DANIEL
BELL
LAS
CONTRADICCIONES CULTURALES DEL CAPITALISMO
La
relación entre la estructura socioeconómica de una civilización y su cultura es,
quizá, el más complicado de todos los problemas para el sociólogo. Una tradición
del siglo XIX, tradición profundamente impregnada de las concepciones marxistas,
sostenía que los cambios en la estructura social determinaban el alcance
imaginativo del hombre. Una anterior visión del hombre –que lo veía como homo
pictor, el animal creador de símbolos, más que como homo faber, un animal
creador de herramientas– lo consideraba como la única criatura capaz de
prefigurar lo que luego “objetivaría”, o construiría en la realidad. Así,
atribuía al ámbito de la cultura la iniciativa del cambio. Cualquiera que sea el
grado de verdad de estos viejos argumentos con respecto al pasado, hoy la
cultura ha adquirido suprema importancia; lo que el artista se representa en la
imaginación anuncia, aunque sea ocurrente, la realidad social de
mañana.
La
cultura ha adquirido importancia suprema por dos razones complementarias. En
primer término, la cultura se ha convertido en el componente más dinámico de
nuestra civilización, superando hasta al dinamismo de la tecnología. Hay
actualmente en el arte –como ha venido ocurriendo de manera creciente en los
últimos 100 años– un impulso dominante hacia lo nuevo y lo original, una
búsqueda consciente de formas y sensaciones futuras, de tal modo que la idea del
cambio y la novedad superan las dimensiones del cambio real. En segundo término,
en los últimos 50 años, aproximadamente, se ha producido la legitimación de este
impulso cultural. La sociedad acepta ahora este papel de la imaginación en lugar
de considerar, como en el pasado, que la cultura establece una norma y afirma
una tradición filosófico-moral con relación a las cuales lo nuevo puede ser
medido y (por lo general) censurado. En verdad, la sociedad ha hecho más que
aceptar pasivamente las innovaciones: ha proporcionado un mercado que
enorgullece ávidamente lo nuevo, porque lo cree superior en valor a todas las
viejas formas. Así, nuestra cultura tiene una misión sin precedentes: es una
búsqueda oficial e incesante de una nueva sensibilidad,
Por
supuesto, es verdad que la idea de cambio domina también la economía y la
tecnología modernas. Pero los cambios en estas se hallan limitados por los
recursos disponibles y los costos financieros. También en política la innovación
está constituida por las estructuras institucionales existentes y, en cierta
medida, por la tradición. Pero los cambios en los símbolos expresivos y las
formas, por difícil que pueda ser para la masa del pueblo absorberlos
rápidamente, no hayan resistencia en el ámbito mismo de la
cultura.
Lo
singular en esta “tradición de lo nuevo” (como la ha llamado Harold Rosenberg)
es que permite al arte liberarse de trabas, destruir todos los géneros y
explorar todas las formas de experiencia y de sensación. Hoy, la fantasía cuesta
poco (¿hay algo que sea juzgado extraño o execrable hoy?), fuera del riesgo de
la locura personal. ¡Y hasta la locura, en los escritos de teóricos sociales
como Michel Foucault y R. D. Laing, es considerada ahora como una forma superior
de verdad!. Las nuevas sensibilidades y los nuevos estilos de conducta asociados
a ella son creados por pequeños círculos que se dedican a explorar lo nuevo. Y
puesto que lo nuevo es un valor en sí mismo y halla poca resistencia, la nueva
sensibilidad y su estilo de conducta se difunden rápidamente, transformando el
pensamiento y la acción de la masa cultural (sino de las masas populares más
amplias), este nuevo y vasto estrato de intelectualidad, en el conocimiento y
las industrias de comunicaciones de la sociedad.
Junto
a esta exaltación de lo nuevo, ha surgido la ideología, conscientemente aceptada
por el artista, de que ele arte mostrará el camino, será la vanguardia. Ahora
bien, la idea misma de avanzada –de un equipo que conduce el asalto– indica que
el arte y la cultura modernos nunca se permitirían seguir como “reflejos” de una
estructura social subyacente, sino que, por el contrario, iniciarán la marcha
hacia algo totalmente nuevo. De hecho, como veremos, la idea misma de avanzada,
una vez aceptada su legitimidad, sirve para institucionalizar la primacía de la
cultura en los campos de las costumbres, la moral y, en última instancia, la
política.
La
primera formulación importante de esta concepción de la vanguardia la hizo el
hombre que, irónicamente, ha sido considerado como el símbolo mismo de la
dominación tecnocrática, Henri de Saint-Simon. A pesar de su visión del
ingeniero como fuerza impulsora de la nueva sociedad, Saint-Simon sabía que los
hombres necesitan inspiración, que el cristianismo estaba desgastado y que hacía
falta un nuevo culto. El lo halló en el culto del arte. El artista revelaría a
la sociedad el glorioso futuro y estimularía a los hombres con la perspectiva de
una nueva civilización. En un diálogo entre un artista y un científico,
Saint-Simon dio al término “vanguardia” su significado cultural moderno (en
reemplazo de su anterior sentido militar):
Seremos
nosotros, los artistas, quienes os serviremos de vanguardia. El poder del arte,
en efecto, es más inmediato y más rápido: cuando deseamos difundir nuevas ideas
entre los hombres, las inscribimos en el mármol o en la tela... y de este modo,
sobre todo, ejercemos una influencia eléctrica y victoriosa. Apelamos a la
imaginación y a los sentimientos de la humanidad, por lo cual siempre inspiramos
la acción más viva y decisiva...
¡Qué
bello destino el de las artes, el de ejercer sobre la sociedad un poder
positivo, una verdadera función sacerdotal, y de marchar enérgicamente en la
avanzada de todas las facultades intelectuales, en la época de su mayor
desarrollo!. Este es el deber de los artistas, esta es su misión
(1).
La
observación común de que hoy ya no hay una vanguardia significativa –de que ya
no hay una tensión radical entre un nuevo arte que escandaliza y una sociedad
escandalizada– solo quiere decir que la vanguardia ha obtenido la victoria. Una
sociedad entregada totalmente a las innovaciones, a la jubilosa aceptación del
cambio, de hecho ha institucionalizado la vanguardia y la ha cargado, quizás
para su consternación, con la tarea de descubrir constantemente algo nuevo. En
efecto, se ha dado a la “cultura” un cheque en blanco, y se ha reconocido
firmemente su primacía en la promoción del cambio social.
I.
El sentido de la cultura
La
cultura, para una sociedad, un grupo o una persona, es un proceso continuo de
sustentación de una identidad mediante la coherencia lograda por un consistente
punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida que
exhibe esas concepciones en los objetos que adornan a nuestro hogar y a nosotros
mismos, y en el gusto que expresa esos puntos de vista. La cultura es, por ende,
el ámbito de la sensibilidad, la emoción y la índole moral, y el de la
inteligencia, que trata de poner orden en esos
sentimientos.
Históricamente,
la mayor parte de las culturas y las estructuras sociales han mostrado unidad,
aunque siempre ha habido pequeños grupos que expresan valores esotéricos,
desviados y habitualmente libertinos. La cultura clásica expresó su unidad
mediante la fusión de la razón y la voluntad en la prosecución de la virtud. La
cultura cristiana mostró coherencia en la reproducción de las filas ordenadas de
la sociedad y las filas ordenadas de la Iglesia en las jerarquías del cielo y el
infierno, en la búsqueda de la salvación en sus representaciones sociales y
estéticas. A comienzos de los tiempos modernos, la cultura burguesa y la
estructura social burguesa forjaron una unidad distinta con una estructura
específica, de carácter, alrededor del tema del orden y el
trabajo.
La
teoría social clásica (uso aquí la palabra “clásica” para referirme a los
maestros del siglo XIX y principios del XX) también vio la cultura como
unificada con la estructura social. Marx, como ya dije, sostenía que el modo de
producción moldea todas las otras dimensiones de una sociedad. La cultura, como
ideología, refleja una subestructura y no puede ser autónoma. Además, en la
sociedad burguesa la cultura estaba ligada a la economía porque también ella se
había convertido en una mercancía, que debía ser evaluada por el mercado y
comprada y vendida por proceso de intercambio. Max Weber argüía que el
pensamiento, la conducta y la estructura social se hallan altamente integrados,
ya que todas sus ramas –la ciencia, la economía, el derecho y la cultura– son
predominantemente racionalistas. Hasta los modos artísticos son
predominantemente racionalistas. Para Weber, esto era cierto en un doble
sentido: los aspectos cosmológicos del pensamiento y la cultura occidentales se
caracterizan por la eliminación de la magia (según la frase de Shiller, “el
desencantamiento del mundo”); y la estructura y la organización formal, la
estilística de las artes, es racional. El ejemplo particular de Weber era la
música armónica occidental de acordes, basada en una escala que permite el
máximo de relaciones ordenadas, a diferencia de la música primitiva y no
occidental (2). Finalmente, Pitirim Sorokin, en su Dinámica social y cultural,
arguye que las culturas están integradas por los mentalistas (“el principio
central ‘la razón’”), que unen pensamiento y sentido e impregnan todos los
aspectos de una sociedad. La sociedad contemporánea es sensoria, es cuanto es
empírica, materialista, extrovertida, orientada hacia la técnica y
hedonista.
En
contra de estas concepciones, lo que hallo hoy sorprendente es la radical
separación entre la estructura social (el orden técnico-económico) y la cultura.
La primera está regida por un principio económico definido en términos de
eficiencia y racionalidad funcional, la organización de la producción por el
ordenamiento de las cosas, incluyendo a los hombres entre las cosas. La segunda
es pródiga, promiscua, dominada por un humor anti-racional, anti-intelectual, en
el que el yo es considerado la piedra de toque de los juicios culturales, y el
efecto sobre el yo es la medida de valor estético de la experiencia. La
estructura de carácter heredada del siglo XIX, con su exaltación de la
autodisciplina, la gratificación postergada y las restricciones, aún responde a
las exigencias de la estructura tecnoeconómica; pero choca violentamente con la
cultura, donde tales valores burgueses han sido rechazados de plano, en parte,
paradójicamente, por la acción del mismo sistema económico
capitalista.
Conducta
social discrecional
Como
disciplina, la sociología se basa en el supuesto de que las variaciones en la
conducta de las personas o los grupos de la sociedad son atribuibles a su clase
o a alguna otra posición fundamental en la estructura social, y que los
individuos con tales ubicaciones diferentes variarán sistemáticamente en sus
intereses, actitudes y conductas, sobre la base de distintos atributos sociales:
sexo, ocupación, religión, locación urbana o rural, etcétera. Se supone que
estos atributos se agrupan de maneras específicas –habitualmente identificadas
en términos de clases sociales–, de modo que la conducta electoral, de los
hábitos de compra, la crianza de los hijos, etcétera, varían sistemáticamente
según las clases o los estatutos, y son predecibles.
Para
la mayoría de la sociedad y para muchos aspectos de la vida social (p. ej., las
votaciones), esta afirmación general tal vez sea aún válida. Pero es cada vez
más evidente que, para una proporción importante de la población, ya no rige el
vínculo de la posición social con el estilo cultural, en particular si se piensa
en masas de tales dimensiones como la clase obrera, la clase media y la clase
alta. La cuestión de quién usará drogas, participará en orgías e intercambio de
mujeres, se hará homosexual, utilizará la obscenidad como estilo político o
gozará de “happenings” y películas clandestinas no está fácilmente relacionada
con las “variables corrientes” del discurso sociológico. La edad y la educación
pueden ser elementos de discriminación más importantes; pero, dada la expansión
de la educación superior masiva, ni siquiera la educación sola permite una fácil
predicción de la conducta. Hay muchos hijos de familias de clase media alta que
adoptan gozosamente lo que, para ellos, es la “libertad” de la clase obrera o
los negros, o estilos de vida de clase baja, mientras que otros no lo hacen. Se
ha producido una significativa nivelación de los patrones para la enseñanza de
los niños, que antaño fueron uno de los principales indicadores de los
diferentes estilos de las clases.
Así
como en la economía el crecimiento de lo que los economistas llaman renta
discrecional –la renta superior a lo necesario para la satisfacción de las
necesidades básicas– permitió a los individuos elegir muchos varados ítems para
ejemplificar diferentes estilos de consumo (piscinas, barcos, viajes), así
también la expansión de la educación superior y la extensión de una atmósfera
social permisiva han ampliado el ámbito de la conducta social discrecional. Los
aspectos más idiosincráticos de la experiencia personal y el curso de la vida
individual –las características de personalidad, la constitución corporal, la
experiencia positiva o negativa con los padres, la experiencia con los iguales–
están adquiriendo, en forma creciente, más importancia que los atributos
sociales pautados en el moldeamiento del estilo de vida de una persona. A medida
que se disuelve la estructura social tradicional de clases, es cada vez mayor el
número de individuos que desean ser identificados, no por su base ocupacional
(en el sentido marxista), sino por sus gustos culturales y sus estilos de
vida.
El
artista forma al público
Se
ha producido un cambio, también, en la relación del artista con el público. La
imagen corriente, producto del romanticismo del siglo XIX, era la de un círculo
de artistas dedicados a una difícil labor experimental, a la que el presuntuoso
público de clase media respondía con la burla y el escarnio. Este fue el destino
de los pintores impresionistas, quienes se presentaron por primera vez en el
Salon des Refusés (1863) para poner de manifiesto, a su turno, su rechazo del
gusto reinante, y que tuvieron que esperar 20 años para que el Salon des
Indépendants les brindara la misma libertad para exhibir sus obras. El artista
de vanguardia identificó este rechazo con la libertad, y dependió de esa tensión
con el público para articular su propia obra. Esta conocida situación llegó a
ser considerada como una condición congénita del arte moderno. Pero, como
escribe James Ackerman, “en la última década (esta situación) fue alterada por
uno de los cambios más abruptos y radicales de la historia en relación del arte
con el público... la nueva era se hizo reconocible por vez primera en la última
recepción de la obre de los artistas de la Escuela de Nueva York, a mediados y
finales del decenio de 1950”. Jackson Pollock, Willem de Kooning, Franz Kline,
Mark Rothko, Barnett Newman, Robert Motherwell y David Smith, los responsables
de lo que Clement Greenberg llamó “expresionismo abstracto” (y Harold
Rosenberg “pintura de acción”), se preocuparon por problemas de estructura y
medio –abandonando el caballete, usando la materia pictórica misma como tema
para el arte e implicando en la pintura a la persona misma del artista– de una
naturaleza especial y esotérica, ajena a la experiencia del lego. El profesor
Ackerman observa que “su arte era tan difícil de abordar que hasta la mayoría de
los críticos profesionales que lo aprobaron se equivocaron y lo elogiaron por
razones ajenas al caso”. En realidad, la respuesta inmediata de un público
incrédulo fue llamarlo “una impostura”. Pero en la media década siguiente las
figuras principales de la escuela fueron aclamadas, y sus pinturas predominaban
en los museos y las galerías. Sus concepciones ahora establecen el gusto del
público (3).
En
este caso, quizás el cambio no es tan abrupto como lo presenta el profesor
Ackerman. Había habido cambios anteriores y similares en el papel del arte
“difícil” en París, décadas atrás, cuando Picasso y Matisse comenzaron a moldear
el gusto del público. Pero la cuestión general es la misma. El público de clase
media, el comprador rico, ya no controla el arte. En la pintura, en el cine
(quizás menos en la música avanzada), el artista, y por lo común el artista de
vanguardia, domina ahora la escena cultural. Es él quien rápidamente moldea al
público y el mercado, en lugar de ser moldeado por ellos.
Este
cambio se relaciona, creo, con la disociación de la ubicación social y el estilo
cultural. Ackerman también escribe:
Si
la posición de uno en la sociedad no supone ninguna base determinada de juicio
en campos ajenos a la propia competencia, se tiene la opción, o bien de poseer
ninguna opinión, o bien de aceptar la opinión del experto, y el experto más
asequible es el formador profesional de la opinión. El cambio en la respuesta a
las artes es, creo, un producto de la deferencia pública hacia los museos, las
galerías comerciales y los nuevos medios de comunicación.
Es
discutible que exista ahora el hábito general de “confiar en los expertos”.
En política, se ha
producido una notable reacción populista contra el experto o tecnócrata. Pero en
el arte la situación es diferente. Aquí contemplamos, no la victoria del
experto, sino de la “cultura” misma, o más específicamente de su corriente
predominante, el modernismo. La cultura de los 100 años últimos, la del
“movimiento moderno”, ha triunfado sobre una sociedad que en su estructura
social (la economía, la tecnología y las bases ocupacionales) sigue siendo
burguesa. La cultura se ha hecho autónoma y autodeterminada. Pero a pesar de
todo esto, la cultura (ejemplificada en el movimiento moderno) se siente atacada
–no comprende o acepta su victoria– y sigue siendo, como la ha llamado Lionel
Trilling, una “cultura antagónica”.
“Todo historiador de la
literatura de la época moderna –escribe Trilling– dará prácticamente por
supuesta la intención adversa, la intención realmente subversiva, que
caracteriza a la literatura moderna; percibirá su claro propósito de apartar al
lector de los hábitos de pensamiento y sentimiento que impone la cultura
general, de darle un fundamento y un punto de mira desde los cuales juzgar y
condenar, y quizá revisar, la cultura que la ha engendrado”
(4).
