BERNARDO DE MONTEAGUDO

 

 

 

ORACIÓN INAUGURAL

 

 

 

Yo prefiero una procelosa libertad

a la esclavitud tranquila.

Aislado el hombre en su primitivo estado y reducido al estrecho círculo de

sus insuficientes recursos, buscó en la sociedad de sus semejantes el

apoyo de su precaria existencia, y bien presto la necesidad sancionó la

unión recíproca que anhelaba el instinto. Mas apenas conoció las primeras

ventajas de esta asociación, cuando ya sintió sus inconvenientes y

peligros: el más fuerte, el más sagaz de los asociados hizo los primeros

ensayos de la tiranía, y el débil resto empezó a preparar con su

obediencia pasiva la materia de que se había de formar después el primer

eslabón de la cadena de los mortales. La sociedad hizo progresos, el

hombre satisfizo sus necesidades, encontró lo útil, descubrió lo agradable

y calculó que podría dilatar con el tiempo la esfera de sus placeres. Cada

día daba un paso en sus adquisiciones y retrogradaba en sus recursos,

porque sus urgencias se multiplicaban en razón de aquéllas: crecían sus

apetitos, pululaban sus pasiones, y su inexperta razón fluctuaba en la

impotencia de satisfacerlas. En este contraste empezó el hombre a inventar

recursos y combinar sus fuerzas con los primeros medios que lo sugería su

limitado y naciente ingenio. El error presidió sus primeros ensayos, y en

el embrión de sus combinaciones descubrió ya el germen de sus vicios,

resultado preciso de su ignorancia; porque la perversidad no es sino el

efecto de un falso cálculo. Por último emprendió el crimen sin prever sus

consecuencias, y su corazón recibió entonces diferentes impresiones que

fijaron la época de su corrupción y de su infelicidad.

Ofuscado ya el espíritu humano y viciada su complexión moral, se

familiarizó con los atentados y puso por ley fundamental de su primer

código la fuerza y la violencia. En este período la raza de los hombres se

multiplicaba ya por todas partes, y de las primeras sociedades empezaron a

formarse sucesivamente reinos, imperios y numerosas asociaciones. La

tierra se pobló de habitantes; los unos opresores y los otros oprimidos:

en vano se quejaba el inocente; en vano gemía el justo; en vano el débil

reclamaba sus derechos. Armado el despotismo de la fuerza, y sostenido por

las pasiones de un tropel de esclavos voluntarios, había sofocado ya el

voto santo de la naturaleza, y los derechos originarios del hombre

quedaron reducidos a disputas, cuando no eran combatidos con sofismas.

Entonces se perfeccionó la legislación de los tiranos: entonces la

sancionaron a pesar de los clamores de la virtud, y para acabar oprimirla

llamaron en su auxilio el fanatismo de los pueblos, y formaron un sistema

exclusivo de moral y religión que autorizaba la violencia y usurpaba a los

oprimidos hasta la libertad de quejarse, graduando el sentimiento por un

crimen.

Mientras el mundo antiguo, envuelto en los horrores de la servidumbre,

lloraba su abyecta situación, la América gozaba en paz de sus derechos,

porque sus filántropos legisladores aun no estaban inficionados con las

máximas de esa política parcial, ni habían olvidado que el derecho se

distingue de la fuerza como la obediencia de la esclavitud; y que, en fin,

la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes, cuyo

vasallo es el príncipe. No era fácil permaneciesen por más tiempo nuestras

regiones libres del contagio de la Europa, en una época en que la codicia

descubrió la piedra filosofal que había buscado inútilmente hasta

entonces. Una religión cuya santidad es incompatible con el crimen sirvió

de pretexto al usurpador. Bastaba ya enarbolar el estandarte de la cruz

para asesinar a los hombres impunemente, para introducir entre ellos la

discordia, usurparles sus derechos y arrancarles las riquezas que poseían

en su patrio suelo. Sólo los climas estériles donde son desconocidos el

oro y la plata, quedaban exentos de este celo fanático y desolador. Por

desgracia la América tenía en sus entrañas riquezas inmensas, y esto bastó

para poner en acción la codicia, quiero decir el celo de Fernando e Isabel

que sin demora resolvieron tomar posesión por la fuerza de las armas, de

unas regiones a que creían tener derecho en virtud de la donación de

Alejandro VI, es decir, en virtud de las intrigas y relaciones de las

cortes de Roma con la de Madrid. En fin, las armas devastadoras del rey

católico inundan en sangre nuestro continente; infunden terror a sus

indígenas; los obligan a abandonar su domicilio y buscar entre las bestias

feroces la seguridad que les rehusaba la barbarie del conquistador.

