HOMERO
ILÍADA
CANTO
I*
Peste
- Cólera
*
Después de una corta invocación a la divinidad para que cante "la perniciosa ira
de Aquiles", nos
refiere
el poeta que Crises, sacerdote de Apolo, va al campamento aqueo para rescatar a
su hija, que
había
sido hecha cautiva y adjudicada como esclava a Agamenón; éste desprecia al
sacerdote, se niega a
darle
la hija y lo despide con amenazadoras palabras; Apolo, indignado, suscita una
terrible peste en el
campamento;
Aquiles reúne a los guerreros en el ágora por inspiración de la diosa Hera, y,
habiendo
dicho
al adivino Calcante que hablara sin miedo, aunque tuviera que referirse a
Agamenón, se sabe por
fin
que el comportamiento de Agamenón con el sacerdote Crises ha sido la causa del
enojo del dios. Esta
declaración
irrita al rey, que pide que, si ha de devolver la esclava, se le prepare otra
recompensa; y
Aquiles
le responde que ya se la darán cuando tomen Troya. Así, de un modo tan natural,
se origina la
discordia
entre el caudillo supremo del ejército y el héroe más valiente. La riña llega a
tal punto que
Aquiles
desenvaina la espada y habría matado a Agamenón si no se lo hubiese impedido la
diosa Atenea;
entonces
Aquiles insulta a Agamenón, éste se irrita y amenaza a Aquiles con quitarle la
esclava Briseida,
a
pesar de la prudente amonestación que le dirige Néstor; se disuelve el ágora y
Agamenón envía a dos
heraldos
a la tienda de Aquiles que se llevan a Briseide; Ulises y otros griegos se
embarcan con Criseida
y
la devuelven a su padre; y, mientras tanto, Aquiles pide a su madre Tetis que
suba al Olimpo a impetre
de
Zeus que conceda la victoria a los troyanos para que Agamenón comprenda la falta
que ha cometido;
Tetis
cumple el deseo de su hijo, Zeus accede, y este hecho produce una violenta
disputa entre Zeus y
Hera,
a quienes apacigua su hijo Hefesto; la concordia vuelve a reinar en el Olimpo y
los dioses celebran
un
festín espléndido hasta la puesta del sol, en que se recogen en sus
palacios.
1
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó
infinitos males
a
los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo
presa
de
perros y pasto de aves -cumplíase la voluntad de Zeus- desde que se separaron
disputando
el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo
de
Leto
y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste, y los
hombres pe-
recían
por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando
redimir a su
hija,
se había presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las
ínfulas
de
Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos
los
aqueos,
y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les
suplicaba:
17
-¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos
palacios,
os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria!
Poned
en
libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el
que hiere
de
lejos.
22
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se admitiera
el
espléndido
rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no plugo el acuerdo, le despidió de
mal
modo y con altaneras voces:
26
-No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque ahora demores
tu
partida, ya porque vuelvas luego, pues quizás no te valgan el cetro y las
ínfulas del
dios.
A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos,
lejos de
su
patria, trabajando en el telar y aderezando mi lecho. Pero vete; no me irrites,
para que
puedas
irte más sano y salvo.
33
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Fuese en silencio por
la
orilla
del estruendoso mar; y, mientras se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano
Apolo,
a quien parió Leto, la de hermosa cabellera:
37
-¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, a
imperas
en
Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o
quemé
en tu honor pingües muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los
dánaos
mis lágrimas con tus flechas!
43
Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón, descendió de las
cumbres
del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron
sobre
la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche.
Sentóse
lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de plata dio un terrible
chasquido. Al
principio
el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus
amargas
saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de
cadáveres.
53
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En el décimo,
Aquiles
convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los
níveos
brazos,
que se interesaba por los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una
vez
reunidos,
Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59
-¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez errantes, si
escapamos
de la muerte; pues, si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos.
Mas,
ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños -pues también el
sueño
procede de Zeus-, para que nos diga por qué se irritó tanto Febo Apolo: si está
quejoso
con motivo de algún voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de
corderos
y de cabras escogidas, querrá libramos de la peste.
68
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante Testórida, el
mejor
de los augures -conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las
naves
aqueas
hasta Ilio por medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo-, y benévolo
los
arengó
diciendo:
74
-¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera de Apolo, del dios que
hiere
de
lejos. Pues bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a
defenderme de
palabra
y de obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los argivos
todos
y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra
quien
se
enoja; y, si bien en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor hasta que
logra
ejecutarlo
en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.
84
Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
85
-Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues ¡por Apolo,
caro a
Zeus;
a quien tú, Calcante, invocas siempre que revelas oráculos a los dánaos!,
ninguno
de
ellos pondrá en ti sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo
viva y
vea
la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón, que al presente se jacta
de ser
en
mucho el más poderoso de todos los aqueos.
92
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
93
-No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe, sino a causa del
ultraje
que Agamenón ha inferido al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el
rescate.
Por esto el que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y no
librará
a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea restituida a su padre, sin premio
ni
rescate,
la joven de ojos vivos, y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le
hayamos
aplacado, renacerá nuestra esperanza.
101
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso héroe Agamenón
Atrida,
afligido, con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al
relumbrante
fuego; y, encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
106-¡Adivino
de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en
profetizar
desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste nada bueno. Y ahora, vaticinando ante
los
dánaos, afirmas que el que hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise
admitir
el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener en mi casa.
La
prefiero,
ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en
el
talle,
ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo,
consiento en
devolverla,
si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero
preparadme
pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se
quede;
lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra parte la que me había
correspondido.
121
Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:
122
-¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra
recompensa
los magnánimos aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la
comunidad,
pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente
obligar
a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y
los
aqueos
te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite algún día tomar la
bien
murada
ciudad de Troya.
130
Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
131
Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu pensamiento, pues no
podrás
burlarme ni persuadirme. ¿Acaso quieres, para conservar tu recompensa, que me
quede
sin la mía, y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos
aqueos
me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y si no me la
dieren,
yo
mismo me apoderaré de la tuya o de la de Ayante, o me llevaré la de Ulises, y
montará
en
cólera aquél a quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora,
ea,
echemos
una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes remeros,
embarquemos
víctimas para una hecatombe y a la misma Criseide, la de hermosas
mejillas,
y sea capitán cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú,
Pelida,
el más portentoso de todos los hombres, para que nos aplaques con sacrificios al
que
hiere de lejos.
148
Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies
ligeros:
149
-¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes
ni
un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con
otros
hombres?
No he venido a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me
hicieron
culpables -no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás
la
cosecha en la fértil Ftía, criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y
el
ruidoso
mar nos separan-, sino que te seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el
gusto
de vengaros de los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijás en esto la
atención,
ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me amenazas con quitarme la
recompensa
que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos. Jamás el botín que
obtengo
iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad de los troyanos:
aunque
la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu
recompensa,
al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a mis naves, teniéndola
pequeña,
aunque grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía,
pues
lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer
aquí sin
honra
para procurarte ganancia y riqueza.
172
Contestó en seguida el rey de hombres, Agamenón:
173
-Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes;
otros hay
a
mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que
ningún
otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas,
luchas
y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria,
llevándote las
naves
y los compañeros, y reina sobre los mirmidones, no me importa que estés
irritado,
ni
por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a
Criseide,
la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu
tienda,
me llevaré a Briseide, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas
bien
cuánto
más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse
conmigo.
188
Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió
dos
cosas:
o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar
al
Atrida,
o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en
su
mente
y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo:
envióla
Hera,
la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se
interesaba.
Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él
tan
sólo;
de los demás, ninguno la veía. Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante
conoció a
Palas
Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella,
pronunció
estas aladas palabras:
202-¿Por
qué nuevamente, oh hija de Zeus, que lleva la égida, has venido? ¿Acaso para
presenciar
el ultraje que me infiere Agamenón Atrida? Pues te diré lo que me figuro que
va
a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.
206
Díjole a su vez Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
207-Vengo
del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa
de
los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se
interesa. Ea,
cesa
de disputar, no desenvaines la espada a injúrialo de palabra como te parezca. Lo
que
voy
a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples y
espléndidos pre-
sentes.
Domínate y obedécenos.
213
Y, contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
216
-Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón esté muy
irritado.
Proceder
así es lo mejor. Quien a los dioses obedece es por ellos muy
atendido.
219
Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la enorme espada y
no
desobedeció
la orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora
Zeus,
que lleva la égida, entre las demás deidades.
223
El Pelida, no amainando en su cólera, denostó nuevamente al Atrida con
injuriosas
voces:
225
-¡Ebrioso, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a
tomar
las
armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los
más
valientes
aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar
los
dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey
devorador de
tu
pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu
último
ultraje.
Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este
cetro
que
ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni
reverdecerá,
porque
el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos
que
administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este
juramento):
algún
día los aqueos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no
podrás
socorrerlos
cuando muchos sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de
hombres.
Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los
aqueos.
245
Así dijo el Pelida; y, tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro,
tomó
asiento.
El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave
en
el hablar, elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían más
dulces
que
la miel -había visto perecer dos generaciones de hombres de voz articulada que
nacieron
y se criaron con él en la divina Pilos y reinaba sobre la tercera-, y benévolo
los
arengó
diciendo:
254
-¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea!
Alegrananse
Príamo y sus hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si
oyeran
las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los dánaos así en el
consejo
como en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más jóvenes que
yo.
En otro tiempo traté con hombres aún más esforzados que vosotros, y jamás me
desdeñaron.
No he visto todavía ni veré hombres como Pirítoo, Driante, pastor de
pueblos,
Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egeida, que parecía un
in-
mortal.
Criáronse éstos los más fuertes de los hombres; muy fuertes eran y con otros muy
fuertes
combatieron: con los montaraces centauros, a quienes exterminaron de un modo
estupendo.
Y yo estuve en su compañía -habiendo acudido desde Pilos, desde lejos, desde
esa
apartada tierra, porque ellos mismos me llamaron- y combatí según mis fuerzas.
Con
tales
hombres no pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no
obstante
lo
cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras. Prestadme también vosotros
obediencia,
que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la
joven,
sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos aqueos; ni
tú,
Pelida, quieras altercar de igual a igual con el rey, pues jamás obtuvo honra
como la
suya
ningún otro soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más
esforzado,
es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso, porque reina sobre
mayor
número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira
contra
Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso
combate.
285
Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
286
-Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre quiere
sobreponerse
a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar
órdenes
que alguien, creo, se negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron
belicoso,
¿le permiten por esto proferir injurias?
292
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles:
293
-Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que dices; manda a otros,
no
me
des órdenes, pues yo no pienso ya obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en
la
memoria:
No he de combatir con estas manos por la joven ni contigo, ni con otro alguno,
pues
al fin me quitáis lo que me disteis; pero, de lo demás que tengo junto a mi
negra y
veloz
embarcación, nada podrías llevarte tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea,
inténtalo,
para que éstos se enteren también; y presto tu negruzca sangre brotará en torno
de
mi lanza.
304
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron y disolvieron el
ágora
que cerca de las naves aqueas se celebraba. Fuese el Pelida hacia sus tiendas y
sus
bien
proporcionados bajeles con el Menecíada y otros amigos; y el Atrida echó al mar
una
velera nave, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la hecatombe para el
dios,
y,
conduciendo a Criseide, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán
el
ingenioso
Ulises.
312
Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por líquidos caminos. El
Atrida
mandó que los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando al
mar
las impurezas, y sacrificaron junto a la orilla del estéril mar hecatombes
perfectas de
toros
y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo,
enroscándose
alrededor
del humo.
318
En tales cosas ocupábanse éstos en el ejército. Agamenón no olvidó la amenaza
que
en la contienda había hecho a Aquiles, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus
heraldos y
diligentes
servidores:
322
-Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a Briseide, la de
hermosas
mejillas,
traedla acá, y, si no os la diere, ire yo mismo a quitársela, con más gente, y
todavía
le será más duro.
326
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió. Contra su
voluntad
fuéronse
los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y naves de
los
mirmidones,
y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al verlos, no
se
alegró. Ellos se turbaron, y, habiendo hecho una reverencia, paráronse sin decir
ni
preguntar
nada. Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
334
-¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí
no
sois
vosotros los culpables sino Agamenón, que os envía por la joven Briseide. ¡Ea,
Pa-
troclo,
del linaje de Zeus! Saca la joven y entrégasela para que se la lleven. Sed ambos
testigos
ante los bienaventurados dioses, ante los mortales hombres y ante ese rey cruel,
si
alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas
calamidades
porque
él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en
lo
pasado,
a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las
naves.
345
Así dijo. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseide, la de
hermosas
mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las
naves
aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse
de
los
compañeros, y, sentándose a orillas del blanquecino mar con los ojos clavados en
el
ponto
inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos
ruegos:
352
-¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía
honrarme
y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado,
pues
tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.
357
Así dijo derramando lágrimas. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar,
donde
se hallaba junto al padre anciano, a inmediatamente emergió de las blanquecinas
ondas
como niebla, sentóse delante de aquél, que derramaba lágrimas, acariciólo con la
mano
y le habló de esta manera:
362
-¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes
lo
que
piensas, para que ambos lo sepamos.
364
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies
ligeros:
365
-Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Teba, la sagrada ciudad
de
Eetión;
la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron equitativamente los
aqueos,
separando para el Atrida a Criseide, la de hermosas mejillas. Luego Crises,
sacerdote
de Apolo, el que hiere de lejos, deseando redimir a su hija, se presentó en las
veleras
naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de
lejos,
que
pendían de áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y
particularmente a
los
dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los aqueos aprobaron a voces que se
respetase
al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a
quien
no plugo el acuerdo, to despidió de mal modo y con altaneras voces. El anciano
se
fue
irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los
argivos
funesta
saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban
por
todas
partes en el vasto campamento de los aqueos. Un adivino bien enterado nos
explicó
el
vaticinio del que hiere de lejos, y yo fui el primero en aconsejar que se
aplacara al dios.
El
Atrida encendióse en ira; y, levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha
cumplido.
A aquélla los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa en velera nave con
presentes
para el dios; y a la hija de Briseo, que los aqueos me dieron, unos heraldos se
la
han
llevado ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al
Olimpo
y
ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con palabras o con
obras.
Muchas
veces, hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber
evitado,
tú sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronida, el de las
sombrías
pubes, cuando quisieron atarlo otros dioses olímpicos, Hera, Posidón y Palas
Atenea.
Tú, oh diosa, acudiste y lo libraste de las ataduras, llamando en seguida al
espacioso
Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres
Egeón,
el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al lado de
Zeus,
ufano de su gloria; temiéronlo los bienaventurados dioses y desistieron del
atamiento.
Recuérdaselo, siéntate a su lado y abraza sus rodillas: quizás decida favorecer
a
los troyanos y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca
del mar;
para
que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta
que
ha
cometido no honrando al mejor de los aqueos.
413
Respondióle en seguida Tetis, derramando lágrimas:
414
-¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te di a luz? ¡Ojalá
estuvieras
en las naves sin llanto ni pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga
duración!
Ahora eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado
funesto
te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a Zeus, que se
complace
en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú quédate en las naves de ligero
andar,
conserva la cólera contra los aqueos y abstente por entero de combatir. Ayer se
marchó
Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un banquete, y
todos
los
dioses lo siguieron. De aquí a doce días volverá al Olimpo. Entonces acudiré a
la
morada
de Zeus, sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré
persuadirlo.
428
Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón irritado a causa
de la
mujer
de bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían
arrebatado.
430
En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sagrada hecatombe.
Cuando
arribaron al profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra
nave;
abatieron
rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía, y llevaron la nave,
a
fuerza
de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras, saltaron a la
playa,
desembarcaron
las víctimas de la hecatombe para Apolo, el que hiere de lejos, y Criseide
salió
de la nave surcadora del ponto. El ingenioso Ulises llevó la doncella al altar
y,
poniéndola
en manos de su padre, dijo:
442
-¡Oh Crises! Envíame al rey de hombres, Agamenón, a traerte la hija y ofrecer en
favor
de los dánaos una sagrada hecatombe a Febo, para que aplaquemos a este dios que
tan
deplorables males ha causado a los argivos.
446
Habiendo hablado así, puso en sus manos la hija amada, que aquél recibió con
alegría.
Acto continuo, ordenaron la sagrada hecatombe en torno del bien construido
altar,
laváronse las manos y tomaron la mola. Y Crises oró en alta voz y con las manos
levantadas:
451
-¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila a
imperas
en
Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y, para honrarme,
opri-
miste
duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los
dánaos
la abominable peste!
457
Así dijo rogando, y Febo Apolo lo oyó. Hecha la rogativa y esparcida la mola,
cogieron
las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las degollaron y
desollaron;
en
seguida cortaron los muslos, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro
lado
y
de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre la leña encendida y
los roció
de
vino tinto. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de cinco
puntas.
Quemados
los muslos, probaron las entrañas, y, dividiendo lo restante en pedazos muy
pequeños,
lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego.
Terminada
la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva
porción.
Cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, los mancebos
coronaron
de vino las crateras y lo distribuyeron a todos los presentes después de haber
ofrecido
en copas las primicias. Y durante todo el día los aqueos aplacaron al dios con
el
canto,
entonando un hermoso peán a Apolo, el que hiere de lejos, que los oía con el
corazón
complacido.
475
Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cerca de las amarras de la
nave.
Mas, así que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos,
hiciéronse a
la
mar para volver al espacioso campamento aqueo, y Apolo, el que hiere de lejos,
les
envió
próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que hinchó el viento,
y las
purpúreas
olas resonaban en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su
rumbo.
Una vez llegados al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a
sie-
rra
firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes maderos. Y
luego
se dispersaron por las tiendas y los bajeles.
488
El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies ligeros, seguía
irritado
en las veleras naves, y ni frecuentaba el ágora donde los varones cobran fama,
ni
cooperaba
a la guerra; sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y
echaba
de menos la gritería y el combate.
493
Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos
dioses
volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de
su
hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al
Olimpo,
y halló al largovidente Cronida sentado aparte de los demás dioses en la más
alta
de
las muchas cumbres del monte. Acomodóse ante él, abrazó sus rodillas con la mano
izquierda,
tocóle la barba con la derecha y dirigió esta súplica al soberano Zeus
Cronión:
503
-¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras a
obras,
cúmpleme
este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres,
Agamenón,
lo ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngalo tú,
próvido
Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos hasta que los aqueos den
satisfacción
a mi hijo y lo colmen de honores.
511
Así dijo. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó guardando silencio un buen
rato.
Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de
nuevo:
514
-Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo -pues en ti no cabe el temor-
para
que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.
517
Zeus, que amontona las nubes, díjole afligidísimo:
518-¡Funestas
acciones! Pues harás que me malquiste con Hera, cuando me zahiera con
injuriosas
palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice
que
en las batallas favorezco a los troyanos. Pero ahora vete, no sea que Hera
advierta
algo;
yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la cabeza la
señal
de
asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro, irrevocable
y
veraz
para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la
cabeza.
528
Dijo el Cronida, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos
cabellos
se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su intlujo estremecióse el
dilatado
Olimpo.
531
Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo mar desde el
resplandeciente
Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Todos los dioses se levantaron al ver
a
su padre, y ninguno aguardó que llegara, sino que todos salieron a su encuentro.
Sentóse
Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que Tetis, la de
argénteos
pies, hija del anciano del mar, con él había departido, dirigió al momento
injuriosas
palabras a Zeus Cronida:
540
-¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato,
cuando
estás lejos de mí, pensar y resolver algo secretamente, y jamás te has dignado
decirme
una sola palabra de to que acuerdas.
544
Respondióle el padre de los hombres y de los dioses:
545
-¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun
siendo
mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú;
pero
lo que quiera resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures
averiguarlo.
551
Replicó en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:
552
-¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya
preguntado
o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas
ahora
mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de argénteos pies, hija
del
anciano
del mar. A1 amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso
que
le habrás prometido, asintiendo, honrar a Aquiles y causar gran matanza junto a
las
naves
aqueas.
560
Y contestándole, Zeus, que amontona las nubes, le dijo:
561
-¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás
conseguir
sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es cierto lo
que
sospechas,
así debe de serme grato. Pero siéntate en silencio y obedece mis palabras. No
sea
que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo, acercándose a ti, cuando te
ponga
encima
mis invictas manos.
569
Así dijo. Temió Hera veneranda, la de ojos de novilla, y, refrenando el coraje,
sentóse
en silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses celestiales. Y
Hefesto,
el
ilustre artífice, comenzó a arengarlos para consolar a su madre Hera, la de los
níveos
brazos:
573
-Funesto a insoportable será lo que ocurra, si vosotros disputáis así por los
mortales
y
promovéis alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará
placer
alguno,
porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella tiene juicio,
que
obsequie al padre querido, a Zeus, para que no vuelva a reñirla y a turbarnos el
festín.
Pues,
si el Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en
poder.
Pero halágalo con palabras cariñosas y en seguida el Olímpico nos será
propicio.
584
De este modo habló y, tomando una copa de doble asa, ofrecióla a su madre,
diciendo:
586
-Sufre, madre mía, y sopórtalo todo, aunque estés afligida; que a ti, tan
querida, no
lo
vean mis ojos apaleada sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar
al
Olímpico.
Ya otra vez que quise defenderte me asió por el pie y me arrojó de los divinos
umbrales.
Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida
me
quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube
caído.
595
Así dijo. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos; y, sonriente aún, tomó
la
copa
que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las
otras
deidades,
sacándolo de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los
bienaventurados
dioses viendo con qué afán los servía en el palacio.
601
Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de
su
respectiva
porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda
voz
cantaban alternando.
605
Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse
a
sus
respectivos palacios, que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos
pies, con
sabia
inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba
dormir
cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la
de
áureo trono.
CANTO
II*
Sueño-
Beocia o catálogo de las naves
*
Para cumplir to prometido a Tetis, Zeus envía un engadoso sueño a Agamenón, y le
aconseja que
levante
el campamento y regrese a casa; Agamenón convoca el consejo de los jefes y luego
la asamblea
general
de todos los guerreros, que aceptan la propuesta, por lo que Agamenón (bajo la
incitación de
Atenea)
debe intervenir para insuflar coraje y buenas esperanzas a los aqueos. Después
de varios
incidentes
y de enumerar cuantos pueblos formaban los ejércitos griego y troyano, sucédense
tres grandes
batallas.
1
Las demás deidades y los hombres que en carros combaten, durmieron toda la
noche;
pero
Zeus no probó las dulzuras del sueño, porque su mente buscaba el medio de honrar
a
Aquiles
y causar gran matanza junto a las naves aqueas. Al fin creyó que lo mejor sería
enviar
un pernicioso sueño al Atrida Agamenón; y, hablándole, pronunció estas aladas
palabras:
8
-Anda, ve, pernicioso Sueño, encamínate a las veleras naves aqueas, introdúcete
en la
tienda
de Agamenón Atrida, y dile cuidadosamente lo que voy a encargarte. Ordénale que
arme
a los melenudos aqueos y saque toda la hueste: ahora podría tomar a Troya, la
ciudad
de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están
discordes,
por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios
amenaza
a los troyanos.
16
Así dijo. Partió el Sueño al oír el mandato, llegó en un instante a las veleras
naves
aqueas,
y, hallando dormido en su tienda al Atrida Agamenón -alrededor del héroe
había-
se
difundido el sueño inmortal-, púsose sobre su cabeza, y tomó la figura de
Néstor, hijo
de
Neleo, que era el anciano a quien aquél más honraba. Así transfigurado, dijo el
divino
Sueño:
23
-¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de caballos? No debe dormir toda la
noche
el príncipe a quien se han confiado los guerreros y a cuyo cargo se hallan
tantas
cosas.
Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como mensajero de Zeus; el cual, aun
estando
lejos, se interesa mucho por ti y te compadece. Armar te ordena a los melenudos
aqueos
y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar Troya, la ciudad de anchas calles,
pues
los
inmortales que poseen olímpicos palacios ya no están discordes, por haberlos
persuadido
Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos por la
voluntad
de Zeus. Graba mis palabras en tu memoria, para que no las olvides cuando el
dulce
sueño to desampare.
35
Así habiendo hablado, se fue y dejó a Agamenón revolviendo en su ánimo lo que nó
debía
cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad de Troya aquel mismo día.
¡Insensato!
No sabía lo que tramaba Zeus, quien había de causar nuevos males y llanto a
los
troyanos y a los dánaos por medio de terribles peleas. Cuando despertó, la voz
divina
resonaba
aún en torno suyo. Incorporóse, y, habiéndose sentado, vistió la túnica fina,
hermosa,
nueva; se echó el gran manto, calzó sus nítidos pies con bellas sandalias y
colgó
del
hombro la espada guarnecida con clavazón de plata. Tomó el imperecedero cetro de
su
padre y se encaminó hacia las naves de los aqueos, de broncíneas
corazas.
48
Subía la diosa Aurora al vasto Olimpo para anunciar el día a Zeus y a los demás
inmortales,
cuando Agamenón ordenó que los heraldos de voz sonora convocaran al
ágora
a los melenudos aqueos. Convocáronlos aquéllos, y éstos se reunieron en
seguida.
53
Pero celebróse antes un consejo de magnánimos próceres junto a la nave del rey
Néstor,
natural de Pilos. Agamenón los llamó para hacerles una discreta
consulta:
56-¡Oíd,
amigos! Dormía durante la noche inmortal, cuando se me acercó un Sueño
divino
muy semejante al ilustre Néstor en la forma, estatura y natural. Púsose sobre mi
cabeza
y profirió estas palabras: «¿Duermes, hijo del belicoso Atreo, domador de
caballos?
No debe dormir toda la noche el príncipe a quien se han confiado los guerreros
y
a cuyo cargo se hallan tantas cosas. Ahora atiéndeme en seguida, pues vengo como
mensajero
de Zeus; el cual, aun estando lejos, se interesa mucho por ti y te compadece.
Armar
te ordena a los melenudos aqueos y sacar toda la hueste: ahora podrías tomar
Troya,
la ciudad de anchas calles, pues los inmortales que poseen olímpicos palacios ya
no
están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de
infortu-
nios
amenaza a los troyanos por la voluntad de Zeus. Graba mis palabras en tu
memoria.»
Habiendo
hablado así, fuese volando, y el dulce sueño me desamparó. Mas, ea, veamos
cómo
podremos conseguir que los aqueos tomen las armas. Para probarlos como es
debido,
les aconsejaré que huyan en las naves de muchos bancos; y vosotros, hablándoles
unos
por un lado y otros por el opuesto, procurad detenerlos.
76
Habiéndose expresado en estos términos, se sentó. Seguidamente levantóse Néstor,
que
era rey de la arenosa Pilos, y benévolo les arengó
diciendo:
79
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Si algún otro aqueo nos
refiriese
el
sueño, te creeríamos falso y desconfiaríamos aún más; pero lo ha tenido quien se
gloría
de
ser el más poderoso de los aqueos. Ea, veamos cómo podremos conseguir que los
aqueos
tomen las armas.
84
Habiendo hablado así, fue el primero en salir del consejo. Los reyes portadores
de
cetro
se levantaron, obedeciendo al pastor de hombres, y la gente del pueblo acudió
presurosa.
Como de la hendedura de un peñasco salen sin cesar enjambres copiosos de
abejas
que vuelan arracimadas sobre las flores primaverales y unas revolotean a este
lado
y
otras a aquél; así las numerosas familias de guerreros marchaban en grupos, por
la baja
ribera,
desde las naves y tiendas al ágora. En medio, la Fama, mensajera de Zeus,
enardecida,
los instigaba a que acudieran, y ellos se iban reuniendo. Agitóse el ágora,
gimió
la tierra y se produjo tumulto, mientras los hombres tomaron sitio. Nueve
heraldos
daban
voces para que callaran y oyeran a los reyes, alumnos de Zeus. Sentáronse al
fin,
aunque
con dificultad, y enmudecieron tan pronto como ocuparon los asientos. Entonces
se
levantó el rey Agamenón, empuñando el cetro que Hefesto hizo para el soberano
Zeus
Cronión
-éste lo dio al mensajero Argicida; Hermes lo regaló al excelente jinete Pélope,
quien,
a su vez, lo entregó a Atreo, pastor de hombres; Atreo al morir lo legó a
Tiestes,
rico
en ganado, y Tiestes lo dejó a Agamenón para que reinara en muchas islas y en
todo
el
país de Argos-, y, descansando el rey sobre el arrimo del cetro, habló así a los
argivos:
110
-¡Oh amigos, héroes dánaos, ministros de Ares! En grave infortunio envolvióme
Zeus
Cronida. ¡Cruel! Me
prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada
Ilio,
y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me ordena regresar a Argos, sin
gloria,
después
de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que
ha
destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras porque su
poder es
inmenso.
Vergonzoso será para nosotros que lleguen a saberlo los hombres de mañana.
¡Un
ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana a ineficaz! ¡Combatir
contra un
número
menor de hombres y no saberse aún cuándo la contienda tendrá fin! Pues, si
aqueos
y troyanos, jurando la paz, quisiéramos contarnos, y reunidos cuantos troyanos
hay
en sus hogares y agrupados nosotros los aqueos en décadas, cada una de éstas
eligiera
un
troyano para que escanciara el vino, muchas décadas se quedarían sin
escanciador. ¡En
tanto
digo que superan los aqueos a los troyanos que en la ciudad moran! Pero han
venido
en
su ayuda hombres de muchas ciudades, que saben blandir la lanza, me apartan de
mi
intento
y no me permiten, como quisiera, tomar la populosa ciudad de Ilio. Nueve años
del
gran Zeus transcurrieron ya; los maderos de las naves se han podrido y las
cuerdas es-
tán
deshechas; nuestras esposas a hijitos nos aguardan en los palacios; y aún no
hemos
dado
cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, procedamos todos como voy a decir:
Huyamos
en las naves a nuestra patria tierra, pues ya no tomaremos Troya, la de anchas
calles.
142
Así dijo; y a todos los que no habían asistido al consejo se les conmovió el
corazón
en
el pecho. Agitóse el ágora como las grandes olas que en el mar Icario levantan
el Euro
y
el Noto cayendo impetuosos de las nubes amontonadas por el padre Zeus. Como el
Céfiro
mueve con violento soplo un crecido trigal y se cierne sobre las espigas, de
igual
manera
se movió toda el ágora. Con gran gritería y levantando nubes de polvo, corren
hacia
los bajeles; exhórtanse a tirar de ellos para echarlos al mar divino; limpian
los ca-
nales;
quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a volver a la patria
llega
hasta
el cielo.
155
Y efectuárase entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el regreso de los
argivos,
si Hera no hubiese dicho a Atenea:
157
-¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! ¿Huirán los argivos a
sus
casas,
a su patria tierra por el ancho dorso del mar, y dejarán como trofeo a Príamo y
a
los
troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos perecieron en Troya, lejos
de su
patria?
Ve en seguida al ejército de los aqueos de broncíneas corazas, detén con suaves
palabras
a cada guerrero y no permitas que echen al mar los corvos
bajeles.
166
Así habló. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no fue desobediente. Bajando en
raudo
vuelo de las cumbres del Olimpo llegó presto a las veloces naves aqueas y halló
a
Ulises,
igual a Zeus en prudencia, que permanecía inmóvil y sin tocar la negra nave de
muchos
bancos, porque el pesar le llegaba al corazón y al alma. Y poniéndose a su lado,
díjole
Atenea, la de ojos de lechuza:
173
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¿Así, pues,
huiréis a
vuestras
casas, a la patria tierra, embarcados en las naves de muchos bancos, y dejaréis
como
trofeo a Príamo y a los troyanos la argiva Helena, por la cual tantos aqueos
perecieron
en Troya, lejos de su patria? Ve en seguida al ejército de los aqueos y no
cejes:
detén con suaves palabras a cada guerrero y no permitas que echen al mar los
corvos
bajeles.
182
Así dijo. Ulises conoció la voz de la diosa en cuanto le habló; tiró el manto,
que
recogió
el heraldo Euríbates de Ítaca, que lo acompañaba; corrió hacia el Atrida
Agamenón,
para que le diera el imperecedero cetro paterno; y, con éste en la mano,
enderezó
a las naves de los aqueos, de broncíneas corazas.
188
Cuando encontraba a un rey o a un capitán eximio, parábase y lo detenía con
suaves
palabras.
190
-¡Ilustre! No es digno de ti temblar como un cobarde. Deténte y haz que los
demás
se
detengan también. Aún no conoces claramente la intención del Atrida: ahora nos
prueba,
y pronto castigará a los aqueos. En el consejo no todos comprendimos lo que
dijo.
No sea que, irritándose, maltrate a los aqueos; la cólera de los reyes, alumnos
de
Zeus,
es terrible, porque su dignidad procede del próvido Zeus y éste los
ama.
198
Cuando encontraba a un hombre del pueblo gritando, dábale con el cetro y lo
increpaba
de esta manera:
200
-¡Desdichado! Estáte quieto y escucha a los que te aventajan en bravura; tú,
débil a
inepto
para la guerra, no eres estimado ni en el combate ni en el consejo. Aquí no
todos
los
aqueos podemos ser reyes; no es un bien la soberanía de muchos; uno solo sea
príncipe,
uno solo rey: aquél a quien el hijo del artero Crono ha dado cetro y leyes para
que
reine sobre nosotros.
207
-Así Ulises, actuando como supremo jefe, imponía su voluntad al ejército; y
ellos
se
apresuraban a volver de las tiendas y naves al ágora, con gran vocerío, como
cuando el
oleaje
del estruendoso mar brama en la playa anchurosa y el ponto
resuena.
211
Todos se sentaron y permanecieron quietos en su sitio, a excepción de Tersites,
que,
sin poner freno a la lengua, alborotaba. Ése sabía muchas palabras groseras para
disputar
temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes, y lo que a él le
pareciera
hacerlo ridículo para los argivos. Fue el hombre más feo que llegó a Troya,
pues
era bizco y cojo de un pie; sus hombros corcovados se contraían sobre el pecho,
y
tenía
la cabeza puntiaguda y cubierta por rala cabellera. Aborrecíanlo de un modo
especial
Aquiles y Ulises, a quienes zahería; y entonces, dando estridentes voces, decía
oprobios
al divino Agamenón. Y por más que los aqueos se indignaban a irritaban mucho
contra
él, seguía increpándolo a voz en grito:
225
-¡Atrida! ¿De qué te quejas o de qué careces? Tus tiendas están repletas de
bronce
y
en ellas tienes muchas y escogidas mujeres que los aqueos te ofrecemos antes que
a
nadie
cuando tomamos alguna ciudad. ¿Necesitas, acaso, el oro que alguno de los
troyanos,
domadores de caballos, te traiga de Ilio para redimir al hijo que yo a otro
aqueo
haya
hecho prisionero? ¿O, por ventura, una joven con quien te junte el amor y que tú
solo
poseas? No es justo que, siendo el caudillo, ocasiones tantos males a los
aqueos. ¡Oh
cobardes,
hombres sin dignidad, aqueas más bien que aqueos! Volvamos en las naves a la
patria
y dejémoslo aquí, en Troya, para que devore el botín y sepa si le sirve o no
nuestra
ayuda;
ya que ha ofendido a Aquiles, varón muy superior, arrebatándole la recompensa
que
todavía retiene. Poca cólera siente Aquiles en su pecho y es grande su
indolencia; si
no
fuera así, Atrida, éste sería tu último ultraje.
243
Tales palabras dijo Tersites, zahiriendo a Agamenón, pastor de hombres. En
seguida
el divino Ulises se detuvo a su lado; y mirándolo con torva faz, lo increpó
duramente:
246
-¡Tersites parlero! Aunque seas orador facundo, calla y no quieras tú solo
disputar
con
los reyes. No creo que haya un hombre peor que tú entre cuantos han venido a
Ilio
con
los Atridas. Por tanto, no tomes en boca a los reyes, ni los injuries, ni
pienses en el
regreso.
No sabemos aún con certeza cómo esto acabará y si la vuelta de los aqueos será
feliz
o desgraciada. Mas tú denuestas al Atrida Agamenón, porque los héroes dánaos le
dan
muchas cosas; por esto lo zahieres. Lo que voy a decir se cumplirá: Si vuelvo a
en-
contrarte
delirando como ahora, no conserve Ulises la cabeza sobre los hombros, ni sea
llamado
padre de Telémaco, si no te echo mano, te despojo del vestido (el manto y la
tú-
nica
que cubren tus partes verendas) y te envío lloroso del ágora a las veleras naves
después
de castigarte con afrentosos azotes.
265
Así, pues, dijo, y con el cetro diole un golpe en la espalda y los hombros.
Tersites
se
encorvó, mientras una gruesa lágrima caía de sus ojos y un cruento cardenal
aparecía
en
su espalda debajo del áureo cetro. Sentóse, turbado y dolorido; miró a todos con
aire
de
simple, y se enjugó las lágrimas. Ellos, aunque afligidos, rieron con gusto y no
faltó
quien
dijera a su vecino:
272
-¡Oh dioses! Muchas cosas buenas hizo Ulises, ya dando consejos saludables, ya
preparando
la guerra; pero esto es lo mejor que ha ejecutado entre los argivos: hacer
callar
al insolente charlatán, cuyo ánimo osado no lo impulsará en lo sucesivo a
zaherir
con
injuriosas palabras a los reyes.
278
-Así hablaba la multitud. Levantóse Ulises, asolador de ciudades, con el cetro
en la
mano
(Atenea, la de ojos de lechuza, que, transfigurada en heraldo, junto a él
estaba, im-
puso
silencio para que todos los aqueos, desde los primeros hasta los últimos, oyeran
su
discurso
y meditaran sus consejos), y benévolo los arengó diciendo:
284
-¡Atrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante todos los mortales
de
voz
articulada y no cumplen lo que te prometieron al venir de Argos, criador de
caballos:
que
no te irías sin destruir la bien murada Ilio. Cual si fuesen niños o viudas, se
lamentan
unos
con otros y desean regresar a su casa. Y es, en verdad, penoso que hayamos de
vol-
ver
afligidos. Cierto que cualquiera se impacienta al mes de estar separado de su
mujer,
cuando
ve detenida su nave de muchos bancos por las borrascas invernales y el mar
alborotado;
y nosotros hace ya nueve años, con el presence, que aquí permanecemos. No
me
enojo, pues, porque los aqueos se impacienten junto a las cóncavas naves; pero
sería
bochornoso
haber estado aquí tanto tiempo y volvernos sin conseguir nuestro propósito.
Tened
paciencia, amigos, y aguardad un poco más, para que sepamos si fue verídica la
predicción
de Calcante. Bien grabada la tenemos en la memoria, y todos vosotros, los que
no
habéis sido arrebatados día tras día por las parcas de la muerte, sois testigos
de lo que
ocurrió
en Áulide cuando se reunieron las naves aqueas que cantos males habían de traer
a
Príamo y a los troyanos. En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a
los
inmortales,
junto a una fuente y a la sombra de un hermoso plátano a cuyo pie manaba
agua
cristalina. Allí se nos ofreció un gran portento. Un horrible dragón de roja
espalda,
que
el mismo Olímpico sacara a la luz, saltó de debajo del altar al plátano. En la
rama
cimera
de éste hallábanse los hijuelos recién nacidos de un ave, que medrosos se
acurrucaban
debajo de las hojas; eran ocho, y, con la madre que los parió, nueve. El
dragón
devoró a los pajarillos, que piaban lastimeramente; la madre revoleaba en torno
de
sus
hijos quejándose, y aquél volvióse y la cogió por el ala, mientras ella
chillaba.
Después
que el dragón se hubo comido al ave y a los polluelos, el dios que lo había
mostrado
obró en él un prodigio: el hijo del artero Crono transformólo en piedra, y
nosotros,
inmóviles, admirábamos lo que ocurría. De este modo, las grandes y
portentosas
acciones de los dioses interrumpieron las hecatombes. Y en seguida Calcante,
vaticinando,
exclamó: «¿Por qué enmudecéis, melenudos aqueos? El próvido Zeus es
quien
nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano cumplimiento, pero cuya
gloria
jamás
perecerá. Como el dragón devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los
cuales
eran
ocho, y, con la madre que los dio a luz, nueve, así nosotros combatiremos allí
igual
número
de años, y al décimo tomaremos la ciudad de anchas calles.» Tal fue lo que dijo
y
todo
se va cumpliendo. ¡Ea, aqueos de hermosas grebas, quedaos todos hasta que
tomemos
la gran ciudad de Príamo!
333
Así habló. Los argivos, con agudos gritos que hacían retumbar horriblemente las
naves,
aplaudieron el discurso del divino Ulises. Y Néstor, caballero gerenio, los
arengó
diciendo:
337
-¡Oh dioses! Habláis como niños chiquitos que no están ejercitados en los
bélicos
trabajos.
¿Qué es de nuestros convenios y juramentos? ¿Se fueron, pues, en humo los
consejos,
los afanes de los guerreros, los pactos consagrados con libaciones de vino puro
y
los apretones de manos en que confiábamos? Nos entretenemos en contender con
palabras
y sin motivo, y en tan largo espacio no hemos podido encontrar un medio eficaz
para
conseguir nuestro intento. ¡Atrida! Tú, como siempre, manda con firme decisión a
los
argivos en el duro combate y deja que se consuman uno o dos que en discordancia
con
los demás aqueos desean, aunque no lograran su propósito, regresar a Argos antes
de
saber
si fue o no falsa la promesa de Zeus, que lleva la égida. Pues yo os aseguro que
el
prepotente
Cronida nos prestó su asentimiento, relampagueando por el diestro lado y
haciéndonos
favorables señales, el día en que los argivos se embarcaron en las naves de
ligero
andar para traer a los troyanos la muerte y el destino. Nadie, pues, se dé prisa
por
volver
a su casa, hasta haber dormido con la esposa de un troyano y haber vengado la
huida
y los gemidos de Helena. Y si alguno tanto anhelare el regreso, toque la negra
nave
de
muchos bancos para que delante de todos sea muerto y cumpla su destino. ¡Oh rey!
No
dejes
de pensar tú mismo y sigue también los consejos que nosotros lo damos. No es
des-
preciable
lo que voy a decirte: Agrupa a los hombres, oh Agamenón, por tribus y
familias,
para que una tribu ayude a otra tribu y una familia a otra familia. Si así lo
hicieres
y lo obedecieren los aqueos, sabrás pronto cuáles jefes y soldados son cobardes
y
cuáles
valerosos, pues pelearán distintamente; y conocerás si no puedes tomar la ciudad
por
la voluntad de los dioses o por la cobardía de tus hombres y su impericia en la
guerra.
369
Y, respondiéndole, el rey Agamenón le dijo:
370
-De nuevo, oh anciano, superas en el ágora a los aqueos todos. Ojalá, ¡padre
Zeus,
Atenea,
Apolo!, tuviera yo entre los aqueos diez consejeros semejantes; entonces la
ciudad
del rey Príamo sería pronto tomada y destruida por nuestras manos. Pero Zeus
Cronida,
que lleva la égida, me envía penas, enredándome en inútiles disputas y riñas.
Aquiles
y yo peleamos con encontradas razones por una joven, y fui el primero en
irritarme;
si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un solo momento la ruina
de
los troyanos. Ahora, id a comer para que luego trabemos el combate; cada uno
afile la
lanza,
prepare el escudo, dé el pasto a los corceles de pies ligeros a inspeccione el
carro,
apercibiéndose
para la lucha; pues durante todo el día nos pondrá a prueba el horrendo
Ares.
Ni un breve descanso ha de haber siquiera, hasta que la noche obligue a los
valientes
guerreros a separarse. La correa del escudo que al combatiente cubre, sudará en
torno
del pecho; el brazo se fatigará con el manejo de la lanza, y también sudarán los
corceles
arrastrando los pulimentados carros. Y aquél que se quede voluntariamente en
las
corvas naves, lejos de la batalla, como yo lo vea, no se librará de los perros y
de las
aves
de rapiña.
394
Así dijo. Los argivos promovían gran clamoreo, como cuando las olas, movidas
por
el Noto, baten un elevado risco que se adelanta sobre el mar y no to dejan
mientras
soplan
los vientos en contrarias direcciones. Luego, levantándose, se dispersaron por
las
naves,
encendieron lumbre en las tiendas, tomaron la comida y ofrecieron sacrificios,
quiénes
a uno, quiénes a otro de los sempiternos dioses, para que los librasen de la
muerte
y
del fatigoso trabajo de Ares. Agamenón, rey de hombres, inmoló un pingüe buey de
cinco
años al prepotente Cronión, habiendo llamado a su tienda a los principales
caudillos
de
los aqueos todos: primeramente a Néstor y al rey Idomeneo, luego a entrambos
Ayantes
y al hijo de Tideo, y en sexto lugar a Ulises, igual a Zeus en prudencia.
Es-
pontáneamente
se presentó Menelao, valiente en la pelea, porque sabía lo que su hermano
estaba
preparando. Colocaronse todos alrededor del buey y tomaron la mola. Y puesto en
medio,
el poderoso Agamenón oró diciendo:
412
-¡Zeus gloriosísimo, máximo, que amontonas las sombrías nubes y vives en el
éter!
¡No
se ponga el sol ni sobrevenga la obscuridad antes que yo destruya el palacio de
Príamo,
entregándolo a las llamas; pegue voraz fuego a las puertas; rompa con mi lanza
la
coraza de Héctor en su mismo pecho, y vea a muchos de sus compañeros caídos de
cara
en el polvo y mordiendo la tierra!
419
Dijo; pero el Cronión no accedió y, aceptando los sacrificios, preparóles no
envidiable
labor. Hecha la rogativa y esparcida la mola, cogieron las víctimas por la
cabeza,
que tiraron hacia atrás, y las degollaron y desollaron; cortaron los muslos, y
después
de pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos de
carne,
los
quemaron con leña sin hojas; y atravesando las entrañas con los asadores, las
pusieron
al
fuego. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y dividiendo to restante en
pedazos
muy pequeños, atravesáronlo con pinchos, to asaron cuidadosamente y lo
re-
tiraron
del fuego. Terminada la faena y dispuesto el festín, comieron y nadie careció de
su
respectiva porción. Y cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer,
Nés-
tor,
el caballero gerenio, comenzó a decirles:
434-¡Atrida
gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! No nos entretengamos en hablar,
ni
difiramos por más tiempo la empresa que un dios pone en nuestras manos. Mas, ea,
los
heraldos
de los aqueos, de broncíneas corazas, pregonen que el ejército se reúna cerca de
los
bajeles, y nosotros recorramos juntos el espacioso campamento para promover
cuanto
antes
un vivo combate.
441
Así dijo; y Agamenón, rey de hombres, no desobedeció. Al momento dispuso que
los
heraldos de voz sonora llamaran al combate a los melenudos aqueos; hízose el
pregón,
y ellos se reunieron prontamente. El Atrida y los reyes, alumnos de Zeus, hacían
formar
a los guerreros, y los acompañaba Atenea, la de ojos de lechuza, llevando la
preciosa
inmortal égida que no envejece y de la cual cuelgan cien áureos borlones, bien
labrados
y del valor de cien bueyes cada uno. Con ella en la mano, movíase la diosa entre
los
aqueos, instigábalos a salir al campo y ponía fortaleza en sus corazones para
que
pelearan
y combatieran sin descanso. Pronto les fue más agradable el combate, que
volver
a la patria tierra en las cóncavas naves.
455
Cual se columbra desde lejos el resplandor de un incendio, cuando el voraz fuego
se
propaga por vasta selva en la cumbre de un monte, así el brillo de las
broncíneas arma-
duras
de los que se ponían en marcha llegaba al cielo a través del
éter.
459
De la suerte que las alígeras aves -gansos, grullas o cisnes cuellilargos- se
posan en
numerosas
bandadas y chillando en la pradera Asia, cerca de la corriente del Caístro,
vuelan
acá y allá ufanas de sus alas, y el campo resuena; de esta manera las numerosas
huestes
afluían de las naves y tiendas a la llanura escamandria y la tierra retumbaba
horriblemente
bajo los pies de los guerreros y de los caballos. Y los que en el florido
prado
del Escamandrio llegaron a juntarse fueron innumerables; tantos, cuantas son las
hojas
y Bores que en la primavera nacen.
469
Como enjambres copiosos de moscas que en la primaveral estación vuelan
agrupadas
por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en tan gran número
reuniéronse
en la llanura los melenudos aqueos, deseosos de acabar con los
troyanos.
474
Poníanlos los caudillos en orden de batalla fácilmente, como los pastores
separan
las
cabras de grandes rebaños cuando se mezclan en el pasto; y en medio aparecía el
po-
deroso
Agamenón, semejante en la cabeza y en los ojos a Zeus, que se goza en lanzar
rayos,
en el cinturón, a Ares, y en el pecho, a Posidón. Como en el hato el macho
vacuno
más
excelente es el toro, que sobresale entre las vacas reunidas, de igual manera
hizo
Zeus
que Agamenón fuera aquel día insigne y eximio entre muchos
héroes.
484
Decidme ahora, Musas que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis
y
conocéis todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto
sabemos,
cuáles
eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría
enumerarla
ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y
corazón
de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían
decir
cuántos a Ilio fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves
todas.
494
Mandaban a los beocios Penéleo, Leito, Arcesilao, Protoenor y Clonio. Los que
cultivaban
los campos de Hiria, Áulide pétrea, Esqueno, Escolo, Eteono fragosa, Tespía,
Grea
y la vasta Micaleso, los que moraban en Harma, Ilesio y Eritras; los que
residían en
Eleón,
Hila, Peteón, Ocálea, Medeón, ciudad bien construida, Copas, Eutresis y Tisbe,
abundante
en palomas; los que habítaban en Coronea, Haliarto herbosa, Platea y Glisante;
los
que poseían la bien edificada ciudad de Hipotebas, la sacra Onquesto, delicioso
bosque
de Posidón, y las ciudades de Arne, abundante en uvas, Midea, Nisa divina y
Antedón
fronteriza: todos estos llegaron en cincuenta naves. En cada una se habían
embarcado
ciento veinte beocios.
511
De los que habitaban en Aspledón y Orcómeno Minieo eran caudillos Ascálafo y
Yálmeno,
hijos de Ares y de Astíoque, que los había dado a luz en el palacio de Áctor
Azida.
Astíoque, que era virgen ruborosa, subió al piso superior, y el terrible dios se
unió
con
ella clandestinamente. Treinta cóncavas naves en orden los
seguían.
517
Mandaban a los foceos Esquedio y Epístrofo, hijos del magnánimo Ífito Naubólida.
Los
de Cipariso, Pitón pedregosa, Crisa divina, Dáulide y Panopeo; los que habitaban
en
Anemoria,
Jámpolis y la ribera del divinal río Cefiso; los que poseían la ciudad de Lilea
en
las fuentes del mismo río: todos éstos habían llegado en cuarenta negras naves.
Los
caudillos
ordenaban entonces las filas de los focios, que en las batallas combatían a la
izquierda
de los beocios.
527
Acaudillaba a los locrios que vivían en Cino, Opunte, Calíaro, Besa, Escarfe,
Augías
amena, Tarfe y Tronio, a orillas del Boagrio, el ligero Ayante de Oileo, menor,
mucho
menor que Ayante Telamonio: era bajo de cuerpo, llevaba coraza de lino y en el
manejo
de la lanza superaba a todos los helenos y aqueos. Seguíanlo cuarenta negras
naves,
en las cuales habían venido los locrios que viven más a11á de la sagrada
Eubea.
536
Los abantes de Eubea, que respiraban valor y residían en Calcis, Eretria,
Histiea,
abundante
en uvas, Cerinto marítima, Dío, ciudad excelsa, Caristo y Estira, eran
capitaneados
por el magnánimo Elefénor Calcodontíada, vástago de Ares. Con tal
caudillo
llegaron los ligeros abantes, que dejaban crecer la cabellera en la parte
posterior
de
la cabeza: eran belicosos y deseaban siempre romper con sus lanzas de fresno las
corazas
en los pechos de los enemigos. Seguíanlo cuarenta negras
naves.
546
Los que habitaban en la bien edificada ciudad de Atenas y constituían el pueblo
del
magnánimo
Erecteo, a quien Atenea, hija de Zeus, crió -habíale dado a luz la fértil
tierra-
y
puso en su rico templo de Atenas, donde los jóvenes atenienses ofrecen todos los
años
sacrificios
propiciatorios de toros y corderos a la diosa, tenían por jefe a Menesteo, hijo
de
Péteo. Ningún hombre de la tierra sabía como ése poner en orden de batalla, así
a los
que
combatían en carros, como a los peones armados de escudos; sólo Néstor competía
con
él, porque era más anciano. Cincuenta negras naves to
seguían.
557
Ayante había partido de Salamina con doce naves, que colocó cerca de las
falanges
atenienses.
559
Los habitantes de Argos, Tirinto amurallada, Hermíone y Ásine en profundo golfo
situadas,
Trecén, Eyones y Epidauro, abundante en vides, y los jóvenes aqueos de Egina
y
Masete, eran acaudillados por Diomedes, valiente en la pelea; Esténelo, hijo del
famoso
Capaneo,
y Euríalo, igual a un dios, que tenía por padre al rey Mecisteo Talayónida. Era
jefe
supremo Diomedes, valiente en la pelea. Ochenta negras naves los
seguían.
569
Los que poseían la bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la
bien
edificada Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretírea deleitosa y
Sición,
donde
antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y
los
que
habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice: todos éstos
habían
llegado
en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Atrida. Muchos y valientes
varones
condujo este príncipe que entonces vestía el luciente bronce, ufano de
sobresalir
entre
todos los héroes por su valor y por mandar a mayor número de
hombres.
581
Los de la honda y cavernosa Lacedemonia que residían en Faris, Esparta y Mesa,
abundante
en palomas; moraban en Brisías o Augías amena; poseían las ciudades de
Amiclas
y Helos marítima, y habitaban en Laa y Étilo: todos éstos llegaron en sesenta
naves
al mando del hermano de Agamenón, de Menelao, valiente en el combate, y se
armaban
formando unidad aparte. Menelao, impulsado por su propio ardor, los animaba a
combatir
y anhelaba en su corazón vengar la huida y los gemidos de
Helena.
591
Los que cultivaban el campo en Pilos, Arene deliciosa, Trío, vado del Alfeo, y
la
bien
edificada Epi, y los que habitaban en Ciparisente, Anfigenia, Pteleo, Helos y
Dorio
(donde
las Musas, saliéndole al camino a Támiris el tracio, lo privaron de cantar
cuando
volvía
de la casa de Éurito el ecalieo; pues jactóse de que saldría vencedor, aunque
cantaran
las propias Musas, hijas de Zeus, que lleva la égida, y ellas irritadas lo
cegaron,
lo
privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara)
eran
mandados
por Néstor, caballero gerenio, y habían llegado en noventa cóncavas
naves.
603
Los que habitaban en la Arcadia al pie del alto monte de Cilene y cerca de la
tumba
de
Épito, país de belicosos guerreros; los de Féneo, Orcómeno, abundante en ovejas,
Ripe,
Estratia y Enispe ventosa; y los que poseían las ciudades de Tegea, Mantinea
deliciosa,
Estínfalo y Parrasia: todos éstos llegaron al mando del rey Agapenor, hijo de
Anceo,
en sesenta naves. En cada una de éstas se embarcaron muchos arcadios
ejercitados
en la guerra. El mismo rey de hombres, Agamenón, les facilitó las naves de
muchos
bancos, para que atravesaran el vinoso ponto; pues ellos no se cuidaban de las
cosas
del mar.
615
Los que habitaban en Buprasio y en el resto de la divina Élide, desde Hirmina y
Mírsino,
la fronteriza, por un lado y la roca Olenia y Alesio por el otro, tenían cuatro
caudillos
y cada uno de éstos mandaba diez veleras naves tripuladas por muchos epeos.
De
dos divisiones eran respectivamente jefes Anfímaco y Talpio, hijo aquél de
Ctéato y
éste
de Éurito y nietos de Actor; de la tercera, el fuerte Diores Amarincida, y de la
cuarta,
el
deiforme Polixino, hijo del rey Agástenes Augeida.
625
Los de Duliquio y las sagradas islas Equinas, situadas al otro lado del mar
frente a
la
Elide, eran mandados por Meges Filida, igual a Ares, a quien engendró el jinete
Fileo,
caro
a Zeus, cuando por haberse enemistado con su padre emigró a Duliquio. Cuarenta
negras
naves to seguían.
631
Ulises acaudillaba a los cefalenios de ánimo altivo. Los de ítaca y su frondoso
Nérito;
los que cultivaban los campos de Crocilea y de la escarpada Egílipe; los que
habitaban
en Zacinto; los que vivían en Samos y sus alrededores; los que estaban en el
continente
y los que ocupaban la orilla opuesta: todos ellos obedecían a Ulises, igual a
Zeus
en prudencia. Doce naves de rojas proas lo seguían.
638
Toante, hijo de Andremón, regía a los etolios que habitaban en Pleurón, Oleno,
Pilene,
Calcis marítima y Calidón pedregosa. Ya no existían los hijos del magnánimo
Eneo,
ni éste; y muerto también el rubio Meleagro, diéronse a Toante todos los poderes
para
que reinara sobre los etolios. Cuarenta negras naves los
seguían.
645
Mandaba a los cretenses Idomeneo, famoso por su lanza. Los que vivían en Cnoso,
Gortina
amurallada, Licto, Mileto, blanca Licasto, Festo y Ritio, ciudades populosas, y
los
que ocupaban la isla de Creta con sus cien ciudades: todos éstos eran gobernados
por
Idomeneo,
famoso por su lanza, que con Meriones, igual al homicida Enialio, compartía
el
mando. Seguíanlo ochenta negras naves.
653
Tlepólemo Heraclida, valiente y alto de cuerpo, condujo en nueve buques a los
fieros
rodios que vivían, divididos en tres pueblos, en Lindo, Yáliso y Camiro la
blanca.
De
éstos era caudillo Tlepólemo, famoso por su lanza, a quien Astioquía concibió
del
fornido
Heracles, cuando el héroe se la llevó de Éfira, de la ribera del río Seleente,
después
de haber asolado muchas ciudades defendidas por nobles mancebos. Cuando
Tlepólemo,
criado en el magnífico palacio, hubo llegado a la juventud, mató al anciano
tío
materno de su padre, a Licimnio, vástago de Ares; y como los demás hijos y
nietos del
fuerte
Heracles lo amenazaron, construyó naves, reunió mucha gente y huyó por el ponto.
Errante
y sufriendo penalidades pudo llegar a Rodas, y allí se estableció con los suyos,
que
formaron tres tribus. Se hicieron querer de Zeus, que reina sobre los dioses y
los
hombres,
y el Cronión les dio abundante riqueza.
671
Nireo condujo desde Sime tres naves bien proporcionadas; Nireo, hijo de Aglaya y
del
rey Cáropo; Nireo, el más hermoso de los dánaos que fueron a Ilio, si
exceptuamos al
eximio
Pelida; pero era tímido, y poca la gente que mandaba.
676
Los que habitaban en Nísiros, Crápato, Caso, Cos, ciudad de Eurípilo, y las
islas
Calidnas,
tenían por jefes a Fidipo y Antifo, hijos del rey Tésalo Heraclida. Treinta
cóncavas
naves en orden to seguían.
681
Cuantos ocupaban el Argos pélásgico, los que vivían en Alo, Álope y Traquine y
los
que poseían la Ftía y la Hélade de lindas mujeres, y se llamaban mirmidones,
helenos
y
aqueos, tenían por capitán a Aquiles y habían llegado en cincuenta naves. Mas
éstos no
se
cuidaban entonces del combate horrísono, por no tener quien los llevara a la
pelea: el
divino
Aquiles, el de los pies ligeros, no salía de las naves, enojado a causa de la
joven
Briseide,
de hermosa cabellera, a la cual había hecho cautiva en Lirneso, cuando después
de
grandes fatigas destruyó esta ciudad y las murallas de Teba, dando muerte a los
belicosos
Mines y Epístrofo, hijos del rey Eveno Selepíada. Afiigido por ello, se
entregaba
al ocio; pero pronto había de levantarse.
695
Los que habitaban en Fílace, Píraso florida, que es lugar consagrado a Deméter;
Itón,
criadora de ovejas; Antrón marítima y Pteleo herbosa, fueron acaudillados por el
aguerrido
Protesilao mientras vivió, pues ya entonces teníalo en su seno la negra tierra:
matólo
un dárdano cuando saltó de la nave mucho antes que los demás aqueos, y en
Fílace
quedaron su desolada esposa y la casa a medio acabar. Con todo, no carecían
aquéllos
de jefe, aunque echaban de menos al que antes tuvieron, pues los ordenaba para
el
combate Podarces, vástago de Ares, hijo de Ificlo Filácida, rico en ganado, y
hermano
menor
del animoso Protesilao. Éste era mayor y más valiente. Sus hombres, pues, no
estaban
sin caudillo; pero sentían soledad de aquél, que tan esforzado había sido.
Cuarenta
negras naves lo seguían.
711
Los que moraban en Feras situada a orillas del lago Bebeide, Beba, Gláfiras y
Yolco
bien edificada, habían llegado en once naves al mando de Eumelo, hijo querido de
Admeto
y de Alcestis, divina entre las mujeres, que era la más hermosa de las hijas de
Pelias.
716
Los que cultivaban los campos de Metone y Taumacia y los que poseían las
ciudades
de Melibea y Olizón fragosa, tuvieron por capitán a Filoctetes, hábil arquero, y
llegaron
en siete naves: en cada una de éstas se embarcaron cincuenta remeros muy
expertos
en combatir valerosamente con el arco. Mas Filoctetes se hallaba padeciendo
fuertes
dolores en la divina isla de Lemnos, donde lo dejaron los aqueos después que lo
mordió
ponzoñoso reptil. Allí permanecía afligido; pero pronto en las naves habían de
acordarse
los argivos del rey Filoctetes. No carecían aquéllos de jefe, aunque echaban de
menos
a su caudillo, pues los ordenaba para el combate Medonte, hijo bastardo de
Oileo,
asolador
de ciudades, de quien lo tuvo Rena.
729
De los de Trica, Itome de quebrado suelo, y Ecalia, ciudad de Éurito el ecalieo,
eran
capitanes dos hijos de Asclepio y excelentes médicos: Podalirio y Macaón.
Treinta
cóncavas
naves en orden los seguían.
734
Los que poseían la ciudad de Ormenio, la fuente Hiperea, Asterio y las blancas
cimas
del Títano, eran mandados por Eurípilo, hijo preclaro de Evemón. Cuarenta negras
naves
lo seguían.
739
A los de Argisa, Girtone, Orte, Elone y la blanca ciudad de Olosón, los regía el
intrépido
Polipetes, hijo de Pirítoo y nieto de Zeus inmortal (habíalo dado a luz la
ínclita
Hipodamía
el mismo día en que Pirítoo, castigando a los hirsutos centauros, los echó del
Pelio
y los obligó a retirarse hacia los étices). Pero no estaba solo, sino que con él
compartía
el mando Leonteo, vástago de Ares, hijo del animoso Corono Ceneida.
Cuarenta
negras naves los seguían.
748
Guneo condujo desde Cifo en veintidós naves a los enienes a intrépidos perebos;
aquéllos
tenían su morada en Dodona, de fríos inviernos, y éstos cultivaban los campos a
orillas
del hermoso Titareso, que vierte sus cristalinas aguas en el Peneo de argénteos
vórtices;
pero no se mezcla con él, sino que sobrenada como aceite, porque es un arroyo
del
agua de la Éstige, que se invoca en los terribles
juramentos.
756
A los magnetes gobernábalos Prótoo, hijo de Tentredón. Los que habitaban a
orillas
del Peneo y en el frondoso Pelio tenían, pues, por jefe al ligero Prótoo.
Cuarenta
negras
naves lo seguían.
760
Tales eran los caudillos y príncipes de los dánaos. Dime, Musa, cuál fue el
mejor
de
los varones y cuáles los más excelentes caballos de cuantos con los Atridas
llegaron.
763
Entre los corceles sobresalían las yeguas del Feretíada, que guiaba Eumelo: eran
ligeras
como aves, apeladas, y de la mísma edad y altura; criólas Apolo, el del arco de
plata,
en Perea, y llevaban consigo el terror de Ares. De los guerreros el más valiente
fue
Ayante
Telamonio mientras duró la cólera de Aquiles, pues éste lo superaba mucho; y
también
eran los mejores caballos los que llevaban al eximio Pelión. Mas Aquiles
permanecía
entonces en las corvas naves surcadoras del ponto, por estar irritado contra
Agamenón
Atrida, pastor de hombres; su gente se solazaba en la playa tirando discos,
venablos
o flechas; los corceles comían loto y apio palustre cerca de los carros de los
capitanes
que permanecían enfundados en las tiendas, y los guerreros, echando de menos
a
su jefe, caro a Ares, discurrían por el campamento y no
peleaban.
780
Ya los demás avanzaban a modo de incendio que se propagase por toda la comarca;
y
como la tierra gime cuando Zeus, que se complace en lanzar rayos, airado, la
azota en
Arimos,
donde dicen que está el lecho de Tifoeo; de igual manera gemía grandemente
debajo
de los que iban andando y atravesaban con ligero paso la
llanura.
786
Dio a los troyanos la triste noticia Iris, la de los pies ligeros como el
viento, a quien
Zeus,
que lleva la égida, había enviado como mensajera. Todos ellos, jóvenes y viejos,
hallábanse
reunidos en los pórticos del palacio de Príamo y deliberaban. Iris, la de los
pies
ligeros, se les presentó tomando la figura y voz de Polites, hijo de Príamo; el
cual,
confiando
en la agilidad de sus pies, se sentaba como atalaya de los troyanos en la cima
del
túmulo del anciano Esietes y observaba cuando los aqueos partían de las naves
para
combatir.
Así transfigurada, dijo Iris, la de los pies ligeros:
796-
¡Oh anciano! Te placen los discursos interminables como cuando teníamos paz, y
una
obstinada guerra se ha promovido. Muchas batallas he presenciado, pero nunca vi
un
ejército
tal y tan grande como el que viene por la llanura a pelear contra la ciudad,
formado
por tantos hombres cuantas son las hojas o las arenas. ¡Héctor! Te recomiendo
encarecidamente
que procedas de este modo: Como en la gran ciudad de Príamo hay
muchos
auxiliares y no hablan una misma lengua hombres de países tan diversos, cada
cual
mande a aquellos de quienes es príncipe y acaudille a sus conciudadanos, después
de
ponerlos
en orden de batalla.
806
Así dijo; y Héctor, conociendo la voz de la diosa, disolvió el ágora.
Apresuráronse
a
tomar las armas, abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y
de los que
en
carros combatían, y se produjo un gran tumulto.
811
Hay en la llanura, frente a la ciudad, una excelsa colina aislada de las demás y
accesible
por todas partes, a la cual los hombres llaman Batiea y los inmortales tumba de
la
ágil Mirina: a11í fue donde los troyanos y sus auxiliares se pusieron en orden
de
batalla.
816
A los troyanos mandábalos el gran Héctor Priámida, el de tremolante casco. Con
él
se
armaban las tropas más copiosas y valientes, que ardían en deseos de blandir las
lanzas.
819
De los dardanios era caudillo Eneas, valiente hijo de Anquises, de quien lo tuvo
la
divina
Afrodita después que la diosa se unió con el mortal en un bosque del Ida. Con
Eneas
compartían el mando dos hijos de Anténor: Arquéloco y Acamante, diestros en
toda
suerte de pelea.
824
Los ricos troyanos que habitaban en Zelea, al pie del Ida, y bebían el agua del
caudaloso
Esepo, eran gobernados por Pándaro, hijo ilustre de Licaón, a quien Apolo en
persona
dio el arco.
828
Los que poseían las ciudades de Adrastea, Apeso, Pitiea y el alto monte de
Terea,
estaban
a las órdenes de Adrasto y Anfio, de coraza de lino: ambos eran hijos de Mérope
Percosio,
el cual conocía como nadie el arte adivinatoria y no quería que sus hijos fuesen
a
la homicida guerra; pero ellos no lo obedecieron, impelidos por las parcas de la
negra
muerte.
835
Los que moraban en Percote, a orillas del Practio, y los que habitaban en Sesto,
Abidos
y la divina Arisbe eran mandados por Asio Hirtácida, príncipe de hombres, a
quien
fogosos y corpulentos corceles condujeron desde Arisbe, desde la ribera del río
Seleente.
840
Hipótoo acaudillaba las tribus de los valerosos pelasgos que habitaban en la
fértil
Larisa.
Mandábanlos.él y Pileo, vástago de Ares, hijos del pelasgo Leto
Teutámida.
844
A los tracios, que viven a orillas del alborotado Helesponto, los regían
Acamante y
el
héroe Píroo.
846
Eufemo, hijo de Treceno Céada, alumno de Zeus, era el capitán de los belicosos
cícones.
848
Pirecmes condujo los peonios, de corvos arcos, desde la lejana Amidón, desde la
ribera
del anchuroso Axio; del Axio, cuyas límpidas aguas se esparcen por la
tierra.
851
A los paflagonios, procedentes del país de los énetos, donde se crían las mulas
cerriles,
los mandaba Pilémenes, de corazón varonil: aquéllos poseían la ciudad de
Citoro,
cultivaban los campos de Sésamo y habitaban magníficas casas a orillas del río
Partenio,
en Cromna, Egíalo y los altos montes Eritinos.
856
Los halizones eran gobernados por Odio y Epístrofo y procedían de lejos: de
Álibe,
donde
hay yacimientos de plata.
858
A los misios los regían Cromis y el augur Énnomo, que no pudo librarse, a pesar
de
los
agüeros, de la negra muerte; pues sucumbió a manos del Eácida, el de los pies
ligeros,
en
el río donde éste mató también a otros troyanos.
862
Forcis y el deiforme Ascanio acaudillaban a los frigios que habían llegado de la
remota
Ascania y anhelaban entrar en batalla.
864
A los meonios los gobernaban Mestles y Antifo, hijos de Talémenes, a quienes dio
a
luz la laguna Gigea. Tales eran los jefes de los meonios, nacidos al pie del
Tmolo.
867
Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban la
ciudad
de Mileto, el frondoso monte Ftirón, las orillas del Meandro y las altas cumbres
de
Mícale
tenían por caudillos a Nastes y Anfímaco, preclaros hijos de Nomión; Nastes y
Anfímaco,
que iba al combate cubierto de oro como una doncella. ¡Insensato! No por ello
se
libró de la triste muerte, pues sucumbió en el río a manos del celerípede Eácida
del
aguerrido
Aquiles, el de los pies ligeros; y éste se apoderó del
oro.
876
Sarpedón y el eximio Glauco mandaban a los licios, que procedían de la remota
Licia,
de la ribera del voraginoso Janto.
CANTO
III*
Juramentos-
Contemplando desde la muralla -
Combate
singular de Alejandro y Menelao
*
La primera se interrumpe para que se verifique el combate singular de Alejandro
y Menelao, que no
produce
ningún resultado, pues, cuando aquél va a ser vencido, lo arrebata por los aires
su madre la diosa
Afrodita
y lo lleva al lado de Helena.
1
Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaban
chillando
y gritando como aves -así profieren sus voces las grullas en el cielo, cuando,
para
huir del frío y de las lluvias torrenciales, vuelan gruyendo sobre la corriente
del
Océano
y llevan la ruina y la muerte a los pigmeos, moviéndolos desde el aire cruda
guerra-
y los aqueos marchaban silenciosos, respirando valor y dispuestos a ayudarse
mutuamente.
10
Así como el Noto derrama en las cumbres de un monte la niebla tan poco grata al
pastor
y más favorable que la noche para el ladrón, y sólo se ve el espacio a que
alcanza
una
pedrada; así también, una densa polvareda se levantaba bajo los pies de los que
se
ponían
en marcha y atravesaban con gran presteza la llanura.
15
Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado el uno al otro, apareció en la
primera
fila
de los troyanos Alejandro, semejante a un dios, con una piel de leopardo en los
hom-
bros,
el corvo arco y la espada; y, blandiendo dos lanzas de broncínea punta,
desafiaba a
los
más valientes argivos a que con él sostuvieran terrible combate.
21
Menelao, caro a Ares, violo venir con arrogante paso al frente de la tropa, y,
como el
león
hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra
montés,
se alegra y tl devora, aunque o persigan ágiles perros y robustos mozos; así
Menelao
se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro -figuróse que podría
castigar
al culpable- y al momento saltó del carro al suelo sin dejar las
armas.
30
Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menelao entre los combatientes
delanteros,
sintió que se le cubría el corazón, y, para librarse de la muerte, retrocedió al
grupo
de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se
echa
con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez
pintada en
sus
mejillas; así el deiforme Alejandro, temiendo al hijo de Atreo, desapareció en
la turba
de
los altivos troyanos.
38
Advirtiólo Héctor y lo reprendió con injuriosas palabras:
39
-¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te
contaras
en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera y te
valdría
más que ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos. Los melenudos aqueos se ríen
de
haberte considerado como un bravo campeón por tu gallarda figura, cuando no hay
en
tu
pecho ni fuerza ni valor. Y siendo cual eres, ¿reuniste a tus amigos, surcaste
los mares
en
ligeros buques, visitaste a extranjeros y trajiste de remota tierra una mujer
linda,
esposa
y cuñada de hombres belicosos, que es una gran plaga para tu padre, la ciudad y
el
pueblo
todo, y causa de gozo para los enemigos y de confusión para ti mismo? ¿No
esperas
a Menelao, caro a Ares? Conocerías de qué varón tienes la floreciente esposa, y
no
te valdrían la cítara, los dones de Afrodita, la cabellera y la hermosura,
cuando rodaras
por
el polvo. Los troyanos son muy tímidos; pues, si no, ya estarías revestido de
una
túnica
de piedras por los males que les has causado.
58
Respondióle el deiforme Alejandro:
59
-¡Héctor! Con motivo me increpas y no más de lo justo; pero tu corazón es
inflexible
como
el hacha que hiende un leño y multiplica la fuerza de quien la maneja hábilmente
para
cortar maderos de navío: tan intrépido es el ánimo que en tu pecho se encierra.
No
me
eches en cara los amables dones de la dorada Afrodita, que no son despreciables
los
eximios
presentes de los dioses y nadie puede escogerlos a su gusto. Y si ahora quieres
que
luche y combata, detén a los demás troyanos y a los aqueos todos, y dejadnos en
medio
a Menelao, caro a Ares, y a mí para que peleemos por Helena y sus riquezas: el
que
venza, por ser más valiente, lleve a su casa mujer y riquezas; y, después de
jurar paz
y
amistad, seguid vosotros en la fértil Troya y vuelvan aquéllos a Argos, criadora
de
caballos,
y a la Acaya, de lindas mujeres.
76
Así dijo. Oyólo Héctor con intenso placer, y, corriendo al centro de ambos
ejércitos
con
la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se
que-
daron
quietas. Los melenudos aqueos le arrojaban flechas, dardos y piedras. Pero
Agamenón,
rey de hombres, gritóles con voz recia:
82
-Deteneos, argivos; no tiréis, jóvenes aqueos; pues Héctor, el de tremolante
casco,
quiere
decirnos algo.
84
Así se expresó. Abstuviéronse de combatir y pronto quedaron silenciosos. Y
Héctor,
colocándose
entre unos y otros, dijo:
86-Oíd
de mis labios, troyanos y aqueos de hermosas grebas, el ofrecimiento de
Alejandro
por quien se suscitó la contienda. Propone que troyanos y aqueos dejemos las
bellas
armas en el fértil suelo, y él y Menelao, caro a Ares, peleen en medio por
Helena y
sus
riquezas todas: el que venza, por ser más valiente, llevará a su casa mujer y
riquezas,
y
los demás juraremos paz y amistad.
95
Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y Menelao, valiente en la
pelea,
les habló de este modo:
97
-Ahora oídme también a mí. Tengo el corazón traspasado de dolor, y creo que ya,
argivos
y troyanos, debéis separaros, pues padecisteis muchos males por mi contienda,
que
Alejandro originó. Aquél de nosotros para quien se hallen aparejados el destino
y la
muerte
perezca; y los demás separaos cuanto antes. Traed un cordero blanco y una
cor-
dera
negra para la Tierra y el Sol; nosotros traeremos otro para Zeus. Conducid acá a
Príamo
para que en persona sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y
fementidos:
no sea que por alguna transgresión se quebranten los juramentos prestados
invocando
a Zeus. El alma de los jóvenes es siempre voluble, y el viejo, cuando
interviene
en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro a fin de que se haga lo más
conveniente
para ambas partes.
111
Así dijo. Gozáronse aqueos y troyanos con la esperanza de que iba a terminar la
calamitosa
guerra. Detuvieron los corceles en las filas, bajaron de los carros y, dejando
la
armadura
en el suelo, se pusieron muy cerca los unos de los otros. Un corto espacio
mediaba
entre ambos ejércitos.
116
Héctor despachó dos heraldos a la ciudad para que en seguida le trajeran las
víctimas
y llamaran a Príamo. El rey Agamenón, por su parte, mandó a Taltibio que se
llegara
a las cóncavas naves por un cordero. El heraldo no desobedeció al divino
Agamenón.
121
Entonces la mensajera Iris fue en busca de Helena, la de níveos brazos, tomando
la
figura
de su cuñada Laódice, mujer del rey Helicaón Antenórida, que era la más hermosa
de
las hijas de Príamo. Hallóla en el palacio tejiendo una gran tela doble,
purpúrea, en la
cual
entretejía muchos trabajos que los troyanos, domadores de caballos, y los
aqueos, de
broncíneas
corazas, habían padecido por ella por mano de Ares. Paróse Iris, la de los pies
ligeros,
junto a Helena, y así le dijo:
130
-Ven acá, ninfa querida, para que presencies los admirables hechos de los
troyanos,
domadores
de caballos, y de los aqueos, de broncíneas corazas. Los que antes, ávidos del
funesto
combate, llevaban por la llanura al luctuoso Ares unos contra otros, se sentaron
-pues
la batalla se ha suspendido- y permanecen silenciosos, reclinados en los
escudos,
con
las luengas picas clavadas en el suelo. Alejandro y Menelao, caro a Ares,
lucharán
por
ti con ingentes lanzas, y el que venza to llamará su amada
esposa.
139
Cuando así hubo hablado, le infundió en el corazón dulce deseo de su anterior
marido,
de su ciudad y de sus padres. Y Helena salió al momento de la habitación,
cubierta
con blanco velo, derramando tiernas lágrimas; sin que fuera sola, pues la
acompañaban
dos doncellas, Etra, hija de Piteo, y Clímene, la de ojos de novilla. Pronto
llegaron
a las puertas Esceas.
146
Allí, sobre las puertas Esceas, estaban Príamo, Pántoo, Timetes, Lampo, Clitio,
Hicetaón,
vástago de Ares, y los prudentes Ucalegonte y Anténor, ancianos del pueblo;
los
cuales a causa de su vejez no combatían, pero eran buenos arengadores,
semejantes a
las
cigarras que, posadas en los árboles de la selva, dejan oír su aguda voz. Tales
próceres
troyanos
había en la torre. Cuando vieron a Helena, que hacia ellos se encaminaba,
dijéronse
unos a otros, hablando quedo, estas aladas palabras:
156
-No es reprensible que troyanos y aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos
males
por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las diosas
inmortales.
Pero,
aun siendo así, váyase en las naves, antes de que llegue a convertirse en una
plaga
para
nosotros y para nuestros hijos.
161
Así hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo:
162
-Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y
a sus
parientes
y amigos -pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron
contra
nosotros la luctuosa guerra de los aqueos- y me digas cómo se llama ese ingente
varón,
quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero
jamás
vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un
rey.
171
Contestó Helena, divina entre las mujeres:
172
-Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido
grata
cuando vine con tu hijo, dejando, a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi
hija
querida
y mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando.
Voy
a responder a tu pregunta: Ése es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y
esforzado
combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido
sueño.
181
Así dijo. El anciano contemplólo con admiración y exclamó:
182
-¡Atrida feliz, nacido con suerte, afortunado! Muchos son los aqueos que lo
obedecen.
En otro tiempo fui a la Frigia, en viñas abundosa, y vi a muchos de sus
naturales
-los pueblos de Otreo y de Migdón, igual a un dios- que con los ágiles corceles
acampaban
a orillas del Sangario. Entre ellos me hallaba, a fuer de aliado, el día en que
llegaron
las varoniles amazonas. Pero no eran tantos como los aqueos de ojos
vivos.
191
Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió a preguntar:
192
-Ea, dime también, hija querida, quién es aquél, menor en estatura que Agamenón
Atrida,
pero más ancho de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y
recorre
las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran
rebaño
de
cándidas ovejas.
199
Al momento le respondió Helena, hija de Zeus:
200
-Aquél es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crió en la áspera
ítaca; tan
hábil
en urdir engaños de toda especie, como en dar prudentes
consejos.
203
El sensato Anténor replicó al momento:
204
-Mujer, mucha verdad es lo que dices. Ulises vino por ti, como embajador, con
Menelao,
caro a Ares; yo los hospedé y agasajé en mi palacio y pude conocer la
condición
y los prudentes consejos de ambos. Entre los troyanos reunidos, de pie,
sobresalía
Menelao por sus anchas espaldas; sentados, era Ulises más majestuoso.
Cuando
hilvanaban razones y consejos para todos nosotros, Menelao hablaba de prisa,
poco,
pero muy claramente: pues no era verboso, ni, con ser el más joven, se apartaba
del
asunto;
el ingenioso Ulises, después de levantarse, permanecía en pie con la vista baja
y
los
ojos clavados en el suelo, no meneaba el cetro que tenía inmóvil en la mano, y
parecía
un
ignorante: lo hubieras tomado por un iracundo o por un estúpido. Mas tan pronto
como
salían de su pecho las palabras pronunciadas con voz sonora, como caen en
invierno
los copos de nieve, ningún mortal hubiese disputado con Ulises. Y entonces ya
no
admirábamos tanto la figura de héroe.
225
Reparando la tercera vez en Ayante, dijo el anciano:
226
-¿Quién es ese otro aqueo gallardo y alto, que descuella entre los argivos por
su
cabeza
y anchas espaldas?
228
Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las
mujeres:
229-Ése
es el ingente Ayante, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo,
como
un dios, entre los cretenses; rodéanlo los capitanes de sus tropas. Muchas veces
Menelao,
cáro a Ares, lo hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo a
los
demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no
veo a
dos
caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil,
hermanos
carnales que me dio mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena
Lacedemonia?
¿O llegaron en las naves, surcadoras del ponto, y no quieren entrar en
combate
para no hacerse partícipes de mi deshonra y de mis muchos
oprobios?
243
Así habló. A ellos la fértil tierra los tenía ya consigo, en Lacedemoma, en su
misma
patria.
243
Los heraldos atravesaban la ciudad con las víctimas para los divinos juramentos,
los
dos corderos, y el regocijador vino, fruto de la tierra, encerrado en un odre de
piel de
cabra.
El heraldo Ideo llevaba además una reluciente cratera y copas de oro; y,
acercándose
al anciano, invitólo diciendo:
250
-¡Levántate, Laomedontíada! Los próceres de los troyanos, domadores de caballos,
y
de los aqueos, de broncíneas corazas, to piden que bajes a la llanura y
sanciones los
fieles
juramentos; pues Alejandro y Menelao, caro a Ares, combatirán con luengas lanzas
por
la esposa: mujer y riquezas serán del que venza, y, después de pactar amistad
con
fieles
juramentos, nosotros seguiremos habitando la fértil Troya, y aquéllos volverán a
Argos,
criador de caballos, y a Acaya, la de lindas mujeres.
259
Así dijo. Estremecióse el anciano y mandó a los amigos que engancharan los
caballos.
Obedeciéronlo solícitos. Subió Príamo y cogió las riendas; a su lado, en el
magnífico
carro, se puso Anténor. E inmediatamente guiaron los ligeros corceles hacia la
llanura
por las puertas Esceas.
264
Cuando hubieron llegado al campo, descendieron del carro al almo suelo y se
encaminaron
al espacio que mediaba entre los troyanos y los aqueos. Levantóse al punto
el
rey de hombres, Agamenón, levantóse también el ingenioso Ulises; y los heraldos
conspicuos
juntaron las víctimas que debían inmolarse para los sagrados juramentos,
mezclaron
vinos en la cratera y dieron aguamanos a los reyes. El Atrida, con la daga que
llevaba
junto a la gran vaina de la espada, cortó pelo de la cabeza de los corderos, y
los
heraldos
lo repartieron a los próceres troyanos y aqueos. Y, colocándose el Atrida en
medio
de todos, oró en alta voz con las manos levantadas:
276
-¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! ¡Sol, que todo lo
ves
y
todo lo oyes! ¡Ríos! ¡Tierra! ¡Y vosotros que en lo profundo castigáis a los
muertos que
fueron
perjuros! Sed todos testigos y guardad los fieles juramentos: Si Alejandro mata
a
Menelao,
sea suya Helena con todas las riquezas y nosotros volvámonos en las naves,
surcadoras
del ponto; mas si el rubio Menelao mata a Alejandro, devuélvannos los
troyanos
a Helena y las riquezas todas, y paguen a los argivos la indemnización que sea
justa
para que llegue a conocimiento de los hombres venideros. Y, si, vencido
Alejandro,
Príamo
y sus hijos se negaren a pagar la indemnización, me quedaré a combatir por ella
hasta
que termine la guerra.
292
Dijo, cortóles el cuello a los corderos y los puso palpitantes, pero sin vida,
en el
suelo;
el cruel bronce les había quitado el vigor. Llenaron las copas sacando vino de
la
cratera,
y derramándolo oraban a los sempiternos dioses. Y algunos de los aqueos y de
los
troyanos exclamaron:
298
-¡Zeus gloriosísimo, máximo! ¡Dioses inmortales! Los primeros que obren contra
lo
jurado, vean derramárseles a tierra, como este vino, sus sesos y los de sus
hijos, y sus
esposas
caigan en poder de extraños.
302
De esta manera hablaban, pero el Cronión no ratificó el voto. Y Príamo Dardánida
les
dijo:
304
-¡Oídme, troyanos y aqueos, de hermosas grebas! Yo regresaré a la ventosa Ilio,
pues
no podría ver con estos ojos a mi hijo combatiendo con Menelao, caro a Ares.
Zeus
y
los demás dioses inmortales saben para cuál de ellos tiene el destino preparada
la
muerte.
310
Dijo, y el varón igual a un dios colocó los corderos en el carro, subió él mismo
y
tomó
las riendas; a su lado, en el magnífico carro, se puso Anténor. Y al instante
volvieron
a Ilio.
314
Héctor, hijo de Príamo, y el divino Ulises midieron el campo, y, echando dos
suertes
en un casco de bronce, lo meneaban para decidir quién sería el primero en
arrojar
la
broncínea lanza. Los hombres oraban y levantaban las manos a los dioses. Y
algunos
de
los aqueos y de los troyanos exclamaron:
320
-¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concede que quien
tantos
males nos causó a unos y a otros, muera y descienda a la morada de Hades, y
noso-
tros
disfrutemos de la jurada amistad.
324
Así decían. El gran Héctor, el de tremolante casco, agitaba las suertes
volviendo el
rostro
atrás: pronto saltó la de Paris. Sentáronse los guerreros, sin romper las filas,
donde
cada
uno tenía los briosos corceles y las labradas armas. El divino Alejandro, esposo
de
Helena,
la de hermosa cabellera, vistió una magnífica armadura: púsose en las piernas
elegantes
grebas ajustadas con broches de plata; protegió el pecho con la coraza de su
hermano
Licaón, que se le acomodaba bien; colgó del hombro una espada de bronce
guarnecida
con clavos de plata; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la robusta
cabeza
con un hermoso casco, cuyo terrible penacho de crines de caballo ondeaba en la
cimera,
y asió una fornida lanza que su mano pudiera manejar. De igual manera vistió las
armas
el aguerrido Menelao.
340
Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre,
aparecieron
en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo
terrible;
y así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas,
se
quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el medido campo, y
se
detuvieron
blandiendo las lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían.
Alejandro
arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote en el escudo liso del Atrida,
sin
que
el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. Y
Menelao
Atrida,
disponiéndose a acometer con la suya, oró al padre Zeus:
351
-¡Soberano Zeus! Permíteme castigar al divino Alejandro, que me ofendió primero,
y
hazlo sucumbir a mis manos, para que los hombres venideros teman ultrajar a
quien los
hospedare
y les ofreciere su amistad.
355
Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida.
La
ingente
lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica
sobre
el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El Atrida desenvainó
entonces
la
espada guarnecida de argénteos clavos; pero, al herir al enemigo en la cimera
del cas-
co,
se le cayó de la mano, rota en tres o cuatro pedazos. Y el Atrida, alzando los
ojos al
anchuroso
cielo, se lamentó diciendo:
365
-¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia de
Alejandro,
y la espada se quiebra en mis manos, la lanza es arrojada inútilmente y no
consigo
vencerlo.
369
Dice, y arremetiendo a Paris, cógelo por el casco adornado con espesas crines de
caballo,
que retuerce, y lo arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado
por
la bordada correa que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le
apretaba
el
delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa gloria, si al
punto no lo
hubiese
advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió la correa hecha del cuero de un
buey
degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó
a los
aqueos,
de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó
Menelao
a Paris para matarlo con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a su hijo
con
gran
facilidad, por ser diosa, y llevólo, envuelto en densa niebla, al oloroso y
perfumado
tálamo.
Luego fue a llamar a Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas;
tiró
suavemente
de su perfumado velo, y, tomando la figura de una anciana cardadora que allá
en
Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta,
díjole
la
diosa Afrodita:
390
-Ven acá. Te llama Alejandro para que vuelvas a tu casa. Hállase, esplendente
por
su
belleza y sus vestidos, en el torneado lecho de la cámara nupcial. No dirías que
viene
de
combatir, sino que va al baile o que reposa de reciente
danza.
395
Así dijo. Helena sintió que en el pecho le palpitaba el corazón; pero, al ver el
hermosísimo
cuello, los lindos pechos y los refulgentes ojos de la diosa, se asombró y le
dijo:
399
-¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, a cualquier
populosa
ciudad de la Frigia o de la Meonia amena donde algún hombre dotado de
palabra
te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao ha vencido al divino
Alejandro,
y quieres que yo, la odiosa, vuelva a su casa? Ve, siéntate al lado de Paris,
deja
el camino de las diosas, no te conduzcan tus pies al Olimpo; y llora, y vela por
él,
hasta
que te haga su esposa o su esclava. No iré a11á, ¡vergonzoso fuera!, a compartir
su
lecho;
todas las troyanas me lo vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban
mi
corazón.
413
La divina Afrodita le respondió airada:
414
-¡No me irrites, desgraciada! No sea que, enojándome, te desampare; te aborrezca
de
modo tan extraordinario como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre
troyanos
y
dánaos, y tú perezcas de mala muerte.
418
Así dijo. Helena, hija de Zeus, tuvo miedo; y, echándose el blanco y espléndido
velo,
salió en silencio tras la diosa, sin que ninguna de las troyanas lo
advirtiera.
421
Tan pronto como llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas
volvieron
a sus labores, y la divina entre las mujeres se fue derecha a la cámara nupcial
de
elevado techo. La risueña Afrodita colocó una silla delante de Alejandro;
sentóse
Helena,
hija de Zeus, que lleva la égida, y, apartando la vista de su esposo, lo increpó
con
estas
palabras:
428
-¡Vienes de la lucha, y hubieras debido perecer a manos del esforzado varón que
fue
mi anterior marido! Blasonabas de ser superior a Menelao, caro a Ares, en
fuerza, en
puños
y en el manejo de la lanza; pues provócalo de nuevo a singular combate. Pero no:
te
aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender temerariamente con el
rubio
Menelao;
no sea que en seguida sucumbas, herido por su lanza.
437
Respondióle Paris con estas palabras:
438
-Mujer, no me zahieras con amargos baldones. Hoy ha vencido Menelao con el
auxilio
de Atenea; otro día lo venceré yo, pues también tenemos dioses que nos protegen.
Mas,
ea, acostémonos y volvamos a ser amigos. Jamás la pasión se apoderó de mi
espíritu
como
ahora; ni cuando, después de robarte, partimos de la amena Lacedemonia en las
naves
surcadoras del ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo
amoroso
consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de
mí
se apodera.
447
Dijo, y empezó a encaminarse al tálamo; y en seguida lo siguió la
esposa.
448
Acostáronse ambos en el torneado lecho, mientras el Atrida se revolvía entre la
muchedumbre,
como una fiera, buscando al deiforme Alejandro. Pero ningún troyano ni
aliado
ilustre pudo mostrárselo a Menelao, caro a Ares; que no por amistad lo hubiesen
ocultado,
pues a todos se les había hecho tan odioso como la negra muerte. Y Agamenón,
rey
de hombres, les dijo:
456
-iOíd, troyanos, dárdanos y aliados! Es evidente que la victoria quedó por
Menelao,
caro
a Ares; entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización,
la
que
sea justa, para que llegue a conocimiento de los hombres
venideros.
461
Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron.
CANTO
IV*
Violación
de los juramentos
- Agamenón reuista las
tropas
*
Menelao lo busca por el cameo de batalla y recibe en la cintura el impacto de
una flecha lanzada por
Pándaro,
que así rompe la tregua covenida por los dos ejércitos antes de empezar el
singular desafío.
Entonces
comienza una encarnizada lucha entre aqueos y troyanos.
1
Sentados en el áureo pavimento junto a Zeus, los dioses celebraban consejo. La
venerable
Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y
contemplaban
la ciudad de Troya. Pronto el Cronida intentó zaherir a Hera con mordaces
palabras;
y, hablando fingidamente, dijo:
7
-Dos son las diosas que protegen a Menelao, Hera argiva y Atenea alalcomenia;
pero,
sentadas
a distancia, se contentan con mirarlo; mientras que Afrodita, amante de la risa,
acompaña
constantemente al otro y to Libra de Las parcas, y ahora lo acaba de salvar
cuando
él mismo creía perecer. Pero, comp la victoria quedó por Menelao, caro a Ares,
deliberemos
sobre sus futuras consecuencias: si conviene promover nuevamente el
funesto
combate y la terrible pelea, o reconciliar a entrambos pueblos. Si a todos
pluguiera
y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y Menelao se llevaría
la
argiva Helena.
20
Así dijo. Atenea y Hera, que tenían Los asientos contiguos y pensaban en causar
daño
a Los troyanos, se mordieron Los labios. Atenea, aunque airada contra su padre
Zeus
y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera no le cupo
la ira
en
el pecho, y exclamó:
25-¡Crudelísimo
Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano a ineficaz
mi
trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando reunía el
ejército
contra
Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos los dioses te lo
aprobaremos.
30
Respondióle muy indignado Zeus, que amontona las nubes:
31
-¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que
continuamente
anheles destruir la bien edificada ciudad de Ilio? Si trasponiendo las
puertas
de los altos muros, te comieras crudo a Príamo, a sus hijos y a los demás
troyanos,
quizá tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea que de esta disputa
se
origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy a decirte que fijarás en la
memoria:
cuando
yo tenga vehemente deseo de destruir alguna ciudad donde vivan amigos tuyos,
no
retardes mi cólera y déjame hacer lo que quiera, ya que ésta te la cedo
espontáneamente,
aunque contra los impulsos de mi alma. De las ciudades que los
hom-
bres
terrestres habitan debajo del sol y del cielo estrellado, la sagrada Ilio era la
preferida
de
mi corazón, con Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás
careció
en ella del alimento debido, libaciones y vapor de grasa quemada; que tales son
los
honores que se nos deben.
5o
Contestóle en seguida Hera veneranda, la de ojos de
novilla:
51
-Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas
calles;
destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me opondré
siquiera.
Y si me opusiere y no lo permitiere destruirlas, nada conseguiría, porque tu
poder
es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no resulte inútil. También yo
soy
una
deidad, nuestro linaje es el mismo y el artero Crono engendróme la más
venerable,
por
mi abolengo y por llevar el nombre de esposa tuya, de ti que reinas sobre los
inmortales
todos. Transijamos, yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses inmortales
nos
seguirán. Manda presto a Atenea que vaya al campo de la terrible batalla de los
troyanos
y los aqueos, y procure que los troyanos empiecen a ofender, contra lo jurado, a
los
envanecidos aqueos.
68
Así dijo. No desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y,
dirigiéndose a
Atenea,
profirió en seguida estas aladas palabras:
70
-Ve muy presto al campo de los troyanos y de los aqueos, y procura que los
troyanos
empiecen
a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
73
Con tales voces instigólo a hacer lo que ella misma deseaba; y Atenea bajó en
raudo
vuelo
de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como señal por el
hijo
del artero Crono a los navegantes o a los individuos de un gran ejército,
despide gran
número
de chispas; de igual modo Palas Atenea se lanzó a la tierra y cayó en medio del
campo.
Asombráronse cuantos la vieron, así los troyanos, domadores de caballos, como
los
aqueos, de hermosas grebas, y no faltó quien dijera a su
vecino:
82
-O empezará nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o Zeus, árbitro
de la
guerra
humana, pondrá amistad entre ambos pueblos.
85
De esta manera hablaban algunos de los aqueos y de los troyanos. La diosa,
transfigurada
en varón -parecíase a Laódoco Antenórida, esforzado combatiente-, penetró
por
el ejército troyano buscando al deiforme Pándaro. Halló por fin al eximio y
fuerte
hijo
de Licaón en medio de las filas de hombres valientes, escudados, que con él
habían
llegado
de las orillas del Esepo; y, deteniéndose cerca de él, le dijo estas aladas
palabras:
93
-¿Querrás obedecerme, hijo valeroso de Licaón? ¡Te atrevieras a disparar una
veloz
flecha
contra Menelao! Alcanzarías gloria entre los troyanos y te lo agradecerían
todos, y
particularmente
el príncipe Alejandro; éste te haría espléndidos presentes, si viera que a
Menelao,
belicoso hijo de Atreo, lo subían a la triste pira, muerto por una de tus
flechas.
Ea,
tira una saeta al ínclito Menelao, y vota sacrificar a Apolo nacido en Licia,
célebre
por
su arco, una hecatombe perfecta de corderos primogénitos cuando vuelvas a tu
patria,
la
sagrada ciudad de Zelea.
Así
dijo Atenea. El insensato se dejó persuadir, y asió en seguida el pulido arco
hecho
con
las astas de un lascivo buco montés, a quien él había acechado y herido en el
pecho
cuando
saltaba de un peñasco: el animal cayó de espaldas en la roca, y sus cuernos de
dieciséis
palmos fueron ajustados y pulidos por hábil artífice y adornados con anillos de
oro.
Pándaro tendió el arco, bajándolo a inclinándolo al suelo, y sus valientes
amigos lo
cubrieron
con los escudos, para que los belicosos aqueos no arremetieran contra él antes
que
Menelao, aguerrido hijo de Atreo, fuese herido. Destapó el carcaj y sacó una
flecha
nueva,
alada, causadora de acerbos dolores; adaptó en seguida a la cuerda del arco la
amarga
saeta, y votó a Apolo nacido en Licia, el de glorioso arco, sacrificarle una
espléndida
hecatombe de corderos primogénitos cuando volviera a su patria, la sagrada
ciudad
de Zelea. Y, cogiendo a la vez las plumas y el bovino nervio, tiró hacia su
pecho y
acercó
la punta de hierro al arco. Armado así, rechinó el gran arco circular, crujió la
cuerda
y saltó la puntiaguda flecha deseosa de volar sobre la
multitud.
127
No se olvidaron de ti, oh Menelao, los felices a inmortales dioses y
especialmente
la
hija de Zeus, que impera en las batallas; la cual, poniéndose delante, desvió la
amarga
flecha:
apartóla del cuerpo como la madre ahuyenta una mosca de su niño que duerme
con
plácido sueño, y la dirigió al lugar donde los anillos de oro sujetaban el
cinturón y la
coraza
era doble. La amarga saeta atravesó el ajustado cinturón, obra de artífice; se
clavó
en
la magnífica coraza, y, rompiendo la chapa que el héroe llevaba para proteger el
cuerpo
contra las flechas y que lo defendió mucho, rasguñó la piel y al momento brotó
de
la
herida la negra sangre.
141
Como una mujer meonia o caria tiñe en púrpura el marfil que ha de adornar el
freno
de un caballo, muchos jinetes desean llevarlo y aquélla lo guarda en su casa
para un
rey
a fin de que sea ornamento para el caballo y motivo de gloria para el caballero;
de la
misma
manera, oh Menelao, se tiñeron de sangre tus bien formados muslos, las piernas,
y
más
abajo los hermosos tobillos.
148
Estremecióse el rey de hombres, Agamenón, al ver la negra sangre que manaba de
la
herida. Estremecióse asimismo Menelao, caro a Ares; mas, como advirtiera que
que-
daban
fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo en su pecho. Y el rey Agamenón,
asiendo
de la mano a Menelao, dijo entre hondos suspiros mientras los compañeros
gemían:
155
-¡Hermano querido! Para tu muerte celebré el jurado convenio cuando te puse
delante
de todos a fin de que lucharas por los aqueos, tú solo, con los troyanos. Así te
han
herido:
pisoteando los juramentos de fidelidad. Pero no serán inútiles el pacto, la
sangre
de
los corderos, las libaciones de vino puro y el apretón de manos en que
confiábamos. Si
el
Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde, y pagarán cuanto hicieron con
una
gran
pena: con sus propias cabezas, sus mujeres y sus hijos. Bien lo conoce mi
inteligencia
y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada llio, y
Priamo,
y su pueblo armado con lanzas de Fresno; el excelso Zeus Cronida, que vive en
el
éter, irritado por este engaño, agitará contra ellos su égida espantosa. Todo
esto ha de
suceder
irremisiblemente. Pero será grande mi pesar, oh Menelao, si mueres y llegas al
término
fatal de to vida, y he de volver con gran oprobio a la árida Argos; porque los
aqueos
se acordarán en seguida de su tierra patria, dejaremos como trofeos en poder de
Príamo
y de los troyanos a la argiva Helena, y tus huesos se pudrirán en Troya a causa
de
una
empresa no llevada a cumplimiento. Y alguno de los troyanos soberbios exclamará,
saltando
sobre la tumba del glorioso Menelao: «Así efectúe Agamenón todas sus
venganzas
como ésta; pues trajo inútilmente un ejército aqueo y regresó a su patria con
las
naves vacías, dejando aquí al valiente Menelao.» Y cuando esto diga, ábraseme la
anchurosa
tierra.
183
Para tranquilizarlo, respondió el rubio Menelao:
184
-Ten ánimo y no espantes a los aqueos. La aguda flecha no se me ha clavado en
sitio
mortal, pues me protegió por fuera el labrado cinturón y por dentro la faja y la
chapa
que
forjaron obreros broncistas.
188
Contestóle el rey Agamenón, diciendo:
189
-¡Ojalá sea así, querido Menelao! Un médico reconocerá la herida y le aplicará
drogas
que calmen los terribles dolores.
192
Dijo, y en seguida dio esta orden al divino heraldo
Taltibio:
193
-¡Taltibio! Llama pronto a Macaón, el hijo del insigne médico Asclepio, para que
reconozca
al aguerrido Menelao, hijo de Atreo, a quien ha flechado un hábil arquero
troyano
o licio; gloria para él y llanto para nosotros.
198
Así dijo, y el heraldo al oírlo no desobedeció. Fuese por entre los aqueos, de
broncíneas
corazas, buscó con la vista al héroe Macaón y lo halló en medio de las fuertes
filas
de hombres escudados que lo habían seguido desde Trica, criadora de caballos. Y,
deteniéndose
cerca de él, le dirigió estas aladas palabras:
204
-¡Ven, Asclepíada! Te llama el rey Agamenón para que reconozcas al aguerrido
Menelao,
caudillo de los aqueos, a quien ha flechado hábil arquero troyano o licio;
gloria
para
él y llanto para nosotros.