La
leyenda del modernismo es la del espíritu creador libre en guerra con la
burguesía. Cualquiera que sea el grado de verdad de tal opinión en la época en
que, por ejemplo, Whistler fue acusado de “haber arrojado un tarro de pintura a
la cara del público”, en nuestro tiempo tal idea es una caricatura. En el mundo
actual, especialmente en el mundo de la cultura, ¿quién defiende a la
burguesía?. Sin embargo, en el dominio de los que se consideran jueces serios de
la cultura y de los numerosos epígonos que van a la rastra de ellos, la leyenda
del espíritu creador libre que está en guerra, ya no solamente contra la
sociedad burguesa, sino también con la “civilización”, la “tolerancia represiva”
o algún otro agente que pone trabas a la libertad aún sirve de sostén a una
cultura antagónica.
Esta cultura antagónica
ha llegado a dominar el orden cultural, y es por esto por lo que los hierofantes
de la cultura –los pintores, los escritores, los cineastas, etc.– ahora dominan
al público, en vez de ocurrir a la inversa. En verdad, los adherentes a esta
cultura antagónica son suficientemente numerosos como para formar una clase
cultural distinta. En comparación con el conjunto de la sociedad, los
pertenecientes a esta clase no son muchos. No son posibles las estimaciones
estadísticas, y la cifra puede variar de unos pocos cientos de miles a un par de
millones. Pero la cantidad sola carece de significado, pues en comparación con
el pasado, son evidentes tres cambios extraordinarios.
En
primer lugar, ha habido un cambio obvio de escala. Aunque pequeña comparada con
la sociedad total, la actual clase cultural es bastante numerosa como para que
sus miembros no sean proscritos o formen un enclave bohemio dentro de la
sociedad. Funcionan institucionalmente como grupo y están ligados por la
conciencia de su especie.
En
segundo término, aunque los estilos de vida y las culturas minoritarios a menudo
han entrado en conflicto con los de la mayoría, lo sorprendente hoy es que esa
mayoría no tiene una cultura propia intelectualmente respetable –carece de
grandes figuras en la literatura, la pintura o la poesía que oponer a la cultura
antagónica. En este sentido, la cultura burguesa ha sido hecha
añicos.
Tercero, y quizás esto
sea lo más importante, los protagonistas de la cultura antagónica, a causa del
efecto histórico subversivo sobre los valores burgueses tradicionales, influyen
sustancialmente, si no dominan, los establecimientos culturales de la
actualidad: las editoriales, los museos y las galerías; los principales
periódicos de noticias, de cine y culturales; el teatro, el cinematógrafo y las
universidades.
Hoy, cada nueva
generación, partiendo de los mojones alcanzados por la cultura antagónica de sus
padres culturales, declara arrolladoramente que el status quo representa el
conservadurismo atrasado o la represión, y prepara nuevos ataques a la
estructura social de amplitud cada vez mayor.
El
proceso histórico que ha esbozado tiene profundas raíces en el pasado. Tiene
notable impulso y continuidad culturales. Mucho de este impulso quedó oscurecido
en la década de 1950, que fue esencialmente un periodo de conservadurismo
político y desconcierto cultural. Políticamente, fue un período de desilusión.
Presenció la ruptura fina de los intelectuales con el stalinismo y la
destrucción de la creencia de que la Unión Soviética era “progresista”
simplemente porque se titulaba a sí misma “socialista”. Una serie de sociólogos
–Raymond Aron, Edward Shils, S. M. Lipset y yo– llegó así a pensar que el
decenio de 1950 se caracterizó por el “fin de la ideología”. Entendíamos por
esto que las viejas ideas políticas del movimiento radical se habían agotado y
ya no tenían el poder de despertar adhesión o pasión entre los intelectuales
(5).
Aunque hubo una
difundida desilusión con respecto a las promesas milenaristas del radicalismo
político, no surgió casi ningún punto de vista positivo que ocupara su lugar. El
estado benefactor y la economía mixta no constituían el tipo de objetivos que
pudiera despertar la pasión de la intelectualidad. Además, aunque las esperanzas
políticas radicales quedaron momentáneamente destruidas, la postura cultural
básica siguió siendo la misma: el rechazo de los valores burgueses. En verdad,
la continuidad del radicalismo en el decenio de 1950 fue posible, no por la
política, sino por la cultura.
La
experiencia de la década de 1940 había traumatizado a la intelectualidad de la
de 1950, y las reflexiones sobre esa experiencia determinaron sus preocupaciones
culturales. El tema cultural más generalizado de la época fue la
despersonalización del individuo y la atomización de la sociedad. La Segunda
Guerra Mundial fue horrible, por supuesto, pero la gente había imaginado de
antemano la guerra y, curiosamente, cuando algo es imaginado, pierde parte de su
capacidad para provocar una total indignación o temor. Pero nunca fueron
imaginados los campos de concentración de decenas de millones de personas ni los
campos de la muerte, que procesaban a millones de personas como ganado a través
de un matadero (6).
La
sociología del decenio de 1950 se ocupó también de la teoría de la “sociedad de
masas” y redescubrió la “alienación”. La teoría de la sociedad de masas vio en
el mundo moderno la destrucción de los vínculos grupales primarios
tradicionales, la familia y la comunidad local; y vio los órdenes tradicionales
reemplazados por la “masa”, en la que cada persona vive de manera atomista o
anómica. El redescubrimiento de la alienación –y se trató bien de un
redescubrimiento, pues la primera generación de autores marxistas (Kautsky,
Plejanov, Lenin, etc.) nunca usó dicho término– se convirtió en el tema primario
de la sociología. Nunca se lo había examinado antes de esa época
(7).
En
un nivel más terrenal, el libro de sociología más popular del decenio de 1950
fue el de David Riesman La muchedumbre solitaria, que describía un cambio
importante en la estructura de carácter de la sociedad contemporánea: del
individuo autodisciplinado y automotivado (en síntesis, el hombre burgués
histórico) al individuo sensible primariamente al grupo de sus iguales y a la
presión de “otros”. El título mismo del libro sugería el juicio sobre la calidad
del cambio. Análogamente, el libro prototípico de la cultura juvenil emergente
fue el de J. D. Salinge The Catcher in the Rye, cuyo narrador, Holden Caulfield,
encarnaba un nuevo tipo de persona, casi autista en su incapacidad para
establecer conexiones reales con el mundo que le rodeaba. Los “beats”,
conducidos por Allen Ginsberg y Jack Kerouac, precursores del movimiento juvenil
de la década de 1960, habían ya “renunciado” a la
sociedad.
En
resumen, aunque las ideas políticas se habían agotado –y la vida política estaba
dominada por la amenaza de un enemigo comunista externo– la intelectualidad
cavilaba sobre temas de desesperación, anomía y alienación, temas que iban a
tener una encarnación política en el decenio de 1960.
La
cultura de medio pelo del decenio de 1950
La
opulencia de la Norteamérica de clase media del decenio de 1950 tuvo su
contrapartida en una difundida cultura “de medio pelo”, “middlebrow”. La
expresión misma reflejó el nuevo estilo de la crítica cultural. En efecto, la
cultura, tal como se la concebía en las revistas de masas de clase media, no era
un examen de obras de arte serias, sino un estilo de vida que se organizaba y
“consumía”. Siguiendo la corriente, la crítica cultural se convirtió en un juego
snob, al que jugaban agentes de publicidad, ilustradores de revistas,
decoradores, editores de revistas para mujeres y homosexuales del East Side como
una diversión de moda más. El juego del alto-bajo-y-medio se hizo démodé cuando
se popularizó el medio pelo, que pronto fue reemplazado por el nuevo juego del
“in-and-out”. Ser “in” significaba adelantarse a la muchedumbre en modas o,
perversamente, gustar de lo que gustaba a las masas vulgares (el Daily News de
Nueva York, el paso rápido, películas de terror de segunda clase, canciones
populares, etcétera), y no lo que gustaba a las pretensiosas clases medias.
Cuando el “in-and-out” fue reemplazado por el “camp”, el juego fue el
mismo, solo que entonces la moda se convirtió en moda
ordinaria.
Pero aunque la crítica
cultural se convirtió en un juego, constituyó también un problema serio para la
intelectualidad, quien fue invitado a desempeñar un papel en una cultura de la
que siempre se había burlado. Los que escribían para la Partisan Review llegaron
a dominar el New Yorker, una revista que había sido despreciada en las décadas
de 1930 y 1940. Los que escribían para Commentary fueron invitados a colaborar
en el New York Times Sunday Magazine. Hasta el Saturday Evening Post comenzó a
publicar artículos, en su serie “Aventuras de la mente”, de autores y críticos
como Randall Jarrell y Clement Greenberg. Muchos de los autores radicales
tuvieron la impresión de que los medios masivos de comunicación les cortejaban
para dar prestigio a las revistas de masas; y se sospechaba un motivo más
siniestro aún: la “domesticación” completa de la crítica radical. Lo que no se
comprendía era que la sociedad misma había perdido sus amarras
populares.
La
relación del crítico y el intelectual serio con la cultura de masas en floración
del decenio de 1950 se convirtió en un problema por sí mismo y en la fuente de
michos extensos ensayos y simposios. La respuesta básica del intelectual radical
fue un ataque en gran escala contra la cultura de clase media. Para el crítico
serio, el verdadero enemigo, la peor basura, no era el vasto mar de hojarasca,
sino la cultura de medio pelo, o, como la llamó Dwight Macdonald, midcult. En
“Masscult”, Macdonald escribía: “La treta es clara: agradar a la multitud por
cualquier medio. Pero la midcult pretende ambas cosas: respetar las normas de la
alta cultura y, de hecho, diluirla y vulgarizarla” (8).
Hannah Arendt, una
reflexiva e inquietante crítico social, llevó la argumentación clásica un paso
más allá y la mezcló con un análisis histórico-marxista. Arguyó que la
“sociedad” burguesa –por lo cual entendía la comunidad relativamente homogénea
de las personas educadas y cultas– siempre había tratado a la cultura como una
mercancía y había ganado valores snobs de su intercambio; siempre había existido
cierta tensión entre la cultura (esto es, los creadores de arte) y la sociedad
(que lo consumía) (9). Pero, para ella, había dos diferencias decisivas entre el
pasado y el presente. Antaño, el individualismo floreció o se hizo posible, por
el escape de la sociedad, a menudo en mundos rebeldes o bohemios. (“Buena parte
de la desesperación de los individuos en las condiciones de la sociedad de masas
obedece al hecho de que esas vías de escape; por supuesto, se cierran tan pronto
como la sociedad ha incorporado a todos los estratos de la población.”) Además,
aunque en el pasado la “sociedad” codiciaba la cultura, principalmente por su
atractivo snob, no consumía cultura, aunque abusaba de ella o la devaluaba y
convertía “las cosas culturales en mercancías sociales”. La sociedad de masas,
“por el contrario, no quiere cultura sino diversión, y las mercaderías que
ofrece la industria del entretenimiento son consumidas igual que cualquier otro
artículo de consumo”.
En
suma, aunque en el decenio de 1950 se produjo una extinción de la voluntad
política radical, esta voluntad radical –el distanciamiento del yo con respecto
a la sociedad– se mantuvo en la cultura, y mediante la crítica cultural. Cuando
surgieron nuevos impulsos políticos en la década de 1960, el radicalismo halló
los valores de la cultura antagónica –el ataque a la sociedad a través de temas
como la sociedad de masas, la anomia y la alienación– como hilo de Ariadna que
le permitió emerger en un nuevo período radical.
Aparición del
modernismo
Llegamos aquí a un
extraordinario enigma sociológico. Un solo temperamento, índole o movimiento
cultural –su misma naturaleza amorfa o proteica excluye su encasillamiento en un
término único– ha persistido durante más de un siglo y cuarto, llevando a cabo
renovados y sostenidos ataques contra la estructura social. El término más
inclusivo para designar este temperamento cultural es el de modernismo: el
obstinado esfuerzo de un estilo y una sensibilidad por permanecer en el frente
de la “conciencia en avance”. ¿Cuál es, pues, la naturaleza de este sentimiento
que, anterior aún al marxismo, ha estado atacando a la sociedad burguesa, y, sin
la organización permanente que posee un movimiento político, ha sido capaz de
mantener tal programa? ¿Por qué sedujo de tal modo la imaginación artística que
pudo perdurar a través de generaciones y tiene atractivo para cada nuevo
contingente de intelectuales?.
El
modernismo invade todas las artes. Sin embargo, si examinamos ejemplos
particulares, no parece haber ningún principio unificador. Incluye la nueva
sintaxis de Mallarmé, la dislocación de las formas en el cubismo, la corriente
de conciencia en Virginia Woolf y Joyce, el atonalismo de Berg, etcétera. Cada
una de estas innovaciones, cuando apareció por primera vez, fue “difícil” de
comprender. De hecho, como han sostenido varios autores, la dificultad original
es un signo de modernismo. Es voluntariamente opaco, trabaja con formas no
familiares, es conscientemente experimental y busca deliberadamente inquietar al
público, escandalizarlo, sacudirlo y hasta transformarlo, como en una conversión
religiosa. Esta misma dificultad es, obviamente, una de las fuentes de su
atracción para iniciados, pues el conocimiento esotérico, como la fórmula
especial de los magos o el hermetismo de los sacerdotes antiguos, brinda una
reforzada sensación de poder sobre los seres vulgares y no
iluminados.
Irving Howe ha sugerido
que lo moderno debe ser definido en términos de lo que no es, como una “negativa
inclusiva”. La modernidad, escribe, “consiste en una revuelta contra el estilo
prevaleciente, un furor inflexible contra el orden oficial”. Pero esta misma
condición, como señala Howe, plantea un dilema: “El modernismo debe siempre
luchar pero nunca triunfar totalmente, y luego, después de un tiempo, debe
luchar para no triunfar” (10). Esto es verdad, creo, y explica su permanente
postura antagónica. Pero no explica el “furor inflexible” ni la necesidad de
negar todo estilo prevaleciente, incluso, en definitiva, el
propio.
El
modernismo, considerado en conjunto, muestra un sorprendente paralelismo con un
supuesto común de las ciencias sociales del pasado siglo. Para Marx, Freud y
Pareto, la superficial racionalidad de las apariencias ocultan la irracionalidad
de las subestructuras de la realidad. Para Marx, detrás del proceso de
intercambio estaba la anarquía del mercado; para Freud, detrás de las firmes
riendas del ego estaba el inconsciente ilimitado, movido por los instintos; para
Pareto, bajo las formas de la lógica se ocultaban los residuos de sentimientos y
emociones irracionales. también el modernismo afirma la carencia de sentido de
la apariencia y trata de develar la subestructura de la imaginación. Esto se
expresa de dos maneras. Una de ellas, la estilística, es un intento de anular la
“distancia” –la distancia psíquica, la distancia social y la distancia estética–
e insiste en el absoluto presente, la simultaneidad y la inmediatez de la
experiencia. La otra, la manera temática, es la afirmación del imperio absoluto
del yo, del hombre como criatura que se “autoinfinitiza” y es impelida a la
búsqueda del más allá.
El
modernismo fue una respuesta a dos cambios sociales que se produjeron en el
siglo XIX, uno en el nivel de la percepción del medio social, el otro de la
conciencia acerca del yo. En el mundo cotidiano de las impresiones sensoriales
había una desorientación del sentido del espacio y el tiempo, derivada de la
nueva conciencia del movimiento y la velocidad, la luz y el sonido que se
originó en la revolución de las comunicaciones y el transporte. Esta crisis en
la autoconciencia provino de la pérdida de la certidumbre religiosa, de la
creencia en una vida posterior a la muerte, en el cielo o el infierno, y de la
nueva conciencia de un límite inmutable más allá de la vida y la insignificancia
de la muerte. En efecto, estos fueron dos nuevos modos de experimentar el mundo,
y a menudo el artista mismo no fue totalmente consciente de la desorientación en
el medio social que había sacudido al mundo y lo hacía aparecer como reducido a
pedazos. Sin embargo, tuvo que reunir estos pedazos de una nueva
manera.
El
modernismo: sintaxis y forma
Para la segunda mitad
del siglo XIX, pues, un mundo ordenado era una quimera. Lo que se hizo
repentinamente real, al moldear la percepción sensorial de un medio, fue el
movimiento y el flujo. Se produjo de pronto un cambio radical en la naturaleza
de la percepción estética. Si nos preguntamos, en términos estéticos, en qué
difiere el hombre moderno de los griegos en cuanto a la experiencia de
sensaciones o emociones, la respuesta haría referencia, no a los sentimientos
humanos básicos, como la amistad, el amor, el temor, la crueldad y la agresión,
que son comunes a todas las épocas, sino a la dislocación espacio-temporal del
movimiento y la altura. En el siglo XIX, por primera vez en la historia los
hombres pudieron viajar más rápidamente que a pie o en un animal, y tuvieron una
sensación diferente del paisaje cambiante, una sucesión de imágenes, un esfumado
producido por el movimiento, que nunca habían experimentado antes. O pudieron,
primero en globos y más tarde en aviones, elevarse en el cielo a miles de pies y
ver desde el aire rasgos topográficos que los antiguos jamás
conocieron.
Lo
que era cierto del mundo físico lo era también del mundo social. Con el
crecimiento del número de habitantes y de la densidad de las ciudades, hubo una
mayor interacción entre las personas, un sincretismo de experiencias que
suministraron una repentina apertura a nuevos estilos de vida y a una movilidad
geográfica y social que nunca había sido posible antes. En las telas de los
artistas, los temas ya no eran las criaturas mitológicas del pasado o la quietud
de la naturaleza, sino el paseo y la playa, el bullicio de la vida ciudadana y
el brillo de la vida nocturna en un medio urbano transformado por la luz
eléctrica. Fue esta respuesta al movimiento, el espacio y el cambio la que
brindó la nueva sintaxis del arte y la dislocación de las formas
tradicionales.
