E.
J. HOBSBAWM
La
Revolución Francesa
Un
inglés que no esté lleno de estima y admiración por la sublime manera en que una
de las más IMPORTANTES REVOLUCIONES que el mundo ha conocido se está ahora
efectuando, debe de estar muerto para todo sentimiento de virtud y libertad;
ninguno de mis compatriotas que haya tenido la buena fortuna de presenciar las
transacciones de los últimos tres días en esta ciudad, testificará que mi
lenguaje es hiperbólico.
Del
“Morning Post” (21 de julio de 1789, sobre la toma de la Bastilla).
Pronto
las naciones ilustradas procesarán a quienes las han gobernado hasta ahora.
Los
reyes serán enviados al desierto a hacer compañía a las bestias feroces a las
que se parecen, y la naturaleza recobrará sus derechos.
(SAINT-JUST:
Discurso sobre la Constitución de Francia, pronunciado en la Convención el 24 de
abril de 1793.)
Si
la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia
de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron
principalmente bajo la influencia de la Revolución francesa. Inglaterra
proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico
que hizo estallar las tradicionales estructuras económicas y sociales del mundo
no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el
punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las
nacionalidades nacientes. Entre 1789 y 1917, las políticas europeas (y las de
todo el mundo) lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de
1789 o los más incendiarios todavía de 1793. Francia proporcionó el vocabulario
y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor
parte del mundo. Francia ofreció el primer gran ejemplo, el concepto y el
vocabulario del nacionalismo. Francia proporcionó los códigos legales, el modelo
de organización científica y técnica y el sistema métrico decimal a muchísimos
países. La ideología del mundo moderno penetró por primera vez en las antiguas
civilizaciones, que hasta entonces habían resistido a las ideas europeas, a
través de la influencia francesa. Esta fue la obra de la Revolución
francesa(1).
Como
hemos visto, el siglo XVIII fue una época de crisis para los viejos regímenes
europeos y para sus sistemas económicos, y sus últimas décadas estuvieron llenas
de agitaciones políticas que a veces alcanzaron categoría de revueltas, de
movimientos coloniales autonomistas e incluso secesionistas: no sólo en los
Estados Unidos (1776-1783), sino también en Irlanda (1782-1784), en Bélgica y
Lieja (1787-1790), en Holanda (1783-1787), en Ginebra, e incluso —se ha
discutido— en Inglaterra (1779). Tan notable es este conjunto de desasosiego
político que algunos historiadores recientes han hablado de una “era de
revoluciones democráticas” de las que la francesa fue solamente una, aunque la
más dramática y de mayor alcance.(2)
Desde
luego, como la crisis del antiguo régimen no fue un fenómeno puramente francés,
dichas observaciones no carecen de fundamento. Incluso se puede decir que la
Revolución rusa de 1917 (que ocupa una posición de importancia similar en
nuestro siglo) fue simplemente el más dramático de toda una serie de movimientos
análogos, como los que —algunos años antes— acabaron derribando a los viejos
Imperios chino y turco. Sin embargo, hay aquí un equívoco. La Revolución
francesa puede no haber sido un fenómeno aislado, pero fue mucho más fundamental
que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más
profundas. En primer lugar, sucedió en el más poderoso y populoso Estado europeo
(excepto Rusia). En 1789, casi de cada cinco europeos, uno era francés. En
segundo lugar de todas las revoluciones que la precedieron y la siguieron fue la
única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que
cualquier otro levantamiento. No es casual que los revolucionarios
norteamericanos y los “jacobinos” británicos que emigraron a Francia por sus
simpatías políticas, se consideraran moderados en Francia. Tom Paine, que era un
extremista en Inglaterra y Norteamérica, figuró en París entre los más moderados
de los girondinos. Los resultados de las revoluciones americanas fueron,
hablando en términos generales, que los países quedaran poco más o menos como
antes, aunque liberados del dominio político de los ingleses, los españoles o
los portugueses. En cambio, el resultado de la Revolución francesa fue que la
época de Balzac sustituyera a la de Madame Dubarry.
En
tercer lugar, de todas las revoluciones contemporáneas, la francesa fue la única
ecuménica. Sus ejércitos se pusieron en marcha para revolucionar al mundo, y sus
ideas lo lograron. La revolución norteamericana sigue siendo un acontecimiento
crucial en la historia de los Estados Unidos, pero (salvo en los países
directamente envueltos en ella y por ella) no dejó huellas importantes en
ninguna parte. La Revolución francesa, en cambio, es un hito en todas partes.
Sus repercusiones, mucho más que las de la revolución norteamericana,
ocasionaron los levantamientos que llevarían a la liberación de los países
iberoamericanos después de 1808. Su influencia directa irradió hasta Bengala, en
donde Ram Mohan Roy se inspiró en ella para fundar el primer movimiento
reformista hindú, precursor del moderno nacionalismo indio. (Cuando Ram Mohan
Roy visitó Inglaterra en 1830, insistió en viajar en un barco francés para
demostrar su entusiasmo por los principios de la Revolución francesa.) Fue, como
se ha dicho con razón, “el primer gran movimiento de ideas en la cristiandad
occidental que produjo algún efecto real sobre el mundo del
Islam”(3), y esto casi inmediatamente. A mediados del siglo XIX la
palabra turca “vatan”, que antes significaba sólo el lugar de nacimiento o
residencia de un hombre, se había transformado bajo la influencia de la
Revolución francesa en algo así como “patria”; el vocablo “libertad”, que antes
de 1800 no era más que un término legal denotando lo contrario que “esclavitud”,
también había empezado a adquirir un nuevo contenido político. La influencia
indirecta de la Revolución francesa es universal, pues proporcionó el patrón
para todos los movimientos revolucionarios subsiguientes, y sus lecciones
(interpretadas conforme al gusto de cada país o cada caudillo) fueron
incorporadas en el moderno socialismo y comunismo(4).
Así,
pues, la Revolución francesa está considerada como la revolución de su época, y
no sólo una, aunque la más prominente, de su clase. Y sus orígenes deben
buscarse por ello no simplemente en las condiciones generales de Europa, sino en
la específica situación de Francia. Su peculiaridad se explica mejor en términos
internacionales. Durante el siglo XVIII Francia fue el mayor rival económico
internacional de Inglaterra. Su comercio exterior, que se cuadruplicó entre 1720
y 1780, causaba preocupación en la Gran Bretaña; su sistema colonial era en
ciertas áreas (tales como las Indias Occidentales) más dinámico que el
británico. A pesar de lo cual, Francia no era una potencia como Inglaterra, cuya
política exterior ya estaba determinada sustancialmente por los intereses de la
expansión capitalista. Francia era la más poderosa y en muchos aspectos la más
característica de las viejas monarquías absolutas y aristocráticas de Europa. En
otros términos: el conflicto entre la armazón oficial y los inconmovibles
intereses del antiguo régimen y la subida de las nuevas fuerzas sociales era más
agudo en Francia que en cualquier otro sitio.
Las
nuevas fuerzas sabían con exactitud lo que querían. Turgot, el economista
fisiócrata, preconizaba una eficaz explotación de la tierra, la libertad de
empresa y de comercio, una normal y eficiente administración de un territorio
nacional único y homogéneo, la abolición de todas las restricciones y
desigualdades sociales que entorpecían el desenvolvimiento de los recursos
nacionales y una equitativa y racional administración y tributación. Sin
embargo, su intento de aplicar tal programa como primer ministro de Luis XVI en
1774-1776 fracasó lamentablemente, y ese fracaso es característico. Reformas de
este género, en pequeñas dosis, no eran incompatibles con las monarquías
absolutas ni mal recibidas por ellas. Antes al contrario, puesto que fortalecían
su poder, estaban, como hemos visto, muy difundidas en aquella época entre los
llamados “déspotas ilustrados”. Pero en la mayor parte de los países en que
imperaba el “despotismo ilustrado”, tales reformas eran, o inaplicables, y por
eso resultaban meros escarceos teóricos, o incapaces de cambiar el carácter
general de su estructura política y social, o fracasaban frente a la resistencia
de las aristocracias locales y otros intereses intocables, dejando al país
recaer en una nueva versión de su primitivo estado. En Francia fracasaban más
rápidamente que en otros países, porque la resistencia de los intereses
tradicionales era más efectiva. Pero los resultados de ese fracaso fueron más
catastróficos para la monarquía; y las fuerzas de cambio burguesas eran
demasiado fuertes para caer en la inactividad, por lo que se limitaron a
transferir sus esperanzas de una monarquía ilustrada al pueblo o a “la
nación”.
