ANDRES BELLO

 

 

 

MODO DE ESCRIBIR LA HISTORIA

 

 

 

 No hay peor guía en la historia que aquella filosofía

            sistemática que no ve las cosas como son, sino como concuerdan con

            su sistema. En cuanto a los de esta escuela, exclamaré con Juan

            Jacobo Rousseau:

           

           

            ¡Hechos! ¡Hechos!»-Carlos du Rozoir.

           

           

           

                 Los historiadores formados por el siglo XVIII se dejaron

            preocupar demasiado por la filosofía de su tiempo... Trataron los

            hechos con el desdén del derecho y de la razón; cosa muy buena

            seguramente para operar una revolución en los espíritus y en el

            Estado, pero que lo es mucho menos para escribir la historia. Hoy no

            es ya permitido escribir la historia en el interés de una sola idea.

            Nuestro siglo no lo quiere; exige que se le diga todo; que se le

            reproduzca y se le explique la existencia de las naciones en sus

            diversas épocas, y que se dé a cada siglo pasado su verdadero lugar,

            su color y su significación. Esto es lo que yo he procurado hacer

            para el gran suceso cuya historia he emprendido. No he consultado

            más que los documentos y los textos originales, sea para

            individualizar las varias circunstancias de la narrativa, sea para

            caracterizar las personas y las poblaciones que figuran en ella.

            Tanto es lo que he sacado de esos textos, que me lisonjeo de haber

            dejado poco que tomar. Las tradiciones nacionales de las poblaciones

            menos conocidas y las antiguas poesías populares, me han

            suministrado muchas indicaciones acerca del modo de existencia, los

            sentimientos e ideas de los hombres en los tiempos y lugares a que

            trasporto al lector.

                 En cuanto a la relación, he adherido cuanto me ha sido posible

            al lenguaje de los historiadores antiguos, contemporáneos de los

            hechos o cercanos a ellos. Cuando me he visto precisado a suplir su

            insuficiencia por consideraciones generales, he tratado de

            autorizarlas reproduciendo los rasgos originales que me habían

            conducido a ellas por inducción. En fin, he conservado siempre la

            forma narrativa, para que el lector no pasase súbitamente de una

            relación antigua a un comentario moderno, y para que la obra no

            presentase las disonancias que resultarían de fragmentos de

            crónicas, entreverados de disertaciones. Por otra parte, he creído

            que aplicándome más a referir que a disertar, aun en la exposición

            de los hechos y resultados generales, podría dar una especie de vida

            histórica a las masas de hombres como a los personajes individuales,

            y que de esta manera en el destino político de las naciones

            hallaríamos algo de aquel interés humano que inspiran

            involuntariamente los pormenores ingenuos de las vicisitudes de

            fortuna y las aventuras de un solo hombre.

                 «Me propongo, pues, presentar con la mayor individualidad, la

            lucha nacional que se siguió a la conquista de la Inglaterra por los

            normandos establecidos en la Galia.»-Agustín Thierry.

                 Sismondi anuncia que se propone escribir la historia de Francia

            hasta Luis XVI, y que terminará este trabajo con la filosofía de la

            historia de Francia: «Si me quedare bastante vida y salud, para

            llevar hasta el fin la tarea que he tomado a mi cargo, pediré a esos

            trece siglos las lecciones que, sobre, las ciencias sociales, nos

            tienen guardadas. Trataré sobre todo de dar a conocer ese progreso

            sucesivo de la condición de los pueblos, esa organización interior,

            ese estado de bienestar o de desazón, que debe mirarse como el gran

            resultado de las instituciones públicas, y que puede sólo enseñarlos

            a distinguir con certidumbre lo que merece en ellas nuestra

            aprobación o nuestra censura.

