TIRSO
DE MOLINA
LA
PATRONA DE LAS MUSAS
La diligencia cuidadosa de doña Manuela y don Luis, cumplido
primero con las que obligan al alma, suplió de suerte la brevedad
del término que, apercibido todo lo necesario y acesorio, con la
ostentación que la riqueza, la liberaridad y juventud desempeña
semejantes deudas; convocados amigos de diferentes edades y sexos,
no empero de calidades diversas, se dispuso auditorio suficiente
para la mediana capacidad de una quinta que, a los ojos de la Corte,
jubilada de las inquietudes a que ocasiona tanto pueblo en tales
días, generosa en edificios, respetable en adornos, guarnecida de
planteles y vistosa con flores, pagaba en ellas al enano Manzanares,
el líquido nutrimento de sus plantas, pues el margen fresco de sus
limitados vidrios era guarnición flamenca de sus quebrados espejos,
entre las muchas que
desde la casa del Campo bizarrean sus orillas,
sirviendo de paréntesis a sus gigantes alamedas. Facilitaba la
disposición del sitio, en lo interior de la apacible estancia, un
atrio o plazuela, cuyas iguales y doradas arenas, dividido su
pavimento con curiosas labores de menudos huesos y empedrados,
hacían que sus huéspedes no echasen menos las tersas losas que en
los patios príncipes, por comunicar su estima, mortifican su
soberbia, al menosprecio de los pies que los maltratan. Ceñíase el
deleitoso círculo de claraboyas en arco, cuyas columnas, en la
materia jaspes, en la labor corintias, vestidas de enamorados
jazmines, parece que, escalando sus coronaciones, cohechaban sus
molduras con la esperanza de las flores cándidas que las prometían
sus casi preñados pimpollos para el estío ya cercano. Diadema le
autorizaban curiosos corredores, cuyos labrados antepechos vestía el
azul afeite lo grosero del ínfimo metal, dignándose el oro de que,
matizando sus ñudos, entre el campo del color celeste, pareciesen a
trechos o estrellas fijas o peregrinas impresiones. Ensoberbecíanse
agora con la gala de diversas telas, damascos y alfombras,
demostración clara de la bizarría que añaden los adornos a la
hermosura. En el centro del claustro referido, habían sus dueños
levantado, para la celebridad de su festín, un artificioso teatro,
donde, en forma de vergel, depositó Amaltea su decantada copia,
vistiendo su fachada de columnas, nichos y cestones, a costa de la
infinidad de rosas y yerbas eternas, tributarias de sus casi
sucesivas primaveras. Circunferencia eran suya cantidad de asientos
que, ya en sillas nobles, ya en plebeyos bancos, señalaban lugares a
diferentes
jerarquías. Convocó, pues, la fama, apadrinada de la
novedad, más concurso del que estaba convidado, que todo lo que se
singulariza tiene de su parte la común benevolencia y, en tales
ocasiones, siempre son más los aventureros que los prevenidos.
Llenóse, en fin, todo el semianfiteatro y, servidos los antes de
aquel retórico banquete, con diversidad de músicas, recreación del
penúltimo sentido, lisonjeando los entendimientos versos
conceptuosos, manjar siempre del alma, sobre una autorizada cátedra
(para cuya compostura tomó el marzo a censo todo el caudal de abril,
hipotecándole sus aguas y soles, gajes sin cuyo ministerio jamás se
lograran las tareas de sus partos), don Luis, bizarro y apacible,
después que el deseo de lo prometido quietó el concurso y obligó al
silencio, dio principio a su oposición, diciendo de esta
suerte:
LA PATRONA DE LAS MUSAS
«¿De qué te ensoberbeces presumida,
Efímera fragancia en globo breve,
Si ayer botón, hoy flor, el sol te bebe
La mesma que te dio vegetal vida?
¿De arqueras esmeraldas defendida,
Caduca majestad de imperio leve,
Blasonas confusión de grana y nieve,
Y
llora tu vejez recién nacida?
¿Qué importa que, terrestre, seas estrella
Del cielo de un jardín, si sólo duras
Lo que el sol, que a su muerte alarga el paso?
¡Ay,
si ésta viera en ti mi ingrata bella!
Que son rosas de amor las hermosuras
Al alba, oriente, y a la noche, ocaso».
Ansí alternaba versos y suspiros (hablando, en persona de su
enajenación amante, con lo insensible de la monarca de las flores)
Alejandro, esperanza generosa de la antioquena Menfis, a los acentos
de una vigüela de arco, modulada más por el uso de los dedos que por
la atención de los sentidos, en éxtasis entonces con la
contemplación de la hermosura menos imitada que vio el Helesponto,
desde las dos tragedias que al estrecho célebre, impedimento a la
Tracia y Frigia, aseguraron fama y nombre, cuando, en una, la ninfa
fugitiva perdió a un tiempo la vida y el hermano, único heredero del
prodigioso vellocino y en la otra Leandro y Hero inmortalizaron con
pasiones el mal logro de sus infaustas juventudes. Huésped le
agasajaba la antigua Iconio, metrópoli de la Licaonia, que arbitra
población entre los pisidios y frigios, provincias últimas de Europa
y Asia;
línea las divide aquel jirón de Tetis, puesto que las más
veces tormentoso, algunas pusilánime, pues, oprimido de Artajerjes,
consintió en su cuello la argolla puente, paso fatal de sus
quinientos mil cobardes que, para trofeo de Grecia, apresuraron su
destrozo. Era Alejandro el desempeño de la juventud bizarra de
Antioquía, no la que parte términos con los licaonios, aquella sí
que, principal colonia de los sirios, medró más lustre con el blasón
honroso que nos ferió el bautismo que con haberle comunicado el suyo
Antioco, heredero de Alejandro, pues fueron sus habitadores los
cristianos primeros que nos dejaron en herencia este apellido a
cuantos diferenciados con el purpúreo Tao, marca del mejor cordero,
vituperamos los bárbaros secuaces del dragón, que le adoran con el
carácter torpe de la blasfema bestia. En esta ciudad ínclita gozaba
Alejandro los mayorazgos de las dos siempre encontradas fortuna y
naturaleza, porque habiéndose conformado en él sólo ésta, le añadió
a las dotes de generoso, discreto y bizarro, las de valiente, docto
y
dadivoso, y la otra, a poder de tesoros y amigos, le hizo
generalmente venerado, fiándole el gobierno mayor de aquella
prefectura. En efecto, parece que, primogénito de entrambas, los
demás, como menores, se contentaban con los relieves, gajes, o
alimentos de sus perfecciones. Convidáronle deudos propincuos a la
ciudad de Iconio, por añadir, con su gallarda presencia, recreos a
los de aquella primavera. Y él, que llevado de los estímulos de su
edad inquieta apetecía más lo peregrino de las extrañas patrias que
lo frecuentado de la propia, aceptó el hospicio y ejecutó las
vistas, ocasionando la suya a que, cohechada de la mayor belleza que
empeñó en aquel siglo el caudal humano, conspirase contra la
libertad, que en breve tiempo sintió rendida a su tiránica
hermosura.
Fue, pues, el caso que, convocándose un día festivo, todo lo
más de lo noble y plebeyo de aquella comarca a las solemnes
obsequias con que aquellas poblaciones celebraban al amante
adúltero, elección de Venus y trofeo del jabalí de Marte, en el mes
florido (aquel en que el planeta monarca, huésped de los mellizos
del Zodiaco, libraba en la recámara de Flora libreas costosas),
tardo, si pródigo, remedio para la desnudez de los montes y valles,
pues desabrigados en lo inclemente del tiempo, cuando los vivientes
aligeran ropa, entonces se visten ellos de lo que parece que menos
necesitan, veneraban un templo, desvelo último de la arquitectura,
que, sobre la cerviz de un collado ameno, a vista de la ciudad
gentílica, renovaba memorias al trágico suceso del joven amante,
sucesor de Mirra, y a la deidad de Chipre; aquél que, rival del
bélico planeta, fue venganza compasiva de sus celos y fúnebre
despojo de la fiera colmilluda, por quien dijo
Teócrito:
Yace Adonis cazador
sobre un monte, desangrado,
y siendo del agresor
nieve
el colmillo afilado,
al joven hiere nevado.
Su dolor
a llanto y lástima mueve,
y con razón, pues se atreve
para malograr su abril,
el marfil contra el marfil,
la nieve contra la nieve.
Llegó a tanto la solemnidad supersticiosa, con que lo más de
Grecia
reiteraba los cabos de año a este torpe mancebo, que se
hicieron por ella célebres, no sólo Tebas y Macedonia, Alejandría en
Egipto, y toda la isla Cipria, pero lo que es más, las consagradas
tribus del pueblo circunciso. Testigos, las abominaciones que vio
Ezequiel en el templo sacro, cuando, profanando sentimientos,
libaban las hebreas matronas lágrimas torpes a su lascivo simulacro.
A esta, pues, fúnebre celebridad, se había convocado tanta gente,
coronados sus profesores de guirnaldas que, entre pimpollos tiernos
de olorosas murtas, hospedaban rosas y amapolas, unas y otras
consagradas a la veneración de entrambos (aquellas deudoras a sus
espinas, por las mejoras en que las medró la sangre de Venus),
purpúreas agora, primero cándidas, y éstas por lo mismo, pues la de
Adonis les ferió la grana en que transformaron su candor antiguo.
Entapizaba sus paredes el ceremonioso templo de recién cortadas
vides, tan niños sus pámpanos, que apenas acababan de enjugar sus
tiernas hojas las lágrimas de sus podaduras, amorosos pronósticos de
sus cercanos partos.
Trigos y cebadas en cierne eran alfombras del
enlosado pavimento, símbolos todos de la licenciosa deidad y su
difunto empleo, pues, como sin Baco y Ceres, Venus se entibia, les
pareció lisonjeaban sus amores con el incentivo de ellos. Diversidad
de ramos, todos fructíferos, ya en flor, ya en yema, desempeñaban
sobre las espaciosas gradas del simulacro amante, el patrocinio que
en sus recreos hallaron las fértiles tareas de Pomona, pues, tutelar
de sus fecundas plantas, las dejó en Grecia hasta su nombre mismo,
llamándose desde entonces adónidos sus huertos. Así lo afirma
Teócrito:
También le dan tributo
las plantas del otoño en rama y fruto.
Mezclaba, a trechos, la religión profana multitud de blandas y
apiñadas
lechugas, en memoria de haberlas escogido la diosa
enamorada para compañeras en el sepulcro del llorado joven, como
Safo cuenta; pudo ser para significar que aun la muerte no fuera
bastante a extinguir el incendio de su amor desenfrenado, si la
honestidad frígida de estas pequeñas plantas no comunicara sus
efectos a los huesos torpes. Éste era el aparato con que aquellos
idólatras veneraban engaños en las tinieblas de la noche, cuando
ausente de ella el planeta virrey del sol, le sostituyen luces sus
estrellas, el día primero que el mes hortelano desabrochaba botones
a la primavera, porque si bien en las demás provincias dedicaban a
esta solemnidad llorosa el principio de noviembre, la presente
escogió al mayo, tiempo en que la sangre predomina y en ella, los
estímulos de la sensualidad, más ocasionados, reconocen licenciosos
las influencias de Venus, tan afecta a flores.
Entraron, pues, en ordenadas hileras por dos puertas
principales que, una frontero de otra, partían por medio el
frecuentado templo. Divididos los varones de las mujeres, sueltos
éstas los cabellos, y unos y otros, ceñidas las sienes con los
referidos círculos, arrastraban superfluos lutos, puesto que servían
de fundas a festivas galas, creyendo que, sin duda, cumplido el cabo
de año y honras funerales, resucitaba al día tercero el malogrado
joven y le trasladaba la enamorada estrella a las delicias de su
luminosa esfera. Maltrataban, pues (luego que el templo idólatra les
permitía la presencia del herido simulacro), ellas la destrenzada
descompostura de sus cabezas y ellos las supersticiosas venas
porque, hiriéndolas, le libaban gran copia de sangre (bárbara y
necia, si religiosa, demostración del sentimiento que les causaba su
muerte intempestiva). Multitud de instrumentos fúnebres alternaban
los gemidos de la llorosa plebe, al tiempo que el más viejo
sacerdote, con vestiduras sacras, delante del altar llorado
(dedicados a sus aras aromas resueltas en fragantes humos y bañados
del licor más generoso) impuesto general silencio, desde un
autorizado trono, refirió la trágica historia de los dos amantes, en
estos versos:
FÁBULA DE MIRRA, ADONIS Y VENUS
Al hermoso hijo y nieto
del caduco Cinira,
que en Chipre, rey de flores se corona;
al prodigioso efecto
del amor y de la ira,
que humano un tiempo, ya deidad blasona;
al que debe Pomona
cuantos en sus
pensiles
engendra mayos y produce abriles,
pues hortensia deidad, flores sazona,
panegíricos canto
la música, esta vez acorde al llanto.
Aquel
rapaz gigante,
que al mismo Jove arrostra,
y nieto de la espuma, es todo llama;
ese que, si arrogante
imposibles no postra,
ni dios se estima, ni permite fama,
venenoso derrama
su contagión sabrosa
en el pecho de Mirra, cuanto hermosa
horrenda tanto, pues su nombre infama
quien su tragedia ha escrito;
si bien todo el delito
disculpa de su engaño,
pues fue la utilidad mayor que el daño.
Mirra, de
juventudes
asombro desdeñoso,
hoy mucho más del tálamo que ofende,
venganza e ingratitudes
dio en su desprecio hermoso,
pues
mariposa adora a quien la enciende;
en la nieve pretende
de las paternas canas
de Cinira, templar llamas tiranas;
pero es yesca la nieve si se emprende
en ella del amor cualquier centella;
en fin, para encendella
industrias apercibe,
pirausta, Mirra, que entre brasas vive.
Equívocas caricias
al padre lisonjean,
que vende a la ignorancia el nombre de hija;
y honestando malicias,
se admiten y recrean,
dorando plata a la vejez prolija;
tal vez se regocija,
porque él tronco, ella yedra,
verdor trepando por su cuello medra,
y, ufano que tal vid tal olmo elija,
sin distinguir entre virtud agravios,
se permite a los labios,
puesto que desiguales,
el plomo se guarnezca de corales.
Juzga Cinira grato
a filial afecto,
cariño tanto, no a pasión lasciva;
pero como es retrato
de la causa el efecto,
(si en la similitud amor estriba)
viéndose copia viva,
con su origen quisiera
incorporarse Mirra lisonjera,
(que donde unidad falta, amor no priva);
para esto su deseo
los brazos envidiaba de Briareo,
y a su madre adorara,
si con el ser su tálamo heredara.
Teme, suspira, llora,
porque, si oculta enojos,
recela que el dolor no la consuma;
muda tan habladora
que, a descifrar sus ojos,
cada pestaña de ellos fuera pluma;
tal vez
resuelta (en suma,
a costa de su mengua)
a fiar su remedio de su lengua,
fuego acomete y se retira espuma;
y tal de amores loca,
palabras
apercibe y no halla boca,
que en tan ambigua guerra,
puertas abre el amor que el temor cierra.
Retrocedióse al pecho
cobarde la osadía,
que ya en los labios profanó la raya.
Pero ¿de qué provecho
fue, si los asistía
la vergüenza en carmín, que la desmaya?
Comunicóse al aya,
cuyos caducos años
feriaron su vejez a los engaños,
que también hay tormentas en la playa,
y aunque la edad la jubiló en el puerto,
las
más veces es cierto
que, tarde o nunca, deja
liviana moza los resabios, vieja.
Ésta, en fin, facilita
estorbos y temores,
y,
añadiendo a sus llamas combustibles,
al viejo solicita
a que despierte amores,
ya tibios en su edad, si no imposibles.
Díjole: «Apetecibles
años
de cierta hermosa,
(tú, rosa seca y ella fresca rosa)
pechera de delicias apacibles
tributarte apetecen,
si los gustos de amor rejuvenecen.
Desyela señor mío
en su florido abril, tu enero frío.
Dejar de ti desea
posteridad augusta
que blasonen después sus sucesores.
Baja, que de Amaltea
el aparato gusta,
que en tu jardín des frutos a sus flores;
la noche, a sus temores,
quietud oculta apresta,
sin riesgo que Dïana, por honesta,
fiscalice, ofendida, sus amores,
pues, aunque cazadora,
virginidad afecta, amante adora
cuando en celos se ofusca
al dormido Endimión que en Caria busca».
Al cano rey, la astuta
aya, halló tan dispüesto,
que culpa siglos cuando instantes pierde;
que
en la materia enjuta
se introduce más presto
el voraz elemento que en la verde;
amor (porque recuerde
en él sus incentivos,
y
en caducas cenizas logre, vivos,
hipócritas carbones) que se acuerde
le manda de hermosuras,
que ocasionaron, joven, travesuras;
y remozado en ellas,
sopló el deseo y levantó centellas.
Delinquió incestuosa
esta vez la ignorancia,
lince hasta aquí el amor, agora ciego.
Vejez
apetitosa,
su misma repugnancia
solicitaba nieve contra fuego;
la noche que, al sosiego
con sueños aplaudía,
Argos de estrellas, este insulto vía;
pero vendólas con tinieblas luego,
abominando brazos,
que en tal monstruosidad tejieron lazos,
cuando amor que los funda,
vio
a Mirra, estéril antes, ya fecunda.
Deleite ejecutado,
y amor arrepentido,
todo es uno: testigo la experiencia;
volvió el enero helado,
si se fingió florido,
a intimar su primera intercadencia;
efímera violencia
veloz enciende y pasa,
pues ya en Cinira amor yela, no abrasa.
Gozó sin ver, y huyendo la presencia
que se negó a sus ojos,
lo que anhelaba gustos, juzgó enojos;
castigo de quien fía
en cano amor,
que, cuando abrasa, enfría.
Mirra que, satisfecha,
su infamia creyó oculta,
segundo Paladión lleva consigo;
y cuando sin sospecha
noticias
dificulta,
sus entrañas hospedan su enemigo;
el tiempo hizo testigo
lo que escondió primero:
cómplice aleve, agora pregonero,
manifestarle pudo,
que a veces habla más el que es más mudo.
El término cumplido,
Mirra ya hermana y madre,
Y de Cinira, Adonis, hijo y nieto,
ofensor ofendido,
se vio su abuelo y padre,
público ya a los hombres su secreto;
Tesífone y Alecto,
gigante hacen su injuria;
de amor primero esfera, ya de furia,
la causa enemistada con su efecto,
y ardiendo por ser vivo,
con la madre, al dos veces relativo,
de
su sustancia helada
corre a verter la sangre duplicada.
Plumas huyendo pide
la hermosa delincuente
a la deidad que obedeció lasciva;
valles
y selvas mide,
y, del pecho pendiente,
el insulto inocente es joya viva;
pero, aunque fugitiva,
flores desmaya apenas,
azogue
en vez de sangre alienta venas
de la helada vejez la vengativa
injuria, en cuyo empleo
cada pie, que fue plomo, es caduceo,
que amores y pesares
al segundo Planeta hurtan talares.
No Apolo enamorado
a Dafne cazadora
persigue aquél y estotra se retira;
efectos han trocado,
pues huye la que adora,
siguiéndola los odios de Cinira;
vuela esta vez la ira,
corre amor, pues la alcanza,
señal que es más ligera la venganza:
pues si uno flechas otra rayos tira,
y con fines opuestos
plumas llevan aquellas, llamas éstos,
con que una acción obliga
a
que huya amor y a que el desdén le siga.
Ya casi a las espaldas
respiraba el aliento
de la venganza, que el temor avisa,
y de las leves faldas
que profanaba el viento,
las fimbrias, tropezando, tal vez pisa,
cuando viendo precisa
la ejecución severa,
Mirra, angustiada de su muerte fiera,
a la Citerea diosa
en el último trance lastimosa,
intimándole enojos,
dijo, el alma en los labios, y en los ojos.
«Común
naturaleza
nos dio, amorosa diva,
Chipre a las dos, que en esto nos hermana;
aquí halló tu belleza
patria, pues, compasiva,
te
adora eterna y te alimenta humana;
aquí la espuma cana
del mar, piélago incierto,
en la cuna del nácar tomó puerto,
(región sacra por ti, si antes profana)
y porque fertilices
su amenidad, las Horas, tus nutrices,
cuando flores te adulan,
Chipre tu imperio, Cipria te intitulan.
Aquí,
progenitora
de la deidad de fuego,
con sangre en vez de leche alimentado,
me hiciste profesora,
(mas ciega, que él es ciego)
de
su violenta escuela, pues he dado
asombro enamorado
a cuantos en sus llamas
arrojan honras y consumen famas,
pues me atreví, por él, al primer grado,
que exento de tu imperio,
eterno me vincula vituperio,
digna que tus favores,
a más hazañas, premios den mayores.
No, pues, Venus permitas
que a tu poder se atreva
padre verdugo, desdeñoso amante;
si insultos acreditas,
múdame en forma nueva,
que aromas peche a tu deidad fragante;
haz, desde aquí adelante,
patrona compasiva,
que, entre los vivos, ni me infamen viva,
ni, entre los muertos muerta, honras espante,
sino que mi remedio
consista en ser de estos extremos medio,
porque, en angustia tanta,
si sensitiva no, me estimen planta».
Apenas de su
pena
Venus oyó el discurso
que, grata tutelar a su deseo,
fija en la rubia arena
el desmayado curso;
planta es ya la de amor, monstruoso empleo,
aquel arbol sabeo,
cuya sudada goma,
Estacte llama Arabia y, todo aroma,
incorrupto cadáver dio al Hebreo,
en la forma
sabina,
enebro en hojas y en rigor espina,
que eterniza y preserva.
Si fue Mirra mujer, ya es mirra yerba.
Entre los brazos ramas,
busca
el infante el pecho,
y, en vez de él, halla rústica corteza;
pero imperiosas llamas
de amor, que siempre han hecho
mayor efecto en la mayor belleza,
mostrar la fortaleza
de su poder pretenden,
pues, niño Adonis, en su vista encienden
la misma Venus, que a sentir empieza,
cuando
deidad blasona,
que amor su misma madre no perdona;
pues que recién nacido
querer no sabe Adonis y es querido.
Prodigio es portentoso
enamorar gorjeos,
que apenas tienen ser y ya dan penas;
mas era tan hermoso
que ocasionó deseos
a quien del mar espuma burló arenas;
crióle en las amenas
delicias intrincadas
de Chipre y de sus selvas que, pobladas
de madreselva, rosas y azucenas,
sin preservar ninguna,
cama le mullen y le mecen cuna,
y con leche sabrosa
de una cierva, esta vez sólo piadosa,
crecen entre las flores
él en los días, ella en los amores.
Ya Adonis de la infancia
pasaba a la puericia,
y ya doraba en él la adolescencia
bozos a la arrogancia,
arnés a la
milicia,
flechas a la deidad, toda violencia,
cuando con la asistencia
del joven, sucesiva
por tantos lustros, desde niño viva,
es
Venus del amor la quinta esencia,
y en su fogosa lumbre,
(como es naturaleza la costumbre)
cuando sin él se mira,
ni vive, ni descansa, ni respira.
Del néctar olvidada,
ni la ambrosía la mueve,
ni afecta cielos, ni en sus luces fía,
porque en él transformada
espíritus le bebe,
que al néctar antepone y ambrosía;
amor hidropesía,
bebiendo, aumenta sedes,
y de Adonis los labios Ganimedes,
gentilhombres de copa, alientos cría;
prodigio es que sazone
una sed, otra sed, y la ocasione;
mas como firme sea,
quien más ama y más goza, más desea.
Los
ratos que embaraza
la juventud traviesa
en Adonis el tiempo que la sisa,
y por el monte a caza
la fugitiva presa
sigue oficioso, que el lebrel le avisa,
no corre él tan aprisa,
como ella aprisa llora,
y como tras Menmón la blanca aurora,
impidiéndole el paso, así le avisa:
«Tragedias ocasiona,
quien, racional, con brutos proporciona
acciones militares,
sin comparar afectos a pesares.
Ya que las castas selvas
profanes a su diosa,
ni risco, temas, ni perdones cumbre,
adviértote que vuelvas
con presa temerosa,
que quiete mi temor su mansedumbre;
la natural costumbre
del joven ejercicio,
que de virtud, si es mucho, pasa a vicio,
y en mí si en ti es deleite es pesadumbre,
tus
vitorias celebre,
ya en el ciervo ramoso, ya en la liebre,
de suerte que, al correllos,
ellos huyan de ti, no tú huyas de ellos;
pues si tus fuerzas mides,
más que el ánimo, vencen los ardides.
Los lobos salteadores,
los osos mal formados,
los leones carnívoros te vedo,
no
des a mis amores,
con fúnebres cuidados,
mal logros tristes que me anuncia el miedo;
mas si tirar no puedo
la rienda a tu apetito
y
te enojas por ver que te limito
tanto peligro, yo te lo concedo,
con tal, si a ésta te obligas,
que, siguiéndolos todos, jamás sigas
al jabalí impaciente,
presagio de mis lágrimas su diente.
Una fiera entre tantas,
idolatrado mío,
te niega sola quien tu amor conjura;
persigue a las que espantas,
no a las que muestran brío,
que audacia, contra audacia, no es segura:
¡Ay de quién aventura!,
que en tu infeliz impresa,
cazador,
de la caza has de ser presa,
y de un bruto, trofeo tu hermosura.
Ojalá que me amaras,
de modo que jamás te me ausentaras,
mas ¡ay suerte severa!
que a Venus antepones una fiera».
Ansí daba consejos
la diva enamorada,
a la incauta ocasión de sus enojos,
cuando asomó de lejos
en fiera transformada
la sospecha de Marte, llena de ojos;
usúrpale despojos
Adonis, ya adquiridos,
de Vulcano y Apolo perseguidos,
afrenta de la red sus rayos rojos,
y costándole tanto,
que celos le atormenten no me espanto,
pues si de raya pasan,
más al amante que al
esposo abrasan.
No sufren los lebreles,
que estorbe la traílla
lances do inclinaciones tan opuestas
despedazan cordeles,
y
rota cada hebilla,
atajan valles y trasponen cuestas;
Venus, que las funestas
tragedias ve cercanas,
abrazada con él, lágrimas vanas
le
intima, que si no le son molestas,
bastantes son tampoco
a refrenar el ímpetu que, loco,
su perdición destina,
al bien rebelde cuando el mal se inclina.
Aljófares desprecia,
desembaraza abrazos,
sordo a suspiros, desdeñoso a voces,
y porque llore Grecia
mal logro de sus brazos,
la muerte hace sus pasos más veloces;
Marte, que con atroces
hazañas se eterniza,
trofeos a sus celos soleniza.
Tente, intrépido joven, no destroces,
vengando a la fortuna,
dos almas que incorpora amor en una;
no es jabalí el que baja,
flechas las púas, el marfil navaja,
el dios sí, en sangre tinto,
severo alcaide del alcázar quinto.
En círculo le ciñe
la turba ladradora,
ya campo de armas la floresta verde,
pero tan diestra riñe
la bestia vengadora,
que en sangre paga el que sus cerdas muerde;
Venus que el tiempo pierde
en excusarle enojos,
volando tras su Adonis con los ojos,
con el alma le avisa que se acuerde
de presagios fatales;
pero el que apresurando va sus males,
consejos
desestima,
vientos atrasa y el venablo anima.
Llega y, de siete, mira
reducidos a cuatro,
cadáveres los tres, sus perros fieles;
enciéndele la ira,
y al verde anfiteatro
volver jura mosquetas en claveles;
provoca los lebreles,
y en la derecha planta
cargado
el cuerpo, el otro pie levanta,
(digna postura de animar pinceles).
Tonante es, que fulmina
rayo el furor, en vez de jabalina,
a no errar,
codicioso,
valiente el tiro, pero no dichoso.
Hurtóle el cuerpo el bruto,
¿qué mucho si le adiestra
la bélica deidad del quinto cielo?
y
viendo el poco fruto
del golpe, Adonis muestra
mejillas, si antes grana, agora yelo;
retírale el recelo
de verse desarmado;
pero
Marte, en la fiera transformado,
cometa es que le sigue, el paso vuelo;
huye el que perseguía,
persigue agora el que primero huía,
mas el correr, ¿qué importa,
si sacre la venganza, vientos corta?
Cedió a fatal violencia
la juventud briosa,
cedió amor a los celos, sus bastardos,
cayó
la adolescencia,
que apenas se vio rosa
y, ya lirio, pimpollos brota pardos;
llegaron, aunque tardos,
a hacer los escarmientos
cuerda
a la juventud, cuyos alientos
mil veces malograron los gallardos
ímpetus juveniles;
florecen los abriles,
sopla el Bóreas enjuto,
y el almendro, que aborta en flor el fruto,
enseña castigado
al prudente moral razón de estado.
Abrió el marfil buido,
puerta a la muerte franca,
que, en fe de reina, en púrpura teñida,
prestó su colorido
a la amapola blanca
su rosicler, recuerdos de su herida;
Venus, con media
vida,
perdida la otra media,
presume, por correr, que la remedia;
pero huyendo la bestia adonicida,
al paso que más corre,
sintiendo
penas más, menos socorre;
que el mal en todo amante,
menos aflige, cuanto más distante.
Desnudo el pie de nieve,
carrera presurosa,
las plantas, donde el alma está, encamina;
sacrílega se atreve,
(sospecho que envidiosa)
de la rosa, hasta allí blanca, una espina;
para quedar divina,
divina sangre vierte,
con que el candor en rosicler convierte,
medio ya entre jazmín y clavellina;
dichoso sacrilegio,
que
ganó entre las flores privilegio
de ser, puesto que bellas,
ella su emperatriz, sus damas ellas.
Violetas con claveles,
mezcló amor en los labios
de Adonis y de Venus lastimosa;
no hay plumas ni pinceles,
que pinten los agravios,
que a Marte intima la ofendida hermosa.
Pondere la amorosa
pasión, qué tal sería
lo que Venus entonces sentiría,
dios el dolor, como su dueño diosa;
que yo aquí reverencio
los hipérboles mudos del silencio.
No a fuer del ave santa,
que al túmulo, antes nido,
agrega aromas que el oriente espira,
Mauseolos levanta
que
injurien al olvido,
ni a holocaustos de amor consagra pira:
sembrado el campo mira
de lechugas, y entre ellas
quiere Venus probar si las centellas
que en el cadáver aún vivir admira
apagan sus ardores,
que, como su frialdad entibia amores,
recela que no basta
a amor tan firme compañía tan casta.
Aquí sepulcro apresta
la diva enamorada,
para el amante que aún difunto adora;
aquí le manifiesta
a cuantos malograda
su muerte compadece; aquí le llora
quien, tierna protectora
de su pasión, desea
la diosa que con llantos lisonjea,
hasta que resucite con la
aurora
Adonis, que eterniza
sus llamas, semidiós, no ya ceniza,
estrella sí, en la parte
que ni se esconde al sol, ni teme a Marte».
Tristes, puesto que concertados instrumentos, entre suspiros
lastimados de los cerimoniosos asistentes, acompañaron la narración
del afectado sacerdote, ajustándola la suerte a la brevedad de la
noche, corta por ser de mayo, que el fenecerse entrambas fue todo
uno. La oscuridad del templo, industriosamente sólo permitido a la
limitación de breves luces, que diferenciaban sexos para no
ocasionar atrevimientos; la melancolía de los versos fúnebres,
alternados de llorosas demostraciones; el luto de los que las
afectaban, proporcionado con las tinieblas nocturnas, y la
jurisdicción que el sueño en tales horas tiene sobre nuestros
sentidos, obligaron los ojos de la mayor belleza a que, negándose a
la vista de quien se recreaba en ellos, alzasen de obra, y que,
recostada en el regazo de su madre anciana, diesen lugar al descanso
ejecutivo. Tecla era ésta, Tecla, envidia de Asia, presunción de
Europa, corona de Iconio, prodigalidad de la naturaleza, hipérbole
de la hermosura, prodigio de la discreción, mayorazgo de la
honestidad y tiranía deleitosa de los sentidos. Perdió a su padre
antes de saber llorar su pérdida, y él (que en su patria el más
venerado, más generoso y más rico, dejó recuerdos a la lástima y
compasiones a la mesma envidia), por no aventurar desaires al
crédito que ganó con tal sucesora, dificultando, si asegundaba
frutos, no degenerar en ellos del primero, murió gustoso,
ennobleciendo su ciudad con la herencia de tal vecina, y, enjugando
sentimientos con la posesión de lo presente, casi solicitó olvidos a
los desconsuelos de su falta. Cumplió en su educación su madre
Teoclea las esperanzas que su difunto esposo se llevó consigo,
porque, ayudada del dócil natural de Tecla, llenó en ella cuidados y
consejos, saliendo tan a su satisfacción en todas las perfecciones
virtuosas, que en su patria, igualmente, refrenaba su opinión
liviandades de sus contemporáneas y granjeaba deseos su belleza,
apetecida para el tálamo de todo lo generoso y rico de sus
juventudes. Descansado recreo de su viudez era su compañía, tan
apoderada
de la voluntad de su madre que gozó en ella cuantos
afectos reparten otras en la multitud de hijos, que dividen entre sí
el amor de sus principios. Era Tecla única en su casa, faltaba su
padre, y así heredó entera la posesión de Teoclea, pues ya libre del
que a su consorte debía, tomó a su cargo querer a su sucesora con
duplicada propensión de madre y padre, previniéndola con madurez a
las obligaciones de Himineo; para esto estudiaba, entre la abundante
copia de pretendientes, cuál mereciese, si no igualarla, llamarse a
lo menos esposo suyo. No pocos fueron los que, para conseguir esta
ventura, se apadrinaron de intercesiones, músicas, papeles y las
demás solicitudes con que el amor facilita dificultades desdeñosas;
muchas fueron las pendencias que ocasionaron celos, rondas y
nocturnas competencias que, si enemistaron padres, no, empero,
disminuyeron créditos en la pretendida, por conocerla tan guardosa
de su fama, cuanto a ellos pródigos de su sosiego. Pero quien supo
granjear lo más considerable para su consecución (a la madre, digo,
de la solicitada, en quien la obediente resignación de Tecla estaba
comprometida) fue Tamíride, aventajado entre todos sus rivales, así
en dotes de naturaleza como de fortuna, propincuo en sangre, de edad
florida y, en
efeto, proporcionado sujeto para su descanso. Éste,
pues, asegurado de esperanzas por Teoclea, yerno en nombre, se
entretenía con el ofrecido plazo de su posesión, próximo ya el día
de sus desposorios.
Esta, pues, era la dormida hermosa, que en las faldas de
Teoclea, menos inclinada que las otras a solemnidades lascivas, tuvo
por mejor jubilar sentidos que aplaudir deshonestidades, aunque
disfrazadas en cultos religiosos. Y el que, elevado en la
contemplación de su belleza, la dedicaba atenciones, usurpándoselas
a la solemnidad llorosa, era el huésped antioqueno, Alejandro (aquel
que dio principio a mi discurso), tan suspenso en el empleo de sus
ojos que, reducidas a ellos las demás, potencias, no permitía a las
pestañas las inquietas travesuras de sus movimientos, porque no
privase aquel instantáneo estorbo el interés de su amorosa vista.
Ansí dormía la tina y así se desvelaba el otro, cuando patente ya la
precursora de la luz primera, corriendo presurosamente velos a los
viriles, de que el templo se adornaba, por franquearle resplandores,
iluminado todo el espacio obscuro con la diáfana presencia de sus
rayos y despojándose todos los presentes de los prolijos lutos,
convirtieron galas festivas los pasados sentimientos en presentes
regocijos, teniendo por infalible que ya Adonis, resucitado, en
brazos de su llorosa prenda, subía semidiós a la posesión amante de
su diva, en el tercero alcázar, corte suya. Gratularon todos la
fabulosa restauración de sus amores con voces y músicas, dando
parabienes a su inmortalidad nueva, con estas y otras semejantes
canciones:
Mil gracias, diva bella,
por
todos, te dé amor,
pues ya es contigo estrella,
la que antes era flor.
No temas que desvelos
del dios menospreciado
inquieten tu cuidado
ni aumenten tus recelos:
venció amor a los celos,
quedó Marte corrido,
por ver que, si ofendido
dio a su rival la muerte,
ya mejorando suerte
desmientes su rigor.
Mil gracias, diva bella,
por todos, te dé amor,
pues ya es contigo estrella,
la que antes era flor.
Ansí solenizaba la aduladora plebe el contento con que aplaudía
la fabulosa resurrección de Adonis, cantando cada cual, al arbitrio
de su más o menos fe, lo que traía estudiado, haciendo el regocijo
acordes las cantinelas que, desordenadas, ofendían la
correspondencia armónica de la música, mientras que Tecla, más por
cumplir con lo ceremonioso del idólatra culto, que por inclinación
que tuviese a su deidad lasciva, desnudando la exterior corteza de
su luto, se presentó a los ojos circunstantes y al alma de
Alejandro, asombroso encarecimiento de belleza y gallardía. Habíale
enamorado, sin ayuda del artificio, lo natural sólo de su hermosura,
disfrazada entre lo grosero de un monjil obscuro y un velo negro,
que ocultaban el costoso adorno de su cabeza y talle. Y aunque es
verdad que para la hermosura perfecta, sin mendigar ayudas de costa
de la tienda, hice más cuanto menos se compone y que el vestido
negro tiene no se qué de reputable y atractivo (quizá porque un
contrario junto a otro, compitiendo, sale más airoso, como el sol
entre las nubes; disculpa suficente de haberse dejado usurpar el
alma su rendido antioqueno), agora que se opusieron en Tecla lo
accesorio del arte y lo heredado de la naturaleza, hiperbolizaron
juntos de tal suerte sus enemistades que, olvidados los que la
miraban de la solemnidad de Venus, creyeran, a no verla tan honesta,
que la misma diosa, agradecida a sus aplausos, se los venía a
premiar con su presencia.