Sin
embargo, semejante generalización no debe alejarnos del entendimiento de por qué
la revolución estalló cuando lo hizo y por qué tomó el rumbo que tomó. Para esto
es más conveniente considerar la llamada “reacción feudal”, que realmente
proporcionó la mecha que inflamaría el barril de pólvora de
Francia.
Las
cuatrocientas mil personas que, sobre poco más o menos, formaban entre los
veintitrés millones de franceses la nobleza —el indiscutible “primer orden” de
la nación, aunque no tan absolutamente salvaguardado contra la intrusión de los
órdenes inferiores como en Prusia y otros países— estaban bastante seguras.
Gozaban de considerables privilegios, incluida la exención de varios impuestos
(aunque no de tantos como estaba exento el bien organizado clero) y el derecho a
cobrar tributos feudales. Políticamente, su situación era menos brillante. La
monarquía absoluta, aunque completamente aristocrática e incluso feudal en sus
“ethos”, había privado a los nobles de toda independencia y responsabilidad
política, cercenando todo lo posible sus viejas instituciones representativas
—estados y parlamentos—. El hecho continuó al situar entre la alta aristocracia
y entre la más reciente “noblesse de robe” creada por los reyes con distintos
designios, generalmente financieros y administrativos, a una ennoblecida clase
media gubernamental que manifestaba en lo posible el doble descontento de
aristócratas y burgueses a través de los tribunales y estados que aún
subsistían. Económicamente, las inquietudes de los nobles no eran
injustificadas. Guerreros más que trabajadores por nacimiento y tradición —los
nobles estaban excluídos oficialmente del ejercicio del comercio o cualquier
profesión—, dependían de las rentas de sus propiedades o, si pertenecían a la
minoría cortesana, de matrimonios de conveniencia, pensiones regias, donaciones
y sinecuras. Pero como los gastos inherentes a la condición nobiliaria —siempre
cuantiosos— iban en aumento, los ingresos, mal administrados por lo general,
resultaban insuficientes. La inflación tendía a reducir el valor de los ingresos
fijos, tales como las rentas.
Por
todo ello era natural que los nobles utilizaran su caudal principal, los
reconocidos privilegios de clase. Durante el siglo XVIII, tanto en Francia como
en otros muchos países, se aferraban tenazmente a los puestos oficiales que la
monarquía absoluta hubiera preferido encomendar a los hombres de la clase media,
competentes técnicamente y políticamente inocuos. Hacia 1780 se requerían cuatro
cuarteles de nobleza para conseguir un puesto en el ejército; todos los obispos
eran nobles e incluso la clave de la administración real, las intendencias,
estaban acaparadas por la nobleza. Como consecuencia, la nobleza no sólo
irritaba los sentimientos de la clase media al competir con éxito en la
provisión de puestos oficiales, sino que socavaba los cimientos del Estado con
su creciente inclinación a apoderarse de la administración central y provincial.
Asimismo —sobre todo los señores más pobres de provincias con pocos recursos—
intentaban contrarrestar la merma de sus rentas exprimiendo hasta el límite sus
considerables derechos feudales para obtener dinero, o, con menos frecuencia,
servicios de los campesinos. Una nueva profesión —la de “feudista”— surgió para
hacer revivir anticuados derechos de esta clase o para aumentar hasta el máximo
los productos de los existentes. Su más famoso miembro, Gracchus Babeuf, se
convertiría en el caudillo de la primera revuelta comunista de la historia
moderna en 1796. Con esta actitud, la nobleza no sólo irritaba a la clase media,
sino también al campesinado.
La
posición de esta vasta clase, que comprendía aproximadamente el ochenta por
ciento de los franceses, distaba mucho de ser brillante, aunque sus componentes
eran libres en general y a menudo terratenientes. En realidad, las propiedades
de la nobleza ocupaban sólo una quinta parte de la tierra, y las del clero quizá
otro seis por ciento, con variaciones en las diferentes regiones(5).
Así, en la diócesis de Montpellier, los campesinos poseían del 38 al 40 por 100
de la tierra, la burguesía del 18 al 19, los nobles del 15 al 16, el clero del 3
al 4, mientras una quinta parte era de propiedad comunal(6). Sin
embargo, de hecho, la mayor parte eran gentes pobres o con recursos
insuficientes, deficiencia ésta aumentada por el atraso técnico reinante. La
miseria general se intensificaba por el aumento de la población. Los tributos
feudales, los diezmos y gabelas suponían unas cargas pesadas y crecientes para
los ingresos de los campesinos. La inflación reducía el valor del remanente.
Sólo una minoría de campesinos que disponía de un excedente constante para
vender se beneficiaba de los precios cada vez más elevados; los demás, de una
manera u otra, los sufrían, de manera especial en las épocas de malas cosechas,
en las que el hambre fijaba los precios. No hay duda de que en los veinte años
anteriores a la revolución la situación de los campesinos empeoró por estas
razones.
Los
trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La estructura
administrativa y fiscal del reino estaba muy anticuada y, como hemos visto, el
intento de remediarlo mediante las reformas de 1774-1776 fracasó, derrotado por
la resistencia de los intereses tradicionales encabezados por los parlamentos.
Entonces, Francia se vio envuelta en la guerra de la independencia americana. La
victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final, por lo que
la revolución americana puede considerarse la causa directa de la francesa.
Varios procedimientos se ensayaron sin éxito, pero sin intentar una reforma
fundamental que, movilizando la verdadera y considerable capacidad tributaria
del país, contuviera una situación en la que los gastos superaban a los ingresos
al menos en un 20 por 100, haciendo imposible cualquier economía efectiva.
Aunque muchas veces se ha echado la culpa de la crisis a las extravagancias de
Versalles, hay que decir que los gastos de la Corte sólo suponían el 6 por 100
del presupuesto total en 1788. La guerra, la escuadra y la diplomacia consumían
un 25 por 100 y la deuda existente un 50 por 100. Guerra y deuda —la guerra
americana y su deuda— rompieron el espinazo de la
monarquía.
La
crisis gubernamental brindó una oportunidad a la aristocracia y a los
parlamentos. Pero una y otros se negaron a pagar sin la contrapartida de un
aumento de sus privilegios. La primera brecha en el frente del absolutismo fue
abierta por una selecta pero rebelde “Asamblea de Notables”, convocada en 1787
para asentir a las peticiones del gobierno. La segunda, y decisiva, fue la
desesperada decisión de convocar los Estados Generales —la vieja Asamblea feudal
del reino, enterrada desde 1614—. Así, pues, la revolución empezó como un
intento aristocrático de recuperar los mandos del Estado. Este intento fracasó
por dos razones: por subestimar las intenciones independientes del “tercer
estado” —la ficticia entidad concebida para representar a todos los que no eran
ni nobles ni clérigos, pero dominada de hecho por la clase media— y por
desconocer la profunda crisis económica y social que impelía a sus peticiones
políticas.
La
Revolución francesa no fue hecha o dirigida por un partido o movimiento en el
sentido moderno, ni por unos hombres que trataran de llevar a la práctica un
programa sistemático. Incluso sería difícil encontrar en ella líderes de la
clase a que nos han acostumbrado las revoluciones del siglo XX, hasta la figura
posrevolucionaria de Napoleón. No obstante, un sorprendente consenso de ideas
entre un grupo social coherente dio unidad efectiva al movimiento
revolucionario. Este grupo era la “burguesía”; sus ideas eran las del
liberalismo clásico formulado por los “filósofos” y los “economistas” y
propagado por la francmasonería y otras asociaciones. En este sentido, “los
filósofos” pueden ser considerados con justicia los responsables de la
revolución. Esta también hubiera estallado sin ellos; pero probablemente fueron
ellos los que establecieron la diferencia entre una simple quiebra de un viejo
régimen y la efectiva y rápida sustitución por otro nuevo.