208
Así dijo, y Macaón sintió que en el pecho se le conmovía el ánimo. Atravesaron,
hendiendo
por la gente, el espacioso campamento de los aqueos; y llegando al lugar
donde
fue herido el rubio Menelao (éste aparecía como un dios entre los principales
caudillos
que en torno de él se habían congregado), Macaón arrancó la flecha del ajustado
cíngulo;
pero, al tirar de ella, rompiéronse las plumas, y entonces desató el vistoso
cinturón
y quitó la faja y la chapa que habían hecho obreros broncistas. Tan pronto como
vio
la herida causada por la cruel saeta, chupó la sangre y aplicó con pericia
drogas
calmantes
que a su padre había dado Quirón en prueba de amistad.
220
Mientras se ocupaban en curar a Menelao, valiente en la pelea, llegaron las
huestes
de
los escudados troyanos; vistieron aquéllos la armadura, y ya sólo pensaron en el
combate.
223
Entonces no hubieras visto que el divino Agamenón se durmiera, temblara o
rehuyera
el combate, pues iba presuroso a la lid, donde los varones alcanzan gloria. Dejó
los
caballos y el carro de broncíneos adornos -Eurimedonte, hijo de Ptolomeo
Piraída, se
quedó
a cierta distancia con los fogosos corceles-, encargó al auriga que no se
alejara por
si
el cansancio se apoderaba de sus miembros, mientras ejercía el mando sobre
aquella
multitud
de hombres y empezó a recorrer a pie las hileras de guerreros. A cuantos veía,
de
entre los dánaos de ágiles corceles, que se apercibían para la pelea, los
animaba
diciendo:
234
-¡Argivos! No desmaye vuestro impetuoso valor. El padre Zeus no protegerá a los
pérfidos:
como han sido los primeros en faltar a lo jurado, sus tiernas carnes serán pasto
de
buitres y nosotros nos llevaremos en las naves a sus esposas e hijos cuando
tomemos
la
ciudad.
240
A los que veía remisos en marchar al odioso combate, los increpaba con iracundas
voces:
241
-¡Argivos que sólo con el arco sabéis pelear, hombres vituperables! ¿No os
avergonzáis?
¿Por qué os hallo atónitos como cervatos que, habiendo corrido por
espacioso
campo, se detienen cuando ningún vigor queda en su pecho? Así estáis
vosotros:
pasmados y sin combatir. ¿Aguardáis acaso que los troyanos lleguen a la orilla
del
espumoso mar donde tenemos las naves de lindas popas, para ver si el Cronión
ex-
tiende
su mano sobre vosotros?
250
De tal suerte revistaba, como generalísimo, las filas de guerreros. Andando por
entre
la muchedumbre, llegó al sitio donde los cretenses vestían las armas con el
aguerrido
Idomeneo. Éste, semejante a un jabalí por su bravura, se hallaba en las
primeras
filas, y Meriones enardecía a los soldados de las últimas falanges. Al verlos,
el
rey
de hombres, Agamenón, se alegró y al punto dijo a Idomeneo con suaves
voces:
257
-¡Idomeneo! Te honro de un modo especial entre los dánaos, de ágiles corceles,
así
en
la guerra a otra empresa, como en el banquete, cuando los próceres argivos beben
el
negro
vino de honor mezclado en las crateras. A los demás aqueos de larga cabellera se
les
da su ración; pero tú tienes siempre la copa llena, como yo, y bebes cuanto te
place.
Corre
ahora a la batalla y muestra el denuedo de que te jactas.
265
Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:
266
-¡Atrida! Siempre he de ser tu amigo fiel, como lo aseguré y prometí que lo
sería.
Pero
exhorta a los demás melenudos aqueos, para que cuanto antes peleemos con los
troyanos,
ya que éstos han roto los pactos. La muerte y toda clase de calamidades les
aguardan,
por haber sido los primeros en faltar a lo jurado.
272
Así dijo, y el Atrida con el corazón alegre pasó adelante. Andando por entre la
muchedumbre
llegó al sitio donde estaban los Ayantes. Éstos se armaban, y una nube de
infantes
los seguía. Como el nubarrón, impelido por el céfiro, camina sobre el mar y se
le
ve
a to lejos negro como la pez y preñado de tempestad, y el cabrero se estremece
al
divisarlo
desde una altura, y, antecogiendo el ganado, lo conduce a una cueva; de igual
modo
iban al dañoso combate, con los Ayantes, las densas y obscuras falanges de
jóvenes
ilustres,
erizadas de lanzas y escudos. Al verlos, el rey Agamenón se regocijó, y dijo
estas
aladas
palabras:
285
-¡Ayantes, príncipes de los argivos de broncíneas corazas! A vosotros
-inoportuno
fuera
exhortaros- nada os encargo, porque ya instigáis al ejército a que pelee
valerosa-
mente.
Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, que hubiese el mismo ánimo en todos los
pechos,
pues pronto la ciudad del rey Príamo sería tomada y destruida por nuestras
manos.
292
Cuando así hubo hablado, los dejó y se fue hacia otros. Halló a Néstor,
elocuente
orador
de los pilios, ordenando a los suyos y animándolos a pelear, junto con el gran
Pelagonte,
Alástor, Cromio, el poderoso Hemón y Biante, pastor de hombres. Ponía
delante,
con los respectivos carros y corceles, a los que desde aquéllos combatían;
detrás,
a
gran copia de valientes peones que en la batalla formaban como un muro, y en
medio, a
los
cobardes para que mal de su grado tuviesen que combatir. Y, dando instrucciones
a
los
primeros, les encargaba que sujetaran los caballos y no promoviesen confusión
entre
la
muchedumbre:
303
-Nadie, confiando en su pericia ecuestre o en su valor, quiera luchar solo y
fuera de
las
filas con los troyanos; que asimismo nadie retroceda; pues con mayor facilidad
seríais
vencidos.
El que caiga del carro y suba al de otro pelee con la lanza, pues hacerlo así es
mucho
mejor. Con tal prudencia y ánimo en el pecho destruyeron los antiguos muchas
ciudades
y murallas.
310
De tal suerte el anciano, diestro desde antiguo en la guerra, los enardecía. Al
verlo,
el
rey Agamenón se alegró, y le dijo estas aladas palabras:
313
-¡Oh anciano! ¡Así como conservas el ánimo en tu pecho, tuvieras ágiles las
rodillas
y sin menoscabo las fuerzas! Pero te abruma la vejez, que a nadie respeta. Ojalá
que
otro cargase con ella y tú fueras contado en el número de los
jóvenes.
317
Respondióle Néstor, caballero gerenio:
318
-¡Atrida! También yo quisiera ser como cuando maté al divino Ereutalión. Pero
jamás
las deidades lo dieron todo y a un mismo tiempo a los hombres: si entonces era
joven,
ya para mí llegó la senectud. Esto no obstante, acompañaré a los que combaten en
carros
para exhortarlos con consejos y palabras, que tal es la misión de los ancianos.
Las
lanzas
las blandirán los jóvenes, que son más vigorosos y pueden confiar en sus
fuerzas.
326
Así dijo, y el Atrida pasó adelante con el corazón alegre. Halló al excelente
jinete
Menesteo,
hijo de Péteo, de pie entre los atenienses ejercitados en la guerra. Estaba
cerca
de
ellos el ingenioso Ulises, y a poca distancia las huestes de los fuertes
cefalenios, los
cuales,
no habiendo oído el grito de guerra -pues así las falanges de los troyanos,
domadores
de caballos, como las de los aqueos, se ponían entonces en movimiento-,
aguardaban
que otra columna aquea cerrara con los troyanos y diera principio la batalla.
Al
verlos, el rey Agamenón los increpó con estas aladas
palabras:
338
-¡Hijo del rey Péteo, alumno de Zeus; y tú, perito en malas artes, astuto! ¿Por
qué,
medrosos,
os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva? Debierais estar
entre
los delanteros y correr a la ardiente pelea, ya que os invito antes que a nadie
cuando
los
aqueos damos un banquete a los próceres. Entonces os gusta comer carne asada y
beber
sin tasa copas de dulce vino, y ahora veríais con placer que diez columnas
aqueas
combatieran
delante de vosotros con el cruel bronce.
349
Encarándole la torva vista, exclamó el ingenioso Ulises:
350
-¡Atrida! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿Por qué dices
que
somos
remisos en ir al combate? Cuando los aqueos excitemos al feroz Ares contra los
troyanos
domadores de caballos, verás, si quieres y te importa, cómo el padre amado de
Telémaco
penetra por las primeras filas de los troyanos, domadores de caballos. Vano y
sin
fundamento es tu lenguaje.
356
Cuando el rey Agamenón comprendió que el héroe se irritaba, sonrióse y,
retractándose
dijo:
358
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! No ha sido mi
intento
ni
reprenderte en demasía, ni darte órdenes. Conozco los benévolos sentimientos del
co-
razón
que tienes en el pecho, pues tu modo de pensar coincide con el mío. Pero ve, y
si te
dije
algo ofensivo, luego arreglaremos este asunto. Hagan los dioses que todo se lo
lleve
el
viento.
364
Esto dicho, los dejó a11í, y se fue hacia otros. Halló al animoso Diomedes, hijo
de
Tideo,
de pie entre los corceles y los sólidos carros; y a su lado a Esténelo, hijo de
Capaneo.
En viendo a aquél, el rey Agamenón lo reprendió, profiriendo estas aladas
palabras:
370
-¡Ay, hijo del aguerrido Tideo, domador de caballos! ¿Por qué tiemblas? ¿Por qué
miras
azorado el espacio que de los enemigos nos separa? No solía Tideo temblar de
este
modo,
sino que, adelantándose a sus compañeros, peleaba con el enemigo. Así lo
refieren
quienes
to vieron combatir, pues yo no to presencié ni to vi, y dicen que a todos
superaba.
Estuvo
en Micenas, no para guerrear, sino como huésped, junto con el divino Polinices,
cuando
ambos reclutaban tropas para dirigirse contra los sagrados muros de Teba. Mucho
nos
rogaron que les diéramos auxiliares ilustres, y los ciudadanos querían
concedérselos
y
prestaban asenso a lo que se les pedía; pero Zeus, con funestas señales, les
hizo variar
de
opinión. Volviéronse aquéllos; después de andar mucho, llegaron al Asopo, cuyas
orillas
pueblan juncales y prados, y los aqueos nombraron embajador a Tideo para que
fuera
a Teba. En el palacio del fuerte Eteocles encontrábanse muchos cadmeos reunidos
en
banquete; pero ni a11í, siendo huésped y solo entre tantos, se turbó el eximio
jinete
Tideo:
los desafiaba y vencía fácilmente en toda clase de luchas. ¡De tal suerte lo
protegía
Atenea!
Cuando se fue, irritados los cadmeos, aguijadores de caballos, pusieron en
emboscada
a cincuenta jóvenes al mando de dos jefes: Meón Hemónida, que parecía un
inmortal,
y Polifonte, intrépido hijo de Autófono. A todos les dio Tideo ignominiosa
muerte
menos a uno, a Meón, a quien permitió, acatando divinales indicaciones, que
volviera
a la ciudad. Tal fue Tideo etolio, y el hijo que engendró le es inferior en el
combate
y superior en el ágora.
401
Así dijo. El fuerte Diomedes oyó con respeto la increpación del venerable rey y
guardó
silencio, pero el hijo del glorioso Capaneo hubo de
replicarle:
404
-¡Atrida! No mientas, pudiendo decir la verdad. Nos gloriamos de ser más
valientes
que
nuestros padres, pues hemos tomado a Teba, la de las siete puertas, con un
ejército
menos
numeroso, que, confiando en divinales indicaciones y en el auxilio de Zeus,
reunimos
al pie de su muralla, consagrada a Ares; mientras que aquéllos perecieron por
sus
locuras. No nos consideres, pues, a nuestros padres y a nosotros dignos de igual
estimación.
411
Mirándolo con torva faz, le contestó el fuerte Diomedes:
412
-Calla, amigo; obedece mi consejo. Yo no me enfado porque Agamenón, pastor de
hombres,
anime a los aqueos, de hermosas grebas, antes del combate. Suya será la gloria,
si
los aqueos rindieren a los troyanos y tomaren la sagrada Ilio; suyo el gran
pesar, si los
aqueos
fueren vencidos. Ea, pensemos tan sólo en mostrar nuestro impetuoso
valor.
419
Dijo, saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y tan terrible fue el
resonar del
bronce
sobre su pecho, que hubiera sentido pavor hasta un hombre muy
esforzado.
422
Como las olas impelidas por el Céfiro se suceden en la ribera sonora, y primero
se
levantan
en alta mar, braman después al romperse en la playa y en los promontorios,
su-
ben
combándose a to alto y escupen la espuma; así las falanges de los dánaos
marchaban
sucesivamente
y sin interrupción al combate. Los capitanes daban órdenes a los suyos
respectivos,
y éstos andaban callados (no hubieras dicho que los siguieran a aquéllos
tantos
hombres con voz en el pecho) y temerosos de sus caudillos. En todos relucían las
labradas
armas de que iban revestidos.- Los troyanos avanzaban también, y como muchas
ovejas
balan sin cesar en el establo de un hombre opulento, cuando, al series extraída
la
blanca
leche, oyen la voz de los corderos; de la misma manera elevábase un confuso
vocerío
en el vasto ejército de aquéllos. No era igual el sonido ni el modo de hablar de
todos
y las lenguas se mezclaban, porque los guerreros procedían de diferentes
países.- A
los
unos los excitaba Ares; a los otros, Atenea, la de ojos de lechuza, y a
entrambos pue-
blos,
el Terror, la Fuga y la Discordia, insaciable en sus furores y hermana y
compañera
del
homicida Ares, la cual al principio aparece pequeña y luego toca con la cabeza
el cie-
lo
mientras anda sobre la tierra. Entonces la Discordia, penetrando por la
muchedumbre,
arrojó
en medio de ella el combate funesto para todos y aumentó el afán de los
guerreros.
446
Cuando los ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las
lanzas y
el
valor de los hombres armados de broncíneas corazas, y al aproximarse los
abollonados
escudos
se produjo un gran alboroto. Allí se oían simultáneamente los lamentos de los
moribundos
y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba sangre. Como
dos
torrentes nacidos en grandes manantiales se despeñan por los montes, reúnen las
hirvientes
aguas en hondo barranco abierto en el valle y producen un estruendo que oye
desde
lejos el pastor en la montaña, así eran la gritería y el trabajo de los que
vinieron a
las
manos.
457
Fue Antíloco quien primeramente mató a un guerrero troyano, a Equepolo
Talisíada,
que peleaba valerosamente en la vanguardia: hiriólo en la cimera del
penachudo
casco, y la broncínea lanza, clavándose en la frente, atravesó el hueso, las
tinieblas
cubrieron los ojos del guerrero y éste cayó como una torre en el duro combate.
Al
punto asióle de un pie el rey Elefénor Calcodontíada, caudillo de los bravos
abantes, y
lo
arrastraba para ponerlo fuera del alcance de los dardos y quitarle la armadura.
Poco
duró
su intento. El magnánimo Agenor lo vio arrastrar el cadáver, e, hiriéndolo con
la
broncínea
lanza en el costado, que al bajarse quedó descubierto junto al escudo, dejóle
sin
vigor
los miembros. De este modo perdió Elefénor la vida y sobre su cuerpo trabaron
enconada
pelea troyanos y aqueos: como lobos se acometían y unos a otros se
mataban.
473
Ayante Telamonio tiróle un bote de lanza a Simoesio, hijo de Antemión, que se
hallaba
en la flor de la juventud. Su madre habíale dado a luz a orillas del Simoente,
cuando
bajó del Ida con sus padres para ver las ovejas: por esto le llamaron Simoesio.
Mas
no pudo pagar a sus progenitores la crianza ni fue larga su vida, porque
sucumbió
vencido
por la lanza del magnánimo Ayante: acometía el troyano, cuando Ayante lo hirió
en
el pecho junto a la tetilla derecha, y la broncínea punta salió por la espalda.
Cayó el
guerrero
en el polvo como el terso álamo nacido en la orilla de una espaciosa laguna y
coronado
de ramas que corta el carrero con el hierro reluciente, para hacer las pinas de
un
hermoso
carro, dejando que el tronco se seque en la ribera; de igual modo, Ayante, del
linaje
de Zeus despojó a Simoesio Antémida.- Antifo Priámida, que iba revestido de
labrada
coraza, lanzó por entre la muchedumbre su agudo dardo contra Ayante y no lo
tocó;
pero hirió en la ingle a Leuco, compañero valiente de Ulises, mientras
arrastraba el
cadáver:
desprendióse éste y el guerrero cayó junto al mismo.- Ulises, muy irritado por
tal
muerte, atravesó las primeras filas cubierto de refulgente bronce, detúvose muy
cerca
del
matador, y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la brillante lanza. Al
verlo,
huyeron
los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió a Democoonte, hijo bastardo de
Príamo,
que había venido de Abidos, país de corredoras yeguas: Ulises, irritado por la
muerte
de su compañero, le envasó la lanza, cuya broncínea punta le entró por una sien
y
le
salió por la otra; la obscuridad cubrió los ojos del guerrero, cayó éste con
estrépito y
sus
armas resonaron.Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido
Héctor; y
los
argivos dieron grandes voces, retiraron los muertos y avanzaron un buen trecho.
Mas
Apolo,
que desde Pérgamo lo presenciaba, se indignó y con recios gritos exhortó a los
troyanos:
509
-¡Acometed, troyanos domadores de caballos! No cedáis en la batalla a los
argivos,
porque
sus cuerpos no son de piedra ni de hierro para que puedan resistir, si los
herís, el
tajante
bronce; ni pelea Aquiles, hijo de Tetis, la de hermosa cabellera, que se quedó
en
las
naves y allí rumia la dolorosa cólera.
514
Así dijo el terrible dios desde la ciudadela. A su vez, la hija de Zeus, la
gloriosísima
Tritogenia, recorría el ejército aqueo y animaba a los
remisos.
517
Fue entonces cuando el hado echó los lazos de la muerte a Diores Amarincida.
Herido
en el tobillo derecho por puntiaguda piedra que le tiró Píroo Imbrásida,
caudillo
de
los tracios, que había llegado de Eno -la insolente piedra rompióle ambos
tendones y
el
hueso-, cayó de espaldas en el polvo, y expirante tendía los brazos a sus
camaradas
cuando
el mismo Píroo, que lo había herido, acudió presuroso e hiriólo nuevamente con
la
lanza junto al ombligo; derramáronse los intestinos y las tinieblas velaron los
ojos del
guerrero.
527
Mientras Píroo arremetía, Toante el etolio alanceólo en el pecho, por cima de
una
tetilla,
y el bronce se le clavó en el pulmón. Acercósele Toante, le arrancó del pecho la
ingente
lanza y, hundiéndole la aguda espada en medio del vientre, le quitó la vida. Mas
no
pudo despojarlo de la armadura, porque se vio rodeado por los compañeros del
muerto,
los tracios que dejan crecer la cabellera en lo más alto de la cabeza, quienes
le
asestaban
sus largas picas; y, aunque era corpulento, vigoroso a ilustre, fue rechazado y
hubo
de retroceder. Así cayeron y se juntaron en el polvo el caudillo de los tracios
y el de
los
epeos, de broncíneas corazas, y a su alrededor murieron otros
muchos.
539
Y quien, sin haber sido herido de cerca o de lejos por el agudo bronce, hubiera
recorrido
el campo, llevado de la mano y protegido de las saetas por Palas Atena, no
habría
baldonado los hechos de armas; pues aquel día gran número de troyanos y de
aqueos
yacían, unos junto a otros, caídos de cara al polvo.
CANTO
V*
Principalía
de Diomedes
*
Entre los primeros, los aqueos, destaca Diomedes, siendo capaz de hacer huir a
los mismísimos dioses
Ares
y Afrodita.
1
Entonces Palas Atenea infundió a Diomedes Tidida valor y audacia, para que
brillara
entre
todos los argivos y alcanzase inmensa gloria, a hizo salir de su casco y de su
escudo
una
incesante llama parecida al astro que en otoño luce y centellea después de
bañarse en
el
Océano. Tal resplandor despedían la cabeza y los hombros del héroe, cuando
Atenea lo
llevó
al centro de la batalla, allí donde era mayor el número de guerreros que
tumultuosamente
se agitaban.
9
Hubo en Troya un varón rico a irreprensible, sacerdote de Hefesto, llamado
Dares; y
de
él eran hijos Fegeo a Ideo, ejercitados en toda especie de combates. Éstos iban
en un
mismo
carro; y, separándose de los suyos, cerraron con Diomedes, que desde tierra y en
pie
los aguardó. Cuando se hallaron frente a frente, Fegeo tiró el primero la luenga
lanza,
que
pasó por cima del hombro izquierdo del Tidida sin herirlo; arrojó éste la suya y
no
fue
en vano, pues se la clavó a aquél en el pecho, entre las tetillas, y lo derribó
por tierra.
Ideo
saltó al suelo, desamparando el magnífico carro, sin que se atreviera a defender
el
cadáver
de su hermano -no se hubiese librado de la negra muerte-, y Hefesto lo sacó
salvo,
envolviéndolo en densa nube, a fin de que el anciano padre no se afligiera en
demasía.
El hijo del magnánimo Tideo se apoderó de los corceles y los entregó a sus
compañeros
para que los llevaran a las cóncavas naves. Cuando los altivos troyanos
vieron
que uno de los hijos de Dares huía y el otro quedaba muerto entre los carros, a
todos
se les conmovió el corazón. Y Atenea, la de ojos de lechuza, tomó por la mano al
furibundo
Ares y le habló diciendo:
31
-¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de
murallas!
¿No dejaremos que troyanos y aqueos peleen solos -sean éstos o aquéllos a
quienes
el padre Zeus quiera dar gloria- y nos retiraremos, para librarnos de la cólera
de
Zeus?
35
Dicho esto, sacó de la liza al furibundo Ares y lo hizo sentar en la herbosa
ribera del
Escamandro.
Los dánaos pusieron en fuga a los troyanos, y cada uno de sus caudillos
mató
a un hombre. Empezó el rey de hombres, Agamenón, con derribar del carro al
corpulento
Odio, caudillo de los halizones; al volverse para huir, envasóle la pica en la
espalda,
entre los hombros, y la punta salió por el pecho. Cayó el guerrero con estrépito
y
sus
armas resonaron.
43
Idomeneo quitó la vida a Festo, hijo de Boro el meonio, que había llegado de la
fértil
Tarne,
hiriéndolo con la formidable lanza en el hombro derecho, cuando subía al carro:
desplomóse
Festo, tinieblas horribles to envolvieron y los servidores de Idomeneo lo
despojaron
de la armadura.
49
El Atrida Menelao mató con la aguda pica a Escamandrio, hijo de Estrofio,
ejercitado
en la caza. A tan excelente cazador la misma Ártemis le había enseñado a tirar
a
cuantas fieras crían las selvas de los montes. Mas no le valió ni Ártemis, que
se
complace
en tirar flechas, ni el arte de arrojarlas en que tanto descollaba: tuvo que
huir, y
el
Atrida Menelao, famoso por su lanza, lo hirió con un dardo en la espalda, entre
los
hombros,
y le atravesó el pecho. Cayó de cara y sus armas
resonaron.
59
Meriones dejó sin vida a Fereclo, hijo de Tectón Harmónida, que con las manos
fabricaba
toda clase de obras de ingenio, porque era muy caro a Palas Atenea. Éste, no
conociendo
los oráculos de los dioses, construyó las naves bien proporcionadas de
Alejandro,
las cuales fueron la causa primera de todas las desgracias y un mal para los
troyanos
y para él mismo. Meriones, cuando alcanzó a aquél, lo alanceó en la nalga
derecha;
y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro
lado.
El
guerrero cayó de hinojos, gimiendo, y la muerte lo
envolvió.
69
Meges hizo perecer a Pedeo, hijo bastardo de Anténor, a quien Teano, la divina,
había
criado con igual solicitud que a los hijos propios, para complacer a su esposo.
El
hijo
de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y
el hierro
cortó
la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía
el
frío
bronce.
76
Eurípilo Evemónida dio muerte al divino Hipsenor, hijo del animoso Dolopión, que
era
sacerdote de Escamandro y el pueblo lo veneraba como a un dios. Perseguíalo
Eurípilo,
hijo preclaro de Evemón; el cual, poniendo mano a la espada, de un tajo en el
hombro
le cercenó el robusto brazo, que ensangrentado cayó al suelo. La purpúrea muerte
y
el hado cruel velaron los ojos del troyano.
84
Así se portaban éstos en el reñido combate. En cuanto al Tidida, no hubieras
conocido
con quiénes estaba, ni si pertenecía a los troyanos o a los aqueos. Andaba
furioso
por la llanura cual hinchado torrente que en su rápido curso derriba los diques
-pues
ni los diques más trabados, ni los setos de los floridos campos lo detienen-, y
presentándose
repentinamente, cuando cae espesa la lluvia de Zeus, destruye muchas
hermosas
labores de los jóvenes; tal tumulto promovía el Tidida en las densas falanges
troyanas
que, con ser tan numerosas, no se atrevían a resistirlo.
95
Tan luego como el preclaro hijo de Licaón vio que Diomedes corna furioso por la
llanura
y desordenaba las falanges, tendió el corvo arco y lo hirió en el hombro
derecho,
por
el hueco de la coraza, mientras aquél acometía. La cruel saeta atravesó el
hombro y la
coraza
y se manchó de sangre. Y el preclaro hijo de Licaón, al notarlo, gritó con voz
recia:
102
-¡Arremeted, troyanos de ánimo altivo, aguijadores de caballos! Herido está el
más
fuerte
de los aqueos; y no creo que pueda resistir mucho tiempo la fornida saeta, si
fue re-
almente
Apolo, hijo de Zeus, quien me movió a venir aquí desde la
Licia.
106
Así dijo gloriándose. Pero la veloz flecha no postró a Diomedes; el cual,
retrocediendo
hasta el carro y los caballos, se detuvo y dijo a Esténelo, hijo de
Capaneo:
109
-Corre, buen hijo de Capaneo, baja del carro y arráncame del hombro la amarga
flecha.
111
Así dijo. Esténelo saltó del carro al suelo, se le acercó, y sacóle del hombro
la
aguda
flecha; la sangre chocaba, al salir a borbotones, contra las mallas de la
túnica. Y
entonces
Diomedes, valiente en el combate, hizo esta plegaria:
115
-¡Óyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Si alguna vez amparaste
benévola
a mi padre en la cruel guerra, séme ahora propicia, ¡oh Atenea!, y haz que se
ponga
a tiro de lanza y reciba la muerte de mi mano quien se me anticipó hiriéndome, y
ahora
se jacta de que pronto dejaré de contemplar la fúlgida luz del
sol.
121
Así dijo rogando. Palas Atenea lo oyó, agilitóle los miembros todos y
especialmente
los pies y las manos, y poniéndose a su lado pronunció estas aladas
palabras:
124
-Cobra ánimo, Diomedes, y pelea con los troyanos; pues ya infundí en tu pecho el
paterno
intrépido valor que acostumbraba tener el jinete Tideo, agitador del escudo, y
aparté
la niebla que cubría tus ojos para que en la batalla conozcas bien a los dioses
y a
los
hombres. Si alguno de aquéllos viene a tentarte, no quieras combatir con los
inmortales;
pero, si se presentara en la lid Afrodita, hija de Zeus, hiérela con el agudo
bronce.
133
Dicho esto, fuese Atenea, la de ojos de lechuza. El Tidida volvió a mezclarse
con
los
combatientes delanteros; y, si antes ardía en deseos de pelear contra los
troyanos, en-
tonces
sintió que se le triplicaba el bno, como un león a quien el pastor hiere
levemente
en
el campo, al asaltar un redil de lanudas ovejas, y no lo mata, sino que lo
excita la
fuerza:
el pastor desiste de rechazarlo y entra en el establo; las ovejas, al verse sin
defensa,
huyen para caer pronto hacinadas unas sobre otras, y la fiera salta afuera de la
elevada
cerca. Con tal furia penetró en las filas troyanas el fuerte
Diomedes.
144
Entonces hizo morir a Astínoo y a Hipirón, pastor de hombres. Al primero lo
hirió
con
la broncínea lanza encima del pecho; contra Hipirón desnudó la gran espada, y de
un
tajo
en la clavícula separóle el hombro del cuello y la espalda. Dejólos y fue al
encuentro
de
Abante y Polüdo, hijos de Euridamante, que era de provecta edad a intérprete de
sus
sueños:
cuando fueron a la guerra, el anciano no les interpretaría los sueños, pues
sucumbieron
a manos del fuerte Diomedes, que los despojó de las armas. Enderezó luego
los
pasos hacia Janto y Toón, hijos de Fénope -éste los había tenido en la triste
vejez que
lo
abrumaba y no engendró otro hijo que heredara sus riquezas-, y a entrambos les
quitó
la
dulce vida, causando llanto y triste pesar al anciano, que no pudo recibirlos de
vuelta
de
la guerra; y más tarde los parientes se repartieron la
herencia.
159
En seguida alcanzó a Equemón y a Cromio, hijos de Príamo Dardánida, que iban
en
el mismo carro. Cual león que, penetrando en la vacada, despedaza la cerviz de
una
vaca
o de una becerra que pace en el soto, así el hijo de Tideo los derribó
violentamente
del
carro, les quitó la armadura y entregó los corceles a sus camaradas para que los
llevaran
a las naves.
166
Eneas advirtió qué Diomedes destruía las hileras de los troyanos, y fue en busca
del
divino
Pándaro por la liza y entre el estruendo de las lanzas. Halló por fin al fuerte
y exi-
mio
hijo de Licaón; y deteniéndose a su lado, le dijo:
171
-¡Pándaro! ¿Dónde guardas el arco y las voladoras flechas? ¿Qué es de tu fama?
Aquí
no tienes rival y en la Licia nadie se gloría de aventajarte. Ea, levanta las
manos a
Zeus
y dispara una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento a
los
troyanos
-de muchos valientes ha quebrado ya las rodillas-, si por ventura no es un dios
airado
con los troyanos a causa de los sacrificios, pues la cólera de una deidad es
terrible.
179
Respondióle el preclaro hijo de Licaón:
180
-¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas túnicas! Parécese por entero
al
aguerrido
Tidida: reconozco su escudo, su casco de alta cimera y agujeros a guisa de ojos
y
sus corceles, pero no puedo asegurar si es un dios. Si ese guerrero es en
realidad el
belicoso
hijo de Tideo, no se mueve con tal furia sin que alguno de los inmortales lo
acompañe,
cubierta la espalda con una nube, y desvíe las veloces flechas que hacia él
vuelan.
Arrojéle una saeta que lo hirió en el hombro derecho, penetrando por el hueco de
la
coraza; creí enviarle a Aidoneo, y sin embargo de esto no lo maté; sin duda es
un dios
irritado.
No tengo aquí corceles ni carros que me lleven, aunque en el palacio de Licaón
quedaron
once carros hermosos, sólidos, de reciente construcción, cubiertos con fundas y
con
sus respectivos pares de caballos que comen blanca cebada y avena. Licaón, el
guerrero
anciano, entre los muchos consejos que me dio cuando partí del magnífico
palacio,
me recomendó que en el duro combate mandara a los troyanos subido en un
carro;
mas yo no me dejé convencer -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo- y
rehusé
llevarme los corceles por el temor de que, acostumbrados a comer bien, se
encontraran
sin pastos en una ciudad sitiada. Dejélos, pues, y vine como infante a Ilio,
confiando
en el arco que para nada me había de servir. Contra dos próceres lo he
disparado,
el Tidida y el Atrida; a entrambos les causé heridas, de las que manaba
verdadera
sangre, y sólo conseguí excitarlos más. Con mala suerte descolgué del clavo el
corvo
arco el día en que vine con mis troyanos a la amena Ilio para complacer al
divino
Héctor.
Si logro regresar y ver con estos ojos mi patria, mi mujer y mi casa espaciosa y
de
elevado techo, córteme la cabeza un enemigo si no rompo y tiro al relumbrante
fuego
este
arco, ya que su compañía me resulta inútil.
217
Replicóle Eneas, caudillo de los troyanos:
218
-No hables así. Las cosas no cambiarán hasta que, montados nosotros en el carro,
acometamos
a ese hombre y probemos la suerte de las armas. Sube a mi carro, para que
veas
cuáles son los corceles de Tros y cómo saben así perseguir acá y acullá de la
llanura
como
huir ligeros; ellos nos llevarán salvos a la ciudad, si Zeus concede de nuevo la
vic-
toria
a Diomedes Tidida. Ea, coma el látigo y las lustrosas riendas, y bajaré del
carro para
combatir;
o encárgate tú de pelear, y yo me cuidaré de los caballos.
229
Contestó el preclaro hijo de Licaón:
230-¡Eneas!
Recoge tú las riendas y guía los corceles, porque tirarán mejor del corvo
carro
obedeciendo al auriga a que están acostumbrados, si nos pone en fuga el hijo de
Tideo.
No sea que, echando de menos tu voz, se espanten y desboquen y no quieran
sacarnos
de la liza, y el hijo del magnánimo Tideo nos embista y mate y se lleve los
solípedos
caballos. Guía, pues, el carro y los corceles, y yo con la aguda lanza esperaré
su
acometida.
239
Así hablaron; y, subidos en el labrado carro, guiaron animosamente los briosos
corceles
en derechura al Tidida. Advirtiólo Esténelo, preclaro hijo de Capaneo, y al
punto
dijo
al Tidida estas aladas palabras:
243
-¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya
fuerza
es grandísima, desean combatir contigo: el uno, Pándaro, es hábil arquero y se
jacta
de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloría de haber sido engendrado por el
magnánimo
Anquises y su madre es Afrodita. Ea, subamos al carro, retirémonos, y cesa
de
revolverte furioso entre los combatientes delanteros para que no pierdas la
dulce vida.
251
Mirándolo con torva faz, le respondió el fuerte Diomedes:
252
-No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí
batirme
en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo. Desdeño
subir
al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos, pues Palas Atenea no me deja
temblar.
Sus
ágiles corceles no los llevarán lejos de aquí, si por ventura alguno de aquéllos
puede
escapar.
Otra cosa voy a decir que tendrás muy presence: Si la sabia Atenea me concede
la
gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces caballos, amarrando las bridas
al
barandal,
y no se te olvide de apoderarte de los corceles de Eneas para sacarlos de los
troyanos
y traerlos a los aqueos de hermosas grebas; pues pertenecen a la raza de
aquéllos
que
el largovidente Zeus dio a Tros en pago de su hijo Ganimedes, y son, por canto,
los
mejores
de cuantos viven debajo del sol y la aurora. Anquises, rey de hombres, logró
adquirir,
a hurto, caballos de esta raza ayuntando yeguas con aquéllos sin que
Laomedonte
lo advirtiera; naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su pesebre y dio
esos
dos a Eneas, que pone en fuga a sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos
gloria
no pequeña.
274
Así éstos conversaban. Pronto Eneas y Pándaro, picando a los ágiles corceles, se
les
acercaron. Y el preclaro hijo de Licaón exclamó el
primero:
277
-¡Corazón fuerte, hombre belicoso, hijo del ilustre Tideo! Ya que la veloz y
dañosa
flecha
no lo derribó, voy a probar si lo hiero con la lanza.
280
Dijo; y blandiendo la ingente arma, dio un bote en el escudo del Tidida: la
broncínea
punta atravesó la rodela y llegó muy cerca de la coraza. El preclaro hijo de
Licaón
gritó en seguida:
284
-Tienes el ijar atravesado de parte a parte, y no creo que resistas largo
tiempo.
Inmensa
es la gloria que acabas de darme.
286
Sin turbarse, le replicó el fuerte Diomedes:
287
-Erraste el golpe, no has acertado; y creo que no dejaréis de combatir, hasta
que
uno
de vosotros caiga y harte de sangre a Ares, el infatigable
luchador.
290
Dijo, y le arrojó la lanza que, dirigida por Atenea a la nariz junto al ojo, le
atravesó
los
blancos dientes. El duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por
debajo de la
barba.
Pándaro cayó del carro, sus lucientes y labradas armas resonaron, espantáronse
los
corceles
de ágiles pies, y a11í acabaron la vida y el valor del
guerrero.
297
Saltó Eneas del carro con el escudo y la larga pica; y, temiendo que los aqueos
le
quitaran
el cadáver, defendíalo como un león que confía en su bravura: púsose delante del
muerto
enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo, y profiriendo horribles gritos se
disponía
a matar a quien se le opusiera. Mas el Tidida, cogiendo una gran piedra que dos
de
los hombres actuales no podrían llevar y que él manejaba fácilmente, hirió a
Eneas en
la
articulación del isquion con el fémur que se llama cótila; la áspera piedra
rompió la
cótila,
desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El héroe cayó de rodillas, apoyó la
robusta
mano en el suelo y la noche obscura cubrió sus ojos.
311
Y allí pereciera el rey de hombres Eneas, si al punto no lo hubiese advertido su
madre
Afrodita, hija de Zeus, que lo había concebido de Anquises, pastor de bueyes. La
diosa
tendió sus níveos brazos al hijo amado y lo cubrió con un doblez del refulgente
manto,
para defenderlo de los tiros; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles
corceles,
clavándole
el bronce en el pecho, le quitara la vida.
318
Mientras Afrodita sacaba a Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en
olvido
las
órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí,
separadamente de
la
refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al barandal; y,
apoderándose de
los
corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos pasar de los troyanos a los aqueos
de
hermosas
grebas y entrególos a Deípilo, el compañero a quien más honraba entre los de la
misma
edad a causa de su prudencia, para que los llevara a las cóncavas naves. Acto
continuo
el héroe subió al carro, asió las lustrosas riendas y guió solícito hacia el
Tidida
los
caballos de duros cascos. El héroe perseguía con el cruel bronce a Cipris,
conociendo
que
era una deidad débil, no de aquéllas que imperan en el combate de los hombres,
como
Atenea o Enio, asoladora de ciudades. Tan pronto como llegó a alcanzarla por
entre
la
multitud, el hijo del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la
tierna mano
de
la diosa: la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas Gracias, y
rompió la
piel
de la palma. Brotó la sangre divina, o por mejor decir, el icor; que tal es lo
que tienen
los
bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben el negro vino, y por esto
carecen
de
sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando una gran voz, apartó a su
hijo, que
Febo
Apolo recibió en sus brazos y envolvió en espesa nube; no fuera que alguno de
los
dánaos,
de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y
Diomedes,
valiente en el combate, dijo a voz en cuello:
348
-¡Hija de Zeus, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar a las
débiles
mujeres?
Creo que, si intervienes en la batalla, te dará horror la guerra, aunque te
encuentres
a gran distancia de donde la haya.
352
Así dijo. La diosa retrocedió turbada y muy afligida; Iris, de pies veloces como
el
viento,
asiéndola por la mano, la sacó del tumulto cuando ya el dolor la abrumaba y el
hermoso
cutis se ennegrecía; y como aquélla encontrara al furibundo Ares sentado a la
izquierda
de la batalla, con la lanza y los veloces caballos envueltos en una nube, se
hincó
de
rodillas y pidióle con instancia los corceles de áureas
bridas:
359
-¡Querido hermano! Compadécete de mí y dame los caballos para que pueda volver
al
Olimpo, a la mansión de los inmortales. Me duele mucho la herida que me infirió
un
hombre,
el Tidida, quien sería capaz de pelear con el padre Zeus.
363
Dijo, y Ares le cedió los corceles de áureas bridas. Afrodita subió al carro con
el
corazón
afligido; Iris se puso a su lado, y tomando las riendas avispó con el látigo a
aquéllos,
que gozosos alzaron el vuelo. Pronto llegaron a la morada de los dioses, al alto
Olimpo;
y la diligente Iris, la de pies ligeros como el viento, detuvo los caballos, los
desunció
del carro y les echó un pasto divino. La diosa Afrodita se refugió en el regazo
de
su madre Dione; la cual, recibiéndola en los brazos y halagándola con la mano,
le dijo:
373
-¿Cuál de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te maltrató, como si a
su
presencia
hubieses cometido alguna falta?
375
Respondióle al punto Afrodita, amante de la risa:
376
-Hirióme el hijo de Tideo, Diomedes soberbio, porque sacaba de la liza a mi hijo
Eneas,
carísimo para mí más que otro alguno. La enconada lucha ya no es sólo de
troya-
nos
y aqueos, pues los dánaos ya se atreven a combatir con los
inmortales.
381
Contestó Dione, divina entre las diosas:
382
-Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los
que
habitamos
olímpicos palacios hemos tenido que tolerar ofensas de los hombres, a quienes
excitamos
para causarnos, unos dioses a otros, horribles males.- Las toleró Ares cuando
Oto
y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, lo tuvieron trece meses atado con fuertes
cadenas
en una cárcel de bronce: a11í pereciera el dios insaciable de combate, si su
madrastra,
la bellísima Eribea, no lo hubiese participado a Hermes, quien sacó
furtivamente
de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras lo agobiaban.-
Las
toleró Hera cuando el vigoroso hijo de Anfitrión hirióla en el pecho diestro con
trifurcada
flecha; vehementísimo dolor atormentó entonces a la diosa.- Y las toleró
también
el ingente Hades cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole
en
Pilos veloz saeta, to entregó al dolor entre los muertos: con el corazón
afligido,
traspasado
de dolor, pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su
ánimo,
fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo, y, como no había nacido mortal,
curólo
Peón, esparciendo sobre la herida drogas calmantes. ¡Osado! ¡Temerario! No se
abstenía
de cometer acciones nefandas y contristaba con el arco a los dioses que habitan
el
Olimpo.- A ése lo ha excitado contra ti Atenea, la diosa de ojos de lechuza.
¡Insensato!
Ignora
el hijo de Tideo que quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los
hijos lo
reciben,
llamándole padre y abrazando sus rodillas, de vuelta del combate y de la
terrible
pelea.
Aunque es valiente, tema el Tidida que le salga al encuentro alguien más fuerte
que
tú: no sea que luego la prudente Egialea, hija de Adrasto y cónyuge ilustre de
Diomedes,
domador de caballos, despierte con su llanto a los domésticos por sentir
soledad
de su legítimo esposo, el mejor de los aqueos todos.
416
Dijo, y con ambas manos restañó el icor; la mano se curó y los acerbos dolores
se
calmaron.
Atenea y Hera, que lo presenciaban, intentaron zaherir a Zeus Cronida con
mordaces
palabras; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, empezó a hablar de esta
manera:
421
-¡Padre Zeus! ¿Te irritarás conmigo por lo que diré? Sin duda Cipris quiso
persuadir
a alguna aquea de hermoso peplo a que se fuera con los troyanos, que tan
queridos
le son; y, acariciándola, áureo broche le rasguñó la delicada
mano.
426
Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y llamando a la
áurea
Afrodita,
le dijo:
428
-A ti, hija mía, no te han sido asignadas las acciones bélicas: dedícate a los
dulces
trabajos
del himeneo, y el impetuoso Ares y Atenea cuidarán de
aquéllas.
431
Así los dioses conversaban. Diomedes, valiente en el combate, cerró con Eneas,
no
obstante
comprender que el mismo Apolo extendía la mano sobre él; pues, impulsado por
el
deseo de acabar con el héroe y despojarlo de las magníficas armas, ya ni al gran
dios
respetaba.
Tres veces asaltó a Eneas con intención de matarlo; tres veces agitó Apolo el
refulgente
escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, Apolo, el que
hiere
de lejos, lo increpó con aterradoras voces:
440
-¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues
jamás
fueron
semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la
tierra.
443
Así dijo. El Tidida retrocedió un poco para no atraerse la cólera de Apolo, el
que
hiere
de lejos; y el dios, sacando a Eneas del combate, lo llevó al templo que tenía
en la
sacra
Pérgamo: dentro de éste, Leto y Artemis, que se complace en tirar fechas,
curaron
al
héroe y le aumentaron el vigor y la belleza del cuerpo. En tanto Apolo, que
lleva arco
de
plata, formó un simulacro de Eneas y su armadura; y, alrededor del mismo,
troyanos y
divinos
aqueos chocaban las rodelas de cuero de buey y los alados broqueles que
protegían
sus cuerpos. Y Febo Apolo dijo entonces al furibundo Ares:
455
-¡Ares, Ares, funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de
murallas!
¿Quieres entrar en la liza y sacar a ese hombre, al Tidida, que sería capaz de
combatir
hasta con el padre Zeus? Primero hirió a Cipris en el puño, y luego, semejante a
un
dios, cerró conmigo.
460
Cuando esto hubo dicho, sentóse en la excelsa Pérgamo. El funesto Ares, tomando
la
figura del ágil Acamante, caudillo de los tracios, enardeció a los que militaban
en las
filas
troyanas y exhortó a los ilustres hijos de Príamo, alumnos de
Zeus:
464
-¡Hijos del rey Príamo, alumno de Zeus! ¿Hasta cuándo dejaréis que el pueblo
perezca
a manos de los aqueos? ¿Acaso hasta que el enemigo llegue a las sólidas puertas
de
los muros? Yace en tierra un varón a quien honrábamos como al divino Héctor:
Eneas,
hijo
del magnánimo Anquises. Ea, saquemos del tumulto al valiente
amigo.
470
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. A su vez, Sarpedón
reprendía
así al divino Héctor:
472
-¡Héctor! ¿Qué se hizo el valor que antes mostrabas? Dijiste que defenderías la
ciudad
sin tropas ni aliados, solo, con tus hermanos y tus deudos. De éstos a ninguno
veo
ni
descubrir puedo: temblando están como perros en torno de un león, mientras
combatimos
los que únicamente somos auxiliares. Yo, que figuro como tal, he venido de
muy
lejos, de Licia, situada a orillas del voraginoso Janto; allí dejé a mi esposa
amada, al
tierno
infante y riquezas muchas que el menesteroso apetece. Mas, sin embargo de esto y
de
no tener aquí nada que los aqueos puedan llevarse o apresar, animo a los licios
y deseo
luchar
con ese guerrero; y tú estás parado y ni siquiera exhortas a los demás hombres a
que
resistan al enemigo y defiendan a sus esposas. No sea que, como si hubierais
caído en
una
red de lino que todo lo envuelve, lleguéis a ser presa y botín de los enemigos,
y éstos
destruyan
vuestra populosa ciudad. Preciso es que lo ocupes en ello día y noche y
supliques
a los caudillos de los auxiliares venidos de lejas tierras, que resistan
firmemente
y
no se hagan acreedores a graves censuras.
493
Así habló Sarpedón. Sus palabras royéronle el ánimo a Héctor, que en seguida
saltó
del
carro al suelo, sin dejar las armas; y, blandiendo un par de afiladas picas,
recorrió el
ejército,
animóle a combatir y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara
a
los aqueos para embestirlos, y los argivos sostuvieron apiñados la acometida y
no se
arredraron.
Como en el abaleo, cuando la rubia Deméter separa el grano de la paja al
soplo
del viento, el aire lleva el tamo por las sagradas eras y los montones de paja
blanquean;
del mismo modo los aqueos se tornaban blanquecinos por el polvo que
levantaban
hasta el cielo de bronce los pies de los corceles de cuantos volvían a
encontrarse
en la refriega. Los aurigas guiaban los caballos al combate y los guerreros
acometían
de frente con toda la fuerza de sus brazos. El furibundo Ares cubrió el campo
de
espesa niebla para socorrer a los troyanos y a todas partes iba; cumpliendo así
el
encargo
que le hizo Febo Apolo, el de la áurea espada, de que excitara el ánimo de
aquéllos,
cuando vio que Palas Atenea, la protectora de los dánaos, se
ausentaba.
512
El dios sacó a Eneas del suntuoso templo; e, infundiendo valor al pastor de
hombres,
le dejó entre sus compañeros, que se alegraron de verlo vivo, sano y revestido
de
valor; pero no le preguntaron nada, porque no se lo permitía el combate
suscitado por
el
dios del arco de plata, por Ares, funesto a los mortales, y por la Discordia,
cuyo furor
es
insaciable.
519
Ambos Ayantes, Ulises y Diomedes enardecían a los dánaos en la pelea; y éstos,
en
vez
de atemorizarse ante la fuerza y las voces de los troyanos, aguardábanlos tan
firmes
como
las nubes que el Cronida deja inmóviles en las cimas de los montes durante la
calma,
cuando duermen el Bóreas y demás vientos fuertes que con sonoro soplo disipan
los
pardos nubarrones; tan firmemente esperaban los dánaos a los troyanos, sin
pensar en
la
fuga. El Atrida bullía entre la muchedumbre y a todos
exhortaba:
529
-¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón esforzado y
avergonzaos
de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son
más
los que se salvan que los que mueren; los que huyen ni alcanzan gloria, ni entre
sí se
ayudan.
533
Dijo, y despidiendo con ligereza el dardo hirió al caudillo Deicoonte Pergásida,
compañero
del magnánimo Eneas; a quien veneraban los troyanos como a la prole de
Príamo,
por su arrojo en pelear en las primeras filas. El rey Agamenón acertó a darle un
bote
en el escudo, que no logró detener el dardo; éste lo atravesó, y, rasgando el
cinturón,
clavóse
el bronce en el empeine del guerrero. Deicoonte cayó con estrépito y sus armas
resonaron.
541
Eneas mató a dos hijos de Diocles, Cretón y Orsíloco, varones valentísimos, cuyo
padre
vivía en la bien construida Fera abastado de bienes, y era descendiente del
anchuroso
Alfeo, que riega el país de los pilios. El Alfeo engendró a Ortíloco, que reinó
sobre
muchos hombres; Ortíloco fue padre del magnánimo Diocles, y de éste nacieron los
dos
mellizos Cretón y Orsíloco, diestros en toda especie de combates; quienes,
apenas
llegados
a la juventud, fueron en negras naves y junto con los argivos a Ilio, la de
hermosos
corceles, para vengar a los Atridas Agamenón y Menelao, y allí hallaron su fin,
pues
los envolvió la muerte. Como dos leones, criados por su madre en la espesa selva
de
la
cumbre de un monte, devastan los establos, robando bueyes y pingües ovejas,
hasta
que
los hombres los matan con afilado bronce; del mismo modo, aquéllos, que parecían
altos
abetos, cayeron vencidos por las manos de Eneas.
561
Al verlos derribados en el suelo, condolióse Menelao, caro a Ares, y en seguida,
revestido
de luciente bronce y blandiendo la lanza, se abrió camino por las primeras
filas:
Ares
le excitaba el valor para que sucumbiera a manos de Eneas. Pero Antíloco, hijo
del
magnánimo
Néstor, que lo advirtió, se fue en pos del pastor de hombres temiendo que le
ocurriera
algo y les frustrara la empresa. Cuando los dos guerreros, deseosos de pelear,
calaban
las agudas lanzas para acometerse, colocóse Antíloco muy cerca del pastor de
hombres;
Eneas, al ver a los dos varones que estaban juntos, aunque era luchador brioso,
no
se atrevió a esperarlos; y ellos pudieron llevarse hacia los aqueos los
cadáveres de
aquellos
infelices, ponerlos en las manos de sus amigos y volver a combatir en el punto
más
avanzado.
576
Entonces mataron a Pilémenes, igual a Ares, caudillo de los valientes y
escudados
paflagones:
el Atrida Menelao, famoso por su pica, envasóle la lanza junto a la clavícula.
Antíloco
hirió de una pedrada en el codo al buen escudero Midón Atimníada, cuando éste
revolvía
los solípedos caballos -las ebúrneas riendas cayeron de sus manos al polvo-, y,
acometiéndolo
con la espada, le dio un tajo en las sienes. Midón, anhelante, cayó del bien
construido
carro: hundióse su cabeza con el cuello y parte de los hombros en la arena que
a11í
abundaba, y así permaneció un buen espacio hasta que los corceles, pataleando,
lo
tiraron
al suelo; Antíloco se apoderó del carro, picó a los corceles, y se los llevó al
campamento
aqueo.
590
Héctor atisbó a los dos guerreros en las filas, arremetió a ellos, gritando, y
lo
siguieron
las fuertes falanges troyanas que capitaneaban Ares y la venerable Enio; ésta
promovía
el horrible tumulto de la pelea; Ares manejaba una lanza enorme, y ya precedía
a
Héctor, ya marchaba detrás del mismo.
596
Al verlo, estremecióse Diomedes, valiente en el combate. Como el inexperto
viajero,
después que ha atravesado una gran llanura, se detiene al llegar a un río de
rápida
corriente
que desemboca en el mar, percibe el murmurio de las espumosas aguas y vuelve
con
presteza atrás, de semejante modo retrocedió el Tidida, gritando a los
suyos:
601
-¡Oh amigos! ¿Cómo nos admiramos de que el divino Héctor sea hábil lancero y
audaz
luchador? A su lado hay siempre alguna deidad para librarlo de la muerte, y
ahora
es
Ares, transfigurado en mortal, quien lo acompaña. Emprended la retirada, con la
cara
vuelta
hacia los troyanos, y no queráis combatir denodadamente con los
dioses.
607
Así dijo. Los troyanos llegaron muy cerca de ellos, y Héctor mató a dos varones
diestros
en la pelea que iban en un mismo carro: Menestes y Anquíalo. Al verlos
derribados
por el suelo, compadecióse el gran Ayante Telamonio; y, deteniéndose muy
cerca
del enemigo, arrojó la pica reluciente a Anfio, hijo de Sélago, que moraba en
Peso,
era
riquísimo en bienes y sembrados y había ido -impulsábale el hado- a ayudar a
Príamo
y
sus hijos. Ayante Telamonio acertó a darle en el cinturón, la larga pica se
clavó en el
empeine,
y el guerrero cayó con estrépito. Corrió el esclarecido Ayante a despojarlo de
las
armas -los troyanos hicieron llover sobre el héroe agudos relucientes dardos, de
los
cuales
recibió muchos el escudo-, y, poniendo el pie encima del cadáver, arrancó la
broncínea
lanza; pero no pudo quitarle de los hombros la magnífica armadura, porque
estaba
abrumado por los tiros. Temió verse encerrado dentro de un fuerte círculo por
los
arrogantes
troyanos, que en gran número y con valentía le enderezaban sus lanzas; y,
aunque
era corpulento, vigoroso a ilustre, fue rechazado y hubo de
retroceder.
627
Así se portaban éstos en el duro combate. El hado poderoso llevó contra
Sarpedón,
igual
a un dios, a Tlepólemo Heraclida, valiente y de gran estatura. Cuando ambos
hé-
roes,
hijo y nieto de Zeus, que amontona las nubes, se hallaron frente a frente,
Tlepólemo
fue
el primero en hablar y dijo:
633
-¡Sarpedón, príncipe de los licios! ¿Qué necesidad tienes, no estando ejercitado
en
la
guerra, de venir a temblar? Mienten cuantos afirman que eres hijo de Zeus, que
lleva la
égida,
pues desmereces mucho de los varones engendrados en tiempos anteriores por este
dios,
como dicen que fue mi intrépido padre, el fornido Heracles, que resistía
audazmente
y
tenía el ánimo de un león; el cual, habiendo venido por los caballos de
Laomedonte,
con
seis solas naves y pocos hombres, consiguió saquear la ciudad y despoblar sus
calles.
Pero
tú eres de ánimo apocado, dejas que las tropas perezcan, y no creo que tu venida
de
la
Licia sirva para la defensa de los troyanos por muy vigoroso que seas; pues,
vencido
por
mí, entrarás por las puertas del Hades.
647
Respondióle Sarpedón, caudillo de los licios:
648
-¡Tlepólemo! Aquél destruyó, con efecto, la sacra Ilio a causa de la perfidia
del
ilustre
Laomedonte, que pagó con injuriosas palabras sus beneficios y no quiso
entregarle
los
caballos por los que había venido de tan lejos. Pero yo te digo que la perdición
y la
negra
muerte de mi mano te vendrán; y muriendo, herido por mi lanza, me darás gloria,
y
a
Hades, el de los famosos corceles, el alma.
655
Así dijo Sarpedón, y Tlepólemo alzó la lanza de fresno. Las luengas lanzas
partieron
a un mismo tiempo de las manos. Sarpedón hirió a Tlepólemo: la dañosa punta
atravesó
el cuello, y las tinieblas de la noche velaron los ojos del guerrero. Tlepólemo
dio
con
su gran lanza en el muslo izquierdo de Sarpedón y el bronce penetró con ímpetu
hasta
el hueso; pero todavía su padre lo libró de la muerte.
663
Los ilustres compañeros de Sarpedón, igual a un dios, sacáronlo del combate, con
la
gran lanza que, al arrastrarse, le pesaba; pues con la prisa nadie advirtió la
lanza de
Fresno,
ni pensó en arrancársela del muslo, para que aquél pudiera subir al carro. Tanta
era
la fatiga con que to cuidaban.
668
A su vez, los aqueos, de hermosas grebas, se llevaron del campo a Tlepólemo. El
divino
Ulises, de ánimo paciente, violo, sintió que se le enardecía el corazón, y
revolvió
en
su mente y en su espíritu si debía perseguir al hijo de Zeus tonante o privar de
la vida a
muchos
licios. No le había concedido el hado al magnánimo Ulises matar con el agudo
bronce
al esforzado hijo de Zeus, y por esto Atenea le inspiró que acometiera a la
multitud
de los licios. Mató entonces a Cérano, Alástor, Cromio, Alcandro, Halio,
Noemón
y Prítanis, y aun a más licios hiciera morir el divino Ulises, si no lo hubiese
notado
muy presto el gran Héctor, el de tremolante casco; el cual, cubierto de luciente
bronce,
se abrió calle por los combatientes delanteros a infundió terror a los dánaos.
Holgóse
de su llegada Sarpedón, hijo de Zeus, y profirió estas lastimeras
palabras:
684
-¡Priámida! No permitas que yo, tendido en el suelo, llegue a ser presa de los
dánaos;
socórreme y pierda la vida luego en vuestra ciudad, ya que no he de alegrar,
volviendo
a mi casa y a la patria tierra, ni a mi esposa querida ni al tierno
infante.
689
Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, pasó corriendo, sin responderle,
porque
ardía
en deseos de rechazar cuanto antes a los argivos y quitar la vida a muchos
guerreros.
Los ilustres camaradas de Sarpedón, igual a un dios, lleváronlo al pie de una
hermosa
encina consagrada a Zeus, que lleva la égida; y el valeroso Pelagonte, su
compañero
amado, le arrancó del muslo la lanza de fresno. Amortecido quedó el héroe y
obscura
niebla cubrió sus ojos; pero pronto volvió en su acuerdo, porque el soplo del
Bóreas
lo reanimó cuando ya apenas respirar podía.
699
Los argivos, al acometerlos Ares y Héctor armado de bronce, ni se volvían hacia
las
negras naves, ni rechazaban el ataque, sino que se batían en retirada desde que
supieron
que aquel dios se hallaba con los troyanos.
703
¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mataron Héctor, hijo de
Príamo,
y el broncíneo Ares? Teutrante, igual a un dios; Orestes, aguijador de caballos;
Treco,
lancero etolio; Enómao; Héleno Enópida y Oresbio, el de tremolante mitra, quien,
muy
ocupado en cuidar de sus bienes, moraba en Hila, a orillas del lago Cefisis, con
otros
beocios
que constituían un opulento pueblo.
711
Cuando Hera, la diosa de níveos brazos, vio que ambos mataban a muchos argivos
en
el duro combate, dijo a Atenea estas aladas palabras:
714
-¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Vana será la promesa
que
hicimos a Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Ilio, si dejamos
que
el
pernicioso Ares ejerza sus furores. Ea, pensemos en prestar al héroe poderoso
auxilio.
719
Dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no desobedeció. Hera, deidad
veneranda
hija del gran Crono, aparejó los corceles con sus áureas bridas, y Hebe puso
diligentemente
en el férreo eje, a ambos lados del carro, las corvas ruedas de bronce que
tenían
ocho rayos. Era de oro la indestructible pina, de bronce las ajustadas
admirables
llantas,
y de plata los torneados cubos. El asiento descansaba sobre tiras de oro y de
plata,
y
un doble barandal circundaba el carro. Por delante salía argéntea lanza, en cuya
punta
ató
la diosa un hermoso yugo de oro con bridas de oro también; y Hera, que anhelaba
el
combate
y la pelea, unció los corceles de pies ligeros.
733
Atenea, hija de Zeus, que lleva la égida, dejó caer al suelo, en el palacio de
su
padre,
el hermoso peplo bordado que ella misma había tejido y labrado con sus manos;
vistió
la túnica de Zeus, que amontona las nubes, y se armó para la luctuosa guerra.
Suspendió
de sus hombros la espantosa égida floqueada que el terror corona: allí están la
Discordia,
la Fuerza y la Persecución horrenda; a11í la cabeza de la Gorgona, monstruo
cruel
y horripilante, portento de Zeus, que Ileva la égida. Cubrió su cabeza con áureo
casco
de doble cimera y cuatro abolladuras, apto para resistir a la infantería de cien
ciudades.
Y, subiendo al flamante carro, asió la lanza ponderosa, larga, fornida, con que
la
hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando contra ellos
monto en
cólera.
Hera picó con el látigo a los corceles, y de propio impulso abriéronse
rechinando
las
puertas del cielo de que cuidan las Horas -a ellas está confiado el espacioso
cielo y el
Olimpo-
para remover o colocar delante la densa nube. Por a11í, por entre las puertas,
dirigieron
los corceles dóciles al látigo y hallaron al Cronión, sentado aparte de los
otros
dioses,
en la más alta de las muchas cumbres del Olimpo. Hera, la diosa de los níveos
brazos,
detuvo entonces los corceles, para hacer esta pregunta al excelso Zeus
Cronida:
757
-¡Padre Zeus! ¿No te indignas contra Ares al presenciar sus atroces hechos?
¡Cuántos
y cuáles varones aqueos ha hecho perecer temeraria a injustamente! Yo me
afijo,
y Cipris y Apolo, que lleva arco de plata, se alegran de haber excitado a ese
loco
que
no conoce ley alguna. Padre Zeus, ¿te irritarás conmigo si a Ares le ahuyento
del
combate
causándole funestas heridas?
764
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
765
-Ea, aguija contra él a Atenea, que impera en las batallas, pues es quien suele
causarle
más vivos dolores.
767
Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, le obedeció, y picó a los
corceles, que
volaron
gozosos entre la tierra y el estrellado cielo. Cuanto espacio alcanza a ver el
que,
sentado
en alta cumbre, fija sus ojos en el vinoso ponto, otro tanto salvan de un brinco
los
caballos,
de sonoros relinchos, de los dioses. Tan luego como ambas deidades llegaron a
Troya,
Hera, la diosa de los níveos brazos, paró el carro en el lugar donde los dos
ríos
Simoente
y Escamandro juntan sus aguas; desunció los corceles, cubriólos de espesa
niebla,
y el Simoente hizo nacer la ambrosía para que pacieran.
778
Las diosas empezaron a andar, semejantes en el paso a tímidas palomas,
impacientes
por socorrer a los argivos. Cuando llegaron al sitio donde estaba el fuerte
Diomedes,
domador de caballos, con los más y mejores de los adalides que parecían
carniceros
leones o puercos monteses, cuya fuerza es grande, se detuvieron; y Hera, la
diosa
de los níveos brazos, tomando el aspecto del magnánimo Esténtor, que tenía
vozarrón
de bronce y gritaba tanto como otros cincuenta, exclamó:
787
-¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura!
Mientras
el divino Aquiles asistía a las batallas, los troyanos, amedrentados por su
formidable
pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de la
ciudad,
junto a las cóncavas naves.
792
Con tales palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Atenea, la diosa de
ojos de
lechuza,
fue en busca del Tidida y halló a este príncipe junto a su carro y sus corceles,
refrescando
la herida que Pándaro con una flecha le había causado. El sudor le molestaba
debajo
de la ancha abrazadera del redondo escudo, cuyo peso sentía el héroe; y, alzando
éste
con su cansada mano la correa, se enjugaba la denegrida sangre. La diosa apoyó
la
diestra
en el yugo de los caballos y dijo:
800
-¡Cuán poco se parece a su padre el hijo de Tideo! Era éste de pequeña estatura,
pero
belicoso. Y aunque no le dejase combatir ni señalarse -como en la ocasión en
que,
habiendo
ido por embajador a Teba, se encontró lejos de los suyos entre multitud de
cadmeos
y le di orden de que comiera tranquilo en el palacio-, conservaba siempre su
es-
píritu
valeroso, y, desafiando a los jóvenes cadmeos, los vencía fácilmente en toda
clase
de
luchas. ¡De tal modo lo protegía! Ahora es a ti a quien asisto y defiendo,
exhortándote
a
pelear animosamente con los troyanos. Mas, o el excesivo trabajo de la guerra ha
fatigado
tus miembros, o te domina el exánime terror. No, tú no eres el hijo del
aguerrido
Tideo
Enida.
814
Y, respondiéndole, el fuerte Diomedes le dijo:
815
-Te conozco, oh diosa, hija de Zeus, que lleva la égida. Por esto te hablaré
gustoso,
sin
ocultarte nada. No me domina el exánime terror ni flojedad alguna; pero recuerdo
todavía
las órdenes que me diste. No me dejabas combatir con los bienaventurados
dioses;
pero, si Afrodita, hija de Zeus, se presentara en la pelea, debía herirla con el
agudo
bronce, Pues bien: ahora retrocedo y he mandado que todos los argivos se
replieguen
aquí, porque comprendo que Ares impera en la batalla.
825
Contestóle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
826
-¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! No temas a Ares ni a ninguno de los
inmortales;
tanto te voy a ayudar. Ea, endereza los solípedos caballos a Ares el primero,
hiérele
de cerca y no respetes al furibundo dios, a ese loco voluble y nacido para
dañar,
que
a Hera y a mí nos prometió combatir contra los troyanos en favor de los argivos
y
ahora
está con aquéllos y se ha olvidado de sus palabras.
835
Apenas hubo dicho estas palabras, asió de la mano a Esténelo, que saltó
diligente
del
carro a tierra. Montó la enardecida diosa, colocándose al lado del ilustre
Diomedes, y
el
eje de encina recrujió a causa del peso porque llevaba a una diosa terrible y a
un varón
fortísimo.
Palas Atenea, habiendo recogido el látigo y las riendas, guió los solípedos
caballos
hacia Ares el primero; el cual quitaba la vida al gigantesco Perifante, preclaro
hijo
de Oquesio y el más valiente de los etolios. A tal varón mataba Ares, manchado
de
homicidios;
y Atenea se puso el casco de Hades para que el furibundo dios no la
conociera.
846
Cuando Ares, funesto a los mortales, vio al ilustre Diomedes, dejó al gigantesco
Perifante
tendido donde le había muerto y se encaminó hacia Diomedes, domador de
caballos.
Al hallarse a corta distancia, Ares, que deseaba quitar la vida a Diomedes, le
dirigió
la broncínea lanza por cima del yugo y las riendas; pero Atenea, la diosa de
ojos
de
lechuza, cogiéndola y alejándola del carro, hizo que aquél diera el golpe en
vano. A su
vez
Diomedes, valiente en el combate, atacó a Ares con la broncínea lanza, y Palas
Atenea,
apuntándola a la ijada del dios, donde el cinturón le ceñía, hirióle, desgarró
el
hermoso
cutis y retiró el arma. El broncíneo Ares clamó como gritarían nueve o diez mil
hombres
que en la guerra llegaran a las manos; y temblaron, amedrentados, aqueos y
troyanos.
¡Tan fuerte bramó Ares, insaciable de combate!
864
Cual vapor sombrío que se desprende de las nubes por la acción de un impetuoso
viento
abrasador, tal le parecía a Diomedes Tidida el broncíneo Ares cuando, cubierto
de
niebla,
se dirigía al anchuroso cielo. El dios llegó en seguida al alto Olimpo, mansión
de
las
deidades; se sentó, con el corazón afligido, al lado de Zeus Cronión, mostró la
sangre
inmortal
que manaba de la herida, y suspirando dijo estas aladas
palabras:
872
-¡Padre Zeus! ¿No te indignas al presenciar tan atroces hechos? Siempre los
dioses
hemos
padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los
hombres;
pero todos estamos airados contigo, porque engendraste una hija loca, funesta,
que
sólo se ocupa en acciones inicuas. Cuantos dioses hay en el Olimpo, todos te
obedecen
y acatan; pero a ella no la sujetas con palabras ni con obras, sino que la
instigas,
por ser tú el padre de esa hija perniciosa que ha movido al insolente Diomedes,
hijo
de Tideo, a combatir, en su furia, con los inmortales dioses. Primero hirió de
cerca a
Cipris
en el puño, y después, cual si fuese un dios, arremetió contra mí. Si no llegan
a
salvarme
mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir padecimientos durante largo tiempo
entre
espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las
heridas
que me hiciera el bronce.
888
Mirándolo con torva faz, respondió Zeus, que amontona las
nubes:
889
-¡Inconstante! No te lamentes, sentado junto a mí, pue me eres más odioso que
ningún
otro de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas, luchas y
peleas, y
tienes
el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera a quien apenas puedo
dominar
con mis palabras. Creo que cuanto te ha ocurrido lo debes a sus consejos. Pero
no
permitiré que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje y para mí te
parió tu
madre.
Si, siendo tan perverso hubieses nacido de algún otro dios, tiempo ha que
estaría
en
un abismo más profundo que el de los hijos de Urano
899
Dijo, y mandó a Peón que lo curara. Éste lo sanó, aplicándole drogas calmantes;
que
nada mortal en él había. Como el jugo cuaja la blanca y líquida leche cuando se
le
mueve
rápidamente con ella, con igual presteza curó aquél al furibundo Ares, a quien
Hebe
lavó y puso lindas vestiduras. Y el dios se sentó al lado de Zeus Cronión, ufano
de s
gloria.
907
Hera argiva y Atenea alalcomenia regresaron también al palacio del gran Zeus,
cuando
hubieron conseguido que Ares, funesto a los mortales, de matar hombres se
abstuviera.
CANTO
VI*
Coloquio
de Héctor y Andrómaca
*
Entre los segundos, los troyanos, Héctor, que ha regresado a Troya para ordenar
que las mujeres se
congracien
con Atenea con plegarias y ofrendas, cuando vuelve al campo de batalla, se
encuentra con su
esposa
y con su hijo, aún de tierna edad. Y se destaca el comportamiento de Héctor,
héroe inocente que
se
sacrifica por Troya, y de Paris, culpable y egoísta, que sólo piensa en
él.
1
Quedaron solos en la batalla horrenda troyanos y aqueos, que se arrojaban
broncíneas
lanzas;
y la pelea se extendía, acá y acullá de la llanura, entre las corrientes del
Simoente
y
del Janto.
5
Ayante Telamonio, antemural de los aqueos, rompió el primero la falange troyana
a
hizo
aparecer la aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio
más
denodado,
al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertóle en la cimera del casco
guarnecido
con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta
atravesó
el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero.
12
Diomedes, valiente en el combate, mató a Axilo Teutránida, que, abastado de
bienes,
moraba en la bien construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres, porque en
su
casa, situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno de
ellos
vino
entonces a librarlo de la lúgubre muerte, y Diomedes le quitó la vida a él y a
su
escudero
Calesio, que gobernaba los caballos. Ambos penetraron en el seno de la
tierra.
20
Euríalo dio muerte a Dreso y Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pédaso, a quienes la
náyade
Abarbárea había concebido en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito
y
bastardo del ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo amoroso
consorcio
con
la ninfa, la cual quedó encinta y dio a luz a los dos mellizos): el Mecisteida
acabó
con
el valor de ambos, privó de vigor a sus bien formados miembros y les quitó la
armadura
de los hombros.
29
El belicoso Polipetes dejó sin vida a Astíalo; Ulises, con la broncínea lanza, a
Pidites
percosio;
y Teucro, a Aretaón divino. Antíloco Nestórida mató con la pica reluciente a
Ablero;
Agamenón, rey de hombres, a Élato, que habitaba en la excelsa Pédaso, a orillas
del
Satnioente, de hermosa corriente; el héroe Leito, a Fílaco mientras huía; y
Eurípilo, a
Melantio.
37
Menelao, valiente en la pelea, cogió vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo
despavoridos
por la llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron el corvo
carro
por el extremo del timón, y se fueron a la ciudad con los que huían espantados.
El
héroe
cayó al suelo y dio de boca en el polvo junto a la rueda; acercósele Menelao
Atrida
con
la ingente lanza, y aquél, abrazando sus rodillas, así le
suplicaba:
46
-Hazme prisionero, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de
valor
tiene
mi opulento padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría
inmenso
rescate,
si supiera que estoy vivo en las naves aqueas.
51
Así dijo, y le conmovió el corazón. E iba Menelao a ponerlo en manos del
escudero,
para
que lo llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamenón corrió a su encuentro
y
lo
increpó diciendo:
55
-¡Ah, bondoso! ¡Ah, Menelao! ¿Por qué así te apiadas de estos hombres?
¡Excelentes
cosas hicieron los troyanos en tu casa! Ninguno de los que caigan en nuestras
manos
se libre de tener nefanda muerte, ni siquiera el que la madre lleve en el
vientre, ni
ése
escape! ¡Perezcan todos los de Ilio, sin que sepultura alcancen ni memoria
dejen!
61
Así diciendo, cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación. Repelió
Menelao
al héroe Adrasto, que, herido en el ijar por el rey Agamenón, cayó de espaldas.
El
Atrida le puso el pie en el pecho y le arrancó la lanza.
66
Néstor, en tanto, animaba a los argivos, dando grandes
voces:
67
-¡Oh queridos, héroes dánaos, servidores de Ares! Nadie se quede atrás para
recoger
despojos
y volver, llevando los más que pueda, a las naves; ahora matemos hombres y
luego
con más tranquilidad despojaréis en la llanura los cadáveres de cuantos
mueran.
72
Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Y los troyanos hubieran
vuelto a
entrar
en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía, si Heleno
Priámida,
el mejor de los augures, no se hubiese presentado a Eneas y a Héctor para
decirles:
77
-¡Eneas y Héctor! Ya que el peso de la batalla gravita principalmente sobre
vosotros
entre
los troyanos y los licios, porque sois los primeros en toda empresa, ora se
trate de
combatir,
ora de razonar, quedaos aquí, recorred las filas, y detened a los guerreros
antes
que
se encaminen a las puertas, caigan huyendo en brazos de las mujeres y sean
motivo
de
gozo para los enemigos. Cuando hayáis reanimado todas las falanges, nosotros,
aunque
estamos muy abatidos, nos quedaremos aquí a pelear con los dánaos porque la
necesidad
nos apremia. Y tú, Héctor, ve a la ciudad y di a nuestra madre que Name a las
venerables
matronas; vaya con ellas al templo dedicado a Atenea, la de ojos de lechuza,
en
la acrópolis; abra con la llave la puerta del sacro recinto; ponga sobre las
rodillas de la
deidad,
de hermosa cabellera, el peplo que mayor sea, más lindo le parezca y más aprecie
de
cuantos haya en el palacio, y le vote sacrificar en el templo doce vacas de un
año, no
sujetas
aún al yugo, si apiadándose de la ciudad y de las esposas y tiernos niños de los
troyanos,
aparta de la sagrada Ilio al hijo de Tideo, feroz guerrero, cuya bravura causa
nuestra
derrota y a quien tengo por el más esforzado de los aqueos todos. Nunca temimos
tanto
ni al mismo Aquiles, príncipe de hombres, que es, según dicen, hijo de una
diosa.
Con
gran furia se mueve el hijo de Tideo y en valentía nadie te
iguala.
102
Así dijo; y Héctor obedeció a su hermano. Saltó del carro al suelo sin dejar las
armas;
y, blandiendo dos puntiagudas lanzas, recorrió el ejército por todas partes,
animólo
a combatir y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara y
afrontaron
a los argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de matar, figurándose que alguno
de
los inmortales habría descendido del estrellado cielo para socorrer a aquéllos;
de tal
modo
se volvieron. Y Héctor exhortaba a los troyanos diciendo en alta
voz:
111
-¡Animosos troyanos, aliados de lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y
mostrad
vuestro impetuoso valor, mientras voy a Ilio y encargo a los respetables
próceres
y
a nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los
dioses.
116
Dicho esto, Héctor, el de tremolante casco, partió; y la negra piel que orlaba
el
abollonado
escudo como última franja le batía el cuello y los
talones.
119
Glauco, vástago de Hipóloco, y el hijo de Tideo, deseosos de combatir, fueron a
encontrarse
en el espacio que mediaba entre ambos ejércitos. Cuando estuvieron cara a
cara,
Diomedes, valiente en la pelea, dijo el primero:
123-¿Cuál
eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las
batallas,
donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los vences en
auda-
cia
cuando te atreves a esperar mi fornida lanza. ¡Infelices de aquéllos cuyos hijos
se
oponen
a mi furor! Mas si fueses inmortal y hubieses descendido del cielo, no quisiera
yo
luchar
con dioses celestiales. Poco vivió el fuerte Licurgo, hijo de Driante, que
contendía
con
las celestes deidades: persiguió en los sacros montes de Nisa a las nodrizas de
Dioniso,
que estaba agitado por el delirio báquico, las cuales tiraron al suelo los
tirsos al
ver
que el homicida Licurgo las acometía con la aguijada; el dios, espantado, se
arrojó al
mar,
y Tetis le recibió en su regazo, despavorido y agitado por fuerte temblor por la
amenaza
de aquel hombre; pero los felices dioses se irritaron contra Licurgo, cególe el
hijo
de Crono y su vida no fue larga, porque se había hecho odioso a los inmortales
todos.
Con
los bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero, si eres uno de los
mortales
que
comen los frutos de la tierra, acércate para que más pronto llegues al término
de tu
perdición.
144
Respondióle el preclaro hijo de Hipóloco:
145
-¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la
generación
de las hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y
la
selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una
generación
humana nace y otra perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi
linaje,
de muchos conocido. Hay una ciudad llamada Éfira en el riñón de Argos, criadora
de
caballos, y en ella vivía Sísifo Eólida, que fue el más ladino de los hombres.
Sísifo
engendró
a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a quien los dioses concedieron gentileza
y
envidiable valor. Mas Preto, que era muy poderoso entre los argivos, pues Zeus
los
había
sometido a su cetro, hízole blanco de sus maquinaciones y to echó de la ciudad.
La
divina
Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse clandestinamente con
Belerofonte;
pero no pudo persuadir al prudente héroe, que sólo pensaba en cosas
honestas,
y mintiendo dijo al rey Preto: «¡Preto! Ojalá te mueras, o mata a Belerofonte,
que
ha querido juntarse conmigo, sin que yo lo deseara.» Así dijo. El rey se
encendió en
ira
al oírla; y, si bien se abstuvo de matar a aquél por el religioso temor que
sintió su
corazón,
le envió a la Licia; y, haciendo mortíferas señales en una tablita que se
doblaba,
entrególe
los perniciosos signos con orden de que los mostrase a su suegro para que éste
lo
perdiera. Belerofonte, poniéndose en camino debajo del fausto patrocinio de los
dioses,
llegó
a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad,
hospedóle
durante
nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero, al aparecer por décima vez
la
Aurora, la de rosáceos dedos, lo interrogó y quiso ver la nota que de su yerno
Preto le
traía.
Y así que tuvo la funesta nota, ordenó a Belerofonte que lo primero de todo
matara
a
la ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina, con cabeza de
león,
cola
de dragón y cuerpo de cabra, que respiraba encendidas y horribles llamas; y
aquél le
dio
muerte, alentado por divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los
afamados
sólimos,
y decía que éste fue el más recio combate que con hombres sostuvo. En tercer
lugar
quitó la vida a las varoniles amazonas. Y, cuando regresaba a la ciudad, el rey,
urdiendo
otra dolosa trama, armóle una celada con los varones más fuertes que halló en la
espaciosa
Licia; y ninguno de éstos volvió a su casa, porque a todos les dio muerte. el
eximio
Belerofonte. Comprendió el rey que el héroe era vástago ilustre de alguna deidad
y
lo retuvo allí, lo casó con su hija y compartió con él la dignidad regia; los
licios, a su
vez,
acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que a los demás aventajaba,
para
que pudiese cultivarlo. Tres hijos dio a luz la esposa del aguerrido
Belerofonte:
Isandro,
Hipóloco y Laodamia; y ésta, amada por el próvido Zeus, dio a luz al deiforme
Sarpedón,
que lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo el odio de todas
las
deidades, vagaba solo por los campos de Alea, royendo su ánimo y apartándose de
los
hombres;
Ares, insaciable de pelea, hizo morir a Isandro en un combate con los afamados
sólimos,
y Artemis, la que usa riendas de oro, irrítada, mató a su hija. A mí me engendró
Hipóloco
-de éste, pues, soy hijo- y envióme a Troya, recomendándome muy mucho que
descollara
y sobresaliera siempre entre todos y no deshonrase el linaje de mis
antepasados,
que fueron los hombres más valientes de Efira y la extensa Licia. Tal
alcur-
nia
y tal sangre me glorío de tener.
212
Así dijo. Alegróse Diomedes, valiente en el combate; y, clavando la pica en el
almo
suelo, respondió con cariñosas palabras al pastor de
hombres:
213
-Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su
palacio
al eximio Belorofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con
magníficos
presentes de hospitalidad. Eneo dio un vistoso tahalí teñido de púrpura, y
Belerofonte
una áurea copa de doble asa, que en mi casa quedó cuando me vine. A Tideo
no
lo recuerdo; dejóme muy niño al salir para Teba, donde pereció el ejército
aqueo. Soy,
por
consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tú lo serás mío en la
Licia
cuando
vaya a to pueblo. En adelante no nos acometamos con la lanza por entre la turba.
Muchos
troyanos y aliados ilustres me restan, para matar a quien, por la voluntad de un
dios,
alcance en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos, para quitar la vida a
quien
te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, a fin de que sepan todos que de
ser
huéspedes
paternos nos gloriamos.
232
Habiendo hablado así, descendieron de los carros y se estrecharon la mano en
prueba
de amistad. Entonces Zeus Cronida hizo perder la razón a Glauco; pues permutó
sus
armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las valoradas en
cien
bueyes
por las que en nueve se apreciaban.
237
Al pasar Héctor por la encina y las puertas Esceas, acudieron corriendo las
esposas
a
hijas de los troyanos y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos;
y él les
encargó
que unas tras otras orasen a los dioses, porque para muchas eran inminentes las
desgracias.
242
Cuando llegó al magnífico palacio de Príamo, provisto de bruñidos pórticos (en
él
había
cincuenta cámaras de pulimentada piedra, seguidas, donde dormían los hijos de
Prí-
amo
con sus legítimas esposas; y enfrente, dentro del mismo patio, otras doce
construidas
igualmente
con sillares, continuas y techadas, donde se acostaban los yernos de Príamo y
sus
castas mujeres), le salió al encuentro su alma madre que iba en busca de
Laódice, la
más
hermosa de las princesas; y, asiéndole de la mano, le
dijo:
254
-¡Hijo! ¿Por qué has venido, dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, de
aborrecido
nombre, deben de estrecharnos, combatiendo alrededor de la ciudad, y tu
co-
razón
lo ha impulsado a volver con el fin de levantar desde la acrópolis las manos a
Zeus.
Pero,
aguarda, traeré vino dulce como la miel para que primeramente lo libes al padre
Zeus
y a los demás inmortales, y luego te aproveche también a ti, si bebes. El vino
aumenta
mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás de pelear por los
tuyos.
263
Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco:
264
-No me des vino dulce como la miel, veneranda madre; no sea que me enerves y
me
prives del valor, y yo me olvide de mi fuerza. No me atrevo a libar el negro
vino en
honor
de Zeus sin lavarme las manos, ni es lícito orar al Cronión, el de las sombrías
nubes,
cuando uno está manchado de sangre y polvo. Pero tú congrega a las matronas,
llévate
perfumes, y, entrando en el templo de Atenea, que impera en las batallas, pon
sobre
las rodillas de la deidad de hermosa cabellera el peplo mayor, más lindo y que
más
aprecies
de cuantos haya en el palacio; y vota a la diosa sacrificar en su templo doce
vacas
de un año, no sujetas aún al yugo, si, apiadándose de la ciudad y de las esposas
y
tiernos
niños de los troyanos, aparta de la sagrada Ilio al hijo de Tideo, feroz
guerrero,
cuya
valentía causa nuestra derrota. Encamínate, pues, al templo de Atenea, que
impera
en
las batallas, y yo iré a la casa de Paris a llamarlo, si me quiere escuchar.
¡Así la tierra
se
lo tragara! Criólo el Olímpico como una gran plaga para los troyanos y el
magnánimo
Príamo
y sus hijos. Creo que, si le viera descender al Hades, mi alma se olvidaría de
los
enojosos
pesares.
286
Así dijo. Hécuba, volviendo al palacio, llamó a las esclavas, y éstas anduvieron
por
la
ciudad y congregaron a las matronas; bajó luego al fragante aposento donde se
guarda-
ban
los peplos bordados, obra de las mujeres que se había llevado de Sidón el
deiforme
Alejandro
en el mismo viaje por el ancho ponto en que se llevó a Helena, la de nobles
pa-
dres;
tomó, para ofrecerlo a Atenea, el peplo mayor y más hermoso por sus bordaduras,
que
resplandecía como un astro y se hallaba debajo de todos, y partió acompañada de
mu-
chas
matronas.
297
Cuando llegaron a la acrópolis, abrióles las puertas del templo de Atenea Teano,
la
de
hermosas mejillas, hija de Ciseide y esposa de Anténor, domador de caballos, a
la cual
habían
elegido los troyanos sacerdotisa de Atenea. Todas, con lúgubres lamentos,
levantaron
las manos a la diosa. Teano, la de hermosas mejillas, tomó el peplo, lo puso
sobre
las rodillas de Atenea, la de hermosa cabellera, y orando rogó así a la hija del
gran
Zeus:
305
-¡Veneranda Atenea, protectora de la ciudad, divina entre las diosas! ¡Quiébrale
la
lanza
a Diomedes y concédenos que caiga de pechos en el suelo, ante las puertas
Esceas,
para
que to sacrifiquemos en este templo doce vacas de un año, no sujetas aún al
yugo, si
de
este modo to apiadas de la ciudad y de las esposas y tiernos niños de los
troyanos!
311
Así dijo rogando, pero Palas Atenea no accedió. Mientras invocaban de este modo
a
la hija del gran Zeus, Héctor se encaminó al magnífico palacio que para
Alejandro
había
labrado él mismo con los más hábiles constructores de la fértil Troya; éstos le
hicieron
una cámara nupcial, una sala y un patio, en la acrópolis, cerca de los palacios
de
Príamo
y de Héctor. A11í entró Héctor, caro a Zeus, llevando una lanza de once codos,
cuya
broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo. En la cámara halló
a
Alejandro
que acicalaba las magníficas armas, escudo y coraza, y probaba el corvo arco;
y
a la argiva Helena, que, sentada entre sus esclavas, ocupábalas en primorosas
labores. Y
en
viendo a aquél, increpólo con injuriosas palabras:
326
-¡Desgraciado! No es decoroso que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres
perecen
combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad; el bélico clamor y la lucha
se
encendieron
por tu causa alrededor de nosotros, y tú mismo reconvendrías a quien cejara
en
la pelea horrenda. Ea, levántate. No sea que la ciudad llegue a ser pasto de las
voraces
llamas.
332
Respondióle el deiforme Alejandro:
333
-¡Héctor! Justos y no excesivos son tus baldones, y por lo mismo voy a
contestarte.
Atiende
y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por estar airado o resentido con los
troyanos,
cuanto
porque deseaba entregarme al dolor. En este instante mi esposa me exhortaba con
blandas
palabras a volver al combate; y también a mí me parece preferible, porque la
vic-
toria
tiene sus alternativas para los guerreros. Ea, pues, aguarda, y visto las
marciales
armas;
o vete y te sigo, y creo que lograré alcanzarte.
342
Así dijo. Héctor, el de tremolante casco, nada contestó. Y Helena hablóle con
dulces
palabras:
3-
-¡Cuñado mío, de esta perra maléfica y abominable! ¡Ojalá que, cuando mi madre
me
dio a luz, un viento tempestuoso se me hubiese llevado al monte o al estruendoso
mar,
para
hacerme juguete de las olas, antes que tales hechos ocurrieran! Y ya que los
dioses
determinaron
causar estos males, debió tocarme ser esposa de un varón más fuerte, a
quien
dolieran la indignación y los muchos baldones de los hombres. Éste ni tiene
firmeza
de ánimo ni la tendrá nunca, y creo que recogerá el debido fruto. Pero entra y
siéntate
en esta silla, cuñado, que la fatiga te oprime el corazón por mí, perra, y por
la
falta
de Alejandro; a quienes Zeus nos dio mala suerte a fin de que a los venideros
les
sirvamos
de asunto para sus cantos.
359
Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco:
360-No
me ofrezcas asiento, Helena, aunque me aprecies, pues no lograrás
persuadirme:
ya mi corazón desea socorrer a los troyanos que me aguardan con
impaciencia.
Pero tú haz levantar a ése y él mismo se dé prisa para que me alcance dentro
de
la ciudad, mientras voy a mi casa y veo a los criados, a la esposa querida y al
tierno
niño;
que ignoro si volveré de la batalla, o los dioses dispondrán que sucumba a manos
de
los
aqueos.
369
Apenas hubo dicho estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, se fue. Llegó
en
seguida
a su palacio, que abundaba de gente, mas no encontró a Andrómaca, la de níveos
brazos,
pues con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la torre llorando y
lamentándose.
Héctor, como no hallara dentro a su excelente esposa, detúvose en el
umbral
y habló con las esclavas:
376
-¡Ea, esclavas, decidme la verdad! ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos
brazos,
desde el palacio? ¿A visitar a mis hermanas o a mis cuñadas de hermosos peplos?
¿O,
acaso, al templo de Atenea, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la
terrible
diosa?
381
Respondióle con estas palabras la fiel despensera:
382
-¡Héctor! Ya que tanto nos mandas decir la verdad, no fue a visitar a tus
hermanas
ni
a tus cuñadas de hermosos peplos, ni al templo de Atenea, donde las troyanas, de
lindas
trenzas, aplacan a la terrible diosa, sino que subió a la gran torre de Ilio,
porque
supo
que los troyanos llevaban la peor parte y era grande el ímpetu de los aqueos.
Partió
hacia
la muralla, ansiosa, como loca, y con ella se fue la nodriza que lleva el
niño.
390
Así habló la despensera, y Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el
camino
por las bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran
ciudad,
llegó
a las puertas Esceas -por allí había de salir al campo-, corrió a su encuentro
su rica
esposa
Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, que vivía bajo el boscoso Placo, en Teba
bajo
el Placo, y era rey de los cilicios. Hija de éste era, pues, la esposa de
Héctor, de
broncínea
armadura, que entonces le salió al camino. Acompañábale una sirvienta
llevando
en brazos al tierno infante, al Hectórida amado, parecido a una hermosa
estrella.
a
quien su padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por
Héctor se
salvaba
Ilio. Vio el héroe al niño y sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se
detuvo
a
su lado, y asiéndole de la mano le dijo:
407
-¡Desgraciado! Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni de mí,
infortunada,
que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y
acabarán
contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si
mueres
no
habrá consuelo para mí, sino pesares, que ya no tengo padre ni venerable madre.
A mi
padre
matólo el divino Aquiles cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Teba,
la
de
altas puertas: dio muerte a Eetión, y sin despojarlo, por el religioso temor que
le entró
en
el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo
alrededor
plantaron álamos las ninfas monteses, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis
siete
hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron al Hades el mismo día; pues
a
todos
los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los flexípedes bueyes
y las
cándidas
ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con
otras
riquezas
y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Ártemis, que se complace en
tirar
flechas, hirióla en el palacio de mi padre. Héctor, tú eres ahora mi padre, mi
ve-
nerable
madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé compasivo, quédate
aquí
en la tome -¡no hagas a un niño huérfano y a una mujer viuda!- y pon el ejército
junto
al cabrahígo, que por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de
escalar. Los
más
valientes -los dos Ayantes, el célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de
Tideo
con
los suyos respectivos- ya por tres veces se han encaminado a aquel sitio para
intentar
el
asalto: alguien que conoce los oráculos se to indicó, o su mismo arrojo los
impele y
anima.
440
Contestóle el gran Héctor, el de tremolante casco:
441
Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las
troyanas
de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi
co-
razón
me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre
los
troyanos,
manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi
inteligencia
y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada Ilio, Príamo
y
el pueblo de Príamo, armad con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia de los
troya-
nos,
de la misma Hécuba, del rey Príamo y de muchos d mis valientes hermanos que
caerán
en el polvo a manos d los enemigos, no me importa tanto como la que padecerá tú
cuando
alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se te lleve llorosa, privándote de
libertad,
y luego tejas tela e Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la
fuente
Meseide o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y
quizás
alguien exclame, al verte derramar lágrimas: «Ésta fue la esposa de Héctor, el
guerrero
que más se señalaba entre los troyanos, domadores de caballos, cuando en torno
de
Ilio peleaban.» Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que
pudiera
librarte
de la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que
oiga
tus
clamores o presencie tu rapto.
466
Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos su hijo, y éste se
recostó,
gritando,
en el seno de la nodriz de bella cintura, por el terror que el aspecto de su
padre
le
causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho crines de caballo, que
veía
ondear
en lo alto del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y la veneranda madre. Héctor
se
apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció en sus manos al
hijo
amado,
y rogó así a Zeus y a los de más dioses:
476-¡Zeus
y demás dioses! Concededme que este hijo mío sea, como yo, ilustre entre
los
troyanos a igualmente esforzado; que reine poderosamente en Ilio; que digan de
él
cuando
vuelva de la batalla: «¡Es mucho más valiente que su padre!»; y que, cargado de
cruentos
despojos del enemigo quien haya muerto, regocije el alma de su
madre.
482
Esto dicho, puso el niño en brazos de la esposa amada, que, al recibirlo en el
perfumado
seno, sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notólo el esposo y
compadecido,
acaricióla con la mano y le dijo:
486
-¡Desdichada! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al
Hades
antes de lo dispuesto por el destino; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde
o
valiente,
puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y
la
rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos
cuidaremos
cuantos
varones nacimos en Ilio, y yo el primero.
494
Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines
de
caballo,
y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y
vertiendo
copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio, lleno de gente, de
Héctor,
matador de hombres; halló en él muchas esclavas, y a todas las movió a lágrimas.
Lloraban
en el palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del combate
librándose
del valor y de las manos de los aqueos.
503
Paris no demoró en el alto palacio; pues, así que hubo vestido las magníficas
armas
de
labrado bronce, atravesó presuroso la ciudad haciendo gala de sus pies ligeros.
Como
el
corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente de un río, cuando se ve
atado en el
establo,
come la cebada del pesebre y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura,
yergue
orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello, y ufano de su lozanía
mueve
ligero
las rodillas encaminándose a los acostumbrados sitios donde los caballos pacen;
de
aquel
modo, Paris, hijo de Príamo, cuya armadura brillaba como un sol, descendía
gozoso
de
la excelsa Pérgamo por sus ágiles pies llevado. Alejandro alcanzó en seguida a
su her-
mano
el divino Héctor cuando éste regresaba del lugar en que había pasado el coloquio
con
su esposa, y fue el primero en hablar diciendo:
518
-¡Mi buen hermano! Mucho te hice esperar deteniéndote, a pesar de tu
impaciencia;
pues
no he venido oportunamente, como ordenaste.
520
Respondióle Héctor, el de tremolante casco:
521
-¡Querido! Nadie que sea justo reprenderá tu trabajo en el combate, porque eres
valiente;
pero a veces te complaces en desalentarte y no quieres pelear, y mi corazón se
aflige
cuando oigo que te baldonan los troyanos que tantos trabajos sufren por ti.
Pero.
vámonos
y luego lo arreglaremos todo, si Zeus nos permite ofrecer en nuestro palacio la
cratera
de la libertad a los celestes sempiternos dioses, por haber echado de Troya a
los
aqueos
de hermosas grebas.
CANTO
VII*
Combate
singular de Héctor y Ayante
Levantamiento
de los cadáveres
*
La segunda también se suspende inopinadamente, porque Héctor desafia a los
héroes aqueos. Echadas
las
suertes, le toca a Ayante, y luchan hasta el anochecer. Se pacta una tregua de
un día, que los aqueos
aprovechan
pra enterrar a los muertos y construir un muro en torno al
campamento.
1
Dichas estas palabras, el esclarecido Héctor y su hermano Alejandro traspusieron
las
puertas,
con el ánimo impaciente por combatir y pelear. Como cuando un dios envía
próspero
viento a navegantes que to anhelan porque están cansados de romper las olas,
batiendo
los pulidos remos, y tienen relajados los miembros a causa de la fatiga, así,
tan
deseados,
aparecieron aquéllos a los troyanos.
8
Paris mató a Menestio, que vivía en Arna y era hijo del rey Areítoo, famoso por
su
clava,
y de Filomedusa, la de ojos de novilla; y Héctor con la puntiaguda lanza tiró a
Eyoneo
un bote en la cerviz, debajo del casco de bronce, y dejóle sin vigor los
miembros.
Glauco,
hijo de Hipóloco y príncipe de los licios, arrojó en la reñida pelea un dardo a
Ifínoo
Dexíada cuando subía al carro de corredoras yeguas, y le acertó en la espalda:
Ifínoo
cayó al suelo y sus miembros se relajaron.
17
Cuando Atenea, la diosa de ojos de lechuza, vio que aquéllos mataban a muchos
argivos
en el duro combate, descendiendo en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo, se
encaminó
a la sagrada Ilio. Pero, al advertirlo Apolo desde Pérgamo, fue a oponérsele,
porque
deseaba que los troyanos ganaran la victoria. Encontráronse ambas deidades junto
a
la encina; y el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló primero
diciendo:
24
-¿Por qué, enardecida nuevamente, oh hija del gran Zeus, vienes del Olimpo? ¿Qué
poderoso
afecto te mueve? ¿Acaso quieres dar a los dánaos la indecisa victoria? Porque
de
los troyanos no te compadecerías, aunque estuviesen pereciendo. Si quieres
condescender
con mi deseo -y sería lo mejor-, suspenderemos por hoy el combate y la
pelea;
y luego volverán a batallar hasta que logren arruinar a Ilio, ya que os place a
vosotras,
las inmortales, destruir esta ciudad.
33
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
34
-Sea así, oh tú que hieres de lejos, con este propósito vine del Olimpo al campo
de
los
troyanos y de los aqueos. Mas ¿por qué medio has pensado suspender la
batalla?
37
Contestó el soberano Apolo, hijo de Zeus:
3s
-Hagamos que Héctor, de corazón fuerte, domador de caballos, provoque a los
dánaos
a pelear con él en terrible y singular combate; a indignados los aqueos, de
hermosas
grebas, susciten a alguien para que luche con el divino
Héctor.
43
Así dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no se opuso. Héleno, hijo amado
de
Príamo,
comprendió al punto lo que era grato a los dioses, que conversaban, y,
llegándose
a
Héctor, le dirigió estas palabras:
47
-¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus! ¿Querrás hacer lo que te
diga
yo,
que soy tu hermano? Manda que suspendan la batalla los troyanos y los aqueos
todos,
y
reta al más valiente de éstos a luchar contigo en terrible combate, pues aún no
ha
dispuesto
el hado que mueras y llegues al término fatal de tu vida. He oído sobre esto la
voz
de los sempiternos dioses.
54
Así dijo. Oyóle Héctor con intenso placer, y, corriendo al centro de ambos
ejércitos
con
la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento se
que-
daron
quietas. Agamenón contuvo a los aqueos, de hermosas grebas; y Atenea y Apolo,
el
del arco de plata, transfigurados en buitres, se posaron en la alta encina del
padre Zeus,
que
lleva la égida, y se deleitaban en contemplar a los guerreros cuyas densas filas
aparecían
erizadas de escudos, cascos y lanzas. Como el Céfiro, cayendo sobre el mar,
encrespa
las olas, y el ponto negrea; de semejante modo sentáronse en la llanura las
hileras
de aqueos y troyanos. Y Héctor, puesto entre unos y otros,
dijo:
67
-¡Oídme, troyanos y aqueos, de hermosas grebas, y os diré to que en el pecho mi
corazón
me dicta! El excelso Cronida no ratificó nuestros juramentos, y seguirá
causándonos
males a unos y a otros, hasta que toméis la torreada Ilio o sucumbáis junto a
las
naves, surcadoras del ponto. Entre vosotros se hallan los más valientes aqueos;
aquél a
quien
el ánimo incite a combatir conmigo adelántese y será campeón con el divino
Héctor.
Propongo lo siguiente y Zeus sea testigo: Si aquél con su bronce de larga punta
consigue
quitarme la vida, despójeme de las armas, lléveselas a las cóncavas naves, y
en-
tregue
mi cuerpo a los míos para que los troyanos y sus esposas lo suban a la pira; y,
si yo
lo
matare a él, por concederme Apolo tal gloria, me llevaré sus armas a la sagrada
Ilio, las
colgaré
en el templo de Apolo, que hiere de lejos, y enviaré el cadáver a las naves de
muchos
bancos, para que los aqueos, de larga cabellera, le hagan exequias y le erijan
un
túmulo
a orillas del espacioso Helesponto. Y dirá alguno de los futuros hombres,
atravesando
el vinoso mar en una nave de muchos órdenes de remos: «Ésa es la tumba de
un
varón que peleaba valerosamente y fue muerto en edad remota por el esclarecido
Héctor.»
Así hablará, y mi gloria no perecerá jamás.
92
Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos, pues por vergüenza no
rehusaban
el desafío y por miedo no se decidían a aceptarlo. Al fin levantóse Menelao,
con
el corazón afligidísimo, y los apostrofó de esta manera:
96
-¡Ay de mí, hombres jactanciosos; aqueas que no aqueos! Grande y horrible será
nuestro
oprobio si no sale ningún dánao al encuentro de Héctor. Ojalá os volvierais agua
y
tierra ahí mismo donde estáis sentados, hombres sin corazón y sin honor. Yo seré
quien
me
arme y luche con aquél, pues la victoria la conceden desde lo alto los
inmortales
dioses.
103
Esto dicho, empezó a ponerse la magnífica armadura. Entonces, oh Menelao,
hubieras
acabado la vida en manos de Héctor, cuya fuerza era muy superior, si los reyes
aqueos
no se hubiesen apresurado a detenerte. El mismo Agamenón Atrida, el de vasto
poder,
asióle de la diestra exclamando:
109
-¡Deliras, Menelao, alumno de Zeus! Nada te fuerza a cometer tal locura.
Domínate,
aunque estés afligido, y no quieras luchar por despique con un hombre más
fuerte
que tú, con Héctor Priámida, que a todos amedrenta y cuyo encuentro en la
batalla,
donde
los varones adquieren gloria, causaba horror al mismo Aquiles, que lo aventaja
tanto
en bravura. Vuelve a juntarte con tus compañeros, siéntate, y los aqueos harán
que
se
levante un campeón tal, que, aunque aquél sea intrépido a incansable en la
pelea, con
gusto,
creo, se entregará al descanso si consigue escapar de tan fiero combate, de tan
terrible
lucha.
120
Así dijo; y el héroe cambió la mente de su hermano con la oportuna exhortación.
Menelao
obedeció; y sus servidores, alegres, quitáronle la armadura de los hombros.
Entonces
levantóse Néstor, y arengó a los argivos diciendo:
124
-¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea!
¡Cuánto
gemiría el anciano jinete Peleo, ilustre consejero y arengador de los
mirmidones,
que
en su palacio se gozaba con preguntarme por la prosapia y la descendencia de los
argivos
todos! Si supiera que éstos tiemblan ante Héctor, alzaría las manos a los
inmortales
para que su alma, separándose del cuerpo, bajara a la mansión de Hades.
