CLEMENTE ONELLI

 

 

 

PSICOLOGÍA ESTÉTICA DE LOS INDÍGENAS SUDAMERICANOS

 

 

 

Señor Decano,

Señores consejeros,

Señores: (1)

 

Aun cuando ustedes me acompañen unánimemente en mí arraigada idea de que no soy un maestro, con el permiso de mi dignidad, he de rebajarme aún un poquito más para decirles que mi conversación no va a tener el corte de conferencia universitaria, a que están habituados. Sentirán en seguida el conocido perfume del erudito a la violeta; pero como este no es nada desagradable, me permito solicitar con este atenuante la benevolencia de ustedes.

Si Arquímedes decía dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo; cuando se me pide cualquier cosa que no es de mi repertorio, yo digo: denme el tema y no teman; algo ha de salir.

Una mañana a la cabecera de mi cama de urémico no del todo desintoxicado, el sabio doctor Jakob me dijo que el señor Decano de esta Facultad deseaba una conferencia mía sobre tal cosa de indígenas. Los vapores de las toxinas quizás ofuscaban aún mi cerebración, y me quedó tan solo la idea de algo indígena que yo reunía con el nombre de Facultad de Filosofía y Letras y pensaba que seguramente el tema era  “psicología del indio”, no debiendo ante auditores modernos pensar en metafísicas. Convalecí quedé aproximadamente bueno, y los hipopótamos del zoológico, las combinaciones de colores para un tejido pseudo-incaico de mi taller y la prohibición del cigarro -mi mejor auxiliar para recordar y escribir- hicieron que me olvidara del asunto, hasta, que, hace una semana, el doctor Jakob me lo recordó. Yo le dije que el tema sería “psicología del indio” y me replicó que no era eso lo que se me había pedido, sino “Arte indígena”; pero convino conmigo que no siendo yo artista sino en el alma y seguramente más verboso en psicología, transaríamos por el título  “psicología estética de los indígenas”. Ustedes comprenderán que el título es muy sugerente, elegante y deja vía libre para florearse (el término criollo es otro) sin mayor búsqueda de datos en viejos libros polvorientos, y por lo tanto sin citas exactas, y discurrir tan solo por la impresión vaga o definida que ha podido quedar en mi mente por lecturas apuradas, por objetos vistos y por costumbres observadas.

Así, hablando sin preocupaciones mayores y sin una tesis fija y aun no contraloreada por estudios profundos, evito el peligro de críticas sabiondas, y me pongo más al unísono con la idiosincrasia estética o artística de los indígenas, los que, como yo, bajo su tosca corteza, son artistas en el alma.

 

Veo ahora desfilar ante mi mente a toda la raza indígena en todas sus variedades de origen misterioso, perdido en la penumbra de la prehistoria; pero entre esa turba magna no aparecen los Guaranís, ni las tribus secundarias que pueblan o poblaban países tropicales; de las regiones donde el sol calcina, la humedad sofoca y los mosquitos y otras alimañas reinan, yo no me ocupo ni en los libros; tengo una vaga idea de una Meca guaranítica monumental escondida en la selva sofocante brasilera: ¡Meca entre los trópico! He ojeado vistas de las ruinas jesuíticas de Misiones y del Paraguay, las que, según algunos, demuestran la capacidad artística del indígena; pero conociendo el carácter paciente del indio y la falta de precedentes pre-españoles, para mí, esos esfuerzos artísticos indígenas, resultan como líneas obtenidas por un pantógrafo o un cuadriculado, por los que cualquiera puede repetir un cuadro de Velásquez y gritar jubiloso: anh'io sono pittore.

Yo me recuesto hacia el Norte, el Noroeste, allá a esa muda y casi helada altiplanicie, donde, según cálculos astronómicos y físicos de Posnasky, hace 160 siglos o los Aymarás, o los ocupantes antes que ellos, trasportaron monolitos y grabaron sobre estos la sabiduría astronómica y cósmica, y su lenguaje en escrituras más eficaces que la nuestra, pues, aún a tanta distancia de tiempo y aun profano, puedo meterme en honduras y descifrar algunos de sus emblemas y algunos de sus símbolos. Si el atrevido cálculo de base astronómica y algebraica de Posnasky no está equivocado, como no puede suponerse hasta prueba en contrario, los 40 siglos que desde las pirámides miraban a los soldados de Napoleón, quedan hechos un poroto; y los ladrillos babilónicos y las figuras barbudas de los Asirios, y los jeroglíficos egipcios, tienen ya un valor más limitado, como revelaciones artísticas de razas desarrolladas cien y más siglos después que el Sol proyectaba sus rayos sobre su símbolo glorioso e inmortalizado en las piedras Tiuhuanacu. Los viajeros que visitan esas regiones suelen sacar fotografías del umbral del Sol, y para el raporte de su tamaño, al pie de esos bajorrelieves -toda una filigrana de símbolos- aparece el guía, el indio de breve poncho, de corto pantalón, el pantalón europeo que ofende la estética, con su aire sumiso y triste de bestia domada.