En
su forma más general, la ideología de 1789 era la masónica, expresada con tan
inocente sublimidad en La flauta mágica, de Mozart (1791), una de las primeras entre las grandes
obras de arte propagandísticas de una época cuyas más altas realizaciones
artísticas pertenecen a menudo a la
propaganda. De modo más específico, las peticiones del burgués de 1789
están contenidas en la famosa Declaración de derechos del hombre y del
ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la sociedad
jerárquica y los privilegios de los nobles, pero no en favor de una sociedad
democrática o igualitaria. “Los hombres nacen y viven libres e iguales bajo las
leyes”, dice su artículo primero; pero luego se acepta la existencia de
distinciones sociales “aunque sólo por razón de la utilidad común”. La propiedad
privada era un derecho natural sagrado, inalienable e inviolable. Los hombres
eran iguales ante la ley y todas las carreras estaban abiertas por igual al
talento, pero si la salida empezaba para todos sin “handicap”, se daba por
supuesto que los corredores no terminarían juntos. La declaración establecía
(frente a la jerarquía nobiliaria y el absolutismo) que “todos los ciudadanos
tienen derecho a cooperar en la formación de la ley”, pero “o personalmente o a
través de sus representantes”. Ni la Asamblea representativa, que se preconiza
como órgano fundamental de gobierno, tenía que ser necesariamente una Asamblea
elegida en forma democrática, ni el régimen que implica había de eliminar por
fuerza a los reyes. Una monarquía constitucional basada en una oligarquía de
propietarios que se expresaran a través de una Asamblea representativa, era más
adecuada para la mayor parte de los burgueses liberales que la república
democrática, que pudiera haber parecido una expresión más lógica de sus
aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos que no vacilaron en preconizar esta
última. Pero, en conjunto, el clásico liberal burgués de 1789 (y el liberal de
1789-1848) no era un demócrata, sino un creyente en el constitucionalismo, en un
Estado secular con libertades civiles y garantías para la iniciativa privada,
gobernado por contribuyentes y propietarios.
Sin
embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría sólo sus intereses de clase,
sino la voluntad general “del pueblo”, al que se identificaba de manera
significativa con “la nación francesa”. En adelante, el rey ya no sería Luis,
por la Gracia de Dios, Rey de Francia y de Navarra, sino Luis, por la Gracia de
Dios y la Ley Constitucional del Estado, Rey de los Franceses. “La fuente de
toda soberanía —dice la Declaración— reside esencialmente en la nación.” Y la
nación, según el abate Sieyès, no reconoce en la tierra un interés sobre el suyo
y no acepta más ley o autoridad que la suya, ni las de la humanidad en general
ni las de otras naciones. Sin duda la nación francesa (y sus subsiguientes
imitadoras) no concebían en un principio que sus intereses chocaran con los de
los otros pueblos, sino que, al contrario se veían como inaugurando
—participando en él— un movimiento de liberación general de los pueblos del
poder de las tiranías. Pero, de hecho, la rivalidad nacional (por ejemplo, la de
los negociantes franceses con los negociantes ingleses) y la subordinación
nacional (por ejemplo, la de las naciones conquistadas o liberadas a los
intereses de la grande nation), se hallaban implícitas en el nacionalismo
al que el burgués de 1789 dio su primera expresión oficial. “El pueblo”,
identificado con “la nación” era un concepto revolucionario; más revolucionario
de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar. Por lo cual era un
arma de dos filos.
Aunque
los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, políticamente modestos e
inmaduros y el procedimiento de elección indirecto, 610 hombres, la mayor parte
de ellos de aquella clase, fueron elegidos para representar al tercer estado.
Muchos eran abogados que desempeñaban un importante papel económico en la
Francia provinciana. Cerca de un centenar eran capitalistas y negociantes. La
clase media había luchado ásperamente y con éxito para conseguir una
representación tan amplia como las de la nobleza y el clero juntas, ambición muy
moderada para un grupo que representaba oficialmente al 95 por 100 de la
población. Ahora luchaban con igual energía por el derecho a explotar su mayoría
potencial de votos para convertir los Estados Generales en una Asamblea de
diputados individuales que votaran como tales, en vez del tradicional cuerpo
feudal que deliberaba y votaba “por órdenes”, situación en la cual la nobleza y
el clero siempre podían superar en votos al tercer estado. Con este motivo se
produjo el primer choque directo revolucionario. Unas seis semanas después de la
apertura de los Estados Generales, los comunes, impacientes por adelantarse a
cualquier acción del rey, de los nobles y el clero, constituyeron (con todos
cuantos quisieron unírseles) una Asamblea Nacional con derecho a reformar la
Constitución. Una maniobra contrarrevolucionaria los llevó a formular sus
reivindicaciones en términos de la Cámara de los Comunes británica. El
absolutismo terminó cuando Mirabeau, brillante y desacreditado ex noble, dijo al
rey: “Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho a hablar en
ella”.(7)
El
tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes
privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría
educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los
trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de París, así como el
campesinado revolucionario. Pero lo que transformó una limitada agitación
reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los
Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social. La
última década había sido, por una compleja serie de razones, una época de graves
dificultades para casi todas las ramas de la economía francesa. Una mala cosecha
en 1788 (y en 1789) y un dificilísimo invierno agudizaron aquella crisis. Las
malas cosechas afectan a los campesinos, pues significan que los grandes
productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte
de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus
simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los
meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo a julio).
Como es natural, afectan también a las clases pobres urbanas, para quienes el
coste de vida, empezando por el pan, se duplica. Y también porque el
empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y
origina una depresión industrial. Los pobres rurales estaban desesperados y
desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres
urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en
que el coste de la vida se elevaba. En circunstancias normales esta situación no
hubiera pasado de provocar algunos tumultos. Pero en 1788 y en 1789, una mayor
convulsión en el reino, una campaña de propaganda electoral, daba a la
desesperación del pueblo una perspectiva política al introducir en sus mentes la
tremenda y sísmica idea de liberarse de la opresión y de la tiranía de los
ricos. Un pueblo encrespado respaldaba a los diputados del tercer
estado.
La
contrarrevolución convirtió a una masa en potencia en una masa efectiva y
actuante. Sin duda era natural que el antiguo régimen luchara con energía, si
era menester con la fuerza armada, aun que el ejército ya no era digno de
confianza. (Sólo algunos soñadores idealistas han podido pensar que Luis XVI
pudo haber aceptado la derrota convirtiéndose inmediatamente en un monarca
constitucional, aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio,
casado con una mujer menos frívola e irresponsable, y menos dispuesto siempre a
escuchar a los más torpes consejeros.) De hecho, la contrarrevolución movilizó a
las masas de París, ya hambrientas, recelosas y militantes. El resultado más
sensacional de aquella movilización fue la toma de la Bastilla, prisión del
Estado que simbolizaba la autoridad real, en donde los revolucionarios esperaban
encontrar armas. En época de revolución nada tiene más fuerza que la caída de
los símbolos. La toma de la Bastilla, que convirtió la fecha del 14 de julio en
la fiesta nacional de Francia, ratificó la caída del despotismo y fue aclamada
en todo el mundo como el comienzo de la liberación. Incluso el austero filósofo
Emmanuel Kant, de Koenigsberg, de quien se dice que era tan puntual en todo que
los habitantes de la ciudad ponían sus relojes por el suyo, aplazó la hora de su
paseo vespertino cuando recibió la noticia, convenciendo así a Koenigsberg de
que había ocurrido un acontecimiento que sacudiría al mundo. Y lo que hace más
al caso, la caída de la Bastilla extendió la revolución a las ciudades y los
campos de Francia.
Las
revoluciones campesinas son movimientos amplios, informes, anónimos, pero
irresistibles. Lo que en Francia convirtió una epidemia de desasosiego campesino
en una irreversible convulsión fue una combinación de insurrecciones en ciudades
provincianas y una oleada de pánico masivo que se extendió oscura pero
rápidamente a través de casi todo el país: la llamada Grande Peur de
finales de julio y principios de agosto de 1789. Al cabo de tres semanas desde
el 14 de julio, la estructura social del feudalismo rural francés y la máquina
estatal de la monarquía francesa yacían en pedazos. Todo lo que quedaba de la
fuerza del Estado eran unos cuantos regimientos dispersos de utilidad dudosa,
una Asamblea Nacional sin fuerza coercitiva y una infinidad de administraciones
municipales o provinciales de clase media que pronto pondrían en pie a unidades
de burgueses armados —“guardias nacionales”— según el modelo de París. La
aristocracia y la clase media aceptaron inmediatamente lo inevitable: todos los
privilegios feudales se abolieron de manera oficial aunque, una vez estabilizada
la situación política, el precio fijado para su redención fue muy alto. El
feudalismo no se abolió finalmente hasta 1793. A finales de agosto la revolución
obtuvo su manifiesto formal, la Declaración de derechos del hombre y del
ciudadano. Por el contrario, el rey resistía con su habitual insensatez, y
algunos sectores de la clase media revolucionaria, asustados por las
complicaciones sociales del levantamiento de masas, empezaron a pensar que había
llegado el momento del conservadurismo.