En
la concepción clásica premoderna, el arte era esencialmente contemplativo: el
observador o espectador mantenía el “poder” sobre la experiencia conservando su
distancia estética de ella. En el modernismo la intención es “abrumar” al
espectador de modo que el producto artístico se imponga al espectador en sus
propios términos, mediante el escorzo de la perspectiva en la pintura o el
“sprung rhythm” (*) de un Gerard Manley Hopkins en poesía. En el modernismo, el
género se convierte en una concepción arcaica cuyas distinciones se ignoran en
el flujo de la experiencia.
Es
este esfuerzo modernista por captar el flujo lo que da sentido, creo, a la
gnómica observación de Virginia Woolf: “En diciembre de 1910, o aproximadamente,
ha cambiado la naturaleza humana. Según comenta Irving Howe, en esta hipérbole
hay una “aterradora discontinuidad entre el pasado tradicional y el presente
trastocado... la línea de la historia se ha curvado, quizá
roto”.
Al
operar esta ruptura, en la exaltación del presente absoluto, tanto el artista
como el espectador se ven obligados a hacerse y rehacerse de nuevo a cada
momento. Con el repudio de la continuidad ininterrumpida y la creencia de que el
futuro está en el presente, se pierde el sentido clásico de la totalidad o la
compleción, El fragmento, o la parte, reemplaza al todo. Se descubre una nueva
estética en el torso quebrado, la mano aislada, la mueca primitiva, la figura
cortada por el marco, más que en la totalidad limitada. Y en la mezcla y el
apretujón de estilos, se abandona la idea misma de género y de límite, de
principios apropiados a un género. En efecto, podríamos decir que el desastre
estético mismo se convierte en una estética.
El
modernismo: la nada y el yo
El
sentido del movimiento y el cambio –el trastocamiento en el modo de enfrentar el
mundo– estableció vívidas concepciones y formas nuevas por las que la gente
juzgó sus percepciones sensoriales y su experiencia. Pero, más sutilmente, la
conciencia del cambio apuró una crisis más profunda en el espíritu humano: el
temor de la nada. El declinar de la religión, especialmente de la creencia en un
alma inmortal, provocó una grave quiebra de la secular concepción de un abismo
insalvable entre lo humano y lo divino. Los hombres trataron entonces de cruzar
ese abismo y, como dice Fausto, el primer hombre moderno, alcanzar e
“conocimiento divino”, “mostrar que en el hombre hay la estatura de un dios”, o
de lo contrario confesar su “parentesco con el gusano”.
Como consecuencia de
este esfuerzo sobrehumano, en el siglo XIX pasó a primer plano el sentido del
yo. El individuo fue considerado único, con aspiraciones propias, y la vida
asumió una mayor santidad y valor. El fortalecimiento de la propia vida se
convirtió en un valor por sí mismo. El mejoramiento económico, los sentimientos
anti-esclavistas, los derechos de la mujer y el fin del trabajo infantil y los
castigos crueles se convirtieron en los problemas sociales del día. Pero en un
sentido metafísico más profundo, esta empresa espiritual se convirtió en la base
de la idea de que los hombres pueden ir más allá de la necesidad, de que ya no
se verían limitados por la naturaleza, sino que llegarían, según la expresión de
Hegel, al fin de la historia, al reino de la libertad perfecta. La “conciencia
infeliz” sobre la que Hegel escribía es la comprensión de un poder y un rango
divinos que el hombre debe tratar de alcanzar. La naturaleza más profunda del
hombre moderno, el secreto de su alma revelado por la metafísica moderna, es que
trata de ir más allá de sí mismo; sabiendo que la negatividad –la muerte– es
finita, se niega a aceptarla. Detrás del milenarismo del hombre moderno, está la
megalomanía de la autoinfinitación. En consecuencia, la hybris es la negativa a
aceptar límites, la insistencia en ir continuamente más allá de sí mismo; el
mundo moderno propone un destino que está siempre más allá: más allá de la
moralidad, más allá de la tragedia, más allá de la cultura
(11).
El
triunfo de la voluntad
En
la conciencia occidental ha habido siempre una tensión entre lo racional y lo no
racional, entre la razón y la voluntad, entre la razón y el instinto, como
fuerzas impulsoras del hombre. Cualesquiera que fuesen las distinciones
específicas, el juicio racional fue concebido tradicionalmente como superior en
la jerarquía, y este orden dominó la cultura occidental durante casi dos
milenios.
El
modernismo invierte esta jerarquía. Es el triunfo de la fogosidad, de la
voluntad. En Hobbes y Rousseau, la inteligencia es esclava de los apetitos y las
pasiones. En Hegel, la voluntad es el componente necesario del saber. En
Nietzsche, la voluntad se funde con el modo estético, en el que el conocimiento
deriva más directamente (es “captado, no discernido”, como escribe en la primera
línea de El nacimiento de la tragedia) de la embriaguez y el sueño. Y si solo la
experiencia estética ha de justificar la vida, entonces la moralidad queda en
suspenso y el deseo no tiene límite. Todo es posible en esta búsqueda del yo
para explorar su relación con la sensibilidad.
El
énfasis del modernismo recae en el presente o en el futuro, pero nunca en el
pasado. Sin embargo, cuando nos cortamos del pasado, no podemos eludir la
sensación final de vaciedad que entonces despierta el futuro. Ya no es posible
la fe, y el arte, la naturaleza o el impulso sólo momentáneamente pueden borrar
el yo en la embriaguez o frenesí del acto dionisíaco. Pero la embriaguez siempre
pasa, y llega la fría mañana siguiente, que sobreviene inexorablemente con el
romper del alba. Esta ineludible ansiedad escatológica lleva inevitablemente al
sentimiento –que es el hilo negro del pensamiento modernista– de que la vida de
cada persona está al final de los tiempos. La sensación de un fin, el sentir que
se vive en una edad apocalíptica, es, como ha observado Frank Kermode, “tan
endémica de lo que llamamos modernismo como el utopismo apocalíptico lo es a la
revolución política... Su repetición es un rasgo de nuestra tradición cultural”
(12).
Al
examinar el modernismo, las categorías de “izquierda” y “derecha” tienen poco
sentido. El modernismo, como lo formulaba Thomas Mann, cultiva “una simpatía por
el abismo”. Nietzsche, Yeats, Pound y Wyndham Lewis eran políticamente de
derechas. Gide era un pagano, y Malraux un revolucionario. Pero cualquiera que
fuese la tendencia política de cada uno, el movimiento modernista ha estado
unido por la ira contra el orden social como causa primera, y la creencia en el
apocalipsis como causa final. Es esta trayectoria la que proporciona el
atractivo y el radicalismo permanentes de este
movimiento.
El
modernismo tradicional trató de sustituir la religión o la moralidad por una
justificación estética de la vida. Crear una obra de arte, ser una obra de arte:
sólo ésto daba sentido al esfuerzo del hombre por trascenderse. Pero al volver
al arte, como se hace evidente en Nietzsche, la búsqueda misma de las raíces del
yo traslada la indagación del modernismo del arte a la psicología: del producto
al productor, del objeto a la psique.
En
la década de 1960 surgió una poderosa corriente posmodernista que llevó la
lógica del modernismo a sus últimas consecuencias. En los escritos teóricos de
Norman O. Brown y Michel Foucault, en las novelas de William Burroughs, Jean
Genet y, hasta cierto punto, Norman Mailer, y en la cultura porno-pop que nos
rodea ahora por todas partes, vemos una culminación lógica de las intenciones
modernistas. Como lo dice Diana Trilling, son “los aventureros que van más allá
de la conciencia”.
Hay
varias dimensiones del temperamento posmodernista. Así, el posmodernismo ha
sustituido completamente la justificación estética de la vida por lo instintivo.
Sólo el impulso y el placer son reales y afirman la vida; toda otra cosa es
neurosis y muerte. Además, el modernismo tradicional, por osado que fuese,
desplegó sus impulsos en la imaginación, dentro de los límites del arte.
Demoníacas o criminales, las fantasías se expresaban mediante el principio
ordenador de la forma estética. El arte, por ello, aunque fuese subversivo de la
sociedad, aún estaba de parte del orden e, implícitamente, de una racionalidad
de la forma, si no del contenido. El posmodernismo desborda los recipientes del
arte. Rompe los límites y afirma que la manera de obtener el conocimiento es
actuando, no haciendo distinciones. El “happening” y el “ambiente”, la “calle” y
la “escena”, no son los terrenos propicios para el arte, sino para la
vida.
Lo
extraordinario es que nada de esto es totalmente nuevo. Siempre ha habido una
tradición esotérica en todas las religiones occidentales que ha sancionado la
participación en ritos secretos de liberación, relajación y libertad total por
aquellos, los “gnósticos”, que han sido iniciados en sectas secretas mediante el
conocimiento secreto. El gnosticismo, en sus formulaciones intelectuales, ha
suministrado la justificación para los ataques a las restricciones que toda
sociedad impone a sus miembros. Pero en el pasado este conocimiento era
hermético, y sus miembros eran secretos. Lo más sorprendente en el posmodernismo
es que lo esotérico de antaño se proclama ahora como ideología, y lo que fue
antes la propiedad de una aristocracia del espíritu se ha convertido ahora en la
propiedad democrática de las masas. El espíritu gnóstico siempre ha fustigado
los tabúes históricos y psicológicos de la civilización. Pero ahora el asalto se
ha convertido en la plataforma de un difundido movimiento
cultural.
El
temperamento posmodernista, considerado como un conjunto de doctrinas vagamente
asociadas, marcha en dos direcciones. Una es filosófica, una suerte de
hegelianismo negativo. Michel Foucault ve al hombre como una encarnación
histórica de corta vida, “una huella en la arena”, que será borrada por las
olas. Las “ruinosas y pestilentes ciudades del hombre llamadas ‘alma’ y ‘ser’
serán des-construidas”. Ya no es la decadencia de Occidente, sino el fin de toda
civilización. Mucho de esto es una moda, un juego de palabras que lleva un
pensamiento hasta una lógica absurda. Como el iracundo espíritu juguetón de Dada
o el surrealismo, probablemente será recordado, si es recordado, como una nota
al pie de la historia cultural.
Pero el temperamento
posmodernista que se mueve en la otra dirección tiene una implicación mucho más
significativa. Proporciona la punta de lanza psicológica para un ataque a los
valores y las pautas motivacionales de la conducta “ordinaria”, en nombre de la
liberación, el erotismo, la libertad de impulsos, etcétera. Es esta corriente de
la doctrina posmodernista, de forma más popular, la que tiene importancia, pues
supone una crisis de los valores de la clase media.
La
muerte de la visión burguesa del mundo
La
visión burguesa del mundo –racionalista, empírica y pragmática– a mediados del
siglo XIX llegó a dominar, no sólo la estructura tecnoeconómica, sino también la
cultura, especialmente en el orden religioso y el sistema educacional, que
instilaba motivaciones “apropiadas” en el niño. Reinó triunfante en todas
partes, sólo resistida en el ámbito de la cultura por quienes desdeñaban su
espíritu a-heroico y anti-trágico, así como su actitud ordenada hacia el
tiempo.
Como hemos visto, en los
últimos cien años se ha presenciado el esfuerzo de la cultura anti-burguesa por
lograr autonomía con respecto a la estructura social, primero, negando los
valores burgueses de la esfera del arte y, segundo, creando enclaves donde el
bohemio y el vanguardista pudieran vivir un estilo contrario de vida. A fines
del siglo pasado la vanguardia había conseguido crearse un “espacio vital”
propio, y entre 1910 y 1930 estuvo en la ofensiva contra la cultura
tradicional.
Tanto en la doctrina
como en el estilo de vida, lo anti-burgués triunfó. Este triunfo significó que
predominó la cultura de lo antinómico y el anti-institucionalismo. En el reino
del arte, en el nivel de la doctrina estética, pocos se opusieron a la idea del
experimento ilimitado, de la libertad sin trabas, de la sensibilidad sin
restricciones, del impulso como superior al orden, de la imaginación inmune a la
crítica meramente racional. Ya no hay una vanguardia, porque nadie está de parte
del orden o de la tradición, en nuestra cultura posmoderna. Sólo existe el deseo
de lo nuevo o el aburrimiento de lo viejo y de lo nuevo.
La
organización burguesa tradicional de la vida –su racionalismo y sobriedad– tiene
ahora pocos defensores en la cultura, y ningún sistema establecido de
significados culturales o formas estilísticas tiene alguna respetabilidad
intelectual o cultural. Suponer, como hacen algunos críticos sociales, que la
mentalidad tecnocrática domina el orden cultural es ignorar todos los elementos
de juicio a mano. Lo que existe hoy es una radical disyunción de la cultura y la
estructura social, y tal disyunción ha preparado el camino para revoluciones
sociales más directas.
Esta nueva revolución ha
comenzado ya en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, la autonomía de la
cultura, lograda ya en el arte, está pasando ahora al terreno de la vida. El
temperamento posmodernista exige que lo que antes se representaba en la fantasía
y la imaginación sea ahora actuado en la vida. No hay ninguna diferencia entre
el arte y la vida. Todo lo que se permite en el arte se permite también en la
vida.
En
segundo lugar, el estilo de vida practicado antaño por un pequeño cenáculo,
fuese la fría máscara vital de un Baudelaire o la cólera alucinatoria de un
Rimbaud, es ahora imitado por “muchos” (una minoría de la sociedad, sin duda,
pero no obstante grande en número) y domina la escena cultural. Este cambio de
escala dio a la cultura del decenio de 1960 su especial oleaje, junto con el
hecho de que el estilo de vida bohemio, antaño limitado a una minúscula élite,
ahora es puesto en práctica en la gigantesca escena de los medios masivos de
comunicación.
La
combinación de estos dos cambios se sumó para renovar también el ataque de la
“cultura” contra la “estructura social”. Cuando antes se lanzaban tales ataques
–por ejemplo, cuando el surrealista André Breton propuso, a principios de la
década de 1930, que las torres de Notre Dame fueran reemplazadas por enormes
cubetas de vidrio, una de ellas llena de sangre y la otra de esperma, y que la
iglesia misma fuera convertida en una escuela sexual para vírgenes– se los
entendía como bromas pesadas, perpetradas por los “locos” permitidos de la
sociedad. Pero el surgimiento de una cultura “hippy”, drogadicta y “rock” en el
nivel popular (y la “nueva sensibilidad” de “humor de misa negra” y de violencia
en el campo de la cultura) socava a la estructura social misma, al golpear al
sistema motivacional y de recompensa psíquica que la sustentaba. En este
sentido, la cultura del decenio de 1960 tuvo un significado histórico nuevo y
quizá distintivo, como fin y como comienzo.
II.
De la ética protestante al bazar psicodélico
Los
cambios en las ideas culturales tienen inmanencia y autonomía porque se
desarrollan a partir de una lógica interna que opera dentro de una tradición
cultural. En este sentido, las nuevas ideas y formas derivan de una suerte de
diálogo con, o de rebelión contra, ideas y formas anteriores. Pero los cambios
en las prácticas culturales y los estilos de vida necesariamente interaccionan
con la estructura social, puesto que las obras de arte, la decoración, los
registros, las películas y los juegos se compran y se venden en el mercado. En
el mercado es donde la estructura social y la cultura se cruzan. Los cambios en
la cultura como un todo, particularmente el surgimiento de nuevos estilos de
vida, son posibles, no sólo por los cambios en la sensibilidad, sino también por
las modificaciones en la estructura social misma. Puede verse esto más
fácilmente, en la sociedad norteamericana, en el desarrollo de nuevos hábitos de
compra en una economía de consumo elevado, y en la resultante erosión de la
ética protestante y el temperamento puritano, los dos pilares que sostenían el
sistema valorativo tradicional de la sociedad burguesa norteamericana. Es la
quiebra de esta ética y este temperamento, provocada tanto por cambios de la
estructura social como por cambios en la cultura, lo que ha socavado las
creencias y legitimaciones que sancionaban el trabajo y la recompensa en la
sociedad norteamericana. Esta transformación y la falta de una nueva ética
arraigada son las responsables, en buena medida, del sentimiento de
desorientación y desaliento que caracteriza al humor público de hoy. Lo que me
propongo hacer aquí es retomar mi argumentación general sobre el modernismo y la
sociedad burguesa, y rastrear sus efectos más específicamente sobre la sociedad
norteamericana, que ha sido el prototipo del modo burgués de
vida.
La
vida de las pequeñas ciudades
La
ética protestante y el temperamento puritano fueron códigos que exaltaban el
trabajo, la sobriedad, la frugalidad, el freno sexual y una actitud prohibitiva
hacia la vida. Ellos definían la naturaleza de la conducta moral y de la
respetabilidad social. La cultura posmodernista del decenio de 1960 ha sido
interpretada, a causa de que se titula a sí misma una “contra-cultura”, como un
desafío de la ética protestante, un anuncio del fin del puritanismo y la
preparación del ataque final a los valores burgueses. Esto es demasiado fácil.
