,
señor
Pontmercy,
pero os aseguro que me sería difícil marcharme ahora y no volverla a ver, no
hablarle
más, quedarme sin nada en el mundo. Si no os pareciera mal, vendría de vez en
cuando
a ver a Cosette. No lo haría con frecuencia, ni permanecería aquí mucho tiempo.
Daríais
orden de que se me recibiese en la salita del primer piso, y hasta entraría por
la
puerta
trasera, la de los criados. Lo esencial es, señor, que desearía ver alguna vez a
Cosette,
tan pocas como queráis. Poneos en mi lugar. Además de que si no volviese, a
ella
le extrañaría. Lo que podré hacer es venir por la tarde cuando empiece ya a
oscurecer.
-Vendréis
todas las tardes -dijo Marius-, y Cosette os aguardará.
-¡Qué
bueno sois, señor! -respondió Jean Valjean.
Marius
se despidió de él; la felicidad acompañó hasta la puerta a la desesperación, y
aquellos
dos hombres se separaron.
II
La
oscuridad que puede contener una revelación
Marius
estaba trastornado. Ahora se explicaba la especie de antipatía que había sentido
siempre
hacia el supuesto padre de Cosette. El señor Fauchelevent era el presidiario
Jean
Valjean.
Hallar de improviso semejante secreto en medio de su dicha equivalía a
descubrir
un escorpión en un nido de tórtolas.
En
adelante su felicidad y la de Cosette no podrían prescindir de aquel testigo.
¿Era éste
un
hecho consumado? ¿Formaba parte de su casamiento la aceptación de Jean Valjean?
¿No
había ya remedio? ¿Se había casado también Marius con el presidiario
prófugo?
La
antipatía de Marius hacia el señor Fauchelevent transformado en Jean Valjean se
mezclaba
ahora con ideas terribles, entre las cuales, justo es decirlo, había algo de
lástima,
y hasta de sorpresa.
El
ladrón, y ladrón reincidente, había restituido un depósito, ¡y qué depósito!
Seiscientos
mil francos, de los que sólo él tenía noticia, y que pudo muy bien guardarse.
Además,
era delator de sí mismo. ¿Qué lo obligaba a delatarse? Un escrúpulo de
conciencia.
Marius sentía que sus palabras tenían el irresistible acento de la
verdad.
Jean
Valjean era sincero. Esta sinceridad visible, palpable, y aún evidente por el
dolor
que
le causaba, hacía inútiles las pesquisas. ¡Inversión extraña de las situaciones!
¿Qué
brotaba
para Marius del señor Fauchelevent? La desconfianza. ¿Y de Jean Valjean? La
confianza.
Aunque sus recuerdos fueran confusos, se explicaba ahora ciertas escenas
antes
incomprensibles.
¿Por
qué a la llegada de la justicia al desván de Jondrette aquel hombre, en lugar de
querellarse,
había huido? Marius encontraba esta vez la respuesta: porque aquel hombre
era
un forzado que estaba prófugo. Otra pregunta: ¿Por qué había ido a la
barricada?
Ante
esta pregunta surgía un espectro y daba la contestación. Era
Javert.
Marius
recordaba perfectamente ahora la fúnebre visión de Jean Valjean arrastrando
fuera
de la barricada a Javert, atado, y oía aún detrás de la callejuela Mondetour el
horrible
pistoletazo. Existía, sin duda, odio entre el espía y el presidiario. Jean
Valjean
había
ido a la barricada por vengarse. Jean Valjean había matado a
Javert.
Ultima
pregunta, a la cual no encontraba qué responder: ¿Por qué la existencia de Jean
Valjean
había transcurrido tanto tiempo unida a la de Cosette? ¿Qué significaba la obra
sombría
de la Providencia al poner a aquella niña en contacto con semejante
hombre?
Este
era el secreto de Jean Valjean y también de Dios. Ante esto, Marius retrocedía.
Dios
hace los milagos como mejor le cuadra.
Adoraba
a Cosette, era su esposa, ¿qué más quería? Los asuntos personales de Jean
Valjean
no le incumbían, principalmente desde la declaración solemne del miserable:
"No
soy nada de Cosette. Hace diez años ignoraba mi
existencia".
Sin
embargo, por más atenuantes que buscase, preciso le era admitir ser un
presidiario;
es
decir, el ser que en la escala social carece hasta de sitio. Después del último
de los
hombres
está el presidiario.
En
las ideas que entonces profesaba Marius, Jean Valjean era para él un ser
diferente y
repugnante.
Era el réprobo, el presidiario.
En
tal situación de espíritu, era para Marius una perplejidad dolorosa pensar que
aquel
hombre.tendría
contacto en lo sucesivo, aunque poco, con Cosette. Se había dejado
conmover;
suya era la culpa. Debió pura y simplemente alejarlo de su
casa.
Se
indignó contra sí mismo, contra el torbellino de emociones que lo había
aturdido,
cegado
y arrastrado. Hizo sin objeto aparente algunas preguntas a Cosette, que, sin
recelar
nada, le habló de su infancia y de su juventud. Se convenció entonces que todo
lo
bueno,
paternal y respetable que puede ser un hombre, lo fue aquel presidiario con
Cosette.
Cuanto Marius había supuesto era verdad. Aquella ortiga siniestra había amado y
protegido
a aquel lirio.
LIBRO
SEPTIMO
Decadencia
crepuscular
I
La
sala del piso bajo
Al
día siguiente, cuando empezaba a oscurecer, Jean Valjean llamó a la puerta
cochera
de
la casa del señor Gillenoxmand. Vasco lo recibió; se encontraba allí como si
cumpliera
órdenes
especiales.
-El
señor barón me encargó que os pregunte si queréis subir o quedaros
abajo.
-Quedarme
abajo -respondió Jean Valjean.
Vasco,
respetuoso como siempre, abrió la puerta de la sala.
-Voy
a avisar a la señora -dijo.
La
habitación en que Jean Valjean entró era una especie de subterráneo abovedado y
húmedo,
con el suelo de ladrillos rojos, que servía a veces de bodega y que daba a la
calle;
tenía una pequeña ventana que permitía apenas el paso a unos míseros rayos de
luz.
La
sala, pequeña y de techo bajo, estaba sucia; se veían unas cuantas botellas
vacías,
amontonadas
en un rincón. La pared estaba descascarada; en el fondo había una chimenea
encendida,
lo cual indicaba que se contaba con la respuesta de Jean Valjean. A cada lado
de
la chimenea había un sillón, y entre los dos sillones, a modo de alfombra, una
vieja
bajada
de cama, que mostraba más trama que lana. El alumbrado de la habitación
consistía
en la llama de la chimenea y el crepúsculo de la ventana.
Jean
Valjean estaba cansado; llevaba muchos días sin comer ni dormir. Se dejó caer en
uno
de los sillones. Vasco entró, puso sobre la chimenea una vela encendida y se
retiró,
sin
que Jean Valjean, con la cabeza inclinada hasta tocar el pecho, hubiera notado
su
presencia.
De repente se levantó como sobresaltado.
Cosette
estaba detrás de él. No la vio entrar. Se volvió y la contempló extasiado.
Estaba
adorablemente
hermosa; pero lo que él miraba no era la hermosura sino el
alma.
-Padre
-exclamó Cosette-, sabía vuestras rarezas, pero jamás me hubiera figurado que
llegasen
a tanto. ¡Vaya una idea! Dice Marius que habéis insistido en que os reciba
aquí.
-Sí,
he insistido.
Ya
esperaba esa respuesta. Está bien. Os prevengo que voy a armar un escándalo.
Empecemos
por el principio. Padre, besadme.
Y
le presentó la mejilla. Jean Valjean permaneció inmóvil.
-No
me besáis. Actitud culpable. Os perdono, sin embargo. Jesucristo ha dicho:
Presentad
la otra mejilla. Aquí la tenéis.
Y
le presentó la otra mejilla. Jean Valjean parecía clavado en el
suelo.
-Esto
se pone serio -dijo Cosette-. ¿Qué os he hecho? Me declaro ofendida, y me debéis
una
safisfacción. Comeréis con nosotros.
-He
comido ya.
-No
es verdad. Haré que el señor Gillenormand os riña. Los abuelos están encargados
de
reñir a los padres. Vamos, subid conmigo al salón.
-Imposible.
Al
llegar aquí, Cosette perdió algún terreno. Cesó de mandar y pasó a las
preguntas.
-¡Imposible!
¿Por qué? ¡Y escogéis para verme, el cuarto más feo de la
casa!
-Sabes...
Jean
Valjean se detuvo, y luego continuó, corrigiéndose:
-Sabéis,
señora, que soy raro, que tengo mis caprichos.
Cosette
dio una palmada.
-¡Señora!...
¡Sabéis!... ¡Cuántas novedades! ¿Qué significa esto?
Jean
Valjean la miró con .la sonrisa dolorosa a que recurría de vez en
cuando.
-Habéis
querido ser señora y lo sois.
-Para
vos no, padre.
-No
me llaméis más padre.
-¿Cómo?
-Llamadme
señor Jean, Jean si queréis.
-¡No
sois ya padre, ni yo soy Cosette! ¡Que os llame señor Jean! ¿Qué significan
estos
cambios?
¿Qué revolución es ésta? ¿Qué ha pasado? Miradme a la cara. ¡Y no aceptáis
un
cuarto en esta casa! ¡El cuarto que os tenía destinado! ¿Qué mal os he hecho?
¿En qué
os
he ofendido? ¿Ha ocurrido algo?
-Nada.
-¿Y
entonces?
-Todo
sigue igual.
-¿Por
qué cambiáis el nombre?
