BARTOLOMÉ MITRE
EL GENERAL LAS HERAS
Hay
héroes de circunstancias que ocupan y abandonan bulliciosamente la escena de la
historia. Por una ilusión de óptica a veces aparecen grandes a los ojos de sus
contemporáneos, más bien por el medio en que viven y los accesorios que los
rodean, que por sus propias calidades y por sus propias
acciones.
Estos
son los héroes teatrales de la historia. Para brillar, necesitan de las luces
artificiales de la popularidad pasajera. Sólo se estimulan con los aplausos de
la calle y de la plaza pública. No hay elocuencia posible para ellos sino en lo
alto de la tribuna y en medio de una pomposa decoración, ni heroísmo sino en
presencia de millares de testigos. Esclavos de ajenas pasiones y de su propia
vanidad, sólo conciben la gloria en un carro triunfal arrastrado por adoradores.
Prefieren una corona de cartón dorado, con tal que todos la tomen por oro buen a
ley, a la inmortal corona del laurel sagrado que sólo resplandece en la
obscuridad de la tumba. Hambrientos de vanagloria, ebrios de aplausos, enfermos
de celos y de vanidad pueril, el aplauso de la propia conciencia no llega a sus
oídos, la verdadera gloria no les satisface, el silencio los anonada, la soledad
les hace creerse muertos, y el retiro es para ellos como el vacío de la máquina
neumática que apaga los sonidos.
Sobre
la tumba de éstos nunca se escribió el sublime epitafio de Esparta: "Murieron en
la creencia de que la felicidad no consiste ni en vivir ni en morir, sino en
saber hacer gloriosamente lo uno y lo otro".
Los
hombres grandes por sí mismos, que no trafican con la gloria, para quienes el
mando es un deber, la lucha una noble tarea, y el sacrificio una verdadera
religión; los que al abandonar el teatro de la vida pública no tienen que
despojarse a su puerta de las galas prestadas de un día, y queman el aceite de
su propia vida en la lámpara de sus vigilias, ésos viven en paz y conversan
familiarmente con el genio de la soledad, que en el silencio serena su alma
agitada por las tempestades populares. A esos hombres sienta bien el modesto
retiro en que pueden ser estudiados y estimados por lo que en sí valen,
despertando la admiración o la simpatía por calidades superiores a los engañosos
prestigios de la prosperidad.
Tales
o semejantes reflexiones hacía en una hermosa y apacible tarde de verano del año
de 1848, atravesando la magnífica alameda de Santiago de Chile, y dirigiéndome a
uno de los barrios más apartados de la ciudad, donde vivía y murió el general
don Juan Gregorio de Las Heras, capitán ilustre y libertador de tres repúblicas,
republicano sencillo y desinteresado, que siendo uno de los héroes más notables
de la epopeya de la independencia americana, vivía tranquilo en el retiro, sin
espada, sin poder y sin fortuna.
Iba
a pagarle la visita que infaliblemente hacía este soldado lleno de cortesía, a
todo argentino que llegaba a aquel país; y al hacerlo, era arrastrado por algo
más que un deber social, pues, admirador de sus grandes servicios y virtudes,
había encontrado en él un héroe según mi ideal, y un hombre según mi
evangelio.
Al
dirigirme a su casa, podía contemplar a la distancia las nevadas cordilleras de
los Andes, a cuyo pie está el memorable campo de Chacabuco; y mi vista se perdía
en la vasta llanura del valle de Maipo y los caminos que desde él conducen al
sur de Chile, donde Las Heras, siguiendo las huellas de San Martín, se había
ilustrado en grandes batallas y gloriosos combates.
Lleno
de estas ideas, de estos recuerdos y de este espectáculo grandioso, llegué a su
antigua casa de familia, cuya arquitectura pertenece a la época colonial, no
ocurriéndoseme, como se me ocurre hoy, que era singular que quien más había
contribuido a destruir aquel régimen con su espada, hubiese encontrado en medio
de tantas ruinas como hizo con ella, un viejo techo con el sello de la
dominación española, donde abrigar su cabeza en el invierno de la vida, para
morir en paz a su sombra.
El
interior de la casa participa del carácter semirrústico y semiurbano del
apartado barrio en que está situada. Penétrase a ella por un ancho portal que
conduce a un vasto patio, especie de plaza de armas donde podría acampar
cómodamente el famoso batallón número 11 que tantas veces condujo a la victoria
el antiguo veterano. Hacia la
derecha se encuentra una ancha escalera que va a dar a una galería alta que
rodea parte del segundo patio. Ocupado por un melancólico jardín, en cuyo centro
se elevaba, en aquella época, un pino marítimo que, batido desde temprano por
los vientos, había sido necesario apuntalar.
