BARTOLOMÉ MITRE

 

 

 

LAS RUINAS DE TIAHUANACO

 

 

 

(Recuerdos de viaje)

 

En la mañana del día 1º de enero de 1848, cruzaba de sur a norte en dirección a

Tiahuanaco la altiplanicie boliviana, que se levanta a más de 4000 metros sobre

el nivel del mar, circundada por un horizonte de montañas que miden hasta

23.000 pies ingleses de elevación. Tenía a la vista los tres gigantes de los

Andes: el Illimani, el Sorata y el Huayna-Potosí, cuyas crestas resplandecientes

se perdían en las nubes; se extendía a mis pies una llanura inmensa y árida, y

teníamos sobre nuestras cabezas el cielo más espléndido y transparente del

universo. No creo que exista en la naturaleza un paisaje más agreste, más triste

ni más grandioso a la vez.

 

Es sin duda el rasgo más prominente en la geografía de la América meridional,

aquel círculo de montañas que se eleva en su centro, como una corona mural

de almenas aéreas engastadas de eternas nieves. Determinan este relieve

orográfico las dos grandes cadenas de la cordillera de los Andes, que se

bifurcan en las fronteras de la República Argentina y vuelven a reunirse en la

sierra del Bajo Perú, cerrando sus eslabones de granito entre los 15 y 20 grados

de latitud sur. Fórmase así una especie de inmenso torreón elíptico, cuyo

recinto lo constituyen las mismas montañas que avanzan sus contrafuertes por

todo el continente. Dentro de este circuito se desenvuelve a la manera de una

vasta plataforma, que tiene alguna analogía con la del Tíbet, la altiplanicie del

Alto Perú, que ha dado su nombre geográfico a esta encumbrada región, y que

mide más de cien leguas de extensión en su eje mayor y como treinta a

cuarenta de ancho, envolviendo por una parte al Cuzco y por la otra a Potosí.

 

Casi en el centro de este llano andino, y como a cuatro leguas del famoso lago

de Titicaca -fabulosa cuna de la civilización incásica- yacen las no menos

famosas ruinas del templo de Tiahuanaco, que por su antigüedad y sus

misterios, así como por la originalidad de su arquitectura, ha sido llamado la

Balbek americana.

 

Las ruinas de Tiahuanaco, con sus elevados terrados o túmulos artificiales, sus

largas columnatas, sus pórticos monolitos, sus murallas ciclópeas, sus ídolos

fantásticos, sus estatuas colosales, sus misteriosos subterráneos, sus correctos

bajorrelieves, sus columnas geométricas, sus acueductos en embrión y sus

símbolos mudos, son otros tantos enigmas de una civilización extinta, cuyo

origen se pierde en la noche de los tiempos, y cuya remota memoria habían

perdido millares de años antes del descubrimiento de América hasta los

mismos habitadores del suelo.

 

Estas ruinas prehistóricas, testimonios de una raza constructora, más

adelantada que la que encontraron los descubridores españoles en el Perú, son

anónimas como las de Mitla, de Palenque y de Copan, y su carácter más

primitivo y severo, indica que son más antiguas.

 

La creencia vulgar que ha atribuido estos monumentos a los quichuas bajo el

reinado de los Incas, no tiene fundamento alguno; y la crítica de acuerdo con la

cronología ha despojado a estos hasta de la paternidad de las grandes

construcciones que se encuentran a inmediaciones del Cuzco, centro de su

gobierno. Ni tiene más valor la opinión sostenida por algunos arqueólogos

americanistas, de que los templos de las islas de Titicaca, cercanos a

Tiahuanaco, sean obras suyas, bautizando gratuitamente su estilo con la

denominación de arquitectura quichua.

 

La opinión, al parecer más autorizada, que atribuye a los aymaraes las

construcciones de Tiahuanaco, no tiene mayor consistencia. Esta raza,

considerada como autóctona bien que no primitiva, era la que ocupaba el

territorio al tiempo de ser conquistado por los Incas, es decir como trescientos

años antes del descubrimiento. Nada indica que hubiese conocido un estado

de sociabilidad más adelantado que el que entonces tenía -compuesta de

agricultores y pastores, carecía de tradiciones guerreras, siendo sus

implementos de labranza lo mismo que sus armas, de piedra y palo- dispersa

en una dilatada superficie, no tenía centros de población ni gobierno central

-con aptitudes para imitar, su mente no era susceptible de elevarse a la

concepción arquitectónica- su idioma no da testimonio de que tuvieran

nociones de las formas de piedra que pueblan las ruinas. Aun los mismos

monumentos relativamente modernos, que parecen ligarse como una

reminiscencia vaga a sus tradiciones más lejanas, son construidos de barro

endurecido, y no se han encontrado en ellos sino los productos de la tierra

cocida; y es de notarse que estos monumentos sean sepulcrales (chullpas), y se

encuentren con frecuencia en la altiplanicie en grandes grupos, formando

necrópolis o verdaderas ciudades de muertos (1).

 

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(1) Los cráneos que se han encontrado en ellas difieren mucho en su conformación natural y

artificial de los de la raza existente, que lleva el nombre tradicional de aymará, habiéndose

encontrado en los sepulcros del Alto y Bajo Perú los tipos craneanos de tres razas consideradas

primitivas.

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Sea por su número -hoy mismo pasan de 400.000- sea por la vasta extensión de

territorio que abrazaba, o porque en realidad era refractaria a toda innovación,

como parece indicarlo su inmovilidad moral durante tantos siglos, el hecho es,

que esta raza sometida al imperio incásico, conservó, como conserva todavía,

sus fronteras étnicas, sin perder ninguno de los rasgos característicos de su

individualidad en el espacio de setecientos a ochocientos años de vida

histórica que se le conoce. Ni aun la lengua quichua, que se imponía como una

ley a los vencidos, pudo penetrarla. La lengua invasora atravesó con las armas

incásicas la altiplanicie andina, dejando una que otra huella de su paso en la

geografía oficial; rechazada de los valles que convergen por el sur y el este al

gran lago, descendió al de Cochabamba y se extendió en él, posesionándose

enseguida de todo el sur del Alto Perú; y así llegó triunfante como un verbo

avasallador hasta los 35 grados a lo largo de ambas faldas de la gran cordillera,

último límite de su itinerario meridional; pero no pudo extirpar la lengua

aymará, que persistió o como una protesta viva de la raza subyugada o como

una prueba de su cohesión nativa.