-También
vos habéis cambiado el vuestro.
Sonrió
como antes, y añadió:
-Siendo
vos la señora de Pontmercy, muy bien puedo yo ser el señor
Jean.
-No
comprendo. Pediré permiso a mi marido para que seáis el señor Jean y espero que
no
consentirá. Me causáis mucha pena. Está bien tener caprichos, pero no
entristecer a su
Cosette.
No tenéis derecho a ser malo vos que sois tan bueno.
Jean
Valjean no respondió.
Le
tomó ella las dos manos, y las besó con profundo cariño.
-¡Por
favor -le dijo-, sed bueno! Comed en nuestra compañía, sed mi
padre.
El
retiró las manos.
-No
necesitáis ya de padre; tenéis marido.
Cosette
se incomodó.
-¡Conque
no necesito de padre! No hay sentido común en lo que decís. Y no me tratéis
de
vos.
-Cuando
venía -dijo Jean Valjean, como si no la oyera-, vi en la calle Saint-Louis un
bonito
mueble. Un tocador a la moda, de palo de rosa, con un espejo grande y varios
cajones.
-¡Oh,
estoy furiosa! -exclamó Cosette haciendo un gesto como de arañarlo-. ¡Mi padre
Fauchelevent
quiere que lo llame señor Jean y que lo reciba en esta sala horrible! ¿Qué
tenéis
contra mí? Me causáis mucha pena, os lo juro.
Clavó
la vista en Jean Valjean, y añadió:
-¿Os
pesa que sea dichosa?
La
candidez, sin saberlo, penetra a veces en lo más hondo. Esta pregunta, sencilla
para
Cosette,
era profunda para Jean Valjean. Cosette quería sólo arañar, pero
destrozaba.
Se
puso pálido. Permaneció un momento sin responder; luego, como hablando consigo
mismo,
murmuró:
-Su
felicidad era el objeto de mi vida. Dios, ahora, puede quitármela sin que yo
haga
falta
a nadie. Cosette, eres dichosa, y mi misión ha terminado.
-¡Ah!
¡Me habéis dicho tú! -exclamó Cosette.
Y
se arrojó en sus brazos.
Jean
Valjean, desvanecido, la estrechó contra su pecho pareciéndole casi que la
recobraba.
-¡Gracias,
padre! -dijo Cosette
Jean
Valjean se desprendió con dulzura de los brazos de Cosette, y tomó el
sombrero.
-¿Adónde
vais? -preguntó Cosette.
-Me
retiro, señora; os aguardan.
Y
desde el umbral añadió:
-Os
he tuteado. Decid a vuestro marido que no volverá a suceder.
Perdonadme.
Salió
dejando a Cosette atónita con aquel adiós enigmático.
II
De
mal en peor
Jean
Valjean volvió al día siguiente a la misma hora.
Cosette
no le hizo preguntas ni mostró admiración ni dijo que sentía frío, ni habló mal
de
la sala; evitó al mismo tiempo llamarle padre y señor Jean; dejó que la tratase
de vos y
de
señora. Pero estaba menos alegre.
Probablemente
habría tenido con Marius una de esas conversaciones en que el hombre
amado
dice lo que quiere y, sin explicar nada, satisface a la mujer amada. La
curiosidad
de
los enamorados no se extiende a menudo más que a su amor.
La
sala baja estaba algo más limpia. Las visitas continuaron siendo diarias. Jean
Valjean
no tuvo valor para ver en las palabras de Marius otra cosa que la letra. Marius,
por
su parte se ingenió de manera que siempre se hallaba ausente cuando él iba. Las
personas
de la casa se acostumbraron a aquel nuevo capricho del señor
Fauchelevent.
Nadie
entrevió la siniestra realidad. Mas, ¿quién podía adivinar semejante
cosa?
Varias
semanas transcurrieron así. Poco a poco entró Cosette en una vida nueva; el
matrimonio
crea relaciones, las visitas son su necesaria consecuencia, y el cuidado de la
casa
ocupa gran parte del tiempo. En cuanto a los placeres de la nueva vida, se
reducían a
uno
sólo: estar con Marius. Su principal gloria era salir con él y no separarse de
su lado.
Ambos
sentían un placer cada vez mayor en pasearse tomados del brazo, a la vista de
todos,
los dos solos.
Sustituido
el tuteo por el vos, y las expresiones de señora y señor Jean por las de su
trato
familiar, Cosette encontraba a Jean Valjean distinto de lo que era
antes.
Y
hasta el propósito que había tomado Jean Valjean de separarla de él se cumplió,
pues
Cosette
se mostraba cada vez más alegre y menos cariñosa. Sin embargo, siempre lo
quería
mucho, y Jean Valjean lo sabía.
-Erais
mi padre y no lo sois ya; erais mi tío, y ya no lo sois; erais el señor
Fauchelevent,
y
sois el señor Jean. ¿Quién sois, pues? No me gustan estas cosas. Si no os
conociera, os
tendría
miedo.
El
vivía siempre en la calle del Hombre Armado, porque no podía resolverse a
alejarse
del
barrio donde habitaba Cosette. Al principio se quedaba con ella unos cuantos
minutos,
y luego se marchaba. Poco a poco se fue acostumbrando a alargar sus visitas,
como
si aprovechara la autorización que se le dieran. Llegaba más temprano y se
despedía
más tarde. Cierto día a Cosette se le escapó decirle padre y un relámpago de
alegría
iluminó el sombrío rostro del anciano.
-Llamadme
Jean -fue su única respuesta.
-¡Ah!,
es verdad -dijo Cosette riéndose-, señor Jean.
-Eso,
eso -replicó él, y volvió la cara para que ella no le viera enjugarse los
ojos.
III
Recuerdos
en el jardín de la calle Plumet
Fue
la última vez. Después de aquel relámpago vino la extinción absoluta. No más
familiaridad,
no más buenos días acompañados de un beso, no más esa palabra tan dulce:
¡padre!
Se vio, tal como él mismo lo buscara, despojado sucesivamente de todas sus
alegrías;
y su mayor miseria fue que, después de haber perdido a Cosette en un solo día,
le
era preciso perderla ahora otra vez paso a paso.
Pero
le bastaba con ver a Cosette todos los días, ¿qué más necesitaba? Toda su vida
se
centraba
en aquella hora que pasaba sentado junto a ella, mirándola sin desplegar los
labios,
o bien hablándole de los años de su infancia, del convento y de sus amiguitas de
entonces.
Una tarde Marius dijo a Cosette:
-Habíamos
prometido hacer una visita a nuestro jardín de la calle Plumet. Vamos, no
hay
que ser ingratos.
La
casa de la calle Plumet pertenecía aún a Cosette, por no haber concluido el
plazo del
arriendo.
Allí los recuerdos del pasado les hicieron olvidar el
presente.
Cuando
oscurecía, a la hora de siempre, Jean Valjean fue a la calle de las Hijas del
Calvario.
-La
señora salió con el señor barón, y aún no ha vuelto -le dijo
Vasco.
Se
sentó en silencio, y esperó una hora. Cosette no volvió. Bajó la cabeza y se
marchó.
Quedó
Cosette tan embriagada con aquel paseo a su jardín, y tan contenta de haber
vivido
un día en el pasado, que la tarde siguiente no habló de otra cosa. Ni siquiera
advirtió
que no había visto a Jean Valjean.
-¿Cómo
habéis ido? -le preguntó éste.
-A
pie.
-¿Y
cómo habéis vuelto?
-En
un coche de alquiler.
Observaba
hacía algún tiempo la estrechez con que vivían los esposos, y le molestaba.
La
economía de Marius era demasiado rigurosa. Aventuró una
pregunta:
-¿Por
qué no tenéis coche propio? Una bonita berlina no os costará más de quinientos
francos
al mes. Sois rica.
-No
sé -respondió Cosette.
-Lo
mismo ha sucedido con Santos. Se ha ido y no la habéis reemplazado. ¿Por
qué?
-Basta
con Nicolasa.
-Pero
no tenéis doncella.
-¿No
tengo a Marius?
-Casa
propia, criados, carruaje, palco en la Opera, todo esto deberíais tener. ¿Por
qué no
sacar
provecho de la riqueza? La riqueza ayuda a la felicidad.
Cosette
no respondió nada.
Las
visitas de Jean Valjean no se abreviaban, antes por el contrario. Cuando el
corazón
se
escapa, nada detiene al hombre en la pendiente.
Siempre
que Jean Valjean deseaba prolongar su visita y hacer olvidar la hora, elogiaba
a
Marius; decía que era noble, valeroso, lleno de ingenio, elocuente, bueno.
Cosette
resplandecía.
De esta manera lograba Jean Valjean permanecer alli más tiempo. ¡Le era
tan
dulce ver a Cosette y olvidarlo todo a su lado! Era la única medicina para su
llaga.
Varias
veces tuvo Vasco que repetir este recado: el señor Gillenormand me envía a
recordar
a la señora baronesa que la cena está servida. Entonces se marchaba muy
pensativo.
Un día se quedó más tiempo aún de lo que acostumbraba. Al día siguiente notó
que
no había fuego en la chimenea.
-¡Dios
mío!, ¡qué frío se siente aquí! -exclamó Cosette al entrar-. ¿Sois vos el que
habéis
dado orden a Vasco de que no encienda?
-Sí.
Ya estamos por llegar a mayo y me ha parecido que era
inútil.
-¡Otra
de esas ideas vuestras! -respondió Cosette.
Al
otro día no faltaba el fuego, pero los dos sillones estaban colocados en el
extremo
opuesto
de la sala, cerca de la puerta.
-¿Qué
significa esto? -pensó Jean Valjean.
