TIRSO DE MOLINA

 

 

LA PATRONA DE LAS MUSAS

 

 

           La diligencia cuidadosa de doña Manuela y don Luis, cumplido

            primero con las que obligan al alma, suplió de suerte la brevedad

            del término que, apercibido todo lo necesario y acesorio, con la

            ostentación que la riqueza, la liberaridad y juventud desempeña

            semejantes deudas; convocados amigos de diferentes edades y sexos,

            no empero de calidades diversas, se dispuso auditorio suficiente

            para la mediana capacidad de una quinta que, a los ojos de la Corte,

            jubilada de las inquietudes a que ocasiona tanto pueblo en tales

            días, generosa en edificios, respetable en adornos, guarnecida de

            planteles y vistosa con flores, pagaba en ellas al enano Manzanares,

            el líquido nutrimento de sus plantas, pues el margen fresco de sus

            limitados vidrios era guarnición flamenca de sus quebrados espejos,

            entre las muchas que desde la casa del Campo bizarrean sus orillas,

            sirviendo de paréntesis a sus gigantes alamedas. Facilitaba la

            disposición del sitio, en lo interior de la apacible estancia, un

            atrio o plazuela, cuyas iguales y doradas arenas, dividido su

            pavimento con curiosas labores de menudos huesos y empedrados,

            hacían que sus huéspedes no echasen menos las tersas losas que en

            los patios príncipes, por comunicar su estima, mortifican su

            soberbia, al menosprecio de los pies que los maltratan. Ceñíase el

            deleitoso círculo de claraboyas en arco, cuyas columnas, en la

            materia jaspes, en la labor corintias, vestidas de enamorados

            jazmines, parece que, escalando sus coronaciones, cohechaban sus

            molduras con la esperanza de las flores cándidas que las prometían

            sus casi preñados pimpollos para el estío ya cercano. Diadema le

            autorizaban curiosos corredores, cuyos labrados antepechos vestía el

            azul afeite lo grosero del ínfimo metal, dignándose el oro de que,

            matizando sus ñudos, entre el campo del color celeste, pareciesen a

            trechos o estrellas fijas o peregrinas impresiones. Ensoberbecíanse

            agora con la gala de diversas telas, damascos y alfombras,

            demostración clara de la bizarría que añaden los adornos a la

            hermosura. En el centro del claustro referido, habían sus dueños

            levantado, para la celebridad de su festín, un artificioso teatro,

            donde, en forma de vergel, depositó Amaltea su decantada copia,

            vistiendo su fachada de columnas, nichos y cestones, a costa de la

            infinidad de rosas y yerbas eternas, tributarias de sus casi

            sucesivas primaveras. Circunferencia eran suya cantidad de asientos

            que, ya en sillas nobles, ya en plebeyos bancos, señalaban lugares a

            diferentes jerarquías. Convocó, pues, la fama, apadrinada de la

            novedad, más concurso del que estaba convidado, que todo lo que se

            singulariza tiene de su parte la común benevolencia y, en tales

            ocasiones, siempre son más los aventureros que los prevenidos.

            Llenóse, en fin, todo el semianfiteatro y, servidos los antes de

            aquel retórico banquete, con diversidad de músicas, recreación del

            penúltimo sentido, lisonjeando los entendimientos versos

            conceptuosos, manjar siempre del alma, sobre una autorizada cátedra

            (para cuya compostura tomó el marzo a censo todo el caudal de abril,

            hipotecándole sus aguas y soles, gajes sin cuyo ministerio jamás se

            lograran las tareas de sus partos), don Luis, bizarro y apacible,

            después que el deseo de lo prometido quietó el concurso y obligó al

            silencio, dio principio a su oposición, diciendo de esta suerte:

           

           

            LA PATRONA DE LAS MUSAS

                           «¿De qué te ensoberbeces presumida,

                        Efímera fragancia en globo breve,

                        Si ayer botón, hoy flor, el sol te bebe

                        La mesma que te dio vegetal vida?

                        ¿De arqueras esmeraldas defendida,

                        Caduca majestad de imperio leve,

                        Blasonas confusión de grana y nieve,

                        Y llora tu vejez recién nacida?

                        ¿Qué importa que, terrestre, seas estrella

                        Del cielo de un jardín, si sólo duras

                        Lo que el sol, que a su muerte alarga el paso?

                        ¡Ay, si ésta viera en ti mi ingrata bella!

                        Que son rosas de amor las hermosuras

                        Al alba, oriente, y a la noche, ocaso».

           

           

           

                 Ansí alternaba versos y suspiros (hablando, en persona de su

            enajenación amante, con lo insensible de la monarca de las flores)

            Alejandro, esperanza generosa de la antioquena Menfis, a los acentos

            de una vigüela de arco, modulada más por el uso de los dedos que por

            la atención de los sentidos, en éxtasis entonces con la

            contemplación de la hermosura menos imitada que vio el Helesponto,

            desde las dos tragedias que al estrecho célebre, impedimento a la

            Tracia y Frigia, aseguraron fama y nombre, cuando, en una, la ninfa

            fugitiva perdió a un tiempo la vida y el hermano, único heredero del

            prodigioso vellocino y en la otra Leandro y Hero inmortalizaron con

            pasiones el mal logro de sus infaustas juventudes. Huésped le

            agasajaba la antigua Iconio, metrópoli de la Licaonia, que arbitra

            población entre los pisidios y frigios, provincias últimas de Europa

            y Asia; línea las divide aquel jirón de Tetis, puesto que las más

            veces tormentoso, algunas pusilánime, pues, oprimido de Artajerjes,

            consintió en su cuello la argolla puente, paso fatal de sus

            quinientos mil cobardes que, para trofeo de Grecia, apresuraron su

            destrozo. Era Alejandro el desempeño de la juventud bizarra de

            Antioquía, no la que parte términos con los licaonios, aquella sí

            que, principal colonia de los sirios, medró más lustre con el blasón

            honroso que nos ferió el bautismo que con haberle comunicado el suyo

            Antioco, heredero de Alejandro, pues fueron sus habitadores los

            cristianos primeros que nos dejaron en herencia este apellido a

            cuantos diferenciados con el purpúreo Tao, marca del mejor cordero,

            vituperamos los bárbaros secuaces del dragón, que le adoran con el

            carácter torpe de la blasfema bestia. En esta ciudad ínclita gozaba

            Alejandro los mayorazgos de las dos siempre encontradas fortuna y

            naturaleza, porque habiéndose conformado en él sólo ésta, le añadió

            a las dotes de generoso, discreto y bizarro, las de valiente, docto

            y dadivoso, y la otra, a poder de tesoros y amigos, le hizo

            generalmente venerado, fiándole el gobierno mayor de aquella

            prefectura. En efecto, parece que, primogénito de entrambas, los

            demás, como menores, se contentaban con los relieves, gajes, o

            alimentos de sus perfecciones. Convidáronle deudos propincuos a la

            ciudad de Iconio, por añadir, con su gallarda presencia, recreos a

            los de aquella primavera. Y él, que llevado de los estímulos de su

            edad inquieta apetecía más lo peregrino de las extrañas patrias que

            lo frecuentado de la propia, aceptó el hospicio y ejecutó las

            vistas, ocasionando la suya a que, cohechada de la mayor belleza que

            empeñó en aquel siglo el caudal humano, conspirase contra la

            libertad, que en breve tiempo sintió rendida a su tiránica

            hermosura.

                 Fue, pues, el caso que, convocándose un día festivo, todo lo

            más de lo noble y plebeyo de aquella comarca a las solemnes

            obsequias con que aquellas poblaciones celebraban al amante

            adúltero, elección de Venus y trofeo del jabalí de Marte, en el mes

            florido (aquel en que el planeta monarca, huésped de los mellizos

            del Zodiaco, libraba en la recámara de Flora libreas costosas),

            tardo, si pródigo, remedio para la desnudez de los montes y valles,

            pues desabrigados en lo inclemente del tiempo, cuando los vivientes

            aligeran ropa, entonces se visten ellos de lo que parece que menos

            necesitan, veneraban un templo, desvelo último de la arquitectura,

            que, sobre la cerviz de un collado ameno, a vista de la ciudad

            gentílica, renovaba memorias al trágico suceso del joven amante,

            sucesor de Mirra, y a la deidad de Chipre; aquél que, rival del

            bélico planeta, fue venganza compasiva de sus celos y fúnebre

            despojo de la fiera colmilluda, por quien dijo Teócrito:

           

           

               Yace Adonis cazador

                        sobre un monte, desangrado,

                        y siendo del agresor

                        nieve el colmillo afilado,

                        al joven hiere nevado.

                        Su dolor

                        a llanto y lástima mueve,

                        y con razón, pues se atreve

                        para malograr su abril,

                        el marfil contra el marfil,

                        la nieve contra la nieve.

           

           

           

                 Llegó a tanto la solemnidad supersticiosa, con que lo más de

            Grecia reiteraba los cabos de año a este torpe mancebo, que se

            hicieron por ella célebres, no sólo Tebas y Macedonia, Alejandría en

            Egipto, y toda la isla Cipria, pero lo que es más, las consagradas

            tribus del pueblo circunciso. Testigos, las abominaciones que vio

            Ezequiel en el templo sacro, cuando, profanando sentimientos,

            libaban las hebreas matronas lágrimas torpes a su lascivo simulacro.

            A esta, pues, fúnebre celebridad, se había convocado tanta gente,

            coronados sus profesores de guirnaldas que, entre pimpollos tiernos

            de olorosas murtas, hospedaban rosas y amapolas, unas y otras

            consagradas a la veneración de entrambos (aquellas deudoras a sus

            espinas, por las mejoras en que las medró la sangre de Venus),

            purpúreas agora, primero cándidas, y éstas por lo mismo, pues la de

            Adonis les ferió la grana en que transformaron su candor antiguo.

            Entapizaba sus paredes el ceremonioso templo de recién cortadas

            vides, tan niños sus pámpanos, que apenas acababan de enjugar sus

            tiernas hojas las lágrimas de sus podaduras, amorosos pronósticos de

            sus cercanos partos. Trigos y cebadas en cierne eran alfombras del

            enlosado pavimento, símbolos todos de la licenciosa deidad y su

            difunto empleo, pues, como sin Baco y Ceres, Venus se entibia, les

            pareció lisonjeaban sus amores con el incentivo de ellos. Diversidad

            de ramos, todos fructíferos, ya en flor, ya en yema, desempeñaban

            sobre las espaciosas gradas del simulacro amante, el patrocinio que

            en sus recreos hallaron las fértiles tareas de Pomona, pues, tutelar

            de sus fecundas plantas, las dejó en Grecia hasta su nombre mismo,

            llamándose desde entonces adónidos sus huertos. Así lo afirma

            Teócrito:

           

           

            

           

               También le dan tributo

                        las plantas del otoño en rama y fruto.

           

           

           

                 Mezclaba, a trechos, la religión profana multitud de blandas y

            apiñadas lechugas, en memoria de haberlas escogido la diosa

            enamorada para compañeras en el sepulcro del llorado joven, como

            Safo cuenta; pudo ser para significar que aun la muerte no fuera

            bastante a extinguir el incendio de su amor desenfrenado, si la

            honestidad frígida de estas pequeñas plantas no comunicara sus

            efectos a los huesos torpes. Éste era el aparato con que aquellos

            idólatras veneraban engaños en las tinieblas de la noche, cuando

            ausente de ella el planeta virrey del sol, le sostituyen luces sus

            estrellas, el día primero que el mes hortelano desabrochaba botones

            a la primavera, porque si bien en las demás provincias dedicaban a

            esta solemnidad llorosa el principio de noviembre, la presente

            escogió al mayo, tiempo en que la sangre predomina y en ella, los

            estímulos de la sensualidad, más ocasionados, reconocen licenciosos

            las influencias de Venus, tan afecta a flores.

                 Entraron, pues, en ordenadas hileras por dos puertas

            principales que, una frontero de otra, partían por medio el

            frecuentado templo. Divididos los varones de las mujeres, sueltos

            éstas los cabellos, y unos y otros, ceñidas las sienes con los

            referidos círculos, arrastraban superfluos lutos, puesto que servían

            de fundas a festivas galas, creyendo que, sin duda, cumplido el cabo

            de año y honras funerales, resucitaba al día tercero el malogrado

            joven y le trasladaba la enamorada estrella a las delicias de su

            luminosa esfera. Maltrataban, pues (luego que el templo idólatra les

            permitía la presencia del herido simulacro), ellas la destrenzada

            descompostura de sus cabezas y ellos las supersticiosas venas

            porque, hiriéndolas, le libaban gran copia de sangre (bárbara y

            necia, si religiosa, demostración del sentimiento que les causaba su

            muerte intempestiva). Multitud de instrumentos fúnebres alternaban

            los gemidos de la llorosa plebe, al tiempo que el más viejo

            sacerdote, con vestiduras sacras, delante del altar llorado

            (dedicados a sus aras aromas resueltas en fragantes humos y bañados

            del licor más generoso) impuesto general silencio, desde un

            autorizado trono, refirió la trágica historia de los dos amantes, en

            estos versos:

           

           

            FÁBULA DE MIRRA, ADONIS Y VENUS

                              Al hermoso hijo y nieto

                        del caduco Cinira,

                        que en Chipre, rey de flores se corona;

                        al prodigioso efecto

                        del amor y de la ira,

                        que humano un tiempo, ya deidad blasona;

                        al que debe Pomona

                        cuantos en sus pensiles

                        engendra mayos y produce abriles,

                        pues hortensia deidad, flores sazona,

                        panegíricos canto

                        la música, esta vez acorde al llanto.

                           Aquel rapaz gigante,

                        que al mismo Jove arrostra,

                        y nieto de la espuma, es todo llama;

                        ese que, si arrogante

                        imposibles no postra,

                        ni dios se estima, ni permite fama,

                        venenoso derrama

                        su contagión sabrosa

                        en el pecho de Mirra, cuanto hermosa

                        horrenda tanto, pues su nombre infama

                        quien su tragedia ha escrito;

                        si bien todo el delito

                        disculpa de su engaño,

                        pues fue la utilidad mayor que el daño.

                           Mirra, de juventudes

                        asombro desdeñoso,

                        hoy mucho más del tálamo que ofende,

                        venganza e ingratitudes

                        dio en su desprecio hermoso,

                        pues mariposa adora a quien la enciende;

                        en la nieve pretende

                        de las paternas canas

                        de Cinira, templar llamas tiranas;

                        pero es yesca la nieve si se emprende

                        en ella del amor cualquier centella;

                        en fin, para encendella

                        industrias apercibe,

                        pirausta, Mirra, que entre brasas vive.

                           Equívocas caricias

                        al padre lisonjean,

                        que vende a la ignorancia el nombre de hija;

                        y honestando malicias,

                        se admiten y recrean,

                        dorando plata a la vejez prolija;

                        tal vez se regocija,

                        porque él tronco, ella yedra,

                        verdor trepando por su cuello medra,

                        y, ufano que tal vid tal olmo elija,

                        sin distinguir entre virtud agravios,

                        se permite a los labios,

                        puesto que desiguales,

                        el plomo se guarnezca de corales.

                        Juzga Cinira grato

                        a filial afecto,

                        cariño tanto, no a pasión lasciva;

                        pero como es retrato

                        de la causa el efecto,

                        (si en la similitud amor estriba)

                        viéndose copia viva,

                        con su origen quisiera

                        incorporarse Mirra lisonjera,

                        (que donde unidad falta, amor no priva);

                        para esto su deseo

                        los brazos envidiaba de Briareo,

                        y a su madre adorara,

                        si con el ser su tálamo heredara.

                           Teme, suspira, llora,

                        porque, si oculta enojos,

                        recela que el dolor no la consuma;

                        muda tan habladora

                        que, a descifrar sus ojos,

                        cada pestaña de ellos fuera pluma;

                        tal vez resuelta (en suma,

                        a costa de su mengua)

                        a fiar su remedio de su lengua,

                        fuego acomete y se retira espuma;

                        y tal de amores loca,

                        palabras apercibe y no halla boca,

                        que en tan ambigua guerra,

                        puertas abre el amor que el temor cierra.

                        Retrocedióse al pecho

                        cobarde la osadía,

                        que ya en los labios profanó la raya.

                        Pero ¿de qué provecho

                        fue, si los asistía

                        la vergüenza en carmín, que la desmaya?

                        Comunicóse al aya,

                        cuyos caducos años

                        feriaron su vejez a los engaños,

                        que también hay tormentas en la playa,

                        y aunque la edad la jubiló en el puerto,

                        las más veces es cierto

                        que, tarde o nunca, deja

                        liviana moza los resabios, vieja.

                           Ésta, en fin, facilita

                        estorbos y temores,

                        y, añadiendo a sus llamas combustibles,

                        al viejo solicita

                        a que despierte amores,

                        ya tibios en su edad, si no imposibles.

                        Díjole: «Apetecibles

                        años de cierta hermosa,

                        (tú, rosa seca y ella fresca rosa)

                        pechera de delicias apacibles

                        tributarte apetecen,

                        si los gustos de amor rejuvenecen.

                        Desyela señor mío

                        en su florido abril, tu enero frío.

                        Dejar de ti desea

                        posteridad augusta

                        que blasonen después sus sucesores.

                        Baja, que de Amaltea

                        el aparato gusta,

                        que en tu jardín des frutos a sus flores;

                        la noche, a sus temores,

                        quietud oculta apresta,

                        sin riesgo que Dïana, por honesta,

                        fiscalice, ofendida, sus amores,

                        pues, aunque cazadora,

                        virginidad afecta, amante adora

                        cuando en celos se ofusca

                        al dormido Endimión que en Caria busca».

                        Al cano rey, la astuta

                        aya, halló tan dispüesto,

                        que culpa siglos cuando instantes pierde;

                        que en la materia enjuta

                        se introduce más presto

                        el voraz elemento que en la verde;

                        amor (porque recuerde

                        en él sus incentivos,

                        y en caducas cenizas logre, vivos,

                        hipócritas carbones) que se acuerde

                        le manda de hermosuras,

                        que ocasionaron, joven, travesuras;

                        y remozado en ellas,

                        sopló el deseo y levantó centellas.

                           Delinquió incestuosa

                        esta vez la ignorancia,

                        lince hasta aquí el amor, agora ciego.

                        Vejez apetitosa,

                        su misma repugnancia

                        solicitaba nieve contra fuego;

                        la noche que, al sosiego

                        con sueños aplaudía,

                        Argos de estrellas, este insulto vía;

                        pero vendólas con tinieblas luego,

                        abominando brazos,

                        que en tal monstruosidad tejieron lazos,

                        cuando amor que los funda,

                        vio a Mirra, estéril antes, ya fecunda.

                           Deleite ejecutado,

                        y amor arrepentido,

                        todo es uno: testigo la experiencia;

                        volvió el enero helado,

                        si se fingió florido,

                        a intimar su primera intercadencia;

                        efímera violencia

                        veloz enciende y pasa,

                        pues ya en Cinira amor yela, no abrasa.

                        Gozó sin ver, y huyendo la presencia

                        que se negó a sus ojos,

                        lo que anhelaba gustos, juzgó enojos;

                        castigo de quien fía

                        en cano amor, que, cuando abrasa, enfría.

                           Mirra que, satisfecha,

                        su infamia creyó oculta,

                        segundo Paladión lleva consigo;

                        y cuando sin sospecha

                        noticias dificulta,

                        sus entrañas hospedan su enemigo;

                        el tiempo hizo testigo

                        lo que escondió primero:

                        cómplice aleve, agora pregonero,

                        manifestarle pudo,

                        que a veces habla más el que es más mudo.

                           El término cumplido,

                        Mirra ya hermana y madre,

                        Y de Cinira, Adonis, hijo y nieto,

                        ofensor ofendido,

                        se vio su abuelo y padre,

                        público ya a los hombres su secreto;

                        Tesífone y Alecto,

                        gigante hacen su injuria;

                        de amor primero esfera, ya de furia,

                        la causa enemistada con su efecto,

                        y ardiendo por ser vivo,

                        con la madre, al dos veces relativo,

                        de su sustancia helada

                        corre a verter la sangre duplicada.

                           Plumas huyendo pide

                        la hermosa delincuente

                        a la deidad que obedeció lasciva;

                        valles y selvas mide,

                        y, del pecho pendiente,

                        el insulto inocente es joya viva;

                        pero, aunque fugitiva,

                        flores desmaya apenas,

                        azogue en vez de sangre alienta venas

                        de la helada vejez la vengativa

                        injuria, en cuyo empleo

                        cada pie, que fue plomo, es caduceo,

                        que amores y pesares

                        al segundo Planeta hurtan talares.

                           No Apolo enamorado

                        a Dafne cazadora

                        persigue aquél y estotra se retira;

                        efectos han trocado,

                        pues huye la que adora,

                        siguiéndola los odios de Cinira;

                        vuela esta vez la ira,

                        corre amor, pues la alcanza,

                        señal que es más ligera la venganza:

                        pues si uno flechas otra rayos tira,

                        y con fines opuestos

                        plumas llevan aquellas, llamas éstos,

                        con que una acción obliga

                        a que huya amor y a que el desdén le siga.

                           Ya casi a las espaldas

                        respiraba el aliento

                        de la venganza, que el temor avisa,

                        y de las leves faldas

                        que profanaba el viento,

                        las fimbrias, tropezando, tal vez pisa,

                        cuando viendo precisa

                        la ejecución severa,

                        Mirra, angustiada de su muerte fiera,

                        a la Citerea diosa

                        en el último trance lastimosa,

                        intimándole enojos,

                        dijo, el alma en los labios, y en los ojos.

                             «Común naturaleza

                        nos dio, amorosa diva,

                        Chipre a las dos, que en esto nos hermana;

                        aquí halló tu belleza

                        patria, pues, compasiva,

                        te adora eterna y te alimenta humana;

                        aquí la espuma cana

                        del mar, piélago incierto,

                        en la cuna del nácar tomó puerto,

                        (región sacra por ti, si antes profana)

                        y porque fertilices

                        su amenidad, las Horas, tus nutrices,

                        cuando flores te adulan,

                        Chipre tu imperio, Cipria te intitulan.

                           Aquí, progenitora

                        de la deidad de fuego,

                        con sangre en vez de leche alimentado,

                        me hiciste profesora,

                        (mas ciega, que él es ciego)

                        de su violenta escuela, pues he dado

                        asombro enamorado

                        a cuantos en sus llamas

                        arrojan honras y consumen famas,

                        pues me atreví, por él, al primer grado,

                        que exento de tu imperio,

                        eterno me vincula vituperio,

                        digna que tus favores,

                        a más hazañas, premios den mayores.

                           No, pues, Venus permitas

                        que a tu poder se atreva

                        padre verdugo, desdeñoso amante;

                        si insultos acreditas,

                        múdame en forma nueva,

                        que aromas peche a tu deidad fragante;

                        haz, desde aquí adelante,

                        patrona compasiva,

                        que, entre los vivos, ni me infamen viva,

                        ni, entre los muertos muerta, honras espante,

                        sino que mi remedio

                        consista en ser de estos extremos medio,

                        porque, en angustia tanta,

                        si sensitiva no, me estimen planta».

                           Apenas de su pena

                        Venus oyó el discurso

                        que, grata tutelar a su deseo,

                        fija en la rubia arena

                        el desmayado curso;

                        planta es ya la de amor, monstruoso empleo,

                        aquel arbol sabeo,

                        cuya sudada goma,

                        Estacte llama Arabia y, todo aroma,

                        incorrupto cadáver dio al Hebreo,

                        en la forma sabina,

                        enebro en hojas y en rigor espina,

                        que eterniza y preserva.

                        Si fue Mirra mujer, ya es mirra yerba.

                           Entre los brazos ramas,

                        busca el infante el pecho,

                        y, en vez de él, halla rústica corteza;

                        pero imperiosas llamas

                        de amor, que siempre han hecho

                        mayor efecto en la mayor belleza,

                        mostrar la fortaleza

                        de su poder pretenden,

                        pues, niño Adonis, en su vista encienden

                        la misma Venus, que a sentir empieza,

                        cuando deidad blasona,

                        que amor su misma madre no perdona;

                        pues que recién nacido

                        querer no sabe Adonis y es querido.

                           Prodigio es portentoso

                        enamorar gorjeos,

                        que apenas tienen ser y ya dan penas;

                        mas era tan hermoso

                        que ocasionó deseos

                        a quien del mar espuma burló arenas;

                        crióle en las amenas

                        delicias intrincadas

                        de Chipre y de sus selvas que, pobladas

                        de madreselva, rosas y azucenas,

                        sin preservar ninguna,

                        cama le mullen y le mecen cuna,

                        y con leche sabrosa

                        de una cierva, esta vez sólo piadosa,

                        crecen entre las flores

                        él en los días, ella en los amores.

                           Ya Adonis de la infancia

                        pasaba a la puericia,

                        y ya doraba en él la adolescencia

                        bozos a la arrogancia,

                        arnés a la milicia,

                        flechas a la deidad, toda violencia,

                        cuando con la asistencia

                        del joven, sucesiva

                        por tantos lustros, desde niño viva,

                        es Venus del amor la quinta esencia,

                        y en su fogosa lumbre,

                        (como es naturaleza la costumbre)

                        cuando sin él se mira,

                        ni vive, ni descansa, ni respira.

                           Del néctar olvidada,

                        ni la ambrosía la mueve,

                        ni afecta cielos, ni en sus luces fía,

                        porque en él transformada

                        espíritus le bebe,

                        que al néctar antepone y ambrosía;

                        amor hidropesía,

                        bebiendo, aumenta sedes,

                        y de Adonis los labios Ganimedes,

                        gentilhombres de copa, alientos cría;

                        prodigio es que sazone

                        una sed, otra sed, y la ocasione;

                        mas como firme sea,

                        quien más ama y más goza, más desea.

                           Los ratos que embaraza

                        la juventud traviesa

                        en Adonis el tiempo que la sisa,

                        y por el monte a caza

                        la fugitiva presa

                        sigue oficioso, que el lebrel le avisa,

                        no corre él tan aprisa,

                        como ella aprisa llora,

                        y como tras Menmón la blanca aurora,

                        impidiéndole el paso, así le avisa:

                        «Tragedias ocasiona,

                        quien, racional, con brutos proporciona

                        acciones militares,

                        sin comparar afectos a pesares.

                           Ya que las castas selvas

                        profanes a su diosa,

                        ni risco, temas, ni perdones cumbre,

                        adviértote que vuelvas

                        con presa temerosa,

                        que quiete mi temor su mansedumbre;

                        la natural costumbre

                        del joven ejercicio,

                        que de virtud, si es mucho, pasa a vicio,

                        y en mí si en ti es deleite es pesadumbre,

                        tus vitorias celebre,

                        ya en el ciervo ramoso, ya en la liebre,

                        de suerte que, al correllos,

                        ellos huyan de ti, no tú huyas de ellos;

                        pues si tus fuerzas mides,

                        más que el ánimo, vencen los ardides.

                           Los lobos salteadores,

                        los osos mal formados,

                        los leones carnívoros te vedo,

                        no des a mis amores,

                        con fúnebres cuidados,

                        mal logros tristes que me anuncia el miedo;

                        mas si tirar no puedo

                        la rienda a tu apetito

                        y te enojas por ver que te limito

                        tanto peligro, yo te lo concedo,

                        con tal, si a ésta te obligas,

                        que, siguiéndolos todos, jamás sigas

                        al jabalí impaciente,

                        presagio de mis lágrimas su diente.

                           Una fiera entre tantas,

                        idolatrado mío,

                        te niega sola quien tu amor conjura;

                        persigue a las que espantas,

                        no a las que muestran brío,

                        que audacia, contra audacia, no es segura:

                        ¡Ay de quién aventura!,

                        que en tu infeliz impresa,

                        cazador, de la caza has de ser presa,

                        y de un bruto, trofeo tu hermosura.

                        Ojalá que me amaras,

                        de modo que jamás te me ausentaras,

                        mas ¡ay suerte severa!

                        que a Venus antepones una fiera».

                           Ansí daba consejos

                        la diva enamorada,

                        a la incauta ocasión de sus enojos,

                        cuando asomó de lejos

                        en fiera transformada

                        la sospecha de Marte, llena de ojos;

                        usúrpale despojos

                        Adonis, ya adquiridos,

                        de Vulcano y Apolo perseguidos,

                        afrenta de la red sus rayos rojos,

                        y costándole tanto,

                        que celos le atormenten no me espanto,

                        pues si de raya pasan,

                        más al amante que al esposo abrasan.

                           No sufren los lebreles,

                        que estorbe la traílla

                        lances do inclinaciones tan opuestas

                        despedazan cordeles,

                        y rota cada hebilla,

                        atajan valles y trasponen cuestas;

                        Venus, que las funestas

                        tragedias ve cercanas,

                        abrazada con él, lágrimas vanas

                        le intima, que si no le son molestas,

                        bastantes son tampoco

                        a refrenar el ímpetu que, loco,

                        su perdición destina,

                        al bien rebelde cuando el mal se inclina.

                           Aljófares desprecia,

                        desembaraza abrazos,

                        sordo a suspiros, desdeñoso a voces,

                        y porque llore Grecia

                        mal logro de sus brazos,

                        la muerte hace sus pasos más veloces;

                        Marte, que con atroces

                        hazañas se eterniza,

                        trofeos a sus celos soleniza.

                        Tente, intrépido joven, no destroces,

                        vengando a la fortuna,

                        dos almas que incorpora amor en una;

                        no es jabalí el que baja,

                        flechas las púas, el marfil navaja,

                        el dios sí, en sangre tinto,

                        severo alcaide del alcázar quinto.

                           En círculo le ciñe

                        la turba ladradora,

                        ya campo de armas la floresta verde,

                        pero tan diestra riñe

                        la bestia vengadora,

                        que en sangre paga el que sus cerdas muerde;

                        Venus que el tiempo pierde

                        en excusarle enojos,

                        volando tras su Adonis con los ojos,

                        con el alma le avisa que se acuerde

                        de presagios fatales;

                        pero el que apresurando va sus males,

                        consejos desestima,

                        vientos atrasa y el venablo anima.

                           Llega y, de siete, mira

                        reducidos a cuatro,

                        cadáveres los tres, sus perros fieles;

                        enciéndele la ira,

                        y al verde anfiteatro

                        volver jura mosquetas en claveles;

                        provoca los lebreles,

                        y en la derecha planta

                        cargado el cuerpo, el otro pie levanta,

                        (digna postura de animar pinceles).

                        Tonante es, que fulmina

                        rayo el furor, en vez de jabalina,

                        a no errar, codicioso,

                        valiente el tiro, pero no dichoso.

                           Hurtóle el cuerpo el bruto,

                        ¿qué mucho si le adiestra

                        la bélica deidad del quinto cielo?

                        y viendo el poco fruto

                        del golpe, Adonis muestra

                        mejillas, si antes grana, agora yelo;

                        retírale el recelo

                        de verse desarmado;

                        pero Marte, en la fiera transformado,

                        cometa es que le sigue, el paso vuelo;

                        huye el que perseguía,

                        persigue agora el que primero huía,

                        mas el correr, ¿qué importa,

                        si sacre la venganza, vientos corta?

                           Cedió a fatal violencia

                        la juventud briosa,

                        cedió amor a los celos, sus bastardos,

                        cayó la adolescencia,

                        que apenas se vio rosa

                        y, ya lirio, pimpollos brota pardos;

                        llegaron, aunque tardos,

                        a hacer los escarmientos

                        cuerda a la juventud, cuyos alientos

                        mil veces malograron los gallardos

                        ímpetus juveniles;

                        florecen los abriles,

                        sopla el Bóreas enjuto,

                        y el almendro, que aborta en flor el fruto,

                        enseña castigado

                        al prudente moral razón de estado.

                           Abrió el marfil buido,

                        puerta a la muerte franca,

                        que, en fe de reina, en púrpura teñida,

                        prestó su colorido

                        a la amapola blanca

                        su rosicler, recuerdos de su herida;

                        Venus, con media vida,

                        perdida la otra media,

                        presume, por correr, que la remedia;

                        pero huyendo la bestia adonicida,

                        al paso que más corre,

                        sintiendo penas más, menos socorre;

                        que el mal en todo amante,

                        menos aflige, cuanto más distante.

                           Desnudo el pie de nieve,

                        carrera presurosa,

                        las plantas, donde el alma está, encamina;

                        sacrílega se atreve,

                        (sospecho que envidiosa)

                        de la rosa, hasta allí blanca, una espina;

                        para quedar divina,

                        divina sangre vierte,

                        con que el candor en rosicler convierte,

                        medio ya entre jazmín y clavellina;

                        dichoso sacrilegio,

                        que ganó entre las flores privilegio

                        de ser, puesto que bellas,

                        ella su emperatriz, sus damas ellas.

                           Violetas con claveles,

                        mezcló amor en los labios

                        de Adonis y de Venus lastimosa;

                        no hay plumas ni pinceles,

                        que pinten los agravios,

                        que a Marte intima la ofendida hermosa.

                        Pondere la amorosa

                        pasión, qué tal sería

                        lo que Venus entonces sentiría,

                        dios el dolor, como su dueño diosa;

                        que yo aquí reverencio

                        los hipérboles mudos del silencio.

                           No a fuer del ave santa,

                        que al túmulo, antes nido,

                        agrega aromas que el oriente espira,

                        Mauseolos levanta

                        que injurien al olvido,

                        ni a holocaustos de amor consagra pira:

                        sembrado el campo mira

                        de lechugas, y entre ellas

                        quiere Venus probar si las centellas

                        que en el cadáver aún vivir admira

                        apagan sus ardores,

                        que, como su frialdad entibia amores,

                        recela que no basta

                        a amor tan firme compañía tan casta.

                           Aquí sepulcro apresta

                        la diva enamorada,

                        para el amante que aún difunto adora;

                        aquí le manifiesta

                        a cuantos malograda

                        su muerte compadece; aquí le llora

                        quien, tierna protectora

                        de su pasión, desea

                        la diosa que con llantos lisonjea,

                        hasta que resucite con la aurora

                        Adonis, que eterniza

                        sus llamas, semidiós, no ya ceniza,

                        estrella sí, en la parte

                        que ni se esconde al sol, ni teme a Marte».

           

           

           

                 Tristes, puesto que concertados instrumentos, entre suspiros

            lastimados de los cerimoniosos asistentes, acompañaron la narración

            del afectado sacerdote, ajustándola la suerte a la brevedad de la

            noche, corta por ser de mayo, que el fenecerse entrambas fue todo

            uno. La oscuridad del templo, industriosamente sólo permitido a la

            limitación de breves luces, que diferenciaban sexos para no

            ocasionar atrevimientos; la melancolía de los versos fúnebres,

            alternados de llorosas demostraciones; el luto de los que las

            afectaban, proporcionado con las tinieblas nocturnas, y la

            jurisdicción que el sueño en tales horas tiene sobre nuestros

            sentidos, obligaron los ojos de la mayor belleza a que, negándose a

            la vista de quien se recreaba en ellos, alzasen de obra, y que,

            recostada en el regazo de su madre anciana, diesen lugar al descanso

            ejecutivo. Tecla era ésta, Tecla, envidia de Asia, presunción de

            Europa, corona de Iconio, prodigalidad de la naturaleza, hipérbole

            de la hermosura, prodigio de la discreción, mayorazgo de la

            honestidad y tiranía deleitosa de los sentidos. Perdió a su padre

            antes de saber llorar su pérdida, y él (que en su patria el más

            venerado, más generoso y más rico, dejó recuerdos a la lástima y

            compasiones a la mesma envidia), por no aventurar desaires al

            crédito que ganó con tal sucesora, dificultando, si asegundaba

            frutos, no degenerar en ellos del primero, murió gustoso,

            ennobleciendo su ciudad con la herencia de tal vecina, y, enjugando

            sentimientos con la posesión de lo presente, casi solicitó olvidos a

            los desconsuelos de su falta. Cumplió en su educación su madre

            Teoclea las esperanzas que su difunto esposo se llevó consigo,

            porque, ayudada del dócil natural de Tecla, llenó en ella cuidados y

            consejos, saliendo tan a su satisfacción en todas las perfecciones

            virtuosas, que en su patria, igualmente, refrenaba su opinión

            liviandades de sus contemporáneas y granjeaba deseos su belleza,

            apetecida para el tálamo de todo lo generoso y rico de sus

            juventudes. Descansado recreo de su viudez era su compañía, tan

            apoderada de la voluntad de su madre que gozó en ella cuantos

            afectos reparten otras en la multitud de hijos, que dividen entre sí

            el amor de sus principios. Era Tecla única en su casa, faltaba su

            padre, y así heredó entera la posesión de Teoclea, pues ya libre del

            que a su consorte debía, tomó a su cargo querer a su sucesora con

            duplicada propensión de madre y padre, previniéndola con madurez a

            las obligaciones de Himineo; para esto estudiaba, entre la abundante

            copia de pretendientes, cuál mereciese, si no igualarla, llamarse a

            lo menos esposo suyo. No pocos fueron los que, para conseguir esta

            ventura, se apadrinaron de intercesiones, músicas, papeles y las

            demás solicitudes con que el amor facilita dificultades desdeñosas;

            muchas fueron las pendencias que ocasionaron celos, rondas y

            nocturnas competencias que, si enemistaron padres, no, empero,

            disminuyeron créditos en la pretendida, por conocerla tan guardosa

            de su fama, cuanto a ellos pródigos de su sosiego. Pero quien supo

            granjear lo más considerable para su consecución (a la madre, digo,

            de la solicitada, en quien la obediente resignación de Tecla estaba

            comprometida) fue Tamíride, aventajado entre todos sus rivales, así

            en dotes de naturaleza como de fortuna, propincuo en sangre, de edad

            florida y, en efeto, proporcionado sujeto para su descanso. Éste,

            pues, asegurado de esperanzas por Teoclea, yerno en nombre, se

            entretenía con el ofrecido plazo de su posesión, próximo ya el día

            de sus desposorios.

                 Esta, pues, era la dormida hermosa, que en las faldas de

            Teoclea, menos inclinada que las otras a solemnidades lascivas, tuvo

            por mejor jubilar sentidos que aplaudir deshonestidades, aunque

            disfrazadas en cultos religiosos. Y el que, elevado en la

            contemplación de su belleza, la dedicaba atenciones, usurpándoselas

            a la solemnidad llorosa, era el huésped antioqueno, Alejandro (aquel

            que dio principio a mi discurso), tan suspenso en el empleo de sus

            ojos que, reducidas a ellos las demás, potencias, no permitía a las

            pestañas las inquietas travesuras de sus movimientos, porque no

            privase aquel instantáneo estorbo el interés de su amorosa vista.

            Ansí dormía la tina y así se desvelaba el otro, cuando patente ya la

            precursora de la luz primera, corriendo presurosamente velos a los

            viriles, de que el templo se adornaba, por franquearle resplandores,

            iluminado todo el espacio obscuro con la diáfana presencia de sus

            rayos y despojándose todos los presentes de los prolijos lutos,

            convirtieron galas festivas los pasados sentimientos en presentes

            regocijos, teniendo por infalible que ya Adonis, resucitado, en

            brazos de su llorosa prenda, subía semidiós a la posesión amante de

            su diva, en el tercero alcázar, corte suya. Gratularon todos la

            fabulosa restauración de sus amores con voces y músicas, dando

            parabienes a su inmortalidad nueva, con estas y otras semejantes

            canciones:

           

           

                  Mil gracias, diva bella,

                        por todos, te dé amor,

                        pues ya es contigo estrella,

                        la que antes era flor.

                           No temas que desvelos

                        del dios menospreciado

                        inquieten tu cuidado

                        ni aumenten tus recelos:

                        venció amor a los celos,

                        quedó Marte corrido,

                        por ver que, si ofendido

                        dio a su rival la muerte,

                        ya mejorando suerte

                        desmientes su rigor.

                           Mil gracias, diva bella,

                        por todos, te dé amor,

                        pues ya es contigo estrella,

                        la que antes era flor.

