ARTURO
USLAR PIETRI
LA
LLUVIA
La
luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento
en el maizal, compacto y menudo como de lluvia. En la sombra acuchillada de láminas
claras oscilaba el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba
la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa
de la mujer que estaba echada sobre el catre del rincón.
La
patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada
vez más a lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y
sólido.
Se
oía en el hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando
ansiosamente.
La
mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por
las rayas luminosas, atisbó un momento, miró el chinchorro quieto y pesado, y
llamó con voz agria.
-
¡Jesuso!
Calmó
la voz esperando respuesta y entre tanto, comentó
alzadamente:
-
Duerme como un palo. Para nada
sirve. Si vive como si estuviera
muerto...
El
dormido salió a la vista con la llamada, desperezóse y preguntó con voz
cansina:
-
¿Qué pasa Eusebia? ¿Qué escándalo
es ése? Ni a la noche puedes dejar
en paz a la gente.
-
Cállate, Jesuso, y oye.
-
Qué.
-
Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! Y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has
puesto!
Con
esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió
violentamente y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de
la luna llena y el soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando
las sombras. Lucían todas las
estrellas.
Alargó
hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota.
Dejó
caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en el marco de la
puerta.
-
¿Ves, vieja loca, tu aguacero?
Ganas de trabajar la paciencia.
La mujer quedóse con los ojos fijos mirando la gran claridad que entraba
por la puerta. Una rápida gota de
sudor le cosquilleó la mejilla. El
vaho cálido inundaba el recinto.
Jesús
tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a
oír el crujido de la madera de la madera
en la mecida. Una mano
colgaba hasta el suelo resbalando sobre la tierra del
piso.
La
tierra estaba seca como una piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya
como huesos; se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que
torturaba a los hombres.
Las
nubes oscuras como sombra de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los
últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente. La noche era ardiente, encendida de
luces fijas y metálicas.
En
los cerros y en los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se
consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales,
escudriñando anuncios...
Sobre
los valles y cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas
palabras:
-
Cantó el carraó. Va a
llover...
-
¡No lloverá!
Se
lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.
-
Se callaron los chicharras. Va a
llover...
-
¡No lloverá!
La
luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.
-
Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?
Miró
la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de
multiplicar el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia
le tenía tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando en el
sueño.
Con
la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso
lento. Bajo sus pies descalzos
crujían las hojas vidriosas. Miraba
a ambos lados las largas hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos
árboles desnudos y en lo alto de la colina, verde y profundo, un cactus
vertical. A ratos deteníase, tomaba
en la mano una vaina de frijol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar
por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.
A
medida que subía el sol, la sensación y el calor de aridez eran mayores. No se veía nube en el cielo de un azul
de llama. Jesuso, como todos los
días, iba, sin objeto, porque la siembra estaba ya perdida, recorriendo las
veredas del conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por descansar
de la hostil murmuración de Usebia.
Todo
lo que dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo
sediento sobre valles sedientos y estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una
mancha de polvo calcáreo señalaba el camino.
No
se observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz
fulgurante. Apenas la sombra sí se
iba empequeñeciendo. Parecía
aguardase un incendio.
Jesuso
marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista
sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.
-
¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser
de la pobre gente con esta sequía?
Este año ni una gota de agua y el pasado fue el inviernazo que se pasó de
aguado, llovió más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el
puente... Está visto que no hay manera... Si llueve, porque llueve... Si no
llueve, porque no llueve...
Pasaba
del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por
tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó
los ojos.
Era
el cuerpo de un niño. Delgado,
menudo, des espaldas, en cuclillas, fijo y abstraído mirando hacia el
suelo.
Jesuso
avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por
detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado
hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas
pajas mínimas. En ese instante, de
entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una
hormiga.
-
Y se rompió la represa... ya ha venido la corriente... bruum... bruum, y la
gente corriendo... y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de
tía tara... y todos los palos grandes... zaaas... bruuuum... ya y ahora tía
hormiga metida en ese aguazón...
Sintió
la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se
alzó entre colérico y vergonzoso.
Era
fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre
el dril pardo la piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos,
la nariz vibrante y aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro,
ya humando de uso, plegado sobre las orejas como bicornio, que contribuía a
darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y
ágil.
Jesuso
terminó de examinarlo en silencio y sonrió.
-
¿De dónde sales, muchacho?
-
De por ahí...
-
¿De dónde?
-
De por ahí...
Y
extendió con vaguedad la mano sobre los campos que se
alcanzaban.
-
¿Y qué vienes haciendo?
-
Caminando.
La
impresión de la respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al
hombre.