Ojalá,
¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, fuese yo tan joven como cuando, encontrándose los
pilios
con los belicosos arcadios al pie de las murallas de Fea, cerca de la corriente
del
Járdano,
trabaron el combate a orillas del impetuoso Celadonte. Entre los arcadios
aparecía
en primera línea Ereutalión, varón igual a un dios, que llevaba la armadura del
rey
Areítoo; del divino Areítoo, a quien por sobrenombre llamaban el macero así los
hombres
como las mujeres de hermosa cintura, porque no peleaba con el arco y la
formi-
dable
lanza, sino que rompía las falanges con la férrea maza. Al rey Areítoo matólo
Licurgo,
no empleando la fuerza, sino la astucia, en un camino estrecho, donde la férrea
clava
no podía librarlo de la muerte: Licurgo se le adelantó, envasóle la lanza en
medio
del
cuerpo, hízolo caer de espaldas, y despojóle de la armadura, regalo del
broncíneo
Ares,
que llevaba en las batallas. Cuando Licurgo envejeció en el palacio, entregó
dicha
armadura
a Ereutalión, su escudero querido, para que la usara; y éste, con tales armas,
desafiaba
entonces a los más valientes. Todos estaban amedrentados y temblando, y nadie
se
atrevía a aceptar el reto; pero mi ardido corazón me impulsó a pelear con aquel
presuntuoso
-era yo el más joven de todos- y combatí con él y Atenea me dio gloria, pues
logré
matar a aquel hombre gigantesco y fortísimo que tendido en el suelo ocupaba un
gran
espacio. Ojalá me rejuveneciera tanto y mis fuerzas conservaran su robustez.
¡Cuán
pronto
Héctor, el de tremolante casco, tendría combate! ¡Pero ni los que sois los más
valientes
de los aqueos todos, ni siquiera vosotros, estáis dispuestos a it al encuentro
de
Héctor!
161
De esta manera los increpó el anciano, y nueve por junto se levantaron.
Levantóse,
mucho
antes que los otros, el rey de hombres, Agamenón; luego el fuerte Diomedes
Tidida;
después, ambos Ayantes, revestidos de impetuoso valor; tras ellos, Idomeneo y su
escudero
Meriones, que al homicida Enialio igualaba; en seguida Eurípilo, hijo ilustre de
Evemón;
y, finalmente, Toante Andremónida y el divino Ulises: todos éstos querían
pelear
con el ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio, les
dijo:
171
-Echad suertes, y aquél a quien le toque alegrará a los aqueos, de hermosas
grebas,
y
sentirá regocijo en el corazón si logra escapar del flero combate, de la
terrible lucha.
175
Así dijo. Los nueve señalaron sus respectivas tarjas, y seguidamente las
metieron
en
el casco de Agamenón Atrida. Los guerreros oraban y alzaban las manos a los
dioses.
Y
alguno exclamó, mirando al anchuroso cielo:
179
-¡Padre Zeus! Haz que le caiga la suerte a Ayante, al hijo de Tideo, o al mismo
rey
de
Micenas, rica en oro.
181
Así decían. Néstor, caballero gerenio, meneaba el casco, hasta que por fin saltó
la
tarja
que ellos querían, la de Ayante. Un heraldo llevóla por el concurso y, empezando
por
la derecha, la enseñaba a los próceres aqueos, quienes, al no reconocerla,
negaban
que
fuese suya; pero, cuando llegó al que la había marcado y echado en el casco, al
ilustre
Ayante, éste tendió la mano, y aquél se detuvo y le entregó la contraseña. El
héroe
la
reconoció, con gran júbilo de su corazón, y, tirándola al suelo, a sus pies,
exclamó:
191
-¡Oh amigos! Mi tarja es, y me alegro en el alma porque espero vencer al divino
Héctor.
¡Ea! Mientras visto la bélica armadura, orad al soberano Zeus Cronión,
mentalmente,
para que no lo oigan los troyanos; o en alta voz, pues a nadie tememos. No
habrá
quien, valiéndose de la fuerza o de la astucia, me ponga en fuga contra mi
voluntad;
porque no creo que naciera y me criara en Salamina, tan inhábil para la
lucha.
200
Tales fueron sus palabras. Ellos oraron al soberano Zeus Cronión, y algunos
dijeron,
mirando al anchuroso cielo:
202
-¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédele a Ayante
la
victoria y un brillante triunfo; y, si amas también a Héctor y por él te
interesas, dales a
entrambos
igual fuerza y gloria.
206
Así hablaban. Púsose Ayante la armadura de luciente bronce; y, vestidas las
armas
en
torno de su cuerpo, marchó tan animoso como el terrible Ares cuando se encamina
al
combate
de los hombres, a quienes el Cronión hace venir a las manos por una roedora
discordia.
Tan terrible se levantó Ayante, antemural de los aqueos, que sonreía con torva
faz,
andaba a paso largo y blandía enorme lanza. Los argivos se regocijaron
grandemente,
así
que lo vieron, y un violento temblor se apoderó de los troyanos; al mismo Héctor
palpitóle
el corazón en el pecho; pero ya no podía manifestar temor ni retirarse a su
ejército,
porque de él había partido la provocación. Ayante se le acercó con su escudo
como
una torre, broncíneo, de siete pieles de buey, que en otro tiempo le hiciera
Tiquio,
el
cual habitaba en Hila y era el mejor de los curtidores. Éste formó el manejable
escudo
con
siete pieles de corpulentos bueyes y puso encima, como octava capa, una lámina
de
bronce.
Ayante Telamonio paróse, con el escudo al pecho, muy cerca de Héctor; y,
amenazándolo,
dijo:
226
-¡Héctor! Ahora sabrás claramente, de solo a solo, cuáles adalides pueden
presentar
los
dánaos, aun prescindiendo de Aquiles, que rompe filas de guerreros y tiene el
ánimo
de
un león. Mas el héroe, enojado con Agamenón, pastor de hombres, permanece en las
corvas
naves surcadoras del ponto, y somos muchos los capaces de pelear contigo. Pero
empiece
ya la lucha y el combate.
233
Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco:
234
-¡Ayante Telamonio, del linaje de Zeus, príncipe de hombres! No me tientes cual
si
fuera
un débil niño o una mujer que no conoce las cosas de la guerra. Versado estoy en
los
combates y en las matanzas de hombres; sé mover a diestro y a siniestro la seca
piel
de
buey que llevo para luchar denodadamente; sé lanzarme a la pelea cuando en
prestos
carros
se batalla, y sé deleitar al cruel Ares en el estadio de la guerra. Pero a ti,
siendo
cual
eres, no quiero herirte con alevosía, sino cara a cara, si puedo
conseguirlo.
244
Dijo, y blandiendo la enorme lanza, arrojóla y atravesó el bronce que cubría
como
octava
capa el gran escudo de Ayante formado por siete boyunos cueros: la indomable
punta
horadó seis de éstos y en el séptimo quedó detenida. Ayante, del linaje de Zeus,
tiró
a
su vez su luenga lanza y dio en el escudo liso del Priámida, y la robusta lanza,
pasando
por
el terso escudo, se hundió en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar;
inclinóse
el héroe, y evitó la negra muerte. Y arrancando ambos las luengas lanzas de los
escudos,
acometiéronse como carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es
inmensa.
El Priámida hirió con la lanza el centro del escudo de Ayante, y el bronce no
pudo
romperlo porque la punta se torció. Ayante, arremetiendo, clavó la suya en el
es-
cudo
de aquél, a hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque; la punta
abrióse
camino
hasta el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre. Mas no por esto
cesó
de combatir Héctor, el de tremolante casco, sino que, volviéndose, cogió con su
robusta
mano un pedrejón negro y erizado de puntas que había en el campo; lo tiró,
acertó
a dar en el bollón central del gran escudo de Ayante, de siete boyunas pieles, a
hizo
resonar el bronce que lo cubría. Ayante entonces, tomando una piedra mucho
mayor,
la
despidió haciéndola voltear con una fuerza inmensa. La piedra torció el borde
inferior
del
hectóreo escudo, cual pudiera hacerlo una muela de molino, y chocando con las
rodillas
de Héctor lo hizo caer de espaldas asido al escudo; pero Apolo en seguida lo
puso
en
pie. Y ya se hubieran atacado de cerca con las espadas, si no hubiesen acudido
dos
heraldos,
mensajeros de Zeus y de los hombres, que llegaron respectivamente del campo
de
los troyanos y del de los aqueos, de broncíneas corazas: Taltibio a Ideo,
prudentes
ambos.
Éstos interpusieron sus cetros entre los campeones, a Ideo, hábil en dar sabios
consejos,
pronunció estas palabras:
279
-¡Hijos queridos! No peleéis ni combatáis más; a entrambos os ama Zeus, que
amontona
las nubes, y ambos sois belicosos. Esto lo sabemos todos. Pero la noche
comienza
ya, y será bueno obedecerla.
282
Respondióle Ayante Telamonio:
283
-¡Ideo! Ordenad a Héctor que lo disponga, pues fue él quien retó a los más
valientes.
Sea el primero en desistir; que yo obedeceré, si él lo
hiciere.
287
Díjole el gran Héctor, el de tremolante casco:
288
-¡Ayante! Puesto que los dioses te han dado corpulencia, valor y cordura, y en
el
manejo
de la lanza descuellas entre los aqueos, suspendamos por hoy el combate y la
lucha,
y otro día volveremos a pelear hasta que una deidad nos separe, después de
otorgar
la
victoria a quien quisiere. La noche comienza ya, y será bueno obedecerla. Así tú
regocijarás,
en las naves, a todos los aqueos y especialmente a tus amigos y compañeros;
y
yo alegraré, en la gran ciudad del rey Príamo, a los troyanos y a las troyanas,
de
rozagantes
peplos, que habrán ido a los sagrados templos a orar por mí. ¡Ea! Hagámonos
magníficos
regalos, para que digan aqueos y troyanos: «Combatieron con roedor encono,
y
se separaron unidos por la amistad.»
303
Cuando esto hubo dicho, entregó a Ayante una espada guarnecida con argénteos
clavos,
ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado ceñidor; y Ayante regaló a Héctor
un
vistoso
tahalí teñido de púrpura. Separáronse luego, volviendo el uno a las tropas
aqueas
y
el otro al ejército de los troyanos. Éstos se alegraron al ver a Héctor vivo, y
que re-
gresaba
incólume, libre de la fuerza y de las invictas manos de Ayante, cuando ya
desesperaban
de que se salvara; y lo acompañaron a la ciudad. Por su parte, los aqueos,
de
hermosas grebas, llevaron a Ayante, ufano de la victoria, a la tienda del divino
Agamenón.
313
Así que estuvieron en ella, Agamenón Atrida, rey de hombres, sacrificó al
prepotente
Cronión un buey de cinco años. Al instante to desollaron y prepararon, lo
partieron
todo, lo dividieron con suma habilidad en pedazos muy pequeños, lo
atravesaron
con pinchos, to asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la
faena
y dispuesto el festín, comieron sin que nadie careciese de su respectiva
porción; y
el
poderoso héroe Agamenón Atrida obsequió a Ayante con el ancho lomo. Cuando
hubieron
satisfecho el deseo de beber y de comer, el anciano Néstor, cuya opinión era
considerada
siempre como la mejor, comenzó a darles un consejo. Y, arengándolos con
benevolencia,
así les dijo:
327
-¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Ya que han muerto tantos
melenudos
aqueos, cuya negra sangre esparció el cruel Ares por la ribera del Escamandro
de
límpida corriente y cuyas almas descendieron a la mansión de Hades, conviene que
suspendas
los combates, y mañana, reunidos todos al comenzar del día, traeremos los
cadáveres
en carros tirados por bueyes y mulos, y los quemaremos cerca de los bajeles
para
llevar sus cenizas a los hijos de los difuntos cuando regresemos a la patria
tierra!
Erijamos
luego con sierra de la llanura, amontonada en torno de la pira, un túmulo
común;
edifiquemos en seguida a partir del mismo una muralla con altas torres, que sea
un
reparo para las naves y para nosotros mismos; dejemos puertas que se cierren con
bien
ajustadas
tablas, para que pasen los carros, y cavemos delante del muro un profundo foso,
que
detenga a los hombres y a los caballos si algún día no podemos resistir la
acometida
de
los altivos troyanos.
344
Así habló, y los demás reyes aplaudieron. Reuniéronse los troyanos en la
acrópolis
de
Ilio, cerca del palacio de Príamo, y la junta fue agitada y turbulenta. El
prudente
Anténor
comenzó a arengarles de esta manera:
348
-¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré to que en el pecho mi
corazón
me dicta! Ea, restituyamos la argiva Helena con sus riquezas y que los Atridas
se
la
lleven. Ahora combatimos después de quebrar la fe ofrecida en los juramentos, y
no
espero
que alcancemos éxito alguno mientras no hagamos to que
propongo.
354
Dijo, y se sentó. Levantóse el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa
cabellera,
y, dirigiéndose a aquél, pronunció estas aladas palabras:
357
-¡Anténor! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si
realmente
hablas con seriedad, los mismos dioses to han hecho perder el juicio. Y a los
troyanos,
domadores de caballos, les diré to siguiente: Paladinamente lo declaro, no
devolveré
la mujer, pero sí quiero dar cuantas riquezas traje de Argos y aun otras que
añadiré
de mi casa.
365
Dijo, y se sentó. Levantóse Príamo Dardánida, consejero igual a los dioses, y
les
arengó
con benevolencia diciendo:
368
-¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados, y os manifestaré lo que en el pecho mi
corazón
me dicta! Cenad en la ciudad, como siempre; acordaos de la guardia, y vigilad
todos;
al romper el alba, vaya Ideo a las cóncavas naves; anuncie a los Atridas,
Agamenón
y Menelao, la proposición de Alejandro, por quien se suscitó la contienda, y
háganles
esta prudente consulta: Si quieren, que se suspenda el horrísono combate para
quemar
los cadáveres; y luego volveremos a pelear hasta que una deidad nos separe y
otorgue
la victoria a quien le plazca.
379
Así dijo; ellos lo escucharon y obedecieron, tomando la cena en el campo sin
romper
las filas, y, apenas comenzó a alborear, encaminóse Ideo a las cóncavas naves y
halló
a los dánaos, servidores de Ares, reunidos en junta cerca de la nave de
Agamenón.
El
heraldo de voz sonora, puesto en medio, les dijo:
385
-¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Mándanme Príamo y los ilustres
troyanos
que os participe, y ojalá os fuera acepta y grata, la proposición de Alejandro,
por
quien
se suscitó la contienda. Ofrece dar cuantas riquezas trajo a Ilio en las
cóncavas
naves
-¡así hubiese perecido antes!- y aun añadir otras de su casa; pero se niega a
devolver
la legítima esposa del glorioso Menelao, a pesar de que los troyanos se to
aconsejan.
Me han ordenado también que os haga esta consulta: Si queréis, que se
suspenda
el horrísono combate para quemar los cadáveres; y luego volveremos a pelear
hasta
que una deidad nos separe y otorgue la victoria a quien le
plazca.
398
Así habló. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero al fin Diomedes,
valiente
en la pelea, dijo:
400
-No se acepten ni las riquezas de Alejandro, ni a Helena tampoco; pues es
evidente,
hasta
para el más simple, que la ruina pende sobre los troyanos.
403
Así se expresó; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del discurso de
Diomedes,
domador de caballos. Y el rey Agamenón dijo entonces a
Ideo:
406
-¡Ideo! Tú mismo oyes las palabras con que responden los aqueos; ellas son de mi
agrado.
En cuanto a los cadáveres, no me opongo a que sean quemados, pues ha de
ahorrarse
toda dilación para satisfacer prontamente a los que murieron, entregando sus
cuerpos
a las llamas. Zeus tonante, esposo de Hera, reciba el
juramento.
412
Dicho esto, alzó el cetro a todos los dioses; a Ideo regresó a la sagrada Ilio,
donde
lo
esperaban, reunidos en junta, troyanos y dárdanos. El heraldo, puesto en medio,
dijo la
respuesta.
En seguida dispusiéronse unos a recoger los cadáveres, y otros a it por leña. A
su
vez, los argivos salieron de las naves de muchos bancos, unos para recoger los
cadá-
veres,
y otros para ir por leña.
421
Ya el sol hería con sus rayos los campos, subiendo al cielo desde la plácida y
profunda
corriente del Océano, cuando aqueos y troyanos se mezclaron unos con otros en
la
llanura. Difícil era reconocer a cada varón; pero lavaban con agua las manchas
de
sangre
de los cadáveres y, derramando ardientes lágrimas, los subían a los carros. El
gran
Príamo
no permitía que los troyanos lloraran: éstos, en silencio y con el corazón
afligido,
hacinaron
los cadáveres sobre la pira, los quemaron y volvieron a la sacra Ilio. Del
mismo
modo, los aqueos, de hermosas grebas, hacinaron los cadáveres sobre la pira, los
quemaron
y volvieron a las cóncavas naves.
433
Cuando aún no despuntaba la aurora, pero ya la luz del alba se difundía, un
grupo
escogido
de aqueos se reunió en torno de la pira. Erigieron con tierra de la llanura un
tú-
mulo
común; construyeron a partir del mismo una muralla con altas torres, que
sirviese
de
reparo a las naves y a ellos mismos; dejaron puertas, que se cerraban con bien
ajustadas
tablas, para que pudieran pasar los carros, y cavaron delante del muro un gran
foso
profundo y ancho, que defendieron con estacas.
442
De tal suerte trabajaban los melenudos aqueos; y los dioses, sentados junto a
Zeus
fulminador,
contemplaban la grande obra de los aqueos, de broncíneas corazas. Y
Posi-
dón,
que sacude la tierra, empezó a decirles:
446
-¡Padre Zeus! ¿Cuál de los mortales de la vasta tierra consultará con los dioses
sus
pensamientos
y proyectos? ¿No ves que los melenudos aqueos han construido delante de
las
naves un muro con su foso, sin ofrecer a los dioses hecatombes perfectas? La
fama de
este
muro se extenderá tanto como la luz de la aurora; y se echará en olvido el que
¡abra-
mos
yo y Febo Apolo cuando con gran fatiga construimos la ciudad para el héroe
Laomedonte.
454
Zeus, que amontona las nubes, respondió muy indignado:
455
-¡Oh dioses! ¡Tú, prepotente batidor de la tierra, qué palabras proferiste! A un
dios
muy
inferior en fuerza y ánimo podría asustarle tal pensamiento; pero no a ti, cuya
fama
se
extenderá tanto como la luz de la aurora. Ea, cuando los aqueos, de larga
cabellera,
regresen
en las naves a su patria tierra, derriba el muro, arrójalo entero al mar, y
enarena
otra
vez la espaciosa playa para que desaparezca la gran muralla
aquea.
464
Así éstos conversaban. Al ponerse el sol los aqueos tenían la obra acabada;
inmolaron
bueyes y se pusieron a cenar en las respectivas tiendas, cuando arribaron,
procedentes
de Lemnos, muchas naves cargadas de vino que enviaba Euneo Jasónida,
hijo
de Hipsípile y de Jasón, pastor de hombres. El hijo de Jasón mandaba
separadamente,
para los Atridas, Agamenón y Menelao, mil medidas de vino. Los
me-
lenudos
aqueos acudieron a las naves; compraron vino, unos con bronce, otros con
luciente
hierro, otros con pieles, otros con vacas y otros con esclavos; y prepararon un
festín
espléndido. Toda la noche los melenudos aqueos disfrutaron del banquete, y lo
mismo
hicieron en la ciudad los troyanos y sus aliados. Toda la noche estuvo el
próvido
Zeus
meditando cómo les causaría males y tronando de un modo horrible: el pálido
temor
se
apoderó de todos, derramaron a tierra el vino de las copas, y nadie se atrevió a
beber
sin
que antes hiciera libaciones al prepotente Cronión. Después se acostaron y el
don del
sueño
recibieron.
CANTO
VIII*
Batalla
interrumpida
*
Y la tercera es favorable a los troyanos, que quedan vencedores y pernoctan en
el campo en vez de
retirarse
a la ciudad, y así poder rematar la victoria al día siguiente. Zeus, en asamblea
divina había
prohibido
a los inmonales acudir en socorro de los hombres, y él ha ayudado a los
troyanos.
1
La Aurora, de azafranado velo, se esparcía por toda la tierra, cuando Zeus, que
se
complace
en lanzar rayos, reunió el ágora de los dioses en la más alta de las muchas
cumbres
del Olimpo. Y así les habló, mientras ellos atentamente lo
escuchaban:
5
-¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste to que en el pecho mi
corazón
me
dicta! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreva a transgredir mi
mandato;
antes
bien, asentid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo lo que pretendo. El
dios
que
intente separarse de los demás y socorrer a los troyanos o a los dánaos, como yo
lo
vea,
volverá afrentosamente golpeado al Olimpo; o, cogiéndolo, lo arrojaré al
tenebroso
Tártaro,
muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra -sus puertas son
de
hierro,
y el umbral, de bronce, y su profundidad desde el Hades como del cielo a la
tierra-,
y conocerá en seguida cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades. Y, si
queréis,
haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis. Suspended del cielo áurea
cadena,
asíos todos, dioses y diosas, de la misma, y no os será posible arrastrar del
cielo a
la
tierra a Zeus, árbitro supremo, por mucho que os fatiguéis; mas, si yo me
resolviese a
tirar
de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar, ataría un cabo de la cadena en
la
cumbre
del Olimpo, y todo quedaría en el aire. Tan superior soy a los dioses y a los
hombres.
23
Así habló, y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues fue mucha la
vehemencia
con que se expresó. A1 fin, Atenea, la diosa de ojos de lechuza,
dijo:
31
-¡Padre nuestro, Cronida, el más excelso de los soberanos! Bien sabemos que es
incontrastable
tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se
cumplirá
su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en el combate, si nos lo
mandas;
pero sugeriremos a los argivos consejos saludables, a fin de que no perezcan
todos,
a causa de tu cólera.
38
Sonriéndose, le contestó Zeus, que amontona las nubes:
39
-Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero
contigo
quiero
ser complaciente.
41
Esto dicho, unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban
ligeros;
vistió
la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor y subió al carro. Picó a
los ca-
ballos
para que arrancaran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la tierra y
el
estrellado
cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y criador de fieras, al
Gárgaro,
donde
tenía un bosque sagrado y un perfumado altar; a11í el padre de los hombres y de
los
dioses detuvo los corceles, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa
niebla.
Sentóse
luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a contemplar la ciudad troyana y
las
naves aqueas.
53
Los melenudos aqueos se desayunaron apresuradamente en las tiendas, y en seguida
tomaron
las armas. También los troyanos se armaron dentro de la ciudad; y, aunque eran
menos,
estaban dispuestos a combatir, obligados por la cruel necesidad de proteger a
sus
hijos
y mujeres: abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los
que
peleaban
en carros, y se produjo un gran tumulto.
60
Cuando los dos ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las
lanzas
y
el valor de los guerreros armados de broncíneas corazas, y al aproximarse las
abollonadas
rodelas se produjo un gran tumulto. Allí se oían simultáneamente los
lamentos
de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba
sangre.
66
Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los dardos
alcanzaban
por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando el sol hubo recorrido
la
mitad del cielo, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en ella dos destinos
de la
muerte
que tiende a lo largo -el de los troyanos, domadores de caballos, y el de los
aqueos,
de broncíneas lorigas-; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más
peso
el día fatal de los aqueos. Los destinos de éstos bajaron hasta llegar a la
fértil tierra,
mientras
los de los troyanos subían al espacioso cielo. Zeus, entonces, tronó fuerte
desde
el
Ida y envió una ardiente centella a los aqueos, quienes, al verla, se pasmaron,
sobrecogidos
de pálido temor.
78
Ya no se atrevieron a permanecer en el campo ni Idomeneo, ni Agamenón, ni los
dos
Ayantes, servidores de Ares; y sólo se quedó Néstor gerenio, protector de los
aqueos,
contra
su voluntad, por tener malparado uno de los corceles, al cual el divino
Alejandro,
esposo
de Helena, la de hermosa cabellera, había herido con una flecha en lo alto de la
cabeza,
donde las crines empiezan a crecer y las heridas son mortales. El caballo, al
sentir
el
dolor, se encabritó, y la flecha le penetró el cerebro; y, revolcándose para
sacudir el
bronce,
espantó a los demás caballos. Mientras el anciano se daba prisa a cortar con la
espada
las correas del caído corcel, vinieron por entre la muchedumbre los veloces
caballos
de Héctor, tirando del carro en que iba tan audaz guerrero. Y el anciano
perdiera
a11í
la vida, si al punto no lo hubiese advertido Diomedes, valiente en la pelea; el
cual,
vociferando
de un modo horrible, dijo a Ulises:
93
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¿Adónde huyes,
confundido
con la turba y volviendo la espalda como un cobarde? Mira que alguien,
mientras
huyes, no te clave la lanza en el dorso. Pero aguarda y apartaremos del anciano
al
feroz guerrero.
97
Así dijo, y el paciente divino Ulises pasó sin oírlo, corriendo hacia las
cóncavas
naves
de los aqueos. El Tidida, aunque estaba solo, se abrió paso por las primeras
filas; y,
deteniéndose
ante el carro del viejo Nelida, pronunció estas aladas
palabras:
102
-¡Oh anciano! Los guerreros mozos te acosan y te hallas sin fuerzas, abrumado
por
la
molesta senectud; tu escudero tiene poco vigor y tus caballos son tardos. Sube a
mi
carro
para que veas cuáles son los corceles de Tros que quité a Eneas, el que pone en
fuga
a
sus enemigos, y cómo saben tanto perseguir acá y acullá de la llanura, como huir
ligeros.
De los tuyos cuiden los servidores; y nosotros dirijamos éstos hacia los
troyanos,
domadores
de caballos, para que Héctor sepa con qué furia se mueve la lanza en mis
manos.
112
Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no desobedeció. Encargáronse de sus yeguas
los
bravos
escuderos Esténelo y Eurimedonte valeroso; y habiendo subido ambos héroes al
carro
de Diomedes, Néstor cogió las lustrosas riendas y avispó a los caballos, y
pronto se
hallaron
cerca de Héctor. El hijo de Tideo arrojóle un dardo, cuando Héctor deseaba
aco-
meterlo,
y si bien erró el tiro, hirió en el pecho cerca de la tetilla a Eniopeo, hijo
del
animoso
Tebeo, que, como auriga, gobernaba las riendas: Eniopeo cayó del carro, cejaron
los
veloces corceles y a11í terminaron la vida y el valor del guerrero. Hondo pesar
sintió
el
espíritu de Héctor por tal muerte; pero, aunque condolido del compañero, dejóle
en el
suelo
y buscó otro auriga que fuese osado. Poco tiempo estuvieron los caballos sin
conductor,
pues Héctor encontróse con el ardido Arqueptólemo Ifítida, y, haciéndole
su-
bir
al carro de que tiraban los ágiles corceles, le puso las riendas en la
mano.
130
Entonces gran estrago a irreparables males se hubieran producido y los troyanos
habrían
sido encerrados en Ilio como corderos, si al punto no lo hubiese advertido el
padre
de los hombres y de los dioses. Tronando de un modo espantoso, despidió un
ardiente
rayo para que cayera en el suelo delante de los caballos de Diomedes; el azufre
encendido
produjo una terrible llama; los corceles, asustados, acurrucáronse debajo del
carro;
las lustrosas riendas cayeron de las manos de Néstor, y éste, con miedo en el
corazón,
dijo a Diomedes:
139
-¡Tidida! Tuerce la rienda a los solípedos caballos y huyamos. ¿No conoces que
la
protección
de Zeus ya no te acompaña? Hoy Zeus Cronida otorga a ése la victoria; otro
día,
si le place, nos la dará a nosotros. Ningún hombre, por fuerte que sea, puede
impedir
los
propósitos de Zeus, porque el dios es mucho más poderoso.
145
Respondióle Diomedes, valiente en la pelea:
146
-Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir, pero un terrible pesar me
llega al
corazón
y al alma. Quizá diga Héctor, arengando a los troyanos: «El Tidida llegó a las
na-
ves,
puesto en fuga por mi lanza» Así se jactará; y entonces ábraseme la vasta
tierra.
151
Replicóle Néstor, caballero gerenio:
152
-¡Ay de mí! ¡Qué dijiste, hijo del belicoso Tideo! Si Héctor te llamare cobarde
y
flaco,
no lo creerán ni los troyanos, ni los dardanios, ni las mujeres de los troyanos
mag-
nánimos,
escudados, cuyos esposos florecientes derribaste en el
polvo.
157
Dichas estas palabras, volvió la rienda a los solípedos caballos, y empezaron a
huir
por
entre la turba. Los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto, hacían
llover
sobre
ellos dañosos tiros. Y el gran Héctor, el de tremolante casco, gritaba con voz
recia:
161
-¡Tidida! Los dánaos, de ágiles corceles, te cedían la preferencia en el asiento
y te
obsequiaban
con carne y copas de vino; mas ahora te despreciarán, porque te has vuelto
como
una mujer. Anda, tímida doncella; ya no escalarás nuestras torres, venciéndome a
mí,
ni te llevarás nuestras mujeres en las naves, porque antes to daré la
muerte.
167
Así dijo. El Tidida estaba indeciso entre seguir huyendo o torcer la rienda a
los
corceles
y volver a pelear. Tres veces se le presentó la duda en la mente y en el
corazón,
y
tres veces el próvido Zeus tronó desde los montes ideos para anunciar a los
troyanos
que
suya sería en aquel combate la inconstante victoria. Y Héctor los animaba,
diciendo a
voz
en grito:
175
-¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos,
y
mostrad vuestro impetuoso valor. Conozco que el Cronida me concede, benévolo, la
victoria
y una gloria inmensa y envía la perdición a los dánaos; quienes, oh necios,
construyeron
esos muros débiles y despreciables que no podrán contener mi arrojo, pues
los
caballos salvarán fácilmente el cavado foso. Cuando llegue a las cóncavas naves,
acordaos
de traerme el voraz fuego para que las incendie y mate junto a ellas a los
argivos
aturdidos por el humo.
184
Dijo, y exhortó a sus caballos con estas palabras:
185
-¿Janto, Podargo, Etón, divino Lampo! Ahora debéis pagarme el exquisito cuidado
con
que Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os
mezcla-
ba
vinos para que pudieseis, bebiendo, satisfacer vuestro apetito antes que a mí,
que me
glorío
de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance, esforzaos, para ver si nos
apoderamos
del escudo de Néstor, cuya fama llega hasta el cielo por ser todo de oro, sin
exceptuar
las abrazaderas, y le quitamos de los hombros a Diomedes, domador de
caballos,
la labrada coraza que Hefesto fabricó. Creo que, si ambas cosas consiguiéramos,
los
aqueos se embarcarían esta misma noche en las veleras
naves.
199
Así habló, vanagloriándose. La veneranda Hera, indignada, se agitó en su trono,
haciendo
estremecer el espacioso Olimpo, y dijo al gran dios
Posidón:
201
-¡Oh dioses! ¡Prepotente Posidón que bates la tierra! ¿Tu corazón no se
compadece
de
los dánaos moribundos que tantos y tan lindos presentes lo llevan a Hélice y a
Egas?
Decídete
a darles la victoria. Si cuantos protegemos a los dánaos quisiéramos rechazar a
los
troyanos y contener al largovidente Zeus, éste se aburriría sentado solo allá en
el Ida.
208
Respondióle muy indignado el poderoso dios que sacude la
tierra:
209
-¿Qué palabras proferiste, audaz Hera? Yo no quisiera que los demás dioses
lucháramos
con Zeus Cronión porque nos aventaja mucho en poder.
212
Así éstos conversaban. Cuanto espacio encerraba el foso desde la torre hasta las
naves
llenóse de carros y hombres escudados que a11í acorraló Héctor Priámida, igual
al
impetuoso
Ares, cuanto Zeus le dio gloria. Y el héroe hubiese pegado ardiente fuego a las
naves
bien proporcionadas a no haber sugerido la venerable Hera a Agamenón, aunque
éste
no se descuidaba, que animara pronto a los aqueos. Fuese el Atrida hacia las
tiendas
y
las naves aqueas con el grande purpúreo manto en el robusto brazo, y subió a la
ingente
nave
negra de Ulises, que estaba en el centro, para que lo oyeran por ambos lados
hasta
las
tiendas de Ayante Telamonio y de Aquiles, los cuales habían puesto sus bajeles
en los
extremos
porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Y con voz penetrante
gritaba
a los dánaos:
228
-¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura!
¿Qué
es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con que
decíais
presuntuosamente
en Lemnos, comiendo abundante carne de bueyes de erguida
cornamenta
y bebiendo crateras coronadas de vino, que cada uno haría frente en la batalla
a
ciento y a doscientos troyanos? Ahora ni con uno podemos, con Héctor, que pronto
pegará
ardiente fuego a las naves. ¡Padre Zeus! ¿Hiciste sufrir tamaña desgracia y
privaste
de una gloria tan grande a algún otro de los prepotentes reyes? Cuando vine, no
pasé
de largo en la nave de muchos bancos por ninguno de tus bellos altares, sino que
en
todos
quemé grasa y muslos de buey, deseoso de asolar la bien murada Troya. Por Canto,
oh
Zeus, cúmpleme este voto: déjanos escapar y librarnos de este peligro, y no
permitas
que
los troyanos maten a los aqueos.
245
Así dijo. El padre, compadecido de verle derramar lágrimas, le concedió que su
pueblo
se salvara y no pereciese; y en seguida mandó un águila, la mejor de las aves
agoreras,
que tenía en las garras el hijuelo de una veloz cierva y lo dejó caer al pie del
ara
hermosa
de Zeus, donde los aqueos ofrecían sacrificios al dios, como autor de los
presagios
todos. Cuando ellos vieron que el ave había sido enviada por Zeus,
arremetieron
con más ímpetu contra los troyanos y sólo en combatir
pensaron.
253
Entonces ninguno de los dánaos, aunque eran muchos, pudo gloriarse de haber
revuelto
sus veloces caballos para pasar el foso y resistir el ataque, antes que el
Tidida.
Fue
éste el primero que mató a un guerrero troyano, a Agelao Fradmónida, que, subido
en
el
carro, emprendía la fuga: hundióle la pica en la espalda, entre los hombros, y
la punta
salió
por el pecho; Agelao cayó del carro y sus armas resonaron.
261
Siguieron a Diomedes los Atridas, Agamenón y Menelao; los Ayantes, revestidos
de
impetuoso valor; Idomeneo y su servidor Meriones, igual al homicida Enialio;
Eurípilo,
hijo ilustre de Evemón; y en noveno lugar, Teucro, que, con el flexible arco en
la
mano, se escondía detrás del escudo de Ayante Telamoníada. Éste levantaba el
escudo;
y
Teucro, volviendo el rostro a todos lados, flechaba a uno de la turba que caía
mortalmente
herido, y al momento tornaba a refugiarse en Ayante (como un niño en su
madre),
quien to cubría otra vez con el refulgente escudo.
273
¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mató el eximio Teucro?
Orsíloco
el primero, Órmeno, Ofelestes, Détor, Cromio, Licofontes igual a un dios,
Amopaón
Poliemónida y Melanipo. A tantos derribó sucesivamente al almo suelo. El rey
de
hombres, Agamenón, se holgó de ver que Teucro destruía las falanges troyanas,
disparando
el fuerte arco; y, poniéndose a su lado, le dijo:
281
-¡Caro Teucro Telamonio, príncipe de hombres! Sigue arrojando flechas, por si
acaso
llegas a ser la aurora de salvación de los dánaos y honras a to padre Telamón,
que
te
crió cuando eras niño y te educó en su casa, a pesar de tu condición de
bastardo; ya que
está
lejos de aquí, cúbrele de gloria. Lo que voy a decir se cumplirá: Si Zeus, que
lleva la
égida,
y Atenea me permiten destruir la bien édificada ciudad de Ilio, te pondré en la
mano,
como premio de honor únicamente inferior al mío, o un trípode o dos corceles con
su
correspondiente carro o una mujer que comparta el lecho
contigo.
292
Respondióle el eximio Teucro:
293
-¡Gloriosísimo Atrida! ¿Por qué me instigas cuando ya, solícito, hago lo que
puedo?
Desde que los rechazamos hacia Ilio mato hombres, valiéndome del arco. Ocho
flechas
de larga punta tiré, y todas se clavaron en el cuerpo de jóvenes llenos de
marcial
furor;
pero no consigo herir a ese perro rabioso.
300
Dijo; y, apercibiendo el arco, envió otra flecha a Héctor con intención de
herirlo.
Tampoco
acertó, pero la saeta se clavó en el pecho del eximio Gorgitión, valeroso hijo
de
Príamo
y de la bella Castianira, oriunda de Esima, cuyo cuerpo al de una diosa
semejaba.
Como
en un jardín inclina la amapola su tallo, combándose al peso del fruto o de los
aguaceros
primaverales, de semejante modo inclinó el guerrero la cabeza que el casco
hacía
ponderosa.
309
Teucro armó nuevamente el arco, envió otra saeta a Héctor, con ánimo de herirlo,
y
también
erró el tiro, por haberlo desviado Apolo; pero hirió en el pecho cerca de la
tetilla
a
Arqueptólemo, osado auriga de Héctor, cuando se lanzaba a la pelea. Arqueptólemo
cayó
del carro, cejaron los corceles de pies ligeros, y a11í terminaron la vida y el
valor
del
guerrero. Hondo pesar sintió el espíritu de Héctor por tal muerte; pero, aunque
condolido
del compañero, dejólo y mandó a su propio hermano Cebríones, que se hallaba
cerca,
que empuñara las riendas de los caballos. Oyóle éste y no desobedeció. Héctor
saltó
del refulgence carro al suelo, y, vociferando de un modo espantoso, cogió una
piedra
y encaminóse hacia Teucro con el propósito de herirlo. Teucro, a su vez, sacó
del
carcaj
una acerba flecha, y ya estiraba la cuerda del arco, cuando Héctor, el de
tremolante
casco,
acertó a darle con la áspera piedra cerca del hombro, donde la clavícula separa
el
cuello
del pecho y las heridas son mortales, y le rompió el nervio: entorpecióse el
brazo,
Teucro
cayó de hinojos y el arco se le fue de las manos. Ayante no abandonó al hermano
caído
en el suelo, sino que, corriendo a defenderlo, lo cubrió con el escudo.
Acudieron
dos
fieles compañeros, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor; y, cogiendo a
Teucro,
que daba grandes suspiros, to llevaron a las cóncavas
naves.
335
El Olímpico volvió a excitar el valor de los troyanos, los cuales hicieron
arredrar a
los
aqueos en derechura al profundo foso. Héctor iba con los delanteros, haciendo
gala de
su
fuerza. Como el perro que acosa con ágiles pies a un jabalí o a un león, lo
muerde por
detrás,
ya los muslos, ya las nalgas, y observa si vuelve la cara; de igual modo
perseguía
Héctor
a los melenudos aqueos, matando al que se rezagaba, y ellos huían espántados.
Cuando
atravesaron la empalizada y el foso, muchos sucumbieron a manos de los
troyanos;
los demás no pararon hasta las naves, y a11í se animaban los unos a los otros, y
con
los brazos levantados oraban en voz alta a todas las deidades. Héctor revolvía
por
todas
partes los corceles de hermosas crines; y sus ojos parecían los de Gorgona o los
de
Ares,
peste de los hombres.
350
Hera, la diosa de los níveos brazos, al ver a los aqueos compadeciólos, en
seguida
dirigió
a Atenea estas aladas palabras:
352
-¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¿No nos cuidaremos de socorrer,
aunque
tarde, a los dánaos moribundos? Perecerán, cumpliéndose su aciago destino, por
el
arrojo de un solo hombre, de Héctor Priámida, que se enfurece de intolerable
modo y
ya
ha causado gran estrago.
357
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
358
Tiempo ha que ése hubiera perdido fuerza y vida, muerto en su patria tierra por
los
aqueos;
pero mi padre revuelve en su mente funestos propósitos, ¡cruel, siempre injusto,
desbaratador
de mis planes!, y no recuerda cuántas veces salvé a su hijo abrumado por los
trabajos
que Euristeo le había impuesto: clamaba al cielo, llorando, y Zeus me enviaba a
socorrerlo.
Si mi precavida mente hubiese sabido to de ahora, no hubiera escapado el hijo
de
Zeus de las hondas corrientes de la Éstige, cuando aquél lo mandó que fuera a la
mansión
de Hades, de sólidas puertas, y sacara del Érebo el horrendo can de Hades. Al
presente
Zeus me aborrece y cumple los deseos de Tetis, que besó sus rodillas y le tocó
la
barba,
suplicándole que honrase a Aquiles, asolador de ciudades. Día vendrá en que me
llame
nuevamente su amada hija, la de ojos de lechuza. Pero unce los solipedos
corceles,
mientras
yo, entrando en el palacio de Zeus, que lleva la égida, me armo para el combate;
quiero
ver si el hijo de Príamo, Héctor, el de tremolante casco, se alegrará cuando
aparezcamos
en el campo de la batalla. Alguno de los troyanos, cayendo junto a las naves
aqueas,
saciará con su grasa y con su carne a los perros y a las
aves.
381
Dijo; y Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente. La venerable
diosa
Hera,
hija del gran Crono, aprestó solícita los caballos de áureos jaeces. Y Atenea,
hija de
Zeus,
que lleva la égida, dejó caer al suelo el hermoso peplo bordado que ella misma
había
tejido y labrado con sus manos; vistió la túnica de Zeus, que amontona las
nubes, y
se
armó para la luctuosa guerra. Y subiendo al flamante carro, asió la lanza
ponderosa,
larga,
fornida, con que la hija del prepotente padre destruye filas entenas de héroes
cuando
contra ellos monta en cólera. Hera picó con el látigo a los corceles, y
abriéronse
de
propio impulso rechinando las puertas del cielo de que cuidan las Horas -a ellas
está
confiado
el espacioso cielo y el Olimpo-, para remover o colocar delante la densa nube.
Por
allí, por entre las puertas, dirigieron aquellas deidades los corceles, dóciles
al látigo.
397
El padre de Zeus, apenas las vio desde el Ida, se encendió en cólera; y al punto
llamó
a Iris, la de doradas alas, para que le sirviese de
mensajera:
399
-¡Anda, ve, rápida Iris! Haz que se vuelvan y no les dejes llegar a mi
presencia,
porque
ningún beneficio les reportará luchar conmigo. Lo que voy a decir se cumplirá:
Encojaréles
los briosos corceles; las derribaré del carro, que romperé luego, y ni en diez
años
cumplidos sanarán de las heridas que les produzca el rayo, para que conozca la
de
ojos
de lechuza que es con su padre contra quien combate. Con Hera no me irrito ni me
encolerizo
tanto, porque siempre ha solido. oponerse a cuanto digo.
409 De cal modo habló. Iris, la de los pies
rápidos como el huracán, se levantó para
llevar
el mensaje; descendió de los montes ideos; y, alcanzando a las diosas en la
entrada
del
Olimpo, en valles abundoso, hizo que se detuviesen, y les transmitió la orden de
Zeus:
413
-¿Adónde corréis? ¿Por qué en vuestro pecho el corazón se enfurece? No consiente
el
Cronida que se socorra a los argivos. Ved aquí to que hará el hijo de Crono si
cumple
su
amenaza: Os encojará los briosos caballos, os derribará del carro, que romperá
luego,
y
ni en diez años cumplidos sanaréis de las heridas que os produzca el rayo; para
que co-
nozcas
tú, la de ojos de lechuza, que es con tu padre contra quien combates. Con Hera
no
se
irrita ni se encoleriza tanto, porque siempre ha solido oponerse a cuanto dice.
¡Pero tú,
temeraria,
perra desvergonzada, si realmente to atrevieras a levantar contra Zeus la
formidable
lanza...!
425
Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros; y Hera dirigió a
Atenea
estas
palabras:
427
-¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! Ya no permito que por los
mortales
peleemos
con Zeus. Mueran unos y vivan otros, cualesquiera que fueren; y aquél sea
juez,
como le corresponde, y dé a los troyanos y a los dánaos lo que su espíritu
acuerde.
432
Esto dicho, torció la rienda a los solípedos caballos. Las Horas desuncieron los
corceles
de hermosas crines, los ataron a pesebres divinos y apoyaron el carro en el
reluciente
muro. Y las diosas, que tenían el corazón afligido, se sentaron en áureos tronos
mezcladamente
con las demás deidades.
438
El padre Zeus, subiendo al carro de hermosas ruedas, guió los caballos desde el
Ida
al
Olimpo y llegó a la mansión de los dioses; y a11í el ínclito dios que sacude la
tierra
desunció
los corceles, puso el carro en el estrado y lo cubrió con un velo de lino. El
largovidente
Zeus tomó asiento en el áureo trono y el inmenso Olimpo tembló debajo de
sus
pies. Atenea y Hera, sentadas aparte y a distancia de Zeus, nada le dijeron ni
preguntaron;
mas él comprendió en su mente to que pensaban, y dijo:
447
-¿Por qué os halláis tan abatidas, Atenea y Hera? No os habréis fatigado mucho
en
la
batalla, donde los varones adquieren gloria, matando troyanos, contra quienes
sentís
vehemente
rencor. Son tales mi fuerza y mis manos invictas, que no me harían cambiar
de
resolución cuantos diosés hay en el Olimpo. Pero os temblaron los hermosos
miembros
antes que llegarais a ver el combate y sus terribles hechos. Diré lo que en otro
caso
hubiera ocurrido: Heridas por el rayo, no hubieseis vuelto en vuestro carro al
Olimpo,
donde se halla la mansión de los inmortales.
457
Así dijo. Atenea y Hera, que tenían los asientos contiguos y pensaban en causar
daño
a los troyanos, mordiéronse los labios. Atenea, aunque airada contra su padre y
poseída
de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera la ira no le cupo en
el
pecho,
y exclamó:
462
-¡Crudelísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Bien sabemos que es
incontrastable
to poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se
cumplirá
su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en la lucha, si nos lo mandas,
pero
sugeriremos a los argivos consejos saludables para que no perezcan todos
víctimas
de
tu cólera.
469
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
470
-En la próxima mañana verás, si quieres, oh Hera veneranda, la de ojos de
novilla,
cómo
el prepotente Cronión hace gran riza en el ejército de los belicosos argivos. Y
el
impetuoso
Héctor no dejará de pelear hasta que junto a las naves se levante el Pelida, el
de
los pies ligeros, el día aquel en que combatan cerca de las popas y en estrecho
espacio
por
el cadáver de Patroclo. Así lo decretó el hado, y no me importa que te irrites.
Aunque
lo
vayas a los confines de la tierra y del mar, donde moran Jápeto y Crono, que no
disfrutan
de los rayos del Sol Hiperión ni de los vientos, y se hallan rodeados por el
profundo
Tártaro; aunque, errante, llegues hasta a11í, no me importará verte enojada,
porque
no hay nada más impudente que tú.
484
Así dijo; y Hera, la de los níveos brazos, nada respondió. La brillante luz del
sol se
hundió
en el Océano, trayendo sobre la alma tierra la noche obscura. Contrarió a los
troyanos
la desaparición de la luz; mas para los aqueos llegó grata, muy deseada, la
tenebrosa
noche.
489
El esclarecido Héctor reunió a los troyanos en la ribera del voraginoso Janto,
lejos
de
las naves, en un lugar limpio donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres.
Aquéllos
descendieron de los carros y escucharon a Héctor, caro a Zeus, que arrimado a
su
lama de once codos, cuya reluciente broncínea punta estaba sujeta por áureo
anillo, así
los
arengaba:
497
-¡Oídme, troyanos, dárdanos y aliados! En el día de hoy esperaba volver a la
ventosa
Ilio después de destruir las naves y acabar con todos los aqueos; pero nos
quedamos
a obscuras, y esto ha salvado a los argivos y a las naves que tienen en la
playa.
Obedezcamos
ahora a la noche sombría y ocupémonos en preparar la cena; desuncid de
los
carros a los corceles de hermosas crines y echadles el pasto; traed pronto de la
ciudad
bueyes
y pingües ovejas, y de vuestras casas pan y vino, que alegra el corazón;
amontonad
abundante leña y encendamos muchas hogueras que ardan hasta que despunte
la
aurora, hija de la mañana, y cuyo resplandor llegue al cielo: no sea que los
melenudos
aqueos
intenten huir esta noche por el ancho dorso del mar. No se embarquen tranquilos
y
sin
ser molestados, sino que alguno tenga que curarse en su casa una lanzada o un
flechazo
recibido al subir a la nave, para que tema quien ose mover la luctuosa guerra a
los
troyanos, domadores de caballos. Los heraldos, caros a Zeus, vayan a la
población y
pregonen
que los adolescentes y los ancianos de canosas sienes se reúnan en las torres
que
fueron construidas por las deidades y circundan la ciudad; que las tímidas
mujeres
enciendan
grandes fogatas en sus respectivas casas, y que la guardia sea continua para
que
los enemigos no entren insidiosamente en la ciudad mientras los hombres estén
fuera.
Hágase
como os to encargo, magnánimos troyanos. Dichas quedan las palabras que al
presente
convienen; mañana os arengaré de nuevo, troyanos domadores de caballos; y
espero
que, con la protección de Zeus y de las otras deidades, echaré de aquí a esos
pe-
rros
rabiosos, traídos por las parcas en los negros bajeles. Durante la noche hagamos
guardia
nosotros mismos; y mañana, al comenzar el día, tomaremos las armas para trabar
vivo
combate junto a las cóncavas naves. Veré si el fuerte Diomedes Tidida me hace
retroceder
de las naves al muro, o si lo mato con el bronce y me llevo sus cruentos
despojos.
Mañana probará su valor, si me aguarda cuando lo acometa con la lanza; mas
confío
en que, así que salga el sol, caerá herido entre los combatientes delanteros, y
con
él
muchos de sus camaradas. Así fuera yo inmortal, no tuviera que envejecer y
gozara de
los
mismos honores que Atenea o Apolo, como este día será funesto para los
argivos.
542
De este modo arengó Héctor, y los troyanos lo aclamaron. Desuncieron de debajo
del
yugo los sudados corceles y atáronlos con correas junto a sus respectivos
carros;
sacaron
pronto de la ciudad bueyes y pingües ovejas, y de las casas pan y vino, que
alegra
el
corazón, y amontonaron abundante leña. Después ofrecieron hecatombes perfectas a
los
inmortales, y los vientos llevaban de la llanura al cielo el suave olor de la
grasa
quemada;
pero los bienaventurados diqses no quisieron aceptar la ofrenda, porque se les
había
hecho odiosa la sagrada Ilio y Príamo y su pueblo armado con lanzas de
fresno.
553
Así, tan alentados, permanecieron toda la noche en el campo, donde ardían muchos
fuegos.
Como en noche de calma aparecen las radiantes estrellas en torno de la fulgente
luna,
y se descubren los promontorios, cimas y valles, porque en el cielo se ha
abierto la
vasta
región etérea, vense todos los astros, y al pastor se le alegra el corazón: en
tan gran
número
eran las hogueras que, encendidas por los troyanos, quemaban ante Ilio entre las
naves
y la corriente del Janto. Mil fuegos ardían en la llanura, y en cada uno se
agrupaban
cincuenta
hombres a la luz de la ardiente llama. Y los caballos, comiendo cerca de los
carros
avena y blanca cebada, esperaban la llegada de la Aurora, la de hermoso
trono.
CANTO
IX*
Embajada
a Aquiles- Súplicas
*
Agamenón, arrepentido y lamentando su disputa con Aquiles, por consejo de su
anciano asesor Néstor,
despacha
a Ulises, Ayante y al viejo Fénix como embajadores ante Aquiles, para solicitar
su ayuda, con
plenos
poderes para prometerle la devolución de Briseide y abundantes regalos que
compensen la afrenta
sufrida.
Pero Aquiles se mantiene obstinado a inflexible.
1
Así los troyanos guardaban el campo. De los aqueos habíase enseñoreado la
ingente
fuga,
compañera del glacial terror, y los más valientes estaban agobiados por
insufrible
pesar.
Como conmueven el ponto, en peces abundante, los vientos Bóreas y Céfiro,
soplando
de improviso desde la Tracia, y las negruzcas olas se levantan y arrojan a la
orilla
multitud de algas; de igual modo les palpitaba a los aqueos el corazón en el
pecho.
9
El Atrida, en gran dolor sumido el corazón, iba de un lado para otro y mandaba a
los
heraldos
de voz sonora que convocaran al ágora, nominalmente y en voz baja, a todos los
capitanes,
y también él los iba llamando y trabajaba como los más diligentes. Los
guerreros
acudieron afligidos. Levantóse Agamenón, llorando, como fuente profunda que
desde
altísimo peñasco deja caer sus aguas sombrías; y, despidiendo hondos suspiros,
habló
de esta suerte a los argivos:
17
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! En grave infortunio
envolvióme
Zeus
Cronida. ¡Cruel! Me
prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada
Ilio
y todo ha sido funesto engaño; pues ahora me manda regresar a Argos, sin gloria,
después
de haber perdido tantos hombres. Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que
ha
destruido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su
poder es
inmenso.
Ea, obremos todos como voy a decir: Huyamos en las naves a nuestra patria
tierra,
pues ya no tomaremos a Troya, la de anchas calles.
29
Así dijo. Enmudecieron todos y permanecieron callados. Largo tiempo duró el
silencio
de los afligidos aqueos, mas al fin Diomedes, valiente en el combate,
dijo:
32
-¡Atrida! Empezaré combatiéndote por tu imprudencia, como es permitido hacerlo,
oh
rey, en el ágora, pero no te irrites. Poco ha menospreciaste mi valor ante los
dánaos,
diciendo
que soy cobarde y débil, lo saben los argivos todos, jóvenes y viejos. Mas a ti
el
hijo
del artero Crono de dos cosas te ha dado una: te concedió que fueras honrado
como
nadie
por el cetro, y te negó la fortaleza, que es el mayor de los poderes.
¡Desgraciado!
¿Crees
que los aqueos son tan cobardes y débiles como dices? Si tu corazón te incita a
regresar,
parte: delante tienes el camino y cerca del mar gran copia de naves que desde
Micenas
lo siguieron; pero los demás melenudos aqueos se quedarán hasta que
destruyamos
la ciudad de Troya. Y, si también éstos quieren irse, huyan en los bajeles a
su
patria; y nosotros dos, yo y Esténelo, seguiremos peleando hasta que a Ilio le
llegue su
fin;
pues vinimos debajo del amparo de los dioses.
50
Así habló; y todos los aqueos aplaudieron, admirados del discurso de Diomedes,
domador
de caballos. Y el caballero Néstor se levantó y dijo:
53
-¡Tidida! Luchas con valor en el combate y superas en el consejo a los de tu
edad;
ningún
aqueo osará vituperar ni contradecir tu discurso, pero no has llegado hasta el
fin.
Eres
aún joven -por tus años podrías ser mi hijo menor- y, no obstante, dices cosas
discretas
a los reyes argivos y has hablado como se debe. Pero yo, que me vanaglorio de
ser
más viejo que tú, lo manifestaré y expondré todo; y nadie despreciará mis
palabras, ni
siquiera
el rey Agamenón. Sin familia, sin ley y sin hogar debe de vivir quien apetece
las
horrendas
luchas intestinas. Ahora obedezcamos a la negra noche: preparemos la cena y
los
guardias vigilen a orillas del cavado foso que corre delante del muro. A los
jóvenes se
lo
encargo; y tú, oh Atrida, mándalo, pues eres el rey supremo. Ofrece después un
banquete
a los caudillos, que esto es lo que te conviene y lo digno de ti. Tus tiendas
están
llenas
de vino, que las naves aqueas traen continuamente de Tracia por el anchuroso
ponto;
dispones de cuanto se requiere para recibir a aquéllos, a imperas sobre muchos
hombres.
Una vez congregados, seguirás el parecer de quien te dé mejor consejo; pues de
uno
bueno y prudente tienen necesidad los aqueos, ahora que el enemigo enciende tal
número
de hogueras junto a las naves. ¿Quién lo verá con alegría? Esta noche se
decidirá
la
ruina o la salvación del ejército.
79
Así dijo, y ellos lo escucharon atentamente y lo obedecieron. A1 punto se
apresuraron
a salir con armas, para encargarse de la guardia, Trasimedes Nestórida,
pastor
de hombres; Ascálafo y Yálmeno, hijos de Ares; Meriones, Afareo, Deípiro y el
divino
Licomedes, hijo de Creonte. Siete eran los capitanes de los centinelas, y cada
uno
mandaba
cien mozos provistos de luengas picas. Situáronse entre el foso y la muralla,
encendieron
fuego, y todos sacaron su respectiva cena.
99
El Atrida llevó a su tienda a los príncipes aqueos, así que se hubieron reunido,
y les
dio
un espléndido banquete. Ellos metieron mano en los manjares que tenían delante,
y,
cuando
hubieron satisfecho el deseo de beber y de comer, el anciano Néstor, cuya
opinión
era
considerada siempre como la mejor, empezó a aconsejarles; y. arengándolos con
benevolencia,
les dijo:
96
-¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres, Agamenón! Por ti acabaré y por ti
comenzaré
también, ya que reinas sobre muchos hombres y Zeus te ha dado cetro y leyes
para
que mires por los súbditos. Por esto debes exponer tu opinión y oír la de los
demás y
aun
llevarla a cumplimiento cuando cualquiera, siguiendo los impulsos de su ánimo,
pro-
ponga
algo bueno; que es atribución tuya ejecutar lo que se acuerde. Te diré lo que
considero
más convenience y nadie concebirá una idea mejor que la que tuve y sigo
teniendo,
oh vástago de Zeus, desde que, contra mi parecer, te llevaste la joven Briseide
arrebatándola
de la tienda del enojado Aquiles. Gran empeño puse en disuadirte, pero
venció
to ánimo fogoso y menospreciaste a un fortísimo varón honrado por los dioses,
arrebatándole
la recompensa que todavía retienes. Mas veamos todavía si podremos
aplacarlo
con agradables presentes y dulces palabras.
114
Respondióle el rey de hombres, Agamenón:
115
-No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas. Procedí mal, no lo niego; vale
por
muchos el varón a quien Zeus ama cordialmente; y ahora el dios, queriendo honrar
a
ése,
ha causado la derrota de los aqueos. Mas, ya que le falté, dejándome llevar por
la
funesta
pasión, quiero aplacarlo y le ofrezco la muchedumbre de espléndidos presentes
que
voy a enumerar: Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro,
veinte
calderas
relucientes y doce corceles robustos, premiados, que en la carrera alcanzaron la
victoria.
No sería pobre ni carecería de precioso oro quien tuviera los premios que estos
solípedos
caballos lograron. Le daré también siete mujeres lesbias, hábiles en hacer
primorosas
labores, que yo mismo escogí cuando tomó la bien construida Lesbos y que
en
hermosura a las demás aventajaban. Con ellas le entregaré la hija de Briseo, que
entonces
le quité, y juraré solemnemente que jamás subí a su lecho ni me uní con ella,
como
es costumbre entre hombres y mujeres. Todo esto se le presentará en seguida;
mas,
si
los dioses nos permiten destruir la gran ciudad de Príamo, entre en ella cuando
los
aqueos
partamos el botín, cargue abundantemente de oro y de bronce su nave y elija él
mismo
las veinte troyanas que más hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si
conseguimos
volver a los fértiles campos de Argos de Acaya, podrá ser mi yerno y tendrá
tantos
honores como Orestes, mi hijo menor, que se cría con mucho regalo. De las tres
hijas
que dejé en el alcázar bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévese
la que
quiera,
sin dotarla, a la casa de Peleo; que yo la dotaré tan espléndidamente, como
nadie
haya
dotado jamás a su hija: ofrezco darle siete populosas ciudades -Cardámila,
Enope, la
herbosa
Hira, la divina Feras, Antea, la de los hermosos prados, la linda Epea y Pédaso,
en
viñas abundante-, situadas todas junto al mar, en los confines de la arenosa
Pilos, y
pobladas
de hombres ricos en ganado y en bueyes, que lo honrarán con ofrendas como a
una
deidad y pagarán, regidos por su cetro, crecidos tributos. Todo esto haría yo,
con tal
de
que depusiera la cólera. Que se deje ablandar; pues, por ser implacable a
inexorable,
Hades
es para los mortales el más aborrecible de todos los dioses; y ceda a mí, que en
poder
y edad de aventajarlo me glono.
162
Contestó Néstor, caballero gerenio:
163
-¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres, Agamenón! No son despreciables los
regalos
que ofreces al rey Aquiles. Ea, elijamos esclarecidos varones que cuanto antes
vayan
a la tienda del Pelida. Y, si quieres, yo mismo los designaré y ellos obedezcan:
Fénix,
caro a Zeus, que será el jefe, el gran Ayante y el divino Ulises, acompañados de
los
heraldos Odio y Eunbates. Dadnos agua a las manos a imponed silencio, para rogar
a
Zeus
Cronida que se apiade de nosotros.
173
Así dijo, y su discurso agradó a todos. Los heraldos dieron en seguida aguamanos
a
los
caudillos, y los mancebos, coronando de bebida las crateras, distribuyéronla a
todos
los
presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Luego que hicieron
libaciones
y cada cual bebió cuanto quiso, salieron de la tienda de Agamenón Atrida. Y
Néstor,
caballero gerenio, fijando sucesivamente los ojos en cada uno de los elegidos,
les
recomendaba
mucho, y de un modo especial a Ulises, que procuraran persuadir al eximio
Pelión.
182
Fuéronse éstos por la orilla del estruendoso mar y dirigían muchos ruegos a
Posidón,
que ciñe y bate la tierra, para que les resultara fácil llevar la persuasión al
altivo
espíritu
del Eácida. Cuando hubieron llegado a las tiendas y naves de los mirmidones,
hallaron
al héroe deleitándose con una hermosa lira labrada de argénteo puente, que había
cogido
de entre los despojos cuando destruyó la ciudad de Eetión; con ella recreaba su
ánimo,
cantando hazañas de los hombres. Patroclo, solo y callado, estaba sentado frente
a
él
y esperaba que el Eácida acabase de cantar. Entraron aquéllos, precedidos por
Ulises, y
se
detuvieron delante del héroe; Aquiles, atónito, se alzó del asiento sin dejar la
lira y
Patroclo
al verlos se levantó también. Aquiles, el de los pies ligeros, tendióles la mano
y
dijo:
197
-¡Salud, amigos que llegáis! Grande debe de ser la necesidad cuando venís
vosotros,
que sois para mí, aunque esté irritado, los más queridos de los aqueos
todos.
199
En diciendo esto, el divino Aquiles les hizo sentar en sillas provistas de
purpúreos
tapetes,
y en seguida dijo a Patroclo, que estaba cerca de él:
202
-¡Hijo de Menecio! Saca la cratera mayor, llénala del vino más añejo y
distribuye
copas;
pues están debajo de mi techo los hombres que me son más
caros.
205
Así dijo, y Patroclo obedeció al compañero amado. En un tajón que acercó a la
lumbre
puso los lomos de una oveja y de una pingüe cabra y la grasa espalda de un
suculento
jabalí. Automedonte sujetaba la carne; Aquiles, después de cortarla y dividirla,
la
espetaba en asadores; y el Menecíada, varón igual a un dios, encendía un gran
fuego; y
luego,
quemada la leña y muerta la llama, extendió las brasas, colocó encima los
asadores
asegurándolos
con piedras y sazonó la carne con la divina sal. Cuando aquélla estuvo
asada
y servida en la mesa, Patrocio repartió pan en hermosas canastillas; y Aquiles
distribuyó
la carne, sentóse frente al divino Ulises, de espaldas a la pared, y ordenó a
Patroclo,
su amigo, que hiciera la ofrenda a los dioses. Patroclo echó las primicias al
fuego.
Metieron mano a los manjares que tenían delante, y, cuando hubieron satisfecho
el
deseo
de beber y de comer, Ayante hizo una seña a Fénix; y Ulises, al advertirlo,
llenó de
vino
la copa y brindó a Aquiles:
223
-¡Salve, Aquiles! De igual festín hemos disfrutado en la tienda del Atrida
Agamenón
que ahora aquí, donde podríamos comer muchos y agradables manjares; pero
los
placeres del delicioso banquete no nos halagan porque tememos, oh alumno de
Zeus,
que
nos suceda una gran desgracia: dudamos si nos será dado salvar o perder las
naves de
muchos
bancos, si tú no lo revistes de valor. Los orgullosos troyanos y sus auxiliares,
venidos
de lejas tierras, acampan junto a las naves y al muro y han encendido una
porción
de
hogueras; y dicen que, como no podremos resistirlos, asaltarán las negras naves;
Zeus
Cronida
relampaguea haciéndoles favorables señales, y Héctor, envanecido por su
bravura
y confiando en Zeus, se muestra estupendamente furioso, no respeta a hombres ni
a
dioses, está poseído de cruel rabia, y pide que aparezca pronto la divina
Aurora, asegu-
rando
que ha de cortar nuestras elevadas popas, quemar las naves con ardiente fuego y
matar
cerca de ellas a los aqueos aturdidos por el humo. Mucho teme mi alma que los
dioses
cumplan sus amenazas y el destino haya dispuesto que muramos en Troya, lejos de
Argos,
criadora de caballos. Ea, levántate si deseas, aunque tarde, salvar a los
aqueos, que
están
acosados por los troyanos. A ti mismo te ha de pesar si no lo haces, y no puede
repararse
el mal una vez causado; piensa, pues, cómo librarás a los dánaos de tan funesto
día.
Amigo, tu padre Peleo te daba estos consejos el día en que desde Ftía lo envió a
Agamenón:
«¡Hijo mío! La fortaleza, Atenea y Hera te la darán si quieren; tú refrena en
el
pecho el natural fogoso- la benevolencia es preferible -y abstente de
perniciosas
disputas
para que seas más honrado por los argivos jóvenes y ancianos.» Así te
amonestaba
el anciano y tú lo olvidas. Cede ya y depón la funesta cólera; pues Agamenón
te
ofrece dignos presentes si renuncias a ella. Y si quieres, oye y te referiré
cuanto
Agamenón
dijo en su tienda que te daría: Siete trípodes no puestos aún al fuego, diez
talentos
de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que
alcanzaron
la victoria en la carrera. No sería pobre ni carecería de precioso oro quien
tuviera
los premios que estos caballos de Agamenón con sus pies lograron. Te dará
también
siete mujeres lesbias, hábiles en hacer primorosas labores, que él mismo escogió
cuando
tomaste la bien construida Lesbos y que en hermosura a las demás aventajaban.
Con
ellas te entregará la hija de Briseo, que te ha quitado, y jurará solemnemente
que
jamás
subió a su lecho ni se unió con la misma, como es costumbre, oh rey, entre
hombres
y mujeres. Todo esto se te presentará en seguida; mas, si los dioses nos
permiten
destruir
la gran ciudad de Príamo, entra en ella cuando los aqueos partamos el botín,
carga
abundantemente de oro y de bronce tu nave y elige tú mismo las veinte troyanas
que
más hermosas sean después de la argiva Helena. Y, si conseguimos volver a los
fértiles
campos de Argos de Acaya, podrás ser su yerno y tendrás tantos honores como
Orestes,
su hijo menor, que se cría con mucho regalo. De las tres hijas que dejó en el
palacio
bien construido, Crisótemis, Laódice a Ifianasa, llévate la que quieras, sin
dotarla,
a
la casa de Peleo, que él la dotará espléndidamente como nadie haya dotado jamás
a su
hija:
ofrece darte siete populosas ciudades -Cardámila, Énope, la herbosa Hira, la
divina
Feras,
Antea, la de los amenos prados, la linda Epea y Pédaso, en viñas abundante-,
situadas
todas junto al mar, en los confines de la arenosa Pilos, y pobladas de hombres
ricos
en ganado y en bueyes, que te honrarán con ofrendas como a un dios y pagarán,
regidos
por tu cetro, crecidos tributos. Todo esto haría, con tal de que depusieras la
cólera.
Y, si el Atrida y sus regalos te son odiosos, apiádate de los aqueos todos, que,
atribulados
como están en el ejército, te venerarán como a un dios y conseguirás entre
ellos
inmensa gloria. Ahora podrías matar a Héctor, que llevado de su funesta rabia se
acercará
mucho a ti, pues dice que ninguno de los dánaos que trajeron las naves lo iguala
en
valor.
307
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
308
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! Preciso es que os
manifieste
lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un lado y otros
por
el opuesto. Me es tan odioso como las puertas de Hades quien piensa una cosa y
manifiesta
otra. Diré, pues, lo que me parece mejor. Creo que ni el Atrida Agamenón ni
los
dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se agradece el combatir siempre y
sin
descanso
contra hombres enemigos. La misma recompensa obtiene el que se queda en su
tienda,
que el que pelea con bizarría; en igual consideración son tenidos el cobarde y
el
valiente;
y así muere el holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha procurado
sufrir
tantos pesares y exponer mi vida en el combate. Como el ave lleva a los implumes
hijuelos
la comida que coge, privándose de ella, así yo pasé largas noches sin dormir y
días
enteros entregado a la cruenta lucha con hombres que combatían por sus esposas.
Conquisté
doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas
saqué
abundantes y preciosos despojos que di al Atrida, y éste, que se quedaba en las
veleras
naves, recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes. Mas las
recompensas
que Agamenón concedió a los reyes y caudillos siguen en poder de éstos; y
a
mí, solo entre los aqueos, me quitó la dulce esposa y la retiene aún: que goce
durmiendo
con ella. ¿Por qué los argivos han tenido que mover guerra a los troyanos?
¿Por
qué el Atrida ha juntado y traído el ejército? ¿No es por Helena, la de hermosa
cabellera?
Pues ¿acaso son los Atridas los únicos hombres, de voz articulada, que aman a
sus
esposas? Todo hombre bueno y sensato quiere y cuida a la suya, y yo apreciaba
cordialmente
a la mía, aunque la había adquirido por medio de la lanza. Ya que me
defraudó,
arrebatándome de las manos la recompensa, no me tiente; lo conozco y no me
persuadirá.
Delibere contigo, Ulises, y con los demás reyes cómo podrá librar a las naves
del
fuego enemigo. Muchas cosas ha hecho ya sin mi ayuda, pues construyó un muro,
abriendo
a su pie ancho y profundo foso que defiende una empalizada; mas ni con esto
puede
contener el arrojo de Héctor, matador de hombres. Mientras combatí por los
aqueos,
jamás quiso Héctor que la pelea se trabara lejos de la muralla; sólo llegaba a
las
puertas
Esceas y a la encina; y, una vez que allí me aguardó, costóle trabajo salvarse
de
mi
acometida. Y puesto que ya no deseo guerrear contra el divino Héctor mañana,
después
de ofrecer sacrificios a Zeus y a los demás dioses, echaré al mar los cargados
bajeles,
y verás, si quieres y te interesa, mis naves surcando el Helesponto, en peces
abundoso,
y en ellas hombres que remarán gustosos; y, si el glorioso agitador de la tierra
me
concede una navegación feliz, al tercer día llegará a la fértil Ftía. En ella
dejé muchas
cosas
cuando en mal hora vine y de aquí me llevaré oro, rojizo bronce, mujeres de
hermosa
cintura y luciente hierro, que por suerte me tocaron; ya que el rey Agamenón
Atrida,
insultándome, me ha quitado la recompensa que él mismo me diera. Decídselo
públicamente,
os lo encargo, para que los demás aqueos se indignen, si con su habitual
impudencia
pretendiese engañar a algún otro dánao. No se atrevería, por desvergonzado
que
sea, a mirarme cara a cara, con él no deliberaré ni haré cosa alguna, y, si me
engañó y
ofendió,
ya no me embaucará más con sus palabras; séale esto bastante y corra tranquilo a
su
perdición, puesto que el próvido Zeus le ha quitado el juicio. Sus presentes me
son
odiosos,
y hago tanto caso de él como de un cabello. Aunque me diera diez o veinte veces
más
de lo que posee o de lo que a poseer llegare, o cuanto entra en Orcómeno, o en
la
egipcia
Teba, cuyas casas guardan muchas riquezas -cien puertas dan ingreso a la ciudad
y
por cada una pasan diariamente doscientos hombres con caballos y carros-, o
tanto,
cuantas
son las arenas o los granos de polvo, ni aun así aplacaría Agamenón mi enojo, si
antes
no me pagaba la dolorosa afrenta. No me casaré con la hija de Agamenón Atrida,
aunque
en hermosura rivalice con la dorada Afrodita y en las labores compita con
Atenea,
la de ojos de lechuza; ni siendo así me desposaré con ella; elija aquel otro
aqueo
que
le convenga y sea rey más poderoso. Si, salvándome los dioses, vuelvo a mi casa,
el
mismo
Peleo me buscará consorte. Gran número de aqueas hay en la Hélade y en Ftía,
hijas
de príncipes que gobiernan las ciudades; la que yo quiera será mi mujer. Mucho
me
aconseja
mi corazón varonil que tome legítima esposa, digna cónyuge mía, y goce allá de
las
riquezas adquiridas por el anciano Peleo; pues no creo que valga lo que la vida
ni
cuanto
dicen que se encerraba en la populosa ciudad de Ilio en tiempo de paz, antes que
vinieran
los aqueos, ni cuanto contiene el lapídeo templo de Apolo, que hiere de lejos,
en
la
rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden
adquirir los
trípodes
y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana para
que
vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes. Mi madre, la diosa
Tetis,
de argentados pies, dice que las parcas pueden llevarme al fin de la muerte de
una
de
estas dos maneras: Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no
volveré
a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita
fama,
pero
mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto. Yo os aconsejo
que
os
embarquéis y volváis a vuestros hogares, porque ya no conseguiréis arruinar la
excelsa
Ilio:
el largovidente Zeus extendió el brazo sobre ella y sus hombres están llenos de
confianza.
Vosotros llevad la respuesta a los príncipes aqueos -que ésta es la misión de
los
legados-, a fin de que busquen otro medio de salvar las cóncavas naves y a los
aqueos
que
hay a su alrededor, pues aquél en que pensaron no puede emplearse mientras
subsista
mi
enojo. Y Fénix quédese con nosotros, acuéstese y mañana volverá conmigo a la
patria
tierra,
si así to desea, que no he de llevarlo a viva fuerza.
430
Así dijo, y todos enmudecieron, asombrados de oírlo; pues fue mucha la
vehemencia
con que se negó. Y el anciano jinete Fénix, que sentía gran temor por las
naves
aqueas, dijo después de un buen rato y saltándole las
lágrimas:
434
-Si piensas en el regreso, preclaro Aquiles, y te niegas en absoluto a defender
del
voraz
fuego las veleras naves, porque la ira penetró en tu corazón, ¿cómo podría
quedar-
me
solo y sin ti, hijo querido? El anciano jinete Peleo quiso que yo te acompañase
el día
en
que te envió desde Ftía a Agamenón, todavía niño y sin experiencia de la funesta
gue-
rra
ni del ágora, donde los varones se hacen ilustres; y me mandó que te enseñara a
hablar
bien
y a realizar grandes hechos. Por esto, hijo querido, no querría verme abandonado
de
ti,
aunque un dios en persona me prometiera rasparme la vejez y dejarme tan joven
como
cuando
salí de la Hélade, de lindas mujeres, huyendo de las imprecaciones de Amíntor
Orménida,
mi padre, que se irritó conmigo por una concubina de hermosa cabellera, a
quien
amaba con ofensa de su esposa y madre mía. Ésta me suplicaba continuamente,
abrazando
mis rodillas, que me juntara con la concubina para que aborreciese al anciano.
Quise
obedecerla y lo hice; mi padre, que no tardó en conocerlo, me maldijo repetidas
veces
pidió a las horrendas Erinias que jamás pudiera sentarse en sus rodillas un hijo
mío,
y
los dioses -el Zeus subterráneo y la terrible Perséfone -ratificaron sus
imprecaciones.
[Pensé
matar a mi padre con el agudo bronce; mas alguno de los inmortales calmó mi
cólera,
haciendo que a mi corazón se representara la fama que tendría yo entre los
hombres
y los muchos baldones que de ellos recibiría, a fin de que no fuese llamado
parricida
entre los aqueos.] Desde entonces no tuve ánimo para vivir en el palacio con mi
padre
enojado. Amigos y deudos querían retenerme allí y me dirigían insistentes
súplicas:
degollaron
gran copia de pingües ovejas y flexípedes bueyes de retorcidos cuernos;
pusieron
a asar muchos puercos grasos sobre la llama de Hefesto; bebióse buena parte del
vino
que las tinajas del anciano contenían; y nueve noches seguidas durmieron
aquéllos a
mi
lado, vigilándome por turno y teniendo encendidas dos hogueras, una en el
pórtico del
bien
cercado patio y otra en el vestíbulo ante la puerta de la habitación. Al llegar
por
décima
vez la tenebrosa noche, salí del aposento rompiendo las tablas fuertemente
unidas
de
la puerta; salté con facilidad el muro del patio, sin que mis guardianes ni las
sirvientas
lo
advirtieran, y, huyendo por la espaciosa Hélade, llegué a la fértil Ftía, madre
de ovejas,
a
la casa del rey Peleo. Este me acogió benévolo; me amó como debe de amar un
padre al
hijo
unigénito que haya tenido en la vejez, viviendo en la opulencia; enriquecióme y
púsome
al frente de numeroso pueblo, y desde entonces viví en un confín de la Ftía,
reinando
sobre los dólopes. Y te crié hasta hacerte cual eres, oh Aquiles semejante a los
dioses,
con cordial cariño; y tú ni querías it con otro al banquete, ni comer en el
palacio,
hasta
que, sentándote en mis rodillas, te saciaba de carne cortada en pedacitos y te
acercaba
el vino. ¡Cuántas veces durante la molesta infancia me manchaste la túnica en el
pecho
con el vino que devolvías! Mucho padecí y trabajé por tu causa, y, considerando
que
los dioses no me habían dado descendencia, te adopté por hijo, oh Aquiles
semejante
a
los dioses, para que un día me librases del cruel infortunio. Pero, Aquiles,
refrena tu
ánimo
fogoso; no conviene que tengas un corazón despiadado, cuando los dioses mismos
se
dejan aplacar, no obstante su mayor virtud, dignidad y poder. Con sacrificios,
votos
agradables,
libaciones y vapor de grasa quemada los desenojan cuantos infringieron su
ley
y pecaron. Pues las Súplicas son hijas del gran Zeus, y aunque cojas, arrugadas
y
bizcas,
cuidan de ir tras de Ofuscación: ésta es robusta, de pies ligeros, y por lo
mismo se
adelanta,
y, recorriendo la tierra, ofende a los hombres: y aquéllas reparan luego el daño
causado.
Quien acata a las hijas de Zeus cuando se le presentan, consigue gran provecho
y
es por ellas atendido si alguna vez tiene que invocarlas. Mas si alguien las
desatiende y
se
obstina en rechazarlas, se dirigen a Zeus Cronida y le piden que Ofuscación
acompañe
siempre
a aquél para que con el daño sufra la pena. Concede tú también a las hijas de
Zeus,
oh Aquiles, la debida consideración, por la cual el espíritu de otros valientes
se
aplacó.
Si el Atrida no te brindara esos presentes, ni te hiciera otros ofrecimientos
para lo
futuro,
y conservara pertinazmente su cólera, no te exhortaría a que, deponiendo la ira,
socorrieras
a los argivos, aunque es grande la necesidad en que se hallan. Pero te da
muchas
cosas, te promete más y te envía, para que por él rueguen, varones excelentes,
escogiendo
en el ejército aqueo los argivos que te son más caros. No desprecies las
palabras
de éstos, ni dejes sin efecto su venida, ya que no se te puede reprender que
antes
estuvieras
irritado. Todos hemos oído contar hazañas de los héroes de antaño, y sabemos
que,
cuando estaban poseídos de feroz cólera, eran placables con dones y exorables a
los
ruegos.
Recuerdo lo que pasó en cierto caso, no reciente, sino antiguo, y os lo voy a
referir
a vosotros, que sois todos amigos míos. Curetes y bravos etolios combatían en
tor-
no
de Calidón y unos a otros se mataban, defendiendo los etolios su hermosa ciudad
y
deseando
los curetes asolarla por medio de Ares. Había promovido esta contienda
Ártemis,
la de áureo trono, enojada porque Eneo no le dedicó los sacrificios de la siega
en
el
fértil campo: los otros dioses regaláronse con las hecatombes, y sólo a la hija
del gran
Zeus
dejó aquél de ofrecerlas, por olvido o por inadvertencia, cometiendo una gran
falta.
Airada
la deidad que se complace en tirar flechas, hizo aparecer un jabalí, de albos
dientes,
que causó gran destrozo en el campo de Eneo, desarraigando altísimos árboles y
echándolos
por tierra cuando ya con la llor prometían el fruto. Al fin lo mató Meleagro,
hijo
de Eneo, ayudado por cazadores y perros de muchas ciudades -pues no era posible
vencerlo
con poca gente, ¡tan corpulento era!, y ya a muchos los había hecho subir a la
triste
pira-, y la diosa suscitó entonces una clamorosa contienda entre los curetes y
los
magnánimos
etolios por la cabeza y la hirsuta piel del jabalí. Mientras Meleagro, caro a
Ares,
combatió, les fue mal a los curetes, que no podían, a pesar de ser tantos,
acercarse a
los
muros. Pero el héroe, irritado con su madre Altea, se dejó dominar por la cólera
que
perturba
la mente de los más cuerdos y se quedó en el palacio con su linda esposa
Cleopatra,
hija de Marpesa Evenina, la de hermosos tobillos, y de Idas, el más fuerte de
los
hombres que entonces poblaban la tierra. (Atrevióse Idas a armar el arco contra
el
soberano
Febo Apolo, a causa de la joven de hermosos tobillos, y desde entonces
pusiéronle
a Cleopatra su padre y su veneranda madre el sobrenombre de Alcíone, porque
la
madre, sufriendo la suerte del sufridísimo alción, deshacíase en lágrimas
mientras Febo
Apolo,
que hiere de lejos, se la Ilevaba.) Retirado, pues, con su esposa, devoraba
Meleagro
la acerba cólera que le causaron las imprecaciones de su madre; la cual,
acongojada
por la muerte violenta de un hermano, oraba mucho a los dioses, y, puesta de
rodillas
y con el seno bañado en lágrimas, golpeaba mucho el fértil suelo invocando a
Hades
y a la terrible Perséfone para que dieran muerte a su hijo. Erinias, que vaga en
las
tinieblas
y tiene un corazón inexorable, la oyó desde el Érebo, y en seguida creció el
tumulto
y la gritería ante las puertas de la ciudad, las torres fueron atacadas y los
etolios
ancianos
enviaron a los eximios sacerdotes de los dioses para que suplicaran a Meleagro
que
saliera a defenderlos, ofreciéndole un rico presente: donde el suelo de la amena
Calidón
fuera más fértil, escogería él mismo un hermoso campo de cincuenta yugadas,
mitad
viña y mitad tierra labrantía. Presentóse también en el umbral del alto aposento
el
anciano
jinete Eneo; y, llamando a la puerta, dirigió a su hijo muchas súplicas.
Rogáronle
asimismo
muchas veces sus hermanas y su venerable madre. Pero él se negaba cada vez
más.
Acudieron sus mejores y más caros amigos, y tampoco consiguieron mover su
corazón,
ni persuadirlo a que no aguardara, para salir del cuarto, a que llegaran hasta
él
los
enemigos. Y los curetes escalaron las torres y empezaron a pegar fuego a la gran
ciu-
dad.
Entonces la esposa, de bella cintura, instó a Meleagro llorando y refiriéndole
las
desgracias
que padecen los hombres, cuya ciudad sucumbe: Matan a los varones, le
decía;
el fuego destruye la ciudad, y son reducidos a la esclavitud los niños y las
mujeres
de
estrecha cintura. Meleagro, al oír estos males, sintió que se le conmovía el
corazón; y,
dejándose
llevar por su ánimo, vistió las lucientes armas y libró del funesto día a los
etolios;
pero ya no le dieron los muchos y hermosos presentes, a pesar de haberlos
salvado
de la ruina. Y ahora tú, amigo, no pienses de igual manera, ni un dios te
induzca
a
obrar así; será peor que difieras el socorro para cuando las naves sean
incendiadas; ve,
pues,
por los regalos, y los aqueos te venerarán como a un dios, porque, si
intervinieres
en
la homicida guerra cuando ya no te ofrezcan dones, no alcanzarás tanta honra
aunque
rechaces
a los enemigos.
606
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
607
-¡Fénix, anciano padre, alumno de Zeus! Para nada necesito tal honor; y espero
que,
si Zeus quiere, seré honrado en las cóncavas naves mientras la respiración no
falte a
mi
pecho y mis rodillas se muevan. Otra cosa voy a decirte, que grabarás en tu
memoria:
No
me conturbes el ánimo con llanto y gemidos por complacer al héroe Atrida, a
quien
no
debes querer si deseas que el afecto que te profeso no se convierta en odio;
mejor es
que
aflijas conmigo a quien me aflige. Ejerce el mando conmigo y comparte mis
honores.
Ésos
llevarán la respuesta, tú quédate y acuéstate en blanda cama, y al despuntar la
aurora
determinaremos
si nos conviene regresar a nuestros hogares o quedarnos aquí
todavía.
620
Dijo, y ordenó a Patroclo, haciéndole con las cejas silenciosa señal, que
dispusiera
una
mullida cama para Fénix, a fin de que los demás pensaran en salir cuanto antes
de la
tienda.
Y Ayante Telamoníada, igual a un dios, habló diciendo:
624
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¡Vámonos! No
espero
lograr
nuestro propósito por este camino, y hemos de anunciar la respuesta, aunque sea
desfavorable,
a los dánaos que están aguardando. Aquiles tiene en su pecho un corazón
feroz
y soberbio. ¡Cruel! En nada aprecia la amistad de sus compañeros, con la cual lo
honrábamos
en el campamento más que a otro alguno. ¡Despiadado! Por la muerte del
hermano
o del hijo se recibe una compensación; y, una vez pagada la importante
cantidad,
el matador se queda en el pueblo, y el corazón y el ánimo airado del ofendido se
apaciguan
con la compensación recibida, y a ti los dioses te han llenado el pecho de
implacable
y funesto rencor por una sola joven. Siete excelentes te ofrecemos hoy y otras
muchas
cosas; séanos tu corazón propicio y respeta tu morada, pues estamos debajo de tu
techo,
enviados por el ejército dánao, y anhelamos ser para ti los más apreciados y los
más
amigos de los aqueos todos.
643
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
644
-¡Ayante Telamonio, del linaje de Zeus, príncipe de hombres! Creo que has dicho
lo
que sientes, pero mi corazón se enciende en ira cuando me acuerdo de aquéllos y
del
menosprecio
con que el Atrida me trató en presencia de los argivos, cual si yo fuera un
miserable
advenedizo. Id y publicad mi respuesta: No me ocuparé en la cruenta guerra
hasta
que el hijo del aguerrido Príamo, Héctor divino, llegue matando argivos a las
tiendas
y naves de los mirmidones y las incendie. Creo que Héctor, aunque esté
enardecido,
se abstendrá de combatir tan pronto como se acerque a mi tienda y a mi negra
nave.
656
Así dijo. Cada uno tomó una copa de doble asa; y, hecha la libación, los
enviados,
con
Ulises a su frente, regresaron a las naves. Patroclo ordenó a sus compañeros y a
las
esclavas
que aderezaran al momento una mullida cama para Fénix; y ellas, obedeciendo
el
mandato, hiciéronla con pieles de oveja una colcha y finísima cubierta del mejor
lino.
Allí
descansó el viejo, aguardando la divina Aurora. Aquiles durmió en lo más
retirado de
la
sólida tienda con una mujer que se había llevado de Lesbos: con Diomede, hija de
Forbante,
la de hermosas mejillas. Y Patroclo se acostó junto a la pared opuesta, teniendo
a
su lado a Ifis, la de bella cintura, que le había regalado Aquiles al tomar la
excelsa
Esciro,
ciudad de Enieo.
669
Cuando los enviados llegaron a la tienda del Atrida, los aqueos, puestos en pie,
les
presentaban
áureas copas y les hacían preguntas. Y el rey de hombres, Agamenón, los
interrogó
diciendo:
673
-¡Ea! Dime, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos. ¿Quiere librar a las
naves
del
fuego enemigo, o se niega porque su corazón soberbio se halla aún dominado por
la
cólera?
676
Contestó el paciente divino Ulises:
677
-¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! No quiere aquél deponer la
cólera,
sino que se enciende aún más su ira y te desprecia a ti y tus dones. Manda que
deliberes
con los argivos cómo podrás salvar las naves y al pueblo aqueo, dice en son de
amenaza
que echará al mar sus corvos bajeles, de muchos bancos, al descubrirse la nueva
aurora,
y aconseja que los demás se embarquen y vuelvan a sus hogares, porque ya no
conseguiréis
arruinar la excelsa Ilio: el largovidente Zeus extendió el brazo sobre ella, y
sus
hombres están llenos de confianza. Así dijo, como pueden referirlo éstos que
fueron
conmigo:
Ayante y los dos heraldos, que ambos son prudentes. El anciano Fénix se
acostó
allí por orden de aquél, para que mañana vuelva a la patria tierra, si así lo
desea,
porque
no ha de llevarle a viva fuerza.
693
Así habló, y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues era muy grave lo
que
acababa
de decir. Largo rato duró el silencio de los afligidos aqueos; mas al fin
exclamó
Diomedes,
valiente en el combate:
697
-¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! No debiste rogar al eximio
Pelión,
ni ofrecerle innumerables regalos; ya era altivo, y ahora has dado pábulo a su
soberbia.
Pero dejémoslo, ya se vaya, ya se quede: volverá a combatir cuando el corazón
que
tiene en el pecho se lo ordene y un dios le incite. Ea, obremos todos como voy a
decir.
Acostaos después de satisfacer los deseos de vuestro corazón comiendo y bebiendo
vino,
pues esto da fuerza y vigor. Y, cuando aparezca la hermosa Aurora de rosáceos
dedos,
haz que se reúnan junto a las naves los hombres y los carros, exhorta al pueblo
y
pelea
en primera fila.
710
Tales fueron sus palabras, que todos los reyes aplaudieron, admirados del
discurso
de
Diomedes, domador de caballos. Y hechas las libaciones, volvieron a sus
respectivas
tiendas,
acostáronse y el don del sueño recibieron.
CANTO
X*
Dolonia
*
Aqueos y troyanos espían los movimientos del contrario. Ulises y Diomedes
apresan a Dolón, del que
consiguen
información del campamento troyano.
1
Los príncipes aqueos durmieron toda la noche vencidos por plácido sueño; mas no
probó
sus dulzuras el Atrida Agamenón, pastor de hombres, porque en su mente revolvía
muchas
cosas. Como el esposo de Hera, la de hermosa cabellera, relampaguea cuando
prepara
una lluvia torrencial, el granizo o una nevada que cubra los campos, o quiere
abrir
en alguna parte la boca inmensa de la amarga guerra; así, tan frecuentemente, se
escapaban
del pecho de Agamenón los suspiros, que salían de lo más hondo de su
corazón,
a interiormente le temblaban las entrañas. Cuando fijaba la vista en el campo
troyano,
pasmábanle las muchas hogueras que ardían delante de Ilio, los sones de las
flautas
y zampoñas y el bullicio de la gente; mas, cuando a las naves y al ejército
aqueo la
volvía,
arrancábase furioso los cabellos, alzando los ojos a Zeus, que mora en lo alto,
y su
generoso
corazón lanzaba grandes gemidos. Al fin, creyendo que la mejor resolución
sería
acudir primeramente a Néstor Nelida, el más ilustre de los hombres, por si
entrambos
hallaban un excelente medio que librara de la desgracia a todos los dánaos,
levantóse,
vistió la túnica, calzó los nítidos pies con hermosas sandalias, echóse una
rojiza
piel de corpulento y fogoso león, que le llegaba hasta los pies, y asió la
lanza.
25
También Menelao estaba poseído de terror y no conseguía que se posara el sueño
en
sus
párpados, temiendo que les ocurriese algún percance a los argivos que por él
habían
llegado
a Troya, atravesando el vasto mar, y promoviendo tan audaz guerra. Cubrió sus
anchas
espaldas con la manchada piel de un leopardo; púsose luego el casco de bronce,
y,
tomando
en la robusta mano una lanza, fue a despertar a su hermano, que imperaba
poderosamente
sobre los argivos todos y era venerado por el pueblo como un dios.
Hallólo
junto a la popa de su nave, vistiendo la magnífica armadura. Grata le fue a éste
su
venida.
Y Menelao, valiente en el combate, habló el primero
diciendo:
37
-¿Por qué, hermano querido, tomas las armas? ¿Acaso deseas persuadir a algún
compañero
para que vaya como explorador al campo de los troyanos? Mucho temo que
nadie
se ofrezca a prestarte este servicio de ir solo durante la divina noche a espiar
al
enemigo,
porque para ello se requiere un corazón muy osado.
42
Respondióle el rey Agamenón:
43
Tanto yo como tú, oh Menelao, alumno de Zeus, tenemos necesidad de un prudente
consejo
para defender y salvar a los argivos y las naves, pues la mente de Zeus ha
cambiado,
y en la actualidad le son más aceptos los sacrificios de Héctor. jamás he visto
ni
oído decir que un hombre ejecutara en solo un día tantas proezas como ha hecho
Héc-
tor,
caro a Zeus, contra los aqueos, sin ser hijo de un dios ni de una diosa. Digo
que de
sus
hazañas se acordarán los argivos mucho y largo tiempo. ¡Tanto daño ha causado a
los
aqueos!
Ahora, anda, encamínate corriendo a las naves y llama a Ayante y a Idomeneo;
mientras
voy en busca del divino Néstor y le pido que se levante por si quiere ir al
sagrado
cuerpo de los guardias y darles órdenes. Obedeceránlo a él más que a nadie,
puesto
que los manda su hijo junto con Meriones, servidor de Idomeneo. A entrambos les
hemos
confiado de un modo especial esta tarea.
60
Dijo entonces Menelao, valiente en el combate:
61
-¿Cómo me encargas y ordenas que lo haga? ¿Me quedaré con ellos y te aguardaré
a11í,
o he de volver corriendo cuando les haya participado tu
mandato?
64
Contestó el rey de hombres, Agamenón:
65
-Quédate a11í, no sea que luego no podamos encontrarnos, porque son muchas las
sendas
que hay por entre el ejército. Levanta la voz por donde pasares y recomienda la
vigilancia,
llamando a cada uno por su nombre paterno y ensalzándolos a todos. No te
muestres
soberbio. Trabajemos también nosotros, ya que, cuando nacimos, Zeus nos
con-
denó
a padecer tamaños infortunios.
72
Esto dicho, despidió al hermano bien instruido ya, y fue en busca de Néstor,
pastor
de
hombres. Hallólo en su tienda, junco a la negra nave, acostado en blanda cama. A
un
lado
veíanse diferentes armas -el escudo, dos lanzas, el luciente yelmo-, y el
labrado
bálteo
con que se ceñía el anciano siempre que, como caudillo de su gente, se armaba
para
ir al homicida combate, pues aún no se rendía a la triste vejez. Incorporóse
Néstor,
apoyándose
en el codo, alzó la cabeza, y dirigiéndose al Atrida lo interrogó con estas
palabras:
82
-¿Quién eres tú que vas solo por el ejército y las naves, durante la tenebrosa
noche,
cuando
duermen los demás mortales? ¿Buscas acaso a algún centinela o compañero?
Ha-
bla.
No te acerques sin responder. ¿Qué deseas?
86
Respondióle el rey de hombres, Agamenón:
87
-¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Reconoce al Atrida Agamenón, a
quien
Zeus envía y seguirá enviando sin cesar más trabajos que a nadie, mientras la
respiración
no le falte a mi pecho y mis rodillas se muevan. Vagando voy; pues,
preocupado
por la guerra y las calamidades que padecen los aqueos, no consigo que el
dulce
sueño se pose en mis ojos. Mucho temo por los dánaos; mi ánimo no está
tranquilo,
sino
sumamente inquieto; el corazón se me arranca del pecho y tiemblan mis robustos
miembros.
Pero si quieres ocuparte en algo, ya que tampoco conciliaste el sueño, bajemos
a
ver los centinelas; no sea que, vencidos del trabajo y del sueño, se hayan
dormido,
dejando
la guardia abandonada. Los enemigos se hallan cerca, y no sabemos si habrán
decidido
acometernos esta noche.
102
Contestó Néstor, caballero gerenio:
103
-¡Gloriosísimo Atrida, rey de hombres, Agamenón! A Héctor no le cumplirá el
próvido
Zeus todos sus deseos, como él espera; y creo que mayores trabajos habrá de
pa-
decer
aún, si Aquiles depone de su corazón el enojo funesto. Iré contigo y
despertaremos
a
los demás: al Tidida, famoso por su lanza, a Ulises, al veloz Ayante y al
esforzado hijo
de
Fileo. Alguien podría ir a llamar al deiforme Ayante y al rey Idomeneo, pues sus
naves
no
están cerca, sino muy lejos. Y reprenderé a Menelao por amigo y respetable que
sea y
aunque
te me enojes, y no callaré que duerme y te ha dejado a ti el trabajo. Debía
ocuparse
en suplicar a los príncipes todos, pues la necesidad que se nos presenta no es
llevadera.
119
Dijo el rey de hombres, Agamenón:
120
-¡Oh anciano! Otras veces te exhorté a que le riñeras, pues a menudo es
indolente y
no
quiere trabajar; no por pereza o escasez de talento, sino porque, volviendo los
ojos ha-
cia
mí, aguarda mi impulso. Mas hoy se levantó mucho antes que yo mismo,
presentóseme
y te envié a llamar a aquéllos que acabas de nombrar. Vayamos y los
hallaremos
delante de las puertas con la guardia; pues a11í es donde les dije que se
reunieran.
128
Respondió Néstor, caballero gerenio:
129
-De esta manera ninguno de los argivos se irritará contra él, ni lo
desobedecerá,
cuando
los exhorte o les ordene algo.
131
Apenas hubo dicho estas palabras, abrigó el pecho con la túnica, calzó los
nítidos
pies
con hermosas sandalias, y abrochóse un manto purpúreo, doble, amplio, adornado
con
lanosa felpa. Asió la fuerte lanza, cuya aguzada punta era de bronce, y se
encaminó a
las
naves de los aqueos, de broncíneas corazas. El primero a quien despertó Néstor,
caballero
gerenio, fue a Ulises, que en prudencia igualaba a Zeus. Llamólo gritando, y
Ulises,
al llegarle la voz a los oídos, salió de la tienda y dijo:
141
-¿Por qué andáis vagando así, por las naves y el ejército, solos, durante la
noche
inmortal?
¿Qué urgente necesidad se ha presentado?
143
Respondió Néstor, caballero gerenio:
144
-¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! No te enojes,
porque es
muy
grande el pesar que abruma a los aqueos. Síguenos y llamaremos a quien convenga,
para
tomar acuerdo sobre si es preciso huir o luchar todavia.
148
Así dijo. El ingenioso Ulises, entrando en la tienda, colgó de sus hombros el
labrado
escudo y se juntó con ellos. Fueron en busca de Diomedes Tidida, y lo hallaron
delante
de su pabellón con la armadura puesta, Sus compañeros dormían alrededor de él,
con
las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas clavadas por el regatón en
tierra; el
bronce
de las puntas lucía a lo lejos como un relámpago del padre Zeus. El héroe
descansaba
sobre una piel de toro montaraz, teniendo debajo de la cabeza un espléndido
tapete.
Néstor, caballero gerenio, se detuvo a su lado to movió con el pie para que
des-
pertara,
y le daba prisa, increpándolo de esta manera:
159
-¡Levántate, hijo de Tideo! ¿Cómo duermes a sueño suelto toda la noche? ¿No
sabes
que los troyanos acampan en una eminencia de la llanura, cerca de las naves, y
que
solamente
un corto espacio los separa de nosotros?
162
Así dijo. Y Diomedes, recordando en seguida del sueño, profirió estas aladas
palabras:
164
-Eres infatigable, anciano, y nunca dejas de trabajar. ¿Por ventura no hay otros
aqueos
más jóvenes, que vayan por el campo y despierten a los reyes? ¡No se puede
contigo,
anciano!
168
Respondióle Néstor, caballero gerenio:
169
-Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Tengo hijos excelentes y muchos
hombres
que podrían ir a llamarlos, pero es muy grande el peligro en que se hallan los
aqueos:
en el filo de una navaja están ahora una muy triste muerte y la salvación de
todos.
Ve
y haz levantar al veloz Ayante y al hijo de Fileo, ya que eres más joven y de mí
te
compadeces.
177
Así dijo. Diomedes cubrió sus hombros con una piel talar de corpulento y fogoso
león,
tomó la lanza, fue a despertar a aquéllos y se los llevó
consigo.
180
Cuando llegaron adonde se hallaban los guardias reunidos, no encontraron a sus
jefes
durmiendo, pues todos estaban alerta y sobre las armas. Como los canes que
guardan
las ovejas de un establo y sienten venir del monte, por entre la selva, una
terrible
fiera
con gran clamoreo de hombres y perros, se ponen inquietos y ya no pueden dormir;
así
el dulce sueño huía de los párpados de los que hacían guardia en tan mala noche,
pues
miraban
siempe hacia la llanura y acechaban si los troyanos iban a atacarlos. El anciano
violos,
alegróse, y para animarlos profirió estas aladas palabras:
192
-¡Vigilad así, hijos míos! No sea que alguno se deje vencer del sueño y demos
ocasión
para que el enemigo se regocije.
194
Habiendo hablado así, atravesó el foso. Siguiéronlo los reyes argivos que habían
sido
llamados al consejo, y además Meriones y el preclaro hijo de Néstor, porque
aquéllos
los invitaron a deliberar. Pasado el foso, sentáronse en un lugar limpio donde
el
suelo
no aparecía cubierto de cadáveres: allí habíase vuelto el impetuoso Héctor,
después
de
causar gran estrago a los argivos, cuando la noche los cubrió con su manto.
Acomodados
en aquel sitio, conversaban; y Néstor, caballero gerenio, comenzó a hablar
diciendo:
204
-¡Oh amigos! ¿No sabrá nadie que, confiando en su ánimo audaz, vaya al
campamento
de los troyanos de ánimo altivo? Quizá hiciera prisionero a algún enemigo
que
ande rezagado, o averiguara, oyendo algún rumor, lo que los tróyanos han
decidido:
si
desean quedarse aquí, cerca de las naves y lejos de la ciudad, o volverán a ella
cuando
hayan
vencido a los aqueos. Si se enterara de esto y regresara incólume, sería grande
su
gloria
debajo del cielo y entre los hombres todos, y tendría una hermosa recompensa:
cada
jefe de los que mandan en las naves le daría una oveja con su corderito
-presente sin
igual-
y se le admitiría además en todos los banquetes y
festines.
218
Así habló. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos, hasta que Diomedes,
valiente
en la pelea, les dijo:
220
-¡Néstor! Mi corazón y ánimo valeroso me incitan a penetrar en el campo de los
enemigos
que tenemos cerca, de los troyanos; pero, si alguien me acompañase, mi
con-
fianza
y mi osadía serían mayores. Cuando van dos, uno se anticipa al otro en advertir
lo
que
conviene; cuando se está solo, aunque se piense, la inteligencia es más tarda y
la re-
solución
más difícil.