           

           

           

                 Ansí solenizaba la aduladora plebe el contento con que aplaudía

            la fabulosa resurrección de Adonis, cantando cada cual, al arbitrio

            de su más o menos fe, lo que traía estudiado, haciendo el regocijo

            acordes las cantinelas que, desordenadas, ofendían la

            correspondencia armónica de la música, mientras que Tecla, más por

            cumplir con lo ceremonioso del idólatra culto, que por inclinación

            que tuviese a su deidad lasciva, desnudando la exterior corteza de

            su luto, se presentó a los ojos circunstantes y al alma de

            Alejandro, asombroso encarecimiento de belleza y gallardía. Habíale

            enamorado, sin ayuda del artificio, lo natural sólo de su hermosura,

            disfrazada entre lo grosero de un monjil obscuro y un velo negro,

            que ocultaban el costoso adorno de su cabeza y talle. Y aunque es

            verdad que para la hermosura perfecta, sin mendigar ayudas de costa

            de la tienda, hice más cuanto menos se compone y que el vestido

            negro tiene no se qué de reputable y atractivo (quizá porque un

            contrario junto a otro, compitiendo, sale más airoso, como el sol

            entre las nubes; disculpa suficente de haberse dejado usurpar el

            alma su rendido antioqueno), agora que se opusieron en Tecla lo

            accesorio del arte y lo heredado de la naturaleza, hiperbolizaron

            juntos de tal suerte sus enemistades que, olvidados los que la

            miraban de la solemnidad de Venus, creyeran, a no verla tan honesta,

            que la misma diosa, agradecida a sus aplausos, se los venía a

            premiar con su presencia.

                 Salió el sol, y cuando no saliera ¿qué importara?, pues,

            hurtándole los arreboles de su oriente, había Tecla salido de los

            crepúsculos de su luto más lucida. Bañóse todo el templo de la

            iluminación diáfana de sus rayos y bañáronse los espíritus de los

            presentes de la penetrable luz de su belleza; todos admiraban

            milagrosa a Tecla y, entre todos, Alejandro sólo la idolatraba;

            huésped fue hasta entonces, pero ya, prohijado en la ajena patria,

            buscaba naturaleza donde no la pretendía. Peregrino es el hombre

            tanto donde nace, como donde se destierra; porque, como el cuerpo

            sigue las inclinaciones de su forma y ésta no se avecina sino donde

            sosiega, forzosamente se deja llevar del móvil que le rige. Halló el

            alma de Alejandro su esfera en la hermosura que adoraba; luego bien

            pudo empadronarse en ella y, renunciando los privilegios de

            advenedizo, juzgar por su patria la que le prometía quietudes. ¿Qué

            le faltaba en Tecla para no imaginarse en su naturaleza? Y, ¿qué no

            extrañaba fuera de su vista, si asiste más el alma donde adora que

            donde anima? Y Alejandro adoraba a Tecla. ¿Por qué no había de

            considerarse con ella una cosa misma? Tecla era natural de Iconio,

            Alejandro era indivisible unidad con Tecla, luego una misma patria

            los reconocía. Sin Tecla, Alejandro ni hallaba descansos, ni

            entendía razones, ni conocía parientes, ni se acordaba de amigos;

            con Tecla, Alejandro comunicaba pensamientos, por su respiración

            vivía, con su vista respiraba, con su esperanza cobraba espíritus.

            ¿No es patria verdadera aquélla con cuyos frutos nos alimentamos

            mejor que con los peregrinos, cuyos aires nos conservan, cuya

            memoria nos alivia, cuya vista nos convalece? Todo esto causaba

            Tecla en Alejandro, luego Tecla era su centro, su patria, su

            naturaleza y todo lo que dejaba de ser Tecla, merecía nombre de

            peregrinación y destierro; como tal juzgó el privarse de sus ojos, y

            así, siguiéndola, después de concluirse la solemnidad festiva,

            reduciéndose a sus casas los que la celebraron, acompañó (urbano en

            la apariencia, amante en lo interior) su idolatrada tiranía, hasta

            que, restituyéndose a su habitación, imposibilitaron sus paredes a

            los sentidos lo que no bastaron a la idea, cuya memoria le

            representaba su imagen viva. En ella pudo entretener Alejandro

            contemplaciones tan apacibles a la consideración, cuanto rigurosas a

            la quietud, pues, añadiendo leña a sus recientes llamas, le perpetuó

            un incendio doméstico que, con un mismo efecto, le deleitaba y

            consumía.

                 A sus umbrales permaneció el vasallo nuevo de su apetito, tan

            enajenado que, quien le advertiera, le juzgará imagen de sí mismo y,

            alabando la mano del estatuario, convocará admiraciones de su

            natural similitud, porque, viéndole inmóvil negarse a si propio las

            acciones vitales, ¿quién se persuadiera no haberle un mármol

            usurpado su semejanza? Venía con él Cloriseno, cuya casa le

            hospedaba generosa y cuyo deudo le había trasladado a su ciudad,

            deteniéndole en ella, casi con violencia hasta aquel punto; si bien

            desde él en adelante, tan voluntarioso que, a sospechar retiros,

            formara enemistades. Extrañó, pues, éste la repentina suspensión de

            su acompañado y, con recelo de algún accidente peligroso, tirándole

            del brazo, le dijo:

                 -Amigo, ni el lugar, ni la hora, ni los registros que os miran,

            son a propósito para demostraciones que desacrediten la opinión que

            de advertido y discreto habéis ganado; el sitio en que os suspendéis

            es la calle más principal de Iconio; la hora mediodía; los que os

            notan, naturales nuestros, que, presumidos y satisfechos de sí

            mismos, fiscalizan envidiosos cualquiera demasía forastera y les

            parece que les usurpan el derecho que tienen en su patria a toda

            gallarda pretensión; recobraos, y no pierda en vuestro crédito un

            descuido inconsiderado lo que con tanta alabanza vuestra os hace

            extranjero bien querido. ¿Qué es esto? ¿Vos en la publicidad común

            ocasionando, con desaires, malicias?, ¿qué sentís?, ¿qué tenéis?, ¿o

            cuál puede ser el accidente que, tirano de vuestra reputación,

            descomponga vuestra modestia?

                 Despertó a estos avisos el arrobado joven y, agradeciéndoselos

            la vergüenza noble que, con tácita reprehensión, le bañó de púrpura

            las mejillas, sólo le dio un suspiro por respuesta y, tras él, un

            golpe de lágrimas que, sin permisión del recato varonil, arrojó el

            corazón por sus desaguaderos. Asióle por la mano y, sin decirle

            cosa, guió a su alojamiento; entróse en un jardín, recreo ordinario

            de las habitaciones nobles, y asentándose los dos debajo de un

            cenador que, vestido de recientes pámpanos, componía un vistoso

            capitel, corona de la risueña murmuración de una artificiosa fuente,

            le dijo de este modo:

                 -Problemáticamente me indiferencian, amigo Cloriseno, las

            obligaciones que os reconozco y los agravios que, con ellas, me

            habéis hecho; dudoso estoy entre aquéllas y éstos; y no sé si, como

            empeñado, os rinda gracias o, como ofendido, forme quejas, porque

            cuando la pérdida de la mejor potencia de mi alma os acusa cómplice

            de mis desdichas, hallo felicidades en las mesmas que, ocasionadas

            por vos, compiten en la aplicación de sus contrarios atributos; el

            más desdichado soy y el más venturoso de nuestro siglo; mido

            tormentos con deleites y felicidades con desgracias, ignorando

            cuáles a cuáles se aventajen; sólo sé que vos sois el total motivo

            de unas y otras. Novedad asombrosa os parecerá que, a un tiempo

            mismo y por una misma causa, deudor me ejecutéis y acreedor me

            pidáis cartas de obligación; pero antes que os las muestre, decidme,

            os suplico: ¿qué nombre tiene la belleza que desde el templo de

            Adonis acompañamos a su casa?; ¿obedece esposo o, deseando

            obedecerle, ha hecho amorosa elección libre de su gusto?; ¿o

            subordinada a mayor imperio compromete en ajena voluntad los

            privilegios de su albedrío? Satisfacedme en esto y quedaréislo

            después de las razones que me mueven a que os juzgue, cuando más mi

            bienhechor, más mi enemigo.

                 -Conjeturas suficientes me habéis dado -respondió Cloriseno-

            para verificar lo que no creyera de vuestra bien gobernada, hasta

            aquí, voluntad, a no conocer cuánto es más poderosa, en la más

            templada juventud, la violencia de sus incentivos que los reparos de

            sus prevenciones. No me espanto yo que améis, y más en parte cuyas

            prendas traen consigo la propiedad del móvil primero, imán de las

            demás esferas, que a su pesar le siguen. Pero espántome que hallasen

            en vos las llamas de la deidad ciega tan sazonada la materia que, a

            la primera eslabonada de su vista, hiciesen en vuestra libertad el

            mismo efecto que si Troya la comunicara todo lo contagioso de su

            incendio. Nunca yo os consideré tan yesca, que ya que la actividad

            de su potencia os dispusiese, repentinamente os abrasase. Bien

            pueden correspondencias de sangre, influjos de estrellas y simpatía

            de inclinaciones, ser cosarios de los primeros movimientos; pues ya

            habemos experimentado en nosotros mismos que, ofreciéndosenos a los

            ojos una beldad suprema, suele con no previsto asalto dar un vuelco

            al alma y amotinarla sus potencias; pero pasado aquel primero

            acometimiento, usa de su jurisdición la libertad y, citando del todo

            no quede tan señora de sí como al principio, tampoco queda

            totalmente rendida a sus violencias. ¿Qué forma tan intensa no

            presupone, para introducirse, antecedentes disposiciones?, ¿o como

            vos, sin ellas, tan cobarde desacreditáis vuestra alma que, al

            primer rebato, de manera os desaposesionáis del ser humano que aún

            no os reserváis señales de viviente? Ríndanse a partido presidios de

            ociosidades sin prevención de bastimiento de prudencia, no, empero,

            castillos pertrechados de estudios y cordura. Siquiera el nombre que

            os dieron de Alejandro, había de vincularos la felicidad de su

            invencible resistencia. Vos Alejandro, y vos, antes que el enemigo

            desenvaine el acero, a sus pies afeminando créditos. ¿Qué es esto?

            Deseábaos yo aficionado a nuestras bellezas, para perpetuaros vecino

            nuestro en Iconio, pero no inconsiderado amante. Suficiente triunfo

            blasonara la de Tecla, que así se llama quien os tiraniza, si

            ocasionara al más envidiado joven de Antioquía a que segunda vez

            emplease la atención de sus descuidos en sus ojos. ¿En qué os

            diferenciaremos de las comunes liviandades de nuestras juventudes?,

            ¿o qué han medrado en vos los estudios filosóficos, que os laureaban

            por maestro suyo y en la escuela estoica os enseñaron a desmentir

            afectos y sujetar pasiones? Tecla es, al paso que la más hermosa de

            nuestra ciudad, la más ilustre, la más cuerda, la más rica, la más

            apacible y la más deseada de cuantos en ésta y en las circunvecinas

            poblaciones presumen partes y apetecen tálamos. Ha sido pretendida,

            pero ninguno si no es Tamíride puede alegar siquiera permisiones:

            éste sólo, admitido a la elección de Teoclea su madre y a la

            obediencia de Tecla, su hija, espera a breves plazos, para él

            siglos, sus desposorios. Cónstanos a todos los que deletreamos sus

            costumbres que, a permitírsele a Tecla la ejecución de su libertad,

            nunca Venus atravesara los umbrales de su himineo, ni las antorchas

            conyugales desaposesionaran de su pecho la jurisdicción que hasta

            agora tienen en él virtudes de la virgen cazadora; su tutelar mayor

            es Minerva, por numen casto y porque patrocina estudios; imítala en

            cuanto puede, ya con la aguja desafiando Aragnes presumidas, ya con

            la pluma y libros, previniendo alabanzas a sus desvelos, y añadiendo

            a los Safos en Lesbos, a las Aspasias en Milesia, y a las Demofiles

            en Atenas, nueva profesora con ventajas de sus letras. Porque a

            vivir en su tiempo Píndaro, príncipe de los líricos, no se

            desacreditara concediéndola la corona que cinco veces se ganó Corina

            en Tebas, por más que se presuma eterna en otros tantos libros que

            en epigramas la celebran. No hay ciencia a que se perdone: la

            música, la poesía, la aritmética, la medicina y todas las demás que

            se blasonan efectos de las nueve hermanas, son entretenida ocupación

            de sus potencias, sin que el ocio merezca siquiera un instante de

            asistencia en sus sentidos. Esta es la imposible pretensión de

            vuestros rendimientos, sólo destinada a los de Tamíride; más (como

            digo), por no rebelarse a los imperios de su madre, que porque sus

            méritos, aunque son muchos, alcancen en su inclinación otro lugar

            que los demás que, adorando su belleza, se querellan de su

            severidad. Juzgue vuestra discreción agora, si os culpo justamente

            de pródigo inconsiderado; pues, antes de examinar la condición de

            quien se os posesiona, la habéis entregado, sin otras hipotecas que

            su hermosura, lo más precioso de vuestra alma.

                 -Sentenciáis desapasionado, Cloriseno -replicó Alejandro-, como

            juez que, sin experiencia de sucesos, entra criminoso la primera vez

            a ganar fama, más que a guardar derechos a los indiciados. Mucho se

            diferencia la teórica de la práctica y en materia de pasiones

            amorosas, más se requiere ésta que aquélla. ¡Qué de médicos habemos

            visto, en las cátedras águilas y en los pulsos idiotas! No es

            maravilla que, como el arte de curar, en cuanto ciencia, tiene por

            objeto al hombre enfermo en común, estudia y enseña su profesor

            remedios generales que, aplicados en individuo, por no conocer las

            condiciones particulares, antes aceleran la muerte que la atajen. No

            es la pasión de amor para especulaciones de quien sin haber caído en

            la cama de sus congojas, ni temerse en los últimos términos de su

            peligro, se arroja a recetar remedios que no sabe. Más docto es en

            esta facultad un ignorante convaleciente que un sabio no acometido.

            Culpáisme porque apenas vi, cuando adoré, trayéndome ejemplos

            naturales con que persuadirme, disposiciones previas a

            introducciones peregrinas y, en esta parte, no puedo dejar de

            notaros de poco filósofo, si en la pasada os disculpo por no

            experimentado. No ignoráis vos (pues, a hacerlo, desmintiérades la

            opinión justa que os abona), que cuanto es una potencia más remisa,

            produce sus efectos con más pereza, proporcionando en la materia los

            grados obedienciales, como los imperiosos en la forma. Y si esto no

            es verdad, ¿qué es la causa que una carga de leña encendida tarde

            media hora en abrasar un roble y un rayo le resuelva en ceniza en un

            instante? Todas las veces que puede obrar el alma con menos

            necesidad de los instrumentos que la organizan, ejecuta más

            aceleradamente sus acciones que, como es espíritu, no echa menos los

            conductos con que lo corporal traslada sus especies de un lugar a

            otro; lo más o menos excelente de los objetos, hace más o menos

            diligentes las potencias. Venenos hay que matan en un año y otros en

            un punto. Tiene Tecla tanto de divina, es objeto de excelencia

            tanta, y el amor con que la adoro está tan exento de materiales

            apetitos que, ahorrando dilaciones materiales, yo soy todo alma para

            quererla, ella toda rayo para consumirme; no fuera superior a las

            humanas hermosuras la de Tecla si necesitara duraciones para

            rendirme. No veneno en supremo grado su sabrosa presencia, si no

            ejecutara instantáneamente en mis sentidos la actividad de su

            excelencia; ciega a la presencia de una lámina, encendida la vista

            más aguda, en fe de la ventaja que hace este metal a los otros, ¿y

            no hará lo mesmo Tecla en Alejandro, siendo, en comparación de las

            demás bellezas, oro de quilates infinitos? Preguntaréisme, ¿cómo,

            pues, quedaron vivos y con ojos los demás, que viendo a Tecla no la

            adoraron? Pues el veneno, la lámina abrasada, el rayo vengativo, no

            haciendo acepción de personas, igualmente contaminan cuanto

            encuentran; y si la cordura en los otros bastó para contrayerba a la

            ponzoñosa violencia de mi homicida, culpa viene a ser de mi poca

            resistencia el ser sólo empleo de sus rigores. Pero engañáisos,

            porque la proporción recíproca que por virtud oculta suele haber

            entre las potencias y los efectos naturales, causa, sin saberse el

            cómo, más breve correspondencia en unas cosas que en otras. Atrae el

            imán al hierro, y no a la plata, y éste se deja llevar de la amorosa

            luz del norte, más que de otra estrella. Sale el planeta cuarto, y

            desde su oriente hasta su ocaso, con ser el progenitor vital de las

            cosas todas, sólo le mira sin perderle de vista la flor gigante,

            porque en ella más que en las otras se logra la simpatía que con él

            tiene; de donde conjeturo que, pues primero yo que otro amante y con

            brevedad mayor me dejé arrebatar de su belleza, soy más

            proporcionado empleo de su compañía; de modo que las mesmas razones

            que alegáis para divertirme de adorarla, favorecen la inclinación

            discreta que me violenta a servirla. Vos confesáis que a ninguno

            hasta agora ha pagado, siquiera en agradables demostraciones,

            finezas de voluntad debidas y que si Tamíride blasona títulos de su

            futuro dueño, es más por la majestuosa jurisdicción de Teoclea que

            por la voluntaria inclinación de sus deseos. Luego, ¿libre vive

            Tecla de los subsidios con que amor empadrona a sus vasallos? No,

            pues, se agravie Tamíride de que Alejandro le compita, que el

            derecho que alega, más es intruso que legítimo. No están

            subordinadas las libertades a jurisdicciones ajenas, aunque sean de

            madre, porque los dioses las emanciparon desde el punto que el uso

            de la razón las sacó de la tutela en que su incapacidad las puso.

            ¿Privilegió Júpiter el libre albedrío de sus preceptos, y querrá

            Teoclea atribuirle mayor imperio que la deidad suprema? Es Tamíride

            generoso, ¿y no juzgará a bajeza por poseer alma por voluntad

            distinta, cuando le consta no estar admitido por la propia de quien

            ama? Adquiéranse los cargos, las dignidades, las posesiones, por

            patrocinios de privados y diligencias de favorecidos; no empero el

            amor, que sólo funda su derecho en la similitud de naturales y en la

            benevolencia y parentesco de las estrellas. Delinquió mi opuesto en

            tiranizar una alma, si obediente a quien la fabricó vivienda, no

            inclinada a quien le usurpa su dominio. Por cuenta mía corre

            desagraviar opresiones de quien adoro, pues mal consentirá, quién

            generoso ama, ofensas de su dueño. Sin amor, Tecla no ha de humillar

            su cerviz a las coyundas que el mismo amor labró para conservación

            de voluntades correlativas; pretenda amante, pero no tirano. ¿Qué sé

            yo si voluntad tan señora de sí misma, que hasta agora conservó su

            soberanía en la misma libertad que heredó del cielo, se reserva para

            premio de mis solicitudes? No he de ser de la condición de los demás

            celosos, tan pusilánime que me desmaye juzgando por más benemérito a

            mi competidor. Dios es amor, y casi dios quien ama. Si en casi dios

            me transforma el amor que a Tecla tengo, ¿por que no presumiré,

            cuando no merecerla, alcanzarla? La similitud de inclinaciones es el

            verdadero apoyo de la reciprocación de gusto. ¿No es Tecla

            aficionada a las musas? ¿No la deleitan los libros? ¿No reverencia

            con particulares afectos a Minerva? Pues si yo con los mismos

            ejercicios me recreo y la semejanza en las costumbres no se

            diferencia al amor sino en el nombre, ¿por qué me juzgaréis por

            loco, cuando me prometa lo que no mis concurrentes, por no

            simbolizar del modo que yo con sus estudios? Yo en efecto,

            Cloriseno, he de interponer desvelos, pretensiones, riqueza,

            peligros y cuanto me fuere posible, para probar mi suerte; pues

            cuando me suceda mentirosa, con sacrificarla la vida, dejaré a la

            compasión recuerdos de desdichado, pero no de poco firme.

                 Decir esto y levantarse sin esperar respuesta fue todo uno,

            quedando Cloriseno, entre los recelos de su peligro y las esperanzas

            de sus merecimientos, neutral en los juicios, pero determinado de

            arriesgar por Alejandro todo lo que un amigo generoso debe por quien

            es digno de este título, tan usado en los cumplimientos y tan raro

            en las ejecuciones.

                 Descuidada estaba la hermosa virgen (motivo a nuestra narración

            devota) del nuevo opositor contra sus cándidos propósitos.

            Entretenida (entonces que Alejandro maquinaba estratagemas para

            introducirse dueño, donde ni aun asomos livianos hallaron puerta) en

            buscar medios con que dilatarle a Tamíride, sin contradición de

            Teoclea, los plazos ofrecidos para la apetecida posesión de su

            esperanza; tanto más aborrecida de Tecla cuanto más rigurosa en él,

            apresuraba estímulos, puesto que eran tales que, a diferírselos una

            hora, le parecía imposible el engañar el alma para que no se

            desavecindase del cuerpo, peregrinando sin su compañía hasta hallar

            su prenda. Lloraba Tecla la cercana ruina de lo más precioso de su

            desvelo; amaba por natural inclinación a la pureza, de suerte que se

            lastimaba del raro uso de ella (pues en aquellos siglos se

            vituperaba cualquiera estorbo que dificultase la propagación humana

            y juzgando, por suma infelicidad, la de los que, estériles, gozaban

            de vacío permisiones del tálamo, aborrecían los profesores de la

            virtud monarca); consumíase de que, no hallando la virginidad

            domicilio, peregrinase destierros, desconocida hasta en el nombre;

            de buena gana se opusiera a la general esclavitud con que la

            libertad tributaba opresiones al consorcio, aunque por inventora de

            novedades, nunca hasta allí aplaudidas, arriesgase, con el crédito,

            su caudalosa herencia y se expusiese a los castigos con que su

            patria escarmentaba a los transgresores de su incontinencia. Sólo la

            veneración a Teoclea, los empeños que por su amor añadía al natural

            afecto, ventajoso en ella a los de otras madres, subordinaba

            inclinaciones castas a obediencias rigurosas. Buscaba entre las

            prosas y los versos, autores y poetas modernos y antiguos, alguno

            cuya autoridad, defendiendo la incorrupción, patrocinase sus

            propósitos, y desconsolábase en extremo, viendo cuán singulares eran

            los que escribieron en su abono, y éstos, cuán limitados la

            encarecieron. Sentíase de que, siendo Grecia tan fecunda en sabios y

            éstos tan ponderadores de todo lo excelente, no hallase entre sus

            apotegmas alguna que celebrase la virginal perfección y, trasladando

            los breves apuntamientos de los versificadores, en que siendo tan

            locuaces pintando las fábulas de más corruptela, sólo en la

            ponderación de lo más precioso se mostraban avarientos. Quisiera que

            Ovidio no cansara tan presto la pluma, cuando comenzó, para acabar

            luego, lo que tan a su propósito dijo:

           

           

                Salve virgínea flor de la vergüenza,

                        intacta rosa, que a nacer comienza.

           

           

           

                 Agradábala en extremo el mismo cuando escribió:

           

           

                  Mal se puede reparar

                        la pudicicia violada,

                        porque, una vez profanada,

                        no hay volverla a restaurar

           

           

           

                 Aborrecía la belleza, que tanto en ella celebraban, por el

            pleito ordinario que trae siempre con la pretensión amante,

            considerando cuán digna del ingenio del natural poeta, fue la

            sentencia:

           

           

                  Pleitea toda la vida

                        la pretensión amorosa

                        en la belleza aplaudida,

                        pues cuanto una es más hermosa,

                        tanto es más apetecida.

           

           

           

                 No sabía olvidarse de lo que escribió Catulo cuando dijo:

           

           

                  De la suerte que la flor

                        que el jardín ha cultivado,

                        libre del rústico arado,

                        del pie del bruto y pastor,

                        lisonjeada al favor

                        del rocío, el sol y el viento,

                        es de los ojos aliento,

                        deseando merecella

                        el joven, y la doncella,

                        porque intacta da contento.

                           Mas, si la desacredita

                        quien a tocarla se atreve,

                        por ser su hermosura breve,

                        el ser primero la quita;

                        ansí mientras, no marchita,

                        la pudicicia florece,

                        deleite a la vista ofrece;

                        mas si el vicio la ofendió,

                        quien intacta la estimó,

                        profanada la aborrece.

           

           

           

                 Estos discursos despertaban escarmientos que, ayudados de su

            limpia inclinación, repugnaban a la obediente resignación de sí

            misma, en su severa madre, peleando con iguales armas en Tecla el

            aborrecimiento a la incontinencia y el amor de quien reconocía por

            señora. ¡Oh, qué envidiosa deseaba perpetuarse con Erisa, de quien

            escribe Apolodoro que envejeció doncella y ocasionó el proverbio con

            que notaban a las incasables, llamando a la que entraba en días

            virginidad caduca! Sumamente dichosa llamaba a la hermana de

            Protoclo, porque, como Plutarco afirma, muriendo virgen la

            levantaron aras los de Beocia, y los locrenses, venerándola por

            tutelar de sus bodas antes de consumarlas, la consagraban pacíficas

            ofrendas. Envidiosa quisiera haber nacido en el tiempo que, siendo

            discípula de Dama, hija de Pitágoras (la primera que en la

            gentilidad hizo voto de perpetua pureza) pudiese, imitando tan

            heroica resolución, consagrarse a la integridad hermosa. Cinco hijas

            inmortalizaron su nombre, ilustrando a Diodoro Socracio, padre suyo,

            no tanto por la ventajosa fama de su dialéctica (aunque en ésta les

            concedieron el laurel los sabios de aquel siglo), cuanto por la no

            intimada conservación hasta la muerte de su entereza; y Tecla se

            lamentaba por no añadir a las cinco, con su nombre, la unidad que

            las hiciese pares. Ninguna de las gentílicas deidades, en su

            opinión, más digna de templos y religión, que la que Roma veneraba

            con título de Bonadea, hija de Fanno, y tan observante de esta

            virtud, que jamás se atrevieron sus pies a la calle, a los umbrales

            de sus puertas, a los recebimientos de sus salas; jamás su nombre a

            los oídos de sus vecinos, ni hubo varón que, fuera de los más

            íntimos de su familia, pudiese dar señas de su rostro, ni después de

            canonizada por deidad, permitió cultos que no fuesen de su sexo. En

            efeto, juzgando a todas éstas por bienaventuradas, se querellaba de

            sí misma por sumamente infelice pues, igualándolas en los deseos, no

            la permitían sus ejecuciones. Estas y otras semejantes

            consideraciones la apretaron una vez, de suerte que, necesitada de

            desahogos, se permitió a los alivios de un jardín ameno que en su

            casa entretenía retiros y medraba desvelos aliñosos de Amaltea.

            Quiso Tecla comunicar con lo virgíneo de sus rosas los discursos de

            sus penas y, más enamorada de ellas que de Taimíride, fabricando un

            ramillete, divertir cuidados, si bien el ahogo de los suyos pedían

            remedios de mayor eficacia. Tejiendo, pues, fragancias y matices,

            con el apoyo de un ramo de retama en que incorporaba con una hebra

            de seda a lo más vario y vistoso de aquellas cuadras, halló

            emboscado entre una mata de clavellinas un billete que, usurpando

            ardides al áspid caviloso, aguardaba entre las flores lances con que

            comunicarle a Tecla la ponzoña enamorada que le confió su dueño.

                 Era el caso que, ejecutando Alejandro diligencias para

            conseguir sus arrojos, cohechó, por medio del metal apetecido, la

            fidelidad doméstica de una criada confidente que, con hipócritas

            disimulaciones y mentirosas virtudes, se conservaba en la privanza

            de su casta señora, vendiendo la conformidad de costumbres y

            granjeándose con ellas más frecuencia que quisieran las que en su

            servicio la envidiaban. ¿A qué no se atreverá la hechicera tiranía

            del oro?, ¿qué presidio no asalta?, ¿qué resistencia nopostra?, ¿qué

            imposible no facilita?, o ¿qué fidelidad no corrompe? Dígalo entre

            los muchos que su

            eficacia ponderaron, uno que a mi parecer pintó mejor sus

            propiedades, permitiéndome esta digresión la elocuencia de sus

            versos:

           

           

                  El oro a todo se atreve,

                        no hay posesión que no goce,

                        cuanto vive reconoce

                        su poder, todo lo mueve;

                        su sed bebe

                        imperios y majestades,

                        ríndansele las deidades,

                        y como el tálamo sea

                        dorado, a Iove recrea.

                        No se estima

                        el templo que no sublima

                        el oro y no le ennoblece;

                        altar que no resplandece

                        con su esmalte peregrino

                        no es de veneración dino,

                        ni se le debe decoro

                        porque sólo triunfa el oro,

                        en lo humano y lo divino.

                           El oro la fe acredita

                        de quien recela enemigos;

                        él vale por mil testigos;

                        sospechas al vicio quita;

                        solicita

                        honras, dignidades, fama;

                        a quien protector le llama,

                        es darle, para el amor,

                        bélico conspirador;

                        él alista

                        héroes para la conquista

                        de la fuerza más sublime;

                        él Capitolios redime

                        romanos; él, en la tierra

                        dios universal, destierra,

                        abate, postra, lastima,

                        honra, ennoblece, sublima,

                        árbitro en la paz y guerra.

                           Las luces del cielo bellas,

                        rendidas al oro imploran,

                        que en fe que todas se doran,

                        le obedecen las estrellas;

                        como entre ellas

                        predomina este metal,

                        es señor universal

                        de cuanto comprehende el orbe,

                        cuanto el mar inmenso sorbe,

                        cuanto abarca

                        el suelo, porque es monarca

                        que perficiona imperfectos;

                        sólo el oro hace discretos,

                        siendo oráculos de Grecia

                        los que Apolo menosprecia,

                        pues aunque Atenas se agravia,

                        ¿cuándo hubo pobreza sabia?,

                        ¿ni cuándo abundancia necia?

                           ¿De qué sirve el importuno

                        culto de deidades tantas,

                        si el oro entre las más santas,

                        es dios mayor que ninguno?

                        Palas, Juno,

                        por más poder que blasonen,

                        huyan si al oro se oponen;

                        de él se aleje

                        Marte, su trono le deje

                        Diana, por más que, bellos,

                        nítidos peine cabellos.

                        ¡Oh siempre dinero sacro!

                        adore tu simulacro

                        cuanto en el orbe contemplo,

                        sin oponérsete ejemplo;

                        y en cuanto poseen los hombres,

                        sólo tú divo te nombres.

                           Sólo a ti te erijan templo;

                        sola en tus aras presuma

                        dedicarte la obediencia

                        víctimas, que en tu presencia

                        el fuego sacro consuma;

                        entre espuma

                        la sangre hirviendo del bruto

                        te libe y pague tributo,

                        pues quien del oro se ampara,

                        luces de la esfera clara

                        compra y los dioses, en venta,

                        desde su celeste coro

                        se dejan feriar del oro,

                        que aunque se intitulen divos,

                        son tales los incentivos

                        del mayor de los metales,

                        que no solos los mortales,

                        los dioses son sus cautivos.

           

           

           

                 Exageración fue ésta de un idólatra, pero del cielo abajo ¿en

            qué mintió, si nos consta que antes anduvo corto que licencioso?

            Éste, pues, fue el que facilitó dificultades en la lealtad frágil de

            la criada combatida, que se ofreció poner en las manos de su

            inocente dueño un papel y se valió del medio de las clavellinas para

            desempeñar su promesa; porque, sin atreverse por sí misma a la

            experimentada aversión que conocía en Tecla a todo lo que aun en

            sombras simbolizaba con lo torpe, viéndola bajar al jardín, quiso

            fiar en él a la fortuna lo que no a su atrevimiento. Arrojóle, en

            efeto, en la florida mata y, ausentándose sin ser vista, ocupó aquel

            sitio la congojada virgen, abeja agora entre las flores, que imitaba

            sus tareas, para la honesta fábrica de los panales dulces que sus

            limpios propósitos labraban en sus pensamientos, Hallóse, en fin,

            sin saber cómo con él en las manos y, atribuyendo a descuido

            inculpable lo que el engaño cuidadoso consultó con el artificio,

            sólo extrañaba que en tal parte pudiese entrar persona que

            ocasionase el descuido a tales pérdidas; porque a ninguno, fuera de

            Tecla y sus doncellas, era lícito frecuentarle. Recelando, pues, que

            alguna menos advertida profanase aquel sitio con permisiones en su

            estimación sacrílegas, para verificar sospechas, que en común las

            acusaban a todas, determinó informarse, leyéndole, de la

            inconsiderada delincuente, y vio que decía:

           

           

            CARTA

                              No hay con vos inmunidad

                        que privilegie extranjeros;

                        huésped, mi amor llegó a veros,

                        que ésta en mí no es ceguedad

                        contra la seguridad

                        de un templo reverenciado;

                        el alma me habéis robado,

                        que reducir solicito,

                        mirad que es doble delito,

                        a huéspedes y en sagrado.

                           La primer belleza avara

                        de ojos, sois, que ha visto el suelo:

                        dos noches, una en el cielo,

                        y otra, lloré, en vuestra cara;

                        faltándome la luz clara

                        de tres soles ¿qué ha de hacer,

                        sino tres veces caer,

                        quien, a tiento y sin temor,

                        si una vez es ciego amor,

                        tres amores viene a ser?

                           Quitarle el imperio trata

                        al basilisco cruel,

                        quien, más venenoso que él,

                        durmiendo a cierra ojos mata;

                        júzgueos Venus por ingrata,

                        y Adonis por atrevida,

                        pues cuando a llanto convida,

                        su historia, dormís dolores,

                        que poco gusta de amores,

                        quien los escucha dormida.

                           Los hurtos que amor logró,

                        con los vuestros son pequeños,

                        pues robar almas en sueños,

                        ¿quién sino vos lo alcanzó?

                        En efeto, me usurpó

                        el alma que os obedece,

                        vuestra beldad; bien merece

                        que la agasajéis, señora,

                        pues nadie robó hasta agora

                        las prendas que no apetece.

                           Si la mía os satisface,

                        medrar por su causa espero,

                        por huésped, por forastero,

                        y porque lo nuevo aplace;

                        dos voluntades enlace

                        una coyunda amorosa,

                        hará el tálamo dichosa

                        su indivisa duración,

                        si Alejandro y Tecla son,

                        él su esclavo, ella su esposa.

           

           

           

                 No con mayor susto suelta el rapaz incauto la albahaca que

            cogió del ajeno vergel cuando vio el escorpión, afecto suyo,

            llegando a olerla, escondido entre sus matas, o el ramillete

            burlador que, disfrazando la ortiga entre sus flores, le creyó la

            doncella simple toronjil pacífico y, maltratándose en sus espinas,

            malogró fragancias, como nuestra sencilla virgen arrojó de las suyas

            el billete adulador, en leyéndose pareada al nombre de Alejandro. Ya

            tenía noticia de las prendas que los de su ciudad en él exageraban,

            pues, fuera de ser tales como he pintado, siempre lo advenedizo se

            trae consigo la benevolencia y alabanza de los naturales (vicio

            común en todas patrias, por no consentir la envidia de sus

            contemporáneos loores que adquieren los de su nación, encarecer

            habilidades extranjeras, no iguales las más veces a las que, puertas

            adentro, la falta que tienen es ser de sus contubernales. ¡Qué

            celebrados son en nuestra Castilla los Tasos de Italia, los Ariostos

            y Petrarcas, habiendo en ella espíritus tanto más fecundos y

            ventajosos, cuanto lo pregonan sus estudios! Lástima es que,

            menospreciados de sus naturales, peregrinen estimaciones extranjeras

            y, por no rendirles reconocimientos los propios, se destierren a los

            ajenos, donde las más veces hallan mejor hospicio).

                 En efeto, Tecla (que, al paso que entendió el valor del

            pretendiente, se receló más peligrosa pretendida), dudando el modo

            con que el emboscado billete pudo asaltarla, en parte que sóla la

            confianza de sus doncellas limitadas veces la frecuentaban, cayó en

            la cuenta, y conjeturó de algunas salidas que Clorisipa, su

            favorecida, había hecho de casa, a título de visitar una hermana

            enferma, la poca resistencia que el interés hace cuando sirve al

            poderoso encanto de las dádivas. Sacó por consecuencias el temor que

            tuvo a la honestidad, pues no se atrevió en ella el cohecho a

            asaltarla cara a cara, y que se valió de ardides aleves, para

            disimular traiciones, aprovechándose de la sostitución insensible de

            las flores; pero, por no acreditar del todo indicios, graduándolos

            de verdades convencidas, quiso, cuerda, fiar a la disimulación

            industrias de sus diligencias; volvió a las manos el billete,

            temiendo su recato, si le desamparaba en tan sospechoso sitio, no

            llegase a las de quien, leyéndole, intimase a la publicidad lo que,

            contra la vigilancia de su pureza, suele comentar la malicia.

                 Recogióse a su más frecuentado retiro, y queriendo en él, por

            medio de las llamas, consumir del todo atrevimientos de la pluma

            (que tal vez, hechos pedazos, multiplican pregoneros al descrédito),

            mudó resoluciones, juzgando discreta que, si la faltaba aquel

            testigo para convencer a la indiciada, imposibilitaba evidencias o

            que, si habiéndole dejado en el jardín de industria, y volviendo

            Corisipa a certificarse del efecto que en él su engaño había logrado

            no le hallaba, experimentando en el silencio de Tecla tácitas

            permisiones, la daba licencia para más desenvueltas osadías; en

            resolución, abrió la gaveta a un escritorio en que depositarle, y al

            tiempo que la tuvo fuera, vio en ella una caja de marfil, guarnecida

            de oros, que ocultaba un ejército de diamantes, sembrados por

            diversidad de joyas, cuyo valor y número pudiera domesticar

            cualquiera resistencia, menos que la de nuestra virgen. Habíalas

            encerrado allí la mesma Clorisipa, que como a la más familiar y

            confidente se le permitían las llaves de sus joyas, como las de lo

            íntimo de sus pensamientos; pudo, en efeto, esta seguridad y la

            codicia en ella, corromper obligaciones y, atreviéndose a lo dudoso,

            medir por las suyas las costumbres de su dueño, dándola por vencida

            al primero combate de tesoro tanto.

                 Tengo para mí que, cuando Júpiter franqueó, a pesar de sus

            encierros, los imposibles con que el rey argivo presumió desmentir

            oráculos, depósito Dánae de la torre de metal, su alcaide la

            vigilancia, sus guardas los lebreles, si se valió de la costosa

            transformación de aquel diluvio de oro, fue por negársele a la

            pretendida asistencias de criadas, porque, a acompañarse de éstas,

            ¿para qué necesitaba Júpiter de penetrar junturas en las tejas?,

            ¿ni, en sus faldas cerniendo granos del metal solícito, amasar

            después la dorada sugestión que, triunfando de diligencias, dio al

            mundo los fabulosos triunfos de Perseo? ¿Qué no corrompe la

            continuación de un familiaridad doblada y más lisonjeando la poca

            experiencia de una hermosura sencilla? O ¿con qué no sale la

            avaricia doméstica, una vez sobornada de la pretensión lasciva?