Tomó
los sillones y los puso en el sitio de siempre, junto a la
chimenea.
Se
reanimó un poco al ver de nuevo el fuego, y prolongó la visita más de lo
regular.
Pero
empezaba a darse cuenta de que lo rechazaban.
Al
día siguiente tuvo un sobresalto al entrar en la sala baja. Los sillones habían
desaparecido,
no había ni siquiera una silla.
-¿Qué
es esto? -dijo Cosette en cuanto entró-, no hay sillones. ¿Dónde están los
sillones?
-Se
los han llevado -respondió Jean Valjean.
-¡Pues
esto es demasiado!
Yo
he dicho a Vasco que se los lleve, porque no voy a estar más que un
minuto.
-No
es razón para pasarlo de pie.
Jean
Valjean no halló que decir.
-¡Hacer
quitar los sillones! ¡No os bastaba con apagar el fuego! ¡Qué raro
sois!
-Adiós
-murmuró Jean Valjean.
No
dijo: Adiós, Cosette; pero le faltaron fuerzas para decir: Adiós,
señora.
Salió
abrumado de dolor. Esta vez había comprendido.
Al
día siguiente no fue. Cosette no lo notó hasta la noche.
-¡Vaya!
-dijo-, el señor Jean no vino hoy.
Sintió
como una ligera opresión de corazón; pero un beso de Marius la distrajo en
seguida.
Tampoco fue al otro día. Cosette no se dio cuenta hasta la mañana siguiente.
¡Era
tan dichosa!
Envió
a Nicolasa para saber si estaba enfermo, y por qué no había venido la
víspera.
Nicolasa
trajo la respuesta: no estaba enfermo, sino muy ocupado. Ya volvería, lo más
pronto
posible. Iba a emprender un viajecito, costumbre antigua suya, como la señora no
ignoraba.
Cuando
Nicolasa dijo que su ama la enviaba a saber por qué el señor Jean no había ido
la
víspera, Jean Valjean observó con dulzura:
-Hace
dos días que no voy.
Pero
Nicolasa no comprendió el sentido de la observación y nada dijo a
Cosette.
IV
La
atracción y la extinción
En
los últimos meses de la primavera y los primeros del verano de 1833, se veía a
un
anciano
vestido de negro que todos los días, a la misma hora, antes de oscurecer, salía
de
la
calle del Hombre Armado y entraba en la de Saint-Louis.
Allí
caminaba a paso lento, fija siempre la vista en un mismo punto que parecía ser
para
él
una estrella, y que no era otra cosa que la esquina de la calle de las Hijas del
Calvario.
Cuanto
más se acercaba a aquella esquina, más brillo había en sus ojos y una especie de
alegría
iluminaba sus pupilas como una aurora interior; tenía una expresión de
fascinación
y de ternura; sus labios se movían, como si hablasen a una persona sin verla;
sonreía
vagamente caminando a paso lento. Se diría que, aunque deseaba llegar, lo temía
al
mismo tiempo.
Cuando
no faltaban sino unas cuantas casas, se detenía tembloroso, se asomaba
tímidamente
y había en esa trágica mirada algo semejante al deslumbramiento de lo
imposible,
y a la reverberación de un paraíso cerrado. Luego una lágrima resbalaba por su
mejilla,
yendo a parar a veces a la boca donde el anciano sentía su sabor
amargo.
Permanecía
allí unos pocos minutos, cual si fuera de piedra, y después se volvía por el
mismo
camino y con igual lentitud; su mirada se apagaba a medida que se
alejaba.
Gradualmente
el anciano cesó de ir hasta la esquina de las Hijas del Calvario. Se
detenía
a mitad de camino en la calle Saint-Louis. Al poco tiempo no pudo llegar
siquiera
hasta
allí. Parecía un péndulo cuyas oscilaciones, por falta de cuerda, van
acortándose
hasta
que al fin se paran.
Todos
los días salía de su casa a la misma hora, emprendía el mismo trayecto, pero no
lo
acababa ya; y tal vez sin conciencia de ello, lo iba abreviando incesantemente.
La
expresión
de su semblante parecía decir: ¿Para qué? La pupila estaba apagada y ya no
había
lágrima; sus ojos meditabundos permanecían secos.
A
veces, cuando hacía mal tiempo, llevaba un paraguas que jamás abría. Los niños
lo
seguían
y se burlaban de él.
LIBRO
OCTAVO
Suprema
sombra, suprema aurora
I
Compasión
para los desdichados a indulgencia para los dichosos
¡Qué
terrible es ser feliz! Está uno tan contento, y eso le basta, como si la única
meta en
la
vida fuera ser feliz, y se olvida de la verdadera, que es el deber. Sería un
error culpar a
Marius.
Marius
se limitó a alejar poco a poco a Jean Valjean de su casa, y a borrar, en lo
posible,
su recuerdo del espíritu de Cosette. Procuró en cierto modo colocarse siempre
entre
Cosette y él, seguro de que así la joven no se daría cuenta y dejaría de pensar
en él.
Hacía
lo que juzgaba necesario y justo. Creía que le asistían serias razones para
alejar a
Jean
Valjean, sin dureza pero también sin debilidad. Creía su deber restituir los
seiscientos
mil francos a su dueño, a quien buscaba con toda discreción, absteniéndose
entretanto
de tocar ese dinero.
Cosette
ignoraba el secreto que conocía Marius, pero también merece disculpa. Marius
ejercía
sobre ella un fuerte magnetismo, que la obligaba a ejecutar casi maquinalmente
sus
deseos. Respecto al señor Jean, sentía una presión vaga, pero clara, y obedecía
ciegamente.
En este caso, su obediencia consistía en no acordarse de lo que Marius
olvidaba.
Pero respecto a Jean Valjean, este olvido no era más que
superficial.
Cosette
en el fondo quería mucho al que había llamado por tanto tiempo padre, pero
quería
más a su marido. Cuando Cosette se extrañaba del silencio de Jean Valjean,
Marius
la tranquilizaba, diciéndole:
-Está
ausente, supongo. ¿No avisó que iba a emprender un viaje?
-Cierto
-pensaba Cosette-. Esa ha sido siempre su costumbre, pero nunca ha tardado
tanto.
Dos
o tres veces envió a Nicolasa a la calle del Hombre Armado, a preguntar si el
señor
Jean
había vuelto de su viaje; y por orden de Jean Valjean se le contestó que no.
Cosette
no
inquirió más; pues para ella en la tierra no había ahora más que una necesidad,
Marius.
Marius
consiguió poco a poco separar a Cosette de Jean Valjean. Digamos para
concluir
que lo que en ciertos casos se denomina, con demasiada dureza, ingratitud de los
hijos,
no es siempre tan reprensible como se cree. Es la ingratitud de la Naturaleza.
La
Naturaleza
divide a los vivientes en seres que vienen y seres que se van. De ahí cierto
desvío,
fatal en los viejos, involuntario en los jóvenes. Las ramas, sin desprenderse
del
tronco,
se alejan. No es culpa suya. La juventud va donde está la alegría, la luz, el
amor;
la
vejez camina hacia el fin. No se pierden de vista, pero no existe ya el lazo
estrecho.
Los
jóvenes sienten el enfriamiento de la vida; los ancianos el de la
tumba.
No
acusemos, pues, a estos pobres jóvenes.
II
Utimos
destellos de la lámpara sin aceite
Un
día Jean Valjean bajó la escalera, dio tres pasos en la calle, se sentó en el
banco
donde
Gavroche, en la noche del 5 al 6 de junio, lo encontrara pensativo; estuvo allí
tres
minutos,
y luego volvió a subir. Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente
no
salió
de la casa; al subsiguiente no salió de su lecho.
La
portera, que le preparaba su parco alimento, miró el plato, y
exclamó:
-¡Pero
si no habéis comidó ayer!
-Sí,
comí -respondió Jean Valjean.
-El
plato está como lo dejé.
-Mirad
el jarro del agua. Está vacío.
-Lo
que prueba que habéis bebido, no que habéis comido.
-No
tenía ganas más que de agua.
-Cuando
se siente sed y no se come al mismo tiempo, es señal de que hay
fiebre.
-Mañana
comeré.
-O
el año que viene. ¿Por qué no coméis ahora? ¿A qué dejarlo para mañana? ¡Hacer
tal
desaire
a mi comida! ¡Despreciar mis patatas que estaban tan
buenas!
Jean
Valjean tomó la mano de la portera y le dijo con bondadoso
acento:
-Os
prometo comerlas.
Transcurrió
una semana sin que diera un paso por el cuarto.
La
portera dijo a su marido:
-El
buen hombre de arriba no se levanta ya ni come. No durará mucho. ¡Los disgustos,
los
disgustos! Nadie me quitará de la cabeza que su hija se ha casado
mal.
El
portero replicó con el acento de la soberanía marital:
-Morirá.
Esa
misma tarde la portera divisó en la calle a un médico del barrio, y acudió a él
suplicándole
que subiera a ver al enfermo.
-Es
en el segundo piso -le dijo-. El infeliz no se mueve de la
cama.
El
médico vio a Jean Valjean y habló con él. Cuando bajó, la portera le preguntó
por el
paciente.
-Está
muy grave -dijo el doctor.
-¿Qué
es lo que tiene?
-Todo
y nada. Es un hombre que, según las apariencias, ha perdido a una persona
querida.
Algunos mueren de eso.
-¿Qué
os ha dicho?
-Que
se sentía bien.
-¿Volveréis?
-Sí
-respondió el doctor- aunque le haría mejor que otra persona, no yo,
regresara.