227
Así dijo, y muchos quisieron acompañar a Diomedes. Deseáronlo los dos Ayantes,
servidores
de Ares; quísolo Meriones; lo anhelaba el hijo de Néstor; deseólo el Atrida
Menelao,
famoso por su lanza; y por fin, también el sufrido Ulises quiso penetrar en el
ejército
troyano, porque el corazón que tenía en el pecho aspiraba siempre a ejecutar
audaces
hazañas. Y el rey de hombres, Agamenón, dijo entonces:
234
-¡Tidida Diomedes, carísimo a mi corazón! Escoge por compañero al que quieras,
al
mejor de los presentes; pues son muchos los que se ofrecen. No dejes al mejor y
elijas
a
otro peor, por respeto alguno que sientas en tu alma, ni por consideración al
linaje, ni
por
atender a que sea un rey más poderoso.
240
Habló en estos términos, porque temía por el rubio Menelao. Y Diomedes, valiente
en
la pelea, replicó:
242
-Si me mandáis que yo mismo designe al compañero, ¿cómo no pensaré en el
divino
Ulises, cuyo corazón y ánimo valeroso son tan dispuestos para toda suerte de
trabajos,
y a quien tanto ama Palas Atenea? Con él volveríamos acá aunque nos rodearan
abrasadoras
llamas, porque su pnidencia es grande.
248 Respondióle el paciente divino
Ulises:
249
-¡Tidida! No me alabes en demasía ni me vituperes, puesto que hablas a los
argivos
de
cosas que les son conocidas. Pero, vámonos, que la noche está muy adelantada y
la
aurora
se acerca; los astros han andado mucho, y la noche va ya en las dos partes de su
jornada
y sólo un tercio nos resta.
254
En diciendo esto, vistieron entrambos las terribles armas. El intrépido
Trasimedes
dio
al Tidida una espada de dos filos -la de éste había quedado en la nave-y un
escudo; y
le
puso un morrión de piel de toro sin penacho ni cimera, que se llama catétyx y lo
usan
los
mancebos que se hallan en la flor de la juventud para proteger la cabeza.
Meriones
procuró
a Ulises arco, carcaj y espada, y le cubrió la cabeza con un casco de piel que
por
dentro
se sujetaba con muchas y fuertes correas y por fuera presentaba los blancos
dientes
de
un jabalí, ingeniosamente repartidos, y tenía un mechón de lana colocado en el
centro.
Este
casco era el que Autólico había robado en Eleón a Amíntor Orménida, horadando la
pared
de su casa, y que luego dio en Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante to
regaló,
como presente de hospitaidad, a Molo; éste lo cedió a su hijo Meriones para que
lo
llevara, y entonces hubo de cubrir la cabeza de Ulises.
272
Una vez revestidos de las terribles armas, partieron y lejaron a11í a todos los
príncipes.
Palas Atenea envióles una garza, y, si bien no pudieron verla con sus ojos,
porque
la noche era obscura, oyéronla graznar a la derecha del camino. Ulises se holgó
del
presagio y oró a Atenea:
278
-¡Oyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! Tú que me asistes en todos los
trabajos y
conoces
mis pasos, séme ahora propicia más que nunca, Atenea, y concede que volvamos
a
las naves cubiertos de gloria por haber realizado una gran hazaña que preocupe a
los
troyanos.
283
Diomedes, valiente en la pelea, oró luego diciendo:
284
-¡Ahora óyeme también a mí, hija de Zeus! ¡Indómita! Acompáñame como
acompañaste
a mi padre, el divino Tideo, cuando fue a Teba en representación de los
aqueos.
Dejando a los aqueos, de broncíneas corazas, a orillas del Asopo, llevó un
agradable
mensaje a los cadmeos; y a la vuelta ejecutó admirables proezas con tu ayuda,
excelente
diosa, porque benévola lo socorrías. Ahora, socórreme a mí y préstame tu
amparo.
E inmolaré en tu honor una ternera de un año, de frente espaciosa, indómita y no
sujeta
aún al yugo, después de derramar oro sobre sus cuernos.
295
Así dijeron rogando, y los oyó Palas Atenea. Y después de rogar a la hija del
gran
Zeus,
anduvieron en la obscuridad de la noche, como dos leones, por el campo pues
tanta
carnicería
se había hecho, pisando cadáveres, armas y denegrida
sangre.
299
Tampoco Héctor dejaba dormir a los valientes troyanos pues convocó a todos los
próceres,
a cuantos eran caudillos y príncipes de los troyanos, y una vez reunidos les
expuso
una prudente idea:
303
-¿Quién, por un gran premio, se ofrecerá a llevar a cabo la empresa que voy a
decir?
La recompensa será proporcionada. Daré un carro y dos corceles de erguido
cuello,
los mejores que haya en las veleras naves aqueas, al que tenga la osadía de
acercarse
a las naves de ligero andar -con ello al mismo tiempo ganará gloria- y averigüe
si
éstas son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan
en la
huida
y no quieren velar durante la noche porque el cansancio abrumador los
rinde.
313
Así dijo. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos. Había entre los troyanos un
cierto
Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes, rico en oro y en bronce; era de feo
aspec-
to,
pero de pies ágiles, y el único hijo varón de su familia con cinco hermanas.
Éste dijo
entonces
a los troyanos y a Héctor:
319
-¡Héctor! Mi corazón y mi ánimo valeroso me incitan a acercarme a las naves, de
ligero
andar, para saberlo. Ea, alza el cetro y jura que me darás los corceles y el
carro con
adornos
de bronce que conducen al eximio Pelión. No te será inútil mi espionaje, ni tus
esperanzas
se verán defraudadas; pues atravesaré todo el ejército hasta llegar a la nave de
Agamenón,
que es donde deben de haberse reunido los caudillos para deliberar si huirán
o
seguirán combatiendo.
328
Así dijo. Y Héctor, tomando en la mano el cetro, prestó el
juramento:
329
-Sea testigo el mismo Zeus tonante, esposo de Hera. Ningún otro troyano será
llevado
por estos corceles, y tú disfrutarás perpetuamente de
ellos.
332
Con tales palabras, jurando lo que no había de cumplirse, animó a Dolón. Éste,
sin
perder
momento, colgó del hombro el corvo arco, vistió una pelicana piel de lobo,
cubrió
la
cabeza con un morrión de piel de comadreja, tomó un puntiagudo dardo, y,
saliendo
del
ejército, se encaminó a las naves, de donde no había de volver para darle a
Héctor la
noticia.
Pues ya había dejado atrás la multitud de carros y hombres, y andaba animoso
por
el camino, cuando Ulises, del linaje de Zeus, advirtiendo que se acercaba a
ellos,
habló
así a Diomedes:
341
-Ese hombre, Diomedes, viene del ejército; pero ignoro si va como espía a
nuestras
naves
o intenta despojar algún cadáver de los que murieron. Dejemos que se adelante un
poco
más por la llanura, y echándonos sobre él lo cogeremos fácilmente; y si en
correr
nos
aventajase, apártalo del ejército, acometiéndolo con la lanza, y persíguelo
siempre
hacia
las naves, para que no se guarezca en la ciudad.
349
Dichas estas palabras, tendiéronse entre los muertos, fuera del camino. El
incauto
Dolón
pasó con pie ligero. Mas, cuando estuvo a la distancia a que se extienden los
surcos
de las mulas -éstas son mejores que los bueyes para tirar de un sólido arado en
tierra
noval-, Ulises y Diomedes corrieron a su alcance. Dolón oyó ruido y se detuvo,
creyendo
que algunos de sus amigos venían del ejército troyano a llamarlo por encargo de
Héctor.
Pero así que aquéllos se hallaron a tiro de lanza o más cerca aún, conoció que
eran
enemigos y puso su diligencia en los pies huyendo, mientras ellos se lanzaban a
perseguirlo.
Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar, acosan en una
selva
a un cervato o a una liebre que huye chillando delante de ellos, del mismo modo
el
Tidida
y Ulises, asolador de ciudades, perseguían constantemente a Dolón después que
lograron
apartarlo del ejército. Ya en su fuga hacia las naves iba el troyano a topar con
los
guardias, cuando Atenea dio fuerzas al Tidida para que ninguno de los aqueos, de
broncíneas
corazas, se le adelantara y pudiera jactarse de haber sido el primero en herirlo
y
él llegase después. El fuerte Diomedes arremetió a Dolón, con la lanza, y le
gritó:
370
Tente, o te alcanzará mi lanza; y no creo que puedas evitar mucho tiempo que mi
mano
te dé una muerte terible.
372
Dijo, y arrojó la lanza; mas de intento erró el tiro, y ésta se clavó en el
suelo
después
de volar por cima del hombro derecho de Dolón. Paróse el troyano dentellando
-los
dientes crujíanle en la boca-, tembloroso y pálido de miedo; Ulises y Diomedes
se le
acercaron,
jadeantes, y le asieron de las manos, mientras aquél lloraba y les
decia:
378
-Hacedme prisionero y yo me redimiré. Hay en casa bronce, oro y hierro labrado:
con
ellos os pagaría mi padre inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las
naves
aqueas.
382
Respondióle el ingenioso Ulises:
383
-Tranquilízate y no pienses en la muerte. Ea, habla y dime con sinceridad:
¿Adónde
ibas
solo, separado de tu ejército y derechamente hacia las naves, en esta noche
obscura,
mientras
duermen los demás mortales? ¿Acaso a despojar a algún cadáver? ¿Por ventura
Héctor
te envió como espía a las cóncavas naves? ¿O te dejaste llevar por los impulsos
de
tu
corazón?
390
Contestó Dolón, a quien le temblaban las carnes:
391
-Héctor me hizo salir fuera de juicio con muchas y perniciosas promesas: accedió
a
darme
los solípedos corceles y el carro con adornos de bronce del eximio Pelión, para
que,
acercándome durante la rápida y obscura noche a los enemigos, averiguase si las
veleras
naves son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras manos, piensan
en
la fuga y no quieren velar porque el cansancio abrumador los
rinde.
400
Díjole sonriendo el ingenioso Ulises:
401
-Grande es el presente que tu corazón anhelaba. ¡Los corceles del aguerrido
Eácida!
Difícil es que ninguno de los mortales los sujete y sea por ellos llevado, fuera
de
Aquiles,
que tiene una madre inmortal. Pero, ea, habla y dime con sinceridad: ¿Dónde, al
venir,
has dejado a Héctor, pastor de hombres? ¿En qué lugar tiene las marciales armas
y
los
caballos? ¿Cómo se hacen las guardias y de qué modo están dispuestas las tiendas
de
los
troyanos? Cuenta también lo que están deliberando: si desean quedarse aquí cerca
de
las
naves y lejos de la ciudad, o volverán a ella cuando hayan vencido a los
aqueos.
412
Contestó Dolón, hijo de Eumedes:
413
-De todo voy a informarte con exactitud. Héctor y sus consejeros deliberan lejos
del
bullicio, junto a la tumba del divino Ilo; en cuanto a las guardias por que me
preguntas,
oh héroe, ninguna ha sido designada, para que vele por el ejército ni para que
vigile.
En torno de cada hoguera los troyanos, apremiados por la necesidad, velan y se
exhortan
mutuamente a la vigilancia. Pero los auxiliares, venidos de lejas tierras,
duermen
y dejan a los troyanos el cuidado de la guardia, porque no tienen aquí a sus
hijos
y
mujeres.
423
Volvió a preguntarle el ingenioso Ulises:
424
-¿Éstos duermen mezclados con los troyanos o separadamente? Dímelo para que lo
sepa.
426
Contestó Dolón, hijo de Eumedes:
427
-De todo voy a informarte con exactitud. Hacia el mar están los carios, los
peonios,
armados
de corvos arcos, y los léleges, caucones y divinos pelasgos. El lado de Timbra
to
obtuvieron
por suerte los licios, los arrogantes misios, los frigios, que combaten en
carros,
y los meonios, que armados de casco combaten en carros. Mas ¿por qué me hacéis
esas
preguntas? Si deseáis entraros por el ejército troyano, los tracios recién
venidos están
ahí,
en ese extremo, con su rey Reso, hijo de Eyoneo. He visto sus corceles que son
bellísimos,
de gran altura, más blancos que la nieve y tan ligeros como el viento. Su carro
tiene
lindos adornos de oro y plata, y sus armas son de oro, magníficas, encanto de la
vista,
y más propias de los inmortales dioses que de hombres mortales. Pero llevadme ya
a
las naves de ligero andar, o dejadme aquí, atado con recios lazos, para que
vayáis y
comprobéis
si os hablé como debía.
446
Mirándolo con torva faz, le replicó el fuerte Diomedes:
447
-No esperes escapar de ésta, Dolón, aunque tus noticias son importantes, pues
has
caído
en nuestras manos. Si te dejásemos libre o consintiéramos en el rescate,
vendrías de
nuevo
a las veleras naves de los aqueos a espiar o a combatir contra nosotros; y, si
por mi
mano
pierdes la vida, no serás en adelante una plaga para los
argivos.
454
Dijo; y Dolón iba, como suplicante, a tocarle la barba con su robusta mano,
cuando
Diomedes,
de un tajo en medio del cuello, le rompió ambos tendones; y la cabeza cayó en
el
polvo, mientras el troyano hablaba todavía. Quitáronle el morrión de piel de
comadreja,
la piel de lobo, el flexible arco y la ingente lanza; y el divino Ulises,
cogiéndolo
todo con la mano, levantólo para ofrecerlo a Atenea, que preside los saqueos,
y
oró diciendo:
462
-Huélgate de esta ofrenda, ¡oh diosa! Serás tú la primera a quien invocaremos
entre
las
deidades del Olimpo. Y ahora guíanos hacia los corceles y las tiendas de los
tracios.
465
Dichas estas palabras, apartó de sí los despojos y los colgó de un tamarisco,
cubriéndolos
con cañas y frondosas ramas del árbol, que fueran una señal visible para que
no
les pasaran inadvertidos, al regresar durante la rápida y obscura noche. Luego
pasaron
delante
por encima de las armas y de la negra sangre, y llegaron al grupo de los tracios
que,
rendidos de fatiga, dormían con las hermosas armas en el suelo, dispuestos
ordenadamente
en tres filas, y un par de caballos junto a cada guerrero. Reso descansaba
en
el centro, y tenía los ligeros corceles atados con correas a un extremo del
carro. Ulises
violo
el primero y lo mostró a Diomedes:
477
-Éste es el hombre, Diomedes, y éstos los corceles de que nos habló Dolón, a
quien
matamos.
Ea, muestra tu impetuoso valor y no tengas ociosas las armas. Desata los
ca-
ballos,
o bien mata hombres y yo me encargaré de aquéllos.
482
Así dijo, y Atenea, la de ojos de lechuza, infundió valor a Diomedes, que
comenzó
a
matar a diestro y a siniestro: sucedíanse los horribles gemidos de los que daban
la vida
a
los golpes de la espada, y su sangre enrojecía la tierra. Como un mal
intencionado león
acomete
al rebaño de cabras o de ovejas, cuyo pastor está ausente, así el hijo de Tideo
se
abalanzaba
a los tracios, hasta que mató a doce. A cuántos aquél hería con la espada, el
ingenioso
Ulises, asiéndolos por un pie, los apartaba del camino, para que luego los
corceles
de hermosas crines pudieran pasar fácilmente y no se asustasen de pisar
cadáveres,
a lo cual no estaban acostumbrados. Llegó el hijo de Tideo adonde yacía el
rey,
y fue éste el decimotercio a quien privó de la dulce vida, mientras daba un
suspiro;
pues
en aquella noche el nieto de Eneo aparecíase en desagradable ensueño a Reso, por
orden
de Atenea. Dúrante este tiempo el paciente Ulises desató los solípedos caballos,
los
ligó
con las riendas y los sacó del ejército aguijándolos con el arco, porque se le
olvidó
tomar
el magnífico látigo que había en el labrado carro. Y en seguida silbó, haciendo
seña
al divino Diomedes.
503
Mas éste, quedándose aún, pensaba qué podría hacer que fuese muy arriesgado: si
se
llevaría el carro con las labradas armas, ya tirando del timón, ya levantándolo
en alto;
o
quitaría la vida a más tracios. En tanto que revolvía tales pensamientos en su
espíritu,
presentóse
Atenea y habló así al divino Diomedes:
509
-Piensa ya en volver a las cóncavas naves, hijo del magnánimo Tideo. No sea que
hayas
de llegar huyendo, si algún otro dios despierta a los
troyanos.
512
Así habló. Diomedes, conociendo la voz de la diosa, montó sin dilación a
caballo, y
también
Ulises, que los aguijó con el arco; y volaron hacia las veleras naves
aqueas.
515
Apolo, que lleva arco de plata, estaba en acecho desde que advirtió que Atenea
acompañaba
al hijo de Tideo; e, indignado contra ella, entróse por el ejército de los
troyanos
y despertó a Hipocoonte, valeroso caudillo tracio y sobrino de Reso. Como
Hipocoonte,
recordando del sueño, viera vacío el lugar que ocupaban los caballos y a los
hombres
horriblemente heridos y palpitantes todavía, comenzó a lamentarse y a llamar
por
su nombre al querido compañero. Y pronto se promovió gran clamoreo a inmenso
tumulto
entre los troyanos, que acudían en tropel y admiraban la peligrosa aventura a
que
unos
hombres habían dado cima, regresando luego a las cóncavas
naves.
526
Cuando ambos héroes llegaron al sitio en que habían dado muerte al espía de
Héctor,
Ulises, caro a Zeus, detuvo los veloces caballos; y el Tidida, apeándose, tomó
los
cruentos
despojos que puso en las manos de Ulises, volvió a montar y picó a los corceles.
Éstos
volaron gozosos hacia las cóncavas naves, pues a ellas deseaban llegar. Néstor
fue
el
primero que oyó las pisadas de los caballos, y dijo:
533
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Me engañaré o será verdad lo
que
voy a decir? El corazón me ordena hablar. Oigo pisadas de caballos de pies
ligeros.
Ojalá
Ulises y el fuerte Diomedes trajeran del campo troyano solípedos corceles; pero
mucho
temo que a los más valientes argivos les haya ocurrido algún percance en el
ejército
troyano.
540
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando aquéllos llegaron y
echaron
pie a tierra. Todos los saludaban alegremente con la diestra y con afectuosas
palabras.
Y Néstor, caballero gerenio, les preguntó el primero:
544
-¡Ea, dime, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! ¿Cómo hubisteis estos
caballos:
penetrando en el ejército troyano, o recibiéndolos de un dios que os salió al
camino?
Muy semejantes son a los rayos del sol. Siempre entro por las filas de los
troyanos;
pues, aunque anciano, no me quedo en las naves, y jamás he visto ni advertido
tales
corceles. Supongo que los habréis recibido de algún dios que os salió al
encuentro,
pues
a entrambos os aman Zeus, que amontona las nubes, y su hija Atenea, la de ojos
de
lechuza.
554
Respondióle el ingenioso Ulises:
555
-¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Fácil le sería a un dios, si
quisiera,
dar
caballos mejores aún que éstos, pues su poder es muy grande. Los corceles por
los
que
preguntas, anciano, llegaron recientemente y son tracios: el valiente Diomedes
mató
al
dueño y a doce de sus compañeros, todos aventajados. Y cerca de las naves dimos
muerte
al decimotercio, que era un espía enviado por Héctor y otros troyanos ilustres a
explorar
este campamento.
564
De este modo habló; y muy ufano, hizo que los solípedos caballos pasaran el
foso,
y
los demás aqueos siguiéronlo alborozados. Cuando estuvieron en la hermosa tienda
del
Tidida,
ataron los corceles con bien cortadas correas al pesebre, donde los caballos de
Diomedes
comían el trigo dulce como la miel. Ulises dejó en la popa de su nave los
cruentos
despojos de Dolón, para guardarlos hasta que ofrecieran un sacrificio a Atenea.
Ambos
entraron en el mar y se lavaron el abundante sudor de sus piernas, cuello y
muslos.
Cuando las olas les hubieron limpiado el abundante sudor del cuerpo y recreado
el
corazón, metiéronse en pulimentadas pilas y se bañaron. Lavados ya y ungidos con
craso
aceite, sentáronse a la mesa, y, sacando de una rebosante cratera vino dulce
como la
miel,
en honor de Atenea to libaron.
CANTO
XI*
Principalía
de Agamenón
*
En la batalla entre aqueos y troyanos, aquéllos llevan la peor parte: Agamenón,
Diomedes y Ulises
resultan
heridos. Ante la clara ventaja de los troyanos, Aquiles envía a Patroclo junto a
Néstor.
1
La Aurora se levantaba del lecho, dejando al ilustre Titono, para llevar la luz
a los
dioses
y a los hombres, cuando, enviada por Zeus, se presentó en las veleras naves
aqueas
la
cruel Discordia con la señal del combate en la mano. Subió la diosa a la ingente
nave
negra
de Ulises, que estaba en medio de todas, para que lo oyeran por ambos lados
hasta
las
tiendas de Ayante Telamonio y de Aquiles; los cuales habían puesto sus bajeles
en los
extremos,
porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Desde a11í daba
aquélla
grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía mucha fortaleza en el corazón de
todos
los aqueos, a fin de que pelearan y combatieran sin descanso. Y pronto les fue
más
agradable
batallar que volver a la patria tierra en las cóncavas
naves.
15
El Atrida alzó la voz mandando que los argivos se apercibiesen, y él mismo
vistió la
armadura
de luciente bronce. Púsose en torno de las piernas hermosas grebas sujetas con
broches
de pláta, y cubrió su pecho con la coraza que Ciniras le había dado por presente
de
hospitalidad. Porque hasta Chipre habíá llegado la noticia de que los aqueos se
embar-
caban
para Troya, y Ciniras, deseoso de complacer al rey, le dio esta córaza que tenía
diez
filetes de pavonado acero, doce de oro y veinte de estaño, y a cada lado tres
cerúleos
dragones
erguidos hacia el cuello y semejantes al iris que el Cronión fija en las nubes
como
señal para los hombres dotados de palabra. Luego, el rey colgó del hombro la
espada,
en la que relucían áureos clavos, con su vaina de plata sujeta por tirantes de
oro.
Embrazó
después el labrado escudo, fuerte y hermoso, de la altura de un hombre, que
presentaba
diez círculos de bronce en el contorno, tenía veinte bollos de blanco estaño y
en
el centro uno de negruzco acero, y lo coronaba Gorgona, de ojos horrendos y
torva
vista,
con el Terror y la Fuga a los lados. Su correa era argentada, y sobre la misma
enroscábase
cerúleo dragón de tres cabezas entrelazadas, que nacían de un solo cuello.
Cubrió
en seguida su cabeza con un casco de doble cimera, cuatro abolladuras y penacho
de
crines de caballo, que al ondear en to alto causaba pavor; y asió dos fornidas
lanzas de
aguzada
broncínea punta, cuyo brillo llegaba hasta el cielo. Y Atenea y Hera tronaron en
las
alturas para honrar al rey de Micenas, rica en oro.
47
Cada cual mandó entonces a su auriga que tuviera dispuestos el carro y los
corceles
junto
al foso; salieron todos a pie y armados, y levantóse inmenso viento antes que la
au-
rora
despuntara. Delante del foso ordenáronse los infantes, y a éstos siguieron de
cerca
los
que combatían en carros. Y el Cronida promovió entre ellos funesto tumulto y
dejó
caer
desde el éter sanguinoso rocío porque había de precipitar al Hades a muchas y
valerosas
almas.
56
Los troyanos pusiéronse también en orden de batalla en una eminencia de la
llanura,
alrededor
del gran Héctor, del eximio Polidamante, de Eneas, honrado como un dios por
el
pueblo troyano, y de los tres Antenóridas: Pólibo, el divino Agenor y el joven
Acamante,
que parecía un inmortal. Héctor, armado de un escudo liso, llegó con los
primeros
combatientes. Cual astro funesto, que unas veces brilla en el cielo y otras se
oculta
detrás de las pardas nubes; así Héctor, ya aparecía entre los delanteros, ya se
mostraba
entre los últimos, siempre dando órdenes y brillando por la armadura de bronce
como
el relámpago del padre Zeus, que lleva la égida.
67
Como los segadores caminan en direcciones opuestas por los surcos de un campo de
trigo
o de cebada de un hombre opulento, y los manojos de espigas caen espesos, de la
misma
manera, troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin pensar en la perniciosa
fuga.
Igual andaba la pelea, y como lobos se embestían. Gozábase en verlos la luctuosa
Discordia,
única deidad que se hallaba entre los combatientes; pues los demás dioses
permanecían
quietos en los hermosos palacios que se les había construido en los valles
del
Olimpo y todos acusaban al Cronida, el dios de las sombrías nubes, porque queria
coneeder
la victoria a los troyanos. Mas el padre no se cuidaba de ellos; y, sentado
aparte,
ufano
de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del
bronce,
a
los que mataban y a los que la muerte recibían.
84
Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los tiros
alcanzaban
por
igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando llegó la hora en que el
leñador
prepara
el almuerzo en la espesura del monte, porque tiene los brazos cansados de cortar
grandes
árboles, siente fatiga en su corazón y el dulce deseo de la comida le ha llegado
al
alma,
los dánaos, exhortándose mutuamente por las filas y peleando con bravura,
rompieron
las falanges teucras. Agamenón, que fue el primero en arrojarse a ellas, mató
primeramente
a Biánor, pastor de hombres, y después a su compañero Oileo, hábil jinete.
Éste
se había apeado del carro para sostener el encuentro, pero el Atrida le hundió
en la
frente
la aguzada pica, que no fue detenida por el casco del duro bronce, sino que pasó
a
través
del mismo y del hueso, conmovióle el cerebro y postró al guerrero cuando contra
aquél
arremetía. Después de quitarles a entrambos la coraza, Agamenón, rey de hombres,
dejólos
allí, con el pecho al aire, y fue a dar muerte a Iso y a Antifo, hijos bastardo
y
legítimo,
respectivamente, de Príamo, que iban en el mismo carro. El bastardo guiaba y el
ilustre
Antifo combatía. En otro tiempo Aquiles, habiéndolos sorprendido en un bosque
del
Ida, mientras apacentaban ovejas, atólos con tiernos mimbres; y luego, pagado el
rescate,
los puso en libertad. Mas entonces el poderoso Agamenón Atrida le envainó a Iso
la
lanza en el pecho, sobre la tetilla, y a Antifo lo hirió con la espada en la
oreja y lo
derribó
del carro. Y, al ir presuroso a quitarles las magníficas armaduras, los
reconoció;
pues
los había visto en las veleras naves cuando Aquiles, el de los pies ligeros, se
los
llevó
del Ida. Bien así corno un león penetra en la guarida de una ágil cierva, se
echa
sobre
los hijuelos y despedazándolos con los fuertes dientes les quita la tierna vida,
y la
madre
no puede socorrerlos, aunque esté cerca, porque le da un gran temblor, y
atraviesa,
azorada
y sudorosa, selvas y espesos encinares, huyendo de la acometida de la terrible
fiera;
tampoco los troyanos pudieron librar a aquéllos de la muerte, porque a su vez
huían
delante
de los argivos.
122
Alcanzó luego el rey Agamenón a Pisandro y al intrépido Hipóloco, hijos del
aguerrido
Antímaco (éste, ganado por el oro y los espléndidos regalos de Alejandro, se
oponía
a que Helena fuese devuelta al rubio Menelao): ambos iban en un carro, y desde
su
sitio procuraban guiar los veloces corceles, pues habían dejado caer las
lustrosas
riendas
y estaban aturdidos. Cuando el Atrida arremetió contra ellos, cual si fuese un
león,
arrodilláronse en el carro y así le suplicaron:
131
-Haznos prisioneros, hijo de Atreo, y recibirás digno rescate. Muchas cosas de
valor
tiene en su casa Antímaco: bronce, oro, hierro labrado; con ellas nuestro padre
lo
pagaría
inmenso rescate, si supiera que estamos vivos en las naves
aqueas.
136
Con tan dulces palabras y llorando hablaban al rey, pero fue amarga la respuesta
que
escucharon:
138
-Pues si sois hijos del aguerrido Antímaco que aconsejaba en el ágora de los
troyanos
matar a Menelao y no dejarle volver a los aqueos, cuando vino a título de
embajador
con el deiforme Ulises, ahora pagaréis la insolente injuria que nos infirió
vuestro
padre.
143
Dijo, y derribó del carro a Pisandro: diole una lanzada en el pecho y lo tumbó
de
espaldas.
De un salto apeóse Hipóloco, y ya en tierra, Agamenón le cercenó con la espada
los
brazos y la cabeza, que tiró, haciendola rodar como un montero, por entre las
filas. El
Atrida
dejó a éstos, y seguido de otros aqueos, de hermosas grebas, fuese derecho al
sitio
donde
más falanges, mezclándose en montón confuso, combatían. Los infantes mataban a
los
infantes, que se veían obligados a huir; los que combatían desde el carro daban
muerte
con
el bronce a los enemigos que así peleaban, y a todos los envolvía la polvareda
que en
la
llanura levantaban con sus sonoras pisadas los caballos. Y el rey Agamenón iba
siempre
adelante, matando troyanos y animando a los argivos. Como al estallar voraz
incendio
en un boscaje, el viento hace oscilar las llamas y to propaga por todas partes,
y
los
arbustos ceden a la violencia del fuego y caen con sus mismas raíces, de igual
manera
caían
las cabezas de los troyanos puestos en fuga por Agamenón Atrida, y muchos
caballos
de erguido cuello arrastraban con estrépito por el campo los carros vacíos y
echaban
de menos a los eximios conductores; pero éstos, tendidos en tierra, eran ya más
gratos
a los buitres que a sus propias esposas.
163
A Héctor, Zeus le sustrajo de los tiros, el polvo, la matanza, la sangre y el
tumulto;
y
el Atrida iba adelante, exhortando vehementemente a los dánaos. Los troyanos
corrían
por
la llanura, deseosos de refugiarse en la ciudad, y ya habían dejado a su espalda
el
sepulcro
del antiguo Ilo Dardánida y el cabrahígo; y el Atrida les seguía al alcance,
vociferando,
con las invictas manos llenas de polvo y sangre. Los que primero llegaron a
las
puertas Esceas y a la encina detuviéronse para aguardar a sus compañeros, los
cuales
huían
por la llanura como vacas aterrorizadas por un león que, presentándose en la
obscuridad
de la noche, da cruel muerte a una de ellas, rompiendo su cerviz con los
fuertes
dientes y tragando su sangre y sus entrañas; del mismo modo el rey Agamenón
Atrida
perseguía a los troyanos, matando al que se rezagaba, y ellos huían espantados.
El
Atrida,
manejando la lanza con gran furia, derribó a muchos, ya de pechos, ya de
espaldas,
de sus respectivos carros. Mas cuando le faltaba poco para llegar al alto muro
de
la ciudad, el padre de los hombres y de los dioses bajó del cielo con el
relámpago en la
mano,
se sentó en una de las cumbres del Ida, abundante en manantiales, y llamó a
Iris, la
de
doradas alas, para que le sirviese de mensajera:
186
-¡Anda, ve, rápida Iris! Dile a Héctor estas palabras: Mientras vea que
Agamenón,
pastor
de hombres, se agita entre los combatientes delanteros y destroza filas de
hombres,
retírese
y ordene al pueblo que combata con los enemigos en la encarnizada batalla. Mas
así
que aquél, herido de lanza o de flecha, suba al carro, le daré fuerzas para
matar ene-
migos
hasta que llegue a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la
sagrada
noche.
195
Así dijo; y la veloz Iris, de pies ligeros como el viento, no dejó de
obedecerlo.
Descendió
de los montes ideos a la sagrada Ilio, y, hallando al divino Héctor, hijo del
belicoso
Príamo, de pie en el sólido carro, se detuvo a su lado, y le habló de esta
manera:
200
-¡Héctor, hijo de Príamo, que en prudencia igualas a Zeus! El padre Zeus me
manda
para que te diga lo siguiente: Mientras veas que Agamenón, pastor de hombres, se
agita
entre los combatientes delanteros y destroza sus filas, retírate de la lucha y
ordena al
pueblo
que combata con los enemigos en la encarnizada batalla. Mas así que aquél,
heri-
do
de lanza o de flecha, suba al carro, te dará fuerzas para matar enemigos hasta
que
llegues
a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y comience la sagrada
noche.
210
Cuando Iris, la de los pies ligeros, hubo dicho esto, se fue. Héctor saltó del
carro al
suelo
sin dejar las armas; y, blandiendo afiladas picas, recorrió el ejército, animóle
a
luchar
y promovió una terrible pelea. Los troyanos volvieron la cara a los aqueos para
embestirlos;
los argivos, por su parte, cerraron las filas de las falanges; reanudóse el
combate,
y Agamenón acometió el primero, porque deseaba adelantarse a todos en la
batalla.
218
Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer troyano
o
aliado ilustre que a Agamenón se opuso.
221
Fue Ifidamante Antenórida, valiente y alto de cuerpo, que se había criado en la
fértil
Tracia, madre de ovejas. Era todavía niño cuando su abuelo materno Ciseo, padre
de
Teano, la de hermosas mejillas, to acogió en su casa; y así que hubo llegado a
la
gloriosa
edad juvenil, lo conservó a su lado, dándole a su hija en matrimonio. Apenas
casado,
Ifidamante tuvo que dejar el tálamo para ir a guerrear contra los aqueos: llegó
por
mar
hasta Percote, dejó allí las doce corvas naves que mandaba y se encaminó por
tierra a
Ilio.
Tal era quien salió al encuentro de Agamenón Atrida. Cuando ambos se hallaron
frente
a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el tiro, porque la lanza se le desvió;
Ifidamante
dio con la pica un bote en la cintura de Agamenón, más abajo de la coraza, y,
aunque
empujó el astil con toda la fuerza de su brazo, no logró atravesar el labrado
tahalí,
pues
la punta al chocar con la lámina de plata se torció como plomo. Entonces el
poderoso
Agamenón asió de la pica, y tirando de ella con la furia de un león, la arrancó
de
las manos de Ifidamante, a quien hirió en el cuello con la espada, dejándole sin
vigor
los
miembros. De este modo cayó el desventurado para dormir el sueño de bronce,
mientras
auxiliaba a los troyanos, lejos de su joven y legítima esposa, cuya gratitud no
llegó
a conocer después que tanto le había dado: habíale regalado cien bueyes y
prometido
cien mil cabras y mil ovejas de las innumerables que sus pastores apacentaban.
El
Atrida Agamenón le quitó la magnífica armadura y se la llevó, abriéndose paso
por
entre
los aqueos.
248
Advirtiólo Coón, varón preclaro a hijo primogénito de Anténor, y densa nube de
pesar
cubrió sus ojos por la muerte del hermano. Púsose al lado de Agamenón sin que
éste
to notara, diole una lanzada en medio del brazo, en el codo, y se lo atravesó
con la
punta
de la reluciente pica. Estremecióse el rey de hombres, Agamenón, mas no por esto
dejó
de luchar ni de combatir; sino que arremetió con la impetuosa lanza a Coón, el
cual
se
apresuraba a retirar, asiéndolo por el pie, el cadáver de Ifidamante, su hermano
de
padre,
y a voces pedía auxilio a los más valientes. Mientras arrastraba el cadáver por
entre
la turba, cubriéndolo con el abollonado escudo, Agamenón le envasó la broncínea
lanza;
dejó sin vigor sus miembros, y le cortó la cabeza sobre el mismo Ifidamante. Y
ambos
hijos de Anténor, cumpliéndose su destino, acabaron la vida a manos del rey
Atrida
y descendieron a la morada de Hades.
264
Entróse luego Agamenón por las filas de otros guerreros, y combatió con la
lanza,
la
espada y grandes piedras mientras la sangre caliente brotaba de la herida; mas
así que
ésta
se secó y la sangre dejó de correr, agudos dolores debilitaron sus fuerzas. Como
los
dolores
agudos y acerbos que a la parturienta envían las Ilitias, hijas de Hera, las
cuales
presiden
los alumbramientos y disponen de los terribles dolores del parto; tales eran los
agudos
dolores que debllitaron las fuerzas del Atrida. De un salto subió al carro; con
el
corazón
afligido mandó al auriga que le llevase a las cóncavas naves, y gritando fuerte
dijo
a los dánaos:
276
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Apartad vosotros de las naves
surcadoras
del ponto el funesto combate; pues a mí el próvido Zeus no me permite
combatir
todo el día con los troyanos.
280
Así dijo. El auriga picó con el látigo a los caballos de hermosas crines,
dirigiéndolos
a las cóncavas naves; ellos volaron gozosos, con el pecho cubierto de
espuma,
y envueltos en una nube de polvo sacaron del campo de la batalla al fatigado
rey.
284
Héctor, al notar que Agamenón se ausentaba, con penetrantes gritos animó a los
troyanos
y a los licios:
2s6
-¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos,
y
mostrad
vuestro impetuoso valor. El guerrero más valiente se ha ido, y Zeus Cronida me
concede
una gran victoria. Pero dirigid los solípedos caballos hacia los fuertes dánaos
y
la
gloria que alcanzaréis será mayor.
291
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Como un cazador
azuza a
los
perros de blancos dientes contra un montaraz jabalí o contra un león, así Héctor
Priá-
mida,
igual a Ares, funesto a los mortales, incitaba a los magnánimos troyanos contra
los
aqueos.
Muy alentado, abrióse paso por los combatientes delanteros, y cayó en la batalla
como
tempestad que viene de to alto y alborota el violáceo
ponto.
299
¿Cuál fue el primero, cuál el último de los que entonces mató Héctor Priámida
cuando
Zeus le dio gloria?
301
Aseo, el primero, y después Autónoo, Opites, Dólope Clítida, Ofeltio, Agelao,
Esimno,
Oro y el bravo Hipónoo. A tales caudillos dánaos dio muerte, y además a
muchos
hombres del pueblo. Como el Céfiro agita y se lleva en furioso torbellino las
nubes
que el veloz Noto tenía reunidas, y gruesas olas se levantan y la espuma llega a
to
alto
por el soplo del errabundo viento; de esta manera caían delante de Héctor muchas
cabezas
de gente del pueblo.
310
Entonces gran estrago a irreparables males se hubieran próducido, y los aqueos,
dándose
a la fuga, no habrían parado hasta las naves, si Ulises no hubiese exhortado al
Tidida
Diomedes:
313
-¡Tidida! ¿Por qué no mostramos nuestro impetuoso valor? Ea, ven aquí, amigo;
ponte
a mi lado. Vergonzoso fuera que Héctor, el de tremolante casco, se apoderase de
las
naves.
316
Respondióle el fuerte Diomedes:
317
-Yo me quedaré y resistiré, aunque será poco el provecho que logremos; pues
Zeus,
que
amontona las nubes, quiere conceder la victoria a los troyanos y no a
nosotros.
320
Dijo, y derribó del carro a Timbreo, envasándole la pica en la tetilla
izquierda;
mientras
Ulises hería al escudero del mismo rey, a Molión, igual a un dios. Dejáronlos
tan
pronto como los pusieron fuera de combate, y penetrando por la turba causaron
confusión
y terror, como dos embravecidos jabalíes que acometen a perros de caza. Así,
habiendo
vuelto a combatir, mataban a los troyanos; y en tanto los aqueos, que huían de
Héctor,
pudieron respirar placenteramente.
328
Dieron también alcance a dos hombres que eran los más valientes de su pueblo y
venían
en un mismo carro, a los hijos de Mérope percosio: éste conocía como nadie el
arte
adivinatoria, y no quería que sus hijos fuesen a la homicida guerra; pero ellos
no lo
obedecieron,
impelidos por las parcas de la negra muerte. Diomedes Tidida, famoso por
su
lanza, les quitó el alma y la vida y los despojó de las magníficas armaduras.
Ulises
mató
a Hipódamo y a Hipéroco.
336
Entonces el Cronida, que desde el Ida contemplaba la batalla, igualó el combate
en
que
troyanos y aqueos se mataban. El hijo de Tideo dio una lanzada en la cadera al
héroe
Agástrofo
Peónida, que por no tener cerca los corceles no pudo huir, y ésta fue la causa
de
su desgracia: el escudero tenía el carro algo distante, y él se revolvía furioso
entre los
combatientes
delanteros, hasta que perdió la vida. Atisbó Héctor a Ulises y a Diomedes,
los
arremetió gritando, y pronto siguieron tras él las falanges de los troyanos. Al
verlo,
estremecióse
el valeroso Diomedes, y dijo a Ulises, que estaba a su
lado:
347
-Contra nosotros viene esa calamidad, el impetuoso Héctor. Ea, aguardémosle a
pie
firme
y cerremos con él.
349
Dijo; y apuntando a la cabeza de Héctor, blandió y arrojó la ingente lanza, y no
le
erró,
pues fue a dar en la cima del yelmo; pero el bronce rechazó al bronce, y la
punta no
llegó
al hermoso cutis por impedírselo el casco de tres dobleces y agujeros a guisa de
ojos,
regalo de Febo Apolo. Héctor entonces retrocedió un buen trecho, y, penetrando
por
la
turba, cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y obscura noche
cubrió sus
ojos.
Mientras el Tidida atravesaba las primeras filas para recoger la lanza que en el
suelo
se
había clavado, Héctor tornó en su sentido, subió de un salto al carro, y,
dirigiéndolo
por
en medio de la multitud, evitó la negra muerte. Y el fuerte Diomedes, que lanza
en
mano
lo perseguía, exclamó:
362
-¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición,
pero
te
salvó Febo Apolo, a quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oír el
estruendo
de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde to encuentro y un dios me
ayuda.
Y ahora perseguiré a los demás que se me pongan al
alcance.
368
Dijo; y empezó a despojar el cadáver del Peónida, famoso por su lanza. Pero
Alejandro,
esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que se apoyaba en una columna
del
sepulcro de Ilo Dardánida, antiguo anciano honrado por el pueblo, armó el arco y
lo
asestó
al hijo de Tideo, pastor de hombres. Y mientras éste quitaba al cadáver del
valeroso
Agástrofo la labrada coraza, el manejable escudo de debajo del pecho y el
pesado
casco, aquél tiró del arco y disparó; y la flecha no salió inútilmente de su
mano,
sino
que le atravesó al héroe el empeine del pie derecho y se clavó en tierra.
Alejandro
salió
de su escondite, y con grande y regocijada risa se gloriaba
diciendo:
380
-Herido estás; no se perdió el tiro. Ojalá que, acertándote en un ijar, lo
hubiese
quitado
la vida. Así los troyanos tendrían un desahogo en sus males, pues te temen como
al
león las baladoras cabras.
384
Sin turbarse le respondió el fuerte Diomedes:
385
-¡Flechero, insolente, experto sólo en manejar el arco, mirón de doncellas! Si
frente
a
frente midieras conmigo las armas, no te valdría el arco ni las abundantes
flechas.
Ahora
te alabas sin motivo, pues sólo me rasguñaste el empeine del pie. Tanto me cuido
de
la herida como si una mujer o un insipiente niño me la hubiese causado, que poco
duele
la flecha de un hombre vil y cobarde. De otra clase es el agudo dardo que yo
arrojo:
por
poco que penetre deja exánime al que to recibe, y la mujer del muerto desgarra
sus
mejillas,
sus hijos quedan huérfanos, y el cadáver se pudre enrojeciendo con su sangre la
tierra
y teniendo a su alrededor más aves de rapiña que mujeres.
396
Así dijo. Ulises, famoso por su lanza, acudió y se le puso delante. Diomedes se
sentó,
arrancó del pie la aguda flecha y un dolor terrible recorrió su cuerpo. Entonces
subió
al carro y con el corazón afligido mandó al auriga que lo llevase a las cóncavas
naves.
401
Ulises, famoso por su lanza, se quedó solo; ningún argivo permaneció a su lado,
porque
el terror los poseía a todos. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu así le
hablaba:
404
-¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá? Muy malo es huir, temiendo a la muchedumbre, y
peor
aún que me cojan quedándome solo, pues a los demás dánaos el Cronión los puso en
fuga.
Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? Sé que los cobardes huyen
del
combate, y quien descuella en la batalla debe mantenerse firme, ya sea herido,
ya a
otro
hiera.
411
Mientras revolvía tales pensamientos en su mente y en su corazón, llegaron las
huestes
de los escudados troyanos, y, rodeándole, su propio mal entre ellos encerraron.
Como
los perros y los florecientes mozos cercan y embisten a un jabalí que sale de la
espesa
selva aguzando en sus corvas mandíbulas los blancos colmillos, y aunque la fiera
cruja
los dientes y aparezca terrible, resisten firmemente; así los troyanos acometían
entonces
por todos lados a Ulises, caro a Zeus. Mas él dio un salto y clavó la aguda pica
en
un hombro del eximio Deyopites; mató luego a Toón y a Ennomo; alanceó en el
ombligo
por debajo del cóncavo escudo a Quersidamante, que se apeaba del carro y cayó
en
el polvo y cogió el suelo con las manos; y, dejándolos a todos, envasó la lanza
a
Cárope
Hipásida, hermano carnal del noble Soco. Éste, que parecía un dios, vino a
defenderlo,
y, deteniéndose cerca de Ulises, hablóle de este modo:
430
-¡Célebre Ulises, varón incansable en urdir engaños y en trabajar! Hoy, o podrás
gloriarte
de haber muerto y despojado de las armas a ambos Hipásidas, o perderás la vida,
herido
por mi lanza.
434
Cuando esto hubo dicho, le dio un bote en el liso escudo: la fornida lanza
atravesó
el
luciente escudo, clavóse en la labrada coraza y levantó la piel del costado;
pero Palas
Atenea
no permitió que llegara a las entrañas del varón. Entendió Ulises que por el
sitio
la
herida no era mortal, y retrocediendo dijo a Soco estas
palabras:
441
-¡Ah infortunado! Grande es la desgracia que sobre ti ha caído. Lograste que
cesara
de
luchar con los troyanos, pero yo te digo que la perdición y la negra muerte te
alcanzarán
hoy; y, vencido por mi lanza, me darás gloria, y a Hades, el de los famosos
corceles,
el alma.
446
Dijo, y como Soco se volviera para huir, clavóle la lanza en el dorso, entre los
hombros,
y le atravesó el pecho. El guerrero cayó con estrépito, y el divino Ulises se
jactó
de su obra:
450
-¡Oh Soco, hijo del aguerrido Hípaso, domador de caballos! Te sorprendió la
muerte
antes de que pudieses evitarla. ¡Ah mísero! A ti, una vez muerto, ni el padre ni
la
veneranda
madre te cerrarán los ojos, sino que te desgarrarán las carnívoras aves
cubriéndote
con sus tupidas alas; mientras que a mí, si muero, los divinos aqueos me
harán
honras fúnebres.
456
Así diciendo, arrancó de su cuerpo y del abollonado escudo la ingente lanza que
Soco
le había arrojado; brotó la sangre y afligióle el corazón. Los magnánimos
troyanos,
al
ver la sangre, se exhortaron mutuamente entre la turba y embistieron todos a
Ulises, y
éste
retrocedió, llamando a voces a sus compañeros. Tres veces gritó cuanto un varón
puede
hacerlo a voz en cuello; tres veces Menelao, caro a Ares, to oyó, y al punto
dijo a
Ayante,
que estaba a su lado:
465
-¡Ayante Telamonio, del linaje de Zeus, príncipe de hombres! Oigo la voz del
paciente
Ulises como si los troyanos, habiéndole aislado en la terrible lucha, lo
estuviesen
acosando.
Acudámosle, abriéndonos calle por la turba, pues lo mejor es llevarle socorro.
Temo
que a pesar de su valentía le suceda alguna desgracia solo entre los troyanos, y
que
después
los dánaos te echen muy de menos.
47z
Así diciendo, partió y siguióle Ayante, varón igual a un dios. Pronto dieron con
Ulises,
caro a Zeus, a quien los troyanos acometían por todos lados como los rojizos
cha-
cales
circundan en el monte a un cornígero ciervo herido por la flecha que un hombre
le
disparó
con el arco -sálvase el ciervo, merced a sus pies, y huye en tanto que la sangre
está
caliente y las rodillas ágiles; póstralo luego la veloz saeta, y, cuando
carnívoros
chacales
lo despedazan en la espesura de un monte, trae la fortuna un voraz león que,
dispersando
a los chacales, devora a aquél-; así entonces muchos y robustos troyanos
arremetían
al aguerrido y sagaz Ulises; y el héroe, blandiendo la pica, apartaba de sí la
cruel
muerte. Pero llegó Ayante con su escudo como una torre, se puso al lado de
Ulises
y
los troyanos se espantaron y huyeron a la desbandada. Y el marcial Menelao,
asiendo
de
la mano al héroe, sacólo de la turba mientras el escudero acercaba el
carro.
489
Ayante, acometiendo a los troyanos, mató a Doriclo, hijo bastardo de Príamo, a
hirió
a Pándoco, Lisandro, Píraso y Pilartes. Como el hinchado torrente que acreció la
lluvia
de Zeus baja rebosante por los montes a la llanura, arrastra muchos pinos y
encinas
secas,
y arroja al mar gran cantidad de cieno, así entonces el ilustre Ayante
desordenaba y
perseguía
por el campo a los enemigos y destrozaba corceles y guerreros. Héctor no lo
había
advertido, porque peleaba en la izquierda de la batalla, cerca de la orilla del
Escamandro:
a11í las cabezas caían en mayor número y un inmenso vocerío se dejaba oír
alrededor
del gran Néstor y del marcial Idomeneo. Entre todos revolvíase Héctor, que,
haciendo
arduas proezas con su lanza y su habilidad ecuestre, destruía las falanges de
jóvenes
guerreros. Y los divinos aqueos no retrocedieran aún, si Alejandro, esposo de
Helena,
la de hermosa cabellera, no hubiese puesto fuera de combate a Macaón, pastor de
hombres,
mientras descollaba en la pelea, hiriéndolo en la espalda derecha con trifurcada
saeta.
Los aqueos, aunque respiraban valor, temieron que la lucha se inclinase, y aquél
fuera
muerto. Y al punto habló Idomeneo al divino Néstor:
511
-¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Ea, sube al carro, póngase
Macaón
junto a ti, y dirige presto a las naves los solípedos corceles. Pues un médico
vale
por
muchos hombres, por su pericia en arrancar flechas y aplicar drogas
calmantes.
516
Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no dejó de obedecerlo. Subió al carro, y tan
pronto
como Macaón, hijo del eximio médico Asclepio, lo hubo seguido, picó con el
látigo
a los caballos y éstos volaron de su grado hacia las cóncavas naves, pues les
gustaba
volver a ellas.
521
Cebríones, que acompañaba a Héctor en el carro, notó que los troyanos eran
derrotados,
y le dijo:
523
-¡Héctor! Mientras nosotros combatimos aquí con los dánaos en un extremo de la
batalla
horrísona, los demás troyanos son desbaratados y se agitan en confuso tropel
hom-
bres
y caballos. Ayante Telamonio es quien los desordena; bien lo conozco por el
ancho
escudo
que cubre sus espaldas. Enderecemos a aquel sitio los corceles del carro, que
a11í
es
más empeñada la pelea, mayor la matanza de peones y de los que combaten en
carros,
a
inmensa la gritería que se levanta.
531
Habiendo hablado así, azotó con el sonoro látigo a los caballos de hermosas
crines.
Sintieron
éstos el golpe y arrastraron velozmente por entre troyanos y aqueos el veloz
ca-
rro,
pisando cadáveres y escudos; el eje tenía la parte inferior cubierta de sangre y
los
barandales
estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los cascos de los corceles y las
llantas
de las ruedas despedían. Héctor, deseoso de penetrar y deshacer aquel grupo de
hombres,
promovía gran tumulto entre los dánaos, no dejaba la lanza quieta, recorría las
filas
de aquéllos y peleaba con la lanza, la espada y grandes piedras; solamente
evitaba el
encuentro
con Ayante Telamonio [porque Zeus se irritaba contra él cuando combatía con
un
guerrero más valiente].
544
El padre Zeus, que tiene su trono en las alturas, infundió temor en Ayante y
éste se
quedó
atónito, se echó a la espalda el escudo formado por siete boyunos cueros, paseó
su
mirada
por la turba, como una fiera, y retrocedió volviéndose con frecuencia y andando
a
paso
lento. Como los canes y los pastores del campo ahuyentan del boíl a un tostado
león,
y,
vigilando toda la noche, no le dejan llegar a los pingües bueyes; y el león,
ávido de
carne,
acomete furioso y nada consigue, porque caen sobre él multitud de venablos
arrojados
por robustas manos y encendidas teas que le dan miedo, y, cuando empieza a
clarear
el día, se escapa la fiera con ánimo afligido; así Ayante se alejaba entonces de
los
troyanos,
contrariado y con el corazón entristecido, porque temía mucho por las naves de
los
aqueos. De la suerte que un tardo asno se acerca a un campo, y venciendo la
resistencia
de los niños que rompen en sus espaldas muchas varas, penetra en él y
destroza
las crecidas mieses; los muchachos lo apalean; pero, como su fuerza es poca,
sólo
consiguen echarlo con trabajo, después que se ha hartado de comer; de la misma
manera
los animosos troyanos y sus auxiliares, reunidos en gran número, perseguían al
gran
Ayante, hijo de Telamón, y le golpeaban el escudo con las lanzas. Ayante unas
veces
mostraba su impetuoso valor, y revolviendo detenía las falanges de los troyanos,
domadores
de caballos; otras, tornaba a huir; y, moviéndose con furia entre los troyanos y
los
aqueos, conseguía que los enemigos no se encaminasen a las veleras naves. Las
lanzas
que
manos audaces despedían se clavaban en el gran escudo o caían en el suelo
delante
del
héroe, antes de llegar a su blanca piel, deseosas de saciarse de su
carne.
575
Cuando Eurípilo, preclaro hijo de Evemón, vio que Ayante estaba tan abrumado
por
los copiosos tiros, se colocó a su lado, arrojó la reluciente lanza y se la
clavó en el hí-
gado,
debajo del diafragma, a Apisaón Fausíada, pastor de hombres, dejándole sin vigor
las
rodillas. Corrió en seguida hacia él y se puso a quitarle la armadura. Pero
advirtiólo el
deiforme
Alejandro, y disparando el arco contra Eurípilo logró herirlo en el muslo
derecho:
la caña de la saeta se rompió, quedó colgando y apesgaba el muslo del guerrero.
Éste
retrocedió al grupo de sus amigos, para evitar la muerte, y, dando grandes
voces,
decía
a los dánaos:
587
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Deteneos, volved la cara al
enemigo,
y librad del día cruel a Ayante que está abrumado por los tiros y no creo que
escape
con vida del horrísono combate. Pero deteneos afrontando a los contrarios, y
rodead
al gran Ayante, hijo de Telamón.
592
Tales fueron las palabras de Eurípilo al sentirse herido, y ellos se colocaron
junto a
él
con los escudos sobre los hombros y las picas levantadas. Ayante, apenas se
juntó con
sus
compañeros, detúvose y volvió la cara a los troyanos.
596
Siguieron, pues, combatiendo con el ardor de encendido fuego; y, entre tanto,
las
yeguas
de Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate a Néstor y a Macaón, pastor de
pueblos.
Reconoció al último el divino Aquiles, el de los pies ligeros, que desde la popa
de
la ingente nave contemplaba la gran derrota y deplorable fuga, y en seguida
llamó,
desde
la nave, a Patroclo, su compañero: oyólo éste, y, parecido a Ares, salió de la
tienda.
Tal
fue el origen de su desgracia. El esforzado hijo de Menecio habló el primero,
diciendo:
606
-¿Por qué me llamas, Aquiles? ¿Necesitas de mí?
607
Respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
608
-¡Divino Menecíada, carísimo a mi corazón! Ahora espero que los aqueos vendrán
a
suplicarme y se postrarán a mis plantas, porque no es llevadera la necesidad en
que se
hallan.
Pero ve Patroclo, caro a Zeus, y pregunta a Néstor quién es el herido que saca
del
combate.
Por la espalda tiene gran semejanza con Macaón el Asclepíada, pero no le vi el
rostro;
pues las yeguas, deseosas de llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por mi
lado.
616
Así dijo. Patroclo obedeció al amado compañero y se fue corriendo a las tiendas
y
naves
aqueas.
618
Cuando aquéllos hubieron llegado a la tienda del Nelida, descendieron del carro
al
almo
suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció los corceles. Néstor y
Macaón
dejaron
secar el sudor que mojaba sus corazas, poniéndose al soplo del viento en la
orilla
del
mar; y, penetrando luego en la tienda, se sentaron en sillas. Entonces les
preparó una
mixtura
Hecamede, la de hermosa cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano
se
había llevado de Ténedos cuando Aquiles entró a saco en esta ciudad: los aqueos
se la
adjudicaron
a Néstor, que a todos superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa
magnífica,
de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con
cebolla,
manjar propio para la bebida, miel reciente y .sacra harina de flor, y una bella
copa
guarnecida de áureos clavos que el anciano se había llevado de su palacio y
tenía
cuatro
asas -Dada una entre dos palomas de oro- y dos sustentáculos. A otro anciano le
hubiese
sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa,
pero
Néstor
la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó
la
bebida:
echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rallo de bronce, espolvoreó la
mezcla
con blanca harina y los invitó a beber así que tuvo compuesto el potaje. Ambos
bebieron,
y, apagada la abrasadora sed, se entregaron al deleite de la conversación cuando
Patroclo,
varón igual a un dios, apareció en la puerta. Violo el anciano; y, levantándose
del
vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara;
pero
Patroclo
se excusó diciendo:
648
-No puedo sentarme, anciano alumno de Zeus; no lograrás convencerme.
Respetable
y temible es quien me envía a preguntar a qué guerrero trajiste herido; pero ya
lo
sé, pues estoy viendo a Macaón, pastor de hombres. Voy a llevar, como mensajero,
la
noticia
a Aquiles. Bien sabes tú, anciano alumno de Zeus, lo violento que es aquel
hombre
y cuán pronto culparía hasta a un inocente.
655
Respondióle Néstor, caballero gerenio:
656
-¿Cómo es que Aquiles se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No
sabe
en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca
y
otros
de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fue herido el poderoso Tidida
Diomedes;
con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo flecháronle
en
el muslo, y acabo de sacar del combate a este otro, herido también por una saeta
que
un
arco despidió. Pero Aquiles, a pesar de su valentía, ni se cura de los dánaos ni
se
apiada
de ellos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego
enemigo
en la orilla del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de
otros
sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes. ¡Ojalá
fuese
tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando en la contienda levantada entre
los
eleos y nosotros por el robo de bueyes, maté a Itimoneo, al valiente
Hiperóquida, que
vivía
en la Elide, y tomé represalias! Itimoneo defendía sus vacas, pero cayó en
tierra
entre
los primeros, herido por el dardo que le arrojó mi mano, y los demás campesinos
huyeron
espantados. En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas,
otras
tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos rebaños
copiosos
de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de ellas con sus potros.
Aquella
misma noche lo llevamos a Pilos, ciudad de Neleo, y éste se alegró en su corazón
de
que me correspondiera una gran parte, a pesar de ser yo tan joven cuando fui al
com-
bate.
Al alborear, los heraldos pregonaron con voz sonora que se presentaran todos
aquéllos
a quienes se les debía algo en la divina Élide, y los caudillos pilios
repartieron el
botín.
Con muchos de nosotros estaban en deuda los epeos, pues, como en Pilos éramos
pocos,
nos ofendían; y en años anteriores había venido el fornido Heracles, que nos
maltrató
y dio muerte a los principales ciudadanos. De los doce hijos del irreprensible
Neleo,
tan sólo yo quedé con vida; todos los demás perecieron. Engreídos los epeos, de
broncíneas
corazas, por tales hechos, nos insultaban y urdían contra nosotros inicuas
acciones.-El
anciano Neleo tomó entonces un rebaño de bueyes y otro grande de cabras,
escogiendo
trescientas de éstas con sus pastores, por la gran deuda que tenía que cobrar
en
la divina Élide: había enviado cuatro corceles, vencedores en anteriores juegos,
uncidos
a un carro, para aspirar al premio de la carrera, el cual consistía en un
trípode; y
Augías,
rey de hombres, se quedó con ellos y despidió al auriga, que se fue triste por
lo
ocurrido.
Airado por tales insultos y acciones, el anciano escogió muchas cosas y dio lo
restante
al pueblo, encargando que se distribuyera y que nadie se viese privado de su
respectiva
porción. Hecho el reparto, ofrecimos en la ciudad sacrificios a los dioses.-
Tres
días
después se presentaron muchos epeos con carros tirados por solípedos caballos y
toda
la hueste reunida; y entre sus guerreros se hallaban ambos Molión, que entonces
eran
niños y no habían mostrado aún su impetuoso valor. Hay una ciudad llamada
Trioesa,
en la cima de un monte contiguo al Alfeo, en los confines de la arenosa Pilos:
los
epeos
quisieron destruirla y la sitiaron. Mas así que hubieron atravesado la llanura,
Atenea
descendió presurosa del Olimpo, cual nocturna mensajera, para que tomáramos
las
armas, y no halló en Pilos un pueblo indolente, pues todos sentíamos vivos
deseos de
combatir.
A mí Neleo no me dejaba vestir las armas y me escondió los caballos, no
teniéndome
por suficientemente instruido en las cosas de la guerra. Y con todo eso,
sobresalí,
siendo infante, entre los nuestros, que combatían en carros; pues fue Atenea la
que
dispuso de esta suerte el combate. Hay un río nombrado Minieo, que desemboca en
el
mar cerca de Arene: a11í los caudillos de los pilios aguardamos que apareciera
la
divina
Aurora, y en tanto afluyeron los infantes. Reunidos todos y vestida la armadura,
marchamos,
llegando al mediodía a la sagrada corriente del Alfeo. Hicimos hermosos
sacrificios
al prepotente Zeus, inmolamos un toro al Alfeo, otro a Posidón y una gregal
vaca
a Atenea, la de ojos de lechuza; cenamos sin romper las filas, y dormimos, con
la
armadura
puesta, a orillas del río. Los magnánimos epeos estrechaban el cerco de la
ciudad,
deseosos de destruirla; pero antes de lograrlo se les presentó una gran acción
de
Ares.
Cuando el resplandeciente sol apareció en to alto, trabamos la batalla, después
de
orar
a Zeus y a Atenea. Y en la lucha de los pilios con los epeos, fui el primero que
mató
a
un hombre, al belicoso Mulio, cuyos solípedos corceles me llevé. Era éste yerno
de
Augías,
por estar casado con la rubia Agamede, la hija mayor, que conocía cuantas
drogas
produce la vasta tierra. Y, acercándome a él, le envasé la broncínea lanza, lo
derribé
en el polvo, salté a su carro y me coloqué entre los combatientes delanteros.
Los
magnánimos
epeos huyeron en desorden, aterrorizados de ver en el suelo al hombre que
mandaba
a los que combatían en carros y tan fuerte era en la batalla. Lancéme a ellos
cual
obscuro
torbellino; tomé cincuenta carros, venciendo con mi lanza y haciendo morder la
tierra
a los dos guerreros que en cada uno venían; y hubiera matado a entrambos Molión
Actorión,
si su padre, el poderoso Posidón, que conmueve la tierra, no los hubiese
salvado,
envolviéndolos en espesa niebla y sacándolos del combate. Entonces Zeus
concedió
a los pilios una gran victoria. Perseguimos a los eleos por la espaciosa
llanura,
matando
hombres y recogiendo magníficas armas, hasta que nuestros corceles nos
llevaron
a Buprasio, fértil en trigo, la roca Olenia y Alesio, al sitio llamado la
colina,
donde
Atenea hizo que el ejército se volviera. Allí dejé tendido al último hombre que
maté.
Cuando desde Buprasio dirigieron los aqueos los rápidos corceles a Pilos, todos
daban
gracias a Zeus entre los dioses y a Néstor entre los hombres. Tal era yo entre
los
guerreros,
si todo no ha sido un sueño.- Pero del valor de Aquiles sólo se aprovechará él
mismo,
y creo que ha de ser grandísimo su llanto cuando el ejército perezca. ¡Oh amigo!
Menecio
to hizo un encargo el día en que to envió desde Ftía a Agamenón, estábamos
dentro
del palacio yo y el divino Ulises y oímos cuanto aquél to encargó. Nosotros, que
entonces
reclutábamos tropas en la fértil Acaya, habíamos llegado a la bien habitada casa
de
Peleo, donde encontramos al héroe Menecio, a ti y a Aquiles. Peleo, el anciano
jinete,
quemaba
dentro del patio pingües muslos de buey en honor de Zeus, que se complace en
lanzar
rayos; y con una copa de oro vertía el negro vino en la ardiente llama del
sacrificio,
mientras vosotros preparabais carnes de buey. Nos detuvimos en el vestíbulo;
Aquiles
se levantó sorprendido, y cogiéndonos de la mano nos introdujo, nos hizo sentar
y
nos ofreció presentes de hospitalidad, como se acostumbra hacer con los
forasteros.
Satisficimos
de bebida y de comida el apetito, y empecé a exhortaros para que os
vinierais
con nosotros; ambos to anhelabais y vuestros padres os daban muchos consejos.
El
anciano Peleo recomendaba a su hijo Aquiles que descollara siempre y
sobresaliera
entre
los demás, y a su vez Menecio, hijo de Áctor, lo aconsejaba así: «¡Hijo mío!
Aquiles
te aventaja por su abolengo, pero tú le superas en edad; aquél es mucho más
fuerte,
pero hazle prudentes advertencias, amonéstalo a instrúyelo y te obedecerá para
su
propio
bien.» Así lo aconsejaba el anciano, y tú lo olvidas. Pero aún podrías
recordárselo
al
aguerrido Aquiles y quizás lograras persuadirlo. ¿Quién sabe si con la ayuda de
algún
dios
conmoverías su corazón? Gran fuerza tiene la exhortación de un amigo. Y si se
abstiene
de combatir por algún vaticinio que su madre, enterada por Zeus, le ha revelado,
que
a lo menos te envíe a ti con los demás mirmidones, por si llegas a ser la aurora
de sal-
vación
de los dánaos, y to permita llevar en el combate su magnífica armadura para que
los
troyanos te confundan con él y cesen de pelear, los belicosos aqueos que tan
abatidos
están
se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo.
Vosotros,
que
no os halláis extenuados de fatiga, rechazaríais fácilmente de las naves y
tiendas
hacia
la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.
804
Así dijo, y conmovióle el corazón dentro del pecho. Patroclo fuese corriendo por
entre
las naves para volver a la tienda de Aquiles Eácida. Mas cuando, corriendo,
llegó a
los
bajeles del divino Ulises -allí se celebraba el ágora y se administraba justicia
ante los
altares
erigidos a los dioses- regresaba del combate, cojeando, Eurípilo Evemónida, del
linaje
de Zeus, que había recibido un flechazo en el muslo: abundante sudor corría por
su
cabeza
y sus hombros, y la negra sangre brotaba de la grave herida, pero su
inteligencia
permanecía
firme. Violo el esforzado hijo de Menecio, se compadeció de él y,
suspirando,
dijo estas aladas palabras:
816
-¡Ah infelices caudillos y príncipes de los dánaos! ¡Así debíais en Troya, lejos
de
los
amigos y de la patria tierra, saciar con vuestra blanca grasa a los ágiles
perros! Pero
dime,
héroe Eurípilo, alumno de Zeus: ¿Podrán los aqueos sostener el ataque del
ingente
Héctor,
o perecerán vencidos por su lanza?
822
Respondióle Eurípilo herido:
823
-¡Patroclo, del linaje de Zeus! Ya no habrá defensa para los aqueos que corren a
refugiarse
en las negras naves. Cuantos fueron hasta aquí los más valientes yacen en sus
bajeles,
heridos unos de cerca y otros de lejos por mano de los troyanos, cuya fuerza va
en
aumento. Pero sálvame llevándome a la negra nave, arráncame la flecha del muslo,
lava
con agua tibia la negra sangre que fluye de la herida y ponme en ella drogas
calmantes
y salutíferas que, según dicen, te dio a conocer Aquiles, instruido por Quirón,
el
más justo de los centauros. Pues de los dos médicos, Podalirio y Macaón, el uno
creo
que
está herido en su tienda, y a su vez necesita de un buen médico, y el otro
sostiene
vivo
combate en la llanura troyana.
837
Contestó el esforzado hijo de Menecio:
838
-¿Cómo acabará esto? ¿Qué haremos, héroe Eurípilo? Iba a decir al aguerrido
Aquiles
to que Néstor gerenio, protector de los aqueos, me encargó; pero no te dejaré
así,
abrumado
por el dolor.
842
Dijo; y, cogiendo al pastor de hombres por el pecho, llevólo a la tienda. El
escudero,
al verlos venir, extendió en el suelo pieles de buey. Patroclo recostó en ellas
a
Eurípilo
y sacó del muslo, con la daga, la aguda y acerba flecha; y, después de lavar con
agua
tibia la negra sangre, espolvoreó la herida con una raíz amarga y calmante que
previamente
había desmenuzado con la mano. La raíz le calmó todos los dolores, secóse
la
herida y la sangre dejó de correr.
CANTO
XII*
Combate
en la muralla
*
Los troyanos asaltan con éxito la muralla y el foso del campamento aqueo.
Héctor, con una gran piedra,
derriba
la puerta de entrada al campamento y abre una vía de acceso a sus
tropas.
1
En tanto que el fuerte hijo de Menecio curaba, dentro de la tienda, a Eurípilo
herido,
acometíanse
confusamente argivos y troyanos. Ya no había de contener a éstos ni el foso
ni
el ancho muro que al borde del mismo construyeron los dánaos, sin ofrecer a los
dioses
hecatombes
perfectas, para que los defendiera a ellos y las veleras naves y el mucho botín
que
dentro se guardaba. Levantado el muro contra la voluntad de los inmortales
dioses,
no
debía subsistir largo tiempo. Mientras vivió Héctor, estuvo Aquiles irritado y
la ciudad
del
rey Príamo no fue expugnada, la gran muralla de los aqueos se mantuvo firme.
Pero,
cuando
hubieron muerto los más valientes troyanos, de los argivos unos perecierón y
otros
se salvaron, la ciudad de Príamo fue destruida en el décimo año, y los argivos
se
embarcaron
para regresar a su patria; Posidón y Apolo decidieron arruinar el muro con la
fuerza
de los ríos que corren de los montes ideos al mar: el Reso, el Heptáporo, el
Careso,
el
Rodio, el Gránico, el Esepo, el divino Escamandro y el Simoente, en cuya ribera
cayeron
al polvo muchos cascos, escudos de boyuno cuero y la generación de los
hombres
semidioses.- Febo Apolo desvió el curso de todos estos ríos y dirigió sus
corrientes
a la muralla por espacio de nueve días, y Zeus no cesó de llover para que más
presto
se sumergiese en el mar. Iba al frente de aquéllos el mismo Posidón, que bate la
tierra,
con el tridente en la mano, y tiró a las olas todos los cimientos de troncos y
piedras
que
con tanta fatiga echaron los aqueos, arrasó la orilla del Helesponto, de rápida
corriente,
enarenó la gran playa en que estuvo el destruido muro y volvió los ríos a los
cauces
por donde discurrían sus cristalinas aguas.
34
De tal modo Posidón y Apolo debían proceder más tarde. Entonces ardía el
clamoroso
combate al pie del bien labrado muro, y las vigas de las torres resonaban al
chocar
de los dardos. Los argivos, vencidos por el azote de Zeus, encerrábanse en el
cerco
de las cóncavas naves por miedo a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota,
y
éste
seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí o un león se revuelve,
orgulloso
de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos
-la
fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la
mata- y va
de
un lado a otro, probando las hileras de los hombres, y se apartan aquéllos hacia
los que
se
dirige, de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba a sus
compañeros a
pasar
el foso. Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían a hacerlo, y parados en
el borde
relinchaban,
porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni
atravesarlo,
pues tenía escarpados precipicios a uno y otro lado, y en su parte alta grandes
y
puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los
enemigos.
Un
caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en
el
foso,
y los peones meditaban si podrían realizarlo. Entonces llegóse Polidamante al
audaz
Héctor,
y dijo:
61
-¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos
imprudentemente
los veloces caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque está
erizado
de agudas estacas y a lo largo de él se levanta el muro de los aqueos. Allí no
podríamos
apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un sitio estrecho donde temo
que
pronto seríamos heridos. Si Zeus altitonante, meditando males contra los aqueos,
quiere
destruirlos completamente para favorecer a los troyanos, deseo que lo realice
cuanto
antes y que aquéllos perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si
los
aqueos
se volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso,
me
figuro
que ni un mensajero podría retornar a la ciudad huyendo de los aqueos que
nuevamente
entraran en combate. Ea, procedamos todos como voy a decir. Los escuderos
tengan
los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor a pie, con armas
y
todos
reunidos; pues los aqueos no resistirán el ataque si sobre ellos pende la
ruina.
80
Así dijo Polidamante, y su prudente consejo plugo a Héctor, el cual, en seguida
y sin
dejar
las armas, saltó del carro a tierra. Los demás troyanos tampoco permanecieron en
sus
carros; pues así que vieron que el divino Héctor lo dejaba, apeáronse todos,
mandaron
a
los aurigas que pusieran los caballos en línea junto al foso, y, habiéndose
ordenado en
cinco
grupos, emprendieron la marcha con los respectivos jefes.
88
Iban con Héctor y Polidamante los más y mejores, que anhelaban romper el muro y
pelear
cerca de las cóncavas naves; su tercer jefe era Cebríones, porque Héctor había
dejado
a otro auriga inferior para cuidar del carro. De otro grupo eran caudillos
Paris,
Alcátoo
y Agenor. El tercero lo mandaban Héleno y el deiforme Deífobo, hijos de
Príamo,
y el héroe Asio Hirtácida, que había venido de Arisbe, de las orillas del río
Seleente,
en un carro tirado por altos y fogosos corceles. El cuarto lo regía Eneas,
valiente
hijo de Anquises, y con él Arquéloco y Acamante, hijos de Anténor, diestros en
toda
suerte de combates. Por último, Sarpedón se puso al frente de los ilustres
aliados,
eligiendo
por compañeros a Glauco y al belicoso Asteropeo, a quienes tenía por los más
valientes
después de sí mismo, pues él descollaba entre todos. Tan pronto como hubieron
embrazado
los fuertes escudos y cerrado las filas, marcharon animosos contra los dánaos;
y
esperaban que éstos, en vez de oponerles resistencia, se refugiarían en las
negras naves.
108
Todos los troyanos y sus auxiliares venidos de lejas tierras siguieron el
consejo del
eximio
Polidamante, menos Asio Hirtácida, príncipe de hombres, que, negándose a dejar
el
carro y al auriga, se acercó con ellos a las veleras naves. ¡Insensato! No había
de
librarse
de las funestas parcas, ni volver, ufano de sus corceles y de su carro, de las
naves
a
la ventosa Ilio; porque su hado infausto lo hizo morir atravesado por la lanza
del ilustre
Idomeneo
Deucálida. Fuese, pues, hacia la izquierda de las naves, al sitio por donde los
aqueos
solían volver de la llanura con los caballos y carros; hacia aquel lugar dirigió
los
corceles,
y no halló las puertas cerradas y aseguradas con el gran cerrojo, porque unos
hombres
las tenían abiertas, con el fin de salvar a los compáñeros que, huyendo del
combate,
llegaran a las naves. A aquel paraje enderezó los caballos, y los demás to
siguieron
dando agudos gritos, porque esperaban que los aqueos, en vez de oponer
resistencia,
se refugiarían en las negras naves. ¡Insensatos! En las puertas encontraron a
dos
valentísimos guérreros, hijos gallardos de los belicosos lapitas: el esforzado
Polipetes,
hijo de Pirítoo, y Leonteo, igual a Ares, funesto a los mortales. Ambos estaban
delante
de las altas puertas, como en el monte unas encinas de elevada copa, fijas al
suelo
por
raíces gruesas y extensas, desafían constantemente el viento y la lluvia; de
igual
manera
aquéllos, confiando en sus manos y en su valor, aguardaron la llegada del gran
Asio
y no huyeron. Los troyanos se encaminaron con gran alboroto al bien construido
muro,
levantando los escudos de secas pieles de buey, mandados por el rey Asio,
Yámeno,
Orestes, Adamante Asíada, Toón y Enómao. Polipetes y Leonteo hallábanse
dentro
a instigaban a los aqueos, de hermosas grebas, a pelear por las naves; mas, así
que
vieron
a los tróyanos atacando la muralla y a los dánaos en clamorosa fuga, salieron
presurosos
a combatir delante de las puertas, semejantes a montaraces jabalíes que en el
monte
son terrero de la acometida de hombres y canes, y en curva carrera tronchan y
arrancan
de raíz las plantas de la selva, dejando oír el crujido de sus dientes, hasta
que los
hombres,
tirándoles venablos, les quitan la vida; de parecido modo resonaba el luciente
bronce
en el pecho de los héroes a los golpes que recibían, pues peleaban con gran
denuedo,
confiando en los guerreros de encima de la muralla y en su propio valor. Desde
las
torres bien construidas los aqueos tiraban para defenderse a sí mismos, las
tiendas y
las
naves de ligero andar. Como caen al suelo los copos de nieve que impetuoso
viento,
agitando
las pardas nubes, derrama en abundancia sobre la fértil tierra, así llovían los
dardos
que arrojaban aqueos y troyanos, y lbs cascos y abollonados escudos sonaban
secamente
al chocar con ellos las ingentes piedras. Entonces Asio Hirtácida, dando un
gemido
y golpeándose el muslo, exclamó indigando:
164
-¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto, pues yo no esperaba que los héroes aqueos
opusieran
resistencia a nuestro valor a invictas manos. Como las abejas o las flexibles
avispas
que han anidado en fragoso camino y no abandonan su hueca morada al acercarse
los
cazadores, sino que luchan por los hijuelos, así aquéllos, con ser dos
solamente, no
quieren
retirarse de las puertas mientras no perezcan, o la libertad no
pierdan.
173
Así dijo; pero sus palabras no cambiaron la mente de Zeus, que deseaba conceder
cal
gloria a Héctor.
175
Otros peleaban delante de otras puertas, y me sería difícil, no siendo un dios,
contarlo
todo. Por doquiera ardía el combate al pie del lapídeo muro; los argivos, aunque
llenos
de angustia, veíanse obligados a defender las naves; y estaban apesarados todos
los
dioses
que en la guerra protegían a los dánaos. Entonces fue cuando los lapitas
empezaron
el combate y la refriega.
182
El fuerte Polipetes, hijo de Pintoo, hirió a Dámaso con la lanza por el casco de
broncíneas
carrilleras: el casco de bronce no detuvo a aquélla cuya punta, de bronce
también,
rompió el hueso; conmovióse el cerebro y el guerrero sucumbió mientras
combatía
con denuedo. Aquél mató luego a Pilón y a órmeno. Leonteo, hijo de Antímaco
y
vástago de Ares, arrojó un dardo a Hipómaco y se lo clavó junto al ceñidor;
luego
desenvainó
la aguda espada, y, acometiendo por en medio de la muchedumbre a
Antífates,
lo hirió y lo tiró de espaldas; y después derribó sucesivamente a Menón,
Yá-
meno
y Orestes, que fueron cayendo al almo suelo.
195
Mientras ambos héroes quitaban a los muertos las lucientes armas, adelantaron la
marcha
con Polidamante y Héctor los más y más valientes de los jóvenes, que sentían un
vivo
deseo de romper el muro y pegar fuego a las naves. Pero detuviéronse indecisos
en
la
orilla del foso, cuando ya se disponían a atravesarlo, por haber aparecido
encima de
ellos,
y dejando el pueblo, a la izquierda, un ave agorera: un águila de alto vuelo,
llevando
en las garras un enorme dragón sangriento, vivo, que se estremecía y no se había
olvidado
de la lucha, pues encorvándose hacia atrás hirióla en el pecho, cerca del
cuello.
El
águila, penetrada de dolor, dejó caer el dragón en medio de la turba; y,
chillando, voló
con
la rapidez del viento. Los troyanos estremeciéronse al ver en medio de ellos la
manchada
sierpe, prodigio de Zeus, que lleva la égida. Entonces acercóse Polidamante al
audaz
Héctor, y le dijo:
211
-¡Héctor! Siempre me increpas en las juntas, aunque lo que proponga sea bueno;
mas
no es decoroso que un ciudadano hable en las reuniones o en la guerra contra lo
de-
bido,
sólo para acrecentar tu poder. También ahora he de manifestar lo que considero
conveniente.
No vayamos a combatir con los dánaos cerca de las naves. Creo que nos
ocurrirá
lo que diré, si vino realmente para los troyanos, cuando deseaban atravesar el
foso,
esta ave agorera: un águila de alto vuelo, que dejaba el pueblo a la izquierda y
llevaba
en las garras un enorme dragón sangriento y vivo, y lo hubo de soltar presto
antes
de
llegar al nido y darlo a sus polluelos. De semejante modo, si con gran ímpetu
rompemos
ahora las puertas y el muro, y los aqueos retroceden, luego no nos será posible
volver
de las naves en buen orden por el mismo camino; y dejaremos a muchos troyanos
tendidos
en el suelo, a los cuales los aqueos, combatiendo en defensa de sus naves,
habrán
muerto con las broncíneas armas. Así lo interpretaría un augur que, por ser muy
entendido
en prodigios, mereciera la confianza del pueblo.
230
Encarándole la torva vista, respondió Héctor, el de tremolante
casco:
231
-¡Polidamante! No me place lo que propones y podías haber pensado algo mejor. Si
realmente
hablas con seriedad, los mismos dioses te han hecho perder el juicio; pues me
aconsejas
que, olvidando las promesas que Zeus tonante me hizo y ratificó luego,
obedezca
a las aves aliabiertas, de las cuales no me cuido ni en ellas paro mientes, sea
que
vayan hacia la derecha por donde aparecen la aurora y el sol, sea que se dirijan
a la
izquierda,
al tenebroso ocaso. Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre
todos,
mortales a inmortales. El mejor agüero es éste: combatir por la patria. ¿Por qué
te
dan
miedo el combate y la pelea? Aunque los demás fuéramos muertos en las naves
argivas,
no debieras temer por to vida; pues ni tu corazón es belicoso, ni te permite
aguardar
a los enemigos. Y si dejas de luchar, o con tus palabras logras que otro se
abstenga,
pronto perderás la vida, herido por mi lanza.
251
Así, habiendo hablado, echó a andar. Siguiéronlo todos con fuerte gritería, y
Zeus,
que
se complace en lanzar rayos, enviando desde los montes ideos un viento
borrascoso,
levantó
gran polvareda en las naves, abatió el ánimo de los aqueos, y dio gloria a los
troyanos
y a Héctor, que, fiados en las prodigiosas señales del dios y en su propio
valor,
intentaban
romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas de las torres, demolían
los
parapetos y derribaban los zócalos salientes que los aqueos habían hecho
estribar en el
suelo
para que sostuvieran las torres. También tiraban de éstas, con la esperanza de
romper
el muro de los aqueos. Mas los dánaos no les dejaban libre el camino, y,
protegiendo
los parapetos con boyunas pieles, herían desde allí a los enemigos que al pie
de
la muralla se encontraban.
265
Los dos Ayantes recorrían las torres, animando a los aqueos y excitando su
valor; a
todas
partes iban, y a uno le hablaban con suaves palabras y a otro le reñían con
duras
frases
porque flojeaba en el combate:
2H
-¡Oh amigos, ya entre los argivos seáis los preeminentes, los mediocres o los
peores,
pues no todos los hombres son iguales en la guema! Ahora el trabajo es común a
todos
y vosotros mismos to conocéis. Nadie se vuelva atrás, hacia los bajeles, por oír
las
amenazas
de un troyano; id adelante y animaos mutuamente, por si Zeus olímpico,
fulminador,
nos permite rechazar el ataque y perseguir a los enemigos hasta la
ciudad.
277
Dando tales voces animaban a los aqueos para que combatieran. Cuan espesos caen
los
copos de nieve cuando en un día de invierno Zeus decide nevar, mostrando sus
armas
a
los hombres, y, adormeciendo los vientos, nieva incesantemente hasta que cubre
las
cimas
y los riscos de los montes más altos, las praderas cubiertas de loto y los
fértiles
campos
cultivados por el hombre, y la nieve se extiende por los puertos y playas del
espumoso
mar, y únicamente la detienen las olas, pues todo lo restante queda cubierto
cuando
arrecia la nevada de Zeus, así, tan espesas, volaban las piedras por ambos
lados,
las
unas hacia los troyanos y las otras de éstos a los aqueos, y el estrépito se
elevaba so-
bre
todo el muro.
290
Mas los troyanos y el esclarecido Héctor no habrían roto aún las puertas de la
muralla
y el gran cerrojo, si el próvido Zeus no hubiese incitado a su hijo Sarpedón
contra
los argivos, como a un león contra bueyes de retorcidos cuernos. Sarpedón
levantó
en
seguida el escudo liso, hermoso, protegido por planchas de bronce, obra de un
broncista
que sujetó muchas pieles de buey con varitas de oro prolongadas por ambos
lados
hasta el borde circular; alzando, pues, la rodela y blandiendo un par de lanzas,
se
puso
en marcha como el montaraz león que en mucho tiempo no ha probado la carne y su
ánimo
audaz le impele a acometer un rebaño de ovejas yendo a la alquería sólidamente
construida;
y, aunque en ella encuentre pastores que, armados con venablos y provistos
de
perros, guardan las ovejas, no quiere que lo echen del establo sin intentar el
ataque,
hasta
que, saltando dentro, o consigue hacer presa o es herido por un venablo que ágil
mano
le arroja; del mismo modo, el deiforme Sarpedón se sentía impulsado por su ánimo
a
asaltar el muro y destruir los parapetos. Y en seguida dijo a Glauco, hijo de
Hipóloco:
310
-¡Glauco! ¿Por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes,
manjares
y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes
y
magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? Preciso es
que ahora
nos
sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que
diga
alguno de los licios, armados de fuertes corazas: «No sin gloria imperan
nuestros
reyes
en la Licia; y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la
miel,
también
son esforzados, pues combaten al frente de los licios». ¡Oh amigo! Ojalá que,
huyendo
de esta batalla, nos libráramos para siempre de la vejez y de la muerte, pues ni
yo
me batiría en primera fila, ni to llevaría a la lid, donde los varones adquieren
gloria;
pero,
como son muchas las clases de muerte que penden sobre los mortales, sin que
éstos
puedan
huir de ellas ni evitarlas, vayamos y daremos gloria a alguien, o alguien nos la
dará
a nosotros.
329
Así dijo; y Glauco ni retrocedió ni fue desobediente. Ambos fueron adelante en
línea
recta, siguiéndoles la numerosa hueste de los iicios. Estremecióse al advertirlo
Menesteo,
hijo de Péteo, pues se encaminaban hacia su torre, llevando consigo la ruina.
Ojeó
la cohorte de los aqueos, por si divisaba a algún jefe que librara del peligro a
los
compañeros,
y distinguió a entrambos Ayantes, incansables en el combate, y a Teucro,
recién
salido de la tienda, que se hallaban cerca. Pero no podía hacerse oír por más
que
gritara,
porque era tanto el estrépito, que el ruido de los escudos al parar los golpes,
el de
los
cascos guarnecidos con crines de caballo, y el de las puertas, llegaba al cielo;
todas las
puertas
se hallaban cerradas, y los troyanos, detenidos por las mismas, intentaban
pe-
netrar
rompiéndolas a viva fuerza. Y Menesteo decidió enviar a Tootes, el heraldo, para
que
llamase a Ayante:
343
-Ve, divino Tootes, y llama corriendo a Ayante, o mejor a los dos; esto sería
preferible,
pues pronto habrá aquí gran estrago. ¡Tal carga dan los caudillos licios, que
siempre
han sido sumamente impetuosos en las encarnizadas peleas! Y si también a11í se
ha
promovido recio combate, venga por lo menos el esforzado Ayante Telamonio y
sígalo
Teucro, excelente arquero.
351
Así dijo; y el heraldo oyólo y no desobedeció. Fuese corriendo a lo largo del
muro
de
los aqueos, de broncíneas corazas, se detuvo cerca de los Ayantes, y les habló
en estos
términos:
354
-.-¡Ayantes, jefes de los argivos, de broncíneas corazas! El caro hijo de Péteo,
alumno
de Zeus, os ruega que vayáis a tener parte en la refriega, aunque sea por breve
tiempo.
Que fuerais los dos, sería preferible; pues pronto habrá a11í gran estrago. ¡Tal
carga
dan los caudillos licios, que siempre han sido sumamente impetuosos en las
encarnizadas
peleas! Y si también aquí se ha promovido recio combate, vaya por lo
me-
nos
el esforzado Ayante Telamonio y sígalo Teucro, excelente
arquero.
364
Así habló; y el gran Ayante Telamonio no fue desobediente. En el acto dijo al
Oilíada
estas aladas palabras:
366
-¡Ayante! Vosotros, tú y el fuerte Licomedes, seguid aquí y alentad a los dánaos
para
que peleen con denuedo. Yo voy a11á, combatiré con aquéllos, y volveré tan
pronto
como
los haya socorrido.
370
Así habiendo hablado, Ayante Telamonio partió y con él fueron Teucro, su
hermano
de padre, y Pandión, que llevaba el corvo arco de Teucro. Llegaron a la torre
del
magnánimo
Menesteo, y, penetrando en el muro, se unieron a los defensores que ya se
veían
acosados; pues los caudillos y esforzados príncipes de los licios asaltaban los
parapetos
como un obscuro torbellino. Trabaron el combate y se produjo gran
vocerío.
378
Fue Ayante Telamonio el primero que mató a un hombre, al magnánimo Epicles,
compañero
de Sarpedón, arrojándole una piedra grande y áspera que había dentro del
muro,
en la parte más alta, cerca del parapeto. Difícilmente habría podido sospesarla
con
ambas
manos uno de los actuales jóvenes, y aquél la levantó y, tirándola desde lo alto
a
Epicles,
rompióle el casco de cuatro abolladuras y aplastóle los huesos de la cabeza; el
troyano
cayó de la elevada torre como salta un buzo, y el alma separóse de los miembros.
Teucro,
desde to alto de la muralla, disparó una flecha a Glauco, esforzado hijo de
Hipóloco,
que valeroso acometía; y, dirigiéndola adonde vio que el brazo aparecía
desnudo,
to puso fuera de combate. Saltó Glauco y se alejó del muro, ocultándose para
que
ningún aqueo, al advertir que estaba herido, profiriera jactanciosas palabras.
Apesadumbróse
Sarpedón al notario; mas no por esto se olvidó de la pelea, pues,
habiendo
alcanzado a Alcmaón Testórida, le envasó la lanza, que al punto volvió a sacar:
el
guerrero, siguiendo la lanza, dio de cara en el suelo, y las broncíneas labradas
armas
resonaron.
Después, cogiendo con sus robustas manos un parapeto, tiró del mismo y lo
arrancó
entero; quedó el muro desguarnecido en su parte superior y con ello se abrió
camino
para muchos.
400
Pero en el mismo instante acertáronle a Sarpedón Ayante y Teucro: éste atravesó
con
una flecha el lustroso correón del gran escudo, cerca del pecho; mas Zeus apartó
de
su
hijo las parcas, para que no sucumbiera junto a las naves; Ayante, arremetiendo,
dio un
bote
de lanza en el escudo: la punta no lo atravesó, pero hizo vacilar al héroe
cuando se
disponía
para el ataque. Sarpedón se apartó un poco del parapeto, pero no se retiró del
todo,
porque en su ánimo deseaba alcanzar gloria. Y volviéndose a los licios, iguales
a los
dioses,
los exhortó diciendo:
409
-¡Oh licios! ¿Por qué se afloja tanto vuestro impetuoso valor? Difícil es que yo
solo,
aunque haya roto la muralla y sea valiente, pueda abrir camino hasta las naves.
Ayudadme
todos, pues la obra de muchos siempre resulta mejor.
413
Así habló. Los licios, temiendo la reconvención del rey, junto con éste y con
mayores
bríos que antes, cargaron a los argivos; quienes, a su vez, cerraron las filas
de las
falanges
dentro del muro, porque era grande la acción que se les presentaba. Y ni los
bravos
licios, a pesar de haber roto el muro de los dánaos, lograban abrirse paso hasta
las
naves;
ni los belicosos dánaos podían rechazar de la muralla a los licios desde que a
la
misma
se habían acercado. Como dos hombres altercan, con la medida en la mano, sobre
los
lindes de campos contiguos y se disputan un pequeño espacio, así, licios y
dánaos
estaban
separados por los parapetos, y por cima de los mismos hacían chocar delante de
los
pechos las rodelas de boyuno cuero y los ligeros broqueles. Ya muchos
combatientes
habían
sido heridos con el cruel bronce, unos en la espalda, que al volverse dejaron
indefensa,
otros por entre el mismo escudo. Por doquiera torres y parapetos estaban
regados
con sangre de troyanos y aqueos. Mas ni aun así los troyanos podían hacer volver
la
espalda a los aqueos. Como una honrada obrera coge un peso y lana y los pone en
los
platillos
de una balanza, equilibrándolos hasta que quedan iguales, para llevar a sus
hijos
el
miserable salario, así el combate y la pelea andaban iguales para unos y otros,
hasta
que
Zeus quiso dar excelsa gloria a Héctor Priámida, el primero que asaltó el muro
aqueo.
El héroe, con pujante voz, gritó a los troyanos:
440
-¡Acometed, troyanos domadores de caballos! Romped el muro de los argivos y
arrojad
a las naves el fuego abrasador.
442
Así dijo para excitarlos. Escucháronlo todos; y reunidos fuéronse derechos al
muro,
subieron
y pasaron por encima de las almenas, llevando siempre en las manos las afiladas
lanzas.
445
Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante
de
la
puerta: dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales como son hoy, con
dificultad
hubieran
podido cargarla en un carro; pero aquél la manejaba fácilmente porque el hijo
del
artero Crono la volvió liviana. Bien así como el pastor lleva en una mano el
vellón de
un
carnero, sin que el peso lo fatigue, Héctor, alzando la piedra, la conducía
hacia las
tablas
que fuertemente unidas formaban las dos hojas de la alta puerta y estaban
aseguradas
por dos cerrojos puestos en dirección contraria, que abría y cerraba una sola
llave.
Héctor se detuvo delante de la puerta, separó los pies, y, estribando en el
suelo para
que
el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de aquélla: rompiéronse
ambos
quiciales,
cayó la piedra dentro por su propio peso, recrujieron las tablas, y, como los
cerrojos
no ofrecieron bastante resistencia, desuniéronse las hojas y cada una fue por su
lado,
al impulso de la piedra. El esclarecido Héctor, que por su aspecto a la rápida
noche
semejaba,
saltó al interior: el bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo,
y
en
la mano llevaba dos lanzas. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido salirle al
encuentro
y
detenerlo cuando traspuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Y
volviéndose a
la
turba, alentaba a los troyanos para que pasaran la muralla. Obedecieron, y
mientras
unos
asaltaban el muro, otros afluían a las bien construidas puertas. Los dánaos
refugiáronse
en las cóncavas naves y se promovió un gran tumulto.
CANTO
XIII*
Batalla
junto a las naves
*
Zeus, cuya voluntad dirigía los acontecimientos, abandona de momento sus planes,
y Posidón
aprovecha
la circunstancia para organizar la resistencia en el bando aqueo. Al sufrir la
presión de los
troyanos
por la izquierda y por el centro, inician el contraataque por la
derecha.
1
Cuando Zeus hubo acercado a Héctor y los troyanos a las naves, dejó que
sostuvieran
el
trabajo y la fatiga de la batalla, y, volviendo a otra parte sus ojos
refulgentes, miraba a
lo
lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que combaten de
cerca; de
los
ilustres hipomolgos, que se alimentan con leche; y de los abios, los más justos
de los
hombres.
Y ya no volvió a poner los brillantes ojos en Troya, porque su corazón no temía
que
inmortal alguno fuera a socorrer ni a los troyanos ni a los
dánaos.
10
Pero no en vano el poderoso Posidón, que bate la tierra, estaba al acecho en la
cumbre
más alta de la selvosa Samotracia contemplando la lucha y la pelea. Desde a11í
se
divisaba todo el Ida, la ciudad de Príamo y las naves aqueas. En aquel sitio
habíase
sentado
Posidón al salir del mar; y compadecía a los aqueos, vencidos por los troyanos,
a
la
vez que cobraba gran indignación contra Zeus.
17
Pronto Posidón bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas colinas y
las
selvas
temblaban debajo de los pies inmortales, mientras el dios iba andando. Dio tres
pasos,
y al cuarto arribó al término de su viaje, a Egas; a11í, en las profundidades
del
mar,
tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes a indestructibles. Luego que
hubo
llegado, unció al carro un par de corceles de cascos de bronce y áureas crines
que
volaban
ligeros; y seguidamente envolvió su cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de
oro
hecho con arte, subió al carro y lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban
los
cetáceos,
que salían de sus escondrijos, reconociendo al rey; el mar abría, gozoso, sus
aguas,
y los ágiles caballos con apresurado vuelo y sin dejar que el eje de bronce se
mojara
conducían a Posidón hacia las naves de los aqueos.
32
Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la escabrosa
Imbros;
y, al llegar a ella, Posidón, que bate la tierra, detuvo los corceles,
desunciólos del
carro,
dioles a comer un pasto divino, púsoles en los pies trabas de oro
indestructibles a
indisolubles,
para que sin moverse de aquel sitio aguardaran su regreso, y se fue al
ejército
de los aqueos.
39
Los troyanos, enardecidos y semejantes a una llama o a una tempestad, seguían
apiñados
a Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y tenían esperanzas de tomar las
naves
de los aqueos y matar entre ellas a todos sus caudillos.
43
Mas Posidón, que ciñe y bate la tierra, asemejándose a Calcante en el cuerpo y
en la
voz
infatigable, incitaba a los argivos desde que salió del profundo mar, y dijo a
los
Ayantes,
que ya estaban deseosos de combatir:
47
-¡Ayantes! Vosotros salvaréis a los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no
de la
fuga
horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de los troyanos que asaltaron
en
tropel la gran muralla, pues a todos resistirán los aqueos, de hermosas grebas;
pero es
de
temer, y mucho, que padezcamos algún daño en esta parte donde aparece a la
cabeza
de
los suyos el rabioso Héctor, semejante a una llama, el cual blasona de ser hijo
del
prepotente
Zeus. Una deidad levante el ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente y
exhortar
a los demás; con esto podríais rechazar a Héctor de las naves, de ligero andar,
por
furioso que estuviera y aunque fuese el mismo Olímpico quien to
instigara.
59
Dijo así Posidón, que ciñe y bate la tierra; y, tocando a entrambos con el
cetro,
llenólos
de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros y especialmente los pies y las
manos.
Y como el gavilán de ligeras alas se arroja, después de elevarse a una altísima
y
abrupta
peña, enderezando el vuelo a la llanura para perseguir a un ave, de aquel modo
apartóse
de ellos Posidón, que bate la tierra. El primero que le reconoció fue el ágil
Ayante
de Oileo, quien dijo al momento a Ayante, hijo de Telamón:
68
-¡Ayante! Un dios del Olimpo nos instiga, transfigurado en adivino, a pelear
cerca
de
las naves; pues ése no es Calcante, el inspirado augur: he observado las huellas
que
dejan
sus plantas y su andar, y a los dioses se les reconoce fácilmente. En mi pecho
el
corazón
siente un deseo más vivo de luchar y combatir, y mis manos y pies se mueven
con
impaciencia.
76
Respondió Ayante Telamonio:
77
-También a mí se me enardecen las audaces manos en torno de la lanza y mi fuerza
aumenta
y mis pies saltan, y deseo pelear yo solo con Héctor Priámida, cuyo furor es
insaciable.
81
Así éstos conversaban, alegres por el bélico ardor que una deidad puso en sus
corazones;
en tanto, Posidón, que ciñe la tierra, animaba a los aqueos de las últimas
filas,
que
junto a las veleras naves reparaban las fuerzas. Tenían los miembros relajados
por el
penoso
cansancio, y se les llenó el corazón de pesar cuando vieron que los troyanos
asaltaban
en tropel la gran muralla: contemplábanlo con los ojos arrasados de lágrimas y
no
creían escapar de aquel peligro. Pero Posidón, que bate la tierra, intervino y
reanimó
fácilmente
las esforzadas falanges. Fue primero a incitar a Teucro, Leito, el héroe
Penéleo,
Toante, Deípiro, Meriones y Antíloco, aguerridos campeones, y, para alentarlos,
les
dijo estas aladas palabras:
95
-¡Qué vergüenza, argivos jóvenes adolescentes! Figurábame que peleando
conseguiríais
salvar nuestras naves; pero, si cejáis en el funesto combate, ya luce el día en
que
sucumbiremos a manos de los troyanos. ¡Oh dioses! Veo con mis ojos un prodigio
grande
y terrible que jamás pensé que llegara a realizarse. ¡Venir los troyanos a
nuestros
bajeles!
Parecíanse antes a las medrosas ciervas que vagan por el monte, débiles y sin
fuerza
para la lucha, y son el pasto de chacales, panteras y lobos; semejantes a ellas,
nunca
querrán los troyanos afrontar a los aqueos, aunque fuese un instante, ni osaban
resistir
su valor y sus manos. Y ahora pelean lejos de la ciudad, junto a las naves, por
la
culpa
del caudillo y la indolencia de los hombres que, no obrando de acuerdo con él,
se
niegan
a defender los bajeles, de ligero andar, y reciben la muerte cerca de los
mismos.
Mas,
aunque el héroe Atrida, el poderoso Agamenón, sea el verdadero culpable de todo,
porque
ultrajó al Pelida de pies ligeros, en modo alguno nos es lícito dejar de
combatir.
Remediemos
con presteza el mal, que la mente de los buenos es aplacable. No es
decoroso
que decaiga vuestro impetuoso valor, siendo como sois los más valientes del
ejército.
Yo no increparía a un hombre tímido porque se abstuviera de pelear; pero contra
vosotros
se enciende en ira mi corazón. ¡Oh cobardes! Con vuestra indolencia haréis que
pronto
se agrave el mal. Poned en vuestros pechos vergüenza y pundonor, ahora que se
promueve
esta gran contienda. Ya el fuerte Héctor, valiente en la pelea, combate cerca de
las
naves y ha roto las puertas y el gran cerrojo.
125
Con tales amonestaciones, el que ciñe la tierra instigó a los aqueos. Rodeaban a
ambos
Ayantes fuertes falanges que hubieran declarado irreprensibles Ares y Atenea,
que
enardece
a los guerreros, si por ellas se hubiesen entrado. Los tenidos por más valientes
aguardaban
a los troyanos y al divino Héctor, y las astas y los escudos se tocaban en las
cerradas
filas: la rodela apoyábase en la rodela, el yelmo en otro yelmo, cada hombre en
su
vecino, y chocaban los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de
los
cascos
cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apiñadas estaban las filas! Cruzábanse
las
lamas, que blandían audaces manos, y ellos deseaban arremeter a los enemigos y
trabar
la pelea.
136
Los troyanos acometieron unidos, siguiendo a Héctor, que deseaba ir en derechura
a
los aqueos. Como la piedra insolente que cae de una cumbre y lleva consigo la
ruina,
porque
se ha desgajado, cediendo a la fuerza de torrencial avenida causada por la mucha
lluvia,
y desciende dando tumbos con ruido que repercute en el bosque, corre segura
hasta
el llano, y a11í se detiene, a pesar de su ímpetu, de igual modo Héctor
amenazaba
con
atravesar fácilmente por las tiendas y naves aqueas, matando siempre, y no
detenerse
hasta
el mar; pero encontró las densas falanges, y tuvo que hacer alto después de un
violento
choque. Los aqueos le afrontaron; procuraron herirlo con las espadas y lanzas de
doble
filo, y apartáronle de ellos, de suerte que fue rechazado, y tuvo que
retroceder. Y
con
voz penetrante gritó a los troyanos:
150
-¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo peleáis! Persistid en el
ataque;
pues
los aqueos no me resistirán largo tiempo, aunque se hayan formado en columna
cerrada;
y creo que mi lanza les hará retroceder pronto, si verdaderamente me impulsa el
dios
más poderoso, el tonante esposo de Hera.