                 No quedó a lo menos por Alejandro, no por Clorisipa, pero sí

            por Tecla, que ya del todo certificada, se resolvió en atajar

            peligros, castigando con severidad la agresora; pero con industria

            sabia, para que, sin ruido que pusiese en plática su consentimiento,

            quedase su opinión en el lugar primero. Disimulóse ignorante con la

            tercera torpe, retiró indignaciones de la cara al corazón, y,

            aguardándola dormida, la siguiente noche entró en su cámara y echóla

            en la manga de la ropa que entonces se vestía, las joyas todas que

            interpuso el atrevimiento por abogados de la torpeza, puesto

            silencio primero al papel lascivo por medio de las llamas;

            determinóse, de esta suerte, excusar reprehensiones que pudiese oír

            algún registro y hacer con su madre por la mañana que, a título de

            desposarla con un mercader extranjero que la pretendía, sacase de

            casa la contagión incurable de una criada corrompida; la distancia

            de regiones, donde había de llevarla el mercader que la solicitaba,

            hacía imposible cualquier noticia de aquel insulto; porque juzgaba

            la prevenida virgen peligrar la integridad de su pureza sólo por

            haber asistido a su lado ministro que se ofreciese a allanar recatos

            y franquear consentimientos. Con esto juzgaba que, honestando

            venganzas con el premio, tan apetecido en toda juventud casadera,

            limpiaba su casa de aquella peligrosa peste. Pero dispúsolo mejor el

            cielo, agradecido a la cándida resolución de nuestra honesta virgen,

            porque apenas ejecutó lo dicho y se retiró a su reposo, cuando,

            entrando Teoclea, su madre, en busca de la descuidada Clorisipa,

            para averiguar acusaciones en que sus compañeras la culpaban

            (envidiosas de que se les levantase con la privatiza de su señora)

            porque la certificaron que, impaciente con las dilaciones de las

            bodas que con el mercader le habían prometido, determinaba, robando

            lo más precioso de sus joyas, embarcarse con el amante mercader una

            de aquellas noches, quiso, pues, la matrona cuerda averiguar

            sospechas primero que sentenciar insultos y así, registrándola sus

            vestidos y arcas, colegir de la disposición de sus muebles la de sus

            pensamientos; hallólas todas libres de la maliciosa presunción de

            sus contrarias, y llegando acaso a las mangas de la ropa, encontró

            en la una las prendas que Tecla acababa de depositarla; reparó,

            aunque asustada, en el valor precioso de su riqueza, puesto que las

            desconoció, como no suyas; alborotó la casa, despertó la familia,

            contó a todos, convocándolos, las determinaciones de la criada aleve

            y el cuantioso hurto que halló en sus vestidos; asombráronse

            igualmente unos y otros, pero, disimulando las acusadoras,

            acreditaban con lo presente las sospechas de su envidia y dieron

            ocasión para que se tuviesen por verdaderas. Examinóla Teoclea,

            preguntándola cúyas eran joyas tan generosas, cómo las había

            adquirido, quiénes eran los cómplices, pues parecía increíble que,

            en dos salidas solas de su casa, hallase, sin coadjutores, tan

            apercebido robo; creyó, al principio, la mísera Clorisipa que soñaba

            lo que veía, pero desengañándose y viéndose vendida de la misma

            venta que creyó lograr en su inocente dueño, infamada de infiel en

            la hacienda (como si no fuera mayor delito serlo en la honra), y

            conociendo la terrible condición de la ofendida anciana, y que, si

            manifestaba verdades y descubría solicitudes de Alejandro, era

            infalible el trasladarse desde su confesión a la sepultura, porque

            Teoclea, poderosa en Iconio y de su natural sobremanera vengativa,

            menos ocasionada había hecho temerse de sus domésticos con

            escarmientos rigurosos, tuvo por más seguro otorgar callando delitos

            falsos que, manifestando los verdaderos, perder la vida. Respondió,

            en fin, turbada, que ni conocía aquellas preseas, ni sabía quién,

            sino enemigas envidiosas de la medra con que su señora la aventajaba

            a las demás, durmiendo, a costa de ajenos atrevimientos, la hubiesen

            hecho encubridora de aquel hurto. Pero como esto parecía imposible,

            pues ni sus compañeras se habían ausentado de su casa, ni cuando lo

            hubieran hecho, era verisímil que, por vengarse de Clorisipa, se

            deshiciesen de tal tesoro, antes sirvieron sus excusas de

            confirmaciones a las sospechas primeras que de satisfación a sus

            indicios.

                 Salió Tecla a las voces, disimulada, contóle su madre el suceso

            y, disculpando aparentemente a su favorecida, casi la persuadió a no

            ser ella la que en venganza de su deslealtad ocasionó su perdición.

            En efeto, Teoclea la entregó al juez supremo de aquella ciudad, que

            mandándola poner en la cárcel común y depositando las joyas en

            confidentes seguros, determinó que en la tortura confesase lo que en

            su vida hizo. Bastó el tormento sólo imaginado y la infamia que

            temía de la verdadera declaración del caso, pues era forzoso

            manifestarle a las primeras vueltas del cordel, a que, excusando

            diligencias al verdugo y sentencias al procónsul, un accidente

            repentino la sacase con el alma la codicia, sepultando con el cuerpo

            los recelos que nuestra hermosa virgen tenía de que los tormentos

            divulgasen osadías de Alejandro, agencias de Clorisipa y maliciosos

            consentimientos en Tecla.

                 Llegó juntamente a la noticia del ansioso amante la prisión y

            muerte de su solicitadora, y aunque la pérdida sin fruto de sus

            prendas pudiese obligarle a declararse dueño suyo, pues le sobraban

            testigos y calidad para acreditar que lo era, juzgó por menos daño

            perderlas que desdorar con sospechas el crédito de su dama y dar

            ocasión de celos y enemistades a Tamíride. Consultaba, pues, a solas

            Alejandro sus desesperadas esperanzas y parecíale imposible que sus

            prevenciones amorosas no hubiesen surtido efeto; no se persuadía que

            suceso tan divulgado, siendo conversación general de cualquiera

            casa, corrillo y templo, se le escondiese sólo a su prenda, pues

            asistiéndola tan frecuente Clorisipa, parecía forzoso haberla ya

            manifestado sus pasiones. En los mismos desmayos de sus

            desconfianzas, hallaba su imaginación alientos.

                 -Tecla -decía-, sabia, Tecla conversable, en fin, tan inclinada

            a la familiaridad de Clorisipa y Tecla ignorante de que la adoro,

            cuando el interés me aseguró solicitudes de tan eficaz ministro, no

            lo creo; Clorisipa la leyó mi papel y la presentó mis dádivas; amor

            en las bellezas primerizas entra por las puertas del rigor y el

            menosprecio; opónense la honestidad y la vergüenza al interés y

            súplicas del pretendiente, ¿quién lo duda? ¿Hay belleza, por vulgar

            y ordinaria que sea, que no fulmine al primero acometimiento

            amenazas y retiros? De éstos se valdría mi dama para enfrenar

            persuasiones de mi agente. No se atrevió por entonces a entregarle

            mis preseas; guardábalas para mejor coyuntura, que pocas pierde el

            amor, una vez notificado; cogiéronla con ellas vigilancias de su

            madre; tuvo Clorisipa, leal conmigo, por mejor perder la vida

            infamada de ladrona que hacer común el secreto de mis penas, con

            menoscabo de la opinión de quien servía. Deberéle memorias y

            reconocimientos eternos, que en su muerte me lastimen. Pero ¿porque

            Clorisipa falte, será bien que yo desespere principios, que las más

            veces valen la mitad de las pretensiones? Eso no, que la

            pusilanimidad en el amor es doblada cobardía. Si Tecla sabe que la

            adoro y entró en su pecho una vez la noticia de Alejandro, ¿cuándo

            dejó este dios fuego de amotinar quietudes y cohechar imaginaciones?

            ¿Llegó alguna el rayo donde no dejase señales de inclemencias?

            ¿Resistiráse más Tecla que los mármoles, arruinados al solo toque de

            sus centellas? No es posible. Aun si amara a Tamíride pudiera la

            resistencia de un agente impedir los acontecimientos del otro; pero

            cónstame a mí que le aborrece, y si en la filosofía la corrupción de

            una forma es generación de la que se le sigue y en el desdén de

            Tecla está tan descuidado el amor de Tamíride, su mesma desdicha

            será forzosamente disposición de mi ventura. La fama me acredita de

            estudioso. Aficionada en extremo es mi Tecla a los estudios.

            Forastero soy y, en esta parte, apetecible; mi riqueza franquea

            dificultades; la opinión que medro de cortés y sosegado aficionan

            correspondencias en la cortesía y sosiego de mi amada; la semejanza

            produce amor, ¿quién más semejante en acciones que yo a quien adoro?

            En efeto, si siente, como Cloriseno certifica, tanto Tecla el

            desposarse con Tamíride, ¿qué no admitirá por despedirle? Si la

            experiencia cada instante nos enseña que por huir una hermosura

            violentada de quien no apetece se rinde a quien primero no admitía,

            recóbrese, pues, mi desmayado espíritu y, cuando se me malogren

            diligencias, no quede yo con la lástima y escarmiento de no haberlas

            ejecutado, pues la frecuencia de servicios y perseverancia en el

            sufrimiento es la más eficaz protección en un pecho generoso.

                 De esta suerte engañaba Alejandro sus temores y, anulando

            recelos con esperanzas, tejía una tela congojosa de mezclas

            diferentes que le obligó a poner la fuerza de sus industrias al

            riesgo de sus desengaños, sin perdonar demostraciones, músicas de

            noche, galas de día y todo lo oficioso con que un amante intenta

            sacar lucido sus desvelos. Publicáronse tanto los de Alejandro,

            cuanto salió más célebre la prudente resistencia de Tecla pues,

            cercenando aun lo hasta allí lícito, en su casa, negó su presencia a

            las flores de su huerto, temerosa de segundas asechanzas. En

            resolución, ocasionó quien las disponía a que, celoso Tamíride y

            prevenida Teoclea, cercenasen dilaciones y acortasen términos,

            señalando, por último, para sus desposorios, el principio del agosto

            que inmediato se seguía, convidando para ello los más ilustres de su

            patria.

                 Vio Alejandro en un instante desbaratadas las máquinas todas de

            sus estratagemas y que lo que juzgaba por medio eficaz para sus

            fines le salía medio para su desesperación (que al desdichado los

            antídotos se le convierten en venenos), y así, huyendo pésames, que

            en los semblantes tristes le daban sus amigos, sólo el templo,

            desembarazado de concursos, que le enamoró de Tecla, para llorar sus

            menosprecios era su más frecuentado sitio. Lastimábase allí entre

            las flores que guarnecían su circunferencia (pudo ser, porque el

            considerarlas estériles de fruto, simbolizasen con sus

            imposibilitados deseos, mentirosas en esto sus imaginaciones).

            Ocasionado, pues, un día, de ellas, descabezó una rosa que,

            presumida en la ostentación de su frágil hermosura, le dio materia

            para querellarse en su similitud de su perdida prenda y decirle los

            versos del soneto, con que di principio a nuestra narración.

                 No podía ignorar Tamíride lo que a todos era público, pero,

            como discreto hasta entonces, contentábase con la casi posesión de

            la prenda competida, gallardeando vitorias, más con bizarras

            demostraciones que con arrogancias vengativas, sin darse por

            entendido en las palabras, puesto que sí en las acciones (que no hay

            tan airosa venganza, entre discretos, como la que callando triunfa y

            cortés castiga). Pero como al paso que se aceleraba el término

            deseado de su posesión, crecía el sentimiento de quien le aborrecía

            (de nuestra virgen, digo), y experimentaba en su semblante nuevos

            desagrados que, añadidos a los primeros, daban que recelar a la

            escrupulosa delicadeza de quien de veras ama, atribuyólos Tamíride a

            cuidadosas novedades que en favor de Alejandro le banderizaban

            posesiones. Y es la sospecha tan persuasiva, de quien una vez la

            admite que, cuando fueran menores los indicios, bastaran en otro no

            tan templado a despeñarle el sufrimiento. No hay que maravillarse de

            Tamíride, competido de Alejandro con las partes referidas, si,

            experimentando mudanzas en las hermosuras, no le daban lugar sus

            temores a privilegiar de ellas la de Tecla, puesto que le constaba

            la superioridad de su recato sobre todas las de su patria. Pero

            ¿cuándo los celos abonaron virtudes y no encarecieron defectos?

            En fin, guió Tamíride donde menos acertaba sus ofensas y, aunque

            ciego de ellas, fue en busca de su opuesto. Pudo en el camino más la

            cordura que los antojos de su injuria imaginada. Consideró que era

            fácil engañarse, no en las solicitudes de su competidor, que éstas

            todos las manifestaban, pero en la retirada honestidad de su cercana

            esposa, pues igualmente la celebraban de recogida los que murmuraban

            los desvelos de su forastero solicitante. Y así, templándose más de

            lo que otro de sus años y partes hiciera, guió al templo de Adonis,

            donde le afirmaron asistía lo más del tiempo quien le desazonaba el

            de su esperanza. Hallóle, pues, recostado sobre los antepechos de

            unos corredores de mármol que guarnecían su fachada, tan entregado a

            sus pensamientos que, a ser menos generoso su contrario o no recelar

            con venganzas intempestivas imposibilitar sus desposorios, le fuera

            fácil fenecer con una vida la mala que le daban sus sospechas.

            Hablóle desde lejos, nombrándole dos veces para prevenirle y

            entrambas fueron necesarias, según estaba enajenado de sí mismo.

            Volvió en sí, y reparando en que se le acercaba su enemigo,

            pacíficas las manos aunque alborotado el rostro, le salió a recebir

            con iguales armas (que en los nobles nunca las espadas averiguan

            pleitos mientras las razones y cortesías sustentan su derecho en el

            tribunal de la prudencia); recibiéronse, disimulando enemistades,

            con apariencias apacibles y, después de los ordinarios

            cumplimientos, dijo Tamíride, asentándose a su lado:

                 -No sé, generoso antioqueno, cuál de los dos en esta ocasión

            quede más obligado a las deidades: o vos, porque en tal sitio

            imposibilitáis arrojos al sentimiento, seguro con la inmunidad que

            en los templos veneran los agravios, o yo, porque, hallándoos a las

            puertas de éste, puedo con verdad atribuir a la reverencia que le

            debo la templanza con que os hablo, pues a faltar los dos de él, se

            me pudiera reputar a cobardía. No ignoro, a lo menos, que por noble,

            por huésped y por mejorado de la naturaleza y la fortuna, se os

            deben reconocimientos y agasajos, pues la hospitalidad es la virtud

            más ejercitada y generosa que nuestros antepasados nos dejaron por

            herencia y que ésta debe crecer al paso que en el extranjero los

            méritos y las prendas que por sí mesmas obligan. Sé que en Júpiter,

            monarca de los dioses, con tener tantos atributos de que preciarse,

            ninguno más favorecido suyo que el que le intitula hospedero, por

            resplandecer con rayos divinos esta piadosa virtud sobre cuantas

            perficionan un sujeto. Sé, también, que infinitas sentencias, ya de

            filósofos, ya de poetas, nos persuaden la liberalidad con que

            debemos acudir a los extraños, pues he leído en Homero, que

            

           

                  No es generosa, ni clara

                        la nobleza y la piedad,

                        de quien en la calidad

                        de sus huéspedes repara;

                        ricos y pobres ampara

                        Júpiter omnipotente,

                        agradándose clemente,

                        (puesto que es corto servicio),

                        del liberal que da hospicio

                        a unos y otros igualmente.

           

           

           

                 Ya me consta que han de ser tan unos en la benevolencia el que

            hospeda y el hospedado, que aún no quiso dividirlos en los nombres

            nuestro idioma: pues huésped se llama el que recibe en su casa o

            tierra al forastero y huésped también el recebido. Más privilegios

            tienen los huéspedes que los embajadores y vituperios ocasiona, como

            bárbaro, quien con ellos se muestra grosero. Todo esto me enseñaron

            la costumbre liberal de mi república, el estudio sabroso de mis

            libros y el buen natural de mis inclinaciones, tan afecto a serviros

            cuanto ocasionado a culparos. Pues os aseguro que sólo él ha sido

            poderoso hasta este punto a refrenar la inconsiderada furia de mis

            celos. Pero como yo estoy en todo esto advertido, debéis estarlo vos

            en que, del mismo modo que todo ausente de su patria tiene derecho a

            la afable cortesía de la ajena, por el mismo caso que la experimenta

            generosa debe corresponderla comedido. Pues siempre que se

            proporcionan huéspedes regalados con los hospederos regaladores,

            éstos liberales y aquéllos agradecidos, les cuadrara bien la

            identidad de un nombre mismo, llamándose el uno y el otro huéspedes,

            corno primero dije. Áspid hubo que mató a sus hijos por ingratos a

            los del dueño, que los permitía alojamiento. ¿Qué merecerá, pues, el

            advenedizo que, en nuestra república venerado, paga beneficios con

            desagradecimientos y pretende, salteador disfrazado en huésped,

            robar la joya más preciosa que ennoblece la misma ciudad que le

            recibe? Yo juzgo que no hay castigo que con igualdad satisfaga al

            injuriado bienhechor y escarmiente al ingrato forastero. Porque si

            los sabios privilegian al huésped, haciéndole partícipe de los

            frutos ajenos, también reprehenden al extraño si, donde le tratan

            con estimación, se ensoberbece dueño, portándose insufrible. Leed a

            Menandro, que dice:

           

           

                  No conviene a ninguno

                        proceder con engaño,

                        pero menos que a todos, al extraño.

           

           

           

                 Yen otra parte,

                  Cuando hospedaje te den,

                        préciate de virtuoso,

                        sé modesto, no curioso,

                        y querránte todos bien.

           

           

           

                 ¡Qué de autoridades os alegara, si vuestra discreción hubiera

            menester ajenos avisos, cuando os conocemos espejo para cuantos os

            comunican! Ojalá lo fuérades para vos mesmo. Todo lo que os he

            propuesto, Alejandro amigo, es para advertiros que ni sois amigo, ni

            Alejandro. Amigo no, pues cuando honráis esta ciudad con este título

            y, siendo peregrino en ella, os reconoce como a íntimo desvelo de

            sus voluntades, la parte que, como vecino suyo de los primeros me

            toca, se querella, profanado por vos, no menos que con solicitarme

            desesperaciones y intentar desposeerme de la prenda que, por derecho

            humano y casi divino, es mía. Alejandro tampoco, pues éste que

            debiera obligaros con el apellido a que le imitárades, fue tan

            modesto que, vitorioso en toda el Asia y, pudiendo por el derecho de

            la guerra triunfar de las bellezas mayores que celebró el Oriente

            (las hijas, digo, de Darío, su ya postrado competidor), quedó más

            vitorioso no permitiéndolas objeto de su apetito que con la posesión

            gloriosa del mayor imperio. ¿Vos, huésped obligado, yo, vuestro

            amigo, en mi patria, y yo ofendido de quien debiera ser, aun contra

            los de igual derecho, apadrinado? Juez os constituyo, donde sois

            parte, que es tanta mi justicia que permite la sentencia al mismo

            reo, seguro de que si admitís por asesor vuestro claro

            entendimiento, recusando la voluntad apasionada, yo quedaré

            satisfecho y vos restauraréis a su alabanza primera la opinión que,

            inadvertido, vais desacreditando.

                 Calló con esto Tamíride y respondióle sosegado, más en el

            semblante que en el pecho, Alejandro, de esta suerte:

                 -Obligaciones y agravios habéis mezclado de modo, discreto y

            gallardo mancebo, que al tiempo mismo que pudiera prevenir la

            satisfacción de estos, enfrena mis sentimientos el empeño de las

            otras. Debo ser agradecido a la modestia y templanza con que,

            celoso, comprometéis quejas a la razón (siendo el primer enfreno de

            esa contagiosa pestilencia, que da lugar a la cordura sin arrojarse

            al peligroso medio de la venganza); queréllome de las mismas

            razones, pues me notáis en ellas de huésped desconocido, amigo aleve

            y pretendiente ingrato. Confiésoos que reconozco mucho a la

            autoridad del templo, que los dos veneramos, el que impida su

            inmunidad arrojos, que no pudiera en otra parte; pues dado caso que,

            como al principio dije, os soy deudor en la modestia de vuestras

            acciones, se me hace tan nuevo el sentido de ellas que, como

            desacostumbrado a semejantes descréditos, era forzoso en otro lugar

            responderos menos considerado y más vengativo. Y me pesara, porque

            adquiriera, con verdad, entre vuestros naturales la opinión de

            ingrato correspondiente a su regalado hospicio que sin ella me

            imputáis. Yo os he de conceder (ya que remitirnos a consecuencias,

            armas de discretos, nuestros sentimientos y no a las fuerzas, armas

            de los brutos) la mayor parte de lo que alegáis en favor vuestro

            reservar, dándome sólo lo que de ella puede desdorar el crédito, que

            es en mí de más estima que cuantas alabanzas me atribuís, sin

            merecerlas. Confiésoos el agrado liberal con que en vuestra patria

            huésped debo estimaciones y aplausos a sus vecinos; la obligación en

            que me ponen a reconocerlos cariñosos, apacibles y corteses y que es

            bárbaro el extranjero que no procura, recatado y agradable, si no

            merecer primeros beneficios (que éstos Aristóteles enseña no tener

            desempeño igual) a lo menos pagar réditos de eternos

            reconocimientos. Y asegúroos que los míos son tales que, si la

            esperanza de su satisfacción no desahogara mi conocimiento, saliendo

            por mí el tiempo, que ocasiona tal vez necesidades, no sé si,

            corriendo, no admitiéndolos, hubiera dado nota mi recelo o de poco

            cortés o pusilánime. Debo, en fin, y deseo pagar; mancomunado

            estáis, Tamíríde, en esta partida; ejecutad, si halláis qué en mi

            caudal corto, que convencido estoy y no niego la deuda. Esto es lo

            que respondo a la primera parte de vuestro ofensivo, si discreto,

            discurso.

                 A la segunda, en que me imputáis ingratitudes, atribuyéndome

            descréditos y nombrándome árbitro en mi casa propia, os estimo la

            confianza de mi fidelidad y otorgo el compromiso, porque estoy

            cierto que con una misma acción vos quedaréis convencido y yo

            absuelto. Todos los ejemplos, autoridades y razones que habéis

            alegado, vienen a inferir contra mí una sola conclusión, que me

            indicia de aleve, y esto, porque entrando vos a la parte de los

            beneficios que a vuestra ciudad debo, ni amigo os correspondo, ni

            noble os agradezco deuda tanta. Pues siendo vos amante de la mayor

            belleza (de Tecla, digo), su esposo, de prometido, y en vísperas ya

            de aposesionado, me arrojo a competiros, pretendiente suyo y

            litigante vuestro. Ésta es la culpa de que sola me hacéis cargo y a

            la que, como citado, quiero satisfacer, para que como juez

            pronuncie, sustanciado el proceso, la sentencia.

                 Al religioso cabo de año, que en este templo celebra vuestra

            patria en memoria de los funestos fines del más bello amante, que

            pudo sacar lágrimas a Venus, me trujo convidado vuestro pueblo,

            entrando en él, a mi juicio, tan seguro de hermosas tiranías que en

            algún modo aprobaba la venganza del dios celoso, condenando la

            baldía profesión de Adonis, cuando (no sé si por vengarse de mí su

            enamorada diosa), me echó la argolla de su esclavitud al cuello de

            mi libertad, por el modo más peregrino que jamás experimentaron los

            que opresos de su violencia tiran su vitorioso carro. Cerrados los

            ojos (con ser éstos los más confidentes del alma, con cuyo

            ministerio ni amor necesita de arco y flechas, porque ¿de qué

            sirven, donde lo más hermoso de lo visible, hechizando enciende y

            encendiendo enamora?), me amotinó las potencias la hermosura más

            digna de adoración que celebraron fábulas y verdades. Tecla dormida,

            Tecla sin ojos, me quitó la libertad, que a tenerlos abiertos,

            quitárame la vida. Y puesto que me pronostiqué privado de sus luces

            (que quien daba a mi amor con las puertas en los ojos, desesperaba

            en lo futuro el permitírmelos), ni estuvo en mi mano resistirme, ni

            fuera Tecla el más excelente objeto de este sentido si, mirándola

            yo, retirara mi libertad airosa de tal empresa. Enamoréme, en fin,

            en la vaina las armas con que las demás bellezas triunfan de

            presunciones arrogantes. Seguíla, yo su imán, ella mi norte; llegué

            y acompañéla hasta sus umbrales, y quedándome en ellos con el cuerpo

            penetré sus interiores con el alma; donde (a no resistirme avisos

            amigables y escandalosas advertencias del vulgo malicioso)

            permaneciéramos hasta agora, yo a sus puertas y mis potencias en su

            casa; llegué a la que me hospeda, informéme de su estado, calidad y

            inclinaciones; supe que era libre, aunque con recelos próximos de no

            serio; que Venus la envidiaba por más hermosa, Juno por más rica,

            Minerva por más sabia; que, estudiosa y ocupada incansablemente,

            competían en sus manos, ya la aguja, ya la pluma. Todo esto supe y,

            lo que me fue de más contento, supe también que no os apetecía, no

            porque ignorando vuestros méritos, prendas, virtudes y sangre, os

            antepusiese sujetos de más dicha, sino porque profesora de las

            musas, la comunicaban, como sus ejercicios, su pureza: ellas sabias,

            sabia Tecla, y ellas vírgines, degenerara si en lo de más

            importancia no las pareciera. De suerte, que la casi posesión que

            alegáis y el título que os atribuís de su futuro dueño, viene a ser

            intruso, no legítimo, sino sólo apadrinado de la imperiosa

            jurisdicción de Teoclea, su madre, y puesto que en la apariencia no

            resistido de su obediente hija, llorada mil veces a solas su

            violenta libertad.

                 Animáronme estos avisos y parecióme que, como amante,

            justamente podía pretender voluntad que era señora de sí mesma y,

            como bien nacido, me corría obligación de volver por el libre

            albedrío que los dioses exentaron de su celestial dominio, donde ni

            padres, ni príncipes pueden alegar derecho que no sea tirano, y

            donde, en fin, os introducís violento y os apasionáis por fuerza. Y

            si no, ¿por qué me atribuiréis a infamia no arriesgar la vida en

            favor de una belleza, por común que sea, que en el despoblado se ve

            asaltada de la temeridad lasciva? ¿Y no me confesaréis ser lícito

            hacer lo mesmo en defensa de quien, sin ocasionar atrevimientos,

            encerrada y virtuosa, llora casi oprimida los mal logros de su más

            estimado gusto? ¿Es, acaso, porque el primero ni estima

            reputaciones, ni blasona nobleza, ni tiene partes que respeten

            cortesías? Todo lo que en vos, noble Tamíride, es tan ventajoso,

            cuanto por el mismo caso más vituperable, pues crecen los insultos

            al paso que la calidad de quien los ejercita.

                 Según esto, ya quedaré restituido a mi primero crédito con vos

            mismo, transfiriéndoos la meta que me imputábades, pues ni noble

            solicitáis voluntades libres, ni cuerdo advertís los peligros a que

            el honor se expone, que pretende en su casa forzada compañía.

            Réstame sólo satisfacer a la objección que me pusistes de huésped

            obligado; y aunque os pudiera responder que el serio me obliga a

            volver por la libertad de Tecla, pues no podéis alegarme que soy más

            huésped vuestro que suyo, no quiero valerme de una misma solución

            para diferentes argumentos, sino advertiros lo que, siendo tan

            estudioso, os había de obligar a no ignorarlo: esto es, que el amor

            perfecto, aunque no el torpe, es acción de la voluntad y no del

            apetito sensitivo, como el del bruto, y que la voluntad es potencia

            del alma, de quien se origina, y que el alma, como inmaterial y

            forma toda espíritu, criada sin presuponer sujeto, huéspeda de lo

            rústico del cuerpo donde se organiza, es extranjera, advenediza, en

            esta caduca región, sin que en ella haya parte que merezca nombre de

            naturaleza y patria suya: sólo el cielo se reservó este título; y

            según esto, tan peregrina es la vuestra en Iconio, como la mía; tan

            extranjera la de Tecla, como las de los dos; y si la voluntad es de

            la especie del alma, iguales seremos vos y yo en las nuestras, sin

            atribuirlas propiedad de naturaleza en lugar ninguno; mi amor,

            efecto suyo, en esta parte no tiene menos acción que el vuestro,

            como ni la voluntad desamorada de la que pretendemos; todas y todos

            son advenedizos; luego, vos y yo con un mismo derecho la

            solicitamos.

                 Presuma lo material del cuerpo avecindarse como heredero y

            natural en su tierra, pues que de ella tuvo principio y sus frutos

            le sustentan, que bien pueden hacer distinción entre naturales y

            extraños; puesto que es acción que también la alegará un edificio

            antiguo, compuesto de muros y de tapias, ensoberbeciéndose con el

            blasón de casa solariega. Pero yo, de Tecla, no pretendo sino al

            huésped que ocupa la hermosa habitación de su perecedero domicilio

            (el alma, digo), que en sentencia de Demócrito, todo el universo es

            patria suya y, según esto, tan natural vengo a ser en Iconio, en

            esta parte, como vos; tan hijo os podéis intitular, como yo, de

            Antioquía. Pero vos que, haciendo caudal de lo ínfimo, despreciáis

            lo precioso, por lo menos indicios habéis dado de que, alegando en

            esta ciudad naturaleza, apetecéis lo sensitivo y corporal, que es lo

            que tiene acción a los privilegios de que os habéis valido, y no al

            dueño que en esta casa vive, dejando lo más por lo menos, de donde

            se os siguen descréditos indignos de vuestra discreción, pues,

            contra el gusto de un alma libre, porfiáis alojaros en su

            habitación, llevado de lo vistoso del edificio y no de la excelencia

            de quien le habita, Pero cuando esto no sea así, y yo me engañe, si

            esperáis tan breve la investidura del reino más hermoso que se opuso

            al celeste, ¿en qué os perjudica Alejandro porque la haya

            pretendido?, ¿hay vitoria que merezca este nombre donde no hay

            enemigos? O cuando éstos son más fuertes, ¿no es mayor su triunfo?

            ¿Estímase la sentencia en favor que se pleiteó sin litigantes? ¿O

            acaso es tan honrosa la cátedra que Atenas proveyó por claustro,

            como la que se lleva entre más célebres opositores? Usad de la

            vitoria, Tamíride, generosamente, no añadáis pérdidas al perdidoso.

            En este sitio perdí la libertad, aquí la lloro, aquí celebraré

            segundas obsequias que imiten las del infelice amante, a quien este

            templo ofrece sacrificios, tanto más digna mi desdicha de compasión

            que la suya, cuanto él, muriendo amado, mereció en la posesión de su

            prenda los últimos favores y yo, aborrecido, llevaré sólo venganzas

            de que posee a Tecla el mismo que aborrece.

                 Atajarle quería ya, precipitado, su competidor colérico, cuando

            interrumpiéndolos un tropel de criados de Teoclea, llegó el más

            diligente con turbación y prisa, diciéndole:

                 -Apresura, Tamíride sin dicha, los pasos, si quieres ver con

            vida a quien no podrás con seso, porque Tecla, tu prometida esposa y

            dueño nuestro, perdida la mejor potencia, da señales evidentes de

            perder la respiración vital en que tus esperanzas estribaron. Su

            madre la imita, duplicando la compasión de sus vecinos, su casa se

            alborota, la ciudad se lastima, y sólo tú faltas, para que,

            acompañando adversidades, hagas más lastimoso el llanto de tu

            patria.

                 No le permitió informarse por extenso de aquella desgracia a

            Tamíride la repentina turbación de tales nuevas. Corrió tras sus

            anunciadores, sin reparar en que corría (que un susto no prevenido

            da libertad confusa a las acciones, para que se desordenen por sí

            mismas, sin consulta del sentido que las gobierna). Lo mismo hizo

            Alejandro, si bien entre los pesares de tal suceso le endulzaban

            lástimas las penas de su competidor (que no hay quien ame tanto que

            no tenga por daño menor llorar a su prenda difunta, que envidiar

            posesiones en ella de su enemigo). Ansí llegaron a un tiempo,

            convocando vulgo y desautorizando composturas, hasta la pieza

            principal de la casa de Teoclea, donde, entre muchedumbre de amigos

            y parientes, en medio de ellos la madre y al lado suyo la menor hija

            de aquel siglo, aquélla castigando canas inocentes y ésta vestida de

            humildes y no acostumbradas ropas puesto que honestas, Teoclea

            impaciente dando voces, Tecla, modesta y pacífica, escuchando

            oprobios, y todo el concurso remitiendo a la admiración créditos que

            desmentía la autoridad de los que la ocasionaban, oyó Tamíride que

            Teoclea decía...

                 Pero antes que nos engolfemos en las criminales quejas de la

            madre, será fuerza despenaros del deseo con que os considero de

            saberlas. Sucedió, pues, que entre los retiros donde Tecla

            desesperaba solicitudes de Alejandro y lloraba cercanas opresiones

            de Tamíride, había un camarín curioso, depósito de los aseos de sus

            galas y oratorio de sus falsos dioses; tanto más de ella

            frecuentado, cuanto su inclinación la llevaba con más afecto a todo

            lo que olía a recogimiento y religión. Caían sus paredes a una calle

            muy angosta, cuya estrechez la preservaba de las plebeyas

            inquietudes, paseos y ruidos, que en las mayores desasosiegan ánimos

            contemplativos, y tenía una reja pequeña, enfrente de la cual, en la

            casa opuesta, la correspondía otra grande, siendo ordinaria

            habitación de un ciudadano virtuosísimo y respetado de lo mejor de

            su república, ni tan mozo que le estimulasen liviandades para que

            pusiese en peligro créditos, ni tan viejo que no fuese señora la

            prudencia de sus discursos; llamábase éste Onesíforo, y hospedaba

            entonces a la asombrosa coluna de la Iglesia, a aquel perseguidor

            primero suyo y después su amparo acérrimo, que cayó del caballo para

            subir a la visión beatífica, y si hasta allí el inefable nombre de

            nuestro restaurador Divino había sido aceite derramado, ya en él

            recogido, le ministraba vaso de elección, para presente saludable

            que regalando cura y curando postra las diademas de los más

            poderosos príncipes y monarcas, penetrando su actividad suave el

            universo todo, sin reservar nación idólatra, ni sinagoga rebelde que

            al olor de su fragancia no le siga. El indiviso compañero del

            primero Vice Dios, tan uno con él que aun la muerte no pudo

            dividirlos, pues en fe de esta reciprocación, con ser Pedro solo en

            la potestad de las llaves del bautismo, entra Pablo a la parte con

            él y sus sucesores no se atreven a apartarlos, pues cuanto despachan

            y difinen es con la autoridad de Pedro y Pablo.

                 Éste, pues, catedrático de prima y el primero a quien, para

            conversión de la idolatría, graduó el mismo Dios en doctor de las

            gentes en la universidad del tercer cielo, aprobando los cursos de

            tres días que, en el escrutinio de la Trinidad beatísima, después de

            la tentativa peligrosa en los campos de Damasco, le enseñaron

            misterios que exceden la capacidad humana, sin permitírsele a la

            lengua más veloz el declararlos; Pablo, en fin, después que,

            peregrinando provincias y naciones, dio en Chipre a la Iglesia el

            primer procónsul convertido, pues en prueba de que nuestra fe tomó

            en él posesión de la cabeza del mundo, Roma, se atribuyó su nombre,

            intitulándose desde entonces, para eterno blasón del vencido, el

            vencedor, Pablo. Persiguióle la sinagoga ciega de Antioquía de

            suerte que, huyendo de ella y no parando los peligros que le

            desterraron de la ciudad de Pergen en Panfilia, vino agora a la

            ilustre población de Iconio, célebre a los siglos por ser patria de

            la coronada virgen cuya historia festeja hoy nuestra devoción.

            Hospedábale el referido Onesíforo, que ya discípulo suyo, en la

            propuesta sala, ocultamente y de noche, se echaba a pechos el

            sabroso néctar de su celestial doctrina; distaban, pues, tan poco

            las dos ventanas (la de Onesíforo, digo, y la de Tecla) que, ayudada

            de su vecindad, del silencio nocturno, padrino de la atención, con

            pequeña que de su parte pusiese cualquiera de los habitadores de la

            una sala, le podía hacer dueño de lo que se trataba en la otra. Y

            Tecla, que en la noche antecedente se había dado a si misma pésames

            del cautiverio que en poder de Tamíride esperaba, apoyo de la rosada

            mejilla la diestra mano, a quien servía de pedestal el marco de la

            dicha reja, contemplaba la incorrupta duración de las estrellas,

            ostentivo alarde de la hermosura de aquella noche, que en albricias

            de la ventura que la pronosticaban lucían más vistosas, pudo, sin

            pensar, apercibir fácilmente lo que en la pieza frontera se decía.

                 Predicaba entonces el consagrado príncipe de los púlpitos,

            Pablo, alabanzas a la mayor de las virtudes, a la virginidad

            angélica; persuadiendo con ella a un religioso, puesto que limitado,

            auditorio que le seguía, exageraba la excelencia con que la limpieza

            intacta de los cuerpos competía ventajosa con la de los espíritus

            celestes, para que, llevados del interés beatífico que ellos

            gozaban, emulasen sus coros inmortales enseñando a los humanos ser

            posible vivir ángeles, siendo hombres. Hízosele nuevo a Tecla lo

            peregrino del lenguaje (puesto que, por privilegio concedido del

            amoroso espíritu a los apóstoles, en cualquiera que Pablo hablase le

            entendían todos) y llevada de la curiosidad, lazo con que el cazador

            eterno pretendía prenderla, aplicó codiciosa los oídos a sus

            palabras y el cuerpo a las rejas, tan una con ellas como si con

            clavos de diamante la transformaran en uno de sus hierros. Diré en

            nuestro idioma lo que Pablo en el suyo, sin mudar el sentido ni las

            sentencias que el gran padre Basilio, obispo de Seleucia y su

            afectuosísimo devoto, nos dejó escritas, remitiendo la puntualidad

            gramática a los que, por guardarla con rigor, desazonan el estilo de

            sus naturalezas. Decía, pues, entonces nuestro Pablo lo siguiente:

                 -Ciudadanos curiosos (a quienes la novedad, siempre aplaudida,

            os ha juntado a la predicación de un hombre peregrino y extranjero),

            no saldréis frustrados de vuestros deseos, porque desde luego os

            convido a misterios ni hasta este punto oídos, ni puestos en disputa

            entre la diversidad de opiniones de tantas y tan encontradas

            escuelas. Saludables, empero, y totalmente divinos, de cuya

            certidumbre ni me hicieron capaz filosofías, ni me las facilitaron

            discursos opinables: sólo fue mi Maestro, la palabra eterna, único y

            omnipotente Dios, que procreada en tiempo y vestido de nuestra

            naturaleza con humana forma (aunque en la divina sin principio,

            engendrada de la fecundidad inmensa), comunicándose a los hombres y

            dignándose a nuestros ojos, legislador clemente, nos estableció

            preceptos, con cuyo patrocinio nos traslade su gracia a mejor vida.

                 Éste, pues, clementísimo Dios hombre, dispuso que, a imitación

            suya, del modo que mientras él peregrinó impecable la trabajosa

            jornada de este temporal destierro, siempre bien aventurado y

            contemplador verdadero del divino numen, conservó su espíritu puro,

            entero y libre de las perturbaciones y precipicios a que están

            expuestos los humanos, y de la suerte que este soberano Príncipe

            hizo que su asumpta carne pisase, vitoriosa, las torpes y ilícitas

            sugestiones y, como quien inseparablemente unido con la Divinidad

            que personaba su ser humano, descaminaba con su presencia

            impedimentos que se atreviesen a procurar en él lo que en los demás,

            sujetos a imperfecciones caducas, gozándose a sí mismo y sirviendo

            su Divinidad de bienaventuranza a su alma pura; así, del mismo modo,

            dispuso clementísimo que el que saliendo a la luz de esta vida

            trabajosa se portase en ella tan superior a todo riesgo culpable

            que, naciendo como los demás, pareciese en las pasiones del apetito

            como si no naciera, por medio de la pureza virgínea se trasladase,

            libre de las aduanas de la sensualidad torpe, a los deleites de

            duración eterna.

                 Logrará esta dicha sólo aquel que, echando a censo sus

            acciones, las diere a usura a la resistencia laureada de los

            acometimientos ilícitos, permaneciendo casto (caudal de Dios que

            hipotecó su palabra eterna a su saneamiento); como al contrario,

            quien pusiere compañía con los fallidos créditos de los vicios,

            quebrando míseramente, granjeará infamia perpetua, que sin fin le

            haga infelice. Pero no porque yo persuada la integridad suprema del

            estado virgen, vitupero el amoroso vínculo del tálamo (medio no como

            quiera poderoso para alcanzar la bienaventuranza a que convido);

            pues habiendo sido el mismo Dios quien dio al consorcio la

            primogenitura de sus divinos sacramentos, como único medio para la

            propagación humana, quien le disuadiese no mereciera el blasón de su

            discípulo. Ni negaré que los casados, que guardándose la fe

            recíproca de su correspondencia y sólo apeteciendo en ella lo útil y

            fecundo, no lo lascivo, se ennoblecerán sobremanera con el honroso

            título de padres y casi podrán blasonar la perfección misma que los

            que conservan intacta su pureza. Casi digo, pero no tanta, porque

            ¿quién se atreverá a afirmar que se equiparen con los que,

            reverenciando la incorrupción del numen que adoran, teman tanto no

            imitarla que, por participar de la virginidad de su Dios, virgen

            fecundo, siempre le sacrifican fragancias limpias, casi en esto tan

            espíritus los cuerpos como las almas? Mucho les cuesta, pero mucho

            más es el interés de su granjeo, pues trasladando a la tierra que

            habitan los privilegios que se conceden sólo en los cielos, se

            paralelan con los espíritus angélicos y parece que, ya jubilados de

            perturbaciones atrevidas, se asientan a su lado y en un plato mismo

            comen el indeficiente maná que los inmortaliza. Heroicos triunfos se

            les aperciben en la quietud indeficiente a los que, desmintiendo su

            misma naturaleza, de suerte viven entre las luchas de sus

            inclinaciones que, postrados los ímpetus, rendidos los afectos, si

            nacieron hombres, mueren puros ángeles, tanto más de estima en los

            primeros, cuanto los segundos, sin estímulos domésticos del cuerpo,

            pueden con más facilidad privilegiarse de las pensiones de la carne.

