BARTOLOMÉ MITRE
LAS RUINAS DE TIAHUANACO
(Recuerdos de
viaje)
En
la mañana del día 1º de enero de 1848, cruzaba de sur a norte en dirección
a
Tiahuanaco la altiplanicie
boliviana, que se levanta a más de 4000 metros sobre
el
nivel del mar, circundada por un horizonte de montañas que miden
hasta
23.000 pies ingleses de
elevación. Tenía a la vista los tres gigantes de los
Andes: el Illimani, el
Sorata y el Huayna-Potosí, cuyas crestas resplandecientes
se
perdían en las nubes; se extendía a mis pies una llanura inmensa y árida,
y
teníamos sobre nuestras
cabezas el cielo más espléndido y transparente del
universo. No creo que exista
en la naturaleza un paisaje más agreste, más triste
ni
más grandioso a la vez.
Es
sin duda el rasgo más prominente en la geografía de la América
meridional,
aquel círculo de montañas
que se eleva en su centro, como una corona mural
de
almenas aéreas engastadas de eternas nieves. Determinan este
relieve
orográfico las dos grandes
cadenas de la cordillera de los Andes, que se
bifurcan en las fronteras de
la República Argentina y vuelven a reunirse en la
sierra del Bajo Perú,
cerrando sus eslabones de granito entre los 15 y 20 grados
de
latitud sur. Fórmase así una especie de
inmenso torreón elíptico, cuyo
recinto lo constituyen las
mismas montañas que avanzan sus contrafuertes por
todo el continente. Dentro
de este circuito se desenvuelve a la manera de una
vasta plataforma, que tiene
alguna analogía con la del Tíbet, la altiplanicie del
Alto Perú, que ha dado su
nombre geográfico a esta encumbrada región, y que
mide más de cien leguas de
extensión en su eje mayor y como treinta a
cuarenta de ancho,
envolviendo por una parte al Cuzco y por la otra a Potosí.
Casi en el centro de este
llano andino, y como a cuatro leguas del famoso lago
de
Titicaca -fabulosa cuna de la civilización incásica- yacen las no
menos
famosas ruinas del templo de
Tiahuanaco, que por su antigüedad y sus
misterios, así como por la
originalidad de su arquitectura, ha sido llamado la
Balbek
americana.
Las
ruinas de Tiahuanaco, con sus elevados terrados o túmulos artificiales,
sus
largas columnatas, sus
pórticos monolitos, sus murallas ciclópeas, sus ídolos
fantásticos, sus estatuas
colosales, sus misteriosos subterráneos, sus correctos
bajorrelieves, sus columnas
geométricas, sus acueductos en embrión y sus
símbolos mudos, son otros
tantos enigmas de una civilización extinta, cuyo
origen se pierde en la noche
de los tiempos, y cuya remota memoria habían
perdido millares de años
antes del descubrimiento de América hasta los
mismos habitadores del
suelo.
Estas ruinas prehistóricas,
testimonios de una raza constructora, más
adelantada que la que
encontraron los descubridores españoles en el Perú, son
anónimas como las de Mitla,
de Palenque y de Copan, y su carácter más
primitivo y severo, indica
que son más antiguas.
La
creencia vulgar que ha atribuido estos monumentos a los quichuas bajo
el
reinado de los Incas, no
tiene fundamento alguno; y la crítica de acuerdo con la
cronología ha despojado a
estos hasta de la paternidad de las grandes
construcciones que se
encuentran a inmediaciones del Cuzco, centro de su
gobierno. Ni tiene más valor
la opinión sostenida por algunos arqueólogos
americanistas, de que los
templos de las islas de Titicaca, cercanos a
Tiahuanaco, sean obras
suyas, bautizando gratuitamente su estilo con la
denominación de arquitectura
quichua.
La
opinión, al parecer más autorizada, que atribuye a los aymaraes
las
construcciones de
Tiahuanaco, no tiene mayor consistencia. Esta raza,
considerada como autóctona
bien que no primitiva, era la que ocupaba el
territorio al tiempo de ser
conquistado por los Incas, es decir como trescientos
años antes del
descubrimiento. Nada indica que hubiese conocido un estado
de
sociabilidad más adelantado que el que entonces tenía -compuesta
de
agricultores y pastores,
carecía de tradiciones guerreras, siendo sus
implementos de labranza lo
mismo que sus armas, de piedra y palo- dispersa
en
una dilatada superficie, no tenía centros de población ni gobierno
central
-con aptitudes para imitar,
su mente no era susceptible de elevarse a la
concepción arquitectónica-
su idioma no da testimonio de que tuvieran
nociones de las formas de
piedra que pueblan las ruinas. Aun los mismos
monumentos relativamente
modernos, que parecen ligarse como una
reminiscencia vaga a sus
tradiciones más lejanas, son construidos de barro
endurecido, y no se han
encontrado en ellos sino los productos de la tierra
cocida; y es de notarse que
estos monumentos sean sepulcrales (chullpas), y se
encuentren con frecuencia en
la altiplanicie en grandes grupos, formando
necrópolis o verdaderas
ciudades de muertos (1).
___________________
(1)
Los cráneos que se han encontrado en ellas difieren mucho en su conformación
natural y
artificial de los de la raza
existente, que lleva el nombre tradicional de aymará,
habiéndose
encontrado en los sepulcros
del Alto y Bajo Perú los tipos craneanos de tres razas
consideradas
primitivas.
___________________
Sea
por su número -hoy mismo pasan de 400.000- sea por la vasta extensión
de
territorio que abrazaba, o
porque en realidad era refractaria a toda innovación,
como parece indicarlo su
inmovilidad moral durante tantos siglos, el hecho es,
que
esta raza sometida al imperio incásico, conservó, como conserva
todavía,
sus
fronteras étnicas, sin perder ninguno de los rasgos característicos de
su
individualidad en el espacio
de setecientos a ochocientos años de vida
histórica que se le conoce.
Ni aun la lengua quichua, que se imponía como una
ley
a los vencidos, pudo penetrarla. La lengua invasora atravesó con las
armas
incásicas la altiplanicie
andina, dejando una que otra huella de su paso en la
geografía oficial; rechazada
de los valles que convergen por el sur y el este al
gran lago, descendió al de
Cochabamba y se extendió en él, posesionándose
enseguida de todo el sur del
Alto Perú; y así llegó triunfante como un verbo
avasallador hasta los 35
grados a lo largo de ambas faldas de la gran cordillera,
último límite de su
itinerario meridional; pero no pudo extirpar la lengua
aymará, que persistió o como
una protesta viva de la raza subyugada o como
una
prueba de su cohesión nativa.
Sucede, empero, en las
corrientes de la palabra humana, como en las corrientes
de
las aguas dulces y saladas, que conservando su línea divisoria y
sin
confundirse, se modifican en
su punto de contacto. Obsérvase así, respecto del
quichua y del aymará, que
los dos idiomas se usan promiscuamente en sus
fronteras étnicas, y
especialmente en los dos grandes centros de población que
marcan los extremos de la
planicie en su eje mayor, que son las ciudades de
Puno y Oruro -allí se hablan
ambos idiomas alternativamente- ambos se
adulteran recíprocamente sin
penetrarse, y ambos coexisten sin perder ni ganar
terreno.
Así
como los idiomas hoy, coexistieron tal vez en otro tiempo entre
los
desconocidos ascendientes de
quichuas y aymaraes, salidos probablemente de
puntos opuestos, los cultos
gemelos del sol y de la luna, como lo atestiguan las
ruinas de las islas del lago
y los vasos antiguos dispersos por todo el Perú,
hasta que por una evolución
históricamente ignorada, prevaleció el del sol,
anterior a aquellas razas,
como lo prueban los emblemas de Tiahuanaco(2). Es
de
notarse con este motivo, que no obstante diferir lexicográficamente
el
quichua y el aymará tanto
como el español del alemán, sea común en ambos
las
palabra Inti para designar el sol, teniendo el aymará el vocablo
anticuado
Villca o Wilka, en desuso ya
al tiempo de la conquista española; como lo es que
este mismo nombre -que en
quichua significa un árbol de la familia de las
acacias- se encuentre en la
cordillera divisoria de Puno y del Cuzco,
subsistente en las antiguas
ruinas de Vilcanota (Wilhanuta), lo que podría ser
un
indicio de la comunidad de origen o de la identidad de creencias
religiosas
en
los tiempos prehistóricos.
___________________
(2)
En una colección de antiguos vasos peruanos, ofrecida por mí al Museo
Antropológico de
Buenos Aires, extraída de
varias huacas del Bajo Perú, hay uno - evidentemente el más
primitivo-,
en
que se repite en cóncavo, el símbolo de la media luna. En la misma huaca se
encontró una
espada de madera labrada con
piedra, que di a nuestro naturalista y arqueólogo Francisco
P.
Moreno, y que éste ha
depositado en el mismo Museo, donde existe.
___________________
En
cuanto a la denominación moderna de Tiahuanaco, en que algunos
creerían
haber encontrado la clave de
sus misterios, es una simple amalgama de
palabras de los dos idiomas,
que lo mismo puede significar, siéntate guanaco
que
descanso de guanacos (3). Según la tradición vulgar de los
neoquichuistas,
esta palabra compuesta
habría sido pronunciada por el Inca conquistador
Mayta-Capac al tiempo de
someterse los aymaraes, por la velocidad del
guanaco con que llegó un
chasqui hasta aquel jugar trayéndole noticias
anotadas en un quippus, por
lo cual le permitió el insigne honor de sentarse en
su
presencia y mandó edificar el templo en conmemoración de tal
hecho.
También hay quien diga que
proviene de los grandes asientos de piedra en
forma de canapé que allí se
encuentran. Según otros, ella no indicaría sino el
lugar de descanso de los
guanacos o llamas, y esto es lo más probable, pues,
estando Tiahuanaco sobre el
camino real del Cuzco, teniendo pastos y agua, y
distando como cuatro leguas
de la laguna, que es la jornada diaria de una
llama, es hasta hoy mismo el
paradero forzoso de las caravanas.
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(3)
Tia viene del verbo quichua tiyai, que significa "sentarse, descansar" y en su
acepción más lata
"morar o permanecer".
Huanacu, es el nombre con que en ambos idiomas se designa esta especie de
camello americano, en su estado silvestre, y que los aymaraes aplican también a
la llama como
animal de carga. Los que
buscan analogías fonéticas y encuentran raíces por el método
óptico,
comparando las palabras
escritas con letras que representan diferentes sonidos, podrían
sostener
que
ti-a viene de tyana, que en aymará quiere decir "asiento de totora atada", o de
tiapa, rollete de
sogas para asentar tinajas,
y por extensión asiento en su acepción restringida en la cual la
usan
los
quichuistas; pero el verbo aymará utcatha, que significa a la vez "estar" y
"sentarse" es
radicalmente distinto y
reconoce otra genealogía filológica.
___________________
Otras tradiciones más
poéticas, bien que no más serias, se ligan al origen
obscuro de estas ruinas. A
estar al dicho de los indios que hablaron con los
primeros conquistadores
europeos, ellas habrían existido antes que hubiese sol
en
el cielo. Según Cieza de León, que las visitó en 1549 y conferenció
sobre
ellas con los más sabios
orejones del Cuzco, los naturales le dijeron haber oído
decir a sus antepasados, que
aquellos edificios remanecieron hechos en una
sola noche, de lo que él
concluía: "Tengo esta antigualla por la más antigua del
Perú". Garcilaso, que copió
a Cieza de León, cuenta que sus paisanos creían
que
en tiempos muy remotos fueron convertidos en piedras los habitantes
de
aquella comarca por haber
apedreado un hombre que pasaba por ella, y de
aquí el origen de las
estatuas.
Todas estas tradiciones son,
sin embargo, documentos negativos que revelan
una
verdad, y es que hace más de setecientos años que se había perdido
la
remota memoria de la
civilización extinta que representan las piedras labradas
de
Tiahuanaco, y que entre ellas y la semicivilización que encontraron en
el
Alto y Bajo Perú los
descubridores europeos, mediaron largos siglos de
obscuridad y de
barbarie.
Estas ideas entonces en
germen, a la par de otros recuerdos históricos más
modernos, ocupaban mi cabeza
en la mañana del indicado día, al ver
destacarse en el horizonte
las colinas que señalan a Tiahuanaco, y las montañas
que
trazan el gigantesco circuito del lago de Titicaca, teatro de
tantas
evoluciones y revoluciones
geológicas, étnicas y políticas.
Era
esta la cuarta vez que atravesaba la altiplanicie boliviana en
opuestas
direcciones, obedeciendo al
destino más que a mi espontánea voluntad. La
primera vez lo había hecho
como viajero que examinaba por acaso los
monumentos prehistóricos que
encontraba en el camino: la segunda y tercera,
como militar, en que pude de
paso reconocer los campos de batalla de la
guerra de la Independencia
en Aroma, Vilcapugio, Ayohuma y Sipe-Sipe. La
cuarta y última vez lo hacía
como prisionero de Estado, por causas que alguna
atingencia tenía con la
arqueología, puesto que Tiahuanaco era uno de los
móviles que me habían
llevado a Bolivia.
Había leído en los primeros
documentos de la revolución argentina del 25 de
Mayo de 1810 en que las
antiguas tradiciones americanas se confundían con las
nuevas aspiraciones a la
libertad que su primer aniversario fue celebrado a
setecientas leguas de
distancia de Buenos Aires, en el Templo del Sol y en el
Puente del Inca sobre el
Desaguadero, entre cuyos dos puntos se encuentra el
fúnebre campo de Huaqui,
donde sus armas, hasta entonces triunfantes,
sufrieron el primer revés.
El deseo de conocer estos lugares doblemente
célebres, contribuyó en
parte a hacerme aceptar la invitación que en 1847 me
hizo el gobierno de Bolivia
para ir a dirigir un colegio militar en la ciudad de
La
Paz, en circunstancias en que, separado violentamente de mis
compañeros
de
armas del sitio de Montevideo, y cerrado para los emigrados argentinos
el
teatro militar de la
provincia de Corrientes, no tenía en el Río de la Plata
campo en que combatir por la
libertad de mi partía. Por esto he dicho, que sin
que
mí voluntad interviniese directamente y por móviles que no eran del
todo
extraños a la arqueología,
me encontraba el día de año nuevo de 1848 en la
altiplanicie
boliviana.