155
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entre los troyanos
iba
muy
ufano Deífobo Priámida, que se adelantaba ligero y se cubría con el liso escudo.
Meriones
arrojóle una reluciente lanza, y no erró el tiro: acertó a dar en la rodela
hecha de
pieles
de toro, sin conseguir atravesarla, porque aquélla se rompió en la unión del
asta
con
el hierro. Deífobo apartó de sí el escudo de pieles de toro, temiendo la lanza
del
aguerrido
Meriones; y este héroe retrocedió al grupo de sus amigos, muy disgustado, así
por
la victoria perdida, como por la rotura del arma, y luego se encaminó a las
tiendas y
naves
aqueas para tomar otra lanza grande de las que en su bajel
tenía.
169
Los demás combatían, y una vocería inmensa se dejaba oír. Teucro Telamonio fue
el
primero que mató a un hombre, al belicoso Imbrio, hijo de Méntor, rico en
caballos.
Antes
de llegar los aqueos, Imbrio moraba en Pedeo con su esposa Medesicasta, hija
bastarda
de Príamo; mas así que llegaron las corvas naves de los dánaos, volvió a Ilio,
descolló
entre los troyanos y vivió en el palacio de Príamo, que le honraba como a sus
propios
hijos. Entonces el hijo de Telamón hirióle debajo de la oreja con la gran lanza,
que
retiró en seguida; y el guerrero cayó como el fresno nacido en una cumbre que
desde
lejos
se divisa, cuando es cortado por el bronce y vienen al suelo sus tiernas hojas.
Así
cayó
Imbrio, y sus armas, de labrado bronce, resonaron. Teucro acudió corriendo,
movido
por el deseo de quitarle la armadura; pero Héctor le tiró una reluciente lanza;
violo
aquél y hurtó el cuerpo, y la broncínea punta se clavó en el pecho de Anfímaco,
hijo
de
Ctéato Actorión, que acababa de entrar en combate. El guerrero cayó con
estrépito, y
sus
armas resonaron. Héctor fue presuroso a quitarle al magnánimo Anfímaco el casco
que
llevaba adaptado a las sienes; Ayante levantó, a su vez, la reluciente lanza
contra
Héctor,
y si bien no pudo hacerla llegar a su cuerpo, protegido todo por horrendo
bronce,
diole
un bote en medio del escudo, y rechazó al héroe con gran ímpetu; éste dejó los
cadáveres,
y los aqueos los retiraron. Estiquio y el divino Menesteo, caudillos atenienses,
llevaron
a Anfímaco al campamento aqueo; y los dos Ayantes, que siempre anhelaban la
impetuosa
pelea, levantaron el cadáver de Imbrio. Como dos leones que, habiendo
arrebatado
una cabra a unos perros de agudos dientes, la llevan en la boca por los espesos
matorrales,
en alto, levantada de la tierra, así los belicosos Ayantes, alzando el cuerpo de
Imbrio,
lo despojaron de las armas; y el Oilíada, irritado por la muerte de Anfímaco, le
separó
la cabeza del tierno cuello y la hizo rodar por entre la turba, cual si fuese
una bola,
hasta
que cayó en el polvo a los pies de Héctor.
206
Entonces Posidón, airado en el corazón porque su nieto había sucumbido en la
terrible
pelea, se fue hacia las tiendas y naves de los aqueos para reanimar a los dánaos
y
causar
males a los troyanos. Encontróse con él Idomeneo, famoso por su lanza, que
volvía
de acompañar a un amigo a quien sacaron del combate porque los troyanos le
habían
herido en la corva con el agudo bronce. Idomeneo, una vez to hubo confiado a los
médicos,
se encaminaba a su tienda, con intención de volver a la batalla. Y el poderoso
Posidón,
que bate la tierra, díjole, tomando la voz de Toante, hijo de Andremón, que en
Pleurón
entera y en la excelsa Calidón reinaba sobre los etolios y era honrado por el
pueblo
cual si fuese un dios:
219
-¡Idomeneo, príncipe de los cretenses! ¿Qué se hicieron las amenazas que los
aqueos
hacían a los troyanos?
221
Respondió Idomeneo, caudillo de los cretenses:
222
-¡Oh Toante! No creo que ahora se pueda culpar a ningún guerrero, porque todos
sabemos
combatir y nadie está poseído del exánime terror, ni deja por flojedad la
funesta
batalla;
sin duda debe de ser grato al prepotente Cronida que los aqueos perezcan sin
gloria
en esta tierra, lejos de Argos. Mas, oh Toante, puesto que siempre has sido
belicoso
y sueles animar al que ves remiso, no dejes de pelear y exhorta a los demás
varones.
231
Contestó Posidón, que bate la tierra:
232
-¡Idomeneo! No vuelva desde Troya a su patria y venga a ser juguete de los
perros
quien
en el día de hoy deje voluntariamente de combatir. Ea, toma las armas y ven a mi
lado;
apresurémonos por si, a pesar de estar solos, podemos hacer algo provechoso.
Nace
una
fuerza de la unión de los hombres, aunque sean débiles; y nosotros somos capaces
de
luchar
con los valientes.
239
Dichas estas palabras, el dios se entró de nuevo por el combate de los hombres;
a
Idomeneo,
yendo a la bien construida tienda, vistió la magnífica armadura, tomó un par
de
lanzas y volvió a salir, semejante al encendido relámpago que el Cronión agita
en su
mano
desde el resplandeciente Olimpo para mostrarlo a los hombres como señal, tanto
centelleaba
el bronce en el pecho de Idomeneo mientras éste corría. Encontróse con él, no
muy
lejos de la tienda, el valiente escudero Meriones, que iba en busca de una
lanza; y el
fuerte
Diomedes dijo:
249
-¡Meriones, hijo de Molo, el de los pies ligeros, mi companero más querido! ¿Por
qué
vienes, dejando el combate y la pelea? ¿Acaso estás herido y te agobia
puntiaguda
flecha?
¿Me traes, quizás, alguna noticia? Pues no deseo quedarme en la tienda, sino
pelear.
234
Respondióle el prudente Meriones:
Zss
-¡Idomeneo, príncipe de los cretenses, de broncíneas corazas! Vengo por una
lanza,
si
la hay en tu tienda; pues la que tenía se ha roto al dar un bote en el escudo
del feroz
Deífobo.
259
Contestó Idomeneo, caudillo de los cretenses:
260
-Si la deseas, hallarás, en la tienda, apoyadas en el lustroso muro, no una,
sino
veinte
lanzas, que he quitado a los troyanos muertos en la batalla; pues jamás combato
a
distancia
del enemigo. He aquí por qué tengo lanzas, escudos abollonados, cascos y
relucientes
corazas.
266
Replicó el prudente Meriones:
267
También poseo yo en la tienda y en la negra nave muchos despojos de los
troyanos,
mas
no están cerca para tomarlos; que nunca me olvido de mi valor, y en el combate,
donde
los hombres se hacen ilustres, aparezco siempre entre los delanteros desde que
se
traba
la batalla. Quizá algún otro de los aqueos de broncíneas corazas no habrá fijado
su
atención
en mi persona cuando peleo, pero no dudo que tú me has
visto.
274
Idomeneo, caudillo de los cretenses, díjole entonces:
275
-Sé cuán grande es tu valor. ¿Por qué me refieres estas cosas? Si los más
señalados
nos
reuniéramos junto a las naves para armar una celada, que es donde mejor se
conoce la
bravura
de los hombres y donde fácilmente se distingue al cobarde del animoso -el
cobarde
se pone demudado, ya de un modo, ya de otro; y, como no sabe tener firme
áni-
mo
en el pecho, no permanece tranquilo, sino que dobla las rodillas y se sienta
sobre los
pies
y el corazón le da grandes saltos por el temor de las parcas y los dientes le
crujen; y
el
animoso no se inmuta ni tiembla, una vez se ha emboscado, sino que desea que
cuanto
antes
principie el funesto combate---, ni a11í podrían baldonarse to valor y la fuerza
de
tus
brazos. Y, si peleando te hirieran de cerca o de lejos, no sería en la nuca o en
la
espalda,
sino en el pecho o en el vientre, mientras fueras hacia adelante con los
guerreros
más
avanzados. Mas, ea, no hablemos de estas cosas, permaneciendo ociosos como unos
simples;
no sea que alguien nos increpe duramente. Ve a la tienda y toma la fornida
lanza.
295
Así dijo; y Meriones, igual al veloz Ares, entrando en la tienda, cogió en
seguida
una
broncínea lanza y fue en seguimiento de Idomeneo, muy deseoso de volver al
comba-
te.
Como va a la guerra Ares, funesto a los mortales, acompañado de la Fuga, su hija
querida,
fuerte a intrépida, que hasta el guerrero valeroso causa espanto; y los dos se
ar-
man
y saliendo de la Tracia enderezan sus pasos hacia los éfiros y los magnánimos
flegis,
y
no escuchan los ruegos de ambos pueblos, sino que dan la victoria a uno de
ellos, de la
misma
manera, Meriones a Idomeneo, caudillos de hombres, se encaminaban a la batalla,
armados
de luciente bronce. Y Meriones fue el primero que habló,
diciendo:
307
-¡Deucálida! ¿Por dónde quieres que penetremos en la turba: por la derecha del
ejército,
por en medio o por la izquierda? Pues no creo que los melenudos aqueos dejen
de
pelear en parte alguna.
311
Respondióle Idomeneo, caudillo de los cretenses:
312
-Hay en el centro quienes defiendan las naves: los dos Ayantes y Teucro, el más
diestro
arquero aqueo y esforzado también en el combate a pie firme; ellos se bastan
para
rechazar
a Héctor Priámida por fuerte que sea y por incitado que esté a la batalla.
Difícil
será,
aunque tenga muchos deseos de pelear, que, triunfando del valor y de las manos
in-
victas
de aquéllos, llegue a incendiar los bajeles; a no ser que el mismo Cronión
arroje
una
tea encendida en las ligeras naves. El gran Ayante Telamonio no cedería a ningún
hombre
mortal que coma el fruto de Deméter y pueda ser herido con el bronce o con
grandes
piedras; ni siquiera se retiraría a vista de Aquiles, que rompe las filas de los
guerreros,
en un combate a pie firme; pues en la carrera Aquiles no tiene rival. Vamos,
pues,
a la izquierda del ejército, para ver si presto daremos gloria a alguien, o
alguien nos
la
dará a nosotros.
328
Así dijo; y Meriones, igual al veloz Ares, echó a andar hasta que llegaron al
ejército
por donde Idomeneo le aconsejaba.
330
Cuando los troyanos vieron a Idomeneo, que por su impetuosidad parecía una
llama,
y a su escudero, ambos revestidos de labradas armas, animáronse unos a otros por
entre
la turba y arremetieron todos contra aquél. Y se trabó una refriega, sostenida
con
igual
tesón por ambas partes, junto a las popas de las naves. Como aparecen de repente
las
tempestades, suscitadas por los sonoros vientos un día en que los caminos están
llenos
de
polvo y se levanta una gran nube del mismo, así entonces unos y otros vinieron a
las
manos,
deseando en su corazón matarse recíprocamente con el agudo bronce por entre la
turba.
La batalla, destructora de hombres, se presentaba horrible con las largas picas
que
desgarran
la carne y que los guerreros manejaban; cegaba los ojos el resplandor del
bronce
de los lucientes cascos, de las corazas recientemente bruñidas y de los escudos
refulgentes
de cuantos iban a encontrarse; y hubiera tenido corazón muy audaz quien al
contemplar
aquella acción se hubiese alegrado en vez de afligirse.
345
Los dos hijos poderosos de Crono, disintiendo en el modo de pensar, preparaban
deplorables
males a los héroes. Zeus quería que triunfaran Héctor y los troyanos para
glo-
rificar
a Aquiles, el de los pies ligeros; mas no por eso deseaba que el ejército aqueo
pereciera
totalmente delante de Ilio, pues sólo intentaba honrar a Tetis y a su hijo, de
áni-
mo
esforzado. Posidón había salido ocultamente del espumoso mar, recorría las filas
y
animaba
a los argivos, porque le afligía que fueran vencidos por los troyanos, y se
indig-
naba
mucho contra Zeus. Igual era el origen de ambas deidades y una misma su
prosapia,
pero
Zeus había nacido primero y sabía más, por esto Posidón evitaba el socorrer
abiertamente
a aquéllos, y, transfigurado en hombre, discurría, sin darse a conocer, por el
ejército
y le amonestaba. Y los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos y de
otros
la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían sobre ellos una cadena
inquebrantable
a indisoluble que a muchos les quebró las rodillas.
361
Entonces Idomeneo, aunque ya semicano, animó a los dánaos, arremetió contra los
troyanos,
llenándoles de pavor, y mató a Otrioneo. Éste había acudido de Cabeso a Ilio
cuando
tuvo noticia de la guerra y pedido en matrimonio a Casandra, la más hermosa de
las
hijas de Príamo, sin obligación de dotarla; pero ofreciendo una gran cosa: que
echaría
de
Troya a los aqueos. El anciano Príamo accedió y consintió en dársela; y el héroe
combatía,
confiando en la promesa. Idomeneo tiróle la reluciente lanza y le hirió mientras
se
adelantaba con arrogante paso, la coraza de bronce que llevaba no resistió,
clavóse
aquélla
en medio del vientre, cayó el guerrero con estrépito, a Idomeneo dijo con
jactancia:
374
-¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cumplieras lo que
ofreciste a
Príamo
Dardánida cuando te prometió a su hija. También nosotros te haremos promesas
con
intención de cumplirlas: traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida
y te
la
daremos por mujer, si junto con los nuestros destruyes la populosa ciudad de
Ilio. Pero
sígueme,
y en las naves surcadoras del ponto nos pondremos de acuerdo sobre el
casamiento;
que no somos malos suegros.
383
Hablóle así el héroe Idomeneo, mientras le asía de un pie y le arrastraba por el
campo
de la dura batalla; y Asio se adelantó para vengarlo, presentándose como peón
delante
de su carro, cuyos corceles, gobernados por el auriga, sobre los mismos hombros
del
guerrero resoplaban. Asio deseaba en su corazón herir a Idomeneo, pero
anticipósele
éste
y le hundió la pica en la garganta, debajo de la barba, hasta que el bronce
salió al
otro
lado. Cayó el troyano como en el monte la encina, el álamo o el elevado pino que
unos
artífices cortan con afiladas hachas para convertirlo en mástil de navío; así
yacía
aquél,
tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo
con
las
manos el polvo ensangrentado. Turbóse el escudero, y ni siquiera se atrevió a
torcer la
rienda
a los caballos para escapar de las manos de los enemigos. Y el belicoso Antíloco
se
llegó a él y le atravesó con la lanza, pues la broncínea coraza no pudo evitar
que se la
clavase
en el vientre. El auriga, jadeante, cayó del bien construido carro; y Antíloco,
hijo
del
magnánimo Néstor, sacó los caballos de entre los troyanos y se los llevó hacia
los
aqueos,
de hermosas grebas.
402
Deífobo, irritado por la muerte de Asio, se acercó mucho a Idomeneo y le arrojó
la
reluciente
lanza. Mas Idomeneo advirtiólo y burló el golpe encongiéndose debajo de su
liso
escudo, que estaba formado por boyunas pieles y una lámina de bruñido bronce con
dos
abrazaderas, la broncínea lanza resbaló por la superficie del escudo, que sonó
ron-
camente,
y no fue lanzada en balde por el robusto brazo de aquél, pues fue a clavarse en
el
hígado, debajo del diafragma, de Hipsenor Hipásida, pastor de hombres,
haciéndole
doblar
las rodillas. Y Deífobo se jactaba así, dando grandes
voces:
414
-Asio yace en tierra, pero ya está vengado. Figúrome que, al descender a la
morada
de
sólidas puertas del terrible Hades, se holgará su espíritu de que le haya
procurado un
compañero.
417
Así habló. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el
corazón
del belicoso Antíloco; pero éste, aunque afligido, no abandonó a su compañero,
sino
que corriendo se puso cerca de él y le cubrió con el escudo. E introduciéndose
por
debajo
dos amigos fieles, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor, llevaron a
Hipsenor,
que daba hondos suspiros, hacia las cóncavas naves.
424
Idomeneo no dejaba que desfalleciera su gran valor y deseaba siempre o sumir a
algún
troyano en tenebrosa noche, o caer él mismo con estrépito, librando de la ruina
a
los
aqueos. Posidón dejó que sucumbiera a manos de Idomeneo, el hijo querido de
Esietes,
alumno de Zeus, el héroe Alcátoo (era yerno de Anquises y tenía por esposa a
Hipodamía,
la hija primogénita, a quien el padre y la veneranda madre amaban
cordialmente
en el palacio porque sobresalía en hermosura, destreza y talento entre todas
las
de su edad, y a causa de esto casó con ella el hombre más ilustre de la vasta
Troya): el
dios
ofuscóle los brillantes ojos y paralizó sus hermosos miembros, y el héroe no
pudo
huir
ni evitar la acometida de Idomeneo, que le envainó la lanza en medio del pecho,
mientras
estaba inmóvil como una columna o un árbol de alta copa, y le rompió la coraza
que
siempre le había salvado de la muerte, y entonces produjo un sonido ronco al
quebrarse
por el golpe de la lanza. El guerrero cayó con estrépito; y, como la lanza se
había
clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste; pero pronto el arma
impetuosa
perdió su fuerza. E Idomeneo con gran jactancia y a voz en grito
exclamó:
446-¡Deífobo!
Ya que tanto te glorías, ¿no te parece que es una buena compensación
haber
muerto a tres, por uno que perdimos? Ven, hombre admirable, ponte delante y
verás
quién es este descendiente de Zeus que aquí ha venido; porque Zeus engendró a
Minos,
protector de Creta, Minos fue padre del eximio Deucalión, y de éste nací yo, que
reino
sobre muchos hombres en la vasta Creta y vine en las naves para ser una plaga
para
ti,
para to padre y para los demás troyanos.
455
Así dijo; y Deífobo vacilaba entre retroceder para que se le juntara alguno de
los
magnánimos
troyanos o atacar él solo a Idomeneo. Parecióle lo mejor ir en busca de
Eneas,
y le halló entre los últimos; pues siempre estaba irritado con el divino Príamo,
que
no
le honraba como por su bravura merecía. Y deteniéndose a su lado, le dijo estas
aladas
palabras:
463
-¡Eneas, príncipe de los troyanos! Es preciso que defiendas a tu cuñado, si por
él
sientes
algún interés. Sígueme y vayamos a combatir por tu cuñado Alcátoo, que te crió
cuando
eras niño y ha muerto a manos de Idomeneo, famoso por su
lanza.
468
Así dijo. Eneas sintió que en el pecho se le conmovía el corazón, y se fue hacia
Idomeneo
con grandes deseos de pelear. Éste no se dejó vencer del temor, cual si fuera un
niño,
sino que to aguardó como el jabalí que, confiando en su fuerza, espera en un
paraje
desierto
del monte el gran tropel de hombres que se avecina, y con las cerdas del lomo
erizadas
y los ojos brillantes como ascuas aguza los dientes y se dispone a rechazar la
acometida
de perros y cazadores, de igual manera Idomeneo, famoso por su lanza,
aguardaba
sin arredrarse a Eneas, ágil en la lucha, que le salía al encuentro; pero
llamaba
a
sus compañeros, poniendo los ojos en Ascálafo, Afareo, Deípiro, Meriones y
Antíloco,
aguerridos
campeones, y los exhortaba con estas aladas palabras:
481
-Venid, amigos, y ayudadme; pues estoy solo y temo mucho a Eneas, ligero de
pies,
que contra mí arremete. Es muy vigoroso para matar hombres en el combate, y se
halla
en la flor de la juventud, cuando mayor es la fuerza. Si con el ánimo que tengo,
fuésemos
de la misma edad, pronto o alcanzaría él una gran victoria sobre mí, o yo la
alcanzana
sobre él.
487
Así dijo; y todos con el mismo ánimo en el pecho y los escudos en los hombros se
pusieron
al lado de Idomeneo. También Eneas exhortaba a sus amigos, echando la vista a
Deífobo,
Paris y el divino Agenor, que eran asimismo capitanes de los troyanos.
Inmediatamente
marcharon las tropas detrás de los jefes, como las ovejas siguen al
carnero
cuando después del pasto van a beber, y el pastor se regocija en el alma; así se
alegró
el corazón de Eneas en el pecho, al ver el grupo de hombres que tras él
seguía.
496
Pronto trabaron alrededor del cadaver de Alcátoo un combate cuerpo a cuerpo,
blandiendo
grandes picas; y el bronce resonaba de horrible modo en los pechos al darse
botes
de lanza los unos a los otros. Dos hombres belicosos y señalados entre todos,
Eneas
a
Idomeneo, iguales a Ares, deseaban herirse recíprocamente con el cruel bronce.
Eneas
arrojó
el primero la lanza a Idomeneo; pero, como éste la viera venir, evitó el golpe:
la
broncínea
punta clavóse en tierra, vibrando, y el arma fue echada en balde por el robusto
brazo.
Idomeneo hundió la suya en el vientre de Enómao y el bronce rompió la
concavidad
de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, asió el
suelo
con las manos. Acto continuo, Idomeneo arrancó del cadaver la ingente lanza,
pero
no
le pudo quitar de los hombros la magnífica armadura, porque estaba abrumado por
los
tiros.
Como ya no tenía seguridad en sus pies para recobrar la lanza que había
arrojado, ni
para
librarse de la que le arrojasen, evitaba la cruel muerte combatiendo a pie
firme; y, no
pudiendo
tampoco huir con ligereza, retrocedía paso a paso. Deífobo, que constantemente
le
odiaba, le tiró la lanza reluciente y erró el golpe, pero hirió a Ascálafo, hijo
de Enialio;
la
impetuosa lanza se clavó en la espalda, y el guerrero, caído en el polvo, asió
el suelo
con
las manos. Y el ruidoso y robusto Ares no se enteró de que su hijo hubiese
sucumbido
en el duro combate porque se hallaba detenido en la cumbre del Olimpo,
debajo
de áureas nubes, con otros dioses inmortales por la voluntad de Zeus, el cual no
permitía
que intervinieran en la batalla.
526
La pelea cuerpo a cuerpo se encendió entonces en torno de Ascálafo, a quien
Deífobo
logró quitar el reluciente casco, pero Meriones, igual al veloz Ares, dio a
Deífobo
una lanzada en el brazo y le hizo soltar el casco con agujeros a guisa de ojos,
que
cayó
al suelo produciendo ronco sonido. Meriones, abalanzándose a Deífobo con la
celeridad
del buitre, arrancóle la impetuosa lanza de la parte superior del brazo y
retrocedió
hasta el grupo de sus amigos. A Deífobo sacóle del horrísono combate su
hermano
carnal Polites: abrazándole por la cintura, to condujo adonde tenía los rápidos
corceles
con el labrado carro, que estaban algo distantes de la lucha y del combate,
gobernados
por un auriga. Ellos llevaron a la ciudad al héroe, que se sentía agotado, daba
hondos
suspiros y le manaba sangre de la herida que en el brazo acababa de
recibir.
540
Los demás combatían y alzaban una gritería inmensa. Eneas, acometiendo a Afareo
Caletórida,
que contra él venía, hirióle en la garganta con la aguda lanza: la cabeza se
inclinó
a un lado, arrastrando el casco y el escudo, y la muerte destructora rodeó al
guerrero.
Antíloco, como advirtiera que Toón volvía pie atrás, arremetió contra él y le
hirió:
cortóle la vena que, corriendo por el dorso, llega hasta el cuello, y el troyano
cayó
de
espaldas en el polvo y tendía los brazos a los compañeros queridos. Acudió
Antíloco y
le
quitó de los hombros la armadura, mirando a todos lados, mientras los troyanos
iban
cercándole
ya por éste, ya por aquel lado, a intentaban herirle; mas el ancho y labrado
escudo
paró los golpes, y ni aun consiguieron rasguñar la tierna piel del héroe con el
cruel
bronce, porque Posidón, que bate la tierra, defendió al hijo de Néstor contra
los
muchos
tiros. Antíloco no se apartaba nunca de los enemigos, sino que se agitaba en
medio
de ellos; su lanza, lamas ociosa, siempre vibrante, se volvía a todas partes, y
él
pensaba
en su mente si la arrojaría a alguien, o acometería de
cerca.
560
No se le ocultó a Adamante Asíada lo que Antíloco meditaba en medio de la turba;
y,
acercándosele, le dio con el agudo bronce un bote en medio del escudo; pero
Posidón,
el
de cerúlea cabellera, no permitió que quitara la vida a Antíloco, a hizo vano el
golpe
rompiendo
la lanza en dos partes, una de las cuales quedó clavada en el escudo, como
estaca
consumida por el fuego, y la otra cayó al suelo. Adamante retrocedió hacia el
grupo
de sus amigos, para evitar la muerte; pero Meriones corrió tras él y arrojóle la
lanza,
que penetró por entre el ombligo y las partes verendas, donde son muy peligrosas
las
heridas que reciben en la guerra los míseros mortales. Allí, pues, se hundió la
lanza, y
Adamante,
cayendo encima de ella, se agitaba como un buey a quien los pastores han
atado
en el monte con recias cuerdas y llevan contra su voluntad; así aquél, al
sentirse
herido,
se agitó algún tiempo, que no fue de larga duración porque Meriones se le
acercó,
arrancóle
la lanza del cuerpo y las tinieblas velaron los ojos del
guerrero.
576
Héleno dio a Deípiro un tajo en una sien con su gran espada tracia, y le rompió
el
casco.
Éste, sacudido por el golpe, cayó al suelo, y rodando fue a parar a los pies de
un
guerrero
aqueo que to alzó de tierra. A Deípiro tenebrosa noche le cubrió los
ojos.
581
Gran pesar sintió por ello el Atrida Menelao, valiente en el combate; y,
blandiendo
la
aguda lanza, arremetió, amenazador, contra el héroe y príncipe Héleno, quien, a
su vez,
armó
el arco. Ambos fueron a encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al contrario
con la
aguda
lanza, y el otro de herir a su enemigo con una flecha arrojada por el arco. El
Priámida
dio con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una
concavidad;
pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra parte. Como en la espaciosa
era
saltan del bieldo las negruzcas habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento
y al
impulso
del aventador, de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del
glorioso
Menelao, voló a to lejos. Por su parte Menelao Atrida, valiente en la pelea,
hirió
a
Héleno en la mano en que llevaba el pulimentado arco: la broncínea lanza
atravesó la
palma
y penetró en el arco. Héleno retrocedió hasta el grupo de sus amigos, para
evitar la
muerte;
y su mano, colgando, arrastraba el asta de fresno. El magnánimo Agenor se la
arrancó
y le vendó la mano con una honda de lana de oveja, bien tejida, que les facilitó
el
escudero
del pastor de hombres.
601
Pisandro embistió al glorioso Menelao. El hado funesto le llevaba al fin de su
vida,
empujándole
para que fuese vencido por ti, oh Menelao, en la terrible pelea. Así que
en-
trambos
se hallaron frente a frente, acometiéronse, y el Atrida erró el golpe porque la
lanza
se le desvió; Pisandro dio un bote en el escudo del glorioso Menelao, pero no
pudo
atravesar
el bronce: resistió el ancho escudo y quebróse la lanza por el asta cuando aquél
se
regocijaba en su corazón con la esperanza de salir victorioso. Pero el Atrida
desnudó la
espada
guarnecida de argénteos clavos y asaltó a Pisandro, quien, cubriéndose con el
escudo,
aferró una hermosa hacha, de bronce labrado, provista de un largo y liso mango
de
madera de olivo. Acometiéronse, y Pisandro dio un golpe a Menelao en la cimera
del
yelmo,
adornado con crines de caballo, debajo del penacho; y Menelao hundió su espada
en
la frente del troyano, encima de la nariz: crujieron los huesos, y los ojos,
ensangrentados,
cayeron en el polvo, a los pies del guerrero, que se encorvó y vino a
tierra.
El Atrida, poniéndole el pie en el pecho, le despojó de la armadura; y,
blasonando
del
triunfo, dijo:
620
-¡Así dejaréis las naves de los aqueos, de ágiles corceles, oh troyanos
soberbios a
insaciables
de la pelea horrenda! No os basta haberme inferido una vergonzosa afrenta,
infames
perros, sin que vuestro corazón temiera la ira terrible del tonante Zeus
hospitalario,
que algún día destruirá vuestra ciudad excelsa. Os llevasteis, además de
muchas
riquezas, a mi legítima esposa, que os había recibido amigablemente; y ahora
deseáis
arrojar el destructor fuego en las naves surcadoras del ponto, y dar muerte a
los
héroes
aqueos; pero quizás os hagamos renunciar al combate, aunque tan enardecidos os
mostréis.
¡Padre Zeus! Dicen que superas en inteligencia a los demás dioses y hombres, y
todo
esto procede de ti. ¿Cómo favoreces a los troyanos, a esos hombres insolentes,
de
espíritu
siempre perverso, y que nunca se pueden hartar de la guerra a todos tan funesta?
De
todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la
agradable
danza,
cosas más apetecibles que la pelea; pero los troyanos no se cansan de
combatir.
640
En diciendo esto, el eximio Menelao quitóle al cadáver la ensangrentada
armadura;
y,
entregándola a sus amigos, volvió a pelear entre los combatientes
delanteros.
643
Entonces le salió al encuentro Harpalión, hijo del rey Pilémenes, que fue a
Troya
con
su padre a combatir y no había de volver a la patria tierra: el troyano dio un
bote de
lanza
en medio del escudo del Atrida, pero no pudo atravesar el bronce y retrocedió
hacia
el
grupo de sus amigos para evitar la muerte, mirando a todos lados, no fuera
alguien a
herirlo
con el bronce. Mientras él se iba, Meriones le asestó el arco, y la broncínea
saeta
se
hundió en la nalga derecha del troyano, atravesó la vejiga por debajo del hueso
y salió
al
otro lado. Y Harpalión, cayendo a11í en brazos de sus amigos, dio el alma y
quedó
tendido
en el suelo como un gusano; de su cuerpo fluía negra sangre que mojaba la
tierra.
Pusiéronse
a su alrededor los magnánimos paflagones, y, colocando el cadáver en un
carro,
lleváronlo, afligidos, a la sagrada Ilio; el padre iba con ellos derramando
lágrimas,
y
ninguna venganza pudo tomar de aquella muerte.
660
Paris, muy irritado en su espíritu por la muerte de Harpalión, que era su
huésped en
la
populosa Paflagonia, arrojó una broncínea flecha. Había un cierto Euquenor, rico
y
valiente,
que era vástago del adivino Poliido, habitaba en Corinto y se embarcó para
Troya,
no obstante saber la funesta suerte que a11í le aguardaba. El buen anciano
Poliido
habíale
dicho repetidas veces que moriría en penosa dolencia en el palacio o sucumbiría
a
manos
de los troyanos en las naves aqueas, y él, queriendo evitar los baldones de los
aqueos
y la enfermedad odiosa con sus dolores, decidió it a Ilio. A éste, pues, Paris
le
clavó
la flecha por debajo de la quijada y de la oreja: la vida huyó de los miembros
del
guerrero,
y la obscuridad horrible le envolvió.
673
Así combatían con el ardor de encendido fuego. Héctor, caro a Zeus, aún no se
había
enterado, a ignoraba por entero que sus tropas fuesen destruidas por los argivos
a la
izquierda
de las naves. Pronto la victoria hubiera sido de los aqueos. ¡De tal suerte
Posidón,
que ciñe y sacude la tierra, los alentaba y hasta los ayudaba con sus propias
fuerzas!
Estaba Héctor en el mismo lugar adonde había llegado después que pasó las
puertas
y el muro y rompió las cerradas filas de los escudados dánaos. A11í, en la playa
del
espumoso mar, habían sido colocadas las naves de Ayante y Protesilao; y se había
levantado
para defenderlas un muro bajo, porque los hombres y corceles acampados en
aquel
paraje eran muy valientes en la guerra.
685
Los beocios, los jonios, de rozagante vestidura, los locrios, los ptiotas y los
ilustres
epeos
detenían al divino Héctor, que, semejante a una llama, porfiaba en su empeño de
ir
hacia
las naves; pero no conseguían que se apartase de ellos. Los atenienses habían
sido
designados
para las primeras filas y los mandaba Menesteo, hijo de Péteo, a quien
se-
guían
Fidante, Estiquio y el valeroso Biante. De los epeos eran caudillos Meges
Filida,
Anfión
y Dracio. Al frente de los ptiotas estaban Medonte y el belicoso Podarces: aquél
era
hijo bastardo del divino Oileo y hermano de Ayante, y vivía en Fílace, lejos de
su
patria,
por haber dado muerte a un hermano de Eriópide, su madrastra y mujer de Oileo; y
el
otro era hijo de Ificlo Filácida. Ambos se habían armado y puesto al frente de
los
magnánimos
ptiotas, y combatían en unión con los beocios para defender las
naves.
701
El ágil Ayante de Oileo no se apartaba un instante de Ayante Telamonio: como en
tierra
noval dos negros bueyes tiran con igual ánimo del sólido arado, abundante sudor
brota
en torno de sus cuernos, y sólo los separa el pulimentado yugo mientras andan
por
los
surcos para abrir el hondo seno de la tierra, así, tan cercanos el uno del otro,
estaban
los
Ayantes. A1 Telamonio seguíanle muchos y valientes hombres, que tomaban su
escudo
cuando la fatiga y el sudor llegaban a las rodillas del héroe. Mas al Oilíada,
de
corazón
valiente, no le acompañaban los locrios, porque no podían sostener una lucha a
pie
firme: no llevaban broncíneos cascos, adornados con crines de caballo, ni tenían
rodelas
ni lanzas de fresno; habían ido a Ilio, confiando en sus arcos y en sus hondas
de
retorcida
lana de oveja, y disparando a menudo destrozaban las falanges teucras.
Aquéllos
peleaban al frente con Héctor y los suyos; éstos, ocultos detrás, disparaban; y
los
troyanos apenas pensaban en combatir, porque las flechas los ponían en
desorden.
723
Entonces los troyanos hubieran vuelto en deplorable fuga de las naves y tiendas
a
la
ventosa Ilio, si Polidamante no se hubiese acercado al audaz Héctor para
decirle:
726
-¡Héctor! Eres reacio en seguir los pareceres ajenos. Porque un dios te ha dado
esa
superioridad
en las cosas de la guerra, ¿crees que aventajas a los demás en prudencia? No
es
posible que tú solo lo reúnas todo. La divinidad a uno le concede que sobresalga
en las
acciones
bélicas, a otro en la danza, al de más a11á en la cítara y el canto, y el
largovidente
Zeus pone en el pecho de algunos un espíritu prudente que aprovecha a gran
número
de hombres, salva las ciudades y to aprecia particularmente quien to posee. Pero
voy
a decir lo que considero más conveniente. Alrededor de ti arde la pelea por
todas
partes;
pero de los magnánimos troyanos que pasaron la muralla, unos se han retirado con
sus
armas, y otros, dispersos por las naves, combaten con mayor número de hombres.
Retrocede
y llama a los más valientes caudillos para deliberar si nos conviene arrojarnos
a
las naves, de muchos bancos, por si un dios nos da la victoria, o alejarnos de
ellas antes
que
seamos heridos. Temo que los aqueos se desquiten de lo de ayer, porque en las
naves
hay
un varón incansable en la pelea, y me figuro que no se abstendrá de
combatir.
748
Así habló Polidamante, y su prudence consejo plugo a Héctor, que saltó en
seguida
del
carro a tierra, sin dejar las armas, y le dijo estas aladas
palabras:
751
-¡Polidamante! Reúne tú a los más valientes caudillos, mientras voy a la otra
parte
de
la batalla y vuelvo tan pronto como haya dado las conveniences
órdenes.
754
Dijo; y, semejante a un monte cubierto de nieve, partió volando y profiriendo
gritos
por
entre los troyanos y sus auxiliares. Todos los caudillos se encaminaron hacia el
bravo
Polidamante
Pantoida así que oyeron las palabras de Héctor. Éste buscaba en los
combatientes
delanteros a Deífobo, al robusto rey Héleno, a Adamante Asíada, y a Asio,
hijo
de Hírtaco; pero no los halló ilesos ni a todos salvados de la muerte: los unos
yacían,
muertos
por los argivos, junto a las naves aqueas; y los demás, heridos, quién de cerca,
quién
de lejos, estaban dentro de los muros de la ciudad. Pronto se encontró, en la
izquierda
de la batalla luctuosa, con el divino Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa
cabellera,
que animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear; y, deteniéndose a su
lado,
díjole estas injuriosas palabras:
769
-¡Miserable Paris, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! ¿Dónde están
Deífobo,
el robusto rey Héleno, Adamante Asíada y Asio, hijo de Hírtaco? ¿Qué es de
Otrioneo?
Hoy la excelsa Ilio se arruina desde la cumbre; hoy te aguarda a ti horrible
muerte.
774
Respondióle a su vez el deiforme Alejandro:
775
-¡Héctor! Ya que tienes intención de culparme sin motivo, quizás otras veces fui
más
remiso en la batalla, aunque no del todo pusilánime me dio a luz mi madre. Desde
que
al frente de los compañeros promoviste el combate junto a las naves, peleamos
sin
cesar
contra los dánaos. Los amigos por quienes preguntas han muerto, menos Deífobo y
el
robusto rey Héleno; los cuales, heridos en el brazo por ingentes lanzas, se
fueron, y el
Cronión
les salvó la vida. Llévanos adonde el corazón y el ánimo to ordenen; nosotros to
seguiremos
presurosos, y no han de faltarnos bríos en cuanto lo permitan nuestras
fuerzas.
Más a11á de lo que éstas permiten, nada es posible hacer en la guerra, por
enardecido
que uno esté.
788
Así diciendo, cambió el héroe la mente de su hermano. Enderezaron al sitio donde
era
más ardiente el combate y la pelea; a11í estaban Cebríones, el eximio
Polidamante,
Falces,
Orteo, Polifetes, igual a un dios, Palmis, Ascanio y Mores, hijos los dos
últimos
de
Hipotión; todos los cuales habían llegado el día anterior de la fértil Ascania
para
reemplazar
a otros, y entonces Zeus les impulsó a combatir. A la manera que un
torbellino
de vientos impetuosos desciende a la llanura, acompañado del trueno del padre
Zeus,
y al caer en el mar con ruido inmenso levanta grandes y espumosas olas que se
van
sucediendo,
así los troyanos seguían en filas cerradas a los caudillos, y el bronce de sus
armas
relucía. Iba a su frente Héctor Priámida, cual si fuese Ares, funesto a los
mortales:
llevaba
por delante un escudo liso, formado por muchas pieles de buey y una gruesa
lámina
de bronce, y el refulgence casco temblaba en sus sienes. Movíase Héctor,
defendiéndose
con la rodela, y probaba por codas partes si las falanges cedían, pero no
logró
turbar el ánimo en el pecho de los aqueos. Entonces Ayante adelantóse con ligero
paso
y provocóle con estas palabras:
810
-¡Varón admirable! ¡Acércate! ¿Por qué quieres amedrentar de este modo a los
argivos?
No somos inexpertos en la guerra, sino que los aqueos sucumben debajo del
cruel
azote de Zeus. Tú
esperas destruir las naves, pero nosotros tenemos los brazos
prontos
para defenderlas; y mucho antes que to consigas, vuestra populosa ciudad será
tomada
y destruida por nuestras manos. Yo to aseguro que está cerca el momento en que
tú
mismo, puesto en fuga, pedirás al padre Zeus y a los demás inmortales que tus
corceles
de
hermosas crines sean más veloces que los gavilanes; y los caballos to llevarán a
la
ciudad,
levantando gran polvareda en la llanura.
821
Así que acabó de hablar, pasó por cima de ellos, hacia la derecha, un águila de
alto
vuelo;
y los aqueos gritaron, animados por el agüero. El esclarecido Héctor
respondió:
824
-¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste? Así fuera yo para siempre hijo de
Zeus,
que
lleva la égida, y me hubiese dado a luz la venerable Hera y gozara de los mismos
honores
que Atenea o Apolo, como este día será funesto para todos los argivos. Tú
también
serás muerto entre ellos si tienes la osadía de aguardar mi larga pica: ésta te
desgarrará
el delicado cuerpo; y tú, cayendo junto a las naves aqueas, saciarás a los
perros
de los troyanos y a las aves con to grasa y tus carnes.
833
En diciendo esto, pasó adelante; los otros capitanes le siguieron con vocerío
inmenso;
y detrás las tropas gritaban también. Los argivos movían por su parte gran
alboroto
y, sin olvidarse de su valor, aguardaban la acometida de los más valientes
troyanos.
Y el estruendo que producían ambos ejércitos llegaba al éter y a la morada
resplandeciente
de Zeus.
CANTO
XIV*
Engaño
de Zeus
*
Zeus, por una atiagaza de Hera, cae rendido por el suerto, y Posidón se pone al
frente de los aqueos.
Ayante
pone fuera de combate a Héctor, y sus hombres tienen que retorceder más a11á del
muro y del
foso
del campamento aqueo.
1
Néstor, aunque estaba bebiendo, no dejó de advertir la gritería; y hablando al
Asclepíada,
pronunció estas aladas palabras:
3
-¿Cómo crees, divino Macaón, que acabarán estas cosas? junto a las naves es cada
vez
mayor el vocerío de los robustos jóvenes. Tú, sentado aquí, bebe el negro vino,
mientras
Hecamede, la de hermosas trenzas, pone a calentar el agua del baño y te lava
después
la sangrienta herida; y yo subiré prestamente a un altozano para ver lo que
ocurre.
9
Dijo; y, después de embrazar el labrado escudo de reluciente bronce, que su hijo
Trasimedes,
domador de caballos, había dejado a11í por haberse llevado el del anciano,
asió
la fuerte lanza de broncínea punta y salió de la tienda. Pronto se detuvo ante
el
vergonzoso
espectáculo que se ofreció a sus ojos: los aqueos eran derrotados por los
feroces
troyanos y la gran muralla aquea estaba destruida. Como el piélago inmenso
empieza
a rizarse con sordo ruido y purpúrea, presagiando la rápida venida de los
sonoros
vientos,
pero no mueve las olas hasta que Zeus envía un viento determinado; así el
anciano
hallábase perplejo entre encaminarse a la turba de los dánaos, de ágiles
corceles,
o
enderezar sus pasos hacia el Atrida Agamenón, pastor de hombres. Parecióle que
sería
lo
mejor ir en busca del Atrida, y así lo hizo; mientras los demás, combatiendo, se
mataban
unos a otros, y el duro bronce resonaba alrededor de sus cuerpos a los golpes de
las
espadas y de las lanzas de doble filo.
27
Encontráronse con Néstor los reyes, alumnos de Zeus, que antes fueron heridos
con
el
bronce -el Tidida, Ulises y el Atrida Agamenón-, y entonces venían de sus naves.
Éstas
habían
sido colocadas lejos del campo de batalla, en la orilla del espumoso mar:
sacáronlas
a la llanura las primeras, y labraron un muro delante de las popas. Porque la
ribera,
con ser vasta, no hubiera podido contener todos los bajeles en una sola fila, y
además
el ejército se hubiera sentido estrecho; y por esto los pusieron escalonados y
llenaron
con ellos el gran espacio de costa que limitaban altos promontorios. Los reyes
iban
juntos, con el ánimo abatido, apoyándose en las lanzas, porque querían
presenciar el
combate
y la clamorosa pelea; y, cuando vieron venir al anciano Néstor, se les
sobresaltó
el
corazón en el pecho. Y el rey Agamenón, dirigiéndole la palabra,
exclamó:
42
-¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la
homicida
batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en su
arenga
a los troyanos: Que no regresaría a Ilio antes de pegar fuego a las naves y
matar a
los
aqueos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh dioses! Los aqueos, de hermosas
grebas,
tienen, como Aquiles, el ánimo poseído de ira contra mí y no quieren combatir
junto
a las naves.
52
Respondió Néstor, caballero gerenio:
53-Patente
es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar to que ya ha
sucedido.
Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible reparo para las
veleras
naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los troyanos sostienen vivo a
incesante
combate. No conocerías, por más que to miraras, hacia qué parte van los aqueos
acosados
y puestos en desorden: en montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega
hasta
el cielo. Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si nuestra mente da con
alguna
traza
provechosa; y no propongo que entremos en combate, porque es imposible que
peleen
los que están heridos.
64
Díjole el rey de hombres, Agamenón:
65
-¡Néstor! Puesto que ya los troyanos combaten junto a las popas de las naves y
de
ninguna
utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con tanta
fatiga,
esperando que fuese indestructible reparo para las naves y para ellos mismos;
sin
duda
debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos perezcan sin gloria aquí,
lejos
de
Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba, benévolo, a los dánaos, mas al
presente da
gloria
a los troyanos, cual si fuesen dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor
y
nuestros
brazos. Ea, procedamos todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se
hallan
más cerca de la orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas
hasta
que
vengá la noche inmortal, y, si entonces los troyanos se abstienen de combatir,
podremos
echar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante
la
noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.
82
El ingenioso Ulises, mirándole con torva faz, exclamó:
83-¡Atrida!
¿Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes? ¡Hombre funesto!
Debieras
estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes
Zeus
concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la
vejez,
hasta
que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas calles, después
que
hemos padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los aqueos esas
palabras, las
cuales
no saldrían de la boca de ningún varón que supiera hablar con espíritu prudente,
llevara
cetro y fuera obedecido por tantos hombres cuanto son los argivos sobre quienes
imperas.
Repruebo del todo la proposición que hiciste: sin duda nos aconsejas que
echemos
al mar las naves de muchos bancos durante el combate y la pelea, para que más
presto
se cumplan los deseos de los troyanos, ya al presente vencedores, y nuestra
perdición
sea inminente. Porque los aqueos no sostendrán el combate si las naves son
echadas
al mar; sino que, volviendo los ojos adonde puedan huir, cesarán de pelear, y tu
consejo,
príncipe de hombres, habrá sido dañoso.
103
Contestó el rey de hombres, Agamenón:
104
-¡Ulises! Tu dura reprensión me ha llegado al alma; pero yo no mandaba que los
aqueos
arrastraran al mar, contra su voluntad, las naves de muchos bancos. Ojalá que
al-
guien,
joven o viejo, propusiera una cosa mejor, pues le oiría con
gusto.
109
Y entonces les dijo Diomedes, valiente en la pelea:
110
-Cerca tenéis a tal hombre -no habremos de buscarle mucho-, si os halláis
dispuestos
a obedecer; y no me vituperéis ni os irritéis contra mí, recordando que soy más
joven
que vosotros, pues me glorío de haber tenido por padre al valiente Tideo, cuyo
cuerpo
está enterrado en Teba. Engendró Porteo tres hijos ilustres que habitaron en
Pleurón
y en la excelsa Calidón: Agrio, Melas y el caballero Eneo, mi abuelo paterno,
que
era el más valiente. Eneo quedóse en su país; pero mi padre, después de vagar
algún
tiempo,
se estableció en Argos, porque así to quisieron Zeus y los demás dioses, casó
con
una
hija de Adrasto y vivió en una casa abastada de riqueza: poseía muchos trigales,
no
pocas
plantaciones de árboles en los alrededores y copiosos rebaños, y aventajaba a
todos
los
aqueos en el manejo de la lanza. Tales cosas las habréis oído referir como
ciertas que
son.
No sea que, figurándoos quizás que por mi linaje he de ser cobarde y débil,
despreciéis
lo bueno que os diga. Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues
la
necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir
herida
sobre
herida; animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo
a
su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean.
133
Así se expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey
de
hombres,
Agamenón, iba delante.
135
El ilustre Posidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y, transfigurándose
en un
viejo,
se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamenón Atrida y le dijo estas
aladas pa-
labras:
139
-¡Atrida! Aquiles, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de
sentir
que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está totalmente
falto de
juicio.
¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los bienaventurados
dioses
no se hallan irritados del todo contigo, y los caudillos y príncipes de los
troyanos
serán
puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la llanura espaciosa; tú mismo
los
verás
huir desde las tiendas y naves a la ciudad.
147
Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura.
Cual
es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la contienda de Ares,
tan pu-
jante
fue la voz que el soberano Posidón, que bate la tierra, arrojó de su pecho. Y el
dios
infundió
valor en el corazón de todos los aqueos para que lucharan y combatieran sin
des-
canso.
153
Hera, la de áureo trono, miró con sus ojos desde la cima del Olimpo, conoció a
su
hermano
y cuñado, que se movía en la batalla donde se hacen ilustres los hombres, y se
regocijó
en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en
manantiales,
y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de ojos de
novilla,
pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. A1 fin parecióle que la
mejor
resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose
en
amor,
quería dormir a su lado y ella lograba derramar dulce y placentero sueño sobre
los
párpados
y el prudente espíritu del dios. Sin perder un instante, fuese a la habitación
labrada
por su hijo Hefesto -la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que
ninguna
otra deidad sabía abrir-, entró, y, habiendo entornado la puerta, lavóse con
ambrosía
el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso
que,
al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió
por
el
cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello y con sus
propias
manos
formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza
inmortal.
Echóse
en seguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le
había
labrado, y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que
tenía
cien
borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras
preciosas
grandes
como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas
se
cubrió
con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol, y calzó sus nítidos pies con
bellas
sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la
estancia,
y, llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos
términos:
190
-¿Querrás complacerme, hija querida, en lo que yo te diga, o te negarás,
irritada en
tu
ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los troyanos?
193
Respondióle Afrodita, hija de Zeus:
194
-¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Di qué quieres; mi corazón me
impulsa
a efectuarlo, si puedo hacerlo y ello es factible.
197
Contestóle dolosamente la venerable Hera:
198
-Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los
mortales
hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano, padre de los
dioses,
y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de Rea y me criaron y
educaron
en su palacio, cuando el largovidente Zeus puso a Crono debajo de la tierra y
del
mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se
privan del
amor
y del tálamo, porque la cólera anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis
palabras
su ánimo y lograra que reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre
querida
y venerable.
2,1
Respondió de nuevo la risueña Afrodita:
212
-No es posible ni sería conveniente negarte lo que Aides, pues duermes en los
brazos
del poderosísimo Zeus.
214
Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos
los
encantos:
hallábanse a11í el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor
que
hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las manos de Hera, y
pronunció
estas
palabras:
219-Toma
y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro
que
no volverás sin haber logrado lo que tu corazón desea.
222
Así dijo. Sonrióse Hera veneranda, la de ojos de novilla; y, sonriente aún,
escondió
el
ceñidor en el seno.
224
Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada y Hera dejó en raudo vuelo la cima
del
Olimpo,
y, pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas
cumbres
de
las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra
descendió
por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí
se
encontró con el Sueño, hermano de la Muerte, y, asiéndole de la diestra, le dijo
estas
palabras:
233
-¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión
escuchaste
mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece los
brillantes
ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por el amor, se
acueste
conmigo. Te daré como premio un trono hermoso, incorruptible, de oro; y mi hijo
Hefesto,
el cojo de ambos pies, te hará un escabel que te sirva para apoyar las nítidas
plantas,
cuando asistas a los festines.
242
Respondióle el dulce Sueño:
243
-¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente adormecería a cualquier
otro
de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, del cual son
oriundos
todos,
pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus Cronión, si él no lo manda. Me hizo
cuerdo
tu mandato el día en que el muy animoso hijo de Zeus se embarcó en Ilio, después
de
destruir la ciudad troyana. Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que
lleva la
égida,
difundiéndome suave en torno suyo; y tú, que intentabas causar daño a Heracles,
conseguiste
que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la
populosa
Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los
dioses
en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer, arrojándome del
éter
al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los hombres, no me hubiese
salvado;
lleguéme
a ella huyendo, y aquél se contuvo, aunque irritado, porque temió hacer algo
que
a la rápida Noche desagradara. Y ahora me mandas realizar otra cosa
peligrosísima.
263
Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
264
-Oh Sueño, ¿por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el
largovidente
Zeus
favorecerá tanto a los troyanos, como en la época en que se irritó protegía a su
hijo
Heracles?
Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella y lleve el nombre de esposa
tuya,
la más joven de las Gracias [Pasitea, de la cual estás deseoso todos los
días].
270
Así habló. Alegróse el Sueño, y respondió diciendo:
271
-Ea, jura por el agua inviolable de la Éstige, tocando con una mano la fértil
tierra y
con
la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses de debajo de la
tierra que
están
con Crono, que me darás la más joven de las Gracias, Pasitea, de la cual estoy
deseoso
todos los días.
277
Así dijo. No desobedeció Hera, la diosa de los níveos brazos, y juró, como se le
pedía,
nombrando a todos los dioses subtartáreos, llamados Titanes. Prestado el
juramento,
partieron ocultos en una nube, dejaron atrás a Lemnos y la ciudad de Imbros,
y
siguiendo con rapidez el camino llegaron a Lecto, en el Ida, abundante en
manantiales y
criador
de fieras; allí pasaron del mar a tierra firme, y anduvieron haciendo estremecer
debajo
de sus pies la cima de los árboles de la selva. Detúvose el Sueño antes que los
ojos
de
Zeus pudieran verlo, y, encaramándose en un abeto altísimo que había nacido en
el Ida
y
por el aire llegaba al éter, se ocultó entre las ramas como la montaraz ave
canora
llamada
por los dioses calcis y por los hombres cymindis.
292
Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las
nubes,
la vio venir; y apenas la distinguió, enseñoreóse de su prudente espíritu el
mismo
deseo
que, cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus
padres.
Y así que la tuvo delante, le habló diciendo:
298
-¡Hera! ¿Adónde vas, que tan presurosa vienes del Olimpo, sin los caballos y el
carro
que podrían conducirte?
300-
Respondióle dolosamente la venerable Hera:
301-
Voy a los confines de la fértil tierra, a ver a Océano, origen de los dioses, y
a la
madre
Tetis, que me recibieron de manos de Rea y me criaron y educaron en su palacio.
Iré
a visitarlos para dar fin a sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y
del
tálamo,
porque la cólera invadió sus corazones. Tengo al pie del Ida, abundante en
manantiales,
los corceles que me llevarán por tierra y por mar, y vengo del Olimpo a
participártelo;
no fuera que to irritaras si me encaminase, sin decírtelo, al palacio del
Océano,
de profunda corriente.
312
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
313
-¡Hera! Allá se puede ir más tarde. Ea, acostémonos y gocemos del amor. Jamás la
pasión
por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como
ahora:
nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión, que parió a Pintoo consejero igual
a
los
dioses; ni a Dánae Acrisiona, la de bellos talones, que dio a luz a Perseo, el
más
ilustre
de los hombres; ni a la celebrada hija de Fénix, que fue madre de Minos y de
Radamantis
igual a un dios; ni a Sémele, ni a Alcmena en Teba, de la que tuve a
Heracles,
de ánimo valeroso, y de Sémele a Dioniso, alegría de los mortales; ni a
Deméter,
la soberana de hermosas trenzas; ni a la gloriosa Leto; ni a ti misma: con tal
ansia
te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se
apodera.
3-29
Replicóle dolosamente la venerable Hera:
3»
-¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! ¡Quieres acostarte y gozar
del
amor
en las cumbres del Ida, donde todo es patente! ¿Qué ocurriría si alguno de los
sempiternos
dioses nos viese dormidos y lo manifestara a todas las deidades? Yo no
volvería
a tu palacio al levantarme del lecho; vergonzoso fuera. Mas, si lo deseas y a tu
corazón
le es grato, tienes la cámara que tu hijo Hefesto labró, cerrando la puerta con
sólidas
tablas que encajan en el marco. Vamos a acostarnos allí, ya que el lecho
apeteces.
341
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
342
-¡Hera! No temas que nos vea ningún dios ni hombre: te cubriré con una nube
dorada
que ni el Sol, con su luz, que es la más penetrante de todas, podría atravesar
para
mirarnos.
346
Dijo, y el hijo de Crono estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra
produjo
verde
hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del
suelo.
Acostáronse
allí y cubriéronse con una hermosa nube dorada, de la cual caían lucientes
gotas
de rocío.
352
Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto Gárgaro, vencido por el sueño y
el
amor y abrazado con su esposa. El dulce Sueño corrió hacia las naves aqueas para
llevar
la noticia al que ciñe y bate la tierra; y, deteniéndose cerca de él, pronunció
estas
aladas
palabras:
357
-¡Posidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve,
mientras
duerme
Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró
que
se acostara para gozar del amor.
361
Dicho esto, fuese hacia las ínclitas tribus de los hombres. Y Posidón, más
incitado
que
antes a socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les
exhortó
diciendo:
364
-¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se
apodere
de los bajeles y alcance gloria? Así se lo figura él y de ello se jacta, porque
Aquiles
permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero Aquiles no hará
gran
falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Pero, ea, procedamos
todos
como
voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que haya en el ejército,
cubríos
la cabeza con el refulgente casco, coged las picas más largas, y pongámonos en
marcha:
yo iré delante, y no creo que Héctor Priámida, por enardecido que esté, se
atreva
a
esperarnos. Y el varón, que siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger
sus
hombros,
déselo al menos valiente y tome otro mejor.
378
Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Los mismos reyes -el Tidida,
Ulises
y
el Atrida Agamenón-, sin embargo de estar heridos, los pusieron en orden de
batalla, y,
recorriendo
las hileras, hacían el cambio de las marciales armas. El esforzado tomaba las
más
fuertes y daba las peores al que le era inferior. Tan pronto como hubieron
vestido el
luciente
bronce, se pusieron en marcha: precedíales Posidón, que sacude la tierra,
llevando
en la robusta mano una espada terrible, larga y puntiaguda, que parecía un
relámpago;
y a nadie le era posible luchar con el dios en el funesto combate, porque el
temor
se to impedía a todos.
388
Por su parte, el esclarecido Héctor puso en orden a los troyanos. Y Posidón, el
de
cerúlea
cabellera, y el preclaro Héctor, auxiliando éste a los troyanos y aquél a los
argivos,
extendieron el campo de la terrible pelea. El mar, agitado, llegó hasta las
tiendas
y
naves de los argivos, y los combatientes se embistieron con gran alboroto. No
braman
tanto
las olas del mar cuando, levantadas por el soplo terrible del Bóreas, se rompen
en la
tierra;
ni hace tanto estrépito el ardiente fuego en la espesura del monte, al quemarse
una
selva;
ni suena tanto el viento en las altas copas de las encinas, si arreciando muge;
cuánto
fue el griteno de troyanos y aqueos en el momento en que, vociferando de un
modo
espantoso, vinieron a las manos.
402
El preclaro Héctor arrojó el primero la lanza a Ayante, que contra él arremetía,
y
no
le erró; pero acertó a darle en el sitio en que se cruzaban sobre el pecho la
correa del
escudo
y el tahalí de la espada, guarnecida con argénteos clavos, y ambos protegieron
el
delicado
cuerpo. Irritóse Héctor porque la lanza había sido arrojada inútilmente por su
mano,
y retrocedió hacia el grupo de sus amigos para evitar la muerte. El gran Ayante
Telamonio,
al ver que Héctor se retiraba, cogió una de las muchas piedras que servían
para
calzar las naves y rodaban entonces entre los pies de los combatientes, y con
ella le
hirió
en el pecho, por cima del escudo, junto a la garganta; la piedra, lanzada con
ímpetu,
giraba
como un torbellino. Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el. rayo
del
padre
Zeus, despidiendo un fuerte olor de azufre, y el que se halla cerca desfallece,
pues
el
rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el robusto Héctor dio consigo
en el
suelo
y cayó en el polvo: la pica se le fue de la mano, quedaron encima de él escudo y
casco,
y la armadura de labrado bronce resonó en torno del cuerpo. Los aqueos corrieron
hacia
Héctor, dando recias voces, con la esperanza de arrastrarlo a su campo; mas,
aunque
arrojaron muchas lanzas, no consiguieron herir al pastor de hombres, ni de cerca
ni
de lejos, porque fue rodeado por los más valientes troyanos -Polidamante, Eneas,
el
divino
Agenor, Sarpedón, caudillo de los licios, y el eximio Glauco-, y los otros
tampoco
le
abandonaron, pues se pusieron delante con sus rodelas. Los amigos de Héctor lo
levantaron
en brazos, sacáronlo del combate, condujéronle adonde tenía los ágiles
corceles
con el labrado carro y el auriga, y se lo llevaron hacia la ciudad, mientras
daba
profundos
suspiros.
433
Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el
inmortal
Zeus engendró, bajaron a Héctor del carro y le rociaron el rostro con agua: el
héroe
cobró los perdidos espíritus, miró a lo alto, y, poniéndose de rodillas, tuvo un
vómito
de negra sangre; luego cayó de espaldas, y la noche obscura cubrió sus ojos,
porque
aún tenía débil el ánimo a consecuencia del golpe
recibido.
440
Los argivos, cuando vieron que Héctor se ausentaba, arremetieron con más ímpetu
a
los troyanos, y sólo pensaron en combatir. Entonces el veloz Ayante de Oileo fue
el pri-
mero
que, acometiendo con la puntiaguda lanza, hirió a Satnio Enópida, a quien una
náyade
había tenido de Énope, mientras éste apacentaba rebaños a orillas del
Satnioente;
Ayante
Oilíada, famoso por su lanza, llegóse a él, le hirió en el ijar y le tumbó de
espaldas;
y, en torno del cadáver, troyanos y dánaos trabaron un duro combate. Fue a
vengarle
Polidamante Pantoida, hábil en blandir la lanza; e hirió en el hombro derecho a
Protoenor,
hijo de Areílico: la impetuosa lanza atravesó el hombro, y el guerrero,
cayendo
en el polvo, cogió el suelo con sus manos. Y Polidamante exclamó con gran
jactancia
y a voz en grito:
454
-No creo que el brazo robusto del valeroso Pantoida haya despedido la lanza en
vano;
algún argivo la recibió en su cuerpo, y me figuro que le servirá de báculo para
apo-
yarse
en ella y descender a la morada de Hades.
458
Así dijo. Sus jactanciosas palabras apesadumbraron a los argivos y conmovieron
el
corazón
del aguerrido Ayante Telamoníada, a cuyo lado cayó Protoenor. En el acto arrojó
Ayante
una reluciente lanza a Polidamante, que se retiraba; éste dio un salto oblicuo y
evitóla,
librándose de la negra muerte; pero en cambio la recibió Arquéloco, hijo de
Anté-
nor,
a quien los dioses habían destinado a morir: la lanza se clavó en la unión de la
cabeza
con el cuello, en la extremidad de la vértebra, y cortó ambos ligamentos; cayó
el
guerrero,
y cabeza, boca y narices llegaron al suelo antes que las piernas y las rodillas.
Y
Ayante,
vociferando, al eximio Polidamante le decía:
470
-Reflexiona, oh Polidamante, y dime sinceramente: ¿La muerte de ese hombre no
compensa
la de Protoenor? No parece vil, ni de viles nacido, sino hermano o hijo de
Anténor,
domador de caballos, pues tiene el mismo aire de familia.
475
Así dijo, porque le conocía bien; y a los troyanos se les llenó el corazón de
pesar.
Entonces
Acamante, que se hallaba junto al cadáver de su hermano para protegerlo,
envasó
la lanza a Prómaco, el beocio, cuando éste cogía por los pies al muerto a
intentaba
llevárselo.
Y en seguida jactóse Acamante grandemente, dando recias
voces:
479
-¡Argivos que sólo con el arco sabéis combatir y nunca os cansáis de proferir
amenazas!
El trabajo y los pesares no han de ser solamente para nosotros, y algún día
recibiréis
la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido
por
mi lanza, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación.
Por
esto
el hombre que es víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda
vengarle.
486
Así dijo. Sus jactanciosas frases apesadumbraron a los argivos y conmovieron el
corazón
del aguerrido Penéleo, que arremetió contra Acamante; el cual no aguardó la
acometida
del rey Penéleo. Éste hirió a Ilioneo, hijo único que a Forbante -hombre rico
en
ovejas y amado sobre todos los troyanos por Hermes, que le dio muchos bienes- su
esposa
le había parido: la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la
pupila,
le
atravesó el ojo y salió por la nuca, y el guerrero vino al suelo con los brazos
abiertos.
Penéleo,
desnudando la aguda espada, le cercenó la cabeza, que cayó a tierra con el
casco;
y, como la fornida lanza seguía clavada en el ojo, cogióla, levantó la cabeza
cual si
fuese
una flor de adormidera, la mostró a los troyanos y, blasonando del triunfo,
dijo:
501
-¡Teucros! Decid en mi nombre a los padres del ilustre Ilioneo que le lloren en
su
palacio;
ya que tampoco la esposa de Prómaco Alegenórida recibirá con alegre rostro a su
marido
cuando, embarcándonos, nos vayamos de Troya los aqueos.
506
Así habló. A todos les temblaban las carnes de miedo, y cada cual buscaba adónde
huir
para librarse de una muerte espantosa.
508
Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer aqueo
que
alzó del suelo cruentos despojos, cuando el ilustre Posidón, que bate la tierra,
inclinó
el
combate en favor de los aqueos.
511
Ayante Telamonio, el primero, hirió a Hirtio Girtíada; Antíloco hizo perecer a
Falces
y a Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones mató a Moris a
Hipotión;
Teucro quitó la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió en el ijar a
Hiperenor,
pastor de hombres: el bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa
por
la herida, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. Y el veloz Ayante, hijo
de
Oileo,
mató a muchos; porque nadie le igualaba en perseguir a los guerreros
aterrorizados,
cuando Zeus los ponía en fuga.
CANTO
XV*
Nueva
ofensiva desde las naves
*
Zeus se despierta, y Apolo lleva a los troyanos a las posiciones de antes de la
intervención de Posidón:
dentro
del campamento aqueo. Guiados por Zeus atacan las naves aqueas y les ponen en
fuga.
1
Cuando los troyanos hubieron atravesado en su huida el foso y la estacada,
muriendo
muchos
a manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles a hicieron
alto
amedrentados
y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la cumbre del Ida,
al
lado de Hera, la de áureo trono. Levantóse y vio a los troyanos perseguidos por
los
aqueos,
que los ponían en desorden, y, entre éstos, al soberano Posidón. Vio también a
Héctor
tendido en la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento,
vo-
mitando
sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre
de
los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él, miró con torva y terrible
faz a
Hera,
y así le dijo:
14
-Tu engaño, Hera maléfica a incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir
y
que
sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la
primera
en
gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste
colgada en
lo
alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas a inquebrantables
esposas?
Te hallabas suspendida en medio del éter y de las nubes, los dioses del vasto
Olimpo
te rodeaban indignados, pero no podían desatarte -si entonces llego a coger a
al-
guno,
le arrojo de estos umbrales y llega a la tierra casi sin vida- y yo no lograba
echar
del
corazón el continuo pesar que sentía por el divino Heracles, a quien tú,
promoviendo
una
tempestad con el auxilio del viento Bóreas, arrojaste con perversa intención al
mar
estéril
y llevaste luego a la populosa Cos; a11í le libré de los peligros y le conduje
nuevamente
a Argos, criadora de caballos, después que hubo padecido muchas fatigas. Te
to
recuerdo para que pongas fin a tus engaños y sepas si to será provechoso haber
venido
de
la mansión de los dioses a burlarme con los goces del
amor.
34
Así dijo. Estremecióse Hera veneranda, la de ojos de novilla, y hablándole
pronunció
estas aladas palabras:
36
-Sean testigos la Tierra y el anchuroso Cielo y el agua de la Éstige, de
subterránea
corriente
-que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses-, y tu
cabeza
sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría en vano: No es por mi
consejo
que Posidón, el que sacude la tierra, daña a los troyanos y a Héctor y auxilia a
los
otros;
quizás su mismo ánimo le incita a impele, y ha debido compadecerse de los aqueos
al
ver que son derrotados junto a las naves. Mas yo aconsejana a Posidón que fuera
por
donde
tú, el de las sombrías nubes, le mandaras.
47
Así dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y le respondió con
estas
aladas
palabras:
49
-Si tú, Hera veneranda, la de ojos de novilla, cuando te sientas entre los
inmortales
estuvieras
de acuerdo conmigo, Posidón, aunque otra cosa mucho deseara, acomodaría
muy
pronto su modo de pensar al nuestro. Pero, si en este momento hablas franca y
sinceramente,
ve a la mansión de los dioses y manda venir a Iris y a Apolo, famoso por su
arco;
para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce,
diga
al soberano Posidón que cese de combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo
incite
a
Héctor a la pelea, le infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen
el
corazón,
a fin de que rechace nuevamente a los aqueos, los cuales llegarán en cobarde
fuga
a las naves, de muchos bancos, del Pelida Aquiles. Éste enviará a la lid a su
compañero
Patroclo, que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de Ilio,
después
de quitar la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al divino Sarpedón, mi hijo.
Irritado
por la múerte de Patroclo, el divino Aquiles matará a Héctor. Desde aquel
instante
haré que los troyanos sean perseguidos continuamente desde las naves, hasta que
los
aqueos tomen la excelsa Ilio. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que ningún
inmortal
socorra
a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida, como lo prometí,
asintiendo
con la cabeza, el día en que la diosa Tetis abrazó mis rodillas y me suplicó que
honrase
a Aquiles, asolador de ciudades.
78
Así dijo. Hera, la diosa de los níveos brazos, no fue desobediente, y pasó de
los
montes
ideos al vasto Olimpo. Como corre veloz el pensamiento del hombre que,
habien-
do
viajado por muchas tierras, las recuerda en su reflexivo espíritu, y dice
«estuve aquí o
a11í»
y revuelve en la mente muchas cosas, tan rápida y presurosa volaba la venerable
Hera,
y pronto llegó al excelso Olimpo. Los dioses inmortales, que se hallaban
reunidos
en
el palacio de Zeus, levantáronse al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y
Hera,
rehusando
las demás, aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas, que fue
la
primera que corrió a su encuentro, y hablándole le dijo estas aladas
palabras:
90
-¡Hera! ¿Por qué vienes con esa cara de espanto? Sin duda te atemorizó tu
esposo, el
hijo
de Crono.
92
Respondióle Hera, la diosa de los níveos brazos:
93
-No me lo preguntes, diosa Temis; tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es
el
ánimo
de Zeus. Preside tú en el palacio el festín de los dioses, y oirás con los demás
inmortales
qué desgracias anuncia Zeus; figúrome que nadie, sea hombre o dios, se
regocijará
en el alma por más alegre que esté en el banquete.
100
Dichas estas palabras, sentóse la venerable Hera. Afligiéronse los dioses en la
morada
de Zeus. Aquélla, aunque con la sonrisa en los labios, no mostraba alegría en la
frente,
sobre las negras cejas. E indignada, exclamó:
104
-¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos
acercarnos
a él y contenerlo con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado
aparte,
ni de nosotros hace caso, ni se le da nada, porque dice que en fuerza y poder es
muy
superior a todos los dioses inmortales. Por tanto sufrid los infortunios que
respectivamente
os envíe. Creo que al impetuoso Ares le ha ocurrido ya una desgracia;
pues
murió en la pelea Ascálafo, a quien amaba sobre todos los hombres y reconocía
por
su
hijo.
113
Así habló. Ares bajó los brazos, golpeóse los muslos, y suspirando
dijo:
115
-No os irritéis conmigo, vosotros los que habitáis olímpicos palacios, si voy a
las
naves
de los aqueos para vengar la muerte de mi hijo; iría, aunque el destino hubiese
dispuesto
que me cayera encima el rayo de Zeus, dejándome tendido con los muertos,
entre
sangre y polvo.
119
Dijo, y mandó al Terror y a la Fuga que uncieran los caballos, mientras vestía
las
refulgentes
armas. Mayor y más terrible hubiera sido entonces el enojo y la ira de Zeus
contra
los inmortales; pero Atenea, temiendo por todos los dioses, se levantó del
trono,
salió
por el vestíbulo y, quitándole a Ares de la cabeza el casco, de la espalda el
escudo y
de
la robusta mano la pica de bronce, que apoyó contra la pared, dirigió al
impetuoso dios
estas
palabras:
128-¡Loco,
insensato! ¿Quieres perecer? En vano tienes oídos para oír, o has perdido la
razón
y la vergüenza. ¿No oyes lo que dice Hera, la diosa de los níveos brazos, que
acaba
de
ver a Zeus olímpico? ¿O deseas, acaso, tener que regresar al Olimpo a viva
fuerza,
triste
y habiendo padecido muchos males, y causar gran daño a los otros dioses? Porque
Zeus
dejará en seguida a los altivos troyanos y a los aqueos, vendrá al Olimpo a
promover
tumulto entre nosotros, y castigará así al culpable como al inocente. Por esta
razón
te exhorto a templar tu enojo por la muerte del hijo. Algún otro superior a él
en
valor
y fuerza ha muerto o morirá, porque es difícil conservar todas las familias de
los
hombres
y salvar a todos los individuos.
142
Dicho esto, condujo a su asiento al furibundo Ares. Hera llamó afuera del
palacio a
Apolo
y a Iris, la mensajera de los inmortales dioses, y les dijo estas aladas
palabras:
146
-Zeus os manda que vayáis al Ida lo antes posible y, cuando hubiereis llegado a
su
presencia,
haced lo que os encargue y ordene.
149
La venerable Hera, apenas acabó de hablar, volvió al palacio y se sentó en su
trono.
Ellos
bajaron en raudo vuelo al Ida, abundante en manantiales y criador de fieras, y
halla-
ron
al largovidente Cronida sentado en la cima del Gárgaro, debajo de olorosa nube.
Al
llegar
a la presencia de Zeus, que amontona las nubes, se detuvieron; y Zeus, al
verlos, no
se
irritó, porque habían obedecido con presteza las órdenes de la querida esposa.
Y,
hablando
primero con Iris, profirió estas aladas palabras:
158
-¡Anda, ve, rápida Iris! Anuncia esto al soberano Posidón y no seas mensajera
falaz:
Mándale que, cesando de pelear y combatir, se vaya a la mansión de los dioses o
al
mar
divino. Y si no quiere obedecer mis palabras y las desprecia, reflexione en su
mente
y
en su corazón si, aunque sea poderoso, se atreverá a esperarme cuando me dirija
contra
él,
pues le aventajo mucho en fuerza y edad, por más que en su ánimo no tema decirse
igual
a mí, a quien todos temen.
168
Así dijo. La veloz Iris, de pies veloces como el viento, no desobedeció; y bajó
de
los
montes ideos a la sagrada Ilio. Como cae de las nubes la nieve o el helado
granizo, a
impulso
del Bóreas, nacido en el éter; tan rápida y presurosa volaba la ligera Iris; y,
deteniéndose
cerca del ínclito Posidón, así le dijo:
174
-Vengo, oh Posidón, el de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra, a traerte un
mensaje
de
parte de Zeus, que lleva la égida. Te manda que, cesando de pelear y combatir,
te
vayas
a la mansión de los dioses o al mar divino. Y si no quieres obedecer sus
palabras y
las
desprecias, te amenaza con venir a luchar contigo y te aconseja que evites sus
manos;
porque
dice que te supera mucho en fuerza y edad, por más que en tu ánimo no temas
decirte
igual a él, a quien todos temen.
184
Respondióle muy indignado el ínclito Posidón, que bate la
tierra:
183
-¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará
por
fuerza
y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los
her-
manos
hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina
en
los
infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de
nosotros par-
ticipó
del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar,
tocáronle
a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en
medio
del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto,
no
procederé
según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la
tercia
parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con
un
cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas
que
engendró,
pues éstos tendrían que obedecer necesariamente to que les
ordenare.
200
Replicó la veloz Iris, de pies veloces como el viento:
201
-¿He de llevar a Zeus, oh Posidón, de cerúlea cabellera, que ciñes la tierra,
una
respuesta
tan dura y fuerte? ¿No querrías modificarla? La mente de los sensatos es
flexi-
ble.
Ya sabes que las Erinias se declaran siempre por los de más
edad.
205
Contestó Posidón, que sacude la tierra:
206
-¡Diosa Iris! Muy oportuno es cuanto acabas de decir. Bueno es que el mensajero
comprenda
to que es conveniente. Pero el pesar me llega al corazón y al alma, cuando
aquél
quiere increpar con iracundas voces a quien el hado hizo su igual en suerte y
destino.
Ahora cederé, aunque estoy irritado. Mas to diré otra cosa y haré una amenaza:
Si
a despecho de mí, de Atenea, que impera en las batallas, de Hera, de Hermes y
del rey
Hefesto,
conservare la excelsa Ilio a impidiere que, destruyéndola, alcancen los argivos
una
gran victoria, sepa que nuestra ira será implacable.
218
Cuando esto hubo dicho, el dios que bate la tierra desamparó a los aqueos y se
sumergió
en el mar; pronto los héroes aqueos le echaron de menos. Entonces Zeus, que
amontona
las nubes, dijo a Apolo:
221
-Ve ahora, querido Febo, a encontrar a Héctor, el de broncíneo casco. Ya el que
ciñe
y bate la tierra se fue al mar divino, para librarse de mi terrible cólera; pues
hasta los
dioses
que están en torno de Crono, debajo de la tierra, hubieran oído el estrépito de
nuestro
combate. Mucho mejor es para mí y para él que, temeroso, haya cedido a mi
fuerza,
porque no sin sudor se hubiera efectuado la lucha. Ahora, toma en tus manos la
égida
floqueada, agítala, y espanta a los héroes aqueos, y luego, cuídate, oh tú que
hieres
de
lejos, del esclarecido Héctor a infúndele gran vigor, hasta que los aqueos
lleguen,
huyendo,
a las naves y al Helesponto. Entonces pensaré to que fuere conveniente hacer o
decir
para que los aqueos respiren de sus cuitas.
236
Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos,
semejante
al gavilán que mata a las palomas y es la más veloz de las aves, y halló al
divino
Héctor, hijo del belicoso Príamo, ya no postrado en el suelo, sino sentado: iba
cobrando
ánimo y aliento, y reconocía a los amigos que le circundaban, porque el ahogo
y
el sudor habían cesado desde que Zeus, que lleva la égida, decidió animar al
héroe.
Apolo,
el que hiere de lejos, se detuvo a su lado y le dijo:
244
-¡Héctor, hijo de Príamo! ¿Por qué te encuentro sentado, lejos de los demás y
desfallecido?
¿Te abruma algún pesar?
246
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante
casco:
247-¿Quién
eres tú, oh el mejor de los dioses, que vienes a mi presencia y me
interrogas?
¿No sabes que Ayante, valiente en la pelea, me hirió en el pecho con una
piedra,
mientras yo mataba a sus compañeros junto a las naves de los aqueos, a hizo
desfallecer
mi impetuoso valor? Figurábame que vena hoy mismo a los muertos y la
morada
de Hades, porque ya iba a exhalar el alma.
253
Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:
254-Cobra
ánimo. El Cronión te manda desde el Ida como defensor, para asistirte y
ayudarte,
a Febo Apolo, el de la áurea espada; a mí, que ya antes protegía tu persona y tu
excelsa
ciudad. Ea, ordena a tus muchos caudillos que guíen los veloces caballos hacia
las
cóncavas naves; y yo, marchando a su frente, allanaré el camino a los corceles y
pon-
dré
en fuga a los héroes aqueos.
262
Dijo, a infundió un gran vigor al pastor de hombres. Como el corcel avezado a
bañarse
en la cristalina corriente de un río, cuando se ve atado en el establo come la
ceba-
da
del pesebre, y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue
orgulloso la
cerviz,
ondean las crines sobre su cuello y ufano de su lozanía mueve ligero las
rodillas
encaminándose
al sitio donde los caballos pacen, tan ligeramente movía Héctor pies y
rodillas,
exhortando a los capitanes, después que oyó la voz de Apolo. Así como, cuando
perros
y pastores persiguen a un cornígero ciervo o a una cabra montés que se refugia
en
escarpada
roca o umbría selva, porque no estaba decidido por el hado que el animal fuese
cogido;
si, atraído por la gritería, se presenta un melenudo león, a todos los pone en
fuga
a
pesar de su empeño; así también los dánaos avanzaban en tropel, hiriendo a sus
enemigos
con espadas y lanzas de doble filo; mas, al notar que Héctor recorna las hileras
de
los suyos, turbáronse y a todos se les cayó el alma a los
pies.
281
Entonces Toante, hijo de Andremón y el más señalado de los etolios -era diestro
en
arrojar
el dardo, valiente en el combate a pie firme y pocos aqueos vencíanle en el
ágora
cuando
los jóvenes contendían sobre la elocuencia-, benévolo les arengó
diciendo:
286
-¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. ¡Cómo Héctor,
librándose
de las parcas, se ha vuelto a levantar! Gran esperanza teníamos de que hubiese
sido
muerto por Ayante Telamoníada; pero algún dios protegió y salvó nuevamente a
Héctor,
que ha quebrado las rodillas de muchos dánaos, como ahora volverá a hacerlo
también,
pues no sin la voluntad de Zeus tonante aparece tan resuelto al frente de sus
tropas.
Ea, procedamos todos como voy a decir. Ordenemos a la muchedumbre que
vuelva
a las naves, y cuantos nos gloriamos de ser los más valientes permanezcamos aquí
y
rechacémosle, yendo a su encuentro con las picas levantadas. Creo que, por
embravecido
que tenga el corazón, temerá penetrar por entre los
dánaos.
300
Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Ayante, el rey Idomeneo, Teucro,
Meriones
y Meges, igual a Ares, llamando a los más valientes, los dispusieron para la
batalla
contra Héctor y los troyanos; y la turba se retiró a las naves
aqueas.
306
Los troyanos acometieron apiñados, siguiendo a Héctor, que marchaba con
arrogante
paso. Delante del héroe iba Febo Apolo, cubierto por una nube, con la égida
impetuosa,
terrible, hirsuta, magnífica, que Hefesto, el broncista, diera a Zeus para que
llevándola
amedrentara a los hombres. Con ella en la mano, Apolo guiaba a las
tropas.
311
Los argivos, apiñados también, resistieron el ataque. Levantóse en ambos
ejércitos
aguda
gritería, las flechas saltaban de las cuerdas de los arcos y audaces manos
arrojaban
buen
número de lanzas, de las cuales unas pocas se hundían en el cuerpo de los
jóvenes
poseídos
de marcial furor, y las demás clavábanse en el suelo; entre los dos campos,
antes
de
llegar a la blanca carne de que estaban codiciosas. Mientras Febo Apolo tuvo la
égida
inmóvil,
los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Mas así
que
la
agitó frente a los dánaos, de ágiles corceles, dando un fortísimo grito,
debilitó el ánimo
en
los pechos de los aqueos y logró que se olvidaran de su impetuoso valor. Como
ponen
en
desorden una vacada o un hato de ovejas dos fieras que se presentan muy entrada
la
obscura
noche, cuando el guardián está ausente, de la misma manera, los aqueos huían
desanimados,
porque Apolo les infundió terror y dio gloria a Héctor y a los
troyanos.
328
Entonces, ya extendida la batalla, cada caudillo troyano mató a un hombre.
Héctor
dio
muerte a Estiquio y a Arcesilao: éste era caudillo de los beocios, de broncíneas
corazas;
el otro, compañero fiel del magnánimo Menesteo. Eneas hizo perecer a Medonte
y
a Jaso; de los cuales el primero era hijo bastardo del divino Oileo y hermano de
Ayante,
y
habitaba en Fílace, lejos de su patria, por haber muerto a un hermano de su
madrastra
Eriópide,
y Jaso, caudillo de los atenienses, era conocido como hijo de Esfelo Bucólida.
Polidamante
quitó la vida a Mecisteo, Polites a Equio al trabarse el combate, y el divino
Agenor
a Clonio. Y Paris arrojó su lanza a Deíoco, que huía por entre los combatientes
delanteros;
le hirió en la extremidad del hombro, y el bronce salió al otro
lado.
343
En tanto que los troyanos despojaban de las armas a los muertos, los aqueos,
arrojándose
al foso y a la estacada, huían por todas partes y penetraban en el muro,
constreñidos
por la necesidad. Y Héctor exhortaba a los troyanos, diciendo a voz en
grito:
347
-Arrojaos a las naves y dejad los cruentos despojos. Al que yo encuentre lejos
de
los
bajeles, a11í mismo le daré muerte, y luego sus hermanos y hermanas no le
entregarán
a las llamas, sino que lo despedazarán los perros fuera de la
ciudad.
352
En diciendo esto, azotó con el látigo el lomo de los caballos; y, mientras
atravesaba
las
filas, animaba a los troyanos. Éstos, dando amenazadores gritos, guiaban los
corceles
de
los carros con fragor inmenso; y Febo Apolo, que iba delante, holló con sus pies
las
orillas
del foso profundo, echó la tierra dentro y formó un camino largo y tan ancho
como
la
distancia que media entre el hombre que arroja una lanza para probar su fuerza y
el
sitio
donde la misma cae. Por allí se extendieron en buen orden; y Apolo, que con la
égida
preciosa iba a su frente, derribaba el muro de los aqueos, con la misma
facilidad
con
que un niño, jugando en la playa, desbarata con los pies y las manos to que de
arena
había
construido. Así tú, Febo, que hieres de lejos, destruías la obra que había
costado a
los
aqueos muchos trabajos y fatigas, y a ellos los ponías en
fuga.
367
Los aqueos no pararon hasta las naves, y a11í se animaban unos a otros, y con
los
brazos
alzados, profiriendo grandes voces, imploraban el auxilio de las deidades. Y
especialmente
Néstor gerenio, protector de los aqueos, oraba levantando las manos al
estrellado
cielo:
372
-¡Padre Zeus! Si alguien en Argos, abundante en trigales, quemó en to obsequio
pingües
muslos de buey o de oveja, y to pidió que lograra volver a su patria, y tú se lo
prometiste
asintiendo; acuérdate de ello, oh Olímpico, aparta de nosotros el día funesto, y
no
permitas que los aqueos sucumban a manos de los troyanos.
377
Así dijo rogando. El próvido Zeus atendió las preces del anciano Nelida, y tronó
fuertemente.
379
Los troyanos, al oír el trueno de Zeus, que lleva la égida, arremetieron con más
furia
a los argivos, y sólo en combatir pensaron. Como las olas del vasto mar salvan
el
costado
de una nave y caen sobre ella, cuando el viento arrecia y las levanta a gran
altura,
así
los troyanos pasaron el muro, e, introduciendo los carros, peleaban junto a las
popas
con
lanzas de doble filo; mientras los aqueos, subidos en las negras naves, se
defendían
con
pértigas largas, fuertes, de punta de bronce, que para los combates navales
llevaban
en
aquéllas.
390
Mientras aqueos y troyanos combatieron cerca del muro, lejos de las veleras
naves,
Patroclo
permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación
y
curándole la grave herida con drogas que mitigaron los acerbos dolores. Mas, al
ver que
los
troyanos asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga entre los
dánaos,
gimió; y, bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y
dijo:
399
-¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado
una
gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de
Aquiles
para
incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios conmoveré su
ánimo?
Gran
fuerza tiene la exhortación de un compañero.
405
Dijo, y salió. Los aqueos sostenían firmemente la acometida de los troyanos,
pero,
aunque
éstos eran menos, no podían rechazarlos de las naves; y tampoco los troyanos
lo-
graban
romper las falanges de los dánaos y entrar en sus tiendas y bajeles. Como la
plomada
nivela el mástil de un navío en manos del hábil constructor que conoce bien su
arte
por habérselo enseñado Atenea, de la misma manera andaba igual el combate y la
pelea,
y unos luchaban en torno de unas naves y otros alrededor de
otras.
415
Héctor fue a encontrar al glorioso Ayante; y, luchando los dos por una nave, ni
aquél
conseguía arredrar a éste y pegar fuego a los bajeles, ni éste lograba rechazar
a
aquél,
a quien un dios había acercado al campamento. Entonces el esclarecido Ayante dio
una
lanzada en el pecho a Calétor, hijo de Clito, que iba a echar fuego en un barco:
el
troyano
cayó con estrépito, y la tea desprendióse de su mano. Y Héctor, como viera con
sus
ojos que su primo caía en el polvo delante de la negra nave, exhortó a troyanos
y
licios,
diciendo a grandes voces:
425
-¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo peleáis! No dejéis de combatir
en
esta
angostura; defended el cuerpo del hijo de Clito, que cayó en la pelea junto a
las na-
ves,
para que los aqueos no lo despojen de las armas.
429
Dichas estas palabras, arrojó a Ayante la luciente pica y erró el tiro; pero, en
cambio,
hirió a Licofrón de Citera, hijo de Mástor y escudero de Ayante, en cuyo palacio
vivía
desde que en aquella ciudad mató a un hombre: el agudo bronce penetró en la
cabeza
por encima de una oreja; y el guerrero, que se hallaba junto a Ayante, cayó de
espaldas
desde la nave al polvo de la tierra, y sus miembros quedaron sin vigor.
Estremecióse
Ayante, y dijo a su hermano:
437
-¡Querido Teucro! Nos han muerto al Mastórida, el compañero flel a quien
honrábamos
en el palacio como a nuestros padres, desde que vino de Citera. El
magnánimo
Héctor le quitó la vida. Pero ¿dónde tienes las mortíferas flechas y el arco
que
to dio Febo Apolo?
442
Así dijo. Oyóle Teucro y acudió corriendo, con el flexible arco y el carcaj
lleno de
flechas;
y una vez a su lado, comenzó a disparar saetas contra los troyanos. E hirió a
Clito,
preclaro hijo de Pisénor y compañero del ilustre Polidamante Pantoida, que con
las
riendas
en la mano dirigía los corceles adonde más falanges en montón confuso se
agitaban,
para congraciarse con Héctor y los troyanos; pero pronto ocurrióle la desgracia,
de
que nadie, por más que lo deseara, pudo librarle: la dolorosa flecha se le clavó
en el
cuello
por detrás; el guerrero cayó del carro, y los corceles retrocedieron arrastrando
con
estrépito
el carro vacío. Al notarlo Polidamante, su dueño, se adelantó y los detuvo;
entrególos
a Astínoo, hijo de Protiaón, con el encargo de que los tuviera cerca, y se
mez-
cló
de nuevo con los combatientes delanteros.
458
Teucro sacó otra flecha para tirarla a Héctor, armado de bronce; y, si hubiese
conseguido
herirlo y quitarle la vida mientras peleaba valerosamente, con ello diera final
al
combate que junto a las naves aqueas se sostenía. Mas no dejó de advertirlo en
su
mente
el próvido Zeus, y salvó la vida a Héctor, a la vez que privaba de gloria a
Teucro
Telamonio,
rompiéndole a éste la cuerda del magnífico arco cuando to tendía: la flecha,
que
el bronce hacía ponderosa, torció su camino, y el arco cayó de las manos del
guerrero.
Estremecióse Teucro, y dijo a su hermano:
467
-¡Oh dioses! Alguna deidad que quiere frustrar nuestros medios de combate me
quitó
el arco de la mano y rompió la cuerda recién torcida, que até esta mañana para
que
pudiera
despedir, sin romperse, multitud de flechas.
471
Respondióle el gran Ayante Telamonio:
472
-¡Oh amigo! Deja quieto el arco con las abundantes flechas, ya que un dios lo
inutilizó
por odio a los dánaos; toma una larga pica y un escudo que cubra tus hombros,
pelea
contra los troyanos y anima a la tropa. Que aun siendo vencedores, no tomen sin
trabajo
las naves de muchos bancos. Sólo en combatir pensemos.
478
Así dijo. Teucro dejó el arco en la tienda, colgó de sus hombros un escudo
formado
por
cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un labrado casco, cuyo penacho de
crines
de
caballo ondeaba terriblemente en la cimera, asió una fuerte lanza de aguzada
broncínea
punta, salió y volvió corriendo al lado de Ayante.
484
Héctor, al ver que las saetas de Teucro quedaban inútiles, exhortó a los
troyanos y
a
los licios, gritando recio:
486
-¡Troyanos, licios, dárdanos, que cuerpo a cuerpo combatís! Sed hombres, amigos,
y
mostrad vuestro impetuoso valor junto a las cóncavas naves; pues acabo de ver
con mis
ojos
que Zeus ha dejado inútiles las flechas de un eximio guerrero. El influjo de
Zeus lo
reconocen
fácilmente así los que del dios reciben excelsa gloria, como aquéllos a quienes
abate
y no quiere socorrer: ahora debilita el valor de los argivos y nos favorece a
nosotros.
Combatid juntos cerca de los bajeles; y quien sea herido mortalmente, de cerca
o
de lejos, cumpliéndose su destino, muera; que será honroso para él morir
combatiendo
por
la patria, y su esposa a hijos se verán salvos, y su casa y hacienda no
padecerán
menoscabo,
si los aqueos regresan en las naves a su patria tierra.
500
Así diciendo les excitó a todos el valor y la fuerza. Ayante, a su vez, exhortó
asimismo
a sus compañeros:
502
-¡Qué vergüenza, argivos! Ya llegó el momento de morir o de salvarse rechazando
de
las naves a los troyanos. ¿Esperáis acaso volver a pie a la patria tierra, si
Héctor, el de
tremolante
casco, toma los bajeles? ¿No oís cómo anima a todos los suyos y desea
quemar
las naves? No les manda que vayan a un baile, sino que peleen. No hay mejor
pensamiento
o consejo para nosotros que éste: combatir cuerpo a cuerpo y valerosamente
con
el enemigo. Es preferible morir de una vez o asegurar la vida, a dejarse matar
paulatina
a infructuosamente en la terrible contienda, junto a las naves, por guerreros
que
nos
son inferiores.
514
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Héctor mató
a
Esquedio,
hijo de Perimedes y caudillo de los focios; Ayante quitó la vida a Laodamante,
hijo
ilustre de Anténor, que mandaba los peones, y Polidamante acabó con Oto de
Cilene,
compañero
del Filida y jefe de los magnánimos epeos. Meges, al verlo, arremetió con la
lanza
a Polidamante; pero éste hurtó el cuerpo -Apolo no quiso que el hijo de Pántoo
sucumbiera
entre los combatientes delanteros-, y aquél hirió en medio del pecho a
Cresmo,
que cayó con estrépito, y el aqueo le despojó de la armadura que cubría sus
hombros.
En tanto, Dólope Lampétida, hábil en manejar la lanza (Lampo Laomedontíada
había
engendrado este hijo bonísimo, que estuvo dotado de impetuoso valor), se lanzó
contra
el Filida y, acometiéndole de cerca, diole un bote en el centro del escudo; pero
el
Filida
se salvó, gracias a una fuerte coraza que protegía su cuerpo, la cual había sido
regalada
en otro tiempo a Fileo en Éfira, a orillas del río Seleente, por su huésped el
rey
Eufetes,
para que en la guerra le defendiera de los enemigos, y entonces libró de la
muer-
te
a su hijo Meges. Éste, a su vez, dio una lanzada a Dólope en la parte inferior
de la
cimera
del broncíneo casco, adornado con crines de caballo, rompióla y derribó en el
polvo
el penacho recién teñido de vistosa púrpura. Y mientras Dólope seguía
combatiendo
con la esperanza de vencer, el belicoso Menelao fue a ayudar a Meges; y,
poniéndose
a su lado sin ser visto, clavó la lanza en la espalda de aquél: la punta
impetuosa
salió por el pecho, y el guerrero cayó de cara. Ambos caudillos corrieron a
quitarle
la broncínea armadura de los hombros; y Héctor exhortaba a todos sus deudos a
increpaba
especialmente al esforzado Melanipo Hicetaónida; el cual, antes de presentarse
los
enemigos, apacentaba flexipedes bueyes en Percote, y, cuando llegaron los dánaos
en
las
encorvadas naves, fuese a llio, sobresalió entre los troyanos y habitó el
palacio de
Príamo,
que le honraba como a sus hijos. A Melanipo, pues, le reprendía Héctor,
diciendo:
553
¿Seremos tan indolentes, Melanipo? ¿No te conmueve el corazón la muerte del
primo?
¿No ves cómo tratan de llevarse las armas de Dólope? Sígueme; que ya es
necesario
combatir de cerca con los argivos, hasta que los destruyamos o arruinen ellos la
excelsa
Ilio desde su cumbre y maten a los ciudadanos.
559
Habiendo hablado así, echó a andar, y siguióle el varón, que parecía un dios. A
su
vez,
el gran Ayante Telamonio exhortó a los argivos:
561
-¡Oh amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y
avergonzaos
de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son
más
los que se salvan que los que mueren; los que huyen no alcanzan gloria ni
socorro
alguno.
565
Así dijo; y ellos, que ya antes deseaban derrotar al enemigo, pusieron en su
corazón
aquellas
palabras y cercaron las naves con un muro de bronce. Zeus incitaba a los
troya-
nos
contra los aqueos. Y Menelao, valiente en la pelea, exhortó a
Antíloco:
569
-¡Antíloco! Ningún aqueo de los presentes es más joven que tú, ni más ligero de
pies,
ni tan fuerte en el combate. Si arremetieses a los troyanos a hirieras a
alguno...
572
Así dijo, y alejóse de nuevo. Antíloco, animado, saltó más a11á de los
combatientes
delanteros; y, revolviendo el rostro a todas partes, arrojó la luciente lanza.
Al
verlo, huyeron los troyanos. No fue vano el tiro, pues hirió en el pecho, cerca
de la
tetilla,
a Melanipo, animoso hijo de Hicetaón, que acababa de entrar en combate: el
troyano
cayó con estrépito, y la obscuridad cubrió sus ojos. Como el perro se abalanza
al
cervato
herido por una flecha que al saltar de la madriguera le tira un cazador,
dejándole
sin
vigor los miembros, así el belicoso Antíloco se arrojó sobre ti, oh Melanipo,
para
quitarte
la armadura. Mas no pasó inadvertido para el divino Héctor; el cual, corriendo
por
el campo de batalla, fue al encuentro de Antíloco; y éste, aunque era luchador
brioso,
huyó
sin esperarle, parecido a la fiera que causa algún daño, como matar a un perro o
a
un
pastor junto a sus bueyes, y huye antes que se reúnan muchos hombres; así huyó
el
Nestórida;
y sobre él, los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto hacían llover
dolorosos
tiros. Y Antíloco, tan pronto como llegó a juntarse con sus compañeros, se
de-
tuvo
y volvió la cara al enemigo.
592
Los troyanos, semejantes a carniceros leones, asaltaban las naves y cumplían los
designios
de Zeus, el cual les infundía continuamente gran valor y les excitaba a
combatir,
y al propio tiempo abatía el ánimo de los argivos, privándoles de la gloria del
triunfo,
porque deseaba en su corazón dar gloria a Héctor Priámida, a fin de que éste
arrojase
el abrasador y voraz fuego en las corvas naves, y se efectuara de todo en todo
la
funesta
súplica de Tetis. El próvido Zeus sólo aguardaba ver con sus ojos el resplandor
de
una
nave incendiada, pues desde aquel instante haría que los troyanos fuesen
perseguidos
desde
las naves y dana gloria a los dánaos. Pensando en tales cosas, el dios incitaba
a
Héctor
Priámida, ya de por sí muy enardecido, a encaminarse hacia las cóncavas naves.
Como
se enfurece Ares blandiendo la lanza, o se embravece el pernicioso fuego en la
espesura
de poblada selva, así se enfurecía Héctor: su boca estaba cubierta de espuma,
los
ojos
le centelleaban debajo de las torvas cejas y el casco se agitaba terriblemente
en sus
sienes
mientras peleaba. Y desde el éter Zeus protegía únicamente a Héctor, entre
tantos
hombres,
y le daba honor y gloria; porque el héroe debía vivir poco, y ya Palas Atenea
apresuraba
la llegada del día fatal en que había de sucumbir a manos del Pelida. Héctor
deseaba
romper las filas de los combatientes, y probaba por donde veía mayor turba y
mejores
armas; mas, aunque ponía gran empeño, no pudo conseguirlo, porque los dánaos,
dispuestos
en columna cerrada, hicieron frente al enemigo. Cual un peñasco escarpado y
grande,
que en la ribera del espumoso mar resiste el ímpetu de los sonoros vientos y de
las
ingentes olas que a11í se rompen, así los dánaos aguardaban a pie firme a los
troyanos
y
no huían. Y Héctor, resplandeciente como el fuego, saltó al centro de la turba
como la
ola
impetuosa levantada por el viento cae desde to alto sobre la ligera nave,
llenándola de
espuma,
mientras el soplo terrible del huracán brama en las velas y los marineros
tiem-
blan
amedrentados porque se hallan muy cerca de la muerte, de tal modo vacilaba el
ánimo
en el pecho de los aqueos. Como dañino león acomete un rebaño de muchas vacas
que
pacen a orillas de extenso lago y son guardadas por un pastor que, no sabiendo
luchar
con
las fieras para evitar la muerte de alguna vaca de retorcidos cuernos, va
siempre con
las
primeras o con las últimas reses; y el león salta al centro, devora una vaca y
las demás
huyen
espantadas, así los aqueos todos fueron puestos en fuga por Héctor y el padre
Zeus,
pero Héctor mató a uno solo, a Perifetes de Micenas, hijo de aquel Copreo que
llevaba
los mensajes del rey Euristeo al fornido Heracles. De este padre obscuro nació
tal
hijo,
que superándole en toda clase de virtudes, en la carrera y en el combate, campeó
por
su
talento entre los primeros ciudadanos de Micenas y entonces dio a Héctor gloria
excelsa.
Pues al volverse tropezó con el borde del escudo que le cubría de pies a cabeza
y
que
llevaba para defenderse de los tiros, y, enredándose con él, cayó de espaldas, y
el
casco
resonó de un modo horrible en torno de las sienes. Héctor to advirtió en
seguida,
acudió
corriendo, metió la pica en el pecho de Perifetes y le mató cerca de sus mismos
compañeros
que, aunque afligidos, no pudieron socorrerle, pues temían mucho al divino
Héctor.
653
Por fin llegaron a las naves. Defendíanse los argivos detrás de las que se
habían
sacado
primero a la playa, y los troyanos fueron a perseguirlos: Aquéllos, al verse
obligados
a retirarse de las primeras naves, se colocaron apiñados cerca de las tiendas,
sin
dispersarse
por el ejército porque la vergüenza y el temor se to impedían, y mutua a
incesantemente
se exhortaban. Y especialmente Néstor, protéctor de los aqueos, dirigíase
a
todos los guerreros, y en nombre de sus padres así les
suplicaba:
661
-¡Oh amigos! Sed hombres y mostrad que tenéis un corazón pundonoroso delante
de
los demás varones. Acordaos de los hijos, de las esposas, de los bienes, y de
los pa-
dres,
vivan aún o hayan fallecido. En nombre de estos ausentes os suplico que
resistáis
firmemente
y no os entreguéis a la fuga.
667
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Entonces Atenea les
quitó
de
los ojos la densa y divina nube que los cubría, y apareció la luz por ambos
lados, en
las
naves y en la lid sostenida por los dos ejércitos con igual tesón. Vieron a
Héctor,
valiente
en la pelea, y a sus propios compañeros, así a cuantos estaban detrás de los
bajeles
y no combatían, como a los que junto a las veleras naves daban batalla al
enemigo.
674
No le era grato al corazón del magnánimo Ayante permanecer donde los demás
aqueos
se habían retirado; y el héroe, andando a paso largo, iba de nave en nave
llevando
en
la mano una gran percha de combate naval que medía veintidós codos y estaba
reforzada
con clavos. Como un diestro cabalgador escoge cuatro caballos entre muchos,
los
guía desde la llanura a la gran ciudad por la carretera, muchos hombres y
mujeres le
admiran,
y él salta continuamente y con seguridad del uno al otro, mientras los corceles
vuelan;
así Ayante, andando a paso seguido, recorría las cubiertas de muchas naves y su
voz
llegaba al éter. Sin cesar daba horribles gritos, para exhortar a los dánaos a
defender
naves
y tiendas. Tampoco Héctor permanecía en la turba de los troyanos, armados de
fuertes
corazas: como el águila negra se echa sobre una bandada de alígeras aver
-gansos,
grullas
o cisnes cuellilargos- que están comiendo a orillas de un río; así Héctor corría
en
derechura
a una nave de negra proa, empujado por la mano poderosa de Zeus, y el dios
incitaba
también a la tropa para que le acompañara.