 

Sucede, empero, en las corrientes de la palabra humana, como en las corrientes

de las aguas dulces y saladas, que conservando su línea divisoria y sin

confundirse, se modifican en su punto de contacto. Obsérvase así, respecto del

quichua y del aymará, que los dos idiomas se usan promiscuamente en sus

fronteras étnicas, y especialmente en los dos grandes centros de población que

marcan los extremos de la planicie en su eje mayor, que son las ciudades de

Puno y Oruro -allí se hablan ambos idiomas alternativamente- ambos se

adulteran recíprocamente sin penetrarse, y ambos coexisten sin perder ni ganar

terreno.

 

 

 

II

 

Así como los idiomas hoy, coexistieron tal vez en otro tiempo entre los

desconocidos ascendientes de quichuas y aymaraes, salidos probablemente de

puntos opuestos, los cultos gemelos del sol y de la luna, como lo atestiguan las

ruinas de las islas del lago y los vasos antiguos dispersos por todo el Perú,

hasta que por una evolución históricamente ignorada, prevaleció el del sol,

anterior a aquellas razas, como lo prueban los emblemas de Tiahuanaco(2). Es

de notarse con este motivo, que no obstante diferir lexicográficamente el

quichua y el aymará tanto como el español del alemán, sea común en ambos

las palabra Inti para designar el sol, teniendo el aymará el vocablo anticuado

Villca o Wilka, en desuso ya al tiempo de la conquista española; como lo es que

este mismo nombre -que en quichua significa un árbol de la familia de las

acacias- se encuentre en la cordillera divisoria de Puno y del Cuzco,

subsistente en las antiguas ruinas de Vilcanota (Wilhanuta), lo que podría ser

un indicio de la comunidad de origen o de la identidad de creencias religiosas

en los tiempos prehistóricos.

 

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(2) En una colección de antiguos vasos peruanos, ofrecida por mí al Museo Antropológico de

Buenos Aires, extraída de varias huacas del Bajo Perú, hay uno - evidentemente el más primitivo-,

en que se repite en cóncavo, el símbolo de la media luna. En la misma huaca se encontró una

espada de madera labrada con piedra, que di a nuestro naturalista y arqueólogo Francisco P.

Moreno, y que éste ha depositado en el mismo Museo, donde existe.

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En cuanto a la denominación moderna de Tiahuanaco, en que algunos creerían

haber encontrado la clave de sus misterios, es una simple amalgama de

palabras de los dos idiomas, que lo mismo puede significar, siéntate guanaco

que descanso de guanacos (3). Según la tradición vulgar de los neoquichuistas,

esta palabra compuesta habría sido pronunciada por el Inca conquistador

Mayta-Capac al tiempo de someterse los aymaraes, por la velocidad del

guanaco con que llegó un chasqui hasta aquel jugar trayéndole noticias

anotadas en un quippus, por lo cual le permitió el insigne honor de sentarse en

su presencia y mandó edificar el templo en conmemoración de tal hecho.

También hay quien diga que proviene de los grandes asientos de piedra en

forma de canapé que allí se encuentran. Según otros, ella no indicaría sino el

lugar de descanso de los guanacos o llamas, y esto es lo más probable, pues,

estando Tiahuanaco sobre el camino real del Cuzco, teniendo pastos y agua, y

distando como cuatro leguas de la laguna, que es la jornada diaria de una

llama, es hasta hoy mismo el paradero forzoso de las caravanas.

 

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(3) Tia viene del verbo quichua tiyai, que significa "sentarse, descansar" y en su acepción más lata

"morar o permanecer". Huanacu, es el nombre con que en ambos idiomas se designa esta especie de camello americano, en su estado silvestre, y que los aymaraes aplican también a la llama como

animal de carga. Los que buscan analogías fonéticas y encuentran raíces por el método óptico,

comparando las palabras escritas con letras que representan diferentes sonidos, podrían sostener

que ti-a viene de tyana, que en aymará quiere decir "asiento de totora atada", o de tiapa, rollete de

sogas para asentar tinajas, y por extensión asiento en su acepción restringida en la cual la usan

los quichuistas; pero el verbo aymará utcatha, que significa a la vez "estar" y "sentarse" es

radicalmente distinto y reconoce otra genealogía filológica.

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Otras tradiciones más poéticas, bien que no más serias, se ligan al origen

obscuro de estas ruinas. A estar al dicho de los indios que hablaron con los

primeros conquistadores europeos, ellas habrían existido antes que hubiese sol

en el cielo. Según Cieza de León, que las visitó en 1549 y conferenció sobre

ellas con los más sabios orejones del Cuzco, los naturales le dijeron haber oído

decir a sus antepasados, que aquellos edificios remanecieron hechos en una

sola noche, de lo que él concluía: "Tengo esta antigualla por la más antigua del

Perú". Garcilaso, que copió a Cieza de León, cuenta que sus paisanos creían

que en tiempos muy remotos fueron convertidos en piedras los habitantes de

aquella comarca por haber apedreado un hombre que pasaba por ella, y de

aquí el origen de las estatuas.

 

Todas estas tradiciones son, sin embargo, documentos negativos que revelan

una verdad, y es que hace más de setecientos años que se había perdido la

remota memoria de la civilización extinta que representan las piedras labradas

de Tiahuanaco, y que entre ellas y la semicivilización que encontraron en el

Alto y Bajo Perú los descubridores europeos, mediaron largos siglos de

obscuridad y de barbarie.