Envuelto por dos
revoluciones en Bolivia, actor en una batalla, con un
escudo
de
benemérito de la patria en grado heroico dado por el presidente
Ballivian,
recibí por fin una orden de
prisión y destierro del general Belzu. A
consecuencia de esto se me
conducía a la sazón al puente del Desaguadero,
frontera del Perú, por el
camino de Tiahuanaco, escoltado por ocho soldados
de
caballería y treinta indios armados de macanas; ¡y he aquí cómo mi
sueño
arqueológico iba a
realizarse!
Era
el jefe de la escolta un sargento mayor, hermano del encargado de
negocios
de
Bolivia que se suicidó en Buenos Aires en tiempo de Rosas. A causa de
su
obesidad era llamado el
mayor Rodríguez Bola, y bajo un exterior cómico y
adusto a la vez, ocultaba un
corazón bondadoso.
Era
uno de mis compañeros de desgracia, un doctor Solar, boliviano
ilustrado,
antiguo secretario de
legación en el Río de la Plata, con quien había hecho mi
viaje desde el Brasil,
pasando por Chile y el Perú. Rodríguez, relajando un
tanto su consigna, me dio
libertad para visitar las ruinas, y el doctor Solar, que
hablaba perfectamente el
quichua y el aymará, se ofreció a ser mi cicerone con
el
beneplácito de nuestro guardián, quien llevó su complacencia
hasta
proporcionarnos dos guías,
representantes de la antiguas razas indígenas del
país.
Uno
de los guías era del habla aymará y otro de la quichua. Estaban
calzados
de
ojotas (sandalias peruanas) como en tiempo de los Incas; llevaban
calzón
corto con pierna desnuda y
un chupetín y casacón a la usanza española de
antaño, con un gran guarapón
o chambergo en la cabeza; un morral con las
provisiones de viaje al
costado, una manta terciada y un largo bastón al
hombro, completaban su
arreo. Tal es el traje obligado de los indígenas del
Alto y Bajo Perú desde el
tiempo de la sublevación de Tupac-Amarú, en que el
rey
de España les prohibió el uso de sus vestiduras nacionales para borrar
los
recuerdos
incásicos.
Graves y silenciosos -como
que no hay memoria de haber visto reír a un indio
de
estas razas-, se colocaron al pie de nuestros estribos, y
cuando
emprendimos el galope, nos
siguieron a pie y a la par, con una velocidad de
verdaderos guanacos, que me
hacía pensar en la del chasqui que llevó al Inca
su
histórico o fabuloso quippu
(4).
___________________
(4)
En Bolivia los correos y postillones andan constantemente a pie, a razón de
quince y más
leguas por día. La primera
vez que me convencí de su velocidad y resistencia, fue en una
jornada
por
la altiplanicie desde la de Vencille a Calamarca, uno de los puntos habitados
más elevados
del
globo. En el espacio de seis leguas y durante cinco horas, me acompañó el
postillón al trote y
galope de mi caballo,
ascendiendo varias cuestas. Al llegar a Calamarca, a la media noche,
me
pidió permiso para ir a
visitar unos parientes a una legua de distancia, y antes de
amanecer
regresó con los caballos, a
pie como había venido, a la posta de salida.
___________________
A
poco andar nos encontramos en una especie de quebrada o valle
estrecho
limitado a derecha e
izquierda por altas colinas rocallosas, cubiertas en parte
de
una pobre y verdinegra vegetación. Más adelante hallamos en medio
del
camino un ídolo esculpido en
traquito, piedra dura que a primera vista
presenta la apariencia del
granito rojo. Nos apeamos a examinarlo y vimos que
estaba roto por la mitad.
Era la imagen reducida de otro tallado mayor escala
que
había visto en el museo de La Paz. El presidente Ballivian, a indicación
de
mi
amigo don Domingo de Oro -que acompañó al pintor Ruggendas en
su
excursión por Tiahuanaco-,
había hecho transportar algunas piedras, y a de
ellas era aquel ídolo que
los indios rompieron en el camino. No me detendré
en
describirlo, porque después tendré ocasión de estudiar la
singular
estatuaria hierática del
templo en sus mismas ruinas.
Al
salir de la quebrada entramos a una ancha planicie ligeramente
accidentada,
que
limitan al sur y norte altas y agrestes colinas como las que acabamos
de
ver. Por su centro en
dirección oeste-este, corre un río o más bien arroyo, que
lleva el nombre del lugar y
se derrama en la laguna, abriéndose su cauce en un
sedimento de rica tierra
vegetal, que la presencia de las grandes aguas
diluvianas en toda la
altaplanicie, cuando toda ella era un inmenso lago. A su
margen por la parte del sur
se extienden las vastas ruinas en un perímetro de
una
milla cuadrada aproximadamente, cuyas imponentes moles
dispersas
hacen recordar las
petrificaciones fabulosas de que habla Garcilaso. En la
margen norte y como a una
milla de distancia, se ve el moderno pueblo de
Tiahuanaco, construido en
gran parte con las piedras de las ruinas; y más allá,
las
límpidas aguas del lago, tranquilas en aquel momento, pero que tienen
sus
tempestades como las del
mar. Este paisaje reviste una solemne melancolía
que
se comunica al alma, independientemente de las ideas que
sus
monumentos despiertan; ni un
solo árbol, ningún accidente risueño modifica
las
líneas severas de su horizonte, y todo, hasta el suelo seco y arenisco,
la
temperatura frígida, y la
luz sin cambiantes uniformemente distribuida en
aquel cuadro, todo tiene un
carácter y un tinte austero.
La
primera impresión que me asaltó ante aquel espectáculo de la
naturaleza,
fue
que habría sido muy desgraciado el poderoso Inca que hubiese
elegido
aquel sitio para fundar un
palacio de recreo, como vulgarmente se cree y mi
cicerone lo repetía. Si como
parece más probable, fue aquello un adoratorio,
sin
duda que un espíritu ascético presidió a la elección del
lugar.
Al
entrar a la planicie, llaman desde luego la atención dos
colinas
rectangulares, cuyas formas
simétricas y orientación uniforme contrastan
singularmente con las
agrestes alturas circunvecinas. Acercándose a ellas se ve
que
son dos montículos o pirámides de tierra construidas por mano
de
hombre,
como los mounds-builders del Mississipi.
Estos dos montículos
artificiales constituyen el núcleo de las ruinas, y ellos
les
dan
su relieve arquitectónico y su fisonomía pintoresca.
La
primera impresión que produce el conjunto de las ruinas es de confusión
y
de
asombro. Luego que se forma idea del plan general, la vista
es
inmediatamente atraída por
una serie de largas columnas tienen el aspecto de
un
monumento druídico. Esta construcción es la que vulgarmente se signa
en
la
comarca con la denominación de El Templo, y que los viajeros y
arqueólogos
han
adoptado para distinguirla de las demás.
Lo
que se llama El Templo, es un vasto cuadrilátero, cuyo recinto marcan
por
sus
cuatro frentes otras tantas columnatas tiradas a cordel. Medí con
religioso
respeto dos de sus costados
con el único instrumento de que podía disponer, y
abriendo un tanto el compás
natural para darle más o menos la medida de la
vara castellana, conté
doscientos pasos por uno de sus frentes y poco menos
por
el otro (5).
___________________
(5)
D'Orbigny, que visitó las ruinas en 1833, cuando estaban menos deformadas,
llama
equivocadamente cuadrado a
este rectángulo, confundiéndolo quizá con otra ruina adyacente
de
esta forma; y probablemente
por comprender a ambas una sola área, le asigna la medida de
180
metros por 180 metros.
Castelnau, que estuvo en 1845, no da medidas de los diversos perímetros y los
describe en globo. Squier, que estudió y midió en 1875 cuando los recintos
estaban más
borrados, da al templo su
verdadera figura y le asigna 388 por 445 pies ingleses. Tschudi
y
Rivero, en sus Antigüedades
peruanas, no dan sino las medidas de algunas piedras. Doy las
mías,
tomadas a ojo de buen
cubero, tales como se encuentran en los apuntes de mi cartera de
viaje.
___________________
Entre columna y columna,
conté 15 pasos. Medí una de las columnas con el
bastón de uno de los guías,
y lo calculé como cuatro varas de altura fuera de
tierra; una de ellas, que
yacía tendida en el suelo, media más de cinco varas,
incluso la parte enterrada
(6). Estas columnas no son precisamente tales, sino
pilastras monolitas de
varias dimensiones, de rocas traquíticas y areniscas,
perfectamente labradas por
sus cuatro costados unas, y más toscas otras,
presentando un frente de
tres a cinco cuartas y más de una tercia de espesor,
tienen de cada lado un
rebajo perpendicular y uno transversal en la parte
superior, como para recibir
arquitrabe o dintel.
___________________
(6)
En esto también discrepan las medidas de d'Orbigny y de Squier: el primero les
da 4 metros de
tierra y el segundo de 8 a 1
0 pies ingleses.
___________________
Tal
es el recinto del templo, que según puede colegirse tenía por objeto o
bien
trabar el revestimiento del
terraplén que se encuentra en su centro, o bien
formar una galería exterior
en el todo o parte del contorno, como parecerían
indicarlo algunos restos de
paredes de piedras secas que se encuentran más al
interior.
El
terraplén que forma el relieve que queda de la planta del templo, es una
de
las
colinas artificiales que hemos indicado antes; está fundado sobre
un
pavimento de piedra y se
eleva como a cuatro varas del nivel de la llanura
adyacente. Por la parte del
oriente se encuentra una plataforma más baja que el
montículo, y a su frente se
ven diez columnas cuadradas, en línea, mayores
que
las del recinto, que bien pudo ser algún atrio o peristilo frontal. En
el
macizo del terraplén y con
salida al occidente, hay una especie de patio al
nivel del suelo, con paredes
de piedras brutas que lo circunscriben, aquí
donde se ha encontrado el
mayor número de esculturas, afectando formas de
hombres, animales y tipos
fantásticos de divinidades ideales. El montículo ha
perdido la regularidad de su
forma primitiva, pero aun podían discernirse sus
contornos, no obstante haber
sido removida la tierra en muchas partes.
Al
frente y a corta distancia de la fachada oriental, vense los vestigios de
otra
construcción que en el país
se designa con el nombre de Palacio, y que también
ha
sido aceptado por los arqueólogos. Es un cuadrilátero de que no se
veía
sino parte del pavimento, y
grandes masas de piedras dispersas
admirablemente cortadas con
precisión matemática, con sus aristas vivas cual
si
recién saliesen de manos del artífice.
No
lejos del palacio y en dirección al norte se encuentra la boca de
una
construcción revestida de
lozas labradas, que hacía poco se había descubierto,
y
que el doctor Solar me dijo ser un subterráneo que se creía comunicara
con
las
construcciones no menos misteriosas de las islas de la laguna, no
faltando
quien creyese en el país,
según antigua tradición, que iba hasta el Cuzco. Sin
tiempo para examinar aquella
singular ruina, formé idea de que debía ser
algún acueducto subterráneo,
destinado a traer el agua por derivación desde
alguna altura inmediata,
para levantarla hasta el más empinado de los
montículos de que hablaré
después, o para construir alguna fuente surgente en
el
palacio. Las antiguas y admirables obras hidráulicas que se encuentran en
el
país, y las piedras talladas
en forma de media caña con bocas de irrigación al
parecer, que unidas
formarían un tubo, las cuales abundan en las ruinas, dan a
esta hipótesis el carácter
de una demostración (7).
___________________
(7)
Los indios del Alto y Bajo Perú son hidráulicos por instinto. Conducen por
derivación el agua
a
través de las montañas, de modo que parecería que sube a ellas; hacen sus
nivelaciones a la
simple vista entre los
puntos extremos, dando a la acequia la inclinación correspondiente;
miden
con
el pie el volumen cúbico del agua que corre, calculan con precisión la cantidad
de agua que
sale por una toma en un
espacio de tiempo dado, valiéndose para ello de los métodos
más
primitivos. Varias veces me
ha sucedido, viajando de noche por los valles perfectamente
irrigados
del
Perú, que el indio que me servía de guía me daba la hora exacta por la cantidad
de agua que
traía la acequia. Por lo que
se ve en Tiahuanaco, esta educación o esta aptitud de raza debe
ser
anterior al tiempo de los
Incas.
___________________
En
el ángulo norte de la fachada orientar del templo, se levanta como
un
misterio petrificado, el
monumento más estupendo de las ruinas, único de su
género que se haya
descubierto en todo el continente americano. Por sus
dimensiones gigantescas, su
ejecución artística y su carácter evidentemente
simbólico, este testigo mudo
de una civilización desconocida, ha llamado en
todo tiempo la atención de
los americanistas, sin que hasta el presente haya
podido ser explicado
satisfactoriamente, ni aun siquiera asignándosele su
colocación en el plan
general de las construcciones de Tiahuanaco.
Este monumento es un enorme
pórtico monolito, tallado en una sola roca de
traquito duro, labrado por
todos sus costados, esculpido por ambas faces, con
una
puerta de líneas rectas abierta en su centro, y con nichos del mismo
estilo
simétricamente distribuidos.
Mide cerca de cinco varas de base, como tres y
tres cuartas de altura y
media vara larga de espesor, según me lo confirmó más
tarde el cura del lugar, o
sea en términos métricos, 4 m. 80 cm. por 3 m. 16 cm.
con
arreglo a las medidas más exactas que de él se han tomado
(8).
___________________
(8)
En esta parte también difieren todos los viajeros arqueólogos, que han estudiado
las ruinas.
Cieza de León trae por
accidente algunas medidas que indirectamente se refieren al
monolito,
diciendo respecto de otros,
que tenían umbrales de 30 pies que formaban parte adherente de
ellos.
D'Orbigny le da 4 metros y
15 centímetros de base por 3 metros y 16 centímetros de
altura.
Castelnau sólo da la altura,
y dice: "environ 3 metros 1/2 ", lo que indica que no lo midió.
