FERNÁN
CABALLERO
LA
GAVIOTA
Prólogo
Apenas
puede aspirar esta obrilla a los honores de la novela. La sencillez de su
intriga y la verdad de sus pormenores no han costado grandes esfuerzos a la
imaginación. Para escribirla, no ha sido preciso más que recopilar y
copiar.
Y,
en verdad, no nos hemos propuesto componer una novela, sino dar una idea exacta,
verdadera y genuina de España, y especialmente del estado actual de su sociedad,
del modo de opinar de sus habitantes, de su índole, aficiones y costumbres.
Escribimos un ensayo sobre la vida íntima del pueblo español, su lenguaje,
creencias, cuentos y tradiciones. La parte que pudiera llamarse novela sirve de
marco a este vasto cuadro, que no hemos hecho más que
bosquejar.
Al
trazar este bosquejo, sólo hemos procurado dar a conocer lo natural y lo exacto,
que son, a nuestro parecer, las condiciones más esenciales de una novela de
costumbres. Así es, que en vano se buscarán en estas paginas caracteres
perfectos, ni malvados de primer orden, como los que se ven en los melodramas;
porque el objeto de una novela de costumbres debe ser ilustrar la opinión sobre
lo que se trata de pintar, por medio de la verdad; no extraviarla por medio de
la exageración.
Los
españoles de la época presente pueden, a nuestro juicio, dividirse en varias
categorías.
Algunos
pertenecen a la raza antigua; hombres exasperados por los infortunios generales,
y que, impregnados por la quisquillosa delicadeza que los reveses comunican a
las almas altivas, no pueden soportar que se ataque ni censure nada de lo que es
nacional, excepto en el orden político. Estos están siempre alerta, desconfían
hasta de los elogios, y detestan y se irritan contra cuanto tiene el menor viso
de extranjero.
El
tipo de estos hombres es, en la presente novela, el general Santa
María.
Hay
otros, por el contrario, a quienes disgusta todo lo español, y que aplauden todo
lo que no lo es. Por fortuna no abundan mucho estos esclavos de la moda. El
centro en que generalmente residen es en Madrid; más contados en las provincias,
suelen ser objeto de la común rechifla.
Eloísa
los representa en esta novela.
Otra
tercera clase, la más absurda de todas en nuestra opinión, desdeñando todo lo
que es antiguo y castizo, desdeña igualmente cuanto viene de afuera, fundándose,
a lo que parece, en que los españoles estamos a la misma altura que las naciones
extranjeras, en civilización y en progresos materiales. Más bien que
indignación, causarán lástima los que así piensan, si consideramos que todo lo
moderno que nos circunda es una imitación servil de modelos extranjeros, y que
la mayor parte de lo bueno que aún conservamos es lo
antiguo.
La
cuarta clase, a la cual pertenecemos, y que creemos la más numerosa, comprende a
los que, haciendo justicia a los adelantos positivos de otras naciones, no
quieren dejar remolcar, de grado o por fuerza, y precisamente por el mismo
idéntico carril de aquella civilización, a nuestro hermoso país; porque no es
ese su camino natural y conveniente: que no somos nosotros un pueblo inquieto,
ávido de novedades, ni aficionado a mudanzas. Quisiéramos que nuestra Patria,
abatida por tantas desgracias, se alzase independiente y por sí sola, contando
con sus propias fuerzas y sus propias luces, adelantando y mejorando, sí, pero
graduando prudentemente sus mejoras morales y materiales, y adaptándolas a su
carácter, necesidades y propensiones. Quisiéramos que renaciese el espíritu
nacional, tan exento de las baladronadas que algunos usan, como de las mezquinas
preocupaciones que otros abrigan.
Ahora
bien, para lograr este fin, es preciso, ante todo, mirar bajo su verdadero punto
de vista, apreciar, amar y dar a conocer nuestra nacionalidad. Entonces, sacada
del olvido y del desdén en que yace sumida, podrá ser estudiada, entrar,
digámoslo así, en circulación, y como la sangre, pasará de vaso en vaso a las
venas, y de las venas al corazón.
Doloroso
es que nuestro retrato sea casi siempre ejecutado por extranjeros, entre los
cuales a veces sobra el talento, pero falta la condición esencial para sacar la
semejanza, conocer el original. Quisiéramos que el público europeo tuviese una
idea correcta de lo que es España, y de lo que somos los españoles; que se
disipasen esas preocupaciones monstruosas, conservadas y transmitidas de
generación en generación en el vulgo, como las momias de Egipto. Y para ello es
indispensable que, en lugar de juzgar a los españoles pintados por manos
extrañas, nos vean los demás pueblos pintados por nosotros
mismos.
Recelamos
que al leer estos ligeros bosquejos, los que no están iniciados en nuestras
peculiaridades, se fatigarán a la larga, del estilo chancero que predomina en
nuestra sociedad. No estamos distantes de convenir en esta censura. Sin embargo,
la costumbre lo autoriza; aguza el ingenio, anima el trato y amansa el amor
propio. La chanza se recibe como el volante en la raqueta, para lanzarla al
contrario, sin hiel al enviarla, sin hostil susceptibilidad al acogerla; lo cual
contribuye grandemente a los placeres del trato, y es una señal inequívoca de
superioridad moral. Este tono sostenidamente chancero se reputaría en la
severidad y escogimiento del buen tono europeo, por de poco fino; sin tener en
cuenta que lo fino y no fino del trato son cosas convencionales. En cuanto a
nosotros, nos parece en gran manera preferible al tono de amarga y picante
ironía, tan común actualmente en la sociedad extranjera, y de que se sirven
muchos, creyendo indicar con ella una gran superioridad, cuando lo que
generalmente indica es una gran dosis de necedad, y no poca de
insolencia.
Los
extranjeros se burlan de nosotros: tengan, pues, a bien perdonarnos el benigno
ensayo de la ley del talión, a que les sometemos en los tipos de ellos que en
esta novela pintamos, refiriendo la pura verdad.
Finalmente,
hase dicho que los personajes de las novelas que escribimos son retratos. No
negamos que lo son algunos; pero sus originales ya no existen. Sonlo también
casi todos los principales actores de nuestros cuadros de costumbres populares:
mas a estos humildes héroes nadie los conoce. En cuanto a los demás, no es
cierto que sean retratos, al menos de personas vivas. Todas las que componen la
sociedad prestan al pintor de costumbres cada cual su rasgo característico, que,
unidos todos como en un mosaico, forman los tipos que presenta al público el
escritor. Protestamos, pues, contra aquel aserto, que tendría no sólo el
inconveniente de constituirnos en un escritor atrevido e indiscreto, sino
también el de hacer desconfiados para con nosotros en el trato, hasta a nuestros
propios amigos; y si lo primero está tan lejos de nuestro ánimo, con lo segundo
no podría conformarse nunca nuestro corazón. Primero dejaríamos de
escribir.
Juicio
crítico por el señor don Eugenio de Ochoa
I
Varias
veces lo hemos dicho: no es la novela el género de literatura en que más han
descollado los españoles en todos tiempos, y señaladamente en los modernos. Las
causas de este, al parecer, fenómeno de nuestra historia literaria, las hemos
dicho también en diferentes escritos, que la escasa porción del público que por
tales cuestiones se interesa, recordará tal vez: excusado sería, pues, y aun
molesto, repetirlas. Permítasenos, sin embargo, apuntar aquí una sola: la
novela, ese género que pasa por tan frívolo, tan fácil, tan sin consecuencia,
es, díganlo los que le han cultivado, de una dificultad suma, y requiere, para
que sea posible descollar en él, hoy que se ve elevado a tanta altura en las
producciones de los más claros ingenios de Europa, una aplicación extremada, a
más de un talento de primer orden. Entre nosotros, el talento no escasea; pero
la aplicación, el estudio, la perseverancia son dotes raras. Nos gusta conseguir
grandes resultados con poco esfuerzo, y cuando es posible, los conseguimos; por
eso se escriben entre nosotros buenos dramas, y no buenas novelas. Salvas
algunas excepciones muy contadas, nuestras novelas modernas, aun las que tienen
un verdadero valor literario, carecen de todo interés novelesco, y no tienen, en
realidad, de novelas más que el nombre. Su habitual insulsez es tanta, que el
público escamado, con sólo ver el adjetivo original al frente de una de ellas,
la mira con desconfianza, o la rechaza con desdén, al mismo tiempo que se
abalanza con una especie de sed hidrópica sobre las más desatinadas traducciones
de los novelistas extranjeros. Estos surten casi exclusivamente nuestras
librerías y nuestros folletines: sus obras, vertidas a un castellano
generalmente bárbaro, forman el ramo más importante de nuestro moribundo
comercio de librería.
Parece
a primera vista que esa predilección del público a las novelas extranjeras es
una manía inspirada por la moda, que tantas extravagancias inspira, un capricho
irracional, como tantos otros de que solemos ser necios esclavos, por tener el
gusto de parecer hoy ingleses y mañana franceses; pero no es así. Hay una razón
decisiva para que las novelas extranjeras, en especial las francesas, alcancen
gran valimiento, y las nuestras no; esa razón es que interesan mucho: las
nuestras por lo general, ya lo hemos dicho, interesan poco o nada. Algunas
honrosas excepciones (y La España tiene la gloria de haber suministrado a la
crítica algunas de las más notables) no bastan a destruir la indisputable cuanto
triste verdad de esta proposición. Reflexionando en sus causas, sólo hemos
discurrido una plausible para explicar esa singularidad: nuestros escritores no
aciertan a interesar con sus novelas, porque ninguno ha escrito bastantes para
llegar a posesionarse, digámoslo así, de todos los recursos del arte: sus
producciones no son más que ensayos, y rara vez los ensayos son perfectos, ni
aun buenos. Para escribir una buena novela, es preciso, por regla general, haber
escrito antes algunas malas: los casos como el de La Gaviota, primera producción
al parecer, y excelente sin embargo, son rarísimos.
¿Quién
será, nos preguntábamos con curiosidad viva, desde sus primeros capítulos, quién
será el FERNÁN CABALLERO que firma como autor esa preciosa novela, La Gaviota,
que ha publicado recientemente El Heraldo? Bien conocíamos que ese era un nombre
supuesto; bien conocíamos también que ese libro, en el que desde las primeras
líneas respirábamos con delicia como un perfume de virginidad literaria, era
producto de una inspiración espontánea y pura, y que nada tenía que ver con
todas esas marchitas producciones, que la especulación lanza diariamente al
público paciente, frutos apaleados, verdes y podridos al mismo tiempo. Pero, por
otra parte, se nos hacía duro creer que el verdadero nombre encubierto bajo
aquel seudónimo notorio fuese enteramente desconocido en la diminuta república
-verdadera república de San Marino-, que forman nuestros literatos propiamente
tales; y así íbamos pasando revista a todos los que la fama pregona con sus cien
trompas, para entresacar de sus gloriosas filas el que mejor se adaptase a las
dotes de la nueva producción. Ninguno nos satisfacía; revolviendo antecedentes,
ningunos hallábamos que se ajustasen a aquel marco tan elegante y correcto;
ningunos que justificasen aquel interés tan hábil y naturalmente sostenido,
aquellos caracteres tan nuevos y tan verdaderos, aquellas descripciones tan
delicadas, tan lozanas y tan fragantes -permítaseme la expresión-, que ora
recuerdan el nítido pincel de la escuela alemana, ora la caliente y viva
entonación de la escuela andaluza. Vese allí el dibujo de Alberto Durero
realzado con el colorido de Murillo.
No,
ninguna de nuestras celebridades modernas nos anunciaba ni prometía la
caprichosa creación de Marisalada, las deliciosas figuras de Rosa Mística, Pedro
Santaló, la tía María y el comandante del fuerte de San Cristóbal; ninguna nos
anunciaba ni prometía el donaire sumo con que está pintada la simplicidad
angélica del hermano Gabriel, contrastando con la malicia diabólica de Momo. No
tiene el mismo Walter Scott un carácter más verdadero, más cómico ni mejor
sostenido que el de don Modesto Guerrero, el comandante susodicho, prototipo de
la lealtad, de la resignación y de la benevolencia características del soldado
viejo. ¡Y con qué gracia está delineado en cuatro rasgos el barberillo Ramón
Pérez! ¡Y el honrado Manuel, tipo perfecto del campesino andaluz, con su
inagotable caudal de chistes, y su travesura y su bondad
naturales!
Pero
la figura que irresistiblemente se lleva el mayor interés del lector, la que
siempre domina el cuadro, porque nunca nos es indiferente, si bien casi siempre
nos es simpática, es la de Marisalada. Nada más singular, nada más ilógico, y
por lo mismo acaso nada más interesante, que aquel adusto carácter, seco y
ardiente al mismo tiempo, duro hasta la ferocidad, y capaz, sin embargo, en
amor, del más abyecto servilismo -mujer fantástica a veces como un hada, a veces
prosaica y rastrera como una mozuela-; conjunto que no se explica, pero que se
siente y se ve, y en el que se cree como en una cosa existente, de sensibilidad
e indiferencia, de hermosura y fealdad física y moral, de bondad y depravación,
ambas nativas, de ingenio elevado y de materialismo grosero -personaje a quien
es imposible amar, y a quien, sin embargo, no acertamos a aborrecer-; carácter
altamente complejo, que por un lado se roza con la inculta sencillez de la
naturaleza salvaje, y por otro participa de los más impuros refinamientos de la
corrupción social. Hay en Marisalada algo de la condición indolente y maligna
del indio de Cooper, y algo también del escepticismo infernal de la mujer libre
de Jorge Sand. Si el autor ha copiado del natural ese singularísimo personaje,
es un hábil y muy sagaz observador; si lo ha sacado de su fantasía, es un gran
poeta: de todos modos es un profundo conocedor del corazón humano. Por eso sin
duda no se empeña en explicar el móvil de las acciones de su protagonista. ¿A
qué fin? Ni aun la explicación más ingeniosa podría parecer satisfactoria para
los que saben que nada hay en el mundo más irracional que la pasión, como nada
hay, muchas veces, más inverosímil que la verdad misma. La Gaviota es un
personaje puramente de pasión; la razón no tiene sobre él dominio alguno. La
misma espontaneidad algo insensata, la misma obstinación algo brutal que
hallamos en sus primeras palabras al presentarla el autor en escena, vemos en
todos sus actos hasta el fin de la novela.
-«Vamos,
Marisalada -le dijo (la tía María)-, levántate para que el señor (Stein) te
examine.»
Marisalada
no mudó de postura.
-«Vamos,
hija -repitió la buena mujer-, verás cómo quedas sana en menos que canta un
gallo.»
Diciendo
estas palabras, la tía María, apoderándose de un brazo de Marisalada, procuraba
ayudarla a levantarse.
-«No
me da la gana», dijo la enferma arrancándose del brazo de la vieja con una
fuerte sacudida.
En
el efecto que nos produce el personaje de La Gaviota, como en el género de
interés que nos inspira, se nos figura que hay algo del sentimiento de inquieta
compasión que nos producen ciertos dementes sosegados, pero sombríos y
enérgicos, que parece como que siguen en sus ideas y en sus actos una misteriosa
inspiración, de que a nadie dan cuenta, y en la que tienen una fe ciega; de aquí
su áspera condición, y el agreste desdén con que acogen las advertencias y los
consejos que les da lo que llamamos la cordura humana. Al ver su fe robusta en
esa voz íntima que al parecer les guía en su oblicua carrera, al paso que la
duda y el temor son la inseparable secuela de nuestras opiniones y de nuestros
actos razonables, alguna vez nos hemos sentido a punto de preguntarnos: «¿Serán
ellos los cuerdos? ¿Seremos nosotros los locos?»
El
personaje de Stein forma un perfecto contraste con el de La Gaviota; todo en
aquel es serenidad y rectitud; todo en esta es tumulto y desorden. Ambos
caracteres están pintados con igual maestría; como concepción literaria, el
segundo es muy superior al primero; éste, en cambio, vale mucho más como pintura
moral. Stein es el hombre evangélico, el justo en toda la extensión de la
palabra; nada basta a alterar la límpida tersura de su hermosa alma; es el tipo
acabado de esa proverbial mansedumbre germánica, ahora ¡ay! muy desmentida por
una reciente experiencia, que hacía decir a Voltaire: «los alemanes son los
ancianos de Europa». La dolorosa resignación con que sobrelleva Stein sus
desastres conyugales, y más aún la noble ceguera con que por tanto tiempo
desconoce la execrable traición de Marisalada, están hábilmente preparadas por
los antecedentes todos de la historia de aquel hombre, predestinado a la
desgracia por una vida toda de bondad, de abnegación y de oscuros padecimientos.
Estas pocas palabras del autor explican la conducta del personaje que nos ocupa:
«Stein, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple una propensión a la
confianza que rayaba en debilidad, se enamoró de su discípula. La pasión que
Marisalada le había inspirado, sin ser inquieta ni violenta, era profunda, y de
aquellas en que el alma se entrega sin reservas.» Y luego: «Stein era uno de
esos hombres que pueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a penetrar
que detrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones de
cartón pintado, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las que el
individuo ha recibido de la naturaleza»; rasgos magistrales, que pintan, o más
bien, que animan y vivifican a un personaje de novela, mejor que las más menudas
y prolijas filiaciones, en que se complacen los pintores vulgares, ya pinten con
la pluma, ya con el pincel. Más dice un brochazo de Goya, que todos los toques y
retoques que da un mal pintor; más una palabra de Cervantes, que un tomo entero
de un mal novelista.
Todos
los personajes de La Gaviota viven, y nos son conocidos: a todos los hemos visto
y tratado más o menos, según el mayor o menor relieve que les da el autor.
Sucédenos en la lectura de algunas novelas, que por más que lo procuramos, no
nos es posible parar la atención en los personajes que figuran en ellas, ni
imaginarnos cómo son física y moralmente. El autor nos lo dice, y al momento se
nos olvida; es como si leyéramos distraídos, cuando, por el contrario, nos
tomamos en aquella lectura un afán tan ímprobo como para resolver un problema
difícil. ¿Qué prueba esto? Nada más sino que aquellos personajes no viven; son
estatuas que aún no han recibido el fuego del cielo y que como tales, no
despiertan en nuestra alma, ni es posible, odio ni amor: en suma, están en la
categoría de cosas, no son personas. Cuando más, se podrán llamar sombras. Se
les da el nombre de personajes por mera licencia poética. Lo mismo que de las
pinturas de los caracteres, puede decirse de las descripciones de los sitios. Si
el lector no los ve, como si estuviera materialmente en ellos, esas
descripciones nacerán muertas; no serán tales descripciones, sino un monótono y
estéril hacinamiento de palabras, un fastidioso ruido, que ninguna idea
despertará en nuestra mente, ninguna simpatía en nuestro corazón. No diremos al
leerlas: «eso es malo, eso está mal escrito»; porque la descripción podrá ser
hermosa, y la pintura podrá estar bien hecha; pero diremos: «eso no es verdad»,
o tal vez: «¿y qué?, ¿qué nos importa todo eso que nos van diciendo tan
elegantemente, si a medida que lo vayamos leyendo, se nos va borrando de la
memoria?».
Descripciones
hay en La Gaviota que pueden presentarse como dechados. Veamos esta: «Stein se
paseaba un día delante del convento, desde donde se descubría una perspectiva
inmensa y uniforme: a la derecha, la mar sin límites; a la izquierda, la dehesa
sin término. En medio, se dibujaba en la claridad del horizonte el perfil oscuro
de las ruinas del fuerte de San Cristóbal, como la imagen de la nada en medio de
la inmensidad. La mar, que no agitaba el soplo más ligero, se mecía blandamente,
levantando sin esfuerzo las olas que los reflejos del sol doraban, como una
reina que deja ondear su espléndido manto. El convento, con sus grandes, severos
y angulosos lineamentos, estaba en armonía con el paisaje, grave y monótono. Su
mole ocultaba el único punto del horizonte interceptado en aquel uniforme
panorama.
»En
aquel punto se hallaba el pueblo de Villamar, situado junto a un río, tan
caudaloso y turbulento en invierno, como mezquino y escaso en el verano. Los
alrededores bien cultivados presentaban de lejos el aspecto de un tablero de
damas, en cuyos cuadros variaba de mil modos el color verde; aquí el amarillento
de la vid todavía cubierta de follaje; allí el verde ceniciento de un olivar, o
el verde esmeralda del trigo, que habían fecundado las lluvias de otoño, o el
verde sombrío de las higueras; y todo esto dividido por el verde azulado de las
pitas de los vallados. Por la boca del río cruzaban algunas lanchas pescadoras;
del lado del convento, en una elevación, una capilla; delante, una gran cruz,
apoyada en una base piramidal de mampostería blanqueada; detrás, un recinto
cubierto de cruces pintadas de negro. Este era el campo
santo.
»Delante
de la cruz pendía un farol, siempre encendido, y la cruz, emblema de salvación,
servía de faro a los marineros: como si el Señor hubiera querido hacer palpables
sus parábolas a aquellos sencillos campesinos, del mismo modo que se hace
diariamente palpable a los hombres de fe robusta y sumisa, dignos de aquella
gracia.»
II
El
mayor mérito de La Gaviota consiste seguramente en la gran verdad de los
caracteres y de las descripciones; en este punto recuerda a cada paso las obras
de los grandes maestros del arte, Cervantes, Fielding, Walter Scott y Cooper; a
veces compite con ellas. No todos estarán conformes con lo que vamos a decir: a
nuestro juicio, ese mérito es el que principalmente debe buscarse en una novela,
porque es, digámoslo así, el más esencial, el más característico de este género
de literatura. Verdad y novedad en los caracteres, verdad y novedad en las
descripciones; tales son los dos grandes ejes sobre que ha de girar
necesariamente toda novela digna de este nombre. Casi estamos por decir que
ellos son la novela misma, y que todo lo demás es lo accesorio: por lo menos, es
muy cierto que no hay mérito que alcance a suplir la ausencia de estos dos
imprescindibles elementos de vida para toda composición novelesca; ni el
lenguaje, ni el estilo, ni la originalidad del argumento, ni la variedad y
multitud de los lances. Para el vulgo de los lectores, esto será en buena hora
lo principal; para nosotros, aunque muy importante, no pasa de ser lo
secundario. La novedad, la variedad, lo imprevisto y abundante de los
acontecimientos, nos parece peculiar del cuento: la novela vive esencialmente de
caracteres y descripciones. ¡Cosa extraña! es de todas las composiciones
literarias la que menos necesidad tiene de acción: no puede, en verdad,
prescindir de tener alguna, pero con poca, muy poca, le basta. Una novela en
tres tomos puede ser excelente y tener, sin embargo, menos acción que un drama
entres actos. Consiste esto en la distinta índole de ambas composiciones; la
segunda es, digámoslo así, una acción condensada, reducida a sus más estrechos
límites; es la exposición sencilla y breve de un suceso presentado en su más
rápido desarrollo; la primera, por el contrario, comporta un desarrollo
altísimo, y en este desarrollo, hábilmente hecho, consiste su mayor encanto
posible.
Hemos
dicho que comporta, no que necesariamente exige ese minucioso desarrollo, pues,
en efecto, hay novelas altamente dramáticas, y aun verdaderas monografías, que,
como el Gil Blas, tienen todo el movimiento, toda la rapidez, vida y sucesión de
cuadros que se requieren en un cuento o en una comedia de magia. Esto constituye
una de las muchas variedades del género, el más rico y fecundo tal vez de los
que unidos forman lo que se llama amena literatura. Por más que en teoría y con
arreglo a las ideas comunes parezca que no puede haber novela buena sin mucha
acción, la experiencia demuestra lo contrario con numerosos ejemplos. ¿Cuál es,
a qué se reduce la acción del precioso Vicario de Wakefield, de Goldsmith? ¿A
qué la del Jonathan Wild, de Fielding? ¿A qué las Aguas de San Ronan, una de las
más apacibles composiciones de Walter Scott? ¿A qué la de la mayor parte de las
entretenidísimas escenas de costumbres que nos pinta Balzac con mano maestra? En
media cuartilla de papel cabe holgadamente el argumento de cualquiera de esas, y
de otras muchas buenas novelas que podríamos citar: sólo que sometiéndolas a esa
especie de compendiosa reducción, dejarían de ser novelas, y pasarían a ser
cuentos.
Estos,
menos que los dramas, no exigen desarrollo ni comentario alguno; son meras
narraciones de hechos, que van pasando por delante de los ojos del lector como
en una linterna mágica; en aquellas, por el contrario, la narración de lo
sucedido, ya lo hemos dicho, es lo menos; el desarrollo, el comentario, lo más.
Y adviértase que esto es cabalmente, cuando está bien ejecutado, lo que más
deleite proporciona al lector. Mucho nos recrea la narración de las aventuras de
Don Quijote, por ejemplo; pero ¡cuánto más sabrosa es la lectura de aquellos
incomparables diálogos entre el loco y su escudero, que llenan los mejores
capítulos de la inmortal fábula de Cervantes!
En
La Gaviota la acción es casi nula: todo lo que constituye su fondo puede decirse
en poquísimas palabras; ¡rara prueba de ingenio en el autor haber llenado con la
narración de sucesos muy vulgares dos tomos, en los que ni sobra una línea, ni
decae un solo instante el interés, ni cesa un solo punto el embeleso del lector!
Consiste esto en la encantadora verdad de sus descripciones, en la grande
animación de sus diálogos, y más que todo, en el conocido sello de vida que
llevan todos los personajes, desde el primero hasta el último. Ya hemos
procurado dar una sucinta idea de los dos principales, Marisalada y Stein; los
demás, y son muchos, en nada ceden a aquellos en valor literario ni en verdad de
colorido. Los que están en segundo término forman deliciosos grupos, sobre los
cuales se destacan con singular vigor las figuras principales: el autor posee en
alto grado el arte dificilísimo de las medias tintas.
En
dos partes puede considerarse dividida la novela. Pasa la primera en las
inmediaciones de Villamar, pueblecito imaginario del condado de Niebla, entre la
familia del guarda de un ex convento, de la cual es huésped el cirujano alemán
Federico Stein, y varios oscuros personajes del citado pueblecito o de sus
cercanías, entre los cuales se cuentan el pescador catalán Pedro Santaló y su
hija Marisalada, a quien llaman la Gaviota por su genio arisco y su afición a
vagar por entre las peñas, en la soledad de las playas marinas, soltando al
viento el raudal de su hermosísima voz. El amor de Stein a esta mujer singular,
su enlace con ella, la llegada a aquellos campos, de un noble y poético magnate,
el duque de Almansa, que, gravemente herido en una cacería, es curado por el
hábil Stein; y la salida, por fin, de este y su mujer para Sevilla en compañía
del duque, que los persuade a que vayan a buscar un teatro más digno en que
lucir y utilizar sus respectivos talentos, llenan el primer tomo de la novela,
que por nuestra parte preferimos con mucho al segundo. No decimos por eso que
este tenga menos mérito que aquel, sino simplemente que aquel nos es más
simpático, nos gusta más; a otros acaso les gustará menos. En lo que creemos que
todos estaremos conformes es en reprobar el incidente de los amores de la
Gaviota con el torero Pepe Vera. ¿A qué rebajar tan cruelmente el carácter de la
pobre Marisalada?
Pero
volvamos a las hermosas cercanías de Villamar, donde nos esperan aquellas buenas
gentes tan superiormente pintadas: la tía María, Dolores, Manuel, don Modesto
Guerrero, Rosa Mística, Momo y el hermano Gabriel. No acertamos nosotros a
explicar el deleite que nos producen aquellas dulces y apacibles escenas que
pasan en el ex convento, ni a encarecer la vehemencia con que nos hacemos
ilusión de que todo aquello es verdad. Se nos figura asistir a aquellas
pacíficas reuniones de familia, amenizadas con las sanas sentencias de la tía
María, con los saladísimos cuentos del inagotable Manuel, y con las monadas
infantiles de Anís y de Manolito; creemos ver al bienaventurado hermano Gabriel,
tan sobrio de palabras, tan rico de lealtad y obediencia perruna a la tía María,
tejiendo sus espuertas o rezando su rosario en un rincón de la estancia. Viva
antítesis de aquel bendito, vemos a Momo el malo y el tonto, pero tonto a la
manera particular que tienen de serlo los gansos de Andalucía, es decir, tonto
con mucho talento, díganlo sus réplicas, tales que sólo a él pudieran
ocurrírsele. Así son todos aquellos llamados tontos: a cada paso le dejan a uno
parado con sus razones, de una sensatez, y al mismo tiempo, de una originalidad
pasmosas. La hermosa y serena figura de Stein ilumina con un destello de alta
poesía este cuadro que ya por sí tiene tanta -pero una poesía puramente
popular-, la que a cada paso, en cada venta, en cada cabaña, en cada calle nos
presentan nuestras pintorescas poblaciones meridionales. No es, sin embargo,
Stein un alemanuco lánguido, etéreo e inútil, como los que se imaginan los malos
poetas; su poesía es, digámoslo así, práctica -es la poesía de la rectitud, de
la probidad y de la nobleza del alma-. Fría e indiferente a aquel cuadro de
íntima felicidad que su alma adusta y vulgar no comprende ni ama, animados sus
hermosos ojos negros de un fuego sombrío, Marisalada parece absorta en malos
pensamientos, y como reconcentrada en el vago deseo de otra existencia. Ni la
exaltada ternura de su anciano padre, ni el puro amor de Stein bastan a llenar
aquel corazón cerrado a los blandos halagos de la familia y del deber. Una de
las más vigorosas figuras de esta novela es la del viejo marino Santaló, corazón
de cera en un cuerpo de hierro. Es imposible dejar de amar a aquel hombre tan
bueno y tan amoroso bajo su ruda corteza, y en quien vemos reunidas en el más
alto punto la fuerza física con todas las deliciosas debilidades del amor
paternal, llevado hasta el fanatismo, hasta el increíble delirio de una madre.
Tieso como un huso, don Modesto Guerrero lamenta el completo abandono en que su
gobierno imprevisor deja al importante castillo de San Cristóbal, y el lector no
puede menos de mirar con viva simpatía aquellas dos nobles ruinas, el castillo y
su comandante. La buena Dolores, tipo de mujer del pueblo, sumisa, laboriosa,
atenta al bienestar común, es como el alma de aquellas reuniones, en las que,
sin embargo, rara vez se oye su voz, ni interviene su voluntad; pero está en
todo; es el centro de aquella reducida esfera, el lazo que une a todas aquellas
almas; es la esposa y la madre, la buena esposa y la buena madre, luz y calor
del hogar doméstico. Para que aquella reunión de personajes amados del lector
fuese completa, quisiéramos ver en ella alguna vez a la excelente patrona del
comandante; pero mejor pensado, sin duda ha andado discreto el autor en apartar
de aquel dulce cuadro de familia la figura triste y grotesca al mismo tiempo de
Rosa Mística, como para indicar que la soledad y el aislamiento son el
patrimonio fatal de esas pobres mujeres, gremio por lo común ridículo y casi
siempre digno de lástima, a quienes el desdén de los hombres ha condenado, según
la expresión vulgar, a vestir imágenes. Rosa Mística es un tipo excelente de la
vieja soltera, carácter acre, rígido, descontento de los demás y de sí mismo,
adusto en el fondo, y, sin embargo, tan cómico como los buenos caracteres de
Sheridan, de cuyo género parece haberse inspirado el autor para la pintura de
este personaje, uno de los mejores de su novela. Rosa Mística yendo a misa al
lado de Turris Davídica es una deliciosa caricatura, cuyo espectáculo envidiamos
a la gente alegre de Villamar.
La
mayor parte de los personajes que figuran en el segundo tomo de La Gaviota, son
distintos de los que entran en la composición del primero; en este concepto
decíamos antes que la novela puede considerarse dividida en dos partes, sin más
lazo común entre sí que la intervención en ambas de Stein y Marisalada. El
primer tomo es como la exposición del carácter de estos personajes; el segundo
es el campo en que vemos aquel carácter en acción. La pintura de la buena
sociedad sevillana está hecha en los primeros capítulos, con una gracia y una
verdad sorprendentes. Allí abundan los retratos; a algunos se nos figura
haberlos conocido. Los más son verdaderos tipos característicos de los
diferentes grados de nuestra sociedad, pintados con un talento de observación,
una seguridad de crítica y una energía de colorido, que no desmerecían al lado
de los más celebrados caracteres de Teofrasto y Labruyère. El general Santa
María con su exagerado españolismo; Eloísa con su extranjerismo impertinente; la
joven condesa de Algar, tan simpática y tan bella; Rita, la verdadera española
de buen sentido; Rafael, la marquesa de Guadalcanal, son personajes a quienes,
como decíamos en nuestro primer artículo, todos hemos conocido bajo otros
nombres, o más bien a quienes estamos viendo todos los días en tertulias y
paseos.
Nuestra
alta aristocracia debe estar reconocida al autor por la poética personificación
que nos presenta de ella en los dos nobles personajes del duque y la duquesa de
Almansa, sobre todo el duque, «uno de aquellos hombres elevados y poco
materiales, en quienes no hacen mella el hábito ni la afición al bienestar
físico; uno de esos seres privilegiados que se levantan sobre el nivel de las
circunstancias, no en ímpetus repentinos y eventuales, sino constantemente, por
cierta energía característica, y en virtud de la inatacable coraza de hierro que
se simboliza en el ¿qué importa? ¡Uno de aquellos corazones que palpitaban bajo
las armaduras del siglo XV, y cuyos restos sólo se encuentran hoy en
España!»
Ya
hemos dicho que no nos parece bien el incidente de los amores de la Gaviota con
el torero Pepe Vera. ¡Cómo desdicen todos los capítulos en que se desarrolla
esta aventura del tono decorosamente festivo y sencillamente elegante de los
capítulos anteriores, y más aún del sabor apacible y campestre, que da tan suave
encanto a las escenas del convento, de la cabaña de Santaló y del pueblecito de
Villamar! No parecen una misma pluma la que describe el cínico festín a que
arrastra Pepe Vera a su degradada amante, y la que pinta con tan alta elocuencia
los últimos momentos de Santaló, mártir del amor paternal, en uno de los
capítulos mejor escritos del libro y que quisiéramos copiar aquí
íntegro.
Para
borrar la desagradable impresión que deja aquel cuadro de impuros amores,
impresión tanto más desagradable cuanto el gran mérito literario de la pintura
la hace más profunda, hemos tenido que volver a buscar en el tomo primero
algunos de aquellos diálogos tan apacibles, algunas de aquellas descripciones
tan ricas de encantadoras imágenes, de locuciones felicísimas, de pormenores
llenos de gracia, de frescura y de novedad. ¿Pueden darse expresiones más
pintorescas que estas? «Stein refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su
llegada al convento, sus amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho
interés, y la narración le inspiró el deseo de conocer a Marisalada y al
pescador, y la cabaña que Stein estimaba en más que un espléndido palacio. Así
es que en la primera salida que hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la
orilla del mar. Empezaba el verano; y su fresca brisa, puro soplo del inmenso
elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San
Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto
personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez. Las florecillas que cubrían
el techo de la cabaña, en imitación de los jardines de Semíramis, se acercaban
unas a otras, mecidas por las auras, a guisa de doncellas tímidas, que se
confían al oído sus amores. La mar impulsaba blanda y pausadamente sus olas
hacia los pies del duque, como para darle la bienvenida. Oíase el canto de la
alondra, tan elevada, que los ojos no alcanzaban a verla. El duque, algo
fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en silencio de aquella
hermosa escena. De repente sonó una voz, que cantaba una melodía sencilla y
melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein, y este se sonrió. La voz
continuaba.
»-Stein
-dijo el duque-, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en esta
atmósfera?»
No
queremos multiplicar las citas: vale más que el lector mismo vaya a buscarlas en
la novela, que le producirá, a no dudarlo, momentos de sumo recreo. No se asuste
de la calificación de original que lleva al frente, pues aunque original y del
día, es mejor que la mayor parte de las que nos vienen del otro lado del
Pirineo; tiene tanto interés como ellas, y está escrita con más estudio y mayor
conocimiento del corazón humano. Algunos acaso querrán saber, antes de leerla,
quién es su autor, y esperarán a que por fin se lo digamos; pero es lo cierto
que aun cuando supiéramos su nombre, nos guardaríamos muy bien de revelarlo.
Nada más justo que respetar esos velos de misterio en que alguna vez se encubren
las obras de la fantasía, verdadero pudor del ingenio, respetable como el de la
inocencia. Por lo demás, ¿a qué esa curiosidad?, ¿qué importa el nombre del
autor? Para nosotros, nada. Cuando nos encontramos en el campo una flor hermosa
y fragante, nos recreamos mucho con su vista y con su aroma, sin curarnos nada
de averiguar cómo se llama; cuando vemos un buen cuadro, cuando nos cae en la
mano un buen libro, lo último que se nos ocurre es averiguar el nombre del
autor. Pero hay personas que no saben ver ni pueden admirar las obras anónimas:
sólo les inspiran desdén aun las mejores, si se les presentan desamparadas y
huérfanas, rara manía, pero muy común y que se explica de muchos
modos.
Por
nuestra parte, bástanos saber, y su obra lo dice, que el autor de La Gaviota es
un talento de primer orden, no contaminado con los vicios literarios de la
época, que son la impaciencia de producir, la pobreza de ideas, el desaliño en
la forma, la inmoralidad en el fondo. No hay que dudarlo; el autor de La Gaviota
es nuevo en el palenque de la publicidad literaria; apostaríamos algo bueno a
que no ha escrito su novela para publicarla, y menos aún para venderla. Es
imposible que la literatura sea un oficio para quien con tanto amor ha
desarrollado un argumento tan sencillo y tan detenidamente estudiado. Bastarían
para demostrarlo las escenas, ya alegres, ya tiernas y patéticas, generalmente
alegres y patéticas al mismo tiempo, en que se describen con encantadora verdad
de pormenores las bodas de Stein y la Gaviota, la salida de ambos para Sevilla
en compañía del duque, la vuelta de Momo a Villamar con la falsa nueva del
asesinato de Marisalada, la última entrevista de Stein con su noble amigo, y
tantas otras, en cuya lectura, según la expresión de un poeta, la sonrisa se
asoma entre lágrimas a nuestro rostro, como suele brillar un rayo de sol en
medio de una lluvia de verano. Una imaginación gastada no puede concebir cuadros
tan puros y tan lindos, ni derramar sobre ellos ese baño de suave melancolía,
que les da tan irresistible atractivo. No es, pues, repetimos, un literato de
oficio, como la mayor parte de los que entre nosotros, y más aún en Francia,
escriben novelas, el desconocido autor de la que hemos examinado en este y en
nuestro anterior artículo; más si se decide a cultivar este género y a publicar
nuevos cuadros de costumbres como el que ya nos ha dado, ciertamente La Gaviota
será en nuestra literatura lo que es Waverley en la literatura inglesa, el
primer albor de un hermoso día, el primer florón de la gloriosa corona poética
que ceñirá las sienes de un WalterScott español.
Capítulo
I
Hay
en este ligero cuadro lo que más debe
gustar
generalmente: novedad y naturalidad.
G.
DE MOLÈNES
Es
innegable que las cosas sencillas son
las
que más conmueven los corazones
profundos
y los grandes entendimentos.
ALEJANDRO
DUMAS
En
noviembre del año de 1836, el paquebote de vapor Royal Sovereign se alejaba de
las costas nebulosas de Falmouth, azotando las olas con sus brazos, y
desplegando sus velas pardas y húmedas en la neblina, aún más parda y más húmeda
que ellas.
El
interior del buque presentaba el triste espectáculo del principio de un viaje
marítimo. Los pasajeros amontonados luchaban con las fatigas del mareo. Veíanse
mujeres en extrañas actitudes, desordenados los cabellos, ajados los
camisolines, chafados los sombreros. Los hombres, pálidos y de mal humor; los
niños, abandonados y llorosos; los criados, atravesando con angulosos pasos la
cámara, para llevar a los pacientes té, café y otros remedios imaginarios,
mientras que el buque, rey y señor de las aguas, sin cuidarse de los males que
ocasionaba, luchaba a brazo partido con las olas, dominándolas cuando le oponían
resistencia, y persiguiéndolas de cerca cuando cedían.
Paseábanse
sobre cubierta los hombres que se habían preservado del azote común, por una
complexión especial, o por la costumbre de viajar. Entre ellos se hallaba el
gobernador de una colonia inglesa, buen mozo y de alta estatura, acompañado de
dos ayudantes. Algunos otros estaban envueltos en sus mackintosh, metidas las
manos en los bolsillos, los rostros encendidos, azulados o muy pálidos, y
generalmente desconcertados. En fin, aquel hermoso bajel parecía haberse
convertido en el alcázar de la displicencia.
Entre
todos los pasajeros se distinguía un joven como de veinticuatro años, cuyo noble
y sencillo continente, y cuyo rostro hermoso y apacible no daban señales de la
más pequeña alteración. Era alto y de gentil talante; y en la apostura de su
cabeza reinaban una gracia y una dignidad admirables. Sus cabellos negros y
rizados adornaban su frente blanca y majestuosa: las miradas de sus grandes y
negros ojos eran plácidas y penetrantes a la vez. En sus labios sombreados por
un ligero bigote negro, se notaba una blanda sonrisa, indicio de capacidad y
agudeza, y en toda su persona, en su modo de andar y en sus gestos, se traslucía
la elevación de su clase y la del alma, sin el menor síntoma del aire desdeñoso,
que algunos atribuyen injustamente a toda especie de
superioridad.
Viajaba
por gusto, y era esencialmente bueno, aunque un sentimiento virtuoso de cólera
no le impeliese a estrellarse contra los vicios y los extravíos de la sociedad.
Es decir, que no se sentía con vocación de atacar los molinos de viento, como
don Quijote. Érale mucho más grato encontrar lo bueno, que buscaba con la misma
satisfacción pura y sencilla, que la doncella siente al recoger violetas. Su
fisonomía, su gracia, su insensibilidad al frío y a la desazón general, estaban
diciendo que era español.
Paseábase
observando con mirada rápida y exacta la reunión, que, a guisa de mosaico,
amontonaba el acaso en aquellas tablas, cuyo conjunto se llama navío, así como
en dimensiones más pequeñas se llama ataúd. Pero hay poco que observar en
hombres que parecen ebrios, y en mujeres que semejan
cadáveres.
Sin
embargo, mucho excitó su interés la familia de un oficial inglés, cuya esposa
había llegado a bordo tan indispuesta, que fue preciso llevarla a su camarote;
lo mismo se había hecho con el ama, y el padre la seguía con el niño de pecho en
los brazos, después de haber hecho sentar en el suelo a otras tres criaturas de
dos, tres y cuatro años, encargándoles que tuviesen juicio, y no se moviesen de
allí. Los pobres niños, criados quizá con gran rigor, permanecieron inmóviles y
silenciosos como los ángeles que pintan a los pies de la
Virgen.
Poco
a poco el hermoso encarnado de sus mejillas desapareció; sus grandes ojos,
abiertos cuan grandes eran, quedaron como amortiguados y entontecidos, y sin que
un movimiento ni una queja denunciase lo que padecían, el sufrimiento comprimido
se pintó en sus rostros asombrados y marchitos.
Nadie
reparó en este tormento silencioso, en esta suave y dolorosa
resignación.
El
español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de mal humor a un
joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecía implorar su socorro en
favor de aquellas abandonadas criaturas.
Como
la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, y como no hablaba
más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda, diciéndole que no le
entendía.
Entonces
el alemán bajó a su camarote a proa, y volvió prontamente trayendo una almohada,
un cobertor y un capote de bayetón. Con estos auxilios hizo una especie de cama,
acostó en ella a los niños y los arropó con el mayor esmero. Pero apenas se
habían reclinado, el mareo, comprimido por la inmovilidad, estalló de repente, y
en un instante almohada, cobertor y sobretodo quedaron infestados y
perdidos.
El
español miró entonces al alemán, en cuya fisonomía sólo vio una sonrisa de
benévola satisfacción, que parecía decir: ¡gracias a Dios, ya están
aliviados!
Dirigióle
la palabra en inglés, en francés y en español, y no recibió otra respuesta sino
un saludo hecho con poca gracia, y esta frase repetida: ich verstche nicht (no
entiendo).
Cuando
después de comer, el español volvió a subir sobre cubierta, el frío había
aumentado. Se embozó en su capa, y se puso a dar paseos. Entonces vio al alemán
sentado en un banco, y mirando al mar; el cual, como para lucirse, venía a
ostentar en los costados del buque sus perlas de espuma y sus brillantes
fosfóricos.
Estaba
el joven observador vestido bien a la ligera, porque su levitón había quedado
inservible, y debía atormentarle el frío.
El
español dio algunos pasos para acercársele; pero se detuvo, no sabiendo cómo
dirigirle la palabra. De pronto se sonrió, como de una feliz ocurrencia, y yendo
en derechura hacia él, le dijo en latín:
-Debéis
tener mucho frío.
Esta
voz, esta frase, produjeron en el extranjero la más viva satisfacción, y
sonriendo también como su interlocutor, le contestó en el mismo
idioma:
-La
noche está en efecto algo rigurosa; pero no pensaba en
ello.
-¿Pues
en qué pensabais? -le preguntó el español.
-Pensaba
en mi padre, en mi madre, en mis hermanos y hermanas.
-¿Por
qué viajáis, pues, si tanto sentís esa separación?
-¡Ah!,
señor; la necesidad... Ese implacable déspota...
-¿Con
que no viajáis por placer?
-Ese
placer es para los ricos, y yo soy pobre. ¡Por mi gusto!... ¡Si supierais el
motivo de mi viaje, veríais cuán lejos está de ser
placentero!
-¿Adónde
vais, pues?
-A
la guerra, a la guerra civil, la más terrible de todas: a
Navarra.
-¡A
la guerra! -exclamó el español al considerar el aspecto bondadoso, suave, casi
humilde y muy poco belicoso del alemán-. ¿Pues qué, sois
militar?
-No,
señor, no es esa mi vocación. Ni mi afición ni mis principios me inducirían a
tomar las armas, sino para defender la santa causa de la independencia de
Alemania, si el extranjero fuese otra vez a invadirla. Voy al ejército de
Navarra a procurar colocarme como cirujano.
-¡Y
no conocéis la lengua!
-No,
señor, pero la aprenderé.
-¿Ni
el país?
-Tampoco:
jamás he salido de mi pueblo sino para la universidad.
-¿Pero
tendréis recomendaciones?
-Ninguna.
-¿Contaréis
con algún protector?
-No
conozco a nadie en España.
-Pues
entonces, ¿qué tenéis?
-Mi
ciencia, mi buena voluntad, mi juventud y mi confianza en
Dios.
Quedó
el español pensativo al oír estas palabras. Al considerar aquel rostro en que se
pintaban el candor y la suavidad; aquellos ojos azules, puros como los de un
niño; aquella sonrisa triste y al mismo tiempo confiada, se sintió vivamente
interesado y casi enternecido.
-¿Queréis
-le dijo después de una breve pausa- bajar conmigo, y aceptar un ponche para
desechar el frío? Entre tanto, hablaremos.
El
alemán se inclinó en señal de gratitud, y siguió al español, el cual bajó al
comedor y pidió un ponche.
A
la testera de la mesa estaba el gobernador con sus dos acólitos; a un lado había
dos franceses. El español y el alemán se sentaron a los pies de la
mesa.
-Pero
¿cómo -preguntó el primero- habéis podido concebir la idea de venir a este
desventurado país?
El
alemán le hizo entonces un fiel relato de su vida. Era el sexto hijo de un
profesor de una ciudad pequeña de Sajonia, el cual había gastado cuanto tenía en
la educación de sus hijos. Concluida la del que vamos conociendo, hallábase sin
ocupación ni empleo, como tantos jóvenes pobres se encuentran en Alemania,
después de haber consagrado su juventud a excelentes y profundos estudios, y de
haber practicado su arte con los mejores maestros. Su manutención era una carga
para su familia; por lo cual, sin desanimarse, con toda su calma germánica, tomó
la resolución de venir a España, donde, por desgracia, la sangrienta guerra del
Norte le abría esperanzas de que pudieran utilizarse sus
servicios.
-Bajo
los tilos que hacen sombra a la puerta de mi casa -dijo al terminar su
narración-, abracé por última vez a mi buen padre, a mi querida madre, a mi
hermana Lotte(1) y a mis hermanitos. Profundamente conmovido y bañado en
lágrimas, entré en la vida, que otros encuentran cubierta de flores. Pero,
ánimo; el hombre ha nacido para trabajar: el cielo coronará mis esfuerzos. Amo
la ciencia que profeso, porque es grande y noble: su objeto es el alivio de
nuestros semejantes; y el resultado es bello, aunque la tarea sea
penosa.
-¿Y
os llamáis...?
-Fritz
Stein -respondió el alemán, incorporándose algún tanto sobre su asiento, y
haciendo una ligera reverencia.
Poco
tiempo después, los dos nuevos amigos salieron.
Uno
de los franceses, que estaba enfrente de la puerta, vio que al subir la escalera
el español echó sobre los hombros del alemán su hermosa capa forrada de pieles;
que el alemán hizo alguna resistencia, y que el otro se esquivó y se metió en su
camarote.
-¿Habéis
entendido lo que decían? -le preguntó su compatriota.
-En
verdad -repuso el primero (que era comisionista de comercio)-, el latín no es mi
fuerte; pero el mozo rubio y pálido se me figura una especie de Werther llorón,
y he oído que hay en la historia su poco de Carlota, amén de los chiquillos,
como en la novela alemana. Por dicha, en lugar de acudir a la pistola para
consolarse, ha echado mano del ponche, lo que si no es tan sentimental, es mucho
más filosófico y alemán. En cuanto al español, le creo un don Quijote, protector
de desvalidos, con sus ribetes de San Martín, que partía su capa con los pobres:
esto, unido a su talante altanero, a sus miradas firmes y penetrantes como
alambres, y a su rostro pálido y descolorido, a manera de paisaje en noche de
luna, forma también un conjunto perfectamente español.
-Sabéis
-repuso el otro- que como pintor de historia voy a Tarifa, con designio de
pintar el sitio de aquella ciudad, en el momento en que el hijo de Guzmán hace
seña a su padre de que le sacrifique antes que rendir la plaza. Si ese joven
quisiera servirme de modelo, estoy seguro del buen éxito de mi cuadro. Jamás he
visto la naturaleza más cerca de lo ideal.
-Así
sois todos los artistas: ¡siempre poetas! -respondió el comisionista-. Por mi
parte, si no me engañan la gracia de ese hombre, su pie mujeril y bien plantado,
y la elegancia y el perfil de su cintura, le califico desde ahora de torero.
Quizá sea el mismo Montes, que tiene poco más o menos la misma catadura, y que
además es rico y generoso.
-¡Un
torero! -exclamó el artista-, ¡un hombre del pueblo! ¿Os estáis
chanceando?
-No,
por cierto -dijo el otro-; estoy muy lejos de chancearme. No habéis vivido como
yo en España, y no conocéis el temple aristocrático de su pueblo. Ya veréis, ya
veréis. Mi opinión es que, como gracias a los progresos de la igualdad y
fraternidad los chocantes aires aristocráticos se van extinguiendo, en breve no
se hallarán en España, sino en las gentes del pueblo.
-¡Creer
que ese hombre es un torero! -dijo el artista con tal sonrisa de desdén que el
otro se levantó picado, y exclamó:
-Pronto
sabré quién es: venid conmigo, y exploraremos a su criado.
Los
dos amigos subieron sobre cubierta, donde no tardaron en encontrar al hombre que
buscaban.
El
comisionista, que hablaba algo de español, entabló conversación con él, y
después de algunas frases triviales, le dijo:
-¿Se
ha ido a la cama su amo de usted?
-Sí,
señor -respondió el criado, echando a su interlocutor una mirada llena de
penetración y malicia.
-¿Es
muy rico?
-No
soy su administrador, sino su ayuda de cámara.
-¿Viaja
por negocios?
-No
creo que los tenga.
-¿Viaja
por su salud?
-La
tiene muy buena.
-¿Viaja
de incógnito?
-No,
señor: con su nombre y apellido.
-¿Y
se llama?...
-Don
Carlos de la Cerda
-¡Ilustre
nombre, por cierto! -exclamó el pintor.
-El
mío es Pedro de Guzmán -dijo el criado-, y soy muy servidor de
ustedes.
Con
lo cual, les hizo una cortesía y se retiró.
-El
Gil Blas tiene razón -dijo el francés-. En España no hay cosa más común que
apellidos gloriosos: es verdad que en París mi zapatero se llamaba Martel, mi
sastre Roland y mi lavandera madame Bayard. En Escocia hay más Estuardos que
piedras. ¡Hemos quedado frescos! El tunante del criado se ha burlado de
nosotros. Pero bien considerado, yo sospecho que es un agente de la facción; un
empleado oscuro de don Carlos.
-No,
por cierto -exclamó el artista-. Es mi Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno: el
héroe de mis sueños.
El
otro francés se encogió de hombros.
Llegado
el buque a Cádiz, el español se despidió de Stein.
-Tengo
que detenerme algún tiempo en Andalucía -le dijo-. Pedro, mi criado, os
acompañará a Sevilla, y os tomará asiento en la diligencia de Madrid. Aquí
tenéis una carta de recomendación para el ministro de la Guerra, y otra para el
general en jefe del Ejército. Si alguna vez necesitáis de mí, como amigo,
escribidme a Madrid con este sobre.
Stein
no podía hablar de puro conmovido. Con una mano tomaba las cartas y con otra
rechazaba la tarjeta que el español le presentaba.
-Vuestro
nombre está grabado aquí -dijo el alemán poniendo la mano en el corazón-. ¡Ah!
No lo olvidaré en mi vida. Es el del corazón más noble, el del alma más elevada
y generosa, el del mejor de los mortales.
-Con
ese sobrescrito -repuso don Carlos sonriendo-, vuestras cartas podrían no llegar
a mis manos. Es preciso otro más claro y más breve.
Le
entregó la tarjeta, y se despidió.
Stein
leyó: El duque de Almansa.
Y
Pedro de Guzmán, que estaba allí cerca, añadió:
-Marqués
de Guadalmonte, de Val-de-Flores y de Roca-Fiel; conde de Santa Clara, de
Encinasola y de Lara; caballero del Toisón de Oro, y Gran Cruz de Carlos III;
gentilhombre de cámara de Su Majestad, grande de España de primera clase,
etc.
Capítulo
II
En
una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del
condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa. Era tal su impaciencia por
llegar a un puertecillo de mar que le habían indicado, que creyendo cortar
terreno entró en una de las vastas dehesas, comunes en el sur de España,
verdaderos desiertos destinados a la cría del ganado vacuno, cuyas manadas no
salen jamás de aquellos límites.
Este
hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años. Vestía una especie
de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con
visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba,
cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un
pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa
enrollada.
Este
ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se
detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida
frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en
aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.
«¡Pobre
Treu!(2) -le decía-, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo
cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue
con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba
de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de
su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú,
fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo
exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has
abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban
cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: 'los
perros son agradecidos'. ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años
que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y
ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He
curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma.
¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente
arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de
trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un
hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia
feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la
guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en
deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi
corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me
contarán por delito el haber tenido piedad de un
moribundo!»
Después
de una pausa de algunos instantes, el desventurado hizo un
esfuerzo.
«Vamos,
Treu; vorwárts, vorwárts».
Y
el viajero y el fiel animal prosiguieron su penosa
jornada.
Pero
a poco rato perdió el estrecho sendero que había seguido hasta entonces, y que
habían formado las pisadas de los pastores.
El
terreno se cubría más y más de maleza, de matorrales altos y espesos: era
imposible seguir en línea recta; no se podía andar sin inclinarse
alternativamente a uno u otro lado.
El
sol concluía su carrera, y no se descubría el menor aviso de habitación humana
en ningún punto del horizonte; no se veía más, sino la dehesa sin fin, desierto
verde y uniforme como el océano.
Fritz
Stein, a quien sin duda han reconocido ya nuestros lectores, conoció demasiado
tarde que su impaciencia le había inducido a contar con más fuerzas que las que
tenía. Apenas podía sostenerse sobre sus pies hinchados y doloridos, sus
arterias latían con violencia, partía sus sienes un agudo dolor; una sed
ardiente le devoraba. Y para aumento del horror de su situación, unos sordos y
prolongados mugidos le anunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio
salvajes, tan peligrosas en España.
«Dios
me ha salvado de muchos peligros -dijo el desgraciado viajero-: también me
protegerá ahora, y si no, hágase su voluntad.»
Con
esto apretó el paso lo más que le fue posible: pero ¡cuál no sería su espanto,
cuando habiendo doblado una espesa mancha de lentiscos, se encontró frente a
frente, y a pocos pasos de distancia, con un toro!
Stein
quedó inmóvil y como petrificado. El bruto, sorprendido de aquel encuentro y de
tanta audacia, quedó también sin movimiento, fijando en Stein sus grandes y
feroces ojos, inflamados como dos hogueras. El viajero conoció que al menor
movimiento que hiciese era hombre perdido. El toro, que por el instinto natural
de su fuerza y de su valor quiere ser provocado para embestir, bajó y alzó dos
veces la cabeza con impaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de
polvo, como en señal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un
paso atrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando se sintió
mordido en los corvejones. Al mismo tiempo, los furiosos ladridos de su leal
compañero dieron a conocer a Stein su libertador. El toro embravecido se volvió
a repeler el inesperado ataque, movimiento de que se aprovechó Stein para
ponerse en fuga. La horrible situación de que apenas se había salvado, le dio
nuevas fuerzas para huir por entre las carrascas y lentiscos, cuya espesura le
puso al abrigo de su formidable contrario.
Había
ya atravesado una cañada de poca extensión, y subiendo a una loma, se detuvo
casi sin aliento, y se volvió a mirar el sitio de su arriesgado lance. Entonces
vio de lejos entre los arbustos a su pobre compañero, a quien el feroz animal
levantaba una y otra vez por alto. Stein extendía sus brazos hacia el leal
animal, y repetía sollozando:
«¡Pobre,
pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre! ¡Cuán caro te cuesta
el amor que tuviste a tus amos!»
Por
sustraerse a tan horrible espectáculo, apresuró Stein sus pasos, no sin derramar
copiosas lágrimas. Así llegó a la cima de otra altura, desde donde se
desenvolvió a su vista un magnífico paisaje. El terreno descendía con
imperceptible declive hacia el mar, que, en calma y tranquilo, reflejaba los
fuegos del sol en su ocaso, y parecía un campo sembrado de brillantes, rubíes y
zafiros. En medio de esta profusión de resplandores, se distinguía como una
perla el blanco velamen de un buque, al parecer clavado en las olas. La
accidentada línea que formaba la costa presentaba ya una playa de dorada arena
que las mansas olas salpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y
altivas, que parecían complacerse en arrostrar el terrible elemento, a cuyos
embates resisten, como la firmeza al furor. A lo lejos, y sobre una de las peñas
que estaban a su izquierda, Stein divisó las ruinas de un fuerte, obra humana
que a nada resiste, a quien servían de base las rocas, obra de Dios, que resiste
a todo. Algunos grupos de pinos alzaban sus fuertes y sombrías cimeras,
descollando sobre la maleza. A la derecha, y en lo alto de un cerro, descubrió
un vasto edificio, sin poder precisar si era una población, un palacio con sus
dependencias o un convento.
Casi
extenuado por su última carrera, y por la emoción que recientemente le había
agitado, aquel fue el punto a que dirigió sus pasos.
Ya
había anochecido cuando llegó. El edificio era un convento, como los que se
contruían en los siglos pasados, cuando reinaban la fe y el entusiasmo: virtudes
tan grades, tan bellas, tan elevadas, que por lo mismo no tienen cabida en este
siglo de ideas estrechas y mezquinas; porque entonces el oro no servía para
amontonarlo ni emplearlo en lucros inicuos, sino que se aplicaba a usos dignos y
nobles, como que los hombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de
pensar en lo cómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos
suntuoso, rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias y
curaba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío, pobre,
desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadie había querido
comprarlo, ni aun a tan bajo precio.
La
especulación, aunque engrandecida en dimensiones gigantescas, aunque avanzando
como un conquistador que todo lo invade, y a quien no arredran los obstáculos,
suele, sin embargo, detenerse delante de los templos del Señor, como la arena
que arrebata el viento del desierto, se detiene al pie de las
Pirámides.
El
campanario, despojado de su adorno legítimo, se alzaba como un gigante exánime,
de cuyas vacías órbitas hubiese desaparecido la luz de la vida. Enfrente de la
entrada duraba aún una cruz de mármol blanco, cuyo pedestal, medio destruido, la
hacía tomar una postura inclinada, como de caimiento y dolor. La puerta, antes
abierta a todos de par en par, estaba ahora cerrada.
Las
fuerzas de Stein le abandonaron, y cayó medio exánime en un banco de piedra
pegado a la pared cerca de la puerta. El delirio de la fiebre turbó su cerebro;
parecíale que las olas del mar se le acercaban, cual enormes serpientes,
retirándose de pronto y cubriéndole de blanca y venenosa baba; que la Luna le
miraba con pálido y atónito semblante; que las estrellas daban vueltas en
rededor de él, echándole miradas burlonas. Oía mugidos de toros, y uno de estos
animales salía de detrás de la cruz y echaba a los pies del calenturiento su
pobre perro, privado de la vida. La cruz misma se le acercaba vacilante, como si
fuera a caer, y abrumarle bajo su peso. ¡Todo se movía y giraba en rededor del
infeliz! Pero en medio de este caos, en que más y más se embrollaban sus ideas,
oyó no ya rumores sordos y fantásticos, cual tambores lejanos, como le habían
parecido los latidos precipitados de sus arterias, sino un ruido claro y
distinto, y que con ningún otro podía confundirse: el canto de un
gallo.
Como
si este sonido campestre y doméstico le hubiese restituido de pronto la facultad
de pensar y la de moverse, Stein se puso en pie, se encaminó con gran dificultad
hacia la puerta, y la golpeó con una piedra; le respondió un ladrido. Hizo otro
esfuerzo para repetir su llamada, y cayó al suelo
desmayado.
Abrióse
la puerta y aparecieron en ella dos personas.
Era
una mujer joven, con un candil en la mano, la cual, dirigiendo la luz hacia el
objeto que divisaba a sus pies, exclamó:
-¡Jesús
María!, no es Manuel; es un desconocido... ¡y está muerto! ¡Dios nos
asista!
-Socorrámosle
-exclamó la otra, que era una mujer de edad, vestida con mucho aseo-. Hermano
Gabriel, hermano Gabriel -gritó entrando en el patio-: venga usted pronto. Aquí
hay un infeliz que se está muriendo.
Oyéronse
pasos precipitados, aunque pesados. Eran los de un anciano, de no muy alta
estatura, cuya faz apacible y cándida indicaba un alma pura y sencilla. Su
grotesco vestido consistía en un pantalón y una holgada chupa de sayal pardo,
hechos al parecer de un hábito de fraile; calzaba sandalias, y cubría su
luciente calva un gorro negro de lana.
-Hermano
Gabriel -dijo la anciana-, es preciso socorrer a este
hombre.
-Es
preciso socorrer a este hombre -contestó el hermano
Gabriel.
-¡Por
Dios, señora! -exclamó la del candil-. ¿Dónde va usted a poner aquí a un
moribundo?
-Hija
-respondió la anciana-, si no hay otro lugar en que ponerle, será en mi propia
cama.
-¿Y
va usted a meterle en casa -repuso la otra-, sin saber siquiera quién
es?
-¿Qué
importa? -dijo la anciana-. ¿No sabes el refrán: haz bien y no mires a quién?
Vamos: ayúdame, y manos a la obra.
Dolores
obedeció con celo y temor a un tiempo.
-Cuando
venga Manuel -decía-, quiera Dios que no tengamos alguna
desazón.
-¡Tendría
que ver! -respondió la buena anciana-, ¡No faltaba más sino que un hijo tuviese
que decir a lo que su madre dispone!
Entre
los tres llevaron a Stein al cuarto del hermano Gabriel. Con paja fresca y una
enorme y lanuda zalea se armó al instante una buena cama. La tía María sacó del
arca un par de sábanas no muy finas, pero limpias, y una manta de
lana.
Fray
Gabriel quiso ceder su almohada, a lo que se opuso la tía María, diciendo que
ella tenía dos, y podía muy bien dormir con una sola. Stein no tardó en ser
desnudado y metido en la cama.
Entre
tanto se oían golpes repetidos a la puerta.
-Ahí
está Manuel -dijo entonces su mujer-. Venga usted conmigo, madre, que no quiero
estar sola con él, cuando vea que hemos dado entrada en casa a un hombre sin que
él lo sepa.
La
suegra siguió los pasos de la nuera.
-¡Alabado
sea Dios! Buenas noches, madre; buenas noches, mujer -dijo al entrar un hombre
alto y de buen talante, que parecía tener de treinta y ocho a cuarenta años, y a
quien seguía un muchacho como de unos trece.
-Vamos,
Momo(3) -añadió-, descarga la burra y llévala a la cuadra. La pobre Golondrina
no puede con el alma.
Momo
llevó a la cocina, punto de reunión de toda la familia, una buena provisión de
panes grandes y blancos, unas alforjas y la manta de su padre. En seguida
desapareció llevando del diestro a Golondrina.
Dolores
volvió a cerrar la puerta, y se reunió en la cocina con su marido y con su
madre.
-¿Me
traes -le dijo- el jabón y el almidón?
-Aquí
viene.
-¿Y
mi lino? -preguntó la madre.
-Ganas
tuve de no traerlo -respondió Manuel sonriéndose, y entregando a su madre unas
madejas.
-¿Y
por qué, hijo?
-Es
que me acordaba de aquel que iba a la feria, y a quien daban encargos todos sus
vecinos. Tráeme un sombrero; tráeme un par de polainas; una prima quería un
peine; una tía, chocolate; y a todo esto, nadie le daba un cuarto. Cuando estaba
ya montado en la mula, llegó un chiquillo y le dijo: «Aquí tengo dos cuartos
para un pito, ¿me lo quiere usted traer?» Y diciendo y haciendo, le puso las
monedas en la mano. El hombre se inclinó, tomó el dinero y le respondió: «¡Tú
pitarás!» Y, en efecto, volvió de la feria, y de todos los encargos no trajo más
que el pito.
-¡Pues
está bueno! -repuso la madre-: ¿para quién me paso yo hilando los días y las
noches? ¿No es para ti y para tus hijos? ¿Quieres que sea como el sastre del
Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo?
En
este momento se presentó Momo a la puerta de la cocina. Era bajo de cuerpo y
rechoncho, alto de hombros, y además tenía la mala maña de subirlos más, con un
gesto de desprecio y de qué se me da a mí, hasta tocar con ellos sus enormes
orejas, anchas como abanicos. Tenía la cabeza abultada, el cabello corto, los
labios gruesos. Era además chato y horriblemente bizco.
-Padre
-dijo con un gesto de malicia-, en el cuarto del hermano Gabriel hay un hombre
acostado.
-¡Un
hombre en mi casa! -gritó Manuel saltando de la silla-. Dolores, ¿qué es
esto?
-Manuel,
es un pobre enfermo. Tu madre ha querido recogerlo. Yo me opuse a ello, pero su
merced quiso. ¿Qué había yo de hacer?
-¡Bueno
está!, pero, aunque sea mi madre, no por eso ha de tener en casa al primero que
se presenta.
-No;
sino dejarle morir a la puerta, como si fuera un perro -dijo la anciana-. ¿No es
eso?
-Pero
madre -repuso Manuel-, ¿es mi casa algún hospital?
-No;
pero es la casa de un cristiano; y si hubieras estado aquí, hubieras hecho lo
mismo que yo.
-Que
no -respondió Manuel-; le habría puesto encima de la burra, y le habría llevado
al lugar, ya que se acabaron los conventos.
-Aquí
no teníamos burra ni alma viviente que pudiera hacerse cargo de ese
infeliz.
-¡Y
si es un ladrón!
-Quien
se está muriendo, no roba.
-Y
si le da una enfermedad larga, ¿quién la costea?
-Ya
han matado una gallina para el caldo -dijo Momo-; yo he visto las plumas en el
corral.
-¿Madre,
ha perdido usted el sentido? -exclamó Manuel colérico.
-Basta,
basta -dijo la madre con voz severa y dignidad-. Caérsete debía la cara de
vergüenza de haberte incomodado con tu madre, sólo por haber hecho lo que manda
la ley de Dios. Si tu padre viviera, no podría creer que su hijo cerraba la
puerta a un infeliz que llegase a ella muriéndose y sin
amparo.
Manuel
bajó la cabeza, y hubo un rato de silencio general.
-Vaya,
madre -dijo en fin-; haga usted cuenta que no he dicho nada. Gobiérnese a su
gusto. Ya se sabe que las mujeres se salen siempre con la
suya.
Dolores
respiró más libremente.
-¡Qué
bueno es! -dijo gozosa a su suegra.
-Tú
podías dudarlo -respondió ésta sonriendo a su nuera, a quien quería mucho, y
levantándose para ir a ocupar su puesto a la cabecera del enfermo-. Yo, que lo
he parido, no lo he dudado nunca.
Al
pasar cerca de Momo, le dijo su abuela:
-Ya
sabía yo que tenías malas entrañas; pero nunca lo has acreditado tanto como
ahora. Anda con Dios; te compadezco: eres malo, y el que es malo, consigo lleva
el castigo.
-Las
viejas no sirven más que para sermonear -gruñó Momo, echando a su abuela una
impaciente y torcida mirada.
Pero
apenas había pronunciado la última palabra, cuando su madre, que lo había oído,
se arrojó a él y le descargó una bofetada.
-Aprende
-le dijo- a no ser insolente con la madre de tu padre, que es dos veces madre
tuya.
Momo
se refugió llorando a lo último del corral, y desahogó su coraje dando una
paliza al perro.
Capítulo
III
La
tía María y el hermano Gabriel se esmeraban a cual más en cuidar al enfermo;
pero discordaban en cuanto al método que debía emplearse en su curación. La tía
María, sin haber leído a Brown, estaba por los caldos sustanciosos y los
confortantes tónicos, porque decía que estaba muy débil y muy extenuado. Fray
Gabriel, sin haber oído el nombre de Broussais, quería refrescos y temperantes,
porque, en su opinión, había fiebre cerebral, la sangre estaba inflamada y la
piel ardía.
Los
dos tenían razón; y del doble sistema, compuesto de los caldos de la tía María y
de las limonadas del hermano Gabriel, resultó que Stein recobró la vida y la
salud el mismo día en que la buena mujer mató la última gallina, y el hermano
cogía el último limón del árbol.
-Hermano
Gabriel -dijo la tía María-, ¿qué casta de pájaro cree usted que será nuestro
enfermo? ¿Militar?
-Bien
podrá ser que sea militar -contestó fray Gabriel, el cual, excepto en puntos de
medicina y de horticultura, estaba acostumbrado a mirar a la tía María como a un
oráculo, y a no tener otra opinión que la suya, lo mismo que había hecho con el
prior de su convento. Así que casi maquinalmente, repetía siempre lo que la
buena anciana decía.
-No
puede ser -prosiguió la tía María, meneando la cabeza-. Si fuera militar,
tendría armas, y no las tiene. Es verdad que al doblar su levitón para quitarlo
de en medio, hallé en el bolsillo una cosa a modo de pistola; pero al examinarla
con el mayor cuidado, por si acaso, vine a caer en que no era pistola, sino
flauta. Luego no es militar.
-No
puede ser militar -repitió el hermano Gabriel.
-¿Si
será un contrabandista?
-¡Puede
ser que sea un contrabandista! -dijo el buen lego.
-Pero
no -repuso la anciana-, porque para hacer el contrabando es preciso tener
géneros o dineros, y él no tiene ni lo uno ni lo otro.
-Es
verdad: ¡no puede ser contrabandista! -afirmó fray
Gabriel.
-Hermano
Gabriel, ¿a ver qué dicen los títulos de esos libros?, puede ser que por ahí
saquemos cuál es su oficio.
El
hermano se levantó, tomó sus espejuelos engarzados en cuerno, los colocó sobre
la nariz, echó mano al paquete de libros, y aproximándose a la ventana que daba
al gran patio interior, estuvo largo rato examinándolos.