Establecida por estos medios la dominación española se aumentaban cada día

los eslabones de la cadena que ha arrastrado hasta hoy la América, y por

el espacio de más de 300 años ha gemido la humanidad en esta parte del

mundo sin más desahogo que el sufrimiento, ni más consuelo que esperar la

muerte y buscar en las cenizas del sepulcro el asilo de la opresión. La

tiranía, la ambición, la codicia, el fanatismo, han sacrificado millares

de hombres, asesinando a unos, haciendo a otros desgraciados, y reduciendo

a todos al conflicto de aborrecer su existencia y mirar la cuna en que

nacieron como el primer escalón del cadalso donde por el espacio de su

vida habían de ser víctimas del tirano conquistador. Tan enorme peso de

desgracias desnaturalizó a los americanos hasta hacerlos olvidar que su

libertad era imprescriptible: y habituados a la servidumbre se contentaban

con mudar de tiranos sin mudar de tiranía. En vano de cuando en cuando la

naturaleza daba un grito en medio de la América por boca de algunos héroes

intrépidos: un letargo profundo parecía ser el estado natural de sus

habitantes, y si alguno hablaba, luego caía sobre su cabeza el homicida

anatema del rey o de sus ministros, y los buenos deseos de los corazones

sensibles doblaban la desgracia y la humillación de los demás... Las

edades se sucedían, las revoluciones del globo mostraban la instabilidad

del trono de los déspotas, y sólo la América parecía estar destinada a

servir de eterno pábulo a la tiranía exaltada, hasta que presentándose

sobre la escena del mundo un político y feliz guerrero, cuyos triunfos

igualan el número de sus empresas, y a quien con razón hubiera mirado la

ciega gentilidad como al Dios de las batallas, concibe el gran designio de

regenerar a esa nación degradada por la corrupción de su corte, enervada

por las pasiones de sus ministros y reducida por la ignorancia a una

estúpida apatía que no lo dejaba acción sino para aniquilar lo que ya

había destruido su codicia. Lo consigue por medio de la fuerza combinada

con la persuasión e intrigas de los mismos españoles, y el león de tan

decantada bravura rinde la cerviz a las armas del emperador. Llegan las

primeras noticias a la América, y al modo que un fenómeno incalculado pone

en entredicho las sensaciones del filósofo, quedan todos al primer golpe

de vista poseídos de sorpresa, que en los unos produce luego el pavor y en

otros la confianza. Los hombres se preguntan con asombro ¿qué hay de

nuevo? Y todos buscan el silencio para contestar que pereció la España y

se disolvió ya la cadena de nuestra dependencia. No importa que busquen

todavía el silencio y la sombra para respirar; en breve serán todos

intrépidos, y sólo temblarán los que antes infundían terror al humilde

americano.

Así sucedió a poco tiempo: empezó nuestra revolución, y en vano los

mandatarios de España ocurrirán con mano trémula y precipitada a empuñar

la espada contra nosotros: ellos erguían la cabeza, y juraban apagar con

nuestra sangre la llama que empezaba a arder; pero luego se ponían pálidos

al ver la insuficiencia de sus recursos. La Plata rasgó el velo; la Paz

presentó el cuadro; Quito arrostró los suplicios; Buenos Aires desplegó a

la faz del mundo su energía y todos los pueblos juraron sucesivamente

vengar la naturaleza ultrajada por la tiranía.

Ciudadanos, he aquí la época de la salud: el orden inevitable de los

sucesos os ha puesto en disposición de ser libres si queréis serlo: en

vuestra mano está abrogar el decreto de vuestra esclavitud y sancionar

vuestra independencia. Sostener con energía la majestad del pueblo;

fomentar la ilustración, y tales deben ser los objetos de esta sociedad

patriótica, que sin duda hará época en nuestros anales, si, como yo lo

espero, fija en ellos los esfuerzos de su celo y amor público. Analicemos

la importancia de esta materia.