Rivero
trae "10 pies de altura y 13
de ancho", que deben suponerse de la vara española del Perú; y
su
colaborador Tschudi en sus
Reísen, no adelanta estos datos. Squier, que dice haberlo medido
con
cuidado, le asigna 13 pies y
5 pulgadas inglesas de base y 7 pies y 2 pulgadas de alto, lo que
da
una
notable diferencia con las medidas de D'Orbigny en cuanto a la altura. Esto
puede explicarse
teniendo presente que cuando
D'Orbigny lo midió en 1833, el monolito yacía tendido en el
suelo
en
toda su integridad, y que cuando Squier lo vio en 1875, estaba en pie, roto, y
parte de él
enterrado, y así dice "high
above-ground". Tomando la medida de Squier, que no debe ponerse
en
duda en cuanto a la base, y
las no menos auténticas de D'Orbigny en cuanto a la altura, se
tiene,
centímetros más o menos, la
dimensión exacta del monolito, que corresponde aproximadamente
a
la
confirmada por el cura de Tiahuanaco.
___________________
Por
muchos años el misterioso pórtico estuvo tendido en el suelo en toda
su
integridad, y así lo
encontró el famoso viajero naturalista D'Orbigny en 1833.
Cuando lo vi en 1848, estaba
en pie. A la distancia, presentaba la apariencia de
hallarse entero, y su
abertura ofrecía al ojo la figura de un trapecio irregular
con
la base menor por dintel. Acercándome, vi que la gran piedra
estaba
quebrada: una hendidura que
diagonalmente bajaba de la parte superior hasta
uno
de los ángulos interiores de la puerta, la dividía en dos, y alterando
su
nivel producía aquella
ilusión, pues sus montantes son perfectamente
perpendiculares, y el todo
de la abertura forma un rectángulo correcto de un
metro de ancho y dos de alto
(9).
___________________
(9)
Por el motivo ya indicado, probablemente, Squier en su libro "Peru, Land of the
Incas", sólo le
da
4 pies y 6 pulgadas inglesas de altura, mientras que D'Orbigny consigna 2
metros, lo que hace
una
diferencia de 680 milímetros.
___________________
Los
guías me dijeron que la misma noche que lo pararon, había estallado
una
gran tempestad, y que un
rayo había partido la piedra tal como estaba. El cura
de
Tiahuanaco me confirmó la verdad de este relato, en el cual me llamó
la
atención que los dos indios,
a pesar de hablar distintos idiomas, se valieran de
la
misma palabra, con la sola diferencia de una letra, -iIlapa - illapu-,
para
designar el rayo, que
también significa trueno, y que actualmente les sirve para
indicar el fusil y el
estampido del cañón, según me lo explicó mi intérprete y
cicerone el doctor Solar
(10).
___________________
(10) El infinitivo del verbo
es illay, brillar, resplandecer, y así algunos quichuistas la usan en
su
acepción de
relámpago.
___________________
La
faz posterior del monolito que mira al occidente, presenta dos
nichos
laterales a derecha e
izquierda del promedio de la elevación de la puerta, y
cuatro pareados hacia la
parte superior, corriendo por estos últimos una
moldura a modo de cornisa,
que rompiéndose en ángulos rectos encuadra el
dintel, siendo todas las
líneas perfectamente rectas. La faz que mira al oriente,
es
la que hiere más profundamente la imaginación, provocando la
meditación.
Al
primer golpe de vista se creería estar en presencia de un
monumento
egipcio, trayendo sus
figuras a la memoria los jeroglíficos aztecas; pero
fijando
la
atención y discerniendo sus partes, adviértese que se está en presencia
de
una
obra original con tipos únicos, que se contempla con creciente
asombro.
Todo el lienzo superior del
monolito por esta parte, que comprende
exactamente un tercio de su
altura está cubierto por bajos relieves planos, de
dibujo grosero, pero de
cortes vivos, atrevidos, y de una corrección de líneas
admirable. A pesar de la
dureza de la roca, el tiempo ha gastado algunos de
los
contornos de la escultura, como para estampar la fecha de su
antigüedad.
Estos bajos relieves
enigmáticos, constituyen una verdadera composición, que
tiene su unidad, que debió
tener en su tiempo un significado mítico como los
del
friso del Partenón de Atenas. Figuran varias procesiones como
las
Panateneas en honor de
Minerva, sin su gracia inmortal y sin su interpretación
histórico-poética; pero con
un carácter simbólico más acentuado y una síntesis
religiosa más primitiva,
menos complicada, que responde más directamente a
la
idea de lo desconocido, del Dios ignoto o del génesis
rudimental.
Ocupa el centro de esta
singular composición, una figura fantástica, de corte
anguloso y formas
geométricas -con excepción de las manos- que parece ser la
representación del sol con
sus atributos. Su cara es cuadrada con ligeros
rebajos curvos en las
quijadas; la nariz es un rectángulo perpendicular con los
mismos accidentes; las
órbitas y las pupilas son casi cuadradas, y de los ojos
bajan dos especies de rayos
que se dirían lágrimas formadas por una sucesión
de
tres cuadrados cóncavos de mayor a menor; su boca abierta y vacía, es
el
contorno de un perfecto
rectángulo transversal, cuyos bordes en relieve trazan
sus
labios. Este rostro matemático está circundado de una aureola cuadrada
de
listones a modo de rayos,
que terminan en dobles círculos concéntricos y
cabezas de animales, al
parecer cóndores, con excepción del centro que corona.
Una
especie de triple penacho rígido que arranca de pequeño pedestal.
El
cuerpo y el vestido a manera
de túnica corta, están figurados en un rectángulo
subdividido por un cinturón
horizontal que remata a derecha e izquierda en
dos
cabezas de cóndores. Las piernas muy cortas, son dos pilastras,
que
reposan sobre dos pequeños
zócalos salientes, que hacen el oficio de pies. En
las
manos tiene dos bastones o cetros de una altura igual a ella, toma dos
por
su
promedio, uno de los cuales, el de la derecha, presenta una cabeza
de
cóndor con su cresta hacia
abajo, y el otro una idéntica en la misma posición y
dos
cabezas de la misma ave en la parte superior bifurcado.
Esta figura reposa sobre una
especie de pedestal, figurado por listones en
relieve, dispuestos a manera
de grecas, con una cabeza de animal fantástico de
cada lado, y varias cabezas
de cóndores en sus remates distribuidas con
regularidad (11). Por debajo
del pedestal corre una elegante greca ornada,
como de una cuarta de
altura, que se extiende horizontalmente por todo el
lienzo, y en la que se
reproducen todos los atributos de la figura principal, y
se
repite once veces su rostro
cuadrangular y radiante en otros tantos medallones
con
los mismos atributos.
___________________
(11) De las dos únicas
láminas auténticas que han reproducido esta figura, la más correcta es
la
de
Squier, como que es copia de una vista fotográfica; faltándole empero algunos
pequeños
detalles que trae D'Orbigny
en la suya, y sobrándole las cabezas de tigre, que más bien
parecen
ser
de cóndores, que pone en el extremo de algunos rayos. D'Orbigny a su vez ha
trazado mal los
contornos angulares del
cuerpo y ha puesto algunas cosas que sólo han existido en la fantasía
del
dibujante, pues conociendo
de antemano su lámina, las busqué en la piedra, y no las encontré,
no
siendo de suponerse que
hubiesen desaparecido sin dejar vestigio en el espacio de dieciséis
años
que
mediaron entre su visita y la mía. La de Tschudi y Rivero es una copia
adulterada de la de
D'Orbigny.
___________________
A
derecha e izquierda de la figura descripta, que con su pedestal ocupa todo
el
espacio superior de la
puerta, con excepción del de la greca, se extienden seis
líneas horizontales y
paralelas, tres de cada lado, en que se ven desfilar seis
procesiones de figuras
idénticas entre sí, esculpidas en cuarenta y ocho
cartuchos o cuarterones de
20 centímetros por costado cada uno o sean ocho
cartuchos para cada
procesión.
La
línea superior cuya proyección al tope pasa por el promedio de la
cabeza
de
la gran figura, así como la inferior que termina en la prolongación de la
base
del
pedestal, se componen de representaciones convencionales de la
imagen
humana con alas y coronas,
llevando cada una de ellas un báculo o cetro con
tres cabezas de cóndor,
idéntico al que tiene en la mano izquierda el genio
hacia el cual convergen. La
del centro la componen dos series de la misma
estructura, pero con cabezas
de cóndor coronadas por rostro. Todas estas
figuras están de perfil y
marchan hacia el centro en direcciones opuestas, en
movimiento de carrera;
teniendo todas ellas por atributos cabezas de cóndores
simétricamente distribuidas,
y presentando la singularidad de que están
figurados, bien que a
grandes rasgos angulosos (12).
___________________
(12) D'Orbigny, Castelnau,
Rivero y Tschudi, dicen que las figuras están arrodilladas, y parece
así
a
primera vista; pero fijándose en su movimiento general, se ve que van en marcha
y a paso de
carrera, o más bien que
hienden el espacio con las alas abiertas. Squier no dice nada al
respecto,
pero su reproducción
fotográfica confirma esta interpretación.
___________________
A
poca distancia yacía tendido en el suelo otro pórtico monolito
de
dimensiones menores, pero
del mismo estilo arquitectónico, cuyas
proporciones según Squier,
que lo ha medido después, son 7 pies, 5 pulgadas
inglesas de alto por 5 pies
y 10 y 1/2 pulgadas de base, y 2 pies y 10 pulgadas
de
espesor. Está esculpido como el anterior, pero sin las figuras ya
descriptas,
corriendo por su parte
superior una banda de medallones y listones con
cabezas de cóndores en sus
remates, que es una reproducción de la greca con
las
imágenes del sol que se ve en la parte inferior de la composición de la
gran
piedra.
Entre ambos monolitos se
veía entonces -y supongo debe encontrarse hasta
hoy- el monumento más
sorprendente de aquellas ruinas, no explicándome el
silencio que a su respecto
guardan los arqueólogos modernos que las
examinaron con detención
antes y después de mi rápida visita. Es una enorme
roca apenas desbastada, que
presenta, sin embargo, cierta regularidad,
afectando la forma de un
paralelepípedo. El doctor Solar me dijo que había
sido medida, y que tenía 12
varas de largo, 6 de ancho y 2 de grueso; no dando
crédito a mis propios
sentidos, la medí con mi poncho de viaje cuya medida
exacta conocía, y encontré
que más o menos esas eran sus dimensiones.
Entonces no me cupo duda que
tenía a mis plantas una de las piedras de que
habla el famoso padre José
de Acosta, quien visitó estas ruinas a fines del siglo
XVI, el cual dice haber
medido "una de 38 pies de largo, y de 18 de ancho, y el
grueso sería como de seis
pies". Probablemente es esta la misma piedra, que
sirvió en un tiempo de
umbral al gran monolito, y que Cieza de León dice,
refiriéndose a otros de que
hablaré después, que formaba parte adherente de
él,
según se deduciría de estas palabras escritas en 1549: "Lo que yo más
noté,
cuando anduve mirando y
escribiendo estas cosas, fue que de estas portadas
tan
grandes salían otras mayores piedras sobre que estaban formadas: de
las
cuales tenían algunas
treinta pies de ancho y de largo quince y más, y de frente
seis. Y esto y la portada y
sus quicios y umbrales era una sola piedra; que es
cosa de mucha grandeza bien
considerada esta obra".
Lo
interesante de esta piedra semirrústica no es tanto su tamaño, cuanto
la
circunstancia de haber sido
transportada de una distancia tal, que apenas se
concibe cómo haya podido
hacerse sin auxilio de máquinas poderosas y por la
sola acción de los débiles
brazos de hombres casi salvajes. En efecto, las tres
rocas de que están pobladas
las ruinas, son: el gres arenisco que se encuentra
en
las colinas inmediatas a una legua de distancia; y el traquito y el
bacalto
azulado, que según los
geólogos, sólo han sido descubiertos como a unas diez
o
doce leguas de Tiahuanaco. Siendo esta gran piedra de la misma
naturaleza
de
los monolitos labrados (la traquita) vese que por el solo hecho de su
masa,
es
un sorprendente monumento prehistórico, que da testimonio de
esfuerzos
combinados, de una evolución
superorgánica como dirían los nuevos
sociólogos, que sería
extraordinario aun contando con el auxilio de mecánica
moderna. Y si se piensa que
esas rocas eran transportadas a brazo desde tan
largas distancias, y fueron
labradas y esculpidas sin el auxilio del hierro,
entonces no puede negarse un
sentimiento de conmiseración y de admiración a
la
vez, hacia aquellos desconocidos jornaleros y artistas primitivos,
que
gastaron tal vez las fuerzas
de varias generaciones para echar los cimientos de
una
construcción, que parece no fue terminada, y cuyas ruinas son un
misterio
anónimo.
En
presencia de estas masas, de estas esculturas y de sus
símbolos
enigmáticos, diversas y
complejas cuestiones asaltan la mente. ¿Cómo fueron
transportadas esas grandes
piedras? ¿Quiénes las tallaron y esculpieron, y
cómo? ¿Qué significan sus
estatuas, sus ídolos y sus símbolos?
Los
que han pretendido resolver estos obscuros problemas por
analogías
vagas o por medio de
alegorías, o descifrando sus esculturas como los
jeroglíficos mexicanos y los
caracteres de la piedra de Roseta, en vez de buscar
la
explicación en una síntesis deducida de los mismos monumentos,
han
seguido falsa ruta; y
algunos de ellos, lejos de disipar las tinieblas que las
envuelven, han contribuido a
aumentar la confusión, por falta de criterio en la
clasificación metódica de
los materiales, que suplen la falta de documentos
escritos.
¿Cómo fueron transportadas
estas grandes masas desde las distancias de diez a
doce leguas, y sin más
auxilio que el de la fuerza humana desprovista de
máquinas?
A
esta pregunta han creído contestar algunos, recordando la
pintura
encontrada por Wilkinson en
la gruta de Bersheh, donde se muestra cómo los
egipcios transportaban las
piedras de grandes dimensiones, por medio de
trineos con cuerdas, a que
se uncían centenares de hombres, que derramaban a
lo
largo de su trayecto un líquido para facilitar su movimiento. Más
sencillo
sería buscar la explicación
puramente mecánica, en el uso de los rodillos,
palancas y cuerdas que
conocían los indígenas, y sobre todo, en el de los
planos inclinados que el
simple instinto enseñó a los primeros constructores;
pero esto es pretender
resolver la cuestión por la cuestión. Siempre quedaría
por
averiguar qué fuerza inicial dio impulso y coherencia a esta fuerza y
qué
idea generadora presidió a
ella.
