FEDERICO
FROEBEL
LA
EDUCACION DEL HOMBRE
Introducción
-
I - Primer grado del desarrollo del hombre: la criatura
-
II - Segundo grado del desarrollo del hombre: el niño
-
III - Tercer grado del desarrollo del hombre: el
adolescente
-
IV - La escuela
-
V - La religión
-
VI - Importancia de los estudios artísticos
-
VII - Estudio de la naturaleza
-
VIII - Estudio de las matemáticas
-
IX - El lenguaje
-
X - El arte
-
XI - Recapitulación
-
XII - Perfección de la inteligencia moral
-
XIII - Aplicación de los textos sobre moral
-
XIV - Conocimiento, aprecio y perfección del cuerpo
-
XV - Estudios sobre la naturaleza y sobre el mundo moral
-
XVI - Utilidad del empleo de pequeñas poesías relativas a la vida del hombre o a
la naturaleza. Utilidad del canto.
-
XVII - Conversaciones sacadas de la observación de la naturaleza y del mundo
exterior
-
XVIII - Ejercicios sobre las manifestaciones exteriores, corporales y locales,
según la ley que va de lo simple a lo compuesto.
-
XIX - Dibujos sobre una red de cuadrados trazados sobre una pizarra, según leyes
determinadas exteriormente Iniciación en los colores, en su diferencia y en su
similitud por medio de su manifestación en espacios determinados. Iluminación de
figuras hechas al contorno, etc.
-
XXI - El juego: manifestaciones espontáneas y ejercicios de toda
naturaleza
-
XXII - Utilidad de pequeños viajes y de largos paseos
-
XXIII - Conocimiento de los números
-
XXIV - Conocimiento de la forma
-
XXV - Ejercicios de la palabra
-
XXVI - La escritura
-
XXVII - La lectura
Notas
***********
Traducida
del alemán por Don J. Abelardo Núñez
Edición
anotada por W. N. Hailmann
Introducción
Una
ley eterna y única gobierna el universo. En lo exterior, la
naturaleza
la revela; en lo interior se manifiesta en la inteligencia, y
además
en la unión de la naturaleza con la inteligencia. En la vida se
revela
de una manera todavía mas clara e indudable: De la necesidad de su
existencia
están penetradas el alma y la mente del hombre. A esta ley no
le
es dado dejar de ser, pues lleva el testimonio en sí misma. Por medio
del
interior de los seres y de las cosas, conduce al hombre a conocer su
exterior;
y de la propia suerte se sirve también de su exterior para
revelar
su interior a la inteligencia humana. Es necesario que esta ley,
que
rige todas las cosas, tenga por base una unidad que influya sobre
todo,
y cuyo principio sea verdadero, claro, activo, consciente y, como
resultado
de esto, eterno. La ley que, sea por la fe, sea por el examen,
impone
esta unidad, ha sido y será siempre reconocida y sancionada por
todo
espíritu observador, por toda inteligencia elevada.
Esta
unidad, es Dios.
Todo
proviene únicamente de Dios. Dios es el principio único de todas
las
cosas.
El
fin, el destino de cada cosa estriba en divulgar exteriormente su
ser,
la acción que Dios ejerce en ella, la manera cómo esta acción se
confunde
con ella misma, y por último, en revelar y dar a conocer a Dios.
La
vocación del hombre, considerado como inteligencia racional, le lleva a
dejar
libre la acción de su ser para manifestar la obra de Dios que se
opera
en él, para divulgar a Dios al exterior, para adquirir el
conocimiento
de su verdadero destino, y para realizarlo con toda libertad
y
espontaneidad.
La
educación del hombre no es sino la vía o el medio que conduce al
hombre,
ser inteligente, racional y consciente, a ejercitar, desarrollar y
manifestarlos
elementos de vida que posee en sí propio. Su fin se reduce a
conducir,
por medio del conocimiento de esta ley eterna, y de los
preceptos
que ella entraña, a todo ser inteligente, racional y consciente,
a
conocer su verdadera vocación y a cumplirla espontánea y
libremente.
Todo
el arte de la educación está basado en el conocimiento profundo
y
en la aplicación de esta ley, única capaz de contribuir al desarrollo y
expansión
del ser inteligente, y única susceptible de conducir a éste a la
consumación
de su verdadero destino.
La
educación tiene por objeto formar al hombre, según su vocación,
para
una vida pura, santa y sin mancha: en una palabra, a enseñarle la
sabiduría
propiamente dicha.
La
sabiduría es el punto culminante hacia el cual deben dirigirse
todos
los esfuerzos del hombre: es la cúspide más elevada de su
destino.
La
doble acción de la sabiduría consiste para el hombre en educarse a
sí
mismo, y en educar a los demás con conciencia, libertad y
espontaneidad.
El ejercicio de la sabiduría se llevó a cabo por el ser
individual,
a partir de la aparición del hombre sobre la tierra; se mostró
con
la primera manifestación de la conciencia humana; se reveló más tarde
y
sigue revelándose aun como una necesidad de la humanidad, por lo que
debe
ser escuchada y obedecida. Sólo por la sabiduría se obtiene la
satisfacción
legítima de las necesidades externas e internas; sólo por
ella
se logra la felicidad.
Precisa
que todo el ser del hombre se desarrolle con la conciencia de
su
origen: he ahí cómo logrará elevar su alma hasta el conocimiento de la
vida
futura, y sabrá manifestarlo en él desde su paso sobre esta
tierra.
La
educación y la instrucción que recibe el hombre deben revelarle la
acción
divina, espiritual, eterna, que obra en la naturaleza toda, y
exponer
a su inteligencia, al propio tiempo que a sus ojos, esas leyes de
reciprocidad
que gobiernan la naturaleza y el hombre, uniendo el uno a la
otra
(1). (Véanse las NOTAS al final de la obra.)
La
educación y la instrucción deben hacer reconocer al hombre que el
principio
de su existencia y el de la existencia de la naturaleza reposan
en
Dios, y que deber suyo es manifestar este principio por medio de su
vida
entera.
La
educación debe llevar al hombre a conocerse a sí mismo, a vivir en
paz
con la naturaleza y en unión con Dios; y por alcanzar estos fines,
ella
se esfuerza desde lugo en elevar al hombre hasta el conocimiento de
Dios,
de la humanidad en general y de la naturaleza interna y externa,
suministrándole
más tarde el medio de unirse a Dios, al proponerle el
modelo
de una vida fiel, pura y santa.
Todo
lo que es interno -el ser, el espíritu, la acción de Dios en los
hombres
y en las cosas- pónese en evidencia por medio de manifestaciones
exteriores.
No obstante, aunque la educación y la enseñanza se refieran
sobre
todo a las manifestaciones exteriores del hombre y de las cosas, y
la
ciencia las invoque como libres testimonios que hacen deducir del
interior
al exterior, no se desprende de ahí que sea permitida a la
educación
o a la ciencia la deducción aislada del interior al exterior;
antes
por el contrario, el ser de cada cosa exige que, simultáneamente, el
interior
sea juzgado por el exterior, y el exterior por el interior. Así,
de
la multiplicidad de la naturaleza no se desprende la pluralidad de su
principio,
la pluralidad de Dios; y porque Dios, su principio, es uno, no
hay
que negar que la naturaleza sea una cadena de numerosos seres; antes
bien,
conviene deducir de estas dos premisas, tan opuestas entre sí, que
siendo
Dios uno en sí propio, la naturaleza, que lo tiene por origen, es
eternamente
múltiple; y de esta multiplicidad o de esta variedad
implicadas
por la naturaleza, hay que deducir la unidad de Dios. La
negación
de esta verdad es la causa de la inutilidad de tantos esfuerzos,
de
tantos desengaños en la educación y en la vida. Los fallos pronunciados
sobre
la naturaleza de un niño, en vista únicamente de sus manifestaciones
externas,
constituyen el motivo de tantas educaciones fracasadas, de
tantas
malas inteligencias entre los padres y los hijos, de tantos
desvaríos
de la fantasía, de tantas esperanzas defraudadas.
Que
los padres, los tutores y los maestros se penetren de esta
verdad,
que se familiaricen con ella, que la examinen hasta en sus más
ínfimos
detalles; pues ella les dará, para el cumplimiento de sus deberes
y
de sus compromisos, la seguridad y el reposo. Que se persuadan bien de
que
el niño, bueno en apariencia, no tiene a veces en el fondo nada de
bueno,
y que en todo su proceder exterior, no está sazonado ni para el
amor,
ni para el conocimiento, ni para la estima del bien; mientras que el
niño,
al parecer rudo, tenaz, caprichoso, y cuyo exterior anuncia todo
excepto
la bondad, posee no obstante muchas veces, en sí mismo, una
inclinación
verdadera por todo lo que es bueno, una voluntad
inquebrantable
por el bien; pero sin haberse aún desarrollado ni
manifestado
tales disposiciones, he ahí porqué toda educación y toda
enseñanza
deben ser, en un principio, indulgentes, flexibles, blandas,
deben
limitarse a proteger y a vigilar, sin propósito previo ni sistema
preconcebido
(2). Tal debe ser justamente la educación, porque la acción
divina
en el hombre es buena, y no podría dejar de serlo. Esta condición
esencial,
emanada de la misma índole de su principio, hace que, joven
todavía,
el hombre, inconsciente como un simple producto de la naturaleza,
no
vacile en reclamar lo que realmente le es ventajoso, exigiéndolo sobre
todo
bajo la forma que más se armoniza con sus aptitudes o con sus
fuerzas.
El polluelo del pato, apenas salido del cascaron, se lanza en el
estanque
y se zabulle en el agua, mientras que el de la gallina escarba el
suelo
para buscar sus alimento, y la pequeña golondrina halla su pasto
revoloteando
por el aire, sin casi jamás rozarse con la tierra. En vano se
forjarán
objecciones contra esta verdad y contra su aplicación en la
educación;
en vano se pretende discutirla o combatirla: ella no dejará
nunca
de justificarse, ni cesará nunca de aparecer radiante de claridad y
esplendor
a los ojos de la generación que deposite en ella su fe y su
confianza.
Concedemos
a las plantas nuevas y a los animales recién nacidos el
espacio
y el tiempo necesarios para su desarrollo, persuadidos como
estamos
de que unas y otros no pueden crecer y desenvolverse sino bajo
ciertas
leyes peculiares a cada una de sus especies. Los vemos crecer y
desenvolverse,
gracias al reposo que les procuramos, a la asiduidad con
que
los protegemos contra toda influencia perniciosa. Todo el mundo lo
sabe;
y sin embargo, ¿el niño no es siempre a los ojos del hombre la cera
blanda,
el fragmento de barro amoldable a la forma que conviene a la
fantasía?
Oh!
vosotros, que recorréis los jardines, los campos, las praderas y
los
bosques ¿porqué no abrís los ojos a vuestra inteligencia? ¿Porqué no
escucháis
lo que os dice y os enseña la naturaleza en su lenguaje mudo?
Estas
plantas que desdeñáis y que tituláis mala yerba, han crecido
estrechadas,
ahogadas: apenas permiten adivinar lo que hubieran podido
ser.
Si os hubiera sido dado hallarlas dilatándose, extendiéndose,
subsistiendo
en un espacio vasto, cultivadas en un prado o en un jardín,
las
hubierais visto ostentar a vuestras miradas una naturaleza rica y
esplendente,
una abundancia de vida infiltrada en todas sus partes.
Lo
propio acontece con los niños que habéis oprimido, encerrándolos
en
condiciones evidentemente opuestas a su naturaleza; hoy languidecen en
torno
vuestro, acosados de dolencias morales o físicas, al paso que
hubieran
podido llegar al rango de seres completamente desarrollados, y
holgarse
en el jardín de la vida.
Toda
educación, toda enseñanza convencional es contraria a lo que la
acción
de Dios exige en el hombre, y debe necesariamente destruir o, por
lo
menos, dificultar los progresos del hombre, considerado en su origen
sano
e íntegro. Que aun en este caso, la naturaleza sea nuestro guía. La
vid
requiere ser podada; pero la poda de la vid no siempre trae consigo el
fruto.
Cualesquiera que sean las buenas intenciones del viñador, como no
tome,
al podar la vid, las precauciones requeridas por la naturaleza de
esta
planta, destruirá en ella o perjudicará el germen de
fecundidad.
Notemos
de paso que el hombre adopta casi siempre, por lo que toca a
los
seres inferiores de la naturaleza, la vía recta, el camino que
directamente
conduce al fin; pero no siempre procede de igual manera para
con
el hombre-niño, por más que la fuerza que opera en el hombre, en el
niño
como en la naturaleza, emane de la misma fuente y esté regida por las
mismas
leyes. No nos cansaremos, pues, de insistir, para interés del
hombre,
en la observación y en el estudio de la naturaleza.
La
verdadera educación, aquella cuyo fin acabamos de determinar, debe
ser
considerada en su doble objeto. Entraña una idea clara, vivificante,
una
idea fundamentalmente cierta, reflejo de un ideal. Pero allí donde
este
pensamiento vivificante, basado sobre sí mismo, aparece claramente,
exige
también que el modo de educación sea tolerante, variable, blando y
flexible,
pues la idea vivificante, eterna y divina, reclama la
espontaneidad
y el libre albedrío para el hombre creado para la libertad,
a
la imagen de Dios (3).
Mas
por perfecto que sea el modelo de educación anteriormente
reconocido
y aceptado, no debe seguirse este ideal de la educación sino en
su
esencia y en sus aspiraciones, jamás en la forma bajo la cual puede
haberse
presentado a los maestros. Cuando este último escollo no es
evitado,
obtiénese el alejamiento del ideal que debía secundar al hombre a
elevar
y ennoblecer la humanidad. Que sólo el ideal intelectual sirva de
guía,
y que la elección de la manifestación, del modo exterior, la forma
de
educación, sea dejada a la inteligencia del maestro.
Este
ideal de la vida que los cristianos hallamos en Jesús y que la
humanidad
reconoce por el solo modelo de su vida, implica en sí mismo el
conocimiento
claro y perfecto de la vida eterna, principio, origen y fin
de
la existencia del hombre; así pues, el ideal eterno exige que cada
hombre
presente a su vez una imagen de este modelo eterno. Conviene que el
hombre
se convierta de este modo en un modelo para los demás, y que cada
hombre
se manifieste según la ley eterna con toda libertad, conciencia y
espontaneidad.
Bien que para toda educación, el ideal o tipo divino es el
único
modelo adoptable, no por eso la elección del modo o de la
manifestación
externa de la educación deja de estar sometida a la
apreciación
individual de los padres o de los maestros.
Nuestra
propia experiencia nos enseña que, a veces, este ideal eterno
parece
al hombre como que exigiera demasiado de su debilidad, y se le
antoja
por demás severo e inflexible. El espíritu humano debe empero
proponerse
este ideal, aunque sin sujetarse en el detalle o en la
aplicación
a esta o a la otra forma individual, convencional e
impuesta.
En
toda buena educación, en toda enseñanza verdadera, la libertad y
la
espontaneidad deben ser necesariamente aseguradas al niño, al
discípulo.
La coacción y la aversión apartarían de él la libertad y el
amor.
Allí donde el odio atrae el odio, y la severidad al fraude, donde la
opresión
da el ser a la servidumbre, y la necesidad produce la
domesticidad;
allí donde la dureza engendra la obstinación y el engaño, la
acción
de la educación o de la enseñanza es nula.
Para
evitar este escollo, urge que los educadores y los institutores
obren
de la manera que hemos indicado; esto es, eligiendo el modo de
educación
o de enseñanza propio a la naturaleza de cada individuo, sin
dejar
por esto de respetar la ley eterna en toda su integridad.
Que
los preceptores y los institutores no pierdan de vista el doble
deber
a que están obligados en el ejercicio de sus funciones; precisa que,
siempre
y a un tiempo, den y tomen, unan y separen, se adelanten y sigan;
precisa
que obren y dejen obrar, que escojan un objetivo o abandonen al
niño
el cuidado de elegir uno; que sean a la vez firmes y
flexibles.
Pero
entre el niño y el preceptor, entre el maestro y el alumno,
surge
una tercera exigencia a la cual deben igualmente someterse el niño,
el
educador, el maestro y el alumno; esto es, la elección de todo lo que
está
conforme con la justicia y con el bien. Por la satisfacción de esta
exigencia
revelarán ellos y manifestarán la justicia y el bien que llevan
en
sí propios; y conviene a este propósito dejar establecido que el niño,
desde
su más temprana edad, satisface a esta exigencia con un tacto
sorprendente,
pues rara vez le vemos sustraerse a ella de una manera
voluntaria.
La
elección de lo justo y de lo bueno debe presidir los menores actos
relacionados
con la educación y la enseñanza. Que los educadores y los
institutores
no pierdan de vista esta verdad, porque de ella deriva esta
fórmula
generalmente adoptada en toda educación verdadera: Haz tal cosa, y
ve
en seguida lo que ella produce, cómo conduce al fin que tú te propones,
cuál
es el conocimiento que, por medio de ella, has adquirido. Ella es
también
la autora de esta máxima: Para que el ser intelectual que vive en
ti
se manifieste al exterior y por el exterior, en toda su integridad,
interroga
ese ser, y aprende a conocerlo. Jesús, al proceder de tal suerte
para
consigo mismo, nos inicia en el conocimiento de la divinidad de su
ser,
de su vida, de su misión; nos da la noción del principio y del ser de
toda
verdad y de toda vida.
Para
hacer comprender este precepto, y para aplicarlo a la educación,
conviene
que los educadores y los institutores se esfuercen por hacer
deducir
lo particular de lo general y lo general de lo particular, para
mostrarlos
después en su unión. Deberán hacer comprender la diferencia
entre
el interior y el exterior, y la que hay entre el exterior y el
interior,
y demostrar la unión que por fuerza existe entre estas dos
condiciones
del ser y de la cosa. Deberán asimismo establecer la
diferencia
entre lo infinito y lo que parece finito, la diferencia entre
lo
finito y lo infinito y mostrar las relaciones entre ambos; deberán, por
último,
conducir al niño y al alumno a considerar la acción divina en el
hombre,
al propio tiempo que el ser del hombre que existe por Dios, y la
unión
íntima que existe entre el hombre y Dios.
He
ahí lo que demostrará claramente el conocimiento del hombre por el
hombre,
tanto más cuanto que el hombre buscará la imagen de su vida propia
en
la vida del hombre niño, y en la historia del desarrollo de la
humanidad.
Puesto
que hallamos en la vida del hombre, ser finito, temporal,
terrestre,
la manifestación de un principio infinito, eterno, celeste;
puesto
que hallamos en el origen y en todo el ser interno del hombre, la
acción
divina que constituye la esencia de su ser, y que todo el fin de la
educación
estriba en manifestar y publicar por el hombre la acción de Dios
en
él, conviene necesariamente considerar a la criatura desde los primeros
instantes
de su aparición sobre la tierra, y convencerse de que el hombre,
aún
desde el seno de su madre, exige una solicitud particular.
Consideremos
pues al hombre, sobre todo en su origen sano o íntegro;
miremos
su alma y su inteligencia como una esencia que proviene de Dios,
animando
una fuerza humana. Que el niño se nos presente como una garantía
viviente
de la presencia, de la bondad y del amor de Dios. Así apreciaban
a
sus hijos los primeros cristianos; tal significaban también los nombres
que
les daban.
Todo
hombre debe en consecuencia ser considerado como miembro real y
necesario
de la humanidad, y bajo este título ser objeto de cuidados
inteligentes
y particulares. Los padres deben considerar a Dios en persona
en
el niño que Él les confía, y del cual les hace responsables ante la
humanidad
entera.
Los
padres considerarán asimismo al niño en relación o enlace
evidente
con el pasado, el presente y el porvenir del desarrollo de la
humanidad;
ellos tendrán siempre presentes, durante la educación del niño,
las
exigencias del pasado, del presente y del porvenir del género humano.
Contemplando
así al niño en sus relaciones con Dios, con la naturaleza y
con
la humanidad, reconocerán en él los padres una unidad, una
individualidad
que, llevando en sí el germen del cual ella fue producto,
encierra
a la vez el pasado, el presente y el porvenir de la
humanidad.
No
consideremos, pues, al hombre, o la humanidad en el hombre, como
la
aparición de un ser que ha alcanzado el punto más elevado de su
desarrollo
y de su desenvolvimiento. Miremos al hombre, esa figura de la
humanidad,
como un ser progresivo, que anda sin jamás detenerse, que pasa
de
un grado de desarrollo a otro, vueltos sin cesar los ojos hacia el fin
h
donde se dirige, aspirando a lo infinito, a lo eterno.
Es
un error el considerar el desarrollo y la formación de la
humanidad
como el resultado de una acción aislada, que se renueva sin
cesar
en una comunidad de seres semejantes. Si de esta suerte se considera
el
desarrollo del género humano, el niño, así como las razas presentes no
aparecerán
más que como copias serviles de modelos anteriores, mientras
que
deben ser, por el contrario, modelos vivientes para el porvenir, por
el
grado de desarrollo que habrán adquirido en provecho de las razas
futuras
y de la gran comunidad humana.
Toda
raza humana, como todo hombre individual, resume en sí el
desarrollo
total anteriormente adquirido por la marcha del progreso
humano.
Si así no fuera, el hombre no alcanzaría a comprender ni el
pasado,
ni el presente de la humanidad. Bueno es que sepa que Dios no lo
ha
colocado en la angosta vía de la imitación, sino en la anchurosa vía
del
desarrollo y de la perfección, reservándole la libertad y la
espontaneidad.
Que cada hombre, pues, se ponga en modelo a sí propio y a
los
demás; pues en cada hombre, miembro de la humanidad e hijo de Dios,
aparece
la humanidad entera. En cada hombre también, la humanidad,
manifestándose
de una manera tan variada y tan particular al individuo,
hace
presentir tanto más la esencia de su ser y la del ser de Dios en su
infinito,
cuanto que ella proclama también el elemento creador por
diversidades
que la misma sin cesar engendra.
Sólo
por medio de la perfecta noción del hombre y del conocimiento de
todas
las cosas a que aquélla nos conduce, sólo por medio de esta
penetración
en el interior del hombre, que nos inicia en las necesidades y
en
las exigencias a las cuales la educación está llamada a satisfacer,
sólo
por medio del minucioso examen del hombre, desde los primeros
instantes
de su aparición en este mundo, sólo por tales medios podemos
esperar
que produzca buenos frutos los cuidados de que rodeamos al niño
(4).
De
todo lo que precede, se desprenden claramente los deberes de los
esposos
y padres antes y después de la llegada del niño a este mundo. Que
se
esfuercen por hacer su vida pura y santa; que se penetren de la
dignidad
y del valor del hombre; que se consideren como los protectores,
los
depositarios, los despiertos guardianes de un don confiado por Dios a
sus
cuidados; que se instruyan acerca del verdadero destino del hombre;
que
busquen la vía más adecuada para llevarlo a su fin, con el objeto de
venir
a saber lo que es el niño respecto a Dios, a la humanidad y a sí
mismo.
El destino del hombre, hijo de Dios y de la naturaleza, consiste en
manifestar
por sí propio la unión de Dios y de la naturaleza, que él es el
lazo
entre lo natural y lo divino, entre lo terrestre y lo celeste, entre
lo
finito y lo infinito. El destino del niño, miembro de la familia,
consiste
en desenvolver y en manifestar por sí mismo el ser de la familia,
las
aptitudes, las fuerzas que aquélla obtiene en su unión. El destino del
hombre,
como miembro de la humanidad, consiste en desarrollar y manifestar
por
sí mismo el ser, las fuerzas y las facultades de la humanidad en
general.
He
ahí cómo, manifestándose y desenvolviéndose individual, completa y
libremente,
los niños y los miembros de una misma familia manifiestan y
desarrollan
al propio tiempo el ser de los padres y de la familia, y con
frecuencia
también tal cual disposición o facultad que hasta entonces no
habían
ellos reconocido ni supuesto en sí mismos, por más que ella
existiese
en el fondo de su ser.
Los
hombres, hijos de Dios y miembros de la humanidad, manifiestan el
ser
común a Dios y a la humanidad, desde que cada hombre o cada niño
individual
se manifiesta de la manera que le es peculiar o personal, y
esto
se produce cada vez que el hombre se desarrolla y se manifiesta según
esa
ley divina, en virtud de la cual todo ser o toda cosa debe
manifestarse,
porque esta ley domina y manda por do quiera que se
encuentren
el ser y la existencia, el Creador y la criatura, Dios y la
naturaleza.
Cada
hombre debe manifestarse, es decir, manifestar fiel y
completamente
la integridad de su ser en unión consigo mismo, en unión con
una
unidad de la cual él forma parte, de la cual él proviene, y de la
cual,
al propio tiempo, él tiene la raíz en sí. El hombre debe manifestar
su
ser en su diversidad, esto es, en relación con todo lo que depende de
él
o acontece por él.
Sólo
por esta manifestación triple, si bien una en sí misma, se deja
ver
claramente el interior de cada ser, y llega el hombre al verdadero
conocimiento
de las cosas.
El
niño, hombre desde su primera aparición sobre la tierra, debe ser
interrogado,
dirigido según la naturaleza de su ser y puesto en posesión
del
libre empleo de su potencia. El uso de uno de sus miembros o de una de
sus
fuerzas no se verificará a costa de otro miembro o de otra fuerza.
Importa
que el niño no sea atado, agarrotado, empaquetado y metido en las
andaderas.
Haced que aprenda en sí mismo, desde temprano, el punto de
apoyo
para todas sus fuerzas y para todos sus miembros, que repose o se
mueva
con toda confianza o libertad; que aprenda a coger y a sostener los
objetos
por medio de sus manos, a mantenerse en pie y a andar por medio de
sus
pies, a ver, a encontrar, a descubrir los objetos por sus propios
ojos,
a emplear, en fin, sucesivamente cada uno de sus miembros, según el
grado
de fuerza que respectivamente les corresponde. Así se iniciará en la
práctica
del más difícil de los artes, y poco a poco sabrá también
mantenerse
en equilibrio en la vida, a pesar de los peligros, las
dificultades,
los obstáculos y los impedimentos de que aquélla está
llena.
La
primera manifestación del niño es la de la fuerza. La fuerza atrae
la
resistencia: de ahí el primer grito del niño. Éste rechaza con el pie
el
objeto que se le ofrece como obstáculo; guarda en la mano el objeto que
acaba
de coger; de ahí el despertar de su energía.
A
este primer grado de desarrollo adquirido por la fuerza, agréganse
sin
tardanza los primeros indicios del desarrollo de otro sentimiento, el
del
bienestar; de ahí la sonrisa, de ahí el gozo que experimenta el niño
al
hallarse bajo una temperatura suave, en medio de la serenidad, de la
claridad
y de la frescura. El niño comienza desde entonces a conocese a sí
mismo,
y adquiere la conciencia de su ser.
Las
primeras manifestaciones de la vida humana son el reposo y la
agitación,
el gozo y el pesar, la sonrisa y el llanto. El reposo, el
placer,
la sonrisa son la expresión del desarrollo del niño, cuando se
realizan
con serenidad y pureza. Conservar la vida del niño pura y serena,
desarrollar
su ser bajo condiciones de pureza y serenidad, tal debe ser el
fin
de todos los esfuerzos de la primera educación.
La
agitación, el pesar, el llanto son, por el contrario, la expresión
de
todo lo que se opone al desarrollo del niño; la acción de la educación
debe
tender a inquirir las causas de esto y librar de ellas al niño. A sus
primeras
agitaciones, a sus primeros gritos, a sus primeras lágrimas, la
voluntad
es completamente ajena. El pobre pequeñuelo no gime sino cuando
está
abandonado, por la negligencia o por la pereza de aquellos que le
cuidan,
a una impresión o a una sensación penosa que le agita y le hace
sufrir.
Cuando esta sensación se impone al niño por el capricho, cométese
una
grave falta, cuyas consecuencias caerán tanto sobre su autor, como
sobre
su pequeña víctima; pues con mucha frecuencia por ahí se conduce el
hombre
a la mentira, al disimulo y a la obstinación.
De
consiguiente, mucha atención; que por los sufrimientos pequeños
aprende
el hombre a soportar los grandes y a despreciar el dolor. Si los
padres
están convencidos de que el niño se encuentra realmente en todas
las
condiciones exigidas por sus necesidades, y creen haber alejado de él
todo
lo que podría serle perjudicial, abandonen durante algún tiempo al
niño
a sí propio, cuando, preso de agitación, llora o grita, dejándole el
tiempo
de hallar en sí mismo y por sí mismo la quietud y la serenidad que
reclama.
Persuádanse bien los padres de que, desde el momento en que su
tierno
hijo, simulando sufrimiento, logra esquivar ligeras incomodidades,
pierden
ellos una cierta fuerza, que no podrán recobrar ya sino por la
violencia.
Estos adorados seres están dotados de una perspicacia y de un
discernimiento
tales para descubrir el flaco de aquellos que les rodean,
que
lo presienten aun antes de que éstos hayan tenido tiempo u ocasión de
revelarlo
por su paciencia o por su tolerancia.
En
este grado de su desarrollo, el hombre titúlase criatura; y ¿no lo
es,
acaso, en toda la fuerza de la expresión? Criarse, nutrirse, es casi
su
única ocupación, y a esta acción se refiere casi exclusivamente cada
una
de esas manifestaciones que nosotros llamamos risa o llanto. En este
grado,
el hombre no recibe en sí mismo más que de fuera: por el acto de
mamar,
se apropia las cosas de fuera, pues aún no halla nada en sí propio.
Interesa,
pues, a toda la vida del hombre, que en esta edad no se nutra el
niño
de nada malsano, común, falso o vil, en una palabra, que no mame nada
malo.
Importa que la mirada o la fisonomía de los que le rodeen sean puras
y
serenas y le inspiren confianza; que la atmósfera que le envuelva sea
pura,
y la luz que le alumbre, clara. Estas condiciones, desde luego,
revisten
gran trascendencia, porque el hombre lucha, a veces, durante toda
su
vida, contra las impresiones y las influencias dañinas recibidas por él
en
su edad primera.
Las
madres que han criado por sí mismas algunos de sus hijos, y que
se
han visto obligadas a confiar los otros a nodrizas, pueden apreciar más
tarde,
según las manifestaciones de la vida de unos y de otros, el valor
de
las presentes consideraciones. Interpelemos a las madres; éstas nos
dirán
que la primera sonrisa del niño es para ellas de una importancia
tal,
que se les antoja que mucho más que la expresión del gozo, de la
gratitud,
del descubrimiento de sí propio por el niño -propiamente
hablando,
la primera sonrisa no es más que esto- es el sentimiento de la
unión
que se manifiesta entre la madre y su hijo, como más tarde se
manifestará
entre el hijo y su padre, entre el niño y sus hermanos, entre
el
niño y el hombre.
Ese
primer sentimiento de comunidad entre el niño y su madre, su
padre
y sus hermanos, sentimiento del cual la sonrisa parece ser la
primera
manifestación y que tiene por base la unión intelectual de las
almas,
ese sentimiento que precede al de la comunidad de todos los hombres
con
un ser superior o invisible, ese sentimiento es el germen, el
principio
de toda religiosidad, de todo esfuerzo hacia la unión
indestructible
del hombre con Dios.
Venga
la religión verdadera, aquella que sostiene al hombre contra
los
peligros de esta vida, que le ampara en las luchas y los combates que
él
se libra a sí propio, venga esta pura religión a proteger al niño desde
la
cuna; pues la acción divina, bien que no se deje aún presentir en él
sino
de una manera harto oscura y harto vaga, no por eso exige menos
cuidados
particulares por parte de los que le rodean.
En
la felicidad eterna de su hijo, piensa ya la madre, cuando
posándole
adormecido sobre el lecho, vuelve su mirada feliz y confiante
hacia
Aquél que es en los cielos el padre común, el paternal apoyo de la
madre
y el hijo.
Esta
madre solicita una bendición sobre el curso de la vida de su
hijo,
cuando, al despertar éste, le toma en sus brazos, elevando a Dios
una
mirada llena de gratitud por el descanso gozado por la dulce criatura;
y
aspira este reconocimiento sobre los labios del niño que le es
restituido
después del sueño. Esos actos religiosos, esas mudas plegarias
tienen
una influencia feliz sobre los lazos que unen el alma del niño a la
de
su madre. Las madres, que no ignoran esto, no ceden sino con
sentimiento
a otras manos el cometido de acostar y levantar a sus
hijos.
El
niño, de tal suerte cuidado y acostado por su madre, reposa bajo
el
doble punto de vista terrenal y celestial; su oración queda hecha, Dios
la
ha escuchado. El hombre, con efecto, reposa siempre en Dios, cuando
tiene
a Dios por primer término y último fin de sus acciones.
Para
que los padres puedan verdaderamente presentar a su hijo a Dios
como
primer término y último fin de sus actos; para que los hijos
consideren
tal origen y tal fin como el tesoro mas valioso de la vida del
hombre,
importa que los padres y el niño, en el instante de la plegaria o
de
la elevación de sus almas a Dios, se reconozcan y se sientan en
comunidad
interna y externa con ese ser supremo al cual ellos ruegan, sea
en
el secreto del hogar doméstico, sea a la faz del cielo y de la
naturaleza.
No
se nos arguya ni la edad del niño, ni la dificultad para él de
comprender;
el niño verdaderamente unido a sus padres por los lazos
naturales,
se unirá con ellos a los arranques del alma, no porque
comprenda
la noción del rezo, sino porque su joven alma instintivamente la
habrá
adivinado.
El
fervor religioso, la vida íntima con Dios, como no esté desde
temprano
desarrollada en el niño, no se desarrollará más tarde de una
manera
completa sino a costa de grandes dificultades y de penosos
esfuerzos,
mientras que el sentimiento religioso cuidado, cultivado y
desarrollado
en su germen, infundirá siempre al hombre firmeza contra las
asechanzas
y los riesgos de esta vida. No, los ejemplos de religión dados
por
los padres a los hijos en la cuna, no permanecen estériles, por más
que
el niño no parezca poder aún notarlos o comprenderlos. Lo propio
sucede
con todos los ejemplos que ofrece a los niños la vida de sus
padres.
Si
para el desarrollo y desenvolvimiento del sentimiento religioso
que
el hombre lleva en si mismo, urge que ese desarrollo comience desde el
nacimiento
de éste, y se continúe sin cesar en el curso de su vida, no en
menor
escala exigen las propias condiciones el desarrollo y el
desenvolvimiento
de sus otras facultades y de sus otros sentimientos. El
desarrollo
del hombre requiere un curso progresivo no interrumpido, y
desembarazado
de todo obstáculo.
Nada
tan nocivo al éxito del desarrollo y del perfeccionamiento del
hombre,
como mirar un grado cualquiera de su desarrollo cual si fuese
aislado
de los demás. Preciso es que los diversos grados de la vida,
conocidos
bajo el nombre de edades del infante, del niño o de la niña, del
adolescente
o de la muchacha, del hombre o de la mujer, del anciano o de
la
matrona, formen una cadena sucesiva y jamás interrumpida; que la vida
sea
conceptuada como una en todas sus fases, presentando un conjunto
completo;
que el infante y el niño no sean considerados como seres
distintos
del adolescente y del hombre, y distintos hasta el punto de
hacer
perder de vista que en el infante y en el niño no hay sino el hombre
mismo
en los primeros grados de su vida. Y, sin embargo, con harta
frecuencia
error tan grave se reproduce entre nosotros; los grados
posteriores
consideran a los grados anteriores como si les fuesen del todo
extraños,
como si difirieran de ellos esencialmente. El niño no se
reconoce
ya en la criatura, y en la criatura no se presiente el niño. El
adolescente
no ve ya en sí propio ni el niño, ni la criatura, ni en ellos
se
ve el adolescente; no mira aquél más que delante de sí: guíase por
medio
de los que le preceden. Pero es sobre todo enojoso y sensible que el
hombre,
no reconociendo ya en sí ni la criatura, ni el niño, ni el joven,
ni
el adolescente, cese de contemplar su vida en el espejo de su
existencia,
y conceptúe los hombres, en el primer grado de desarrollo de
su
vida, como seres provistos de una naturaleza en absoluto distinta de la
suya.
Este
desconocimiento de la cadena jamás interrumpida, que enlaza
íntimamente
todos los grados de la vida, proviene siempre de la
negligencia
del hombre, que no examina, interroga y observa su vida desde
su
origen. Sin saberlo, pone su camino dentro de estrechos límites, o
acumula
a su paso dificultades u obstáculos, siempre más fáciles de
advertir
que de evitar.
Sólo
a una rara fuerza de organización interior le es dado vencer los
obstáculos
creados a la vida, por aquellos que tejen la trama de la
existencia:
victoria tal no puede deberse más que a un esfuerzo violento,
y
con frecuencia no se obtiene sino a costa de perturbaciones heridas en
el
desarrollo de alguna facultad o aptitud del hombre. Muchas desgracias,
muchos
escollos se evitarían, si los padres considerasen el hijo con
relación
a todos los diversos grados de desarrollo que éste está llamado a
recorrer,
sin hacerle pasar por alto ni desdeñar uno solo; si tuviesen los
padres
en cuenta que el completo desarrollo de grado sucesivo se halla
basado
sobre el completo desarrollo de cada uno de los grados precedentes.
Y
sin embargo ¡cuántos padres no toman en cuenta la importancia de esta
observación!
Para ellos, el niño no es más que el niño; el adolescente no
es
más que el adolescente; en el uno olvidan a la criatura, en el otro al
niño;
no piensan que el niño es niño y el adolescente, adolescente, menos
por
causa de haber alcanzado la edad del segundo grado de la infancia o de
la
adolescencia, que por haber recorrido ya el primero o el segundo grado
de
la vida. No consideran que el hombre es menos hombre por el hecho de
haber
alcanzado la edad en que uno es hombre, que por haber recorrido, uno
tras
otro, los grados de criatura, de niño, de adolescente y de joven,
llenando
fielmente las exigencias de los grados de la infancia, de la
adolescencia
y de la juventud.
Si
no se aplican todos los cuidados al desarrollo del hombre en los
primeros
grados de su vida, dificúltase para más tarde la marcha de la
educación;
este olvido, esta negligencia harto común, es frecuentemente
causa
deplorable de que el hombre se aparte del fin a que tendían sus
facultades
y aspiraciones. El niño, el joven sobre todo, debe esforzarse
en
ser para cada uno de los grados de su desarrollo, lo que cada grado
exige
que él sea. De esta suerte todo grado procederá del grado
precedente,
a la manera que un germen brota de un capullo o de un fruto.
Solo
satisfaciendo completamente a las exigencias de un grado anterior de
desarrollo,
podrá holgarse el hombre de alcanzar el desarrollo completo
del
germen siguiente.
Bueno
es que lo que precede sea igualmente aplicable a la facultad
creadora
del hombre que, por el trabajo de sus manos, realiza las
concepciones
de su inteligencia; pues, ¿no es cierto que hoy día, el
trabajo,
lejos de presentarse al espíritu como medio de alimentar y
fortificar
la vida del hombre por la actividad que le imprime, se le
aparece
como una carga pesada y vil, bajo la cual a veces el hombre
sucumbe?
Dios
obra y crea sin cesar; cada pensamiento de Dios tradúcese por
una
obra, un hecho, un testimonio, y cada pensamiento de Dios encierra en
sí
mismo una fuerza creadora que opera hasta la eternidad. Quien de ello
no
esté convencido, contemple a Jesús en su vida y en sus obras, considere
luego
la vida y las obras del hombre, concéntrese en sí mismo y examine
sus
propios actos.
El
espíritu de Dios vaga sobre todo objeto aún informe, y lo anima
poco
a poco. Piedras, plantas, animales, hombres, reciben una forma o una
figura
al mismo tiempo que la existencia y la vida. Dios creó al hombre a
su
semejanza, lo hizo a su imagen; he ahí porqué el hombre debe obrar y
crear
como Dios. El espíritu del hombre vaga también sobre los objetos sin
forma
ni figura, y los anima imprimiéndoles la forma, la figura, el ser y
la
vida que lleva en sí. Ahí está el sentido profundo, la alta
significación,
el noble objeto del trabajo y de la creación por el hombre.
Merced
a nuestra energía por el trabajo, merced a las obras por las cuales
nos
anima la convicción potente, sabemos dar, manifestando el interior por
el
exterior, cuerpo al espíritu, forma al pensamiento, y hacemos visible
lo
invisible, o infundimos existencia exterior a lo que era intelectual;
merced
a tales obras, en fin, nos acercamos realmente a Dios, y en
consecuencia,
adquirimos más y más el conocimiento de Dios y nos elevamos
hasta
la contemplación de su ser (5).
Error
fatal bajo todos los puntos de vista, y que debemos rechazar
con
todas nuestras fuerzas, es la idea de que el hombre no debe trabajar y
crear
sino para proveer a sus necesidades: la idea de que el trabajo no
tiene
otro fin que el de asegurar al hombre el pan, el techo, los
vestidos.
No, el trabajo es una facultad original del hombre, por la cual
éste,
al producir las obras más diversas, manifiesta exteriormente el ser
espiritual
que recibió de Dios. El pan, el techo, el vestido que el
trabajo
le asegura, son una superfluidad, un don insignificante. He ahí
porqué
Jesús nos dice: Buscad desde luego el reino de Dios, y todo lo
restante
-es decir, por lo relativo a la vida temporal- os será dado como
de
sobra. Y añade Jesús: Yo me alimento con la voluntad de mi Padre. Los
lirios
de los campos están vestidos por Dios, no trabajan ellos como el
hombre,
no hilan tampoco, y sin embargo, están vestidos con más
magnificencia
que Salomón en medio de toda su gloria. ¿No ostentan, por
ventura,
los lirios sus hojas y sus flores? ¿No publican la obra de Dios?
Los
pájaros bajo el cielo no siembran ni siegan; pero no por eso dejan de
atestiguar,
por todas sus manifestaciones externas, sea cuando cantan, sea
cuando
construyen su nido, o ejercen cualquier otro de sus actos, -no por
eso
dejan de atestiguar el instinto, la vida que Dios les concedió. He ahí
porqué
Dios los alimenta y los conserva. Aprenda, pues, el hombre, por los
lirios
del campo y los pájaros del cielo, que Dios exige que él lo ponga
en
evidencia, en virtud de los actos y de las creaciones a las cuales ha
de
imprimir, según su índole, el sello del espíritu de Dios que obra en su
seno.
Convénzase el hombre de que Dios le abrirá todos los caminos que
deben
llevarle al término de su empresa, y le suministrará la palanca de
la
idea creadora, mucho más de que si se tratara simplemente de satisfacer
sus
necesidades terrenales. Por más que careciese aún de todo, hallaría en
la
potencia divina que opera en él y que nada puede paralizar, una fuerza
fecunda
para la producción de las obras concebidas por su genio.
Siendo
así que todas las creaciones del espíritu aparecen bajo un
orden
sucesivo, dedúcese necesariamente de ahí que si el hombre descuida,
en
algún momento de su vida, de producir bajo una forma real su facultad
creadora,
o de utilizarla en provecho de una acción o de una obra, tarde o
temprano
sentirá en sí mismo un vacío que le detendrá en medio de su
trabajo,
o por lo menos, impedirá que su obra sea lo que ella hubiera sido
si
él hubiese utilizado de la manera y en el momento oportuno su potencia
creadora.
Entonces, sólo redoblando el celo y los esfuerzos en la
aplicación
de su actividad, puede el hombre reparar el abandono o el
olvido
en que la había dejado.
Hay
pues necesidad de que el hombre sea, desde su mas tierna edad,
excitado,
estimulado a manifestar su actividad por las obras: su mismo
carácter
lo exige. La actividad de los sentidos y de los miembros del
joven
es el primer germen, el retoño del trabajo. Los graciosos capullos
de
éste son los juegos de la infancia; que la infancia es la época en que
debe
cultivarse la afición y el amor al trabajo. Ocúpese todo niño o todo
joven,
cualquiera que sea su posición, ocúpese por lo menos durante dos
horas
al día, en algún trabajo manual determinado y propio para
desarrollar
su actividad.
En
los tiempos que alcanzamos, los niños están por demás ocupados en
todo
lo que es intelectual: no se otorga bastante espacio al trabajo, bien
que
nada sea tan ventajoso para el desarrollo de los niños como la
instrucción
que adquieren mediante el ejercicio de esa facultad creadora y
productora
que llevan en sí mismos. Los padres y los hijos descuidan y
desdeñan
harto frecuentemente la potencia de actividad que en cada uno de
ellos
reside: incumbe a toda educación verdadera, a toda enseñanza seria,
el
abrirles los ojos sobre el particular. La educación actual, dada en la
familia
y en la escuela, fomenta en los niños la pereza y la indolencia, y
el
germen del indecible poder humano, lejos de desarrollarse así, se
destruye.
Además de las horas consagradas a la enseñanza, se consagrarán
algunas
al trabajo manual, al desenvolvimiento de la fuerza física, cuya
importancia
y cuya dignidad son harto desconocidas actualmente.
De
la propia manera que la manifestación exterior y precoz exígese
por
parte de la religión, así también la acción, el trabajo está reclamado
imperiosamente
y desde temprano por el sentimiento de la actividad innato
en
el temperamento del hombre. El trabajo precoz, comprendido y ejercido
según
su verdadera acepción, consolida y eleva el sentimiento religioso.
La
religión, sin la actividad, sin el trabajo, está expuesta a graves
peligros,
a una ineficacia casi completa; así como el trabajo, sin la
religión,
hace del hombre un bruto o una máquina.
Trabajo
y religión son pues inseparables. Proceden el uno del
otro.
¡Ojalá
esta verdad fuese reconocida por todos los hombres! ¡Ojalá
fuese
ella el móvil de la vida del hombre! ¿A qué grado de perfección no
se
elevaría entonces el género humano? Nada tan digno de atención como
esta
observación. La vida que presente estas tres condiciones: la
religión,
el trabajo y la moderación, es la imagen del paraíso terrenal,
en
donde reinaban la paz, el gozo, la gracia y la santidad.
Que
en el niño sea considerado el hombre; que en la infancia sea
considerada
a la vez la infancia de la humanidad y del hombre; que en los
juegos
de la infancia sea considerado asimismo el germen de la facultad
creadora
que posee el hombre. Conviene que así sea, porque, para
desarrollarse
y desarrollar en él la humanidad, el hombre debe ser mirado
desde
la infancia como una unidad, como la personificación de la
humanidad.
Empero,
como toda unidad debe ser representada por unidades, como
toda
generalidad se revela por manifestaciones sucesivas y recíprocas, se
sigue
que, sentado que el mundo y la vida, considerados como unidades, se
desarrollan
en el niño por su orden sucesivo, las fuerzas, las
disposiciones,
la actividad de los miembros y de los sentidos del niño
deben
obtener desarrollo, según el orden por el cual se presentan a él y
en
él (6).
-
I -
Primer
grado del desarrollo del hombre: la criatura
Parécele
desde luego al niño que el mundo exterior forma uno con él,
y
que ambos se confunden en el mismo caos. Más tarde, la voz de la madre
le
hace distinguir de si mismo los objetos del mundo exterior, como
también
esta voz restablece poco después el lazo existente entre éstos y
aquél;
pero entonces, el niño habrá reconocido ya en sí propio un ser
perfectamente
distinto de los objetos en medio de los cuales se agita.
Así
se renueva en el alma y en la inteligencia del hombre, en el
desarrollo
de su conciencia y por medio de su experiencia propia, lo que
ocurrió
en ocasión del primer aclaramiento de la creación universal, según
la
versión de los libros sagrados, cuando el hombre, aparecido en el Edén,
se
halló a sí mismo y se reconoció perfectamente distinto de la
naturaleza.
Por este hecho, que se renueva para cada hombre, manifiéstase
su
libertad moral, individual, su razón, como necesariamente se manifestó
en
un principio la razón del género humano, ser colectivo creado para la
libertad.
Importa que toda alma estudiosa, que todo ser deseoso de
analizarse,
comprenderse y conocerse, interpele desde luego la historia
del
desarrollo de la humanidad hasta nuestros días y el fin a donde se
encaminan
sus esfuerzos. Considere después cada hombre su vida propia y la
ajena
en su conjunto, desarrollándose según la ley divina e inmutable.
Sólo
de esta suerte comprenderá la historia del desarrollo de la humanidad
y
de sí mismo. La historia de su propia vida le hará comprender la de la
humanidad;
la historia de la humanidad le facilitará la inteligencia de
las
manifestaciones de su ser, y le hará comprender la historia de su
corazón,
de su alma y de su espíritu. Así también la historia de la
humanidad
hará comprender verdaderamente a cada madre las necesidades, las
aptitudes
y las aspiraciones de su hijo.
Volver
externo lo que es interno, o interno lo que es externo, hallar
y
manifestar la unión que existe entre lo uno y lo otro, -tal es el deber
del
hombre. Para llenarlo, es preciso que conozca no solamente el objeto
en
su esencia, sino también su afiliación a otros seres. He aquí porqué
está
dotado de sentidos, instrumentos por los cuales reconoce las cosas y
sus
propiedades, pues la voz sentido expresa la acción de convertir
espontáneamente
en interior una cosa exterior.
El
hombre conoce todo ser y toda cosa mediante la comparación con los
seres
y las cosas que les son opuestas, y cuando encuentra la unión, la
armonía,
la conformidad de los seres y de las cosas con sus semejantes.
Tanto
más perfectamente conocerá los seres y las cosas, cuanto más
perfectamente
haya encontrado el enlace de éstas con sus contrarias (7).
Los
objetos del mundo externo aparecen al hombre en un estado o bajo
una
forma más o menos fija, fugitiva o volátil. Para corresponder a la
fijeza
de estos objetos, a su fugitividad o a su eterización, estamos
dotados
de sentidos. Dado que todos los objetos sean móviles o inmóviles,
visibles
o invisibles, sólidos o aéreos, conviene en absoluto que nuestros
sentidos
estén repartidos entre diferentes órganos. Los sentidos
destinados
para el reconocimiento de los cuerpos aéreos son la vista y el
oído;
el gusto y el olfato reconocen a los cuerpos volátiles; el tacto, a
los
cuerpos fijos.
El
niño adquiere la noción de las cosas mediante las oposiciones de
éstas.
Ante todo se desarrolla en él el sentido del oído, y pronto sigue a
éste
el de la vista. Desde entonces, es obra fácil para los padres o los
que
rodean al niño establecer un enlace entre los objetos, sus contrastes
y
la palabra, de suerte que la palabra y el objeto, el signo y el objeto
sean
una misma cosa para el niño, al cual se llevará, por este sistema,
desde
luego a la intuición, y más tarde al conocimiento del ser o de la
cosa
(8).
Al
par que se desarrollan los sentidos del niño, desarróllase también
el
uso de sus miembros, con arreglo a su índole y a las propiedades del
mundo
físico.
La
inmovilidad y la proximidad de los objetos mantienen la
inmovilidad
del cuerpo del niño. Cuanto más móviles o lejanos de él son
los
objetos, tanto más el niño que quiera asirlos siéntese excitado a
moverse.
El deseo de sentarse o de acostarse, de andar o de saltar, de
palpar
o de abrazar un objeto, provoca en el niño el uso de sus miembros.
La
acción de estar de pie es capital para él; es el descubrimiento del
centro
de gravedad de su cuerpo y el uso de la multiplicidad de sus
miembros.
Obtener el equilibrio del cuerpo, equivale para esta edad a un
progreso
tan significativo como lo era la sonrisa en el niño, y lo será el
equilibrio
moral y religioso que adquiera el hombre en el último grado de
su
desarrollo.
No
se deduce de ahí empero, que en este grado de su vida, haga el
niño
perfecto uso y ejercicio de su cuerpo, de sus miembros y de sus
sentidos.
Parece como que este uso le sea todavía indiferente; mas poco a
poco
se siente impulsado a jugar con sus pies y con sus manos, a mover sus
labios,
su lengua, sus ojos y su fisonomía toda.
En
este instante, todos esos movimientos de los miembros y esos
juegos
de la fisonomía no tienen aún por objeto la reproducción del
interior
por el exterior, reproducción que, propiamente hablando, no se
verifica
sino en el grado siguiente. Mas no se duerma la vigilancia
maternal.
Esos juegos y esos movimientos deben ser ya vigilados; pues no
conviene
que se establezca, por medio de ellos, una especie de separación
entre
el exterior y el interior, entre el cuerpo y la inteligencia:
separación
que, poco a poco, conduciría al niño a la hipocresía, o
infundiría
en él hábitos de hacer muecas, de los cuales no le sería
posible
desembarazarse en la edad de hombre.
Conviene
que, desde su más tierna edad, la criatura, aún en su lecho
o
en su cuna, no sea jamás abandonada durante mucho tiempo a sí misma, sin
objeto
ofrecido a su actividad: la pereza y la molicie corporales
engendran
necesariamente la molicie y la pereza intelectuales. Para huir
de
este peligro, es preciso que la cama del niño se componga de
almohadones
de heno o de helecho, de paja menuda o de crin, jamás de
almohadones
de pluma; es preciso que el niño esté poco arropado, y
expuesto
siempre a la influencia de un aire puro.
Para
evitar la molicie del espíritu originada por el abandono
demasiado
completo del niño a sí propio, en particular después de
despertarse,
suspéndase en frente de la cuna una jaula con un pájaro, cuya
vista
y cuyo canto ocuparán la actividad de los sentidos y la de la mente
del
pequeñuelo, proporcionándole distracción agradable.
En
este momento del desarrollo de la actividad de los sentidos del
cuerpo
y de los miembros, en que la criatura trata de manifestar
espontáneamente
el interior al exterior, cesa el primer grado del
desarrollo
del hombre, o sea el grado de criatura, y comienza el
siguiente,
o sea el de niño propiamente dicho.
Hasta
entonces, el interior del hombre no era más que una unidad
inarticulada
y simple. Con la aparición de la palabra, comienzan la
manifestación
externa del interior del hombre y la multiplicidad en su
ser;
pues mientras que su interior se organiza, el hombre se esfuerza por
manifestarse
al exterior de una manera fija y cierta. Este desarrollo
espontáneo
del hombre y esta manifestación espontánea de su interior por
sus
propias fuerzas, se realizan en el grado en que vamos a
entrar.
-
II -
Segundo
grado del desarrollo del hombre: el niño
En
este grado de la vida, en que el interior del hombre se manifiesta
por
el exterior, en que importa buscar el enlace entre el interior y el
exterior,
y la unidad en la cual ambos se confunden, se inicia la
educación
del hombre, y se declara, además de la necesidad de continuar
prodigándole
los cuidados físicos anteriormente reclamados, la necesidad,
más
imperiosa aún, de los cuidados intelectuales.
La
educación incumbe aún, por completo, en esta época, a la madre y
al
padre, es decir, a la familia con la cual el niño forma, según las
leyes
naturales, un todo indivisible: en esta edad no posee el niño más
que
una vaga percepción de la palabra: para él la palabra no es distinta
del
hombre que la profiere, no es una cosa individual, separada de la
persona
que habla; pero constituye con ella una misma cosa, como sus
brazos,
sus ojos, su lengua, en una palabra, ignora todavía el niño lo que
es
la palabra.
Aunque,
a decir verdad, todo grado en el desarrollo y en el
perfeccionamiento
del hombre sea muy importante en su orden respectivo,
permítasenos
que insistamos sobre la importancia especial que toma a
nuestros
ojos el grado presente. Es, en efecto, la primera manifestación
del
lazo que une al hombre al mundo exterior; es el primer paso dado por
él
en la vía de la comprensión de este mundo exterior, que se le aparece
entonces
bajo las formas mas diversas. Es altamente importante que el
niño,
llegado a este grado, contemple de una manera justa los objetos que
le
rodean, y los conozca según su naturaleza y sus propiedades, conociendo
a
la par los grados de su importancia y de su valía, y las relaciones
existentes
entre ellos y con el hombre. Empléense siempre expresiones
exactas,
frases simples y claras para designar al niño las condiciones de
espacio
y de tiempo, y todas las propiedades peculiares al objeto que se
lo
quiera dar a conocer. Como este grado de desarrollo del hombre exige
que
el niño designe cada cosa con claridad y precisión, síguese
necesariamente
de ahí que todo lo que le rodea deba serle presentado
precisa
y claramente: una condición reclama la otra (9).
Puesto
que la palabra se identifica para el niño con la persona que
habla,
resulta que para el niño que habla, la palabra no forma más que una
misma
cosa con el objeto que designa. El niño no distingue la palabra del
objeto,
como no distingue el espíritu del cuerpo, la materia del alma:
para
él, la palabra y el objeto son una sola y misma cosa. Frecuentes
testimonios
hallamos de ello en los juegos de los niños que se encuentran
en
este grado de la vida, porque el niño gusta de hablar cuando
juega.
La
palabra y el juego componen el elemento en que vive el niño de
esta
edad. Atribuyendo a cada cosa la vida, el sentimiento, la facultad de
oír
y de hablar que él siente en sí mismo, imaginase también que todo
objeto
oye y habla; y no vacila, desde que empieza a manifestar su
interior,
en atribuir una actividad semejante a la suya a las piedras, a
los
árboles, a las plantas, a las flores, a los animales y a todo lo que
le
circunda.
El
niño se explica de esta suerte, o por lo menos presiente, cómo la
vida
que le es propia, su vida con sus parientes y su familia, su vida con
un
ser superior que le es invisible, cómo en fin su vida con la naturaleza
no
constituye más que una sola y misma vida.
Es
importante para el éxito de la educación del niño de esta edad,
que
esta vida que él siente en sí tan íntimamente unida con la vida de la
naturaleza,
sea cuidada, cultivada y desarrollada por sus padres y por su
familia.
El juego les suministrará para ello medios preciosos, porque el
niño
no manifiesta entonces más que la vida de la naturaleza.
El
juego es el mayor grado de desarrollo del niño en esta edad, por
ser
la manifestación libre y espontánea del interior, la manifestación del
interior
exigida por el interior mismo, según la significación propia de
la
voz juego.
El
juego es el testimonio de la inteligencia del hombre en este grado
de
la vida. Es por lo general el modelo y la imagen de la vida del hombre,
generalmente
considerada, de la vida natural, interna, misteriosa en los
hombres
y en las cosas: he ahí porqué el juego origina el gozo, la
libertad,
la satisfacción, la paz consigo mismo y con los demás, la paz
con
el mundo; el juego es, en fin, el origen de los mayores
bienes.
El
niño, paciente y sufrido por temperamento, que juega enérgicamente
hasta
el punto de cansarse el cuerpo, llega por necesidad a ser un hombre
robusto,
mucho más tranquilo y dispuesto al sacrificio de sus comodidades
y
de su bienestar. Esta época, en que el niño, jugando con tanto ardor y
confianza,
se desarrolla en el juego, ¿no es, por ventura, la
manifestación
más bella de su vida? Ahí está la verdadera manifestación de
sus
aptitudes para la vida. No debe ser mirado el juego como cosa frívola,
sino
como cosa profundamente significativa: sea, pues, el juego, objeto de
la
minuciosa intervención de los padres. En esos juegos, elegidos
espontáneamente
por el niño, y a los cuales éste se entrega con tanto
ardor,
se revela su porvenir a los ojos de los institutores observadores o
inteligentes.
Los juegos de esta edad son los retoños de toda la vida del
hombre;
pues éste, desarrollándose en ellos, revela en los mismos las más
íntimas
disposiciones de su interior. Toda la vida del hombre hasta su
postrer
aliento, toda esta vida, serena o sombría, pacífica o turbulenta,
activa
y fecunda o inerte y estéril, tiene su origen en esta época del
hombre-niño.
Las
futuras relaciones del niño con su familia, con la sociedad y con
la
humanidad, las que tendrá con la naturaleza y con Dios, serán el simple
resultado
de la manera con que sus disposiciones hayan sido dirigidas
durante
su infancia.
Distingue
apenas el niño si ama las flores por ellas mismas, por el
placer
que éstas le procuran cuando las enseña o las ofrece a su madre, o
por
la intuición vaga que ellas le dan del Creador. ¿Quién podría analizar
todos
los placeres de que abundantemente esta edad dispone? Pero al propio
tiempo,
no se pierda de vista que este niño, como se vea zaherido o
chocado
en sus aspiraciones, en sus lóbulos de vida, no alcanzará el
desenvolvimiento
de su vida interna sino a costa de grandes y penosos
esfuerzos.
Desde su más tierna edad ¡oh padres! su salvación o su pérdida
dependen
de vosotros (10).
La
elección del modo de alimentación es muy trascendental en esta
edad.
Lo es para el presente, atendido que el género de los alimentos
contribuye
mucho a hacer al niño activo o indolente, fuerte o débil,
vigoroso
o tardo; lo es para el porvenir, sobre todo, por la influencia
que
ejerce en las disposiciones, las inclinaciones, la actividad y los
sentidos
del hombre durante toda su vida; influye en su ser físico, en su
inteligencia
y en sus sentimientos, a tal extremo, que el hombre trataría
en
vano, más tarde, de luchar contra las malas influencias del régimen
alimenticio
a que vivió sujeto durante su edad primera.
Que
después de la leche de la madre, el primer alimento que se dé al
niño
sea tan simple como moderado; que no sea ni exquisito ni rebuscado;
que
no sea ni excitante, ni copioso en grasa o especias, a fin de no
amortiguar
la actividad de los órganos digestivos. El hombre será tanto
más
feliz y robusto, más fecundo en obras de arte o de genio, cualquiera
que
sea la dirección que tomen sus facultades, cuanto los alimentos
recibidos
por él en su infancia hayan sido más moderados y más apropiados
a
las necesidades reales de su temperamento. Con frecuencia, en niños
nutridos
con manjares suculentos y muy condimentados, se han visto surgir
inclinaciones
vulgares, bajas y viles, las cuales, aun cuando la educación
parecía
reprimirlas, no se adormecían sino para despertarse nuevamente
después,
con más violencia, y arrebataban al hombre todo sentimiento de su
dignidad
y de sus deberes. Ténganlo en cuenta los padres: desoyendo el
consejo
que aquí les damos, no tan sólo comprometen la felicidad de su
hijo,
mas también la de la familia y de la sociedad. ¡Cuántas veces vemos,
por
desgracia, a un padre imprudente o una madre insensata, infiltrar el
veneno
en su hijo bajo las formas mas diversas! Ora la cantidad de los
alimentos
está en desproporción con las necesidades de un niño inactivo,
atormentado
y vuelto caprichoso por el fastidio, y a quien se pretende
distraer
ofreciéndole alimentos que no reclama. Ora sírvense al niño
manjares
excesivamente refinados, que excitan su vida física sin obrar
sobre
su ser intelectual, y, por esta misma razón, destruyen o debilitan
el
cuerpo. Otros padres consideran la pereza, la inacción de los niños,
como
un tiempo de descanso necesario y bienhechor, o la agitación motivada
por
la excitación de los manjares pimentados como un progreso en el
desarrollo
de la vida. ¡Oh! persuadámonos bien de que la prosperidad, la
expansión,
la dicha de la humanidad exigen mucha más modestia. En torno de
nosotros,
contamos con medios tan naturales como fáciles para contribuir a
ella;
mas no los percibimos, o si los notamos, los desdeñamos por la misma
razón
de su simplicidad. No pierdan de vista los padres la siguiente
verdad:
nada es indiferente ni frívolo en la educación del niño que el
desarrollo
de las cosas más graves y más importantes de la vida tiene su
origen
en la infancia. ¿Quién puede desconocer el poder de las impresiones
en
esta edad recibidas?
Fácil
a los padres el evitar los inconvenientes arriba citados, si se
persuaden
de que el alimento tiene por único objeto sustentar la actividad
del
cuerpo y la del espíritu del niño. Presentar a los niños manjares
suculentos,
refinados o muy abundantes, equivale a ponerse en choque con
los
fines de la nutrición.
Que
los alimentos del niño sean, pues, tan simples como lo permita la
condición
en que viva, y le sean siempre dados en proporción a su
actividad
física e intelectual.
Es
preciso asimismo que el niño pueda moverse y jugar libremente: que
no
sea, pues, molestado por sus vestiduras. Cualquier molestia impuesta a
su
cuerpo dificultaría los arranques de su inteligencia. La elección de
vestidos
no es tampoco indiferente en esta edad y en la edad siguiente. Su
forma
y su color deben someterse a ciertas reglas.
Lujosos,
ceñidos, ajustados o molestos, arrancarán desde temprano al
niño
a sí propio; lo aficionarán a vanidad y a las exterioridades; harán
de
él una muñeca en lugar de un niño, una marioneta en lugar de un hombre.
Si
la forma de los vestidos no es indiferente para el hombre, no lo fue
menos
para Cristo, cuyo traje, hecho de una sola pieza y sin costuras, es
mirado
como el símbolo de su vida, de sus obras y de su doctrina.
Los
cuidados paternos y maternos y los de la familia, tienen por
único
fin el completo desarrollo de las fuerzas, de las disposiciones y de
las
aptitudes de todos los miembros y órganos del hombre-niño,
respondiendo
a sus exigencias y a sus necesidades. Pero no basta que la
madre
trabaje instintivamente por obtener este desarrollo; conviene que al
ocuparse
a sabiendas de un ser consciente, esté convencida de que coopera,
al
propio tiempo, en el desarrollo de la humanidad entera, y obre en vista
de
este indudable enlace que existe entre el niño y la
humanidad.
La
más sencilla de las madres, la menos iniciada en otras ciencias,
puede
no obstante llenar su cometido, por poco que observe atentamente a
su
hijo; pues el hombre no alcanza la perfección sino por grados y pasando
por
la imperfección (11).
El
amor maternal, razonable, conforme con la justicia y con la
verdad,
debe conducir seguramente al niño por las vías del desarrollo, y
llevarle
poco a poco a manifestarse con la conciencia de sí mismo. Dame
tu
bracecito.
En
dónde está, dónde se oculta tu manecita? dice la madre a su
hijo,
para darle a conocer la multiplicidad y la variedad de sus miembros.
-Luego,
para hacerle notar que los miembros unidos a su cuerpo, están
hasta
cierto punto separados de éste, y para darle, desde entonces y poco
a
poco, el hábito de la reflexión: ¡Muerde tu dedito! le dice. La manera
graciosa
e inteligente de que se sirve la madre para hacer conocer al niño
las
partes del cuerpo que él no lograría ver, nos parece también digna de
mención:
le tira ligeramente de la nariz, de las orejas o de la lengua, y
presentándole
el extremo del pulgar aprisionado entre otros dos de sus
dedos:
Ve tu oreja, ve tu nariz, le dice sonriendo: entonces el niño,
apresurándose
a llevar su manecita a su nariz y a sus orejas, descubre con
gozo
que estos miembros se encuentran aún en su sitio.
Por
medio de estos procedimientos, inspirados en la naturaleza misma,
todas
las madres enseñan al niño a conocer multitud de cosas, aún aquéllas
que
éste no podría ver al exterior. Todo esto tiene por objeto infundir al
niño
la noción de sí propio, y llevarle a reflexionar sobre sí propio. Por
ejemplo,
un niño educado con solicitud, según este método tan natural,
decíase
un día, ignorando que nadie le escuchase: «Yo no soy ni mi brazo
ni
mi pierna; yo no soy mi oreja; yo puedo separar todos los miembros de
mi
cuerpo, y sin embargo me quedo siendo yo; ¿quién es, pues, ése que yo
titulo
yo? Idéntica razón inspira a la madre, cuando juega con su hijo, la
idea
de decir: Muéstrame tu lengüecita; muéstrame tus dientecitas;
muérdeme
con tus dientecitas. Así le lleva a hacer uso de sus miembros.
Empuja
tu piececito ahí dentro, le dice, presentándole una media o un
zapato.
De este modo el instinto y la ternura de la madre guían al niño
hacia
ese mundo exterior que ella, a su vez, aproxima al niño. Quiere
hacerle
distinguir la unión de la separación, el objeto distante del
cercano;
llama su atención sobre las relaciones que guardan entre sí y con
él
los objetos cuyas propiedades y cuyo uso quiere ella darle a conocer.
-El
fuego quema, dice, acercando prudentemente a la llama el dedo del
niño,
a fin de hacerle sentir la acción del fuego, sin que se queme; así
le
preserva, para el porvenir, de un peligro que le era desconocido. Dirá
ella
también, aplicando ligeramente la punta del cuchillo sobre la mano
del
niño: El cuchillo corta. -Luego, queriendo llamar la atención del
niño,
no solamente sobre los objetos en su estado pasivo, sino también
sobre
su uso y sus propiedades, añade: La sopa está caliente, quema. El
cuchillo
es afilado, pica, corta, no lo toques. El niño, pasando del
conocimiento
del objeto al de la acción, llega fácilmente de este modo a
comprender
la significación real de las voces cortar, picar, quemar, sin
necesidad
de dedicarse a experiencias sobre sí mismo.
La
madre enseñará a su hijo la manera de servirse de los objetos que
le
designa. Uniendo siempre la palabra a la acción, dirá al niño, cuando
éste
se dispone a comer: Abre la boca para comer. Le hará conocer el
objeto
de su acción, cuando al acostarse le dirá Duerme, duerme. Le hace
distinguir
las diversas sensaciones del gusto y del olfato, sea
diciéndole:
¡Oh! ¡qué bueno está esto! o bien: ¡Ay! ¡qué malo!
Presentándole
una flor de perfume agradable: ¡Oh! ¡cómo la flor huele
bien!
dice, simulando un estornudo; o bien, apartándose vivamente de la
flor,
que quiere alejar del niño: ¡Oh! ¡qué mal olor! dice con
desagrado.
Tal
obra la madre que, resguardando de toda mirada profana el
santuario
de su amor, educa su hijo en el retiro, desarrollando
sucesivamente
cada uno de sus miembros y sentidos, de la manera más
sencilla
y más adecuada a la naturaleza.
Desgraciadamente,
con toda nuestra refinada penetración, perdemos
muchas
veces de vista el principio y el fin del desarrollo del hombre.