III
El
que levantó la carreta de Fauchelevent no puede levantar una
pluma
Una
tarde Jean Valjean, apoyándose con trabajo en el codo, se tomó la mano y no
halló
el
pulso; su respiración era corta, y se interrumpía a cada momento; comprendió que
estaba
más débil que nunca. Entonces, sin duda bajo la presión de alguna gran
preocupación,
hizo un esfuerzo, se incorporó y se vistió.
Se
puso el traje de obrero, pues ahora que no salía lo prefería a los otros. Tuvo
que
pararse
repetidas veces y le costó mucho ponerse la ropa. Abrió la maleta, sacó el ajuar
de
Cosette y lo extendió sobre la cama. Los candelabros del obispo estaban en su
sitio, en
la
chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en ellos. Después,
aunque no
había
oscurecido aún, las encendió.
Cada
paso lo extenuaba, y se veía obligado a sentarse. Era la vida que se agotaba en
esos
abrumadores esfuerzos. Una de las sillas donde se dejó caer estaba colocada
enfrente
del
espejo; se miró y no se conoció. Parecía tener ochenta años; antes del
casamiento de
Cosette
sólo representaba cincuenta; en un año había envejecido
treinta.
Lo
que en su frente se veía no eran las arrugas de la edad; era la señal misteriosa
de la
muerte.
Estaba en la última fase del abatimiento, fase en que ya el dolor no fluye, sino
que
se solidifica; hay sobre el alma algo como un coágulo de
desesperación.
Llegó
la noche. Arrastró con enorme trabajo una mesa y el viejo sillón junto a la
chimenea,
y puso en la mesa pluma, tintero y papel.
Hecho
esto, se desmayó. Cuando se recobró, clavó los ojos en el trajecito negro que le
era
tan querido. Sintió un temblor, y figurándose que iba a morir, se apoyó en la
mesa que
alumbraban
los candelabros del obispo, y cogió la pluma. Le temblaba la mano. Escribió
lentamente:
"Cosette,
te bendigo. Voy a explicártelo todo. Tu marido tenía razón al darme a
entender
que debía marcharme; aunque se haya equivocado algo en lo que ha creído,
tenía
razón. Es un hombre excelente. Amalo mucho cuando yo no exista. Señor de
Pontmercy,
amad siempre a mi querida niña. Cosette, escucha: ese dinero es tuyo. Ahora
lo
entenderás. El azabache blanco viene de Noruega; el azabache negro de
Inglaterra; los
abalorios
negros de Alemania. El azabache es más ligero, más precioso, más caro. En
Francia
pueden hacerse imitaciones como en Alemania. Se necesita un pequeño yunque
de
dos pulgadas cuadradas y una lámpara de espíritu de vino para ablandar la cera.
La
cera
en otro tiempo era muy cara. Se me ocurrió hacerla con goma laca y trementina.
Es
muy
barata, y es mejor..."
No
le fue posible seguir. La pluma se le cayó de los dedos; le acometió uno de esos
sollozos
desesperados que subían por instantes desde lo más hondo de su pecho. El
desdichado
se tomó la cabeza entre las manos y se hundió en la
meditación.
-¡Oh!
-gritó para sus adentros, con lamentos que sólo Dios escuchó-. Es el fin. No la
veré
más. Es una sonrisa que pasó por mi vida. Voy a sepultarme en la noche sin
volverla
a
ver. ¡Oh!, ¡un minuto, un instante, oír su -voz, tocar su ropa, mirarla, a ella,
al ángel
mío,
y luego morir! La muerte no es nada; pero ¡morir sin verla es horrible! Una
sonrisa,
una
palabra suya. ¿Puede esto perjudicar a alguien? Pero no, todo ha terminado para
mí,
todo.
Estoy solo para siempre. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No la volveré a
ver!
En
aquel momento llamaron a la puerta.
IV
Equívoco
que sirvió para limpiar las manchas
Esa
misma tarde, cuando Marius entraba en su gabinete para estudiar unos asuntos, le
entregó
Vasco una carta, diciéndole:
-La
persona que la ha escrito espera en la antesala.
Cosette
daba una vuelta por el jardín del brazo del abuelo. Hay cartas que, lo mismo
que
ciertos hombres, tienen mala catadura. Papel ordinario, manera tosca de
cerrarlas;
con
sólo ver algunas misivas, repugnan. La carta que había traído Vasco pertenecía a
esta
clase.
Marius la tomó y sintió olor a tabaco, despertando en él una serie de
recuerdos.
Miró
el sobre. Conocido el tabaco, fácil le fue reconocer la letra. Se presentó a sus
ojos
la
buhardilla de Jondrette.
¡Extraña
casualidad! Una de las dos pistas que había buscado tanto, que creía perdida
para
siempre, se le aparecía cuando menos esperaba. Abrió ansiosamente la carta, y
leyó
lo
que sigue:
"Señor
barón:
"Poseo
un secreto que concierne a un indibiduo, y este indibiduo os concierne. El
secreto
está a buestra disposición, deseando el onor de seros hútil. Os proporcionaré un
modo
sencillo de arrojar de buestra familia a ese indibiduo que no tiene derecho a
estar
en
ella, pues la señora baronesa pertenece a una clase elevada. El santuario de la
birtú no
puede
coavitar más tiempo con el crimen sin mancharse. Espero en la antesala las
órdenes
del señor barón."
La
firma de la carta era Thenard. Firma verdadera, aunque abreviada. Por lo demás,
el
estilo
y la ortografía completaban la revelación.
La
emoción de Marius fue profunda. Después de la sorpresa, experimentó una gran
felicidad.
Si lograba encontrar ahora al otro a quien buscaba, a su salvador, ya no pediría
más.
Abrió
un cajón de su papelera, cogió algunos billetes de banco, los guardó en el
bolsillo,
volvió a cerrar, y tiró de la campanilla. Vasco asomó la
cabeza.
-Haced
que pase -dijo Marius.
Entró
un hombre y la sorpresa de Marius fue grande, pues le era totalmente
desconocido.
El personaje introducido por Vasco, de edad avanzada, tenía una enorme
nariz,
anteojos verdes y el pelo gris y caído sobre la frente hasta las cejas, como la
peluca
de
los cocheros ingleses de las casas de alcurnia.
El
disgusto experimentado por Marius al ver entrar a un hombre distinto del que
esperaba,
recayó sobre el recién venido.
-¿Qué
se os ofrece? -le preguntó secamente.
El
personaje contestó sonriéndose, como lo habría hecho un cocodrilo capaz de
sonreírse,
y con un tono de voz en todo diferente del que Marius esperaba
oír.
-Señor
barón, dignaos oírme. Hay en América, en un país que confina con Panamá, una
aldea
llamada Joya. Es un país maravilloso, porque allí hay oro.
-¿Qué
queréis? -preguntó Marius, a quien la contrariedad había vuelto
impaciente.
-Quisiera
ir a establecerme en Joya. Somos tres; tengo esposa a hija, una hija muy
linda.
El viaje es largo y caro, y necesito algún dinero.
-¿Y
qué tiene que ver eso conmigo? -preguntó Marius.
El
desconocido volvió a sonreír.
-¿No
ha leído el señor barón mi carta?
-Sed
más explícito.
-Está
bien, señor barón. Voy a ser más explícito. Tengo un secreto que
venderos.
-¿Qué
secreto?
-Señor
barón, tenéis en vuestra casa a un ladrón, que es al mismo tiempo un
asesino.
Marius
se estremeció.
-¿En
mi casa? No.
El
desconocido imperturbable continuó:
-Asesino
y ladrón. Tened en cuenta, señor barón, que no hablo de hechos antiguos,
anulados
por la prescripción ante la ley, y por el arrepentimiento ante Dios. Hablo de
hechos
recientes, de hechos actuales ignorados aún por la justicia. Continúo. Ese
sujeto se
ha
introducido en vuestra confianza y casi en vuestra familia con un nombre falso.
Voy a
deciros
el nombre verdadero. Os lo diré de balde.
-Escucho.
-Se
llama Jean Valjean.
-Lo
sé.
Voy
a deciros, también gratis, quién es.
-Decidlo.
-Un
antiguo presidiario.
-Lo
sé.
-Lo
sabéis desde que he tenido el honor de decíroslo.
-No.
Lo sabía antes.
El
tono frío de Marius despertó en el desconocido una cólera
sorda.
-No
me atrevo a desmentir al señor barón, pero lo que tengo que revelaros sólo yo lo
sé,
y
concierne a la señora baronesa. Es un secreto extraordinario, que vale dinero. A
vos os
lo
ofrezco antes que a nadie, y, barato. Veinte mil francos.
-Sé
ese secreto como sé los demás -dijo Manus. El personaje sintió la necesidad de
rebajar
algo. -Señor barón, dadme diez mil francos.
-Os
repito que no tenéis que tomaros ese trabajo. Sé lo que queréis
decirme.
Los
ojos de aquel hombre chispearon de nuevo; luego exclamó:
-Con
todo, fuerza es que yo coma hoy. Insisto en que el secreto vale la pena. Señor
barón,
voy a hablar. Hablo. Dadme veinte francos.
Marius
le miró fijamente.
-Conozco
vuestro secreto extraordinario, lo mismo que sabía el nombre de Jean Valjean
y
que sé vuestro nombre.
-¿Mi
nombre?
-Sí.
-No
es difícil, señor barón, pues he tenido el honor de escribíroslo y decíroslo,
Thenar...
-Dier.
-¿Cómo?
-Thenardier.
-¿Quién?
En
el peligro, el puerco espín se eriza, el escarabajo se finge muerto, la guardia
veterana
forma el cuadro; nuestro hombre se echó a reír.