Salió el sol, y cuando no saliera ¿qué importara?, pues,
hurtándole los arreboles de su oriente, había Tecla salido de los
crepúsculos de su luto más lucida. Bañóse todo el templo de la
iluminación diáfana de sus rayos y bañáronse los espíritus de los
presentes de la penetrable luz de su belleza; todos admiraban
milagrosa a Tecla y, entre todos, Alejandro sólo la idolatraba;
huésped fue hasta entonces, pero ya, prohijado en la ajena patria,
buscaba naturaleza donde no la pretendía. Peregrino es el hombre
tanto donde nace, como donde se destierra; porque, como el cuerpo
sigue las inclinaciones de su forma y ésta no se avecina sino donde
sosiega, forzosamente se deja llevar del móvil que le rige. Halló el
alma de Alejandro su esfera en la hermosura que adoraba; luego bien
pudo empadronarse en ella y, renunciando los privilegios de
advenedizo, juzgar por su patria la que le prometía quietudes. ¿Qué
le faltaba en Tecla para no imaginarse en su naturaleza? Y, ¿qué no
extrañaba
fuera de su vista, si asiste más el alma donde adora que
donde anima? Y Alejandro adoraba a Tecla. ¿Por qué no había de
considerarse con ella una cosa misma? Tecla era natural de Iconio,
Alejandro era indivisible unidad con Tecla, luego una misma patria
los reconocía. Sin Tecla, Alejandro ni hallaba descansos, ni
entendía razones, ni conocía parientes, ni se acordaba de amigos;
con Tecla, Alejandro comunicaba pensamientos, por su respiración
vivía, con su vista respiraba, con su esperanza cobraba espíritus.
¿No es patria verdadera aquélla con cuyos frutos nos alimentamos
mejor que con los peregrinos, cuyos aires nos conservan, cuya
memoria nos alivia, cuya vista nos convalece? Todo esto causaba
Tecla en Alejandro, luego Tecla era su centro, su patria, su
naturaleza y todo lo que dejaba de ser Tecla, merecía nombre de
peregrinación
y destierro; como tal juzgó el privarse de sus ojos, y
así, siguiéndola, después de concluirse la solemnidad festiva,
reduciéndose a sus casas los que la celebraron, acompañó (urbano en
la apariencia, amante en lo interior) su idolatrada tiranía, hasta
que, restituyéndose a su habitación, imposibilitaron sus paredes a
los sentidos lo que no bastaron a la idea, cuya memoria le
representaba su imagen viva. En ella pudo entretener Alejandro
contemplaciones tan apacibles a la consideración, cuanto rigurosas a
la quietud, pues, añadiendo leña a sus recientes llamas, le perpetuó
un incendio doméstico que, con un mismo efecto, le deleitaba y
consumía.
A sus umbrales permaneció el vasallo nuevo de su apetito, tan
enajenado que, quien le advertiera, le juzgará imagen de sí mismo y,
alabando la mano del estatuario, convocará admiraciones de su
natural similitud, porque, viéndole inmóvil negarse a si propio las
acciones vitales, ¿quién se persuadiera no haberle un mármol
usurpado su semejanza? Venía con él Cloriseno, cuya casa le
hospedaba generosa y cuyo deudo le había trasladado a su ciudad,
deteniéndole en ella, casi con violencia hasta aquel punto; si bien
desde él en adelante, tan voluntarioso que, a sospechar retiros,
formara enemistades.
Extrañó, pues, éste la repentina suspensión de
su acompañado y, con recelo de algún accidente peligroso, tirándole
del brazo, le dijo:
-Amigo, ni el lugar, ni la hora, ni los registros que os miran,
son a propósito para demostraciones que desacrediten la opinión que
de advertido y discreto habéis ganado; el sitio en que os suspendéis
es la calle más principal de Iconio; la hora mediodía; los que os
notan, naturales nuestros, que, presumidos y satisfechos de sí
mismos, fiscalizan envidiosos cualquiera demasía forastera y les
parece que les usurpan el derecho que tienen en su patria a toda
gallarda pretensión; recobraos, y no pierda en vuestro crédito un
descuido inconsiderado lo que con tanta alabanza vuestra os hace
extranjero bien querido. ¿Qué es esto? ¿Vos en la publicidad común
ocasionando, con desaires, malicias?, ¿qué sentís?, ¿qué tenéis?, ¿o
cuál puede ser el accidente que, tirano de vuestra reputación,
descomponga vuestra modestia?
Despertó a estos avisos el arrobado joven y, agradeciéndoselos
la
vergüenza noble que, con tácita reprehensión, le bañó de púrpura
las mejillas, sólo le dio un suspiro por respuesta y, tras él, un
golpe de lágrimas que, sin permisión del recato varonil, arrojó el
corazón por sus desaguaderos. Asióle por la mano y, sin decirle
cosa, guió a su alojamiento; entróse en un jardín, recreo ordinario
de las habitaciones nobles, y asentándose los dos debajo de un
cenador que, vestido de recientes pámpanos, componía un vistoso
capitel, corona de la risueña murmuración de una artificiosa fuente,
le dijo de este modo:
-Problemáticamente me indiferencian, amigo Cloriseno, las
obligaciones que os reconozco y los agravios que, con ellas, me
habéis hecho; dudoso estoy entre aquéllas y éstos; y no sé si, como
empeñado, os rinda gracias o, como ofendido, forme quejas, porque
cuando la pérdida de la mejor potencia de mi alma os acusa cómplice
de mis desdichas, hallo felicidades en las mesmas que, ocasionadas
por vos, compiten en la aplicación de sus contrarios atributos; el
más desdichado soy y el más venturoso de nuestro siglo; mido
tormentos con deleites y felicidades con desgracias, ignorando
cuáles a cuáles se aventajen; sólo sé que vos sois el total motivo
de unas y otras. Novedad asombrosa os parecerá que, a un tiempo
mismo y por una misma causa, deudor me ejecutéis y acreedor me
pidáis cartas de obligación; pero antes que os las muestre, decidme,
os suplico: ¿qué nombre tiene la belleza que desde el templo de
Adonis acompañamos a su
casa?; ¿obedece esposo o, deseando
obedecerle, ha hecho amorosa elección libre de su gusto?; ¿o
subordinada a mayor imperio compromete en ajena voluntad los
privilegios de su albedrío? Satisfacedme en esto y quedaréislo
después de las razones que me mueven a que os juzgue, cuando más mi
bienhechor, más mi enemigo.
-Conjeturas suficientes me habéis dado -respondió Cloriseno-
para verificar lo que no creyera de vuestra bien gobernada, hasta
aquí, voluntad, a no conocer cuánto es más poderosa, en la más
templada juventud, la violencia de sus incentivos que los reparos de
sus prevenciones. No me espanto yo que améis, y más en parte cuyas
prendas traen consigo la propiedad del móvil primero, imán de las
demás esferas, que a su pesar le siguen. Pero espántome que hallasen
en vos las llamas de la deidad ciega tan sazonada la materia que, a
la primera eslabonada de su vista, hiciesen en vuestra libertad el
mismo efecto que si Troya la comunicara todo lo contagioso de su
incendio. Nunca yo os consideré tan yesca, que ya que la actividad
de su potencia os dispusiese, repentinamente os abrasase. Bien
pueden correspondencias de sangre, influjos de estrellas y simpatía
de inclinaciones, ser cosarios de los primeros movimientos; pues ya
habemos experimentado en nosotros mismos que, ofreciéndosenos a los
ojos una beldad suprema, suele con no previsto asalto dar un vuelco
al alma y amotinarla sus potencias; pero pasado aquel primero
acometimiento, usa de su jurisdición la libertad y, citando del todo
no quede tan señora de sí como al principio, tampoco queda
totalmente rendida a sus violencias. ¿Qué forma tan intensa no
presupone, para introducirse, antecedentes disposiciones?, ¿o como
vos, sin ellas, tan cobarde desacreditáis vuestra alma que, al
primer rebato, de manera os desaposesionáis del ser humano que aún
no os reserváis señales de viviente? Ríndanse a partido presidios de
ociosidades sin prevención de bastimiento de prudencia, no, empero,
castillos pertrechados de estudios y cordura. Siquiera el nombre que
os dieron de Alejandro, había de vincularos la felicidad de su
invencible resistencia. Vos Alejandro, y vos, antes que el enemigo
desenvaine el acero, a sus pies afeminando créditos. ¿Qué es esto?
Deseábaos yo aficionado a nuestras bellezas, para perpetuaros vecino
nuestro en Iconio, pero no inconsiderado amante. Suficiente triunfo
blasonara la de Tecla, que así se llama quien os tiraniza, si
ocasionara al más envidiado joven de Antioquía a que segunda vez
emplease la atención de sus descuidos en sus ojos. ¿En qué os
diferenciaremos de las comunes liviandades de nuestras juventudes?,
¿o qué han medrado en vos los estudios filosóficos, que os laureaban
por maestro suyo y en la escuela estoica os enseñaron a desmentir
afectos y sujetar pasiones? Tecla es, al paso que la más hermosa de
nuestra ciudad, la más ilustre, la más cuerda, la más rica, la más
apacible y la más deseada de cuantos en ésta y en las circunvecinas
poblaciones presumen partes y apetecen tálamos. Ha sido pretendida,
pero ninguno si no es Tamíride puede alegar siquiera permisiones:
éste sólo, admitido a la elección de Teoclea su madre y a la
obediencia de Tecla, su hija, espera a breves plazos, para él
siglos, sus desposorios. Cónstanos a todos los que deletreamos sus
costumbres que, a permitírsele a Tecla la ejecución de su libertad,
nunca Venus atravesara los umbrales de su himineo, ni las antorchas
conyugales desaposesionaran de su pecho la jurisdicción que hasta
agora tienen en él virtudes de la virgen cazadora; su tutelar mayor
es Minerva, por
numen casto y porque patrocina estudios; imítala en
cuanto puede, ya con la aguja desafiando Aragnes presumidas, ya con
la pluma y libros, previniendo alabanzas a sus desvelos, y añadiendo
a los Safos en Lesbos, a las Aspasias en Milesia, y a las Demofiles
en Atenas, nueva profesora con ventajas de sus letras. Porque a
vivir en su tiempo Píndaro, príncipe de los líricos, no se
desacreditara concediéndola la corona que cinco veces se ganó Corina
en Tebas, por más que se presuma eterna en otros tantos libros que
en epigramas la celebran. No hay ciencia a que se perdone: la
música, la poesía, la aritmética, la medicina y todas las demás que
se blasonan efectos de las nueve hermanas, son entretenida ocupación
de sus potencias, sin que el ocio merezca siquiera un instante de
asistencia en sus sentidos. Esta es la imposible pretensión de
vuestros rendimientos, sólo destinada a los de Tamíride; más (como
digo), por no rebelarse a los imperios de su madre, que porque sus
méritos, aunque son muchos, alcancen en su inclinación otro lugar
que
los demás que, adorando su belleza, se querellan de su
severidad. Juzgue vuestra discreción agora, si os culpo justamente
de pródigo inconsiderado; pues, antes de examinar la condición de
quien se os posesiona, la habéis entregado, sin otras hipotecas que
su hermosura, lo más precioso de vuestra alma.
-Sentenciáis desapasionado, Cloriseno -replicó Alejandro-, como
juez que, sin experiencia de sucesos, entra criminoso la primera vez
a ganar fama, más que a guardar derechos a los indiciados. Mucho se
diferencia la teórica de la práctica y en materia de pasiones
amorosas, más se requiere ésta que aquélla. ¡Qué de médicos habemos
visto, en las cátedras águilas y en los pulsos idiotas! No es
maravilla que, como el arte de curar, en cuanto ciencia, tiene por
objeto al hombre enfermo en común, estudia y enseña su profesor
remedios generales
que, aplicados en individuo, por no conocer las
condiciones particulares, antes aceleran la muerte que la atajen. No
es la pasión de amor para especulaciones de quien sin haber caído en
la cama de sus congojas, ni temerse en los últimos términos de su
peligro, se arroja a recetar remedios que no sabe. Más docto es en
esta facultad un ignorante convaleciente que un sabio no acometido.
Culpáisme porque apenas vi, cuando adoré, trayéndome ejemplos
naturales con que persuadirme, disposiciones previas a
introducciones peregrinas y, en esta parte, no puedo dejar de
notaros de poco filósofo, si en la pasada os disculpo por no
experimentado. No ignoráis vos (pues, a hacerlo, desmintiérades la
opinión justa que os abona), que cuanto es una potencia más remisa,
produce sus efectos con más pereza, proporcionando en la materia los
grados
obedienciales, como los imperiosos en la forma. Y si esto no
es verdad, ¿qué es la causa que una carga de leña encendida tarde
media hora en abrasar un roble y un rayo le resuelva en ceniza en un
instante? Todas las veces que puede obrar el alma con menos
necesidad de los instrumentos que la organizan, ejecuta más
aceleradamente sus acciones que, como es espíritu, no echa menos los
conductos con que lo corporal traslada sus especies de un lugar a
otro; lo más o menos excelente de los objetos, hace más o menos
diligentes las potencias. Venenos hay que matan en un año y otros en
un punto. Tiene Tecla tanto de divina, es objeto de excelencia
tanta, y el amor con que la adoro está tan exento de materiales
apetitos que, ahorrando dilaciones materiales, yo soy todo alma para
quererla, ella toda rayo para consumirme; no fuera superior a las
humanas hermosuras la de Tecla si necesitara duraciones para
rendirme. No veneno en supremo grado su sabrosa presencia, si no
ejecutara instantáneamente en mis sentidos la actividad de su
excelencia; ciega a la presencia de una lámina, encendida la vista
más aguda, en fe de la ventaja que hace este metal a los otros, ¿y
no hará lo mesmo Tecla en Alejandro, siendo, en comparación de las
demás bellezas, oro de quilates infinitos? Preguntaréisme, ¿cómo,
pues, quedaron vivos y con ojos los demás, que viendo a Tecla no la
adoraron? Pues el veneno, la lámina abrasada, el rayo vengativo, no
haciendo acepción de personas, igualmente contaminan cuanto
encuentran; y si la cordura en los otros bastó para contrayerba a la
ponzoñosa violencia de mi homicida, culpa viene a ser de mi poca
resistencia el ser sólo empleo de sus rigores. Pero engañáisos,
porque la proporción recíproca que por virtud oculta suele haber
entre las potencias y los efectos naturales, causa, sin saberse el
cómo, más breve correspondencia en unas cosas que en otras. Atrae el
imán al hierro, y no a la plata, y éste se deja llevar de la amorosa
luz del norte, más que de otra estrella. Sale el planeta cuarto, y
desde su oriente hasta su ocaso, con ser el progenitor vital de las
cosas todas, sólo
le mira sin perderle de vista la flor gigante,
porque en ella más que en las otras se logra la simpatía que con él
tiene; de donde conjeturo que, pues primero yo que otro amante y con
brevedad mayor me dejé arrebatar de su belleza, soy más
proporcionado empleo de su compañía; de modo que las mesmas razones
que alegáis para divertirme de adorarla, favorecen la inclinación
discreta que me violenta a servirla. Vos confesáis que a ninguno
hasta agora ha pagado, siquiera en agradables demostraciones,
finezas de voluntad debidas y que si Tamíride blasona títulos de su
futuro dueño, es más por la majestuosa jurisdicción de Teoclea que
por la voluntaria inclinación de sus deseos. Luego, ¿libre vive
Tecla de los subsidios con que amor empadrona a sus vasallos? No,
pues, se agravie Tamíride de que Alejandro le compita, que el
derecho
que alega, más es intruso que legítimo. No están
subordinadas las libertades a jurisdicciones ajenas, aunque sean de
madre, porque los dioses las emanciparon desde el punto que el uso
de la razón las sacó de la tutela en que su incapacidad las puso.
¿Privilegió Júpiter el libre albedrío de sus preceptos, y querrá
Teoclea atribuirle mayor imperio que la deidad suprema? Es Tamíride
generoso, ¿y no juzgará a bajeza por poseer alma por voluntad
distinta, cuando le consta no estar admitido por la propia de quien
ama? Adquiéranse los cargos, las dignidades, las posesiones, por
patrocinios de privados y diligencias de favorecidos; no empero el
amor, que sólo funda su derecho en la similitud de naturales y en la
benevolencia y parentesco de las estrellas. Delinquió mi opuesto en
tiranizar una alma, si obediente a quien la fabricó vivienda, no
inclinada a quien le usurpa su dominio. Por cuenta mía corre
desagraviar opresiones de quien adoro, pues mal consentirá, quién
generoso ama, ofensas de su dueño. Sin amor, Tecla no ha de humillar
su cerviz
a las coyundas que el mismo amor labró para conservación
de voluntades correlativas; pretenda amante, pero no tirano. ¿Qué sé
yo si voluntad tan señora de sí misma, que hasta agora conservó su
soberanía en la misma libertad que heredó del cielo, se reserva para
premio de mis solicitudes? No he de ser de la condición de los demás
celosos, tan pusilánime que me desmaye juzgando por más benemérito a
mi competidor. Dios es amor, y casi dios quien ama. Si en casi dios
me transforma el amor que a Tecla tengo, ¿por que no presumiré,
cuando no merecerla, alcanzarla? La similitud de inclinaciones es el
verdadero apoyo de la reciprocación de gusto. ¿No es Tecla
aficionada a las musas? ¿No la deleitan los libros? ¿No reverencia
con particulares afectos a Minerva? Pues si yo con los mismos
ejercicios me recreo y la semejanza en las costumbres no se
diferencia al amor sino en el nombre, ¿por qué me juzgaréis por
loco, cuando me prometa lo que no mis concurrentes, por no
simbolizar del modo que yo con sus estudios? Yo en efecto,
Cloriseno, he de interponer desvelos, pretensiones, riqueza,
peligros y cuanto me fuere posible, para probar mi suerte; pues
cuando me suceda mentirosa, con sacrificarla la vida, dejaré a la
compasión recuerdos de desdichado, pero no de poco
firme.
Decir esto y levantarse sin esperar respuesta fue todo uno,
quedando Cloriseno, entre los recelos de su peligro y las esperanzas
de sus merecimientos, neutral en los juicios, pero determinado de
arriesgar por Alejandro todo lo que un amigo generoso debe por quien
es digno de este título, tan usado en los cumplimientos y tan raro
en las ejecuciones.
Descuidada estaba la hermosa virgen (motivo a nuestra narración
devota) del nuevo opositor contra sus cándidos propósitos.
Entretenida (entonces que Alejandro maquinaba estratagemas para
introducirse dueño, donde ni aun asomos livianos hallaron puerta) en
buscar medios con que dilatarle a Tamíride, sin contradición de
Teoclea, los plazos ofrecidos para la apetecida posesión de su
esperanza; tanto más aborrecida de Tecla cuanto más rigurosa en él,
apresuraba
estímulos, puesto que eran tales que, a diferírselos una
hora, le parecía imposible el engañar el alma para que no se
desavecindase del cuerpo, peregrinando sin su compañía hasta hallar
su prenda. Lloraba Tecla la cercana ruina de lo más precioso de su
desvelo; amaba por natural inclinación a la pureza, de suerte que se
lastimaba del raro uso de ella (pues en aquellos siglos se
vituperaba cualquiera estorbo que dificultase la propagación humana
y juzgando, por suma infelicidad, la de los que, estériles, gozaban
de vacío permisiones del tálamo, aborrecían los profesores de la
virtud monarca); consumíase de que, no hallando la virginidad
domicilio, peregrinase destierros, desconocida hasta en el nombre;
de buena gana se opusiera a la general esclavitud con que la
libertad tributaba opresiones al consorcio, aunque por inventora de
novedades, nunca hasta allí aplaudidas, arriesgase, con el crédito,
su caudalosa herencia y se expusiese a los castigos con que su
patria escarmentaba a los transgresores de su incontinencia. Sólo la
veneración a Teoclea, los
empeños que por su amor añadía al natural
afecto, ventajoso en ella a los de otras madres, subordinaba
inclinaciones castas a obediencias rigurosas. Buscaba entre las
prosas y los versos, autores y poetas modernos y antiguos, alguno
cuya autoridad, defendiendo la incorrupción, patrocinase sus
propósitos, y desconsolábase en extremo, viendo cuán singulares eran
los que escribieron en su abono, y éstos, cuán limitados la
encarecieron. Sentíase de que, siendo Grecia tan fecunda en sabios y
éstos tan ponderadores de todo lo excelente, no hallase entre sus
apotegmas alguna que celebrase la virginal perfección y, trasladando
los breves apuntamientos de los versificadores, en que siendo tan
locuaces pintando las fábulas de más corruptela, sólo en la
ponderación de lo más precioso se mostraban avarientos. Quisiera que
Ovidio
no cansara tan presto la pluma, cuando comenzó, para acabar
luego, lo que tan a su propósito dijo:
Salve virgínea flor de la vergüenza,
intacta rosa, que a nacer comienza.
Agradábala en extremo el mismo cuando escribió:
Mal se puede reparar
la pudicicia violada,
porque, una
vez profanada,
no hay volverla a restaurar
Aborrecía la belleza, que tanto en ella celebraban, por el
pleito ordinario que trae siempre con la pretensión amante,
considerando cuán digna del ingenio del natural poeta, fue la
sentencia:
Pleitea toda la vida
la pretensión amorosa
en
la belleza aplaudida,
pues cuanto una es más hermosa,
tanto es más apetecida.
No sabía olvidarse de lo que escribió Catulo cuando
dijo:
De la suerte que la flor
que el jardín ha cultivado,
libre del rústico arado,
del pie del bruto y pastor,
lisonjeada al favor
del rocío, el sol y el viento,
es de los ojos aliento,
deseando merecella
el joven, y la doncella,
porque intacta da contento.
Mas, si la desacredita
quien a tocarla se atreve,
por ser su hermosura breve,
el ser primero la quita;
ansí mientras, no marchita,
la pudicicia florece,
deleite a la vista ofrece;
mas si el vicio la ofendió,
quien intacta la estimó,
profanada la aborrece.
Estos discursos despertaban escarmientos que, ayudados de su
limpia inclinación, repugnaban a la obediente resignación de sí
misma, en su severa madre, peleando con iguales armas en Tecla el
aborrecimiento a la incontinencia y el amor de quien reconocía por
señora. ¡Oh, qué envidiosa deseaba perpetuarse con Erisa, de quien
escribe Apolodoro que envejeció doncella y ocasionó el proverbio con
que notaban a las incasables, llamando a la que entraba en días
virginidad caduca! Sumamente dichosa llamaba a la hermana de
Protoclo, porque, como Plutarco afirma, muriendo virgen la
levantaron
aras los de Beocia, y los locrenses, venerándola por
tutelar de sus bodas antes de consumarlas, la consagraban pacíficas
ofrendas. Envidiosa quisiera haber nacido en el tiempo que, siendo
discípula de Dama, hija de Pitágoras (la primera que en la
gentilidad hizo voto de perpetua pureza) pudiese, imitando tan
heroica resolución, consagrarse a la integridad hermosa. Cinco hijas
inmortalizaron su nombre, ilustrando a Diodoro Socracio, padre suyo,
no tanto por la ventajosa fama de su dialéctica (aunque en ésta les
concedieron el laurel los sabios de aquel siglo), cuanto por la no
intimada conservación hasta la muerte de su entereza; y Tecla se
lamentaba por no añadir a las cinco, con su nombre, la unidad que
las hiciese pares. Ninguna de las gentílicas deidades, en su
opinión, más digna de templos y religión, que la que Roma veneraba
con título de Bonadea, hija de Fanno, y tan observante de esta
virtud, que jamás se atrevieron sus pies a la calle, a los umbrales
de sus puertas, a los recebimientos de sus salas; jamás su nombre a
los oídos de sus
vecinos, ni hubo varón que, fuera de los más
íntimos de su familia, pudiese dar señas de su rostro, ni después de
canonizada por deidad, permitió cultos que no fuesen de su sexo. En
efeto, juzgando a todas éstas por bienaventuradas, se querellaba de
sí misma por sumamente infelice pues, igualándolas en los deseos, no
la permitían sus ejecuciones. Estas y otras semejantes
consideraciones la apretaron una vez, de suerte que, necesitada de
desahogos, se permitió a los alivios de un jardín ameno que en su
casa entretenía retiros y medraba desvelos aliñosos de Amaltea.
Quiso Tecla comunicar con lo virgíneo de sus rosas los discursos de
sus penas y, más enamorada de ellas que de Taimíride, fabricando un
ramillete, divertir cuidados, si bien el ahogo de los suyos pedían
remedios de mayor eficacia. Tejiendo, pues, fragancias y matices,
con el apoyo de un ramo de retama en que incorporaba con una hebra
de seda a lo más vario y vistoso de aquellas cuadras, halló
emboscado entre una mata de clavellinas un billete que, usurpando
ardides al áspid caviloso, aguardaba entre las flores lances con que
comunicarle a Tecla la ponzoña enamorada que le confió su
dueño.
Era el caso que, ejecutando Alejandro diligencias para
conseguir sus arrojos, cohechó, por medio del metal apetecido, la
fidelidad doméstica de una criada confidente que, con hipócritas
disimulaciones y mentirosas virtudes, se conservaba en la privanza
de su casta señora, vendiendo la conformidad de costumbres y
granjeándose con ellas más frecuencia que quisieran las que en su
servicio la envidiaban. ¿A qué no se atreverá la hechicera tiranía
del oro?, ¿qué presidio no asalta?, ¿qué resistencia nopostra?, ¿qué
imposible no facilita?, o ¿qué fidelidad no corrompe? Dígalo entre
los muchos que su
eficacia ponderaron, uno que a mi parecer pintó mejor sus
propiedades, permitiéndome esta digresión la elocuencia de sus
versos:
El oro a todo se atreve,
no hay posesión que no goce,
cuanto vive reconoce
su poder, todo lo mueve;
su sed bebe
imperios y majestades,
ríndansele las deidades,
y como el tálamo sea
dorado, a Iove recrea.
No se estima
el templo que no sublima
el oro y no le ennoblece;
altar que no resplandece
con su esmalte peregrino
no es de veneración dino,
ni se le debe decoro
porque sólo triunfa el oro,
en lo humano y lo divino.
El oro la fe acredita
de quien recela enemigos;
él vale por mil testigos;
sospechas al vicio quita;
solicita
honras, dignidades, fama;
a quien protector le llama,
es
darle, para el amor,
bélico conspirador;
él alista
héroes para la conquista
de la fuerza más sublime;
él Capitolios redime
romanos; él, en la tierra
dios universal, destierra,
abate, postra, lastima,
honra, ennoblece, sublima,
árbitro en la paz y guerra.
Las luces del cielo bellas,
rendidas al oro imploran,
que en fe que todas se doran,
le obedecen las estrellas;
como entre ellas
predomina este metal,
es señor universal
de cuanto comprehende el orbe,
cuanto el mar inmenso sorbe,
cuanto abarca
el
suelo, porque es monarca
que perficiona imperfectos;
sólo el oro hace discretos,
siendo oráculos de Grecia
los que Apolo menosprecia,
pues aunque Atenas se agravia,
¿cuándo hubo pobreza sabia?,
¿ni cuándo abundancia necia?
¿De qué sirve el importuno
culto de deidades tantas,
si el oro entre las más santas,
es dios mayor que ninguno?
Palas, Juno,
por más poder que blasonen,
huyan si al oro se oponen;
de él se aleje
Marte, su trono le deje
Diana, por más que, bellos,
nítidos peine cabellos.
¡Oh siempre dinero sacro!
adore
tu simulacro
cuanto en el orbe contemplo,
sin oponérsete ejemplo;
y en cuanto poseen los hombres,
sólo tú divo te nombres.
Sólo
a ti te erijan templo;
sola en tus aras presuma
dedicarte la obediencia
víctimas, que en tu presencia
el fuego sacro consuma;
entre
espuma
la sangre hirviendo del bruto
te libe y pague tributo,
pues quien del oro se ampara,
luces de la esfera clara
compra
y los dioses, en venta,
desde su celeste coro
se dejan feriar del oro,
que aunque se intitulen divos,
son tales los incentivos
del
mayor de los metales,
que no solos los mortales,
los dioses son sus cautivos.
Exageración fue ésta de un idólatra, pero del cielo abajo ¿en
qué mintió, si nos consta que antes anduvo corto que licencioso?
Éste, pues, fue el que facilitó dificultades en la lealtad frágil de
la criada combatida, que se ofreció poner en las manos de su
inocente
dueño un papel y se valió del medio de las clavellinas para
desempeñar su promesa; porque, sin atreverse por sí misma a la
experimentada aversión que conocía en Tecla a todo lo que aun en
sombras simbolizaba con lo torpe, viéndola bajar al jardín, quiso
fiar en él a la fortuna lo que no a su atrevimiento. Arrojóle, en
efeto, en la florida mata y, ausentándose sin ser vista, ocupó aquel
sitio la congojada virgen, abeja agora entre las flores, que imitaba
sus tareas, para la honesta fábrica de los panales dulces que sus
limpios propósitos labraban en sus pensamientos, Hallóse, en fin,
sin saber cómo con él en las manos y, atribuyendo a descuido
inculpable lo que el engaño cuidadoso consultó con el artificio,
sólo extrañaba que en tal parte pudiese entrar persona que
ocasionase el descuido a tales pérdidas; porque a ninguno, fuera de
Tecla y sus doncellas, era lícito frecuentarle. Recelando, pues, que
alguna menos advertida profanase aquel sitio con permisiones en su
estimación sacrílegas, para verificar sospechas, que en común las
acusaban
a todas, determinó informarse, leyéndole, de la
inconsiderada delincuente, y vio que decía:
CARTA
No hay con vos inmunidad
que privilegie extranjeros;
huésped, mi amor llegó a veros,
que ésta en mí no es ceguedad
contra la seguridad
de un templo reverenciado;
el alma me habéis robado,
que reducir solicito,
mirad que es doble delito,
a huéspedes y en sagrado.
La primer belleza avara
de ojos, sois, que ha visto el suelo:
dos noches, una en el cielo,
y otra, lloré, en vuestra cara;
faltándome la luz clara
de tres soles ¿qué ha de hacer,
sino
tres veces caer,
quien, a tiento y sin temor,
si una vez es ciego amor,
tres amores viene a ser?
Quitarle el imperio trata
al
basilisco cruel,
quien, más venenoso que él,
durmiendo a cierra ojos mata;
júzgueos Venus por ingrata,
y Adonis por atrevida,
pues
cuando a llanto convida,
su historia, dormís dolores,
que poco gusta de amores,
quien los escucha dormida.
Los hurtos que amor logró,
con los vuestros son pequeños,
pues robar almas en sueños,
¿quién sino vos lo alcanzó?
En efeto, me usurpó
el alma que os obedece,
vuestra beldad; bien merece
que la agasajéis, señora,
pues nadie robó hasta agora
las prendas que no apetece.
Si la mía os satisface,
medrar por su causa espero,
por huésped, por forastero,
y porque lo nuevo aplace;
dos voluntades enlace
una coyunda amorosa,
hará el tálamo dichosa
su indivisa duración,
si Alejandro y Tecla son,
él su esclavo, ella su esposa.
No
con mayor susto suelta el rapaz incauto la albahaca que
cogió del ajeno vergel cuando vio el escorpión, afecto suyo,
llegando a olerla, escondido entre sus matas, o el ramillete
burlador que, disfrazando la ortiga entre sus flores, le creyó la
doncella simple toronjil pacífico y, maltratándose en sus espinas,
malogró fragancias, como nuestra sencilla virgen arrojó de las suyas
el billete adulador, en leyéndose pareada al nombre de Alejandro. Ya
tenía noticia de las prendas que los de su ciudad en él exageraban,
pues, fuera de ser tales como he pintado, siempre lo advenedizo se
trae consigo la benevolencia y alabanza de los naturales (vicio
común en todas patrias, por no consentir la envidia de sus
contemporáneos loores que adquieren los de su nación, encarecer
habilidades extranjeras, no iguales las más veces a las que, puertas
adentro, la falta que tienen es ser de sus contubernales. ¡Qué
celebrados son en nuestra Castilla los Tasos de Italia, los Ariostos
y Petrarcas, habiendo en ella espíritus tanto más fecundos y
ventajosos, cuanto lo pregonan sus estudios! Lástima es que,
menospreciados de sus naturales, peregrinen estimaciones extranjeras
y, por no rendirles reconocimientos los propios, se destierren a los
ajenos, donde las más veces hallan mejor hospicio).
En efeto, Tecla (que, al paso que entendió el valor del
pretendiente, se receló más peligrosa pretendida), dudando el modo
con que el emboscado billete pudo asaltarla, en parte que sóla la
confianza de sus doncellas limitadas veces la frecuentaban, cayó en
la cuenta, y conjeturó de algunas salidas que Clorisipa, su
favorecida, había hecho de casa, a título de visitar una hermana
enferma, la poca resistencia que el interés hace cuando sirve al
poderoso encanto de las dádivas. Sacó por consecuencias el temor que
tuvo a la honestidad, pues no se atrevió en ella el cohecho a
asaltarla cara a cara, y que se valió de ardides aleves, para
disimular traiciones, aprovechándose de la sostitución insensible de
las flores; pero, por no acreditar del todo indicios, graduándolos
de verdades convencidas, quiso, cuerda, fiar a la disimulación
industrias de sus diligencias; volvió a las manos el billete,
temiendo su recato, si le desamparaba en tan sospechoso sitio, no
llegase a las de quien, leyéndole, intimase a la publicidad lo que,
contra la vigilancia de su pureza, suele comentar la
malicia.
Recogióse a su más frecuentado retiro, y queriendo en él, por
medio de las llamas, consumir del todo atrevimientos de la pluma
(que tal
vez, hechos pedazos, multiplican pregoneros al descrédito),
mudó resoluciones, juzgando discreta que, si la faltaba aquel
testigo para convencer a la indiciada, imposibilitaba evidencias o
que, si habiéndole dejado en el jardín de industria, y volviendo
Corisipa a certificarse del efecto que en él su engaño había logrado
no le hallaba, experimentando en el silencio de Tecla tácitas
permisiones, la daba licencia para más desenvueltas osadías; en
resolución, abrió la gaveta a un escritorio en que depositarle, y al
tiempo que la tuvo fuera, vio en ella una caja de marfil, guarnecida
de oros, que ocultaba un ejército de diamantes, sembrados por
diversidad de joyas, cuyo valor y número pudiera domesticar
cualquiera resistencia, menos que la de nuestra virgen. Habíalas
encerrado allí la mesma Clorisipa, que como a la más familiar y
confidente
se le permitían las llaves de sus joyas, como las de lo
íntimo de sus pensamientos; pudo, en efeto, esta seguridad y la
codicia en ella, corromper obligaciones y, atreviéndose a lo dudoso,
medir por las suyas las costumbres de su dueño, dándola por vencida
al primero combate de tesoro tanto.
Tengo para mí que, cuando Júpiter franqueó, a pesar de sus
encierros, los imposibles con que el rey argivo presumió desmentir
oráculos, depósito Dánae de la torre de metal, su alcaide la
vigilancia, sus guardas los lebreles, si se valió de la costosa
transformación de aquel diluvio de oro, fue por negársele a la
pretendida
asistencias de criadas, porque, a acompañarse de éstas,
¿para qué necesitaba Júpiter de penetrar junturas en las tejas?,
¿ni, en sus faldas cerniendo granos del metal solícito, amasar
después la dorada sugestión que, triunfando de diligencias, dio al
mundo los fabulosos triunfos de Perseo? ¿Qué no corrompe la
continuación de un familiaridad doblada y más lisonjeando la poca
experiencia de una hermosura sencilla? O ¿con qué no sale la
avaricia doméstica, una vez sobornada de la pretensión
lasciva?
No quedó a lo menos por Alejandro, no por Clorisipa, pero sí
por Tecla, que ya del todo certificada, se resolvió en atajar
peligros, castigando con severidad la agresora; pero con industria
sabia, para que, sin ruido que pusiese en plática su consentimiento,
quedase su opinión en el lugar primero. Disimulóse ignorante con la
tercera torpe,
retiró indignaciones de la cara al corazón, y,
aguardándola dormida, la siguiente noche entró en su cámara y echóla
en la manga de la ropa que entonces se vestía, las joyas todas que
interpuso el atrevimiento por abogados de la torpeza, puesto
silencio primero al papel lascivo por medio de las llamas;
determinóse, de esta suerte, excusar reprehensiones que pudiese oír
algún registro y hacer con su madre por la mañana que, a título de
desposarla con un mercader extranjero que la pretendía, sacase de
casa la contagión incurable de una criada corrompida; la distancia
de regiones, donde había de llevarla el mercader que la solicitaba,
hacía imposible cualquier noticia de aquel insulto; porque juzgaba
la prevenida virgen peligrar la integridad de su pureza sólo por
haber asistido a su lado ministro que se ofreciese a allanar recatos
y franquear consentimientos. Con esto juzgaba que, honestando
venganzas con el premio, tan apetecido en toda juventud casadera,
limpiaba su casa de aquella peligrosa peste. Pero dispúsolo mejor el
cielo, agradecido a la
cándida resolución de nuestra honesta virgen,
porque apenas ejecutó lo dicho y se retiró a su reposo, cuando,
entrando Teoclea, su madre, en busca de la descuidada Clorisipa,
para averiguar acusaciones en que sus compañeras la culpaban
(envidiosas de que se les levantase con la privatiza de su señora)
porque la certificaron que, impaciente con las dilaciones de las
bodas que con el mercader le habían prometido, determinaba, robando
lo más precioso de sus joyas, embarcarse con el amante mercader una
de aquellas noches, quiso, pues, la matrona cuerda averiguar
sospechas primero que sentenciar insultos y así, registrándola sus
vestidos y arcas, colegir de la disposición de sus muebles la de sus
pensamientos; hallólas todas libres de la maliciosa presunción de
sus contrarias, y llegando acaso a las mangas de la ropa, encontró
en la una las prendas que Tecla acababa de depositarla; reparó,
aunque asustada, en el valor precioso de su riqueza, puesto que las
desconoció, como no suyas; alborotó la casa, despertó la familia,
contó a todos, convocándolos, las determinaciones de la criada aleve
y el cuantioso hurto que halló en sus vestidos; asombráronse
igualmente unos y otros, pero, disimulando las acusadoras,
acreditaban con lo presente las sospechas de su envidia y dieron
ocasión para que se tuviesen por verdaderas. Examinóla Teoclea,
preguntándola cúyas eran joyas tan generosas, cómo las había
adquirido, quiénes eran los cómplices, pues parecía increíble que,
en dos salidas solas de su casa, hallase, sin coadjutores, tan
apercebido robo; creyó, al principio, la mísera Clorisipa que soñaba
lo que veía, pero desengañándose y viéndose vendida de la misma
venta que creyó lograr en su inocente dueño, infamada de infiel en
la hacienda (como si no fuera mayor delito serlo en la honra), y
conociendo la terrible condición de la ofendida anciana, y que, si
manifestaba verdades y descubría solicitudes de Alejandro, era
infalible el trasladarse desde su confesión a la sepultura, porque
Teoclea, poderosa en Iconio y de su natural sobremanera vengativa,
menos ocasionada había hecho temerse de sus domésticos con
escarmientos rigurosos, tuvo por más seguro otorgar callando delitos
falsos que, manifestando los verdaderos, perder la vida. Respondió,
en fin, turbada, que ni conocía aquellas preseas, ni sabía quién,
sino enemigas envidiosas de la medra con que su señora la aventajaba
a las demás, durmiendo, a costa de ajenos atrevimientos, la hubiesen
hecho encubridora de aquel hurto. Pero como esto parecía imposible,
pues ni sus compañeras se habían ausentado de su casa, ni cuando lo
hubieran hecho, era verisímil que, por vengarse de Clorisipa, se
deshiciesen de tal tesoro, antes sirvieron sus excusas de
confirmaciones a las sospechas primeras que de satisfación a sus
indicios.