Abandonando
los verdaderos guías, la naturaleza y Dios, para buscar
socorro
y consejos en la prudencia y en la sabiduría humanas, no logramos
sino
edificar castillos de cartón, que de ordinario un soplo echa por el
suelo,
porque al construirlos no hemos tenido en cuenta ni la operación de
la
naturaleza ni la acción de Dios.
Una
palabra, de paso, sobre lo que vulgarmente se denomina la
habitación
de los niños. Algunos pretendidos sabios, ignorando que el niño
lleva
consigo un tesoro, que debe ser objeto de vigilancia especial e
incesante,
ignorando que el niño no ha de llegar a ser hombre acabado sino
mediante
las atenciones prodigadas desde su infancia al desarrollo de sus
facultades,
algunos vanos espíritus especulativos, decimos, han creído
conveniente
alejar al niño de su madre y relegarlo en una habitación
distinta
de la materna. ¡Cuán triste y sombría nos parece esta habitación
de
niños! ¡Oh! no es aquél el cuarto de la madre. Abandonémoslo lo más
pronto
posible; penetremos en la habitación que la madre comparte con su
hijo.
Acudamos a esta madre que no confía el más precioso de sus tesoros a
manos
mercenarias; escuchémosla llamando la atención de su hijo sobre los
objetos
que se mueven.
El
pájaro canta, el perro ladra, le dice ella, y conduciéndole al
punto
de la manifestación al conocimiento del objeto, del nombre propio al
ser,
del desarrollo del oído al de la vista, añade acto continuo: ¿Dónde
está
el pájaro que canta? ¿Dónde está el perro que ladra? La madre ha
hecho
resaltar en un principio la unión del objeto con sus propiedades,
para
hacer notar en seguida la propiedad sola y de nuevo el objeto sin sus
propiedad
es: ¡El pájaro canta! ¿En dónde está el pájaro? dice. Más tarde,
le
hará ver al niño un punto luminoso, vacilante, producido por un espejo
sobre
un muro blanco o sobre la superficie del agua, y le dirá, riendo:
¡Mira
ese pájaro! -Luego, para hacerle comprender que esta apariencia sin
cuerpo
no tiene de común con el pájaro más que el movimiento, añade: ¡Toma
ese
pajarillo! Y le hará observar igualmente el movimiento particular en
sí
mismo, siguiendo con la mano las oscilaciones de la péndola del reloj:
¡Pim,
pam! Tratará también de poner bajo los ojos del niño las cosas y sus
contrastes:
He aquí la luz, dice, y luego, haciendo desaparecer la bujía o
la
lámpara: ¡La luz ya no está ahí! o bien: Tu padre está ahí.-Ya se fue.
Le
hará también observar la movilidad de los seres llamando al gato ¡Ven
gatito!
¡ven cerca de mi niño! o ¡Vete gatito! y para excitar la actividad
de
sus miembros: ¡Toma esta florecita! ¡Coge el gatito! le dirá. A veces
lanza
la madre una bola delante del niño para incitarle a andar o a
correr:
¡Corre, ve a buscar la bola! La inteligencia de su amor maternal
le
inspira también la idea de fomentar el amor del niño a su padre, sus
hermanos
y sus hermanas: ¡Acaricia a tu padre! ¡Acaricia a tu hermano, a
tu
hermana! Diciendo estas frases, guía la madre la graciosa manecita del
infante
sobre las mejillas de su padre, o sobre las de su hermano o
hermana:
¡Ah! ¡ah! buen padrecito! ¡Ah! ¡ah! querida hermanita!
Por
medio de estas demostraciones de ternura, por estas dulces y
amables
caricias, por el movimiento mesurado y cadencioso, infundido al
niño
en los brazos de su madre, llegará éste a concebir el sentimiento
rítmico.
La
madre inteligente y concienzuda desarrollará así la vida que
rebosa
el niño por todas sus partes. El término técnico, la seca
demostración
de las cosas, lejos de dar expansión a la vida, no serviría
más
que para aniquilar el germen vital que el niño lleva consigo. Cuando
no
se toma en cuenta esta vida interior, tan rica en el niño, entonces se
creará
en él ese mismo vacío que se le atribuye.
Con
mucha frecuencia, el acento y la palabra, medios naturales y
rítmicos
para la mayor parte de las manifestaciones humanas, son
descuidados
por los maestros, que no alcanzan a ver en ellos otros tantos
poderosos
auxiliares para el desarrollo y perfeccionamiento del hombre. El
sentimiento
del ritmo y de la cadencia, cuidado y cultivado en el niño,
ejerce
una feliz influencia en toda su vida. El ritmo y la cadencia le
harán
apreciar mejor la medida y proporción de las cosas, le enseñarán a
reprimir
la rudeza o impetuosidad de sus movimientos, a poner más
miramiento
en su conducta, y poco a poco contribuirán a desarrollar en él
el
sentimiento del arte y de la naturaleza, a hacer de él un artista o un
poeta.
Un
instinto harto común lleva al niño a imitar los cantos que oye. La
madre
observadora e inteligente no debe descuidar tampoco esta aptitud,
germen
que fecunda el porvenir. Es la primera manifestación del arte del
canto,
por el cual el niño muestra la misma inclinación espontánea que por
la
palabra; pues es notable la facilidad de que está dotado para
encontrar,
por sí mismo, las voces que definen las relaciones, o el enlace
que
media entre los seres y las cosas. He ahí cómo una niña de corta edad,
después
de haber examinado durante algún tiempo, con atención, el fieltro
blanco
que recubría las hojas de una planta, decía a su madre, la cual se
admiraba
de semejante observación: Mira, mamá, cómo es lanosa esta hoja.
Otra
niña, apenas de dos años de edad, gritaba, después de haber
considerado
atentamente dos planetas que, muy próximos entre sí y rodeados
de
estrellas menores, brillaban una noche en el firmamento: ¡La estrella
de
mi padre! ¡la estrella de mi madre! Nadie, en torno de ella, podía
explicarse
cómo había hallado la niña esta relación entre los planetas y
sus
padres.
No
se empleen, para sostener o hacer andar el niño, ni apoyos ni
andaderas.
No deberá levantarse sino cuando haya adquirido una suma de
fuerza
suficiente para encontrar su equilibrio, y no andará sino cuando
pueda
moverse conservando su equilibrio. No se estará de pie más que
cuando
logre sentarse, alzándose por sí mismo, y al levantarse, se apoyará
en
un objeto más elevado. Antes de andar, aprenderá a levantarse, a
sostenerse
solo, y a arrastrarse por el suelo o sobre la mesa. Estimulado
por
el éxito de sus primeras ensayos, volverá a servirse de sus pies y de
sus
piernas, y gozará en ello, notando una nueva ciencia en el catálogo de
las
que tenía precedentemente adquiridas.
Excítase
al niño a caminar, presentándole a distancia algún objeto
capaz
de tentar su curiosidad o su apetito. El deseo de conocer o
apropiarse
ese objeto le estimula a hacer uso de sus miembros. Veo este
niño,
apenas puede tenerse en equilibrio; pero ha observado, a breves
pasos
de sí, una paja, un guijarro, una ramita; quiere apoderarse de los
objetos,
presiente instintivamente que podrá emplearlos para la
construcción
de una cosa cualquiera, que no se define aún a sí mismo; se
arrastrase
hasta ellos y los coge. Tal en la primavera busca el ave las
aristas
de yerba o de musgo con las cuales construye su nido. El niño
lleva
en sí mismo los materiales del edificio de su vida y de su porvenir.
Pero
estos materiales deben ser clasificados y dispuestos, cada uno según
su
uso y propiedades, con el mismo arte empleado por el arquitecto o el
albañil.
Solemos con harta frecuencia desdeñar las manifestaciones del
niño,
porque no las comprendemos y nos parecen nulas o pueriles; nuestra
negligencia
en explicarnos a nosotros mismos la vida del niño, nos priva
de
la facilidad de explicársela, cuando él se dirige a nosotros para
conocerla.
El deseo de conocerlo todo, le empuja hacia nosotros; nos trae
sus
pequeños descubrimientos, y al interrogarnos, se revela a nosotros. La
menor
de las cosas, nueva para él, es a sus ojos una conquista importante;
gusta
de todo lo que le ensancha su círculo, aún tan limitado. ¿Despertóse
su
curiosidad? quiere conocer el nombre, las propiedades, la esencia
íntima
de cada ser o de cada cosa de este mundo, que se descubre
paulatinamente
ante sus ojos. El niño vuelve y revuelve en todos sentidos
los
objetos de que se apodera, los rompe y los descompone, llévalos a su
boca,
dirígelos a sus dientes o al órgano de su gusto para reconocerlos o
distinguirlos,
y nosotros, a veces ¿qué hacemos? Le reñimos, y lo
apartamos
de este sistema de análisis, sin pensar que este niño es, más
que
nosotros, razonable y lógico. Empujado por la irresistible inclinación
que
en sí lleva, quiere conocer el interior de las cosas y Dios en sus
obras;
mas no obteniendo respuesta alguna por medio de nosotros, sus
padres
a quienes concedió Dios la mente, la razón y el lenguaje
suficientes
para satisfacer aquella demanda, dirígese a la misma cosa que
desea
conocer. El objeto roto permanece mudo, naturalmente; pero en medio
de
estos fragmentos, en la flor deshojada o en la piedra quebrada, el
niño,
por el hallazgo de las partes semejantes o componentes, adquiere la
noción
reclamada por su inteligencia. Y cuando queremos nosotros aumentar
el
círculo de nuestros conocimientos, ¿procedemos de diferente manera?
Evidentemente
que no. Cada ciencia requiere un examen, un análisis previo.
El
niño, porque quiere instruirse, interroga los objetos; quiere
distinguir
el interior de las cosas de la multiplicidad de sus apariencias
exteriores
y conocer las relaciones que les son comunes; siente que las
ama,
las desea, o instintivamente quiere averiguar la razón, el móvil de
esta
tendencia. No desdeñemos en el niño de esta edad el modo de enseñanza
que
más tarde le impondremos por la pedagogía. Estemos convencidos,
empero,
de que si la voz del profesor es frecuentemente para nuestros
hijos
letra muerta o estéril, débese únicamente a nuestra negligencia en
dar
al niño, joven aún, la enseñanza reclamada por su edad. Al rechazar de
él
esta legítima curiosidad, este deseo tan natural de conocer el nombre y
las
propiedades de las cosas, ahogamos en él el germen de la vida interna;
o
bien, abandonando el niño a sí mismo, permitimos que este germen se
abra,
y tome una dirección falsa, opuesta a su naturaleza. Cárgase así la
planta
humana de ramas absorbedoras y estériles, en perjuicio de su
crecimiento
y de su fertilidad. Una vez que hayamos descuidado el
desarrollo
de las aptitudes y desconocido las aspiraciones del niño, en
vano
nos propondremos más tarde dirigir o enderezar sus
inclinaciones.
El
niño ha descubierto que un guijarro, un trozo de cal o de barro,
frotado
durante algún tiempo sobre una tablita, tiene la propiedad de
comunicar
su color a la madera; gózase con su descubrimiento, y se
divierte
desde luego en colorar de la propia manera cuantos objetos están
a
su alcance. Poco después, las propiedades lineales y la variedad en las
formas
de los objetos cautivan su atención y su actividad. Una cabeza no
le
parece en un principio más que una cosa redonda; hélo aquí trazando
líneas
redondas para figurar una cabeza, a la cual hace converger muchas
líneas,
que representan para él el cuerpo y sus miembros. A sus ojos, los
brazos
y las piernas, no son más que líneas rectas y cortadas; por medio
de
líneas semejantes, traza los brazos y las piernas; los dedos de la mano
son
para él líneas convergentes hacia un mismo punto, y sirviéndose de
líneas
idénticas dibuja las manos y los dedos; para él los ojos parecen
ser
simples puntos, y de puntos se sirve para trazar los ojos: poco a poco
manifiesta
el mundo nuevo y múltiple que se revela en él.
El
dibujo lineal, no sólo permite al niño, que pronto va a ingresar
en
la adolescencia, la imitación de los objetos que ve y de los cuales se
acuerda,
sino que le da también las primeras nociones de un mundo
invisible,
enteramente nuevo para él, el mundo de las fuerzas. La bola que
rueda,
la piedra que, lanzada en el aire, vuelve a caer a tierra, el agua
conducida
y retenida en un pozo, demuestran al niño que la acción y la
dirección
de la fuerza se manifiestan con arreglo a ciertas leyes
lineales.
La representación de los objetos por líneas conduce pronto al
niño
a la inteligencia y a la representación de la dirección en la cual
obra
la fuerza: He aquí el arroyo que corre, dice trazando el contorno de
un
arroyuelo. He aquí un árbol y sus ramas, dice también haciendo confluir
a
una línea perpendicular varias líneas convergentes. ¡Oh! ¡qué bonito
pájaro
vuela! dice trazando líneas que figuran alas. Un pedazo de yeso o
de
carbón dejado entre sus manos, le inspira al punto deseos de reproducir
los
objetos que cautivan su atención; si por ventura el padre dibuja para
él,
con algunos golpes de lápiz, sea un hombre, sea un caballo, el niño
experimenta,
a la vista de estos dibujos, más placer que a la vista de un
hombre
o de un caballo vivientes.
Acaso
se nos preguntará qué medios hay que emplear para dar al niño
las
primeras nociones de dibujo. El niño se encargará de la respuesta. Ved
cómo
dibuja esta mesa, en torno de la cual ha dado vueltas desde luego, a
fin
de medirla y conocerla por todas sus caras. De esta suerte dibuja cada
objeto
según el objeto mismo, y este método, que él halla instintivamente,
es
sin disputa el mejor. El niño se ejercita así en trazar líneas
trasversales
sobre los bancos, las mesas y las sillas, reproduce formas
reduciéndolas;
sobre la superficie de la mesa dibuja la mesa misma. Coloca
sobre
un banco o sobre una silla los objetos que quiere reproducir, traza
la
figura de estos siguiendo con el dedo los contornos externos del objeto
que
dibuja. Trasforma en modelo cualquier objeto que cae en su mano. He
ahí
cómo se desarrolla en el niño la inteligencia de la forma, al propio
tiempo
que la habilidad y el talento necesarios para
reproducirla.
Dejando
desarrollar así en el niño esta aptitud para el dibujo, le
veremos
llegar, casi sin que él lo sepa, a dibujar perpendicularmente
líneas
rectas y trasversales o rectángulos, tales como marcos o espejos.
Importa
también, para desarrollar a la vez la inteligencia y la destreza
manual
del niño, unir siempre la palabra a la acción, y hacerle designar
sucesivamente,
además de los objetos, las diferentes partes de los objetos
que
dibuja.
La
inteligencia perfecta de estas acciones contribuye singularmente a
despertar
en el niño la facultad creadora y a formar su criterio; dale
asimismo
el hábito de la reflexión que le garantirá en adelante del error
y
de la inexactitud. Alguna vez, es cierto, la palabra y el dibujo no
alcanzan
sino a reproducir el objeto imperfectamente; pero no lo hacen
conocer
menos, por el mero hecho de sustituirse al mismo.
El
dibujo es el término medio entre el objeto y la palabra, y tiene
propiedades
comunes al uno y a la otra. Su importancia estriba en que, al
par
que sirve para desarrollar el ser del niño, es para él un modo de
producción
de esos mismos objetos que tan vivamente le interesan.
El
dibujo tiene de común con el objeto la figura, la forma y el
contorno.
Su analogía con la palabra consiste en formular la cosa, sin
ser,
no obstante, la cosa misma: lo mismo que la palabra, no es sino la
figura,
la imagen de la cosa.
La
esencia del dibujo y la de la palabra son opuestas entre sí; la
palabra
es viva, animada: el dibujo es inerte, inmóvil; la palabra se hace
oír:
el dibujo se deja ver. El dibujo y la palabra marchan a una como la
luz
y la sombra, el día y la noche, el espíritu y el cuerpo. El hombre
revela
la aptitud para el dibujo, como ha revelado la aptitud para la
palabra;
entrambas quieren ser desarrolladas y solicitan manifestarse. La
inteligencia
del dibujo por el niño, la tendencia que le impulsa al dibujo
y
los placeres que éste le proporciona, atestiguan bastantemente su
importancia
(12).
La
atención que reclama la manifestación de un objeto por el dibujo,
conduce
pronto al niño al conocimiento de una cantidad de objetos de la
propia
especie; observará que posee dos brazos, dos piernas, cinco dedos
en
cada mano y en cada pie, que el escarabajo y la mosca tienen seis
patas.
El dibujo le ha llevado a conocer el nombre con relación al
objeto.
Trátase
de nombrar un conjunto de objetos análogos, y de contar
diversas
cantidades de objetos de igual especie. El desarrollo del arte
del
cálculo viene a su vez a ensanchar el círculo de los conocimientos del
niño.
Hasta entonces había visto grupos de objetos semejantes sin poder
definir
la suma de éstos; pero ya presiente, sin comprenderla aún, la
relación
existente entre el número y los objetos.
Conviene
que los padres desarrollen desde temprano en el niño la
aptitud
para el cálculo, de una manera conforme al ser del cálculo, a las
leyes
del pensamiento estipuladas en el espíritu humano, y conforme a las
exigencias
de la vida. Quien observe con atención al niño tranquilo y
plácido,
se convencerá fácilmente de qué manera encuentra aquél con
seguridad
la vía que conduce de lo visible a lo invisible. Insistimos aquí
nuevamente
sobre la necesidad de unir, para la demostración del cálculo,
la
palabra a la acción. Es preciso que la madre alíe siempre el objeto a
la
demostración, lo que se escucha a lo que se ve, el oído a la vista, a
fin
de cultivar en el niño, desde luego la intuición, en seguida el
conocimiento
material de la cosa.
El
niño dispone ordinariamente con orden y cuidado, cada uno según su
especie,
los diferentes objetos que están a su alcance. La madre no
descuidará
de agregar ahí la expresión exacta, el nombre propio del objeto
en
la cantidad que ella quiera determinar.
Supongamos
que el niño tenga delante de él manzanas, peras, nueces y
habas
confundidas en montón: por un movimiento natural, será impulsado a
separar
esos diferentes objetos. La madre, dejándolo obrar, se contentará
con
formular así su operación:
Manzana-manzana-manzana-manzana-sólo
manzanas.
Pera-pera-pera-pera-sólo
peras.
Nuez-nuez-nuez-nuez-sólo
nueces.
Haba-haba-haba-haba-sólo
habas.
Luego,
dejándole comenzar de nuevo esta misma operación, dirá:
Una
manzana-una manzana más-una manzana más-muchas manzanas.
Una
pera-una pera más-una pera más-muchas peras.
Una
nuez-una nuez más-una nuez más-muchas nueces.
Una
haba-una haba más-una haba más-muchas habas.
El
niño no tardará en notar que una cantidad de objetos de la misma
especie,
se aumenta por la agregación simétrica de objetos
semejantes.
Pronto
la madre, cesando de servirse solamente del nombre de la cosa,
sin
añadir el número, enunciará la cifra designante de la cantidad de los
objetos,
continuando siempre exponiéndolos a los ojos del niño:
Una
manzana-dos manzanas-tres manzanas-cuatro manzanas.
Reuniendo
los objetos de igual especie en cantidades y en cifras
siempre
progresivas, demostrará, por la palabra o por el signo, la
operación
que acaba de hacer, por ejemplo:
* manzana** manzanas*** manzanas****
cuatro manzanas.
*pera** peras*** peras**** cuatro
peras.
* nuez** nueces*** nueces**** cuatro
nueces.
* haba** habas*** habas**** cuatro
habas.
Más
tarde, dejando a un lado el número de los objetos, se concretará
a
enunciar la cantidad expresada por la cifra, por ejemplo:
* uno** dos*** tres****
cuatro.
Esta
manera nos parece más simple y más natural, para dar a los niños
la
intuición de los números y la sucesión ordinaria de éstos.
No
se deje pues de proporcionar al niño el conocimiento de la serie
de
los números, por lo menos hasta diez: además, que los números no le
sean
presentados como sonidos huecos, vacíos de sentido, antes bien se le
demostrará
su valor y su sucesión regular por medio de los mismos objetos
cuya
cantidad se le quiere hacer determinar.
Gracias
a este procedimiento, puede uno sin dificultad convencerse de
la
existencia y de la índole de las leyes por las cuales pasa rápidamente
el
niño de la intuición de una cosa simple, individual, a las nociones más
abstractas
y más generales.
El
niño así guiado con solicitud e inteligencia en este primer grado
de
su desarrollo, adquirirá un frescor, una exuberancia y una plenitud de
vida,
que se acrecerán considerablemente en el grado siguiente, o sea en
la
edad de la adolescencia.
En
el presente grado de la vida del niño hallamos el principio del
desarrollo
de su inteligencia, de sus aptitudes y de sus facultades.
Adquiere
la palabra; la naturaleza se le presenta y le descubre las tan
varias
propiedades del nombre, de la forma, del tamaño, del espacio, en
una
palabra, las propiedades de los seres y de las cosas. El mundo
artificial
se le aparece distinto del de la naturaleza. Se mira el niño
como
antítesis del mundo exterior. Presiente en sí un mundo interior,
invisible,
individual, y sin embargo no ha salido aún del primer grado de
la
infancia, en el cual lo vemos iniciarse en los cuidados y en los
asuntos
domésticos.
Apenas
el niño ha tomado parte, por pequeña que sea, en las
ocupaciones
cuotidianas de la familia, adquiere él a sus propios ojos una
importancia,
que le revela en parte la dignidad de su destino.
Notamos
un día, en el campo, el hijo de un obrero, niño de dos años,
que
guiaba el caballo de su padre; éste había puesto la brida en la mano
del
niño, quien marchaba a paso firme delante del caballo, arrojando de
vez
en cuando una mirada detrás de sí, por ver si el animal le seguía. El
padre
sujetaba, es cierto, el caballo por el bocado; pero no por eso
dejaba
el niño de estar persuadido que él guiaba el caballo y lo obligaba
a
seguir. De repente el padre se detiene para hablar con un hombre; el
caballo
se para también; el niño, creyendo entonces que esta detención
débese
sólo a la mala voluntad del caballo, se suspende con todas sus
fuerzas
a las riendas para decidirle a continuar en su camino.
Otro
día, tuvimos ocasión de observar un niño de tres años, que
guardaba
las ocas de su madre, a lo largo de la cerca de nuestro jardín.
El
espacio era estrecho, las ocas huían frecuentemente del pequeño pastor,
quien
sin duda buscaba y hallaba, de bien distinto modo, pasto a su
imaginación.
Poco a poco las inquietas aves se aventuraron hasta en medio
del
camino, donde el paso de coches y carros podía ser no poco peligroso
para
ellas. Lo comprende la madre del niño y grita: «¡Chico! ¡atención a
las
ocas!» El tierno mozalvete, a quien las repetidas dispersiones de su
alado
rebaño, habían acaso turbado en sus preocupaciones infantiles,
exclamó
entonces en tono muy serio: «¡Madre! ¿piensas que sea tan fácil
como
eso el guardar ocas?»
La
iniciación del niño en los cuidados y trabajos domésticos
contribuye
poderosamente al desarrollo de toda su vida. Depárale una
instrucción
verdadera y sólida, y le comunica impresiones que influyen
sobra
toda su existencia.
Ved
a este jardinero: cava, poda, peina su jardín. Únesele su hijo y
quiere
ayudarle: el padre lo acoge con bondad, le enseña a distinguir la
cicuta
del perejil, mostrándole la diferencia que media entre las hojas, y
el
olor de dichas plantas, en apariencia tan semejantes. El hijo de un
obrero
del bosque acompaña su padre, y advierte que las plantas que él
tomaba
desde luego por abetos jóvenes, producto del germen de la semilla
esparcida
antes por ellos en ese sitio, son simplemente plantas euforbias,
y
llega muy pronto a apreciar la diferencia que existe entre unas y otras.
El
cazador apunta y dispara, y hace sin pena comprender al niño que le
acompaña,
que una línea recta une siempre tres puntos colocados en una
misma
dirección. El hijo del herrero quiere batir el hierro, previamente
enrojecido
en el fuego, y su padre le demuestra que en vano se esforzaría
por
introducir la barra de hierro candente, en el espacio que ésta ocupaba
antes
de estar dilatada por el calor. Acá, el hijo de un tendero nota que
uno
de los platos de la balanza baja o sube en razón del peso que se quita
o
se añade al otro plato, y observa también que ambos quedan a igual
altura,
cuando el peso de los objetos depositados en uno de los platos, es
exactamente
igual al peso de los objetos contenidos en el otro. Acullá, el
tejedor
explica a su hijo cómo al bajar los volteadores, este movimiento
eleva
los hilos del tejido, y le deja hacer la experiencia de ello. El
tintorero
muestra a su hijo la acción de ciertos líquidos sobre los
colores
de las telas, y le indica de qué modo sus matices llegan a ser
cambiados:
le da a conocer el nombre de los ácidos y la manera de servirse
de
ellos. El droguero enseña a su hijo que el café es una haba, el grano
de
una planta susceptible de crecer sólo en lejanos países. Aprovecha los
paseos
que dan juntos al campo, para mostrarle dónde y cómo crecen y se
desarrollan
el comino, la adormidera, el cáñamo, el mijo, y todos los
objetos
que expende en su tienda, haciéndole también notar la variedad de
las
formas de todos estos granos.
El
herrero, el industrial, el vendedor de metales, enseñan a sus
hijos
a distinguir el peso de la pesadez. Les explican que, aunque el
plomo
sea por su naturaleza mucho más pesado que el yeso o el hierro, una
libra
de plomo no pesa más que una libra de yeso o de hierro. El cordelero
mostrará
a su hijo cómo, dando vueltas al aspa, en ciertas condiciones de
alejamiento,
consigue reunir, en una cuerda sólidamente retorcida, los
hilos
y las hilazas del cáñamo. El pescador dice a su hijo por qué razón
coloca
sus redes en dirección opuesta a la del curso del agua, y le admira
singularmente
explicándole que los peces que buscan su alimento, nadan
remontando
la corriente.
El
carpintero, el tonelero, el carretero, y el albañil explican a sus
hijos
de qué les sirven el cepillo, el martillo, la barrenita y la trulla.
Hácenles
también notar que los árboles, las montañas y las peñas les
suministran
los materiales por ellos utilizados; que el fuego purifica el
hierro,
y que a causa de esta trasformación sufrida por el mineral, el que
lo
trabaja titúlase herrero.
El
ensamblador dice a su hijo que no toda madera conviene a su
oficio;
que no emplea ni el pino, ni el abeto, ni la madera de árboles de
hojas
aguzadas como agujas, sino el arce, el haya, el abedul y la madera
de
árboles frutales y de hojas anchas. Los paseos por el campo le ayudarán
a
conocer esas diferentes especies de árboles, y la utilidad de la corteza
empleada
en la fabricación de numerosos productos.
Todo
género de comercio o industria, todo arte u oficio, puede de
esta
suerte convertirse en una fuente de nociones útiles para el niño. La
carreta
y el arado del agricultor, el molino del molinero, los materiales
que
usan el carpintero, el herrero, el carbonero, el albañil, serán para
el
niño otros tantos objetos de interesantes e instructivas lecciones, que
la
pedagogía no le daría más tarde sino a costa de buenos sacrificios y
quizá
infructuosamente. ¡Cuánta riqueza de enseñanzas encierra la vida
doméstica!
¿Y no parece que el niño lo presienta así, según la constancia
con
que sigue vuestros pasos? ¡Oh! ¡guardaos bien de despedirlo cuando
viene
a encontraros en medio de vuestras ocupaciones! Por absortos que
estéis
en vuestros trabajos, acogedle, prestad oído benévolo a sus
incesantes
preguntas. Si le desairáis, recibiéndolo de un modo brusco o
rechazándolo,
destruiréis un retoño de su árbol de vida. Pero al
contestarle,
no le digáis más que lo absolutamente necesario, con el fin
de
que él mismo complete vuestra respuesta.
Una
parte de esta respuesta hallada por el niño, le es ciertamente
más
provechosa que si la respuesta le fuese enteramente suministrada por
vosotros.
No respondáis directamente a la pregunta; guiadle solamente
hacia
la solución que él desee: así le daréis el hábito de la reflexión,
ya
muy importante a esta edad.
En
este momento de la vida del niño, incumben sobre todo al padre los
cuidados
de la educación. Ábrese para entrambos una vida común, y por ella
una
fuente de emociones dulces y de gozos íntimos, que la familia sólo
reserva
para los que comprenden y llenan los deberes familiares.
¡Vivamos
pues por nuestros hijos! Vivamos con ellos y por ellos, y
que
ellos vivan con nosotros y por nosotros! (13)
Pero
para darles la noción verdadera de cada ser y de cada cosa,
sepamos
desde luego conocer, por nosotros mismos, la esencia, el interior
de
los seres y de las cosas. Sin este elemento vivificante, nuestras
palabras
quedan vacías de sentido; sin valor y sin peso. Concentrémonos en
nosotros
mismos, inspirémonos en la fecunda experiencia de nuestra propia
vida;
sólo ella puede facilitar al alma la enseñanza que de nosotros
esperan
nuestros hijos. Pero interroguemos también su ser, aspiremos, en
cierto
modo, su vida interior, hagamos que ésta pase de su alma a la
nuestra;
procuremos instruirnos a nosotros mismos, al instruir a nuestros
hijos.
La vida con nuestros hijos y por nuestros hijos nos traerá la paz,
la
dicha y la sabiduría.
A
este grado de desarrollo del niño, el mundo exterior alíase
íntimamente
con la palabra, y por ella con el niño. Tocamos, pues, al
momento
del completo desarrollo de la aptitud por la palabra. Hasta
entonces
era indispensable designar al niño toda cosa por la voz que le
era
particularmente propia, según hemos notado ya. Para el niño de esta
edad,
la palabra y el objeto forman una sola e idéntica cosa. Pero poco a
poco
la palabra se le presenta aisladamente, separada del objeto a que
simboliza.
Hagamos aquí una observación esencial: separados así de la
palabra,
los objetos suelen representar para el niño, un todo de que no
son
más que una parte, error del cual conviene preservarle. El hombre debe
considerar
cada cosa como componente de un conjunto general; debe no
solamente
considerar las relaciones exteriores de los objetos entre sí,
sino
también buscar y reconocer sus relaciones y enlace con aquellos
objetos
exteriores de que parecen más ajenos.
Pero
sería imposible al hombre adquirir el conocimiento completo de
todos
los objetos que componen el mundo exterior, si no poseyese ya el
conocimiento
de la esencia y de la naturaleza individual del ser u objeto
desarrollado,
según las leyes que lo rigen. Nuestra proximidad a ciertas
cosas
es también un obstáculo para que las conozcamos perfectamente.
Cuanto
más próxima a nosotros está una cosa, tanto más difícil nos es
conocerla
con exactitud y precisión. De ahí no pocas malas inteligencias
entre
padres o hijos, y en el interior de las familias. El hombre se
conoce
con dificultad y casi siempre imperfectamente, mientras que por el
contrario,
la separación exterior conduce a menudo a la unión interior de
las
almas y al conocimiento íntimo de los seres. El hombre conoce mejor
muchas
veces a las personas que le son extrañas, de lo que se conoce a si
mismo;
posee nociones más exactas sobre las naciones extranjeras y los
siglos
pasados, que sobre su propio país y la época en que vive. Para
llegar
a conocerse bien, conviene que el hombre se ponga en antítesis
consigo
mismo. Para conocer el interior o el exterior de los seres o de
los
objetos, conviene también que se los oponga a sí mismo, y los
considere
después en las relaciones que con él guardan. De esta suerte
será
llevado a comprender cómo el objeto, aunque separado de él, le queda
no
obstante unido por condiciones o relaciones interiores que constituyen
su
unidad común. El lenguaje se le aparece entonces como una cosa
espontánea,
existente por sí misma y para sí misma, y viene a ser, para el
hombre,
enteramente distinto de las cosas que expresa.
El
niño ha comprendido que la palabra es diferente de la cosa por
ella
representada, y diferente también de la persona que habla; ha
comprendido
que la escritura y el dibujo son la simple materialización de
la
palabra, y desde este momento, pasa a un nuevo grado de desarrollo; el
de
la primera infancia cesa; el niño se convierte en adolescente y da su
nombre
al grado en que el hombre atrae hacia sí los objetos del mundo
exterior
y se los apropia. No tan sólo manifestará entonces, como antes,
el
interior por el exterior, sino que deberá sobre todo presentar al
exterior
los objetos exteriores,: es el grado en que la instrucción
empieza.
-
III -
Tercer
grado del desarrollo del hombre: el adolescente
Hasta
aquí, la educación del niño ha sido el único objeto de los
cuidados
de sus padres y de su familia. En la época de su vida que vamos
ahora
a estudiar, el hombre, considerado como unidad, debe ser instruido
por
medio de la escuela, no tan sólo en sus relaciones individuales, sino
también
en la manera cómo forma parte de la grande y general unidad. Hay,
ante
todo, que consultar sus tendencias y sus aspiraciones, consideradas
primero
con relación al
individuo,
y después con relación al ser general de las cosas. Tal es la
enseñanza
propiamente dicha, y la esencia misma del grado que pasamos a
examinar.
El
hombre aprenderá, pues, a conocerse y a conocer los objetos del
mundo
exterior, no solamente por la manifestación de su ser, por la de los
objetos
exteriores y por las leyes particulares que los rigen, sino
también
por la manera cómo la ley eterna se revela en su unión: se
convencerá
él de esto mediante datos positivos o indiscutibles. He ahí la
significación
que damos nosotros a la voz escuela. Por la escuela, pues,
adquiere
el hombre el perfecto conocimiento de los objetos exteriores,
según
las leyes generales y particulares que les son propias. Por el
examen
de sus propiedades exteriores, descubrirá sus propiedades
interiores,
deducirá de lo particular a lo general, y de la multiplicidad
de
los objetos a su unidad. No queremos, por la voz escuela, hablar
exclusivamente
de una clase, como tampoco, al insistir por que el niño
vaya
a la escuela, pretendemos alejarlo absolutamente de su familia. No,
queremos
solamente hablar de la necesidad de iniciar al niño, ya
adolescente,
en una serie de conocimientos sucesivos, con un fin bien
determinado.
El
hombre a quien se le ha asignado una vocación que debe esforzarse
por
cumplir, está por su naturaleza obligado a progresar de continuo, y a
elevarse
por grados al punto culminante a donde Dios le llama. Cada uno de
estos
grados ve perfeccionarse, en cierta medida, la aptitud despertada y
desarrollada
ya en el grado precedente. Bajo la inspiración de la
enseñanza
de la escuela es cómo se desarrollan sobre todo la actividad, la
fuerza
de voluntad, y la fuerza creadora del adolescente.
Querer
no es para el hombre otra cosa que el proyecto decidido de
marchar
desde un punto determinado hacia un fin indicado, empleando en
ello
toda su actividad. Importa, pues, que el punto de partida, el origen
de
esta actividad sea irreprochable, la dirección recta, el fin claramente
precisado,
para que todos los esfuerzos del hombre utilicen la potencia de
su
actividad y acaben por manifestar, desarrollar y perfeccionar
dignamente
todo su ser. El ejemplo y la palabra del educador o del maestro
contribuirán
sin duda grandemente a encaminar al adolescente por esta vía
y
a mantenerle en ella; pero con tal de dirigirse en particular al
corazón,
como al principio más fecundo de la actividad. Si el corazón no
adquiere
energía y firmeza, la voluntad quedará inerte para el bien; si
por
el contrario, el corazón es fuerte, la voluntad será
poderosa.
El
buen corazón del niño, un sentimiento de piedad innato en él, le
lleva
espontáneamente a presentir y a desear esta unión entre todos los
seres
y los objetos de que se ve rodeado: aspira a una unión espiritual, a
un
lazo intelectual, a una vida común con ellos.
En
el juego es en donde halla el medio de satisfacer este deseo; en
medio
de la familia, la que en todas las épocas de la vida tiene el
privilegio
de presentar más ancho campo a la manifestación y desarrollo
del
corazón del hombre, es donde los adolescentes de uno y otro sexo dan
vuelo
simultáneamente a su actividad corporal y a la de sus sentimientos.
El
niño de esta edad no mira todas las cosas sino a través del prisma de
la
familia, que es para él el espejo de la vida (14).
Las
relaciones que existen entre sus padres y los demás miembros de
la
familia, cautivan la atención del niño. Éste les ve crear, obrar,
producir,
trabajar, y quisiera imitarles, reproducir cuanto les has visto
hacer.
Su actividad hasta entonces no se ejercía más que para sí misma; en
adelante,
será excitada por otro móvil: el joven y la joven quieren
producir,
componer, imitar, y hasta inventar, y este deseo constituye la
principal
manifestación de los niños llegados a este grado.
Los
niños de esta edad gustan sobre todo de tomar parte en los
trabajos
de sus padres, no ya sólo en los más ligeros y más fáciles, sino
también
en los que parecen exigir más esfuerzos y fatigas. No descuidéis
¡oh
padres! esta disposición. No rechacéis a esos pequeños trabajadores.
No
conceptuéis obstáculo o fastidio, la cooperación en vuestros trabajos
tan
ingenuamente reclamada por ellos. Esto sería un golpe mortal para su
actividad.
Los niños, así rechazados, se sienten como apartados de todo
aquello
de que tienen la vaga conciencia de ser una parte. Vedles
aislados:
su actividad, excitada por el deseo de utilizarse en provecho
vuestro,
les viene a ser una pesada carga. Desanimados, no se vuelven a
representar
ya más, se fastidian, hallan el tiempo largo, y tristes y
sombríos
ven concluirse el trabajo para el cual se sentían ellos con la
habilidad
y la fuerza necesarias. Más de una vez hemos oído todos esta
queja
salir de la boca de los padres: « Cuando mi hijo era pequeño, quería
siempre
ayudarme; entonces no servía para nada: hoy, crecido y robusto,
esquiva
el trabajo.»
La
inclinación a la actividad, el deseo de manifestar en actos la
virtualidad
íntima, se despierta en el hombre sin que él lo sepa; pero
toda
oposición u obstáculo a tales aspiraciones tiende a sufocarlas y aun
a
aniquilarlas. Los niños no se engañan, y al perseverar en querer
utilizar
sus fuerzas y el poder de su actividad desdeñada, luchan
instintivamente
por su porvenir y por el desarrollo de su vida.
Fortificad,
pues, desarrollad en ellos esta disposición, asociadlos desde
temprano
a vuestros trabajos, para que adquieran a un tiempo el justo
conocimiento
de sus fuerzas, y la medida en que les está permitido
emplearlas
(15).
Según
ya hemos notado, la actividad en el primer grado de la vida del
niño,
no se emplea por éste sino en imitar lo que ve pasar en la vida
doméstica.
En el tercer grado, se emplea con un fin de utilidad real: el
niño
levanta, tira, lleva, agujerea o parte uno tras otro los objetos que
están
a su alcance; quiere medir sus fuerzas para darse cuenta exacta de
ellas.
No permanece inactivo ni en los campos, ni en los jardines, ni en
los
bosques, ni en los prados, ni en el taller, ni en la fábrica, ni en el
interior
de la casa. La fabricación del menor utensilio doméstico le
inspira
interés, quiere tomar parte en ella; su curiosidad es despertada
por
cuanto él ve hacer en torno suyo. De ahí esas preguntas sin cesar
reiteradas.
Oídle decir continuamente: ¿Porqué? ¿Cómo? ¿Para qué? ¿Cuándo?
¿Dónde?
etc.; y cada una de las respuestas que sacian completamente su
deseo
de instruirse, es como un nuevo mundo que con vuestra palabra abrís
a
los ojos de su inteligencia.
El
niño que se busca y se reconoce a sí mismo por ese modo de
enseñanza
tan de acuerdo con la naturaleza, no retrocede ante las
dificultades
u obstáculos; antes por el contrario, los busca y triunfa de
ellos.
Se
regocija el niño por cierto con el empleo de su actividad; mas le
llena
de júbilo la obra que ha llevado a cabo. A la fuerza y a la
habilidad
viene pronto a unirse la osadía. Hélo ahí trepando por las
peñas,
y por los árboles más altos. Menosprecia la dificultad y el riesgo;
no
consulta más que su voluntad, y ésta le asegura el éxito.
Más
no es sólo el deseo de conocer, medir y utilizar sus fuerzas el
que
lleva al niño a la cima de las montañas o de los árboles; a las cuevas
y
cavernas; y le hace recorrer los espacios más apartados; no, guíale otra
aspiración
en sus aventuradas correrías. Excitado por la vida interior que
él
ha descubierto en sí mismo, quiere ver cada una de las partes
individuales
del vasto conjunto, por distantes que estén, con el fin de
considerarlas
después en su unidad.
La
experiencia le ha enseñado que el aspecto de las cosas se
trasforma,
cuando se las contempla desde lo alto. Desde la cima de la
montaña
o desde el árbol en que está subido, mide con la vista el
horizonte;
cada uno de los objetos de que se compone el paisaje que se
despliega
delante de él, aparece distinto a sus ojos, y se goza el niño
contemplándolos
en su conjunto. ¡Ah! si nos acordásemos mejor de las
impresiones
que experimentamos en esa edad, menos dispuestos estaríamos a
decir
al niño. «¡bájate de ese árbol, que vas a caer!» No se preserva
nadie
de las caídas con sólo estar de pie, o andar sin tener en cuenta los
obstáculos
y peligros que puede uno hallar en torno suyo, como tampoco es
posible
desarrollar las fuerzas y la actividad sin el conocimiento y hasta
la
experiencia de los peligros. ¿Queremos realmente que el niño llegue a
la
elevación del sentir y del pensar? Dejémosle que se eleve a esas
alturas
exteriores. ¡Que la claridad que las alumbra ilumine su
inteligencia,
y que la vista de la inmensidad ensanche su corazón!
Desterremos,
pues, vanas alarmas, pueriles terrores. La fuerza, lo mismo
que
la destreza, se aumenta en razón del uso que se haga de ella. Más
seriamente
amenazado está por los peligros el niño poco experimentado en
triunfar
de ellos que aquel a quien necesitamos reconvenir por su osadía
(16).
El
niño criado en la timidez siente a veces despertarse en él la
fuerza
que hasta entonces no se ha ejercido, un impulso irresistible le
mueve
a emplearla, su inexperiencia no le hace entrever los verdaderos
peligros,
y entonces es cuando se halla realmente expuesta.
Esta
afición a descubrir lo desconocido, a conocer, a examinar a la
luz
del día, los objetos encontrados en las tinieblas es la que excita al
niño
a penetrar en las hendiduras de las peñas o a pasearse por los
bosques
más sombríos. Trae de estos prolongados paseos, piedras, plantas,
insectos
que no había visto antes. El animal más pequeño, un gusano, un
escarabajo,
una araña o una lagartija, se le antoja botín precioso, y
cuando
llega junto a su padre o a su maestro, les hace mil preguntas sobre
la
materia. Cada una de estas cosas o cada uno de estos animales por él
hallados,
es una conquista para su mundo interior. Evitemos, pues, el caer
en
el error en que caen tantos padres y maestros, que, por negligencia o
desagrado,
quieren que el niño rechace el objeto que desea conocer. Si el
niño
obedece, rechaza al mismo tiempo una parte esencial de su facultad
interna,
que el menor conocimiento contribuye a desarrollar; pues si más
tarde
queremos hacerle comprender que tal animal o tal insecto es o
inofensivo
o verdaderamente digno de atención, nuestra palabra quedará
infructuosa,
y carecerá ya de importancia, porque nuestra imprudencia
sufocó
antes en él la aspiración hacia el cabal conocimiento de ese ser o
de
esa cosa.
Un
niño educado por padre o por maestro inteligente y concienzudo,
hablará,
desde la edad de seis a siete años, de la particular estructura
del
escarabajo, hará notar el uso que el insecto hace de sus miembros, y
llamará
la atención sobre otras propiedades que, hasta entonces, había
quizá
escapado a vuestra observación. Prevenid, enhorabuena, al niño que
no
se aproxime, sino con precaución, a los animales que no conoce; pero no
le
inspiréis un tímido espanto.
La
misma afición que induce al adolescente a errar por los campos y
bosques,
por montañas y cavernas, le cautiva no menos frecuentemente en
espacios
más reducidos. Gusta de formar un pequeño jardín a lo largo de la
cerca
de la propiedad de su padre; abre un canal en el borde del arroyo
para
conducir el agua a su jardín; una hoja, una corteza de árbol, una
rama
confiada a la superficie del agua del arroyo, le revela las leyes de
la
natación; plácele sobre todo al niño emplear el agua en las diversas
ocupaciones
a que voluntariamente se entrega; encuentra en el agua la
claridad,
la limpidez y el movimiento que hacen de la misma a sus ojos y
sin
que él se lo explique, el espejo de su joven alma. El niño ha
comprendido
también instintivamente que el hombre debe dominar la materia,
y
la aspiración a esta propiedad en el hombre, hace hallar al niño tanto
deleite
en el manejo de materias blandas y flexibles, como el barro, la
arena,
etc. Poco a poco acaba por someter todas las cosas a las fantasías
de
su facultad creadora; remueve y cava la tierra, y la dispone en jardín;
la
ahueca en subterráneo o en bodega. Para construirse una cabaña, reúne
planchas,
ramas, listones o perchas. La nieve es ora el cimiento para las
paredes
de sus construcciones, ora la materia de que forma pellas sólidas.
Las
piedras brutas, acarreadas por él no sin gran esfuerzo, son
trasformadas
en fortalezas. Las aspiraciones de esta edad tienden todas a
unir
los objetos, a fin de apropiárselos en su conjunto. Dos muchachos se
encuentran
en el campo o en el jardín, no bien se han dado un abrazo, se
consultan
para saber en qué han de emplear su actividad. Construyen una
casita
con los bancos, mesas y asientos que hallan a su alcance; colocan
su
edificio sobre una altura de donde pueden, de un solo golpe de vista,
abarcar
el valle en todo su conjunto. Así también, la inteligencia del
hombre,
confiada en sus propias fuerzas, se forma el mundo que le conviene
y
se apropia el tiempo, el espacio y los materiales necesarios para la
construcción
de todo su edificio.
Bien
sea el dominio del niño una simple zona de patio o de jardín, un
rincón
en la casa paterna o en un cuarto; bien sea que no tenga más
espacio
que un armario, una caja o una despensa, bien disponga de una
pequeña
colina, de un jardín o de una casita, siempre resulta que él posee
un
punto, un centro para desplegar su actividad, dominio tanto más
precioso
a sus ojos, cuanto que lo escogió por sí mismo. Si por ventura
está
en posesión de un espacio relativamente vasto, si las creaciones que
medita
son variadas y múltiples, llama entonces en su ayuda sus hermanos o
a
sus camaradas, y emplean todos de consuno su genio, su corazón y sus
esfuerzos:
la obra individual se convierte entonces en una obra común.
Padres
y maestros que queréis analizar la manifestación, el desarrollo y
el
fruto de esta necesidad de actividad y de producción en el niño de esta
edad,
dignaos seguirnos hasta esa clase, en que hallaremos una reunión de
muchachuelos
de ocho, nueve y diez años (17).
Sobre
una mesa larga y angosta vemos desde luego una caja llena de
trozos
de madera de construcción. Tienen la forma de cubos propios para
obras
de albañilería; cada uno de ellos tiene poco más o menos el sexto
del
tamaño de un cubo de piedra ordinario. La forma cúbica es la más bella
y
la más variada que pueda ofrecerse al poder creador despertado en el
niño.
Notamos también arena y serrín amontonado en un rincón de la sala, y
además,
un montón de musgo recién cogido por los mismos niños, en ocasión
de
su paseo matinal. En el momento en que penetramos en la sala, ha
llegado
la hora del recreo, y cada uno de los alumnos se dispone a
entregarse
a alguna ocupación, según su gusto o su aptitud particular. En
un
ángulo bastante oscuro de la sala vemos elevarse una pequeña capilla.
La
elección del lugar, la simplicidad del altar y de la cruz en que
remata,
atestiguan elocuentemente la inteligencia y el sentimiento del
joven
arquitecto: es obra de un niño de genio fácil y apacible. Más allá,
dos
chicos agarran una silla sobre la cual encastillan los mayores pedazos
de
madera que puedan conseguir: la silla figura una montaña desde cuya
cima
una fortaleza domina todo el valle. Veamos lo que acaba de ejecutar
este
otro niño, sentado muy pacíficamente junto a una mesa: un verde
cerrito,
en cuya vertiente se divisan las ruinas de un castillo. Más
lejos,
vemos aparecer en pocos instantes, una aldea entera. Pero he aquí
que
cada uno de ellos, habiendo concluido su obra, mira con curiosidad la
de
sus vecinos. De repente, un mismo pensamiento, un mismo deseo surge en
todas
partes, y cada cual exclama: «¿Porqué no reuniríamos todo esto?
Nuestras
diversas construcciones, no estando aisladas, formarían un
conjunto
magnífico.» Un instante ha bastado para hacer general este deseo
y
para realizarlo: al punto, caminos plantados de árboles ponen en
comunicación
el castillo con la aldea, la aldea con la fortaleza y ésta
con
la capilla; ocupando el espacio entre ellos praderas surcadas por
arroyos
(18).
Si
volvemos a observar a estos niños en el recreo siguiente, les
veremos
traducir su facultad creadora y sus sentimientos de otras y muy
diversas
maneras. Algunos hacen con barro un paisaje; otros, con naipes
construyen
casas provistas de puertas y ventanas, o convierten en
barquichuelas
unas cáscaras de nuez. El deseo de juntar sus diferentes
creaciones
es, de nuevo, tan pronto realizado como expresado. Traspórtase
la
casa sobre la colina, navega el botecillo por el pequeño lago que se ve
en
el extremo de la cañada, mientras que el mas joven de todos esos
muchachos
llega triunfante con un pastor y unos carneros y los sitúa en la
pradera
bañada por el lago.
Vamos
al campo. ¿Qué tumulto es ese? ¿Porqué esos gritos de alborozo?
Allí,
varios niños algo mayores que los que hemos visto poco ha, están
agrupados
junto a un arroyo: han abierto canales, construido presas,
puentes,
puertos, diques y molinos. Cada uno de ellos ha realizado su
idea,
sin preocuparse de la del vecino. Llegado el momento de gozar de
tales
obras, se presenta una gran dificultad: un buque navegando a toda
vela
por el canalito, ve su marcha impedida por las diferentes
construcciones
que le obstruyen el paso. Cada uno de los constructores
establece
y defiende su derecho contra las reclamaciones y exigencias del
vecino.
Turbóse la paz; la joven población se siente conmovida. ¿Que hacer
para
restablecer la armonía entre los muchachos? Propónese un tratado en
buena
y debida forma, que es aceptado unánimemente. Pónese en comunicación
unos
con otros los diversos trabajos, modificando algunos y hasta
sacrificando
unos cuantos a las necesidades generales. Lanzase de nuevo el
buque,
y esta vez llega sin obstáculo a la extremidad del canal.
De
esos juegos comenzados y concluidos con sagacidad, reflexión y
sentimiento,
es lícito deducir que los niños a quienes acabamos de ver
entregados
a ellos, son a esta hora alumnos estudiosos, concienzudos,
honrados,
aptos ya para muchos trabajos, y que serán un día hombres de
corazón
y de inteligencia, útiles a su familia y a la humanidad.
Importa
de una manera capital dejar al párvulo el cuidado especial de
un
pequeño jardín, que le pertenezca en propio. Es el medio mejor de
enseñarle
cómo las plantas se desarrollan simultáneamente según las leyes
que
les son particulares, cuáles son los cuidados que reclaman, y que
frutos
dan al cultivador en recompensa de sus afanes. Su deseo por ver
abrirse
las flores que ha sembrado, le excita a conocer la índole de los
cuidados
que ellas exigen, se identifica con ellas; su amor por ellas
crece
en proporción de las fatigas que le cuestan; le parece que sólo para
él
se desarrollan y florecen, y su corazón adquiere expansión como ellas.
A
falta de jardín, dad al muchacho a cuidar algunas plantas en cajas o
macetas.
No son necesarias las flores raras y rebuscadas; las plantas más
ordinarias,
como estén abundantemente provistas de hojas y de flores, no
le
proporcionarán menos gozo. El cultivo de las flores, no hay que
engañarse
en ello, ejerce una saludable influencia en la vida interior del
niño.
Además de los ventajosos resultados de que hemos hablado, esta
ocupación
le conduce insensiblemente al deseo de poseer nociones exactas
sobre
los seres vivientes y sobre la creación toda. Los escarabajos, las
mariposas,
los pájaros son al punto objeto de sus investigaciones, porque
son
ellos sobre todo los que más preferentemente se acercan a las
flores.
Lejos
están de ser irreprochables todos los juegos y todas las
ocupaciones
del niño; con frecuencia, por el contrario, revelan instintos
o
inclinaciones perversas. Verdad es que el juego infantil, en esta edad,
refleja,
en cierto modo, la vida interior del niño, y que por las
predilecciones
que indique con ocasión de sus recreos, puede uno
permitirse
juzgar lo que aquél será más tarde. En los juegos que exigen
más
actividad, no solamente la fuerza física recibe alimento vivificante,
sino
también la fuerza intelectual; y aún podría añadirse, que si bien se
considera,
es tal vez la inteligencia la que mayor y más real provecho
saca
de esta clase de juegos. ¿Cuál de nosotros, al aproximarse a un
círculo
de niños que juegan con toda libertad, no queda admirado del
espíritu
de justicia, de moderación, de verdad, de fidelidad y de rígida
imparcialidad
que reina entre ellos? Mediante un examen más minucioso
descubriremos
ahí la protección, la benevolencia, el apoyo a los débiles,
el
estímulo a los más tímidos y el germen de las virtudes sublimes del
valor,
la paciencia, la resolución, el sacrificio de sí mismo, que hacen
los
héroes y los santos.
El
niño, en cualquier lugar que se encuentre, sabe siempre asegurarse
un
espacio particular para jugar con sus camaradas, y estos juegos en
común
producen frutos utilísimos a la sociedad misma. Por ellos se
manifiesta
el sentimiento de la comunidad, de sus leyes y sus exigencias.
El
adolescente procura mirarse y sentirse a sí mismo en sus camaradas,
medirse
con ellos y reconocerse por ellos; así esos juegos influyen
inevitablemente
sobre la vida del hombre, despertando y alimentando en él
las
virtudes morales y cívicas.
Pero
a veces la estación u otras circunstancias impiden al muchacho,
libre
de los deberes domésticos o escolares, ejercer y desarrollar sus
fuerzas
al aire libre; conviene empero, a toda costa, que no permanezca
inactivo;
y en consecuencia, se le proporcionarán las ocupaciones manuales
que
la casa o la habitación permitan, se le empleará en trabajos
mecánicos,
en la confección de objetos de papel, cartón u otra cosa, con
el
fin -esto es lo importante- de fomentar siempre su actividad
física.
Sin
embargo, hay en el hombre cierta aspiración, cierto deseo, cierta
exigencia
del alma que no se satisface ni con las ocupaciones manuales, ni
con
el empleo de toda su actividad: otra cosa espera él de la educación.
El
presente, por rico que sea, no le basta. Por el hecho mismo de que el
presente
se revela a sus ojos, concibe una idea confusa de un pasado.
Quiere
conocer el principio anterior, la causa primitiva, de lo que
existe.
Desea escuchar la narración de los sucesos del pasado e iniciarse
en
los tiempos remotos. ¿Cuá1 de nosotros no se acuerda de las impresiones
que
ha experimentado a la vista de unas murallas antiguas, de una torre en
ruinas,
de una casa vieja, de una piedra tumularia o de una columna
erigida
sobre una altura? ¿Quién no se acuerda de haber sentido en su
adolescencia
el deseo vivísimo de oír relatar el origen, las vicisitudes,
en
una palabra, la historia de esos objetos que hablaban tan
elocuentemente
al alma? ¿Cuál de nosotros no ha sentido un vago deseo de
oír
a las ruinas mismas referirnos su historia? ¿Y quién mejor que los
padres
puede dar al niño esta satisfacción a propósito de seres y de cosas
que
le precedieron en la vida? El deseo de escuchar esta especie de
relatos,
desarrollando y fomentando la aspiración del niño a conocer todas
las
cosas, le aficiona a los narradores, y mas tarde a los historiadores.
Ese
deseo de la reproducción de las cosas por medio del relato, es tan
vivo
en el niño, que cuando no lo ve satisfacer por las personas que le
rodean,
se esfuerza por satisfacerlo él mismo en sus horas de recreo, y
particularmente
al anochecer, mediante los recursos de que su edad
dispone.
¿Quién no ha visto y notado con interés la manera cómo se
organiza
un círculo de muchachos, en torno de aquel de ellos a quien su
memoria
y su riqueza de imaginación ha designado naturalmente como el
narrador
de la pequeña banda? ¿Quién no se ha admirado de la atención
absorta
con que escuchan al narrador, cuando su relato responde a las
aspiraciones
íntimas y los sentimientos instintivos de su joven auditorio?
(19)
Pero
el presente en que vive el niño contiene muchas cosas que éste
procura
en balde explicarse. Desearía recibir las explicaciones que le
faltan,
por boca de esta reunión de cosas cuya existencia interior su alma
presiente.
De la dificultad, y a veces de la imposibilidad, de satisfacer
este
deseo del adolescente, nace en él la idea de esas fábulas y de esos
cuentos
de hadas que dan inteligencia y voz a los objetos mudos. Verdad es
que
la fábula los representa siempre dentro de los límites de las
condiciones
del hombre; al paso que los cuentos de hadas les dan una
extensión
superior a la de la mente humana. Hase podido observar muchas
veces
cuánto atractivo semejantes relatos, hallados en la misma
imaginación
del niño, que manifestaba así, sin comprenderlo, los
sentimientos
secretos de su alma, tenían para aquellos de sus camaradas
que
le escuchaban; porque el niño gusta de oír referir por otros lo que él
siente
en sí, lo que reside en él, y que él no podría expresar, por falta
de
palabras. El encanto y el gusto que penetran en el corazón del niño,
cuando
comienza a saborear el sentimiento del gozo y del placer, cuando
siente
en sí el despertar de la fuerza, cuando ve brillar la primavera,
todas
esas impresiones le hacen buscar palabras que tiene el dolor de no
encontrar.
Entonces, su impotencia por la palabra le inspira el canto.
¡Cuánto
gusta de cantar, el niño de esta edad! Cantando, se siente
realmente
vivir. ¿No es acaso el sentimiento de su fuerza creciente, el
que
arranca de su garganta esas canciones cuyo eco resuena en los montes y
en
los valles, al recorrerlos el adolescente con su pie
ligero?
El
deseo de conocerse es lo que hace muchas veces que se detenga el
niño
junto a un agua, clara y apacible: quiere ver reflejarse en ella el
ser
espiritual de su propia alma. El juego es para su alma, lo que son
para
él el agua del arroyo y la del mar, el aire puro y el horizonte
sereno
visto desde la cima de la montaña. El juego es asimismo para él
espejo
de la lucha que le aguarda en la vida, y para aguerrirse contra los
peligros
de esta lucha, busca ya, en los juegos de esta edad, los
obstáculos
y las dificultades.
De
ese afán del niño por el conocimiento de las cosas antiguas que le
enseñan
el pasado, de esa necesidad que le hace traducir por medio del
canto
las dulces y las fuertes impresiones que penetran su alma, deducimos
que
las manifestaciones externas del adolescente no son, en su mayor
parte,
más que el reflejo de los sentimientos y de las aspiraciones de su
ser
intelectual, de su vida interna. Sería de desear que los padres
tomasen
en consideración esas manifestaciones simbólicas; que hallasen en
ellas
un lazo nuevo y vivificante por el cual su vida fuese unida a la de
sus
hijos; en suma, que viesen en ellas en fin una trama de la vida nueva
entre
el presente y el porvenir de su existencia común.
He
ahí, en toda su integridad, la vida del joven de esta edad. Como
sea
hábilmente conducido y desarrollado según la ley divina, ese
presentimiento
de la pureza de la vida interior y exterior que en él se
revela;
como reciba el niño una educación apropiada a su índole y a su
ser,
correspondiendo a toda la belleza y plenitud de su vida, le veremos
ser
buen hijo, alumno activo y laborioso, camarada fraternal y generoso.
Pero
digamos también que, por desgracia, lo contrario sucede asaz
frecuentemente.
Toda educación que no haya tenido el principio y el fin
que
acabamos de indicar a la ligera, producirá sólo egoísmo, arrogancia,
molicie,
pereza física y moral, sensualidad y glotonería, vanidad y
presunción,
injusticia y envidia, los sentimientos contrarios a la piedad
filial
y la fraternidad, ligereza y frivolidad, aversión y alejamiento del
juego,
desobediencia, y en fin, el olvido de Dios. Si buscamos la fuente
de
todos esos tristes defectos y de tantos otros aún que se manifiestan en
la
vida del niño, la encontraremos en la inteligencia por el
desenvolvimiento
de las diversas partes del ser original del hombre, y
luego
en la desgracia que se tuvo, en los primeros grados de su
desarrollo,
de apartar de su camino natural sus facultades, sus fuerzas y
sus
aspiraciones, impidiendo su pleno perfeccionamiento.
Toda
la predisposición del hombre a los defectos y los vicios
proviene
casi siempre de la falsa dirección dada a las dos condiciones
especiales
del hombre, a su índole y a su ser. Está en la esencia del
hombre
el poseer la buena cualidad opuesta a su defecto; pero aquélla está
muchas
veces comprimida, fuera de su sitio, o en otros términos, mal
comprendida
y mal dirigida. El único e infalible medio de evitar o
destruir
toda propensión a los defectos, a la maldad, al vicio, estriba en
buscar
y encontrar el lado del hombre originalmente bueno, en cuya
perturbación
tal o cual defecto ha podido tomar origen, y una vez
encontrado,
aplicarle los remedios propios para una completa curación.
Conviene
también, para alejar esa propensión al mal, que el hombre la
combata
con tesón, que sepa vencer los malos hábitos, sin echar jamas la
culpa
al mal supuesto original en su ser. El hombre ama instintivamente el
bien
y lo prefiere al mal, tan luego como alcanza a distinguir el uno del
otro.
Es
incontestable que si vemos hoy día tan poca piedad filial, tan
poca
benevolencia general, tan poca fraternidad y religión, y, en cambio,
tanto
egoísmo, tanta malevolencia y rudeza de carácter en el joven, esto
se
debe a la incuria de los padres, quienes no despiertan y cultivan desde
temprano
el sentimiento de comunión entre ellos y sus hijos.
Si
se quieren reconquistar esos sentimientos de piedad filial y
fraternal,
esa generosidad, ese precioso espíritu de sostén entre
camaradas
y condiscípulos, espíritu cuya ausencia tan amargamente se
deplora
en las familias, adquiérase de nuevo y cultívese, pero con el
mayor
cuidado y con precauciones extremas, el sentimiento íntimo de
comunión,
dado el caso de que aún exista en el niño.
Otro
manantial de defectos en el niño es la precipitación, la
inatención,
la ligereza, en una palabra, la imprudencia con que obramos
para
con él, citando le representamos como verdaderas faltas las
consecuencias,
enojosas en verdad, de ciertos actos a los que le había
llevado
esa disposición natural a emplear todas las cosas en provecho de
su
actividad. De este modo confundimos con una acción que, por falta de
experiencia,
los inevitables resultados de esa acción. Así fue que un día
cierto
niño, a quien no le animaba ningún sentimiento malo, hallaba gran
placer
en esparcir yeso molido sobre la peluca de un tío suyo a quien
amaba
tiernamente. ¿Era esto reprensible? Evidentemente que no, pues él
ignoraba
que la cal pudiese perjudicar los cabellos de la peluca. Otro
niño,
habiendo hallado en un gran vaso lleno de agua platos de porcelana
hondos
y redondos, descubrió por casualidad que esos platos, al dejarlos
caer,
vueltos hacia abajo, sobre la superficie del agua, producían un
sonido
más o menos fuerte, según la mayor o menor rapidez del movimiento
que
él les imprimía. Ese descubrimiento le gustó; repitió varias veces el
experimento,
confiando en que la cantidad de agua contenida en el vaso era
bastante
a evitar cualquier percance. La cosa anduvo bien durante algún
tiempo;
el niño notó pronto que el efecto producido por el plato, al caer
en
el agua, aumentaba en proporción de la altura a que lo soltaba; mas,
¡ay!
el plato, lanzado esta vez con violencia, dio horizontalmente sobre
la
superficie del agua, y el aire, fuertemente comprimido entre el hueco
del
plato y el líquido, sin poder escaparse por ningún lado, imprimió al
plato
un choque tal que lo rompió en dos partes iguales. El joven físico,
que
se instruía de tal suerte por su propia experiencia, quedó estupefacto
a
la vista del resultado, no menos triste que inesperado, de tan divertido
juego.
Igual falta de prudencia observamos en todas las manifestaciones,
tan
numerosas y tan diversas, de la vida interna del niño. Citaremos el
caso
de otro niño que, con ánimo resuelto de dar en el blanco, arrojaba
piedras
en dirección de una pequeña ventana de la casa vecina, sin
reflexionar
que, a lograr su intento, rompería infaliblemente el vidrio,
como
en efecto aconteció. El niño entonces quedó como petrificado a la
vista
de su mala acción. Otro niño, de buena índole, que amaba las palomas
y
las cuidaba gustoso, concibió un día la idea de apuntar sobre las del
corral
de la casa vecina, sin pensar, por cierto, que si la bala tocaba
una
de ellas, la mataría necesariamente, y toda una nidada de avecillas
quedarían
así privadas de los cuidados de una madre. Disparó; cayó muerta
una
paloma hembra, desuniendo una hermosa pareja y privando muchas
palomitas
de la madre que las calentaba y nutría.
Con
mucha frecuencia, no hay que negarlo, es el hombre, el maestro
mismo
quien ha hecho malo y vicioso al niño, atribuyéndole una intención
perversa
en actos cuyas consecuencias fueron deplorables, pero que no
había
cometido sino por ignorancia de su verdadero alcance, por ligereza,
irreflexión
o falta de criterio. Por desgracia, los maestros sin
indulgencia
no ven en los niños sino unos diablillos maliciosos e
indiscretos,
propensos a entregarse a todos aquellos actos reprensibles
que,
a los ojos de hombres más prudentes, no pasan de ser bromas llevadas
un
tanto al extremo, por la única, si bien imperiosa, necesidad de
divertirse.
Este
inútil o injusto rigor de los maestros con respecto al niño, es
tanto
más lamentable, cuanto que le sugiere ideas tristes y le inspira el
mal,
haciéndolo así malo de hecho, ya que no de voluntad, aniquilándolo
intelectualmente,
y frustrándole en su vida interior, la única cosa por la
cual
reconoce él que no posee la vida ni de sí ni por sí, y que no puede
dársela
a sí mismo.
Otros
niños parecen a primera vista tener grandes defectos. Tales
defectos
son simplemente hijos de su ignorancia de las relaciones
exteriores
de la vida, y no quitan a los niños el vivo deseo de ser buenos
y
virtuosos. Éstos, por desgracia, se hallan expuestos a caer en la
maldad,
precisamente porque no se habrá reconocido en ellos, antes bien se
les
habrá negado, esa tendencia que, bien dirigida, hubiera hecho de ellos
hombres
virtuosos a carta cabal. Con frecuencia los niños son castigados
por
faltas que sus padres o maestros les inspiraron, o que las mismas
reprimendas
o los castigos les llevaron a cometer.
Hemos
dicho ya, que todo lo que el hombre hace en esta época de su
vida,
lleva un sentido profundo y reviste un carácter general. El niño
busca
la unidad en cada ser y en cada cosa; quiere verse reflejado a sí
mismo
en todas las cosas y por medio de todas las cosas. Un deseo,
inexplicable
para él, le empuja sobre todo hacia las cosas de la
naturaleza
que se ocultan a sus miradas; porque un presentimiento secreto
le
advierte que aquello que es capaz de satisfacer a su alma, no se
muestra
ni abierta ni siquiera exteriormente, sino que él debe buscarlo,
descubrirlo
y sacarlo a la luz. Como este deseo quede desatendido en su
origen,
se desvanece al punto en el niño el afán que le hubiera llevado a
descubrir
y a conservar por sí propio el alimento que su alma solicitaba;
pues
el niño, por débil y por inconsciente que sea, aun en medio de todas
sus
aspiraciones, presiente en todas las cosas la unidad que es el
principio
necesario de ellas: en una palabra, presiente a Dios. Pero no a
Dios
tal como se lo representa un espíritu puramente humano, sino tal como
lo
presiente su corazón, su alma, tal como lo reconoce, en tanto que
verdad,
tal como quiere adorarlo. Llegado a la edad madura, el hombre
experimentará
todavía cierta satisfacción al confesarse que presintió
vagamente
a Dios, y que supo encontrarlo, si bien después de haberse
encontrado
a sí mismo.
Tales
son las manifestaciones espontáneas de la vida del niño, en la
edad
en que él empieza a asistir a la escuela. Mas ¿qué se entiende por
escuela?
-
IV -
La
escuela
La
escuela tiene por objeto dar a conocer al joven la esencia, el
interior
de las cosas, y la relación que tienen entre sí, con el hombre y
con
el alumno, a fin de mostrarle el principio vivificador de todas las
cosas
y su relación con Dios. El fin de la enseñanza está en referir a
Dios
la unidad y las diversas condiciones de todas las cosas, para que el
hombre
pueda obrar en la vida según las leyes de Dios. El camino para
llegar
a esto, es la enseñanza o la instrucción.