Sin
necesidad de preguntar a las piedras más de que racionalmente
pueden
contestarnos, ni fundar
sobre ellas hipótesis más o menos plausibles, pero que
nada enseñan ni resuelven,
podemos decir que las ruinas de Tiahuanaco, como
las
pirámides de Egipto, aunque sin comprobantes históricos como
estas,
atestiguan la existencia de
una sociabilidad más poderosa, más coherente y
más
adelantada que la de los Incas, si bien no menos opresora, ni
menos
desprovista del germen
fecundo y resorte moral que hace que las civilizaciones
sean duraderas y
progresivas.
Que
para alcanzar el grado de civilización de que las ruinas dan
prueba,
debieron pasar miles de
años, aun después de la desaparición del verdadero
primitivo hombre americano,
que yace sepultado en terreno cuaternario, es
una
verdad de hecho que comprueban la ciencia y la experiencia. Que
para
ejecutar estas obras,
transportando tan grandes piedras sin el auxilio de
máquinas, y labrándolas sin
el del hierro, debió gastarse la vida de varias
generaciones, esto no
necesita más demostración que las obras mismas,
comparadas con otras de la
civilización europea armada de medios más
poderosos, y que teniendo
menos dificultades que vencer no han sido
coronadas. Que la raza que
las ejecutó ocupaba la altiplanicie y todos los
contornos del lago; que era
numerosa, que obedecía a un tiránico gobierno
central, que tenía una
constitución política unitaria, un culto y un ideal
también, son hechos que se
deducen lógicamente, los unos del estudio
etnográfico, los otros de
los vestigios que ha dejado, y los más complejos y
abstractos del examen atento
de las formas convencionales y fantásticas que
sus
ignotos artistas inmortalizaron en piedra dura.
Guiándonos en nuestras
investigaciones arqueológicas por el resplandor
incierto de estas luces
crepusculares, podremos entonces percibir en la
penumbra del tiempo, la
sombra vagarosa de una sociedad de oprimidos,
gobernada por la fuerza, en
que la máquina humana, sin impulso propio,
concurría a un resultado
cooperativo, se consumía en esfuerzos estériles, y se
extinguía en un trabajo
largo y paciente, amasando con sudor y con sangre los
cimientos del templo, que
representaba la creencia y el ideal de aquella raza y
la
autoridad soberana de aquella sociabilidad muerta y destinada fatalmente
a
morir.
No
pidamos a las piedras más explicaciones al respecto, pues es sabido
que
estas obras gigantescas sólo
pueden concebirlas los déspotas y ejecutarlas los
esclavos, sea que un origen
y una creencia común dé su cohesión a los
elementos sociales, como tal
vez sucedió en la época de los constructores de
Tiahuanaco; sea que la
agregación por medio de la conquista y el vínculo de la
fuerza, mantenga
artificialmente reunidas sus partes heterogéneas y
antagónicas, como en la
época de la dominación incásica.
En
cuanto al modo cómo esas piedras fueron labradas, la cuestión es más
bien
de
tiempo que de medios. Dado un poder central y despótico y un
pueblo
manso, obediente y paciente,
sin iniciativa individual, se concibe fácilmente
que
por medio de cuñas para dividir las piedras en el sentido de sus
estratos,
por
la acción combinada del fuego y del agua para desbastarlas, por el roce
de
unas piedras más duras con
otras más blandas para pulirlas, y por otros
métodos igualmente
primitivos, bien pudieron ejecutarse estos trabajos,
sirviéndose además de
cinceles de cobre endurecido que parece indudable
conocieron. A este respecto
existen datos suficientes para formar una
convicción. Un cincel de
bronce, encontrado cerca del Cuzco a principios de
este siglo, y que Humboldt
llevó a Europa, puso a los americanistas en vía de
esclarecer la cuestión:
analizado por Vauquelin, se encontró que contenía 0,94
de
cobre por 0,06 de estaño, lo que le daba la dureza de las hachas de los
galos
encontradas en el viejo
mundo. Posteriormente se han encontrado varios
instrumentos idénticos en
las huacas peruanas. El padre Bertonio, que
evangelizó entre los
aymaraes a fines del siglo XVI, nos enseña en su
vocabulario impreso en Juli,
que los indígenas tenían palabras y
combinaciones para
distinguir las variedades del cobre nativo, así como para
designar el bronce, o cobre
duro, a que llamaban isayaury; y que, cuando
conocieron el hierro
importado por los españoles, no teniendo palabra que
aplicarle, le llamaron yauri
de Castilla, o sea cobre español. D'Orbigny hace
conocer con este motivo el
proceder que hasta el presente emplean los
indígenas para atacar el
traquito, el cual consiste en calentar la parte que se
quiere separar, y echarle
enseguida agua, de modo de hacerla friable y poder
así
desbastarlo por capas sucesivas. El rey de Dinamarca Federico VII, en
su
notable memoria sobre las
construcciones de los gigantes, publicada por los
Anticuarios del Norte, hace
conocer en detalle estos procederes usados por los
hombres prehistóricos de la
edad de piedra.
Por
lo que respecta a la regularidad rigurosamente geométrica con que
están
talladas todas las piedras
de Tiahuanaco, así las que afectan ángulos rectilíneos
como las que contienen
secciones curvas, esta aptitud parecería ser un instinto
nativo de la raza, como el
de la construcción del hexágono en la abeja. En la
grande obra de la catedral
de La Paz, he visto a indios aymaraes, descendientes
probables de los
constructores de Tiahuanaco, que sin nociones de dibujo y
sin
instrumentos matemáticos,
cortaban las piedras y copiaban en ella las
molduras más complicadas,
dejando admirado al arquitecto francés que la
dirigía, quien los
consideraba superiores a los artífices de su país. Verdad
es
que
para labrar una piedra, gastaban un tiempo cuádruple del necesario
aun
sirviéndose de cinceles de
acero. Calcúlese cuanto debieron tardar los
primitivos constructores de
Tiahuanaco para tallar y esculpir, con fuego y agua
y
con cinceles de bronce, esas moles, en cada una de las cuales debió
gastarse
la
vida de más de una generación.
La
gota que cavó la piedra de Tiahuanaco, no fue de agua: ¡fue de
sangre!
¿Qué idea primaria fue el
germen de estas construcciones? ¿Tienen sus
esculturas algún significado
abstracto? ¿Poseemos elementos para interpretar
sus
proyecciones ideales y sus símbolos?
A
estas interrogaciones puede responderse en general: que desde el
informe
fetiche del salvaje africano
hasta la estatua griega del Apolo del Belvedere,
toda obra del arte humano
reconoce una causa y tiene un significado más o
menos abstracto, sea como
expresión del grosero instinto de lo sobrenatural,
sea
como manifestación suprema de la belleza en la región serena del
ideal.
Así, no puede desconocerse
en estas ruinas un sentido oculto, una razón de
ser, un pensamiento
preconcebido, una fuerza superior dirigiendo la dura y
perseverante tarea de varias
generaciones que se suceden, confundiendo su
polvo con el polvo de las
piedras, que arrancan, transportan, tallan y esculpen
según un modelo, que tiene
su origen en un ideal relativo.
Contemplando el bajo relieve
de Tiahuanaco, el arqueólogo meditabundo
podrá preguntarse si aquello
es un velo de piedra detrás del cual se oculte un
misterio isíaco sin altares;
o si es una esfinge que no habiendo encontrado un
Edipo, guarda su secreto en
sus entrañas graníticas; o acaso la portada de un
Delfos americano con su
Apolo grotesco, pero sin su Parnaso, sin sus musas ni
sus
anfictiones; o si, como la piedra de Roseta, registra caracteres jeroglíficos
o
fonéticos que están
esperando su Champollion, pero de seguro que no pensará
pueda ser una mera fantasía
como los arabescos de la Alhambra, pues su
carácter mítico y simbólico
salta a los ojos.
Empero, en el transcurso de
tres siglos y medio, esta página de piedra no ha
tenido sino dos
comentadores; y durante trescientos años, sólo un escritor
hizo
mención de
ella.
Cieza de León y Acosta -y
principalmente el primero, a quien todos han
copiado desde Garcilaso
hasta D'Orbigny- son los únicos escritores antiguos
que
al respecto merezcan atención, y esto, no por sus interpretaciones que
ni
siquiera intentaron, sino
por los datos que suministran como contemporáneos
de
los conquistadores.
Entre los escritores
modernos, Humboldt, que fue el primero que sistemó los
estudios americanistas, no
visitó los monumentos del Perú, y por eso supone
gratuitamente que todos los
de ambas Américas son idénticos, como vaciados
en
un mismo molde. Las consideraciones de Prescott sobre la
arquitectura
peruana -muy inferiores como
producto de erudición a las que se refieren a
Méjico- son superficiales, y
poco precisas.
Tschudi y Rivero, sin el
suficiente caudal de observación en esta parte de su
obra, Castelnau con breves y
magistrales rasgos, y Squier con más abundancia
de
detalles y más exactitud que ninguno, todos se han limitado a la
parte
descriptiva, permitiéndose
únicamente el último de ellos una ligera ironía
respecto de los intérpretes
antojadizos.
Baldwin en su interesante
compendio y Bancroft en su monumental obra sobre
antigüedades americanas, son
meros compiladores de segunda mano en esta
parte, que equivocan en sus
dibujos hasta la forma de la puerta del gran
monolito, dándole un corte
egipcio que no tiene.
Los
únicos intérpretes directos de que tengamos noticia son: D'Orbigny,
que
estudió estas antigüedades
en 1833, y Mr. Leonce Angrand, cónsul de Francia
en
Bolivia, que las examinó en el mismo año que yo las visité.
(13)
___________________
(13) Angrand ha consignado
el resultado de sus observaciones en una carta publicada en
la
Revue
d'Architecture,
según Ch. Wiener, que se refiere a
ella en su "Essat' sur l' Empire des
Incas".
Squier también lo cita,
dando un extracto de sus opiniones. No he podido tener a la vista
este
trabajo, que Dufossé anuncia
en su último catálogo americano.
___________________
D'Orbigny, el más profundo y
sagaz etnógrafo y arqueóIogo de cuantos se
hayan ocupado del hombre
sudamericano, olvidando sus propias lecciones, ha
dado de la escultura del
monolito una interpretación caprichosa, en que se
contradice a sí mismo (14)
.
___________________
(14) En su libro "L'Homme Americain", 2º parte, reconoce
el carácter alegórico, religioso de la
escultura de Tiahuanaco;
pero en la parte histórica de su gran
"Voyage dans l'Amerique
Meridionale" 1ºparte, le da un
significado humano, incurriendo en incorrecciones de
significado
histórico y de detalle
gráfico.
___________________
Según este sabio, sería un
rey todopoderoso el personaje central, cuyos dos
cetros simbolizarían su
doble poder religioso y político. Las demás figuras
coronadas serían otros
tantos soberanos que se humillan ante ella, y llevando
un
solo cetro como indicación de su autoridad limitada; representando una
las
naciones sometidas y
semicivilizadas bajo la forma humana, y las otras a las
naciones aun salvajes
personificadas en el cóndor, mensajero del sol, cuyo
vuelo elevado le permite
acercarse más a él.
Esto es pretender explicar
una alegoría primitiva por la heráldica arreglada a
otra alegoría de mero
capricho, fuera de las condiciones del problema mismo.
En
efecto, esta interpretación pugna no sólo con el significado mítico de
la
composición, que él mismo le
reconoce en otra parte de su obra, sino que ni
siquiera está ajustada a sus
rasgos fundamentales. No es propiamente la figura
humana la representada allí;
ni el cóndor es atributo privativo de ciertas
figuras, desde que todas lo
tienen igualmente; ni existen ni podían existir tales
cetros o símbolos, ni las
figuras están humilladas, como se pretende, pues más
bien tienen un movimiento
equilibrado y atrevido, el cual por otra parte se
halla en armonía con las
alas tendidas que todas ellas llevan a excepción de la
figura
central.
Mr.
Angrand, a estar a los que le citan, creería haber descubierto un
carácter
jeroglífico en los
ornamentos del gran monolito. Según su teoría de las
migraciones, que trae Wiener
en un cuadro sinóptico, el punto de partida de la
familia americana sería el
noroeste; de allí tomaría dos direcciones
diametralmente opuestas,
dándose la espalda, y luego volviendo a tomar su
dirección inicial, se
formarían dos corrientes humanas: una de las corrientes,
representaría a la raza de
cabeza recta, adoradora de la luna por la parte del
occidente; y la otra, de
cabeza chata, a los adoradores del sol por el oriente. De
esta última provendría la
raza sudamericana, cuyo itinerario etnográfico sería
según su teoría, el valle de
Mississipi, dando origen a la corriente maya, que se
insumiría por una parte en
Yucatán, y por la otra seguiría por Costa Firme
hasta la América del Sur,
dividiéndose por fin en pirhuas y quichuas, que son
sus
dos primitivas razas peruanas.
Establecida hipotéticamente
esta genealogía, que falla por su base en cuanto a
los
cultos primitivos, y la craneología prehistórica, Mr. Angrand
encuentra
analogías y aún identidades
entre las esculturas de Tiahuanaco y las de Méjico
y
Centro América; y de aquí deduce un idéntico sentido mitológico
y
simbólico que las explica, y
que probaría el común origen de los constructores
de
Tiahuanaco, de Palenque, de Ococingo y de Xochicalco.
La
teoría Angrand no resiste al más somero análisis. En primer lugar
su
itinerario etnográfico falla
por su base en cuanto a la división de los cultos del
sol
y de la luna, que coexistieron en el Perú como gemelos en una misma
cuna.
En
cuanto a los cráneos, el estudio de los pertenecientes a las razas
primitivas
que
poblaron el Alto y Bajo Perú, ha demostrado que difieren
completamente
de
los del resto de América, y en particular de la que se supone
progenitora.
Por
lo que respecta a la identidad de los monumentos indicados, esto se
refuta
por
la simple confrontación de las láminas de Del Río, Dupaix,
Humboldt,
Waldeck y Stephen, con las
de D'Orbigny, Tschudi y Rivero, y Squier, que
difieren materialmente por
su estilo arquitectónico; y esencialmente por el
carácter simbólico que
responde a un orden de ideas muy diverso, y en
particular por la diversidad
de los tipos antropomórficos que acusan dos
opuestas proyecciones hacia
la representación del ideal divino.