Salió Tecla a las voces, disimulada, contóle su madre el suceso
y, disculpando aparentemente a su favorecida, casi la persuadió a no
ser ella la que en venganza de su deslealtad ocasionó su perdición.
En efeto, Teoclea la entregó al juez supremo de aquella ciudad, que
mandándola poner en la cárcel común y depositando las joyas en
confidentes
seguros, determinó que en la tortura confesase lo que en
su vida hizo. Bastó el tormento sólo imaginado y la infamia que
temía de la verdadera declaración del caso, pues era forzoso
manifestarle a las primeras vueltas del cordel, a que, excusando
diligencias al verdugo y sentencias al procónsul, un accidente
repentino la sacase con el alma la codicia, sepultando con el cuerpo
los recelos que nuestra hermosa virgen tenía de que los tormentos
divulgasen osadías de Alejandro, agencias de Clorisipa y maliciosos
consentimientos en Tecla.
Llegó juntamente a la noticia del ansioso amante la prisión y
muerte de su solicitadora, y aunque la pérdida sin fruto de sus
prendas pudiese obligarle a declararse dueño suyo, pues le sobraban
testigos y calidad para acreditar que lo era, juzgó por menos daño
perderlas que desdorar con sospechas el crédito de su dama y dar
ocasión de celos y enemistades a Tamíride. Consultaba, pues, a solas
Alejandro sus desesperadas esperanzas y parecíale imposible que sus
prevenciones amorosas no hubiesen surtido efeto; no se persuadía que
suceso tan divulgado, siendo conversación general de cualquiera
casa, corrillo y templo, se le escondiese sólo a su prenda, pues
asistiéndola tan frecuente Clorisipa, parecía forzoso haberla ya
manifestado sus pasiones. En los mismos desmayos de sus
desconfianzas, hallaba su imaginación alientos.
-Tecla -decía-, sabia, Tecla conversable, en fin, tan inclinada
a la familiaridad de Clorisipa y Tecla ignorante de que la adoro,
cuando el interés me aseguró solicitudes de tan eficaz ministro, no
lo creo; Clorisipa la leyó mi papel y la presentó mis dádivas; amor
en las bellezas primerizas entra por las puertas del rigor y el
menosprecio; opónense la honestidad y la vergüenza al interés y
súplicas del pretendiente, ¿quién lo duda? ¿Hay belleza, por vulgar
y ordinaria que sea, que no fulmine al primero acometimiento
amenazas y retiros? De éstos se valdría mi dama para enfrenar
persuasiones de mi agente. No se atrevió por entonces a entregarle
mis preseas; guardábalas para mejor coyuntura, que pocas pierde el
amor, una vez notificado; cogiéronla con ellas vigilancias de su
madre; tuvo Clorisipa, leal conmigo, por mejor perder la vida
infamada de ladrona que hacer común el secreto de mis penas, con
menoscabo de la opinión de quien servía. Deberéle memorias y
reconocimientos eternos, que en su muerte me lastimen. Pero ¿porque
Clorisipa falte, será bien que yo desespere principios, que las más
veces valen la mitad de las pretensiones? Eso no, que la
pusilanimidad en el amor es doblada cobardía. Si Tecla sabe que la
adoro y entró en su pecho una vez la noticia de Alejandro, ¿cuándo
dejó este dios fuego de amotinar quietudes y cohechar imaginaciones?
¿Llegó alguna el rayo donde no dejase señales de inclemencias?
¿Resistiráse más Tecla que los mármoles, arruinados al solo toque de
sus centellas? No es posible. Aun si amara a Tamíride pudiera la
resistencia de un agente impedir los acontecimientos del otro; pero
cónstame a mí que le aborrece, y si en la filosofía la corrupción de
una forma es generación de la que se le sigue y en el desdén de
Tecla está tan descuidado el amor de Tamíride, su mesma desdicha
será forzosamente disposición de mi ventura. La fama me acredita de
estudioso. Aficionada en extremo es mi Tecla a los estudios.
Forastero soy y, en esta parte, apetecible; mi riqueza franquea
dificultades; la opinión que medro de cortés y sosegado aficionan
correspondencias en la cortesía y sosiego de mi amada; la semejanza
produce amor, ¿quién más semejante en acciones que yo a quien adoro?
En efeto, si siente, como Cloriseno certifica, tanto Tecla el
desposarse con Tamíride, ¿qué no admitirá por despedirle? Si la
experiencia cada instante nos enseña que por huir una hermosura
violentada de quien no apetece se rinde a quien primero no admitía,
recóbrese, pues, mi desmayado espíritu y, cuando se me malogren
diligencias, no quede yo con la lástima y escarmiento de no haberlas
ejecutado, pues la frecuencia de servicios y perseverancia en el
sufrimiento es la más eficaz protección en un pecho
generoso.
De esta suerte engañaba Alejandro sus temores y, anulando
recelos con esperanzas, tejía una tela congojosa de mezclas
diferentes que le obligó a poner la fuerza de sus industrias al
riesgo de sus desengaños, sin perdonar demostraciones, músicas de
noche, galas de día y todo lo oficioso con que un amante intenta
sacar lucido sus desvelos. Publicáronse tanto los de Alejandro,
cuanto salió más célebre la prudente resistencia de Tecla pues,
cercenando aun lo hasta allí lícito, en su casa, negó su presencia a
las flores de su huerto, temerosa de segundas asechanzas. En
resolución, ocasionó quien las disponía a que, celoso Tamíride y
prevenida Teoclea, cercenasen dilaciones y acortasen términos,
señalando,
por último, para sus desposorios, el principio del agosto
que inmediato se seguía, convidando para ello los más ilustres de su
patria.
Vio Alejandro en un instante desbaratadas las máquinas todas de
sus estratagemas y que lo que juzgaba por medio eficaz para sus
fines le salía medio para su desesperación (que al desdichado los
antídotos se le convierten en venenos), y así, huyendo pésames, que
en
los semblantes tristes le daban sus amigos, sólo el templo,
desembarazado de concursos, que le enamoró de Tecla, para llorar sus
menosprecios era su más frecuentado sitio. Lastimábase allí entre
las flores que guarnecían su circunferencia (pudo ser, porque el
considerarlas estériles de fruto, simbolizasen con sus
imposibilitados deseos, mentirosas en esto sus imaginaciones).
Ocasionado, pues, un día, de ellas, descabezó una rosa que,
presumida en la ostentación de su frágil hermosura, le dio materia
para querellarse en su similitud de su perdida prenda y decirle los
versos del soneto, con que di principio a nuestra
narración.
No podía ignorar Tamíride lo que a todos era público, pero,
como discreto hasta entonces, contentábase con la casi posesión de
la prenda competida, gallardeando vitorias, más con bizarras
demostraciones que con arrogancias vengativas, sin darse por
entendido en las palabras, puesto que sí en las acciones (que no hay
tan airosa venganza, entre discretos, como la que callando triunfa y
cortés castiga). Pero como al paso que se aceleraba el término
deseado de su posesión, crecía el sentimiento de quien le aborrecía
(de nuestra virgen, digo), y experimentaba en su semblante nuevos
desagrados que, añadidos a los primeros, daban que recelar a la
escrupulosa delicadeza de quien de veras ama, atribuyólos Tamíride a
cuidadosas novedades que en favor de Alejandro le banderizaban
posesiones. Y es la sospecha tan persuasiva, de quien una vez la
admite que, cuando fueran menores los indicios, bastaran en otro no
tan templado a despeñarle el sufrimiento. No hay que maravillarse de
Tamíride, competido de Alejandro con las partes referidas, si,
experimentando
mudanzas en las hermosuras, no le daban lugar sus
temores a privilegiar de ellas la de Tecla, puesto que le constaba
la superioridad de su recato sobre todas las de su patria. Pero
¿cuándo los celos abonaron virtudes y no encarecieron
defectos?
En fin, guió Tamíride donde menos acertaba sus ofensas y, aunque
ciego de ellas, fue en busca de su opuesto. Pudo en el camino más la
cordura que los antojos de su injuria imaginada. Consideró que era
fácil engañarse, no en las solicitudes de su competidor, que éstas
todos las manifestaban, pero en la retirada honestidad de su cercana
esposa, pues igualmente la celebraban de recogida los que murmuraban
los desvelos de su forastero solicitante. Y así, templándose más de
lo que otro de sus años y partes hiciera, guió al templo de Adonis,
donde le afirmaron asistía lo más del tiempo quien le desazonaba el
de su esperanza. Hallóle, pues, recostado sobre los antepechos de
unos corredores de mármol que guarnecían su fachada, tan entregado a
sus pensamientos que, a ser menos generoso su contrario o no recelar
con venganzas intempestivas imposibilitar sus desposorios, le fuera
fácil fenecer con una vida la mala que le daban sus sospechas.
Hablóle desde lejos, nombrándole dos veces para prevenirle y
entrambas
fueron necesarias, según estaba enajenado de sí mismo.
Volvió en sí, y reparando en que se le acercaba su enemigo,
pacíficas las manos aunque alborotado el rostro, le salió a recebir
con iguales armas (que en los nobles nunca las espadas averiguan
pleitos mientras las razones y cortesías sustentan su derecho en el
tribunal de la prudencia); recibiéronse, disimulando enemistades,
con apariencias apacibles y, después de los ordinarios
cumplimientos, dijo Tamíride, asentándose a su
lado:
-No sé, generoso antioqueno, cuál de los dos en esta ocasión
quede más obligado a las deidades: o vos, porque en tal sitio
imposibilitáis
arrojos al sentimiento, seguro con la inmunidad que
en los templos veneran los agravios, o yo, porque, hallándoos a las
puertas de éste, puedo con verdad atribuir a la reverencia que le
debo la templanza con que os hablo, pues a faltar los dos de él, se
me pudiera reputar a cobardía. No ignoro, a lo menos, que por noble,
por huésped y por mejorado de la naturaleza y la fortuna, se os
deben reconocimientos y agasajos, pues la hospitalidad es la virtud
más ejercitada y generosa que nuestros antepasados nos dejaron por
herencia y que ésta debe crecer al paso que en el extranjero los
méritos y las prendas que por sí mesmas obligan. Sé que en Júpiter,
monarca de los dioses, con tener tantos atributos de que preciarse,
ninguno más favorecido suyo que el que le intitula hospedero, por
resplandecer con rayos divinos esta piadosa virtud sobre cuantas
perficionan un sujeto. Sé, también, que infinitas sentencias, ya de
filósofos, ya de poetas, nos persuaden la liberalidad con que
debemos acudir a los extraños, pues he leído en Homero,
que
No es generosa, ni clara
la nobleza y la piedad,
de quien en la calidad
de sus huéspedes repara;
ricos y pobres ampara
Júpiter omnipotente,
agradándose clemente,
(puesto que es corto servicio),
del liberal que da hospicio
a unos y otros igualmente.
Ya me consta que han de ser tan unos en la benevolencia el que
hospeda y el hospedado, que aún no quiso dividirlos en los nombres
nuestro idioma: pues huésped se llama el que recibe en su casa o
tierra al forastero y huésped también el recebido. Más privilegios
tienen los huéspedes que los embajadores y vituperios ocasiona, como
bárbaro, quien con ellos se muestra grosero. Todo esto me enseñaron
la costumbre liberal de mi república, el estudio sabroso de mis
libros y el buen natural de mis inclinaciones, tan afecto a serviros
cuanto ocasionado a culparos. Pues os aseguro que sólo él ha sido
poderoso hasta este punto a refrenar la inconsiderada furia de mis
celos. Pero como yo estoy en todo esto advertido, debéis estarlo vos
en que, del mismo modo que todo ausente de su patria tiene derecho a
la
afable cortesía de la ajena, por el mismo caso que la experimenta
generosa debe corresponderla comedido. Pues siempre que se
proporcionan huéspedes regalados con los hospederos regaladores,
éstos liberales y aquéllos agradecidos, les cuadrara bien la
identidad de un nombre mismo, llamándose el uno y el otro huéspedes,
corno primero dije. Áspid hubo que mató a sus hijos por ingratos a
los del dueño, que los permitía alojamiento. ¿Qué merecerá, pues, el
advenedizo que, en nuestra república venerado, paga beneficios con
desagradecimientos y pretende, salteador disfrazado en huésped,
robar la joya más preciosa que ennoblece la misma ciudad que le
recibe? Yo juzgo que no hay castigo que con igualdad satisfaga al
injuriado bienhechor y escarmiente al ingrato forastero. Porque si
los sabios privilegian al huésped, haciéndole partícipe de los
frutos ajenos, también reprehenden al extraño si, donde le tratan
con estimación, se ensoberbece dueño, portándose insufrible. Leed a
Menandro, que dice:
No conviene a ninguno
proceder con engaño,
pero menos que a todos, al extraño.
Yen otra parte,
Cuando hospedaje te den,
préciate
de virtuoso,
sé modesto, no curioso,
y querránte todos bien.
¡Qué de autoridades os alegara, si vuestra discreción hubiera
menester
ajenos avisos, cuando os conocemos espejo para cuantos os
comunican! Ojalá lo fuérades para vos mesmo. Todo lo que os he
propuesto, Alejandro amigo, es para advertiros que ni sois amigo, ni
Alejandro. Amigo no, pues cuando honráis esta ciudad con este título
y, siendo peregrino en ella, os reconoce como a íntimo desvelo de
sus voluntades, la parte que, como vecino suyo de los primeros me
toca, se querella, profanado por vos, no menos que con solicitarme
desesperaciones y intentar desposeerme de la prenda que, por derecho
humano y casi divino, es mía. Alejandro tampoco, pues éste que
debiera obligaros con el apellido a que le imitárades, fue tan
modesto que, vitorioso en toda el Asia y, pudiendo por el derecho de
la guerra triunfar de las bellezas mayores que celebró el Oriente
(las hijas, digo, de Darío, su ya postrado competidor), quedó más
vitorioso no permitiéndolas objeto de su apetito que con la posesión
gloriosa del mayor imperio. ¿Vos, huésped obligado, yo, vuestro
amigo, en mi patria, y yo ofendido de quien debiera ser, aun contra
los de igual derecho, apadrinado? Juez os constituyo, donde sois
parte, que es tanta mi justicia que permite la sentencia al mismo
reo, seguro de que si admitís por asesor vuestro claro
entendimiento, recusando la voluntad apasionada, yo quedaré
satisfecho y vos restauraréis a su alabanza primera la opinión que,
inadvertido, vais desacreditando.
Calló con esto Tamíride y respondióle sosegado, más en el
semblante que en el pecho, Alejandro, de esta
suerte:
-Obligaciones y agravios habéis mezclado de modo, discreto y
gallardo mancebo, que al tiempo mismo que pudiera prevenir la
satisfacción de estos, enfrena mis sentimientos el empeño de las
otras. Debo ser agradecido a la modestia y templanza con que,
celoso, comprometéis quejas a la razón (siendo el primer enfreno de
esa contagiosa pestilencia, que da lugar a la cordura sin arrojarse
al peligroso medio de la venganza); queréllome de las mismas
razones, pues me notáis en ellas de huésped desconocido, amigo aleve
y pretendiente ingrato. Confiésoos que reconozco mucho a la
autoridad del templo, que los dos veneramos, el que impida su
inmunidad arrojos, que no pudiera en otra parte; pues dado caso que,
como al principio dije, os soy deudor en la modestia de vuestras
acciones, se me hace tan nuevo el sentido de ellas que, como
desacostumbrado a semejantes descréditos, era forzoso en otro lugar
responderos menos considerado y más vengativo. Y me pesara, porque
adquiriera, con verdad, entre vuestros naturales la opinión de
ingrato correspondiente a su regalado hospicio que sin ella me
imputáis. Yo os he de conceder (ya que remitirnos a consecuencias,
armas de discretos, nuestros sentimientos y no a las fuerzas, armas
de los brutos) la mayor parte de lo que alegáis en favor vuestro
reservar, dándome sólo lo que de ella puede desdorar el crédito, que
es en mí de más estima que cuantas alabanzas me atribuís, sin
merecerlas. Confiésoos el agrado liberal con que en vuestra patria
huésped debo estimaciones y aplausos a sus vecinos; la obligación en
que me ponen a reconocerlos cariñosos, apacibles y corteses y que es
bárbaro el extranjero que no procura, recatado y agradable, si no
merecer primeros beneficios (que éstos Aristóteles enseña no tener
desempeño igual) a lo menos pagar réditos de eternos
reconocimientos. Y asegúroos que los míos son tales que, si la
esperanza de su satisfacción no desahogara mi conocimiento, saliendo
por mí el tiempo, que ocasiona tal vez necesidades, no sé si,
corriendo, no admitiéndolos, hubiera dado nota mi recelo o de poco
cortés o pusilánime. Debo, en fin, y deseo pagar; mancomunado
estáis, Tamíríde, en esta partida; ejecutad, si halláis qué en mi
caudal corto, que convencido estoy y no niego la deuda. Esto es lo
que respondo a la primera parte de vuestro ofensivo, si discreto,
discurso.
A la segunda, en que me imputáis ingratitudes, atribuyéndome
descréditos y nombrándome árbitro en mi casa propia, os estimo la
confianza de mi fidelidad y otorgo el compromiso, porque estoy
cierto que con una misma acción vos quedaréis convencido y yo
absuelto. Todos los ejemplos, autoridades y razones que habéis
alegado,
vienen a inferir contra mí una sola conclusión, que me
indicia de aleve, y esto, porque entrando vos a la parte de los
beneficios que a vuestra ciudad debo, ni amigo os correspondo, ni
noble os agradezco deuda tanta. Pues siendo vos amante de la mayor
belleza (de Tecla, digo), su esposo, de prometido, y en vísperas ya
de aposesionado, me arrojo a competiros, pretendiente suyo y
litigante vuestro. Ésta es la culpa de que sola me hacéis cargo y a
la que, como citado, quiero satisfacer, para que como juez
pronuncie, sustanciado el proceso, la sentencia.
Al religioso cabo de año, que en este templo celebra vuestra
patria en memoria de los funestos fines del más bello amante, que
pudo sacar lágrimas a Venus, me trujo convidado vuestro pueblo,
entrando en él, a mi juicio, tan seguro de hermosas tiranías que en
algún modo aprobaba la venganza del dios celoso, condenando la
baldía profesión de Adonis, cuando (no sé si por vengarse de mí su
enamorada diosa), me echó la argolla de su esclavitud al cuello de
mi libertad, por el modo más peregrino que jamás experimentaron los
que opresos de su violencia tiran su vitorioso carro. Cerrados los
ojos (con ser éstos los más confidentes del alma, con cuyo
ministerio ni amor necesita de arco y flechas, porque ¿de qué
sirven, donde lo más hermoso de lo visible, hechizando enciende y
encendiendo enamora?), me amotinó las potencias la hermosura más
digna de adoración que celebraron fábulas y verdades. Tecla dormida,
Tecla sin ojos, me quitó la libertad, que a tenerlos abiertos,
quitárame la vida. Y puesto que me pronostiqué privado de sus luces
(que quien daba a mi amor con las puertas en los ojos, desesperaba
en lo
futuro el permitírmelos), ni estuvo en mi mano resistirme, ni
fuera Tecla el más excelente objeto de este sentido si, mirándola
yo, retirara mi libertad airosa de tal empresa. Enamoréme, en fin,
en la vaina las armas con que las demás bellezas triunfan de
presunciones arrogantes. Seguíla, yo su imán, ella mi norte; llegué
y acompañéla hasta sus umbrales, y quedándome en ellos con el cuerpo
penetré sus interiores con el alma; donde (a no resistirme avisos
amigables y escandalosas advertencias del vulgo malicioso)
permaneciéramos hasta agora, yo a sus puertas y mis potencias en su
casa; llegué a la que me hospeda, informéme de su estado, calidad y
inclinaciones; supe que era libre, aunque con recelos próximos de no
serio; que Venus la envidiaba por más hermosa, Juno por más rica,
Minerva por más sabia; que, estudiosa y ocupada incansablemente,
competían en sus manos, ya la aguja, ya la pluma. Todo esto supe y,
lo que me fue de más contento, supe también que no os apetecía, no
porque ignorando vuestros méritos, prendas, virtudes y sangre, os
antepusiese sujetos de más dicha, sino porque profesora de las
musas, la comunicaban, como sus ejercicios, su pureza: ellas sabias,
sabia Tecla, y ellas vírgines, degenerara si en lo de más
importancia no las pareciera. De suerte, que la casi posesión que
alegáis y el título que os atribuís de su futuro dueño, viene a ser
intruso, no legítimo, sino sólo apadrinado de la imperiosa
jurisdicción de Teoclea, su madre, y puesto que en la apariencia no
resistido de su obediente hija, llorada mil veces a solas su
violenta libertad.
Animáronme estos avisos y parecióme que, como amante,
justamente podía pretender voluntad que era señora de sí mesma y,
como bien nacido, me corría obligación de volver por el libre
albedrío que los dioses exentaron de su celestial dominio, donde ni
padres, ni príncipes pueden alegar derecho que no sea tirano, y
donde, en fin, os introducís violento y os apasionáis por fuerza. Y
si no, ¿por qué me atribuiréis a infamia no arriesgar la vida en
favor de una belleza, por común que sea, que en el despoblado se ve
asaltada de la temeridad lasciva? ¿Y no me confesaréis ser lícito
hacer lo mesmo en defensa de quien, sin ocasionar atrevimientos,
encerrada y virtuosa, llora casi oprimida los mal logros de su más
estimado gusto?
¿Es, acaso, porque el primero ni estima
reputaciones, ni blasona nobleza, ni tiene partes que respeten
cortesías? Todo lo que en vos, noble Tamíride, es tan ventajoso,
cuanto por el mismo caso más vituperable, pues crecen los insultos
al paso que la calidad de quien los ejercita.
Según esto, ya quedaré restituido a mi primero crédito con vos
mismo, transfiriéndoos la meta que me imputábades, pues ni noble
solicitáis voluntades libres, ni cuerdo advertís los peligros a que
el honor se expone, que pretende en su casa forzada compañía.
Réstame sólo satisfacer a la objección que me pusistes de huésped
obligado; y aunque os pudiera responder que el serio me obliga a
volver por la libertad de Tecla, pues no podéis alegarme que soy más
huésped vuestro que suyo, no quiero valerme de una misma solución
para diferentes argumentos, sino advertiros lo que, siendo tan
estudioso, os había de obligar a no ignorarlo: esto es, que el amor
perfecto, aunque no el torpe, es acción de la voluntad y no del
apetito sensitivo, como el del bruto, y que la voluntad es potencia
del alma, de quien se origina, y que el alma, como inmaterial y
forma toda espíritu, criada sin presuponer sujeto, huéspeda de lo
rústico del cuerpo donde se organiza, es extranjera, advenediza, en
esta caduca región, sin que en ella haya parte que merezca nombre de
naturaleza y patria suya: sólo el cielo se reservó este título; y
según esto, tan peregrina es la vuestra en Iconio, como la mía; tan
extranjera la de Tecla, como las de los dos; y si la voluntad es de
la especie del alma, iguales seremos vos y yo en las nuestras, sin
atribuirlas propiedad de naturaleza en lugar ninguno; mi amor,
efecto
suyo, en esta parte no tiene menos acción que el vuestro,
como ni la voluntad desamorada de la que pretendemos; todas y todos
son advenedizos; luego, vos y yo con un mismo derecho la
solicitamos.
Presuma
lo material del cuerpo avecindarse como heredero y
natural en su tierra, pues que de ella tuvo principio y sus frutos
le sustentan, que bien pueden hacer distinción entre naturales y
extraños; puesto que es acción que también la alegará un edificio
antiguo, compuesto de muros y de tapias, ensoberbeciéndose con el
blasón de casa solariega. Pero yo, de Tecla, no pretendo sino al
huésped que ocupa la hermosa habitación de su perecedero domicilio
(el alma, digo), que en sentencia de Demócrito, todo el universo es
patria suya y, según esto, tan natural vengo a ser en Iconio, en
esta parte, como vos; tan hijo os podéis intitular, como yo, de
Antioquía. Pero vos que, haciendo caudal de lo ínfimo, despreciáis
lo precioso, por lo menos indicios habéis dado de que, alegando en
esta ciudad naturaleza, apetecéis lo sensitivo y corporal, que es lo
que tiene acción a los privilegios de que os habéis valido, y no al
dueño que en esta casa vive, dejando lo más por lo menos, de donde
se os siguen descréditos indignos de vuestra discreción, pues,
contra
el gusto de un alma libre, porfiáis alojaros en su
habitación, llevado de lo vistoso del edificio y no de la excelencia
de quien le habita, Pero cuando esto no sea así, y yo me engañe, si
esperáis tan breve la investidura del reino más hermoso que se opuso
al celeste, ¿en qué os perjudica Alejandro porque la haya
pretendido?, ¿hay vitoria que merezca este nombre donde no hay
enemigos? O cuando éstos son más fuertes, ¿no es mayor su triunfo?
¿Estímase la sentencia en favor que se pleiteó sin litigantes? ¿O
acaso es tan honrosa la cátedra que Atenas proveyó por claustro,
como la que se lleva entre más célebres opositores? Usad de la
vitoria, Tamíride, generosamente, no añadáis pérdidas al perdidoso.
En este sitio perdí la libertad, aquí la lloro, aquí celebraré
segundas obsequias que imiten las del infelice amante, a quien este
templo ofrece sacrificios, tanto más digna mi desdicha de compasión
que la suya, cuanto él, muriendo amado, mereció en la posesión de su
prenda los últimos favores y yo, aborrecido, llevaré sólo venganzas
de que
posee a Tecla el mismo que aborrece.
Atajarle quería ya, precipitado, su competidor colérico, cuando
interrumpiéndolos un tropel de criados de Teoclea, llegó el más
diligente con turbación y prisa, diciéndole:
-Apresura, Tamíride sin dicha, los pasos, si quieres ver con
vida a quien no podrás con seso, porque Tecla, tu prometida esposa y
dueño nuestro, perdida la mejor potencia, da señales evidentes de
perder la respiración vital en que tus esperanzas estribaron. Su
madre la imita, duplicando la compasión de sus vecinos, su casa se
alborota, la ciudad se lastima, y sólo tú faltas, para que,
acompañando adversidades, hagas más lastimoso el llanto de tu
patria.
No le permitió informarse por extenso de aquella desgracia a
Tamíride la repentina turbación de tales nuevas. Corrió tras sus
anunciadores, sin reparar en que corría (que un susto no prevenido
da libertad confusa a las acciones, para que se desordenen por sí
mismas, sin consulta del sentido que las gobierna). Lo mismo hizo
Alejandro, si bien entre los pesares de tal suceso le endulzaban
lástimas las penas de su competidor (que no hay quien ame tanto que
no tenga por daño menor llorar a su prenda difunta, que envidiar
posesiones en ella de su enemigo). Ansí llegaron a un tiempo,
convocando vulgo y desautorizando composturas, hasta la pieza
principal de la casa de Teoclea, donde, entre muchedumbre de amigos
y parientes, en medio de ellos la madre y al lado suyo la menor hija
de aquel siglo, aquélla castigando canas inocentes y ésta vestida de
humildes y no acostumbradas ropas puesto que honestas, Teoclea
impaciente dando voces, Tecla, modesta y pacífica, escuchando
oprobios, y todo el concurso remitiendo a la admiración créditos que
desmentía la autoridad de los que la ocasionaban, oyó Tamíride que
Teoclea decía...
Pero antes que nos engolfemos en las criminales quejas de la
madre, será fuerza despenaros del deseo con que os considero de
saberlas. Sucedió, pues, que entre los retiros donde Tecla
desesperaba solicitudes de Alejandro y lloraba cercanas opresiones
de Tamíride, había un camarín curioso, depósito de los aseos de sus
galas y oratorio de sus falsos dioses; tanto más de ella
frecuentado, cuanto su inclinación la llevaba con más afecto a todo
lo que olía a recogimiento y religión. Caían sus paredes a una calle
muy angosta, cuya estrechez la preservaba de las plebeyas
inquietudes, paseos y ruidos, que en las mayores desasosiegan ánimos
contemplativos, y tenía una reja pequeña, enfrente de la cual, en la
casa opuesta, la correspondía otra grande, siendo ordinaria
habitación de un ciudadano virtuosísimo y respetado de lo mejor de
su república, ni tan mozo que le estimulasen liviandades para que
pusiese en peligro créditos, ni tan viejo que no fuese señora la
prudencia de sus discursos; llamábase éste Onesíforo, y hospedaba
entonces a la asombrosa coluna de la Iglesia, a aquel perseguidor
primero suyo y después su amparo acérrimo, que cayó del caballo para
subir a la visión beatífica, y si hasta allí el inefable nombre de
nuestro restaurador Divino había sido aceite derramado, ya en él
recogido, le ministraba vaso de elección, para presente saludable
que regalando cura y curando postra las diademas de los más
poderosos príncipes y monarcas, penetrando su actividad suave el
universo todo, sin reservar nación idólatra, ni sinagoga rebelde que
al olor de su fragancia no le siga. El indiviso compañero del
primero Vice Dios, tan uno con él que aun la muerte no pudo
dividirlos, pues en fe de esta reciprocación, con ser Pedro solo en
la potestad de las llaves del bautismo, entra Pablo a la parte con
él y sus sucesores no se atreven a apartarlos, pues cuanto despachan
y difinen es con la autoridad de Pedro y Pablo.
Éste, pues, catedrático de prima y el primero a quien, para
conversión de la idolatría, graduó el mismo Dios en doctor de las
gentes en la universidad del tercer cielo, aprobando los cursos de
tres días que, en el escrutinio de la Trinidad beatísima, después de
la tentativa peligrosa en los campos de Damasco, le enseñaron
misterios que exceden la capacidad humana, sin permitírsele a la
lengua más veloz el declararlos; Pablo, en fin, después que,
peregrinando provincias y naciones, dio en Chipre a la Iglesia el
primer procónsul convertido, pues en prueba de que nuestra fe tomó
en él posesión de la cabeza del mundo, Roma, se atribuyó su nombre,
intitulándose desde entonces, para eterno blasón del vencido, el
vencedor, Pablo. Persiguióle la sinagoga ciega de Antioquía de
suerte que, huyendo de ella y no parando los peligros que le
desterraron de la ciudad de Pergen en Panfilia, vino agora a la
ilustre población de Iconio, célebre a los siglos por ser patria de
la coronada virgen cuya historia festeja hoy nuestra devoción.
Hospedábale el referido Onesíforo, que ya discípulo suyo, en la
propuesta sala, ocultamente y de noche, se echaba a pechos el
sabroso néctar de su celestial doctrina; distaban, pues, tan poco
las dos ventanas (la de Onesíforo, digo, y la de Tecla) que, ayudada
de su vecindad, del silencio nocturno, padrino de la atención, con
pequeña que de su parte pusiese cualquiera de los habitadores de la
una sala, le podía hacer dueño de lo que se trataba en la otra. Y
Tecla, que en la noche antecedente se había dado a si misma pésames
del cautiverio que en poder de Tamíride esperaba, apoyo de la rosada
mejilla la diestra mano, a quien servía de pedestal el marco de la
dicha reja, contemplaba la incorrupta duración de las estrellas,
ostentivo alarde de la hermosura de aquella noche, que en albricias
de la ventura que la pronosticaban lucían más vistosas, pudo, sin
pensar, apercibir fácilmente lo que en la pieza frontera se
decía.
Predicaba entonces el consagrado príncipe de los púlpitos,
Pablo, alabanzas a la mayor de las virtudes, a la virginidad
angélica; persuadiendo con ella a un religioso, puesto que limitado,
auditorio que le seguía, exageraba la excelencia con que la limpieza
intacta de los cuerpos competía ventajosa con la de los espíritus
celestes, para que, llevados del interés beatífico que ellos
gozaban, emulasen sus coros inmortales enseñando a los humanos ser
posible vivir ángeles, siendo hombres. Hízosele nuevo a Tecla lo
peregrino del lenguaje (puesto que, por privilegio concedido del
amoroso espíritu a los apóstoles, en cualquiera que Pablo hablase le
entendían todos) y llevada de la curiosidad, lazo con que el cazador
eterno pretendía prenderla, aplicó codiciosa los oídos a sus
palabras
y el cuerpo a las rejas, tan una con ellas como si con
clavos de diamante la transformaran en uno de sus hierros. Diré en
nuestro idioma lo que Pablo en el suyo, sin mudar el sentido ni las
sentencias que el gran padre Basilio, obispo de Seleucia y su
afectuosísimo devoto, nos dejó escritas, remitiendo la puntualidad
gramática a los que, por guardarla con rigor, desazonan el estilo de
sus naturalezas. Decía, pues, entonces nuestro Pablo lo
siguiente:
-Ciudadanos curiosos (a quienes la novedad, siempre aplaudida,
os ha juntado a la predicación de un hombre peregrino y extranjero),
no saldréis frustrados de vuestros deseos, porque desde luego os
convido a misterios ni hasta este punto oídos, ni puestos en disputa
entre la diversidad de opiniones de tantas y tan encontradas
escuelas. Saludables, empero, y totalmente divinos, de cuya
certidumbre ni me hicieron capaz filosofías, ni me las facilitaron
discursos opinables: sólo fue mi Maestro, la palabra eterna, único y
omnipotente Dios, que procreada en tiempo y vestido de nuestra
naturaleza
con humana forma (aunque en la divina sin principio,
engendrada de la fecundidad inmensa), comunicándose a los hombres y
dignándose a nuestros ojos, legislador clemente, nos estableció
preceptos, con cuyo patrocinio nos traslade su gracia a mejor
vida.
Éste, pues, clementísimo Dios hombre, dispuso que, a imitación
suya, del modo que mientras él peregrinó impecable la trabajosa
jornada de este temporal destierro, siempre bien aventurado y
contemplador verdadero del divino numen, conservó su espíritu puro,
entero y libre de las perturbaciones y precipicios a que están
expuestos los humanos, y de la suerte que este soberano Príncipe
hizo que su asumpta carne pisase, vitoriosa, las torpes y ilícitas
sugestiones y, como quien inseparablemente unido con la Divinidad
que personaba su ser humano, descaminaba con su presencia
impedimentos
que se atreviesen a procurar en él lo que en los demás,
sujetos a imperfecciones caducas, gozándose a sí mismo y sirviendo
su Divinidad de bienaventuranza a su alma pura; así, del mismo modo,
dispuso clementísimo que el que saliendo a la luz de esta vida
trabajosa se portase en ella tan superior a todo riesgo culpable
que, naciendo como los demás, pareciese en las pasiones del apetito
como si no naciera, por medio de la pureza virgínea se trasladase,
libre de las aduanas de la sensualidad torpe, a los deleites de
duración eterna.
Logrará esta dicha sólo aquel que, echando a censo sus
acciones, las diere a usura a la resistencia laureada de los
acometimientos ilícitos, permaneciendo casto (caudal de Dios que
hipotecó su palabra eterna a su saneamiento); como al contrario,
quien pusiere compañía con los fallidos créditos de los vicios,
quebrando míseramente, granjeará infamia perpetua, que sin fin le
haga infelice. Pero no porque yo persuada la integridad suprema del
estado virgen, vitupero el amoroso vínculo del tálamo (medio no como
quiera poderoso para alcanzar la bienaventuranza a que convido);
pues habiendo sido el mismo Dios quien dio al consorcio la
primogenitura de sus divinos sacramentos, como único medio para la
propagación
humana, quien le disuadiese no mereciera el blasón de su
discípulo. Ni negaré que los casados, que guardándose la fe
recíproca de su correspondencia y sólo apeteciendo en ella lo útil y
fecundo, no lo lascivo, se ennoblecerán sobremanera con el honroso
título de padres y casi podrán blasonar la perfección misma que los
que conservan intacta su pureza. Casi digo, pero no tanta, porque
¿quién se atreverá a afirmar que se equiparen con los que,
reverenciando la incorrupción del numen que adoran, teman tanto no
imitarla que, por participar de la virginidad de su Dios, virgen
fecundo, siempre le sacrifican fragancias limpias, casi en esto tan
espíritus los cuerpos como las almas? Mucho les cuesta, pero mucho
más es el interés de su granjeo, pues trasladando a la tierra que
habitan los privilegios que se conceden sólo en los cielos, se
paralelan con los espíritus angélicos y parece que, ya jubilados de
perturbaciones atrevidas, se asientan a su lado y en un plato mismo
comen el indeficiente maná que los inmortaliza. Heroicos triunfos se
les aperciben en la quietud indeficiente a los que, desmintiendo su
misma naturaleza, de suerte viven entre las luchas de sus
inclinaciones que, postrados los ímpetus, rendidos los afectos, si
nacieron hombres, mueren puros ángeles, tanto más de estima en los
primeros, cuanto los segundos, sin estímulos domésticos del cuerpo,
pueden con más facilidad privilegiarse de las pensiones de la
carne.