La
escuela, la enseñanza, presenta al alumno una especie de similitud
entre
el mundo exterior y él mismo, aparecido en este mundo, y sin embargo
le
muestra el mundo como cosa que le es perfectamente, opuesta, extraña y
en
completo contraste con él. Más adelante, la escuela lo hará distinguir
las
relaciones individuales de las cosas entre ellas, y le demostrará la
comunidad
intelectual de las mismas. El alumno será llevado, por el
conocimiento
de las cosas, a comprender su valor intelectual. De esta
suerte,
llega el niño a penetrar el interior de las cosas por medio de su
aspecto
exterior, acto que corresponde con el de su salida de la casa
paterna
para ingresar en la escuela. No damos a esta enseñanza el dictado
de
escuela por la sola razón de que disponga al niño a apropiarse una
cantidad
mayor o menor de cosas exteriormente variadas, sino porque esta
enseñanza
es el soplo intelectual que anima todas las cosas a los ojos del
hombre.
Que
todos aquellos a quienes incumben la conducta, la dirección y el
establecimiento
de las escuelas, reflexionen bien sobre esta verdad, y
hagan
prácticamente de la misma todo el caso que merece.
La
escuela debe tener una noción real de sí propia, un exacto
conocimiento
del mundo exterior y del niño; debe poseer el conocimiento
del
ser de uno y otro, a fin de operar la unión entre ambos; debe poder
ofrecerse
como árbitro entre ambos, dar a cada uno de ellos el lenguaje,
el
modo de expresión y la inteligencia recíproca. La acción de la escuela
es
capital, y su resultado, mayor. He ahí porqué quien profesa este arte
superior,
es apellidado maestro, y como enseña al joven la manera de
hallar
la unidad que reina en todas las cosas, se le apellida maestro de
escuela.
La
aspiración hacia ese conocimiento del interior de las cosas, la
fe,
la confianza que deposita el alumno en el maestro que debe
suministrarle
ese conocimiento, forman desde luego un lazo invisible, mas
dichoso,
entre ellos. El presentimiento, la fe, la esperanza que en otro
tiempo
unían al niño a su maestro, eran el poderoso medio de que los
antiguos
maestros de escuela se servían para responder a las exigencias de
la
vida interior del niño. Obtenían así de sus alumnos mucho más de lo que
obtienen
hoy sus sucesores, los cuales, haciendo aprender a sus discípulos
buena
cantidad de cosas, olvidan mostrárselas en su unidad intelectual e
interna.
No
se nos arguya que, si la escuela tiene realmente un fin tan
elevado
y tan noble, si su importancia consiste sobre todo en ser la
imagen
de lo intelectual y de lo interior de las cosas, no se nos arguya,
repetimos,
que su aspecto exterior lo revela poco, ostensiblemente, ya
cuando
el sastre, convertido en maestro de escuela, se sienta sobre la
mesa
como sobre un trono, mientras sus alumnos, en torno suyo, recitan o
cantan
el alfabeto, ya citando el leñador, retirado en el seno de su
ahumada
choza, explica lecciones a los niños (20). ¿Qué importa la
simplicidad
o la vulgaridad del escenario? ¿No hay, por ventura, en esta
sombría
cabaña del leñador, en esta modesta vivienda del sastre, un soplo
que
la anima y la vivifica? ¡Ah sí! ¿Pues cómo explicarse de otro modo que
al
ciego le sea dado indicar el camino al paralítico, y al cojo restituir
al
doliente el uso de sus piernas? Ese soplo es el presentimiento, la fe,
la
esperanza del niño que aguarda del maestro de escuela el medio de unir
íntimamente
lo que exteriormente está separado, el medio de infundir la
vida
a cosas que parecen privadas de ella, el medio, en fin, de dar a todo
lo
que existe una determinación verdadera.
Por
vago a oscuro que sea ese presentimiento, sólo por medio del
mismo
puede eficazmente influir el maestro de escuela sobre el espíritu
del
alumno; ese presentimiento es el soplo de aire vivificador que cambia
en
alimentos sustanciales para la mente y el corazón del alumno, las
piedras
mismas que su maestro le dé como alimento, y este soplo
vivificador
anima hasta los muros sombríos y ahumados del local de la
escuela,
y hace que ésta sea estimada por el alumno.
El
espíritu de la escuela, el soplo que la anima no viene de fuera.
Por
materialmente ventiladas que estén las escuelas, no lo están
verdaderamente
sino mientras reina en ellas la vida intelectual, el soplo
real
de la vida. Los locales espaciosos, y ventilados son ciertamente
preciosos
a los ojos del maestro y de los alumnos; pero estas condiciones
no
bastan; conviene, como acabamos de decir, que, las clases estén
intelectualmente
vivificadas y aireadas.
Esas
disposiciones del niño para con el maestro disponen a la
ejecución
de obras capitales en la escuela tal como acabamos de delinearla
porque
el niño entra en ella, persuadido de que va a aprender allí cosas
que
no podrá aprender en otro sitio, y de que allí recibirá los alimentos,
que
excitarán y satisfarán más y más en él el hambre y la sed
intelectuales.
La
fe en su institutor, hace que el alumno halle en el lenguaje y en
la
enseñanza de éste el sentido intelectual, que no siempre es fácil
encontrar;
la facultad digestiva de la inteligencia del niño, bien
ejercida
y desarrollada, le llevará asimismo a hallar un elemento
nutritivo
hasta en los trozos de madera o en las aristas de paja
presentadas
a su observación. Así, pues, si a los ojos de este niño
animado
por la fe y la confianza, el sastre, el leñador o el tejedor
desaparecen
para no ser sino el maestro de escuela, ¿qué prestigio no
ejercerán
sobre él el pedagogo de la aldea y los de las ciudades?
Interróguese
un buen alumno y pregrúntese qué sentimiento
experimentaba
al entrar en la escuela: sin duda que se le antojaba
penetrar
en un mundo intelectual, superior a aquel en que poco antes
vivía.
Si tal no fuera, ¿cómo nos explicaríamos que a veces un niño
recientemente
ingresado en la escuela, pudiese consagrar más de un cuarto
de
hora diario, durante una semana entera, a meditar sin fatiga ni pena
sobre
el profundo sentido de un texto de sermón oído en el oficio del
domingo?
¿Y cómo acontecería que uno de esos cánticos que hablan tan alto
a
la imaginación del alumno, cantado diariamente por él en la escuela,
reapareciese
más tarde a su memoria en medio de las pruebas y de las
tempestades
de la vida, y se ofreciese al niño como una tabla de salvación
en
el naufragio?
No
se nos replique con la malicia o la maldad del alumno, que
precisamente
a causa de la acción, de la potencia intelectual y superior
de
la escuela, del fin a que ella aspira, y a causa del alimento que ella
prodiga,
se siente el niño más libre de espíritu y de cuerpo. El buen
alumno
no es ni obstinado, ni perezoso, sino dispuesto y activo. He ahí
porqué,
confiando en sus alegres disposiciones, suele proceder sin
sospechar
las enojosas consecuencias que puede tener, para los objetos
exteriores,
la libertad que concede a los arranques de su alma.
No
es cierto que la potencia humana que obra interiormente, animando
y
uniendo todas las cosas (potencia intensiva), se acreciente con los años
y
con la formación del hombre; esta fuerza decrece, mientras que se acrece
la
potencia que se extiende a fuera y crea la variedad de las formas
(potencia
extensiva).
Por
desgracia, el sentimiento y la noción que el hombre tiene de esta
última
fuerza, destruye en él fácil y frecuentemente el conocimiento de la
primera.
Resulta de ahí una especie de confusión entre esas dos fuerzas en
el
ser y sus manifestaciones, que conduce a grandes errores en la escuela,
así
como en la dirección dada al niño, y arrebata a la vida su verdadero
principio.
La
fuerza interna que obra en el niño, produce tan poca cosa, por la
misma
razón de que confiamos demasiado poco en ella: por el mero hecho de
no
usar esta fuerza, se la deprime o se la reduce a la nada. A veces
también,
tratamos como baladí esa fuerza interior surgida en el niño;
obramos
con ella como obraríamos con el imán que colocásemos o
suspendiésemos
sin hacerle llevar ni sostener nada, o de cuyas propiedades
nos
sirviésemos para juegos insignificantes. En ambos casos, la fuerza de
este
imán se amenguaría o se perdería; o si más tarde reapareciese, sería
para
quedar sin efecto: así también el niño en el cual se abandone la
potencia
interior, no se nos aparecerá sino como un enfermo moral, desde
el
momento en que queramos hacer soportar algún peso a su
inteligencia.
Para
juzgar bien la importancia de esta potencia vivificadora en el
niño,
no olvidemos la frase de un famoso alemán: «Hay mayordistancia de un
niño
de pecho a un niño que habla, que de un alumno a un
Newton.»
Si
la distancia que debe salvarse entre el grado del niño y el del
alumno,
es aún mayor, dedúcese de ahí que la fuerza en este último debe
ser
también relativamente mayor. Más adelante, la atención que consagramos
a
la extensión, a la diversidad, al conocimiento del hombre que crea,
formula
y produce (su extensividad), debilita y disipa poco a poco la
impresión
que sentimos desde luego observando la unidad, la animación
interna
(intensividad) de la potencia humana.
La
escuela está, pues, constituida, no lo olvidemos jamás, por este
espíritu
vivificador que establece la unión entre las cosas individuales,
y
anima la individualidad no menos que la totalidad. La separación o el
desmembramiento
de las cosas individuales en sí mismas, es opuesta a la
escuela
bien entendida (21).
Por
causa de ser esta verdad tan frecuentemente olvidada o
desconocida,
tenemos hoy día tantos profesores y tan escasos maestros de
escuela,
tantas disposiciones para la instrucción y tan escasa disposición
para
la escuela.
Por
no explicarse nadie, claramente lo que es el soplo vivificador
que
anima la escuela, nadie se inclina ni a conocer ni a apreciar el
maestro
de escuela, tan digno de estimación, a pesar de la simplicidad de
sus
atribuciones, y cuyo tipo primitivo y verdadero se ve desaparecer de
día
en día.
Aquí
hallamos de nuevo la confirmación de lo que tantas veces
observamos
en la vida, es decir, que el más noble y más precioso bien está
perdido
para el hombre cuando él ignora lo que posee. La aspiración, la
esperanza
y la fe del niño le dan ciertamente a comprender el valor de la
escuela;
pero la conciencia que de ella tiene el niño, su penetración y su
espontaneidad
son susceptibles de manifestarse entera y completamente;
porque
está destinado a obrar y a manifestarse siempre con conciencia,
libertad
y espontaneidad.
Más
adelante se verá lo que debe ser la escuela con relación a la
enseñanza,
y cómo aquélla debe instruir al alumno acerca del objeto mismo;
cualquier
otra enseñanza sería estéril, y carecería de toda acción sobre
el
espíritu y sobre el corazón del niño.
Creemos
que lo que precede responde suficientemente a las cuestiones:
¿Convienen
las escuelas? ¿Porqué convienen las escuelas? ¿Qué conviene que
las
escuelas sean?
Por
medio de la escuela llegaremos a ser hombres pensadores,
conscientes
y razonables, obrando con inteligencia, manifestando por el
empleo
de nuestra fuerza interior, don de Dios, la acción divina que en
nosotros
reside; no olvidaremos que todo lo que es terrestre tiene también
derechos
incuestionables; creeremos en sabiduría y en razón por las cosas
humanas
y divinas, ante los hombres y ante Dios; nos acordaremos de que
debemos
siempre vivir en unión con Aquel que es nuestro Padre, de que
nosotros
y todas las cosas terrestres somos un templo del Dios viviente, y
de
que debemos llegar a ser perfectos como nuestro Padre que está en los
Cielos.
A tal objeto debe conducirnos la escuela; tal es su razón de
ser.
¿Qué
enseñará la escuela? ¿En qué se instruirá el niño? Estas
cuestiones
deben ser resueltas aquí bajo el simple punto de vista de los
conocimientos
que exige el niño, llegado a este grado, conocimientos
exigidos
por todas las manifestaciones mismas del hombre en tanto que
muchacho.
Veamos en qué consisten estos conocimientos.
El
niño, llegado a joven, muestra ostensiblemente la viva convicción
de
llevar en sí un ser intelectual que le es propio, y revela el vago
presentimiento
de que posee el origen y las condiciones de ese ser
procedente
y dependiente de un ser mucho más elevado, del cual proceden y
dependen
todas las cosas. Toda la vida del joven revela el sentimiento que
aquél
posee de ese soplo vivificador, que anima todas las cosas y las
envuelve
invisiblemente, a la manera que el agua rodea al pescado, y el
aire
rodea al hombre y a todo lo creado. El joven alumno se nos aparece
como
presintiendo su ser espiritual, como presintiendo a Dios y el ser de
todas
las cosas; se nos aparece con el deseo de profundizar y explicarse
más
y más estos presentimientos. Llega al mundo exterior, que le es
opuesto,
con el deseo y la fe de que un espíritu intelectual parecido a
aquel
que él siente en sí, tiene dominio también sobre el mundo exterior.
Quiere
que este mundo exterior esté convencido de ello como lo está él
mismo,
y siente, al deseo, sin cesar renaciente, de conocer, para
apropiárselo,
al espíritu que lo vivifica todo. El mundo exterior aparece
al
joven bajo un doble punto de vista: desde luego, como producido y
ordenado
por la potencia del hombre, por la voluntad del hombre y con
arreglo
a un modelo humano; después, como producido y ordenado por la
omnipotencia
que opera en la naturaleza.
Entre
el mundo exterior formulado por un cuerpo, y el mundo
intelectual,
-el mundo interior, el del alma,- aparece la palabra que,
después
de haber parecido al niño como constituyendo una sola cosa con
esos
dos mundos, se ha separado de ellos más tarde, para quedar siendo el
lazo
que los une.
Así
el alma, la naturaleza, y la palabra que enlaza la una con la
otra,
son los polos de la vida del joven, como fueron, según el testimonio
de
los libros sagrados, los polos del género humano en el primer grado de
su
madurez. Considerándolos de esta suerte, la enseñanza de la escuela
conducirá
desde luego al niño al conocimiento de sí propio en todas sus
condiciones,
y después al conocimiento exterior que proviene del espíritu
de
Dios y no subsiste sino merced a este mismo espíritu. Gracias a la
enseñanza
de la escuela, el niño aprenderá a vivir de una manera armónica
con
ese conocimiento triple, aunque uno en sí mismo, que debe llevarle del
deseo
a la voluntad decidida de cumplir su vocación, y guiarle así hacia
toda
la perfección compatible con su vida terrestre.
-
V -
La
religión
Al
deseo que alimenta el hombre de elevar su ser intelectual hasta el
conocimiento
de Dios, para establecer con este Ser supremo una unión
consciente
y relacionar con él todas las acciones de su vida, se le llama
Religión.
La
Religión es la vida, la fijeza dada a ese presentimiento del
hombre,
de que el ser intelectual de su alma, de su espíritu, de sus
sentimientos,
proviene de Dios; es la proclamación de las propiedades del
alma,
del espíritu y de los sentimientos del hombre creado por Dios; es la
proclamación
del ser de Dios y la de la acción de Dios en el hombre; la
proclamación
de las relaciones de Dios para con los hombres tal como se
manifiestan
en el alma de cada cual, tal como se revelan en la vida y en
la
historia del desarrollo de la humanidad, tal en fin como nos las
muestra
la Sagrada Escritura; es el conocimiento de los deberes del
hombre,
y de la obligación que le es impuesta de manifestar el origen
divino
de donde procede; es la facultad concedida a todo individuo de
realizar
el deseo, que le es natural, de vivir en relación con Dios, y de
reencender
este deseo, cuando se lo dejó apagar en el alma.
Para
que surta tan buenos efectos y tenga una acción tan efectiva en
la
vida la enseñanza religiosa, cuya importancia supera la de todas las
ciencias,
conviene necesariamente que encuentre en el alma humana ese
instinto
religioso, indeterminado, vago e inconsciente, que es el
principio
de todo positivo sentimiento religioso. Si fuese posible hallar
a
un hombre desprovisto del sentimiento de religión, fuera imposible
insinuar
la Religión en su corazón. Medítenlo bien esos padres insensatos
que
dejan llegar a sus hijos a la edad de alumno, sin haber proporcionado
el
menor alimento a sus aspiraciones religiosas.
Si
el hombre reconoce claramente que su ser intelectual procede de
Dios,
que originalmente estuvo unido a Dios, y que por esta causa, depende
siempre
de Dios; si se reconoce el hombre en comunidad con Dios; si de
esta
dependencia necesaria y de esta comunión en la cual él se siente ante
Dios,
deduce que este primer Ser debe necesariamente constituir el fin de
todas
sus acciones, del mismo modo que constituye el origen de su paz
interna,
de sus goces y de su felicidad y es el autor de su existencia; si
reconoce
verdaderamente a Dios por padre; si se reconoce hijo de Dios, y
si
conforma toda su vida con arreglo a este origen, entonces posee
realmente
la religión de Cristo, la religión de Jesús.
La
religión cristiana, la religión de Cristo, es el eterno testimonio
de
la verdad de las palabras de Jesús, testimonio de la verdad que
proclama
a Jesús, y se apodera por entero del hombre aplicado que la
busca.
No bien este la abraza, siente que sólo ella puede elevarle al
conocimiento
del ser individual, no sólo del hombre, sino de toda
criatura;
que sólo ella puede hacerle descubrir el infinito en lo finito,
lo
eterno en lo temporal, lo celeste en lo terrestre, la vida en la
muerte,
la acción de Dios en la humanidad y en la naturaleza, y revelarle,
en
fin, que el ser único, eterno, viviente, Dios, debe ser necesariamente
trinitario.
Con efecto, la religión de Jesús publica a Dios en su unidad
como
creador, conservador, soberano y padre de todas las cosas; publica al
ser
completo y perfecto provenido de su propio ser, a su Hijo encarnado y
único,
Jesucristo; publica que Dios se manifiesta diversamente en todo lo
que
aparece, en todo lo que es y obra, y que el espíritu de cada cosa, en
tanto
que espíritu y vida, emana del espíritu de Dios, del Dios único y
vivo.
Y por lo mismo que decimos, dando a estas palabras una significación
intelectual
profunda, que el espíritu de paz, de orden, de gozo y de
pureza
de tal o cual familia se revela en el menor de sus miembros, como
en
la familia entera, que el espíritu del padre se manifiesta en todos sus
hijos
y en toda su familia; por lo mismo que decimos con verdad que el
espíritu
del artista se manifiesta en todas sus obras, como en cada una de
sus
menores partes, así también decimos, con un sentimiento de convicción
profunda,
que el espíritu de Dios se revela a nosotros por testimonios
vivos.
La
religión de Cristo es la única que conduce no sólo al conocimiento
del
hombre, sino también al de todos los seres individuales creados por
Dios,
dando a comprender al hombre la vocación y el fin de los seres y de
las
cosas.
Cada
ser individual, para llegar a la meta de su destino, debe
necesariamente
manifestarse también de una manera trinitaria, manifestarse
en
la unidad y por la unidad, en la individualidad y por la
individualidad,
en la multiplicidad y por la multiplicidad.
Tal
verdad es la única base del conocimiento de todas las cosas, la
única
piedra de toque de toda acción, la base de toda enseñanza. Merced a
su
conocimiento y a su penetración, la naturaleza es verdaderamente
reconocida
por lo que ella es, el libro de Dios, la manifestación de
Dios.
Merced
al conocimiento de esta verdad, el elemento humano, el
lenguaje,
toda instrucción y toda enseñanza, toda ciencia y todo saber
reciben
su verdadera significación, su verdadera vida; la vida se presenta
como
unidad, todos sus aspectos, todas sus tendencias, todas sus
manifestaciones
reconócense como procedentes de una misma causa y
encaminadas
a un mismo fin; la educación del hombre recibe todo su precio;
se
asegura al hombre la luz de la vida y, en caso necesario, el consuelo,
el
socorro, el apoyo; en fin, desígnase claramente a la existencia un
origen
y un objetivo.
He
ahí también porqué esta verdad de la manifestación trinitaria de
un
Dios único a la cual la religión cristiana conduce al hombre en
espíritu
y en verdad, es la base, la piedra angular de la religión que los
hombres
de todas las zonas vagamente han presentido.
Cada
hombre creado por Dios, como conservado que está por Dios, debe
elevarse
hasta la religión de Jesús, hasta la religión cristiana. Por esta
razón
las escuelas deben elegir, entre todas, la religión de Cristo,
enseñarla
y propagarla sobre toda la tierra, y conformar con ella toda la
enseñanza.
-
VI -
Importancia
de los estudios artísticos
La
naturaleza realiza lo que la Religión dice y revela. La naturaleza
confirma
lo que la contemplación de Dios nos enseña. Porque la naturaleza,
como
todo lo que existe, muestra y divulga a Dios. Toda existencia tiene
en
Dios su principio y la causa de su admiración. Cada cosa, si tiene su
principio
en Dios, es por esta razón una unidad, como Dios es unidad en sí
mismo,
y cada cosa, por ser unidad, revela que su ser es una unidad
trinitaria.
Esta verdad es la base de toda contemplación, de todo
conocimiento,
de toda penetración de la naturaleza. El hombre la conoce
más
o menos, según que esté más o menos penetrado de la verdad que es la
potencia
divina que vive y opera en todas las cosas, y que cada cosa esté
sometida,
como él, al espíritu de Dios, pues en este espíritu halla toda
la
naturaleza su existencia y su subsistencia, y por sólo este espíritu
está
el hombre en estado de descubrir el ser procedente del espíritu de
Dios
en la más pequeña de las manifestaciones, como en la suma total de
todas
las manifestaciones de la naturaleza.
El
hombre comprenderá la relación de la naturaleza con Dios, desde el
instante
en que considere la relación intelectual e íntima existente entre
una
obra de arte y el artista que la ha producido. El espíritu y la vida
que
crecen y se manifiestan, deben inevitablemente impregnar sus obras de
su
ser, e imprimir su sello a todas las partes de sus creaciones.
Necesariamente,
ninguna cosa puede aparecer, hacerse visible, ni ver la
luz,
sin llevar en sí misma la expresión del espíritu, de la vida y del
ser
de donde proviene. Esta observación es igualmente aplicable a todas
las
obras del hombre, a las del mayor artista, como a las del más simple
obrero,
a la obra material o intelectual, a la obra producida por la más
elevada
o por la más débil de las potencias humanas, como se aplica
también
a las obras de Dios, que son la naturaleza y la creación de todo
ser
y de toda cosa.
Por
medio de las obras de arte sobre todo, puede reconocerse en todo
hombre
individual que las produce la potencia del sentimiento y del
pensamiento,
las leyes humanas y su grado de perfeccionamiento, a la
manera
que el espíritu creador de Dios no puede reconocerse y admirarse
sino
por medio de sus obras. No nos aplicamos nosotros bastante al estudio
de
las obras de arte que crean los hombres, y he ahí lo que nos hace
difícil
el estudio de las obras de Dios. No nos damos cuenta de la
relación
intelectual o íntima que existe entre las obras de arte y el
artista;
las consideramos sólo bajo su aspecto material; no vemos que,
cuando
se trata de obras de arte verdaderamente dignas de este nombre, no
son
ellas máscaras huecas, embriones del arte, sino manifestaciones
íntimas
y particulares del artista. Vemos con ojos igualmente fríos e
indiferentes
las maravillas del arte y las de la naturaleza, porque no
comprendemos
el espíritu que anima las unas y las otras.
Así,
pues, como la obra del hombre -la obra del artista- lleva en sí
misma
el espíritu, el carácter, la vida de aquel que la ha hecho, sin que
exista,
no obstante, con detrimento del ser de su autor, que la misma,
lejos
de disminuirlo o debilitarlo, realza, así también el ser y el
espíritu
de Dios, aunque fuente de todas las existencias y sola causa de
su
duración y de su desarrollo, quedan siendo siempre el ser, el espíritu
poderoso,
indivisible o inalterable.
Lo
mismo que en toda obra humana, en toda obra de arte, no se
encuentra
parte alguna material del espíritu humano del artista, que vive,
habla
y respira en ella, en tanto que vivifica, anima y hace hablar las
obras
que sucesivamente crea, sin perjuicio para su espíritu y para su
ser,
así también el espíritu de Dios se mantiene intacto en la naturaleza.
El
espíritu de Dios reposa, obra y se revela en la naturaleza a la cual él
se
comunica y por la cual él se formula. La naturaleza, sin embargo, no es
el
cuerpo de Dios. El espíritu que reside en la obra de arte, el espíritu
al
cual ésta debe la existencia, es el espíritu también indiviso del
artista;
y este espíritu, que vive y opera espontáneamente en la obra de
arte,
queda siempre siendo únicamente el espíritu del artista. Lo propio
puede
decirse con respecto al espíritu de Dios vivo e influyente en la
naturaleza.
La
naturaleza no es el cuerpo de Dios, ni tampoco es para Dios una
vivienda;
el solo espíritu de Dios habita la naturaleza, la lleva, la
sostiene
y la conserva. El espíritu del artista, el espíritu humano ¿no
habita,
no lleva, no sostiene, no conserva y no cuida también, las obras
del
artista? El espíritu del artista, después de haber animado una masa de
mármol,
un frágil pedazo de tela, o la fugitiva palabra que se desvanece
apenas
formulada, dándoles por el tono, la palabra o la forma una especie
de
inmortalidad terrestre, ¿no prodiga también a sus obras los mas
minuciosos
cuidados? ¿No los ampara con toda su protección y con todo su
amor?
¿Qué hombre podría desconocer el espíritu elevado y poderoso que
anima
las obras de arte, y no comparar su muda plegaria con la que se lee
en
los ojos del débil niño que reclama protección para su debilidad?
Simples
obras son del espíritu humano; y sin embargo el espíritu que las
produce,
las protege y las cuida también, cualesquiera que sean el tiempo
y
el espacio que las separen de su autor.
El
artista trata su obra, no como una obra mecánica en la cual su
pensamiento
tiene una pequeña parte, sino como obra que él anima
verdaderamente
con su espíritu, como obraría un padre que, al separarse de
un
hijo querido, le da esa bendición paternal que debe protegerle y
sostenerle
en el camino. Un gran artista no mira con indiferencia al
comprador
de su obra, ni tampoco son indiferentes a un buen padre los
compañeros
de viaje de su hijo; y como este padre, el artista lanza
confiadamente
su creación al mundo, porque su espíritu y su corazón la
acompañan.
Su carácter vive y se mueve en las menores partes de su obra,
en
cada una de sus líneas y en todo su conjunto. Espera que su espíritu y
su
carácter que él observa en esta obra, la protegerán y la harán topar
con
hombres que reciban en su vida propia la vida con que él la animó. La
obra
de arte es independiente del hombre, no contiene de éste ni la más
mínima
parte de su cuerpo, ni la menor gota de su sangre, y sin embargo,
el
hombre la adopta, la conserva y la protege como una parte de sí mismo:
aleja
o trata de alejar de ella, para el porvenir, todo lo que pudiera
perjudicarla.
Si el hombre está en su obra, y se siente identificado con
ella,
tanto más Dios cuida y sostiene la naturaleza, y separa de ella todo
lo
que pudiera serie nocivo; porque Dios es Dios, y el hombre no es más
que
hombre. El artista, cualquiera que sea, como permanece independiente
de
su obra, no dejaría de subsistir si sucediese que todas sus obras
fuesen
destruidas; lo propio sucedería con Dios, si toda la naturaleza se
extinguiese.
Aunque
las obras de arte, productos humanos, o las obras de la
naturaleza,
productos divinos, desaparecieran exteriormente, el espíritu
que
residía, vivía y operaba en ellas no cesaría por eso de obrar y
desarrollarse
con una actividad siempre creciente. Los restos de una obra
de
arte, fuese ésta la obra potente de una nación gigantesca, fuese la
obra
colosal de ese poder aún mal conocido, resultado de la unión íntima
de
una multitud de seres congregados para un objetivo común, pero que cada
uno
de ellos mira y debe mirar como un fin que le está particularmente
designado,
esos restos, decimos, no dejarán nunca de ser para razas
futuras,
aunque debilitadas, el testimonio elocuente e irrecusable del
poder
y de la grandeza de los hombres que ejecutaron aquellas obras. Así
las
colosales ruinas de montañas atestiguan la potencia del espíritu de
Dios.
El hombre, sintiendo también en sí la fuerza y el espíritu
procedentes
de la fuerza y del espíritu de Dios, aficiónase con pasión a
tales
ruinas, como la delicada hiedra se adhiere a la poderosa roca de la
cual
saca, no tan sólo su fuerza y su subsistencia, mas también el apoyo
que
le permite elevarse hacia los cielos. De esta suerte las relaciones
íntimas
e intelectuales del hombre con las obras de arte que él mismo
crea,
no llevan a comprender las relaciones de Dios con la
naturaleza.
Sucede
que cuando bábaros, hombres sin inteligencia y sin corazón,
destruyen
la obra de arte o borran siquiera los vestigios de una
concepción
debida al espíritu humano, el hombre noble y sensible se aflige
más
con ello de lo que se afligiría viendo extinguirse, bajo condiciones
ordinarias,
un ser ordinario. ¿No lleva en sí, la obra del hombre, la
imagen
espontánea del espíritu y del pensamiento que residen en aquél? ¿La
expresión
característica de una obra de arte no puede por ventura obrar
sobre
razas posteriores, realzarlas y ennoblecerlas? Y si tamaño alcance
atribuimos
a las obras del hombre, ¡cuánto pueden y deben hacer las obras
de
Dios! ¿Qué será para el hombre la naturaleza, esa obra sublime de Dios?
Nos
afanamos por conocer la significación y el objeto de las obras
humanas;
las estudiamos y con razón. Pero con tanto más motivo debemos
esforzarnos
por conocer la obra de Dios, la naturaleza y los objetos de la
naturaleza,
con el fin de llegar también a conocer el espíritu de Dios, su
creador.
Y debemos sentirnos tanto más excitados a este estudio, por la
convicción
de que las obras de arte, verdaderamente dignas de este nombre,
en
las cuales se revelan la belleza del espíritu humano, y de ahí el del
espíritu
de Dios, no son siempre y a todos fáciles de conocer. Lo propio
acontece
con las obras divinas que rodean al hombre por do quiera, en el
seno
de la naturaleza, y todas las cuales revelan el espíritu de su autor.
Puede
también presentirse el espíritu de Dios en el espíritu humano y por
el
espíritu humano; pero difícil es distinguir, en todos los casos
particulares,
el elemento humano general del elemento humano particular, y
no
menos difícil señalar al uno o al otro el grado de su predominancia, y
fijar
siempre cuál de entrambos influye particularmente sobre el otro. No
así
en las obras de la naturaleza: el ser individual, en la naturaleza,
aventaja
en mucho al ser colectivo; de manera que, en la naturaleza, no
tan
sólo el espíritu de Dios aparece claramente al hombre, sino que éste
ve,
en cierto modo, reflejarse en el espíritu de Dios que habla en la
naturaleza,
el ser humano, su dignidad, y su grandeza en toda la claridad
y
pureza de su origen.
-
VII -
Estudio
de la naturaleza
El
hombre sólo no recibe simples nociones de parte de la naturaleza:
en
ésta halla también hasta las cosas que son para él la imagen de su
vocación,
de su destino, la imagen de las consecuencias que su
cumplimiento
o su olvido traen consigo; de manera que el hombre, edificado
en
su pacífica manifestación por esa enseñanza tan cierta y tan
convincente,
reconoce no sólo lo que le incumbe para el presente, sino
también
lo que le incumbe para la vida futura. Entre todas las cosas de la
naturaleza
que tienen por objeto esta enseñanza, no hay ningunas tan
claras,
tan perfectas, a pesar de su simplicidad, como los vegetales, las
plantas,
y sobre todo los árboles, a causa de la placidez de su ser y de
la
manifestación tan clara de su vida interna; de tal modo que se les
puede
llamar, con razón, las cosas de la naturaleza que sirven para hacer
conocer
el bien y el mal: ellos fueron, por lo demás, reconocidos como
tales
a la primera manifestación del ser consciente de la raza
humana.
No
solamente las manifestaciones de la vida humana individual se
encuentran
también en el reino vegetal, en la vida de todo árbol, sino que
el
análisis del desarrollo individual y espontáneo, la similitud del
desarrollo
del árbol con el de la raza humana, indica que en el desarrollo
de
la vida interior del hombre individual, se revela también la historia
del
desarrollo intelectual de la humanidad, que la raza humana colectiva
puede
ser considerada en su generalidad como un solo hombre, y que por
ella
pueden conocerse los diferentes grados del desarrollo peculiar al
hombre
individual. En esas manifestaciones declárase la necesidad del
desarrollo
humano. Tal observación está muy lejos de haber sido aún, no
diremos
claramente presentida, pero ni aún presentida en toda su
verdad.
Como
interroguemos el principio interno de esta alta significación de
las
diferentes manifestaciones individuales de la naturaleza, llegaremos a
descubrir
esta verdad cierta de que la naturaleza y el hombre tienen su
principio
en un ser único y eterno, y de que su desarrollo se verifica
según
las mismas leyes, si bien bajo diferentes grados.
El
estudio de la naturaleza y el del hombre revelan a la vez sus
propiedades
íntimas y su recíproca similitud en las cosas de hecho, y la
marcha
evidente del desarrollo general de la humanidad. La convicción que
el
hombre tiene de la relación necesaria y activa existente entre el
espíritu
del hombre y sus obras exteriores, le lleva también a la
penetración
del espíritu divino, esencialmente creador, a la penetración
de
Dios en su obra, en la naturaleza, y al propio tiempo al conocimiento
de
la manera cómo lo finito procede de lo infinito, lo corporal de lo
espiritual,
la naturaleza de Dios. El hombre, al manifestar una cosa
finita,
no siempre emplea sus miembros físicos, como los brazos y las
manos,
para reproducir y representar las obras que de él emanan: bástale
con
frecuencia su voluntad, su mirada expresiva, su frase acentuada, para
crear
y para formular. El hombre, aunque manifestación de un ser finito,
puede
formular sin materia alguna, sin sustancia alguna. Basta para
convencerse
de ello, recorrer la sucesión de los grados de desarrollo, de
las
condiciones y de las manifestaciones por las cuales los pensamientos,
esas
cosas íntimas e inmateriales por excelencia, llegan a formularse
mediante
la escritura. Así, aun la cosa mas difícil, la procedencia de una
cosa
exterior, corporal, fuera de la esencia más interior, más
intelectual,
puede ser comprendida por todo hombre, que, reflexionando,
reconocerá
por experiencia propia que el pensamiento se formula también
exteriormente
por obras exteriores, y no exclusivamente por la noción, por
la
palabra, sino también por la acción.
Deduzcamos
de ahí que el espíritu de Dios reside en la naturaleza,
como
el espíritu del artista, el espíritu humano, en las obras humanas; y
así
como la vida de la obra de arte existe según el espíritu y el ser de
su
autor, así también la vida de la naturaleza creada por Dios es según el
espíritu
de Dios; es la obra divina brotando del mismo espíritu de Dios,
existiendo
en relación con Dios y en relación con el hombre.
A
la manera que en el mundo del arte, aparece y se revela
visiblemente
el espíritu invisible del hombre, en tanto que propiedad
intelectual
visible, así en la naturaleza se ostenta visiblemente también
el
espíritu invisible de Dios, en tanto que reino intelectual, visible
aunque
invisible.
Sólo
el presentimiento, el reconocimiento y la influencia de este
reino
trinitario de Dios, lo visible, lo invisible, y visible aunque
invisible,
que domina toda nuestra vida, nos dan la paz que buscamos en
nosotros
y fuera de nosotros; la paz que buscamos como un atributo de
nuestra
naturaleza desde que se despierta el primer sentimiento de nuestro
propio
ser; la paz que buscamos bajo un nombre u otro, al precio de
nuestra
vida, de nuestros bienes, de nuestra felicidad exterior.
He
ahí por qué el hombre, principalmente el joven, debe desde
temprano
estar iniciado en la naturaleza, no ya en sus individualidades,
en
la forma de sus manifestaciones, sino en la manera como el espíritu de
Dios
vive en la naturaleza y sobre ella. El joven presiente y reclama esta
iniciación;
sin embargo, el maestro y el alumno no conseguirán sino
iniciarse
tan íntimamente en la significación íntegra de la naturaleza,
por
medio de la escuela, como lo harían, por medio de activas ocupaciones
en
medio de la naturaleza misma. Tomen padres y maestros en cuenta esta
observación:
no dejen pasar una semana sin llevar al campo una parte de
sus
alumnos. No les harán avanzar como un rebaño de carneros; no les
conducirán
como un regimiento de soldados, sino que acompañarán como un
padre
a sus hijos, como un hermano a sus hermanos, haciéndoles observar y
admirar
las variadas riquezas que la naturaleza ostenta a sus miradas en
las
distintas estaciones del año.
No
objete el maestro de escuela de aldea, para dispensarse de esos
paseos
por el campo, que sus alumnos se hallan en pleno campo durante todo
el
día, que recorren el campo sin cesar; lo recorren, es cierto; pero no
viven
en el campo, no viven ni en la naturaleza ni con ella. Sucede, no
sólo
a los jóvenes sino también a personas de edad, hallarse cara a cara
con
la naturaleza y sus productos, como el hombre que vive rodeado de
aire,
sin sospechar siquiera que el aire es una cosa particular, y mucho
menos
que es una cosa indispensable para la conservación del individuo;
¿pues
no oímos con frecuencia llamar aire, sea a las corrientes de aire,
sea
a los grados de la temperatura? Tal los niños, los jóvenes, que de
continuo
corren por el campo, no ven, no adivinan, no sienten nada de las
bellezas
naturales, nada de su influjo sobre el alma humana, semejantes en
ello
a esos habitantes nacidos y educados en una comarca magnífica, cuya
belleza
no saben adivinar. El niño, empero, presiente, calla y ve
ordinariamente
muchas cosas con sus ojos interiores e intelectuales, en lo
interior
de la vida de la naturaleza que lo circunda; pero cuando llega a
adulto,
a veces ese sentimiento se le apaga, y entonces la vida interna
que
germinaba en su seno se encuentra rechazada y comprimida. ¿Porqué?
Porque
el joven reclama de los hombres la fijeza para sus aspiraciones
interiores,
intelectuales, y con razón; la pide con el presentimiento de
las
condiciones que la edad del adulto supone, por amor a los seres de más
edad
que él; y si se engaña, resultará para él una doble consecuencia:
cesará
de estimar al hombre de más edad que él y encontrará rechazado
dentro
de sí mismo ese presentimiento de la vida interna. Por esto es
importante
que se haga pasear a los jóvenes con los adultos, a fin de que,
por
un común esfuerzo, entrambos comprendan la naturaleza, su espíritu y
su
acción.
La
crueldad con que los niños, y particularmente los adolescentes,
suelen
tratar los animales, no siempre es hija del culpable deseo de hacer
el
mal; es más bien un vago deseo de penetrar la vida interior del animal
y
apropiársela. Pero no cabe duda en que la inutilidad, el mal éxito, la
falsa
interpretación, la mala dirección de esa tendencia, pueden hacer más
tarde
de ese joven un cruel perseguidor de los animales.
La
naturaleza aparece y aparecerá siempre a la observación, en la
totalidad
de su ser y de su acción, como revelando y manifestando por do
quiera
el espíritu de Dios. Pero no se presenta así, si se la considera
como
se hace generalmente. Con harta frecuencia, no aparece sino como una
multiplicidad
entre unidades diferentes y separadas entre sí, sin unión
determinada
interior, o como compuesta de unidades en las que cada forma
particular,
cada grado del desarrollo particular, tiene un fin, una
particular
determinación, sin contar que todas esas unidades,
exteriormente
diferentes o separadas, son miembros orgánicamente enlazados
con
ese grande y activo organismo de la naturaleza, con esa totalidad de
la
naturaleza grande, potente e intelectual, sin expresar que la
naturaleza
es un todo. Esta observación de la naturaleza exterior y
plácida
según los objetos individuales de la naturaleza, considerados
diferentes
y separados los unos de los otros, trae a la mente el aspecto
de
un gran árbol, o de una planta desnuda, en el exterior, de partes
múltiples,
cuyas hojas parecen no obstante diferentes y separadas entre
sí,
o en las cuales no se percibe, entre una y otra hoja, uno y otro
tallo,
lazo alguno que los una, del mismo modo que en la flor, las partes
del
cáliz no parecen unidas a los pétalos, ni éstos a los estambres y al
pistilo.
¿Por que no echar de ver estas relaciones sueltas? ¿Por qué no
mirar
con ojos inteligentes para descubrir el lazo que une dichas
relaciones
y constituye su unidad? Se las considera como individualidades,
sin
pensar que todas esas individualidades se reúnen en el corazón del
ser,
y reciben allí sus leyes de vida. Esta observación exterior de la
naturaleza,
considerada en sus individualidades, ¿no recuerda también la
observación
del firmamento, que parece reunir, sólo por líneas
arbitrariamente
trazadas, las estrellas aisladas, para hacer de ellas
grupos
numerosos, cuyo enlace el ojo intelectual más perfecto y más
ejercitado
no puede adivinar sino suponiendo la unión de pequeños mundos
con
mundos siempre mayores? En esta consideración exterior y bastante
ordinaria
de la naturaleza, las individualidades de los objetos de la
naturaleza,
distintos y diferentes, parecen mucho menos atestiguar un
principio
único que muchas fuerzas operando de diversas maneras. Pero el
espíritu
que es uno en el hombre, el espíritu y el alma del joven, no se
contentan
con esta apariencia engañadora. Desde temprano, en todas esas
diversidades
y todas esas individualidades que parecen distintas y
separadas,
si no se mira más que su exterior, inquiere la unidad y la
unión
que escapan a sus miradas. Cuando la presiente, su alma queda
satisfecha,
y más tarde, cuando la encuentra, su espíritu se regocija. Esa
misma
multiplicidad le conduce a dejarse dirigir por la ley de unidad: de
tal
suerte la observación de las individualidades de una planta lleva al
conocimiento
de una ley íntima, considerada como la sola relación
intelectual,
y al conocimiento de la unidad exterior de las
multiplicidades
e invidualidades de la naturaleza. En toda propiedad, la
individualidad
o la separación de los objetos de la naturaleza está
producida
por el ser de la fuerza; que en el ser particular, la aparición
particular,
la forma, la construcción de cada cosa, la fuerza reaparece
siempre
como primer principio interior, sobre la cual aquella se reposa.
La
fuerza no se otorga al ser sino según el interior y la esencia del
mismo
ser, del que aquella resalta por la acción en tanto que es
manifestación
externa. Por eso aparece la fuerza como primer principio de
todas
las cosas y de toda manifestación en la naturaleza. Por la
observación
de la fuerza tal y como nos ha sido dada a conocer en tanto
que
la fuerza divina, por la manera como aquella influye en nuestro
interior,
obrando sobre nuestra vida y nuestra alma, podemos desde luego
llegar
a conocer la naturaleza según su forma general y las innumerables
formas
bajo las cuales se manifiesta, y llegar después a reconocerla según
sus
relaciones recíprocas interiores, sus gradaciones y derivaciones. El
hombre
se siente impulsado a observar el ser propio de la fuerza por el
deseo,
la esperanza, el presentimiento de encontrar así la unión exterior
de
las individualidades de la naturaleza, de sus formas y de sus
formaciones.
Toda
individualidad, toda diversidad reclama, además de la fuerza,
una
segunda o indispensable condición de forma, -la sustancia. La
sustancia
indica que toda la conformación de la naturaleza terrestre se
deriva
de la gran ley natural, de esa ley invariable que se halla por do
quiera,
desde las menores relaciones hasta en la unión general de todas
las
relaciones, dominando por todas partes bajo la influencia exterior del
sol,
la luz y el calor, bajo la influencia de la ley que exige que lo
general
llame lo particular.
Toda
individualidad o multiplicidad en la conformación con la
naturaleza
terrestre, toda observación interior de la naturaleza indica
que
la sustancia y la fuerza constituyen una unidad indivisible. La
sustancia
(materia) y la fuerza espontánea, al obrar por todas partes, se
sirven
recíprocamente, la una no es ni puede ser sin la otra; en rigor, no
puede
ser mencionada la una sin que lo sea también la otra.
El
principio de la trasformación de la sustancia en sí, hasta en las
menores
cosas, es el esfuerzo originalmente esférico de la fuerza que
tiende
a desarrollarse desde un punto, igual y espontáneamente.
Cuando
la fuerza se desarrolla y se coloca libremente y sin
obstáculos
en todas las direcciones, encontramos su manifestación
material,
y su demostración corporal, en la esfera. En virtud de ello, la
forma
esférica o corporalmente redonda viene a ser por regla general, en
la
naturaleza, la de los cuerpos superiores y la de los cuerpos
inferiores.
Tal diremos de los cuerpos celestes, de los soles, de los
planetas,
de la luna, como también del agua y de todos los líquidos, del
aire,
de los gasiformes y del polvo (la tierra en su forma más reducida),
cada
uno en su manifestación individual.
En
medio de toda la pluralidad, de toda la diversidad al parecer
irreconciliable
de las formas de la tierra y de la naturaleza, la forma
esférica
aparece como el prototipo, como la unidad de todos los cuerpos y
de
todas las formas. La esfera, considerada como cuerpo del espacio, no se
parece
a ninguna de las formas de la naturaleza, y sin embargo, según su
ser,
sus condiciones y sus leyes, las encierra todas en sí misma. Es la
forma
de los cuerpos que carecen de forma, y la de los sólidos más
perfectos.
Ni un ángulo, ni una línea, ni un plano, ni una superficie se
muestra
en ella, y, no obstante, tiene todos los puntos y todas las faces;
lleva
en sí los extremos y las líneas de todo cuerpo y toda forma
terrestre,
no ya en las condiciones, en la realidad de su existencia. Por
eso
todas las formas de los objetos de la naturaleza que viven y se
mueven,
tienen su principio fundamental en las leyes que sirven de base a
la
forma esférica, en las leyes de la esfera. Todas esas formas, salidas
del
estudio del ser de la fuerza, y consideradas como forma y
manifestación
de la fuerza, tienen, repetimos, su origen en una tendencia
que
necesariamente corresponde al ser de la fuerza, en virtud de su
naturaleza
misma; es la tendencia a manifestar, por la sustancia, de todos
los
modos posibles, bajo todas las formas y figuras imaginables, o hasta
en
las multiplicaciones y combinaciones de formas, el origen esférico de
la
fuerza, el ser de la esfera (22).
En
esta acción de la fuerza que obra espontánea o idénticamente en
todos
sentidos, y al propio tiempo que esta acción, aparece por diversos
lados
y siguiendo las direcciones diversas, como manifestaciones de la
naturaleza,
aparece, atado por consiguiente a la sustancia, un esfuerzo
que
se deja sentir hasta en las mas ínfimas partes; este esfuerzo es
móvil,
oscila y sirve de peso y de medida a las magnitudes variables de la
acción
de la fuerza y a su tensión, que varía con los lados y las
direcciones
diversas. Las relaciones de magnitud y de energía de la acción
de
la fuerza, relaciones que varían siguiendo las direcciones como la
fuerza,
y por consiguiente como la sustancia, y que descansan en la
esencia
misma de la fuerza como su manifestación necesaria, la
predominancia
determinada de la fuerza siguiendo ciertos sentidos
determinados,
las relaciones particulares de las direcciones entre sí y de
la
una con respecto a la otra, la intensidad de la fuerza que varía según
el
lado por donde se ejerce, por último, la división heterogénea y
simétrica
de la sustancia que es la consecuencia necesaria e inmediata de
la
fuerza, deben asimismo, en tanto que propiedades fundamentales de la
sustancia
reunida en masa homogénea, dejarse sentir hasta en los más
mínimos
puntos. Esas relaciones particulares y esas leyes internas de la
fuerza
operante son, en cada caso particular, el principio real de toda
forma
y figura determinada. En esas relaciones variables de magnitud y de
dirección
de la acción de las fuerzas, en esas diferencias de tensión, y
al
propio tiempo, en la gran movilidad de la sustancia, en fin, en los
planos
y las direcciones en donde la tensión se ejerce, descansa la ley
fundamental
de toda forma, de toda figura. En su conocimiento inteligente
reside
la posibilidad de reconocerlas según su naturaleza, sus referencias
y
todas las relaciones que las enlazan.
Como,
por otra parte, toda cosa no se da plenamente a conocer sino
cuando
manifiesta su ser en la unidad, individualidad y multiplicidad, y
por
estos tres modos necesariamente reunidos, así también el ser de la
fuerza
no se da a conocer de una manera completa y perfecta sino por una
triple
manifestación de su ser, acompañada, como consecuencia y desarrollo
necesario,
de dos otras tendencias de la naturaleza: la primera, servirse
de
lo general para representar lo particular o inversamente de lo
particular
para representar lo general; la segunda, hacer interior lo que
es
exterior, manifestando para entrambos la unidad, y lo uno y lo otro en
la
unidad. En esta triple manifestación del ser de la fuerza, y al propio
tiempo
en estas dos tendencias generales de la naturaleza que se ejercen
sobre
la sustancia y sobre la forma, reside el principio de todo cuerpo
individual
y, por consiguiente, la pluralidad de estos cuerpos.
Además,
una sola e idéntica fuerza obra en una sola e idéntica
sustancia,
ora aislando muchas manifestaciones individuales, ora quedando
indivisible
en su acción, o bien aún, obra, quedando sometida a las leyes
de
la formación, según la una o la otra de las relaciones de expansión que
están
contenidas en estas últimas relaciones de altura, de longitud, de
latitud;
así produce tantas manifestaciones diferentes en los cuerpos
sólidos
y los cristales, dando origen a los cuerpos fibrosos, radiados,
granados,
etc., como también a los lameliformes aciculares y otros. El
primer
modo de acción tiene su principio en el hecho de que tantas partes
y
puntos aislados como puede contener una sustancia cuya masa esté
proporcionada
a las relaciones interiores, tienden a manifestar sus leyes
de
formación, mientras que, por otra parte, opónense, por la misma masa, a
la
producción completa de la forma sólida. El segundo modo tiene su
principio
en que una de las leyes de formación tiende a manifestarse de
una
manera predominante o preponderante sobre las otras, en una o muchas
relaciones
comunes de extensión. El cuerpo sólido puro y perfecto, que
manifiesta
por su forma exterior las relaciones de direcciones internas de
la
fuerza, prodúcese cuando todas las partes aisladas de la sustancia,
todos
los puntos de la fuerza aparecida ya, o en el momento mismo de su
aparición,
se someten a las exigencias más elevadas de una manifestación
general,
de una representación común de la ley de formación; cuando cada
punto
está aislado y los grupos de puntos se enlazan entre sí; cuando, en
una
palabra, la completa demostración de la ley se encuentra en la
figura.
El
cuerpo sólido cristalizado es la primera manifestación de las
formas
terrestres.
En
virtud del poder concedido al ser de la fuerza y en virtud de este
ser
mismo, existe, hasta en las más pequeñas partes, una tendencia a
predominar
de un lado, o de otro, siguiendo el sentido en que opera la
fuerza;
y recíprocamente, una detención, una tensión, y en cierto modo un
obstáculo
en sentido inverso; al propio tiempo también, resultan en la
sustancia
relaciones íntimas de tensión, siguiendo todos los lados y todas
las
direcciones, y por consiguiente, una facilidad más o menos grande a
dejarse
dividir con arreglo a esas líneas y a esas superficies de
tensión.
Por
tales motivos, los primeros cuerpos sólidos deben necesariamente
ser
limitados por líneas rectas. Además, en la primera aparición del
cuerpo
sólido, debe dejarse ver la resistencia a la subordinación general
a
las leyes de una forma determinada y a la manifestación completa de esta
ley;
así también los sólidos, en los que las direcciones de la fuerza
tienen
una acción ilegal, aparecerán antes de aquellos en los que la
acción
es la misma; por consiguiente, la manifestación exterior de la
fuerza
no será un sólido homogéneo o idéntico en todos sentidos, lo que
pertenece
al ser mismo de la fuerza, sino un conjunto de fuerzas unidas
por
el lazo de la solidez, desnuda empero de esta actividad igual en todos
sentidos
que caracteriza el ser de la fuerza. El desarrollo del ser de la
fuerza,
en la aparición de la forma sólida, se elevará también de la forma
heterogénea
a la homogénea más simple, mientras que el ser de la fuerza
por
sí mismo, en su propia manifestación exterior, descenderá de la unidad
y
de la universalidad de los lados hasta la individualidad de la
heterogeneidad.
Si consideramos ahora, si tratamos de reconocer y de
representar
esta última decadencia que es peculiar al ser de la fuerza,
estudiaremos
al propio tiempo la naturaleza, tanto en sus efectos ocultos
como
en sus manifestaciones exteriores, y no tan sólo en su individualidad
y
heterogeneidad, mas también en su unidad y universalidad
(23).
En
toda la marcha natural del desarrollo de la forma sólida, siendo
así
que este desprende del estudio de los mismos objetos de la naturaleza,
encuéntrase
una armonía en extremo notable entre el desarrollo de estos
objetos
y el del espíritu; el hombre también, como cuerpo sólido, en sus
manifestaciones
exteriores, y trayendo siempre en sí una unidad viva,
muestra
en un principio la individualidad, la confusión, la imperfección.
La
existencia de tal analogía entre el desarrollo de la naturaleza y el
del
hombre, es, como toda observación de este género, altamente
trascendental
para el conocimiento de sí propio y para la educación propia
y
ajena; es un manantial de luz y de claridad para el desarrollo y la
educación
del hombre, porque inspira seguridad y firmeza en el manejo de
las
exigencias y de las materias individuales. El mundo de los cuerpos
sólidos,
como el del espíritu, es un mundo espléndido, rico e instructivo;
lo
que en el uno el ojo interior percibe en el interior, en el otro se
revele
al exterior.
Toda
fuerza que, en la acepción más general, se da a conocer por la
figura
y la manifestación exterior, tiene un centro de acción de donde
tiende
a desplegarse y a replegarse sobre sí misma; impónese a sí propia,
en
tanto que fuerza, límites fijos; opera igualmente por todos lados,
irradiando
en el sentido de líneas rectas, y de ahí que su acción sea
esférica.
La manifestación de esta fuerza cuya prueba exterior es una
forma
homogénea, idéntica en todos sentidos, sin estar contraída por
ningún
obstáculo, exige necesariamente que, siguiendo una dirección dada,
la
fuerza opere en todos sentidos opuestos, y que, en el conjunto de todas
las
direcciones, haya siempre tres, que en medio de todos los sistemas de
fuerzas
dirigidas y entremezcladas en todos sentidos y siguiendo todas las
direcciones,
estén igualmente inclinadas, prolongadas en los dos sentidos
y
en ángulo recto la una sobre la otra. Estas direcciones serán tales que,
aunque
cada cual espontánea y completamente independiente de las otras,
permanezcan
en el equilibrio más perfecto. Sin embargo, a causa de la idea
de
medida contenida en la fuerza misma, existirá, en medio del conjunto de
todos
los sistemas de tres direcciones triangulares, un sistema
preponderante
que excluirá todos los demás, predominará sobre ellos y será
de
los mismos completamente independiente. Este acto de separación y
discernimiento
deberá verificarse por la observación puramente intelectual
de
la fuerza, puesto que se encierra de una manera igualmente necesaria en
el
ser de la fuerza y en las leyes de la actividad del espíritu
humano.
La
acción de la preponderancia de estas tres dobles direcciones,
equivalentes
entre ellas (y rectangulares), a las cuales todas las demás
direcciones
están simétricamente subordinadas, no puede producir sino un
sólido
limitado por líneas y superficies planas. Este sólido será tal que,
en
todas sus manifestaciones, en todas sus partes, en todo su exterior en
fin,
exprese, y esto de muchas maneras diferentes, el ser exterior y la
acción
de la fuerza, siguiendo las grandes leyes de la naturaleza,
siguiendo
su función, su determinación propia, y siguiendo el fin
particular
a donde se dirige; y este sólido regular cuyo exterior, imagen
del
interior, está formado por seis caras, no es otro sino el cubo. Cada
ángulo
muestra la equivalencia y la disposición en ángulos rectos de las
tres
dobles direcciones que se encuentran al interior; indica también por
consiguiente,
el centro de todo, y esta prueba repítese ocho veces: cada
una
de las caras, como tiene cuatro ángulos, demuestra cuatro veces la
ley.
Igualmente
cada uno de los tres grupos de cuatro aristas representa
de
una manera cuádruple las direcciones interiores de la fuerza; las seis
caras
muestran, en su centro, de una manera evidente, aunque invisible,
las
seis extremidades de las tres direcciones dobles, y, como consecuencia
inmediata,
determinan el centro invisible del sólido.
En
esta forma sólida del cubo, es en la que aparece en el más alto
grado
de tensión el esfuerzo de la fuerza en busca de manifestación
esférica.
En lugar de todas las caras, encuéntranse allí caras aisladas;
en
lugar de todos los puntos, de todos los ángulos, puntos y ángulos
aislados;
en lugar de todas las líneas o aristas, un número limitado de
aristas;
y este pequeño número de ángulos, de líneas y de caras predomina
sobre
todos los demás que le están subordinados y están bajo su
dependencia.
Por ahí aparece al exterior, de una manera clara y evidente,
una
tendencia ya bien visible en sí misma según el ser de la fuerza, y que
deriva
de éste necesariamente; es la tendencia a manifestarse no sólo como
cuerpo
que ocupa espacio, sino en cada figura particular, como puntos y
por
puntos, como líneas y por líneas, como superficies y por superficies.
Al
propio tiempo, y como consecuencia necesaria, resulta de ahí un
esfuerzo
de la fuerza, para desarrollar los puntos en líneas y
superficies,
o para manifestar la línea como puntos y superficies, para
condensar,
de cierto modo, las líneas en puntos o desarrollarlas en
superficies,
y en fin, para condensar los planos y superficies en líneas o
en
puntos, o para manifestarlos como tales. Esta función, actividad y
trabajo
de la fuerza resaltarán en lo sucesivo a cada paso que hagamos en
el
estudio de los cuerpos sólidos, en términos de que todo el papel de la
fuerza,
en el círculo de esa formación, parece concretarse a ese esfuerzo,
y
todas las formas sólidas, cualesquiera que puedan ser, parecen deber a
ese
esfuerzo, y no a otra causa, su existencia. Pero, al propio tiempo,
sucederá,
y deberá suceder, que la primera aparición de las grandes leyes
y
de los esfuerzos de la naturaleza manifieste cada cosa como unidad,
individualidad
y pluralidad, que represente lo general por lo particular,
a
fin de que haga exterior lo que es interior, interior lo que es
exterior,
o infunda la armonía y la unión en todo. Como no olvidemos
jamás,
como tengamos sin cesar ante nuestros ojos que el hombre también
está
enteramente sometido a esas grandes leyes, que casi todas sus
manifestaciones
vitales, que su destino mismo, diremos, tiene su
fundamento
en aquellas, conoceremos a la vez por este estudio la
naturaleza
y al hombre mismo, y aprenderemos a desarrollar y a educar el
hombre
de una manera conforme y fiel a la naturaleza y a su ser.
Procedamos
ahora paso a paso de la observación del cubo al estudio y
a
la derivación de todas las demás formas sólidas. Los ángulos o
extremidades
del cubo se esforzarán para desarrollarse en superficies y
manifestarse
como tales, las superficies para trasformarse en
extremidades;
en particular, las seis direcciones centrales, invisibles al
interior,
pero evidentes en cada una de las seis caras, direcciones que
resultan
como consecuencia inmediata de la existencia de tres direcciones
equivalente
de la fuerza, se esforzarán por hacerse visibles al exterior y
por
aparecer como aristas. El resultado de este esfuerzo, en las leyes del
sistema
cúbico, es un sólido que tiene tantas superficies o lados, como el
cubo
tiene ángulos o extremidades, y tantas aristas como el cubo, pero en
direcciones
intermediarias. El sólido así producido es al octaedro
regular.
En esta figura vese de nuevo de una manera claramente visible, o
bien
evidente invisible, lo que se oculta al interior; no obstante, las
indicaciones
dadas por el cubo deben bastar a deducir las mismas
consecuencias
de la sola inspección del octaedro (24).
Cada
una de las tres parejas de direcciones equivalentes y
fundamentales
está representada exteriormente en el cubo por tres parejas
de
lados o caras; en el octaedro, por tres parejas de ángulos o
extremidades;
debe, pues, necesariamente existir una tercera fuerza sólida
en
la cual aquellas sean representadas por tres parejas de aristas o de
líneas:
en el cubo, las seis extremidades de las tres direcciones
equivalentes
y dobles de la fuerza están determinadas por seis lados o
caras,
en el octaedro por seis ángulos o extremidades; debe, pues,
necesariamente
existir también una forma sólida en la cual aquellas estén
determinadas
por líneas o aristas, y esta forma es el tetraedro regular:
su
carácter está suficientemente determinado, si se le compara con el cubo
y
con el octaedro, y el interior, del que el exterior es la mera
expresión,
se encontrará fácilmente deduciéndolo de la observación del
cubo.
Así
pues, observando y examinando las operaciones necesarias y las
consecuencias
de una fuerza que opera esféricamente y se manifiesta por la
formación
de la sustancia, hemos deducido de esta fuerza tres cuerpos
terminados
por líneas rectas y superficies planas, de los cuales el cubo
es
la forma primera, y por decirlo así, la forma núcleo, mientras que el
octaedro
y el tetraedro son las formas secundarias y, en cierto modo,
derivadas
o accesorias.
Examinemos
ahora el Cubo el Octaedro y el Tetraedro en su respectiva
posición
natural, que necesariamente resulta de su modo de formación:
hallaremos
aún en perfecta armonía con el precedente curso de nuestras
observaciones,
y como consecuencia indispensable de la ley general de la
naturaleza
ya enunciada, los resultados siguientes. El cubo descansa sobre
una
cara, el octaedro sobre una extremidad, y el tetraedro sobre una
arista,
y, en cada uno de estos tres sólidos, el eje de la figura coincide
necesariamente
con una de las tres direcciones principales equivalentes, y
se
confunde todo entero con ellas.
Estas
tres formas sólidas, consideradas como cuerpos aislados,
independientes
de los demás, y como buscando en sí mismos y por sí mismos
su
punto de reposo y equilibrio, condúcense como sigue, cuando se les
abandona
a su espontaneidad: el cubo descansa de una manera siempre
simétrica
y estable sobre una de sus caras que le sirve de base; el
octaedro
y el tetraedro, por el contrario, tienden a caer, y de ahí, en
cada
uno de ellos, uno de los lados se convierte en base; al mismo tiempo,
los
dos sólidos presentan un propiedad nueva, y que les es casi
exclusivamente
propia, es que el eje, línea vertical o línea de un medio,
no
coincide ya con una de las tres direcciones principales, mas corta las
tres
en ángulos iguales.
Por
la misma razón de que el ser del octaedro y del tetraedro
descansa
enteramente en el del cubo, y hace uno con este, y de que,
además,
la forma del octaedro y del tetraedro deriva de la forma del cubo,
resulta
necesariamente que la propiedad que tienen los ejes o líneas
verticales
de ambas formas derivadas, de cortar en ángulos iguales las
tres
direcciones fundamentales equivalentes, debe ya existir en el cubo;
esta
propiedad es, por lo demás, una consecuencia de la ley de equilibrio
que
domina en la naturaleza. El hecho pues de que el octaedro y el
tetraedro
caigan de tal suerte, que el eje o línea vertical venga a
colocarse
en medio de tres direcciones fundamentales, exige, como
consecuencia
necesaria, que esta línea tome la misma dirección en el cubo
de
donde aquellas derivan. Este cubo primitivo aparece pues descansando
sobre
uno de sus ángulos, de tal suerte que la línea vertical o eje parte
del
ángulo, paga al centro y se dirige a la extremidad opuesta. No es
esto,
de nuevo, una de las tres direcciones fundamentales, sino una
división
perfectamente intermediaria entre estas; y lo propio que el cubo,
al
cambiar de eje, cambia en sí mismo completamente de naturaleza, produce
aquel
también, exteriormente por la derivación, una manifestación
distinta,
una forma del todo nueva. En la posición normal, dos y dos
caras,
dos y dos o cuatro y cuatro aristas, o extremidades aparecen
siempre
simultáneamente; todo marchaba por números pares, por dos o por
cuatro;
actualmente, todos los alimentos aparecen agrupados tres a tres,
tres
y tres lados, tres y tres aristas, tres y tres
extremidades.
En
lugar del número dos, aparece ahora el número, tres, y con éste,
en
la naturaleza, toda una nueva serie de formas caracterizadas por este
nombre,
y cuyo estudio, cuyo desarrollo, debe preceder también el de las
formas
sólidas caracterizadas por tres direcciones equivalentes entre
ellas.
En
virtud del esfuerzo que hace la fuerza, y el cual se manifiesta en
sí
mismo y en las formas sólidas, para desarrollar los ángulos en aristas
y
caras, concentrar las aristas en ángulos, y extenderlas en superficies,
reemplazar
las superficies por aristas o por ángulos; en virtud del
esfuerzo
que hace la fuerza para hacer exteriormente visibles y manifestar
direcciones,
puntos, líneas, superficies, interiormente ocultas o
invisibles,
más exteriormente invisibles, aunque fáciles de reconocer; en
virtud
de la tendencia de todos los cuerpos sólidos a manifestar
exteriormente
la esencia homogénea, idéntica en todos sentidos, el origen
esférico
de la fuerza, y a recobrar en sí mismos y por sí mismos la fuerza
esférica;
en virtud de todos estos esfuerzos y por medio de los mismos, el
cubo,
el octaedro y el tetraedro determinan tres series de formas, que, en
las
diversas direcciones, están estrechamente enlazadas entre sí, pero
que,
por un pequeño número de elementos principales y por un número más
reducido
aún de elementos accesorios, vuelven poco a poco a la forma
esférica
y al fin la revisten por sí mismas.
En
la formación de todos los cuerpos sólidos hasta aquí considerados,
las
tres direcciones principales equivalentes entre ellas se han siempre
mostrado
igualmente activas y características.
Pero
ahora, en virtud del poder dado al ser mismo de la fuerza, e
inherente
a este ser, de extenderse y de replegarse sobre sí mismo, en
virtud
de las relaciones de tensión de la fuerza y de la sustancia que la
acompaña,
relaciones que resultan necesariamente de las leyes basadas en
la
fuerza misma, debe producirse necesariamente, con motivo de la
formación
progresiva de los cuerpos sólidos, una diferencia entre las tres
direcciones
fundamentales, perfectamente iguales y equivalentes entre
ellas.
Estas relaciones de diferencia o de desigualdad, que tan fatalmente
nacen,
deben ser las siguientes: la una de las tres direcciones
principales,
la que coincide con el eje de la figura, no es ya igual a las
dos
otras equivalentes entre ellas y basadas sobre la primera de un modo
idéntico;
es mayor o menor. En la serie de los sólidos que del primer caso
resultan,
los prismas de base cuadrada y el octaedro agudo serán las
formas
principales; en la segunda serie, lo serán las tablas de base
cuadrada
y el octaedro obtuso. Como trátase aquí simplemente de las
relaciones
interiores fundamentales y necesarias de la fuerza, resulta por
necesidad
que no examinaremos ni estudiaremos todas las variedades de
sólido
que resultan de las relaciones externas de extensión de la
sustancia.
Los elementos de ambas series de sólido, así determinados,
procederán
siempre cuatro por cuatro o por grupos múltiples de cuatro:
serán
los sólidos de cuatro miembros.
Por
lo mismo que, en todo lo que precede, hay una sola de las tres
direcciones
equivalentes que sea igual a las dos otras iguales entre
ellas,
por lo mismo puede darse y se dará que las tres direcciones
principales
sean todas desiguales entre ellas. Los sólidos que resultarán
de
la aparición y de la manifestación de esta desigualdad, serán
principalmente
tablas de base rectangular y octaedro de tres secciones
diferentes.
Los elementos de ambas series de formas proceden aquí dos por
dos
o por grupos múltiples de dos: son sólidos binarios.
En
la producción de estas formas, los miembros del mismo nombre
pueden
ser homogéneos e isopolares o bien heteropolares; el primer caso
pertenece
a la serie más arriba determinada; el segundo, sea a formas
cuyos
elementos son los unos iguales y agrupados por dos, los otros
desiguales,
sea a formas cuyos elementos todos son desiguales.
Las
derivaciones sucesivas de estos sólidos obedecen también a las
leyes,
y a los esfuerzos residentes en el ser de la fuerza; los ángulos se
desarrollan
en aristas y superficies, y recíprocamente, y acercándose así
a
la forma esférica, corporalmente redonda, tienden a manifestar
exteriormente
las direcciones que reposan al interior. Todas las formas
resultantes
de estas relaciones de las tres direcciones principales
equivalentes
entre ellas, son esencialmente características en su
aparición
y su formación, porque sus propiedades fundamentales lo son
también.
Tales
son los principios fundamentales para reconocer, estudiar y
derivar
todas las formas sólidas que poseen tres direcciones principales,
idénticas
entre sí, lo mismo en su manifestación individual que en sus
relaciones
de reciprocidad, de enlace y de afinidad. Los cuerpos sólidos
cuyo
eje de figura cae intermediariamente a las tres direcciones
principales,
y cuya forma primitiva es el cubo ya estudiado, que descansa
sobre
una de sus extremidades, reclaman ahora una observación más
extensa.
Cuando,
por vez primera, hemos visto aparecer el cubo en una posición
tal,
que el eje de la figura parta de uno de los ángulos, a través del
centro,
hacia el ángulo opuesto, y así uno de los ángulos esté a la base y
el
otro a la extremidad del sólido, hemos ya reconocido una parte de las
propiedades
que resultan de la agrupación de los elementos tres por tres;
pero
además, cuando se le examina con mas detención, se le encuentran aún
diversas
leyes de formación enteramente características y, por
consiguiente,
propiedades particulares que de ellas dependen.