En
resumen, la forma principal de la política burguesa revolucionaria francesa —y
de las subsiguientes de otros países— ya era claramente apreciable. Esta
dramática danza dialéctica iba a dominar a las generaciones futuras. Una y otra
vez veremos a los reformistas moderados de la clase media movilizar a las masas
contra la tenaz resistencia de la contrarrevolución. Veremos a las masas pujando
más allá de las intenciones de los moderados por su propia revolución social, y
a los moderados escindiéndose a su vez en un grupo conservador que hace causa
común con los reaccionarios, y un ala izquierda decidida a proseguir adelante en
sus primitivos ideales de moderación con ayuda de las masas, aun a riesgo de
perder el control sobre ellas. Y así sucesivamente, a través de repeticiones y
variaciones del patrón de resistencia—movilización de masas—giro a la
izquierda—ruptura entre los moderados—giro a la derecha—, hasta que el grueso de
la clase media se pasa al campo conservador o es derrotado por la revolución
social. En muchas revoluciones burguesas subsiguientes, los liberales moderados
fueron obligados a retroceder o a pasarse al campo conservador apenas iniciadas.
Por ello, en el siglo XIX encontramos que (sobre todo en Alemania) esos
liberales se sienten poco inclinados a iniciar revoluciones por miedo a sus
incalculables consecuencias, y prefieren llegar a un compromiso con el rey y con
la aristocracia. La peculiaridad de la Revolución francesa es que una parte de
la clase media liberal estaba preparada para permanecer revolucionaria hasta el
final sin alterar su postura: la formaban los “jacobinos”, cuyo nombre se dará
en todas partes a los partidarios de la “revolución
radical”.
¿Por
qué? Desde luego, en parte, porque la burguesía francesa no tenía todavía, como
los liberales posteriores, el terrible recuerdo de la Revolución francesa para
atemorizarla. A partir de 1794 resultó evidente para los moderados que el
régimen jacobino había llevado la revolución demasiado lejos para los propósitos
y la comodidad burgueses, lo mismo que estaba clarísimo para los revolucionarios
que “el sol de 1793”, si volviera a levantarse, brillaría sobre una sociedad no
burguesa. Pero otra vez los jacobinos aportarían radicalismo, porque en su época
no existía una clase que pudiera proporcionar una coherente alternativa social a
los suyos. Tal clase sólo surgiría en el curso de la revolución industrial, con
el “proletariado”, o, mejor dicho, con las ideologías y movimientos basados en
él. En la Revolución francesa, la clase trabajadora —e incluso éste es un nombre
inadecuado para el conjunto de jornaleros, en su mayor parte no industriales— no
representaba todavía una parte independiente significativa. Hambrientos y
revoltosos, quizá lo soñaban; pero en la práctica seguían a jefes no
proletarios. El campesinado nunca proporciona una alternativa política a nadie;
si acaso, de llegar la ocasión, una fuerza casi irresistible o un objetivo casi
inmutable. La única alternativa frente al radicalismo burgués (si exceptuamos
pequeños grupos de ideólogos o militantes inermes cuando pierden el apoyo de las
masas) eran los ,
un movimiento informe y principalmente urbano de pobres trabajadores, artesanos,
tenderos, operarios, pequeños empresarios, etc. Los estaban
organizados, sobre todo en las de
París y en los clubs políticos
locales, y proporcionaban. la principal fuerza de choque de la revolución —los
manifestantes más ruidosos, los amotinados, los constructores de barricadas—. A
través de periodistas como Marat y Hébert, a través de oradores locales, también formulaban una
política, tras la cual existía una idea social apenas definida y contradictoria,
en la que se combinaba el respeto a la pequeña propiedad con la más feroz
hostilidad a los ricos, el trabajo garantizado por el gobierno, salarios y
seguridad social para el pobre, en resumen, una extremada democracia igualitaria
y libertaria, localizada y directa. En realidad, los eran
una rama de esa importante y
universal tendencia política que trata de expresar los intereses de la gran masa
de ,
que existen entre los polos de la y
del ,
quizá a menudo más cerca de éste que de aquélla, por ser en su mayor parte muy
pobres. Podemos observar esa misma
tendencia en los Estados Unidos (jeffersonianismo y democracia jacksoniana, o populismo),
en Inglaterra (radicalismo), en Francia (precursores de los futuros y
radicales-socialistas), en Italia
(mazzinianos y garibaldinos), y en otros países. En su mayor parte tendían a
fijarse, en las horas posrevolucionarias, como el ala izquierda del liberalismo
de la clase media, pero negándose a abandonar el principio de que no hay
enemigos a la izquierda, y dispuestos, en momentos de crisis, a rebelarse contra
,
a la economía monárquica» o a la cruz de oro que crucifica a la humanidad». Pero
el no
presentaba una verdadera alternativa. Su ideal, un áureo pasado de aldeanos y
pequeños operarios o un futuro dorado de pequeños granjeros y artesanos no
perturbados por banqueros y millonarios, era irrealizable. La historia lo
condenaba a muerte. Lo más que pudieron hacer —y lo que hicieron en 1793-1794—
fue poner obstáculos en el camino que dificultaron el desarrollo de la economía
francesa desde aquellos días hasta la fecha. En realidad, el fue
un fenómeno de desesperación cuyo nombre ha caído en el olvido o se recuerda
sólo como sinónimo del jacobinismo, que le proporcionó sus jefes en el año II.
II
Entre
1789 y 1791 la burguesía moderada victoriosa, actuando a través de la que
entonces se había convertido en Asamblea Constituyente, emprendió la gigantesca
obra de racionalización y reforma de Francia que era su objetivo. La mayoría de
las realizaciones duraderas de la revolución datan de aquel período, como
también sus resulta dos internacionales más sorprendentes, la instauración del
sistema métrico decimal y la emancipación de los judíos. Desde el punto de vista
económico, las perspectivas de la
Asamblea Constituyente eran completamente liberales: su política respecto
al campesinado fue el cercado de las tierras comunales y el estímulo a los
empresarios rurales; respecto a la clase trabajadora, la proscripción de los
gremios; respecto a los artesanos, la abolición de las corporaciones. Dio pocas
satisfacciones concretas a la plebe, salvo, desde 1790, la de la secularización
y venta de las tierras de la Iglesia (así como las de la nobleza emigrada), que
tuvo la triple ven taja de debilitar el clericalismo, fortalecer a los
empresarios provinciales y aldeanos y proporcionar a muchos campesinos una
recompensa por su actividad revolucionaria. La Constitución de 1791 ,evitaba los
excesos democráticos mediante la instauración de una monarquía constitucional
fundada sobre una franquicia de propiedad para los .
Los pasivos, se esperaba que vivieran en conformidad con su nombre.
Pero
no sucedió así. Por un lado la monarquía, aunque ahora sostenida fuertemente por
una pode rosa facción burguesa ex revolucionaria, no podía resignarse al nuevo
régimen. La Corte soñaba —e intrigaba para conseguirla— con una cruzada de los
regios parientes para expulsar a la chusma de gobernantes comuneros y restaurar
al ungido de Dios, al cristianísimo rey de Francia, en su puesto legítimo. La
Constitución Civil del clero (1790), un mal interpretado intento de destruir, no
a la Iglesia, sino su sumisión al absolutismo romano, llevó a la oposición a la
mayor parte del clero y de los fieles y contribuyó a impulsar al rey a la
desesperada y —como más tarde se vería— suicida tentativa de huir del país. Fue
detenido en Varennes en junio de 1791, y en adelante el republicanismo se hizo
una fuerza masiva, pues los reyes tradicionales que abandonan a sus pueblos
pierden el derecho a la lealtad de los súbditos. Por otro lado, la incontrolada
economía de libre empresa de los moderados acentuaba las fluctuaciones en el
nivel de precios de los alimentos y, como consecuencia, la combatividad de los ciudadanos
pobres, especial mente en París. El precio del pan registraba la temperatura
política de París con la exactitud de un termómetro, y las masas parisienses
eran la fuerza revolucionaria decisiva. No en balde la nueva bandera francesa
tricolor combinaba el blanco del antiguo pabellón real con el rojo y el azul,
colores de París.
El
estallido de la guerra tendría inesperadas consecuencias, al dar origen a la
segunda revolución de 1792 —la República jacobina del año II— y más tarde al
advenimiento de Napoleón Bona parte. En otras palabras, convirtió la historia de
la Revolución francesa en la historia de Europa.
Dos
fuerzas impulsaron a Francia a una guerra general: la extrema derecha y la
izquierda moderada. Para el rey, la nobleza francesa y la creciente emigración
aristocrática y eclesiástica, acampada en diferentes ciudades de la Alemania
Occidental, era evidente que sólo la intervención extranjera podría restaurar el
viejo régimen(8). Tal intervención no era demasiado fácil de
organizar, dada la complejidad de la situación internacional y la relativa
tranquilidad política de los otros países. No obstante, era cada ves más
evidente para los nobles y los gobernantes de -
de todas partes, que la restauración del poder de Luis XVI no era simplemente un
acto de solidaridad de clase, sino una importante salvaguardia contra la
expansión de las espantosas ideas propagadas desde Francia. Como consecuencia de
todo ello, las fuerzas para la
reconquista de Francia se iban reuniendo en el extranjero.
