LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ
MEJIA
A mi querida
amiga
Encarnación
López Júlvez.
1
LA
COGIDA Y LA MUERTE
A las
cinco de la tarde
Eran
las cinco en punto de la tarde.
Un
niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una
espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
El
viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.
Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde
Ya
luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un
muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.
Comenzaron los sones de
bordón
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En
las esquinas grupos de silencio
a
las cinco de la tarde.
¡Y el
toro solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Cuando el sudor de nieve
fue llegando
a las cinco de la tarde,
cuando
la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,
la
muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la
tarde.
Un
ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.
Huesos y flautas suenan
en su oído
a las cinco de la tarde.
El
toro ya mugía por su frente
a las cinco do la tarde.
El
cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.
A lo
lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.
Trompa
de lirio por las verdes ingles
a
las cinco de la
tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,
y el
gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las
cinco de la tarde.
¡Ay,
qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran
las cinco en todos los relojes!
¡Eran
las cinco en sombra de la tarde!
2
LA SANGRE
DERRAMADA
¡Que no quiero verla!
Dile
a la luna que venga,
que
no quiero ver la sangre
de
Ignacio sobre la arena.
¡Que
no quiero verla!
La
luna de par en par.
Caballo
de nubes quietas,
y
la plaza gris del sueño
con
sauces en las barreras.
¡Que
no quiero verla!
Que
mi recuerdo se quema.
¡Avisad
a los jazmines
con
su blancura pequeña!
¡Que
no quiero verla!
La
vaca del viejo mundo
pasaba
su triste lengua
sobre
un hocico de sangres
derramadas
en la arena,
y
los toros de Guisando,
casi
muerte y casi piedra,
mugieron
como dos siglos
hartos
de pisar la tierra.
No.
¡Que
no quiero verla!
Por
las gradas sube Ignacio
con
toda su muerte a cuestas.
Buscaba
el amanecer,
y
el amanecer no era.
Busca
su perfil seguro,
y
el sueño lo desorienta.
Buscaba
su hermoso cuerpo
y
encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la
vea!
No
quiero sentir el chorro
cada vez con menos
fuerza;
ese chorro que
ilumina
los tendidos y se
vuelca
sobre la pana y el
cuero
de
muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que
me asome!
¡No me digáis que la
vea!
No
se cerraron sus ojos
cuando vio los
cuernos cerca,
pero las madres
terribles
levantaron la cabeza.
Y
a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces
secretas
que gritaban a toros
celestes,
mayorales de pálida
niebla.
No
hubo príncipe en Sevilla
que comparársele
pueda,
ni
espada como su espada
ni
corazón tan de veras.
Como un río de leones
su
maravillosa fuerza,
y
como un torso de mármol
su
dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le
doraba la cabeza
donde su risa era un
nardo
de
sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en
la plaza!
¡Qué buen serrano en
la sierra!
¡Qué blando con las
espigas!
¡Qué duro con las
espuelas!
¡Qué tierno con el
rocío!
¡Qué deslumbrante en
la feria!
¡Qué tremendo con las
últimas
banderillas de
tiniebla!
Pero ya duerme sin
fin.
Ya
los musgos y la hierba
abren con dedos
seguros
la
flor de su calavera
Y
su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas
y praderas,
resbalando por
cuernos ateridos,
vacilando sin alma
por la niebla,
tropezando con miles
de pezuñas
como una larga,
oscura, triste lengua
para formar un charco
de agonía
junto al Guadalquivir
de las estrellas.
¡Oh blanco muro de
España!
¡Oh negro toro de
pena!
¡Oh sangre dura de
Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus
venas!
No.
¡Que
no quiero verla!
Que
no hay cáliz que la contenga,
que
no hay golondrinas que se la beban,
no
hay escarcha de luz que la enfríe,
no
hay canto ni diluvio de azucenas,
no
hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo
no quiero verla!!
3
CUERPO PRESENTE
La
piedra es una frente donde los sueños gimen
sin
tener agua curva ni cipreses helados.
La
piedra es una espalda para llevar al tiempo
con
árboles de lágrimas y cintas y planetas.
Yo he
visto lluvias grises correr hacia las olas,
levantando sus tiernos
brazos acribillados,
para
no ser cazadas por la piedra tendida
que
desata sus miembros sin empapar la sangre.
Porque la piedra coge
simientes y nublados,
esqueletos de alondras y
lobos de penumbra;
pero
no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino
plazas y plazas y otras plazas sin muros.
Ya
está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se
acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la
muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le
ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
Ya se
acabó. La lluvia penetra por su boca.
El
aire como loco deja su pecho hundido,
y el
Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se
calienta en la cumbre de las ganaderías.
¿Qué
dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo
presente que se esfuma,
con
una forma clara que tuvo ruiseñores
y la
vemos llenarse de agujeros sin fondo.
¿Quién arruga el
sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí
no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni
pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí
no quiero más que los ojos redondos
para
ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo
quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los
que doman caballos y dominan los ríos:
los
hombres que les suena el esqueleto y cantan
con
una boca llena de sol y pedernales.
Aquí
quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo
con las riendas quebradas.
Yo
quiero que me enseñen dónde está la salida
para
este capitán atado por la muerte.
Yo
quiero que me enseñen un llanto como un río
que
tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para
llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin
escuchar el doble resuello de los toros.
Que
se pierda en la plaza redonda de la luna
que
finge cuando niña doliente res inmóvil;
que
se pierda en la noche sin canto de los peces
y en
la maleza blanca del humo congelado.
No
quiero que le tapen la cara con pañuelos
para
que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete,
Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa:
¡También se muere el mar!
4
No te
conoce el toro ni la higuera,
ni
caballos ni hormigas de tu casa.
No te
conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto
para siempre.
No te
conoce el lomo de la piedra,
ni el
rasgo negro donde te destrozas.
No te
conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto
para siempre.
El
otoño vendrá con caracolas,
uva
de niebla y montes agrupados,
pero
nadie querrá mirar tus ojos
porque tú has muerto
para siempre.
Porque, tú has muerto
para siempre
como
todos los muertos de la Tierra,
como
todos los muertos que se olvidan
en un
montón de perros apagados.
No te
conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo
canto para luego tu perfil y tu gracia.
La
madurez insigne de tu conocimiento.
Tu
apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La
tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en
nacer, si es que nace,
un
andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo
canto su elegancia con palabras que gimen
y
recuerdo una brisa triste por los olivos.
FIN