 

Estas ideas entonces en germen, a la par de otros recuerdos históricos más

modernos, ocupaban mi cabeza en la mañana del indicado día, al ver

destacarse en el horizonte las colinas que señalan a Tiahuanaco, y las montañas

que trazan el gigantesco circuito del lago de Titicaca, teatro de tantas

evoluciones y revoluciones geológicas, étnicas y políticas.

 

Era esta la cuarta vez que atravesaba la altiplanicie boliviana en opuestas

direcciones, obedeciendo al destino más que a mi espontánea voluntad. La

primera vez lo había hecho como viajero que examinaba por acaso los

monumentos prehistóricos que encontraba en el camino: la segunda y tercera,

como militar, en que pude de paso reconocer los campos de batalla de la

guerra de la Independencia en Aroma, Vilcapugio, Ayohuma y Sipe-Sipe. La

cuarta y última vez lo hacía como prisionero de Estado, por causas que alguna

atingencia tenía con la arqueología, puesto que Tiahuanaco era uno de los

móviles que me habían llevado a Bolivia.

 

 

 

III

 

Había leído en los primeros documentos de la revolución argentina del 25 de

Mayo de 1810 en que las antiguas tradiciones americanas se confundían con las

nuevas aspiraciones a la libertad que su primer aniversario fue celebrado a

setecientas leguas de distancia de Buenos Aires, en el Templo del Sol y en el

Puente del Inca sobre el Desaguadero, entre cuyos dos puntos se encuentra el

fúnebre campo de Huaqui, donde sus armas, hasta entonces triunfantes,

sufrieron el primer revés. El deseo de conocer estos lugares doblemente

célebres, contribuyó en parte a hacerme aceptar la invitación que en 1847 me

hizo el gobierno de Bolivia para ir a dirigir un colegio militar en la ciudad de

La Paz, en circunstancias en que, separado violentamente de mis compañeros

de armas del sitio de Montevideo, y cerrado para los emigrados argentinos el

teatro militar de la provincia de Corrientes, no tenía en el Río de la Plata

campo en que combatir por la libertad de mi partía. Por esto he dicho, que sin

que mí voluntad interviniese directamente y por móviles que no eran del todo

extraños a la arqueología, me encontraba el día de año nuevo de 1848 en la

altiplanicie boliviana.

 

Envuelto por dos revoluciones en Bolivia, actor en una batalla, con un escudo

de benemérito de la patria en grado heroico dado por el presidente Ballivian,

recibí por fin una orden de prisión y destierro del general Belzu. A

consecuencia de esto se me conducía a la sazón al puente del Desaguadero,

frontera del Perú, por el camino de Tiahuanaco, escoltado por ocho soldados

de caballería y treinta indios armados de macanas; ¡y he aquí cómo mi sueño

arqueológico iba a realizarse!

 

Era el jefe de la escolta un sargento mayor, hermano del encargado de negocios

de Bolivia que se suicidó en Buenos Aires en tiempo de Rosas. A causa de su

obesidad era llamado el mayor Rodríguez Bola, y bajo un exterior cómico y

adusto a la vez, ocultaba un corazón bondadoso.

 

Era uno de mis compañeros de desgracia, un doctor Solar, boliviano ilustrado,

antiguo secretario de legación en el Río de la Plata, con quien había hecho mi

viaje desde el Brasil, pasando por Chile y el Perú. Rodríguez, relajando un

tanto su consigna, me dio libertad para visitar las ruinas, y el doctor Solar, que

hablaba perfectamente el quichua y el aymará, se ofreció a ser mi cicerone con

el beneplácito de nuestro guardián, quien llevó su complacencia hasta

proporcionarnos dos guías, representantes de la antiguas razas indígenas del

país.

 

Uno de los guías era del habla aymará y otro de la quichua. Estaban calzados

de ojotas (sandalias peruanas) como en tiempo de los Incas; llevaban calzón

corto con pierna desnuda y un chupetín y casacón a la usanza española de

antaño, con un gran guarapón o chambergo en la cabeza; un morral con las

provisiones de viaje al costado, una manta terciada y un largo bastón al

hombro, completaban su arreo. Tal es el traje obligado de los indígenas del

Alto y Bajo Perú desde el tiempo de la sublevación de Tupac-Amarú, en que el

rey de España les prohibió el uso de sus vestiduras nacionales para borrar los

recuerdos incásicos.

 

Graves y silenciosos -como que no hay memoria de haber visto reír a un indio

de estas razas-, se colocaron al pie de nuestros estribos, y cuando

emprendimos el galope, nos siguieron a pie y a la par, con una velocidad de

verdaderos guanacos, que me hacía pensar en la del chasqui que llevó al Inca

su histórico o fabuloso quippu (4).

 

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(4) En Bolivia los correos y postillones andan constantemente a pie, a razón de quince y más

leguas por día. La primera vez que me convencí de su velocidad y resistencia, fue en una jornada

por la altiplanicie desde la de Vencille a Calamarca, uno de los puntos habitados más elevados

del globo. En el espacio de seis leguas y durante cinco horas, me acompañó el postillón al trote y

galope de mi caballo, ascendiendo varias cuestas. Al llegar a Calamarca, a la media noche, me

pidió permiso para ir a visitar unos parientes a una legua de distancia, y antes de amanecer

regresó con los caballos, a pie como había venido, a la posta de salida.

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A poco andar nos encontramos en una especie de quebrada o valle estrecho

limitado a derecha e izquierda por altas colinas rocallosas, cubiertas en parte

de una pobre y verdinegra vegetación. Más adelante hallamos en medio del

camino un ídolo esculpido en traquito, piedra dura que a primera vista

presenta la apariencia del granito rojo. Nos apeamos a examinarlo y vimos que

estaba roto por la mitad. Era la imagen reducida de otro tallado mayor escala

que había visto en el museo de La Paz. El presidente Ballivian, a indicación de

mi amigo don Domingo de Oro -que acompañó al pintor Ruggendas en su

excursión por Tiahuanaco-, había hecho transportar algunas piedras, y a de

ellas era aquel ídolo que los indios rompieron en el camino. No me detendré

en describirlo, porque después tendré ocasión de estudiar la singular

estatuaria hierática del templo en sus mismas ruinas.