                 »Debo también decir aquí algunas palabras sobre el método que

            he adoptado para trabajar sobre documentos antiguos. Me lisonjeo de

            que a la primera ojeada ningún lector vacilará en reconocer que esta

            historia no es, como muchas otras, una compilación ejecutada sobre

            compilaciones. Mi trabajo principia y acaba en los originales, según

            el consejo que me dio en otro tiempo el gran historiador Juan de

            Muller. He buscado la historia en los contemporáneos, y tal como se

            presentó a ellos... Cito siempre sus autoridades para poner al

            lector imparcial en estado de verificar mi trabajo, y de formar su

            juicio con los mismos datos que me han servido para el

            mío».-Sismondi.

                 «La historia no tiene valor, sino por las lecciones que nos da

            acerca de los medios de hacer felices y virtuosos a los hombres, y

            los hechos no tienen importancia sino en cuanto representan ideas.

            Pero por otra parte es demasiado cierto que el espíritu de sistema

            los disciplina con facilidad, y que en el caos de los sucesos se

            hallarán siempre ejemplos en los que apoyar las más insensatas

            teorías. He visto mil veces la verdad forzada a servir la mentira, y

            esta charlatanería tan frecuente en los escritores superficiales, me

            ha hecho sentir más que cualquier otra cosa todo el valor de las

            individualidades, toda la importancia de un examen escrupuloso hasta

            de las menores circunstancias. Tal vez se creerá que doy una

            atención demasiado minuciosa a hechos comparativamente pequeños, que

            refiero muchos que tanto valdría haber ignorado, y que si yo hubiese

            reducido a cuatro tomos una narración que abraza dieciséis, hubiera

            podido encerrar en este estrecho cuadro las grandes lecciones de la

            historia, y desenvolver suficientemente los principios que he

            deseado grabar en la memoria de los lectores. Pero se olvida que

            procediendo así hubiera entresacado los hechos en vez de

            consignarlos, y que las conclusiones que hubiese presentado entonces

            habrían dependido del espíritu que hubiese presidido a la elección,

            y no de los hechos mismos. Al contrario, he querido que la historia

            de Italia se presentase a la vista del lector como un grupo aislado;

            y que él pudiese recorrerla en cierto modo, y contemplarla bajo

            todos sus aspectos. No he ocultado los sentimientos de que me he

            sentido animado a vista de ella, pero he querido dejar al lector la

            independencia de sus juicios. Ahí están los hechos; si alguna otra

            interpretación les cuadra, puede dármela».-Sismondi.

                 Villemain no perdona a Robertson el haber descarta do de su

            Introducción a la Historia de Carlos V ciertas particularidades que

            presenta después bajo la forma de notas o documentos justificativos.

            «Se admira, se alaba mucho esa Introducción; y cierto que hay en

            ella una serenidad de razón, una bien entendida distribución de

            partes, algo de regular y de progresivo, que agrada al pensamiento.

            Pero la acompaña un tomo de notas; y lo más curioso es que en estas

            notas es donde se encuentran todas las particularidades

            originales... Robertson nos dirá, por ejemplo, que cierto pueblo

            bárbaro, invasor de la Europa civilizada, tenía en el más alto grado

            la pasión y el fanatismo de la guerra. Eso es lo que coloca en el

            texto; pero los rasgos, las facciones de esa ferocidad salvaje,

            aquella pintura tan singular del campamento de los bárbaros, aquella

            muchedumbre que se agolpa alrededor de un bardo de la selva que

            entona canciones marciales, aquellas mujeres y niños que lloran,

            porque no pueden seguir a sus hijos o a sus padres a los combates,

            todos aquellos pormenores, en fin, referidos por el embajador romano

            Prisco, poseído todavía del terror que sintió al verlos y que lleva

            a la corte bizantina, todo esto que relega Robertson a las notas,

            hace falta en su libro».

                 «Una cosa es común a todos ellos» (los historiadores griegos y

            romanos), »aun a aquel Salustio que oculta los pesares de la

            ambición frustrada bajo el velo de una filosofía desalentada y

            amarga: es el talento de la narración. Todos la han hecho el fin o

            el medio de sus composiciones, y la han presentado con una

            ingenuidad candorosa, o con la inspiración de un sentimiento vivo y

            profundo. Si tienen una opinión que sostener, una moralidad que

            realzar, se percibe su color en la narración. Sea que los hechos se

            desarrollen ante ellos como un espectáculo o que traten de

            profundizarlos y de beber en ellos el conocimiento del hombre y de

            los pueblos, siempre saben presentarlos a nuestra vista como se

            ofrecerían a la suya. Han estudiado lo verdadero, lo han sentido, y

            el copiarlo es para ellos una obra de la imaginación.