Marius
continuó:
-Sois
también el obrero Jondrette, el comediante Fabantou, el poeta Genflot, el
español
Alvarez
y la señora Balizard. Y habéis tenido una taberna en
Montfermeil.
-¡Una
taberna! Jamás...
-Y
os digo que sois Thenardier.
-Lo
niego.
-Y
que sois un miserable. Tomad.
Marius
sacó del bolsillo un billete de banco, y se lo arrojó a la
cara.
-¡Gracias!
¡Perdón! ¡Quinientos francos! ¡Señor barón!
Y
el hombre, atónito, saludando y cogiendo el billete, lo
examinó.
-¡Quinientos
francos! -repitió absorto.
Luego
exclamó con un movimiento repentino:
-Pues
bien, sea. Fuera disfraces.
Y
con la prontitud de un mono, echándose hacia atrás los cabellos, arrancándose
los
anteojos
y sacándose la nariz, se quitó el rostro como quien se quita el
sombrero.
Sus
ojos se inflamaron; la frente desigual, agrietada, con protuberancias en varios
sitios,
horriblemente
arrugada en la parte superior, se manifestó por entero; la nariz volvió a ser
aguileña;
reapareció el perfil feroz y sagaz del hombre de rapiña.
-El
señor barón es infalible -dijo con voz clara-, soy
Thenardier.
Y
enderezó la espina dorsal.
Thenardier
estaba sorprendido. Quiso causar asombro, y era él el asombrado. Valía esta
humillación
quinientos francos, y en último caso la aceptaba; pero no por eso estaba
menos
aturdido. Veía por primera vez al barón Pontmercy, y a pesar de su disfraz éste
lo
había
conocido. Para mayor sorpresa suya, no sólo sabía su historia, sino la de Jean
Valjean.
¿Quién era aquel joven casi imberbe, tan glacial y tan generoso, que sabía
todo?
Se
recordará que Thenardier, aunque en otro tiempo vecino de Marius, no lo había
visto
nunca,
lo cual es muy frecuente en París. Había oído hablar a sus hijas vagamente de un
joven
muy pobre, llamado Marius, que vivía en la casona. Ninguna relación podía
existir
para
él entre el Marius de aquella época y el señor barón
Pontmercy.
Había
logrado, tras largas investigaciones, adivinar quién era el hombre que había
encontrado
cierto día en la gran cloaca. Del hombre le costó poco llegar al nombre. Sabía
que
la baronesa Pontmercy era Cosette, y en este tema se proponía obrar con toda
discreción,
siendo que ignoraba el verdadero origen de la joven. Entreveía, es cierto,
algún
nacimiento bastardo, pues la historia de Fantina le había parecido siempre llena
de
ambigüedades;
pero, ¿qué sacaría con hablar?, ¿que le pagasen caro su silencio? Poseía, o
creía
poseer, un secreto de mucho más valor.
En
la mente de Thenardier la conversación con Marius no había empezado todavía. Se
vio
obligado a retroceder, a modificar su estrategia, a abandonar una posición y
cambiar
de
frente; pero nada esencial se hallaba aún comprometido, y tenía ya quinientos
francos
en
el bolsillo. Le quedaban cosas decisivas por revelar, y se sentía fuerte hasta
contra
aquel
barón Pontmercy tan bien informado. Para los hombres de la índole de Thenardier
todo
diálogo es un duelo. ¿Cuál era su situación actual? No sabía a quién hablaba,
pero sí
de
lo que hablaba. Pasó rápidamente esta revista interior de sus fuerzas, y después
de
haber
dicho -soy Thenardier-, aguardó.
Marius
meditaba. Por fin tenía delante a Thenardier, al hombre que tanto había deseado
encontrar,
y podía cumplir el encargo del coronel Pontmercy. Le humillaba que el héroe
debiera
algo a este bandido. Le pareció que se le presentaba la ocasión de vengar al
coronel
de la desgracia de haber sido salvado por un individuo tan vil y tan perverso. A
este
deber agregábase otro; el de averiguar el origen de la fortuna de Cosette. Tal
vez
Thenardier
supiera algo. Por ahí empezó. Thenardier, después de guardarse el billete de
banco,
miraba a Marius con aire bondadoso y casi tierno. Marius rompió el
silencio:
-Thenardier,
os he dicho vuestro nombre. Ahora, ¿queréis que os diga el secreto que
pretendéis
venderme? También he reunido yo datos y os convenceréis de que sé más que
vos.
Jean Valjean, como dijisteis, es asesino y ladrón. Ladrón, porque robó a un rico
fabricante,
el señor Magdalena, siendo causa de su ruina. Asesino, porque dio muerte al
agente
de policía Javert.
-No
comprendo, señor barón -dijo Thenardier.
-Vais
a comprenderme. Escuchad. Vivía en un distrito del Paso de Calais, por los años
de
1822, un hombre que había tenido no sé qué antiguo choque con la justicia, y que
bajo
el
nombre del señor Magdalena, se había corregido y rehabilitado. Este hombre era,
en
toda
la fuerza de la expresión, un justo. Con una fábrica de abalorios negros labró
la
fortuna
de toda la ciudad. Por su parte, aunque sin darle mayor importancia, reunió
también
una fortuna considerable. Era el padre de los pobres. Lo nombraron alcalde. Otro
presidiario
lo denunció, y logró que el banquero Laffitte le entregara, en virtud de una
firma
falsa, más de medio millón de francos pertenecientes al señor Magdalena. El
presidiario
que robó al señor Magdalena, es Jean Valjean. En cuanto al otro hecho, nada
necesitáis
tampoco decirme. Jean Valjean mató al agente Javert de un pistoletazo. Yo
estaba
allí.
Thenardier
lanzó a Marius esa mirada soberana de la persona derrotada que se repone y
vuelve
a ganar en un minuto todo el terreno perdido.
-Señor
barón, equivocamos el camino.
-¿Cómo?
-replicó Marius-. ¿Negáis esto? Son hechos.
-Son
quimeras. La confianza con que me honra el señor barón me impone el deber de
decírselo.
Ante todo la verdad y la justicia. No me gusta acusar a nadie injustamente.
Señor
barón, Jean Valjean no le robó al señor Magdalena, ni mató a
Javert.
-¡Qué
decís! ¿En qué fundáis vuestras palabras?
-En
dos razones. Primero: no robó al señor Magdalena, porque el señor Magdalena y
Jean
Valjean son una misma persona. Segundo: no asesinó a Javert, porque Javert, y no
Jean
Valjean, es el autor de su muerte.
-¿Qué
queréis decir?
-Javert
se suicidó.
-¡Probadlo,
probadlo! -gritó Marius fuera de sí.
Thenardier
repuso, recalcando cada palabra:
-Al
agente de policía Javert se le encontró ahogado debajo de una barca del
Pont-du-Change.
-Pero,
¡probadlo!
Thenardier
sacó del bolsillo unos pliegos doblados de diferentes
tamaños.
-Tengo
mi legajo -dijo con calma.
Y
añadió:
-Señor
barón, por interés vuestro quise conocer a Jean Valjean. Repito que Jean Valjean
y
el señor Magdalena son uno mismo y que Javert murió a manos de Javert; cuando
así
me
expreso, es porque me sobran pruebas.
Mientras
hablaba extraía Thenardier de su legajo dos periódicos amarillos, estrujados y
fétidos
a tabaco. Uno de los números, roto por los dobleces y casi deshaciéndose,
parecía
mucho
más antiguo que el otro.
-Dos
hechos, dos pruebas -dijo Thenardier.
Y
entregó a Marius los dos periódicos.
El
lector los conoce. Uno, el del 25 de julio de 1823 que probaba la identidad del
señor
Magdalena
y de Jean Valjean. El otro era un Monitor del 15 de julio de 1832, donde se
refería
al suicidio de Javert, añadiendo, que hecho prisionero en la barricada de la
calle de
la
Chanvrerie, había salvado su vida la magnanimidad de un insurrecto, el cual,
teniéndolo
al alcance de su pistola, en lugar de volarle el cerebro había disparado al
aire.
Marius
leyó. No cabía duda; la fecha era cierta, la prueba irrefutable. Jean Valjean,
engrandecido
repentinamente, salía de las sombras. Marius no pudo contener un grito de
alegría:
-¡Entonces
ese desdichado es un hombre admirable! ¡Entonces esa fortuna era suya! ¡Es
Magdalena,
la providencia de todo un país! ¡Es Jean Valjean, el salvador de Javert! ¡Un
héroe!
¡Un santo!
-Ni
un santo, ni un héroe -dijo Thenardier-. Es un asesino y un
ladrón.
-¿Todavía?
-preguntó.
-Siempre
-contestó Thenardier-. Jean Valjean no robó al señor Magdalena, pero es un
ladrón;
no mató a Javert, pero es un asesino.
-¿Queréis
hablar -repuso Marius- de ese miserable robo de hace cuarenta años, expiado,
como
resulta de vuestros mismos periódicos, por toda una vida de arrepentimiento, de
abnegación
y de virtud?
-Digo
asesinato y robo. Señor barón, el 6 de junio de 1832, hace cosa de un año, el
día
del
motín, estaba un hombre en la cloaca grande de París, por el lado donde
desemboca
en
el Sena, entre el puente de Jena y el de los Inválidos.
Calló
un segundo gozando de la expectación de Marius, y
continuó:
-Ese
hombre, obligado a ocultarse por razones ajenas a la política, había elegido la
cloaca
como su domicilio, y tenía una llave de la reja. Era, repito, el 6 de junio, a
las ocho
poco
más o menos de la noche. El hombre oyó ruido. Bastante sorprendido se ocultó y
espió.