 

Al salir de la quebrada entramos a una ancha planicie ligeramente accidentada,

que limitan al sur y norte altas y agrestes colinas como las que acabamos de

ver. Por su centro en dirección oeste-este, corre un río o más bien arroyo, que

lleva el nombre del lugar y se derrama en la laguna, abriéndose su cauce en un

sedimento de rica tierra vegetal, que la presencia de las grandes aguas

diluvianas en toda la altaplanicie, cuando toda ella era un inmenso lago. A su

margen por la parte del sur se extienden las vastas ruinas en un perímetro de

una milla cuadrada aproximadamente, cuyas imponentes moles dispersas

hacen recordar las petrificaciones fabulosas de que habla Garcilaso. En la

margen norte y como a una milla de distancia, se ve el moderno pueblo de

Tiahuanaco, construido en gran parte con las piedras de las ruinas; y más allá,

las límpidas aguas del lago, tranquilas en aquel momento, pero que tienen sus

tempestades como las del mar. Este paisaje reviste una solemne melancolía

que se comunica al alma, independientemente de las ideas que sus

monumentos despiertan; ni un solo árbol, ningún accidente risueño modifica

las líneas severas de su horizonte, y todo, hasta el suelo seco y arenisco, la

temperatura frígida, y la luz sin cambiantes uniformemente distribuida en

aquel cuadro, todo tiene un carácter y un tinte austero.

 

La primera impresión que me asaltó ante aquel espectáculo de la naturaleza,

fue que habría sido muy desgraciado el poderoso Inca que hubiese elegido

aquel sitio para fundar un palacio de recreo, como vulgarmente se cree y mi

cicerone lo repetía. Si como parece más probable, fue aquello un adoratorio,

sin duda que un espíritu ascético presidió a la elección del lugar.

 

Al entrar a la planicie, llaman desde luego la atención dos colinas

rectangulares, cuyas formas simétricas y orientación uniforme contrastan

singularmente con las agrestes alturas circunvecinas. Acercándose a ellas se ve

que son dos montículos o pirámides de tierra construidas por mano de

hombre, como los mounds-builders del Mississipi.

 

Estos dos montículos artificiales constituyen el núcleo de las ruinas, y ellos les

dan su relieve arquitectónico y su fisonomía pintoresca.

 

 

 

IV

 

La primera impresión que produce el conjunto de las ruinas es de confusión y

de asombro. Luego que se forma idea del plan general, la vista es

inmediatamente atraída por una serie de largas columnas tienen el aspecto de

un monumento druídico. Esta construcción es la que vulgarmente se signa en

la comarca con la denominación de El Templo, y que los viajeros y arqueólogos

han adoptado para distinguirla de las demás.

 

Lo que se llama El Templo, es un vasto cuadrilátero, cuyo recinto marcan por

sus cuatro frentes otras tantas columnatas tiradas a cordel. Medí con religioso

respeto dos de sus costados con el único instrumento de que podía disponer, y

abriendo un tanto el compás natural para darle más o menos la medida de la

vara castellana, conté doscientos pasos por uno de sus frentes y poco menos

por el otro (5).

 

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(5) D'Orbigny, que visitó las ruinas en 1833, cuando estaban menos deformadas, llama

equivocadamente cuadrado a este rectángulo, confundiéndolo quizá con otra ruina adyacente de

esta forma; y probablemente por comprender a ambas una sola área, le asigna la medida de 180

metros por 180 metros. Castelnau, que estuvo en 1845, no da medidas de los diversos perímetros y los describe en globo. Squier, que estudió y midió en 1875 cuando los recintos estaban más

borrados, da al templo su verdadera figura y le asigna 388 por 445 pies ingleses. Tschudi y

Rivero, en sus Antigüedades peruanas, no dan sino las medidas de algunas piedras. Doy las mías,

tomadas a ojo de buen cubero, tales como se encuentran en los apuntes de mi cartera de viaje.

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Entre columna y columna, conté 15 pasos. Medí una de las columnas con el

bastón de uno de los guías, y lo calculé como cuatro varas de altura fuera de

tierra; una de ellas, que yacía tendida en el suelo, media más de cinco varas,

incluso la parte enterrada (6). Estas columnas no son precisamente tales, sino

pilastras monolitas de varias dimensiones, de rocas traquíticas y areniscas,

perfectamente labradas por sus cuatro costados unas, y más toscas otras,

presentando un frente de tres a cinco cuartas y más de una tercia de espesor,

tienen de cada lado un rebajo perpendicular y uno transversal en la parte

superior, como para recibir arquitrabe o dintel.

 

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(6) En esto también discrepan las medidas de d'Orbigny y de Squier: el primero les da 4 metros de

tierra y el segundo de 8 a 1 0 pies ingleses.

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Tal es el recinto del templo, que según puede colegirse tenía por objeto o bien

trabar el revestimiento del terraplén que se encuentra en su centro, o bien

formar una galería exterior en el todo o parte del contorno, como parecerían

indicarlo algunos restos de paredes de piedras secas que se encuentran más al

interior.

 

El terraplén que forma el relieve que queda de la planta del templo, es una de

las colinas artificiales que hemos indicado antes; está fundado sobre un

pavimento de piedra y se eleva como a cuatro varas del nivel de la llanura

adyacente. Por la parte del oriente se encuentra una plataforma más baja que el

montículo, y a su frente se ven diez columnas cuadradas, en línea, mayores

que las del recinto, que bien pudo ser algún atrio o peristilo frontal. En el

macizo del terraplén y con salida al occidente, hay una especie de patio al

nivel del suelo, con paredes de piedras brutas que lo circunscriben, aquí

donde se ha encontrado el mayor número de esculturas, afectando formas de

hombres, animales y tipos fantásticos de divinidades ideales. El montículo ha

perdido la regularidad de su forma primitiva, pero aun podían discernirse sus

contornos, no obstante haber sido removida la tierra en muchas partes.