Esto es lo que nos enseña que Pablo predicaba entre otras
cosas, el elocuente y santo obispo de Seleucia, y esto lo que acabó
en la dispuesta inclinación de Tecla a resolverla en morir primero
que enajenarse de joya que, tanto, Dios apetecía. Pudieron hasta
allí respetos de madre indeterminar propósitos en nuestra santa,
pero ya alentada la honesta parcialidad de sus deseos, si hasta
entonces cobarde de puro obediente, con las amonestaciones del
divino hebreo, dejando lo menos por lo más (a Teoclea, digo, por
Christo), se dispuso a cuantos riesgos de honra y vida se le
atravesasen, antes que perder el interés precioso que la virginidad
heroica la prometía. Tiene
esta excelencia, entre otras, la gracia
eficaz con que señala Dios gajes eternos a los predestinados que,
sin oponerse a sus inclinaciones, no sólo se las destruye, sino que,
excluyendo y limpiando lo defectuoso de ellas, las apura y
perficiona, acomodándose industriosamente a las condiciones
individuales de cada justo; de suerte que, con el alegre se
regocija, con el melancólico se entristece y se connaturaliza de
suerte con sus afectos que, lo que sin su favor fuera extremo
culpable, ya por su asistencia es extremo meritorio. Por eso son los
caminos tantos para el cielo, cuantas las diferencias de los que
peregrinan hasta conseguirle. Tecla, toda inclinada a la integridad
de su limpieza, acertando en los fines erraba los medios, dedicando
su conservación a las deidades fabulosas, vírgines y castas; llegó
la gracia
y, domesticándose con sus deseos, se los desnudó de modo
de imperfecciones que, por medio del Dotor Melifluo, le llevó la
mano como a niño de escuela, guiándole la pluma en la primera plana
de sus rudimentos cristianos, por las reglas ciertas de su
salvación.
Tanto se extendió la fama de la dotrina milagrosa, con que el
apostólico Orfeo atraía a sus acentos piedras, corazones y almas
(Eurídices sepultadas en las tartáreas tinieblas de la ignorancia),
que ya era abreviada corte la capacidad estrecha de la casa de
Onesíforo, según el concurso populoso le seguía. De suerte lo
encarece nuestro obispo santo, que afirma se olvidaban los
causídicos de los negocios forenses, los padres de familias de sus
domésticos, las matronas, los viejos, los mozos, las doncellas y los
niños del común sustento, sólo alimentados con el maná divino, que
en Pablo les sabía a cuanto deseaban. Tecla solamente se lastimaba
de que la circunspección de su estado, el recogimiento de su sexo,
la calidad de su persona y la murmuración de los fiscales impidiesen
a los ojos lo que envidiaban en los oídos. Quejábase, en esta parte,
de la ley común que en todas las repúblicas enfrena pasos y deseos a
las vírgines, obligadas al perpetuo retiro de sus paredes, y
librando
los desahogos de sus ansias en la propicia reja, tercera de
sus amores lícitos, de suerte se incorporaba en ella, que más
parecía moldura de sus ventanas que racional viviente. No tenían en
Tecla lugar los ejercicios sensitivos, fuera de los necesarios para
el ministerio vital; porque el alma, dueña de ellos, arrobada en los
oídos solos, de tal manera se suspendía toda en su atención piadosa
que, descuidada de las demás acciones, ya el cuerpo en que se
organizaba era sola imagen viva. Hablaba Pablo, y en él el Espíritu
Paloma, con la superioridad que lo divino tiene sobre lo humano.
Pablo, en lo adquisito, el más docto de Palestina, discípulo de
Gamaliel, Salomón de su siglo, honra de Tarso, patria suya, y en lo
infuso, intérprete de Dios, ya humano; huésped tres días de la
elocuencia eterna, que le graduó orador celeste, con antecedencia en
la fecundidad atractiva a cuantos en la Iglesia canonizaron la
retórica. Sus palabras, fuego penetrante y amoroso, a cuya actividad
se derretían mármoles rebeldes. Su voz, cuanto apacible, sonorosa,
como trompeta de aquel metal templado en quien fio el bautismo la
publicación general de su Evangelio y una de las doce, la más
privilegiada para este ministerio. Tecla, totalmente rendida a la
deleitosa ocupación de las ciencias y doctrinas; lo que se trataba
entonces: virginidad, pureza, triunfos del más doméstico enemigo,
libre jurisdicción sobre nosotros mesmos, desvíos de enajenaciones
esclavas en el poder tirano de voluntad lasciva. ¿Qué mucho, pues,
que por lo humano, por lo divino, por la inclinación y por la
gracia, hallándose en su centro, mientras a Pablo oía, de sí misma
se olvidase por mejorarse a sí misma?
No puede negarme ningún experimentado, que entre las partes que
enamoran voluntades regidas por el entendimiento, no sea una, y no
la menos poderosa, el ametalado y sonoro hechizo de la voz de lo que
ama; pues, cuando no
tuviera más apoyo que él el más enamorado
esposo que vio, ni podrá ver el universo, verificaran sus requiebros
misteriosos lo necesario para rendir voluntades a su proposición;
porque, en no juntándose belleza en el semblante y dulzura en la
voz, cada perfección de estas, apartada de la otra, está defectuosa.
«Suene -dice el amante eterno a su esposa-, suene tu voz en mis
oídos, porque ésta en ti es dulce y bellísima tu cara». La primera
investidura con que se aposesiona amor de un alma, es por la vista
(no hay negarlo), pero ésta, como bisoña y poco advertida en mayores
sutilezas, conténtase con lo menos, que el alma toda espíritu
apetece, y quédase en el zaguán de sus palacios con lo primero que
encuentra, que es lo ostentativo de la fachada, lo hermoso material
del cuerpo y la funda del joyel que dentro esconde. De modo que,
hasta allí, sin dar muestras el alma de sus perfecciones, el amor no
es efeto de la voluntad, sino sólo apetito sensitivo del cuerpo; y
esto supuesto, no deberá el alma a los ojos más del porte, por
haberle
sólo traído lo que ha de amar a los umbrales de sus puertas.
Solamente los oídos son confidentes de las almas, por ellos se
comunican los conceptos y entra hasta lo más íntimo de los retretes
del espíritu la correspondencia de las voluntades, lo
inmaterializado de sus potencias y la satisfación de lo permanente.
Porque si uno fuese mudo y no ciego, apetecería lo hermoso corporal,
pero no juzgaría lo hermoso y discreto del alma, que por los ojos no
entiende; y si fuese ciego y no mudo, amando lo conceptuoso del
espíritu, hermano de la voluntad, desearía lo más perfecto, sin el
apetito bruto de lo hermoso del cuerpo. De modo que, entrando amor
por los oídos y la sensualidad por los ojos, tanta más ventaja
llevan aquéllos a éstos cuanto va del alma al cuerpo; y si los oídos
tienen por objeto al aire articulado, cuanto éste fuere más sonoro y
apacible, canto más se le inclinará la potencia, que siempre se
aficiona a lo más perfecto. Siendo, pues, espíritu la voz de Pablo,
por lo natural y lo infuso, como he dicho, y comunicando por ella
misterios
tan a propósito del de Tecla, ¿qué maravilla que,
arrebatada de su deleitosa violencia, ni supiese, ni quisiese
retirarse de sitio que le facilitaba tanto deleite, y que,
incorporada en sus rejas, menospreciase todo lo que podía serle
estorbo a tan apetecibles deseos?
Admiróse, pues, Teoclea, de la impensada suspensión de su única
heredera, del cuidadoso descuido con que, menospreciando galas,
hasta allí
apetecidas (más por la propensión que causan a los
floridos años, que por los fines con que de ordinario las de su edad
las usan), se satisfacía con las que, limpias y humildes,
proporcionaba a sus deseos. Pero lo que extrañó sobre manera, fue el
verla enajenada de sí misma aquellos días y, sin desasirse de la
ventana referida, olvidarse a su parecer del recato recogido que
hasta entonces le habían hecho aborrecibles los puestos que se
comunicaban con la calle. Apartóla de allí diversas veces,
divirtiéndola, ya amorosa, en entretenimientos deleitables y, ya
severa, mezclando con reprehensiones amenazas; pero nuestra virgen,
sin responder a unas ni a otros, ocupada toda en sus amorosas y
castas suspensiones, faltaba sin querer a la obligación de las
palabras, y apenas se hallaba ausente de la sabrosa voz de Pablo
cuando, anegada en lágrimas y resuelta en suspiros, sin poder
consigo otra cosa, aguja de aquel norte, se volvía al mesmo sitio,
porque, apartada de él, se juzgaba violentamente fuera de su centro.
Acechóla, una vez, la recelosa madre, y oyó parte de un sermón que
el dotor soberano de las gentes proponía a sus secuaces, amonestando
otra vez la conservación del tesoro virgíneo, y haciendo Teoclea
conjeturas de los afectos con que Tecla le aplaudía y de los agrados
del semblante con que le celebraba, coligió, maliciosa, menos
lícitos los deseos de su inculpable oyente. Encendióse con esto, y
entrando impetuosa, como quien ya juzgaba su honra ofendida, puso
las manos en sus bellísimos cabellos, en el cielo las voces y en la
vecindad el escándalo, acudiendo todos a la novedad, sola aquella
vez oída en su casa. Impidieron unos y otros tan poco merecidos
atrevimientos, pero, no bastando, fue forzoso avisar al magistrado
superior de aquella república, sufriendo, cordera mansa Tecla, sin
abrir los labios, oprobios envueltos en acusaciones falsas, pero
clavados los ojos hacia la
parte donde se hospedaba el adorado
objeto de sus oídos.
Querellóse la anciana al juez, diciendo que un peregrino
encantador, contra las deidades y las leyes, se atrevía sacrílego a
la santidad del vínculo amoroso, hechizando a Tecla y pretendiendo,
por medios tan ilícitos, usurpar el derecho que ya tan cercano le
prevenía a Tamíride epitalamios y apresuraba sus desposorios.
Desmentía la inculpable seguridad de la inocente virgen en su
semblante, lo mesmo que, al parecer de la malicia, confesaba el
silencio, ni oponiendo excusas, ni apadrinándose de razones, con
que, en ambigua confusión el magistrado y los presentes, creyeron,
para mayor congoja de su madre, que Tecla, perdido el orden de la
mejor potencia, sin seso y temosa, descaminaba con locuras el alma,
hasta allí más prudente de cuantas envidiaron sabios y ponderaron
plumas. Últimamente, viéndose indeterminados todos, envió Teoclea
por Tamíride, que, como le imaginaba hasta entonces querido y las
muestras que en nuestra virgen notaba de aborrecimiento al tálamo se
atribuían a encogimientos vergonzosos, le pareció sola poderosa la
presencia de su futuro dueño para restituirle el seso de que la
sospechaban falta. Guiaron los mensajeros al templo referido,
informados
de que le hallarían en él de sus criados, y bastaba
llevar tan infelices nuevas para que llegasen presto; refirióle el
primero lo que os dije, corrieron los dos competidores, el más
perdidoso más turbado, y el menos, con menos sentimiento (que la
venganza de su opuesto, le endulzaba lo amargo de su mayor pérdida);
entró el primero y quedóse el segundo en el patín de la confusa
casa, pudiendo en él más el recelo de no añadir alborotos,
conociéndole pretendiente, que el deseo de apurar la causa de tan no
imaginada desdicha. Rompió, pues, por el concurso convocado, el
afligido joven, y viéndole la que le juzgaba yerno, le echó los
brazos al cuello, bañóle las mejillas de dolorosas lágrimas y con
destempladas voces le dijo lo siguiente:
-Adelántanseme, mi Tamíride, los suspiros a la palabras, que
las estorban; la vergüenza de mi deshonra, a la relación que intento
darte de su causa; quiero contarte lo que no quisiera; animo la
lengua, que el recelo de mi infamia enfrena y, entre los deseos de
que lo sepas, se atraviesan los mismos de que lo ignores, porque de
referírtela, se me sigue no menos que la afrenta de mi única y
regalada hija y de ocultártela, el descrédito contigo, pues
habiéndote elegido por su dueño y mi heredero, formarás si te la
oculto segundo agravio, añadiéndole al primero que esta tu casa te
hace, pues ya te desconoce. Escúchame, pues, y vitupera en mí, tu
madre, atrevimientos de la lengua, cuando a un mismo tiempo te
obliguen
avisos de tu injuria. Tu Tecla, ya no tuya, desmintió
esperanzas concebidas de honestidad hipócrita; degeneró de los
respetos con que su virtud encarecimos; su madre, me desprecia; su
esposo, te desestima; a las espaldas arroja todo el caudal de su
nobleza y sangre, cuando en ella esperaba nuestro engaño mejorar su
lustre. Un embelecador advenedizo, cuya
casa frontera le regala, cautivándole en su amor torpe, como si la
redimiera del lugar lascivo donde se profesa la infamia, triunfa
sacrílego de su honestidad hasta aquí célebre, de nuestro honor
hasta aquí invidiado, de su prenda hasta aquí de tantos defendida.
¿Qué
aguardas, pues, generoso amparo mío? Apresura prevenciones con
que libres de las manos la presa que este vil hechicero se nos lleva
con los ojos, restituyéndonos, restituyéndote la mejor joya que, por
derecho natural y mío, mediante el vínculo amoroso, intitulabas
tuya. Restaura la fama antigua que hasta agora intacta en tu sangre
y en la nuestra, naufragando piélagos vituperiosos, se nos va a
pique, si no quieres que, fábula infame de la plebe, demos materia
torpe a conversaciones satíricas que a ti te desacrediten y a mi me
deshonren. Más poderosa será para con ella el amor lícito con que
hasta aquí te permitía su dueño que mis avisos, por severos,
desapacibles, y por ancianos, no admitidos. Lisonjéala amoroso,
oblígala tierno, convéncela elocuente, ablándala persuasivo,
domestícala lisonjero; pues la adulación artificiosa es ungüento
penetrable que suaviza resistencias; que un ánimo temoso y porfiado,
pocas veces o ninguna, con la violencia rindió las armas; muchas,
empero, se amansaron a la regalada armonía de las palabras dulces;
triunfarás
vitorioso si, apadrinado de la elocuencia, cortés y
pacífico, redujeres a nuestra primera posesión esta voluntad
descaminada y te deberá el instituto casto del tálamo, en tu patria
y en las ajenas, la generosa libertad de sus himineos y serás
tutelar patrocinio de las honras venideras.
Esto dijo Teoclea y esto escuchó Tamíride, precipitado
instantáneamente desde la más alta cumbre de sus dichas al más
profundo centro de sus desesperaciones. Presentóse, pues, al
tribunal hermoso de su perdida amada, ciega la vista, balbuciente la
lengua, pálido el bulto, temblándole las manos y pidiendo el desmayo
treguas al atrevimiento, para proponer razones que no sabía, porque
al mismo paso que se destempla el más elocuente, se desacredita más
rústico. Comenzó tibio, medio osado, y feneció descompuesto, sin
perdonar caricias, ejemplos, ruegos, promesas, ni amenazas de que no
se apadrinase. Pero, inmóvil Tecla, retirando al alma los oídos, por
no dárselos a su incontinente amonestador, y negándole los ojos,
éstos y aquéllos clavados en la apetecida reja y por ella el alma en
la contemplación del elocuente apóstol, acabaron todos de
persuadirse que, hechizada, había perdido el seso (honrado, aunque
terrible consuelo, para quien, por no desacreditar de todo punto la
fama de su honor, halla o finge alivios, en lo que parece menos
daño). En efecto, librando el despreciado joven en la venganza lo
que no pudo conseguir en la blandura, dejó aquel sitio y, guiando al
de Onesíforo, reparó en que salían de él dos discípulos del
apostólico dotor, vituperadores de lo honroso de este título, con la
paliada y envidiosa deslealtad que, vendiendo virtudes hipócritas y
falsas
disimulaciones, profesaban, siguiéndole su dotrina. No porque
el profético varón los ignorase, que siendo depósito de la sabiduría
del ciclo, mal pudieran encubrírsele, sino porque, permitiéndoles el
uso de su mansedumbre, o con el ejemplo de su vida y experiencia de
sus milagros se enmendasen o, no haciéndolo, tuviesen menos disculpa
en su condenación. Llamábanse éstos, Dorman y Hermógenes, y como en
el traje y modestia disimulada diesen motivo a que reparase en ellos
Tamíride, preguntándolos si eran de la familia del hebreo engañador,
y respondiéndole que sí, reprimió en parte, que en todo parecía
imposible, los ímpetus de su enojo, por satisfacerle con más
certidumbre del ocasionador de él, y les examinó del estado, patria,
profesión y intentos del prodigioso peregrino. Ellos que, por la
presencia autorizada y servida de tantos domésticos, conocieron la
veneración que se le debía, por el semblante su turbación y por la
turbación su destemplanza, deseosos de ejecutar a sombra suya el
aborrecimiento con que su maliciosa envidia los enemistaba con
nuestro Pablo, para provocarle de todo punto en daño suyo, le
dijeron:
-La estimación, ínclito joven, que te celebra y, por oídas a
los extranjeros, te nos pinta generoso; la presencia que en ti
reverenciable, si apacible, nos enseña merecer mucho más de lo que
de ti publica la fama (pues por la mayor parte de la fisonomía y
disposición suelen ser pregoneras de las virtudes o vicios de los
ánimos), nos obliga a
que, con toda verdad y sencillez, te
certifiquemos, aunque desacreditando el modo de vivir que
profesamos, todo lo que nos preguntas. Este peregrino de quien te
informas, nos es tan oculto en patria y calidad como a ti mismo;
puesto que no, en los engaños y cavilaciones con que, discípulos
suyos, nos ha casi reducido a la última infelicidad, llevados de la
aparente santidad que disfraza y las imposibles promesas con que nos
cautiva. Cónstanos empero, que, sin asentar en alguna parte, vaga
regiones, fugitivo siempre, pervirtiendo ignorantes y predicando
embelecos, que directamente contradicen al común orden de la
naturaleza y disposición de las leyes políticas; sin que la
experiencia, que desde que le seguimos nos va abriendo los ojos,
haya sacado en limpio ejemplo provechoso, ni acción que no se
encamine para perdición total del humano género. Porque, aborrecible
perseguidor de su naturaleza misma, toda su eficacia y estudios pone
en persuadir a las gentes estarles prohibido el amoroso yugo que,
con blasón lícito de matrimonio, perpetúa la especie humana;
deseoso, según esto, que con brevedad perezcan los vivientes.
Canoniza la virginidad estéril con sofisticas persuasiones, la
castidad infructífera y la continencia avara. Condena el tálamo
fecundo, el consorcio recíproco y la correspondencia amable, con
unos modos de hablar hasta aquí no usados, que por lo peregrino
asomaban y por lo nuevo se admiten (desgracia antigua en toda
curiosidad
ociosa, aplaudir lo que no entienden y profesar lo mismo
que condenan). No contento, pues, este conspirador contra la paz
doméstica, con deslabonar de esta suerte voluntades, promete nueva
vida a los cuerpos, que desde inmemoriales siglos, revueltos en
ceniza, imposibilitan el como, por más que las escuelas se desvelen
en apear de qué manera pueda la privación volver al hábito, ni la
materia, que adúltera repudió las primeras formas, dando los brazos
a cuantas de nuevo la pretenden, se deje, al fin de tantos tiempos,
señorear de la que tuvo humana; como si no fuera infalible que la
verdadera resurrección no puede consistir en los individuos, sino en
la naturaleza específica, que si muere en unos, resucita en otros,
eternizándose de esta suerte. Esto es lo que Pablo enseña, lo que
nosotros hasta aquí ignorantes habemos aprendido, y lo que, ya
desengañados, te suplicamos, por la veneración debida con que esta
república te reconoce por tu sangre, tus letras, tus más apetecidos
empleos, que remedies.
Interrumpiólos el irritado enojo de Tamíride, y hallando puerta
franca para la venganza de su amor perdido, los echó los brazos al
cuello y los llevó a su casa, premiando deslealtades con favores;
sentólos a su mesa y convocó parciales, cuya felicidad estriba en
los esquilmos de Baco y Ceres; propúsolos, ya temulentos, el
servicio que a sus dioses, su patria, a la humana propagación
harían, desembarazando el mundo de un infernal espíritu transformado
en hombre que, para dejarle yermo, impedía el orden con que la
naturaleza le produce habitadores. Hallaron los persuadidos tan
proporcionadas sus inclinaciones a los ruegos del persuasor que, sin
dificultad, salió de la sacrílega consulta decretada la destruición
de Pablo. Salieron todos de tropel y, llegándoseles otros muchos de
su facción, asaltaron la religiosa casa de Onesíforo, con el mismo
ímpetu y alboroto que si combatieran repentinos ejércitos de
bárbaros aquella ciudad misma; echaron mano a las sagradas y
venerables canas del inocente apóstol, diciendo en confusas voces:
«Muera el conspirador aleve contra nuestras antiguas tradiciones;
preséntese al tribunal de nuestra justicia este escandaloso
novelero, que introduce leyes contrarias a la misma naturaleza y da
consejos que repugnan a la propagación legítima de los vivientes;
porque, despoblándose las repúblicas, vagamundo de una en otra, les
comunique la pestilencia de su sacrílego instituto y, coloreando su
torpeza con título de virginidad, descase y enemiste los que
reciprocó
el amor fructífero en un yugo». Esto, sobre todos,
intimaba a sus ciudadanos Tamíride, arrogante y confiado en sus
parientes y riquezas, sin que bastase la autoridad y respeto del
ofendido Onesíforo, con ser de las primeras de Iconio, a templar la
desbocada furia del pueblo, siempre cómplice a desatinados tumultos
y motines; llevóle, en fin, con la indecencia posible a los estrados
del procónsul, que, judicialmente asentado, y impuesto, aunque
difícil, silencio a todos, dio audiencia al vengativo joven y a los
que atestiguaban en abono suyo descréditos del inocente
apóstol.
A todo esto, o lo más, se hallaba Alejandro presente, lastimado
en parte de la bárbara descortesía con que aquella desatinada
multitud maltrataba a nuestro pacífico inocente (pues siquiera por
haber desbaratado, con su celestial dotrina, esperanzas amantes de
su competidor, le debía compasiones) y, en parte, satisfecho de que
se extinguiesen principios que, si cobraban fuerzas, habían de
imposibilitarle las que de nuevo le animaban, persuadiéndose a que
Tecla,
rendidas las resistencias primeras a la eficaz solicitud de
sus amores, por evadirse de los molestos de su contrario y facilitar
caminos que lograsen atrevimientos, fingía aplaudir la nueva secta
con que Pablo entronizaba la virtud virgínea. Retiróle agora a su
habitación el amigo Cloriseno, porque temió, viendo irritado a su
enemigo, no le atribuyese a Alejandro la solicitud y negociación,
con el apóstol, de aquel delito. Seguro, pues, en su casa, aguardaba
el fin de aquella confusa novedad, ya presumido con esperanzas
mentirosas y quiméricas, ya pusilánime de que falsas alegrías le
guiaban a nuevas desesperaciones.
Teoclea,
entre tanto, clavando por sus manos la ventana, que
llamaba ocasionadora de su afrenta, y encerrando en la pieza más
apartada de ella a la mansa perseguida, violentamente la desnudó las
humildes y comunes ropas, con que, ya profesora de llaneza
cristiana, se pretendía alistar en la católica milicia. Vistióla por
fuerza de lo más precioso de sus galas y preseas, componiéndole por
su orden sus criados el tocado y dándola por castigo severo lo que
otras apetecerán por caricias liberales (que las injurias no
consisten en la materia con que se ejecutan, sino en el ánimo con
que se reciben).
-Sírvante -dijo la rigurosa anciana- los mismos adornos que te
añadieron hermosura, de fiscales agora contra la mala cuenta que has
dado de la generosidad que significan; y pues en ti es tormento lo
que en las demás deleite y pérdida, por sola la noticia de este
vagaregiones (citando las galas son apoyo de todo amor, ya torpe, y
ya honesto), y en ti desprecios, lo que en otras, circunstancias de
su estima, a tu pesar compuesta, o te dispón a perecer entre el
silencio de estas paredes, sin esperanza de compasión doméstica, ni
refrigerio de vital sustento (porque ni comiendo ni bebiendo
enmiende la penuria lo que vició la abundancia), o reduciéndote al
derecho camino de la cordura, mejores propósitos, cumplas los míos,
y restaures a tu casa la fama que la quitas.
Esto dijo Teoclea, echándola la llave, que sólo fió de sí
misma; la dejó tan acompañada de memorias suspensivas que, en vez de
llorar soledades y rigores, añadió alivios y caricias al enamorado
espíritu. Y no me admiro, pues, libre ansí de molestias y embarazos,
despejando dellos los sentidos, toda el alma en Pablo y por él en
Christo, sin el estorbo de ellos, se pudo engolfar segura en el
piélago inagotable de sus misterios, absorta con las hasta allí no
conocidas demarcaciones, que el Espíritu Paloma la descubría
guiándola por el aguja de su gracia y carta de marcar de sus
auxilios.
Esto pasaba en la casa de Tecla y lo referido en la de
Alejandro, al tiempo que Tamíride en la del procónsul acriminaba
delitos y condenaba virtudes, conmoviendo los ánimos causídicos y
solicitando quien, con exageraciones criminales, obligase al juez a
la destruición total del mansísimo apóstol y le restituyese en su
adorada Tecla. Asentóse, pues, como dije, pro tribunali el
magistrado, presentáronle al inocente reo, pidió el delator licencia
para querellarse y, concedida, como de suyo era elocuente, la
ocasión apretada y el agravio ponderador demasiado, revistiéndose en
él toda la eficacia del Ángel ambicioso tan fecundo encarecedor de
todo lo perverso, tan retórico para colorear insulto y tan
interesado en la pérdida de nuestra restaurada virgen, no perdonó
diligencia oficiosa, agudeza sofistica, adulación cortesana, amenaza
tácita, interés abierto, culto profanado, tradiciones ofendidas y
obligaciones naturales que no intimase y propusiese. Lisonjeóle, lo
primero, con que la benignidad divina a él sólo como juez más
religioso le había constituido celador de deidades lesas, pues le
entregaban en las manos al que libre hasta allí de tantos
tribunales,
conspirador aleve, prevaricaba pueblos y repúblicas, no
hallando la ofensa de los dioses otro más justo, que él, para que,
vengándolos, le castigase. La obligación que le corría en
desagraviar todo lo humano y lo divino, pues no se interesaba menos
de su sentencia que la autoridad suprema de sus dioses y la
perpetuidad en sus especies de sus criaturas; intimóle el descrédito
que se traía de suyo un hombre incógnito, que ni su patria podía
autorizarle, ni, conociéndosele vecindad, había que temerle, antes
descubierta su virtud paliada y constando a todos que, con pretexto
de piedad y religión, descaminaba a tantos, daba evidentes indicios
de que, desterrado de su naturaleza como enemigo declarado de la
humana, sostituía en él el infierno la general ruina de los
hombres.
-Y si no -exageraba Tamíride-,¿en qué reputación tendremos a un
monstruo que, vituperando el tálamo con el menosprecio de él,
intenta la ruina del universo? Porque si es cierto, como lo es, que
el origen y fuente de toda la conservación criada depende del
matrimonio;
los padres, las madres, los hijos, las familias, las
poblaciones, los campos, los gobiernos, la navegación, la
agricultura, las artes, las ciencias, las leyes, las repúblicas, las
escuelas, los ejércitos y, lo que más importa, los templos, los
sacrificios, ceremonias, votos, cultos y súplicas; quien niega la
raíz y (digámoslo ansí), la mies y el grano con cuya sementera todo
lo dicho se propaga y fertiliza, ¿quién duda que pretende con la
destruición de la causa la de los efectos? Todo esto recompensa este
embeleco humano con la fama, que él intitula eterna, prometida a
quien profesor de un nuevo y peregrino instituto, que yo no entiendo
y él llama virginidad, se dedicare a la estéril privación de los
hijos, bisagras de voluntades diversas y eternidad en ellos de su
familia y nombre, que es lo mismo que pretender, para sumarlo en una
palabra sola, cubrir de luto con universal viudez todo este mundo.
No dudes, ¡oh magistrado ínclito!, que si tu providencia no corta
por las raíces esta venenosa planta, ha de cundir en breve, de
manera que
a tus ojos veas la total asolación del humano género.
Castiga, pues, con la severidad que tu gobierno pide, culpas que,
trascendentales, a todo lo que tiene ser se oponen. Honra religioso
y patrocina humano a los que, por medio del consorcio lícito,
deseamos las antorchas nupciales siempre vivas, a los que cantamos
epitalamios, reverenciamos himineos y, en beneficio de la vida
política, tributamos a la naturaleza hijos que, engendrando
semejanzas, conserven sucesivos la especie que, caduca en unos
individuos, rejuvenece en otros. Casado eres, hijos te veneran; si
no defiendes el matrimonio, tu mismo estado infamas y indigno de
llamarte en tus descendientes tronco, padre y progenitor,
ocasionarás las plumas venideras a vituperios execrables; todo lo
que al contrario te sucederá, inmortalizándote en historias, si
benévolo a ti mismo y a los de tu especie, destruyes a quien nació
para destruirla.
Calló Tamíride, y anudando a sus ponderaciones Hermógenes y
Deman, sus consiliarios, lo más peligroso en aquel siglo (que fue
decir
que Pablo, transgresor de las divinas leyes, predicaba la de
Christo), les pareció a los tres imposible evadirse el que, en
sentencia del vulgo amotinado, merecía infinitas vidas para
perderlas otras tantas. Sosegado, empero, el juez y asegurando con
gravedad modesta al acusado, le dijo que, volviendo respondiese a
los cargos que le imponían, a que satisfizo aquella lengua de
amoroso, fuego, heredada de las que llovió la gracia sobre las
primicias apostólicas de nuestra fe beatífica.
Lo primero con que el Demóstenes de nuestra fe ganó la voluntad
al magistrado, fue la cortesía; llamóle el más ilustre virtuoso de
los varones (que no deroga a la autoridad del púlpito y libertad del
que predica, la urbanidad y buena crianza; antes dispone y ablanda
el ánimo del reprehendido el estilo cortés y suave del reprehesor ni
sé para qué sea
buena la extrañeza y severidad de los que, como si
los que procuran reducir fueran brutos impersuasibles, a poder de
amenazas, infiernos y calamidades quieren que, llevados arrastrando,
los reduzca el temor servil como a esclavos, siendo de tanta más
eficacia el filial, cuanto va de un alma noble, que por bien se
dejara llevar antes de un cabello al patíbulo que por mal a la silla
de un imperio, que la rebeldía de un roble, que no da fruto sino a
poder de vardascazos. Primero crió Dios los cielos, donde todo es
premio y descanso, que el infierno, donde todo es tormento y
castigo; antes hubo serafines abrasados en llamas amorosas que
demonios en incendios inagotables. Yo, a lo menos, mientras me fuera
posible, antes persuadiera a los descaminados con el interés de lo
deleitoso que pierden que con lo horrendo del daño a que se exponen.
Ocasionónos a esto la cortesía agradable con que el orador divino
nos enseñó ajuntar el menosprecio católico a los peligros
adversarios, con el respeto venerable que se les debe a los
ministros de justicia, pues por malos que sean, vice ejercen el
lugar divino. Y no llevo a paciencia que la hipocresía melancólica y
grosera, sólo porque en la corteza afecte santidad, piense que nos
hace la vida de merced, hablándonos por las narices y indignándose
de fiarnos los ojos).
Hecha, pues, nuestro apóstol, la salva a la obligación que en
lo humano debemos a las dignidades, prosiguió con lo que, a lo
divino, le había señalado por evangélico embajador de la verdad
primera. Desengañó a los presentes que, de la dotrina nueva que
extrañaban, no era el legislador hombre sólo, sino un hombre Dios,
que, compadecido de la ceguedad común del mundo, para alumbrarle en
ella le instituyó dotor y pregonero, contra los engaños de la
ignorancia, señalándole médico universal que arrancase de raíz la
apasionada contagión de la idolatría, sus fábulas, cultos ridículos,
sacrificios de animales y holocaustos de hombres (introducidos más
por la cavilosa compostura de palabras retóricas, que por la piedad
y religión disimulada que mentían), para que, como quien cura por
ensalmo, les echasen sus palabras el único remedio con que escapar
dichosos del general diluvio que, provocado del enemigo invesible,
por siglos tantos inundaba las cuatro partes de la tierra, cuyos
escollos y bajíos de supersticiones y agüeros, por ser tantos, era
imposible sumarlos en tan breve término.
-Por qué, ¿en qué consiste -decía- la artificiosa tela de
vuestra vana adoración, sino en que atraídos de sugestiones
infernales, efectos de los condenados espíritus (de todos aquéllos
hablo que, desde la región etérea hasta la subterránea, son impuros
y implacables hidrópicos eternos de sangre humana), os ejercitáis
continuos en homicidios, adulterios, torpezas y desenvolturas, tanto
más execrables, cuanto a la sombra de culto religioso honestáis
pecados con nombre de veneración divina? ¿Qué ejemplos os dejaron
vuestras deidades falsas, por cuyos vestigios, guiando vuestras
acciones, os persuadáis frenéticos a felicidades de duración eterna?
¿Hállanse en los venenosos estímulos de vuestras fábulas poéticas
otras hazañas de los
que veneráis por divos sino raptos, estupros,
amores libidinosos, mezclas abominables de padres con hijas, de
hermanos con hermanas y lo que totalmente es indigno aun en la
imaginación más atrevida, brutales ejecuciones en total perjuicio de
la naturaleza? Éstas son las virtudes que por vosotros (sin reparar
en la repugnancia que hacen tan innumerable número de vicios a la
rectitud que la divinidad requiere) aplaudidas y reverenciadas con
religiosas ceremonias y supersticiosos cultos, alientan los simples
y disculpan a los presumidos, para que unos y otros no se infamen
profesores lascivos, pues imitan legisladores torpes. Por ventura,
¿qué otros ejemplares os dejaron que los referidos Venus con Marte,
Júpiter con Ganimedes y toda la sacrílega turba de vuestra adoración
idólatra? ¿Hay, acaso, en las escrituras alguna tan asquerosa que no
tenga provincia en que, como deidad inmensa, no le dediquen
sacrificios y víctimas? ¿Qué flor, qué planta, qué fuente, qué lago,
qué selva, qué soto, qué ave, qué bruto, no goza en diversas
regiones
aplausos tutelares, aras ridículas y templos idólatras?
¿Cómo es posible, ¡oh griegos!, sabiduría del orbe, que no os
avergoncéis de que en vuestra patria se reverencie por dios al
milano, símbolo de la cobardía, al gato de la ingratitud y al
cocodrilo de la inhumanidad? Esto, por sí mismo, ¿no está
manifestando repugnancias? ¿Habíades menester, siendo racionales,
más despertador para el desengaño de vuestro frenesí que la
incapacidad misma y horror de lo venerado?
Ansí los iba convenciendo nuestro doctor celeste,
disponiéndolos a que se acabasen de persuadir que, siendo uno el
Dios verdadero y no pudiéndose multiplicar en naturaleza,
multiplicaba sus personas, simplicísimo en lo absoluto, trino en lo
relativo; Divinidad no compuesta, inmutable, indivisa,
incircunscripta, más antigua que el tiempo, primero que el mundo, un
ser, un entendimiento y una voluntad, pero tres supuestos, divinos
todos; no empero tres divinidades sino una; de quien todo lo criado
depende; a quien todas las cosas apetecen por natural instinto; de
quien todo tiene ser y por quien todo vive. Tras esto les enseñó el
misterio de la temporal producción del Verbo Ab Eterno, engendrado
por la fecundidad intelectiva de la persona primera; la virginidad
intacta de su
Augustísima madre; su predicación, misterios,
maravillas, su muerte, resurrección, subida a los cielos,
comunicación del amor espíritu en lenguas encendidas y la residencia
que el mundo espera, juez severo entonces el mismo que agora
protector y abogado; la creación apostólica y provisiones en los
príncipes primeros de la Iglesia y que siendo él uno de los
nombrados y estando a cargo suyo no menos que la conversión de toda
la gentilidad, le tocaba, por disposición divina, el ministerio en
que el Espíritu Santo le había nombrado; que la ley que les
predicaba, aunque necesaria totalmente para la felicidad eterna, era
empero libre, sin que presumiese violentar el natural privilegio del
libre albedrío; porque, si bien todo lo honesto y virtuoso, por
hermoso enamora, no, empero, necesita; concluyendo que una y la
mayor perfección de todo lo propuesto era la virginidad, como tan
identificada con la fecundidad eterna, que virgen engendró, engendra
y engendrará su misma semejanza, y siendo virgen él, el engendrador
y el engendrado son y serán origen del infinito amor, que de los dos
procede, porque no repugna, ni en el entendimiento del uno ni en la
voluntad de los dos, la fertilidad a la pureza intacta que en Dios
se connaturalizan.
-Mas
no por esto -concluyó-, vitupero, como me imponen mis
acusadores, el uso honesto y lícito del matrimonio antes predico y
enseño que fue privilegio y concesión del Omnipotente conservador
del mundo para remedio y subsidio de la naturaleza humana, para
resguardo y medicina de la flaqueza nuestra, y que se estableció
como una inexhausta fuente, por cuya continuación, siendo el mismo
Dios su prodigioso artífice, se conservase la semejanza y
prorrogación de nuestro ser y especie; entrando unos individuos en
lugar de los otros que perecen y proveyendo, por ministerio del amor
conyugal, la naturaleza, las plazas en los recién engendrados, que
vacan por la ausencia de los difuntos, como desde el principio de la
general creación ha sucedido y sucederá, hasta que, pasando como
sombra la figura de este mundo, con el fin de él, trueque el hombre
lo caduco y perecedero por lo inmortal y permanente, de tantos más
quilates, cuantos lleva de ventaja lo eterno a lo corruptible.