La ética protestante y el temperamento puritano, como factores sociales, fueron
desgastados hace tiempo, y perduran como pálidas ideologías, usadas más por los
moralistas para exhortar y por los sociólogos para mitologizar que como
realidades de conducta. La quiebra del sistema valorativo burgués tradicional,
de hecho, fue provocada por el sistema económico burgués: por el mercado libre,
para ser precisos. Esta es la fuente de la contradicción del capitalismo en la
vida norteamericana.
La
ética protestante y el temperamento puritano en los Estados Unidos fueron la
visión del mundo de un modo de vida agrario, de pequeña ciudad, mercantil y
artesanal. En los Estados Unidos, como nos lo recuerda Page Smith, “si
exceptuamos la familia y la iglesia, la forma básica de organización social,
hasta las primeras décadas del siglo XX, fue la pequeña ciudad” (13). La vida y
el carácter de la sociedad norteamericana fueron moldeados por la pequeña ciudad
y sus religiones. Fueron necesarias para imponer enérgicos códigos de sanciones
comunitarias en un medio hostil; daban sentido y justificación al trabajo y las
restricciones en economías de subsistencia.
Si
los valores centrales de la sociedad norteamericana se resumían los términos
“temperamento puritano” y “ética protestante”, se hallan representados los dos
hombres que son los modelos del temprano espíritu norteamericano, Jonathan
Edwards como puritano y Benjamin Franklin como protestante. El pensamiento y la
oratoria sagrada de estos dos hombres establecieron las virtudes y las máximas
específicas del carácter norteamericano.
Como escribió Van Wyck
Brooks en La mayoría de edad de América:
Durante tres
generaciones, el carácter norteamericano prevaleciente se resumió en un tipo: el
hombre de acción que era también un hombre de
Dios. Hasta el siglo XVIII no
apareció la grieta, y con ella la distinción esencial entre el “highbrow”
(persona culta, intelectual) y el “lowbrow” (persona sin cultura, ajena a lo
intelectual). Apareció en los filósofos Jonathan Edwards y Benjamin Franklin,
quienes se dividieron el siglo XVIII entre ellos. En su singular pureza de tipo
y en la aparente incompatibilidad de sus metas, determinaron el carácter
norteamericano como hecho racial, y después de ellos la Revolución se hizo
inevitable. Channing, Lincoln, Emerson, Whitman, Grant, Webster, Garrison,
Edison, Rockefeller, la Sra. Eddy y Woodrow Wilson son todos, de uno u otro
modo, permutaciones y combinaciones de esos dos grandes progenitores de la mente
norteamericana (14).
Sin
duda, como Brooks y, siguiendo a éste, Perry Miller han afirmado enfáticamente,
el pensamiento de la teocracia puritana es el gran hecho influyente en la
historia de la mente norteamericana. A mediados del siglo XVIII, los principales
intelectuales norteamericanos eran clérigos, y sus pensamientos se referían a la
teología. Durante más de cien años su pensamiento dominó toda la filosofía
especulativa en Norteamérica. Y hasta cuando la teología desapareció, el
profundo sentimiento de culpa, especialmente acerca de la conducta sexual, que
se había instilado en el carácter norteamericano dejó su sello, casi
inextirpable, durante otro siglo.
“Es
notorio –observó Santayana hace más de 50 años– cuán metafísica fue la pasión
que llevó a los puritanos a estas costas; fueron allí con la esperanza de llevar
una vida espiritual más perfecta” (15). El núcleo de la creencia puritana era la
hostilidad hacia la civilización. La sociedad de la época era corrupta, y se
debía volver a la simplicidad primitiva de la iglesia original, que derivaba su
voluntad directamente de Dios, no de instituciones hechas por el
hombre.
Los
puritanos habían firmado un pacto que comprometía a cada hombre a llevar una
vida ejemplar. Pero ninguna persona –o doctrina– puede vivir en una intensidad
febril durante períodos prolongados, especialmente cuando ello significa
mantener una vida de firme disciplina sobre las fuentes del impulso. El
calvinismo, aun en las primeras colonias norteamericanas, fue constantemente
corroído a medida que nuevas doctrinas, como el arminianismo (base del metodismo
de Wesley), trataron de reemplazar la predestinación absoluta por la elección
condicional. Lo que Jonathan Edwards hizo fue llevar a cabo una renovación de lo
Absoluto y brindar un mecanismo psicológico por el cual el individuo podía
escudriñarse y mantener el dominio de sí mismo. En la Defensa de la doctrina
cristiana del pecado original (1758), Edwards atacó a quienes querían atenuar el
calvinismo. Argüía que la depravación es inevitable porque la identidad de
conciencia hace a todos los hombres iguales a Adán. Creía en una elección
privilegiada, no de los que llevaban el signo externo del trabajo, sino de los
que experimentaban una gracia salvadora por alguna iluminación interna, por una
experiencia transformadora.
Si
Jonathan Edwards encarnó al puritano esteta e intuitivo, Benjamin Franklin fue
la encarnación del protestante pragmático y utilitario. Era un hombre práctico
que contemplaba el mundo sin inmutarse e intentaba sobre todo “salir adelante”
mediante la frugalidad, la laboriosidad y la astucia. La vida de Franklin
ejemplificaba esta fundamental característica norteamericana, el mejoramiento
por el propio esfuerzo. Tratando de imitar el estilo del Spectator de Addison,
Franklin escribía sus propios párrafos, los comparaba con su mentor y los volvía
a escribir, con lo cual adquirió un vocabulario y modeló su propio estilo.
Estudió como autodidacta, tenazmente, francés, italiano, español y latín. Para
aliviar la comezón de las pasiones juveniles, entró en una unión consensual con
la hija de su casera y tuvo dos hijos de ella.
La
palabra clave del vocabulario de Franklin era “útil”. Su único libro, la
Autobiografía fue comenzado como algo que podía ser útil a su hijo; cumplido
este propósito, el libro nunca fue terminado. Inventó una estufa, fundó un
hospital, pavimentó las calles y creó una fuerza policial urbana porque todos
estos eran proyectos útiles. Consideró útil creer en Dios, pues Dios recompensa
la virtud y castiga el vicio. En el Poor Richard’s Almanack (1732-1757),
Franklin saqueó el acervo mundial de aforismos y los adaptó a homilías para el
pobre. “Como dice el pobre Richard” se convirtió en una expresión que dio peso a
todas las buenas virtudes. Hay, decía Franklin, trece virtudes útiles: la
templanza, el silencio, el orden, la resolución, la frugalidad, la laboriosidad,
la sinceridad, la justicia, la moderación, la limpieza, la tranquilidad, la
castidad y la humildad. No hay, quizá, mejor inventario del credo
norteamericano. Franklin escribió que dedicaba a cada una de ellas una atención
estricta durante una semana, y registraba en un cuaderno de notas el grado de
éxito diario que alcanzaba en su práctica. Así, realizaba “un curso completo en
trece semanas y cuatro cursos por año” (16).
Pero todo esto era
astucia, en parte, y quizá hasta engaño. Si bien Franklin era ahorrativo y
laborioso, su éxito, como el de muchos buenos yanquis, lo debió a su capacidad
para hacerse amigos influyentes, a una extraordinaria habilidad para hacerse
propaganda y al encanto y el ingenio de su persona y sus escritos. (Aun la
“comezón” resultó ser renovable, pues engendró otros dos hijos ilegítimos).
Amasó una modesta fortuna, se retiró para satisfacer su interés por la filosofía
natural y la electricidad, y durante seis años dedicó su ocio al estudio
desinteresado antes de ser arrastrado a la vida pública.
Dos
imágenes han llegado hasta nosotros como la esencia del carácter norteamericano:
la piedad y la angustia de Jonathan Edwards, obsesionado por la depravación
humana, y el espíritu práctico y expeditivo de Benjamin Franklin, orientado
hacia un mundo de posibilidades y ganancias. Nuevamente, fue Van Wyck Brooks
quien mejor pintó este dualismo, cuando escribió, hace sesenta
años:
De
modo que, desde el comienzo, hallamos dos corrientes principales en el espíritu
norteamericano que corren una junto a la otra pero raramente se mezclan –una
corriente de armónicos y otra de sentidos implícitos– y ambas igualmente
asociales: por un lado, la corriente trascendental, que se origina en la piedad
de los puritanos, se convierte en una filosofía en Jonathan Edwards, pasa por
Emerson, creando el fastidioso refinamiento y retraimiento de los principales
autores norteamericanos, y dando como resultado la irrealidad final de la mayor
parte de la cultura norteamericana contemporánea; y, de la otra parte, la
corriente del oportunismo de pacotilla, que se origina en los expedientes
prácticos de la vida puritana, que se convierte en una filosofía en Franklin,
para a través de los humoristas norteamericanos y desemboca en la atmósfera de
nuestra vida comercial contemporánea... (17)
Cualquiera que fuese el
misterio irracional de los cimientos de la teología puritana, la comunidad misma
se gobernaba por una moralidad racional en la que la ley moral era una fría y
virtuosa necesidad. El núcleo del puritanismo, una vez despojado de la cáscara
teológica, era un intenso celo moral por la regulación de la conducta cotidiana,
no porque los puritanos fueran rudos o lascivos, sino porque habían fundado su
comunidad como un pacto del que todos los individuos compartían la
responsabilidad. Dados los peligros externos y las tensiones psicológicas de
vivir en un mundo cerrado, el individuo no sólo debía preocuparse por su propia
conducta sino también por la de la comunidad. Los pecados de una persona no sólo
la ponían en peligro a ella, sino también al grupo; al no observar las
exigencias del pacto, se podía atraer la cólera de Dios sobre toda la
comunidad.
Los
términos del pacto obligaban a cada persona a llevar una vida ejemplar. pero el
mismo carácter explícito del pacto –y la intimidad de la vida aldeana– hacía a
todo el mundo consciente de los pecados de la tentación y de las tentaciones de
la carne (18). Esto hacía a los miembros más autoflagelantes, y después de haber
sido pecadores –pues había mucha actividad sexual ilícita y un bucólico realismo
con respecto al sexo–, eran también grandes penitentes. El ritual de la
confesión estuvo en el corazón del puritanismo, tanto en la Nueva Inglaterra
como, más tarde, en las comunidades del Medio Oeste dedicadas al reavivamiento
del sentir religioso que llevaron por el país el flagelamiento moral, si no la
teología, del puritanismo.
Las
ciudades que se crearon, primero en los yermos y luego en las praderas,
afrontaban el problema de mantener algún orden social entre una población que a
menudo contaba con una elevada proporción de inadaptados sociales y haraganes.
Una ciudad de unos pocos centenares de familias no podía encarcelar a los que se
desviaban de sus normas ni expulsarlos a todos. Un sistema de control social por
el chismorreo o el escarnio, por la confesión pública y el arrepentimiento, se
convirtió en el medio de prevenir trastornos a gran escala en muchas
comunidades. La idea de respetabilidad –la desconfianza hacia la
despreocupación, el placer y la bebida– adquirió tan profundo arraigo que
subsistió hasta mucho después de que desapareciera la necesidad material
original. Si al comienzo el trabajo y las riquezas fueron los signos de la
elección, en el siglo siguiente se convirtieron en los símbolos de la
respetabilidad.
El
puritanismo como ideología
Un
sistema valorativo es a menudo difuso y rudimentario. Cuando se lo organiza en
un código específico y se lo formula como una conjunto de dogmas religiosos, un
pacto explícito o una ideología, se convierte en un medio de movilizar a una
comunidad, de reforzar la disciplina o un conjunto de controles sociales. Por
qué una ideología perdura y hasta se fortalece mucho después de desaparecer su
congruencia con un movimiento social, es una cuestión que plantea un complicado
caso de la sociología de la dominación. Testimonio de ello es el ascendiente de
la teología mormónica, que surgió de la doctrina antinomista de la revelación
progresiva y, sin embargo, funciona hoy como una fuente de conservadurismo; o la
ideología del comunismo igualitario en la Unión Soviética, medio siglo después
de la revolución, para justificar el surgimiento de una nueva clase. En tales
situaciones, la ideología lleva consigo la autoridad y la sanción del pasado; ha
sido instilada en la mente de los niños y se convierte en el único esquema
conceptual del mundo y de las normas morales de conducta. Con frecuencia, aunque
subsistan la retórica y los símbolos originales, el contenido ha sido sutilmente
redefinido, a lo largo del tiempo, para justificar los códigos sociales
establecidos y los controles sociales que sustentan el poder social de la clase
dominante.
Este es el componente
funcional de una ideología. Pero hay también un componente cognoscitivo o
intelectual. Es propio de las ideologías, no sólo reflejar o justificar una
realidad subyacente, sino también, una vez lanzada, adquirir vida propia. Una
ideología verdaderamente vigorosa abre una nueva visión de la vida a la
imaginación; una vez formulada, pasa a formar parte del repertorio moral que
utilizarán intelectuales, teólogos o moralistas, como parte de la gama de
posibilidades abiertas a la humanidad. A diferencia de las economías o las
tecnologías anticuadas, no desaparecen. Estos “momentos de conciencia”, como los
llamaba Hegel, son renovables; pueden ser revividos y reformulados a lo largo de
toda la historia de una civilización. Así, una ideología roída, gastada,
discutida, disecada y reformulada por un ejército de ensayistas, moralistas e
intelectuales se convierte en una fuerza autónoma.
Este fue el destino del
puritanismo. Mucho después de mitigarse la dureza del ambiente que promovió a la
ideología original, subsiste la fuerza de la creencia. Como señaló una vez
mordazmente Van Wyck Brooks: “Cuando se derramó el vino de los puritanos, el
aroma se convirtió en trascendentalismo, y el vino mismo en
comercialismo”.
Como sistema de ideas,
el puritanismo sufrió una transformación a lo largo de 200 años, pasando de la
rigurosa predestinación calvinista, a través de las iluminaciones estéticas de
Edwards, el trascendentalismo de Emerson, y finalmente se disolvió en la
“tradición de buen tono” después de la Guerra Civil. Como conjunto de prácticas
sociales, se transformó en las justificaciones de los darwinistas sociales del
individualismo desenfrenado y el lucro (como ha observado Edmund Morgan,
Benjamin Franklin se ganaba su dinero, pero John D. Rockefeller pensaba que el
suyo venía de Dios) y de los códigos restrictivos de la vida de la pequeña
ciudad.
La
nueva liberación
El
principal ataque contra el puritanismo se produjo en la primera década y media
del siglo XX; provino del ámbito de la cultura, de los “jóvenes intelectuales”,
un grupo de Harvard College del que formaban parte Walter Lippmann, Van Wyck
Brooks, John Reed y Harild Stearns (19). La mayoría de edad de América, como Van
Wick Brooks tituló a su libro de 1915, sostenía que la cultura debía enfrentar
la nueva realidad y sumergirse en “los hechos”. La literatura norteamericana,
argüía Brooks, había permanecido alejada de la vida y logrado su salvación
evitando el contacto con la realidad. El puritanismo, decía, se había convertido
en “un viejo tronco yanqui seco”.
Hubo varias facetas en
el ataque al puritanismo. Primero, estaba el deseo, expresado principalmente por
Brooks, de una cultura más amplia que reflejase la América de inmigrante, del
negro, y la escena urbana. Par que América llegara a la mayoría de edad, su
cultura debía ser más cosmopolita y reflejar la vitalidad de la sociedad.
Segundo, estaba la exigencia de libertad sexual. “Un puritano –escribía Harold
Stearns– era una persona sexualmente inepta que, incapaz de gozar ella misma,
sólo hallaba satisfacción en impedir el goce de otros”. Los hijos de la alta
clase media afluían a Greenwich Village para crear una nueva bohemia. “Habían
leído a Nietzsche, Marx, Freud y Krafft-Ebing”, escribía Brooks
retrospectivamente. “Muchos de ellos deseaban ensayar nuevas ideas sobre el sexo
que hasta entonces se mantenían en las profundidades de la mente de los
jóvenes...” (20).
Se
resumía la exuberancia de la vida en una serie de palabras clave. Una de ellas
era “nuevo”. Había “la nueva democracia”, el “nuevo nacionalismo”, la “nueva
libertad”, la “nueva poesía” y hasta la “nueva república” (New Republic, título
de una revista), que apareció en 1914. Otra de esas palabras era sexo. Hasta el
uso franco de la palabra provocaba un estremecimiento en los lectores de la
prensa. Margaret Sanger, en 1913, acuñó la expresión “control de nacimientos”.
Ellen Key, la feminista sueca, sostenía que el matrimonio no debía ser un asunto
de compulsión legal o económica. Emma Goldman, la anarquista, daba conferencias
sobre la homosexualidad, el “sexo intermedio”. Floyd Dell celebraba el amor
libre, y muchos de los “jóvenes intelectuales” vivían en una ostentosa monogamia
sin casamiento. Una tercera palabra clave era liberación. La liberación, como se
titulaba deliberadamente a sí mismo este movimiento, era el viento que soplaba
de Europa, un viento de modernismo que llegó a las costas americanas. En arte,
fueron los fauves y el cubismo, que se presentaron en la Armony Show de 1913. En
el teatro era el simbolismo, la sugestión y la atmósfera, así como la aceptación
de la influencia no-realista de Maeterlinck, Dunsany y Synge. En la literatura,
fue la boga de Shaw, Conrad y Lawrence. Pero la mayor influencia se sintió en la
filosofía, donde las corrientes del irracionalismo, el vitalismo y el instinto,
trasmitidas por Bergson y Freud, se difundieron rápidamente en obras de
divulgación.