Ese hombre parece no sentir los recuerdos que, sin embargo sabe que son la gloria de sus antepasados; ese hombre no dice ni manifiesta la sensación que puede sentir su alma ante esos monolitos, esos inmensos esqueletos todavía en pié, de sombras violentas y cortas y que nítidos, más nítidos que Ia montaña, se destacan brutalmente como un reproche sobre el cobalto oscuro del cielo atacameño. La religión cristiana, el contacto con el blanco les dan tan solo la patina para tratar con él; pero, en su íntimo, Pachamamae y el Inti fulgurante son sus dioses verdaderos, los que tienen esa grandeza de templos y no las pobres capillas de adobe y barro cuya pequeña cúpula blanqueada, bajo ese cielo violento y ese sol obcecante, le dicen tan solo la pobreza artística del opresor. La desanimada silueta del indio, bajo ese triunfo del arte de sus antiguos, hace recordar a mi mente el verso de Horacio: si totus itlabatur orbis impavidum feriunt ruinae; queda impávido bajo las ruinas de un mundo.

¡Pobre Aymará! que ha quedado de tu arte bajo la civilización cristiana? Desde el día del Conquistador hasta estos tiempos de la ciencia que investiga y de la democracia que triunfa, que opinión se tiene de tí? ¿Cuál es el blanco o el mestizo, el cristiano o el ateo que reconozca en tí la conculcación de siglos de una esclavitud, sea imperialista, sea democrática, y que comprenda que en las latébras más íntimas de tu alma tiene que vivir ese mismo espíritu artístico que levantó esos templos al Sol, al Sol que tu adoras en secreto, porque lo sabes el gran artista, el gran poeta, el facedor de las tormentas de nieve, de las tempestades, de las tibiezas, de las tinieblas, de la fecundidad de vicuñas y alpacas, de los acantilados de tus breñas enormes y del desgaste de tus monumentales moles grabadas? ¡Oh! quizás tu conoces todavía el significado de las hieráticas esculturas, que el sabio trata de silabear, y que tu no puedes revelar por el evangelio secreto, instilado desde el seno materno por tantos siglos de desconocimientos, de persecuciones y de desprecio de la raza que se cree a tí superior. Ellos, los blancos, te han sumido en la mayor ignorancia, pero tu ignorancia no es sin embargo tan profunda, y tu la demuestras porque el precepto que te viene de generación en generación y que aprendiste de los labios maternos en el yermo páramo donde el Sol empezó a acariciarte, dice: Hazte siempre el estúpido entre los blancos, pues si descubren tu perspicacia, te harán trabajar mayormente, te abrumarán de preguntas sobre las viejas cosas, sobre los padres antiguos a quienes robaron y persiguieron. Y el indio calla, el indio queda indiferente antes sus monumentos que el sabio escudriña, ante los huesos que el sabio arranca y revuelve; los huesos de las sepulturas seculares de sus padres!

Sigue su silencio y el sabio al fin descifra la forma del Condor, simbolizada tan solo por su pupila que mira al sol, por su ala que hiende el espacio. Paréceme que este símbolo que los americanistas llaman “Ojo alado” es un concepto tan alto de profunda filosofía, maridado al arte escultural que dice más que una escultura de nuestros tiempos, la que no llega a sutilezas metafísicas como esta y a la del ojo encerrado en triángulo de la Trinidad oriental. Nuestro arte apenas llega a inmortalizar en la piedra, pasiones y virtudes, pero para eso debe animarlas de bellas figuras enteras, cuando no necesite la leyenda en el pedestal que las ilustre y las intérprete. Yo conozco una formosa figura de mujer esculpida en mármol a la que, como conjunto de monumento, su autor le atribuía ser la Elocuencia; no tenía la leyenda; cambió de sitio, vino a mis manos; la situé bajo unos pinos frente a una esplanada, y como la mano arrimada al oído parece significar de querer oír mejor, la llamé “Eco”: la estatua de un emperador Romano es hoy en el Vaticano el Apóstol San Pedro, venerado por los fieles. Yo creo que con el símbolo del Ojo Alado que tanto dice y tanto puede hacer filosofar, no hay posibilidad de tales trueques.