Por
de contado, a simple inspección del cubo en esta posición,
preséntase
la propiedad característica de que las seis caras que lo
limitan
no aparecen más como seis cuadrados perfectos, con diagonales
iguales;
son figuras en verdad simétricas, pero cuyas diagonales tienen
diferentes
longitudes; tienen la forma de (losanges), y lo que en un
principio
limítase a aparecer apenas al exterior, muéstrase en breve
predominante,
merced a leyes externas en el curso de la formación y del
desarrollo
de los cuerpos sólidos. Por esta razón todos los sólidos de
esta
serie, limitados por seis planos iguales, lo son por seis rombos
iguales;
la forma principal de este sistema de formación es el romboedro y
los
caracteres y las leyes fundamentales que residen en el romboedro,
vienen
a encontrarse en todas las formas subsiguientes.
El
número de formas derivadas del romboedro es grande, muy grande, y
se
extiende casi hasta perderse de vista; sin embargo, según la forma
primitiva,
se les puede dividir en muchas series, cada una de las cuales
tiene,
a su cabeza, una forma principal íntimamente enlazada con la forma
primitiva.
-Las tres aristas terminales de la base y de la cúspide,
obedeciendo
a las leyes ya enunciadas de las direcciones vueltas en el
interior
e invisibles aunque manifiestas al exterior, se transforman en
superficies
que, al encontrarse, impónense recíprocamente límites a su
formación.
La forma así derivada es un sólido limitado por dos grupos de
seis
caras, que se reúnen en la cúspide y en la base, con aristas
terminales
perfectamente idénticas: es el hexagondodecaedro, sólido de dos
cúspides
y aristas iguales. Las aristas laterales, también según las
propiedades
internas, están modificadas por facetas inclinadas la una
sobre
la otra, y la forma que de ahí deriva es un sólido igualmente
limitado
por dos grupos de seis caras, que se reúnen en la cúspide y en la
base;
sólo que las aristas no son ya todas idénticas entre ellas, sino
alternativamente
iguales en la cúspide y en la base: es el escalenoedro de
dos
cúspides y aristas en agrupaciones de tres por tres.
A
partir del romboedro o de los dos dodecaedros más arriba
determinados,
la modificación de los ángulos o de las aristas laterales
por
caras dirigidas siguiendo el eje, y la de los ángulos terminales por
dos
caras de la misma especie, determinan dos nuevos sólidos: son los
sólidos
de seis caras laterales y dos caras terminales rectas, que se
distinguen
por su constitución interior y también por el modo de
formación;
el uno de los prismas deriva de los ángulos laterales, el otro
de
las aristas laterales de la forma primitiva; por tal motivo, éste es
llamado
prisma hexagonal recto de las aristas, y aquél, prisma hexagonal
recto
de los ángulos. En vista de las relaciones internas arriba
mencionadas,
las formas primitivas y principales siguen entre ellas el
orden
siguiente:
ROMBOEDRO
HexagondodecaedroEscalenoedro
de dos cúspidesde dos
cúspides
aristas iguales.aristas agrupadas tres
por tres.
Prisma de ángulosPrisma de
aristas
rectorecto
de seis caras iguales.de seis caras
laterales.
En
virtud de las leyes de la naturaleza ya enunciadas y aplicadas, en
virtud
de las que rigen la fuerza en sus manifestaciones y hacen que los
ángulos
se desarrollen en aristas, en caras, y recíprocamente; en virtud,
repetimos,
de esas leyes y de otras que de las mismas necesariamente se
deducen,
todas las formas principales y primitivas derivadas hasta aquí de
la
esencia misma de la fuerza darán origen a su vez, por rigurosas y
legítimas
deducciones, a todos los sólidos cuyos elementos están agrupados
tres
por tres y que ya existen y están determinados en ellas, así como a
todas
las formas intermediarias y de transición que relacionan uno de
estos
sólidos con el otro; la figura se aproximará, de esta suerte, más y
más
a la forma esférica. Así pues, en esta cantidad de formas cuyos
elementos
están agrupados tres por tres, formas hechas necesarias, es
verdad,
por los principios que preceden, aunque innumerables en sus
transiciones,
y en relación todas con los sólidos primitivos que resultan
de
la existencia de tres direcciones equivalentes, en toda esta cantidad
de
formas, cada sólido en particular encuéntrase comprendido y
determinado,
y la serie misma queda aquí enteramente cerrada. Sin embargo,
en
virtud del trabajo general de la cara, y de otras relaciones especiales
y
características, cada sólido individualmente derivado de las leyes hasta
aquí
reconocidas, podrá dar y dará a su vez otras diversas formas en las
que
predominará ora la longitud, ora la latitud, ora el espesor, pero que
siempre
serán simples. Con efecto, las formas derivadas hasta aquí de la
esencia
de la fuerza, son siempre simples y aisladas; no obstante, por
resultado
de la tendencia a producir formas limitadas por líneas rectas,
tendencia
que es, en verdad, hija de la esencia misma de la fuerza, pero
que
atrae siempre un desarrollo más completo de esta fuerza, el conjunto
de
la fuerza que, al principio, procuraba trabajar de una manera
homogénea,
idéntica en todos sentidos, ha llegado a una tensión tal, a una
tal
oposición así interior como exterior, que, en la manifestación
interna,
su primer efecto es destruir o igualar de todas las maneras
posibles
esta tensión, esta oposición.
La
primera y la más simple manifestación de este esfuerzo, en los
límites
de la formación de los cuerpos sólidos, es reunir las formas en
posiciones
y direcciones completamente opuestas, para con ellas producir y
formar
otras; de ahí resultan cuerpos que, en un conjunto en apariencia
único,
reúnen dos, tres, cuatro o mayor número de formas sólidas, que
tienen
posiciones y direcciones completamente opuestas, haciéndose
equilibrio
entre ellas; y la última expresión de esta ley de unión, que no
conviene
tratar de descifrar, no es sino un conjunto de formas sin leyes
aparentes.
Al
mismo tiempo que este último modo de formación, aparece toda una
nueva
serie de formas compuestas y aglomeradas, que no parecen ser sino
imitaciones
de formas de un orden más elevado; tales son las agrupaciones
botrioides,
tuberculosas, esféricas. En esta última categoría, en
particular,
cada cuerpo individualmente sensible manifiesta de nuevo una
de
las direcciones idénticas, obrando primitivamente en la fuerza, y, por
su
conjunto, parecen reproducir lo que a cada cuerpo aislado era
imposible,
a saber: la forma esférica primitiva. En este orden de
formación,
y brillando como en un espejo, aparece la vida, es decir, una
unión
interna y viva entre los cuerpos sólidos, y sobre todo un conjunto
desde
luego uno e idéntico, como aparecerá más y más claramente a cada
paso
que demos en el desarrollo de la naturaleza.
Todas
las formas, todos los cuerpos precedentes, en tanto que
manifestaciones
exteriores, no pertenecen sino al mundo de la materia, al
mundo
en que la fuerza sola opera. Su unidad de forma, aquella que crea,
por
decirlo así, todas las otras, es la esfera; todas estas formas, en su
conjunto,
muestra la ley siguiente, esencialmente característica: sus
elementos
son o múltiples de dos, y en enlace directo con este número, o
bien
múltiples de tres, agrupados tres por tres; por el contrario,
excluyen
de una manera absoluta toda acción de las direcciones de la
fuerza
encaminadas a producir arreglos sobre la base de los números cinco
o
siete, es decir, las combinaciones del número dos (o cuatro) con el
número
tres (o seis), así como todas las formas que de ello se deducen.
Con
efecto, esas combinaciones por cinco y por siete no parecen ser sino
combinaciones
sin orden en vez de agrupaciones perfectas; o bien son
accidentales
y fugitivas. Más allá, todas las formas sólidas aparecen
completamente
homogéneas en sí mismas, sin centro necesariamente
determinado
o estable, pero con un centro variable, en relación con
ciertas
condiciones, y que por lo tanto desaparece al mismo tiempo que
esas
condiciones; por consiguiente, en una sustancia homogénea y que
permanece
homogénea (lo que se llama materia), la acción de la fuerza no
puede
aumentar sino por crecimiento de la masa o de la sustancia; por
consiguiente
también, la fuerza operante aparece como unidad simple,
unidad
en verdad organizada, pero no como unidad encerrando en sí una
pluralidad,
no, decimos, como una reunión de miembros.
Tal
es el desarrollo y la manifestación de la fuerza, en tanto que
productora
de sólidos inanimados; tal es el grado de desarrollo que puede
aquella
obtener en los límites de esas formas. Sin embargo, según lo que
ya
conocemos del ser de la fuerza con las manifestaciones exteriores de la
forma,
este ser, en tanto que espontáneo y operando idénticamente en todos
sentidos,
exige necesariamente, no tan sólo lo que nos ofrece el cuerpo
sólido
inanimado, un centro variable, en relación con ciertas condiciones
y
que desaparece con esas condiciones, sino también un centro que sea
fatalmente
determinado por el ser y la acción misma de la fuerza, un punto
que
sea perceptible hasta en la figura, que sea el punto de partida y de
vuelta
de todas las manifestaciones, de todas las actividades de la
fuerza,
y que sea no solamente el punto de concurso, sino también el punto
de
apoyo y de determinación de esta fuerza. Este punto único y potente, no
nos
está mostrado por la serie de las formas sólidas, ni el cuerpo
inanimado
puede mostrárnoslo, porque uno excluye necesariamente toda idea
de
otro, por inevitablemente que este punto se halle unido al ser de la
fuerza,
a su manifestación y a su desarrollo hacia la perfección.
Por
lo demás, la sustancia sometida a las leyes de los cuerpos
sólidos
terminados por planos, que, en virtud de estas leyes y por ellas,
está
condensada en sí misma, sólida y organizada hasta en sus más pequeñas
partes,
hace también imposible la existencia de una forma correspondiente
a
un punto semejante; porque la sustancia idénticamente organizada de
todos
lados, excluye necesariamente, como tal, la preponderancia de uno o
muchos
puntos, de uno o de muchos centros de actividad de la fuerza; por
consiguiente
también, la introducción de un centro de unión y de actividad
de
la fuerza excluye de un modo asimismo imperioso la idea de sustancia
organizada,
la solidez de la materia y, por tanto, la misma forma
sólida.
Además,
la fuerza, en tanto que fuerza, en su desarrollo y en sus
manifestaciones,
pide y exige, (bajo pena de no poder elevarse al papel de
fuerza
espontánea) una diversidad, una pluralidad en sus acciones y
manifestaciones
las cuales tengan por lazo la unidad, y todas las cuales
salgan
y se deriven de la unidad. No basta, para ello, que el ser de la
fuerza
y el esfuerzo que le ha sido dado en su origen para su
manifestación
y su desarrollo completos, estén en sí mismos organizados,
es
decir, que obren diferentemente en diferentes sentidos; el esfuerzo
original
exige, además, una composición de miembros diversos, un conjunto
de
fuerzas reunidas por la unidad, todas las cuales se derivan de una
unidad,
y, en consecuencia, dependen de ella, y cada una de las cuales
lleva
en sí una acción espontánea, reuniéndose todas para manifestar
juntas
la forma determinada por su unidad. Una fuerza así compuesta
arrastra,
como consecuencia necesaria, una sustancia que le sea de la
propia
manera. Tal es la sustancia que, a cada lugar que la actividad de
la
fuerza le asigna, actividad que necesariamente deriva de la unidad de
la
fuerza, se encuentra en estado de satisfacer a todas las exigencias
individuales
y generales de esta fuerza; tal es también la sustancia que
se
somete espontáneamente y de un modo completo a las exigencias de una
fuerza
compuesta, para manifestar sea lo general o lo particular, sea lo
interior
o lo exterior, no importa qué sentido o dirección de la fuerza.
La
propiedad de la sustancia, de estar formada por miembros, supone una
libre
determinación de esta sustancia, determinación que podrá obrar en
todos
sentidos y sin obstáculos; sólo que excluye toda sustancia
condensada
en sí misma y posesora de una forma sólida organizada. De
consiguiente,
una fuerza compuesta excluye toda sustancia organizada, y
quiere
una sustancia compuesta de miembros. Sólo cayendo en un estado
completamente
informe, perfectamente idéntico en todos sentidos, en un
estado
desprovisto de toda coherencia, de todo lazo. Sólo, en una palabra,
por
una dislocación y una desunión completa puede la sustancia organizada
pasar
a un grado más elevado de formación, convertirse en sustancia
compuesta.
Aquí muéstrase, de nuevo, la vida en sus manifestaciones; aquí,
como
en un espejo, aparecen de nuevo las exigencias y las leyes de la
vida,
en lo que esta posee de más elevado, de más intelectual. En este
grado
de desarrollo de la naturaleza, reconócese y penétrase la esencia
misma
de la naturaleza, conocimiento que tan alto interés reviste para
educación
propia y ajena.
Con
el ser de la fuerza, y haciendo uno con ella, aparece pronto el
doble
esfuerzo que la misma practica hacia adelante o hacia atrás: el uno
de
estos esfuerzos está enlazado con el otro, se encuentra en el otro y es
para
el mismo una necesidad. La fuerza, por lo demás, que partiendo de una
unidad
determinada y perceptible, desarrolla fuera de ella una pluralidad
en
relación con la unidad primitiva, exige necesariamente, por lo mismo,
un
esfuerzo de la fuerza que opere alternativamente hacia adelante o hacia
atrás.
De consiguiente, así como ese doble esfuerzo excluye y anula la
fijeza,
la misma forma sólida de la sustancia, así como excluye la
simultaneidad
y, en cierto modo, la confusión de dos elementos hacia
adelante
o hacia atrás, así también, por el contrario, dado que la fuerza
parte
de un centro determinado y perceptible, y está en relación con el
centro,
produce ya una separación momentánea, ya una reunión momentánea,
y,
al exterior también, vénse aparecer movimientos opuestos, distintos y
momentáneos
de la fuerza, movimientos perceptibles en la materia y por
ella;
es una oscilación, una palpitación, una pulsación de la
fuerza.
En
la forma sólida (en el mineral) el desplegar y el replegar de la
fuerza
son iguales y se neutralizan; de ahí que el cuerpo esté en un
estado
inmóvil. Desde que el equilibrio entre ambos efectos de la fuerza
se
rompe, la inmovilidad cesa, el mineral redúcese a polvo o pasa al
estado
fluido o al estado gaseoso.
Esta
independencia, esta libertad de las moléculas que componen la
forma
sólida es el primer estado de la fuerza; su concentración y su
estado
de equilibrio en los sólidos son ya un perfeccionamiento.
Si
las pulsaciones del efecto expansivo y del efecto restrictivo de
la
fuerza se cambian rápidamente y por un movimiento constante y regular,
la
fuerza toma el nombre de vida.
El
punto que lleva en sí mismo la vida espontánea, independiente, y
que
la proyecta en todas direcciones, es el corazón. Este punto único en
el
centro de la vida es un nuevo perfeccionamiento de la
fuerza.
La
fuerza tiende así a hacerse más y más independiente de la materia.
La
más o menos grande expresión de la vida no depende ya de una más o
menos
grande cantidad de sustancia. Esta no es sino la forma o la figura
bajo
la cual se revela la vida.
Todos
los cuerpos vivos se clasifican, desde su primera aparición, en
dos
series: en la una, la vida está subordinada a la materia; en la otra,
la
materia está subordinada a la actividad vital.
La
primera de estas series se titula, con razón, la serie de los
seres
vivientes; la segunda la que lleva en sí misma el movimiento
espontáneo
de la vida, denomínase la serie de los seres animados.
De
modo que bajo el punto de vista de la fuerza, dividiremos como
sigue
todo lo que tiene una forma en la naturaleza:
Cuerpos inertes.
Cuerpos vivientes.Cuerpos
animados.
Sentado
que el movimiento vital lleve sin cesar la actividad al punto
que
es el centro de la misma, o al corazón, y que, en este retroceso, cree
sin
cesar una nueva fuerza, producto de una sustancia exterior, siguese de
ahí,
que los cuerpos vivos se acrecientan por la intervención de elementos
ajenos.
Este
acrecentamiento interior de los cuerpos vivos y de los cuerpos
animados
es el resultado de esta ley universal de la naturaleza, en virtud
de
la cual lo particular llama a lo general, lo general resulta de lo
particular,
y lo particular supone e implica necesariamente lo
general.
Esas
propiedades de la fuerza que se desarrolla, revélanse en las
diversas
formas que aquella imprime a la sustancia. Esas formas tienden a
modificarse
según los grados del desarrollo de la fuerza.
Así
la forma circular, que aparece con frecuencia en los cuerpos
brutos
y sólidos, encuéntrase también en los cuerpos vivos y en los
cuerpos
animados, pero con la diferencia de que en los primeros, la
radiación,
así como el plano que de ésta depende, son dominantes, y la
forma
circular subordinada; mientras que, en los últimos, es la forma
circular
la que tiene la predominación, y se le subordina la radiación
como
lo que de la misma depende.
En
los cuerpos vivos y en los cuerpos animados, la fuerza produce la
división
de los miembros; pero en las plantas en donde la vida está
sometida
a la sustancia, las formas, al irradiar, se aproximan a las
formas
de los cuerpos sólidos. Esto se reconoce por las relaciones de los
miembros,
relaciones importantes, por lo que indica el fin de las
direcciones
de la fuerza, a las cuales las formas sólidas y todas las
manifestaciones
sucesivas y graduadas deben su configuración particular.
Lo
propio que las formas sólidas cuyas caras iguales se corresponden
tienen
este sencillísimo carácter; así las plantas cuyos órganos están
dispuestos
por dos, tienen una organización particular, que las distingue
claramente
de aquellas cuyos órganos están dispuestos por tres. Las
plantas
formadas según el número dos revelan esta organización simétrica y
binaria,
tanto por la disposición de sus hojas como por la forma cuadrada
de
su tallo. A esta propiedad del número se agregan propiedades
particulares.
Así las plantas pertenecientes a la clase de dos y dos
esparcen
un olor aromático que las caracteriza.
Las
formas de la vida no se contentan con las relaciones de dirección
observadas
en los cuerpos inertes. El número cinco, que no aparece sino
raramente
y de una manera fugitiva en los minerales, hácese dominante en
las
plantas y en los animales. Es que la fuerza dotada de vida adquiere
una
actividad más grande.
La
aparición del número cinco y las consecuencias que de su aparición
resultan
son simbólicas y significativas.
Notemos
desde luego que este número, aunque muy frecuente en el reino
vegetal,
aparece raramente en este último de una manera clara y bien
determinada.
Está, de ordinario, producido, sea por la separación de una
de
las direcciones fundamentales de las plantas cuyos miembros
corresponden
por cuatro o por dos, sea por la reunión y el adherimiento de
dos
órganos de las plantas cuyos miembros corresponden por tres y
tres.
En
las plantas pertenecientes a la ley de dos y dos, cuyas flores
indican
el número cinco, este número no se obtiene sino por la separación,
la
división de una de las direcciones iguales. Puede siempre reconocerse
en
que dos y dos se corresponden, mientras que uno quedará solo. Tal es el
caso
para las plantas cuyas hojas son alternas. El equilibrio entre el dos
y
dos no puede restablecerse sino con mucha dificultad; estas plantas
resisten
a toda variación.
Muy
distinta cosa sucede con aquellas que dependen de la ley tres y
tres,
y en las cuales el número cinco es atraído por la reunión de dos de
las
direcciones fundamentales. Tal es, por ejemplo, la rosa, a este grado
de
formas de la vida, el número cinco aperece como uniendo dos y tres. En
tanto
que tres y dos, aquél divide y aquél une. Es realmente el número de
la
vida, puesto que no conviene sino a las formas vivientes y a las formas
animadas.
Pertenece a las plantas que llevan en sí la mayor aptitud por
varia
y la más elevadas perfección. Tales son los árboles frutales con
pepita,
hueso, y los de las regiones meridionales. ¿No son ellos
susceptibles
de perfección indefinida?
Y
en el mundo de las flores, ¿no hallamos por ventura lo propio? Por
ejemplo,
en las rosas que pertenecen al número cinco, procediendo de tres
y
tres, ¿no son sus variedades innumerables? Así también ¿no ofrece cada
comarca
diferentes especies de patatas? ¿No sucede lo propio con todas las
flores
pertenecientes al número cinco casi exclusivo? Nada tan fácil como
multiplicar
sus variedades y perfeccionarlas. Tales las rosas, los
claveles,
las orejas de oso, los ranúnculos.
Así,
por donde quiera que aparezca el número cinco, revélase una alta
expresión
de la vida, de la vida elevada a un alto grado.
Las
formas sólidas (los minerales) en las que las caras son rectas,
iguales
y simples, ostentando por esta razón, en un grado débil la
multiplicidad
de la fuerza, pueden ser miradas como una figura, como un
símbolo
de sentimiento. Aquellas, por el contrario, cuyos miembros están
formados
por tres y tres, parecen ser, por su constante separación
exterior
y por su variedad, la imagen del ingenio y del saber. En estas
formas,
puesto que el eje se separa de cada una de las tres direcciones
fundamentales
y puede sustituirse a cada una de ellas, el poder divisor es
infinito.
Nada hay que el prisma triangular (forma sólida de tres caras)
no
divida. La luz misma está sometida a su acción. ¿No es esto la imagen
del
hombre intelectual, elevándose al conocimiento por el desarrollo de
las
fuerzas del alma? El espíritu que tiende a conocer, ¿no procede por la
duda
y el análisis, esto es, por la división de los objetos sometidos a su
examen?
Con
respecto a la esencia de la fuerza y a las acciones particulares
de
la fuerza, en tanto que viva y una en sí, la naturaleza y el mundo
vegetal
nos ofrecen también las manifestaciones siguientes:
Examinando
una forma viva de la naturaleza, una planta, por ejemplo,
hallamos
que cada una de sus partes parece estar en posesión de la fuerza
entera,
pero en grados diversos, según el desarrollo de la forma. La
fuerza
es completa en la planta: lo es igualmente en una de sus partes, en
una
rama, en un retoño, en una hoja, en un pedazo de su corteza. Todo
revela,
pues, en la planta, como ley fundamental, la unidad del ser
modificándose
según los grados de desarrollo. Cada fase sucesiva del
desarrollo
es una gradación de la fase precedente. Así los pétalos son la
transformación
graduada de las hojas; los estambres y los pistilos son la
transformación
graduada de los pétalos. Toda formación sucesiva manifiesta
el
interior de la planta, su ser revestido de las más delicadas
envolturas,
y finalmente exhalándose en su hálito, en su perfume. El grano
contiene
en sí el interior hecho casi exterior, y lo reproduce de nuevo en
tanto
que interior. Las plantas nos muestran una expansión, una gradación
progresivas
hasta su florecimiento, y una suprema vuelta sobre sí mismas
desde
el florecimiento hasta la madurez completa de sus frutos. No hay,
pues,
en ellas, una simple multiplicación de la fuerza, sino una
gradación.
De ahí viene que, si la fuerza tiende a retirarse de la planta,
nótase
frecuentemente una gradación inversa en el desarrollo, un regreso
del
grado inferior; pétalos, por ejemplos, que se transforman en hojillas
del
cáliz; estambres y pistilos que se metamorfosean en pétalos; fenómenos
que
con tanta frecuencia nos son mostrados por las rosas, las adormideras,
las
malvas y los tulipanes. La transformación artificial del cáliz de la
flor
en corola, como acontece en la primavera, es un hecho contrario,
aunque
del propio orden. Obtiénese cuando es colocada la flor en
condiciones
favorables de exposición y de alimento.
Así
como en cada parte de la planta reposa el ser de toda la planta,
pero
de una manera particular -pues cada cosa y cada planta tiende a
manifestarse
universalmente en sus propiedades-, así también esta
tendencia
produce la forma esférica, bien visible sobre todo en el retoño
que
contiene las hojas replegadas sobre sí mismas. Una lesión ocurrida
sobre
ciertas partes de la planta, o la liberación de las partes al
parecer
aprisionadas, muestra asimismo que todo, en el vegetal, tiende
hacia
la forma esférica. Vemos de ello un hermoso ejemplo en el tenue
musgo
que rodea el cáliz de una de las variedades de la rosa.
Así
reposa en la planta el ser de la fuerza elevado hasta la vida. De
ahí
que las plantas se nos aparezcan como los botones y las flores de la
naturaleza.
Y como por el florecimiento y la fructificación todo el ser de
la
planta retrocede al interior, a la unidad, así también, en el grado
siguiente
de la formación de la naturaleza, en la gradación de la fuerza
elevándose
a la vida animada, toda cosa exterior, toda multiplicidad se
nos
aparecerá también encerrada en un interior, en una especie de grano o
hueso;
porque, gracias a sus formas tan simples y tan redondas, los
primeros
animales semejan una simiente hecha viviente y dotada de
movimiento.
La
ley de la individualidad muéstrase así en la totalidad de las
formas
terrestres. Aunque viendo en ella misma un todo limitado,
independiente,
grande, membranoso, no es sino una pequeña parte del gran
todo
de la naturaleza.
Las
formas de la fuerza elevada hasta la vida y el movimiento, es
decir,
los animales, tomados en su conjunto, son también un gran todo
provisto
de miembros, o en otros términos, una forma que lleva en sí misma
la
vida: ellos proclaman las leyes generales de la naturaleza, tanto en su
totalidad
como en su aplicación particular.
Muéstrase
también, en los animales, de una manera admirable, la ley
del
número cinco que rige la vida llevada a un alto grado. Se la
encuentra,
desde la primera aparición de la vida animada, en esos seres
que
son los restos de un mundo extinguido. Apareciendo con la vida en los
animales,
el número cinco se mantiene como regla fundamental, aunque de
diversos
modos, acá en el enlace, allá en la separación.
Lo
propio con respecto al hombre, en el cual la vida animada aparece
elevada
a la perfección de la inteligencia: el número cinco es en cierto
modo
el atributo de la mano, miembro principal del hombre, instrumento
principal
para emplear su facultad creadora.
Otra
ley general que se revela en todo el reino animal, considerado
en
su conjunto y en sus detalles, es la ley que manifiesta el interior por
el
exterior y recíprocamente. Los primeros animales yacen en habitaciones
de
piedra, que, aunque distintas de ellos, mantienen blando sus cuerpos.
Permanecen
los mismos adheridos, por resultado de su organización, al
sitio
en que está fijada esta envoltura calcárea. Luego esos animales
aparecen
libres, independientes y no más forzosamente retenidos como la
planta,
a un sitio determinado. No obstante, esos animales -los moluscos
con
concha- siguen envueltos en una cubierta calcárea que traen consigo.
Esta
cubierta, en los grados sucesivos del reino animal, desaparece
exteriormente;
confúndese con la carne, o no aparece más que parcialmente
al
exterior del cuerpo, como en las escamas de las tortugas y de los
pescados.
Cuanto más la organización se perfecciona en los sucesivos
grados
del reino animal, tanto más la parte carnosa envuelve la cubierta
calcárea
que de antemano la rodeaba; lo que era exterior es entonces
interior,
y el interior conviértese en exterior: el animal es
completo.
Además,
otra gran ley de la naturaleza, la ley del equilibrio, se
manifiesta
sobre todo en el reino animal. Merced a esta ley, cada fuerza
viva
y animada expresa una cantidad determinada de fuerza, y dispone de
una
cantidad determinada de sustancia repartible entre los diversos
miembros.
Si pues esta sustancia se corre en exceso hacia ciertos órganos,
retírase
de ciertos otros; de manera que la parte en que la sustancia
superabunda,
se desarrolla de una manera desproporcionada en detrimento de
otras
partes. Así, en los pescados, el cuerpo por demás alargado fórmase a
costa
de los miembros. Esta ley revélase de una manera evidente cuando el
hombre
se compara a otros seres: su brazo y su mano semejan el ala del
pájaro.
¿Quién no verá aquí que la perfección preponderante de ciertas
partes
se verifica en detrimento de las otras?
De
ahí que toda multiplicidad de las formas naturales esté servida
por
el número uno, en todos los grados de su expansión, de su
perfeccionamiento,
como testimonio de una fuerza única; esta fuerza
aparece
primitivamente en tanto que es unidad, se revela claramente en la
vida
individual, hecha completa o independiente, y dase a conocer en tanto
que
sea aparición exterior, desde luego universalmente, más tarde, en cada
una
de las condiciones de la multiplicidad de las formas de la naturaleza.
Porque
la fuerza exige la posibilidad de manifestar la multiplicidad que
está
en ella, como un todo viviente. Aquí preséntase también esta gran
verdad
general, a saber, que toda cosa manifiesta plena y completamente su
ser
de una manera trinitaria, es a saber, como unidad, como individualidad
y
como multiplicidad. Así se realiza la ley del desarrollo en las formas
sólidas,
elevándose de la individualidad a la universalidad, de la
imperfección
a la perfección, por la misma serie de los desarrollos que
conducen
a la perfección de las cosas de la naturaleza. Así es el hombre
el
más perfecto de los seres terrenales; la más acabada de las formas
terrenales,
en la cual la sustancia corporal muéstrase al más alto grado
de
equilibrio y de proporción. Pero en el hombre, la fuerza, como
descansando
originariamente sobre una existencia externa de la cual la
misma
proviene, manifiéstase a este alto grado de vida, en tanto que es
espíritu;
de suerte que el hombre siente por sí mismo su fuerza, la
comprende,
la interroga, instrúyese por ella y encuentra en ella la prueba
de
su existencia.
En
el momento en que el hombre, en tanto que es aparición externa,
corporal,
se muestra en equilibrio y en proporción, con la forma, en esta
época
de la expansión del principio intelectual y espiritual, agítanse
también
en él los deseos, las tendencias, las pasiones. Prodúcese en sus
potencias
intelectuales un movimiento y una agitación semejantes a los que
se
encuentran en el reino de las formas sólidas, en el reino de los
minerales,
en el de los vegetales y en el de los animales.
He
aquí el hombre correspondiendo, por la primera serie de su
desarrollo,
con el primer grado de las formas sólidas, vivientes; de ahí
que
el conocimiento de la ley que rige su ser, sea tan importante para
quien
desee hacer su educación y la ajena; el conocimiento de su ser y de
sus
manifestaciones instruye, dirige, ilustra y consuela al hombre.
Representad,
pues, desde temprano al hombre, al joven, al alumno, la
naturaleza
en toda su simplicidad, como una unidad, como un grande y vivo
pensamiento
de Dios, como una sola forma de la vida universal. La
naturaleza,
como se muestra siempre y en cada uno de sus puntos es un todo
procedente
de Dios, y debe ser presentada al hombre bajo este aspecto. Sin
unidad
en la acción de la naturaleza, sin unidad en las formas de la
naturaleza,
sin conocimiento de la multiplicidad que emana de la unidad,
no
existe ningún conocimiento verdadero ni de la multiplicidad, ni de la
historia
de la naturaleza; ninguna otra enseñanza es suficiente para
darlas
a reconocer al alumno de una manera evidente. Esta unidad, por lo
demás,
es la que el alma del niño presiente y busca, desde su edad
temprana,
y la sola que satisface al espíritu humano.
Andad
con el joven que en sí mismo lleva la vida, guiadle en el seno
de
la naturaleza, y ostentad ante él la diversidad de ésta: él os
interpelará
al punto sobre esa unidad tan animada y tan sublime que a sus
ojos
se revela; y vuestras explicaciones, vuestras respuestas a sus
preguntas
incesantes, le harán penetrar más y más en el conocimiento de
los
diversos y numerosos objetos de la naturaleza.
La
observación de los objetos de la naturaleza, aislada y
parcialmente
considerados, por completo diferente de la observación de la
cosa
individual adherida a la unidad o a la generalidad, mata a los ojos
del
alma humana los objetos de la naturaleza misma, del propio modo que
aniquila
el espíritu observador del hombre.
Estas
observaciones, encaminadas a hacer considerar la naturaleza
como
un solo todo, deben bastar aquí: ellas ayudarán al padre, al
institutor,
al maestro, a guiar al hijo, al discípulo, al alumno, por el
conocimiento
y la observación de las leyes de la naturaleza, a los
diferentes
grados y gradaciones de su unidad y de su multiplicidad; ellas
les
ayudarán a reconocer la naturaleza como un todo provisto de vida. Lo
propio
que aquí el enlace interior y animado de la actividad de la
naturaleza
con los objetos de la naturaleza, está representada en una
generalidad,
no según un lado o según una sola dirección, así también la
naturaleza
debe aparecer al alumno según cada uno de sus lados, según cada
una
de sus direcciones o actividades, no tan sólo como un todo provisto de
miembros,
sino también proveyendo de miembros las fuerzas, las sustancias,
los
tonos y los colores, teniendo, como las formas y las figuras, su
unidad
interna y enlace animado con el todo universal; y así como todo,
por
la perfección de su formación, depende de la influencia de un gran
fenómeno
en la naturaleza, en una palabra, del sol, que cuida y conserva
toda
la vida terrestre, así también parece como que todas las formas
terrestres
proclamen el ser del sol; tan cierto es, que todas se vuelven
con
avidez hacia la luz, que aspiran suspendiéndose de sus rayos como el
niño
fija sus miradas en los labios del padre, que le instruye, o en los
de
la madre, que responde a las aspiraciones de su alma; y lo propio
también
que la ausencia o la presencia del amor paternal influyen
poderosamente
sobre el desarrollo y perfeccionamiento del niño, cuyo ser
no
hace más que uno con el de sus padres, la presencia o la ausencia de la
luz
influye en el desarrollo y la formación de las formas terrenales, que
son
los productos del sol y de la tierra. Además, un conocimiento más
exacto
de los rayos y de la luz del sol nos demuestra que en la luz, las
direcciones
son parecidas a las direcciones fundamentales de todas las
formas
terrestres. Así las formas de la tierra pueden manifestarnos
exterior
y visiblemente, en su conjunto y en su variedad, el ser de la
luz,
que se nos aparece también, en tanto que unidad, en el sol; porque
todos
los conocimientos se encadenan entre sí. Que el padre y el hijo, el
educador
y el discípulo, el maestro y el alumno, los padres y el niño
marchen
pues constantemente hacia la noción de ese todo de la
naturaleza.
Padre,
Institutor, Educador, no nos aleguéis vuestra ignorancia en
tal
o cual cosa, vuestra completa ignorancia de vosotros mismos. No se
trata
solamente aquí, para vosotros, de comunicar conocimientos
adquiridos,
a vuestros hijos o a vuestros alumnos, sino antes bien de
adquirir
nuevos conocimientos. Observaréis, y, haréis observar, y la
observación
os conducirá, a vuestros alumnos y a vosotros mismos, al
conocimiento
de lo que ignoréis.
Para
conocer las leyes y la unidad de la naturaleza, no hay necesidad
de
aplicar denominaciones científicas a los objetos de la naturaleza ni a
sus
propiedades; basta con la inteligencia segura, claramente determinada
según
el ser de la cosa o del lenguaje. Al guiar al joven en el
conocimiento
de las leyes de la naturaleza, no se trata de noticiarle las
opiniones
o las observaciones convencionales; más importa hacerle observar
cada
objeto espontáneo en sí mismo, y de la manera que el objeto se da a
conocer
a sí mismo por su forma y sus propiedades particulares y generales
de
cada cosa. Dad al objeto de la naturaleza el nombre puramente local, y
si
lo ignorarais, dadle aquel que la circunstancia misma os suministra, o
mejor
aún, emplead una perífrasis, hasta encontrar el nombre generalmente
adoptado;
no tardaréis en encontrarlo y aceptarlo como lo acepta la
ciencia.
He ahí por qué, Maestros que acompañáis a vuestros discípulos al
campo,
no confesáis vuestra ignorancia de los objetos de la naturaleza,
vuestra
ignorancia basta del nombre de los mismos objetos. La fiel
observación
de la naturaleza puede facilitaros, mucho mejor que cualquier
libro,
aunque poseáis el talento más común, los más profundos y los más
elevados
conocimientos de la individualidad y de la multiplicidad de las
cosas.
Cada cual de nosotros puede adquirir sus conocimientos por medio de
la
observación, por poco que sepa observar, y si se deje guiar por la
observación,
guiando a la par los jóvenes que le rodean. Padres, Madres,
no
os preocupéis de vuestra ignorancia, no digáis:-«¿Cómo, sin saber yo
nada,
puedo instruir a mis hijos?» No sabéis nada, es posible; pero ahí no
está
el mal. Si no sabéis nada y no obstante queréis realmente instruir,
haced
como el niño, preguntad a padre y a madre, sed niño con el niño,
alumno
con el alumno; dejáos instruir por la naturaleza, que es vuestra
madre,
y por vuestro padre, que es el espíritu residente en la naturaleza.
El
espíritu de Dios y de la naturaleza os conducirán y os guiarán, con tal
de
que os dejéis conducir y guiar por ellos. No digáis, pues: -«Yo no he
estudiado,
yo no he aprendido tal cosa o tal otra.» ¿Quién, pues, se la
enseñó
al primer hombre que tuvo conocimiento de ella? Proceded como él,
id
al manantial de la ciencia. Uno de los fines de la enseñanza superior
consiste
en hacer perspicaces a los hombres, en abrir su ojo interior por
el
interior de todas las cosas, y hacérselas así comprender al exterior.
Sensible
fuera para el género humano, si no hubiese más perspicaces que
los
que estudian según la acepción dada generalmente a esta palabra. Pero
si
vosotros, Padres o Maestros, os dirigís desde temprano a los ojos del
cuerpo
y a los de la inteligencia de vuestros hijos y de vuestros alumnos,
las
universidades vendrán a ser pronto lo que conviene que sean, es decir,
escuelas
en donde se reconocerán las más elevadas verdades intelectuales,
en
donde se aprenderá a manifestarlas en la conducta; en una palabra,
escuelas
de sabiduría, escuelas de ciencia..
Cada
punto, cada objeto de la naturaleza es un camino que conduce al
saber:
agregaos a cada uno de esos puntos, y seguiréis el camino con
seguridad.
Dejaos convencer de que la naturaleza debe tener, no tan sólo
un
principio vivo e interior, dándose a conocer hasta en las menores
cosas,
sino también de que ha sido creada por un ser único, Dios; de que
debe
su existencia a la misma ley que lleva lo eterno a lo temporal, lo
intelectual
a lo corporal, y que exige necesariamente que lo particular
emane
de lo general y lo general de lo particular. Las manifestaciones de
la
naturaleza forman una escala que conduce de la tierra al cielo y del
cielo
a la tierra. Esta escala, figurada por las formas sólidas, es fija:
reposa
sobre un mundo de cristal, y el profeta David, el cantor de la
naturaleza,
la celebra en sus himnos. Buscad y hallad, pues, en esta
multiplicidad
de la naturaleza un punto fijo, una escala segura. El número
es
un punto fijo, y la vía que sigue, camino seguro, pues está conducido
por
la aparición externa de las direcciones internas de la fuerza misma.
El
número publica inevitablemente, tanto como le es dado hacerlo, el ser
íntimo
de la fuerza; no llevéis ahí sino un juicioso ojo de discípulo, una
inteligencia
infantil, una alma sencilla. Dejaos conducir por el ojo y la
inteligencia
del niño mismo; sabed, para vuestro gobierno, que un niño
sencillo
y natural no tolera ni acepta medias verdades ni indicaciones
falsas.
Seguid en silencio sus cuestiones y reflexionad sobre ellas; ambos
seréis
instruídos, por más que aquellas procedan del espíritu infantil del
hombre.
Así, pues, un padre, una madre, un maestro cualquiera que sea,
puede
siempre contestar a un niño. Decís acaso que los niños piden más de
lo
que el padre y la madre saben, y tenéis razón; pero en este caso, o
bien
os detendréis en los límites de lo temporal o a las puertas de lo
divino,
y entonces esto se revela simplemente y el alma y la mente del
niño
quedan en reposo; o bien os detendréis, limitados por vuestros
propios
conocimientos: no tengáis entonces escrúpulo en confesarlo, pero
guardaos
de advertir al niño, que precisamente para ese caso, la
penetración
humana tiene límites; esto sería rebajarla y degradarla;
compradla
con la vida exterior en medio de la cual vivís; conducid vuestro
alumno
a establecer esta relación y ambos hallaréis, no bien vuestra
observación
habrá madurado, la razón y la inteligencia de la cosa, tales
como
las reclama la razón humana; ambos veréis con claridad y con un ojo
interno
y seguro lo que buscáis; vuestro ojo terrenal quedará satisfecho,
y
encontraréis, en vuestro interior, la paz, el consuelo y el socorro en
un
día de necesidad.
-
VIII -
Estudio
de las matemáticas
El
hombre busca un punto fijo de partida, una línea segura para
llegar
al conocimiento del enlace interno de toda multiplicidad, y ¿dónde
puede
hallar mejor ese punto de partida cierto que une y lleva en sí toda
pluralidad,
siendo por sí mismo la expresión evidente de la ley y de toda
conformidad
con la ley; dónde puede mejor hallarlo que en las matemáticas,
cuyo
nombre expresa la idea misma de ciencia? El noble rango que se les
otorga
en el orden de los conocimientos humanos, lo llevan adquirido las
matemáticas,
desde los tiempos más remotos, por el más incontestable de
los
derechos, y lo han conservado muy legítimamente. Las manifestaciones
del
mundo interior y exterior, al hombre y a la naturaleza: como
procedentes
del espíritu y de las leyes del pensamiento, expresión visible
del
espíritu y del pensamiento, encuentran fuera de sí mismas, en el mundo
exterior,
las manifestaciones, los enlaces y las formas que de ellas
necesariamente
emanan. El hombre halla en su interior, en su espíritu, en
las
leyes de su espíritu y de su pensamiento, la naturaleza en la
multiplicidad
de sus formas, todas las cuales se producen
independientemente
de él; las matemáticas aparecen entonces como el medio
que
une el hombre a la naturaleza, el mundo interior al mundo exterior, lo
invisible
a lo visible. Este oficio, que durará mientras existan el mundo
exterior
y el mundo interior, asegura bastantes siglos ha, desde la
existencia
del género humano, la existencia y el conocimiento de las
matemáticas.
Ello fue lo que hizo reconocer al hombre su derecho; porque
sólo
el hombre, que reconoce el espíritu de Dios, la operación y las obras
del
espíritu de Dios en todas las cosas, está en el caso de señalar al ser
de
las matemáticas ese noble y legítimo rango. Sólo el hombre puede
definir
la unión existente entre las formas creadas por el espíritu y las
formas
y las manifestaciones de la naturaleza, o si los objetos de la
naturaleza
han sido formados según las leyes del pensamiento humano, y si
la
naturaleza y el mismo mundo exterior encuentran en ellas su origen y su
existencia.
¿No vive y obra en el hombre y en la naturaleza el mismo
espíritu
divino, único, eterno? ¿No han sido el hombre y la naturaleza
creados
y ordenados por el mismo y único Dios? Y por lo mismo, ¿no existe
acaso
entre el espíritu de la naturaleza, las leyes de sus formas y las de
sus
fuerzas, y el espíritu humano y sus leyes una armonía, una conformidad
completa?
Las matemáticas no son ni una cosa muerta, limitada en sí, ni un
número
determinado, ni una suma de fuerzas y de variedades individuales,
halladas
con frecuencia aisladamente, sino un todo animado no
interrumpido,
que se desarrolla y se renueva por el desarrollo del
pensamiento
y del espíritu humano, según la unidad y la multiplicidad, y
por
el conocimiento y la observación de toda cosa individual, porque son
ellas
la expresión visible del pensamiento en el hombre, la expresión de
la
conformidad con el puro intelectual en sí; son asimismo un todo vivo y
una
demostración evidente de la necesidad de su existencia. Las
matemáticas
no son pues ajenas a la vida real ni procedentes de ella; pero
la
expresión de la vida en sí, y conducen a todo verdadero conocimiento de
la
vida.
Así
como el pensamiento y sus leyes pasan de la unidad a la
multiplicidad,
resultando en todas sus manifestaciones de una unidad
siempre
alejada u oculta (el interior), así también las matemáticas pasan
necesariamente
de la unidad a la multiplicidad, y por el hecho de pasar
exterior
y visiblemente de la unidad a la multiplicidad, precisa
necesariamente
que tengan también una unidad por principio.
Todas
las formas matemáticas, en tanto que procedentes y dependientes
de
las leyes que rigen el cubo y el círculo, deben ser traídas a la unidad
el
cubo mismo debe ser considerado como la procedencia de una fuerza
propia
espontánea, que emana de la unidad. No hay pues que considerar las
formas
y las figuras de las matemáticas como reunidas según designaciones
exteriores
y arbitrarias, sino existentes con arreglo a condiciones
necesarias
o internas, como demostraciones de un centro espontáneo y
originarias
de una fuerza universal, no separadas entre sí, mas enlazadas
interiormente
entre sí, resultando, desde un principio, de la
individualidad,
de la multiplicidad, y obligadas a referirse siempre a
esta
unidad, que penetra el alma de su existencia. Las matemáticas son
también
la expresión de las condiciones y de las propiedades del espacio;
puesto
que su principio es la unidad, son una unidad en sí mismas, y como
la
pluralidad de las direcciones, la forma y la extensión se unen también,
por
ellas, a la dimensión, síguese de ahí que el número, la forma y la
magnitud
están contenidas en la unidad, formando una trinidad indivisible
y
recíprocamente, sirviéndose. Pero como el número es la expresión de la
pluralidad
en sí, y de sus condiciones, la de las direcciones de la
fuerza,
según leyes internas y vivas que tienen su principio en el ser de
la
fuerza; como la magnitud y la fuerza no pueden ser definidas sino por
la
pluralidad, síguese de ahí que el conocimiento del número es el más
evidente
y el primero de estos tres conocimientos (número, magnitud,
forma).
El conocimiento del cálculo es la base del conocimiento de las
formas,
de las magnitudes y de las dimensiones en general. La dimensión no
es
de ningún modo una cosa muerta, inmóvil, inerte, sino una cosa que
subsiste
por la acción incesante de la fuerza en la existencia. Como la
dimensión
es deudora de su existencia al principio y a las leyes
fundamentales
de toda existencia, por las cuales está conducida, las leyes
generales
de la dimensión, como las de todas sus manifestaciones
individuales,
son el principio de todo lo que se hace ver y conocer por la
dimensión
y la forma, como también el principio mismo del
pensamiento.
Las
matemáticas deben ser consideradas y tratadas mucho más física y
dinámicamente
que si se las conceptuara como demostraciones de la
naturaleza
y de la fuerza; porque no guían ellas tan sólo al conocimiento
de
la naturaleza, sobre todo al de la química (la sustancia); mas conducen
particularmente
al conocimiento de las leyes del pensamiento y del
sentimiento
del hombre: conducen a este fin por las figuras curvilíneas y
cúbicas,
etc.
Sin
las matemáticas o, por lo menos, sin el conocimiento fundamental
del
cálculo que se apropia el conocimiento de la forma y el de la magnitud
como
condiciones necesarias, la educación del hombre es una obra
incompleta.
El desarrollo del hombre y de la humanidad queda detenido
aquende
sus límites naturales. Sin las matemáticas, paralízanse las
fuerzas
del espíritu, porque las matemáticas son tan inseparables del
espíritu
humano como la moral y el alma humana.
Veamos
ahora lo que es el lenguaje, y en qué relación se encuentra
con
los dos primeros puntos, ese tercer punto angular de la vida del
hombre.
-
IX -
El
lenguaje
La
filosofía moral, vida del alma, según las exigencias del alma que
reclama
la unidad en todas las cosas, la naturaleza, conocimiento de las
individualidades
en la naturaleza y de sus relaciones entre ellas, examen
de
la naturaleza según las exigencias del espíritu y en fin, el lenguaje,
manifestación
de la unidad, de todo enlace animado e interno de todas las
cosas,
esfuerzo según la exigencia de la razón, forman los tres una unidad
inseparable,
una unidad perfecta; es la imagen del género humano, en el
cual,
el aspecto de un solo lado, sin consideración a los otros, haría
desaparecer,
o por lo menos violar, la idea de su unidad.
La
filosofía moral tiende a hacer conocer el origen y el destino del
hombre
y lo consigue. La naturaleza tiende y alcanza a dar a conocer el
ser
de la fuerza, el principio de su acción y su acción misma. El lenguaje
tiende,
y con éxito, al conocimiento y a la divulgación de la vida como un
todo.
La propia moral, la naturaleza (las matemáticas son la naturaleza
según
sus disposiciones, sus leyes y sus condiciones, la naturaleza tal
como
se presenta al espíritu del hombre con sus atributos; sin las
matemáticas,
manifestaciones externas de la naturaleza, ésta no podría ser
conocida
del hombre), decimos pues que la filosofía moral, la naturaleza y
el
lenguaje, tienen los tres, en sus condiciones respectivas, el mismo
encargo,
a saber: hacer conocer al hombre su interior y hacérselo
publicar;
transformar en exterior el interior de las cosas, y en interior
su
exterior, y mostrar el interior y el exterior en su unión o enlace
natural,
original y necesario.
Todo
lo que decimos de uno de los tres puntos angulares de la vida
del
hombre, debe poder aplicarse a los dos otros, aunque de una manera
particular;
lo que queda dicho hasta ahora de la moral y de la naturaleza
(matemáticas),
debe decirse del lenguaje, pero necesariamente según la
individualidad
del lenguaje y sus propiedades particulares. Sentar que la
moral,
la naturaleza y el lenguaje puedan existir, cada cual en sí mismo,
y
por sí mismos, independiente de los otros dos, y que pueda elevarse así
al
mas alto grado de su formación y de su perfección, es decir, el
lenguaje
sin la filosofía y la naturaleza, la filosofía sin el lenguaje y
la
naturaleza, el conocimiento de la naturaleza sin el conocimiento del
lenguaje
y de la filosofía, admitir tal suposición, repetimos, es oponer
al
desarrollo y a la formación de la humanidad, ser colectivo, el más
fuerte
y el más deplorable de los obstáculos. El conocimiento y la certeza
de
una de estas cosas atrae el conocimiento y la certeza de las otras dos.
El
hombre está destinado a conocer, a considerar y a poseer perfectamente
el
espíritu de todas las cosas; conviene, pues, que su educación le
proporcione
un conocimiento serio, digno y perfecto de la moral, de la
naturaleza
y del lenguaje, según sus condiciones recíprocas, íntimas y
eficaces.
Sin el conocimiento de la unión íntima de esos tres puntos
esenciales,
la escuela no obtiene resultado alguno serio para nosotros, y
nos
perdemos en un abismo sin fondo.
Veamos
ahora de qué manera el lenguaje se revela y demuestra su
ser.
La
exposición o la manifestación del interior al exterior, por lo que
es
exterior, llámase comúnmente lenguaje; tal es lo que significa la voz
hablar,
porque el lenguaje es una especie de ruptura del que habla,
consigo
mismo, una manera de formularse saliendo fuera de sí, como al
romperse
un objeto, se pone de manifiesto su interior. Y lo propio que al
abrirse
el botón de la flor, muéstrase el interior de ésta, así también el
lenguaje
mismo, manifestando el interior al exterior, es la verdadera
representación,
la manifestación del interior al exterior. Como el ser más
interno
del hombre es una cosa que se mueve y vive, como es la vida misma,
conviene
inevitablemente que las propiedades y las manifestaciones de la
vida
den a conocerse por el tono y las palabras del lenguaje. El perfecto
lenguaje
del hombre, manifestación siempre de su interior, revela
necesariamente
hasta las menores partes del ser del hombre. El lenguaje,
como
dando a conocer al hombre en su totalidad, reclama necesariamente
también
la mayor flexibilidad. El hombre, en su totalidad, y en tanto que
manifestación
de la naturaleza, lleva enteramente en sí el ser de la
naturaleza,
y, en consecuencia, dase a conocer a la vez por el lenguaje en
tanto
que ser humano y ser general de la naturaleza. El lenguaje es la
imagen
del enlace del mundo interior y del mundo exterior del
hombre.
El
lenguaje, como las matemáticas, tiene una doble naturaleza:
corresponde
al propio tiempo al mundo exterior y al mundo interior. El
lenguaje,
en tanto que testimonio del hombre, emana inevitablemente del
espíritu
del hombre; es la manifestación, la expresión del espíritu
humano,
como la naturaleza es la manifestación, la expresión del espíritu
de
Dios. La conformidad existente entre el lenguaje, en tanto que
testimonio
propio del espíritu humano, y el lenguaje, en tanto que
imitación
de la naturaleza, conformidad que hace que uno se pregunte si es
el
lenguaje el testimonio perfecto del espíritu o una imitación de la
naturaleza,
tiene, como cualquier otra cuestión o cualquier otra opinión,
su
fundamento en el hecho de que por do quiera en que habite el mismo
espíritu
único y divino, en todas las cosas en que influyan esas mismas
leyes
intelectuales y divinas, el espíritu de la naturaleza y el espíritu
del
hombre, solo espíritu en sí, la naturaleza y el hombre tienen por solo
principio,
por única fuente de su ser, Dios. Y de consiguiente, dado que
sea
el lenguaje la manifestación del hombre y de la naturaleza, como
también
la del espíritu, el conocimiento de la naturaleza, el del hombre y
la
publicación de Dios emanan del lenguaje mismo. Del lado de la
naturaleza,
el lenguaje es la manifestación de la fuerza hecha vida; del
lado
del hombre, es la manifestación del espíritu humano hecho consciente.
El
lenguaje está, por esta razón, necesariamente afecto al ser del hombre,
espíritu
destinado a conocerse por la conciencia de sí mismo, y forma con
aquel
una unidad indivisible. Esta doble naturaleza del ser de la palabra,
hecha
medio y enlace, exige asimismo propiedades físicas y matemáticas,
propiedades
de vida y de movimiento. He aquí porque el lenguaje expresa
necesariamente
por los principios, el tono, el acento y las inducciones de
la
palabra, no tan sólo los atributos y las propiedades fundamentales de
la
naturaleza, mas también la acción y las manifestaciones del ser
intelectual.
Por
imperfectos e incompletos que sean los elementos que nos
suministra
la naturaleza, no deja de deducirse de ellos que la vida
interior,
encerrada hasta en las menores fibras del lenguaje, convierte
éste
en un todo, a pesar de su misma imperfección. En ciertas lenguas, el
tono,
el acento, las inducciones revelan leyes claras, fijas, determinadas
y
necesariamente físicas y fisiológicas a la vez; y la prueba de que la
manifestación
de un objeto determinado, o la noción de la palabra
considerada
bajo cierto aspecto, exige a veces tales caracteres o tales
letras
escritas, está en que la palabra simple es necesariamente un
testimonio
determinado de un principio de palabra cierto y simple, como
todo
testimonio de sustancia propia, todo producto químico no es traído
sino
por una sustancia simple, o lo que es equivalente, por fuerzas
simples
y determinadas. En otros términos, los principios de la palabra,
en
sus enlaces diversos, son la imagen de los objetos de la naturaleza y
de
las formas del espíritu y de sus relaciones, según su ser más íntimo,
según
la inteligencia personal o el idioma.
La
observación de la conformidad existente entre las leyes que rigen
la
naturaleza y las leyes intelectuales físicas y fisiológicas nos hace
hallar
esta misma conformidad en las leyes de ciertas lenguas,
notablemente
en la lengua alemana: las leyes que han presidido a la
formación
de las palabras de esta última, nos revelan de una manera nada
equívoca,
la intervención de la vida interior de la unidad.
La
ley del movimiento del lenguaje (ritmo), que se ostenta en las
voces
aisladas, como en la reunión de las mismas, llama desde luego la
atención
sobre la esencia del lenguaje. El movimiento rimado está tan
íntimamente
unido al lenguaje, como la vida a los objetos representados
por
el lenguaje, y como no debieron estarlo las primeras manifestaciones
del
lenguaje, en tanto que manifestaciones de la vida interior y exterior.
El
ritmo viene a ser una condición originaria del lenguaje, proviene de la
esencia
misma de la cosa expresada por la palabra, considerada ésta como
participante
de la vida interior de las cosas que expresa. Restablézcase y
conservese
cuanto sea posible el ritmo en el lenguaje que se usa para con
los
niños; así se despertará en ellos la aspiración poética cuya fórmula
es
el lenguaje rítmico. No nos cansaremos, a este propósito, de recomendar
el
ejercicio de la declamación, pero sólo cuando el niño comprenda el
sentimiento
de las cosas y de las voces que le son presentadas en este
ejercicio
(25).
Merced
a la filosofía, a la naturaleza y al lenguaje, el hombre se
encuentra
en el centro de toda su vida, porque está en estado de conservar
en
su memoria una multitud de hechos y de clasificarlos sin confusión,
según
el tiempo y el lugar en que acontecieron. Desarróllase en su
interior
una vida mucho más holgada y mucho más rica; vida que inunda su
alma
de una profusión de bienes tal, que no tan sólo se convierte para él
en
una segunda vida, de la cual él mismo tiene conciencia, mas también le
inspira
la necesidad imperiosa de salvar del olvido los capullos y las
flores
de su vida interior tan floreciente, y la idea de definir las
formas
de esta vida, según el tiempo, el lugar y otras condiciones, para
su
propio provecho y para el de sus sucesores. Así el arte de escribir se
desarrolla
en el individuo, como se desarrolló en la historia de la marcha
del
espíritu humano; pues el hombre individual desarróllase con sujeción a
las
leyes particulares que siempre presidieron el desarrollo del género
humano.
Para responder a las necesidades de una vida exterior,
preponderante
y rica, fueron inventados los jeroglíficos, así como una
vida
interior y rica produjo necesariamente la invención de los caracteres
escritos
que representan las ideas y las nociones. Los jeroglíficos y la
escritura
revelan esa vida interior y exterior, poderosamente rica, que
aun
hoy inspira al niño, a todo hombre individual, la necesidad de
escribir.
He aquí porque los cuidados de los padres y de los maestros
deben
encaminarse a enriquecer, cuanto sea posible, la vida interior de
sus
hijos y de sus alumnos, menos de una cantidad de objetos que de su
significación
interior y de su vitalidad, pues si tal no sucediera, y si
la
escritura, el arte de escribir no se apareciese a ellos como una
necesidad
íntima y evidente, la lengua materna, cesando de ser una cosa
superior,
como lo es a los ojos de tantos hombres, no sería sino una cosa
muerta,
exterior, completamente extraña. Pero si recorremos de nuevo y con
nuestros
hijos la vida que la humanidad sigue, entonces la vida, en toda
su
plenitud y en toda su frescura, vuelve a nosotros por medio de nuestros
hijos;
las condiciones del espíritu y de la fuerza, las facultades de
penetración
y de presentimiento, débiles en un principio, se desarrollan y
se
afirman. ¿Y por qué no seguir este camino en compañía del niño, que se
esfuerza
por hacérnosla recorrer? Hélo aquí representando, por la pintura,
ora
un manzano en el que descubrió un nido de pájaros, ora una cometa que
se
eleva en los aires. Otro chiquillo, apenas de seis años de edad, se
encuentra
delante de nosotros: dibuja, en un libro que ha destinado
espontáneamente
a recibir sus impresiones, los animales que ha visto en
una
casa de fieras. ¿Quién de nosotros, rodeado de niños, no se ha oído
decir:
«Dame papel, quiero escribir una carta a mi padre o a mi hermano.»
El
niño siéntese vivamente obligado por la necesidad de ejercer su vida
interior:
no es que le impulse el espíritu de imitación; nadie escribe en
torno
de él; pero él inquiere el modo como poder satisfacer ese deseo;
sabe
que los caracteres escritos corresponden a las palabras que se
quieren
expresar: de ahí la necesidad de saber escribir, como también el
origen
de los jeroglíficos. Muchos jóvenes e inteligentes muchachos,
penetrados
de su vida interna, hallarían, si necesario fuese, por sí
mismos,
los caracteres y los signos necesarios para la escritura; sabido
es
que muchos consiguen hasta inventar una escritura propia a sus
aspiraciones
particulares. Siempre así acontecerá, cuando en toda
enseñanza
se una cualquier necesidad evidente con el medio de
satisfacerla,
y esa necesidad debe indispensablemente manifestarse en el
muchacho,
para que éste se instruya con consecuencia y con fruto. La causa
de
la imperfección de nuestras escuelas y de nuestra enseñanza depende de
que
instruimos a nuestros hijos sin que la necesidad se haya todavía
dejado
sentir en ellos, o bien después que habemos extinguido en los
mismos
esa necesidad original.
Si
una necesidad irresistible nos impulsa a manifestar al exterior,
el
interior que se desborda de nuestro seno, si la escritura es el medio
de
satisfacer aquella necesidad, no es menos cierto que los caracteres de
la
escritura no son indiferentes para las voces en uno, puesto que éstas
se
encuentran en cierta armonía con la idea que representan. Por poco
numerosas
que sean las formas primitivas de la escritura, por vagas que
sean
las leyes de donde estas provienen, algunas formas fundamentales de
la
escritura parecen aun haber conservado, de una manera no dudosa, su
enlace
interno con la significación de la palabra.
Aunque
no exista ya casi ocasión de indicar esa relación entre el
carácter
escrito y el de la noción, importa conservar de la misma el menor
indicio,
para el resultado de la enseñanza y de la instrucción, porque
nada
debe presentarse al hombre como un hecho maquinal, desprovisto de
principio
racional. Por no haberse comprendido la necesidad de explicar
racionalmente
tantas cosas, el arte de la escritura ha quedado siendo
hasta
el presente, una cosa casi mecánica, por completo desnuda de
vida.
Aquí
se revela naturalmente en el hombre, en el alumno, el deseo de
saber
leer: la lectura emana de la misma necesidad de iniciarse, en
interés
propio y ajeno, en lo que anteriormente se escribió, a fin de
conocerlo,
recordarlo y reproducirlo.
Por
la escritura y la lectura, merced a las cuales el conocimiento
del
lenguaje recibe necesariamente cierta extensión, elévase el hombre por
encima
de toda otra criatura y aproxímase a la cúspide de su destino. El
hombre,
por el ejercicio de estos dos conocimientos, adquiere
verdaderamente
su personalidad. El deseo de aprender a escribir y a leer
convierte
el niño en alumno, y hace posible la escuela. La posesión de la
escritura
da al hombre la posibilidad y el medio de instruirse; guíale
sobre
todo al verdadero conocimiento de sí mismo, porque permite al hombre
la
tranquila observación del ser que se ostenta a sus propios ojos; une el
presente
del hombre al pasado y al porvenir; une el mismo hombre a lo que
le
rodea, como a cuanto se encuentra lejos de él. La escritura es el
primer
acto, el acto capital del espontáneo conocimiento de sí mismo. El
hombre,
el joven, debe ser llevado a comprender toda la importancia de la
escritura;
mas para obtener este fin, precisa que le dé la posibilidad de
reconocerse
a sí mismo, y de que la idea de escribir y de leer se revele
en
él como una necesidad, un deseo, antes de que se le enseñe la escritura
y
la lectura.
El
niño que de esta suerte aprende a escribir y a leer, debe ser
necesariamente
algo, antes de querer darse cuenta de sí propio; de otra
manera,
todo conocimiento sería para él cosa hueca, muerta, heterogénea,
mecánica;
que ninguna vitalidad, ninguna vida verdadera, objeto sublime de
todo
esfuerzo, puede brotar y desarrollarse de ahí donde el principio es
inerte
y maquinal. ¿Cómo sería posible que el hombre, bajo semejantes
condiciones,
llegase a su verdadero destino, en la vida?
De
lo que hemos consignado hasta ahora sobre el origen y el fin de
todo
esfuerzo humano, sobre lo que anima la vida del hombre, en tanto que
niño,
y sobre lo que forma los puntos angulares de su vida, dedúcese clara
e
indudablemente que todo esfuerzo humano es trinitario, es decir, que
vemos
en este un esfuerzo hacia el reposo, la vida interior, un esfuerzo
hacia
el conocimiento y la apropiación del exterior, y en fin, un esfuerzo
hacia
la inevitable manifestación del interior. El primero de estos
esfuerzos
es la tendencia moral; el segundo es la tendencia a la
observación
de la naturaleza, y el tercero, la tendencia a manifestarse a
sí
mismo, es la manifestación del desarrollo propio y la observación de
todo
el ser. Resulta aun de todo lo que precede, que las matemáticas se
aplican
más a la manifestación del exterior al interior, a la
manifestación
de la conformidad con la ley general, en el interior del
hombre,
y que se aplican también a la manifestación de la naturaleza: por
esta
razón preséntanse como intermediarias entre el hombre y la
naturaleza.
Las matemáticas se dirigen pues principalmente a la
inteligencia
que las mismas reclaman; el lenguaje, que es sobre todo la
manifestación
del interior consciente, apóyase sobre la razón. Pero una
cosa
falta necesariamente aún al hombre: es la manifestación de la vida
interna
en sí misma, la manifestación del sentimiento del alma; esta
tercera
manifestación, la de la vida interna del hombre, opérase por el
arte.
-
X -
El
arte
Todas
las nociones humanas, excepto una sola, la del arte, son
nociones
de convención y aplicadas según ciertas condiciones; o bien,
todas
las nociones sírvense y condúcense por relaciones recíprocas, y no
son
necesariamente separadas sino en sus términos más exteriores. He ahí
por
qué hay todavía en el arte un lado que se refiere a las matemáticas, a
la
inteligencia, al lenguaje y a la razón; otro que, aunque manifestación
pura
del interior del hombre, no parece constituir más que uno con la
manifestación
de la naturaleza, y un último lado que coincide con la
religión.
Esas diferentes relaciones no podrían recibir su desarrollo en
este
momento en que es cuestión del arte, sino refiriéndose a la
educación.
El arte no debe ser aquí considerado sino como manifestación
del
interior. El arte, las manifestaciones del arte, lo que vive en el
interior,
lo que constituye propiamente la vida del interior, aparece
diversamente
según la sustancia a que acude el arte. Esta sustancia no
podría
ser sino una aparición sensible, ora se manifieste al oído y que se
desvanezca
cuando no es más que el sonido; ora sea visible y se manifieste
por
medio de las líneas, las superficies y los colores, como en la
pintura;
ora sea palpable y se haga masa como en la escultura. De nuevo
hallamos
aquí, lo que con tanta frecuencia hemos tenido ocasión de
observar,
es decir, las innumerables relaciones y enlaces que se
encuentran
en todas las cosas de la vida. El arte que se manifiesta al
oído
es la música, sobre todo el canto; el arte que se manifiesta a la
vista
mediante los colores, es la pintura, y la escultura es el arte que
se
manifiesta en el espacio por medio de las imágenes y las formas de la
masa.
El intermediario entre esas dos últimas manifestaciones del arte es
el
dibujo. El dibujo se presenta por las líneas, donde quiera que se
produce
la pintura por los colores y la escultura por la sustancia
material.
El dibujo, la aspiración hacia el dibujo es, como lo vimos ya,
en
el grado de la infancia, una precoz aparición en el desarrollo del
hombre.
El deseo de manifestar el interior por la escultura o la pintura
revélase
también en el hombre desde su más tierna infancia, pero sobre
todo
y de una manera no equívoca, en este grado de su vida, el de
adolescente.
Dedúcese de ahí evidentemente que el arte, la inteligencia
del
arte es una propiedad, una disposición común a todos los hombres, y
por
esta misma razón se la debe cultivar en ellos cuidadosamente, desde la
infancia;
de tal suerte que aun aquel que carezca de aptitudes para llegar
a
ser un verdadero artista, venga a ser al menos capaz de comprender, de
apreciar
las obras de arte, en una palabra, de ser inmediatamente artista.
El
canto, el dibujo, la pintura y la escultura, lejos de ser abandonados
al
capricho o a la voluntad del niño, deben ser cultivados desde temprano
y
considerarse como cosas importantes en toda escuela seria. No hay que
imaginase,
empero, que cada alumno debe ser un artista en tal o cual arte,
o
bien que el discípulo pueda llegar a ser artista en todos los géneros
del
arte, por más que todo hombre pueda llegar a ser artista bajo cierto
punto
de vista; pero bueno es persuadirse bien de que todo hombre, para
poder
desarrollarse completa, perfectamente y de una manera armónica, debe
conocer
la multiplicidad y la elevada potencia de su ser, y comprender y
apreciar
los testimonios de todo arte verdaderamente digno de este
nombre.
En
el seno de la familia alcanza el niño la edad de alumno: a la
familia,
pues, que debe suceder y referirse la escuela.
La
unión de la escuela con la vida de familia, la unión de la vida
doméstica
con la vida de la enseñanza, es la primera y la más
indispensable
condición del desarrollo y de la formación del hombre en
esta
época, sobre todo si queremos desembarazarlo de esa enseñanza
opresora,
que consiste en representar las cosas por medio de nociones
técnicas,
secas y áridas, y si tratamos, por un método opuesto, de
infundirle
el conocimiento de los objetos por la observación de su ser. He
aquí
como, semejante al árbol fresco y vigoroso que se desarrolla fuera de
sí
mismo y por sí mismo, vemos nosotros elevarse, crecer y desenvolverse
toda
familia, toda raza verdaderamente posesora de la vida, del
conocimiento
genuino de su ser.
Descartemos,
pues, de una vez, las ficciones de todas nuestras
palabras
y todos nuestros actos, arrojemos la máscara con que cubrirnos
nuestra
existencia. ¿Ocultaremos siempre bajo tierra la fuente de la vida?
¿Sepultaremos
siempre a Dios en el fondo del alma y de la mente del
hombre?
¿Seguiremos por más tiempo arrebatando a nuestros hijos, a
nuestros
alumnos, a nuestros discípulos, ese gozo indecible que los mismos
beben
en la convicción de que su alma y su espíritu proceden de la eterna
fuente
de la vida? ¿Continuaréis, oh padres, o vosotros que les sustituís,
ahogando
los más vivificantes y los más fecundos principios bajo una
pedantesca
acumulación de inutilidades presuntuosas? ¡Nos replicáis que
vuestro
hijo crece en edad, que pronto será mayor y deberá proveer a sus
necesidades!