696
De nuevo se trabó un reñido combate al pie de los bajeles. Hubieras dicho que,
sin
estar
cansado ni fatigados, comenzaban entonces a pelear. ¡Con tal denuedo luchaban!
He
aquí
cuáles eran sus respectivos pensamientos: los aqueos no creían escapar de aquel
desastre,
sino perecer; los troyanos esperaban en su corazón incendiar las naves y matar a
los
héroes aqueos. Y con estas ideas asaltábanse unos a otros.
704
Héctor llegó a tocar la popa de una nave surcadora del ponto, bella y de curso
rápido;
aquélla en que Protesilao llegó a Troya y que luego no había de llevarle otra
vez a
la
patria tierra. Por esta nave se mataban los aqueos y los troyanos: sin aguardar
desde
lejos
los tiros de flechas y dardos, combatían de cerca y con igual ánimo, valiéndose
de
agudas
hachas, segures, grandes espadas y lanzas de doble filo. Muchas hermosas dagas,
de
obscuro recazo, provistas de mango, cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los
hombros
de los combatientes; y la negra tierra manaba sangre. Héctor, desde que cogió la
popa,
no la soltaba y, teniendo entre sus manor la parte superior de la misma, animaba
a
los
troyanos:
718
-¡Traed fuego, y todos apiñados, trabad la batalla! Zeus nos concede un día que
lo
compensa
todo, pues vamos a tomar las naves que vinieron contra la voluntad de los
dioses
y nos han ocasionado muchas calamidades por la cobardía de los viejos, que no me
dejaban
pelear cerca de aquéllas y detenían al ejército. Mas, si entonces el
largovidente
Zeus
ofuscaba nuestra razón, ahora él mismo nos impele y anima.
726
Así dijo; y ellos acometieron con mayor ímpetu a los argivos. Ayante ya no
resistió,
porque estaba abrumado por los tiros: temiendo morir, dejó la cubierta,
retrocedió
hasta un banco de remeros que tenía siete pies, púsose a vigilar, y con la pica
apartaba
del navío a cuantos llevaban el voraz fuego, en tanto que exhortaba a los dánaos
con
espantosos gritos:
733
-¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Sed hombres y mostrad vuestro
impetuoso
valor. ¿Creéis, por ventura, que hay a nuestra espalda otros defensores o un
muro
más sólido que libre a los hombres de la muerte? Cerca de aquí no existe ciudad
alguna
defendida con torres, en la que hallemos refugio y cuyo pueblo nos dé auxilio
para
alcanzar
ulterior victoria; sino que nor hallamos en la llanura de los troyanos, de
fuertes
corazas,
a orillas del mar y lejos de la patria tierra. La salvación, por consiguiente,
está en
los
puños; no en ser flojos en la pelea.
742
Dijo, y acometió furioso con la aguda lanza. Y cuantos troyanos, movidos por las
excitaciones
de Héctor, quisieron llevar ardiente fuego a las cóncavas naves, a todos los
hirió
Ayante con su larga pica. Doce fueron los que hirió de cerca, delante de los
bajeles.
CANTO
XVI*
Patroclea
*
Al advertirlo, Patroclo suplica a Aquiles que rechace al enemigo; y, no
consiguiéndolo, le ruega que,
por
lo menos, le preste sus armas y le permita ponerse al frente de los mirmídones
para ahuyentar a los
troyanos.
Accede Aquiles, y le recomienda que se vuelva atrás cuando los haya echado de
las naves, pues
el
destino no le tiene reservada la gloria de apoderarse de Troya. Mas Patroclo,
enardecido por sus
hazañas,
entre ellas la de dar muerte a Sarpedón, hijo de Zeus, persigue a los troyanos
por la llanura hasta
que
Apolo le desata la coraza. Euforbo lo hiere y Héctor lo
mata.
1
Así peleaban por la nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquiles,
pastor de
hombres,
derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas
som-
brías
por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquiles, el de los pies
ligeros,
compadecióse
de él y le dijo estas aladas palabras:
7
-¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la
tome
en brazos, la tira del vestido, la detiene a pesar de que lleva prisa, y la mira
con ojos
llorosos
para que la levante del suelo? Como ella, oh Patrocio, derramas tiernas
lágrimas.
¿Vienes
a participarnos algo a los mirmidones o a mí mismo? ¿Supiste tú solo alguna
noticia
de Ftía? Dicen que Menecio, hijo de Áctor, existe aún; vive también Peleo Eácida
entre
los mirmidones, y es la muerte dé aquél o de éste to que más nos podría afligir.
¿O
lloras
quizás porque los argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la
injusticia
que
cometieron? Habla, no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo
sepamos.
20
Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero
Patroclo:
21
-¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! No te irrites,
porque es
muy
grande el pesar que los abruma. Los que antes eran los más fuertes, heridos unos
de
cerca
y otros de lejos, yacen en las naves -con arma arrojadiza fue herido el poderoso
Diomedes
Tidida; con la pica Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; a Eurípilo
flecháronle
en el muslo-, y los médicos, que conocen muchas drogas, ocúpanse en
curarles
las heridas. Tú, Aquiles, eres implacable. jamás se apodere de mí rencor como el
que
guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más
tarde, si
ahora
no salvas a los argivos de muerte indigna? ¡Despiadado! No fue tu padre el
jinete
Peleo,
ni Tetis tu madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte,
porque
tu espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu
veneranda
madre, enterada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás
mirmidones,
por si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra
mis
hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo y cesen de
pelear,
los belicosos dánaos que tan abatidos están se reanimen y la batalla tenga su
tregua,
aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos extenuados de
fatiga,
rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas hacia la ciudad a esos
hombres
que de pelear están cansados.
46
Así le suplicó el muy insensato; y con ello llamaba a la terrible muerte y a la
parca.
Aquiles,
el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:
49-¡Ay
de mí, Patroclo, del linaje de Zeus, qué dijiste! No me abstengo por ningún
vaticinio
que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Zeus, sino que
se
me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más poder, quiere
privar
a su igual de lo que le corresponde y le quita la recompensa. Tal es el gran
pesar
que
tengo, a causa de las contrariedades que mi ánimo ha padecido. La joven que los
aqueos
me adjudicaron como recompensa y que había conquistado con mi lanza, al tomar
una
bien murada ciudad, el rey Agamenón Atrida me la quitó como si yo fuera un
miserable
advenedizo. Mas dejemos lo pasado, no es posible guardar siempre la tra en el
corazón,
aunque había resuelto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate
llegaran
a mis bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de
los
belicosos mirmidones y llévalos a la pelea; pues negra nube de troyanos cerca ya
las
naves
con gran ímpetu, y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen
de
un
corto espacio. Toda la ciudad de los troyanos ha comparecido confiadamente,
porque
no
ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos, si el rey
Agamenón
fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de nuestro
ejército.
Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza para librar a los
dánaos
de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del
Atrida:
sólo
resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los troyanos, que con
voceno
ocupan toda la llanura y vencen en la batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo,
échate
impetuosamente sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando
ardiente
fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir,
para
que me procures mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan
la
muy hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los
alejes
de las naves, vuelve atrás; y, aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria, no
quieras
luchar sin mí contra los belicosos troyanos, pues contribuirías a mi deshonra. Y
tampoco,
estimulado por el combate y la pelea, te encamines, matando enemigos, a Ilio;
no
sea que alguno de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos
los
quiere
mucho Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede tan pronto como hayas hecho
brillar
la
luz de la salvación en las naves, y deja que se siga peleando en la llanura.
Ojalá, ¡padre
Zeus,
Atenea, Apolo!, ninguno de los troyanos ni de los argivos escape de la muerte, y
nos
libremos de ella nosotros dos, para que podamos derribar las almenas sagradas de
Troya.
101
Así éstos conversaban. Ayante ya no resistía: vencíanle el poder de Zeus y los
animosos
troyanos que le arrojaban dardos; su refulgence casco resonaba de un modo
horrible
en torno de las sienes, golpeado continuamente en las hermosas abolladuras; y el
héroe
tenía cansado el hombro derecho de sostener con firmeza el versátil escudo, pero
no
lograban hacerle mover de su sitio por más tiros que le enderezaban. Ayante
estaba
abrumado
por continuo y fatigoso jadeo, abundance sudor manaba de todos sus miembros
y
apenas podía respirar: por todas partes a una desgracia sucedía
otra.
112
Decidme, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cómo por vez primera cayó el
fuego
en las naves aqueas.
114
Héctor, que se hallaba cerca de Ayante, le dio con la gran espada un golpe en la
pica
de fresno y se la quebró por la juntura del asta con el hierro. Quiso Ayante
blandir la
truncada
pica, y la broncínea punta cayó a to lejos con gran ruido. Entonces el eximio
Ayante
reconoció en su espíritu irreprensible la intervención de los dioses,
estremecióse
porque
Zeus altitonante les frustraba todos los medios de combate y quería dar la
victoria
a
los troyanos, y se puso fuera del alcance de los tiros. Los troyanos arrojaron
voraz
fuego
a la velera nave, y pronto se extendió por la misma una llama inextinguible. Así
que
el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo a
Patroclo:
126
-¡Sus, Patroclo, del linaje de Zeus, hábil jinete! Ya veo en las naves la
impetuosa
llama
del fuego destructor: no sea que se apoderen de ellas, y ni medios para huir
ten-
gamos.
Apresúrate a vestir las armas, y yo entre tanto reuniré la
gente.
130
Así dijo, y Patroclo vistió la armadura de luciente bronce: púsose en las
piernas
elegantes
grebas, ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la coraza labrada,
refulgente,
del Eácida, de pies ligeros; colgó al hombro una espada de bronce, guarnecida
de
argénteos clavos; embrazó el grande y fuerte escudo; cubrió la fuerte cabeza con
un
hermoso
casco, cuyo penacho, de crines de caballo, ondeaba terriblemente en la cimera, y
asió
dos lanzas fuertes que su mano pudiera blandir. Solamente dejó la lanza pesada,
grande
y fornida del eximio Eácida, porque Aquiles era el único aqueo capaz de
manejarla:
había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón
al
padre de Aquiles, para que con ella matara héroes. Luego, Patroclo mandó a
Automedonte
-el amigo a quien más honraba después de Aquiles, destructor de hombres.
y
el más fiel en resistir a su lado la acometida del enemigo en las batallas- que
enganchara
en seguida los caballos. Automedonte unció debajo del yugo a Janto y Balio,
corceles
ligeros que volaban como el viento y tenían por madre a la harpía Podarga, la
cual,
paciendo en una pradera junto a la corriente del Océano, los concibió del
Céfiro. Y
con
ellos puso al excelente Pédaso, que Aquiles se llevó de la ciudad de Eetión
cuando la
tomó;
corcel que, no obstante su condición de mortal, seguía a los caballos
inmortales.
155
Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones.
Como
carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande
cornígero
ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre, luego van en
tropel
a lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por
la
sangre
que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el
pecho,
de igual manera los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presurosos
alrededor
del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en medio de todos el
belicoso
Aquiles animaba así a los que combatían en carros, como a los peones armados
de
escudos.
168
Cincuenta fueron las veleras naves en que Aquiles, caro a Zeus, condujo a Ilio
sus
tropas;
en cada una embarcáronse cincuenta hombres; y el héroe nombró cinco jefes para
que
los rigieran, reservándose el mando supremo. Del primer cuerpo era caudillo
Menestio,
el de labrada coraza, hijo del río Esperqueo, que las celestiales lluvias
alimentan:
habíale dado a luz la bella Polidora, hija de Peleo, que siendo mujer se acostó
con
una deidad, con el infatigable Esperqueo; aunque se creyera que to había tenido
de
Boro,
hijo de Perieres, el cual se desposó públicamente con ella y le constituyó una
gran
dote.-
Mandaba la segunda sección el belicoso Eudoro, nacido de una soltera, de la
hermosa
Polimela, hija de Filante; de la cual enamoróse el poderoso Argicida al verla
con
sus
ojos entre las que danzaban al son del canto en un coro de Artemis, la diosa que
lleva
arco
de oro y ama el bullicio de la caza; el benéfico Hermes subió en seguida al
aposento
de
la joven, uniéronse clandestinamente y ella le dio un hijo ilustre, Eudoro,
ligero en el
correr
y belicoso. Cuando Ilitía, que preside los partos, sacó a luz al infante y éste
vio los
rayos
del sol, el fuerte Equecles Actórida la tomó por esposa, constituyéndole una
gran
dote,
y el anciano Filante crió y educó al niño con tanto amor como si hubiera sido
hijo
suyo.-
Estaba al frente de la tercera división el belicoso Pisandro Memálida, que,
después
del
compañero del Pelión, era entre todos los mirmidones quien descollaba más en
com-
batir
con la lanza.- La cuarta línea estaba a las órdenes de Fénix, aguijador de
caballos; y
la
quinta tenía por jefe al eximio Alcimedonte, hijo de Laerces. Cuando Aquiles los
hubo
puesto
a todos en orden de batalla con sus respectivos capitanes, les dijo con voz
pujante:
200
-¡Mirmidones! Ninguno de vosotros olvide las amenazas que en las veleras naves
dirigíais
a los troyanos mientras duró mi cólera, ni las acusaciones con que todos me
acriminabais:
«¡Inflexible hijo de Peleo! Sin duda tu madre te nutrió con hiel.
¡Despiadado,
pues retienes a tus compañeros en las naves contra su voluntad!
Embarquémonos
en las naves surcadoras del ponto y volvamos a la patria, ya que la
cólera
funesta anidó de tal suerte en to corazón.» Así acostumbrabais hablarme cuando
os
reuníais.
Pues a la vista tenéis la gran empresa del combate que tanto habéis anhelado. Y
ahora
cada uno pelee con valeroso corazón contra los troyanos.
210
Así diciendo, les excitó a todos el valor y la fuerza; y ellos, al oír a su rey,
cerraron
más
las filas. Como el obrero junta grandes piedras al construir la pared de una
elevada
casa,
para que resista el ímpetu de los vientos, así, tan unidos, estaban los cascos y
los
abollonados
escudos: la rodela se apoyaba en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada
hombre
en su vecino, y los penachos de crines de caballo y los lucientes conos de los
cascos
se juntaban cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan apretadas eran las filas!
De-
lante
de todos se pusieron dos hombres armados, Patroclo y Automedonte; los cuales
tenían
igual ánimo y deseaban combatir al frente de los mirmidones. Aquiles entró en su
tienda
y alzó la tapa de un arca hermosa y labrada que Tetis, la de argentados pies,
había
puesto
en la nave del héroe después de llenarla de túnicas y mantos, que le abrigasen
contra
el viento, y de afelpados cobertores. A11í tenía una copa de primorosa labor que
no
usaba nadie para beber el negro vino ni para ofrecer libaciones a otro dios que
al padre
Zeus.
Sacóla del arca, y, purificándola primero con azufre, la limpió con agua
cristalina;
acto
continuo lavóse las manos, llenó la copa, y, puesto en medio del recinto con los
ojos
levantados
al cielo, libó el negro vino y oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin
que
al dios le pasara inadvertido:
233
-¡Zeus soberano, Dodoneo, Pelásgico, que vives lejos y reinas en Dodona, de frío
invierno,
donde moran los selos, tus intérpretes, que no se lavan los pies y duermen en el
suelo!
Escuchaste mis palabras cuando to invoqué, y para honrarme oprimiste duramente
al
pueblo aqueo. Pues también ahora cúmpleme este voto: Yo me quedo donde están
reu-
nidas
las naves y mando al combate a mi compañero con muchos mirmidones: haz que le
siga
la victoria, largovidente Zeus, a infúndele valor en el corazón para que Héctor
vea si
mi
escudero sabe pelear solo, o si sus manos invictas únicamente se mueven con
furia
cuando
va conmigo a la contienda de Ares. Y cuando haya apartado de los bajeles la
gritería
y la pelea, vuelva incólume con todas las armas y con los compañeros que de
cerca
combaten.
249
Así dijo rogando. El próvido Zeus le oyó; y de las dos cosas el padre le otorgó
una:
concedióle
que apartase de las naves el combate y la pelea, y nególe que volviera ileso de
la
batalla. Hecha la libación y la rogativa al padre Zeus, entró Aquiles en la
tienda, dejó la
copa
en el arca y apareció otra vez delante de la tienda, porque deseaba en su
corazón
presenciar
la terrible lucha de troyanos y aqueos.
257
Los mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo Patroclo, hasta
que
alcanzaron a los troyanos y les arremetieron con grandes bríos, esparciéndose
como
las
avispas que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su costumbre de
molestarlas,
las irritan y consiguen con su imprudencia que dañen a buen número de
per-
sonas,
pues, si algún caminante pasa por a11í y sin querer las mueve, vuelan y
defienden
con
ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón y ánimo semejantes, se esparcieron
los
mirmidones
desde las naves, y levantóse una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a sus
compañeros,
diciendo con voz recia:
269
-¡Mirmidones compañeros del Pelida Aquiles! Sed hombres, amigos, y mostrad
vuestro
impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es el más valiente de cuantos
argivos
hay en las naves, como to son también sus guerreros, que de cerca combaten; y
conozca
el poderoso Atrida Agamenón la falta que cometió no honrando al mejor de los
aqueos.
273
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Los mirmidones
cayeron
apiñados
sobre los troyanos y en las naves resonaron de un modo horrible los gritos de
los
aqueos.
278
Cuando los troyanos vieron al esforzado hijo de Menecio y a su escudero, ambos
con
lucientes armaduras, a todos se les conturbó el ánimo y sus falanges se
agitaron.
Figurábanse
que, junto a las naves, el Pelida, ligero de pies, había renunciado a su cólera
y
había preferido volver a la amistad. Y cada uno miraba adónde podría huir para
librarse
de
una muerte terrible.
284
Patroclo fue el primero que tiró la reluciente lanza en medio de la pelea, a11í
donde
más
hombres se agitaban en confuso montón, junto a la nave del magnánimo Protesilao;
e
hirió
a Pirecmes, que había conducido desde Amidón, sita en la ribera del Axio de
ancha
corriente,
a los peonios, que combatían en carros: la lanza se clavó en el hombro derecho;
el
guerrero, dando un gemido, cayó de espaldas en el polvo, y los peonios
compañeros
suyos
huyeron, porque Patroclo les infundió pavor ál matar a su jefe, que tanto
sobresalía
en
el combate. De este modo Patroclo los echó de los bajeles y apagó el ardiente
fuego.
La
nave quedó allí medio quemada, los troyanos huyeron con gran alboroto, los
dánaos se
dispersaron
por las cóncavas naves, y se produjo un gran tumulto. Como cuando Zeus
fulminador
quita una espesa nube de la elevada cumbre de una gran montaña y aparecen
todos
los promontorios y las cimas y valles, porque en el cielo se ha abierto la vasta
región
etérea; así los dánaos respiraron un poco después de librar a las naves del
fuego
destructor;
pero no por eso hubo tregua en el combate. Pues los troyanos no huían a
carrera
abierta desde las negras naves, perseguidos por los belicosos aqueos; sino que
aún
resistían,
y sólo cediendo a la necesidad se retiraban de las naves.
306
Entonces, ya extendida la batalla, cada jefe mató a un hombre. El esforzado hijo
de
Menecio,
el primero, hirió con la aguda lanza a Areílico, que había vuelto la espalda
para
huir:
el bronce atravesó el muslo y rompió el hueso, y el troyano dio de ojos en el
suelo.
El
belicoso Menelao hirió a Toante en el pecho, donde éste quedaba sin defensa al
lado
del
escudo, y dejó sin vigor sus miembros. El Filida, observando que Anficlo iba a
acometerlo,
se le adelantó y logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna,
donde
más grueso es el músculo: la punta desgarró los nervios, y la obscuridad cubrió
los
ojos
del guerrero. De los Nestóridas, Antíloco traspasó con la broncínea lanza a
Atimnio,
clavándosela
en el ijar, y el troyano cayó a sus pies; el hermano de Atimnio, Maris,
irritado
por tal muerte, se puso delante del cadáver y arremetió con la lanza a Antíloco;
y
entonces
el otro Nestórida, Trasimedes, igual a un dios, le previno y antes que Maris
pu-
diera
herir a Antíloco le acertó él en la espalda: la punta desgarró el tendón de la
parte
superior
del brazo y rompió el hueso; el guerrero cayó con estrépito, y la obscuridad
cubrió
sus ojos. De tal suerte, estos dos esforzados compañeros de Sarpedón, hábiles
tiradores,
a hijos de Amisodaro, el que alimentó a la indomable Quimera, causa de males
para
muchos hombres, fueron vencidos por los dos hermanos y descendieron al Érebo.-
Ayante
Oilíada acometió y cogió vivo a Cleobulo, atropellado por la turba, y le quitó
la
vida,
hiriéndole en el cuello con la espada provista de empuñadura: la hoja entera se
calentó
con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos del
guerrero.-
Penéleo
y Licón fueron a encontrarse, y, habiendo arrojado sus lanzas en vano, pues
ambos
erraron el tiro, se acometieron con las espadas: Licaón dio a su enemigo un tajo
en
la
cimera del casco, que adornaban crines de caballo; pero la espada se le rompió
junto a
la
empuñadura; Penéleo hundió la suya en el cuello de Licón, debajo de la oreja, y
se lo
cortó
por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel, y los
miembros
perdieron
su vigor.- Meriones dio alcance con sus ligeros pies a Acamante, cuando subía
al
carro, y le hirió en el hombro derecho: el troyano cayó en tierra, y las
tinieblas
cubrieron
sus ojos.- A Erimante metióle Idomeneo el cruel bronce por la boca: la lanza
atravesó
la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los
dientes;
los ojos llenáronse con la sangre que fluía de las narices y de la boca abierta,
y la
muerte,
cual si fuese obscura nube, envolvió al guerrero.
351
Cada uno de estos caudillos dánaos mató, pues, a un hombre. Como los voraces
lobos
acometen a corderos o cabritos, arrebatándolos de un hato que se dispersa en el
monte
por la impericia del pastor, pues así que aquéllos los ven se los llevan y
despedazan
por tener los últimos un corazón tímido; así los dánaos cargaban sobre los
troyanos,
y éstos, pensando en la fuga horrísona, olvidábanse de su impetuoso
valor.
358
El gran Ayante deseaba constantemente arrojar su lanza a Héctor, armado de
bronce;
pero el héroe, que era muy experto en la guerra, cubriendo sus anchos hombros
con
un escudo de pieles de toro, estaba atento al silbo de las flechas y al ruido de
los
dardos.
Bien conocía que la victoria se inclinaba del lado de los enemigos, pero
resistía
aún
y procuraba salvar a sus compañeros queridos.
364
Como se va extendiendo una nube desde el Olimpo al cielo, después de un día
sereno,
cuando Zeus prepara una tempestad, así los troyanos huyeron de las naves, dando
gritos,
y ya no fue con orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de a11í, con
sus
armas, los corceles de ligeros pies; y el héroe desamparó la turba de los
troyanos, a
quienes
detenía, mal de su grado, el profundo foso. Muchos veloces corceles, rompiendo
los
carros de los caudillos por el extremo del timón, a11í los dejaron.- Patroclo
iba
adelante,
exhortando vehementemente a los dánaos y pensando en causar daño a los
troyanos;
los cuales, una vez puestos en desorden, llenaban todos los caminos huyendo
con
gran clamoreo; la polvareda llegaba a to alto debajo de las nubes, y los
solípedos
caballos
volvían a la ciudad desde las naves y las tiendas. Patroclo, donde veía más
gente
del
pueblo desordenada, a11í se encaminaba vociferando; los guerreros caían de cara
debajo
de los ejes de sus carros, y éstos volcaban con gran estruendo. A1 llegar al
foso,
los
caballos inmortales que los dioses habían regalado a Peleo como espléndido
presente
lo
salvaron de un salto, deseosos de seguir adelante; y, cuando a Patroclo el ánimo
le
impulsó
a ir hacia Héctor para herirlo, ya los veloces corceles de éste se to habían
llevado.
Como en el otoño descarga una tempestad sobre la negra tierra, cuando Zeus
envía
violenta lluvia, irritado contra los hombres que en el foro dan sentencias
inicuas y
echan
a la justicia, no temiendo la venganza de los dioses; y todos los ríos salen de
madre
y
los torrentes cortan muchas colinas, braman al correr desde lo alto de las
montañas al
mar
purpúreo y destruyen las labores del campo; de semejante modo corrían las yeguas
troyanas,
dando lastimeros relinchos.
394
Patroclo, cuando hubo separado de los demás enemigos a los que formaban las
últimas
falanges, les obligó a volver hacia los bajeles, en vez de permitirles que
subiesen
a
la ciudad; y, acometiéndoles entre las naves, el río y el alto muro, los mataba
para
vengar
a muchos de los suyos. Entonces envasóle a Prónoo la brillante lanza en el
pecho,
donde
éste quedaba sin defensa al lado del escudo, y le dejó sin vigor los miembros:
el
troyano
cayó con estrépito. Luego acometió a Téstor, hijo de Enope, que se hallaba
encogido
en el lustroso asiento y en su turbación había dejado que las riendas se le
fuesen
de
la mano: clavóle desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar
por los
dientes
y to levantó por cima del barandal. Como el pescador sentado en una roca
pro-
minente
saca del mar un pez enorme, valiéndose de la cuerda y del reluciente bronce, así
Patroclo,
alzando la brillante lanza, sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le
arrojó
de
cara al suelo; el troyano, al caer, perdió la vida.- Después hirió de una
pedrada en
medio
de la cabeza a Erilao, que a acometerle venía, y se la partió en dos dentro del
fuerte
casco: el troyano dio de manos en el suelo, y le envolvió la destructora
muerte.- Y
sucesivamente
fue derribando en la fértil tierra a Erimante, Anfótero, Epaltes, Tlepólemo
Damastórida,
Equio, Piris, Ifeo, Evipo y Polimelo Argéada.
419
Sarpedón, al ver que sus compañeros, de corazas sin cintura, sucumbían a manos
de
Patroclo Menecíada, increpó a los deiformes licios:
422
-¡Qué vergüenza, oh licios! ¿Adónde huís? Sed esforzados. Yo saldré al encuentro
de
ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos males causa a los
troyanos,
pues
ya a muchos valientes les ha quebrado las rodillas.
426
Dijo; y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez Patroclo, al
verlo, se
apeó
del suyo. Como dos buitres de eorvas uñas y combado pico riñen, dando chillidos,
sobre
elevada roca; así aquéllos se acometieron vociferando. Violos el hijo del artero
Crono;
y, compadecido, dijo a Hera, su hermana y esposa:
433
-¡Ay de mí! La parca dispone que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres,
sea
muerto por Patroclo Menecíada. Entre dos propósitos vacila en mi pecho el
corazón:
¿lo
arrebataré vivo de la luctuosa batalla, para llevarlo al opulento pueblo de la
Licia, o
dejaré
que sucumba a manos del Menecíada?
439
Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
440
-¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! ¿Una vez más quieres librar de
la
muerte
horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir?
Hazlo,
pero no todos los dioses to to aprobaremos. Otra cosa voy a decirte, que fijarás
en
la
memoria: Piensa que, si a Sarpedón le mandas vivo a su palacio, algún otro dios
querrá
sacar
a su hijo del duro combate, pues muchos hijos de los inmortales pelean en torno
de
la
gran ciudad de Príamo, y harás que sus padres se enciendan en terrible ira.
Pero, si Sar-
pedón
te es caro y tu corazón le compadece, deja que muera a manos de Patroclo
Menecíada
en reñido combate; y cuando el alma y la vida le abandonen, ordena a la
Muerte
y ál dulce Sueño que lo lleven a la vasta Licia, para que sus hermanos y amigos
le
hagan
exequias y le erijan un túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a
los
muertos.
458
Así dijo. El padre de los hombres y de los dioses no desobedeció, a hizo caer
sobre
la
tierra sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de
matar
en
la fértil Troya, lejos de su patria.
462
Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patrocio arrojó la lanza, y,
acertando
a dar en el empeine del ilustre Trasimelo, escudero valeroso del rey Sarpedón,
dejóle
sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y, despidiendo la reluciente
lanza,
erró el tiro; pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó
mientras
perdía el vital aliento. El caballo cayó en el polvo, y el ánimo voló de su
cuerpo.
Forcejearon
los otros dos corceles por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas
a
causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por
su
lanza,
halló el remedio: desenvainando la espada de larga punta, que llevaba junto al
fornido
muslo, cortó apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos
se
enderezaron
y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor
encono.
477
Entonces Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó
por
cima
del hombro izquierdo de Patroclo sin herirlo. Patroclo despidió la suya y no en
bal-
de;
ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón envuelve.
Cayó
el
héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el monte cortan con
afiladas
hachas
los artífices para hacer un mástil de navío; así yacía aquél, tendido delante de
los
corceles
y del carro, rechinándole los dientes y cogiendo con las manos el polvo
ensangrentado.
Como el rojizo y animoso toro, a quien devora un león que se ha
presentado
entre los fexípedes bueyes, brama al morir entre las mandíbulas del león, así
el
caudillo de los licios escudados, herido de muerte por Patrocio, se enfurecía;
y,
llamando
al compañero, le hablaba de este modo:
491-¡Caro
Glauco, guerrero afamado entre los hombres! Ahora debes portarte como
fuerte
y audaz luchador; ahora to ha de causar placer la batalla funesta, si eres
valiente.
Ve
por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de
Sarpedón y
defiéndeme
tú mismo con el bronce. Constantemente, todos los días, seré para ti motivo
de
vergüenza y oprobio, si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me
despojan
de la armadura. ¡Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el
ejército!
502
Así dijo; y el velo de la muerte le cubrió los ojos y las narices. Patroclo,
sujetándole
el pecho con el pie, le arrancó el asta, con ella siguió el d¡afragma, y
salieron
a
la vez la punta de la lanza y el alma del guerrero. Y los mirmidones detuvieron
los
corceles
de Sarpedón, los cuales anhelaban y querían huir desde que quedó vacío el carro
de
sus dueños.
509
Glauco sintió hondo pesar al oír la voz de Sarpedón y se le turbó el ánimo
porque
no
podía socorrerlo. Apretóse con la mano el brazo, pues le abrumaba una herida que
Teucro
le había causado disparándole una llecha cuando él asaltaba el altó muro y el
aqueo
defendía a los suyos; y oró de esta suerte a Apolo, el que hiere de
lejos:
514
-Oyeme, oh soberano, ya te halles en el opulento pueblo de Licia, ya te
encuentres
en
Troya; pues desde cualquier lugar puedes atender al que está afligido, como lo
estoy
ahora.
Tengo esta grave herida, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se
seca;
el hombro se entorpece, y me es imposible manejar firmemente la lanza y pelear
con
los enemigos. Ha muerto un hombre fortísimo, Sarpedón, hijo de Zeus, el cual ya
ni a
su
prole defiende. Cúrame, oh soberano, la grave herida, adormece mis dolores y
dame
fortaleza
para que mi voz anime a los licios a combatir y yo mismo luche en defensa del
cadáver.
527
Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo y en seguida calmó los dolores, secó la negra
sangre
de la grave herida a infundió valor en el ánimo del troyano. Glauco, al notarlo,
se
holgó
de que el gran dios hubiese escuchado su ruego. En seguida fue por todas partes
y
exhortó
a los capitanes licios para que combatieran en torno de Sarpedón. Después,
en-
caminóse
a paso largo hacia los troyanos; buscó a Polidamante Pantoida, al divino
Agenor,
a Eneas y a Héctor armado de broncé; y, deteniéndose cerca de los mismos, dijo
estas
aladas palabras:
538
-¡Héctor! Te olvidas del todo de los aliados que por ti pierden la vida lejos de
los
amigos
y de la patria tierra, y ni socorrerles quieres. Yace en tierra Sarpedón, el rey
de los
licios
escudados, que con su justicia y su valor gobernaba a Licia. El broncíneo Ares
to
ha
matado con la lanza de Patroclo. Oh amigos, venid a indignaos en vuestro
corazón: no
sea
que los mirmidones le quiten la armadura a insulten el cadáver, irritados por la
muerte
de
los dánaos, a quienes dieron muerte nuestras picas junto a las veleras
naves.
548
Así dijo. Los troyanos sintieron grande a inconsolable pena, porque Sarpedón,
aunque
forastero, era un baluarte para la ciudad; había llevado a ella a muchos hombres
y
en
la pelea los superaba a todos. Con grandes bríos dirigiéronse aquéllos contra
los
dánaos,
y a su frente marchaba Héctor, irritado por la muerte de Sarpedón. Y Patroclo
Menecíada,
de corazón valiente, animó a los aqueos; y dijo a los Ayantes, que ya de
combatir
estaban deseosos:
556
-¡Ayantes! Poned empeño en rechazar al enemigo y mostraos tan valientes como
habéis
sido hasta aquí o más aún. Yace en tierra Sarpedón, el que primero asaltó
nuestra
muralla.
¡Ah, si apoderándonos del cadáver pudiésemos ultrajarlo, quitarle la armadura
de
los hombros y matar con el cruel bronce a alguno de los compañeros que lo
de-
fienden!...
562
Así dijo, aunque ellos ya deseaban rechazar al enemigo. Y troyanos y licios por
una
parte,
y mirmidones y aqueos por otra, cerraron las falanges, vinieron a las manos y
empezaron
a pelear con horrenda gritería en torno del cadáver. Crujían las armaduras de
los
guerreros, y Zeus cubrió con una dañosa obscuridad la reñida contienda, para que
pro-
dujese
mayor estrago el combate que por el cuerpo de su hijo se
empeñaba.
569
En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, porque fue
herido
un varón que no era ciertamente el más cobarde de los mirmidones: el divino
Epi-
geo,
hijo de Agacles magnánimo; el cual reinó en otro tiempo en la populosa Budeo;
luego,
por haber dado muerte a su valiente primo, se presentó como suplicante a Peleo y
a
Tetis,
la de argénteos pies, y ellos le enviaron a Ilio, abundante en hermosos
corceles, con
Aquiles,
destructor de las filas de guerreros, para que combatiera contra los troyanos.
Epigeo
echaba mano al cadáver cuando el esclarecido Héctor le dio una pedrada en la
cabeza
y se la partió en dos dentro del fuerte casco: el guerrero cayó boca abajo sobre
el
cuerpo
de Sarpedón, y a su alrededor esparcióse la destructora muerte. Apesadumbróse
Patroclo
por la pérdida del compañero y atravesó al instante las primeras filas, como el
veloz
gavilán persigue a unos grajos o estorninos: de la misma manera acometiste, oh
hábil
jinete Patroclo, a los licios y troyanos, airado en to corazón por la muerte del
amigo.
Y
cogiendo una piedra, hirió en el cuello a Estenelao, hijo querido de Itémenes, y
le
rompió
los tendones. Retrocedieron los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor.
Cuanto
espacio recorre el luengo venablo que lanza un hombre, ya en el juego para
ejercitarse,
ya en la guerra contra los enemigos que la vida quitan, otro tanto se retiraron
los
troyanos, cediendo al empuje de los aqueos. Glauco, capitán de los escudados
licios,
fue
el primero que volvió la cara y mató al magnánimo Baticles, hijo amado de
Calcón,
que
tenía su casa en la Hélade y se señalaba entre los mirmidones por sus bienes y
riquezas:
escapábase Glauco, y Baticles iba a darle alcance, cuando aquél se volvió
repentinamente
y le hundió la pica en medio del pecho. Baticles cayó con estrépito, los
aqueos
sintieron hondo pesar por la muerte del valiente guerrero, y los troyanos, muy
alegres,
rodearon en tropel el cadáver; pero los aqueos no se olvidaron de su impetuoso
valor
y arremetieron denodadamente al enemigo. Entonces Meriones mató a un
combatiente
troyano, a Laógono, esforzado hijo de Onétor y sacerdote de Zeus Ideo, a
quien
el pueblo veneraba como a un dios: hirióle debajo de la quijada y de la oreja,
la
vida
huyó de los miembros del guerrero, y la obscuridad horrible le envolvió. Eneas
arrojó
la broncínea lanza, con el intento de herir a Meriones, que se adelantaba
protegido
por
el escudo. Pero Meriones la vio venir y evitó el golpe inclinándose hacia
adelante: la
ingente
lanza se clavó en el suelo detrás de él y el regatón temblaba; pero pronto la
impetuosa
arma perdió su fuerza. Penetró, pues, la vibrante punta en la tierra, y la lanza
fue
echada en vano por el robusto brazo. Eneas, con el corazón irritado,
dijo:
617-¡Meriones!
Aunque eres ágil saltador, mi lanza to habría apartado para siempre del
combate,
si to hubiese herido.
619
Respondióle Meriones, célebre por su lanza:
620-¡Eneas!
Difícil lo será, aunque seas valiente, aniquilar la fuerza de cuantos
hombres
salgan a pelear contigo. También tú eres mortal. Si lograra herirte en medio del
cuerpo
con el agudo bronce, en seguida, a pesar de to vigor y de la confianza que
tienes
en
to brazo, me darías gloria, y a Hades, el de los famosos corceles, el
alma.
626
Así dijo; y el valeroso hijo de Menecio le reprendió,
diciendo:
627
-¡Meriones! ¿Por qué, siendo valiente, to entretienes en hablar así? ¡Oh amigo!
Con
palabras
injuriosas no lograremos que los troyanos dejen el cadáver; preciso será que
algúno
de ellos baje antes al seno de la tierra. Las batallas se ganan con los puños, y
las
palabras
sirven en el consejo. Conviene, pues, no hablar, sino
combatir.
632
En diciendo esto, echó a andar y siguióle Meriones, var6n igual a un dios. Como
el
estruendo
que producen los leñadores en la espesura de un monte y que se deja oír a to
lejos,
tal era el estrépito que se elevaba de la tierra espaciosa al ser golpeados el
bronce,
el
cuero y los bien construidos escudos de pieles de buey por las espadas y las
lanzas de
doble
filo. Y ya ni un hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los
dardos,
la sangre y el polvo to cubrían completamente de pies a cabeza. Agitábanse todos
alrededor
del cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de
las
escudillas llenas de leche, cuando ésta hace rebosar los tarros: de igual manera
bullían
aquéllos
en torno del muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda;
y,
contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la
muerte
de
Patroclo: vacilaba entre si en la encarnizada contienda el esclarecido Héctor
debería
matar
con el bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura
de
los
hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como to más
con-
veniente
que el bravo escudero del Pelida Aquiles hiciera arredrar a los troyanos y a
Héctor,
armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos guerreros, comenzó
infundiendo
timidez primeramente a Héctor, el cual subió al carro, se puso en fuga y
exhortó
a los demás troyanos a que huyeran, porque había conocido hacia qué lado se
inclinaba
la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes licios osaron resistir, y
huyeron
todos al ver a su rey herido en el corazón y echado en un montón de cadáveres;
pues
cayeron muchos hombres a su alrededor cuando el Cronión avivó el duro combate.
Los
aqueos quitáronle a Sarpedón la reluciente armadura de bronce y el esforzado
hijo de
Menecio
la entregó a sus compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y
en-
tonces
Zeus, que amontona las nubes, dijo a Apolo:
667
-¡Ea, querido Febo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos,
límpiale
la
negra sangre, condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente de un río,
úngele con
ambrosía,
ponle vestiduras divinas y entrégalo a los veloces conductores y hermanos
gemelos:
el Sueño y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejarán en el
rico
pueblo de la vasta Licia. Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le
erigirán
un
túmulo y un cipo, que tales son los honores debidos a los
muertos.
676
Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la
terrible
batalla, y en seguida levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y,
conduciéndole
a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río; ungiólo con ambrosía,
púsole
vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el
Sueño
y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, to dejaron en el rico pueblo
de
la
vasta Licia.
684
Patroclo animaba a los corceles y a Automedonte y perseguía a los troyanos y
licios,
y con ello se atrajo un gran infortunio. ¡Insensato! Si se hubiese atenido a la
orden
del
Pelida, se hubiera visto libre de la funesta parca, de la negra muerte. Pero
siempre el
pensamiento
de Zeus es más eficaz que el de los hombres (aquel dios pone en fuga al
varón
esforzado y le quita fácilmente la victoria, aunque él mismo le haya incitado a
combatir),
y entonces alentó el ánimo en el pecho de Patroclo.
692
¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los
dioses to
llamaron
a la muerte?
694
Fueron primeramente Adrasto, Autónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y
Melanipo;
y después, Élaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la
fuga.
698
Entonces los aqueos habrían tomado Troya, la de altas puertas, por las manos de
Patroclo,
que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en
la
bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los troyanos. Tres veces
encaminóse
Patroclo a un ángulo de la elevada muralla; tres veces rechazóle Apolo,
agitando
con sus manos inmortales el refulgence escudo. Y cuando, semejante a un dios,
atacaba
por cuarta vez, increpóle la deidad terriblemente con estas aladas
palabras:
707
-¡Retírate, Patroclo del linaje de Zeus! El hado no ha dispuesto que la ciudad
de los
altivos
troyanos sea destruida por to lanza, ni por Aquiles, que tanto te
aventaja.
710
Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera de
Apolo,
el
que hiere de lejos.
712
Héctor se hallaba con el carro y los solípedos corceles en las puertas Esceas, y
estaba
indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a
voces
que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto,
presentósele
Febo Apolo, que tomó la figura del valiente joven Asio, el cual era tío
materno
de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba a hijo de Dimante, y
habitaba
en la Frigia, junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó
Apolo,
hijo
de Zeus:
721
-¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara
tanto
en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la
batalla.
Mas,
ea, guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y
Apolo
to
da gloria.
726
En diciendo esto, el dios volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a
Cebríones
que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la
turba,
suscitó entre los argivos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los
troyanos.
Héctor
dejó entonces a los demás dánaos, sin que fuera a matarlos, y enderezó a
Patroclo
los
caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la
lanza en la
izquierda;
cogió con la diestra una piedra Blanca y erizada de puntas que llenaba la
mano;
y, estribando en el suelo, la arrojó, hiriendo en seguida a un combatiente, pues
el
tiro
no salió vano: dio la aguda piedra en la frente de Cebríones, auriga de Héctor,
que era
hijo
bastardo del ilustre Príamo, y entonces gobernaba las riendas de los caballos.
La
piedra
se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a
los
pies
de Cebríones; y éste, cual si fuera un buzo, cayó del asiento bien construido,
porque
la
vida huyó de sus miembros. Y burlándose de él, oh caballero Patroclo,
exclamaste:
743
-¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el hombre! ¡Cuán fácilmente salta a lo buzo! Si se
hallara
en el ponto, en peces abundance, ese hombre saltaría de la nave, aunque el mar
estuviera
tempestuoso, y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara.
¡Con
tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que
también
los
troyanos tienen buzos.
751
En diciendo esto, corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que
devasta
los
establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor lo mata; de la misma
manera,
oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebríones. Héctor, por su parte,
saltó
del
carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebríones
como
dos
hambrientos leones que en la cumbre de un monte pelean furiosos por el cadáver
de
una
cierva, así los dos aguerridos campeones, Patroclo Menecíada y el esclarecido
Héctor,
deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al
muerto
por
la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás troyanos y
dánaos
sostenían
encarnizado combate.
765
Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la
poblada
selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan
entre
sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen, de
semejante
modo
troyanos y aqueos se acometían y mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga.
Alrededor
de Cebríones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que
saltaban
de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los que
combatían
en torno suyo; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en
un
torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los
carros.
777
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por
igual a
unos
y a otros, y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos
eran
vencedores,
contra to dispuesto por el destino; y, habiendo arrastrado el cadáver del héroe
Cebríones
fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los troyanos, le quitaron la
ar-
madura
de los hombros.
783
Patroclo acometió furioso a los troyanos: tres veces los acometió, cual si fuera
el
rápido
Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante
a
un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, viose claramente que ya
llegabas al
término
de to vida, pues el terrible Febo salió a to encuentro en el duro combate. Mas
Patroclo
no vio al dios; el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso
detrás,
y, alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al
punto
los ojos del héroe padecieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el
casco
con
agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos;
y el
penacho
se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adomado con crines de
caballo,
se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa
frente
del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que to llevara Héctor, porque
ya
la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano
la pica
larga,
pesada, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron
al
suelo,
y el soberano Apolo, hijo de Zeus, desató la coraza que aquél llevaba. El
estupor se
apoderó
del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se
detuvo
atónito, y entonces desde cerca clavóle aguda lanza en la espalda, entre los
hombros,
el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el
manejo
de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez
que
se
presentó con su carro para aprender a combatir derribó a veinte guerreros de sus
carros
respectivos.
Éste fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza,
pero
aún no to hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y, retrocediendo,
se
mezcló
con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste,
vencido
por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para
evitar
la muerte.
818
Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían
herido
con el agudo bronce, fue en su seguimiento, por entre las filas, y le envainó la
lanza
en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el
héroe cayó
con
estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la
lucha al
indómito
jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso
manantial
donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira
anhelante,
así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndolo de cerca con la lanza, al
esforzado
hijo de Menecio, que a tantos había dado muerte. Y blasonando del triunfo,
profirió
estas aladas palabras:
830-¡Patroclo!
Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres
troyanas
y llevártelas en los bajeles a to patria tierra. ¡Insensato! Los veloces
caballos de
Héctor
vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo
entre
los
belicosos troyanos, aparto de los míos el día de la servidumbre, mientras que a
ti to
comerán
los buitres. ¡Ah, infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, to ha socorrido. Cuando
saliste
de las naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y
hablarte
de este modo: «No vuelvas a las cóncavas naves, caballero Patroclo, antes de
haber
roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, matador de hombres, teñida de
sangre».
Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste
persuadir.
843
Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:
844
¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria
Zeus
Cronida
y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los
hombros.
Si. veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto
vencidos
por mi lanza. Matáronme la parca funesta y el hijo de Leto, y, entre los
hombres,
Euforbo, y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a
decirte,
que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte
y
la parca cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquiles
Eácida.
855
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros
y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y
joven.
Y el esclarecido Héctor le dijo, aunque muerto le veía:
859-¡Patroclo!
¿Por qué me profetizas una muerte terrible? ¿Quién sabe si Aquiles, hijo
de
Tetis, la de hermosa cabellera, no perderá antes la vida, herido por mi
lanza?
862
Dichas estas palabras, puso un pie sobre el cadáver, arrancó la broncínea lanza
y lo
tumbó
de espaldas. Inmediatamente se encaminó, lanza en mano, hacia Automedonte, el
deiforme
servidor del Eácida, de pies ligeros, pues deseaba herirlo, pero los veloces
caballos
inmortales, que a Peleo le dieron los dioses como espléndido presente, ya to
sacaban
de la batalla.
CANTO
XVII*
Principalía
de Menelao
*
Se entabla un encarnizado combate entre aqueos y troyanos para apoderarse de las
arenas y el cadáver
de
Patroclo. Por fin, Menelao y Meriones, protegidos por los dos Ayante, cargan a
sus espaldas con el
cadáver
de Patroclo y se lo llevan al campamento.
1
No dejó de advertir el Atrida Menelao, caro a Ares, que Patroclo había sucumbido
en
la
lid a manos de los troyanos; y, armado de luciente bronce, se abrió camino por
los
combatientes
delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver para defenderlo. Como
la
vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrillo mugiendo tiernamente,
porque an-
tes
ignoraba lo que era el parto, de semejante manera bullía el rubio Menelao cerca
de
Patroclo.
Y colocándose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo,
se
aprestaba a matar a quien se le opusiera. Tampoco Euforbo, el hábil lancero hijo
de
Pántoo,
se descuidó al ver en el suelo al eximio Patroclo, sino que se detuvo a su lado
y
dijo
a Menelao, caro a Ares:
12
-¡Atrida Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Retírate, suelta el
cadáver
y
desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea, ninguno de los
troyanos
ni
de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo antes que yo lo hiciera.
Déjame
alcanzar
inmensa gloria entre los troyanos. No sea que, hiriéndote, te quite la dulce
vida.
18
Respondióle muy indignado el rubio Menelao:
19-¡Padre
Zeus! No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la pantera,
ni
el león, ni el dañino jabalí que tienen gran ánimo en el pecho y están
orgullosos de su
fuerza
se presentan tan osados como los hábiles lanceros hijos de Pántoo. Pero el
fuerte
Hiperenor,
domador de caballos, no siguió gozando de su juventud cuando me aguardó,
después
de injuriarme diciendo que yo era el más cobarde de los guerreros dánaos, y no
creo
que haya podido volverse con sus pies para regocijar a su esposa y a sus
venerandos
padres.
Del mismo modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que
vuelvas
a tu ejército y no te pongas delante, pues el necio sólo conoce el mal cuando ya
está
hecho.
33
Así habló, sin persuadir a Euforbo, que contestó diciendo:
34
-Menelao, alumno de Zeus, ahora pagarás la muerte de mi hermano, de que canto te
jactas.
Dejaste viuda a su mujer en el reciente tálamo; causaste a nuestros padres
llanto y
dolor
profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices cesaran de llorar, si,
llevándome to
cabeza
y tus armas, las pusiera en las manos de Pántoo y de la divina Frontis. Pero no
se
diferirá
mucho tiempo el combate, ni quedará sin decidir quién haya de ser el vencedor y
quién
el vencido.
43
Dicho esto, dio un bote en el escudo liso del Atrida, pero no pudo romper el
bronce,
porque
la punta se torció al chocar con el fuerte escudo. El Atrida Menelao acometió, a
su
vez,
con la pica, orando al padre Zeus, y, al it Euforbo a retroceder, se la clavó en
la parte
inferior
de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el
delicado
cuello.
Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus
cabellos,
semejantes a los de las Gracias, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de
oro
y plata. Cual frondoso olivo que, plantado por el Labrador en un lugar solitario
donde
abunda
el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de
blancas
flores;
y, viniendo de repente el huracán, te arranca de la tierra y te tiende en el
suelo; así
el
Atrida Menelao dio muerte a Euforbo, hijo de Pántoo y hábil lancero, y en
seguida
comenzó
a quitarle la armadura.
61
Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo
la
mejor
vaca, le rompe la cerviz con Los fuertes dientes, y, despedazándola, traga la
sangre
y
todas las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su
alrededor, pero
de
lejos, sin atreverse a it contra la fiera porque el pálido temor los domina, de
la misma
manera
ninguno tuvo bastante ánimo en su pecho para salir al encuentro del glorioso
Menelao.
Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas del Pantoida, si
no
te hubiese impedido Febo Apolo; el cual, tomando la figura de Mentes, caudillo
de los
cícones,
suscitó contra aquél a Héctor, igual al veloz Ares, con estas aladas
palabras:
75
-¡Héctor! Tú corres ahora tras lo que no es posible alcanzar: los corceles del
aguerrido
Eácida. Difícil es que ninguno ni de los hombres ni de los dioses los sujete y
sea
por ellos llevado, fuera de Aquiles, que tiene una madre inmortal. Y en tanto,
Menelao,
belicoso hijo de Atreo, que defiende el cadáver de Patroclo, ha muerto a uno de
los
más esforzados troyanos, a Euforbo Pantoida, acabando con el impetuoso valor de
este
caudillo.
82
El dios, habiendo hablado así, volvió a la batalla. Héctor sintió profundo dolor
en las
negras
entrañas, ojeó las hileras y vio en seguida al Atrida que despojaba de la
espléndida
armadura
a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida. Acto
continuo,
armado como se hallaba de luciente bronce y dando agudos gritos, abrióse paso
por
los combatientes delanteros cual si fuese una llama inextinguible encendida por
Hefesto.
No le pasó inadvertido al hijo de Atreo, que gimió al oír las voces, y a su
magnánimo
espíritu así le dijo:
91
-¡Ay de mí! Si abandono estas magníficas armas y a Patrocio, que por vengarme
yace
aquí tendido, temo que se irritará cualquier dánao que to presencie. Y si por
vergüenza
peleo con Héctor y Los troyanos, como ellos son muchos y yo estoy solo,
quizás
me cerquen; pues Héctor, el de tremolaiite casco, trae aquí a todos Los
troyanos.
Mas
¿por qué el corazón me hace pensar en tales cosas? Cuando, oponiéndose a la
divinidad,
el hombre lucha con un guerrero protegido por algún dios, pronto le
sobreviene
grave daño. Así, pues, ninguno de Los dánaos se irritará conmigo porque me
vean
ceder a Héctor, que combate amparado por Las deidades. Pero, si a mis oídos
llegara
la voz de Ayante, valiente en la pelea, volvería aquí con él y sólo pensaríamos
en
luchar,
aunque fuese contra un dios, para ver si lográbamos arrastrar el cadáver y
entregarlo
al Pelida Aquiles. Sería esto to mejor para hacer llevaderos los presentes
males.
106
Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegaron las
huestes
de los troyanos, acaudilladas por Héctor. Menelao dejó el cadáver y retrocedió,
volviéndose
de cuando en cuando. Como el melenudo león, a quien alejan del establo los
canes
y los hombres con gritos y venablos, siente que el corazón audaz se le encoge y
abandona
de mala gana el redil; de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio
Menelao,
quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los troyanos y
buscó
con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón. Pronto le distinguió a la
izquierda de
la
batalla, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo
les
había
infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y, poniéndose a su lado, le dijo
estas
palabras:
120
-¡Ayante! Ven, amigo; apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás
podamos
llevar a Aquiles el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de
tremolante
casco.
123
Así dijo; y conmovió el corazón del aguerrido Ayante, que atravesó al momento
las
primeras
filas junto con el rubio Menelao. Héctor había despojado a Patroclo de las
mag-
níficas
armas y se lo llevaba arrastrando, para separarle con el agudo bronce la cabeza
de
los
hombros y entregar el cadáver a los perros de Troya. Pero acercósele Ayante con
su
escudo
como una torre; y Héctor, retrocediendo, llegó al grupo de sus amigos, saltó al
carro
y entregó las magníficas armas a los troyanos para que las llevaran a la ciudad,
donde
habían de causarle inmensa gloria. Ayante cubrió con su gran escudo al Menecíada
y
se mantuvo firme. Como el león anda en torno de sus cachorros cuando llevándolos
por
el
bosque le salen al encuentro los cazadores, y, haciendo gala de su fuerza, baja
los
párpados
ocultando sus ojos, de aquel modo corría Ayante alrededor del héroe Patroclo.
En
la parte opuesta hallábase el Atrida Menelao, caro a Ares, en cuyo pecho el
dolor iba
creciendo.
140
Glauco, hijo de Hipóloco, caudillo de los licios, dirigió entonces la torva faz
a
Héctor,
y le increpó con estas palabras:
142
-¡Héctor, el de más hermosa figura, muy falto estás del valor que la guerra
demanda!
Inmerecida es tu buena fama, cuando solamente sabes huir. Piensa cómo en
adelante
defenderás la ciudad y sus habitantes, solo y sin más auxilio que los hombres
nacidos
en Ilio. Ninguno de los licios ha de pelear ya con los dánaos en favor de la
ciudad,
puesto que para nada se agradece el combatir siempre y sin descanso contra el
enemigo.
¿Cómo, oh cruel, salvarás en la turba a un obscuro combatiente, si dejas que
Sarpedón,
huésped y amigo tuyo, llegue a ser presa y botín de los argivos? Mientras
es-
tuvo
vivo, prestó grandes servicios a la ciudad y a ti mismo; y ahora no to atreves a
apartar
de su cadáver a los perros. Por esto, si los licios me obedecieren, volveríamos
a
nuestra
patria, y la ruina más espantosa amenazaría a Troya. Mas, si ahora tuvieran los
troyanos
el valor audaz a intrépido que suelen mostrar los que por la patria sostienen
contiendas
y luchas con los enemigos, pronto arrastraríamos el cadáver de Patroclo hasta
Ilio.
Y en seguida que el cuerpo de éste fuera retirado del campo y conducido a la
gran
ciudad
del rey Príamo, los argivos nos entregarían, para rescatarlo, las hermosas armas
de
Sarpedón,
y también podríamos llevar a Ilio el cadáver del héroe; pues Patroclo fue
escudero
del argivo más valiente que hay en las naves, como asimismo to son sus tropas,
que
combaten cuerpo a cuerpo. Pero tú no osaste esperar al magnánimo Ayante, ni
resistir
su
mirada en la lucha, ni combatir con él, porque to aventaja en
fortaleza.
169
Mirándole con torva faz, respondió Héctor, el de tremolante
casco:
170
-¡Glauco! ¿Por qué, siendo cual eres, hablas con tanta soberbia? ¡Oh dioses! Te
consideraba
como el hombre de más seso de cuantos viven en la fértil Licia, y ahora he
de
reprenderte por to que pensaste y dijiste al asegurar que no puedo sostener la
acometida
del ingente Ayante. Nunca me espantó la batalla, ni el ruido de los caballos;
pero
siempre el pensamiento de Zeus, que lleva la égida, es más eficaz que el de los
hombres,
y el dios pone en fuga al varón esforzado y le quita fácilmente la victoria,
aunque
él mismo le haya incitado a combatir. Mas, ea, ven acá, amigo, ponte a mi lado,
contempla
mis hechos, y verás si seré cobarde en la batalla, como has dicho, aunque dure
todo
el día; o si haré que alguno de los dánaos, no obstante su ardimiento y valor,
cese de
defender
el cadáver de Patroclo.
183
Cuando así hubo hablado, exhortó a los troyanos, dando grandes
voces:
184
-¡Troyanos, licios, dánaos, que cuerpo a cuerpo peleáis! Sed hombres, amigos, y
mostrad
vuestro impetuoso valor, mientras visto las armas hermosas del eximio Aquiles,
de
que despojé al fuerte Patroclo después de matarlo.
188
Dichas estas palabras, Héctor, el de tremolante casco, salió de la funesta lid,
y,
corriendo
con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos a sus amigos que llevaban
hacia
la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso
combate
se
detuvo y cambió de armadura: entregó la propia a los belicosos troyanos, para
que la
dejaran
en la sacra Ilio, y vistió las armas divinas del Pelida Aquiles, que los dioses
celestiales
dieron a Peleo, y éste, ya anciano, cedió a su hijo, quien no había de usarlas
tanto
tiempo que llegara a la vejez llevándolas todavía.
198
Cuando Zeus, que amontona las nubes, vio que Héctor, apartándose, vestía las
armas
del divino Pelida, moviendo la cabeza, habló consigo mismo y
dijo:
201
«¡Ah, mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las
armas
divinas de un hombre valentísimo a quien todos temen. Has muerto a su amigo, tan
bueno
como fuerte, y le has quitado ignominiosamente la armadura de la cabeza y de los
hombros.
Mas todavía dejaré que alcances una gran victoria como compensación de que
Andrómaca
no recibirá de tus manos, volviendo tú del combate, las magníficas armas del
Pelión».
209
Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento. La armadura
de
Aquiles
le vino bien a Héctor, apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus
miembros
se
vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces, enderezó sus pasos
a los
aliados
ilustres y se les presentó con las resplandecientes armas del magnánimo Pelión.
Y
acercándose
a cada uno para animarlos con sus palabras -a Mestles, Glauco, Medonte,
Tersíloco,
Asteropeo, Disénor, Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo-, los instigó
con
estas aladas palabras:
220
-¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido
por
el
deseo ni por la necesidad de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de
vuestras
ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las
esposas
y a los tiernos infantes de los troyanos. Con este pensamiento abrumo a mi
pueblo
y le exijo dones y víveres para excitar vuestro valor. Ahora cada uno haga
frente y
embista
al enemigo, ya muera, ya se salve, que tales son los lances de la guerra. Al que
arrastre
el cadáver de Patrocio hasta las filas de los troyanos, domadores de caballos, y
haga
ceder a Ayante, le daré la mitad de los despojos, reservándome la otra mitad, y
su
gloria
será tan grande como la mía.
233
Así dijo. Todos arremetieron con las picas levantadas y cargaron sobre los
dánaos,
pues
tenían grandes esperanzas de arrancar el cuerpo de Patroclo de las manos de
Ayante
Telamoníada.
¡Insensatos! Sobre el mismo cadáver, Ayante hizo perecer a muchos de
ellos.
Y este héroe dijo entonces a Menelao, valiente en la
pelea:
238
-¡Oh amigo, oh Menelao, alumno de Zeus! Ya no espero que salgamos con vida de
esta
batalla. Ni temo tanto por el cadáver de Patroclo, que pronto saciará en Troya a
los
perros
y aves de rapiña, cuanto por tu cabeza y por la mía; pues el nublado de la
guerra,
Héctor,
todo to cubre, y a nosotros nos espera una muerte cruel. Ea, llama a los más
va-
lientes
dánaos, por si alguno to oye.
246
Así dijo. Menelao, valiente en la pelea, no desobedeció; y, alzando recio la
voz,
dijo
a los dánaos:
248
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos, los que bebéis en la tienda
de los
Atridas
Agamenón y Menelao el vino que el pueblo paga, mandáis las tropas y os viene
de
Zeus el honor y la gloria! Me es difícil ver a cada uno de los caudillos. ¡Tan
grande es
el
combate que aquí se ha empeñado! Pero acercaos vosotros, indignándoos en vuestro
corazón
de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros
troyanos.
256
Así dijo. Oyóle en seguida el veloz Ayante de Oileo, y acudió antes que nadie,
corriendo
a través del campo. Siguiéronle Idomeneo y su escudero Meriones, igual al
homicida
Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir los nombres de cuantos
aqueos
fueron llegando para reanimar la pelea?
262
Los troyanos acometieron apinados, con Héctor a su frente. Como en la
desembocadura
de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan
bramando
contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en
torno;
con una gritería tan grande marchaban los troyanos. Mientras tanto, los aqueos
permanecían
firmes alrededor del cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y
defendiéndose
con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de espesa niebla sus
relucientes
cascos, porque nunca había aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue
servidor
del Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera llegar a ser
juguete
de los perros troyanos. Por esto el dios incitaba a los compañeros a que lo
defendieran.
274
En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos,
desamparando
al muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos troyanos no
consiguieron
matar con sus lanzas a ningún aqueo, como deseaban, empezaron a arrastrar
el
cadáver. Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los
hizo
volver
Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los
dánaos,
después
del eximio Pelión. Atravesó el héroe las primeras Filas, y parecido por su
bravura
al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando vueltas por los matorrales,
a
los
perros y a los florecientes mancebos, de la misma manera el esclarecido Ayante,
hijo
del
ilustre Telamón, acometió y dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en
torno
de Patroclo con el decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar
gloria.
288
Hipótoo, hijo preclaro del pelasgo Leto, había atado una correa a un tobillo de
Patroclo,
alrededor de los tendones; y arrastraba el cadáver por el pie, a través del
reñido
combate,
para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió una desgracia, de
que
nadie, por más que to deseara, pudo librarlo. Pues el hijo de Telamón,
acometiéndole
por
entre la turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el
casco,
guarnecido
de un penacho de crines de caballo, se quebró al recibir el golpe de la gran
lanza
manejada por la robusta mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo
largo
del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus manos al suelo el
pie del
magnánimo
Patroclo, y cayó de pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así
no
pudo
pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque sucumbió
vencido
por
la lanza del magnánimo Ayante. A su vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a
Ayante,
pero
éste, al notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a
Esquedio,
hijo
del magnánimo ífito y el más valiente de los focios, que tenía su casa en la
célebre
Panopeo
y reinaba sobre muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la
clavícula
y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro. El guerrero cayó con
estrépito,
y sus armas resonaron.
312
Ayante hirió en medio del vientre al aguerrido Forcis, hijo de Fénope, que
defendía
el
cadáver de Hipótoo; y el bronce rompió la cavidad de la coraza y desgarró las
entrañas:
el
troyano, caído en el polvo, cogió el suelo con las manos. Arredráronse los
combatientes
delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces,
retiraron
los cadáveres de Forcis y de Hipótoo, y quitaron de sus hombros las respectivas
armaduras.
319
Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio, acosados por los
belicosos
aqueos
y vencidos por su cobardía; y los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la
vo-
luntad
de Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a Eneas,
tomando
la figura del heraldo Perifante Epítida, que había envejecido ejerciendo de
pregonero
en la casa del padre del héroe y sabía dar saludables consejos. Así
transfigurado,
habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:
327
-¡Eneas! ¿De qué modo podríais salvar la excelsa Ilio, hasta si un dios se
opusiera?
Como
he visto hacerlo a otros varones que confiaban en su fuerza y vigor, en su
bravura
y
en la muchedumbre de tropas formadas por un pueblo intrépido. Mas, al presente,
Zeus
desea
que la victoria quede por vosotros y no por los dánaos; y vosotros huís
temblando,
sin
combatir.
333
Así dijo. Eneas, como viera delante de sí a Apolo, el que hiere de lejos, le
reconoció,
y a grandes voces dijo a Héctor:
335
-¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus aliados! Es una vergüenza que
entremos
en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por nuestra cobardía. Una
deidad
ha venido a decirme que Zeus, el árbitro supremo, será aún nuestro auxiliar en
la
batalla.
Marchemos, pues, en derechura a los dánaos, para que no se lleven
tranquilamente
a las naves el cadáver de Patroclo.
342
Así habló; y, saltando mucho más allá de los combatientes delanteros, se detuvo.
Los
troyanos volvieron la cara y afrontaron a los aqueos. Entonces Eneas dio una
lanzada
a
Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes. Al verlo
derribado en
tierra,
compadecióse Licomedes, caro a Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó
la
reluciente lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Hipásida,
pastor
de
hombres, y le dejó sin vigor las rodillas: este guerrero procedía de la fértil
Peonia, y
era,
después de Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Vioto caer el
belicoso
Asteropeo,
y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a pelear con los dánaos. Mas no le
fue
posible; pues cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los
escudos
y
calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que
ninguno
retrocediese, abandonando el cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás
aqueos,
sino que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo encargaba el
ingente
Ayante. La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos
de
otros, muchos troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no
peleaban
sin derramar sangre, aunque perecían en mucho menor número porque cuidaban
siempre
de defenderse recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel
muerte.
366
Así combatían, con el ardor del fuego. No hubieras dicho que aún subsistiesen el
sol
y luna, pues hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que
peleaban
alrededor del cadáver del Menecíada. Los restantes troyanos y aqueos, de
hermosas
grebas, libres de la obscuridad, luchaban al cielo sereno: los vivos rayos del
sol
herían
el campo, sin que apareciera ninguna nube sobre la tierra ni en las montañas, y
ellos
combatían y descansaban alternativamente, hallándose a gran distancia unos de
otros
y procurando librarse de los dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y
en
tanto,
los del centro padecían muchos males a causa de la niebla y del combate, y los
más
valientes
estaban dañados por el cruel bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y
An-
tíloco,
ignoraban aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo aún,
luchaba
con los troyanos en la primera fila. Ambos, aunque estaban en la cuenta de que
sus
compañeros eran muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás; que
así
se to había ordenado Néstor, cuando desde las negras naves los envió a la
batalla.
384
Todo el día sostuvieron la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos
tenían
las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y
los
ojos,
cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros.
Como un
hombre
da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta de
grasa, y
ellos,
cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos sale la humedad,
penetra
la
grasa y la piel queda perfectamente extendida por todos lados, de la misma
manera
tiraban
aquéllos del cadáver acá y acullá, en un reducido espacio, y tenían grandes
esperanzas
de arrastrarlo los troyanos hacia Ilio, y los aqueos a las cóncavas naves. Un
tumulto
feroz se producía alrededor del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros,
ni
Atenea por airada que estuviera, habrían hallado nada que baldonar, si to
hubiesen
presenciado:
tare funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el
cadáver
de Patroclo. El divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la pelea
se
había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya. No se
figuraba
que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas volvería vivo;
porque
tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con él mismo. Así se
to
había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole separadamente de los
demás,
le
revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le anunció la
gran
desgracia
que acababa de ocurrir: la muerte del compañero a quien más
amaba.
412
Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, se acometían continuamente
alrededor
del cadáver; y unos a otros se mataban. Y hubo quien entre los aqueos, de
broncíneas
corazas, habló de esta manera:
415
-¡Oh amigos! No sería para nosotros acción gloriosa la de volver a las cóncavas
naves.
Antes la negra tierra se nos trague a todos; que preferible fuera, si hemos de
permitir
a los troyanos, domadores de caballos, que arrastren el cadáver a la ciudad y
alcancen
gloria.
420
Y a su vez alguno de los magnánimos troyanos así decía:
421
-¡Oh amigos! Aunque la parca haya dispuesto que sucumbamos todos junto a ese
hombre,
nadie abandone la batalla.
423
Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros. Seguía el combate, y el
férreo
estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo
éter.
426
Los corceles de Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que
supieron
que
su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por
más
que
Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les
dirigía
palabras,
ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto
Helesponto,
ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se
mantiene
firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles
permanecían
aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus
párpados
caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las
lozanas
crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.
441
A1 verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y,
hablando
consigo
mismo, dijo:
443
«¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando
vosotros
exentos
de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros
mortales?
Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y
se
mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será llevado por vosotros en el
labrado
carro;
no lo permitiré. ¿Por ventura no es bastante que se haya apoderado de las armas
y
se
gloríe de esta manera? Daré fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu,
para que
llevéis
salvo a Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a
los
troyanos, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos
bancos,
se ponga el sol y la sagrada obscuridad sobrevenga.»
456
Así diciendo, infundió gran vigor a los caballos: sacudieron éstos el polvo de
las
crines
y arrastraron velozmente el ligero carro hacia los troyanos y los aqueos.
Automedonte,
aunque afligido por la suerte de su compañero, quería combatir desde el
carro,
y con los corceles se echaba sobre los enemigos como el buitre sobre los
ánsares; y
con
la misma facilidad huía del tumulto de los troyanos, que arremetía a la gran
turba de
ellos
para seguirles el alcance. Pero no mataba hombres cuando se lanzaba a perseguir,
porque,
estando solo en el sagrado asiento, no le era posible acometer con la lanza y
sujetar
al mismo tiempo los veloces caballos. Viole al fin su compañero Alcimedonte,
hijo
de Laerces Hemónida; y, poniéndose detrás del carro, dijo a
Automedonte:
469
-¡Automedonte! ¿Qué dios te ha sugerido tan inútil propósito dentro del pecho y
to
ha
privado de te buen juicio? ¿Por qué, estando solo, combates con los troyanos en
la pri-
mera
fila? Tu compañero recibió la muerte, y Héctor se vanagloria de cubrir sus
hombros
con
las armas del Eácida.
474
Respondióle Automedonte, hijo de Diores:
475
-¡Alcimedonte! ¿Cuál otro aqueo podría sujetar o aguijar estos caballos
inmortales
mejor
que tú, si no fuera Patroclo, consejero igual a los dioses, mientras estuvo
vivo?
Pero
ya la muerte y la parca to alcanzaron. Recoge el látigo y las lustrosas riendas,
y yo
bajaré
del carro para combatir.
481
Así dijo. Alcimedonte, subiendo en seguida al veloz carro, empuñó el látigo y
las
riendas,
y Automedonte saltó a tierra. Advirtiólo el esclarecido Héctor; y al momento
dijo
a
Eneas, que a su lado estaba:
485
-¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas corazas! Advierto que los
corceles
del Eácida, ligero de pies, aparecen nuevamente en la lid guiados por aurigas
débiles.
Y creo que me apoderaría de los mismos, si tú quisieras ayudarme; pues,
arremetiendo
nosotros a los aurigas, éstos no se.. atreverán a resistir ni a pelear frente a
frente.
491
Así dijo; y el valeroso hijo de Anquises no dejó de obedecerle. Ambos pasaron
adelante,
protegiendo sus hombros con sólidos escudos de pieles secas de buey, cubiertas
con
gruesa capa de bronce. Siguiéronles Cromio y el deiforme Areto, que tenían
grandes
esperanzas
de matar a los aurigas y llevarse los corceles de erguido cuello. ¡Insensatos!
No
sin derramar sangre habían de escapar de Automedonte. Éste, orando al padre
Zeus,
llenó
de fuerza y vigor las negras entrañas; y en seguida dijo a Alcimedonte, su fiel
compañero:
501-¡Alcimedonte!
No tengas los caballos lejos de mí; sino tan cerca, que sienta su
resuello
sobre mi espalda. Creo que Héctor Priámida no calmará su ardor hasta que suba
al
carro de Aquiles y gobierne los corceles de hermosas crines, después de darnos
muerte
a
nosotros y desbaratar las filas de los guerreros argivos; o él mismo sucumba,
peleando
con
los combatientes delanteros.
507
Así habiendo hablado, llamó a los dos Ayantes y a Menelao:
508
-¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Menelao! Dejad a los más fuertes el
cuidado
de
rodear al muerto y defenderlo, rechazando las haces enemigas; y venid a
librarnos del
día
cruel a nosotros que aún vivimos, pues se dirigen a esta parte, corriendo por el
luctuoso
combate, Héctor y Eneas, que son los más valientes de los troyanos. En la mano
de
los dioses está to que haya de ocurrir. Yo arrojaré mi lanza, y Zeus se cuidará
del
resto.
516
Dijo; y, blandiendo la ingente lanza, acertó a dar en el escudo liso de Areto,
que no
logró
detener a aquélla: atravesólo la punta de bronce, y rasgando el cinturón se
clavó en
el
empeine del guerrero. Como un joven hiere con afilada segur a un buey montaraz
por
detrás
de las astas, le corta el nervio y el animal da un salto y cae, de esta manera
el
troyano
saltó y cayó boca arriba y la lanza aguda, vibrando aún en sus entrañas, dejóle
sin
vigor
los miembros.- Héctor arrojó la reluciente lanza contra Automedonte, pero éste,
como
la viera venir, evitó el golpe inclinándose hacia adelante: la fornida lanza se
clavó
en
el suelo detrás de él, y el regatón temblaba; pero pronto la impetuosa arma
perdió su
fuerza.
Y se atacaron de cerca con las espadas, si no les hubiesen obligado a separarse
los
dos
Ayantes; los cuales, enardecidos, abriéronse paso por la turba y acudieron a las
voces
de
su amigo. Temiéronlos Héctor, Eneas y el deiforme Cromio, y, retrocediendo,
dejaron
a
Areto, que yacía en el suelo con el corazón traspasado. Automedonte, igual al
veloz
Ares,
despojóle de las armas y, gloriándose, pronunció estas
palabras:
538
-El pesar de mi corazón por la muerte del Menecíada se ha aliviado un poco;
aunque
le es inferior el varón a quien he dado muerte.
540
Así diciendo, tomó y puso en el carro los sangrientos despojos; y en seguida
subió
al
mismo, con los pies y las manos ensangrentados como el león que ha devorado un
toro.
543
De nuevo se trabó una pelea encarnizada, funesta, luctuosa, en torno de
Patroclo.
Excitó
la lid a Atenea, que vino del cielo, enviada a socorrer a los dánaos por el
largovidente
Zeus, cuya mente había cambiado. De la suerte que Zeus tiende en el cielo
el
purpúreo arco iris, como señal de una guerra o de un invierno tan frío que
obliga a
suspender
las labores del campo y entristece a los rebaños, de este modo la diosa,
envuelta
en purpúrea nube, penetró por las tropas aqueas y animó a cada guerrero.
Primero
enderezó sus pasos hacia el fuerte Menelao, hijo de Atreo, que se hallaba cerca;
y,
tomando la figura y voz infatigable de Fénix, le exhortó
diciendo:
556
-Sería para ti, oh Menelao, motivo de vergüenza y de oprobio que los veloces
perros
despedazaran cerca del muro de Troya el cadáver de quien fue compañero fiel del
ilustre
Aquiles. ¡Combate denodadamente y anima a todo el
ejército!
56o
Respondióle Menelao, valiente en la pelea:
561
-¡Padre Fénix, anciano respetable! Ojalá Atenea me infundiese vigor y me librase
del
ímpetu de los tiros. Yo quisiera ponerme al lado de Patroclo y defenderlo,
porque su
muerte
conmovió mucho mi corazón; pero Héctor tiene la terrible fuerza de una llama, y
no
cesa de matar con el bronce, protegido por Zeus, que le da
gloria.
567
Así dijo. Atenea, la diosa de ojos de lechuza, holgándose de que aquél la
invocara
la
primera entre todas las deidades, le vigorizó los hombros y las rodillas, a
infundió en
su
pecho la audacia de la mosca, la cual, aunque sea ahuyentada repetidas veces,
vuelve a
picar
porque la sangre humana le es agradable; de una audacia semejante llenó la diosa
las
negras entrañas del héroe. Encaminóse Menelao hacia el cadáver de Patroclo y
despidió
la reluciente lanza. Hallábase entre los troyanos Podes, hijo de Eetión, rico y
valiente,
a quien Héctor honraba mucho en la ciudad porque era su compañero querido en
los
festines; a éste, que ya emprendía la fuga, atravesólo el rubio Menelao con la
broncínea
lanza que se clavó en el ceñidor, y el troyano cayó con estrépito. A1 punto, el
Atrida
Menelao arrastró el cadáver desde los troyanos adonde se hallaban sus
amigos.
582
Apolo incitó a Héctor, poniéndose a su lado después de tomar la figura de Fénope
Asíada;
éste tenía la casa en Abides, y era para el héroe el más querido de sus
huéspedes.
Así
transfigurado, dijo Apolo, el que hiere de lejos:
586
-¡Héctor! ¿Cuál otro aqueo te temerá, cuando huyes temeroso ante Menelao, que
siempre
fue guerrero débil y ahora él solo ha levantado y se lleva fuera del alcance de
los
troyanos
el cadáver de tu fiel amigo a quien mató, del que peleaba con denuedo entre los
combatientes
delanteros, de Podes, hijo de Eetión?
591
Así dijo, y negra nube de pesar envolvió a Héctor, que en seguida atravesó las
primeras
filas, cubierto de reluciente bronce. Entonces el Cronida tomó la esplendorosa
égida
floqueada, cubrió de nubes el Ida, relampagueó y tronó fuertemente, agitó la
égida,
y
die la victoria a los troyanos, poniendo en fuga a los
aqueos.
597
El primero que huyó fue Penéleo, el beocio, per haber recibido, vuelto siempre
de
cara
a los troyanos, una herida leve en el hombre; y Polidamante, acercándose a él,
le
arrojó
la lanza, que desgarró la piel y llegó hasta el hueso.- Héctor, a su vez, hirió
en la
muñeca
y dejó fuera de combate a Leito, hijo del magnánimo Alectrión; el cual huyó
espantado
y mirando en torno suyo, porque ya no esperaba que con la lanza en la mano
pudiese
combatir con los troyanos.- Contra Héctor, que perseguía a Leito, arrojó
Idomeneo
su lanza y le dio un bote en el peto de la coraza, junto a la tetilla; pero
rompióse
aquélla en la unión del asta con el hierro; y los troyanos gritaron. Héctor
despidió
su lama contra Idomeneo Deucálida, que iba en un carro; y por poco no acertó a
herirlo;
pero el bronce se clavó en Cérano, escudero y auriga de Meriones, a quien
acom-
pañaba
desde que partieron de la bien construida Licto. Idomeneo salió aquel día de las
corvas
naves al campo, como infante; y hubiera procurado a los troyanos un gran
triunfo,
si
no hubiese llegado Cérano guiando los veloces corceles: éste fue su salvador,
porque le
libró
del día cruel al perder la vida a manos de Héctor, matador de hombres. A Cérano,
pues,
hirióle Héctor debajo de la quijada y de la oreja: la punta de la lanza hizo
saltar los
dientes
y atravesó la lengua. El guerrero cayó del carro, y dejó que las riendas
vinieran al
suelo.
Meriones, inclinándose, recogiólas, y dijo a Idomeneo:
622
-Aquija con el látigo los caballos hasta que llegues a las veleras naves; pues
ya tú
mismo
conoces que no serán los aqueos quienes alcancen la
victoria.
624
Así habló; a Idomeneo fustigó los corceles de hermosas crines, guiándolos hacia
las
cóncavas naves, porque el temor había entrado en su
corazón.
626
No les pasó inadvertido al magnánimo Ayante y a Menelao que Zeus otorgaba a los
troyanos
la inconstante victoria. Y el gran Ayante Telamonio fue el primero en
decir:
629
-¡Oh dioses! Ya hasta el más simple conocería que el padre Zeus favorece a los
troyanos.
Los tiros de todos ellos, sea cobarde o valiente el que dispara, no yerran el
blanco,
porque Zeus los encamina; mientras que los nuestros caen al suelo sin dañar a
nadie.
Ea, pensemos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y volvernos, para
regocijar
a
nuestros amigos; los cuales deben de atligirse mirando hacia acá, y sin duda
piensan
que
ya no podemos resistir la fuerza y las invictas manes de Héctor, matador de
hombres,
y
pronto tendremos que caer en las negras naves. Ojalá algún amigo avisara
rápidamente
al
Pelida, pues no creo que sepa la infausta nueva de que ha muerto su compañero
amado.
Pero
no puedo distinguir entre los aqueos a nadie capaz de hacerlo, cubiertos como
están
por
densa niebla hombres y caballos. ¡Padre Zeus! ¡Libra de la espesa niebla a los
aqueos,
serena el cielo, concede que nuestros ojos vean, y destrúyenos en la luz, ya que
así
te place!
648
Así dijo; y el padre, compadecido de verle derramar lágrimas, disipó en el acto
la
obscuridad
y apartó la niebla. Brilló el sol y toda la batalla quedó alumbrada. Y entonces
dijo
Ayante a Menelao, valiente en la pelea:
651
-Mira ahora, Menelao, alumno de Zeus, si ves a Antíloco, hijo del magnánimo
Néstor,
vivo aún; y envíale para que vaya corriendo a decir al belicoso Aquiles que ha
muerto
su compañero más amado.
655
Así dijo; y Menelao, valiente en la pelea, obedeció y se fue, como se aleja del
establo
un león después de irritar a los canes y a los hombres que, vigilando toda la
noche,
no le han dejado comer los pingües bueyes -el animal, ávido de carne, acomete,
pero
nada consigue porque audaces manos le arrojan muchos venablos y teas encendidas
que
le hacen temer, aunque está enfurecido-; y al despuntar la aurora se va con el
corazón
atligido:
de tan mala gana, Menelao, valiente en la pelea, se apartaba de Patroclo, porque
sentía
gran temor de que los aqueos, vencidos por el fuerte miedo, lo dejaran y fuera
presa
de los enemigos. Y se lo recomendó mucho a Meriones y a los Ayantes,
diciéndoles:
669
-¡Ayantes, caudillos de los argivos! ¡Meriones! Acordaos ahora de la mansedumbre
del
mísero Patroclo, el cual supo ser amable con todos mientras gozó de vida. Pero
ya la
muerte
y la parca le alcanzaron.
673
Dicho esto, el rubio Menelao partió mirando a todas partes como el águila (el
ave,
según
dicen, de vista más perspicaz entre cuantas vuelan por el cielo), a la cual, aun
estando
en las alturas, no le pasa inadvertida una liebre de pies ligeros echada debajo
de
un
arbusto frondoso, y se abalanza a ella y en un instante la coge y le quita la
vida; del
mismo
modo, oh Menelao, alumno de Zeus, tus brillantes ojos dirigíanse a todos lados,
por
la turba numerosa de los compañeros, para ver si podrías hallar vivo al hijo de
Néstor.
Pronto
le distinguió a la izquierda del combate, donde animaba a sus compañeros y les
incitaba
a pelear. Y deteniéndose a su lado, hablóle así el rubio
Menelao:
685
-¡Ea, ven acá, Antíloco, alumno de Zeus, y sabrás una infausta nueva que ojalá
no
debiera
darte! Creo que tú mismo conocerás, con sólo tender la vista, que un dios nos
manda
la derrota a los dánaos y que la victoria es de los troyanos. Ha muerto el más
valiente
aqueo, Patroclo, y los dánaos le echan muy de menos. Corre hacia las naves
aqueas
y anúncialo a Aquiles; por si, dándose prisa en venir, puede llevar a su bajel
el
cadáver
desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante
casco.
694
Así dijo. Estremecióse Antíloco al oírle, estuvo un buen rato sin poder hablar,
llenáronse
de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas no por esto descuidó de
cumplir
la orden de Menelao: entregó las armas a Laódoco, el eximio compañero que a su
lado
regía los solípedos caballos, y echó a correr.
700
Llevado por sus pies fuera del combate, fuese llorando a dar al Pelida Aquiles
la
triste
noticia. Y a ti, oh Menelao, alumno de Zeus, no te aconsejó el ánimo que te
quedaras
a11í para socorrer a los fatigados compañeros de Antíloco, aunque los pilios
echaban
muy de menos a su jefe. Envióles, pues, el divino Trasimedes; y volviendo a la
carrera
hacia el cadáver del héroe Patroclo, se detuvo junto a los Ayantes, y en seguida
les
dijo:
708
-Ya he enviado a aquél a las veleras naves, para que se presente a Aquiles, el
de los
pies
ligeros; pero no creo que Aquiles venga en seguida, por más airado que esté con
el
divino
Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los troyanos. Pensemos nosotros
mismos
cómo nos será más fácil sacar el cadáver y librarnos, en la lucha con los
troyanos,
de la muerte y la parca.
715
Respondióle el gran Ayante Telamonio:
716
-Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos
prontamente,
levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que tenernos igual
ánimo,
llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo combate, os
seguiremos,
peleando a vuestra espalda con los troyanos y el divino
Héctor.
722
Así dijo. Aquéllos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército
troyano
al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los troyanos como los
perros
que, adelantándose a los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí herido; así como
éstos
corren detrás del jabalí y anhelan despedazarlo, pero, cuando el animal, fiado
en su
fuerza,
se vuelve, retroceden y espantados se dispersan; del mismo modo los troyanos
seguían
en tropel y herían a los aqueos con las espadas y lanzas de doble filo; pero,
cuando
los Ayantes volvieron la cara y se detuvieron, a todos se les mudó el color del
semblante
y ninguno osó adelantarse para disputarles el cadáver.
733
De tal manera ambos caudillos llevaban presurosos el cadáver desde la batalla
hacia
las cóncavas naves. Tras ellos suscitóse feroz combate: como el fuego que prende
en
una ciudad, se levanta de pronto y resplandece, y las caws se arruinan entre
grandes
llamas
que el viento, enfurecido, mueve; de igual suerte, un horrísono tumulto de
caballos
y
guerreros acompañaba a los que se iban retirando. Así como mulos vigorosos sacan
del
monte
y arrastran por áspero camino una viga o un gran tronco destinado a mástil de
navío,
y apresuran el paso, pero su ánimo está abatido por el cansancio y el sudor: de
la
misma
manera ambos caudillos transportaban animosamente el cadáver. Detrás de ellos,
los
Ayantes contenían a los troyanos como el valladar selvoso extendido por gran
parte
de
la llanura refrena las corrientes perjudiciales de los ríos de curso arrebatado,
les hace
torcer
el camino y les señala el cauce por donde todos han de correr, y jamás los ríos
pueden
romperlo con la fuerza de sus aguas; de semejante modo, los Ayantes apartaban a
los
troyanos que les seguían peleando, especialmente Eneas Anquisíada y el preclaro
Héctor.
Como vuela una bandada de estorninos o grajos, dando horribles chillidos,
cuando
ven al gavilán que trae la muerte a los pajarillos, así entonces los aqueos,
perseguidos
por Eneas y Héctor, corrían chillando horriblemente y se olvidaban de
combatir.
Muchas armas hermosas de los dánaos fugitivos cayeron en el foso o en sus
orillas,
y la batalla continuaba sin intermisión alguna.
CANTO
XVIII *
Fabricación
de las armas
*
Aquiles, al enterarse de la noticia de la muerte de su amigo Patroclo, ansía
vengarlo. Su madre, Tetis,
pide
a Hefesto que fabrique un escudo que reemplace al que Héctor tomó como botín del
cadáver de
Patroclo.
1
Mientras los troyanos y los aqueos combatían con el ardor de abrasadora llama,
Antíloco,
mensajero de veloces pies, fue en busca de Aquiles. Hallóle junto alas naves, de
altas
popas, y ya el héroe presentía lo ocurrido; pues, gimiendo, a su magnánimo
espíritu
así
le hablaba:
6
-¡Ay de mí! ¿Por qué los melenudos aqueos vuelven a ser derrotados, y corren
aturdidos
por la llanura con dirección a las naves? Temo que los dioses me hayan
causado
la desgracia cruel para mi corazón, que me anunció mi madre diciendo que el
más
valiente de los mirmidones dejaría de ver la luz del sol, a manos de los
troyanos,
antes
de que yo falleciera. Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menecio. ¡Infeliz!
Yo
le
mandé que, tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara a los bajeles y
no
quisiera
pelear valerosamente con Héctor.
15
Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, llegó el hijo
del
ilustre
Néstor; y, derramando ardientes lágrimas, diole la triste
noticia:
18-¡Ay
de mí, hijo del aguerrido Peleo! Sabrás una infausta nueva, una cosa que no
hubiera
de haber ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y troyanos y aqueos combaten en
torno
del cadáver desnudo, pues Héctor, el de tremolante casco, tiene la
armadura.
22
Así dijo; y negra nube de pesar envolvió a Aquiles. El héroe cogió ceniza con
ambas
manos,
derramóla sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro y la negra ceniza manchó la
di-
vina
túnica; después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con las manos
se
arrancaba
los cabellos. Las esclavas que Aquiles y Patroclo habían cautivado salieron
afligidas;
y, dando agudos gritos, fueron desde la puerta a rodear a Aquiles; todas se
golpeaban
el pecho y sentían desfallecer sus miembros. Antíloco también se lamentaba,
vertía
lágrimas y tenía de las manos a Aquiles, cuyo gran corazón deshacíase en
suspiros,
por
el temor de que se cortase la garganta con el hierro. Dio Aquiles un horrendo
gemido;
oyóle
su veneranda madre, que se hallaba en el fondo del mar, junto al padre anciano,
y
prorrumpió
en sollozos; y cuantas diosas nereidas había en aquellas profundidades, todas
se
congregaron a su alrededor. Allí estaban Glauce, Talía, Cimódoce, Nesea, Espío,
Toe,
Halia,
la de ojos de novilla, Cimótoe, Actea, Limnorea, Mélite, Yera, Anfítoe, Ágave,
Doto,
Proto, Ferusa, Dinámene, Dexámene, Anfínome, Calianira, Dóride, Pánope, la
célebre
Galatea, Nemertes, Apseudes, Calianasa, Clímene, Yanira, Yanasa, Mera, Oritía,
Amatía,
la de hermosas trenzas, y las restantes nereidas que habitan en el hondo del
mar.
La
blanquecina gruta se llenó de ninfas, y todas se golpeaban el pecho. Y Tetis,
dando
principio
a los lamentos, exclamó:
52
-Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuántas penas sufre mi corazón. ¡Ay de
mí,
desgraciada!
¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí a un hijo ilustre, fuerte a
insigne
entre los héroes, que creció semejante a un árbol; le crié como a una planta en
terreno
fértil y to mandé a Ilio en las corvas naves para que combatiera con los
troyanos;
y
ya no le recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo.
Mientras
vive
y ve la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque,
llevarle
socorro.
Iré a ver al hijo querido y me dirá qué pesar le aflige ahora que no interviene
en
las
batallas.
65
Así diciendo, salió de la gruta; las nereidas la acompañaron llorosas, y las
olas del
mar
se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron a la fértil Troya, subieron todas
a la
playa
donde las muchas naves de los mirmidones habían sido colocadas junto a la del
veloz
Aquiles. La veneranda madre se acercó al héroe, que suspiraba profundamente; y,
rompiendo
el aire con agudos clamores, abrazóle la cabeza, y en tono lastimero
pronunció
estas aladas palabras:
73
-¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me to
ocultes.
Zeus
ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste: que todos los aqueos,
privados
de ti, fueran acorralados junto a las naves y padecieran vergonzosos
desastres.
78
Exhalando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies
ligeros:
79
-¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido; pero ¿qué placer puede
producirme,
habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo a quien apreciaba sobre todos los
compañeros
y tanto como a mi propia cabeza? Lo he perdido, y Héctor, después de
matarlo,
le despojó de las armas prodigiosas, encanto de la vista, magníficas, que los
dioses
regalaron a Peleo, como espléndido presente, el día en que lo colocaron en el
tálamo
de un hombre mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en el mar con las
inmortales
ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no sucedió así, para que
sea
inmenso el dolor de tu alma cuando muera tu hijo, a quien ya no recibirás vuelto
a la
patria,
pues mi ánimo no me incita a vivir, ni a permanecer entre los hombres, si Héctor
no
pierde la vida, atravesado por mi lanza, recibiendo de este modo la condigna
pena por
la
muerte de Patroclo Menecíada.
94
Respondióle Tetis, derramando lágrimas:
95
-Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices, pues la muerte te aguarda
así que
Héctor
perezca.
97
Contestó muy afligido Aquiles, el de los pies ligeros:
9e
-Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando lo mataron: ha
perecido
lejos de su país y sin tenerme al lado para que le librara de la desgracia.
Ahora,
puesto
que no he de volver a la patria tierra, ni he salvado a Patroclo ni a los muchos
amigos
que murieron a manos del divino Héctor, permanezco en las naves cual inútil
peso
de la tierra, siendo tal en la batalla como ninguno de los aqueos, de broncíneas
corazas,
pues en el ágora otros me superan. Ojalá pereciera la discordia para los dioses
y
para
los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando
más
dulce
que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó
el
rey
de hombres, Agamenón. Pero dejemos to pasado, aunque afligidos, pues es preciso
refrenar
el furor del pecho. Iré a buscar al matador del amigo querido, a Héctor; y yo
recibiré
la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el
fornido
Heracies pudo librarse de ella, con ser carísimo al soberano Zeus Cronida, sino
que
la parca y la cólera funesta de Hera le hicieron sucumbir. Así yo, si he de
tener igual
muerte,
yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama y haré que
algunas
de las matronas troyanas o dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y
con
ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que
durante
largo
tiempo me he abstenido de combatir. Y tú, aunque me ames, no me prohíbas que
pelee,
que no lograrás persuadirme.
127
Respondióle Tetis, la de argénteos pies:
128
-Sí, hijo, es justo, y no puede reprobarse que libres a los afligidos compañeros
de
una
muerte terrible; pero to magnífica armadura de luciente bronce la tienen los
troyanos,
y
Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir con ella sus hombros.
Con todo
eso,
me figuro que no durará mucho su jactancia, pues ya la muerte se le avecina. Tú
no
penetres
en la contienda de Ares hasta que con tus ojos me veas volver; y mañana, al
romper
el alba, vendré a traerte una hermosa armadura fabricada por
Hefesto.
138
Cuando así hubo hablado, dejó a su hijo; y volviéndose a sus hermanas de la mar,
les
dijo:
140
-Bajad vosotras al anchuroso seno del mar para ver al anciano marino y el
palacio
del
padre, a quien se lo contaréis todo; y yo subiré al elevado Olimpo para que
Hefesto, el
ilustre
artífice, dé a mi hijo una magnífica y reluciente
armadura.
14s
Así habló. Las nereidas se sumergieron prestamente en las olas del mar, y Tetis,
la
diosa
de argénteos pies, enderezó sus pasos al Olimpo para procurar a su hijo las
magnífi-
cas
armas.
148
Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos, de hermosas grebas,
huyendo
con gritería inmensa a vista de Héctor, matador de hombres, llegaron a las naves
y
al Helesponto; y ya no podían sacar fuera de los tiros el cadáver de Patroclo,
escudero
de
Aquiles, porque de nuevo los alcanzaron los troyanos con sus carros y Héctor,
hijo de
Príamo,
que por su vigor parecía una llama. Tres veces el esclarecido Héctor asió a
Patroclo
por los pies a intentó arrastrarlo, exhortando con horrendos gritos a los
troyanos;
tres
veces los dos Ayantes, revestidos de impetuoso valor, le rechazaron. Héctor,
con-
fiando
en su fuerza, unas veces se arrojaba a la pelea, otras se detenía y daba grandes
voces,
pero nunca se retiraba del todo. Como los pastores pasan la noche en el campo y
no
consiguen apartar de la presa a un fogoso león muy hambriento; de semejante
modo,
los
belicosos Ayantes no lograban ahuyentar del cadáver a Héctor Priámida. Y éste to
arrastrara,
consiguiendo inmensa gloria, si no se hubiese presentado al Pelión, para
aconsejarle
que tomase las armas, la veloz Iris, de pies ligeros como el viento; a la cual
enviaba
Hera, sin que to supieran Zeus ni los demás dioses. Colocóse la diosa cerca de
Aquiles
y pronunció estas aladas palabras:
170
-¡Levántate, Pelida, el más portentoso de los hombres! Ve a defender a Patroclo,
por
cuyo cuerpo se ha trabado un vivo combate cerca de las naves. Mátanse a11í los
aqueos
defendiendo el cadáver, y los troyanos acometiendo con el fin de arrastrarlo a
la
ventosa
Ilio. Y el que más empeño tiene en llevárselo es el esclarecido Héctor, porque
su
ánimo
le incita a cortarle la cabeza del tierno cuello para clavarla en una estaca.
Levántate,
no yazgas más; avergüéncese tu corazón de que Patroclo llegue a ser juguete
de
los perros troyanos; pues será para ti motivo de afrenta que el cadáver reciba
algún
ultraje.
181
Respondióle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
182
-¡Diosa Iris! ¿Cuál de las deidades te envía como
mensajera?
183
Díjole la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:
184
-Me manda Hera, la ilustre esposa de Zeus, sin que lo sepan el excelso Cronida
ni
los
demás dioses inmortales que habitan el nevado Olimpo.
187
Replicóle Aquiles, el de los pies ligeros:
188
-¿Cómo puedo ir a la batalla? Los troyanos tienen mis armas, y mi madre no me
permite
entrar en combate hasta que con estos ojos la vea volver, pues aseguró que me
traería
una hermosa armadura fabricada por Hefesto. Entre tanto no sé de cuál guerrero
podría
vestir las armas, a no ser que tomase el escudo de Ayante Telamoníada; pero creo
que
éste se halla entre los combatientes delanteros y pelea con la lanza por el
cadáver de
Patroclo.
196
Contestóle la veloz Iris, de pies ligeros como el viento:
197
-Bien sabemos nosotros que aquéllos tienen tu magnífica armadura; pero muéstrate
a
los troyanos en la orilla del foso para que, temiéndote, cesen de pelear; los
belicosos
aqueos,
que tan abatidos están, se reanimen, y la batalla tenga su tregua, aunque sea
por
breve
tiempo.
202
En diciendo esto, fuese Iris, ligera de pies. Aquiles, caro a Zeus, se levantó,
y
Atenea
cubrióle los fornidos hombros con la égida floqueada, y además la divina entre
las
diosas
circundóle la cabeza con áurea nube, en la cual ardía resplandeciente llama.
Como
se
ve desde lejos el humo que, saliendo de una isla donde se halla una ciudad
sitiada por
los
enemigos, llega al éter, cuando sus habitantes, después de combatir todo el día
en
horrenda
batalla, fuera de la ciudad, al ponerse el sol encienden muchos fuegos, cuyo
resplandor
sube a to alto, para que los vecinos los vean, se embarquen y les libren del
apuro,
de igual modo el resplandor de la cabeza de Aquiles llegaba al éter. Y
acercándose
a
la orilla del foso, fuera de la muralla, se detuvo, sin mezclarse con los
aqueos, porque
respetaba
el prudente mandato de su madre. Allí dio recias voces y a alguna distancia
Palas
Atenea vocifer6 también y suscitó un inmenso tumulto entre los troyanos. Como se
oye
la voz sonora de la trompeta cuando vienen a cercar la ciudad enemigos que la
vida
quitan,
tan sonora fue entonces la voz del Eácida. Cuando se dejó oír la voz de bronce
del
héroe,
a todos se les conturbó el corazón, y los caballos, de hermosas crines,
volvíanse
hacia
atrás con los carros porque en su ánimo presentían desgracias. Los aurigas se
quedaron
atónitos al ver el terrible a incesante fuego que en la cabeza del magnánimo
Pelión
hacía arder Atenea, la diosa de ojos de lechuza. Tres veces el divino Aquiles
gritó
a
orillas del foso, y tres veces se turbaron los troyanos y sus ínclitos
auxiliares; y doce de
los
más valientes guerreros murieron atropellados por sus carros y heridos por sus
propias
lanzas.
Y los aqueos, muy alegres, sacaron a Patroclo fuera del alcance de los tiros y
colocáronlo
en un lecho. Los amigos le rodearon llorosos, y con ellos iba Aquiles, el de
los
pies ligeros, derramando ardientes lágrimas, desde que vio al fiel compañero
desgarrado
por el agudo bronce y tendido en el féretro. Habíale mandado a la batalla con
su
carro y sus corceles, y ya no podía recibirlo, porque de ella no tornaba
vivo.
239
Hera veneranda, la de ojos de novilla, obligó al sol infatigable a hundirse, mal
de
su
grado, en la corriente del Océano. Y una vez puesto, los divinos aqueos
suspendieron
la
enconada pelea y el general combate.
243
Los troyanos, por su parte, retirándose de la dura contienda, desuncieron de los
carros
los veloces corceles y se reunieron en el ágora antes de preparar la cena.
Celebraron
el ágora de pie y nadie osó sentarse; pues a todos les hacía temblar el que
Aquiles
se presentara después de haber permanecido tanto tiempo apartado del funesto
combate.
Fue el primero en arengarles el prudente Polidamante Pantoida, el único que
conocía
to futuro y to pasado: era amigo de Héctor, y ambos nacieron en la misma noche;
pero
Polidamante superaba a Héctor en la elocuencia, y éste descollaba más que él en
el
manejo
de la lanza. Y arengándoles benévolo, así les dijo:
254
-Pensadlo bien, amigos, pues yo os exhorto a volver a la ciudad en vez de
aguardar
a
la divinal aurora en la llanura, junto a las naves, y tan lejos del muro como al
presente
nos
hallamos. Mientras ese hombre estuvo irritado con el divino Agamenón, fue más
fácil
combatir
contra los aqueos; y también yo gustaba de pernoctar junto a las veleras naves,
esperando
que acabaríamos tomando los corvos bajeles. Ahora temo mucho al Pelida, de
pies
ligeros, que con su ánimo arrogante no se contentará con quedarse en la llanura,
donde
troyanos y aqueos sostienen el furor de Ares, sino que luchará para apoderarse
de
la
ciudad y de las mujeres. Volvamos a la población; seguid mi consejo, antes de
que
ocurra
to que voy a decir. La noche inmortal ha detenido al Pelida, de pies ligeros;
pero,
si
mañana nos acomete armado y nos encuentra aquí, conoceréis quién es, y llegará
gozoso
a la sagrada Ilio el que logre escapar, pues a muchos de los troyanos se los
comerán
los perros y los buitres. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Si,
aun-
que
estéis afligidos, seguís mi consejo, tendremos el ejército reunido en el ágora
durante
la
noche, pues la ciudad queda defendida por las torres y las altas puertas con sus
tablas
grandes,
labradas, sólidamente unidas. Por la mañana, al apuntar la aurora, subiremos
armados
a las torres; y si aquél viniere de las naves a combatir con nosotros al pie del
muro,
peor para él; pues habrá de volverse después de cansar a los caballos, de
erguido
cuello,
con carreras de todas clases, llevándolos errantes en torno de la ciudad. Pero
no
tendrá
ánimo para entrar en ella, y nunca podrá destruirla; antes se to comerán los
veloces
perros.