Yo, como todo hombre de por los menos dos centímetros de sentido artístico, siento calmar mi espíritu ante el friso arquitectural griego que se destaca en líneas resueltas y nítidas sobre el cielo de turquesa de Grecia y de Anatolia; y la quebrada línea de un meandro siempre me había parecido el adorno más bello en su sencillez de arte, allá sobre la Acrópolis del Pireo; encontraba justo se llamara por antonomasia “greca”. Ahora pienso que es un nombre inmerecido: la greca tiene 70 siglos en el viejo mundo y 160 de existencia en América desde México hasta Magallanes: y si esta greca es sencilla y única en las tímidas tentativas artísticas del indio tehuelche y del indio pampa, es de una enorme riqueza de ingeniosas combinaciones entre los calchaquíes, los quechuas y los aymarás. Oh! paciente sabio folklorista que descifras las grecas imborrables de las alfarerías y de los viejos tejidos y de las piedras esculpidas, que sabes tú de las 30 o 40 combinaciones que han sabido expresar esos viejos indios? Y si esa greca era para los Helenos tan solo el recuerdo estilizado de los meandros de un río, las múltiples grecas del indígena americano deben decir otras tantas ideas; ideas porque no materializaban; tengo una prueba. Grecia sin admitir claramente el culto priápico, cuando lo representaba, era con el materialismo más exagerado y más grosero; esa manera de entenderlo así, lo tenían tan solo los modestos alfareros indígenas, quizás niños juguetones que aumentaban los atributos de sus muñecos de terracotta, tal como el preso de las excavaciones pompeyanas grababa con su estilo en las paredes de la cárcel, tal como el niño ineducado garabatea hoy día con tiza o con carbón en las paredes lisas o recién pintadas. Pero cuando el símbolo fálico entre los indígenas subía a la dionidad de escultura artística -al como nos enseñan los etnólogos- disfrazaba estéticamente ese símbolo y el opuesto; el primero en una greca especial, el segundo en medias curvas concéntricas, que todo decían sin recurrir a la materialidad greca, romana y moderna.

Toda esa combinación de grecas dice además que si el artista indígena no tenía la mano hábil para modelar líneas y curvas anatómicas, era geómetra; y así se explica su sabiduría astronómica, que implica conocimientos matemáticos, como lo demuestran sus calendarios, sus edificios egregiamente plazados según observaciones solares y estrellares, el poder transportar y levantar monolitos y llevar agua de acequias al través de valles y montes. No entraré en detalles de la arquitectura de indígenas tan civilizados, ni de dibujos de historias tan sobrecargados para nuestro ojo europeo. La línea de su arquitectura nos parece pesada, más que la egipcia, a nosotros que no calculamos si esas líneas no responden a evitar derrumbes por movimientos seismícos o por vendabales de las alturas; y esa abundancia de historiaciones en los monumentos más célebres -tan cargados para nuestra vista moderna- quizás respondían a necesidades del rito, que debía enseñar con esos libros pétreos, a todo el pueblo, los arduos pensamientos de su ideación. Nosotros no conocemos su arte sencilla y común para las casas y las cosas más modestas; todo se lo llevó el tiempo, el fanatismo y la ignorancia; así lo sostengo por que en las mejores y más finas terracottas, el dibujo se simplifica enormemente y es a veces tan solo una pequeña faja de adorno. Tal cosa sucede también en los restos de tejidos que los áridos sepulcros de un país casi sin lluvias y sin humedades ha conservado en fragmentos: la línea lisa, el llamado bastón de los ponchos y abrigos modestos, se ensalza en la elegancia de grecas y curvas en el tejido más fino hecho con el mismo punto de Aubusson y se recarga de manera exagerada -imposible de ejecutar en el telar- en los dibujos densamente pintados sobre la finísima camisa de lana de alpaca, la tela de Holanda diríamos, con que se confeccionaba el sutil Uncú del Inca. Para hacerme comprender mejor diré que -menos el tejido ordinario de un poncho de pobres- los buenos Huacos y las finas telas responden, a mi manera de ver, como a un estilo griego, quizás un Renacimiento y la soberbia tela de la camisa del Inca con sus cargazones es un pésimo y recargada Rococó; pero entonces no es el arte que dirige este último trabajo; es la adulación al Monarca.