 

Al frente y a corta distancia de la fachada oriental, vense los vestigios de otra

construcción que en el país se designa con el nombre de Palacio, y que también

ha sido aceptado por los arqueólogos. Es un cuadrilátero de que no se veía

sino parte del pavimento, y grandes masas de piedras dispersas

admirablemente cortadas con precisión matemática, con sus aristas vivas cual

si recién saliesen de manos del artífice.

 

No lejos del palacio y en dirección al norte se encuentra la boca de una

construcción revestida de lozas labradas, que hacía poco se había descubierto,

y que el doctor Solar me dijo ser un subterráneo que se creía comunicara con

las construcciones no menos misteriosas de las islas de la laguna, no faltando

quien creyese en el país, según antigua tradición, que iba hasta el Cuzco. Sin

tiempo para examinar aquella singular ruina, formé idea de que debía ser

algún acueducto subterráneo, destinado a traer el agua por derivación desde

alguna altura inmediata, para levantarla hasta el más empinado de los

montículos de que hablaré después, o para construir alguna fuente surgente en

el palacio. Las antiguas y admirables obras hidráulicas que se encuentran en el

país, y las piedras talladas en forma de media caña con bocas de irrigación al

parecer, que unidas formarían un tubo, las cuales abundan en las ruinas, dan a

esta hipótesis el carácter de una demostración (7).

 

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(7) Los indios del Alto y Bajo Perú son hidráulicos por instinto. Conducen por derivación el agua

a través de las montañas, de modo que parecería que sube a ellas; hacen sus nivelaciones a la

simple vista entre los puntos extremos, dando a la acequia la inclinación correspondiente; miden

con el pie el volumen cúbico del agua que corre, calculan con precisión la cantidad de agua que

sale por una toma en un espacio de tiempo dado, valiéndose para ello de los métodos más

primitivos. Varias veces me ha sucedido, viajando de noche por los valles perfectamente irrigados

del Perú, que el indio que me servía de guía me daba la hora exacta por la cantidad de agua que

traía la acequia. Por lo que se ve en Tiahuanaco, esta educación o esta aptitud de raza debe ser

anterior al tiempo de los Incas.

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V

 

En el ángulo norte de la fachada orientar del templo, se levanta como un

misterio petrificado, el monumento más estupendo de las ruinas, único de su

género que se haya descubierto en todo el continente americano. Por sus

dimensiones gigantescas, su ejecución artística y su carácter evidentemente

simbólico, este testigo mudo de una civilización desconocida, ha llamado en

todo tiempo la atención de los americanistas, sin que hasta el presente haya

podido ser explicado satisfactoriamente, ni aun siquiera asignándosele su

colocación en el plan general de las construcciones de Tiahuanaco.

 

Este monumento es un enorme pórtico monolito, tallado en una sola roca de

traquito duro, labrado por todos sus costados, esculpido por ambas faces, con

una puerta de líneas rectas abierta en su centro, y con nichos del mismo estilo

simétricamente distribuidos. Mide cerca de cinco varas de base, como tres y

tres cuartas de altura y media vara larga de espesor, según me lo confirmó más

tarde el cura del lugar, o sea en términos métricos, 4 m. 80 cm. por 3 m. 16 cm.

con arreglo a las medidas más exactas que de él se han tomado (8).

 

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(8) En esta parte también difieren todos los viajeros arqueólogos, que han estudiado las ruinas.

Cieza de León trae por accidente algunas medidas que indirectamente se refieren al monolito,

diciendo respecto de otros, que tenían umbrales de 30 pies que formaban parte adherente de ellos.

D'Orbigny le da 4 metros y 15 centímetros de base por 3 metros y 16 centímetros de altura.

Castelnau sólo da la altura, y dice: "environ 3 metros 1/2 ", lo que indica que no lo midió. Rivero

trae "10 pies de altura y 13 de ancho", que deben suponerse de la vara española del Perú; y su

colaborador Tschudi en sus Reísen, no adelanta estos datos. Squier, que dice haberlo medido con

cuidado, le asigna 13 pies y 5 pulgadas inglesas de base y 7 pies y 2 pulgadas de alto, lo que da

una notable diferencia con las medidas de D'Orbigny en cuanto a la altura. Esto puede explicarse

teniendo presente que cuando D'Orbigny lo midió en 1833, el monolito yacía tendido en el suelo

en toda su integridad, y que cuando Squier lo vio en 1875, estaba en pie, roto, y parte de él

enterrado, y así dice "high above-ground". Tomando la medida de Squier, que no debe ponerse en

duda en cuanto a la base, y las no menos auténticas de D'Orbigny en cuanto a la altura, se tiene,

centímetros más o menos, la dimensión exacta del monolito, que corresponde aproximadamente a

la confirmada por el cura de Tiahuanaco.

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Por muchos años el misterioso pórtico estuvo tendido en el suelo en toda su

integridad, y así lo encontró el famoso viajero naturalista D'Orbigny en 1833.

Cuando lo vi en 1848, estaba en pie. A la distancia, presentaba la apariencia de

hallarse entero, y su abertura ofrecía al ojo la figura de un trapecio irregular

con la base menor por dintel. Acercándome, vi que la gran piedra estaba

quebrada: una hendidura que diagonalmente bajaba de la parte superior hasta

uno de los ángulos interiores de la puerta, la dividía en dos, y alterando su

nivel producía aquella ilusión, pues sus montantes son perfectamente

perpendiculares, y el todo de la abertura forma un rectángulo correcto de un

metro de ancho y dos de alto (9).

 

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(9) Por el motivo ya indicado, probablemente, Squier en su libro "Peru, Land of the Incas", sólo le

da 4 pies y 6 pulgadas inglesas de altura, mientras que D'Orbigny consigna 2 metros, lo que hace

una diferencia de 680 milímetros.