 

 

Artículo primero

No habría tiranos si no hubiera esclavos, y si todos sostuvieran sus

derechos, la usurpación sería imposible. Luego que un pueblo se corrompe

pierde la energía, porque a la transgresión de sus deberes es consiguiente

el olvido de sus derechos, y al que se defrauda lo que se debe a sí propio

le es indiferente el ser defraudado por otro. Cuando veo a Roma libre

producir tantos héroes como ciudadanos, cuando veo al tribuno, al cónsul,

al dictador sacrificarse en las calamidades públicas a las furias

infernales por medio de una augusta y terrible ceremonia; cuando veo que

el espíritu público forma el patrimonio de un romano; cuando veo el

pabellón de la república en toda Italia, en una parte de la Sicilia, en la

España, en las Galias y aun en el Africa, infiero desde luego que en Roma

no puede haber un usurpador, porque veo que el pueblo sostiene sus

derechos y respeta sus deberes; pero cuando veo que cada magistrado es un

concesionario, que sólo el dinero y la intriga elevan los pretendientes a

las sillas curules, que las legiones de la República no son ya sino las

legiones de los próceres, y que los ciudadanos no tratan sino de hacer un

tráfico vergonzoso de sus derechos, no dudo que se acerca la época de

Augusto y el fin de la república.

Un usurpador no es más que un cobarde asesino que sólo se determina al

crimen cuando las circunstancias le aseguran la ejecución y la impunidad;

teme la sorpresa, y procura prevenir el descuido: la energía del pueblo lo

arredra, y así espera que llegue a un momento de debilidad o caiga en la

embriaguez febril de sus pasiones: él conoce que mientras la Libertad sea

el objeto de los votos públicos, sus insidias no harán más que

confirmarlas, pero que cuando en las desgracias comunes cada uno empieza a

decir "yo tengo que cuidar mis intereses", este es el instante en que el

tirano ensaya sus recursos y persuade fácilmente a un pueblo aletargado

que la fuerza es un derecho: todas las demás consecuencias proceden de

este principio, pero es imposible que las armas lo sancionen si la

debilidad del pueblo no lo autoriza: en vano se presentarán en Atenas

treinta tiranos para usurpar la autoridad por la fuerza, ellos podrán por

el espacio de ocho meses hacer temblar a la virtud y sacrificar 1,500

ciudadanos privándolos aún de los obsequios fúnebres, pero mientras los

atenienses amen la Libertad y el pueblo no degenere por la corrupción,

Atenas será libre, y no faltará un Tracíbulo que restablezca la majestad

del pueblo. No lo dudemos; mientras éste sostenga sus derechos, los

tiranos harán vanas tentativas, y donde crean elevar su trono no harán más

que encontrar su sepulcro.

Pero todo pueblo ilustrado, bárbaro, guerrero o pacífico, virtuoso o

corrompido necesita una causa que lo mueva y un agente que lo determine:

él se entregaría a impresiones ciegas y desordenadas en el momento que le

faltase un principio determinante de sus acciones: él necesita que los que

mejor conocen sus intereses lo ilustren, y sabe muy bien que aunque no es

fácil se corrompa su corazón, podría vacilar su suerte en los peligros,

fluctuar su prosperidad en la paz y ver amenazada su existencia por la

fuerza o la anarquía. Prevenido de este instinto busca siempre en los

conflictos una mano que lo sostenga y corre con entusiasmo donde lo llama

el héroe que le ofrece salvarlo: si poseído éste del amor a la gloria

emprende cosas grandes, su ejemplo le hace sentir luego hasta qué grado de

fuerza puede elevarse su virtud, y comunicándose a la multitud la energía

del individuo llega a fijar su destino.

Ningún pueblo ha derogado ni puede derogar sus derechos; su propensión a

la salud pública es una necesidad que resulta de su organización moral, y

su amor a la independencia es tanto mayor, cuanto es más íntimo el

convencimiento que tiene de su propia dignidad: él la sostendrá con sus

fuerzas físicas, si el que dirige su opinión desenvuelve esta aptitud. Al

hombre ilustrado toca este deber, y sus luces son la medida de los

esfuerzos con que debe contribuir. He aquí como insensiblemente he venido

a fijar la regla que debe formar el espíritu de una institución que

empieza en este memorable día y llegará a ser en breve el seminario de las

virtudes públicas.