Al
mismo tiempo los propios liberales moderados, y de modo especial el grupo de
políticos agrupado en torno a los diputados del departamento mercantil de la
Gironda, eran una fuerza belicosa. Esto se debía en parte a que cada revolución
genuina tiende a ser ecuménica. Para los franceses, como para sus numerosos
simpatizantes en el extranjero, la liberación de Francia era el primer paso del
triunfo universal de la libertad, actitud que llevaba fácilmente a la convicción
de que la patria de la revolución estaba obligada a liberar a los pueblos que
gemían bajo la opresión y la tiranía. Entre los revolucionarios, moderados o
extremistas, había una exaltada y generosa pasión por expandir la libertad, así
como una verdadera incapacidad para separar la causa de la nación francesa de la
de toda la humanidad esclavizada. Tanto la francesa como las otras revoluciones
tuvieron que aceptar este punto de vista o adaptarlo, por lo menos hasta 1848.
Todos los planes para la liberación europea hasta esa fecha giraban sobre un
alzamiento conjunto de los pueblos bajo la dirección de Francia para derribar a
la reacción. Y desde 1830 otros movimientos de rebelión nacionalista o liberal,
como los de Italia y Polonia, tendían a ver convertidas en cierto sentido a sus
naciones en mesías destinados por su libertad a iniciar la de los demás pueblos
oprimidos.
Por
otra parte, la guerra, considerada de modo menos idealista, ayudarla a resolver
numerosos problemas domésticos. Era tan tentador como evidente achacar las
dificultades del nuevo régimen a las conjuras de los emigrados y los tiranos
extranjeros y encauzar contra ellos el descontento popular. Más específicamente,
los hombres de negocios afirmaban que las inciertas perspectivas económicas, la
devaluación del dinero y otras perturbaciones sólo podrían remediarse si
desaparecía la amenaza de la intervención. Ellos y los ideólogos se daban
cuenta, al reflexionar sobre la situación de In glaterra, de que la supremacía
económica era la consecuencia de una sistemática agresividad. (El siglo XVIII no
se caracterizó porque los negociantes triunfadores fueran precisamente
pacifistas.) Además, como pronto se iba a demostrar, podía hacerse la guerra
para sacar provecho. Por todas estas razones, la mayoría de la nueva Asamblea
Legislativa (con la excepción de una pequeña ala derecha y otra pequeña ala
izquierda dirigida por Robespierre) preconizaba la guerra. Y también por todas
estas razones, el día que estallara, las conquistas de la revolución iban a
combinar las ideas de libe ración con las de explotación y juego político.
La
guerra se declaró en abril de 1792. La derrota, que el pueblo atribuiría, no sin
razón, a sabotaje real y a traición, trajo la radicalización. En agosto y
septiembre fue derribada la monarquía, establecida la República una e
indivisible y proclamada una nueva era de la historia humana con la institución
del año I del calendario revolucionario por la acción de las masas de de
París. La edad férrea y heroica de la Revolución francesa empezó con la matanza
de los presos políticos, las elecciones para la Convención Nacional
—probablemente la asamblea más extraordinaria en la historia del
parlamentarismo— y el llama- miento para oponer una resistencia total a los
invasores. El rey fue encarcelado, y la invasión extranjera detenida por un
duelo de artillería poco dramático en Valmy.
Las
guerras revolucionarias imponen su propia lógica. El partido dominante en la
nueva Convención era el de los girondinos, belicosos en el exterior y moderados
en el interior, un cuerpo de elocuentes y brillantes oradores que representaba a
los grandes negociantes, a la burguesía provinciana y a la refinada
intelectualidad. Su política era absolutamente imposible. Pues solamente los
Estados que emprendieran campañas limitadas con sólidas fuerzas regulares podían
esperar mantener la guerra y los asuntos internos en compartimientos estancos,
como las damas y los caballeros de las novelas de Jane Austen hacían entonces en
Inglaterra. Pero la revolución no podía emprender una campaña limitada ni
contaba con unas fuerzas regulares, por lo que su guerra oscilaba entre la
victoria total de la revolución mundial y la derrota total que significaría la
contrarrevolución. Y su ejército —lo que quedaba del antiguo ejército francés—
era tan ineficaz como inseguro. Dumouriez, el principal general de la República,
no tardaría en pasarse al enemigo. Así, pues, sólo unos métodos revolucionarios
sin precedentes podían ganar la guerra, aunque la victoria significara nada más
que la derrota de la intervención extranjera. En realidad, se encontraron esos
métodos. En el curso de la crisis, la joven República francesa descubrió o
inventó la guerra total: la total movilización de los recursos de una nación
mediante el reclutamiento en masa, el racionamiento, el establecimiento de una
economía de guerra rígida mente controlada y la abolición virtual, dentro y
fuera del país, de la distinción entre soldados y civiles. Las consecuencias
aterradoras de este descubrimiento no se verían con claridad hasta nuestro
tiempo. Puesto que la guerra revolucionaria de 1792-1794 constituyó un episodio
excepcional, la mayor parte de los observadores del siglo XIX no repararon en
ella más que para señalar (e incluso esto se olvidó en los últimos años de
prosperidad de la época victoriana) que las guerras conducen a ]as revoluciones,
y que, por otra parte, las revoluciones ganan guerras inganables. Sólo hoy
podemos ver cómo la República jacobina y el de
1793-1794, tuvieron muchos puntos de contacto con lo que modernamente se ha
llamado el esfuerzo de guerra total.
Los
recibieron
con entusiasmo al gobierno de guerra revolucionaria, no sólo porque afirmaban
que únicamente de esta manera podían ser derrotadas la contrarrevolución y la
intervención extranjera, sino también porque sus métodos movilizaban al pueblo y
facilitaban la justicia social. (Pasaban por alto el hecho de que ningún
esfuerzo efectivo de guerra moderna es compatible con la descentralización
democrática a que aspiraban.) Por otra parte, los girondinos temían las
consecuencias políticas de la combinación de revolución de masas y guerra que
habían provocado. Ni estaban preparados para competir con la izquierda. No
querían procesar o ejecutar al rey, pero tenían que luchar con sus rivales los
jacobinos (la )
por este símbolo de celo revolucionario; la Montaña ganaba prestigio y ellos no.
Por otra parte, querían convertir la guerra en una cruzada ideológica y general
de liberación y en un desafío directo a Inglaterra, la gran rival económica,
objetivo que consiguieron. En marzo de 1793? Francia estaba en guerra con la
mayor parte de Europa y había empezado la anexión de territorios extranjeros,
justificada por la recién inventada doctrina del derecho de Francia a sus
.
Pero la expansión de la guerra, sobre todo cuando la guerra iba mal, sólo
fortalecía las manos de la izquierda, única capaz de ganarla. A la retirada y
aventajados en su capacidad de efectuar maniobras, los girondinos acabaron por
desencadenar virulentos ataques contra la izquierda que pronto se convirtieron
en organizadas rebeliones provinciales contra París. Un rápido golpe de los
los
desbordó el 2 de junio de 1793, instaurando la República jacobina.
III
Cuando
los profanos cultos piensan en la Revolución francesa, son los acontecimientos
de 1789 y especialmente la República jacobina del año II los que acuden en
seguida a su mente. El almidonado Robespierre, el gigantesco mujeriego Danton,
la fría elegancia revolucionaria de Saint-Just, el tosco Marat, el Comité de
Salud Pública, el Tribunal revolucionario y la guillotina son imágenes que
aparecen con mayor claridad, mientras los nombres de los revolucionarios
moderados que figuraron entre Mirabeau y Lafayette en 1789 y los jefes jacobinos
de 1793 parecen haberse borrado de la memoria de todos, menos de los
historiadores. Los girondinos son recordados sólo como grupo, y quizá por las
mujeres románticas pero políticamente insignificantes unidas a ellos: Madame
Roland o Carlota Corday. Fuera del campo de los especialistas, ¿se conocen
siquiera los nombres de Brissot, Vergniaud, Guadet, etc.? Los conservadores han
creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y
ferozmente sanguinaria, aunque en comparación con algunas marcas del siglo XX, e
incluso algunas represiones conserva doras de movimientos de revolución social
—como, por ejemplo, las matanzas subsiguientes a la Comuna de París en 1871—, su
volumen de crímenes fuera relativamente modesto: 17.000 ejecuciones oficiales en
catorce meses.(9) Todos los revolucionarios, de manera especial en
Francia, lo han considerado como la primera República popular y la inspiración de todas las revueltas
subsiguientes. Por todo ello puede afirmarse que fue una época imposible de
medir con el criterio humano de cada día.