La
“doctrina favorita de la rebelión”, como ha escrito Henry May, era que la
felicidad derivaría de la completa autoexpresión instintiva. Un freudismo
cándido declaraba que la mayor parte del mal puritano del mundo se debía al
autocontrol, y que el camino hacia la libertad pasaba por la liberación de los
impulsos sexuales reprimidos. La doctrina vitalista de Henri Bergson, presentada
en una prosa poética (de su libro La evolución creadora, en dos años se
vendieron en Norteamérica tantos ejemplares como en Francia en 15 años), se
convirtió en la base de una doctrina popularizada de la fuerza vital, un
espíritu biológico consciente que animaba al universo. El sindicalismo, que se
había puesto de moda entre los intelectuales de izquierda, fue asociado con el
vitalismo de Bergson por Georges Sorel, quien fue aclamado como su discípulo
filosófico. Francis Grierson, cuya obra consistía en ensayos místicos y
aforísticos (“una mezcla de Carlyle y Elbert Hubbard”), fue considerado como un
profeta de la época (21).
Los
“jóvenes intelectuales”, en su ataque al puritanismo y su áspero modo de vida,
predicaban una ética del hedonismo, el placer y el juego en síntesis, una ética
del consumo. Sin embargo, paradójicamente –pues tal fue la trayectoria de esa
“rebelión”– la ética del consumo iba a ser realizada menos de una década después
por un capitalismo que, insconscientemente, se llamó a sí mismo (quizá como eco
remoto de la “rebelión”) el “nuevo capitalismo”.
Si
las justificaciones intelectuales del puritanismo se evaporaron, en cambio sus
prácticas sociales ganaron nueva fuerza en las pequeñas ciudades, precisamente
por el temor al cambio. El cambio, en este caso, significó un nuevo modo de
vida: la vida de las grandes ciudades, turbulenta, cosmopolita y pecaminosa.
Estaba en juego una definición de la respetabilidad, que halló su símbolo en la
idea de la templanza.
Un
estilo de vida se justifica mediante un conjunto de valores, se regula mediante
instituciones (la iglesia, la escuela y la familia) y se encarna en una
estructura de carácter. Allí donde este estilo se expresa en un conjunto
homogéneo de personas, existe lo que los sociólogos llaman un “grupo de
estatus”. El estilo de vida simbolizado por el movimiento de la templanza,
aunque se desarrolló más tarde que el puritanismo, tuvo su fuente en las
doctrinas protestantes de la laboriosidad, el ahorro, la disciplina y la
sobriedad; su cimiento institucional lo constituyeron las iglesias
fundamentalistas; y su carácter típico se resumió en la idea de
restricción.
La
norma de la abstinencia había formado parte de la moral pública de la sociedad
norteamericana. Era un recurso para asimilar al inmigrante, el pobre y el
desviado al estatus de la clase media, ya que no a la situación económica real
de la clase media. Pero a fines del siglo XIX ya no era voluntaria, sino el arma
coercitiva de un grupo social cuyo propio estilo de vida ya no tenía
ascendiente. Pues si los nuevos grupos urbanos no aceptaban de buen grado la
templanza como forma de vida, entonces tenía que ser impuesta por la ley y
convertírsela en asunto de deferencia ceremonial hacia los valores de la clase
media tradicional.
Con
el desarrollo de la Liga Contra los Bares, en 1896, el movimiento de la
templanza halló un símbolo concentrado para la lucha cultural de la sociedad
rural protestante tradicional contra el sistema social urbano e industrial
emergente. El ataque a los bares permitió al movimiento de la prohibición unir
muchos elementos diversos bajo una sola bandera política. Para el protestante
norteamericano de las pequeñas ciudades, el bar representaba los hábitos
sociales de la población inmigrante. Para el progresista, el bar era la fuente
de la corrupción que, creía, era el veneno de la vida política. Para el
populista, fue la raíz de su antipatía hacia los efectos debilitantes de la vida
urbana.
Siguiendo un conocido
proceso, la moralidad se convirtió en moralización, y la virtud en fascismo. La
firmeza y la confianza de la vida en el siglo XIX se agrió para transformarse en
un hosco temor al futuro. Como ha escrito Richard Hofstadter: “La prohibición
pudo convertirse en una salida para las perturbaciones de toda libido frenada.
Antaño, el anticatolicismo había sido como la pornografía del puritano: la mente
inhibida se había solazado en cuentos de sacerdote y monjas errantes. Durante el
movimiento de la prohibición, la lascivia y el temor fueron explotados por
aquellos que se explayaban sobre el vínculo entre el alcohol y los excesos
sexuales, o el temor a la locura y la degeneración racial, y hasta la
autoafirmación racial del negro”. Si no se podía convertir al pecador, se podía
suprimir el pecado, y al pecador también. La prohibición fue algo más que una
cuestión de alcohol. Fue el problema del carácter, y un momento de cambio en el
modo de vida.
Pero ocurría algo más:
la transformación de la estructura social norteamericana y el fin del predominio
de la pequeña ciudad en la vida norteamericana como hecho social. En primer
término, se estaba produciendo un continuo cambio demográfico, que dio como
resultado el crecimiento de los centros urbanos y el desplazamiento del peso
político. Pero, en un terreno más amplio, estaba surgiendo una sociedad de
consumo, con su exaltación del gasto y de las posesiones materiales, que
socavaba el sistema valorativo tradicional, el cual exaltaba el ahorro, la
frugalidad, el autocontrol y la renuncia a los impulsos. Como parte de ambos
cambios sociales, estaba teniendo lugar una revolución tecnológica que, mediante
el automóvil, el cine y la radio, rompió el aislamiento rural y, por primera
vez, unió al país en una cultura común y una sociedad nacional. Esta
transformación social fue la responsable del fin del puritanismo como conjunto
de prácticas que podían sustentar el sistema valorativo
tradicional.
Si
seguimos el proceso social, podemos ver que 200 años antes, a principios del
siglo XVIII, la estructura social se había fundido con una cultura que la
apoyaba. Gradualmente, esta cultura se debilitó, y a principios del siglo XX el
protestantismo en las pequeñas ciudades ya no poseía símbolos culturales
efectivos o modos culturales que pudieran proporcionar un conjunto de
significados simbólicos eficaces, o defensas, contra los ataques. Un nuevo
sistema cultural emergente, basado en una clase media urbana y en nuevos grupos
radicales, pudo en breve lanzar una crítica tan efectiva contra la vieja cultura
que casi nadie trató de defenderla. Para mantener su legitimidad, el grupo de
estatus que encarnaba los valores tradicionales apeló a medios políticos para
afirmar su dominación. Pero un grupo de estatus sólo puede hacer esto
eficazmente si su base social es congruente con la estructura social. Y la base
de los grupos de la templanza, el viejo cimiento social, la vida rural de la
pequeña ciudad basada en valores agrarios, fue socavada por las transformaciones
industriales de principios del siglo XX. Habiendo hecho depender su destino de
la incorporación de las viejas virtudes de la clase media a la ley de la tierra,
los grupos de la templanza descubrieron en el momento de rechazo que tales
normas habían sido repudiadas como modos socialmente válidos de conducta, y por
ende habían perdido gran parte de su legitimidad. Así, se produjo primero un
cambio en la cultura, pero sólo pudo hacerse efectivo cuando fue confirmado
dentro de la misma estructura social.
La
vida transparente
La
transformación cultural de la sociedad moderna se debe, sobre todo, al ascenso
del consumo masivo, o sea, a la difusión de los que antaño eran considerados
lujos a las clases media y baja de la sociedad. En este proceso, los lujos del
pasado son constantemente redefinidos como necesidades, de modo que llega a
parecer increíble que un objeto ordinario pueda haber sido considerado alguna
vez fuera del alcance de un hombre ordinario. Por ejemplo, a causa de problemas
de temperatura, homogeneidad y transparencia, los grandes ventanales de vidrio
fueron antaño lujos costosos y raros. Pero después de 1902, cuando el francés
Fourcault creó un medio industrial sencillo para fabricar vidrios por extrusión,
se convirtieron en elementos comunes en los frentes de las tiendas urbanas o las
casas rurales, creando nuevas posibilidades de exhibición y de perspectivas
(22).
El
consumo masivo, que comenzó en el decenio de 1920, fue posible por las
revoluciones en la tecnología, principalmente la aplicación de la energía
eléctrica a las tareas domésticas (lavadoras, frigoríficos, aspiradores,
etcétera), y por tres invenciones sociales: la producción masiva de una línea de
montaje, que hizo posible el automóvil barato; el desarrollo del marketing, que
racionalizó el arte de identificar diferentes tipos de grupos de compradores y
de estimular los apetitos del consumidor; y la difusión de la compra a plazos,
la cual, más que cualquier otro mecanismo social, quebró el viejo temor
protestante a la deuda. Las revoluciones concomitantes en el transporte y las
comunicaciones pusieron las bases para una sociedad nacional y el comienzo de
una cultura común. En conjunto, el consumo masivo supuso la aceptación, en la
esfera decisiva del estilo de vida, de la idea del cambio social y
transformación personal, y dio legitimidad a quienes innovaban y abrían caminos,
en la cultura como en la producción.
El
símbolo del consumo masivo –y el primer ejemplo del modo en que la tecnología ha
revolucionado los hábitos sociales– es, por supuesto, el automóvil. Frederick
Lewis Allen ha observado cuán difícil nos resulta hoy percatarnos del grado en
que las comunidades estaban separadas y distantes cuando dependían totalmente
del ferrocarril y los carretones para el transporte. Una ciudad que no estuviera
cerca del ferrocarril era realmente lejana. para un granjero que vivía a cinco
millas de la capital del condado, era todo un suceso llevar a la familia a la
ciudad un sábado por la tarde; un viaje para visitar a un amigo que viviera a
diez millas de distancia era probablemente una expedición de todo un día, pues
era necesario dejar descansar y alimentar al caballo. Cada pequeña ciudad, cada
granja dependía principalmente de sus propios recursos para las diversiones y la
compañía. Los horizontes eran cerrados, y los individuos vivían en medio de
cosas y personas familiares.
El
automóvil barrió con muchas prohibiciones de la sociedad cerrada de la pequeña
ciudad. Las amenazas represivas de la moral del siglo XIX, como ha observado
Andrew Sinclair, reposaban en gran medida en la imposibilidad de escapar del
lugar y de las consecuencias de la mala conducta. A mediado de la década de
1920, como observaron los Lynd en Middletown, para los muchachos y chicas no era
nada viajar 20 millas para ir a bailar a un parador, a salvo de las miradas
indiscretas de los vecinos. El automóvil cerrado se convirtió en el cabinet
particulier de la clase media, el lugar donde los jóvenes audaces se desprendían
de las inhibiciones sexuales y rompían los viejos tabúes
(23).
El
segundo medio importante de cambio en la sociedad cerrada de la pequeña ciudad
fue el cinematógrafo. Las películas son muchas cosas –una ventana al mundo, un
conjunto de sueños disponibles, fantasía y proyección, escapismo y omnipotencia–
y su poder emocional es enorme. El cine sirvió para transformar la cultura, en
primer término, en su función de ventana abierta al mundo. “El sexo es una de
las cosas que Middletown ha enseñado a temer durante largo tiempo”, señalaron
los Lynd cuando volvieron a visitar Middletown diez años más tarde, y “sus
instituciones... operan para mantener el tema fuera de la vista y fuera de la
mente en la medida de lo posible”. Excepto en el cine, al que los jóvenes
acudían en cantidad.
Los
adolescentes no sólo gozaban del cine, sino que también era una escuela para
ellos. Imitaban a las estrellas de cine, repetían bromas y gestos de las
películas, aprendían las sutilezas de la conducta entre los sexos, y de este
modo desarrollaban una apariencia de sofisticación. Y en sus esfuerzos por
llevar a la práctica esta sofisticación, por resolver sus incertidumbres y
perplejidades mediante una confiada acción externa, el patrón “no era tanto...
la vida de sus propios padres cautelosos como... los otros mundos alternativos
que los rodeaban”. Las películas glorificaban el culto de la juventud (las
muchachas llevaban cabello corto y faldas cortas), y a los hombres y mujeres de
edad media se les aconsejaba “gozar de la vida mientras podían”. Se
ejemplificaba la idea de “libertad” por la legitimidad de la taberna clandestina
y la disposición a hablar sin trabas en reuniones desenfrenadas. “La burla de la
ética, de la vieja ‘bondad interior’ de los héroes y heroínas de película
–escribe Lewis Jacobs–, iba a la par del nuevo interés por las cosas
materiales”.
El
automóvil, el cine y la radio eran creaciones tecnológicas, pero la propaganda,
la obsolescencia planificada y el crédito son todas innovaciones sociológicas.
David M. Potter ha afirmado que es tan imposible comprender a un escritor
popular moderno sin comprender la propaganda como lo sería comprender a un
trovador medieval sin comprender el culto de la caballería o a un miembro del
movimiento del despertar religioso sin comprender la religión
evangélica.
Lo
extraordinario de la propaganda es su carácter omnímodo. ¿Qué distingue a una
gran ciudad sino sus carteles luminosos? Al pasar sobre ella en un avión, se
ven, a través de las refracciones del cielo nocturno, los cúmulos de letreros
rojos, anaranjados, azules y blancos, titilando como pulidas piedras preciosas.
En los centros de las grandes ciudades –Time Square, Piccadilly, Champs-Elysées,
Ginza– la gente se reúne en las calles bajo las centelleantes luces de neón para
compartir la vibración de la multitud apretujada. Si se piensa en el impacto
social de la propaganda, su consecuencia más inmediata, aunque por lo común
inadvertida, ha sido transformar el centro de las ciudades. Al rehacer la
topografía física, y al reemplazar los viejos duomos, los edificios municipales
y las torres de los palacios, la propaganda ha colocado una “marca de hierro
candente” en la cresta de nuestra civilización. Es el signo de los bienes
materiales, el modelo de nuevos estilos de vida, el heraldo de nuevos valores.
Como en la moda, la propaganda ha exaltado la seducción. Un coche se convierte
en signo de la “buena vida” bien vivida, y el atractivo de la seducción se hace
general. Una economía de consumo, podría decirse, halla su realidad en las
apariencias. Lo que se exhibe, lo que se muestra, es un signo del logro. Medrar
ya no es cuestión de ascender en una escala social, como lo fue en el pasado
siglo XIX, sino de adoptar un estilo específico de vida –un club rural,
ostentación, viajes, “hobbies”– que lo distinguen a uno como miembro de una
comunidad de consumo.
En
una sociedad compleja, de múltiples grupos y socialmente móvil, la propaganda
también adquiere una serie de nuevas funciones “mediadoras”. Estados Unidos
probablemente fue la primera gran sociedad de la historia que insertó el cambio
cultural en la sociedad, y muchos problemas de estatus surgieron simplemente a
causa de la desconcertante rapidez de tal cambio. Las principales instituciones
sociales –la familia, la iglesia, el sistema educacional– se crearon para
transmitir los hábitos establecidos de la sociedad. Una sociedad en rápido
cambio inevitablemente engendra confusión con respecto a los modos apropiados de
conducta, los gustos y la vestimenta. Una persona socialmente móvil no dispone
de ninguna guía para adquirir nuevo conocimiento sobre cómo vivir “mejor” que
antes, y así el cine, la televisión y la propaganda se convierten en sus guías.
A este respecto, la propaganda comienza a desempeñar un papel más sutil en la
transformación de los hábitos que estimulando meramente los deseos. La
propaganda de las revistas para mujeres, los periódicos dedicados a la casa y el
hogar, y diarios sofisticados como el New Yorker enseñaban a la gente cómo
vestirse, decorar un hogar, comprar los vinos adecuados, en síntesis, los
estilos de vida apropiados a los nuevos estatus. Aunque en principio los cambios
afectaron principalmente a las maneras, los vestidos, los gustos y los hábitos
de alimentación, tarde o temprano, comenzaron a influir en asuntos más
importantes: la estructura de la autoridad en la familia, el rol de los niños y
los adultos jóvenes como consumidores independientes en la sociedad, las normas
éticas y los diferentes significados del logro en la
sociedad.
Todo esto se realizó
adaptando la sociedad al cambio y a la aceptación del cambio cultural, una vez
que el consumo masivo y un elevado nivel de vida fueron contemplados como el fin
legítimo de la organización económica. Vender se convirtió en la más descollante
actividad de la Norteamérica contemporánea. Contra la frugalidad, la venta
exaltaba la prodigalidad; contra el ascetismo, la pompa
dispendiosa.
Nada de esto hubiera
sido posible sin esa revolución en los hábitos morales que fue la idea de la
venta a crédito. Aunque había sido practicada intermitentemente en los Estados
Unidos antes de la Primera Guerra Mundial, la venta a crédito tenía dos
estigmas. Primero, la mayor parte de las ventas a crédito se efectuaban a los
pobres, quienes no se podían permitir mayores gastos; pagaban semanalmente a un
buhonero, que les vendía los artículos y hacía, al mismo tiempo, el cobro
semanal. Así la venta a crédito era signo de inestabilidad financiera. Segundo,
la venta a crédito significaba, para la clase media, contraer deudas, y esto era
malo y peligroso. Como diría Micawber, era signo de que se vivía por encima de
los propios medios, y el resultado debía ser la pobreza. Ser moral significaba
ser laborioso y ahorrativo. Si se deseaba comprar algo, era necesario ahorrar
para ello. La artimaña de la venta a plazos fue evitar la palabra “deuda” y
destacar la palabra “crédito”. Los pagos mensuales debían ser enviados por
correo, con lo cual se manejaban las transacciones a la manera
comercial.