                 «Tácito mismo, que es de todos ellos el que más ha contribuido

            a elevar y robustecer el pensamiento humano; aquel cuyas palabras

            conversarán eternamente con las almas que marchita el despotismo;

            que parece saborear el único consuelo que dejan al hombre la tiranía

            y la bajeza la satisfacción de conocerlas y despreciarlas, ¿de qué

            medios se vale? ¿Cuál es su secreto? ¿Cómo persuade sus opiniones?

            ¿Cómo demuestra las causas generales o los motivos particulares?

            Cuenta; y en testimonio de sus juicios, pone a nuestra vista las

            escenas y los personajes. Helos ahí; nuestro espíritu puede recoger

            y apropiarse juicios profundos, reflexiones profundas, bajo la forma

            de imágenes vivientes. ¿Es éste un filósofo, que nos da desde su

            cátedra graves y severas lecciones? ¿Es un político, que nos pone

            delante los ocultos muelles del gobierno? ¿Un orador que pronuncia

            acusaciones formales contra Tiberio y Seyano? No: él es (valiéndonos

            de la expresión de Racine) el más gran pintor de la antigüedad.

                 «Tal vez la época en que vivimos está destinada a restablecer

            la narración, y a restituirle su antiguo honor. Nunca se ha dirigido

            la curiosidad con más ansia a los conocimientos históricos. Hemos

            vivido hace más de treinta años en un, mundo agitado por tantos y

            tan diversos y tan prodigiosos acontecimientos; de tal manera han

            rodado delante de nosotros los pueblos, las leyes, los tronos; el

            cercano porvenir está encargado de la solución de cuestiones tan

            grandes, que el primer empleo del ocio y de la reflexión es el

            estudio de la historia. Como la existencia de cada uno, por grande o

            pequeño que sea, ha llegado a ligarse inmediatamente con las

            vicisitudes del destino común; como la vida, la fortuna, el honor,

            la vanidad, el empleo de nosotros mismos, las opiniones acaso; en

            una palabra, toda la situación del ciudadano ha dependido y depende

            todavía de los sucesos generales de su país y del mundo entero, la

            observación ha debido fijarse casi exclusivamente en la historia de

            las naciones. A esto se ha dirigido la filosofía; porque ¿qué causas

            y qué efectos hay más dignos de rastrearse hasta sus fuentes? La

            poesía misma no nos cautiva cuando no nos habla de lo que ofrece

            tantas maravillas, de lo que excita emociones tan vivas. El drama no

            parece ya destinado sino a reproducir las escenas de la historia. La

            novela, composición antes frívola, a que la pintura de las grandes

            pasiones había dado tanta elocuencia, ha sido absorbida por el

            interés histórico. Se le ha pedido, no que nos cuente aventuras de

            individuos, sino que nos los muestre como testimonios verdaderos y

            animados de un país, de una época, de una opinión. Se ha querido que

            nos sirviese para conocer la vida privada de un pueblo; ¿y no forma

            ésta siempre las memorias secretas de su vida pública?

                 «Estamos cansados de ver la historia trasformada en un sofista

            dócil y asalariado que se presta a todas las pruebas que cada uno

            quiere sacar de ella. Lo que se le piden son hechos. Como se observa

            en sus pormenores, en sus movimientos, este gran drama de que somos

            actores y testigos, así se quiere conocer lo que era antes de

            nosotros la existencia de los pueblos y de los individuos. Se exige

            que la historia los evoque, los resucite a nuestra vista».-Barante.