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Los guías me dijeron que la misma noche que lo pararon, había estallado una

gran tempestad, y que un rayo había partido la piedra tal como estaba. El cura

de Tiahuanaco me confirmó la verdad de este relato, en el cual me llamó la

atención que los dos indios, a pesar de hablar distintos idiomas, se valieran de

la misma palabra, con la sola diferencia de una letra, -iIlapa - illapu-, para

designar el rayo, que también significa trueno, y que actualmente les sirve para

indicar el fusil y el estampido del cañón, según me lo explicó mi intérprete y

cicerone el doctor Solar (10).

 

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(10) El infinitivo del verbo es illay, brillar, resplandecer, y así algunos quichuistas la usan en su

acepción de relámpago.

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La faz posterior del monolito que mira al occidente, presenta dos nichos

laterales a derecha e izquierda del promedio de la elevación de la puerta, y

cuatro pareados hacia la parte superior, corriendo por estos últimos una

moldura a modo de cornisa, que rompiéndose en ángulos rectos encuadra el

dintel, siendo todas las líneas perfectamente rectas. La faz que mira al oriente,

es la que hiere más profundamente la imaginación, provocando la meditación.

Al primer golpe de vista se creería estar en presencia de un monumento

egipcio, trayendo sus figuras a la memoria los jeroglíficos aztecas; pero fijando

la atención y discerniendo sus partes, adviértese que se está en presencia de

una obra original con tipos únicos, que se contempla con creciente asombro.

 

Todo el lienzo superior del monolito por esta parte, que comprende

exactamente un tercio de su altura está cubierto por bajos relieves planos, de

dibujo grosero, pero de cortes vivos, atrevidos, y de una corrección de líneas

admirable. A pesar de la dureza de la roca, el tiempo ha gastado algunos de

los contornos de la escultura, como para estampar la fecha de su antigüedad.

 

Estos bajos relieves enigmáticos, constituyen una verdadera composición, que

tiene su unidad, que debió tener en su tiempo un significado mítico como los

del friso del Partenón de Atenas. Figuran varias procesiones como las

Panateneas en honor de Minerva, sin su gracia inmortal y sin su interpretación

histórico-poética; pero con un carácter simbólico más acentuado y una síntesis

religiosa más primitiva, menos complicada, que responde más directamente a

la idea de lo desconocido, del Dios ignoto o del génesis rudimental.

 

 

 

VI

 

Ocupa el centro de esta singular composición, una figura fantástica, de corte

anguloso y formas geométricas -con excepción de las manos- que parece ser la

representación del sol con sus atributos. Su cara es cuadrada con ligeros

rebajos curvos en las quijadas; la nariz es un rectángulo perpendicular con los

mismos accidentes; las órbitas y las pupilas son casi cuadradas, y de los ojos

bajan dos especies de rayos que se dirían lágrimas formadas por una sucesión

de tres cuadrados cóncavos de mayor a menor; su boca abierta y vacía, es el

contorno de un perfecto rectángulo transversal, cuyos bordes en relieve trazan

sus labios. Este rostro matemático está circundado de una aureola cuadrada de

listones a modo de rayos, que terminan en dobles círculos concéntricos y

cabezas de animales, al parecer cóndores, con excepción del centro que corona.

 

Una especie de triple penacho rígido que arranca de pequeño pedestal. El

cuerpo y el vestido a manera de túnica corta, están figurados en un rectángulo

subdividido por un cinturón horizontal que remata a derecha e izquierda en

dos cabezas de cóndores. Las piernas muy cortas, son dos pilastras, que

reposan sobre dos pequeños zócalos salientes, que hacen el oficio de pies. En

las manos tiene dos bastones o cetros de una altura igual a ella, toma dos por

su promedio, uno de los cuales, el de la derecha, presenta una cabeza de

cóndor con su cresta hacia abajo, y el otro una idéntica en la misma posición y

dos cabezas de la misma ave en la parte superior bifurcado.

 

Esta figura reposa sobre una especie de pedestal, figurado por listones en

relieve, dispuestos a manera de grecas, con una cabeza de animal fantástico de

cada lado, y varias cabezas de cóndores en sus remates distribuidas con

regularidad (11). Por debajo del pedestal corre una elegante greca ornada,

como de una cuarta de altura, que se extiende horizontalmente por todo el

lienzo, y en la que se reproducen todos los atributos de la figura principal, y se

repite once veces su rostro cuadrangular y radiante en otros tantos medallones

con los mismos atributos.

 

___________________

 

(11) De las dos únicas láminas auténticas que han reproducido esta figura, la más correcta es la

de Squier, como que es copia de una vista fotográfica; faltándole empero algunos pequeños

detalles que trae D'Orbigny en la suya, y sobrándole las cabezas de tigre, que más bien parecen

ser de cóndores, que pone en el extremo de algunos rayos. D'Orbigny a su vez ha trazado mal los

contornos angulares del cuerpo y ha puesto algunas cosas que sólo han existido en la fantasía del

dibujante, pues conociendo de antemano su lámina, las busqué en la piedra, y no las encontré, no

siendo de suponerse que hubiesen desaparecido sin dejar vestigio en el espacio de dieciséis años

que mediaron entre su visita y la mía. La de Tschudi y Rivero es una copia adulterada de la de

D'Orbigny.

___________________

 

 

 

A derecha e izquierda de la figura descripta, que con su pedestal ocupa todo el

espacio superior de la puerta, con excepción del de la greca, se extienden seis

líneas horizontales y paralelas, tres de cada lado, en que se ven desfilar seis

procesiones de figuras idénticas entre sí, esculpidas en cuarenta y ocho

cartuchos o cuarterones de 20 centímetros por costado cada uno o sean ocho

cartuchos para cada procesión.

 

La línea superior cuya proyección al tope pasa por el promedio de la cabeza

de la gran figura, así como la inferior que termina en la prolongación de la base

del pedestal, se componen de representaciones convencionales de la imagen

humana con alas y coronas, llevando cada una de ellas un báculo o cetro con

tres cabezas de cóndor, idéntico al que tiene en la mano izquierda el genio

hacia el cual convergen. La del centro la componen dos series de la misma

estructura, pero con cabezas de cóndor coronadas por rostro. Todas estas

figuras están de perfil y marchan hacia el centro en direcciones opuestas, en

movimiento de carrera; teniendo todas ellas por atributos cabezas de cóndores

simétricamente distribuidas, y presentando la singularidad de que están

figurados, bien que a grandes rasgos angulosos (12).

