JUAN BAUTISTA ALBERDI

 

 

LA GENERACIÓN PRESENTE A LA FAZ DE LA GENERACIÓN PASADA

 

 

Era un domingo, a las cinco de la tarde de un día lluvioso y frío: el café

del Comercio, como sucede en días semejantes, estaba lleno de gente, no

había más que una mesa vacante: un anciano se dirigía a ella con pasos

costosos; seis jóvenes elegantes, con más descoco que despejo, entran a

este tiempo; ven la mesa, comprenden la dirección del viejo, le dejan

avanzar malignamente, y en el instante de tomar una silla, asaltan

impetuosamente la mesa, dejando burlado al viejo, exactamente con la misma

bravura con que los jóvenes nuestros padres, asaltaban, no las mesas del

café, sino las baterías de los enemigos de la patria, con la misma audacia

con que rodeaban las mesas legislativas para firmar con mano serena las

actas inmortales de nuestra emancipación.

Divaga el viejo, busca una mesa con los ojos, no sabe qué hacer. Uno de

los jóvenes dice:

-Traigamos al viejo, sí, riámonos un poco, hablémosle de la juventud del

siglo XIX, de la nueva era, del progreso, a ver cómo desatina.

-¡Señor! . . . ¡Señor! Aquí tiene usted una silla: tenga usted a bien

aceptarla.

-Gracias- dice el anciano con tono apocado; y, modesto, acepta y se

sienta.

-¡Café para siete!

Cuatro cumplimientos hipócritas tranquilizan al viejo, y la conversación

se entabla de un modo amigable.

EL viejo era menos viejo de lo que parecía: tenía más o menos, como los

revolucionarios de Mayo, sesenta años, porque también nuestros padres

supieron hacer cosas grandes a la edad de veinticinco años. No hablaban,

es verdad, ni vestían tan bien como nosotros, pero sabían cómo se trozan

en quince años cadenas de tres siglos. Era una viejo precoz, como deben

serlo los que han dado a luz un mundo; porque siempre las fatigas de esta

clase destruyen más pronto que las tareas de hacer frases y peinados. Se

desabrochó un viejo y descolorido capote, para sacar un pañuelo, y sobre

su casaca rotosa y descolorida, pudieron columbrarse galones, botones,

insignias militares desfiguradas por la miseria. Los jóvenes no hicieron

alto en esto. Ellos se paran poco en las cosas y los hombres olvidados.

Galones que tienen veinte años..., ¡quemados tal vez por las nieves de los

Andes!. . . ¡Casacas cubiertas de la tierra de Chacabuco, hechas andrajos

por las balas de Maipú, llenas de piojos agenciados en las miserias de la

emancipación! ¡Oh!, ellos tienen bastante elegancia y cultura para tener

por todas estas inmundicias todo el asco que inspiran en el día.

Los que nos dieron la vida y la patria no sólo poseen galones; también

tienen buen sentido, ciencia, instrucción: no son frases sin cabeza,

espada sin luz, como nosotros hemos manifestado creerlo. EL hecho de la

emancipación americana supone el pensamiento de la emancipación americana,

y el pensamiento de la libertad de un mundo, no es pensamiento que brota

en cabezas de pigmeos. Si ellos cometieron errores, los cometieron con su

época, con Rousseau, con el siglo XVIII, con la Revolución francesa.

¿Quién no habría deseado perderse con semejantes cómplices? ¡Ilustres

errores que honran más que las estériles verdades! EL viejo, pues, supo

decirles claridades que merecen ser contadas. Uno de los jóvenes había

comenzado por provocarle con preguntas llenas de una ironía jactanciosa.

-Conque, señor, ¿no es verdad que la juventud está hoy más atrasada en

ideas, y que lo que estaba en la época en que ustedes se criaban? ¿No es

verdad que aquella juventud poseía una palabra más fácil y graciosa que la

nuestra, un estilo más bello que el que usamos en el día? ¿No es cierto

que aquella generación se expedía en el bello mundo con un despejo que

ésta no conoce? ¡Oh!, no podríamos negar que estamos muy atrás de nuestros

padres en literatura, en elocuencia, en trato de mundo, en gusto, en ideas

generales, ¿no es cierto, señor?