-Hermano
Gabriel -dijo al cabo la tía María-. ¿Se le ha olvidado a usted el
leer?
-No,
pero no conozco estas letras; me parece que es hebreo.
-¡Hebreo!
-exclamó la tía María-. ¡Virgen Santa! ¿Si será judío?
En
aquel momento, Stein, que había estado largo tiempo aletargado, abrió los ojos y
dijo en alemán:
-Gott,
wo bin ich? (Dios
mío, ¿dónde estoy?)
La
tía María se puso de un salto en medio del cuarto. El hermano Gabriel dejó caer
los libros, y se quedó hecho una piedra, abriendo los ojos tan grandes como sus
espejuelos.
-¿Qué
ha hablado? -preguntó la tía María.
-Será
hebreo como sus libros -respondió fray Gabriel-. Quizá será judío como usted ha
dicho, tía María.
-¡Dios
nos asista! -exclamó la anciana-; pero no. Si fuera judío, ¿no le habríamos
visto el rabo cuando lo desnudábamos?
-Tía
María -repuso el lego-, el padre prior decía que eso del rabo de los judíos es
una patraña, una tontería, y que los judíos no tienen tal
cosa.
-Hermano
Gabriel -replicó la tía María-, desde la bendita Constitución todo se vuelve
cambios y mudanzas. Esa gente que gobierna en lugar del rey no quiere que haya
nada de lo que antes hubo; y por esto no han querido que los judíos tengan rabo,
y toda la vida lo han tenido como el diablo. Si el padre prior dijo lo
contrario, le obligaron a ello, como lo obligaron a decir en la misa rey
constitucional.
-¡Bien
podrá ser! -dijo el hermano.
-No
será judío -prosiguió la anciana-, pero será un moro o un turco que habrá
naufragado en estas costas.
-Un
pirata de Marruecos -repuso el buen fraile-; ¡puede ser!
-Pero
entonces llevaría turbante y chinelas amarillas, como el moro que yo vi hace
treinta años cuando fui a Cádiz: se llama el moro Seylan. ¡Qué hermoso era! Pero
para mí, toda su hermosura se le quitaba con no ser cristiano. Pero más que sea
judío o moro, no importa: socorrámosle.
-Socorrámosle
aunque sea judío o moro -repitió el hermano.
Y
los dos se acercaron a la cama.
Stein
se había incorporado y miraba con extrañeza todos los objetos que le
rodeaban.
-No
entenderá lo que le digamos -dijo la tía María-, pero hagamos la
prueba.
-Hagamos
la prueba -repitió el hermano Gabriel.
La
gente del pueblo en España cree generalmente que el mejor medio de hacerse
entender es hablar a gritos. La tía María y fray Gabriel, muy convencidos de
ello, gritaron a la vez, ella: «¿quiere usted caldo?», y él: «¿quiere usted
limonada?»
Stein,
que iba saliendo poco a poco del caos de sus ideas, preguntó en
español:
-¿Dónde
estoy? ¿Quiénes son ustedes?
-El
señor -respondió la anciana- es el hermano Gabriel, y yo soy la tía María, para
lo que usted quiera mandar.
-¡Ah!
-dijo Stein-, el Santo Arcángel y la bendita Virgen, cuyos nombres lleváis,
aquella que es la salud de los enfermos, la consoladora de los afligidos, y el
socorro de los cristianos, os pague el bien que me habéis
hecho.
-¡Habla
español -exclamó alborozada la tía María-, y es cristiano, y sabe las
letanías!
Y
llena de júbilo, se arrojó a Stein, le estrechó en sus brazos y le estampó un
beso en la frente.
-Y
a todo esto, ¿quién es usted? -dijo la tía María, después de haberle dado una
taza de caldo-. ¿Cómo ha venido usted a parar enfermo y muriéndose a este
despoblado?
-Me
llamo Stein, y soy cirujano. He estado en la guerra de Navarra, y volvía por
Extremadura a buscar un puerto donde embarcarme para Cádiz, y de allí a mi
tierra, que es Alemania. Perdí el camino, y he estado largo tiempo dando rodeos,
hasta que por fin he llegado aquí enfermo, exánime y
moribundo.
-Ya
ve usted -dijo la tía María al hermano Gabriel-, que sus libros no están en
hebreo, sino en la lengua de los cirujanos.
-Eso
es, están escritos en la lengua de los cirujanos -repitió fray
Gabriel.
-¿Y
de qué partido era usted? -preguntó la anciana-: ¿de don Carlos o de los
otros?
-Servía
en las tropas de la reina -respondió Stein.
La
tía María se volvió a su compañero, y con un gesto expresivo, le dijo en voz
baja:
-Este
no es de los buenos.
-¡No
es de los buenos! -repitió fray Gabriel, bajando la
cabeza.
-Pero
¿dónde estoy? -volvió a preguntar Stein.
-Está
usted -respondió la anciana- en un convento, que ya no es convento; es un cuerpo
sin alma. Ya no le quedan más que las paredes, la cruz blanca y fray Gabriel.
Todo lo demás se lo llevaron los otros. Cuando ya no quedó nada que sacar, unos
señores que se llaman crédito público buscaron un hombre de bien para guardar el
convento, es decir, el caparazón. Oyeron hablar de mi hijo, y vinimos a
establecernos aquí, donde yo vivo con ese hijo, que es el único que me ha
quedado. Cuando entramos en el convento, salían de él los padres. Unos iban a
América, otros a las misiones de la China, otros se quedaron con sus familias, y
otros se fueron a buscar la vida trabajando o pidiendo limosna. Vimos a un
hermano lego, viejo y apesadumbrado que, sentado en las gradas de la cruz
blanca, lloraba unas veces por sus hermanos que se iban, y otras por el convento
que se quedaba solo. «¿No viene su merced?», le preguntó un corista. «¿Y adónde
he de ir? -respondió- Jamás he salido de estos muros, donde fui recogido niño y
huérfano, por los padres. No conozco a nadie en el mundo ni sé más que cuidar la
huerta del convento. ¿Adónde he de ir? ¿Qué he de hacer? ¡Yo no puedo vivir sino
aquí!» «Pues quédese usted con nosotros», le dije yo entonces. «Bien dicho,
madre -repuso mi hijo-. Siete somos los que nos sentamos a la mesa; nos
sentaremos ocho; comeremos más, y comeremos menos, como suele
decirse.»
-Y
gracias a esta caridad -añadió fray Gabriel-, cáteme usted aquí cuidando la
huerta; pero desde que se vendió la noria, no puedo regar ni un palmo de tierra;
de modo que se están secando los naranjos y los limones.
-Fray
Gabriel -continuó la tía María- se quedó en estas paredes, a las cuales está
pegado como la yedra; pero, como iba diciendo, ya no hay más que paredes. ¡Habrá
picardía! Nada, lo que ellos dicen: «Destruyamos el nido, para que no vuelvan
los pájaros.»
-Sin
embargo -dijo Stein-, yo he oído decir que había demasiados conventos en
España.
La
tía María fijó en el alemán sus ojos negros vivos y espantados; después,
volviéndose al lego, le dijo en voz baja:
-¿Serán
ciertas nuestras primeras sospechas?
-¡Puede
ser que sean ciertas! -respondió el hermano.
Capítulo
IV
Stein,
cuya convalecencia adelantaba rápidamente, pudo en breve, con ayuda del hermano
Gabriel, salir de su cuarto y examinar menudamente aquella noble estructura, tan
suntuosa, tan magnífica, tan llena de primores y de riquezas artísticas, la
cual, lejos de las miradas de los hombres, colocada entre el cielo y el
desierto, había sido una digna morada de muchos varones ricos e ilustres, que
vivieron en el convento, realzando su nobleza y suntuosidad con las virtudes y
grandes prendas de que Dios los había dotado, sin otro testigo que su Criador,
ni más fin que glorificarle; porque se engañan mucho los que creen que la
modestia y la humildad se ocultan siempre bajo la librea de la pobreza. No: los
remiendos y las casuchas abrigan a veces más orgullo que los
palacios.
El
gran portal embovedado, por donde había sido introducido Stein, daba a un gran
patio cuadrado. Desde la puerta hasta el fondo del patio, se extendía una calle
de enormes cipreses. Allí se alzaba una vasta reja de hierro, que dividía el
patio grande, de otro largo y estrecho, en que continuaba la calle de cipreses,
pareciendo entrar en ella con paso majestuoso, y formando una guardia de honor
al magnífico portal de la iglesia, que se hallaba en el fondo de este segundo y
estrecho patio.
Cuando
la puerta exterior y la reja estaban abiertas de par en par, como las iglesias
de los conventos no están obstruidas por el coro, desde las gradas de la cruz de
mármol blanco, que estaba situada a distancia fuera del edificio, se divisaba
perfectamente el soberbio altar mayor, todo dorado desde el suelo hasta el
techo, y que cubría la pared de la cabecera del templo. Cuando reverberaban
centenares de luces en aquellas refulgentes molduras, y en las innumerables
cabezas de los ángeles que formaban parte de su adorno; cuando los sonidos del
órgano, armonizando con la grandeza del sitio, y con la solemnidad del culto
católico estallaban en la bóveda de la iglesia, demasiado estrecha para
contenerlos, y se iban a perder en las del cielo; cuando se ofrecía esta
grandiosa escena, sin más espectadores que el desierto, la mar y el firmamento,
no parecía sino que para ellos solos se había levantado aquel edificio y se
celebraban los oficios divinos.
A
los dos lados de la reja, fuera de la calle de cipreses, había dos grandes
puertas. La de la izquierda, que era el lado del mar, daba a un patio interior,
de gigantescas dimensiones. Reinaba en torno de él un anchuroso claustro,
sostenido en cada lado por veinte columnas de mármol blanco. Su pavimento se
componía de losas de mármol azul y blanco. En medio se alzaba una fuente,
alimentada por una noria que estaba siempre en movimiento. Representaba una de
las obras de misericordia, figurada por una mujer dando de beber a un peregrino
que, postrado a sus pies, recibía el agua, que en una concha ella le presentaba.
La parte inferior de las paredes, hasta una altura de diez pies, estaba
revestida de pequeños azulejos, cuyos brillantes colores se enlazaban en
artificiosos mosaicos. Enfrente de la entrada se abría una anchísima escalera de
mármol, construcción aérea, sin más apoyo ni sostén que la sabia proporción de
su masa enorme. Estas admirables obras maestras de arquitectura eran muy poco
comunes en nuestros conventos. Los grandes artistas, autores de tantas
maravillas, estaban animados de un santo celo religioso y por el noble deseo y
la creencia de que trabajaban para la más remota posteridad. Sabido es que el
primero y el más popular de ellos no trabajaba en ningún asunto religioso sin
haber comulgado antes(4).
El
claustro alto estaba sostenido por veinte columnas más pequeñas que las del
bajo. Reinaba en torno a una balaustrada de mármol blanco, calada y de un
trabajo exquisito. Caían a estos claustros las puertas de las celdas, hechas de
caoba, pequeñas pero cubiertas de adornos de talla. Las celdas se componían de
una pequeña antecámara, que daba paso a una sala también chica, con su
correspondiente alcoba. El ajuar lo formaban en la pieza principal, algunas
sillas de pino, una mesa y un estante, y en la alcoba, una cama que consistía en
cuatro tablas sin colchón y dos sillas.
Detrás
de este patio había otro por el mismo estilo: allí estaban el noviciado, la
enfermería, la cocina y los refectorios. Consistían estos en unas mesas largas,
de mármol, y una especie de púlpito para el que leía durante las
comidas.
El
departamento situado a la derecha de la calle de cipreses contenía un patio
semejante a la del lado opuesto. Allí estaba la hospedería, donde eran recibidos
los forasteros, ya fuesen legos o religiosos. Estaban también la librería, las
sacristías, los guardamuebles y otras oficinas. En el segundo patio, al que se
entraba por una puerta exterior, se hallaban abajo los almacenes para el aceite
y arriba los graneros. Estos cuatro patios, en medio de los cuales, precedida de
la calle de cipreses, se erguía la iglesia con su campanario, como un enorme
ciprés de piedra, formaban el conjunto de aquel majestuoso edificio. El techo se
componía de un millón de tejas, sujeta cada una con un gran clavo de hierro,
para evitar que las arrancasen los huracanes en aquel sitio elevado y próximo al
mar.
A
razón de real por clavo, esta sola parte del material había costado cincuenta
mil duros.
Rodeaba
el convento por delante el patio grande, de que ya hemos hablado, y en él, a
izquierda y derecha de la puerta de entrada, había cuartos pequeños de un solo
piso, para alojar a los jornaleros, cuando los religiosos cultivaban sus
tierras: allí habitaba en la época en que pasa nuestra historia, el guarda
Manuel Alerza con su familia. A la izquierda, hacia el lado del mar, se extendía
una gran huerta, ostentando bajo las ventanas de las celdas, su fresco verdor,
sus árboles, sus flores, el murmullo de sus acequias, el canto de los pájaros y
la esquila del buey que tiraba de la noria. Formaba todo esto un pequeño oasis,
en medio de un desierto seco y uniforme, cerca de esa mar que se complace en el
estrago y en la destrucción y que se detiene delante de un límite de arena. Pero
lo que abundaba en este lugar solitario y silencioso, eran los cipreses y las
palmeras, árboles de los conventos, los unos de brote derecho y austero, que
aspiran a las alturas; los otros no menos elevados, pero que inclinan sus brazos
a la tierra, como para atraer a las plantas débiles que vegetan en
ella.
Los
pozos y la armazón entera de las norias colocados en colinas artificiales para
dar elevación a las aguas, se abrigaban bajo enramadas piramidales de yedra, tan
espesa que, cerrada la puerta de entrada, no se podían distinguir los objetos
sin luz artificial. El eje que sostenía la rueda, estaba apoyado en dos troncos
de olivo, que habían echado raíces y cubiértose de una corona de follaje verde
oscuro. La espesura vegetal y agreste del techo, daba abrigo a innumerables
pajarillos, alegres y satisfechos con tener allí ocultos sus nidos, mientras que
el buey giraba con lento paso, haciendo resonar la esquila que le pendía al
cuello y cuyo silencio indicaba al hortelano que el animal disfrutaba el dulce
far niente.
Las
celdas del piso bajo abrían a un terrado con bancos de piedra, y sentados en
ellos los solitarios, podían contemplar aquel estrecho y ameno recinto, animado
por el canto de las aves y perfumado por las emanaciones de las flores, parecido
a una vida tranquila y reconcentrada; o bien podían esparcir sus miradas por el
espacio, en sus anchos horizontes, en la inmensa extensión del océano, tan
espléndido como traidor; unas veces manso y tranquilo como un cordero, otras
agitado y violento como una furia, semejante a esas existencias ingentes y
ruidosas, que se agitan en la escena de mundo.
Aquellos
hombres de ciencia profunda, de estudios graves, de vida austera y retirada,
cultivaban macetas de flores en sus terrados y criaban pajaritos con paternal
esmero; porque si el paganismo puso lo sublime en la heroicidad, el cristianismo
lo ha puesto en la sencillez.
En
el lado opuesto a la huerta, un espacio de las mismas dimensiones, y encerrado
en las tapias del convento, contenía los molinos de aceite, cuyas vigas, de
cincuenta pies de largo y cuatro de ancho, eran de caoba, y además las atahonas,
los hornos, las caballerizas y los establos.
Guiado
por el buen hermano Gabriel, pudo Stein admirar aquella grandeza pasada, aquella
ruina proscrita, aquel abandono que, a manera de cáncer, devoraba tantas
maravillas; aquella destrucción que se apodera de un edificio vacío, aunque
fuerte y sólido, como los gusanos toman posesión del cadáver de un hombre joven
y robusto.
Fray
Gabriel no interrumpía las reflexiones del cirujano alemán. Pertenecía a la
excelente clase de pobres de espíritu, que lo son también de palabras.
Concentraba en sí su tristeza incolora, sus uniformes recuerdos, sus
pensamientos monótonos. Por esto solía decirle la tía
María:
«Es
usted un bendito, hermano Gabriel; pero no parece que la sangre corre en sus
venas, sino que se pasea. Si algún día tuviese usted una viveza (y sólo podría
ser si volviesen los padres al convento, las campanas a la torre y las norias a
la huerta), le ahogaría a usted.»
En
la iglesia, vacía y desnuda, todavía quedaban bastantes restos de magnificencia
para poder graduar toda la que se había perdido. Aquel dorado altar mayor, tan
brillante cuando reflejaba la luz de los cirios que encendía la devoción de los
fieles, estaba empañado por el polvo del olvido. Aquellas preciosas cabezas de
angelitos, que ceñían las arañas; aquellas ventanas, cuyas vidrieras habían
desaparecido y que dejaban entrada libre a los mochuelos y otros pájaros, cuyos
nidos afeaban las bien talladas y doradas cornisas y que convertían en inmunda
sentina el rico pavimento de mármol; aquellos esqueletos de altares despojados
de todos sus adornos; aquellos grandes y hermosos ángeles que parecían salir de
las pilastras; que habían tenido en sus manos lámparas de plata siempre
encendidas y extendían aún sus brazos, mirando aquellas con dolor vacías. Los
lindos frescos de las bóvedas que no habían podido ser arrebatados y a los
cuales inundaban de llanto las nubes del cielo, pulsadas por los temporales; el
yermo santuario, cuyas puertas habían sido de plata maciza y con bajorrelieves
de Berruguete; las pilas secas y cubiertas de polvo... ¡Dios mío! ¿Qué artista
no suspira al verlos? ¿Qué cristiano no se estremece? ¿Qué católico no se
prosterna y llora?
En
la sacristía, guarnecida en derredor de cómodas, cuya parte superior formaba una
mesa prolongada, los cajones estaban abiertos y vacíos. En ellos se guardaron
antes las albas de holán guarnecidas de encajes, los ornamentos de terciopelo y
de tisú, en los que la plata bordaba el terciopelo; el oro, la plata, y las
perlas, el oro. En un retrete inmediato estaban todavía las cuerdas de las
campanas; una, más delgada que las otras, movía la campana clara y sonora, que
llamaba los fieles a misa; otra hacía vibrar el bronce retumbante y melodioso,
como una banda de música militar; grave, aunque animada, en compañía de sus
acólitas, menos estrepitosas, anunciaba las grandes festividades cristianas.
Otra, finalmente, despertaba sonidos profundos y solemnes, como los del cañón,
para pedir oraciones a los hombres y clemencia al cielo por el pecador difunto.
Stein se sentó en el primer escalón de las gradillas del púlpito sostenido por
un águila de mármol negro. Fray Gabriel se hincó de rodillas en las gradas de
mármol del altar mayor.
-¡Dios
mío! -decía Stein, apoyando la cabeza en las manos-, esas hendiduras, ese agua
que penetra en las bóvedas y gotea minando el edificio con su lento y seguro
trabajo, ese maderaje que se hunde, esos adornos que se desmoronan... ¡qué
espectáculo tan triste y espantoso! A la tristeza que produce todo lo que deja
de existir, se une aquí el horror que inspira todo lo que perece de muerte
violenta y a manos del hombre. ¡Este edificio, alzado en honor de Dios por
hombres piadosos, condenado a la nada por sus
descendientes!
-¡Dios
mío! -decía el hermano Gabriel-, en mi vida he visto tantas telarañas. Cada
angelito tiene un solideo de ellas. San Miguel lleva una en la punta de la
espada, y no parece sino que me la está presentando. ¡Si el padre prior viera
esto!
Stein
cayó en una profunda melancolía. «Este santo lugar -pensaba-, respetado por el
rumor del mundo y por la luz del día, donde venían los reyes a inclinar sus
cabezas y los pobres a levantar las suyas; este lugar que daba lecciones severas
al orgullo y suaves alegrías a los humildes, hoy se ve decaído y entregado al
acaso, como bajel sin piloto.»
En
este momento, un vivo rayo de sol penetró por una de las ventanas y vino a dar
en el remate del altar mayor, haciendo resaltar en la oscuridad con su
esplendor, como si sirviera de respuesta a las quejas de Stein, un grupo de tres
figuras abrazadas. Eran la Fe, la Esperanza y la
Caridad(5).
Capítulo
V
El
fin de octubre había sido lluvioso y noviembre vestía su verde y abrigado manto
de invierno.
Stein
se paseaba un día por delante del convento, desde donde se descubría una
perspectiva inmensa y uniforme: a la derecha, el mar sin límites; a la
izquierda, la dehesa sin término. En medio se dibujaba en la claridad del
horizonte el perfil oscuro de las ruinas del fuerte de San Cristóbal, como la
imagen de la nada en medio de la inmensidad. La mar, que no agitaba el soplo más
ligero, se mecía blandamente, levantando sin esfuerzo sus olas, que los reflejos
del sol doraban, como una reina que deja ondear su manto de oro. El convento,
con sus grandes, severos y angulosos lineamentos, estaba en armonía con el grave
y monótono paisaje; su mole ocultaba el único punto del horizonte interceptado
en aquel uniforme panorama.
En
aquel punto se hallaba el pueblo de Villamar, situado junto a un río tan
caudaloso y turbulento en invierno, como pobre y estadizo en verano. Los
alrededores bien cultivados, presentaban de lejos el aspecto de un tablero de
damas, en cuyos cuadros variaba de mil modos el color verde; aquí, el
amarillento de la vid aún cubierta de follaje; allí, el verde ceniciento de un
olivar, o el verde esmeralda del trigo, que habían hecho brotar las lluvias de
otoño; o el verde sombrío de las higueras; y todo esto dividido por el verde
azulado de las pitas de los vallados. Por la boca del río cruzaban algunas
lanchas pescadoras; del lado del convento, en una elevación, se alzaba una
capilla; delante, una gran cruz, apoyada en una base piramidal de mampostería
blanqueada; detrás había un recinto cubierto de cruces pintadas de negro. Este
era el campo santo.
Delante
de la cruz pendía un farol, siempre encendido; y la cruz, emblema de salvación,
servía de faro a los marineros; como si el Señor hubiera querido hacer palpables
sus parábolas a aquellos sencillos campesinos, del mismo modo que se hace
diariamente palpable a los hombres de fe robusta y sumisa, dignos de aquella
gracia.
No
puede compararse este árido y uniforme paisaje con los valles de Suiza, con las
orillas del Rin o con la costa de la isla de Wight. Sin embargo, hay una magia
tan poderosa en las obras de la naturaleza, que ninguna carece de bellezas y
atractivos; no hay en ellas un solo objeto desprovisto de interés, y si a veces
faltan las palabras para explicar en qué consiste, la inteligencia lo comprende
y el corazón lo siente.
Mientras
Stein hacía estas reflexiones, vio que Momo salía de la hacienda en dirección al
pueblo. Al ver a Stein, le propuso que le acompañase; este aceptó, y los dos se
pusieron en camino en dirección al lugar.
El
día estaba tan hermoso, que sólo podía compararse a un diamante de aguas
exquisitas, de vivísimo esplendor y cuyo precio no aminora el más pequeño
defecto. El alma y el oído reposaban suavemente en medio del silencio profundo
de la naturaleza. En el azul turquí del cielo no se divisaba más que una
nubecilla blanca, cuya perezosa inmovilidad la hacía semejante a una odalisca,
ceñida de velos de gasa y muellemente recostada en su otomana
azul.
Pronto
llegaron a la colina próxima al pueblo, en que estaban la cruz y la
capilla.
La
subida de la cuesta, aunque corta y poco empinada, había agotado las fuerzas aún
no restablecidas de Stein. Quiso descansar un rato y se puso a examinar aquel
lugar.
Acercóse
al cementerio. Estaba tan verde y tan florido, como si hubiera querido apartar
de la muerte el horror que inspira. Las cruces estaban ceñidas de vistosas
enredaderas, en cuyas ramas revoloteaban los pajarillos, cantando: ¡Descansa en
paz! Nadie habría creído que aquella fuese la mansión de los muertos, si en la
entrada no se leyese esta inscripción: «CREO EN LA REMISIÓN DE LOS PECADOS, EN
LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y EN LA VIDA PERDURABLE. AMÉN.» La capilla era un
edificio cuadrado, estrecho y sencillo, cerrado con una reja y coronada su
modesta media naranja por una cruz de hierro. La única entrada era una
puertecita inmediata al altar.
En
este había un gran cuadro pintado al óleo que representaba una de las caídas del
Señor con la cruz. Detrás, la Virgen, San Juan y las tres Marías; al lado del
Señor, los feroces soldados romanos. De puro vieja, había tomado esta pintura un
tono tan oscuro, que era difícil discernir los objetos; pero aumentando al mismo
tiempo el efecto de la profunda devoción que inspiraba su vista, sea porque la
meditación y el espiritualismo se avienen mal con los colores chillones y
relumbrantes, o sea por el sello de veneración que imprime el tiempo a las obras
de arte, mayormente cuando representan objetos de devoción; que entonces parecen
doblemente santificados por el culto de tantas generaciones. Todo pasa y todo
muda en torno de esos piadosos monumentos; menos ellos, que permanecen sin haber
agotado los tesoros de consuelos que a manos llenas prodigan. La devoción de los
fieles había adornado el cuadro con indiferentes objetos de hojuela de plata,
colocados de tal modo que parecían formar parte de la pintura: eran estos una
corona de espinas sobre la cabeza del Señor; una diadema de rayos sobre la de la
Virgen, y remates en las extremidades de la cruz. Esta costumbre extraña y aun
ridícula a los ojos del artista, a los del cristiano es buena y piadosa. Pero a
bien que la capilla del Cristo del Socorro no era un museo; jamás había
atravesado un artista sus umbrales: allí no acudían más que sencillos devotos
que sólo iban a rezar.
Las
dos paredes laterales estaban cubiertas de exvotos de arriba
abajo.
Los
exvotos son testimonios públicos y auténticos de beneficios recibidos,
consignados por el agradecimiento al pie de los altares, unas veces antes de
obtener la gracia que se pide; otras se prometen en grandes infortunios y
circunstancias apuradas. Allí se ven largas trenzas de cabello, que la hija
amante ofreció, como su más precioso tesoro, el día en que su madre fue
arrancada a las garras de la muerte; niños de plata colgados de cintas color de
rosa, que una madre afligida, al ver a su hijo mortalmente herido, consagró por
obtener su alivio al Señor del Socorro; brazos, ojos, piernas de plata o de
cera, según las facultades del votante; cuadros de naufragios o de otros grandes
peligros, en medio de los cuales los fieles tuvieron la sencillez de creer que
sus plegarias podrían ser oídas y otorgadas por la misericordia divina; pues por
lo visto las gentes de alta razón, los ilustrados, los que dicen ser los más y
se tienen por los mejores no creen que la oración es un lazo entre Dios y el
hombre. Estos cuadros no eran obras maestras del arte; pero quizá si lo fueran,
perderían su fisonomía y, sobre todo, su candor. ¡Y hay todavía personas que
presumiendo hallarse dotadas de un mérito superior, cierran sus almas a las
dulces impresiones del candor, que es la inocencia y la serenidad del alma!
¿Acaso ignoran que el candor se va perdiendo, al paso que el entusiasmo se
apaga? Conservad, españoles, y respetad los débiles vestigios que quedan de
cosas tan santas como inestimables. No imitéis al Mar Muerto, que mata con sus
exhalaciones los pájaros que vuelan sobre sus olas, ni, como él, sequéis las
raíces de los árboles, a cuya sombra han vivido felices muchos países y tantas
generaciones(6).
Entre
los exvotos había uno que por su singularidad causó mucha extrañeza a Stein. La
mesa del altar no era perfectamente cuadrada desde arriba abajo, sino que se
estrechaba en línea curva hacia el pie. Entre su base y el enladrillado había un
pequeño espacio. Stein percibió allí en la oscuridad un objeto apoyado contra la
pared; y a fuerza de fijar en él sus miradas, vino a distinguir que era un
trabuco. Tal era su volumen y tal debía ser su peso, que no podía entenderse
cómo un hombre podía manejarlo: lo mismo que sucede cuando miramos las armaduras
de la Edad Media. Su boca era tan grande que podía entrar holgadamente por ella
una naranja. Estaba roto, y sus diversas partes, toscamente atadas con
cuerdas.
-Momo
-dijo Stein-, ¿qué significa eso? ¿Es de veras un trabuco?
-Me
parece -dijo Momo- que bien a la vista está.
-Pero
¿por qué se pone un arma homicida en este lugar pacífico y santo? En verdad que
aquí puede decirse aquello de que pega como un par de pistolas a un Santo
Cristo.
-Pero
ya ve usted -respondió Momo- que no está en manos del Señor, sino a sus pies,
como ofrenda. El día en que se trajo aquí ese trabuco (que hace muchísimos años)
fue el mismo en que se le puso a ese Cristo el nombre del Señor del
Socorro.
-Y
¿con qué motivo? -preguntó Stein.
-Don
Federico -dijo Momo abriendo tantos ojos-, todo el mundo sabe eso. ¡Y usted no
lo sabe!
-¿Has
olvidado que soy forastero? -replicó Stein.
-Es
verdad -repuso Momo-; pues se lo diré a su merced. Hubo en esta tierra un
salteador de caminos que no se contentaba con robar a la gente, sino que mataba
a los hombres como moscas, o porque no le delatasen o por antojo. Un día, dos
hermanos vecinos de aquí, tuvieron que hacer un viaje. Todo el pueblo fue a
despedirlos, deseándoles que no topasen con aquel forajido que no perdonaba vida
y tenía atemorizado al mundo. Pero ellos, que eran buenos cristianos, se
encomendaron a este Señor, y salieron confiando en su amparo. Al emparejar con
un olivar, se echaron en cara al ladrón, que les salía al encuentro con su
trabuco en la mano. Echóselo al pecho y les apuntó. En aquel trance se
arrodillaron los hermanos clamando al Cristo: «¡Socorro, Señor!» El desalmado
disparó el trabuco, pero quien quedó alma del otro mundo fue él mismo, porque
quiso Dios que en las manos se le reventase el trabuco. ¡Y el trabuquillo era
flojo en gracia de Dios! Ya lo está usted mirando; porque en memoria del
milagroso socorro, lo ataron con esas cuerdas y lo depositaron aquí, y al Señor
se le quedó la advocación del Socorro(7). ¿Conque no lo sabía usted, don
Federico?
-No
lo sabía, Momo -respondió este, y añadió como respondiendo a sus propias
reflexiones-: ¡si tú supieras cuánto ignoran aquellos que dicen que se lo saben
todo!
-Vamos,
¿se viene usted, don Federico? -dijo Momo después de un rato de silencio-. Mire
usted que no me puedo detener.
-Estoy
cansado -contestó este-, vete tú, que aquí te aguardaré.
-Pues
con Dios -repuso Momo, poniéndose en camino y cantando:
Quédate
con Dios y a Dios,
Dice
la común sentencia;
Que
el pobre puede ser rico.
Y
el rico no compra ciencia.
Stein
contemplaba aquel pueblecito tan tranquilo, medio pescador, medio marinero,
llevando con una mano el arado y con la otra el remo. No se componía, como los
de Alemania, de casas esparcidas sin orden con sus techos tan campestres, de
paja, y sus jardines; ni reposaba, como los de Inglaterra, bajo la sombra de sus
pintorescos árboles; ni como los de Flandes formaba dos hileras de lindas casas
a los lados del camino. Constaba de algunas calles anchas, aunque mal trazadas,
cuyas casas de un solo piso y de desigual elevación, estaban cubiertas de
vetustas tejas: las ventanas eran escasas, y más escasas aún las vidrieras y
toda clase de adorno. Pero tenía una gran plaza, a la sazón verde como una
pradera, y en ella una hermosísima iglesia; y el conjunto era diáfano, aseado y
alegre.
Catorce
cruces iguales a la que cerca de Stein estaba, se seguían de distancia en
distancia, hasta la última, que se alzaba en medio de la plaza haciendo frente a
la iglesia. Era esto la via crucis.
Momo
volvió, pero no volvía solo. Venía en su compañía un señor de edad, alto, seco,
flaco y tieso como un cirio. Vestía chaqueta y pantalón de basto paño pardo,
chaleco de piqué de colores moribundos, adornado de algunos zurcidos, obras
maestras en su género; faja de lana encarnada, como las gastan las gentes del
campo; sombrero calañés de ala ancha, con una cucarda que había sido encarnada y
que el tiempo, el agua y el sol habían convertido en color de zanahoria. En los
hombros de la chaqueta había dos estrechos galones de oro problemático,
destinados a sujetar dos charreteras; y una espada vieja, colgada de un cinturón
ídem, completaba este conjunto medio militar y medio paisano. Los años habían
hecho grandes estragos en la parte delantera del largo y estrecho cráneo de este
sujeto. Para suplir la falta de adorno natural, había levantado y traído hacia
adelante los pocos restos de cabellera que le quedaban, sujetándolos por medio
de un cabo de seda negra sobre la parte alta del cráneo, de donde formaban un
hopito con la gracia chinesca más genuina.
-Momo,
¿quién es este señor? -preguntó Stein a media voz.
-El
comandante -respondió este en su tono natural.
-¡Comandante!
¿De qué? -tornó Stein a preguntar.
-Del
fuerte de San Cristóbal.
-¡Del
fuerte de San Cristóbal!... -exclamó Stein estático.
-Servidor
de usted -dijo el recién venido, saludando con cortesía-; mi nombre es Modesto
Guerrero y pongo mi inutilidad a la disposición de usted.
Ese
usual cumplido tenía en este sujeto una aplicación tan exacta, que Stein no pudo
menos de sonreírse al devolver al militar su saludo.
-Sé
quién es usted -prosiguió don Modesto-, tomo parte en sus contratiempos y le doy
el parabién por su restablecimiento, y por haber caído en manos de los Alerzas,
que son, a fe mía, unas buenas gentes; mi persona y mi casa están a la
disposición de usted, para lo que guste mandar. Vivo en la plaza de la iglesia,
quiero decir, de la Constitución, que es como ahora se llama. Si alguna vez
quiere usted favorecerla, el letrero podrá indicarle la
plaza.
-Si
en todo el lugar hay otra, ¿a qué tantas señas? -dijo
Momo.
-¿Conque
tiene una inscripción? -preguntó Stein, que en su vida agitada de campamentos no
había tenido ocasión de aprender los usuales cumplidos, y no sabía contestar a
los del cortés español.
-Sí,
señor -respondió este-; el alcalde tuvo que obedecer las órdenes de arriba. Bien
ve usted que en un pueblo pequeño no era fácil proporcionarse una losa de mármol
con letras de oro, como son las lápidas de Cádiz y de Sevilla. Fue preciso
mandar hacer el letrero al maestro de escuela, que tiene una hermosa letra, y
debía ponerse a cierta altura en la pared del Cabildo. El maestro preparó
pintura negra con hollín y vinagre, y encaramado en una escalera de mano, empezó
la obra, trazando unas letras de un pie de alto. Por desgracia, queriendo hacer
un gracioso floreo, dio tan fuerte sacudida a la escalera, que esta se vino al
suelo con el pobre maestro y el puchero de tinta, rodando los dos hasta el
arroyo. Rosita, mi patrona, que observó la catástrofe desde su ventana y vio
levantarse al caído, negro como el carbón, se asustó tanto, que estuvo tres días
con flatos y de veras me dio cuidado. El alcalde, sin embargo, ordenó al
magullado maestro que completase su obra, en vista de que el letrero no decía
todavía más que consti; el pobre maestro tuvo que apechugar con la tarea; pero
esta vez no quiso escalera de mano y fue preciso traer una carreta y poner
encima una mesa, y atarla con cuerdas. Encaramado allí el pobre, estaba tan
turulato acordándose de lo de marras, que no pensó sino en despachar pronto; y
así es que las últimas letras, en lugar de un pie de alto como las otras, no
tienen más que una pulgada; y no es esto lo peor, sino que con la prisa, se le
quedó una letra en el tintero, y el letrero dice ahora: PLAZA DE LA CONSTITUCIN.
El alcalde se puso furioso; pero el maestro se cerró a la banda y declaró que ni
por Dios ni por sus santos volvía a las andadas, y que más bien quería montar en
un toro de ocho años, que en aquel tablado de volatines. De modo que el letrero
se ha quedado como estaba; pero a bien que no hay en el lugar quien lo lea. Y es
lástima que el maestro no lo haya enmendado, porque era muy hermoso y hacía
honor a Villamar.
Momo,
que traía al hombro unas alforjas bien rellenas y tenía prisa, preguntó al
comandante si iba al fuerte de San Cristóbal.
-Sí
-respondió-, y de camino, a ver a la hija del tío Pedro Santaló, que está
mala.
-¿Quién?
¿La Gaviota? -preguntó Momo-. No lo crea usted. Si la he visto ayer encaramada
en una peña y chillando como las otras gaviotas.
-¡Gaviota!
-exclamó Stein.
-Es
un mal nombre -dijo el comandante- que Momo le ha puesto a esa pobre
muchacha.
-Porque
tiene las piernas largas -respondió Momo-; porque tanto vive en el agua como en
la tierra; porque canta y grita, y salta de roca en roca como las
otras.
-Pues
tu abuela -observó don Modesto- la quiere mucho y no la llama más que
Marisalada, por sus graciosas travesuras y por la gracia con que canta y baila y
remeda a los pájaros.
-No
es eso -replicó Momo-; sino porque su padre es pescador y ella nos trae sal y
pescado.
-¿Y
vive cerca del fuerte? -preguntó Stein, a quien habían excitado la curiosidad
aquellos pormenores.
-Muy
cerca -respondió el comandante-. Pedro Santaló tenía una barca catalana que,
habiendo dado a la vela para Cádiz, sufrió un temporal y naufragó en la costa.
Todo se perdió, el buque y la gente, menos Pedro, que iba con su hija; como que
a él le redobló las fuerzas el ansia de salvarla. Pudo llegar a tierra, pero
arruinado; y quedó tan desanimado y triste, que no quiso volver a su tierra. Lo
que fue labrar una choza entre esas rocas con los destrozos que habían quedado
de la barca, y se metió a pescador. Él era el que proveía de pescado al
convento, y los padres, en cambio, le daban pan, aceite y vinagre. Hace doce
años que vive ahí en paz con todo el mundo.
Con
esto llegaron al punto en que la vereda se dividía y se
separaron.
-Pronto
nos veremos -dijo el veterano- Dentro de un rato iré a ponerme a la disposición
de usted y saludar a sus patronas.
-Dígale
usted de mi parte a la Gaviota -gritó Momo- que me tiene sin cuidado su
enfermedad, porque mala yerba nunca muere.
-¿Hace
mucho tiempo que el comandante está en Villamar? -preguntó Stein a
Momo.
-Toma...,
ciento y un años, desde antes que mi padre naciera.
-¿Y
quién es esa Rosita, su patrona?
-¡Quién,
señá Rosa Mística! -respondió Momo con un gesto burlón-. Es la maestra de amiga.
Es más fea que el hambre; tiene un ojo mirando a Poniente y otro a Levante; y
unos hoyos de viruelas, en que puede retumbar un eco. Pero, don Federico, el
cielo se encapota; las nubes van como si las corrieran galgos. Apretemos el
paso.
Capítulo
VI
Antes
de seguir adelante, no será malo trabar conocimiento con este nuevo
personaje.
Don
Modesto Guerrero era hijo de un honrado labrador, que no dejaba de tener buenos
papeles de nobleza, hasta que se los quemaron los franceses en la guerra de la
Independencia, como quemaron también su casa, bajo el pretexto de que los hijos
del dueño eran brigantes, esto es, reos del grave delito de defender a su
patria. El buen hombre pudo reedificar su casa. Pero a los pergaminos no les
cupo la suerte del fénix.
Modesto
cayó soldado, y como su padre no tenía lo bastante para comprarle un sustituto,
pasó a las filas de un regimiento de infantería, en calidad de
distinguido.
Como
era un bendito, y además de larga y seca catadura, pronto llegó a ser el objeto
de las burlas y de las chanzas pesadas de sus compañeros. Estos, animados por su
mansedumbre, llevaron al extremo sus bromas, hasta que Modesto les puso término
del modo siguiente. Un día que había gran formación, con motivo de una revista,
Modesto ocupaba su lugar al extremo de una fila. Allí cerca había una carreta:
con gran destreza y prontitud sus compañeros le echaron a una pierna un lazo
corredizo, atando la extremidad del cordel a una de las ruedas de la carreta. El
coronel dio la voz de «marchen». Sonaron los tambores y todas las mitades se
pusieron en marcha, menos Modesto, que se quedó parado con una pierna en el
aire, como los escultores figuran a Céfiro.
Terminada
la revista, Modesto volvió al cuartel tan sosegado como de él había salido y,
sin alterar su paso, pidió una satisfacción a sus compañeros. Como ninguno
quería cargar con la responsabilidad del chasco, declaró con la misma calma que
mediría sus armas con las de todos y cada uno de ellos, uno después de otro.
Entonces salió al frente el que había inventado y dirigido la burla: se batieron
y de sus resultas perdió un ojo su adversario. Modesto le dijo, con su calma
acostumbrada, que si quería perder el otro, él estaba a su disposición cuando
gustase.
Entre
tanto, Modesto, sin parientes ni protectores en la corte, sin miras ambiciosas,
sin disposiciones para la intriga, hizo su carrera a paso de tortuga, hasta que
en la época del sitio de Gaeta, en 1805, su regimiento recibió orden de juntarse
como auxiliar con las tropas de Napoleón. Modesto se distinguió allí por su
valor y serenidad, en términos que mereció una cruz y los mayores elogios de sus
jefes.
Su
nombre lució en La Gaceta como un meteoro, para hundirse después en la eterna
oscuridad. Estos laureles fueron los primeros y los últimos que le ofreció su
carrera militar; porque habiendo recibido una profunda herida en el brazo, quedó
inutilizado para el servicio, y en recompensa, le nombraron comandante del
fuertecillo abandonado de San Cristóbal. Hacía, pues, cuarenta años que tenía
bajo sus órdenes el esqueleto de un castillo y una guarnición de
lagartijas.
Al
principio no podía nuestro Guerrero conformarse con aquel abandono. No pasaba
año sin que dirigiese una representación al Gobierno, pidiendo los reparos
necesarios y los cañones y tropa que aquel punto de defensa requería. Todas
estas representaciones habían quedado sin respuesta, a pesar de que, según las
circunstancias de la época, no había omitido hacer presente la posibilidad de un
desembarco de ingleses, de insurgentes americanos, de franceses, de
revolucionarios y de carlistas. Igual acogida habían recibido sus continuas
plegarias para obtener algunas pagas. El Gobierno no hizo el menor caso de
aquellas dos ruinas: el castillo y su comandante. Don Modesto era sufrido;
conque acabó por someterse a su suerte sin acritud y sin
despecho.
Cuando
vino a Villamar, se alojó en casa de la viuda del sacristán, la cual vivía
entregada a la devoción, en compañía de su hija, todavía joven. Eran excelentes
mujeres: algo remilgadas y secas, con sus ribetes de intolerantes; pero buenas,
caritativas, morigeradas y de esmerado aseo.
Los
vecinos del pueblo, que miraban con afición al comandante, o más bien al
comendante, que era como le llamaban, y que al mismo tiempo conocían sus apuros,
hacían cuanto podía para aliviarlos. No se hacía matanza en casa alguna sin que
se le enviase su provisión de tocino y morcillas. En tiempo de la recolección,
un labrador le enviaba trigo, otro garbanzos; otros le contribuían con su
porción de miel o de aceite. Las mujeres le regalaban los frutos del corral; de
modo que su beata patrona tenía siempre la despensa bien provista, gracias a la
benevolencia general que inspiraba don Modesto; el cual, de índole
correspondiente a su nombre, lejos de envanecerse de tantos favores, solía decir
que la Providencia estaba en todas partes, pero que su cuartel general era
Villamar. Bien es verdad que él sabía corresponder a tantos favores, siendo con
todos por extremo servicial y complaciente. Levantábase con el sol, y lo primero
que hacía era ayudar a misa al cura. Una vecina le hacía un encargo, otra le
pedía una carta para un hijo soldado; otra, que le cuidase los chiquillos,
mientras salía a una diligencia. Él velaba a los enfermos, rezaba con sus
patronas; en fin, procuraba ser útil a todo el mundo, en todo lo que no pudiese
ofender su honradez y su decoro. No es esto nada raro en España, gracias a la
inagotable caridad de los españoles, unida a su noble carácter, el cual no les
permite atesorar, sino dar cuanto tienen al que lo necesita: díganlo los
exclaustrados, las monjas, los artesanos, las viudas de los militares y los
empleados cesantes.
Murió
la viuda del sacristán, dejando a su hija Rosa con cuarenta y cinco años bien
contados y una fealdad que se veía de lejos. Lo que más contribuía a esta
desgracia, eran las funestas consecuencias de las viruelas. El mal se había
concentrado en un ojo, y sobre todo en el párpado, que no podía levantarse sino
a medias; de lo que resultaba que la pupila, medio apagada, daba a toda la
fisonomía cierto aspecto poco inteligente y vivo, contrastando notablemente el
ojo entornado con su compañero, del cual salían llamas, como de una hoguera de
sarmientos, al menor motivo de escándalo, y en verdad que los solía encontrar
con harta frecuencia.
Después
del entierro, y pasados los nueve días de duelo, la señora Rosa dijo un día a
don Modesto:
-Don
Modesto, siento mucho tener que decir a usted que es preciso
separarnos.
-¡Separarnos!
-exclamó el buen hombre abriendo tantos ojos y poniendo la jícara de chocolate
sobre el mantel, en lugar de ponerla en el plato-. ¿Y por qué,
Rosita?
Don
Modesto se había acostumbrado por espacio de treinta años a emplear este
diminutivo cuando dirigía la palabra a la hija de su antigua
patrona.
-Me
parece -respondió ella arqueando las cejas que no debía usted preguntarlo.
Conocerá usted que no parece bien que vivan juntas, y solas, dos personas de
estado honesto. Sería dar pábulo a las malas lenguas.
-Y
¿qué pueden decir de usted las malas lenguas? -repuso don Modesto-; ¡usted, que
es la más ejemplar del pueblo!
-¿Acaso
hay nada seguro de ellas? ¿Qué dirá usted cuando sepa que usted con todos sus
años y su uniforme y su cruz, y yo, pobre mujer que no pienso más que en servir
a Dios, estamos sirviendo de diversión a estos
deslenguados?
-¿Qué
dice usted, Rosita? -exclamó don Modesto asombrado.
-Lo
que está usted oyendo. Ya nadie nos conoce sino por el mal nombre que nos han
puesto esos condenados monacillos.
-¡Estoy
atónito, Rosita! No puedo creer...
-Mejor
para usted si no lo cree -dijo la devota-; pero yo le aseguro que esos inicuos
(Dios los perdone), cuando nos ven llegar a la iglesia todas las mañanas a misa
de alba, se dicen unos a otros: «Llama a misa, que ahí viene Rosa Mística y
Turris Davídica, en amor y compaña como en las letanías.» A usted le han puesto
ese mote por ser tan alto y tan derecho.
Don
Modesto se quedó con la boca abierta y los ojos fijos en el
suelo.
-Sí,
señor -continuó Rosa Mistica-; la vecina es quien me lo ha dicho, escandalizada,
y aconsejándome que vaya a quejarme al señor cura. Yo la he respondido que mejor
quiero sufrir y callar. Más padeció nuestro Señor sin
quejarse.
-Pues
yo -dijo don Modesto- no aguanto que nadie se burle de mí y mucho menos de
usted.
-Lo
mejor será -continuó Rosa- acreditar con nuestra paciencia que somos buenos
cristianos, y con nuestra indiferencia, el poco caso que hacemos de los juicios
del mundo. Por otra parte, si castigan a esos irreverentes, lo harían peor;
créame usted, don Modesto.
-Tiene
usted razón, como siempre, Rosita -dijo don Modesto-. Yo sé lo que son los
guasones; si les cortasen las lenguas, hablarían con las narices. Pero si en
otro tiempo alguno de mis camaradas se hubiese atrevido a llamarme Turris
Davídica, bien hubiera podido añadir: Ora pro nobis. Mas ¿es posible que siendo
usted una santa bendita les tenga miedo a los
maldicientes?
-Ya
sabe usted, don Modesto, lo que vulgarmente dicen los que piensan mal de todo:
entre santa y santo, pared de cal y canto.
-Pero
entre usted y yo -dijo el comandante- no hay necesidad de poner ni tabique. Yo,
con tantos años a cuestas: yo, que en toda mi vida no he estado enamorado más
que una vez... y por más señas que lo estuve de una buena moza, con quien me
habría casado a no haberla sorprendido en chicoleos con el tambor mayor,
que...
-Don
Modesto, don Modesto -gritó Rosa poniéndose erguida-. Honre usted su nombre y mi
estado y déjese de recuerdos amorosos.
-No
ha sido mi intención escandalizar a usted -dijo don Modesto en tono contrito-:
basta que usted sepa y yo le jure que jamás ha cabido ni cabrá en mí un mal
pensamiento.
-Don
Modesto -dijo Rosa Mística con impaciencia (mirándole con un ojo encendido,
mientras el otro hacía vanos esfuerzos por imitarlo)-, ¿me cree usted tan simple
que pueda pensar que dos personas como usted y yo, sensatas y temerosas de Dios,
se conduzcan como los casquivanos, que no tienen pudor ni miedo al pecado? Pero
en este mundo no basta obrar bien; es preciso no dar que decir, guardando en
todo las apariencias.
-¡Esta
es otra! -repuso el comandante-. ¿Qué apariencias puede haber entre nosotros?
¿No sabe usted que el que se excusa se acusa?
-Dígole
a usted -respondió la devota- que no faltará quien
murmure.
-¿Y
qué voy yo a hacer sin usted? -preguntó afligido don Modesto-. ¿Qué será de
usted sin mí, sola en este mundo?
-El
que da de comer a los pajaritos -dijo solemnemente Rosa- cuidará de los que en
él confían.
Don
Modesto, desconcertado y no sabiendo dónde dar de cabeza, pasó a ver a su amigo
el cura, que lo era también de Rosita, y le contó cuanto
pasaba.
El
cura hizo patente a Rosita que sus escrúpulos eran exagerados e infundados sus
temores; que, por el contrario, la proyectada separación daría lugar a ridículos
comentarios.
Siguieron,
pues, viviendo juntos como antes, en paz y gracia de Dios. El comandante,
siempre bondadoso y servicial; Rosa, siempre cuidadosa, atenta y desinteresada;
porque don Modesto no se hallaba en el caso de remunerar pecuniariamente sus
servicios, puesto que si la empuñadura de su espada de gala no hubiera sido de
plata, bien podría haber olvidado de qué color era aquel
metal.
Capítulo
VII
Cuando
Stein llegó al convento, toda la familia estaba reunida, tomando el sol en el
patio.
Dolores,
sentada en una silla, remendaba una camisa de su marido. Sus dos niñas, Pepa y
Paca, jugaban cerca de la madre. Eran dos lindas criaturas, de seis y ocho años
de edad. El niño de pecho, encanastado en su andador, era el objeto de la
diversión de otro chico de cinco años, hermano suyo, que se entretenía en
enseñarle gracias que son muy a propósito para desarrollar la inteligencia, tan
precoz en aquel país. Este muchacho era muy bonito, pero demasiado pequeño; con
lo que Momo le hacía rabiar frecuentemente llamándolo Francisco de Anís, en
lugar de Francisco de Asís, que era su verdadero nombre. Vestía un diminuto
pantalón de tosco paño con chaqueta de lo mismo, cuyas reducidas dimensiones
permitían a la camisa formar en torno de su cintura un pomposo buche, como que
los pantalones estaban mal sostenidos por un solo tirante de
orillo.
-Haz
una vieja, Manolillo -decía Anís.
Y
el chiquillo hacía un gracioso mohín, cerrando a medias los ojos, frunciendo los
labios y bajando la cabeza.
-Manolillo,
mata un morito.
Y
el chiquillo abría tantos ojos, arrugaba las cejas, cerraba los puños y se ponía
como una grana a fuerza de fincharse en actitud belicosa. Después Anís le tomaba
las manos y las volvía y revolvía cantando:
¡Qué
lindas manitas
que
tengo yo!
¡Qué
chicas! ¡Qué blancas!
¡Qué
monas que son!
La
tía María hilaba y el hermano Gabriel estaba haciendo espuertas con hojas secas
de palmito(8).
Un
enorme y lanudo perro blanco, llamado Palomo, de la hermosa casta del perro
pastor de Extremadura, dormía tendido cuan largo era, ocupando un gran espacio
con sus membrudas patas y bien poblada cola, mientras que Morrongo, corpulento
gato amarillo, privado desde su juventud de orejas y de rabo, dormía en el
suelo, sobre un pedazo de la enagua de la tía María.
Stein,
Momo y Manuel llegaron al mismo tiempo por diversos puntos. El último venía de
rondar la hacienda, en ejercicio de sus funciones de guarda; traía en una mano
la escopeta y en otra tres perdices y dos conejos.
Los
muchachos corrieron hacia Momo, quien de un golpe vació las alforjas, y de ellas
salieron, como de un cuerno de la Abundancia, largas cáfilas de frutas de
invierno, con las que se suele festejar en España la víspera de Todos Santos:
nueces, castañas, granadas, batatas, etc.
-Si
Marisalada nos trajera mañana algún pescado -dijo la mayor de las muchachas-,
tendríamos jolgorio.
-Mañana
-repuso la abuela- es día de Todos Santos; seguramente no saldrá a pescar el tío
Pedro.
-Pues
bien -dijo la chiquilla-, será pasado mañana.
-Tampoco
se pesca el día de los Difuntos.
-¿Y
por qué? -preguntó la niña.
-Porque
sería profanar un día que la Iglesia consagra a las ánimas benditas: la prueba
es que unos pescadores que fueron a pescar tal día como pasado mañana, cuando
fueron a sacar las redes, se alegraron al sentir que pesaban mucho; pero en
lugar de pescado, no había dentro más que calaveras. ¿No es verdad lo que digo,
hermano Gabriel?
-¡Por
supuesto! Yo no lo he visto; pero como si lo hubiera visto -dijo el
hermano.
-¿Y
por eso nos hacéis rezar tanto el día de Difuntos a la hora del Rosario?
-preguntó la niña.
-Por
eso mismo -respondió la abuela-. Es una costumbre santa, y Dios no quiere que la
descuidemos. En prueba de ello, voy a contaros un ejemplo: Érase una vez un
obispo, que no tenía mucho empeño en esta piadosa práctica y no exhortaba a los
fieles a ella. Una noche soñó que veía un abismo espantoso, y en su orilla había
un ángel que con una cadena de rosas blancas y encarnadas sacaba de adentro a
una mujer hermosa, desgreñada y llorosa. Cuando se vio fuera de aquellas
tinieblas, la mujer, cubierta de resplandor, echó a volar hacia el cielo. Al día
siguiente el obispo quiso tener una explicación del sueño y pidió a Dios que le
iluminase. Fuese a la iglesia y lo primero que vieron sus ojos fue un niño
hincado de rodillas y rezando el rosario sobre la sepultura de su
madre.
-¿Acaso
no sabías eso, chiquilla? -decía Pepa a su hermana-. Pues mira tú que había un
zagalillo que era un bendito y muy amigo de rezar: había también en el
Purgatorio un alma más deseosa de ver a Dios que ninguna. Y viendo al zagalillo
rezar tan de corazón, se fue a él y le dijo: «¿Me das lo que has rezado?»
«Tómalo», dijo el muchacho; y el alma se lo presentó a Dios y entró en la gloria
de sopetón. ¡Mira tú si sirve el rezo para con Dios!
-Ciertamente
-dijo Manuel-, no hay cosa más justa que pedir a Dios por los difuntos; y yo me
acuerdo de un cofrade de las ánimas, que estaba una vez pidiendo por ellas a la
puerta de una capilla y diciendo a gritos: «El que eche una peseta en esta
bandeja, saca un alma del Purgatorio.» Pasó un chusco y, habiendo echado la
peseta, preguntó: «Diga usted, hermano, ¿cree usted que ya está el alma fuera?»
«Qué duda tiene», repuso el hermano. «Pues entonces -dijo el otro-, recojo mi
peseta, que no será tan boba ella que se vuelva a entrar.»
-Bien
puede usted asegurar, don Federico -dijo la tía María-, que no hay asunto para
el cual no tenga mi hijo, venga a pelo o no venga, un cuento, chascarrillo o
cuchufleta.
En
este momento se entraba don Modesto por el patio, tan erguido, tan grave, como
cuando se presentó a Stein en la salida del pueblo, sin más diferencia que
llevar colgada de su bastón una gran pescada(9) envuelta en hojas de
col.
-¡El
comendante!, ¡el comendante! -gritaron todos los
presentes.
-¿Viene
usted de su castillo de San Cristóbal? -preguntó Manuel a don Modesto, después
de los primeros cumplidos y de haberle convidado a sentarse en el apoyo, que
también servía de asiento a Stein-. Bien podía usted empeñarse con mi madre, que
es tan buena cristiana, para que rogase al Santo Bendito que reedificase las
paredes del fuerte, al revés de lo que hizo Josué con las del
otro.
-Otras
cosas de más entidad tengo que pedirle al santo -respondió la
abuela.
-Por
cierto -dijo fray Gabriel-, que la tía María tiene que pedir al santo cosas de
más entidad que reedificar las paredes del castillo. Mejor sería pedirle que
rehabilitase el convento.
Don
Modesto, al oír estas palabras, se volvió con gesto severo hacia el hermano, el
cual, visto este movimiento, se metió detrás de la tía María, encogiéndose de
tal manera que casi desapareció de la vista de los
concurrentes.
-Por
lo que veo -prosiguió el veterano-, el hermano Gabriel no pertenece a la Iglesia
militante. ¿No se acuerda usted de que los judíos, antes de edificar el templo,
habían conquistado la tierra prometida, espada en mano? ¿Habría iglesias y
sacerdotes en la Tierra Santa si los cruzados no se hubieran apoderado de ella
lanza en ristre?
-Pero
¿por qué? -dijo entonces Stein, con la sana intención de distraer de aquel
asunto al Comandante, cuya bilis empezaba a exaltarse.
-Eso
no importa -contestó Manuel-, ni reparan en ello las ancianas, sino aquella que
le pedía a Dios sacar la lotería, y habiéndole preguntado uno si había echado,
respondió: «¿Pues si hubiese echado, dónde estaría el
milagro?»
-Lo
cierto es -opinó Modesto- que yo quedaría muy agradecido al santo si tuviese a
bien inspirar al Gobierno el pensamiento laudable de rehabilitar el
fuerte.
-De
reedificarlo, querrá usted decir -repuso Manuel-; pero cuidado con arrepentirse
después, como le sucedió a una devota del santo, la cual tenía una hija tan fea,
tan tonta y tan para nada, que no pudo hallar un desesperado que quisiese cargar
con ella. Apurada la pobre mujer, pasaba los días hincada delante del Santo
Bendito, pidiéndole un novio para su hija: en fin, se presentó uno, y no es
ponderable la alegría de la madre; pero no duró mucho, porque salió tan malo, y
trataba tan mal a su mujer y a su suegra, que esta se fue a la iglesia, y puesta
delante del santo, le dijo:
San
Cristobalón,
patazas,
manazas, cara de cuerno,
tan
judío eres tú como mi yerno.
Durante
toda esta conversación, Morrongo despertó, arqueó el lomo tanto como el de un
camello, dio un gran bostezo, se relamió los bigotes y olfateando en el aire
ciertas para él gratas emanaciones, fuese acercando poquito a poco a don
Modesto, hasta colocarse detrás del perfumado paquete colgado de su bastón.
Inmediatamente recibió en sus patas de terciopelo una piedrecilla lanzada por
Momo, con la singular destreza que saben emplear los de su edad en el manejo de
esa clase de armas arrojadizas. El gato se retiró con prontitud; pero no tardó
en volver a ponerse en observación, haciéndose el dormido. Don Modesto cayó en
la cuenta y perdió su tranquilidad de ánimo.
Mientras
pasaban estas evoluciones, Anís preguntaba al niño:
-Manolito,
¿cuántos dioses hay?
Y
el chiquillo levantaba los tres dedos.
-No
-decía Anís, levantando un dedo solo-: no hay más que uno, uno,
uno.
Y
el otro persistía en tener los tres dedos levantados.
-Mae-abuela
-gritó Anís ofuscado-. El niño dice que hay tres dioses.
-Simple
-respondió esta-, ¿acaso tienes miedo de que le lleven a la Inquisición? ¿No ves
que es demasiado chico para entender lo que le dicen y aprender lo que le
enseñan?
-Otros
hay más viejos -dijo Manuel- y que no por eso están más adelantados; como por
ejemplo aquel ganso que fue a confesarse y habiéndole preguntado el confesor
¿cuántos dioses hay?, respondió muy en sí: «¡siete!» «¡Siete! -exclamó atónito
el confesor-. ¿Y cómo ajustas esa cuenta?» «Muy fácilmente. Padre, Hijo y
Espíritu Santo, son tres; tres personas distintas, son otros tres, y van seis; y
un solo Dios verdadero, siete cabales.» «Palurdo -le contestó el padre-, ¿no
sabes que las tres Personas no hacen más que un Dios?» «¡Uno no más! -dijo el
penitente-. ¡Ay Jesús! ¡Y qué reducida se ha quedado la
familia!»
-¡Vaya
-prorrumpió la tía María- si tiene que ver cuánta chilindrina ha aprendido mi
hijo mientras sirvió al rey! Pero hablando de otra cosa, no nos ha dicho usted,
señor comandante, cómo está Marisaladilla.
-Mal,
muy mal, tía María, desmejorándose por días. Lástima me da de ver al pobre
padre, que está pasadito de pena. Esta mañana la muchacha tenía un buen
calenturón; no toma alimento y la tos no la deja un
instante.
-¿Qué
está usted diciendo, señor? -exclamó la tía María-. ¡Don Federico!, usted que ha
hecho tan buenas curas, que le ha sacado un lobanillo a fray Gabriel y
enderezado la vista a Momo, ¿no podría usted hacer algo por esa pobre
criatura?
-Con
mucho gusto -respondió Stein- Haré lo que pueda por
aliviarla.
-Y
Dios se lo pagará a usted; mañana por la mañana iremos a verla. Hoy está usted
cansado de su paseo.
-No
le arriendo la ganancia -dijo Momo refunfuñando-. Muchacha más
soberbia...
-No
tiene nada de eso -repuso la abuela-; es un poco arisca, un poco huraña... ¡Ya
se ve! Se ha criado sola, en un solo cabo: con un padre que es más blando que
una paloma, a pesar de tener la corteza algo dura, como buen catalán y marinero.
Pero Momo no puede sufrir a Marisalada desde que dio en llamarle romo a causa de
serlo.
En
este momento se oyó un estrépito: era el comandante que perseguía, dando grandes
trancos, al pícaro de Morrongo, el cual, frustrando la vigilancia de su dueño,
había cargado con la pescada.
-Mi
comandante -le gritó Manuel riéndose-, sardina que lleva el gato, tarde o nunca
vuelve al plato. Pero aquí hay una perdiz en cambio.
Don
Modesto agarró la perdiz, dio gracias, se despidió y se fue echando pestes
contra los gatos.
Durante
toda esta escena, Dolores había dado de mamar al niño y procuraba dormirle,
meciéndole en sus brazos y cantándole:
Allá
arriba, en el monte Calvario,
matita
de oliva, matita de olor,
arrullaban
la muerte de Cristo
cuatro
jilgueritos y un ruiseñor.
Difícil
será a la persona que recoge al vuelo, como un muchacho las mariposas, estas
emanaciones poéticas del pueblo, responder al que quisiese analizarlas, el
porqué los ruiseñores y los jilgueros plañeron la muerte del Redentor; por qué
la golondrina arrancó las espinas de su corona; por qué se mira con cierta
veneración el romero, en la creencia de que la Virgen secaba los pañales del
Niño Jesús en una mata de aquella planta; por qué, o más bien, cómo se sabe que
el sauce es un árbol de mal agüero, desde que Judas se ahorcó de uno de ellos;
por qué no sucede nada malo en una casa si se sahúma con romero la noche de
Navidad; por qué se ven todos los instrumentos de la pasión en la flor que ha
merecido aquel nombre. Y en verdad, no hay respuestas a semejantes preguntas. El
pueblo no las tiene ni las pide: ha recogido esas especies como vagos sonidos de
una música lejana, sin indagar su origen ni analizar su autenticidad. Los sabios
y los hombres positivos honrarán con una sonrisa de desdeñosa compasión a la
persona que estampa estas líneas. Pero a nosotros nos basta la esperanza de
hallar alguna simpatía en el corazón de una madre, bajo el humilde techo del que
sabe poco y siente mucho, o en el místico retiro de un claustro, cuando decimos
que por nuestra parte creemos que siempre ha habido y hay para las almas
piadosas y ascéticas, revelaciones misteriosas, que el mundo llama delirios de
imaginaciones sobreexcitadas, y que las gentes de fe dócil y ferviente miran
como favores especiales de la Divinidad.
Dice
Henri Blaze, «¡cuántas ideas pone la tradición en el aire en estado del germen,
a las que el poeta da vida con un soplo!» Esto mismo nos parece aplicable a
estas cosas, que nada obliga a creer, pero que nada autoriza tampoco a condenar.
Un origen misterioso puso el germen de ellas en el aire, y los corazones
creyentes y piadosos le dan vida. Por más que talen los apóstoles del
racionalismo el árbol de la fe, si tiene este sus raíces en buen terreno, esto
es, en un corazón sano y ferviente, ha de echar eternamente ramas vigorosas y
floridas que se alcen al cielo.
-Pero
don Federico -dijo la tía María mientras este se entregaba a las reflexiones que
preceden-, todavía a la hora esta no nos ha dicho usted qué tal le parece
nuestro pueblo.
-No
puedo decirlo -respondió Stein-, porque no lo he visto: me quedé afuera
aguardando a Momo.
-¿Es
posible que no haya usted visto la iglesia, ni el cuadro de Nuestra Señora de
las Lágrimas, ni el San Cristóbal, tan hermoso y tan grande, con la gran palmera
y el Niño Dios en los hombros, y una ciudad a sus pies, que si diera un paso, la
aplastaba como un hongo? ¿Ni el cuadro en que está Santa Ana enseñando a leer a
la Virgen? ¿Nada de eso ha visto usted?
-No
he visto -repuso Stein- sino la capilla del Señor del
Socorro.
-Yo
no salgo del convento -dijo el hermano Gabriel- sino para ir todos los viernes a
esa capilla, a pedir al Señor una buena muerte.
-¿Y
ha reparado usted, don Federico -continuó la tía María-, en los milagros? ¡Ah,
don Federico! No hay un Señor más milagroso en el mundo entero. En aquel
Calvario empieza la via crucis. Desde allí hasta la última cruz hay el mismo
número de pasos que desde la casa de Pilatos al Calvario. Una de aquellas cruces
viene a caer frente por frente de mi casa, en la calle Real. ¿No ha reparado
usted en ella? Es justamente la que forma la octava estación, donde el Salvador
dijo a las mujeres de Jerusalén: «¡No lloréis sobre mí; llorad sobre vosotras y
vuestros hijos!» Estos hijos -añadió la tía María dirigiéndose a fray Gabriel-
son los perros judíos.
-¡Son
los judíos! -repitió el hermano Gabriel.
-En
esta estación -continuó la anciana- cantan los fieles:
Si
a llorar Cristo te enseña
y
no tomas la lección,
o
no tienes corazón
o
será de bronce o peña.
-Junto
a la casa de mi madre -dijo Dolores- está la novena cruz, que es donde se
canta:
Considera
cuán tirano
serás
con Jesús rendido,
si
en tres veces que ha caído
no
le das una la mano.
O
también de esta manera:
¡Otra
vez yace postrado!
¡Tres
veces Jesús cayó!
¡Tanto
pesa mi pecado!
¡Y
tanto he pecado yo!
Y
¡rompa el llanto y el gemir,
porque
es Dios quien va a morir!
-¡Oh,
don Federico! -continuó la buena anciana-, ¡no hay cosa que tanto me parta el
corazón como la Pasión del que vino a redimimos! El Señor ha revelado a los
santos los tres mayores dolores que le angustiaron: primero, el poco fruto que
produciría la tierra que regaba con su sangre; segundo, el dolor que sintió
cuando extendieron y ataron su cuerpo para clavarlo en la cruz, descoyuntando
todos sus huesos, como lo había profetizado David(10). El tercero... -añadió la
buena mujer fijando en su hijo sus ojos enternecidos-, el tercero, cuando
presenció la angustia de su Madre. He aquí la única razón -prosiguió después de
algunos instantes de silencio-, porque no estoy aquí tan gustosa como en el
pueblo, porque aquí no puedo seguir mis devociones. Mi marido, sí, Manuel, tu
padre, que no había sido soldado y que era mejor cristiano que tú, pensaba como
yo. El pobre (en gloria esté) era hermano del Rosario de la Aurora, que sale
después de la medianoche a rezar por las ánimas. Rendido de haber trabajado todo
el día, se echaba a dormir, y a las doce en punto, venía un hermano a la puerta
y, tocando una campanilla, cantaba:
A
tu puerta está una campanilla;
ni
te llama ella ni te llamo yo:
que
te llaman tu Padre y tu Madre,
para
que por ellos le ruegues a Dios.
-Cuando
tu padre oía esta copla, no sentía ni cansancio ni gana de dormir. En un abrir y
cerrar de ojos se levantaba y echaba a correr detrás del hermano. Todavía me
parece que estoy oyéndole cantar al alejarse:
La
corona se quita María
y
a su propio Hijo se la presentó,
y
le dijo: «Ya yo no soy Reina,
si
tú no suspendes tu justo rigor.»
Jesús
respondió:
«Si
no fuera por tus ruegos, Madre,
ya
hubiera acabado con el pecador.»
Los
chiquillos, que gustan tanto de imitar lo que ven hacer a los grandes, se
pusieron a cantar en la lindísima tonada de las coplas de la
Aurora:
¡Si
supieras la entrada que tuvo
el
Rey de los Cielos en Jerusalén!...
Que
no quiso coche llevar, ni calesa,
sino
un jumentillo que prestado fue!
-Don
Federico -dijo la tía María después de un rato de silencio-, ¿es verdad que hay
por esos mundos de Dios hombres que no tienen fe?
Stein
calló.
-¡Qué
no pudiera usted hacer con los ojos del entendimiento de los tales, lo que ha
hecho con los de la cara de Momo! -contestó con tristeza y quedándose pensativa
la buena anciana.
Capítulo
VIII
Al
día siguiente, caminaba la tía María hacia la habitación de la enferma, en
compañía de Stein y de Momo, escudero pedestre de su abuela, la cual iba montada
en la formal Golondrina, que siempre servicial, mansa y dócil, caminaba derecha,
con la cabeza caída y las orejas gachas, sin hacer un solo movimiento
espontáneo, excepto si se encontraba con un cardo, su homónimo, al alcance de su
hocico.
Llegados
que fueron, se sorprendió Stein de hallar en medio de aquella uniforme comarca,
de tan grave y seca naturaleza, un lugar frondoso y ameno, que era como un oasis
en el desierto.
Abríase
paso la mar por entre dos altas rocas, para formar una pequeña ensenada
circular, en forma de herradura, que estaba rodeada de finísima arena y parecía
un plato de cristal puesto sobre una mesa dorada. Algunas rocas se asomaban
tímidamente entre la arena, como para brindar con asientos y descanso en aquella
tranquila orilla. A una de estas rocas estaba amarrada la barca del pescador,
balanceándose al empuje de la marea, cual se impacienta el corcel que han
sujetado.
Sobre
el peñasco del frente descollaba el fuerte de San Cristóbal, coronado por las
copas de higueras silvestres, como lo está un viejo druida por hojas de
encina.