-
¿Cómo te llamas?
-
Como me puso el cura.
Jesús
arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña. El niño pareció advertirlo y compensó las
palabras con una expresión confiada y familiar.
-
No seas malcriado - comenzó el viejo, pero desarmado por la gracia bajó a un
tono más íntimo -. ¿Por qué no
contestas?
-
¿Para qué pregunta? - replicó con candor extraordinario.
-
Tú escondes algo. O te has ido de
casa de tu taita.
-
No, señor.
Jesuso
se rascó la cabeza y agregó con sorna:
-
O te empezaron a comer las patas y te fuiste, ¿ah,
vagabundito?
El
muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la
espalda, chasqueando la lengua contra el paladar.
-
¿Y para dónde vas ahora?
-
¿Y qué estás haciendo?
-
Lo que usted ve.
-
¡Buena cochinada!
El
viejo Jesuso no halló más que decir, quedaron callados frente a frente, sin que
ninguno de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por aquel silencio y
aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar lentamente como un
animal fantástico, advirtió que lo estaba haciendo y lo ruborizó pensar que
pudiera hacerlo para divertir al niño.
-
¿Vienes? - le preguntó simplemente.
Calladamente el muchacho se vino siguiéndolo.
En
llegando a la puerta del rancho halló a Usebia atareada encendiendo fuego. Soplaba con fuerza sobre un montoncito
de maderas de cajón de papeles amarillos.
-
Usebia, mira - llamó con timidez - mira lo que ha llegado.
-
Ujú - gruñó sin tornarse, y continuó soplando.
El
viejo tomó al niño y lo colocó ante así, como presentándolo, las dos manos
oscuras y gruesas sobre los hombros finos.
-
¡Mira, pues!
Giró
agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos
llorosos de humo.
-
¿Ah?
Una
vaga dulzura le suavizó lentamente la expresión.
-
Ajá. ¿Quién
es?
Y
respondía con sonrisa a la sonrisa del niño.
-
¿Quién eres?
-
Pierdes tu tiempo en preguntarle, porque este sinvergüenza no
contesta.
Quedó
un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo
que se escapaba a Jesuso. Luego muy
despacio se fue a un rincón, hurgó en el fondo de una bolsa de tela roja y sacó
una galleta amarilla, pulida como metal de dura y vieja. La dio al niño y mientras éste mascaba
con dificultad la vieja pasta, continúo contemplándolos, a él y al viejo
alternativamente, con aire de asombro, casi de angustia.
Parecía
buscar dificultosamente un fino y perdido hilo de
recuerdo.
-
¿Te acuerdas, Jesuso, de Cacique?
El pobre.
La
imagen del viejo perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los
acercaba.
-
Ca-ci-que... - dijo el viejo como comprendiendo a
deletrear.
El
niño volvió la cabeza y lo miró con su mirada entera y pura. Miró a su mujer y sonrieron ambos
tímidos y sorprendidos.
A
medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del
muchacho dentro del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel enriquecía el tono
moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca estaba viva y
ardiente.
Poco
a poco las cosas iban dejando sitio y organizándose para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la
lustrosa madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el cuerpo se
amoldaba exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el
espacio que los esperaba.
Jesuso,
entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba,
procurando evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba y
venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la
espalda, miraba de reojo al niño.
Desde
dónde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada
mirando los pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre
que no recordaba música.
Al
rato preguntó casi sin dirigirse a él:
-
¿Quién el grillo que chilla?
Creyó
haber hablado muy suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más
alegre y parecido a la brusca exaltación del canto de los
pájaros.
-
¡Cacique! - insinuó casi con vergüenza -
¡Cacique!
Mucho
gusto le produjo el oír el ¡ah!, del niño.
-
¿Cómo que te está gustando el nombre?
Una
pausa y añadió:
-
Yo me llamo Usebia.
Oyó
como un eco apagado:
-
Velita de sebo...
Sonrió
entre sorprendida y disgustada.
-
¿Cómo que te gusta poner nombres?
-
Usted fue quien me lo puso a mí.
-
Verdad es.
Iba
a preguntarle si estaba contengo, pero la dura costra que la vida solitaria
había acumulado sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la
expresión.
Tornó
a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo, los
impulsos que la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el
silbido.
La
luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar
disparatadamente de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad
para hallarse de nuevo consigo misma.
Soportó
callada aquél vértigo interior hasta el límite de la tortura, y cuando se
sorprendió hablando ya no se sentía ella, sino algo que fluía como la sangre de
una vena rota.
-
Tú vas a ver cómo todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a
Jesuso...