Yo no dudo que si hubiera sido compatible con el sistema antiguo la

existencia de un solo hombre capaz de hacer conocer a los pueblos de

América su dignidad, el período de la opresión acaso no hubiera sido más

durable que el de la sorpresa que causó en ellos la irrupción de Hernán

Cortés y Pizarro; pero un plan reflexivo de tiranizar fulminaba ya

terribles anatemas contra todos los que tenían alguna influencia en la

multitud, y no le inspiraban ideas de envilecimiento y servidumbre, ni le

hacían entender que debían mirar como un don del cielo las cadenas que

arrastraba, obedecer a la fuerza como a una ley sagrada, respetar la

esclavitud como un deber natural y no conocer otra voluntad que la de un

déspota a quien la preocupación hacía inviolable. Esta ha sido la causa

que ha perpetuado hasta nuestros días el sistema colonial de la península:

los pueblos habían olvidado su dignidad, y ya no juzgaban de sí mismos

sino por las ideas que les inspiraba el opresor.

Confirmada por la experiencia la causa de nuestros males es tiempo de

repararlos, destruyendo en los pueblos toda impresión contraria a la

inviolabilidad de sus derechos. Yo tengo la complacencia de esperar que la

sociedad patriótica contraerá todos sus esfuerzos a este objeto,

considerándolo como una de sus primordiales obligaciones: ella debe por

medio de sus memorias y sesiones literarias grabar en el corazón de todos

esta sublime verdad que anunció la filosofía desde el trono de la razón;

la soberanía reside sólo en el pueblo y la autoridad en las leyes: ella

debe sostener que la voluntad general es la única fuente dé donde emana la

sanción de ésta y el poder de los magistrados: debe demostrar que la

majestad del pueblo es imprescriptible, inalienable y esencial por su

naturaleza; que cuando un injusto usurpador la atropella y se lisonjea de

empuñar un cetro que se resiente de su violencia, y ofrece a la vista de

todos el proceso abreviado de sus crímenes, no hace poner más que un

precario entredicho al ejercicio de aquella prerrogativa y paralizar la

convención social mientras dure la fuerza sin debilitar un punto los

principios constitutivos de la inmunidad civil que caracteriza y distingue

los derechos del pueblo.

Cuando la América esté firmemente convencida de estas verdades y olvide

esos inveterados errores que una moral exclusiva y parcial ha convertido

en dogmas inconcusos, ocurriendo a la autoridad del tiempo en defecto de

la sanción de las leyes para persuadir que la justicia era el apoyo de sus

principios: cuando la América conozca que el santo código de la naturaleza

es uno e invariable en cualquier parte donde se multiplica la especie

humana, y que son iguales los derechos del que habita las costas del

Mediterráneo, y del que nace en las inmediaciones de los Andes: cuando

recuerde su antigua dignidad, y reflexione que sus originarios

legisladores conocieron de tal modo los imprescriptibles derechos del

hombre, y la naturaleza de sus convenciones sociales, que considerándose

siempre como los primeros ciudadanos del Estado, y los más inmediatos

vasallos de la ley, no miraban en el pueblo que les obedecía sino la

primera fuente de su autoridad, sin embargo de que su origen podía

hacerles presumir que su misma cuna les daba derecho al trono: cuando la

América entre a meditar lo que fue en los siglos de su independencia; lo

que ha sido en la época de su esclavitud, y lo que debe ser en un tiempo

en que la naturaleza trata ya de recobrar sus derechos, entonces deducirá

por consecuencia de estas verdades, que siendo la soberanía el primer

derecho de los pueblos, su primera obligación es sostenerla, y el supremo

crimen en que puede incurrir será, por consiguiente, la tolerancia de su

usurpación. Todo derecho produce un deber relativo de sostenerlo, y la

omisión es tanto más culpable, cuanto es más importante el derecho: cada

uno de los que tengan parte en él es reo delante de los demás si deja de

contribuir a su conservación. Yo bien sé que los miembros de esta naciente

sociedad están penetrados de estos principios, y que su conducta va a

formar la mejor apología de ellos: bien sé que uno de los motivos

determinantes de esta reunión patriótica ha sido analizar y conocer a

fondo las preeminencias del hombre, los derechos del ciudadano y la

majestad del pueblo; pero es imposible sostenerla sin ilustrarlo sobre los

principios de donde deriva, sobre la teoría en que se funda y sobre los

elementos del código sagrado de la naturaleza, última sanción de todos los

establecimientos humanos. Pero si el error y la ignorancia degradan la

dignidad del pueblo disponiéndolo a la servidumbre, la falta de virtudes

lo conduce a la anarquía, lo acostumbra al yugo de un déspota perverso, a

quien siempre ama la multitud corrompida; porque la afinidad de sus

costumbres asegura la impunidad de sus crímenes recíprocos. Nada

importaría que desempeñase la sociedad aquel primer objeto, si

prescindiese de estos dos últimos: el silencio respecto de ellos haría

quimérica toda reforma e inverificable todo plan; y las medidas que se

adoptasen serían tan frágiles como sus principios.