La
primera puerta que se encuentra es la de la pieza donde habitualmente recibía el
general. Sencillamente amueblada, era a la vez su sala de recibo, su gabinete de
estudio, y su cuarto de descanso. Allí se veían sus libros, que siempre se
ocupaba de leer, el sofá donde reposaba de sus dolencias y la mesa donde
escribía sus cartas y sus apuntes históricos, siendo de notar que, en aquella
estancia, que tenía algo de la austeridad militar, no se veía ningún trofeo,
ninguna arma, nada que recordase que el que la habitaba era un héroe que manejó
la espada y rigió ejércitos y pueblos como general y como
gobernante.
HaIlábase
esa tarde de visita un anciano de exterior algo adusto, que tenía cerca de sí
las muletas en que se apoyaba para caminar, y a quien el general me presentó
como a un amigo y compatriota. Eraldon Manuel Barañao, nacido en la República
Argentina, coronel de los Húsares del Rey en las campañas de Chile. Reputado por
los españoles como una de las primeras espadas de su ejército, a su ausencia en
el campo de Chacabuco se atribuyó, no sin alguna razón por los realistas, la
pérdida de aquella batalla. No dejó de sorprenderme en el primer momento aquella
intimidad de dos antiguos guerreros que habían militado bajo opuestas banderas y
por distintas causas. Luego encontré grande y noble aquella reconciliación
efectuada al fin de sus años, cuando el uno podía gozarse en el fruto de sus
gloriosas fatigas, y el otro podía vivir tranquilo a la sombra de la ley que
había combatido. Más tarde pude reconocer en el coronel Barañao cualidades que
le hacían digno de la amistad del general. Reconciliado con la democracia
triunfante contra sus esfuerzos, y argentino de corazón a pesar de haberse
opuesto a la emancipación de su patria, tuve ocasión, en un banquete de
emigrados argentinos, en conmemoración del 25 de Mayo, de brindar con él en
honor de la independencia americana.
La
amistad con que en aquella época me honro el general Las Heras, y la simpatía
que despertó en mí la nobleza de su carácter y la franca amabilidad de su trato,
me hicieron nacer el deseo de conocer más detalladamente sus servicios a la
causa de la independencia americana. Encontré que el héroe era más grande aún,
visto al través de la historia, como había encontrado que el hombre era más
interesante visto de cerca, despojado de los prestigios exteriores que hacen a
veces aparecer a los poderosos más grandes de lo que realmente
son.
Con
tal motivo, tuve que apreciar otro rasgo notable de su carácter. El general Las
Heras, como todos los hombres de acción que han ejecutado grandes cosas, hablaba
muy pocas veces de sus campañas y casi nunca de su participación en ellas, no
obstante poseer cierta elocuencia militar y expresarse con animación y colorido
toda vez que la corriente de la conversación lo llevaba insensiblemente a
ocuparse de la guerra de la independencia. Así es que las noticias que recogí
sobre su vida, las obtuve por otros conductos que el suyo, habiéndome hecho un
deber de respetar en él esa modestia que tan bien le cuadraba. Tan solo una vez
le pedí que me acompañase a visitar el memorable campo de batalla de Maipo, a lo
que se prestó de buena voluntad, como un homenaje al general San Martín, del
cual se ocupaba con frecuencia y siempre con admiración y
respeto.
II
El
general don Juan Gregorio de Las Heras nació en Buenos Aires, el 11 de julio de
1780, casi al mismo tiempo en que su
futuro general y compañero nacía en un pueblo arruinado de las
Misiones.
Al
empezar el siglo viajó como comerciante por Chile y el Perú, que más tarde debía
visitar como guerrero y como libertador.
Al
estallar la revolución del año 10, había pasado de los treinta años. Como todos
los jóvenes entusiastas de aquella época, y casi al mismo tiempo en que don José
María Paz -con quien se hallaba en Córdoba- abandonaba sus estudios para ceñir
la espada, Las Heras abandonaba el comercio y se alistaba decididamente bajo la
bandera revolucionaria.