Todo
ello es cierto. Pero para la sólida clase media francesa que permaneció tras el
Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz
para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa
de un esfuerzo sobrehumano. En junio de 1793, sesenta de los ochenta
departamentos de Francia estaban sublevados contra París; los ejércitos de los
príncipes alemanes invadían Francia por el Norte y por el Este; los ingleses la
atacaban por el Sur y por el Oeste; el país estaba desamparado y en quiebra.
Catorce meses más tarde, toda Francia estaba firmemente gobernada, los invasores
habían sido rechazados y, por añadidura, los ejércitos franceses ocupaban
Bélgica y estaban a punto de iniciar una etapa de veinte años de ininterrumpidos
triunfos militares. Ya en marzo de 1794, un ejército tres veces mayor que antes
funcionaba a la perfección y costaba la mitad que en marzo de 1794, y el valor
del dinero francés (o más bien de los de
papel, que casi lo habían sustituído del todo) se mantenía estabilizado, en
marcado contraste con el pasado y el futuro. No es de extrañar que Jeanbon St.
André, jacobino miembro del Comité de Salud Pública y más tarde, a pesar de su
firme republicanismo, uno de los mejores prefectos de Napoleón, mirase con
desprecio a la Francia imperial que se bamboleaba por las derrotas de 1812-1813.
La República del año II había superado crisis peores con muchos menos
recursos.(10)
Para
tales hombres, como para la mayoría de la Convención Nacional, que en el fondo
mantuvo el control durante aquel heroico período, el dilema era sencillo: o el
Terror con todos sus defectos desde el punto de vista de la clase media, o la
destrucción de la revolución, la desintegración del Estado nacional, y
probablemente —¿no existía el ejemplo de Polonia?— la desaparición del país.
Quizá para la desesperada crisis de Francia, muchos de ellos hubiesen preferido
un régimen menos férreo y con seguridad una economía menos firmemente dirigida:
la caída de Robespierre llevó aparejada una epidemia de desbarajuste económico y
de corrupción que culminó en una tremenda inflación y en la bancarrota nacional
de 1797. Pero incluso desde el más estrecho punto de vista, las perspectivas de
la clase media francesa dependían en gran parte de las de un Estado nacional
unificado y fuertemente centralizado. Y en fin, ¿podía la revolución que había
creado virtualmente los términos y
en
su sentido moderno, abandonar su idea de ?
La
primera tarea del régimen jacobino era la de movilizar el apoyo de las masas
contra la disidencia de los girondinos y los notables provincianos, y conservar
el ya existente de los parisinos,
algunas de cuyas peticiones a favor de un esfuerzo de guerra revolucionario
—movilización general (la ),
terror contra los y
control general de precios (el )
coincidían con el sentido común jacobino, aunque sus otras demandas resultaran
in oportunas. Se promulgó una nueva Constitución radicalísima, varias vedes
aplazada por los girondinos. En este noble pero académico documento se ofrecía
al pueblo el sufragio universal, el derecho de insurrección, trabajo y alimento,
y —lo más significativo de todo— la declaración oficial de que el bien común era
la finalidad del gobierno y de que los derechos del pueblo no serían meramente
asequibles, sino operantes. Aquella fue la primera genuina Constitución
democrática promulgada por un Estado moderno. Concretamente, los jacobinos
abolían sin indemnización todos los derechos feudales aún existentes, aumentaban
las posibilidades de los pequeños propietarios de cultivar las tierras
confiscadas de los emigrados y —algunos meses después abolieron la esclavitud en las colonias
francesas, con el fin de estimular a los negros de Santo Domingo a luchar por la
República contra los ingleses. Estas medidas tuvieron los más trascendentes
resultados. En América ayudaron a crear el primer caudillo revolucionario que
reclamó la independencia de su país: Tous-saint-Louverture”.(11) En
Francia establecieron la inexpugnable ciudadela de los pequeños y medios propietarios
campesinos, artesanos y tenderos, retrógrada desde el punto de vista económico,
pero apasionadamente devota de la revolución y la República, que desde entonces
domina la vida del país. La
transformación capitalista de la agricultura y las pequeñas empresas, condición
esencial para el rápido desarrollo económico, se retrasó, y con ella la rapidez
de la urbanización, la expansión
del mercado interno, la multiplicación de la clase trabajadora e,
incidentalmente, el ulterior avance de la revolución proletaria. Tanto los gran
des negocios como el movimiento laboral se vieron condenados a permanecer en
Francia como fenómenos minoritarios, como islas rodeadas por el mar de los
tenderos de comestibles, los pequeños propietarios rurales y los propietarios de
cafés (véase posteriormente, cap. IX).
El
centro del nuevo gobierno, aun representando una alianza de los jacobinos y los
,
se inclinaba perceptiblemente hacia la izquierda. Esto se reflejó en el
reconstruido Comité de Salud Pública, pronto convertido en el efectivo de
Francia. El Comité perdió a Danton hombre poderoso, disoluto y probablemente
corrompido, pero de un inmenso talento revolucionario, mucho más moderado de lo
que parecía (había sido ministro en la última administración real), y ganó a
Maximiliano Robespierre, que llegó a ser su miembro más influyente. Pocos
historiadores se han mostrado desapasionados respecto a aquel abogado fanático,
de
buena cuna que creía monopolizar la austeridad y la virtud, porque todavía
encarnaba el terrible y glorioso año II, frente al que ningún hombre era
neutral. No fue un individuo agradable, e incluso los que en nuestros días
piensan que tenia razón prefieren el brillante rigor matemático del arquitecto
de paraísos espartanos que fue el joven Saint-Just. No fue un gran hombre y a
menudo dio muestras de mezquindad. Pero es el único —fuera de Napoleón— salido de la
revolución a quien se rindió culto. Ello se debió a que para él, como para
la historia, la república jacobina no era un lema para
ganar la guerra, sino un ideal: el terrible y glorioso reino de la justicia y la
virtud en el que todos los hombres fueran iguales ante los ojos de la nación y
el pueblo el sancionador de los traidores. Juan Jacobo Rousseau y la cristalina
convicción de su rectitud le daban su fortaleza. No tenía poderes dictatoriales,
ni siquiera un cargo, siendo simple mente un miembro del Comité de Salud
Pública, el cual era a su vez un subcomité —el más poderoso aunque no
todopoderoso— de la Convención. Su poder era el del pueblo —las masas de París—;
su terror, el de esas masas. Cuando ellas le abandonaron, se produjo su
caída.
La
tragedia de Robespierre y de la República jacobina fue la de tener que perder,
forzosamente, ese apoyo. El régimen era una alianza entre la clase media y las
masas obreras; pero para los jacobinos de la clase media las concesiones a los
eran
tolerables sólo en cuanto ligaban las masas al régimen sin aterrorizar a los
propietarios; y dentro de la alianza los jacobinos de clase media eran una
fuerza decisiva. Además, las necesidades de la guerra obligaban al gobierno a la
centralización y la disciplina a expensas de la libre, local y directa
democracia de club y de sección, de la milicia voluntaria accidental y de las
elecciones libres que favorecían a los .
El mismo proceso que durante la guerra civil de España de 1936-1939 fortaleció a
los comunistas a expensas de los anarquistas, fue el que fortaleció a los
jacobinos de cuño Saint-Just a costa de los de
Hébert. En 1794 el gobierno y la política eran monolíticos y corrían guiados por
agentes directos del Comité o la Convención —a través de delegados en misión— y
un vasto cuerpo de funcionarios jacobinos en conjunción con organizaciones
locales de partido. Por último, las exigencias económicas de la guerra les
enajenaron el apoyo popular. En las ciudades, el racionamiento y la tasa de
precios beneficiaba a las masas, pero la correspondiente congelación de salarios
las perjudicaba. En el campo, la sistemática requisa de alimentos (que los
urbanos
habían sido los primeros en preconizar) les enajenaban a los campesinos.
Por
eso las masas se apartaron descontentas en una turbia y resentida pasividad,
especialmente después del proceso y ejecución de los hebertistas, las voces más
autorizadas del .