Inmortalidad es la que predico y para ella defiendo ser necesario
que los que en esta
peregrinación nos vestimos de mortalidad mísera,
nos vistamos para la patria, que es el cielo, de inmortalidad que
eterna permanezca. En fe de esta dotrina, lustro el orbe, visito
reinos y peregrino ciudades; esta misma ocasión me introdujo en
Iconio, en él estoy y en tu presencia, ¡oh juez!, te pido que, quien
me infama reo, proponga delitos, sustancie acusaciones, que presto
estoy a la defensa de mi inocencia y dotrina, ya con disputas, ya,
si necesario fuere, con ofrecer en su confesión la
vida.
Calló con esto Pablo y enmudecieron de suerte, a la fuerza de
sus razones, sus fiscales que, avergonzados y confusos, daban con
los ojos en tierra y el desmayo de los semblantes, pregones mudos en
abono de la verdad siempre invencible; pues cuando ésta no se
levantara con el imperio de todo lo más fuerte y poderoso (y en
presencia del monarca asirio no la reconocieran los tres
competidores, el vino, el príncipe y la mujer, ocasionando su
vitoria a que reedificase el templo Zorobabel, su artífice), sobraba
estar agora en la lengua de Pablo y ser divina, para entorpecer
profanas sutilezas de idólatras lascivos.
Viendo, pues, el procónsul la admiración con que los
desapasionados aprobaban lo que nuestro apóstol defendía sin armas a
sus opuestos; inocente al acusado y que parte de lo que el gran
doctor propuso era infalible, aun en la ceguedad de su religión
falsa, como el refutar por torpe y bárbara la adoración de tanta
fabulosa turba; cuán bien se proporcionaba con la luz natural del
entendimiento la monarquía de un Dios solo, pues cualquiera mediano
discurso, con sólo la guía de la razón, llega a alcanzarlo, puesto
que ni entendía, ni aprobaba la trinidad de supuestos en una deidad
sola, la resurrección corporal, después de convertidos en formas
tantas, deseoso de más quieta averiguación y recelando de la plebe
amotinada algún atrevimiento contra el peregrino venerable, para
sosegar los unos y cumplir con Tamíride, citó a nuestro santo para
segunda audiencia, mandando que, en el ínterin, estuviese depositado
en la cárcel común, puesto que en lugar decente. Ejecútase este
decreto, defendiéronle de los atrevidos los aficionados, acompañóle
el venerable Onesíforo, admirando él y todos la serenidad de ánimo
con que, risueño, se gratulaba a sí mismo el hallarse digno de
padecer afrentas por el sabroso nombre de quien era escogido vaso.
Sosegóse con esto el popular tumulto y su apasionado conmovedor, en
parte satisfecho, viendo infamado, si no en el crédito, en el
depósito afrentoso de la
común cárcel, a su enemigo, y en parte, con
sentimiento del magistrado, porque dando lugar a informaciones, no
le entregaba al punto la venganza de sus desatinos (tanto presume el
poder y la soberbia contra la verdad y la justicia). Volvió a la
casa de Teoclea, con esperanza de que notificándole a nuestra
perseverante virgen mentiras aparentes, en perjuicio de la dotrina
que aprobaba, con descrédito de quien la defendía, la hiciese creer
que, convencido Pablo y sentenciado a muerte, la estimación que con
tanto estudio había conservado hasta allí célebre su fama, la
obligase a mudar resoluciones y reducirse a su primer
consentimiento.
Entre tanto, pues, que esto pasaba, presa nuestra virgen y
amante por oídas de quien, ya asistente en sus potencias, la
disponía a celestes tálamos, impaciente sosegada (afectos son
contrarios que los reconcilia el amor y la cordura) con la ausencia
del apostólico tercero de los suyos, dejándose llevar de sus
encendidas suspensiones y ayudándolas con la natural propensión que
la
inclinaba a las musas, toda fuera de sí, porque estaba toda
dentro de su amante, valiéndose agora de los ímpetus con que la
poesía adquiere título de furor armónico y modulándola en Tecla el
Espíritu Paloma, fuego todo, con más verdad que cuando escribió
Ovidio:
Sabroso furor incita
nuestro espíritu perenne,
pues cuando su raudal viene,
Dios
en nosotros habita;
divinos nos acredita
siempre que versificamos,
Pues en fe que contratamos
entre célicos ardores,
de
sus solios superiores,
sus ímpetus heredamos.
Porque el amor y la poesía son tan deudos que por milagro saben
hacer cosa de provecho el uno sin el otro; y estaba nuestra virgen
tan engolfada en entrambos, que al paso que el objeto que apetecía
era más excelente y divino, crecía más el versífico impulso de sus
deseos; y así, viento en popa su esperanza y tomando sus afectos
alturas, por nuevos y no conocidos rumbos, llevada de su encendida
imaginación, sin reparar que cantaba, cantó del modo que se
sigue:
Piélagos de inmensidades,
ni
navegados ni vistos,
de la tierra me remontan,
agua y cielo solos miro;
mis ojos vierten el agua,
envidiando en los oídos
que,
entrándose amor por ellos,
les usurpen su ejercicio;
el cielo me influye raptos,
que, a fuerza de mis suspiros,
al cuerpo el peso aligeren,
volando el alma a seguirlos.
Ignoro demarcaciones
del puerto que necesito;
mi piloto lloro ausente;
sin norte temo peligros;
lleno
está el mar de cosarios,
que, bárbaros y atrevidos,
presumen ganarme el viento,
para que amaine a sus tiros;
por abordarse desvelan,
¿cómo podré resistirlos,
ellos fuertes, yo sin armas
yo sola, ellos infinitos?
¡Socorro, amante mío,
soplen en mi favor vuestros auxilios,
vuestro espíritu aliente mi esperanza,
amores, viento en popa, y mar bonanza!
Desposéme por poderes
con vos, amante infinito;
adóroos
y no os conozco
si no es para serviros;
en vuestra busca me embarco
por piélagos inauditos,
que siempre engendran deseos,
tesoros
ultra marinos;
Caribdis, y Escilas torpes,
sirenas, todas hechizos,
escollos que se disfrazan
en las olas de los vicios,
dificultan
mi viaje;
porque entre tanto bajío,
faltándome la experiencia,
¿cómo escaparé del siglo?
La sonda de la fe llevo,
con
que temerosa mido
el fondo de mis deseos,
ciegos ellos, yo sin tino.
¡Socorro, amante mío,
que el mar que surco, ensoberbece riscos,
huracanes
de vicios se levantan,
zozobrarán sin vos mis esperanzas!
Atrevimientos de amor
cuanto más arrojadizos,
mayores logros merecen,
que no se estiman los tibios;
amo y, sin saber a quién,
cartas de fuego le escribo
que a Dios y a ventura arriesgo,
si es ventura y Dios lo mismo;
mis afectos se las llevan,
por ser ligeros avisos,
que tomando altura y grados,
huyen el paso a enemigos.
¡Qué de finezas le muestro!
¡qué de regalos le digo!
¡qué de quejas le despacho!
¡qué de favores le intimo!
Que salga al puerto a esperarme,
que si las arenas piso,
que son en su reino estrellas,
honre mi amor su recibo.
¡Ausente esposo mío,
para no conoceros, mucho os pido,
no os
desdeñéis por esto, que yo os juro,
que si mucho os propongo, os amo mucho!
Es posible, tierno ausente,
que ya que os dignáis propicio
de admitirme a vuestros brazos,
yo humana y ellos divinos,
siquiera el embajador
que de vuestra parte vino,
alegre objeto a mis ojos,
¿no los feriará este alivio
la voz y no la presencia?
Si se me esconde el ministro,
¿cómo gozará a su dueño
el alma que le dedico?
De oídas el desposado,
no es mucho; pero el padrino,
el que viene a los conciertos
¿en su amor sostituido?
No, luz de mis sentidos,
ya que de vos mis ojos
no son dignos,
góceos yo por enigmas, por retratos:
si no al emperador, a su privado.
Suplir en láminas suele
el pincel, amantes vivos,
con la imitación, que, diestra,
ennoblece al artificio;
ya que los retratos faltan,
y ausente amor al principio
con ellos alivia penas,
si hay en ausencias alivios,
ni imaginación Apeles,
colores mezcle distintos,
pues lienzo la voluntad,
en ella su copia imprimo.
Aceite llamó al esposo,
el apóstol peregrino,
una vez que en mi atención
logró efectos inauditos,
podré retratarle al olio,
y si con llamas le pinto,
antes roto que borrado,
Nestor será de los siglos.
Gobernad mi distinto,
llevadme vos la mano, dueño mío,
que si acierto a pintaros,
posible podrá ser, que acierte a amaros.
Válgame el cielo, ¿qué es esto?
de impulsos nuevos me visto,
oráculo
ilustro el alma,
retratando profetizo.
Es mi esposo grana y nieve,
Sol y Aurora, Paro y Tiro,
rubio y cándido, que al propio,
bien
pintado, mejor dicho;
las hebras de su cabeza
del metal, que del sol hijo,
monarca el mundo idolatra,
y en madejas vende el indio;
cada
peinada guedeja,
parece pimpollo altivo
de las palmas que, gigantes,
doran sus frutos opimos;
sus ojos son de paloma,
amorosos
y atractivos,
que en la margen de las fuentes,
se retratan en sus vidrios;
sus dos mejillas, dos cuadros,
o planteles que, tejidos
de
flores blancas y rojas,
copias son de un paraíso.
Todo esto, amante mío,
vos me lo reveláis y yo lo pinto;
vos el origen sois, vuestra es la nota,
que yo sólo traslado vuestra copia.
Torneadas vuestras manos,
guarnecidas de jacintos,
doradas por liberales,
que al paso dais, que sois rico;
vuestras carnes, marfil terso,
brillante, cándido y liso,
cuyas venas, por su nieve,
arroyos son de jacintos;
sobre
colunas de mármol
se apoya vuestro edificio,
cuyos pedestales de oro,
a un tiempo beso y admiro;
tan bizarro como el cedro
del
Líbano palestino,
incorruptible y fragante,
más que él gallardo y antiguo;
almíbar vuestras palabras,
por el conducto melifluo
de un
cuello, con cuyo néctar
tristes memorias suavizo.
Todo vos, dueño mío,
sois deseable, amado apetecido,
tal es mi caro esposo, tal mi dicha,
que soy su esclava y me intitula amiga.
Cuando entre sus brazos goce,
tras el destierro prolijo
de los mares que naufrago,
la quietud que solicito,
alcázar de nuestras bodas,
serán palacios impíreos,
de cuyas bóvedas pendan,
las estrellas a racimos;
sus artesones dorados,
de relieve guarnecidos,
perpetuarán en su adorno
al cedro y al cipariso;
celoso me acechará,
tal vez, si de Él me retiro,
por canceles y ventanas,
(que amor deleita escondido)
y en retornos virginales,
regocijando suspiros,
tálamo el sueño de flores,
mullirán rosas y lirios.
Dueño divino,
recíproco amor quiero, pero limpio,
mil veces feliz yo con tal esposo,
que es, siendo todo amor, limpieza todo.
Dejárase correr por el impetuoso curso de sus enajenaciones
Tecla, a no interrumpirla su madre y Tamíride abriendo las puertas.
Y fingiendo en el semblante el gusto que desmentía en el alma, dijo
Teoclea:
-Ya tu hechicero engañador (para que, recobrándote, vituperes
persuasiones que lastimosamente te despeñaban, Tecla amantísima),
avergonzado y convencido, confiesa los insultos execrables que, por
medio de caracteres y invocaciones mágicas, han descaminado
infinitas repúblicas y honestidades célebres, vírgenes y matronas.
Cargado de hierros (no tantos como los suyos piden), entre las heces
de esta ciudad (gente perdida, digo), por cabeza de embelecos le
hospedan insolencias en el más vil calabozo de aquel encierro
infame, para que, en amaneciendo, le desacredite un palo, en
satisfación y a vista de los mismos que le aplaudían. Todos los
hasta aquí por él prevaricados se reducen a sus antiguas tradiciones
y, con víctimas y sacrificios, procuran aplacar las deidades
ofendidas. Tú, pues, ¡oh, clara prenda!, más discreta, más sabia,
más conservadora de tu fama hasta aquí limpia, ¿quién duda que, con
ventajas, no te restaures a tu esplendor primero y, abjurando
sacrílegos precipicios, para satisfacción de tu patria y confusión
de quien te pervertía, no te mejores a ti mesma, premiando
merecimientos de tu esposo y obligaciones precisas que me
debes?
Lo mismo, aunque con diferentes palabras, decía Tamíride. Pero
Tecla que, ya depósito de lo más precioso de su dueño, era
guardajoyas de sus secretos ocultos y tenía las llaves del camerín
de sus misterios, volviéndoles las espaldas y dándoles con el
silencio en los ojos, castigó muda persuasiones mentirosas y
ocasionó indignaciones nuevas en su madre, como pasados sentimientos
en su aborrecido pretendiente. Encerróla Teoclea segunda vez,
determinada que
pereciese hambrienta, y partióse Tamíride
desesperado a maquinar venganzas contra el apóstol, que en su
opinión era la total ruina de sus dichas.
Sola, pues, Tecla, deliberando medios (si atrevidos en su
estado, disculpables en su amor) que le franqueasen puertas y
facilitasen la presencia de su maestro no conocido, se resolvió en
el más arrojado pensamiento que pudo imaginarse en la recatada
estimación
de quien, hasta entonces, aun de los ojos domésticos se
retiraba. ¿Qué no intenta el amor? y ¿qué no consigue? Atropelló el
de Tecla recelos del qué dirán; dejó a la malicia ocasiones, puesto
que falsas, y no reparando en juicios fiscales, acabó consigo
quebrantar sus prisiones aquella noche, trocándola por la que en
nuestro apóstol con su presencia santificaba, porque, hambrienta de
su doctrina, sentía tanto más su falta que el natural sustento,
cuanto se diferencia el alma de su materia tosca, pues de aquélla,
en los perfectos, las más veces participa de suerte lo corpóreo que,
medrado con sus relieves, no se acuerda de los manjares comunes de
la tierra.
Notable fue su determinación, pero no tan inaudita que no se la
facilitasen ejemplos, ya humanos, ya divinos, de doncellas que, por
conseguir sus deseos, desmintiendo disfraces, atropellaron
inconvenientes y perpetuaron sus nombres. Porque ¿a qué no se
arrojara un pecho verdaderamente enamorado? ¿Ni de qué sirviera
pintarse el amor ciego si reparara en peligros? ¿Ni desnudo, si en
fe de que no tiene qué perder se atreve a todo? Pocas o ninguna vez,
amante estadista logró hazañosos lucimientos, pues no en balde
Aristóteles afirma que los más considerados son más cobardes,
porque,
como miden con discursos los riesgos y conocen las
dificultades, juzgan por más cordura el retirarse que el
emprenderlas. Si tantearan sus fuerzas con sus recelos los
atrevidos, ni Roma coronara Césares, ni el Asia Alejandros, ni
nuestra España enarbolara sus cruces sobre la esfera de un mundo
nuevo. Pues los extranjeros, envidiosos de nuestras temeridades,
decían habernos enseñoreado de toda la América con sólo el riesgo de
un pequeño escuadrón de locos y porfiados. A esto, y más, alienta la
violencia irreparable de un enamorado espíritu. Y si en lo torpe y
vituperoso celebran resoluciones osadas a un Leandro atravesando
Helespontos, oponiéndose a tormentas y facilitando ejércitos de
inconvenientes marítimos; a una Hero precipitada desde el homenaje
más sublime de una torre hasta el arenoso pavimento que la recibió
cadáver; sin la
infinidad de fábulas e historias que procuran con
tantas tragedias escarmentarnos; si bien parece más admirable en
nuestra virgen, considerado el natural encogimiento de su
inclinación honesta; porque una acción misma asombra en un sujeto
que en otro no hace ruido. Y cuando se realza la voluntad con
quilates de divina, en empleos seguros de las imperfecciones
humanas, al paso que se aventaja en el objeto, temémonos los riesgos
que a los imperfectos acobardan. Díganlo los héroes de nuestra
Iglesia, cuyos arrojos, al parecer temerarios, harán creíbles los de
nuestra determinada amante.
Aguardó pues, que, ausente la mayor luz que en las noches
preside, en su lugar las estrellas, partícipes del resplandor
monarca, hiciesen menos formidables las tinieblas y, en la mitad de
su silencio, esperando que cerrase las puertas comunes un criado de
su casa, antiguo y confidente, con recatadas voces, le pidió desde
la ventana de su clausura que salía a las puertas mismas se llegase
a las de la pieza que la aprisionaba. Hízolo ansí el liberto y
cohechado del oro que Tecla desembarazó de sus dedos, pecho y
garganta, como siempre la vejez fue codiciosa y el estado servil
interesable, a pocas persuasiones, puesto que eficaces, se venció
más de las
dádivas que de los ruegos, arrancando mañoso y sin ruido
la cerradura de quien era alcaide, no menos que Teoclea. Y sin
reparar en que, ignorando los lícitos propósitos de su señora, en
cuanto era de su parte traidor a su fidelidad, la ocasionaba a
inconsideradas aventuras, obediente a su resolución, la permitió la
calle, facilitándola su salida y recibiendo en retorno de su violada
fe, entre las joyas dichas, las preciosas ajorcas que coronaban sus
muñecas.
Hallóse nuestra virgen en los principios de su determinación
ejecutada, y como éstos fueron siempre los más dificultosos, ¿qué
maravilla que temblase, sola en manos del recelo y a pique de
encontrar quien atribuyese a descaminadas desenvolturas sus
virtuosas osadías? Ya vimos a la esposa en los misteriosos cantares
salir como Tecla en busca de su dueño, registrando a media noche
calles y plazas, hasta dar con la justicia y salir de sus manos
desnuda, herida y mal tratada. Lo primero, imitólo al vivo la
ansiosa solicitud de su encendida semejanza y lo peligroso de lo
segundo presto se ejecutará, tan a costa suya, cuanto en alabanza de
sus finezas. Ponderó Alciato la fuerza de las llamas amorosas,
pintando a Júpiter que arrojaba uno de sus rayos contra el dios
desnudo, y a éste disparándole una flecha, que, saliendo al
encuentro al mismo rayo, le atravesaba por medio y deshacía; porque
a los atrevimientos encendidos de un amor resuelto, ni aun los rayos
son poderosos, ni respetos de padres, ni estorbos de hermanos, ni
descréditos ni peligros, ni la muerte misma basta a templar sus
ímpetus. Así lo pondera Justiniano en el Código, y su glosa, a este
propósito, trae unos versos, que no poco lo encarecen,
diciendo:
Atropella amor por todo,
contra su sangre se atreve,
porque ni teme, ni debe,
ni amor sabe guardar modo.
Comparándole a la muerte, me parece poco encarecimiento, porque
el amor tira mucho más la barra de su poder. Dos veces dirá el
esposo en los Cantares que le atravesó su prenda el corazón, y ya se
sabe que es este miembro príncipe tan delicado que, no digo yo
herirle una vez sola, pero el tocarle levemente le quita al punto la
vida; pues si a la primera muere, ¿cómo se querella de su esposa
porque se le hirió dos veces? Porque pasa más allá de la muerte
misma, hiere y mata lo primero, y al segundo golpe ya cadáver el
cuerpo, le queda al alma corazón en que emplea el amor sus tiros.
Porque como éste
es efecto de su potencia, y aquella se lleva
consigo la voluntad, no muere amor (del divino hablo, que esotros
son apetitos y no amores), antes dura lo que el espíritu en que se
sujeta; siendo, pues, esto ansí, ¿qué maravilla que Tecla cierre los
ojos a los riesgos, a las deshonras y a la muerte?
Guiaba, pues, a la prisión de Pablo, depósito apetecido de sus
deseos, yendo de noche tan animosa cuanto enamorada. Tres cosas
afirma Ovidio, que siempre emprendieron temeridades, el vino, la
noche y el amor:
No hay moderación que venza
el desatino
del
amor, la noche y vino,
ni razón que los convenza,
ni obedece a la vergüenza
la noche, ni estima honor,
desnudo el vino y amor,
honra,
fama y vida huellan,
y imposibles atropellan,
que no saben que es temor.
De estas tres intrépidas pasiones, las dos acompañaban a
nuestra virgen: de noche iba a la luz del fuego soberano que la
abrasaba, mas no por esto la faltó la tercera, pues si el vino es
tan animoso que merece entrar en compañía del amor y de la noche,
aunque a Tecla repugnen los
descréditos viciosos que profesan los
aficionados al licor Dionisio, cuádranla, por lo menos, las
propiedades con que le ennoblecen cuantos le conocen. Dos veces
compara el amante eterno al vino los pechos de su esposa y otras
tantas le retorna ella estos favores, asimilándole a sus pechos y
garganta. Que el vino en los pechos signifique fortaleza ventajosa a
la natural, dícelo expresamente el Dotor Melifluo en el sermón nono
sobre los Cantares, donde disculpándose la esposa del atrevimiento
con que le pidió aquel misterioso beso con que comienza sus
epitalamios, le acaricia de esta suerte: «Si juzgáis, esposo y dueño
mío, a licenciosa presunción, aquesta súplica, vos la ocasionastes,
pues regalándome con lo sazonado y sabroso de vuestros dulces
pechos, fortalecistes de manera el mío, que me dáis osadía amante
para
más de lo que parece lícito». Luego el vino a que los pechos de
la esposa se comparan, es símbolo de la fortaleza, y según esto,
Tecla, que se atreve a vencer su natural tímido, de noche, por las
calles de su patria, lo animoso lleva consigo del vino, del amor y
de la noche, que Ovidio llama incontrastable. Medró este licor
valiente el nombre con que se ilustra de esta dicción: Vi, que en
latín significa fuerza, intitulándose vino, a cuya causa Homero le
atribuye el poder mismo que al elemento superior,
diciendo:
En poder y en fortaleza,
la misma eficacia entrego
al
vino, que tiene el fuego.
Y el Cómico afirma que el vino, como la locura, privilegia a
sus aficionados, para que sin castigo puedan salir con cuanto
pretendieren:
A la locura y al vino,
sin que el castigo lo vede,
licencia se le concede
para cualquier desatino.
Disculpen, pues, a nuestra amante, los que la vieren a tal hora
menospreciar desgracias, que amor (al parecer de los tibios lo cura
todo), la obscuridad de la noche, que patrocina temeridades, y la
embriaguez enamorada que consigo lleva, la hacen escolta y sacarán
airosa.
Guióla el impulso celestial que la guardaba hasta las puertas
de la prisión, si hasta allí infame, ya ilustre, por la presencia
del dotor evangélico que la asistía; llamó a ellas, abriólas el
alcaide, que, siendo soldado de más satisfacción en las armas que en
las costumbres, estaba siempre dispuesto, mediante su codicia, a
cualquiera
permisión desbaratada que le cohechase, aunque fuese en
perjuicio general de su república. A éste, pues, comunicó la virgen
sus deseos y compró con sus, joyas la facilidad de ejecutarlos.
Guióla al alojamiento del divino preso. Predicaba entonces, como
solía, los misterios de nuestra fe a la multitud de desdichados
dichosos, pues, los más, a costa de la libertad del cuerpo que allí
tenían empeñada, granjearon la del espíritu por medio de la dotrina
del apóstol. Por no interrumpirle Tecla, llegó, quieta y regocijada,
a ser una de sus oyentes, asentándose a sus deseados pies. Reparó
entonces el devoto concurso en ella y alborotóse en conociéndola;
informóse Pablo de la causa y imitándolos en la admiración, no,
empero, la desesperó por eso de la confianza animosa que, segura en
Christo, casi ya su esposo, la facilitó tanto inconveniente; antes,
acercándola más a sí y mudando asunto, enderezó en favor suyo
amonestaciones y consejos admirables, confirmándolos todos en la
prosecución de tan animosos principios, con certidumbre del premio
que en tálamos incorruptibles, Christo, su amante, la
prevenía.
-Por tu ocasión -dijo-, ¡oh virgen generosa!, acusado de
Tamíride, estoy en los descréditos y prisiones que ves. Lastimábame
hasta agora, no de las injustas penas que padecí (nunca el cielo
permita que me querelle de las que hasta aquí he pasado y sé que he
de pasar por mi maestro, Christo), sino de que había de obligarme a
salir de esta ciudad sin el fruto que en todas las que he
peregrinado logra mi dotrina. Débote encarecidas gracias, porque sin
saber de dónde vienes, favorable objeto a mis ojos, desmientes mis
recelos. Agora, pues, daré por venturosos los trabajos que por ti he
sufrido, y presumo que he de sufrir, pues me aseguran, siendo tú las
primicias, el fértil colmo de mi cosecha. ¡Oh, si supieras el gozo
con que festeja el cielo, el agosto abundante que le anuncias,
viéndote asaltar desde tu patria la primera al cielo, con el
estandarte de tu cruz al hombro, menospreciando (en abono de la
verdad que, no viéndome, me oíste) tu madre, tus tesoros, tu linaje,
tu
naturaleza, tu apercebido consorte y las delicias todas que en ti
tus contemporáneas envidiaban! ¡Oh qué triunfos a la eternidad
consagras contra el Ángel condenado que, presumido, fulminaba ruinas
al humano género! Ya, en efeto, por la mano de una virgen tirana, en
la flaca edad de sus primeros años, se lamenta vencido, para
irrisión tierna de su altivez rebelde.
Proseguía el elocuente apóstol, animándola a la perseverancia,
y disponiéndola al menosprecio de persuasiones, tormentos y
solicitudes de que el común enemigo se apercebía para derribar
propósitos tan hazañosamente ejecutados.
-Transformástete -decía- de mujer cobarde en varón invencible;
afrentoso descrédito te infamará mudable si, degenerando de
principios tan célebres, temieres pusilánime cuando te ves en los
brazos de tu esposo Christo que, aunque alienta deseos, no premia
sino ejecuciones. Infinitos medios maquinara para vencerte el dragón
precito, ni perdonará estratagemas, ni ardides; ya fingiéndose
monarca de las etéreas luces, ya desde ellas fulminando contra ti
persecuciones, te lisonjeará pacífico, te perseguirá furioso, te
ofrecerá deleites, te amenazará infortunios, engolfándote entre las
olas de promesas y castigos. Y cuando esto todo no aproveche,
conjurará contra
ti los pueblos, los jueces, los verdugos, las
llamas, las fieras y los hombres, sin perdonar instrumento
atormentable; pero no le temas, que es fanfarrón afeminado, huirá a
la primera resistencia, con más oprobio que el que medró del humilde
esterquilino, cuando el sufrimiento laureó al paciente patriarca, y
abatido desde los precipicios de su arrogante presunción, te dejará
en las manos la corona.
Pintaba
Pablo, en confirmación de esta dotrina, cuán caviloso
se aprovechaba, como diestro esgrimidor de las tretas de su
industria; cuán advertido buscaba la escotadura de las inclinaciones
con la espada, para herir de muerte por ella a quien se descuidase
en la pelea; cuán civil y temeroso, una vez vencido, temblaba del
vencedor desde allí adelante. Asegurábala triunfos eternos, coronas
augustas, tálamos inmortales, los brazos de su esposo y el título
que de apóstol de su patria la esperaba. Pues, convirtiéndose toda
por su predicación, transformada, de vecina suya, en su doctora,
entraba a la parte en el blasón supremo que privilegió entre tantos
a doce solos, para príncipes de la militante
Iglesia.
Instantes juzgaba Tecla, absorta y derretida, la duración de la
noche tenebrosa, tanto más sedienta de las perennes avenidas que
aquel raudal indeficiente la enseñaba, cuanto más engolfada en él,
se echaba a pechos toda la profundidad de su doctrina (propriedad
del amor perfeto: a más posesiones, más apetitos, a más gozos, más
deseos). Salió el sol, y
cuando reiterara infinitas veces los
círculos de su peregrinación lucida, no lo sintiera Tecla, a no
interrumpir los deleitosos éxtasis de su enajenación sabrosa un
tropel desatinado de perdidos que, a persuasión de Tamíride le
acompañaban, y haciendo presa del dotor divino le llevaron al
tribunal idólatra, poniendo las sacrílegas manos en aquel venerable
rostro y canas, dignas de estimación eterna. Lo mismo le sucediera a
la dicípula enamorada, a no ser salvoconducto suyo la prodigiosa
belleza (nunca en su punto como entonces) que, enfrenando
atrevimientos, templó en parte el descortés furor de su aborrecido
pretendiente, no del todo desesperado de reducirla.
Fue, pues, el caso que, hallándola menos en su prisión
doméstica, primero su madre y después su familia, con clamorosos
gritos y alborotadas diligencias convocaron la vecindad toda y, tras
ella, hasta los más distantes moradores que, discurriendo en su
busca todas las más ocultas partes de Iconio, lamentaban su pérdida,
como presagio de alguna calamidad irremediable que a su ciudad
amenazaba. Desatinada de dolor y furia, Teoclea aún no daba lugar a
que por los ojos desfogase el alma el tropel de sus pesares (porque
cuando éstos son de veras, cerrando los conductos, dan con las
puertas en la cara a los alivios). Llegó entonces Tamíride que,
informado de la impensada fuga de su prenda, perdido el seso y la
color, publicaba a voces que, a poder de hechizos, el mago peregrino
ocasionaba torpemente a su inconsiderada esposa a que, con una
acción infame, diese en tierra con su crédito, su nobleza, su fama y
su juicio. Porque ¿qué más certidumbre, decía, de que Tecla, rotas
las presas a la honestidad y a la vergüenza, era una de las que,
echando la honra a las espaldas, se deja llevar de la avenida vil de
su apetito; que fugitiva, de noche, por las calles, sin reparar en
escándalos y riesgos, entrarse por los escuadrones, totalmente
perdida, sin horror de cárceles y inclemencias míseras, si a los
pies de un embelecador no conocido, incorporada en ellos, le daba
lasciva posesión de sus torpezas? Esto intimaba el malicioso veneno
de sus celos, tan fuera hasta allí de persuadirse a lo que ya
afirmaba, que aun para sueños le pareciera indigno de sus
pensamientos.
No sabe quien no lo ha experimentado, el rabioso frenesí de esa
pasión diabólica, pues al paso que es mayor el afecto amoroso que
engendra, más desatinada, no se satisface hasta que, rematando con
el juicio, dan los celos con su dueño en el horrible piélago de la
desesperación y la locura. Extraña monstruosidad, que siendo los
celos primogénitos del amor (perdónenme los que les dan nombres de
bastardos, que hasta agora no sé por qué les cuadre este apellido; y
si no, señálenme los que los desacreditan, en qué adulterio se
engendraron), siendo, pues, legítimos del amor, por lo menos
naturales, pues ninguno ama tan confiado, si es cuerdo, que no viva
temeroso de que otro se le antepone mientras no posee (porque los
celos de los casados no son celos, sino, cuando se averiguan,
deshonores, y cuando se sospechan, boberías; pues los celos
consisten en la opinión y no en la certidumbre); siendo, pues,
éstos, efectos del amor, ¿cómo tan desemejantes a su causa? ¿cómo,
si hijos, tan poco parecidos a su padre?, desmintiéndose en ellos la
definición de lo engendrado, que es similitud del viviente producido
y del que produce, viviendo en una misma naturaleza. El amor abrasa,
los celos yelan; aquél, a la medida que se haya correspondido y está
cierto de que le aposesionan en el alma de quien ama, crece y medra;
éstos, sin certidumbre (porque a tenerla, no fueran celos, sino
agravios) dudosos siempre, acechando, inquiriendo, temen lo que
ignoran y culpan lo que no averiguan. El amor, ciego, ve y penetra
lo más íntimo del pensamiento donde se oculta; los celos, linces,
ojos todos, andan a tiento, tropezando en la misma luz y,
desmintiendo las verdades que traen entre las manos, las tienen por
mentiras; del amor se dice que es más poderoso que la muerte, y los
celos, por aventajarse hasta en esto a su padre, se comparan al
infierno, siendo tanto mas insufribles, cuanto lo es menos el morir
(último remedio de las adversidades), que el padecer entre incendios
inagotables, conservadores de los tormentos. Sin celos el amor se
entibia, con ellos crece y creciendo mengua y helándose se abrasa;
el amor, siempre noble y generoso, cuantas gentilezas en servicio de
su prenda imagina, tantas ejecuta, porque su gloria es tener
contento lo que ama; los celos, hijos suyos, villanos y groseros,
avarientos, miserables de los deleites, sólo se emplean en
atormentarse, atormentando lo que quieren y, siendo un caos de
contradicciones incompatibles, amando aborrecen, aborreciendo
desean, deseando agravian y, sin darse a entender ni entenderse a sí
mismos, diligencian
por averiguar lo que quisieran no haber
averiguado; buscan lo que saben, que hallado, ha de acrecentar su
desasosiego; al mismo tiempo que trasnochan por averiguar
desprecios, dieran infinito por no averiguallos; de modo que,
codiciosos por salir con lo que temen, temen salir con lo mismo que
codician. ¿Puédese encarecer infelicidad más monstruosa? Dígalo
Tamíride, que, adorando a Tecla, la infama; como amante la desea,
hasta morir por alcanzarla; como celoso la persigue hasta la muerte.
Dios nos libre de tan perjudiciales accidentes.
Creyó la apasionada madre lo que mentía el desbaratado yerno y,
según se lo
aparienciaba, no me maravillo que, frenética, sin
reparar en consecuencias, corriese a los tribunales del procónsul.
Intimóla Tamíride, y acompañado de confidentes, deudos y amigos,
acometió la prisión, paraíso donde Tecla, imagen de la enamorada
reducida que a los pies de Christo escogió la mejor parte (ella a
los de su apóstol), trasladaba al corazón avisos que, satisfaciendo
sus deseos, se los acrecentaban. Entraron, pues, como dije y,
ejecutando en el dotor celeste descortesías sacrílegas y en la
cándida dicípula palabras descompuestas, los presentaron juntos al
magistrado referido que, cansado de las importunas aclamaciones de
Teoclea, ni de suerte las creía que se persuadiese a que la doncella
más atenta a su respeto tan a rienda suelta desperdiciase su honra,
ni se atrevía totalmente a desmentirlas. Parecieron, en efeto,
acusadores y acusados delante del procónsul, que se llamaba
Cestilio; llenóse la audiencia de diferentes sexos y calidades;
todos con exceso, así de la novedad sucedida, como de la entereza de
ánimo de Tecla, de la hermosura de su rostro y de la seguridad que
por las muestras exteriores manifestaba su espíritu. Compadecíanse
de ella los más de los presentes, unos porque, engañada, en su
opinión, del peregrino novelero, diese tan lastimoso fin a su
honestidad, hasta allí célebre. Otros, asegurándose con la presencia
del apóstol (que obligaba a veneración religiosa y inculpable), de
la grave modestia y majestuosa libertad de Tecla, desmentían lo
mismo que las averiguaciones hechas casi certificaban. Impuso el
juez silencio a todos, y atenta la admiración a la salida de tan
enmarañado caso, Tamíride todo celos, esperanzas, iras y deseos;
Teoclea toda furor y venganza; su hija toda firmeza y tranquilidad,
con la fortaleza que el leoncillo, emancipado de los pechos de la
madre, suele en la primera presa acometer el rebaño temeroso de los
ciervos,
escuchó al magistrado que decía:
-Examen he hecho conmigo a solas, oh, virgen, de las prendas
que te ilustran, fiscalizando en ellas alguna imperfección que las
hiciese menos admirables (pues, hasta agora, no sé que en los
humanos haya sujeto tan excelente en todo, que no tenga alguna falta
para consuelo de la envidia), y después de registrar tus excelencias
parte por parte, en una sola te hallo defectuosa, si bien tan fácil
de remediar como tú quieras, cuanto, mientras te resistas,
vituperable a los ojos de la nobleza y la cordura. Hállote generosa
en sangre, adornada de virtudes, hermosa en superior grado, de alma
pura, de cuerpo apacible, sin que en una y otra substancia tengas
que envidiar en la más perfecta; sólo me admira que, consumada en
todo, todo lo desdores con el aborrecimiento que muestras al tálamo.