Nombrado
capitán de milicias por el gobierno patriota, fue elevado al rango de sargento
mayor en 1813, para marchar en calidad de segundo jefe de la columna auxiliar
que se dispuso enviar a Chile a las órdenes del comandante don Santiago Carrera,
en retribución del auxilio de fuerzas que aquel país había dado poco antes en
apoyo de la revolución argentina.
La
división se componía de poco más de trescientos hombres de infantería reclutados
en las provincias de Córdoba y Cuyo. En el mes de septiembre de 1813 pasé la
cordillera, siendo ésta la primera fuerza militar que llevó la bandera de la
revolución fuera de los límites del antiguo virreinato, pues los primeros
ejércitos patriotas por la parte del Perú no habían pasado del Desaguadero, que
era su frontera norte.
A
la llegada de la división auxiliar argentina, la situación de Chile era muy
crítica. Reforzadas las
guarniciones españolas del sur, habían vuelto a tomar la ofensiva, y ocupaban la
mayor parte del país hasta Concepción. El gobierno, debilitado por las luchas
intestinas y por los recientes contrastes de los Cartera, había confiado el
mando del ejército al general O'Higgins, quien se ocupaba en organizarlo,
mientras el coronel Mackenna, su segundo, obraba a vanguardia con una pequeña
división de más de trescientos hombres. A esta división se incorporaron los
auxiliares argentinos, que más tarde fueron mandados por el coronel don Marcos
Balcarce, y finalmente quedaron a las órdenes de Las
Heras.
El
ensayo de los auxiliares argentinos fue brillante. El 22 de febrero de 1814 el
mayor Las Heras, a la cabeza de 100 auxiliares, en la confluencia del Itata y
del Nuble, salvó la división Mackenna de un contraste, preparándole un inmediato
triunfo, por cuya acción fue recomendado en el parte de aquella jornada, con el
título de "valerosos", que no debía desmentir en adelante. Por esta hazaña
decretó el gobierno un escudo de honor con este lema: "La patria a los valerosos
de Cucha Cucha, auxiliares de Chile, año de 1814".
Un
mes permaneció la división Mackenna en el Membrillar, donde, rodeada de peligros
y por fuerzas muy superiores, tuvo que atrincherarse, hasta que a la proximidad
de la división O'Higgins que venía en su auxilio, y que en esta ocasión dio la
batalla de Quilo, tuvo lugar la victoria del mismo nombre (Membrillar), el 20 de
marzo de 1814, en que Balcarce y Las Heras se distinguieron muy particularmente,
según el testimonio de todos los historiadores chilenos.
Reunido el ejército, tuvo que replegarse hasta
el Maule, a consecuencia de algunos contrastes sufridos por otras divisiones
patriotas; hallándose sucesivamente Las Heras y los auxiliares en los combates
de "tres Montes", paso del río Claro, y la brillante defensa de Quecheraguas, en
que el ejército patriota hizo pie firme, obligando al enemigo a retroceder y
encerrarse en Talca.
A
pesar de estos esfuerzos, la caída de la revolución chilena fue inevitable.
Después de algunas negociaciones de paz entre ambos ejércitos, interrumpidas por
revoluciones y combates entre soldados de la misma causa, tuvo lugar la derrota
de Rancagua, el 26 de agosto de 1814, de cuyo contraste sólo se salvó organizado
el cuerpo de auxiliares, que hallándose en Aconcagua, volvió a pasar la
cordillera conducido por su bizarro comandante, después de proteger la salvación
de los emigrados y cubrir la retaguardia de los
derrotados.
III
Las
Heras se situó en Mendoza con los auxiliares.
San
Martín organizaba a la sazón allí el plantel del memorable Ejército de los
Andes, destinado a dar libertad a la mitad de la América del Sur. Los auxiliares
argentinos de Chile se agregaron a él, y formaron el plantel del famoso batallón
núm. 11, cuyo mando se confió al comandante Las Heras, que a su cabeza debía
conquistar nuevos laureles.
El
general San Martín le distinguió desde luego con su confianza, y encontró en él
un inteligente y eficaz cooperador para la organización del
ejército.
En
la reconquista de Chile, elevado ya al rango de coronel, tuvo el mando de la
primera división del ejército con la cual atravesó por segunda vez los Andes por
Uspallata, llevando la vanguardia. Al frente de ella le cupo la fortuna de
obtener el primer triunfo de la campaña, el día 14 de febrero de 1817, en que la
Guardia Vieja fue tomada por asalto, llevando el ataque el mayor don Enrique
Martínez, quedando toda la guarnición española muerta o
prisionera.