                 Esto es lo que nos enseña que Pablo predicaba entre otras

            cosas, el elocuente y santo obispo de Seleucia, y esto lo que acabó

            en la dispuesta inclinación de Tecla a resolverla en morir primero

            que enajenarse de joya que, tanto, Dios apetecía. Pudieron hasta

            allí respetos de madre indeterminar propósitos en nuestra santa,

            pero ya alentada la honesta parcialidad de sus deseos, si hasta

            entonces cobarde de puro obediente, con las amonestaciones del

            divino hebreo, dejando lo menos por lo más (a Teoclea, digo, por

            Christo), se dispuso a cuantos riesgos de honra y vida se le

            atravesasen, antes que perder el interés precioso que la virginidad

            heroica la prometía. Tiene esta excelencia, entre otras, la gracia

            eficaz con que señala Dios gajes eternos a los predestinados que,

            sin oponerse a sus inclinaciones, no sólo se las destruye, sino que,

            excluyendo y limpiando lo defectuoso de ellas, las apura y

            perficiona, acomodándose industriosamente a las condiciones

            individuales de cada justo; de suerte que, con el alegre se

            regocija, con el melancólico se entristece y se connaturaliza de

            suerte con sus afectos que, lo que sin su favor fuera extremo

            culpable, ya por su asistencia es extremo meritorio. Por eso son los

            caminos tantos para el cielo, cuantas las diferencias de los que

            peregrinan hasta conseguirle. Tecla, toda inclinada a la integridad

            de su limpieza, acertando en los fines erraba los medios, dedicando

            su conservación a las deidades fabulosas, vírgines y castas; llegó

            la gracia y, domesticándose con sus deseos, se los desnudó de modo

            de imperfecciones que, por medio del Dotor Melifluo, le llevó la

            mano como a niño de escuela, guiándole la pluma en la primera plana

            de sus rudimentos cristianos, por las reglas ciertas de su

            salvación.

                 Tanto se extendió la fama de la dotrina milagrosa, con que el

            apostólico Orfeo atraía a sus acentos piedras, corazones y almas

            (Eurídices sepultadas en las tartáreas tinieblas de la ignorancia),

            que ya era abreviada corte la capacidad estrecha de la casa de

            Onesíforo, según el concurso populoso le seguía. De suerte lo

            encarece nuestro obispo santo, que afirma se olvidaban los

            causídicos de los negocios forenses, los padres de familias de sus

            domésticos, las matronas, los viejos, los mozos, las doncellas y los

            niños del común sustento, sólo alimentados con el maná divino, que

            en Pablo les sabía a cuanto deseaban. Tecla solamente se lastimaba

            de que la circunspección de su estado, el recogimiento de su sexo,

            la calidad de su persona y la murmuración de los fiscales impidiesen

            a los ojos lo que envidiaban en los oídos. Quejábase, en esta parte,

            de la ley común que en todas las repúblicas enfrena pasos y deseos a

            las vírgines, obligadas al perpetuo retiro de sus paredes, y

            librando los desahogos de sus ansias en la propicia reja, tercera de

            sus amores lícitos, de suerte se incorporaba en ella, que más

            parecía moldura de sus ventanas que racional viviente. No tenían en

            Tecla lugar los ejercicios sensitivos, fuera de los necesarios para

            el ministerio vital; porque el alma, dueña de ellos, arrobada en los

            oídos solos, de tal manera se suspendía toda en su atención piadosa

            que, descuidada de las demás acciones, ya el cuerpo en que se

            organizaba era sola imagen viva. Hablaba Pablo, y en él el Espíritu

            Paloma, con la superioridad que lo divino tiene sobre lo humano.

            Pablo, en lo adquisito, el más docto de Palestina, discípulo de

            Gamaliel, Salomón de su siglo, honra de Tarso, patria suya, y en lo

            infuso, intérprete de Dios, ya humano; huésped tres días de la

            elocuencia eterna, que le graduó orador celeste, con antecedencia en

            la fecundidad atractiva a cuantos en la Iglesia canonizaron la

            retórica. Sus palabras, fuego penetrante y amoroso, a cuya actividad

            se derretían mármoles rebeldes. Su voz, cuanto apacible, sonorosa,

            como trompeta de aquel metal templado en quien fio el bautismo la

            publicación general de su Evangelio y una de las doce, la más

            privilegiada para este ministerio. Tecla, totalmente rendida a la

            deleitosa ocupación de las ciencias y doctrinas; lo que se trataba

            entonces: virginidad, pureza, triunfos del más doméstico enemigo,

            libre jurisdicción sobre nosotros mesmos, desvíos de enajenaciones

            esclavas en el poder tirano de voluntad lasciva. ¿Qué mucho, pues,

            que por lo humano, por lo divino, por la inclinación y por la

            gracia, hallándose en su centro, mientras a Pablo oía, de sí misma

            se olvidase por mejorarse a sí misma?

                 No puede negarme ningún experimentado, que entre las partes que

            enamoran voluntades regidas por el entendimiento, no sea una, y no

            la menos poderosa, el ametalado y sonoro hechizo de la voz de lo que

            ama; pues, cuando no tuviera más apoyo que él el más enamorado

            esposo que vio, ni podrá ver el universo, verificaran sus requiebros

            misteriosos lo necesario para rendir voluntades a su proposición;

            porque, en no juntándose belleza en el semblante y dulzura en la

            voz, cada perfección de estas, apartada de la otra, está defectuosa.

            «Suene -dice el amante eterno a su esposa-, suene tu voz en mis

            oídos, porque ésta en ti es dulce y bellísima tu cara». La primera

            investidura con que se aposesiona amor de un alma, es por la vista

            (no hay negarlo), pero ésta, como bisoña y poco advertida en mayores

            sutilezas, conténtase con lo menos, que el alma toda espíritu

            apetece, y quédase en el zaguán de sus palacios con lo primero que

            encuentra, que es lo ostentativo de la fachada, lo hermoso material

            del cuerpo y la funda del joyel que dentro esconde. De modo que,

            hasta allí, sin dar muestras el alma de sus perfecciones, el amor no

            es efeto de la voluntad, sino sólo apetito sensitivo del cuerpo; y

            esto supuesto, no deberá el alma a los ojos más del porte, por

            haberle sólo traído lo que ha de amar a los umbrales de sus puertas.

            Solamente los oídos son confidentes de las almas, por ellos se

            comunican los conceptos y entra hasta lo más íntimo de los retretes

            del espíritu la correspondencia de las voluntades, lo

            inmaterializado de sus potencias y la satisfación de lo permanente.

            Porque si uno fuese mudo y no ciego, apetecería lo hermoso corporal,

            pero no juzgaría lo hermoso y discreto del alma, que por los ojos no

            entiende; y si fuese ciego y no mudo, amando lo conceptuoso del

            espíritu, hermano de la voluntad, desearía lo más perfecto, sin el

            apetito bruto de lo hermoso del cuerpo. De modo que, entrando amor

            por los oídos y la sensualidad por los ojos, tanta más ventaja

            llevan aquéllos a éstos cuanto va del alma al cuerpo; y si los oídos

            tienen por objeto al aire articulado, cuanto éste fuere más sonoro y

            apacible, canto más se le inclinará la potencia, que siempre se

            aficiona a lo más perfecto. Siendo, pues, espíritu la voz de Pablo,

            por lo natural y lo infuso, como he dicho, y comunicando por ella

            misterios tan a propósito del de Tecla, ¿qué maravilla que,

            arrebatada de su deleitosa violencia, ni supiese, ni quisiese

            retirarse de sitio que le facilitaba tanto deleite, y que,

            incorporada en sus rejas, menospreciase todo lo que podía serle

            estorbo a tan apetecibles deseos?

                 Admiróse, pues, Teoclea, de la impensada suspensión de su única

            heredera, del cuidadoso descuido con que, menospreciando galas,

            hasta allí apetecidas (más por la propensión que causan a los

            floridos años, que por los fines con que de ordinario las de su edad

            las usan), se satisfacía con las que, limpias y humildes,

            proporcionaba a sus deseos. Pero lo que extrañó sobre manera, fue el

            verla enajenada de sí misma aquellos días y, sin desasirse de la

            ventana referida, olvidarse a su parecer del recato recogido que

            hasta entonces le habían hecho aborrecibles los puestos que se

            comunicaban con la calle. Apartóla de allí diversas veces,

            divirtiéndola, ya amorosa, en entretenimientos deleitables y, ya

            severa, mezclando con reprehensiones amenazas; pero nuestra virgen,

            sin responder a unas ni a otros, ocupada toda en sus amorosas y

            castas suspensiones, faltaba sin querer a la obligación de las

            palabras, y apenas se hallaba ausente de la sabrosa voz de Pablo

            cuando, anegada en lágrimas y resuelta en suspiros, sin poder

            consigo otra cosa, aguja de aquel norte, se volvía al mesmo sitio,

            porque, apartada de él, se juzgaba violentamente fuera de su centro.

            Acechóla, una vez, la recelosa madre, y oyó parte de un sermón que

            el dotor soberano de las gentes proponía a sus secuaces, amonestando

            otra vez la conservación del tesoro virgíneo, y haciendo Teoclea

            conjeturas de los afectos con que Tecla le aplaudía y de los agrados

            del semblante con que le celebraba, coligió, maliciosa, menos

            lícitos los deseos de su inculpable oyente. Encendióse con esto, y

            entrando impetuosa, como quien ya juzgaba su honra ofendida, puso

            las manos en sus bellísimos cabellos, en el cielo las voces y en la

            vecindad el escándalo, acudiendo todos a la novedad, sola aquella

            vez oída en su casa. Impidieron unos y otros tan poco merecidos

            atrevimientos, pero, no bastando, fue forzoso avisar al magistrado

            superior de aquella república, sufriendo, cordera mansa Tecla, sin

            abrir los labios, oprobios envueltos en acusaciones falsas, pero

            clavados los ojos hacia la parte donde se hospedaba el adorado

            objeto de sus oídos.

                 Querellóse la anciana al juez, diciendo que un peregrino

            encantador, contra las deidades y las leyes, se atrevía sacrílego a

            la santidad del vínculo amoroso, hechizando a Tecla y pretendiendo,

            por medios tan ilícitos, usurpar el derecho que ya tan cercano le

            prevenía a Tamíride epitalamios y apresuraba sus desposorios.

            Desmentía la inculpable seguridad de la inocente virgen en su

            semblante, lo mesmo que, al parecer de la malicia, confesaba el

            silencio, ni oponiendo excusas, ni apadrinándose de razones, con

            que, en ambigua confusión el magistrado y los presentes, creyeron,

            para mayor congoja de su madre, que Tecla, perdido el orden de la

            mejor potencia, sin seso y temosa, descaminaba con locuras el alma,

            hasta allí más prudente de cuantas envidiaron sabios y ponderaron

            plumas. Últimamente, viéndose indeterminados todos, envió Teoclea

            por Tamíride, que, como le imaginaba hasta entonces querido y las

            muestras que en nuestra virgen notaba de aborrecimiento al tálamo se

            atribuían a encogimientos vergonzosos, le pareció sola poderosa la

            presencia de su futuro dueño para restituirle el seso de que la

            sospechaban falta. Guiaron los mensajeros al templo referido,

            informados de que le hallarían en él de sus criados, y bastaba

            llevar tan infelices nuevas para que llegasen presto; refirióle el

            primero lo que os dije, corrieron los dos competidores, el más

            perdidoso más turbado, y el menos, con menos sentimiento (que la

            venganza de su opuesto, le endulzaba lo amargo de su mayor pérdida);

            entró el primero y quedóse el segundo en el patín de la confusa

            casa, pudiendo en él más el recelo de no añadir alborotos,

            conociéndole pretendiente, que el deseo de apurar la causa de tan no

            imaginada desdicha. Rompió, pues, por el concurso convocado, el

            afligido joven, y viéndole la que le juzgaba yerno, le echó los

            brazos al cuello, bañóle las mejillas de dolorosas lágrimas y con

            destempladas voces le dijo lo siguiente:

                 -Adelántanseme, mi Tamíride, los suspiros a la palabras, que

            las estorban; la vergüenza de mi deshonra, a la relación que intento

            darte de su causa; quiero contarte lo que no quisiera; animo la

            lengua, que el recelo de mi infamia enfrena y, entre los deseos de

            que lo sepas, se atraviesan los mismos de que lo ignores, porque de

            referírtela, se me sigue no menos que la afrenta de mi única y

            regalada hija y de ocultártela, el descrédito contigo, pues

            habiéndote elegido por su dueño y mi heredero, formarás si te la

            oculto segundo agravio, añadiéndole al primero que esta tu casa te

            hace, pues ya te desconoce. Escúchame, pues, y vitupera en mí, tu

            madre, atrevimientos de la lengua, cuando a un mismo tiempo te

            obliguen avisos de tu injuria. Tu Tecla, ya no tuya, desmintió

            esperanzas concebidas de honestidad hipócrita; degeneró de los

            respetos con que su virtud encarecimos; su madre, me desprecia; su

            esposo, te desestima; a las espaldas arroja todo el caudal de su

            nobleza y sangre, cuando en ella esperaba nuestro engaño mejorar su

            lustre. Un embelecador advenedizo, cuya

            casa frontera le regala, cautivándole en su amor torpe, como si la

            redimiera del lugar lascivo donde se profesa la infamia, triunfa

            sacrílego de su honestidad hasta aquí célebre, de nuestro honor

            hasta aquí invidiado, de su prenda hasta aquí de tantos defendida.

            ¿Qué aguardas, pues, generoso amparo mío? Apresura prevenciones con

            que libres de las manos la presa que este vil hechicero se nos lleva

            con los ojos, restituyéndonos, restituyéndote la mejor joya que, por

            derecho natural y mío, mediante el vínculo amoroso, intitulabas

            tuya. Restaura la fama antigua que hasta agora intacta en tu sangre

            y en la nuestra, naufragando piélagos vituperiosos, se nos va a

            pique, si no quieres que, fábula infame de la plebe, demos materia

            torpe a conversaciones satíricas que a ti te desacrediten y a mi me

            deshonren. Más poderosa será para con ella el amor lícito con que

            hasta aquí te permitía su dueño que mis avisos, por severos,

            desapacibles, y por ancianos, no admitidos. Lisonjéala amoroso,

            oblígala tierno, convéncela elocuente, ablándala persuasivo,

            domestícala lisonjero; pues la adulación artificiosa es ungüento

            penetrable que suaviza resistencias; que un ánimo temoso y porfiado,

            pocas veces o ninguna, con la violencia rindió las armas; muchas,

            empero, se amansaron a la regalada armonía de las palabras dulces;

            triunfarás vitorioso si, apadrinado de la elocuencia, cortés y

            pacífico, redujeres a nuestra primera posesión esta voluntad

            descaminada y te deberá el instituto casto del tálamo, en tu patria

            y en las ajenas, la generosa libertad de sus himineos y serás

            tutelar patrocinio de las honras venideras.

                 Esto dijo Teoclea y esto escuchó Tamíride, precipitado

            instantáneamente desde la más alta cumbre de sus dichas al más

            profundo centro de sus desesperaciones. Presentóse, pues, al

            tribunal hermoso de su perdida amada, ciega la vista, balbuciente la

            lengua, pálido el bulto, temblándole las manos y pidiendo el desmayo

            treguas al atrevimiento, para proponer razones que no sabía, porque

            al mismo paso que se destempla el más elocuente, se desacredita más

            rústico. Comenzó tibio, medio osado, y feneció descompuesto, sin

            perdonar caricias, ejemplos, ruegos, promesas, ni amenazas de que no

            se apadrinase. Pero, inmóvil Tecla, retirando al alma los oídos, por

            no dárselos a su incontinente amonestador, y negándole los ojos,

            éstos y aquéllos clavados en la apetecida reja y por ella el alma en

            la contemplación del elocuente apóstol, acabaron todos de

            persuadirse que, hechizada, había perdido el seso (honrado, aunque

            terrible consuelo, para quien, por no desacreditar de todo punto la

            fama de su honor, halla o finge alivios, en lo que parece menos

            daño). En efecto, librando el despreciado joven en la venganza lo

            que no pudo conseguir en la blandura, dejó aquel sitio y, guiando al

            de Onesíforo, reparó en que salían de él dos discípulos del

            apostólico dotor, vituperadores de lo honroso de este título, con la

            paliada y envidiosa deslealtad que, vendiendo virtudes hipócritas y

            falsas disimulaciones, profesaban, siguiéndole su dotrina. No porque

            el profético varón los ignorase, que siendo depósito de la sabiduría

            del ciclo, mal pudieran encubrírsele, sino porque, permitiéndoles el

            uso de su mansedumbre, o con el ejemplo de su vida y experiencia de

            sus milagros se enmendasen o, no haciéndolo, tuviesen menos disculpa

            en su condenación. Llamábanse éstos, Dorman y Hermógenes, y como en

            el traje y modestia disimulada diesen motivo a que reparase en ellos

            Tamíride, preguntándolos si eran de la familia del hebreo engañador,

            y respondiéndole que sí, reprimió en parte, que en todo parecía

            imposible, los ímpetus de su enojo, por satisfacerle con más

            certidumbre del ocasionador de él, y les examinó del estado, patria,

            profesión y intentos del prodigioso peregrino. Ellos que, por la

            presencia autorizada y servida de tantos domésticos, conocieron la

            veneración que se le debía, por el semblante su turbación y por la

            turbación su destemplanza, deseosos de ejecutar a sombra suya el

            aborrecimiento con que su maliciosa envidia los enemistaba con

            nuestro Pablo, para provocarle de todo punto en daño suyo, le

            dijeron:

                 -La estimación, ínclito joven, que te celebra y, por oídas a

            los extranjeros, te nos pinta generoso; la presencia que en ti

            reverenciable, si apacible, nos enseña merecer mucho más de lo que

            de ti publica la fama (pues por la mayor parte de la fisonomía y

            disposición suelen ser pregoneras de las virtudes o vicios de los

            ánimos), nos obliga a que, con toda verdad y sencillez, te

            certifiquemos, aunque desacreditando el modo de vivir que

            profesamos, todo lo que nos preguntas. Este peregrino de quien te

            informas, nos es tan oculto en patria y calidad como a ti mismo;

            puesto que no, en los engaños y cavilaciones con que, discípulos

            suyos, nos ha casi reducido a la última infelicidad, llevados de la

            aparente santidad que disfraza y las imposibles promesas con que nos

            cautiva. Cónstanos empero, que, sin asentar en alguna parte, vaga

            regiones, fugitivo siempre, pervirtiendo ignorantes y predicando

            embelecos, que directamente contradicen al común orden de la

            naturaleza y disposición de las leyes políticas; sin que la

            experiencia, que desde que le seguimos nos va abriendo los ojos,

            haya sacado en limpio ejemplo provechoso, ni acción que no se

            encamine para perdición total del humano género. Porque, aborrecible

            perseguidor de su naturaleza misma, toda su eficacia y estudios pone

            en persuadir a las gentes estarles prohibido el amoroso yugo que,

            con blasón lícito de matrimonio, perpetúa la especie humana;

            deseoso, según esto, que con brevedad perezcan los vivientes.

            Canoniza la virginidad estéril con sofisticas persuasiones, la

            castidad infructífera y la continencia avara. Condena el tálamo

            fecundo, el consorcio recíproco y la correspondencia amable, con

            unos modos de hablar hasta aquí no usados, que por lo peregrino

            asomaban y por lo nuevo se admiten (desgracia antigua en toda

            curiosidad ociosa, aplaudir lo que no entienden y profesar lo mismo

            que condenan). No contento, pues, este conspirador contra la paz

            doméstica, con deslabonar de esta suerte voluntades, promete nueva

            vida a los cuerpos, que desde inmemoriales siglos, revueltos en

            ceniza, imposibilitan el como, por más que las escuelas se desvelen

            en apear de qué manera pueda la privación volver al hábito, ni la

            materia, que adúltera repudió las primeras formas, dando los brazos

            a cuantas de nuevo la pretenden, se deje, al fin de tantos tiempos,

            señorear de la que tuvo humana; como si no fuera infalible que la

            verdadera resurrección no puede consistir en los individuos, sino en

            la naturaleza específica, que si muere en unos, resucita en otros,

            eternizándose de esta suerte. Esto es lo que Pablo enseña, lo que

            nosotros hasta aquí ignorantes habemos aprendido, y lo que, ya

            desengañados, te suplicamos, por la veneración debida con que esta

            república te reconoce por tu sangre, tus letras, tus más apetecidos

            empleos, que remedies.

                 Interrumpiólos el irritado enojo de Tamíride, y hallando puerta

            franca para la venganza de su amor perdido, los echó los brazos al

            cuello y los llevó a su casa, premiando deslealtades con favores;

            sentólos a su mesa y convocó parciales, cuya felicidad estriba en

            los esquilmos de Baco y Ceres; propúsolos, ya temulentos, el

            servicio que a sus dioses, su patria, a la humana propagación

            harían, desembarazando el mundo de un infernal espíritu transformado

            en hombre que, para dejarle yermo, impedía el orden con que la

            naturaleza le produce habitadores. Hallaron los persuadidos tan

            proporcionadas sus inclinaciones a los ruegos del persuasor que, sin

            dificultad, salió de la sacrílega consulta decretada la destruición

            de Pablo. Salieron todos de tropel y, llegándoseles otros muchos de

            su facción, asaltaron la religiosa casa de Onesíforo, con el mismo

            ímpetu y alboroto que si combatieran repentinos ejércitos de

            bárbaros aquella ciudad misma; echaron mano a las sagradas y

            venerables canas del inocente apóstol, diciendo en confusas voces:

            «Muera el conspirador aleve contra nuestras antiguas tradiciones;

            preséntese al tribunal de nuestra justicia este escandaloso

            novelero, que introduce leyes contrarias a la misma naturaleza y da

            consejos que repugnan a la propagación legítima de los vivientes;

            porque, despoblándose las repúblicas, vagamundo de una en otra, les

            comunique la pestilencia de su sacrílego instituto y, coloreando su

            torpeza con título de virginidad, descase y enemiste los que

            reciprocó el amor fructífero en un yugo». Esto, sobre todos,

            intimaba a sus ciudadanos Tamíride, arrogante y confiado en sus

            parientes y riquezas, sin que bastase la autoridad y respeto del

            ofendido Onesíforo, con ser de las primeras de Iconio, a templar la

            desbocada furia del pueblo, siempre cómplice a desatinados tumultos

            y motines; llevóle, en fin, con la indecencia posible a los estrados

            del procónsul, que, judicialmente asentado, y impuesto, aunque

            difícil, silencio a todos, dio audiencia al vengativo joven y a los

            que atestiguaban en abono suyo descréditos del inocente apóstol.

                 A todo esto, o lo más, se hallaba Alejandro presente, lastimado

            en parte de la bárbara descortesía con que aquella desatinada

            multitud maltrataba a nuestro pacífico inocente (pues siquiera por

            haber desbaratado, con su celestial dotrina, esperanzas amantes de

            su competidor, le debía compasiones) y, en parte, satisfecho de que

            se extinguiesen principios que, si cobraban fuerzas, habían de

            imposibilitarle las que de nuevo le animaban, persuadiéndose a que

            Tecla, rendidas las resistencias primeras a la eficaz solicitud de

            sus amores, por evadirse de los molestos de su contrario y facilitar

            caminos que lograsen atrevimientos, fingía aplaudir la nueva secta

            con que Pablo entronizaba la virtud virgínea. Retiróle agora a su

            habitación el amigo Cloriseno, porque temió, viendo irritado a su

            enemigo, no le atribuyese a Alejandro la solicitud y negociación,

            con el apóstol, de aquel delito. Seguro, pues, en su casa, aguardaba

            el fin de aquella confusa novedad, ya presumido con esperanzas

            mentirosas y quiméricas, ya pusilánime de que falsas alegrías le

            guiaban a nuevas desesperaciones.

                 Teoclea, entre tanto, clavando por sus manos la ventana, que

            llamaba ocasionadora de su afrenta, y encerrando en la pieza más

            apartada de ella a la mansa perseguida, violentamente la desnudó las

            humildes y comunes ropas, con que, ya profesora de llaneza

            cristiana, se pretendía alistar en la católica milicia. Vistióla por

            fuerza de lo más precioso de sus galas y preseas, componiéndole por

            su orden sus criados el tocado y dándola por castigo severo lo que

            otras apetecerán por caricias liberales (que las injurias no

            consisten en la materia con que se ejecutan, sino en el ánimo con

            que se reciben).

                 -Sírvante -dijo la rigurosa anciana- los mismos adornos que te

            añadieron hermosura, de fiscales agora contra la mala cuenta que has

            dado de la generosidad que significan; y pues en ti es tormento lo

            que en las demás deleite y pérdida, por sola la noticia de este

            vagaregiones (citando las galas son apoyo de todo amor, ya torpe, y

            ya honesto), y en ti desprecios, lo que en otras, circunstancias de

            su estima, a tu pesar compuesta, o te dispón a perecer entre el

            silencio de estas paredes, sin esperanza de compasión doméstica, ni

            refrigerio de vital sustento (porque ni comiendo ni bebiendo

            enmiende la penuria lo que vició la abundancia), o reduciéndote al

            derecho camino de la cordura, mejores propósitos, cumplas los míos,

            y restaures a tu casa la fama que la quitas.

                 Esto dijo Teoclea, echándola la llave, que sólo fió de sí

            misma; la dejó tan acompañada de memorias suspensivas que, en vez de

            llorar soledades y rigores, añadió alivios y caricias al enamorado

            espíritu. Y no me admiro, pues, libre ansí de molestias y embarazos,

            despejando dellos los sentidos, toda el alma en Pablo y por él en

            Christo, sin el estorbo de ellos, se pudo engolfar segura en el

            piélago inagotable de sus misterios, absorta con las hasta allí no

            conocidas demarcaciones, que el Espíritu Paloma la descubría

            guiándola por el aguja de su gracia y carta de marcar de sus

            auxilios.

                 Esto pasaba en la casa de Tecla y lo referido en la de

            Alejandro, al tiempo que Tamíride en la del procónsul acriminaba

            delitos y condenaba virtudes, conmoviendo los ánimos causídicos y

            solicitando quien, con exageraciones criminales, obligase al juez a

            la destruición total del mansísimo apóstol y le restituyese en su

            adorada Tecla. Asentóse, pues, como dije, pro tribunali el

            magistrado, presentáronle al inocente reo, pidió el delator licencia

            para querellarse y, concedida, como de suyo era elocuente, la

            ocasión apretada y el agravio ponderador demasiado, revistiéndose en

            él toda la eficacia del Ángel ambicioso tan fecundo encarecedor de

            todo lo perverso, tan retórico para colorear insulto y tan

            interesado en la pérdida de nuestra restaurada virgen, no perdonó

            diligencia oficiosa, agudeza sofistica, adulación cortesana, amenaza

            tácita, interés abierto, culto profanado, tradiciones ofendidas y

            obligaciones naturales que no intimase y propusiese. Lisonjeóle, lo

            primero, con que la benignidad divina a él sólo como juez más

            religioso le había constituido celador de deidades lesas, pues le

            entregaban en las manos al que libre hasta allí de tantos

            tribunales, conspirador aleve, prevaricaba pueblos y repúblicas, no

            hallando la ofensa de los dioses otro más justo, que él, para que,

            vengándolos, le castigase. La obligación que le corría en

            desagraviar todo lo humano y lo divino, pues no se interesaba menos

            de su sentencia que la autoridad suprema de sus dioses y la

            perpetuidad en sus especies de sus criaturas; intimóle el descrédito

            que se traía de suyo un hombre incógnito, que ni su patria podía

            autorizarle, ni, conociéndosele vecindad, había que temerle, antes

            descubierta su virtud paliada y constando a todos que, con pretexto

            de piedad y religión, descaminaba a tantos, daba evidentes indicios

            de que, desterrado de su naturaleza como enemigo declarado de la

            humana, sostituía en él el infierno la general ruina de los hombres.

                 -Y si no -exageraba Tamíride-,¿en qué reputación tendremos a un

            monstruo que, vituperando el tálamo con el menosprecio de él,

            intenta la ruina del universo? Porque si es cierto, como lo es, que

            el origen y fuente de toda la conservación criada depende del

            matrimonio; los padres, las madres, los hijos, las familias, las

            poblaciones, los campos, los gobiernos, la navegación, la

            agricultura, las artes, las ciencias, las leyes, las repúblicas, las

            escuelas, los ejércitos y, lo que más importa, los templos, los

            sacrificios, ceremonias, votos, cultos y súplicas; quien niega la

            raíz y (digámoslo ansí), la mies y el grano con cuya sementera todo

            lo dicho se propaga y fertiliza, ¿quién duda que pretende con la

            destruición de la causa la de los efectos? Todo esto recompensa este

            embeleco humano con la fama, que él intitula eterna, prometida a

            quien profesor de un nuevo y peregrino instituto, que yo no entiendo

            y él llama virginidad, se dedicare a la estéril privación de los

            hijos, bisagras de voluntades diversas y eternidad en ellos de su

            familia y nombre, que es lo mismo que pretender, para sumarlo en una

            palabra sola, cubrir de luto con universal viudez todo este mundo.

            No dudes, ¡oh magistrado ínclito!, que si tu providencia no corta

            por las raíces esta venenosa planta, ha de cundir en breve, de

            manera que a tus ojos veas la total asolación del humano género.

            Castiga, pues, con la severidad que tu gobierno pide, culpas que,

            trascendentales, a todo lo que tiene ser se oponen. Honra religioso

            y patrocina humano a los que, por medio del consorcio lícito,

            deseamos las antorchas nupciales siempre vivas, a los que cantamos

            epitalamios, reverenciamos himineos y, en beneficio de la vida

            política, tributamos a la naturaleza hijos que, engendrando

            semejanzas, conserven sucesivos la especie que, caduca en unos

            individuos, rejuvenece en otros. Casado eres, hijos te veneran; si

            no defiendes el matrimonio, tu mismo estado infamas y indigno de

            llamarte en tus descendientes tronco, padre y progenitor,

            ocasionarás las plumas venideras a vituperios execrables; todo lo

            que al contrario te sucederá, inmortalizándote en historias, si

            benévolo a ti mismo y a los de tu especie, destruyes a quien nació

            para destruirla.

                 Calló Tamíride, y anudando a sus ponderaciones Hermógenes y

            Deman, sus consiliarios, lo más peligroso en aquel siglo (que fue

            decir que Pablo, transgresor de las divinas leyes, predicaba la de

            Christo), les pareció a los tres imposible evadirse el que, en

            sentencia del vulgo amotinado, merecía infinitas vidas para

            perderlas otras tantas. Sosegado, empero, el juez y asegurando con

            gravedad modesta al acusado, le dijo que, volviendo respondiese a

            los cargos que le imponían, a que satisfizo aquella lengua de

            amoroso, fuego, heredada de las que llovió la gracia sobre las

            primicias apostólicas de nuestra fe beatífica.

                 Lo primero con que el Demóstenes de nuestra fe ganó la voluntad

            al magistrado, fue la cortesía; llamóle el más ilustre virtuoso de

            los varones (que no deroga a la autoridad del púlpito y libertad del

            que predica, la urbanidad y buena crianza; antes dispone y ablanda

            el ánimo del reprehendido el estilo cortés y suave del reprehesor ni

            sé para qué sea buena la extrañeza y severidad de los que, como si

            los que procuran reducir fueran brutos impersuasibles, a poder de

            amenazas, infiernos y calamidades quieren que, llevados arrastrando,

            los reduzca el temor servil como a esclavos, siendo de tanta más

            eficacia el filial, cuanto va de un alma noble, que por bien se

            dejara llevar antes de un cabello al patíbulo que por mal a la silla

            de un imperio, que la rebeldía de un roble, que no da fruto sino a

            poder de vardascazos. Primero crió Dios los cielos, donde todo es

            premio y descanso, que el infierno, donde todo es tormento y

            castigo; antes hubo serafines abrasados en llamas amorosas que

            demonios en incendios inagotables. Yo, a lo menos, mientras me fuera

            posible, antes persuadiera a los descaminados con el interés de lo

            deleitoso que pierden que con lo horrendo del daño a que se exponen.

            Ocasionónos a esto la cortesía agradable con que el orador divino

            nos enseñó ajuntar el menosprecio católico a los peligros

            adversarios, con el respeto venerable que se les debe a los

            ministros de justicia, pues por malos que sean, vice ejercen el

            lugar divino. Y no llevo a paciencia que la hipocresía melancólica y

            grosera, sólo porque en la corteza afecte santidad, piense que nos

            hace la vida de merced, hablándonos por las narices y indignándose

            de fiarnos los ojos).

                 Hecha, pues, nuestro apóstol, la salva a la obligación que en

            lo humano debemos a las dignidades, prosiguió con lo que, a lo

            divino, le había señalado por evangélico embajador de la verdad

            primera. Desengañó a los presentes que, de la dotrina nueva que

            extrañaban, no era el legislador hombre sólo, sino un hombre Dios,

            que, compadecido de la ceguedad común del mundo, para alumbrarle en

            ella le instituyó dotor y pregonero, contra los engaños de la

            ignorancia, señalándole médico universal que arrancase de raíz la

            apasionada contagión de la idolatría, sus fábulas, cultos ridículos,

            sacrificios de animales y holocaustos de hombres (introducidos más

            por la cavilosa compostura de palabras retóricas, que por la piedad

            y religión disimulada que mentían), para que, como quien cura por

            ensalmo, les echasen sus palabras el único remedio con que escapar

            dichosos del general diluvio que, provocado del enemigo invesible,

            por siglos tantos inundaba las cuatro partes de la tierra, cuyos

            escollos y bajíos de supersticiones y agüeros, por ser tantos, era

            imposible sumarlos en tan breve término.

                 -Por qué, ¿en qué consiste -decía- la artificiosa tela de

            vuestra vana adoración, sino en que atraídos de sugestiones

            infernales, efectos de los condenados espíritus (de todos aquéllos

            hablo que, desde la región etérea hasta la subterránea, son impuros

            y implacables hidrópicos eternos de sangre humana), os ejercitáis

            continuos en homicidios, adulterios, torpezas y desenvolturas, tanto

            más execrables, cuanto a la sombra de culto religioso honestáis

            pecados con nombre de veneración divina? ¿Qué ejemplos os dejaron

            vuestras deidades falsas, por cuyos vestigios, guiando vuestras

            acciones, os persuadáis frenéticos a felicidades de duración eterna?

            ¿Hállanse en los venenosos estímulos de vuestras fábulas poéticas

            otras hazañas de los que veneráis por divos sino raptos, estupros,

            amores libidinosos, mezclas abominables de padres con hijas, de

            hermanos con hermanas y lo que totalmente es indigno aun en la

            imaginación más atrevida, brutales ejecuciones en total perjuicio de

            la naturaleza? Éstas son las virtudes que por vosotros (sin reparar

            en la repugnancia que hacen tan innumerable número de vicios a la

            rectitud que la divinidad requiere) aplaudidas y reverenciadas con

            religiosas ceremonias y supersticiosos cultos, alientan los simples

            y disculpan a los presumidos, para que unos y otros no se infamen

            profesores lascivos, pues imitan legisladores torpes. Por ventura,

            ¿qué otros ejemplares os dejaron que los referidos Venus con Marte,

            Júpiter con Ganimedes y toda la sacrílega turba de vuestra adoración

            idólatra? ¿Hay, acaso, en las escrituras alguna tan asquerosa que no

            tenga provincia en que, como deidad inmensa, no le dediquen

            sacrificios y víctimas? ¿Qué flor, qué planta, qué fuente, qué lago,

            qué selva, qué soto, qué ave, qué bruto, no goza en diversas

            regiones aplausos tutelares, aras ridículas y templos idólatras?

            ¿Cómo es posible, ¡oh griegos!, sabiduría del orbe, que no os

            avergoncéis de que en vuestra patria se reverencie por dios al

            milano, símbolo de la cobardía, al gato de la ingratitud y al

            cocodrilo de la inhumanidad? Esto, por sí mismo, ¿no está

            manifestando repugnancias? ¿Habíades menester, siendo racionales,

            más despertador para el desengaño de vuestro frenesí que la

            incapacidad misma y horror de lo venerado?

                 Ansí los iba convenciendo nuestro doctor celeste,

            disponiéndolos a que se acabasen de persuadir que, siendo uno el

            Dios verdadero y no pudiéndose multiplicar en naturaleza,

            multiplicaba sus personas, simplicísimo en lo absoluto, trino en lo

            relativo; Divinidad no compuesta, inmutable, indivisa,

            incircunscripta, más antigua que el tiempo, primero que el mundo, un

            ser, un entendimiento y una voluntad, pero tres supuestos, divinos

            todos; no empero tres divinidades sino una; de quien todo lo criado

            depende; a quien todas las cosas apetecen por natural instinto; de

            quien todo tiene ser y por quien todo vive. Tras esto les enseñó el

            misterio de la temporal producción del Verbo Ab Eterno, engendrado

            por la fecundidad intelectiva de la persona primera; la virginidad

            intacta de su Augustísima madre; su predicación, misterios,

            maravillas, su muerte, resurrección, subida a los cielos,

            comunicación del amor espíritu en lenguas encendidas y la residencia

            que el mundo espera, juez severo entonces el mismo que agora

            protector y abogado; la creación apostólica y provisiones en los

            príncipes primeros de la Iglesia y que siendo él uno de los

            nombrados y estando a cargo suyo no menos que la conversión de toda

            la gentilidad, le tocaba, por disposición divina, el ministerio en

            que el Espíritu Santo le había nombrado; que la ley que les

            predicaba, aunque necesaria totalmente para la felicidad eterna, era

            empero libre, sin que presumiese violentar el natural privilegio del

            libre albedrío; porque, si bien todo lo honesto y virtuoso, por

            hermoso enamora, no, empero, necesita; concluyendo que una y la

            mayor perfección de todo lo propuesto era la virginidad, como tan

            identificada con la fecundidad eterna, que virgen engendró, engendra

            y engendrará su misma semejanza, y siendo virgen él, el engendrador

            y el engendrado son y serán origen del infinito amor, que de los dos

            procede, porque no repugna, ni en el entendimiento del uno ni en la

            voluntad de los dos, la fertilidad a la pureza intacta que en Dios

            se connaturalizan.

                 -Mas no por esto -concluyó-, vitupero, como me imponen mis

            acusadores, el uso honesto y lícito del matrimonio antes predico y

            enseño que fue privilegio y concesión del Omnipotente conservador

            del mundo para remedio y subsidio de la naturaleza humana, para

            resguardo y medicina de la flaqueza nuestra, y que se estableció

            como una inexhausta fuente, por cuya continuación, siendo el mismo

            Dios su prodigioso artífice, se conservase la semejanza y

            prorrogación de nuestro ser y especie; entrando unos individuos en

            lugar de los otros que perecen y proveyendo, por ministerio del amor

            conyugal, la naturaleza, las plazas en los recién engendrados, que

            vacan por la ausencia de los difuntos, como desde el principio de la

            general creación ha sucedido y sucederá, hasta que, pasando como

            sombra la figura de este mundo, con el fin de él, trueque el hombre

            lo caduco y perecedero por lo inmortal y permanente, de tantos más

            quilates, cuantos lleva de ventaja lo eterno a lo corruptible.