¡Permitidnos que os recordemos esta frase del Evangelio:
«¡Buscad
el reino de los cielos, y lo demás os será dado en exceso!» Pero
no
comprendéis vosotros esas palabras, porque no comprendéis ni la
filosofía
de la vida. El conocimiento, la penetración de todas las cosas
regocijará
el género humano, cuando este se convenza de la existencia de
su
facultad creadora y productora, cuya extensión ni siquiera supone, pues
¿quién
ha puesto límites a la humanidad nacida de Dios? El niño,
verdaderamente
educado y desarrollado en todo su ser, emprenderá más tarde
su
profesión con gozo, valor y serenidad; lleno de fe en Dios y en la
naturaleza,
llamará sobre él y sobre su oficio una bendición múltiple;
todas
las virtudes cívicas y humanas residirán en su interior, como en
casa
propia; y sin salir de su círculo, se sentirá satisfecho de su vida
de
familia y encontrará en la misma la recompensa ambicionada. No diga,
pues,
el hombre que el hijo no se entregará jamás al oficio de su padre,
porque
este oficio es el más ingrato de todos; no imponga tampoco su
oficio
a su hijo, a causa de la ventaja o del provecho que él, su padre,
encuentra
en aquél; persuádase de que, por vulgar que un oficio sea, el
hombre
debe levantarlo y ennoblecerlo. Reconozca que la menor fuerza que
se
traduce en obra, procura al hombre, no tan sólo el pan, el vestido y el
albergue,
más también la estima de los demás hombres. No se preocupe,
pues,
del porvenir de sus hijos, sino para aplicar todos sus cuidados a la
cultura
y al desarrollo de sur interior.
-
XI -
Recapitulación
Recapitulemos
ahora como condiciones necesarias de esta unión de la
vida
de familia con la de la escuela, de esta vida de la educación con la
de
la enseñanza, las diversas exigencias de este grado del desarrollo
interior
del hombre-alumno.
Estas
condiciones son: la inteligencia de la filosofía que, uniendo
el
alma del hombre a Dios por un lazo vivo, presiente la unidad en todas
las
cosas, a pesar de la multiplicidad de sus apariencias, y hace resaltar
esta
unidad a los ojos del joven, en todas sus acciones y en toda su
vida.
Es
necesario para el hombre conocer, estimar y formar su cuerpo,
envoltura
inevitable de su espíritu, medio de manifestación para su ser, y
someterlo
a ejercicios coordinados y graduados a vista de su desarrollo y
de
su formación.
El
alumno debe observar y considerar la naturaleza y el mundo
exterior;
y conocer sobre todo los objetos próximos a él, antes de
averiguar
acerca de los otros.
Tener
a su disposición algunos pequeños poemas que hablen de la
naturaleza
y de la vida, en particular los relativos a los objetos de la
naturaleza
que le rodea, o que traten de la vida de familia, y servirse de
ellos
como espejos que reflejan sus propios sentimientos por medio de
melodías
y canciones sencillas.
Ejercitarse
en el lenguaje, en el discurso que, teniendo por objeto
la
naturaleza y el mundo exterior, conduzcan a su observación, y
considerar
siempre el lenguaje, el discurso, como medio de manifestar su
interior
al oído ajeno.
Ejercitarse
en manifestaciones exteriores y materiales según la regla
y
la ley, es decir, yendo siempre de las leyes particulares a las leyes
generales.
Ahí deben ocupar sitio las manifestaciones producidas por la
mayor
o menor sustancia: las construcciones, los trabajos manuales en
papel,
en cartón, en madera, o modelados con sustancias blandas.
Instruirse
acerca de los colores en su variedad y en su asimilación
por
la manera como aquellos se presentan en los cuadros; observar, notar,
analizar
las estatuas; iluminar imágenes y contornos, pintar sobre
cuadrados
de papel, etc.
Jugar,
es la libre manifestación y el libre ejercicio de sí mismo en
toda
especie de juegos.
Relatar
u oír relatar historias, fábulas y cuentos, enlazándolos,
refiriéndolos
a aventuras sucedidas recientemente o relativas a la vida
actual.
Todo
esto es la tarea de la vida doméstica y de familia; la de la
vida
escolar, y la de la vida humana en general, la de las ocupaciones
domésticas
y de las ocupaciones escolares, pues los alumnos de esta edad
deben
ser poco a poco empleados en los asuntos domésticos e instruídos
acerca
de los diferentes oficios del taller o de la agricultura: serán
iniciados
en ello por un padre inteligente y apto para tal índole de
trabajos.
Algo más tarde, serán llevados por sus padres o por sus maestros
a
producir solos, cualquier cosa, con arreglo a su inspiración propia, y a
confeccionar,
solos también, algunos pequeños trabajos gracias a los
cuales
adquirirán la experiencia y una especie de rutina necesaria.
Importa
reservar al joven una hora o dos cada día por lo menos, para
dejarle
aplicarse a algún trabajo manual cuyo destino sea serio. De ahí
resultarán
obras importantes para la vida; que una de las mayores quejas
que
debemos formular contra nuestras escuelas actuales, es que alejan el
alumno
de todo trabajo doméstico, de toda participación en las
producciones
exteriores. Se objetará tal vez que el alumno de esta edad,
si
quiere verdaderamente adquirir un cierto grado de instrucción y de
conocimientos,
debe consagrar a esto todo su tiempo y todas sus
facultades.
Error harto evidente, probado por la experiencia: el trabajo
manual,
no tan sólo fortifica el cuerpo, mas también ejerce sobre el
espíritu
y sobre las diferentes direcciones un influjo tan bienhechor, que
cuando
el hombre se ha mojado, permítasenos decirlo, en el baño
refrescante
del trabajo manual, siéntese más fresco y vigoroso para sus
ejercicios
intelectuales.
Si
consideramos ahora todo lo procedente, relativo a la vida de
familia
unida a la de la escuela, lo hallaremos clasificándose por sí
propio,
con arreglo a las exigencias generales del adolescente. Las más
entre
las cosas enunciadas, pertenecen a la vida interior, tranquila y
pacífica;
otras, a una vida más activa y laboriosa, y otras, en fin, a una
vida
más exterior y más formulada aún. Esos diferentes objetos de la
enseñanza
responden a todas las necesidades del hombre. Así veremos los
sentidos,
las disposiciones, todas esas fuerzas externas e internas del
hombre
desarrolladas, ejercitadas, y les exigencias de todas las
condiciones
de la vida humana satisfechas.
-
XII -
Perfección
de la inteligencia moral
Cuando
padres e hijos hayan vivido y se hayan educado en unión de
vida
y sentimiento, esta unión, lejos de romperse, no hará sino acrecerse
y
fortificarse, no solamente a esta edad de adolescente, mas también a la
edad
siguiente, a menos que alguna circunstancia no haya venido fatalmente
a
romperla. No se trata de inquirir aquí cómo se opera esta unión, que de
ambas
vidas no hace más que una sola, según lo vemos sin cesar entre
padres
e hijos; no se trata actualmente sino de la unión de su alma y de
su
espíritu que observamos en toda su conducta, y que se presenta a
nosotros
como constituyendo un todo. Esta unión es el fundamento
inquebrantable
de toda verdadera moralidad. Esta unión intelectual entre
los
padres y el hijo es la vida interior, la manifestación pura de la vida
intelectual
del hombre; es una comunidad interna. Los padres tratan de
enriquecer
a sus hijos con lo que ellos no pueden ya ni poseer en sí, ni
manifestar
por sí mismos, a cansa de los obstáculos surgidos en su vida.
El
padre comparte con su hijo la experiencia que adquirió a costa de
penosos
esfuerzos, del desarrollo y de la formación de la vida interna, y
el
hijo aprovecha de la experiencia de su padre con todo el brío y
frescura
de su juventud. Toda repartición de este orden hecho entre padres
e
hijos es triste y estéril, cuando esta vida común entre el padre y el
hijo
no se conceptúa como un todo indivisible, sino como formando dos
destinos,
ajenos el uno al otro, diferentes el uno del otro, llenos ambos
de
exigencias diferentes y de formas desemejantes, para cuya unión falta
un
intermediario. ¡Pero qué frutos, por el contrario, brotan de esa unión
intelectual
que existe entre padres e hijos, entre el padre y el hijo,
cuando
tiene por principio y por fin la perfección y la manifestación más
sublime
y más pura del ser humano, y cuando padre o hijo la presienten, la
consideran
bajo su verdadero aspecto y comprenden lo que la misma
exige!
Mirando
así esa unión intelectual de la vida propia y de la vida
común
según su principio y su fin, el joven de esta edad adquiere la
noción
de una manera equívoca, para hablar el lenguaje humano, el único
que
permitido nos sea; guía y toma bajo su protección paternal la
humanidad
en su desarrollo, en su perfección y en su manifestación, y
conserva
toda individualidad, todo individuo, por los cuidados y el apoyo
de
su amor paternal. ¿Cómo de otra suerte podría explicarse que todo lo
que
en la vida sucede, no sucede sino para el bien del individuo y del
todo
del cual él forma parte? Esta verdad que hallamos en nuestra propia
vida
y en la ajena, en la vida individual y en la vida general, en la vida
del
hombre, como en la de la naturaleza, en la vida de la experiencia
individual
como en la vida pública, ayúdanos a encontrar la unión y la
unidad,
ayúdandonos a representar esta unión, esta unidad a los ojos y a
la
inteligencia del adolescente, como miembro desde luego de su pequeño
círculo
doméstico y de familia, para extenderlo después a toda la gran
comunidad
humana y mostrársela como guía divino, como sostén del hombre,
como
manifestación del espíritu en la materia, como acción divina en el
elemento
humano. Este descubrimiento y este conocimiento contribuirán a
alumbrar
y purificar más y más la inteligencia del joven, a aumentar su
fuerza
y a consolidar su valor y su perseverancia. La enseñanza
filosófico-moral,
basada sobre esta unión intelectual entre los padres y
los
hijos, reposa también sobre un principio sólido; es fructífero y
fecundo
en bendiciones, porque despierta desde temprano en el joven, por
medio
de felices relaciones de vida, una inteligencia viva, y le da un
seguro
golpe de vista para la existencia intelectual e interna. No temamos
que
algún objeto de la vida intelectual sea demasiado elevado o
incomprensible
para el niño. Como las cosas le sean simplemente
representadas,
su fuerza interior descubrirá fácilmente el sentido de las
mismas.
Por la razón de que atribuimos demasiado poca religiosidad,
demasiado
poca fuerza intelectual al alma y a la inteligencia del niño, su
vida
y su alma nos parecen y están a veces, con efecto, tan vacías, tan
poco
ejercitadas e inertes, y encontramos en las mismas hilos tan raros y
débiles
para enlazarlas con la vida cristiana.
Instrúyese
a los niños y a los jóvenes acerca de una infinidad de
cosas
exteriores que no comprenden, y se les deja deplorablemente
ignorantes
de casi todas las cosas del alma que comprenderán sin trabajo:
de
ahí que la vida interior, a la cual el niño permanece ajeno, sea para
él
tan vacía y tan árida. Procúrese que el hombre-niño, desde el momento
en
que comprenda las verdades, y sobre todo las verdades filosóficas, viva
mucho
en sí propio y se dé cuenta de los menores acontecimientos que pasan
en
su alma, en su vida, en la marcha de su desarrollo intelectual y en
todo
lo que a este se refiere. Conviene que se dé cuenta de esta verdad
instructiva
y fecunda: que Dios es su padre. Conviene que por su propia
razón,
llegue a reconocer a Dios por padre y creador de todos los hombres
y
de todos los seres, pues sin tal convicción, la enseñanza moral quedaría
para
él estéril e infructuosa. No pocos errores y malas inteligencias
evitaríanse,
si la verdad interna fuese siempre así desarrollada en
armonía
con la vida interior: lo propio acontecería con muchas verdades y
textos
contenidos en la enseñanza, los que, considerados bajo un solo
aspecto,
parecen significar otra cosa de lo que realmente significan.
Citemos,
por ejemplo, estas máximas: «El éxito está asegurado a quien es
bueno.»
O bien «Aquel que es bueno será feliz.» Para el joven poco
provisto
de la experiencia de la vida interior, el bien interior y
exterior,
la felicidad interna o externa, la vida interior o exterior, son
todavía
una misma cosa, y por lo mismo que aquel no concebiría que pudiese
ser
de otra suerte, aguardará para su vida exterior los frutos de la
virtud.
El
interior y el exterior, lo infinito y lo finito, constituyen dos
mundos
cuyas manifestaciones son y deben ser en su forma eternamente
distintos;
por necesidad, todo texto que se aplique a entrambos a la vez
turbará
o debilitará la paz interior, la fuerza interior del joven y la
del
hombre, o por lo menos, embadurnará su vida de esperanzas falsas,
llenándola
de apreciaciones erróneas y de graves errores acerca de los
sucesos
de la vida.
La
enseñanza moral debe proponerse por regla mostrar el niño y el
hombre
en una vida propia y común; debe demostrar claramente que aquel que
quiere
el progreso, la dicha de la humanidad, con toda la seriedad, la
rigidez
y el celo exigibles, debe resignarse a vivir en la opresión, en el
dolor,
en la necesidad, en los apuros, en la inquietud exterior, y
necesariamente
también en las privaciones y penas exteriores; porque esta
especie
de tormento contribuye a publicar, a manifestar el interior, el
elemento
intelectual, la verdadera vida del alma. A fin de que el niño lo
comprenda,
hacedle notar la analogía que existe entre las exigencias, las
condiciones,
las manifestaciones del desarrollo del árbol y las del
desarrollo
intelectual del hombre. Todo grado de desarrollo, por perfecto
y
por completo que sea en su orden, debe extinguirse y desaparecer, cuando
aparece
un grado superior de desarrollo y de perfección; las envolturas
protectoras
de los capullos y de los retoños deben caer para que la joven
rama
y la flor olorosa puedan brotar; la flor debe desaparecer para dar
lugar
a un fruto desde luego imperceptible y áspero, y este fruto, más
tarde
suculento y maduro, se corromperá a su vez, para que de su germen
emanen
otros árboles frescos y vigorosos. Los cantos, que se refieren a
los
combates que debe librarse el hombre para tocar la cumbre de la
humanidad
perfecta, comparan los frutos de esos esfuerzos a los del árbol,
que
no pueden aparecer sino a condición de que muchos otros preciosos
desarrollos
de la vida hayan desaparecido, para darles a su vez un lugar
más
elevado y más noble. Y los textos de cada uno de esos cantos o de esos
himnos
¿no se parecen, por ventura, a los granos, que sembrados sin cesar
en
el suelo fecundo del alma humana, producen árboles frondosos, cargados
de
olorosas flores y de frutos eternos e imperecederos? Así los
sacrificios,
las privaciones y los sufrimientos del exterior son las
condiciones
necesarias para llegar al más elevado desarrollo interior. De
ahí
proceden también estas máximas: «Cuanto más se quiere a un niño, más
se
le castiga.» - «El Señor sufre a aquel que le ama.» Esto debe hallar
acceso
en el alma de todo niño que es extraño a sí propio, y el hombre,
desde
que se convence de ello, no se abandona más a murmurar, como un niño
testarudo,
contra todos los sucesos contrarios que encuentra sobre su
camino;
no se para tampoco a preguntarse por qué la suerte le es
contraria,
a él que no ha cometido el mal ni ha tenido la idea de
cometerlo,
mientras que todo sale bien a quien sabe ser malo y malvado,
sin
haber jamás obrado sino bajo miras interesadas y terrenales: diráse,
al
contrario, que no teniendo en vista sino el más alto bien, todo lo que
para
él en apariencia parece enfadoso y desagradable, no acontece sino
para
su desarrollo completo y debe reportarle más tarde frutos eternamente
buenos.
Es
igualmente sensible, bajo el punto de la elevación de la
humanidad,
apoyarse, en la enseñanza moral, sobre la recompensa futura que
aguarda
a las acciones quedadas aparentemente sin recompensa. Tales
promesas
son sin valor para las almas groseras en las cuales los sentidos
dominan,
y los hombres y los niños dotados de una inteligencia elevada no
tienen
necesidad de la esperanza de una recompensa para que su conducta
sea
pura y sus acciones rectas y buenas. Es, pues, conocer poco el ser del
hombre,
es rebajar su dignidad, eso de creer necesario el prometerle una
recompensa,
con el objeto de hacerle obrar dignamente según su ser y su
destino;
el hombre se hace verdaderamente digno de su destino, cuando
obtiene
desde temprano el medio de sentir a cada instante toda la dignidad
de
su ser. La conciencia, el sentimiento de haber vivido y obrado fiel y
conformemente
a su ser, a su dignidad y a las leyes de Dios, debe ser
también,
en todas las épocas de su vida, la mejor recompensa de su buena
conducta:
no necesita de otra: menos aún debe reclamar una recompensa
exterior.
Un niño que tiene en sí propio la certeza de haber obrado como
digno
hijo de su padre, de haberse portado con arreglo a los deseos y a
las
voluntades de su padre, ¿pide o exige otra cosa sino el gozo por tal
conducta?
Un niño naturalmente sencillo y bueno, ¿piensa en la recompensa
que
le aguarda, por más que esta fuese un simple elogio? ¿Debe el hombre
proceder
para con Dios de distinto modo que un hijo terrenal para con su
padre
terrenal? ¡Cómo denigramos y rebajamos la naturaleza humana en lugar
de
levantarla, cómo la debilitarnos en lugar de fortificarla, cuando
ofrecemos
un aliciente a su virtud, aunque se trate de una recompensa
futura!
Desde que introducimos un estimulante extraño, aun el más
intelectual,
para excitar a una vida mejor, dejarnos sin desarrollar la
fuerza
interior y espontánea que todo hombre posee para la manifestación
de
la unidad perfecta.
Pero
muy distintamente sucede cuando el hombre, sobre todo el
adolescente,
no tiene en vista para sus acciones un efecto exteriormente
agradable,
sino tan sólo su interior, el estado de su alma, que se
encontrará
libre o encadenada, serena o sombría, feliz o desdichada. La
experiencia
personal despertará más y más la inteligencia interior del
hombre,
su inteligencia religiosa; y ese bello tesón adquirido en su
infancia
y en su juventud, le será asegurada para toda su vida.
Esta
experiencia ilumina toda enseñanza moral, hace comprenderlo y
uno
entro ellas todas las verdades que esta encierra o que de la misma
emanan,
designa su uso para la posteridad, según los diferentes grados de
elevación,
por donde quiera que obran la fuerza, el espíritu y la vida, y
lo
reúne a las verdades reconocidas y proclamadas por los hombres la
verdadera
moral conviértese así en patrimonio de hombre desde luego, y
poco
a poco de todo el género humano. De este modo la formación filosófica
del
individuo contribuirá más y más a la santificación de la
humanidad.
-
XIII -
Aplicación
de los textos sobre moral
Es
una verdad que los sentimientos, las impresiones y los
pensamientos
morales germinan y brotan del espíritu del hombre, como
germinan
y brotan también de la unión intelectual que existe entre el hijo
que
se reconoce a sí mismo, y los padres cerca de los cuales se desarrolla
en
su vida. Esos sentimientos, esas impresiones y esos pensamientos no se
presentan
desde luego al niño sino como una percepción sin nombre y sin
forma;
es no obstante necesario y ventajoso el hallar, para esos
sentimientos
y esas impresiones, palabras o fórmulas que les impidan
extinguirse
en el alma del niño.
No
se tema que palabras no comprendidas por el niño le inculquen
sentimientos
extraños a él mismo; la moralidad tiene el privilegio del
aire
puro, de la luz serena del sol y del agua límpida; todos los seres la
aspiran;
y en cada uno de ellos, reviste la misma una figura, un color
diferente,
una distinta expresión de vida. Tomad un simple texto sobre
moral,
dejad que diez o doce jóvenes se lo apropien y le veréis apuntar
otros
tantos diferentes retoños para el árbol de la vida. Verdad es que
las
palabras no deben sustituir a la vida en el niño: éste no debe tratar
de
dar, en un principio, a las palabras, la vida, la forma y la
significación;
pero las palabras deben prestarle el lenguaje y la fórmula
para
la vida que su alma encierra y dar a esta vida una significación
propia.
He
ahí como cierta tarde, un niño, apenas de seis años de edad,
reclamaba
de sus padres que le enseñasen una pequeña oración. No bien la
hubo
recitado, durmióse tranquilamente. Un día ese mismo niño, como
hubiese
cometido una acción que turbara su sueño, hizo la plegaria común
como
de ordinario: la comenzó en voz alta o inteligible; pero en el
momento
en que la oración presentó alguna alusión a su falta, pudo notarse
que
su voz bajaba hasta no dejarse oír mas, y ciertamente, la de su alma
debía
de hablar más alto. «Ayer, nos dice, en el momento en que lo
metíamos
en cama, hizo la pequeña plegaria oraba conmigo.» Presintiendo lo
que
su alma reclamaba, obramos en consecuencia, y el niño se durmió en
paz.
Poco
tiempo después, este mismo muchacho se nos acercó, trayendo una
lámina
o imagen que había hallado; estaba contento, porque la figura le
parecía
muy hermosa. En el mismo instante vino otro niño de alguna más
edad
y que no parecía saber observar la vida interna: «¡Oh, qué cruel es
esto!»
exclamó después de haber mirado la imagen. Ésta representaba con
efecto
las crueldades de los turcos para con los griegos, sobre todo para
con
las mujeres y los niños. Hicimos observar a entrambos niños cuanto
motivos
tenían para dar gracias a Dios de haberles concedido una vida, no
ya
sana y floreciente, mas sí repleta de dicha, de quietud y de gozo. «No
es
cierto, dijo el más aturdido de ambos muchachos, que le damos las
gracias
mañana y noche por medio de la oración?» Ni una palabra se le
había
dicho de antemano, que pudiese conducirlo a semejante
reflexión.
Agreguemos
empero aquí, que no conviene iniciar con mucha frecuencia
a
los muchachos, en textos que así formulan la vida interior y moral. Los
catecismos
de moral que hoy están adoptados en casi todos los países son
sin
duda alguna los mejores textos de los cuales se pueden hacer
aplicaciones
morales muy útiles en verdad.
-
XIV -
Conocimiento,
aprecio y perfección del cuerpo
El
hombre estima lo que conoce, no solamente por su valor, su
significación
y su uso, mas también por el provecho que puede sacar de
ello
con respecto al fin propuesto de su existencia.
No
vaya a creerse que el hombre, sobre todo el hombre-niño, conozca
su
cuerpo por hallarse del mismo tan cercano, o que pueda usar de sus
miembros,
porque éstos forman uno con su cuerpo. Creemos útil recomendar,
con
frecuencia, a los jóvenes, que se mantengan con menos cortedad, en
particular
a los niños pertenecientes a condiciones en que toda la
actividad
no está puesta en uso. Gentes vemos muy apuradas de lo que deben
hacer
de su cuerpo y de sus miembros en ciertas circunstancias. Muchos hay
para
los cuales el cuerpo parece ser y es realmente una carga. La
actividad
de la vida doméstica puede singularmente cooperar a la formación
perfecta
del cuerpo, que en casi todos los estados parece no ser
desgraciadamente
sino una cosa secundaria. Precisa que el hombre no
solamente
conozca sus fuerzas, sino también el medio de emplearlas. La
formación
completa del cuerpo y de todas sus partes puede sola conducir al
medio
de formar completamente también el espíritu, porque la menor
enseñanza
reclama el uso del cuerpo y de los miembros, sea que se trate de
la
escritura, del dibujo o de la música instrumental. Como el alumno no
haya
previamente adquirido la formación completa del cuerpo y el uso de
sus
miembros, esas diferentes ramas de la enseñanza puedan serle muy
perjudiciales,
y la necesidad de repetirle a cada instante: «Manténte
bien,
ten derecho tu brazo», excluye o, por lo menos, amengua el provecho
de
la enseñanza. El vigor del cuerpo y su aptitud para todos los trabajos
de
la vida, en fin, el buen aspecto exterior, son los resultados de la
formación
completa del cuerpo, en tanto que envoltura del espíritu.
Apartaríase
de la edad del niño una porción de descortesías, de rudezas y
de
inconveniencias, si tuviésemos cuidado de desarrollar y formar su
cuerpo
en armonía con su espíritu, y con previsión del empleo que éste
aguarda.
Conviene que el cuerpo esté dispuesto, preparado a obedecer al
espíritu;
su oficio es el del instrumento musical puesto a la disposición
del
artista. La formación perfecta del cuerpo es, pues, una cosa
perteneciente
a la educación, cuyo fin es la perfección del hombre. El
cuerpo,
como el espíritu, debe recibir una enseñanza verdadera yendo de lo
particular
a lo general, y por la misma razón de que el uso del cuerpo es
necesario
al espíritu, conviene que los ejercicios físicos tengan su lugar
en
la escuela, pues contribuyen singularmente a la verdadera y completa
educación.
La
educación propónese conducir al niño a proceder en todas sus
acciones
según la dignidad que aquel ha reconocido por sí mismo en el
hombre
y según el aprecio que por aquella ha concebido, y a revelar en
toda
su conducta esta dignidad y este aprecio de sí mismo. He aquí lo
positivo
de la educación: cuanto más el presentimiento y el conocimiento
del
ser, de la dignidad del hombre, serán despertados en el joven, en el
alumno
de esta edad, tanto más se revelarán clara y simplemente las
exigencias
del ser colectivo del hombre, y tanto más la educación
contribuirá
a satisfacerlas. Cuando así convenga, el maestro recurrirá,
para
bien del alumno, a la reprimenda y a otros recursos. Esta edad es la
de
la disciplina, que no se obtiene realmente sino por la armonía perfecta
establecida
entre la formación del cuerpo y la del espíritu.
La
actividad del cuerpo exige simultáneamente la actividad del
espíritu,
como ésta reclama no menos enérgicamente aquélla, puesto que la
una
influye eficazmente sobre la otra, y la vida verdadera, la vida digna
de
este nombre no existe sino allí en donde esas dos actividades se
prestan
mutuamente socorro.
Los
ejercicios del cuerpo tienen asimismo por resultado importante el
dar
a conocer al niño la construcción de su cuerpo; sintiendo así el niño
todos
sus miembros en activo enlace: este conocimiento, unido a algunos
buenos
dibujos representando el interior del cuerpo humano, conducirá al
niño
a cuidar su cuerpo más y mejor.
La
educación del hombre
-
XV -
Estudios
sobre la naturaleza y sobre el mundo moral
El
conocimiento de cada cosa según su ser, su destino y sus
propiedades
depende, de una manera clara y determinada, de las condiciones
locales
y de las relaciones en las cuales se encuentran y se manifiestan
abiertamente
las cosas. El discípulo penetrará tanto mejor el ser de las
cosas
de la naturaleza y del mundo exterior, si considera el enlace
natural
en que estas se encuentran. Las diversas condiciones, las
relaciones
de los objetos entre sí y su significación parecerán tanto más
claras
y comprensibles al niño, como éste se vea rodeado de esos objetos y
de
sus efectos, pues el principio de la existencia de los mismos reside
acaso
en aquel, o por lo menos su existencia emana del mismo y está
conservada
por el mismo. Esos objetos son desde luego los que de más cerca
le
rodean: tales los objetos del cuarto, de la casa, del jardín, de la
granja,
de la aldea, de la ciudad, de la pradera, de los campos, del
bosque,
de la campiña. Del análisis de los objetos de la habitación
conduciremos
al niño al análisis de todos los objetos de la naturaleza y a
los
del mundo exterior; iremos de la proximidad y de lo conocido al
alejamiento
y a lo desconocido, y, siguiendo este orden de división y de
enlace,
todo objeto será para nosotros un motivo de instrucción.
He
aquí la marcha que debe adoptarse: La enseñanza se verifica con el
mismo
objeto que debe ser el asunto de la lección. Así, designándose la
mesa,
se dirá: «¿Qué es esto?» Y designando la silla «¿Y esto?» Enseguida:
«¿Qué
es lo que veis en el cuarto?» Respuesta: «La mesa, las sillas, el
banco,
la ventana, la puerta, el cuadro, etc.»
El
maestro escribe sobre el encerado los nombres de los objetos que
uno
o muchos niños mencionan, y lee lo que escribe, haciéndolo repetir por
todos.
Luego interroga, y dice:
«¿La
mesa y la silla están en las mismas condiciones y relaciones con
respecto
a la habitación que la ventana y la puerta?
»¡Sí!
- ¡No!
»¿Por
qué sí? - ¿Por qué no?
»¿Qué
son, pues, las ventanas y las puertas con respecto al
cuarto?
»Son
partes del cuarto.
»Nombrad
todo lo que, según vosotros, son partes del cuarto.
»Las
paredes, el techo, el suelo, etc., son partes del cuarto.
»Pues
bien, ¿así como la puerta, la ventana, etc., son partes del
cuarto,
éste no es también a su vez la parte de un todo mayor?
»Sí,
es una parte de la casa.
»¿Cuáles
son las demás partes de la casa?
»El
vestíbulo, los cuartos, la cocina, la escalera, etc.»
Después
que el alumno haya nombrado así todas las partes de la casa,
el
maestro y todos los alumnos repiten en coro:
«El
vestíbulo, los cuartos, la cocina, la escalera, el suelo, la
bodega
son partes de la casa.»
Esta
repetición hecha por todos los alumnos a la vez, es en extremo
importante
como ejercicio de inteligencia, de intuición y también de
aptitud
para el lenguaje.
«¿Todas
las casas constan de estas mismas partes?
»No.
»¿Cuáles
son las partes de esta casa, que no tienen otras casas?
»¿Cuáles
son las partes de otras casas que no tiene esta casa?
»¿Por
qué las principales partes de una casa están determinadas y
reguladas?
»Por
el uso o el destino de la casa o del edificio.
»¿Cuáles
son las partes esenciales que una casa debe tener
necesariamente?
»Además
de los objetos que forman parte de la habitación, nombrad
también
otros objetos que no formen absolutamente parte del cuarto, pero
que
se encuentran en el mismo.
»Las
sillas, las mesas, los bancos ¿tienen con el cuarto las mismas
relaciones
que los cuadros, los libros y los vasos?
»No.
»¿Por
qué no?
»¿Qué
son los bancos y las mesas con respecto al cuarto?
»Pertenecen
al cuarto y a la habitación.
»Nombrad
los objetos todos que llamáis muebles del cuarto.
»Los
otros sitios de la casa ¿tienen también objetos particulares que
les
pertenecen?
»Sí,
la cocina y los cuartos tienen sus objetos particulares.
»¿Cuáles
son los objetos que pertenecen a la cocina y a los
cuartos?
»La
batería de cocina, etc.
»¿Hay
también en una casa objetos que no pertenezcan a tal sitio o a
tal
cuarto?
»Sí,
éste o aquel.
»Esos
objetos y todos aquellos que son del dominio de la casa se
llaman
objetos domésticos.
»Nombrad
todos los objetos domésticos que conocéis.
»La
casa, decís, tiene diferentes partes, cuartos y otros lugares;
¿pero
no forma también parte la casa de un todo mayor?
»Sí,
forma parte de la granja.
»¿Cuáles
son los objetos que pertenecen a la granja y forman parte de
la
misma?
»El
patio, el jardín, la habitación, las bodegas, los
establos.
»Cuáles
son los objetos que están en el corral y que le
pertenecen?
»Los
objetos móviles que se encuentran en el corral se llaman
utensilios
de la granja.
»¿Cuáles
son los objetos que pertenecen al jardín y de los cuales se
hace
uso para el jardín?
»Los
objetos que sirven para el jardín se llaman instrumentos de
jardinería.
»Todos
los utensilios que sirven en el corral, en el establo, se
llaman
utensilios de granja.
»Lo
propio que la casa, el corral, el jardín, son partes de la
granja,
¿no es esta una parte de un todo mayor?
»Sí,
es una parte de la aldea.
»¿Qué
veis y qué notáis en la aldea? ¿Cuáles son las cosas
pertenecientes
a la aldea? ¿De qué consta la aldea en general?
»Noto
casas, jardines, granjas, templos, edificios destinados a
escuelas,
presbiterios, grandes plazas, casas municipales, herrerías y
fuentes.
»¿Qué
relación existe entre esas diferentes casas y los que las
ocupan?
»Las
unas son casas de labradores, las otras casas de artesanos o de
jornaleros.
»¿Qué
ofrece de particular la casa del labrador?
»¿Cuál
es la cosa esencial y necesaria en la casa de un artesano?
»El
taller.
»¿Qué
exige el taller?
»Las
herramientas.
»¿Qué
precisa para la casa municipal?
»¿Qué
precisa para el edificio destinado a escuela?
»¿Qué
precisa para la iglesia?
»¿Cómo
se llama lo que rodea la aldea?
»La
campiña, los campos.
»¿Qué
objetos notáis en la campiña y en los campos?
»Praderas,
caminos, senderos, corrientes de agua, fosos, puentes,
pastos,
límites de piedra, árboles, etc.
»¿Es,
a su vez, el campo parte de un todo mayor, como la granja era
una
parte de la aldea?
»Sí,
el campo forma parte de una comarca.
»¿Qué
es lo que veis en una comarca?
»Montañas,
valles, barrancos, caminos, puentes, ríos, arroyos,
aldeas,
molinos, ciudades, pueblos, estanques, canales, bosques,
etc.»
De
este modo se desarrolla poco a poco el conocimiento de la
superficie
de la tierra, o sea de la geografía.
De
la observación del mundo exterior emana el conocimiento de cada
cosa,
a la manera que la ramita brota del retoño, y puede uno fácilmente
convencerse
de ello, por toda enseñanza conforme con la naturaleza y con
la
razón. Pero el momento oportuno para todo nuevo objeto de enseñanza
está
tan rigurosamente determinado como el instante de la ramificación y
del
crecimiento de los retoños y de las flores sobre un árbol. El
descubrimiento
de este momento, correspondiente con el del nacimiento de
un
retoño, es muy fácil para el maestro que se apropia atentivamente todas
las
condiciones del objeto de la enseñanza, viviendo en él o más bien
haciéndolo
vivir en sí mismo, para que las exigencias del ser del objeto
se
revelen a su alma y a su espíritu y se las asimile; pero si el instante
propicio
a la enseñanza de tal objeto se descuida, esta enseñanza, más
tarde
reanudada, no tendrá resultado alguno ni provecho alguno para el
discípulo.
Todo maestro, al tratar de dar una enseñanza razonable, ha
hecho
de ello a veces una triste experiencia. Por eso es importante buscar
el
momento y el lugar en que toda enseñanza, suministrada por el objeto
que
constituye el asunto de la misma, debe dar un impulso verdadero a la
vida
del alumno. La esencia de la enseñanza, conforme con las leyes de la
naturaleza
y de la razón, consiste en gran parte en el descubrimiento de
esas
condiciones de tiempo y lugar; una vez estas halladas, la enseñanza
se
desarrolla, según las leyes de toda la vida, con toda libertad y
espontaneidad,
e instruye en cierto modo al mismo maestro. Despiértese
toda
su atención sobre este punto. Esta expansión y esta ramificación de
la
enseñanza no deben ser ahogadas. Abandonar el momento que les es
propio,
sólo pertenece a un modo de enseñanza dado opuestamente a las
leyes
de la naturaleza.
Volvamos
al curso de la enseñanza del mundo exterior.
«En
el campo, en la comarca, notaréis árboles, torres, peñas,
manantiales,
murallas, bosques y aldeas; pero mirad aún esos objetos y
todos
los que vuestra vista abarca, y decidme si cada uno de esos objetos
es
único en su especie, o si entre los mismos halla vuestra mirada muchos
amalgamados
o reunidos.
»Muchos
de esos objetos semejantes se ordenan y se encajan
juntamente.
»Nombradme
esos objetos.
»Cuando
comparáis entre ellos todos esos objetos que componen una
comarca,
¿encontráis entre los mismos una diferencia capital?
»Sí;
algunos de esos objetos deben su existencia sólo a la
naturaleza,
subsisten sólo en la naturaleza y por la naturaleza; otros
deben
su existencia al hombre, y sólo por el hombre subsisten.
»Los
primeros de esos objetos se llaman obras de la naturaleza; los
segundos
obras del hombre.
»Buscad
en torno vuestro las obras de la naturaleza que a vuestros
ojos
se distinguen.
»Los
árboles, los campos, las praderas, la hierba, los
arroyuelos.
»Buscad
asimismo algunas obras debidas al hombre, y que observáis en
torno
vuestro.
»Las
tapias, las cercas, los enverjados, los caminos, los kioskos, la
viña.
»Los
campos y los prados, ¿son realmente obra de la naturaleza
sola?
»Sí.
- No.
»¿Por
qué sí? - ¿Por qué no?
»Los
kioskos, las cercas, los viñedos, ¿pueden ser realmente miradas
como
obras que provienen de la mano del hombre?
»No.
»¿Por
qué no?
»¡Bien!
Decimos, pues, que los kioskos, los viñedos, los campos, las
praderas,
ciertos árboles frutales, las fuentes, son obras debidas a la
vez
a la naturaleza y al hombre.
»Buscad
muchos objetos de la naturaleza en torno vuestro,
consideradlos
atentamente, comparadlos entre ellos mismos, y ved si
percibís
alguna diferencia capital que los separe o que los reúna. Tomad,
por
ejemplo, el árbol, la roca, la piedra, el riachuelo, el pájaro, el
roble,
el ciervo, el abeto, el trueno, el rayo, el aire.
»Ellos
nos muestran diferencias que los separan o los unen entre
sí.
»¡Bien!
explicaos.
»El
ciervo, el escarabajo, la vaca, el pájaro, el caracol, son
animales.
»El
roble, el abeto, el musgo, la hierba, son vegetales, son
plantas.
»El
aire, el agua, la piedra, las rocas, son minerales.
»La
lluvia, el trueno, el rayo son fenómenos naturales.
»Nombrad
todos los animales que conocéis en torno vuestro.
»Nombrad
cuantos animales conocéis.
»Nombrad
los minerales.
»Y
finalmente, todos los fenómenos de la naturaleza.
»Consideremos
ahora los animales con relación a los lugares en que
viven.
»¿Los
animales nacen, viven y se alimentan todos en los mismos
sitios?
»No,
viven sea en la casa, en el corral o en la granja; sea en los
campos,
en el bosque; sea en el agua, en el aire, o bien en otras
sustancias.
»Dase
el nombre de animales domésticos a los que viven en las casas,
y
permanecen sobre todo cerca de los hombres y de sus habitaciones;
animales
de los campos son los que viven en los campos; animales de los
bosques
los que viven en los bosques. Hay también animales de la tierra,
animales
acuáticos, animales anfibios y animales que viven en el
aire.»
Después
de haber clasificado los animales según los lugares del globo
en
que residen, se procederá de la misma suerte por los vegetales y las
plantas,
las cuales serán clasificadas en plantas de estufa, plantas
domésticas,
plantas de jardín, de campo, de pradera, de bosque, de agua,
de
pantano, o plantas parásitas.
Lo
propio se hará con respecto a los minerales, aunque estos
proporcionen
menos motivo a observaciones de este orden.
Se
procederá también de la misma manera para con las manifestaciones
de
la naturaleza de acuerdo con la división de tierra, aire, agua y
fuego.
«¿Bajo
qué punto de vista hemos considerado hasta aquí los objetos de
la
naturaleza?
»Bajo
el punto de vista del espacio y del lugar en que nacen, viven y
mueren.
»Los
objetos de la naturaleza, según el sitio mismo en que yacen y
viven,
¿se encuentran más o menos próximos o alejados del hombre, muestran
en
su modo de existencia, en sus manifestaciones o en sus propiedades,
alguna
diferencia producida por su aproximación o por su alejamiento del
hombre?
»Sí.
- No.
»¿Por
qué sí? - ¿Por qué no?
»Los
animales más próximos al hombre, los más sometidos a su
influencia,
son más débiles, más sensibles, reclaman particulares
cuidados;
son más dóciles y más domésticos sobre todo; los que, por el
contrario,
están alejados del hombre y no experimentan su influjo, son más
groseros
y más salvajes.
»Nombrad
los animales domésticos que os rodean y que vosotros
conocéis.»
Los
animales domésticos pueden ser también estudiados según su
utilidad
y los servicios que prestan, y clasificados en animales de
utilidad,
animales protectores, animales de recreo y bestias de carga o de
tiro.
Los
animales salvajes pueden también ser considerados bajo el punto
de
vista de su utilidad y bajo el del perjuicio que causan.
Lo
mismo se hará para con los vegetales,
Las
plantas que han cesado de ser silvestres denomínanse plantas
cultivadas.
Idéntica
clasificación puede poco más o menos aplicarse a los
minerales,
a los torrentes y fuentes, rocas, etc.
«Acabamos
de considerar los objetos de la naturaleza bajo el punto de
vista
del lugar en que nacen y viven, y bajo el de la utilidad o del
perjuicio
que causan; ¿podemos considerarlos aún bajo algún otro punto de
vista?
»Sí,
bajo el de las estaciones; porque hay frutos de invierno y
frutos
de estío, frutos de primavera y frutos de otoño.»
Los
animales, las plantas y los fenómenos de la naturaleza sufren
igualmente
el influjo de las estaciones: la aurora boreal, por ejemplo,
aparece
sólo en invierno, el humo elévase mucho más alto en invierno que
en
ninguna otra estación; la primavera y el otoño provocan las nieblas; y
el
invierno la nieve, el hielo y el sazonamiento de algunos frutos. En
algunas
comarcas, la golondrina es un pájaro de verano, la alondra y el
motacile
pájaros de primavera, y el pato silvestre, un pájaro de
invierno.
Hay
la mariposa, del día, la del crepúsculo y la de la noche.
Hay
el escarabajo de mayo, el de junio y el de julio.
Hay
flores de marzo, flores de mayo, flores de primavera.
Al
considerar los animales, sobre todo las aves, bajo el punto de
vista
del lugar de su residencia y de la estación en que aparecen, se
mencionarán
también las aves de paso.
Es
también trascendental el notar la manera como viven los animales,
y
clasificarlos en animales carnívoros, animales herbívoros,
etc.
Termínase
aquí el conocimiento principal de los objetos de la
naturaleza,
la descripción general de la naturaleza; más tarde se
emprenderá
la historia natural, que consiste sobre todo en adquirir el
conocimiento
de sus propiedades particulares, y por la observación de la
operación
de la fuerza, se llegará a la explicación de sus fenómenos. El
análisis
del reino mineral conducirá naturalmente a las nociones de la
física.
El
pasar de la observación de la naturaleza, considerando a ésta como
mundo
exterior, al conocimiento, a la descripción y a la historia de la
naturaleza,
conduce naturalmente también al análisis de los animales cuya
utilidad
o cuyo perjuicio los aproxima o aleja más o menos del hombre;
aquí
aparece de nuevo la distinción entre los animales que nacen del todo
vivos,
los mamíferos, y los que salen del huevo, entre los que «ponen» e
incuban
y los que solamente «ponen», abandonando a la naturaleza los
cuidados
de la incubación.
El
primer objeto al cual se aplicarán el estudio y la descripción de
la
naturaleza será el descubrir y el penetrar las propiedades exteriores
que
unen y separan los objetos de la naturaleza, sus atributos y sus
causas,
sus resultados y sus consecuencias, la reunión, el enlace
necesario
de todas las cosas de la naturaleza. Se tratará luego de darse
cuenta
inteligente de las propiedades exteriores, por las cuales el ser de
la
cosa se revela del modo más particular y menos equívoco.
Esta
marcha que hace subir de lo particular, de lo individual, a lo
general
y a la totalidad, y descender de lo general a lo particular, y de
la
totalidad a la individualidad; este modo de análisis del mundo
exterior,
no tan sólo responde a las exigencias de toda vida interior, mas
también
facilita el conocimiento de cada objeto, tal como debe ser
presentado
al alumno, en el grado de su inteligencia y de su desarrollo
intelectual.
Consideremos
ahora las obras del hombre, como hasta aquí hemos
considerado
los objetos de la naturaleza, es decir, según sus condiciones
exteriores,
que claramente resultan del lugar, del tiempo, del modo de
alimentarse
y de las manifestaciones externas de la vida.
«Nombrad
las obras humanas que conocéis y que veis en torno vuestro,
y
decid si hay algunas diferencias entre ellas, y cuales son esas
diferencias.
»La
casa, la aldea, la carretera, los puentes, la ciudad, las
murallas,
el arado, el carro, el poste, etc.
»Bien.
-¿Qué diferencias hay entre todos estos objetos?
»Difieren
en su sustancia, en su uso y en su destino.
»Nombrad
las obras humanas que presentan esas diferencias.
»¿Qué
diferencias presentan aquellas respecto a este particular?
»Sirven
de habitación al hombre, son útiles al hombre, le abrigan y
le
protegen, o bien son herramientas o utensilios propios para
confeccionar
otros objetos, o cosas que sirven a las relaciones de los
hombres
entre ellos, a sus placeres, o bien son testimonios del poder del
espíritu
humano.
»¿Cuáles
son, entre esos objetos, los que sirven como abrigo y
residencia
del hombre?
»Las
casas, las aldeas y las ciudades.
»¿Qué
es lo que una ciudad presenta, sobretodo, de particular?
»Muros,
puertas, calles, callejuelas, un mercado, un tribunal,
almacenes,
talleres y gran número de edificios de las estructuras más
diversas.
»¿En
qué difieren entre sí los edificios de una ciudad?
»En
su uso y en su destino.
»¿A
qué diferencia da lugar el destino de los edificios de una
ciudad?
»Su
diferencia consiste en que los unos son habitaciones y casas de
la
clase media, los otros, edificios de lujo destinados a las fiestas y a
las
reuniones de los habitantes de la ciudad, etc.
»¿Cuáles
son los diferentes géneros de casas?
»¿Titúlanse
talleres, fábricas, tiendas y almacenes?
»¿Cuáles
son los diferentes talleres que hay en una villa?
»Los
talleres de carpinteros, de herreros, de sastres, de
talabarteros,
de zapateros, de panaderos, de hojalateros, de tejedores,
etc.
»¿Qué
ofrece de particular cada uno de estos oficios?
»La
obra y la herramienta.
»¿Cuál
es la herramienta propia para el carpintero?
»¿Cuál
es la herramienta propia para el herrero.
»Y
así para cada uno de los oficios.
»¿Cuál
es el destino, el fin de esos oficios?
»Crear,
producir o transformar algo.
»¿Qué
se hace en el taller del carpintero?¿Y en el del herrero?»
De
la propia suerte se procederá para con las manufacturas y las fábricas;
se
preguntará, desde luego, al alumno acerca de los utensilios y de las
herramientas;
después, acerca de los productos de esos talleres. Se le
interrogará
también acerca del uso y del contenido de los almacenes.
«Las
tiendas, ¿son diferentes entre sí? ¿Qué diferencia existe entre
ellas?
»Esta
diferencia consiste en la naturaleza de los objetos que
contienen.
»¿Qué
diferencia señaláis entre las tiendas, con respecto a lo que
contienen?
»Las
unas contienen objetos naturales y objetos de arte, sustancias
que
se venden al peso y que sirven de alimento al hombre; contienen
objetos
que se venden por medida, objetos de capricho, objetos de
necesidad,
de ornamento o de lujo, los cuales se venden según su valor
propio
o según el número.
»Los
primeros son objetos de comercio; los segundos, objetos que
sirven
de alimento, y los terceros pueden clasificarse como objetos de
utilidad,
de juego o de lujo.
»¿Qué
ofrecen de particular los objetos de comercio?
»¿Qué
diferencia existe entre todos esos objetos con respecto al
lugar
de donde proceden?
»Son
nacionales o proceden de países extranjeros.
»Nombrad
algunos productos nacionales.
»Nombrad
también productos extranjeros.»
Se
interrogará después acerca de lo que cada uno de esos productos
ofrece
de particular.
Los
edificios públicos serán clasificados según su destino y su uso,
como
edificios para la instrucción, para el culto, edificios de socorro,
de
beneficencia, etc., etc.
Los
edificios destinados a la instrucción serán subdivididos en
escuelas,
bibliotecas, etc.
Hay
que elevarse enseguida de la observación del oficio a la del
artesano,
de la observación de la obra producida por el artesano a su
motivo
y a su origen, de las obras del hombre se llegará al hombre mismo,
así
como la observación de la naturaleza conduce al conocimiento de Dios,
su
creador.
«¿Cómo
se denomina aquel que trabaja en el taller de carpintería y
confecciona
los productos que del mismo salen?
»Carpintero.
»¿Cómo
se titulan en general los que trabajan en los talleres?
»Artesanos.
»¿Hay
otros sitios a los que se da el nombre de talleres, y en los
cuales
sin embargo no hay artesanos?
»Sí,
hay también los talleres de pintura, de escultura, etc.
»¿Hay
también artesanos, obreros que carecen de sitio o de taller
particular
para su oficio?
»Sí,
los albañiles, los tejeros, etc.
»¿Cómo
llamáis a los que trabajan en las fábricas y en las
manufacturas?
»Obreros
de fábricas o de manufacturas.
»Nombrad
cuantos oficios conozcáis, y también todos los diferentes
géneros
de fábricas y manufacturas.
»Clasificad
esos diferentes oficios, esas fábricas y esas
manufacturas
según su destino particular y las relaciones que entre sí
conservan.
»Están
clasificados según la sustancia que en ellos se emplea, como
también
según la índole de trabajo por el cual la sustancia está empleada;
por
ejemplo, el oficio de herrero, etc.
»¿Pueden
coordinarse de la propia manera los diferentes productos de
la
actividad humana?
»Sí,
pueden coordinarse, pueden clasificarse según su sustancia, su
resultado
o su empleo.
»¿Cómo
pueden considerarse esas obras del hombre según su
sustancia?
»Se
las puede considerar como pertenecientes al reino mineral, al
reino
vegetal y al reino animal. La sustancia es o piedra (mineral), o
madera
(vegetal), o piedra y metal, o madera y metal, o madera o piedra, o
producto
particular de ciertos animales, o en fin, mezcla perteneciente a
la
vez al reino animal y al reino vegetal.
»¿Cómo
pueden, esas obras de los hombres, clasificarse según su
empleo
o su uso?
»Pueden
clasificarse en obras protectoras y útiles, obras de
fantasía,
de arte, de recuerdo o de lujo.
»Las
obras protectoras son las habitaciones, los trajes, los diques,
las
armas; por ejemplo, los fusiles, los cañones, etc.
»Las
obras útiles que sirven para la conservación del orden y de la
sociedad,
son los puentes, las carreteras, los mercados, los postes, los
instrumentos
y los utensilios, etc.
»Los
utensilios pueden clasificarse y considerarse como instrumentos
divisores,
tales son la varilla, las herramientas puntiagudas, los
pulidores,
los instrumentos de relojería, de cristalería, de impresión,
etc.
»Nombradme
instrumentos que separan y dividen los objetos.
»Instrumentos
que separan y dividen los objetos son el hacha, la
tijera,
el cortaplumas, etc.
»Pueden
también ser considerados como instrumentos cortantes o
rompientes,
tales como la sierra, las herramientas de cerrajero, etc.
»Nombradme
algunos otros.
»Nombradme
algunas herramientas de las que rompen.
»Los
martillos, el hacha, etc.
»Nombrad
algunos instrumentos de punta.
»La
barrena, los clavos, etc.
»Nombrad
algunos pulidores.
»El
cepillo, el bruñidor, etc.
»Nombrad
también los instrumentos aptos para la relojería,
cristalería,
etc.»
Repitan
siempre todos los alumnos la respuesta dada por el maestro o
por
el discípulo.
«¿Qué
diferencia media entre las herramientas y los utensilios?
»Estos
últimos han sido ya considerados como objetos domésticos.»
Las
obras de fantasía, de arte o de lujo serán analizadas y
clasificadas
de la misma manera y según su destino, como precedentemente
se
habrá hecho con respecto a los edificios.
«¿Qué
se hace en los tribunales, en las casas municipales y en los
establecimientos
de socorro y de beneficencia?
»¿Para
qué sirven los edificios destinados a escuelas, al culto?
»¿Cómo
tituláis a las personas que están empleadas en esos edificios,
o
aquellos que los frecuentan?
»Empleados,
consejeros, etc., alumnos y eclesiásticos.
»¿Cuáles
son las funciones de los empleados, de los consejeros, de
los
maestros y de los eclesiásticos?
»¿Basta
con lo que acabamos de analizar para constituir una
ciudad?
»¿Hay
ciudades de diferentes especies?
»Sí;
hay capitales, ciudades de residencia real, ciudades marítimas
ciudades
de universidad, etc., ciudades de comercio, de industria,
etc.
»¿Qué
es lo que cada una de estas ciudades ofrece de muy particular
por
sí misma o por sus habitantes?
»¿Conocéis
otras ocupaciones, oficios y profesiones, además de las ya
mencionadas?
»Sí;
conozco muchas.
»¿Cuáles?
»¿Hay
también jornaleros, cazadores, pescadores, jardineros,
cultivadores
y pastores?
»¿Presentan
alguna analogía entre sí esos diferentes oficios y
profesiones?
»Sí,
esos oficios y esas profesiones guardan entre sí puntos de
analogía
y de semejanza.
»¿Cuáles?
»Esas
diferentes profesiones de los hombres, ¿tienen o no tienen un
objeto?
»¿Es
este objeto de diferente índole?
»¿Cuál
es el último objeto o término de toda creación y producción
debida
a la actividad humana?
»Este
fin o último término es un fin único: consiste en que todos los
hombres,
cualesquiera que sean sus oficios y sus profesiones, viven en una
y
misma relación, en la familia y en las relaciones de
familia.
»Puesto
que todos los hombres, sin excepción, viven en las mismas
relaciones
de familia, y que todos sus esfuerzos deben tender a la
manifestación
del ser propio ¿en dónde conseguirán ellos mejor la
realización
de este fin?
»En
la familia.
»¿Cuáles
son las condiciones exteriores de cada familia, y cuales los
miembros
de cada familia?
»El
padre, la madre, los hijos y los sirvientes.
»¿Qué
debe hacer la familia, cuando se trata para ella de desarrollar
al
hombre según el espíritu propio, a fin de que alcance el noble fin que
le
está destinado?
»Debe
proponerse este fin, tenerlo siempre en vista, buscar los
medios
de alcanzarlo, y dirigir hacia el mismo todas sus fuerzas y sus
aptitudes.
»Cuando
una familia obra de esta manera, ¿se halla en estado de
alcanzar,
sola, el más elevado fin a que pueda llegar el esfuerzo del
hombre?
»No.
»¿Por
qué no?
»Porque
una familia sola no puede reunir en sí misma todas las
fuerzas,
las capacidades y los medios necesarios para ello.
»¿Cuándo
será más fácil y más regularmente alcanzado ese fin supremo
del
hombre y de los hombres?
»Cuando
algunos o muchos hombres, reconociendo ese fin supremo de
todo
esfuerzo humano y de toda vida humana, comprendiendo cuál es el medio
para
alcanzarlo, reunirán, en un solo conjunto, todas sus fuerzas, sus
conocimientos
y sus medios desarrollados y fortificados en el seno de la
familia.
»La
consideración de la humanidad como un todo, o unidad, puede sola
conducir
a ese fin supremo del esfuerzo humano a la manifestación de la
humanidad
en toda su pureza.»
De
este modo la escuela, guiando, después de un largo rodeo, al
alumno
al seno mismo de la familia y del hogar doméstico, en donde comenzó
para
él la observación de la naturaleza, del mundo exterior; de este modo,
la
escuela conviértese en centro de todo esfuerzo humano. Con otros ojos y
en
otro sentido considera entonces el alumno los objetos del mundo
exterior,
reconoce al hombre en sus diferentes relaciones con las cosas
del
mundo exterior, y se reconoce sobre todo a sí mismo.
Damos
aquí este modelo de enseñanza como un ejemplo de la manera como
el
maestro debe sacar partido de todos los objetos que rodean al alumno, a
fin
de conducirlo, por ahí, hasta el conocimiento del hombre mismo,
después
que se le hayan mostrado las relaciones de esos objetos con el
hombre.
Consideramos
innecesario insistir sobre la oportunidad de no sentar
estas
últimas cuestiones sino a los alumnos más avanzados de la clase; sin
embargo,
no dejarán las mismas de desarrollar ya ciertas reflexiones en la
inteligencia
del alumno todavía perteneciente a un grado inferior de
desarrollo.
Creemos
asimismo poco necesaria la recomendación de que el género de
enseñanza
dado guarde enlace con la localidad en que vive el joven, y
quede
desde luego circunscrito en el círculo del maestro y de sus alumnos;
no
se descuide, empero, de hacer presente al joven que la observación de
la
naturaleza y la del mundo exterior abarcan todas las cosas y las
confunden
en la misma unidad; convendrá hacerle notar también algunas
obras
debidas al poder y a la actividad intelectual del hombre, a fin de
unirlas
a otros desarrollos más elevados, porque en efecto ¿quién no
podría
convencerse hoy de cuanto el grado de desarrollo, por lo menos
exterior,
de la vida, preocupa la mente de los moradores del campo y de
los
valles, por más que estos vivan en una soledad profunda; quién no
puede
ver asimismo cuánto, no ya tan sólo la observación, mas también la
penetración
de las relaciones de la naturaleza y las de la vida superior,
tienden
más y más a ser lo que deben ser, es decir, a la solución del
problema
del género humano?
Fuera
superfluo insistir aquí sobre la necesidad de vigilar, con
cuidado,
el momento propicio a la expansión o a la germinación de todo
retoño
o capullo de enseñanza; la observación de los fenómenos de la
naturaleza
y la de la operación vital de la fuerza conducirán naturalmente
al
estudio de la física; el de la química será traído por ciertos
fenómenos
de la naturaleza producidos por la trasformación de la sustancia
o
por el influjo de ciertas fuerzas activas de la naturaleza, tales como
la
luz, el calor, el color, el olor muy pronunciado de ciertas hojas en
otoño,
la corrupción, o también el influjo de una sustancia sobre otra
sustancia.
La observación de los oficios traerá el conocimiento de los
términos
técnicos (tecnología). Es esencial que el maestro posea en sí
mismo
todos esos conocimientos: de esta suerte serán más vivos a los ojos
del
alumno, y la enseñanza obtendrá con ello resultados felices. ¿Por qué
todo
hombre reflexivo no encontrará en sí propio el camino recto, si se
deja
guiar por la mente misma, sin dudar, preocuparse ni desesperar de
nada?
La menor de las cosas puede instruir todavía al maestro, quien,
aunque
sabiendo ya muchas cosas, no deja por eso de instruirse al instruir
a
los otros ¿y de dónde vendrían, sino de ese espíritu, la fuerza y el
valor
que convienen al maestro, para afrontar los obstáculos que la falta
de
criterio, de reflexión y de observación han acumulado anteriormente
sobre
su camino? Lo propio es aplicado al alumno: ¿cómo el niño de seis a
ocho
años podría iniciarse en uno de los conocimientos mencionados por
nosotros,
y que tantos adultos poseen apenas? A decir verdad, el niño no
la
posee tampoco aún; pero la adquiere paulatinamente en el curso de la
enseñanza
y la adquiere con certeza. La experiencia tiene frecuentemente
demostrada
la utilidad de esta marcha de enseñanza, que permite al alumno
instruirse
en gran parte fuera de la escuela misma. Esta observación de
los
objetos de la naturaleza y del mundo exterior, tal como tan
particularmente
la recomendamos, suministra al alumno un hábito tan grande
de
reflexión, que el menor objeto provisto de alguna importancia no escapa
más
a su atención, antes bien conviértese para él en objeto tanto más
precioso
de estudio, cuanto que él ha aprendido previamente a sacar
provecho
de todas las cosas. Así aprende el hombre a pensar y a
reflexionar
seriamente sobre lo que su vocación exige; agreguemos también
que
el hombre sabe mucho, cuando se conoce a sí mismo.
Se
dirá tal vez que este sistema de enseñanza haría salir demasiado
temprano
al joven de los límites estrechos en que la naturaleza le
encierra,
y que esta multiplicidad de conocimientos podría hacerle vano y
orgulloso.
Es un error; la multiplicidad de conocimientos, que se
encadenan
por un enlace natural y vivo, no impulsa a la vanidad; hace al
hombre
observador, y le convence de que, en resumidas cuentas, no sabe
gran
cosa; eleva al hombre hasta la dignidad del hombre y le reviste de su
más
bello adorno, que es la modestia.
Desistimos
de refutar aquí todas las objeciones, de rechazar todas
las
censuras que podrían ser lanzadas contra este método, y nos
contentamos
con abandonar a las juiciosas reflexiones de los espíritus
imparciales,
la elasticidad, el ser y la acción de esta enseñanza de los
objetos
del mundo exterior, de este curso instructivo a que da pie la
observación
de cada uno de esos objetos, sin añadir nada sobre su
importancia.
Este método es aplicable a las escuelas más inferiores, y no
puede
dejar de producir en ellas, como por do quiera, los frutos más
excelentes,
pues desde temprano coloca al hombre, de una manera tan simple
como
viviente, en el centro y en la conjunción interna de todo lo que el
hombre
quiere y debe conocer y observar; guíale hacia la reflexión;
condúcele
al conocimiento, a la penetración del ser, del principio y del
fin
de cada cosa, ¿y no es este por ventura el último término, el único
fin
de toda enseñanza, cualquiera que sea el dictado que el hombre guste
aplicarle?
-
XVI -
Utilidad
del empleo de pequeñas poesías relativas a la vida del hombre o a
la
naturaleza. Utilidad del canto.
La
naturaleza y la vida hablan desde temprano, por sus
manifestaciones,
al corazón del hombre; sólo que lo hacen en voz tan baja,
que
la inteligencia no desarrollada aún del joven, el oído aún no
ejercitado
del hombre, no oye, a este grado de desarrollo, sino
confusamente
su lenguaje y sus acentos; el hombre los presiente y los
escucha;
pero no puede todavía ni explicárselos, ni traducirlos al
lenguaje
que le es propio, y, sin embargo, no bien los ha oído y sentido,
no
bien ha adquirido la convicción de que pertenecen al mundo exterior,
siéntese
asimismo animado del deseo de comprender la vida y el lenguaje
del
mundo exterior, sobre todo el lenguaje de la naturaleza. Al propio
tiempo,
siente despertar en sí el presentimiento de que podrá apropiarse,
hacerse
suya, la vida que se manifiesta fuera de toda cosa
exterior.
Las
estaciones, como los períodos del día, van y vienen sin cesar. La
primavera,
esa época del germen y del capullo de la flor, llena de gozo y
de
vida el corazón del niño, su sangre circula entonces más libremente, y
su
corazón palpita con más fuerza; el otoño, cuando caen esas hojas de tan
variados
matices y de aromáticos perfumes, inspira al hombre, joven aún,
deseos
y presentimientos vagos; el invierno, por sus mismos rigores,
despierta
en él el valor y la fuerza, y ese sentimiento de valor, de
fuerza,
de perseverancia y de renunciamiento a las blanduras de la vida
hace
más libre y alegre el corazón y el espíritu del niño. Las flores y
las
aves de la primavera no lo transportan tanto de gozo, como la vista de
los
copos de nieve que prometen a su joven valor y a su fuerza despertada
el
placer de alcanzar, por medio de una pendiente resbaladiza, el fin
alejado
que se marca. Todo ello no es más que una especie de
presentimiento,
de imagen simbólica de lo que debe ser esta vida interior
aún
ahogada, cuando el niño reconozca la dignidad de la misma esas
emociones
infantiles son como ángeles que le guían hacia esta vida: ¿hay
que
insistir sobre la necesidad de utilizarlas en provecho del hombre? ¿Y
qué
sería, pues, la vida, si nuestra infancia y nuestra juventud
careciesen
de esos sentimientos tan vivos, de esas emociones impregnadas
de
frescura, inspiradas en la esperanza, en el deseo y en el
presentimiento
del conocimiento íntimo de nosotros mismos?
¿No
confesaremos que nuestra infancia y nuestra juventud, en
particular
la edad del adolescente, son los manantiales inagotables en los
que
hallamos la fuerza, el valor y la perseverancia necesarias para el
porvenir?
¿No se ha inspirado el cantor de Dios y de la naturaleza, para
todos
sus himnos, en estas palabras: Los Cielos proclaman la gloria de
Dios,
o en estas otras: Bienaventurados son los que creen en el Señor? Por
más
que estas verdades no se nos revelen bajo la forma del lenguaje,
¿dejamos
por eso de sentirlas en nosotros y de conmovernos con ellas desde
nuestra
edad temprana, puesto que la primera resulta de la observación de
la
naturaleza y la segunda de nuestra misma vida?
Cuando
la naturaleza y la vida hablan al hombre. este siente al punto
el
deseo de revelar las aspiraciones y los sentimientos por aquellas
despertados;
pero con frecuencia las palabras le faltan; precisa, pues,
que
estas le sean facilitadas en armonía con el desarrollo de su alma y de
su
inteligencia.
La
relación del hombre para con el hombre no es ni tan exterior como
algunos
la creen, ni tan fácilmente comprensible como otros lo imaginan;
está
repleta de altas significaciones; pero conviene poner desde temprano
sus
acentos al alcance del niño, y antes por la imagen que por la palabra;
este
lenguaje convencional encadena, mata y destruye la inspiración;
trasforma
al niño en máquina, mientras que la expresión suministrada por
la
poesía da al alma y a la voluntad del joven la libertad interior que
tan
necesaria es para su desarrollo. La primera y la más importante de
todas
las cosas es establecer aún aquí la armonía entre la vida exterior
del
adolescente.
Entremos
en esta escuela en el momento en que el maestro, penetrado
de
la necesidad de enlazar la enseñanza con la vida real, comienza la
lección
relativa a esta última.
Más
de doce risueños muchachos, de seis a nueve años, se han reunido,
y
saben que su profesor les reserva el placer de hacerles cantar bajo su
dirección.
Los
niños, alineados por orden, aguardan con impaciencia el comienzo
de
la instrucción.
El
maestro había estado, por casualidad, ausente en este día; llega a
la
caída de la tarde y saluda a sus discípulos cantándoles:
Estas
inesperadas buenas tardes, que les canta al entrar,
corresponden
tan bien con la vida interior de esos niños, que los llena de
alegría
y provoca por do quiera gozosas sonrisas.
«Bien,
dice el maestro, ¿no recibo yo respuesta a mi saludo?» y canta
de
nuevo: «¡Buenas tardes, buenas tardes!»
La
mayor parte de los niños le dicen: «¡Buenas tardes!» Otros:
«¡Gracias!»
Algunos le dirigen unas buenas tardes, medio hablando, medio
cantando:
Otros,
hacia los cuales se vuelve el maestro, repiten en el mismo
tono
las buenas tardes que aquel les cantó al entrar: luego les
dice:
«M
* * * (el primero) me ha cantado así las buenas tardes; procurad
cantarla
todos en el mismo tono.
»N
* * * (el segundo) me las ha cantado así; repetidlo.» Todos lo
obedecen.
El
maestro agrega entonces cantando:
«¿Es
cierto?, les dice. -¡Sí! ¡Sí!-Cantemos todos juntos.»
(El
maestro y los alumnos cantan ¿Qué tal tiempo hace?)
El
maestro continúa:
«¿Es
esto cierto? les dice. Sí, Sí!-¡Bien; cantemoslo todos
juntos.»
Todos
los efectos producidos por las estaciones, y expresados por las
diversas
manifestaciones de la naturaleza, pueden ser cantados de la misma
manera.
El
oído y la voz se desarrollarán mediante este sistema de enseñanza;
la
palabra y el acento expresarán claramente el sentimiento; los objetos
exteriores
son hoy lo que ayer eran, y nada debe interrumpir las lecciones
de
que son objeto.
Después
que todos los alumnos han cantado lo que precede, uno de
ellos
se levanta y dice alegremente al maestro: «¿Podríamos obtener una
pequeña
canción sobre el brillo del sol?» Halla esta demanda eco entre
todos
los alumnos; todos, a vuelta de tantas lluvias, nieblas y vientos,
desean
ver brillar en fin un rayo de sol. El maestro aprueba este
sentimiento
y canta:
Los
alumnos gozosos repiten en coro este canto.
Los
días sombríos y desapacibles del otoño, las frías veladas, no son muy
favorables
al despertar de la vida interna. El alba de la primavera, un
paseo
en esta estación, una detención sobre un cerro, son ciertamente más
propicias
al referido objeto; no obstante, los jóvenes verán de nuevo y
saludarán
con mucho más gozo la vuelta de la primavera, si alguna que otra
vez
les fue dado el ver el campo cubierto de nieve; sentirán mejor la
belleza
del alba, si pudieron ver, en alguna hermosa velada de invierno,
un
claro brillante, y el fulgor de las estrellas: llega luego la
primavera,
y lo celebran de todo corazón.
Basta
con algunas colecciones de cantos, con algunas pequeñas poesías
en
las cuales un maestro inteligente se inspire para componer otras, y no
faltan
para quien se las quiera realmente apropiar. Si no se las encuentra
ni
bastante sencillas ni bastante breves para responder bien a las
impresiones
y a los sentimientos individuales, el maestro, por poco que
sea
cuidadoso o inteligente, hallará sin dificultad las palabras animadas
y
pintorescas que convienen a la manifestación de esos diversos
sentimientos
o impresiones.
Esta
enseñanza, si acaso conviene dar este nombre a lo que,
propiamente
hablando, no es sino la manifestación de la vida propia del
niño;
estas enseñanzas, guardémonos de olvidarlo, deben brotar de la misma
vida
del niño, como la rama brota del retoño. El sentimiento, la vida
interior
debe existir en el niño, mucho antes de que se le proporcione el
lenguaje
y el acento que le convienen, y he ahí precisamente lo que
distingue
nuestro método, este género de enseñanza, de aquel que consiste
en
iniciar exteriormente a los jóvenes y a los niños en poesías tales o en
tales
canciones que no puedan ni despertar ni conservar la vida en su
alma,
por la misma razón de que no corresponden con los movimientos de su
vida
interior (26).