El
ahorro –o la abstinencia– es el núcleo de la ética protestante. Con la idea de
Adam Smith de parsimonia, o frugalidad, y la de Nassau Senior de abstinencia, se
estableció firmemente que el ahorro multiplica los productos futuros y obtiene
su propia recompensa por el interés. El desenlace fue el cambio en los hábitos
bancarios. Durante años, tal era el espectro de la moralidad de la clase media
que la gente temía los giros en descubierto, por miedo al rechazo de los
cheques. A fines de la década de 1960, los bancos hicieron una gran propaganda
de los servicios de reserva en efectivo que permitían a un cuentacorrentista
girar en descubierto hasta varios miles de dólares (que debían ser devueltos en
pagos mensuales). No era necesario disuadir a nadie de dar rienda suelta a su
impulso en una subasta o venta. La seducción del consumidor se hizo
total.
Van
Wyck Brooks observó una vez, con respecto a la moralidad en los países
católicos, que, mientras se mantengan las virtudes celestiales, la conducta
mundana puede variar a voluntad. En Norteamérica, las viejas virtudes
celestiales protestantes han desaparecido en gran medida, y las recompensas
mundanas han comenzado a desmandarse. El esquema valorativo básico
norteamericano exaltaban la virtud de la realización, definida como el hacer y
el llevar a cabo, y el carácter de un hombre debía mostrarse en la calidad de su
obra. En el decenio de 1950, subsistió la norma de la realización, pero había
sido redefinida de modo que destacara el estatus y el gusto. La cultura ya no se
ocupaba de cómo trabajar y realizar, sino de cómo gastar y gozar. A pesar de
cierta permanencia en el uso del lenguaje de la ética protestante, el hecho era
que, por la década de 1950, la cultura norteamericana se había hecho
primariamente hedonista, interesada en el juego, la diversión, la ostentación y
el placer, y todo ello –típicamente de Norteamérica– de una manera
compulsiva.
El
mundo del hedonismo es el mundo de la moda, la fotografía, la propaganda, la
televisión y los viajes. Es un mundo de simulación en el que se vive para las
expectativas, para lo que vendrá más que para lo que es. Y debe venir sin
esfuerzo. No es casual que la nueva revista exitosa de la década anterior se
titulase Playboy y que su éxito –una circulación de 6 millones en 1970– se
debiera en gran medida a que estimulara las fantasías de proezas sexuales
masculinas. Si el sexo es, como escribió Max Lerner, la última frontera de la
vida norteamericana, entonces el motivo de la realización en una sociedad
exitista halla su culminación en el sexo. En los decenios de 1950 y 1960, el
culto del orgasmo sucedió al culto de la riqueza como pasión básica de la vida
norteamericana.
Nada sintetiza mejor el
hedonismo de los Estados Unidos que el Estado de California. Un relato publicado
en Time y titulado “California: un Estado de excitación” comenzaba
así:
California es
prácticamente una nación en sí misma, pero presenta una extraña esperanza, una
sensación de excitación –y de cierto terror– para los norteamericanos. Tal como
lo ven la mayoría de ellos, California representa la apacible, impía y gregaria
prosecución del placer. Los ciudadanos de la tierra del loto parecen estar
siempre recostados junto a piscinas, friendo al sol, paseando por las sierras,
retozando desnudos en las playas, más hermosos cada año, arrancando dinero de
los árboles, jugueteando despreocupadamente, vagabundeando por los pinares y
–cuando se detienen para retomar aliento– componiéndose frente a la cámara
fotográfica, ante el resto de un modo envidioso. He visto el futuro, y funciona,
dice el visitante que acaba de retornar de California
(24).
La
moralidad de la diversión, en consecuencia, reemplaza a la “moralidad de la
bondad”, que exaltaba el freno a los impulsos. No divertirse es un motivo para
el autoexamen: “¿qué será lo que me pasa?” Como observa el Dr. Wolfenstein:
“Mientras que antaño la gratificación de los impulsos prohibidos despertaba
sentimientos de culpa, ahora el no lograr divertirse disminuye la propia estima”
(25).
La
moral de la diversión, en la mayoría de los casos, se centra en el sexo. Y aquí
la seducción del consumidor se ha hecho casi total. El ejemplo más revelador,
creo, fue una propaganda a doble página publicada por la Eastern Airlines en el
New York Times, en 1973, y que decía: “Tómese las vacaciones de Bob y Carol, Ted
y Alice, y Phil y Anne”. El estridente tema era una caricatura de Bob y Carol y
Ted y Alice, una risueña película sobre los intentos de dos parejas amigas por
practicar el intercambio de mujeres. Y la Eastern Airlines decía, en efecto: “Le
llevamos volando hasta el Caribe. Le alquilamos una cabaña. Vuele, pague
después”. La compañía no le dice cuánto paga usted, pero puede usted postergar
el asunto del dinero (y olvidar la culpa) y tomarse las vacaciones de Bob y
Carol, Ted y Alice, y (para mayor emoción, se agrega otra pareja) Phil y Anne.
Compárese ésto con las trece virtudes útiles de Franklin, que incluían la
templanza, la frugalidad, la tranquilidad y la castidad. A principios de siglo,
una iglesia de Midwest podía tener una propiedad en la que estaba ubicado un
burdel. Y al menos se podía decir entonces: “Perdemos cuerpos pero ganamos
dinero para salvar almas”. Hoy, cuando se venden cuerpos, ya no se salvan
también almas.
Lo
que este abandono del puritanismo y el protestantismo consigue, desde luego, es
dejar al capitalismo sin ninguna moral o ética trascendente. Y no sólo pone de
relieve la separación de las normas de la cultura y las normas de la estructura
social, sino también una extraordinaria contradicción dentro de la estructura
social misma. Por un lado, la corporación de negocios quiere un individuo que
trabaje duramente, siga una carrera, acepte una gratificación postergada, es
decir, que sea, en el sentido tosco, un hombre de la organización. Sin embargo,
en sus productos y su propaganda, la corporación promueve el placer, el goce del
momento, la despreocupación y el dejarse estar. Se debe ser “recto” de día y un
“juerguista” de noche. ¡Esta es la autorrealización!
Hedonismo
pop
Lo
que ocurrió en los Estados Unidos fue que la moralidad tradicional fue
reemplazada por la psicología, y la culpa por ansiedad. Una época hedonista
tiene también sus psicoterapias apropiadas. Si el psicoanálisis surgió poco
antes de la Primera Guerra Mundial para tratar las represiones del puritanismo,
la época hedonista tiene su contrapartida en la educación de la sensibilidad,
los grupos de encuentro, “la terapia del juego” y técnicas similares que tienen
dos características esencialmente derivadas de un espíritu hedonista: se las
efectúa casi exclusivamente en grupos, y tratan de “desbloquear” al individuo
mediante el contacto físico, el tanteo, el toque, la caricia, la manipulación.
Mientras que la anterior intención del psicoanálisis era permitir al paciente
lograr la comprensión de sí mismo y, de tal modo, reorientar su vida –objetivo
inseparable de un contexto moral–, las nuevas terapias son totalmente
instrumentales y psicologistas; su objetivo es “liberar” a la persona de
inhibiciones y restricciones, para que pueda expresar más fácilmente sus
impulsos y sentimientos.
Una
época hedonista tiene también su apropiado estilo cultural: el pop. El arte pop,
según el crítico Lawrence Alloway, que dio nombre al estilo, refleja la estética
de la abundancia. La iconografía del arte pop proviene del mundo cotidiano:
objetos domésticos, imágenes de las películas y los medios masivos de
comunicación (historietas y carteleras), alimentos (hamburguesas y botellas de
Coca-Cola) y vestimenta. El quid del arte pop es que no hay tensión en sus
pinturas, sino sólo parodia. En el arte pop nos encontramos con la ampliación de
cinco pies de un sello común de correos, de Alex Hay, la gigantesca composición
del cuaderno de notas de Roy Lichtenstein, la gran hamburguesa en vinilo de
Claes Oldenburg; son parodias de los objetos, pero siempre de carácter bonachón.
La estética del pop, como escribe Suzi Gablik, presupone “la erosión de una
jerarquía establecida anterior de temas (Mondrian y el ratón Mickey son ahora
igualmente relevantes) y la expansión del marco de referencia del arte para
incluir elementos considerados hasta ahora como fuera de su ámbito, por ejemplo,
la tecnología, lo vulgar y el humor...” (26)
Y
finalmente, una época hedonista tiene su profeta apropiado: Marshal McLuhan. Una
época hedonista es una época de marketing, definida por el hecho de que el
conocimiento se codifica en mensajes organizados como fórmulas, lemas y
distinciones binarias. Al captar el código, una persona se siente cómoda, en la
comprensión del mundo complejo que la rodea. McLuhan no sólo es el escritor que
ha definido la época hedonista en términos de tales mecanismos de codificación,
sino que también ha resuelto el problema ejemplificando en su propio estilo el
mecanismo de codificación de los pensamientos de esta época en un conjunto de
fórmulas apropiadas para los tiempos. La idea de que el medio es el mensaje (de
modo que las ideas son secundarias y no cuentan), de que algunos medios son
“calientes” –como la radio (excluye a la gente)– mientras que otros son “fríos”
–como la televisión (exige intervenir para completar la participación)–, de que
la cultura impresa es lineal, mientras que la cultura visual es simultánea,
todas estas distinciones no están destinadas a ser usadas analíticamente o
sometidas a prueba por algún medio empírico; son letanías para aliviar las
angustias de una persona y reforzar su sensación de bienestar dentro de los
nuevos modos de comunicación. Son baños turcos del espíritu. En conjunto, la
obra de Marshal McLuhan fue el sueño de un agente de publicidad, en más de un
aspecto.
En
el decenio de 1960 apareció un nuevo estilo cultural. Se lo puede llamar
psicodélico o, como sus protagonistas, una “contra-cultura”. Anunciaba una
estridente oposición a los valores burgueses y a los códigos tradicionales de la
vida norteamericana. “La burguesía –se nos dijo– está obsesionada por la
codicia; su vida sexual es insípida y gazmoña; sus pautas familiares están
envilecidas; su servil sumisión en la vestimenta y el atuendo son degradantes;
su mercenaria rutinización de la vida es intolerable...”
(27)
Lo
divertido de tales pronunciamientos es su caricatura polémica e ideológica de un
conjunto de normas que habían sido pisoteadas hace mucho tiempo, 60 años antes,
por los “jóvenes intelectuales”. Pero tal caricatura era necesaria para que la
nueva contra-cultura pareciera más osada y revolucionaria de lo que era en
realidad. El ataque fue una baladronada para hacer resaltar una diferencia
ficticia. Porque si bien el nuevo movimiento era desaforado, no era audaz y
revolucionario. De hecho, fue simplemente una extensión del hedonismo de la
década de 1950 y una democratización del libertinismo al que ya habían llegado
mucho antes algunos sectores de las clases altas avanzadas. Así como el
radicalismo político del decenio de 1960 siguió al fracaso del liberalismo
político de la década anterior, así también los extremos psicológicos –en la
sexualidad, el nudismo, las perversiones, la marihuana y el rock– y la
contra-cultura siguieron al hedonismo forzado del decenio de
1950.
Estamos ahora en
condiciones de resumir el proceso. La erosión de los valores norteamericanos
tradicionales se produjo en dos niveles. En el ámbito de la cultura y las ideas,
el desgastante ataque a la vida de las pequeñas ciudades por juzgarla
restrictiva y trivial fue montado por primera vez en la década de 1910 por los
“jóvenes intelectuales” como grupo conscientemente definido, y este ataque fue
mantenido en la década siguiente en la crítica periodística de H.L. Mencken y en
las obras teatrales y las novelas de Sherwood Anderson y Sinclair
Lewis.
Pero una transformación
más fundamental estaba ocurriendo en la estructura social misma: el cambio en
las motivaciones y las recompensas del sistema económico. La creciente riqueza
de la plutocracia, que se hizo evidente en la Edad Dorada, significó que el
trabajo y la acumulación ya no eran fines en sí mismos (aunque aún fueran
cruciales para un John D. Rockefeller o un Andrew Carneige), sino medios para el
consumo y la ostentación. El estatus y sus símbolos, no el trabajo y la elección
de Dios, se convirtieron en el signo del éxito.
Se
trata de un conocido proceso de la historia social en el nacimiento de nuevas
clases, aunque en el pasado fueron los vástagos de depredadores militares los
que pasaron de la vida espartana a la sibarítica. Pero tales clases advenedizas
pudieron distanciarse del resto de la sociedad, y esas transformaciones sociales
a menudo se efectuaron independientemente de los cambios en la vida de las
clases bajas. Pero la verdadera revolución social en la sociedad moderna se
produjo en la década de 1920, cuando el aumento de la producción en masa y el
elevado consumo comenzaron a transformar la vida de la misma clase media. En
efecto, la ética protestante como realidad social y estilo de vida de la clase
media fue reemplazada por un hedonismo materialista, y el temperamento puritano
por un eudemonismo psicológico. Pero la sociedad burguesa, justificada y
propulsada como había sido en sus primeros impulsos por estas viejas éticas, no
podía admitir fácilmente el cambio. Promovió furiosamente –basta ver la
transformación de la propaganda en el decenio de 1920– una forma de vida
hedonista, pero no pudo justificarla. Carecía de una nueva religión o un nuevo
sistema valorativo para sustituir a los antiguos, y el resultado fue la
separación.
En
un aspecto, lo que contemplamos aquí es un cambio histórico extraordinario en la
sociedad humana. Durante miles de años, la función de la economía fue brindar
los elementos cotidianos necesarios para la vida, la subsistencia. Para diversos
grupos de clase alta, la economía ha sido la base del estatus y de un estilo
suntuario de vida. Pero ahora, en una escala masiva, la economía se ha engranado
con las exigencias de la cultura. También aquí la cultura, no como simbolismo
expresivo o significado moral, sino como estilo de vida, llegó a reinar
soberana.
El
“nuevo capitalismo” (la expresión fue usada por primera vez en el decenio de
1920) continuó exigiendo una ética protestante en el terreno de la producción
–esto es, en el ámbito del trabajo–, mas para estimular la demanda de placer y
juego en el campo del consumo. La separación estaba destinada a ampliarse. La
expansión de la vida urbana, con su variedad de distracciones y múltiples
estímulos; los nuevos roles de la mujer, creados por la extensión de las tareas
de oficina y los contactos sociales y sexuales más libres; el surgimiento de una
cultura nacional por obra del cine y la radio; todo ello contribuyó a la pérdida
de autoridad social del viejo sistema valorativo.
Podría describirse
sencillamente el temperamento puritano mediante la expresión “gratificación
postergada” y por las restricciones de la gratificación. Por supuesto, se trata
del precepto malthusiano de prudencia en un mundo de escasez. Pero la pretensión
del sistema económico norteamericano era haber introducido la abundancia, y
ésta, por naturaleza, estimula la prodigalidad, no la prudencia. El motor del
cambio, entonces, es un mayor nivel de vida, no el trabajo como fin en sí mismo.
La glorificación de la opulencia, no la sumisión a la naturaleza tacaña, se
convierte en la justificación del sistema. Pero todo esto era en gran modo
incongruente con los cimientos teológicos y sociales del protestantismo del
siglo XIX, que era a su vez el cimiento del sistema valorativo
norteamericano.
En
la década de 1920, como en las de 1950 y 1960, estas incongruencias fueron
eludidas con la alegre seguridad de que había un consenso en la sociedad sobre
la verdad moral de la abundancia material. Había un esfuerzo vulgar en el tosco
intento del decenio de 1920 (por ejemplo, la afirmación de Bruce Barton de que
Jesús fue el más grande vendedor de todos los tiempos (28) de crear una
justificación moral. Y en la década de 1950 apareció la sofisticada retórica de
las revistas Luce sobre el secreto de la productividad y la “revolución
permanente” del cambio que era la contribución del sistema económico
norteamericano a la futura prosperidad del mundo. El hecho singular es que Time,
como el Reader’s Digest, fue fundado en el decenio de 1920, y ambas revistas
fueron vehículos para la transformación de valores (una de la clase media
urbana, la otra de la clase media baja de las pequeñas ciudades) en los estilos
de vida de la Norteamérica de mediados del siglo XX. El genio de Henry Luce –y
el quid sociológico es que el Ausländer (extranjero) Luce, criado en China, no
en los Estados Unidos, celebrase los valores nativos más que los mismos nativos–
fue tomar los valores tradicionales norteamericanos, la creencia en Dios, en el
trabajo y en la realización, y traducirlos, mediante la jerga de la naciente
civilización urbana, al credo del destino norteamericano (“el siglo
norteamericano”) en escala mundial. Lo logró fundiendo los ritmos nerviosos del
nuevo periodismo expresivo, el lenguaje que reflejaba las nuevas apariencias,
con el compás de la vida urbana y el nuevo hedonismo. En este contexto, no es
casual que la revista propia de Luce, su creación particular, fuese Fortune. (El
impulso para la creación de Time provino del periodista colega de Luce en Yale,
Britton Hadden, y la idea de Life de Daniel Longwell y otros editores del Time.)