A
pocos pasos de allí descubrió Stein un objeto que le sorprendió mucho. Era una
especie de jardín subterráneo, de los que llaman en Andalucía navazos. Fórmanse
estos excavando la tierra hasta cierta profundidad y cultivando el fondo con
esmero. Un cañaveral de espeso y fresco follaje circundaba aquel enterrado
huerto, dando consistencia a los planos perpendiculares que le rodeaban con su
fibrosa raigambre y preservándolo con sus copiosos y elevados tallos contra las
irrupciones de la arena. En aquella hondura, no obstante la proximidad de la
mar, la tierra produce sin necesidad de riego abundantes y bien sazonadas
legumbres; porque el agua del mar, filtrándose por espesas capas de arenas, se
despoja de su acritud y llega a las plantas adaptable para su alimentación. Las
sandías de los navazos, en particular, son exquisitas, y algunas de ellas de
tales dimensiones que bastan dos para la carga de una caballería
mayor.
-¡Vaya
si está hermoso el navazo del tío Pedro! -dijo la tía María-. No parece sino que
lo riega con agua bendita. El pobrecito siempre está trabajando; pero bien le
luce. Apuesto a que coge hogaño tomates como naranjas y sandías como ruedas de
molino.
-Mejores
han de ser -repuso Momo- las que acá cojamos en el cojumbral de la orilla del
río.
Un
cojumbral es el plantío de melones, maíz y legumbres sembrado en un terreno
húmedo, que el dueño del cortijo suele ceder gratuitamente a las gentes del
campo pobres, que cultivándolo, lo benefician.
-A
mí no me hacen gracia los cojumbrales -contestó la abuela meneando la
cabeza.
-¿Pues
acaso no sabe usted, señora -replicó Momo-, lo que dice el refrán, que «un
cojumbral da dos mil reales, una capa, un cochino gordo y un chiquillo más a su
dueño».
-Te
se olvidó la cola -repuso la tía María-, que es «un año de tercianas», las
cuales se tragan las otras ganancias, menos la del hijo.
El
pescador había construido la cabaña con los despojos de su barca, que el mar
había arrojado a la playa. Había apoyado el techo en la peña y cobijaba este una
especie de gradería natural que formaba la roca, lo que hacía que la habitación
tuviese tres pisos. El primero se componía de una pieza alta, bastante grande
para servir de sala, cocina, gallinero y establo de invierno para la burra. El
segundo, al cual se subía por unos escalones abiertos a pico en la roca, se
componía de dos cuartitos. En el de la izquierda, sombrío y pegado a la peña,
dormía el tío Pedro; el de la derecha era el de su hija, que gozaba del
privilegio exclusivo de una ventanita que había servido en el barco y que daba
vista a la ensenada. El tercer piso, al que conducía el pasadizo que separaba
los cuartitos del padre y de su hija, lo formaba un oscuro y ahogado desván. El
techo, que como hemos dicho se apoyaba en la roca, era horizontal y hecho de
enea, cuya primera capa, podrida por las lluvias, producía una selva de yerbas y
florecillas, de manera que cuando en otoño, con las aguas, resucitaba allí la
naturaleza de los rigores del verano, la choza parecía techada con un
pensil.
Cuando
los recién venidos entraron en la cabaña, encontraron al pescador triste y
abatido, sentado a la lumbre, frente de su hija, que con el cabello desordenado
y colgando a ambos lados de su pálido rostro, encogida y tiritando, envolvía sus
desordenados miembros en un toquillón de bayeta parda. Noparecía tener arriba de
trece años. La enferma fijó sus grandes y ariscos ojos negros en las personas
que entraban, con una expresión poco benévola, volviendo en seguida a
acurrucarse en el rincón del hogar.
-Tío
Pedro -dijo la tía María-, usted se olvida de sus amigos; pero ellos no se
olvidan de usted. ¿Me querrá usted decir para qué le dio el Señor la boca? ¿No
hubiera usted podido venir a decirme que la niña estaba mala? Si antes me lo
hubiese usted dicho, antes hubiese yo venido aquí con el señor, que es un médico
de los pocos, y que en un dos por tres se la va a usted a poner
buena.
Pedro
Santaló se levantó bruscamente, se adelantó hacia Stein; quiso hablarle; pero de
tal suerte estaba conmovido, que no pudo articular palabra y se cubrió el rostro
con las manos.
Era
un hombre de edad, de aspecto tosco y formas colosales. Su rostro tostado por el
sol, estaba coronado por una espesa y bronca cabellera cana; su pecho, rojo como
el de los indios del Ohio, estaba cubierto de vello.
-Vamos,
tío Pedro -siguió la tía María, cuyas lágrimas corrían hilo a hilo por sus
mejillas, al ver el desconsuelo del pobre padre-; ¡un hombre como usted, tamaño
como un templo, con un aquel que parece que se va a comer los niños crudos, se
amilana así sin razón! ¡Vaya! ¡Ya veo que es usted todo
fachada!
-¡Tía
María! -respondió en voz apagada el pescador-, ¡con esta serán cinco hijos
enterrados!
-¡Señor!,
¿y por qué se ha de descorazonar usted de esta manera? Acuérdese usted del santo
de su nombre, que se hundió en la mar cuando le faltó la fe que le sostenía. Le
digo a usted que con el favor de Dios, don Federico curará a la niña en un decir
Jesús.
El
tío Pedro meneó tristemente la cabeza.
-¡Qué
cabezones son estos catalanes! -dijo la tía María con viveza, y pasando por
delante del pescador, se acercó a la enferma y añadió:
-Vamos,
Marisalada, vamos, levántate, hija, para que este señor pueda
examinarte.
Marisalada
no se movió.
-Vamos,
criatura -repitió la buena mujer-; verás cómo te va a curar como por
ensalmo.
Diciendo
estas palabras, cogió por un brazo a la niña, procurando
levantarla.
-¡No
me da la gana! -dijo la enferma, desprendiéndose de la mano que la retenía, con
una fuerte sacudida.
-Tan
suavita es la hija como el padre; quien lo hereda no lo hurta -murmuró Momo, que
se había asomado a la puerta.
-Como
está mala, está impaciente -dijo su padre, tratando de
disculparla.
Marisalada
tuvo un golpe de tos. El pescador se retorció las manos de
angustia.
-Un
resfriado -dijo la tía María-; vamos que eso no es cosa del otro jueves. Pero
también, tío Pedro de mis pecados, ¿quién consiente en que esa niña, con el frío
que hace, ande descalza de pies y piernas por esas rocas y esos
ventisqueros?
-¡Quería!
-respondió el tío Pedro.
-¿Y
por qué no se le dan alimentos sanos, buenos caldos, leche, huevos? Y no que lo
que come no son más que mariscos.
-¡No
quiere! -respondió con desaliento el padre.
-Morirá
de mal mandada -opinó Momo, que se había apoyado cruzado de brazos en el quicio
de la puerta.
-¿Quieres
meterte la lengua en la faltriquera? -le dijo impaciente su abuela; y
volviéndose a Stein-; don Federico, procure usted examinarla sin que tenga que
moverse, pues no lo hará aunque la maten.
Stein
empezó por preguntar al padre algunos pormenores sobre la enfermedad de su
hija;acercándose después a la paciente, que estaba amodorrada, observó que sus
pulmones se hallaban oprimidos en la estrecha cavidad que ocupaban, y estaban
irritados de resultas de la opresión. El caso era grave. Tenía una gran
debilidad por falta de alimentos, tos honda y seca y calentura continua; en fin,
estaba en camino de la consunción.
-¿Y
todavía le da por cantar? -preguntó la anciana durante el
examen.
-Cantará
crucificada como los murciégalos -dijo Momo, sacando la cabeza fuera de la
puerta para que el viento se llevase sus suaves palabras y no las oyese su
abuela.
-Lo
primero que hay que hacer -dijo Stein- es impedir que esta niña se exponga a la
intemperie.
-¿Lo
estás oyendo? -dijo a la niña su angustiado padre.
-Es
preciso -continuó Stein- que gaste calzado y ropa de
abrigo.
-¡Si
no quiere! -exclamó el pescador, levantándose precipitadamente y abriendo un
arca de cedro, de la que sacó cantidad de prendas de vestir-. Nada le falta;
¡cuanto tengo y puedo juntar, es para ella! María, hija, ¿te pondrás estas
ropas? ¡Hazlo por Dios, Mariquilla!, ya ves que lo manda el
médico.
La
muchacha, que se había despabilado con el ruido que había hecho su padre, lanzó
una mirada díscola a Stein, diciendo con voz áspera:
-¿Quién
me gobierna a mí?
-No
me dieran a mí más trabajo que ese y una vara de acebuche -murmuró
Momo.
-Es
preciso -prosiguió Stein- alimentarla bien, y que tome caldos
sustanciosos.
La
tía María hizo un gesto expresivo de aprobación.
-Debe
nutrirse con leche, pollos, huevos frescos y cosas
análogas.
-¡Cuando
yo le decía a usted -prorrumpió la abuelita encarándose con el tío Pedro- que el
señor es el mejor médico del mundo entero!
-Cuidado
que no cante -advirtió Stein.
-¡Que
no vuelva yo a oírla! -exclamó con dolor el pobre tío
Pedro.
-¡Pues
mira qué desgracia! -contestó la tía María-. Deje usted que se ponga buena, y
entonces podrá cantar de día y de noche como un reloj. Pero estoy pensando que
lo mejor será que yo me la lleve a mi casa, porque aquí no hay quien la cuide ni
quien haga un buen puchero, como lo sé yo hacer.
-Lo
sé por experiencia -dijo Stein sonriéndose-; y puedo asegurar que el caldo hecho
por manos de mi buena enfermera, se le puede presentar a un
rey.
La
tía María se esponjó tan satisfecha.
-Conque,
tío Pedro, no hay más que hablar; me la llevo.
-¡Quedarme
sin ella! ¡No, no puede ser!
-Tío
Pedro, tío Pedro, no es esa la manera de querer a los hijos -replicó la tía
María-; el amar a los hijos es anteponer a todo lo que a ellos
conviene.
-Pues
bien está -repuso el pescador levantándose de repente-; llévesela usted: en sus
manos la pongo, al cuidado de ese señor la entrego y al amparo de Dios la
encomiendo.
Diciendo
esto, salió precipitadamente de la casa, como si temiese volverse atrás de su
determinación; y fue a aparejar su burra.
-Don
Federico -preguntó la tía María, cuando quedaron solos con la niña, que
permanecía aletargada-, ¿no es verdad que la pondrá usted buena con la ayuda de
Dios?
-Así
lo espero -contestó Stein-, ¡no puedo expresar a usted cuánto me interesa ese
pobre padre!
La
tía María hizo un lío de ropa que el pescador había sacado, y este volvió
trayendo del diestro la bestia. Entre todos colocaron encima a la enferma, la
que, siguiendo amodorrada con la calentura, noopuso resistencia. Antes que la
tía María se subiese en Golondrina, que parecía bastante satisfecha de volverse
en compañía de Urca (que tal era la gracia de la burra del tío Pedro), este
llamó aparte a la tía María, y le dijo dándole unas monedas de
oro:
-Esto
pude escapar de mi naufragio; tómelo usted y déselo al médico, que cuanto yo
tengo es para quien salve la vida de mi hija.
-Guarde
usted su dinero -respondió la tía María- y sepa que el doctor ha venido aquí en
primer lugar por Dios, y en segundo..., por mí -la tía María dijo estas últimas
palabras con un ligero tinte de fatuidad.
Con
esto, se pusieron en camino.
-No
ha de parar usted, madre abuela -dijo Momo, que caminaba detrás de Golondrina-,
hasta llenar de gentes el convento, tan grande como es. Y qué, ¿no es bastante
buena la choza para la principesa Gaviota?
-Momo
-respondió su abuela-, métete en tus calzones: ¿estás?
-Pero
¿qué tiene usted que ver ni qué le toca esa gaviota montaraz para que asina la
tome a su cargo, señora?
-Momo,
dice el refrán, «¿quién es tu hermana?, la vecina más cercana»; y otro añade:
«al hijo del vecino quitarle el moco y meterlo en casa», y la sentencia reza:
«al prójimo como a ti mismo».
-Otro
hay que dice, al prójimo contra una esquina -repuso Momo-. ¡Pero nada!, usted se
ha encalabrinado en ganarle la palmeta a San Juan de Dios.
-No
serás tú el ángel que me ayude -dijo con tristeza la tía
María.
Dolores
recibió a la enferma con los brazos abiertos, celebrando como muy acertada la
determinación de su suegra.
Pedro
Santaló, que había llevado a su hija, antes de volverse, llamó aparte a la
caritativa enfermera y, poniéndole las monedas de oro en la mano, le
dijo:
-Esto
es para costear la asistencia y para que nada le falte. En cuanto a la caridad
de usted, tía María, Dios será el premio.
La
buena anciana vaciló un instante, tomó el dinero y dijo:
-Bien
está; nada le faltará; vaya usted descuidado, tío Pedro, que su hija queda en
buenas manos.
El
pobre padre salió aceleradamente y no se detuvo hasta llegar a la playa. Allí se
paró, volvió la cara hacia el convento y se echó a llorar
amargamente.
Entre
tanto, la tía María decía a Momo:
-Menéate,
ves al lugar y tráeme un jamón de en casa del Serrano, que me hará el favor de
dártelo añejo, en sabiendo que es para un enfermo; tráete una libra de azúcar y
una cuarta de almendras.
-¡Eche
usted y no se derrame! -exclamó Momo-, y eso, ¿piensa usted que me lo den fiado,
o por mi buena cara?
-Aquí
tienes con que pagar -repuso la abuela, poniéndole en la mano una moneda de oro
de cuatro duros.
-¡Oro!
-exclamó estupefacto Momo, que por primera vez en su vida veía ese metal
acuñado-. ¿De dónde demonios ha sacado usted esa moneda?
-¿Qué
te importa? -repuso la tía María-; no te metas en camisa de once varas. Corre,
vuela, ¿estás de vuelta?
-¡Pues
sólo faltaba -repuso Momo- el que sirviese yo de criado a esa pilla de playa, a
esa condenada Gaviota! No voy, ni por los catalanes.
-Muchacho,
ponte en camino, y liberal(11).
-Que
no voy ni hecho trizas -recalcó Momo.
-José
-dijo la tía María al ver salir al pastor-, ¿vas al lugar?
-Sí,
señora, ¿qué me tiene usted que mandar?
Hízole
la buena mujer sus encargos y añadió:
-Ese
Momo, ese mal alma, no quiere ir, y yo no se lo quiero decir a su padre, que le
haría ir de cabeza, porque llevaría una soba tal, que no le había de quedar en
su cuerpo hueso sano.
-Sí,
sí, esmérese usted en cuidar a esa cuerva, que le sacará los ojos -dijo Momo-.
¡Ya verá el pago que le da!, y si no..., al tiempo.
Capítulo
IX
Un
mes después de las escenas que acabamos de referir, Marisalada se hallaba con
notable alivio y no demostraba el menor deseo de volverse con su
padre.
Stein
estaba completamente restablecido. Su índole benévola, sus modestas
inclinaciones, sus naturales simpatías le apegaban cada día más al pacífico
círculo de gentes buenas, sencillas y generosas en que vivía. Disipábase
gradualmente su amargo desaliento y su alma revivía y se reconciliaba
cordialmente con la existencia y con los hombres.
Una
tarde, apoyado en el ángulo del convento que hacía frente al mar, observaba el
grandioso espectáculo de uno de los temporales que suelen inaugurar el invierno.
Una triple capa de nubes pasaba por cima de él, rápidamente impelida por el
vendaval. Las más bajas, negras y pesadas parecían la vetusta cúpula de una
ruinosa catedral que amenazase desplomarse. Cuando caían al suelo desgajándose
en agua, veíase la segunda capa, menos sombría y más ligera, que era la que
desafiaba en rapidez al viento que la desgarraba, descubriéndose por sus
aberturas otras nubes más altas y más blancas que corrían aún más deprisa, como
si temiesen mancillar su albo ropaje al rozarse con las otras. Daban paso estos
intersticios a unas súbitas ráfagas de claridad, que unas veces caían sobre las
olas y otras sobre el campo, desapareciendo en breve, reemplazadas por la sombra
de otras mustias nubes, cuyas alternativas de luz y de sombra daban
extraordinaria animación al paisaje. Todo ser viviente había buscado un refugio
contra el furor de los elementos y no se oía sino el lúgubre dúo del mugir de
las olas y del bramido del huracán. Las plantas de la dehesa doblaban sus
ásperas cimas a la violencia del viento, que después de azotarlas, iba a
perderse a lo lejos con sordas amenazas. La mar agitada formaba esas enormes
olas, que gradualmente, se «hinchan, vacilan y revientan mugientes y espumosas»,
según la expresión de Goethe, cuando las compara en su Torcuato Tasso con la ira
en el pecho del hombre. La reventazón rompía con tal furor en las rocas del
fuerte de San Cristóbal, que salpicaba de copos de blanca espuma las hojas secas
y amarillentas de las higueras, árbol del estío, que no se place sino a los
rayos de un sol ardiente, y cuyas hojas, a pesar de su tosco exterior, no
resisten al primer golpe frío que las hiere.
-¿Es
usted un aljibe, don Federico, para querer recoger toda el agua que cae del
cielo? -preguntó a Stein el pastor José-; colemos adentro, que los tejados se
hicieron para estas noches. Algo darían mis pobres ovejas por el amparo de unas
tejas.
Entraron
ambos, en efecto, hallando a la familia de Alerza reunida a la
lumbre.
A
la izquierda de la chimenea, Dolores, sentada en una silla baja, sostenía en el
brazo al niño depecho, el cual, vuelto de espaldas a su madre, se apoyaba en el
brazo que le rodeaba y sostenía, como en el barandal de un balcón, moviendo sin
cesar sus piernecitas y sus bracitos desnudos, con risas y chillidos de alegría,
dirigidos a su hermano Anís; este, muy gravemente sentado en el borde de una
maceta vacía, frente al fuego, se mantenía tieso e inmóvil, temeroso de que su
parte posterior perdiese el equilibrio y se hundiese en el tiesto, percance que
su madre le había vaticinado.
La
tía María estaba hilando al lado derecho de la chimenea; sus dos nietecitas,
sentadas sobre troncos de pita secos, que son excelentes asientos, ligeros,
sólidos y seguros. Casi debajo de la campana de la chimenea, dormían el fornido
Palomo y el grave Morrongo, tolerándose por necesidad, pero manteniéndose ambos
recíprocamente a respetuosa distancia.
En
medio de la habitación había una mesa pequeña y baja, en la que ardía un velón
de cuatro mecheros; junto a la mesa estaban sentados el hermano Gabriel,
haciendo sus espuertas de palma; Momo, que remendaba el aparejo de la buena
Golondrina, y Manuel, que picaba tabaco. Hervía al fuego un perol lleno de
batatas de Málaga, vino blanco, miel, canela y clavos; y la familia menuda
aguardaba con impaciencia que la perfumada compota acabase de
cocer.
-¡Adelante,
adelante! -gritó la tía María al ver llegar a su huésped y al pastor-; ¿qué
hacen ustedes ahí fuera, con un temporal como este, que parece se quiere tragar
el mundo? Don Federico, aquí, aquí; junto al fuego, que está convidando. Sepa
usted que la enferma ha cenado como una princesa y ahora está durmiendo como una
reina. Va como la espuma su cura, ¿no es verdad, don
Federico?
-Su
mejoría sobrepuja mis esperanzas.
-Mis
caldos -opinó con orgullo la tía María
-Y
la leche de burra -añadió por lo bajo fray Gabriel.
-No
hay duda -repuso Stein-, y debe seguir tomándola.
-No
me opongo -dijo- la tía María-, porque la tal leche de burra es como el redaño;
si no hace bien, no hace daño.
-¡Ah!,
¡qué bien se está aquí! -dijo Stein acariciando a los niños-; ¡si se pudiese
vivir pensando sólo en el día de hoy, sin acordarse del de
mañana!...
-Sí,
sí, don Federico -exclamó alegremente Manuel-, «media vida es la candela; pan y
vino, la otra media».
-¿Y
qué necesidad tiene usted de pensar en ese mañana? -repuso la tía María-. ¿Es
regular que el día de mañana nos amargue el de hoy? De lo que tenemos que cuidar
es del hoy, para que no nos amargue el de mañana.
-El
hombre es un viajero -dijo Stein- y tiene que mirar al
camino.
-Cierto
-dijo la tía María- que el hombre es un viajero; pero si llega a un lugar donde
se encuentra bien, debe decir como Elías o como San Pedro, que no estoy cierta:
«bien estamos aquí: armemos las tiendas».
-Si
va usted a echarnos a perder la noche -dijo Dolores- con hablar de viaje,
creeremos que le hemos ofendido o que no está aquí a
gusto.
-¿Quién
habla de viajes en mitad de diciembre? -preguntó Manuel-. ¿No ve usted, santo
señor, los humos que tiene la mar? Escuche usted las seguidillas que está
cantando el viento. Embárquese usted con este tiempo, como se embarcó en la
guerra de Navarra, y saldrá con las manos en la cabeza, como salió
entonces.
-Además
-añadió la tía María-, que todavía no está enteramente curada la
enferma.
-Madre
-dijo Dolores, sitiada por los niños-, si no llama usted a esas criaturas, no se
cocerán las batatas de aquí al día del juicio.
La
abuela arrimó la rueca a un rincón y llamó a sus nietos.
-No
vamos -respondieron a una voz- si no nos cuenta usted un
cuento.
-Vamos,
lo contaré -dijo la buena anciana.
Entonces
los muchachos se le acercaron; Anís recobró su posición en el tiesto y ella tomó
la palabra en los términos siguientes:
Medio-pollito
Cuento
-Érase
vez y vez una hermosa gallina, que vivía muy holgadamente en un cortijo, rodeada
de su numerosa familia, entre la cual se distinguía un pollo deforme y
estropeado. Pues este era justamente el que la madre quería más; que así hacen
siempre las madres. El tal aborto había nacido de un huevo muy rechiquetetillo.
No era más que un pollo a medias; y no parecía sino que la espada de Salomón
había ejecutado en él la sentencia que en cierta ocasión pronunció aquel rey tan
sabio. No tenía más que un ojo, un ala y una pata, y con todo eso, tenía más
humos que su padre, el cual era el gallo más gallardo, más valiente y más galán
que había en todos los corrales de veinte leguas a la redonda. Creíase el
polluelo el fénix de su casa. Si los demás pollos se burlaban de él, pensaba que
era por envidia; y si lo hacían las pollas, decía que era de rabia, por el poco
caso que de ellas hacía.
Un
día le dijo a su madre: «Oiga usted, madre. El campo me fastidia. Me he
propuesto ir a la corte; quiero ver al rey y a la reina.»
La
pobre madre se echó a temblar al oír aquellas palabras.
«Hijo
-exclamó-, ¿quién te ha metido en la cabeza semejante desatino? Tu padre no
salió jamás de su tierra, y ha sido la honra de su casta. ¿Dónde encontrarás un
corral como el que tienes? ¿Dónde un montón de estiércol más soberbio? ¿Un
alimento más sano y abundante, un gallinero tan abrigado cerca del andén, una
familia que más te quiera?»
«Nego
-dijo Medio-pollito en latín, pues la echaba de leído y escribido-, mis hermanos
y mis primos son unos ignorantes y unos palurdos.»
«Pero
hijo mío -repuso la madre-, ¿no te has mirado al espejo? ¿No te ves con una pata
y con un ojo de menos?»
«Ya
que me sale usted por ese registro -replicó Medio-pollito-, diré que debía usted
caerse muerta de vergüenza al verme en este estado. Usted tiene la culpa, y
nadie más. ¿De qué huevo he salido yo al mundo? ¿A que fue del de un gallo
viejo?(12)»
«No,
hijo mío -dijo la madre-; de esos huevos no salen más que basiliscos. Naciste
del último huevo que yo puse; y saliste débil e imperfecto, porque aquel era el
último de la overa. No ha sido, por cierto, culpa mía.»
«Puede
ser -dijo Medio-pollito con la cresta encendida como la grama-, puede ser que
encuentre un cirujano diestro que me ponga los miembros que me faltan. Conque,
no hay remedio; me marcho.»
-Cuando
la pobre madre vio que no había forma de disuadirle de su intento, le
dijo:
«Escucha
a lo menos, hijo mío, los consejos prudentes de una buena madre. Procura no
pasar por las iglesias donde está la imagen de San Pedro: el santo no es muy
aficionado a gallos, y mucho menos a su canto. Huye también de ciertos hombres
que hay en el mundo, llamados cocineros, los cuales son enemigos mortales
nuestros y nos tuercen el cuello en un santiamén. Y ahora, hijo mío, Dios te
guíe y San Rafael Bendito, que es abogado de los caminantes. Anda y pídele a tu
padre su bendición.»
-Medio-pollito
se acercó al respetable autor de sus días, bajó la cabeza para besarle la pata y
le pidió la bendición. El venerable pollo se la dio con más dignidad que
ternura, porque no le quería, en vista de su carácter díscolo. La madre se
enterneció, en términos de tener que enjugarse las lágrimas con una hoja
seca.
Medio-pollito
tomó el portante, batió el ala, y cantó tres veces, en señal de despedida. Al
llegar a las orillas de un arroyo casi seco, porque era verano, se encontró con
que el escaso hilo de agua se hallaba detenido por unas ramas. El arroyo al ver
al caminante, le dijo:
«Ya
ves, amigo, qué débil estoy: apenas puedo dar un paso ni tengo fuerzas bastantes
para empujar esas ramillas incómodas que embarazan mi senda. Tampoco puedo dar
un rodeo para evitarlas, porque me fatigaría demasiado. Tú puedes fácilmente
sacarme de este apuro, apartándolas con tu pico. En cambio, no sólo puedes
apaciguar tu sed en mi corriente, sino contar con mis servicios cuando el agua
del cielo haya restablecido mis fuerzas.»
-El
pollito le respondió:
«Puedo,
pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y
sucios?»
«¡Ya
te acordarás de mí cuando menos lo pienses!», murmuró con voz debilitada el
arroyo.
«¡Pues
no faltaba más que la echaras de buche! -dijo Medio-pollito con socarronería-.
No parece sino que te has sacado un terno a la lotería, o que cuentas de seguro
con las aguas del diluvio.»
-Un
poco más lejos encontró al viento, que estaba tendido y casi exánime en el
suelo:
«Querido
Medio-pollito -le dijo-, en este mundo todos tenemos necesidad unos de otros.
Acércate y mírame. ¿Ves cómo me ha puesto el calor del estío; a mí, tan fuerte,
tan poderoso; a mí, que levanto las olas, que arraso los campos, que no hallo
resistencia a mi empuje? Este día de canícula me ha matado; me dormí embriagado
con la fragancia de las flores con que jugaba, y aquí me tienes desfallecido. Si
tú quisieras levantarme dos dedos del suelo con el pico y abanicarme con tu ala,
con esto tendría bastante para tomar vuelo y dirigirme a mi caverna, donde mi
madre y mis hermanas, las tormentas, se emplean en remendar unas nubes viejas
que yo desgarré. Allí me darán unas sopitas y cobraré nuevos
bríos.»
«Caballero
-respondió el malvado pollito-: hartas veces se ha divertido usted conmigo,
empujándome por detrás y abriéndome la cola, a guisa de abanico, para que se
mofaran de mí todos los que me veían. No, amigo; a cada puerco le llega su San
Martín; y a más ver, señor farsante.»
-Esto
dijo, cantó tres veces con voz clara, y pavoneándose muy hueco, siguió su
camino.
En
medio de un campo segado, al que habían pegado fuego los labradores, se alzaba
una columnita de humo. Medio-pollito se acercó y vio una chispa diminuta, que se
iba apagando por instantes entre las cenizas.
«Amado
Medio-pollito -le dijo la chispa al verle-: a buena hora vienes para salvarme la
vida. Por falta de alimento estoy en el último trance. No sé dónde se ha metido
mi primo el viento, que es quien siempre me socorre en estos lances. Tráeme unas
pajitas para reanimarme.»
«¿Qué
tengo yo que ver con la jura del rey? -le contestó el pollito-. Revienta si te
da gana, que maldita la falta que me haces.»
«¿Quién
sabe si te haré falta algún día? -repuso la chispa-. Nadie puede decir de este
agua no beberé.»
«¡Hola!
-dijo el perverso animal-. ¿Con que todavía echas plantas? Pues tómate
esa.»
-Y
diciendo esto, le cubrió de cenizas; tras lo cual, se puso a cantar, según su
costumbre, como si hubiera hecho una gran hazaña.
«Medio-pollito
llegó a la capital; pasó por delante de una iglesia, que le dijeron era la de
San Pedro; se puso enfrente de la puerta y allí se desgañitó cantando, no más
que por hacer rabiar al santo y tener el gusto de desobedecer a su
madre.
»Al
acercarse a palacio, donde quiso entrar para ver al rey y a la reina, los
centinelas le gritaron: «¡Atrás!» Entonces dio la vuelta y penetró por una
puerta trasera en una pieza muy grande, donde vio entrar y salir mucha gente.
Preguntó quiénes eran y supo que eran los cocineros de su majestad. En lugar de
huir, como se lo había prevenido su madre, entró muy erguido de cresta y cola;
pero uno de los galopines le echó el guante y le torció el pescuezo en un abrir
y cerrar de ojos.
«Vamos
-dijo-, venga agua para desplumar a este penitente.»
«¡Agua,
mi querida doña Cristalina! -dijo el pollito-, hazme el favor de no escaldarme.
¡Ten piedad de mí!»
«¿La
tuviste tú de mí, cuando te pedí socorro, mal engendro?», le respondió el agua,
hirviendo de cólera; y le inundó de arriba abajo, mientras los galopines le
dejaban sin una pluma para un remedio.
Paca,
que estaba arrodillada junto a su abuela, se puso colorada y muy
triste.
-El
cocinero entonces -continuó la tía María-, agarró a Medio-pollito y le puso en
el asador.
«¡Fuego,
brillante fuego! -gritó el infeliz-, tú, que eres tan poderoso y tan
resplandeciente, duélete de mi situación; reprime tu ardor, apaga tus llamas, no
me quemes.»
«¡Bribonazo!
-respondió el fuego-; ¿cómo tienes valor para acudir a mí, después de haberme
ahogado, bajo el pretexto de no necesitar nunca de mis auxilios? Acércate y
verás lo que es bueno.»
-Y
en efecto, no se contentó con dorarle, sino que le abrasó hasta ponerle como un
carbón.
Al
oír esto, los ojos de Paca se llenaron de lágrimas.
-Cuando
el cocinero le vio en tal estado -continuó la abuela-, le agarró por la pata y
le tiró por la ventana. Entonces el viento se apoderó de
él.
«Viento
-gritó Medio-pollito-, mi querido, mi venerable viento, tú, que reinas sobre
todo y a nadie obedeces, poderoso entre los poderosos, ten compasión de mí,
déjame tranquilo en ese montón de estiércol.»
«¡Dejarte!
-rugió el viento arrebatándole en un torbellino y volteándole en el aire como un
trompo-; no en mis días.»
Las
lágrimas que se asomaron a los ojos de Paca, corrían ya por sus
mejillas.
-El
viento -siguió la abuela- depositó a Medio-pollito en lo alto de un campanario.
San Pedro extendió la mano y lo clavó allí de firme. Desde entonces ocupa aquel
puesto, negro, flaco y desplumado, azotado por la lluvia y empujado por el
viento, del que guarda siempre la cola. Ya no se llama Medio-pollito, sino
veleta; pero sépanse ustedes que allí está pagando sus culpas y pecados; su
desobediencia, su orgullo y su maldad.
-Madre
abuela -dijo Pepa-, vea usted a Paca que está llorando por Medio-pollito. ¿No es
verdad que todo lo que usted nos ha contado no es mas que un
cuento?
-Por
supuesto -saltó Momo- que nada de esto es verdad; pero aunque lo fuera, ¿no es
una tontería llorar por un bribón que llevó el castigo
merecido?
-Cuando
yo estuve en Cádiz hace treinta años -contestó la tía María-, vi una cosa que se
me ha quedado bien impresa. Voy a referírtela, Momo, y quiera Dios que no se te
borre de la memoria, como no se ha borrado de la mía. Era un letrero dorado, que
está sobre la puerta de la cárcel, y dice así:
ODIA
EL DELITO Y COMPADECE AL DELINCUENTE
-¿No
es verdad, don Federico, que parece una sentencia del
Evangelio?
-Si
no son las mismas palabras -respondió Stein-, el espíritu es el
mismo.
-Pero
es que Paca tiene siempre las lágrimas pegadas a los ojos -dijo
Momo.
-¿Acaso
es malo llorar? -preguntó la niña a su abuela.
-No,
hija, al contrario; con lágrimas de compasión y de arrepentimiento, hace su
diadema la Reina de los ángeles.
-Momo
-dijo el pastor-, si dices una palabra más que pueda incomodar a mi ahijada, te
retuerzo el pescuezo, como hizo el cocinero con
Medio-pollito.
-Mira
si es bueno tener padrino -dijo Momo dirigiéndose a Paca.
-No
es malo tampoco tener una ahijada -repuso Paca muy oronda.
-¿De
veras? -preguntó el pastor-. ¿Y por qué lo dices?
Entonces
Paca se acercó a su padrino, el cual la sentó en sus rodillas con grandes
muestras de cariño, y ella empezó la siguiente relación, torciendo su cabecita
para mirarle.
-Érase
una vez un pobre, tan pobre, que no tenía con qué vestir al octavo hijo, que iba
a traerle la cigüeña, ni que dar de comer a los otros siete. Un día se salió de
su casa, porque le partía el corazón oírlos llorar y pedirle pan. Echó a andar,
sin saber adónde, y después de haber estado andando, andando, todo el día, se
encontró por la noche..., ¿a que no acierta usted dónde, padrino? Pues se
encontró a la entrada de una cueva de ladrones. El capitán salió a la puerta;
¡más feróstico era! «¿Quién eres? ¿Qué quieres?», le preguntó con una voz de
trueno. «Señor -respondió el pobrecillo hincándose de rodillas-; soy un infeliz
que no hago mal a nadie y me he salido de mi casa por no oír a mis pobres hijos
pidiéndome pan, que no puedo darles.» El capitán tuvo compasión del pobrecito; y
habiéndole dado de comer, y regalándole una bolsa de dinero y un caballo, «vete
-le dijo-, y cuando la cigüeña te traiga el otro hijo, avísame y seré su
padrino».
-Ahora
viene lo bueno -dijo el pastor.
-Aguarde
usted, aguarde usted -continuó la niña y verá lo que sucedió. Pues señor, el
hombre se volvió a su casa tan contento, que no le cabía el corazón en el pecho.
«¡Qué holgorio van a tener mis hijos!», decía.
-Cuando
llegó, ya la cigüeña había traído al niño, el cual estaba en la cama con su
madre. Entonces se fue a la cueva y le dijo al bandolero lo que había sucedido,
y el capitán le prometió que aquella noche estaría en la iglesia y cumpliría su
palabra. Así lo hizo, y tuvo al niño en la pila y le regaló un saco lleno de
oro.
«Pero
a poco tiempo el niño se murió y se fue al cielo. San Pedro, que estaba a la
puerta, le dijo que colara; pero él respondió: «Yo no entro si no entra mi
padrino conmigo.»
«¿Y
quién es tu padrino?», preguntó el santo.
«Un
capitán de bandoleros», respondió el niño.
«Pues,
hijo -continuó San Pedro-, tú puedes entrar; pero tu padrino,
no.»
-El
niño se sentó a la puerta, muy triste y con la mano puesta en la mejilla. Acertó
a pasar por allí la Virgen y le dijo:
«¿Por
qué no entras, hijo mío?»
-El
niño respondió que no quería entrar si no entraba su padrino, y San Pedro dijo
que eso era pedir imposibles. Pero el niño se puso de rodillas, cruzó sus
manecitas y lloró tanto que la Virgen, que es Madre de la misericordia, se
compadeció de su dolor. La Virgen se fue y volvió con una copita de oro en las
manos; se la dio al niño y le dijo:
«Ve
a buscar a tu padrino y dile que llene esta copa de lágrimas de contrición, y
entonces podrá entrar contigo en el cielo. Toma estas alas de plata y echa a
volar.»
-El
ladrón estaba durmiendo en una peña, con el trabuco en una mano y un puñal en la
otra. Al despertar, vio enfrente de sí, sentado en una mata de alhucema, a un
hermoso niño desnudo, con unas alas de plata que relumbraban al sol y una copa
de oro en la mano.
»El
ladrón se refregó los ojos creyendo que estaba soñando; pero el niño le dijo:
«No, no creas que estás soñando. Yo soy tu ahijado.» Y le contó todo lo que
había ocurrido. Entonces el corazón del ladrón se abrió como una granada y sus
ojos vertían agua como una fuente. Su dolor fue tan agudo, y tan vivo su
arrepentimiento, que le penetraron el pecho como dos puñales y se murió.
Entonces el niño tomó la copa llena de lágrimas y voló con el alma de su padrino
al cielo, donde entraron y donde quiera Dios que entremos
todos.
-Y
ahora, padrino -continuó la niña torciendo su cabecita y mirando de frente al
pastor-, ya ve usted lo bueno que es tener ahijados.
Apenas
acababa la niña de referir su ejemplo, cuando se oyó un gran estrépito: el perro
se levantó, aguzó las orejas, apercibido a la defensa; el gato, erizado el pelo,
asombrados los ojos, se aprestó a la fuga, pero bien pronto al susto sucedieron
alegres risas. Era el caso que Anís se había quedado dormido durante la
narración que había hecho su hermana; de lo que resultó que perdiendo el
equilibrio, cumplió el vaticinio de su madre, cayendo en lo interior del tiesto,
en el que quedó hundida toda su diminuta persona, a excepción de sus pies y
piernas, que se alzaban del interior de la maceta, como una planta de nueva
especie. Impaciente su madre, le agarró con una mano por el cuello de la
chaqueta, le sacó de aquella profundidad y, a pesar de su resistencia, le tuvo
algún tiempo suspenso en el aire, de manera que parecía uno de esos muñecos de
cartón que cuelgan de un hilo, y que tirándoles de otro, mueven desaforadamente
brazos y piernas.
Como
su madre le regañaba y todos se reían, Anís, que tenía el genio fuerte, como
dicen que lo tienen todos los chicos (lo que no quita que lo tengan también los
altos), reventó en un estrepitoso llanto de coraje.
-No
llores, Anís -le dijo Paca-, no llores y te daré dos castañas que tengo en la
faltriquera.
-¿De
verdad? -preguntó Anís.
Paca
sacó las castañas y se las dio; y en lugar de lágrimas se vieron tan luego
brillar a la luz de la llama dos hileras de blancos dientecitos en el rostro de
Anís.
-Hermano
Gabriel -dijo la tía María, dirigiéndose a este-, ¿no me ha dicho usted que le
duelen los ojos? ¿A qué trabaja usted de noche?
-Me
dolían -contestó fray Gabriel-; pero don Federico me ha dado un remedio que me
ha curado.
-Bien
puede don Federico saber muchos remedios para los ojos, pero no sabe su merced
el que no marra -dijo el pastor.
-Si
usted lo sabe, le agradecería que me lo comunicase -le dijo
Stein.
-No
puedo decirlo -repuso el pastor-, porque aunque sé que lo hay, no lo
conozco.
-¿Quién
lo conoce, pues? -preguntó Stein.
-Las
golondrinas -contestó el pastor(13).
-¿Las
golondrinas?
-Pues
sí, señor -prosiguió el pastor-; es una hierba que se llama pito-real, pero que
nadie ve ni conoce sino las golondrinas: si se le sacan los ojos a sus
polluelos, van y se los restriegan con un pito-real, y vuelven a recobrar la
vista. Esta yerba tiene también la virtud de quebrar el hierro, no más que con
tocarla; y así cuando a los segadores o a los podadores se les rompe la
herramienta en las manos sin poder atinar por qué, es porque tocaron al
pito-real. Pero por más que la han buscado, nadie la ha visto; y es una
providencia de Dios que así sea, pues si toparan con ella, poca tracamundana se
armaría en el mundo, puesto que no quedarían a vida ni cerraduras, ni cerrojos,
ni cadenas, ni aldabas.
-¡Las
cosazas que se engulle José, que tiene unas tragaderas como un tiburón! -dijo
riéndose Manuel- Don Federico, ¿sabe usted otra que dice y que se cree como
artículo de fe?, que las culebras no se mueren nunca.
-Pues
ya se ve que las culebras no se mueren nunca -repuso el pastor-. Cuando ven que
la muerte se les acerca, sueltan el pellejo y arrancan a correr. Con los años se
hacen serpientes; entonces, poco a poco, van criando escamas y alas, hasta que
se hacen dragones y se vuelan al desierto. Pero tú, Manuel, nada quieres creer:
¿si querrás negar también que el lagarto es enemigo de la mujer y amigo del
hombre? Si no lo quieres creer, pregúntaselo a tío Miguel.
-¿Ese
lo sabe?
-¡Toma!,
por lo que a él mismo le pasó.
-¿Y
qué fue? -preguntó Stein.
-Estando
durmiendo en el campo -contestó José-, se le vino acercando una culebra; pero
apenas la vio venir un lagarto, que estaba en el vallado, salió a defender al
tío Miguel y empezaron a pelearse la culebra y el lagarto, que era tamaño y tan
grande. Pero como el tío Miguel, ni por esas despertaba, el lagarto le metió la
punta del rabo por las narices. Con eso despertó el tío Miguel y echó a correr
como si tuviese chispas en los pies. El lagarto es un bicho bueno y bien
inclinado; nunca se recoge a puestas de sol sin bajarse por las paredes y venir
a besar la tierra.
Cuando
había empezado esta conversación tratando de las golondrinas, Paca había dicho a
Anís, que sentado en el suelo entre sus hermanas con las piernas cruzadas
parecía el Gran Turco en miniatura.
-Anís,
¿sabes tú lo que dicen las golondrinas?
-Yo
no; no me jan jablao.
-Pues
atiende: dicen -remedando la niña el gorgeo de las golondrinas, se puso a decir
con celeridad:
Comer
y beber:
buscar
emprestado,
y
si te quieen prender(14)
¡por
no haber pagado,
huir,
huir, huir, huiiiir,
comadre
Beatriiiiz.
-¿Por
eso se van? -preguntó Anís.
-Por
eso -afirmó su hermana.
-¡Yo
las quiero más...! -dijo Pepa.
-¿Por
qué? -preguntó Anís.
-Porque
has de saber -respondió la niña:
Que
en el monte Calvario
las
golondrinas
le
quitaron a Cristo
las
cinco espinas.
En
el monte Calvario
los
jilgueritos
le
quitaron a Cristo
los
tres clavitos.
-Y
los gorriones, ¿qué hacían? -preguntó Anís.
-Los
gorriones -respondió su hermana-, nunca he sabido que hicieran más que comer y
pelearse.
Entre
tanto, Dolores, llevando a su niño dormido en un brazo, había puesto con la mano
que le quedaba libre, la mesa y colocado en medio las batatas, y distribuido a
cada cual su parte. En su propio plato comían los niños; y Stein observó que
Dolores ni aún probaba el manjar que con tanto esmero había
confeccionado.
-Usted
no come, Dolores -le dijo.
-¿No
sabe usted -respondió esta riendo- el refrán «el que tiene hijos al lado, no
morirá ahitado»? Don Federico, lo que ellos comen, me engorda a
mí.
Momo,
que estaba al lado de este grupo, retiraba su plato, para que no cayesen sus
hermanos en tentación de pedirle de lo que contenía.
Su
padre que lo notó, le dijo:
-No
seas ansioso, que es vicio de ruines; ni avariento, que es vicio de villanos.
Sabrás que una vez se cayó un avariento en un río. Un paisano que vio se le
llevaba la corriente, alargó el brazo y le gritó: «Déme la mano.» ¡Qué había de
dar!, ¡dar!, antes de dar nada, dejó que se le llevase la corriente. Fue su
suerte que le arrastró el agua cerca de un pescador, que le dijo: «Hombre, tome
usted esta mano.» Conforme se trató de tomar, estuvo mi hombre muy pronto, y se
salvó.
-No
es ese chascarrillo el que debías contar a tu hijo, Manuel -dijo la tía María-,
sino ponerle por ejemplo lo que acaeció a aquel rico miserable que no quiso
socorrer a un pobre desfallecido, ni con un pedazo de pan, ni con un trago de
agua. «Permita Dios -le dijo el pobre que todo cuanto toquéis, se convierta en
ese oro y esa plata a que tanto apegado estáis.» Y así fue. Todo cuando en la
casa del avaro había, se convirtió en aquellos metales tan duros como su
corazón. Atormentado por el hambre y la sed, salió al campo, y habiendo visto
una fuente de agua cristalina, se arrojó con ansia a ella; pero al tocarla con
los labios, el agua se cuajó y convirtió en plata. Fue a tomar una naranja del
árbol, y al tocarla se convirtió en oro; y así murió rabiando y maldiciendo
aquello mismo por lo que ansiado había.
Manuel,
el espíritu fuerte de aquel círculo, meneó la cabeza.
-¡Lo
ve usted, tía María -dijo José-; Manuel no lo quiere creer! Tampoco cree que el
día de la Asunción, en el momento de alzar en la misa mayor, todas las hojas de
los árboles se unen de dos en dos para formar una cruz; las altas se doblan, las
bajas se empinan, sin que ni una sola deje de hacerlo. Ni cree que el diez de
agosto, día del martirio de San Lorenzo, que fue quemado en unas parrillas, en
cavando la tierra, se halla carbón por todas partes.
-Cuando
llegue ese día -dijo Manuel-, he de cavar un hoyo delante de ti, José, y veremos
si te convenzo de que no hay tal.
-¿Y
qué pica en Flandes habrás puesto, si no hallas carbón? -le dijo su madre-.
¿Acaso crees que lo hallarás si lo buscas sin creerlo? Pero Manuel, tú te has
figurado que todo lo que no sea artículo de fe, no se ha de creer, y que la
credulidad es cosa de bobos; cuando no es, hijo mío, sino cosa de
sanos.
-Pero
madre -repuso Manuel-, entre correr y estar parado, hay un
medio.
-¿Y
para qué -dijo la buena anciana- escatimar tanto la fe, que al fin es la primera
de las virtudes? ¿Qué te parecería, hijo de mis entrañas, si yo te dijese: te
parí, te crié, te puse en camino; cumplí pues, con mi obligación?, ¿si sólo como
obligación mirase al amor de madre?
-Que
no era usted buena madre, señora.
-Pues
hijo, aplica esto a lo otro; el que no cree, sino por obligación, y sólo aquello
que no puede dejar de creer, sin ser renegado, es mal cristiano: como sería yo
mala madre si sólo te quisiese por obligación.
-Hermano
Gabriel -dijo Dolores-, ¿cómo es que no quiere usted probar mis
batatas?
-Es
día de ayuno para nosotros -respondió fray Gabriel.
-¡Qué!,
ya no hay conventos, reglas ni ayunos -dijo campechanamente Manuel, para animar
al pobre anciano a que participase del regalo general-. Además, usted ha
cumplido cuanto ha los sesenta años; con que así, fuera escrúpulos y a comer las
batatas, que no se ha de condenar usted por eso.
-Usted
me ha de perdonar -repuso fray Gabriel-; pero yo no dejo de ayunar, como antes,
mientras no me lo dispense el padre prior.
-Bien
hecho, hermano Gabriel -dijo la tía María-. Manuel, no te metas a diablo
tentador, con su espíritu de rebeldía y sus incitativos a la
gula.
Con
esto, la buena anciana se levantó y guardó en una alacena el plato que Dolores
había servido al lego, diciéndole:
-Aquí
se lo guardo a usted para mañana, hermano Gabriel.
Concluida
la cena dieron gracias, quitándose los hombres los sombreros que siempre
conservan puestos dentro de casa.
Después
del padrenuestro, dijo la tía María:
Bendito
sea el Señor,
que
nos da de comer
sin
merecerlo. Amén.
Como
nos da sus bienes,
nos
dé su gloria. Amén.
Dios
se lo dé
al
pobrecito que no lo tiene. Amén.
Anís,
al acabar, dio un salto a pie juntillas tan espontáneo, derecho y repentino,
como lo dan los peces en el agua.
Capítulo
X
Marisalada
estaba ya en convalecencia; como si la naturaleza hubiera querido recompensar el
acertado método curativo de Stein y el caritativo esmero de la buena tía
María.
Habíase
vestido decentemente, sus cabellos, bien peinados y recogidos en una castaña,
acreditaban el celo de Dolores, que era quien se había encargado de su
tocado.
Un
día en que Stein estaba leyendo en su cuarto, cuya ventanilla daba al patio
grande, donde a la sazón se hallaban los niños jugando con Marisalada, oyó que
esta se puso a imitar el canto de diversos pájaros con tan rara perfección, que
aquel suspendió su lectura para admirar una habilidad tan extraordinaria. Poco
después, los muchachos entablaron uno de esos juegos tan comunes en España, en
que se canta al mismo tiempo. Marisalada hacía el papel de madre; Pepa, el de un
caballero que venía a pedirle la mano de su hija. La madre se la niega; el
caballero quiere apoderarse de la novia por fuerza, y todo este diálogo se
compone de copias cantadas en una tonada cuya melodía es sumamente
agradable.
El
libro se cayó de las manos de Stein, que como buen alemán tenía gran afición a
la música. Jamás había llegado a sus oídos una voz tan hermosa. Era un metal
puro y fuerte como el cristal, suave y flexible como la seda. Apenas se atrevía
a respirar Stein, temeroso de perder la menor nota.
-Se
quisiera usted volver todo orejas -dijo la tía María, que había entrado en el
cuarto sin que él lo hubiese echado de ver-. ¿No le he dicho a usted que es un
canario sin jaula? Ya verá usted.
Y
con esto se salió al patio y dijo a Marisalada que cantase una
canción.
Esta,
con su acostumbrado desabrimiento, se negó a ello.
En
este momento entró Momo mal engestado, precedido de Golondrina cargada de
picón.
Traía
las manos y el rostro tiznados y negros como la tinta.
-¡El
rey Melchor! -gritó al verlo Marisalada.
-¡El
rey Melchor! -repitieron los niños.
-Si
yo no tuviera más que hacer -respondió Momo rabioso- que cantar y brincar como
tú, grandísima holgazana, no estaría tiznado de pies a cabeza. Por fortuna don
Federico te ha prohibido cantar; y con esto no me mortificarás las
orejas.
La
respuesta de Marisalada fue entonar a trapo tendido una
canción.
El
pueblo andaluz tiene una infinidad de cantos; son estos boleras ya tristes, ya
alegres; el olé, el fandango, la caña, tan linda como difícil de cantar, y otras
con nombre propio, entre las que sobresale el romance. La tonada del romance es
monótona y no nos atrevemos a asegurar que puesta en música, pudiese satisfacer
a los dilettanti, ni a los filarmónicos. Pero en lo que consiste su agrado (por
no decir encanto), es en las modulaciones de la voz que lo canta; es en la
manera con que algunas notas se ciernen, por decirlo así, y mecen suavemente,
bajando, subiendo, arreciando el sonido o dejándolo morir. Así es que el
romance, compuesto de muy pocas notas, es dificilísimo cantarlo bien y
genuinamente. Es tan peculiar del pueblo, que sólo a esas gentes, y de entre
ellas a pocos, se lo hemos oído cantar a la perfección: parécenos que los que lo
hacen, lo hacen como por intuición. Cuando a la caída de la tarde, en el campo,
se oye a lo lejos una buena voz cantar el romance con melancólica originalidad,
causa un efecto extraordinario, que sólo podemos comparar al que producen en
Alemania los toques de corneta de los postillones, cuando tan melancólicamente
vibran suavemente repetidos por los ecos, entre aquellos magníficos bosques y
sobre aquellos deliciosos lagos. La letra del romance trata generalmente de
asuntos moriscos, o refiere piadosas leyendas o tristes historias de
reos.
Este
famoso y antiguo romance que ha llegado hasta nosotros, de padres a hijos, como
una tradición de melodía, ha sido más estable sobre sus pocas notas confiadas al
oído, que las grandezas de España, apoyadas con cañones y sostenidas por las
minas del Perú.
Tiene,
además, el pueblo canciones muy lindas y expresivas, cuya tonada es compuesta
expresamente para las palabras, lo que no sucede con las arriba mencionadas, a
las que se adaptan esa innumerable cantidad de coplas, de que cada cual tiene un
rico repertorio en la memoria.
María
cantaba una de aquellas canciones, que transcribiremos aquí con toda su
sencillez y energía popular.
Estando
un caballerito
En
la isla de León,
se
enamoró de una dama
y
ella le correspondió.
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Señor,
quédese una noche,
quédese
una noche o dos,
que
mi marido está fuera por esos montes de Dios.
Que
con el aretín, que con el aretón.
Estándola
enamorando,
el
marido que llegó:
-Ábreme
la puerta, cielo,
ábreme
la puerta, sol.
Que
con el aretín, que con el aretón.
Ha
bajado la escalera
quebradita
de color.
-¿Has
tenido calentura?
¿O
has tenido nuevo amor?
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Ni
he tenido calentura
ni
he tenido nuevo amor.
Me
se ha perdido la llave
de
tu rico tocador.
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Si
las tuyas son de acero,
de
oro las tengo yo.
¿De
quién es aquel caballo
que
en la cuadra relinchó?
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Tuyo,
tuyo, dueño mío,
que
mi padre lo mandó,
porque
vayas a la boda
de
mi hermana la mayor.
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Viva
tu padre mil años,
que
caballos tengo yo.
¿De
quién es aquel trabuco que en aquel clavo colgó?
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Tuyo,
tuyo, dueño mío,
que
mi padre lo mandó,
para
llevarte a la boda
de
mi hermana la mayor.
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Viva
tu padre mil años,
que
trabucos tengo yo.
¿Quién
ha sido el atrevido
que
en mi casa se acostó?
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Es
una hermanita mía,
que
mi padre la mandó
para
llevarme a la boda
de
mi hermana la mayor.
Que
con el aretín, que con el aretón.
La
ha agarrado de la mano,
al
padre se la llevó:
toma
allá, padre, tu hija,
que
me ha jugado traición.
Que
con el aretín, que con el aretón.
-Llévatela
tú, mi yerno,
que
la iglesia te la dio;
la
ha agarrado de la mano,
al
campo se la llevó.
Que
con el aretín, que con el aretón.
Le
tiró tres puñaladas
y
allí muerta la dejó,
la
dama murió a la una,
y
el galán murió a las dos.
Que
con el aretín, que con el aretón(15).
Apenas
hubo acabado de cantar, Stein, que tenía un excelente oído, tomó la flauta y
repitió nota por nota la canción de Marisalada. Entonces fue cuando esta a su
vez quedó pasmada y absorta, volviendo a todas partes la cabeza, como si buscase
el sitio en que reverberaba aquel eco, tan exacto y tan
fiel.
-No
es eco -clamaron las niñas-; es don Federico que está soplando en una caña
agujereada.
María
entró precipitadamente en el cuarto en que se hallaba Stein y se puso a
escucharle con la mayor atención, inclinando el cuerpo hacia adelante, con la
sonrisa en los labios, y el alma en los ojos.
Desde
aquel instante, la tosca aspereza de María se convirtió, con respecto a Stein,
en cierta confianza y docilidad, que causó la mayor extrañeza a toda la familia.
Llena de gozo la tía María aconsejó a Stein que se aprovechase del ascendiente
que iba tomando con la muchacha, para inducirla a que se enseñase a emplear bien
su tiempo aprendiendo la ley de Dios, y a trabajar, para hacerse buena
cristiana, y mujer de razón, nacida para ser madre de familia y mujer de su
casa. Añadió la buena anciana, que para conseguir el fin deseado, así como para
domeñar el genio soberbio de María y sus hábitos bravíos, lo mejor sería
suplicar a señá Rosita, la maestra de amiga, que la tomase a su cargo, puesto
que era dicha maestra mujer de razón y temerosa de Dios y muy diestra en labores
de mano.
Stein
aprobó mucho la propuesta y alcanzó de Marisalada que se prestase a ponerla en
ejecución, prometiéndole en cambio ir a verla todos los días y divertirla con la
flauta.
Las
disposiciones que aquella criatura tenía para la música, despertaron en ella una
afición extraordinaria a su cultivo, y la habilidad de Stein fue la que le dio
el primer impulso.
Cuando
llegó a noticia de Momo que Marisalada iba a ponerse bajo la tutela de Rosa
Mística, para aprender allí a coser, barrer y guisar, y sobre todo, como él
decía, a tener juicio, y que el doctor era quien la había decidido a este paso,
dijo que ya caía en cuenta de lo que don Federico le había contado de allá en su
tierra, que había ciertos hombres, detrás de los cuales echaban a correr todas
las ratas del pueblo, cuando se ponían a tocar un pito.
Desde
la muerte de su madre, señá Rosa había establecido una escuela de niñas, a que
en los pueblos se da el nombre de amiga, y en las ciudades, el más a la moda, de
academia. Asisten a ella las niñas en los pueblos, desde por la mañana hasta
mediodía, y sólo se enseña la doctrina cristiana y la costura. En las ciudades
aprenden a leer, escribir, el bordado y el dibujo. Claro es que estas casas no
pueden crear pozos de ciencia, ni ser semilleros de artistas, ni modelos de
educación cual corresponde a la mujer emancipada. Pero en cambio suelen salir de
ellas mujeres hacendosas y excelentes madres de familia, lo cual vale algo
más.
Una
vez restablecida la enferma, Stein exigió de su padre que la confiase por algún
tiempo a la buena mujer que debía suplir con aquella indómita criatura a la
madre que había perdido y adoctrinarla en las obligaciones propias de su
sexo.
Cuando
se propuso a señá Rosa que admitiese en su casa a la bravía hija del pescador,
su primera respuesta fue una terminante negativa, como suelen hacer en tales
casos las personas de su temple; pero acabó por ceder cuando se le dieron a
entender los buenos efectos que podría tener aquella obra de caridad; como hacen
en iguales circunstancias todas las personas religiosas, para las cuales la
obligación no es cosa convencional, sino una línea recta trazada con mano
firme.
No
es ponderable lo que padeció la infeliz mujer, mientras estuvo a su cargo
Marisalada. Por parte de esta no cesaron las burlas ni las rebeldías, ni por
parte de la maestra los sermones sin provecho y las exhortaciones sin
fruto.
Dos
ocurrencias agotaron la paciencia de señá Rosa, con tanta más razón, cuanto que
no era en ella virtud innata, sino trabajosamente
adquirida.
Marisalada
había logrado formar una especie de conspiración en las filas del batallón que
señá Rosa capitaneaba. Esta conspiración llegó por fin a estallar un día, tímida
y vacilante a los principios, mas después osada y con el cuello erguido; y fue
en los términos siguientes:
-No
me gustan las rosas de a libra -dijo de repente
Marisalada.
-¡Silencio!
-mandó la maestra, cuya severa disciplina no permitía que se hablase en las
horas de clase.
Se
restableció el silencio.
Cinco
minutos después, se oyó una voz muy aguda, y no poco insolente, que
decía:
-No
me gustan las rosas lunarias.
-Nadie
te lo pregunta -dijo señá Rosa, creyendo que esta intempestiva declaración había
sido provocada por la de Marisalada.
Cinco
minutos después, otra de las conspiradoras dijo, recogiendo el dedal que se le
había caído:
-A
mí no me gustan las rosas blancas.
-¿Qué
significa esto? -gritó entonces Rosa Mística, cuyo ojillo negro brillaba como un
fanal-. ¿Se están ustedes burlando de mí?
-No
me gustan las rosas del pitiminí -dijo una de las más chicas, ocultándose
inmediatamente debajo de la mesa.
-Ni
a mí las rosas de Pasión.
-Ni
a mí las rosas de Jericó.
-Ni
a mí las rosas amarillas.
La
voz clara y fuerte de Marisalada oscureció todas las otras
gritando:
-A
las rosas secas no las puedo ver.
-A
las rosas secas -exclamaron en coro todas las muchachas- no las puedo
ver.
Rosa
Mística, que al principio había quedado atónita, viendo tanta insolencia, se
levantó, corrió a la cocina y volvió armada de una escoba.
Al
verla, todas las muchachas huyeron como una bandada de pájaros. Rosa Mística
quedó sola, dejó caer la escoba y se cruzó de brazos.
-¡Paciencia,
Señor! -exclamó, después de haber hecho lo posible por serenarse-. Sobrellevaba
con resignación mi apodo, como tú cargaste con la cruz; pero todavía me faltaba
esta corona de espinas. ¡Hágase tu santa voluntad!
Quizá
se habría prestado a perdonar a Marisalada en esta ocasión, si no se hubiera
presentado muy en breve otra, que la obligó por fin a tomar la resolución de
despedirla de una vez. Fue el caso que el hijo del barbero, Ramón Pérez, gran
tocador de guitarra, venía todas las noches a tocar y cantar coplas amorosas
bajo las ventanas severamente cerradas de la beata.
-Don
Modesto -dijo esta un día a su huésped-, cuando usted oiga de noche a este ave
nocturna de Ramón desollarnos las orejas con su canto, hágame usted favor de
salir y decirle que se vaya con la música a otra parte.
-Pero
Rosita -contestó don Modesto-, ¿quiere usted que me indisponga con ese muchacho,
cuando su padre (Dios se lo pague) me está afeitando de balde desde el día de mi
llegada a Villamar? Y vea usted lo que es: a mí me gusta oírle, porque no puede
negarse que canta y toca la guitarra con mucho primor.
-Buen
provecho le haga a usted -dijo señá Rosa-. Puede ser que tenga usted los oídos a
prueba de bomba. Pero si a usted le gusta, a mí no. Eso de venir a cantar a las
rejas de una mujer honrada, ni le hace favor ni viene a
qué.
La
fisonomía de don Modesto expresó una respuesta muda, dividida en tres partes. En
primer lugar, la extrañeza, que parecía decir: ¡Qué! ¡Ramón galantea a mi
patrona! En segundo lugar, la duda, como si dijera: ¿será posible? En tercer
lugar, la certeza, concretada en estas frases: ¡ciertos son los toros! Ramón es
un atrevido.
Después
de pensarlo, continuó señá Rosa:
-Usted
podría resfriarse, pasando del calor de su cama al aire. Más vale que se quede
usted quieto, y sea yo la que diga al tal chicharra, que si se quiere divertir,
que compre una mona.
Al
sonar las doce de la noche, se oyó el rasgueo de una guitarra y en seguida una
voz que cantaba:
¡Vale
más lo moreno
de
mi morena,
que
toda la blancura
de
una azucena!
-¡Qué
tonterías! -exclamó Rosa Mística, levantándose de la cama-. ¡Qué larga será la
cuenta que haya de dar a Dios de tanta palabra vana!
La
voz prosiguió cantando:
Niña,
cuando vas a misa,
la
iglesia se resplandece.
La
hierba seca que pisas,
al
verte, se reverdece.
-¡Dios
nos asista! -exclamó Rosa Mística, poniéndose las terceras enaguas-; también
saca a colación la misa en sus coplas profanas; y los que lo oigan, como saben
que soy dada a las cosas de Dios, dirán que lo canta por lavarme la cara. ¿Si
pensará ese barbilampiño burlarse de mí? ¡No faltara más!
Rosa
llegó a la sala, y ¡cuál no se quedaría al ver a Marisalada asomada al postigo y
oyendo al cantor con toda la atención de que era capaz! Entonces se persignó,
exclamando:
-¡Y
todavía no ha cumplido trece años! ¡Sobre que ya no hay
niñas!
Tomó
a Marisalada por el brazo, la apartó de la ventana, y se colocó en ella a tiempo
que Ramón, dándole de firme a la guitarra, entonaba, desgañitándose, esta
copla:
Asómate
a esa ventana,
esos
bellos ojos abre;
nos
alumbrarás con ellos,
porque
está oscura la calle.
Y
siguió más violento y desatinado que nunca el rasgueo.
-¡Yo
seré quien te alumbraré con un blandón del infierno -gritó con agria y colérica
voz Rosa Mística-: libertino, profanador, cantor sempiterno e
insufrible!
Ramón
Pérez, vuelto en sí de la primera sorpresa, echó a correr más ligero que un
gamo, sin volver la cara atrás.
Este
fue el golpe decisivo. Marisalada fue despedida de una vez, a pesar del empeño
que hizo tímidamente don Modesto en su favor.
-Don
Modesto -respondió Rosita-, dice el refrán: cargos son cargos; y mientras esta
descaradota esté al mío, tengo que dar cuenta de sus acciones a Dios y a los
hombres. Pues bien, cada cual tiene bastante con responder de lo suyo, sin
necesidad de cargar con pecados ajenos. Además de que, usted lo está viendo, es
una criatura que no se puede meter por vereda; por más que se la inclina a la
derecha, siempre ha de tirar a la izquierda.
Capítulo
XI
Tres
años había que Stein permanecía en aquel tranquilo rincón. Adoptando la índole
del país en que se hallaba, vivía al día, o como dicen los franceses, au jour le
jour, y como en otros términos le aconsejara su buena patrona la tía María,
diciendo que el día de mañana no debía echarnos a perder el de hoy, y que de lo
sólo que se debía cuidar era de que el de hoy no nos echase a perder el de
mañana.
En
estos tres años había estado el joven médico en correspondencia con su familia.
Sus padres habían muerto, mientras él se hallaba en el ejército en Navarra; su
hermana Carlota había casado con un arrendatario bien acomodado, el cual había
hecho de los dos hermanos pequeños de su mujer dos labradores poco instruidos,
pero hábiles y constantes en el trabajo. Stein se veía, pues, enteramente libre
y árbitro de su suerte.
Habíase
dedicado a la educación de la niña enferma, que le debía la vida, y aunque
cultivaba un suelo ingrato y estéril, había conseguido a fuerza de paciencia
hacer germinar en él los rudimentos de la primera enseñanza. Pero lo que excedió
sus esperanzas, fue el partido que sacó de las extraordinarias facultades
filarmónicas con que la naturaleza había dotado a la hija del pescador. Era su
voz incomparable, y no fue difícil a Stein, que era buen músico, dirigirla con
acierto, como se hace con las ramas de la vid, que son a un tiempo flexibles y
vigorosas, dóciles y fuertes.
Pero
el maestro, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple una propensión a
la confianza que rayaba en ceguedad, se enamoró de su discípula, contribuyendo a
ello el amor exaltado que tenía el pescador a su hija y la admiración que esta
excitaba en la buena tía María; ambos tenían cierto poder simpático y
comunicativo que debió ejercer su influencia en un alma abierta, benévola y
dócil como la de Stein. Se persuadió, pues, con Pedro Santaló de que su hija era
un ángel, y con la tía María, de que era un portento. Era Stein uno de aquellos
hombres que pueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a persuadirse de
que detrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones de
cartón piedra, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las que el
individuo ha recibido de la naturaleza. Y si a Santaló cegaba el cariño
apasionado, y a la tía María la bondad suma, ambos llegaron a la vez a cegar a
Stein.
Pero
después de todo, lo que más le sedujo fue la voz pura, dulce, expresiva y
elocuente de María.
«Es
preciso -se decía a sus solas- que la que expresa de un modo tan admirable los
sentimientos más sublimes, posea un alma llena de elevación y
ternura.»
Mas,
como el grano de trigo en un rico terreno se esponja y echa raíces antes de que
sus brotes suban a la luz del día, así crecía y echaba raíces este tranquilo y
sincero amor, en el corazón de Stein, antes sentido que
definido.
También
María, por su parte, se había aficionado a Stein, no porque agrediese sus
esmeros, ni porque apreciase sus excelentes prendas, ni porque comprendiese su
gran superioridad de alma e inteligencia, ni aun siquiera por el atractivo que
ejerce el amor en la persona que lo inspira, sino porque agradecimiento,
admiración, atractivo, los sentía y se los inspiraba el músico, el maestro que
en el arte la iniciaba. Además, el aislamiento en que vivía, apartaba de ella
todo otro objeto que hubiese podido disputar a aquel la preferencia. Don Modesto
no estaba en edad de figurar en la palestra de amor; Momo, además de ser
extraordinariamente feo, conservaba toda su animosidad contra Marisalada, y no
cesaba de llamarla Gaviota; y ella le miraba con el más alto desprecio. Es
cierto que no faltaban mozalbetes en el lugar, empezando por el barberillo, que
persistía en suspirar por María; pero todos estaban lejos de poder competir con
Stein.
Por
este tranquilo estado de cosas habían pasado tres veranos y tres inviernos, como
tres noches y tres días, cuando acaeció lo que vamos a
referir.
Forjábase
en el tranquilo Villamar (¿quién lo diría?) una intriga; era su promotor y jefe
(¿quién lo pensara?) la tía María; era el confidente (¿quién no se asombra?)
¡don Modesto!
Aunque
sea una indiscreción, o por mejor decir, una bajeza el acechar, oigámoslos en la
huerta escondidos detrás de este naranjo, cuyo tronco permanece firme, mientras
sus flores se han marchitado y sus hojas se han caído, como queda en el fondo
del alma la resignación, cuando se ha ajado la alegría y se han muerto las
esperanzas; oigamos, volvemos a decir, el coloquio que en secreto conciliábulo
tienen los mencionados confidentes, mientras fray Gabriel, que está a mil
leguas, aunque pegado a ellos, amarra con vencejos las lechugas para que crezcan
blancas y tiernas.
-No
es que me lo figuro, don Modesto -decía la instigadora-, es una realidad; para
no verlo era preciso no tener ojos en la cara. Don Federico quiere a Marisalada
y a esta no le parece el doctor costal de paja.
-Tía
María, ¿quién piensa en amores? -respondió don Modesto, en cuya calma y
tranquila existencia no se había realizado el eterno, clásico, pero invariable
axioma de la inseparable alianza de Marte y Cupido-. ¿Quién piensa en amores
-repitió don Modesto en el mismo tono en que hubiese dicho: ¿quién piensa en
jugar a la billarda o en remontar un pandero?
-La
gente moza, don Modesto, la gente moza; y si no fuera por eso, se acabaría el
mundo. Pero el caso es que es preciso darles a estos un espolazo, porque esa
gente de por allá arriba quiéreme parecer que se andan con gran pachorra, pues
dos años ha que nuestro hombre está queriendo a su ruiseñor, como él la llama,
que eso salta a la cara; y estoy para mí, que no le ha dicho buenos ojos tienes.
Usted que es hombre que supone, un señor considerable, y que don Federico le
aprecia tanto, debería usted darle una puntadilla sobre el asunto, un buen
consejo, en bien de ellos y de todos nosotros.
-Dispénseme
usted, tía María -respondió don Modesto-, pero Ramón Pérez está por medio; es
amigo y no quiero hacerle mal tercio; me afeita por mi buena cara, e ir así
contra sus intereses, sería una mala partida. Tiene mucha pena en ver que
Marisalada no le quiere y se ha puesto amarillo y delgado que es un dolor. El
otro día dijo que si no se casaba con Marisalada, rompería su guitarra, y ya no
podía meterse fraile, se metería a faccioso. Ya ve usted, tía María, que de
todas maneras me comprometo, metiéndome en ese asunto.
-Señor
-dijo la tía María-, ¿y va usted a tomar a dinero contado lo que dicen los
enamorados? ¿Si Ramón Pérez, el pobrecillo, no es capaz de matar un gorrión,
cómo puede usted creer que se vaya a matar cristianos? Pero considere usted que
si se casa don Federico se nos quedará aquí para siempre, ¿y qué suerte no sería
esta para todos? Le aseguro a usted que se me abren las carnes, así que habla de
irse. Por fortuna que cada vez se lo quitamos de la cabeza. Pues y la niña, ¡qué
suerte haría! Que ha de saber usted que gana don Federico muy buenos cuartos.
Cuando asistió y sacó en bien al hijo del alcalde don Perfecto, le dio este cien
reales como cien estrellas. ¡Qué linda pareja harían, mi
comandante!
-No
digo que no, tía María -repuso don Modesto-; pero no me dé usted cartas en el
asunto, y déjeme observar mi estricta neutralidad. No tengo dos caras; tengo la
que me afeita Ramón, y no otra.
En
este momento entró Marisalada en la huerta. No era ya por cierto la niña que
conocimos desgreñada y mal compuesta; primorosamente peinada y vestida con
esmero, venía todas las mañanas al convento, al que si bien no la atraían el
cariño ni la gratitud a los que lo habitaban, traíala el deseo de oír y aprender
música de Stein, al paso que la echaba de la cabaña el fastidio de hallarse sola
en ella con su padre, que no la divertía.