El
vicio capital de estas dos hipótesis, además de los datos incorrectos en
que
se
fundan, consiste en que D'Orbigny no parece haberse penetrado bien
del
carácter
mítico del bajo relieve de Tiahuanaco; y que Angrand, dándoselo,
no
ha
sabido discernir la idea relativamente abstracta, por decirlo así, que
le
imprime su sello de
primitiva originalidad. Ambos han descuidado buscar los
elementos de interpretación
en el mismo monumento, y en vez de servirse de
otras esculturas de las
mismas ruinas que lo ilustran como documentos
auténticos, han ido a buscar
la causa y el significado en hipótesis arbitrarias y
en
teorías inconsistentes.
Hemos dicho, que el
bajorrelieve del gran monolito es una verdadera
composición sintética, una
obra original con tipos singulares, que tiene su
unidad, que debió tener en
su tiempo un significado mítico y una
interpretación religiosa, en
la cual se combina la alegoría con el simbolismo.
Descomponiéndola, pues, en
sus elementos más simples por medio del
análisis, podremos quizá
encontrar en ella misma los datos necesarios para
determinar su carácter
general, y aclarar su sentido oculto o su intención
abstracta.
La
unidad de la composición resulta de la acción convergente de todas
las
figuras hacia una figura
focal, que a su vez irradia la suya por atributos
comunes a todos, los que por
vía de ornamentación reproducen a sus pies,
como una anotación o como un
comentario ilustrativo.
La
figura central no es precisamente la humana, no obstante estar calcada
sobre
su
tipo; y sus detalles son meras indicaciones de los rasgos
fisonómicos
expresados por las líneas
elementales de un contorno anguloso.
Las
figuras accesorias, acercándose más a la forma humana unas,
difiriendo
completamente de ella en su
facción capital las otras, pertenecen, empero, al
mismo género de la que
domina la alegoría y centraliza la acción.
Los
atributos de las figuras son idénticos, y sólo difieren en cuanto al número
y
el
tamaño.
Por
último, sólo se ve allí una reproducción de la naturaleza orgánica, que
es
la
cabeza del cóndor, y esto mismo, como símbolo o atributo y no
como
imagen real de la
vida.
La
simplicidad de las líneas y la simétrica disposición de ellas
uniformemente
repetidas, excluye la idea
de toda intención ideográfica y de toda combinación
jeroglífica, tomando esta
palabra en su sentido riguroso.
Con
estos elementos puede representarse igualmente una teogonía, un
génesis,
una
metamorfosis o una apoteosis, todo menos una escena humana como
lo
supone D'Orbigny, menos una
oración jeroglífica como lo pretende Angrand.
El
bajo relieve de Tiahuanaco puede muy bien representar todo eso,
pero
siempre resultará que es la
representación alegórica de una escena mítica, en
que
intervienen personajes sobrenaturales, con atributos de vida, de poder
y
de
movimiento que simbolizan las fuerzas naturales en los espacios aéreos
y
fuera de las condiciones de
la existencia ordinaria.
D´Orbigny había observado
antes, y lo olvidó al estudiar este monolito, que las
estatuas de la primera
civilización de la raza a que pertenece (él las atribuye a
los
aymaraes): "son notables por sus formas tan diferentes de la naturaleza,
y
por
un carácter que indica ideas fijas y severas, más bien que el deseo
de
imitar".
Esta tendencia hacia un
ideal de convención o sea a la expresión de lo
sobrenatural, se nota en las
esculturas egipcias; pero analizadas en sus
elementos, se ve que todos
ellos existen en la naturaleza, que es sólo su
agrupación heterogénea lo
que les da su fisonomía quimérica. Lo mismo
sucede en las figuras de
Palenque, en que los tipos convencionales de sus
figuras parecen pertenecer a
una raza superior de hombres, únicamente en
cuanto a sus proporciones
faciales, descendiendo por lo común a lo grotesco
por
la exageración cuando quieren acercarse a la realidad.
La
tendencia estética de las esculturas de Tiahuanaco es menos
complicada,
más
elemental, más sistemática, y en esto consiste su originalidad. La
línea
recta domina en ella: el
ángulo recto determina sus inflexiones, y los rasgos
mixtos son tan severos, que
bien se advierte que se ha querido personificar con
la
vaga apariencia del hombre una concepción gráfica de lo sobrenatural, o
sea
lo
abstracto en lo concreto, como el verbo se encierra en el tubo de una pluma
y
la
idea en los caracteres fonéticos que ella traza.
Por
eso, en presencia de las figuras angulosas que antes hemos descrito,
se
tiene la evidencia de tener
por delante la imagen sistemática, matemática, del
Dios sin nombre de la raza
desconocida que lo concibió según su ideal de
convención, y lo grabó en
piedra según su canon hierático.
Respecto de las figuras que
lo rodean, no puede dudarse pertenezcan a la
misma naturaleza, como los
ángeles que rodean la Concepción de Murillo
pertenecen a la misma
naturaleza etérea de la divinidad, cuyos atributos
siderales indican la mansión
celeste. Y hasta la circunstancia de tener alas las
divinidades inferiores y
carecer de ellas el dios hacia el cual convergen, le da
mayor analogía con esta obra
inspirada del idealismo antropomórfico.
Esta asociación de tipos y
de ideas entre lo sublime y lo grosero, no debe
extrañarse, desde que hemos
dicho antes, que empezando por el fetiche tosco
del
salvaje y elevándonos hasta la concepción y la ejecución de la
estatua
griega, toda obra de arte
tiene un significado más o menos abstracto dentro de
sus
elementos constitutivos. El misterio idealizado por el gran pintor
español
nos
parece claro, porque conocemos la doctrina teológica que lo
explica;
mientras que nos faltan
datos para determinar cual sea el argumento de la
composición escultural de
Tiahuanaco, no obstante que comprendamos que
ambas obras responden a la
idea de lo sobrenatural, al drama fantasmagórico
que
tiene por teatro el alma humana.
La
idea religiosa está tan de relieve en la piedra de Tiahuanaco, como la
idea
guerrera en el bronce de la
columna de Vendome: ambas se destacan de bulto,
y
se explican y comentan por sí mismas con independencia de todo
texto
escrito.
La
figura central que todo lo domina, es, a no dudarlo, un dios, y un
dios
históricamente conocido; -es
el Baal egipcio, es el Helios griego, es el Inti de
quichuas y aymaraes-. En sus
grandes lineamentos y en su rostro radiante, se
reconoce claramente la
imagen convencional del sol; y como para inscribir su
nombre, se reproduce once
veces el mismo rostro iluminado a sus pies
invisibles; dándole por
atributo o símbolo el cóndor, el ave de alto vuelo que
más
se acerca a la fuente de la luz generadora, como mensajero entre la tierra
y
el
cielo.
Para evidenciar este comento
tenemos la prueba histórica en el hecho de que
los
incas representaban al sol en una plancha de oro bajo la misma forma, o
sea
un
rostro redondo y radiante de cabeza rasurada, que es el emblema que
la
República Argentina puso en
su moneda y en su bandera nacional al tiempo
de
declarar su independencia.
Esto demuestra
históricamente también que el culto predominante del sol,
posterior a su coexistencia
con el de la luna en los mismos lugares, es muy
anterior a la época
incásica, y aun a las mismas construcciones de Tiahuanaco,
y
por lo tanto pueden ser estas tan antiguas como las más antiguas del
Egipto
(15).
___________________
(15) Como una mera analogía
gráfica, y nada más, señalaremos el único rasgo de la figura
de
Tiahuanaco, que, según
nuestros estudios, podría dar margen a dar a sus ornamentos un
carácter
jeroglífico. Entre los rayos
que parten del rostro del sol, se alternan las cabezas del cóndor
con
dobles círculos
concéntricos; y en el alfabeto jeroglífico de los egipcios, el sol está
representado
por
un círculo con un punto en el centro.
___________________
Para que la verdad
demostrada se destaque en plena luz, no he querido
complicarla con otra
interpretación, que considero racional, pero que no tiene
el
carácter de probabilidad histórica de las anteriores. Me refiero a los
bastones
o
cetros que las figuras llevan en sus manos, origen de hipótesis tan
diversas
como aventuradas, y aun de
falsas descripciones.
Según D'Orbigny, esos cetros
serían indicio de autoridad y doble potestad,
como queda prenotado. Para
Tschudi y Rivero, los cetros se convierten en
serpientes, y así los
dibujan en sus Antigüedades Peruanas. Squier se inclina
hasta cierto punto a esta
suposición, por cierta sinuosidad de las líneas.
Sin
dar a mi interpretación más valor que el de una proposición deducida de
la
observación directa y
establecida por el método inductivo, pienso que estos
pretendidos cetros -que no
conocieron los monarcas americanos- y estas
imaginarias culebras -que no
existen en el monolito- son simplemente rayos. El
rayo es el atributo lógico
de una divinidad, cuyo rostro está circundado de
rayos luminosos,
simbolizando unos y otros por un encadenamiento intuitivo
de
ideas primarias, el poder sobrenatural y las fuerzas activas de la
naturaleza
divinizadas en su triple
manifestación, de luz, fuego y resplandor.
Esta asociación de ideas
simples, es tanto más natural en un país intertropical y
montañoso donde literalmente
llueven rayos en verano en sus tempestades
diarias -y aún en tiempo
sereno- cuanto que, según la lengua de la comarca, a
la
idea de rayo de sol y rayo de fuego, se asocian dos ideas religiosas
distintas.
En
la palabra lupi -rayo de sol- se condensan las nociones relativas a
sus
revoluciones y a su acción
benéfica sobre los seres y las cosas, y también a las
de
resplandor. A la idea de rayo del cielo -illapu- se asocia un sentimiento
de
pavor, conteniéndose en la
misma palabra la noción del resplandor y del ruido
atronador, significando así,
rayo, trueno y relámpago a la vez, y por analogía,
arcabuz, artillería,
cañonazo, según se explicó antes (16).
___________________
(16) V. "Vocabulario" y
"Arte" de la lengua aymará, del P. Bertonio.
___________________
Así
quedaría completa en su primitiva sencillez la doble idea
religiosa
sintetizada en el dios del
monolito, y se explicaría sin violencia el significado
del
atributo que vibra en sus manos, su bifurcación, sus triples cabezas
de
cóndor y el movimiento
sinuoso o flamígero de las líneas, que correspondería
a
la figura convencional del relámpago, que precede al estallido del rayo
y
vuela como el ave sagrada. Y
he aquí, como sin pretender buscar relaciones
étnicas o morales entre los
antiguos griegos y los prehistóricos constructores
de
Tiahuanaco, podría demostrarse plausiblemente, que estos últimos
también
tuvieron su Júpiter Tonante,
como es indudable que tuvieron su Apolo, bien
que
de diverso tipo y crines de oro.
En
cuanto a la serpiente, sea como ornamento, sea como símbolo, sea
por
líneas sinuosas que traigan
a la mente su idea, declaro no haberle visto en
ninguna de las piedras de
Tiahuanaco. Puede asegurarse que no existe, desde
que, a excepción de Tschudi
y Rivero -poco correctos en esta parte de su
acreditado libro-, ningún
viajero lo ha señalado. Y esta circunstancia es tanto
más
digna de apuntarse, cuanto que, siendo el símbolo de la serpiente
común
a
todos los monumentos de piedra así como a las más groseras esculturas
en
madera de las tribus
salvajes de América, y abundando en lo del resto del
Perú, su ausencia en
Tiahuanaco probaría, no sólo la originalidad de sus
construcciones, sino también
la de la religión que profesaba la raza que ha
estampado allí sus símbolos
místicos.
De
aquí podría deducirse, que en la constitución política de este
pueblo
desconocido intervenía el
elemento religioso, o bien que su gobierno era
teocrático; pero esta
hipótesis sería avanzada en presencia otras esculturas de
las
ruinas, que a la par que prueban la unidad de su culto con formas
hieráticas
consagradas, revelan otra
sociabilidad y otro arte, anterior o posterior, pero
igualmente singular. Estas
esculturas son otros tantos documentos ilustrativos,
que
sirven de comentario y contraprueba al texto fundamental del
monolito.
No
lejos de los dos monolitos, yacía tendido de espaldas un ídolo
esculpido
en
traquito rojizo, a que el color de la piedra con cristales de pirojeno, daba
el
aspecto de un cadáver bañado
en sangre.
A
primera vista, creeríase estar en presencia de un Hermes latino o de
una
cariátide pérsica; pero
luego vese pertenecer a un tipo original, de que no se
encuentra ningún otro
ejemplar en las demás naciones del viejo o nuevo
mundo, aunque tenga alguna
analogía con los ídolos yucatecos reproducidos
por
Catherwood.
Por
sus líneas fundamentales y su fisonomía sin expresión, pertenece a
la
especie del dios matemático
del gran monolito, y en su conjunto fantástico y
severo, se ve que responde
al ideal sincrético de la estatuaria sagrada del
templo. De esta
representación antropomórfica de la divinidad reducida a
rígidas líneas geométricas,
se han encontrado varias muestras en las ruinas.
Ya
he dicho que en el Museo de la Paz existía un ídolo llevado de
Tiahuanaco,
el
cual media como tres varas de alto y media de ancho. Mi amigo
don
Domingo de Oro, a quien
antes me he referido, lo encontró enterrado y
sirviendo de poste en la
puerta de la carcel del inmediato pueblo, y débese a él
que
esta preciosa reliquia se haya salvado íntegra. Existe además la
cabeza
gigantesca de otro del mismo
género, de que habla D'Orbigny, y que se ha
popularizado en numerosas
viñetas, que tenía según sus medidas 1m 20 desde
la
barba hasta la extremidad del ornamento que la corona, lo que daría
con
arreglo a las proporciones
de la estatura humana, un monolito de más de seis
varas de altura. He
mencionado ya uno que encontré roto en medio del
camino, el cual, aunque más
pequeño, lo mismo que el que entonces yacía
tendido cerca de los dos
monolitos, pertenecía a la familia de la teogonía de
Tiahuanaco.