 

 

Insensiblemente me he pasado del Aymará al Inca, del Inca al Aimará, cosa que no sería permitida a un catedrático y a un metódico, por ser razas distintas y porque dicen haber sido distintas también sus costumbres y sus manifestaciones artísticas. A mi modo de ver, no hay tal cosa; yo me explico esas artes apenas diferentes como una sola: los pocos y nebulosos datos que dan las viejas crónicas y que avaloran los estudios modernos de americanistas ilustres como Ambrosetti, Bohman, Outes y Benedetti, entre otros, me llevan a otra conclusión. Para mí, encumbraba a las mejores manifestaciones de su espíritu el Aymará, y como pueblo ya muy civilizado y muy artístico, debía tener disminuidos sus valores guerreros: el Inca, el invasor era el más valiente y el bárbaro que invadía al país civilizado. Se repetía, o mejor dicho, se iniciaba lo que los Latinos dijeron más tarde a propósito del arte helénico que invadía al Lacio; Graecia capta Roman coepit, la Grecia conquistada conquistaba a Roma. Así los Incas; venían de lejos; si procedían de países con artes desarrolladas, probablemente éstas habían sido olvidadas al pasar penosamente las selvas, al conquistar lentísimamente pueblos y tribus; seguramente la generación que había salido de su país de origen no fué la que llegó al Perú, a Bolivia, al Tucumán; parece, además, que el Inca conquistador difícilmente era destructor de pueblos y sus costumbres; en los últimos tiempos de sus conquistas ejecutaba una verdadera penetración pacífica moderna con un régimen de comunismo adaptado a sus tiempos y con el que bien felices serían los indígenas de ahora si ese sistema aun existiera. El Inca encontró las artes y bien desarrolladas, que no estorbaban a sus fines y que sólo se modificaban apenas por cuestión de ritos sacros que debían tener una tramitación más, el hijo del Sol; se producía un perfeccionamiento más en el desarrollo de los tiempos. El Sol del Aymará era el mismo Sol del Inca como el Zeus heleno era el Júpiter latino. Y así cómo poco a poco en Roma las líneas griegas tuvieron alteraciones, perdiendo su pureza y casi eterización, para hacerse más macizas de acuerdo con la raza más robusta, solemne y conquistadora de Roma, y dónde a veces se siente una lejana influencia etrusca, la línea de la estética psicológica Aymará, un poco sombría, pesada y recargada, se adelgazó y se simplificó un tanto durante la dominación incaica.

Yo quisiera estar adentro de los límites rigurosos de la geografía argentina, a fin de evitarme el reproche de tomar en consideración artes que tienen aparentemente sus centros de irradiación en el Cuzco, en Titicaca y en Tiuhuanacu; pero si en la cuenca hidrográfica argentina no puede comprenderse la que desagua en el Pacífico, -el alto Perú, el resto del altiplanicie boliviana y los cursos que desde allá arrancan, son bien tributarios del Plata-. Además, en cuestiones indígenas, no hacen ustedes patriotismo.

Si nuestro territorio no fué el centro de esas irradiaciones de cultura pre-colombiana, ha sentido sus efectos seguros, de manera más íntima entre los calchaquíes y los problemáticos diaguitas y seguramente en los altos valles de Tafí del Tucumán y, pasando por los Huarpes, hasta Córdoba y San Luis, donde, la vanguardia de Caracas persuasivos iba preparando el terreno para la conquista efectiva de la tierra; y esa influencia se ha sentido hasta la maraña boscosa de la llanura santiagueña, donde no tuvieron tiempo de dejar la afirmación póstuma de su soberanía con monumentos en región casi privada de piedras, pero donde quedó el rastro más eficiente de su presencia y de su invasión con el quechúa armonioso que bautizó lugares y que aun se habla en las soledades centrales santiaguinas.

Hay quien sostiene que el Diaguita y el Calchaquí, no tan cultos como el Aymará, tenían cultura quizás anterior a éste; son problemas aun arduos para descifrar. Yo estoy un poco en suspenso con los 160 siglos de los Aymarás y me parecería exagerado que con el abismar el origen de las razas en la noche aun más lejana de los tiempos, se llegara a poder decir que Calchaquíes y Diaguitas, anteriores a las 160 centurias aymareñas, están ligados con Cernes, la fabulosa capital de la Atlántida sumergida, cuyas descripciones fantásticas o exageradas por las lejanas tradiciones y relatadas por los cronistas chinos y los históricos griegos, han servido a alguien -no recuerdo a qué ilustre floreador de mi estilo- para dar por seguro que un esmalte plateado indestructible que cubría los techos de los edificios de Cernes, es el mismísimo encontrado, no recuerdo bien en qué monumentos prehistóricos del Ecuador. (Y a propósito de antigüedades, me decía días pasados un entendido -por qué los ilustres americanistas no ensayan el sistema de Keller, apoyado en la teoría que el barro cocido mantiene al través de los siglos la inclinación de la aguja magnética, vigente en el año en que fue manipulado al fuego?).