-¿Y
don Federico? -dijo al entrar.
-Aún
no ha vuelto de ver a sus enfermos -respondió la tía María-; hoy iba a vacunar
más de doce niños. ¡Tales cosas, don Modesto! Sacó el pues, como dice su merced,
de la teta de una vaca: ¡que las vacas tengan un contraveneno para las viruelas!
Y verdad será, porque don Federico lo dice.
-Y
tanta verdad que es -repuso don Modesto-, y que lo inventó un suizo. Cuando
estaba en Gaeta vi a los suizos, que son la guardia del Papa; pero ninguno me
dijo ser él el inventor.
-Si
yo hubiese sido Su Santidad -prosiguió la tía María-, hubiese premiado al
inventor con una indulgencia plenaria. Siéntate, saladilla mía, que tengo hambre
de verte.
-No
-contestó María-, me voy.
-¿Dónde
has de ir que más te quieran? -dijo la tía María.
-¿Qué
se me da a mí que me quieran? -respondió Marisalada-, ¿qué hago yo aquí si no
está don Federico?
-¡Vamos
allá! ¿Conque no vienes aquí sino por ver a don Federico,
ingratilla?
-Y
si no, ¿a qué había de venir? -contestó María-; ¿a hallarme con Romo, que tiene
los ojos, la cara y el alma todo atravesado?
-¿Conque
esto es que quieres mucho a don Federico? -tornó a preguntar la buena
anciana.
-Le
quiero -respondió María-; si no fuera por él, no ponía aquí los pies, por no
encontrarme con ese demonio de Romo, que tiene un aguijón en la lengua, como las
avispas en la parte de atrás.
-¿Y
Ramón Pérez? -preguntó con chuscada la tía María, como para convencer a don
Modesto de que su protegido podía archivar sus esperanzas.
Marisalada
soltó una carcajada.
-Si
ese Ratón Pérez -(Momo había puesto este sobrenombre al barberillo) respondió-
se cae en la olla, no seré yo la hormiguita que lo canta y lo llora, y sobre
todo la que lo escuche cantar; porque su canto me ataca el sistema nervioso,
como dice don Federico, que asegura que lo tengo más tirante que las cuerdas de
una guitarra. Verá usted cómo canta ese Ratón Pérez, tía
María.
Cogió
Marisalada rápidamente una hoja de pita, que estaba en el suelo y era de las que
servían al hermano Gabriel para poner como biombos contra el viento norte
delante de las tomateras cuando empezaban a nacer, y apoyándola en su brazo, a
estilo de una guitarra, se puso a remedar de una manera grotesca los ademanes de
Ramón Pérez, y con su singular talento de imitación y su modo de cantar y hacer
gorgoritos, de esta suerte cantó:
¿Qué
tienes, hombre de Dios,
que
te vas poniendo flaaaaco?
¡Es
porque puse los ojos
en
un castillo muy aaaalto!
-Sí
-dijo don Modesto, que recordó las serenatas a la puerta de Rosita-; ese pobre
Ramón siempre ha puesto alto los ojos.
A
don Modesto no le habían podido disuadir los ulteriores sucesos, de que no fuese
Rosita el objeto que atrajo las consabidas serenatas, porque una idea que
entraba en la cabeza de don Modesto, caía como en una alcancía; ni él mismo la
podía volver a sacar. Eran las casillas de su entendimiento tan estrechas y bien
ordenadas, que una vez que penetraba una idea en la que le correspondía, quedaba
encajada, embutida, e incrustada per in saecula
saeculorum.
-Me
voy -dijo María, tirando la pita, de modo que vino a dar ruidosamente contra
fray Gabriel, que vuelto de espalda y agachado, ataba su centésimo vigésimo
quinto vencejo.
-¡Jesús!
-exclamó asombrado fray Gabriel; pero en seguida se volvió a atar sus vencejos,
sin añadir palabra.
-¡Qué
puntería! -dijo María riéndose-. Don Modesto, tómeme usted para artillero,
cuando logre los cañones para su fuerte.
-Esas
no son gracias, María; son chanzas pesadas, que sabes que no me gustan -dijo
incomodada la buena anciana-. Dime a mí lo que quieras; pero a fray Gabriel
déjale en paz, que es el único bien que le ha quedado.
-Vamos,
no se enfade usted, tía María -repuso la Gaviota-; consuélese usted con pensar,
que nada tiene de vidrio fray Gabriel, sino sus
espejuelos.
Mi
comandante, dígale usted a señá Rosa Mística que traslade su amiga al fuerte de
usted cuando tenga cañones de veinticuatro, para que estén bien guardadas las
niñas de las asechanzas del demonio, que se meten en guitarras destempladas. Me
voy, porque don Federico no viene; estoy para mí que está vacunando a todo el
lugar, inclusos señá Mística, el maestro de escuela y el
alcalde.
Pero
la buena anciana, que estaba acostumbrada a las maneras desabridas de María, y a
la que por tanto no herían, la llamó y le dijo se sentase a su
lado.
Don
Modesto, que infirió que la buena mujer iba a armar sus baterías, fiel a la
neutralidad que había prometido, se despidió, dio media vuelta a la derecha y
tocó retirada; pero no sin que la tía María le diese un par de lechugas y un
manojo de rábanos.
-Hija
mía -dijo la anciana cuando estuvieron solas-, ¿qué no sería que se casase
contigo don Federico y que fueses tú así la señá médica, la más feliz de las
mujeres, con ese hombre que es un San Luis Gonzaga, que sabe tanto, que toca tan
bien la flauta y gana tan buenos cuartos? Estarías vestida como un palmito,
comida y bebida como una mayorazga; y sobre todo, hija mía, podrías mantener al
pobrecito de tu padre, que se va haciendo viejo y es un dolor verle echarse a la
mar, que llueva o ventee, para que a ti no te falte nada. Así don Federico se
quedaría entre nosotros, consolando y aliviando males, como un ángel que
es.
María
había escuchado a la anciana con mucha atención, aunque afectando tener la vista
distraída; cuando hubo acabado de hablar, calló un rato y dijo después con
indiferencia:
-Yo
no quiero casarme.
-¡Oiga!
-exclamó tía María-, ¿pues acaso te quieres meter monja?
-Tampoco
-respondió la Gaviota.
-¿Pues
qué? -preguntó asombrada la tía María-, ¿no quieres ser ni carne ni pescado? ¡No
he oído otra! La mujer, hija mía, o es de Dios o del hombre; si no, no cumple
con su vocación, ni con la de arriba, ni con la de abajo.
-¿Pues
qué quiere usted, señora?, no tengo vocación ni para casada ni para
monja.
-Pues
hija -repuso la tía María-, será tu vocación la de la mula. A mí, Mariquita, no
me gusta nada de lo que sale de lo regular; en particular a las mujeres, les
está tan mal no hacer lo que hacen las demás, que si fuese hombre, le había de
huir a una mujer así, como a un toro bravo. En fin, tu alma en tu palma; allá te
las avengas. Pero -añadió con su acostumbrada bondad- eres muy niña y tienes que
dar más vueltas que da una llave. El tiempo quiebra, sin canto ni
piedra.
Marisalada
se levantó y se fue.
«¡Sí!
-iba pensando, tocándose el pañolón por la cabeza-; me quiere; eso ya me lo
sabía yo. Pero... como fray Gabriel a la tía María, esto es, como se quieren los
viejos. ¿A que no sufría un aguacero en mi reja por no resfriarse? Ahora, si se
casa conmigo me hará buena vida; ¡eso sí!, me dejará hacer lo que me dé la gana,
me tocará su flauta cuando se lo pida, y me comprará lo que quiera y se me
antoje. Si fuera su mujer, tendría un pañolón de espumilla, como Quela, la hija
de tío Juan López, y una mantilla de blonda de Almagro, como la alcaldesa. ¡Lo
que rabiarían de envidia! Pero me parece que don Federico, que se derrite como
tocino en sartén cuando me oye cantar, lo mismo piensa en casarse conmigo que
piensa don Modesto en casarse con su querida Rosa... de todos los
diablos.»
En
todo este bello monólogo mental no hubo un pensamiento ni un recuerdo para su
padre, cuyo alivio y bienestar habían sido lal primeras razones que había
aducido la tía María.
Capítulo
XII
Convencida
la tía María de que ningún apoyo ni ayuda alguna tenía que aguardar del hombre
de influencia, al cual había querido asociarse en su empresa matrimonial, se
determinó a llevarla a cabo por sí y ante sí, segura de vencer las objeciones de
María y las que pudiese poner don Federico, como Sansón a los filisteos. Nada le
arredraba, ni el despego de María, ni la inmovilidad de Stein; porque el amor es
perseverante como una hermana de la caridad y arrojado como un héroe; y el amor
era el gran móvil de todo lo que hacía aquella buenísima mujer. Así fue que sin
más ni mas, le dijo un día a Stein:
-¿Sabe
usted, don Federico, que días atrás estuvo aquí Marisalada, y nos dijo muy
clarito, y con esa gracia que Dios le ha dado, que no venía aquí sino por usted?
¿Qué le parece a usted la franqueza?
-Que
a ser cierto, sería una ingratitud y que mi ruiseñor no es capaz de ella; habrá
sido una broma.
-Ello
es, don Federico, que barbas mayores quitan menores y el primer lugar compete a
quien compete. ¿Tan mal le sabrá a usted que le quieran, señor
mío?
-No
por cierto, que estamos de acuerdo en aquel axioma que usted tanto repite, amor
no dice basta. Pero... tía María, en querer siempre he sido mejor donador, que
no recaudador.
-Eso
no habla conmigo -exclamó con viveza la buena mujer.
-No
por cierto, mi querida tía María -respondió Stein tomando y estrechando entre
las suyas la mano de la anciana-. En sentimientos, estamos en cuenta corriente y
pagada; pero en pruebas he quedado muy atrás; ¡ojalá pudiese dar a usted alguna
de mi cariño y de mi gratitud!
-Pues
fácil es, don Federico, y voy a pedírsela a usted.
-Desde
luego, mi querida tía María, ¿y cuál es esa prueba? Decidlo
pronto.
-Que
se quede con nosotros, y para eso, que se case usted, don Federico; de esta
suerte se nos quitaría el continuo sobresalto en que vivimos, de que se nos
quiera usted ir a su país, porque, como dice el refrán: ¿Cuál es tu tierra? La
de mi mujer.
Stein
se sonrió.
-¿Que
me case? -dijo-; pero ¿con quién, mi buena tía María?
-¿Con
quién?, ¿con quién había de ser?, con su ruiseñor; así tendrá usted eterna
primavera en el corazón. ¡Es tan guapa, tan sandunguera, está tan amoldada a sus
mañas de usted, que ni ella puede vivir sin usted ni usted sin ella! ¡Si se
están ustedes queriendo como dos tortolillos!, que eso salta a la
cara.
-Soy
viejo para ella, tía María -respondió Stein suspirando y sonrojándose al darse
cuenta de que en cuanto a él, llevaba razón la buena mujer-; soy viejo
-repitió-, para una niña de dieciséis años y mi corazón es un inválido a quien
deseo hacer la vida dulce y tranquila y no exponerlo a nuevas
heridas.
-¡Viejo!
-exclamó la tía María-, ¡qué disparate! ¡Pues si apenas tiene usted treinta
años! Vamos, que eso es una razón de pie de banco, don
Federico.
-¿Qué
más desearía yo -replicó Stein- que disfrutar con una inocente joven de la dulce
y santa felicidad doméstica, que es la verdadera, la perfecta, la sólida que
puede disfrutar el hombre y que Dios bendice, porque es la que nos ha trazado?
Pero tía María, ella no me puede querer a mí.
-¡Esta
es otra que mejor baila! Delicadita de gusto había de ser, a fe mía, la que a
usted le hiciese fo, don Federico. ¡Jesús!, no diga usted lo contrario, que
parece burla. Pues si la mujer que usted quiera, ha de ser la más feliz del
mundo entero.
-¿Lo
cree usted así, mi buena tía María?
-Como
me he de salvar, don Federico; y la que no lo fuese, era preciso asparla
viva.
A
la mañana siguiente, cuando llegó Marisalada, al entrar en el patio, se dio de
frente con Momo, que sentado sobre una piedra de molino, almorzaba pan y
sardinas.
-¿Ya
estás ahí, Gaviota? -este fue el suave recibimiento que le hizo Momo-; ¡sobre
que un día te hemos de hallar en la olla del potaje! ¿No tienes nada que hacer
en tu casa?
-Todo
lo dejo yo -respondió María- por venir a ver esa cara tuya, que me tiene
hechizada, y esas orejas que te envidia Golondrina. Oyes, ¿sabes por qué tenéis
vosotros las orejas tan largas? Cuando padre Adán se halló en el paraíso con
tanto animal, les dio a cada cual su nombre; a los de tu especie los nombró
borricos. Unos días después, los juntó y les fue preguntando a cada cual su
nombre; todos respondieron, menos los de tu casta, que ni su nombre sabían.
Diole tal rabia a padre Adán, que cogiendo al desmemoriado por las orejas, se
puso a gritar a la par que tiraba desaforadamente de ellas; te llamas
borriicooo.
Diciendo
y haciendo, había cogido María las orejas a Momo, ya se las tiraba de manera de
arrancárselas.
Fue
la suerte de María, que al primer berrido que dio Momo, con toda la fuerza de
sus anchos pulmones, se le atravesó un bocado de pan y sardina, lo que le
ocasionó tal golpe de tos, que ella, ligera como buena gaviota, pudo escaparse
del buitre.
-Buenos
días, mi ruiseñor -dijo Stein, que al oírla había salido al
patio.
-Por
vía del ruiseñor, ¡ehe, ehe, ehe, ehe! -gruñía y tosía Momo-, ¡ruiseñor y es la
chicharra más cansada que ha criado el estío!, ¡ehe, ehe, ehe,
ehe!
-Ven,
María -prosiguió Stein-, ven a escribir y a leer los versos que traduje ayer.
¿No te gustaron?
-No
me acuerdo de ellos -respondió María-; ¿eran aquellos del país donde florecen
los naranjos? Esos no pegan aquí, donde se han secado por no bastar a su riego
las lágrimas de fray Gabriel. Déjese usted de versos, don Federico, y tóqueme
usted el Nocturno de Weber cuyas palabras son: «¡Escucha, escucha, amada mía!
¡Se oye el canto del ruiseñor; en cada rama, florece una flor; antes que aquel
calle y estas se ajen, escucha, escucha, amada mía!»
-¡Los
terminachos que ha aprendido esa Gaviota! -murmuraba Momo-, y que le sientan
como confites a un ajo molinero.
-Después
que leas, tocaré la serenata de Carl de Weber -dijo Stein, que sólo a favor de
esta recompensa podía obligar a María a aprender lo que quería enseñarle. María
tomó con mal gesto el papel que le presentaba Stein, y leyó corrientemente,
aunque de mala gana:
AL
RETIRO
Traducido
del poeta alemán Salis
En
la suave sombra del retiro hallé la paz, la paz que a un mismo tiempo nos
ablanda y fortalece, y que mira tranquila los golpes de la suerte como el santo
mira los sepulcros.
¡Dulce
olvido de la marcha del tiempo, suave alejamiento de los hombres, que llevas a
amarlos más que su trato!, tú sacas blandamente de la herida el dardo que en el
alma clavó la injusticia.
Aquel
que tolera y aprecia, aquel que exige mucho de sí mismo y poco de los demás,
para este brotan las más suaves hojas del olivo, con las que coronará la
moderación su frente.
En
cuanto a mí, corono a mis Penates con loto, y los cuidados por el porvenir no se
acercan a mis umbrales, pues el hombre cuerdo concreta su felicidad a un
estrecho círculo.
-María
-dijo Stein cuando esta hubo acabado la lectura-, tú, que no conoces al mundo,
no puedes graduar cuánta y qué profunda verdad hay en estos versos y cuánta
filosofía. ¿Te acuerdas que te expliqué lo que era
filosofía?
-Sí,
señor -respondió María-, la ciencia de ser feliz. Pero en eso, señor, no hay
reglas ni ciencia que valga; cada cual entiende el modo de serlo a su manera.
Don Modesto, en que le pongan cañones a su fuerte, tan ruinoso como él. Fray
Gabriel, en que le vuelvan su convento, su prior y sus campanas; tía María, en
que usted no se vaya; mi padre en coger una corbina, y Momo, en hacer todo el
mal que pueda.
Stein
se echó a reír, y poniendo cariñosamente su mano sobre el hombro de
María:
-¿Y
tú -le dijo- en qué la haces consistir?
María
vaciló un momento sobre lo que había de contestar, levantó sus grandes ojos,
miró a Stein, los volvió a bajar, miró de soslayo a Momo, se sonrió en sus
adentros al verle las orejas más coloradas que un tomate y contestó al
fin.
-¿Y
usted, don Federico, en qué la haría consistir?, ¿en irse a su
tierra?
-No
-respondió Stein.
-¿Pues
en qué? -prosiguió preguntando María.
-Yo
te lo diré, ruiseñor mío -respondió Stein-; pero antes dime tú en qué harías
consistir la tuya.
-En
oír siempre tocar a usted -respondió María con sinceridad.
En
este momento, salió la tía María de la cocina con la buena intención de meter el
palo en candela; sucediéndole lo que a muchos, que por un exceso de celo
entorpecen las mismas cosas que desean.
-¿No
ve usted, don Federico -le dijo-, qué guapa moza está Marisalada y qué corpachón
ha echado?
Momo,
al oír a su abuela, murmuró guillotinando una sardina:
-¡Idéntica
a la caña de pescar de su padre!, con unas piernas y brazos que le dan el garbo
de un cigarrón, tan alta y tan seca, que haría buena tranca para mi puerta,
¡jui!
-Anda,
desaborido, rechoncho, que pareces una col sin troncho -repuso la Gaviota a
media voz.
-Sí,
sí -respondió Stein a la tía María-; es bella, sus ojos son el tipo de los tan
nombrados de los árabes.
-Parecen
dos erizos y cada mirada una púa -gruñó Momo.
-¿Y
esta boca tan hermosa que canta como un serafín? -prosiguió la tía María,
tomando la cara a su protegida.
-¡Vea
usted! -dijo Momo-, una boca como una espuerta, que echa fuera sapos y
culebras.
-¿Y
tu jeta? -dijo María con una rabia, que esta vez no pudo contener-, ¿y tu jeta
espantosa, que no ha llegado de oreja a oreja, porque tu cara es tan ancha que
se cansó a medio camino?
Momo,
en respuesta, cantó en tres tonos diferentes.
-¡Gaviota!
¡Gaviota! ¡Gaviota!
-¡Romo!
¡Romo! ¡Romo!, chato, nariz de rabadilla de pato -cantó María con su magnífica
voz.
-¿Es
posible, Mariquita -le dijo Stein-, que hagas caso de lo que dice Momo sólo por
molerte? Son sus bromas tontas y groseras, pero sin
malicia.
-Alguna
de la que a él le sobra, le hace falta a usted, don Federico -respondió María-.
Y para que usted lo sepa, no me da la gana de aguantar a ese zopenco, más rudo
que un canto, más bronco que un escambrón y más áspero que un cuero sin curtir.
Así, me voy.
Diciendo
esto, se salió la Gaviota y Stein la siguió.
-Eres
un desvergonzado -dijo la tía María a su nieto-; tienes más hiel en tu corazón,
que buena sangre en tus venas: ¡a las faldas se las respeta, ganso! Pero en todo
el lugar hay otro más díscolo ni más desamoretado que tú.
-¡Como
está usted hecha a la finura de esa pilla de playa -respondió Momo-, que me ha
puesto las orejas como usted las ve, le parecen a usted los demás bastos! El
demonio que acierte de qué hechizo se ha valido esa agua-mala(16) para cortarle
a usted y a don Federico el ombligo. ¡Mire usted una gaviota leía y escribía!...
¿Quién ha visto eso? Así es que esa gran jaragana, que no se cuida de otra cosa
en todo el día, sino de hacer gorgoritos como el agua al fuego, ni le guisa la
comida a su padre, que tiene que guisársela él mismo, ni le cuida la ropa; de
manera que tiene usted que cuidársela. Pero su padre, don Federico, y usted no
saben dónde ponerla, y querían que Su Santidad la santificara. ¡Ella dará el
pago!, ¡ella dará el pago!, y si no, ¡al tiempo! Cría
cuervos...
Stein
había alcanzado a Marisalada y le decía:
-¿De
qué sirve, Mariquita, cuanto he procurado ilustrar tu entendimiento, si no has
llegado siquiera a adquirir la poca superioridad necesaria para sobreponerte a
necedades sin valor ni importancia?
-Oiga
usted, don Federico -contestó María-, yo entiendo que la superioridad me ha de
valer para que por ella me tengan en más, y no en menos.
-Válgame
Dios, María, ¿es posible que así trueques los frenos? La superioridad enseña
cabalmente a no engreírse con lauros y a no rebelarse contra injusticias. Pero
esas son -añadió riéndose- cosas de tu edad casi infantil y de tu efervescente
sangre meridional. Tú habrás aprendido, cuando tengas canas como yo, el poco
valor de esas cosas. ¿Has notado que tengo canas, María?
-Sí
-respondió esta.
-Pues
mira, bien joven soy; pero el sufrir madura pronto la cabeza. Mi corazón ha
quedado joven, María; y te ofrecería flores de primavera si no temiese te
asustasen las tristes señales de invierno que ciñen mi
frente.
-Verdad
es -respondió María (que no pudo contener su natural impulso)- que un novio con
canas, no pega.
-¡Bien
lo pensé así! -dijo Stein con tristeza-; mi corazón es leal y la tía María se
engañó cuando al asegurarme posible la felicidad, hizo nacer en él esperanzas,
como nace la flor del aire, sin raíces y sólo al soplo de la
brisa.
María,
que echó de ver que había rechazado con su aspereza a un alma demasiado delicada
para insistir y a un hombre bastante modesto para persuadirse de que aquella
sola objeción bastaba para anular sus demás ventajas, dijo
precipitadamente:
-Si
un novio con canas no pega, un marido con canas no asusta.
Stein
quedó sumamente sorprendido de esta brusca salida, y aún más, de la decisión e
impasibilidad con que se hacía. Luego, se sonrió y la
dijo:
-¿Te
casarías, pues, conmigo, bella hija de la naturaleza?
-¿Por
qué no? -respondió la Gaviota.
-María
-dijo conmovido Stein-, la que admite a un hombre para marido y se aviene a
unirse a él para toda la vida, o mejor dicho, a hacer de dos vidas una, como en
una antorcha dos pábilos forman una misma llama, le favorece más, que la que le
acoge por amante.
-¿Y
para qué sirven -dijo María con mezcla de inocencia y de indiferencia- los
peladeros de pava en la reja?, ¿a qué sirven los guitarreos, si tocan y cantan
mal, sino para ahuyentar los gatos?
Habían
llegado a la playa y Stein suplicó a María se sentase a su lado, sobre unas
rocas. Callaron largo rato: Stein estaba profundamente conmovido; María,
aburrida, había tomado una varita y dibujaba con ella figuras en la
arena.
-¡Cómo
habla la naturaleza al corazón del hombre! -dijo al fin Stein-; ¡qué simpatía
une a todo lo que Dios ha creado! Una vida pura es como un día sereno; una vida
de pasiones desenfrenadas es como un día de tormenta. Mira esas nubes, que
llegan lentas y oscuras, a interponerse entre el sol y la tierra: son como el
deber, que se interpone entre el corazón y un amor ilícito, dejando caer sobre
el primero sus frías pero claras y puras emanaciones. ¡Dichoso el terreno sobre
el que no resbalan! Pero nuestra felicidad será inalterable como el cielo de
mayo, porque tú me querrás siempre, ¿no es verdad, María?
María,
en cuya alma tosca y áspera no experimentaba la poesía ni hacia los sentimientos
ascéticos de Stein, no tenía ganas de responder; pero como tampoco podía dejar
de hacerlo, escribió en la arena con la varita, con que distraía su ocio, la
palabra «¡Siempre!»
Stein
tomó el fastidio por modestia y prosiguió conmovido:
-Mira
la mar: ¿oyes cómo murmuran sus olas con una voz tan llena de encanto y de
terror? Parecen murmurar graves secretos en una lengua desconocida. Las olas
son, María, aquellas sirenas seductoras y terribles, en cuya creación fantástica
las personificó la florida imaginación de los griegos: seres bellos y sin
corazón, tan seductores como terribles, que atraían al hombre con tan dulces
voces para perderle. Pero tú, María, no atraes con tu dulce voz, para pagar con
ingratitud; no: tú serás la sirena en la atracción, pero no en la perfidia. ¿No
es verdad, María, que nunca serás ingrata?
«¡Nunca!»,
escribió María en la arena; y las olas se divertían en borrar las palabras que
escribía María, como para parodiar el poder de los días, olas del tiempo, que
van borrando en el corazón, cual ellas en la arena, lo que se asegura tener
grabado en él para siempre.
-¿Por
qué no me respondes con tu dulce voz? -dijo Stein a María.
-¿Qué
quiere usted, don Federico? -contestó esta-. Se me anuda la garganta para
decirle a un hombre que lo quiero. Soy seca y descastada, como dice la tía
María, que no por eso deja de quererme; cada uno es como Dios lo ha hecho. Soy
como mi padre; palabras, pocas.
-Pues
si eres como tu padre, nada más deseo, porque el buen tío Pedro -diré mi padre,
María- tiene el corazón más amante que abrigó pecho humano. Corazones como el
suyo sólo laten en los diáfanos pechos de los ángeles y en los de los hombres
selectos.
«¡Selecto
mi padre! -dijo para sí María, pudiendo apenas contener una sonrisa burlona-.
¡Anda con Dios!, más vale que así le parezca.»
-Mira,
María -dijo Stein acercándose a ella-; ofrezcamos a Dios nuestro amor puro y
santo; prometámosle hacerlo grato con la fidelidad en el cumplimiento de todos
los deberes que impone, cuando está consagrado en sus aras; y deja que te abrace
como a mi mujer y a mi compañera.
-¡Eso
no! -dijo María dando un rápido salto atrás y arrugando el entrecejo-, ¡a mí no
me toca nadie!
-Bien
está, mi bella esquiva -repuso Stein con dulzura-; respeto todas las delicadezas
y me someto a todas tus voluntades. ¿No es acaso, como dice uno de vuestros
antiguos y divinos poetas, la mayor de las felicidades la de obedecer
amando?
Capítulo
XIII
El
agradecimiento que sentía el pescador hacia el que había salvado a su hija, se
había convertido al verle tan interesado por ella en una amistad exaltada, que
sólo podía compararse a la admiración que excitaban en él las grandes prendas
que adornaban a Stein. Grande fue igualmente el regocijo que causó la noticia
del casamiento de Stein en todas las personas que le conocían y le
amaban.
Así
fue que cuando se le ofreció por yerno, el buen padre enmudeció, profundamente
conmovido por el gozo que sintió en su corazón, y sólo suplicó a Stein
cogiéndole la mano, que por Dios se quedasen a vivir en la choza; en lo que
consintió Stein de mil amores. Entonces el pescador pareció recobrar las fuerzas
y la agilidad de su juventud, para emplearlas en mejorar, asear y primorear su
habitación. Despejó el pequeño desván, al que se retiró, dejando los cuartitos
del segundo piso para sus hijos. Enlució las paredes, las enjalbegó, aplanó el
suelo y le cubrió después con una primorosa estera de palma, que al efecto
tejió, encargando a la tía María el sencillo ajuar
correspondiente.
Desde
que se conocieron el tosco marinero y el ilustrado estudiante, habían
congeniado, porque las personas de buenos y análogos sentimientos sienten tal
atracción cuando se ponen en contacto, que venciendo las distancias, desde luego
se saludan hermanas.
De
puro gozo, la tía María no pudo dormir en tres noches seguidas. Pronosticó, que
puesto que don Federico iba a residir en aquel país, ninguno de sus habitantes
moriría sino de viejo.
Fray
Gabriel se manifestó tan contento de aquella resolución, y sobre todo de ver a
la tía María tan alegre, que abundando en los sentimientos de esta, se aventuró
a soltar un gracejo, que fue el primero y el último de su vida. En voz baja dijo
que el señor cura iba a olvidarse del De profundis.
Tanto
agradó este chiste a la tía María, que por espacio de quince días no habló con
alma viviente a quien después de los buenos días no se lo refiriese, en honra y
gloria de su protegido. Y a él le causó tal embarazo el asombroso éxito de su
chiste, que hizo voto de no caer en semejante tentación en todo el resto de su
vida.
Don
Modesto fue de opinión que la Gaviota había ganado el premio grande de la
lotería y la gente del lugar el segundo; porque él no se hallaría manco si se
hubiese encontrado en el sitio de Gaeta un cirujano tan hábil como
Stein.
La
opinión de Dolores fue que si el pescador había dado dos veces la vida a su
hija, la voluntad de Dios le había dado dos veces la felicidad, proporcionándole
tal padre y tal marido.
Manuel
observó que había una torta en el cielo reservada para los maridos que no se
arrepintiesen de serlo; y que hasta ahora nadie le había metido el diente. Su
mujer le respondió que eso era porque los maridos no entraban allí, habiéndolo
prometido así San Pedro a Santa Genoveva.
En
cuanto a Momo, sostuvo que una vez que la Gaviota había encontrado marido, bien
podía la epidemia no perder las esperanzas.
Rosa
Mística lo tomó por otro estilo. María había aumentado el catálogo de sus
agravios con uno de fecha reciente. Había llegado el mes de María, y en el culto
que se le tributaba, algunas devotas se reunían a cantar coplas en honor de la
Virgen, acompañadas por un mal clavicordio que tocaba el viejo y ciego
organista. Rosita presidía esta sociedad filarmónica y religiosa. Algunas voces
puras y agradables se unían en este concierto a la suya, que no dejaba de ser
áspera y chillona. Rosa, que no podía desconocer la admirable aptitud de
Marisalada, impuso silencio a sus antiguos resentimientos, en obsequio del mes
de María, y pensó en aprovecharse de la mediación de don Modesto, para que la
hija del pescador tomase parte en aquel coro virginal.
Don
Modesto agarró el bastón y se puso en marcha.
Marisalada,
que no la echaba de devota, y que no se cuidaba mucho de ejercer su habilidad
bajo aquel maestro al cembalo, respondió al veterano con un no pelado, sin
preámbulo y sin epílogo.
Este
monosílabo aterró a don Modesto más que una descarga de artillería; y no supo
qué hacer.
Era
don Modesto uno de aquellos hombres que tienen bastante buen corazón para desear
sinceramente el bien de sus amigos, pero no poseen el valor necesario para
contribuir a su logro ni imaginación bastante fecunda para hallar los medios de
conseguirlo.
-Tío
Pedro -dijo al pescador después de aquel perentorio rechazo-: ¿sabe usted que me
tiemblan las carnes? ¿Qué dirá Rosita? ¿Qué dirá el padre cura? ¿Qué dirá todo
el pueblo? ¿No podría usted hallar medio de convencerla?
-¡Si
no quiere!, ¿qué le hago? -respondió el pescador.
De
modo que el pobre don Modesto tuvo que resignarse a ser el portador de tan
triste embajada, la cual no sólo debía ofender, sino escandalizar a su mística
patrona.
-Mil
veces más quisiera -decía volviendo a Villamar- presentarme delante de todas las
baterías de Gaeta, que delante de Rosita, con este no en la boca. ¡Jesús, cómo
se va a poner!
Y
tenía razón, porque en vano adornó don Modesto su mensaje con un exordio
modificador; en vano lo comentó con notas explicativas; en vano lo exornó con
verbosas paráfrasis. No por esto dejó de ofender mucho a Rosita, la cual exclamó
en tono sentencioso:
-Quien
recibe dones del cielo y no los emplea en su servicio, merece
perderlos.
Así
fue, que cuando supo el proyectado casamiento, dijo, dando un suspiro y alzando
los ojos al cielo:
-¡Pobre
don Federico! ¡Tan bueno, tan piadoso, tan bendito! Dios los haga felices, como
hacerlo puede, ya que nada es imposible a su omnipotencia.
Momo,
con su acostumbrada mala intención, tuvo el gusto de dar la noticia del
casamiento a Ramón Pérez.
-Oye,
Ratón Pérez -le dijo-, ya puedes comer cebolla hasta hartarte, que a don
Federico le ha tentado el diablo y se casa con la Gaviota.
-¿De
veras? -exclamó consternado el barbero.
-¿Te
asombras? Más me asombré yo; ¡sobre que hay gustos que merecen palos! ¡Mire
usted, prendarse de esa descastada, que parece una culebra en pie, echando
centellas por los ojos y veneno por la boca! Pero en don Federico se cumplió
aquello de que quien tarde casa, mal casa.
-No
me asombro -repuso Ramón Pérez- de que don Federico la quiera, sino de que
Marisalada quiera a ese desgavilado, que tiene pelo de lino, cara de manzana y
ojos de pescado. Que no haya tenido presente esa ingrata de que ¡quien lejos se
va a casar, o va engañado, o va a engañar!
-A
fe que no será lo primero, porque lo que es él es un hombre de los buenos; no
hay que decir. Pero esa mariparda lo ha engatusado con su canto, que dura desde
que echa el sol sus luces hasta que las recoge, pues no hace naíta más. Ya se lo
dije yo: don Federico, dice el refrán, toma casa con hogar y mujer que sepa
hilar; y no ha hecho caso; es un Juan Lanas. En cuanto a ti, Ratón Pérez, te has
quedado con más narices que un pez espada.
-Siempre
se ha visto -contestó el barbero dando tan brusca vuelta a la clavija de su
guitarra que saltó la prima- que de fuera vendrá quien de casa nos echará. Pero
has de saber tú, Romo, que a mí se me da tres pitos. Tal día hará un año; a rey
muerto, rey puesto.
Y
poniéndose a rasguear furiosamente la guitarra, cantó con voz
arrogante:
Dicen
que tú no me quieres,
no
me da pena maldita;
que
la mancha de la mora
con
otra verde se quita.
Si
no me quieres a mí,
se
me da tres caracoles;
con
ese mismo dinero
compro
yo nuevos amores.
Capítulo
XIV
El
casamiento de Stein y la Gaviota se celebró en la iglesia de Villamar. El
pescador llevaba, en lugar de su camisa de bayeta colorada, una blanca muy
almidonada, y una chaqueta nueva de paño azul basto, con cuyas galas estaba tan
embarazado que apenas podía moverse.
Don
Modesto, que era uno de los testigos, se presentó con toda la pompa de un
uniforme viejo y raído a fuerza de cepillazos, el que, habiendo su dueño
enflaquecido, le estaba anchísimo. El pantalón de mahón, que Rosa Mística había
lavado por milésima vez, pasándolo por agua de paja que, por desgracia, no era
el agua de Juvencio, se había encogido de tal modo que apenas le llegaba a media
pierna. Las charreteras se habían puesto de color de cobre. El tricornio, cuyo
erguido aspecto no habían podido alterar ocho lustros de duración, ocupaba
dignamente su elevado puesto. Pero al mismo tiempo brillaba sobre el honrado
pecho del pobre inválido la cruz de honor ganada valientemente en el campo de
batalla, como un diamante puro en un engaste deteriorado.
Las
mujeres, según el uso, asistieron de negro a la ceremonia; pero mudaron de traje
para la fiesta. Marisalada iba de blanco. Tía María y Dolores llevaban vestidos
que Stein les había regalado para aquella ocasión. Eran de tejido de algodón,
traído de Gibraltar, de contrabando; el dibujo, el que entonces estaba de moda,
y se llamaba Arco Iris, por ser una reunión de los colores más opuestos y menos
capaces de armonizar entre sí. No parecía sino que el fabricante había querido
burlarse de sus consumidores andaluces. En fin, todos se compusieron y
engalanaron, excepto Momo, que no quiso molestarse en una ocasión como aquella,
lo que dio motivo a que la Gaviota le dijese:
-Has
hecho bien, gaznápiro; por aquello de que «aunque la mona se vista de seda, mona
se queda». La misma falta haces tú en mi boda, que los perros en
misa.
-¿Si
te habrás figurado tú, que por ser méica dejas de ser Gaviota -repuso Momo-, y
que por estar recompuesta estás bonita? Sí, ¡bonita estás con ese vestido
blanco! Si te pusieras un gorro colorado, parecerías un
fósforo.
Y
en seguida se puso a cantar con destemplada voz:
Eres
blanca como el cuervo,
y
bonita como el hambre,
coloráa
como la cera,
y
gorda como el alambre.
Marisalada
repostó en el acto:
Tienes
la boca,
que
parece un canasto
de
colar ropa.
Con
unos dientes,
que
parecen zarcillos
de
tres pendientes.
y
le volvió la espalda.
Momo,
que no era hombre que se quedase atrás, en tratándose de insolencias y
denuestos, replicó con coraje:
-Anda,
anda, a que te echen la bendición; que será la primera que te hayan echado en tu
vida, y que estoy para mí que será la última.
Celebróse
la boda en el pueblo, en la casa de la tía María, por ser demasiado pequeña la
choza del pescador para contener tanta concurrencia. Stein, que había hecho
algunos ahorros en el ejercicio de su profesión (aunque hacía de balde la mayor
parte de las curas), quiso celebrar la fiesta en grande, y que hubiese diversión
para todo el mundo; por consiguiente, se llegaron a reunir hasta tres guitarras,
y hubo abundancia de vino, mistela, bizcochos y tortas. Los concurrentes
cantaron, bailaron, bebieron, gritaron; y no faltaron los chistes y agudezas
propias del país.
La
tía María iba, venía, servía las bebidas, sostenía el papel de madrina de la
boda, y no cesaba de repetir:
-Estoy
tan contenta, como si fuera yo la novia.
A
lo que fray Gabriel añadía indefectiblemente:
-Estoy
tan contento, como si fuera yo el novio.
-Madre
-le dijo Manuel, viéndola pasar a su lado-, muy alegre es el color de ese
vestido para una viuda.
-Cállate,
mala lengua -respondió su madre- Todo debe ser alegre en un día como hoy;
además, que a caballo regalado no se le mira el diente. Hermano Gabriel, vaya
esta copa de mistela, y esta torta. Eche usted un brindis a la salud de los
novios, antes de volver al convento.
-Brindo
a la salud de los novios antes de volver al convento -dijo fray
Gabriel.
Y
después de apurada la copa, se escurrió, sin que nadie, excepto la tía María,
hubiese echado de ver su presencia ni notado su ausencia.
La
reunión se animaba por grados.
-¡Bomba!
-gritó el sacristán, que era bajito, encogido y cojo.
Calló
todo el mundo al anuncio del brindis de aquel personaje.
-¡Brindo
-dijo- a la salud de los recién casados, a la de toda la honrada compañía y por
el descanso de las ánimas benditas!
-¡Bravo!,
bebamos, y viva la Mancha, que da vino en lugar de agua.
-A
ti te toca, Ramón Pérez; echa una copla, y no guardes tu voz para mejor
ocasión.
Ramón
cantó:
Para
bien a la novia
le
rindo y traigo.
Pero
al novio no puedo,
sino
envidiarlo.
-¡Bien,
salero! -gritaron todos-. Ahora el fandango, y a bailar.
Al
oír el preludio del baile eminentemente nacional, un hombre y una mujer se
pusieron simultáneamente en pie, colocándose uno enfrente de otro. Sus graciosos
movimientos se ejecutaban casi sin mudar de sitio, con un elegante balanceo de
cuerpo, y marcando el compás con el alegre repiqueteo de las castañuelas. Al
cabo de un rato, los dos bailarines cedían sus puestos a otros dos, que se les
ponían delante, retirándose los dos primeros. Esta operación se repetía muchas
veces, según la costumbre del país.
Entre
tanto, el guitarrista cantaba:
Por
el sí que dio la niña
a
la entrada de la iglesia,
por
el sí que dio la niña,
entró
libre, y salió presa.
-¡Bomba!
-gritó de pronto uno de los que la echaban de graciosos-. Brindo por ese
cúralo-todo que Dios nos ha enviado a esta tierra, para que todos vivamos más
años que Matusalén; con condición de que, cuando llegue el caso, no trate de
prolongar la vida de mi mujer, y mi purgatorio.
Esta
ocurrencia ocasionó una explosión de vivas y palmadas.
-¿Y
qué dices tú a todo esto, Manuel? -le gritaron todos.
-Lo
que yo digo -repuso Manuel- es que no digo nada.
-Esa
no pasa. Si has de estar callado, vete a la iglesia. Echa un brindis y
espabílate.
Manuel
tomó un vaso de mistela, y dijo:
-Brindo
por los novios, por los amigos, por nuestro comandante y por la resurrección de
San Cristóbal.
-¡Viva
el comandante, viva el comandante! -gritó todo el concurso-; y tú, Manuel, que
lo sabes hacer, echa una copla.
Manuel
cantó la siguiente:
Mira,
hombre, lo que haces
casándote
con bonita;
hasta
que llegues a viejo,
el
susto no te se quita.
Después
que se hubieron cantado algunas otras coplas, dijo el que la echaba de
gracioso:
-Manuel,
cantan esos unos despilfarros que no llevan idea ni consonante; tú, que sabes
decir las cosas en buen versaje, y más cuando estás calamocano, echa una décima
en regla a los novios, y toma este vaso de vino para que te se ponga la lengua
espeíta.
Manuel
tomó el vaso de vino, y dijo:
Ven
acá, quita-pesares,
alivio
de mi congoja;
criado
entre verde hoja,
y
pisado en los lagares;
te
pido de que me aclares
esta
garganta y galillo
para
brindar a los novios
empinando
este vasillo.
-Ahora
te toca a ti, Ramón del diablo, ¿te ha embotado el licor la garganta?; estás más
soso que una ensalada de tomates.
Ramón
tomó la guitarra y cantó:
Cuando
la novia va a misa
y
yo la llego a encontrar,
toda
mi dicha es besar
la
dura tierra que pisa.
Habiendo
sucedido a esta copla otra que verdeaba, la tía María se acercó a Stein y le
dijo:
-Don
Federico, el vino empieza a explicarse; son las doce de la noche, los chiquillos
están solos en casa con Momo y fray Gabriel, y me temo que Manuel empine el codo
más de lo regular; el tío Pedro se ha dormido en un rincón, y no creo que sería
malo tocar la retirada. Los burros están aparejados. ¿Quiere usted que nos
despidamos a la francesa?
Un
momento después, las tres mujeres cabalgaban sobre sus burras hacia el convento.
Los hombres las acompañaban a pie, entre tanto que Ramón, en un arrebato de
celos y despecho, al ver partir a los novios, rasgueando la guitarra con unos
bríos insólitos, berreaba más bien que cantaba la siguiente
copla:
Tú
me diste calabazas,
me
las comí con tomates;
mas
bien quiero calabazas
que
no entrar en tu linaje.
-¡Qué
hermosa noche! -decía Stein a su mujer, alzando los ojos al cielo-. ¡Mira ese
cielo estrellado, mira esa luna en todo su lleno, como yo estoy en el lleno de
mi dicha! ¡Como mi corazón, nada le falta ni nada echa de
menos!
-¡Y
yo que me estaba divirtiendo tanto! -respondió María impaciente-; no sé por qué
dejamos tan temprano la fiesta.
-Tía
María -decía Pedro Santaló a la buena anciana-, ahora sí que podemos morir en
paz.
-Es
cierto -respondió esta-; pero también podemos vivir contentos, y esto es
mejor.
-¿Es
posible que no sepas contenerte, cuando tomas el vaso en la mano? -decía Dolores
a su marido-. Cuando sueltas las velas, no hay cable que te
sujete.
-¡Caramba!
-replicó Manuel-. Si me he venido, ¿qué más quieres? Si hablas una palabra más,
viro de bordo, y me vuelvo a la fiesta.
Distinguíanse
aún los cantos de los bebedores.
-¡Viva
la Mancha que da vino en lugar de agua!
Dolores
calló, temerosa de que Manuel realizase su amenaza.
-José
-dijo Manuel a su cuñado, que también era de la comitiva-, ¿está la luna
llena?
-Por
supuesto que sí -repuso el pastor-. ¿No le ves lo que le está saliendo del ojo?,
¿a que no sabes lo que es?
-Será
una lágrima -dijo Manuel riendo.
-No
es sino un hombre.
-¡Un
hombre! -exclamó Dolores plenamente convencida de lo que decía su hermano-. ¿Y
quién es ese hombre?
-No
sé -respondió el pastor-; pero sé como se llama.
-¿Y
cómo se llama? -preguntó Dolores.
-Se
llama Venus -repuso José.
Manuel
soltó la carcajada. Había bebido más de lo regular, y tenía el vino alegre, como
suele decirse.
-Don
Federico -dijo Manuel-, ¿quiere usted que le dé un consejo, como más antiguo en
la cofradía?
-Calla,
por Dios, Manuel -le dijo Dolores.
-¿Quieres
dejarme en paz?, si no, vuelvo la grupa.
Oiga
usted, don Federico. En primer lugar, a la mujer y al perro, el pan en una mano
y el palo en la otra.
-Manuel
-repitió Dolores.
-¿Me
dejas en paz, o me vuelvo? -contestó Manuel; Dolores
calló.
-Don
Federico -prosiguió Manuel-, casamiento y señorío, ni quieren fuerza ni quieren
brío.
-Hazme
el favor de callar, Manuel -le interrumpió su madre.
-También
es fuerte cosa -gruñó Manuel-. No parece sino que estamos asistiendo a un
entierro.
-¿No
sabes, Manuel -observó el pastor-, que a don Federico no le gustan esas
chanzas?
-Don
Federico -dijo Manuel, despidiéndose de los novios, que seguían hacia la choza-,
cuando usted se arrepienta de lo que acaba de hacer, nos juntaremos y cantaremos
a dos voces la misma letra.
Y
siguió hacia el convento, oyéndose en el silencio de la noche su clara y buena
voz, que cantaba:
Mi
mujer y mi caballo,
se
me murieron a un tiempo.
¡Qué
mujer ni qué demonio!
Mi
caballo es lo que siento.
-Vete
a acostar, Manuel, y liberal -le dijo su madre cuando
llegaron.
-De
eso cuidará mi mujer -respondió este-. ¿No es verdad,
morena?
-Lo
que yo quisiera es que estuvieses dormido ya -contestó
Dolores.
-¡Mentira!
¡Cómo habías tú de querer guardarte en el buche el sermón sin paño, que me tengo
que zampar yo, entre duerme y vela, si he de dormir en cama! ¡Fácil
era!
-¿Y
no sabes tú taparle la boca? -le dijo riendo su cuñado.
-Oye,
José -contestó Manuel-, ¿has hallado tú entre las breñas o cuevas del campo lo
que a una mujer pueda tapar la boca? Mira que si lo has hallado no faltará quien
te lo compre a peso de oro; por esos mundos no lo he encontrado ni conocido en
la vida de Dios. Y se puso a cantar:
Más
fácil es apagarle
sus
rayos al sol que abrasa,
que
atajarle la sin hueso
a
una mujer enojada.
No
sirve el halago,
ni
tampoco el palo,
ni
sirve ser bueno,
ni
sirve ser malo.
Capítulo
XV
Tres
años habían transcurrido. Stein, que era de los pocos hombres que no exigen
mucho de la vida, se creía feliz. Amaba a su mujer con ternura; se había apegado
cada día más a su suegro, y a la excelente familia que le había acogido
moribundo, y cuyo buen afecto no se había desmentido jamás. Su vida uniforme y
campestre estaba en armonía con los gustos modestos y el temple suave y pacífico
de su alma. Por otra parte, la monotonía no carece de atractivos. Una existencia
siempre igual es como el hombre que duerme apaciblemente y sin soñar; como las
melodías compuestas de pocas notas, que nos arrullan tan blandamente. Quizá no
hay nada que deje tan gratos recuerdos, como lo monótono, ese encadenamiento
sucesivo de días, ninguno de los cuales se distingue del que le sigue ni del que
le precede.
¡Cuál
no sería, pues, la sorpresa de los habitantes de la cabaña, cuando vieron venir
una mañana a Momo, corriendo, azorado, y gritando a Stein que fuese, sin perder
un instante, al convento!
-¿Ha
caído enfermo alguno de la familia? -preguntó Stein
asustado.
-No
-respondió Momo-; es Usía que le dicen su Esencia, que estaba cazando en el coto
jabalíes y venados, con sus amigos, y, al saltar un barranco, resbaló el caballo
y los dos cayeron en él. El caballo reventó y la Esencia se ha quebrado cuantos
huesos tiene su cuerpo. Le han llevado allá en unas parihuelas, y aquello se ha
vuelto una Babilonia. Parece el día del juicio. Todos andan desatentados, como
rebaño en que entra el lobo. El único que está cariparejo es el que dio el
batacazo. Y un real mozo que es, por más señas. Allí andaban todos aturrullados
sin saber qué hacer. Madre abuela les dijo que había aquí un cirujano de los
pocos; mas ellos no lo querían creer. Pero como para traer uno de Cádiz, se
necesitan dos días, y para traer uno de Sevilla, se necesitan otros tantos, dijo
su Esencia que lo que quería era que fuese allá el recomendado de mi abuela; y
para eso he tenido que venir yo, pues no me parece sino que ni en el mundo ni en
la vida de Dios hay de quién echar mano sino de mí. Ahora le digo a usted mi
verdad: si yo fuera que usted, ya que me habían despreciado, no iba ni a dos
tirones.
-Aunque
yo fuese capaz -respondió Stein- de infringir mi obligación de cristiano, y de
profesor, necesitaría tener un corazón de bronce para ver padecer a uno de mis
semejantes sin aliviar sus males pudiendo hacerlo. Además, que esos caballeros
no pueden tener confianza en mí, sin conocerme; y esto no es ofensa, ni aun lo
sería, si no la tuviesen, conociéndome.
Con
esto llegaron al convento.
La
tía María, que aguardaba a Stein con impaciencia, le llevó a donde estaba el
desconocido. Habíanle puesto en la celda prioral, donde apresuradamente, y lo
mejor que se pudo, se le había armado una cama. La tía María y Stein atravesaron
la turbamulta de criados y cazadores que rodeaban al enfermo. Era este un joven
de alta estatura. En torno de su hermoso rostro, pálido pero tranquilo caían los
rizos de su negra cabellera. Apenas le hubo mirado Stein, lanzó un grito, y se
arrojó hacia él temeroso de tocarle, se detuvo de pronto y, cruzando sus manos
trémulas, exclamó:
-¡Dios
mío, señor duque!
-¿Me
conoce usted? -preguntó el duque; porque en efecto, la persona que Stein había
reconocido era el duque de Almansa-. ¿Me conoce usted? -repitió alzando la
cabeza, y fijando en Stein sus grandes ojos negros, sin poder caer en quién era
el que le dirigía la palabra.
-¡No
se acuerda de mí! -murmuró Stein, mientras que dos gruesas lágrimas corrían por
sus mejillas-. No es extraño: las almas generosas olvidan el bien que hacen,
como las agradecidas conservan eternamente en la memoria el que
reciben.
-¡Mal
principio! -dijo uno de los concurrentes-. Un cirujano que llora; ¡estamos
bien!
-¡Qué
desgraciada casualidad! -añadió otro.
-Señor
doctor -dijo el duque a Stein-, en vuestras manos me pongo. Confío en Dios, en
vos y en mi buena estrella. Manos a la obra, y no perdamos
tiempo.
Al
oír estas palabras, Stein levantó la cabeza; su rostro quedó perfectamente
sereno, y con un ademán modesto, pero imperativo y firme, alejó a los
circunstantes. En seguida examinó al paciente con mano hábil y práctica en este
género de operaciones; todo con tanta seguridad y destreza, que todos callaron,
y sólo se oía en la pieza el ruido de la agitada respiración del
paciente.
-El
señor duque -dijo el cirujano, después de haber concluido su examen- tiene el
tobillo dislocado y la pierna rota, sin duda por haber cargado en ella todo el
peso del caballo. Sin embargo, creo que puedo responder de la completa
curación.
-¿Quedaré
cojo? -preguntó el duque.
-Me
parece que puedo asegurar que no.
-Hacedlo
así -continuó el duque-, y diré que sois el primer cirujano del
mundo.
Stein,
sin alterarse, mandó llamar a Manuel, cuya fuerza y docilidad le eran conocidas,
y de quien podía disponer con toda seguridad. Con su auxilio, empezó la cura,
que fue ciertamente terrible; pero Stein parecía no hacer caso del dolor que
padecía el enfermo, y que casi le embargaba el sentido. Al cabo de media hora,
reposaba el duque, dolorido, pero sosegado. En lugar de muestras de desconfianza
y recelo, Stein recibía de los amigos del personaje enhorabuenas cumplidas y
pruebas de aprecio y admiración; y él, volviendo a su natural modesto y tímido,
respondía a todos con cortesías. Pero quien se estaba bañando en agua rosada era
la tía María.
-¿No
lo decía yo? -repetía sin cesar a cada uno de los presentes-, ¿no lo decía
yo?
Los
amigos del duque, tranquilizados ya, a ruegos de este, se pusieron en camino de
vuelta. El paciente había exigido que le dejasen solo, bajo la tutela de su
hábil doctor, su antiguo amigo, como le llamaba, y aun despidió a casi todos sus
criados.
Así
él y su médico pudieron renovar conocimiento a sus anchas. El primero era uno de
aquellos hombres elevados y poco materiales, en quienes no hacen mella el hábito
ni la afición al bienestar físico; uno de los seres privilegiados, que se
levantan sobre el nivel de las circunstancias, no en ímpetus repentinos y
eventuales, sino constantemente, por energía característica, y en virtud de la
inatacable coraza de hierro, que se simboliza en el ¿qué importa?; uno de
aquellos corazones que palpitaban bajo las armaduras del siglo XV, y cuyos
restos sólo se encuentran hoy en España.
Stein
refirió al duque sus campañas, sus desventuras, su llegada al convento, sus
amores y su casamiento. El duque lo oyó con mucho interés, y la narración le
inspiró deseo de conocer a Marisalada, al pescador y la cabaña que Stein
estimaba en más que un espléndido palacio. Así es que en la primera salida que
hizo, en compañía de su médico, se dirigió a la orilla del mar. Empezaba el
verano; y la fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un
goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con
su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por
primera vez. Las florecillas que cubrían el techo de la cabaña, en imitación de
los jardines de Semíramis, se acercaban unas a otras, mecidas por las auras, a
guisa de doncellas tímidas que se confían al oído sus amores. La mar impulsaba
blanda y pausadamente sus olas hacia los pies del duque, como para darle la
bienvenida. Oíase el canto de la alondra, tan elevada que los ojos no alcanzaban
a verla. El duque, algo fatigado, se sentó en una peña. Era poeta, y gozaba en
silencio de aquella hermosa escena. De repente sonó una voz que cantaba una
melodía sencilla y melancólica. Sorprendido el duque, miró a Stein, y este
sonrió. La voz continuaba.
-Stein
-dijo el duque-, ¿hay sirenas en estas olas, o ángeles en esta
atmósfera?
En
lugar de responder a esta pregunta, Stein sacó su flauta y repitió la misma
melodía.
Entonces
el duque vio que se les acercaba medio corriendo, medio saltando, una joven
morena, la cual se detuvo de pronto al verle.
-Esta
es mi mujer -dijo Stein-; mi María.
-Que
tiene -dijo el duque entusiasmado- la voz más maravillosa del mundo. Señora, yo
he asistido a todos los teatros de Europa, pero jamás han llegado a mis oídos
acentos que más hayan excitado mi admiración.
Si
el cutis moreno, inalterable y terso de María, hubiera podido revestirse de otro
colorido, la púrpura del orgullo y de la satisfacción se habría hecho patente en
sus mejillas, al escuchar estos exaltados elogios en boca de tan eminente
personaje y competente juez. El duque prosiguió:
-Entre
los dos poseéis cuanto es necesario para hacerse camino en el mundo. ¿Y queréis
permanecer enterrados en la oscuridad y el olvido? No puede ser; el no hacer
participar a la sociedad de vuestras ventajas, repito que no puede ser ni
será.
-¡Somos
aquí tan felices, señor duque! -respondió Stein-, que cualquier mudanza que
hiciera en mi situación me parecería una ingratitud a la
suerte.
-Stein
-exclamó el duque-, ¿dónde está el firme y tranquilo denuedo que admiraba yo en
vos, cuando navegábamos juntos a bordo del Royal Sovereign? ¿Qué se ha hecho de
aquel amor a la ciencia, de aquel deseo de consagrarse a la humanidad afligida?
¿Os habéis dejado enervar por la felicidad? ¿Será cierto que la felicidad hace a
los hombres egoístas?
Stein
bajó la cabeza.
-Señora
-continuó el duque-, a vuestra edad, y con esas dotes, ¿podéis decidiros a
quedaros para siempre apegada a vuestra roca, como esas
ruinas?
María,
cuyo corazón palpitaba impulsado por intensa alegría y por seductoras
esperanzas, respondió, sin embargo, con aparente frialdad:
-¿Qué
más da?
-¿Y
tu padre? -le preguntó su marido en tono de reconvención.
-Está
pescando -respondió ella, fingiendo no entender el verdadero sentido de la
pregunta.
El
duque entró en seguida en una larga explicación de todas las ventajas a que
podría conducir aquella admirable habilidad, que le labraría un trono y un
caudal.
María
lo escuchaba con avidez, mientras el duque admiraba el juego de aquella
fisonomía sucesivamente fría y entusiasmada, helada y
enérgica.
Cuando
el duque se despidió, María habló al oído a Stein y le dijo con la mayor
precipitación:
-Nos
iremos; nos iremos. ¡Y qué! ¿La suerte me llama y me brinda coronas, y yo me
haría sorda? ¡No, no!
Stein
siguió tristemente al duque.
Cuando
entraron en el convento, la tía María preguntó a este, que trataba con mucha
bondad a su enfermera, ¿qué tal le había parecido su querida
María?
-¿No
es verdad -preguntó- que Marisalada es una linda criatura?
-Ciertamente
-respondió el duque-. Sus ojos son de aquellos que sólo puede mirar frente a
frente un águila, según la expresión de un poeta.
-¿Y
su gracia? -prosiguió la buena anciana-, ¿y su voz?
-En
cuanto a su voz -dijo el duque-, es demasiado buena para perderse en estas
soledades. Bastante tenéis vosotros con vuestros ruiseñores y jilgueros. Es
preciso que marido y mujer se vengan conmigo.
Un
rayo que hubiese caído a los pies de la tía María no la habría aterrado, como lo
hicieron aquellas palabras.
-¿Y
quieren ellos?-exclamó asustada.
-Es
preciso que quieran -respondió el duque, entrando en su
departamento.
La
tía María quedó consternada y confusa por algunos momentos. En seguida fue a
buscar al hermano Gabriel.
-¡Se
van! -le dijo bañada en lágrimas.
-¡Gracias
a Dios! -repuso el hermano-. Bastante han echado a perder las losas de mármol de
la celda prioral. ¿Qué dirá su reverencia cuando vuelva?
-No
me ha entendido usted -dijo la tía María, interrumpiéndole-. Quienes se van son
don Federico y su mujer.
-¿Que
se van? -dijo fray Gabriel-; ¡no puede ser!
-¿Será
verdad? -preguntó la tía María a Stein, que venía
buscándola.
-¡Ella
lo quiere! -respondió él con semblante abatido.
-Eso
es lo que dice siempre su padre -continuó la tía María-; y con esa respuesta, la
habría dejado morir si no hubiera sido por nosotros. ¡Ah don Federico!, ¡está
usted tan bien aquí! ¿Va usted a ser como el español que, estando bueno, quiso
estar mejor?
-No
espero ni creo hallarme mejor en ninguna parte del mundo, mi buena tía María
-dijo Stein.
-Algún
día -repuso ella- se ha de arrepentir usted.
¡Y
el pobre tío Pedro! ¡Dios mío! ¿Por qué ha llegado acá el barullo del
mundo?
Don
Modesto entró en aquel instante. Hacía algún tiempo que había escaseado sus
visitas, no porque el duque no le hubiese recibido perfectamente, ni porque
dejase de ejercer sobre el veterano la misma irresistible atracción que ejercía
en todos los que se le acercaban. Pero como era regular, don Modesto se había
impuesto la regla de no presentarse ante el duque, general y ex ministro de la
Guerra, sino de rigurosa ceremonia. Rosa Mística, empero, le había dicho que su
uniforme no se hallaba capaz de un servicio activo, y esta era la causa de
escasear sus visitas. Cuando la tía María le notificó que el duque pensaba
emprender la marcha dentro de dos días, don Modesto se retiró inmediatamente.
Había formado un proyecto, y necesitaba tiempo para
realizarlo.
Cuando
Marisalada comunicó a su padre la resolución que había tomado de seguir el
consejo que le diera el duque, el dolor del pobre anciano habría partido un
corazón de piedra. Este dolor era, sin embargo, silencioso. Oyó los magníficos
proyectos de su hija, sin censurarlos ni aplaudirlos, y sus promesas de volver a
la choza, sin exigirlas ni rechazarlas. Consideraba a su hija como el ave a su
polluelo, cuando se esfuerza a salir del nido, al cual no ha de volver jamás. El
buen padre lloraba hacia dentro, si es lícito decirlo así.
Al
día siguiente, llegaron los caballos, los criados y las acémilas que el duque
había mandado venir para su partida. Los gritos, los votos y los preparativos
del viaje resonaban en todos los ángulos del convento. El hermano Gabriel tuvo
que irse a trabajar en sus espuertas bajo la yedra, a cuya sombra estaban en
otro tiempo las norias.
Morrongo
se subió al tejado más alto, y se recostó al sol, echando una mirada de
desprecio al tumulto que había en el patio; Palomo ladró, gruñó y protestó tan
enérgicamente contra la invasión extranjera, que Manuel mandó a Momo que le
encerrase.
-No
hay duda -decía Momo- que mi abuela, que es la más aferrada curandera que hay
debajo de la capa del cielo, tiene imán para atraer enfermos a esta casa. Ya va
de tres con este, ¡sobre que en el cielo se ha de poner su mercé a curar a San
Lázaro!
Llegó
el día de la partida. El duque estaba ya preparado en su aposento. Habían
llegado Stein y María, seguidos del pobre pescador, el cual no alzaba los ojos
del suelo, doblado el cuerpo con el peso del dolor. Este dolor le había
envejecido más que los años y todas las borrascas del mar. Al llegar, se sentó
en los escalones de la cruz de mármol.
En
cuanto a don Modesto, también había acudido, pero con la consternación pintada
en el rostro. Sus cejas formaban dos arcos de una elevación prodigiosa. La
diminuta mecha de sus cabellos se inclinaba desfallecida hacia un lado. De su
pecho se exhalaban hondos suspiros.
-¿Qué
tiene usted, mi comandante? -le preguntó la tía María.
-Tía
María -le respondió-, hoy somos 15 de junio, día de mi santo, día tristemente
memorable en los fastos de mi vida. ¡Oh San Modesto! ¿Es posible que me trates
así el mismo día en que la Iglesia te reza?
-Pero
¿qué novedad hay? -volvió a preguntar la tía María, con
inquietud.
-Vea
usted -dijo el veterano, levantando el brazo y descubriendo un gran desgarrón en
su uniforme, por el cual se divisaba el forro blanco, que parecía la dentadura
que se asoma por detrás de una risa burlona. Don Modesto estaba identificado con
su uniforme; con él habría perdido el último vestigio de su
profesión.
-¡Qué
desgracia! -exclamó tristemente la tía María.
-Una
jaqueca le cuesta a Rosita -prosiguió don Modesto.
-Su
excelencia suplica al señor comandante que se sirva pasar a su habitación -dijo
entonces un criado.
Don
Modesto se puso muy erguido; tomó en su mano un pliego cuidadosamente doblado y
sellado, apretó lo más que pudo al cuerpo el brazo, bajo el cual se hallaba la
desventurada rotura, y presentándose ante el magnate, le saludó respetuosamente,
colocándose en la estricta posición de ordenanza.
-Deseo
a vuestra excelencia -dijo- un felicísimo viaje, y que encuentre a mi señora la
duquesa y a toda su familia en la más cumplida salud; y me tomo la libertad de
suplicar a vuestra excelencia se sirva poner en manos del señor ministro de
Guerra esta representación relativa al fuerte que tengo la honra de mandar.
Vuestra excelencia ha podido convencerse por sí mismo de cuán urgentes son los
reparos que el castillo de San Cristóbal necesita, especialmente hablándose de
guerra con el emperador de Marruecos.
-Mi
querido don Modesto -contestó el duque-, no me atrevo a responder del éxito de
esa solicitud, más bien le aconsejaría que pusiera una cruz en las almenas del
fuerte, como se pone sobre una sepultura. Pero en cambio, prometo a usted
conseguir que se le faciliten algunas pagas atrasadas.
Esta
agradable promesa no fue parte a borrar la triste impresión que había hecho en
el comandante la especie de sentencia de muerte pronunciada por el duque sobre
su fuerte.
-Entre
tanto -continuó el duque-, suplico a usted que acepte como recuerdo de un
amigo...
Y
diciendo esto, indicó una silla inmediata.
¿Cuál
no sería la sorpresa de aquel excelente hombre al ver expuesto sobre una silla
un uniforme completo, nuevo, brillante, con unas charreteras dignas de adornar
los hombros del primer capitán del siglo? Don Modesto, como era natural, quedó
confuso, atónito, deslumbrado al ver tanto esplendor y tanta
magnificencia.
-Espero
-dijo el duque-, señor comandante, que viva usted bastantes años, para que le
dure ese uniforme otro tanto, cuando menos, como su
predecesor.
-¡Ah!
señor excelentísimo -contestó don Modesto, recobrando poco a poco el uso de la
palabra-; ¡esto es demasiado para mí!
-Nada
de eso, nada de eso -respondió el duque-. ¡Cuántos hay que usan uniformes más
lujosos que ese sin merecerlo tanto! Sé, además -continuó-, que tiene usted una
amiga, una excelente patrona, y que no le pesaría llevarle un recuerdo. Hágame
el favor de poner en sus manos esta fineza.
Era
un rosario de filigrana de oro y coral.
En
seguida, sin dar tiempo a don Modesto para volver en sí de su asombro, el duque
se dirigió a la familia, a quien había mandado convocar, con el objeto de
acreditarle su gratitud, y dejarles una memoria. El duque no hacía el bien con
la indiferencia y dadivosidad desdeñosa, y tal vez ofensiva, con que lo hacen
generalmente los ricos, sino que lo verificaba como lo practican los que no lo
son, es decir, estudiando las necesidades y gustos de cada cual. Así es que
todos los habitantes del convento recibieron lo que más falta les hacía o lo que
más podía agradarles. Manuel, una capa y un buen reloj; Momo, un vestido
completo, una faja de seda amarilla y una escopeta; las mujeres y los niños,
telas para trajes y juguetes; Anís, un barrilete, o cometa de tan vastas
dimensiones, que cubierto con él desaparecía su diminuta persona, como un ratón
detrás del escudo de Aquiles. A la tía María, a la infatigable enfermera del
ilustre huésped, a la diestra fabricante de caldos sustanciosos, señaló el duque
una pensión vitalicia.
En
cuanto al pobre fray Gabriel, se quedó sin nada. Hacía tan poco ruido en el
mundo, y se había ocultado tanto a los ojos del duque, que este no le había
echado de ver.
La
tía María, sin que nadie la observase, cortó algunas varas de una de las piezas
de crea, que el duque le había regalado, y dos pañuelos de algodón, y fue a
buscar a su protegido.
-Aquí
tiene usted, fray Gabriel -le dijo-, un regalito que le hace el señor duque. Yo
me encargo de hacerle la camisa.
El
pobrecillo se quedó todavía más aturdido que el comandante. Fray Gabriel era más
que modesto: ¡era humilde!
Estando
todo dispuesto para el viaje, el duque se presentó en el
patio.
-Adiós,
Romo, honra de Villamar -le dijo Marisalada-; si te vide, no me
acuerdo.
-Adiós,
Gaviota -respondió este-; si todos sintieran tu ida como el hijo de mi madre, se
habían de echar las campanas al vuelo.
El
tío Pedro se mantenía sentado en los escalones de mármol. La tía María estaba a
su lado, llorando a lágrima viva.
-No
parece -dijo Marisalada- sino que me voy a la China, y que ya no nos hemos de
ver más en la vida. Cuando les digo a ustedes que he de volver. ¡Vaya, que esto
parece un duelo de gitanos! ¡Si se han empeñado ustedes en aguarme el gusto de
ir a la ciudad!
-Madre
-decía Manuel, conmovido al presenciar el llanto de la buena mujer-, si llora
usted ahora a jarrillas, ¿qué haría si me muriera yo?
-No
lloraría, hijo de mi corazón -respondió la madre, sonriendo en medio de su
llanto-. No tendría tiempo para llorar tu muerte.
Vinieron
las caballerías. Stein se arrojó en los brazos de la tía
María.
-No
nos eche usted en olvido, don Federico -dijo sollozando la buena anciana-.
¡Vuelva usted!
-Si
no vuelvo -respondió este-, será porque habré muerto.
El
duque había dispuesto que Marisalada montase apresuradamente en la mula que se
le había destinado, a fin de sustraerla a tan penosa despedida. El animal rompió
al trote; siguiéronla los otros, y toda la comitiva desapareció muy en breve
detrás del ángulo del convento.
El
pobre padre tenía los brazos extendidos hacia su hija.
-¡No
la veré más! -gritó sofocado, dejando caer el rostro en las gradas de la
cruz.
Los
viajeros proseguían apresurando el trote. Stein, al llegar al Calvario, desahogó
la aflicción que le oprimía, dirigiendo una ferviente oración al Señor del
Socorro, cuyo benigno influjo se esparcía en toda aquella comarca como la luz en
torno del astro que la dispensa.
Rosa
Mística estaba en su ventana cuando los viajeros atravesaron la plaza del
pueblo.
-¡Dios
me perdone! -exclamó al ver a Marisalada cabalgando al lado del duque-; ni
siquiera me saluda, ni siquiera me mira. ¡Vaya si ha soplado ya en su corazón el
demonio del orgullo! Apuesto -añadió, asomando la cabeza a la reja- que tampoco
saluda al señor cura, que está en los porches de la iglesia. Sí, pero es porque
ya le da ejemplo el duque. ¡Hola!, y se detiene para hablarle..., y le pone una
bolsa en las manos, ¡que será para los pobres!... Es un señor muy bueno y muy
dadivoso. Ha hecho mucho bien. ¡Dios se lo remunere!
Rosa
Mística no sabía todavía la doble sorpresa que le
aguardaba.
Al
pasar Stein, la saludó tristemente con la mano.
-¡Vaya
usted con Dios! -dijo Rosa, meneando un pañuelo-. ¡Más buen hombre! Ayer al
despedirse de mí lloraba como un niño. ¡Qué lástima que no se quede en el lugar!
Y se quedaría, si no fuera por esa loca de Gaviota, como le dice muy bien
Momo.
La
comitiva había llegado a una colina, y empezó a bajarla. Las casas de Villamar
desaparecieron muy en breve a los ojos de Stein, quien no podía arrancarse de un
sitio en que había vivido tan tranquilo y feliz.
El
duque, entre tanto, se tomaba el inútil trabajo de consolar a María, pintándole
lisonjeros proyectos para el porvenir. ¡Stein no tenía ojos sino para contemplar
las escenas de que se alejaba!
La
cruz del Calvario y la capilla del Señor del Socorro desaparecieron a su vez.
Después, la gran masa del convento pareció poco a poco hundirse en la tierra. Al
fin, de todo aquel tranquilo rincón del mundo, no percibió más que las ruinas
del fuerte, dibujando sus masas sombrías en el fondo azul del firmamento, y la
torre, que, según la expresión de un poeta, como un dedo, señalaba el cielo con
muda elocuencia.
Por
último, toda aquella perspectiva se desvaneció. Stein ocultó sus lágrimas,
cubriéndose con las manos el rostro.