Todas estas figuras tienen
el carácter lineal del dios monolítico, pero más
armoniosamente modificado
por las superficies curvas, bien que alejándose
igualmente del tipo de la
naturaleza, y sustituyendo a las facciones humanas
rasgos de convención, que
más bien las recuerdan que las representan. Están
talladas de medio bulto en
un paralelepípedo o más bien prisma monolito, en
el
estilo de las cariátides pérsicas o herméticas, y su altura es proporcional
a
las
columnas del templo.
Su
rostro es rectangular, pero más suavizado en sus contornos que el
del
monolito; sus ojos y pupilas
están representados en vez de dos cuadrados, tres
círculos concéntricos, de
los cuales bajan los mismos dos listones a manera de
lágrimas, salpicados de
óvalos que se suceden de mayor a menor; la nariz es
más
acentuada y angulosa, y mirada de perfil hace recordar el corte típico
de
esta facción en las razas
del Alto y Bajo Perú; la boca es un óvalo transversal,
con
dieciséis rectángulos perfectamente iguales, dispuestos en dos órdenes
con
una
recta horizontal por línea divisoria, figurando los dientes de este
engendro
sobrenatural. Entre la nariz
y la boca se dibuja como un signo astronómico, una
media luna, cuyos cuernos
retorcidos se proyectan hacia arriba. Del contorno
del
que llamaremos labio inferior, se desprenden seis listones a manera
de
radios que cubren la barba,
con un remate puramente geométrico cada uno de
ellos. Por las mejillas, se
extienden dos molduras sinuosas, en que algunos han
creído ver la figura de la
serpiente, aun cuando más bien se aproximen a la
forma de volutas u hojas de
ninfea; y así, con más propiedad, podrían
interpretarse como el lotus
egipcio, si su movimiento no hiciera recordar el
contorno de los cetros o
rayos de las figuras y las crestas condóricas del
monolito, encontrándose para
mayor claridad la cabeza del cóndor esculpida
en
ambos costados como para ilustrar el símbolo.
Este rostro, o más bien
máscara trágica, a semejanza de la que adornan los
sepulcros antiguos y los
términos latinos, parece surgir del seno de la piedra, y
su
parte posterior así como sus costados, son planos rectos y
perpendiculares.
La
cabeza está coronada por una especie de tiara de tres órdenes, adornada
con
rostros grotescos en
embrión, en que se reproducen los listones que bajan de
los
ojos, y dibujos que se dirían jeroglíficos si las demás esculturas no
hiciesen
conocer su filiación. De
cada lado de la tiara bajan dos cintas, una doble y otra
sencilla, bordadas de
pequeños rectángulos uniformes y de líneas paralelas,
que
recuerdan los signos que los aztecas ponían en los marcos de
sus
jeroglíficos para designar
cantidades, combinándolos de diverso modo; pero
aquí no se advierte sino el
instinto de la simetría.
El
más gigantesco de estos ídolos, que existe mutilado, no tiene brazos, y
sus
manos están esculpidas en
los costados; otros tienen los brazos caídos y
adheridos al cuerpo; todos
tienen piernas de medio bulto, con pies informes o
sin
pies, encontrándose algunos de ellos simplemente bosquejados,
que
presentan sus contornos
rudimentarios.
Estos ídolos cuadrangulares,
figurados por líneas elementales como el dios del
monolito, parecerían señalar
aquella transición en que la divinidad invisible
surge como una aparición
confusa del caos del panteísmo y se hace tangible
para los creyentes, y en que
su imagen se modela, según un sueño, un ideal
inconsciente, un reflejo o
una sombra, o según un hieratismo preconcebido por
una
clase iniciadora o sacerdotal, con sus símbolos, sus dogmas y
sus
misterios.
Esta suposición no es
arbitraria, puesto que se sabe, que el culto de
Pachacamac, que existía en
las costas del Perú antes de la época incásica, se
tributaba a una deidad
abstracta e invisible que no tenía forma definida, cuyo
centro como el dios de
Pascal, estaba en todas partes, y su circunferencia en
ninguna; y así lo definían
en acción, señalando los espacios con la mano. Bien
que
este culto se materializó después en un ídolo de madera, que
los
vencedores toleraron, como
los romanos que daban carta de ciudadanía a los
dioses de los pueblos
conquistados, sábese también, que aun en la época de
los
incas, éstos y los amautas o sabios, profesaban una creencia abstracta
o
panteísta. Por eso, la
adoración directa del sol estaba prohibida en su imperio,
y
sólo permitida ante su símbolo, de que el soberano le consideraba
la
personificación viva en la
tierra.
Tal
es la marcha que la idea religiosa parece haber seguido en las costas
del
Pacífico y en las márgenes
del lago sagrado de Titicaca; y los ídolos de
Tiahuanaco indicarían aquel
momento psicológico en que el dios invisible se
hacía piedra, como el Dios
bíblico se hizo carne para identificarse con la
humanidad. Pero estos
ídolos, que han tomado formas definidas, son todavía
abstracciones vagas: no son
hombres, aunque se asemejen a ellos; son líneas
simples, combinadas
sistemáticamente para simbolizar un dios elemental,
metafísico hasta cierto
punto, como representación primitiva de un ente
sobrenatural, semejante y
distinto de sus adoradores; que se concibe, se palpa,
pero que no se
ve.
Comparado el dios del
monolito con los ídolos que reproducen sus formas y
sus
atributos según un tipo consagrado, el arqueólogo americanista
se
inclinaría a pensar, que los
creyentes de Tiahuanaco estaban en la época del
monoteísmo, si bien los
seres multiformes de la misma naturaleza que rodean
al
primero, inducirían a suponer que entraban ya en el período del
politeísmo,
en
que cayeron más tarde sus imbéciles descendientes.
En
la época de la conquista española, el culto helíaco era una fórmula en
el
Alto y Bajo Perú: sus
moradores indígenas tenían tantos dioses locales y
penates, como había pueblos
y familias en el imperio incásico. Los Concilios
de
Lima, de 1567 y 1583, declararon en sus capítulos: "Común es casi a
todos
los
indios adorar huacas, ídolos, quebradas, peñas y piedras grandes,
cerros,
cumbres de montes, fuentes,
y finalmente, cualquiera cosa de naturaleza que
parezca notable y
diferenciada de las demás". Y según los antiguos
quichuistas
que
estudiaron la lengua en toda su pureza, la palabra huaca, o más bien
waca,
significaría lo mismo ídolo
que templo, sepulcro, lugar sagrado, figuras de
hombres, animales, montañas,
etc., tan confusa es de la divinidad, producto del
naturalismo más rudimental,
y tan poco preciso es su vocabulario para
expresar ideas que casi
todos los pueblos salvajes tienen palabras para
distinguir.
Más
hacia el oeste del recinto del templo, se levanta un terraplén
gigantesco
que
tiene la denominación de Fortaleza: su configuración hace pensar en
las
pirámides aztecas,
recordando las construcciones misteriosas de los
primitivos
habitantes del valle del
Mississipi.
Es
un inmenso montículo de tierra, construido mano de hombre, que a
la
distancia y en el estado que
entonces tenía, presentaba el aspecto de una colina
cónica. Está orientado lo
mismo que el terraplén del templo, pero sus
proporciones son mucho más
considerables.
Cuando Cieza de León lo vio,
hace más de tres siglos, su elevación era como
de
cien pies castellanos; y sus contornos, deformados después por
las
excavaciones que se han
practicado buscando tesoros escondidos, eran los de
un
torreón cuadrangular. En 1848, su altura máxima podía estimarse en
veinte
varas, poco más o menos, a
juzgar por los pasos contados en una pendiente de
45
grados próximamente. Su planta es la de un rectángulo, con dobles
ángulos
entrantes por la parte del
oeste, y su recinto mide más de 2.000 varas (17).
___________________
(17) D'Orbigny da al
montículo de 25 a 30 metros de altura, y Squier, sólo 50 pies ingleses.
En
cuanto al recinto de la
Fortaleza, el primero únicamente señala 280 metros por uno de sus
frentes,
mientras que el segundo
marca 520 por 450 pies ingleses.
___________________
La
base de este monumento estaba rodeada de pilastras monolitas,
semejantes
a
las del templo, faltando muchas de ellas; entre sus espacios se percibían
aún
lienzos de murallas, que
indicaban que su objeto era trabar el revestimiento
del
terraplén. Por la parte del oriente, y coincidiendo con uno de los
ángulos
entrantes, se diseñan los
fundamentos de una explanada más baja que la gran
plataforma, a semejanza de
la que tiene el terraplén del templo, y que indicaría
que
aquella era la fachada principal. En la parte alta, se encuentran los
restos
confusos de un edificio de
grandes proporciones, y sembrado el suelo de
magníficas piedras
esculpidas, en algunas de las cuales se creería discernir
las
proyecciones del signo de la
cruz griega, si no fuesen figuras resultantes de la
natural combinación de los
ángulos rectos, que se repiten uniformemente en
las
mismas proporciones y disposiciones.
Si
aquello fue una fortaleza, un templo o un palacio, no es
posible
determinarlo; pero lo que sí
puede asegurarse, es que aquéllas no son
propiamente ruinas, sino
materiales truncos y dispersos de una vasta
construcción, que nunca
llegó a terminarse. Alguna catástrofe desconocida
sorprendió a los
trabajadores en medio de su tarea, y las piedras canteadas
unas, esculpidas otras, a
medio desbastar algunas, quedaron en el mismo sitio
en
que hoy se encuentran, como testimonios de la existencia de una
raza
desconocida y de una
civilización extinta, que vivió hace miles de años, y que
sólo ha dejado esta huella
profunda de su paso silencioso por la tierra.
¿Quiénes fueron estos
constructores, de dónde vinieron, a dónde fueron? ¿Eran
acaso una raza primitiva,
hija de aquel mismo suelo? ¿Volvió a caer en la
barbarie por la invasión de
razas extrañas o por descomposición dentro de sus
propios elementos?
Cuestiones son éstas que aquellas piedras no pueden
resolver, aun cuando sus
esculturas suministren algunos datos respecto de su
estado moral, de su
constitución social y de sus instintos artísticos. Estas
cuestiones asaltan en
tumulto la mente, cuando se desciende del elevado
montículo, y se llega hasta
otra construcción más gigantesca, más inexplicable,
y
que indicaría una civilización más coherente en el orden civil y con
más
agentes
industriales.
El
conquistador Cieza de León, que fue el primer europeo que lo
descubrió,
dice: "Cerca está otro
edificio, del qual la antigüedad y falta de letras es
causa
que
no se sepa que gentes hizieron tan grandes cimientos y fuerzas: y que
tanto
tiempo por ello ha pasado:
porque de presente no se ve más que una muralla
muy
bien obrada, y que deve de aver muchos tiempo y edades que se
hizo.
Algunas de las piedras están
muy gastadas y consumidas. Y en esta parte ay
piedras tan grandes y
crecidas, que causa admiración pensar, como siendo de
tanta grandeza bastaron
fuerzas humanas a las traer donde las vemos".
Este edificio, cuyos
fundamentos subsisten en parte, se distingue entre los
arqueólogos con la
denominación de Casa de Justicia, y en el país se designa
con
la
de Escaños del Inca, a causa de los asientos de piedra que allí se ven. Es
un
vasto rectángulo, que mide
128 metros de largo, y 112 metros por uno de sus
costados, según el plano que
trazó D'Orbigny, cuando los iconoclastas
cristianos no habían
arrancado aún gran parte de sus piedras. El recinto está
limitado en tres de sus
frentes por los cimientos de una muralla, y en su
interior se diseña un gran
patio circunscripto por otros cimientos. Al este de
esta construcción se levanta
un macizo o muralla ciclópea de dos metros de
altura, que es hoy una
plataforma abierta, y debió ser en otro tiempo una sala.
Las
piedras que la forman son perfectamente talladas; según Cieza de
León,
tenían hasta 30 pies de
longitud; pero D'Orbigny que las midió con cuidado,
no
les da sino 7 metros y 80 centímetros de ancho por 4m 20 de largo y
2
metros de espesor. Estas
moles formaban el pavimento, y en sus junturas se
distinguían las canaletas de
las llaves de cobre o plomo derretido que las
unían.
De
los bloques del mismo pavimento y formando parte integrante de
ellos,
surgen tres órdenes de
asientos a manera de escaños, cuidadosamente
labrados, pero sin molduras
ni adornos: tienen verdaderamente el carácter
severo de sitiales de
jueces. Están dispuestos formando el espaldón de la
plataforma por la parte del
este, mirando hacia el oriente: en el centro se
encuentran siete escaños
unidos, y a derecha e izquierda, tres de cada lado, en
la
misma prolongación.
Al
lado de estos asientos fue donde se encontró el pequeño monolito, en
que
se
reproduce la greca del más grande con sus soles y cóndores, como
para
indicar que aquella
construcción se hallaba bajo los auspicios de la misma
divinidad del
templo.
Restos, o más bien comienzos
de columnas cilíndricas; nichos de diversas
formas y piedras con dibujos
geométricos en cóncavo, se veían dispersos
alrededor, dando la idea de
un caos regularizado, donde, a no ser los cortes
simétricos que le dio la
mano del artífice, se diría que jamás el soplo divino
animó allí el barro de la
estatua humana.
El
número impar de asientos del escaño del centro, indicaría la presencia de
un
jefe supremo, un sumo
sacerdote o un gran juez, presidiendo una asamblea
que
pedía sus inspiraciones al sol que se levantaba a su frente y que se
veía
esculpido en el pórtico de
entrada. Pero fuese este sitio el trono de un
monarca, el tribunal de los
jueces, la sala de un consejo, el consistorio de los
sacerdotes o el asiento de
una asamblea deliberante, de lo que no puede
dudarse en presencia de esta
construcción, es de que Tiahuanaco fue o como
metrópoli cual el Cuzco o
como adoratorio cual el de la Meca, el centro de un
pueblo numeroso y de una
sociabilidad relativamente adelantada, que tenía
un
gobierno religioso o político, en que una clase superior dirigía los
negocios
del
Estado o influía en las decisiones de la autoridad suprema a que
estaba
sometido.
Más
hacia el oriente de la casa de Justicia, cree Squier haber descubierto
otra
construcción de que no hacen
mención los viajeros, y a que da la denominación
de
"Santuario", a causa de una piedra simbólica que encontró en su
recinto.
A
mí me faltó tiempo y libertad para examinar con detención lo mismo que
allí
vi.