            Inmortalidad es la que predico y para ella defiendo ser necesario

            que los que en esta peregrinación nos vestimos de mortalidad mísera,

            nos vistamos para la patria, que es el cielo, de inmortalidad que

            eterna permanezca. En fe de esta dotrina, lustro el orbe, visito

            reinos y peregrino ciudades; esta misma ocasión me introdujo en

            Iconio, en él estoy y en tu presencia, ¡oh juez!, te pido que, quien

            me infama reo, proponga delitos, sustancie acusaciones, que presto

            estoy a la defensa de mi inocencia y dotrina, ya con disputas, ya,

            si necesario fuere, con ofrecer en su confesión la vida.

                 Calló con esto Pablo y enmudecieron de suerte, a la fuerza de

            sus razones, sus fiscales que, avergonzados y confusos, daban con

            los ojos en tierra y el desmayo de los semblantes, pregones mudos en

            abono de la verdad siempre invencible; pues cuando ésta no se

            levantara con el imperio de todo lo más fuerte y poderoso (y en

            presencia del monarca asirio no la reconocieran los tres

            competidores, el vino, el príncipe y la mujer, ocasionando su

            vitoria a que reedificase el templo Zorobabel, su artífice), sobraba

            estar agora en la lengua de Pablo y ser divina, para entorpecer

            profanas sutilezas de idólatras lascivos.

                 Viendo, pues, el procónsul la admiración con que los

            desapasionados aprobaban lo que nuestro apóstol defendía sin armas a

            sus opuestos; inocente al acusado y que parte de lo que el gran

            doctor propuso era infalible, aun en la ceguedad de su religión

            falsa, como el refutar por torpe y bárbara la adoración de tanta

            fabulosa turba; cuán bien se proporcionaba con la luz natural del

            entendimiento la monarquía de un Dios solo, pues cualquiera mediano

            discurso, con sólo la guía de la razón, llega a alcanzarlo, puesto

            que ni entendía, ni aprobaba la trinidad de supuestos en una deidad

            sola, la resurrección corporal, después de convertidos en formas

            tantas, deseoso de más quieta averiguación y recelando de la plebe

            amotinada algún atrevimiento contra el peregrino venerable, para

            sosegar los unos y cumplir con Tamíride, citó a nuestro santo para

            segunda audiencia, mandando que, en el ínterin, estuviese depositado

            en la cárcel común, puesto que en lugar decente. Ejecútase este

            decreto, defendiéronle de los atrevidos los aficionados, acompañóle

            el venerable Onesíforo, admirando él y todos la serenidad de ánimo

            con que, risueño, se gratulaba a sí mismo el hallarse digno de

            padecer afrentas por el sabroso nombre de quien era escogido vaso.

            Sosegóse con esto el popular tumulto y su apasionado conmovedor, en

            parte satisfecho, viendo infamado, si no en el crédito, en el

            depósito afrentoso de la común cárcel, a su enemigo, y en parte, con

            sentimiento del magistrado, porque dando lugar a informaciones, no

            le entregaba al punto la venganza de sus desatinos (tanto presume el

            poder y la soberbia contra la verdad y la justicia). Volvió a la

            casa de Teoclea, con esperanza de que notificándole a nuestra

            perseverante virgen mentiras aparentes, en perjuicio de la dotrina

            que aprobaba, con descrédito de quien la defendía, la hiciese creer

            que, convencido Pablo y sentenciado a muerte, la estimación que con

            tanto estudio había conservado hasta allí célebre su fama, la

            obligase a mudar resoluciones y reducirse a su primer

            consentimiento.

                 Entre tanto, pues, que esto pasaba, presa nuestra virgen y

            amante por oídas de quien, ya asistente en sus potencias, la

            disponía a celestes tálamos, impaciente sosegada (afectos son

            contrarios que los reconcilia el amor y la cordura) con la ausencia

            del apostólico tercero de los suyos, dejándose llevar de sus

            encendidas suspensiones y ayudándolas con la natural propensión que

            la inclinaba a las musas, toda fuera de sí, porque estaba toda

            dentro de su amante, valiéndose agora de los ímpetus con que la

            poesía adquiere título de furor armónico y modulándola en Tecla el

            Espíritu Paloma, fuego todo, con más verdad que cuando escribió

            Ovidio:

           

           

                  Sabroso furor incita

                        nuestro espíritu perenne,

                        pues cuando su raudal viene,

                        Dios en nosotros habita;

                        divinos nos acredita

                        siempre que versificamos,

                        Pues en fe que contratamos

                        entre célicos ardores,

                        de sus solios superiores,

                        sus ímpetus heredamos.

           

           

           

                 Porque el amor y la poesía son tan deudos que por milagro saben

            hacer cosa de provecho el uno sin el otro; y estaba nuestra virgen

            tan engolfada en entrambos, que al paso que el objeto que apetecía

            era más excelente y divino, crecía más el versífico impulso de sus

            deseos; y así, viento en popa su esperanza y tomando sus afectos

            alturas, por nuevos y no conocidos rumbos, llevada de su encendida

            imaginación, sin reparar que cantaba, cantó del modo que se sigue:

           

           

                  Piélagos de inmensidades,

                        ni navegados ni vistos,

                        de la tierra me remontan,

                        agua y cielo solos miro;

                        mis ojos vierten el agua,

                        envidiando en los oídos

                        que, entrándose amor por ellos,

                        les usurpen su ejercicio;

                        el cielo me influye raptos,

                        que, a fuerza de mis suspiros,

                        al cuerpo el peso aligeren,

                        volando el alma a seguirlos.

                        Ignoro demarcaciones

                        del puerto que necesito;

                        mi piloto lloro ausente;

                        sin norte temo peligros;

                        lleno está el mar de cosarios,

                        que, bárbaros y atrevidos,

                        presumen ganarme el viento,

                        para que amaine a sus tiros;

                        por abordarse desvelan,

                        ¿cómo podré resistirlos,

                        ellos fuertes, yo sin armas

                        yo sola, ellos infinitos?

                           ¡Socorro, amante mío,

                        soplen en mi favor vuestros auxilios,

                        vuestro espíritu aliente mi esperanza,

                        amores, viento en popa, y mar bonanza!

                           Desposéme por poderes

                        con vos, amante infinito;

                        adóroos y no os conozco

                        si no es para serviros;

                        en vuestra busca me embarco

                        por piélagos inauditos,

                        que siempre engendran deseos,

                        tesoros ultra marinos;

                        Caribdis, y Escilas torpes,

                        sirenas, todas hechizos,

                        escollos que se disfrazan

                        en las olas de los vicios,

                        dificultan mi viaje;

                        porque entre tanto bajío,

                        faltándome la experiencia,

                        ¿cómo escaparé del siglo?

                        La sonda de la fe llevo,

                        con que temerosa mido

                        el fondo de mis deseos,

                        ciegos ellos, yo sin tino.

                           ¡Socorro, amante mío,

                        que el mar que surco, ensoberbece riscos,

                        huracanes de vicios se levantan,

                        zozobrarán sin vos mis esperanzas!

                           Atrevimientos de amor

                        cuanto más arrojadizos,

                        mayores logros merecen,

                        que no se estiman los tibios;

                        amo y, sin saber a quién,

                        cartas de fuego le escribo

                        que a Dios y a ventura arriesgo,

                        si es ventura y Dios lo mismo;

                        mis afectos se las llevan,

                        por ser ligeros avisos,

                        que tomando altura y grados,

                        huyen el paso a enemigos.

                        ¡Qué de finezas le muestro!

                        ¡qué de regalos le digo!

                        ¡qué de quejas le despacho!

                        ¡qué de favores le intimo!

                        Que salga al puerto a esperarme,

                        que si las arenas piso,

                        que son en su reino estrellas,

                        honre mi amor su recibo.

                           ¡Ausente esposo mío,

                        para no conoceros, mucho os pido,

                        no os desdeñéis por esto, que yo os juro,

                        que si mucho os propongo, os amo mucho!

                           Es posible, tierno ausente,

                        que ya que os dignáis propicio

                        de admitirme a vuestros brazos,

                        yo humana y ellos divinos,

                        siquiera el embajador

                        que de vuestra parte vino,

                        alegre objeto a mis ojos,

                        ¿no los feriará este alivio

                        la voz y no la presencia?

                        Si se me esconde el ministro,

                        ¿cómo gozará a su dueño

                        el alma que le dedico?

                        De oídas el desposado,

                        no es mucho; pero el padrino,

                        el que viene a los conciertos

                        ¿en su amor sostituido?

                           No, luz de mis sentidos,

                        ya que de vos mis ojos no son dignos,

                        góceos yo por enigmas, por retratos:

                        si no al emperador, a su privado.

                           Suplir en láminas suele

                        el pincel, amantes vivos,

                        con la imitación, que, diestra,

                        ennoblece al artificio;

                        ya que los retratos faltan,

                        y ausente amor al principio

                        con ellos alivia penas,

                        si hay en ausencias alivios,

                        ni imaginación Apeles,

                        colores mezcle distintos,

                        pues lienzo la voluntad,

                        en ella su copia imprimo.

                        Aceite llamó al esposo,

                        el apóstol peregrino,

                        una vez que en mi atención

                        logró efectos inauditos,

                        podré retratarle al olio,

                        y si con llamas le pinto,

                        antes roto que borrado,

                        Nestor será de los siglos.

                           Gobernad mi distinto,

                        llevadme vos la mano, dueño mío,

                        que si acierto a pintaros,

                        posible podrá ser, que acierte a amaros.

                           Válgame el cielo, ¿qué es esto?

                        de impulsos nuevos me visto,

                        oráculo ilustro el alma,

                        retratando profetizo.

                        Es mi esposo grana y nieve,

                        Sol y Aurora, Paro y Tiro,

                        rubio y cándido, que al propio,

                        bien pintado, mejor dicho;

                        las hebras de su cabeza

                        del metal, que del sol hijo,

                        monarca el mundo idolatra,

                        y en madejas vende el indio;

                        cada peinada guedeja,

                        parece pimpollo altivo

                        de las palmas que, gigantes,

                        doran sus frutos opimos;

                        sus ojos son de paloma,

                        amorosos y atractivos,

                        que en la margen de las fuentes,

                        se retratan en sus vidrios;

                        sus dos mejillas, dos cuadros,

                        o planteles que, tejidos

                        de flores blancas y rojas,

                        copias son de un paraíso.

                           Todo esto, amante mío,

                        vos me lo reveláis y yo lo pinto;

                        vos el origen sois, vuestra es la nota,

                        que yo sólo traslado vuestra copia.

                           Torneadas vuestras manos,

                        guarnecidas de jacintos,

                        doradas por liberales,

                        que al paso dais, que sois rico;

                        vuestras carnes, marfil terso,

                        brillante, cándido y liso,

                        cuyas venas, por su nieve,

                        arroyos son de jacintos;

                        sobre colunas de mármol

                        se apoya vuestro edificio,

                        cuyos pedestales de oro,

                        a un tiempo beso y admiro;

                        tan bizarro como el cedro

                        del Líbano palestino,

                        incorruptible y fragante,

                        más que él gallardo y antiguo;

                        almíbar vuestras palabras,

                        por el conducto melifluo

                        de un cuello, con cuyo néctar

                        tristes memorias suavizo.

                           Todo vos, dueño mío,

                        sois deseable, amado apetecido,

                        tal es mi caro esposo, tal mi dicha,

                        que soy su esclava y me intitula amiga.

                           Cuando entre sus brazos goce,

                        tras el destierro prolijo

                        de los mares que naufrago,

                        la quietud que solicito,

                        alcázar de nuestras bodas,

                        serán palacios impíreos,

                        de cuyas bóvedas pendan,

                        las estrellas a racimos;

                        sus artesones dorados,

                        de relieve guarnecidos,

                        perpetuarán en su adorno

                        al cedro y al cipariso;

                        celoso me acechará,

                        tal vez, si de Él me retiro,

                        por canceles y ventanas,

                        (que amor deleita escondido)

                        y en retornos virginales,

                        regocijando suspiros,

                        tálamo el sueño de flores,

                        mullirán rosas y lirios.

                           Dueño divino,

                        recíproco amor quiero, pero limpio,

                        mil veces feliz yo con tal esposo,

                        que es, siendo todo amor, limpieza todo.

           

           

           

                 Dejárase correr por el impetuoso curso de sus enajenaciones

            Tecla, a no interrumpirla su madre y Tamíride abriendo las puertas.

            Y fingiendo en el semblante el gusto que desmentía en el alma, dijo

            Teoclea:

                 -Ya tu hechicero engañador (para que, recobrándote, vituperes

            persuasiones que lastimosamente te despeñaban, Tecla amantísima),

            avergonzado y convencido, confiesa los insultos execrables que, por

            medio de caracteres y invocaciones mágicas, han descaminado

            infinitas repúblicas y honestidades célebres, vírgenes y matronas.

            Cargado de hierros (no tantos como los suyos piden), entre las heces

            de esta ciudad (gente perdida, digo), por cabeza de embelecos le

            hospedan insolencias en el más vil calabozo de aquel encierro

            infame, para que, en amaneciendo, le desacredite un palo, en

            satisfación y a vista de los mismos que le aplaudían. Todos los

            hasta aquí por él prevaricados se reducen a sus antiguas tradiciones

            y, con víctimas y sacrificios, procuran aplacar las deidades

            ofendidas. Tú, pues, ¡oh, clara prenda!, más discreta, más sabia,

            más conservadora de tu fama hasta aquí limpia, ¿quién duda que, con

            ventajas, no te restaures a tu esplendor primero y, abjurando

            sacrílegos precipicios, para satisfacción de tu patria y confusión

            de quien te pervertía, no te mejores a ti mesma, premiando

            merecimientos de tu esposo y obligaciones precisas que me debes?

                 Lo mismo, aunque con diferentes palabras, decía Tamíride. Pero

            Tecla que, ya depósito de lo más precioso de su dueño, era

            guardajoyas de sus secretos ocultos y tenía las llaves del camerín

            de sus misterios, volviéndoles las espaldas y dándoles con el

            silencio en los ojos, castigó muda persuasiones mentirosas y

            ocasionó indignaciones nuevas en su madre, como pasados sentimientos

            en su aborrecido pretendiente. Encerróla Teoclea segunda vez,

            determinada que pereciese hambrienta, y partióse Tamíride

            desesperado a maquinar venganzas contra el apóstol, que en su

            opinión era la total ruina de sus dichas.

                 Sola, pues, Tecla, deliberando medios (si atrevidos en su

            estado, disculpables en su amor) que le franqueasen puertas y

            facilitasen la presencia de su maestro no conocido, se resolvió en

            el más arrojado pensamiento que pudo imaginarse en la recatada

            estimación de quien, hasta entonces, aun de los ojos domésticos se

            retiraba. ¿Qué no intenta el amor? y ¿qué no consigue? Atropelló el

            de Tecla recelos del qué dirán; dejó a la malicia ocasiones, puesto

            que falsas, y no reparando en juicios fiscales, acabó consigo

            quebrantar sus prisiones aquella noche, trocándola por la que en

            nuestro apóstol con su presencia santificaba, porque, hambrienta de

            su doctrina, sentía tanto más su falta que el natural sustento,

            cuanto se diferencia el alma de su materia tosca, pues de aquélla,

            en los perfectos, las más veces participa de suerte lo corpóreo que,

            medrado con sus relieves, no se acuerda de los manjares comunes de

            la tierra.

                 Notable fue su determinación, pero no tan inaudita que no se la

            facilitasen ejemplos, ya humanos, ya divinos, de doncellas que, por

            conseguir sus deseos, desmintiendo disfraces, atropellaron

            inconvenientes y perpetuaron sus nombres. Porque ¿a qué no se

            arrojara un pecho verdaderamente enamorado? ¿Ni de qué sirviera

            pintarse el amor ciego si reparara en peligros? ¿Ni desnudo, si en

            fe de que no tiene qué perder se atreve a todo? Pocas o ninguna vez,

            amante estadista logró hazañosos lucimientos, pues no en balde

            Aristóteles afirma que los más considerados son más cobardes,

            porque, como miden con discursos los riesgos y conocen las

            dificultades, juzgan por más cordura el retirarse que el

            emprenderlas. Si tantearan sus fuerzas con sus recelos los

            atrevidos, ni Roma coronara Césares, ni el Asia Alejandros, ni

            nuestra España enarbolara sus cruces sobre la esfera de un mundo

            nuevo. Pues los extranjeros, envidiosos de nuestras temeridades,

            decían habernos enseñoreado de toda la América con sólo el riesgo de

            un pequeño escuadrón de locos y porfiados. A esto, y más, alienta la

            violencia irreparable de un enamorado espíritu. Y si en lo torpe y

            vituperoso celebran resoluciones osadas a un Leandro atravesando

            Helespontos, oponiéndose a tormentas y facilitando ejércitos de

            inconvenientes marítimos; a una Hero precipitada desde el homenaje

            más sublime de una torre hasta el arenoso pavimento que la recibió

            cadáver; sin la infinidad de fábulas e historias que procuran con

            tantas tragedias escarmentarnos; si bien parece más admirable en

            nuestra virgen, considerado el natural encogimiento de su

            inclinación honesta; porque una acción misma asombra en un sujeto

            que en otro no hace ruido. Y cuando se realza la voluntad con

            quilates de divina, en empleos seguros de las imperfecciones

            humanas, al paso que se aventaja en el objeto, temémonos los riesgos

            que a los imperfectos acobardan. Díganlo los héroes de nuestra

            Iglesia, cuyos arrojos, al parecer temerarios, harán creíbles los de

            nuestra determinada amante.

                 Aguardó pues, que, ausente la mayor luz que en las noches

            preside, en su lugar las estrellas, partícipes del resplandor

            monarca, hiciesen menos formidables las tinieblas y, en la mitad de

            su silencio, esperando que cerrase las puertas comunes un criado de

            su casa, antiguo y confidente, con recatadas voces, le pidió desde

            la ventana de su clausura que salía a las puertas mismas se llegase

            a las de la pieza que la aprisionaba. Hízolo ansí el liberto y

            cohechado del oro que Tecla desembarazó de sus dedos, pecho y

            garganta, como siempre la vejez fue codiciosa y el estado servil

            interesable, a pocas persuasiones, puesto que eficaces, se venció

            más de las dádivas que de los ruegos, arrancando mañoso y sin ruido

            la cerradura de quien era alcaide, no menos que Teoclea. Y sin

            reparar en que, ignorando los lícitos propósitos de su señora, en

            cuanto era de su parte traidor a su fidelidad, la ocasionaba a

            inconsideradas aventuras, obediente a su resolución, la permitió la

            calle, facilitándola su salida y recibiendo en retorno de su violada

            fe, entre las joyas dichas, las preciosas ajorcas que coronaban sus

            muñecas.

                 Hallóse nuestra virgen en los principios de su determinación

            ejecutada, y como éstos fueron siempre los más dificultosos, ¿qué

            maravilla que temblase, sola en manos del recelo y a pique de

            encontrar quien atribuyese a descaminadas desenvolturas sus

            virtuosas osadías? Ya vimos a la esposa en los misteriosos cantares

            salir como Tecla en busca de su dueño, registrando a media noche

            calles y plazas, hasta dar con la justicia y salir de sus manos

            desnuda, herida y mal tratada. Lo primero, imitólo al vivo la

            ansiosa solicitud de su encendida semejanza y lo peligroso de lo

            segundo presto se ejecutará, tan a costa suya, cuanto en alabanza de

            sus finezas. Ponderó Alciato la fuerza de las llamas amorosas,

            pintando a Júpiter que arrojaba uno de sus rayos contra el dios

            desnudo, y a éste disparándole una flecha, que, saliendo al

            encuentro al mismo rayo, le atravesaba por medio y deshacía; porque

            a los atrevimientos encendidos de un amor resuelto, ni aun los rayos

            son poderosos, ni respetos de padres, ni estorbos de hermanos, ni

            descréditos ni peligros, ni la muerte misma basta a templar sus

            ímpetus. Así lo pondera Justiniano en el Código, y su glosa, a este

            propósito, trae unos versos, que no poco lo encarecen, diciendo:

           

           

                  Atropella amor por todo,

                        contra su sangre se atreve,

                        porque ni teme, ni debe,

                        ni amor sabe guardar modo.

           

           

           

                 Comparándole a la muerte, me parece poco encarecimiento, porque

            el amor tira mucho más la barra de su poder. Dos veces dirá el

            esposo en los Cantares que le atravesó su prenda el corazón, y ya se

            sabe que es este miembro príncipe tan delicado que, no digo yo

            herirle una vez sola, pero el tocarle levemente le quita al punto la

            vida; pues si a la primera muere, ¿cómo se querella de su esposa

            porque se le hirió dos veces? Porque pasa más allá de la muerte

            misma, hiere y mata lo primero, y al segundo golpe ya cadáver el

            cuerpo, le queda al alma corazón en que emplea el amor sus tiros.

            Porque como éste es efecto de su potencia, y aquella se lleva

            consigo la voluntad, no muere amor (del divino hablo, que esotros

            son apetitos y no amores), antes dura lo que el espíritu en que se

            sujeta; siendo, pues, esto ansí, ¿qué maravilla que Tecla cierre los

            ojos a los riesgos, a las deshonras y a la muerte?

                 Guiaba, pues, a la prisión de Pablo, depósito apetecido de sus

            deseos, yendo de noche tan animosa cuanto enamorada. Tres cosas

            afirma Ovidio, que siempre emprendieron temeridades, el vino, la

            noche y el amor:

           

           

                  No hay moderación que venza

                        el desatino

                        del amor, la noche y vino,

                        ni razón que los convenza,

                        ni obedece a la vergüenza

                        la noche, ni estima honor,

                        desnudo el vino y amor,

                        honra, fama y vida huellan,

                        y imposibles atropellan,

                        que no saben que es temor.

           

           

           

                 De estas tres intrépidas pasiones, las dos acompañaban a

            nuestra virgen: de noche iba a la luz del fuego soberano que la

            abrasaba, mas no por esto la faltó la tercera, pues si el vino es

            tan animoso que merece entrar en compañía del amor y de la noche,

            aunque a Tecla repugnen los descréditos viciosos que profesan los

            aficionados al licor Dionisio, cuádranla, por lo menos, las

            propiedades con que le ennoblecen cuantos le conocen. Dos veces

            compara el amante eterno al vino los pechos de su esposa y otras

            tantas le retorna ella estos favores, asimilándole a sus pechos y

            garganta. Que el vino en los pechos signifique fortaleza ventajosa a

            la natural, dícelo expresamente el Dotor Melifluo en el sermón nono

            sobre los Cantares, donde disculpándose la esposa del atrevimiento

            con que le pidió aquel misterioso beso con que comienza sus

            epitalamios, le acaricia de esta suerte: «Si juzgáis, esposo y dueño

            mío, a licenciosa presunción, aquesta súplica, vos la ocasionastes,

            pues regalándome con lo sazonado y sabroso de vuestros dulces

            pechos, fortalecistes de manera el mío, que me dáis osadía amante

            para más de lo que parece lícito». Luego el vino a que los pechos de

            la esposa se comparan, es símbolo de la fortaleza, y según esto,

            Tecla, que se atreve a vencer su natural tímido, de noche, por las

            calles de su patria, lo animoso lleva consigo del vino, del amor y

            de la noche, que Ovidio llama incontrastable. Medró este licor

            valiente el nombre con que se ilustra de esta dicción: Vi, que en

            latín significa fuerza, intitulándose vino, a cuya causa Homero le

            atribuye el poder mismo que al elemento superior, diciendo:

           

           

                  En poder y en fortaleza,

                        la misma eficacia entrego

                        al vino, que tiene el fuego.

           

           

           

                 Y el Cómico afirma que el vino, como la locura, privilegia a

            sus aficionados, para que sin castigo puedan salir con cuanto

            pretendieren:

           

           

                  A la locura y al vino,

                        sin que el castigo lo vede,

                        licencia se le concede

                        para cualquier desatino.

           

            

           

                 Disculpen, pues, a nuestra amante, los que la vieren a tal hora

            menospreciar desgracias, que amor (al parecer de los tibios lo cura

            todo), la obscuridad de la noche, que patrocina temeridades, y la

            embriaguez enamorada que consigo lleva, la hacen escolta y sacarán

            airosa.

                 Guióla el impulso celestial que la guardaba hasta las puertas

            de la prisión, si hasta allí infame, ya ilustre, por la presencia

            del dotor evangélico que la asistía; llamó a ellas, abriólas el

            alcaide, que, siendo soldado de más satisfacción en las armas que en

            las costumbres, estaba siempre dispuesto, mediante su codicia, a

            cualquiera permisión desbaratada que le cohechase, aunque fuese en

            perjuicio general de su república. A éste, pues, comunicó la virgen

            sus deseos y compró con sus, joyas la facilidad de ejecutarlos.

            Guióla al alojamiento del divino preso. Predicaba entonces, como

            solía, los misterios de nuestra fe a la multitud de desdichados

            dichosos, pues, los más, a costa de la libertad del cuerpo que allí

            tenían empeñada, granjearon la del espíritu por medio de la dotrina

            del apóstol. Por no interrumpirle Tecla, llegó, quieta y regocijada,

            a ser una de sus oyentes, asentándose a sus deseados pies. Reparó

            entonces el devoto concurso en ella y alborotóse en conociéndola;

            informóse Pablo de la causa y imitándolos en la admiración, no,

            empero, la desesperó por eso de la confianza animosa que, segura en

            Christo, casi ya su esposo, la facilitó tanto inconveniente; antes,

            acercándola más a sí y mudando asunto, enderezó en favor suyo

            amonestaciones y consejos admirables, confirmándolos todos en la

            prosecución de tan animosos principios, con certidumbre del premio

            que en tálamos incorruptibles, Christo, su amante, la prevenía.

                 -Por tu ocasión -dijo-, ¡oh virgen generosa!, acusado de

            Tamíride, estoy en los descréditos y prisiones que ves. Lastimábame

            hasta agora, no de las injustas penas que padecí (nunca el cielo

            permita que me querelle de las que hasta aquí he pasado y sé que he

            de pasar por mi maestro, Christo), sino de que había de obligarme a

            salir de esta ciudad sin el fruto que en todas las que he

            peregrinado logra mi dotrina. Débote encarecidas gracias, porque sin

            saber de dónde vienes, favorable objeto a mis ojos, desmientes mis

            recelos. Agora, pues, daré por venturosos los trabajos que por ti he

            sufrido, y presumo que he de sufrir, pues me aseguran, siendo tú las

            primicias, el fértil colmo de mi cosecha. ¡Oh, si supieras el gozo

            con que festeja el cielo, el agosto abundante que le anuncias,

            viéndote asaltar desde tu patria la primera al cielo, con el

            estandarte de tu cruz al hombro, menospreciando (en abono de la

            verdad que, no viéndome, me oíste) tu madre, tus tesoros, tu linaje,

            tu naturaleza, tu apercebido consorte y las delicias todas que en ti

            tus contemporáneas envidiaban! ¡Oh qué triunfos a la eternidad

            consagras contra el Ángel condenado que, presumido, fulminaba ruinas

            al humano género! Ya, en efeto, por la mano de una virgen tirana, en

            la flaca edad de sus primeros años, se lamenta vencido, para

            irrisión tierna de su altivez rebelde.

                 Proseguía el elocuente apóstol, animándola a la perseverancia,

            y disponiéndola al menosprecio de persuasiones, tormentos y

            solicitudes de que el común enemigo se apercebía para derribar

            propósitos tan hazañosamente ejecutados.

                 -Transformástete -decía- de mujer cobarde en varón invencible;

            afrentoso descrédito te infamará mudable si, degenerando de

            principios tan célebres, temieres pusilánime cuando te ves en los

            brazos de tu esposo Christo que, aunque alienta deseos, no premia

            sino ejecuciones. Infinitos medios maquinara para vencerte el dragón

            precito, ni perdonará estratagemas, ni ardides; ya fingiéndose

            monarca de las etéreas luces, ya desde ellas fulminando contra ti

            persecuciones, te lisonjeará pacífico, te perseguirá furioso, te

            ofrecerá deleites, te amenazará infortunios, engolfándote entre las

            olas de promesas y castigos. Y cuando esto todo no aproveche,

            conjurará contra ti los pueblos, los jueces, los verdugos, las

            llamas, las fieras y los hombres, sin perdonar instrumento

            atormentable; pero no le temas, que es fanfarrón afeminado, huirá a

            la primera resistencia, con más oprobio que el que medró del humilde

            esterquilino, cuando el sufrimiento laureó al paciente patriarca, y

            abatido desde los precipicios de su arrogante presunción, te dejará

            en las manos la corona.

                 Pintaba Pablo, en confirmación de esta dotrina, cuán caviloso

            se aprovechaba, como diestro esgrimidor de las tretas de su

            industria; cuán advertido buscaba la escotadura de las inclinaciones

            con la espada, para herir de muerte por ella a quien se descuidase

            en la pelea; cuán civil y temeroso, una vez vencido, temblaba del

            vencedor desde allí adelante. Asegurábala triunfos eternos, coronas

            augustas, tálamos inmortales, los brazos de su esposo y el título

            que de apóstol de su patria la esperaba. Pues, convirtiéndose toda

            por su predicación, transformada, de vecina suya, en su doctora,

            entraba a la parte en el blasón supremo que privilegió entre tantos

            a doce solos, para príncipes de la militante Iglesia.

                 Instantes juzgaba Tecla, absorta y derretida, la duración de la

            noche tenebrosa, tanto más sedienta de las perennes avenidas que

            aquel raudal indeficiente la enseñaba, cuanto más engolfada en él,

            se echaba a pechos toda la profundidad de su doctrina (propriedad

            del amor perfeto: a más posesiones, más apetitos, a más gozos, más

            deseos). Salió el sol, y cuando reiterara infinitas veces los

            círculos de su peregrinación lucida, no lo sintiera Tecla, a no

            interrumpir los deleitosos éxtasis de su enajenación sabrosa un

            tropel desatinado de perdidos que, a persuasión de Tamíride le

            acompañaban, y haciendo presa del dotor divino le llevaron al

            tribunal idólatra, poniendo las sacrílegas manos en aquel venerable

            rostro y canas, dignas de estimación eterna. Lo mismo le sucediera a

            la dicípula enamorada, a no ser salvoconducto suyo la prodigiosa

            belleza (nunca en su punto como entonces) que, enfrenando

            atrevimientos, templó en parte el descortés furor de su aborrecido

            pretendiente, no del todo desesperado de reducirla.

                 Fue, pues, el caso que, hallándola menos en su prisión

            doméstica, primero su madre y después su familia, con clamorosos

            gritos y alborotadas diligencias convocaron la vecindad toda y, tras

            ella, hasta los más distantes moradores que, discurriendo en su

            busca todas las más ocultas partes de Iconio, lamentaban su pérdida,

            como presagio de alguna calamidad irremediable que a su ciudad

            amenazaba. Desatinada de dolor y furia, Teoclea aún no daba lugar a

            que por los ojos desfogase el alma el tropel de sus pesares (porque

            cuando éstos son de veras, cerrando los conductos, dan con las

            puertas en la cara a los alivios). Llegó entonces Tamíride que,

            informado de la impensada fuga de su prenda, perdido el seso y la

            color, publicaba a voces que, a poder de hechizos, el mago peregrino

            ocasionaba torpemente a su inconsiderada esposa a que, con una

            acción infame, diese en tierra con su crédito, su nobleza, su fama y

            su juicio. Porque ¿qué más certidumbre, decía, de que Tecla, rotas

            las presas a la honestidad y a la vergüenza, era una de las que,

            echando la honra a las espaldas, se deja llevar de la avenida vil de

            su apetito; que fugitiva, de noche, por las calles, sin reparar en

            escándalos y riesgos, entrarse por los escuadrones, totalmente

            perdida, sin horror de cárceles y inclemencias míseras, si a los

            pies de un embelecador no conocido, incorporada en ellos, le daba

            lasciva posesión de sus torpezas? Esto intimaba el malicioso veneno

            de sus celos, tan fuera hasta allí de persuadirse a lo que ya

            afirmaba, que aun para sueños le pareciera indigno de sus

            pensamientos.

                 No sabe quien no lo ha experimentado, el rabioso frenesí de esa

            pasión diabólica, pues al paso que es mayor el afecto amoroso que

            engendra, más desatinada, no se satisface hasta que, rematando con

            el juicio, dan los celos con su dueño en el horrible piélago de la

            desesperación y la locura. Extraña monstruosidad, que siendo los

            celos primogénitos del amor (perdónenme los que les dan nombres de

            bastardos, que hasta agora no sé por qué les cuadre este apellido; y

            si no, señálenme los que los desacreditan, en qué adulterio se

            engendraron), siendo, pues, legítimos del amor, por lo menos

            naturales, pues ninguno ama tan confiado, si es cuerdo, que no viva

            temeroso de que otro se le antepone mientras no posee (porque los

            celos de los casados no son celos, sino, cuando se averiguan,

            deshonores, y cuando se sospechan, boberías; pues los celos

            consisten en la opinión y no en la certidumbre); siendo, pues,

            éstos, efectos del amor, ¿cómo tan desemejantes a su causa? ¿cómo,

            si hijos, tan poco parecidos a su padre?, desmintiéndose en ellos la

            definición de lo engendrado, que es similitud del viviente producido

            y del que produce, viviendo en una misma naturaleza. El amor abrasa,

            los celos yelan; aquél, a la medida que se haya correspondido y está

            cierto de que le aposesionan en el alma de quien ama, crece y medra;

            éstos, sin certidumbre (porque a tenerla, no fueran celos, sino

            agravios) dudosos siempre, acechando, inquiriendo, temen lo que

            ignoran y culpan lo que no averiguan. El amor, ciego, ve y penetra

            lo más íntimo del pensamiento donde se oculta; los celos, linces,

            ojos todos, andan a tiento, tropezando en la misma luz y,

            desmintiendo las verdades que traen entre las manos, las tienen por

            mentiras; del amor se dice que es más poderoso que la muerte, y los

            celos, por aventajarse hasta en esto a su padre, se comparan al

            infierno, siendo tanto mas insufribles, cuanto lo es menos el morir

            (último remedio de las adversidades), que el padecer entre incendios

            inagotables, conservadores de los tormentos. Sin celos el amor se

            entibia, con ellos crece y creciendo mengua y helándose se abrasa;

            el amor, siempre noble y generoso, cuantas gentilezas en servicio de

            su prenda imagina, tantas ejecuta, porque su gloria es tener

            contento lo que ama; los celos, hijos suyos, villanos y groseros,

            avarientos, miserables de los deleites, sólo se emplean en

            atormentarse, atormentando lo que quieren y, siendo un caos de

            contradicciones incompatibles, amando aborrecen, aborreciendo

            desean, deseando agravian y, sin darse a entender ni entenderse a sí

            mismos, diligencian por averiguar lo que quisieran no haber

            averiguado; buscan lo que saben, que hallado, ha de acrecentar su

            desasosiego; al mismo tiempo que trasnochan por averiguar

            desprecios, dieran infinito por no averiguallos; de modo que,

            codiciosos por salir con lo que temen, temen salir con lo mismo que

            codician. ¿Puédese encarecer infelicidad más monstruosa? Dígalo

            Tamíride, que, adorando a Tecla, la infama; como amante la desea,

            hasta morir por alcanzarla; como celoso la persigue hasta la muerte.

            Dios nos libre de tan perjudiciales accidentes.

                 Creyó la apasionada madre lo que mentía el desbaratado yerno y,

            según se lo aparienciaba, no me maravillo que, frenética, sin

            reparar en consecuencias, corriese a los tribunales del procónsul.

            Intimóla Tamíride, y acompañado de confidentes, deudos y amigos,

            acometió la prisión, paraíso donde Tecla, imagen de la enamorada

            reducida que a los pies de Christo escogió la mejor parte (ella a

            los de su apóstol), trasladaba al corazón avisos que, satisfaciendo

            sus deseos, se los acrecentaban. Entraron, pues, como dije y,

            ejecutando en el dotor celeste descortesías sacrílegas y en la

            cándida dicípula palabras descompuestas, los presentaron juntos al

            magistrado referido que, cansado de las importunas aclamaciones de

            Teoclea, ni de suerte las creía que se persuadiese a que la doncella

            más atenta a su respeto tan a rienda suelta desperdiciase su honra,

            ni se atrevía totalmente a desmentirlas. Parecieron, en efeto,

            acusadores y acusados delante del procónsul, que se llamaba

            Cestilio; llenóse la audiencia de diferentes sexos y calidades;

            todos con exceso, así de la novedad sucedida, como de la entereza de

            ánimo de Tecla, de la hermosura de su rostro y de la seguridad que

            por las muestras exteriores manifestaba su espíritu. Compadecíanse

            de ella los más de los presentes, unos porque, engañada, en su

            opinión, del peregrino novelero, diese tan lastimoso fin a su

            honestidad, hasta allí célebre. Otros, asegurándose con la presencia

            del apóstol (que obligaba a veneración religiosa y inculpable), de

            la grave modestia y majestuosa libertad de Tecla, desmentían lo

            mismo que las averiguaciones hechas casi certificaban. Impuso el

            juez silencio a todos, y atenta la admiración a la salida de tan

            enmarañado caso, Tamíride todo celos, esperanzas, iras y deseos;

            Teoclea toda furor y venganza; su hija toda firmeza y tranquilidad,

            con la fortaleza que el leoncillo, emancipado de los pechos de la

            madre, suele en la primera presa acometer el rebaño temeroso de los

            ciervos, escuchó al magistrado que decía:

                 -Examen he hecho conmigo a solas, oh, virgen, de las prendas

            que te ilustran, fiscalizando en ellas alguna imperfección que las

            hiciese menos admirables (pues, hasta agora, no sé que en los

            humanos haya sujeto tan excelente en todo, que no tenga alguna falta

            para consuelo de la envidia), y después de registrar tus excelencias

            parte por parte, en una sola te hallo defectuosa, si bien tan fácil

            de remediar como tú quieras, cuanto, mientras te resistas,

            vituperable a los ojos de la nobleza y la cordura. Hállote generosa

            en sangre, adornada de virtudes, hermosa en superior grado, de alma

            pura, de cuerpo apacible, sin que en una y otra substancia tengas

            que envidiar en la más perfecta; sólo me admira que, consumada en

            todo, todo lo desdores con el aborrecimiento que muestras al tálamo.

            Porque ¿qué favor nos concedió la mayor deidad que se iguale al

            matrimonio?, ¿hay virtud mas excelente?, ¿más honesta?, ¿más

            deleitosa ni de más estima? Los dioses, los hombres, celebran esta

            trabazón fecunda de dos almas diversas, ella puebla el universo de

            vivientes, ya racionales, ya brutos, constituye repúblicas, puebla

            los aires y las aguas de pájaros y peces, triunfa de la muerte,

            llenando los vacíos que desocupa con los sucesores que los heredan,

            siendo tal su providencia que, por su medio, se puede llamar, de

            algún modo, inmortal nuestra naturaleza. El consorcio es maestro de

            la policía, presidio de la honestidad, límite de lo lícito, el que

            con recíprocos lazos estorba y descamina torpes apetitos, deleites

            afrentosos, comunicaciones indecentes, éste distingue los hijos

            legítimos, de los que, granjeados por medio de la destemplanza,

            inquietan lo político; éste es el que, con sucesores que imitan la

            nobleza de sus padres, la adelanta; éste el que, con apellidos

            ilustres, realza las familias generosas. ¿Cuál puede ser, oh, virgen

            ínclita, la ocasión que te retira de uniformidad tan provechosa, tan

            decente, pulcra y pía? Pues si tu padre despreciara el estado de

            Himineo, nunca nos diera en ti la belleza y discreción que

            veneramos; nunca nuestros progenitores autorizaran sus repúblicas

            con la sucesión ingenua que las fertiliza, nunca permaneciera su

            memoria, ellos muertos, en sus similitudes. Mucho mereces, pero

            ninguno más digno de ti que tu Tamíride, ilustre, rico, gallardo,

            discreto y de cuantos le conocemos aplaudido; él te adora, en ti se

            enciende, por ti menosprecia gobiernos, estimaciones, felicidades,

            tú sola esfera de sus esperanzas. ¿Por qué, pues, considerada,

            querrás privar a tu patria de la propagación heroica que, en

            beneficio suyo, sea blasón glorioso de sus padres?; ¿presumes vivir

            inmortal? Es imposible, sólo puede permanecer tu memoria en la

            sucesión que tu consorcio ofrece. Cónstame que del amor honesto que

            a Tamíride mostrabas, te disuaden persuasiones de este novelero

            peregrino que, para ruina del orbe, permitió que naciese la

            desdicha. Pero tú, la más discreta de este siglo, ¿cómo, siempre

            religiosa, conspirarás contra las tradiciones inviolables de tus

            antepasados?; ¿no te convencerá la afrenta, citando más advertida

            consideres en frívolas promesas de ese viejo, viéndote incurrir en

            la confusión de los arrepentidos? ¿Cuánto es mejor no errar que

            enmendarse de los yerros? ¿Cuánto más seguro no haber sido loca, que

            después de serlo, volver a tu cordura? Tu profesión, tu edad, tus

            ejercicios, limitó la naturaleza a los bastidores, al aguja y al

            estrado, ¿para qué, pues, será bueno, que usurpes a la toga y

            cátedra las disputas que pertenecen a sus filósofos? Degeneras del

            ser que te concedió tu sexo, sacándole de su esfera. Desapasionado

            te aconsejo, experimentado te aviso, obligación te corre, como a tu

            cabeza, tu juez y tu natural, a que, obediente y agradecida, me des

            crédito. Muda, pues, de opinión, da de mano y sepulta en el

            menosprecio hechicerías y embelecos que, con esperanzas de promesas

            inútiles, te despeñan. Mejora ni fortuna, admite el recíproco amor

            de tu Tamíride, enmienda propósitos, cobra tu discurso, restáuranos

            el contento que nos malograste; regocijen nuestra república aplausos

            festivos con parabienes nupciales; seré yo tu padrino y, olvidado de

            la autoridad que represento, seré el que guíe los coros y danzas de

            tus bodas; yo encenderé las antorchas de Himineo, yo ceñiré tus

            sienes con el mirto, planta de la púdica Venus; yo, en resolución,

            obligado y agradecido, me honraré a mí mesmo a las mesas y banquetes

            sacros de vuestro consorcio alegre.