La
visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que el muchacho había dicho
"lechuzo", y sonrió con torpeza, no sabiendo si era la resonancia de sus propias
palabras.
-
... no sé cómo lo he aguantado por toda la vida. Siempre ha sido malo y mentiroso. Sin ocuparse de
mí...
El
sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre,
cargándolo con las culpas que no podía aceptar.
-
... ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de abajo y
nosotros para atrás y para atrás. Y
ahora este año, Cacique...
Se
interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera
que la oyese alguien más lejos:
-
... no ha venido el agua. El verano
se ha quedado viejo quemándolo todo.
¡No ha caído ni una gota!
La
voz cálida en el aire tórrido trajo una ansia de frescura imperiosa, una
angustia de ser. El resplandor de
la colina tostada, las hojas secas, de la tierra agrietada, se hizo presente
como otro cuerpo y alejó las demás preocupaciones.
Guardó
silencio algún tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
-
Cacique, coge esa lata y baja a la quebrada a buscar agua.
Miraba
a Eusebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento íntimo
como si se preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara de
descubrir el carácter religioso del alimento.
Todas
las cosas usuales se habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir
por primera vez.
-
¿Está buena la comida, Usebia?
La
respuesta fue extraordinaria como la pregunta.
-
Está buena, viejo.
El
niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo
imperceptible y eficaz.
La
imagen del pequeño rostro agudo y huroneante, les provocaba asociaciones de
ideas nuevas. Pensaban con ternura
en objetos que antes nunca habían tenido importancia. Alpargaticas menudas, pequeños caballos
de madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de vidrio
irisado.
El
gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de
conocerse, y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se
complacían en decirlo solamente.
-
Jesuso...
-
Usebia...
Ya
el tiempo no era un desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que
brotaba.
Cuando
estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al
niño que jugaba afuera, echado por tierra, con una
cerbatana.
-
¡Cacique, vente a comer!
El
niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el
nervio de una hoja. Con los ojos
pegados a la tierra, la veía crecida como si fuese de su mismo tamaño, como un
gran animal terrible y monstruoso.
La cerbatana se movía apena, girando sobre sus patas, entre la voz del
muchacho, que canturreaba interminablemente:
-
"Cerbatana, cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito?
El
insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando
vagamente. La cantinela continuaba
acompañando el movimiento de la cerbatana, y el niño iba viendo cada vez más
diferente e inesperado el aspecto de la bestezuela, hasta hacerla irreconocible
en su imaginación.
-
Cacique, vente a comer.
Volvió
la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo
viaje.
Penetró
tras el viejo en el rancho lleno de humo.
Usebia servía el almuerzo en platos de peltre desportillados. En el centro de la mesa se destacaba
blanco el pan de maíz, frío y rugoso.
Contra
su costumbre que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas,
Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo.
Cuando
volvía a las horas habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios,
decir las frases acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia
aparecía como un fruto natural de la hora, pero aquel regreso inusitado
representaba una tan formidable alteración del curso de su vida, que entró como
avergonzado y comprendió que Usebia debía estar llena de
sorpresa.
Sin
mirarla de frente, se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo
interpelaba.
-
¡Ajá! ¿Cómo que arreció la
flojera?
Buscó
una excusa.
-
¿Y qué voy a hacer en ese cerro achicharrado?
Al
rato volvió la voz de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
-
¡Tanta falta que hace el agua! Si
acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!
-
La calor es mucha y el cielo purito.
No se mira venir agua de ningún lado.
-
Pero si lloviera se podría hacer otra siembra.
-
Sí, se podría.
-
Y daría más plata, porque se ha secado mucho conuco.
-
Sí, daría.
-
Con un solo aguacero, se pondría verdecita toda esa falda.
-
Y con esa plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos camisones para ti,
Usebia.
La
corriente ternura brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los
viejos.
-
Y para ti, Jesuso, una buena cobija que no se pase.
Y
casi en coro los dos:
-
¿Y para Cacique?
-
Lo llevaremos al pueblo para que coja lo que le guste.
La
luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura,
como si la hora avanzase y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo
desde el almuerzo. Llegaba la brisa
teñida de humedad, que hacía más grato el encierro de la
habitación.
Todo
el mediodía lo había pasado casi en silencio, diciendo sólo, muy de tiempo en
tiempo, algunas palabras vagas y banales por las que secretamente y de modo
basto asomaba un estado de alma nuevo, una especie de calma, de paz, de
cansancio feliz.
-
Ahorita está oscuro - dijo Usebia, mirando el color ceniciento que llegaba a la
puerta.