284
Mirándole con torva faz, exclamó Héctor, el de tremolante
casco:
285
-¡Polidamante! No me place lo que propones de volver a la ciudad y encerrarnos
en
ella.
¿Aún no os cansáis de vivir dentro de los muros? Antes todos los hombres dotados
de
palabra llamaban a la ciudad de Príamo rica en oro y en bronce, pero ya las
hermosas
joyas
desaparecieron de las casas: muchas riquezas han sido llevadas a la Frigia y a
la en-
cantadora
Meonia para ser vendidas, desde que Zeus se irritó contra nosotros. Y ahora
que
el hijo del artero Crono me ha concedido alcanzar gloria junto a las naves y
acorralar
contra
el mar a los aqueos, no des, ¡oh necio!, tales consejos al pueblo. Ningún
troyano to
obedecerá,
porque no lo permitiré. Ea, procedamos todos como voy a decir. Cenad en el
campamento,
sin romper las filas; acordaos de la guardia y vigilad todos. Y el troyano
que
sienta gran temor por sus bienes, júntelos y entréguelos al pueblo para que en
común
se
consuman; pues es mejor que los disfrute éste que no los aqueos. Mañana, al
apuntar la
aurora,
vestiremos la armadura y suscitaremos un reñido combate junto alas cóncavas
na-
ves.
Y si verdaderamente el divino Aquiles pretende salir del campamento, le pesará
tanto
más, cuanto más se arriesgue. Porque intento no huir de él, sino afrontarle en
la
batalla
horrísona; y alcanzará una gran victoria, o seré yo quien la consiga. Que
Enialio
es
a todos común y suele causar la muerte del que matar
deseaba.
310
Así se expresó Héctor, y los troyanos le aclamaron, ¡oh necios!, porque Palas
Atenea
les quitó el juicio. ¡Aplaudían todos a Héctor por sus funestos propósitos y ni
uno
siquiera
a Polidamante, que les daba un buen consejo! Tomaron, pues, la cena en el
campamento;
y los aqueos pasaron la noche dando gemidos y llorando a Patroclo. El
Pelida,
poniendo sus manos homicidas sobre el pecho del amigo, dio comienzo a las
sentidas
lamentaciones, mezcladas con frecuentes sollozos. Como el melenudo león a
quien
un cazador ha quitado los cachorros en la poblada selva, cuando vuelve a su
madriguera
se aflige y, poseído de vehemente cólera, recorre los valles en busca de aquel
hombre,
de igual modo, y despidiendo profundos suspiros, dijo Aquiles entre los
mirmidones:
324
-¡Oh dioses! Vanas fueron las palabras que pronuncié un día en el palacio para
tranquilizar
al héroe Menecio, diciendo que a su ilustre hijo le llevaría otra vez a Opunte
tan
pronto como, tomada Ilio, recibiera su parte de botín. Zeus no les cumple a los
hombres
todos sus deseos; y el hado ha dispuesto que nuestra sangre enrojezca una
misma
tierra, aquí en Troya; porque ya no me recibirán en su palacio ni el anciano
caballero
Peleo, ni Tetis, mi madre, sino que esta tierra me contendrá en su seno. Ahora,
ya
que tengo de penetrar en la tierra, oh Patroclo, después que tú, no to haré las
honras
fúnebres
hasta que traiga las armas y la cabeza de Héctor, tu magnánirno matador.
Degollaré
ante la pira, para vengar to muerte, doce hijos de ilustres troyanos. Y en tanto
permanezcas
tendido junto a las corvas naves, te rodearán, llorando noche y día, las
troyanas
y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor y la ingente
lanza,
al entrar a saco opulentas ciudades de hombres de. voz
articulada.
343
Cuando esto hubo dicho, el divino Aquiles mandó a sus compañeros que pusieran
al
fuego un gran trípode para que cuanto antes le lavaran a Patroclo las manchas de
san-
gre.
Y ellos colocaron sobre el ardiente fuego una caldera propia para baños,
sostenida
por
un trípode; llenáronla de agua, y metiendo leña debajo la encendieron: el fuego
rodeó
la
caldera y calentó el agua. Cuando ésta hirvió en la caldera de bronce
reluciente,
lavaron
el cadáver, ungiéronlo con pingüe aceite y taparon las heridas con un unguento
que
tenía nueve años; después, colocándolo en el lecho, lo envolvieron de pies a
cabeza
en
fina tela de lino y lo cubrieron con un velo blanco. Los mirmidones pasaron la
noche
alrededor
de Aquiles, el de los pies ligeros, dando gemidos y llorando a Patroclo. Y Zeus
habló
de este modo a Hera, su hermana y esposa:
357
-Lograste al fin, Hera veneranda, la de ojos de novilla, que Aquiles, ligero de
pies,
volviera
a la batalla. Sin duda nacieron de ti los melenudos
aqueos.
360
Respondió Hera veneranda, la de ojos de novilla:
361
-¡Terribilísimo Cronida! ¡Qué palabras proferiste! Si un hombre, no obstante su
condición
de mortal y no saber Canto, puede realizar su propósito contra otro hombre,
¿cómo
yo, que me considero la primera de las diosas por mi abolengo y por llevar el
nombre
de esposa tuya, de ti que reinas sobre los inmortales todos, no había de causar
males
a los troyanos estando irritada contra ellos?
368
Así éstos conversaban. Tetis, la de argénteos pies, llegó al palacio
imperecedero de
Hefesto,
que brlllaba como una estrella, lucía entre los de las deidades, era de bronce y
habíalo
edificado el cojo en persona. Halló al dios bañado en sudor y moviéndose en
torno
de los fuelles, pues fabricaba veinte trípodes que debían permanecer arrimados a
la
pared
del bien construido palacio y tenían ruedas de oro en los pies para que de
propio
impulso
pudieran entrar donde los dioses se congregaban y volver a la casa. ¡Cosa
admirable!
Estaban casi terminados, faltándoles tan sólo las labradas asas, y el dios
preparaba
los clavos para pegárselas. Mientras hacía tales obras con sabia inteligencla,
llegó
Tetis, la diosa de argénteos pies. La bella Caris, que llevaba luciente diadema
y era
esposa
del ilustre cojo, viola venir, salió a recibirla, y, asiéndola por la mano, le
dijo:
385
-¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro
palacio?
Antes
no solías frecuentarlo. Pero sígueme, y to ofreceré los dones de la
hospitalidad.
388
Dichas estas palabras, la divina entre las diosas introdujo a Tetis y la hizo
sentar en
un
hermoso trono labrado, tachonado con clavos de plata y provisto de un escabel
para
los
pies. Y, llamando a Hefesto, ilustre artífice, le dijo:
392
-¡Hefesto! Ven acá, pues Tetis to necesita para algo.
393
Respondió el ilustre cojo de ambos pies:
394 -Respetable y veneranda es la diosa
que ha venido a este palacio. Fue mi salvadora
cuando
me tocó padecer, pues vime arrojado del cielo y caí a lo lejos por la voluntad
de
mi
insolente madre, que me quería ocultar a causa de la cojera. Entonces mi corazón
hubiera
tenido que soportar terribles penas, si no me hubiesen acogido en su seno
Eurínome
y Tetis; Eurínome, hija del retluente Océano. Nueve años viví con ellas
fabricando
muchas piezas de bronce -broches, redondos brazaletes, sortijas y collares- en
una
cueva profunda, rodeada por la inmensa, murmurante y espumosa corriente del
Océano.
De todos los dioses y los mortales hombres, sólo to sabían Tetis y Eurínome, las
mismas
que antes me salvaron. Hoy que Tetis, la de hermosas trenzas, viene a mi casa,
tengo
que pagarle el beneficio de haberme conservado la vida. Sírvele hermosos
presentes
de hospitalidad, mientras recojo los fuelles y demás
herramientas.
410
Dijo; y levantóse de cabe al yunque el gigantesco e infatigable numen que al
andar
cojeaba
arrastrando sus gráciles piernas. Apartó de la llama los fuelles y puso en un
arcón
de
plata las herramientas con que trabajaba; enjugóse con una esponja el sudor del
rostro,
de
las manos, del vigoroso cuello y del velludo pecho, vistió la túnica, tomó el
fornido
cetro,
y salió cojeando, apoyado en dos estatuas de oro que eran semejantes a vivientes
jóvenes,
pues tenían inteligencia, voz y fuerza, y hallábanse ejercitadas en las obras
propias
de los inmortales dioses. Ambas sostenían cuidadosamente a su señor, y éste,
andando,
se sentó en un trono reluciente cerca de Tetis, asió la mano de la deidad, y le
dijo:
424
-¿Por qué, oh Tetis, la de largo peplo, venerable y cara, vienes a nuestro
palacio?
Antes
no solías frecuentarlo. Di qué deseas; mi corazón me impulsa a ejecutarlo, si
puedo
ejecutarlo
y es hacedero.
428
Respondióle Tetis, derramando lágrimas:
429
-¡Hefesto! ¿Hay alguna entre las diosas del Olimpo que haya sufrido en su ánimo
tantos
y tan graves pesares como a mí me ha enviado el Cronida Zeus? De las ninfas del
mar,
únicamente a mí me sujetó a un hombre, a Peleo Eácida, y tuve que tolerar,
contra
toda
mi voluntad, el tálamo de un hombre que yace ya en el palacio, rendido a la
triste
vejez.
Ahora me envía otros males: concedióme que pariera y alimentara un hijo insigne
entre
los héroes, que creció semejante a un árbol, to crié como a una planta en
terreno
fértil
y to mandé a Ilio en las corvas naves, para que combatiera con los troyanos; y
ya no
le
recibiré otra vez, porque no volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras
vive y
ve
la luz del sol está angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle
socorro.
Los
aqueos le habían asignado, como recompensa, una joven, y el rey Agamenón se la
quitó
de las manos. Apesadumbrado por tal motivo, consumía su corazón, pero los
troyanos
acorralaron a los aqueos junto a los bajeles y no les dejaban salir del
campamento,
y los próceres argivos intercedieron con Aquiles y le ofrecieron espléndidos
regalos.
Entonces, aunque se negó a librarles de la ruina, hizo que vistiera sus armas
Patroclo
y envióle a la batalla con muchos hombres. Combatieron todo el día en las
puertas
Esceas; y los aqueos hubieran destruido la ciudad, a no haber sido por Apolo, el
cual
mató entre los combatientes delanteros al esforzado hijo de Menecio, que tanto
estra-
go
causaba, y dio gloria a Héctor. Y yo vengo a abrazar tus rodillas por si quieres
dar a
mi
hijo, cuya vida ha de ser breve, escudo, casco, hermosas grebas ajustadas con
broches,
y
coraza; pues las armas que tenía las perdió su fiel amigo al morir a manos de
los
troyanos,
y Aquiles yace en tierra con el corazón afligido.
462
Contestóle el ilustre cojo de ambos pies:
463
-Cobra ánimo y no to apures por las armas. Ojalá pudiera ocultarlo a la muerte
horrísona
cuando el terrible destino se le presence, como tendrá una hermosa armadura
que
admirarán cuantos la vean.
468
Así habló; y, dejando a la diosa, encaminóse a los fuelles, los volvió hacia la
llama
y
les mandó que trabajasen. Estos soplaban en veinte hornos, despidiendo un aire
que avi-
vaba
el fuego y era de varias clases: unas veces fuerte, como lo necesita el que
trabaja de
prisa,
y otras al contrario, según Hefesto lo deseaba y la obra to requería. El dios
puso al
fuego
duro bronce, estaño, oro precioso y plata; colocó en el tajo el gran yunque, y
cogió
con
una mano el pesado martillo y con la otra las tenazas.
478
Hizo lo primero de todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple
cenefa
brillante y reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía
el
escudo,
y en la superior grabó el dios muchas artísticas figuras, con sabia
inteligencia.
483
A11í puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; a11í
las
estrellas
que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa,
llamada
por
sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión y es
la
única
que deja de bañarse en el Océano.
490
Allí representó también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En la una se
celebraban
bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por
la
ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de himeneo,
jóvenes
danzantes
formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y cítaras, y las matronas
admiraban
el espectáculo desde los vestíbulos de las casas.- Los hombres estaban
reunidos
en el ágora, pues se había suscitado una contienda entre dos varones acerca de
la
multa
que debía pagarse por un homicidio: el uno, declarando ante el pueblo, afirmaba
que
ya la tenía satisfecha; el otro negaba haberla recibido, y ambos deseaban
terminar el
pleito
presentando testigos. El pueblo se hallaba dividido en dos bandos, que aplaudían
sucesivamente
a cada litigante; los heraldos aquietaban a la muchedumbre, y los
ancianos,
sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las manos los
cetros
de los heraldos, de voz potente, y levantándose uno tras otro publicaban el
juicio
que
habían formado. En el centro estaban los dos talentos de oro que debían darse al
que
mejor
demostrara la justicia de su causa.
509
La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos
de
lucientes
armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los
otros
querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población.
Pero
los ciudadanos aún no se rendían, y preparaban secretamente una emboscada.
Mujeres,
niños y ancianos subidos en la muralla la defendían. Los sitiados marchaban
llevando
al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de oro y con áureas vestiduras,
hermosos,
grandes, armados y distinguidos, coino dioses; pues los hombres eran de
estatura
menor. Luego en el lugar escogido para la emboscada, que era a orillas de un río
y
cerca de un abrevadero que utilizaba todo el ganado, sentábanse, cubiertos de
reluciente
bronce,
y ponían dos centinelas avanzados para que les avisaran la llegada de las ovejas
y
de
los bueyes de retorcidos cuernos. Pronto se presentaban los rebaños con dos
pastores
que
se recreaban tocando la zampoña, sin presentir la asechanza. Cuando los
emboscados
los
veían venir, corrían a su encuentro y al punto se apoderaban de los rebaños de
bueyes
y
de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban a los guardianes. Los
sitiadores,
que
se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío que se alzaba en torno de los
bueyes, y,
montando
ágiles corceles, acudían presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una
batalla
en la cual heríanse unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la
Discordia,
el Tumulto y la funesta Parca, que a un tiempo cogía a un guerrero vivo y
recientemente
herido y a otro ileso, y arrastraba, asiéndolo de los pies, por el campo de la
batalla
a un tercero que ya había muerto; y el ropaje que cubría su espalda estaba
teniño
de
sangre humana. Movíanse todos como hombres vivos, peleaban y retiraban los
muertos.
541
Representó también una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se
labraba
por
tercera vez: acá y acullá muchos labradores guiaban las yuntas, y, al llegar al
confín
del
campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino; y
ellos
volvían
atrás, abriendo nuevos surcos, y deseaban llegar al otro extremo del noval
profundo.
Y la tierra que dejaban a su espalda negreaba y parecía labrada, siendo toda de
oro;
to cual constituía una singular maravilla.
550
Grabó asimismo un campo real donde los jóvenes se gaban las mieses con hoces
afiladas:
muchos manojos caíar al suelo a lo largo del surco, y con ellos formaban
gavilla:
los
atadores. Tres eran éstos, y unos rapaces cogían los manojos y se los llevaban a
brazados.
En medio, de pie en un surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el
corazón
alegre y el cetro en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para
el
banquete un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la
comida
de
los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca
harina.
561
También entalló una hermosa viña de oro, cuyas cepas, cargadas de negros
racimos,
estaban sostenidas por rodrigones de plata. Rodeábanla un foso de negruzco
acero
y un seto de estaño, y conducía a ella un solo camino por donde pasaban los
acarreadores
ocupados en la vendimia. Doncellas y mancebos, pensando en cosas tiernas,
llevaban
el dulce fruto en cestos de mimbre; un muchacho tañía suavemente la
harmoniosa
cítara y entonaba con tenue voz un hermoso lino, y todos le acompañaban
cantando,
profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el
suelo.
573
Puso luego un rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales eran de oro y
estaño,
y salían del establo, mugiendo, para pastar a orillas de un sonoro río, junto a
un
flexible
cañaveral. Cuatro pastores de oro guiaban a las vacas y nueve canes de pies
ligeros
los seguían. Entre las primeras vacas, dos terribles leones habían sujetado y
conducían
a un toro que daba fuertes mugidos. Perseguíanlos mancebos y perros. Pero los
leones
lograban desgarrar la piel del corpulento toro y tragaban los intestinos y la
negra
sangre;
mientras los pastores intentaban, aunque inútilmente, estorbario, y azuzaban a
los
ágiles
canes: éstos se apartaban de los leones sin morderlos, ladraban desde cerca y
rehuían
el encuentro de las fieras.
587
Hizo también el ilustre cojo de ambos pies un gran prado en hermoso valle, donde
pacían
las cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y
apriscos.
590
El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó
en
la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas. Mancebos v
doncellas de
rico
dote, cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de
sutil lino
y
bonitas guirnaldas, y aquéllos, túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como
frotadas con
aceite,
y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces, moviendo los
diestros
pies, daban vueltas a la redonda con la misma facilidad con que el alfarero,
sentándose,
aplica su mano al torno y to prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se
colocaban
por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el baile y se
holgaba
en contemplarlo. Entre ellos un divino aedo cantaba, acompañándose con la
cítara;
y así que se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la
muchedumbre.
606
En la orla del sólido escudo representó la poderosa corriente del río
Océano.
609
Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquiles una coraza
más
reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso, labrado, de
áurea
cimera,
y que a sus sienes se adaptara, y unas grebas de dúctil
estaño.
614
Cuando el ilustre cojo de ambos pies hubo fabricado todas las armas, entrególas
a
la
madre de Aquiles. Y Tetis saltó, como un gavilán desde el nevado Olimpo,
llevando la
reluciente
armadura que Hefesto había construido.
CANTO
XIX*
Renunciamiento
de la cólera
*
Penrechado con la armadura que le había fabricado Hefesto, Aquiles se remncilia
con Agamenón.
Briseide
lamenta la muerte de Patroclo y el ejército aqueo se prepara para la batalla que
va a tener lugar.
1
La Aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del Océano para
llevar la
luz
a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que
Hefesto
le había entregado. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de
Patroclo,
Ilorando
ruidosamente y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La
di-
vina
entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquiles y hablóle de este
modo:
8
-¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por
la
voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan
excelente y
bella
como jamás varón alguno la haya Ilevado para proteger sus
hombros.
12
La diosa, apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquiles las
labradas
armas,
y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor; y, sin
atreverse
a
mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquiles, así que las vio, sintió que
se le
recrudecía
la cólera; los ojos le centellearon terriblemente, como una llama, debajo de los
párpados;
y el héroe se gozaba teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad.
Y,
cuando bubo deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura,
dirigió
a
su madre estas aladas palabras:
21
-¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de
los
inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero temo
que
mientras tanto penetren las moscas por las heridas que el bronce causó al
esforzado
hijo
de Menecio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo -pues le falta la vida- y
co-
rrompan
todo el cadáver.
28
Respondióle Tetis, la diosa de argénteos pies:
29
-Hijo, no te turbe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los importunos
enjambres
de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y,
aunque
estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría igual que ahora o
mejor
todavía.
Tú convoca al ágora a los héroes aqueos, renuncia a la cólera contra Agamenón,
pastor
de pueblos, ármate en seguida para el combate y revístete de
valor.
37
Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo
néctar
en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera
incorruptible.
40
El divino Aquiles se encaminó a la orilla del mar, y, dando horribles voces,
convocó
a
los héroes aqueos. Y cuantos solían quedarse en el recinto de las naves, y hasta
los pilo-
tos
que las gobernaban, y como despenseros distribuían los víveres, fueron entonces
al
ágora,
porque Aquiles se presentaba, después de haber permanecido alejado del triste
combate
durante mucho tiempo. El intrépido Tidida y el divino Ulises, servidores de
Ares,
acudieron cojeando, apoyándose en el arrimo de la lanza -aún no tenían curadas
las
graves
heridas-, y se sentaron delante de todos. Agamenón, rey de hombres, Ilegó el
último
y también estaba herido, pues Coón Antenórida habíale clavado su broncínea pica
durante
la encarnizada lucha. Cuando todos los aqueos se hubieron congregado,
levantándose
entre ellos dijo Aquiles, el de los pies ligeros:
56
-¡Atrida! Mejor hubiera sido para entrambos, para ti y para mí, continuar unidos
que
sostener,
con el corazón angustiado, roedora disputa por una joven. Así la hubiese muerto
Ártemis
en las naves con una de sus flechas el mismo día que la cautivé al tomar a
Lirneso;
y no habrían mordido el anchuroso suelo tantos aqueos como sucumbieron a
manos
del enemigo mientras duró mi cólera. Para Héctor y los troyanos fue el
beneficio,
y
me figuro que los aqueos se acordarán largo tiempo de nuestra disputa. Mas
dejemos lo
pasado,
aunque nos hallemos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del
pecho.
Desde
ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre irritado. Mas, ea,
incita
a los melenudos aqueos a que peleen; y veré, saliendo al encuentro de los
troyanos,
si
querrán pasar la noche junto a los bajeles. Creo que con gusto se entregará al
descanso
el
que logre escapar del feroz combate, puesto en fuga por mi
lanza.
74
Así habló; y los aqueos, de hermosas grebas, holgáronse de que el magnánimo
Pelión
renunciara a la cólera. Y el rey de hombres, Agamenón, les dijo desde su
asiento,
sin
levantarse en medio del concurso:
78
-¡Oh amigos, héroes dánaos, servidores de Ares! Bueno será que escuchéis sin
interrumpirme,
pues lo contrario molesta hasta al que está ejercitado en hablar. ¿Cómo se
podría
oír o decir algo en medio del tumulto producido por muchos hombres? Turbaríase
el
orador aunque fuese elocuente. Yo me dirigiré al Pelida; pero vosotros, los
demás
argivos,
prestadme atención y cada uno penetre bien mis palabras. Muchas veces los
aqueos
me han dirigido las mismas Palabras, increpándome por to ocurrido, y yo no soy
el
culpable, sino Zeus, la Parca y Erinia, que vaga en las tinieblas; los cuales
hicieron
padecer
a mi alma, durante el ágora, cruel ofuscación el día en que le arrebaté a
Aquiles
la
recompensa. Mas, ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija
veneranda
de Zeus es la perniciosa Ofuscación, a todos tan funesta: sus pies son
delicados
y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a
quienes
causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro
tiempo
fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres
y
de los dioses; pues Hera, no obstante ser hembra, le engañó cuando Alcmena había
de
parir
al fornido Heracles en Teba, ceñida de hermosas murallas. El dios, gloriándose,
dijo
así
ante todas las deidades: «Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste
lo que
en
el pecho mi corazón me dicta. Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a
luz un
varón
que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre, reinará
sobre
todos sus vecinos.» Y hablándole con astucia, le replicó la venerable Hera:
«Mentirás,
y no llevarás al cabo to que dices. Y si no, ea, Olímpico, jura solemnemente
que
reinará sobre todos sus vecinos el niño que, perteneciendo a la familia de los
hombres
engendrados
de to sangre, caiga hoy entre los pies de una mujer.» Así dijo; Zeus, no
sospechando
el dolo, prestó el gran juramento que tan funesto le había de ser. Pues Hera
dejó
en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pronto llegó a Argos de Acaya, donde vivía
la
esposa
ilustre de Esténelo Persida; y, como ésta se hallara encinta de siete meses
cumplidos,
la diosa sacó a luz el niño, aunque era prematuro, y retardó el parto de
Alcmena,
deteniendo a las Ilitias. Y en seguida participóselo a Zeus Cronida, diciendo:
«¡Padre
Zeus, fulminador! Una noticia tengo que darte. Ya nació el noble varón que
reinará
sobre los argivos: Euristeo, hijo de Esténelo Persida, descendiente tuyo. No es
indigno
de reinar sobre aquéllos.» Así dijo, y un agudo dolor penetró el alma del dios,
que,
irritado en su corazón, cogió a Ofuscación por los nítidos cabellos y prestó
solemne
juramento
de que Ofuscación, tan funesta a todos, jamás volvería al Olimpo y al cielo
estrellado.
Y, volteándola con la mano, la arrojó del cielo. En seguida llegó Ofuscación a
los
campos cultivados por los hombres. Y Zeus gemía por causa de ella, siempre que
contemplaba
a su hijo realizando los penosos trabajos que Euristeo le iba imponiendo.
Por
esto, cuando el gran Héctor, el de tremolante casco, mataba a los argivos junto
a las
popas
de las naves, yo no podía olvidarme de Ofus cación, cuyo funesto influjo había
experimentado.
Pero ya que falté y Zeus me hizo perder el juicio, quiero aplacarte y
hacerte
muchos regalos, y tú ve al combate y anima a los demás guerreros. Voy a darte
cuanto
ayer lo ofreció en tu tienda el divino Ulises. Y si quieres, aguarda, áunque
estés
impaciente
por combatir, y mis servidores traerán de la nave los presentes para que veas
si
son capaces de apaciguar tu ánimo los que te brindo.
14s
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
146
-¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! Luego podrás regalarme estas
cosas,
como es justo, o retenerlas. Ahora pensemos solamente en la batalla. Preciso es
que
no perdamos el tiempo hablando, ni difiramos la acción -la gran empresa está aún
por
acabar-,
para que vean nuevamente a Aquiles entre los combatientes delanteros,
aniquilando
con su broncínea lanza las falanges teucras. Y vosotros pensad también en
combatir
con los enemigos.
154
Contestó el ingenioso Ulises:
155
-Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no exhortes a los aqueos a que peleen
en
ayunas
con los troyanos, cerca de Ilio; que no durará poco tiempo la batalla cuando las
falanges
vengan a las manos y la divinidad excite el valor de ambos ejércitos. Ordénales,
por
el contrario, a los aqueos que en las veleras naves se harten de manjares y
vino, pues
esto
da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón combatir todo el día,
hasta la
puesta
del sol, con el enemigo; aunque su corazón lo desee, los miembros se le
en-
torpecen
sin que él lo advierta, le rinden el hambre y la sed, y las rodillas se le
doblan al
andar.
Pero el que pelea todo el día con los enemigos, saciado de vino y de manjares,
tiene
en el pecho un corazón audaz y sus miembros no se cansan hasta que todos se han
retirado
de la lid. Ea, despide las tropas y manda que preparen el desayuno; el rey de
hombres,
Agamenón, traiga los regalos en medio del ágora para que los vean todos los
aqueos
con sus propios ojos y to regocijes en el corazón; jure el Atrida, de pie entre
los
argivos,
que nunca subió al lecho de Briseide ni se juntó con ella, como es costumbre, oh
rey,
entre hombres y mujeres; y tú, Aquiles, procura tener en el pecho un ánimo
benigno.
Que
luego se te ofrezca en el campamento un espléndido banquete de reconciliación,
para
que
nada falte de lo que se te debe. Y el Atrida sea en adelante más justo con
todos; pues
no
se puede reprender que se apacigue a un rey, a quien primero se
injurió.
184
Dijo entonces el rey de hombres, Agamenón:
185
-Con agrado escuché tus palabras, Laertíada, pues en todo lo que narraste y
expusiste
has sido oportuno. Quiero hacer el juramento; mi ánimo me lo aconseja, y no
será
para un perjurio mi invocación a la divinidad. Aquiles aguarde, aunque esté
impaciente
por combatir, y los demás continuad reunidos aquí hasta que traigan de mi
tienda
los presentes y consagremos con un sacrificio nuestra fiel amistad. A ti mismo
lo
te
encargo y ordeno: escoge entre los jóvenes aqueos los más principales; y,
encaminándoos
a mi nave, traed cuanto ayer ofrecimos a Aquiles, sin dejar las mujeres. Y
Taltibio,
atravesando el anchuroso campamento aqueo, vaya a buscar y prepare un jabalí
para
inmolarlo a Zeus y al Sol.
198 Replicó Aquiles, el de los pies
ligeros:
199
-¡Atrida gloriosísimo, rey de hombres, Agamenón! Todo esto debierais hacerlo
cuando
se suspenda el combate y no sea tan grande el ardor que inflama mi pecho.
¡Yacen
insepultos los que mató Héctor Priámida cuando Zeus le dio gloria, y vosotros
nos
aconsejáis que comamos! Yo mandana a los aqueos que combatieran en ayunas, sin
tomar
nada; y que a la puesta del sol, después de vengar la afrenta, celebraran un
gran
banquete.
Hasta entonces no han de entrar en mi garganta ni manjares ni bebidas, a causa
de
la muerte de mi compañero; el cual yace en la tienda, atravesado por el agudo
bronce,
con
los pies hacia el vestíbulo y rodeado de amigos que le lloran. Por esto,
aquellas cosas
en
nada interesan a mi espíritu, sino tan sólo la matanza, la sangre y el triste
gemir de los
guerreros.
215
Respondióle el ingenioso Ulises:
216
-¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de todos los aqueos! Eres más
fuerte
que
yo y me superas no poco en el manejo de la lanza, pero to aventajo mucho en el
pensar,
porque nací antes y mi experiencia es mayor. Acceda, pues, to corazón a to que
voy
a decir. Pronto se cansan los hombres de pelear, si, haciendo caer el bronce
muchas
espigas
al suelo, la mies es escasa, porque Zeus, el árbitro de la guerra humana,
inclina al
otro
lado la balanza. No es justo que los aqueos lloren al muerto con el vientre,
pues
siendo
tantos los que sucumben unos en pos de otros todos los días, ¿cuándo podríamos
respirar
sin pena? Se debe enterrar con ánimo firme al que muere y llorarle un día, y
luego
cuantos hayan escapado del combate funesto piensen en comer y beber para vestir
otra
vez el indomable bronce y pelear continuamente y con más tesón aún contra los
enemigos.
Ningún guerrero deje de salir aguardando otra exhortación, que para su daño la
esperará
quien se quede junto a las naves argivas. Vayamos todos juntos y excitemos al
cruel
Ares contra los troyanos, domadores de caballos.
238
Dijo; mandó que le siguiesen los hijos del glorioso Néstor, Meges Filida,
Toante,
Meriones,
Licomedes Creontíada y Melanipo, y encaminóse con ellos a la tienda de
Agamenón
Atrida. Y apenas hecha la proposición, ya estaba cumplida. Lleváronse de la
tienda
los siete trípodes que el Atrida había ofrecido, veinte calderas relucientes y
doce
caballos;
a hicieron salir siete mujeres, diestras en primorosas labores, y a Briseide, la
de
hermosas
mejillas, que fue la octava. Al volver, Ulises iba delante con los diez talentos
de
oro
que él mismo había pesado, y le seguían los jóvenes aqueos con los presentes.
Pu-
siéronio
todo en medio del ágora; alzóse Agamenón, y al lado del pastor de hombres se
puso
Taltibio, cuya voz parecía la de una deidad, sujetando con la mano a un jabalí.
El
Atrida
sacó el cuchillo que llevaba colgado junto a la gran vaina de la espada, cortó
por
primicias
algunas cerdas del jabalí y oró, levantando las manos a Zeus; y todos los
argivos,
sentados en silencio y en buen orden, escuchaban las palabras del rey. Éste,
alzando
los ojos al anchuroso cielo, hizo esta plegaria:
258
-Sean testigos Zeus, el más excelso y poderoso de los dioses, y luego la Tierra,
el
Sol
y las Erinias que debajo de la tierra castigan a los muertos que fueron
perjuros, de que
jamás
he puesto la mano sobre la joven Briseide para yacer con ella ni para otra cosa
alguna,
sino que en mi tienda ha permanecido intacta. Y si en algo perjurare, envíenme
los
dioses los muchísimos males con que castigan al que, jurando, contra ellos
peca.
266
Dijo; y con el cruel bronce degolló el jabalí que Taltibio arrojó, haciéndole
dar
vueltas,
a gran abismo del espumoso mar para pasto de los peces. Y Aquiles,
levantándose
entre los belicosos argivos, habló en estos términos:
270
-¡Zeus padre! Grandes son los infortunios que mandas a los hombres. Jamás el
Atrida
me hubiera suscitado el enojo en el pecho, ni hubiese tenido poder para
arrebatar-
me
la joven contra mi voluntad; pero sin duda quería Zeus que muriesen muchos
aqueos.
Ahora
id a comer para que luego trabemos el combate.
276
Así se expresó; y al momento disolvió el ágora. Cada uno volvió a su respectiva
nave.
Los magnánimos mirmidones se hicieron cargo de los presentes, y, llevándolos
hacia
, el bajel del divino Aquiles, dejáronlos en la tienda, dieron sillas a las
mujeres, y
servidores
ilustres guiaron a los caballos al sitio en que los demás
estaban.
282
Briseide, que a la áurea Afrodita se asemejaba, cuando vio a Patroclo atravesado
por
el agudo bronce, se echó sobre el mismo y prorrumpió en fuertes sollozos,
mientras
con
las manos se golpeaba el pecho, el delicado cuello y el f lindo rostro. Y,
llorando
aquella
mujer semejante a una diosa, así decía:
287
-¡Oh Patroclo, amigo carísimo al corazón de esta desventurada! Vivo te dejé al
partir
de la tienda, y te encuentro difunto al volver, oh príncipe de hombres. ¡Cómo me
persigue
una desgracia tras otra! Vi al hombre a quien me entregaron mi padre y mi
venerable
madre, atravesado por el agudo bronce al pie de los muros de la ciudad; y los
tres
hermanos queridos que una misma madre me diera murieron también. Pero tú,
cuando
el ligero Aquiles mató a mi esposo y tomó la ciudad del divino Mines, no me
dejabas
llorar, diciendo que lograrías que yo fuera la mujer legítima del divino
Aquiles,
que
éste me llevaría en su nave a Ftía y que allí, entre los mirmidones,
celebraríamos el
banquete
nupcial. Y ahora que has muerto no me cansaré de llorar por ti, que siempre has
sido
afable.
301
Así dijo llorando, y las mujeres sollozaron, aparentemente por Patroclo, y en
realidad
por sus propios males. Los caudillos aqueos se reunieron en torno de Aquiles y
le
suplicaron que comiera; pero él se negó, dando suspiros:
305
-Yo os ruego, si alguno de mis compañeros quiere obedecerme aún, que no me
invitéis
a saciar-el deseo de comer o de beber; porque un grave dolor se apodera de mí.
Aguardaré
hasta la puesta del sol y soportaré la fatiga.
309
Así diciendo, despidió a los demás reyes, y sólo se quedaron los dos Atridas, el
divino
Ulises, Néstor, Idomeneo y el anciano jinete Fénix para distraer a Aquiles, que
estaba
profundamente afligido. Pero nada podía alegrar el corazón del héroe, mientras
no
entrara
en sangriento combate. Y acordándose de Patroclo, daba hondos y frecuentes
suspi
ros, y así decía:
315
-En otro tiempo, tú, infeliz, el más amado de los compañeros, me servías en esta
tienda,
diligente y solícito, el agradable desayuno cuando los aqueos se daban prisa por
traba
el luctuoso combate con los troyanos, domadores de caba Ilos. Y ahora yaces,
atravesado
por el bronce, y yo estoy ayuno de comida y de bebida, a pesar de no faltarme,
por
la soledad que de ti siento. Nada peor me puede ocurrir; ni que supiera que ha
muerto
mi
padre, el cual quizás llora allá en Ftía por no tener a su lado un hijo como yo,
mientras
peleo
con los troyanos en país extranjero a causa de la odiosa Helena; ni que
falleciera mi
hijo
amado que se cría en Esciro, si el deiforme Neoptólemo vive todavía. Antes el
corazón
abrigaba en mi pecho la esperanza de que sólo yo perecería aquí en Troya, lejos
de
Argos, criador de caballos, y de que tú, volviendo a Ftía, irías en una veloz
nave negra
a
Esciro, recogerías a mi hijo y le mostrarías todos mis bienes: las posesiones,
los
esclavos
y el palacio de elevado techo. Porque me figuro que Peleo ya no existe; y, si le
queda
un poco de vida, estará afligido, se verá abrumado por la odiosa vejez y temerá
siempre
recibir la triste noticia de mi muerte.
338
Así dijo, llorando, y los caudillos gimieron, porque cada uno se acordaba de
aquéllos
a quienes había dejado en su respectivo palacio. El Cronión, al verlos sollozar,
se
compadeció de ellos, y al instante dirigió a Atenea estas aladas
palabras:
342
-¡Hija mía! Desamparas de todo en todo a ese eximio varón. ¿Acaso tu espíritu ya
no
se cuida de Aquiles? Hállase junto a las naves de altas popas, llorando a su
compañero
amado;
los demás se fueron a comer, y él sigue en ayunas y sin probar bocado. Ea, ve y
derrama
en su pecho un poco de néctar y ambrosía para que el hambre no le
atormente.
349
Con tales palabras instigóle a hacer to que ella misma deseaba. Atenea emprendió
el
vuelo, cual si fuese un halcón de anchas alas y aguda voz, desde el cielo a
través del
éter.
Ya los aqueos se armaban en el ejército, cuando la diosa derramó en el pecho de
Aquiles
un poco de néctar y de ambrosía deliciosa, para que el hambre molesta no hiciera
flaquear
las rodillas del héroe; y en seguida regresó al sólido palacio del prepotente
padre.
Los guerreros afluyeron a un lugar algo distante de las veleras naves. Cuan
numerosos
caen los copos de nieve que envía Zeus y vuelan helados al impulso del
Bóreas,
nacido en el éter, en tan gran número veíanse salir del recinto de las naves los
refulgentes
cascos, los abollonados escudos, las fuertes corazas y las lanzas de fresno. El
brillo
llegaba hasta el cielo; toda la tierra se mostraba risueña por los rayos que el
bronce
despedía,
y un gran ruido se levantaba de los pies de los guerreros. Armábase entre éstos
el
divino Aquiles: rechinándole los dientes, con los ojos centelleantes como
encendida
llama
y el corazón traspasado por insoportable dolor, lleno de ira contra los
troyanos,
vestía
el héroe la armadura regalo del dios Hefesto, que la había fabricado. Púsose en
las
piernas
elegantes grebas ajustadas con broches de plata; protegió su pecho con la
coraza;
colgó
del hombro una espada de bronce guarnecida con argénteos clavos y embrazó el
grande
y fuerte escudo cuyo resplandor semejaba desde lejos al de la luna. Como aparece
el
fuego encendido en un sitio solitario en to alto de un monte a los navegantes
que vagan
por
el mar, abundante en peces, porque las tempestades los alejaron de sus amigos;
de la
misma
manera, el resplandor del hermoso y labrado escudo de Aquiles llegaba al éter.
Cubrió
después la cabeza con el fornido yelmo de crines de caballo que brillaba como un
astro;
y a su alrededor ondearon las áureas y espesas crines que Hefesto había colocado
en
la cimera. El divino Aquiles probó si la armadura se le ajustaba, y si,
Ilevándola
puesta,
movía con facilidad los miembros; y las armas vinieron a ser como alas que
levantaban
al pastor de hombres. Sacó del estuche la lanza paterna, pesada, grande y
robusta,
que entre todos los aqueos solamente él podía manejar: había sido cortada de un
fresno
de la cumbre del Pelio y regalada por Quirón al padre de Aquiles para que con
ella
matara
héroes. En tanto, Automedonte y Álcimo se ocupaban en uncir los caballos:
sujetáronlos
con hermosas correas, les pusieron el freno en la boca y tendieron las riendas
hacia
atrás, atándolas al fuerte asiento. Sin dilación cogió Automedonte el magnífico
látigo
y saltó al carro. Aquiles, cuya armadura relucía como el fúlgido Hiperión, subió
también
y exhortó con horribles voces a los caballos de su padre:
400-¿Janto
y Balio, ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo a la muchedumbre
de
los dánaos al que hoy os guía cuando nos hayamos saciado de combatir, y no le
dejéis
muerto
a11á como a Patroclo.
404
Y Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza -sus crines, cayendo en torno
de la
extremidad
del yugo, llegaban al suelo, y, habiéndole dotado de voz Hera, la diosa de los
níveos
brazos, respondió desde debajo del yugo:
408
-Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquiles; pero está cercano el día de tu
muerte,
y
los culpables no seremos nosotros, sino un dios poderoso y la Parca cruel. No
fue por
nuestra
lentitud ni por nuestra pereza que los troyanos quitaron la armadura de los
hombros
de Patroclo; sino que el más fuerte de los dioses, a quien parió Leto, la de
hermosa
cabellera, matóle entre los combatientes delanteros y dio gloria a Héctor.
Nosotros
correríamos tan veloces como el soplo del Céfiro, que es tenido por el más
rápido.
Pero también tú estás destinado a sucumbir a manos de un dios y de un
hombre.
418
Dichas estas palabras, las Erinias le cortaron la voz. Y muy indignado, Aquiles,
el
de
los pies ligeros, le dijo:
420
-¡Janto! ¿Por qué me vaticinas la muerte? Ninguna necesidad tienes de hacerlo.
Ya
sé
que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre; mas, con todo
eso, no
he
de descansar hasta que harte de combate a los troyanos.
424
Dijo; y, dando voces, dirigió los solípedos caballos por las primeras
filas.
CANTO
XX *
Combate
de los dioses
*
Los dioses, en asamblea extraordinaria, no se ponen de acuerdo sobre a quién
habia que favorecer.
Aquiles,
enfurecido, vuelve al combate y mata a tantos troyanos que los cadáveres
obstruyen la corriente
del
río Janto.
1
Mientras los aqueos se armaban junto a los corvos bajeles, alrededor de ti, oh
hijo de
Peleo,
incansable en la batalla, los troyanos se apercibían también para el combate en
una
eminencia
de la llanura.
4
Zeus ordenó a Temis que, partiendo de las cumbres del Olimpo, en valles
abundante,
convocase
al ágora a los dioses, y ella fue de un lado para otro y a todos les mandó que
acudieran
al palacio de Zeus. No faltó ninguno de los ríos, a excepción del Océano; y de
cuantas
ninfas habitan los bellos bosques, las fuentes de los nos y los herbosos prados,
ninguna
dejó de presentarse. Tan luego como llegaban al palacio de Zeus, que amontona
las
nubes, sentábanse en bruñidos pórticos, que para el padre Zeus había construido
Hefesto
con sabia inteligencia.
13
Allí, pues, se reunieron. Tampoco el que bate la tierra desobedeció a la diosa,
sino
que,
dirigiéndose desde el mar a los dioses, se sentó en medio de todos y exploró la
voluntad
de Zeus:
16
-¿Por qué, oh tú que lanzas encendidos rayos, llamas de nuevo a los dioses al
ágora?
¿Acaso
tienes algún propósito acerca de los troyanos y de los aqueos? El combate y la
pelea
vuelven a encenderse entre ambos pueblos.
19
Respondióle Zeus, que amontona las nubes:
20
-Entendiste, tú que bates la tierra, el designio que encierra mi pecho y por el
cual os
he
reunido. Me cuido de ellos, aunque van a perecer. Yo me quedaré sentado en la
cumbre
del Olimpo y recrearé mi espíritu contemplando la batalla; y los demás ¡dos
hacia
los
troyanos y los aqueos y cada uno auxilie a los que quiera. Pues, si Aquiles
combatiese
sólo
con los troyanos, éstos no resistirían ni un instante la acometida del Pelión,
el de los
pies
ligeros. Ya antes huían espantados al verlo; y temo que ahora, que tan
enfurecido
tiene
el ánimo por la muerte de su compañero, destruya el muro de Troya contra la
decisión
del hado.
31
Así habló el Cronida y promovió una gran batalla. Los dioses fueron al combate
divididos
en dos bandos: encamináronse a las naves Hera, Palas Atenea, Posidón, que
ciñe
la tierra, el benéfico Hermes de prudente espíritu, y con ellos Hefesto, que,
orgulloso
de
su fuerza, cojeaba arrastrando sus gráciles piernas; y enderezaron sus pasos a
los
troyanos
Ares, el de tremolante casco, el intonso Febo, Ártemis, que se complace en tirar
flechas,
Leto, el Janto y la risueña Afrodita.
41
Mientras los dioses se mantuvieron alejados de los hombres, mostráronse los
aqueos
muy
ufanos porque Aquiles volvía a la batalla después del largo tiempo en que se
había
abstenido
de tener parte en la triste guerra, y los troyanos se espantaron y un fuerte
temblor
les ocupó los miembros, tan pronto como vieron al Pelión, ligero de pies, que
con
su
reluciente armadura semejaba al dios Ares, funesto a los mortales. Mas, luego
que las
olímpicas
deidades penetraron por entre la muchedumbre de los guerreros, levantóse la
terrible
Discordia, que enardece a los varones; Atenea daba fuertes gritos, unas veces a
orillas
del foso cavado al pie del muro, y otras en los altos y sonoros promontorios; y
Ares,
que parecía un negro torbellino, vociferaba también y animaba vivamente a los
troyanos,
ya desde el punto más alto de la ciudad, ya corriendo por la Bella Colina, a
orillas
del Simoente.
54
De este modo los felices dioses, instigando a unos y a otros, los hicieron venir
a las
manos
y promovieron una reñida contienda. El padre de los hombres y de los dioses
tronó
horriblemente
en las alturas; Posidón, por debajo, sacudió la inmensa tierra y las excelsas
cumbres
de los montes; y retemblaron así las laderas y las cimas del Ida, abundante en
manantiales,
como la ciudad troyana y las naves aqueas. Asustóse Aidoneo, rey de los
infiernos,
y saltó del trono gritando; no fuera que Posidón, que sacude la tierra, la
desgarrase
y se hicieran visibles las mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas
deidades
aborrecen. ¡Tanto estrépito se produjo cuando los dioses entraron en combate!
A1
soberano Posidón le hizo frente Febo Apolo con sus aladas flechas; a Enialio,
Atenea,
la
diosa de ojos de lechuza; a Hera, Ártemis, que lleva arco de oro, ama el
bullicio de la
caza,
se complace en tirar saetas y es hermana del que hiere de lejos; a Leto, el
poderoso
y
benéfico Hermes; y a Hefesto, el gran río de profundos vórtices, llamado por los
dioses
Janto
y por los hombres Escamandro.
75
Así los dioses salieron al encuentro los unos de los otros. Aquiles deseaba
romper
por
el gentío en derechura a Héctor Priámida, pues el ánimo le impulsaba a saciar
con la
sangre
del héroe a Ares, infatigable luchador. Mas Apolo, que enardece a los guerreros,
movió
a Eneas a oponerse al Pelión, infundiéndole gran valor y hablándole así, después
de
tomar la voz y la figura de Licaón, hijo de Príamo:
83
-¡Eneas, consejero de los troyanos! ¿Qué es de aquellas amenazas hechas por ti
en
los
banquetes de los reyes troyanos, de que saldrías a combatir con el Pelida
Aquiles?
86
Y a su vez Eneas le respondió diciendo:
87
-¡Priámida! ¿Por qué me ordenas que luche, sin desearlo mi voluntad, con el
animoso
Pelión? No fuera la primera vez que me viese frente a Aquiles, el de los pies
ligeros:
en otro tiempo, cuando vino adonde pacían nuestras vacas y tomó a Lirneso y a
Pédaso,
persiguióme por el Ida con su lanza; y Zeus me salvó, dándome fuerzas y
agilizando
mis rodillas. Sin su ayuda hubiese sucumbido a manos de Aquiles y de
Atenea,
que le precedía, le daba la victoria y le animaba a matar léleges y troyanos con
la
broncínea
lanza. Por eso ningún hombre puede combatir con Aquiles, porque a su lado
asiste
siempre alguna deidad que le libra de la muerte. En cambio, su lanza vuela recta
y
no
se detiene hasta que ha atravesado el cuerpo de un enemigo. Si un dios igualara
las
condiciones
del combate, Aquiles no me vencería fácilmente; aunque se gloriase de ser
todo
de bronce.
103
Replicóle el soberano Apolo, hijo de Zeus:
104
-¡Héroe! Ruega tú también a los sempiternos dioses, pues dicen que naciste de
Afrodita,
hija de Zeus, y aquél es hijo de una divinidad inferior. La primera desciende de
Zeus,
ésta tuvo por padre al anciano del mar. Levanta el indomable bronce y no to
arredres
por oír palabras duras o amenazas.
110
Apenas acabó de hablar, infundió grandes bríos al pastor de hombres; y éste, que
llevaba
una reluciente armadura de bronce, se abrió paso por los combatientes
delanteros.
Hera,
la de los níveos brazos, no dejó de advertir que el hijo de Anquises atravesaba
la
muchedumbre
para salir al encuentro del Pelión; y, llamando a otros dioses, les
dijo:
115
-Considerad en vuestra mente, Posidón y Atenea, cómo esto acabará; pues Eneas,
armado
de reluciente bronce, se encamina en derechura al Pelión por excitación de Febo
Apolo.
Ea, hagámosle retroceder, o alguno de nosotros se ponga junto a Aquiles, le
infunda
gran valor y no deje que su ánimo desfallezca; para que conozca que le quieren
los
inmortales más poderosos, y que son débiles los dioses que en el combate y la
pelea
protegen
a los troyanos. Todos hemos bajado del Olimpo a intervenir en esta batalla, para
que
Aquiles no padezca hoy ningún daño de parte de los troyanos; y luego sufrirá to
que
la
Parca dispuso, hilando el lino, cuando su madre te dio a luz. Si Aquiles no se
entera
por
la voz de los dioses, sentirá temor cuando en el combate le salga al encuentro
alguna
deidad;
pues los dioses, en dejándose ver, son terribles.
132
Respondióle Posidón, que sacude la tierra:
133
-¡Hera! No te irrites más de to razonable, pues no te es preciso. Ni yo quisiera
que
nosotros,
que somos los más fuertes, promoviéramos la contienda entre los dioses.
Vayá-
monos
de este camino y sentémonos en aquella altura, y de la batalla cuidarán los
hombres.
Y si Ares o Febo Apolo dieren principio a la pelea o detuvieren a Aquiles y no
le
dejaren combatir, iremos en seguida a luchar con ellos, y me figuro que pronto
tendrán
que
retirarse y volver al Olimpo, a la reunión de los demás dioses, vencidos por la
fuerza
de
nuestros brazos.
144
Dichas estas palabras, el dios de los cerúleos cabellos llevólos al alto
terraplén que
los
troyanos y Palas Atenea habían levantado en otro tiempo para que el divino
Heracles
se
librara de la ballena cuando, perseguido por ésta, pasó de la playa a la
llanura. Allí
Posidón
y los otros dioses se sentaron, extendiendo en derredor de sus hombros una
impenetrable
nube; y al otro lado, en la cima de la Bella Colina, en torno de ti, oh Febo,
que
hieres de lejos, y de Ares, que destruye las ciudades, acomodáronse las deidades
protectoras
de los troyanos.
153
Así unos y otros, sentados en dos grupos, deliberaban y no se decidían a empezar
el
funesto
combate. Y Zeus desde lo alto les incitaba a comenzarlo.
156
Todo el campo, lleno de hombres y caballos, resplandecía con el lucir del
bronce; y
la
tierra retumbaba debajo de los pies de los guerreros que a luchar salían. Dos
varones,
señalados
entre los más valientes, deseosos de combatir, se adelantaron a los suyos para
encontrarse
entre ambos ejércitos: Eneas, hijo de Anquises, y el divino Aquiles.
Presentóse
primero Eneas, amenazador, tremolando el sólido casco: protegía el pecho con
el
fuerte escudo y vibraba broncínea lanza. Y el Pelida desde el otro lado fue a
oponérsele
como
un voraz león, para matar al cual se reúnen los hombres de todo un pueblo; y el
león
al principio sigue su camino despreciándolos; mas, así que uno de los belicosos
jóvenes
le hiere con un venablo, se vuelve hacia él con la boca abierta, muestra los
dientes
cubiertos de espuma, siente gemir en su pecho el corazón valeroso, se azota con
la
cola muslos y caderas para animarse a pelear, y con los ojos centelleantes
arremete
fiero
hasta que mata a alguien o él mismo perece en la primera fila; así le instigaban
a
Aquiles
su valor y ánimo esforzado a salir al encuentro del magnánimo Eneas. Y tan
pronto
como se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros,
habló
diciendo:
178
-¡Eneas! ¿Por qué te adelantas tanto a la turba y me aguardas? ¿Acaso el ánimo
te
incita
a combatir conmigo por la esperanza de reinar sobre los troyanos, domadores de
caballos,
con la dignidad de Príamo? Si me matases, no pondría Príamo en tu mano tal
recompensa;
porque tiene hijos, conserva entero el juicio y no es insensato. ¿O quizás te
han
prometido los troyanos acotarte un hermoso campo de frutales y sembradío que a
los
demás
aventaje, para que puedas cultivarlo, si me quitas la vida? Me figuro que te
será
difícil
conseguirlo. Ya otra vez te puse en fuga con mi lanza. ¿No recuerdas que,
hallándote
solo, te aparté de tus bueyes y te perseguí por el monte Ida corriendo con
ligera
planta? Entonces huías sin volver la cabeza. Luego te refugiaste en Lirneso y yo
tomé
la ciudad con la ayuda de Atenea y del padre Zeus, y me llevé las mujeres
haciéndolas
esclavas; mas a ti te salvaron Zeus y los demás dioses. No creo que ahora te
guarden,
como espera tu corazón; y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te quedes
frente
a mí, antes que padezcas algún daño; que el necio sólo conoce el mal cuando ha
llegado.
199
Y a su vez Eneas le respondió diciendo:
200
-¡Pelida! No creas que con esas palabras me asustarás como a un niño, pues
también
sé proferir injurias y baldones. Conocemos el linaje de cada uno de nosotros y
cuáles
fueron nuestros respectivos padres, por haberlo oído contar a los mortales
hombres;
que ni tú viste a los míos, ni yo a los tuyos. Dicen que eres prole del eximio
Peleo
y tienes por madre a Tetis, ninfa marina de hermosas trenzas; mas yo me glorío
de
ser
hijo del magnánimo Anquises y mi madre es Afrodita: aquéllos o éstos tendrán que
llorar
hoy la muerte de su hijo, pues no pienso que nos separemos sin combatir, después
de
dirigirnos pueriles insultos. Si deseas saberlo, to diré cuál es mi linaje, de
muchos
conocido.
Primero Zeus, que amontona las nubes, engendró a Dárdano, y éste fundó la
Dardania
al pie del Ida, en manantiales abundoso; pues aún la sacra Ilio, ciudad de
hombres
de voz articulada, no había sido edificada en la llanura. Dárdano tuvo por hijo
al
rey
Erictonio, que fue el más opulento de los mortales hombres: poseía tres mil
yeguas
que,
ufanas de sus tiernos potros, pacían junto a un pantano.- El Bóreas enamoróse de
algunas
de las que vio pacer, y, transfigurado en caballo de negras crines, hubo de
ellas
doce
potros que en la fértil tierra saltaban por encima de las mieses sin romper las
espigas
y
en el ancho dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas.- Erictonio fue
padre
de
Tros, que reinó sobre los troyanos; y éste dio el ser a tres hijos
irreprensibles: Ilo,
Asáraco
y el deiforme Ganimedes, el más hermoso de los hombres, a quien arrebataron
los
dioses a causa de su belleza para que escanciara el néctar a Zeus y viviera con
los
inmortales.
Ilo engendró al eximio Laomedonte, que tuvo por hijos a Titono, Príamo,
Lampo,
Clitio a Hicetaón, vástago de Ares. Asáraco engendró a Capis, cuyo hijo fue
Anquises.
Anquises me engendró a mí, y Príamo al divino Héctor. Tal alcurnia y tal
sangre
me glorío de tener. Pero Zeus aumenta o disminuye el valor de los guerreros como
le
place, porque es el más poderoso. Ea, no nos digamos más palabras como si
fuésemos
niños,
parados así en medio del campo de batalla. Fácil nos sería inferimos tantas
injurias,
que una nave de cien bancos de remeros no podría Ilevarlas. Es voluble la lengua
de
los hombres, y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras
acá y
a11á,
y cual hablares tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar,
disputando
a injuriándonos, como mujeres irritadas, las cuales, movidas por roedor
encono,
salen a la calle y se zahieren diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas
otras,
que la cólera les dicta? No lograrás con tus palabras que yo, estando deseoso de
combatir,
pierda el valor antes de que con el bronce y frente a frente peleemos. Ea,
acometámonos
en seguida con las broncíneas lanzas.
259
Dijo; y, arrojando la fornida lanza, clavóla en el terrible y horrendo escudo de
Aquiles,
que resonó grandemente en torno de ella. El Pelida, temeroso, apartó el escudo
con
la robusta mano, creyendo que la luenga lanza del magnánimo Eneas lo atravesaría
fácilmente.
¡Insensato! No pensó en su mente ni en su espíritu que los eximios presentes
de
los dioses no pueden ser destruidos con facilidad por los mortales hombres, ni
ceder a
sus
fuerzas. Y así la pesada lanza de Eneas no perforó entonces la rodela por
haberlo im-
pedido
la lámina de oro que el dios puso en medio, sino que atravesó dos capas y dejó
tres
intactas, porque eran cinco las que el dios cojo había reunido: las dos de
bronce, dos
interiores
de estaño, y una de oro, que fue donde se detuvo la lanza de
fresno.
273
Aquiles despidió luego la ingente lanza, y acertó a dar en el borde del liso
escudo
de
Eneas, sitio en que el bronce era más delgado y el boyuno cuero más tenue: el
fresno
del
Pelión atravesólo, y todo el escudo resonó. Eneas, amedrentado, se encogió y
levantó
el
escudo; la lanza, deseosa de proseguir su curso, pasóle por cima del hombro,
después
de
romper los dos círculos de la rodela, y se clavó en el suelo; y el héroe,
evitado ya el
golpe,
quedóse inmóvil y con los ojos muy espantados de ver que aquélla había caído tan
cerca.
Aquiles desnudó la aguda espada; y, profiriendo horribles voces, arremetió
contra
Eneas;
y éste, a su vez, cogió una gran piedra que dos de los hombres actuales no
podrían
llevar
y que él manejaba fácilmente. Y Eneas tirara la piedra a Aquiles y le acertara
en el
casco
o en el escudo que habría apartado del héroe la triste muerte, y el Pelida
privara de
la
vida a Eneas, hiriéndole de cerca con la espada, si al punto no lo hubiese
advertido
Posidón,
que sacude la tierra, el cual dijo entre los dioses
inmortales:
293
-¡Oh dioses! Me causa pesar el magnánimo Eneas, que pronto, sucumbiendo a
manos
del Pelión, descenderá al Hades por haber obedecido las palabras de Apolo, que
hiere
de lejos. ¡Insensato! El dios no le librará de la triste muerte. Mas ¿por qué ha
de
padecer,
sin ser culpable, las penas que otros merecen, habiendo ofrecido siempre gratos
presentes
a los dioses que habitan el anchuroso cielo? Ea, librémosle de la muerte, no sea
que
el Cronida se enoje si Aquiles lo mata, pues el destino quiere que se salve a
fin de
que
no perezca sin descendencia ni se extinga del todo el linaje de Dárdano, que fue
amado
por el Cronida con preferencia a los demás hijos que tuvo de mujeres mortales.
Ya
el
Cronión aborrece a los descendientes de Príamo; pero el fuerte Eneas reinará
sobre los
troyanos,
y luego los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan.
309
Respondióle Hera veneranda, la de ojos de novilla:
310
-¡Oh tú que sacudes la tierra! Resuelve tú mismo si has de salvar a Eneas o
permitir
que,
no obstante su valor, sea muerto por el Pelida Aquiles. Pues así Palas Atenea
como
yo
hemos jurado repetidas veces a vista de los inmortales todos, que jamás
libraríamos a
los
troyanos del día funesto, aunque Troya entera fuese pasto de las voraces llamas
por
haberla
incendiado los belicosos aqueos.
318
Cuando Posidón, que sacude la tierra, oyó estas palabras, fuese; y andando por
la
liza,
entre el estruendo de las lanzas, llegó adonde estaban Eneas y el ilustre
Aquiles. Al
momento
cubrió de niebla los ojos del Pelida Aquiles, arrancó del escudo del magnánimo
Eneas
la lanza de fresno con punta de bronce que depositó a los pies de aquél, y
arrebató
al
troyano alzándolo de la tierra. Eneas, sostenido por la mano del dios, pasó por
cima de
muchas
filas de héroes y caballos hasta llegar al otro extremo del impetuoso combate,
donde
los caucones se armaban para pelear. Y entonces Posidón, que sacude la tierra,
se
le
presentó, y le dijo estas aladas palabras:
332
-¡Eneas! ¿Cuál de los dioses te ha ordenado que cometieras la locura de luchar
cuerpo
a cuerpo con el animoso Pelión, que es más fuerte que tú y más caro a los
inmortales?
Retírate cuantas veces le encuentres, no sea que lo haga descender a la
morada
de Hades antes de lo dispuesto por el hado. Mas, cuando Aquiles haya muerto,
por
haberse cumplido su destino, pelea confiadamente entre los combatientes
delanteros,
que
no te matará ningún otro aqueo.
340
Así diciendo, dejó a Eneas allí, después que le hubo amonestado y apartó la
obscura
niebla de los ojos de Aquiles. Éste volvió a ver con claridad, y, gimiendo, a su
magnánimo
espíritu le decía:
344
-¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece: esta lanza yace en
el
suelo
y no veo al varón contra quien la arrojé, con intención de matarle. Ciertamente
a
Eneas
le aman los inmortales dioses; ¡y yo creía que se jactaba de ello vanamente!
Váyase,
pues; que no tendrá ánimo para medir de nuevo sus fuerzas conmigo, quien
ahora
huyó gustoso de la muerte. Exhortaré a los belicosos dánaos y probaré el valor
de
los
demás enemigos, saliéndoles al encuentro.
333
Dijo; y, saltando por entre las filas, animaba a los
guerreros:
334
-¡No permanezcáis alejados de los troyanos, divínos aqueos! Ea, cada hombre
embista
a otro y sienta anhelo por pelear. Difícil es que yo solo, aunque sea valiente,
persiga
a tantos guerreros y con todos luche; y ni a Ares, que es un dios inmortal, ni a
Atenea,
les sería posible recorrer un campo de batalla tan vasto y combatir en todas
panes.
En to que puedo hacer con mis manos, mis pies o mi fuerza, no me muestro
remiso.
Entraré por todos lados en las hileras de las falariges enemigas, y me figuro
que
no
se alegrarán los troyanos que a mi lanza se acerquen.
364
Con estas palabras los animaba. También el esclarecido Héctor exhortaba a los
troyanos,
dando gritos, y aseguraba que saldría al encuentro de
Aquiles:
366
-¡Animosos troyanos! ¡No temáis al Pelión! Yo de palabra combatiría hasta con
los
inmortales;
pero es difícil hacerlo con la lanza, siendo, como son, mucho más fuertes.
Aquiles
no llevará al cabo todo cuanto dice, sino que en parte lo cumplirá y en parte lo
dejará
a medio hacer. Iré a encontrarlo, aunque por sus manos se parezca a la llama;
sí,
aunque
por sus manos se parezca a la llama, y por su fortaleza al reluciente
hierro
373
Con tales voces los excitaba. Los troyanos calaron las lanzas; trabóse el
combate y
se
produjo gritería, y entonces Febo Apolo se acercó a Héctor y le
dijo:
376
-¡Héctor! No te adelantes para luchar con Aquiles; espera su acometida mezclado
con
la muchedumbre, confundido con la turba. No sea que consiga herirte desde lejos
con
arma
arrojadiza, o de cerca con la espada.
379
Así habló. Héctor se fue, amedrentado, por entre la multitud de guerreros apenas
acabó
de oír las palabras del dios. Aquiles, con el corazón revestido de valor y dando
horribles
gritos, arremetió a los troyanos, y empezó por matar al valeroso Ifitión
Otrintida,
caudillo de muchos hombres, a quien una ninfa náyade había tenido de
Otrinteo,
asolador de ciudades, en el opulento pueblo de Hida, al pie del nevado Tmolo:
el
divino Aquiles acertó a darle con la lanza en medio de la cabeza, cuando
arremetía
contra
él, y se la dividió en dos partes. El troyano cayó con estrépito, y el divino
Aquiles
se
glorió diciendo:
389
-¡Yaces en el suelo, Otrintida, el más portentoso de todos los hombres! En este
lugar
te sorprendió la muerte; a ti, que habías nacido a orillas del lago Gigeo, donde
tienes
la heredad paterna, junto al Hilo, abundante en peces, y el Hermo
voraginoso.
393
Así dijo jactándose. Las tinieblas cubrieron los ojos de Ifitión, y los carros
de los
aqueos
lo despedazaron con las llantas de sus ruedas en el primer reencuentro. Aquiles
hirió,
después, en la sien, atravesándole el casco de broncíneas carrilleras, a
Demoleonte,
valiente
adalid en el combate, hijo de Anténor; y el casco de bronce no detuvo la lanza,
pues
la punta entró y rompió el hueso, conmovióse interiormente el cerebro, y el
troyano
sucumbió
cuando peleaba con ardor. Luego, como Hipodamante saltara del carro y se
diese
a la fuga, le envasó la pica en la espalda: aquél exhalaba el aliento y bramaba
como
el
toro que los jóvenes arrastran a los altares del soberano Heliconio y el dios
que sacude
la
tierra se goza al verlo; así bramaba Hipodamante cuando el alma valerosa dejó
sus
huesos.
Seguidamente acometió con la lanza al deiforme Polidoro Priámida, a quien su
padre
no permitía que fuera a las batallas porque era el menor y el predilecto de sus
hijos.
Nadie
vencía a Polidoro en la carrera; y entonces, por pueril petulancia, haciendo
gala de
la
ligereza de sus pies, agitábase el troyano entre los combatientes delanteros,
hasta que
perdió
la vida: al verlo pasar, el divino Aquiles, ligero de pies, hundióle la lanza en
medio
de
la espalda, donde los anillos de oro sujetaban el cinturón y era doble la
coraza, y la
punta
salió al otro lado cerca del ombligo; el joven cayó de rodillas dando lastimeros
gritos;
obscura nube le envolvió; e, inclinándose, procuraba sujetar con sus manos los
intestinos,
que le salían por la herida.
419
Tan pronto como Héctor vio a su hermano Polidoro cogiéndose las entrañas y
encorvado
hacia el suelo, se le puso una nube ante los ojos y ya no pudo combatir a
distancia;
sino que, blandiendo la aguda lanza a impetuoso como una llama, se dirigió al
encuentro
de Aquiles. Y éste, al advertirlo, saltó hacia él, y dijo muy ufano estas
palabras:
425
-Cerca está el hombre que ha inferido a mi corazón la más grave herida, el que
mató
a mi compañero amado. Ya no huiremos asustados, el uno del otro, por los
senderos
del
combate.
428
Dijo; y mirando con torva faz al divino Héctor, le gritó:
429
-iAcércate para que más pronto llegues de tu perdición al
término!
430
Sin turbarse, le respondió Héctor, el de tremolante casco:
431
-¡Pelida! No esperes amedrentarme con palabras como a un niño; también yo sé
proferir
injurias y baldones. Reconozco que eres valiente y que te soy muy inferior. Pero
en
la mano de los dioses está si yo, siendo inferior, te quitaré la vida con mi
lanza; pues
también
tiene afilada punta.
438
En diciendo esto, blandió y arrojó su lanza; pero Atenea con un tenue soplo
apartóla
del glorioso Aquiles, y el arma volvió hacia el divino Héctor y cayó a sus pies.
Aquiles
acometió, dando horribles gritos, a Héctor, con intención de matarlo; pero Apolo
arrebató
al troyano, haciéndolo con gran facilidad por ser dios, y to cubrió con densa
niebla.
Tres veces el divino Aquiles, ligero de pies, atacó con la broncínea lanza, tres
veces
dio el golpe en el aire. Y cuando, semejante a un dios, arremetía por cuarta
vez,
increpó
el héroe a Héctor con voz terrible, dirigiéndole estas aladas
palabras:
449
-¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición,
pero
te
salvó Febo Apolo, a quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oír el
estruendo
de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me
ayuda.
Y ahora perseguiré a los demás que se me pongan al
alcance.
453
Así dijo; y con la lanza hirió en medio del cuello a Dríope, que cayó a sus
pies.
Dejóle,
y al momento detuvo a Demuco Filetórida, valeroso y alto, a quien pinchó con la
lanza
en una rodilla, y luego quitóle la vida con la gran espada. Después acometió a
Laógono
y a Dárdano, hijos de Biante: habiéndolos derribado del carro en que iban, a
aquél
le hizo perecer arrojándole la lanza, y a éste hiriéndole de cerca con la
espada.
También
mató a Tros Alastórida, que vino a abrazarle las rodillas por si
compadeciéndose
de él, que era de la misma edad del héroe, en vez de matarlo le hacía
prisionero
y to dejaba vivo. ¡Insensato! No conoció que no podría persuadirle, pues
Aquiles
no era hombre de condición benigna y mansa, sino muy violento. Ya aquél le
tocaba
las rodillas con intención de suplicarle, cuando le hundió la espada en el
hígado:
derramóse
éste, llenando de negra sangre el pecho, y las tinieblas cubrieron los ojos del
troyano,
que quedó exánime. Inmediatamente Aquiles se acercó a Mulio; y, metiéndole la
lanza
en una oreja, la broncínea punta salió por la otra. Más tarde hirió en medio de
la
cabeza
a Equeclo, hijo de Agenor, con la espada provista de empuñadura: la hoja entera
se
calentó con la sangre, y la purpúrea muerte y la parca cruel velaron los ojos
del
guerrero.
Posteriormente atravesó con la broncínea lanza el brazo de Deucalión, en el
sitio
donde se juntan los tendones del codo; y el troyano esperóle, con la mano
entorpecida
y viendo que la muerte se le acercaba: Aquiles le cercenó de un tajo la
cabeza,
que con el casco arrojó a to lejos, la medula salió de las vértebras y el
guerrero
quedó
tendido en el suelo. Dirigióse acto seguido contra Rigmo, ilustre hijo de Píroo,
què
había
llegado de la fértil Tracia, y le hirió en medio del cuerpo: clavóle la
broncínea lanza
en
el pulmón, y le derribó del carro. Y, como viera que su escudero Areítoo torcía
la
rienda
a los caballos, envasóle la aguda lanza en la espalda, y también le derribó en
tierra,
mientras
los corceles huían espantados.
490
De la suerte que, al estallar abrasador incendio en los hondos valles de árida
montaña,
arde la poblada selva, y el viento mueve las llamas que giran a todos lados; de
la
misma manera, Aquiles se revolvía furioso con la lanza, persiguiendo, cual una
deidad,
a
los que estaban destinados a morir; y la negra tierra manaba sangre. Como,
uncidos al
yugo
dos bueyes de ancha frente para que trillen la blanca cebada en una era bien
dispuesta,
se desmenuzan presto las espigas debajo de los pies de los mugientes bueyes;
así
los solípedos corceles, guiados por el magnánimo Aquiles, hollaban a un mismo
tiempo
cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre
y los
barandales
estaban salpicados de sanguinolentas gotas que los casos de los corceles y las
llantas
de las ruedas despedían. Y el Pelida deseaba alcanzar gloria y tenía las
invictas
manos
manchadas de sangre y polvo.
CANTO
XXI *
Batalla
junto al río
*
Este río pide ayuda al río Simoente y quiere sumergir a Aquiles, pero el dios
Hefesto le obliga a volver
a
su cauce. Apolo se transfigure en troyano y se hace perseguir por el héroe para
que los demás puedan
entrar
en la ciudad; conseguido su objeto, el dios se descubre.
1
Así que los troyanos llegaron al vado del vortiginoso Janto, río de hermosa
corriente a
quien
el inmortal Zeus engendró, Aquiles los dividió en dos grupos. A los del primero
echólos
el héroe por la llanura hacia la ciudad, por donde los aqueos huían espantados
el
día
anterior, cuando el esclarecido Héctor se mostraba furioso; por allí se
derramaron
entonces
los troyanos en su fuga, y Hera, para detenerlos, los envolvió en una densa
niebla.
Los otros rodaron al caudaloso río de argénteos vórtices, y cayeron en él con
gran
estrépito:
resonaba la corriente, retumbaban ambas orillas y los troyanos nadaban acá y
acullá,
gritando, mientras eran arrastrados en torno de los remolinos. Como las
langostas
acosadas
por la violencia de un fuego que estalla de repente vuelan hacia el río y se
echan
medrosas
en el agua, de la misma manera la corriente sonora del Janto de profundos
vórtices
se llenó, por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en el mismo
caían
confundidos.
17
Aquiles, vástago de Zeus, dejó su lanza arrimada a un tamariz de la orilla,
saltó al
río,
cual si fuese una deidad, con sólo la espada y meditando en su corazón acciones
crueles,
y comenzó a herir a diestro y a siniestro: al punto levantóse un horrible
clamoreo
de
los que recibían los golpes, y el agua bermejeó con la sangre. Como los peces
huyen
del
ingente delfín, y, temerosos, llenan los senos del hondo puerto, porque aquél
devora a
cuantos
coge, de la misma manera los troyanos iban por la impetuosa corriente del río y
se
refugiaban, temblando, debajo de las rocas. Cuando Aquiles tuvo las manos
cansadas
de
matar, cogió vivos, dentro del río, a doce mancebos para inmolarlos más tarde en
expiación
de la muerte de Patroclo Menecíada. Sacólos atónitos como cervatos, les ató
las
manos por detrás con las correas bien cortadas que llevaban en las flexibles
túnicas y
encargó
a los amigos que los condujeran a las cóncavas naves. Y el héroe acometió de
nuevo
a los troyanos, para hacer en ellos gran destrozo.
34
Allí se encontró Aquiles con Licaón, hijo de Príamo Dardánida; el cual, huyendo,
iba
a salir del río. Ya anteriormente le había hecho prisionero encaminándose de
noche a
un
campo de Príamo: Licaón cortaba con el agudo bronce los ramos nuevos de un
cabrahígo
para hacer los barandales de un carro, cuando el divinal Aquiles, presentándose
cual
imprevista calamidad, se to llevó mal de su grado. Transportóle luego en una
nave a
la
bien construida Lemnos, y a11í to puso en venta: el hijo de Jasón pagó el
precio.
Después
Eetión de Imbros, que era huésped del troyano, dio por él un cuantioso rescate y
enviólo
a la divina Arisbe. Escapóse Licaón, y, volviendo a la casa paterna, estuvo
celebrando
con sus amigos durance once días su regreso de Lemnos; mas, al duodécimo,
un
dios le hizo caer nuevamente en manos de Aquiles, que debía mandarle al Hades,
sin
que
Licaón to deseara. Como el divino Aquiles, el de los pies ligeros, le viera
inerme -sin
casco,
escudo ni lanza, porque todo to había tirado al suelo- y que salía del río con
el
cuerpo
abatido por el sudor y las rodillas vencidas por el cansancio, sorprendióse, y a
su
magnánimo
espíritu así le habló:
54
-¡Oh dioses! Grande es el prodigio que a mi vista se ofrece. Ya es posible que
los
troyanos
a quienes maté resuciten de las sombrías tinieblas; cuando éste, librándose del
día
cruel, ha vuelto de la divina Lemnos, donde fue vendido, y las olas del espumoso
mar
que
a tantos detienen no han impedido su regreso. Mas, ea, haré que pruebe la punta
de
mi
lanza para ver y averiguar si volverá nuevamente o se quedará en el seno de la
fértil
tierra
que hasta a los fuertes retiene.
64
Pensando en tales cosas, Aquiles continuaba inmóvil. Licaón, asustado, se le
acercó
a
tocarle las rodillas; pues en su ánimo sentía vivo deseo de lfbrarse de la
triste muerte y
de
la negra Parca. El divino Aquiles levantó en seguida la enorme lanza con
intención de
herirlo,
pero Licaón se encogió y corriendo le abrazó las rodillas; y aquélla, pasándole
por
cima del dorso, se clavó en el suelo, codiciosa de cebarse en el cuerpo de un
hombre.
En
tanto Licaón suplicaba a Aquiles; y, abrazando con una mano sus rodillas y
sujetándole
con la otra la aguda lanza, sin que la soltara, estas aladas palabras le
decía:
74
-Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Aquiles: respétame y apiádate de mí. Has
de
tenerme,
oh alumno de Zeus, por un suplicante digno de consideración; pues comí en to
tienda
el fruto de Deméter el día en que me hiciste prisionero en el campo bien
cultivado,
y,
llevándome lejos de mi padre y de mis amigos, me vendiste en Lemnos: cien bueyes
te
valió
mi persona. Ahora te daría el triple por rescatarme. Doce días ha que, habiendo
padecido
mucho, volví a Ilio; y otra vez el hado funesto me pone en tus manos. Debo de
ser
odioso al padre Zeus, cuando nuevamente me entrega a ti. Para darme una vida
corta,
me
parió Laótoe, hija del anciano Altes, que reina sobre los belicosos léleges y
posee la
excelsa
Pédaso junto al Satnioente. A la hija de aquél la tuvo Príamo por esposa con
otras
muchas;
de la misma nacimos dos varones y a entrambos nos habrás dado muerte. Ya
hiciste
sucumbir entre los infantes delanteros al deiforme Polidoro, hiriéndole con la
aguda
pica; y ahora la desgracia llegó para mí, pues no espero escapar de tus manos
después
que un dios me ha echado en ellas. Otra cosa to diré que fijarás en la memoria:
No
me mates; pues no soy del mismo vientre que Héctor, el que dio muerte a to dulce
y
esforzado
amigo.
97
Con tales palabras el preclaro hijo de Príamo suplicaba a Aquiles, pero fue
amarga
la
respuesta que escuchó:
99
-¡Insensato! No me hables del rescate, ni to menciones siquiera. Antes que a
Patroclo
le llegara el día fatal, me era grato abstenerme de matar a los troyanos y
fueron
muchos
los que cogí vivos y vendí luego; mas ahora ninguno escapará de la muerte, si un
dios
lo pone en mis manos delante de Ilio y especialmente si es hijo de Príamo. Por
Can-
to,
amigo, muere tú también. ¿Por qué te lamentas de este modo? Murió Patroclo, que
tanto
te aventajaba. ¿No ves cuán gallardo y alto de cuerpo soy yo, a quien engendró
un
padre
ilustre y dio a luz una diosa? Pues también me aguardan la muerte y la Parca
cruel.
Vendrá
una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el
combate,
hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el
arco.
114
Así dijo. Desfallecieron las rodillas y el corazón del troyano que, soltando la
lanza,
se
sentó y tendió ambos brazos. Aquiles puso mano a la tajante espada a hirió a
Licaón en
la
clavícula, junto al cuello: metióle dentro toda la hoja de dos filos, el troyano
dio de
ojos
por el suelo y su sangre fluía y mojaba la tierra. El héroe cogió el cadáver por
el pie,
arrojólo
al río para que la corriente se to llevara, y profirió con jactancia estas
aladas
palabras:
122
-Yaz ahí entre los peces que tranquilos te lamerán la sangre de la herida. No te
colocará
tu madre en un lecho para llorarte, sino que serás llevado por el voraginoso
Escamandro
al vasto seno del mar. Y algún pez, saliendo de las olas a la negruzca y
encrespada
superficie, comerá la blanca grasa de Licaón. Así perezcáis los demás
troyanos
hasta que lleguemos a la sacra ciudad de Ilio, vosotros huyendo y yo detrás
ha-
ciendo
gran riza. No os salvará ni siquiera el río de hermosa corriente y argénteos
remolinos,
a quien desde antiguo sacrificáis muchos toros y en cuyós vórtices echáis
vivos
los solípedos caballos. Así y todo, pereceréis miserablemente unos en pos de
otros,
hasta
que hayáis expiado la muerte de Patrocio y el estrago y la matanza que hicisteis
en
los
aqueos junto a las naves, mientras estuve alejado de la
lucha.
136
Así habló, y el río, con el corazón irritado, revolvía en su mente cómo haría
cesar
al
divinal Aquiles de combatir y libraría de la muerte a los troyanos. En tanto, el
hijo de
Peleo
dirigió su ingente lanza a Asteropeo, hijo de Pelegón, con ánimo de matarlo. A
Pelegón
le habían engendrado el Axio, de ancha corriente, y Peribea, la hija mayor de
Acesámeno;
que con ésta se unió aquel río de profundos remolinos. Encaminóse, pues,
Aquiles
hacia Asteropeo, el cual salió a su encuentro llevando dos lanzas; y el Janto,
irritado
por la muerte de los jóvenes a quienes Aquiles había hecho perecer sin
compasión
en la misma corriente, infundió valor en el pecho del troya-no. Cuando ambos
guerreros
se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, fue el
primero
en hablar, y dijo:
150
-¿Quién eres tú y de dónde, que osas salirme al encuentro? Infelices de aquéllos
cuyos
hijos se oponen a mi furor.
152
Respondióle el preclaro hijo de Pelegón:
153
-¡Magnánimo Pelida! ¿Por qué sobre el abolengo me interrogas? Soy de la fértil
Peonia,
que está lejos; vine mandando a los peonios, que combaten con largas picas, y
hace
once días que llegué a Ilio. Mi linaje trae su origen del Axio de ancha
corriente, del
Axio
que esparce su hermosísimo raudal sobre la tierra: Axio engendró a Pelegón,
famoso
por su lanza, y de éste dicen que he nacido. Pero peleemos ya, esclarecido
Aquiles.
161
Así habló, en son de amenaza. El divino Aquiles levantó el fresno del Pelión, y
el
héroe
Asteropeo, que era ambidextro, tiróle a un tiempo las dos lanzas: la una dio en
el
escudo,
pero no to atravesó porque la lámina de oro que el dios puso en el mismo la
detuvo;
la otra rasguñó el brazo derecho del héroe, junto al codo, del cual brotó negra
sangre;
mas el arma pasó por encimá y se clavó en el suelo, codiciosa de la carne.
Aquiles
arrojó entonces la lanza, de recto vuelo, a Asteropeo con intención de matarlo,
y
erró
el tiro: la lanza de fresno cayó en la elevada orilla y se hundió hasta la mitad
del
palo.
El Pelida, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, arremetió
enardecido
a Asteropeo, quien con la mano robusta intentaba arrancar del escarpado
borde
la lanza de Aquiles: tres veces la meneó para arrancarla, y otras tantas careció
de
fuerza.
Y cuando, a la cuarta vez, quiso doblar y romper la lanza de fresno del Eácida,
acercósele
Aquiles y con la espada le quitó la vida: hirióle en el vientre, junto al
ombligo;
derramáronse
en el suelo todos los intestinos, y las tinieblas cubrieron los ojos del
troyano,
que cayó anhelante. Aquiles se abalanzó a su pecho, le quitó la armadura; y,
blasonando
del triunfo, dijo estas palabras:
184
-Yaz ahí. Difícil era que tú, aunque engendrado por un río, pudieses disputar la
victoria
a los hijos del prepotente Cronión. Dijiste que to linaje procede de un río de
ancha
corriente; mas yo me jacto de pertenecer al del gran Zeus. Engendróme un varón
que
reina sobre muchos mirmidones, Peleo, hijo de Éaco; y este último era hijo de
Zeus.
Y
como Zeus es más poderoso que los nos, que corren al mar, así también los
descendientes
de Zeus son más fuertes que los de los ríos. A tu lado tienes uno grande, si
es
que puede auxiharte. Mas no es posible combatir con Zeus Cronión. A éste no le
igualan
ni el fuerte Aqueloo, ni el grande y poderoso Océano de profunda corriente del
que
nacen todos los ríos, todo el mar y todas las fuentes y grandes pozos; pues
también el
Océano
teme el rayo del gran Zeus y el espantoso trueno, cuando retumba desde el
cielo.
200
Dijo; arrancó del escarpado borde la broncínea lanza y abandonó a Asteropeo
a11í,
tendido
en la arena, tan pronto como le hubo quitado la vida: el agua turbia bañaba el
cadáver,
y anguilas y peces acudieron a comer la grasa que cubría los riñones. Aquiles se
fue
para los peonios que peleaban en carros; los cuales huían por las márgenes del
vo-
raginoso
río, desde que vieron que el más fuerte caía en el duro combate, vencido por las
manos
y la espada del Pelida. Éste mató entonces a Tersíloco, Midón, Astípilo, Mneso,
Trasio,
Enio y Ofelestes. Y a más peonios diera muerte el veloz Aquiles, si el río de
profundos
remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno
de
los profundos vórtices:
214
-¡Oh Aquiles! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión
de
acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su
auxilio. Si
el
hijo de Crono te ha concedido que destruyas a todos los troyanos, apártalos de
mí y
ejecuta
en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que
obstruyen
el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de
un
modo atroz. Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de
hombres.
222
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
223
-Se hará, oh Escamandro, alumno de Zeus, como tú lo ordenas; pero no me
abstendré
de matar a los altivos troyanos hasta que los encierre en la ciudad y, peleando
con
Héctor, él me mate a mí o yo acabe con él.
227
Esto dicho, arremetió a los troyanos, cual si fuese un dios. Y entonces el río
de
profundos
remolinos dirigióse a Apolo:
229
-¡Oh dioses! Tú, el del arco de plata, hijo de Zeus, no cumples las órdenes del
Cronión,
el cual to encargó muy mucho que socorrieras a los troyanos y les prestaras to
auxilio
hasta que, llegada la tarde, se pusiera el sol y quedara a obscuras el fértil
campo.
233
Dijo. Aquiles, famoso por su lanza, saltó desde la escarpada orilla al centro
del río.
Pero
éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente, y,
arrastrando
muchos
cadáveres de hombres muertos por Aquiles, que había en el cauce, arrojólos a la
orilla
mugiendo como un toro, y en Canto salvaba a los vivos dentro de la hermosa
corriente,
ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban
a
Aquiles, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se
podía tener
en
pie. Asióse entonces con ambas manos a un olmo corpulento y frondoso; pero éste,
arrancado
de raíz, rompió el borde escarpado, oprimió la hermosa corriente con sus
muchas
ramas, cayó entero al río y se convirtió en un puente. Aquiles, amedrentado, dio
un
salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el
gran
dios
desistió de perseguirlo, sino que lanzó tras él olas de sombría cima con el
propósito
de
hacer cesar al divino Aquiles de combatir y librar de la muerte a los troyanos.
El
Pelida
salvó cerca de un tiro de lanza, dando un brinco con la impetuosidad de la rapaz
águila
negra, que es la más forzuda y veloz de las aves; parecido a ella, el héroe coma
y
el
bronce resonaba horriblemente sobre su pecho. Aquiles procuraba huir,
desviándose a
un
lado; pero la corriente se iba tras él y le perseguía con gran ruido. Como el
fontanero
conduce
el agua desde el profundo manantial por entre las plantas de un huerto y con un
azadón
en la mano quita de la reguera los estorbos; y la corriente sigue su curso, y
mueve
las
piedrecitas, pero al llegar a un declive murmura, acelera la marcha y pasa
delante del
que
la guía; de igual modo, la corriente del río alcanzaba continuamente a Aquiles,
porque
los dioses son más poderosos que los hombres. Cuantas veces el divino Aquiles,
el
de los pies ligeros, intentaba esperarla, para ver si le perseguían todos los
inmortales
que
tienen su morada en el espacioso cielo, otras tantas, las grandes olas del río,
que las
celestiales
lluvias alimentan, le azotaban los hombros. El héroe, afiigido en su corazón,
saltaba;
pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las
rodillas y
le
robaba el suelo a11í donde ponía los pies. Y el Pelida, levantando los ojos al
vasto
cielo,
gimió y dijo:
273
-¡Zeus padre! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme a mí, miserando, de la
persecución
del río, y luego sufriré cuanto sea preciso? Ninguna de las deidades del cielo
tiene
tanta culpa como mi madre, que me halagó con falsas predicciones: dijo que me
matarían
al pie del muro de los troyanos, armados de coraza, las veloces flechas de
Apolo.
¡Ojalá me hubiese muerto Héctor, que es aquí el más bravo! Entonces un valiente
hubiera
muerto y despojado a otro valiente. Mas ahora quiere el destino que yo perezca
de
miserable muerte, cercado por un gran río; como el niño pórquerizo a quien
arrastran
las
aguas invernales del torrente que intentaba atravesar.
284
Así se expresó. En seguida Posidón y Atenea, con figura humana, se le acercaron
y
le
asieron de las manos mientras le animaban con palabras. Posidón, que sacude la
tierra,
fue
el primero en hablar y dijo:
288
-¡Pelida! No tiembles, ni te asustes. ¡Tal socorro vamos a darte, con la venia
de
Zeus,
nosotros los dioses, yo y Palas Atenea! Porque no dispone el hado que seas
muerto
por
el río, y éste dejará pronto de perseguirte, como verás tú mismo. Te daremos un
prudente
consejo, por si quieres obedecer: no descanse to brazo en la batalla funesta
hasta
haber
encerrado dentro de los ínclitos muros de Ilio a cuantos troyanos logren
escapar. Y
cuando
hayas privado de la vida a Héctor, vuelve a las naves; que nosotros to
concederemos
que alcánces gloria.
298
Dichas estas palabras, ambas deidades fueron a reunirse con los demás
inmortales.
Aquiles,
impelido por el mandato de los dioses, enderezó sus pasos a la llanura inundada
por
el agua del río, en la cual flotaban cadáveres y hermosas armas de jóvenes
muertos en
la
pelea. El héroe caminabá derechamente, saltando por el agua, sin que el
anchuroso río
lograse
detenerlo; pues Atenea le había dado muchos bríos. Pero el Escamandro no cedía
en
su furor; sino que, irritándose aún más contra el Pelión, hinchaba y levantaba a
to alto
sus
olas, y a gritos llamaba al Simoente:
308
-¡Hermano querido! Juntémonos para contener la fuerza de ese hombre, que pronto
tomará
la gran ciudad del rey Príamo, pues los troyanos no le resistirán en la batalla.
Ven
al
momento en mi auxilio: aumenta to caudal con el agua de las fuentes, concita a
todos
los
arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para
que ano-
nademos
a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los
dioses.
Creo
que no le valdrán ni su fuerza, ni su hermosura, ni sus magníficas armas, que
han de
quedar
en el fondo de este lago cubiertas de cieno. A él to envolveré en abundante
arena,
derramando
en torno suyo mucho cascajo; y ni siquiera sus huesos podrán ser recogidos
por
los aqueos: tanto limo amontonaré encima. Y tendrá su túmulo aquí mismo, y no
necesitará
que los aqueos se to erijan cuando le hagan las exequias.
324
Dijo; y, revuelto, arremetió contra Aquiles, alzándose furioso y mugiendo con la
espuma,
la sangre y los cadáveres. Las purpúreas ondas del río, que las celestiales
lluvias
alimentan,
se mantenían levantadas y arrastraban al Pelida. Pero Hera, temiendo que el
gran
río derribara a Aquiles, gritó, y dijo en seguida a Hefesto, su hijo
amado:
331
-¡Levántate, estevado, hijo querido; pues creemos que el Janto voraginoso es tu
igual
en el combate! Socorre pronto a Aquiles, haciendo aparecer inmensa llama. Voy a
suscitar
con el Céfiro y el veloz Noto una gran borrasca, para que viniendo del mar
extienda
el destructor incendio y se quemen las cabezas y las armas de los troyanos. Tú
abrasa
los árboles de las orillas del Janto, métele en el fuego, y no to dejes
persuadir ni
con
palabras dulces ni con amenazas. No cese tu furia hasta que yo te lo diga
gritando; y
entonces
apaga el fuego infatigable.
342
Así dijo; y Hefesto, arrojando una abrasadora llama, incendió primeramente la
llanura
y quemó muchos cadáveres de guerreros a quienes había muerto Aquiles; secóse
el
campo, y el agua cristalina dejó de correr. Como el Bóreas seca en el otoño un
campo
recién
inundado y se alegra el que to cultiva, de la misma suerte, el fuego secó la
llanura
entera
y quemó los cadáveres. Luego Hefesto dirigió al río la resplandeciente llama y
ardieron,
así los olmos, los sauces y los tamariscos, como el loto, el junco y la juncia
que
en
abundancia habían crecido junto a la hermosa corriente. Anguilas y peces
padecían y
saltaban
acá y allá, en los remolinos o en la corriente, oprimidos por el soplo del
ingenioso
Hefesto. Y el río, quemándose también, así habiaba:
357
-¡Hefesto! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo ni con tu
llama
ardiente. Cesa de perseguirme y en seguida el divino Aquiles arroje de la ciudad
a
los
troyanos. ¿Qué interés tengo en la contienda ni en auxiliar a
nadie?
361
Así habló, abrasado por el fuego; y la hermosa corriente hervía. Como en una
caldera
puesta sobre un gran fuego, la grasa de un puerco cebado se funde, hierve y
rebosa
por todas partes, mientras la leña seca arde debajo; así la hermosa corriente se
quemaba
con el fuego y el agua hervía, y, no pudiendo it hacia adelante, paraba su curso
oprimida
por el vapor que con su arte produjera el ingenioso Hefesto. Y el río,
dirigiendo
muchas
súplicas a Hera, estas aladas palabras le decía:
369
-¡Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente, atacándome a mí solo entre los
dioses?
No debo de ser para ti tan culpable como todos los demás que favorecen a los
troyanos.
Yo desistiré de ayudarlos, si tú lo mandas; pero que éste cese también. Y juraré
no
librar a los troyanos del día fatal, aunque Troya entera llegue a ser pasto de
las voraces
llamas
por haberla incendiado los belicosos aqueos.
377
Cuando Hera, la diosa de los níveos brazos, oyó estas palabras, dijo en seguida
a
Hefesto,
su hijo amado:
379
-¡Hefesto hijo ilustre! Cesa ya, pues no conviene que, a causa de los mortales,
a un
dios
inmortal atormentemos.
381
Así dijo. Hefesto apagó la abrasadora llama, y las olas retrocedieron a la
hermosa
corriente.
383
Y tan pronto como el ánimo del Janto fue abatido, ellos cesaron de luchar porque
Hera,
aunque irritada, los contuvo; pero una reñida y espantosa pelea se suscitó
entonces
entre
los demás dioses: divididos en dos bandos, vinieron a las manos con fuerte
estrépito;
bramó la vasta tierra, y el gran cielo resonó como una trompeta. Oyólo Zeus,
sentado
en el Olimpo, y con el corazón alegre reía al ver que los dioses iban a
embestirse.
Y
ya no estuvieron separados largo tiempo; pues el primero Ares, que horada los
escudos,
acometiendo
a Atenea con la broncínea lanza, estas injuriosas palabras le
decía:
394
-¿Por qué nuevamente, oh mosca de perro, promueves la contienda entre los dioses
con
insaciable audacia? ¿Qué poderoso afecto to mueve? ¿Acaso no te acuerdas de
cuando
incitabas a Diomedes Tidida a que me hiriese, y cogiendo tú misma la reluciente
pica
la enderezaste contra mí y me desgarraste el hermoso cutis? Pues me figuro que
ahora
pagarás cuanto me hiciste.
400
Apenas acabó de hablar, dio un bote en el escudo floqueado, horrendo, que ni el
rayo
de Zeus rompería, allí acertó a dar Ares, manchado de homicidios, con la ingente
lanza.
Pero la diosa, volviéndose, aferró con su robusta mano una gran piedra negra y
erizada
de puntas que estaba en la llanura y había sido puesta por los antiguos como
linde
de
un campo; e, hiriendo con ella al furibundo Ares en el cuello, dejóle sin vigor
los
miembros.
Vino a tierra el dios y ocupó siete yeguadas, el polvo manchó su cabellera y
las
armas resonaron. Rióse Palas Atenea; y, gloriándose de la victoria, profirió
estas
aladas
palabras:
410-¡Necio!
Aún no has comprendido que me jacto de ser mucho más fuerte, puesto
que
osas oponer tu furor al mío. Así padecerás, cumpliéndose las imprecaciones de tu
airada
madre que maquina males contra ti porque abandonaste a los aqueos y favoreces a
los
orgullosos troyanos.
415
Cuando esto hubo dicho, volvió a otra parte los ojos refulgentes. Afrodita, hija
de
Zeus,
asió por la mano a Ares y le acompañaba, mientras el dios daba muchos suspiros y
apenas
podía recobrar el aliento. Pero la vio Hera, la diosa de los níveos brazos, y al
punto
dijo a Atenea estas aladas palabras:
420
-¡Oh dioses! ¡Hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Aquella mosca de
perro
vuelve
a sacar del dañoso combate, por entre el tumulto, a Ares, funesto a los
mortales.
¡Anda
tras ella!
423
De tal modo habló. Alegrósele el alma a Atenea, que corrió hacia Afrodita, y
alzando
la robusta mano descargóle un golpe sobre el pecho. Desfallecieron las rodillas
y
el
corazón de la diosa, y ella y Ares quedaron tendidos en la fértil tierra. Y
Atenea,
vanagloriándose,
pronunció estas aladas palabras:
428
-¡Ojalá fuesen tales cuantos auxilian a los troyanos en las batallas contra los
argivos,
armados de coraza; así, tan audaces y atrevidos como Afrodita que vino a
socorrer
a Ares desafiando mi furor; y tiempo ha que habríamos puesto fin a la guerra con
la
toma de la bien construida ciudad de Ilio!
434
Así se expresó. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos. Y el soberano
Posidón,
que sacude la tierra, dijo entonces a Apolo:
436
-¡Febo! ¿Por qué nosotros no luchamos también? No conviene abstenerse, una vez
que
los demás han dado principio a la pelea. Vergonzoso fuera que volviésemos al
Olim-
po,
a la morada de Zeus erigida sobre bronce, sin haber combatido. Empieza tú, pues
eres
el
menor en edad y no parecería decoroso que comenzara yo que nací primero y tengo
más
experiencia. ¡Oh necio, y cuán irreflexivo es to corazón! Ya no te acuerdas de
los
muchos
males que en torno de Ilio padecimos los dos, solos entre los dioses, cuando
enviados
por Zeus trabajamos un año entero para el soberbio Laomedonte; el cual, con la
promesa
de darnos el salario convenido, nos mandaba como señor. Yo cerqué la ciudad
de
los troyanos con un muro ancho y hermosísimo, para hacerla inexpugnable; y tú,
Febo,
pastoreabas
los flexípedes bueyes de curvas astas en los bosques y selvas del Ida, en
valles
abundoso. Mas cuando las alegres horas trajeron el término del ajuste, el
soberbio
Laomedonte
se negó a pagarnos el salario y nos despidió con amenzas. A ti te amenazó
con
venderte, atado de pies y manos, en lejanas islas; aseguraba además que con el
bronce
nos cortaría a entrambos las orejas; y nosotros nos fuimos pesarosos y con el
ánimo
irritado porque no nos dio la paga que había prometido. ¡Y todavía se lo
agradeces,
favoreciendo a su pueblo, en vez de procurar con nosotros que todos los
troyanos
perezcan de mala muerte con sus hijos y castas esposas!
461
Contestó el soberano Apolo, que hiere de lejos:
462
-¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los
míseros
mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos
comiendo
los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos
en
seguida de combatir y peleen ellos entre sí.
468
Así diciendo, le volvió la espalda; pues por respeto no quería llegar a las
manos
con
su tío paterno. Y su hermana, la campestre Ártemis, que de las fieras es señora,
lo
increpó
duramente con injuriosas voces:
472
-¿Huyes ya, tú que hieres de lejos, y das la victoria a Posidón, concediéndole
inmerecida
gloria? ¡Necio! ¿Por qué llevas ese arco inútil? No oiga yo que te jactes en el
palacio
de mi padre, como hasta aquí to hiciste ante los inmortales dioses, de luchar
cuerpo
a cuerpo con Posidón.
478
Así dijo, y Apolo, que hiere de lejos, nada respondió. Pero la venerable esposa
de
Zeus,
irritada, increpó con injuriosas voces a la que se complace en tirar
flechas:
481
-¿Cómo es que pretendes, perra atrevida, oponerte a mí? Difícil to será resistir
mi
fortaleza,
aunque lleves arco y Zeus to haya hecho leona entre las mujeres y te permita
matar,
a la que te plazca. Mejor es cazar en el monte fieras agrestes o ciervos, que
luchar
denodadamente
con quienes son más poderosos. Y, si quieres probar el combate,
empieza,
para que sepas bien cuánto más fuerte soy que tú; ya que contra mí quieres
emplear
tus fuerzas.
489
Dijo; asióla con la mano izquierda por ambas muñecas, quitóle de los hombros,
con
la
derecha, el arco y el carcaj, y riendo se puso a golpear con éstos las orejas de
Ártemis,
que
volvía la cabeza, ora a un lado, ora a otro, mientras las veloces flechas se
esparcían
por
el suelo. Ártemis huyó llorando, como la paloma que perseguida por el gavilán
vuela
a
refugiarse en el hueco de excavada roca, porque no había dispuesto el hado que
aquél la
cogiese.
De igual manera huyó la diosa, vertiendo lágrimas y dejando allí arco y aljaba.
Y
el
mensajero Argicida dijo a Leto:
498
-¡Leto! Yo no pelearé contigo, porque es arriesgado luchar con las esposas de
Zeus,
que
amontona las nubes. Jáctate muy satisfecha, delante de los inmortales dioses, de
que
me
venciste con to poderosa fuerza.
502
Así dijo. Leto recogió el corvo arco y las saetas que habían caído acá y acullá,
en
medio
de un torbellino de polvo; y se fue en pos de su hija. Llegó ésta al Olimpo, a
la
morada
de Zeus erigida sobre bronce; sentóse llorando en las rodillas de su padre, y el
divino
velo temblaba alrededor de su cuerpo. El padre Cronida cogióla en el regazo; y,
sonriendo
dulcemente, le preguntó:
509-¿Cuál
de los celestes dioses, hija querida, de tal modo te ha maltratado, como si en
su
presencia hubieses cometido alguna falta?
511
Respondióle Ártemis, que se recrea con el bullicio de la caza y lleva hermosa
diadema:
512
-Tu esposa Hera, la de los níveos brazos, me ha maltratado, padre; por ella la
discordia
y la contienda han surgido entre los inmortales.
514
Así éstos conversaban. En tanto, Febo Apolo entró en la sagrada Ilio, temiendo
por
el
muro de la bien edificada ciudad: no fuera que en aquella ocasión lo destruyesen
los
dánaos,
contra lo ordenado por el destino. Los demás dioses sempiternos volvieron al
Olimpo,
irritados unos y envanecidos otros por el triunfo; y se sentaron junto a Zeus,
el
de
las sombrías nubes. Aquiles, persiguiendo a los troyanos, mataba hombres y
solípedos
caballos.
De la suerte que cuando una ciudad es presa de las llamas y llega el humo al
anchuroso
cielo, porque los dioses se irritaron contra ella, todos los habitantes trabajan
y
muchos
padecen grandes males, de igual modo Aquiles causaba a los troyanos fatigas y
daños.
526
El anciano Príamo estaba en la sagrada torre; y, como viera al ingente Aquiles,
y a
los
troyanos puestos en confusión, huyendo espantados y sin fuerzas para resistirle,
empezó
a gemir y bajó de aquélla para exhortar a los ínclitos varones que custodiaban
las
puertas
de la muralla:
531
Abrid las puertas y sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la ciudad los
guerreros
que huyen espantados. Aquiles es quien los estrecha y pone en desorden, y
temo
que han de ocurrir desgracias. Mas, tan pronto como aquéllos respiren,
refugiados
dentro
del muro, entornad las hojas fuertemente unidas; pues estoy con miedo de que ese
hombre
funesto entre por el muro.
537
Así dijo. Abrieron las puertas, quitando los cerrojos, y a esto se debió la
salvación
de
las tropas. Apolo saltó fuera del muro para librar de la ruina a los troyanos.
Éstos,
acosados
por la sed y llenos de polvo, huían por el campo en derechura a la ciudad y su
alta
muralla. Y Aquiles los perseguía impetuosamente con la lanza, teniendo el
corazón
poseído
de violenta rabia y deseando alcanzar gloria.
544
Entonces los aqueos hubieran tomado a Troya, la de altas puertas, si Febo Apolo
no
hubiese
incitado al divino Agenor, hijo ilustre y valiente de Anténor, a esperar a
Aquiles.