Al mismo tiempo muchos moderados se alarmaron por el ataque al ala derecha de la
oposición, dirigida ahora por Danton. Esta facción había proporcionado cobijo a
numerosos delicuentes, especuladores, estraperlistas y otros elementos
corrompidos y enriquecidos, dispuestos como el propio Danton a formar esa
minoría amoral, falstaffiana, viciosa y derrochadora que siempre surge en las
revoluciones sociales hasta que las supera el duro puritanismo, que
invariablemente llega a dominarlas. En la historia siempre los Danton han sido
derrotados por los Rubespierre (o por los que intentan actuar como Robespierre),
porque la rigidez puede triunfar en donde la picaresca fracasa. No obstante, si
Robespierre ganó el apoyo de los moderados eliminando la corrupción —lo cual era
servir a los intereses del esfuerzo de guerra—, sus posteriores restricciones de
la libertad y la ganancia desconcertaron a los.hombres de negocios. Por último,
no agradaban a muchas gentes ciertas excursiones ideológicas de aquel período,
como las sistemáticas campañas de descristianización —debidas al celo de los
—
y la nueva religión cívica del Ser Supremo de Robespierre, con todas sus
ceremonias, que intentaban neutralizar a los ateos imponiendo los preceptos del
Juan
Jacobo. Y el constante silbido de la guillotina recordando a todos los políticos
que ninguno podía sentirse seguro de conservar su vida.
En
abril de 1794, tanto los componentes del ala derecha como los del ala izquierda
habían sido guillotinados y los robespierristas se encontraban políticamente
aislados. Sólo la crisis bélica los mantenía en el poder. Cuando a finales de
junio del mismo año los nuevos ejércitos de la República demostraron su firmeza
derrotando decisivamente a los austríacos en Fleurus y ocupando Bélgica, el
final se preveía. El nueve de Thermidor, según el calendario revolucionario (27
de julio de 1794), la Convención derribó a Robespierre. Al día siguiente, él,
Saint-Just y Couthon fueron ejecutados. Pocos días más tarde cayeron las cabezas
de ochenta y siete miembros de la revolucionaria Comuna de París.
IV
Thermidor
supone el fin de la heroica y recordada fase de la revolución: la fase de los
andrajosos y
los correctos ciudadanos con gorro frigio que se consideraban nuevos Brutos y
Catones, de lo grandilocuente, clásico y generoso, pero también de las mortales
frases: ,
rcitos
de los viejos regímenes europeos.
El
problema con el que hubo de enfrentarse la clase media francesa para la
permanencia de lo que técnicamente se llama período revolucionario (1794-1799),
era el de conseguir una estabilidad política y un progreso económico sobre las
bases del programa liberal original del 1789-1791. Este problema no se ha
resuelto adecuadamente todavía, aunque desde 1810 se descubriera una fórmula
viable para mucho tiempo en la república parlamentaria. La rápida sucesión de
regímenes — Directorio (1795-1799), Consulado (1799-1804), Imperio (1804-1814),
Monarquía borbónica restaurada (1815-1830), Monarquía constitucional
(1830-1848), República (1848-1851) e Imperio (1852-1870)- no supuso más que el
propósito de mantener una sociedad burguesa y evitar el doble peligro de la
república democrática jacobina y del antiguo ré gimen.
La
gran debilidad de los thermidorianos consistía en que no gozaban de un verdadero
apoyo político, sino todo lo más de una tolerancia, y en verse acosados por una
resucitada reacción aristocrática y por las masas jacobinas y de
París que pronto lamentaron la caída de Robespierre En 1795 proyectaron una
elaborada Constitución de tira y afloja para defenderse de ambos peligros.
Periódicas inclinaciones a la derecha o a la izquierda los mantuvieron en un
equilibrio precario, pcro teniendo cada vez más que acudir al ejército para
contener las oposiciones. Era una situación curiosamente parecida a la de la
Cuarta República, y su conclusión fue la misma: el gobierno de un general. Pero
el Directorio dependía del ejército
para mucho más que para la supresión de periódicas conjuras y
levantamientos (varios de 1795, conspiración de Babeuf en 1796, Fructidor en
1797, Floreal en 1798, Pradial en 1799).(13) La inactividad era la
única garantía de poder para un régimen débil e impopular, pero lo que la clase
media necesitaba eran iniciativas y expansión. El problema, insoluble en
apariencia, lo resolvió el ejército, que conquistaba y pagaba por sí, y, más
aún, su botín y sus conquistas pagaban por el gobierno. ¿Puede sorprender que un
día el más inteligente y hábil de los jefes del ejército, Napoleón Bonaparte,
decidiera que ese ejército hiciera caso omiso de aquel endeble régimen
civil?
Este
ejército revolucionario fue el hijo más formidable de la República jacobina. De
de
ciudadanos revolucionarios, se convirtió muy pronto en una fuerza de
combatientes profesionales, que abandonaron en masa cuantos no tenían afición o
voluntad de seguir siendo soldados. Por eso conservó las caracteristicas de la
revolución al mismo tiempo que adquirió a las de un verdadero ejército
tradicional; típica mixtura bonapartista. La revolución consiguió una
superioridad militar sin precedentes, que el soberbio talento militar de
Napoleón explotaría. Pero siempre conservó algo de leva improvisada, en la que
los reclutas apenas instruídos adquirían veteranía y moral a fuerza de fatigas,
se desdeñaba la verdadera disciplina castrense, los soldados eran tratados como
hombres y los ascensos por méritos (es decir, la distinción en la batalla)
producian una simple jerarquía de valor. Todo esto y el arrogante sentido de
cumplir una misión revolucionaria hizo al ejército francés independiente de los
recursos de que dependen las fuerzas más ortodoxas. Nunca tuvo un efectivo sistema de intendencia, pues
vivía fuera del país, y nunca se vio respaldado por una industria de armamento
adecuada a sus necesidades nominales; pero ganaba sus batallas tan rápidamente
que necesitaba pocas armas: en 1806, la gran máquina del ejército prusiano se
desmoronó ante un ejército en el que un cuerpo disparó sólo 1.400 cañonazos. Los
generales confiaban en el ilimitado valor ofensivo de sus hombres y en su gran
capacidad de iniciativa. Naturalmente, también tenía la debilidad de sus
orígenes. Aparte de Napoleón y de algunos pocos más, su generalato y su cuerpo
de estado mayor era pobre, pues el general revolucionario o el mariscal
napoleónico eran la mayor parte de las veces el tipo del sargento o el oficial
ascendidos más por su valor personal y sus dotes de mando que por su
inteligencia: el ejemplo más típico es el del heroico pero estúpido mariscal
Ney. Napoleón ganaba las batallas, pero sus mariscales tendían a perderlas. Su
esbozado sistema de intendencia, suficiente en los países ricos y propicios para
el saqueo —Bélgica, el Norte de Italia y Alemania—en que se inició, se
derrumbaría, como veremos, en los vastos territorios de Polonia y de Rusia. Su
total carencia de servicios sanitarios multiplicaba las bajas: entre 1800 y 1815
Napoleón perdió el 40 por 100 de sus fuerzas (cerca de un tercio de esa cifra
por deserción); pero entre el 90 y el 98 por 100 de esas pérdidas fueron hombres
que no murieron en el campo de batalla, sino a consecuencia de heridas
enfermedades, agotamiento y frío. En resumen. fue un ejército que conquistó a
toda Europa en poco tiempo, no sólo porque pudo, sino también porque tuvo que
hacerlo.
Por
otra parte, el ejército fue una carrera como otra cualquiera de las muchas que
la revolución burguesa había abierto al talento, y quienes consiguieron éxito en
ella tenían un vivo interés en la estabilidad interna, como el resto de los
burgueses. Esto fue lo que convirtió al ejército, a pesar de su jacobinismo
inicial, en un pilar del gobierno pos thermidoriano, y a su jefe Bonaparte en el
personaje indicado para concluir la revolución burguesa y empezar el
régimen-burgués. El propio Napoleón Bonaparte, aunque de condición hidalga en su
tierra natal de Córcega, fue uno de esos militares de carrera. Nacido en 1769,
ambicioso, disconforme y revolucionario, comenzó lentamente su carrera en el
arma de artillería, una de las pocas ramas del ejército real en la que era
indispensable una competencia técnica. Durante la revolución, y especialmente
bajo la dictadura jacobina, a la que sos tuvo con energía, fue reconocido por un
comisario local en un frente crucial —siendo todavía un jóven corso que
difícilmente podía tener muchas perspectivas— como un soldado de magníficas
dotes y de gran porvenir. El año II, ascendió a general Sobrevivió a la caída de
Robespierre, y su habilidad para cultivar útiles relaciones en París le ayudó a
superar aquel difícil momento. Encontró su gran oportunidad en la campaña de
Italia de 1796 que le convirtió sin discusión posible en el primer soldado de la
República que actuaba virtualmente con independencia de las autoridades civiles.