Si el cacharro del Aymará no era tan fino, ni tan terminado como los huacos peruanos, era aparentemente superior al que, abundantísimo, se encuentra en los valles calchaquíes y allá en Jujuy, hacia Tilcara y hacia la Puna. Lo propio sucede en todos los tiempos y en todas partes; la copa del rico y la del rico y la del pobre son superiores en la capital a las copas, que rico y pobre usan en la lejana campaña. Pero no es eso lo que nos demuestra el sentido estético de una raza. En esta cerámica de uso diario, y por lo tanto tan abundante en los entierros, yo busco las formas y realmente encuentro en su sencillez más estéticas las líneas de un vaso calchaquí que la muy rebuscada de los huacos peruanos, que demuestran más maestría, más técnica de ejecución en sus líneas rebuscadas o imitando malamente animales y cosas, que no se ven generalmente en el ánfora y en el cráter sencillísimo del calchaquí. Quizás, por lo tanto, haya sido más desarrollado el sentido estético entre estas razas prehistóricas de los valles catamarqueños, que más al norte, donde la opulencia, el lujo y la Corte, intervenían para hacer perder el gusto a la raza incaica de “nouveaux riches”.

 

No hay ninguno de ustedes que se haya alarmado ante mi afirmación que la greca Aymará e incaica llega hasta el estrecho de Magallanes entre razas primitivas de araucanos y tehuelches? Yo no puedo afirmarlo; pero la línea llamada greca no paréceme a mi un dibujo espontáneo que pueda aparecer a la fantasía de un primitivo, como la raya, dos líneas cruzadas o paralelas, un mal círculo que son también los primeros garabatos que hace un niño a los cuatro años; y además para sostener mi idea pienso: ese meandro puede haber llegado -desde el norte hasta el estrecho del sur- como han llegado palabras del lenguaje quechua: el sol, el inti de los incas, se llama en araucano Anti, y Quilla, la luna incaica se dice Quillen. Un río en el Chubut se llama Mayu, trasformado más adelante. por patrioteros ignorantes en Río Mayo; patrioteros que criticarán la ignorancia de los frailes españoles que con sus alteraciones y cambio de nombres, todo lo hacían confundir; ese Río Mayu del Chubut debe quedar con este nombre primitivo, para que, ante de ser olvidado, sirva de guía a investigaciones de estudiosos americanistas.

Un poco más al sur en el territorio de Santa Cruz y dependiente de la cuenca del Deseado, en un parage llamado Tzesár, vive un capitanejo de raza tehuelche pura que se llama Quilchamal, el mismo vocablo que frecuentemente he encontrado en la lengua quechua y cuyo significado no recuerdo. ¡No sería por lo tanto extraño que los contactos o parentescos con el norte, afirmados débilmente por el rastro del idioma, puedan ser del mismo origen que la greca alterada y simplificada que usan en sus tejidos los pampas, los araucanos y los tehuelches, tejidos que se hacen también -aún más burdos- entre las indiadas del Chaco, más cercanas a las finas razas del noreste, pero que no tienen la greca denunciadora de un mismo origen. Tengo otro hecho curioso que puede llamar la atención: un indiecito araucano puro, ahijado mío que estudia en Buenos Aires y que encontraba cierta dificultad para aprender el español, puesto en contacto con dos mujeres santiagueñas que se hablaban en quechua, y que otros niños y otras personas no podían no solo entender sino ni repetir una palabra, este niño en 15 días llegó a entender sus conversaciones y en poco más de un mes cambiaba con ellas frases en quechua; sin embargo, siempre he oído decir y las gramáticas me lo han confirmado, que ambas lenguas son muy diferentes.

Yo encuentro verosímil mi idea de que hacia el sur hayan llegado las últimas irradiaciones de la cultura del norte por las mismas razones que Demolín manifestó en su libro titulado “Comment la route cre le type social”. Allá en el viejo continente el avance de invasiones siempre ha marchado de oriente a occidente, de acuerdo con la orografía del terreno; las principales cadenas de montañas son paralelas a los grados de latitud y por eso la marcha de razas invasoras han tenido el rumbo oeste a este. En Sudamérica los Andes corren de norte a sur y por lo tanto paréceme que la marcha de invasiones de nuevas razas deben haber seguido ese rumbo, propasándose poco a poco hasta la frontera insuperable del Estrecho y del Océano Antártico.