Era ruido de pasos, alguien caminaba en medio de las tinieblas adelantándose
hacia
él.
Había en la cloaca otro hombre. La reja de salida no estaba lejos, y la escasa
claridad
que
entraba por ella le permitió conocer al recién venido, y ver que traía algo a
cuestas.
Era
un antiguo presidiario, y llevaba en sus hombros un cadáver. Flagrante delito de
asesinato.
En cuanto al robo, es su causa; no se mata a un hombre gratis. El presidiario
iba
a arrojar aquel cadáver al río. Antes de llegar a la reja de salida, el
presidiario que
venía
de un punto lejano de la alcantarilla, debió necesariamente tropezar con un
cenagal
espantoso,
donde hubiera podido dejar el cadáver; pero al día siguiente los poceros,
traba-
jando
en el cenagal, habrían descubierto al hombre asesinado, lo cual no quería sin
duda
el
asesino. Decidió atravesar el pantano con su carga, con inmensos esfuerzos, y
arriesgando
de una manera increíble su propia existencia. No comprendo cómo logró salir
de
allí vivo.
Thenardier
respiró profundamente, muy satisfecho, y luego prosiguió:
-Señor
barón, la cloaca no es el Campo de Marte. Allí falta todo, hasta sitio. Así,
cuando
la ocupan dos hombres, menester es que se encuentren. Esto fue lo que sucedió.
El
domiciliado y el transeúnte tuvieron que darse las buenas noches, sin la menor
gana.
El
transeúnte dijo al domiciliado: "Ves lo que llevo a cuestas; es preciso que
salga de
aquí.
Tú tienes la llave, dámela". El presidiario era hombre de extraordinarias
fuerzas y
no
había medio de resistirle. Sin embargo, el que poseía la llave parlamentó,
únicamente
para
ganar tiempo. Examinó al muerto; mas sólo pudo averiguar que era joven, con
apariencia
de persona rica, y que estaba todo desfigurado por la sangre. Mientras hablaba,
halló
medio de romper y arrancar sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de faldón
de
la
levita que vestía el hombre asesinado. Documento justificativo como
comprenderéis.
Se
guardó en el bolsillo el testimonio, y abriendo la reja, dejó salir al
presidiario con su
pesada
carga. Después cerró de nuevo, y se puso a salvo, importándole poco el desenlace
de
la aventura, y sobre todo no conviniéndole estar allí cuando el asesino arrojara
el
cadáver
al río. Ahora veréis claro. El que llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que
tenía
la
llave os habla en este momento; y el pedazo de la
levita...
Thenardier
acabó la frase sacando del bolsillo y mostrándole a Marius un jirón de paño
negro,
todo lleno de manchas oscuras.
Marius
se levantó, pálido, respirando apenas, con la vista fija en el pedazo de paño
negro;
y sin pronunciar una palabra, sin apartar los ojos de aquel jirón, retrocedió
hacia la
pared,
buscando detrás de sí con la mano derecha, a tientas, una llave que estaba en la
cerradura
de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena a
introdujo
el brazo sin separar la vista de Thenardier. Entretanto éste
continuaba:
-Señor
barón, me asisten grandes razones para creer que el joven asesinado era un
opulento
extranjero, atraído por Jean Valjean a una emboscada, y portador de una suma
enorme.
-El
joven era yo y aquí está la levita -gritó Marius, arrojando en el suelo una
levita
negra
y vieja, manchada de sangre.
En
seguida, arrancando el jirón de manos de Thenardier, lo ajustó en el faldón
roto. Se
adaptaba
perfectamente.
Thenardier
quedó petrificado, pensando: "Me he lucido hoy".
Marius,
tembloroso, desesperado, radiante, metió la mano en el bolsillo y se dirigió
fuera
de sí hacia Thenardier con el puño, que apoyó casi en el rostro del bandido,
lleno de
billetes
de quinientos y de mil francos.
-¡Sois
un infame! ¡Sois un embustero! ¡Un calumniador! ¡Un malvado! ¡Veníais a
acusar
a ese hombre y le habéis justificado; queríais perderlo y habéis conseguido tan
sólo
glorificarlo! ¡Vos sois el ladrón! ¡Vos sois el asesino! Yo os he visto,
Thenardier,
Jondrette,
en el desván del caserón Gorbeau. Sé de vos lo suficiente para enviaros a
presidio
y más lejos aún, si quisiera. Tomad estos mil francos,
canalla.
Y
arrojó un billete de mil francos a los pies de Thenardier.
-¡Ah,
Jondrette-Thenardier, vil gusano! ¡Que os sirva esto de lección, mercader de
secretos
y misterios, escudriñador de las tinieblas, miserable! ¡Tomad, además, estos
quinientos
francos, y salid de aquí! Waterloo os protege.
-¡Waterloo!
-murmuró Thenardier guardándose los quinientos francos al mismo tiempo
que
los mil.
-¡Sí,
asesino! Habéis salvado en esa batalla la vida a un
coronel...
-A
un general -dijo Thenardier alzando la cabeza.
-¡A
un coronel! -replicó Marius furioso-. ¡Y venís aquí a cometer infamias! Os digo
que
sobre
vos pesan todos los crímenes. ¡Marchaos! ¡Desapareced! Sed dichoso, es cuanto os
deseo.
¡Ah, monstruo! Tomad también esos tres mil francos. Mañana, mañana mismo, os
iréis
a América con vuestra hija, porque vuestra mujer ha muerto, abominable
embustero.
¡Id
a que os ahorquen en otra parte!
-Señor
barón -respondió Thenardier inclinándose hasta el suelo-, gratitud
eterna.
Y
Thenardier salió sin comprender una palabra, atónito y contento de verse
abrumado
bajo
sacos de oro, y herido en la cabeza por aquella granizada de billetes de
banco.
Acabemos
desde ahora con este personaje. Dos días después de los sucesos que
estamos
refiriendo, salió, merced a Marius, para América en compañía de su hija Azelma.
Allá,
con el dinero de Marius, Thenardier se hizo negrero.
En
cuanto se retiró Thenardier, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún
paseando.
-¡Cosette!
¡Cosette! -exclamó-. ¡Ven! ¡Ven pronto! Vamos. Vasco, un coche. Ven,
Cosette.
¡Ah, Dios mío! ¡El es quién me salvó la vida! ¡No perdamos un
minuto!
Cosette
creyó que se había vuelto loco. Marius no respiraba y ponía la mano sobre su
corazón
para comprimir los latidos. Iba y venía a grandes pasos, y abrazaba a Cosette,
diciendo:
-¡Ah!
¡Qué desgraciado soy!
Enloquecido,
Marius empezaba a entrever en Jean Valjean una majestuosa y sombría
personalidad.
Una virtud inaudita aparecía ante él, suprema y dulce, humilde en su
inmensidad.
El presidiario se transfiguraba en Cristo. Marius estaba deslumbrado. El
coche
no tardó en llegar.
Marius
hizo subir a Cosette, y se lanzó en seguida dentro.
-Cochero
-dijo-, calle del Hombre Armado, número siete.
El
coche partió.
-¡Ah,
qué felicidad! -exclamó Cosette-. A la calle del Hombre Armado. No me atrevía a
hablarte
de eso. Vamos a ver al señor Jean.
-A
tu padre, Cosette. A lo padre, pues lo es hoy más que nunca. Cosette, ahora
comprendo.
Tú no recibiste la carta que lo mandé con Gavroche. Cayó sin duda en sus
manos,
y fue a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso
salvó
a
otras personas, salvó a Javert. Me sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me
llevó
sobre
sus hombros a través de la cloaca. ¡Ah! ¡Soy el peor de los ingratos! Cosette,
después
de haber sido lo providencia, fue la mía. Figúrate que había allí un espantoso
cenagal
donde ahogarse cien veces, y lo atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba
desmayado;
no veía, no oía. Vamos a traerlo a casa y a tenerlo con nosotros quiera o no;
no
volverá a separarse de nuestro lado. Si es que lo encontramos, si es que no ha
partido.
Pasaré
lo que me resta de vida venerándolo. Gavroche seguramente le entregó a él la
carta.
Todo se explica. ¿Comprendes, Cosette?
Cosette
no comprendía una palabra.
-Tienes
razón -fue su respuesta.
Entretanto,
el coche seguía rodando.
V
Noche
que deja entrever el día
Oyendo
llamar a la puerta, Jean Valjean dijo con voz débil:
-Entrad,
está abierto.
Aparecieron
Cosette y Marius. Cosette se precipitó en el cuarto. Marius permaneció de
pie
en el umbral.
-¡Cosette!
-dijo Jean Valjean y se levantó con los brazos abiertos y trémulos, lívido,
siniestro,
mostrando una alegría inmensa en los ojos.
Cosette,
ahogada por la emoción, cayó sobre su pecho, exclamando:
-¡Padre!
Jean
Valjean, fuera de sí, tartamudeaba:
-¡Cosette!
¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!
Y
sintiéndose estrechar por los brazos de Cosette, añadió:
-¡Eres
tú, sí! ¡Me perdonas, entonces!
Marius,
bajando los párpados para detener sus lágrimas, dio un paso, y
murmuró:
-¡Padre!
-¡Y
vos también me perdonáis! -dijo Jean Valjean.
Marius
no encontraba palabras y el anciano añadió:
-Gracias.
Cosette
se sentó en las rodillas del anciano, separó sus cabellos blancos con un gesto
adorable,
y le besó la frente. Jean Valjean extasiado, no se oponía, y
balbuceaba:
-¡Qué
tonto soy! Creía que no la volvería a ver. Figuraos, señor de Pontmercy, que en
el
mismo
momento en que entrabais, me decía: "¡Todo se acabó! Ahí está su trajecito; soy
un
miserable, y no veré más a Cosette". Decía esto mientras subíais la escalera.