Los sectores empresariales norteamericanos fueron el agente dinámico que
destrozó la vida de las pequeñas ciudades y lanzó a Norteamérica a la dominación
económica del mundo; y lo hizo con el lenguaje y la cobertura de la ética
protestante. El hecho de la transición es evidente. Las contradicciones patentes
en el lenguaje y la ideología –la falta de toda moral o doctrina filosófica
coherente– sólo se han hecho manifiestas hoy (29).
La
abdicación de la clase corporativa
El
sostén supremo, para todo sistema social, es la aceptación por parte de la
población de una justificación moral de la autoridad. Las antiguas
justificaciones de la sociedad burguesa se basaban en la defensa de la propiedad
privada, que a su vez se justificaba en la razón, elaborada por Locke, de que
uno infunde el propio trabajo en la propiedad. Pero el “nuevo capitalismo” del
siglo XX ha carecido de tal fundamentación moral, y en períodos de crisis ha
vuelto a las aserciones valorativas tradicionales, cada vez más incongruentes
con la realidad social, o ha sido ideológicamente
impotente.
En
este contexto es donde podemos ver la debilidad del capitalismo norteamericano
de las corporaciones al abordar uno de los mayores dilemas del siglo. Los
conflictos políticos (y valorativos) en los Estados Unidos pueden contemplarse
desde dos perspectivas diferentes. Desde una de ellas, ha habido problemas
económicos y de clase de que dividieron a los granjeros y a los banqueros, a los
trabajadores y a los empleadores, y han conducido a conflictos funcionales y
entre grupos de intereses que fueron particularmente agudos en el decenio de
1930. A lo largo de un eje sociológico diferente, podemos considerar la política
de la década de 1920, y en cierta medida la del decenio de 1950, dentro del
marco de la “tradición” contra la “modernidad”, con el intento protestante,
rural y de pequeñas ciudades de defender sus valores históricos contra los
liberales cosmopolitas interesados en la reforma y el bienestar social. Estos
problemas no son principalmente económicos sino socioculturales. El
tradicionalista defiende la religión fundamentalista, la censura, las leyes
estrictas contra el divorcio y el aborto; el modernista está por la racionalidad
secular, las relaciones personales más libres, la tolerancia de las desviaciones
sexuales, etcétera. Estos son los aspectos políticos de los problemas
culturales, y en la medida en que la cultura es la expresión simbólica y la
justificación de la experiencia, ésta es el ámbito de la política simbólica o
expresiva.
A
este respecto, el gran tema simbólico de la política cultural norteamericana fue
la prohibición. Fue el más importante –y casi el último– intento de las fuerzas
tradicionalistas de las pequeñas ciudades por imponer un valor específico, la
prohibición del alcohol, sobre el resto de la sociedad; e inicialmente, por
supuesto, los tradicionalistas ganaron. En un sentido un tanto diferente, el
macartismo del decenio de 1950 representó el intento de algunas fuerzas
tradicionalistas de imponer una moralidad política uniforme sobre la sociedad
mediante la adhesión a una ideología del americanismo y una forma virulenta del
anti-comunismo. Y, de manera contraria, la campaña de McGovern en 1972 fue
impulsada principalmente por una “nueva política” que representó las tendencias
más extremas de los modernistas –feministas, no conformistas sexuales y
radicales políticos– aliados por el momento a los negros y a otros grupos
minoritarios.
Ahora bien, el hecho
curioso es que el “nuevo capitalismo” de la abundancia que surgió en el decenio
de 1920 nunca fue capaz de definir sus concepciones sobre estos problemas
político-culturales, como lo había sido en lo que respecta a los conflictos
económico-políticos. Dado su carácter escindido, no podía hacerlo. Sus valores
derivan del pasado tradicionalista, y su lenguaje es el arcaísmo de la ética
protestante. Sin embargo, su tecnología y su dinamismo derivan del espíritu del
modernismo, el espíritu de la innovación perpetua y la creación de nuevas
“necesidades” en las ventas a plazos. Lo único que destruiría al nuevo
capitalismo sería la práctica seria de la gratificación
postergada.
Cuando los miembros de
la clase corporativa toman una posición sobre problemas político-culturales, a
menudo se dividen según lineamientos geográficos. Los del Medio-Oeste, los
texanos o los que provienen de pequeñas ciudades despliegan actitudes
tradicionalistas; los del Este o los que provienen de las escuelas de la Ivy
League (grupo de escuelas del Noreste de los Estados Unidos que forman una liga,
o asociación) son más liberales. Más recientemente, la división se basó en la
educación y la edad, más que en la región. Pero subsiste un hecho singular. El
nuevo capitalismo fue el principal responsable de la transformación de la
sociedad, y en el proceso socavó el temperamento puritano, pero nunca fue capaz
de elaborar exitosamente una nueva ideología congruente con el cambio; usó el
viejo lenguaje de los valores protestantes, y a menudo quedó atrapado en
él.
Las
fuerzas del modernismo que llevaron la lucha contra los tradicionalistas en
estos problemas sociales y culturales fueron una mezcla de intelectuales,
profesores e individuos partidarios del bienestar y de mente reformista (aunque,
paradójicamente, el movimiento prohibicionista, en sus comienzos, se alió a los
reformistas contra los males del industrialismo y la vida urbana), unidos por
razones políticas, por obra de dirigentes sindicales y políticos de grupos
étnicos, que representaban a las fuerzas urbanas (30). La filosofía predominante
era el liberalismo, que incluía una crítica de las desigualdades y las costas
sociales provocadas por el capitalismo. El hecho de que la economía corporativa
no tuviera ningún sistema valorativo unificado propio o que aún voceara una
fláccida versión de las virtudes protestantes, hizo que el liberalismo no
hallara trabas ideológicas. En el ámbito de la cultura y de los problemas
socioculturales –en síntesis, de la filosofía política– la clase corporativa
había abdicado. La consideración importante es que, como ideología, el
liberalismo se hizo dominante en la cultura durante las tres décadas
pasadas.
Desde el punto de vista
cultural, la política de los decenios que van de 1920 a 1960 fue una lucha entre
la tradición y el modernismo. En la década de 1960, el nuevo estilo cultural
atacó a los valores burgueses y las pautas tradicionales de la vida
norteamericana. pero, como he tratado de demostrar, la cultura burguesa se
esfumó hace tiempo. Lo que encarnó la contra-cultura fue la extensión de las
tendencias iniciadas 60 años antes por el liberalismo político y la cultura
modernista, y representa, en efecto, una escisión en el campo del modernismo,
porque trató de llevar la prédica en pro de la libertad personal, las
experiencias extremas (“estímulos” y “paroxismos”) y la experimentación sexual
hasta un punto, en el estilo de vida, que la mentalidad liberal –la cual
aprobaba esas ideas en el arte y la imaginación– no estaba dispuesta a aceptar.
Sin embargo, al liberalismo le resultó difícil tratar de explicar por qué.
Aprueba una cierta permisividad básica, pero no puede definir con precisión sus
límites. Y éste es su dilema. En la cultura, como en la política, el liberalismo
se halla ahora en apuros.
El
liberalismo también se encuentra en dificultades en una esfera en la que había
tratado de reformar al capitalismo: la economía. La filosofía económica del
liberalismo norteamericano se había asentado en la idea de crecimiento. A veces
olvidamos que fines de la década de 1940 y en la de 1950 Walter Reuther, Leon
Keyserling y otros liberales atacaron a las empresas del acero y a buena parte
de la industria norteamericana por resistirse a expandir la capacidad de
producción, y urgieron al gobierno a fijar cifras de crecimiento. La
cartelización, el monopolio y la restricción de la producción habían sido
tendencias históricas del capitalismo. El gobierno de Eisenhower prefirió
deliberadamente la estabilidad de los precios al crecimiento. Fueron los
economistas liberales quienes instilaron en la sociedad la política de la
planificación consciente del crecimiento mediante los estímulos gubernamentales
(por ejemplo, los créditos para inversiones, que la industria al principio no
quería) y las inversiones gubernamentales. La idea de Producto Nacional Bruto
potencial y el concepto de “shortfall” (diferencia entre lo realizado con lo que
puede realizarse) –que establece lo que la economía puede conseguir con la
utilización plena de los recursos, en comparación con la cifra real de lo
conseguido– fueron introducidos en el Consejo de Asesores Económicos por los
liberales. La idea del crecimiento ha sido tan totalmente absorbida como
ideología económica que se olvida, como he dicho, hasta qué punto fue una
innovación liberal.
La
respuesta liberal a problemas sociales como la miseria fue que el crecimiento
proporcionaría los recursos para elevar los ingresos del pobre (31). La tesis de
que el crecimiento era necesario para financiar los servicios públicos fue el
eje de la obra La sociedad opulenta de John Kenneth Galbraith. Sin embargo,
paradójicamente, es la idea de crecimiento económico la que ahora es atacada, y
por los liberales. Ya no se piensa que la respuesta es la opulencia. Se hace al
crecimiento responsable por la expoliación del medio, el uso voraz de los
recursos naturales, el amontonamiento en las zonas de recreo, la densidad de las
ciudades, etcétera. Sorprendentemente, encontramos ahora la idea del crecimiento
económico cero –o la idea de John Stuart Mill del “estado estacionario”–,
propuesta como objetivo serio de la política gubernamental. Así como la nueva
política rechazó el tradicional pragmatismo de la política norteamericana en la
solución de problemas, ahora también rechaza la nueva política liberal del
crecimiento económico como meta positiva de la sociedad. Pero si no promueve el
crecimiento económico, ¿cuál es la raison d’être del
capitalismo?
El
gozne de la historia
Considerándola en una
visión histórica retrospectiva, la sociedad burguesa tuvo una doble fuente y un
doble destino. Una de las corrientes fue un capitalismo puritano, whig, en el
que se ponía el énfasis, no en la actividad económica, sino en la formación del
carácter (la sobriedad, la probidad y el trabajo como vocación). La otra fue un
hobbesianismo secular, un individualismo radical que veía al hombre como
ilimitado en sus apetitos, refrenados en política por un soberano pero con total
libertad en la economía y la cultura. Los dos impulsos convivieron siempre
incómodamente. Con el tiempo, sus relaciones se disolvieron. Como hemos visto,
en los Estados Unidos el elemento puritano degeneró en una hosca mentalidad de
pequeña ciudad, que sólo daba importancia a la idea de respetabilidad. El
hobbesianismo secular alimentó la corriente del modernismo, el hambre voraz de
experiencias ilimitadas. La concepción whig de la historia como un proceso
abierto y progresista ha vacilado, si no desaparecido, ante la aparición de
nuevos aparatos burocráticos que han eclipsado la visión liberal de la
autoadministración social. La fe que sustentaba a todas estas creencias ha sido
destruida.
Los
impulsos culturales del decenio de 1960, como el radicalismo político paralelo a
ellos, están, por el momento, agotados en gran medida. La contra-cultura resultó
ser un engaño. Fue un esfuerzo, producto principalmente del movimiento juvenil,
por transformar un estilo liberal de vida en un mundo de gratificaciones
inmediatas y despliegues exhibicionistas. Al final, produjo poca cultura y no se
opuso a nada. La cultura modernista, que tuvo raíces más profundas y
perdurables, fue una tentativa de transformar la imaginación. Pero los
experimentos con estilos y formas, la cólera y el intento de escandalizar, todo
lo cual produjo una explosión refulgente en las artes, están ahora agotados. Son
reproducidos mecánicamente por la masa cultural, ese estrato que no es creativo
por sí mismo pero que distribuye y desnaturaliza la cultura, en un proceso de
absorción que roba al arte la tensión que es una fuente necesaria de creatividad
y dialéctica con el pasado. La sociedad está preocupada por las cuestiones más
urgentes y amenazantes de la carestía, la escasez, la inflación y los
desequilibrios estructurales de los ingresos y la riqueza dentro y entre las
naciones. Por estas razones, las cuestiones culturales han pasado ahora a
segundo plano.
Sin
embargo, en el fondo las cuestiones culturales siguen siendo las fundamentales.
Como Irving Kristol y yo escribimos en la introducción a El capitalismo actual:
“Es imposible comprender los importantes cambios que se han producido y se están
produciendo en la sociedad moderna sin tomar cabalmente en cuenta la inquieta
autoconciencia del capitalismo. Esta autoconciencia no es una mera
superestructura ideológica. Es una de las más significativas realidades del
sistema”. Estos cambios son significativos y fundamentales porque afectan a la
naturaleza de la voluntad y al carácter de un pueblo, a la legitimidad y las
justificaciones morales del sistema, es decir, a los elementos que dan
sustentación a la sociedad.
Lo
sorprendente es el surgimiento y caída de las civilizaciones –y ésta fue la base
de la filosofía de la historia del talentoso pensador árabe Ibn Khaldun– es que
las sociedades pasan por fases específicas cuyas transformaciones indican la
decadencia. Son las transformaciones de la simplicidad al lujo (lo que Platón,
quien escribió sobre el tema en el Libro 2 de La República, llamaba el cambio de
la ciudad sana a la ciudad febril), del ascetismo al
hedonismo.
Es
notable que toda fuerza social nueva y en ascenso –sea una nueva religión, una
nueva fuerza militar o un nuevo movimiento revolucionario– comience como un
movimiento ascético. El ascetismo exalta los valores no materiales, el
renunciamiento a los placeres físicos, la sencillez y la abnegación, así como la
disciplina dura y dirigida hacia un fin. Esta disciplina es necesaria para la
movilización de las energías psíquicas y físicas que se requieren para tareas
externas al yo, para la conquista y subordinación del yo a fin de conquistar a
otros. Como señaló Max Weber: “La disciplina adquirida durante las guerras de
religión fue la fuente del carácter invencible de las caballerías islámica y
cromwelliana. Análogamente, el ascetismo interior y la búsqueda disciplinada de
la salvación en una vocación grata a Dios fueron las fuentes de la habilidad
para la adquisición, característica de los puritanos”
(33).
La
disciplina de los antiguos “guerreros de Dios” religiosos se canalizó en la
organización militar y en el combate. Lo históricamente exclusivo del
temperamento puritano fue la devoción de este ascetismo terrenal a una vocación
ocupacional y al trabajo y la acumulación. Sin embargo, la finalidad del
puritano no era primariamente la riqueza. Como observó Weber, el puritano sólo
extraía para sí de esa riqueza la prueba de su salvación (34). Y fue esta
furiosa energía la que construyó una civilización
industrial.
Para el puritano, “la
tarea más urgente” era anular la conducta espontánea e impulsiva, y poner orden
en la conducción de la vida. Hoy encontramos el ascetismo principalmente en los
movimientos y los regímenes revolucionarios. El puritanismo, en el sentido
psicológico y sociológico, se halla en la China comunista y en los regímenes que
unen el sentimiento revolucionario a los propósitos coránicos, como en Argelia y
Libia.
En
el esquema de Ibn Khaldun, que reflejaba en el siglo XIV las vicisitudes de las
civilizaciones beréber y árabe, las secuencias de la transformación iban de la
vida beduina a la sedentaria y de ésta a la hedonista; y de allí, en tres
generaciones, a la decadencia de la sociedad. En la vida hedonista, se produce
una pérdida de la voluntad y la fortaleza. Más importante aún es que los hombres
se hacen competitivos en la prosecución de los lujos, y pierden la capacidad de
compartir y sacrificarse. A esto sigue, dice Khaldun, la pérdida de la asabíyah,
el sentido de solidaridad que hace a los hombres sentirse hermanos unos de
otros, ese “sentimiento de grupo que supone afecto (mutuo) y la disposición a
combatir y luchar unos por otros” (35).
La
base de la asabíyah no es sólo el sentido del sacrificio y el peligro
compartidos –los elementos que mantienen unidos a los contingentes de
combatientes o de cuadros revolucionarios clandestinos–, sino también cierto
propósito moral, un telos que suministra la justificación moral de la sociedad.
En los comienzos, los Estados Unidos mantuvieron la unidad por un pacto
implícito, la idea de que éste era el continente en el que se manifestaría el
designio de Dios, creencia subyacente en el deísmo de Jefferson.. A medida que
esta creencia fue abandonada, lo que mantuvo unida a la sociedad fue un orden
político único, un sistema abierto, adaptativo, igualitario y democrático,
sensible a los muchos solicitantes que buscaban su inclusión en la sociedad y
que respetaban los principios de derecho encarnados en la Constitución y
reafirmados por las decisiones del Tribunal Supremo. Sin embargo, esta misma
sensibilidad fue posible en gran parte por la expansión de la economía y la
promesa de riqueza material como disolvente de las tensiones sociales. Hoy la
economía está alterada y el sistema político se halla recargado por problemas
que nunca antes tuvo que afrontar. Un problema –y éste es el tema de mi ensayo
final, “el hogar público”– es si el sistema puede administrar la enorme carga de
problemas. Esto depende, en parte, de respuestas económicas “técnicas” y,
también, de la estabilidad del sistema mundial. Pero la cuestión más profunda y
difícil es la legitimación de la sociedad tal como se expresa en las
motivaciones de los individuos y en los fines morales de la nación. Y es aquí
donde las contradicciones culturales –las discordancias en la estructura de
carácter y la separación de ámbitos– se hacen decisivas.
Los
cambios en la cultura y el temperamento moral –la fusión de la imaginación y los
estilos de vida– no son reducibles a “ingeniería social” o control político.
Derivan de las tradiciones valorativas y morales de la sociedad, y no es posible
“diseñar” a éstas mediante preceptos. Las fuentes últimas son las concepciones
religiosas que alienta una sociedad; las fuentes próximas son los sistemas de
recompensas y las motivaciones (junto con sus legitimaciones) que derivan de la
esfera del trabajo.