 

 

Artículo segundo

La ignorancia es el origen de todas las desgracias del hombre: sus

preocupaciones, su fanatismo y errores, no son sino las inmediatas

consecuencias de este principio sin ser por esto las únicas. Yo no

pretendo probar que todo pueblo ignorante sea precisamente desgraciado;

porque encuentro a cada paso en la historia del género humano ejemplares

de varios pueblos que han sido felices hasta en cierto punto en medio de

su misma barbarie. Tampoco me he propuesto combatir al ciudadano de

Ginebra demostrando que el progreso de las ciencias no ha contribuido a

corromper las costumbres, sino antes bien a rectificarlas: dejemos a la

Academia de Dijon que examine este problema, mientras la experiencia lo

decide sin necesidad de ocurrir a razonamientos sutiles.

Los sentimientos del corazón son el termómetro que descubre la infancia o

madurez, la debilidad o el vigor, la rectitud o corrupción de la razón.

Sus progresos en el bien o el mal tienen como todas las cosas su

principio, su auge y su ruina; períodos consiguientes a la debilidad de

todo ser limitado que no puede llegar sino por grados al extremo del vicio

o la virtud. Cuando yo veo a un pueblo estúpido envuelto en las tinieblas

del error, observo, sin embargo, que nada ha podido sofocar el instinto

que lo arrastra a la felicidad, y que en medio de sus inveteradas

preocupaciones él tiene una invencible propensión a mejorar su destino.

Sus mismos errores son una prueba de ello: incapaz de conocer el bien o el

mal por ignorancia, delira en sus opiniones, confunde sus principios,

invierte el orden de sus ideas, respeta sus caprichos, adopta sistemas

extravagantes y llega a poner el crimen en el rango de las virtudes,

lisonjeándose de haber encontrado la verdad cuando más se ha alejado de

ella. Este es el momento en que eclipsadas ya todas las nociones, e

incontrastable en el error, sólo gusta de lo que puede apoyar y perpetuar

sus preocupaciones: entonces se consagra al fanatismo, porque en él

encuentra la sanción de sus errores: fanático al principio por debilidad y

luego por costumbre adora la obra de su delirante imaginación; mira los

prestigios como misterios; su degradación como una virtud heroica, y el

plan de sus pasiones, de sus inepcias y caprichos viene a ser la moral que

reconoce.

He aquí ya un pueblo que para ser esclavo no necesita sino que se le

presente un tirano: ignorante, preocupado y fanático él no puede apreciar

la Libertad, porque habituado a sujetar todos sus juicios a un sofista que

mira como oráculo, y limitando el ejercicio de su voluntad a una

obediencia servil, fija su felicidad en poner trabas a sus ideas, en

aislar sus sentimientos y en encadenar sus facultades, como si su destino

no fuese otro que abrumar su debilidad con un juego voluntario. Tales son

los efectos de la ignorancia, tales sus progresos y resultados. Yo no

necesito confirmar mis razonamientos con ejemplos: si ellos están fundados

en la naturaleza de las cosas, si la historia del hombre los justifica,

excusado sería inculcar sobre la conducta de los tiranos, último

comprobante de lo que he afirmado: excusado sería multiplicar reflexiones

para probar que la ilustración es un crimen en su arbitraria legislación:

excusado sería recordar las expresas prohibiciones que nos sujetaban hasta

hoy a una humillante y funesta ignorancia: excusado sería irritar nuestro

furor al vernos después de tres siglos sin artes, sin ciencias, sin

comercio, sin agricultura y sin industria; no teniendo en esto otro objeto

el gobierno de España que acostumbrarnos al embrutecimiento para que

olvidásemos nuestros derechos hasta el deseo de reclamarlos.