                 Dijo el procónsul, y atentos él y los demás a la respuesta,

            hallaron en su lugar un silencio constante que, desdeñando caricias,

            juzgaba por indecencia virginal permisiones a la lengua y excusaba

            palabras que, licenciosas, cuando acreditasen su resolución,

            desdorasen su modestia. Pues no sufría la calidad de tal persona que

            alegase disculpas de que participase tanto teatro y pueblo (y con

            razón, porque no hay cosa que autorice tanto el virginal respeto,

            como el sosiego mudo y el silencio vergonzoso); solamente,

            animándose a sí misma, se prevenía a los tormentos, que ya juzgaba

            indubitables, tan animosa a padecerlos en favor de la ley que

            profesaba, que desde aquel punto se los ofrecía a su esposo eterno

            en dote de sus bodas, ensayándose, con la tolerancia presente, a la

            firmeza invencible de lo que la amenazaba. Pasmó el juez viéndola

            tan prevenida alcaide de su lengua, y dudoso de lo que haría,

            suspenso el auditorio y en Teoclea perdido totalmente el amor de

            madre, la autoridad de matrona, la cordura de anciana y la paciencia

            de discreta, con descompuestas voces provocaba al juez diciéndole:

                 -¿Qué esperas, oh procónsul, donde ni aun vislumbres de la

            debida venganza al recogimiento en que se crió vemos en su

            semblante? ¿Por qué malogras palabras en quien nos desespera obras

            y, si algunas promete, han de ser para oprobio de nuestra sangre y

            ruina de nuestra religión antigua? Ejecutor te constituyeron los

            césares de castigos contra transgresores de nuestro culto.

            Escarmienta en la que te menosprecia, a los que, a su imitación, si

            queda viva, prevaricando tradiciones, infamarán sus patrias. No te

            compadezcas de quien a mis lágrimas diamante, desobediente a mis

            preceptos y cruel con la primera sangre que la dio vida, ya es una

            de las que con ganancia torpe se postran al deshonesto trato de las

            mujeres desbaratadas. Madre he sido suya, degenero de la nobleza y

            virtud que por tantos años pudo en ella alegar naturaleza segunda.

            Sus mudanzas me mudaron de madre en enemiga. Borróse la similitud,

            que la llamó retrato mío, con la tinta asquerosa de su torpeza; más

            debo al culto de mis dioses, que a una desatinada transgresora de

            sus leyes. Fiscal suyo te intimo de parte de su religión violada,

            que, sin compasión, pues yo no la tengo, consuman las llamas que

            disponen nuestras leyes, las que la abrasan lascivas; venga, con una

            acción severa, a su menospreciado esposo, al tálamo ofendido, a sus

            parientes afrentados, a su madre desobedecida y a su patria

            infamada. Desperdiciará el viento en cenizas, la memoria que han de

            abominar los siglos venideros.

                 Atizaba estas ejecutivas acusaciones la instancia rabiosa de

            los celos de Tamíride, que ya totalmente rematados y convertido todo

            su amor en aborrecimiento, sólo se desvelaba en que la muerte

            rematase de una vez con su enemiga y con las desesperaciones que su

            presencia ocasionaba. Teoclea, poderosa y madre, que, anteponiendo

            la religión a obligaciones naturales, insistía en el castigo;

            Tamíride, casi príncipe de Iconio, el más emparentado y el más rico;

            desvalida la parcialidad de Tecla, que si lastimaba el mal logro de

            su hermosura, aborrecía al mismo tiempo resolución, a su parecer,

            tan desatinada. Necesitado el procónsul a contemporizar con los que,

            por el mismo caso que le obedecían pudieran, a no satisfacerlos,

            residenciarle criminales delante del Augusto. Quebró la justicia por

            lo más delgado y valió con él lo que con los demás ministros, el

            temor y el interés, dos accesores de la avaricia y la ambición,

            todopoderosos. Quisiera, aficionado a la dotrina del apóstol,

            comunicarle despacio, pero ¿cuándo permitió a la verdad el interés

            audiencia? Holgárase, ya que no podía totalmente dispensar en lo

            severo de las leyes, templarlas a lo menos, para que la virgen

            inocente no muriera entre las llamas; pero vencióse del temor y, por

            conservarse en su gobierno, atropelló justicias, aplaudiendo más a

            la pasión, que a la inocencia. Desterró de todo aquel partido al

            dotor soberano de las gentes, después que, por novelero,

            dogmatizante de dotrinas escandalosas, mandó azotarle, si bien en el

            mismo suplicio respetó la nobleza que, como a vecino de Tarso,

            colonia romana, y ciudadano suyo, se le debía, no llegando a

            cuarenta los azotes, porque ya inducieran infamia y así, quitándole

            uno, entró en este sacrificio en los cinco que, del mismo género,

            cuenta el dotor evangélico a los corintios. Encomendósele a su

            huésped Onesíforo, para que, a su nombre, no le hiciese injuria la

            parcialidad de Tamíride, contra él amotinada.

                 Ejecutado esto, y no pudiendo, o no queriendo evadirse de las

            importunas instancias de los acusadores, pronunció por sentencia

            definitiva que se encendiese una formidable hoguera en medio del

            anfiteatro, en la cual la constante virgen, si no abjurase la

            religión nueva del peregrino hebreo, arrojándola viva, sirviese de

            escarmientos ejemplares a los futuros transgresores.

                 No fue el ministro menos diligente en este sacrilegio quien, no

            muchas horas antes, comprara a costa de infinitas muertes suyas el

            menor entretenimiento de la que agora apresuraba a tan impío

            sacrificio. Propiedad inseparable de los celos, cuando son

            demasiados. No sin pequeña similitud los comparó un discreto a la

            sal en los manjares, que sazonándolos en proporcionada cantidad, los

            echa a perder y hace intolerable su demasía. Tómase la sal con la

            punta del cuchillo para suavizar lo que se come; pero quien

            inadvertido derramase sobre el plato todo el salero, ¿cómo podrá

            asegundar bocados? Amaba Tamíride a Tecla, ha poco dije; adorábala,

            creció su pasión con la templada oposición de Alejandro; vio, agora,

            caer sobre sus esperanzas el salero todo de sus menosprecios y lo

            que primero fue tan sabroso, ya es tan amargo que, mudando el amor

            de especie, se convirtió en aborrecimiento tan venenoso que desea

            abrasar a quien le abrasa, aventajándose a los verdugos mismos en

            encender la pira y añadir materia a su voraz incendio.

                 Entre tanto, pues, que éste infama su primero amor con

            venganzas descorteses, y la inocente condenada juzga tálamo de sus

            bodas las llamas horribles, en cuyo centro, deseosa, apercibe

            epitalamios, volvamos a Alejandro, que en el amigable hospicio de

            Cloriseno, aguarda la conclusión de tan dudoso y peregrino caso.

                 Contradicciones quiméricas le amotinaban las imaginaciones, ya

            prometiéndose esperanzas de que Tecla, por evadirse de diligencias

            aborrecibles de Tamíride, fingía advenedizos cultos, reducida al

            apóstol desterrado. Y que apurada en presencia del juez había de

            restaurarse a la religión primera, declarando que sólo el

            aborrecimiento de su competidor la había descaminado la obediencia

            debida a sus antiguas observancias, a su sangre y a sus

            obligaciones, ofreciéndose a más cuerdos avisos, si, en premio de

            obedecerlos, le daban a Alejandro por esposo. Porque, considerándolo

            con mediano discurso, ¿quién podía persuadirle, puesto que todos lo

            afirmaban, a que una doncella tan prudente, honesta, rica y hermosa,

            había de dejarse llevar de la afición lasciva de un extranjero

            pobre, cuyas canas y despreciado traje descaminaba cualquiera género

            de malicias que la desacreditasen?

                 -¿Qué estímulos amorosos -decía Alejandro entre sí mismo-

            pueden, en la senectud de un pasajero, provocar el alma de quien,

            vitoriosa exenta, ha triunfado de juventudes y bizarrías hasta agora

            célebres?, o ¿cómo me persuadiré yo, que Tecla menosprecia tálamos

            legítimos, por adúlteras desenvolturas?, ¿a Tamíride por Pablo, si

            no es que con la sombra de éste intenta premiar merecimientos míos,

            no es posible?

                 Pero, volviendo a destejer estas esperanzas, daba crédito a sus

            opuestas imaginaciones, resolviéndose a que, pues todos lo

            afirmaban, su madre la perseguía, Tamíride la acusaba y el juez

            estaba resuelto a valerse del último rigor de su justicia, sin que

            Tecla se defendiese, suplían encantamientos en el apóstol, las

            partes que, en su senectud y poca ostentación para enamorar, estaban

            tan desvalidas.

                 Árbitro, pues, entre estas ambigüedades, ya arrimándose a las

            favorables, ya dejándose llevar de las que le afligían, eslabonaba

            Alejandro la cadena de su desasosiego, cuando entró Cloriseno

            demudado el semblante y bañados los ojos de compasiones, que sacaba

            el alma a las mejillas, diciéndole:

                 -Retírome, amigo íntimo, del espectáculo más horrible que

            ejecutó jamás la crueldad disfrazada con el título de justicia:

            Tecla condenada al fuego y desnuda, es escarmiento asombroso a su

            patria misma.

                 Refirióle tras esto todo lo sucedido, la expulsión de Pablo, la

            muda constancia de su discípula, la bárbara persuasión de Teoclea,

            las diligencias frenéticas para su muerte de Tamíride, la resolución

            apasionada del juez en otorgársela, el concurso de naturales y

            extranjeros al anfiteatro, donde los viles ministros la llevan al

            holocausto más impío que asombró los hombres y la demostración

            universal que había en los piadosos, el sentimiento de sacrilegio

            tanto.

                 Quedó, oyendo esto Alejandro, con más señales de ser él el que

            conducían al suplicio, que la adorada prenda que lloraban: inmóvil

            el cuerpo, alzó el espíritu de obras, suspendiendo por no pequeño

            espacio el ejercicio a sus vitales influjos, y si durara su

            remisión, no hay duda que, juzgándole vivo, se convirtiera estatua.

            Salió luego de tropel el sentimiento en un diluvio de congojas que,

            rompiendo las presas a la paciencia, se derramó por las mejillas, y

            en tres elementos repartido, agua el llanto, viento los suspiros,

            fuego las ansias, parece que, despejando el cuerpo de su vital

            consorcio, se le restituían a la tierra. Volvióle en sí como pudo el

            lastimado huésped, y después de extraordinarios medios que, sin

            provecho, intentó para consolarle, se determinó desatinado a romper

            con las armas por el infame pueblo y morir con Tecla generoso amante

            o, a pesar de todos, obligarla libre; ejecutáralo animoso, si el

            considerado amigo no se lo estorbara; porque, abrazándose con él,

            ayudado de otros, mandó cerrar las puertas, y le representó los

            peligros evidentes y desaprovechados a que se disponía, el mal pago

            que daba a su amistad y hospicio, pues era cierto que a él, como

            cómplice de aquel atrevimiento, le había de caber el mayor daño,

            indignados con su permisión el juez, Tamíride y Teoclea. Pudieron,

            en efeto, con él razones, para no arrojarse a la última

            desesperación; pero no para asistir más en república que, ingrata a

            la mayor belleza, aplaudía ejecución tan bárbara. Mandó, pues, que

            le apercibiesen luego su partida, y sin impedírsela Cloriseno, así

            por verle impacientemente determinado, como porque con su ausencia

            excusaba los riesgos que temer podía, le acompañó con sus criados

            hasta el referido templo del fabuloso Adonis, desde cuyo elevado

            asiento, viendo las llamas predominar por entre los más altos

            edificios, llevado de sus amorosos ímpetus y dando lastimadas voces

            contra los agresores de insulto tan execrable, dijo de esta suerte:

           

           

               ¿A dónde te ensoberbeces

                        gigante voraz, que subes

                        trepando llamas por llamas?

                        ¿qué intentas, cuando envileces

                        tu actividad, y en las nubes

                        tu lustre y nobleza infamas?

                        Rey elemento te llamas,

                        y cobarde degeneras

                        del valor en que pudieras

                        tu esplendor engrandecer;

                        ¿para qué tanto encender

                        la esfera del aire santa?

                        ¡tanto incendio, pira tanta

                        contra una flaca mujer!

                        ¿Qué Troyas rindes a Grecia?

                        ¿qué Tifeos a Vesubio,

                        vengando a Júpiter, domas?

                        Una virgen te desprecia

                        por más que, ardiente diluvio,

                        tirano te tiemblen Romas;

                        ¿contra quién las armas tomas,

                        que el primer cóncavo escalas,

                        y siendo de humo las alas,

                        vecinos zafiros quemas?

                        ¿Para qué, en lenguas blasfemas

                        transformado, el vuelo animas,

                        y satírico lastimas

                        hasta las luces supremas?

                        Si virginidad blasonas,

                        ¿por qué a una virgen abrasas,

                        y a tu semejanza ofendes?

                        Mas si a ti no te perdonas,

                        y te aniquilan tus brasas,

                        ¿qué mucho si a otros enciendes?

                        Soberbio, en vano pretendes

                        la vitoria que presumes,

                        pues tu sustancia consumes

                        cuanto más llamas atizas;

                        convertiráste en cenizas

                        contra ti mismo, cruel,

                        por más que al cielo Babel

                        pirámide solenizas.

                        Tecla es diamante, que goza,

                        contra llamas, privilegios

                        seguros de tu furor;

                        penetra, abrasa, destroza,

                        ejecuta sacrilegios,

                        que no te tiene temor;

                        no pudo el fuego de amor

                        encender su pecho frío,

                        no pudo el incendio mío

                        en su alma hacer señal,

                        ¿y el tuyo, que es material,

                        a lo imposible se atreve?

                        Tiembla atrevido, huye leve,

                        y empresas busca más altas,

                        mira que en su pecho asaltas

                        eternos montes de nieve.

                        ¿A quién aplaude tu injuria

                        con la vil solicitud

                        que a los cielos amenaza?

                        ¿a una madre, cuya furia,

                        su misma similitud

                        frenética despedaza?

                        ¿a un juez torpe que en la plaza

                        blasfema plebe convoca?

                        Adula a una ciudad loca,

                        de lo que pierde ignorante;

                        adula un bárbaro amante,

                        que ingrato desdenes venga,

                        porque sucesores tenga

                        el rústico Hipodamante.

                        Plegue a la mayor deidad,

                        si ofendieres su hermosura,

                        si en su cristal te cebares,

                        que (infame tu actividad),

                        materia quemes impura

                        cuantas veces te cebares;

                        jamás en aras o altares,

                        fragancias aromatices,

                        jamás en humos suavices,

                        estrados del solio inmenso;

                        jamás en mirra y incienso

                        subas, cuando el viento escales;

                        jamás drogas orientales,

                        de Arabia te paguen censo.

                        Cuando, Membrot, determines

                        adelantarte a los riscos

                        de tu ardiente luz blandones,

                        porque el vuelo desatines,

                        derriben tus obeliscos

                        borrascas y Deucaliones.

                        ¡Ay, cielos, no desazones

                        delicias que el orbe adora;

                        no abrases esta vez, llora,

                        porque tu furor suspendas;

                        obliga noble, no ofendas;

                        sé lisonjero, de modo

                        que, pues eres lenguas todo,

                        llegando a lamer no enciendas!

                        ¡Oh la más rústica y necia

                        república vengativa,

                        que a bárbaros dio renombres,

                        no te llame suya Grecia,

                        ni en mapas suyas te escriba,

                        porque te ignoren los hombres!

                        Con trágico fin asombres

                        siglos y posteridades;

                        a las futuras edades,

                        sólo conserves ruinas;

                        no te socorran vecinas,

                        cuando invasiones te estraguen;

                        esclavos tus hijos vaguen

                        por regiones peregrinas.

                        Alma paloma, a los polos

                        vuela, y en solio infinito,

                        tu nombre estrellas rotulen;

                        yo te erigiré mauseolos,

                        que a Caria afrenten y a Egipto,

                        y a la eternidad emulen;

                        yo haré que sacras te adulen,

                        lisonjas de firme amante;

                        yo en columnas de diamante

                        perpetuaré tu pureza,

                        tu honestidad, tu belleza,

                        porque en los templos de Aulide,

                        el griego a Efigenia olvide,

                        consagrando tu entereza.

                        Fía a los vientos tesoro,

                        que en tus cenizas espero:

                        porque honren la patria mía,

                        pondrélas en urnas de oro

                        sobre obeliscos de acero

                        que igualen al rey del día.

                        Prenda mía (ojalá mía:

                        no te malograra ajena)

                        adiós, que ataja mi pena

                        encomios y desfallece

                        el aliento, que te ofrece,

                        cándida y virgen, laureola;

                        gózate a ti misma sola,

                        pues ninguno te merece.

           

           

           

                 Los últimos acentos de esta lastimosa canción pronunció apenas,

            cuando, sin despedirse de su huésped (porque cuando es de este

            género el sentimiento, no repara en cortesías), picó el caballo y

            con veloz carrera, por alcanzar el bruto los suspiros que su dueño

            adelantaba, se perdieron los dos a los ojos del amigo, tan impedidos

            de las lágrimas que le dejó en ellos que, cuando caminara menos

            presuroso, no le vieran. Volvióse Cloriseno a su habitación, donde

            encerrado y lloroso aguardaba los últimos avisos de aquel inaudito

            sacrilegio.

                 A este tiempo, desnuda de las primeras ropas la enamorada

            virgen y apresurando en ella los bárbaros ministros venganza sin

            agravios, más deseosa Tecla de abreviar por medio de las llamas

            estorbos a sus bodas vírgenes, que sus perseguidores, porque en

            pálidas cenizas fuesen los vientos llevándolas, pregoneros de sus

            impiedades por el orbe, disfrazado el eterno esposo, quiso (a fuer

            de príncipe encubierto que sale a ver entrar su esposa en el palio

            augusto, a tomar posesión del reino que la esperaba) ser testigo de

            la mayor fineza, que correspondencia amante hizo jamás en favor de

            no conocido empleo. Apareciósele en la forma misma que su apóstol

            santo (Pablo digo), Christo ya su esposo, llamándola risueño desde

            el centro de las ya apacibles llamas, y Tecla creyéndole lo que

            parecía, bañada de júbilo amoroso, a pesar del hasta allí cuerdo

            silencio, con voz angélica, oyéndola los presentes, cantó estos

            versos:

           

           

                  Tercero celestial, de mi firmeza

                        dudáis, sin duda, pues hacéis alarde,

                        viniéndome a animar, que soy cobarde,

                        como si hubiera en firme amor tibieza.

                           No, iris de mi bien, que la pureza

                        del elemento virgen deseos arde

                        en mi pecho de suerte, que, aunque tarde,

                        soy fénix, que mudé naturaleza:

                           Pirausta, de estas llamas me enamoro,

                        salid vos mi fiador, que yo os empeño

                        mi fe con obras, de triunfar diamante.

                           Coronaránme sus diademas de oro,

                        y volaré a los brazos de mi dueño,

                        cuanto mas abrasada, más amante.

           

           

           

                 Tan afectuoso fue el ímpetu de su amor, tanto el impulso de

            quien le estimulaba que, sin esperar las diligencias sacrílegas de

            los verdugos, los brazos en cruz, invocando el nombre de su adorado

            esposo, se arrojó con intrépidos pasos por el escuadrón ardiente de

            las formidables brasas. Temióla el consumidor elemento, pues,

            abriéndose en dos coros y recibiéndola en su centro, se volvió a

            cerrar de modo que, sumiller de cortina, corrió las de su luz, para

            que, oculta entre ellas, se negase a los profanos ojos del idólatra

            concurso. Clamó el pueblo asombrado y, respondiéndole la tierra, con

            indignación de que en su superficie se ejecutase tan bárbaro

            holocausto, tembló furiosa, abrió vorágines y, bostezando fuego,

            sorbió gran número de los cómplices, ingratos a inocencia tanta, al

            tiempo que, despejado el cielo de los opacos estorbos con que

            esconde su diáfano semblante, sin necesitar esta vez de nubes,

            prodigalizó aljófares hermosos, rocíos recreables y lágrimas

            risueñas, burladoras de temeridades vengativas. Derramó un viento

            borrascoso las llamas agregadas, que hasta allí sirvieron a la

            invencible hermosa de camarín de gustos, de pensil pancayo, de

            tálamo virgíneo, empleando en los circunstantes la hambrienta furia

            que se les negó en Tecla. Huyen sin saber dónde escuadrones medrosos

            de infieles, lamentando con descompuestos gritos la injusta

            temeridad que primero aplaudían; y la regalada esposa (arqueros de

            su guarda las cuchillas encendidas del fuego que la cercaban),

            festejando las gratulaciones angélicas, escuchaba himnos sonoros que

            la entretenían (llevándola un globo luminoso de las llamas mismas,

            como la carroza del patriarca del Carmelo, por los aires) y, entre

            muchos de los cánticos con que le aplaudieron los espíritus

            celestes, fue el que las tres salamandrias religiosas, para

            confusión del monarca babilonio, en medio del horrible y artificioso

            volcán que convirtió su incendio en primavera, entonaron,

            repitiéndole agora la capilla real del cielo, de esta suerte:

           

           

                  Bendito, eternos siglos

                        por todas las edades,

                        eres, inmenso Dios,

                        Señor de nuestros padres.

                        Bendito sea tu nombre,

                        digno de que se alabe

                        por santo, por glorioso,

                        inmenso y agradable.

                        Bendito en el supremo

                        templo, cuyos altares,

                        tu gloria los adorna

                        de eternas claridades.

                        Bendito sobre el trono

                        augusto y inmutable,

                        a quien de gradas sirven

                        querubes de diamante.

                        Bendito, que registras

                        abismos penetrables,

                        sus mínimas arenas,

                        como sus monstruos grandes.

                        Bendito en la firmeza

                        de tus palacios reales,

                        sublime en los diez globos

                        que son sus pedestales.

                        Echalde bendiciones

                        eternas y incansables,

                        cuantas hechuras suyas

                        le confesáis por padre.

                        No cesen vuestras lenguas,

                        ni en ellas jamás falten

                        agradecidas voces,

                        que su alabanza ensalcen.

                        Espíritus hermosos

                        que a Dios servís de pajes,

                        mil veces bendecidle,

                        desde el querub, al ángel.

                        Esféricos zafiros,

                        haced, para alabarle,

                        vuestras estrellas lenguas,

                        será luz su lenguaje.

                        Orbe que el culto oprimes,

                        pisando los pilares

                        del claro primer móvil

                        y en él dilatas mares,

                        modula sus corrientes,

                        porque sin fin le canten

                        loores infinitos,

                        sus cursos y raudales.

                        Cuantas del sol alumnas

                        tiráis lúcidos gajes,

                        virtudes, influencias,

                        ya fijas o ya errantes,

                        formad capilla todas,

                        y echando amor compases,

                        cantad a Dios motetes,

                        ya agudos y ya graves.

                        Nubes que, concibiendo

                        vapor en vez de sangre,

                        para vestir la tierra

                        parís fertilidades,

                        bendigan vuestras lluvias

                        (pues os blasonan madres)

                        a Dios que las engendra,

                        porque la sed no abrase.

                        Bendígale el rocío,

                        cuando la aurora sale,

                        mezclando entre claveles,

                        aljófar con granates.

                        Bendíganle, en su esfera,

                        espíritus, que en aire,

                        respiración del orbe,

                        recrean los mortales.

                        El elemento virgen,

                        que, todo oro, en plumajes

                        flamígeros se encubra,

                        Apeles de celajes,

                        su artífice bendiga,

                        con el calor que nace

                        de su eficiencia pura,

                        ministro inseparable.

                        Bendígale el invierno,

                        del año tierno infante,

                        con el adusto estío,

                        que el día hace gigante.

                        La escarcha le bendiga,

                        que de la yerba frágil,

                        platea las guedejas,

                        si enanas, agradables.

                        Bendígale el granizo,

                        cuando en las tempestades

                        son balas de las nubes,

                        que asombran los mortales.

                        Bendíganle los yelos

                        y el frío, cuando cuaje

                        las fuentes con viriles

                        que imiten los cristales.

                        Bendíganle las nieves,

                        tareas y jornales

                        que, hilando el cielo a copos,

                        visten cerros y valles.

                        Bendíganle las noches,

                        obsequias funerales

                        del sol, que en ellas muere,

                        cuando el descanso nace.

                        Bendíganle los días,

                        que armónicos aplauden

                        las aves lisonjeras,

                        si a ver su esplendor salen.

                        La luz y las tinieblas,

                        opuestos inmortales,

                        a Dios bendigan siempre

                        en sus enemistades.

                        Bendígale la tierra,

                        sus yerbas y metales,

                        desiertos, poblaciones,

                        brutos irracionales.

                        Los montes le bendigan,

                        los cerros arrogantes,

                        que al sol primero hospedan,

                        porque de luz los bañe;

                        cuantas especies crían

                        vivientes vegetales,

                        a Dios su jardinero

                        eternamente alaben.

                        Bendíganle las fuentes

                        risueñas y brillantes,

                        que retozando arenas

                        del campo son juglares.

                        Bendíganle, amorosos,

                        los piélagos de sales,

                        que, a usura, ferian ríos,

                        porque en almíbar paguen;

                        gigante la ballena,

                        del mar monte portátil,

                        la inmensidad de peces

                        que pueblan manantiales.

                        Bendigan a Dios todos,

                        las fieras y las aves,

                        las simples siempre ovejas,

                        los brutos formidables.

                        Los hijos de los hombres,

                        que Dios crió a su imagen,

                        del escogido pueblo las tribus y linajes.

                        Los sacerdotes limpios,

                        los que servirle saben,

                        las almas de los justos,

                        los santos, los suaves

                        de corazón y humildes,

                        que ignoran los disfraces

                        con que el engaño torpe

                        afecta santidades.

                        Bendígale Ananías,

                        mil himnos le consagren

                        Azarías, Misael,

                        pues ya, refrigerantes,

                        aunque a la muerte pese,

                        las llamas que, voraces,

                        a Tecla acometían,

                        sus pies agora lamen.

                        Confiese el universo,

                        de nuestro Dios bondades

                        piadosas y, a su nombre,

                        misericordias cante.

                        Al que es Dios de los dioses,

                        que pisa majestades,

                        festejen religiosos,

                        en templos y en altares.

                        Ya la paloma suya

                        que sube a desposarse,

                        y el fuego vuelto en flores,

                        le sirve de telares,

                        epitalamios tiernos,

                        en coros inmortales,

                        aplaudan serafines

                        porque en su amor la abrasen.

           

           

           

                 Ansí sabe Dios mejorar deleites en los que, por su amor,

            menosprecian los caducos. Persuádase el engolfado en esto, que si

            por ignorar aquéllos, juzga que le vende los suyos el cielo caros,

            se engaña ciegamente. Porque, dado que en la corteza asombren las

            obligaciones del perfecto, tiene tanta suavidad en lo interior, que

            a gustar una mínima gota de aquel néctar celeste, le amargarán como

            acíbar los más apetecidos del suelo. Penitencias, ayunos y toda la

            munición que con el alma combate el reino que padece fuerza, son

            gigantes de danza, que asombrando a los simples, regocijan al

            experimentado. Si Sansón huyera el acometimiento del león palestino,

            temblárale después, aun soñado. Luchó con él, y al primero traspié,

            sus quijadas rotas, fueron trofeos de su osadía nazarena. Murió

            acometido, y halló a la vuelta el acometedor ser comida sabrosa el

            que voraz no perdonaba viviente, abejas sus colmillos, colmena su

            boca y panal almibarado su centro. Cera y miel le administró el más

            atrevido bruto, aquélla para que con su luz no se descaminase, la

            otra para que con su alimento no desfalleciese. ¡Qué hermoso símbolo

            de los trabajos y martirios!; en la perspectiva, la vida rigurosa

            que escogen, león que asombra; en lo interior, miel y luz que

            encamina y alimenta experimentada. No permanecen las frutas que

            carecen de cáscara durable, en cuyo presidio se defiendan del tiempo

            sus médulas. Qué penitente se nos muestra la nuez, vestida del

            coselete duro de su superficie, encarcelado su huésped y oprimido

            entre los nichos de sus alojamientos, pero rotos éstos, ¡qué

            sabrosa, qué suave! Comparo yo los deleites caducos al dátil, los

            espirituales a la almendra, aquél sujeto a fácil corrupción, y tan

            costoso a su dueño que ha de esperar cien años la cosecha de su

            fruto fastidioso, y cuando alcanzado quiere regalarse con él, a

            cuatro dátiles se empalaga; tan inútil en el uso de la medicina, que

            sólo aprovecha para cáusticos y quemazones; oro en la apariencia,

            panal en el hueso, pero puertas adentro de sus carnes, una alma

            empedernida, un gusto insípido y rebelde. La almendra, al contrario,

            porque no la tengan por hipócrita, cubre su penitente arnés de una

            sobrevista verde que recrea a quien la mira; debajo de ella un

            alcázar tan defendido, un monasterio tan observante en la guarda de

            la pureza cándida de quien le habita, que ni la ponzoñosa araña, ni

            el gusano taladrador la empece; siempre nevada, siempre sabrosa,

            ¡qué tierna, qué útil para todo regalo! ¿Qué plato no sazona?, ¿en

            qué conserva no entra?, ¿qué medicina no suaviza?, ¿a qué enfermo no

            recrea? Hasta su aceite, oro potable, hermosea cabellos y desvanece

            dolores; tan liberal, tan limosnera, que su planta hermosa se pone a

            peligro de las reguridades del marzo, por adelantarnos en sus flores

            las primicias de sus frutos, primera en licencias en el grado

            dotoral y borla de las primaveras. Anhele el profano por los dátiles

            del mundo, que se crían mal y tarde en los arenales secos de los

            vicios, que a breve plazo su dulce empalagoso le ampollará la boca y

            su médula le quebrará los dientes, si ahondando en ellos llega hasta

            su centro. Posea el sabio las almendras sazonadas, con que el cielo

            le hace el plato, que si a costa de sudores y trabajos venciere lo

            difícil de su apariencia, a pocos lances hallará maná divino, que le

            sepa a todo deleite para el alma, redundando de ella medras

            inefables para el cuerpo (pues éstos, tal vez en esta vida de la

            suerte que en la eterna, tiran gajes de resplandor y acostamientos

            de gustos, derivados del dueño a quien hospedaron). Y verifique esta

            verdad cristiana nuestra virgen, que en la carroza de oro de sus

            llamas, encubierta entre las cortinas de sus esplendores, después

            que torbellinos, rayos y terremotos despejaron seguridades y

            expelieron peligros, aplaudida de músicas angélicas, se halló fuera

            de su madrastra patria, vestida de su primero adorno, laureada por

            invencible, obedecida del monarca de los elementos y esposa del que,

            siéndolo de todo lo posible, la previno inmortales posesiones.

                 Sola se halló la virgen apostólica (ansí la llama en diversas

            partes de su vida el gran Basilio de Seleucia su devoto coronista),

            a breve distancia de su ingrata ciudad (si es bien decir que se

            hallaba sola, quien llevaba en el alma toda la corte celeste en

            compañía de su inmortal esposo) y guiada de sus amorosos impulsos,

            seguía su deseado apóstol, para congratularse con él y hacer más

            festivo el triunfo de sus hazañas. Ignoraba dónde le hallase, pero

            enseñáronle el camino dos de los discípulos de su maestro que, en

            compañía de su huésped Onesíforo y otros muchos catecúmenos, escogió

            por alojamiento la estrecha y escondida capacidad de un sepulcro

            antiguo, que en aquel desierto aseguraba a los que, cuerdos,

            juzgaban por menos intratables los cadáveres horrendos que la

            compañía de los vivos, siempre perseguidores de las virtudes.

            Disimulados, pues, éstos, iban a Iconio a comprar el sustento

            necesario para Pablo y sus consortes. Festivo encuentro para unos y

            otros fue el hallarse juntos, que celebraron con alabanzas

            religiosas, en acción de gracias a la omnipotencia vencedora que

            asistió a su cándida virgen. Dio, en fin, el uno de los dos

            ministros de Onesíforo la vuelta, guiando a nuestra mártir al

            sepulcro referido, y el compañero entró en la ciudad por la

            provisión que quedó a su cargo. Halló, pues, Tecla al venerable

            apóstol postrado en tierra, que con lágrimas fogosas, Moisés

            segundo, mientras su dicípula vitoriosa peleaba a imitación de Josué

            venciendo amalequitas, impetraba socorros celestiales que sacasen

            triunfadora su fortaleza. Llamóle la enamorada virgen y,

            guarneciéndole los pies de aljófares derretidos, cantó festiva toda,

            de esta suerte:

           

           

                  Inmenso incircumscripto,

                        Criador de cuanto vive,

                        de cuanto ser recibe,

                        Dios solo, y infinito;

                        tú que siempre bendito,

                        Rey de reyes te llamas,

                        y entre apacibles llamas

                        de tu amoroso abismo,

                        engendras en ti mismo

                        la semejanza que amas.

                           Tú que, virgen fecundo,

                        de tu naturaleza

                        contemplas la belleza

                        por quien formaste el mundo;

                        y siempre en su profundo

                        océano ocupado,

                        das vida a tu traslado,

                        porque tu ser le cuadre,

                        tú que su padre y madre

                        le engendras, no engendrado.

                           Tú sólo la violencia

                        flamígera templaste,

                        y en ella atropellaste

                        la idólatra inclemencia,

                        mi virgen inocencia,

                        por ti fue defendida,

                        y, la opinión fallida

                        de mis perseguidores,

                        en tálamo de flores

                        cobró segunda vida.

                           Mil gracias te dedico,

                        mil himnos te consagro;

                        porque con tal milagro,

                        mis dichas multiplico;

                        tu nombre santifico,

                        porque su luz me guía,

                        a Pablo, en quien confía

                        la fe de mis amores,

                        pues él en mis errores

                        es norte, es sol, es día.

                           Por él tengo noticia

                        de tu inmutable imperio;

                        por él del cautiverio

                        salí de la malicia;

                        por él en tu milicia,

                        vitorias he cantado,

                        que tu laurel me han dado;

                        por él sé la grandeza

                        de tu imperial Alteza,

                        de tu infinito estado.

                        Por él, humilde, adoro

                        una deidad sencilla,

                        del cielo maravilla,

                        de nuestra fe tesoro;

                        gozosa me enamoro,

                        al paso que me espanto,

                        de que en misterio tanto,

                        alumbre mi ignorancia

                        una sola sustancia

                        en un Trisagio santo.

                           En tres supuestos vivos,

                        un ser de eterno fruto,

                        un Dios solo absoluto,

                        y tres los relativos;

                        misterios excesivos

                        que en tres personas vea

                        mi fe sola una idea,

                        un poder solamente,

                        un querer, una fuente

                        que sola a tres recrea.

                           Por él sé las grandezas,

                        que humano Dios blasona

                        con sola una persona,

                        y dos naturalezas.

                        Divinas sutilezas,

                        alma, con que te asombres,

                        pues nace con dos nombres,

                        ya en tiempo, ya sin tiempo,

                        por ser su pasatiempo

                        los hijos de los hombres.

                           De la paloma tierna

                        por él sé la eficacia,

                        océano de gracia,

                        amor de llama eterna;

                        correspondencia interna,

                        que sin cesar procede,

                        del Padre (a quien no cede

                        ventaja) y del concepto,

                        que es hijo, más no efecto,

                        y tanto como él puede.

                           Por él, el oportuno

                        logro, conozco y veo,

                        que por la fe poseo,

                        pues da ciento por uno;

                        sin ella no hay alguno

                        que pueda por sí mismo

                        librarse, y que al abismo

                        no pague mortal censo;

                        porque en su golfo inmenso,

                        la tabla es el bautismo.

                           Por Pablo, en fin, divino,

                        guiado el pensamiento,

                        llegué al conocimiento

                        de Dios, único y trino;

                        él me allanó el camino

                        para pasar segura

                        a la inmortal ventura,

                        donde he de poseerle;

                        porque el obedecerle

                        es la mayor usura.

           

           

           

                 No hallará la pluma exageración que lo sea para significar el

            júbilo y el alborozo con que el alma de Pablo bañada de regocijo, y

            los ojos de la oración, gratuló a Tecla, dándola los plácemes

            festivos de su vitoria. ¿Qué gracias no rindió al autor eterno de

            tanto prodigio? Ensalzó su nombre, su bondad, su mansedumbre, su

            poder, su sabiduría; congratulóse con los cielos, por la fertilidad

            de tal cosecha; dio por bien empleados los trabajos y persecuciones

            padecidos a causa suya en Iconio, profetizando la espiga de cuyos

            granos se colmasen los graneros celestes. Intitulábala virgen,

            mártir, apóstol, evangelista y otros infinitos atributos, dignos

            todos de su invencible merecimiento.

                 Participó Onesíforo de este general contento, participóle su

            familia, participáronle hasta los cadáveres de aquel sepulcro, pues

            el lugar que por su causa era horrible, ya por la asistencia de

            Tecla y Pablo, fragante y deleitoso, se convertía en tálamo de

            túmulo; volvió con la provisión que fue a buscar a Iconio el fiel

            ministro, sentáronse los convidados milagrosos sobre tapetes que les

            matizó Amaltea, comieron, no prodigalidades de la gula, sainetes sí

            de la necesidad, apetitosos a la abstinencia: legumbres fáciles y

            sabrosas, pan grosero, pero sano, agua casta y apacible. Pero lo que

            le faltó a aquel banquete de artificios y guisados, con que se anima

            la torpeza, lo suplió el gozo espiritual del triunfo conseguido;

            porque más sazona el alegría que las especies aromáticas y la

            sutileza del mejor adulador del apetito. No hubo manteles que se

            levantasen, que, como eran de flores, quedóse el huésped (digo el

            prado), con ellos. Reiteraron gracias a su Dios y, fenecidas, dijo

            la virgen mártir a su maestro apóstol:

                 -Dos libertades he conseguido, carísimo Pablo, por tu causa: la

            principal, que es la del espíritu (hasta agora derrotado por los

            contagiosos piélagos de la idolatría); la accesoria (que es la del

            cuerpo), obedecido y respetado (mediante la integridad que consagré

            a mi esposo) del más absoluto y inexorable elemento. No bastan los

            principios felices de una acción loable, si no se proporcionan con

            ellos los medios para conseguir mejores fines. Yo y sin ti, en

            ciudad tan impía y mi perseguidora, ¿qué esperaré de su asistencia?,

            ¿qué de los que la habitan, mujer sola, y tan ocasionable la que los

            profanos llaman hermosura, y es en mí aborrecimiento? Sólo un

            remedio se me ofrece (y, si no me engaño, por celestial impulso de

            mi determinación escogido), y es que, cortándome el cabello (lazo

            engañoso de simplicidades torpes), huyamos los riesgos a que

            ocasionan los que en ellos solicitan su mismo arrepentimiento, y en

            tu segura compañía, con traje varonil disimulada, será fácil excusar

            los escollos de este mar todo bajíos, que a tan pocas honestidades

            permiten navegación tranquila.