En el espacio de dos horas y media a tres que pasé entre las ruinas,
apenas
pude consignar en mi cartera
de viaje algunos breves apuntes, que olvidados
por
largos años, he encontrado en parte borrados, y me han servido
para
rehacer estos
recuerdos.
Al
dar mi último adiós a las ruinas y dirigirme al inmediato pueblo
de
Tiahuanaco, creía haber
terminado mi jornada arqueológica: allí encontré,
empero, otras antigüedades
dignas de igual o mayor atención, que me
impresionaron profundamente
sugiriendo meditaciones más trascendentales.
Casi todas las casas del
pueblo y principalmente la iglesia, están construidas
con
las piedras de las vecinas ruinas: por todas partes se ven estatuas,
bancos,
utensilios domésticos y
esculturas incrustadas en las paredes, que llevan el
sello de los artífices del
templo y de la casa de justicia de Tiahuanaco. Como
he
dicho antes, hasta un ídolo gigantesco custodiaba la puerta de la
cárcel.
Pero de todos estos objetos
arqueológicos, lo que más llamó mi atención,
fueron dos enormes estatuas
semejantes a bustos, que entonces se encontraban
en
el medio de la plaza. El cura me dijo que representaban al Inca
Manco
Capac y a su hermana y
esposa Mama Ocllo, fundadores de la civilización
peruana, y lo mismo me
repitió mi cicerone el doctor Solar.
Recordaba vagamente que
Cieza de León habla de dos grandes estatuas, que
bien podían ser éstas: pero
como D'Orbigny no las menciona, y según he visto
después, las confunde con
otras, hube de pensar por entonces que me hallaba
realmente en presencia de
las imágenes genuinas de los dos genios creadores
de
la monarquía incásica. El tiempo ha corregido estos errores, y el estudio
me
ha
hecho conocer los que cometieron otros al hablar de estas
obras.
Cuando las examinó Cieza de
León, se encontraban cerca de las ruinas de la
casa de justicia. Con el
tiempo hubieron de quedar cubiertas con la tierra de las
excavaciones que allí se
hicieron, y por eso tal vez D'Orbigny no habla de ellas.
Esto se corrobora con la
circunstancia de que Castelnau, que pasó por allí poco
antes de mi visita, y que se
ocupa ligeramente de ellas, dice en su Historia de
Viaje publicada en 1851, que
habían sido desenterradas, y que las vio a la
puerta del cementerio.
Squier las encontró más tarde en el atrio de la iglesia, y
apenas les consagra seis
líneas.
He
aquí el texto de Cieza de León a su respecto: "Más adelante deste
cerro
están dos ídolos de piedra
del talle y figura humana muy primamente hechos
y
formadas las facciones, tanto que paresce que se hizieron por mano
de
grandes artífices o
maestros. Son tan grandes, que parescen pequeños gigantes:
y
véese que tienen forma de vestiduras largas, diferenciadas de las que
vemos
a
los naturales destas provincias. En las cabezas paresce tener
su
ornamento(18)".
___________________
(18) Tschudi y Rivero, que
citan parte de este texto, no mencionan las dos grandes estatuas de que Cieza de
León hace referencia, y las confunden como D'Orbigny, con los grandes ídolos de
que nos hemos ocupado ya.
___________________
Ofuscado D'Orbigny, y
empezado en ver las estatuas de Cieza de León en los
ídolos colosales de que nos
hemos ocupado antes, pone en duda la veracidad
de
este fiel historiador al hablar de vestidos talares, y va hasta vestirlos
de
calzón corto, por ser, dice,
"el traje que hasta el presente usan los indígenas",
olvidando que esta moda
europea les fue impuesta por el rey de España en
castigo de la rebelión de
Tupac-Amarú.
Acercándose a estos bultos,
parecen, como dice Cieza de León, dos pequeños
gigantes, aun cuando su
altura no exceda de la de un hombre. Recuerdo que
puesto de pie a su lado,
tenía que levantar los ojos para mirar la corona de la
cabeza, por lo que calculo
que tendrían dos varas de Buenos Aires, que es mi
estatura, aun cuando Squier
diga que tendrán cuatro y cinco pies ingleses, sin
duda porque estaban en parte
enterradas, como le sucedió cuando midió la
altura del gran
monolito.
A
primera vista, parecen dos bustos gigantescos; pero luego se advierte
que
son
dos gigantes en cuclillas, que según sus proporciones, tendrían, puestos
de
pie, cuatro veces la
estatura humana; y aquí se comprueba la propiedad y la
verdad de la pintoresca
expresión del antiguo cronista español, injustamente
maltratado por el sabio
D'Orbigny.
Una
de las estatuas representa un hombre y la otra parece representar
una
mujer. Están esculpidas en
gres arenisco, algo mutiladas, y en muchas partes,
principalmente en la cabeza,
corridas por la acción del tiempo. Ambas llevan
los
brazos adheridos al cuerpo como las estatuas egipcias; pero la una tiene
la
mano izquierda a la altura
del corazón, y la otra apoyada sobre la rodilla.
Ambas llevan en la cabeza
una especie de gorro o turbante redondo, con estrías
radiadas que convergen hacia
el coronal, y de ellos descienden dos caídos, a
manera de volutas o bucles,
que cubren las orejas.
Por
último, su tronco informe que acusa toscamente las formas de
los
miembros inferiores, da en
una y otra, idea de las vestiduras talares, que
D'Orbigny querría
transformar en calzones cortos a la española, imaginándose
que
éste fuese el traje prehistórico de los fundadores de Tiahuanaco.
Los
sabios suelen tener estas
distracciones homéricas.
La
ejecución técnica de estas estatuas es tosca, y se reconoce en ellas un arte
en
la
infancia, pero son sumamente notables por una tendencia marcada a
la
imitación de la realidad,
por una expresión de verdad que sorprende, y por
una
mayor inteligencia del dibujo natural que no se encuentra en los
ídolos
herméticos y los
bajorrelieves geométricos de las ruinas, entre las cuales
se
hallaron confundidas. No son
meras abstracciones del tipo humano,
modeladas según un ideal
sistemático dentro de líneas elementales, son
verdaderas copias de la
naturaleza, esculpidas a imagen y semejanza del
hombre, con sus proporciones
armoniosas, su acción animada y una expresión
de
vida, que revelan una intención, una estética, correspondiente a otro arte,
a
otra época, a otras ideas
morales y artísticas en el orden del antropomorfismo.
Ningún símbolo, ningún
atributo extravagante, ningún rasgo convencional las
afea o disfraza: son dentro
de sus proporciones, la estatua humana fielmente
vaciada en su molde de
arcilla, si bien, ejecutadas con más verdad que arte, les
falta el fuego sagrado que
animó la creación del Prometeo.
Las
cabezas son bastante bien modeladas, con ángulos faciales casi rectos;
sus
facciones son regulares, y
los ojos horizontales y naturalmente dilatados, la
nariz redonda y prominente y
la boca grande y abierta como si fuese a hablar,
no
carecen de inteligencia y de expresión. Su conjunto, aunque muy lejos
de
ser
bello, tiene un carácter de reposo físico y de equilibrio moral, que
les
imprime el sello de la vida
orgánica en sus dobles manifestaciones.
Estas estatuas, contrastan
singularmente con esos tipos gesticulantes de
fealdad sistemática, que
constituyen el ideal del arte azteca, chibcha o yucateco
en
sus representaciones plásticas de la figura humana, si se exceptúan
algunas
esculturas encontradas en
Copan, que evidentemente son retratos en piedra, y
con
las cuales tienen alguna analogía.
Estos y otros productos
semejantes, aunque más toscos, del arte Tiahuanacota,
contrastan no sólo con las
demás obras análogas de la estatuaria americana,
sino muy principalmente con
las esculturas hieráticas del templo entre las
cuales se han encontrado
confundidas.
Son
dos artes sucesivos, distintos y opuestos; dos concepciones de la
divinidad
invisible y de la naturaleza
humana en su forma concreta, que se mezclan sin
confundirse, como los
despojos de dos razas diversas encerradas en el mismo
sepulcro.
El
arte primitivo, en sus líneas elementales, en sus proyecciones iniciales
hacia
un
ideal que tiende a alejarse de la naturaleza, marca aquel momento en que
el
dios confuso de los sueños y
los pavores de lo sobrenatural, surge como una
concepción abstracta del
seno oscuro del panteísmo instintivo, o sea del
naturalismo, con sus
alegorías y sus símbolos convencionales.
El
arte de la segunda época en el orden teórico del desarrollo de la
idea
superorgánica, o sea de la
colectividad social, se distinguiría por su intención
humanitaria, por su
tendencia a imitar la realidad, y señalaría aquella
evolución intelectual y
moral, en que el alma y la mente se emancipan de toda
forma o símbolo convencional
y se asimila las nociones de la verdad concreta.
En
presencia de estas dos escuelas esculturales, que representan
dos
evoluciones sociales
sucesivas y dos épocas lejanas entre sí, y cuyas obras que
son
otros tantos documentos se hallan envueltos en el mismo polvo secular,
los
misterios sagrados del
templo de Tiahuanaco se hacen más oscuros y sus
problemas arqueológicos se
complican.
Si
la crítica llegase a demostrar -en cuanto puede demostrarse un
hecho
prehistórico- que los
monolitos y los ídolos son relativamente más antiguos
que
las estatuas humanas, una nueva y siniestra luz se proyectaría sobre
las
ruinas. Entonces se vería,
no una, sino dos civilizaciones muertas y enterradas
en
la misma tumba. Entonces, en contraposición de las ideas circulantes que
no
han
sido sometidas al análisis, se vería que la civilización más adelantada
era
la
que primero había sucumbido en la lucha por la existencia. Así
se
comprobaría una vez más por
la critica, y experimentalmente con un nuevo
hecho, que la ley de la
evolución en la sociabilidad antecolombiana desde el
Estrecho de Behring hasta la
Tierra del Fuego, era el retroceso, y que su
organismo rudimental, sus
elementos constitutivos de vida social no
entrañaban el principio
fecundo de una civilización progresiva, destinada a
vivir, crecer y dilatarse en
los tiempos perfeccionándose.
Todo indica que las estatuas
y las obras congéneres de las ruinas, son más
antiguas que los monolitos y
los ídolos. El primer indicio es el estado de
mayor degradación por la
acción del tiempo en que aquéllas se encuentran,
aun
cuando esto pueda explicarse por ser menos duras las piedras en
que
fueron talladas (el gres
arenisco), existiendo en el templo otras piedras de la
misma naturaleza igualmente
desgastadas. Pero, ¿cómo negarse a considerar el
problema bajo esta faz,
cuando se observa, que esas obras distintas que no
pudieron coexistir,
constituyen la excepción en el estilo escultural de
Tiahuanaco? Sobre todo,
¿cómo negarse a la evidencia moral, cuando es un
hecho atestiguado por las
mismas piedras, que eran las obras del templo, del
palacio, de la fortaleza, de
la casa de justicia y del santuario las que ocupaban
a
sus desconocidos constructores cuando por una causa
históricamente
ignorada, pero cuya
existencia no puede ponerse en duda, ellas fueron
suspendidas en el estado en
que las encontraron los Incas y se hallan hoy? Así,
todo indicaría que aquellas
estatuas pertenecen a otras ruinas anteriores, a una
civilización igualmente
extinta, pero más antigua que la que representan las
ruinas de Tiahuanaco
propiamente dichas.
A
primera vista esta hipótesis deducida lógicamente de los documentos
de
piedra comparados, parecería
estar en oposición con la marcha del progreso
artístico y de la idea
religiosa observada en el desenvolvimiento de las
naciones. En efecto, casi
todas ellas, han pasado del símbolo y de la alegoría a
la
copia de la naturaleza orgánica, hasta remontarse a la región sublime
del
ideal dentro de los
elementos de la naturaleza misma, y la evolución
filosófica
de
la mitología y del arte griego, es la más espléndida manifestación de
este
vuelo ascendente del ideal
antropomórfico. Pero esta evolución colectiva,
teóricamente lógica, es a
condición de que los factores externos del progreso
intervengan y concurran en
las mismas condiciones; de que el movimiento no
sea
detenido por obstáculos materiales que prácticamente subvierten las
leyes
teóricas; y sobre todo, que
la sociedad en que tal evolución se produzca, posea
en
sus elementos constitutivos el don fecundo de la reproducción, que
mejora
las
razas y sus productos intelectuales y tangibles, hasta alcanzar el
mayor
grado de civilización
posible.
Un
gran pensador de nuestro tiempo, Spencer, ha dicho: "Si la teoría de
la
degradación, tal como se
presenta ordinariamente, es insostenible, la teoría de
la
progresión, en su forma más absoluta, lo es igualmente. Si por una parte
no
se
pueden armonizar los hechos con la noción que hace derivar el
estado
salvaje de una decadencia
del hombre en el estado de civilización, por otra
parte nada autoriza a pensar
que los más bajos estados del salvajismo hayan
tenido el mismo bajo nivel
que al presente. Es más posible, y aun muy
probable, que el retroceso
haya sido tan frecuente como el progreso". Esta
proposición, demostrada
racionalmente y probada históricamente, tiene una
solemne comprobación en la
América de los tiempos pre-colombianos, y se
confirma con las dobles
ruinas de Tiahuanaco.
En
cuanto a la aparente contradicción teórica, respecto del orden
cronológico
de
las dos civilizaciones representadas en esas ruinas, ella tiene una
racional
explicación y un corolario
histórico. La existencia de una raza que hubiese
alcanzado el grado de
cultura moral de que las estatuas dan muestra, y que
profesara el culto humano de
los antepasados o de los héroes, podría ser el
punto de partida de esta
evolución de retroceso. La invasión de otra raza
extraña, menos culta, pero
más enérgica, más guerrera, trayendo o imponiendo
el
culto primitivo y severo de los ídolos geométricos y edificando su
templo
sobre los escombros del
antiguo culto, explicaría el retroceso mismo. Tal es por
otra parte la marcha que la
evolución social ha seguido en América, desde sus
tiempos prehistóricos hasta
los últimos días de la época antecolombiana; y tal
el
orden en que se han sucedido los fenómenos de retroceso y de
progreso
infecundo en sus tribus
salvajes y en sus naciones mejor organizadas.