El
capitalismo norteamericano, como he tratado de demostrar, ha perdido su
legitimidad tradicional, que se basaba en un sistema moral de recompensas
enraizado en la santificación protestante del trabajo. Este ha sido sustituido
por un hedonismo que promete el bienestar material y el lujo, pero se aparta de
todas las implicaciones históricas de un “sistema sibarítico”, con toda su
permisividad social y su libertinismo. La cultura ha estado dominada (en el
ámbito serio) por un principio de modernismo que ha subvertido la vida burguesa,
y los estilos de vida de la clase media por un hedonismo que ha socavado la
ética protestante de la que provenía el cimiento moral de la sociedad. La
interacción del modernismo como modalidad desarrollada por artistas serios, la
institucionalización de las formas actuadas por la “masa cultural” y el
hedonismo como modo de vida promovido por el sistema de comercialización de las
empresas configura el conjunto de contradicciones culturales del capitalismo. El
modernismo está agotado y ya no es amenazador. El hedonismo remeda sus estériles
bromas. Pero el orden social carece de una cultura que sea la expresión
simbólica de alguna vitalidad o de un impulso moral que sea fuerza motivacional
o vinculatoria. ¿Qué puede mantener unida a la sociedad,
entonces?
Esto se agrega a un
problema más general que deriva de la naturaleza de la sociedad moderna. El
estilo característico del industrialismo se basa en los principios de la
economía y el economizar: la eficiencia, los costes mínimos, la maximización, la
optimización y la racionalidad funcional. No obstante, es este mismo estilo el
que entra en conflicto con las tendencias culturales avanzadas del mundo
occidental, pues la cultura modernista exalta los modos anti-cognoscitivos y
anti-intelectuales que aspiran al retorno a las fuentes instintivas de la
expresión. Uno destaca la racionalidad funcional, la adopción tecnocrática de
decisiones y las recompensas meritocráticas; el otro, los humores apocalípticos
y los modos anti-racionales de conducta. En esta disyunción reside la crisis
cultural histórica de toda la sociedad burguesa occidental. Esta contradicción
cultural constituye, a la larga, la división de la sociedad más cargada de
consecuencias.
LLAMADAS
(1)
De Opinions littéraires, philosophiques, et industrielles, citado por Donald
Egbert, “The idea of ‘Avant-Garde’ in Art and Politics”, American Historical
Review 73 (diciembre de 1967), 343
(2)
Véase Max Weber, The Rational and Social Foundations of Music, ed. a cargo de
Don Martindale y otros (Carbondale, III., Southern Illinois University Press,
1958).
(3)
James Ackerman, “The Demise of the Avant Garde: Notes on the Sociology of Recent
American Art”, Comparative Studies in Society and History (octubre de 1969),
371-384, esp. 378.
(4)
Lionel Trilling, Beyond Culture (Nueva York, Viking, 1965), pp.
XII-XIII.
(5)
Debe señalarse que el análisis del “fin de la ideología” no supone que hayan
terminado todos los conflictos sociales ni que la intelectualidad haya
renunciado a la búsqueda de nuevas ideologías. En realidad, como escribí en
1959: “El joven intelectual es desdichado porque el ‘camino medio’ es para los
de ‘edad media’, no para él; carece de pasión y es insípido... En la búsqueda de
una ‘causa’ hay una ira profunda, desesperada y casi patética”. También expuse
el argumento de que surgirían nuevas ideologías como fuente del radicalismo, y
que serían ideologías del Tercer Mundo, no las ideologías humanísticas de la
sociedad occidental del siglo XIX. Véase The End of Ideology (Glencoe, III.,
Free Press, 1960), pp. 373 y sig.
(6)
La cultura del decenio de 1950 –los autores que eran leídos y estudiados como
modelos del espíritu contemporáneo– reflejó esa incomprensión del terror
totalitario. La primera figura literaria era Franz Kafka, cuyas novelas y
cuentos, escritos treinta años antes, eran juzgadas como habiendo previsto ese
denso mundo burocrático donde no podía hallarse a la justicia y donde la máquina
de torturas infligía una muerte horrible a sus víctimas. Los escritos de
Kierkegaard fueron “descubiertos” quizá porque afirmaba que no era posible la
creencia racional en significados supremos, sino sólo el salto de la fe. La
teología neoortodoxa de Barth y Niebuhr era pesimista en cuanto a la capacidad
del hombre para trascender la pecaminosidad inherente al orgullo humano. Los
ensayos de Simone Weil trataban de la búsqueda desesperada de la gracia. Camus
examinaba las paradojas morales de la acción política. En el “teatro del
absurdo”, Ionesco escribió obras como Las sillas, en la que los objetos llegan a
tener vida propia, como si los objetos cosificados del mundo hubieran realmente
despojado al hombre de su espíritu y arrebatado su voluntad. En el teatro del
silencio, ejemplificado por Esperando a Godot de Beckett, las confusiones del
tiempo y el yo eran representadas en un mínimo rectángulo de
realidad.
El
punto es importante, ya que existe una tendencia a suponer que porque el
conservadurismo político dominó el período la cultura seria fue estéril. No fue
así.
(7)
El redescubrimiento contemporáneo de la alienación tuvo dos fuentes. Por un lado
estuvo asociado, principalmente a través de los escritos de Max Weber, con la
sensación de impotencia que los individuos experimentan en la sociedad. El
acento que puso Marx en la “separación” del trabajador con respecto a los medios
de producción se convirtió, en la perspectiva de Weber, en un caso especial de
una tendencia universal por la cual el soldado moderno está separado de los
medios de la violencia, el científico de los medios de investigación y el
empleado público de los medios de administración. Por otro lado, fue un tema
expuesto por los revisionistas marxistas, sobre todo de la generación posterior
a Stalin, que trató de hallar las fuentes de un nuevo humanismo en los primeros
escritos de Marx, principalmente los Manuscritos económico-filosóficos. En ambos
casos, en la teoría de la sociedad de masas y en la teoría de la alienación, lo
que se hallaba implicado eran juicios culturales críticos sobre la calidad de la
vida en una sociedad moderna.
(8)
La misma forma de expresión de MacDonald requiere explicación. A principios del
decenio de 1930, la fase “recia” del radicalismo norteamericano, la costumbre
bolchevique de comprimir palabras –politburó por buró político del Partido, u
orgburó por buró de organización– estuvo de moda. Así, la boga de la literatura
proletaria era conocida como proletcult. Macdonald adoptó esta jerga para su
propio estilo sardónico, véase Masscult & Midcult, Partisan Review, Serie nº
4, 1961.
(9)
Hannah Arendt, “Society and Culture”, en Culture for the Millions?, ed. a cargo
de Norman Jacobs (Princeton, Van Nostrand, 1961), pp. 43-53. El argumento está
desarrollado en Between Past and Future (Nueva York, Viking, 1961), pp.
197-226.
(10) Irving Howe, comp.,
The Idea of the Modern Literature and the Arts (Nueva York, Horizon Press,
1967), p. 13. Las bastardillas son mías.
(*)
Tipo de ritmo poético formado por pies de igual duración pero acentuados todos
en la primera sílaba, aunque pueden variar en el número de
sílabas.
(11) Compárense estas
dos vigorosas declaraciones de dos escritores contemporáneos. En Man’s Fate
(Nueva York, Vintage Books, 1961), p. 228, de Malraux, el viejo Gisors describe
a Ferralman y sus deseos: “Ser más que un hombre en un mundo de hombres. Escapar
del destino el hombre. (Ser) no poderoso, sino todopoderoso. La enfermedad
visionaria, de la que la voluntad de poder sólo es la justificación intelectual,
es la voluntad de lo divino: todo hombre sueña con ser un
dios.”
En
el libro de Saul Bellow Mr. Sammler’s Planet (Nueva York, Viking, 1970), pp.
33-34, el viejo Sammler reflexiona: “Os preguntaréis si... los peores enemigos
de la civilización no son quizá sus intelectuales mimados, quienes la atacan en
sus momentos más débiles: la atacan en nombre de la razón y en nombre de la
irracionalidad, en nombre de la profundidad visceral, en nombre del sexo, en
nombre de la libertad perfecta e instantánea. Pues a lo que ello equivalía era a
una exigencia ilimitada: la insaciabilidad, la negativa de la criatura condenada
(ya que la muerte final es segura) a irse insatisfecha de este mundo. Por ello,
cada individuo presentó toda una declaración de exigencias y quejas. No
negociable. Y que no reconocía ninguna escasez en la esfera
humana”.
(12) Frank Kermode, The
Sense of an Ending (Nueva York, Oxford University Press,1967), p.
98.
(13) Page Smith, As a
City upon the hill (Nueva York, Alfred Knopf, 1960), p.
VII.
(14) Van Wyck Brooks,
America’s Coming-of-Age (Garden City, N.Y., Doubleday Anchor, 1958; ed. orig.,
1915), p. 5.
(15) George Santayana,
Character and Opinion in the United States (Nueva York, Braziller, 1955; ed.
orig., 1920), p. 7.
(16) En su magistral
obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber ve a Franklin
como la encarnación de ambos. Cita sus “sermones”, como él los llama (“... El
tiempo es dinero... Recordad que el crédito es dinero. Si un hombre deja su
dinero en mis manos después de terminado, me da el interés...”), como expresión
del ethos característico del “nuevo hombre”. Un hecho interesante es que Weber
cita a Franklin más que a Lutero, Calvino, Baxter, Bailey, o cualquiera de los
otros teólogos puritanos para describir los lineamientos de la nueva ética.
Véase Max Weber, The Protestant Ethics and the Spirit of Capitalism, trad. de
Talcott Parsons (Londres, G. Allen & Unwin, 1930).
(17) Brooks, op. cit.,
p. 10.
(18) Quizás el más
vigoroso ejemplo literario de estos impulsos ilícitos sea el cuento de Hawthorne
“El joven Goodman Brown”, una visión oniromántica de una misa negra en los
bosques de Salem. En el cuento, el joven Goodman Brown deja a su mujer para ir a
los bosques con el diablo (quien lleva un bastón-serpiente=falo) para ser
buatizado en los misterios del pecado. para su sorpresa y horror, reconoce a
toda la “buena” gente de la villa yendo gozosamente a la ceremonia de
iniciación, y también reconoce a su mujer, Faith (Fe). La ceremonia y la música
tienen la forma de una liturgia religiosa, pero el contenido es el de las flores
del mal. Al final, no queda claro si esto fue para Goodman Brown un suceso real
o un sueño en el que luchaba contra sus propios impulsos pecaminosos. Pero desde
entonces su vida fue miserable. (“El día del Sabbath, mientras la congregación
cantaba un salmo sagrado, él no pudo oírlo porque un himno pecaminoso sonaba
ruidosamente en su oído...”) Llevó una existencia lacerada y marchita, y el
momento de su muerte fue sombrío. Véase “Young Goodman Brown”, en The Novels and
Tales of Nathaniel Hawthorne (Nueva York, Modern Library, 1937), pp.
1033-1042.
(19) Un examen de los
Jóvenes Intelectuales se hallará en Henry F. May, The End of American Innocence,
pt.3 (Nueva York, Alfred. A. Knopf, 1959). Una voz característica es la de
Harold Stearns, America and The Young Intellectual (NuevaYork, Doran,
1921).
(20) Wyck Brooks, The
Confident Years: 1885-1915 (Nueva York, Dutton, 1952), p. 487. La frase “Las
profundidades de la mente de los jóvenes” viene de la novela de Ernest Poole The
Harbor, que describe la vida de Princeton a principios de
1900.
(21) Grierson está hoy
olvidado, pero fue muy admirado por Mallarmé en Francia y exaltado por Floy Dell
y Francis Hackett en los Estados Unidos. Edwin Bjorkman, en Voices of Tomorrow
(Nueva York, Mitchell Kennedy, 1913), una entusiasta exposición de las nuevas
ideas, ubicaba a Grierson junto a Bergson y Maeterlinck como representante de la
principal tendencia del período. Un esbozo de la figura de Grierson podrá
encontrarse en Brooks, The Confident Years, pp. 267-270.
(22) El ejemplo está
tomado de Jean Fourastie, The Causes of Wealth (Glencoe, III., Free Press,
1959), p. 127. El libro del profesor Fourastie, como el de Siegfried Giedeon,
Mechanization Takes Command (Nueva York, Oxford University Press, 1948), es una
fascinante compilación de ejemplos de este proceso.
(23) Los Lynd citaban a
un observador del Oeste Medio de Estados Unidos: “¿Por qué diablos necesitan
ustedes estudiar lo que está cambiando en este país?... Yo puedo deciros lo que
está pasando con sólo cuatro letras: ¡A-U-T-O!” Robert S. Lynd y Helen
Merrel Lynd, Middletown (Nueva York, Harcourt Brace, 1929), p. 251. En 1890, un
poney era el sueño dorado de un muchacho de Middletown. En 1923, “‘la cultura
del caballo’ de Middletown casi había desaparecido”. El primer automóvil
apareció allí en 1900. En 1906 había allí “probablemente 200 en la zona urbana y
la rural”. A fines de 1923 había más de 6.200 coches, una por cada seis personas
o aproximadamente dos por cada tres familias. Como observan los Lynd: “Los
valores sancionados por el grupo son alterados por la irrupción del automóvil en
el presupuesto familiar. Un hecho significativo es la costumbre bastante común
de hipotecar una casa para comprar un automóvil” (p.
254).
(24) Time, 7 de
noviembre de 1969, p. 60.
(25) Marthe Wolfenstein,
“The Emergency of Fun Morality”, en Mass Leisure, ed. a cargo de Eric Larrabee y
Rolf Meyersohn (Glencoe, III., Free Press, 1958), p. 86.
(26) “The Long Front of
Culture”, en Pop Art Redefined, ed. a cargo de John Russell y Suzi Gablik
(Londres, Thames and Hudson, 1969), p. 14. Un documento fundamental del
movimiento, se nos dice, es la carta de Richard Hamilton del 16 de enero de
1957, en la cual escribió que el arte pop es “Popular (destinado a un público de
masas), Transitorio (solución a corto plazo), Prescindible (fácil de olvidar),
de Bajo Costo, de Producción Masiva, Joven (destinado a la Juventud), Ingenioso,
Sexy, Artificioso, Atractivo, Gran Negocio...”.
(27) Theodore Roszak,
The Making of a Counter Culture (Garden City, N.Y., Doubleday, 1969), p.
35.
(28) Barton, un hombre
de publicidad, fue fundador de una agencia popularmente conocida como BBD &
O (Batten, Barton, Durstine y Osborn). Su tema se expresó en el libro El hombre
que nadie conoce, publicado en 1924 y fue inmediatamente un best-seller. Como
Frederick J. Hoffman lo describe: “El ‘verdadero Jesús’ a quien el Sr. Barton
pretendía haber desenterrado del texto bíblico, había demostrado su habilidad
como organizador comercial al sacar a doce oscuros hombres de su ineficaz pasado
y ‘soldarlos’ en la mayor organización de todos los tiempos. Jesús había
conocido y observado ‘todos los principios del arte moderno de vender’, afirmaba
Barton. Las parábolas fueron uno de los anuncios publicitarios más poderosos de
todos los tiempos. En cuanto a que Jesús fue el fundador de la empresa comercial
moderna, Barton señalaba sencillamente las mismas palabras del maestro: ‘¿No
sabíais que debo ocuparme de los negocios de mi padre?’” Véase The Twenties
(Nueva York, Viking, 1955), p. 326.
(29) Una brillante
exploración de este problema se hallará en Kristlo, “When Virtue Loses All Her
Loveliness”.
(30) En un sentido
análogo, en el movimiento laboral organizado, la AFL-CIO se encuentra entre la
espada y la pared. En asuntos económicos es liberal o de izquierda, pero rechaza
de plano el radicalismo cultural como ajeno a sus creencias. Esto obedece a que
el movimiento obrero es verdaderamente un movimiento norteamericano y ha
compartido los valores dominantes del orden capitalista. El sindicalismo, como
dijo una vez Bernard Shaw, es el capitalismo del proletariado, al menos cuando
el orden económico está en expansión y en la opulencia.
(31) Más técnicamente,
se basó en el teorema de la economía de bienestar de Pareto, a saber, que se
debe buscar una situación en la cual algunas personas mejoren sin que otras
empeoren. La redistribución directa de los ingresos es políticamente difícil, si
no imposible. Sin embargo, de los ingresos nacionales nuevos o adicionales,
puede usarse una mayor proporción para financiar programas de bienestar social;
y esto, como señaló Otto Eckstein en “The Economics of the Sixties”, The Public
Interest, nº 19 (Primavera de 1970), pp. 86-97, fue precisamente lo que el
Congreso estaba dispuesto a hacer cuando se reinició el crecimiento económico
bajo el gobierno de Kennedy.
(32) Proseguimos el
examen de estas cuestiones en la Parte II de este libro.
(33) Max Weber, The
Sociology of Religion, trad. de Ephraim Fischoffs (Boston, Beacon Press, 1963),
p. 203
(34) Weber, Protestant
Ethic, p. 71
(35) Ibn Khaldun, The
Muqaddimah: An Introduction to History, trad. de Franz Rosenthal (Nueva York,
Pantheon Books, 1958). La
sección crucial está en el vol. I, cap. 3; la cita anterior es de la p.
313).
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y
Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias
Sociales, de la Universidad de
Buenos Aires, Argentina.