Capítulo
XVI
En
España, cuyo carácter nacional es enemigo de la afectación, ni se exige ni se
reconoce lo que en otras partes se llama buen tono. El buen tono es aquí la
naturalidad, porque todo lo que en España es natural, es por sí mismo
elegante.
EL
AUTOR.
El
mes de julio había sido sumamente caluroso en Sevilla. Las tertulias se reunían
en aquellos patios deliciosos, en que las hermosas fuentes de mármol, con sus
juguetones saltaderos, desaparecían detrás de una gran masa de tiestos de
flores. Pendían del techo de los corredores, que guarnecían el patio, grandes
faroles, o bombas de cristal, que esparcían en torno torrentes de luz. Las
flores perfumaban el ambiente y contribuían a realzar la gracia y el esplendor
de esta escena de ricos muebles que la adornaban, y sobre todo las lindas
sevillanas, cuyos animados y alegres diálogos competían con el blando susurro de
las fuentes.
En
una noche, hacia fines del mes, había gran concurrencia en casa de la joven,
linda y elegante condesa de Algar. Teníase a gran dicha ser introducido en
aquella casa; y por cierto, no había cosa más fácil, porque la dueña era tan
amable y tan accesible que recibía a todo el mundo con la misma sonrisa y la
misma cordialidad. La facilidad con que admitía a todos los presentados no era
muy del gusto de su tío el general Santa María, militar de la época de Napoleón,
belicoso por excelencia y (como solían ser los militares de aquellos tiempos)
algo brusco, un poco exclusivo, un tanto cuanto absoluto y desdeñoso; en fin, un
hijo clásico de Marte, plenamente convencido de que todas las relaciones entre
los hombres consisten en mandar u obedecer y de que el objeto y principal
utilidad de la sociedad es clasificar a todos y a cada uno de sus miembros. En
lo demás, español como Pelayo y bizarro como el Cid.
El
general, su hermana la marquesa de Guadalcanal, madre de la condesa, y otras
personas estaban jugando al tresillo. Algunos hablaban de política, paseándose
por los corredores; la juventud de ambos sexos, sentada junto a las flores,
charlaba y reía, como si la tierra sólo produjese flores, y el aire sólo
resonase con alegres risas.
La
condesa, medio recostada en un sofá, se quejaba de una fuerte jaqueca, que, sin
embargo, no le impedía estar alegre y risueña. Era pequeña, delgada y blanca
como el alabastro. Su espesa y rubia cabellera ondeaba en tirabuzones a la
inglesa. Sus ojos pardos y grandes, su nariz, sus dientes, su boca, el óvalo de
su rostro, eran modelos de perfección; su gracia, incomparable. Querida en
extremo por su madre, adorada por su marido, que, no gustando de la sociedad, le
daba, sin embargo, una libertad sin límites, porque ella era virtuosa y él
confiado, era la condesa en realidad una niña mimada. Pero, gracias a su
excelente carácter, no abusaba de los privilegios de tal. Sin grandes facultades
intelectuales, tenía el talento del corazón; sentía bien y con delicadeza. Toda
su ambición se reducía a divertirse y agradar sin exceso, como el ave que vuela
sin saberlo y canta sin esfuerzo. Aquella noche, había vuelto de paseo, cansada
y algo indispuesta: se había quitado el vestido y puéstose una sencilla blusa de
muselina blanca. Sus brazos blancos y redondos asomaban por los encajes de sus
mangas perdidas: se había olvidado de quitarse un brazalete y las sortijas.
Cerca de ella estaba sentado un coronel joven, recién venido de Madrid, después
de haberse distinguido en la guerra de Navarra. La condesa, que no era
hipócrita, tenía fijada en él toda su atención.
El
general Santa María los miraba de cuando en cuando, mordiéndose los labios de
impaciencia.
-¡Fruta
nueva! -decía-; dejaría ella de ser hija de Eva si no le petase la novedad. ¡Un
mequetrefe! ¡Veinticuatro años y ya con tres galones! ¿Cuándo se ha visto tal
prodigalidad de grados? ¡Hace cinco o seis años que iba a la escuela y ya manda
un Regimiento! Sin duda vendrán a decirnos que ganó sus grados con acciones
brillantes. Pues yo digo que el valor no da experiencia, y que sin experiencia
nadie sabe mandar. ¡Coronel del Ejército con veinticuatro años de edad! Yo lo
fui a los cuarenta, después de haber estado en el Rosellón, en América, en
Portugal; y no gané la faja de general sino de vuelta del Norte con la Romana y
de haber peleado en la guerra de la Independencia. Señores, la verdad es que
todos nos hemos vuelto locos en España; los unos por lo que hacen y los otros
por lo que dejan de hacer.
En
este momento se oyeron algunas exclamaciones ruidosas. La condesa misma salió de
su languidez y se levantó de un salto.
-Por
fin, ¡ya apareció el perdido! -exclamó-. Mil veces bien venido, desventurado
cazador y malparado jinete. ¡Buen susto nos hemos llevado! Pero ¿qué es esto?
Estáis como si nada os hubiese acaecido. ¿Es cierto lo que se dice de un
maravilloso médico alemán, salido de entre las ruinas de un fuerte y las de un
convento, como una de esas creaciones fantásticas? Contadnos, duque, todas esas
cosas extraordinarias.
El
duque, después de haber recibido las enhorabuenas de todos los concurrentes por
su regreso y curación, tomó asiento enfrente de la condesa y entró en la
narración de todo lo que el lector sabe. En fin, después de hablar mucho de
Stein y de María, concluyó diciendo que había conseguido de él que viniese con
su mujer a establecerse en Sevilla, para utilizar y dar a conocer, él su ciencia
y ella los dotes extraordinarios con que la naturaleza la había
favorecido.
-Mal
hecho -falló en tono resuelto el general.
La
condesa se volvió hacia su tío con prontitud.
-¿Y
por qué es mal hecho, señor? -preguntó.
-Porque
esas gentes -respondió el general- vivían contentos y sin ambición, y desde
ahora en adelante, no podrán decir otro tanto; y según el título de una comedia
española, que es una sentencia, Ninguno debe dejar lo cierto por lo
dudoso.
-¿Creéis,
tío -repuso la condesa-, que esa mujer, con una voz privilegiada, echará de
menos la roca a que estaba pegada como una ostra, sin ventajas y sin gloria para
ella, para la sociedad ni para las artes?
-Vamos,
sobrina, ¿querrás hacernos creer con toda formalidad que la sociedad humana
adelantará mucho con que una mujer suba a las tablas y se ponga a cantar di
tanti palpiti?
-Vaya
-dijo la condesa-; bien se conoce que no sois filarmónico.
-Y
doy muchas gracias a Dios de no serlo -contestó el general-. ¿Quieres que pierda
el juicio, como tantos lo pierden, con ese furor melomaníaco, con esa inundación
de notas que por toda Europa se ha derramado como un alud, o una avalancha, como
malamente dicen ahora? ¿Quieres que vaya a engrandecer con mi imbécil entusiasmo
el portentoso orgullo de los reyes y reinas del gorgorito? ¿Quieres que vayan
mis pesetas a sumirse en sus colosales ingresos, mientras se están muriendo de
hambre tantos buenos oficiales cubiertos de cicatrices, mientras que tantas
mujeres de sólido mérito y de virtudes cristianas, pasan la vida llorando, sin
un pedazo de pan que llevar a la boca? ¡Esto sí que clama al cielo, y es un
verdadero sarcasmo, como también dicen ahora, en una época en que no se les cae
de la boca a esos hipocritones vocingleros la palabra humanidad! ¡Pues ya iría
yo a echar ramos de flores a una prima donna, cuyas recomendables prendas se
reducen al do, re, mi, fa, sol!
-Mi
tío -dijo la condesa- es la mismísima personificación del statu quo. Todo lo
nuevo le disgusta. Voy a envejecer lo más pronto posible, para
agradarle.
-No
harás tal, sobrina -repuso el general-; y así no exijas tampoco que yo me
rejuvenezca para adular a la generación presente.
-¿Sobre
qué está disputando mi hermano? -preguntó la marquesa, que, distraída hasta
entonces por el juego, no había tomado parte en la
conversación.
-Mi
tío -dijo un oficial joven que había entrado calmadito y sentándose cerca del
duque-, mi tío está predicando una cruzada contra la música. Ha declarado la
guerra a los andantes, proscribe los moderatos y no da cuartel ni a los
allegros.
-¡Querido
Rafael! -exclamó el duque abrazando al oficial, que era pariente suyo, y a quien
tenía mucho afecto. Era este pequeño, pero de persona fina, bien formada y
airosa; su cara, de las que se dice que son demasiado bonitas para
hombres.
-¡Y
yo! -respondió el oficial, apretando en sus manos las del duque-; ¡yo que me
habría dejado cortar las dos piernas por evitaros los malos ratos que habéis
pasado! Pero estamos hablando de la ópera, y no quiero cantar en tono de
melodrama.
-Bien
pensado -dijo el duque-; y más valdrá que me cuentes lo que ha pasado aquí
durante mi ausencia. ¿Qué se dice?
-Que
mi prima la condesa de Algar -dijo Rafael- es la perla de las
sevillanas.
-Pregunto
lo que hay de nuevo -repuso el duque- y no lo sabido.
-Señor
duque -continuó Rafael-, Salomón ha dicho, y muchos sabios (y yo entre ellos)
han repetido, que nada hay nuevo debajo de la capa azul del
cielo.
-¡Ojalá
fuera cierto! -dijo el general suspirando-; pero mi sobrino Rafael Arias es una
contradicción viva de su axioma. Siempre nos trae caras nuevas a la tertulia, y
eso es insoportable.
-Ya
está mi tío -dijo Rafael- esgrimiendo la espada contra los extranjeros. El
extranjero es el bu del general Santa María. Señor duque, si no me hubierais
nombrado ayudante vuestro, cuando erais ministro de Guerra, no habría contraído
tantas relaciones con los diplomáticos extranjeros de Madrid y no me estarían
quemando la sangre con cartas de recomendación. ¿Creéis, tío, que me divierte
mucho el servir de cicerone, como lo estoy haciendo desde que vine a Sevilla,
con todo viandante?
-¿Y
quién nos obliga -repuso el general- a abrir las puertas de par en par a todo el
que llega y a ponernos a sus órdenes? No lo hacen así en París, y mucho menos en
Londres.
-Cada
nación tiene su carácter -dijo la condesa- y cada sociedad sus usos. Los
extranjeros son más reservados que nosotros: lo son igualmente entre sí. Es
preciso ser justos.
-¿Han
venido algunos recientemente? -preguntó el duque-. Lo digo porque estoy
guardando a lord G., que es uno de los hombres más distinguidos que conozco. ¿Si
estará ya en Sevilla?
-No
ha llegado aún -contestó Rafael-. Por ahora tenemos aquí, en primer lugar, al
mayor Fly, a quien llamamos la Mosca, que es lo que su nombre significa. Sirve
en los guardias de la reina y es sobrino del duque de W., uno de los más altos
personajes de Inglaterra.
-¡Sí!
¡Sobrino del duque de W. -dijo el general como yo lo soy del Gran
Turco!
-Es
joven -prosiguió Rafael-, elegante y buen mozo, pero un coloso de estatura; de
modo que es preciso colocarse a cierta distancia, para poder hacerse cargo del
conjunto. De cerca parece tan grande, tan robusto, tan anguloso, tan tosco, que
pierde un ciento por ciento. Cuando no está sentado a la mesa, siempre le tengo
al lado, dentro o fuera de casa; cuando mi criado le dice que he salido,
responde que me aguardará; y al entrar él por la puerta, salgo yo por la
ventana. Tiene la costumbre de tirar al florete con su bastón, y aunque sus
botonazos sean inocentes y no hiera más que el aire, como tiene el brazo fuerte
y tan largo, y mi cuarto es pequeño, me agujerea las paredes y ha roto varios
cristales de la ventana. En las sillas se sienta, se mece, se contonea y
repanchiga de tal modo, que ya van cuatro rotas. Mi patrona, al verlo, se pone
hecha una furia. Algunas veces toma un libro, y es lo mejor que puede hacer,
porque entonces se queda dormido. Pero su fuerte son las conquistas; este es su
caballo de batalla, su idea fija y toda su esperanza, aunque todavía en verde.
Tiene con respecto al bello sexo, la misma ilusión que con respecto a los pesos
duros el gallego que fue a México, creyendo que no tendría más que bajarse para
recogerlos. He tratado de desengañarle; pero ha sido predicar en desierto.
Cuando le hablo en razón, se sonríe con cierto aire de incredulidad, acariciando
sus enormes bigotes. Está apalabrado con una heredera millonaria, y lo curioso
es que este Ayax de treinta años, que devora cuatro libras de carne en
beef-steake y se bebe tres botellas de jerez de una sentada, hace creer a la
novia que viaja por necesitarlo su salud. El otro maulo como dice mi tío, es un
francés: el barón de Maude.
-¡Barón!
-dijo el general con socarronería-. ¡Sí!, ¡barón como yo
papa!
-Pero
por Dios, tío -dijo la condesa-, ¿qué razón hay para que no sea
barón?
-La
razón es, sobrina -dijo el general-, que los verdaderos barones (no los de
Napoleón ni los constitucionales, sino los de antaño) no viajaban ni escribían
por dinero, ni eran tan mal criados, tan curiosos y tan cansadamente
preguntones.
-Pero
tío, por Dios; bien se puede ser barón y ser preguntón. Por preguntar no se
pierde la nobleza. A su regreso a su país va a casarse con la hija de un par de
Francia.
-Así
se casará él con ella -replicó el general-, como yo con el Gran
Turco.
-Mi
tío -dijo Arias- es como Santo Tomás: ver y creer. Pero volviendo a nuestro
barón, es preciso confesar que es hombre de muy buena presencia, aunque como yo,
acabó de crecer antes de tiempo. Tiene un carácter amable; pero la da de sabio y
de literato; y lo mismo habla de política que de artes; lo mismo de Historia que
de música, de estadística, de filosofía, de hacienda y de modas. Ahora está
escribiendo un libro serio, como él dice, el cual debe servirle de escalón para
subir a la Cámara de Diputados. Se intitula: Viaje científico, filosófico,
fisiológico, artístico y geológico por España (a) Iberia, con observaciones
críticas sobre su gobierno, sus cocineros, su literatura, sus caminos y canales,
su agricultura, sus boleros y su sistema tributario. Afectadamente descuidado en
su traje, grave, circunspecto, económico en demasía, viene a ser una fruta
imperfecta de ese invernáculo de hombres públicos, que cría productos
prematuros, sin primavera, sin brisas animadoras y sin aire libre; frutos sin
sabor ni perfume. Esos hombres se precipitan en el porvenir, en vapor a toda
máquina, a caza de lo que ellos llaman una posición, y a esto sacrifican todo lo
demás: ¡tristes existencias atormentadas, para las que el día de la vida no
tiene aurora!
-Rafael,
eso es filosofar -dijo el duque sonriéndose-. ¿Sabes que si Sócrates hubiera
vivido en nuestros tiempos, serías su discípulo más bien que mi
ayudante?
-No
cambio la ayudantía por el apostolado, mi general -respondió Arias-. Pero la
verdad es que si no hubiera tanto discípulo necio, no habría tanto perverso
maestro.
-¡Bien
dicho, sobrino! -exclamó el anciano general-; ¡tanto nuevo maestro! y cada cual
enseña una cosa y predica una doctrina a cual más nueva y más peregrina. ¡El
progreso!, ¡el magnífico y nunca bien ponderado progreso!
-General
-contestó el duque-, para sostener el equilibrio en este nuestro globo, es
preciso que haya gas y haya lastre; ambas fuerzas deberían mirarse
recíprocamente como necesarias, en lugar de querer aniquilarse con tanto
encarnizamiento.
-Lo
que decís -repuso el general- son doctrinas del odioso justo-medio, que es el
que más nos ha perdido con sus opiniones vergonzantes y sus terminachos
curruscantes, como dice el pueblo, que habla con mejor sentido que los
ilustrados secuaces del modernismo; hipocritones con buena corteza y mala pulpa;
adoradores del Ser Supremo, que no creen en Jesucristo.
-Mi
tío -dijo Rafael- odia tanto a los moderados, que pierde toda moderación para
combatirlos.
-Calla,
Rafael -respondió la condesa-; tú combates y te burlas de todas las opiniones, y
no tienes ninguna, por tal de no tomarte el trabajo de
defenderla.
-Prima
-exclamó Rafael-, soy liberal; dígalo mi bolsa vacía.
-¡Qué
habías tú de ser liberal! -dijo con voz estridente el
general.
-¿Y
por qué no había de serlo, señor? El duque también lo es.
-¡Qué
habías de ser liberal! -tornó a decir el veterano en tono fuerte y recalcado,
como un redoble de tambor.
-Vamos
-murmuró Rafael-; mi tío, por lo visto, no consiente en que sean liberales sino
las artes que llevan esa denominación. Señor -añadió dirigiéndose a su tío, al
que hallaba su sobrino un sabroso placer en hacer rabiar-. ¿Por qué no puede ser
el duque liberal? ¿Quién se lo puede estorbar si se le antoja ser liberal? ¿Se
pondrá más feo por ser liberal? ¿Por qué no podemos ser liberales, señor, por
qué?
-Porque
el militar -contestó el general- no es ni debe ser otra cosa que el sostén del
trono, el mantenedor del orden y el defensor de su Patria. ¿Estás,
sobrino?
-Pero
tío...
-Rafael
-le interrumpió la condesa-, no te metas en honduras y prosigue tu
relación.
-Obedezco;
¡ah prima!, en el ejército que estuviese a tus órdenes, no se vería jamás una
falta de subordinación. Otro extranjero tenemos en Sevilla, un tal sir John
Burnwood. Es un joven de cincuenta años; hermosote, sonrosado, con grandes
melenas, como león genuino del Atlas; lente inamovible, sonrisa ídem, apretones
de manos a diestro y siniestro; gran parlanchín, bulle-bulle, turbulento para
echarla de vivo; como aquel alemán, que con el mismo objeto se tiró por la
ventana; gran amigo de apuestas; célebre sportman; poseedor de vastas minas de
carbón de piedra, que le producen veinte mil libras de
renta.
-¿Supongo
-dijo el general- que serán veinte mil libras de carbón de
piedra?
-Mi
tío -dijo Rafael- es como los bolsistas, que suben y bajan las rentas a su
albedrío. Sir John apostó que subiría a la Giralda a caballo, y ese es el gran
objeto que le trae a Sevilla. Es verdad que uno de nuestros antiguos reyes lo
hizo; pero el pobre caballo en que subió, no pudo bajar y se quedó, como el
sepulcro de Mahoma, suspenso entre el cielo y la tierra; fue preciso matarlo en
su elevado puesto. Sir John está desesperado porque no le permiten gozar de este
monárquico pasatiempo. Ahora quiere, a ejemplo de lord Elguin y del barón
Taylor, comprar el Alcázar y llevárselo a su hacienda señorial, piedra por
piedra, sin omitir las que, según dicen, están manchadas para siempre con la
sangre de don Fadrique, a quien mandó dar muerte su hermano el rey don Pedro,
hace quinientos años.
-No
hay cosa -dijo el general- de que no sean capaces esos sires, ni idea, por
descabellada que sea, que no se les ocurra.
-Hay
más -continuó Rafael-. El otro día me preguntó si podría yo obtener del Cabildo
de la Catedral que vendiese las llaves doradas que el rey moro presentó en una
fuente de plata a San Fernando cuando conquistó a Sevilla, y la copa de ágata en
que solía beber el gran rey.
El
general dio tal porrazo sobre la mesa, que uno de los candeleros vino al
suelo.
-Mi
general -dijo el duque-, ¿no echáis de ver que Rafael está recargando los
colores de sus cuadros y que son puras extravagancias todo lo que está
diciendo?
-No
hay extravagancia -repuso el general- que sea improbable en los
ingleses.
-Pues
aún falta lo mejor -continuó Rafael fijando sus miradas en una linda joven, que
estaba al lado de la marquesa, viéndola jugar-. Sir John está enamorado perdido
de mi prima Rita y la ha pedido. Rita, que no sabe absolutamente cómo se
pronuncia el monosílabo sí, le ha dado un no, pelado y recio como un
cañonazo.
-¿Es
posible, Ritita -dijo el duque-, que hayáis rehusado veinte mil libras de
renta?
-No
he rehusado la renta -contestó la joven con soltura, sin dejar de mirar el
juego-; lo que he rehusado ha sido al que la posee.
-Ha
hecho bien -dijo el general-: cada cual debe casarse en su país. Este es el modo
de no exponerse a tomar gato por liebre.
-Bien
hecho -añadió la marquesa-. ¡Un protestante! Dios nos
libre.
-¿Y
qué decís vos, condesa? -preguntó el duque.
-Digo
lo que mi madre -respondió esta-. No es cosa de chanza que el jefe de una
familia sea de distinta religión que la de esta; creo como mi tío, que cada cual
debe casarse en su país; y digo lo que Rita: que no me casaría jamás con un
hombre sólo porque tuviese veinte mil libras de renta.
-Además
-dijo Rita-, está muy enamorado de la bolera Lucía del Salto; y así, aunque el
señor fuera de mi gusto, le habría dado la misma respuesta. No estoy por las
competencias; y mucho menos con gente de entre bastidores.
Rita
era sobrina de la marquesa y del general. Huérfana desde su niñez, había sido
criada por un hermano suyo, que la amaba con ternura, y por su nodriza, que
adoraba en ella y la mimaba; sin que por esto dejase de haberse hecho una joven
buena y piadosa. El aislamiento y la independencia en que había pasado los
primeros años de su vida, habían impreso en su carácter el doble sello de la
timidez y de la decisión. Era de esas personas que algunos llaman oscuras, por
enemigas del ruido y del brillo; altiva al mismo tiempo que bondadosa;
caprichosa y sencilla; burlona y reservada. A este carácter picante se agregaba
el exterior más seductor y más lindo. Su estatura era medianamente alta, su
talle, que jamás se había sometido a la presión del corsé, poseía toda la
soltura, toda la flexibilidad que los novelistas franceses atribuyen falsamente
a sus heroínas, embutidas en apretados estuches de ballena. A esa graciosa
soltura de cuerpo y de movimientos, unida a la franqueza y naturalidad en el
trato, tan encantadora cuando la acompañan la gracia y la benevolencia, deben
las españolas su tan celebrado atractivo. Rita tenía el blanco mate limpio y
uniforme de las estatuas de mármol; su hermoso cabello era negro; sus ojos,
notablemente grandes, de un color pardo oscuro, guarnecidos de grandes pestañas
negras y coronados de cejas que parecían trazadas por la mano de Murillo. Su
fresca boca, generalmente seria, se entreabría de cuando en cuando para lanzar
por entre su blanquísima dentadura una pronta y alegre carcajada, que su
encogimiento habitual comprimía inmediatamente; porque nada le era más
repugnante que llamar la atención, y cuando esto le sucedía, se ponía de mal
humor.
Había
hecho voto a la Virgen de los Dolores de llevar hábito; y así vestía siempre de
negro, con cinturón de cuero barnizado y un pequeño corazón de oro atravesado
por una espada, en la parte superior de la manga.
Rita
era la única mujer que su primo Rafael Arias había amado seriamente: no con una
pasión lacrimosa y elegiaca, cosa que no estaba en su carácter, el más
antisentimental que entre otros muchos resecó el Levante indígena, sino con un
afecto vivo, sincero y constante. Rafael, que era un excelente joven, leal,
juicioso y noble en su porte y por su cuna, y que gozaba de un buen patrimonio,
era el marido que la familia de Rita le deseaba. Pero ella, a pesar de la
vigilancia de su hermano, había entregado su corazón sin saberlo aquel. El
objeto de su preferencia era un joven de ilustre cuna; arrogante mozo, pero
jugador; y esto bastaba para que el hermano de Rita se opusiese de tal modo a
sus amores, que le había prohibido rigurosamente verle y hablarle. Rita, con su
firmeza de temple y su perseverancia de española (que debiera emplear mejor que
lo hacía en esto), aguardaba tranquilamente, sin quejas, suspiros ni lágrimas,
que llegase el día de cumplir veintiún años, para casarse sin escándalo, a pesar
de la oposición de su hermano. Entre tanto, su amante le paseaba la calle,
vestido y montado a lo majo, en soberbios caballos y se carteaban
diariamente.
Aquella
noche Rita había entrado, como siempre, en la tertulia, sin hacer ruido, y se
había sentado en el sitio acostumbrado, cerca de su tía, para verla jugar. Esta
no había observado la proximidad de su sobrina, sino cuando preguntada por el
duque acerca del enlace que había rehusado, se había visto obligada a
responder.
-¡Jesús!
Rita -dijo la marquesa-. ¡Qué susto me has dado! ¿Cómo has llegado hasta aquí
sin que nadie te haya sentido?
-¿Queríais
-respondió- que entrase con tambor y trompeta como un
regimiento?
-Pero
al menos -repuso la marquesa-, bien hubieras podido saludar a las
gentes.
-Se
distraen los jugadores -dijo Rita-; y si no, ved vuestros naipes. Oros van
jugados y ya ibais a hacer un renuncio por echarme una
peluca.
Durante
este diálogo, Rafael se había sentado detrás de su prima y le decía al
oído:
-Rita,
¿cuándo pido la dispensa?
-Cuando
yo te avise -contestó sin volverle la cara.
-¿Y
qué he de hacer para merecer que llegue ese venturoso
instante?
-Encomendarte
a mi santa, que es abogada de imposibles.
-Cruel,
algún día te arrepentirás de haber rechazado mi blanca mano. Pierdes el mejor y
el más agradecido de los maridos.
-Y
tú la peor y la más ingrata de las mujeres.
-Escucha,
Rita -continuó Arias-; ¿tiene nuestro tío, que está enfrente de nosotros, alguna
custodia en la cabeza, que te impide volver la cara a quien te
habla?
-Tengo
una torcedura en el pescuezo.
-Esa
torcedura se llama Luis de Haro. ¿Todavía estás encaprichada con ese consumidor
de barajas?
-Más
que nunca.
-¿Y
qué dice a eso tu hermano?
-Si
te interesa, pregúntaselo.
-¿Y
me dejarás morir?
-Sin
pestañear.
-Hago
voto al diablo que está a los pies del San Miguel de la parroquia, de que le he
de dorar los cuernos, si carga de una vez con tu Luis de
Haro.
-Deséale
mal, que los malos deseos de los envidiosos engordan.
-Paréceme
que te fastidio -dijo Rafael, después de algunos minutos de silencio, viendo
bostezar a su prima.
-¿Hasta
ahora no lo habías echado de ver? -respondió Rita.
-Esto
es que deseas que me vaya. Ya se ve, ¡como Luis Barajas es tan
celoso!
-¡Celoso
de ti! -respondió su prima, lanzando una de sus carcajadas repentinas-: tan
celoso está de ti como del inglés gordo.
-Gracias
por la comparación, amable primita; y ¡adiós para siempre!
-¡La
del humo! -respondió Rita sin volver la cara.
Rafael
se levantó furioso.
-¿Qué
tenéis, Rafael? -le preguntó en tono lánguido una joven, al pasar delante de
ella.
Esta
nueva interlocutora acababa de llegar de Madrid, adonde un pleito de
consideración había exigido la presencia de su padre. Volvía de esta expedición
completamente modernizada; tan rabiosamente inoculada en lo que se ha dado en
llamar buen tono extranjero, que se había hecho insoportablemente ridícula. Su
ocupación incesante era leer; pero novelas casi todas francesas. Profesaba hacia
la moda una especie de culto; adoraba la música y despreciaba todo lo que era
español.
Al
oír Rafael la pregunta que se le dirigía, procuró serenarse y
respondió:
-Eloisita,
tengo un día más que ayer y uno menos de vida.
-Ya
sé lo que tenéis, Arias; y conozco cuanto sufrís.
-Eloisita,
me vais a meter aprensión como a don Basilio -y se puso a cantar-. ¡Qué mala
cara!
-En
vano disimuláis; hay lágrimas en vuestra risa, Arias.
-Pero
decidme por Dios, Eloisita, lo que tengo, pues es una obra de misericordia
enseñar al que no sabe.
-Lo
que tenéis, Arias, harto lo sabéis.
-¿El
qué?
-Una
decepción -murmuró Eloísa.
-¿Una
qué? -preguntó Rafael, que no la entendió.
-Una
decepción -repitió Eloísa.
-¡Ah!,
¡ya!, había entendido deserción, y mi honor militar se había horripilado. En
cuanto a decepción, tengo un ciento, como cada hijo de vecino, amiga mía; y no
es poca el inspiraros lástima en lugar de agrado, que es lo que más
deseo.
-Pero
una hay entre todas que descolora vuestra vida y hace que sea para vos la
felicidad un sarcasmo que os llevará a mirar la tumba como un descanso y la
muerte como una sonriente amiga.
-¡Ah,
Eloisita! -contestó Rafael-; un dedo de la mano habría dado por haber tenido en
la acción de Mendigorría tales pensamientos; no que cuando me llevaron al
hospital con un balazo en el costado, maldito si me sonreían ni la muerte ni la
tumba.
-¡Qué
prosaico sois! -exclamó indignada Eloísa.
-¿Es
esto un anatema, Eloisita?
-No,
señor -repuso con ironía la interrogada-; es un magnífico
cumplido.
-Lo
que es una verdad de a folio -dijo Rafael- es el que estáis lindísima con ese
peinado, y que ese vestido es del mejor gusto.
-¿Os
agrada? -exclamó la elegante joven, dejando de repente el tono sentimental-. Son
estas telas las últimas nouveautés, es gro Ledru-Rollin.
-No
es extraño -dijo Rafael- que se muera por España y por las españolas aquel
inglés que veis allí enfrente y cuya cabeza descuella sobre todas las plantas
del macetero.
-¡Qué
mal gusto! -contestó Eloísa con un gesto de desdén.
-Dice
-continuó Rafael- que no hay cosa más bonita en el mundo que una española con su
mantilla, que es el traje que más favor les hace.
-¡Qué
injusticia! -exclamó la joven-. ¿Creen acaso que el sombrero es demasiado
elegante para nosotras?
-Dice
-prosiguió Rafael- que manejáis el abanico con una gracia
incomparable.
-¡Qué
calumnia! -dijo Eloísa-. Ya no lo usamos las elegantas.
-Dice
que esos piececitos tan monos, tan breves, tan lindos, están pidiendo a gritos
medias y zapatos de seda, en lugar de esas horrendas botas, borceguíes,
brodequines o llámense comoquiera.
-Eso
es insultamos -exclamó Eloísa-; es querer que retrogrademos medio siglo, como
dice muy bien la ilustrada prensa madrileña.
-Que
los ojos negros de las españolas son los más hermosos del
mundo.
-¡Qué
vulgaridad! Esos son ojos de las gentes del pueblo, de cocineras y
cigarreras.
-Que
el modo de andar de las españolas tan ligero, tan gracioso, tan sandunguero, es
lo más encantador que pueda imaginarse.
-Pero
¿no conoce ese señor que nos mira como parias -dijo Eloísa-, y que estamos
haciendo todo lo posible para enmendarnos y andar como se
debe?
-Lo
mejor será que le convirtáis -dijo Rafael-. Voy a
presentárosle.
Arias
echó a correr pensando: «Eloísa tiene blando el corazón y la echa de romántica:
es pintiparada para el mayor, que anda a caza de estos
avechucos.»
Entre
tanto, la condesa preguntaba al duque si era bonita la Filomena de
Villamar.
-No
es ni bonita ni fea -respondió-. Es morena, y sus facciones no pasan de
correctas. Tiene buenos ojos; es en fin, uno de esos conjuntos que se ven por
dondequiera en nuestro país.
-Una
vez que su voz es tan extraordinaria -dijo la condesa, por honor de Sevilla-, es
preciso que hagamos de ella una eminente prima donna. ¿No podremos
oírla?
-Cuando
queráis -respondió el duque-. La traeré aquí una noche de estas, con su marido,
que es un excelente músico y ha sido su maestro.
En
esto llegó la hora de retirarse.
Cuando
el duque se acercó a la condesa para despedirse, esta levantó el dedo con aire
de amenaza.
-¿Qué
significa eso? -preguntó el duque.
-Nada,
nada -contestó ella-; esto significa ¡cuidado!
-¿Cuidado?
¿De qué?
-¿Fingís
que no me entendéis? No hay peor sordo que el que no quiere
oír.
-Me
ponéis en ascuas, condesa.
-Tanto
mejor.
-¿Queréis,
por Dios, explicaros?
-Lo
haré, ya que me obligáis. Cuando he dicho cuidado, he querido decir ¡cuidado con
echarse una cadena encima!
-¡Ah!,
condesa -repuso el duque con calor-, por Dios, que no venga una injusta y falsa
sospecha a oscurecer la fama de esa mujer, aun antes de que nadie la conozca.
Esa mujer, condesa, es un ángel.
-Eso
por supuesto -dijo la condesa-. Nadie se enamora de
diablos.
-Y
sin embargo, tenéis mil adoradores -repuso sonriendo el
duque.
-Pues
no soy diablo -dijo la condesa-; pero soy zahorí.
-El
tirador no acierta cuando el tiro salva el blanco.
-Os
aplazo para dentro de aquí a seis meses, invulnerable Aquiles -repuso la
condesa.
-Callad
por Dios, condesa -exclamó el duque-; lo que en vuestra bella boca es una chanza
ligera, en las bocas de víboras que pululan en la sociedad, sería una mortal
ponzoña.
-No
tengáis cuidado: no seré yo quien tire la primera piedra. Soy indulgente como
una santa, o como una gran pecadora; sin ser ni lo uno ni lo
otro.
Nada
satisfecho salía el duque de esta conversación, cuando a la puerta le detuvo el
general Santa María.
-Duque
-le dijo-, ¿habéis visto cosa semejante?
-¿Qué
cosa? -preguntó escamado el duque.
-¡Qué
cosa, preguntáis!
-Sí,
lo pregunto y deseo respuesta.
-¡Un
coronel de veintitrés años!
-En
efecto, es algo prematuro -contestó el duque sonriéndose.
-Es
un bofetón al Ejército.
-No
hay duda.
-Es
dar un solemne mentís al sentido común.
-¡Por
supuesto!
-¡Pobre
España! -exclamó el general, dando la mano al duque y levantando los ojos al
cielo.
Capítulo
XVII
El
duque había proporcionado a Stein y a su mujer una casa de pupilos, a cargo de
una familia pobre, pero honrada y decente. Stein había encontrado en una cómoda,
cuya llave le entregaron al tomar posesión de su aposento, una suma de dinero,
bastante a sobrepujar las más exageradas pretensiones. Adjunto se hallaba un
billete, que contenía las siguientes líneas: «He aquí un justo tributo a la
ciencia del cirujano. Los esmeros y las vigilias del amigo no pueden ser
recompensadas sino con una gratitud y una amistad
sincera.»
Stein
quedó confundido.
-¡Ah,
María! -exclamó, enseñando el papel a su mujer-. Este hombre es grande en todo:
lo es por su clase, lo es por su corazón y por sus virtudes. Imita a Dios,
levantando a su altura a los pequeños y los humildes. ¡Me llama amigo, a mí, que
soy un pobre cirujano; y habla de gratitud, cuando me colma de
beneficios!
-¿Y
qué es para él todo ese oro? -respondió María-; un hombre que tiene millones,
según me ha dicho la patrona, y cuyas haciendas son tamañas como provincias.
Además, que si no hubiera sido por ti, se habría quedado cojo para toda la
vida.
En
este momento entró el duque y, cortando el hilo a los desahogos de
agradecimiento en que Stein se deshacía, le dijo a su
mujer:
-Vengo
a pediros un favor: ¿me lo negaréis, María?
-¿Qué
es lo que podremos negaros? -se apresuró a contestar
Stein.
-Pues
bien, María -continuó el duque-, he prometido a una íntima amiga mía que iríais
a cantar a su casa.
María
no respondió.
-Sin
duda que irá -dijo Stein- María no ha recibido del cielo un don tan precioso
como su voz, sin contraer la obligación de hacer participar a otros de esa
gracia.
-Estamos,
pues, convenidos -prosiguió el duque. Y ya que Stein es tan diestro en el piano
como en la flauta, tendréis uno a vuestra disposición esta tarde, así como una
colección de las mejores piezas de ópera modernas. Así podréis escoger las que
más os agraden y repasarlas; porque es preciso que María triunfe y se cubra de
gloria. De eso depende su fama de cantatriz.
Al
oír estas últimas palabras, los ojos de María se animaron.
-¿Cantaréis,
María? -le preguntó el duque.
-¿Y
por qué no? -respondió esta.
-Ya
sé -dijo el duque- que habéis visto muchas de las buenas cosas que encierra
Sevilla. Stein vive de entusiasmo y ya sabe de memoria a Ceán, Ponz y Zúñiga.
Pero lo que no habéis visto es una corrida de toros. Aquí quedan billetes para
la de esta tarde. Estaréis cerca de mí, porque quiero ver la impresión que os
causa este espectáculo.
Poco
después el duque se retiró.
Cuando
por la tarde Stein y María llegaron a la plaza, ya estaba llena de gente. Un
ruido sostenido y animado servía de preludio a la función, como las olas del mar
se agitan y mugen antes de la tempestad. Aquella reunión inmensa, a la que acude
toda la población de la ciudad y la de sus cercanías; aquella agitación,
semejante a la de la sangre cuando se agolpa al corazón en los parasismos de una
pasión violenta; aquella atmósfera ardiente, embriagadora, como la que circunda
a una bacante; aquella reunión de innumerables simpatías en una sola; aquella
expectación calenturienta; aquella exaltación frenética, reprimida, sin embargo,
en los límites del orden; aquellas vociferaciones estrepitosas, pero sin
grosería; aquella impaciencia, a que sirve de tónico la inquietud; aquella
ansiedad, que comunica estremecimientos al placer, forman una especie de
galvanismo moral, al cual es preciso ceder o huir.
Stein,
aturdido y con el corazón apretado, habría de buena gana preferido la fuga. Su
timidez le detuvo. Veía que todos cuantos le rodeaban estaban contentos, alegres
y animados, y no se atrevió a singularizarse.
La
plaza estaba llena; doce mil personas formaban vastos círculos concéntricos en
su circuito. La gente rica estaba a la sombra; el pueblo lucía a los rayos del
sol el variado colorido del traje andaluz.
En
los grandes teatros donde brillan la Grisi, Lablache, la Rachel y Macready, la
sala no se llena sino cuando le toca salir al artista favorito; pero la función
bárbara que se ejecuta en este inmenso circo, no ha pasado jamás por semejante
humillación.
Salió
el despejo, y la plaza quedó limpia. Entonces se presentaron los picadores
montados en sus infelices caballos, que con sus cabezas bajas y sus ojos tristes
parecían (y eran en realidad) víctimas que se encaminaban al
sacrificio(17).
Sólo
con ver a estos pobres animales, cuya suerte preveía, la especie de desazón que
ya sentía Stein se convirtió en compasión penosa. En las provincias de la
Península que había recorrido hasta entonces, desoladas por la guerra civil, no
había tenido ocasión de asistir a estas grandiosas fiestas nacionales y
populares, en que se combinan los restos de la brillante y ligera estrategia
morisca con la feroz intrepidez de la raza goda. Pero había oído hablar de ellos
y sabía que el mérito de una corrida se calcula generalmente por el número de
caballos que en ella mueren. Su compasión, pues, se fijaba principalmente en
aquellos infelices animales, que, después de haber hecho grandes servicios a sus
amos, contribuido a su lucimiento y quizá salvándoles la vida, hallaban por toda
recompensa, cuando la mucha edad y el exceso del trabajo habían agotado sus
fuerzas, una muerte atroz, que por un refinamiento de crueldad les obligan a ir
a buscar por sí mismo: muerte que su instinto les anuncia, y a la cual resisten
algunos, mientras otros, más resignados, o más abatidos, van a su encuentro
dócilmente, para abreviar su agonía. Los tormentos de estos seres desventurados
destrozarían el corazón más empedernido; pero los aficionados no tienen ojos, ni
atención, ni sentimientos, sino para el toro. Están sometidos a una verdadera
fascinación; y esta se comunica a muchos de los extranjeros más preocupados
contra España y en particular contra esta feroz diversión. Además, es preciso
confesarlo y lo confesaremos con dolor. En España, la compasión en favor de los
animales es, particularmente en los hombres, por punto general, un sentimiento
más bien teórico que práctico. En las clases ínfimas no existe. ¡Ah, míster
Martín! ¡Cuánto más acreedor sois al reconocimiento de la humanidad, que muchos
filántropos de nuestra época, que hacen tanto daño a los hombres, sin aumentar
ni en un ápice su bienestar!(18)
.
Los
toros deleitan a los extranjeros de gusto estragado o que se han empalagado de
todos los goces de la vida, y que ansían por una emoción, como el agua que se
hiela, por un sacudimiento que la avive; o a la generalidad de los españoles,
hombres enérgicos y poco sentimentales, y que además se han acostumbrado desde
la niñez a esta clase de espectáculos. Muchos, por otra parte, concurren por
hábito; otros, sobre todo las mujeres, para ver y ser vistas; otros que van a
los toros, no se divierten, padecen, pero que quedan, merced a la parte
carneril, de que fue liberalmente dotada nuestra humana
naturaleza.
Los
tres picadores saludaron al presidente de la plaza, precedidos de los
banderilleros y chulos espléndidamente vestidos y con capas de vivos y
brillantes colores. Capitaneaban a todos los primeros espadas y sus
sobresalientes, cuyos trajes eran todavía más lujosos que los de
aquellos.
-¡Pepe
Vera! ¡Ahí está Pepe Vera! -gritó el concurso-. ¡El discípulo de Montes! ¡Guapo
mozo! ¡Qué gallardo! ¡Qué bien plantado! ¡Qué garbo en toda su persona! ¡Qué
mirada tan firme y tan serena!
-¿Saben
ustedes -decía un joven que estaba sentado junto a Stein- cuál es la gran
lección que da Montes a sus discípulos? Los empuja cruzado de brazos hacia el
toro y les dice: no temas al toro.
Pepe
Vera se acercó a la valla. Su vestido era de raso color de cereza, con hombreras
y profusas guarniciones de plata. De las pequeñas faltriqueras de la chupa
salían las puntas de dos pañuelos de holán. El chaleco de rico tisú de plata y
la graciosa y breve montera de terciopelo, completaban su elegante, rico y
airoso vestido de majo.
Después
de haber saludado con mucha soltura y gracia a las autoridades, fue a colocarse,
como los demás lidiadores, en el sitio que le
correspondía.
Los
tres picadores ocuparon los suyos, a igual distancia unos de otros, cerca de la
barrera. Los matadores y chulos estaban esparcidos por el redondel. Entonces
todo quedó en silencio profundo, como si aquella masa de gente, tan ruidosa poco
antes, hubiese perdido de pronto la facultad de respirar.
El
alcalde hizo la seña; sonaron los clarines, que, como harán las trompetas el día
del último juicio, produjeron un levantamiento general, y entonces, como por
magia, se abrió la ancha puerta del toril, situada enfrente del palco de la
autoridad. Un toro colorado se precipitó en la arena y fue saludado por una
explosión universal de gritos, de silbidos, de injurios y de elogios. Al oír
este tremendo estrépito, el toro se paró, alzó la cabeza y pareció preguntar con
sus encendidos ojos si todas aquellas provocaciones se dirigían a él, a él,
fuerte atleta que hasta allí había sido generoso y hecho merced al hombre, tan
pequeño y débil enemigo; reconoció el terreno y volvió precipitadamente la
amenazadora cabeza a uno y otro lado. Todavía vaciló: crecieron los recios y
penetrantes silbidos; entonces se precipitó, con una prontitud que parecía
incompatible con su peso y su volumen, hacia el picador.
Pero
retrocedió al sentir el dolor que le produjo la puya de la garrocha en el
morrillo. Era un animal aturdido, de los que se llaman en el lenguaje
tauromáquico, boyantes. Así es que no se encarnizó en este primer ataque, sino
que embistió al segundo picador.
Este
no le aguardaba tan prevenido como su antecesor, y el puyazo no fue tan derecho
ni tan firme; así fue que hirió al animal sin detenerlo. Las astas
desaparecieron en el cuerpo del caballo, que cayó al suelo. Alzóse un grito de
espanto en todo el circo; al punto todos los chulos rodearon aquel grupo
horrible; pero el feroz animal se había apoderado de la presa y no se dejaba
distraer de su venganza. En este momento, los gritos de la muchedumbre se
unieron en un clamor profundo y uniforme, que hubiera llenado de terror a la
ciudad entera si no hubiera salido de la plaza de los
toros.
El
trance iba siendo horrible, porque se prolongaba. El toro se cebaba en el
caballo; el caballo abrumaba con su peso y sus movimientos convulsivos al
picador, aprensado bajo aquellas dos masas enormes. Entonces se vio llegar,
ligero como un pájaro de brillantes plumas, tranquilo como un niño que va a
coger flores, sosegado y risueño, a un joven cubierto de plata, que brillaba
como una estrella. Se acercó por detrás del toro; y este joven, de delicada
estructura y de fino aspecto, cogió de sus manos la cola de la fiera, y la
atrajo a sí, como si hubiera sido un perrito faldero. Sorprendido el toro, se
revolvió furioso y se precipitó contra su adversario, quien, sin volver la
espalda y andando hacia atrás, evitó el primer choque con una media vuelta a la
derecha. El toro volvió a embestir y el joven lo esquivó segunda vez, con un
recorte a la izquierda, siguiendo del mismo modo hasta llegar cerca de la
barrera. Allí desapareció a los ojos atónitos del animal y a las ansiosas
miradas del público, el cual, ebrio de entusiasmo, atronó los aires con inmensos
aplausos, porque siempre conmueve ver que los hombres jueguen así con la muerte,
sin baladronada, sin afectación y con rostro inalterable.
-¡Vean
ustedes si ha tomado bien las lecciones de Montes! Vean ustedes si Pepe Vera
sabe jugar con el toro -clamó el joven sentado junto a Stein, con voz que a
fuerza de gritar se había enronquecido.
El
duque fijó entonces su atención en Marisalada. Desde su llegada a la capital de
Andalucía, ahora fue la primera vez que notó alguna emoción en aquella fisonomía
fría y desdeñosa. Hasta aquel momento nunca la había visto animada. La
organización áspera de María, demasiado vulgar para admitir el exquisito
sentimiento de la admiración y demasiado indiferente y esquiva para entregarse
al de la sorpresa, no se había dignado admirar ni interesarse en nada. Para
imprimir algo, para sacar algún partido de aquel duro metal, era preciso hacer
uso del fuego y del martillo.
Stein
estaba pálido y conmovido.
-Señor
duque -le dijo con aire de suave reconvención-. ¿Es posible que esto os
divierta?
-No
-respondió el duque con bondadosa sonrisa-, no me divierte; me
interesa.
Entre
tanto habían levantado al caballo. El pobre animal no podía tenerse en pie. De
su destrozado vientre colgaban hasta el suelo los intestinos. También estaba en
pie el picador, agitándose entre los brazos de los chulos, furioso contra el
toro y queriendo evitar a viva fuerza, con ciega temeridad, y a pesar del
aturdimiento de la caída, volver a montar y continuar el ataque. Fue imposible
disuadirle; y volvió, en efecto, a montar sobre la pobre víctima, hundiéndole
las espuelas en sus destrozados ijares.
-Señor
duque -dijo Stein-, quizá voy a pareceros ridículo; pero en realidad me es
imposible asistir a este espectáculo. ¿María, quieres que nos
vayamos?
-No
-respondió María, cuya alma parecía concentrarse en los ojos-. ¿Soy yo alguna
melindrosa y temes por ventura que me desmaye?
-Pues
entonces -dijo Stein-, volveré por ti cuando se acabe la
corrida.
Y
se alejó.
El
toro había despachado ya un número considerable de caballos. El infeliz de que
acabamos de hacer mención, se iba dejando arrastrar por la brida, con las
entrañas colgando, hasta una puerta, por la que salió. Otros, que no habían
podido levantarse, yacían tendidos, con las convulsiones de la agonía; a veces
alzaban la cabeza, en que se pintaba la imagen del terror. A estas señales de
vida, el toro volvía a la carga, hiriendo de nuevo con sus fieras astas los
miembros destrozados, aunque palpitantes todavía, de su víctima. Después,
ensangrentadas la frente y las astas, se paseaba alrededor del circo en actitud
de provocación y desafío, unas veces alzando soberbio la cabeza a las gradas,
donde la gritería no cesaba un momento; otras, hacia los brillantes chulos, que
pasaban delante de él, a manera de meteoros, clavándole las banderillas. A
veces, una red oculta entre los adornos de la banderilla, salían unos pajarillos
y se echaban a volar. ¿Quién sería el primero a quien se le ocurrió la idea de
producir este notable contraste? No tendría, por cierto, intención de simbolizar
a la inocencia indefensa, alzándose sin esfuerzo sobre los horrores y las
feroces pasiones de la tierra. Más bien sería una de esas ideas poéticas, que
brotan espontáneas, aun en los corazones más duros y crueles del pueblo español,
como una planta de resedá 'florece espontáneamente en Andalucía entre los cantos
y la cal de un balcón.
A
una señal del presidente, sonaron otra vez los clarines. Hubo un rato de tregua
en aquella lucha encarnizada y todo volvió a quedar en
silencio.
Entonces
Pepe Vera, con una espada y una capa encarnada en la mano izquierda, se encaminó
hacia el palco del Ayuntamiento. Paróse enfrente y saludó, en señal de pedir
licencia para matar al toro.
Pepe
Vera había echado de ver la presencia del duque, cuya afición a la tauromaquia
era conocida. También había percibido a la mujer que estaba a su lado, porque
esta mujer a quien hablaba el duque frecuentemente, no quitaba los ojos del
matador.
Este
se dirigió al duque, y quitándose la montera: «Brindo -dijo- por vuestra
excelencia y por la real moza que tiene al lado.» Y al decir esto, arrojó al
suelo la montera con inimitable desgaire y partió adonde su obligación le
llamaba.
Los
chulillos le miraban atentamente, prontos a ejecutar sus órdenes. El matador
escogió el lugar que más le convenía; después, indicándolo a su
cuadrilla:
-¡Aquí!
-les gritó.
Los
chulos corrieron hacia el toro para incitarle, y el toro persiguiéndolos vino a
encontrarse frente a frente con Pepe Vera, que le aguardaba a pie firme. Aquel
era el instante solemne de la corrida. Un silencio profundo sucedió al tumulto
estrepitoso y a las excitaciones vehementes que se habían prodigado poco antes
al primer espada.
El
toro, viendo aquel enemigo pequeño, que se había burlado de su furor, se detuvo
como para reflexionar. Temía sin duda que se le escapase otra vez. Cualquiera
que hubiera entrado a la sazón en el circo, no habría creído asistir a una
diversión pública, sino a una solemnidad religiosa. ¡Tanto era el
silencio!
Los
dos adversarios se contemplaban recíprocamente.
Pepe
Vera agitó la mano izquierda. El toro le embistió:
sin
hacer más que un ligero movimiento, él le pasó de muleta, y volviendo a quedar
en suerte, en cuanto la fiera volvió a acometerle, dirigió la espada por entre
las dos espaldillas de modo que el animal, continuando su arranque, ayudó
poderosamente a que todo el hierro penetrase en su cuerpo, hasta la empuñadura.
Entonces se desplomó sin vida.
Es
absolutamente imposible describir la explosión general de gritos y de aplausos
que retumbaron en todo el ámbito de la plaza. Sólo pueden comprenderlo los que
acostumbraban presenciar semejantes lances. Al mismo tiempo sonó la música
militar.
Pepe
Vera atravesó tranquilamente el circo en medio de aquellos frenéticos
testimonios de admiración apasionada, de aquella unánime ovación, saludando con
la espada a derecha e izquierda, en señal de gratitud, sin que excitase en su
pecho sorpresa ni orgullo un triunfo, que más de un emperador romano habría
envidiado. Fue a saludar al Ayuntamiento y después al duque y a la real
moza.
El
duque entregó disimuladamente una bolsa de monedas de oro a María, y esta,
envolviéndola en su pañuelo, las arrojó a la plaza.
Al
hacer Pepe Vera una nueva demostración de agradecimiento, las miradas de sus
ojos negros se cruzaron con las de María. Al mentar este encuentro de miradas,
un escritor clásico diría que Cupido había herido aquellos dos corazones con
tanto tino, como Pepe Vera al toro. Nosotros, que no tenemos la temeridad de
afiliarnos en aquella escuela severa e intolerante, diremos buenamente que estas
dos naturalezas estaban formadas para entenderse y simpatizar una con otra, y
que en efecto se entendieron y simpatizaron.
En
verdad, Pepe Vera había estado admirable. Todo lo que había hecho en una
situación que le colocaba entre la muerte y la vida, había sido ejecutado con
una destreza, una soltura, una calma y una gracia que no se habían desmentido ni
un solo instante. Es preciso para esto, que a un temple firme y a un valor
temerario, se agregue un grado de exaltación que sólo pueden excitar
veinticuatro mil ojos que miran y veinticuatro mil manos que
aplauden.
Capítulo
XVIII
Durante
las escenas que hemos procurado describir en el anterior capítulo, Stein daba la
vuelta alrededor de Sevilla, siguiendo la línea de sus antiguas murallas,
alzadas por Julio César, como lo testifica esta inscripción colocada sobre la
puerta de Jerez:
HÉRCULES
ME EDIFICÓ;
JULIO
CÉSAR ME CERCÓ
DE
MUROS Y TORRES ALTAS
Y
EL REY SANTO ME GANÓ
CON
GARDI-PÉREZ DE VARGAS.
Volviendo
hacia la derecha, Stein pasó por delante del convento del Pópulo, transformado
hoy en cárcel; allí cerca vio la bella puerta de Triana; más lejos, la puerta
Real, por donde hizo su entrada San Fernando, y en siglos posteriores, Felipe
II. Delante se encuentra el convento de San Laureano, donde Fernando Colón, hijo
del inmortal Cristóbal, fundó una escuela y estableció su observatorio. Pasó
después por delante de la puerta de San Juan y la de la Barqueta, a la que se
ligan tantos recuerdos. A cierta distancia, y a orillas del río, divisó el
suntuoso monasterio de San Gerónimo, cuya estatua, que se considera como una de
las más perfectas que han salido jamás de las manos de un artista, adorna hoy el
salón principal del museo. Stein hizo entonces esta reflexión: «¿Habrían hecho
los antiguos artistas tantas obras maestras, si en lugar de consagrarlas a la
veneración de las almas piadosas, a recibir su culto y sus oraciones, hubieran
sabido que su paradero había de ser un museo, donde estarían expuestas al frío
análisis de los amigos del arte y de los admiradores de la
forma?»
Vio
después a San Lázaro, hospital de leprosos, y el inmenso y soberbio hospital de
las Cinco Llagas del Señor, llamado vulgarmente Hospital de la Sangre, obra
magnífica de los Enríquez de Rivera, en que han consumido millones y cuyo
patronato ha reservado la caridad y el celo público del fundador, harto más
grandes que su grande obra, a aquel que la concluya.
Vio
la puerta de la Macarena, que toma su nombre, según unos, del de una hija de
Hércules, a quien Julio César la consagró; y según otros, del de una princesa
mora, que allí tuvo un palacio. Don Pedro el Cruel entró por ella muchas veces
vencedor, y también don Fadrique, cuando el mismo don Pedro, su hermano, le
sacrificó a su resentimiento. Pasó en seguida por delante de la puerta de
Córdoba, sobre la cual todavía se ve, convertido en capilla, el estrecho
encierro en que estuvo preso y fue martirizado San Hermenegildo por orden de su
padre, Leovigildo, rey de los godos, por los años del 586. Enfrente de la puerta
está el convento de los Capuchinos, en el mismo sitio que ocupó, según dicen, la
primera iglesia que hubo en España, fundada por el apóstol Santiago, aunque
Zaragoza disputa esta gloria a Sevilla. Vio más lejos el convento de la
Trinidad, en el mismo terreno que ocuparon las cárceles romanas; y el
subterráneo en que tuvieron encerradas a las Santas Vírgenes Justa y Rufina,
patronas de la ciudad. En este subterráneo se ha erigido un altar, en cuyo
centro se conserva un pilar de mármol, al que estuvieron atadas las santas, y en
que grabaron con sus débiles dedos una cruz que se ve
todavía.
Después
de las puertas del Sol y del Osario, halló la de Carmona, una de las más bellas
del recinto, de donde arranca, en línea paralela con el acueducto que provee de
agua a Sevilla, el camino real que atraviesa toda la Península en su longitud,
brincando como una cabra, por las asperezas de Despeñaperros. Con esta puerta se
liga una anécdota, que pinta a lo vivo el carácter de los nobles sevillanos de
aquel tiempo. Era en 1540. Por ella salían los sevillanos para ir a socorrer a
Gilbraltar. Don Rodrigo de Saavedra llevaba el pendón de la ciudad; pero la
puerta de entonces era tan baja, que el pendón no podía pasar sin inclinarse.
Don Rodrigo pasó por encima de la puerta tirando de él con cuerdas, prefiriendo
esta incomodidad a la humillación de su noble depósito.
A
la mano izquierda están los grandes y alegres arrabales de San Roque y San
Bernardo, con el jardín del rey, llamado así por haber sido de un rey moro
llamado Benjoar. Stein llegó a la puerta de la Carne, cerca de la cual está el
hermoso cuartel de caballería; dejando a mano derecha la elegante puerta de San
Fernando, edificada en el año 1760 al mismo tiempo que la inmediata y magnífica
fábrica de tabaco, cuyo costo subió a treinta y siete millones de reales; y
dejando a mano izquierda el cementerio, esa sima que la muerte se emplea
continuamente en llenar, como las Danaides su tonel, llegó a los hermosos
paseos, que son como ramilletes que adornan la ciudad y las orillas floridas del
Guadalquivir.
El
único ruido que alteraba a la sazón el silencio del hermoso paseo de las
Delicias, era el saludo que hacían las aves al sol en su ocaso. La inmovilidad
del río era tal, que habría parecido helado si no le hubieran hecho sonreír de
cuando en cuando la caricia del ala de un pájaro o el salto de algún pececillo
juguetón. En la orilla opuesta se alzaba el convento de los Remedios, con su
corona de cipreses, cuyas elevadas copas se erguían soberbias, sin echar de ver
que el edificio se estaba abriendo en hondas grietas, como una planta abandonada
se marchita cuando no hay una mano que la riegue. Las sombras del crepúsculo
empezaban a cubrir la ciudad, mientras que la bella y colosal estatua de bronce
dorado, emblema de la fe, que se enseñorea en lo alto de la Giralda,
resplandecía a los últimos rayos del sol, radiante y ardiente como la gloria de
los grandes hombres que la pusieron allí, coronando la inmensa basílica.
Costearon esta de su bolsillo los canónigos en 1401, sujetándose por más de un
siglo, ellos y sus sucesores, fuesen quienes fuesen, a vivir en común, para
aplicar todas sus rentas a la construcción del templo. Ni uno solo faltó a este
compromiso, acaso sin ejemplo en la historia de las artes. ¡Magnífico ejemplo de
abnegación, de entusiasmo religioso y de inteligencia artística, que fue digno
cumplimiento del memorable acuerdo con que decretaron la erección de aquel
templo y que no podemos menos de consignar! FAGAMOS, dijeron, UNA ECLESIA TAL E
TAN GRANDE, QUE EN EL MUNDO NO HAYA OTRA SU EGUAL, E QUE LOS DEL PORVENIER NOS
TENGAN POR LOCOS.
A
la derecha de Stein se elevaba la torre redonda del Oro, cuyo nombre proviene,
según algunos, de haber sido en otro tiempo depósito del oro que venía de
América. Sin embargo, esta derivación no es probable, puesto que tenía el mismo
nombre antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Mas verosímil es que procediese
de los azulejos amarillos de que estaba revestida, y algunos de los cuales se
conservan aún. Esa antiquísima torre, muy anterior a la era cristiana, enlazada
con tantos recuerdos heroicos, colocada allí entre las variadas banderas de los
buques, las ráfagas de humo de los vapores, los paseos construidos ayer y las
flores nacidas hoy, con sus cimientos, que cuentan los siglos por décadas, es
como la clava de Hércules lanzada en medio de los juguetes de los
niños.
Entre
estos recuerdos hay uno de muy pequeña importancia, aunque histórica, que ha
excitado muchas veces nuestra sonrisa (cosa rara cuando se ojean los anales del
mundo) y que por otra parte, pinta al natural al hombre de quien vamos a hablar,
al rey don Pedro, cuya memoria es allí la más popular, después de la del santo
rey Fernando.
Cerca
de la torre del Oro hay un muelle que mandaron construir los canónigos, cuando
se edificaba la catedral, para el cómodo desembarco de los materiales de la
obra, y en él cobraban un muellaje de todos los que allí desembarcaban. Don
Pedro, apurado de dinero, hizo uso de estos fondos en calidad de empréstito
forzado. Parece que este monarca, muy joven aún, tenía la memoria muy flaca en
materia de deudas, puesto que el cabildo pensó acudir a la justicia para
reclamar el pago de la contraída. Pero ¿dónde estaba un escribano bastante
valiente para presentarse a don Pedro con una notificación en la mano? Era
necesario para esto un escribano Cid, o Pelayo, como no suele haberlos en el
mundo. La curia tomó sus medidas; y he aquí el arbitrio de que echó mano. Un día
en que el rey se paseaba a caballo cerca del susodicho muelle, vio venir un
batel, que se detuvo a una respetuosa distancia de su persona. En este batel se
hallaba una especie de cuervo o pajarraco negro de mal agüero. El rey quedó
atónito al ver en el río esta visión, porque la gente que de negro se viste,
suele ser tan poco aficionada a Marte como a Neptuno. Pero ¡cuánto no crecería
su asombro cuando oyó una voz agria que le decía: «A vos, don Pedro,
intimamos...» No pudo decir más, porque el rey, echando centellas por los ojos,
sacó la espada, aguijoneó el caballo y se arrojó al agua sin reflexionar lo que
hacía. ¡Cuál no sería el terror del pájaro negro! Dejó caer los papeles, se
apoderó del remo y se puso en salvo. Es de presumir que el pueblo, tan admirador
del valor temerario, como enemigo de las maniobras judiciales, aplaudiese este
hecho con entusiasmo. Nosotros, que gustamos de todo lo que es grande, aunque
sea una ira real, hemos referido esta anécdota, porque los pájaros
verdaderamente negros, esto es, los que tienen emponzoñada la lengua y la pluma,
se han vengado después, valiéndose siempre de sus armas usuales, el ardid y la
calumnia; y han calumniado al infortunio.
¡Pobre
don Pedro! Acaso fue malo, porque fue desgraciado. Su crueldad fue efecto de la
exasperación; pero tuvo tacto mental, carácter enérgico y un corazón que sabía
amar.
Stein,
con la cabeza apoyada en las manos, recreaba sus miradas en el magnífico
espectáculo que ante ellas se desenvolvía y respiraba con deleite aquella pura y
balsámica atmósfera. De cuando en cuando un clamor prolongado y vivo le
arrancaba a su suave éxtasis y afectaba dolorosamente su corazón. Era la
gritería de la plaza de toros.
«¡Dios
mío!, ¡es posible! -se decía aludiendo a la guerra-, que a aquello lo llamen
gloria y a esto -aludiendo a los toros- lo llamen placer!»
Capítulo
XIX
Marisalada
pasaba su vida consagrada a perfeccionarse en el arte, que le prometía un
porvenir brillante, una carrera de gloria y una situación que lisonjeara su
vanidad y satisficiera su afición al lujo. Stein no se cansaba de admirar su
constancia en el estudio y sus admirables progresos.
Sin
embargo, se había retardado la época de su introducción en la sociedad de las
gentes de viso, por una enfermedad del hijo de la condesa.
Desde
los primeros síntomas había olvidado esta todo cuanto la rodeaba: su tertulia,
sus prendidos, sus diversiones, a Marisalada y sus amigos, y, antes que a todo,
al elegante y joven coronel de que hemos hablado.
Nada
existía en el mundo para esta madre, sino su hijo, a cuya cabecera había pasado
quince días sin comer, sin dormir, llorando y rezando. La dentición del niño no
podía avanzar, por no poder romper las encías hinchadas y doloridas. Su vida
peligraba. El duque aconsejó a la afligida madre que consultase a Stein; y,
verificado así, el hábil alemán salvó al niño con una incisión en las encías.
Desde aquel momento, Stein llegó a ser el amigo de la casa. La condesa le
estrechó en sus brazos; y el conde le recompensó como podría haberlo hecho un
príncipe. La marquesa decía que era un santo; el general confesó que podía haber
buenos médicos fuera de España. Rita, con toda su aspereza, se dignó consultarle
sobre sus jaquecas, y Rafael declaró que el día menos pensado iba a romperse los
cascos, para tener el gusto de que le curase el gran
Federico.
Una
mañana, la condesa estaba sentada, pálida y desmejorada a la cabecera de su hijo
dormido. Su madre ocupaba una silla muy baja, y, como antídoto contra el calor,
tenía el abanico en continuo movimiento. Rita se había establecido delante de un
gran bastidor y estaba bordando un magnífico frontal de altar, obra que había
emprendido en compañía de la condesa.
Entró
Rafael.
-Buenos
días, tía: buenos días, primas. ¿Cómo va el heredero de los
Algares?
-Tan
bien como puede desearse -respondió la marquesa.
-Entonces,
mi querida Gracia -continuó su primo-, me parece que ya es tiempo de que salgas
de tu encierro. Tu ausencia es un eclipse de sol visible, que trae consternada a
la ciudad. Tus tertulianos lanzan unánimes suspiros, que van a dejar sin hojas
los árboles de las Delicias. El barón de Maude añade a su colección de
preguntas, las que le arranca tu invisibilidad. Ese exceso de amor materno le
escandaliza. Dice que en Francia se permite a las señoras hacer muy bonitos
versos sobre este asunto; pero no tolerarían que una madre joven expusiese su
salud, marchitando la frescura de su tez, privándose de reposo y de alimento, y
olvidando su bienestar individual al lado del chiquillo.
-¡Disparate!
-exclamó la marquesa- ¿Cómo podrá persuadírseme de que hay un país en el mundo
en que una madre se aleje ni un solo instante de su hijo cuando está
malo?
-Pues
el mayor es peor todavía -continuó Rafael-; al saber lo que estás haciendo,
logró agrandar sus ojos habitualmente espantados y dice que no creía tan
bárbaros a los españoles, que no tuviesen en sus casas una
nursery(19).
-¿Y
qué es eso? -preguntó la marquesa.
-Según
él se explica -prosiguió Rafael-, es la Siberia de los niños ingleses. Sir John
apuesta a que te has puesto tan ligera y delgada, que podrás pasar por hija del
Céfiro con más razón que las yeguas andaluzas, que gozan de esa reputación y que
en la carrera se quedarían muy atrás de su yegua inglesa Atlante, sin necesidad
de derramar una cuartilla de cebada en el camino para distraerla. Prima, el
único que se ha consolado de los males de la ausencia ha sido Polo, dando a luz
un tomo de poesías, y con este motivo casi nos hemos
reñido.
-Cuéntanos
eso, Rafael -dijo Rita-. Hubiera querido presenciar vuestra disputa y no me
habría divertido poco.
-Ya
saben ustedes -dijo Rafael- que todas nuestras modernas ilustraciones aspiran
por todos los medios posibles al título de notabilidades.
-Sobrino
-exclamó la marquesa-, déjate por Dios de esas palabras extranjeradas, que me
degüellan.
-Perdonad,
tía -siguió Rafael-; pero son necesarias para mi historia y participan de su
esencia. Como estos señores, y, sobre todo, los que han bebido en manantiales
franceses, han visto que en Francia la partícula de es signo de nobleza, han
querido también adoptarla; y como en España no significa absolutamente nada,
pueden lisonjear sus oídos con la sonoridad del monosílabo inocente, así como
con una cáfila de apellidos, cada uno hijo de su padre y de su madre. Esto puede
deslumbrar a los extranjeros, que ignoran que en España el de, y la muchedumbre
de apellidos, son prácticas arbitrarias y pueden usarse ad
libitum.
-Por
cierto -dijo la marquesa-, es cosa rara que uno ha de ser de sangre noble, sólo
por tener dos letras delante del apellido. Las mujeres casadas añaden al suyo el
de sus maridos, con su de corriente, y así, tu madre firmaba Rafaela Santa María
de Arias. Hay muchos apellidos nobles que no lo tienen. En Sevilla, el marqués
de C... es J. P. El conde del A..., F. E. El marqués de M..., A. S. Mi hermano
se llama León Santa María,, y el duque de Rivas pone en el frontispicio de sus
obras Ángel Saavedra. Volviendo a nuestro Polo -prosiguió Rafael-, no satisfecho
con tener un nombre tan adaptado al título de una colección de poesías, se le
ocurrió la idea de poner también el de su madre, o el de su abuela, según lo más
o menos armonioso de las sílabas, y tuvo la satisfacción de estampar con letras
góticas en el frontispicio de su obra: Por A. Polo de Mármol; y quedó tan
contento al ver en papel vitela su nombre prosaico prolongado, ennoblecido,
sonoro, distinguido y soberbio, a manera de un paladín antiguo que sale de la
tumba con su armadura mohosa, que se creyó otro hombre distinto del que era
antes; se admiró y se respetó, como aquel oficial portugués que viéndose en el
espejo, armado de pies a cabeza, se echó a temblar, teniendo miedo de sí mismo.
Su entusiasmo subió a tal punto que mandó grabar sus tarjetas con la recién
descubierta fórmula, añadiendo un escudo de armas imaginarias, en que se ve un
castillo...
-De
naipes -dijo la marquesa, impaciente.
-Un
león -continuó Rafael-, un águila, un leopardo, un zorro, un oso, un dragón; en
fin, el arca de Noé de la Heráldica; y encima, una corona imperial. Por
desgracia, el grabador, que no era un Estévez ni un Carmona, no pudo poner
cuerdas en una lira, que formaba parte de las armas de Polo; pero es un pequeño
contratiempo, de que nadie hace eso. Dábale yo la enhorabuena por su nuevo
nombre, asegurándole que el nombre de Mármol venía de perlas después del de A.
Polo, porque un APolo de mármol valía más que un APolo de yeso; tomándolo él a
sátira, se puso tan furioso que me amenazó con escribir una sátira contra los
humos de los nobles. Le pregunté si la sátira a los nobles se extendería a las
ídem. Entonces se acordó de ti, mi querida prima; lanzó un suspiro y se le cayó
de las manos la formidable pluma; peinó, alisó y cubrió de pomada la cabellera
serpentina de su Némesis, y yo me he escapado de una buena, gracias a los
hermosos ojos de mi prima. Pero -añadió Rafael viendo entrar a Stein-, aquí
viene la más preciada de las piedras preciosas(20); piedra melodiosa como
Memnon. Don Federico, ya que sois observador fisiologista, admirad cómo en todas
las situaciones de la vida son inalterables en España la igualdad de humor, la
benevolencia y aun la alegría. Aquí no tenemos el schwermuth de los alemanes, el
spleen de los ingleses, ni el ennui de nuestros vecinos. ¿Y sabéis por qué?
Porque no exigimos demasiado de la vida; porque no suspiramos en pos de una
felicidad alambicada.
-Es
-opinó la marquesa- porque solemos tener todas las aficiones propias de nuestra
edad.
-Es
-dijo Rita- porque cada uno hace lo que le da la gana.
-Es
-observó la condesa- porque nuestro hermoso cielo derrama el bienestar en
nuestro ánimo.
-Yo
creo -dijo Stein- que es por todo eso y además por el carácter nacional. El
español pobre, que se contenta con un pedazo de pan, una naranja y un rayo de
sol, está en armonía con el patricio que se contenta casi siempre con su destino
y se convierte en noble Procusto moral de sí mismo, nivelando sus aspiraciones y
su bienestar con su situación.