Habría quizás muchas objeciones que hacer a esta teoría mía; no solo no lo niego, sino que lo reconozco; pero no se molesten ustedes por tan poca cosa; piensen eficazmente y con base en una teoría contraria y yo retiro la mía.

 

El tiempo ha trascurrido largo y sus inclemencias, cuando no han destruido han puesto la suave pátina de los siglos sobre los colores que los indios percibían y poseían. Y es tan solo de lo que puede hablarse sobre el sentido estético de la pintura entre los indígenas, por realmente no poseían este arte, como parece que lo poseían muy poco los griegos y los romanos (¿haremos excepción con Apeles?) y como actualmente poco lo poseen los japoneses, cuyos paisajes y cuyas figuras carecen de planos y carecen de sombra; le ha sido más fácil a la psiquis japonesa construir un buque de guerra de 40.000 toneladas o fabricar el Salvarsan, con lo que se han puesto al unísono de la ciencia moderna, que adoptar -en casos muy reducidos- la técnica de la pintura moderna, como tampoco la entendieron los indios educados por los jesuitas, que llegaron a esculpir bien pero no a poder copiar cuadros del rito católico. Bien lo dice esa cantidad inmensa de cuadros grandes y chicos, pintados por indígenas y por mestizos de la escuela que los americanistas han querido denominar boliviana, de la que poseo un débil recuerdo, y la que se puede observar en toda su belleza inartística en las paredes de la iglesia de Huamuaca, cuadros que no recuerdo si representan los apóstoles o los profetas.

Entonces hay que decir solamente algo sobre la psicología estética que hace percibir o preferir un color a otro. Por ejemplo es conocido que en la raza negra los colores fuertes son los preferidos y sobre todo el naranjo gritón y el rojo chocante; no es este el gusto de nuestros indígenas; si bien es cierto los colores de antaño llegan hasta nosotros rebajados por la acción del tiempo, se conservan sin embargo algunos

pequeños retazos de la época incaica y del lujo de una corte, en los que el rojo no es nada violento -como que se preparaba con la cochinilla o grana- y armonizado frecuentemente con los amarillos de origen vegetal bien diferentes del estridor de una anilina, y combinado con el negro. Pero si recorremos los ahora tristes valles catamarqueños, Jujuí y la Puna de Atacama de naturaleza desnuda y la misma Santiago del Estero de vegetación triste por lo xerófita, veremos que el rojo es el color preferido, casi púrpura oscuro en la Puna y Jujuí (esa gama no la atribuyan a la mugre), un poco más vivo en Catamarca y muy fuerte en Santiago. Yo me la explico como una inflorescencia artificial con que el indígena ha querido cuajar sus panoramas grandiosos pero tristísimos y donde tan solo el cielo y la nieve tienen colores definidos y de vida, apenas acentuados en la Puna por algunas rocas férricas o cupríferas de la montaña. He dicho que en Santiago del Estero estos colores son más vivaces, pero es que en esta provincia donde se habla el quechua, no hay representantes puros; la sangre indígena ha sido muy aguada con la española y la posterior, y demás las llanuras y la selva en ciertas épocas del año dan a la psicología del habitante una pequeña nota de optimismo que se traduce también por un color más vivo y más alegre y un rosado vivo que horrorizaría a una parisiense.

Los tres colores que manejaban los antiguos en sus cerámicas y que constituyen, por decirlo así, la base para restablecer su estilo es el color terracotta natural en las alfarerías, con pinturas, sin esmalte de fuego, blancas y negras. Nunca he visto usado el color verde, ni entre los tejidos de los araucanos y tehuelches puros, cuando estos trabajan siguiendo su propio gusto y no se les entrega lana teñida de verde; el amarillo, el rojo y el azul son los colores que forman combinaciones de dibujos y de medias tintas y el violeta. Sería por lo tanto interesante saber si esta preferencia por estos colores responde a una especie de daltonismo, o es que en las razas primitivas gustan tan solo los colores primarios.

Un rasgo curioso de estética visual la tienen o la tenían los indios Pampas, tan afines a los araucanos, pero mientras los araucanos, sobre todo del lado de Chile, en sus tejidos admiten el rojo y el amarillo, el Pampa con el blanco y con el negro -colores tan fúnebres para nosotros- hacían tejidos bien alegres también para nuestra vista. ¿Quién no conoce el clásico poncho pampa donde el fondo negro se alegra por los vibrantes movimientos en blanco de la característica greca pampa?