                 Así nos hablan los más distinguidos escritores contemporáneos;

            casi todos ellos, juntando el ejemplo a la doctrina, han dado al

            mundo instructivas e interesantes historias, que son tal vez los

            frutos más sazonados de la literatura moderna. Todos ellos

            concuerdan en la importancia de los hechos, y consideran la

            exposición del drama social viviente como la sustancia y el alma de

            la historia. Nuestra autoridad vale muy poco (por más que haya

            querido exagerarla para confusión nuestra el señor Chacón, juez

            parcial en esta materia). Por eso nos era necesario autorizar las

            sanas doctrinas con nombres ilustres. En los pasajes que hemos

            elegido (los primeros que nos han venido a la mano) es fácil ver que

            lo que el señor Chacón llama camino trillado es el único camino de

            la historia, como ya él mismo lo había dado a entender en las

            primeras líneas de su Prólogo, y que sólo por los hechos de un

            pueblo, individualizados, vivos, completos, podemos llegar a la

            filosofía de la historia de ese pueblo.

                 Porque es necesario distinguir dos especies de filosofía de la

            historia. La una no es otra cosa que la ciencia de la humanidad en

            general, la ciencia de las leyes morales y de las leyes sociales,

            independientemente de las influencias locales y temporales, y como

            manifestaciones necesarias de la íntima naturaleza del hombre. La

            otra es, comparativamente hablando, una ciencia concreta, que de los

            hechos de una raza, de un pueblo, de una época, deduce el espíritu

            peculiar de esa raza, de ese pueblo, de esa época; no de otro modo

            que de los hechos de un individuo deducimos su genio, su índole.

            Ella nos hace ver en cada hombre-pueblo una idea que progresivamente

            se desarrolla vistiendo formas diversas que se estampan en el país y

            en la época; idea que llegada a su final desarrollo, agotadas sus

            formas, cumplido su destino, cede su lugar a otra idea, que pasará

            por las mismas fases y perecerá también algún día. No de otro modo

            que el hombre-individuo diversifica continuamente sus deseos y sus

            aspiraciones desde la cuna hasta el sepulcro, desenvolviéndose en

            cada edad nuevos instintos que le llaman a objetos nuevos.

                 La filosofía general de la historia, la ciencia de la

            humanidad, es una misma en todas partes, en todos tiempos; los

            adelantamientos que hace en ella un pueblo aprovechan a todos los

            pueblos; entran en el caudal común de que todos los pueblos tienen

            solidariamente el dominio. Es como en las ciencias naturales la

            teoría de la atracción o de la luz: las leyes físicas y químicas lo

            mismo obraron antes en el mundo antediluviano que ahora en el

            nuestro; lo mismo obran en la Europa que en Japón; los

            descubrimientos físicos y químicos de la Inglaterra y de la Francia

            entran en el caudal solidario de todas las naciones del globo. Pero

            la filosofía general de la historia no puede conducirnos a la

            filosofía particular de la historia de un pueblo, en el que

            concurren con las leyes esenciales de la humanidad gran número de

            agencias e influencias diversas que modifican la fisonomía de los

            varios pueblos cabalmente como las que concurren con las leyes de la

            naturaleza material modifican el aspecto de los varios países. ¿De

            qué hubiera servido toda la ciencia de los europeos para darles a

            conocer, sin la observación directa, la distribución de nuestros

            montes, valles y aguas, las formas de la vegetación chilena, las

            facciones del araucano o del pehuenche? De muy poco, sin duda. Pues

            otro tanto debemos decir de las leyes generales de la humanidad.

            Querer deducir de ellas la historia de un pueblo, sería como si el

            geómetra europeo, con el solo auxilio de los teoremas de Euclides,

            quisiese formar desde su gabinete el mapa de Chile.