-Decís,
don Federico -observó la marquesa-, que en España cada cual está satisfecho con
lo que le ha tocado en suerte. ¡Ah doctor! ¡Cuánto siento decir que ya no somos
en esa parte lo que éramos! Mi hermano dice que en la jerigonza del día hay una
palabra inventada por el genio del mal y del orgullo, especie de palanca a que
no resisten los cimientos de la sociedad y que ha ocasionado más desventuras a
la especie humana que todo el despotismo del mundo.
-¿Y
cuál es esa palabra -preguntó Rafael-, para que yo le corte las
orejas?
-Esa
palabra -dijo la marquesa suspirando- es la noble
ambición.
-Señora
-dijo Rafael-, es que a la ambición le ha entrado la manía general de
nobleza.
-Tía
-exclamó Rita-, si nos metemos en la política, y os ponéis a repetir las
sentencias de mi tío, os advierto que don Federico va a caer en esa quisicosa
alemana, Rafael en el spleen inglés y Gracia y yo en el ennui
francés.
-¡Desvergonzada!
-dijo su tía.
-Para
evitar tamaña desgracia -dijo Rafael- hago la moción de que compongamos entre
todos una novela.
-¡Apoyado,
apoyado! -gritó la condesa.
-¡Tal
destino! -dijo su madre-. ¿Queréis escribir algún primor, como esos que suele mi
hija leerme en los folletines que escriben los franceses?
-¿Y
por qué no? -preguntó Rafael.
-Porque
nadie la leerá -respondió la marquesa-, a menos de anunciarla como
francesa.
-¿Qué
nos importa? -continuó Rafael-. Escribiremos como cantan los pájaros, por el
gusto de cantar, y no por el gusto de que nos oigan.
-Hacedme
el favor, a lo menos -prosiguió la marquesa-, de no sacar a la colada
seducciones ni adulterios. Pues ¡es bueno hacer a las mujeres interesantes por
sus culpas! Nada es menos interesante a los ojos de las personas sensatas que
una muchacha ligera de cascos, que se deja seducir, o una mujer liviana que
falta a sus deberes. No vayáis tampoco, según el uso escandaloso de los
novelistas de nuevo cuño, a profanar los textos sagrados de la Escritura. ¿Hay
cosa más escandalosa que ver en un papelito bruñido y debajo de una estampita
deshonesta las palabras mismas de nuestro Señor, tales como: «mucho le será
perdonado, porque amó mucho», o aquellas otras: «el que se crea sin culpa,
tírele la primera piedra?» ¡Y todo ello para justificar los vicios! ¡Eso es una
profanación! ¿No saben esos escritores boquirrubios que aquellas santas palabras
de misericordia recaían sobre las ansias del arrepentimiento y los merecimientos
de la penitencia?
-¡Cáspita!
-dijo Rafael-, ¡qué trozo de elocuencia! Tía está inspirada, iluminada; votaré
por su candidatura a diputado a Cortes.
-Tampoco
vayáis -continuó la marquesa- a introducir el espantoso suicidio, que no se ha
conocido por acá, hasta ahora, que han logrado entibiar, sino desterrar la
religión. Nada de esas cosas nos pegan a nosotros.
-Tiene
usted razón -dijo la condesa-; no hemos de pintar a los españoles como
extranjeros; nos retrataremos como somos.
-Pero
con las restricciones que exige mi señora marquesa -dijo Stein-, ¿qué desenlace
romancesco puede tener una novela que estribe, como generalmente sucede, en una
pasión desgraciada?
-El
tiempo -contestó la marquesa-; el tiempo, que da fin de todo, por más que digan
los novelistas, que sueñan en lugar de observar.
-Tía
-dijo Rafael-, lo que estáis diciendo es tan prosaico como el
gazpacho.
-¿Te
matarás si me caso con Luis? -le preguntó Rita.
-¡Yo
verdugo, y de mi propia, interesante e inocente persona!, ¡yo mi propio Herodes!
¡Dios me libre, bella ingrata! -contestó Rafael-. Viviré para ver y gozar de tu
arrepentimiento y para reemplazar a tu Luis Triunfos, si se le antoja ir a jugar
al monte con su compadre Lucifer, en su reino.
-No
hagáis ostentación en vuestra novela -prosiguió la marquesa- de frases y
palabras extranjeras de que no tenemos necesidad. Si no sabéis vuestra lengua,
ahí está el diccionario.
-Bien
dicho -repitió Rafael-; no daremos cuartel a las esbeltas, a las notabilidades
ni a los dandys; perversos intrusos, parásitos venenosos y peligrosos emisarios
de la revolución.
-Más
verdad dices de la que piensas -repuso la marquesa.
-Pero
madre -dijo la condesa-; a fuerza de restricciones, nos pondréis en el caso de
hacer una insulsez.
-Me
fío de tu buen gusto -respondió la marquesa-, y en lo que es capaz de discurrir
e inventar Rafael, para que así no sea. Otra advertencia. Si nombráis a Dios,
llamadle por su nombre, y no con los que están hoy de moda, Ser Supremo, Suprema
Inteligencia, Moderador del Universo y otros de este jaez.
-¡Cómo,
señora tía! -exclamó Rafael-, ¿negáis a Dios sus poderes y sus
prerrogativas?
-No
por cierto -respondió la marquesa-; pero en el nombre Dios se encierra todo.
Buscar otros más altisonantes es lo mismo que platear el oro. Lo mismo me parece
eso, que lo que aquí se hace de tejas abajo, quitando al poder el título de rey
para llamarlo presidente, primer cónsul o protector. Estoy cierta de que antes
de haber consumado del todo su rebeldía, Lucifer nombraba a Dios el Ser
Supremo.
-Pero
tía, no podréis negar -observó Rafael- que es más respetuoso y aun más
sumiso.
-Anda
a paseo, Rafael -contestó con impaciencia la marquesa- Siempre me contradices,
no por convicción, sino por hacerme rabiar. Dale a Dios el nombre que se dio él
mismo; que nadie ha de ponerle otro mejor.
-Tenéis
razón, madre -dijo la condesa-. Dejémonos de flaquezas, de lágrimas y de
crímenes, y de términos retumbantes. Hagamos algo bueno, elegante y
alegre.
-Pero
Gracia -dijo Rafael-, es menester confesar que no hay nada tan insípido en una
novela como la virtud aislada. Por ejemplo, supongamos que me pongo a escribir
la biografía de mi tía. Diré que fue una joven excelente; que se casó a gusto de
sus padres, con un hombre que le convenía y que fue modelo de esposas y de
madres, sin otra flaqueza que estar un poco templada a la antigua y tener
demasiada afición al tresillo. Todo esto es muy bueno para un epitafio; pero es
menester convenir que es muy sosito para una novela.
-¿Y
de dónde has sacado -preguntó la marquesa- que yo aspiro a ser modelo de heroína
de novela? ¡Tal dislate!
-Entonces
-dijo Stein-, escribid una novela fantástica.
-De
ningún modo -dijo Rafael-; eso es bueno para vosotros, los alemanes; no para
nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación
insoportable.
-Pues
bien -continuó Stein-: una novela heroica o lúgubre.
-¡Dios
nos libre y nos defienda! -exclamó Rafael-. Eso es bueno para
Polo.
-Una
novela sentimental.
-Sólo
de oírlo -prosiguió Rafael- me horripilo. No hay género que menos convenga a la
índole española que el llorón. El sentimentalismo es tan opuesto a nuestro
carácter, como la jerga sentimental al habla de Castilla.
-Pues
entonces -dijo la condesa-, ¿qué es lo que vamos a hacer?
-Hay
dos géneros que, a mi corto entender, nos convienen: la novela histórica, que
dejaremos a los escritores sabios, y la novela de costumbres, que es justamente
la que nos peta a los medias cucharas como nosotros.
-Sea,
pues; una novela de costumbres -repuso la condesa.
-Es
la novela por excelencia -continuó Rafael-, útil y agradable. Cada nación
debería escribirse las suyas. Escritas con exactitud y con verdadero espíritu de
observación, ayudarían mucho para el estudio de la humanidad, de la Historia, de
la moral práctica, para el conocimiento de las localidades y de las épocas. Si
yo fuera la reina, mandaría escribir una novela de costumbres en cada provincia,
sin dejar nada por referir y analizar.
-Sería,
por cierto, una nueva especie de geografía -dijo Stein riéndose-. ¿Y los
escritores?
-No
faltarían si se buscaran -respondió Rafael-, como nunca faltan hombres para toda
empresa, cuando hay bastante tacto para escogerlos. La prueba es que aquí estoy
yo, y ahora mismo vais a oír una novela compuesta por mí, que participará de
ambos géneros.
-Así
saldrá ella -dijo la marquesa-. Don Federico, ya veréis algo parecido a
Bertoldo.
-Puesto
que mi prima quiere algo bueno y sencillo; mi tía algo moral, sin pasiones,
flaquezas, crímenes ni textos de la Escritura, y mi prima Rita algo festivo, voy
a tomar por asunto la vida honrada y moral de mi tío el general Santa
María.
-No
faltaba más -dijo la marquesa- sino que fueras a hacer burla de mi hermano. No
me parece que da margen a ello. ¡Vaya!
-No
por cierto -replicó Rafael-; respeto y aprecio a mi tío más que nadie en este
mundo y sé que sus virtudes militares, que a veces pasan de raya, le han
merecido el dictado del Don Quijote del Ejército. Pero nada de esto impide que
también tenga su historia, porque si madame Staël ha dicho que la vida de una
mujer es siempre una novela, creo que con igual derecho puede decirse que la
vida de un hombre es siempre una historia. Escuchad, pues, incomparable doctor,
la historia de mi tío en compendio. Santiago León Santa María nació predestinado
para la noble carrera de las armas, porque vio la luz del día, o por mejor
decir, las sombras de la noche, en el momento mismo en que la retreta pasaba por
delante de los balcones de la casa, de modo que hizo su entrada en el mundo a
son de caja.
-Eso
es cierto -dijo la marquesa, sonriéndose.
-Yo
no miento jamás... cuando digo la verdad -continuó gravemente Rafael-. Como
señal de aquella predestinación, nació con una espada color de sangre en el
pecho, dibujada por mano de la naturaleza con la mayor propiedad; de modo que
todas las comadres del barrio acudieron a saludar al general in partibus de los
ejércitos de S. M. Católica.
-No
hay tal cosa -dijo la marquesa-; tiene una señal en el pecho, es verdad; pero es
en figura de rábano, un antojo que había tenido nuestra
madre.
-Observad,
doctor -continuó Rafael-, que mi tía desprestigia y despoetiza la historia de su
querido hermano. ¡Un rábano en el pecho de un valiente, en lugar de una orden
militar! Vaya, tía, ¿hay cosa más ridícula?
-¿Qué
tiene de ridículo -dijo la marquesa- nacer con una señal en el
pecho?
-Prosigue,
Rafael -dijo Rita-. Yo no sabía ninguna de esas particularidades. Prosigue sin
tantos paréntesis.
-Nadie
nos corre, querida Rita -dijo Rafael-; ¿qué prisa tenemos? Una de las ventajas
que llevamos a otras naciones, es no vivir a galope, como corredores intrusos.
Conque apenas León Santa María cumplió los doce años, entró de cadete en un
Regimiento y se puso desde entonces derecho como un huso, serio como un sermón y
grave como un entierro. Haciendo el ejercicio, y peleando como valiente muchacho
en el Rosellón, fue pasando el tiempo y llegó mi tío a la edad en que el corazón
canta y suspira.
-Rafael,
Rafael -dijo su tía-, cuenta con lo que se habla.
-No
tengáis cuidado, tía; no hablaré más que de amores
platónicos.
-¿Amores
qué?... ¿Hay acaso varias clases de amores?
-El
amor platónico -contestó Rafael- es el que se encierra en una mirada, en un
suspiro o en una carta.
-Es
decir -repuso la marquesa-, la vanguardia; pero ya sabes que el cuerpo del
ejército viene detrás; con que doblemos la hoja sobre ese
capítulo.
-Señora
marquesa -repuso Rafael-, no os apuréis. Mi historia será tal, que después de
haberla oído cualquiera podrá retratar a mi tío con la espada en una mano y la
palma en la otra.
«Sus
primeros amores fueron con una guapa moza de Osuna, donde estaba acuartelado su
Regimiento. El día menos pensado llegó la orden de marchar. Mi tío dijo que
volvería, y ella se puso a cantar Mambrú se fue a la guerra; y lo estaría
todavía cantando si un labrador grueso no la hubiera ofrecido su gruesa mano y
su gruesa hacienda. Sin embargo, al principio estuvo inconsolable. Lloraba como
las nubes de otoño y no paraba de exclamar día y noche: ¡Santa María, Santa
María!, tanto que una criada que dormía cerca, creyendo que su ama estaba
rezando las letanías, no dejaba de responder devotamente: Ora pro
nobis.
»Mi
tío -siguió Rafael- recibió orden de pasar a América; volvió para tomar parte en
la guerra de la Independencia, y no tuvo tiempo para pensar en amoríos. De donde
resultó que, no tratando con más bellezas que las que podía hacer marchar a
tambor batiente, adquirió tal acritud de temple, que se le quedó el nombre del
general Agraz.
-¿Cómo
te atreves?... -exclamó la tía.
-Tía
-contestó Rafael-, yo no me atrevo a nada; lo que hago es repetir lo que otros
han dicho. Pian pianino llegaron los sesenta años, trayendo en pos la comitiva
ordinaria de reumatismos y catarros, con todas las trazas de convertirse en
crónicos. Mi tía y todos los amigos le aconsejaban que se retirase y se casase
para vivir tranquilo. Fijad las mientes, doctor, en el remedio: ¡casarse para
vivir tranquilo! Ya ve usted que mi tía se siente inclinada a la
homeopatía.
-¿Ese
sistema nuevo -preguntó la marquesa- que receta estimulantes para refrescar? No
lo creáis, doctor, ni vayáis a dar esa clase de remedios al
niño.
-Pues
como iba diciendo -continuó Rafael-, había aquí una soltera de edad madura, que
no había querido casarse a gusto de su padre, ni su padre la había querido dejar
casar a su gusto; este tenía muchos humos, en vista de que su hija se llamaba
doña Pancracia Cabeza de Vaca. Ahora bien, esta noble parte del
animal...
La
marquesa le interrumpió:
-Ríete
cuanto quieras, como te ríes de todo; este es un privilegio que la naturaleza te
ha dado, como al sol el de brillar. Pero sabed, don Federico, que ese nombre,
tan ridículo a los ojos de mi sobrino, es uno de los más ilustres y más antiguos
de España. Debe su origen a la batalla de las Navas de
Tolosa...
-La
cual -añadió Rafael- se dio por los años de 1212, y la ganó el rey don Alfonso
IX, llamado el Noble, padre de la reina de Francia Blanca, madre de San Luis; y
con aquella hazaña libertó a Castilla del yugo de los
sarracenos.
-Así
es -repuso la marquesa-; todo eso se lo he oído contar a mi cuñada. El
Miramamolín, según ella cuenta, se había retirado a una altura donde se
atrincheró con sus tesoros en una especie de recinto formado con cadenas de
hierro. Un río separaba esta altura del ejército cristiano. El rey, que no podía
pasarlo, estaba desesperado. Entonces se le presentó un pastor viejo, con su
hopalanda y su capucha, y le descubrió un sitio por donde podría vadear el río
sin dificultad: «Seguid la orilla -le dijo-, aguas abajo, y donde veáis la
cabeza de una vaca, que han devorado los lobos, allí está el vado.» De resultas
de este aviso se ganó aquella memorable batalla. El rey, agradecido, ennobleció
al que le había hecho un servicio tan señalado y le dio a él y a sus
descendientes el nombre de Cabeza de Vaca. Mi cuñada dice que aún se conservan
en la catedral de Toledo la estatua del pastor patriota y las cadenas del campo
del Miramamolín.
-Seiscientos
años de nobleza -dijo Rafael- son un moco de pavo en comparación de la nuestra,
porque ha de saber usted, doctor, que el nombre de Santa María eclipsa a todas
las Cabezas de Vaca, aun cuando arranque su árbol genealógico de los cuernos de
la que Noé llevó a su arca. Para que usted lo sepa, somos parientes de la Santa
Virgen, nada menos; y en prueba de ello, una de mis abuelas, cuando rezaba el
rosario con sus criadas, según la buena costumbre
española...
-Costumbre
que se va perdiendo -interrumpió suspirando la marquesa.
-Decía
-prosiguió Rafael-: «Dios te salve María, prima y señora mía», y los criados
respondían: «Santa María, prima y señora de usía.»
-No
digas esas cosas delante de extranjeros, Rafael -dijo la condesa-, porque o
están bastante preocupados contra nosotros para creerlas, o sin creerlas tienen
bastante mala fe para repetirlas. Lo que acabas de contar es una cosa que todo
el mundo sabe; un chiste inventado para burlarse de las exageradas pretensiones
de antigüedad que nuestra familia tiene.
-A
propósito de lo que dicen los extranjeros, ¿sabes, prima, que lord Londonderry
ha escrito su Viaje a España, en el que dice que no hay más que una mujer bonita
en Sevilla, y es la marquesa de A..., desfigurando, por supuesto, su nombre del
modo más extraño?
-Tiene
razón -dijo la condesa-; Adela es lindísima.
-Es
lindísima -prosiguió Rafael-, pero decir que es la única, me parece un
disparatón de tomo y lomo. El mayor está furioso, y va a ponerle pleito como
calumniador, con plenos poderes de la Giralda, que se tiene y se califica por la
mejor moza de toda Sevilla.
-Eso
es ser más realista que el rey -dijo Rita, con un gracioso desdén-; y bien
puedes asegurar al mayor, en nombre de todas las sevillanas, que tanto nos da
que ese lord nos encuentre feas como bonitas. Pero sigue con tu historia,
Rafael; te quedaste en los preliminares del casamiento del
tío.
-Antes
que Rafael tome la ampolleta -interrumpió la marquesa- diré a usted, don
Federico, que la nobleza de nuestra familia estaba ya reconocida en el año 737,
porque uno de nuestros abuelos fue el que mató al oso que quitó la vida al rey
godo don Favila, y por eso tenemos un oso en nuestro escudo de
armas.
Rafael
se echó a reír con tan estrepitosa carcajada que cortó el hilo a la narración de
su tía.
-Vaya
-dijo-, aquí tenemos la segunda parte de Prima y Señora mía. La marquesa tiene
una colección de datos genealógicos, tan verídicos unos como otros. Sabe de
memoria la de los duques de Alba, que vale un Perú.
-Si
quisierais tener la bondad, señora marquesa, de referírmela -dijo Stein-, os lo
agradecería infinito.
-Con
mucho gusto -respondió la marquesa-; y espero que daréis más crédito a mis
palabras que ese niño, tan preciado de saber más que los que nacieron antes que
él. Sabéis que nada ennoblece tanto al hombre como los rasgos de
valor.
-Por
esa cuenta -dijo Rita-, José María podía ser noble y algo más, grande de España
de primera clase.
-¡Qué
amigos de contradecir son mis sobrinos! -exclamó la marquesa con alguna
impaciencia- Pues bien: sí, señorita. José María podía ser noble si no fuera
ladrón.
-Ya
que se trata de José María -dijo Rafael-, voy a contar a don Federico un rasgo
de valor de aquel personaje. Lo sé de buena tinta.
-No
queremos saber las hazañas de los héroes del trabuco -dijo la marquesa-. Rafael,
tú hablas sin punto ni coma...
-Escuchad
mi aventura de José María -continuó Rafael-. Un ladrón héroe, caballeroso,
elegante, galán y distinguido, es fruta que no nace sino en nuestro suelo.
Vosotros los extranjeros podréis tener muchos duques de Alba, pero seguramente
no tendréis un José María.
-¿Qué
dices tú? -dijo la marquesa-, ¿que los extranjeros podrán tener muchos duques de
Alba? ¡Pues ya!, ¡fácil era! Escuchad, don Federico: cuando el santo rey don
Fernando estaba delante de los muros de Sevilla, viendo que el sitio se
prolongaba, propuso al rey moro...
-Que
se llamaba Axataf por más señas -interrumpió Rafael.
-Poco
importa el nombre -continuó la marquesa-; propúsole, pues, como iba diciendo,
que se decidiese la suerte de la ciudad sitiada en combate singular, cuerpo a
cuerpo, entre los dos monarcas. El moro tuvo vergüenza de rehusar el reto. El
rey Fernando ocultó a todo el mundo su designio, y cuando llegó la hora
convenida, salió solo y de noche de sus reales, encaminándose al puesto
señalado. Un soldado de su guardia que le vio salir, tuvo algunas sospechas de
su intento y temeroso de que el rey cayese en alguna asechanza, se armó y le
siguió de lejos. Llegado que hubo el monarca al sitio que todavía se llama la
Fuente del Rey, y que era entonces un lugar muy agreste, se detuvo aguardando a
que se presentase el moro.
Pero
por más que aguardaba, el otro en lo menos que pensaba era en acudir a la cita.
Así pasó la noche, y al clarear el alba, convencido de que su contrario no
vendría, iba a retirarse cuando oyó ruido en la enramada y mandó que saliese al
frente, quienquiera que fuese.
Era
el soldado y obedeció.
«¿Qué
haces ahí?», preguntó el rey.
«Señor
-respondió el soldado-, he visto a vuestra majestad salir solo del campo, e
inferí su intento; he temido algún lazo y he venido a defender a su
persona.»
«¿Solo?»,
preguntó el rey.
«Señor
-continuó el soldado-, ¿vuestra majestad y yo, acaso no bastamos para doscientos
moros?»
«Saliste
de mis reales soldado -dijo el rey- y entras en ellos duque de
Alba.»
-Ya
veis, don Federico -dijo Rafael-, que esa leyenda popular arregla desafíos a
medianoche y crea duques a pedir de boca.
-Calla
por Dios, Rafael -dijo la condesa-, y déjanos esta creencia, pues me gusta esa
etimología.
-Sí
-respondió Rafael-; pero el duque de Alba no le agradecerá a tu madre la
ilustración que quiere darle. Ahora veréis lo que hay en el
asunto.
Diciendo
estas palabras y echando a correr Rafael, volvió muy pronto con un libro en
folio y en pergamino, que sacó de la librería del conde.
-He
aquí -dijo- la creación, privilegios y antigüedad de los títulos de Castilla,
por don José Berni y Catalá, abogado de los Reales Consejos. Página 140. «Conde
de Alba, hoy día duque. El primer fue don Fernando Álvarez de Toledo, creado
conde de Alba por Juan II, 1439. Don Enrique IV lo hizo duque en 1469. Esta
ilustre y excelsa familia es de sangre real y ha tenido los primeros empleos de
España en guerra y en política. El duque mandó todo el ejército en la conquista
de Flandes y en la de Portugal, donde hizo maravillas. Esta ilustrísima familia
tiene tanto lustre y tantos méritos, que para enumerarlos sería necesario
escribir volúmenes.» Ya veis, tía, que la historia que nos habéis contado,
aunque muy propagada, es apócrifa.
-No
sé lo que quiere decir -continuó la marquesa-, esa palabra griega o francesa;
pero volviendo a los Santas Marías, este nombre les fue dado con motivo
de...
-Tía,
tía -exclamó Rita-, hacednos el favor de dispensarnos de oír nuestra historia
genealógica. ¿No tenemos bastante con la de los Cabezas de Vaca y los Albas?
Cuando penséis contraer segundas nupcias, entonces podréis lucir estas galas
genealógicas a los ojos del favorecido.
-El
apellido de los duques de Alba -dijo Stein- es Álvarez, y así se llama también
mi patrón, que es un buen hombre, lleno de honradez y tendero retirado. Me causa
mucha extrañeza ver que en este país los nombres más ilustres son comunes a las
clases más elevadas y a las más ínfimas. ¿Será cierto lo que se dice en mi país,
que todos los españoles se creen de noble sangre?
-Esa
es una confusión de ideas -contestó Rafael-, como todas las que generalmente
tienen los extranjeros sobre las cosas de España; y así no hay ninguno que no
crea a puño cerrado que cada gañán arando, lleva colgada a su lado la espada
distintiva de caballero. Hay muchos apellidos generales y como mancomunes en
España, no hay duda; pero esto nace en gran parte de que, en tiempos pasados,
los señores que tenían esclavos les daban sus apellidos al emanciparlos. Estos
nombres, usados por los moros ya libres, debieron multiplicarse, en particular
los de los magnates, a medida que más esclavos tenían. Algunas de esas nuevas
familias se ilustraron y fueron ennoblecidas, porque muchas descendían de moros
nobles. Pero los grandes de España, que tienen aquellos mismos nombres, llevan
tan a mal ser confundidos con estas familias, como con las de los artesanos que
se hallan en el mismo caso. También hay que observar que muchos han tomado los
nombres de las localidades de donde provienen, y así tenemos centenares de
Medinas, Castillas, Navarros, Toledos, Burgos, Aragonés, etc. En cuanto a esas
aspiraciones a sangre noble que están tan propagadas entre los españoles, es
observación que no carece de fundamento, porque es cierto que este pueblo tiene
orgullo y propensiones delicadas y distinguidas; pero no deben confundirse estos
rasgos de carácter nacional con las ridículas afectaciones nobiliarias que hemos
visto en tiempos modernos. El pueblo español no aspira a engalanarse con
colgajos ni a salir de la esfera en que le ha colocado la providencia; pero da
tanta importancia a la pureza de su sangre, como a su honra; sobre todo en las
provincias del Norte, cuyos habitantes se jactan de no tener mezcla de sangre
morisca. Esta pureza se pierde por un nacimiento ilegítimo; por la menor y más
dudosa alianza con sangre mulata o judía, así como por los oficios de verdugo y
pregonero, o por castigos infamantes.
-¡Válgame
Dios -dijo Rita-, qué fastidiosos están ustedes con su nobleza! ¿Quieres,
Rafael, hacernos el favor de continuar la historia del
tío?
-¡Dale!
-exclamó la marquesa.
-Tía
-respondió Rafael-, no hay cuento desgraciado, como el que lo cuente sea
porfiado. Conque, don Federico, Santa María y Cabeza de Vaca se unieron como dos
palomos. Muchas veces he oído decir que mi tía, que está aquí presente, lloró de
placer y de ternura al ver tan bien concertada unión. Mi tío tranquilizó los
recelos que hubiese podido inspirarle el nombre de su cara mitad sólo con
verla.
-¡Rafael,
Rafael! -exclamó la marquesa.
-Pero
quien quedó asombrado -prosiguió Rafael fue todo el mundo, y más que nadie, mi
tío, cuando al cabo de nueve meses la Cabeza de Vaca dio a luz un pequeño Santa
María, tamaño como un abanico, y que parecía engendrado por una X y una Z, La
Cabeza de Vaca se puso más oronda que la de Júpiter cuando produjo a Minerva.
Hubo, con este motivo, un gran debate matrimonial. La señora quería que el dulce
fruto de su amor se llamase Pancracio, nombre que, desde la batalla de las Navas
de Tolosa, había sido el de los primogénitos de la familia. Mi tío se empestilló
en que el futuro representante de los venerables Santa María no llevase otro
nombre que el de su padre, nombre sonoro y militar. Mi tía los puso de acuerdo,
proponiendo que se bautizase la criatura con los nombres de León Pancracio, de
lo que ha resultado que su padre lo ha llamado siempre León y su madre siempre
Pancracio.
De
repente interrumpió esta narración el general, entrando en la sala, pálido como
un muerto, con los labios apretados y lanzando rayos por los
ojos.
-¡Santo
Dios! -dijo Rafael a Rita en voz baja-, quisiera estar ahora siete estados
debajo de tierra, con las estatuas romanas que sirvieron a los moros para hacer
los cimientos de la Giralda.
-Estoy
furioso -dijo el general.
-¿Qué
tenéis, tío? -le preguntó la condesa, colorada como un
tomate.
Rita
bajaba la cabeza sobre su bordado, mordiéndose los labios para sofocar la
risa.
La
marquesa tenía la cara más larga que la de Don Quijote.
-Esto
es peor que burlarse de la gente -continuó el general con voz temblona-: ¡es un
insulto!
-Tío
-dijo la condesa suavizando la voz lo más posible-, cuando no hay mala
intención, cuando no hay más que ligereza, atolondramiento, gana de
reír...
-¡Gana
de reír! -interrumpió el general-: ¡reírse de mí!, ¡reírse de mi mujer! Por vida
mía, que se le ha de pasar la gana. Ahora mismo voy a presentar mi queja a la
policía.
-¡A
la policía! ¿Estás en tu juicio, hermano? -exclamó la
marquesa.
-Si
salgo con bien de esta -dijo Rafael a Rita-, hago voto a San Juan el Silenciario
de imitarle durante un año y un día.
-Mi
querido León -prosiguió la marquesa-, por Dios te ruego que no des tanta
importancia a una niñería. Cálmate. Yo sé que te ama y te respeta. ¿Quieres dar
un escándalo? Las quejas de familia no deben salir al público. Vamos, León,
hermano, quédese eso entre nosotros.
-¿Qué
estás hablando de quejas de familia? -replicó el general volviéndose hacia su
hermana-. ¿Qué tiene que ver la familia con las insolencias inauditas de ese
desaforado inglés, que viene a insultar a la gente del
país?
Al
oír estas palabras, la hermana y los sobrinos del general respiraron con
holgura, como si se les hubiera quitado una piedra de sobre el corazón. Su temor
de que nuestro cronista hubiese sido oído por el inflexible veterano, carecía de
fundamento, y Rafael preguntó con los tonos más sonoros de su
voz:
-¿Pues
qué ha hecho ese gran anfibio?
-¿Lo
que ha hecho? -contestó el general-. Voy a decírtelo. Sabéis que, por desgracia
mía, ese hombre vive enfrente de mi casa. Pues bien: a la una de la noche,
cuando todo el mundo está en lo mejor de su sueño, el míster abre la ventana y
se pone... ¡a tocar la trompa!
-Ya
sé que es furiosamente aficionado a ese instrumento -dijo
Rafael.
-Además
de eso -continuó el general-, lo hace malísimamente y el soplo de su vasto pecho
saca del instrumento sonidos capaces de despertar a los muertos de veinte leguas
a la redonda; de modo que se ponen a aullar todos los perros de la vecindad. Con
esto tendréis una idea de las noches que nos hace pasar.
Todos
los esfuerzos que habían hecho hasta allí los oyentes para contener la risa,
fueron infructuosos. La carcajada fue tan simultánea y tan estrepitosa, que el
general calló de repente y les echó una mirada indignada.
-¡No
faltaba más, sobrinos!, no faltaba más sino que os parezca asunto de risa tan
descarada insolencia, tal desprecio de las gentes. ¡Reíos, reíos!, ya veremos si
se reirá también tu recomendado.
Dijo,
y se salió de la pieza tan denodadamente como en ella había entrado, con
dirección a la policía.
Rita
se desternillaba de risa.
-¡Válgame
Dios, Rita! -dijo la marquesa, que no estaba para fiestas-. Más propio sería que
te indignases de tamaña falta de seso, que no reírse de
ella.
-Tía
-contestó la joven-, bien sé lo que el caso merece; pero aunque estuviese en el
ataúd, me había de reír. Os prometo que, para vengar a mi tío, cuando el mayor
moscón venga a chapurrearme piropos, no me contentaré con volverle la espalda,
sino que he de decirle: guardad vuestro resuello para tocar la
trompa.
-Mejor
harías -dijo Rafael- en imitar a las señoritas extranjeras, que se ponen
coloradas para dar los buenos días y pálidas para dar las buenas
noches.
-Eso
sería mejor -contestó Rita-; pero yo prefiero hacer lo
peor.
-A
todo esto -dijo Stein con su perseverancia alemana-, me habíais prometido, señor
de Arias, contarme un rasgo de valor de José María.
-Será
para otro día -respondió Rafael-. He aquí a mi general en jefe -añadió sacando
el reloj-: son las tres menos cuarto y a las tres estoy convidado a comer en
casa del capitán general. Doctor, si yo fuera vos, iría a suministrar los
socorros del arte a mi tía Cabeza de Vaca en el estado crítico en que la ha
puesto la trompa del mayor.
Capítulo
XX
Completamente
restablecido ya el niño de la condesa, había llegado la noche que esta señora
había fijado para recibir a María. Algunos tertulianos estaban ya reunidos,
cuando Rafael Arias entró precipitadamente.
-Prima
-dijo-, vengo a pedirte un favor: si me lo niegas, voy a derechura a echarme de
cabeza... en mi cama, bajo pretexto de una jaqueca
monstruo.
-¡Jesús!
-replicó la condesa-. ¿De qué modo puedo yo evitar tamaña
desgracia?
-Vas
a saberlo -continuó Rafael-. Ayer he tenido carta de uno de mis camaradas de
embajada: el vizconde de Saint Léger.
-Quítale
el Saint y el vizconde, y deja Léger pelado -repuso el
general.
-Bien
-dijo Rafael-; mi amigo, que según el tío no es ni vizconde ni santo, me
recomienda a un príncipe italiano.
-¡Un
príncipe!, ¡pues ya! -dijo con sorna el general-. ¿Por qué no han de llamarse
las cosas por sus nombres? Lo que será es un carbonario, un propagandista, una
verdadera plaga. ¿Y de dónde es ese príncipe?
-No
lo sé -repuso Rafael-; lo que sé es que la carta dice lo siguiente: «Os
agradeceré que hagáis conocer a mi recomendado las mujeres más bellas y amables,
las reuniones más escogidas y las antigüedades más notables de la hermosa
Sevilla, ese jardín de las Hespérides.»
-Jardín
del Alcázar querrá decir -observó la marquesa.
-Es
probable -prosiguió Rafael-. Cuando me vi encargado de esta tarea, sin saber a
qué santo encomendarme, se me ocurrió la luminosa idea de acudir a mi prima y
pedirle licencia para traer al príncipe a su tertulia, porque de este modo podrá
conocer las mujeres más bellas y amables, la sociedad más escogida y -añadió en
voz baja y señalando con el dedo la mesa del tresillo -las antigüedades más
notables de Sevilla.
-Mira
que mi madre está ahí -murmuró la condesa echándose a reír a pesar suyo-; eres
un insolente. -Y añadió en voz alta-: Tendré mucho gusto en
recibirle.
-¡Bien,
muy bien! -exclamó el general, barajando violentamente los naipes- ¡Mimarlos,
abrirles las puertas de par en par, ponerles andadores!; se divertirán a vuestra
costa y después se burlarán de vosotros.
-Creed,
tío -contestó Rafael-, que tomamos la revancha. Es cierto que se prestan a ello
admirablemente. Algunos vienen con el único designio de buscar aventuras, muy
persuadidos de que España es la tierra clásica de estos lances. El año pasado
tuve uno a cuestas, con esta monomanía. Era un irlandés, pariente de lord
W.
-Sí,
¡como yo del Gran Turco! -dijo el general aplicando su
muletilla.
-El
espíritu del héroe de la Mancha -continuó Rafael- se había apoderado de mi
irlandés, a quien llamaré Verde Erín(21) por habérseme olvidado su verdadero
nombre. Una tarde nos paseábamos en la plaza del Duque. El cielo se oscureció y
estalló de repente una tormenta; yo traté de buscar abrigo, pero él siguió
paseando porque tenía gana de experimentar una tormenta española. A las justas
observaciones que le hice, de que iba a calarse hasta los huesos, contestó que
todo lo que tenía encima era water-proof(22) el sombrero, el gabán, los
pantalones, los guantes, las botas, todo. Le abandoné a su
suerte.
-¿Es
eso creíble, Rafael? -dijo la condesa.
-Es
más; es probable -dijo el general-; ningún inglés se va nunca a la cama sin
haber hecho una extravagancia.
-Sigue,
Rafael, sigue, hijo -suplicó la marquesa-, porque ya preveo que ese temerario va
a saber por experiencia propia que no se debe tentar a
Dios.
-Pues
mi Erín -siguió Rafael- estaba recibiendo el agua como el arca de Noé, cuando
cayó un rayo en el árbol bajo el cual se había sentado.
-Vaya,
vaya -gritaron todos-, eso es cuento; ¡cosas de Rafael!
-Como
soy, que es la verdad -exclamó éste colorado-; informaos, si queréis, de más de
cien personas que presenciaron el lance. Aseguro que una acacia entera y
verdadera se desplomó sobre mi pobre Erín. Por fortuna estaba colocado de tal
manera, que evitó el choque del tronco, pero quedó preso entre las ramas, como
un pájaro en la jaula. En vano gritaba, en vano prodigaba el juramento nacional
y las ofertas de billetes de banco a los que viniesen a socorrerle. Tuvo que
aguantarse en su prisión vegetal casi todo el chubasco. Al fin pasó la tormenta
y volvió a salir la gente a la calle. Acudieron en su ayuda; pero la cosa no era
tan fácil: hubo que traer sierras y hachas y cortar las ramas más gruesas. A
medida que caían las paredes de su calabozo, se iba descubriendo parte por parte
la triste figura del hijo de Irlanda. Todos los water-proof habían fato fiasco.
Sus brazos y sus cabellos, y las alas del sombrero, pendían tiesos y
perpendiculares hacia la tierra. Parecía un navío empavesado en calma chicha.
Imaginaos los chistes, las bromas que descargaría sobre el pobre Erín nuestra
gente sevillana, tan chusca de suyo y tan burlona. El buen hombre tuvo que pasar
no sólo por el susto y el aguacero, sino por una risa homérica, de la que en su
tierra no había tenido ni aún idea. Confieso con vergüenza que habiendo vuelto
con intención de reunirme a él, no tuve valor y eché a
correr.
-¿Y
no tuvo más consecuencias ese lance? -preguntó la marquesa-. ¿No le indujo a
meditar?
-Ninguna
consecuencia tuvo este accidente, ni en el orden físico ni en el moral. Los
ingleses tienen siete vidas como los gatos. Lo único que resultó fue destruir su
fe en los water-proof. Pero no fue esa la más trágica de las aventuras de mi
héroe. Le había traído a España una afición decidida a ladrones: quería verlos a
toda costa. El gusto de ser robado era su idea, su capricho, el objeto de su
viaje; habría dado diez mil sacos de patatas por ver de cerca a José María en su
hermoso traje andaluz y con su botonadura de doblones de a cuatro. Traía ex
profeso para él un puñal con mango de oro y un par de pistolas de
Mantón.
-¡Armar
a nuestros enemigos! -exclamó el general-. Ese es su prurito. ¡Siempre los
mismos!
-Queriendo
irse a Madrid -continuó Rafael-, y sabiendo que la diligencia tenía el mal gusto
de llevar escolta, se decidió a irse en el carro del correo. Todos mis
argumentos para disuadirle fueron inútiles. Partió en efecto, y más allá de
Córdoba, sus ardientes deseos se realizaron. Encontró ladrones; pero no ladrones
de buen tono, no ladrones fashionables como José María, que parecía una ascua de
oro, montado en su brioso alazán. Eran ladrones de poco más o menos: pedestres,
comunes y vulgares. Ya sabéis lo que es ser vulgar en Inglaterra. No hay
apestado, no hay leproso que inspire a un inglés tanto horror como lo que es
vulgar. ¡Vulgar! A esta palabra, Albión se cubre de su más espesa neblina; los
dandys caen en el spleen más negro; las ladys se llenan de diablos azules(23)
las mises sienten bascas, y las modistas se tocan de los nervios. No es extraño,
pues, que Erín se creyese degradado, dejándose robar por ladrones vulgares; y
así es que se defendió como un león. No defendía, sin embargo, su tesoro, pues
me lo había confiado hasta su vuelta, y lo que de él tenía en más estima,
consistía en una rama del sauce que cubría el sepulcro de Napoleón, un zapato de
raso de una bolera, tamaño como una nuez, y una colección de caricaturas de lord
W..., su tío.
-Eso
pinta al hombre -dijo el general.
-Pero
yo no hago más que charlar -dijo Rafael-. Adiós, prima. Me voy y me
quedo.
-¿Y
qué? ¿Te vas, dejando al pobre Erín en manos de los ladrones? Es preciso que
acabes tu relación -dijo la condesa.
-Pues
bien -continuó Rafael-, os diré en dos palabras que los ladrones exasperados le
maltrataron y dejaron sin conocimiento, atado a un árbol, donde le halló una
pobre vieja, quien hizo le llevasen a su choza y allí le cuidó como una madre
durante una enfermedad que le resultó del lance. Yo estuve algún tiempo sin
tener noticias suyas; y como se dice vulgarmente que la esperanza era verde y se
la comió un borrico, ya iba creyendo que la misma desgracia había acontecido a
mi verde Erín, cuando me escribió contándome lo ocurrido. Me encargaba que diese
diez mil reales a la mujer que le había salvado y cuidado, sin tener la menor
idea de quién podría ser, porque su traje, cuando lo descubrieron, era el mismo
con que su madre lo parió. La recompensa era, como veis, decente; porque es
menester ser justos; nadie puede negar que los ingleses son generosos. Pero aquí
viene Polo con una elegía en los ojos. El príncipe me aguarda. Me voy corriendo,
aunque me caiga.
Con
esto desapareció.
-¡Jesús!
-dijo la marquesa-. Rafael me marea; parece hecho de rabos de lagartijas. Se
mueve tanto, gesticula tanto, charla tan sin cesar y tan deprisa, que me quedo
en ayunas de la mitad de las cosas que dice.
-Poco
pierdes -dijo el general.
-Pues
yo -añadió la condesa- querría a Rafael, por lo mucho que me divierte, si no le
quisiera ya tanto por lo mucho que vale.
-Aquí
tienes, querida Gracia -dijo Eloísa entrando y abrazando a la condesa-, el Viaje
de Dumas por el sur de Francia.
La
condesa tomó los libros. Polo y Eloísa hicieron una disertación sobre las obras
del escritor; disertación de cuya lectura dispensamos al lector, que nos dará
gracias por ello.
-¡Pobre
Dumas! -dijo la condesa al coronel.
-¡Pobre!
-exclamó el coronel-. ¿Pobre llamáis al que es rico y personaje, al que todos
festejan, obsequian y aplauden? ¿O será porque algunas veces le
critican?
-¿Porque
le critican? -respondió la condesa-; no por cierto; yo me tomo algunas veces la
libertad de hacerlo. Todo el que se presenta al público, le da ese derecho. No
digo pobre al oírle criticar; lo digo al oír algunos elogios que de él
hacen.
-¿Y
por qué, condesa?, el elogio siempre es lisonjero.
-No
podré explicarme bien -dijo la condesa- sino por medio de una comparación,
porque no soy elocuente como Eloísa. Hace algún tiempo que vino a vemos una de
nuestras parientas de Jerez, mujer muy devota, cuyo marido es muy aficionado a
las artes. Lo primero que traté de enseñarles fue, por supuesto, nuestra hermosa
catedral. En el camino se nos pegó, sin que pudiésemos deshacernos de él, otro
jerezano, hombre muy ordinario, pero riquísimo, y tuvimos que conformarnos con
que fuese de nuestra comitiva. Al entrar en aquel sin igual edificio, mi prima
alzó la cabeza, cruzó las manos, atravesó con paso acelerado la nave y se
arrodilló bañada en lágrimas a los pies del altar mayor. Su marido quedó como
arrebatado, sin poder dar un paso adelante. Pero el ricacho exclamó: «¡Buena
posesión!, ¡y qué buena bodega haría!» ¿Habéis comprendido mi
idea?
-Sin
duda -respondió el coronel riéndose-, que un necio elogio es peor que una
crítica; ya lo dice la fábula de Iriarte:
Si
el sabio no aprueba, ¡malo!
Si
el necio aplaude, ¡peor!
Pero
el cuentecillo tiene su buena dosis de sal y pimienta. -Lo sentiría mucho -dijo
la condesa-. Es un recuerdo que he tenido al oír hacer la apología de las obras
de Dumas. ¡Tantas exclamaciones vacías y ni siquiera una palabra de elogio para
esa historia de la Magdalena y de Lázaro, de la que no puedo leer un renglón sin
derramar lágrimas!
-Condesa
-dijo el coronel-, si alguna vez viene Dumas a España, me obligo a traerle a
vuestros pies para que os dé gracias por el modo que tenéis de juzgar sus
obras.
-¿No
tendríais gusto en conocerle?
-En
general no deja de tener inconvenientes el conocer a escritores de gran
mérito.
-¿Y
por qué, condesa?
-Porque
lo común es que desprestigia al autor. Un amigo mío, persona de mucho talento,
decía que los grandes hombres son al revés de las estatuas, porque estas parecen
mayores, y aquellos más pequeños, a medida que uno se les
acerca.
En
cuanto a mí, si alguna vez me meto a autora (lo cual podrá suceder, por aquello
de que de poeta y loco todos tenemos un poco), a lo menos tendré la ventaja de
que me oirán sin verme, gracias a mi pequeñez, a la escasa brillantez de mi
pluma y a la distancia.
-¿Creéis,
pues, que el autor ha de ser uno de los héroes de sus
ficciones?
-No;
pero temería verle desmentir las ideas y los sentimientos que expresa, y
entonces se disiparía el encanto, porque al leer lo que me habría arrebatado, no
podría apartar de mí la idea de que el hombre lo había escrito con la cabeza y
no con el corazón.
-¡Cómo
escriben esos franceses! -decía entre tanto Eloísa, resumiendo el mencionado
certamen literario.
-¿Qué
es lo que no hacen bien esos hijos de la libertad? -repuso
Polo.
-Pero
señorita -dijo el general-, ¿por qué no leéis libros
españoles?
-Porque
todo lo español lleva el sello de una estupidez chabacana -respondió Eloísa-.
Estamos en todos los ramos y conceptos en un atraso
deplorable.
-¿Qué
queréis que escriba un escritor culto en este detestable país -añadió Polo algo
picado-, si no estamos a la altura de nada y sólo podemos imitar? ¿Cómo hemos de
pintar nuestro país y nuestras costumbres, si nada de elegante, de
característico ni de bueno hallamos en él?
-A
no ser -dijo Eloísa, con remilgada sonrisa- que celebréis con los alemanes el
azahar y las naranjas; con los franceses, el bolero, y con los ingleses, el vino
de Jerez.
-¡Ah!
Eloisita -exclamó entusiasmado Polo-, ese chiste es tan espiritual, que si no es
francés, merece serlo.
En
lo que decía, plagiaba Polo, según su costumbre, un conocido dicho
francés.
Afortunadamente
acababan de dar un codillo al general, lo que hizo que no oyese este precioso
diálogo.
En
este momento entró Rafael con el príncipe: le presentó a la condesa, la cual le
recibió con su acostumbrada amabilidad, pero sin levantarse, según el uso
español.
El
príncipe era alto, delgado; representaba cuarenta y cinco años, y, aunque
príncipe, no de muy distinguida persona ni maneras. Con esto se hallaba ya
reunida toda la tertulia y todos aguardaban con impaciencia a la cantatriz
anunciada, no sin grandes dudas acerca de su mérito.
El
mayor Fly se contoneaba en su silla, cerca de las jóvenes, distribuyéndolas
miradas tan homicidas como los botonazos de su florete. Sir John tenía fijo su
lente en Rita, la cual no lo notaba. El barón, sentado cerca de un oidor viejo,
le preguntaba si los moros blanqueaban sus casas con cal.
-Carezco
de datos para responderos -contestó el magistrado-. Es punto que no ha merecido
llamar la atención de Zúñiga, Ponz, don Antonio Morales ni Rodrigo
Caro.
«¡Qué
ignorante!», pensaba el barón.
«¡Qué
pregunta tan tonta!», pensaba el oidor.
-Tenéis
una prima lindísima -dijo el príncipe a Rafael.
-Sí
-respondió este-, es una Ondina de agua de rosa, a quien si el amor no dio un
alma, en cambio se la dio un ángel(24).
-¿Y
ese general que está jugando y que tiene un aspecto tan
distinguido?
-Es
el Néstor retirado del Ejército. No tenéis en Pompeya una antigüedad mejor
conservada.
-¿Y
la señora con quien juega?
-Su
hermana, la marquesa de Guadalcanal, una especie de Escorial; es un sólido
compuesto de sentimientos monárquicos y monacales, con un corazón, panteón de
reyes sin trono.
En
esto se oyó un gran ruido. Era el mayor, que al levantarse para ir a reunirse
con Rafael, había echado a rodar una maceta.
-El
mayor -dijo Rafael- anuncia su llegada. Sin duda viene a suspirar como un
órgano, por el poco caso que de él hacen las damas.
-Serán
delicadas de gusto -repuso el príncipe-, pues el mayor tiene una hermosa
figura.
-No
digo que no -dijo Rafael-; es el más bello Sansón del mundo; pero, en primer
lugar, tiene una Dalila que va a ser muy en breve legítima (gracias a los
millones que ha ganado su padre con el té y con el opio). Ella le aguarda entre
las nieblas de su isla, mientras que él se recrea bajo el hermoso cielo andaluz.
Además, príncipe, los extranjeros que vienen a España, tienen la preocupación de
contar entre los goces que se proponen disfrutar, esto es, el buen clima, los
toros, las naranjas y el bolero, las conquistas amorosas; y muchas veces se
llevan chasco. ¡Cuántas quejas he oído yo de los que entraron como Césares y
salieron como Daríos!
Entre
tanto, el barón se había acercado a las mesas y veía
jugar.
-La
señora -dijo, hablando con la marquesa- es la madre...
-De
mi hija, sí, señor -respondió la marquesa.
Rita
lanzó una de sus carcajadas repentinas.
-Barón
-dijo la condesa, cuyo sofá estaba cerca de la mesa del juego-, ¿sois aficionado
a la música?
-Sí,
señora -respondió el barón-. La admiro y la venero; es decir, la música
profunda, sabia, seria; la música filosófica, como la han entendido Haydn,
Mozart y Beethoven.
-¿Qué
está diciendo? -preguntó el general a Rafael, que se había acercado para saludar
a Rita- ¡Música seria y sabia! ¡La filosofía del taralá! ¿Cómo pueden decirse
tamaños desatinos delante de gentes sensatas? Yo creía que los franceses no
gustaban más que de romances y de contradanzas.
-¿Qué
queréis, tío? -respondió Arias-. Los silfos de los jardines de Lutecia se han
convertido en gnomos teutónicos de la Selva Negra.
-No
por eso son más amables -añadió la marquesa.
Rafael,
huyendo del mayor, se intercaló en los grupos que formaban los tertulianos.
Llegó al de las jóvenes, algunas de las cuales eran sus parientas. Entre ellas
tenía gran partido, pero viendo que no les hacía caso por atender a sus
recomendados, se habían conjurado contra él y querían vengarse. Apenas se les
acercó, cuando todas quedaron de repente graves y
silenciosas.
-¿Si
me habré convertido yo, sin saberlo, en cabeza de Medusa? -dijo
Arias.
-¡Ah!,
¿eres tú? -dijo una de las conspiradoras.
-Me
parece que sí, Clarita -respondió Rafael.
-Es
que hace tanto tiempo que no te veo, que ya te desconocía. Me parece que estás
avejentado. ¿Cómo has podido separarte de tus extranjeros?
-¡Míos!
-repuso Arias-, renuncio la propiedad, Y en cuanto a haber envejecido, cuando yo
nací, Clarita, era ya el siglo mayor de edad; por consiguiente, ajusta la
cuenta.
-Serán
los afanes y fatigas que te dan tus recomendados los que te han puesto
viejo.
-Hay
quien dice -añadió otra muchacha- que los extranjeros están haciendo una
suscripción para levantarte una estatua.
-Y
que la reina te va a crear marqués de Itálica -dijo otra.
-Y
que están gastadas las losas del Alcázar con tus botas.
-Y
que el San Félix de Murillo te conoce de vista, y te da la bendición cuando te
ve llegar con un nuevo admirador.
-Señoritas
-exclamó Rafael-, ¿es esta una declaración de guerra, una conspiración? ¿En qué
quedamos?
Entonces
siguieron todas interpelándole como un fuego graneado.
-¡Jesús,
Arias, oléis a carbón de piedra! Rafael, mira que cuando hablas, tienes dejo.
Arias, se os ha pegado el desgavilo. Arias, te vas volviendo rubio. Rafael,
cántale al barón:
Cuando
el rey de Francia
toca
el violín,
dicen
los franceses
Uí,
uí, Uí, Uí, uí.
-Arias
-dijo Polo-, parecéis un oso en medio de un enjambre de
abejas.
-La
comparación -respondió Arias- no es muy poética, para ser de un discípulo de las
nueve solteronas. Apolo recusará ser tocayo vuestro. Pero quedaos como la rosa
entre estas abejas, prodigándoles los raudales de vuestra miel hiblea, mientras
yo voy por un paraguas que me preserve del aguacero.
En
este momento, los tertulianos, que estaban reunidos junto a la puerta del patio,
hicieron calle para dejar entrar a María, a quien el duque conducía por la mano;
Stein los seguía.
Capítulo
XXI
María,
dirigida en su tocador por los consejos de su patrona, se presentó malísimamente
pergeñada. Un vestido de foular demasiado corto, y matizado de los más
extravagantes colores; un peinado sin gracia, adornado con cintas encarnadas muy
tiesas; una mantilla de tul blanco y azulado guarnecida de encaje catalán, que
la hacía parecer más morena: tal era el adorno de su persona, que necesariamente
debía causar, y causó, mal efecto.
La
condesa dio algunos pasos para salir a su encuentro. Al pasar junto a Rafael,
este le dijo al oído, aplicando las palabras de la fábula del cuervo de De la
Fontaine:
-Si
el gorjeo es como la pluma, es el fénix de estas selvas.
-¡Cuánto
tenemos que agradeceros -dijo la condesa a María- vuestra bondad en venir a
satisfacer el deseo que teníamos de oíros! ¡El duque os ha celebrado
tanto!
María,
sin responder una palabra, se dejó conducir por la condesa a un sillón colocado
entre el piano y el sofá.
Rita,
para estar más cerca de ella, había dejado su puesto ordinario y colocádose
junto a Eloísa.
-¡Jesús!
-dijo al ver a María-, si es más negra que una morcilla
extremeña.
-No
parece -añadió Eloísa- sino que la ha vestido el mismísimo enemigo. Parece un
Judas de Sábado Santo. ¿Qué os parece, Rafael?
-Aquella
arruga que tiene en el entrecejo -respondió Arias- le da todo el aspecto de un
unicornio.
Entre
tanto, María no descubrió el menor síntoma de cortedad ni de encogimiento en
presencia de una reunión tan numerosa y tan lucida; ni se desmintieron un solo
instante su inalterable calma y aplomo. Con la ojeada investigadora y
penetrante, con la comprensión viva y con el tino exacto de las españolas, diez
minutos le bastaron para observar y juzgarlo todo.
«Ya
estoy -decía en sus adentros y dándose cuenta de sus observaciones-. La condesa
es buena y desea que me luzca. Las jóvenes elegantes se burlan de mí y de mi
compostura, que debe ser espantosa. Para los extranjeros, que me están echando
el lente con desdén, soy una Doña Simplicia de aldea; para los viejos, soy cero.
Los otros se quedan neutrales, tanto por consideración al duque que es mi
patrón, y lo entiende, como para lanzarse después a la alabanza o la censura,
según la opinión se pronuncie en pro o en contra.»
Durante
todo este tiempo, la buena y amable condesa, hacía cuantos esfuerzos le eran
posibles para ligar conversación con María; pero el laconismo de sus respuestas
frustraba sus buenas intenciones.
-¿Os
gusta mucho Sevilla? -le preguntó la condesa.
-Bastante
-respondió María.
-¿Y
qué os parece la catedral?
-Demasiado
grande.
-¿Y
nuestros hermosos paseos?
-Demasiado
chicos.
-Entonces,
¿qué es lo que más os ha gustado?
-Los
toros.
Aquí
se paró la conversación.
Al
cabo de diez minutos de silencio, la condesa le dijo:
-¿Me
permitís que ruegue a vuestro marido que se ponga al
piano?
-Cuando
gustéis -respondió María.
Stein
se sentó al piano. María se puso en pie a su lado, habiéndola llevado por la
mano el duque.
-¿Tiemblas,
María? -le preguntó Stein.
-¿Y
por qué he de temblar yo? -contestó María.
Todos
callaron.
Observábanse
diversas impresiones en las fisonomías de los concurrentes. En la mayor parte,
la curiosidad y la sorpresa; en la condesa, un interés bondadoso; en las mesas
de juego, o, como decía Rafael, en la cámara alta, la más completa
indiferencia.
El
príncipe se sonreía con desdén.
El
mayor abría los ojos, como si pudiera oír por ellos.
El
barón cerraba los suyos.
El
coronel bostezaba.
Sir
John se aprovechó de aquel intervalo para quitarse el lente y frotarlo con el
pañuelo.
Rafael
se escapó al jardín para echar un cigarro.
Stein
tocó sin floreos ni afectación el ritornelo de Casta Diva. Pero apenas se alzó
la voz de María, pura, tranquila, suave y poderosa, cuando pareció que la vara
de un conjurador había tocado a todos los concurrentes. En todos los rostros se
pintó y se fijó una expresión de admiración y de sorpresa.
El
príncipe lanzó involuntariamente una exclamación.
Cuando
acabó de cantar, una borrasca de aplausos estalló unánimemente en toda la
tertulia. La condesa dio el ejemplo, palmoteando con sus delicadas
manos,
-¡Válgame
Dios! -exclamó el general, tapándose los oídos-. No parece sino que estamos en
la plaza de toros.
-Déjalos,
León -dijo la marquesa-; déjalos que se diviertan. Peor fuera que estuvieran
murmurando del prójimo.
Stein
hacía cortesías hacia todos lados. María volvió a su asiento, tan fría, tan
impasible como de él se había levantado.
Cantó
después unas variaciones verdaderamente diabólicas, en que la melodía quedaba
oscurecida en medio de una intrincada y difícil complicación de floreos, trinos
y volatas. Las desempeñó con admirable facilidad, sin esfuerzo, sin violencia, y
causando cada vez más admiración.
-Condesa
-dijo el duque-, el príncipe desea oír algunas canciones españolas, que le han
celebrado mucho. María sobresale en este género. ¿Queréis proporcionarle una
guitarra?
-Con
mucho gusto -respondió la condesa.
Al
punto fue satisfecho su deseo.
Rafael
se había colocado junto a Rita, habiendo instalado al mayor al lado de Eloísa.
Esta procuraba persuadir al inglés de que las españolas se iban poniendo al
nivel de las extranjeras, en cuanto a tierna afectación y artificio, porque ya
se sabe que los que imitan servilmente, lo que copian siempre mejor son los
defectos.
-¡Qué
ojos tiene! -decía Rafael a su prima-. ¡Qué bien guarnecidos de grandes y negras
pestañas! Tienen el color y el atractivo del imán.
-Tú
sí que eres un imán para los extranjeros -respondió Rita-. ¿Por qué has colocado
al mayor cerca de Eloísa? Escucha las simplezas que le está diciendo. Te
advierto, primo, que vas adquiriendo la facha y el garbo de un
Diccionario.
-¡Dale
y más dale! -exclamó Rafael, descargando un golpe a puño cerrado en el brazo del
sillón-. No se trata de eso, Rita; se trata del amor que te tengo y que durará
eternamente. Ningún hombre ama en toda su vida más que a una mujer, en efectivo.
Las otras se aman en papel.
-Ya
lo sé -dijo Rita-. Bastantes veces me lo ha repetido Luis. Pero ¿sabes lo que
digo? Que te vas volviendo un cansadísimo reloj de
repetición.
-¿Qué
significa esto? -gritó Eloísa, viendo que traían la
guitarra.
-Parece
que vamos a tener canciones españolas -dijo Rita-, y me alegro infinito. Esas sí
que animan y divierten.
-¡Canciones
españolas! -clamó Eloísa, indignada-. ¡Qué horror! Eso es bueno para el pueblo;
no para una sociedad de buen tono. ¿En qué está pensando Gracia? Ved por qué los
extranjeros dicen con tanta razón que estamos atrasados: porque no queremos
amoldar nuestros modales y nuestras aficiones a las suyas; porque nos hemos
empestillado en comer a las tres y no queremos persuadirnos, que todo lo español
es ganso a nativitate.
-Pero
-dijo el mayor en mal español-, creo que hacen muy bien, indeed, en ser lo que
son.
-Si
es esto un cumplimiento -respondió enfáticamente Eloísa-, es tan exagerado que
más bien parece burla.
-Ese
señor italiano -dijo Rita- es el que ha pedido canciones españolas. Es
aficionado y lo entiende; conque es prueba de que merecen ser
oídas.
-Eloísa
-añadió Rafael-, las barcarolas, las tirolesas, el ranz des vaches, son
canciones populares de otros países. ¿Por qué no han de tener nuestras boleras y
otras tonadas del país el privilegio de entrar en la sociedad de la gente
decente?
-Porque
son más vulgares -contestó Eloísa.
Rafael
se encogió de hombros; Rita soltó una de sus carcajadas; el mayor se quedó en
ayunas.
Eloísa
se levantó, pretextó una jaqueca y se salió acompañada de su madre, a quien iba
diciendo:
-Sépase
a lo menos que hay señoritas en España bastante finas y delicadas para huir de
semejantes chocarrerías.
-¡Qué
desgraciado será el Abelardo de esa Eloísa! -dijo Rafael al verla
salir.
María,
además de su hermosa voz y de su excelente método, tenía, como hija del pueblo,
la ciencia infusa de los cantos andaluces, y aquella gracia que no puede
comprender y de que no puede gozar un extranjero, sino después de una larga
residencia en España y sólo identificándose, por decirlo así, con la índole
nacional. En esta música, así como en los bailes, hay una abundancia de
inspiración, un atractivo tan poderoso, tal serie de sorpresas, quejas,
estallidos de gozo, desfallecimientos, muestras de despego y atracción; una
cierta cosa que se entiende y no se explica; y todo esto tan determinado, tan
arreglado al compás, tan arrullado, si es lícito decirlo así, por la voz en el
canto y por los movimientos en el baile; la exaltación y la languidez se suceden
tan rápidamente, que suspenden, embriagan y cautivan al
auditorio.
Así
es que, cuando María tomó la guitarra y se puso a cantar:
Si
me pierdo, que me busquen
al
lado del Mediodía,
donde
nacen las morenas,
y
donde la sal se cría,
la
admiración se convirtió en entusiasmo. La gente joven llevaba el compás con
palmadas, repitiendo bien, bien, como para animar a la cantaora. Los naipes se
cayeron de las manos de los formales jugadores; el mayor quiso imitar el ejemplo
general, y se puso también a palmotear sin ton ni son. Sir John afirmó que
aquello era mejor que el God save the Queen. Pero el gran triunfo de la música
nacional fue que el entrecejo del general se desarrugó.
-¿Te
acuerdas, hermano -le preguntó la marquesa sonriéndose-, cuando cantábamos el
zorongo y el trípoli?
-¿Qué
cosas son zorongo y trípoli? -preguntó el barón a Rafael.
-Son
-respondió- los progenitores del sereni, de la cachucha, y abuelos de la jaca de
terciopelo, del vito y de otras canciones del día.
Esas
peculiaridades del canto y del baile nacional de que hemos hablado, podrían
parecer de mal gusto y lo serían ciertamente en otros países. Para entregarse
sin reserva a las impresiones que llevan consigo nuestras tonadas y nuestros
bailes, es preciso un carácter como el nuestro; es preciso que la grosería y la
vulgaridad sean, como lo son en este país, dos cosas desconocidas; dos cosas que
no existen. Un español puede ser insolente; pero rara vez grosero, porque es
contra su natural. Vive siempre a sus anchas, siguiendo su inspiración, que
suele ser acertada y fina. He aquí lo que da al español, aunque su educación se
haya descuidado, esa naturalidad fina, esa elegante franqueza que hace tan
agradable su trato.
María
salió de casa de la condesa tan pálida e impasible como en ella había
entrado.
Cuando
la condesa quedó sola con los suyos, dijo con aire de triunfo a
Rafael:
-Y
ahora, ¿qué dices, mi querido primo?
-Digo
-contestó Rafael- que el gorjeo es mejor que la pluma.
-¡Qué
ojos! -exclamó la condesa.
-Parecen
-dijo Rafael- dos brillantes negros en un estuche de cuero de
Rusia.
-Es
grave -dijo la condesa-; pero no engreída.
-Y
tímida -siguió Rafael-, como una manola del Avapies.
-Pero
¡qué voz! -añadió la condesa-. ¡Qué divina voz!
-Será
preciso -dijo Rafael- grabar en su tumba el epitafio que los portugueses
hicieron para su célebre cantor Madureira.
Aqui
yaz ó senhor de Madureira,
O
melhor cantor do mundo:
Que
morreu porque Deus quiseira,
Que
si non quiseira naon morreira;
E
por que lo necesitó nasua capella,
Díjole
Deus: canta. ¡Cantou cosa bella!
Dijo
Deus á os anjos: id vos á pradeira,
Que
melhor canta ó senhor de Madureira.
-Rafael
-dijo la condesa-, mofador eterno, ¿quién se escapa de tus tijeras? Voy a mandar
hacer tu retrato en figura de pájaro burlón, como se ha hecho el de Paul de Kock
en forma de gallo.
-De
esa suerte -repuso Rafael al irse- haré una Arpía masculina, lo cual tendrá la
ventaja de que se pueda propagar la casta.
Capítulo
XXII
Había
pasado el verano y era llegado septiembre; los días conservaban aún el calor del
verano, pero las noches eran ya largas y frescas. Serían las nueve y aún no
había en la tertulia de la condesa sino las personas más allegadas y de mayor
confianza, cuando entró Eloísa.
-Toma
asiento en el sofá, a mi lado -le dijo la dueña de la
casa.
-Te
lo agradezco, Gracia; pero vuestros sofás de aquí, son muebles rellenos de
estopas o crin: son de lo más duro e inconfortable que darse
puede.
-Así
son más frescos, hija mía -dijo Rita, a cuyo lado se había sentado Eloísa en una
estudiada postura.
-¿Sabéis
lo que se dice? -dijo a esta última el poeta Polo, jugando con su guante
amarillo y extendiendo la pierna para lucir un lindo calzado de charol-. Se dice
que nombran a Arias mayor de la plaza; pero lo creo un solemne
puff.
-Cosas
de lugarón, de poblachón, de villorro como es este -repuso remilgadamente
Eloísa-. Rafael merece mejor. Es un hombre muy espiritual, un joven muy
Fashionable y un bravo militar.
-¿Qué
estáis diciendo, señorita? -preguntó el general, que absorto escuchaba la
conversación de los dos jóvenes de buen tono.
-Digo,
señor, que vuestro sobrino es un bravo oficial.
-¿Y
qué queréis decir con eso?
-Señor,
lo que dice su hoja de servicio y repiten todos los que lo conocen; que se ha
distinguido en la guerra como un hombre de honor.
-Pues...
si lo habéis querido decir, ¿por qué no lo habéis dicho?, según la célebre
expresión de don Juan Nicasio Gallego, el cual, así como el duque de Rivas,
Quintana, Bretón, Martínez de la Rosa, Hartzenbusch y otros muchos, han cometido
la pifia de ser hombres eminentes y poetas de primer rango sin dejar de ser
españoles en la forma ni en la esencia. ¿Habéis por ventura querido decir
valiente?
-Pues
es claro, general, ¿acaso no lo he dicho?
-No,
señorita -dijo impaciente el general-, lo que habéis dicho es bravo, epíteto que
sólo he oído aplicar a los toros montaraces y a los indios salvajes para
ponderar su brutal fiereza. No usáis a fe mía, tal palabra, por falta de voces
adecuadas al caso, pues además de valiente, tenéis puestas en uso otras muchas,
como son: bizarro, valeroso, denodado.
-Jesús,
señor, esas son voces anticuadas, muy vulgares y muy gansas; es preciso admitir
las que introduce la elegancia y el buen tono, pésele al Diccionario y a sus
ramplones compiladores y secuaces.
-¡Hay
paciencia para esto! -exclamó el general tirando los
naipes.
-¿Qué
es lo que exalta de esta suerte la bilis de nuestro tío? -preguntó Rafael, que
había entrado, a su prima Rita.
-La
noticia que corre.
-¿Qué
noticia?
-Que
te nombran mayor de plaza y lo ha tomado por una ironía.
-Tiene
razón; yo no puedo aspirar a más dictado que al más chico de la plaza. Pero
traigo una noticia que puede aspirar con razón a la primera
categoría.
-¿Una
noticia? Una noticia es un patrimonio de todos. Así, suéltala
pronto.
-Pues
han de saber ustedes -dijo Rafael levantando la voz- que la Grisi de Villamar
está ajustada para salir a las tablas a lucir su voz.
-¡Oh!,
¡qué felicidad! -exclamó Eloísa-, el que algún evento notable saque a esta
monótona Sevilla del carril rutinario en que vegeta desde que San Fernando la
fundó.
-La
conquistó -le dijo por lo bajo su simpático amigo Polo,
Pero
Eloísa, sin atenderle, prosiguió:
-¿En
qué ópera hará su debut?
-¿Pues
qué, se ha ajustado para salir a las tablas de Bu? -preguntó la
marquesa.
-Sí,
tía -respondió Rafael-, y Stein de cancón es una pieza compuesta expresamente
para ambos.
-¡Tales
cosas! -exclamó la buena señora.
-Madre,
¿no echáis de ver que Rafael se está chanceando, según su loable e inveterada
costumbre? -dijo la condesa.
-Desde
que se ha dado La pata de cabra, ningún título de piezas teatrales me sorprende
-repuso la marquesa; y desde que se han representado la Lucrecia, Ángela, Antony
y Carlos el Hechizado, no hay argumento que se me haga
increíble.
-Como
el teatro es la escuela de las costumbres -dijo con ironía el general-, lo ponen
al nivel de las que quieren introducir.
-¡Qué
bien opinan los franceses, cuando dicen que pasados los Pirineos empieza el
África! -decía entre tanto a media voz Eloísa a Polo.
-Desde
que ellos ocupan parte del litoral -repuso este- ya no lo dicen; sería hacernos
demasiado favor.
Eloísa
sofocó una carcajada en su diminuto pañuelo guarnecido de
encaje.
-Aquellos
están conspirando -dijo Rita a Rafael-. Polo tiene una máquina infernal entre
sus gafas y sus ojos, y Eloísa esconde en el pañuelo que lleva a la boca, una
asonada en escabeche de almizcle contra la pícara estacionaria
España.
-¡Ca!,
no son conspiradores -repuso Rafael.
-¿Pues
qué son, máquina infernal de contradicción?
-Son...;
yo te lo diré para que los juzgues en toda su altura.
-Acaba,
pesado.
-Son
-dijo solemnemente Rafael- regeneradores incomprendidos.
Algunas
noches después de esta escena, las vastas galerías de la casa de la condesa
estaban desiertas. No se veían allí más figuras que las del antiguo testamento,
como Arias llamaba a los jugadores de tresillo.
-¡Cómo
tardan! -dijo la marquesa-. Las once y media y todavía no
parecen.
-El
tiempo -dijo su hermano- no parece largo a los filarmónicos, cuando están en la
ópera pasmándose de gusto como unos panarras.
-¿Quién
había de pensar -continuó la marquesa que esa mujer tendría los estudios y el
valor necesarios para salir tan pronto a las tablas?
-En
cuanto a los estudios -dijo el general-, una vez que se sabe cantar no se
necesita tantos como tú crees.
En
cuanto al valor, no quisiera más que un regimiento de granaderos por ese estilo,
para asaltar a Numancia o Zaragoza.
-Contaré
a ustedes lo que ha pasado -dijo entonces uno de los concurrentes-. Cuando
llegó, hace tres meses, esta compañía italiana, nuestra prima donna futura tomó
por temporada uno de los palcos más próximos al tablado. No faltó a una sola
representación y aun logró asistir a los ensayos. El duque consiguió de la
primera cantatriz que la diese algunas lecciones, y después, del empresario, que
la ajustase en su compañía. Pero el ajuste a que se prestó el empresario, fue en
calidad de segunda; propuesta que fue arrogantemente desechada por ella. Por una
de aquellas casualidades que favorecen siempre a los osados, la prima donna cayó
peligrosamente enferma y la protegida del duque se ofreció a reemplazarla.
Veremos qué tal sale de este empeño.