-
XVII -
Conversaciones
sacadas de la observación de la naturaleza y del mundo
exterior
La
observación de la naturaleza y la del mundo exterior refiérense
sólo
a la impresión general de los objetos y de las cosas consideradas en
sus
condiciones locales; la observación del lenguaje, como medio de
manifestación,
es secundario, pues el hombre observa los objetos
únicamente
para él, y se apropia su ser sin que por ello deba usar del
lenguaje;
pero desde que se trate de la enseñanza, el lenguaje debe
intervenir
como medio de auxilio, a fin de asegurarse, en cuanto posible
sea,
de que el alumno ha observado, examinado y penetrado realmente el
objeto
de la enseñanza. Esos ejercicios del lenguaje despréndense, en
verdad,
de los objetos mismos; resultan de sus manifestaciones exteriores
y
de las impresiones que hacen sobre los hombres, sobre la inteligencia
del
hombre; tienen en cuenta, sobre todo, la designación de los objetos
por
el lenguaje. La observación de la naturaleza y la del mundo exterior
no
se aplican sino al objeto mismo; los ejercicios del lenguaje,
representaciones
de esos objetos en sus fenómenos individuales y en las
impresiones
que hacen sobre el hombre mediante la sustancia tónica,
mediante
la palabra, se encuentran en cierto modo en una unión más íntima
con
el objeto, por la apropiación y el ejercicio del lenguaje como medio
de
manifestación y de representación.
La
observación de la naturaleza y del mundo exterior conduce el
hombre
a preguntarse: ¿Qué es esto? El ejercicio de la palabra que
interroga,
diciendo: ¿Qué significa esto? ejercita el lenguaje. Mientras
que
la observación de la naturaleza y la del mundo exterior no consideran
sino
el objeto, el ejercicio por el lenguaje considera el efecto que hace
el
objeto sobre el hombre y sobre su inteligencia, así como la manera más
o
menos justa de designar sus impresiones y sus presentimientos por medio
del
lenguaje. Surge aquí una tercera observación; es la del lenguaje
propio,
la del lenguaje en sí mismo, sin consideración al objeto del
lenguaje
como manifestación interior del hombre en una palabra, del uso
del
instrumento del lenguaje. Estos ejercicios son ejercicios de la
palabra,
que se enlazan inevitablemente con los ejercicios del lenguaje,
de
donde emanan.
Son,
pues, necesarias tres condiciones, para llegar a un perfecto y
profundo
conocimiento del lenguaje y de su uso; desde luego, la
observación
de los objetos solos, definidos por el lenguaje, observación
del
mundo exterior; después, la observación del lenguaje representando el
objeto,
que va del mundo exterior al mundo interior; por último, la
observación
del lenguaje solo, sin consideración a los objetos del
lenguaje,
como sustancia; ejercicios del lenguaje en sí mismo.
Como
la enseñanza del mundo exterior ha servido ya de tema a nuestras
reflexiones,
abordaremos desde luego los ejercicios del lenguaje. Ya lo
hemos
dicho; el lenguaje es parte de la intuición, de la inteligencia del
mundo
exterior y elévase hasta la intuición de lo interior.
El
maestro comienza así:
«Amigos
míos, estamos en una habitación; muchos objetos nos rodean;
nombrad
algunos de los objetos de que nos hallamos rodeados.
»El
espejo, el armario, la estufa, etc., etc.
»¿Podrían
encontrase en este cuarto más objetos de los que contiene
en
este momento?
»Sí.
»¿Sería
posible traer a esta habitación cuantas cosas y objetos
pudiese
concebir la fantasía?
»¡No!
»¿Por
qué no?
»Porque
el espacio y el lugar faltarán para ello.
»¿De
donde viene que el espacio y el lugar faltarán para ello?
»Porque
cada cosa ocupa el lugar, el espacio, el sitio que le es
propio.
»Dadme
un ejemplo de lo que acabáis de decir.
»Allí
en donde se encuentra mi mano, no se puede encontrar mi
pizarra,
y mi vecino no puede estar en el lugar en que yo estoy; yo, por
mi
parte, no puedo tampoco estar con él, en el sitio que él ocupa; y el
armario
no puede hallarse en el sitio mismo en que se halla la
estufa.
»¿Qué
significa esto? Que toda cosa ocupa el lugar, el espacio y el
sitio
que le es propio?
»Que
en el lugar o en el sitio en que se encuentra una cosa, otra no
pude
ser existir u obrar.
»¿Cómo,
de qué manera y por qué medio os aseguráis de la acción, de
la
actividad de las cosas y de los objetos en su espacio?
»Por
mis manos, por mis ojos, por mis oídos, etc.
»Nos
aseguramos de las cosas y de los objetos que están fuera de
nosotros,
por lo que nosotros nos apropiamos; referimos a nuestro interior
las
cosas exteriores; y los instrumentos de que a este fin nos servimos
son
los ojos, las orejas, las manos, y las facultades activas son el oído,
la
vista, etc.; los sentidos, en una palabra.
»Comprendemos,
pues, y reconocemos los objetos exteriores por los
sentidos.
»Nombradme
los sentidos por los cuales comprendemos y recocemos que
el
objeto hace u opera alguna cosa.
»¿Puede
decirse de cada cosa que ella haga u opere algo?
»Sí.
- No.
»¿Por
qué sí? - ¿Por qué no?
»Decidme
en qué posición se encuentra cada uno de los objetos que nos
rodean;
qué es lo que hacen; qué notáis en ellos.
»El
tintero está colocado, la pluma acostada, el espejo suspendido,
la
tela tendida, el bastón apoyado, el sol luce, el alumno está
sentado.
»El
jilguero canta, la péndula del reloj oscila, el joven habla, el
cuchillo
corta, el compás traza.
»¿Reconócense
todos esos objetos de la misma manera y se les percibe
por
los mismos sentidos?
»No;
yo veo muchos, oigo otros, los hay que tan sólo los siento,
etc.
»Por
la vista, pues, percibimos la acción y el aspecto de algunos de
esos
objetos, mientras que reconocemos los otros, sobre todo al tocar, por
el
tacto.
»¿Puedo
sentir la acción y las actividades de muchas cosas por el
tacto
solamente, sin el auxilio de la vista?
»Sí.
»Nombradme
los objetos y sus actividades, que podemos reconocer sobre
todo
por el tacto, sin percibirlos por ninguna otra facultad ni por
ninguna
otra acción.
»El
tintero que está situado, la pizarra que está acostada, el bastón
que
está apoyado, la tela que está tendida.
»¿Podemos
percibir esos objetos por otra facultad, por otro sentido
que
no sea el del tacto?
»Sí;
por el de la vista, por los ojos.
»Buscad,
entre los objetos que conocéis, aquellos que realmente se
mantienen
en pie.
»Buscad
los objetos de los cuales se dice que están en pie.
»El
árbol está en pie, el molino está en pie, el poste indicador está
en
pie.
»Buscad,
entre los objetos que conocéis, los que están acostados,
apoyados,
suspendidos, sentados, etc.
»Nombradme
los objetos de los cuales se dice: están acostados,
sentados,
etc.
»¿Tienen
esos objetos en sus actividades y sus acciones algo de
común,
o algo que los una?
»Tienen
la actividad interior y el movimiento exterior, o bien se
encuentran
en un reposo exterior.
»¿Notáis
en vosotros mismos, o en el hombre, actividades internas, a
pesar
de un estado de reposo exterior?
»Sí.
El hombre reposa; duerme, vela, sueña, medita, piensa, siente,
etc.
»Nombradme
objetos que realmente descansan, duermen y velan.
»Hay
objetos que tienen el movimiento exterior progresivo; por
ejemplo,
marchan, corren, avanzan, nadan, vuelan, saltan, galopan, huyen,
caen,
etc.
»Hay
muchos otros objetos aún que poseen un movimiento exterior y
progresivo,
cuyo efecto es comunicar con otros objetos: tiran, levantan,
llevan,
empujan.
»Hay
también objetos cuya actividad tiene por efecto dividir y
separar:
cortan, agujerean, perforan, rompen, sierran, hienden,
etc.
»Hay
objetos cuya actividad tiene por efecto unir los objetos entre
sí:
tejen, enlazan, cosen, etc.
»Hay
objetos cuya actividad tienen por efecto representar los otros
objetos:
pintan, esculpen, dibujan, escriben, forjan, etc.
»Hay
objetos cuyas facultades no son perceptibles sino por la vista:
brillan,
aparecen, lucen, alumbran, obscurecen, etc.
»Hay
objetos cuyas facultades no hablan sino al sentido del tacto:
calientan,
enfrían, son agradables o desagradables.
»Otros,
cuyas facultades no son perceptibles sino por el oído:
cantan,
hablan, razonan, ríen, lloran, aúllan, gimen, suspiran, suenan,
rugen,
murmuran, etc.
»Hay
actividades generales de la naturaleza, por ejemplo: el viento,
la
tempestad, la lluvia, el granizo, la nieve, el trueno, el hielo,
etc.
»Hay
también objetos provistos de actividad interior; estos aman,
odian,
elogian, etc.
»Hay
objetos cuya actividad obra en retroceso sobre los objetos
mismos:
por ejemplo, se lavan, se peinan, se visten, se alegran, se temen,
se
estiman, etc.
»¿Cuáles
son, entre estas actividades, las más poderosas? ¿Cuáles son
aquellas
que no pertenecen sino al hombre, y qué tienen las mismas de
particular?
»El
tintero está derecho, el espejo cuelga, la pluma yace, hemos
dicho,
cuando se trataba de objetos con relación al espacio; ¿pero cómo y
por
qué reconocéis su existencia?
»Por
su género de actividad, por el efecto que sobre nosotros
producen.
»El
tintero está derecho ante nosotros, ¿pero no hace a vuestros
sentidos
otra impresión que la de la actividad exterior?
»Sí;
es redondo y es de plomo, etc.
»La
pluma que ante vosotros yace, ¿no ofrece algo de particular,
además
de su reposo exterior?
»Sí;
es larga y negra.
»Buscad
objetos que notéis hacer las mismas impresiones sobre
vosotros.
»El
lápiz es largo, la tecla es corta, la silla es oscura, la estufa
es
grande, el vaso es pequeño, el cuadro es espeso, el banco es de madera,
la
mesa es redonda.
»La
mesa es redonda, muy bien; pero buscad aún objetos
redondos.
»El
tintero es redondo, el lápiz es redondo, el aro es redondo, la
bola
es redonda, el agujero es redondo.
»Buscad
aún objetos de los cuales se dice ser redondos.
»Dícese
también de un número redondo, de una vuelta redonda, etc.
»El
lápiz, el aro, la bala ¿son redondos de la propia manera?
»Buscad
aún objetos que son circularmente redondos; ¿qué quiere decir
ser
cilíndricamente redondo, u ovalmente redondo? ¿Qué quiere decir
oblongo,
largo, recto, triangular, cuadrado, angular, crudo, puntiagudo,
bello,
horrible?
»¿Qué
calificación general puede aplicarse a todas las impresiones de
estos
últimos objetos?
»El
nombre de impresiones de la forma o de la figura.»
Así
es que ancho y angosto, delgado y grueso, largo y corto, alto y
bajo,
grande y pequeño, son impresiones producidas por la
magnitud.
Asimismo:
sencillo, doble, triple, cuádruple, son las impresiones del
número.
Luego:
llano, unido, rudo, escabroso, granuloso, arenoso, fracturado,
son
las impresiones de la superficie.
Asimismo:
duro, blando, seco, firme, liquido, aireo, terrestre,
extensible,
flexible, son las impresiones del estado del objeto y de su
enlace
con otros objetos; como también rojo, verde, amarillo, azul,
violáceo,
colorado, negro, blanco, gris, manchado, brillante, luminoso,
son
las impresiones producidas por la luz y los colores. Así: corrompido,
apestoso,
pestilente, aromático, oloroso, son las impresiones de la
evaporación.
Hermoso,
feo, agradable, cortés, alegre, triste, juguetón, contento,
paciente,
económico, instruido, hablador, tolerante, infantil, amable,
bromista,
son las impresiones de la conducta y de la inclinación peculiar
del
hombre.
La
observación del mundo exterior ha demostrado ya la necesidad de
servirse
de los objetos mismos como de puntos de partida, como de retoños
de
la enseñanza de las ciencias naturales, físicas y químicas; el
ejercicio
del lenguaje, como procedente de la observación de la
naturaleza,
pertenece a la inteligencia y a la intuición de las
actividades,
de los efectos, de las manifestaciones exteriores y de las
impresiones
de los objetos y de su condición por la palabra: la manera de
proceder
será tanto más clara y más determinada cuanto que el examen y la
inteligencia
de las condiciones y de las causas de cada objeto, resaltando
de
los efectos de la fuerza y de la sustancia, sean más claramente
designados
por la palabra, y se funden sobre el ser, sobre las actividades
condicionales
y sobre las impresiones producidas por los objetos. El lado
físico
y químico de la observación de la naturaleza, que tan importante es
para
cada hombre, excita tanto más el interés del alumno y echa en él
mismo
raíces tanto más profundas, cuanto más sustancial y más viva sea la
enseñanza
que se le dé. Es absolutamente necesario desarrollar, más de lo
que
hoy se hace, los diferentes lados del mundo exterior y del lenguaje,
en
el interés de las ciencias naturales, de la física y de la química; de
otra
suerte, toda enseñanza posterior a éstas corre riesgo de quedar sin
provecho;
la menor rama, la más ínfima hoja del árbol de los conocimientos
humanos
no puede desarrollarse, sino ha sido precedido del retoño. Con
harta
frecuencia notamos que muchos hombres, cuyo ojo e inteligencia no
han
sido ejercitados durante su juventud, se esfuerzan más tarde, pero en
vano,
por iniciarse en el conocimiento de las ciencias naturales. El
hombre,
colocado en el centro de todas las cosas, debe instruirse acerca
de
su esencia, de sus propiedades, y de las relaciones que aquellas
guardan
con él. He ahí por qué es de suprema importancia en la enseñanza,
estudiar
la cosa en su individualidad; el conocimiento del número, de la
forma,
de la magnitud, y el del espacio en general se refieren a ella, y
creemos,
en lo que precede, haber suficientemente designado sus gérmenes y
sus
retoños. Esos conocimientos y hechos serán más tarde el fundamento de
una
enseñanza superior y serán así realmente eficaces, pues la observación
de
las propiedades de un objeto es la que guía hacia el conocimiento de su
acción.
Continuemos
la lección:
«Habéis
dicho que el árbol era frondoso, la zarza espinosa, que el
techo
estaba cuarteado y la tela agujereada: ¿podríais designarme de otra
manera
esos atributos del árbol, del zarzal y de la tela?
»El
árbol tiene hojas, el zarzal espinas y la tela agujeros.
»Buscad
objetos que tengan en sí mismos otros objetos.
»El
hombre tiene manos, las manos tienen dedos, los dedos falanges.
El
pescado tiene escamas, el ganso tiene plumas, el erizo tiene púas, el
león
y el tigre tienen garras, el árbol tiene hojas.
»Nombrad
todo lo que tiene piel, escamas, plumas, púas, hojas.
»El
árbol tiene hojas, el libro tiene hojas, las flores tienen
hojas.»
Para
llegar a la inteligencia y a la intuición de los objetos y de
sus
condiciones locales, se preguntará: «El árbol tiene hojas ¿dónde tiene
las
hojas?
»En
sus ramas.
»¿En
dónde tienen las flores sus hojas?
»Sobre
el cáliz y en el cáliz.
»Buscad
objetos pegados a otros.
»Las
orejas están pegadas a la cabeza.
»Buscad
objetos que obren, mientras que se encuentran en estado de
reposo
con relación a otros objetos.
»El
cuadro pende de la pared.
»El
alumno está sentado a la mesa.
»La
llave está colocada en la cerradura.»
Se
hará así notar los objetos en sus condiciones locales con respecto
a
otros objetos, presentándolos desde luego en su actividad de
reposo.
«El
libro se encuentra colocado en el armario.
»Los
cuadernos de música están puestos sobre el piano.
»El
pájaro vuela sobre la casa.
»El
gato maúlla sobre la mesa.
»El
alumno está sentado junto al maestro.»
Se
hará, en cuanto sea posible, hallar por los alumnos ejemplos para
todas
las cosas.
Se
buscarán también objetos que se encuentran en actividad
progresiva,
bajo el punto de vista del espacio con respecto a otros
objetos.
«El
joven se aproxima a la mesa.
»El
maestro entra en la escuela.
»El
pájaro vuela sobre las flores.
»La
alondra canta en el trigo.
»La
joven marcha al lado de su madre.»
Comparando
luego esas dos proposiciones, se dirá:
«El
traje pende de la pared, el traje está colgado de la pared,
etc.»
El
método empleado para dar a conocer las diferentes condiciones del
espacio,
se empleará igualmente para aprender la significación de las
voces:
encima, debajo, interior, exterior, alto, bajo, acá y allá, por
aquí,
por allá, de aquí, de allá, en alto, en bajo, etc.
Oblíganos
el espacio a cerrar aquí esta serie de ejemplos para la
enseñanza
del objeto. Nos contentaremos con añadir que este método, según
una
ley que en sí propio lleva, abarca todas las condiciones y todas las
relaciones
por el lenguaje designadas, y concluye por una manifestación
general,
sea escrita, sea hablada, de los fenómenos de la
naturaleza.
-
XVIII -
Ejercicios
sobre las manifestaciones exteriores, corporales y locales,
según
la ley que va de lo simple a lo compuesto.
El
hombre no se desarrolla ni se forma por el solo medio de todo lo
que
recibe de fuera durante su juventud; pero se mide, se juzga, e
instruye
acerca de sí propio, sobre todo por las cosas que crea y que
manifiesta
fuera de sí, lo cual es el significado de las voces desarrollo
y
formación. La experiencia y la historia nos enseñan que aquellos hombres
que
en realidad han contribuido más al bien de la humanidad, lo
consiguieron
mucho más por lo que fueron y por lo que extrajeron de sí
mismos
que por lo que recibieron de fuera. Cada cual sabe que cuanto más
activa
y verdaderamente se instruye uno, mayores conocimientos adquiere.
Cada
cual sabe también, y la naturaleza nos lo enseña a todos, que el uso
de
la fuerza no solamente despierta la fuerza, sino que la acrecienta
muchísimo;
y como la encarnación, por decirlo así, del objeto, en la vida
y
en la acción, es infinitamente más poderosa, más productiva y más
fecunda
que la simple acogida por la palabra o por la noción, puesto que
la
forma se une a la sustancia, y por ahí a la vida, a la acción, se
refiere
a la mente, a la reflexión y a la palabra para el desarrollo y
formación
del hombre; esta encarnación, repetimos, es muy superior a la
manifestación,
aunque a decir verdad, sea la manifestación misma. Así la
enseñanza
de los objetos refiérese necesariamente a la observación de la
naturaleza
y al ejercicio del lenguaje.
La
vida y las inclinaciones del niño no tienen más fin,
verdaderamente,
que la manifestación de sí mismo fuera de sí mismo; su
vida,
propiamente hablando, no consiste sino en una manifestación exterior
de
su interior, de su fuerza, sobre todo por la sustancia.
El
hombre, en las formas que él mismo produce, no ve formas
exteriores
que deban y puedan penetrar en él, sino que ve su espíritu, las
leyes
y las actividades de su espíritu que deben y quieren revelarse fuera
de
él; la enseñanza y la instrucción tienen particularmente por objeto
hacer
salir del hombre muchas más cosas de las que recibe del exterior,
porque
lo que el hombre recibe, poseíalo ya, era ya propiedad de la
humanidad;
que cada uno de nosotros, precisamente por ser hombre, debe
crear
y desarrollar de nuevo y fuera de sí mismo según las leyes de la
humanidad;
pero ignoramos lo que debe y quiere desarrollarse aún de la
humanidad,
del ser de la humanidad, de todo lo que no es aún una propiedad
del
género humano, porque el ser humano, como el espíritu de Dios, crea
sin
cesar fuera de sí mismo. Por luces que pueda apartar, y que realmente
aparta
la observación de la vida que nos es propia, o de la que nos es
extraña,
nosotros, y aun los mejores de entre nosotros, desde el momento
en
que sinceramente buscamos la inteligencia y la penetración de las
causas
de la vida, de lo que somos, no podemos dejar de hallarnos imbuídos
y
como saturados de preocupaciones y opiniones recibidas de fuera, del
propio
modo que las plantas que crecen sobre el borde de las fuentes
minerales
están cubiertas de cal. He ahí por qué prestamos tan escasa
atención
al estudio de la vida. Persuadámonos bien, empero, nosotros que
tenemos
en nuestras manos la felicidad de nuestros hijos, de que cuando
hablamos
de su desarrollo y perfeccionamiento no debemos ocuparnos de esta
o
la otra de sus formaciones que se enlaza con el desarrollo de lo
intelectual
y de la voluntad del hombre, sino del sello y de la forma
general
que conviene aplicarles. ¡Cuánto debemos temer hallarnos sobre la
vía
que destruye el espíritu, y cuánto deben temblar interiormente
aquellos
a quienes nosotros abandonamos la educación de nuestros hijos,
cuando
razón verdaderamente mayor nos impide encargarnos de ella nosotros
mismos!
¿Qué les incumbe hacer? ¿A cuál de ambos, de Dios o del hombre,
prestarán
oído los maestros? Y si pudiesen escuchar al hombre con
preferencia
a Dios ¿a quién engañarían, a Dios o a los hombres? No se
atreverían
a engañar a Dios; deben, pues, obedecerle y renunciar a educar
a
los niños, antes que educarlos mal. Sólo en el desarrollo general del
hombre
y del poder intelectual del hombre, según las leyes universales de
la
naturaleza y de la razón, se encuentra la felicidad, el bienestar del
género
humano. Toda otra marcha, impresa al desarrollo de la humanidad,
obra
de una manera nociva sobre su desarrollo. La educación doméstica, la
de
la familia, debe ser precisamente dirigida, en perspectiva de este
desarrollo
universal, de esta manifestación de nosotros mismos, por obras
exteriores
y visibles; así será verdaderamente el punto de partida del
progreso
humano, realizándose según las leyes de la naturaleza y de la
razón.
La
manifestación de lo intelectual del hombre producida por la
sustancia,
debe desde luego empezar por espiritualizar el espacio corporal
que
le rodea, dándole la vida, la condición y la significación
intelectuales.
Esta marcha del desarrollo se revela enteramente por la del
mismo
género humano. Lo que corporalmente ocupa espacio y aquello a lo
cual
debe unirse, desarrollándose y formándose, la manifestación de lo
intelectual
en el hombre, debe necesariamente asumir en sí, al exterior,
las
leyes y las condiciones de su desarrollo interior, y proclamarlas
categóricamente:
tales son las formas rectangulares, cúbicas,
representadas
por áncoras y por sillares de piedra cuadrados. Las figuras
empleadas
con la piedra no son ni exteriormente unidas para ser empleadas
en
la albañilería, ni desarrolladas, ni formadas, ni conformadas en su
interior.
La conjunción de los materiales, la erección del edificio es,
para
el desarrollo del género humano, lo primero de todo. Las primeras
líneas
que el niño traza, construyendo materialmente e inspirándose en sí
mismo,
son líneas perpendiculares, horizontales y verticales; pero pronto
reconoce
las leyes de la proporción y las del equilibrio, el más simple
muro
le guiará hasta el conjunto más complicado de edificios diversos y
hasta
el conocimiento de la menor de las sustancias en los mismos
invertidas.
La reunión de líneas trazadas sobre un cuadro divierte menos a
los
muchachos, que el manejo de pequeños palos que colocan y sitúan los
unos
sobre los otros. La tendencia general del espíritu humano por darse
cuenta
de sus actividades revélase asimismo en el joven. La reunión de las
formas
lineales no encuentran aún aquí su puesto. Pero como la marcha del
desarrollo
y de la perfección del hombre tiende sin cesar a alejarse del
elemento
material para espiritualizar todas las cosas, a los palitos que
representaban
las líneas sucede pronto el dibujo, y a la superficie plana
suceden
la pintura y los colores; entonces aparece el desarrollo material
de
las formas cúbicas, la forma propiamente dicha, la imagen.
Si
desdeñamos el notar lo que cae bajo la vista y todo lo que se
desarrolla
en la vida, yendo de lo corporal, de lo exterior, a lo
intelectual,
a lo interior, siguiendo la marcha generalmente indicada al
hombre
por Dios mismo y por la naturaleza, ¿podremos preguntarnos de qué
utilidad
serían esos ejercicios para nuestros hijos? ¿Nos hallaríamos
todos,
en el punto actual de la formación general, si la Providencia
obrando
en silencio no nos hubiese abierto camino sin que lo supiéramos, y
si
todas las acciones y los esfuerzos combinados de los hombres no
hubieran
secundado sus designios? Y cuando el hombre debe reproducir en él
las
obras de la humanidad, recorrer de nuevo con su espontaneidad, su
independencia
y su criterio el camino de la humanidad, a fin de llegar a
conocerla
y aprender, por ella, a conocerse a sí mismo, ¿podríamos
declarar,
respecto de esta actividad del joven, la cual tiene por el
espíritu
y por la ley un objeto señalado, que aquel no haría ni empleará
tal
cosa o tal otra? Evidentemente que no: puede uno engañarse ahí, como
se
engaña uno en otras partes; pero lo que sabemos perfectamente es que
nuestro
hijo, al adquirir la actividad, lo ganará todo, el vigor, el
criterio,
la perseverancia, la reflexión, porque la ociosidad, el
fastidio,
la ignorancia, la incertidumbre de lo que hará, el estado
letárgico
del espíritu son los más temibles venenos para la infancia y
para
la juventud, mientras que hallamos en las condiciones opuestas el
medio
infaliblemente eficaz para la conservación de la salud física, moral
e
intelectual del hombre, como también para la garantía de la felicidad de
la
familia y de la sociedad.
La
instrucción se verificará, pues, aquí como precedentemente; el
verdadero
punto de partida debe hallarse en el objeto de la enseñanza y el
fin
debe obtenerse por el objeto mismo.
El
material para las manifestaciones de la construcción es desde
luego
una cierta cantidad de pequeños fragmentos de madera, cuya
superficie
tendrá siempre una pulgada cuadrada, y la longitud de una a
doce
pulgadas. Fórmense doce fragmentos de cada longitud, siempre de dos
especies
de longitudes, por ejemplo, uno y dos, dos y diez figuraran una
plancha
de un pie de base, y de una pulgada de espesor, de modo que todos
esos
fragmentos, reunidos con algunos mayores fragmentos, sostendrán una
porción
de madera de más de un medio pie cúbico: bueno es conservar estas
maderas
en una caja cuyo espacio interior tenga la magnitud susodicha.
Esta
caja de construcción será más tarde empleada de diversas maneras en
el
desarrollo de la enseñanza. El material siguiente consiste en
fragmentos
reducidos de ladrillo, de modo que ocho fragmentos constituyen
un
pie cúbico reducido, y que dos longitudes de pulgada sean aceptadas por
una
longitud real de un pie. En el primer material, los fragmentos de
madera
de la misma especie y de la misma longitud son en número igual;
aquí,
por el contrario, los fragmentos de madera que representan los
ladrillos
están en mayoría, y son en número por lo menos de quinientos,
mientras
que los de una longitud doble, triple, hasta séxtuple, son
proporcionalmente
en menor número: lo propio que los de media longitud.
Precisa
que el niño aprenda desde luego a distinguir, a nombrar y a
clasificar
los objetos de construcción según su magnitud. Conviene
después,
que oralmente determine lo que vaya a hacer; por ejemplo: «He
construido
un muro vertical muy alto, con bordes verticales y aberturas,
verticales
también, para puertas y ventanas.» De la construcción de un
simple
muro pasa a la de un edificio cuadrado, que no tenga desde luego
más
que una puerta; después el número de puertas y de ventanas del
edificio
se acrece sensiblemente; pronto aparecen paredes interiores que
separan
los cuartos, y el edificio de un solo piso en un comienzo, ve
sucesivamente
nacer muchos pisos.
Lo
propio para las construcciones por medio de líneas sobre el
cuadro.
Las
construcciones con los palitos de media pulgada a cinco pulgadas
de
longitud, presentan también una gran variedad en su empleo, sea para la
escritura,
para el dibujo o para la construcción.
Las
formas obtenidas por medio de la pasta blanda, exigen ya un
cierto
grado de fuerza intelectual; hállanse igualmente sometidas a las
leyes
ya enunciadas; digamos además, que están reservadas principalmente
para
niños de una edad más avanzada (27).
-
XIX -
Dibujos
sobre una red de cuadrados trazados sobre una pizarra, según leyes
determinadas
exteriormente
La
línea vertical y la línea horizontal del hombre son, por poco que
las
conozcamos y que nos demos de ellas cuenta, los medios que nos
suministran
la intuición y la inteligencia de cada forma. Cuando creamos
formas,
las basamos sobre estas líneas fundamentales; porque lanzamos,
reflexionando
en ello, estas direcciones fuera de nosotros mismos; como
nuestra
facultad visual y nuestra reflexión repiten este acto, síguese de
ahí
una red que aparece a nuestra inteligencia consciente con tanta más
exactitud
cuanto que nos damos mejor cuenta de las formas intuitivas.
Puesto
que en la forma y en sus condiciones la acción interior e
intelectual
se presenta múltiple, y puesto que el conocimiento de esta
acción
corresponde al hombre, -éste se reconoce por ahí a sí mismo,
instrúyese
así acerca de su relación con los objetos que le rodean, acerca
del
ser y de la existencia en sí- dedúcese de ello que el desarrollo, no
solamente
de la intuición, sino sobre todo el de la manifestación de la
forma
pertenece evidentemente al hombre, es una parte esencial de su
educación
y de la instrucción que reclama. Dado que el conocimiento de la
forma
adquiere extensión por el conocimiento de las condiciones lineales,
dedúcese
también que la manifestación exterior del sistema lineal es, por
la
naturaleza del hombre, y por la naturaleza del objeto de la enseñanza,
un
medio capital de desenvolvimiento.
Como
las líneas horizontales y las líneas verticales se cruzan en
cuadrados,
producen una red para la representación de las formas de
magnitudes
diversas; el empleo de cuadrados así trazados es indispensable.
El
uso del triángulo, como medio de intuición y de manifestación, emana,
como
lo atestigua la marcha de la enseñanza, del cuadrado y del
rectángulo,
que tienen siempre los lados opuestos iguales dos a dos. En el
cuadrado,
la magnitud de la pendiente determínase por la relación de la
base
con el sostén o con el apoyo; en el triángulo determínase
inevitablemente
por la relación mensurable según la inclinación recta.
Esas
dos condiciones, supuesto que deben ser puestas en uso, serán
necesariamente
examinadas en el curso de la enseñanza; la última empero no
debe
serlo sino más tarde, en el grado siguiente del desarrollo de la
fuerza.
La
facilidad en manifestar la forma adoptada, y en destruir luego la
forma
representada, es una segunda e imperiosa necesidad de esta enseñanza
para
la cual se acudirá a la pizarra y al lápiz. Pero la magnitud del
cuadrado
o el alejamiento de las líneas, rigurosamente iguales entre sí,
no
es tampoco, como lo demostrará la continuación de esta enseñanza, cosa
indiferente;
porque si las distancias son demasiado pequeñas, todas las
figuras
determinadas por ella serán también demasiado pequeñas; y como
sean
demasiado grandes, resultará que las figuras serán demasiado grandes
y
demasiado extensas para la facultad intuitiva del joven alumno: la
proporción
preferible es que el alejamiento de las líneas sea de un cuarto
de
pulgada. El punto esencial para esta enseñanza es hacer ejercitarse al
alumno,
sobre la pizarra, en la representación rigurosamente exacta de las
principales
y más evidentes relaciones de la forma, y luego en las
relaciones
de magnitud que las primeras traen consigo.
La
marcha de la enseñanza refiérese a las intuiciones precedentes;
pues
el niño ha aprendido ya, por la enseñanza de las representaciones del
espacio
material, lo que es la longitud simple, doble, triple, etc. La
enseñanza
actual refiérese, pues, a la del pasado, como se refiere
asimismo
a la enseñanza del grado siguiente y prueba una vez más lo que
hemos
notado ya; es a saber, que en la enseñanza no hay nada aislado,
separado
e independiente del pasado ni del porvenir, sino que, parecido a
la
vida, la enseñanza es un todo vivo en el cual la causa y el efecto no
son
más que uno.
He
aquí la marcha de enseñanza que debe seguirse. El maestro traza, a
lo
largo de una de las líneas grabadas en el cuadro, una línea vertical de
la
longitud de uno de los cuadrados de la red, y dice, trazándola: «Trazo
una
línea vertical.» Al terminar la línea, dice a sus alumnos: «¿Qué he
hecho?»
Los alumnos contestan: «Trazar una línea vertical.» Pues bien,
tracen
Vds. líneas verticales de una longitud simple en sus pizarras; y
luego
el maestro interroga: «¿Qué han hecho Vds.? -Trazar muchas líneas
verticales,»
contestan los alumnos.
Si
muchos alumnos siguen juntos esta enseñanza, lo que es ciertamente
preferible
a la enseñanza dada aisladamente, todos, después que el maestro
haya
examinado el trabajo de cada cual, responderán a la vez a esta
pregunta:
«¿Qué han hecho Vds.?» Tales preguntas y tales respuestas son,
bajo
muchos conceptos, muy útiles a este género de enseñanza, porque el
hombre,
uniendo la manifestación a la palabra y al pensamiento, y el
pensamiento
a la palabra y a la manifestación, se inicia realmente en la
vida.
Continuando
su lección, y trazando una línea vertical de la longitud
de
dos cuadrados, el maestro dice: «Trazo una línea vertical. ¿Qué he
hecho?
»Trazar
una línea vertical.
»¿Es
esta línea vertical semejante a la precedente?
»No.
Es una vez más, o dos veces tan grande como la primera.
»¿Cómo
podríamos llamar esta línea vertical comparándola con la
precedente?
»Línea
vertical de doble longitud.
»¿Y
cómo llamaríamos la primera línea vertical, comparativamente con
la
segunda?
»Línea
vertical de simple magnitud.
»Trazad
una serie de líneas de doble longitud.»
Terminado
esto, el maestro dice: «¿Qué han hecho Vds.» Y los alumnos
contestan
«Hemos trazado etc.»
El
maestro continúa luego trazando líneas verticales de doble,
triple,
cuádruple y hasta quíntuple magnitud, acompañando siempre la
demostración
con la palabra.
Este
ejercicio desarrolla y fortifica a la vez la fuerza de la mano,
la
de la inteligencia y la facultad de la representación en el alumno,
dándole
al propio tiempo una actividad libre y siempre creciente.
Importa
mucho, para la inteligencia de una cosa, el compararla antes
con
sus contrastes que con sus semejantes: el maestro concluye de colocar
las
líneas enunciadas unas al lado de las otras, diciendo:
«Trazo
una línea vertical de una longitud simple, de una longitud
doble,
triple, cuádruple, quíntuple.
»¿Qué
he hecho?»
Los
alumnos contestan como anteriormente.
El
maestro recomienza el mismo ejercicio.
«Tracen
Vds. a su vez, líneas verticales de longitud simple hasta
longitud
quíntuple.
»Han
terminado Vds.? - ¿Qué han hecho?»
La
enseñanza no llega aquí sino hasta la variedad del número; están
dadas
por el número cinco, o por lo menos se encuentran implicadas en el
número
cinco; propiamente hablando, lo están ya en el número tres, en el
cual
se encuentran el número par o impar, los números fundamentales del
cuadrado
y del cubo; sin embargo, esas relaciones en la serie de los
números
hasta cinco, aparecen, recordándolos todos, y son tanto más claras
para
la representación, sobre todo porque el número seis viene a
continuación
suya como número doble de tres, y como número triple de dos;
bajo
este punto de vista, seis equivale a cinco, y este ejercicio, como
todos
los ejercicios siguientes de manifestación, detiénese en el número
cinco.
Muchas
variaciones pueden introducirse, según las necesidades del
alumno,
en esta manera de colocar las líneas las unas sobre las otras;
particularmente
si el alumno tiene un poco ejercitada la inteligencia y la
facultad
de representar. Las cinco líneas, como debe hacerse en el
principio,
podrán alargarse hacia abajo, haciendo que su extremidad
superior
toque a una línea trazada horizontalmente, o bien podrán
alargarse
de abajo a arriba, tocando su extremidad inferior a una línea
horizontal,
y también estas líneas que antes hemos representado en
relaciones
crecientes, podrán ser establecidas en relaciones decrecientes.
Tales
cambios son necesarios en un principio, sobre todo en que una cosa
es
susceptible de ser demostrada bajo muchas formas; por ningún concepto
hay
que fastidiar al niño con la monotonía.
Con
las líneas horizontales se hará exactamente lo que con las
verticales.
Hasta
ahora, las líneas no estaban enlazadas entre sí, no guardaban
entre
sí otra semejanza que la de la dirección; así las líneas verticales
y
las líneas horizontales eran todas iguales entre ellas. Impórtanos ahora
trazar
líneas verticales con líneas horizontales y recíprocamente. Para
hacer
más palpable la comparación de las unas con las otras, conviene
enlazar
en un mismo punto estas dos especies de líneas.
El
maestro dibuja y dice: «Trazo una línea vertical y una línea
horizontal,
ambas tienen la misma longitud, cada una de ellas tiene la
longitud
simple; yo las enlazo en el mismo punto.
»¿Qué
he hecho?
»Hagan
Vds. lo propio. - ¿Qué han hecho?
»Hagan
Vds. lo mismo sobre toda una serie de longitudes de sus
pizarras.»
El
maestro continúa dibujando, y dice: «Trazo una línea vertical y
una
línea horizontal de la misma magnitud, cada una de una longitud doble,
y
las uno en el mismo punto;» en seguida cada una de una longitud triple,
cuádruple,
etc., hasta la longitud quíntuple.
Los
alumnos hacen lo propio, uniendo también la palabra a la
representación.
La
unión debe producirse aquí también; he ahí por qué el maestro
dibujando
dice:
«Uno
siempre la línea vertical y la línea horizontal de la misma
magnitud
en el mismo punto, y saco la una de la otra.»
Los
alumnos hacen y repiten siempre lo que el maestro hace y
dice.
Las
distintas direcciones en que puede hallarse este punto de unión
por
la línea vertical y la línea horizontal son en número de cuatro y
pueden
formularse así: __ así: |__ así: . Y por último así: . -Pero las
dos
líneas de quíntuple magnitud, como encierran las otras, son las más
favorables
a este modo de comparación.
He
aquí el modelo:
Aquí
las líneas verticales y horizontales son de idéntica magnitud;
bueno
será también agregar entre ellas líneas verticales y horizontales de
magnitud
diferente; en que la línea horizontal es, por ejemplo, dos veces
más
larga que la línea vertical.
El
maestro dibuja y dice:
«Reúno
en el mismo sitio una línea vertical y una línea horizontal;
la
línea horizontal es dos veces más larga que la línea vertical, y esta
es
de una longitud simple; así la longitud de la línea horizontal será
de...,
dos veces una longitud simple.
(No
es indiferente para el desarrollo de la enseñanza el decir doble
magnitud
o dos veces magnitud simple). He aquí la demostración
|____
Los
alumnos repiten y dibujan lo que dice y dibuja el maestro,
enunciando
con la palabra lo que hacen.
Luego
las líneas vertical y horizontal serán enlazadas entre sí; si
aquella
es de doble longitud, la línea horizontal será de dos veces doble
longitud;
si la línea vertical es de triple longitud, la línea horizontal
será
de tres veces triple longitud, etc., hasta la quíntuple longitud, es
decir
que si la línea vertical es de quíntuple longitud, la línea
horizontal
será de cinco veces quíntuple longitud. En fin, todas las
representaciones
aisladas estarán dibujadas así por vía de comparación.
Cuando
la línea horizontal se fije como tres veces más larga que la
línea
vertical, este ejercicio se continuará de la propia
manera.
En
el ejercicio precedente, la línea vertical habrá sido trazada de
una
longitud doble de la línea vertical ahora será aquella tres veces más
larga
que ésta, de manera que si la línea vertical es de longitud simple,
la
línea horizontal será de longitud triple; si la línea vertical es de
doble
longitud, la línea horizontal será de una longitud tres veces doble
y
así hasta una longitud quíntuple. A la conclusión todas las
demostraciones
coincidirán las unas con las otras, y según se lo propone
por
objeto este modo de comparación, las líneas verticales estarán siempre
alejadas
las unas de las otras de tres longitudes de cuadrados a la doble
longitud
de las líneas horizontales de dos cuadrados, y a longitud
cuádruple
y quíntuple de las líneas horizontales siempre de cuatro y cinco
cuadrados;
así lo exigen los ejercicios siguientes. No se irá más allá de
la
quíntuple magnitud en este enlace de líneas verticales y
horizontales.
Para
que estos ejercicios desarrollen, cuanto sea posible, la
inteligencia
de la relación, se comparará la línea horizontal con la línea
vertical;
la línea horizontal será trazada desde luego, la línea vertical
después,
contrariamente a lo que antes se hizo; la enunciación de la
figura
será por necesidad también distinta, puesto que la línea vertical
es
considerada aquí como una parte de la línea horizontal, y la línea
horizontal
fue precedentemente considerada como múltiplo de la línea
vertical.
Esas variedades en los ejercicios son menos importantes a causa
del
número, secundario aquí, que a causa de la manifestación exterior que
en
ellas es evidente.
En
el primer ejercicio, la línea horizontal es siempre un múltiplo de
la
línea vertical; en otros términos, es mayor que la línea vertical. En
el
siguiente ejercicio, la línea vertical será más larga que la línea
horizontal,
o bien la línea horizontal será presentada como una parte de
la
línea vertical.
El
maestro lo demuestra por el dibujo, y dice: «Uno en un mismo punto
una
línea vertical y una línea horizontal; ésta es mayor que aquélla; la
línea
vertical tiene la mitad de la longitud de la línea horizontal, esta
tiene
dos veces la longitud simple; la línea vertical es, pues, de...? -R.
De
una longitud simple.»
He
aquí la demostración: |____
Puesto
que la línea horizontal tiene dos veces la doble longitud, la
línea
vertical ha de tener doble longitud; si la línea horizontal tiene
dos
veces la triple longitud, la línea vertical tendrá la triple longitud;
la
línea horizontal, dos veces la cuádruple longitud; la línea vertical,
la
cuádruple longitud; la línea horizontal, dos veces la quíntuple
longitud;
y la línea vertical, la quíntuple longitud.
Precedentemente
la línea vertical no tenía sino la mitad de la línea
horizontal;
no tiene ahora sino un tercio de la línea horizontal, que es
de
una longitud de tres veces uno, tres veces dos, tres veces cuatro y
tres
veces cinco.
Lo
propio sucede cuando la línea vertical mide la cuarta o la quinta
parte
de la línea horizontal.
Si
se prefiero representar al alumno que dibuja, la línea horizontal
como
un múltiplo de la línea vertical, la exposición de esta demostración
se
hará en sentido inverso; la línea horizontal será el punto de medida y
la
línea vertical se medirá como lo era anteriormente la línea horizontal.
Y
estas inversiones de ejercicios, verificadas en tiempo oportuno, son muy
importantes
para adiestrar la mano y la vista.
Muchos
y buenos resultados tienen esos ejercicios para el alumno; dan
la
intuición y la inteligencia de la forma; facilitan la destr eza de la
vista
y de la mano por la representación de cada forma.
Hasta
aquí las demostraciones en este grado de enseñanza no han sido
sino
ángulos rectos, cuyos lados eran iguales, cada uno de ellos con una
longitud
sencilla, doble, triple, cuádruple o quíntuple, o desiguales, con
el
lado horizontal una, dos, tres, cuatro o cinco veces mayor que la línea
vertical,
o la línea con una, dos, tres, cuatro o cinco veces la longitud
de
la línea horizontal.
Estas
dos demostraciones repetidas en sentido inverso y encerradas en
un
limitado espacio, unidas entre sí, dan el rectángulo, el cuadrilátero,
cuya
enseñanza debe presentar aquí la manifestación, el dibujo.
El
maestro dibuja y dice: «Dibujo un cuadrilátero, cada uno de cuyos
lados
es de igual longitud.»
Que
la demostración venga siempre acompañada de la palabra.El
maestro
trazará muchos cuadrados, cuyos lados, siempre iguales entre sí,
tengan
doble, triple, cuádruple o quíntuple longitud.
Dibuja
entonces rectángulos, al principio dos veces más largos que
anchos;
la latitud irá de la sencilla a la quíntuple longitud; y la
longitud
de la figura será de dos veces simple hasta dos veces quíntuple
longitud.
Dibuja
en seguida rectángulos tres, cuatro y cinco veces más largos
que
anchos; la longitud tendrá en cada uno de estos casos, desde la
sencilla
hasta la quíntuple longitud.
Los
propios ejercicios se harán para la altura de los rectángulos.
Así
se establece la comparación entre los cuadriláteros largos y los
cuadriláteros
altos en cada una de sus relaciones de magnitud. Este enlace
puede
ser concreto o extendido según el grado de adelanto del alumno; lo
propio
sucede con todos los ejercicios descritos o por describir.
Los
ejercicios que preceden se han hecho a ojo principalmente; estos
se
verificarán al mismo tiempo a ojo y con la mano; veremos como aquéllos
de
los que nos ocuparemos más tarde se han de hacer solamente con la
mano.
La
siguiente serie de ejercicios comprende las consecuencias del
cuadrilátero
y de los rectángulos, rectángulos altos, rectángulos largos;
aquí
aparecen ya las líneas diagonales. El objeto de este ejercicio es dar
a
comprender la inclinación de estas líneas y representarlas de una manera
precisa.
Por
estos ejercicios, se llegará a desarrollar la inteligencia exacta
y
la manifestación determinada de las longitudes y de las inclinaciones de
la
línea, según lo que esta es realmente o parece ser a la vista, pues
hallamos
en la misma la mayor fuerza exterior de la representación
obtenida
por el dibujo.
Los
precedentes ejercicios sobre los cuadriláteros, rectángulos altos
y
largos serán asimismo comparados entro sí, de manera que los ángulos de
todos
los rectángulos que entre sí se comparen, reunidos en un sólo punto,
coincidan
con los dos lados de los ángulos que se comparen. A partir del
punto
común a todos los rectángulos, se trazarán las diagonales destinadas
a
la comparación.
Del
dibujo y de la comparación de estas diagonales entre sí y con los
rectángulos
en los cuales fueron trazadas, dedúcense las observaciones
siguientes:
Que
todas las líneas oblicuas, a excepción de una, se aproximan más
sea
a la línea horizontal, sea a la línea vertical.
Que
las líneas oblicuas se aproximan tanto más a la horizontal y
vertical,
cuanto mayor número de veces el menor lado del rectángulo se
contenga
en el otro; o que las líneas oblicuas son tanto más oblicuas,
cuanto
que uno de los lados del rectángulo sea menor comparativamente al
otro.
Que
la oblicuidad de las líneas depende de la relación de los lados
del
ángulo, que son a la vez los apoyos de las líneas oblicuas; el lado
menor
o sostén de la línea oblicua es, en este caso, ya una mitad, ya un
tercio,
ya un cuarto, ya un quinto de los lados mayores o de los apoyos
mayores.
Sentadas
esas relaciones, se determinará la inclinación o la
oblicuidad
de las líneas oblicuas, por medio de líneas semi-oblicuas en un
tercio,
en un cuarto, en un quinto. Se distinguirán las líneas oblicuas
según
se acerquen más o menos a la horizontal o a la vertical. La línea
del
centro que no se inclina ni a un lado ni a otro, y cuyos apoyos son
iguales,
llámase línea totalmente oblicua.
Tanto
la exacta y pronta inteligencia y la hábil manifestación de las
relaciones
de longitud y de latitud de los ángulos rectos eran
indispensables
para la inteligencia de la inclinación de esas líneas,
tanto
la exacta y pronta inteligencia y la cierta manifestación de la
inclinación
o de la oblicuidad y de las longitudes de esas líneas, son
necesarias
para su empleo en el dibujo. He ahí por qué se trazarán las
líneas
oblicuas sin cuadriláteros limitados y anteriormente trazados.
Depende
de uno mismo que cada especie de línea oblicua sea a su vez línea
oblicua
de longitud simple (cuando el menor lado del ángulo recto tiene la
magnitud
de uno de los cuadros de la red), línea oblicua de longitud
doble,
(cuando el menor lado del ángulo recto tiene la longitud de dos
cuadrados
de la red) y así sucesivamente, hasta la quíntuple
longitud.
Al
fin de cada una de estas series, las líneas oblicuas de simple a
quíntuple
longitud serán trazadas una junto a otra, a guisa de
comparación,
como se habrá hecho desde luego por las líneas rectas.
La
demostración, por el dibujo, de la línea enteramente oblicua
inaugura
esta serie de ejercicios; de manera que el maestro dibuja y
demuestra:
Una
línea enteramente oblicua de longitud simple.
«¿Qué
he hecho? - ¡Bien! Hagan Vds. lo propio.
»Digan
ahora lo que han hecho.»
Lo
mismo se hará para la línea enteramente oblicua de doble hasta
quíntuple
longitud. Se trazarán también líneas completamente oblicuas de
simple
a quíntuple longitud, las unas al lado de las otras; estas líneas
serán
oblicuas a la derecha, es decir, trazadas hacia el lado derecho, u
oblicuas
a la izquierda, líneas trazadas hacia el lado izquierdo, y en
ambos
casos, alejadas o próximas, en principio, del dibujante; esta última
consideración
de aproximación o de alejamiento, relativamente al
dibujante,
debe ser desde ahora tomada en consideración; más tarde será
objeto
de un análisis particular.
En
la demostración sólo las líneas oblicuas de igual longitud y de
inclinación,
igual también, han sido comparadas entre sí; ahora serán
comparadas
entre sí las líneas oblicuas de inclinación diferente, desde
luego
las líneas inclinadas horizontalmente, dándoles la simple hasta la
quíntuple
longitud; después se compararán entre sí las líneas menos
inclinadas,
empezando igualmente por la longitud simple y deteniéndose a
la
quíntuple longitud.
Además,
se compararán entre sí todas las oblicuas más o menos
inclinadas;
se las comparará también con las líneas rectas y las líneas
enteramente
oblicuas de un lado desde luego; después, de los dos lados;
por
último, de los cuatro lados, y dando finalmente, a cada una de esas
líneas,
la quíntuple magnitud. La demostración de esto es muy sencilla: es
la
irradiación de las líneas oblicuas que parten del punto central, en
todos
los grados de inclinación y de oblicuidad hasta aquí enunciados, y
cada
una de las cuales tiene quíntuple longitud.
Después
de haber trazado todas estas líneas figurando una especie de
irradiación
fuera de un punto central, bueno sería también trazarlas en
sentido
inverso, es decir, haciéndolas converger hacia el punto
central.
Gracias
a la simultaneidad de los ejercicios hasta aquí practicados,
el
alumno habrá adquirido la facultad de trazar con habilidad toda línea
recta
y toda línea oblicua de inclinaciones diversas, convergiendo juntas
en
la red grabada sobre la pizarra. Aquí termínase también la serie de los
ejercicios
preliminares mediante los cuales habrá aprendido el alumno a
trazar
líneas según las leyes estipuladas, y adquirido la inteligencia de
las
líneas al propio tiempo que la de su representación.
Las
dos últimas demostraciones dan al alumno la noción de la
irradiación
y de la convergencia de las líneas, así como la de una figura
que
contiene otra. Estos ejercicios, que se distinguen de todos los
ejercicios
anteriores, son al propio tiempo la concentración y la clausura
de
aquellos, y no dejarán de impresionar vivamente al alumno.
El
maestro, reanudando el hilo de sus preguntas, dirá:
«Estas
impresiones dibujadas por Vds., ¿hacen en Vds. una impresión
distinta
de las precedentes?
»¿En
qué consiste esta diferencia?»
Todos
los alumnos, cualquiera que sea su respuesta, llegarán siempre
a
declarar que, en esas dos representaciones, todas esas líneas que salen
de
un punto central o convergen hacia este punto, todas esas líneas
igualmente
inclinadas o en sentido contrario, que todas esas líneas,
repetimos,
manifiestan un todo terminado en sí mismo. El maestro da luego
a
este todo el nombre de figura, algunos de los alumnos notarán que las
líneas
tiradas desde un punto central y las que se tiran hacia un punto
central,
representan dos figuras que contrastan con las precedentes. El
maestro
hará entonces observar las propiedades, el ser de un todo, de una
figura,
en cuanto conste de miembros semejantes, aunque dispuestos de una
manera
distinta o contraria; representará esas líneas (las divergentes)
como
partiendo de un centro visible hacia una unidad, y así necesariamente
enlazadas
entre sí con simetría. Se hará resaltar muchas veces esta noción
de
la unidad de la figura por medio de esas últimas representaciones, a
fin
de que el alumno entienda completa y claramente la elevada
trascendencia
interior de esas dos demostraciones.
Emprendemos
aquí, para la enseñanza del dibujo, un nuevo grado, que
indica
al propio tiempo un nuevo grado de desarrollo para el alumno; es la
manifestación
espontánea de un todo lineal compuesto de cada uno de los
géneros
de líneas, y traídos por las determinaciones contenidas en la red
trazada
sobre la pizarra; es, en una palabra, el descubrimiento de las
figuras.
Toda manifestación espontánea del interior al exterior,
operándose
por medio de condiciones, dadas, es verdad, exteriormente, pero
emanando
del interior, será necesariamente un descubrimiento para el
alumno.
La
acción y el ser de esta marcha de enseñanza, como toda enseñanza
encaminada
de una manera inteligente a despertar las fuerzas y la vida, a
la
seguridad y a la destreza de la exposición, no pueden ser
verdaderamente
juzgadas sino por aquel que, no tan sólo se sirve de ellas
para
los otros, mas también se las apropia para sí mismo. Las
explicaciones
dadas bastan para apropiarse este género de enseñanza, para
su
propio desarrollo y el de los otros; bastan sobre todo para aquel que,
siguiéndolo
de grado en grado, acaba por hallar en sí propio la ley que
sin
cesar domina.
El
empleo de este método llenaría uno de los mayores vacíos de
nuestras
escuelas actuales; es evidente que, mientras que este método se
dirige
a la inteligencia, y por ahí al pensamiento, tiene también en vista
la
actividad y la destreza corporal del alumno; y que así aparta de este
el
fastidio, la ociosidad y sus lamentables consecuencias. Es este método
en
extremo ventajoso para la vista, para el desarrollo del ojo que debe
conocer
la forma y la proporción, y para la formación de la mano llamada a
manifestarlas.
Reclaman su uso todas las acciones del hombre. Hallamos de
ello
la prueba en las sensibles consecuencias que tiene para todo
ciudadano,
aun para el artesano y para el hombre del campo, la falta de
desarrollo
necesario para la inteligencia y la manifestación de la forma y
de
la proporción.
-
XX -
Iniciación
en los colores, en su diferencia y en su similitud por medio de
su
manifestación en espacios determinados. Iluminación de figuras hechas
al
contorno, etc.
Todos
aquellos de nosotros que no son enteramente extraños a la vida
del
niño, se han convencido de que los niños, y sobre todo el adolescente,
sienten
la necesidad real de conocer los colores, con sus mutuas
relaciones,
y de que a este fin se ocupan aquellos mucho de los colores o
de
sustancias coloreadas; todos recocemos que incumbe a la edad actual del
adolescente,
como a su edad anterior, el tratar de crear muchas cosas por
medio
de los colores. ¿Y podría suceder de otra suerte? Ya el principio
general
de toda rectitud en el niño, sus fuerzas y sus disposiciones; sus
aptitudes,
en una palabra; la generalidad de la vida que aquel se siente
excitado
a desarrollar, a ejercer citar toda individualidad y bajo toda
forma
posible, exigen que así sea. Su sitio halla aquí una segunda
consideración;
pero sin que pueda dársele una determinación precisa: es la
del
desarrollo intelectual en sí. ¿No son todos los colores determinados
más
o menos por la acción de la luz que se extiende sobre todas las cosas?
Los
colores y la luz están en íntimo enlace; ¿y no se enlazan también los
colores
y la luz, lo más íntimamente, con la actividad de la vida, con la
elevación
y la trasformación de la vida? Y esta vida y esta luz, aunque
sea
la luz terrenal, ¿no revelan luz celestial en la que aquellas
encuentran
su existencia y su conservación? Esta elevada significación del
color,
no definida aún, pero sin embargo presentida por el joven, que la
mira
como una forma, una materialización del ser de la luz terrestre (la
luz
solar), y su aspiración hacia el conocimiento de ese ser, son los
activos
o internos resortes que le impulsan, sin que lo sepa, a ocuparse
de
los colores; la experiencia que nos suministran los niños de esta edad,
es
para nosotros una garantía de esta verdad. Solemos decir, algunas
veces,
que el colorido, la combinación de los colores, es lo que el niño
ama
y busca, y no nos engañamos; ¿pero qué es el colorido, la combinación
de
los colores, sino el efecto de un principio (el de la luz) en sus
diversos
fenómenos (los colores)? ¿No es ello por ventura la acción de una
cosa
(la luz) representada por formas variadas (los colores)? La
combinación
de los colores, en cuanto es cosa exterior, es necesariamente
lo
que atrae la vista del niño y lo regocija; ¿pero ese colorido, sino
fuese
más que una cosa exterior, podría satisfacer al niño? Creerlo así
sería
engañarse muchísimo. Una cosa, considerada meramente bajo su aspecto
material,
no alcanzaría a dar al niño esta satisfacción interna que su
alma
busca en todo lo que lo rodea. Lo que el niño, ante todo, solicita,
es
el descubrimiento del enlace interior del objeto con su ser propio; ¿y
no
nos atrevemos, con harta frecuencia, a decir al niño enojado y
descontento:
«Dime lo que quieres; tú tienes esto o lo otro, y no estás
aún
contento.»? -¡Ah! es la unidad en la vida, es la expresión de la vida,
es
el enlace en la vida, es, sobre todo, la vida interior lo que el niño,
el
adolescente, busca en todas las cosas; he ahí por qué los colores le
seducen
tanto; sin saberlo, encuentra en ellos la unidad en la pluralidad
y
el enlace interior; pues si le gustan los colores en su conjunto y en su
unión,
no es sino para llegar, mediante los mismos, al conocimiento de una
unidad
interna. ¿Pero cómo, descuidando de atribuir a los colores esta
significación
importante, contrariamos esa tendencia humana, en la edad
del
adolescente, sino abandonando al azar el desarrollo de su inteligencia
por
el empleo de los colores? Damos, es cierto, colores y pinceles al
niño,
como puede darse a los animales tal o cual pasto, creyendo
ofrecerles
el que les es agradable o ventajoso; mas el niño, sin
concederles
más valor que si fueran juguetes ordinarios con los cuales no
sabe
qué hacer, rechaza lejos de sí colores y pinceles, como el animal
rechaza
el pasto que las condiciones de su naturaleza no reclaman.
¿Qué
conclusión deduciremos de ahí? Que el niño no sabe aún dar al
color
la vida y la unión exigidas, y que nosotros descuidamos de venir en
su
ayuda para proporcionarle los medios para ello.
Por
separadas y diferentes que entre sí sean la forma y el color, no
dejan
de ser para el niño una cosa no dividida, no separada; son entre sí
lo
que son entre sí el cuerpo y la vida; hasta parece que la inteligencia
de
los colores para el adolescente, y tal vez para el hombre mismo, se
adquiere
sobre todo por mediación de la forma, como también las formas se
nos
aparecen más comprensibles, más palpables, por mediación de los
colores.
Conviene, pues, que la inteligencia de los colores se una a la de
la
forma, y que, recíprocamente, el color y la forma constituyan, en un
principio,
una unidad indivisa.
La
forma y el color aparecen al niño como un todo indiviso, y, como
esta
noción le ayuda a llegar a penetrar la esencia del color y de la
forma,
precisa para obtener éxito dar al hombre la inteligencia de los
colores
por la instrucción, por la intuición y por la manifestación; tomar
en
consideración estas tres cosas: desde luego, que la forma empleada para
representar
o para dibujar bien una cosa, sea simple y determinada;
después,
que los colores sean concretos y distintos, y que se acerquen,
todo
lo posible, al color de los objetos de la naturaleza; en fin, que los
colores
se empleen, como la naturaleza nos lo muestra, en sus relaciones
entre
sí, en su oposición o en su combinación. Al emplear así los colores,
se
cuidará igualmente aquí de unir para esos ejercicios la palabra
determinante
a la acción; se enunciarán desde luego los colores puros en
sí
mismos: el encarnado, el verde, etc., y se añadirá en seguida la
calificación
de: oscuro, fuerte, claro; se nombrarán también los colores
simples
y su mezcla. Una doble observación debe hacerse aquí: refiérese a
la
relación de los colores con los objetos, en cuyo caso el objeto añade
su
nombre al del color, determinando así el género del color, al recordar
el
objeto para cuya representación aquel sirve: por ejemplo,
amarillo-azufre,
azul de cielo, etc.; esta observación se refiere también
a
la relación de los colores entre sí; dícese rojo-azul, rosa-púrpura,
verde-amarillo,
etc. Conviene sobre todo que las determinaciones de los
colores
reciban su aplicación a los objetos de la naturaleza en los cuales
aquellos
se encuentran; bien sentado esto, esas determinaciones podrán
igualmente
aplicarse a los colores de otros objetos. Los nombres de los
colores,
procedentes de los objetos, deben en cuanto sea posible, sacarse
del
objeto mismo; así para el azul-violeta, se pondrá a la vista del
alumno
la violeta de marzo, la violeta común. No nos extenderemos aquí más
sobre
la determinación de los colores; importa solamente, en este momento,
que
aquella sea clara y bien precisada.
Se
hará desde luego ejercitar el alumno en el empleo de algunos
colores
simples tan sólo, pero que le serán definitivamente determinados;
después
se le dejará que busque por sí mismo los colores
intermedios.
No
conviene que sea muy limitado el espacio en que el niño pinte en
un
principio. Estos ejercicios a su vez tienden a dar al adolescente la
intuición
de la naturaleza; porque aquí, como siempre, la enseñanza debe
referirse
a los objetos que rodean al alumno, y emanar de ellos
naturalmente.
Bien que las hojas, las grandes flores, las alas de la
mariposa
y las del pájaro, los cuadrúpedos y los pescados tengan colores
bastante
vagos y poco determinados, útil será el presentarlos como modelos
al
joven pintor, porque al probar a reproducir los colores que les son
peculiares,
notará todos esos objetos con la mayor atención; por lo demás,
se
le excitará por medio de algunas preguntas como estas:
«¿Cómo
lograré pintar el tallo de este arbusto o de esta flor? ¿Qué
color
daré a esta hoja?, etc.»
Cuanto
más espontánea o independiente del objeto sea la inteligencia
del
color, tanto más se manifestará el color bajo formas determinantes. Si
el
color es conceptuado como del todo espontáneo, abstracción hecha de la
forma,
ésta debe hallar puesto en la enseñanza, y el color a su vez
reaparecerá
por sí mismo y como conducido por la forma. Hay que servirse
también,
para esas manifestaciones de los colores, de una red de cuadrados
trazados
esta vez sobre papel, y se emplearán sobre todo los colores
vegetales.
Describamos
aquí lo que nos fue dado por nuestros propios ojos; las
circunstancias
no se inventan, se aprovechan.
Una
docena de muchachos de la edad de aquellos a quienes esta
enseñanza
conviene, rodean a su maestro como los corderos a su pastor; a
la
manera que éste conduce su rebaño por los frescos pastos, aquél guía
también
el suyo por las alegres y risueñas llanuras de la actividad
humana;
el sábado trae la ordinaria suspensión de clase; se está indeciso
sobre
lo que se hará para emplear bien las horas de asueto.
«Veamos,
amigos míos, dice el maestro; ocupémonos de la pintura; es
cierto
que habéis pintado, con frecuencia, muchas cosas; pero la pintura
tal
como la hacíais, no os gustaba, y la razón es sencilla, porque aquella
pintura
no era ni clara ni bien ordenada; veamos si logramos hacerlo
mejor.
Pero ignoro que es lo que haremos con facilidad, pues no hemos
aprendido
aún nada, y supongo que vale más empezar por un color
solo.»
El
maestro y los alumnos buscan entre las flores, las hojas y los
frutos,
cuáles serán de más fácil reproducción por el color.
Elígense
las hojas, porque los árboles cuyas hojas amarillentas,
rojas
u oscuras se desprenden de la rama, con un ligero murmurio,
cubriendo
el suelo, rodeando el pie del árbol con un tapiz matizado de
diversos
colores; esos árboles hablan muy alto al espíritu del niño, y no
es
ciertamente una fortuita casualidad lo que le hace tejer esas
guirnaldas
de hojas que lleva consigo a su casa.
«Ved
los contornos de las hojas, dice el instructor, miradlos bien:
¿qué
color les daremos?
»¡Verde!
¡Encarnado! ¡Amarillo! ¡Oscuro!
»¿Qué
hoja haremos verde? ¿Cuál encarnada? ¿Cuál amarilla? ¿Cuál
oscura?
»¿Y
por qué ésta amarilla? ¿Por qué aquélla encarnada?»
El
maestro distribuye entonces los colores, que están contenidos en
pequeñas
pastillas o sobre pequeños fragmentos de vidrio cuadrados; pueden
también
darse desde luego a los alumnos los colores en líquidos.
Lo
primero que hay que buscar aquí es la juiciosa inteligencia del
color;
superfluo nos parece añadir que el alumno no logrará, desde el
primer
ensayo, dar a las hojas exactamente su color; hasta será necesario
mucho
para que lo logre; no se trata aquí de la manifestación del objeto,
sino
con relación a la inteligencia del color y al manejo de su sustancia.
No
nos ocupamos, por ahora, más que de extender el color en una cierta
medida
y dentro de ciertos límites. Se sobrentiende que la buena actitud
del
cuerpo que facilita la libertad de los movimientos del brazo, de la
mano
y de los dedos, debe ser también objeto de una rigurosa
vigilancia.
De
las hojas se pasará a las flores. Elíjanse en particular flores
monopétalas,
flores que posean un color bien definido, bien determinado;
por
ejemplo; las flores de campanillas azules, las primaveras amarillas;
los
narcisos amarillos; las flores más sencillas serán preferidas a las
demás;
podrán reproducirse bajo diferentes aspectos, vistas de frente, o
por
uno o por otro lado.
Abandonando
las flores y los objetos de un solo color, adóptense
otros
que tengan dos colores; pero dos colores bien distintos, bien
determinados,
como, por ejemplo, las anémonas, los ranúnculos, las flores
de
fresa silvestre. Pásese al punto a las flores y a los objetos que
tengan
tres colores.
La
inteligencia tan exacta como sea posible de los colores, su
reproducción,
y su enunciación por la palabra tienen por objeto el
formular
más y más las aspiraciones del niño. Aunque a esta edad parezca
aún
muy débil e imperfecta la facultad creadora, o más bien imitadora, no
por
eso es menos necesario, para que aquella produzca todos sus frutos en
el
porvenir, hacer ejercitar al niño en la pintura, de una manera bien
precisa
y bien determinada.
Los
colores, al hacerse por sí propios más y más independientes de la
forma,
aparecen más espontáneos y exigen también una observación más
particular;
el alumno se ocupará tanto más tiempo con los colores, cuanto
más
verdaderamente se haya apropiado el ser y la impresión de los mismos;
pues
él quiere dominarlos, sometérselos, y comprende que no puede lograrlo
sino
conociéndolos y empleándolos como hasta entonces los conocía y
empleaba.
De ahí la necesidad de la manifestación de los colores sin la
presencia
de la forma determinada, y en cuadrados trazados sobre el
papel.
El
primero de estos ejercicios consiste en extender los colores sobre
espacios
extendidos gradualmente, sobre pequeños espacios al principio;
después
serán mayores, ora continuos, ora interrumpidos; el mismo color
cubrirá
uno de los cuadrados tan sólo; luego dos, tres, cuatro y hasta
cinco
cuadrados... Por este manejo, la propiedad de cada color se hará muy
comprensible
para el alumno.
Estos
ejercicios comienzan por el encarnado puro, el azul puro, el
amarillo
puro.
Se
agregarán al punto otros ejercicios con los colores intermedios:
verde
puro, amarillo de oro puro y azul violeta puro.
¿Por
qué comenzar cada serie por el encarnado y el verde?, se nos
preguntará.
Porque
la experiencia nos ha enseñado que son los dos colores
preferidos
por el alumno, y que gusta de verlos a la cabeza de cada una de
las
series.
No
se había empleado hasta ahora más que un color para llenar las
superficies
de cuadrados, que se siguen los unos a los otros, en longitud
o
interrumpiéndose.
Podráse
asimismo extender los demás colores simples hasta el número
de
seis, o inspirarse en los ejercicios precedentes para crear una
multitud
de otros ejercicios.
Aparezca
ahora la sucesión de los colores que van del azul al verde,
al
color dorado, al rojo, al violeta; que estos colores son los más
expresivos
y, con mucho, los más en armonía con la naturaleza.
Las
últimas apariciones del color para este grado de desarrollo son
cuatro
colores fundamentales, análogos a las dos líneas fundamentales en
el
sistema lineal; emanan todos de una misma ley, atraen la sucesión de
los
colores según un centro regulado por todas las diferencias indicadas
en
la red de los cuadrados.
Estos
cuatro colores fundamentales aparentan desde luego una
diferencia
esencialmente doble.
Las
diversas superficies coloreadas, análogas y rectangulares, son
continuas
y unidas entre sí por los lados largos, en dirección vertical y
dirección
horizontal; parecen muy aparte las unas de las otras, o bien las
superficies
diferentemente coloreadas son interrumpidas; sólo por ciertos
puntos
los cuadrados del mismo color se tocan en la dirección de la
diagonal
de la red, y los cuadrados diferentemente coloreados e
interrumpidos
se reúnen también entre sí en dirección de la diagonal; de
manera
que se encajan en direcciones transversales.