Porque ¿qué favor nos
concedió la mayor deidad que se iguale al
matrimonio?, ¿hay virtud mas excelente?, ¿más honesta?, ¿más
deleitosa ni de más estima? Los dioses, los hombres, celebran esta
trabazón fecunda de dos almas diversas, ella puebla el universo de
vivientes, ya racionales, ya brutos, constituye repúblicas, puebla
los aires y las aguas de pájaros y peces, triunfa de la muerte,
llenando los vacíos que desocupa con los sucesores que los heredan,
siendo tal su providencia que, por su medio, se puede llamar, de
algún modo, inmortal nuestra naturaleza. El consorcio es maestro de
la policía, presidio de la honestidad, límite de lo lícito, el que
con recíprocos lazos estorba y descamina torpes apetitos, deleites
afrentosos, comunicaciones indecentes, éste distingue los hijos
legítimos, de los que, granjeados por medio de la destemplanza,
inquietan lo político; éste es el que, con sucesores que imitan la
nobleza de sus padres, la adelanta; éste el que, con apellidos
ilustres, realza las familias generosas. ¿Cuál puede ser, oh, virgen
ínclita, la ocasión que te retira de uniformidad tan provechosa, tan
decente, pulcra y pía? Pues si tu padre despreciara el estado de
Himineo, nunca nos diera en ti la belleza y discreción que
veneramos; nunca nuestros progenitores autorizaran sus repúblicas
con la sucesión ingenua que las fertiliza, nunca permaneciera su
memoria, ellos muertos, en sus similitudes. Mucho mereces, pero
ninguno más digno de ti que tu Tamíride, ilustre, rico, gallardo,
discreto y de cuantos le conocemos aplaudido; él te adora, en ti se
enciende, por ti menosprecia gobiernos, estimaciones, felicidades,
tú sola esfera de sus esperanzas. ¿Por qué, pues, considerada,
querrás privar a tu patria de la propagación heroica que, en
beneficio suyo, sea blasón glorioso de sus padres?; ¿presumes vivir
inmortal? Es imposible, sólo puede permanecer tu memoria en la
sucesión que tu consorcio ofrece. Cónstame que del amor honesto que
a Tamíride mostrabas, te disuaden persuasiones de este novelero
peregrino que, para ruina del orbe, permitió que naciese la
desdicha. Pero tú, la más discreta de este siglo, ¿cómo, siempre
religiosa, conspirarás contra las tradiciones inviolables de tus
antepasados?; ¿no te convencerá la afrenta, citando más advertida
consideres en frívolas promesas de ese viejo, viéndote incurrir en
la confusión de los arrepentidos? ¿Cuánto es mejor no errar que
enmendarse de los yerros? ¿Cuánto más seguro no haber sido loca, que
después de serlo, volver a tu cordura? Tu profesión, tu edad, tus
ejercicios, limitó la naturaleza a los bastidores, al aguja y al
estrado, ¿para qué, pues, será bueno, que usurpes a la toga y
cátedra las disputas que pertenecen a sus filósofos? Degeneras del
ser que te
concedió tu sexo, sacándole de su esfera. Desapasionado
te aconsejo, experimentado te aviso, obligación te corre, como a tu
cabeza, tu juez y tu natural, a que, obediente y agradecida, me des
crédito. Muda, pues, de opinión, da de mano y sepulta en el
menosprecio hechicerías y embelecos que, con esperanzas de promesas
inútiles, te despeñan. Mejora ni fortuna, admite el recíproco amor
de tu Tamíride, enmienda propósitos, cobra tu discurso, restáuranos
el contento que nos malograste; regocijen nuestra república aplausos
festivos con parabienes nupciales; seré yo tu padrino y, olvidado de
la autoridad que represento, seré el que guíe los coros y danzas de
tus bodas; yo encenderé las antorchas de Himineo, yo ceñiré tus
sienes con el mirto, planta de la púdica Venus; yo, en resolución,
obligado y agradecido, me honraré a mí mesmo a las mesas y banquetes
sacros de vuestro consorcio alegre.
Dijo el procónsul, y atentos él y los demás a la respuesta,
hallaron en su lugar un silencio constante que, desdeñando caricias,
juzgaba por indecencia virginal permisiones a la lengua y excusaba
palabras que, licenciosas, cuando acreditasen su resolución,
desdorasen su modestia. Pues no sufría la calidad de tal persona que
alegase disculpas de que participase tanto teatro y pueblo (y con
razón, porque no hay cosa que autorice tanto el virginal respeto,
como el sosiego mudo y el silencio vergonzoso); solamente,
animándose a sí misma, se prevenía a los tormentos, que ya juzgaba
indubitables, tan animosa a padecerlos en favor de la ley que
profesaba, que desde aquel punto se los ofrecía a su esposo eterno
en dote de sus bodas, ensayándose, con la tolerancia presente, a la
firmeza invencible de lo que la amenazaba. Pasmó el juez viéndola
tan prevenida alcaide de su lengua, y dudoso de lo que haría,
suspenso el auditorio y en Teoclea perdido totalmente el amor de
madre, la autoridad de matrona, la cordura de anciana y la paciencia
de discreta, con descompuestas voces provocaba al juez
diciéndole:
-¿Qué esperas, oh procónsul, donde ni aun vislumbres de la
debida venganza al recogimiento en que se crió vemos en su
semblante? ¿Por qué malogras palabras en quien nos desespera obras
y, si algunas promete, han de ser para oprobio de nuestra sangre y
ruina de nuestra religión antigua? Ejecutor te constituyeron los
césares de castigos contra transgresores de nuestro culto.
Escarmienta en la que te menosprecia, a los que, a su imitación, si
queda viva, prevaricando tradiciones, infamarán sus patrias. No te
compadezcas de quien a mis lágrimas diamante, desobediente a mis
preceptos y cruel con la primera sangre que la dio vida, ya es una
de las que con ganancia torpe se postran al deshonesto trato de las
mujeres
desbaratadas. Madre he sido suya, degenero de la nobleza y
virtud que por tantos años pudo en ella alegar naturaleza segunda.
Sus mudanzas me mudaron de madre en enemiga. Borróse la similitud,
que la llamó retrato mío, con la tinta asquerosa de su torpeza; más
debo al culto de mis dioses, que a una desatinada transgresora de
sus leyes. Fiscal suyo te intimo de parte de su religión violada,
que, sin compasión, pues yo no la tengo, consuman las llamas que
disponen nuestras leyes, las que la abrasan lascivas; venga, con una
acción severa, a su menospreciado esposo, al tálamo ofendido, a sus
parientes afrentados, a su madre desobedecida y a su patria
infamada. Desperdiciará el viento en cenizas, la memoria que han de
abominar los siglos venideros.
Atizaba estas ejecutivas acusaciones la instancia rabiosa de
los celos de Tamíride, que ya totalmente rematados y convertido todo
su amor en aborrecimiento, sólo se desvelaba en que la muerte
rematase de una vez con su enemiga y con las desesperaciones que su
presencia ocasionaba. Teoclea, poderosa y madre, que, anteponiendo
la religión a obligaciones naturales, insistía en el castigo;
Tamíride, casi príncipe de Iconio, el más emparentado y el más rico;
desvalida la parcialidad de Tecla, que si lastimaba el mal logro de
su hermosura, aborrecía al mismo tiempo resolución, a su parecer,
tan desatinada. Necesitado el procónsul a contemporizar con los que,
por el mismo caso que le obedecían pudieran, a no satisfacerlos,
residenciarle criminales delante del Augusto. Quebró la justicia por
lo más delgado y valió con él lo que con los demás ministros, el
temor y el interés, dos accesores de la avaricia y la ambición,
todopoderosos.
Quisiera, aficionado a la dotrina del apóstol,
comunicarle despacio, pero ¿cuándo permitió a la verdad el interés
audiencia? Holgárase, ya que no podía totalmente dispensar en lo
severo de las leyes, templarlas a lo menos, para que la virgen
inocente no muriera entre las llamas; pero vencióse del temor y, por
conservarse en su gobierno, atropelló justicias, aplaudiendo más a
la pasión, que a la inocencia. Desterró de todo aquel partido al
dotor soberano de las gentes, después que, por novelero,
dogmatizante de dotrinas escandalosas, mandó azotarle, si bien en el
mismo suplicio respetó la nobleza que, como a vecino de Tarso,
colonia romana, y ciudadano suyo, se le debía, no llegando a
cuarenta los azotes, porque ya inducieran infamia y así, quitándole
uno, entró en este sacrificio en los cinco que, del mismo género,
cuenta
el dotor evangélico a los corintios. Encomendósele a su
huésped Onesíforo, para que, a su nombre, no le hiciese injuria la
parcialidad de Tamíride, contra él amotinada.
Ejecutado esto, y no pudiendo, o no queriendo evadirse de las
importunas instancias de los acusadores, pronunció por sentencia
definitiva que se encendiese una formidable hoguera en medio del
anfiteatro, en la cual la constante virgen, si no abjurase la
religión nueva del peregrino hebreo, arrojándola viva, sirviese de
escarmientos ejemplares a los futuros
transgresores.
No fue el ministro menos diligente en este sacrilegio quien, no
muchas horas
antes, comprara a costa de infinitas muertes suyas el
menor entretenimiento de la que agora apresuraba a tan impío
sacrificio. Propiedad inseparable de los celos, cuando son
demasiados. No sin pequeña similitud los comparó un discreto a la
sal en los manjares, que sazonándolos en proporcionada cantidad, los
echa a perder y hace intolerable su demasía. Tómase la sal con la
punta del cuchillo para suavizar lo que se come; pero quien
inadvertido derramase sobre el plato todo el salero, ¿cómo podrá
asegundar bocados? Amaba Tamíride a Tecla, ha poco dije; adorábala,
creció su pasión con la templada oposición de Alejandro; vio, agora,
caer sobre sus esperanzas el salero todo de sus menosprecios y lo
que primero fue tan sabroso, ya es tan amargo que, mudando el amor
de especie, se convirtió en aborrecimiento tan venenoso que desea
abrasar
a quien le abrasa, aventajándose a los verdugos mismos en
encender la pira y añadir materia a su voraz
incendio.
Entre tanto, pues, que éste infama su primero amor con
venganzas descorteses, y la inocente condenada juzga tálamo de sus
bodas las llamas horribles, en cuyo centro, deseosa, apercibe
epitalamios, volvamos a Alejandro, que en el amigable hospicio de
Cloriseno, aguarda la conclusión de tan dudoso y peregrino
caso.
Contradicciones quiméricas le amotinaban las imaginaciones, ya
prometiéndose esperanzas de que Tecla, por evadirse de diligencias
aborrecibles de Tamíride, fingía advenedizos cultos, reducida al
apóstol desterrado. Y que apurada en presencia del juez había de
restaurarse a la religión primera, declarando que sólo el
aborrecimiento de su competidor la había descaminado la obediencia
debida a sus antiguas observancias, a su sangre y a sus
obligaciones, ofreciéndose a más cuerdos avisos, si, en premio de
obedecerlos, le daban a Alejandro por esposo. Porque, considerándolo
con mediano discurso, ¿quién podía persuadirle, puesto que todos lo
afirmaban, a que una doncella tan prudente, honesta, rica y hermosa,
había de dejarse llevar de la afición lasciva de un extranjero
pobre, cuyas canas y despreciado traje descaminaba cualquiera género
de malicias que la desacreditasen?
-¿Qué estímulos amorosos -decía Alejandro entre sí mismo-
pueden, en la senectud de un pasajero, provocar el alma de quien,
vitoriosa exenta, ha triunfado de juventudes y bizarrías hasta agora
célebres?, o ¿cómo me persuadiré yo, que Tecla menosprecia tálamos
legítimos, por adúlteras desenvolturas?, ¿a Tamíride por Pablo, si
no es que con la sombra de éste intenta premiar merecimientos míos,
no es posible?
Pero, volviendo a destejer estas esperanzas, daba crédito a sus
opuestas imaginaciones, resolviéndose a que, pues todos lo
afirmaban, su madre la perseguía, Tamíride la acusaba y el juez
estaba resuelto a valerse del último rigor de su justicia, sin que
Tecla se defendiese, suplían encantamientos en el apóstol, las
partes que, en su senectud y poca ostentación para enamorar, estaban
tan desvalidas.
Árbitro, pues, entre estas ambigüedades, ya arrimándose a las
favorables, ya dejándose llevar de las que le afligían, eslabonaba
Alejandro la cadena de su desasosiego, cuando entró Cloriseno
demudado el semblante y bañados los ojos de compasiones, que sacaba
el alma a las mejillas, diciéndole:
-Retírome, amigo íntimo, del espectáculo más horrible que
ejecutó jamás la crueldad disfrazada con el título de justicia:
Tecla condenada al fuego y desnuda, es escarmiento asombroso a su
patria misma.
Refirióle tras esto todo lo sucedido, la expulsión de Pablo, la
muda constancia de su discípula, la bárbara persuasión de Teoclea,
las diligencias frenéticas para su muerte de Tamíride, la resolución
apasionada del juez en otorgársela, el concurso de naturales y
extranjeros al anfiteatro, donde los viles ministros la llevan al
holocausto más impío que asombró los hombres y la demostración
universal que había en los piadosos, el sentimiento de sacrilegio
tanto.
Quedó, oyendo esto Alejandro, con más señales de ser él el que
conducían al suplicio, que la adorada prenda que lloraban: inmóvil
el cuerpo, alzó el espíritu de obras, suspendiendo por no pequeño
espacio el ejercicio a
sus vitales influjos, y si durara su
remisión, no hay duda que, juzgándole vivo, se convirtiera estatua.
Salió luego de tropel el sentimiento en un diluvio de congojas que,
rompiendo las presas a la paciencia, se derramó por las mejillas, y
en tres elementos repartido, agua el llanto, viento los suspiros,
fuego las ansias, parece que, despejando el cuerpo de su vital
consorcio, se le restituían a la tierra. Volvióle en sí como pudo el
lastimado huésped, y después de extraordinarios medios que, sin
provecho, intentó para consolarle, se determinó desatinado a romper
con las armas por el infame pueblo y morir con Tecla generoso amante
o, a pesar de todos, obligarla libre; ejecutáralo animoso, si el
considerado amigo no se lo estorbara; porque, abrazándose con él,
ayudado de otros, mandó cerrar las puertas, y le representó los
peligros evidentes y desaprovechados a que se disponía, el mal pago
que daba a su amistad y hospicio, pues era cierto que a él, como
cómplice de aquel atrevimiento, le había de caber el mayor daño,
indignados con su
permisión el juez, Tamíride y Teoclea. Pudieron,
en efeto, con él razones, para no arrojarse a la última
desesperación; pero no para asistir más en república que, ingrata a
la mayor belleza, aplaudía ejecución tan bárbara. Mandó, pues, que
le apercibiesen luego su partida, y sin impedírsela Cloriseno, así
por verle impacientemente determinado, como porque con su ausencia
excusaba los riesgos que temer podía, le acompañó con sus criados
hasta el referido templo del fabuloso Adonis, desde cuyo elevado
asiento, viendo las llamas predominar por entre los más altos
edificios, llevado de sus amorosos ímpetus y dando lastimadas voces
contra los agresores de insulto tan execrable, dijo de esta
suerte:
¿A dónde te ensoberbeces
gigante voraz, que subes
trepando llamas por llamas?
¿qué intentas, cuando envileces
tu actividad, y en las nubes
tu lustre y nobleza infamas?
Rey elemento te llamas,
y cobarde degeneras
del valor en que pudieras
tu esplendor engrandecer;
¿para qué tanto encender
la esfera del aire santa?
¡tanto incendio, pira tanta
contra una flaca mujer!
¿Qué Troyas rindes a Grecia?
¿qué Tifeos a Vesubio,
vengando a Júpiter, domas?
Una virgen te desprecia
por más que, ardiente diluvio,
tirano te tiemblen Romas;
¿contra quién las armas tomas,
que el primer cóncavo escalas,
y siendo de humo las alas,
vecinos zafiros quemas?
¿Para qué, en lenguas blasfemas
transformado, el vuelo animas,
y satírico lastimas
hasta las luces
supremas?
Si virginidad blasonas,
¿por qué a una virgen abrasas,
y a tu semejanza ofendes?
Mas si a ti no te perdonas,
y te
aniquilan tus brasas,
¿qué mucho si a otros enciendes?
Soberbio, en vano pretendes
la vitoria que presumes,
pues tu sustancia consumes
cuanto
más llamas atizas;
convertiráste en cenizas
contra ti mismo, cruel,
por más que al cielo Babel
pirámide solenizas.
Tecla es
diamante, que goza,
contra llamas, privilegios
seguros de tu furor;
penetra, abrasa, destroza,
ejecuta sacrilegios,
que no te tiene temor;
no pudo el fuego de amor
encender su pecho frío,
no pudo el incendio mío
en su alma hacer señal,
¿y el tuyo, que es material,
a lo imposible se atreve?
Tiembla atrevido, huye leve,
y empresas busca más altas,
mira que en su pecho asaltas
eternos montes de nieve.
¿A quién aplaude tu injuria
con la vil solicitud
que a los cielos amenaza?
¿a una madre, cuya furia,
su misma similitud
frenética despedaza?
¿a un juez torpe que en la plaza
blasfema plebe convoca?
Adula a una ciudad loca,
de lo que pierde ignorante;
adula un bárbaro amante,
que ingrato desdenes venga,
porque sucesores tenga
el rústico Hipodamante.
Plegue a la mayor deidad,
si ofendieres su hermosura,
si en su cristal te cebares,
que (infame tu actividad),
materia quemes impura
cuantas veces te cebares;
jamás en aras o altares,
fragancias aromatices,
jamás en humos suavices,
estrados del solio inmenso;
jamás en mirra y incienso
subas, cuando el viento escales;
jamás drogas orientales,
de Arabia te paguen censo.
Cuando, Membrot, determines
adelantarte a los riscos
de tu ardiente luz blandones,
porque el vuelo desatines,
derriben tus obeliscos
borrascas y Deucaliones.
¡Ay, cielos, no desazones
delicias que el orbe adora;
no abrases esta vez, llora,
porque tu furor suspendas;
obliga noble, no ofendas;
sé lisonjero, de modo
que, pues eres lenguas todo,
llegando a lamer no enciendas!
¡Oh la más rústica y necia
república vengativa,
que a bárbaros dio renombres,
no te llame suya Grecia,
ni en mapas suyas te escriba,
porque te ignoren los hombres!
Con trágico fin asombres
siglos y posteridades;
a las futuras edades,
sólo conserves ruinas;
no te socorran vecinas,
cuando invasiones te estraguen;
esclavos tus hijos vaguen
por regiones peregrinas.
Alma paloma, a los polos
vuela, y en solio infinito,
tu nombre estrellas rotulen;
yo te erigiré mauseolos,
que a Caria afrenten y a Egipto,
y a la eternidad emulen;
yo haré que sacras te adulen,
lisonjas de firme amante;
yo en columnas de
diamante
perpetuaré tu pureza,
tu honestidad, tu belleza,
porque en los templos de Aulide,
el griego a Efigenia olvide,
consagrando
tu entereza.
Fía a los vientos tesoro,
que en tus cenizas espero:
porque honren la patria mía,
pondrélas en urnas de oro
sobre
obeliscos de acero
que igualen al rey del día.
Prenda mía (ojalá mía:
no te malograra ajena)
adiós, que ataja mi pena
encomios y
desfallece
el aliento, que te ofrece,
cándida y virgen, laureola;
gózate a ti misma sola,
pues ninguno te merece.
Los últimos acentos de esta lastimosa canción pronunció apenas,
cuando, sin despedirse de su huésped (porque cuando es de este
género el sentimiento, no repara en cortesías), picó el caballo y
con veloz carrera, por alcanzar el bruto los suspiros que su dueño
adelantaba, se perdieron los dos a los ojos del amigo, tan impedidos
de las lágrimas que le dejó en ellos que, cuando caminara menos
presuroso, no le vieran. Volvióse Cloriseno a su habitación, donde
encerrado y lloroso aguardaba los últimos avisos de aquel inaudito
sacrilegio.
A este tiempo, desnuda de las primeras ropas la enamorada
virgen y
apresurando en ella los bárbaros ministros venganza sin
agravios, más deseosa Tecla de abreviar por medio de las llamas
estorbos a sus bodas vírgenes, que sus perseguidores, porque en
pálidas cenizas fuesen los vientos llevándolas, pregoneros de sus
impiedades por el orbe, disfrazado el eterno esposo, quiso (a fuer
de príncipe encubierto que sale a ver entrar su esposa en el palio
augusto, a tomar posesión del reino que la esperaba) ser testigo de
la mayor fineza, que correspondencia amante hizo jamás en favor de
no conocido empleo. Apareciósele en la forma misma que su apóstol
santo (Pablo digo), Christo ya su esposo, llamándola risueño desde
el centro de las ya apacibles llamas, y Tecla creyéndole lo que
parecía, bañada de júbilo amoroso, a pesar del hasta allí cuerdo
silencio, con voz angélica, oyéndola los presentes, cantó estos
versos:
Tercero celestial, de mi firmeza
dudáis, sin duda, pues hacéis alarde,
viniéndome a animar, que soy cobarde,
como si hubiera en firme
amor tibieza.
No, iris de mi bien, que la pureza
del elemento virgen deseos arde
en mi pecho de suerte, que, aunque tarde,
soy fénix, que mudé naturaleza:
Pirausta, de estas llamas me enamoro,
salid vos mi fiador, que yo os empeño
mi fe con obras, de triunfar diamante.
Coronaránme sus diademas de oro,
y volaré a los brazos de mi dueño,
cuanto mas abrasada, más amante.
Tan afectuoso fue el ímpetu de su amor, tanto el impulso de
quien le estimulaba que, sin esperar las diligencias sacrílegas de
los verdugos, los brazos en cruz, invocando el nombre de su adorado
esposo, se arrojó con intrépidos pasos por el escuadrón ardiente de
las formidables brasas. Temióla el consumidor elemento, pues,
abriéndose en dos coros y recibiéndola en su centro, se volvió a
cerrar de modo que, sumiller de cortina, corrió las de su luz, para
que, oculta entre ellas, se negase a los profanos ojos del idólatra
concurso. Clamó el pueblo asombrado y, respondiéndole la tierra, con
indignación de que en su superficie se ejecutase tan bárbaro
holocausto, tembló furiosa, abrió vorágines y, bostezando fuego,
sorbió gran número de los cómplices, ingratos a inocencia tanta, al
tiempo que, despejado el cielo de los opacos estorbos con que
esconde su diáfano semblante, sin necesitar esta vez de nubes,
prodigalizó aljófares hermosos, rocíos recreables y lágrimas
risueñas, burladoras de temeridades vengativas. Derramó un viento
borrascoso las llamas agregadas, que hasta allí sirvieron a la
invencible
hermosa de camarín de gustos, de pensil pancayo, de
tálamo virgíneo, empleando en los circunstantes la hambrienta furia
que se les negó en Tecla. Huyen sin saber dónde escuadrones medrosos
de infieles, lamentando con descompuestos gritos la injusta
temeridad que primero aplaudían; y la regalada esposa (arqueros de
su guarda las cuchillas encendidas del fuego que la cercaban),
festejando las gratulaciones angélicas, escuchaba himnos sonoros que
la entretenían (llevándola un globo luminoso de las llamas mismas,
como la carroza del patriarca del Carmelo, por los aires) y, entre
muchos de los cánticos con que le aplaudieron los espíritus
celestes, fue el que las tres salamandrias religiosas, para
confusión del monarca babilonio, en medio del horrible y artificioso
volcán que convirtió su incendio en primavera, entonaron,
repitiéndole
agora la capilla real del cielo, de esta suerte:
Bendito, eternos siglos
por todas las edades,
eres, inmenso Dios,
Señor de nuestros
padres.
Bendito sea tu nombre,
digno de que se alabe
por santo, por glorioso,
inmenso y agradable.
Bendito en el supremo
templo, cuyos altares,
tu gloria los adorna
de eternas claridades.
Bendito sobre el trono
augusto y inmutable,
a
quien de gradas sirven
querubes de diamante.
Bendito, que registras
abismos penetrables,
sus mínimas arenas,
como sus monstruos grandes.
Bendito en la firmeza
de tus palacios reales,
sublime en los diez globos
que son sus pedestales.
Echalde bendiciones
eternas y incansables,
cuantas hechuras suyas
le confesáis por padre.
No cesen vuestras lenguas,
ni en ellas jamás falten
agradecidas voces,
que su alabanza ensalcen.
Espíritus hermosos
que a Dios servís de pajes,
mil veces bendecidle,
desde
el querub, al ángel.
Esféricos zafiros,
haced, para alabarle,
vuestras estrellas lenguas,
será luz su lenguaje.
Orbe que el culto oprimes,
pisando los pilares
del claro primer móvil
y en él dilatas mares,
modula sus corrientes,
porque sin fin le canten
loores infinitos,
sus cursos y raudales.
Cuantas del sol alumnas
tiráis lúcidos gajes,
virtudes, influencias,
ya
fijas o ya errantes,
formad capilla todas,
y echando amor compases,
cantad a Dios motetes,
ya agudos y ya graves.
Nubes que, concibiendo
vapor en vez de sangre,
para vestir la tierra
parís fertilidades,
bendigan vuestras lluvias
(pues os blasonan madres)
a Dios que las engendra,
porque la sed no abrase.
Bendígale el rocío,
cuando la aurora sale,
mezclando entre claveles,
aljófar
con granates.
Bendíganle, en su esfera,
espíritus, que en aire,
respiración del orbe,
recrean los mortales.
El elemento
virgen,
que, todo oro, en plumajes
flamígeros se encubra,
Apeles de celajes,
su artífice bendiga,
con el calor que nace
de su eficiencia pura,
ministro inseparable.
Bendígale el invierno,
del año tierno infante,
con el adusto estío,
que
el día hace gigante.
La escarcha le bendiga,
que de la yerba frágil,
platea las guedejas,
si enanas, agradables.
Bendígale el granizo,
cuando en las tempestades
son balas de las nubes,
que asombran los mortales.
Bendíganle los yelos
y el frío, cuando cuaje
las fuentes con viriles
que imiten los cristales.
Bendíganle las nieves,
tareas y jornales
que, hilando el cielo a copos,
visten cerros y valles.
Bendíganle las noches,
obsequias funerales
del sol, que en ellas muere,
cuando el descanso nace.
Bendíganle
los días,
que armónicos aplauden
las aves lisonjeras,
si a ver su esplendor salen.
La luz y las tinieblas,
opuestos
inmortales,
a Dios bendigan siempre
en sus enemistades.
Bendígale la tierra,
sus yerbas y metales,
desiertos, poblaciones,
brutos irracionales.
Los montes le bendigan,
los cerros arrogantes,
que al sol primero hospedan,
porque de luz los bañe;
cuantas
especies crían
vivientes vegetales,
a Dios su jardinero
eternamente alaben.
Bendíganle las fuentes
risueñas y brillantes,
que retozando arenas
del campo son juglares.
Bendíganle, amorosos,
los piélagos de sales,
que, a usura, ferian ríos,
porque en almíbar paguen;
gigante la ballena,
del mar monte portátil,
la inmensidad de peces
que pueblan manantiales.
Bendigan
a Dios todos,
las fieras y las aves,
las simples siempre ovejas,
los brutos formidables.
Los hijos de los hombres,
que
Dios crió a su imagen,
del escogido pueblo las tribus y linajes.
Los sacerdotes limpios,
los que servirle saben,
las almas de los justos,
los
santos, los suaves
de corazón y humildes,
que ignoran los disfraces
con que el engaño torpe
afecta santidades.
Bendígale
Ananías,
mil himnos le consagren
Azarías, Misael,
pues ya, refrigerantes,
aunque a la muerte pese,
las llamas que, voraces,
a Tecla acometían,
sus pies agora lamen.
Confiese el universo,
de nuestro Dios bondades
piadosas y, a su nombre,
misericordias
cante.
Al que es Dios de los dioses,
que pisa majestades,
festejen religiosos,
en templos y en altares.
Ya la paloma
suya
que sube a desposarse,
y el fuego vuelto en flores,
le sirve de telares,
epitalamios tiernos,
en coros inmortales,
aplaudan serafines
porque en su amor la abrasen.
Ansí sabe Dios mejorar deleites en los que, por su amor,
menosprecian los caducos. Persuádase el engolfado en esto, que si
por ignorar aquéllos, juzga que le vende los suyos el cielo caros,
se engaña ciegamente. Porque, dado que en la corteza asombren las
obligaciones del perfecto, tiene tanta suavidad en lo interior, que
a gustar una mínima gota de aquel néctar celeste, le amargarán como
acíbar los más apetecidos del suelo. Penitencias, ayunos y toda la
munición que con el alma combate el reino que padece fuerza, son
gigantes de danza, que asombrando a los simples, regocijan al
experimentado. Si Sansón huyera el acometimiento del león palestino,
temblárale después, aun soñado. Luchó con él, y al primero traspié,
sus quijadas rotas, fueron trofeos de su osadía nazarena. Murió
acometido, y halló a la vuelta el acometedor ser comida sabrosa el
que voraz no perdonaba viviente, abejas sus colmillos, colmena su
boca y panal almibarado su centro. Cera y miel le administró el más
atrevido bruto, aquélla para que con su luz no se descaminase, la
otra para que con su alimento no desfalleciese. ¡Qué hermoso símbolo
de los trabajos y martirios!; en la perspectiva, la vida rigurosa
que escogen, león que asombra; en lo interior, miel y luz que
encamina y alimenta experimentada. No permanecen las frutas que
carecen de cáscara durable, en cuyo presidio se defiendan del tiempo
sus médulas. Qué penitente se nos muestra la nuez, vestida del
coselete duro de su superficie, encarcelado su huésped y oprimido
entre los nichos de sus alojamientos, pero rotos éstos, ¡qué
sabrosa, qué suave! Comparo yo los deleites caducos al dátil, los
espirituales a la almendra, aquél sujeto a fácil corrupción, y tan
costoso a su dueño que ha de esperar cien años la cosecha de su
fruto
fastidioso, y cuando alcanzado quiere regalarse con él, a
cuatro dátiles se empalaga; tan inútil en el uso de la medicina, que
sólo aprovecha para cáusticos y quemazones; oro en la apariencia,
panal en el hueso, pero puertas adentro de sus carnes, una alma
empedernida, un gusto insípido y rebelde. La almendra, al contrario,
porque no la tengan por hipócrita, cubre su penitente arnés de una
sobrevista verde que recrea a quien la mira; debajo de ella un
alcázar tan defendido, un monasterio tan observante en la guarda de
la pureza cándida de quien le habita, que ni la ponzoñosa araña, ni
el gusano taladrador la empece; siempre nevada, siempre sabrosa,
¡qué tierna, qué útil para todo regalo! ¿Qué plato no sazona?, ¿en
qué conserva no entra?, ¿qué medicina no suaviza?, ¿a qué enfermo no
recrea? Hasta su aceite, oro potable, hermosea cabellos y desvanece
dolores; tan liberal, tan limosnera, que su planta hermosa se pone a
peligro de las reguridades del marzo, por adelantarnos en sus flores
las primicias de sus frutos, primera en licencias en el grado
dotoral y borla de las primaveras. Anhele el profano por los dátiles
del mundo, que se crían mal y tarde en los arenales secos de los
vicios, que a breve plazo su dulce empalagoso le ampollará la boca y
su
médula le quebrará los dientes, si ahondando en ellos llega hasta
su centro. Posea el sabio las almendras sazonadas, con que el cielo
le hace el plato, que si a costa de sudores y trabajos venciere lo
difícil de su apariencia, a pocos lances hallará maná divino, que le
sepa a todo deleite para el alma, redundando de ella medras
inefables para el cuerpo (pues éstos, tal vez en esta vida de la
suerte que en la eterna, tiran gajes de resplandor y acostamientos
de gustos, derivados del dueño a quien hospedaron). Y verifique esta
verdad cristiana nuestra virgen, que en la carroza de oro de sus
llamas, encubierta entre las cortinas de sus esplendores, después
que torbellinos, rayos y terremotos despejaron seguridades y
expelieron peligros, aplaudida de músicas angélicas, se halló fuera
de su madrastra patria, vestida de su primero adorno, laureada por
invencible, obedecida del monarca de los elementos y esposa del que,
siéndolo de todo lo posible, la previno inmortales
posesiones.
Sola se halló la virgen apostólica (ansí la llama en diversas
partes
de su vida el gran Basilio de Seleucia su devoto coronista),
a breve distancia de su ingrata ciudad (si es bien decir que se
hallaba sola, quien llevaba en el alma toda la corte celeste en
compañía de su inmortal esposo) y guiada de sus amorosos impulsos,
seguía su deseado apóstol, para congratularse con él y hacer más
festivo el triunfo de sus hazañas. Ignoraba dónde le hallase, pero
enseñáronle el camino dos de los discípulos de su maestro que, en
compañía de su huésped Onesíforo y otros muchos catecúmenos, escogió
por alojamiento la estrecha y escondida capacidad de un sepulcro
antiguo, que en aquel desierto aseguraba a los que, cuerdos,
juzgaban por menos intratables los cadáveres horrendos que la
compañía de los vivos, siempre perseguidores de las virtudes.
Disimulados, pues, éstos, iban a Iconio a comprar el sustento
necesario
para Pablo y sus consortes. Festivo encuentro para unos y
otros fue el hallarse juntos, que celebraron con alabanzas
religiosas, en acción de gracias a la omnipotencia vencedora que
asistió a su cándida virgen. Dio, en fin, el uno de los dos
ministros de Onesíforo la vuelta, guiando a nuestra mártir al
sepulcro referido, y el compañero entró en la ciudad por la
provisión que quedó a su cargo. Halló, pues, Tecla al venerable
apóstol postrado en tierra, que con lágrimas fogosas, Moisés
segundo, mientras su dicípula vitoriosa peleaba a imitación de Josué
venciendo amalequitas, impetraba socorros celestiales que sacasen
triunfadora su fortaleza. Llamóle la enamorada virgen y,
guarneciéndole los pies de aljófares derretidos, cantó festiva toda,
de esta suerte:
Inmenso incircumscripto,
Criador de cuanto vive,
de cuanto ser recibe,
Dios solo, y infinito;
tú que siempre bendito,
Rey de reyes te llamas,
y
entre apacibles llamas
de tu amoroso abismo,
engendras en ti mismo
la semejanza que amas.
Tú que, virgen fecundo,
de tu
naturaleza
contemplas la belleza
por quien formaste el mundo;
y siempre en su profundo
océano ocupado,
das vida a tu traslado,
porque tu ser le cuadre,
tú que su padre y madre
le engendras, no engendrado.
Tú sólo la violencia
flamígera templaste,
y
en ella atropellaste
la idólatra inclemencia,
mi virgen inocencia,
por ti fue defendida,
y, la opinión fallida
de mis
perseguidores,
en tálamo de flores
cobró segunda vida.
Mil gracias te dedico,
mil himnos te consagro;
porque con tal milagro,
mis dichas multiplico;
tu nombre santifico,
porque su luz me guía,
a Pablo, en quien confía
la fe de mis amores,
pues
él en mis errores
es norte, es sol, es día.
Por él tengo noticia
de tu inmutable imperio;
por él del cautiverio
salí de la
malicia;
por él en tu milicia,
vitorias he cantado,
que tu laurel me han dado;
por él sé la grandeza
de tu imperial Alteza,
de tu infinito estado.
Por él, humilde, adoro
una deidad sencilla,
del cielo maravilla,
de nuestra fe tesoro;
gozosa
me enamoro,
al paso que me espanto,
de que en misterio tanto,
alumbre mi ignorancia
una sola sustancia
en un Trisagio santo.
En tres supuestos vivos,
un ser de eterno fruto,
un Dios solo absoluto,
y tres los relativos;
misterios excesivos
que en tres personas vea
mi fe sola una idea,
un poder solamente,
un querer, una fuente
que sola a tres recrea.
Por
él sé las grandezas,
que humano Dios blasona
con sola una persona,
y dos naturalezas.
Divinas sutilezas,
alma, con que te asombres,
pues nace con dos nombres,
ya en tiempo, ya sin tiempo,
por ser su pasatiempo
los hijos de los hombres.
De la paloma tierna
por él sé la eficacia,
océano de gracia,
amor de llama eterna;
correspondencia interna,
que sin cesar procede,
del
Padre (a quien no cede
ventaja) y del concepto,
que es hijo, más no efecto,
y tanto como él puede.
Por él, el oportuno
logro,
conozco y veo,
que por la fe poseo,
pues da ciento por uno;
sin ella no hay alguno
que pueda por sí mismo
librarse, y que al abismo
no pague mortal censo;
porque en su golfo inmenso,
la tabla es el bautismo.
Por Pablo, en fin, divino,
guiado el pensamiento,
llegué al conocimiento
de Dios, único y trino;
él me allanó el camino
para pasar segura
a la inmortal ventura,
donde
he de poseerle;
porque el obedecerle
es la mayor usura.
No hallará la pluma exageración que lo sea para significar el
júbilo y el alborozo con que el alma de Pablo bañada de regocijo, y
los ojos de la oración, gratuló a Tecla, dándola los plácemes
festivos de su vitoria. ¿Qué gracias no rindió al autor eterno de
tanto prodigio? Ensalzó su nombre, su bondad, su mansedumbre, su
poder, su sabiduría; congratulóse con los cielos, por la fertilidad
de tal cosecha; dio por bien empleados los trabajos y persecuciones
padecidos a causa suya en Iconio, profetizando la espiga de cuyos
granos se colmasen los graneros celestes. Intitulábala virgen,
mártir, apóstol, evangelista y otros infinitos atributos, dignos
todos de su invencible merecimiento.
Participó
Onesíforo de este general contento, participóle su
familia, participáronle hasta los cadáveres de aquel sepulcro, pues
el lugar que por su causa era horrible, ya por la asistencia de
Tecla y Pablo, fragante y deleitoso, se convertía en tálamo de
túmulo; volvió con la provisión que fue a buscar a Iconio el fiel
ministro, sentáronse los convidados milagrosos sobre tapetes que les
matizó Amaltea, comieron, no prodigalidades de la gula, sainetes sí
de la necesidad, apetitosos a la abstinencia: legumbres fáciles y
sabrosas, pan grosero, pero sano, agua casta y apacible. Pero lo que
le faltó a aquel banquete de artificios y guisados, con que se anima
la torpeza, lo suplió el gozo espiritual del triunfo conseguido;
porque más sazona el alegría que las especies aromáticas y la
sutileza del mejor adulador del apetito. No hubo manteles que se
levantasen, que, como eran de flores, quedóse el huésped (digo el
prado), con ellos. Reiteraron gracias a su Dios y, fenecidas, dijo
la virgen mártir a su maestro apóstol:
-Dos libertades he conseguido, carísimo Pablo, por tu causa: la
principal, que es la del espíritu (hasta agora derrotado por los
contagiosos piélagos de la idolatría); la accesoria (que es la del
cuerpo), obedecido y respetado (mediante la integridad que consagré
a mi esposo) del más absoluto y inexorable elemento. No bastan los
principios felices de una acción loable, si no se proporcionan con
ellos los medios para conseguir mejores fines. Yo y sin ti, en
ciudad tan impía y mi perseguidora, ¿qué esperaré de su asistencia?,
¿qué de los que la habitan, mujer sola, y tan ocasionable la que los
profanos llaman hermosura, y es en mí aborrecimiento? Sólo un
remedio se me ofrece (y, si no me engaño, por celestial impulso de
mi determinación escogido), y es que, cortándome el cabello (lazo
engañoso de simplicidades torpes), huyamos los riesgos a que
ocasionan los
que en ellos solicitan su mismo arrepentimiento, y en
tu segura compañía, con traje varonil disimulada, será fácil excusar
los escollos de este mar todo bajíos, que a tan pocas honestidades
permiten navegación tranquila.