El
dios infundióle audacia en el corazón, y, para apartar de él a las crueles
Parcas, se
quedó
a su lado, recostado en una encina y cubierto de espesa niebla. Cuando Agenor
vio
llegar
a Aquiles, asolador de ciudades, se detuvo, y en su agitado corazón vacilaba
sobre
el
partido que debería tomar. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le
decía:
553
-¡Ay de mí! Si huyo del valiente Aquiles por donde los demás corren espantados y
en
desorden, me cogerá también y me matará sin que me pueda defender. Si dejando
que
éstos
sean derrotados por el Pelida Aquiles, me fuese por la llanura troyana, lejos
del
muro,
hasta llegar a los bosques del Ida, y me escondiera en los matorrales, podría
volver
a
Ilio por la tarde, después de tomar un baño en el río para refrescarme y
quitarme el
sudor.
Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No sea que aquél advierta
que
me alejo de la ciudad por la llanura, y persiguiéndome con ligera planta me dé
alcance;
y ya no podré evitar la muerte y las Parcas, porque Aquiles es el más fuerte de
todos
los hombres. Y si delante de la ciudad le salgo al encuentro... Vulnerable es su
cuerpo
por el agudo bronce, hay en él una sola alma y dicen los hombres que el héroe es
mortal;
pero Zeus Cronida le da gloria.
571
Esto, pues, se decía; y, encogiéndose, aguardó a Aquiles, porque su corazón
esforzado
estaba impaciente por luchar y combatir. Como la pantera, cuando oye el
ladrido
de los perros, sale de la poblada selva y va al encuentro del cazador, sin que
arrebaten
su ánimo ni el miedo ni el espanto, y si aquél se le adelanta y la hiere desde
cerca
o desde lejos, no deja de luchar, aunque esté atravesada por la jabalina, hasta
venir
con
él a las manos o sucumbir, de la misma suerte, el divino Agenor, hijo del
preclaro
Anténor,
no quería huir antes de entrar en combate con Aquiles. Y, cubriéndose con el
liso
escudo, le apuntaba la lanza, mientras decía con fuertes
voces:
583
-Grandes esperanzas concibe tu ánimo, esclarecido Aquiles, de tomar en el día de
hoy
la ciudad de los altivos troyanos. ¡Insensato! Buen número de males habrán de
pa-
decerse
todavía por causa de ella. Estamos dentro muchos y fuertes varones que,
peleando
por nuestros padres, esposas e hijos, salvaremos a Ilio; y tú recibirás aquí
mismo
la muerte, a pesar de ser un terrible y audaz guerrero.
590
Dijo. Con la robusta mano arrojó el agudo dardo, y no erró el tiro; pues acertó
a dar
en
la pierna del héroe, debajo de la rodilla. La greba de estaño recién construida
resonó
horriblemente,
y el bronce fue rechazado sin que lograra penetrar, porque lo impidió la
armadura,
regalo del dios. El Pelida arremetió a su vez con Agenor, igual a una deidad;
pero
Apolo no le dejó alcanzar gloria, pues, arrebatando al troyano, le cubrió de
espesa
niebla
y le mandó a la ciudad para que saliera tranquilo de la
batalla.
599
Luego el que hiere de lejos apartó del ejército al Pelión, valiéndose de un
engaño.
Tomó
la figura de Agenor, y se puso delante del héroe, que se lanzó a perseguirlo.
Mien-
tras
Aquiles iba tras de Apolo, por un campo paniego, hacia el río Escamandro, de
profundos
vórtices, y corría muy cerca de él, pues el odio le engañaba con esta astucia a
fin
de que tuviera siempre la esperanza de darle alcance en la carrera, los demás
troyanos,
huyendo
en tropel, llegaron alegres a la ciudad, que se llenó con los que a11í se
refugiaron.
Ni siquiera se atrevieron a esperarse los unos a los otros, fuera de la ciudad y
del
muro, para saber quiénes habían escapado y quiénes habían muerto en la batalla,
sino
que
afluyeron presurosos a la ciudad cuantos, merced a sus pies y a sus rodillas,
lograron
salvarse.
CANTO
XXII*
Muerte
de Héctor
*
Aquiles, después de decirle que se vengaría de él si pudiera, torna al campo de
batalla y delante de las
puertas
de la ciudad encuentra a Héctor, que le esperaba; huye éste, aquél le persigue y
dan tres vueltas a
la
ciudad de Troya; Zeus coge la balanza de oro y ve que el destino condena a
Héctor, el cual, engañado
por
Atenea se detiene y es vencido y muerto por Aquiles, no obstante saber éste que
ha de sucumbir poco
después
que muera el caudillo troyano.
1
Los troyanos, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los
hermosos
baluartes,
refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto los aqueos se iban
acercando
a la muralla, con los escudos levantados encima de los hombros. La Parca
funesta
sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilio, en las puertas Esceas. Y
Febo
Apolo dijo al Pelión:
8
-¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un
dios
inmortal?
Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa to deseo de alcanzarme. Ya no
te
cuidas de pelear con los troyanos, a quienes pusiste en fuga; y éstos han
entrado en la
población,
mientras to extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no
me
condenó a morir.
14
Muy indignado le respondió Aquiles, el de los pies
ligeros:
15
-¡Oh tú, que hieres de lejos, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste,
trayéndome
acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra
antes
de llegar a Ilio. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has
salvado
con
facilidad a los troyanos, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente
me
vengaría
de ti, si mis fuerzas to permitieran.
21
Dijo y, muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad; como el corcel
vencedor
en la carrera de carros trota veloz por el campo, tan ligeramente movía Aquiles
pies
y rodillas.
25
EI anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la
llanura,
tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos
rayos
entre
muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de "perro de
Orión",
el
cual con ser brillantísimo constituye una señal funesta porque trae excesivo
calor a los
míseros
mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe,
mientras
éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y
profi-
rió
grandes voces y lamentos, dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba
inmóvil
ante
las puertas y sentía vehemence deseo de combatir con Aquiles. Y el anciano,
ten-
diéndole
los brazos, le decía en tono lastimero:
38
-¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre,
para
que
no mueras presto a manos del Pelión, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así
fuera
tan
caro a los dioses, como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los
perros y
los
buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y
valientes
hijos, matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los
troyanos
se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y
Polidoro,
que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los
rescataremos
con bronce y oro, que todavía to hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó
espléndidamente
su anciano padre, el ínclito Altes. Pero, si han muerto y se hallan en la
morada
de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí que los engendramos;
porque
el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquiles. Ven adentro
del
muro,
hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas; y no quieras
procurar
inmensa
gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de
este
infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronida me
quitará la
vida
en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras:
muer-
tos
mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños
por el
suelo
en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los
aqueos.
Y
cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo
bronce
o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el
palacio
para que lo guardasen despedazarán mi cuerpo en la puerta exterior, beberán mi
sangre,
y, saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo
sido
atravesado
en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda
verse
todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y
la
barba
encanecidas y las panes verendas de un anciano muerto en la guerra es to más
triste
de
cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
77
Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas
canas,
pero
no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba
llorosa,
desnudó
el seno, mostróle el pecho, y, derramando lágrimas, dijo estas aladas
palabras:
82
-¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te
daba el
pecho
para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la
muralla,
rechaza
desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no
podré
llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí, y tampoco podrá hacerlo tu
rica
esposa,
porque los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves
argivas.
90
De esta manera Príamo y Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole
muchas
súplicas,
sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya
se
acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera
ante
su
guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la
entrada
de la cueva, así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que
arrimó
el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le
decía:
99
-¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme baldones
será
Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche
funes-
ta
en que el divinal Aquiles decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé
persuadir
-mucho
mejor hubiera sido aceptar su consejo--, y ahora que he causado la ruina del
ejército
con mi imprudencia temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y
que
alguien menos valiente que yo exclame: «Héctor, fiado en su pujanza, perdió las
tropas».
Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a
Aquiles,
o morir gloriosamente delante de ella. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el
abollonado
escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al
encuen-
tro
del irreprensible Aquiles, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a
Helena y las
riquezas
que Alejandro trajo a Ilio en las cóncavas naves, que esto fue to que originó la
guerra,
y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y
más
tarde
tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarian dos lotes
con
cuantos
bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Mas ¿por qué en tales cosas me
hace
pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni
respeto,
me
mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es
mantener
con él, desde una encina o desde una roca, un coloquio, como un mancebo y
una
doncella; como un mancebo y una dondella suelen mantener. Mejor será empezar el
combate
cuanto antes, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la
victoria.
131
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se
le
acercó
Aquiles, igual a Enialio, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del
Pelión
sobre
el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el
resplandor
del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verlo, se puso a temblar y ya
no
pudo permanecer allí; sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida,
confiando
en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el
gavilán,
que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma, ésta
huye
con
tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y
acometiéndola
repetidas
veces, porque su ánimo le incita a cogerla, así Aquiles volaba enardecido y
Héctor
movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya.
Corrían
siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el
lugar
ventoso donde estaba el cabrahígo; y llegaron a los dos cristalinos manantiales,
que
son
las fuentes del Escamandro voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo
cubre el
humo
como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el
verano
como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de
piedra,
grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían
lavar
sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por
a11í
pasaron,
el uno huyendo y el otro persiguiéndolo: delante, un valiente huía, pero otro
más
fuerte
le perseguía con ligereza; porque la contienda no era por una víctima o una piel
de
buey,
premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino por la vida de
Héctor,
domador
de caballos. Como los solípedos corceles que tomán parte en los juegos en
honor
de un difunto corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como
premio
importante un trípode o una mujer, de semejante modo aquéllos dieron tres veces
la
vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades
los
contemplaban.
Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a
decir:
168
-¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi
corazón
se compadece de Héctor, que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio
en
las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el
divino
Aquiles
le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea,
delibe-
rad,
oh dioses, y decidid si lo salvaremos de la muerte ó dejaremos que, a pesar de
ser
esforzado,
sucumba a manos del Pelida Aquiles.
177
Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
178
-¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De
nuevo
quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que
el
hado
condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo
aprobaremos.
182
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
183
Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero
contigo
quiero
ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no
desistas.
186
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en
raudo
vuelo de las cumbres del Olimpo.
188
Entre canto; el veloz Aquiles perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el
perro
va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama,
y, si
éste
se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que
nuevamente
lo descubre; de la misma manera, el Pelión, de pies ligeros, no perdía de
vista
a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas
Dardanias, al
pie
de las tomes bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando
flechas;
otras
tantas Aquiles, adelantándosele, lo apartaba hacia la llanura, y aquél volaba
sin des-
canso
cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al
perseguido,
ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar
alcance
a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado
entonces
de las Parcas de la muerte que le estaba destinada, si Apolo, acercándosele por
la
postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilizado sus
rodillas?
205
El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no
permitiéndoles
disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la
gloria
de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta
llegaron
a
los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos
suertes de
la
muerte que tiende a lo largo -la de Aquiles y la de Héctor, domador de
caballos-, cogió
por
el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor, que
descendió
hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa
de
ojos de lechuza, se acercó al Pelión, y le dijo estas aladas
palabras:
216
-Espero, oh esclarecido Aquiles, caro a Zeus, que nosotros dos procuraremos a
los
aqueos
inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea
infatigable
en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga Apolo, el
que
hiere de lejos, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida.
Párate y
respira;
a iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a
frente.
224
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en
seguida,
apoyándose
en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y
fue
a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de
Deífobo,
llegóse
al héroe y pronunció estas aladas palabras:
229
-¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero
pie
alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su
ataque.
232
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:
233
-¡Deífobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos
hijos
de Hécuba y de Príamo, pero desde ahora hago cuenta de tenerte en mayor aprecio,
porque
al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido
dentro.
238
Contestó Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
239
-¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las
rodillas
y me suplicaban que me quedara con ellos -¡de tal modo tiemblan todos!-, pero
mi
ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brio y sin dar
reposo
a la pica, para que veamos si Aquiles nos mata y se lleva nuestros sangrientos
despojos
a las cóncavas naves, o sucumbe vencido por to lanza.
246
Así diciendo, Atenea, para engañarlo, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros
se
hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, el de tremolante
casco:
250-No
huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta,
huyendo,
en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu
acometida.
Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte, ora te mate, ora me mates tú. Ea,
pongamos
a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que
se
cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la
victoria
y
logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas
armas,
oh
Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Pórtate tú conmigo de la misma
manera.
260
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies
ligeros:
261
-¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es
posible
que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo
los
lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a
otros,
tampoco
puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos
y
sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de
valor, porque
ahora
te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes
escapar.
Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos
juntos
los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la
pica.
273
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al
verla
venir,
se inclinó para evitar el golpe: clavóse la broncínea lanza en el suelo, y Palas
Atenea
la arrancó y devolvió a Aquiles, sin que Héctor, pastor de hombres, lo
advirtiese.
Y
Héctor dijo al eximio Pelión:
279
-¡Erraste el golpe, oh Aquiles, semejante a los dioses! Nada te había revelado
Zeus
acerca
de mi destino, como afirmabas; has sido un hábil forjador de engañosas palabras,
para
que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la
pica
en
la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente
to
acometa,
si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que
toda
ella penetrara en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los troyanos, si
tú
murieses;
porque eres su mayor azote.
289
Así habló; y, blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro, pues
dio un
bote
en medio del escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y
Héctor
se
irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse,
bajando
la
cabeza, pues no tenía otra lanza de fresno; y con recia voz llamó a Deífobo, el
de
luciente
escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su lado. Entonces
Héctor
comprendiólo todo, y exclamó:
297
-¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba
conmigo,
pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la
per-
niciosa
muerte, que ni tardará, ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde
hace
tiempo, a Zeus y a su hijo, el que hiere de lejos; los cuales, benévolos para
conmigo,
me
salvaban de los peligros. Ya la Parca me ha cogido. Pero no quisiera morir
cobardemente
y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los
venideros.
306
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba en el
costado.
Y
encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura,
atravesando
las
pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual
manera
arremetió
Héctor, blandiendo la aguda espada. Aquiles embistióle, a su vez, con el
corazón
rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y
movía
el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes
crines
de oro que Hefesto había colocado en la cimera. Como el Véspero, que es el
lucero
más
hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la
obscuridad
de
la noche, de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía
Aquiles,
mientras
pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo
del
héroe ofrecería menos resistencia. Éste lo tenía protegido por la excelente
armadura
de
bronce que quitó a Patroclo después de matarlo, y sólo quedaba descubierto el
lugar en
que
las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta que es el sitio por
donde
más
pronto sale el alma: por a11í el divino Aquiles envasóle la pica a Héctor, que
ya lo
atacaba,
y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó
el
garguero
con la pica de fresno que el bronce hacía ponderosa, para que pudiera hablar
algo
y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del
triunfo,
diciendo:
331
-¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado
y
no
me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador,
mu-
cho
más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti
los perros
y
las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán
honras
fúnebres.
336
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante
casco:
337
-Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que
los
perros
me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que
en
abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el
cadáver
para
que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo entreguen al
fuego.
344
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies
ligeros:
345
-No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y
el
coraje
me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has
inferido!
Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me traigan diez o veinte
veces
el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a
peso
de oro; ni, aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho
para
llorarte,
sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán to
cuerpo.
355
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:
356
-Bien lo conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho
un
corazón
de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en
que
Paris
y Febo Apolo te darán la muerte, no obstante tu valor, en las puertas
Esceas.
361
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros
y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y
joven.
Y el divino Aquiles le dijo, aunque muerto lo viera:
365
-¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Zeus y los demás dioses inmortales
dispongan
que se cumpla mi destino.
367
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de
los
hombros
las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron
todos
el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirlo. Y hubo
quien,
contemplándole, habló así a su vecino:
373
-¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando
incendió
las naves con el ardiente fuego.
375
Así algunos hablaban, y acercándose to herían. El divino Aquiles, ligero de
pies,
tan
pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y
pronunció
estas
aladas palabras:
378
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos
concedieron
vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos,
ea,
sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los
troyanos:
si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a
quedarse
todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar
el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no lo
olvidaré,
mientras me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se
olvida
a los muertos, aun a11í me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos
cantando
el peán a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una
gran
victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos
dirigían
votos
cual si fuese un dios.
395
Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones
de
detrás
de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de
buey, y lo
ató
al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la
magnífica
armadura,
subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran
polvareda
levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por
el
suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo; porque Zeus
la entre-
gó
entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la
ultrajaran.
405
Así toda la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se
arrancaba
los cabellos; y, arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos
sollozos.
El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo
gemía
y se lamentaba. No parecía sino que toda la excelsa Ilio fuese desde su cumbre
devorada
por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado
por
el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y, revolcándose en el
estiércol, les
suplicaba
a todos llamando a cada varón por sus respectivos nombres:
416
-Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo
de
la
ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento:
acaso
respete
mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le
engendró
y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado
más
pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud!
Pero
no
me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya
pérdida
me causa el vivo dolor que me precipitará en el Hades: por Héctor, que hubiera
debido
morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la
infortunada
madre que le dio a luz y yo mismo.
429
Así habló llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las
troyanas
el funeral lamento:
431
-¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué, después de haber padecido terribles
penas,
seguiré viviendo ahora que has muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo
de
orgullo para mí y el baluarte de todos, de los troyanos y de las troyanas, que
to
saludaban
como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la
muerte
y la Parca to alcanzaron.
437
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún veraz mensajero
le
llevó
la noticia de que su marido se quedara fuera de las puertas; y en lo más hondo
del
alto
palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado
color.
Había
mandado en su casa a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un
trípode
grande, para que Héctor se bañase en agua caliente al volver de la batalla.
¡Insensata!
Ignoraba que Atenea, la de ojos de lechuza, le había hecho sucumbir muy
lejos
del baño a manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la
torre,
estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante
dijo a
las
esclavas de hermosas trenzas:
450
-Venid, seguidme dos; voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el
corazón
me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio
amenaza
a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero
mucho
temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le
persiga
a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque
jamás
en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se
adelantaba
mucho
y en bravura a nadie cedía.
460
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el
corazón,
y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de
gente
que a11í se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo; en seguida
vio
a Héctor arrastrado delante de la ciudad, pues los veloces caballos lo
arrastraban
despiadadamente
hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche
velaron
sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los
vistosos
lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la áurea
Afrodita le
había
dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una
gran
dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la
sostenían
aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento,
lamentándose
con desconsuelo dijo entre las troyanas:
477
-¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en
el
palacio de Príamo; yo en Teba, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de
Eetión, el cual
me
crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera
engendrado!
Ahora tú desciendes a la mansión de Hades, en el seno de la tierra, y me
dejas
en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que
engendramos
tú y yo, infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido;
ni
él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos, tendrá
siempre
fatigas
y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los
mojones.
El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en
ade-
lante
va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad,
dirígese
a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto, ya de la túnica; y alguno,
compadecido,
le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a
humedecer
la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole
puñadas
a increpándole con injuriosas voces: "¡Vete, enhoramala!, le dice, que tu padre
no
come a escote con nosotros". Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano
Astianacte,
que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía medula y
grasa
pingüe de ovejas, y, cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía
en
blanda
cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha
muerto
su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así
porque
sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los
pe-
rros
se hayan saciado con tu carne, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a
las
corvas naves, lejos de tus padres; habiendo en el palacio vestiduras finas y
hermosas,
que
las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente
fuego;
y
ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un
motivo de
gloria
a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
515
Así dijo llorando, y las mujeres gimieron.
CANTO
XXIII *
Juegos
en honor de Patroclo
*
Luego Aquiles celebra unos espléndidos funerales en honor de Patroclo, mientras
ata el cadáver de
Hédor
por los pies a su carro y se to lleva arrastrándolo por el polvo; y desde
entonces todos los días, al
aparecer
la aurora, to vuelve a arrastrar hasta dar tres vueltas alrededor del túmulo de
Patroclo.
1
Así gemían los troyanos en la ciudad. Los aqueos, una vez llegados a las naves y
al
Helesponto,
se fueron a sus respectivos bajeles. Pero a los mirmidones no les permitió
Aquiles
que se dispersaran; y, puesto en medio de los belicosos compañeros, les
dijo:
6
-¡Mirmidones, de rápidos corceles, mis compañeros amados! No desatemos del yugo
los
solípedos corceles; acerquémonos con ellos y los carros a Patroclo, y
llorémoslo, que
éste
es el honor que a los muertos se les debe. Y cuando nos hayamos saciado de
triste
llanto,
desunciremos los caballos y aquí mismo cenaremos todos.
12
Así habló. Ellos seguían a Aquiles en compacto grupo y gemían con frecuencia. Y
sollozando
dieron tres vueltas alrededor del cadáver con los caballos de hermoso pelo:
Tetis
se hallaba entre los guerreros y les excitaba el deseo de llorar. Regadas de
lágrimas
quedaron
las arenas, regadas de lágrimas se veían las armaduras de los hombres. ¡Tal era
el
héroe, causa de fuga para los enemigos, de quien entonces padecían soledad! Y el
Pelida
comenzó entre ellos el funeral lamento colocando sus manos homicidas sobre el
pecho
de su amigo:
19
-¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te
prometiera:
he traído arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para
que
lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de troyanos
ilustres,
por
la cólera que me causó tu muerte.
24
Dijo; y, para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en
el
polvo,
cabe al lecho del Menecíada. Quitáronse todos la luciente armadura de bronce,
de-
suncieron
los corceles de sonoros relinchos, y sentáronse en gran número cerca de la nave
del
Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un banquete funeral espléndido.
Muchos
bueyes
blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al ser degollados con el hierro;
gran
copia
de grasos puercos, de albos dientes, se asaban, extendidos sobre la llama de
He-
festo;
y en tomo del cadáver la sangre corría en abundancia por todas
partes.
33
Los reyes aqueos llevaron al Pelida, el de los pies ligeros, que tenía el
corazón
afligido
por la muerte del compáñero, a la tienda de Agamenón Atrida, después de
persuadirlo
con mucho trabajo; ya en ella, mandaron a los heraldos, de voz sonora, que
pusieron
al fuego un gran trípode por si lograban que aquél se lavase las manchas de
sangre
y polvo. Pero Aquiles se negó obstinadamente, a hizo, además, un
juramento:
43
-¡No, por Zeus, que es el supremo y más poderoso de los dioses! No es justo que
el
baño
moje mi cabeza hasta que ponga a Patroclo en la pira, le erija un túmulo y me
corte
la
cabellera; porque un pesar tan grande no volverá lamas a sentirlo mi corazón
mientras
me
cuente entre los vivos. Ahora celebremos el triste banquete; y, cuando se
descubra la
aurora,
manda, oh rey de hombres, Agamenón, que traigan leña y la coloquen como
conviene
a un muerto que baja a la región sombría, para que pronto el fuego infatigable
consuma
y haga desaparecer de nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros
vuelvan
a sus ocupaciones.
34
Así dijo; y ellos le escucharon y obedecieron. Dispuesta con prontitud la cena,
comieron
todos, y nadie careció de su respectiva porción. Mas, después que hubieron
satisfecho
de comida y de bebida al apetito, se fueron a dormir a sus tiendas. Quedóse el
Pelida
con muchos mirmidones, dando profundos suspiros, a orillas del estruendoso mar,
en
un lugar limpio donde las olas bañaban la playa; pero no tardó en vencerlo el
sueño,
que
disipa los cuidados del ánimo, esparciéndose suave en torno suyo; pues el héroe
había
fatigado mucho sus fornidos miembros persiguiendo a Héctor alrededor de la
ventosa
Ilio. Entonces vino a encontrarle el alma del mísero Patroclo, semejante en un
todo
a éste cuando vivía, tanto por su estatura y hermosos ojos, como por las
vestiduras
que
llevaba; y, poniéndose sobre la cabeza de Aquiles, le dijo estas
palabras:
69
-¿Duermes, Aquiles, y me tienes olvidado? Te cuidabas de mí mientras vivía, y
ahora
que he muerto me abandonas. Entiérrame cuanto antes, para que pueda pasar las
puertas
del Hades; pues las almas, que son imágenes de los difuntos, me rechazan y no
me
permiten que atraviese el río y me junte con ellas; y de este modo voy errante
por los
alrededores
del palacio, de anchas puertas, de Hades. Dame la mano, te lo pido llorando;
pues
ya no volveré del Hades cuando hayáis entregado mi cadáver al fuego. Ni ya,
gozando
de vida, conversaremos separadamente de los amigos; pues me devoró la odiosa
muerte
que el hado, cuando nací, me deparara. Y tu destino es también, oh Aquiles
semejante
a los dioses, morir al pie de los muros de los nobles troyanos. Otra cosa te
diré
y
encargaré, por si quieres complacerme. No dejes mandado, oh Aquiles, que pongan
tus
huesos
separados de los míos: ya que juntos nos hemos criado en tu palacio, desde que
Menecio
me llevó de Opunte a vuestra casa por un deplorable homicidio -cuando
encolerizándome
en el juego de la taba maté involuntariamente al hijo de Anfidamante-,
y
el caballero Peleo me acogió en su morada, me crió con regalo y me nombró tu
escudero;
así también, una misma urna, la ánfora de oro que te dio tu veneranda madre,
guarde
nuestros huesos.
93
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
94
-¿Por qué, cabeza querida, vienes a encargarme estas cosas? Te obedeceré y lo
cumpliré
todo como lo mandas. Pero acércate y abracémonos, aunque sea por breves
instantes,
para saciarnos de triste llanto.
99
En diciendo esto, le tendió los brazos, pero no consiguió asirlo: disipóse el
alma cual
si
fuese humo y penetró en la tierra dando chillidos. Aquiles se levantó atónito,
dio una
palmada
y exclamó con voz lúgubre:
103
-¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Hades quedan el alma y la imagen de
los
que mueren, pero la fuerza vital desaparece por entero. Toda la noche ha estado
cerca
de
mí el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para
encargarme
to que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía.
108
Así dijo, y a todos les excitó el deseo de llorar. Todavía se hallaban alrededor
del
cadáver,
sollozando lastimeramente, cuando despuntó la Aurora de rosáceos dedos.
Entonces
el rey Agamenón mandó que de todas las tiendas saliesen hombres con mulos
para
ir por leña; y a su frente se puso un varón excelente, Meriones, escudero del
valeroso
Idomeneo.
Los mulos iban delante; tras ellos caminaban los hombres, llevando en sus
manos
hachas de cortar madera y sogas bien torcidas; y así subieron y bajaron cuestas,
y
recorrieron
atajos y veredas. Mas, cuando llegaron a los bosques del Ida, abundante en
manantiales,
se apresuraron a cortar con el afilado bronce encinas de alta copa que caían
con
estrépito. Los aqueos las partieron en rajas y las cargaron sobre los mulos. En
seguida
éstos, midiendo con sus pasos la tierra, volvieron atrás por los espesos
matorra-
les,
deseosos de regresar a la llanura. Todos los leñadores llevaban troncos, porque
así to
había
ordenado Meriones, escudero del valeroso Idomeneo. Y los fueron dejando
su-
cesivamente
en un sitio de la orilla del mar, que Aquiles indicó para que a11í se erigiera
el
gran túmulo de Patroclo y de sí mismo.
127
Después que hubieron descargado la inmensa cantidad de leña, se sentaron todos
juntos
y aguardaron. Aquiles mandó en seguida a los belicosos mirmidones que tomaran
las
armas y uncieran los caballos; y ellos se levantaron, vistieron la armadura, y
los
caudillos
y sus aurigas montaron en los carros. Iban éstos al frente, seguíales la nube de
la
copiosa
infantería, y en medio los amigos llevaban a Patroclo, cubierto de cabello que
en
su
honor se habían cortado. El divino Aquiles sosteníale la cabeza, y estaba triste
porque
despedía
para el Hades al eximio compañero.
138
Cuando llegaron al lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo,
y
en
seguida amontonaron abundante leña. Entonces el divino Aquiles, el de los pies
ligeros,
tuvo otra idea: separándose de la pira, se cortó la rubia cabellera, que
conservaba
espléndida
para ofrecerla al río Esperqueo; y exclamó apenado, fijando los ojos en el
vinoso
ponto:
144
-¡Esperqueo! En vano mi padre Peleo te hizo el voto de que yo, al volver a la
tierra
patria,
me cortaría la cabellera en tu honor y te inmolaría una sacra hecatombe de
cin-
cuenta
carneros cerca de tus fuentes, donde están el bosque y el perfumado altar a ti
consagrados.
Tal voto hizo el anciano, pero tú no has cumplido su deseo. Y ahora, como
no
he de volver a la tierra patria, daré mi cabellera al héroe Patrocio para que se
la lleve
consigo.
152
Habiendo hablado así, puso la cabellera en las manos del compañero querido, y a
todos
les excitó el deseo de llorar. Y entregados al llanto los dejara el sol al
ponerse, si
Aquiles
no se hubiese acercado a Agamenón para decirle:
156
-¡Atrida! Puesto que la gente aquea to obedecerá más que a nadie, y tiempo habrá
para
saciarse de llanto, aparta de la pira a los guerreros y mándales que preparen la
cena;
y
de to que resta nos cuidaremos nosotros, a quienes corresponde de un modo
especial
honrar
al muerto. Quédense tan sólo los caudillos.
161
Al oírlo, el rey de hombres, Agamenón, despidió la gente para que volviera a las
naves
bien proporcionadas; y los que cuidaban del funeral amontonaran leña, levantaron
una
pira de cien pies por lado, y, con el corazón alligido, pusieron en lo alto de
ella el
cuerpo
de Patrocio. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües ovejas y
flexípedes
bueyes de curvas astas; y el magnánimo Aquiles tomó la grasa de aquéllas y
de
éstos, cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza, y hacinó alrededor los
cuerpos
desollados.
Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente de miel y de
aceite,
y las abocó al lecho; y, exhalando profundos suspiros, arrojó a la hoguera
cuatro
corceles
de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey que se alimentaban de su mesa, y,
degollando
a dos, echólos igualmente en la pira. Siguiéronles doce hijos valientes de
troyanos
ilustres, a quienes mató con el bronce, pues el héroe meditaba en su corazón
acciones
crueles. Y entregando la pira a la violencia indomable del fuego para que la
devorara,
gimió y nombró al compañero amado:
179
-¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te
prometí.
El
fuego devora contigo a doce hijos valientes de troyanos ilustres; y a Héctor
Priámida
no
le entregaré a la hoguera para que to consuma, sino a los
perros.
184
Así dijo en son de amenaza. Pero los canes no se acercaron a Héctor. La diosa
Afrodita,
hija de Zeus, los apartó día y noche, y ungió el cadáver con un divino aceite
rosado
para que Aquiles no lo lacerase al arrastrarlo. Y Febo Apolo cubrió el espacio
ocupado
por el muerto con una sombna nube que hizo pasar del cielo a la llanura, a fin
de
que
el ardor del sol no secara el cuerpo, con sus nervios y
miembros.
192
En tanto, la pira en que se hallaba el cadáver de Patroclo no ardía. Entonces el
divino
Aquiles, el de los pies ligeros, tuvo otra idea: apartóse de la pira, oró a los
vientos
Bóreas
y Céfiro y votó ofrecerles solemnes sacrificios; y, haciéndoles repetidas
libaciones
con una copa de oro, les rogó que acudieran para que la leña ardiese bien y los
cadáveres
fueran consumidos prestamente por el fuego. La veloz Iris oyó las súplicas, y
fue
a avisar a los vientos, que estaban reunidos celebrando un banquete en la morada
del
impetuoso
Céfiro. Iris llegó corriendo y se detuvo en el umbral de piedra. Así que la
vieron,
levantáronse todos, y cada uno la ¡lamaba a su lado. Pero ella no quiso
sentarse, y
pronunció
estas palabras:
205
-No puedo sentarme; porque voy, por cima de la corriente del Océano, a la tierra
de
los
etíopes, que ahora ofrecen hecatombes a los inmortales, para entrar a la parte
en los
sacrificios.
Aquiles ruega al Bóreas y al estruendoso Céfiro, prometiéndoles solemnes
sacrificios,
que vayan y hagan arder la pira en que yace Patroclo, por el cual gimen los
aqueos
todos.
212
Habló así y fuese. Los vientos se levantaron con inmenso ruido, esparciendo las
nubes;
pasaron por cima del ponto, y las olas crecían al impulso del sonoro soplo,
llegaron,
por fin, a la fértil Troya, cayeron en la pira y el fuego abrasador bramó
grandemente.
Durante toda la noche, los dos vientos, soplando con agudos silbidos,
agitaron
la llama de la pira, durante toda la noche, el veloz Aquiles, sacando vino de
una
cratera
de oro, con una copa de doble asa, to vertió y regó la tierra, a invocó el alma
del
mísero
Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado,
cuya
muerte ha sumido en el dolor a sus progenitores, de igual modo sollozaba Aquiles
al
quemar
los huesos del amigo; y, arrastrándose en torno de la hoguera, gemía sin
cesar.
226
Cuando el lucero de la mañana apareció sobre la tierra anunciando el día, y poco
después
la aurora, de azafranado velo, se esparció por el mar, apagábase la hoguera y
moría
la llama. Los vientos regresaron a su morada por el ponto de Tracia, que gemía a
causa
de la hinchazón de las olas alborotadas, y el Pelida, habiéndose separado un
poco
de
la pira, acostóse, rendido de cansancio, y el dulce sueño le venció. Pronto los
caudillos
se
reunieron en gran número alrededor del Atrida; y el alboroto y ruido que hacían
al
llegar
despertaron a Aquiles. Incorporóse el héroe; y, sentándose, les dijo estas
palabras:
236
-¡Atrida y demás príncipes de los aqueos todos! Primeramente apagad con negro
vino
cuanto de la pira alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos
de
Patroclo
Menecíada, distinguiéndolos bien -fácil será reconocerlos, porque el cadáver
estaba
en medio de la pira y en los extremos se quemaron confundidos hombres y
caballos-,
y pongámoslos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa donde se
guarden
hasta que yo descienda al Hades. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande,
sino
cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las
naves
de
muchos bancos cuando yo muera, hacedIo anchuroso y alto.
249
Así dijo, y ellos obedecieron al Pelión, de pies ligeros. Primeramente apagaron
con
negro
vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia;
des-
pués
recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una
urna
de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda,
tendiendo
sobre
la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira,
echaron
los
cimientos, a inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y,
erigido
el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar,
formando
un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que
vencieren
en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza,
mujeres
de hermosa cintura y luciente hierro.
262
Empezó exponiendo los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero
llegara
se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de
vein-
tidós
medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba
en
su
vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego
y lu-
ciente
aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro;
y
para
el quinto, un vaso con dos asas no puesto al fuego todavía. Y, estando en pie,
dijo a
los
argivos:
272
-¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en medio he
colocado
son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me
llevaría
a mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza a
los
demás,
porque son inmortales: Posidón se los regaló a mi padre Peleo, y éste me los ha
dado
a mí. Pero yo me quedaré, y también los solípedos corceles, porque perdieron al
ilustre
y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines, después de
lavarlos
con agua pura. Ambos, habiéndose quedado quietos, sienten soledad de él; y con
las
crines colgando hasta tocar la tierra permanecen en pie y afligidos en su
corazón.
¡Adelantaos,
pues, los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos
carros!
287
Así hablo el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes
que
nadie
el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de
guiar
el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a
los
corceles
de Tros, que había quitado a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe. Alzóse
luego
el rubio Menelao Atrida, del linaje de Zeus, y unció al carro una yegua y un
caballo
veloces:
Eta, propia de Agamenón, y Podargo, que era suyo. Había dado la yegua a
Agamenón,
como presente, Equepolo, hijo de Anquises, por no seguirle a la ventosa Ilio
y
gozar tranquilo en la vasta Sición, donde moraba, de la abundante riqueza que
Zeus le
había
concedido; ésta fue la yegua que Menelao unció al yugo, la cual estaba deseosa
de
corren-
Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre
del
magnánimo
rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su
padre
se le acercó y empezó a darle buenos consejos, aunque no le faltaba
inteligencia:
306
-¡Antíloco! Si bien eres joven, Zeus y Posidón to quieren y to han enseñado todo
el
arte
del auriga. No es preciso, por tanto, que yo lo instruya. Sabes perfectamente
cómo
los
caballos deben dar la vuelta en torno de la meta, pero tus corceles son los más
lentos
en
correr, y temo que algún suceso desagradable ha de ocurrirte. Empero, si otros
caballos
son más veloces, sus conductores no to aventajan en obrar sagazmente. Ea, pues,
querido,
piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se to
escapen.
El leñador más hace con la habilidad que con la fuerza; con su habilidad el
piloto
gobierna en el vinoso ponto la veloz nave combatida por los vientos; y con su
habilidad
puede un auriga vencer a otro. El que confía en sus caballos y en su carro les
hace
dar vueltas imprudentemente acá y acullá, y luego los corceles divagan en la
carrera
y
no los puede sujetar, mas el que conoce los arbitrios del arte y guía caballos
inferiores
clava
los ojos continuamente en la meta, da la vuelta cerca de la misma, y no le pasa
inadvertido
cuándo debe aguijar a aquéllos con el látigo de piel de buey: así los domina
siempre,
a la vez que observa a quien le precede. La meta de ahora es muy fácil de
conocer,
y voy a indicártela para que no dejes de verla. Un tronco seco de encina o de
pino,
que la lluvia no ha podrido aún, sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a
uno y
otro
lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el
terreno
es
llano por todas partes y propio para las carreras de carros: el tronco debe de
haber
pertenecido
a la tumba de un hombre que ha tiempo murió, o fue puesto como mojón por
los
antiguos; y ahora el divino Aquiles, el de los pies ligeros, to ha elegido por
meta.
Acércate
a ésta y den la vuelta casi tocándola carro y caballos; y tú inclínate en el
fuerte
asiento
hacia la izquierda y anima con imperiosas voces al corcel del otro lado
afojándole
las
riendas. El caballo izquierdo se aproxime tanto a la meta, que parezca que el
cubo de
la
bien construida rueda haya de llegar al tronco, pero guárdate de chocar con la
piedra:
no
sea que hieras a los corceles, rompas el carro y causes el regocijo de los demás
y la
confusión
de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y prudente. Pero, si aguijando los
caballos,
logras dar la vuelta a la meta, ya nadie se to podrá anticipar ni alcanzarte
siquiera,
aunque guíe al divino Arión -el veloz caballo de Adrasto, que descendía de un
dios-
o sea arrastrado por los corceles de Laomedonte, que se criaron aquí tan
excelentes.
349
Así dijo Néstor Nelida, y volvió a sentarse cuando hubo enterado a su hijo de to
más
importante de cada cosa.
351
Meriones fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo. Subieron los
aurigas
a los carros y echaron suertes en un casco que agitaba Aquiles. Salió primero la
de
Antíloco Nestórida; después, la del rey Eumelo; luego, la de Menelao Atrida,
famoso
por
su lanza; en seguida, la de Meriones; y por último, la del Tidida, que era el
más hábil.
Pusiéronse
en fila, y Aquiles les indicó la meta a to lejos, en el terreno llano; y encargó
a
Fénix,
escudero de su padre, que se sentara cerca de aquélla como observador de la
carrera,
a fin de que, reteniendo en la memoria cuanto ocurriese, les dijese luego la
verdad.
362
Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los
animaron
con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura
con
suma
rapidez; la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un
torbellino,
y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros unas veces tocaban al
fértil
suelo, y otras daban saltos en el aire; los aurigas permanecían en los asientos
con el
corazón
palpitante por el deseo de la victoria; cada cual animaba a sus corceles, y
éstos
volaban,
levantando polvo, por la llanura.
373
Mas, cuando los veloces caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya
volvían
hacia el espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues
todos
aquéllos empezaron a galopar. Venían delante las yeguas, de pies ligeros, de
Eumelo
Feretíada. Seguíanlas los caballos de Diomedes, procedentes de los de Tros; y
estaban
tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él: con su aliento
calentaban
la espalda y anchos hombros de Eumelo, y volaban poniendo la cabeza sobre
el
mismo. Diomedes le hubiera pasado delante, o por to menos hubiera conseguido que
la
victoria
quedase indecisa si Febo Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le
hubiese
hecho caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe, y las lágrimas
humedecieron
sus ojos al ver que las yeguas corrían más que antes, y en cambio sus
caballos
aflojaban, porque ya no sentían el azote. No le pasó inadvertido a Atenea que
Apolo
jugara esta treta al Tidida; y, corriendo hacia el pastor de hombres, devolvióle
el
látigo,
a la vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó
al
momento
hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado,
fuera
de camino; el timón cayó a tierra, y el héroe vino al suelo, junto a una rueda,
hirióse
en
los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le
arrasaron
los
ojos de lágrimas, y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los
solípedos
caballos,
desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque
Atenea
dio vigor a sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el
rubio
Menelao
Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su
padre:
403
-Corred y alargad el paso cuanto podáis. No os mando que compitáis con aquéllos,
con
los caballos del aguerrido Tidida, a los cuales Atenea dio ligereza,
concediéndole a él
la
gloria del triunfo. Mas alcanzad pronto a los corceles del Atrida y no os
quedéis
rezagados
para que no os avergüence Eta con ser hembra. ¿Por qué os atrasáis, excelentes
caballos?
Lo que os voy a decir se cumplirá: se acabarán para vosotros los cuidados en el
palacio
de Néstor, pastor de hombres, y éste os matará en seguida con el agudo bronce si
por
vuestra desidia nos llevamos el peor premio. Seguid y apresuraos cuanto podáis.
Y yo
pensaré
cómo, valiéndome de la astucia, me adelanto en el lugar donde se estrecha el
camino;
no se me escapará la ocasión.
417
Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más
diligentemente
un breve rato. Pronto el belicoso Antíloco alcanzó a descubrir el punto
más
estrecho del camino -había allí una hendedura de la tierra, producida por el
agua
estancada
durante el invierno, la cual robó parte de la senda y cavó el suelo-, y por
aquel
sitio
guiaba Menelao sus corceles, procurando evitar el choque con los demás carros.
Pero
Antíloco, torciendo la rienda a sus caballos, sacó el carro fuera del camino, y
por un
lado
y de cerca seguía a Menelao. El Atrida temió un choque, y le dijo
gritando:
426
-¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el
camino
es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No
sea
que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.
429
Así dijo. Pero Antíloco, como si no le oyese, hacía correr más a sus caballos
picándolos
con el aguijón. Cuanto espacio recorre el disco que tira un joven desde lo alto
de
su hombro para probar la fuerza, tanto aquéllos se adelantaron. Las yeguas del
Atrida
cejaron,
y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas; no fuera que los solípedos
caballos,
tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes carros, y ellos cayeran
en
el
polvo por el anhelo de alcanzar la victoria. Y el rubio Menelao, reprendiendo a
Antíloco,
exclamó:
439
-¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos
no
estábamos en to cierto cuando to teníamos por sensato. Pero no te llevarás el
premio
sin
que antes jures.
442
Después de hablar así, animó a sus caballos con estas
palabras:
443
-No aflojéis el paso, ni tengáis el corazón afligido. A aquéllos se les cansarán
los
pies
y las rodillas antes que a vosotros, pues ya ambos pasaron de la edad
juvenil.
446
Así dijo. Los corceles, temiendo la amenaza de su señor, corrieron más
diligentemente,
y pronto se hallaron cerca de los otros.
448
Los argivos, sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos; y éstos
volaban,
levantando polvo por la llanura. Idomeneo, caudillo de los cretenses, fue quien
distinguió
antes que nadie los primeros corceles que llegaban; pues era el que estaba en el
sitio
más alto por haberse sentado en un altozano, fuera del circo. Oyendo desde lejos
la
voz
del auriga que animaba a los corceles, la reconoció; y al momento vio que
corría,
adelantándose
a los demás, un caballo magnífico, todo bermejo, con una mancha en la
frente,
blanca y redonda como la luna. Y poniéndose en pie, dijo estas palabras a los
argivos:
457
-¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! ¿Veo los caballos yo solo o
también
vosotros? Paréceme que no son los mismos de antes los que vienen delanteros, ni
el
mismo el auriga: deben de haberse lastimado en la llanura las yeguas que poco ha
eran
vencedoras.
Las vi cuando doblaban la meta; pero ahora no puedo distinguirlas, aunque
registro
con mis ojos todo el campo troyano. Quizá las riendas se le fueron al auriga, y,
siéndole
imposible gobernar las yeguas al llegar a la meta, no dio felizmente la vuelta:
me
figuro
que habrá caído, el carro estará roto, y las yeguas, dejándose llevar por su
ánimo
enardecido,
se habrán echado fuera del camino. Pero levantaos y mirad, pues yo no lo
distingo
bien: paréceme que el que viene delante es un varón etolio, el fuerte Diomedes,
hijo
de Tideo, domador de caballos, que reina sobre los
argivos.
473
Y el veloz Ayante de Oileo increpóle con injuriosas voces:
474
-¡ldomeneo! ¿Por qué charlas antes de to debido? Las voladoras yeguas vienen
corriendo
a lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni
tu
vista
es la mejor, pero siempre hablas mucho y sin substancia. Preciso es que no seas
tan
gárrulo,
estando presentes otros que to son superiores. Esas yeguas que aparecen las
primeras
son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las
riendas.
482
El caudillo de los cretenses le respondió enojado:
483
-Ayante, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por
debajo
de
los argivos a causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode o una caldera
y nom-
bremos
árbitro al Atrida Agamenón para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen
delante
y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.
488
Así habló. En seguida el veloz Ayante de Oileo se alzó colérico para contestarle
con
palabras duras. Y la contienda habría pasado más adelante entre ambos, si el
propio
Aquiles,
levantándose, no les hubiese dicho:
492
-¡Ayante a Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es
decoroso;
y vosotros mismos os irritaríais contra el que así to hiciera. Sentaos en el
circo
y
fijad la. vista en los caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de
alcanzar la
victoria,
y sabréis cuáles corceles argivos son los delanteros y cuáles los
rezagados.
499
Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba a los
corceles,
y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en
alto
los
pies, recorrían velozmente el camino y rociaban de polvo al auriga. El carro,
guarnecido
de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi
no
dejaban
huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando
Diomedes
llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y
del
pecho
de los corceles hasta el suelo, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo
colgado
del
yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó
el
premio
y to entregó a los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva
a
la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro a los
corceles.
514
Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de Neleo, el cual se había
anticipado
a Menelao por haber usado de fraude y no por la mayor ligereza de su carro;
pero,
así y todo, Menelao guiaba muy cerca de él los veloces caballos. Cuando el
corcel
dista
de las ruedas del carro en que lleva a su señor por la llanura (las últimas
cerdas de la
cola
tocan la llanta y un corto espacio los separa mientras aquél corre por el campo
inmenso):
tan rezagado estaba Menelao del eximio Antíloco; pues, si bien al principio se
quedó
a la distancia de un tiro de disco, pronto volvió a alcanzarle porque el fuerte
vigor
de
la yegua de Agamenón, de Etá, de hermoso pelo, iba aumentando. Y si la carrera
hubiese
sido más larga, el Atrida se le habría adelantado, sin dejar dudosa la
victoria.-
Meriones,
el buen escudero de Idomeneo, seguía al ínclito Menelao, como a un tiro de
lanza;
pues sus corceles, de hermoso pelo, eran más tardos y él muy poco diestro en
guiar
el
carro en un certamen.- Presentóse, por último, el hijo de Admeto tirando de su
hermoso
carro
y conduciendo por delante los caballos. Al verlo, el divino Aquiles, el de los
pies
ligeros,
se compadeció de él, y dirigió a los argivos estas aladas
palabras:
536
-Viene el último con los solípedos caballos el varón que más descuella en
guiarlos.
Ea,
démosle, como es justo, el segundo premio, y llévese el primero el hijo de
Tideo.
539
Así habló y todos aplaudieron lo que proponía. Y le hubiese entregado la yegua
-pues
los aqueos lo aprobaban-, si Antíloco, hijo del magnánimo Néstor, no se hubiera
levantado
para decir con razón al Pelida Aquiles:
544
-¡Oh Aquiles! Mucho me irritaré contigo si llevas a cabo to que dices. Vas a
quitarme
el premio, atendiendo a que recibieron daño su carïo y los veloces corceles y él
es
esforzado, pero tenía que rogar a los inmortales y no habría llegado el último
de todos.
Si
le compadeces y es grato a to corazón, como hay en tu tienda abundante oro y
posees
bronce,
rebaños, esclavas y solípedos caballos, entrégale, tomándolo de estas cosas, un
premio
aún mejor que éste, para que los aqueos to alaben. Pero la yegua no la daré, y
pruebe
de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo.
555
Así habló. Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies figeros, holgándose de que
Antíloco
se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta, díjole
estas
aladas palabras:
558
-¡Antíloco! Me ordenas que dé a Eumelo otro premio, sacándolo de mi tienda, y
así
lo
haré. Voy a entregarle la coraza de bronce que quité a Asteropeo, la cual tiene
en sus
orillas
una franja de luciente estaño, y constituirá para él un presente de
valor.
563
Dijo, y mandó a Automedonte, el compañero querido, que la sacara de la tienda;
fue
éste y llevósela; y Aquiles la puso en las manos de Eumelo, que la recibió
alegre-
mente.
566
Pero levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco.
El
heraldo
le dio el cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios
habló
diciendo:
570
-¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad
y
atropellaste
mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea,
capitanes
y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que
alguno
de los aqueos, de broncíneas corazas, exclame: "Menelao, violentando con
mentiras
a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus
corceles,
por ser más valiente y poderoso." Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que
ningún
dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco, alumno de
Zeus,
ven aquí y, puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro,
teniendo
en
la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura, por
el que
ciñe
y sacude la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin
dolo.
586
Respondióle el prudente Antíloco:
587
-Perdóname, oh rey Menelao, pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente.
No
te son desconocidas las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es
rápido
y
su juicio escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he
recibido;
y, si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferina
dártelo
en seguida, oh alumno de Zeus, a perder para siempre tu afecto y ser culpable
delante
de los dioses.
596
Así habló el hijo del magnánimo Néstor, y, conduciendo la yegua adonde estaba el
Atrida,
se la puso en la mano. A éste se le alegró el alma: como el rocío cae en torno
de
las
espigas cuando las mieses crecen y los campos se erizan, del mismo modo, oh
Menelao,
tu espíritu se bañó en gozo. Y, respondiéndole, pronunció estas aladas
palabras:
602
-¡Antíloco! Aunque estaba irritado, seré yo quien ceda; porque hasta aquí no has
sido
imprudente ni ligero y ahora la juventud venció a la razón. Absténte en lo
sucesivo
de
querer engañar a los que to son superiores. Ningún otro aqueo me ablandaría tan
pronto,
pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, y tu padre y tu hermano
también;
accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua, que es mía, para que éstos
sepan
que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel.
612
Dijo; entregó a Noemón, compañero de Antíloco, la yegua para que se la llevara,
y
tomó
la reluciente caldera. Meriones, que había llegado el cuarto, recogió los dos
talentos
de
oro. Quedaba el quinto premio, el vaso con dos asas; y Aquiles levantólo,
atravesó el
circo
y lo ofreció a Néstor con estas palabras:
618
-Toma, anciano; sea tuyo este presente como recuerdo de los funerales de
Patroclo,
a
quien no volverás a ver entre los argivos. Te doy el premio porque no podrás ser
parte
ni
en el pugilato, ni en la lucha, ni en el certamen de los dardos, ni en la
carrera, que ya to
abruma
la vejez penosa.
624
Así diciendo, se to puso en las manos. Néstor recibiólo con alegría, y respondió
con
estas aladas palabras:
626
-Sí, hijo, oportuno es cuanto acabas de decir. Ya mis miembros no tienen el
vigor
de
antes, ni mis pies, ni mis brazos se mueven ágiles a partir de los hombros.
Ojalá fuese
tan
joven y mis fuerzas tan robustas como cuando los epeos enterraron en Buprasio al
poderoso
Amarinceo, y los hijos de éste sacaron premios para los juegos que debían
celebrarse
en honor del rey. Allí ninguno de los epeos, ni de los pilios, ni de los
magnánimos
etolios, pudo igualarse conmigo. Vencí en el pugilato a Clitomedes, hijo de
Énope,
y en la lucha a Anceo Pleuronio, que osó afrontarme; en la carrera pasé delante
de
Ificlo,
que era robusto; y en arrojar la lanza superé a Fileo y a Polidoro. Sólo los
hijos de
Áctor
mé dejaron atrás con su carro porque eran dos; y me disputaron la victoria a
causa
de
haberse reservado los mejores premios para este juego. Eran aquéllos hermanos
gemelos,
y el uno gobernaba con firmeza los caballos, sí, gobernaba con firmeza los
caballos,
mientras el otro con el látigo los aguijaba. Así era yo en aquel tiempo. Ahora
los
más
jóvenes entren en las luchas; que ya debo ceder a la triste senectud, aunque
entonces
sobresaliera
entre los héroes. Ve y continúa celebrando los juegos fúnebres de tu amigo.
Acepto
gustoso el presente, y se me alegra el corazón al ver que to acuerdas siempre
del
buen
Néstor y nó dejas de advertir con qué honores he de ser honrado entre los
aqueos.
Las
deidades to concedan por ello abundantes gracias.
651
Así habló; y el Pelida, oído todo el elogio que de él hizo el Nelida, fuese por
entre
la
muchedumbre de los aqueos. En seguida sacó los premios del duro pugilato:
condujo al
circo
y ató en medio de él una mula de seis años, cerril, difícil de domar, que había
de ser
sufridora
del trabajo; y puso para el vencido una copa de doble asa. Y, estando en pie,
dijo
a los argivos:
658
-¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean
más
diestros, a que levanten los brazos y combatan a puñadas por estos premios.
Aquél a
quien
Apolo conceda la victoria, reconociéndolo así todos los aqueos, conduzca a su
tienda
la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la copa de doble
asa.
664
Así habló. Levantóse al instante un varón fuerte, alto y experto en el pugilato:
Epeo,
hijo de Panopeo. Y, poniendo la mano sobre la mula paciente en el trabajo,
dijo:
667
-Acérquese el que haya de llevarse la copa de doble asa, pues no creo que ningún
aqueo
consiga la mula, si ha de vencerme en el pugilato. Me glorío de mantenerlo mejor
que
nadie. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que
un
hombre
sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que se me
oponga
le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar
quédense
aquí
reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos.
676
Así se expresó. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Y tan sólo se levantó
para
luchar con él Euríalo, varón igual a un dios, hijo del rey Mecisteo Talayónida,
el
cual
fue a Teba cuando murió Edipo y en los juegos fúnebres venció a todos los
cadmeos.
El
Tidida, famoso por su lanza, animaba a Euríalo con razones, pues tenía un gran
deseo
de
que alcanzara la victoria, y le ayudaba a disponerse para la lucha: atóle el
cinturón y le
dio
unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos contendientes,
comparecieron
en medio del circo, levantaron las robustas manos, acometiéronse y los
fornidos
brazos se entrelazaron. Crujían de un modo horrible las mandíbulas y el sudor
brotaba
de todos los miembros. El divino Epeo, arremetiendo, dio un golpe en la mejilla
de
su rival que le espiaba; y Euríalo no siguió en pie largo tiempo, porque sus
hermosos
miembros
desfallecieron. Como, encrespándose la mar al soplo del Bóreas, salta un pez
en
la orilla poblada de algas y las negras olas to cubren en seguida, así Euríalo,
al recibir
el
golpe, dio un salto hacia atrás. Pero el magnánimo Epeo, cogiéndole por las
manos, lo
levantó;
rodeáronle los compañeros y se to llevaron del circo -arrastraba los pies,
escupía
espesa
sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado; sentáronle entre ellos,
desvanecido, y
fueron
a recoger la copa doble.
700
El Pelida sacó después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se
los
mostró
a los dánaos: para el vencedor un gran trípode, apto para ponerlo al fuego, que
los
aqueos
apreciaban en doce bueyes; para el vencido, una mujer diestra en muchas labores
y
valorada en cuatro bueyes, que sacó en medio de ellos. Y, estando en pie, dijo a
los ar-
givos:
707
-Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
708
Así habló. Alzóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el ingenioso
Ulises,
fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio del circo y
se
cogieron con los robustos brazos como se enlazan las vigas que un ilustre
artífice une,
al
construir alto palacio, para que resistan el embate de los vientos. Sus espaldas
crujían,
estrechadas
fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el
cuerpo;
muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y
ambos
contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria y con ella el bien
construido
trípode.
Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo a Ayante, ni éste a
aquél,
porque
la gran fuerza de Ulises se to impedía. Y cuando los aqueos mosas grebas ya
empezaban
a cansarse de la lucha, dijo el gran Ayante Telamonio:
723
-¡Laertíada, del linaje de Zeus, Ulises, fecundo en ardides! Levántame, o te
levantaré
yo; y Zeus se cuidará del resto.
725
Habiendo hablado así, lo levantaba; mas Ulises no se olvidó de sus ardides,
pues,
dándole
por detrás un golpe en la corva, dejóle sin vigor los miembros, le hizo venir al
suelo,
de espaldas, y cayó sobre su pecho: la muchedumbre quedó admirada y atónita al
contemplarlo.
Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Ayante, pero no
consiguió
sóstenerlo en vilo; porque se le doblaron las rodillas y ambos cayeron al suelo,
el
uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Levantáronse, y hubieran luchado
por
tercera
vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los hubiese
detenido:
735
-No luchéis ya, ni os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid
igual
premio
y retiraos para que entren en los juegos otros aqueos.
738
Así dijo. Ellos le escucharon y obedecieron; pues en seguida, después de haberse
limpiado
el polvo, vistieron la túnica.
740
El Pelida sacó otros premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una
cratera
de plata labrada, que tenía seis medidas de capacidad y superaba en hermosura a
todas
las de la tierra. Los sidonios, eximios artífices, la fabricaron primorosa; los
fenicios,
después
de llevarla por el sombrío ponto de puerto en puerto, se la regalaron a Toante;
más
tarde, Euneo Jasónida la dio al héroe Patroclo para rescatar a Licaón, hijo de
Príamo;
y
entonces Aquiles la ofreció como premio, en honor del difunto amigo, al que
fuese más
veloz
en correr con los pies ligeros. Para el que llegase el segundo señaló un buey
corpulento
y pingüe, y para el último, medio talento de oro. Y estando en pie, dijo a los
argivos:
753
-Levantaos, los que hayáis de entrar en esta lucha.
754
Así habló. Levantóse al instante el veloz Ayante de 0ileo, después el ingenioso
Ulises,
y por fin Antíloco, hijo de Néstor, que en la carrera vencía a todos los
jóvenes.
Pusiéronse
en fila y Aquiles les indicó la meta. Empezaron a correr desde el sitio
señalado,
y el Oilíada se adelantó a los demás, aunque el divino Ulises le seguía de
cerca.
Cuanto
dista del pecho el huso que una mujer de hermosa cintura revuelve en su mano,
mientras
devana el hilo de la trama, y tiene constantemente junto al seno, tan inmediato
a
Ayante
corría el divinal Ulises: pisaba las huellas de aquél antes de que el polvo
cayera
en
torno de las mismas y le echaba el aliento a la cabeza, corriendo siempre con
suma
rapidez.
Todos los aqueos aplaudían los esfuerzos que realizaba Ulises por el deseo de
alcanzar
la victoria, y le animaban con sus voces. Mas cuando les faltaba poco para
terminar
la carrera, Ulises oró en su corazón a Atenea, la de ojos de
lechuza:
770
-Óyeme, diosa, y ven a socorrerme propicia, dando a mis pies más
ligereza.
771
Así dijo rogando. Palas Atenea le oyó, y agilitóle los miembros todos y
especialmente
los pies y las manos. Ya iban a coger el premio, cuando Ayante, corriendo,
dio
un resbalón -pues Atenea quiso perjudicarle- en el lugar que habían llenado de
estiércol
los bueyes mugidores sacrificados por Aquiles, el de los pies ligeros, en honor
de
Patroclo; y el héroe llenóse de boñiga la boca y las narices. El divino y
paciente Ulises
le
pasó delante y se llevó la craters; y el preclaro Ayante se detuvo, tomó el buey
silvestre,
y, asiéndolo por el asta, mientras escupía el estiércol, habló así a los
argivos:
782
-¡Oh dioses! Una diosa me.dañó los pies; aquélla que desde antiguo acorre y
favorece
a Ulises cual una madre.
784
Así dijo, y todos rieron con gusto. Antíloco recibió, sonriente, el último
premio; y
dirigió
estas palabras a los argivos:
787-Os
diré, argivos, aunque todos lo sabéis, que los dioses honran a los hombres de
más
edad, hasta en los juegos. Ayante es un poco mayor que yo; Ulises pertenece a la
ge-
neración
precedente, a los hombres antiguos, dicen que es ya de edad provecta, pero
vigoroso,
y contender con él en la carrera es muy difícil para cualquier aqueo que no sea
Aquiles.
793
Así dijo, ensalzando al Pelida, de pies ligeros. Aquiles respondióle con estas
palabras:
795
-¡Antíloco! No en balde me habrás elogiado, pues añado a tu premio medio talento
de
oro.
797
Así diciendo, se to puso en la mano, y Antíloco lo recibió con alegría. Acto
continuo
el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica, un escudo y un casco, que
eran
las armas que Patroclo había quitado a Sarpedón. Y puesto en pie, dijo a los
argivos:
802
Invitemos a los dos varones que sean más esforzados, a que, vistiendo las armas
y
asiendo
el tajante bronce, pongan a prueba su valor ante el concurso. A1 primero que
logre
tocar el gallardo cuerpo de su adversario, le rasguñe el vientre atrevesándole
la
armadura
y le haga brotar la negra sangre, daréle esta magnífica espada tracia, tachonada
con
clavos de plata, que quité a Asteropeo. Ambos campeones se llevarán las
restantes
armas
y les daremos un espléndido banquete en nuestra tienda.
811
Así dijo. Levantóse en seguida el gran Ayante Telamonio y luego el fuerte
Diomedes
Tidida. Tan pronto como se hubieron armado, separadamente de la
muchedumbre,
fueron a encontrarse en medio del circo, deseosos de combatir y
mirándose
con torva faz; y todos los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron
frente
a frente, tres veces se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca.
Ayante
dio
un bote en el escudo liso del adversario, peor no pudo llegar a su cuerpo,
porque la
coraza
to impidió. El Tidida intentaba alcanzar con la punta de la luciente lanza el
cuello
de
aquél, por cima del gran escudo. Y los aqueos, temiendo por Ayante, mandaron que
cesara
la lucha y ambos contendientes se llevaran igual premio; pero el héroe dio al
Tidida
la gran espada, ofreciéndosela con la vaina y el bien cortado
ceñidor.
826
Luego el Pelida sacó la bola de hierro sin bruñir que en otro tiempo lanzaba el
forzudo
Eetión: el divino Aquiles, el de los pies ligeros, mató a este príncipe y se
llevó en
las
naves la bola con otras riquezas. Y, puesto en pie, dijo a los
argivos:
831
-¡Levantaos los que hayáis de entrar en esta lucha! La presente bola procurará
al
que
venciere cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus
fértiles
campos; y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la
ciudad.
836
Así habló. Levantóse en seguida el intrépido Polipetes; después, el vigoroso
Leonteo,
igual a un dios; luego, Ayante Telamoníada, y, por fin, el divino Epeo.
Pusiéronse
en fila, y el divino Epeo cogió la bola y la arrojó, después de voltearla, y
todos
los
aqueos se rieron. La tiró el segundo, Leonteo, vástago de Ares. El gran Ayante
Telamonio
la despidió también, con su robusta mano, y logró pasar las señales de los
anteriores
tiros. Tomóla entonces el intrépido Polipetes y cuanta es la distancia a que
llega
el cayado cuando to lanza el pastor y voltea por cima de la vacada, tanto pasó
la
bola
el espacio del circo; aplaudieron los aqueos, y los amigos del esforzado
Polipetes,
levantándose,
llevaron a las cóncavas naves el premio que su rey había
ganado.
850
Luego sacó Aquiles azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez
hachas
grandes y otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío
después
de atar en su punta, por el pie y con delgado cordel, una tímida paloma; a
invitóles
a tirarle saetas, diciendo:
855
-El que hiera a la tímida paloma llévese a su casa Codas las hachas grandes; el
que
acierte
a dar en la cuerda sin tocar al ave, como más inferior, tomará las hachas
pequeñas.
859
Así dijo. Levantóse en seguida el robusto caudillo Teucro y luego Meriones,
esforzado
escudero de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce, y,
agitándolas,
salió primero la de Teucro. Éste arrojó al momento y con vigor una flecha,
sin
ofrecer a Apolo una hecatombe perfecta de corderos primogénitos; y, si bien no
tocó
al
ave -negóselo Apolo-, la amarga saeta rompió el cordel muy cerca de la pata por
la
cual
se había atado a la paloma: ésta voló al cielo, el cordel quedó colgando y los
aqueos
aplaudieron.
Meriones arrebató apresuradamente el arco de las manos de Teucro, acercó a
la
cuerda la flecha que de antemano tenía preparada, votó a Apolo sacrificarle una
hecatombe
de corderos primogénitos; y, viendo a la tímida paloma que daba vueltas a11á
en
lo alto del aire, cerca de las nubes, disparó y le atravesó una de las alas. La
flecha vino
al
suelo, a los pies de Meriones; y el ave, posándose en el mástil del navío de
negra proa,
inclinó
el cuello y abatió las tupidas alas, la vida huyó veloz de sus miembros y
aquélla
cayó
del mástil a lo lejos. La gente lo contemplaba con admiración y asombro.
Meriones
tomó,
por tanto, todas las diez hachas grandes, y Teucro se llevó a las cóncavas naves
las
pequeñas.
884
Luego el Pelida sacó y colocó en el circo una larga pica y una caldera no puesta
aún
al fuego, que era del valor de un buey y estaba decorada con flores. Dos hombres
diestros
en arrojar la lanza se levantaron: el poderoso Agamenón Atrida y Meriones,
escudero
esforzado de Idomeneo. Y el divino Aquiles, el de los pies ligeros, les
dijo:
890
-¡Atrida! Pues sabemos cuánto aventajas a todos y que así en la fuerza como en
arrojar
la lanza eres el más señalado, toma este premio y vuelve a las cóncavas naves. Y
entregaremos
la pica al héroe Meriones, si te place lo que te propongo.
895
Así habló. Agamenón, rey de hombres, no dejó de obedecerle. Aquiles dio a
Meriones
la pica de bronce, y el héroe Atrida tomó el magnífico premio y se lo entregó al
heraldo
Taltibio.
CANTO
XXIV *
Rescate
de Héctor
*
Los dioses se apiadan de Héctor, y Zeus encarga a Tetis que amoneste a su hijo
para que devuelva el
cadáver,
a la vez que manda a Priamo, por medio de Iris, que con un solo heraldo vaya con
magníficos
presentes
a la tienda de Aquileo para rescatar el cuerpo de Héctor. Príamo obedece y parte
con el
heraldo
ideo y dos carros; antes de llegar al campamento se les aparece Hermes, que los
guía hasta la
tienda
del héroe; entra Príamo y, echándose a los pies de Aquiles, le dirige la súplica
más
conmovedora;
Aquiles entrega el cadáver, los dos ancianos lo conducen a Troya y se celebran
con toda
solemnidad
las honras fúnebres de Héctor, que era el principal sostén de la ciudad
asediada.
1
Disolvióse la junta y los guerreros se dispersaron por las veloces naves,
tomaron la
cena
y se regalaron con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero
querido,
sin que el sueño, que todo to rinde, pudiera vencerlo: daba vueltas acá y a11á,
y
con
amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, to que de
mancomún
con
él había llevado al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora
combatiendo
con los hombres, ora surcando las temibles ondas. Al recordarlo,
prorrumpía
en abundantes lágrimas; ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y
al
fin, levantándose, vagaba inquieto por la orilla del mar. Nunca le pasaba
inadvertido el
despuntar
de la aurora sobre el mar y sus riberas: entonces uncía al carro los ligeros
cor-
celes
y, atando al mismo el cadáver de Héctor, arrastrábalo hasta dar tres vueltas al
túmulo
del difunto Menecíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el
cadáver
tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de
muerto,
le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que Aquiles no
lacerase
el cuerpo mientras lo llevaba por el suelo.
22
De tal manera Aquiles, enojado, insultaba al divino Héctor. Al contemplarlo,
compadecíanse
los bienaventurados dioses a instigaban al vigilante Argicida a que
hurtase
el cadáver. A todos les gustaba tal propósito, menos a Hera, a Posidón y a la
virgen
de ojos de lechuza, que odiaban como antes a la sagrada Ilio, a Príamo y a su
pueblo
por la injuria que Alejandro había inferido a las diosas cuando fueron a su
cabaña
y
declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad. Cuando, después
de la
muerte
de Héctor, llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los
ínmortales:
33
-Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en vuestro honor
muslos
de bueyes y de cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a salvar
el
cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de su padre
Príamo y
del
pueblo, que al momento to entregarían a las llamas y le harían honras fúnebres;
por el
contrario,
oh dioses, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, el cual concibe
pensamientos
no razonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y medita cosas
feroces,
como un león que, dejándose llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se
encamina
a los rebaños de los hombres para aderezarse un festín, de igual modo perdió
Aquiles
la piedad y ni siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los
varones.
Aquél
a quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa
de
llorar
y lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas
Aquiles,
después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo
arrastra
alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a aquél le aprovecha, ni
es
decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea valiente, porque
enfureciéndose
insulta a to que tan sólo es ya insensible tierra.
55
Respondióle irritada Hera, la de los níveos brazos:
56
-Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a Héctor los
tuvierais
en igual estima. Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que
Aquiles
es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo,
varón
cordialmente amado por los inmortales. Todos los dioses presenciasteis la boda;
y
tú
pulsaste la cítara y con los demás tuviste parte en el festín; ¡oh amigo de los
malos,
siempre
pérfido!
64
Replicó Zeus, el que amontona las nubes:
63
-¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en
que
los
tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más querido de
cuantos
mortales viven en Ilio, porque nunca se olvidó de dedicamos agradables
ofrendas,
jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que tales son los
honores
que
se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo del audaz Héctor: es
imposible
que
se haga a hurto de Aquiles, porque siempre, de noche y de día, le acompaña su
madre.
Mas, si alguno de los dioses llamase a Tetis para que se me acercara, yo le
diría a
ésta
lo que fuere oportuno para que Aquiles, recibiendo los dones de Príamo,
restituyera
el
cadáver.
77
Así se expresó. Levantóse Iris, de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje;
saltó al negro ponto entre Samos y la escarpada Imbros, y resonó el estrecho. La
diosa
se lanzó a lo prófundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey
montaraz
que lleva la muerte a los voraces peces. En la profunda gruta halló a Tetis y a
otras
muchas diosas marinas que la rodeaban: la ninfa lloraba, en medio de ellas, la
suerte
de
su hijo irreprensible, que había de perecer en la fértil Troya, lejos de la
patria. Y,
acercándosele
Iris, la de los pies ligeros, así le dijo:
88
-Ven, Tetis, pues to llama Zeus, el conocedor de los eternales
decretos.
89
Respondióle la diosa Tetis, de argénteos pies:
90
-¿Por qué aquel gran dios me ordena que vaya? Me da vergüenza juntarme con los
inmortales,
pues son muchas las penas que conturban mi corazón. Esto no obstante, iré
para
que sus palabras no resulten vanas y sin efecto.
93
En diciendo esto, la divina entre las diosas tomó un velo tan obscuro que no
había
otro
que fuese más negro. Púsose en camino, precedida por la veloz Iris, de pies
rápidos
como
el viento, y las olas del mar se abrían al paso de ambas deidades. Salieron
éstas a la
playa,
ascendieron al cielo y hallaron al largovidente Cronida con los demás felices
sempiternos
dioses congregados en torno suyo. Sentóse Tetis al lado de Zeus, porque
Atenea
le cedió el sitio, y Hera púsole en la mano una copa de oro y la consoló con
palabras.
Tetis devolvió la copa después de haber bebido. Y el padre de los hombres y de
los
dioses comenzó a hablar de esta manera:
104
-Vienes al Olimpo, oh diosa Tetis, afligida y con el ánimo agobiado por
vehemente
pesar.
Lo sé. Pero, aun así y todo, voy a decirte por qué to he llamado. Hace nueve
días
qúe
se suscitó entre los inmortales una contienda acerca del cadáver de Héctor, y de
Aquiles,
asolador de ciudades, a instigaban al vigilante Argicida a que hurtase el
muerto,
pero
yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo, y conservar así tu respeto y
amistad.
Ve en seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están muy
irritados
contra él y yo más indignado que ninguno de los inmortales, porque
enfurecién-
dose
retiene a Héctor en las corvas naves y no permite que to rediman; por si,
temiéndome,
consiente que el cadáver sea rescatado. Y enviaré la diosa Iris al
magnánimo
Príamo para que vaya a las naves de los aqueos y redima a su hijo, llevando a
Aquiles
dones que aplaquen su enojo.
120
Así se expresó; y Tetis, la diosa de argénteos pies no fue desobediente. Bajando
en
raudo
vuelo de las cumbres del Olimpo, llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin
cesar,
y
sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo
inmolado
dentro
de la tienda una grande y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy cerca
del
héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos
términos.
128
-¡Hijo mío! ¿Hasta cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón,
sin
acordarte
ni de la comida ni de la cama? Bueno es que goces del amor con una mujer,
pues
ya no has de vivir mucho tiempo; la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y
ahora
préstame
atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están muy
irritados
contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales, porque
enfureciéndote
retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo rediman. Ea,
entrega
el cadáver y acepta su rescate.
138
Respondióle Aquiles, el de los pies ligeros:
139
-Sea así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto, ya que con ánimo benévolo
el
mismo
Olímpico lo ha dispuesto.
141
De este modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas
aladas
palabras. Y en tanto, el Cronida envió a Iris a la sagrada
Ilio:
144
-¡Anda, ve, rápida Iris! Deja to asiento del Olimpo, entra en Ilio y di al
magnánimo
Príamo
que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo, Ilevando a Aquiles
Bones
que aplaquen su enojo. Vaya solo, sin que ningún troyano se le junte, y
acompáñele
un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el carro de hermosas
ruedas
y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el divino
Aquiles.
Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe su ánimo, pues le daremos
por
guía el Argicida, el cual le llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando haya
entrado
en la tienda del héroe, éste no to matará, a impedirá que los demás to hagan.
Pues
Aquiles
no es insensato, ni temerario ni perverso, y tendrá buen cuidado de respetar a
un
suplicante.
159
Así dijo. Levantóse Iris, la de pies rápidos como el huracán, para llevar el
mensaje;
y,
en llegando al palacio de Príamo, oyó llantos y alaridos. Los hijos, sentados en
el patio
alrededor
del padre, bañaban sus vestidos con lágrimas, y el anciano aparecía en medio,
envuelto
en un manto muy ceñido, y tenía en la cabeza y en el cuello abundante estiércol
que
al revolcarse por el suelo había recogido con sus manos. Las hijas y nueras se
lamentaban
en el palacio, recordando los muchos varones esforzados que yacían en la
llanura
por haber dejado la vida en manos de los argivos. Detúvose la mensajera de Zeus
cerca
de Príamo, y hablándole quedo, mientras al anciano un temblor le ocupaba los
miembros,
así le dijo:
171
-Cobra ánimo, Príamo Dardánida, y no te espantes; que no vengo a presagiarte
males,
sino a participarte cosas buenas: soy mensajera de Zeus, que, aun estando lejos,
se
interesa
mucho por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar al divino Héctor,
llevando
a Aquiles dones que aplaquen su enojo. Ve solo, sin que ningún troyano se te
junte,
acompañado de un heraldo más viejo que tú, para que guíe los mulos y el carro de
hermosas
ruedas, y conduzca luego a la población el cadáver de aquél a quien mató el
divino
Aquiles. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno conturbe to ánimo, pues
tendrás
por guía el Argicida, el cual te llevará hasta muy cerca de Aquiles. Y cuando
hayas
entrado en la tienda del héroe, éste no te matará a impedirá que los demás lo
hagan.
Pues
Aquiles no es insensato, ni temerario, ni perverso, y tendrá buen cuidado de
respetar
a
un suplicante.
188
Cuando esto hubo dicho, fuese Iris, la de los pies ligeros. Príamo mandó a sus
hijos
que
prepararan un carro de mulas, de hermosas ruedas, pusieran encima un arca y la
su-
jetaran
con sogas. Bajó después al perfumado tálamo, que era de cedro, tenía elevado
techo
y guardaba muchas preciosidades; y, llamando a su esposa Hécuba, hablóle en
estos
términos:
194
-¡Oh infeliz! La mensajera del Olimpo ha venido, por orden de Zeus, a encargarme
que
vaya a las naves de los aqueos y rescate al hijo, llevando a Aquiles dones que
apla-
quen
su enojo. Ea, dime: ¿qué piensas acerca de esto? Pues mi mente y mi corazón me
instigan
vivamente a ir a11á, a las naves, al campamento vasto de los
aqueos.
200
Así dijo. La mujer prorrumpió en sollozos y respondió
diciendo:
201
-¡Ay de mí! ¿Qué es de la prudencia que antes to hizo célebre entre los
extranjeros
y
entre aquéllos sobre los cuales reinas? ¿Cómo quieres ir solo a las naves de los
aqueos
y
presentarte ante los ojos del hombre que te mató tantos y tan valientes hijos?
De hierro
tienes
el corazón. Si ese guerrero cruel y pérfido llega a verte con sus propios ojos y
te
coge,
ni se apiadará de ti, ni te respetará en lo más mínimo. Lloremos a Héctor desde
lejos,
sentados en el palacio; ya que, cuando le di a luz, el hado poderoso hiló de
esta
suerte
el estambre de su vida: que habría de saciar con su carne a los veloces perros,
lejos
de
sus padres y junto al hombre violento cuyo hígado ojalá pudiera yo comer
hincándole
los
dientes. Entonces quedarían vengados los insultos que ha hecho a mi hijo; que
éste,
cuando
aquél to mató, no se portaba cobardemente, sino que a pie firme defendía a los
troyanos
y a las troyanas de profundo seno, no pensando ni en huir ni en evitar el
combate.
217
Contestó el anciano Príamo, semejante a un dios:
218
-No te opongas a mi resolución, ni me seas ave de mal agüero en el palacio. No
me
persuadirás.
Si me diese la orden uno de los que viven en la tierra, aunque fuera adivino,
arúspice
o sacerdote, la creeríamos falsa y desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo
mismo
he oído a la diosa y la he visto delante de mí, iré y no serán ineficaces sus
pa-
labras.
Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos, de broncíneas corazas, to
acepto:
máteme Aquiles tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de
llorarle.
228
Dijo, y, levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos
peplos,
doce
mantos sencillos, doce tapetes, doce palios blancos, y otras tantas túnicas.
Pesó
luego
diez talentos de oro. Y, por fin, sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas
y una
magnífica
copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su país, y era un
soberbio
regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente
deseo
que tenía de rescatar a su hijo. Y volviendo al pórtico, echó afuera a los
troyanos,
increpándolos
con injuriosas palabras:
239
-¡Idos ya, hombres infames y vituperables! ¿Por ventura no hay llanto en vuestra
casa,
que venías a afligirme? ¿O creéis que son pocos los pesares que Zeus Cronida me
envía,
con hacerme perder un hijo valiente? También los probaréis vosotros. Muerto él,
será
mucho más fácil que los argivos os maten. Pero antes que con estos ojos vea la
ciudad
tomada y destruida, descienda yo a la mansión de Hades.
247
Dijo, y con el cetro echó a los hombres. Éstos salieron apremiados por el
anciano.
Y
en seguida Príamo reprendió a sus hijos Héleno, Paris, Agatón divino, Pamón,
Antífono,
Polites valiente en la pelea, Deífobo, Hipótoo y el conspicuo Dío; a los nueve
los
increpó y les dio órdenes, diciendo:
253
-¡Daos prisa, malos hijos, ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto
todos
en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos valentísimos
en
la
vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino Méstor, a Troilo,
que
combatía
en carro, y a Héctor, que era un dios entre los hombres y no parecía hijo de un
mortal,
sino de una divinidad, Ares les dio muerte; y restan los que son indignos,
embusteros,
danzarines, señalados únicamente en los coros y hábiles en robar al pueblo
corderos
y cabritos. Pero ¿no me prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas
estas
cosas, para que emprendamos el camino?
263
Así dijo. Ellos, temiendo la reconvención del padre, sacaron un carro de mulas,
de
hermosas
ruedas, magnífico, recién construido; pusieron encima el arca, que ataron bien;
descolgaron
del clavo el corvo yugo de madera de boj, provisto de anillos, y tomaron una
correa
de nueve codos que servía para atarlo. Colgaron después el yugo sobre la parte
anterior
de la lanza, metieron el anillo en su clavija, y sujetaron a aquél, atándolo con
la
correa,
a la cual hicieron dar tres vueltas a cada lado y cuyos extremos reunieron en un
nudo.
Luego fueron sacando de la cámara y acomodando en el pulimentado carro los
innumerables
dones para el rescate de Héctor; uncieron las mulas de tiro, de fuertes
cascos,
que en otro tiempo habían regalado los misios a Príamo como espléndido
presente,
y acercaron al yugo dos corceles, a los cuales el anciano en persona daba de
comer
en pulimentado pesebre.
281
Mientras el heraldo y Príamo, prudentes ambos, uncían los caballos en el alto
palacio,
acercóseles Hécuba, con ánimo abatido, llevando en su diestra una copa de oro,
llena
de dulce vino, para que hicieran la libación antes de partir; y, deteniéndose
delante
del
carro, dijo a Príamo:
287
Toma, haz la libación al padre Zeus y suplícale que puedas volver del campamento
de
los enemigos a to casa; ya que tu ánimo lo incita a ir a las naves contra mi
deseo. Rue-
ga,
pues, al Cronión Ideo, el dios de las sombrías nubes que desde lo alto contempla
a
Troya
entera, y pídele que haga aparecer a tu derecha su veloz mensajera, el ave que
le es
más
querida y cuya fuerza es inmensa, para que, en viéndola con tus propios ojos,
vayas,
alentado
por el agüero, a las naves de los dánaos, de rápidos corceles. Y si el
largovidente
Zeus
no te enviase su mensajera, yo no te aconsejaría que fueras a las naves de los
argivos
por mucho que lo desees.
299
Respondióle Príamo, semejante a un dios:
300
-¡Oh mujer! No dejaré de hacer lo que me recomiendas. Bueno es levantar las
manos
a Zeus, para que de nosotros se apiade.
302
Dijo así el anciano, y mandó a la esclava despensera que le diese agua limpia a
las
manos.
Presentóse la cautiva con una fuente y un jarro. Y Príamo, así que se hubo
lavado,
recibió
la copa de manos de su esposa; oró, de pie, en medio del patio; libó el vino,
alzando
los ojos al cielo, y pronunció estas palabras:
308
-¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédeme que al
llegar
a la tienda de Aquiles le sea yo grato y de mí se apiade; y haz que aparezca a
mi
derecha
to veloz mensajera, el ave que to es más querida y cuya fuerza es inmensa, para
que
después de verla con mis propios ojos vaya, alentado por el agüero, a las naves
de los
dánaos,
de rápidos corceles.
314
Así dijo rogando. Oyóle el próvido Zeus, y al momento envió la mejor de las aves
agoreras,
un águila rapaz de color obscuro, conocida con el nombre de percnón. Cuanta
anchura
suele tener en la casa de un rico la puerta de la cámara de alto techo, bien
adaptada
al marco y asegurada por un cerrojo, tanto espacio ocupaba con sus alas, desde
el
uno al otro extremo, el águila que apareció volando a la derecha por cima de la
ciudad.
A1
verla, todos se alegraron y la confianza renació en sus
pechos.
322
El anciano subió presuroso al carro y to guió a la calle, pasando por el
vestíbulo y
el
pórtico sonoro. Iban delante las mulas que tiraban del carro de cuatro ruedas, y
eran
gobernadas
por el prudente Ideo; seguían los caballos que el viejo aguijaba con el látigo
para
que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos acompañaban al rey,
derramando
abundantes lágrimas, como si a la muerte caminara. Cuando hubieron bajado
de
la ciudad al campo, hijos y yernos regresaron a Ilio. Mas, al atravesar Príamo y
el
heraldo
la Ilanura, no dejó de advertirlo el largovidente Zeus, que vio al anciano y se
compadeció
de él. Y, llamando en seguida a su hijo Hermes, le habló
diciendo:
334
-¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del
que
quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte que
ningún
dánao le vea ni le descubra hasta que haya llegado a la tienda del
Pelida.
339
Así habló. El mensajero Argicida no fue desobediente: calzóse al instante los
áureos
divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la rapidez
del
viento,
y tomó la vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los
que
duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argicida emprendió el vuelo, llegó
muy
pronto a Troya y al Helesponto, y echó a andar, transfigurado en un joven
príncipe a
quien
comienza a salir el bozo y está graciosísimo en la flor de la
juventud.
349
Cuando Príamo y el heraldo llegaron más allá del gran túmulo de Ilo, detuvieron
las
mulas y los caballos para que bebiesen en el río. Ya se iba haciendo noche sobre
la
tierra.
Advirtió el heraldo la presencia de Hermes, que estaba junto a él, y hablando a
Príamo
dijo:
354
-Atiende, Dardánida, pues el lance que se presenta requiere prudencia. Veo a un
hombre
y me figuro que al punto nos ha de matar. Ea, huyamos en el carro, o
supliqué-
mosle,
abrazando sus rodillas, para ver si se compadece de
nosotros.
35d
Así dijo. Turbósele al anciano la razón, sintió un gran terror, se le erizó el
pelo en
los
flexibles miembros y quedó estupefacto. Entonces el benéfico Hermes se llegó al
viejo,
tomóle por la mano y le interrogó diciendo:
362
-¿Adónde, padre mío, diriges estos caballos y mulas durante la noche divina,
mientras
duermen los demás mortales? ¿No temes a los aqueos, que respiran valor, los
cuales
to son malévolos y enemigos y se hallan cerca de nosotros? Si alguno de ellos to
viera
conducir tantas riquezas en. esta obscura y rápida noche, ¿qué resolución
tomarías?
Tú
no eres joven, éste que te acompaña es también anciano, y no podríais rechazar a
quien
os ultrajara. Pero yo no te causaré ningún daño y, además, te defendería de
cual-
quier
hombre, porque te encuentro semejante a mi querido padre.
372
Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
373
-Así es, como dices, hijo querido. Pero alguna deidad extiende la mano sobre mí,
cuando
me hace salir al encuentro un caminante de tan favorable augurio como tú, que
tienes
cuerpo y aspecto dignos de admiración y espíritu prudente, y naciste de padres
felices.
378
Díjole a su vez el mensajero Argicida:
379
-Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero, ea, habla y dime con
sinceridad:
¿mandas a gente extraña tantas y tan preciosas riquezas a fin de ponerlas en
cobro;
o ya todos abandonáis, amedrentados, la sagrada Ilio, por haber muerto el varón
más
fuerte, to hijo, que a ninguno de los aqueos cedía en el
combate?
386
Contestóle el anciano Príamo, semejante a un dios:
387
-¿Quién eres, hombre excelente, y cuáles los padres de que naciste, que con
tanta
oportunidad
has mencionado la muerte de mi hijo infeliz?
389
Replicó el mensajero Argicida:
390
-Me quieres probar, oh anciano, y por eso me hablas del divino Héctor. Muchas
veces
le vieron estos ojos en la batalla, donde los varones se hacen ilustres, y
también
cuando
llegó a las naves matando argivos, a quienes hería con el agudo bronce. Nosotros
le
admirábamos sin movernos, porque Aquiles estaba irritado contra el Atrida y no
nos
dejaba
pelear. Pues yo soy servidor de Aquiles, con quien vine en la misma nave bien
construida;
desciendo de mirmidones y tengo por padre a Políctor, que es rico y anciano
como
tú. Soy el más joven de sus siete hijos y, como lo decidiéramos por suerte,
tocóme
a
mí acompañar al héroe. Y ahora he venido de las naves a la llanura, porque
mañana los
aqueos,
de ojos vivos, presentarán batalla en los contornos de la ciudad: se aburren de
estar
ociosos, y los reyes aqueos no pueden contener su impaciencia por entrar en
combate.
405
Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
406
-Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún
cerca
de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus
perros?
410
Contestóle el mensajero Argicida:
411
-¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a
la
nave
de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el
cuerpo se
pudre,
ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando
apunta
la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su
compa-
ñero
querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo
admirarías
de
ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y
cuantas
heridas
recibió -pues fueron muchos los que le envasaron el bronce- todas se han
cerrado.
De
tal modo los bienaventurados dioses cuidan de to buen hijo, aun después de
muerto,
porque
era muy caro a su corazón.
424
Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:
425
-¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. jamás mi hijo,
si no
ha
sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en
el
Olimpo,
y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe
de
mis
manos esta linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses
hasta
que
llegue a la tienda del Pelida.
432
Díjole a su vez el mensajero Argicida:
433
-Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus
ruegos
a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo
de-
fraudarle:
no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría
cuidadosamente
en una velera nave o a pie, aunque fuera hasta la famosa Argos, y nadie
osaría
acometerte, despreciando al guía.
440
Dijo; y, subiendo el benéfico Hermes al carro, recogió al instante el látigo y
las
riendas
a infundió gran vigor a los corceles y mulas. Cuando llegaron al foso y a las
torres
que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el
mensajero
Argicida los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los
cerrojos,
a introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron,
por
fin, a la elevada tienda que los mirmidones habían construido para el rey con
troncos
de
abeto, cubriéndola con un techo inclinado de frondosas cañas que cortaron en la
pradera;
rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una
barra
de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorna
sin
ayuda.
Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta a introdujo al anciano y los
presentes
para
el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a
Príamo:
460
-¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que
fuese
tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquiles, pues sería
indecoroso
que
un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra
tú,
abraza
las rodillas del Pelida y suplícale por su padre, por su madre de hermosa
cabellera
y
por su hijo, para que conmuevas su corazón.
468
Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del
carro
a tierra, dejó a Ideo con el fin de que cuidase de los caballos y mulas, y fue
derecho
a
la tienda en que moraba Aquiles, caro a Zeus. Hallóle dentro y sus amigos
estaban
sentados
aparte; sólo dos de ellos, el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Ares, le
servían,
pues acababa de cenar; y, si bien ya no comía ni bebía, aun la mesa continuaba
puesta.
El gran Príamo entró sin ser visto, acercóse a Aquiles, abrazóle las rodillas y
besó
aquellas
manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como
quedan
atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que,
poseído
de la cruel Ofuscación, mató en su patria a otro varón y ha emigrado a país
extraño,
de igual manera asombróse Aquiles de ver al deiforme Príamo; y los demás se
sorprendieron
también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquiles,
dirigiéndole
estas palabras:
486
Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad
que
yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circunstantes
le
oprimen
y no hay quien te salve del infortunio y de la ruina; pero al menos aquél,
sabiendo
que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su
hijo,
llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos excelentes
en
la espaciosa Troya, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía
cuando
vinieron los aqueos: diez y nueve procedían de un solo vientre; a los restantes
diferentes
mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró
las
rodillas; y el que era único para mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes,
a ése tú
to
mataste poco ha, mientras combatía por la patria, a Héctor, por quien vengo
ahora a las
naves
de los aqueos, a fin de redimirlo de ti, y traigo un inmenso rescate. Pero,
respeta a
los
dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de to padre; que yo soy todavía
más
digno
de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a
llevar a
mi
boca la mano del hombre matador de mis hijos.
507
Así habló. A Aquiles le vino deseo de llorar por su padre; y, asiendo de la mano
a
Príamo,
apartóle suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos, Príamo, caído a los
pies
de Aquiles, lloraba copiosamente por Héctor, matador de hombres; y Aquiles
lloraba
unas
veces a su padre y otras a Patroclo; y el gemir de entrambos se alzaba en la
tienda.
Mas
así que el divino Aquiles se hartó de llanto y el deseo de sollozar cesó en su
alma y
en
sus miembros, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se
levantara, y,
mirando
compasivo su blanca cabeza y su blanca barba, díjole estas aladas
palabras:
518
-¡Ah, infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo
osaste
venir
solo a las naves de los aqueos, a los ojos del hombre que te mató tantos y tan
valientes
hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y,
aunque
los
dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste
llanto para
nada
aprovecha. Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza,
y sólo
ellos
están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones
que
el
dios reparte: en el uno están los males y en el otro los bienes. Aquél a quien
Zeus, que
se
complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y
otras
con
la buena ventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran
hambre
le
persigue sobre la divina tierra y va de un lado para otro sin ser honrado ni por
los
dioses
ni por los hombres. Así las deidades hicieron a Peleo claros dones desde su
nacimiento:
aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los
mirmidones,
y, siendo mortal, le dieron por mujer una diosa. Pero también la divinidad le
impuso
un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo engendró
uno,
a mí, cuya vida ha de ser breve; y no le cuido en su vejez, porque permanezco en
Troya,
muy lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que
también tú,
oh
anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende
Lesbos,
donde
reinó Mácar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas
entre
todos
por tu riqueza y por to prole. Mas, desde que los dioses celestiales to trajeron
esta
plaga,
sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo
resignado
y no dejes que de to corazón se apodere incesante pesar, pues nada conseguirás
afligiéndote
por to hijo, ni lograrás que se levante, antes tendrás que padecer un nuevo
mal.
552
Respondió en seguida el anciano Príamo, semejante a un
dios:
553
-No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace
insepulto
en
la tienda. Entrégamelo cuanto antes para que lo contemple con mis ojos, y tú
recibe el
cuantioso
rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver al patrio suelo,
ya
que
ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
559
Mirándole con torva faz, le dijo Aquiles, el de los pies
ligeros:
56o
-¡No me irrites más, oh anciano! Tengo acordado entregarte a Héctor, pues para
ello
Zeus me envió como mensajera la madre que me dio a luz, la hija del anciano del
mar.
Comprendo también, oh Príamo, y no se me oculta, que un dios te trajo a las
veleras
naves
de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud,
se
atrevería
a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni
desatrancana con
facilidad
nuestras puertas. Absténte, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea
que
a ti, oh anciano, no to respete en mi tienda, aunque siendo mi suplicante, y
viole las
órdenes
de Zeus.
571
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando
como
un
león, salió de la tienda, y no se fue solo, pues le siguieron dos de sus
servidores: el
héroe
Automedonte y Álcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba desde
que
había muerto Patroclo. En seguida desengancharon caballos y mulas, introdujeron
el
heraldo,
vocero del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso
carro
los
inmensos rescates de la cabeza de Héctor. Tan sólo dejaron dos mantos y una
túnica
bien
tejida, para envolver el cadáver antes que lo entregara para que lo llevasen a
casa.
Aquiles
llamó entonces a las esclavas y les mandó que lo lavaran y ungieran,
trasladándolo
a otra parte para que Príamo no viese a su hijo; no fuera que, afligiéndose
al
verlo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho a irritase el corazón de
Aquiles, y éste
lo
matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las
esclavas
lo
cubrieron con la túnica y el hermoso palio, después el mismo Aquiles lo levantó
y
colocó
en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe
suspiró
y dijo, nombrando a su amigo:
592
-No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he
entregado
el
divino Héctor a su padre; pues me ha traído un rescate digno, y de él te
dedicaré la
debida
parte.
596
Habló así el divino Aquiles y volvió a la tienda. Sentóse en la silla, labrada
con
mucho
arte, de que antes se había levantado y que se hallaba adosada al muro, y en
seguida
dirigió a Príamo estas palabras:
599
-Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y al
despuntar
la
aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar, pues hasta Níobe, la
de
hermosas
trenzas, se acordó de tomar alimento cuando en el palacio murieron sus dos
vástagos:
seis hijas y seis hijos florecientes. A éstos Apolo, airado contra Níobe, los
mató
disparando
el arco de plata; a aquéllas dioles muerte Ártemis, que se complace en tirar
flechas;
porque la madre osaba compararse con Leto, la de hermosas mejillas, y decía que
ésta
sólo había dado a luz dos hijos, y ella había tenido muchos; y los de la diosa,
no
siendo
más que dos, acabaron con todos los de Níobe. Nueve días permanecieron
tendidos
en su sangre, y no hubo quien los enterrara porque el Cronión a la gente la
había
vuelto
de piedra; pero, al llegar el décimo, los dioses celestiales los sepultaron. Y
Níobe,
cuando
se hubo cansado de llorar, pensó en el alimento. Hállase actualmente en las
rocas
de
los montes yermos de Sípilo, donde, según dice, están las grutas de las ninfas
que
bailan
junto al Aqueloo, y aunque convertida en piedra, devora aún los dolores que las
deidades
le causaron. Mas, ea, divino anciano, cuidemos también nosotros de comer, y
más
tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilio, podrás hacer llanto sobre el
mismo, y
será
por ti muy llorado.
626
En diciendo esto, el veloz Aquiles levantóse y degolló una blanca oveja; sus
compañeros
la desollaron y prepararon bien como era debido; la descuartizaron con arte,
y,
cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del
fuego.
Automedonte
repartió pan en hermosas cestas, y Aquiles distribuyó la carne. Ellos
alargaron
la diestra a los manjares que tenían delante; y, cuando hubieron satisfecho el
deseo
de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de
Aquiles,
pues
el héroe parecía un dios; y, a su vez, Aquiles admiró a Príamo Dardánida,
con-
templando
su noble rostro y escuchando sus palabras. Y, cuando se hubieron deleitado,
mirándose
el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el
primero:
635
-Mándame ahora, sin tardanza, a la cama, oh alumno de Zeus, para que,
acostándonos,
gocemos del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo
murió
a tus manos, pues continuamente gimo y devoro innumerables congojas,
revolcándome
por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y
rociado
con el negro vino la garganta, pues desde entonces nada había
probado.
643
Dijo. Aquiles mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo
del
pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen sobre
ellos
tapetes
y dejasen encima afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la
tienda
llevando antorchas en sus manos, y aderezaron diligentemente dos lechos. Y
Aquiles,
el de los pies ligeros, chanceándose, dijo a Príamo:
650
-Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los
caudillos
aqueos
venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos lo
viera
durante
la veloz y obscura noche, podría decirlo en seguida a Agamenón, pastor de
pueblos,
y quizás se diferina la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con
sinceridad
durante
cuántos días quieres hacer honras al divino Héctor, para, mientras tanto,
permanecer
yo mismo quieto y contener el ejército.
659
Respondióle en seguida el anciano Príamo, semejante a un
dios:
660
-Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, haciendo lo
que
voy
a decirte, oh Aquiles, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados
en
la
ciudad; y la leña hay que traerla de lejos, del monte, y los troyanos tienen
mucho
miedo.
Durante nueve días to lloraremos en el palacio, el décimo to sepultaremos y el
pueblo
celebrará el banquete fúnebre, el undécimo le erigiremos un túmulo y el
duodécimo
volveremos a pelear, si necesario fuere.
668
Contestóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros:
669
-Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé la guerra tanto tiempo como
me
pides.
671
Así, pues, diciendo, estrechó por el puño la diestra del anciano para que no
sintiera
en
su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron, a11í
en el
vestíbulo
de la mansión. Aquiles durmió en el interior de la tienda, sólidamente
construida,
y a su lado descansó Briseide, la de hermosas mejillas.
677
Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la
noche,
vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que
meditaba
cómo sacaría del recinto de las naves al rey Príamo sin que lo advirtiesen los
sagrados
guardianes de las puertas. E, inclinándose sobre la cabeza del rey, así le
dijo:
683
-¡Oh anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en medio de los
enemigos,
después que Aquiles te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando
muchos
presentes; pero los otros hijos que a11á se quedaron tendrían que dar tres veces
más
para redimirte vivo, si llegaran a descubrirte Agamenón Atrida y los aqueos
todos.
689
Así dijo. El anciano sintió temor y despertó al heraldo. Hermes unció caballos y
mulas,
y acto continuo los guió por entre el ejército sin que nadie to
advirtiera.
692
Mas, al llégar al vado del vorraaginoso Janto, río de hermosa corriente que el
inmortal
Zeus había engrendrado, Hermes se fue al vasto Olimpo. La Aurora de
azafranado
velo se esparcía por toda la tierra, cuando ellos, gimiendo y lamentándose,
guiaban
los corceles hacia la ciudad, y les seguían las mulas con el cadáver. Ningún
hombre
ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la
áurea
Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro y en él a su padre y al
heraldo,
pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que las mulas
conducían.
En seguida prorrumpió en sollozos y fue clamando por toda la
ciudad:
704
-Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que
volviese
vivo del combate; pues era el regocijo de la ciudad y de todo el
pueblo.
707
Así dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó allí, en la ciudad. Todos sintieron
intolerable
congoja y fueron a juntarse cerca de las puertas con el que les traía el
cadáver.
La
esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de
hermosas
ruedas y tocando con sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los
cabellos;
y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas
todo
el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Hector, si el anciano
no les
hubiese
dicho desde el carro:
716
-Haceos a un lado para que yo pase con las mulas; y, una vez to haya conducido
al
palacio,
os hartaréis de llanto.
718
Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del
magnífico
palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho a hicieron sentar a su alrededor
cantores
que preludiaban el treno: éstos cantaban dolientes querellas, y las mujeres
respondían
con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que
sostenía
con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las
lamentaciones
exclamando:
725
-¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el
palacio.
El
hijo que nosotros ¡infelices! hemos engendrado es todavía infante y no creo que
llegue
a
la mocedad; antes será la ciudad arruinada desde su cumbre, porque has muerto tú
que
eras
su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a
los
tiernos
infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú,
hijo
mío,
o me seguirás y tendrás que ocuparte en oficios viles, trabajando en provecho de
un
amo
cruel; o algún aqueo to cogerá de la mano y to arrojará de lo alto de una torre,
¡muerte
horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues
muchos
aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la
funesta
batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus
padres
llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni
siquiera
pudiste,
antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables
advertencias
que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los
ojos.
746
Así dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez
el
funeral
lamento:
748
-¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida
fueras
caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el fatal trance de la muerte.
Aquiles,
el
de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger vendiólos al otro
lado del
mar
estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de
arrancarte el
alma
con el bronce de larga punta, lo arrastraba muchas veces en torno del sepulcro
de su
compañero
Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces
en
el palacio, tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el
del
argénteo
arco, mata con sus suaves flechas.
760
Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue
la
tercera en dar principio al funeral lamento:
762
-¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro,
me
trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes!; y en los veinte años que van
transcurridos
desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de to boca una palabra
ofensiva
o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas
o
de las esposas de aquéllos, o la suegra -pues el suegro fue siempre cariñoso
como un
padre-,
contenías su enojo aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el
corazón
afligido lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la
vasta
Troya
quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776
Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el
anciamo
Príamo dijo al pueblo:
778
-Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte
de
los argivos; pues Aquiles, al despedirme en las negras naves, me prometió no
causar-
nos
daño hasta que llegue la duodécima aurora.
782
Así dijo. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se
reunió
fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y,
cuando
por
décima vez apuntó la aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron llorando el
cadáver
del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le prendieron
fuego.
788
Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos,
congregóse
el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos acudieron y
se
hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la violencia
del
fuego
había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y
corriéndoles
las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron
en
una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el
hoyo,
que
cubrieron con muchas y grandes piedras, y erigieron el túmulo. Habían puesto
centinelas
por todos lados, para no ser sorprendidos si los aqueos, de hermosas grebas,
los
acometían. Levantado el túmulo, volviéronse; y, reunidos después en el palacio
del
rey
Príamo, alumno de Zeus, celebraron un espléndido banquete fúnebre.
804
Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.
FIN
DONADO
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