Cada
uno de ambos colores es en sí propio, así como las líneas
fundamentales,
doblemente diferente, y refiérese, sea a un centro visible
que
de aquel mismo depende, sea a un centro invisible que lo encierra y lo
envuelve.
Terminaremos
aquí la enseñanza de los colores para este grado del
desarrollo
del alumno. El descubrimiento libre y espontáneo de los
colores,
con arreglo a las leyes dadas por la marcha de la enseñanza y
emanadas
de la cosa misma, es idéntico al descubrimiento de las figuras en
la
red de cuadrados de la pizarra; la más desarrollada inteligencia de los
colores
y de sus gradaciones, la inteligencia y la imitación de las formas
de
la naturaleza en la exposición de la marcha de la enseñanza que debe
seguirse
para el desarrollo de la inteligencia y de la reproducción de los
colores,
corresponden a los grados siguientes de la enseñanza.
Por
limitado que aún sea el círculo en que hasta aquí se encierra
esta
enseñanza, no deja por eso de producir una viva impresión en el niño;
como
el canto, eleva el sentimiento del hombre, vivifica su inteligencia
para
la percepción de los colores en la naturaleza, y le hace conocer
mejor
la vida y la naturaleza. Con anticipación ha adquirido la
comprensión
de toda otra enseñanza y de toda vida exterior, aquel cuya
inteligencia
interior tiene, bajo los ojos de su juventud, lo que reclaman
la
naturaleza y la vida.
-
XXI -
El
juego: manifestaciones espontáneas y ejercicios de toda
naturaleza
Réstanos
aún añadir algo a lo que ya llevamos dicho acerca del juego.
Los
juegos y las ocupaciones espontáneas del niño de esta edad difieren
esencialmente
entre sí; son o imitaciones de la vida y de las apariciones
de
la vida real, o bien al empleo espontáneo de todo lo que fue enseñado,
aprendido
en la escuela, o bien aún son imágenes espontáneas y
manifestaciones
del espíritu, por medio de diversas sustancias, que se
someten,
sea a leyes encerradas en el objeto mismo o en la sustancia que
para
los juegos sirve, sean a leyes peculiares al hombre, a su mente y a
su
sentimiento; en todo caso, los juegos de esta edad son o deben ser una
especie
de iniciación en la fuerza y en el valor que la vida pide; son la
demostración
de la plenitud y del goce de la vida, que el niño siente en
su
corazón. Los juegos ordinarios en el alumno revelan la vida interior,
la
actividad de la vida, la potencia de la vida, y denotan al propio
tiempo
una vida real y exterior.
¡Cuán
fundada era la observación, ante nosotros hecha, por un hombre
que
había jugado mucho durante su infancia, y cuyo interior habíase
desarrollado
en los juegos, como de los retoños se desarrollan las ramas!
Viendo
a unos muchachos a quienes los juegos dejaban fríos e indiferentes,
y
que permanecían inactivos: «¿Por qué, decía, esos niños no consiguen
jugar
como nosotros hemos jugado?»
Síguese
de ahí claramente que el juego, en esta edad, desarrolla el
niño
y contribuye a enriquecerle de cuanto le presentan su vida interior y
la
vida de la escuela; por el juego se abre al gozo y para el gozo, como
se
abre la flor al salir del capullo; porque el gozo es el alma de todas
las
acciones de esta edad.
Los
juegos son, en su mayoría, ora juegos corporales, que ejercitan
las
fuerzas y la flexibilidad del cuerpo, ora la expresión del valor
interno
de la vida, del goce de la vida, que ejercitan el oído, o la vista
(como
los juegos de escondite, etc.), ora juegos de tiro y de ballesta,
juegos
de pintura y de dibujo; o también pueden ser juegos de ingenio,
juegos
de reflexión y de cálculo, etc. Todos ellos deberán dirigirse de
suerte
que respondan al espíritu del juego mismo, y a las necesidades del
niño
(28).
--------
Relatos
de historias, de tradiciones, de fábulas y de cuentos relativos a
los
sucesos del día, o a la vida actual del niño
El
sentimiento de la vida actual propia en sí, el pensamiento propio,
la
voluntad propia que todavía no se reconoce, que no se declara todavía
en
el sentimiento propio sino como una inclinación, son las más elevadas y
las
más importantes percepciones del niño de esta edad, lo mismo que son
las
más importantes percepciones de la edad de hombre; porque el hombre
comprende
otras cosas además de las que ve, otras vidas y la acción de
otras
fuerzas además de las suyas, por lo menos tanto como se comprende a
sí
mismo y como comprende su fuerza y su vida. Pero como la comparación de
una
cosa con otra cosa semejante no puede conducir jamás ni a su
conocimiento
ni a su penetración, dedúcese de ahí que la vida propia del
individuo
y que se traduce por las apariciones de la vida interna, de la
mente
y del sentimiento, comparada consigo misma, no puede llevar ni al
conocimiento,
ni a la penetración de su principio, de su acción, de su
significación;
conviene que sea comparada con una cosa que les extraña,
porque
cada cual sabe que las comparaciones hechas bajo ciertas
condiciones
de alejamiento, se aproximan mucho más a la verdad que
aquellas
que se hacen con objetos próximos a sí. La observación de esta
ley,
aplicada a la vida que el joven presiente, le hará percibir, como en
un
espejo, las manifestaciones de la vida activa, le dará la intuición de
otra
vida distinta de la suya, del todo extraña a la suya. Cualquier
sentimiento
de una vida propia en sí, la actividad de la vida, se extingue
insensiblemente
si no puede el joven ni percibirla ni darse cuenta de su
ser,
del principio y de las consecuencias de su ser. Esto es lo que busca
el
joven bueno y vigoroso por naturaleza; porque su más íntimo deseo es la
posesión
de la vida interna. Tal es el motivo evidente por el cual gustan
tanto
los niños de oír contar historias, relatos y fábulas, lo cual les
proporciona
un placer tanto más vivo cuanto que esas narraciones se
refieran
a tal condición de actividad intelectual o a tal acción de fuerza
para
la cual el niño sospeche que haya obstáculo. La fuerza, que empieza a
germinar
en el alma del niño, se le aparece en las fábulas y en los
relatos
como una vigorosa planta exuberante y toda cargada de flores y de
frutos
preciosos, que aquél no divisa sino vagamente. ¡Cómo se ensanchan
el
corazón y el alma, cómo se fortifica el espíritu, cómo la vida se
desarrolla
más libre y más potente, cuando se encuentra alejado el término
de
comparación!
Así
como en los colores no es el mero colorido lo que seduce al
muchacho,
sino más bien la esencia intelectual e invisible que aquellos
ocultan
en sí mismos, así también en los relatos, en las fábulas, las
circunstancias
que se narran no cautivan tanto al muchacho, como esta
esencia
intelectual, la vida, que en este caso se revela a él como término
de
comparación para su espíritu y para su vida propia, al mismo tiempo
también
que la intuición de la vida sin obstáculos, de la fuerza que obra
espontáneamente
según las leyes encerradas en ella misma. El relato
presenta
otras relaciones, otros tiempos, otros espacios, otras formas que
las
que el niño conoce; el joven auditor busca y halla en los relatos su
propia
imagen.
¿Cuántos,
de entre nosotros, no han visto y oído con frecuencia a
niños
de la edad de aquellos a quienes tratamos de convertir, a nuestros
ojos,
en observadores de la fuerza y de la vida, reclamar de su madre la
incesante
repetición de esas pequeñas historias tan sencillas, en las
cuales
se habla de pájaros que vuelan, cantan, construyen nidos y
alimentan
a sus pequeñuelos? Lo mismo para los jóvenes que quisieran
analizar
y comprender la vida interior que en ellos presienten.
-«Cuéntenos
Vd. algo, dicen en toda ocasión, a aquel de sus parientes que
les
hizo ya semejantes relatos.
»-Pero
si no sé nada más; os lo he contado todo, -se les
responde.
»-¡Qué
importa! cuéntenos de nuevo ésta o la otra historia.
»-Pero
sí os la he referido ya dos o tres veces.
»-Pues
bien, cuéntenosla Vd. otra vez.»
Se
les relata, y puede notarse cuánta atención prestan a ella los
niños;
todos la reciben de los labios del padre y de la madre como si la
oyeran
por la primera vez. No es ni la curiosidad ni la pereza de espíritu
lo
que inspira a este niño tan ardiente deseo de escuchar tales relatos;
no
se estimula la ociosidad del espíritu por la audición de historias que
excitan
a la vida verdadera y animada; pues al ver cómo el narrador excita
la
vida interna en el alma de su auditor atentivo, ¿no se diría que
aquella
se le va a desbordar del corazón? He ahí una prueba evidente de
que
el relato contiene una acción intelectual, poderosa, y de que no son
las
circunstancias de este relato las que cautivan al niño, sino antes
bien
el espíritu que habla infaliblemente al espíritu. El oído y el
corazón
del niño se abren al narrador, como la flor se abre al sol de la
primavera
o al rocío del alba; el espíritu aspira el espíritu, la fuerza
presiente
la fuerza y se la asimila. El relato es un baño verdadero y
fortificante,
un ejercicio clásico para el espíritu y para las fuerzas
interiores,
una prueba para el criterio y para el sentimiento del que
escucha.
Pero tales relatos no se hacen siempre fácilmente; conviene que
el
narrador se encarne por entero la vida en sí mismo, la deje vivir y
obrar
libremente en él, aunque sin dejar de parecer que se apoyar en la
vida
real. He ahí lo que constituye su mérito.
Tal
es la razón porque el joven y el anciano narran tan bien; la
madre
no narra menos bien, por la razón de que ella no vive sino la vida
de
su hijo, y no parece tener otro afán presente que el de cuidar su joven
existencia.
El hombre y el padre que están como aprisionados, encadenados
por
la vida, habiendo de satisfacer a todas sus necesidades, logran menos
éxito
en los relatos que hacen a sus hijos, porque estos jóvenes seres
gustan
sobre todo de que se penetre en su vida, fortificándola y
elevándola
más y más. Un hermano de algunos años más de edad, una hermana
mayor,
ambos desconocedores aún de las asperezas y de los obstáculos de la
vida,
el abuelo, el anciano que ha roto ya la dura corteza de aquélla, el
viejo
servidor de confianza, cuyo corazón está lleno de esa satisfacción
que
da la conciencia de los deberes cumplidos, son los narradores
preferidos
por los niños. No es preciso que de esos relatos emane
absolutamente
una utilidad práctica o una conclusión moral; la vida
relatada,
cualquiera que sea la forma de que se la revista, la vida
presentada
como una fuerza real e influyente, produce por sus causas, sus
acciones
y sus consecuencias una impresión mucho más profunda que la
producida
por una utilidad práctica o una moral presentada por la palabra;
¿pues
quién conoce realmente todas las necesidades del alma conmovida,
absorta
en la inspiración de la vida que en sí propia siente?
Haremos
mal en escasear a nuestros hijos los relatos, sobre todos
esos
relatos cuyos héroes son maniquíes o figuras parlantes.
Un
buen narrador es un tesoro precioso; felices los niños que amen al
suyo,
porque el narrador influye mucho sobre ellos. Influye poderosamente,
tanto
más cuanto que no parece querer hacerlo. Ved todas esas alegres
caras
jóvenes, esos ojos brillantes, ese gozo que se desborda del corazón
de
esos niños; vedlos saludar a su narrador en el instante en que se
presenta,
considerad ese círculo de jóvenes y alegres muchachos que se
agrupan
en torno de aquél, como una guirnalda de flores y de tiernas ramas
en
torno del cantor de los goces infantiles.
Digamos,
empero, que la actividad del espíritu, unida a la del
cuerpo,
es ventajosa para los niños de esta edad. Que la vida exterior
despertada
en él se repone, pues, sobre un objeto exterior por medio del
cual
aquella puede hacerse conocer y mantenerse.
Para
que el relato impresione al niño y obre eficazmente en él, es
necesario
unirlo a la vida, a las circunstancias y a los acontecimientos
de
la vida. Uno de los accidentes más insignificantes en apariencia en la
vida
de uno de esos niños, puede adquirir la proporción de una aventura
tal,
que no solamente procure una especie de gozo interno al joven héroe,
sino
que también penetre en la vida de muchos otros de los que
escuchan.
Todo
lo que sea capaz de enriquecer la vida propia al individuo, en
todo
lo que este conoce ya de goces, todo ello puede dar pie a relatos de
circunstancias;
y ved como la curiosidad y la atención de esos niños se
excitan
por el relato de una aventura real; toda historia equivale para
ellos
a una conquista, a un tesoro, y la instrucción que de ella sacan, la
aplican
a su vida propia, que instruyen y realzan por este medio.
-
XXII -
Utilidad
de pequeños viajes y de largos paseos
La
vida en el campo, la vida en medio de la naturaleza es un
encadenamiento
de escenas instructivas para el niño, porque desarrolla,
fortifica,
realza y ennoblece su ser; por ahí, todo recibe en él la vida y
la
significación más elevadas. Los pequeños viajes y los paseos
prolongados
deben ser conceptuados como un medio favorable a la educación
del
niño y a la vida de la escuela, desde los primeros días de la edad del
alumno.
Para que el hombre pueda alcanzar la cúspide de su destino y
convertirse
en un ser completo y poderoso, debe conocer y comprender la
humanidad
y la naturaleza, a fin de sentir que constituye con ellas un
todo.
Este sentimiento de la unión universal de los seres debe, para
llegar
a ser un todo, crecer desde temprano con el hombre, para que el
hombre
presienta el enlace existente entre el desarrollo de la naturaleza
y
el del hombre, el enlace de las manifestaciones de la humanidad con los
de
la naturaleza y sus reciprocidades; de ahí la impresión diferente
producida
en el alma, sea por condiciones externas, por la naturaleza, o
sea
por condiciones internas suministradas por el hombre mismo. De esta
manera
profundiza el hombre, todo lo posible, la naturaleza según sus
manifestaciones
y su ser, y la naturaleza viene a ser entonces más y más,
para
aquel, lo que debe ser: un guía que le lleve a la más elevada
perfección.
En
vista de esta unión, de esta unidad, de este enlace vivo de todos
los
fenómenos de la naturaleza y de su penetración, como asimismo en vista
del
ser, de la vida y de la fuerza en sí mismas, que emanen necesariamente
de
la unidad, de la individualidad y de la multiplicidad, como lo menor
emana
de lo menor; en vista de esto, repetimos, deben verificarse estos
largos
paseos y estos pequeños viajes, y se someterán a las observaciones
de
los alumnos, los objetos que, con tal ocasión, se ofrecen a las miradas
de
los mismos.
Los
muchachos aman tanto estos grandes paseos, por causa de su avidez
de
explicarse y comprender el gran todo de la naturaleza; la investigación
de
una cosa individual les procurará tanto más gozo, cuanto que mejor
comprendan
la idea de un todo mayor (pero que no es todavía la
universalidad).
Esos pequeños viajes y esos largos paseos harán que el
alumno
considere, como un todo, la comarca en que vive; le harán sentir y
comprender
la naturaleza como un todo sin interrupción. Sin ello, ¿de qué
utilidad
serían los mismos para su inteligencia? Hallaría en ellos la
muerte,
en lugar de la vida; y su alma, en vez de satisfacción, no
hallaría
sino el vacío. Aspira el hombre, por todos lados, al aire puro,
necesario
a la salud de su cuerpo; considéralo como si le perteneciese; lo
propio
debe hacer con respecto a la naturaleza en la cual está envuelto;
hágasela
suya, para que el espíritu de Dios que en la misma reside,
penetre
en él por todas partes. Por eso el niño debe considerar y conocer,
desde
temprano, los objetos de la naturaleza en sus relaciones y su enlace
originales.
Aprenda, pues, en sus largos paseos a conocer el valle desde
el
sitio en que comienza hasta aquel en que termina; recorra las cañadas y
todas
sus ramificaciones; remonte el riachuelo y el río hasta sus fuentes
y
observe las causas de las diferencias locales que entre ellos median;
suba
a los puntos altos, a fin de explicarse las ramificaciones de los
montes;
encúmbrese sobre las más elevadas cúspides, a fin de abarcar toda
la
comarca en su conjunto y darse cuenta de la misma. Así adquirirá la
intuición
de las cosas, la explicación de la manera como recíprocamente se
coordinan
la forma de las montañas y los valles y el curso de los ríos, de
los
riachuelos, de los arroyos. Considerará en el sitio mismo en que ellas
se
le ofrezcan, las demostraciones facilitadas por los valles y las
llanuras,
por la tierra y el agua.
Aplíquese
a inquirir, en las comarcas elevadas, los lugares en que se
forman
y se encuentran las piedras que ruedan por el cauce de los ríos y
de
los torrentes, y que él halla en sus mismas orillas, en los campos o al
pie
del monte. Considere igualmente la vida de los animales y la de los
vegetales;
procure conocer el lugar que aquellos ordinariamente ocupan,
cuáles
buscan la luz y el calor, cuáles, por el contrario, buscan las
tinieblas
y la sombra, la frescura y la humedad; vea de qué modo se apegan
unos
a lo que les da su elemento favorito, como también de qué manera los
que
quieren la luz y el calor apéganse a lo que pueda hacerles accesibles
esas
dos condiciones tan necesarias para su desarrollo. En sus paseos, se
dará
cuenta el niño del influjo de la localidad y de los alimentos en el
color
y hasta en la forma de los objetos provistos de la mayor actividad
vital;
sabrá por qué la crisálida, la mariposa y el insecto se acercan
tanto,
por la forma y por el color, a las plantas, a que parecen
pertenecer;
notará cuán favorable es para los animales esa analogía en los
objetos
exteriores, y cómo los animales logran utilizarla ventajosamente;
así
verán algunos pájaros, que construyen sus nidos sobre ciertos árboles,
que
ocupan con preferencia a los otros, y de los cuales apenas se
distinguen,
a causa de la similitud de su color con el color de las ramas;
aprenderá
también el niño cómo en ciertos animales la época de su
aparición
en la vida y la expresión del color se relacionan con el
carácter
del momento del día; cómo se armonizan con la acción del sol: hay
el
lepidóptero del día, cuyos colores son vivos y definidos, y el
lepidóptero
del crepúsculo con colores grises y medias tintas.
Al
descubrir, al notar y al observar por sí el enlace continuo y vivo
de
la naturaleza, desarróllase, por la misma intuición del objeto de la
naturaleza,
no dada a la enseñanza por la palabra; desarróllase más y más
en
luz y claridad, por poco clara que en un principio sea, la gran idea
del
enlace interior, continuo y vivo de todas las cosas y de todos los
fenómenos
de la naturaleza.
Durante
estos paseos, el hombre hallará inmediatamente en este gran
enlace
de la naturaleza, la vida, sus ocupaciones y su destino; algo más
lejos,
las relaciones sociales de la vida y sus diferentes géneros de
carácter,
de pensamiento y de acción, en particular sus costumbres, sus
usos,
su lenguaje: país llano, lenguaje llano. Notemos, empero, que la
observación
y la explicación de estas realidades resérvanse
particularmente
para los grados sucesivos del desarrollo del niño, para la
edad
de joven.
Hemos
hasta aquí analizado el modo de enseñanza por medio de la
aspiración
del hombre hacia un desarrollo espontáneo, y en la cual se
implica
la enseñanza; en adelante, las exigencias del conocimiento del
número,
del espacio, de la forma, de la palabra, de la escritura y de la
lectura
representan al joven, al alumno, de una manera clara y precisa, y
como
naturalmente emanada de la observación del mundo exterior y del uso
del
lenguaje; de tal suerte, que podemos discernir con exactitud los
puntos
en donde germina cada uno de esos objetos, como que ramas de una
enseñanza
más elevada, y como procedentes del conocimiento anterior de
otras
ramas de la enseñanza.
-
XXIII -
Conocimiento
de los números
Hemos
ya presentado antes el origen del número, el análisis de la
intuición
del objeto y de la expresión de la cosa por la noción de los
números;
hemos, en fin, aprendido el arte de contar, por lo menos hasta
diez
o veinte; llegamos ahora a la variedad de los ejercicios, cuya base
eran
estas nociones preliminares.
El
múltiple empleo de los números exige del alumno un conocimiento
más
fundado, más íntimo y más extenso de los números; presiente el alumno
la
necesidad de aquellos y la acoge con gusto, considerándola como un
objeto
especial de la enseñanza. Y siempre debe ser así: todo nuevo objeto
de
la enseñanza acerca del cual el alumno no presiente nada todavía, debe
serle
llevado, en cierto modo, por uno de los objetos de la enseñanza con
anterioridad
presentada; precisa que sea llamado, exigido por el alumno, y
debe
ofrecerse al joven como una satisfacción para alguna de sus
necesidades
intelectuales.
El
número, representando cantidad y magnitud revela desde el primer
golpe
de vista una propiedad general peculiar a diversos objetos,
especialmente
a los de la naturaleza; es la de un origen doble, origen
exterior
por la combinación de los números, origen interior por el
acrecentamiento,
la elevación y el desarrollo del número fuera de sí
mismo.
El número, al compartir con los objetos de la naturaleza el modo de
existencia,
comparte también con ellos la propiedad de extenderse, de
extinguirse
y de anularse. Pero esta anulación indica una variedad doble:
la
una es la anulación por la destrucción de lo exterior; la otra es la
anulación
por la disolución de lo interior.
Notemos
sobre todo que en donde se encuentran la existencia y la
anulación,
el aumento y la disminución, ahí se encuentran también la
igualización,
la comparación, y de nuevo una comparación que sólo es
exterior,
y una comparación del todo interior, una comparación según la
ley
exterior y una comparación según la ley interior.
Clasificaremos,
pues, el conocimiento de los números: en conocimiento
de
la formación de los números, según la ley exterior y según la ley
interior;
conocimiento de la anulación de los números, según la ley
exterior
y según la ley interior; y conocimiento de la comparación de los
números,
según la ley exterior y según la ley interior.
La
enseñanza de estos diversos conocimientos de los números debe
darse,
no tan sólo para responder al presentimiento que el hombre tiene,
en
la edad de adolescente, de la vuelta multiplicada de las leyes
naturales,
en la vida, en el pensamiento y en el hombre, mas también para
responder
al presentimiento que aquel tiene de la eficaz conformidad
existente
entre todas las cosas; he ahí por qué el adolescente debe ser
iniciado
en las leyes de los números y penetrarse bien de toda su
importancia.
Es
igualmente necesario considerar las leyes de los números bajo sus
diferentes
aspectos, como también ejercerse en la rápida inteligencia y en
la
penetración de las relaciones de los números; la una de estas cosas no
debe
someterse al capricho de la otra. El alumno, llegado a ese grado,
será
más o menos apto para definirlas, según que las relaciones de los
números
le sean más o menos claramente demostradas. Apuntemos aquí que la
representación
por el mismo discípulo, que adquiere así la inteligencia
clara
de las relaciones de los números en su mezcla o en su combinación,
el
empleo de los números en sentido contrario, la consideración de todo lo
que
estos componen, la extracción del número individual por la enunciación
del
lenguaje, constituyen esencialmente esta enseñanza, como, por lo
demás,
constituyen la de todo objeto del mismo orden.
La
marcha de esta enseñanza refiérese a lo que hemos dicho ya, y
puede
con facilidad extenderse; nos contentaremos con dar de ello aquí
algunos
ejemplos:
1º.
Recordaremos para esta enseñanza lo que antes dejamos dicho
acerca
de la manifestación del número por la enunciación del nombre mismo.
Se
contará desde luego de uno a veinte, y de veinte a uno, enunciando los
números
con arreglo a su sucesión ordinaria, o bien con omisión o cambio
de
orden.
2º.
Daremos la manifestación y la intuición de las series de los
números
como un todo continuo.
«Contad
de uno a diez y trazad sobre la pizarra tantas líneas
verticales
de simple longitud como designa la palabra enunciando el
número;
así digo uno |, dos, ||; las líneas son verticales y se alinean
las
unas sobre las otras.»
(Uno)
|
(Dos) ||
(Tres) |||
«¿Han
terminado Vds.? - ¿Qué han hecho?
»Hemos
contado de uno a diez, añadiendo a la palabra la demostración
por
las líneas.
»¡Bueno!
Pues han representado Vds. la sucesión natural de todos los
números
de uno a diez.
»¿Qué
han representado Vds.?»
Se
tendrá también cuidado de insistir sobre los ejercicios que
establecerán
la reciprocidad existente entre el número escrito y el número
determinado
por las líneas.
Empezando
por la enunciación del número, el maestro y el alumno dirán
juntos,
e indicando las líneas trazadas sobre el cuadro y sobre la
pizarra:
Uno
es |(una unidad).
Dos es ||(dos
unidades).
Tres es |||(tres
unidades).
Luego,
procediendo en sentido inverso, el maestro y el alumno
indicarán
primero el signo y numeración; después, el número por la
palabra.
|(una
unidad) es uno;
||(dos unidades) hacen
dos;
|||(tres unidades) hacen tres;
etc.
La
palabra y la cantidad se confunden, apareciendo como si no
hicieran
que uno, y sólo el número está determinando;
|Uno
es uno;
||Dos son dos;
|||Tres son tres;
etc.
3º.
Presentaremos los números como números pares y números
impares.
Maestro
y alumnos dicen a la vez:
|Uno
es un número ni par ni impar;
||Dos es un número
par;
|||Tres es un número impar;
etc.
La
noción de los números pares e impares debe ser aquí solamente
indicada:
más lejos recibirá su desarrollo.
Bueno
será hacer observar al alumno una gran ley que domina
profundamente
la naturaleza y el pensamiento; es que entre dos cosas y dos
nociones,
distintas en su moral de organización, aparece siempre una
tercera
uniendo en sí las dos otras, y encontrándose en cierto equilibrio
entre
ellas; y prueba de ello es que aun aquí, entre el número par y el
número
impar, vemos un número que no es ni lo uno ni lo otro, y que sin
embargo
se encierra en ellos, como ellos en él. En la forma, entre el
triángulo
obtuso y el ángulo agudo, hallamos el ángulo recto; en el
lenguaje
entre el tono y la cadencia, hay el sonido. El maestro
inteligente
y el alumno acostumbrado a pensar y a reflexionar por sí
mismo,
notarán inevitablemente muchas cosas a propósito de esta ley y a
propósito
de otras no menos importantes.
Represéntense
aquí todos los números pares en su sucesión ordinaria
hasta
diez, trazando las líneas cuyo número corresponde al anunciado por
la
palabra; se tendrá cuidado de dejar entre sus series un espacio, que
deben
venir a ocupar los números impares.
||
||||
|||| etc.
Hágase
enunciar aquí, según su sucesión natural, todos los números
pares
hasta diez.
Igual
ejercicio para los números impares.
Tan
pronto como algunos alumnos hayan hecho este ejercicio sobre sus
pizarras,
el maestro lo repetirá sobre el encerado; precisa que en el
curso
de las interrogaciones, los alumnos tengan siempre la vista fija en
la
pizarra o en el encerado, pues el maestro demuestra todo lo que
enuncia,
por el signo, a la par que por la palabra.
He
aquí algunas cuestiones relativas a estos ejercicios:
||||
Señalando a cada una de estas líneas, el maestro pregunta: ¿el
plural
de los números pares es cuatro?
|||||
¿El plural de los números impares es cinco?
«¿Cuántos
números pares hay entre uno y diez?
»¿Cuántos
números impares hay entre uno y diez?
»¿Hay
más números pares que números impares en la sucesión ordinaria
de
todos los números de uno a diez?
»¿Por
qué hay más números pares?
4º.
Demos también el número figurado por el modo exterior.
«Trace
Vd., por cada número de la sucesión natural de la serie de los
números
hasta diez, esta línea |, y vea cuántas veces hay que
trazarla.»
El
alumno traza y dice:
|
y | son ||
|| y | son ||| etc.
Pasando
a las preguntas:
«Cuando
a cada número de la sucesión natural de la serie de los
números
hasta diez, trazo esta línea |, ¿qué resulta de ello?»
Idénticos
ejercicios para todos los números de dos hasta once, y para
los
números siguientes.
«Cuando
a un número par se añade una línea |, ¿qué resulta de
allí?
»Un
número impar.
»Cuando
a continuación de cada una de las series de líneas que
representan
un número par, se añade siempre una línea |, ¿qué resulta?
»Una
sucesión natural de números impares.
Conviene
hacer aquí, por el signo y por la palabra, la demostración
de
ambas leyes, a saber:
Que
añadiendo la línea | a un número par de líneas se obtiene un
número
impar;
Que
añadiendo la línea | a un número impar de líneas obtiénese un
número
par.
Se
hará el propio ejercicio añadiendo || al número par y || al número
impar.
Al
mismo tiempo, constan estas leyes:
Que
cuando || se agregan a una serie de números, resultan siempre de
ello
números que se suceden de dos en dos.
Que
cuando se agrega || a cada uno de los números de la sucesión
natural
de todos los números, obtiénese la sucesión natural de todos los
números
de tres a doce.
Que
|| añadido a un número par dan un número par.
Que
|| añadido a un número impar da un número impar.
Que
añadiendo siempre || a cada uno de los números de la sucesión
natural
de todos los números pares, obtiénese de nuevo una sucesión
natural
de todos los números pares de cuatro a doce.
De
la misma manera se añadirán ||| y |||| a los números.
Añadiendo
el ||| se tendrá una sucesión natural de números
sucediéndose
de tres en tres.
Añadiendo
el |||| se obtendrá una sucesión natural de números
sucediéndose
de cuatro en cuatro.
He
aquí una ley general: añadiendo un número a otro número, el número
siguiente
se aleja de este tantas veces como unidades contiene el número
añadido.
«Añadan
Vds. a cada número de la sucesión natural de todos los
números
el número que le sigue y vean lo que obtendrán.»
|
y || son |||
|| y ||| son |||||
||| y |||| son |||||||
etc.
«¿Cuál
es el tercer número? - ¿Cuál es el cuarto? O bien: digan a qué
cifra
de números pertenece tal o cual suma obtenida.»
Según
otra ley, cuando a cada número de la sucesión natural de los
números
se añade el número que le sigue, se obtiene la sucesión natural de
todos
los números impares, de tres a nueve.
Idéntica
experiencia se hará para la sucesión de los números pares y
de
los números impares.
Se
enunciarán entonces las leyes siguientes:
Que
un número par, añadido a un número par, da siempre un número
par.
Que
un número impar, añadido a un número impar, da siempre un número
par.
Que
un número par añadido a un número impar, da siempre un número
impar.
También
es ley general, que dos números semejantes, añadidos el uno
al
otro, dan siempre un número par; y que dos números diferentes, añadidos
el
uno al otro, dan un número impar.
El
número, siguiendo cada uno de los números de la sucesión natural
de
todos los números pares, añadido a este número da siempre una sucesión,
ascendente
por cuatro, de números pares de seis a ocho.
El
número, siguiendo cada uno de los números de la sucesión natural
de
los números impares, añadido a este número, da siempre una sucesión,
ascendente
por cuatro, de números pares de ocho a diez y seis.
Lo
que hasta aquí se ha hecho con el número dos puede hacerse con el
número
tres y con los demás números. Por ejemplo:
||,
|| y |, ¿cuánto hacen?
No
debe comenzarse sino con números bajos y no ir desde luego más
allá
de treinta. De nuevo insistimos sobre la necesidad de la demostración
por
la palabra y el signo, y sobre la de las preguntas y respuestas que
emanan
de la representación misma.
Importa
adicionarlo así: el primero y el segundo número;
Después
el primero, el segundo, el tercero;
Después
el primero, el segundo, el tercero, el cuarto, etc., en la
sucesión
natural de todos los números: se interrogará así:
«¿Qué
sumas producen el primero y el segundo número?
»¿Qué
suma producen el primero, el segundo y el tercero?
»¿Qué
total da la adición de todos los números de uno a diez?
»¿Qué
suma representa la adición de todos los números impares de uno
a
diez?
»¿Qué
suma representa la adición de todos los números impares de uno
a
diez?»
He
aquí otras preguntas muy importantes.
«¿De
cuánto es, en la sucesión natural de todos los números de uno a
diez,
la suma del primero y del último número?
»¿De
cuánto es la suma del segundo número y del antepenúltimo número?
¿Cuál
es la del tercer número y del ante antepenúltimo número de la
sucesión
de los números de uno a diez?
»¿Cuál
es esta suma en sus diferentes casos?
Idénticos
ejercicios con los números pares y con los números
impares.
Ley
general es, que las sumas de dos números alejados de las
extremidades
de una sucesión de números en la misma proporción
ascendentes,
son siempre iguales entre sí.
5º.
Consideraremos unidades reunidas entre sí.
«Tracen
Vds. en sus pizarras la sucesión natural de todos los números
de
uno a diez.»
El
maestro dice, demostrando las líneas por él trazadas sobre el
cuadro:
|La
unidad hace un uno;
||Dos unidades, consideradas como un
todo, hacen un dos;
|||Tres unidades, consideradas como un
todo, hacen un tres; etc.
«Lo
que es mirado como un todo, no dividido, titúlase una
unidad.»
El
maestro dice y los alumnos repiten:
|Un
uno es una unidad simple;
||Un dos es una unidad
compuesta;
|||Un tres es una unidad compuesta;
etc.
«Tracen
varias veces dos en sus pizarras;
»Tracen
varias veces tres en sus pizarras;
»Tracen
la sucesión natural de todos los dos, desde un dos hasta diez
dos.»
El
maestro y los alumnos dicen a la vez:
||
Un dos no es ni un número par ni un número impar de dos.
|| || Dos dos es un número par de
dos.
|| || || etc.,
etc.
El
ejercicio de las unidades reunidas es análogo al ejercicio de las
unidades
simples; bueno será, empero, este último ejercicio para los
alumnos
mas débiles de inteligencia y de comprensión que los
otros.
Con
el objeto de hacer concebir la relación del numero con la
naturaleza,
y la ley oculta en el número, hay este ejercicio capital:
6º.
La manifestación de los números bajo todas las formas.
«¿Quién
de entre Vds. podría representar la cantidad dos, de
diferentes
maneras?
»Que
lo haga aquel que pueda hacerlo.
»¿Cómo
puede representarse dos?
»Por
dos (| |) o por un dos
(||).
»¿Puede
también representarse tres bajo diferentes formas?
»¿Cuáles
son estas formas?
| |||| ||||
Puede
también representarse cuatro de muchas maneras:
«Por
||||, ||| |, || ||, | | | |, por un cuatro, por un
tres
y un uno, por dos doses, y por cuatro unos, etc.»
Para
los alumnos más jóvenes y menos adelantados no se irá más allá
del
siete.
Importa
inquirir la ley que hace descubrir todas las formas bajo las
cuales
puede representarse el número.
Esta
ley se descubre sin dificultad, cuando se sigue la marcha en la
cual
y por la cual las formas de números se desarrollan; sin embargo, a
menos
que esta enseñanza no se dirija a alumnos más adelantados que los
que
esta edad supone, queda todavía por buscar la conformidad de esta ley
con
la misma naturaleza del número.
He
aquí esta ley: comprendiendo en ella todas las formas que no
difieren
entre ellas sino por su posición, cada número siguiente da
siempre
dos veces tantas formas como el número precedente, o bien:
Obtiénese
el número de las formas de cada número, cuando se eleva en
sí
mismo dos, tan frecuentemente como unidades tiene el número
determinante,
menos una. Por ejemplo, 4 da: (4-1=3)=23=8 formas.
7º.
La disminución o la anulación del número al exterior se
demostrará
por la representación en sentido inverso de lo que ha sido
hecho
hasta aquí para el acrecentamiento del número; se presentará de
nuevo
a los alumnos las mismas leyes, aunque aplicadas en sentido
inverso.
8º.
Formación del número según leyes interiores, o formación de los
números
según la ley o el destino de otro número, o también formación del
número
por una progresión interior.
«Tracen
Vds. en sus pizarras la sucesión natural de todos los
números,
de uno a diez; tomen de nuevo cada uno de los números de estas
series,
tantas veces como unidades tiene el uno, y vean lo que resulta de
ello.»
Representan:
|||
|||||
|||||||
Uno
tiene una unidad:
|tomado
tantas veces como unidades tiene | o tomado | vez tan
sólo, da |.
||tomado tantas veces como unidades tiene
|| o tomado || veces tan
sólo, da ||.
|||tomado tantas veces
etc.
O
bien en otros términos
|según
la ley de | repetido, |
||según la ley de | repetido,
||
|||según la ley de | repetido,
|||
El
maestro dice y los alumnos repiten juntos:
|según
la ley de | elevado, da |
||según la ley de | elevado, da
||
|||según la ley de | elevado, da
|||
O
bien aún:
|vez|
da|
||veces| dan||
|||veces| dan|||
Después:
|vez|
da|
||veces| dan||
|||veces| dan|||
Finalmente:
|vez|
da|
|vez|| da||
|vez||| da|||
«Alíneese
la sucesión natural de todos los números de uno a diez
sobre
vuestra pizarra, y tómese siempre el uno tantas veces como unidades
tiene
cada número, y véase lo que de ahí resulta.»
Este
ejercicio puede también hacerse de diferentes maneras.
Lo
que fue hecho con el || y el ||| puede hacerse también con los
números
sucesivos.
El
objeto de este ejercicio, que la palabra acompaña, es dar al
alumno
la significación verdadera e interior de la voz vez, y hacerle
notar
que esta voz supone la designación de otro número:
«Repítase
primero el || tantas veces como unidades contiene cada uno
de
los números de la sucesión natural de los números.
»Luego
cada número de la sucesión natural de todos los números tantas
veces
como unidades tiene el ||.
»Vean
Vds. lo que de ambos casos resulta, y opongan, la una a la
otra,
ambas sucesiones de números.»
|
vez || es || (dos) y || veces | son || (dos).
||
veces || son || || (cuatro) y
|| veces || son || ||
(cuatro).
|||
veces || son || || || (seis) y || veces ||| son
|| || ||
(seis).
||||
veces || son || || || || (ocho) y || veces |||| son
||||
||||
(ocho).
Pregúntese
primero sobre una de las sucesiones de los números, y
después
sobre los dos de la misma línea.
Dos
veces seis o seis veces dos, ¿es lo mismo?
«¿En
qué difieren las dos formaciones del número catorce?»
Podránse
repetir así y de diversas maneras las sucesiones de números
por
el tres y el cuatro, comparando ambas series entre ellas.
«¿Cuánto
seis veces nueve hacen una vez?
»Al
tomar cada uno de los miembros de la sucesión natural de todos
los
números tantas veces como unidades tiene el |, ¿qué resulta de
ahí?
»Siempre
el mismo número.»
«Al
tomar un número tantas veces como unidades tiene el ||, ¿qué
especie
de número resulta?
»¿A
qué especie de números pertenecen dos y cuatro?
»A
los números pares.»
«¿Qué
ley se deduce de ahí?
»Que
todo número multiplicado por un número par da siempre un número
par.»
«Multipliquen
Vds. todo número por tres y por cinco, y vean lo que de
ahí
resulta.
»Resultan
de ello números pares y números impares.»
»Y
de ahí ¿qué ley?
»Que
todo número de la sucesión natural de los números multiplicados
por
un número impar, da números pares o impares.»
Otras
leyes se desprenden de éstas, a saber:
Que
un número par multiplicado sea por un número par o por un número
impar,
da siempre un número par;
Que
un número impar multiplicado por un número par, da un número
par;
Que
un número impar multiplicado por un número impar, da siempre un
número
impar.
9º.
Del número cuaternario o cuadrado.
«Alíneense
en las pizarras la sucesión de todos los números de uno a
diez.
Multiplíquese cada número por el número de unidades que tiene en sí
mismo,
y véase lo que de ahí resulta.
|vez|da|
(uno);
||veces||dan|| || (cuatro);
|||veces|||dan||| ||| ||| (nueve);
«¿Qué
han hecho Vds.?
»Hemos
multiplicado cada número por el número de unidades que
encierra.
»¿En
otros términos?
»Hemos
elevado cada número según la ley que le es peculiar.
»La
cantidad o el número que resulta, cuando elevo el número en sí
mismo
y por sí mismo según la ley que le es propia, llámase número
cuaternario
o número cuadrado.
»¿Cuál
es el número cuadrado de tal o cual cifra?
»¿De
qué número es tal o cual número el número cuaternario o
cuadrado,
por ejemplo 64?»
El
número del que otro número es el número cuadrado, es la raíz del
número
cuaternario o raíz cuadrada.
«¿Puede
un número multiplicarse por un número cuadrado?
»Sí,
por ejemplo, cinco, nueve veces.
»¿Puede
un número cuadrado multiplicarse por otro número cuadrado?
»Sí,
por ejemplo, nueve cuatro veces.»
10º.
Representación de todas las formas en las cuales cada número
puede
formarse por la repetición, o representación de las diferentes
maneras
de representar todo número por la elevación del número.
«Vean
Vds. de cuántas maneras pueden obtener || por la
elevación.
»De
dos maneras: sea que tome una vez || o que tome el | dos
veces.
»Tracen
Vds. en las pizarras todas las formas por las cuales cada
número
de la sucesión natural de todos los números hasta diez, se presenta
por
la repetición o la elevación, y vean lo que hay en ellas de
notable.
»¿Se
constituyen igualmente todos los números de diversas maneras por
la
repetición?
»No
muchos números; por ejemplo, uno, dos, tres, no se constituyen
sino
de una manera doble, por la repetición y la elevación.
»¿Cuál
es la doble manera por la cual estos números se constituyen
siempre?
»Sea
que el número se eleve según la ley de uno, de la unidad, o que
el
uno, la unidad, se eleve según la ley del número.
»Los
números que sólo se constituyen de esta doble manera, por la
elevación
o la repetición, llámanse números fundamentales o números
primeros.
»¿Cuáles
son los números fundamentales o primeros?
»Nómbrenlos
hasta treinta.
»¿Cuántos
hay hasta diez? ¿Cuántos hasta veinte?
»¿Cuál
es de uno a treinta el número que se represente de más variada
manera
por la repetición?
11º.
De la disminución o anulación del número según las leyes
interiores
o por la repetición.
Los
ejercicios que a ello se refieren, como también a las partes del
número
por ahí determinadas, y al contenido de un número en el otro,
emanan
naturalmente de los ejercicios precedentes.
12º.
La comparación de los números según leyes exteriores, y
finalmente:
13º.
La comparación de los números según leyes interiores, serán sin
dificultad
demostradas a quien siga la marcha hasta ahora indicada.
Nos
detendremos aquí, en la comparación del número, según las leyes
interiores
del número o por la forma exterior (vez), para este grado de
desarrollo
del alumno de esa edad.
El
estudio del número en sus relaciones, como supone un estudio más
extenso
y una concepción más profunda del número, pertenece al siguiente
grado
del desarrollo del joven.
-
XXIV -
Conocimiento
de la forma
Ya
el estudio del mundo exterior y el ejercicio del lenguaje
condujeron
el alumno a la intuición, al estudio y al conocimiento de la
forma;
empero, los objetos del mundo exterior muestran generalmente una
multiplicidad
y una complicación tales, que la percepción y la
determinación
de la forma se hacen por ahí más difíciles; porque toda cosa
tiende
a elevarse más y más hasta el objeto por las formas y las figuras
simples,
y porque la proyección ascendente reclama formas de superficies
rectas
y simples, y formas terminadas por ángulos iguales y
rectos.
El
conocimiento de cada forma emana de idénticos principios que el
del
sistema lineal. Las formas se observarán y se reconocerán por la
intervención
de las líneas rectas; por eso es bueno, en este estudio de
los
objetos, según sus direcciones en sí propios, no ocuparse desde luego
sitio
de los que presentan líneas curvas, y aplicarse ante todo a los
objetos
formados por líneas rectas: por ejemplo, la boca de un horno, el
cilindro
de la péndula, el borde del tintero son líneas curvas; los
maderajes
y los marcos de las puertas y de las ventanas, las traviesas de
las
ventanas, son planos y rectas.
Se
observarán, pues, los objetos y sus partes, los límites de los
objetos
según su posición y su dirección recíproca. Se notará, por
ejemplo,
que los dos marcos largos y los dos marcos cortos de las ventanas
siguen
la propia dirección; que un marco de ventana largo y un marco de
ventana
corto son iguales entre sí en cuanto a su dirección; lo mismo
sucede
por el lado largo y el lado corto del marco del espejo, los dos
travesaños
de las hojas de la ventana tienen una misma dirección,
etc.
Continúese
este análisis, examinando las sillas, los pies de la mesa;
distínganse
las diferentes superficies, los lados y los ángulos de las
mesas
según la dirección, la posición, el número. Analícese así la forma
del
cuarto según la posición, la forma y la dirección de las paredes, de
sus
ángulos y de sus rincones.
De
la observación de los objetos compuestos y con superficies planas,
pásese
a la de los cuerpos simples de superficie plana, a la de los
cuerpos
que tienen la forma del cubo, de la viga, del cuadro o de la
pirámide.
Una vez que el alumno, el joven, haya reconocido, por la
observación
de las superficies y de los lados de esos cuerpos, la relación
lineal
bajo que los mismos deben ser considerados, y que, al trazarlos
sobre
su pizarra, haya claramente comprendido que todos esos lados
considerados
bajo el aspecto de líneas tienen por base el sistema lineal,
entonces
sentirá despertar en sí el imperioso deseo de iniciarse en el
dibujo
lineal en sus relaciones con los objetos.
Acaba
de llegar el adolescente al grado de un desarrollo en que
aspira
al conocimiento, a la intuición de la forma que la enseñanza le
promete.
El
conocimiento de las formas de las líneas rectas y superficies
planas,
exige la observación de líneas desde luego aisladas, ni unidas, ni
enlazadas
con alguna otra, según su posición y su dirección, en tanto que
directas
o indirectas, yendo en sentido igual o desigual, en sentido
derecho
o inclinado; exige que se busque la manera cómo el número de
líneas,
su posición y su dirección se sirven recíprocamente; exige la
observación
de las líneas reunidas o enlazadas, desde luego, si pueden las
mismas
ser generalmente enlazadas y cómo enlazadas, en segundo lugar el
número
de puntos, en tercer lugar la relación de la posición de las
extremidades
con los puntos de confluencia de las líneas, y en o fuera de
los
puntos de confluencia. Este conocimiento de las formas exige también
la
inevitable demostración por medio de puntos, por medio de líneas
enlazadas
y diferentes entre sí, la observación del ángulo, con arreglo al
número,
y sus relaciones con las líneas según los puntos de confluencia,
según
la observación de su posición y de su forma; luego, la observación
de
las líneas con relación a las condiciones del espacio que abarcan, y la
observación
de este mismo espacio motivadas sea por el número de líneas y
por
su posición, sea por el número, la forma y la posición del ángulo, sea
también
por el numero, la forma y la posición de las esquinas.
Los
espacios determinados, o superficies formuladas, que han sido
hasta
ahora, objeto de observación separada, deberán ser desde ahora
considerados
en su enlace con líneas, con ángulos y finalmente con
superficies
análogas o correspondientes, o desemejantes y opuestas;
entrecortándose,
sea por puntos y líneas tan sólo, sea por superficies o
planos.
El
término o punto final es éste: cuando muchas superficies del mismo
nombre
y correspondientes, pero distintas entre sí, sobre todo muchas
formas
cuadradas o triangulares, se enlazan cada cual entre sí para una
forma
que es igual en muchas de sus condiciones, el cuadrado y el
triángulo
encuentran de nuevo formas muy diferentes y en una tercera
forma;
por ejemplo, tres cuadrados enlazados y que se entrecortan,
determinan,
por sus esquinas, un dodecágono; cuatro triángulos enlazados
de
la misma manera motivan igualmente un dodecágono. El dodecágono es así
la
forma que reúne el triángulo y el cuadrado; pero el dodecágono muestra
el
polígono; y el polígono en sí, el polígono sin ángulos, es el circulo.
Tal
es el límite en que se detiene la enseñanza de las formas motivadas
por
líneas rectas.
Fáltanos
espacio para profundizar más esta enseñanza sobre el todo de
las
leyes más particulares cuya intuición es dada por estas observaciones,
y
para formular sus aplicaciones según el número y en particular según sus
leyes.
La cosa más importante y que pertenece a esta enseñanza, el
conocimiento
del ser del espacio, entra en las ramas reservadas a los
grados
siguientes del desarrollo del alumno. Quédanos ahora por observar
que
la enseñanza del conocimiento de la forma, y en el grado presente del
desarrollo
del joven, debe concretarse más bien a la manifestación muchas
veces
repetida y a la intuición real de las formas, que a la intuición
demasiado
precipitada de las verdades generales, presentidas por la forma
o
por la manifestación individual y espontánea. En este grado, hay que
evitar
la combinación de enlaces y de relaciones; hay que evitar también
el
deducir de ello conclusiones complicadas. Considérese cada relación en
sí
misma y por sí misma bajo el mayor número posible de formas, y en
enlaces
simples y evidentes.
La
observación de las líneas inclinadas en un mismo sentido conduce
del
conocimiento de la forma al dibujo espontáneo.
-
XXV -
Ejercicios
de la palabra
Volvemos
a un objeto de la enseñanza completamente distinto del
precedente,
y sobre el cual hicimos ya algunas observaciones,
considerándolo
en el estado visible y fijo. Lo consideraremos aquí como
cosa
que se hace oír y que se extingue: estas dos maneras de considerar el
lenguaje,
igualmente opuestos entre sí, se completan mutuamente y dependen
la
una de la otra. La forma, reconocida propia al objeto, esfuérzase en
reproducirlo;
el lenguaje, por el contrario, esfuérzase, y ésta es su
misión,
en manifestar el objeto por medio de la imagen. A los ejercicios
del
lenguaje incumbe el considerar desde luego de una manera juiciosa los
objetos
del mundo exterior, para designarlos después de una manera clara y
precisa;
los ejercicios de la palabra sírvense del lenguaje como de un
instrumento,
como de una sustancia para la manifestación; sírvense de
estos
ejercicios para llegar al conocimiento y al uso juicioso del
lenguaje,
utilizando las leyes por medio de las cuales el hombre crea y
forma
para su uso los instrumentos del lenguaje. He aquí por qué, el
ejercicio
de la palabra, considera la frase en sí misma, enteramente
separada
del objeto que se propone expresar.
Así,
pues, los ejercicios de la palabra se proponen hacer que el
hombre,
el joven, conozcan y penetren el lenguaje en sí mismo, en cuanto
es
instrumento o sustancia. De lo que precede despréndese el enlace ya
indicado
del lenguaje, en particular de la voz originaria y de sus
diferentes
partes, con los objetos que se quieran designar y con sus
propiedades,
o bien la observación de la analogía existente entre el
lenguaje
y el objeto; el conocimiento de las voces aparece aquí
necesariamente
como una nueva rama de la enseñanza. La diferencia de
magnitud
en las voces es lo primero que se ofrece a la observación, y
sobre
lo cual debe llamarse la atención del alumno. La magnitud de la
palabra
distínguese desde luego por el número más o menos limitado o
extenso
de sus miembros; los distintos nombres de los miembros de cada voz
son,
primero, que el ejercicio de la palabra debe tener en vista para el
alumno,
que ésta debe enseñarle a conocer y a distinguir las voces de dos,
tres,
cuatro y más sílabas.
A
la observación del número de sílabas únese la de la diferencia de
las
partes de cada voz o dicción. Hay que señalar la observación
importante
de que no hay miembro de voz sin el tono vocal. Ante todo, es
necesario
aprender a conocer los diferentes tonos y las diferentes maneras
de
tonos. Los tonos aparecen como tonos simples y compuestos, los primeros
son
los tonos principales, los otros los tonos secundarios. La diferencia
de
los tonos conduce necesariamente a la observación del empleo variado
del
instrumento del lenguaje, sobre todo para los distintos movimientos de
la
boca, y lleva al conocimiento de la manera como la pureza y la
exactitud
del tono dependen del movimiento de la boca.
Si
los tonos se conocen según su ser y su origen, como lo supone este
grado
de desarrollo, se emprenderá la observación de las partes de voces
que
forman igualmente los cuerpos de los tonos (consonancias); éstos
revisten
al punto una diferencia real entre ellos; algunos, considerados
de
una manera determinada, se hacen oír: tales son los sonidos; otros,
existiendo
por sí mismos, no se dejan oír, porque cierran igualmente el
empleo
del instrumento del lenguaje: tales son los finales.
Hallamos
a la vez en los sonidos y en los finales lo que constituye
el
importante enlace existente entre la palabra y los labios, la nariz, la
lengua,
etc.; el sonido divídese de ahí, en sonido labial, sonido dental,
sonido
lingual, sonido paladial, sonido gutural y sonido aspirado. Así
también,
los finales se dividen en final labial, final dental y final
paladial.
Los
sonidos y los finales, instrumentos del lenguaje, idénticos entre
sí,
muestran también una diferencia evidente bajo el punto de vista de su
existencia,
es decir, que emplean con más o menos fuerza, o de una manera
diferente,
los instrumentos del lenguaje, de modo que resultan de ahí
finales
y sonidos diferentes y variados.
Así
el alumno concibe más y más, no tan sólo la relación de la
enunciación
pura y determinada de las partes de la voz, la relación de su
lengua
materna con el uso determinado y cierto del instrumento del
lenguaje,
mas también llega a concebir la actividad de este instrumento
del
lenguaje, lo que éste es y cómo conduce cada parte de la voz a la cual
da
origen; y poco a poco adquiere así el alumno el presentimiento del
enlace
vivo e interior existente entre la actividad del espíritu, la del
cuerpo
y la de la naturaleza; así como precedentemente el lenguaje se le
presentaba
como manifestación del espíritu por la actividad del cuerpo, y
como
imagen preponderante, representando el mundo interior y el mundo
exterior.
Esta marcha de la enseñanza del lenguaje, enérgicamente llevada
y
desarrollada en sus consecuencias, la formación y el desarrollo del
lenguaje;
en una palabra, la voz misma aparece entonces como un gran todo
viviente,
como un todo de vida en sí.
Esta
enseñanza exigiría un desarrollo mucho más extenso del que el
espacio
nos permitiría consagrarle aquí.
Para
dar al alumno una idea justa de lo que se entiende por el número
de
miembros de la voz, el maestro escribe desde luego, sobre el encerado,
un
monosílabo, y después de haberlo escrito, da un golpe con la mano
derecha,
repitiendo aquel en alta voz.
dice:pie...................uno
El maestrogolpea--al mismo
tiempo.
(un golpe)(un
golpe)
El
maestro: «Busquen Vds. varias voces que no requieran más que un
golpe,
y que, al nombrarlas, permitan que se diga: uno.»
dice:luz...........uno
El alumnogolpea---al mismo tiempo, como
lo hizo el maestro.
El
maestro renovará este ejercicio tantas veces como lo crea
necesario;
para llamar la atención de los niños, empleará la voz:
¡Atención!
Las palabras halladas por uno de los mismos, serán repetidas
por
todos los demás, como en los precedentes ejercicios.
Bastónuno,
dos
El maestro--al mismo
tiempo.
(golpe, golpe)(golpe,
golpe)
Importa
mucho dar estos golpes con la mano para hacer visible la
magnitud
de la voz, porque, en toda enseñanza, conviene demostrar todas
las
cosas al alumno y hacer que las una con los contrastes de las mismas;
así
la muerte, el reposo, la forma, pueden unirse a la vida, al
movimiento,
a la palabra; la voz, la cosa que se oye, la que vive en el
espacio,
a la que se ve, a la que se mueve; el interior al exterior, y
recíprocamente.
Cuanto más marcado sea el contraste, con tal de que esté
unido
al ser que le es opuesto, tanto más segura y clara impresión hace en
el
alumno. En el caso presente, esos golpes dados con la mano son muy
importantes,
pues de este modo se oye y es sensible la magnitud de la
voz.
Enúnciense,
de la misma manera, voces que tengan tres, cuatro y cinco
sílabas.
Y
una vez que el alumno haya comprendido bien la designación y la
determinación
del número de sílabas de la voz, el maestro dirá:
«¿Cómo
se llaman las voces por las cuales se da un solo golpe, y por
las
cuales se dice: uno?
«Voces
monosílabas.
«Nombrad
voces que tengan dos o mas sílabas.»
Preséntanse
entonces a los alumnos, voces, sin determinar el número
de
sílabas, dejando a aquellos el cometido de inquirir el nombre de estas
voces
y el número de sus sílabas.
La
magnitud de la voz fue, hasta ahora, determinada por el número de
sílabas;
pero el ser, el significado de la voz depende menos de la
magnitud,
que del género de sus componentes y de su enlace. Y he aquí lo
primero
que se desprende de la observación de la palabra; no hay miembro
de
voz en el cual no se encuentre, por lo menos, un tono, y es el tono lo
que
constituye su alma y su espíritu. El alumno se convencerá de ello por
medio
de ejercicios peculiares a la lengua en que se instruye, y que todo
maestro
inteligente se afanará por presentarle.
Mediante
estos variados ejercicios, inspirados en el estudio de la
misma
lengua empleada para instruir al adolescente, la enseñanza conducirá
a
éste a reconocer toda sílaba según su ser, bien que aquella se deje oír,
bien
que se deje ver, y le ayudará a comprender la actividad del
instrumento
de la palabra que crea la sílaba o parte de la voz.
Todos
estos ejercicios serán presentados, en un principio en su mayor
sencillez;
se podrá complicarlos gradualmente y variarlos; cuanto más se
esfuerce
el maestro por obrar espontáneamente, tanto más gustará y tratará
de
instruirse a sí mismo, y de extender más y más su enseñanza, que
también
será más fructífera para el alumno.
Termínase
aquí la enseñanza de la palabra para el grado del
desarrollo
del alumno de esta edad.
Surge,
en este momento, una alta necesidad de la enseñanza; es la de
unir
a signos determinados las diferentes partes de una voz, y apropiarse
estos
signos, a fin de hacer visible y duradero el lenguaje que se oye y
al
mismo tiempo se extingue; de ahí la importancia de la
escritura.
-
XXVI -
La
escritura
Por
la voz escritura, por enseñanza de la escritura, no entendemos
nosotros
la hermosa escritura, la caligrafía, la escritura como arte, sino
solamente
la aptitud por la escritura que permite hacer visible y
duraderas,
por medio de signos convencionales, las voces que se oyen y se
extinguen;
de modo que la vista de la reunión de estas voces trazadas por
los
signos, no tan sólo recuerde, las voces propias o ajenas, sino que
haga
que aquéllas sean para todos el recuerdo vivo de las manifestaciones,
nociones
o intuiciones a que las mismas de refieren: función igualmente
aplicable
a la lectura.
Lo
más importante para la enseñanza de la escritura es la elección de
sus
caracteres; éstos deben poseer necesariamente cualidades particulares,
principalmente
distintas para cada parte de la voz, y hallarse no obstante
en
cierto enlace, como el que une las partes de una voz, o por lo menos,
deben
significar este enlace.
Útil
es para el alumno de esta edad el aprender a trazar, desde
temprano,
letras formadas por líneas horizontales y líneas
verticales.
Como
la enseñanza de la escritura únese inevitablemente al ejercicio
de
la palabra y emana del mismo como condición necesaria, conviene que el
maestro
desarrolle desde luego en sus alumnos la necesidad de trazar
letras
aisladas, persuadiéndoles de que, para la escritura, el
conocimiento
de signos determinados, como partes de voces aisladas, no es
necesario
por sí solo, sino que conviene adquirir también la destreza en
su
uso y en su enlace. Para la escritura se empleará también la pizarra,
de
la cual con tanta frecuencia nos hemos servido, y se empezara por
trazar
sobre la misma una línea vertical representando el tono I.
El
maestro comienza y dice: «Tracen Vds. muchas veces el tono I, y
enúncienlo.
Tracen en las pizarras un rasgo de dos longitudes, y digan
cada
vez: esto significa el tono I.»
«¿Qué
han hecho Vds.?
»Tracen
Vds. en sus pizarras una línea vertical de longitud doble.
(El
maestro hace lo propio sobre el encerado.)
»Tracen,
a partir de la extremidad superior de esta línea, una línea
oblicua
de longitud doble; desde la extremidad inferior de esta línea,
tracen
una línea vertical que vaya de abajo a arriba.
»¿Lo
han hecho Vds,?
»¿Qué
han hecho?
»¡Bien!
ahí tienen Vds. la designación del tono N.
»Nombren
ahora tres veces la sílaba IN.
»¿Cómo
se forma esta sílaba?
»Se
forma por el tono I y la nasal aguda N.
»¿Podrían
Vds. hacer un signo para cada uno de ellos?
»Escriban,
pues, tres veces la sílaba IN.»
(El
maestro examina las pizarras; bórralo todo, y hace que se
comience
de nuevo a escribir la sílaba IN.)
El
maestro prosigue: «Tracen una línea vertical de longitud doble;
desde
la extremidad superior, tracen una línea semi-oblicua de una
longitud
sencilla; desde la extremidad inferior de ésta, una línea
semi-oblicua
de la misma longitud; y desde la extremidad superior de ésta,
una
línea vertical de doble longitud.»
«¿Han
concluido Vds.?
»¿Qué
han hecho?
»¡Bien!
ahí tienen Vds. la designación del sonido M.
»Escriban
muchas veces sobre vuestras pizarras el signo para el tono
M
y digan cada vez: esto designa el tono M; hagan oír el tono, cada vez
que
lo escriban.
»(M
eme).
»Designen
muchas veces el tono N, el tono I, el tono M.
»Nombren
tres veces la sílaba IM.
»¿De
qué parte de voces procede esta sílaba?
»¿Pueden
Vds. trazar estos signos por cada sílaba?
»Escriban
tres veces la sílaba IM.
»IM
IM IM.
»¿Cuántas
letras saben Vds. hacer ya?
»¿Cuántas
voces pueden componerse por medio de estas letras?»
Aunque
los adolescentes no puedan todavía contestar afirmativamente a
esta
cuestión, no deja de ser útil el sentarla, sobre todo en este momento
en
que poseen aún muy pocos signos.
La
progresión de los ejercicios de la escritura seguirá la progresión
de
las letras, según las dificultades que éstas ofrezcan; así se irá
gradualmente
de l a b, a t, a k, etc., siempre desde lo más a lo menos
fácil,
pero también uniendo siempre la lectura al signo escrito.
Para
el buen éxito de este método, importa que el joven no aprenda
nunca
nada sin ser excitado a aplicarlo, al punto, de muchas maneras
diferentes;
ley es de esta enseñanza, que cada una de las letras que el
alumno
aprenda a conocer, se una inmediatamente a las que él ya conoce;
precisa
que busque todas las voces que se escriben con las letras por él
recientemente
aprendidas, y unidas a las que él con anterioridad conocía;
he
ahí lo que, por sí solo, da a la enseñanza encanto y vida.
De
tal suerte se progresará, mediante este método tan sencillo en su
determinación
como en su manifestación, yendo de la voz monosilábica a las
voces
disilábicas y polisilábicas.
Familiarizados
los alumnos en la manifestación visible de toda voz
oída,
enunciada o simplemente formulada en el pensamiento, se buscará una
abundante
colección de palabras, que los alumnos deberán escribir; o bien
se
les dejará escribir, por sí mismos, si así lo desean, voces o pequeñas
frases.
Llegados los jóvenes a este punto, se les invitará, y es esta una
ley
de la escuela y de la enseñanza, a transcribir sobre el papel lo que
por
ellos fue escrito en sus pizarras, y leído por el maestro.
Este
ejercicio es igualmente bueno para la mano; ocupa a los jóvenes
cuyo
trabajo fue aprobado por el maestro, mientras que este manda corregir
el
trabajo de los demás; porque la corrección debe verificarse por los
mismos
alumnos bajo la dirección del maestro. Nos parece superfluo
insistir
sobre este punto. Útil es también durante esta enseñanza como
durante
cualquiera otra, que el alumno más adelantado se siente al lado o
no
lejos de otros alumnos menos adelantados que él, para que este pueda
examinar
y corregir el trabajo de sus condiscípulos.
Este
ejercicio posee una doble utilidad, sobre la cual es casi inútil
insistir.
Desde luego, mantiene todos los alumnos en actividad; después,
estimula
al alumno por el ejemplo que le da un condiscípulo más adelantado
que
él; éste halla ocasión de servirse de sus conocimientos adquiridos, y
de
adquirir los que aún le faltan; porque sucede necesariamente que el
maestro,
después de la corrección hecha por el alumno, descubre aún faltas
que,
por inadvertencia o por ignorancia, pasaron desapercibidas al joven
corrector.
Este método de enseñanza guía naturalmente hacia la enseñanza
de
la ortografía, que aquí se confunde con la de la
escritura.
Tocamos
aquí al término de esta enseñanza, por medio de la cual el
alumno
habrá adquirido la facultad de manifestar conscientemente sus
ideas,
sus pensamientos, en una palabra, toda su vida interior, mediante
líneas
y colores. Así revélase el hombre al exterior, así se hace posible
la
manifestación de su interior, desde los primeros grados de su
desarrollo,
ora por medio de líneas de colores, ora por la palabra
fugitiva
o por el lenguaje escrito. Cada grado de la enseñanza debe ser,
en
cierto modo, un todo encerrado en sí mismo, una manifestación completa
del
hombre, del interior del hombre, y debe facilitar al propio tiempo la
manifestación
del todo con el cual el hombre, el interior del hombre, se
encuentra
en relación y enlace.
-
XXVII -
La
lectura
La
escritura y la lectura son opuestas entre sí, como lo son el dar y
el
recibir, porque la acción de recibir supone la acción de dar; no se
concibe
que sea posible el recibir, sin que esta acción haya sido
precedida
por la que consiste en dar; lo mismo es con respecto a la
lectura
y a la escritura.
La
marcha de la enseñanza para la lectura emana necesariamente de la
misma
naturaleza de las cosas; fácil es de reconocer, pues el joven sabe
ya
leer según la noción primera que se refiere a esta voz. La lectura era
la
segunda y necesaria parte de la acción que verificaba el joven cada vez
que
recibía, y sobre todo cuando transcribía sus pensamientos
propios.
La
lectura, en la ordinaria acepción de esta palabra, la lectura
según
la significación que le da la escuela, la lectura de los caracteres
impresos
y escritos con arreglo a este método, es muy cómoda; pues
mientras
que, en otro tiempo, el joven, al cabo de un año de estudio, no
conseguía
sino leer apenas y con esfuerzos grandes, hoy consigue leer, sin
fatiga
ni pena, después de algunos días de ejercicios.
Lo
más importante aquí es que los caracteres impresos sean comparados
a
las letras grandes romanas precedentemente empleadas para la enseñanza
de
la escritura, y que se haga resaltar esa similitud a los ojos del niño;
decid,
por ejemplo: i es = I, o bien o es = O, o u es = U, etc., etc.;
pero
asimismo importa indicar como las líneas fundamentales de uno de
estos
géneros de letras se contienen en el otro, y como nuestros pequeños
caracteres
impresos provienen de las letras latinas.
El
punto a que ha llegado el joven en este grado de su desarrollo
general,
gracias a esta enseñanza, nos permite atestiguar que lee
correctamente
la escritura escrita y los caracteres impresos, y que indica
por
diferentes pausas, la división en el conjunto de las voces. El joven
se
ha desarrollado de tal suerte, que ya le es dado apropiarse otras ideas
además
de las suyas, comparar sus ideas propias y sus sentimientos
particulares
con las ideas y los sentimientos ajenos, y elevarse al mayor
grado
posible de desarrollo y de formación.
Así
desde el principio de su existencia hasta el momento en que
termina
el grado de la edad de adolescente, el hombre se manifiesta bajo
todos
los aspectos, grados y condiciones del desarrollo de su ser. Hemos
indicado,
en todo su enlace interno y viviente, en toda la reprocidad de
su
acción y en sus ramificaciones naturales, como en toda su realidad, el
medio
por el cual el hombre, llegado a la edad de alumno, puede y debe
recibir
el desarrollo de conformidad con su edad y con la naturaleza
humana
en general.
Si
todo lo consideramos desde el punto de vista que se ha tratado de
hacer
predominar en esta obra, notaremos que muchas manifestaciones de
vida
en el niño no tienen, en manera alguna, dirección particularmente
determinada;
así el empleo de los colores no supone un pintor, ni el del
sonido
y del canto un músico; mas estos ejercicios concurren al desarrollo
general
y a la formación del ser del hombre; son comúnmente el alimento
reclamado
por el espíritu; son el éter en el cual el espíritu vive y
aspira
la fuerza, el vigor y la extensión, si se nos permite decirlo así,
porque
las aptitudes del espíritu, don sublime hecho al hombre por Dios, y
que
sin disputa procede del mismo espíritu de Dios, deben aparecer en
cuanto
sean multiplicidad y recibir, a este título, la satisfacción,
múltiple
también, que las mismas reclaman. Hagamos, pues, constar aquí una
vez
más, que se da un golpe destructor a la naturaleza del niño, cada vez
que
se contrarían o se ahogan esas diversas direcciones del espíritu del
hombre,
que se educa y crece en la vida. Error funesto es el de los que,
creyendo
servir la causa de Dios, la del hombre y la del niño mismo, y
trabajar
por la felicidad terrenal, por la paz interna y por la celestial
beatitud
del hombre niño, descartan de éste tal o tal aptitud, para
sustituirla
arbitrariamente con tal o tal otra. Dios hace que se
desarrolle
aun la menor y la más imperfecta de las cosas en un orden
siempre
ascendente, según una ley eternamente fundada en sí misma, y que
eternamente
se desarrolla, fuera de sí misma también; y el hombre referirá
tanto
más a la Divinidad, -el más sublime de sus objetos-, sus
pensamientos
y sus actos, cuanto más sea, por sus relaciones paternales,
con
respecto a sus hijos, lo que Dios es con respecto a los hombres.