El poder recayó en parte en sus manos y en parte él mismo lo arrebató cuando las
invasiones extranjeras de 1799 revelaron la debilidad del Directorio y la
indispensable necesidad de su espada. En seguida fue nombrado primer
cónsul, luego cónsul vitalicio; por
último, emperador. Con su llegada, y como por milagro, los insolubles problemas
del Directorio encontraron solución. Al cabo de pocos años Francia tenía un
código civil, un concordato con la Iglesia y hasta un Banco Nacional, el más
patente símbolo de la estabilidad burguesa. Y el mundo tenía su primer mito
secular.
Los
viejos lectores o los de los países anticuados reconocerán que el mito existió
durante todo el siglo XIX, en el que ninguna sala de la clase media estaba
completa si faltaba su busto y cualquier escritor afirmaba —aunque fuera en
broma— que no había sido un hombre, sino un dios-sol. La extraordinaria fuerza
expansiva de este mito no puede explicarse adecuadamente ni por las victorias
napoleónicas, ni por la propaganda napoleónica, ni siquiera por el indiscutible
genio de Napoleón. Como hombre era indudablemente brillantIsimo, versátil,
inteligente e imaginativo, aunque el poder le hizo más bien desagradable. Como
general no tuvo igual; como gobernante fue un proyectista de soberbia eficacia,
enérgico y ejecutivo jefe de un círculo intelectual, capaz de comprender y
supervisar cuanto hacían sus subordinados. Como hombre parece que irradiaba un
halo de grandeza; pero la mayor parte de los que dan testimonio de esto —como
Goethe— le vieron en la cúspide de su fama, cuando ya la atmósfera del mito le
rodeaba. Sin género de dudas era un gran hombre, y -quizá con la excepción de
Lenin— su retrato es el único que cualquier hombre medianamente culto reconoce
con facilidad, incluso hoy, en la galería iconográfica de la historia, aunque
sólo sea por la triple marca de su corta talla, el pelo peinado hacia delante
sobre la frente y la mano derecha metida entre el chaleco entreabierto. Quizá
sea inútil tratar de compararle con los candidatos a la grandeza de nuestro
siglo XX.
El
mito napoleónico se basó menos en los méritos de Napoleón que en los hechos,
únicos entonces, de su carrera. Los grandes hombres conocidos que estremecieron
al mundo en el pasado habían empezado siendo reyes, como Alejandro Magno, o
patricios, como Julio César. Pero Napoleón fue el» petit caporal» que llegó a gobernar un
continente por su propio talento personal. (Esto no es del todo cierto, pero su
ascensión fue lo suficientemente meteórica y alta para hacer razonable la
afirmación). Todo joven intelectual devorador de libros como el joven Bonaparte,
autor de malos poemas y novelas y adorador de Rousseau, pudo desde entonces ver
al cielo como su límite y los laureles rodeando su monograma. Todo hombre de
negocios tuvo desde entonces un nombre para su ambición: ser —el clisé se
utiliza todavía— un Napoleón de las finanzas o de la industria. Todos los
hombres vulgares se conmovieron ante el fenómeno —único hasta entonces— de un
hombre vulgar que llegó a ser más grande que los nacidos para llevar una corona.
Napoleón dio un nombre propio a la ambición en el momento en que la doble
revolución había abierto el mundo a los hombres ambiciosos. Y aún había más:
Napoleón era el hombre civilizado del siglo XVIII, racionalista, curioso,
ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau para ser también el
hombre romántico del siglo XIX. Era el hombre de la revolución y el hombre que
traía la estabilidad. En una palabra, era la figura con la que cada hombre que
rompe con la tradición se identifiearía en sus suenos.
Para
los franceses fue, además, algo mucho más sencillo- el más afortunado gobernante
de su larga hi.storia. Triunfó gloriosamente en el exterior, pero también en el
interior estableció o reestableció el conjunto de las instituciones francesas
tal y como existen hasta hoy en día. Claro que muchas —quizá todas— de sus ideas
fueron anticipadas por la revolución y el Directorio, por lo que su contribución
personal fue hacerlas más conservadoras, jerárquicas y autoritarias. Pero si sus
predecesores las anticiparon, él las llevó a cabo.
Los
grandes monumentos legales franceses, los códigos que sirvieron de modelo para
todo el mundo burgués no anglosajón, fueron napoleónicos. La jerarquía de los
funcionarios públicos —desde prefecto para abajo—, de los tribunales, las
Universidades y las escuelas, también fue suya. Las grandes de
la vida pública francesa —ejército, administración civil, enseñanza, justicia—
conservan la forma que les dio Napoleón. Napoleón proporcionó estabilidad y
prosperidad a todos, excepto al cuarto de millón de franceses que no volvieron
de sus guerras, e incluso a sus parientes les proporcionó gloria. Sin duda los
ingleses se consideraron combatientes de la libertad frente a la tiranía; pero
en 1815 la mayor parte de ellos eran probablemente más pobres y estaban peor
situados que en 1800, mientras la situación social y económica de la mayoría de
los franceses era mucho mejor, pues nadie, salvo los todavía menospreciados
jornaleros, había perdido los sustanciales beneficios económicos de la
revolución. No puede sorprender, por tanto, la persistencia del bonapartismo
como ideología de los franceses apoliticos, especialmente de los campesinos más
ricos, después de la caída de Napoleón. Un segundo y más pequeño Napoleón sería
el encargado de desvanecerlo entre 1851 y 1870.
Napoleón
sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño de libertad, igualdad y
fraternidad y de la majestuosa ascensión del pueblo para sacudir el yugo de la
opresión. Sin embargo, éste era un mito más poderoso aún que el napoleónico, ya
que, después de la caída del emperador, sería ese mito, y no la memoria de
aquél, el que inspiraría las revoluciones del siglo XIX, incluso en su propio
país.
NOTAS
1
Esta
diferencia entre las influencias francesa e inglesa no se puede llevar demasiado
lejos. Ninguno de los centros de la doble revolución limitó su influencia a
cualquier campo especial de la actividad humana y ambos fueron complementarios
más que competidores. Sin embargo, aunque los dos coinciden más claramente —como
en el socialismo que fue inventado y bautizado casi simultáneamente en los dos
países—, convergen desde direcciones diferentes.
2 Véase R. R.
Palmer: The Age of Democratic Revolution, 1959; J. Godechot: La grande
nation, 1956, volumen I, cap. I.
3 B. Lewis:
The Impact of the French Relvolution on Turkey, “Journal of World
History”, I, 1953-1954, página 105.
4
Esto no es subestimar la influencia de la revolución norteamericana que, sin
duda alguna, ayudó a estimular la francesa y, en un sentido estricto,
proporcionó modelos constitucionales —en competencia y algunas veces alternando
con la francesa— para varios Estados iberoamericanos y de vez en cuando
inspiración para algunos movimienlos radical-democráticos.
5
H. Sée: Esquise d’une histoire du régime agraire, 1931, págs. 16-17.
6
A. Soboul: Les campagnes montpelliéraines à la fin de l’Ancien
Régime, 1958.
7
A. Goodwin: The French Revolution, edición de 1959, página 70.
8
Unos 300.000 franceses emigraron entre 1789 y 1795 (C. Bloch: L’émigration
francaise au XIX siecle, “Etudes d’Histoire Moderne et Contemporaine”, I, 1947,
pág. 137); D. Greer: The Incidence of the Emigration during the French
Revolution, 1951, propone, en cambio, una proporción mucho mas
pequeña.
9. D. Greer; The
Incidence of the Terror, Harvard, 1935.
10 “¿Saben qué clase de gobierno salió
victorioso?… Un gobierno de la
Convención. Un gobierno de jacobinos apasionados con gorros frigios rojos,
vestidos con toscas lanas y calzados con zuecos, que se alimentaban
sencillamente de pan y mala cerveza y se acostaban en colchonetas tiradas en el
suelo de sus salas de reunión cuando se sentían demasiado cansados para seguir
velando y deliberando. Tal fue la clase de hombres que salvaron a Francia. Yo,
señores, era uno de ellos, Y aquí, como en las habitaciones del emperador, en
las que estoy a punto de entrar, me enorgullezco de ello.” Citado por J.
Savant en Les préfets de Napoléon
1958, Pág. 111-112.
11 El hecho de que la Francia napoleónica
no consiguiera reconquistar Haití fue una de las principales razones para
liquidar los restos del imperio
americano con la venta de la Luisiana a los Estados Unidos (1803). Así, una
ulterior consecuencia de la expansión jacobina en América fue hacer de los
Estados Unidos una eran potencia continental.
12.
Oeuvres completes de Saint-Just, vol. II,
pág. 147. edición de C. Vellay, París, 1908
13
Nombres de los meses del calendario revolucionario.
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos
Aires, Argentina.
http://www.hipersociologia.org.ar/base.html