¿No es
verdad
que me había vuelto idiota? No se cuenta con la bondad infinita de Dios. Dios
dijo:
"¿Crees que lo van a abandonar, tonto? No. No puede ser así. Este pobre viejo
necesita
a su ángel". ¡Y el ángel vino, y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida
Cosette!
¡Ah, cuánto he sufrido!
Estuvo
un instante sin poder hablar; luego continuó:
-Tenía
realmente necesidad de ver a Cosette un rato, de tiempo en tiempo. Sin embargo,
sabía
que estaba de sobra, y decía en mis adentros: "No lo necesitan, quédate en lo
rincón,
nadie tiene derecho a eternizarse". ¡Ah, Dios de mi alma! ¡La vuelvo a ver!
¿Sabes,
Cosette, que lo marido es un joven apuesto? ¡Ah! Llevas un bonito cuello
bordado,
me gusta mucho. Señor de Pontmercy, permitidme que la tutee; será por poco
tiempo.
-¡Qué
maldad dejarnos de ese modo! -exclamó Cosette-. ¿Adónde habéis ido? ¿Por qué
habéis
estado ausente tanto tiempo? Antes vuestros viajes apenas duraban tres o cuatró
días.
He enviado a Nicolasa, y le respondían siempre que estabais fuera. ¿Cuándo
regresasteis?
¿Por qué no nos avisasteis? Os veo con mal semblante: ¡Mal padre!
¡Enfermo
y sin decírnoslo! Ten, Marius, toma su mano y verás qué fría
está.
-Habéis
venido, señor de Pontmercy; ¡conque me perdonáis! -repitió Jean
Valjean.
A
estas palabras los sentimientos que se agolpaban al corazón de Marius hallaron
una
salida,
y el joven exclamó:
-Cosette,
¿no lo oyes? ¿No lo oyes que me pide perdón? ¿Sabes lo que me ha hecho,
Cosette?
Me ha salvado la vida. Más aún, lo ha entregado a mí. Y después de salvarme y
después
de entregarte a mí, Cosette, ¿sabes lo que ha hecho de su persona? Se ha
sacrificado.
Eso ha hecho. ¡Y a mí, el ingrato, el olvidadizo, el cruel, el culpable,
me
dice
gracias! Cosette, aunque pase toda la vida a los pies de este hombre siempre
será
poco.
La barricada, la cloaca, el lodazal, todo lo átravesó por mí, por ti, Cosette,
preservándome
de mil muertes, que alejaba de mí y que aceptaba para él. En él está todo
el
valor, toda la virtud, todo el heroísmo. ¡Cosette, este hombre es un
ángel!
-¡Silencio!
¡Silencio! -murmuró apenas Jean Valjean- ¿Para qué decir esas
cosas?
-¡Pero
vos! -exclamó Marius, con cierta cólera lléna de veneración-, ¿por qué no lo
habéis
dicho? Es culpa vuestra también. ¡Salváis la vida a las personas y se lo
ocultáis!
¡Y
bajo pretexto de quitaros la máscara, os calumniáis! Es
horrible.
-Dije
la verdad -respondió Jean Valjean.
-No
-replicó Marius-; la verdad es toda la verdad, y no habéis dicho sino parte.
Erais el
señor
Magdalena, ¿por qué callarlo? Habíais salvado a Javert, ¿por qué callarlo? Yo os
debía
la vida, ¿por qué callarlo?
-Porque
sabía que vos teníais razón, que era preciso que me alejara. Si os hubiera
referido
lo de la cloaca, me habríais retenido a vuestro lado. Debía, pues, callarme.
Hablando,
todo se echaba a perder.
-¡Se
echaba a perder! ¿Qué es lo que se echaba a perder? ¿Por ventura os figuráis que
os
vamos a dejar aquî? No. Os llevamos con nosotros, ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuando
pienso
que por casualidad he sabido estas cosas! Os llevamos con nosotros. Formaréis
parte
de nosotros mismos. Sois su padre y el mío. No pasaréis un día más en esta
horrible
casa.
Mañana ya no estaréis aquí.
-Mañana
-dijo Jean Valjean-, no estaré aquí, ni tampoco en vuestra
casa.
-¿Qué
queréis decir? -dijo Marius-. Se acabarán los viajes. No os volveréis a separar
de
nosotros.
Nos pertenecéis, y no os soltaremos.
-Esta
vez -añadió Cosette-, emplearé la fuerza si es necesario.
Y
riéndose, hizo ademán de coger al anciano en sus brazos.
-Vuestro
cuarto está tal como estaba -continuó-. ¡Si supieseis qué bonito se ha puesto
ahora
el jardín! ¡Cuántas flores! Un petirrojo anidó en un agujero de la pared y un
horrendo
gato se lo comió. ¡Lloré tanto! Padre, vais a venir con nosotros. ¡Cómo va a
alegrarse
el abuelo! Tendréis vuestro lugar propio en el jardín y lo cultivaréis, veremos
si
vuestras
fresas valen tanto como las mías. Una vez en casa, yo haré cuanto queráis, y vos
me
obedeceréis. ¿Verdad que sí?
Jean
Valjean la escuchaba sin oírla. Percibía la música de su voz sin casi comprender
el
sentido
de sus palabras y una de esas gruesas lágrimas, sombrías perlas del alma, se
formaba
lentamente en sus ojos.
-¡Dios
es bueno! -murmuró.
-¡Padre
querido! -dijo Cosette.
Jean
Valjean prosiguió:
-No
hay duda que sería delicioso vivir juntos. Tenéis árboles llenos de pájaros. Me
pasearía
las horas con Cosette. ¡Es grata la vida en compañía de las personas que uno
quiere,
darles . los buenos días, oírse llamar en el jardín! Cada cual cultivaría un
pequeño
trozo.
Ella me haría comer sus fresas, y yo le haría coger mis rosas. Sería
delicioso
pero...
Se
detuvo, y luego dijo bajando más la voz:
-Es
una pena.
La
lágrima no cayó sino que entró de nuevo en la órbita y la reemplazó una
sonrisa.
Cosette
tomó las manos del anciano entre las suyas.
-¡Dios
mío! -exclamó-. Vuestras manos me parecen más frías que antes, ¿os sentís
mal?
-¿Yo?
No -respondió Jean Valjean-, me siento bien. Sólo que...
Se
detuvo.
-¿Sólo
qué?
-Sólo
que me estoy muriendo.
Cosette
y Marius se estremecieron.
-¡Muriendo!
-exclamó Marius.
-Sí
-dijo Jean Valjean.
Respiró
y sonriéndose repuso:
-Cosette,
¿no estabas hablando? Continúa, hablame más. ¿Conque el gato se comió a lo
petirrojo?
Habla, ¡déjame oír lo voz!
Marius
petrificado, miraba al anciano. Cosette lanzó un grito
desgarrador.
-¡Padre!
¡Padre mío! Viviréis, sí, viviréis. Yo quiero que viváis.
¿Oís?
Jean
Valjean alzó los ojos y los fijó en ella con adoración.
-¡Oh,
sí, prohíbeme que muera! ¿Quién sabe? Tal vez lo obedezca. Iba a morir cuando
entrasteis,
y la muerte detuvo su golpe. Me pareció que renacía.
-Estáis
lleno de fuerza y de vida -dijo Marius-. ¿Acaso imagináis que se muere tan
fácilmente?
Habéis tenido disgustos y no volveréis a tenerlos. ¡Os pido perdón de
rodillas!
Vais a vivir, y con nosotros y por largo tiempo. Os hemos
recobrado.
Jean
Valjean continuaba sonriendo.
-Señor
de Pontmercy, aunque me recobraseis ¿me impediría eso que sea lo que soy?
No;
Dios ya ha decidido, y él no cambia sus planes. Es mejor que parta. La muerte lo
arregla
todo. Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Que seáis dichosos, que
haya
en torno vuestro, hijos míos, lilas y ruiseñores, que vuestra vida.sea un
hermoso
prado
iluminado por el sol, que todo el encanto del cielo inunde vuestra alma, y que
ahora
yo,
que para nada sirvo, me muera. Seamos razonables; no hay remedio ya; sé que no
hay
remedio.
¡Qué bueno es lo marido, Cosette! Con él estás mejor que
conmigo.
Se
oyó un ruido en la puerta. Era el médico que entraba.
-Buenos
días y adiós, doctor -dijo Jean Valjean-. Estos son mis pobres
hijos.
Marius
se acercó al médico y lo miró anhelante. El médico le respondió con una
expresiva
mirada. Jean Valjean se volvió hacia Cosette y se puso a contemplarla como si
quisiera
atesorar recuerdos para una eternidad. En la profunda sombra donde ya había
descendido,
aún le era posible el éxtasis mirando a Cosette. La luz de aquel dulce rostro
iluminaba
su pálida faz. El médico le tomó el pulso.
-¡Ah!
¡Os necesitaba tanto! -dijo el anciano dirigiéndose a Cosette y a
Marius.
E
inclinándose al oído del joven, añadió muy bajo:
-Pero
ya es demasiado tarde.
Sin
apartar casi los ojos de Cosette, miró al médico y a Marius con serenidad. Se
oyó
salir
de su boca esta Erase apenas articulada:
-Nada
importa morir, pero no vivir es horrible.
De
repente se levantó. Caminó con paso firme hacia la pared, rechazó a Marius y al
médico
que querían ayudarle, descolgó el crucifijo que había sobre su cama, volvió a
sentarse
como una persona sans, y dijo alzando la voz y colocando el crucifijo sobre la
mesa:
-He
ahí al Gran mártir.