 

___________________

 

(12) D'Orbigny, Castelnau, Rivero y Tschudi, dicen que las figuras están arrodilladas, y parece así

a primera vista; pero fijándose en su movimiento general, se ve que van en marcha y a paso de

carrera, o más bien que hienden el espacio con las alas abiertas. Squier no dice nada al respecto,

pero su reproducción fotográfica confirma esta interpretación.

___________________

 

 

 

A poca distancia yacía tendido en el suelo otro pórtico monolito de

dimensiones menores, pero del mismo estilo arquitectónico, cuyas

proporciones según Squier, que lo ha medido después, son 7 pies, 5 pulgadas

inglesas de alto por 5 pies y 10 y 1/2 pulgadas de base, y 2 pies y 10 pulgadas

de espesor. Está esculpido como el anterior, pero sin las figuras ya descriptas,

corriendo por su parte superior una banda de medallones y listones con

cabezas de cóndores en sus remates, que es una reproducción de la greca con

las imágenes del sol que se ve en la parte inferior de la composición de la gran

piedra.

 

Entre ambos monolitos se veía entonces -y supongo debe encontrarse hasta

hoy- el monumento más sorprendente de aquellas ruinas, no explicándome el

silencio que a su respecto guardan los arqueólogos modernos que las

examinaron con detención antes y después de mi rápida visita. Es una enorme

roca apenas desbastada, que presenta, sin embargo, cierta regularidad,

afectando la forma de un paralelepípedo. El doctor Solar me dijo que había

sido medida, y que tenía 12 varas de largo, 6 de ancho y 2 de grueso; no dando

crédito a mis propios sentidos, la medí con mi poncho de viaje cuya medida

exacta conocía, y encontré que más o menos esas eran sus dimensiones.

Entonces no me cupo duda que tenía a mis plantas una de las piedras de que

habla el famoso padre José de Acosta, quien visitó estas ruinas a fines del siglo

XVI, el cual dice haber medido "una de 38 pies de largo, y de 18 de ancho, y el

grueso sería como de seis pies". Probablemente es esta la misma piedra, que

sirvió en un tiempo de umbral al gran monolito, y que Cieza de León dice,

refiriéndose a otros de que hablaré después, que formaba parte adherente de

él, según se deduciría de estas palabras escritas en 1549: "Lo que yo más noté,

cuando anduve mirando y escribiendo estas cosas, fue que de estas portadas

tan grandes salían otras mayores piedras sobre que estaban formadas: de las

cuales tenían algunas treinta pies de ancho y de largo quince y más, y de frente

seis. Y esto y la portada y sus quicios y umbrales era una sola piedra; que es

cosa de mucha grandeza bien considerada esta obra".

 

Lo interesante de esta piedra semirrústica no es tanto su tamaño, cuanto la

circunstancia de haber sido transportada de una distancia tal, que apenas se

concibe cómo haya podido hacerse sin auxilio de máquinas poderosas y por la

sola acción de los débiles brazos de hombres casi salvajes. En efecto, las tres

rocas de que están pobladas las ruinas, son: el gres arenisco que se encuentra

en las colinas inmediatas a una legua de distancia; y el traquito y el bacalto

azulado, que según los geólogos, sólo han sido descubiertos como a unas diez

o doce leguas de Tiahuanaco. Siendo esta gran piedra de la misma naturaleza

de los monolitos labrados (la traquita) vese que por el solo hecho de su masa,

es un sorprendente monumento prehistórico, que da testimonio de esfuerzos

combinados, de una evolución superorgánica como dirían los nuevos

sociólogos, que sería extraordinario aun contando con el auxilio de mecánica

moderna. Y si se piensa que esas rocas eran transportadas a brazo desde tan

largas distancias, y fueron labradas y esculpidas sin el auxilio del hierro,

entonces no puede negarse un sentimiento de conmiseración y de admiración a

la vez, hacia aquellos desconocidos jornaleros y artistas primitivos, que

gastaron tal vez las fuerzas de varias generaciones para echar los cimientos de

una construcción, que parece no fue terminada, y cuyas ruinas son un misterio

anónimo.

 

En presencia de estas masas, de estas esculturas y de sus símbolos

enigmáticos, diversas y complejas cuestiones asaltan la mente. ¿Cómo fueron

transportadas esas grandes piedras? ¿Quiénes las tallaron y esculpieron, y

cómo? ¿Qué significan sus estatuas, sus ídolos y sus símbolos?

 

Los que han pretendido resolver estos obscuros problemas por analogías

vagas o por medio de alegorías, o descifrando sus esculturas como los

jeroglíficos mexicanos y los caracteres de la piedra de Roseta, en vez de buscar

la explicación en una síntesis deducida de los mismos monumentos, han

seguido falsa ruta; y algunos de ellos, lejos de disipar las tinieblas que las

envuelven, han contribuido a aumentar la confusión, por falta de criterio en la

clasificación metódica de los materiales, que suplen la falta de documentos

escritos.

 

 

 

VII

 

¿Cómo fueron transportadas estas grandes masas desde las distancias de diez a

doce leguas, y sin más auxilio que el de la fuerza humana desprovista de

máquinas?

 

A esta pregunta han creído contestar algunos, recordando la pintura

encontrada por Wilkinson en la gruta de Bersheh, donde se muestra cómo los

egipcios transportaban las piedras de grandes dimensiones, por medio de

trineos con cuerdas, a que se uncían centenares de hombres, que derramaban a

lo largo de su trayecto un líquido para facilitar su movimiento. Más sencillo

sería buscar la explicación puramente mecánica, en el uso de los rodillos,

palancas y cuerdas que conocían los indígenas, y sobre todo, en el de los

planos inclinados que el simple instinto enseñó a los primeros constructores;

pero esto es pretender resolver la cuestión por la cuestión. Siempre quedaría

por averiguar qué fuerza inicial dio impulso y coherencia a esta fuerza y qué

idea generadora presidió a ella.