Enseguida
descendió de las alturas, posesionándose por una hábil maniobra del valle y de
la villa de Santa Rosa, operando allí su reunión con la división de Soler, que
había atravesado Los Patos y ocupado el valle de Putaendo, con lo cual aseguró
el éxito de aquel famoso pasaje de los Andes, conquistándose luego toda la
provincia de Aconcagua.
En
la batalla de Chacabuco, a la cabeza del batallón núm. 11, formó parte de la
columna que a las órdenes del general Soler atacó al enemigo por el flanco. Penetrando en sus filas a la bayoneta,
fue uno de los que, a la par de sus bravos compañeros Necochea y Zapiola,
contribuyó a fijar la victoria de los patriotas el 12 de febrero de
1817.
Pocos
días después (el 19 de febrero), Las Heras marchaba al sur de Chile, a la cabeza
de una pequeña división de las tres armas, con el objeto de perseguir al enemigo
que procuraba rehacerse del otro lado del Maule.
Desde
esta época empieza Las Heras a obrar como general en jefe, y acreditar su
pericia militar y el temple heroico de su alma.
Atacado
por fuerzas superiores mandadas por el entendido y valeroso coronel español
Ordóñez, obtuvo un brillante triunfo en Curapaligüé, el 4 de abril, a distancia
de cinco leguas de Concepción, arrebatando al enemigo su
artillería,
Las
Heras entró triunfante en la ciudad de Concepción de Penco, dejando establecido
su campamento en el inmediato cerro del Gavilán, nombre que debía muy luego
ilustrarse con otra victoria.
La
división de Las Heras, reforzada por la columna del comandante Freyre, constaba
de poco más de 1.200 hombres de las tres armas.
Posesionado
el enemigo de las fortificaciones de Talcahuano, dueño de la navegación del mar
Pacífíco, y ocupando todo el sur del Bío Bío, con fuertes guarniciones cubiertas
por fortificaciones y obstáculos naturales, era imposible que Las Heras
completase su destrucción con los pequeños medios que tenía a su
mando.
Su
posición llegó a ser crítica. Reforzado Ordóñez con más de 1.600 soldados
aguerridos, se dispuso a caer sobre Las Heras y acabar con él, reuniendo para el
efecto fuerzas muy superiores. Advertido de ello, Las Heras había pedido ser
reforzado, y el mismo director O'Higgins venía a marchas forzadas en su
protección. El 5 de mayo debía tener lugar la reunión. El 4 escribía Las Heras a
O'Higgins: "Al alba pienso ser atacado, y si V. E. no acelera sus marchas a toda
costa en auxilio de estas divisiones, pudiera tener un fatal resultado para el
país".
El
día 5 de mayo al amanecer fue en efecto atacado por fuerzas superiores dirigidas
por Ordóñez y Morgado, los dos mejores militares del ejército realista. Después
de un reñido combate de algunas horas, lleno de peripecias interesantes, en que
toda la artillería patriota quedó desmontada, la victoria se declaró al fin por
Las Heras, dejando el enemigo en el campo casi toda su artillería (3 piezas),
250 fusiles y como 230 hombres de pérdida entre muertos y prisioneros, con sólo
la pérdida por su parte de 6 muertos y 70 heridos.
Este
glorioso hecho de armas se llamó la batalla del Gavilán. O'Higgins, que a la
distancia había oído los cañonazos de la batalla, sólo llegó a tiempo para
saludar al vencedor por su espléndida victoria.
IV
Después
de esto, O'Higgins tomó el mando del ejército y puso sitio a
Talcahuano.
El
plan de Las Heras para dar el asalto a las fortificaciones de Talcahuano habría
dado probablemente el dominio de aquella importante plaza. La preferencia que se
dio al plan del general Brayer, rodeado del prestigio que le daba la distinción
que Napoleón hizo siempre de su capacidad militar, costó al ejército un
descalabro y la pérdida de 400 soldados.
Las
Heras, caballeroso como siempre, se prestó a ejecutar la parte más peligrosa del
plan de Brayer, mientras que éste, fuera del alcance del tiro de cañón,
estudiaba los progresos del ataque.
A
la cabeza de su columna, a pie y con la espada desenvainada debajo del brazo,
marchó al ataque a paso de carrera, como un héroe antiguo, y, bajo un fuego
terrible de todas las baterías de la parte del puerto, dio el asalto a la
formidable posición del Morro de Talcahuano, rellenando los fosos con
salchichones, coronando el muro y arrollando al enemigo a la bayoneta. Es el
único hecho de este género que recuerda la historia
americana.