-Aprobara -respondió el apóstol- tu resolución loable, si no
temiera, de la belleza que te hace peligrosa y la facilidad con que
la juventud se desenfrena, el arriesgarme a una persecución
continua, librada en tu edad ocasionada y en la poca resistencia de
la mocedad traviesa. Repara, discursiva, en que no añadamos exámenes
segundos, que arriesguen tu virginal constancia, quizá más
peligrosos que los primeros, en que, vencida la fragilidad leve de
tu sexo (aun en los varones constantes peligroso) des en tierra con
la primer vitoria, vituperándola la pusilanimidad de tu naturaleza.
Principalmente, novel en esta milicia y apenas suelta de los
estrechos retiros de tu casa y recogimiento.
-Las llamas, Pablo mío -respondió la virgen-, ya que con los
auxilios de mi esposo no me ofendieron, por lo menos abrasaron todo
género de temor y cobardía. Transformada estoy en el mismo que me
escogió sin méritos, siendo tú el tercero, para el tálamo virgíneo
de sus eternos brazos. No temo, no recelo, pues quien me sacó
vitoriosa
de las hambrientas llamas, me conservará invencible de las
contingencias adversarias que se me opongan. Armas llevo en la cruz
siempre triunfante; empresa es de mi dueño, ¿qué amenazas?, ¿qué
desdichas pueden acobardarme? Yo peleando en la palestra, tú mi
padrino animándome a la vista, tú mi maestro, yo tu dicípula,
opóngase el infierno, que ya le desafío.
-A tan heroico espíritu -respondió el apóstol- tú, doncella
flaca, y yo varón con cargo de alentar flaquezas, desmintiría mis
obligaciones, si no me conformase con tu resolución cristiana; Dios,
sin duda, habla en tu lengua, prosigue deseos y ejecuta propósitos:
serás nuestra compañera. Aumentará tu esfuerzo la gracia bautismal
que en breve te prometo, con cuyo patrocinio, si catecúmena
venciste, cristiana triunfarás, coronando laureles inmortales tu fe
inexpugnable, tu esperanza segura, tu caridad perfeta, que nos
sacarán felices de cualquier naufragio.
Regocijóse Tecla todo lo imaginable con tan benévola permisión,
aprobóla Onesíforo, y haciendo traer vestidos varoniles que la
deslumbrasen de su misma naturaleza, los dos ya en el camino, y
despedidos de ellos el piadoso huésped y sus criados, éstos se
volvieron a Iconio y, los dos santos, siguiendo el norte del
espíritu divino,
guiaron a la populosa metrópoli de Siria, célebre
con el blasón cristiano que en ella tuvo principio, mucho más que
con el que le dejó en propiedad su fundador monarca, llamándola
Antioquía. Algunos días antes que el vaso de elección, Pablo,
santificase con su presencia la ciudad dicha, llegó a ella Alejandro
que, como patria suya, y el primero de ella, le esperaba, honrándose
en honralle con la principal toga de su gobierno. Porque, dado caso
que la florida edad que gozaba parece que le excluía de la
judicatura (nunca tan autorizada como cuando la califican canas),
suplían en él este defeto, letras, discreción, sangre, hacienda y el
común aplauso con que Antioquía le veneraba casi por su príncipe.
Acetó la plaza, más por divertirse con sus ocupadas asistencias del
riguroso desvelo de sus imaginaciones, lastimadas con el trágico, a
su parecer, suceso de su prenda, que por ambición que le desordenase
la noble modestia de su templanza. Ejerció su oficio, pero no fue
bastante, ni el hechizo del mandar tanta república (siendo ansí que
el imperio desvanece los más considerados), ni la ocupación de
negocios tan diversos, a que acudía tanto causídico, tanto
querelloso, lisonjero tanto, a que la ausencia se alabase haber en
él disminuido un punto sus desvelos (que cuando amor de veras se
aposesiona de un espíritu y pasa de lo imperfecto sensitivo a lo
sutil y acendrado de lo inmaterial, ni distancias de regiones, ni
imposibles de la muerte desbaratan la imagen que imprimió con
caracteres de fuego en el alma del amante).
Un día, pues que, entre otros, acompañado de lo más válido de
su tribunal, gozaba, a la principal puerta de aquella augusta
república,
la frescura del viento por la tarde (necesario todo para
templar el ahogo de sus imaginaciones), más suspenso en ellas que
nunca, y deleitándolas con el apacible retrato de Tecla, que en su
memoria parecía, más origen que traslado, trocó en los ojos el
traslado por el origen, viendo delante de ellos, que en traje de
peregrino, si aliñado, humilde, acompañaba a su divino apóstol, más
ufana al lado suyo que sobre el trono del augusto imperio. Iban los
dos a entrar en Antioquía, pero apenas se permitió Tecla a los ojos
de Alejandro, puesto que a su parecer bastantemente oculto el oro de
su belleza, entre las fundas de su esclavina, rayo penetrativo en
los sentidos de su amante, cuando, absorto en su contemplación, ni
le perdonó potencia, ni privilegió acción vital que no le
transformase en nueva llama. Cogióle desapercibido: llorábala
holocausto el cuerpo, estrella el alma, habitadora eterna de la
esfera más sublime. No es maravilla que ímpetus no prevenidos
descuidasen la prudencia, arrojándose con la propensión de la
voluntad a lo que no pudo impedir el entendimiento: yedra enamorada
de su cuello, le echó los brazos, desacreditando acción tan
inconsiderada su hasta allí célebre compostura. Y Tecla, que
advirtió entonces cuán poco disimulan disfraces contra la
transcendencia de un amor furioso, viéndose oprimida entre los
aborrecibles nudos del descompuesto joven, rasgándole las ropas
consulares y derribándole al suelo la diadema (que como insignia de
su casi real ministerio le adornaba), varonil defensora de su honor
intacto, hiriendo y maltratando con sus virgíneas manos al descortés
salteador de su pureza, dio voces animosa, convocando multitud de
ciudadanos,
a quienes, encendida en virtuosa indignación, dijo lo
siguiente:
-¡Oh qué hazaña, antioquenos, tan digna de la majestad que
vuestra república blasona! Desenfrenadas tiranías os darán
inmortalidad
que las demás envidien. Violentas opresiones os harán
eternamente célebres, lascivos asaltos calificarán vuestra nobleza;
creía yo que, amparándome de vuestros ciudadanos, como asilos de la
modestia, madre Antioquía de la hospitalidad, refugio de los
peregrinos, olvidarían mis persecuciones pasados riesgos. Y veo, por
experiencia, que se me convierten en lascivos y torpes
atrevimientos. Y, ¿dónde?, no por cierto entre los riscos y selvas,
ocasionadores a insultos ilícitos, sino a las puertas mismas de la
metrópoli del Asia, de la legisladora de toda Grecia. ¿Paréceos
ciudadanos, que aunque extranjera y sola, me falta patria que me
vengue? Populoso Iconio me reconoce por hija, su nobleza por
ilustre, por hacendada sus posesiones; menospreciado el tálamo que
con Tamíride, el más ínclito morador de sus vecinos, me solicitaba a
indisolubles lazos; conservadora casta de mi preciosa integridad, me
retiro por conservarla entera a vuestra sombra. Desterróme de mi
casa, parientes y hacienda, la constante resolución de no manchar
cándidas promesas que a mi esposo he dado; éste es Christo, cuyo
suave cautiverio juzgo por libertad preciosa; cuya peregrinación
mendiga antepongo a caudalosos intereses de mi riqueza. ¿Será, pues,
alabanza digna de vuestro hospicio, consentir que despojen
desenfrenamientos a quien favor os pide, de la joya rehusada a
empleos permitidos? El honor que pudiera conservarse en lícitos
contratos, ¿profanarse por la infamia torpe de quien me iguala a la
vileza común de la ordinaria perdición? No imagines, desatinado
joven, como sospechas, que vagamunda registro provincias diferentes,
codiciosa a la ganancia torpe que junta el vil deleite al
estipendio. Ni el cielo lo permita, ni con tal insulto jamás mi
esposo Dios consienta que, faltándole a la palabra que le dediqué de
esclava eterna suya, me desacredite vergonzoso olvido. Empeños de
amorosa virginidad me tienen
presa en la cárcel dulce de mi esposo
Christo. Pablo, apóstol suyo, que es el que alcaide de mi pureza
traigo por ángel de mi guarda, salió fiador de deuda tanta.
Tiémblale como a ejecutor de la venganza omnipotente. Reverénciale
como a uno de los doce jueces que han de residenciar el universo, y
no desdores la generosidad ilustre que tu presencia abona con la
asquerosa mancha de tal violencia en una huérfana peregrina que, a
cuenta del único protector de desamparos, se fía y encomienda a la
hospitalidad piadosa de esta ciudad augusta.
Esto, Y la resistencia valerosa de la invencible mártir,
impidió la brutal
pasión de su inconsiderado pretendiente, si no
templado, impedido por lo menos, dando lugar a que, atravesándose
autoridades y canas, se admirase la resolución virtuosa de una
frágil peregrina, que triunfó del mayor incentivo que a su edad
ocasionada pudiera ofrecerla el aprieto y la fortuna, despojos de
sus plantas la púrpura y corona del más ilustre magistrado.
Obligando después tan célebre vitoria a que, a pesar del olvido,
consagrase a su nombre en aquel sitio mesmo la posteridad un templo,
que hasta hoy permanece, conservándose en su escultura célebre la
imagen de nuestra virgen ínclita, que sirve de ejemplar a
imitaciones tales.
Cuando el objeto excede, en la excelencia y actividad, a la
potencia que se le descomide desproporcionada, no paga menos su
atrevimiento que con privación perpetua para los ejercicios de su
actividad. No diferencie la vista entre la limitada luz de las
estrellas, la majestuosa del sol, atrévasele, y quedará ciega; que
lo mismo le sucedió al amor desordenado del descompuesto joven, pues
sin medir con el discurso la dignidad superior que apetecía,
frustrando deseos, perdió la potencia con que pudiera gobernarlos:
perdió el juicio y, rematado loco, dio venganza a la envidia y
lástima a la amistad. Quedó Alejandro sin seso, pero no sin osadía
para ofrecer a Pablo, juzgándole usurero de aquel celestial tesoro,
porque le franquease permisiones y facilitase apetitos, cuanta
riqueza y intereses le propuso la esperanza y abonó la caudalosa
hacienda que le tenía soberbio. Indignóse el compañero soberano del
patrón de nuestra fe de suerte contra el comprador torpe de pureza
tanto que, dándole la respuesta mesma que Pedro al príncipe de la
simonía, desapareció de sus ojos y de la ciudad presente, llevado
por ministerio de ángeles a distancias remotas, para lograr el cielo
más célebre la vitoria segunda de su discípula invencible, cuanto
menos alentada con el patrocinio de su evangélico maestro.
Desatinado, pues, Alejandro de todo punto y acabando de despedazar
las reliquias de las ropas que perdonó la defensa virgen, dando
voces
destempladas contra el uno y otro, y lastimosa compasión a
gente innumerable que le asistía, dijo de este
modo:
¿Vosotros sois los que en Asia
blasonáis nombres eternos,
y con hazañas augustas
al macedónico cetro
pusistes argollas de oro?
¿Vosotros sois, antioquenos,
generosos descendientes
del que labró los cimientos
a esta ciudad, para espanto
de los romanos y griegos,
y desde el Tibre hasta el Gange,
dilató el lauro a su imperio?
No es posible, pues, cobardes,
aprobáis mi menosprecio,
y las insignias de Roma,
sufrís pisar por el suelo,
un monstruo, una advenediza,
Circe en hechizos, que ha vuelto
contagión trágica al orbe,
y en ella todo el infierno,
para asegundar la infamia,
que
la adquirió el vil veneno
con que al sarmático esposo
privó de la vida y reino;
vuestra religión profana,
y intentando hacer lo mesmo
del
mal logro de mis años,
en su abril la vida pierdo.
De Iconio su patria expulsa,
huye (como en otros tiempos,
desterrada del sarmata,
a
fuerza de encantamientos,
oprobio del monte Lacio,
convirtiéndose en Circeo);
si en Colcos mató a su padre,
en Grecia a su madre ha muerto;
pureza virgen pregona,
y en los brazos deshonestos
de un bárbaro circunciso
los lícitos himineos
de Tamíride rehúsa,
la
actividad reprimiendo,
a fuerza de invocaciones,
del más rebelde elemento.
No su hermosura os engañe
y, por guardarla respeto,
imitéis,
escarmentados,
de Ulises los compañeros.
Varones de Antioquía yo me enciendo,
yo adoro juntamente y aborrezco,
yo soy volcán de llamas y de nieve,
que yelan celos lo que amor enciende.
¿No os acordáis cuando Circe
se enamoró en el estrecho
de Nápoles y Tinacria,
de
Glauco, por cuyos celos
a Escila volvió en escollo,
a Escila, prodigio bello
de beldad, ya de peligros,
sepulcro de tanto leño?
Pues
esta Circe segunda,
en cenizas ha resuelto,
su patria, que es más delito,
por otro Glauco, un hebreo,
cuyos infernales pactos,
cuyos
conjuros blasfemos,
le traen vagando provincias,
para pervertir sus pueblos;
guardaos de ella, que arrebata
las libertades durmiendo,
¿qué
hará si despierta os mira,
quien monstruo mata entre sueños?
Yo, libre huésped de Iconio,
la vi una noche en el templo
del joven que llora Chipre,
mal logro infausto de Venus.
Sacrílego en ella amor,
quebrantó los privilegios
a su inmunidad debidos,
con mi inocencia severos;
robóme el alma en sagrado,
y agora me roba el seso;
cómplices sois de un insulto,
pues admitís los cohechos
de su hermosura cosaria,
pero ¿cuándo no torcieron
la vara de la justicia
las beldades y el dinero?
Patrocinad sus engaños,
sin compasión del incendio
con que se me abrasa el alma,
aplaudidla lisonjeros,
que pues la admitís piadosos,
yo sé que a los escarmientos,
daréis trágicos anales,
con que os infamen los tiempos.
¡Que me abraso varones, que me yelo,
fuego es amor, granizo son los celos,
ceniza y nieve soy, llamas y llanto,
muero de amor y vivo de contrarios!
Tan rabioso y desatinado furor revistió en su pecho el infernal
espíritu que le vejaba que, cayéndose en el suelo desmayado y con
demostraciones de difunto, fue tal el alboroto de la irritada plebe,
que acometiendo de tropel a la inocente virgen, como si algún
presidio fuera guarnecido de escuadrones, ya la hubieran apresurado
los laureles mártires haciéndola pedazos, si no reprimieran su
desatino las canas y autoridad de un venerable senador romano que
aquel imperio tenía en Antioquía, para las segundas instancias y
apelaciones que resultaban del magistrado común (que como natural y
emparentado, muchas veces se dejaba llevar de la pasión, siendo
necesario este recurso para los desvalidos y agraviados). Éste,
pues, rompiendo por el insolente vulgo, y haciendo que llevasen a
Alejandro a su casa, la diligencia del oro, siempre lisonjeada de
médicos y amigos, cuidaron, aunque dudosos, de restaurarle la mejor
potencia. Depositó entre tanto a nuestra virgen en casa de una
matrona rica, virtuosa y anciana que, granjeando general veneración
en Antioquía, viuda años había, lloraba entonces la falta lastimosa
de una hija sola, doncella cuerda, por extremo hermosa y por extremo
obediente que, clavel sin sazón cortado, un accidente repentino la
trasladó del jardín ameno de su juventud a los desiertos del olvido.
Llamábase la madre lastimada Trifena, y la malograda Falconila, cuyo
lugar y vacío llenó Tecla en las entrañas de la llorosa matrona,
recibiéndola con tan amorosos afectos que, quien los viera, juzgara,
o que profetizaba las felicidades que había de interesar con su
asistencia, o que
en ella transformada la difunta, se la restituía
el cielo para consolar irremediables sentimientos. Era en aquella
ciudad Trifena tan poderosa, que no blasonaba menos generosidad su
alcuña que la de los antiguos reyes de Siria, cabeza entonces de la
monarquía de Asia y Grecia. Sus posesiones y riquezas tan
caudalosas, que la facilitaban el blasón de madre de necesitados.
Reparó agora, desde unos antepechos que salían en su casa sobre los
muros, en la majestuosa entereza y apacible gravedad con que la
virgen apostólica se portaba entre el descortés tumulto de tanto
pueblo, cuyo alboroto la convidó a asomarse a ellos y ser testigo de
la invencible resistencia que defendió lo más precioso de su
hermosura, y enamorándose de sus virtudes, por la simpatía que las
suyas en ella conocieron, pidió al romano senador se la fiase,
consiguiéndolo su autoridad, y el deseo que el piadoso juez tenía de
reducir a Tecla por su medio a su primera religión. Libróla, en fin,
del plebeyo desacato, y acariciada en los brazos de Trifena, consoló
ausencias de su
maestro caro, si pérdidas tales podían hallar
equivalencia, en quién, después de Dios, le amaba sobre cuantas
cosas había en el mundo.
Durmió aquella noche nuestra virgen (velóla, quise decir), en
la contemplación regalada de su apetecido y eterno esposo; gozosa en
extremo con la certidumbre de su posesión cercana, llorosa empero
por la soledad de Pablo, que como medio de tanta dicha le amaba, y
huérfana
de su dotrina se desconsolaba no viéndole presente. No con
menos desvelos, Trifena recelaba el peligro venidero que a su
peregrina huéspeda amenazaba. Porque, entregándola absolutamente las
llaves de su voluntad piadosa (ya fuese por correspondencia de
constelaciones, o ya, lo que es más cierto, por disposición divina),
casi no echaba menos con ella la llorada compañía de su recién
difunta sucesora. Deseábala libre, y imposibilitábala estos deseos
la poderosa persecución de Alejandro, por su causa loco, y lastimada
la ciudad toda con la pérdida de magistrado tanto. Provocábanse
contra ella sus parientes, los más válidos de su república; era casi
príncipe suyo el agraviado; Tecla extraña, pobre, peregrina y con
indicios de deshonesta, expulsa de su misma patria, que, degenerando
de su sangre, anteponía la profesión aborrecible de una ley nueva al
culto antiguo de sus dioses; desacreditábala la compañía de un
hebreo, sospechado encantador, el traje licencioso con que, al
parecer de todos, certificaba que quien con él desmentía su sexo,
menospreciaba la castidad que le acompaña. Así entretejía durmiendo,
Trifena, temores con esperanzas, libradas éstas en Christo, a cuya
ley se disponía, y aquéllos, hijos del amor de su querida
encomendada (pues no le tiene quien no recela aun en peligros de
menos riesgo), cuando a la media noche, ni del todo atados los
sentidos a la suave coyunda del sueño, ni de tal suerte señores que
con libertad juzgasen de sus objetos, se le apareció la malograda
Falconila en forma lúgubre, pero no asombrosa, que la
dijo:
El llanto, madre cara,
las tristezas y el luto,
y el
sentimiento que tu vida acorta,
ni lástimas repara,
ni puede ser de fruto
a quien, cadáver, tu prudencia exorta;
las lágrimas reporta,
si
no quieren tus penas,
que, pues no las refrenas
para común castigo,
te llore la piedad, muerta conmigo.
Mi falta sustituya
Tecla,
de Christo esposa,
asombro de vitorias celestiales;
admítela hija tuya;
mejorará piadosa,
a eternos solios tus blasones reales;
fenecerán
mis males,
si en fe de lo que puede
con Dios, por mí intercede,
y en su presencia diva,
merezco que en su luz mi nombre escriba.
Dijo el necesitado espíritu, y desapareciéndose instantánea ,
despertó la matrona, aplaudida de interiores esperanzas y, sin
dilatar alivios a su difunta prenda, bañada de lágrimas gozosas,
trocó la cama por los brazos de su adoptada sucesora, refirióla el
sueño, y alcanzó su patrocinio con tan feliz afecto que, a su
instancia trocó Falconila penosas tinieblas por claridades
indeficientes,
sin que otra vez su madre tributase al sentimiento
lamentables quejas por su temprana ausencia. Colijo de lo dicho, que
la dichosa socorrida murió cristiana, pues aunque la historia no lo
afirma, parece que lo supone; y supuesto que el clavero mayor de los
cielos había ya consagrado en aquella ciudad al bautismo el blasón
primero y título cristiano, con multitud de fieles, es consecuencia
forzosa el confesarlo que estaba bautizada, cuando murió, esta
doncella, pues a no ser ansí, pusiéramos su salvación en la misma
duda que la de Trajano, patrocinada por el Magno
Gregorio.
En el ínterin, pues, que esto sucedía en favor de nuestra
enamorada virgen, los deudos de Alejandro y sus amigos, llorándole
frenético, insistieron de modo con alegaciones mentirosas, en su
venganza, que el romano senador, parte con recelo de algún popular
motín, viendo dispuesta la ciudad a cualquier atrevimiento, por la
ojeriza que toda mostraba a la ley que Tecla defendía, y parte por
el respeto que juzgaba merecer el primero magistrado de aquella
república,
que según la fama general de todos, mágicamente estaba
sin juicio, instigado del espíritu preciso, sentenció a la
invencible mártir, por transgresora de su blasfemo culto, a que,
futura presa de las fieras, festejase en el común anfiteatro a la
multitud sacrílega, que ya prevenida la aguardaba. Entraron pues, y
en la presencia de su segunda madre, descompuestos y atrevidos los
ministros bárbaros de aquella ejecución, la despojaron de las
generosas galas (adorno con que Trifena ostentaba la adopción
amorosa con que la constituía su heredera) y presentándola casi
desnuda, lastimoso espectáculo, al idólatra concurso, el cohecho
juez presidiendo a tan inhumano sacrificio, piélago de lágrimas
Trifena en su casa, y Tecla en la palestra de su triunfo, objeto
compasivo a los piadosos, si deseado a los crueles, los ojos en la
esfera
luminosa que apetecía, las manos elevadas y las rodillas en
el suelo, constante, humilde y animosa confiada, pidió alientos a su
esposo, alivio para Trifena, gloria para su nombre, confusión para
sus enemigos, fieles para su iglesia y nuevos méritos para su
prometido tálamo.
No era general el aplauso de su castigo; antes bien, divididos
los presentes en opiniones: los que reverenciaban la virginidad, que
no
eran pocos, de suerte se compadecían de la injuria de su
defensora que quisieran en aquel trance arriesgar las vidas por la
suya; al contrario, empero, los que temían que, introduciéndose en
su república la castidad celeste, les faltase cómplices a sus
deleites brutos, ensalzaban hasta las nubes a los celosos ejecutores
de sus antiguas leyes, permitiéndoles premios proporcionados a la
observancia de su religión lasciva; pero los cuerdos pronosticaban,
de impiedad tan bárbara, calamidades míseras, que en ruina lastimosa
de su república, sirviese de escarmiento trágico a los futuros
siglos. Interrumpió, pues, estas encontradas altercaciones, una
leona, que estimulada de la hambre y de arrojadizas flechas con que
la crueldad de los vengativos la provocaba, llenó el concurso de
atención y miedo, acometió con veloz carrera a la animosa mártir, y
puesto que, cuando fuera menos su voracidad, el verla desnuda y tan
hermosa, por natural instinto la irritada más rabioso asalto (si es
verdad lo que afirman naturales, que más se enfurecen los brutos
fieros
contra la beldad que miran que contra los deformes que
simbolizan con su fealdad silvestre) apenas extendió los vedejudos
brazos para satisfacción de sus garras y colmillos, cuando, en un
instante, rendida a Tecla la princesa de los brutos, cordera la
leona, lamiéndola los pies y lisonjeándola amigable, ocasionó
segundas voces que en confusos ecos se contradecían diciendo a un
tiempo mismo, los unos «milagro, milagro», y los otros
«encantamento, encantamento», intérpretes tan opuestas aclamaciones
de la contrariedad de los ánimos que les intimaban. Abrieron luego
las puertas a una osa corpulenta, bruto tan poco reconocido a los
humanos, que naturaleza, casi rehusándole entre las demás especies,
si le permite efeto de la generación, le saca a luz tan sin ella
que, informe en la figura, necesita su madre de la lengua, pincel
con
vida que, para dársela cabal, le perficiona. Mostró agora la
propiedad indómita de su fiereza, pues sin imitar la urbana cortesía
de la leona reina suya, quiso en su presencia aplaudir deseos de los
que se le aventajaban en crueldad. Agravióse justamente la bestia
coronada, y juzgando aquel atrevimiento por crimen de la majestad,
pues ofendía el respeto con que los irracionales todos la reconocen,
atajándole el apresurado curso y usando de la autoridad suprema que
la naturaleza la concedió, despedezada entre sus uñas, rindió a los
pies virgíneos sus despojos. No le dio lugar un león palestino a que
recibiese gratulaciones de la obligada mártir, porque intentando
vengar, si no al bruto castigado, a los perseguidores bárbaros de la
inocencia, arrojándose a la presa, infamó su sexo, pues perdió la
cortesía, que en toda especie reconoce a las hembras, el que
aventajado en la naturaleza subordina sus aceros a las fuerzas del
amor con que la obliga. Salió animosa la leona protectora a la
defensa, y abrazándose con él, fue tan temosa la lucha que,
despedazándose el uno al otro, pudieran (a ser capaces de vituperio
o alabanza) ocasionar aquélla a que la eternizaran plumas, pues
perdió la vida por conservársela a la inocente hermosa, y el otro,
oprobios entre escarmientos, pues porfiado murió, degenerando de la
magnanimidad que entre todos los brutos le concedió su género. A lo
menos, el general sentimiento de los presentes hizo esta exageración
verdadera, pues, lastimándose de que tan desdichado fin premiase tan
piadoso patrocinio, celebraron sus pesares con lágrimas, sin que
entre todos hubiese tan endurecido pecho que no tuviese compasión a
la leona, sin mostrarla por la pérdida de su
contrario.
Frenéticos los deseos de la perdición de Tecla, viendo
aplaudirla el cielo con los trofeos a sus pies de los ejecutores
voraces de su muerte, abrieron todas las puertas a las leoneras y,
dando libertad a cuantas fieras encerraban, salieron diversos brutos
(aunque semejantes en la enemistad indómita que con la sangre humana
tienen) y cercando a la ínclita vencedora por todas partes,
prometían
furiosos satisfacer crueldades de sus provocadores. Pero
Tecla, apetitosa de mostrar a los espíritus beatos cuanto deseaba y
si no merecer el tálamo ofrecido, por lo menos obligarle, centro
cándido de tan horrible circunferencia, levantó la voz
cantando:
El amor que no hace excesos,
mi Dios, no se llame amor;
hacéislos en mi favor,
decláranlos
mis sucesos;
los que a las coyundas presos
de vuestro carro triunfante,
pretenden, blasón amante,
buscar arduas aventuras,
que
suele llamar locuras
la opinión del ignorante.
¿Qué peligros no os afaman?
¿qué extremos?, ¿qué inconvenientes
cuando hasta vuestros parientes
furiosos de amor os llaman?
Ejemplar de cuantos aman,
enseñáis lo que cumplís;
sois Dios, y humano morís,
y cuando resucitáis,
quedándoos, mi Dios, os vais;
presente estáis y os partís.
A imitaros me provoco,
cuando vuestro exceso escucho,
mucho amor, pide amor mucho,
poco ama, quien hace poco;
si a vos os tienen por loco
los que tanto extremo ven
en vos (mi dueño, mi bien),
y para que os satisfaga,
amor con amor se paga,
llámenme loca también.
Poco hice por vos, amores,
cuando me arrojé a la pira,
pues su autoridad retira
la fuerza de sus ardores;
jardín, su incendio, de flores,
me dilataron recreos,
y aquí aumentando trofeos,
mansas las fieras voraces,
humildes me adulan paces,
nobles me premian deseos.
Hasta agora ¿qué blasón
me puede hazañosa hacer,
si al tiempo del padecer
suspendéis la ejecución?
Afectos solos, no son
méritos enamorados,
que no premia amor cuidados,
que se quedan en deseos;
obras ilustran empleos,
efectos premian soldados.
Estos os debo, éstos quiero
pagaros, puestos por obra,
no hay temor donde amor sobra,
ámoos mucho, por vos muero.
Siendo esto verdad, ¿qué espero?
atrevimientos subliman
pechos, que llamas animan
a su esfera semejantes;
temeridades amantes
son solas las que se estiman.
Servirme puede de ejemplo,
el nazareno sin ojos,
matando murió, despojos
de sí mismo le contemplo;
a las colunas del templo
se abraza, mortal estrago
de idólatras, si así pago
empeños, ¿qué hay que recele?
El mismo valor me impele,
temple mi ardor tanto lago.
Arrojóse, en diciendo esto, a un casi piélago que, a vista del
célebre, cuanto cruel coliseo, se poblaba de infinidad de monstruos
marinos, como focas, cocodrilos, murenas y otras bestias acuátiles
que, cebándose en los míseros ajusticiados, recreaban ánimos
sangrientos en los espectáculos horrendos que, con nombre de
religión, celebraba cada año aquella impiedad gentílica. Gritó a un
tiempo el pueblo, todo asombrado a tan jamás imaginada osadía,
juzgándola más a temeridad desesperada que a ímpetu de amor divino;
porque, como idiotas en las escuelas de las finezas sobrenaturales y
sin ejemplo en sus fábulas mentirosas, no supieron graduarla con las
aclamaciones que merecía. Pero la virgen amorosa, haciéndose lugar
con los cristalinos brazos entre los homicidas vidrios, y diciéndole
a su obligado esposo: «En tu nombre, dueño único mío, me bautizo a
mi mesma en el último día, vísperas de mi tálamo», aguardaba, por
medio de las fieras carnívoras, desembarazar el alma del terrestre
hospicio y, a costa de la ruina de la casa, volar a los brazos
tiernos de su esperado esposo.
No imagine, empero, el considerado que, porque la virgen
hazañosa dijese que a sí misma se bautizaba, creyó por cierto ser
bastante aquella amorosa resolución para efectuar el primero
sacramento, pues discípula de Pablo, y ya con ciencia infusa, no
ignoraba requerirse ministro idóneo para la primera gracia bautismal
y que no podía serlo una persona de sí mesma. Exageración fue de su
enamorado pecho, abrasábasele el incendio de su esposo, y dijo que,
para templarle, determinaba darse un baño, echándose a pechos todo
aquel lago. Pues la antigua y propia significación de este término
bautismo no es otra cosa que baño y lavatorio, y en este sentido lo
dijo nuestro enamorado eterno, en la víspera de su demostración
amante otro tanto, cuando pronunció afectos con aquellas fogosas
palabras del: «Todo soy deseos y ansias por darme un baño de sangre,
no sé cómo me reprimo hasta ponerlo en ejecución». Ni es creíble,
que compañera tantos días Tecla del divino apóstol, tan ejecutivo en
los preceptos de la ley de gracia, dotor por ella de los gentiles,
se descuidase de lo principal para conseguirla, defraudándole a hija
por quien padeció tanto, la más necesaria diligencia. Porque aunque
no lo refiere el glorioso padre san Basilio, coronista suyo, no hay
dudar que lo supone por cierto. Pues de las palabras referidas sólo
se deduce que las dijo la virgen laureada hablando del bautismo
místico, como se advierte al margen; si ya no es que se entiendan de
los dos que lo sostituyen (del bautismo digo), que llama la Iglesia
de fuego, y se libra en los deseos encendidos del principal, o el de
sangre, que vitorioso suple el del agua, a que se
subordina.
Volviendo, pues, a la animosa enamorada, digo que, mientras
vituperaba el pueblo la acción, a su juicio frenética, celebrando
lágrimas sus imaginadas sospechas, aun en los corazones más
empedernidos, y apercibiéndose los marinos monstruos al banquete que
voluntariosa Tecla les hacía de sí mesma, su omnipotente amante,
sobre manera agradado de la resolución heroica, para reciprocar
finezas, despachó de la esfera superior resplandecientes llamas que,
arqueros celestes en forma de un globo lucido, cubrieron a la
amorosa mártir, quitándoles a las fieras el bocado de la boca y
deslumbrándolas de modo que, zambulléndose a lo íntimo de su
elemento, desembarazaron el líquido teatro.
Venció
la constancia, rindió el asombro a la impiedad idólatra;
bastó, en efeto, milagro tanto a que unos y otros aclamasen juntos a
Tecla vitoriosa, que, pisando segura las aguas (enlosadas para ella
esta vez sola de zafiros y turquesas) fue recebida de vírgenes y
matronas, con himnos y aplausos festivos, resolviendo en humo
odoríferas aromas, con que recrearon el menor sentido, subiendo a la
esfera cristalina a ganar las albricias de nuevas para sus espíritus
tan alegres. Pero porque no faltase al laurel que cortó el martirio
para las sienes de Tecla, hoja en que no se escribiesen, con letras
de oro, triunfos que, distintos en número, la gratulasen célebre en
especie, apenas se había librado del piélago verdugo, cuando la
ataron de pies y manos a la cerviz indómita de un toro agarrochado
que, vestido de fuego contagioso y artificial, cada cohete espuela
que le acrecentaba furias, echaron el resto a la sacrílega rabia de
su venganza, creyendo con esta diligencia última desvanecer
vitorias, que infamaban con nombre de encantamentos. Pero,
atreviéndose
el fuego a su materia, se consumió en breve a sí mesmo,
llevándose de camino la vida al bruto y, convertidas en cenizas las
coyundas, quedó Tecla sin lesión, ni muestras de haberla recelado,
confusos y rendidos sus perseguidores, regocijados y satisfechos los
que lloraban su peligro.
Ensalzó el clamor universal de unos y otros, hasta los cielos,
tal prodigio, y habiéndose hecho traer en una litera la piadosa
Trifena, casi despulsada, por ver si su presencia augusta movía a
respeto y cortesía lo que no pudo la inocencia y hermosura; presente
también Alejandro, y recobrado, si no en todo, a lo menos en parte
el juicio, que sugestiones infernales le desbarataban, temió el juez
el verse citado al tribunal de Roma por Trifena que, deuda íntima
del augusto, refiriéndole la bárbara ejecución de su injusticia, lo
menos mal que podía
sucederle era quedar privado de la judicatura,
la hacienda y la fama. Temió lo mismo Alejandro, autor principal de
tanto insulto, y vuelto casi a su primer sosiego, tuvo en el lugar
acostumbrado la urbanidad primera; en efeto, el arrepentimiento y el
temor le obligaron a que se postrase a los pies del romano procónsul
y le dijese:
-Ya integérrimo juez, te constan los tormentos que en el alma,
perdida
su mayor potencia, y en el cuerpo, con mortales desmayos
maltratado, he padecido, a causa de ésta que, dudoso de llamarla
mujer, o genio perseguidor, o deidad en humana hermosura
transformada, dificulta el nombre que la convenga. Porque si la
juzgo mujer, será forzoso atribuirla mágicos prestigios y
invocaciones hechiceras, con cuyo medio se libra de los más voraces
brutos y más rebeldes elementos. Si genio, o diosa, temo que,
habiéndola ofendido mi ignorancia, no pase mi desdicha a la pena que
merece la malicia. Séase, en fin, o uno, o lo otro o todo junto,
destiérrese de nuestra jurisdicción; esperaré, no viéndola, la
medicina perezosa de la ausencia.
Experimenten otras repúblicas, si en la nuestra no
escarmientan, si es diva celeste o furia condenada que despacha el
infierno para despoblar el mundo. Repara, ¡oh juez!, en que toda
nuestra ciudad, llorosa, tiembla el castigo que la amenaza. Si
Trifena, consanguínea y respetada de nuestro César, por la pena que
siente en ésta, no sé si encantadora, nos desmayase con su muerte,
la nuestra es indubitable, porque faltándonos Trifena por esta
causa, y constándonos de la severidad del emperador, ya yo me cuento
por perdido, nuestra ciudad por asolada y a ti por ejemplo lastimoso
a
los sucesos trágicos. Sólo hay un remedio con que excusar nuestra
ruina, que es la conservación de nuestra venerable matrona y la
expulsión de quien, ocasionando sus sentimientos, ha de ser oprobio
eterno de Antioquía, permaneciendo en ella.
No le pudieron hablar más al alma sus mismos deseos, que al
procónsul el temeroso Alejandro. Abrazóle agradecido y, aprobando su
proposición, hizo traer a Tecla, que adornada de vitoriosas galas,
en compañía de su segunda madre, cercada de vírgenes ilustres,
cantándola gratulaciones, la coronaron de las hojas castas de la
planta ninfa; a la cual, con risueño semblante, después de tener
noticia de su patria, su nobleza y profesión, convocando los nobles
y patricios, sobre el trono de su judicatura, les propuso lo
siguiente:
-Testigos sois, varones de Antioquía, de que, fiscalizando la
causa de esta peregrina virgen los domésticos y más parcia les de
Alejandro, he excedido, por persuasiones suyas, del límite de
nuestras leyes (confieso en esta parte la acepción que de personas
hice). Ya
os consta del suceso de ellas; sirva en abono de su
inocencia la conclusión de todas. ¿Para qué más testimonio que la
acredite, que los milagros con que atónitos la aplaudimos? ¿Dónde
hubo satisfacción más evidente de su virtud cándida, que el
rendimiento a sus pies de las fieras y los elementos? Magistrados
superiores, ese piélago, esos leones, esas focas y los demás
monstruos verdugos de nuestra naturaleza, la dan por libre. Y lo que
más asombra, sobrenaturales auxilios, condenando nuestras
severidades, la pregonan inocente. ¿Habrá quien se oponga a su
pureza, cuando las deidades la amparan y con prodigios favorables
defienden la integridad de sus costumbres, la generosidad de su
prosapia y la reverencia debida a las virgíneas y siempre
respetables excelencias de la hermosura noble? ¿Cómo se arrojará a
desdorar prodigios, quien asombrado ha visto lisonjear con lenguas
los vitoriosos pies de una doncella frágil a los más inhumanos
opuestos de nuestra vida? Cadáveres a sus plantas pregonan mudos,
encomios dignos de honestidad tan célebre. Díganlo los que más
oficiosos en la perdición de esta virgen hazañosa, rindieron sus
afectos a la invencible certidumbre de su inocencia, y después, con
aplausos asombrosos, celebraron, a su pesar, lo admirable de
excelencia tanta. Encarezca Antioquía la felicidad que medra con el
ejemplar púdico de esta milagrosa hermosura, que imiten desde aquí
adelante sus hijas generosas y, reverenciándola por maestra y
tutelar,
conserven en su nombre la pureza de su sangre. No temas,
pues, oh virgen laureada; postraste con la vitoria presente
adversidades futuras que, reconociéndote invencible, te rinden las
armas. Ni nos agradezcas la libertad, que tú te has redimido, pues a
más no poder, te blasonamos triunfadora. Lustra provincias, canta
vitorias, honra patrias ajenas, usa del imperioso dominio que sobre
los mortales te concedieron las esferas superiores, y pueda más
contigo la ínclita piedad de tu alma generosa que nuestro
atrevimiento, para que nos aplaques propicio al Dios que adoras y no
conocemos, aunque lo deseamos.