-
Ahorita - asintió distraídamente el viejo.
E
inesperadamente agregó:
-
¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco
jugando con los animales que encuentra.
Con cuanto bicho mira, se para y se pone a conversar como si fuera
gente.
Y
más luego añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza
todas las imágenes que suscitaban sus palabras dichas:
-
... y lo voy a buscar, pues.
Alzóse
del chinchorro, con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina seca se
había tornado violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que cubrían el
cielo. Una brisa aguda agitaba
todas las hojas tostadas y chirriantes.
-
Mira, Usebia - llamó.
Vino
la vieja al umbral preguntando:
-
¿Cacique está ahí?
-
¡No! Mira el cielo negrito,
negrito.
-
Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido agua.
Ella
se quedó enmarcada en la puerta y él salió al raso, hizo hueco con las manos y
lanzó un grito lento y espacioso:
-
¡Cacique!
¡Caciiiiique!
-
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil
ruidos menudos que como burbujas rodeaban la colina.
Jesuso
comenzó a andar por la vereda más ancha del conuco.
En
la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro
líneas del umbral, y la perdió siguiendo las sinuosidades.
Cruzaba
un ruido de bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante
vuelo de las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba
pesadamente. Por la luz y el aire
penetraba una frialdad de agua.
Sin
sentirlo, estaba como ausente y metido por otras veredas más torcidas y
complicadas que las del conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de
velocidad, deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro
sitio.
Suavemente
las cosas iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de sustancia
de agua.
A
ratos parecía a Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos
del maíz, y llamaba rápido: - "Cacique" - pero pronto la brisa y la sombra
deshacían el dibujo y formaban otra figura irreconocible.
Las
nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a media falda de la colina y ya los
árboles altos parecían columnas de humo deshaciéndose en la atmósfera oscura.
Ya
no se fiaba de los ojos, porque todas las formas eran sombras indistintas, sino
que a ratos se paraba y prestaba oído a los rumores que
pasaban.
-
¡Cacique!
Hervía
una sustancia de murmullos, de ecos, de crujidos, resonante y
vasta.
Había
distinguido clara su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que
arrastraba el viento.
-
Cerbatana, cerbatanita...
Era
eso, eran sílabas, eran palabras de su voz infantil y no el eco de un guijarro
que rodaba, y no algún canto de pájaro desfigurado en la distancia, ni siquiera
su propio grito que regresaba decrecido y delgado.
-
Cerbatana, cerbatanita...
Entre
el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba
acelerando sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro
patas, hurgando febril entre los tallos del maíz, y parándose continuamente a
oír su propia respiración, casi sintiéndose él mismo, perdido y
llamado.
-
¡Cacique!
¡Caciiiique!
Había
ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado y sólo ahora advertía que
iba de nuevo subiendo la colina.
Con la sombra, la velocidad de la sangre y la angustia de la búsqueda
inútil, ya no reconocía en sí mismo el manso viejo habitual, sino un animal
extraño presa de un impulso de la naturaleza. No veía en la colina los familiares
contornos, sino como un crecimiento y una deformación inopinados que se la
hacían ajena y poblada de ruidos y movimientos
desconocidos.
El
aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso y él giraba y
corría siempre aguijoneado por la angustia.
-
¡Cacique!
Ya
era una cosa de vida o muerte.
Hallar algo desmedido que saldría de aquella áspera soledad
torturadora. Su propio grito ronco
parecía llamarlo hacia mil rumbos distintos, dónde algo de la noche aplastante
lo esperaba.
Era
agonía. Era sed. Un olor de surco recién removido flotaba
ahora a ras de tierra, olor de hoja tierna triturada.
Ya
irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño se deshacía en la
tiniebla gruesa, ya no le miraba aspecto humano, a ratos no le recordaba la
fisonomía, ni el timbre, ni recordaba su silueta.
-
¡Cacique!
Una
gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le cayó sobre los
labios partidos, y otras en las manos terrosas.
-
¡Cacique!
Y
otras frías en el pecho grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se
empañaron.
-
¡Cacique! ¡Cacique! ¡Cacique!...
Ya
el contacto frío le acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por
los miembros lasos.
Un
gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz. Olía profundamente a raíz, a lombriz de
tierra, a semilla germinada, a ese olor ensordecedor de la
lluvia.
Ya
no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas. Su boca callaba como saciada y parecía
dormir marchando lentamente, apretando en la lluvia, calado en ella, acunado por
su resonar profundo y vasto.
Ya
no sabía si regresaba. Miraba como
entre lágrimas al través de los claros flecos del agua la imagen oscura de
Usebia, quieta entre la luz del umbral.
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