                 -Aprobara -respondió el apóstol- tu resolución loable, si no

            temiera, de la belleza que te hace peligrosa y la facilidad con que

            la juventud se desenfrena, el arriesgarme a una persecución

            continua, librada en tu edad ocasionada y en la poca resistencia de

            la mocedad traviesa. Repara, discursiva, en que no añadamos exámenes

            segundos, que arriesguen tu virginal constancia, quizá más

            peligrosos que los primeros, en que, vencida la fragilidad leve de

            tu sexo (aun en los varones constantes peligroso) des en tierra con

            la primer vitoria, vituperándola la pusilanimidad de tu naturaleza.

            Principalmente, novel en esta milicia y apenas suelta de los

            estrechos retiros de tu casa y recogimiento.

                 -Las llamas, Pablo mío -respondió la virgen-, ya que con los

            auxilios de mi esposo no me ofendieron, por lo menos abrasaron todo

            género de temor y cobardía. Transformada estoy en el mismo que me

            escogió sin méritos, siendo tú el tercero, para el tálamo virgíneo

            de sus eternos brazos. No temo, no recelo, pues quien me sacó

            vitoriosa de las hambrientas llamas, me conservará invencible de las

            contingencias adversarias que se me opongan. Armas llevo en la cruz

            siempre triunfante; empresa es de mi dueño, ¿qué amenazas?, ¿qué

            desdichas pueden acobardarme? Yo peleando en la palestra, tú mi

            padrino animándome a la vista, tú mi maestro, yo tu dicípula,

            opóngase el infierno, que ya le desafío.

                 -A tan heroico espíritu -respondió el apóstol- tú, doncella

            flaca, y yo varón con cargo de alentar flaquezas, desmintiría mis

            obligaciones, si no me conformase con tu resolución cristiana; Dios,

            sin duda, habla en tu lengua, prosigue deseos y ejecuta propósitos:

            serás nuestra compañera. Aumentará tu esfuerzo la gracia bautismal

            que en breve te prometo, con cuyo patrocinio, si catecúmena

            venciste, cristiana triunfarás, coronando laureles inmortales tu fe

            inexpugnable, tu esperanza segura, tu caridad perfeta, que nos

            sacarán felices de cualquier naufragio.

                 Regocijóse Tecla todo lo imaginable con tan benévola permisión,

            aprobóla Onesíforo, y haciendo traer vestidos varoniles que la

            deslumbrasen de su misma naturaleza, los dos ya en el camino, y

            despedidos de ellos el piadoso huésped y sus criados, éstos se

            volvieron a Iconio y, los dos santos, siguiendo el norte del

            espíritu divino, guiaron a la populosa metrópoli de Siria, célebre

            con el blasón cristiano que en ella tuvo principio, mucho más que

            con el que le dejó en propiedad su fundador monarca, llamándola

            Antioquía. Algunos días antes que el vaso de elección, Pablo,

            santificase con su presencia la ciudad dicha, llegó a ella Alejandro

            que, como patria suya, y el primero de ella, le esperaba, honrándose

            en honralle con la principal toga de su gobierno. Porque, dado caso

            que la florida edad que gozaba parece que le excluía de la

            judicatura (nunca tan autorizada como cuando la califican canas),

            suplían en él este defeto, letras, discreción, sangre, hacienda y el

            común aplauso con que Antioquía le veneraba casi por su príncipe.

            Acetó la plaza, más por divertirse con sus ocupadas asistencias del

            riguroso desvelo de sus imaginaciones, lastimadas con el trágico, a

            su parecer, suceso de su prenda, que por ambición que le desordenase

            la noble modestia de su templanza. Ejerció su oficio, pero no fue

            bastante, ni el hechizo del mandar tanta república (siendo ansí que

            el imperio desvanece los más considerados), ni la ocupación de

            negocios tan diversos, a que acudía tanto causídico, tanto

            querelloso, lisonjero tanto, a que la ausencia se alabase haber en

            él disminuido un punto sus desvelos (que cuando amor de veras se

            aposesiona de un espíritu y pasa de lo imperfecto sensitivo a lo

            sutil y acendrado de lo inmaterial, ni distancias de regiones, ni

            imposibles de la muerte desbaratan la imagen que imprimió con

            caracteres de fuego en el alma del amante).

                 Un día, pues que, entre otros, acompañado de lo más válido de

            su tribunal, gozaba, a la principal puerta de aquella augusta

            república, la frescura del viento por la tarde (necesario todo para

            templar el ahogo de sus imaginaciones), más suspenso en ellas que

            nunca, y deleitándolas con el apacible retrato de Tecla, que en su

            memoria parecía, más origen que traslado, trocó en los ojos el

            traslado por el origen, viendo delante de ellos, que en traje de

            peregrino, si aliñado, humilde, acompañaba a su divino apóstol, más

            ufana al lado suyo que sobre el trono del augusto imperio. Iban los

            dos a entrar en Antioquía, pero apenas se permitió Tecla a los ojos

            de Alejandro, puesto que a su parecer bastantemente oculto el oro de

            su belleza, entre las fundas de su esclavina, rayo penetrativo en

            los sentidos de su amante, cuando, absorto en su contemplación, ni

            le perdonó potencia, ni privilegió acción vital que no le

            transformase en nueva llama. Cogióle desapercibido: llorábala

            holocausto el cuerpo, estrella el alma, habitadora eterna de la

            esfera más sublime. No es maravilla que ímpetus no prevenidos

            descuidasen la prudencia, arrojándose con la propensión de la

            voluntad a lo que no pudo impedir el entendimiento: yedra enamorada

            de su cuello, le echó los brazos, desacreditando acción tan

            inconsiderada su hasta allí célebre compostura. Y Tecla, que

            advirtió entonces cuán poco disimulan disfraces contra la

            transcendencia de un amor furioso, viéndose oprimida entre los

            aborrecibles nudos del descompuesto joven, rasgándole las ropas

            consulares y derribándole al suelo la diadema (que como insignia de

            su casi real ministerio le adornaba), varonil defensora de su honor

            intacto, hiriendo y maltratando con sus virgíneas manos al descortés

            salteador de su pureza, dio voces animosa, convocando multitud de

            ciudadanos, a quienes, encendida en virtuosa indignación, dijo lo

            siguiente:

                 -¡Oh qué hazaña, antioquenos, tan digna de la majestad que

            vuestra república blasona! Desenfrenadas tiranías os darán

            inmortalidad que las demás envidien. Violentas opresiones os harán

            eternamente célebres, lascivos asaltos calificarán vuestra nobleza;

            creía yo que, amparándome de vuestros ciudadanos, como asilos de la

            modestia, madre Antioquía de la hospitalidad, refugio de los

            peregrinos, olvidarían mis persecuciones pasados riesgos. Y veo, por

            experiencia, que se me convierten en lascivos y torpes

            atrevimientos. Y, ¿dónde?, no por cierto entre los riscos y selvas,

            ocasionadores a insultos ilícitos, sino a las puertas mismas de la

            metrópoli del Asia, de la legisladora de toda Grecia. ¿Paréceos

            ciudadanos, que aunque extranjera y sola, me falta patria que me

            vengue? Populoso Iconio me reconoce por hija, su nobleza por

            ilustre, por hacendada sus posesiones; menospreciado el tálamo que

            con Tamíride, el más ínclito morador de sus vecinos, me solicitaba a

            indisolubles lazos; conservadora casta de mi preciosa integridad, me

            retiro por conservarla entera a vuestra sombra. Desterróme de mi

            casa, parientes y hacienda, la constante resolución de no manchar

            cándidas promesas que a mi esposo he dado; éste es Christo, cuyo

            suave cautiverio juzgo por libertad preciosa; cuya peregrinación

            mendiga antepongo a caudalosos intereses de mi riqueza. ¿Será, pues,

            alabanza digna de vuestro hospicio, consentir que despojen

            desenfrenamientos a quien favor os pide, de la joya rehusada a

            empleos permitidos? El honor que pudiera conservarse en lícitos

            contratos, ¿profanarse por la infamia torpe de quien me iguala a la

            vileza común de la ordinaria perdición? No imagines, desatinado

            joven, como sospechas, que vagamunda registro provincias diferentes,

            codiciosa a la ganancia torpe que junta el vil deleite al

            estipendio. Ni el cielo lo permita, ni con tal insulto jamás mi

            esposo Dios consienta que, faltándole a la palabra que le dediqué de

            esclava eterna suya, me desacredite vergonzoso olvido. Empeños de

            amorosa virginidad me tienen presa en la cárcel dulce de mi esposo

            Christo. Pablo, apóstol suyo, que es el que alcaide de mi pureza

            traigo por ángel de mi guarda, salió fiador de deuda tanta.

            Tiémblale como a ejecutor de la venganza omnipotente. Reverénciale

            como a uno de los doce jueces que han de residenciar el universo, y

            no desdores la generosidad ilustre que tu presencia abona con la

            asquerosa mancha de tal violencia en una huérfana peregrina que, a

            cuenta del único protector de desamparos, se fía y encomienda a la

            hospitalidad piadosa de esta ciudad augusta.

                 Esto, Y la resistencia valerosa de la invencible mártir,

            impidió la brutal pasión de su inconsiderado pretendiente, si no

            templado, impedido por lo menos, dando lugar a que, atravesándose

            autoridades y canas, se admirase la resolución virtuosa de una

            frágil peregrina, que triunfó del mayor incentivo que a su edad

            ocasionada pudiera ofrecerla el aprieto y la fortuna, despojos de

            sus plantas la púrpura y corona del más ilustre magistrado.

            Obligando después tan célebre vitoria a que, a pesar del olvido,

            consagrase a su nombre en aquel sitio mesmo la posteridad un templo,

            que hasta hoy permanece, conservándose en su escultura célebre la

            imagen de nuestra virgen ínclita, que sirve de ejemplar a

            imitaciones tales.

                 Cuando el objeto excede, en la excelencia y actividad, a la

            potencia que se le descomide desproporcionada, no paga menos su

            atrevimiento que con privación perpetua para los ejercicios de su

            actividad. No diferencie la vista entre la limitada luz de las

            estrellas, la majestuosa del sol, atrévasele, y quedará ciega; que

            lo mismo le sucedió al amor desordenado del descompuesto joven, pues

            sin medir con el discurso la dignidad superior que apetecía,

            frustrando deseos, perdió la potencia con que pudiera gobernarlos:

            perdió el juicio y, rematado loco, dio venganza a la envidia y

            lástima a la amistad. Quedó Alejandro sin seso, pero no sin osadía

            para ofrecer a Pablo, juzgándole usurero de aquel celestial tesoro,

            porque le franquease permisiones y facilitase apetitos, cuanta

            riqueza y intereses le propuso la esperanza y abonó la caudalosa

            hacienda que le tenía soberbio. Indignóse el compañero soberano del

            patrón de nuestra fe de suerte contra el comprador torpe de pureza

            tanto que, dándole la respuesta mesma que Pedro al príncipe de la

            simonía, desapareció de sus ojos y de la ciudad presente, llevado

            por ministerio de ángeles a distancias remotas, para lograr el cielo

            más célebre la vitoria segunda de su discípula invencible, cuanto

            menos alentada con el patrocinio de su evangélico maestro.

            Desatinado, pues, Alejandro de todo punto y acabando de despedazar

            las reliquias de las ropas que perdonó la defensa virgen, dando

            voces destempladas contra el uno y otro, y lastimosa compasión a

            gente innumerable que le asistía, dijo de este modo:

           

           

                  ¿Vosotros sois los que en Asia

                        blasonáis nombres eternos,

                        y con hazañas augustas

                        al macedónico cetro

                        pusistes argollas de oro?

                        ¿Vosotros sois, antioquenos,

                        generosos descendientes

                        del que labró los cimientos

                        a esta ciudad, para espanto

                        de los romanos y griegos,

                        y desde el Tibre hasta el Gange,

                        dilató el lauro a su imperio?

                        No es posible, pues, cobardes,

                        aprobáis mi menosprecio,

                        y las insignias de Roma,

                        sufrís pisar por el suelo,

                        un monstruo, una advenediza,

                        Circe en hechizos, que ha vuelto

                        contagión trágica al orbe,

                        y en ella todo el infierno,

                        para asegundar la infamia,

                        que la adquirió el vil veneno

                        con que al sarmático esposo

                        privó de la vida y reino;

                        vuestra religión profana,

                        y intentando hacer lo mesmo

                        del mal logro de mis años,

                        en su abril la vida pierdo.

                        De Iconio su patria expulsa,

                        huye (como en otros tiempos,

                        desterrada del sarmata,

                        a fuerza de encantamientos,

                        oprobio del monte Lacio,

                        convirtiéndose en Circeo);

                        si en Colcos mató a su padre,

                        en Grecia a su madre ha muerto;

                        pureza virgen pregona,

                        y en los brazos deshonestos

                        de un bárbaro circunciso

                        los lícitos himineos

                        de Tamíride rehúsa,

                        la actividad reprimiendo,

                        a fuerza de invocaciones,

                        del más rebelde elemento.

                        No su hermosura os engañe

                        y, por guardarla respeto,

                        imitéis, escarmentados,

                        de Ulises los compañeros.

                           Varones de Antioquía yo me enciendo,

                        yo adoro juntamente y aborrezco,

                        yo soy volcán de llamas y de nieve,

                        que yelan celos lo que amor enciende.

                           ¿No os acordáis cuando Circe

                        se enamoró en el estrecho

                        de Nápoles y Tinacria,

                        de Glauco, por cuyos celos

                        a Escila volvió en escollo,

                        a Escila, prodigio bello

                        de beldad, ya de peligros,

                        sepulcro de tanto leño?

                        Pues esta Circe segunda,

                        en cenizas ha resuelto,

                        su patria, que es más delito,

                        por otro Glauco, un hebreo,

                        cuyos infernales pactos,

                        cuyos conjuros blasfemos,

                        le traen vagando provincias,

                        para pervertir sus pueblos;

                        guardaos de ella, que arrebata

                        las libertades durmiendo,

                        ¿qué hará si despierta os mira,

                        quien monstruo mata entre sueños?

                        Yo, libre huésped de Iconio,

                        la vi una noche en el templo

                        del joven que llora Chipre,

                        mal logro infausto de Venus.

                        Sacrílego en ella amor,

                        quebrantó los privilegios

                        a su inmunidad debidos,

                        con mi inocencia severos;

                        robóme el alma en sagrado,

                        y agora me roba el seso;

                        cómplices sois de un insulto,

                        pues admitís los cohechos

                        de su hermosura cosaria,

                        pero ¿cuándo no torcieron

                        la vara de la justicia

                        las beldades y el dinero?

                        Patrocinad sus engaños,

                        sin compasión del incendio

                        con que se me abrasa el alma,

                        aplaudidla lisonjeros,

                        que pues la admitís piadosos,

                        yo sé que a los escarmientos,

                        daréis trágicos anales,

                        con que os infamen los tiempos.

                           ¡Que me abraso varones, que me yelo,

                        fuego es amor, granizo son los celos,

                        ceniza y nieve soy, llamas y llanto,

                        muero de amor y vivo de contrarios!

           

           

           

                 Tan rabioso y desatinado furor revistió en su pecho el infernal

            espíritu que le vejaba que, cayéndose en el suelo desmayado y con

            demostraciones de difunto, fue tal el alboroto de la irritada plebe,

            que acometiendo de tropel a la inocente virgen, como si algún

            presidio fuera guarnecido de escuadrones, ya la hubieran apresurado

            los laureles mártires haciéndola pedazos, si no reprimieran su

            desatino las canas y autoridad de un venerable senador romano que

            aquel imperio tenía en Antioquía, para las segundas instancias y

            apelaciones que resultaban del magistrado común (que como natural y

            emparentado, muchas veces se dejaba llevar de la pasión, siendo

            necesario este recurso para los desvalidos y agraviados). Éste,

            pues, rompiendo por el insolente vulgo, y haciendo que llevasen a

            Alejandro a su casa, la diligencia del oro, siempre lisonjeada de

            médicos y amigos, cuidaron, aunque dudosos, de restaurarle la mejor

            potencia. Depositó entre tanto a nuestra virgen en casa de una

            matrona rica, virtuosa y anciana que, granjeando general veneración

            en Antioquía, viuda años había, lloraba entonces la falta lastimosa

            de una hija sola, doncella cuerda, por extremo hermosa y por extremo

            obediente que, clavel sin sazón cortado, un accidente repentino la

            trasladó del jardín ameno de su juventud a los desiertos del olvido.

            Llamábase la madre lastimada Trifena, y la malograda Falconila, cuyo

            lugar y vacío llenó Tecla en las entrañas de la llorosa matrona,

            recibiéndola con tan amorosos afectos que, quien los viera, juzgara,

            o que profetizaba las felicidades que había de interesar con su

            asistencia, o que en ella transformada la difunta, se la restituía

            el cielo para consolar irremediables sentimientos. Era en aquella

            ciudad Trifena tan poderosa, que no blasonaba menos generosidad su

            alcuña que la de los antiguos reyes de Siria, cabeza entonces de la

            monarquía de Asia y Grecia. Sus posesiones y riquezas tan

            caudalosas, que la facilitaban el blasón de madre de necesitados.

            Reparó agora, desde unos antepechos que salían en su casa sobre los

            muros, en la majestuosa entereza y apacible gravedad con que la

            virgen apostólica se portaba entre el descortés tumulto de tanto

            pueblo, cuyo alboroto la convidó a asomarse a ellos y ser testigo de

            la invencible resistencia que defendió lo más precioso de su

            hermosura, y enamorándose de sus virtudes, por la simpatía que las

            suyas en ella conocieron, pidió al romano senador se la fiase,

            consiguiéndolo su autoridad, y el deseo que el piadoso juez tenía de

            reducir a Tecla por su medio a su primera religión. Libróla, en fin,

            del plebeyo desacato, y acariciada en los brazos de Trifena, consoló

            ausencias de su maestro caro, si pérdidas tales podían hallar

            equivalencia, en quién, después de Dios, le amaba sobre cuantas

            cosas había en el mundo.

                 Durmió aquella noche nuestra virgen (velóla, quise decir), en

            la contemplación regalada de su apetecido y eterno esposo; gozosa en

            extremo con la certidumbre de su posesión cercana, llorosa empero

            por la soledad de Pablo, que como medio de tanta dicha le amaba, y

            huérfana de su dotrina se desconsolaba no viéndole presente. No con

            menos desvelos, Trifena recelaba el peligro venidero que a su

            peregrina huéspeda amenazaba. Porque, entregándola absolutamente las

            llaves de su voluntad piadosa (ya fuese por correspondencia de

            constelaciones, o ya, lo que es más cierto, por disposición divina),

            casi no echaba menos con ella la llorada compañía de su recién

            difunta sucesora. Deseábala libre, y imposibilitábala estos deseos

            la poderosa persecución de Alejandro, por su causa loco, y lastimada

            la ciudad toda con la pérdida de magistrado tanto. Provocábanse

            contra ella sus parientes, los más válidos de su república; era casi

            príncipe suyo el agraviado; Tecla extraña, pobre, peregrina y con

            indicios de deshonesta, expulsa de su misma patria, que, degenerando

            de su sangre, anteponía la profesión aborrecible de una ley nueva al

            culto antiguo de sus dioses; desacreditábala la compañía de un

            hebreo, sospechado encantador, el traje licencioso con que, al

            parecer de todos, certificaba que quien con él desmentía su sexo,

            menospreciaba la castidad que le acompaña. Así entretejía durmiendo,

            Trifena, temores con esperanzas, libradas éstas en Christo, a cuya

            ley se disponía, y aquéllos, hijos del amor de su querida

            encomendada (pues no le tiene quien no recela aun en peligros de

            menos riesgo), cuando a la media noche, ni del todo atados los

            sentidos a la suave coyunda del sueño, ni de tal suerte señores que

            con libertad juzgasen de sus objetos, se le apareció la malograda

            Falconila en forma lúgubre, pero no asombrosa, que la dijo:

           

           

                  El llanto, madre cara,

                        las tristezas y el luto,

                        y el sentimiento que tu vida acorta,

                        ni lástimas repara,

                        ni puede ser de fruto

                        a quien, cadáver, tu prudencia exorta;

                        las lágrimas reporta,

                        si no quieren tus penas,

                        que, pues no las refrenas

                        para común castigo,

                        te llore la piedad, muerta conmigo.

                           Mi falta sustituya

                        Tecla, de Christo esposa,

                        asombro de vitorias celestiales;

                        admítela hija tuya;

                        mejorará piadosa,

                        a eternos solios tus blasones reales;

                        fenecerán mis males,

                        si en fe de lo que puede

                        con Dios, por mí intercede,

                        y en su presencia diva,

                        merezco que en su luz mi nombre escriba.

           

           

           

                 Dijo el necesitado espíritu, y desapareciéndose instantánea ,

            despertó la matrona, aplaudida de interiores esperanzas y, sin

            dilatar alivios a su difunta prenda, bañada de lágrimas gozosas,

            trocó la cama por los brazos de su adoptada sucesora, refirióla el

            sueño, y alcanzó su patrocinio con tan feliz afecto que, a su

            instancia trocó Falconila penosas tinieblas por claridades

            indeficientes, sin que otra vez su madre tributase al sentimiento

            lamentables quejas por su temprana ausencia. Colijo de lo dicho, que

            la dichosa socorrida murió cristiana, pues aunque la historia no lo

            afirma, parece que lo supone; y supuesto que el clavero mayor de los

            cielos había ya consagrado en aquella ciudad al bautismo el blasón

            primero y título cristiano, con multitud de fieles, es consecuencia

            forzosa el confesarlo que estaba bautizada, cuando murió, esta

            doncella, pues a no ser ansí, pusiéramos su salvación en la misma

            duda que la de Trajano, patrocinada por el Magno Gregorio.

                 En el ínterin, pues, que esto sucedía en favor de nuestra

            enamorada virgen, los deudos de Alejandro y sus amigos, llorándole

            frenético, insistieron de modo con alegaciones mentirosas, en su

            venganza, que el romano senador, parte con recelo de algún popular

            motín, viendo dispuesta la ciudad a cualquier atrevimiento, por la

            ojeriza que toda mostraba a la ley que Tecla defendía, y parte por

            el respeto que juzgaba merecer el primero magistrado de aquella

            república, que según la fama general de todos, mágicamente estaba

            sin juicio, instigado del espíritu preciso, sentenció a la

            invencible mártir, por transgresora de su blasfemo culto, a que,

            futura presa de las fieras, festejase en el común anfiteatro a la

            multitud sacrílega, que ya prevenida la aguardaba. Entraron pues, y

            en la presencia de su segunda madre, descompuestos y atrevidos los

            ministros bárbaros de aquella ejecución, la despojaron de las

            generosas galas (adorno con que Trifena ostentaba la adopción

            amorosa con que la constituía su heredera) y presentándola casi

            desnuda, lastimoso espectáculo, al idólatra concurso, el cohecho

            juez presidiendo a tan inhumano sacrificio, piélago de lágrimas

            Trifena en su casa, y Tecla en la palestra de su triunfo, objeto

            compasivo a los piadosos, si deseado a los crueles, los ojos en la

            esfera luminosa que apetecía, las manos elevadas y las rodillas en

            el suelo, constante, humilde y animosa confiada, pidió alientos a su

            esposo, alivio para Trifena, gloria para su nombre, confusión para

            sus enemigos, fieles para su iglesia y nuevos méritos para su

            prometido tálamo.

                 No era general el aplauso de su castigo; antes bien, divididos

            los presentes en opiniones: los que reverenciaban la virginidad, que

            no eran pocos, de suerte se compadecían de la injuria de su

            defensora que quisieran en aquel trance arriesgar las vidas por la

            suya; al contrario, empero, los que temían que, introduciéndose en

            su república la castidad celeste, les faltase cómplices a sus

            deleites brutos, ensalzaban hasta las nubes a los celosos ejecutores

            de sus antiguas leyes, permitiéndoles premios proporcionados a la

            observancia de su religión lasciva; pero los cuerdos pronosticaban,

            de impiedad tan bárbara, calamidades míseras, que en ruina lastimosa

            de su república, sirviese de escarmiento trágico a los futuros

            siglos. Interrumpió, pues, estas encontradas altercaciones, una

            leona, que estimulada de la hambre y de arrojadizas flechas con que

            la crueldad de los vengativos la provocaba, llenó el concurso de

            atención y miedo, acometió con veloz carrera a la animosa mártir, y

            puesto que, cuando fuera menos su voracidad, el verla desnuda y tan

            hermosa, por natural instinto la irritada más rabioso asalto (si es

            verdad lo que afirman naturales, que más se enfurecen los brutos

            fieros contra la beldad que miran que contra los deformes que

            simbolizan con su fealdad silvestre) apenas extendió los vedejudos

            brazos para satisfacción de sus garras y colmillos, cuando, en un

            instante, rendida a Tecla la princesa de los brutos, cordera la

            leona, lamiéndola los pies y lisonjeándola amigable, ocasionó

            segundas voces que en confusos ecos se contradecían diciendo a un

            tiempo mismo, los unos «milagro, milagro», y los otros

            «encantamento, encantamento», intérpretes tan opuestas aclamaciones

            de la contrariedad de los ánimos que les intimaban. Abrieron luego

            las puertas a una osa corpulenta, bruto tan poco reconocido a los

            humanos, que naturaleza, casi rehusándole entre las demás especies,

            si le permite efeto de la generación, le saca a luz tan sin ella

            que, informe en la figura, necesita su madre de la lengua, pincel

            con vida que, para dársela cabal, le perficiona. Mostró agora la

            propiedad indómita de su fiereza, pues sin imitar la urbana cortesía

            de la leona reina suya, quiso en su presencia aplaudir deseos de los

            que se le aventajaban en crueldad. Agravióse justamente la bestia

            coronada, y juzgando aquel atrevimiento por crimen de la majestad,

            pues ofendía el respeto con que los irracionales todos la reconocen,

            atajándole el apresurado curso y usando de la autoridad suprema que

            la naturaleza la concedió, despedezada entre sus uñas, rindió a los

            pies virgíneos sus despojos. No le dio lugar un león palestino a que

            recibiese gratulaciones de la obligada mártir, porque intentando

            vengar, si no al bruto castigado, a los perseguidores bárbaros de la

            inocencia, arrojándose a la presa, infamó su sexo, pues perdió la

            cortesía, que en toda especie reconoce a las hembras, el que

            aventajado en la naturaleza subordina sus aceros a las fuerzas del

            amor con que la obliga. Salió animosa la leona protectora a la

            defensa, y abrazándose con él, fue tan temosa la lucha que,

            despedazándose el uno al otro, pudieran (a ser capaces de vituperio

            o alabanza) ocasionar aquélla a que la eternizaran plumas, pues

            perdió la vida por conservársela a la inocente hermosa, y el otro,

            oprobios entre escarmientos, pues porfiado murió, degenerando de la

            magnanimidad que entre todos los brutos le concedió su género. A lo

            menos, el general sentimiento de los presentes hizo esta exageración

            verdadera, pues, lastimándose de que tan desdichado fin premiase tan

            piadoso patrocinio, celebraron sus pesares con lágrimas, sin que

            entre todos hubiese tan endurecido pecho que no tuviese compasión a

            la leona, sin mostrarla por la pérdida de su contrario.

                 Frenéticos los deseos de la perdición de Tecla, viendo

            aplaudirla el cielo con los trofeos a sus pies de los ejecutores

            voraces de su muerte, abrieron todas las puertas a las leoneras y,

            dando libertad a cuantas fieras encerraban, salieron diversos brutos

            (aunque semejantes en la enemistad indómita que con la sangre humana

            tienen) y cercando a la ínclita vencedora por todas partes,

            prometían furiosos satisfacer crueldades de sus provocadores. Pero

            Tecla, apetitosa de mostrar a los espíritus beatos cuanto deseaba y

            si no merecer el tálamo ofrecido, por lo menos obligarle, centro

            cándido de tan horrible circunferencia, levantó la voz cantando:

           

           

                  El amor que no hace excesos,

                        mi Dios, no se llame amor;

                        hacéislos en mi favor,

                        decláranlos mis sucesos;

                        los que a las coyundas presos

                        de vuestro carro triunfante,

                        pretenden, blasón amante,

                        buscar arduas aventuras,

                        que suele llamar locuras

                        la opinión del ignorante.

                           ¿Qué peligros no os afaman?

                        ¿qué extremos?, ¿qué inconvenientes

                        cuando hasta vuestros parientes

                        furiosos de amor os llaman?

                        Ejemplar de cuantos aman,

                        enseñáis lo que cumplís;

                        sois Dios, y humano morís,

                        y cuando resucitáis,

                        quedándoos, mi Dios, os vais;

                        presente estáis y os partís.

                           A imitaros me provoco,

                        cuando vuestro exceso escucho,

                        mucho amor, pide amor mucho,

                        poco ama, quien hace poco;

                        si a vos os tienen por loco

                        los que tanto extremo ven

                        en vos (mi dueño, mi bien),

                        y para que os satisfaga,

                        amor con amor se paga,

                        llámenme loca también.

                           Poco hice por vos, amores,

                        cuando me arrojé a la pira,

                        pues su autoridad retira

                        la fuerza de sus ardores;

                        jardín, su incendio, de flores,

                        me dilataron recreos,

                        y aquí aumentando trofeos,

                        mansas las fieras voraces,

                        humildes me adulan paces,

                        nobles me premian deseos.

                           Hasta agora ¿qué blasón

                        me puede hazañosa hacer,

                        si al tiempo del padecer

                        suspendéis la ejecución?

                        Afectos solos, no son

                        méritos enamorados,

                        que no premia amor cuidados,

                        que se quedan en deseos;

                        obras ilustran empleos,

                        efectos premian soldados.

                           Estos os debo, éstos quiero

                        pagaros, puestos por obra,

                        no hay temor donde amor sobra,

                        ámoos mucho, por vos muero.

                        Siendo esto verdad, ¿qué espero?

                        atrevimientos subliman

                        pechos, que llamas animan

                        a su esfera semejantes;

                        temeridades amantes

                        son solas las que se estiman.

                           Servirme puede de ejemplo,

                        el nazareno sin ojos,

                        matando murió, despojos

                        de sí mismo le contemplo;

                        a las colunas del templo

                        se abraza, mortal estrago

                        de idólatras, si así pago

                        empeños, ¿qué hay que recele?

                        El mismo valor me impele,

                        temple mi ardor tanto lago.

           

           

           

                 Arrojóse, en diciendo esto, a un casi piélago que, a vista del

            célebre, cuanto cruel coliseo, se poblaba de infinidad de monstruos

            marinos, como focas, cocodrilos, murenas y otras bestias acuátiles

            que, cebándose en los míseros ajusticiados, recreaban ánimos

            sangrientos en los espectáculos horrendos que, con nombre de

            religión, celebraba cada año aquella impiedad gentílica. Gritó a un

            tiempo el pueblo, todo asombrado a tan jamás imaginada osadía,

            juzgándola más a temeridad desesperada que a ímpetu de amor divino;

            porque, como idiotas en las escuelas de las finezas sobrenaturales y

            sin ejemplo en sus fábulas mentirosas, no supieron graduarla con las

            aclamaciones que merecía. Pero la virgen amorosa, haciéndose lugar

            con los cristalinos brazos entre los homicidas vidrios, y diciéndole

            a su obligado esposo: «En tu nombre, dueño único mío, me bautizo a

            mi mesma en el último día, vísperas de mi tálamo», aguardaba, por

            medio de las fieras carnívoras, desembarazar el alma del terrestre

            hospicio y, a costa de la ruina de la casa, volar a los brazos

            tiernos de su esperado esposo.

                 No imagine, empero, el considerado que, porque la virgen

            hazañosa dijese que a sí misma se bautizaba, creyó por cierto ser

            bastante aquella amorosa resolución para efectuar el primero

            sacramento, pues discípula de Pablo, y ya con ciencia infusa, no

            ignoraba requerirse ministro idóneo para la primera gracia bautismal

            y que no podía serlo una persona de sí mesma. Exageración fue de su

            enamorado pecho, abrasábasele el incendio de su esposo, y dijo que,

            para templarle, determinaba darse un baño, echándose a pechos todo

            aquel lago. Pues la antigua y propia significación de este término

            bautismo no es otra cosa que baño y lavatorio, y en este sentido lo

            dijo nuestro enamorado eterno, en la víspera de su demostración

            amante otro tanto, cuando pronunció afectos con aquellas fogosas

            palabras del: «Todo soy deseos y ansias por darme un baño de sangre,

            no sé cómo me reprimo hasta ponerlo en ejecución». Ni es creíble,

            que compañera tantos días Tecla del divino apóstol, tan ejecutivo en

            los preceptos de la ley de gracia, dotor por ella de los gentiles,

            se descuidase de lo principal para conseguirla, defraudándole a hija

            por quien padeció tanto, la más necesaria diligencia. Porque aunque

            no lo refiere el glorioso padre san Basilio, coronista suyo, no hay

            dudar que lo supone por cierto. Pues de las palabras referidas sólo

            se deduce que las dijo la virgen laureada hablando del bautismo

            místico, como se advierte al margen; si ya no es que se entiendan de

            los dos que lo sostituyen (del bautismo digo), que llama la Iglesia

            de fuego, y se libra en los deseos encendidos del principal, o el de

            sangre, que vitorioso suple el del agua, a que se subordina.

                 Volviendo, pues, a la animosa enamorada, digo que, mientras

            vituperaba el pueblo la acción, a su juicio frenética, celebrando

            lágrimas sus imaginadas sospechas, aun en los corazones más

            empedernidos, y apercibiéndose los marinos monstruos al banquete que

            voluntariosa Tecla les hacía de sí mesma, su omnipotente amante,

            sobre manera agradado de la resolución heroica, para reciprocar

            finezas, despachó de la esfera superior resplandecientes llamas que,

            arqueros celestes en forma de un globo lucido, cubrieron a la

            amorosa mártir, quitándoles a las fieras el bocado de la boca y

            deslumbrándolas de modo que, zambulléndose a lo íntimo de su

            elemento, desembarazaron el líquido teatro.

                 Venció la constancia, rindió el asombro a la impiedad idólatra;

            bastó, en efeto, milagro tanto a que unos y otros aclamasen juntos a

            Tecla vitoriosa, que, pisando segura las aguas (enlosadas para ella

            esta vez sola de zafiros y turquesas) fue recebida de vírgenes y

            matronas, con himnos y aplausos festivos, resolviendo en humo

            odoríferas aromas, con que recrearon el menor sentido, subiendo a la

            esfera cristalina a ganar las albricias de nuevas para sus espíritus

            tan alegres. Pero porque no faltase al laurel que cortó el martirio

            para las sienes de Tecla, hoja en que no se escribiesen, con letras

            de oro, triunfos que, distintos en número, la gratulasen célebre en

            especie, apenas se había librado del piélago verdugo, cuando la

            ataron de pies y manos a la cerviz indómita de un toro agarrochado

            que, vestido de fuego contagioso y artificial, cada cohete espuela

            que le acrecentaba furias, echaron el resto a la sacrílega rabia de

            su venganza, creyendo con esta diligencia última desvanecer

            vitorias, que infamaban con nombre de encantamentos. Pero,

            atreviéndose el fuego a su materia, se consumió en breve a sí mesmo,

            llevándose de camino la vida al bruto y, convertidas en cenizas las

            coyundas, quedó Tecla sin lesión, ni muestras de haberla recelado,

            confusos y rendidos sus perseguidores, regocijados y satisfechos los

            que lloraban su peligro.

                 Ensalzó el clamor universal de unos y otros, hasta los cielos,

            tal prodigio, y habiéndose hecho traer en una litera la piadosa

            Trifena, casi despulsada, por ver si su presencia augusta movía a

            respeto y cortesía lo que no pudo la inocencia y hermosura; presente

            también Alejandro, y recobrado, si no en todo, a lo menos en parte

            el juicio, que sugestiones infernales le desbarataban, temió el juez

            el verse citado al tribunal de Roma por Trifena que, deuda íntima

            del augusto, refiriéndole la bárbara ejecución de su injusticia, lo

            menos mal que podía sucederle era quedar privado de la judicatura,

            la hacienda y la fama. Temió lo mismo Alejandro, autor principal de

            tanto insulto, y vuelto casi a su primer sosiego, tuvo en el lugar

            acostumbrado la urbanidad primera; en efeto, el arrepentimiento y el

            temor le obligaron a que se postrase a los pies del romano procónsul

            y le dijese:

                 -Ya integérrimo juez, te constan los tormentos que en el alma,

            perdida su mayor potencia, y en el cuerpo, con mortales desmayos

            maltratado, he padecido, a causa de ésta que, dudoso de llamarla

            mujer, o genio perseguidor, o deidad en humana hermosura

            transformada, dificulta el nombre que la convenga. Porque si la

            juzgo mujer, será forzoso atribuirla mágicos prestigios y

            invocaciones hechiceras, con cuyo medio se libra de los más voraces

            brutos y más rebeldes elementos. Si genio, o diosa, temo que,

            habiéndola ofendido mi ignorancia, no pase mi desdicha a la pena que

            merece la malicia. Séase, en fin, o uno, o lo otro o todo junto,

            destiérrese de nuestra jurisdicción; esperaré, no viéndola, la

            medicina perezosa de la ausencia.

                 Experimenten otras repúblicas, si en la nuestra no

            escarmientan, si es diva celeste o furia condenada que despacha el

            infierno para despoblar el mundo. Repara, ¡oh juez!, en que toda

            nuestra ciudad, llorosa, tiembla el castigo que la amenaza. Si

            Trifena, consanguínea y respetada de nuestro César, por la pena que

            siente en ésta, no sé si encantadora, nos desmayase con su muerte,

            la nuestra es indubitable, porque faltándonos Trifena por esta

            causa, y constándonos de la severidad del emperador, ya yo me cuento

            por perdido, nuestra ciudad por asolada y a ti por ejemplo lastimoso

            a los sucesos trágicos. Sólo hay un remedio con que excusar nuestra

            ruina, que es la conservación de nuestra venerable matrona y la

            expulsión de quien, ocasionando sus sentimientos, ha de ser oprobio

            eterno de Antioquía, permaneciendo en ella.

                 No le pudieron hablar más al alma sus mismos deseos, que al

            procónsul el temeroso Alejandro. Abrazóle agradecido y, aprobando su

            proposición, hizo traer a Tecla, que adornada de vitoriosas galas,

            en compañía de su segunda madre, cercada de vírgenes ilustres,

            cantándola gratulaciones, la coronaron de las hojas castas de la

            planta ninfa; a la cual, con risueño semblante, después de tener

            noticia de su patria, su nobleza y profesión, convocando los nobles

            y patricios, sobre el trono de su judicatura, les propuso lo

            siguiente:

                 -Testigos sois, varones de Antioquía, de que, fiscalizando la

            causa de esta peregrina virgen los domésticos y más parcia les de

            Alejandro, he excedido, por persuasiones suyas, del límite de

            nuestras leyes (confieso en esta parte la acepción que de personas

            hice). Ya os consta del suceso de ellas; sirva en abono de su

            inocencia la conclusión de todas. ¿Para qué más testimonio que la

            acredite, que los milagros con que atónitos la aplaudimos? ¿Dónde

            hubo satisfacción más evidente de su virtud cándida, que el

            rendimiento a sus pies de las fieras y los elementos? Magistrados

            superiores, ese piélago, esos leones, esas focas y los demás

            monstruos verdugos de nuestra naturaleza, la dan por libre. Y lo que

            más asombra, sobrenaturales auxilios, condenando nuestras

            severidades, la pregonan inocente. ¿Habrá quien se oponga a su

            pureza, cuando las deidades la amparan y con prodigios favorables

            defienden la integridad de sus costumbres, la generosidad de su

            prosapia y la reverencia debida a las virgíneas y siempre

            respetables excelencias de la hermosura noble? ¿Cómo se arrojará a

            desdorar prodigios, quien asombrado ha visto lisonjear con lenguas

            los vitoriosos pies de una doncella frágil a los más inhumanos

            opuestos de nuestra vida? Cadáveres a sus plantas pregonan mudos,

            encomios dignos de honestidad tan célebre. Díganlo los que más

            oficiosos en la perdición de esta virgen hazañosa, rindieron sus

            afectos a la invencible certidumbre de su inocencia, y después, con

            aplausos asombrosos, celebraron, a su pesar, lo admirable de

            excelencia tanta. Encarezca Antioquía la felicidad que medra con el

            ejemplar púdico de esta milagrosa hermosura, que imiten desde aquí

            adelante sus hijas generosas y, reverenciándola por maestra y

            tutelar, conserven en su nombre la pureza de su sangre. No temas,

            pues, oh virgen laureada; postraste con la vitoria presente

            adversidades futuras que, reconociéndote invencible, te rinden las

            armas. Ni nos agradezcas la libertad, que tú te has redimido, pues a

            más no poder, te blasonamos triunfadora. Lustra provincias, canta

            vitorias, honra patrias ajenas, usa del imperioso dominio que sobre

            los mortales te concedieron las esferas superiores, y pueda más

            contigo la ínclita piedad de tu alma generosa que nuestro

            atrevimiento, para que nos aplaques propicio al Dios que adoras y no

            conocemos, aunque lo deseamos.