 

Faltan todavía otros tres aspectos de la psicología artística indígena, quizás más difíciles de sorprender en sus secretos; el arte poético, la danza, la música. Del primero es difícil opinar de cómo pueda saberse algo sobre sus facultades poéticas, cuando se sostiene y se repite, quizás con razón, que el drama Ollantay es factura de un fraile español, bien empapado de la difícil lengua quechua. ¿Qué voy a decir de esa poesía que ha sido criticada parte por parte y comparada a un drama caballeresco español, adoptado mediocremente al ambiente y traducida al quechua? ¿Qué puede opinarse de las leyendas del norte de la República, escritas por Dávalos, en las que se siente más la férvida mente del poeta que adora el pasado y que seguramente poco, muy poco ha podido saber del indio tan callado y tan retobado? De las leyendas del sur yo conozco algunas que me ha contado mi querido indiecito y otras que ha coleccionado un misionero salesiano entre los araucanos: son infantiles y de una fantasía menos que infantil y todas son eminentemente modernas; generalmente un caballo blanco que aparece en la noche, sobre el cual va gineteando un ser fantástico que bolea, caza y toma mate; caballo que desaparece durante una tormenta y que vuelve nuevamente a los toldos trasfigurado en zorro y en cuyas picardías se siente la influencia del blanco que reputa equivocadamente a este animalito un pillo de siete suelas. Otras leyendas, aun con aventuras diferentes, y sin escenas de amor, terminan con algún fratricidio por fútiles motivos (los resultados del aguardiente entre los indígenas). Pero jamás en ellas figura una expresión del ambiente, una sensación fuerte de la naturaleza, que en esos parajes se desarrolla magnífica, un espectáculo de nieve con violencia de elementos, que no los impresiona, probablemente porque la apatía del carácter indígena no le permite afrontarlas; en esos días de tormentas desencadenadas, de planicies y de montañas de nieve, el indio permanece tranquilamente echado de barriga en el suelo al abrigo de su toldo.

Quizás un solo nombre entre los antiguos indios del norte, un solo nombre, cuyas raíces han sido analizadas, exprime la alta filosofía y el profundo sentido estético del quechua, al pronunciar en su lengua lo que en nuestro concepto moderno necesitamos designar con tres vocablos: la Naturaleza, el Universo, Dios.

 

Como en el concepto griego la danza tiene su protectora en la musa Tersípcore, es de suponer que haya sido considerada como un arte, un arte que ahora se ha rebajado un tanto en nuestro concepto. Los indígenas poseen la danza de todos los pueblos primitivos que era y es unisexual y sobre todo masculina. Yo encuentro inestético que el viejo y ventrudo Rey David bailara ante el Arca Santa: aunque lasciva, encuentro estética la danza del vientre de la India Oriental, difundida más tarde en Grecia y en Roma. Creo que la danza en parejas empieza tímidamente en nuestros tiempos con la Gavota, la Pavana, la Tarantela, la Jota aragonesa, el Pericón Nacional y el Gato, donde los sexos no se refunden en un cuerpo solo; en aquellos bailes de nuestros siglos recién pasados y en los nacionales, se percibe aun el precepto estético, porque la mujer con las curvas de su silueta, con sus movimientos magestuosos o ágiles, da el conjunto de animadas líneas esculturales y por lo tanto estéticas; hay que llegar a nuestros tiempos para que ese espectáculo artístico y caballeresco de una Gavota, se convierta en el amplexo lascivo del Waltz, y el Pericón en el movimiento perruno del Tango. Ya con eso no se quiere embelesar la mente, sino turbar los sentidos. A eso no llegaron ni llegan los indígenas; sus bailes se mantienen unisexuales y de hombres, y aun cuando el indio que baila no es estético, en el sentido de ellos buscan quizás este sentimiento; de otra manera no se explicaría, porque el indígena del Sur, Araucano y Tehuelche, que viste a la usanza de nuestros campesinos o a su manera, para bailar se desnuda, cubriendo tan solo la cintura y la cabeza con unas cuantas plumas; los más hábiles son aquellos que en los violentos movimientos de las piernas y en la postura del Discóbolo griego, hacen mejor resaltar la agilidad y la turgencia de sus musculaturas a veces miguelangiolesca; por lo tanto el sentido estético de la danza indígena lo conceptuo superior al de la danza moderna.