Nunca se
aplaudió menos lisonjeado, ni más agradecido decreto
judicial que agora. Concursos de vírgenes festivas llevaron en
brazos por las principales plazas a la princesa suya, vitoreada al
paso que perseguida. Recibióla Trifena, no menos asustada de gozo
que lo estuvo en su peligro; las mismas lágrimas que derramó el
pesar, trocando efectos, prodigalizó el placer (que éstas,
equívocas, sirven neutrales a dos pasiones tan contrarias). ¡Qué de
abrazos de madre!, ¡qué de besos de amiga!, ¡qué de parabienes de
santa!, ¡qué de gratulaciones de suerte, hicieron felice aquel día,
en sus principios y medios tan infausto! Pero lo que sobre todo
colmó la prosperidad de aquella casa, fue el quedar, por manos de la
virgen apostólica, consagrada en iglesia, sus habitadores
cristianos, sus vecinos católicos, sus enemigos confusos, su
predicadora venerada, y Christo, su omnipotente esposo, por Dios
reconocido.
Llegado había Tecla al extremo de la felicidad humana y, si
codiciara dichas caducas, pudiera cantar con el mayor profeta: «Pasé
por
los exámenes del fuego y del agua y sacóme mi esposo, libre, al
refrigerio de la mayor prosperidad que adquirió mujer en aquellos
siglos». Oráculo la reverenciaba toda Antioquía, sucesora de Trifena
poseía riquezas innumerables, coadjutora de Pablo le restituía al
cielo la mejor ciudad de Siria, blasón apostólico la eternizaba,
predicadora de la doctrina que la medró vitorias tantas. ¿Qué podía
desear que no poseyese? Pero como amor es fuego, y éste (el más
inquieto de los elementos) no sabe sosegar ausente de su esfera,
estándolo Tecla de Pablo, los regalos la atormentaban, las alabanzas
la consumían, sólo las memorias de su carísimo maestro eran sus
delicias y para hacerlas mayores con su presencia, se determinó,
asegundando peregrinaciones, buscarle, hasta que inseparable sombra
suya le siguiese, recreando con su vista el alma sin ella triste.
Pudiera atribuirse a sí mesma, si afectara presunciones, la gloria
de tan milagrosos prodigios, pero al paso humilde que triunfante,
juzgaba debérsele al doctor divino toda la palma de ellos, como
principal causa de su constancia, su fe y su vitoria, y deseábale la
alabanza de todos, como grano de trigo que siembra el labrador; pues
aunque éste por sí mismo fructifica, con todo eso, paga agradecido a
quien le
sazonó fertilidades y dispuso la tierra, retornándole
colmos abundantes, como a principal agente de su fecundidad. Así,
nuestra virgen, por no defraudarle su cosecha, anhelaba hasta
restituírsela. Estos desvelos pudieron tanto con ella que, informada
de que Pablo entonces asistía en la ciudad de Mitrea (cabeza de
Licia, la más ínclita y amena población de sus comarcas), sin
dificultarle ejecuciones la distancia no pequeña, que así por mar
como por tierra las dividía, cerró los ojos a peligros y los oídos a
ruegos de Trifena, y volviéndose al traje varonil primero,
acompañada de dos criados confidentes de su adoptiva madre, atravesó
países, venció golfos y últimamente llegó a la deseada presencia de
su preceptor santo, que, ejerciendo su evangélico cargo, predicaba a
una casi multitud de dicípulos que en Licia reconocían la seguridad
dichosa de su celestial dotrina.
Apenas, pues, disfrazada mártir, se permitió a los ojos del
religioso concurso, cuando, poniéndolos todos en su belleza virgen,
llenos de casta admiración, pasmaron viéndola, ocasionando casi lo
mismo tanta novedad en el dotor divino. Porque, recelando que
renovase riesgos y ocasionase su hermosura en algunos de los
presentes a lo que sugestión tan poderosa experimentó en Antioquía y
en Iconio, no sé si afirme que a los primeros movimientos le pesó de
verla. Apartóla al instante el vaso de elección y, en lugar seguro,
informándose largamente de sus sucesos, supo los felices de
Antioquía,
causándole a un tiempo admiración y gozo la tolerancia,
la continencia y valor varonil que la gracia amorosa de su dueño
omnipotente la comunicó para sacarla triunfadora célebre. Dióselas
Pablo con lágrimas festivas, recomendóle la conservación en la suya
de Trifena y preguntóla finalmente la ocasión de tan impensada
venida, sintiendo, con tácita demostración, el peligroso ímpetu que
le traía, a ocasionar liviandades juveniles en apetitos ociosos.
Satisfízole Tecla con el poder de los impulsos superiores, que sin
ser sus fuerzas bastantes a reprimirlos, la arrebataban al primer
móvil de sus deseos. Pues pareciera género de ingratitud si efectos
tan portentosos no se los atribuyese, como a causa total de sus
felicidades, la inefable luz que por su medio ilustraba ya su
entendimiento y la hacía capaz de secretos no posibles a discursos
sólo naturales.
-Por ti -proseguía-, maestro mío, conozco el misterio
inagotable de la Trinidad beatífica, la unidad divina, con la
multiplicidad de sus personas. Por ti, la asombrosa fuerza del amor
con que el engendrado ab eterno, en tiempo engendrado en la oficina
intacta de su fecunda virgen, se hizo hombre; su vida, sus milagros,
su predicación y misterios desde la cuna pesebre, hasta el sepulcro,
como su madre, virgen. Su resurrección triunfante, ascensión
festiva, comunicación flamígera a su Colegio santo de la paloma
lenguas.
Concluyendo sus palabras una confusión, si breve, milagrosa, de
cuanto nuestra ley contiene. Y que para confirmarse en ella, le
había importado esta tercera comunicación, deseosa de perficionarse
en lo que la hallase defectuosa. Porque, en ausentándose de su
presencia cara,
determinaba restituirse a Iconio, y dando la luz de
la ley eterna que profesaba, pagar por agravios
beneficios.
-Ya podrá ser -decía- que asegundando riesgos, medre la corona
purpúrea, que no conseguí la vez primera.
Lágrimas, fuego todas de caridad, la respondieron, y tras
éstas, gloriosas alabanzas, dándola el blasón más célebre que antes
o después alcanzó mujer alguna. Pues la graduó de apóstola, con
facultad y privilegio para predicar la palabra evangélica por todo
el mundo.
-En ti -prosiguió-, cándida virgen, sostituye el cielo mi
ministerio, para que, por tu predicación, le conquistes alguna
ciudad, rebelde hasta agora a su doctrina. Eternizarás de esta
suerte, en láminas incorruptibles, el blasón apostólico que
adquieres, y con ciencia infusa, que de parte de tu esposo Christo
te prometo, cercada de despojos y vitorias, franquearás felice el
tálamo que te espera.
Muchas joyas de las que le donó Trifena, distribuyó su virgen
sucesora, por manos del apóstol, entre viudas, huérfanos y pobres
bautizados. Pero sin comparación las que derramaron sus ojos al
despedirse de su amantísimo maestro: dejóle el alma o, por mejor
decir, llevósele la suya, dividiéndose los cuerpos (que las llamas
de la caridad, tanto más enlazan voluntades, cuanto es más perfecto
su amor, que los profanos); bañóle los pies de ellas, recibió la
bendición apostólica de su mano, y diciéndole: «En tu recomendación,
¡oh norte mío!, libro los favores que de mi esposo Christo espero»,
guió la proa a Iconio, al cielo su esperanza y a Pablo su memoria,
dejándole tan ufano del empleo que en Tecla lograron sus peligros,
que mientras vivió la tuvo por primogénita y corona de sus
trabajos.
Entró, pues, peregrina en su patria, extraña en su naturaleza,
la mártir predicadora, y anteponiendo la casa del venerable
Onesíforo a las de su madre y parientes (respeto debido al
santuario, que la presencia de su maestro apóstol la vinculó, pues
duraban entonces y duran ahora los rayos de luz divina, que la
comunicó su católica presencia fragancias del olor suavísimo de su
dotrina), besó la tierra, cielo ya, que beatificaron sus evangélicas
plantas, recibiéndola su dueño con el aplauso y cariño que enseña la
piedad de nuestra religión a sus perfectos y tanta mártir merecía.
En pláticas
divinas, coloquios celestes, entretenimientos angélicos
gastó Tecla con su huésped y muchos de sus condicípulos, algunos
días, cabiéndole a la anciana Teoclea la mejor parte, pues reducida
ya, y humilde a fuerza de tan sobrenaturales desengaños, catequizada
por su hija (mejor madre en la generación de la gracia) y alistada
después en la milicia de los predestinados, con el generoso carácter
del bautismo, cobró, con infinitas mejoras, el ser de que tantas
veces a Tecla había hecho cargo. Dejóla firme en la fe, y en su
compañía copioso número de cristianos noveles. Y partiéndose a
Seleucia, donde el Espíritu Santo con interiores impulsos la
destinaba, se aposesionó de ella por juro de heredad eterno;
conquistadora primera para su esposo de aquella población
insigne.
Era Seleucia, entonces, la metrópoli y cabeza de toda Isauria,
a quien reconocían como príncipe las ciudades célebres de aquella
provincia. Yace a la entrada de sus sublimes montes, descubriendo su
planicie amena al Oriente, lisonjeada del mar que, incansable
enamorado suyo, combate a besos sus murallas; fértil por la
cristalina comunicación del caudaloso Caligno, ya por sus campos
navegable, a poder de tributos sucesivos con que arroyos, fuentes y
ríos menores se ilustran siendo sus pecheros. Ciudad, en lo
populoso, competidora con las más espléndidas. Tan favorecida de
noblezas, hermosuras, armas y letras, que ni en éstas reconoció a
Atenas, ni en las otras a Antioquía; coronada de sierras, hermoseada
de valles, salutífera en vientos, hermosa en el sitio, caudalosa en
los tratos, pródiga en frutos, bañada de fuentes, recreada de baños,
ilustre en vecinos, elocuente en oradores, ingeniosa en poetas,
urbana en las paces, formidable en las guerras y celebrada de
comarcanos y extranjeros; casi hermana, por su cercanía, de la
populosa Tarso, y sólo menor que ella en una cosa, que es haber ésta
merecido al
segundo apóstol y conquistador primero de la infidelidad
gentílica, Pablo, por hijo suyo, si no es que hasta en esto ose
competirla, pues adoptada en ella nuestra mártir ínclita, si no la
iguala, por lo menos la imita, naciendo Pablo en Tarso y muriendo
Tecla en Seleucia.
Deleitóse, de suerte, nuestra virgen, con lo ameno del sitio y
comodidad de sus comarcanas soledades que, escogiéndola por
domicilio
quieto de su peregrinación, se avecindó perpetua en la
elevación de un monte que hacia el mediodía, ni de suerte contiguo
al popular desasosiego, ni tan distante que le perdiese de vista, se
dignó al desierto (imitadora de Elías en el Carmelo palestino) sin
negarse a la comunicación de sus vecinos, pues no fuera a
extrañárseles su apostólica maestra; antes, entre solitaria y
política, consiguió con María la mejor parte, contemplando, y con
Marta diligente y solícita. Desterró con su presencia cándida
tinieblas diabólicas de oráculos ridículos, venerados en aquellas
cumbres, como fue el de Sarpedón (ya le entienda nuestro sagrado
coronista, pontífice de la ciudad misma, por el antiguo simulacro
que daba respuestas en Licia, aquel digo que Tertuliano refiere,
hijo de Júpiter, muerto en Troya, su madre Europa, reverenciado por
deidad
en toda Grecia. Ya, como es lo cierto, fuese Júpiter, su
padre, cuyo templo en Seleucia, con equívocos vaticinios, tiranizaba
la religión de sus comarcas, escogiendo por cátedra de sus mentiras
el precipicio desesperado de un escollo, propio tribunal de quien le
ocupaba). Éste y otros sacrílegos receptáculos del condenado
espíritu enmudeció la doctora evangélica. Y reducida aquella
república con muchas de las circunvecinas al conocimiento de su
esposo, fue, si no igual, segunda, por lo menos, a Pedro en
Antioquía, a Pablo en Atenas y al mayor Evangelista en Efeso y en
Patmos. Allí, doméstica del cielo, cuya desembarazada cumbre parece
que afectaba cercanías angélicas, tan gozosa por la proximidad
posible de su amante, luego que se desocupó de padres, deudos y
posesiones (difuntas, para vivir eternas, Trifena y Teoclea),
elevada en
arrobos encendidos, cantó la vez primera que poseyó
aquella amenidad (comprada con parte de la herencia que sus dos
madres la dejaron), cisne cándido, fénix amoroso, pájaro celeste, lo
que se sigue:
Esta alegre pesadumbre,
de tanto valle farol,
que, pirámide del sol,
le bebe la primer lumbre;
esta cumbre
que recrea
y enamora,
la luz que sus riscos dora
cuando el alba la platea,
hospicio apacible sea
a la quietud de mi estado,
a mi amante parasismo;
porque un pecho enamorado,
si en su abismo
deja engolfar su cuidado,
de sí mismo enamorado,
sólo se busca a sí mismo.
Éste, que en la región pura
del aire, logrando excesos,
primogénita en los besos
del sol, se los feria a usura,
más segura
que en Atenas
a sus sabios,
cátedra libre de agravios,
(pues son competencias penas)
entre sus flores
amenas,
satisfaga mi deseo
en mejor filosofía,
su soledad, mi recreo;
cada día,
mientras amores empleo,
monte
me sirva museo,
cielo me dé librería.
¿De qué sirve tanta suma
de tomos, ni de cuadernos,
si en el firmamento, eternos,
celebran
de Dios la pluma?
No presuma
saber tanto
el que escriba,
por más que prolijo viva,
que llegue al número santo
de estrellas; pues, para espanto
de quien se atreve a imitallas,
letras son estas estrellas;
el dedo de Dios formallas
supo bellas,
y en los cielos estampallas;
si no hay quien ose contallas,
¿habrá quien ose entendellas?
Esa máquina divina,
esas esferas, ¿no son
libros de hermosa impresión,
cada cual de estampa fina?
¿No ilumina
la destreza
de su autor
imágenes de esplendor,
que alaban su sutileza?
Dígalo tanta belleza
de signos, que en laberinto
hermoso luces blasonan
y, entre esmaltes de jacinto,
perficionan
el año en meses distinto,
botones de oro en el cinto,
que cárcel del sol tachonan.
El rey cantor palestino,
ansí los cielos entiende,
pues dice que los extiende
su autor como pergamino;
peregrino
encuadernar
su desvelo,
pues una hoja cada cielo
(siendo once) supo encerrar
una en otra, y conservar
sus pliegos iluminados
de suerte que, sin temer
riesgos (si no es en traslados),
el poder
pregonan de sus cuidados,
pues todos, siempre cerrados,
siempre se dejan leer.
De
este libro me enamoro,
no de los que el bien destierran;
de este que dos polos cierran,
como manecillas de oro;
si mejoro
estudiante
de desvelos,
diré que sustento cielos,
a imitación del gigante,
que en suspensión semejante,
porque en ellos contemplaba,
fabuló la poesía,
cuando otro monte habitaba,
que podía,
sobre el hombro que alentaba,
servir a la esfera octava
de pedestal noche y día.
Cumplamos mi inclinación,
deletreemos estrellas,
por ver si, estudiosa en ellas,
logro la primer lección.
La canción
misteriosa
del Salmista,
agora en mi lengua asista,
pues nos enseña amorosa,
que la región luminosa
de esos cielos admirables,
que luz eterna blasonan,
Anfiones deleitables,
proporcionan
versos tiernos y agradables
y,
alternándose incansables,
la gloria de Dios pregonan.
Lo mismo hace el firmamento,
con encomios soberanos,
porque obras de tales manos,
¿a quién no han de dar contento?
Instrumento,
luz risueña
de alegría,
una sigue y otra guía,
ésta escucha, aquélla enseña,
ciencia un día de otro día,
una noche de otra aprende,
y en continuos eslabones,
un mismo amor las enciende;
no hay lecciones
que, a quien a su ciencia atiende,
cuantas palabras comprehende,
no se canten a pregones.
Limitada suficiencia,
¿dónde vais?, parad el vuelo,
para lecciones del cielo,
basta, no os doy más licencia;
de esta ciencia, tanto encierra
una palabra,
que pechos de bronce labra
y se oye en toda la tierra;
las ignorancias destierra,
y aunque sabio y generoso,
si en el sol cátedra asienta,
ni
se presume ambicioso,
ni se ausenta;
antes, humilde y piadoso,
cual del tálamo el esposo,
sale y amores frecuenta.
En esta soledad sólo
le goce el amor que muestro,
yo pupila, él mi maestro,
yo su musa y él mi Apolo.
Mauseolo le apercibo,
(si desierto),
monte en que le llore muerto,
trono en que le abrace vivo.
Vuele desde aquí excesivo,
mi afecto, fénix ardiente,
al tálamo soberano;
que de este risco eminente
al fin gano
el tenerle más cercano;
menos mal para una ausente.
En este casi
paraíso vivió Tecla, oráculo celeste, apostólica
mártir, virgen predicadora, profética maestra de Seleucia. Aquí,
medicinas, fertilidades y remedios inauditos, hallaron católica
Minerva, Ceres fructífera y común refugio para Grecia toda, sin que,
a intercesiones suyas, jamás el cielo con llave, hubiese quien de
sus pies virgíneos no se levantase socorrido. Deliquios amantes,
fogosos deseos últimamente la abrasaron de modo que, enferma de
accidentes amorosos (no los que reconocen a la humana medicina),
cedió el hospicio al huésped, la materia a la forma, la prisión al
preso, el cuerpo al alma, volando a eternos laureles, a inmortales
tálamos, a la posesión, en fin, de tres diademas, virgen, mártir y
doctora, dejándonos, en prendas de lo que nos ama, el relicario, el
camerín, la custodia de cristal de sus reliquias, para veneración en
sus devotos y abogacía en nuestras necesidades.
Templo augusto le erigió el reconocimiento, sobre la consagrada
planicie del fértil monte que, competidor del de Éfeso, a mejor
Diana dedicado, en la forma esférico y en la arquitectura coronado
de colunas de brillante plata, imán de piadosos, atrae a su
frecuencia cuantos por distancias prolijas peregrinan por gozarle y,
visitándole, gozan indubitable patrocinio de su primera habitadora.
Tanto concurso de naturales y extraños le ilustraron otros tiempos
que, si primero propiciatorio breve, después ciudad mediana,
escogieron su domicilio, olvidados de los propios, todos, o los más
que, enfermos o vejados del espíritu blasfemo, o por devoción
cristiana, viniendo de paso, se quedaban de asiento. Allí las
vigilias, las novenas, los sacrificios, las preseas y votos, que
pintando
por las paredes y colunas sus prodigios, mudas historias,
daban voces a las posteridades para la imitación de sus
loores.
Inumerables son las maravillas que impetró la virgen tutelar de
su poseído dueño; pero de éstas, las más notables, que eternizadas
con relieves de piedras peregrinas y encajadas en las paredes sacras
del templo referido, admiraban deleitando, pintaré, no todas las que
el pontífice coronista su devoto refiere, sino las que el tiempo nos
permita y la novedad escoja.
Remedia desesperados
Basiana, matrona noble, católica y honesta, estaba en rehenes,
para
seguridad de las paces que Seleucia había asentado con Cetide,
patria suya y émula de esotra. Un día, pues, de los caniculares, en
que el sol con más aceros suele irritar impaciencias a la sed y
ahogos al aliento, apretada de una religiosa multitud que a la
celebridad de nuestra virgen mártir concurría, con los dolores que
vinculó a su sexo la primera golosina (porque estaba preñada),
intimándola incendios la calor estiva, congojas la sed, afliciones
el aprieto de la gente, rompió por su concurso y, con frenético
desatino, se arrojo en un pozo que, poco distante en el atrio del
templo divino, imposibilitaba profundo y falto de instrumentos, el
alivio que en sus linfas Basiana apetecía. Pero la apostólica
patrona, asiéndola, al caer, de los vestidos, refrenó su temeridad y
reprehendiéndola con blandura: «Dame -dijo a una, al parecer,
doncella suya que la acompañaba- dame esa bacía». Púsola entonces en
las manos cándidas, un vaso capacísimo de plata, lleno de oloroso y
frígido licor, y mojando Tecla uno de sus divinos dedos, le tocó a
la
afligida desesperada, con él la frente y las sienes,
restituyéndola a su primera quietud y, franqueándola el paso por
entre la infinidad, la aseguró de sus congojas, sobre las gradas de
su altar devoto, sacando en él al punto un hermoso infante a luz,
que se llamó Modesto y, mientras vivió, asistente y servicial en el
ministerio de su divina bienhechora, fue perpetuo pregonero de
prodigio tanto.
Esculpía este milagro, en figuras de media talla, un retablo
vistoso al lado diestro del altar príncipe, marfil puro su materia,
y debajo de sus molduras le autorizaban unos versos griegos que,
interpretados en nuestro idioma, decían:
Impaciente en el destrozo,
del parto y la sed tirana,
loca imaginó Basiana
hallar su gozo en el pozo.
Pero
socorrió su pena
Tecla, a quien favor pedía,
tanto, que vio una bacía
de misericordias llena.
Alivia celosos
Bitinio, general de la milicia romana en Grecia, y domador
belicoso de los siempre rebelados persas, divertido en hermosuras
vendibles, menospreciaba la lícita de su esposa, y ella, abrasada de
celos (si lo son los averiguados, y no desesperaciones), pedía a la
consagrada virgen ya venganzas, ya remedios; tanto pudo en fin su
instancia con Tecla que, representando a los ojos del lascivo
consorte
las beldades apetecidas monstruos a su parecer horribles y
sobre manera hermosa a su compañera, le redujo al tálamo sagrado.
Estaba este socorro en frente del primero, con figuras al natural,
de bronce, testificando en la deformidad de las rivales la que en el
alma medraban sus torpezas, y al pie del marco estos
versos:
A ser los celos eternos,
infiernos pudieran ser,
aunque éstos en la mujer,
algo tienen más que infiernos.
Tecla sus sombras espanta,
dando quietud a desvelos,
y pues supo curar celos,
no hizo poco, con ser santa.
Alumbra a ciegos
Criábanse, a instancia de devotos, diversas aves en los patios
del apacible santuario, como pavos, cisnes, ánades, grullas y otras
especies domésticas, que los peregrinos de Egipto y Asia dedicaban a
la virgen diva, guardándoles todos los privilegios que al templo
mismo, cuyas alumnas eran. Jugaba un rapaz con ellas, que, con sola
la mitad del mejor sentido y una nube en el ojo derecho, se le
aclipsaba. Era por extremo hermoso, y con tal defecto sentía su
madre lo mismo que los vivientes, si vieran que a los cielos se les
defraudaba uno de sus dos monarcas planetas. Lloraba ésta, como
quien conocía el daño de su querido fruto. Jugaba aquél, como quien
ignoraba el tesoro de tal potencia. Sucedió pues, que, arrebatándole
el muchacho a una de las grullas el cebo del pico, irritada, le
hiriese con él el anublado ojo; dio voces el rapaz, acudió asustada
su madre, y con ella todos los ministros del sagrado templo. Vieron
unos y otros derramar al infante fuentes de sangre de la herida,
aumentándola con infinitas lágrimas que el recelo de que se moría,
derramaba. Pero convirtiéronle presto en regocijos; porque, cirujano
el ave y sangrándole la nube, expelió el humor de que se causaba y
se le purificó, dejándole, si no más claro, igual en perfección y
vista al compañero; pararon compasiones en festines. Llamábase el
muchacho Podamio y era nieto de uno de los sacerdotes de la virgen
protectora (cásanse éstos en Grecia), su nombre Anatolio. Éste hizo
que el pincel más primo imitase al vivo este suceso, ad perpetuam
rei memoriam, y acompañábale este epigrama:
De las dos luces, la una
eclipsaba su arrebol,
viudo en un infante el sol,
porque le faltó la luna.
Y un ave a quien enemista,
tan útil hizo su enojo,
que le fue a sacar un ojo,
y se le dejó con vista.
Castiga impúdicos
Celebrábase un
día la fiesta principal de nuestra santa, con el
aparato y ostentación que otras veces; concurso general de naturales
y extranjeros; ornamentos, músicas y sacrificios concernientes a
virgen tanta. Halláronse en ella algunos amigos de Irenópoli, ciudad
vecina, que, después de celebrada, quisieron profanar su culto con
una cena suntuosa (porque ya la gula se ha alistado entre las
ceremonias sacras y, sin ella, les parece a sus concurrentes que
cualquiera festividad divina queda defectuosa). Trataban éstos, como
se acostumbra, mientras comían, de diferentes materias, todas empero
a propósito de la majestad festiva de aquel templo; uno ponderaba la
asistencia numerosa de ilustres y plebeyos; otro lo elegante y
peregrino de sus sermones; aquél la destreza invencionera de las
músicas, fuegos, danzas, arcos y altares. Mas Orencio, uno de los
convidados, interrumpiéndolos dijo: «Ponderad vosotros lo que
gustáredes, ya los milagros, ya la riqueza, ya la majestad del
templo y su patrona, que para mí, lo más admirativo fue una
hermosura monarca de esta fiesta, que a la entrada de la puerta
principal me arrebató el alma por los ojos. Ojalá la virgen tan
milagrosa que a unos sana, a otros redime, me permitiera dueño de
belleza tanta».
Reprendieron
los compañeros su sacrílego apetito, pero él,
obstinado, después de levantarse los manteles y restituirse al
sueño, vió encima de un augusto sitial que se elevaba sobre las aras
del altar glorioso a nuestra dotora ínclita, que repartía infinidad
de joyas y preseas entre los que más afectos a su culto le
celebraron; puso a la postre los severos ojos en el blasfemo torpe,
diciéndole: «Tú, que no apeteces semejantes dádivas, y te contentas
con la posesión de la que hechiza tus sentidos, goza en ella tus
deseos, como me lo suplicaste». Regocijado sobre manera el bárbaro
dormido, y pareciéndole que se entregaba en el desatinado empleo,
que entre los demás asistía, despertó, vejado de suerte de un
espíritu infernal que, sin hallar remedio en su rabiosa furia,
despedazándose a sí mismo con sus manos y dientes, al fin, para
escarmiento
de torpezas, quedó totalmente desollado, muriendo loco,
cubierto de lepra y de gusanos, con horror de los presentes y aviso
a los venideros.
Todo esto retrataba la valentía de un cuadro de alabastro que,
en mitad de los muchos con que el templo se adornaba, se daba a
entender con esta letra:
Un deshonesto atropella,
por lo torpe el mayor culto,
y en pena de tanto insulto,
un demonio le desuella.
Así suele suceder,
que en esto de desollar,
poco hay que diferenciar
de
un demonio a una mujer.
Conserva vírgenes
Entre la diversidad de ministros que, con ocupaciones
religiosas, tiraban gajes celestes de la veneranda virgen, sus más
íntimos eran coros cándidos de intactas hermosuras que, a imitación
de su patrona, la dedicaban sus purezas. Atreviéronse dos juventudes
desperdiciadoras de la hacienda de su príncipe (cuyos tributos
estaban a su cargo, con escándalo no pequeño de los súbditos, que
vían, sin utilidad de su señor, desperdiciarse sus sudores), al
tesoro reservado para el mejor esposo, cuya depositaria era nuestra
mártir apostólica, Colegio su templo de vírgenes sacras. Engañaron
pues, éstos, una de ellas, no la más prudente, pero, por dicha, sí
la más hermosa, que vencida de sus persuasiones, tanto como de la
femenil flaqueza, quebrantando su clausura, se permitió convidar de
ellos a uno de los jardines más cercanos y en él a una espléndida
cena, madre ordinaria de semejantes desenvolturas. Pero Tecla
ofendida, antes que propósitos llegasen a ejecuciones, embriagó los
sacrílegos y redujo a la descaminada corderilla a su redil seguro,
apareciéndoseles con severidad majestuosa y diciéndoles: «¿Cómo os
atrevistes, impurísimos piratas, a la presa de más estima que
cuantas mi patrocinio favorece? ¿A la paloma blanca, cuyos arrullos
castos tanto a mi esposo deleitaban? No quedará sin castigo tanto
insulto». Desapareció entonces, hallándose sin saber cómo la virgen
pervertida entre sus compañeras, tan llena de lágrimas y
arrepentimientos como primero de liviandades y descaminos.
Despertaron después sus solicitadores impúdicos; pero tan frenéticos
que, ocasionando lástimas en sus deudos y venganza en sus
contrarios, tomándolos cuenta los oficiales de su rey de las rentas
que administraban, temieron de suerte sus alcances, que el uno se
arrojó desde la puente (paso común para el sagrado templo a los de
la ciudad), en lo más profundo del navegable río; y el otro, a
imitación del apóstol simoníaco, consintió a un cordel que, vengando
al cielo, diese, colgándole de un árbol, escarmientos a violadores
de bellezas consagradas.
De alabastro eran las figuras que representaban este trágico si
merecido suceso, grabadas en su extremidad estas
letras:
Recámara es este
encierro
de Dios, en cuyo tesoro
hay joyas, que siendo de oro,
las guarnece amor de yerro.
Que le respetes te aviso,
si
este caso te acobarda;
porque es Tecla (que le guarda)
querub de este Paraíso.
Defiende huérfanos
Amigos, en la apariencia, verdaderos, fueron en Seleucia,
mientras vivió el uno, Papio y Aurelio. La semejanza de profesión,
que en ellos era militar; la de sus oficios, porque eran decuriones,
y la de sus costumbres belicosas, los intimó de suerte que, muriendo
Aurelio, dejó a su amigo el cargo y tutela de sus hijos,
entregándole su hacienda en esta confianza. Pudo en el vivo más la
codicia que la amistad y, como sin escrituras ni testigos, se
apoderó
de todo, y por la pequeñez de sus menores éstos ignoraban su
herencia, padecían huérfanos y lloraban inocentes. Fue su padre
devotísimo de la piadosa mártir, y con tiernas instancias la había
suplicado cuidase de aquel huérfano ganadillo, en cuya protección,
apareciéndosele entre sueños al desleal correspondiente de amistad
tanta, le afeó su desenfrenada codicia, su violada confidencia y el
descuido de la inocente niñez de sus encomendados; desengañóle que,
corriendo por su cuenta su socorro, no podía menos que volver por su
derecho, castigando delitos en ofensa de sus pupilos. Hizo que
despertase con el premio debido a su desconocimiento, porque no hubo
parte de su cuerpo que, con temblores continuos, no se le rebelase;
parecía, los breves días que vivió, a los que habiendo beneficiado
el azogue, en inquietud perpetua, no dan paso adelante que no le
retrocedan. Murió, en fin, y dejó ejemplos a sus vecinos, con que si
amaron más desde entonces a Tecla por bienhechora, la temieron por
severa contra usurpadores de los bienes de sus alumnos. Todo esto se
vía entallado en un cuadro de jaspe y debajo de él este
mote:
Con diferentes estilos,
Tecla pregona escarmientos,
severa para avarientos,
piadosa para pupilos.
Este caso es ejemplar,
donde el cuerdo podrá ver,
que sabe hacerse querer
y sabe hacerse temblar.
Patrocina sabios
La propensión curiosa que tuvo nuestra virgen sacra a las
buenas letras, testigo el mucho tiempo que antes del místico
conocimiento de la reina de todas (pues se llaman esclavas las artes
liberales de la ciencia sacra); digo que lo mucho que ennobleció con
su frecuencia ésta y las demás preseas del ingenio, principalmente
la poesía (que cuando esta facultad se emplea en honestas sutilezas,
no hay negarla la primacía entre todas las puramente humanas), dio
el título a este discurso, con nombre de la Patrona de las Musas. Y
fuelo tanto, que a ninguno eminente en ellas dejó de favorecer
difunta, como a ninguno dejó de aficionarse viva. Mostrólo en el
milagro presente; porque estando en el último trance vital Alipio,
profesor célebre y maestro venerado en todas las letras a que se
extiende la lumbre natural, hijo de Olimpo, nuevo Apolo en ellas, y
padre de Solimio, heredero en el ingenio y estudios a sus dos
progenitores, conociendo el casi parentesco que la semejanza de
ejercicios establece en los que simbolizan en ellos, y, que, como
tal, nuestra Minerva sacra debía correspondencia a su pluma, siempre
desvelada en sus loores, dispuso (si no alcanzar estorbos a la
muerte), facilitar por lo menos sus congojas, presentes en su
peligro sus reliquias. Mandóse llevar para esto a su sagrado templo,
y después que en él, con encendidas lágrimas y devotos suspiros,
imploró socorros de su divina tutelar, durmiéndose, la vio risueña y
coronada con las hojas ninfas que laurean ciencias y virtudes, en
traje majestuoso, que le dijo: «Devoto mío, ¿qué pides?, ¿de qué te
lastimas?, ¿qué quieres?» A que le respondió con aquel verso del
poeta griego que dice:
¿Qué preguntas en penas tan atroces,
si todo, virgen mártir, lo conoces?
Harto más
a propósito, agora, que cuando con él se querelló
Ulises a su madre Tetis. Agradable se deleitó la soberana poetisa,
tanto de la respuesta, como de su afecto, y dándole una piedra
preciosa que en el cándido cristal de su virgen mano traía, variada
de listas, ya rubíes, ya zafiros y poblada toda de lunares de oro,
retrato del cielo y alegría del congojado devoto suyo, le mandó que
se la colgase a la garganta cuando despertase, porque sano y
agradecido, la rindiese gracias de por vida en poemas sacros.
Desapareció luminosa, dicho esto. Y despertando el regocijado
favorecido, buscó la prenda, pero no hallándola, duplicó congojas.
(Que el bien que se espera aun entre sueños, si se desvanece,
atormenta al doble más que el imposible). Angustioso, pues, se
querellaba Alipio a su protectora, cuando entró a verle su estudioso
sucesor, y preguntándole el
estado en que se hallaba, al referirle
el enfermo sus sentimientos, reconoció en la mano de Solimio la
piedra misma que la virgen laureada en las divinas suyas le había
donado. Preguntóle con admiración nueva quién le había hecho dueño
de tal prenda y respondióle que a la salida de la ciudad, viniendo a
visitarle, la divisó entre la arena del camino, y que atraído de su
peregrina luz, alcanzándola del suelo, se pronosticaba feliz
restauración en su carísimo padre, y que a esta causa venía tan
festivo. Renovó admiraciones el paciente, dióle cuenta del favorable
sueño, recibió la celeste joya y, puesta al cuello, salud repentina,
y celebrando mientras vivió, con versos sonoros, favores tan
inauditos, ocasionó a todos los filósofos, poetas, músicos y demás
secuaces de las nueve hermanas, a que, aclamándola tutelar Minerva y
patrona diva, experimentasen los prodigios con que entonces a los
estudiosos, como agora, con particular asistencia autoriza letras
que, deleitando apacibles, no degeneran torpes. Este milagro, que
será el
último de nuestro discurso (aunque son muchos más los que el
pontífice santo su coronista y devoto escribe que hasta su tiempo
hizo) se llevaba los ojos de cuantos en el templo entraban. Grabóse
en cristalino alabastro, cuyo remate era este epigrama, que le dará
a mi obligación, si mal cumplida, no a lo menos en el afecto con
que, mientras viviere, pregonaré devoto alabanzas de doctora
tanta:
Oh
tú, estudioso, que apoyas
con letras tu ingenio y fama,
en tu auxilio a Tecla llama
que da salud y da joyas.
Minerva en ciencias infusas,
sutilezas favorece,
en fe que sola merece,
ser Patrona de las Musas.
Ciñó don Luis en el breve círculo de hora y media todo lo
sustancioso de esta dilatada narración, que después, para dar cuerpo
a este libro y hacer más capaces de maravillas tantas a sus letores,
aumentó la pluma, fiada en los agrados con que sazona apetitos la
mártir
virgen. Aplaudido, pues, de los oyentes, el orador piadoso,
desocuparon el teatro ameno cuantos, asistiéndole, se dieron por
convidados a banquete tan lícito para la tarde, facilitándoseles la
cercanía con que aquella recreación se avecindaba a la Corte.
Quedáronse a comer en ella los mancomunados en el festivo, cuanto
honesto pasatiempo, y acompañaron sus mesas caballeros y damas que,
juntando a la amistad la obligación, faltaran a la cortesía a no
detenerlos. Y cumpliendo los mantenedores con lo necesario a este
desempeño, a medida del tiempo y su liberalidad, se alargaron casi a
lo superfluo, por incurrir en lo limitado, disponiendo entre tanto
sus domésticos segundo teatro para el coloquio prometido, que fue el
que se sigue.