Si la ignorancia es el más firme apoyo del despotismo, es imposible

destruir éste sin disipar aquélla: mientras subsista esa madre fecunda de

errores serán puestos en problema los más incontrovertibles derechos o se

confundirán con los más perniciosos abusos, resultando no menos funesto

que el primero. De aquí procede que muchos creen que amar la Libertad,

cuando sólo buscan el libertinaje, olvidando que aquélla no es sino el

derecho de obrar lo que las leyes permiten, como lo demuestra un escritor

del siglo de Luis XIV. Propenso el hombre a abusar de sus mismas

preeminencias se lisonjea siempre de encontrar en ellas la salvaguardia de

sus crímenes, y cree vulnerados sus derechos, cuando se trata de fijarles

el término moral que los circunscribe, o cuando se le advierte el

precipicio a que conduce su abuso: infatuado por el error atropella la

autoridad de la razón, y prostituyendo sus derechos los destruye, y mira

como a un opresor al que quiere sujetarlo en la esfera de sus deberes. Por

desgracia, el corazón llega a ser cómplice en estos delirios, y entonces

la reforma es más difícil, pero todo el mal procede de un principio.

Incierta y vacilante la razón entre el error y la ignorancia, degeneran

sus ideas, y el bien o el mal causan iguales impresiones en la voluntad,

porque el instinto moral que sigue en sus movimientos, la vicia por su

propia contradicción y la seduce con ambiguos y prestigiosos impulsos.

Bien sé que otras causas contrarias han producido muchas veces los mismos

efectos; por desgracia los más saludables remedios que sugiere la

filosofía para curar las enfermedades del género humano, empeoran su

miserable destino, y doblan el fardo pesado de sus desgracias cuando se

quiere derogar la naturaleza de las cosas, en vez de reparar sus

accidentales vicios. La ilustración es el garante de la felicidad de un

Estado; pero cuando llega a generalizarse en todas sus clases, cuando el

refinamiento de las ideas se sustituye a la exactitud y solidez; cuando el

invariable sistema de la naturaleza es atacado y controvertido por la

osadía seductora de las opiniones de los sabios innovadores, entonces el

remedio es peor que el mal, y si antes las tinieblas ocultaban la verdad,

la demasiada luz propagada indiscretamente deslumbra los ojos de la

multitud, y semejante del que sale de un obscuro recinto a recibir de

golpe las vivas impresiones que comunica el sol en medio de su carrera,

confunde la realidad de los objetos con sus ficticias especulaciones, y

corre en pos de bellezas imaginarias que se alejan de él cuanto más se

empeña, al modo que el término del horizonte sensible que siempre huye del

que pretende saciar la vista con su inmediación. Quizá fue esta una de las

causas que frustraron en nuestros días el plan suspirado de una nación

siempre grande en sus designios. La ilustración era casi general, y las

ideas apuradas por esos genios sublimes que desde el reinado de Luis el

Grande preparaban la ruina del último Capeto, habían conducido los

espíritus a un grado de prepotencia que todos se creían con derecho a ser

jefes de partido. Cada uno consideraba la esfera de sus conocimientos más

dilatada que la de los demás y el espíritu exclusivo multiplicaba las

facciones a proporción de los sabios que se sucedían. Pululaban sectas y

partidos en todas partes, pero la nulidad e insuficiencia era el carácter

de unas y otras; entonces la desolación y el incendio pusieron término a

los progresos del delirio, y asando de un extremo a otro elevaron un rosal

sobre las ruinas del que acababan de destruir, olvidando que poco antes

juraron un odio eterno y perdurable a todos los tiranos de la tierra.

Tan funesta ha sido algunas veces la influencia de la razón exaltada y

envanecida por la rapidez de sus progresos: parece que nuestra estirpe

está condenada a ser siempre miserable, ya cuando se arrastra humildemente

en las sombras de la ignorancia, ya cuando se sobrepone a los errores y

enarbola con vanidad el pabellón de la filosofía. A pesar de tan

misteriosas contradicciones, es más vergonzoso que difícil reducir a un

solo principio el origen de esta sucesión de males. La ignorancia degrada

al hombre, el error le hace desgraciado, la ilustración llega a

extraviarlo cuando conspira con sus pasiones dominantes a ocultarle la

verdad y conducirlo al precipicio con brillantes engaños. El corazón

humano tiene un odio natural al vicio y mira con pánico terror las

desgracias a que le conduce: pero luego que se lo disfraza la deformidad

de aquél, y se le oculta el tamaño natural de éstas, depone sus

sentimientos naturales y se entrega con insolente complacencia al nuevo

impulso que recibe. La consecuencia de estos principios es de muy fácil

ilación: el error precipita al ignorante y la corrupción al sabio.