Y todos los demás miraban con gesto irónico al viejo, que escuchaba

impasible estas palabras, los ojos bajos, dibujando en la mesa con la

ceniza de su cigarro figuras caprichosas.

Luego que el joven hubo dicho estas y otras bufonadas picantes, el anciano

alzó sus ojos llenos de calma, y mirándole con una expresión de bondad y

de lástima, le dijo

-Ya que los veo tan ufanos de la superioridad que han tenido el heroísmo

de conquistar, en medio de los recursos que nos deben a nosotros, sobre

nosotros, pobres colonos que nos educábamos en un tiempo en que no

podíamos abrir un libro, cuando lo teníamos, sin cometer un crimen, se me

antoja ahora examinar los títulos de esta superioridad.

"Nosotros sabemos bien que nuestras ideas son incompletas y pasadas, que,

como en todo hay un progreso indefinido, todos los conocimientos humanos

han debido hacer y han hecho progresos de que nosotros estamos ignorantes.

Pero ¿han dado ustedes bastantes pruebas de que están al cabo de estos

conocimientos? ¿Están ustedes ciertos de que no hacen lo que esos niños de

Rousseau, que ven construir un edificio y se creen arquitectos, oyen tocar

la caja y se creen generales? Ustedes leen lo que escribe Lerminier, y se

inflan de orgullo, exactamente como esos negros que se llenan de vanidad

porque sus amos van cubiertos de oro.

"¿A qué se reduce el saber decantado de ustedes sino a un saber de

plagiarios y copistas? Hablan de emancipación, de libertad inteligente, y

no tienen una idea que les sea propia; hablan de originalidad, y no son

sino trompetas serviles de los nuevos escritores franceses; arrojan

corriendo sus propias creencias, en el momento que ven otras contrarias en

los nuevos escritores: libres del pasado, esclavos del presente, libertos

de Aristóteles, siervos de Lerminier: se ríen de el Maestro lo dijo, de la

edad media, mientras que no avanzan un juicio, sin tener un nombre a mano,

cobardes que en vez de armas buscan escudos: insolentes como los niños y

las mujeres cuando un poder extraño protege su impotencia. Hablan de

filosofía y profanan este nombre aplicándole a una pueril chicana de

desatinos propios, y medias verdades ajenas. Hablan de historia, y no

conocen la de su país. Hablan de religión, y no profesan sino la del amor

propio. Hablan del cristianismo, y han estudiado teología por el Citador.

Hablan de economía, y se quedarían mudos si se les pidiese una noción del

banco, del crédito, del impuesto, de la renta. Hablan de enciclopedia, y

prescinden de la mitad de la ciencia humana, a punto de no saber ni

afligirse de saber, ni acordarse de que existen ciencias físicas y

naturales, cálculo, astronomía; hablan de filosofía y no saben leer el

griego. Hablan de legislación, y no conocen ni las leyes de su país:

incapaces en todo saber de aplicación, en todo procedimiento positivo, de

que Cicerón, esta cabeza inmensa, hacía su primer título de gloria.

"¿Qué harían ustedes si el día menos pensado se viesen llamados a redactar

un código para el país? Yo bien sé lo que harían: conozco bastante la

resolución de ustedes para prestarse corriendo. ¿A qué? A redactar lugares

comunes, en frases nuevas. Aquí está el fuerte de ustedes: la frase, y no

tienen más. La frase es toda la ambición, toda la gloria, toda la ciencia

de ustedes. Generación de frases, y nada más que de frases; época de

frases, reforma de frases, cambio de frases, progreso de frases, porvenir

de frases. El porvenir es nuestro, dicen ustedes. ¿Y la llave? Es el

estilo, contestan con Victor Hugo, de quien poseen la manía de las frases,

sin tener su genio ni su frase. Hombres de estilo, en todo el sentido de

la palabra: estilo de caminar, estilo de vestir, estilo de escribir,

estilo de hablar, estilo de pensar, estilo en todo y nada más que estilo:

he ahí la vocación, la tendencia de la joven generación, el estilo, la

forma: hombres de forma, forma de hombres.