                 Nunca se aplaudió menos lisonjeado, ni más agradecido decreto

            judicial que agora. Concursos de vírgenes festivas llevaron en

            brazos por las principales plazas a la princesa suya, vitoreada al

            paso que perseguida. Recibióla Trifena, no menos asustada de gozo

            que lo estuvo en su peligro; las mismas lágrimas que derramó el

            pesar, trocando efectos, prodigalizó el placer (que éstas,

            equívocas, sirven neutrales a dos pasiones tan contrarias). ¡Qué de

            abrazos de madre!, ¡qué de besos de amiga!, ¡qué de parabienes de

            santa!, ¡qué de gratulaciones de suerte, hicieron felice aquel día,

            en sus principios y medios tan infausto! Pero lo que sobre todo

            colmó la prosperidad de aquella casa, fue el quedar, por manos de la

            virgen apostólica, consagrada en iglesia, sus habitadores

            cristianos, sus vecinos católicos, sus enemigos confusos, su

            predicadora venerada, y Christo, su omnipotente esposo, por Dios

            reconocido.

                 Llegado había Tecla al extremo de la felicidad humana y, si

            codiciara dichas caducas, pudiera cantar con el mayor profeta: «Pasé

            por los exámenes del fuego y del agua y sacóme mi esposo, libre, al

            refrigerio de la mayor prosperidad que adquirió mujer en aquellos

            siglos». Oráculo la reverenciaba toda Antioquía, sucesora de Trifena

            poseía riquezas innumerables, coadjutora de Pablo le restituía al

            cielo la mejor ciudad de Siria, blasón apostólico la eternizaba,

            predicadora de la doctrina que la medró vitorias tantas. ¿Qué podía

            desear que no poseyese? Pero como amor es fuego, y éste (el más

            inquieto de los elementos) no sabe sosegar ausente de su esfera,

            estándolo Tecla de Pablo, los regalos la atormentaban, las alabanzas

            la consumían, sólo las memorias de su carísimo maestro eran sus

            delicias y para hacerlas mayores con su presencia, se determinó,

            asegundando peregrinaciones, buscarle, hasta que inseparable sombra

            suya le siguiese, recreando con su vista el alma sin ella triste.

            Pudiera atribuirse a sí mesma, si afectara presunciones, la gloria

            de tan milagrosos prodigios, pero al paso humilde que triunfante,

            juzgaba debérsele al doctor divino toda la palma de ellos, como

            principal causa de su constancia, su fe y su vitoria, y deseábale la

            alabanza de todos, como grano de trigo que siembra el labrador; pues

            aunque éste por sí mismo fructifica, con todo eso, paga agradecido a

            quien le sazonó fertilidades y dispuso la tierra, retornándole

            colmos abundantes, como a principal agente de su fecundidad. Así,

            nuestra virgen, por no defraudarle su cosecha, anhelaba hasta

            restituírsela. Estos desvelos pudieron tanto con ella que, informada

            de que Pablo entonces asistía en la ciudad de Mitrea (cabeza de

            Licia, la más ínclita y amena población de sus comarcas), sin

            dificultarle ejecuciones la distancia no pequeña, que así por mar

            como por tierra las dividía, cerró los ojos a peligros y los oídos a

            ruegos de Trifena, y volviéndose al traje varonil primero,

            acompañada de dos criados confidentes de su adoptiva madre, atravesó

            países, venció golfos y últimamente llegó a la deseada presencia de

            su preceptor santo, que, ejerciendo su evangélico cargo, predicaba a

            una casi multitud de dicípulos que en Licia reconocían la seguridad

            dichosa de su celestial dotrina.

                 Apenas, pues, disfrazada mártir, se permitió a los ojos del

            religioso concurso, cuando, poniéndolos todos en su belleza virgen,

            llenos de casta admiración, pasmaron viéndola, ocasionando casi lo

            mismo tanta novedad en el dotor divino. Porque, recelando que

            renovase riesgos y ocasionase su hermosura en algunos de los

            presentes a lo que sugestión tan poderosa experimentó en Antioquía y

            en Iconio, no sé si afirme que a los primeros movimientos le pesó de

            verla. Apartóla al instante el vaso de elección y, en lugar seguro,

            informándose largamente de sus sucesos, supo los felices de

            Antioquía, causándole a un tiempo admiración y gozo la tolerancia,

            la continencia y valor varonil que la gracia amorosa de su dueño

            omnipotente la comunicó para sacarla triunfadora célebre. Dióselas

            Pablo con lágrimas festivas, recomendóle la conservación en la suya

            de Trifena y preguntóla finalmente la ocasión de tan impensada

            venida, sintiendo, con tácita demostración, el peligroso ímpetu que

            le traía, a ocasionar liviandades juveniles en apetitos ociosos.

            Satisfízole Tecla con el poder de los impulsos superiores, que sin

            ser sus fuerzas bastantes a reprimirlos, la arrebataban al primer

            móvil de sus deseos. Pues pareciera género de ingratitud si efectos

            tan portentosos no se los atribuyese, como a causa total de sus

            felicidades, la inefable luz que por su medio ilustraba ya su

            entendimiento y la hacía capaz de secretos no posibles a discursos

            sólo naturales.

                 -Por ti -proseguía-, maestro mío, conozco el misterio

            inagotable de la Trinidad beatífica, la unidad divina, con la

            multiplicidad de sus personas. Por ti, la asombrosa fuerza del amor

            con que el engendrado ab eterno, en tiempo engendrado en la oficina

            intacta de su fecunda virgen, se hizo hombre; su vida, sus milagros,

            su predicación y misterios desde la cuna pesebre, hasta el sepulcro,

            como su madre, virgen. Su resurrección triunfante, ascensión

            festiva, comunicación flamígera a su Colegio santo de la paloma

            lenguas.

                 Concluyendo sus palabras una confusión, si breve, milagrosa, de

            cuanto nuestra ley contiene. Y que para confirmarse en ella, le

            había importado esta tercera comunicación, deseosa de perficionarse

            en lo que la hallase defectuosa. Porque, en ausentándose de su

            presencia cara, determinaba restituirse a Iconio, y dando la luz de

            la ley eterna que profesaba, pagar por agravios beneficios.

                 -Ya podrá ser -decía- que asegundando riesgos, medre la corona

            purpúrea, que no conseguí la vez primera.

                 Lágrimas, fuego todas de caridad, la respondieron, y tras

            éstas, gloriosas alabanzas, dándola el blasón más célebre que antes

            o después alcanzó mujer alguna. Pues la graduó de apóstola, con

            facultad y privilegio para predicar la palabra evangélica por todo

            el mundo.

                 -En ti -prosiguió-, cándida virgen, sostituye el cielo mi

            ministerio, para que, por tu predicación, le conquistes alguna

            ciudad, rebelde hasta agora a su doctrina. Eternizarás de esta

            suerte, en láminas incorruptibles, el blasón apostólico que

            adquieres, y con ciencia infusa, que de parte de tu esposo Christo

            te prometo, cercada de despojos y vitorias, franquearás felice el

            tálamo que te espera.

                 Muchas joyas de las que le donó Trifena, distribuyó su virgen

            sucesora, por manos del apóstol, entre viudas, huérfanos y pobres

            bautizados. Pero sin comparación las que derramaron sus ojos al

            despedirse de su amantísimo maestro: dejóle el alma o, por mejor

            decir, llevósele la suya, dividiéndose los cuerpos (que las llamas

            de la caridad, tanto más enlazan voluntades, cuanto es más perfecto

            su amor, que los profanos); bañóle los pies de ellas, recibió la

            bendición apostólica de su mano, y diciéndole: «En tu recomendación,

            ¡oh norte mío!, libro los favores que de mi esposo Christo espero»,

            guió la proa a Iconio, al cielo su esperanza y a Pablo su memoria,

            dejándole tan ufano del empleo que en Tecla lograron sus peligros,

            que mientras vivió la tuvo por primogénita y corona de sus trabajos.

                 Entró, pues, peregrina en su patria, extraña en su naturaleza,

            la mártir predicadora, y anteponiendo la casa del venerable

            Onesíforo a las de su madre y parientes (respeto debido al

            santuario, que la presencia de su maestro apóstol la vinculó, pues

            duraban entonces y duran ahora los rayos de luz divina, que la

            comunicó su católica presencia fragancias del olor suavísimo de su

            dotrina), besó la tierra, cielo ya, que beatificaron sus evangélicas

            plantas, recibiéndola su dueño con el aplauso y cariño que enseña la

            piedad de nuestra religión a sus perfectos y tanta mártir merecía.

            En pláticas divinas, coloquios celestes, entretenimientos angélicos

            gastó Tecla con su huésped y muchos de sus condicípulos, algunos

            días, cabiéndole a la anciana Teoclea la mejor parte, pues reducida

            ya, y humilde a fuerza de tan sobrenaturales desengaños, catequizada

            por su hija (mejor madre en la generación de la gracia) y alistada

            después en la milicia de los predestinados, con el generoso carácter

            del bautismo, cobró, con infinitas mejoras, el ser de que tantas

            veces a Tecla había hecho cargo. Dejóla firme en la fe, y en su

            compañía copioso número de cristianos noveles. Y partiéndose a

            Seleucia, donde el Espíritu Santo con interiores impulsos la

            destinaba, se aposesionó de ella por juro de heredad eterno;

            conquistadora primera para su esposo de aquella población insigne.

                 Era Seleucia, entonces, la metrópoli y cabeza de toda Isauria,

            a quien reconocían como príncipe las ciudades célebres de aquella

            provincia. Yace a la entrada de sus sublimes montes, descubriendo su

            planicie amena al Oriente, lisonjeada del mar que, incansable

            enamorado suyo, combate a besos sus murallas; fértil por la

            cristalina comunicación del caudaloso Caligno, ya por sus campos

            navegable, a poder de tributos sucesivos con que arroyos, fuentes y

            ríos menores se ilustran siendo sus pecheros. Ciudad, en lo

            populoso, competidora con las más espléndidas. Tan favorecida de

            noblezas, hermosuras, armas y letras, que ni en éstas reconoció a

            Atenas, ni en las otras a Antioquía; coronada de sierras, hermoseada

            de valles, salutífera en vientos, hermosa en el sitio, caudalosa en

            los tratos, pródiga en frutos, bañada de fuentes, recreada de baños,

            ilustre en vecinos, elocuente en oradores, ingeniosa en poetas,

            urbana en las paces, formidable en las guerras y celebrada de

            comarcanos y extranjeros; casi hermana, por su cercanía, de la

            populosa Tarso, y sólo menor que ella en una cosa, que es haber ésta

            merecido al segundo apóstol y conquistador primero de la infidelidad

            gentílica, Pablo, por hijo suyo, si no es que hasta en esto ose

            competirla, pues adoptada en ella nuestra mártir ínclita, si no la

            iguala, por lo menos la imita, naciendo Pablo en Tarso y muriendo

            Tecla en Seleucia.

                 Deleitóse, de suerte, nuestra virgen, con lo ameno del sitio y

            comodidad de sus comarcanas soledades que, escogiéndola por

            domicilio quieto de su peregrinación, se avecindó perpetua en la

            elevación de un monte que hacia el mediodía, ni de suerte contiguo

            al popular desasosiego, ni tan distante que le perdiese de vista, se

            dignó al desierto (imitadora de Elías en el Carmelo palestino) sin

            negarse a la comunicación de sus vecinos, pues no fuera a

            extrañárseles su apostólica maestra; antes, entre solitaria y

            política, consiguió con María la mejor parte, contemplando, y con

            Marta diligente y solícita. Desterró con su presencia cándida

            tinieblas diabólicas de oráculos ridículos, venerados en aquellas

            cumbres, como fue el de Sarpedón (ya le entienda nuestro sagrado

            coronista, pontífice de la ciudad misma, por el antiguo simulacro

            que daba respuestas en Licia, aquel digo que Tertuliano refiere,

            hijo de Júpiter, muerto en Troya, su madre Europa, reverenciado por

            deidad en toda Grecia. Ya, como es lo cierto, fuese Júpiter, su

            padre, cuyo templo en Seleucia, con equívocos vaticinios, tiranizaba

            la religión de sus comarcas, escogiendo por cátedra de sus mentiras

            el precipicio desesperado de un escollo, propio tribunal de quien le

            ocupaba). Éste y otros sacrílegos receptáculos del condenado

            espíritu enmudeció la doctora evangélica. Y reducida aquella

            república con muchas de las circunvecinas al conocimiento de su

            esposo, fue, si no igual, segunda, por lo menos, a Pedro en

            Antioquía, a Pablo en Atenas y al mayor Evangelista en Efeso y en

            Patmos. Allí, doméstica del cielo, cuya desembarazada cumbre parece

            que afectaba cercanías angélicas, tan gozosa por la proximidad

            posible de su amante, luego que se desocupó de padres, deudos y

            posesiones (difuntas, para vivir eternas, Trifena y Teoclea),

            elevada en arrobos encendidos, cantó la vez primera que poseyó

            aquella amenidad (comprada con parte de la herencia que sus dos

            madres la dejaron), cisne cándido, fénix amoroso, pájaro celeste, lo

            que se sigue:

           

           

                  Esta alegre pesadumbre,

                        de tanto valle farol,

                        que, pirámide del sol,

                        le bebe la primer lumbre;

                        esta cumbre

                        que recrea

                        y enamora,

                        la luz que sus riscos dora

                        cuando el alba la platea,

                        hospicio apacible sea

                        a la quietud de mi estado,

                        a mi amante parasismo;

                        porque un pecho enamorado,

                        si en su abismo

                        deja engolfar su cuidado,

                        de sí mismo enamorado,

                        sólo se busca a sí mismo.

                           Éste, que en la región pura

                        del aire, logrando excesos,

                        primogénita en los besos

                        del sol, se los feria a usura,

                        más segura

                        que en Atenas

                        a sus sabios,

                        cátedra libre de agravios,

                        (pues son competencias penas)

                        entre sus flores amenas,

                        satisfaga mi deseo

                        en mejor filosofía,

                        su soledad, mi recreo;

                        cada día,

                        mientras amores empleo,

                        monte me sirva museo,

                        cielo me dé librería.

                           ¿De qué sirve tanta suma

                        de tomos, ni de cuadernos,

                        si en el firmamento, eternos,

                        celebran de Dios la pluma?

                        No presuma

                        saber tanto

                        el que escriba,

                        por más que prolijo viva,

                        que llegue al número santo

                        de estrellas; pues, para espanto

                        de quien se atreve a imitallas,

                        letras son estas estrellas;

                        el dedo de Dios formallas

                        supo bellas,

                        y en los cielos estampallas;

                        si no hay quien ose contallas,

                        ¿habrá quien ose entendellas?

                           Esa máquina divina,

                        esas esferas, ¿no son

                        libros de hermosa impresión,

                        cada cual de estampa fina?

                        ¿No ilumina

                        la destreza

                        de su autor

                        imágenes de esplendor,

                        que alaban su sutileza?

                        Dígalo tanta belleza

                        de signos, que en laberinto

                        hermoso luces blasonan

                        y, entre esmaltes de jacinto,

                        perficionan

                        el año en meses distinto,

                        botones de oro en el cinto,

                        que cárcel del sol tachonan.

                           El rey cantor palestino,

                        ansí los cielos entiende,

                        pues dice que los extiende

                        su autor como pergamino;

                        peregrino

                        encuadernar

                        su desvelo,

                        pues una hoja cada cielo

                        (siendo once) supo encerrar

                        una en otra, y conservar

                        sus pliegos iluminados

                        de suerte que, sin temer

                        riesgos (si no es en traslados),

                        el poder

                        pregonan de sus cuidados,

                        pues todos, siempre cerrados,

                        siempre se dejan leer.

                           De este libro me enamoro,

                        no de los que el bien destierran;

                        de este que dos polos cierran,

                        como manecillas de oro;

                        si mejoro

                        estudiante

                        de desvelos,

                        diré que sustento cielos,

                        a imitación del gigante,

                        que en suspensión semejante,

                        porque en ellos contemplaba,

                        fabuló la poesía,

                        cuando otro monte habitaba,

                        que podía,

                        sobre el hombro que alentaba,

                        servir a la esfera octava

                        de pedestal noche y día.

                           Cumplamos mi inclinación,

                        deletreemos estrellas,

                        por ver si, estudiosa en ellas,

                        logro la primer lección.

                        La canción

                        misteriosa

                        del Salmista,

                        agora en mi lengua asista,

                        pues nos enseña amorosa,

                        que la región luminosa

                        de esos cielos admirables,

                        que luz eterna blasonan,

                        Anfiones deleitables,

                        proporcionan

                        versos tiernos y agradables

                        y, alternándose incansables,

                        la gloria de Dios pregonan.

                           Lo mismo hace el firmamento,

                        con encomios soberanos,

                        porque obras de tales manos,

                        ¿a quién no han de dar contento?

                        Instrumento,

                        luz risueña

                        de alegría,

                        una sigue y otra guía,

                        ésta escucha, aquélla enseña,

                        ciencia un día de otro día,

                        una noche de otra aprende,

                        y en continuos eslabones,

                        un mismo amor las enciende;

                        no hay lecciones

                        que, a quien a su ciencia atiende,

                        cuantas palabras comprehende,

                        no se canten a pregones.

                           Limitada suficiencia,

                        ¿dónde vais?, parad el vuelo,

                        para lecciones del cielo,

                        basta, no os doy más licencia;

                        de esta ciencia, tanto encierra

                        una palabra,

                        que pechos de bronce labra

                        y se oye en toda la tierra;

                        las ignorancias destierra,

                        y aunque sabio y generoso,

                        si en el sol cátedra asienta,

                        ni se presume ambicioso,

                        ni se ausenta;

                        antes, humilde y piadoso,

                        cual del tálamo el esposo,

                        sale y amores frecuenta.

                           En esta soledad sólo

                        le goce el amor que muestro,

                        yo pupila, él mi maestro,

                        yo su musa y él mi Apolo.

                        Mauseolo le apercibo,

                        (si desierto),

                        monte en que le llore muerto,

                        trono en que le abrace vivo.

                        Vuele desde aquí excesivo,

                        mi afecto, fénix ardiente,

                        al tálamo soberano;

                        que de este risco eminente

                        al fin gano

                        el tenerle más cercano;

                        menos mal para una ausente.

           

           

           

                 En este casi paraíso vivió Tecla, oráculo celeste, apostólica

            mártir, virgen predicadora, profética maestra de Seleucia. Aquí,

            medicinas, fertilidades y remedios inauditos, hallaron católica

            Minerva, Ceres fructífera y común refugio para Grecia toda, sin que,

            a intercesiones suyas, jamás el cielo con llave, hubiese quien de

            sus pies virgíneos no se levantase socorrido. Deliquios amantes,

            fogosos deseos últimamente la abrasaron de modo que, enferma de

            accidentes amorosos (no los que reconocen a la humana medicina),

            cedió el hospicio al huésped, la materia a la forma, la prisión al

            preso, el cuerpo al alma, volando a eternos laureles, a inmortales

            tálamos, a la posesión, en fin, de tres diademas, virgen, mártir y

            doctora, dejándonos, en prendas de lo que nos ama, el relicario, el

            camerín, la custodia de cristal de sus reliquias, para veneración en

            sus devotos y abogacía en nuestras necesidades.

                 Templo augusto le erigió el reconocimiento, sobre la consagrada

            planicie del fértil monte que, competidor del de Éfeso, a mejor

            Diana dedicado, en la forma esférico y en la arquitectura coronado

            de colunas de brillante plata, imán de piadosos, atrae a su

            frecuencia cuantos por distancias prolijas peregrinan por gozarle y,

            visitándole, gozan indubitable patrocinio de su primera habitadora.

            Tanto concurso de naturales y extraños le ilustraron otros tiempos

            que, si primero propiciatorio breve, después ciudad mediana,

            escogieron su domicilio, olvidados de los propios, todos, o los más

            que, enfermos o vejados del espíritu blasfemo, o por devoción

            cristiana, viniendo de paso, se quedaban de asiento. Allí las

            vigilias, las novenas, los sacrificios, las preseas y votos, que

            pintando por las paredes y colunas sus prodigios, mudas historias,

            daban voces a las posteridades para la imitación de sus loores.

                 Inumerables son las maravillas que impetró la virgen tutelar de

            su poseído dueño; pero de éstas, las más notables, que eternizadas

            con relieves de piedras peregrinas y encajadas en las paredes sacras

            del templo referido, admiraban deleitando, pintaré, no todas las que

            el pontífice coronista su devoto refiere, sino las que el tiempo nos

            permita y la novedad escoja.

           

           

           

            Remedia desesperados

                 Basiana, matrona noble, católica y honesta, estaba en rehenes,

            para seguridad de las paces que Seleucia había asentado con Cetide,

            patria suya y émula de esotra. Un día, pues, de los caniculares, en

            que el sol con más aceros suele irritar impaciencias a la sed y

            ahogos al aliento, apretada de una religiosa multitud que a la

            celebridad de nuestra virgen mártir concurría, con los dolores que

            vinculó a su sexo la primera golosina (porque estaba preñada),

            intimándola incendios la calor estiva, congojas la sed, afliciones

            el aprieto de la gente, rompió por su concurso y, con frenético

            desatino, se arrojo en un pozo que, poco distante en el atrio del

            templo divino, imposibilitaba profundo y falto de instrumentos, el

            alivio que en sus linfas Basiana apetecía. Pero la apostólica

            patrona, asiéndola, al caer, de los vestidos, refrenó su temeridad y

            reprehendiéndola con blandura: «Dame -dijo a una, al parecer,

            doncella suya que la acompañaba- dame esa bacía». Púsola entonces en

            las manos cándidas, un vaso capacísimo de plata, lleno de oloroso y

            frígido licor, y mojando Tecla uno de sus divinos dedos, le tocó a

            la afligida desesperada, con él la frente y las sienes,

            restituyéndola a su primera quietud y, franqueándola el paso por

            entre la infinidad, la aseguró de sus congojas, sobre las gradas de

            su altar devoto, sacando en él al punto un hermoso infante a luz,

            que se llamó Modesto y, mientras vivió, asistente y servicial en el

            ministerio de su divina bienhechora, fue perpetuo pregonero de

            prodigio tanto.

                 Esculpía este milagro, en figuras de media talla, un retablo

            vistoso al lado diestro del altar príncipe, marfil puro su materia,

            y debajo de sus molduras le autorizaban unos versos griegos que,

            interpretados en nuestro idioma, decían:

           

           

                  Impaciente en el destrozo,

                        del parto y la sed tirana,

                        loca imaginó Basiana

                        hallar su gozo en el pozo.

                        Pero socorrió su pena

                        Tecla, a quien favor pedía,

                        tanto, que vio una bacía

                        de misericordias llena.

           

           

           

           

           

            Alivia celosos

                 Bitinio, general de la milicia romana en Grecia, y domador

            belicoso de los siempre rebelados persas, divertido en hermosuras

            vendibles, menospreciaba la lícita de su esposa, y ella, abrasada de

            celos (si lo son los averiguados, y no desesperaciones), pedía a la

            consagrada virgen ya venganzas, ya remedios; tanto pudo en fin su

            instancia con Tecla que, representando a los ojos del lascivo

            consorte las beldades apetecidas monstruos a su parecer horribles y

            sobre manera hermosa a su compañera, le redujo al tálamo sagrado.

            Estaba este socorro en frente del primero, con figuras al natural,

            de bronce, testificando en la deformidad de las rivales la que en el

            alma medraban sus torpezas, y al pie del marco estos versos:

           

           

                  A ser los celos eternos,

                        infiernos pudieran ser,

                        aunque éstos en la mujer,

                        algo tienen más que infiernos.

                        Tecla sus sombras espanta,

                        dando quietud a desvelos,

                        y pues supo curar celos,

                        no hizo poco, con ser santa.

           

           

           

            Alumbra a ciegos

                 Criábanse, a instancia de devotos, diversas aves en los patios

            del apacible santuario, como pavos, cisnes, ánades, grullas y otras

            especies domésticas, que los peregrinos de Egipto y Asia dedicaban a

            la virgen diva, guardándoles todos los privilegios que al templo

            mismo, cuyas alumnas eran. Jugaba un rapaz con ellas, que, con sola

            la mitad del mejor sentido y una nube en el ojo derecho, se le

            aclipsaba. Era por extremo hermoso, y con tal defecto sentía su

            madre lo mismo que los vivientes, si vieran que a los cielos se les

            defraudaba uno de sus dos monarcas planetas. Lloraba ésta, como

            quien conocía el daño de su querido fruto. Jugaba aquél, como quien

            ignoraba el tesoro de tal potencia. Sucedió pues, que, arrebatándole

            el muchacho a una de las grullas el cebo del pico, irritada, le

            hiriese con él el anublado ojo; dio voces el rapaz, acudió asustada

            su madre, y con ella todos los ministros del sagrado templo. Vieron

            unos y otros derramar al infante fuentes de sangre de la herida,

            aumentándola con infinitas lágrimas que el recelo de que se moría,

            derramaba. Pero convirtiéronle presto en regocijos; porque, cirujano

            el ave y sangrándole la nube, expelió el humor de que se causaba y

            se le purificó, dejándole, si no más claro, igual en perfección y

            vista al compañero; pararon compasiones en festines. Llamábase el

            muchacho Podamio y era nieto de uno de los sacerdotes de la virgen

            protectora (cásanse éstos en Grecia), su nombre Anatolio. Éste hizo

            que el pincel más primo imitase al vivo este suceso, ad perpetuam

            rei memoriam, y acompañábale este epigrama:

           

           

                   De las dos luces, la una

                        eclipsaba su arrebol,

                        viudo en un infante el sol,

                        porque le faltó la luna.

                        Y un ave a quien enemista,

                        tan útil hizo su enojo,

                        que le fue a sacar un ojo,

                        y se le dejó con vista.

           

           

           

            Castiga impúdicos

                 Celebrábase un día la fiesta principal de nuestra santa, con el

            aparato y ostentación que otras veces; concurso general de naturales

            y extranjeros; ornamentos, músicas y sacrificios concernientes a

            virgen tanta. Halláronse en ella algunos amigos de Irenópoli, ciudad

            vecina, que, después de celebrada, quisieron profanar su culto con

            una cena suntuosa (porque ya la gula se ha alistado entre las

            ceremonias sacras y, sin ella, les parece a sus concurrentes que

            cualquiera festividad divina queda defectuosa). Trataban éstos, como

            se acostumbra, mientras comían, de diferentes materias, todas empero

            a propósito de la majestad festiva de aquel templo; uno ponderaba la

            asistencia numerosa de ilustres y plebeyos; otro lo elegante y

            peregrino de sus sermones; aquél la destreza invencionera de las

            músicas, fuegos, danzas, arcos y altares. Mas Orencio, uno de los

            convidados, interrumpiéndolos dijo: «Ponderad vosotros lo que

            gustáredes, ya los milagros, ya la riqueza, ya la majestad del

            templo y su patrona, que para mí, lo más admirativo fue una

            hermosura monarca de esta fiesta, que a la entrada de la puerta

            principal me arrebató el alma por los ojos. Ojalá la virgen tan

            milagrosa que a unos sana, a otros redime, me permitiera dueño de

            belleza tanta».

                 Reprendieron los compañeros su sacrílego apetito, pero él,

            obstinado, después de levantarse los manteles y restituirse al

            sueño, vió encima de un augusto sitial que se elevaba sobre las aras

            del altar glorioso a nuestra dotora ínclita, que repartía infinidad

            de joyas y preseas entre los que más afectos a su culto le

            celebraron; puso a la postre los severos ojos en el blasfemo torpe,

            diciéndole: «Tú, que no apeteces semejantes dádivas, y te contentas

            con la posesión de la que hechiza tus sentidos, goza en ella tus

            deseos, como me lo suplicaste». Regocijado sobre manera el bárbaro

            dormido, y pareciéndole que se entregaba en el desatinado empleo,

            que entre los demás asistía, despertó, vejado de suerte de un

            espíritu infernal que, sin hallar remedio en su rabiosa furia,

            despedazándose a sí mismo con sus manos y dientes, al fin, para

            escarmiento de torpezas, quedó totalmente desollado, muriendo loco,

            cubierto de lepra y de gusanos, con horror de los presentes y aviso

            a los venideros.

                 Todo esto retrataba la valentía de un cuadro de alabastro que,

            en mitad de los muchos con que el templo se adornaba, se daba a

            entender con esta letra:

           

           

                  Un deshonesto atropella,

                        por lo torpe el mayor culto,

                        y en pena de tanto insulto,

                        un demonio le desuella.

                        Así suele suceder,

                        que en esto de desollar,

                        poco hay que diferenciar

                        de un demonio a una mujer.

           

           

           

            Conserva vírgenes

                 Entre la diversidad de ministros que, con ocupaciones

            religiosas, tiraban gajes celestes de la veneranda virgen, sus más

            íntimos eran coros cándidos de intactas hermosuras que, a imitación

            de su patrona, la dedicaban sus purezas. Atreviéronse dos juventudes

            desperdiciadoras de la hacienda de su príncipe (cuyos tributos

            estaban a su cargo, con escándalo no pequeño de los súbditos, que

            vían, sin utilidad de su señor, desperdiciarse sus sudores), al

            tesoro reservado para el mejor esposo, cuya depositaria era nuestra

            mártir apostólica, Colegio su templo de vírgenes sacras. Engañaron

            pues, éstos, una de ellas, no la más prudente, pero, por dicha, sí

            la más hermosa, que vencida de sus persuasiones, tanto como de la

            femenil flaqueza, quebrantando su clausura, se permitió convidar de

            ellos a uno de los jardines más cercanos y en él a una espléndida

            cena, madre ordinaria de semejantes desenvolturas. Pero Tecla

            ofendida, antes que propósitos llegasen a ejecuciones, embriagó los

            sacrílegos y redujo a la descaminada corderilla a su redil seguro,

            apareciéndoseles con severidad majestuosa y diciéndoles: «¿Cómo os

            atrevistes, impurísimos piratas, a la presa de más estima que

            cuantas mi patrocinio favorece? ¿A la paloma blanca, cuyos arrullos

            castos tanto a mi esposo deleitaban? No quedará sin castigo tanto

            insulto». Desapareció entonces, hallándose sin saber cómo la virgen

            pervertida entre sus compañeras, tan llena de lágrimas y

            arrepentimientos como primero de liviandades y descaminos.

            Despertaron después sus solicitadores impúdicos; pero tan frenéticos

            que, ocasionando lástimas en sus deudos y venganza en sus

            contrarios, tomándolos cuenta los oficiales de su rey de las rentas

            que administraban, temieron de suerte sus alcances, que el uno se

            arrojó desde la puente (paso común para el sagrado templo a los de

            la ciudad), en lo más profundo del navegable río; y el otro, a

            imitación del apóstol simoníaco, consintió a un cordel que, vengando

            al cielo, diese, colgándole de un árbol, escarmientos a violadores

            de bellezas consagradas.

                 De alabastro eran las figuras que representaban este trágico si

            merecido suceso, grabadas en su extremidad estas letras:

           

           

                  Recámara es este encierro

                        de Dios, en cuyo tesoro

                        hay joyas, que siendo de oro,

                        las guarnece amor de yerro.

                        Que le respetes te aviso,

                        si este caso te acobarda;

                        porque es Tecla (que le guarda)

                        querub de este Paraíso.

           

           

           

            Defiende huérfanos

                 Amigos, en la apariencia, verdaderos, fueron en Seleucia,

            mientras vivió el uno, Papio y Aurelio. La semejanza de profesión,

            que en ellos era militar; la de sus oficios, porque eran decuriones,

            y la de sus costumbres belicosas, los intimó de suerte que, muriendo

            Aurelio, dejó a su amigo el cargo y tutela de sus hijos,

            entregándole su hacienda en esta confianza. Pudo en el vivo más la

            codicia que la amistad y, como sin escrituras ni testigos, se

            apoderó de todo, y por la pequeñez de sus menores éstos ignoraban su

            herencia, padecían huérfanos y lloraban inocentes. Fue su padre

            devotísimo de la piadosa mártir, y con tiernas instancias la había

            suplicado cuidase de aquel huérfano ganadillo, en cuya protección,

            apareciéndosele entre sueños al desleal correspondiente de amistad

            tanta, le afeó su desenfrenada codicia, su violada confidencia y el

            descuido de la inocente niñez de sus encomendados; desengañóle que,

            corriendo por su cuenta su socorro, no podía menos que volver por su

            derecho, castigando delitos en ofensa de sus pupilos. Hizo que

            despertase con el premio debido a su desconocimiento, porque no hubo

            parte de su cuerpo que, con temblores continuos, no se le rebelase;

            parecía, los breves días que vivió, a los que habiendo beneficiado

            el azogue, en inquietud perpetua, no dan paso adelante que no le

            retrocedan. Murió, en fin, y dejó ejemplos a sus vecinos, con que si

            amaron más desde entonces a Tecla por bienhechora, la temieron por

            severa contra usurpadores de los bienes de sus alumnos. Todo esto se

            vía entallado en un cuadro de jaspe y debajo de él este mote:

           

           

                  Con diferentes estilos,

                        Tecla pregona escarmientos,

                        severa para avarientos,

                        piadosa para pupilos.

                        Este caso es ejemplar,

                        donde el cuerdo podrá ver,

                        que sabe hacerse querer

                        y sabe hacerse temblar.

            

           

           

            Patrocina sabios

                 La propensión curiosa que tuvo nuestra virgen sacra a las

            buenas letras, testigo el mucho tiempo que antes del místico

            conocimiento de la reina de todas (pues se llaman esclavas las artes

            liberales de la ciencia sacra); digo que lo mucho que ennobleció con

            su frecuencia ésta y las demás preseas del ingenio, principalmente

            la poesía (que cuando esta facultad se emplea en honestas sutilezas,

            no hay negarla la primacía entre todas las puramente humanas), dio

            el título a este discurso, con nombre de la Patrona de las Musas. Y

            fuelo tanto, que a ninguno eminente en ellas dejó de favorecer

            difunta, como a ninguno dejó de aficionarse viva. Mostrólo en el

            milagro presente; porque estando en el último trance vital Alipio,

            profesor célebre y maestro venerado en todas las letras a que se

            extiende la lumbre natural, hijo de Olimpo, nuevo Apolo en ellas, y

            padre de Solimio, heredero en el ingenio y estudios a sus dos

            progenitores, conociendo el casi parentesco que la semejanza de

            ejercicios establece en los que simbolizan en ellos, y, que, como

            tal, nuestra Minerva sacra debía correspondencia a su pluma, siempre

            desvelada en sus loores, dispuso (si no alcanzar estorbos a la

            muerte), facilitar por lo menos sus congojas, presentes en su

            peligro sus reliquias. Mandóse llevar para esto a su sagrado templo,

            y después que en él, con encendidas lágrimas y devotos suspiros,

            imploró socorros de su divina tutelar, durmiéndose, la vio risueña y

            coronada con las hojas ninfas que laurean ciencias y virtudes, en

            traje majestuoso, que le dijo: «Devoto mío, ¿qué pides?, ¿de qué te

            lastimas?, ¿qué quieres?» A que le respondió con aquel verso del

            poeta griego que dice:

           

           

                  ¿Qué preguntas en penas tan atroces,

                        si todo, virgen mártir, lo conoces?

           

           

           

                 Harto más a propósito, agora, que cuando con él se querelló

            Ulises a su madre Tetis. Agradable se deleitó la soberana poetisa,

            tanto de la respuesta, como de su afecto, y dándole una piedra

            preciosa que en el cándido cristal de su virgen mano traía, variada

            de listas, ya rubíes, ya zafiros y poblada toda de lunares de oro,

            retrato del cielo y alegría del congojado devoto suyo, le mandó que

            se la colgase a la garganta cuando despertase, porque sano y

            agradecido, la rindiese gracias de por vida en poemas sacros.

            Desapareció luminosa, dicho esto. Y despertando el regocijado

            favorecido, buscó la prenda, pero no hallándola, duplicó congojas.

            (Que el bien que se espera aun entre sueños, si se desvanece,

            atormenta al doble más que el imposible). Angustioso, pues, se

            querellaba Alipio a su protectora, cuando entró a verle su estudioso

            sucesor, y preguntándole el estado en que se hallaba, al referirle

            el enfermo sus sentimientos, reconoció en la mano de Solimio la

            piedra misma que la virgen laureada en las divinas suyas le había

            donado. Preguntóle con admiración nueva quién le había hecho dueño

            de tal prenda y respondióle que a la salida de la ciudad, viniendo a

            visitarle, la divisó entre la arena del camino, y que atraído de su

            peregrina luz, alcanzándola del suelo, se pronosticaba feliz

            restauración en su carísimo padre, y que a esta causa venía tan

            festivo. Renovó admiraciones el paciente, dióle cuenta del favorable

            sueño, recibió la celeste joya y, puesta al cuello, salud repentina,

            y celebrando mientras vivió, con versos sonoros, favores tan

            inauditos, ocasionó a todos los filósofos, poetas, músicos y demás

            secuaces de las nueve hermanas, a que, aclamándola tutelar Minerva y

            patrona diva, experimentasen los prodigios con que entonces a los

            estudiosos, como agora, con particular asistencia autoriza letras

            que, deleitando apacibles, no degeneran torpes. Este milagro, que

            será el último de nuestro discurso (aunque son muchos más los que el

            pontífice santo su coronista y devoto escribe que hasta su tiempo

            hizo) se llevaba los ojos de cuantos en el templo entraban. Grabóse

            en cristalino alabastro, cuyo remate era este epigrama, que le dará

            a mi obligación, si mal cumplida, no a lo menos en el afecto con

            que, mientras viviere, pregonaré devoto alabanzas de doctora tanta:

           

           

                  Oh tú, estudioso, que apoyas

                        con letras tu ingenio y fama,

                        en tu auxilio a Tecla llama

                        que da salud y da joyas.

                        Minerva en ciencias infusas,

                        sutilezas favorece,

                        en fe que sola merece,

                        ser Patrona de las Musas.

           

           

           

                 Ciñó don Luis en el breve círculo de hora y media todo lo

            sustancioso de esta dilatada narración, que después, para dar cuerpo

            a este libro y hacer más capaces de maravillas tantas a sus letores,

            aumentó la pluma, fiada en los agrados con que sazona apetitos la

            mártir virgen. Aplaudido, pues, de los oyentes, el orador piadoso,

            desocuparon el teatro ameno cuantos, asistiéndole, se dieron por

            convidados a banquete tan lícito para la tarde, facilitándoseles la

            cercanía con que aquella recreación se avecindaba a la Corte.

            Quedáronse a comer en ella los mancomunados en el festivo, cuanto

            honesto pasatiempo, y acompañaron sus mesas caballeros y damas que,

            juntando a la amistad la obligación, faltaran a la cortesía a no

            detenerlos. Y cumpliendo los mantenedores con lo necesario a este

            desempeño, a medida del tiempo y su liberalidad, se alargaron casi a

            lo superfluo, por incurrir en lo limitado, disponiendo entre tanto

            sus domésticos segundo teatro para el coloquio prometido, que fue el

            que se sigue.