En
este momento, la condesa, animada y brillante como la luz, entró en la sala
acompañada de algunos tertulianos.
-Madre,
¡qué noche hemos tenido! -exclamó-. ¡Qué triunfo!, ¡qué cosa tan bella y tan
magnífica!
-¿Me
querrás decir, sobrina, la importancia que tiene, ni el efecto que puede causar,
el que una gaznápira cualquiera, que tiene buena garganta, cante bien en las
tablas, para que pueda inspirarte un entusiasmo y una exaltación, como te la
podrían causar un hecho heroico o una acción sublime?
-Considerad,
tío -contestó la condesa-, ¡qué triunfo para nosotros, qué gloria para Sevilla,
el ser la cuna de una artista que va a llenar el mundo con su
fama!
-¿Como
el marqués de la Romana? -replicó el general-, como Wellington o como Napoleón?
¿No es verdad, sobrina?
-¡Pues
qué, señor! -contestó la condesa- ¿No tiene la fama más que una trompeta
guerrera? ¡Qué divinamente ha cantado esa mujer sin igual! ¡Con qué desenvoltura
de buen gusto se ha presentado en la escena! Es un prodigio. Y luego, ¡cómo se
comunican de uno en otro el entusiasmo y la exaltación! Yo, además, estaba muy
contenta, viendo al duque tan satisfecho, a Stein tan
conmovido...
-El
duque -dijo el general- debería satisfacerse con cosas de otro
jaez.
-General
-dijo el tertuliano, que había hablado antes-, son flaquezas humanas. El duque
es joven...
-¡Ah!
-exclamó la condesa-. No hay cosa más infame que sospechar o hacer que se
sospeche el mal donde no existe. El mundo lo marchita todo con su pestífero
aliento. ¿No saben todos que el duque, no satisfecho con practicar las artes,
protege a los artistas, a los sabios y todo lo que puede influir en los
adelantos de la inteligencia? ¿Además no es ella mujer de un hombre a quien el
duque debe tanto?
-Sobrina
-repuso el general-, todo eso es muy santo y muy bueno; pero no alcanza a
justificar apariencias sospechosas. En este mundo, no basta estar exento de
censura; es preciso, además, parecerlo. Por lo mismo que eres joven y bonita,
harías bien en no declararte defensora de ciertas causas.
-Yo
no tengo la ambición de que se me crea perfecta -dijo la condesa- erigiendo en
mi casa un tribunal de justicia; lo que sí quiero es que se me tenga por leal y
sólida amiga, cuando hago respetar y defiendo a los que me dan ese
título.
Rafael
Arias entró en aquel instante.
-Vamos,
Rafael -dijo la condesa-, ¿qué dirás ahora?, ¿te burlarás de esa encantadora
mujer?
-Prima,
para darte gusto, voy a reventar de entusiasmo por imitar al público, como hizo
la rana, queriendo alcanzar el tamaño del buey. Acabo de ser testigo de la
ovación imperial que se ha hecho a esa octava maravilla.
-Cuéntanos
eso -dijo la condesa-. Cuéntanoslo.
-Cuando
bajó el telón, hubo un momento en que se me figuró que íbamos a tener una
segunda edición de la torre de Babel.
»Diez
veces fue llamada a las tablas la Diva Donna, y lo hubiese sido veinte, a no
haberse puesto los insolentes reverberos, causados por la prolongación de sus
servicios, a echar pestes y suprimir luz.
»Los
amigos del duque se empeñaron en que los llevase a dar la enhorabuena a la
heroína. Todos nos echamos a sus pies con el rostro en
tierra.
-¡Tú
también, Rafael! -dijo el general-; yo te creía más sensato bajo esas
apariencias de tarambana.
-Si
no hubiera ido adonde iban los otros, no tendría ahora la satisfacción de
referiros el modo con que nos recibió esta reina de las Molucas, emperatriz del
Bemol. En primer lugar, todas sus respuestas se hicieron en una especie de
escala cromática, de su uso, que consta de los siguientes semitonos:
primeramente la calma, o llámese indiferencia; después, la frescura; en seguida,
la frialdad, y por último, el desdén. Yo fui el primero en tributarle homenaje.
Le enseñé mis manos, desolladas a fuerza de aplaudir, asegurándole que el
sacrificio de mi pellejo era un débil homenaje a su sobrenatural habilidad,
comparable tan sólo con la del señor de Madureira. Su respuesta fue una
gravedosa inclinación de cabeza, digna de la diosa Juno. El barón le suplicó por
todos los santos del cielo que fuese a París, único teatro capaz de aplaudirla
dignamente, en vista de que los bravos franceses resuenan en todos los ámbitos
del universo, llevados por su bandera tricolor. A esto respondió con la mayor
frescura: «Ya veis que no necesito ir a París para que me aplaudan; y aplausos
por aplausos, más quiero los de mi tierra que los de los
franceses.»
-¿Eso
dijo? -preguntó el general-, ¿quién habría pensado que esa mujer dijese una cosa
tan racional?
-El
mayor moscón -continuó Rafael-, con su indefectible desmaña, le dijo que todas
cuantas cantantes había oído, sólo la Grisi lo hacía mejor que ella. A lo cual
respondió con frialdad: «pues una vez que la Grisi canta mejor que yo, hacéis
mal en oírme a mí en lugar de oírla a ella». En seguida llegó sir John dando la
mano y pisando a todo el mundo. Le dijo que su voz era un wonder (una
maravilla), y que si se la quería vender, estaba muy pronto a pagarle cincuenta
mil libras. Ella respondió con desdén que aquello no se vendía. Pero, a todo
esto, prima, ¿qué dices del misterio con que han procedido en este
asunto?
-¿De
qué misterio se trata? -preguntó el barón, que había llegado durante esta
conversación.
-De
esa brillante salida a las tablas -respondió Arias- que ha venido a reventar de
pronto, como una bomba, cuando menos se pensaba. Ahora, ahora voy cayendo en
ciertas cosas...: las entrevistas del duque con el empresario, la constancia con
que esa Norma en ciernes asistía a las representaciones..., ya se van
despertando mis quién vives.
-¡Despertar
los quién vives! -dijo el barón- ¡Qué expresión tan
singular!
-Es
una metáfora muy común -repuso Rafael.
-No
lo sabía -continuó el barón-; ni la entiendo. ¿Queréis tener la bondad de
explicármela, señor Arias?
Rafael
miró al soslayo a su prima, alzó los ojos al cielo, como si fuera a hacer un
sacrificio, y dijo:
-Cuando
ocurre un accidente sin percibirlo, es porque la atención lo ha dejado pasar sin
darle el quién vive, es decir, sin averiguar de dónde viene ni adónde va. Si
después otro accidente, que tiene relación con el primero, nos obliga a pensar
en el anterior, se dice que despertamos un quién vives; es decir, se despierta
la atención que estaba en el primer caso, ociosa o adormecida. De este modo
tenemos en español muchas palabras sueltas, que explican tanto como una larga
frase. Una palabra basta para encerrar un lato sentido. Es cierto que para ello
se necesita tanto de la inventiva como de la comprensión. En las gentes del
campo, corre una expresión que demuestra esto: suelen decir de un hombre
inteligente y vivo, «ese es de los de ya está acá». Tiene esta expresión su
origen en que cuando en el campo, a distancia, tiene el capataz que dar alguna
orden, o hacer algún encargo a alguno de los trabajadores, al darles voces
contesta el llamado: ya está acá, desde luego que se ha hecho cargo de lo que se
le manda. Pero al dicho que ha llamado vuestra atención (en vista de que no
todos son de los que designa el pueblo con el epíteto de los de ya está acá) se
le da la siguiente etimología. Un español que estaba en San Petersburgo,
paseándose una hermosa mañana de primavera con un ruso amigo suyo, quedó
atónito, oyendo en el aire un sonido bastante agradable. Este sonido, que se oía
unas veces próximo, otras lejano, cuándo a la derecha, cuándo a la izquierda, no
era más que una repetición en diversos tonos de la palabra quién vive. El
español creía que eran pájaros; pero levantó la cabeza y no vio nada. ¿Era un
canto? ¿Era un eco? No, porque no salía de un punto determinado, sino que se oía
en todas partes. Entonces creyó que su amigo era ventrílocuo y le miró con
atención. El ruso se echó a reír. «Ya veo -le dijo- que no sabéis de dónde
provienen estas voces que aquí se dejan oír todos los años por este tiempo. Son
los quién vives que dan los soldados de la guarnición, durante el invierno. Con
el frío se hielan y con los primeros calores se deshielan y resuenan por el aire
de la primavera que nos vivifica.»
-No
está mal discurrido -dijo el barón, con distracción.
-Favor
que le hacéis -contestó Rafael, haciendo una cortesía
irónica.
-¡Ah!
Aquí tenemos a la señorita Ritita -dijo el barón, viéndola entrar, después de
haberse quitado la mantilla-. Me parece, señorita, que he tenido la honra de
veros esta mañana en la calle de Catalanes.
-Yo
no os vi -contestó Rita.
-Esa
es una desgracia -dijo Rafael a Rita- que no sucederá al mayor moscón, ni a la
Giralda, a quien él quiere hacer coronela de su Regimiento de Life Guards
(Guardias de la Reina).
-Os
vi -continuó el barón- cerca de una cruz grande que está pegada a la pared.
Pregunté...
-Me
hago cargo -dijo en voz baja Rafael Arias.
-Y
me respondieron que se llama la Cruz del Negro. ¿Podéis decirme, señorita, por
qué se le ha dado un nombre tan extraño?
-No
lo sé -contestó Rita-. Quizá será porque habrán crucificado en ella a algún
negro.
-Sin
duda así es -dijo el barón-; sería en tiempo de la Inquisición. -Y murmuró en
voz baja: «¡Qué país!, ¡qué religión!»-. Pero ¿podréis decirme -añadió con
aquella insoportable ironía, con aquella insolencia de que hacen uso los
incrédulos, con los que creen y están de buena fe-, podréis decirme por qué está
colgado del techo un cocodrilo, en aquel corredor de la catedral, cerca del
patio de los Naranjos, entrando por la puerta a la derecha de la Giralda? ¿Sirve
también la catedral de museo de historia natural?
-¿Aquel
gran lagarto? -dijo Rita-. Está allí porque lo cogieron sobre la bóveda del
techo de la iglesia.
-¡Ah!
-exclamó el barón, riéndose-. Todo es gigantesco en esta catedral; ¡hasta los
lagartos!
-Esa
es una vulgaridad propagada en el pueblo -dijo la condesa, mientras que Rita,
sin oír las palabas del barón, había ido a ocupar su acostumbrado asiento-. Ese
cocodrilo fue presentado al rey don Alfonso el Sabio, por la famosa embajada que
le envió el soldán de Egipto. También están colgados de la misma bóveda un
colmillo de elefante, un freno y una vara; y estos objetos, juntamente con el
lagarto, representan las cuatro virtudes cardinales. El lagarto es símbolo de la
prudencia; la vara, de la justicia; el colmillo del elefante, de la fortaleza; y
el freno, de la templanza. Así pues, hace seiscientos años que estos símbolos
están a la entrada de aquel grande y noble edificio, como una inscripción que el
pueblo comprende, sin saber leer.
El
barón sentía mucho no poder adoptar la versión de Rita. La cruel condesa le
había privado de un precioso artículo satírico, crítico, humorista, burlesco.
¿Quién sabe si el cocodrilo no habría hecho el papel de un Espíritu Santo, de
nueva invención, en el chistoso relato de ese francés, que tenía la ventaja
nacional de haber nacido malin (satírico)? Entre tanto la marquesa dijo a
Rita:
-¿Por
qué has ido a decirle esa tontería del negro crucificado? ¿No habría sido mejor
contarle la verdad?
-Pero
tía -contestó la joven-, yo no sé por qué esa cruz se llama del Negro; además,
ya me tenía seca tanta conversación.
-Entonces
-prosiguió la tía- deberías haberle dicho que lo ignorabas; y no inducirle en un
error tan craso. Estoy segura de que insertará ese disparatón cuando escriba su
Viaje a España.
-¿Y
qué importa? -dijo Rita.
-Importa,
sobrina -repuso la marquesa-; porque no me gusta que hablen mal de mi
patria.
-¡Sí
-dijo el general con acritud-, anda a atajar el río cuando se sale de madre!
Pero ¿qué extraño es que digan mal del país los extranjeros, si nosotros somos
los primeros en denigrarnos? Sin tener presente el refrán de que «ruin es, quien
por ruin se tiene».
-Has
de saber, Rita -prosiguió la marquesa-, para que de ahora en adelante no des
lugar a semejantes errores, que el nombre de esa cruz viene de un negro devoto y
piadoso, que en el séptimo siglo, viendo que se atacaba el misterio de la Pura
Concepción de la Virgen, se vendió a sí mismo en el sitio en que se hallaba esa
cruz, para costear con el dinero de su venta una solemne función de desagravio a
la Virgen, por las ofensas que se le hacían. Algo se diferencia este rasgo
piadoso y fervoroso de abnegación, de la necedad que has hecho creer al
barón.
-Bien
puedes también, hermana -dijo el general-, regañar al loco de Rafael, por haber
respondido a ese Monsieur le Baron, a una pregunta por el mismo estilo, acerca
de la Cruz de los Ladrones, junto a la Cartuja, que se llamaba así porque a ella
iban a rezar los ladrones, para que Dios favoreciese sus
empresas.
-¿Y
el barón se lo ha creído? -preguntó la marquesa.
-Tan
de fijo, como yo creo que no es barón -repuso el general.
-Es
una picardía -continuó la marquesa, irritada- dar lugar nosotros mismos a que se
crean y repitan tales desatinos.
La
cruz fue erigida en aquel sitio por un milagro que hizo allí Nuestro Señor;
porque en aquellos tiempos, como había fe, había milagros. Unos ladrones habían
penetrado en la Cartuja y robado los tesoros de la iglesia. Huyeron espantados,
corrieron toda la noche y a la mañana siguiente se encontraron a corta distancia
del convento. Entonces viendo claramente el dedo del Señor, se convirtieron; y
en memoria de este milagro, erigieron esa cruz, a la que el pueblo ha conservado
su nombre. Voy a decirle cuatro palabras bien dichas a ese calavera. Rafael,
Rafael.
Entre
tanto su prima Gracia, sentada en el sofá, le decía:
-Estoy
en mis glorias. ¡Qué buenos ratos vamos a pasar!
-No
durarán mucho, condesa -dijo el coronel-. Corren voces de que el duque quiere
llevarse a Madrid a la nueva Malibrán.
-Y
a todo esto -dijo la condesa-, ¿qué nombre de guerra ha tomado? Supongo que no
será el de Marisalada; que muy bonito, y con algo de cariñoso, no es bastante
grave para una artista de primer orden.
-Quizá
continuará bajo el apodo de Gaviota -dijo Rafael-. Un criado del duque ha dicho
al mio que así era como la llamaban en su lugar.
-Puede
que adopte el nombre de su marido -observó el coronel.
-¡Qué
horror! -exclamó la condesa-; necesita un nombre sonoro.
-Pues
bien, que tome el de su padre: Santaló.
-No,
señor -dijo la condesa-. Es preciso que acabe en i para que le dé prestigio;
mientras más íes, mejor.
-En
ese caso -dijo Rafael-, que se nombre Misisipí.
-Consultaremos
a Polo -dijo la condesa-. Y a propósito, ¿dónde se ha escabullido nuestro
poeta?
-Apuesto
cualquier cosa -dijo Rafael- a que a la hora esta se ocupa en confiar al papel
las inspiraciones armónicas que ha hecho brotar en su alma la divinidad del día.
Mañana sin falta leeremos en El Sevillano una de esas composiciones que, según
mi tío, si no es fácil que le lleven al Parnaso, le precipitarán
indefectiblemente en el Leteo.
En
ese instante fue cuando la marquesa llamó a Rafael.
-Seguro
estoy -dijo este a su prima- de que mi tía me hace la honra de llamarme para
tener la satisfacción de echarme una peluca. Ya veo despuntar un sermón entre
sus labios apretados, una filípica en su nebuloso entrecejo y una reprimenda de
a folio, a caballo sobre su amenazante nariz. Pero... ¡qué feliz ocurrencia! Voy
a armarme de un broquel.
Diciendo
estas palabras, Rafael se levantó, se acercó al barón, a quien el oidor ofrecía
a la sazón un polvo de rapé, le dio el brazo y en su compañía se acercó a la
mesa del juego. La marquesa se guardó la regañadura para mejor
ocasión.
Rita
se tapaba la cara con el pañuelo para comprimir la risa. El general golpeaba el
suelo con el tacón de las botas, que en él era señal indefectible de
impaciencia.
-¿Está
incomodado el general? -preguntó el barón.
-Padece
ese movimiento nervioso -respondió a media voz Rafael.
-¡Qué
desgracia! -exclamó el barón-, eso es un tic douloureux(25). ¿Y de qué le ha
provenido? ¿Algún tendón dañado en la guerra quizá?
-No
-contestó Rafael- Ha sido efecto de una fuerte impresión
moral.
-Debió
ser terrible -observó el barón-. ¿Y qué se la causó?
-Una
palabra de vuestro rey Luis XIV.
-¿Qué
palabra? -insistió el barón espantado.
-El
célebre dicho -contestó Rafael- «ya no hay Pirineos».
Con
tanto como se hablaba en las tertulias acerca de la nueva cantatriz, se ignoraba
un hecho significativo, que había ocurrido aquella misma
noche.
Pepe
Vera no había cesado de seguir los pasos de María; y como era favorito del
público, le había sido fácil penetrar en lo interior del templo de las Musas, no
obstante la enemistad que estas han jurado a las corridas de
toros.
María
salía a la escena, al ruido de los aplausos, cuando se dio de manos a boca en el
vestuario con Pepe Vera y algunos otros jóvenes.
-¡Bendita
sea! -dijo el célebre torero, tirando al suelo y extendiendo la capa, para que
sirviese de alfombra a María-; ¡bendita sea esa garganta de cristal, capaz de
hacer morir de envidia a todos los ruiseñores del mes de
mayo!
-Y
esos ojos -añadió otro- que hieren a más cristianos que todos los puñales de
Albacete.
María
pasó tan impávida y desdeñosa como siempre.
-¡Ni
siquiera nos mira! -dijo Pepe Vera-. Oiga usted, prenda. Un rey es y mira a un
gato. Y cuidado, caballeros, que es buena moza; a pesar de
que...
-¿A
pesar de qué? -dijo uno de sus compañeros.
-A
pesar de ser tuerta -dijo Pepe.
Al
oír estas palabras, María no pudo contener un movimiento involuntario y fijó en
el grupo sus grandes ojos atónitos. Los jóvenes se echaron a reír y Pepe Vera le
envió un beso en la punta de los dedos.
María
comprendió inmediatamente que aquella expresión no había sido dicha sino para
hacerle volver la cara. No pudo menos de sonreírse y se alejó dejando caer el
pañuelo. Pepe lo recogió apresuradamente y se acercó a ella, como para
devolvérselo.
-Os
lo entregaré esta noche en la reja de vuestra ventana -le dijo en voz baja y con
precipitación.
Al
dar las doce salió María de su cama con pasos cautelosos, después de asegurarse
de que su marido yacía en profundo sueño. Stein dormía, en efecto, con la
sonrisa en los labios, embriagado con el incienso que había recibido aquella
noche María, su esposa, su alumna, la amada de su corazón. Entre tanto un bulto
negro se apoyaba en una de las rejas del piso bajo de la casa que habitaba María
y que daba a una de las angostas callejuelas tan comunes en aquella ciudad. No
era posible distinguir las facciones de aquel individuo, porque una mano
oficiosa había apagado de antemano los faroles que alumbraban la
calle.
Capítulo
XXIII
Era
ya Sevilla teatro demasiado estrecho para las miras ambiciosas y para la sed de
aplausos que devoraban el corazón de María. El duque, además, obligado a
restituirse a la capital, deseaba presentar en ella aquel portento, cuya fama le
había precedido. Pepe Vera, por otra parte, ajustado para lidiar en la plaza de
Madrid, exigió de María que hiciese el viaje. Así sucedió, en
efecto.
El
triunfo que obtuvo María al estrenarse en aquella nueva liza, sobrepujó al que
había logrado en Sevilla. No parecía sino que se habían renovado los días de
Orfeo y de Anfión y las maravillas de la lira de los tiempos mitológicos. Stein
estaba confuso. El duque, embriagado. Pepe Vera dijo un día a la cantaora:
«¡Caramba, María, te palmotean que ni que hubieses matado un toro de siete
años!»
María
estaba rodeada de una corte numerosa. Formaban parte de ella todos los
extranjeros distinguidos que se hallaban a la sazón en la capital, y entre ellos
había algunos notables por su mérito, otros por su categoría. ¿Qué motivos los
impulsaba? Unos iban por darse tono, según la locución moderna. ¿Y qué es tono?
Es una imitación servil de lo que otros hacen. Otros eran movidos por la misma
especie de curiosidad que incita al niño a examinar los secretos resortes del
juguete que le divierte.
María
no tuvo que hacer el menor esfuerzo para sentirse muy a sus anchas en medio de
aquel gran círculo. No había cambiado en lo más pequeño su índole fría y
altanera; pero había más elegancia en su talante y mejor gusto en su modo de
vestir; adquisiciones maquinales y exteriores, que a los ojos de ciertas gentes,
pueden suplir la falta de inteligencia, de tacto y de buenos modales. Por la
noche, en las tablas, cuando el reflejo de las luces blanqueaba su palidez y
aumentaba el realce de sus ojos grandes y negros, parecía realmente
hermosa.
El
duque estaba de tal modo fascinado por aquella mujer, en cuyos triunfos le
tocaba alguna parte, pues cumplían sus pronósticos, y tal era el entusiasmo que
su canto le inspiraba, que no tuvo inconveniente en pedirle que diese lecciones
de música a su hija, no obstante que recordaba el pronóstico de su amable amiga
de Sevilla y estremecía al reflexionar sobre el aplazamiento que le había
dirigido la condesa. Entonces hacía propósito de respetar a la mujer inocente
que él mismo había introducido en la escena resbaladiza y brillante que
pisaba.
Digamos
ahora algunas palabras de la duquesa:
Era
esta señora virtuosa y bella. Aunque había entrado en los treinta años, la
frescura de su tez y la expresión de candor de su semblante le daban un aspecto
más joven. Pertenecía a una familia tan ilustre como la de su marido, con la
cual estaba estrechamente emparentada. Leonor y Carlos se habían querido casi
desde su infancia, con aquel afecto verdaderamente español, profundo y
constante, que ni se cansa ni se enfría. Se habían casado muy jóvenes. A los
dieciocho años, Leonor dio una niña a su marido, el cual tenía veintidós a la
sazón.
La
familia de la duquesa, como algunas de la grandeza, era sumamente devota; y en
este espíritu había sido educada Leonor. Su reserva y su austeridad la alejaban
de los placeres y ruidos del mundo, a los cuales, por otra parte, no tenía la
menor inclinación. Leía poco y jamás tomó en sus manos una novela. Ignoraba
enteramente los efectos dramáticos de las grandes pasiones. No había aprendido
ni en los libros ni en el teatro, el gran interés que se ha dado al adulterio,
que por consiguiente no era a sus ojos sino una abominación, como lo era el
asesinato.
Jamás
habría llegado a creer, si se lo hubiesen dicho, que estaba levantado en el
mundo un estandarte, bajo el cual se proclamaba la emancipación de la mujer. Más
es; aun creyéndolo, jamás lo hubiera comprendido; como no lo comprenden muchos,
que ni viven tan retiradas, ni son tan estrictas como lo era la duquesa. Si se
le hubiera dicho que había apologistas del divorcio, y hasta detractores de la
santa institución del matrimonio, habría creído estar soñando, o que se acercaba
el fin del mundo. Hija afectuosa y sumisa, amiga generosa y segura, madre tierna
y abnegada, esposa exclusivamente consagrada a su marido, la duquesa de Almansa
era el tipo de la mujer que Dios ama, que la poesía dibuja en sus cantos, que la
sociedad venera y admira, y en cuyo lugar se quieren hoy ensalzar esas amenazas,
que han perdido el bello y suave instinto femenino.
El
duque pudo entregarse largo tiempo al atractivo que María ejercía en él, sin que
la más pequeña nube empañase la paz sosegada, y, como el cielo, pura, del
corazón de su mujer. Sin embargo, el duque, hasta entonces tan afectuoso, la
descuidaba cada día más. La duquesa lloraba; pero callaba.
Después
llegó a sus oídos que aquella cantatriz que alborotaba a todo Madrid, era
protegida de su marido; que este pasaba la vida en casa de aquella mujer. La
duquesa lloró; pero dudando todavía.
Después
el duque llevó a Stein a su casa, para dar lecciones a su hijo, y luego quiso,
como hemos dicho, que María las diese a su hija, preciosa criatura de once años
de edad.
Leonor
se opuso con vigor a esto último, alegando no poder permitir que una mujer de
teatro tuviese el menor punto de contacto con aquella inocente. El duque,
acostumbrado a las fáciles condescendencias de su mujer, vio en esta oposición
un escrúpulo de devota, una falta de mundo y persistió en su idea. La duquesa
cedió, siguiendo el dictamen de su confesor; pero lloró amargamente, impulsada
por un doble motivo.
Recibió,
pues, a María con excesiva circunspección; con una reserva fría, pero
urbana.
Leonor,
que vivía según sus propensiones tranquilas, muy retirada, no recibía, sino
pocas visitas, la mayor parte de parientes; los demás eran sacerdotes y algunas
otras personas de confianza. Así pues, asistía con no desmentida perseverancia a
las lecciones de su hija; y tanto empeño puso en no alejarla de sus miradas
maternas, que este sistema no pudo menos de ofender a María. Las personas que
iban a ver a la duquesa no hacían más que saludar fríamente a la maestra, sin
volver a dirigirle la palabra. De este modo, llegaba a ser en extremo humillante
la posición que ocupaba en aquella noble y austera residencia la mujer que el
público de Madrid adoraba de rodillas. María lo conocía y su orgullo se
indignaba, pero como la exquisita cortesía de la duquesa no se desmintió jamás;
como en su grave, modesto y hermoso rostro no se había manifestado nunca una
sonrisa de desdén ni una mirada de altanería, María no podía quejarse. Por otra
parte, el duque, que era tan digno y tan delicado, ¿cómo había de permitir que
nadie se le quejase de su mujer? María tenía bastante penetración para conocer
que debía callar y no perder la amistad del duque, que la lisonjeaba, su
protección que le era necesaria y sus regalos que le eran muy gratos. Tuvo,
pues, que tascar el freno, hasta que ocurriese algún suceso que pusiese término
a tan tirante situación.
Un
día en que, vestida de seda, y deslumbrando a todos con sus joyas, cubierta con
una magnífica mantilla de encajes, entraba en casa de la duquesa, se encontró
allí con el padre de esta, el marqués de Elda, y con el obispo
de...
El
marqués era un anciano grave, de los más chapados a la antigua. Era por los
cuatro costados español, católico y realista neto. Vivía retirado de la corte
desde la muerte del rey, a quien había servido en la guerra de la
Independencia.
Había
un poco de tibieza entre el marqués y su yerno, a quien el primero acusaba de
condescender demasiado con las ideas del siglo. Esta tibieza subió de punto
cuando llegaron a oídos del severo y virtuoso anciano los rumores ya públicos de
la protección que el duque daba a una cantatriz de teatro.
Cuando
María entró en la sala, la duquesa se levantó, con intención de darle gracias y
despedirla por aquel día, en vista del respeto debido a las personas presentes.
Pero el obispo, que ignoraba todo lo que pasaba, manifestó deseos de oír cantar
a la niña, que era su ahijada. La duquesa se volvió a sentar; saludó a María con
su urbanidad acostumbrada y mandó llamar a su hija, quien no tardó en
presentarse.
Apenas
terminaba la niña los últimos compases de la plegaria de Desdémona, cuando se
oyeron tres golpes suaves en la puerta.
-Adelante,
adelante -dijo la duquesa, dando a entender que conocía a la persona en su modo
de llamar, y con una viveza nueva a los ojos de María, se puso en pie y salió
obsequiosamente al encuentro de aquella visita.
Pero
María se sorprendió todavía más al ver este nuevo personaje. Era una mujer fea,
de unos cincuenta años de edad y de aspecto común. Su traje era tan basto como
desairado y extraño.
La
duquesa la recibió con grandes muestras de consideración y una cordialidad tanto
más notable, cuanto más contrastaba con la reserva glacial que con la maestra
había usado; la tomó de la mano y la presentó al obispo.
María
no sabía qué pensar. Jamás había visto un vestido semejante ni una persona que
le pareciese menos en armonía con la posición que parecía ocupaba cerca de
gentes tan distinguidas y elevadas.
Después
de un cuarto de hora de una conversación animada, aquella mujer se levantó.
Estaba lloviendo. El marqués la ofreció su coche, con grandes instancias; pero
la duquesa le dijo:
-Padre,
ya he mandado que pongan el mío.
Dijo
estas palabras acompañando a la recién venida, que ya se retiraba y que se negó
tenazmente a hacer uso del carruaje.
-Ven,
hija mía -dijo la duquesa a su hija-, ven, con permiso de tu maestra, a saludar
a tu buena amiga.
María
no sabía qué pensar de lo que estaba viendo y oyendo. La niña abrazó a aquella
que la duquesa llamaba su buena amiga.
-¿Quién
es esa mujer? -le preguntó María, cuando volvió a su
puesto.
-Es
una hermana de la caridad -respondió la niña.
María
quedó anonadada. Su orgullo, que luchaba con la frente erguida contra toda
superioridad; que desafiaba la dignidad de la nobleza, la rivalidad de los
artistas, el poder de la autoridad y aun la prerrogativas del genio, se dobló
como un junco ante la grandeza y la elevación de la
virtud.
Poco
después se levantó para irse; seguía lloviendo.
-Tiene
usted un coche a su disposición -le dijo la duquesa al
despedirla.
Al
bajar al patio, María observó que estaban quitando los caballos del de la
duquesa. Un lacayo bajó con aire respetuoso el estribo de un coche simón. María
entró en él henchido el corazón de impotente rabia.
Al
día siguiente declaró resueltamente al duque que no continuaría dando lecciones
a su hija. Tuvo buen cuidado de ocultarle el verdadero motivo y la astucia de
dar a esta reserva todo el aspecto de un acto de prudencia. El duque, alucinado,
tanto por el entusiasmo que María le inspiraba, como por los amaños de que ella
supo valerse, supuso que su mujer habría dado motivo para aquella determinación,
y se mostró aún más frío con ella.
Capítulo
XXIV
La
llegada a Madrid del célebre cantor Tenorini puso cima a la gloria de María, por
la admiración con que la encomiaba aquel coloso y por el empeño que manifestó en
cantar acompañado de una voz digna de unirse a la suya. Tonino Tenorini, alias
el Magno, había salido no se sabe de dónde; algunos decían que había venido al
mundo, como Castor y Pollux, dentro de un huevo, no de cisne, sino de ruiseñor.
Su espléndida y ruidosa carrera empezó en Nápoles, donde había eclipsado
enteramente al Vesubio. Después pasó a Milán y de allí sucesivamente a
Florencia, San Petersburgo y Constantinopla. A la sazón llegaba de Nueva York
pasando por La Habana, con ánimo de dirigirse a París, cuyos habitantes,
furiosos por no haber dado todavía su voto decisivo sobre tan gigantesca
reputación, habían hecho un motín para desahogar su bilis. De allí Tenorini se
dignaría ir a Londres, cuyos filarmónicos tenían un terrible spleen de pura
envidia, y de donde la season(26) corría riesgo de suicidarse si la gran
notabilidad no se compadecía de los males que su ausencia
originaba.
¡Cosa
extraña, y que dejó sorprendidos a todos los Polos y a todas las Eloísas! Este
sublime artista no llegaba en las alas del genio. Los delfines malcriados del
océano no le habían cargado en sus filarmónicas espaldas, como hicieron los del
Mediterráneo con Arión en tiempos más felices. Tenorini había llegado en la
diligencia... ¡Qué horror!...
¡Y
-lo que es más- traía un saco de noche!
Hubo
proyectos de celebrar su llegada tocando un repique general de campanas, de
iluminar las casas y de erigir un arco de triunfo con todos los instrumentos de
la orquesta del Circo. El alcalde no consintió en ello y poco faltó para que
este cangrejo reaccionario fuese obsequiado con una
cencerrada.
Mientras
María participaba con el gran cantante de la desaforada ovación que le ofrecía
un público, que de rodillas los veneraba humildemente, se representaba una
escena de diferente carácter en la pobre choza de que ella saliera poco más de
un año antes.
Pedro
Santaló yacía postrado en su lecho. Desde la separación de su hija no había
levantado cabeza. Tenía los ojos cerrados y no los abría sino para fijar sus
miradas en el cuartito que había ocupado María y que no estaba separado del suyo
sino por el estrecho pasadizo que subía al desván. Todo allí permanecía en el
mismo estado en que su hija lo había dejado; colgaba de la pared su guitarra,
con un lazo de cinta que había sido color de rosa y que ahora pendía sin forma,
como una promesa que se olvida, y descolorido como un recuerdo que se disipa.
Sobre la cama había un pañuelo de seda de la India, y unos zapatos pequeños se
veían aún debajo de una silla. La tía María estaba sentada a la cabecera del
enfermo.
-Vamos,
vamos, tío Pedro -le decía la buena anciana-, olvídese de que es catalán y no
sea tan testarudo; déjese usted gobernar siquiera una vez en su vida y véngase
con nosotros al convento, que ya ve usted que allí no falta lugar. Así podré
asistirle mejor y no estará aquí aislado y solo en un solo cabo como el
espárrago.
El
pescador no respondía.
-Tío
Pedro -continuó la tía María-, don Modesto ya ha escrito dos cartas, y se han
puesto en el correo, que dicen es la manera de que lleguen más presto y con más
seguridad.
-¡No
vendrá! -murmuró el enfermo.
-Pero
vendrá su marido, y por ahora eso es lo que importa -repuso la tía
María.
-¡Ella!
¡Ella! -exclamó el pobre padre.
Una
hora después de esta conversación, la tía María caminaba de vuelta al convento,
sin haber logrado que el huraño y obstinado catalán accediese a trasladarse a
él. Cabalgaba la buena anciana en la insigne Golondrina, decana apacible del
gremio borrical de la comarca. No hemos averiguado, en vista de lo remoto de la
fecha en que fue bautizada, el porqué mereció el nombre de Golondrina, pues nos
consta que jamás hizo el menor esfuerzo, no ya para volar, pero ni aun para
correr; ni nunca se le notó en otoño la más mínima inclinación a trasladarse a
las regiones del África.
Momo,
hecho ya un hombrón, sin haber perdido un ápice de su fealdad nativa, iba
arreando la burra.
-Oiga
usted, madre abuela -dijo-; ¿y van a durar mucho estos paseítos de recreo
cotidianos para venir a ver a este lobo marino?
-Por
descontado -respondió su abuela-, ya que no se quiere venir al convento. Me temo
que se muera si no ve a su hija.
-No
me he de morir yo de esa enfermedad -dijo Momo, soltando una carcajada de grueso
calibre.
-Mira,
hijo -prosiguió la tía María-, yo no me fío mucho del correo, por más que digan
que es seguro. Tampoco don Modesto se fía de él; así para que don Federico y
Marísalada lleguen a saber lo malo que está el tío Pedro, no queda medio seguro
sino el que tú mismo vayas a Madrid a decírselo, porque al fin no podemos estar
así, cruzados de brazos, viendo morir a un padre que clama por su hija, sin
hacer por traérsela.
-¡Yo!,
¡yo ir a Madrid, y para buscar a la Gaviota! -exclamó Momo horripilado-. ¿Está
usted en su juicio, señora?
-Tan
en mi juicio y tan en ello, que si tú no quieres ir, iré yo. A Cádiz fui y no me
perdí ni me sucedió nada; lo mismo será si voy a Madrid. Parte el corazón oír a
ese pobrecito padre clamar por su hija. Pero tú, Momo, tienes malas entrañas;
con harta pena lo digo. Yo no sé de dónde las has sacado, pues ni son de la
casta de tu padre ni de la de tu madre; pero en cada familia hay un
Judas.
«¡Ni
al mismísimo demonio que no piensa sino en el modo de condenar a un cristiano
-murmuraba Momo-, se le ocurre otra! Y no es eso lo peor, sino que si se le mete
a su merced semejante chochera en la cabeza, lo ha de llevar a cabo. ¡Que no me
diera un aire, que me dejase baldado de pies y piernas, siquiera por un
mes!»
Así
pensando, desahogó Momo su coraje, descargando un cruel varazo sobre las ancas
de la pobre Golondrina.
-¡Bárbaro!
-exclamó la abuela-, ¿a qué la pagas con ese pobre animal?
-¡Toma!
-repuso Momo-; para llevar palos ha nacido.
-¿De
dónde has sacado semejante herejía?, ¿de dónde, alma de Herodes? Nadie sabe lo
que compadezco yo a los pobres animales, que padecen sin quejarse y sin poder
valerse; sin consuelo y sin premio.
-La
lástima de usted, madre, es como la capa del cielo, que todo lo
cobija.
-Sí,
hijo, sí; ni permita Dios que vea yo un dolor sin compadecerlo, ni que sea como
esos desalmados que oyen un ay como quien oye llover.
-Que
diga usted eso, tocante al prójimo, ¡anda con Dios! Pero los animales, ¿qué
demonio?...
-¿Y
acaso no padecen? ¿Y acaso no son criaturas de Dios? Acá, nosotros, estamos
cargados con la maldición y el castigo que mereció el pecado del primer hombre;
pero ¿qué pecado cometieron el Adán y Eva de los burros, para que estos pobres
animales tengan la vida mortificada? ¡Eso me pasma!
-Se
comerían la peladura de la manzana -dijo Momo con una carcajada como un redoble
de bombo.
Encontraron
entonces a Manuel y a José, que iban de vuelta al
convento.
-Madre,
¿cómo está el tío Pedro? -preguntó el primero.
-Mal,
hijo, mal. Se me parte el corazón de verle tan malo, tan triste y tan solo. Le
dije que se viniese al convento; pero ¡qué!, más fácil era traerse al fuerte de
San Cristóbal que no a ese cabezudo. Ni un cañón de a veinticuatro lo menea.
Preciso es que el hermano Gabriel se mude allá con él, y también que Momo vaya a
Madrid a traerse a su hija y a don Federico.
-Que
vaya -dijo Manuel-; así verá mundo.
-¡Yo!
-exclamó Momo-, ¿cómo he de ir yo, señor?
-Con
un pie tras otro -respondió su padre-; ¿tienes miedo de perderte, o de que te
coma el cancón?
-Lo
que es que no tengo ganas de ir -replicó Momo, exasperado.
-Pues
yo te las daré con una vara de acebuche, ¿estás, mal mandado? -dijo su
padre.
Momo,
renegando del tío Pedro y de su casta emprendió su viaje, y uniéndose a los
arrieros de la sierra de Aracena que venían a Villamar por pescado, llegó a
Valverde, y de allí pasando por Aracena, la Oliva y Barcarrota, a Badajoz, por
el cual pasa la antigua carretera de Madrid a Andalucía. De allí, sin detenerse
siguió a Madrid. Don Modesto había copiado con letras tamañas como nueces, las
señas de la casa en que vivía Stein y que este había enviado cuando llegaron a
Madrid con el duque. Con esta papeleta en la mano, salió Momo para la corte,
entonando unas nuevas letanías de imprecaciones contra la
Gaviota.
Una
tarde salía la tía María más desazonada que nunca, de en casa del pobre
pescador.
-Dolores
-dijo a su nuera-, el tío Pedro se nos va. Esta mañana enrollaba las sábanas de
su cama, y eso es que está liando el hato para el viaje de que no se vuelve.
Palomo, que fue conmigo, se puso a aullar. ¡Y esa gente no viene!, estoy que no
se me calienta la camisa en el cuerpo. Me parece que Momo debería ya estar de
vuelta; diez días lleva de viaje.
-Madre
-contestó Dolores-, hay mucha tierra que pisar hasta Madrid. Manuel dice que no
puede estar de vuelta sino de aquí a cuatro o cinco días.
Pero
¡cuál no sería el asombro de ambas, cuando de repente vieron ante sí con aire
azorado y mal gesto al mismísimo Momo en persona!
-¡Momo!
-exclamaron las dos a un tiempo.
-El
mismo en cuerpo y alma -contestó este.
-¿Y
Marisalada? -preguntó ansiosa la tía María.
-¿Y
don Federico? -preguntó Dolores.
-Ya
los pueden ustedes aguardar hasta el día del juicio -respondió Momo-, ¡vaya que
ha estado bueno mi viaje!, gracias a madre abuela, que me he visto metido en un
berenjenal, que ya...
-¿Pero
qué es lo que hay?, ¿qué te ha sucedido? -preguntaron su abuela y su
madre.
-Lo
que van ustedes a oír, para que admiren los juicios de Dios y le bendigan por
verme aquí salvo y libre; gracias a que tengo buenas
piernas.
La
abuela y la madre se quedaron sobresaltadas al oír aquellas palabras que
anunciaban graves acontecimientos.
-Cuenta,
hombre, di, ¿qué ha sucedido? -volvieron ambas a exclamar-; mira que tenemos el
alma en un hilo.
-Cuando
llegué a Madrid -dijo Momo- y me vi solo en aquel cotarro, se me abrieron las
carnes. Cada calle me parecía un soldado; cada plaza, una patrulla; con la
papeleta que me dio el comandante, que era un papel que hablaba, fui a dar en
una taberna, donde topé con un achispado, amigo de complacer, que me llevó a la
casa que rezaba el papel. Allí me dijeron los criados que sus amos no estaban en
casa; y con eso, iban a darme con la puerta en los hocicos; pero no sabían esas
almas de cántaro con quién se las tenían que haber. «¡He! -les dije-; miren
ustedes con quién hablan, que yo no soy criado de nadie ni nada vengo a pedir;
aunque pudiera hacerlo, porque en mi casa fue donde recogimos a don Federico,
cuando se estaba muriendo y no tenía ni sobre qué caerse
muerto.»
-¿Eso
dijiste, Momo? -exclamó su abuela-; ¡quita allá!, ¡esas cosas no se dicen!, ¡qué
bochorno!, ¿qué habrán pensado de nosotros?, ¡echar en cara un favor!, ¿quién ha
visto eso?
-¿Pues
qué; no se lo diría?, ¡vaya! Y dije más; para que ustedes se enteren, dije que
mi abuela había sido quien se había traído a su casa a su ama, cuando se puso
mala de puro correr y desgañitarse sobre las rocas, como una Gaviota que era.
Los mostrencos aquellos se miraban unos a otros riéndose y haciendo burla de mí,
y me dijeron que venía equivocado, que era hija de un general de las tropas de
don Carlos. ¡Hija de un general, ¿se entera usted? ¡Por vía de los moros! ¿Puede
darse más descarada embustera?, ¡decir que el tío Pedro es un general, ¡el tío
Pedro, que ni ha servido al rey! Al avío, les dije; que la razón que traigo,
urge, y lo que quiero yo es largarme presto y perder a ustedes, a sus amos y a
Madrid de vista.
«Nicolás
-dijo entonces una moza que tenía trazas de ser tan Farota como su ama-, lleva
ese ganso al treato: allí podrá ver a la señora.»
-Noten
ustedes que cuando hablaba de mí, decía la muy deslenguada ganso, y cuando
hablaba de la tuna de la Gaviota, decía señora; ¿podría eso creerse?, ¡cosas de
Madrid!, ¡confundío se vea!
»Pues,
señor, el criado se puso el sombrero y me llevó a una casa muy grandísima y muy
alta, que era a moo de iglesia, sólo que en el lugar de cirios, tenía unas
lámparas que alumbraban como soles. En rededor había como unos asientos, en que
estaban sentadas, más tiesas que husos, más de diez mil mujeres, puestas en
feria, como redomas en botica. Abajo había tanto hombre que parecía un
hormiguero. ¡Cristianos!, ¡yo no sé de dónde salió tanta criatura! Pues no es
nada, dije para mi chaleco, ¡las hogazas de pan que se amasarán en la villa de
Madrid!... Pero asómbrense ustedes; toda esa gente había ido allí, ¿a qué?... ¡a
oír cantar a la Gaviota!
Momo
hizo una pausa, teniendo las manos extendidas y abiertas a la altura de su
cara.
La
tía María bajó y levantó la cabeza en señal de
satisfacción.
-En
todo esto no veo motivo para que te hayas vuelto tan deprisa y tan azorado -dijo
Dolores.
-Ya
voy, ya voy, que no soy escopeta -repuso Momo-. Cuento las cosas como
pasaron.
»Pues
cate usted ahí, que de repente, y sin que nadie se lo mandase, suenan a la par
más de mil instrumentos, trompetas, pitos y unos violines tamaños como
confesonarios, que se tocaban para abajo. ¡María Santísima, y qué atolondro!, yo
di una encogida que fue floja en gracia de Dios.
-Pero
¿de dónde salió tanto músico? -preguntó su madre.
-¿Qué
sé yo?, habría leva de ciegos por toda España. Pero no es esto lo mejor, sino
que cate usted ahí, que sin saber ni cómo ni por dónde desaparece un a moo de
jardín que había al frente. No parecía sino que el demonio había cargado con
él.
-¿Qué
estás diciendo, Momo? -dijo Dolores.
-Naíta
más que la purísima verdad. En lugar de la arboleda, había al frente un a moo de
estrado con redondeles de trapo(27) que sería de un palacio. Allí se presenta
una mujer más ajicarada, con más terciopelos, bordaduras de oro y más dijes que
la Virgen del Rosario.
»Esta
es la reina doña Isabel II -dije yo para mí-. Pues no, señor, no era la reina.
¿Saben ustedes quién era? ¡Ni más ni menos que la Gaviota, la malvada Gaviota,
que andaba aquí descalza de pies y piernas! Lo primero que sucedió con el
vergel, había sucedido con ella; la Gaviota descalza de pies y piernas, se había
llevado el demonio y en su lugar había puesto una principesa. Yo estaba cuajado.
Cuando menos se pensaba, entra un señor mayor muy engalanado. Estaba que echaba
bombas, ¡qué enojado!, ponía unos ojos..., ¡caramba!, dije yo para mi chaleco,
no quisiera yo estar en el pellejo de esa Gaviota. A todo esto, lo que me tenía
parado era que reñían cantando. ¡Vaya!, será la moa por allá, entre la gente de
fuste. Pero con eso no me enteraba yo bien de lo que platicaban: lo que vine a
sacar en limpio fue que aquél sería el general de don Carlos, porque ella le
decía padre, pero él no la quería reconocer por hija, por más que ella se lo
pidió de rodillas.
»¡Bien
hecho! -le grité-, duro a la embustera descarada.
-¿A
qué te metiste en eso? -le dijo su abuela.
-¡Toma!
como que yo la conocía y podía atestiguarlo; ¿no sabe usted que quien calla
otorga? Pero parece que allá no se puede decir la verdad, porque mi vecino que
era un celador de policía me dijo: «¿Quiere usted callar,
amigo?»
-No
me da la gana -le respondí-; y he de decir en voz y en grito, que ese hombre no
es su padre.
-¿Está
usted loco o viene de las Batuecas? -me dijo el polizonte.
-Ni
uno ni otro, so desvergonzado -le respondí-; estoy más cuerdo que usted y vengo
de Villamar, donde está su padre ligítimo, tío Pedro
Santaló.
-Es
usted -me dijo el madrileñito- un pedazo de alcornoque muy basto; vaya usted a
que lo descorchen.
Me
amostacé y levanté el codo para darle una guantáa, cuando Nicolás me cogió por
un brazo y me sacó fuera para ir a echar un trago.
-Ya
he caído en la cuenta -le dije-; ese general es el que quiera esa renegada
Gaviota que sea su padre. De muchas iniquidades había yo oído hablar; de
muertes, robos, hasta de piratas; pero eso de renegar de su padre, en mi vida he
oído otra.
Nicolás
se desternillaba de risa; por lo visto, esa indiniá no les coge allá de
susto.
Cuando
volvimos a entrar, es de presumir el que le habría mandado el general a la
Gaviota que se quitase los arrumacos, porque salió toda vestida de blanco que
parecía amortajada. Se puso a cantar y sacó una guitarra muy grande que puso en
el suelo y tocó con las dos manos (¡qué no es capaz de inventar esa Gaviota!), y
ahora viene lo gordo, pues de repente sale un moro.
-¿Un
moro?
-¡Pero
qué moro!, más negro y más feróstico que el mismísimo Mahoma; con un puñal en la
mano, tamaño como un machete. Yo me quedé muerto.
-¡Jesús
María! -exclamaron su madre y su abuela.
-Pregunté
a Nicolás que quién era aquel Fierabrás, y me respondió que se llamaba Telo.
Para acabar presto; el moro le dijo a la Gaviota que la venía a
matar.
-Virgen
del Carmen -exclamó la tía María-, ¿era acaso el verdugo?
-No
sé si era el verdugo ni sé si era un matador pagado -respondió Momo-; lo que sí
sé es que la agarró por los cabellos y la dio de puñaladas; lo vi con estos ojos
que ha de comer la tierra, y puedo dar testimonio.
Momo
apoyaba sus dos dedos, debajo de sus ojos, con tal vigor de expresión, que
aparecieron como queriendo salirse de sus órbitas.
Las
dos buenas mujeres lanzaron un grito. La tía María sollozaba y se retorcía las
manos de dolor.
-¿Pero
qué hicieron tantos como presentes estaban? -preguntó Dolores llorando-, ¿no
hubo nadie que prendiese a ese desalmado?
-Eso
es lo que yo no sé -contestó Momo-, pues al ver aquello, cogí dos de luz y
cuatro de traspón, no fuese que me llamasen a declarar. Y no paré de correr
hasta no poner algunas leguas entre la villa de Madrid y el hijo de mi
padre.
-Preciso
es -dijo entre sollozos la tía María- ocultarle esta desdicha al pobre tío
Pedro. ¡Ay!, ¡qué dolor!, ¡qué dolor!
-¿Y
quién había de tener valor para decírselo! -repuso Dolores-. ¡Pobre María! Hizo
lo del español, que estando bien quiso estar mejor; y cate usted ahí las
resultas.
-Cada
uno lleva su merecido -dijo Momo-; esa embrollona descastada había de parar en
mal: no podía eso marrar. Si no estuviese cansado, iba sobre la marcha a
contárselo a Ratón Pérez.
Capítulo
XXV
No
tardó en esparcirse por todo el lugar la voz de que la hija del pescador había
sido asesinada.
Así
pues, el egoísta, torpe y díscolo Momo, que ayudado de su espíritu hostil e
instintos egoístas creyó realidad lo que vio en el teatro, no sólo había hecho
un viaje inútil, por no haber cumplido su comisión, sino que indujo en el
terror, en que su torpeza indócil le hizo caer, a todas aquellas buenas
gentes.
La
cara de don Modesto se le alargó dos pulgadas.
El
cura dijo una misa por el alma de María.
Ramón
Pérez ató un lazo negro a su guitarra.
Rosa
Mística dijo a don Modesto:
-¡Dios
la haya perdonado! Bien dije yo que acabaría mal. Usted recordará que por más
que procuraba yo guiarla a la derecha, ella siempre tiraba a la
izquierda.
La
tía María, calculando que en vista de la catástrofe no le sería posible a don
Federico venir por entonces, se decidió a confiar la cura del tío Pedro a un
médico joven que había reemplazado a Stein en Villamar.
-No
fío de su ciencia -le decía a don Modesto, que se le recomendaba-; no sabe
recetar más que aguas cocidas, y no hay cosa que debilite más el estómago. Por
alimento manda caldo de pollo; ahora ¿me querrá usted decir las fuerzas que
podrá reponer semejante bebistrajo? Todo está trastornado, mi comandante; pero
deje usted que pase un poco de tiempo y, desengañados, se volverán a lo que la
experiencia de muchos siglos ha acreditado de bueno; que al cabo de los años
mil, vuelven las aguas por donde solían ir. Lo que atrevidas manos echaron
abajo, el tiempo lo levantará; pero después de haber echado algunas almas a su
perdición y enviado muchos cuerpos al hoyo.
El
médico halló al tío Pedro tan grave, que declaró ser necesario el
prepararlo.
Prepararse
a la muerte es, en el lenguaje católico, ponerse en estado de gracia, esto es,
zanjar sus cuentas en la tierra, haciendo el bien y deshaciendo el mal, en
cuanto a nuestro alcance esté, tanto en el orden de las cosas eternas, como en
el de las temporales, y granjear así, con la oración y el arrepentimiento, la
clemencia de Dios en favor de nuestras almas.
Si
damos esta definición de una cosa tan sabida y cotidiana, es no sólo porque es
factible que caiga esta relación en manos de algunos que no pertenezcan al
gremio de nuestra santa religión católica, sino porque hemos visto muchos que no
consideran esta santa práctica bajo todas sus grandes y magníficas
fases.
La
tía María se echó a llorar amargamente al oír aquel fallo; llamó a Manuel y le
encargó que fuese a notificárselo al enfermo, con todas las precauciones
debidas, pues ella no se sentía con ánimo para hacerlo.
Manuel
entró en el cuarto del paciente.
-¡Hola,
tío Pedro! -le dijo-, ¿cómo vamos?
-Vamos
para abajo, Manuel -contestó el enfermo-; ¿quieres algo para el otro mundo?,
dilo pronto, que estoy levando el ancla, hijo.
-¡Qué!,
tío Pedro, no está usted en ese caso. Ha de vivir. Usted más que yo. Pero...
como dice el refrán que hacienda hecha no estorba..., quiere
decir...
-No
digas más, Manuel -repuso el tío Pedro sin alterarse- Dile a tu madre que
dispuesto estoy. Ya ha tiempo que veo venir este trance y no pienso más que en
eso -añadió en voz baja y fatigada- ¡y en ella!
Manuel
salió conmovido enjugándose los ojos, a pesar de haber visto tanta sangre y
tantas agonías en su carrera militar; ¡tan cierto es, que el alma más estoica se
ablanda a vista de la muerte, cuando no se fuerza al hombre a considerarla como
un átomo lanzado en el insondable abismo, que abren a tantos miles el orgullo y
la ambición de los que sin autoridad, sin derecho ni razón, han querido imponer
al mundo su personalidad o sus ideas!
Al
día siguiente reinaba uno de aquellos violentos, ruidosos y animados temporales
que consigo trae el equinoccio. Oíase el viento soplar en diferentes tonos, como
una hidra cuyas siete cabezas estuviesen silbando a un
tiempo.
Estrellábase
contra la cabaña, que crujía siniestramente: oíase este invisible elemento,
lúgubre entre las bóvedas sonoras de las altas ruinas del fuerte; violento entre
las agitadas ramas de los pinos; plañidero entre las atormentadas cañas del
navazo; y se desvanecía gimiendo en la dehesa, como se disipa la sombra
gradualmente en un paisaje.
La
mar agitaba las olas de su seno, con la ira y violencia con que sacude una furia
las sierpes de su cabellera. Las nubes, cual las Danaides, se relevaban sin
cesar, vertiendo cada cual su contingente, que caía a raudales sobre las ramas,
que se tronchaban, abriendo sus corrientes hondos surcos en la tierra. Todo se
estremecía, temblaba o se quejaba. El sol había huido y el triste color del día
era uniforme y sombrío como el de una mortaja.
Aunque
la cabaña estaba resguardada por la peña, la tempestad había arrebatado parte de
su techo durante la noche. Para impedir su total destrucción, Manuel, ayudado
por Momo, lo había sujetado con el peso de algunos cantos traídos de las ruinas.
«Ya que no quieras albergar más a tu dueño -le decía Manuel-, aguarda al menos a
que muera, para hundirte.»
Si
alguna otra mirada que la de Dios hubiera podido llegar a aquel desierto,
cruzando la tempestad que lo azotaba, habría descubierto una cuadrilla de
hombres que caminaba en dirección paralela al mar, arrostrando los furores del
temporal, envueltos en sus capas, en actitud recogida y silenciosa, los cuerpos
inclinados hacia adelante y las cabezas bajas. Seguíalos grave y mesuradamente
un anciano, cruzados los brazos sobre el pecho a la manera de los orientales,
precedido por un muchacho que agitaba de cuando en cuando una campanilla. Se oía
por intervalos, y a pesar de las ráfagas del huracán, la voz tranquila y sonora
del anciano, que decía: Miserere mei Deus, secundum magnam misericordian tuam.
El coro de hombres respondía: Et secundum multitudinent miserationum tuarum, de
iniquitatem meam.
Penetrábalos
la lluvia, azotábalos el viento y ellos seguían impávidos en su marcha grave y
uniforme.
Esta
comitiva se componía del cura y de algunos católicos piadosos, hermanos de la
cofradía del Santísimo Sacramento, que presididos por Manuel, iban a llevar a un
cristiano moribundo, con los últimos Sacramentos, los últimos consuelos del
cristiano.
Nada
podía, como lo que acabamos de describir, dar realce y vida a esta verdad moral:
que en medio del tumulto y de las borrascas de las malas pasiones, la voz de la
religión se deja oír por intervalos, grave y poderosa, suave y firme, aun a
aquellos mismos que la olvidan y la reniegan.
El
cura entró en el cuarto del enfermo.
Los
niños que habían acudido, recitaban estos versos, que aprendieron al mismo
tiempo que aprendieron a hablar.
Jesucristo
va a salir,
yo
por Dios quiero morir,
porque
Dios murió por mí.
Los
ángeles cantan,
todo
el mundo adora
al
Dios tan piadoso
que
sale a estas horas.
Aquella
pobre morada se había aseado y dispuesto con esmero y decencia, gracias a los
cuidados de la tía María y del hermano Gabriel. Sobre una mesa se había colocado
un crucifijo con luces y flores, porque las luces y los perfumes son los
homenajes externos que se tributan a Dios. La cama estaba limpia y
primorosa.
Concluida
la ceremonia, nadie quedó con el enfermo, sino el cura, la buena tía María y
fray Gabriel. Tío Pedro yacía tranquilo. Al cabo de algún tiempo abrió los ojos,
y dijo:
-¿No
ha venido?
-Tío
Pedro -respondió la tía María, mientras corrían por sus arrugadas mejillas dos
lágrimas que no alcanzaba a ver el enfermo-, hay mucho trecho de aquí a Madrid.
Ha escrito que iba a ponerse en camino y pronto la veremos
llegar.
Santaló
volvió a caer en su letargo. Una hora después recobró el sentido, y fijando sus
miradas en la tía María, le dijo:
-Tía
María, he pedido a mi divino Salvador, que se ha dignado venir a mí, que me
perdone, que la haga feliz y que le pague a usted cuanto por nosotros ha
hecho.
Después
se desmayó; volvió en sí, abrió los ojos que ya cristalizaba la muerte y
pronunció con acento ininteligible estas palabras:
-¡No
ha venido!
En
seguida dejó caer la cabeza en la almohada y exclamó en voz alta y
firme:
-Misericordia,
Señor.
-Rezad
el credo -dijo el cura tomando entre sus manos las del moribundo y acercándose a
su oído para hacer llegar a su inteligencia algunas palabras de fe, esperanza y
caridad, en medio del entorpecimiento creciente de sus
sentidos.
La
tía María y el hermano Gabriel se postraron.
Los
católicos conservan a la muerte todo el respeto solemne que Dios le ha dado,
adoptándola él mismo como sacrificio de expiación.
Reinaban
un silencio y una calma llena de majestad, en aquel humilde recinto donde
acababa de penetrar la muerte.
Fuera,
seguía desencadenada y rugiente la tempestad.
Adentro
todo era reposo y paz. Porque Dios despoja a la muerte de sus horrores y de sus
inquietudes cuando el alma se exhala hacia el cielo al grito de ¡misericordia!,
rodeada de corazones fervorosos, que repiten en la tierra: «¡Misericordia,
misericordia!»
Capítulo
XXVI
El
mundo es un compuesto de contrastes. No es muy nueva ni muy original esta
observación; pero cada día se nos presentan a la vista la aurora y el ocaso, y
cada vez nos sorprenden y admiran, a pesar de su
repetición.
Así
es que mientras el pobre pescador ofrecía a sus humildes y piadosos amigos el
grande y augusto espectáculo de la santa muerte del cristiano, su hija daba al
público de Madrid, frenéticamente entusiasmado, el de una prima donna sin una
gota de sangre italiana en las venas, y que eclipsaba ya en el ejercicio de su
arte al mismo gran Tenorini. Había lo bastante con esto para restablecer el
antiguo y noble orgullo de los tiempos de Carlos III, para libertarnos por
siempre jamás amén de la rabia y comezón de imitar, recobrando nuestra
inmaculada y pura nacionalidad; en fin, había lo bastante para decir al
monumento del Dos de Mayo, a la estatua de Felipe IV y a la de Cervantes:
«Humillaos, sombras ilustres, que aquí viene quien sobrepuja vuestra grandeza y
vuestra gloria.» No faltaron entusiastas que pensasen acudir a la reina, para
que se dignase ennoblecer a María, dándole un escudo de armas, cuyo lema,
imitando el de los duques de Veragua, en lugar de: «A Castilla y a León, nuevo
mundo dio Colón», dijese: «A alta y baja Andalucía, nueva gloria dio María.» En
fin, tal era la impresión hecha por la cantatriz en el público de Madrid, que ya
no se escribía en las oficinas ni se estudiaba en los colegios: hasta los
fumadores se olvidaban de acudir al estanco. La fábrica de tabacos se estremeció
con indignación en sus cimientos, a pesar de que, como es público y notorio, son
tan profundos que llegan hasta América.
Todo
el entusiasmo que hemos procurado bosquejar sin haberlo conseguido, se
manifestaba una noche a la puerta del teatro, en un grupo de jóvenes que se
esforzaban en comunicárselo a dos extranjeros recién venidos. Aquellos
inteligentes no sólo encomiaron, examinaron y analizaron la calidad del órgano,
la flexibilidad de garganta y todo lo que hacía tan sobresaliente el canto de
María, sino que también pasaron revista de inspección a sus prendas personales.
Otro joven, embozado hasta los ojos en su capa, estaba cerca de aquel grupo y se
mantenía inmóvil y callado; pero cuando se trató de las dotes físicas, dio
colérico con el pie un golpe en el suelo.
-Apuesto
cien guineas, vizconde de Fadièse (fa sostenido) -decía nuestro amigo sir John
Burnwood (que no habiendo obtenido licencia para llevarse el Alcázar, pensaba en
renovar la misma demanda con respecto a El Escorial)-, apuesto a que esta mujer
hará más ruido en Francia que madame Laffarge; en Inglaterra, que Tom Pouce, y
en Italia, que Rossini.
-No
lo dudo, sir John -respondió el vizconde.
-¡Qué
ojos tan árabes! -añadió el joven don Celestino Armonía-. ¡Qué cintura tan
esbelta! En cuanto a los pies, no se ven, pero se sospechan; en cuanto al
cabello, la Magdalena se lo envidiaría.
-Estoy
impaciente por ver y oír ese portento -exclamó con exaltación el vizconde, el
cual siempre estaba, como lo indicaba su nombre, montado medio tono más alto que
todos los demás vizcondes-. Preparemos los anteojos y
entremos.
Entre
tanto el joven embozado había desaparecido.
María,
en traje de Semíramis, estaba preparada para salir a escena. Rodeábanla algunas
personas.
El
embozado, que no era otro que Pepe Vera, entró a la sazón, se aproximó a ella y
sin que nadie lo oyese, le dijo al oído:
-No
quiero que cantes -y siguió adelante con impasible aire de
indiferencia.
María
se puso pálida de sorpresa y enrojeció de indignación en
seguida.
-Vamos
-dijo a su doncella-; Marina, ajusta bien los pliegues del vestido. Van a
empezar -y añadió en voz alta para que lo oyese Pepe Vera, que se iba alejando-;
con el público no se juega.
-Señora
-le dijo uno de los empleados-, ¿puedo mandar que alcen el
telón?
-Estoy
lista -respondió.
Pero
no bien hubo pronunciado estas palabras, cuando lanzó un grito
agudo.
Pepe
Vera había pasado por detrás, y cogiéndole el brazo con fuerza brutal, había
repetido:
-No
quiero que cantes.
Vencida
por el dolor, María se había arrojado en una silla llorando. Pepe Vera había
desaparecido.
-¿Qué
tiene? ¿Qué ha sucedido? -preguntaban todos los presentes.
-Me
ha dado un dolor -respondió María llorando.
-¿Qué
tenéis, señora? -preguntó el director, a quien habían dado aviso de lo que
pasaba.
-No
es nada -contestó María, levantándose y enjugándose las lágrimas-. Ya pasó;
estoy pronta. Vamos.
En
este momento, Pepe Vera, pálido como un cadáver, y ardiéndole los ojos como dos
hornillos, vino a interponerse entre el director y María.
-Es
una crueldad -dijo con mucha calma- sacar a las tablas a una criatura que no
puede tenerse en pie.
-¡Pero
qué!, señora -exclamó el director-, ¿estáis enferma? ¿Desde cuándo? ¡Hace un
momento que os he visto tan rozagante, tan alegre, tan
animada!
María
iba a responder, pero bajó los ojos y no despegó los labios. Las miradas
terribles de Pepe Vera la fascinaban, como fascinan al ave las de la
serpiente.
-¿Por
qué no ha de decirse la verdad? -continuó Pepe Vera sin alterarse- ¿Por qué no
habéis de confesar que no os halláis en estado de cantar? ¿Es pecado por
ventura? ¿Sois esclava, para que os arrastren a hacer lo que no
podéis?
Entre
tanto, el público se impacientaba. El director no sabía qué hacer. La autoridad
envió a saber la causa de aquel retardo; y mientras el director explicaba lo
ocurrido, Pepe Vera se llevaba a María, bajo el pretexto de necesitar
asistencia, agarrándola por el puño con tanta fuerza que parecía romperle los
huesos, y diciéndola con voz ahogada, pero firme:
-¡Caramba!
¿No basta decir que no quiero?
Cuando
estuvieron solos en el cuarto que servía de vestuario a María, estalló la cólera
de esta.
-Eres
un insolente, un infame -exclamó con voz sofocada por la ira- ¿Qué derecho
tienes para tratarme de esta suerte?
-El
quererte -respondió Pepe Vera con flema.
-Maldito
sea tu querer -dijo María.
Pepe
Vera se echó a reír.
-¡Lo
dices eso como si pudieras vivir sin él! -dijo volviendo a
reír.
-¡Vete,
vete! -exclamó María-, y no vuelvas jamás a ponérteme
delante.
-Hasta
que me llames.
-¡Yo
a ti! Antes llamaría al demonio.
-Eso
puedes hacer, que no tendré celos.
-¡Vete,
marcha al instante, déjame!
-Concedido
-dijo el torero-; de hilo me voy en casa de Lucía del Salto. -María estaba
celosísima de aquella mujer, que era una bailarina a quien Pepe Vera cortejaba
antes de conocer a María.
-¡Pepe!
¡Pepe! -gritó María-, ¡villano! ¡La perfidia después de la
insolencia!
-Aquella
-dijo Pepe Vera- no hace más que lo que yo quiero. Tú eres demasiado señorona
para mí. Conque... si quieres que hagamos buenas migas, se han de hacer las
cosas a mi modo. Para mandar tú y no obedecer, ahí tienes a tus duques, a tus
embajadores, a tus desaboridas y achacosas excelencias.
Dijo
y echó a andar hacia la puerta.
-¡Pepe!
¡Pepe! -gritó María, desgarrando su pañuelo entre sus dedos
agarrotados.
-Llama
al demonio -le respondió irónicamente Pepe Vera.
-¡Pepe!
¡Pepe!, ten presente lo que voy a decirte. Si te vas con la Lucía, me dejo
enamorar por el duque.
-¿A
que no te atreves? -respondió Pepe, dando algunos pasos
atrás.
-¡A
todo me atrevo yo por vengarme!
Pepe
se quedó plantado delante de María, con los brazos cruzados y los ojos fijos en
ella.
María
sostuvo sin alterarse aquellas miradas penetrantes como
dardos.
Aquellos
amores parecían más bien de tigres que de seres humanos. ¡Y tales son, sin
embargo, los que la literatura moderna suele atribuir a distinguidos caballeros
y a damas elegantes!
En
aquel corto instante, aquellas dos naturalezas se sondearon recíprocamente y
conocieron que eran del mismo temple y fuerza. Era preciso romper o suspender la
lucha. Por mutuo consentimiento, cada cual renunció al
triunfo.
-Vamos,
Maruja -dijo Pepe Vera, que era realmente el culpable-. Seamos amigos y pelillos
a la mar. No iré en casa de Lucía; pero en cambio, y para estar seguros uno de
otro, me vas a esconder esta noche en tu casa, de modo que pueda ser testigo de
la visita del duque y convencerme por mí mismo de que no me
engañas.
-No
puede ser -respondió altiva María.
-Pues
bien -dijo Pepe-, ya sabes dónde voy en saliendo de aquí.
-¡Infame!
-contestó María apretando los puños con rabia-, me pones entre la espada y la
pared.
Una
hora después de esta escena, María estaba medio recostada en un sofá; el duque,
sentado cerca de ella; Stein en pie, tenía en sus manos las de su mujer,
observando el estado del pulso.
-No
es nada, María -dijo Stein-. No es nada, señor duque: un ataque de nervios que
ya ha pasado. El pulso está perfectamente tranquilo. Reposo, María, reposo. Te
matas a fuerza de trabajo. Hace algún tiempo que tus nervios se irritan de un
modo extraordinario. Tu sistema nervioso se resiente del impulso que das a los
papeles. No tengo la menor inquietud, y así me voy a velar un enfermo grave.
Toma el calmante que voy a recetar; cuando te acuestes, una horchata, y por la
mañana, leche de burra -y dirigiéndose al duque-: mi obligación me fuerza, mal
que me pese, a ausentarme, señor duque.
Y
volviendo a recomendar a su mujer el sosiego y el reposo, Stein se retiró,
haciendo al duque un profundo saludo.
El
duque, sentado enfrente de María, la miró largo tiempo.
Ella
parecía extraordinariamente aburrida.
-¿Estáis
cansada, María? -dijo aquel con la suavidad que sólo el amor puede dar a la voz
humana.
-Estoy
descansando -respondió.
-¿Queréis
que me vaya?
-Si
os acomoda...
-Al
contrario, me disgustaría mucho.
-Pues
entonces, quedaos.
-María
-dijo el duque después de algunos instantes de silencio y sacando un papel del
bolsillo-, cuando no puedo hablaros, canto vuestras alabanzas. He aquí unos
versos que he compuesto anoche, porque de noche, María, sueño sin dormir. El
sueño ha huido de mis ojos desde que la paz ha huido de mi corazón. Perdón,
perdón, María, si estas palabras que rebosan de mi corazón ofenden la inocencia
de vuestros sentimientos, tan puros como vuestra voz. También he padecido yo
cuando padecíais vos.
-Ya
veis -repuso ella bostezando- que no ha sido cosa de
cuidado.
-¿Queréis,
María -le preguntó el duque-, que os lea los versos?
-Bien
-respondió fríamente María.
El
duque leyó una linda composición.
-Son
muy hermosos -dijo María algo más animada-; ¿van a salir en El
Heraldo?
-¿Lo
deseáis? -preguntó el duque suspirando.
-Creo
que lo merecen -contestó María.
El
duque calló, apoyando su cabeza en sus manos.
Cuando
la levantó vio en los ojos de María, fijos en la puerta de cristales de su
alcoba, un vivo rayo, inmediatamente apagado. Volvió la cara hacia aquel lado,
pero no vio nada.
El
duque, en su distracción, había hecho un rollo del papel en que estaban escritos
sus versos, que María no había reclamado.
-¿Vais
a hacer un cigarro con el soneto? -preguntó María.
-Al
menos, así serviría para algo -respondió el duque.
-Dádmelos
y los guardaré -dijo María.
El
duque puso en el papel enrollado una magnífica sortija de
brillantes.
-¡Qué!
-dijo María-, ¿la sortija también?