"Hablan como hombres, y no son sino niños; hablan como patriotas, y no son

sino esclavos; hablan de nacionalidad, y son el egoísmo encarnado; hablan

de humanidad, y la palabra patria no se les cae de la boca; decantan

desprendimiento, y venderían diez veces al amigo que les mordiese una

frase. Enseñan el dogma del desinterés, del sacrificio, y sacrificarían la

patria a su envidia, a su orgullo, a su vanidad, a su amor propio, únicos

móviles de todos sus actos. Predican solidaridad y asociación, y se venden

y burlan los unos de los otros; insultan a la generación pasada, y se

asocian con ella para reírse de ustedes mismos; prescriben la moral en la

política, y su íntima conducta no es sino intriga y chicana; proclaman

igualdad, y se hacen llamar merced; gritan democracia, y tienen asco de

los pobres; adulan por delante y asesinan de atrás, y todavía hablan a

boca llena de camaleonismo. ¡Hipócritas débiles, llenos de grandeza en la

boca y de flojedad en las manos!

"Ahí tienen ustedes la joven generación, la gran generación, la esperanza,

el porvenir de la patria, como ella misma se dice modestamente. Ahí tienen

ustedes los hombres que ya no hacen caso, que tienen en menos, que han

echado en olvido a los gigantes de Mayo. Ven laureles sobre sus cabezas, y

como esos niños soberbios, hijos de los ricos, se infatúan y desprecian a

los mismos que los han conquistado y adornado con ellos sus cabezas

ineptas. A la edad en que sus padres habían levantado una cruzada

inmortal, no cuentan todavía con un solo progreso público que les sea

propio, no han hecho nada todavía: si los conocen en el mundo es porque

son hijos de los grandes de Mayo: su gloria es un reflejo de la gloria de

sus padres.

"Y no se alucinen con la idea de que todavía son niños. EL primer Sol de

Mayo se levantó sobre una generación de veinticinco años. De la edad de

ustedes, ya sus padres habían concebido el pensamiento cuya grandeza

todavía ustedes no han comenzado a calcular.

"Desengáñense ustedes, mis amigos: hasta el día de hoy, la joven

generación presente, a la faz de la joven generación pasada, es pigmea y

enana; como si los hijos de los fuertes, por esa generalidad que parece

fatal, estuviesen condenados a nacer raquíticos. Y reparen ustedes que yo

solo comparo la juventud de ambas generaciones, porque la comparación

total de su valor específico fuera imposible entre una generación que ya

no es nada porque ha consumado su misión, y otra que no es nada aún porque

no ha comenzado la suya.

"Y si ustedes desean saber lo que tienen que hacer por esta patria que

tanto cacarean, tengan la gratitud de ocuparse con más frecuencia de los

trabajos que ella debe a los que los han precedido. Los hombres que tienen

sangre en las mejillas no duermen de zozobra cuando se ven llamados a

reemplazar a los gigantes. Porque la ley del progreso les impone el deber

de ser dos veces más gigantes. Pero sepan que los gigantes de la patria no

son los gigantes de la retórica. La patria quiere grandes hombres, no

grandes vocingleros. Y nada de más heterogéneo que la vocinglería y la

grandeza. La grandeza se prueba por la fecundidad, por la actividad, por

los hechos. La grandeza es Napoleón, César, Alejandro, especulación y

acción, inteligencia y materia, cabeza y brazos, palabra y espada.

-¿Qué hora tienen ustedes?-interrumpió aquí uno de los jóvenes la palabra

del viejo.

-La seis.

-Ya es hora; vámonos: esta noche tenemos una bellísima pieza de Scribe.

-¿Del famoso Scribe?

-Sí, del grande Scribe.

-Vamos, vamos- dijeron todos; y se levantaron con tanta frescura, como si

acabaran de oír a un loco.

-¡No lo decía yo!- añadió el anciano moviendo irónicamente la cabeza.

Yo, por mi, que soy también de la generación que nace, no sería capaz de

asegurar que el viejo hubiese hablado como un loco; pero no puedo menos de

aplaudir la risueña filosofía de aquellos jóvenes, y sostener que mientras

abunden los nuevos rangos de espíritus tan despreocupados, el país no

podrá dejar de hacer progresos incalculables.