 

Al hablar de la danza, adrede no he reunido a ella la música, pues no conceptúo tal los ruidos de tamborileo o de algún instrumento primitivo para llevar el compás isotónico de la danza primitiva. La armonía musical tal como la concibe el sentido estético indígena, hay que sorprenderla ahora (por lo menos en el sur) o en instrumento monocorde de una crin de caballo estirado sobre una madera o un hueso, o en ese ya raro juguete de nuestros niños, la trompa de fierro en la que una lengüeta de acero vibrante en un círculo irregular y sirviendo como caja sonora la boca, llega entre los hábiles a modular hasta cuatro notas. Constituye su aprendizaje y su ejercicio la ocupación de largas horas durante las siestas interminables; esa música es poco perceptible a 5 ó 6 metros de distancia del sencillo virtuoso. Yo la he oído; y bien se acordaba con el silbido casi isocrónico del viento furioso que domina en las pampas del Sud; silbaba este como un quejido de la vegetación chata, pasada al ras por ese viento y cuando una ráfaga más fuerte hacia percibir los estridores del médano cercano y los crujidos del enano tronco del molle de incienso, la trompa de tímida sonoridad parecía acentuar con lamentos más débiles y resignados la ira del viento y los sufrimientos de las cosas agitadas por él. Pero para mí estas percepciones eran cosas de pocos segundos, mientras que el indio con los ojos semi-cerrados se extasiaba horas ejecutando ese tímido concierto con el vendabal y que lo tenía como embelesado.

Si para nosotros se necesitan todas las notas y combinadas por maestros para que la música nos dé alucinaciones románticas, parecía que el indio con su reducido registro soñaba luz, libertad, vida; sin embargo sinceramente hablando les aseguro que hay que tener una gran dosis de sentido estético para que nuestra psiquis moderna evoluta y echada a perder por los refinamientos, encuentre aún por muy poco tiempo un valor artístico a esas breves, sumisas y monótonas notas.

He tenido ocasión de oír viejos trozos de música incaica ejecutada al piano; me los he hecho repetir, he cerrado los ojos como para embelesarme mejor ante aquellas armonías; pero las he encontrado opacas y demasiado disfrazadas en un instrumento tan completo como el piano. Un piano, un salón del 1916, la luz eléctrica no era realmente el ambiente para resucitan recuerdos y sentir al unísono con esas notas precolombianas que se perdían en las sonoridades y en la rica gama de un instrumento moderno; sin embargo, por momentos he probado esa sensación indefinible que se prolonga constante al oír alguna pieza de Debussy.

 

Pero allá en los flancos de una cañada desierta, que cae a la quebrada de Humahuaca, en una plácida mañana de Febrero, mientras el agua pasaba murmurando en un arroyuelo del fondo, oí nítidas y quejumbrosas las tristísimas notas de una Quena; la Quena aquella que fué de piedra entre los calchaquís y los Aymarás, a veces de tibias humanas cuando los Incas y que ahora es de caña como la siringa del fauno. Yo la oí; era al principio como un pedido de auxilio, una llamada a ninfas perdidas entre las áridas peñas inmanes; después un ingrato y rauco llamar de comando que terminaba en una caída de notas prolongadas y bajas que parecía el desfallecimiento de un alma antes los inútiles pedidos de auxilio; seguían las notas prolongadas que retumbaban en la pequeña quebrada y tocadas, quizás en otra depresión cercana como parecía indicarle el galope corto y solemne de cuatro llamas que sobre el filo de la loma se iban hacia este punto desconocido.

 

Ahora yo confieso que no sé música, pero sé también que la música la siento en mi alma y me han enseñado que es el único medio que tenemos para sondear lo creado y tener la sensación de cosas profundas sin necesidad de la razón. Y si a mí, hombre de la ciudad, la Quena del altiplanicie suena tan triste y me dice tantas cosas, ¿por qué no ha de decirlas al indio que la toca y que por lo tanto pone su alma amargada y resignada en esos débiles lamentos de su flauta ancestral, la única recóndita armonía que hace obedecer a sus llamas y que el eco de la peña de enfrente le devuelve como contestación apagada de sus antepasados?

 

Yo no sé si todo lo que he dicho los ha persuadido sobre un estado psicológico del indígena sud-americano, estado que puede hacerle apreciar y revelar un sentido estético de cosas pero, créanme: yo desearía que corriera por mis venas por lo menos una gota de esa sangre ancestral para poder decirles con mayor autoridad que los indígenas, bajo su tosca corteza, han sido y son artistas en el alma.

 

 

 

Clemente Onelli

 

 

 

 

 

 

(1) Fue leída como conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras.

 

Nota I: Se respetó la escritura original, por razones de índole documental.

 

 

 

 

Revista de la Universidad de Buenos Aires, tomo XLIII, pág. 303 y sig., Buenos Aires, Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura, 1919.

 

 

 

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