Y
se la puso en el dedo, dejando caer al suelo el papel. «¡Ah! -pensó entonces el
duque-, ¡no tiene corazón para el amor ni alma para la poesía!, ¡ni aun parece
que tiene sangre para la vida! Y sin embargo, el cielo está en su sonrisa; el
infierno, en sus ojos, y todo lo que el cielo y la tierra contienen, en los
acentos de su soberana voz.»
El
duque se levantó.
-Descansad,
María -le dijo-. Reposad tranquila en la venturosa paz de vuestra alma, sin que
la importune la idea de que otros velan y padecen.
Capítulo
XXVII
Apenas
cerró el duque la puerta, cuando Pepe Vera salió por la de la alcoba, riéndose a
carcajadas.
-¿Quieres
callar? -le dijo María haciendo reflejar los rayos de la luz en el solitario que
el duque acababa de regalarle.
-No
-respondió el torero-, porque me ahogaría la risa. Ya no estoy celoso,
Mariquita. Tantos celos tengo como el sultán en su serrallo. ¡Pobre mujer! ¿Qué
sería de ti, con un marido que te enamora con recetas y un cortejo que te
obsequia con coplas, si no tuvieras quien supiera camelarte con zandunga? Ahora
que el uno se ha ido a soñar despierto y el otro a velar dormido, vámonos tú y
yo a cenar con la gente alegre, que aguardándonos está.
-No,
Pepe. No me siento buena. El sofocón que he tomado, el frío que hacía al salir
del teatro, me han cortado el cuerpo. Tengo escalofríos.
-Tus
dengues de princesa -dijo Pepe Vera-. Vente conmigo. Una buena cena te sentará
mejor que no esa zonzona horchata, y un par de vasos de buen vino te harán más
provecho que la asquerosa leche de burra; vamos, vamos.
-No
voy, que hace un norte de Guadarrama, de esos que no apagan una luz y matan a un
cristiano.
-Pues
bien -dijo Pepe-, si esa es tu voluntad y quieres curarte en salud, buenas
noches.
-¡Cómo!
-exclamó María-. ¿Te vas a cenar y me dejas? ¿Me dejas sola y mala como lo
estoy, por tu causa?
-¡Pues
qué! -replicó el torero-, ¿quieres que yo también me ponga a dieta? Eso no,
morena. Me aguardan y me largo. Buen rato te pierdes.
María
se levantó con un movimiento de coraje, dejó caer una silla, salió del cuarto
cerrando la puerta con estrépito y volvió en breve, vestida de negro, cubierta
de una mantilla cuyo velo le ocultaba el rostro y envuelta en un pañolón, y
salieron los dos juntos.
Muy
entrada la noche, al volver Stein a su casa el criado le entregó una carta.
Cuando estuvo en su cuarto, la abrió. Su contenido y su ortografía era como
sigue:
«Señor
dotor:
»No
creha V. que esta es una carta nónima: yo hago las cosas claras; comienzo por
decirle mi nombre, que es Lucía del Salto; me parece que es nombre bastante
conocido.
»Señor
marío de la Santaló, es menester ser tan bueno o tan bolo como usted lo es, para
no caher en la qüenta de que su muger de usted esta mal entretenía por Pepe
Vera, que era mi novio, que yo lo puedo decir, por que no soy casada y a nadie
engaño. Si usted quiere que se le caigan las cataratas, vaya usted esta noche a
la calle de *** número 13, y alli ará usted como santo
Tomas.»
-¡Puede
darse una infamia semejante! -exclamó Stein, dejando caer la carta al suelo-. Mi
pobre María tiene envidiosos, y sin duda son mujeres de teatro. ¡Pobre María!,
enferma y quizá durmiendo ahora sosegadamente. Pero veamos si su sueño es
tranquilo. Anoche no estaba bien. Tenía el pulso agitado y la voz tomada. ¡Hay
tantas pulmonías ahora en Madrid!
Stein
tomó una luz, salió de su cuarto, pasó a la sala, por la cual comunicaba con la
alcoba de su mujer, entró en ella, pisando con las puntas de los pies, se acercó
a la cama, entreabrió las cortinas... ¡No había nadie!
En
un ser tan íntegro, tan confiado como Stein, no era fácil que penetrase de
pronto y sin combate la convicción de tan infame engaño.
-No
-dijo después de algunos instantes de reflexión-. ¡No es posible! Debe haber
alguna causa, algún motivo imprevisto. Sin embargo -continuó después de otra
pausa-; es preciso que no me quede nada sobre el corazón. Es preciso que yo
pueda responder a la calumnia no sólo con el desprecio, sino con un solemne
mentís y con pruebas positivas.
Con
el auxilio de los serenos, Stein pudo hallar fácilmente el lugar indicado en la
carta.
La
casa indicada no tenía portero: la puerta de la calle estaba abierta. Stein
entró, subió un tramo de la escalera, y al llegar al primer descanso, no supo
dónde dirigirse.
Debilitado
el primer ímpetu de su resolución, empezó a avergonzarse de lo que hacía.
«Espiar -decía- es una bajeza. Si María supiera lo que estoy haciendo, se
resentiría amargamente, y tendría razón. ¡Dios mío!, ¿sospechar a la persona que
amamos, no es crear la primera nube en el puro cielo del amor?, ¡yo espiar!, ¿a
esto me ha rebajado el despreciable escrito de una mujer más despreciable
aún?
»Vuélvome.
Mañana le preguntaré a María cuanto saber deseo, que este medio es el debido, el
natural y el honrado. Alto allá, corazón mío; limpia mi pensamiento de
sospechas, como limpia el sol la atmósfera de negras
sombras.»
Stein
lanzó un profundo suspiro, que parecía estarle ahogando, y pasó su pañuelo por
su húmeda frente. «¡Oh! -exclamó-, ¡la sospecha, que crea la idea de la
posibilidad del engaño que no existía en nuestra alma!, ¡oh!, la infame
sospecha, hija de malos instintos o de peores insinuaciones, por un momento este
monstruo ha envilecido mi alma y ya para siempre tendré que sonrojarme ante
María!»
En
aquel instante se abrió una puerta que daba al descanso en que se había parado
Stein y dio salida a un rumor de vasos, de cantos y de risas: una criada que
salía de adentro sacando botellas vacías, se hizo atrás, para dejar pasar a
Stein, cuyo aspecto y traje le inspiraron respeto.
-Pasad
adelante -le dijo-; aunque venís tarde, porque ya han cenado -y siguió su
camino.
Stein
se hallaba en una pequeña antesala. Estaba abierta una puerta que daba a una
sala contigua. Stein se acercó a ella. Apenas habían echado sus ojos una mirada
a lo interior de aquella pieza, cuando quedó inmóvil y como
petrificado.
Si
todos los sentimientos que elevan y ennoblecen el alma cegaban al duque, todos
los impulsos buenos y puros del corazón cegaban a Stein con respecto a María.
¡Cuál sería, pues, su asombro al verla sin mantilla, sentada a la mesa en un
taburete, teniendo a sus pies una silla baja, en que estaba Pepe Vera, que tenía
una guitarra en la mano y cantaba:
Una
mujer andaluza
tiene
en sus ojos el sol;
una
aurora en su sonrisa,
y
el paraíso en su amor.
-¡Bien,
bien, Pepe! -gritaron los otros comensales-. Ahora le toca cantar a Marisalada.
Que cante Marisalada. Nosotros no somos gente de levita ni de paletós; pero
tenemos oídos como los tienen ellos; que en punto a orejas, no hay pobres ni
ricos. Ande usted, Mariquita, cante usted para sus paisanos que lo entienden;
que las gentes de bandas y cruces no saben jalear en
francés.
María
tomó la guitarra que Pepe Vera le presentó de rodillas, y
cantó:
Más
quiero un jaleo pobre,
y
unos pimientos asados,
que
no tener un usía
desaborío
a mi lado.
A
esta copla respondió un torbellino de aplausos, vivas y requiebros, que hicieron
retemblar las vidrieras.
Stein
se puso rojo como la grana, menos de indignación que de
vergüenza.
-Sobre
que ese Pepe Vera nació de pie -dijo uno de sus
compañeros.
-¡Tiene
más suerte que quiere!
-Como
que hoy por hoy, no la cambio por un imperio -repuso el
torero.
-¿Pero
qué dice a eso el marido? -preguntó un picador, que contaba más años que todos
los demás de la cuadrilla.
-¿El
marido? -respondió el torero-. No conozco a su mercé sino para servirlo. Pepe
Vera no se las aviene sino con toros bravos.
Stein
había desaparecido.
Capítulo
XXVIII
El
día siguiente al de los sucesos referidos en el capítulo que precede, el duque
estaba sentado en su librería enfrente de su carpeta. Tenía en la mano la pluma
inmóvil y derecha, semejante a un soldado de ordenanza que no aguarda más que
una orden para ponerse en movimiento.
Abrióse
lentamente la puerta, por la que se vio aparecer la hermosa cabeza de un niño de
seis años, casi sumergida en una profusión de rizos
negros.
-Papá
Carlos -dijo-, ¿estáis solo? ¿Puedo entrar?
-¿Desde
cuándo, ángel mío -respondió el padre-, necesitas tú licencia para entrar en mi
cuarto?
-Desde
que no me queréis tanto como antes -respondió el niño apoyándose en las rodillas
de su padre-. Y eso que soy bueno: estudio bien con don Federico, como me lo
habéis mandado, y en prueba de ello voy a hablar en
alemán.
-¿De
veras? -dijo el duque tomando a su hijo en brazos.
-De
veras; escucha, Gott segne meinen guten Vater que quiere decir: Dios bendiga a
mi buen padre.
El
duque estrechó entre sus brazos a la hermosa criatura, la cual poniendo sus
manecitas en los hombros de su padre y echándose atrás
añadió:
-Und
meine liebe mutter, que quiere decir: y a mi querida madre. Ahora, dadme un beso
-prosiguió el niño echándose al cuello del duque.
-Pero
-dijo de repente- se me olvidaba que traigo un recado de don
Federico.
-¿De
don Federico? -preguntó el duque con extrañeza.
-Dice
que quisiera hablaros.
-Que
entre, que entre. Ve a decírselo, hijo mío. Su tiempo es precioso y no debe
perderlo.
El
duque guardó el papel en que había trazado algunos renglones y Stein
entró.
-Señor
duque -le dijo-, voy a causaros una gran sorpresa, porque vengo a tomar vuestras
órdenes, a daros gracias por tantas bondades y a anunciaros mi inmediata
partida.
-¡Partir!
-exclamó el duque, con la expresión de la más viva
sorpresa.
-Sí,
señor, sin demora.
-¿Sin
demora? ¿Y María?
-María
no viene conmigo.
-Vamos,
don Federico, os chanceáis. No puede ser.
-Lo
que no puede ser, señor duque, es que yo permanezca aquí.
-¿La
razón?
-¡Ah!,
no me la preguntéis, porque no puedo decirla.
-No
puedo concebir una sola -dijo el duque- que sea bastante a justificar semejante
locura.
-Bien
imperiosa debe de ser -respondió Stein- la que me pone en el caso de tomar este
partido extremo.
-Pero...
amigo Stein, ¿qué razón es esa?
-Debo
callarla, señor.
-¿Qué
debéis callarla? -exclamó el duque, cada vez más atónito.
-Así
lo creo -dijo Stein-; y este deber me priva del único consuelo que me quedaba,
el de poder desahogar mi corazón en el del noble y generoso mortal que me abrió
su manos poderosas y se dignó llamarme su amigo.
-¿Y
adónde vais?
-A
América.
-Eso
es imposible, Stein; lo repito, ¡es imposible! -exclamó el duque, levantándose
en un estado de agitación que crecía por momentos-. Nada puede haber en el mundo
que os obligue a abandonar vuestra mujer, a separaros de vuestros amigos, a
desertar de vuestro empleo y a dejar plantada vuestra clientela, como podría
hacerlo un tarambana. ¿Tenéis ambición? ¿Os han prometido mayores ventajas en
América?
Stein
sonrió amargamente.
-¡Ventajas,
señor duque! ¿No ha sobrepujado la fortuna todas las esperanzas que pudo haber
soñado vuestro pobre compañero de viaje?
-Me
confundís -dijo el duque-. ¿Es capricho? ¿Es un rapto de
locura?
Stein
callaba.
-De
todos modos -añadió el duque-, es una ingratitud.
Al
oír esta palabra cruel y tierna al mismo tiempo, Stein se cubrió el rostro con
las manos y su dolor largo rato comprimido estalló en hondos
sollozos.
El
duque se acercó a él, le tomó la mano y le dijo:
-No
hay indiscreción en desahogar sus penas en el corazón de un amigo, ni puede
existir deber alguno que prohíba a un hombre recibir los consejos de las
personas que se interesan en su bienestar, particularmente en las circunstancias
graves de la vida. Hablad, Stein. Abridme vuestro corazón. Estáis harto agitado
para obrar a sangre fría; vuestra razón está demasiado ofuscada para poder
aconsejar cuerdamente. Sentémonos en este diván. Abandonaos a mis consejos en
una circunstancia que parece de trascendencia, como yo me abandonaría a los
vuestros, si me hallara en el mismo caso.
Stein
se dio por vencido; sentóse cerca del duque y los dos quedaron por algún tiempo
en silencio. Stein parecía ocupado en buscar el modo de hacer la declaración que
exigía la amistad del duque. Por fin, levantando pausadamente la
cabeza.
-Señor
duque -le dijo-, ¿qué haríais si la señora duquesa os prefiriese a otro
hombre?..., ¿si os fuera infiel?
El
duque se puso en pie de un salto, erguida la frente y mirando severamente a su
interlocutor.
-Señor
doctor, esa pregunta...
-Respondedme,
respondedme -dijo Stein, cruzando las manos en actitud de un hombre
profundamente angustiado.
-¡Por
Cristo Santo! -dijo el duque-, ¡ambos morirían a mis
manos!
Stein
bajó la cabeza.
-Yo
no los mataré -dijo-; ¡pero me dejaré morir!
El
duque empezó entonces a columbrar la verdad, y un temblor que no pudo contener
recorrió sus miembros.
-¡María!...
-exclamó al fin.
-María
-respondió Stein sin levantar la frente, como si la infamia de su mujer fuese un
peso que se la oprimiera.
-¡Y
la habéis sorprendido! -dijo el duque, pudiendo apenas pronunciar estas
palabras, con una voz que la indignación ahogaba.
-En
una verdadera orgía -respondió Stein-, tan licenciosa como grosera, en que el
vino y el tabaco servían de perfume y en que el torero Pepe Vera se jactaba de
ser su amante. ¡Ah María, María! -prosiguió, cubriéndose el rostro con las
manos.
El
duque, que como todos los hombres serenos tenía un gran imperio sobre sí mismo,
dio algunas vueltas por el aposento. Parándose después delante de su pobre
amigo, le dijo:
-Partid,
Stein.
Stein
se levantó, apretó entre sus manos las del duque; ¡quiso hablar, y no
pudo!
El
duque le abrió sus brazos.
-Valor,
Stein -le dijo-; y hasta la vista.
-¡Adiós,
y... para siempre! -murmuró Stein, arrojándose fuera del
cuarto.
Cuando
el duque estuvo solo, se paseó largo rato. A medida que se calmaba la agitación
producida por la terrible sorpresa que se había apoderado de su alma al oír la
revelación de Stein, se iba asomando a sus labios la sonrisa del desprecio. El
duque no era uno de esos hombres de torpes inclinaciones, estragados y vulgares,
para los cuales los desórdenes de la mujer, lejos de ser motivo de desvío y
repugnancia, sirven de estimulante a sus toscos apetitos. En su temple elevado,
altivo, recto y noble, no podían albergarse juntos el amor y el desprecio; los
sentimientos más delicados, al lado de los más abyectos.
El
desprecio iba, pues, sofocando en su corazón todo afecto, como la nieve apaga la
llama del holocausto en el altar en que arde. Ya no existía para él la mujer a
quien había cantado en sus versos y que en sus sueños le había
seducido.
«
¡Y yo -decía-, yo que la adoraba como se adora a un ser ideal; que la honraba
como se honra a la virtud; que la respetaba como debe respetarse a la mujer de
un amigo!... ¡Y yo, que enteramente absorto en ella, me alejaba de la noble
mujer, que fue mi primero, mi único amor!... ¡La casta, la pura madre de mis
hijos! ¡Mi Leonor, que todo lo ha sobrellevado en silencio y sin
quejarse!»
Por
un movimiento repentino, y cediendo al influjo poderoso de sus últimas
reflexiones, el duque salió de su gabinete y se encaminó a las habitaciones de
su mujer. Entró en ellas por una puerta secreta. Al aproximarse a la pieza en
que la duquesa solía a pasar el día, oyó hablar y pronunciar su nombre. Entonces
se detuvo.
-¿Conque
se ha hecho invisible el duque? -decía una voz agridulce-. Hace quince días que
he llegado a Madrid y no sólo no se ha dignado venir a verme mi querido sobrino,
sino que no le he visto en ninguna parte.
-Tía
-respondió la duquesa-, puede ser que no sepa vuestra
llegada.
-¡No
saber que la marquesa de Gutibamba ha llegado a Madrid! No es posible, sobrina.
Sería la única persona de la corte que lo ignorase. Además, me parece que has
tenido sobrado tiempo para decírselo.
-Es
verdad, tía; soy culpable de ese olvido.
-Pero
no hay que extrañarlo -continuó la voz agridulce-. ¿Cómo ha de gustar de mi
sociedad, ni de las personas de su clase, cuando todo el mundo dice que no trata
más que con cómicas?
-Es
falso -respondió con sequedad la duquesa.
-0
eres ciega -dijo la marquesa exasperada- o eres
consentidora.
-Lo
que no consentiré jamás -dijo la duquesa-, es que la calumnia venga a hostilizar
a mi marido aquí, en su misma casa y a los oídos de su
mujer.
-Mejor
harías -continuó la voz- perdiendo mucho en lo dulce y ganando mucho en lo
agrio, en impedir que tu marido diese lugar a lo mucho que se habla en Madrid
sobre su conducta, que en defenderlo, alejando de aquí a todos tus amigos, con
esas asperezas y repulsivas sentencias que sin duda tienes prevenidas por orden
de tu confesor.
-Tía
-respondió la duquesa-, mejor haríais en consultar al vuestro, sobre el lenguaje
que ha de usarse con una mujer casada, sobrina vuestra.
-Bien
está -dijo la Gutibamba-; tu carácter austero, reservado y metido en ti, te
priva ya del corazón de tu marido y acabará por alejar de ti a todos tus
amigos.
Y
la marquesa salió muy satisfecha de su peroración.
Leonor
se quedó sentada en su sofá, inclinada la cabeza y humedecido su hermoso y
pálido rostro con las lágrimas que por largo tiempo había logrado
contener.
De
repente se volvió dando un grito. Estaba en los brazos de su marido. Entonces
estallaron sus sollozos; pero sus lágrimas eran dulces. Leonor conocía que aquel
hombre, siempre franco y leal, al volver a ella le restituía un corazón y un
amor sincero que ya nadie le disputaba.
-¡Leonor
mía! ¿Querrás y podrás perdonarme? -dijo, dejándose caer de rodillas ante su
mujer.
Esta
selló con sus lindas manos los labios de su marido.
-¿Vas
a echar a perder lo presente con el recuerdo de lo pasado? -le
dijo.
-Quiero
-dijo el duque- que sepas mis faltas, juzgadas por el mundo con demasiada
severidad, mi justificación y mi arrepentimiento.
-Hagamos
un pacto -dijo la duquesa interrumpiéndole-. No me hables nunca de tus faltas y
yo no te hablaré nunca de mis penas.
En
este momento entró Ángel corriendo. El duque y la duquesa se separaron por un
movimiento pronto y simultáneo, porque en España, en donde el lenguaje es libre
por demás, delante de los niños y los jóvenes hay una extremada reserva en las
acciones.
-¿Llora
mamá?, ¿llora mamá? -gritó el niño, poniéndose colorado y llenándosele los ojos
de lágrimas-. ¿La habéis reñido, papá Carlos?
-No,
hijo mío -respondió la duquesa-. Lloro de alegría.
-¿Y
por qué? -preguntó el niño, en cuyo rostro la sonrisa había sucedido
inmediatamente a las lágrimas.
-Porque
mañana sin falta -respondió el duque, tomándole en brazos y acercándose a su
mujer- salimos todos para nuestras posesiones de Andalucía, que tu madre desea
ver, y allí seremos felices como los ángeles en el cielo.
El
niño lanzó un grito de alegría, enlazó con un abrazo el cuello de su padre y con
el otro el de su madre, acercando sus cabezas y cubriéndolas sucesivamente de
besos.
En
aquel instante se abrió la puerta y dio entrada al marqués de
Elda.
-Papá
marqués -gritó su nieto-, mañana nos vamos todos.
-¿De
veras? -preguntó el marqués a su hija.
-Sí,
padre -respondió la duquesa-; y una sola cosa falta a mi contento, y es que
queráis acompañarnos.
-Padre
-dijo el duque-, ¿podéis negar algo a vuestra hija, que sería una santa si no
fuera un ángel?
El
marqués miró a su hija, en cuyo rostro brillaba un gozo intenso; después al
duque, que ostentaba la más pura satisfacción. Entonces una tierna sonrisa
suavizó la austeridad natural de su semblante, y acercándose a su
yerno:
-¡Venga
acá esa mano -le dijo-; y cuenta conmigo!
Capítulo
XXX
Seis
meses después de los sucesos referidos en el último capítulo, la condesa de
Algar estaba un día en su sala en compañía de su madre. Ocupábase en adornar con
cintas y en probar a su hijo un sombrero de paja.
Entró
el general Santa María.
-Ved,
tío -dijo-, qué bien le sienta el sombrero de paja a este ángel de
Dios.
-Le
estás mimando que es un contento -repuso el general.
-No
importa -intervino la marquesa-. Todas mimamos a nuestros hijos, que no por eso
dejan de ser hombres de provecho. No te mimó poco nuestra madre, hermano, lo
cual no te ha impedido ser lo que eres.
-Mamá,
dame un bizcocho -dijo con media lengua el niño.
-¿Qué
significa eso de tutear a su madre, señor renacuajo? -dijo el general-. No se
dice así; se dice: «Madre, ¿quiere usted hacerme el favor de darme un
bizcocho?»
El
niño se echó a llorar, al oír la voz áspera de su tío. La madre le dio un
bizcocho a hurtadillas y sin que el general lo viese.
-Es
tan chico -observó la marquesa- que todavía no sabe distinguir entre el tú y el
usted.
-Si
no lo sabe -replicó el general-, se le enseña.
-Pero
tío -dijo la condesa-, yo quiero que mis hijos me tuteen.
-¡Cómo,
sobrina! -exclamó el general-. ¿También quieres tú entrar en esa moda que nos ha
venido de Francia, como todas las que corrompen las
costumbres?
-Conque
¿el tuteo entre padres e hijos corrompe las costumbres?
-Sí,
sobrina; como todo lo que contribuye a disminuir el respeto, sea lo que fuere.
Por esto me gustaba la antigua costumbre de los grandes de España, que exigían
el tratamiento de excelencia a sus hijos.
-El
tuteo, que pone en un pie de igualdad, que no debe existir entre padres e hijos,
no hay duda que disminuye el respeto -dijo la marquesa-. Dicen que aumenta el
cariño; no lo creo. ¿Acaso, hija mía, me habrías amado más si me hubieras
tuteado?
-No,
madre -dijo la condesa, abrazándola con ternura-, pero tampoco os hubiera
respetado menos.
-Siempre
has sido tú una hija buena y dócil -dijo el general-, y las excepciones no
prueban nada. Pero vamos a otra cosa. Traigo a ustedes una noticia que no podrá
menos de serles grata. La hermosa corbeta «Iberia», procedente de La Habana,
acaba de llegar a Cádiz; conque mañana es probable que demos un abrazo a Rafael.
¡Qué afortunado es ese muchacho! Apenas nos escribe que tenía ganas de volver a
la Península, cuando se le presenta la ocasión que deseaba y el capitán general
le envía de vuelta con pliegos importantes.
Aún
estaban la marquesa y la condesa expresando la alegría que esta noticia les
causaba, cuando se abrió la puerta y Rafael Arias se precipitó en los brazos de
sus parientas, estrechándolas repetidas veces entre los suyos, y la mano al
general.
-¡Cuánto
me alegro de verte, mi bueno, mi querido Rafael! -decía la
condesa.
-¡Jesús!
-añadió la marquesa-; ¡gracias a Nuestra Señora del Carmen que estás de vuelta!
Pero ¿qué necesidad tenías, con un buen patrimonio, de ir a pasar la mar, como
si fuera un charco? Apuesto a que te has mareado.
-Eso
es lo de menos, porque es mal pasajero -respondió Rafael-; pero tuve otro mal
que empeoraba de día en día, y era el ansia por mi patria y por las personas de
mi cariño. No sé si es porque España es una excelente madre o porque nosotros
los españoles somos buenos hijos, lo cierto es que no podemos vivir sino en su
seno.
-Es
por lo uno y por lo otro, mi querido sobrino; por lo uno y por lo otro -repitió
con una sonrisa de gran satisfacción el general.
-¡Es
La Habana país muy rico!, ¿no es verdad, Rafael? -preguntó la
condesa.
-Sí,
prima -respondió Rafael-; y sabe serlo, como una gran señora que es. Su riqueza
no es como la del que se enriqueció ayer, que a manera de torrentes, corre, se
precipita y pasa, haciendo gran estrépito. Allí la opulencia mana blandamente y
sin ruido, como un río profundo y copioso, que deriva sus aguas de manantiales
permanentes. Allí la riqueza está en todas partes, y sin necesidad de anunciarse
con ostentación, todo el mundo la ve y la siente.
-Y
las mujeres, ¿te han gustado? -preguntó la condesa.
-Regla
general -contestó Rafael-: todas las mujeres me gustan en todas partes. Las
jóvenes porque lo son; las viejas porque lo han sido; las niñas porque lo
serán.
-No
generalices tanto la cuestión, Rafael; precísala.
-Pues
bien, prima; las habaneras son unos preciosos lazzaronis femeninos, cubiertas de
olán y de encajes cuyos zapatos de raso son adornos inútiles de los pequeñísimos
miembros a que están destinados, puesto que jamás he visto a una habanera en
pie. Cantan hablando como los ruiseñores, viven de azúcar como las abejas y
fuman como las chimeneas de vapor. Sus ojos negros son poemas dramáticos, y su
corazón, un espejo sin azogar. El drama lúgubre y horripilante no se hizo para
aquel gran vergel, en donde pasan las mujeres la vida recostadas en sus hamacas,
meciéndose entre flores, aireadas por sus esclavas con abanicos de
plumas.
-¿Sabes
-dijo la condesa- que la voz pública anunció que te ibas a
casar?
-Esa
señora doña Voz pública, mi querida Gracia, se arroga hoy el lugar que ocupaban
antes los bufones en las cortes de los reyes. Como ellos, dice todo lo que se le
antoja, sin cuidarse de que sea cierto; así pues, doña Voz pública ha mentido,
prima.
-Pues
decía más -añadió la condesa riéndose-. Le daba a tu futura dos millones de
duros de dote.
Rafael
se echó a reír.
-Ya
caigo en la cuenta -dijo-; en efecto, el capitán general tuvo la idea de
endosarme esa letra de cambio.
-¿Y
qué tal era mi presunta prima?
-Fea
como el pecado mortal. Su espaldilla izquierda se inclinaba decididamente hacia
la oreja del mismo lado, y la derecha, por el contrario, demostraba el mayor
alejamiento por la oreja su vecina.
-¿Y
qué respondiste?
-Que
no me gustaban las píldoras ni aun doradas.
-Mal
hecho -dijo el general.
-Mal
hecho era su torso, señor.
-Y
más sabiendo -dijo la condesa- que... -No acabó la frase al notar que una
expresión penosa, como de amargo recuerdo, se había esparcido en la abierta y
franca fisonomía de su primo.
-¿Es
feliz? -preguntó.
-Cuanto
es posible serlo en este mundo -respondió la condesa-. Vive muy retirada, sobre
todo desde que se han presentado síntomas de hallarse en estado de buena
esperanza, según la expresión alemana de que servía don Federico, expresión
harto más sentida, y menos meliflua que la inglesa de estado interesante, a la
cual hemos dados carta de connaturalización...
-Con
el ridículo espíritu de extranjerismo y de imitación que vive y reina -añadió el
general-, y el pésimo gusto que los inspira y dirige. ¿Por qué no ha de decirse
clara y castizamente embarazo o preñez, en lugar de esas ridículas y afectadas
frases traducidas? Lo mismo hacéis que hacían los franceses en el siglo pasado
cuando representaban con polvos y tontillos a las diosas del
paganismo.
-¿Y
él? -preguntó Arias.
-Cambiado
enteramente, desde que se casó y se reconcilió con su cuñado. Este es el que le
dirige en todo. Ahora labra por sí sus haciendas, aconsejado por mi marido, con
el que pasa semanas enteras en el campo. En fin, es el niño mimado de la
familia, donde ha sido recibido como el hijo pródigo.
-He
aquí por qué -observó el general- nuestro sensato proverbio dice: «Más vale malo
conocido, que bueno por conocer.»
-¿Y
Eloísa? -tornó a preguntar Arias.
-Esa
es una historia lamentable -dijo la condesa-. Se casó en secreto con un
aventurero francés que se decía primo del príncipe de Rohan, colaborador de
Dumas, enviado por el barón Taylor para comprar curiosidades artísticas, y que
por desgracia se llamaba Abelardo. Ella encontró en su nombre y en el de su
amante la indicación de su unión marcada por el destino. En él vio un hombre que
era al mismo tiempo literato, artista y de familia de príncipes, y creyó haber
encontrado el ser ideal que había visto en sus dorados ensueños. A sus padres,
que se oponían a aquella unión, los miraba como tiranos de melodrama, de ideas
atrasadas y sumisos en el oscurantismo...
-Y
en el españolismo -añadió el general en tono de ironía-. Y la señorita
ilustrada, nutrida de novelas y de poesías lloronas, se unió con aquel gran
bribón, casado ya dos veces, como después lo supimos. Pasados algunos meses, y
después de haber gastado todo el dinero que ella le llevó, la abandonó en
Valencia, adonde fue a buscarla su desventurado padre, para traerla deshonrada,
ni casada, ni viuda, ni soltera. Ved ahí, sobrinos míos, adónde conduce el
extranjerismo exagerado y falso.
-Rafael,
tú habrías podido ahorrarle sus desgracias -dijo la
condesa.
-¡Yo!
-exclamó su primo.
-Sí,
tú -continuó Gracia-. Tú sabes muy bien cuánto te estimaba y cuánto precio daba
a tu opinión.
-Sí
-dijo el general-, porque merecías la de los extranjeros.
-Hablando
de otra cosa, ¿qué es de nuestro punto de admiración, el insigne A. Polo de
Mármol de los Cementerios? -preguntó Arias.
-Se
ha metido a hombre político -respondió Gracia.
-Ya
lo sé -dijo Rafael-; ya sé que ha escrito una oda contra el trono bajo el
seudónimo de la Tiranía.
-¡Pobre
tiranía! -dijo el general-; de árbol caído todos hacen leña: ¡ya recibió la coz
del asno!
-Ya
sé -prosiguió Rafael- que escribió otro poema contra las preocupaciones,
contando entre ellas el presagio fatal que se atribuye al número 13, la
infalibilidad del papa, el vuelco de un salero y la fidelidad
conyugal.
-¡Vaya,
Rafael!-exclamó la condesa riéndose-, que no ha dicho nada de
eso.
-Si
no son las mismas palabras -dijo Rafael-, tal es poco más o menos el espíritu de
aquella obra maestra, la cual será clasificada por la
opinión...
-Entre
las polillas que están carcomiendo esta sociedad -dijo el general-. ¡Cuando esté
destruida veremos con qué la reemplazan!
-Además
-prosiguió Rafael-, ya sé que nuestro A. Polo ha compuesto una sátira (se sentía
inclinado a este género, y hace mucho tiempo que sintió brotar en su cabeza los
cuernos de Marsías), una sátira, digo, contra la hipocresía, en la cual dice que
es un rasgo de hipocresía reclamar el pago de la asignación del clero, de los
exclaustrados y de las monjas.
-Pues
bien, sobrino -dijo el general-, con esas bellas composiciones hizo bastantes
méritos para que le recibiesen de colaborador en un periódico de
oposición.
-Ya
caigo -dijo Rafael-, y adivino lo que sucedió, porque es una farsa que se
representa todos los días. Cortó la pluma a guisa de mandíbula asnal y, armado
con ella, atacó a los filisteos del poder.
-Lo
has acertado como un profeta -dijo el general-. No sé cómo se ha ingeniado; lo
cierto es que en el día le tienes hecho un personaje: con dinero, rebosando buen
tono y reventando da forte.
-Estoy
seguro -dijo Rafael- que va a ponerse otro nombre más, A. Polo de Mármol de
Carrara; y que, sin dejar de escribir contra la nobleza y las distinciones,
solicita y obtiene algún cargo honorífico de la corte, como, por ejemplo,
caballerizo mayor del Parnaso. Y al duque, ¿le encontraré en
Madrid?
-No,
pero podrás verle al pasar por Córdoba, donde se halla con toda su
familia.
-El
duque ha tomado por fin mi consejo -dijo el general-; se ha separado de la vida
pública. Todas las personas de importancia deben en estos tiempos retirarse a
sus tiendas, como Aquiles.
-Pero
tío -dijo Rafael-, ese es el modo de que todo se lo lleva la
trampa.
-Dicen
-continuó la condesa- que el duque se ha dedicado enteramente a la literatura.
Está componiendo algo para el teatro.
-Apuesto
a que el título de la pieza será La cabra tira al monte -dijo Rafael en voz baja
a la condesa.
Aludía
esto a los amores de María con Pepe Vera, que todo el mundo sabía menos aquellos
dos hombres, tan parciales de María que nunca pudo ni la nobleza del uno ni la
buena fe del otro sospechar algo malo en ella.
-Calla,
Rafael -repuso su prima-. Debemos hacer con nuestros amigos lo que hicieron los
buenos hijos de Noé con su padre.
-¿Qué
dice? -preguntó la marquesa.
-Nada,
madre -respondió la condesa-; habla de la pieza sin haberla
leído.
-¿Y
Marisalada? -pregunto Rafael-, ¿ha subido al Capitolio en un carro de oro puro,
tirado por aficionados?
-Ha
perdido la voz -respondió la condesa-, de resultas de una pulmonía. ¿Lo
ignorabas?
-Tan
ajeno estaba de ello -respondió Rafael-, que le traigo magníficas proposiciones
de ajuste para el teatro de La Habana. Pero ¿en qué ha venido a
parar?
-Ya
que no puede cantar -dijo el general-, seguirá probablemente el consejo de la
hormiga de la fábula, aprenderá a bailar.
-0
lo que es más probable -dijo la condesa-, estará llorando sus faltas y la
pérdida de su voz.
-Pero
¿dónde está? -repitió con instancia Rafael.
-No
lo sé -respondió la condesa-, y lo siento, porque quisiera ofrecerle consuelos y
socorros si los necesita.
-Guárdalos
para quien los merezca -dijo el general.
-Todos
los desgraciados los merecen, tío -repuso la condesa.
-Bien
dicho, hija mía -dijo en tono sentido su madre-. Haz bien y no mires a quién.
Haz mal y guardarte has, como dice el refrán.
-Insisto
en preguntar dónde se halla -continuó Rafael-, porque le traigo una
carta.
-¡Una
carta! ¿Y de quién?
-De
su marido.
-¿Le
has visto? -preguntó con interés la condesa. ¿Pues no decían que estaba en
Alemania?
-No
es cierto. Se embarcó en el mismo buque que nosotros, para La Habana. ¡Qué
mudado estaba, y cuán desgraciado era! ¡Estoy seguro de que no le habríais
conocido; pero siempre tan suave, tan condescendiente, tan bueno! Poco tiempo
después de nuestra llegada, murió de la fiebre amarilla.
-¿Murió?
-exclamaron a un tiempo la marquesa y su hija.
-¡Pobre,
pobre Stein! -dijo la condesa.
-Dios
le tenga en su gloria! -añadió la madre.
-Sobre
la conciencia de la maldita cantatriz va la muerte de ese hombre de bien -dijo
el general.
-Yo,
que me creo invulnerable -prosiguió Rafael-, aunque no había tenido la epidemia,
fui a verle cuando supe que estaba enfermo.
-¡Mi
buen Rafael! -dijo la condesa tomando la mano de su primo.
-La
enfermedad fue tan violenta, que le encontré casi en las últimas, pero le hallé
tan tranquilo y tan benévolo como siempre. Me dio gracias por mi visita, y me
dijo que era una felicidad para él ver una cara amiga antes de morir. Me pidió
pluma y papel, escribió casi moribundo algunos renglones, y me pidió que pusiese
el sobrescrito a su mujer, y que se los enviase juntamente con su fe de muerto.
En seguida le sobrevinieron los vómitos, y murió con una mano en la del
sacerdote que le ayudaba a bien morir y la otra en la mía. Yo te entregaré este
depósito, prima, para que lo envíes con un hombre de confianza a Villamar, donde
probablemente se habrá retirado ella al lado de su padre. He aquí la carta -dijo
Rafael-, sacando del bolsillo un papel cuidadosamente doblado. Yo la leo algunas
veces como se lee un himno.
La
condesa desplegó la carta y leyó:
«María:
tú a quien tanto he amado, y a quien amo aún; si mi perdón puede ahorrarte
algunos remordimientos, si mi bendición puede contribuir a tu felicidad, recibe
ambos desde mi lecho de muerte.»
Capítulo
XXXI
Si
el lector quiere antes de que nos separemos para siempre echar otra ojeada a
aquel rinconcillo de la tierra llamado Villamar, bien ajeno sin duda del
distinguido huésped que va a recibir en su seno, le conduciremos allá, sin que
tenga que pensar en fatigas ni gastos de viaje. Y en efecto, sin pensar en ello,
ya hemos llegado. Pues bien, amable lector, aquí tienes el birrete de Merlín:
hazme el favor de cubrirte con él, porque si permaneces tan visible como estás
ahora, turbarás con tu presencia aquel lugar sosegado y quieto, así como un
objeto cualquiera arrojado a las aguas dormidas y claras de un estanque altera
su transparencia y reposo.
Después
de cuatro años, es decir, un día de verano de 1848, encontrarías al dicho pueblo
tan tranquilamente sentado al borde del mar, como si fuera un pescador de caña.
Vamos a dar cuenta de algunos graves sucesos públicos y privados que habían
ocurrido allí durante aquel intervalo.
Empecemos
por la malaventurada inscripción que tantos afanes había costado al alcalde
ilustrado, de oficio herrero, el cual solía decir que el hierro no era más duro
que las cabezas de sus subordinados; inscripción que había causado además un
tremendo batacazo al maestro de escuela y tres días de flatos a Rosa Mística;
pero que, en compensación, había hecho pasmar de admiración a don Modesto
Guerrero.
Los
demás habitantes habían tomado la inscripción por un bando, uno de aquellos
bandos que empiezan: «Cuatro ducados de multa al que arroje inmundicias de
cualquiera especie en este sitio.»
Los
aguaceros de Andalucía, que parecen más destinados a azotar la tierra que a
regarla, habiendo caído en las hermosas letras que de mayor a menor la
componían, la habían casi borrado.
Temeroso
el alcalde de que produjese esta vista una impresión análoga en el patriotismo
de los habitantes, se propuso despertar en su corazón este noble sentimiento,
por otro medio más eficaz y poderoso. El nombre de calle Real ofendía sus orejas
representativas. Quiso patriotizarlo, y publicó un bando para que aquel nombre
malsonante se cambiase en el de calle de los Hijos de
Padilla.
Con
este motivo hubo su poco de motín en Villamar. ¿Qué punto del globo se escapa
sin motines en el siglo en que vivimos?
Era
el caso que había muerto uno de los habitantes de la misma calle, llamado
Cristóbal Padilla, y sus hijos heredaron naturalmente la casa que en la misma
localidad poseía. Pero en el mismo caso se hallaban los López, los Pérez y los
Sánchez, los cuales protestaron enérgicamente contra tan infundada preferencia.
En vano quiso explicarles el alcalde que los llamados Hijos de Padilla
compusieron en otro tiempo una asociación de hombres libres; a esto respondían
ellos que ya sabían que los Padillas eran hombres libres, y que nadie pensaba en
disputarles este título. Pero que también lo eran, y lo habían sido desde la
creación del mundo, los López, los Pérez y los Sánchez; que ellos no pasaban por
la humillación de verse pospuestos a los Padillas; y que si el alcalde insistía
en su empeño, ellos se quejarían a la autoridad competente, porque siempre
habían existido tribunales superiores a donde poder acudir contra la
arbitrariedad y la injusticia, a menos que con las novedades del día no se los
hubiese llevado la trampa.
El
alcalde, aburrido de tanto clamoreo, los envió a todos los
demonios.
No
sabiendo a qué santo encomendarse para dar a Villamar cierto aire moderno, que
lo elevase a la altura del día, imaginó dar al camino que iba desde el pueblo a
la colina en que estaban el cementerio y la capilla del Señor del Socorro, el
nombre patriótico de camino de Urdax, por ser el de una batalla que precedió al
convenio de Vergara.
Pero
entonces le salió peor la cuenta. Hubo motín de mujeres: motín en regla,
capitaneado por Rosa Mística en persona. Sus gritos y sus lamentaciones habrían
aturdido a los sordos.
-¿Qué
quiere decir Urdax? -gritaba la una.
-¿Qué
tenemos nosotros que ver con Urdax? -clamaba la otra.
-¿Quién
ha de querer enterrarse en Urdax? -chillaba una vieja.
-Señor
alcalde -dijo una pobre viuda-, si tanto empeño tiene usted en hacer mejoras,
disminuya usted las contribuciones, póngalas como estaban antes, en tiempo del
rey, y deje usted a las cosas los nombres que siempre han
tenido.
-Si
tanto le place a usted el nombre de Urdax -dijo una joven-, póngaselo a sí
propio.
-Señor
-dijo gravemente Rosa Mística-, ese camino es el de la via crucis, y usted lo
profana con ese nombre moruno.
El
alcalde se tapó los oídos y echó a correr.
Frustradas
tantas bellas ideas, declaró que los habitantes de Villamar eran unos animales,
unos brutos estólidos, partidarios del abominable tiempo del absolutismo, sin
otro móvil que el bajo interés pecuniario; enemigos de todo progreso social y de
toda mejora; despreciables rutineros, que no merecían llamarse aldeanos, y mucho
menos ciudadanos libres.
Y
después de este formidable anatema, Villamar y sus habitantes continuaron
pasándolo tan bien como antes.
Poco
tiempo después, se leía en un periódico de los de fuste:
«Nuestro
corresponsal de Villamar (Andalucía baja) nos escribe: la tranquilidad pública
ha estado amenazada en esta población. Algunos malintencionados, excitados sin
duda por los infames agentes de la odiosa facción, han querido oponerse a las
sabias mejoras, a los útiles progresos, que nuestro digno alcalde don Perfecto
Cívico(28)
quería
introducir, bajo el ridículo pretexto de que no eran necesarios. Pero la
admirable sangre fría, el valor heroico de que ha dado muestras aquella
excelente autoridad, intimidaron a los audaces, y todo ha entrado en el orden,
sin que hayamos tenido que deplorar ningún grave accidente. Vivan sin inquietud
los buenos patriotas. Sus hermanos de Villamar sabrán frustrar las maniobras de
nuestros enemigos.
»Como
estamos en julio, la temperatura está bastante elevada. No podemos decir
positivamente hasta cuántos grados, porque la civilización no ha proporcionado
todavía a Villamar el beneficio de un termómetro.
»La
cosecha se presenta bien, sobre todo en el ramo de calabazas, cuya cantidad y
dimensiones llenan de satisfacción y de alegría a sus honrados cosecheros.
Firmado.
EL
PATRIOTA MODELO.»
Es
excusado decir que este modelo de patriotismo era el mismo alcalde, autor del
artículo.
Este
buen hombre había sido albéitar y, corriendo por el mundo, había llegado a una
altura prodigiosa en ideas modernas y miras avanzadas. Hablaba mucho y se
escuchaba a sí propio, con lo cual nunca le faltaba auditorio. También era el
único representante de su partido en Villamar; así como el médico que había
reemplazado a Stein lo era del justo medio.
La
pandilla del cura, de Rosa Mística y de las buenas mujeres, como la tía María,
estaba por las ideas antiguas. La de Ramón Pérez y otros cantarines no tenía
color político. La de José y otros pobres de su clase echaba de menos los bienes
pasados, y deploraba los males presentes, sin definir su origen. Quedaba el
escribano, que era un descarado bribón, como suele haberlos en los pueblos
pequeños; acérrimo defensor del partido triunfante, y lo que es peor,
perseguidor encarnizado del vencido; animal maléfico y hostil, que sólo se
domesticaba con plata.
Pero
volvamos a nuestro asunto.
La
torre del fuerte de San Cristóbal se había derrumbado, y con ella las últimas
esperanzas que abrigaba don Modesto de ver figurar su fuerte en la misma línea
que Gibraltar, Brest, Cádiz, Dunquerque, Malta y
Sebastopol.
Pero
nada había causado tanta admiración en nuestros amigos, los habitantes de
Villamar, como la mudanza que se observaba en la tienda del barbero Ramón
Pérez.
Ramón
Pérez, después de la muerte de su padre, que acaeció algunos meses después de la
partida de María, no había podido resistir al deseo de ir también a la capital,
siguiendo los pasos de la ingrata, que le había sacrificado a un desaborido
extranjero. Emprendió, pues, su marcha, y volvió al cabo de quince días,
trayendo consigo:
Primero:
un caudal inagotable de mentiras y fanfarronadas.
Segundo:
una infinidad de canciones a la italiana, a cual más
detestables.
Tercero:
un aire de taco, un gesto de ¿qué se me da a mí?, una desenvoltura, un
sans-faon, capaz de rallar las tripas a todos los habitantes de Villamar, cuyas
desgraciadas orejas y más desgraciadas mandíbulas conservaron largo tiempo
deplorables testimonios de aquellas nuevas adquisiciones.
Cuarto:
las más funestas aspiraciones a imitar al león de los barberos, Fígaro, que, por
desgracia, vio ejecutar en el teatro de Sevilla. Por consiguiente, a imitación
de su modelo, había procurado sacar al alcalde de la senda del progreso, para
introducirlo en la del conde de Almaviva; pero en primer lugar, como el alcalde
era casado, habría sido difícil encontrar en Villamar una Rosina que hubiera
querido pasar por aquel inconveniente. En segundo lugar, la alcaldesa era una
gallega de admirable fuerza y robustez, y naturalmente era más temible a sus
ojos que el doctor Bartolo lo había sido a los de su
modelo.
Ramón
Pérez había traído de sus viajes otra cosa, que no reveló a nadie, y cuya
adquisición hizo del modo siguiente:
Una
noche, que rondaba la calle en que vivía Marisalada, suspirando como una
ballena, llamó la atención de un joven que guardaba una esquina embozado en su
capa hasta los ojos, y que, acercándose a él, le dijo esta sola palabra:
¡Largo!
Ramón
quiso replicar; pero recibió tan vigoroso puntapié, que el cardenal que le
resultó contribuyó poderosamente a que su viaje de vuelta fuera sumamente
penoso, puesto que había recaído en el lugar que estaba en contacto con el
albardón.
Por
una circunstancia que se aclarará más adelante, el barbero había conseguido
reunir una buena suma de dinero. Entonces los recuerdos de Sevilla y de Fígaro
se habían despertado con nuevo ardor en su mente. Había hermoseado su tienda con
lujo asiático: magníficas sillas pintadas de verde esmeralda; clavos romanos,
tamaños como platos soperos, para colgar las toallas de tela de un dedo de
grueso, grabados que representaban un Telémaco muy largo, un Mentor muy barbudo
y una Calipso muy descarnada; tales eran los adornos que rivalizaban en dar
esplendor al establecimiento. Ramón Pérez había afirmado, con tanta más certeza,
cuanto que él mismo lo creía así, que aquellas figuras eran San Juan, San Pedro
y la Magdalena. Algunos malcontentadizos habían observado, meneando la cabeza,
que todo se había renovado en el laboratorio de Ramón Pérez, menos las navajas;
pero él respondía que eran hombres del otro jueves, y que no habían perdido la
antigua maña de observar el fondo de las cosas; cuando la regla del día era dar
únicamente importancia a la exterioridad y a la
apariencia.
Pero
lo que pasmó de admiración a los villamarinos fue una formidable muestra que
cubría gran parte de la fachada de la casa barbería. En medio figuraba, pintado
con arte maravilloso, un pie, que parecía un pie chinesco, de color amarillento,
del cual brotaba un chorro de sangre, digno de rivalizar con las fuentes de
Aranjuez y de Versalles. A los dos lados estaban dos enormes navajas de afeitar
abiertas, que formaban dos pirámides; en el centro de estas había dos muelas
colosales. En torno reinaba una guirnalda de rosas, semejantes a ruedas de
remolachas, y de la guirnalda colgaba un monstruoso par de tijeras. Para colmo
de ostentación y de lujo, Ramón Pérez había recomendado al pintor el uso del
dorado, y el artista había distribuido el oro del modo siguiente: en las espinas
de las rosas, en las hojas de las navajas y en las uñas del pie. Esta muestra
indicaba lo que todos sabían; es decir, que su poseedor ejercía en Villamar las
cuádruples funciones de barbero, sangrador, sacamuelas y
pelador.
Pero
la muestra resultó tener tal magnitud y tal peso, que la pared de la casa de
Ramón, compuesta de tierra y piedras, no pudo sostenerla. Fue preciso levantar a
los dos lados de la puerta dos estribos de ladrillo, para apoyarla. Esta
construcción formó a la entrada de la casa una especie de portal o frontispicio,
que Ramón Pérez declaró, con la más grave e imperturbable desfachatez, ser una
copia exacta del de la Lonja de Sevilla, la que, como es sabido, es una de las
obras maestras de nuestro gran arquitecto Herrera.
Enterado
ya el lector de las cosas pasadas, volvemos a tomar el hilo de las
actuales.
Era
tan profundo el silencio en aquel rincón del mundo, que se oía desde lejos la
voz de un hombre, que se acompañaba con la guitarra, no las rondeñas, ni las
mollares, ni el contrabandista, ni la caña, ¡ah!, no, sino una canción llorona,
¡la Atala! Y lo peor era que la adornaba con tales gorgoritos, con tan
descabelladas florituras, con cadencias tan detestables, y que los versos eran
tan malos, que Chateaubriand hubiera podido citar, con harto derecho a juicio de
conciliación, al poeta, al compositor y al cantor, como reos de un abuso de
popularidad.
Este
canto infernal salía de la tienda cuya descripción hemos presentado en el
capítulo anterior, y quien lo ejecutaba era el poseedor de aquel
establecimiento, el insigne Ramón Pérez.
Entonaba
las palabras Triste Chactas, etc., con una expresión, con un entusiasmo que le
conmovían a él mismo hasta llenarle los ojos de lágrimas. Enfrente del cantor
estaba erguido, como siempre, don Modesto Guerrero, escuchando en actitud grave
y recogida, idéntico al Mentor respetable que adornaba la pared, sin más
diferencia que estar muy bien afeitado, y con su hopito muy liso, tieso y
perpendicular.
De
repente, se abrió de par en par la puerta que estaba en el fondo de la tienda, y
se vio salir por ella a una mujer con un niño en los brazos, y otro que la
seguía llorando agarrándose a sus enaguas. Esta mujer pálida, delgada, de gesto
altanero e indigesto, estaba cubierta con un pañolón de espumilla desteñido y
viejo. Sus largos cabellos mal trenzados, desaliñados y sin peineta, colgaban
hasta el suelo. Calzaba zapatos de seda en chancletas, y llevaba largos
pendientes de oro.
-¡Cállate,
cállate, Ramón! -dijo con voz ronca al entrar en la tienda-. No me desuelles los
oídos. Más quisiera oír los graznidos de todos los cuervos del coto, y los
maullidos de todos los gatos del pueblo, que tu modo de destrozar la música
seria. Te he dicho mil veces que cantes los cantos de la tierra. Eso, tal cual,
se puede tolerar. Tu voz es flexible, y no te falta la gracia que ese género
requiere. Pero tu malhadada manía de cantar a lo fino, no hay quien la resista.
Te lo digo, y sabes que lo entiendo. Tus disparatados floreos me afectan de tal
modo los nervios, que si persistes en imponerme este tormento me marcho para
siempre de esta casa. Calla -añadió dando un golpe en la cabeza al niño que
lloraba-, calla, que berreas lo mismo que tu padre.
-Vete
con mil santos, y desde ahora -respondió el barbero picado en lo más vivo de su
amor propio- Vete, echa a correr, y no vuelvas hasta que yo te llame, que de
esta suerte podrás correr sin parar.
-¿Que
no me llamarás, dices? -replicó la mujer-; sería quizá demasiado favor, que
harías a la que tantas veces ha sido llamada por los grandes, por los
embajadores, ¡por la corte entera! ¿Sabes tú, rústico, ganso, zopenco, el
dineral que se daba sólo por oírme?
-Si
esos mismos -dijo el barbero- te vieran ahora con esa cara de vinagre; y te
oyeran esa voz de pollo ronco, estoy para mí que pagarían doble por no verte ni
oírte.
-¿Quién
me ha metido a mí en este villorrio, entre este hato de villanos? -exclamó la
mujer, furiosa-. ¿Quién me ha casado con este rapabarbas, con este mostrenco,
que después de haberse comido la dote que me envió el duque, se atreve a
insultarme? ¡A mí, la célebre María Santaló, que ha hecho tanto ruido en el
mundo!
-Más
te hubiera valido no haber hecho tanto -dijo Ramón, a quien daba un valor
inaudito el entusiasmo que le inspiraba la canción de Atala, y su indignación al
verla menospreciada.
Al
oír estas palabras, la mujer se abalanzó a su diminuto marido, el cual, lleno de
espanto, sólo tuvo tiempo de poner la guitarra sobre una silla y echarse a
correr.
A
la puerta tropezó con un personaje, a quien por poco derriba en tierra, el cual
se paró en el umbral.
Apenas
lo percibió María, su cólera cedió a un impulso de risa, no menos
violento.
El
personaje que lo ocasionaba era Momo, uno de cuyos carrillos estaba
horrorosamente hinchado. Traía un pañuelo atado alrededor de su deforme rostro,
y venía a que el barbero le sacase una muela.
-¡Qué
horrenda visión! -exclamó María, entre sus carcajadas-. Dicen que el sargento de
Utrera reventó de feo. ¿Cómo es que no te sucede a ti otro tanto? Capaz eres de
pegar un susto al miedo. ¿Conque tienes preñado el cachete? Pues parirás un
melón, y podrás enseñarlo por dinero. ¡Qué espantoso estás! ¿Vienes a que te
retraten para que te pongan en la Ilustración, que anda a caza de
curiosidades?
-Vengo
-dijo Momo- a que tu Ramón Pérez me saque una muela dañada, y no a que me hartes
de desvergüenzas; pero ¡Gaviota fuiste, Gaviota eres y Gaviota
serás!
-Si
vienes a que te saquen lo que tienes dañado -repuso María-, bien pueden empezar
por el corazón y las entrañas.
-¡Por
vía de los gatos!, ¡miren quién habla de corazón y de entrañas! -replicó Momo-;
la que dejó morir a su padre en manos extrañas, sin acordarse del santo de su
nombre ni de enviarle siquiera un mal socorro.
-¿Y
quién tuvo la culpa, malvado ganso? -respondió María-. Nada de eso habría
sucedido si no hubieras sido tú un salvaje, que te volviste de Madrid sin haber
desempeñado tu encargo, y esparciendo la nueva de mi muerte; de modo que cuando
volví al lugar creyendo que mi padre vivía, todos me tomaron por ánima del otro
mundo. Solamente en tus entendederas, que son tan romas como tus narices, cabe
el haber creído que una representación era una realidad.
-¡Representación!
-repuso Momo-. Siempre dices que aquello era fingido. Lo cierto es que si aquel
Telo hubiera sabido darte la puñalada en regla, y si no te hubiera curado tu
marido, a quien todo el mundo llora, menos tú, estarías ahora roída de gusanos,
para descanso de cuantos te conocen. Lo que es a mí, no me la cuelas, pedazo de
embustera.
-Pues
sábete, Cara y Media -dijo María abriendo la mano, y poniéndola delante de su
nariz-, que he de vivir cien años, para que rabies, y hacer que tu nariz roma se
ponga tamaña.
Momo
miró a María con toda la despreciativa dignidad compatible con su tuerta cara, y
dijo en voz profunda y tono concluyente, alzando y bajando alternativamente el
dedo índice:
-¡Gaviota
fuiste, Gaviota eres, Gaviota serás!
Y
le volvió arrogantemente la espalda.
Cuando
don Modesto, aturdido por los gritos de la disputa que hemos referido, vio que
las carcajadas sucedían a la explosión de cólera, gracias a la fea y ridícula
figura de Momo, de quien sólo el lápiz de Cruikshank, el célebre dibujante
inglés de caricaturas, podría dar cabal idea, aprovechó aquella ocasión para
escurrirse, sin ser sentido, de aquel campo de batalla. Nuestros lectores saben
que don Modesto, esencialmente grave y pacífico, tenía una profunda antipatía
contra toda especie de disputas, altercados, riñas y quimeras. Pero apenas hubo
entrado en su casa, muy satisfecho del éxito de su oportuna retirada, nuevos
terrores vinieron a asaltarle, al ver el ojo válido de Rosita, severo, iracundo
y amenazador como un soldado sobre las armas; y su boca grave, remilgada e
imponente como un juez en su tribunal. Don Modesto se sentó en un rincón, y bajó
la cabeza, a manera de ave, que, presintiendo la tempestad, se posa en la rama
de un árbol y oculta la cabeza debajo de un ala.
Ante
todo es de saber que las buenas cualidades y los defectos de Rosita habían ido
en aumento con los años. Su aseo había llegado a convertirse en angustiosa
pulcritud. Don Modesto tenía que mudarse de zapatos cada vez que entraba a
verla. Si Rosita hubiera tenido noticia de las chinelas, que se ponen en
Bruselas los curiosos que van a visitar el palacio del príncipe de Orange, no
hay duda que habría adoptado el mismo medio para preservar las bastas esteras de
esparto que cubrían los rajados ladrillos del pavimento de su sala. Si don
Modesto dejaba caer una aceituna en el mantel, Rosita se estremecía; si una gota
de vino tinto, lloraba. Su abstinencia y su sobriedad llegaban a los límites de
lo posible, y daban a entender que quería rivalizar con Manuela Torres, la
famosa mujer del pueblo de Gansar, que había muerto recientemente después de
haber vivido cuarenta años sin comer ni beber.
-Rosita
-le decía don Modesto-, antes comía usted lo que un pájaro puede llevar en el
pico, pero ahora está usted acreditando que lo que se cuenta del camaleón no es
fábula.
-Ya
ve usted -respondía Rosita- que gozo de perfecta salud, lo cual prueba que
necesitamos muy poco para vivir y que todo lo demás es pura
gula.
En
cuanto a su austeridad, había llegado a ser algo más que severa; era
cáustica.
-¡Bien
le sienta a usted! -dijo a don Modesto, mientras este se encomendaba con todas
las veras de su corazón a Nuestra Señora de la Paz-, ¡bien le sienta a un hombre
de su edad y dignidad de usted, a una de las primeras autoridades del pueblo, a
un hombre que se ha visto en letra de molde en la Gaceta, ir a casa de esas
gentes, de esos casquivanos (por no decir otra cosa) y entrometerse en esa
San-Francia de matrimonio, que ha sido el escándalo de la
vecindad.
-Pero
Rosita -contestó don Modesto-, yo no me he entrometido en la gresca, ella fue la
que se entrometió donde yo estaba.
-Si
no hubiera usted ido en casa de ese rapabarbas, cantor sempiterno; si no hubiera
usted estado allí con la boca abierta, oyendo sus cantos impúdicos, no se habría
usted hallado en el caso de ser testigo de ese escándalo.
-Pero
Rosita, usted no reflexiona que es preciso afeitarme de cuando en cuando, so
pena de parecer zapador de un regimiento; que ese buen Ramón Pérez me afeita de
balde, como lo hacía su padre, y que la política y la gratitud exigen que, si se
pone a cantar delante de mí, tenga yo paciencia, y me preste a oírle. Además que
no ha cantado nada malsonante, sino una canción de las que cantan las gentes
finas, en la que dice que una joven llamada Atala...
-¿Qué
pamplinas va usted a contarme, don Modesto? -dijo Rosita indignada-. ¡Si no
sabré yo lo que dice el Año Cristiano de Atila, que fue un rey de los bárbaros
que invadieron a Roma, y de quien triunfó la elocuencia de San León el Magno,
Papa a la sazón! Si ustedes quieren que sea una joven enamorada, contra lo que
dicen la sana razón y el Año Cristiano, buen provecho les haga a usted y a Ramón
Pérez. El siglo de las luces, como dice ese caribe de alcalde, que quería
convertir la via crucis en camino de Urdax, trastorna todas las ideas. Con que
así, crean ustedes, si les da la gana que fue una muchacha la que capitaneó los
feroces ejércitos de los bárbaros. En cuanto a canciones profanas y malsonantes,
sepa usted que no le pegan ni a mi edad ni a mi modo de pensar. Pero los hombres
tienen siempre los oídos abiertos a las cosas amorosas. Usted se derrite al oír
las canciones de esa gente, cuando yo le he visto..., ¡sí!..., yo he visto a
usted en el quinario de San Juan Nepomuceno (modelo de confesores), cuando al
fin se cantan las coplas en honor del santo, yo he visto a usted dormido como un
tronco.
-¡Yo!,
Rosita, ¡Jesús! Mire usted que se ha equivocado de medio a medio. Tendría los
ojos cerrados, y usted tomaría mi recogimiento por un sueño
irreverente.
-No
disputemos, don Modesto, porque capaz sería usted de pecar con descaro contra el
octavo mandamiento. Pero, volviendo a lo que decíamos, digo a usted que es una
vergüenza que esté usted uña y carne con esas gentes.
-¡Ah,
Rosita!, ¿cómo puede usted hablar en esos términos del buen Ramón, que me afeita
de balde, y de esa ilustre Marisalada que ha sido aplaudida por generales y por
ministros?
-Nada
de eso impide -replicó Rosa Mística- que haya sido cómica, de las que antes
estaban excomulgadas, y que deberían estarlo todavía. Yo quisiera saber por qué
no lo están ya.
-Es
probable -dijo don Modesto- que el teatro sería entonces una cosa muy mala, en
lugar de que ahora, como dice el folletín del periódico, es la escuela de las
costumbres.
-¡La
escuela de las costumbres... el teatro! No hay remedio; usted se va
pervirtiendo, don Modesto. Eso es peor que dormirse en el quinario. ¡Qué!, ¿toma
usted los periódicos por textos de la Escritura? Dígole a usted, señor, que el
Papa ha hecho muy mal en levantar la excomunión a esas mujeres
provocativas.
-¡Jesús,
María y José! -exclamó don Modesto asustado-. ¿Rosita, se atreve usted a
condenar lo que hace el Papa, justamente cuando se están cantando himnos en su
loor, como dice el periódico?
-Bien,
bien -repuso Rosita-; ya lo sé mejor que usted. Y me guardaré muy bien de
condenar lo que hace el Papa; me limitaré a desear que no tengamos que cantar el
miserere después del himno. Pero volviendo a esa mujer que tantos personajes han
aplaudido, ¿piensa usted que esos necios aplausos la absuelvan de sus malos
procederes y de su perversa índole?
-No
sea usted tan justiciera, Rosita. En el fondo no es mala: me ha hecho una
cucarda para el sombrero.
-Lo
que ha hecho ha sido burlarse de usted dándole, en lugar de una cucarda, una
escarola tamaña plato. ¿Conque no es mala en el fondo, dice usted, la que dejó
morir a su padre, que tanto la quería, solo, pobre, olvidado, mientras que ella
se estaba haciendo gorgoritos en las tablas?
-Pero
Rosita, si no sabía la gravedad...
-Sabía
que estaba malo, y basta. Cuando un padre padece, la hija no debe cantar. ¡Una
mujer cuya conducta obligó al pobre de su marido a huir e irse a morir de
vergüenza allá en las Indias!...
-Murió
de la epidemia- observó el veterano.
-Buena
será ella -continuó la severa maestra de Amiga, enardeciéndose cada vez más-
cuando fue la única en el pueblo que no veló en su última enfermedad a la tía
María, que tanto la había querido, y tanto había hecho por ella; la única que
faltó a su entierro; la única que por ella no rezó en la iglesia ni lloró por
ella en el campo santo.
-Estaba
de sobreparto, y no habría sido prudente antes de la
cuarentena.
-¿Qué
entiende usted de sobrepartos ni de cuarentenas? -exclamó Rosa Mística,
exasperada al ver el empeño con que don Modesto defendía a sus amigos-. ¿Ha
parido usted alguna vez, para entender de esas cosas? ¿Conque tiene buen fondo
la que cuando poco antes de la muerte de su bienhechora, fray Gabriel la siguió
al sepulcro; se echó a reír diciendo que había creído que sólo en el teatro se
moría la gente de amor y de pena?
-¡Pobre
fray Gabriel! -dijo don Modesto, conmovido por los recuerdos que acababa de
despertar su patrona-. Todos los viernes de su vida vino al Cristo del Socorro
para pedirle una buena muerte. Después de la de su bienhechora venía todos los
días, porque ya no le quedaba más que aquel buen Señor, que le comprendiese y le
consolase. Yo fui quien le encontré un viernes por la mañana, de rodillas,
delante de la reja de la capilla del Cristo, inclinada la cabeza sobre las
barras. Le llamé y no respondió. Me acerqué..., ¡estaba muerto! ¡Muerto como
había vivido: en silencio y solo! ¡Pobre fray Gabriel! -añadió el comandante
después de algunos instantes de silencio-. Te moriste sin haber visto
rehabilitado tu convento. ¡Yo también moriré sin ver reedificado mi
fuerte!
1.
Diminutivo alemán de Carlota.
2.
Treu significa en alemán fiel, y se pronuncia Troy
3.
Diminutivo de Gerónimo en Andalucía.
4.
Bartolomé Esteban Murillo.
5.
Habíamos pensado en acortar la descripción, quizá demasiado prolija, del
convento, persuadidos por una parte de que es de poco interés y no tiene novedad
para la presente generación, que conoce estas obras portentosas esparcidas por
toda España; y por otra, de que la opinión reinante clasificará tal vez estas
suntuosidades, cuando menos, de gastos inútiles; reflexión, y sea dicho de paso,
que no se les ocurre a los fabricadores de las modernas opiniones, cuando de
entre las ruinas de los templos griegos levantados a los falsos dioses,
desentierran tantas maravillas del arte, ni al rebuscar y recoger las riquezas
que en los templos americanos e indios se acumulaban. Habíamos, pues, decimos,
pensado en acortar esta descripción del convento; hemos dicho la causa. Pero no
lo hemos verificado acaso por las mismas razones que lo aconsejaban y hemos
expuesto. Creemos que nos comprenderá el lector.
6.
Que los hombres sin fe en el alma, ni simpatía en el corazón para los
sentimientos religiosos, desdeñen estas prácticas, lo entiendo, por mucho que me
aflija; pero que uno de los primeros y más acreditados escritores de Francia,
Jorge Sand, haya escrito estas palabras, hablando de los exvotos: ces fétiches
affreux, ces exvotos me font peur, sólo puede atribuirse a una completa
ignorancia de lo que son y de lo que significan.
7.
Esta leyenda del Señor del Socorro, o por mejor decir, esta relación verídica
del suceso que es asunto del cuadro, la testificaba el mencionado trabuco, que a
los pies del altar se veía en su capilla, sita en la calle del Ganado, del
Puerto de Santa María. Ha poco (en 1855) ha sido cerrada. El señor vicario de
dicho punto, según tenemos entendido, reclama el cuadro para que se le dé culto
en la iglesia mayor. Estamos persuadidos de que si logra su deseo, no se
atreverá, merced a la ilustración que tanto realza y distingue a nuestra
próspera y culta era, poner a los pies del altar el antiguo y roto trabuco que
al reventar salvó la vida a los dos devotos que al Señor pedían socorro. ¿Qué
diría el decoro protestante, que se nos va inoculando como un humor frío, de ver
un trabuco en una iglesia? ¿Qué los que acatan la letra y no el espíritu?...
8.
Palmera enana: el Camerops de los botánicos.
9.
Una merluza.
10.
Dinumeraverunt omnia ossa mea.
11.
Es decir: pronto, ve deprisa.
12.
Es común en el pueblo la superstición de que los gallos viejos ponen un huevo,
del que sale a los siete años un basilisco. Añaden que este mata con la vista a
la primera persona que ve; pero que muere él si la persona le ve a él primero.
13.
Las cosas que cree y refiere el pueblo, aunque adornadas por su rica y poética
imaginación, tienen siempre algún origen. En la segunda parte de la obra
intitulada Simples incógnitos en la medicina, escrita por fray Esteban de Villa,
e impresa en Burgos en 1654, hallamos este párrafo, que coincide con lo que dice
el pastor:
«La
ibis (que quieren sea la cigüeña) enseñó el uso de las ayudas, que se echa a sí
misma llenando de agua la boca, sirviéndole lo largo del pico para el efecto. El
perro, el uso del vomitivo, comiendo la grama, que para él es de virtud
vomitiva. El caballo marino la sangría, cuando se siente cargado de sangre,
abriéndose la vena con punta de caña que le sirve de lanceta, y el barro de
venda, revolcándose en él, con lo que cierra la cisura. La golondrina, el
colirio en la Celidonia, con que da vista a sus pollos y nombre a esta planta,
que se dijo hirundinaria, por su inventor la golondrina, etc.»
14.
Este verso no se puede decir, sino con la manera de abreviar las palabras que el
pueblo gasta pronunciando quieen por quieren.
15.
El ilustre literato, el estudioso recopilador, el sabio bibliófilo don Juan
Nicolás Böhl de Faber, a quien debe la literatura española el Teatro anterior a
Lope de Vega, y la Floresta de rimas castellanas, trae en el primer tomo de esta
colección, página 255, el siguiente romance antiguo, de autor no conocido. Nos
ha parecido curioso el reproducirlo aquí por tratar el mismo asunto que trata
esta canción. No somos competentes para juzgar si habrá sido que el canto
popular subió del pueblo al poeta culto que lo rehízo, o si bajaría del poeta
culto al popular que lo simplificó y trató a su manera, o si bien sería el
suceso un hecho cierto, que simultáneamente cantaron, aunque parece el lenguaje
de la canción del pueblo más moderno.
Blanca
sois, señora mía,
más
que no el rayo del sol,
si
la dormiré esta noche
desarmado
y sin pavor,
que
siete años había, siete,
que
no me desarmó, no;
más
negras tengo mis carnes
que
un tiznado carbón.
-Dormidla,
señor, dormidla,
desarmado
y sin temor,
que
el conde es ido a la caza
a
los montes de León.
Rabia,
le mate los perros
y
águilas el su halcón,
y
del monte hasta casa
a
él lo arrastre el morón.
Ellos
en aquesto estando,
su
marido que llegó:
-¿Qué
hacéis, la blanca niña,
hija
de padre traidor?
-Señor,
peino mis cabellos
péinolos
con gran dolor,
que
me dejéis a mí sola
y
a los montes os vais vos.
-Esa
palabra, la niña
no
era sino traición.
¿Cuyo
es aquel caballo
que
allá bajo relinchó?
-Señor,
era de mi padre,
y
enviáralo para vos.
-¿Cuyas
son aquellas armas
que
están en el corredor?
-Señor,
eran de mi hermano,
y
hoy os las envió.
-¿Cuya
es aquella lanza,
desde
aquí la veo yo?
-Tomadla,
conde, tomadla
matadme
con ella vos,
que
aquesta muerte buen conde,
bien
os la merezco yo.