                 Así es como concibe la filosofía de la historia el filósofo que

            mejor ha inculcado su importancia, sus elementos y su alcance. Ella

            es, según él, la filosofía del espíritu humano aplicada a la

            historia; supone por tanto la historia; y de tal modo la supone, que

            debe ser comprobada, garantizada por ella, para que estemos seguros

            de que es la expresión exacta de la naturaleza humana, y no un

            sistema falaz que impuesto a la historia, la adultere. Esta

            filosofía debe estudiarlo todo; debe examinar el espíritu de un

            pueblo en su clima, en sus leyes, en su religión, en su industria,

            en sus producciones artísticas, en sus guerras, en sus letras y

            ciencias; ¿y cómo pudiera hacerlo si la historia no desplegase ante

            ella todos los hechos de ese pueblo, todas las formas que

            sucesivamente ha tomado en cada una de las funciones de la vida

            intelectual y moral? Veamos de qué modo figura Víctor Cousin ese

            vasto y grandioso trabajo; y dígase si es posible comprenderlo sin

            una exposición completa de los hechos, que es la materia en que

            trabaja el filósofo. Veámoslo, por ejemplo, aplicando sus

            principios, los elementos de la naturaleza humana, a la guerra.

            «¿Queréis saber lo que vale un hombre?» (dice este elocuente

            escritor): «vedle obrar: ahí es donde él pone todo lo que vale; de

            la misma manera la virtud de un pueblo aparece en el campo de

            batalla; ahí está él todo entero con todo lo que le pertenece. Hasta

            allí es preciso que la filosofía de la historia le siga... La

            organización de los ejércitos, la estrategia misma importa a la

            historia. Ved el modo de combatir de los atenienses y de los

            lacedemonios: Atenas y Lacedemonia están allí todas. ¿Os acordáis de

            la organización de aquel pequeño ejército griego de treinta mil

            hombres que conducido por un joven se internó en el oriente hasta la

            Bactriana? Ésa es la formidable falange macedonia, cuya

            configuración sola es el símbolo de la expansión rápida y poderosa

            de la civilización griega, y representa toda la impetuosidad, la

            celeridad y el ardor indomable del espíritu griego y del espíritu de

            Alejandro. La falange macedonia estaba organizada para la conquista

            rápida, para romper por todo, para invadirlo todo. Tiene un

            movimiento irresistible, pero poca fuerza interna, poco peso y

            duración. Volved ahora los ojos a la legión romana; en ella está

            toda Roma. Una legión es un gran todo, una masa enorme, que sacudida

            abruma cuanto encuentra, sin peligro de disolverse; tan compacta es,

            tan vasta, tan llena de recursos en sí misma. Al aspecto de una

            legión nos sentimos como en presencia de un poder irresistible, y al

            mismo tiempo durable, que barre el enemigo y le reemplaza, ocupa el

            suelo, se establece en él, se arraiga. La legión romana es una

            ciudad, es un imperio, un mundo pequeño que se basta a sí mismo,

            porque en su organización nada falta... En una palabra, la legión

            era un ejército organizado, no sólo para avasallar el mundo sino

            para mantenerlo sujeto: su carácter es la consistencia, el peso, la

            duración, la fijeza; es decir, el espíritu de Roma». Si es necesario

            que la filosofía de la historia estudie así cada uno de los

            elementos de un pueblo, ¿no es claro que debe existir de antemano la

            historia de ese pueblo, y una historia que lo reproduzca, si es

            posible, todo entero, que lo reproduzca animado y activo? Nos

            avergonzamos de insistir tanto en una verdad tan obvia.

                 El señor Chacón ha dicho muy bien que el mundo científico es

            solidario: las conquistas que cada nación, cada hombre hace en él,

            pertenecen al patrimonio de la humanidad. Pero es preciso

            entendernos. Los trabajos filosóficos de la Europa no nos dan la

            filosofía de la historia de Chile. Toca a nosotros formarla por el

            único proceder legítimo, que es el de la inducción sintética. No por

            eso miramos como inútil el conocimiento de lo que han hecho los

            europeos en su historia, aun cuando sólo se trate de la nuestra. La

            filosofía de la historia de Europa será siempre para nosotros un

            modelo, una guía, un método; nos allana el camino; pero no nos

            dispensa de andarlo.