Después
sintió que su cabeza oscilaba, como si lo acometiera el vértigo en la tumba, y
quedó
con la vista fija. Cosette sostenía sus hombros y sollozaba, procurando
hablarle.
-¡Padre!
No nos abandonéis. ¿Es posible que no os hayamos encontrado sino para
perderos?
Hay
algo de titubeo en el acto de morir. Va, viene, se adelanta hacia el sepulcro y
se
retrocede
hacia la vida. Jean Valjean después del síncope, se serenó, y recobró casi una
completa
lucidez. Tomó la mano de Cosette y la besó.
-¡Vuelve
en sí, doctor, vuelve en sí! -gritó Marius.
-Sois
muy buenos -dijo Jean Valjean-. Voy a explicaros lo que me ha causado viva
pens.
Señor de Pontmercy, me la ha causado que no hayáis querido tocar ese dinero. Ese
dinero
es de vuestra mujer. Esta es una de las razones, hijos míos, por la que me he
alegrado
tanto de veros. El azabache negro viene de Inglaterra y el azabache blanco de
Noruega.
En el papel que veis ahí consta todo esto. Para los brazaletes inventé sustituir
los
colgantes simplemente enlazados a los colgantes sóldados. Es más bonito, mejor y
menos
caro. Ya comprenderéis cuánto dinero puede ganarse. Por tanto, la fortuna de
Cosette
es suya, legítimamente suya. Os refiero estos pormenores para que os
tranquilicéis.
Había
entrado la portera y miraba desde el umbral. Dijo al
moribundo:
-¿Queréis
un sacerdote?
-Tengo
uno -respondió Jean Valjean.
Es
probable, en realidad, que el obispo lo estuviera asistiendo en su
agonía.
Cosette,
con mucha suavidad, le puso una almohada bajo los riñones. Jean Valjean
continuó:
-Señor
de Pontmercy, no temáis nada, os lo suplico. Los seiscientos mil francos son de
Cosette.
Si no disfrutaseis de ellos, resultaría perdido todo el trabajo de mi vida.
Habíamos
conseguido fabricar con singular perfección los abalorios, y rivalizábamos con
los
de Berlín.
Cuando
va a morir una persona que nos es querida, las miradas se fijan en ella como
para
retenerla. Los dos jóvenes, mudos de angustia, no sabiendo qué decir a la
muerte,
desesperados
y trémulos, estaban de pie delante del anciano.
Jean
Valjean decaía rápidamente. Su respiración era ya intermitente a interrumpida
por
un
estertor. Le costaba trabajo cambiar de posición el antebrazo y los pies habían
perdido
todo
movimiento. Al mismo tiempo que la miseria de los miembros y la postración del
cuerpo
crecían, toda la majestad del alma brillaba, desplegándose sobre su frente. La
luz
del
mundo desconocido era ya visible en sus pupilas. Su rostro empalidecía, pero
continuaba
sonriendo. Hizo señas a Cosette de que se aproximara, y luego a Marius. Era
sin
duda el último minuto de su última hora, y se puso a hablarles con voz tan queda
que
parecía
venir de lejos, como si en ese momento hubiera ya una pared divisoria entre
ellos
y
él.
-Acércate;
acercaos los dos. Os quiero mucho. ¡Ah! ¡Qué bueno es morir así! Tú
también
me quieres, Cosette. Yo sabía que lo quedaba siempre algún cariño para lo viejo.
¡Cuánto
lo agradezco, niña mía, esta almohada! Me llorarás ¿no es verdad? Pero que no
sea
demasiado. Quiero que seáis felices, amados hijos. Los seiscientos mil francos,
señor
de
Pontmercy, es dinero ganado honradamente. Podéis ser ricos sin repugnancia
alguna.
Será
preciso que compréis un carruaje, que vayáis de vez en cuando a los teatros.
Cosette,
para
ti bonitos vestidos de baile, para vuestros amigos buenas comidas. Sed dichosos.
Estaba
hace poco escribiendo una carta a Cosette, ya la encontrará. Te lego, hija mía,
los
dos
candelabros que están sobre la chimenea. Son de plata; mas para mí son de oro,
de
diamantes,
y convierten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho de
mí
en el Cielo. He hecho lo que he podido. Hijos míos, no olvidéis que soy un
pobre, y os
encargo
que me hagáis enterrar en el primer rincón de tierra que haya a mano, con sólo
una
piedra por lápida. Es mi voluntad. Sobre la piedra no grabéis ningún nombre. Si
Cosette
quiere ir allí alguna vez se lo agradeceré. Vos también, señor Pontmercy. Debo
confesaros
que no siempre os he tenido afecto; os pido perdón. Os estoy muy agradecido,
pues
veo que haréis feliz a Cosette. ¡Si supieseis, señor Pontmercy, cuánto ha sido
mi
cariño
hacia ella! Sus hermosas mejillas sonrosadas eran mi alegría; en cuanto la vela
un
poco
pálida, ya estaba triste. Hay en la cómoda un billete de quinientos francos. Es
para
los
pobres. Cosette, ¿ves tu trajecito
allí sobre la cama? ¿Te acuerdas? No hace más de
diez
años de eso. ¡Cómo pasa el tiempo! Fuimos muy dichosos. Hijos míos, no lloréis,
que
no me voy muy lejos; desde allá os veré. Con sólo que miréis en la noche, mi
sonrisa
se
os aparecerá. Cosette, ¿te acuerdas de Montfermeil? Estabas en el bosque y
tenías
miedo.
¿Te acuerdas cuando yo cogí el asa del cubo lleno de agua? Fue la primera vez
que
toqué tu pobre manita. ¡Y qué fría estaba! Entonces vuestras manos, señorita,
tiraban
a
rojas, hoy brillan por su blancura. ¿Y la muñeca, lo acuerdas? La llamaste
Catalina.
¡Qué
de veces me hiciste reír, ángel mío! ¡Eras tan traviesa! No hacías más que
jugar. Te
colgabas
las guindas de las orejas. En fin, son cosas pasadas. Los bosques que uno ha
atravesado
con su amada niña, los árboles que les han resguardado del sol, los conventos
que
les han resguardado de los hombres, las inocentes risas de la infancia; todo no
es más
que
sombra. Se me figuró que esas cosas me pertenecían, y ahí estuvo el mal. Los
Thenardier
fueron muy perversos; pero hay que perdonarlos. Cosette, ha llegado el
momento
de decirte el nombre de lo madre. Se llamaba Fantina. Recuerda este nombre,
Fantina.
Arrodíllate cada vez que lo pronuncies. Ella padeció mucho, y lo quería con
locura.
Su desgracia fue tan grande, como grande es lo felicidad. Dios lo dispuso así.
Dios
nos ve desde el cielo a todos, y en medio de sus brillantes estrellas sabe bien
lo que
hace.
Me voy ahora, mis queridos hijos. Amaos mucho, siempre. En el mundo casi no
hay
nada más importante que amar. Pensad alguna vez en el pobre viejo que ha muerto
aquí.
Cosette mía, no tengo la culpa de no haberte visto en tanto tiempo; el corazón
se me
desgarraba,
estaba medio loco. Hijos míos, no veo claro. Aún tenía que deciros muchas
cosas;
pero no importa. Vosotros sois seres benditos. No sé lo que siento, pero me
parece
que
veo una luz. Acercaos más. Muero dichoso. Venid, acercad vuestras cabezas tan
amadas
para poner encima mis manos.
Cosette
y Marius cayeron de rodillas, inundando de lágrimas las manos de Jean
Valjean;
manos augustas, pero que ya no se movían. Estaba echado hacia atrás, de modo
que
la luz de los candelabros iluminaba su pálido rostro dirigido hacia el cielo.
Cosette y
Marius
cubrían sus manos de besos. Estaba muerto.
Era
una noche profundamente obscura; no había una estrella en el cielo. Sin duda, en
la
sombra
un ángel inmenso, de pie y con las alas desplegadas, esperaba su
alma.
VI
La
hierba oculta y la lluvia borra
En
el cementerio Padre Lachaise, cerca de la fosa común y lejos del barrio elegante
de
esa
ciudad de sepulcros, lejos de todas esas tumbas a la moda, en un lugar
solitario, al pie
de
un antiguo muro, bajo un gran tejo por el cual trepan las enredaderas de
campanillas
en
medio del musgo, hay una piedra.
Esta
piedra no se halla menos expuesta que las demás a la lepra del tiempo, a los
efectos
de la humedad, del líquen y de las inmundicias de los pájaros. El agua la pone
verde
y el aire la ennegrece. No está próxima a ninguna senda, y no es agradable ir a
pasear
por aquel lado a causa de la altura de la hierba. Cuando la bañan los rayos del
sol,
se
suben a ella los lagartos. A su alrededor se mecen los tallos de avena agitados
por el
viento,
y en la primavera cantan en el árbol las currucas.
Esta
piedra está desnuda. Al cortarla, se pensó únicamente en las necesidades de la
tumba,
esto es, que fuera lo bastante larga y lo bastante angosta para cubrir a un
hombre.
Ningún
nombre se lee en ella. Pero hace muchos años, una mano escribió allí con lápiz
estos
cuatro versos que se fueron volviendo poco a poco ilegibles a causa de la lluvia
y
del
polvo, y que probablemente ya se habrán borrado:
Duerme.
Aunque la suerte fue con él tan extraña,
El
vivía. Murió cuando no tuvo más a su ángel.
La
muerte simplemente llegó,
Como
la noche se hace cuando el día se va.
FIN
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