La
ciencia nos enseña que el llamado Nuevo Mundo, es geológicamente
más
antiguo que el viejo mundo,
de donde se pretenden hacer venir los hombres,
los
animales y las plantas que lo poblaron, olvidando la profunda
y
epigramática objeción de
Voltaire: "Si se admite que Dios crió moscas en
América, ¿por qué no habría
creado también hombres?".
La
historia nos enseña, que este mundo americano, bárbaro o
semicivilizado
antes del descubrimiento, ha
pasado por grandes cataclismos sociales,
marchando en la vía del
retroceso y del progreso descendente por evoluciones
sucesivas, que sus
monumentos prehistóricos marcan como piedras miliarias,
acusando la degradación de
las razas que se suceden y el empobrecimiento de
sus
facultades.
La
crítica nos enseña que las tribus salvajes de América, lo mismo que
sus
naciones relativamente más
adelantadas, no poseían en su organización física,
ni
en su cerebro, ni en los instrumentos auxiliares que mejoran y
perfeccionan
la
condición humana, los elementos creadores, regeneradores,
eternamente
fecundos y eternamente
progresivos y perfectibles, que caracterizan las
sociedades o las
civilizaciones destinadas a vivir y perpetuarse en el tiempo
y
el
espacio.
Por
eso las dos civilizaciones de Tiahuanaco estaban fatalmente destinadas
a
morir por esterilidad,
cualquiera que fuese el orden cronológico en que se
sucedieran. Por eso también,
los diversos estados sociales que la conquista
europea encontró en América,
estaban destinados a descomponerse dentro de
sus
propios elementos, rotando en el círculo vicioso que los
encerraba;
pasando de civilizaciones
relativamente más adelantadas a otras más
inferiores, y cayendo
constantemente en la barbarie, por esa ley de retroceso
que
en las especies animales se conoce con el nombre de salto
atrás.
Los
monumentos americanos que señalan un mayor adelanto en las artes y
un
grado más elevado de cultura
intelectual o moral, no son los más modernos;
son
precisamente los más antiguos. Y la prueba de que esos monumentos
eran
eslabones rotos de la cadena
de civilizaciones prehistóricas, que nada legaron a
la
posteridad, es que ellos eran incomprensibles para los
últimos
descendientes de las
primitivas razas que los construyeron.
Hordas errantes clavaban sus
tiendas movedizas sobre los monumentos
prodigiosos de tierra
levantados en el valle del Mississipi, por una raza
desconocida, que ha dejado
en su suelo los vestigios de una vida social,
relativamente más culta y
más coherente.
En
las fronteras de Méjico y Estados Unidos han existido tribus más
salvajes
que
sus salvajes antepasados, que después de conocer el uso del cobre
habían
vuelto a la edad de piedra,
sin pasar por la del bronce, retrocediendo
últimamente a la del barro
cocido.
Los
monarcas aztecas hollaban las ruinas de civilizaciones anteriores
mucho
más
adelantadas que la de Méjico, como lo prueban los restos de Mitla y
las
cincuenta ciudades
maravillosas perdidas en las selvas de Yucatán.
Desde Centro América hasta
el Perú, la América está sembrada de despojos de
los
muiscas y los mayas o quichés, que atestiguan un grado mayor
de
desenvolvimiento social y de
energía, y un retroceso lento que se opera por
causas ingénitas desde los
tiempos prehistóricos hasta nuestros días.
En
el Alto y Bajo Perú, la civilización quichua era una restauración parcial
de
las
antiguas civilizaciones de Quito y del lago de Titicaca, de Tiahuanaco,
de
Huanuco, de Pachacamac, de
Ollantay Tambo, y aun del mismo Cuzco antes
de
la época de su renacimiento decadente. Con limitadísimos
conocimientos
astronómicos, que después
del sol y de la luna apenas se extendían a dos
constelaciones, sus mitos
panteístas se habían personificado en un
conquistador militar; sus
esculturas de piedra habían descendido a la
cerámica, y su arquitectura
a las construcciones de adobe crudo. Entre aquellas
civilizaciones prehistóricas
y esta semicivilización sin expansión vital,
mediaron largos siglos de
oscuridad y de barbarie, que habían hecho perder
hasta la memoria de los
antiguos monumentos que hemos mencionado.
Al
tiempo del descubrimiento de América, los imperios semicivilizados
y
despóticos de Méjico y del
Perú, estaban ya en decadencia, entraban en el
período de la disgregación
política y de la descomposición social; todo
indicaba, que habiendo
completado su evolución parcial, iban a caer de nuevo
en
la barbarie, como cayeron las civilizaciones más adelantadas de Palenque
y
de
Tiahuanaco, que las habían precedido millares de años
antes,
probablemente antes que en
Europa brillase la aurora de su actual civilización.
¿Por qué la América en igual
lapso de tiempo, no sólo no había realizado los
adelantos de la Europa, sino
que en vez de progresar, iba por evoluciones
sucesivas retrocediendo y
descomponiéndose dentro de sus propios
elementos?
Es
que la América precolombiana no poseía en sí misma el principio de la
vida
orgánica perfectible, que
articula las civilizaciones progresivas; ni poseía los
instrumentos con que se
labra el progreso que se atesora como un capital
reproductor.
La
abeja conserva en la estructura de su ojo las proporciones del hexágono, y
el
ave
y el castor tienen en sus instintos la forma de su nido y los
principios
hidráulicos de sus diques:
los indígenas americanos, sucesores de los
arquitectos de Tiahuanaco y
de Uxmal, que no habían alcanzado a cerrar la
bóveda, olvidaron hasta las
formas antiguas y no las concebían sino como
obras
sobrenaturales.
El
lenguaje hablado tiene una vida propia, que se dilata en la proporción
del
círculo de las ideas que se
fecundan por su intermedio: las lenguas americanas
inorgánicas, inflexibles,
sin abstractos, vaciadas todas ellas en el mismo
grosero molde gramatical, no
eran susceptibles de desarrollo orgánico, ni
podían expresar lo que los
mismos que las hablaban no podían concebir.
Sus
agrupaciones eran más incoherentes en el estado de semicivilización
civil,
que
en el estado primitivo de la tribu salvaje -que tenía al menos el vínculo
de
la
familia-, y por un dinamismo inherente a su propia organización, tendían
a
la
desagregación por la fuerza centrífuga que les imprimía un
movimiento
disolvente.
El
hombre americano -que es hasta hoy un documento vivo de su
barbarie
congénita-, tomado como
unidad carecía del resorte individual así en la
condición salvaje como en el
medio social, y sin valor propio no podía ser
factor de una cantidad de
más valor intelectual y moral.
Con
estas materias primas y estos pobres instrumentos de trabajo, sin
capital
social, sin iniciativa
individual, sin lenguas orgánicas, sin cohesión moral, sin
el
conocimiento del hierro, sin más animal de carga que la llama, sin
la
posesión del alfabeto y sin
medios en su organización para alcanzar por sí sola
esta noción elemental, la
América era fatalmente, lógicamente estéril, y estaba
destinada a rotar
eternamente en el círculo vicioso del corso e recorso de
Vico,
cayendo periódicamente en la
barbarie y degradándose más y más en cada una
de
sus evoluciones de retroceso.
Si
en igual o mayor espacio de tiempo la América entregada a sí misma
no
había podido alcanzar una
sola de las nociones abstractas que revelan la
actividad creadora de la
mente, ¿cómo habría podido elevarse a concepciones
más
trascendentales, cuando no poseía ni el abstracto de la noción del color,
y
ni
siquiera el de la acción de lavar, o de llevar, teniendo necesidad de un
verbo
distinto para expresar cada
cosa que se lavaba, cada objeto que se llevaba?
Pensar que con estos
elementos y en este medio, pudo incubarse y expandirse
una
inspiración como la de Homero, una estética como la de Fidias,
una
doctrina como la de Jesús,
un binomio como el de Newton, un método como el
de
Descartes, una armonía como la de Mayerbeer, una mecánica como la
de
Laplace, una invención como
la de Fulton o Edison, una teoría vital como la de
Darwin, o un carácter de
grandeza moral como el de Sócrates o de Washington,
sería más que pedir peras al
olmo; sería esperar que de los caracteres de la
imprenta puestos en manos de
salvajes, y combinados por ellos de millares de
millones de modos, pudiese
nacer la Divina Comedia del Dante, desde que la
inteligencia fecunda no
presidiese a la operación.
Por
eso, sin el principio de vida fecunda y de progreso perfectible que
le
inoculó la sangre y la
civilización europea, dotándolo con sus armas de trabajo
y
de combate, el hombre americano habría vegetado como sus
árboles,
propagándose como sus
especies animales, sin asimilarse nuevas fuerzas
reproductoras, y fatigando
hasta las fuerzas espontáneas de la naturaleza
misma, como el salvaje de
Montesquieu que derribaba la palma para coger su
fruto.
Tal
es la filosofía histórica que las ruinas de Tiahuanaco me
enseñaron.
Estas complejas cuestiones
de arqueología especulativa, que se ha pretendido
resolver o ilustrar con
analogías truncas y remotas, a la luz de fuego fatuos, no
podrán ser ni temas de
serias investigaciones, mientras los estudios
americanistas no se
metodicen, clasificando científicamente los materiales
acumulados de manera de
dominar el conjunto, y se adopte un criterio seguro
que
busque y encuentre dentro de sus propios elementos la
explicación
racional, producto de la
observación directa y comprensiva, de que ha de
deducirse su síntesis
filosófica.
Desde el budismo
americanizado de Humboldt y el hebraísmo azteca de lord
Kingesborough -para no
mencionar sino los más ruidosos fracasos- hasta las
falsas interpretaciones de
Brasseur de Bourbourg y las caricaturas pictográficas
del
abate Domenech -que han sido el sainete de estas escuelas-, todos
los
sistemas que han buscado el
origen de la América y de los americanos fuera de
sus
elementos físicos, arqueológicos, filológicos, antropológicos o míticos,
han
caído en el más merecido
descrédito. El mismo descubrimiento del nuevo
continente por los
escandinavos en los siglos X y XI, que es el que más
pruebas
ha
reunido, apenas ha podido establecer científicamente que los
islandianos
visitaran por acaso la
Groenlandia y el Vinland, o sea la costa de los
esquimales, sin penetrar en
la América propiamente dicha, ni ejercer influencia
alguna en sus
destinos.
Por
eso la nueva escuela americanista, fatigada de marchar sin rumbo
por
caminos tenebrosos y
extraviados, ha inscripto en su bandera de trabajo la
leyenda que ha dado vida
independiente a un mundo: "La América es de los
americanos". Por eso en el
primer Congreso de Americanistas de Nancy, se ha
dicho con profundo
sentimiento de la verdad, que "en adelante esta fórmula
debe considerarse como regla
fundamental de los estudios americanos,
buscando la América en la
América misma, y no en la China o la India, el
Egipto o la Asiria, o en la
Grecia".
No
hay para qué complicar inútilmente los problemas, arduos en sí
mismos,
del
origen del hombre americano, de la filiación de sus lenguas, de
sus
evoluciones históricas y
prehistóricas, con cuestiones extrañas a la materia, o
con
teorías preconcebidas que se pretende ajustar artificialmente a hechos
y
cosas que las
repudian.
El
hombre primitivo, cuyo origen se buscaba dentro de la era histórica,
estaba
enterrado hace 57.000 años
bajo la vegetación extinta de cuatro selvas
superpuestas en las márgenes
del Mississipi, el padre de los ríos,
geológicamente más antiguo
que el Nilo. La fuerza inicial con que el primer
salvaje americano arrojó a
los aires la piedra de la honda, o el hacha de piedra
con
que tronchó el primer árbol, no hay necesidad de ir a buscarla en
las
cavernas del viejo mundo
cuando el hombre era bestia confundido con las
bestias. El primer acento
que vibró en los labios del hombre primitivo de
ambos mundos, fue el
producto de aquella fuerza universal, que según la
expresión de Pascal, dio a
los orbes el divino papirotazo (chiquenaude) y los
lanzó a rodar en los
espacios. La potencia de aquel Dios que creó hombres y
moscas debió hacerse sentir
en América lo mismo que en el resto del mundo, si
bien no dio al insecto las
proporciones del elefante, ni al indígena americano
las
aptitudes con que las razas superiores se labran su propio destino
y
engendran los fenómenos del
genio trascendental.
Perseverando en el propósito
de buscar a la América en la América,
interrogando sus documentos
vivos y los restos de sus monumentos caídos,
podrán vez explicarse
racionalmente algún día los mismos de las ruinas de
Tiahuanaco, así como los del
lago sagrado a cuyas márgenes yacen, con sus
símbolos sin tradición
humana, y los ídolos y estatuas de dos civilizaciones
extintas que no legaron a la
posteridad sino sus piedras mudas.
Al
separarme de aquellas ruinas había aprendido empero con la simple
vista,
algo que no se aprende en
los libros, y era a pensar por mí mismo: llevando la
convicción de que la América
y los americanos son de la América, como sus
monumentos y sus razas lo
proclaman.
Al
pasar por el campo de Huaqui, orillando el gran lago, sentí revivir
los
grandes recuerdos
patrióticos de la revolución sudamericana, que había
asociado a las antiguas
tradiciones indígenas las nuevas aspiraciones a la
independencia y la libertad,
encontrando en este amalgama extravagante, la
fórmula inscripta hoy en la
bandera de la nueva escuela americanista, que por
un
método nuevo vivificó un pasado muerto.
Al
atravesar el puente flotante del Desaguadero, que la tradición atribuye
al
Inca conquistador de los
aymaraes, y que subsiste hace más de seiscientos años
tal
y cual se ve hoy -aunque sus materiales se renueven cada seis meses-
me
encontré en pleno país
precolombiano. El puente es de paja, y por sus
materiales y su estructura
es obra tan original como la composición del gran
monolito de Tiahuanaco. Con
las mismas balsas que forman el puente, se
navega el lago: su forma
hace recordar los juncos de la China; y cuando
desplegara sus velas de
paja, se creería ver moverse una de las barcas egipcias
grabadas en el monumento
fúnebre de Sesostris.
Más
tarde navegué el lago en esas mismas embarcaciones primitivas; y así
fue
cómo se realizó mi sueño
arqueológico, y terminó mi viaje por la altiplanicie
perúboliviana.
Buenos Aires, diciembre de 1879.