Desgraciado el pueblo donde se aprecia la estupidez, pero aun más

desgraciado aquél donde los vicios se toleran como costumbres del siglo

[Quae fuerunt vitia mores sunt. Séneca]. Concluyamos que es preciso

ilustrar al pueblo, sin dejar de formarlo en las costumbres, porque sin

éstas toda reforma es quimérica y los remedios llegarán a ser peores que

el mismo mal.

Bien sé que si por desgracia son demasiado tardíos los progresos del

entendimiento humano, no lo son menos los de sus costumbres. Sólo una

buena legislación auxiliada por la naturaleza del clima, por la índole de

sus habitantes, y por el curso del tiempo ha podido algunas veces formar

un pueblo más o menos moral y acostumbrado a las impresiones de la virtud.

La perfección de esta obra es el resultado preciso de un complexo de

circunstancias casi independiente de los esfuerzos del filósofo. Sin

embargo, los preceptos animados del ejemplo llegan también a usurpar el

imperio del hábito fortificado por el tiempo. No hay empresa tan ardua que

no pueda superarla un valor irritado, firme, prudente y emprendedor. Si

por fortuna concurren algunos genios cuyo destino parece ser la reforma de

su especie, entonces la ilustración triunfa de los errores y las virtudes

de la corrupción, fundando una armonía entre la fuerza del espíritu y el

influjo de una voluntad reglada. Pero esta siempre fue la obra de muchas

fuerzas combinadas, porque difícilmente produce cosas grandes el hombre

aislado: su genio, su carácter, su talento, todo permanece circunscripto

al círculo de sí mismo, y sólo en la unión con sus semejantes descubre lo

que es en sí, y lo que puede influir en ellos. Entonces todos participan

de los deseos, de las luces, de las afecciones, aun de los trasportes del

que se agita por un grande interés: esta comunicación de ideas será más

feliz en sus efectos cuando sea recíproca en los individuos asociados,

como es justo y honroso esperarlo de esta naciente sociedad. Todos sus

miembros se hallan penetrados de iguales sentimientos, de iguales deseos:

su sensible corazón va a desplegar todo su ardor y su alma se dispone a

derramar el entusiasmo que la inunda, sin que pueda haber un espectador

indiferente de la energía que anuncian sus semblantes. Este va a ser el

seminario de la ilustración, el plantel de las costumbres, la escuela del

espíritu público, la academia del patriotismo y el órgano de comunicación

a todas las clases del pueblo. Las tinieblas de la ignorancia se disiparán

insensiblemente, se formarán ideas exactas de los derechos del pueblo, de

las prerrogativas del hombre y de las preeminencias del ciudadano: las

virtudes públicas preservarán el corazón del pueblo de toda corrupción y

no darán lugar al abuso de su restaurada Libertad: todos estos efectos

deben esperarse del ardoroso empeño con que la sociedad va a consagrar sus

desvelos y tareas a ilustrar la opinión pública, y depurarla de los

errores y vicios que inspira la esclavitud.

Ciudadanos congregados por la salud pública: he detallado según mis

dilatados conocimientos y acomodándome a la premura del tiempo los objetos

que deben fijar vuestro celo; pero sólo mis ardientes deseos podrán ser el

suplemento de las faltas que haya cometido. Bien sé que mis palabras nada

añadirán a vuestra energía: ella sola mudará desde hoy el aspecto político

de nuestros negocios: dejad que los peligros se amontonen para abrumar la

existencia de los hombres libres, dejad que la rivalidad de un pueblo

vecino sirva de apoyo a la ambición de una potencia inerme que obtiene el

último rango entre las naciones; dejad que el tirano del Perú calcule su

engrandecimiento sobre nuestra ruina. La influencia que desde hoy va a

recibir de vosotros este pueblo inmortal, teatro de los grandes sucesos,

asegurará el éxito feliz de los fuertes conflictos en que nos vemos. La

sociedad patriótica salvará la patria con sus apreciables luces, y si

fuese preciso correrá al norte y al occidente como los atenienses a las

llanuras de Marathon y de Platea, resueltos a convertirse en cadáveres o

tronchar la espada de los tiranos. Ciudadanos, agotad vuestra energía y

entusiasmo hasta ver la luz patria coronada de laureles y a los habitantes

de la América en pleno goce de su augusta y suspirada INDEPENDENCIA.

(Pronunciada en la apertura de la Sociedad Patriótica la tarde del 13 de

enero de 1812)