Notemos
de nuevo, a propósito de la educación de los niños, que el reino
de
Dios es el reino de lo intelectual en el hombre, en nuestros hijos, es
por
lo menos una parte del reino intelectual, del reino de Dios: he ahí
porque
debemos consagrarnos a la formación general de lo intelectual en el
hombre,
a la formación y al perfeccionamiento de su cuerpo y de su
espíritu,
como manifestaciones individuales, y siempre convencidos de que
el
hombre, para elevarse a la altura de su vocación, debe ser educado en
la
vida civil y común con arreglo a cada una de las necesidades
individuales
de su ser.
Decimos
a veces, sin dejar de reconocer estas verdades, que nos es
más
posible aplicarlas a nuestros hijos llegados a los límites de la edad
de
adolescentes, y nos preguntamos qué utilidad sacarían aquellos de esta
enseñanza
general, para su individuo o para su vocación; pues se aproxima
el
tiempo, añadimos nosotros, en que tendrán aquellos que subvenir a las
necesidades
materiales y cuotidianas de la vida y ayudarnos en nuestros
trabajos.
Tenemos razón; muy avanzados en edad son nuestros hijos para lo
que
deberían aprender aún; pero también, ¿porque no hemos cuidado de dar a
su
espíritu el alimento que le era necesario? ¿Deben por ello, estos
jóvenes,
perder su desarrollo y su formación futura? Con frecuencia
decimos
también que cuando nuestros jóvenes sean mayores, tendrán tiempo
de
recobrar lo que puedan haber perdido. ¡Insensatos de nosotros! Al
hablar
de tal suerte, ¿no oímos, por poco que escuchemos, una voz interior
que
en nosotros se rebela? Puede suceder que más tarde se recobre acá y
acullá,
algún poco de lo que no tenemos por qué ocuparnos aquí; pero lo
que
fue disipado o abandonado, durante los años de la infancia, en la
educación
y en el desarrollo del hombre, eso no puede recobrarse más. Así
pues,
nosotros, hombres, padres, madres, cuidemos de no dejar por más
tiempo
abiertas las sangrientas llagas que agotan la vida; fortifiquemos
los
lados débiles de nuestra alma; evoquemos los sentimientos y las ideas
verdaderamente
nobles, verdaderamente dignas del hombre que pueden haberse
alejado
de nuestra inteligencia; encendamos de nuevo esas apagadas
antorchas
del alma. ¿Disfrazaríamos a nuestros ojos todo lo que no es sino
la
prueba de haber dejado huecos en la educación de nuestra propia
infancia
y de nuestra propia juventud? ¿Rehusaríamos ver, en nuestra alma,
los
nobles gérmenes que, en cada una de las épocas de nuestra vida, fueron
rechazados,
comprimidos, abogados y extinguidos? ¿Y nos obstinaríamos en
no
querer reflexionar sobre ello cuando el interés de nuestros hijos lo
exige?
Poseemos una carga del todo regulada, un destino muy elevado, una
misión
por completo lucrativa: el empleo de la vida. Pero, si nos
regocijamos
con nuestra formación social y refinada, ¿podríamos evitar que
los
vacíos y las brechas de nuestra formación interna no se presentasen a
nuestra
alma, y que pudiese extinguirse en nosotros el sentimiento de esa
imperfección,
que tiene sobre todo su origen en los defectos de la
educación
de nuestra juventud?
Si
queremos que nuestros hijos, que han alcanzado ya el límite de
esta
edad sin haber aprendido nada, ni haberse desarrollado con arreglo a
lo
que esta edad supone, lleguen aún a ser hombres buenos y útiles, deber
nuestro
es conducirlos de nuevo a la enseñanza del grado de la infancia, o
por
lo menos, al del grado del adolescente, a fin de hacerles recobrar, en
cuanto
posible sea, lo que hubiesen perdido.
Puede
suceder que, de esta manera, nuestros hijos alcancen el objeto
determinado
un par de años más tarde que sus contemporáneos, ¿qué importa?
¿No
será mucho mejor dejarles alcanzar un objeto cierto algo más tarde,
que
un objeto ficticio algo más pronto? ¡Queremos ser hombres probados en
la
vida, y comprendemos tan poco y tan mal las exigencias de la vida
verdaderamente
digna! ¡Nos preciamos de ser artesanos de la vida, hombres
que
comprenden todos los asuntos íntimamente enlazados con la vida, y, no
obstante,
ahí en donde estos asuntos son tan importantes, tan serios para
nosotros,
cuán mal o cuán poco los comprendemos! Ostentamos la pretensión
de
una gran experiencia, y si se trata de recoger los frutos de la misma,
¿qué
nos toca?
Si
resumimos en un solo punto el grado de formación que el hombre ha
adquirido
por la marcha de educación y de enseñanza hasta aquí seguida,
veremos
con certeza que el joven ha obtenido el sentimiento de su ser
intelectual,
individual y espontáneo; que se reconoce como un todo
intelectual,
en su unidad como en su multiplicidad; que ha adquirido la
facultad
de manifestarse como tal en todos conceptos, de manifestar fuera
de
sí, y por la multiplicidad, su existencia en toda su unidad y su
multiplicidad.
Encontramos
y reconocemos así al hombre, lo mismo que al joven, apto
para
cumplir el deber más importante, más sublime de su destino, a saber:
la
manifestación de la acción divina de su ser.
El
presente libro y toda la vida del autor no tienen otro fin que el
de
hacer adquirir al hombre esta aptitud del conocimiento firme y seguro
de
sí mismo, para la penetración, para la claridad de la vida libremente
formulada,
para todo lo que conduce, por grados sucesivos de desarrollo y
de
formación, de la edad del adolescente a la vida. Y si necesario fuese
invocar
en testimonio de ello una garantía exterior, todos esos niños,
dotados
de tanta frescura o ingenio, de valor y de alegría, de
inteligencia
y de alma, que formaban como una graciosa guirnalda en que se
inspiraba
el autor y que mientras él escribía este libro le rodeaban, sin
fatigarse
jamás de sus lecciones, reclamándole sin cesar una satisfacción,
un
nuevo alimento para su actividad y para su vida; esos niños, repetimos,
estarían
ahí para atestiguar que escribía la verdad.
Froebel, Federico
Notas
1.
Para todo lo relativo a la educación, Fröebel tenía siempre
presente
el principio de la unidad de la vida. La aplicación continua,
clara
y completa de este principio al trabajo de la educación y a la vida
en
general, constituye el rasgo más saliente y el mayor de los méritos de
su
obra. Considerada a la luz de ese principio, la educación viene a ser
un
procedimiento de unificación, por lo que Fröebel solía llamar a su
método
«desarrollo o cultura humana para la completa unificación de la
vida.»
En su carta al duque de Meiningen determina esa tendencia en los
siguientes
términos: «Educaría seres humanos cuyos cuerpos siguieran
unidos
a la tierra, a la naturaleza; cuyas mentes se elevaran hasta el
cielo
para contemplar la verdad desde su altura, y cuyos corazones unieran
lo
terreno y lo celestial, la varia vida de la tierra y de la naturaleza y
la
gloria y paz del cielo: la tierra que es de Dios, y el cielo que es la
mansión
divina.» Más adelante dice: «No hay más poder que el de la idea, y
la
identidad de las leyes cósmicas y las de nuestra mente tienen que
reconocerse;
todas las cosas deben considerarse como la incorporación de
una
idea.» Con respecto al ser humano individual, esa unificación de la
vida
significa para Fröebel la armonía en el sentir, pensar, creer y
obrar;
con referencia a la humanidad, significa subordinación del yo al
bienestar
y al desenvolvimiento progresivo de la humanidad; en cuanto a la
naturaleza,
significa subordinación reflexiva a sus leyes de desarrollo;
tocante
a Dios, significa perfecta fe, según Fröebel la considera
realizada
en el cristianismo.
No
estará de más indicar desde un principio que Fröebel y Heriberto
Spencer
convienen esencialmente en este principio fundamental de
unificación.
Pero es necesario tener en cuenta que Fröebel aplica dicho
principio
a la educación en sus relaciones prácticas o efectos prácticos
como
una interpretación del pensamiento en la vida, mientras que Spencer
lo
aplica a la filosofía como una interpretación de la vida en el
pensamiento.
Spencer cree tan firmemente en la «llegada definitiva a la
unidad»
en el pensamiento como Fröebel en la llegada final a la unidad en
la
vida.
2.
La indulgencia no debe tomarse de ninguna manera como pretexto
para
dejar al niño solo, es decir, abandonado completamente a lo que
podría
llamarse su dirección propia, permitiendo quizás que se entregue a
viciosas
inclinaciones contrarias a la ley moral o social, en vez de
educarle
de modo que llegue a obedecer libremente a esa ley. Fröebel ve en
el
niño a un tierno y fresco brote de humanidad progresiva, y cuando pide
que
se le enseñe a seguir pasivamente y que se le proteja por la
vigilancia,
lo hace refiriéndose a la parte divina que para él hay en el
niño.
Quisiera que el educador estudiara al niño como expresión de una ley
divina
interna, y ésta es la que él quiere que obedezcamos y sigamos,
guardándola
y defendiéndola, en nuestros trabajos pedagógicos.
Evidentemente,
esto supone constante asiduidad para el debido
acomodamiento
de las circunstancias, de tal modo que el niño esté libre de
tentaciones
de insanos caprichos y perniciosas tendencias, mientras que
por
otra parte se le procuran abundantes incentivos u oportunidades para
desarrollarse
rectamente.
Teniendo
igual pensamiento, dice Spencer: «El mayor saber tiende
continuamente
a limitar nuestros impedimentos a las operaciones de la
vida.
De igual manera que en la medicina u otras ciencias, en la educación
vamos
averiguando que el éxito en lo que nos propongamos no se ha de
lograr
sino haciendo que nuestros recursos o medios sólo tiendan a
favorecer
aquel desarrollo espontáneo que todas las mentes experimentan al
adelantar
hacia su completa madurez.»
3.
La propia actividad, en el sentido que da Fröebel a esta palabra,
no
implica simplemente que el alumno ha de hacerlo todo por sí mismo, ni
que
lo haya de hacer solamente porque le resulte beneficio de ello;
implica
que en todas ocasiones ha de estar en actividad todo su ser, es
decir,
que la actividad debe emplear a un tiempo todas sus facultades. La
ley
de la propia actividad no requiere la actividad parcial solamente,
sino
la actividad general de todo el ser.
Hay
gran diferencia entre la propia actividad de Pestalozzi y la de
Fröebel.
La de el primero se refiere a la operación adquisitiva, o de
aprender,
que ocupa la memoria con cosas que apenas tienen relación
directa
o que apenas producen la expansión mental; tiene mucho que ver con
eso
de las largas listas de nombres, hechos y fórmulas verbales, con las
recitaciones,
con la imitación hasta en la lectura, escritura, canto y
dibujo.
La propia actividad a que se refiere Fröebel interesa a todo el
ser,
y a todo lo que hay en el niño cuya actividad propia se está
desarrollando,
simultánea y continuamente. Considera al niño como una
individualidad
separada y distinta de todas las demás individualidades que
forman
el universo, pero con una tendencia instintiva y general a
unificarse
con ellas; con puntos que tienden a ponerse en contacto en
todas
las direcciones del ser; y su propia actividad se aplica a esas
tendencias
externas, a obrar, en su más lato sentido, así como se aplica a
la
tendencia interna, o a ver, en su sentido más lato
también.
Por
consiguiente, Fröebel da más importancia que Pestalozzi a la
espontaneidad
de la acción, a la adaptación de todas las fuerzas activas
del
niño, y a la completa, simpática y activa cooperación del maestro, al
cual
recomienda «que viva (que aprenda y actúe) con los niños.»
Según
Fröebel, la propia actividad es acompañada necesariamente de
gozo
por parte del niño, y el gozo es la reacción interna de la propia
actividad.
En esto también le sigue Spencer, pues recomienda que «durante
la
juventud, así como en la niñez y en la edad madura, la educación
intelectual
sea instrucción propia,» y «que la acción mental inducida por
ella
haya de ser siempre intrínsecamente grata.»
4.
Dice Spencer que la educación del niño debe seguir igual marcha
que
la educación de la humanidad considerada históricamente; o en otras
palabras,
que la formación del saber en el individuo debe seguir igual
marcha
que la formación del saber en la humanidad. Spencer atribuye la
enunciación
de esta doctrina a Comte; pero como este autor publicó el
primer
tomo de su Filosofía Positiva en 1830 y Fröebel publicó su
Educación
del Hombre en 1826, la cuestión de prioridad queda desde luego
resuelta.
Es cierto que ese pensamiento estaba como en la atmósfera en
aquella
época, pues se descubren indicios de él en los escritos de
Pestalozzi,
Richter, Goethe, Kant y Hegel, y sobre todo en los de Herbart.
El
mismo Fröebel lo anticipa claramente en lo que escribió desde 1821 a
1822.
5.
El gran aprecio que Fröebel hacía de la actividad creadora y lo
mucho
que estudiaba constantemente la manera de evitar que degenerase en
destructividad,
se manifiesta en la relación de «una visita a Fröebel» por
Bormann,
quien dice al hablar de los juegos de construcción: «Dos cosas me
parecieron
especialmente interesantes y significativas. Nunca permitía
Fröebel
que los niños destruyeran una figura construida por ellos para
luego
construir otra nueva con los mismos materiales de la primera, sino
que
exigía que las nuevas construcciones se fueran haciendo por medio de
convenientes
cambios hechos en las primitivas. Con esto se evita el
apresuramiento
y se despiertan la reflexión y la paciencia, mientras que
por
otra parte se inspira el respeto a las cosas existentes y se enseña en
una
edad muy temprana a no construir con las ruinas de lo destruido, sino
a
construir de una manera ordenada con las cosas que existen
hechas.
6.
La recomendación de Fröebel de que se atienda a desarrollar la
destreza
manual, ha sido bien aceptada generalmente. Sin embargo, lo que
hoy
se pide con respecto a la instrucción manual se refiere en gran parte
a
consideraciones relacionadas con las aplicaciones industriales. Se dice
que
el carácter puramente literario de la instrucción dada en las escuelas
no
satisface a lo que demandan los intereses industriales en el mundo
actual;
que escasean el talento y habilidad aplicados a las prácticas
industriales,
mientras hay excesivo número de personas que quieran
dedicarse
a las profesiones sabias y a los trabajos propios del comercio;
que
se desprecia el trabajo manual como cosa que rebaja al individuo, en
vez
de procurarse como cosa que ennoblece, y que por consiguiente aumentan
el
pauperismo y la criminalidad como resultado de la holganza
obligada.
Mucha
fuerza tienen esas consideraciones, y es indudable que la
instrucción
manual puede evitar muchos de los males señalados. Sin
embargo,
la necesidad del adiestramiento manual como factor de la
educación
tiene más profunda base, cual es la necesidad de producir un
desarrollo
completo y general en todas las relaciones de la vida. En este
sentido
la instrucción que proporcione habilidad en los trabajos manuales
tiene
mucho de necesidad para el hombre dedicado a las ciencias o a las
letras,
para el comerciante y el empleado, para el capitalista y el
propietario,
lo mismo que para el artista y el mecánico, o para el
jornalero
o el labrador; y tan necesaria es a la mujer como al hombre. La
necesidad
de esa instrucción está en el ser inmanente del hombre más bien
que
en la conveniencia industrial transitoria.
Desde
remota época está reconocido que la experiencia, y principal y
directamente
la experiencia personal, es lo que hace que el hombre
adquiera
conocimientos y determine su conducta. Hasta hace muy poco
tiempo,
sin embargo, este hecho no se ha reconocido en las escuelas sino
por
lo que se refiere al desarrollo intelectual, que ahora se considera
fundado
en gran parte en el contacto personal directo con las cosas y los
sucesos
de la vida. En lo relativo a ciertas operaciones intelectuales, o
sea
con respecto a la expresión de las ideas, las escuelas se contentan
todavía
con el uso de las palabras, prescindiendo del valor de las cosas;
reconocen
seguramente, que el entendimiento debe gratitud a la influencia
refleja
que viene de los esfuerzos para dar expresión verbal a los
conocimientos,
pero desatienden la expresión plástica de las ideas
mediante
las manos, que tiene con las fórmulas verbales la misma relación
que
las cosas tienen con los símbolos en la impresión.
Así
resulta que para estudiar el cubo, por ejemplo, el niño
probablemente
empezará por ver el cubo, manejarlo y usarlo en sus juegos,
obteniendo
de este modo muchas nociones con respecto a su forma. Estas
nociones
pueden expresarse por medio de palabras, y también plásticamente
por
medio del barro. Ambas clases de expresión reaccionarán favorablemente
en
las ideas del niño relativas a la forma; pero la representación
plástica
resultará de mucho más efecto para aclarar la idea de las
discrepancias
e imperfecciones, pues a cada paso el niño tendrá ocasión de
comparar
la representación de su idea con la idea misma y el original, de
corregir
las faltas y de suplir las omisiones.
Por
lo tanto, al mismo tiempo que el adiestramiento manual
proporciona
habilidad para objetos industriales, y eleva el trabajo como
cosa
merecedora del respeto y gratitud del niño, hace imperiosamente
necesaria
la propia expansión permanente como ningún otro agente educativo
puede
hacerlo. Por de contado que la educación manual debe acomodar la
clase
de material que se trabaja a la capacidad y necesidades de los
niños,
de tal modo que ceda fácilmente a los esfuerzos de su limitada
habilidad,
adaptándose sin resistencia a lo que ellos procuran hacer, y
proporcionando
de ese modo a la expresión manual un automatismo semejante
al
de la palabra. Además, los productos externos de esta instrucción
manual
son más simbólicos que prácticos; el producto real y verdadero se
halla
dentro, en el ser, del niño. En tal concepto deja muy atrás al mero
adiestramiento
industrial, cuyos productos son principalmente prácticos y
externos.
De igual manera la educación manual lleva más allá que el simple
adiestramiento
industrial mecánico, pues conduce al verdadero arte
creador.
Que
al recomendar Fröebel los talleres escolares lo hacía guiado por
las
ideas que se acaban de exponer, se nota en lo que dijo al anunciar el
establecimiento
de la escuela de Helba, proyecto que desgraciadamente no
llegó
a realizar. Ese anuncio lo hizo en 1829 cuando más animaban las
esperanzas
a Fröebel por haberse captado el favor del Duque de Meiningen;
y
decía así: «La institución será fundamental, pues tanto en el
adiestramiento
físico como en la instrucción se tomará por base aquello de
que
procede todo verdadero saber y todo perfeccionamiento práctico; la
enseñanza
se apoyará en la vida misma y en el esfuerzo creador, en la
unión
y mutua dependencia del obrar y el pensar, de la representación y el
conocimiento,
del arte y de la ciencia. La institución tendrá por base de
sus
tareas los esfuerzos personales del discípulo en el trabajo y en la
expresión,
haciéndolos también fundamento de todo verdadero saber y
cultura.
Unidos por el pensamiento y reflexión, esos esfuerzos se
convierten
en medios directos de cultura; unidos a la razón, se convierten
en
medios directos de instrucción, y así hacen del trabajo un verdadero
objeto
de enseñanza.»
Fröebel
proponía que se dedicara la mañana a la instrucción en los
asuntos
corrientes del estudio escolar, y la tarde al trabajo en el campo,
en
el jardín, en el bosque, o alguna vez dentro del establecimiento. Su
lista
de ocupaciones comprendía la preparación de la leña para la cocina y
el
horno; la construcción de utensilios de cocina sencillos y de madera;
el
trenzar pleitas para hacer esterillas con que cubrir las mesas y los
suelos;
la encuadernación de libros y el rayado de pizarras y papel
pautado;
el formar varias colecciones de objetos naturales y artificiales,
y
construir cajas a propósito para esos objetos; el cuidado del jardín, de
la
huerta y sembrados; el hacer tejidos ordinarios de paja, y también
cestos
el cuidar de las plantas, gallinas, patos, etc.; la preparación de
figuras
artísticas y geométricas de papel, doblando éste, cortándolo,
taladrándolo,
tejiéndolo, entrelazándolo, cte.; el uso del cartón para
hacer
estrellas, ruedas, casas, servilleteros, cestillos, pantallas, etc.;
los
juegos con palillos, tablitas y cuentas o guisantes; la construcción
de
barquitos, molinos de viento, ruedas, etc.; el hacer cadenas y
canastillos
de alambre flexible; el modelado en barro; el dibujo y la
pintura,
y otras muchas cosas.
El
proyecto de Fröebel no llegó a realizarse; pero sus ideas fueron
como
semillas esparcidas en fructífero suelo. Allá en la distante
Finlandia
un ardiente admirador de Fröebel, el distinguido Cygnaeus,
introdujo
en 1866 el slojd, o trabajo en madera, como asignatura en las
escuelas
de su país. El éxito que esto tuvo en Finlandia fue objeto de
estudio
en Suecia, e hizo que obtuviera apoyo Clausen-Kaas en Dinamarca.
En
1875 éste fue invitado por seguidores de Fröebel a visitar a Dresde y
llevarles
una doctrina que Alemania va reconociendo gradualmente como
despreciado
o descuidado don de uno de sus propios hijos. Mientras tanto,
el
pensamiento había encontrado defensor en el Dr. Schwab, de Viena, a
cuya
actividad y propaganda se debe que en todo el imperio austro-húngaro
tengan
hoy jardines y talleres muchas escuelas; y en 1882 se decretó en
Francia,
que en todas las escuelas públicas de enseñanza elemental
dedicaran
los niños y las niñas dos o tres horas a la semana a instruirse
en
trabajos manuales.
En
las instrucciones especiales que luego se han dado sobre el
particular
en Francia, se dispone entre otras cosas lo siguiente. Los
niños
de siete a nueve años recibirán instrucción de ejercicios manuales
para
que se desarrolle su destreza manual, cortando figuras geométricas de
cartón,
haciendo cestos, modelando figuras geométricas y objetos
sencillos.
Los niños de nueve a once años se ejercitarán en hacer objetos
de
cartón que hayan de cubrirse con papel satinado, en torcer y trenzar
alambre
de hierro, en la construcción de objetos de alambre de hierro y
madera
(por ejemplo, jaulas de pájaros), en modelar adornos
arquitectónicos,
y en el uso de las herramientas más comunes. Los niños de
once
a trece años practicarán el dibujo y modelado, el uso de herramientas
para
labrar madera (cepillos, sierras, tornos, etc.), y en el empleo de la
lima
y otras herramientas para alisar piezas de metal fundido y para
trabajar
el hierro.
En
todos estos casos la influencia educativa del trabajo, como
actividad
creadora y de expresión, constituye el principal objeto. Se
procura
el establecimiento de verdaderos talleres-escuelas, esto es,
talleres
que sirvan para los fines escolares, en los cuales se tenga por
mira
el desarrollo de las facultades físicas y morales de un ser humano
completo,
destinado a la entera posesión de la vida interna y externa.
Difieren
en este respecto de las escuelas de artes y oficios manuales, de
las
escuelas técnicas, de las escuelas industriales o de otros nombres,
cuyo
objeto especial es la preparación para los trabajos propios del
mecánico,
del ingeniero o de algún ramo de industria. Naturalmente que en
esas
escuelas el trabajo propio de ellas no carecerá de influencia
educativa,
pero ésta es de orden secundario y de poca importancia, con
relación
a los fines particulares de dichos establecimientos. Las escuelas
de
esta clase existían ya en todos los países mencionados, mucho tiempo
antes
de que se dispusieran talleres escolares adjuntos a los
establecimientos
de enseñanza elemental.
7.
La ley de la conexión de los contrastes o relación de los
contrarios,
la designa Fröebel llamándola unas veces ley del desarrollo y
otras
veces ley de la unificación. Para Fichte y Hegel ésta es una ley del
pensamiento
simplemente; pero para Fröebel es más bien una ley de la vida.
En
una carta suya dirigida a Krause en 1828 lo explica con claridad en
estas
palabras: «Veo la simple marcha del desenvolvimiento progresivo
desde
el análisis a la síntesis, el cual aparece en el pensamiento puro y
también
en el desarrollo de toda cosa viva.» Cuando en 1850 Poesche y
Benfey
compararon en su presencia esta ley con la ley de Fichte de la
constitución
idealista de las cosas, y con el método dialéctico de Hegel,
dijo
Fröebel: «Es ambas cosas y, sin embargo, nada tiene en común con
ninguna
de ellas; es la ley que la contemplación de la naturaleza me ha
enseñado,
y que propongo a fin de que sirva para guiar a los niños en su
desarrollo.»
Una
ilustración externa de esta ley halla Fröebel en su Segundo
Juego,
que consiste en la esfera, el cubo y el cilindro. La esfera y el
cubo
son contrastes evidentes; representan la unidad y pluralidad (en las
superficies
o caras), el reposo y el movimiento, la recta y la curva.
Ambas
figuras aparecen combinadas en el cilindro, que tiene una superficie
curva,
sobre la cual se mueve, y varias (dos) superficies planas, sobre
las
cuales reposa. En sus lecciones dadas en Hamburgo en 1849, propuso la
siguiente
representación sistemática de todo desarrollo. El signo (-)
quiere
decir elementos fijos o constantes; el signo +, elementos fluidos o
variables;
y el signo ±, la unión o combinación de unos y otros
elementos.
En
un escrito sumamente instructivo sobre este asunto, el Dr.
Hohlfeld
dice lo siguiente acerca de los contrastes y de su mediación o
conexión:
«En calidad, los términos de un contraste o son ambos
afirmativos
(contrarios), como hombre y mujer, ciencia y arte, Dios y el
mundo,
o sólo uno de los términos es afirmativo y el otro negativo
(contradictorios),
como el sí y el no, lo bueno y lo no bueno. El término
negativo
sólo existe en abstracción; el contraste contradictorio comprende
simplemente
de una manera conveniente la suma de todos los contrastes
contrarios
de una idea dada. Así el no yo comprende todo lo existente
menos
el yo.
Por
su dirección, los términos de un contraste son rectos o son
oblicuos.
Los primeros están coordinados o están subordinados. La
naturaleza
y la mente, el hombre y la mujer, el arte y la ciencia, son
contrastes
coordinados. En los contrastes de Dios y el mundo (todo y
parte,
cuerpo y miembros), el segundo término está subordinado al primero.
Los
contrastes entre el hombre y el bruto, el animal y la planta, la
ciencia
y un arte particular, son oblicuos.
En
modalidad, los contrastes son temporales o eternos, o participan
de
ambas condiciones combinadas.
La
mediación o conexión de los contrastes es directa o indirecta
(verdadera
mediación) y la primera es o más externa o más interna.
Ejemplos
de contrastes directos más externos, los hallamos en la
combinación
de una horizontal y una vertical formando ángulos rectos o
cruz
recta, y en la yuxtaposición de los colores azul y rojo. Ejemplos de
contraste
más interno, los hallamos en la línea oblicua, que participa de
la
horizontal y de la vertical; en la mezcla de los colores azul y rojo,
que
forman el morado o violeta; o en la combinación del azufre y el
mercurio,
de la cual resulta el cinabrio. Estas conexiones directas más
internas
son excelentes medios entre los simples términos de los
contrastes.
Así la línea oblicua media entre lo horizontal y lo vertical,
y
el color violeta entre el azul y el rojo, etc.
8.
Con respecto al orden de desarrollo de los sentidos, la opinión de
Fröebel
requiere modificación. Dice Darwin que un niño suyo fijó la vista
en
la luz de una vela el noveno día de haber nacido, y que hasta los
cuarenta
y cinco días ninguna otra cosa le hizo fijar la vista; a los
cuarenta
y nueve le llamó la atención una borla de colores vivos, según lo
manifestó
fijando la vista en ella, como también por los movimientos de
los
brazos. Es verdad que en la primera quincena ya se notó, repetidas
veces,
que sentía el efecto de un ruido súbito, y que cuando tenía
cuarenta
y seis días le hizo llorar del susto un estornudo de su padre;
pero
probablemente esos movimientos eran reflejos y tenían poco que ver
con
el verdadero oído, pues al cumplir ciento veinte y cuatro días se
observó
que aun le era difícil el conocer de dónde venía un sonido. Todo
esto
indica que la vista se desarrolla antes que el oído. Dice Champneys
que
un niño suyo fijó la vista en la luz de una bujía a la semana de haber
nacido;
hasta los catorce días no se volvió hacia su madre cuando esta le
hablaba,
y aun entonces no le sorprendían los sonidos repentinos por
fuertes
que fueran, a menos que fueran acompañados de vibraciones muy
vivas.
Halla Taine que la primera prueba positiva del verdadero oído se
obtiene
a los dos meses y medio, cuando el niño al oír la voz de una
persona
vuelve la cabeza hacia al lado de donde recibe el sonido. Es de
notarse
que todos estos observadores hallan la prueba de la audición en el
hecho
de volver la cabeza o los ojos hacia el punto de donde parte el
sonido;
y esto parece implicar que el sentido de la vista se emplea como
medio
para juzgar, y que por consiguiente ha tenido que desarrollarse
antes.
Afirma
Preyer que su hijo manifestó que era sensible a la luz mucho
antes
de cumplirse el primer día de su existencia. Al segundo día ya
cerraba
rápidamente los ojos al acercarle una luz; al noveno, apartaba
vivamente
la cabeza; al décimo, miraba la luz colocada a la distancia de
un
metro sin que le hiciera pestañear; y al undécimo día ya la miraba con
muestras
de placer. El color, parece que le causaba impresión a los veinte
y
tres días; y después de cumplido el primer mes, la vista de objetos
relucientes
ocasionaba manifestaciones de alegría. En cuanto al sentido
del
oído, Preyer menciona la dificultad de distinguir los movimientos
convulsivos
de los párpados, debidos a la acción refleja por diversas
causas,
de los movimientos semejantes debidos a las impresiones auditivas.
Hasta
el cuarto día no pudo convencerse de que su hijo había dejado de ser
sordo,
pues entonces el dar una palmada junto al niño le hizo abrir
repentinamente
los ojos; en el mismo día el silbarle al oído le hizo
detener
el llanto; en el undécimo y duodécimo días se notaba que le hacía
efecto
la voz del padre; y a los veinte y cinco días se notaron indicios o
síntomas
menos dudosos de que el niño sentía los sonidos; a la sexta
semana
manifestó que le hacía efecto el sonido musical, pues ya se
tranquilizó,
abriendo mucho los ojos, al oír que su madre le cantaba.
Todo
parece probar que el desarrollo de la vista precede al del oído.
El
niño percibe la luz, decididamente, desde el primer día, pero no el
sonido
antes del cuarto día; el color le impresiona a los veinte y tres
días,
y el sonido musical no le hace efecto hasta los treinta y tres días.
De
esto se deduce que la opinión de Fröebel sobre el desarrollo de estos
dos
sentidos es insostenible.
Además
manifiesta Preyer que ni la vista ni el oído son los primeros
en
el orden del desarrollo, sino que el primer lugar corresponde al
sentido
del gusto, que desde el nacimiento mismo permite a la criatura
distinguir
lo dulce de lo amargo, agrio o salado. De igual modo, ciertas
partes
del cuerpo, como la lengua y los labios, son sensibles al contacto
de
cosas externas desde el nacimiento; y muchas observaciones indican que
también
se nota entonces la sensibilidad a ciertos olores, aunque menos
definida.
Esto parece estar de perfecto acuerdo con la historia biológica
de
los sentidos, la cual demuestra que todos ellos son diferenciaciones de
un
sentido, del tacto general, que existe en todas las formas inferiores
de
protoplasma individualizado.
Sin
embargo, una vez establecidos los sentidos, parece natural que en
su
desarrollo subsiguiente hayan de adelantarse la vista, el oído y el
tacto
especializado. Estos sentidos sirven más que el gusto, el olfato y
el
tacto general para que el ser humano pueda hacer esfuerzos para separar
el
yo del no yo, a fin de lograr el dominio del último. Y en este nuevo
desarrollo
también la vista y el tacto, llevando al hombre más lejos de su
yo
por la percepción, resultan relativamente más importantes que el
oído.
9.
Las madres y otras personas encargadas del cuidado de los niños
retardan
a veces la unificación del lenguaje y el pensamiento, por la
costumbre
de emplear demasiado las palabras o frases que desde un
principio
forman imperfectamente los niños, como son las voces incompletas
y
aun aquellas que nunca se usan sino para hablar a las criaturas. Suele
hacer
gracia la misma imperfección con que los niños empiezan a hablar;
pero
es perjudicial el animarles a que sigan empleando las voces que ellos
inventan,
y el usarlas siempre para hablarles a ellos. Lo que conviene es
procurar
corregirles los defectos de pronunciación o de dicción, tratando
de
proporcionar auxilio, hablándoles bien, a fin de que dominen las
dificultades
que les ofrece el hablar. Para hablarles con ternura y cariño
no
es necesario valerse de palabras incorrectas o extrañas y que para nada
hayan
de servir después.
Sin
embargo, es preciso animar al niño y ayudarle en sus esfuerzos
desde
que empieza a balbucear, y sobre todo cuando principia a
entretenerse
en repetir esos peculiares monólogos que consisten en
articulaciones
iguales y continuadas, como ta ta ta, la la la, da da da,
te
te te. Entonces conviene que las personas que le oyen repitan
igualmente
esas articulaciones, lo cual hará que se acostumbre antes a
imitar
los sonidos y palabras de que usan los demás. Hasta cierta época
puede
ser útil también el empleo de palabras más o menos onomatopéyicas,
tales
como mu para significar la vaca, tin tin, por campanilla, guau guau
por
perro, etc. Pero aun en estos casos debe procurarse asimismo usar el
nombre
verdadero junto con la voz imitativa, para prescindir luego
enteramente
de su empleo.
Por
otra parte, cuando el niño se esfuerza por imitar las palabras
que
oye, y dice, por ejemplo, aba por agua, meno por bueno, chucho por
sucio,
etc., la única manera de corregirle consiste en hacerle oír con
toda
claridad las palabras bien pronunciadas. De esto se tiene que cuidar
mucho,
porque cuando un niño habla o pronuncia con peculiar incorrección,
suele
ser debido enteramente a imperfecciones del oído o de los órganos
vocales;
y el único remedio que contra eso pueden emplear las personas que
rodean
al niño, es el de hablarles siempre con toda corrección y pureza.
Naturalmente,
no queremos decir que hayan de usarse palabras altisonantes
ni
formas de expresión complicadas. Por el contrario, las expresiones
deben
ser sencillas y proporcionadas a la inteligencia del niño, pues las
frases
«mira al perro», «leche dulce», etc., dichas con expresión
agradable
ayudarán mucho al niño a que entienda y le cause gozo lo que se
le
dice; mientras que el decirle, por ejemplo, «mira el perro bonito que
juega
y corre con los otros perros y con los gatos», o esto otro, «mamá le
da
al niño toda la leche que quiere, y que está muy dulce», es decir cosas
que
para el niño carecen de significación, porque sólo alguna que otra de
las
palabras empleadas le hacen pensar en lo que se le quiere decir. Las
observaciones
hechas por Hólden y Humphreys, corroboradas por la
experiencia
de muchas madres a quienes se han consultado acerca del
particular,
indican que los niños aprenden con gran facilidad los nombres,
y
luego por su orden los verbos, adjetivos, adverbios, pronombres,
conjunciones
y preposiciones. Según Hólden, dos niños habían adquirido, al
cumplir
los dos años, el siguiente vocabulario:
Nombres Verbos Adjetivos Adverbios Otras palabras Total
Primer
niño:285 167 34 2928 488
Segundo
niño: 280 90 37 1725 399
No
incluyó Hólden en esta lista unas quinientas palabras que esos
niños
solían repetir maquinalmente sin entenderlas bien, y aun sin
entender
nada de ellas. Humphreys averiguó que el vocabulario adquirido
por
cierto niño de dos años constaba de quinientos noventa y dos nombres,
doscientos
ochenta y tres verbos, ciento catorce adjetivos, cincuenta y
seis
adverbios, treinta y cinco pronombres, veinte y ocho preposiciones,
cinco
conjunciones y ocho interjecciones, no contando tampoco ciertas
voces
usadas en los cuentos, ni los numerales, los días de la semana y
muchos
nombres propios.
Las
observaciones realizadas por esos dos autores y por otros muchos,
parecen
indicar que después de cumplidos los dos años el niño normalmente
desarrollado
no tiene para qué pronunciar imperfectamente, ni emplear
afijos
innecesarios ni repeticiones de sílabas como suelen hacerlo cuando
principian
a hablar.
10.
Mucho se ha dicho desde remotos tiempos sobre la importancia y
utilidad
del juego de los niños. Platón dice: «Que los juegos de los niños
ejercen
la mayor influencia con respecto a la observancia de las leyes o
lo
contrario; que durante los tres primeros años el alma de la criatura
debe
mantenerse en estado de alegría y bondad apartando de ella el dolor y
los
temores, y halagando al niño con el canto, el sonido de la flauta y el
movimiento
rítmico; que en el siguiente período de la vida, cuando los
niños
casi inventan sus juegos, deben reunirse en los templos a jugar bajo
la
vigilancia de personas mayores que han de observar y cuidar de su
conducta.»Parece
como que se anticipa a Fröebel al pedir que se
regularicen
los juegos acompañándolos de música; y dice: « Desde los
primeros
años han de sujetarse a reglas los juegos de los niños, porque si
esos
juegos y los que toman parte en ellos son arbitrarios y no se ajustan
a
ley alguna, ¿cómo podrán los niños llegar a ser hombres virtuosos,
sumisos
y obedientes a la ley? Si, por el contrario, se enseña a los niños
la
obediencia a las leyes o reglas en sus juegos, el amor a la ley entra
en
sus almas como la música que acompaña sus juegos, no los abandona nunca
y
los auxilia en su desarrollo.» También Aristóteles opinaba que a los
niños
menores de cinco años no se les debía enseñar nada, ni siquiera
ningún
trabajo necesario, a fin de no impedir su desarrollo, sino que se
les
había de acostumbrar al movimiento suficiente para evitar la
indolencia
del cuerpo, lo cual, según él, puede lograrse por varios
medios,
entre los cuales figura el juego, «que no debe ser escaso ni
difícil
o cansado en demasía, ni perezoso.» En otro lugar habla de la
necesidad
del «empleo entretenido» para los niños, «a fin de que su
distracción
evite que anden por la casa haciendo destrozos.» Hasta
Quintiliano,
que pedía la instrucción desde muy temprano, y añadía que
como
los niños «tienen que hacer algo» se les había de enseñar a leer «tan
pronto
como supieran hablar», recomienda que la instrucción sea «como una
diversión
para el niño», y no se opone al empleo de «piezas de marfil, en
figura
de letras, para que los niños jueguen con ellas.» Considera el
juego
en si mismo como «señal de actividad de la mente», y cree que «los
niños
que juegan con cierta calma y falta de animación no tienen luego
aptitud
notable para ningún ramo de las ciencias.»
Fenelón
cree en la eficacia del juego, y Locke opina que «la inocente
locura
de los niños, sus juegos y sus actos infantiles han de dejarse en
completa
libertad y sin restricción alguna»; que «el contener o reprimir
la
alegría natural en esa edad sólo sirve para desequilibrar el
temperamento
físico o moral»; que «ese humor juguetón que la naturaleza ha
adaptado
sabiamente a la edad de la infancia, debe favorecerse para
sostener
la animación del niño y darle salud y fuerza»; y que «el
principal
arte consiste en que todo lo que hayan de hacer les parezca
diversión
y juego.» Afirma también, que «dándoles completa libertad en sus
recreos
se descubrirán sus temperamentos, inclinaciones y aptitudes.» Por
su
parte, dice Richter: «Sólo la actividad puede producir y mantener la
tranquilidad
y la dicha; y al contrario de lo que sucede con los juegos de
las
personas mayores, los de los niños son la expresión de una actividad
seria,
aunque aparentemente ligera y aérea. El juego es la primera
producción
poética (creativa)del hombre.»
A
Fröebel le corresponde, sin embargo, el haber determinado la
verdadera
naturaleza y oficio del juego y el haberlo regulado de modo que
conduzca
gradual y naturalmente al trabajo, haciendo que éste sea también
espontáneo
y grato, libre y tranquilo, realizando en todos sentidos de la
actividad
humana lo que Píllans afirma con relación al trabajo escolar, al
decir
que «cuando a los niños se les enseña como es debido, están tan
contentos
en la escuela como jugando, pocas veces menos y con frecuencia
más
satisfechos con el ejercicio bien dirigido de sus facultades mentales
que
con el de sus fuerzas musculares.»
Gran
parte de lo que se llama juego lo considera Preyer como
verdadera
experimentación, refiriéndose más particularmente al estudio de
aquellos
cambios producidos por la propia actividad del niño. Dice que
cuando
el niño tiene de cuarenta y cinco a cincuenta y cinco semanas de
edad,
ya suele entretenerse, con no poca paciencia, en rasgar papeles,
haciéndolos
pedacitos. La explicación de esto la encuentra «en el placer
que
el niño siente al notar que él mismo es la causa de tan notable
cambio.»
Otro tanto sucede con respecto a los entretenimientos infantiles
«de
agitar un manojo de llaves, o abrir y cerrar una caja o una bolsa (a
los
trece meses); de sacar, vaciar, rellenar y cerrar el cajón de una
mesa;
de amontonar y luego esparcir arena, y volver las hojas de un libro
(de
los trece a los diez y nueve meses); de hacer hoyos o surcos y
trabajar
en la arena; de arreglar piedrecillas, conchas o botones,
juntándolos
o repartiéndolos en montones, etc. (a los veinte y un meses);
de
llenar y vaciar botellas, tazas y otras vasijas (de los treinta y uno a
treinta
y tres meses), y de arrojar piedras al agua. Es notable el celo y
afición
con que el niño ejecuta todos esos actos que al parecer carecen de
objeto.
La sensación placentera ocasionada por tales ejercicios tiene que
ser
muy grande, y probablemente proviene del sentimiento del propio poder
y
de ser la causa de los varios cambios.»
11.
Que el solo instinto no le basta a la madre para guiar rectamente
al
niño, lo demuestran las muchas prácticas crueles a que se somete a los
niños
en las tribus bárbaras, y la persistencia con que se mantienen
muchas
costumbres necias, y aun perniciosas, en las mismas naciones
civilizadas
de nuestros días. No pocas madres recuerdan con profundo pesar
las
muchas equivocaciones que ellas mismas han cometido inadvertidamente y
cuyos
malos efectos no han logrado corregir después de años de trabajo. La
inteligencia
es lo que ha de agregar al instinto un propósito consciente,
despertando
en el alma el sentido del deber, haciendo que la cabeza ayude
al
corazón, que la prudencia se junte al amor, que se evite lo inútil, y
que
se obtenga el buen resultado apetecido.
12.
El dibujo ofrece al niño la ocasión de relacionar íntimamente lo
interior
con lo exterior, por lo que se refiere al sentido de la vista.
Los
objetos se representan libres de los atributos corpóreos; y sin
embargo
sus imágenes tienen una realidad visible, y hacen recordar con
viveza
los atributos ausentes. Por el dibujo da el niño expresión visible
a
sus ideas y siente el íntimo placer de crear en cierto modo lo que su
fantasía
le dicta. Esto explica por qué el niño se aficiona tanto al
entretenimiento
de ejercitarse repetidamente en el uso del lápiz, el papel
o
la pizarra; y también explica la satisfacción con que prolonga esos
ejercicios.
13.
Según las ideas de Fröebel, «vivir con los niños» significa
penetrarse
de sus sencillos modos de ver y decir, de sentir y pensar, de
querer
y obrar; significa poner a su servicio nuestro mayor saber y fuerza
auxiliándoles
con paciencia, guardándoles y guiándoles en los actos de su
vida
y en su espontáneo trabajo de buscar la luz y el amor.
El
vivir con los niños supone simpatía por la niñez, conocimiento y
aplicación
de la naturaleza infantil; implica verdadero interés por todo
lo
que a ellos interesa, sentir alegría y pesar en la misma proporción que
a
ellos les afecte el gozo o la pesadumbre, y no simplemente según
nosotros
juzguemos de una pérdida o ganancia, de lo real o de lo aparente;
implica
que hemos de mirarnos con los ojos del niño, oírnos con sus oídos
y
juzgarnos con su viva intuición.
14.
La familia, según Fröebel, es el tipo de la vida humana
unificada.
En ella la esencia trina de la humanidad (luz, amor y vida)
está
individualizada en el padre, la madre y el niño, predominando la luz
en
el padre, el amor en la madre y la vida en la criatura. De todo esto es
centro
el amor, como la madre es a su vez el centro de la familia. La luz
puede
proporcionar existencia individual y conocimiento, pero sólo el amor
puede
hacer grata la vida. Esto está de completo acuerdo con la doctrina
de
Fröebel sobre el principio primario de la unidad de la vida; porque el
elemento
afectivo de nuestro ser, el corazón humano, es lo que más se
acerca
en nosotros a la divinidad. La cabeza y las manos no son más que
instrumentos
del corazón, que los dirige y manda.
15.
En este punto como en otros, Fröebel se atiene al pensamiento de
que,
en el orden de desarrollo, lo inferior es condición necesaria para
pasar
a lo superior, y que lo primero debe su valor a lo segundo. Esto lo
manifiesta
Fröebel cuando presenta el desarrollo de la espontaneidad
consciente,
tomando por punto de partida la mera energía o fuerza según
aparece
y funciona en la formación de los cristales. Por la misma razón
recomienda
que se favorezca esa espontaneidad, todavía en forma de simple
instinto
relativamente; esa actividad, más o menos falta de objeto, que
aparece
casi como un efecto reflejo de las impresiones que en gran número
recibe
el niño. En esta actividad ve Fröebel el germen y promesa del
desarrollo
superior, de las más elevadas diferenciaciones del propósito
consciente.
Por eso quiere que se conduzca al niño desde el juego frívolo,
y
al parecer sin objeto, al terreno del trabajo formal; no despreciando el
juego,
sino presentándolo y dirigiéndolo convenientemente.
16.
En este pasaje indica el autor más claramente que en otro alguno
su
opinión acerca de la máxima que dice: «Aprended a hacer haciendo», de
que
tanto se ha abusado y que algunas veces se le ha atribuido a él, por
personas
bien intencionadas pero mal informadas, Es verdad que Fröebel
admite
que la destreza haya de adquirirse con la práctica; pero nunca hace
de
la destreza misma el objeto de la actividad educativa, pues no la
considera
de valor sino cuando sirve a los fines de la inteligencia.
Quiere,
ciertamente, que se haga u obre, pero siempre como expresión del
pensamiento
y sentimiento. En este particular Fröebel sigue a Comenius más
de
cerca y fielmente que los profesores demasiado celosos que al parecer
no
han aprendido del gran maestro moravo sino su máxima de «Aprended a
hacer
haciendo.» El mismo Comenius la aplica exclusivamente a las artes
escolares
(como el arte de la escritura, de la lectura, de hablar, del
canto
y del cálculo) y trata de ella en un capítulo relativo y subordinado
a
su Método de las Ciencias que, según él dice, requieren «vista, objeto y
luz.»
Esto no se desvirtúa por el hecho de que «toda ciencia se origina de
su
correspondiente arte.» Todo arte es un organismo empírico complexo, el
cual
requiere la cooperación de sistemas más o menos extensos de acciones
de
ver y hacer, variamente relacionados entre sí. La ciencia
correspondiente
se desenvuelve a medida que aprendemos a considerarla como
un
todo vivo, racionalmente constituido.
17.
Ya indica Fröebel su idea de los Jardines de la Infancia, que él
consideraba
como el lugar verdaderamente adecuado para enseñar a los
niños,
donde sus facultades pudieran dirigirse sin violencia hacia las
vías
sociales. Según se acostumbra educar en las casas de familia y en las
escuelas,
se prescinde casi totalmente de esa fase social de la naturaleza
infantil,
y hasta se la suele despreciar como cosa inconveniente al
bienestar
individual del niño. Para la madre el niño es su hijo, y para la
escuela
un niño. Tal vez esto sea disculpable, por lo que se refiere a la
madre,
puesto que a ella le corresponde especialmente el cuidar del
primitivo
germen de desarrollo individual, fundamento del futuro valor
social
del niño, y puesto que la casa paterna rara vez ofrece las
condiciones
convenientes al objeto de educar al niño para la vida en
sociedad
con sus iguales. Pero con relación a la escuela, el asunto varía
de
aspecto; porque en ella se proporcionan todos los elementos de una
sociedad
de iguales, y son tantas las ocasiones que se ofrecen a la
actividad
y al trabajo en común, que el aislamiento resulta sumamente
difícil.
Por lo mismo será fácil el crear en la escuela una atmósfera o
ambiente
de buena voluntad general; desarrollar y favorecer los hábitos de
simpatía,
gratitud y auxilio mutuo; hacer que el discípulo vaya
comprendiendo
cada vez más el valor que para él tiene el esfuerzo social,
y
el valor que él mismo tiene para la sociedad; infundir en el alma de
cada
uno el sentimiento de la dignidad generosa y del propio sacrificio
racional,
que hace cumplir toda obligación sin ceder ningún derecho.
Con
los Jardines de la Infancia ha proporcionado Fröebel una sociedad
ideal
de iguales, a la cual puede unirse el niño en la época precisa en
que
sus instintos sociales empiezan a ser conscientes. Todos los trabajos
escolares
ganarían, si la escuela se relacionase orgánicamente con los
Jardines
de la Infancia y se convirtiese en institución donde los futuros
hombres
y mujeres pudieran aprender las artes de la coordinación y
subordinación,
de la jefatura creadora y directiva, de auxiliarse con
inteligencia
y agrado para la realización de fines comunes. Así la escuela
serviría
para fortalecer la individualidad del discípulo, proporcionándole
vigor
por medio del ejercicio, haciéndole adquirir cada vez más conciencia
de
sí mismo en la práctica; elevaría sus aspiraciones y conducta, dándole
la
tendencia a buscar objetos dignos de una generosa actividad,
facilitándole
el aprender a dirigir o guiar, en aquellas cosas en que
manifieste
condiciones para hacerlo, o a seguir de buen grado a otros en
aquellos
asuntos en que sus facultades le señalen lugar más
humilde.
18.
Así indica el autor lo que en los Jardines de la Infancia se ha
formulado
y arreglado bajo el nombre de ejercicios por grupos. En esta
clase
de ejercicios, algunos niños o toda la pequeña sociedad unen su
habilidad
y fuerzas para ejercitarlas con un fin común en los juegos y
ocupaciones,
pudiendo referirse a un solo juego u ocupación y también a
varios.
Citaremos algunos ejemplos. El ejercicio por grupos queda limitado
a
un solo juego u ocupación cuando los niños usan los papeles de doblar,
como
si fueran losas, para formar o representar un piso; cuando emplean
los
objetos del tercer juego para representar una hacienda de labor con
sus
edificios, instrumentos, etc.; cuando combinan las piezas del cuarto
juego
para denotar la disposición de un tranvía; cuando dos niños
construyen
una casa, doblando una hoja grande de cartón cortado, mientras
los
demás se ocupan en construir los muebles, doblando hojas de papel más
pequeñas,
para imitar mesas, sillas, camas, espejos, cuadros, etc. Para
esto
se pone completamente en acción la individualidad de cada niño, y sin
embargo
se ejercita en servir a un objeto común, subordinándose a lo que
pide
o necesita la pequeña sociedad, con ninguna pérdida y mucha ventaja.
Resulta
esto más evidente todavía cuando se utilizan varios juegos y
ocupaciones.
Sirvan de ejemplo los siguientes. En un rincón del tablero de
arena
convenientemente preparado, se esparcen unos puñados de arena en los
cuales
se echan papeles de plegar amarillos, cortados y arrollados para
poderlos
hincar en la arena de modo que representen un sembrado. Cerca de
ese
supuesto campo varios niños construyen un pueblecillo con las piezas
de
los juegos quinto y sexto; otros levantan casi en el centro del tablero
una
fábrica grande; otros trazan y arreglan un camino, un arroyo, un
puente,
con piezas a propósito; unos niños se ocupan en preparar sacos de
harina,
hechos de barro;
y
dos niños construyen una carreta cargada, valiéndose de palillos y otros
materiales
adecuados. De esta manera resulta que todos los niños se unen
para
expresar lo que saben acerca de la historia del trigo.
Sería
conveniente que en las escuelas primarias se desarrollaran esas
tendencias
sociales metódicamente y en armonía con el desarrollo
individual.
19.
Una de las cosas más difíciles en los Jardines de la Infancia es
el
contar cuentos a propósito para los párvulos, y no menos dificultad
ofrece
el dar instrucciones detalladas sobre la manera de contarlos e
inventarlos;
pero pueden darse algunas reglas que faciliten esa práctica.
En
primer lugar, todo cuento debe ser sencillo por su trama y por su
forma,
procurando la mayor sobriedad posible en los sucesos y el lenguaje,
que
han de ser bien claros para que el niño comprenda enteramente lo que
se
le cuenta. Por lo tanto, deben evitarse las construcciones complicadas,
los
términos dificultosos, las frases que expresen sentimientos
incomprensibles
y las máximas morales confusas.
La
trama del cuento tiene que ser verosímil, esto es, los sucesos han
de
ser posibles y tener entre sí conexión lógica. Todo lo repugnante y
vicioso
debe rechazarse, y no se citarán castigos crueles ni situaciones
ridículas,
porque estas cosas pervierten el sentido moral del niño. El
cuento
ha de servir para que el niño entre con su imaginación en un mundo
ideal
de verdadera belleza y bondad, en el cual pueda reposar el ánimo y
rehacer
sus fuerzas después de luchar con lo desagradable en la vida. Ha
de
hacer que el niño aprenda a amar lo verdadero, lo bello y lo bueno, de
tal
manera que cuando se le presente lo contrario de todo esto lo rechace
su
espíritu. También deben ser tales los cuentos, que el niño pueda
imitarlos
fácilmente valiéndose de su pequeño caudal de experiencias y
dando
a éstas más animación con sus ideales infantiles de lo amable y
bueno.
20.
Durante la primera época de la vida de Fröebel, todavía estaban
confiadas
las escuelas, en muchos casos, a personas que se mantenían
principalmente
de otra ocupación; sobre todo a sastres, zapateros,
tejedores,
etc. Solía suceder también, que en los pueblos y aldeas más
pobres
el maestro trabajaba como tal en invierno, pasando luego el verano
dedicado
a las labores del campo o al pastoreo. Sólo había un librejo para
las
escuelas, el cual contenía «la suma total de la enseñanza», y su mayor
parte
la formaba el catecismo luterano.
21.
Esto no significa que la instrucción escolar tenga por principal
objeto
la disciplina mental, según dicen los que abogan por la preferencia
de
los estudios formales. Nadie más contrario que Fröebel a las diversas
prácticas
escolares de «machacar en hierro frío» con el puro objeto de
adquirir
«fuerzas para machacar.» Lo que él pide es la enseñanza de los
principios,
en contraposición a la enseñanza de reglas y hechos aislados.
Pensaba
lo mismo que Spencer ha expresado después del siguiente modo:
«Entre
una mente llena de reglas y una mente llena de principios hay una
diferencia:
la misma que hay entre un montón de materiales confundidos y
los
mismos materiales cuando ya forman un todo completo y organizado,
estando
todos unidos entre sí.» Se observará que en ambos casos se
incluyen
elementos materiales y se excluye el mero formalismo.
22.
El siguiente extracto de los Aforismos de Fröebel, escritos en
1821,
manifiesta la significación que él daba a la esfera como símbolo de
la
unidad de la vida. «La figura esférica, decía, es el símbolo de la
diversidad
y de la unidad en la diversidad. Lo esférico representa la
diversidad
desarrollada de la unidad de la cual depende, así como
representa
la relación de toda diversidad con su unidad. Lo esférico es lo
general
y lo particular, lo universal lo individual, la unidad y la
individualidad
al mismo tiempo. Es el desarrollo infinito y la limitación
absoluta,
y une la perfección e imperfección. Todas las cosas desenvuelven
su
naturaleza esférica perfectamente sólo con representar su naturaleza en
su
unidad; en alguna individualidad, y en alguna diversidad. La ley de la
esfericidad
es la ley fundamental de toda cultura humana verdadera y
adecuada.
23.
Lo que despertó en Fröebel su interés por la cristalografía
fueron
las lecciones de Weiss dadas en Berlín el año de 1812. Halló en la
cristalografía
la posibilidad de la prueba directa de la conexión íntima
entre
todas las cosas. Después de la campaña de 1813 contra Napoleón,
volvió
en seguida a sus estudios y obtuvo el empleo de ayudante del
catedrático
Weiss en el Real Museo de Historia Natural. Refiriéndose
Fröebel
a ese período, dice lo siguiente «Lo que ya había visto de tantas
maneras
en el gran universo, en la vida de los hombres y en el desarrollo
de
la humanidad, lo volví a ver hasta en el más pequeño de los cristales;
vi
claramente que lo divino no sólo se halla en las cosas grandes, sino
que
también se encuentra en las más diminutas. Se lo descubre con todo su
poder
y abundancia hasta en las cosas más pequeñas. De modo que mis
cristales
y tierras se convirtieron para mí en espejo del desenvolvimiento
e
historia de la humanidad.» Sin embargo, le desconcertó mucho la
multiplicidad
de las formas fundamentales, según se enseña en la ciencia
de
la mineralogía; y se esforzó mucho por reducir todas las figuras a una:
al
cubo probablemente. Los resultados de esos esfuerzos se expresan en
algunos
párrafos del texto en que Fröebel sigue tratando de los cristales,
y
aunque no son aceptados en la mineralogía actual, manifiestan
perfectamente
la fe que él tenía en el principio de la unidad de la
vida.
En
una carta dirigida al duque Meiningen, dice Fröebel: «El mundo de
los
cristales hizo que se me manifestaran clara e inequívocamente las
leyes
de la vida humana.» Sin embargo, su genio le indujo y obligó a
abandonar
el estudio de las piedras por el de los hombres, y
sacrificándolo
todo, hasta rehusando una cátedra de mineralogía, se dedicó
a
los trabajos pedagógicos.
24.
Sirvan de ilustración las siguientes figuras: La Fig. 1 indica
los
tres pares de direcciones contrarias (tres direcciones bilaterales) en
las
cuales obra la fuerza, formando los tres ejes del cubo (Fig. 2), del
octaedro
(Fig. 3) y del tetraedro (Fig. 4). En la Fig. 2 los ejes terminan
en
caras; en la Fig. 3, terminan en puntos (vértices); y en la Fig. 4 los
puntos
terminales de un eje se hallan en aristas.
25.
La tendencia instintiva de los niños a la enunciación rítmica se
manifiesta
bien por el carácter de las primeras palabras que pronuncian:
papa,
mama, tata; y por lo que se deleitan con la repetición rítmica de
sílabas
que al parecer nada significan y que para muchos es un mero
ejercicio
sin sentido alguno.
Pérez
afirma que una niña de veinte y seis meses estuvo repitiendo
desde
por la mañana hasta por la noche y casi sin cesar, por espacio de
dos
semanas, toro-toro-toro, rápapi, rápapi, rápapi, monotonía rítmica que
la
deleitaba en extremo. Otro niño de cerca de tres años estuvo repitiendo
por
espacio de tres meses las siguientes sílabas articulándolas con
claridad
y en alta voz: ta-bi-le, ta-bi-le, ta-bi-le. Si se observa
cuidadosamente
a los niños, se verá con cuanta frecuencia se distraen muy
a
su gusto repitiendo sílabas que formen ritmo.
26.
En los primeros períodos no ha de aprender el niño los cantos tan
sólo
por cantar. Han de venir a ser esos cantos como la expresión casi
espontánea
de ciertos estados afectivos, de igual modo que el lenguaje
expresa
espontáneamente ciertos estados intelectuales. El maestro ha de
procurar
valerse de los cantos, en las ocasiones oportunas, como medio de
expresar
el contento, de modo que el canto infunda alegría durante los
juegos
y el trabajo, o después de un cuento adecuado. De este modo se
logrará
despertar cierto interés en la mayoría de los niños; pues cogiendo
el
sentido de la melodía, pueden luego, muy pronto, repetirla parcial o
totalmente.
Por
de contado que eso depende en gran parte del carácter de las
melodías
y de su adaptación a las necesidades del niño. El excesivo uso
del
piano suele ser un gran obstáculo; ese instrumento no debe emplearse
hasta
que los niños sepan enteramente el canto, de manera que sirva para
acompañarles
en lugar de servir para enseñarles. Teniendo en cuenta que el
piano
ofrece inexactitudes inevitables en los intervalos, es preciso
obviar
en lo posible este inconveniente, teniendo siempre muy bien afinado
el
piano.
La
letra de los cantos o cancioncillas no debe ser demasiado pueril,
ni
tampoco ha de estar fuera de la comprensión del niño; y el diapasón en
que
se canten las melodías no debe ser demasiado alto, ni demasiado bajo,
lo
que todavía es peor. El cantar escalas y los ejercicios de intervalos
deben
dejarse para más adelante, porque estos ejercicios no son a
propósito
para los primeros períodos en cuanto tienden a dar demasiada
importancia
al canto como parte de la enseñanza.
27.
Cuando Fröebel publicó La educación del hombre ya apreciaba el
valor
educativo de los simples juguetes, pero sus ideas acerca del
particular
eran muy incompletas. Hasta el año de 1835 no se le ocurrió
valerse
de la bola, del más sencillo y adecuado de los objetos, como
juguete
para los niños; idea que le sugirió al ver jugar a la pelota a
unos
muchachos cerca de Burgdorf. En 1836 ya había llegado a inventar los
primeros
cinco juegos de la serie que lleva el nombre del autor; pero
todavía
faltaba el cilindro al segundo juego, y el quinto juego constaba
de
veinte y siete cubos enteros. El cilindro no vino a formar parte del
segundo
juego hasta 1844 tal vez, y fue cuando Fröebel percibió claramente
y
formuló la idea de la mediación externa de los contrastes en la
educación.
En un semanario que empezó a publicar en 1850 describía ya un
Sistema
de juegos y ocupaciones semejante al adoptado en los Jardines de
la
Infancia. Desde la muerte de Fröebel se han hecho algunas adiciones y
modificaciones
en los referidos juegos; y en cuanto parecen estar de
acuerdo
con las ideas de Fröebel, se presentan agrupados en el cuadro
sinóptico
que sigue al presente párrafo. Este cuadro ofrece una
descripción
concisa de cada juego que la necesita; y en los primeros seis
juegos
se designan por su orden [y entre llaves] el carácter principal
externo
e interno del juego respectivo, y la lección esencial que el juego
habría
de enseñar al niño, en el supuesto de que los objetos pudieran
hablarle.
CUADRO
SINÓPTICO DE LOS JUEGOS Y OCUPACIONES.
Juegos.
A.
Cuerpos (Só1idos).
I.
[Color (1); -Individualidad (2); -«Aquí estamos» (3).] Seis bolas
de
estambre, de colores, y como de pulgada y media de diámetro. -Primer
juego.
II.
[Forma (1); -Personalidad (2);-«Vivimos» (5).] Bola, cilindro y
cubo
de madera, de pulgada y media de diámetro. -Segundo juego.
III.
[Número (divisibilidad) (1); -Propia actividad (2); -«Venid a
jugar
con nosotros» (3).] Ocho cubos de a pulgada, que forman un cubo de
dos
pulgadas (2 x 2 x 2). -Tercer juego.
IV.
[Extensión (1); -Obediencia (2);-«Estudiadnos» (8).] Ocho piezas
de
madera (2 x 1 x 1/2 pulgadas), que vengan a formar un cubo de dos
pulgadas.
-Cuarto juego.
V.
[Simetría (1); -Unidad (2); -«¡Qué hermoso!» (3).] Veinte y siete
cubos
de a pulgada, tres cortados por la mitad y tres cortados
diagonalmente
en cuatro partes, que formen un cubo de tres pulgadas (3 x 3
x
3). -Quinto juego.
VI.
[Proporción (1); -Libre obediencia (2);-«Sed nuestros dueños»
(3).]
Veinte y siete piezas de madera en figura de ladrillo, tres cortados
a
lo largo en dos mitades y seis cortados trasversalmente en dos mitades
también,
para formar un cubo de tres pulgadas. -Sexto juego.
B.
Superficie. -Tablillas de madera.-Séptimo juego.
I.
Cuadrados (derivados de las caras de los cubos del segundo o
tercer
juego).
1.
Cuadrado entero (de una pulgada y media en cuadro, o de una
sola
pulgada).
2.
Medios cuadrados (cuadrados cortados diagonalmente).
II.
Triángulos equiláteros (de una pulgada o pulgada y media de
lado).
1.
Triángulos enteros.
2.
Medios triángulos (cada triángulo equilátero se corta desde
uno
de sus ángulos perpendicularmente a la base, resultando dos triángulos
escalenos
rectos y acutángulos de 60º y 30º).
3.
Tercios de triángulos (cada triángulo equilátero se corta del
centro
a los vértices, resultando triángulos isósceles obtusos con ángulos
de
30º a 120º.)
C.
Líneas. -Octavo juego.
I.
Rectas. (Listoncillos de longitud varia).
II.
Circulares. (Círculos de metal o papel de varios tamaños;
círculos
completos, semicírculos y cuadrantes.)
D.
Puntos. -Lentejas, guisantes, piedrecitas, hojas, trocitos de cartón o
de
papel, etc. -Noveno juego.
E.
Reconstrucción. -(Por análisis, el sistema ha ido descendiendo desde la
figura
sólida al punto. Este último juego facilita al niño el reconstruir
o
rehacer sintéticamente la figura plana y el sólido, a partir del punto.
Consta
de guisantes ablandados o bolitas de cera y palillos aguzados o
pajas.)
-Décimo juego.
Ocupaciones.
A.
Sólidos. (Modelado en barro, figuras de cartón, tallado en maderas,
etc.).
B.
Superficies. (Plegados y recortes de papel; pintura, etc.)
C.
Líneas. (Entrelazados y entretejidos; juegos con hilos; bordados,
dibujos,
etc.)
D.
Puntos. (Ensartar cuentas, botones, etc., agujerear el papel,
etc.)
La
distinción de juegos y ocupaciones, aunque Fröebel no la formuló
claramente,
es muy importante. Los juegos tienen por objeto presentar de
cuando
en cuando al niño nuevos aspectos universales del mundo externo,
adecuados
al desarrollo intelectual del niño. Las ocupaciones tienen por
objeto
proporcionar materiales para la práctica de ciertas clases de
habilidad
o destreza. Cualquiera cosa sirve para una ocupación, con tal
que
tenga bastante plasticidad, y que pueda ser dominada por las
facultades
del niño; pero el juego, con respecto a su forma y material, se
determina
por la fase cósmica que ha de ofrecerse a la percepción del
niño,
y por el estado de desarrollo de éste en el período de su edad al
cual
se destina el juego. De ahí que nada como el Primer juego puede
despertar
tan bien en la mente del niño el sentimiento y conciencia de un
mundo
de cosas individuales; pero hay muchísimas ocupaciones que le
facilitan
al niño el medio para adquirir destreza en la manipulación de
las
superficies.
El
juego le ofrece al niño cosas nuevas y la ocupación fija las
impresiones
hechas por el juego. El juego sólo invita al arreglo de cosas,
mientras
que la ocupación invita también a dominarlas, modificarlas,
formarlas,
y hasta inventarlas. El juego facilita el descubrimiento, y las
ocupaciones
la invención. El juego proporciona conocimiento, y la
ocupación
poder.
Las
ocupaciones son parciales y los juegos generales o universales.
Las
ocupaciones interesan solamente a cierta parte del ser, y los juegos a
todo
el ser del niño.
Fröebel
manifestó cuáles eran las cuatro condiciones a que los
verdaderos
juegos deben satisfacer:
1º.
Deben representar completamente, cada uno a su tiempo, el mundo
externo
del niño, su macrocosmo.
2º.
Cada uno a su vez debe facilitar al niño el modo de dar
satisfactoria
expresión, por medio de sus juegos, al mundo interno, a su
microcosmo.
3º.
Por consiguiente, todo juego debe representar en sí mismo una
unidad
o todo completo y ordenado.
4º.
Cada juego ha de contener a todos los precedentes, y ha de ser
como
anuncio de todos los que le sigan.
En
breves términos: todo juego debe ayudar al niño, a su debido
tiempo
y en el más lato sentido, a hacer lo externo interno y lo interno
externo,
y a encontrar la unidad entre lo uno y lo otro.»
28.
Para el maestro que sabe dirigir escuelas de párvulos, como son
los
Jardines de la Infancia, los juegos de sociedad pueden auxiliarle
mucho
para guiar el desarrollo social. Los niños aprenden a hacer uso de
los
juegos de sociedad como si fueran juguetes comunes, y por medio de
ellos
pueden dar expresión a sus ideas colectivas sobre asuntos de interés
social.
Para
este objeto el maestro no debe enseñar los juegos de una manera
fija,
valiéndose de los niños para realizar sus intentos en cada juego. En
realidad,
de hacerlo así, cada niño aprendería individualmente, y sin
relación
con los demás, a jugar a ese juego como podría aprender una
lección,
perdiendo entonces el interés activo que hubiera de inspirarle.
El
maestro ha de empezar el juego de una manera muy sencilla al principio,
unas
veces desde su mesa y otras veces en el mismo círculo de los niños,
enseñándoles
a representar las cosas más sencillas que ellos puedan pensar
acerca
del asunto a que se refiere el juego. Después procederá
gradualmente,
añadiendo de vez en cuando hechos y relaciones ya conocidos
por
la observación o enseñanza, y modificando con frecuencia los juegos a
fin
de representar los diferentes hechos considerados desde distintos
puntos
de vista o en más complexas relaciones.
Esto
inducirá y animará a los niños oportunamente a dar aplicación en
sus
juegos a los resultados de sus propias observaciones y sugerir
modificaciones
o adiciones de acuerdo con su creciente conocimiento e
interés.
Así el juego se desarrollará según aumente el conocimiento social
y
poder de los niños, convirtiéndose en expresión adecuada de su
desenvolvimiento
interno en ese sentido.
Fin
DONADO
POR LOGOS