                 Nuestro joven amigo nos permitirá decirle que en las

            comparaciones con que se empeña en sostener algunas de las ideas del

            Prólogo, hay más poesía que lógica. «¿Qué se pensaría» (son sus

            palabras) «de un sabio que dijese que no debemos aprovecharnos del

            sistema de ferrocarriles europeos, porque es necesario que Chile

            empiece la carrera de los descubrimientos desde el simple camino

            carretero hasta el ferrocarril? ¿Qué se pensaría de un sabio que

            dijese que Chile no debe aprovecharse de la excelencia del arte

            dramático europeo, porque debe empezar la carrera de este arte, como

            la Europa, desde los toscos misterios?... ¿Qué se pensaría de un

            sabio que dijese que Chile no debe aprovecharse de los

            descubrimientos y progresos de la maquinaria europea, sino que debe

            empezar, como la Europa, por el grosero tejido de paño burdo y las

            calcetas de nuestros abuelos?» La verdad es que estas mismas

            proposiciones con una ligera modificación no tendrían nada de

            absurdo. Realmente hay, en todo, cierto camino que es necesario

            andar, aunque más o menos aprisa. Ningún pueblo necesita ya de

            producir un Watt para tener ferrocarriles pero sí le sería preciso

            haber principiado, no decimos por la carretera, sino por el angosto

            sendero, que comunica de una choza a otra. ¿Llevaría el señor Chacón

            el ferrocarril a nuestra colonia del estrecho? ¿Pondría una fábrica

            de encajes o de sederías en la Araucania? ¿Y se necesitaría por

            ventura ir muy lejos para encontrar pueblos a quienes los misterios

            de la Edad Media cuadrarían mejor que las tragedias de Racine o los

            dramas de Víctor Hugo? Pero no es esto en lo que consiste el

            paralogismo. Las comparaciones de que se sirve el señor Chacón no

            son adecuadas a la materia de que se trata. Una máquina puede

            trasladarse de Europa a Chile y producir en Chile los mismos efectos

            que en Europa. Pero la filosofía de la historia de Francia, por

            ejemplo, la explicación de las manifestaciones individuales del

            pueblo francés en las varias épocas de su historia, carece de

            sentido aplicada a las individualidades sucesivas de la existencia

            del pueblo chileno. Para lo único que puede servirnos es para dar

            una dirección acertada a nuestros trabajos, cuando a vista de los

            hechos chilenos, en todas sus circunstancias y pormenores, queramos

            desentrañar su íntimo espíritu, las varias ideas, y las sucesivas

            metamorfosis de cada idea, en las diferentes épocas de la historia

            chilena. Si así no fuese, el señor Lastarria, que según el prólogo

            ha querido darnos la filosofía de nuestra historia, se habría tomado

            un trabajo superfluo.

                 En otro número seguiremos desenvolviendo estas ideas y haremos

            ver que el Bosquejo Histórico es, como lo dice su título, una obra

            rigurosamente histórica, aunque, por otra parte, sea cierto que en

            algunos puntos y calificaciones se hace desear el testimonio de los

            hechos. Pero no podemos soltar la pluma sin contestar al grave cargo

            que se hace a la Comisión, acusándola de exclusivismo y de

            intolerancia, porque ha creído que, en el estudio y cultivo de la

            historia chilena, debe principiarse por el esclarecimiento de los

            hechos. Si este juicio, expresado bajo la modesta forma de un deseo,

            es un acto de intolerancia, adiós crítica literaria. Villemain

            quisiera que Robertson, en lugar de calificar los hechos con frases

            generales, los individualizase, los pintase. Proteseemos pues contra

            este deseo como un acto de exclusivismo. ¿Qué más hubiera podido

            decirse si la Comisión, en vez de apreciar justamente el Bosquejo

            Histórico, como el mismo señor Chacón lo confiesa, y de adjudicarle

            el premio, arrogándose facultades inquisitoriales hubiese prohibido

            su lectura? La misma libertad que tiene un escritor para dar a luz

            cuanto le dictan su inteligencia y su conciencia, tiene otro

            escritor para examinarle y criticarle, según su leal saber y

            entender.