Imposibilitado
de forzar las líneas interiores del enemigo, malogrado el ataque del centro y
aislado el triunfo obtenido por el extremo opuesto, O'Higgins dio la señal de
retirada. Las Heras la ejecutó con una habilidad y sangre fría admirables bajo
el
fuego
de una terrible artillería, salvando a todos sus heridos, clavando los cañones
de las baterías españolas y conduciendo hasta a los prisioneros que había hecho,
dejando al enemigo atónito con su denuedo.
Este
descalabro obligó a levantar el sitio, tocándole a Las Heras cubrir la retirada
del ejército.
Abierta
de nuevo la campaña bajo la dirección de San Martín, para batir al ejército
realista considerablemente reforzado, los patriotas fueron sorprendidos y
deshechos en la noche del 19 de marzo de 1818. Las Heras fue el héroe de aquella
triste jornada. Cuando todo era confusión, él mantuvo el orden en el costado
derecho que mandaba, reunió así a los dispersos y salió del campo del combate
salvando 3.000 hombres y 12 piezas de artillería, con los cuales hizo una
retirada de 80 leguas, presentándose a San Martín, que lo recibió con los
honores de un triunfador. Bien lo merecía, pues se le presentaba como Dessaix a
Napoleón después de la primera derrota de Marengo, y podía decir: "Hemos perdido
una batalla, pero aun tenemos tiempo de ganar otra".
Al
abrirse en consecuencia las nuevas operaciones, Las Heras, que había perdido su
equipo en Cancha Rayada, no tenía casaca que ponerse. San Martín, que no tenía
ni veinticinco pesos de que disponer, ordenó a su asistente diese a Las Heras la
mejor casaca de su valija. ¡La mejor casaca de San Martín estaba
rota!
En
efecto, dieciocho días después, el 5 de abril de 1818, el ejército
argentinochileno obtenía la espléndida victoria de Maipo, una de las más notables y completas de la guerra de la
independencia. Las Heras mandaba en aquel día la derecha de la línea y a la
cabeza de un batallón sostuvo un terrible combate, coronado por el éxito,
tocándole al fin ser uno de los que completaron la victoria a la retaguardia del
enemigo.
V
Próxima
a realizarse la expedición del Perú que meditaba San Martín, la guerra civil que
devoraba a la República Argentina, indujo al gobierno llamar a sí el Ejército de
los Andes, para consolidar su autoridad vacilante y dominar el
desorden.
Las
Heras se hallaba interinamente al mando del ejército.
San
Martín, comprendiendo que la revolución se perdía si tal resolución se llevaba a
cabo, hizo renuncia del mando del ejército, dirigiéndose por una nota a los
jefes en atención a que el gobierno nacional había en cierto modo caducado,
ofreciendo sus servicios al jefe que se nombrase para
substituirlo.
Nunca
fueron más grandes que este día los compañeros de San Martín, y en especial Las
Heras, llamado por su reputación y sus servicios al mando del ejército. Fue el
primero que se pronunció contra la aceptación de la renuncia, y a su ejemplo
todos confirmaron en el mando al general San Martín, salvando así la revolución
americana, que nunca estuvo en más inminente riesgo de
perderse.
Nombrado
mayor general del ejército, dirigió como tal los aprestos de la expedición al
Perú, siendo el primero que pisó este suelo al frente de una división que se
posesionó de Pisco en 1820.
A
la entrada del ejército libertador a Lima, fue nombrado general en jefe, y
estableció el sitio contra los castillos del Callao, mandando en persona el
malogrado ataque que dio sobre aquéllos.
Permaneció
en el Perú hasta 1821 en que se separó del ejército, disgustado con San Martín,
quien le vio alejarse con profunda tristeza, según consta de su correspondencia
privada. Los dos murieron, empero, amándose y estimándose.
En
1824 fue nombrado gobernador de Buenos Aires, para suceder al general don Martín
Rodríguez, que había terminado su período legal.
Su
gobierno es uno de los mejores que ha tenido Buenos Aires. Cumplió la ley,
administró bien las rentas, hizo prosperar al país, le dio respetabilidad dentro
y fuera, y trabajó con éxito para la reorganización nacional por medio de la
reunión de un congreso que se verificó en Buenos Aires a fines de
1824.
En
enero de 1824 fue nombrado encargado del poder ejecutivo
nacional.
Esta
época fue señalada por actos notables que corresponden a la
historia.
Realizada
la unión nacional bajo sus auspicios, y nombrado presidente de la república don
Bernardino Rivadavia, le hizo entrega de la autoridad general depositada en sus
manos. Poco después dejó de ser gobernador de Buenos Aires, a consecuencia de la
ley de capitalización que preparaba la organización unitaria de la
república.
Su
despedida oficial fue amarga, tal vez mal aconsejado por ambiciones de segundo
orden; pero en el fondo de su corazón no quedó ningún rencor, y con noble y
elevado patriotismo hizo votos por la felicidad de su
patria.
Uno
de los compañeros de armas, que ha sido también el historiador de aquella época,
ha dicho que Las Heras se retiró entonces a Chile, resentido tal vez del modo
pomposo y altanero con que Rivadavia lo había tratado, y con tal motivo ha
formulado este juicio sobre él: "Las Heras es uno de los primeros y más
valientes defensores de la república, y a la franqueza y firmeza de un soldado,
y a la probidad más sin tacha en su conducta como funcionario público, reunía
una deferencia escrupulosa al cuerpo legislativo".
Acogido
en Chile como uno de sus mejores hijos, continuó desde su retiro ocupándose de
la suerte de su patria, y prestándole en algunas circunstancias servicios de
consideración.
Cuando
su patria, después de treinta años de olvido, lo reconoció como general y le
mandó abonar el sueldo que hasta entonces le había pasado la República de Chile,
recibió esta distinción con modestia y gratitud, creyendo que recibía gracia en
lo que se le debía de justicia.
VI
El
general Las Heras, al tiempo de morir, era el Bayardo de la República Argentina,
el militar sin miedo y sin reproche, decano de los ejércitos americanos, por su
edad, por sus servicios y por sus elevadas cualidades
morales.
En
su avanzada edad, y a pesar de las dolencias que lo aquejaban, conservaba aún
cuando lo vi por la última vez en Chile, en 1850, toda la arrogancia del
soldado, y el reflejo de su belleza varonil de sus heroicos años. Su talla era
alta y erguida; su ojo negro, profundo y chispeante, respiraba la firmeza y la
bondad, y en sus maneras se notaba algo de la habitud del mando, unida a la
exquisita cortesanía de los hombres de su tiempo. En aquella época le vi una vez
de grande uniforme en medio del estado mayor de Chile, y su imponente figura
militar eclipsaba a todas llamando sobre él la atención del pueblo que veía en
él al representante de sus más queridas glorias.
El
general Las Heras pensaba siempre en su patria y seguía desde lejos su
movimiento.
En
prueba de ello, he aquí la última carta que recibimos de él, lo que dará una
idea de su estilo, de sus sentimientos y de su modo de juzgar los
acontecimientos contemporáneos:
Es
de fecha 30 de diciembre del año 1863, y dice entre otras cosas. "Es un obsequio
para un pobre viejo como yo, el recibir tantas consideraciones. No hablemos de
los hechos de la guerra de la independencia; en ella hemos hecho lo que hemos
podido, y lo que era nuestro deber. Pero cuando desde mi soledad estudio por los
diarios y contemplo el progreso de que es deudora a ustedes nuestra patria, me
asombro y me complazco en ello, comparando la época presente con la que me tocó
mandar en ésa, en la que a cada paso tenía que tropezar con la escasez de
recursos y con las preocupaciones, que nunca me permitieron ni aun dar a la
guardia nacional la organización que la ley señalaba. Como argentino y como
americano doy a usted las gracias por la noticia que me da del tratado celebrado
con la España. Este es un verdadero triunfo americano, que hará recordar esta
época con entusiasmo".
El
general Las Heras murió en Santiago de Chile el 6 de febrero de 1866, a los 86
años de edad.
El
gobierno de Chile honró su memoria decretándole exequias nacionales y el pueblo
chileno asistió a sus funerales, confirmando la palabra de uno de sus
historiadores: "La historia del general Las Heras es la historia de
Chile".
No
necesité apelar a la posteridad para esperar justicia y afirmar la corona sobre
sus sienes. El juicio que el pueblo sólo pronuncia en los funerales de sus
héroes, fue pronunciado en vida y para honor y gloria de él y de su patria, por
los hijos de la heroica generación a que perteneció, que es la posteridad a que
apelaba el general San Martín, su ilustre maestro y compañero de
gloria.