 

Sin necesidad de preguntar a las piedras más de que racionalmente pueden

contestarnos, ni fundar sobre ellas hipótesis más o menos plausibles, pero que

nada enseñan ni resuelven, podemos decir que las ruinas de Tiahuanaco, como

las pirámides de Egipto, aunque sin comprobantes históricos como estas,

atestiguan la existencia de una sociabilidad más poderosa, más coherente y

más adelantada que la de los Incas, si bien no menos opresora, ni menos

desprovista del germen fecundo y resorte moral que hace que las civilizaciones

sean duraderas y progresivas.

 

Que para alcanzar el grado de civilización de que las ruinas dan prueba,

debieron pasar miles de años, aun después de la desaparición del verdadero

primitivo hombre americano, que yace sepultado en terreno cuaternario, es

una verdad de hecho que comprueban la ciencia y la experiencia. Que para

ejecutar estas obras, transportando tan grandes piedras sin el auxilio de

máquinas, y labrándolas sin el del hierro, debió gastarse la vida de varias

generaciones, esto no necesita más demostración que las obras mismas,

comparadas con otras de la civilización europea armada de medios más

poderosos, y que teniendo menos dificultades que vencer no han sido

coronadas. Que la raza que las ejecutó ocupaba la altiplanicie y todos los

contornos del lago; que era numerosa, que obedecía a un tiránico gobierno

central, que tenía una constitución política unitaria, un culto y un ideal

también, son hechos que se deducen lógicamente, los unos del estudio

etnográfico, los otros de los vestigios que ha dejado, y los más complejos y

abstractos del examen atento de las formas convencionales y fantásticas que

sus ignotos artistas inmortalizaron en piedra dura.

 

Guiándonos en nuestras investigaciones arqueológicas por el resplandor

incierto de estas luces crepusculares, podremos entonces percibir en la

penumbra del tiempo, la sombra vagarosa de una sociedad de oprimidos,

gobernada por la fuerza, en que la máquina humana, sin impulso propio,

concurría a un resultado cooperativo, se consumía en esfuerzos estériles, y se

extinguía en un trabajo largo y paciente, amasando con sudor y con sangre los

cimientos del templo, que representaba la creencia y el ideal de aquella raza y

la autoridad soberana de aquella sociabilidad muerta y destinada fatalmente a

morir.

 

No pidamos a las piedras más explicaciones al respecto, pues es sabido que

estas obras gigantescas sólo pueden concebirlas los déspotas y ejecutarlas los

esclavos, sea que un origen y una creencia común dé su cohesión a los

elementos sociales, como tal vez sucedió en la época de los constructores de

Tiahuanaco; sea que la agregación por medio de la conquista y el vínculo de la

fuerza, mantenga artificialmente reunidas sus partes heterogéneas y

antagónicas, como en la época de la dominación incásica.

 

En cuanto al modo cómo esas piedras fueron labradas, la cuestión es más bien

de tiempo que de medios. Dado un poder central y despótico y un pueblo

manso, obediente y paciente, sin iniciativa individual, se concibe fácilmente

que por medio de cuñas para dividir las piedras en el sentido de sus estratos,

por la acción combinada del fuego y del agua para desbastarlas, por el roce de

unas piedras más duras con otras más blandas para pulirlas, y por otros

métodos igualmente primitivos, bien pudieron ejecutarse estos trabajos,

sirviéndose además de cinceles de cobre endurecido que parece indudable

conocieron. A este respecto existen datos suficientes para formar una

convicción. Un cincel de bronce, encontrado cerca del Cuzco a principios de

este siglo, y que Humboldt llevó a Europa, puso a los americanistas en vía de

esclarecer la cuestión: analizado por Vauquelin, se encontró que contenía 0,94

de cobre por 0,06 de estaño, lo que le daba la dureza de las hachas de los galos

encontradas en el viejo mundo. Posteriormente se han encontrado varios

instrumentos idénticos en las huacas peruanas. El padre Bertonio, que

evangelizó entre los aymaraes a fines del siglo XVI, nos enseña en su

vocabulario impreso en Juli, que los indígenas tenían palabras y

combinaciones para distinguir las variedades del cobre nativo, así como para

designar el bronce, o cobre duro, a que llamaban isayaury; y que, cuando

conocieron el hierro importado por los españoles, no teniendo palabra que

aplicarle, le llamaron yauri de Castilla, o sea cobre español. D'Orbigny hace

conocer con este motivo el proceder que hasta el presente emplean los

indígenas para atacar el traquito, el cual consiste en calentar la parte que se

quiere separar, y echarle enseguida agua, de modo de hacerla friable y poder

así desbastarlo por capas sucesivas. El rey de Dinamarca Federico VII, en su

notable memoria sobre las construcciones de los gigantes, publicada por los

Anticuarios del Norte, hace conocer en detalle estos procederes usados por los

hombres prehistóricos de la edad de piedra.

 

Por lo que respecta a la regularidad rigurosamente geométrica con que están

talladas todas las piedras de Tiahuanaco, así las que afectan ángulos rectilíneos

como las que contienen secciones curvas, esta aptitud parecería ser un instinto

nativo de la raza, como el de la construcción del hexágono en la abeja. En la

grande obra de la catedral de La Paz, he visto a indios aymaraes, descendientes

probables de los constructores de Tiahuanaco, que sin nociones de dibujo y sin

instrumentos matemáticos, cortaban las piedras y copiaban en ella las

molduras más complicadas, dejando admirado al arquitecto francés que la

dirigía, quien los consideraba superiores a los artífices de su país. Verdad es

que para labrar una piedra, gastaban un tiempo cuádruple del necesario aun

sirviéndose de cinceles de acero. Calcúlese cuanto debieron tardar los

primitivos constructores de Tiahuanaco para tallar y esculpir, con fuego y agua

y con cinceles de bronce, esas moles, en cada una de las cuales debió gastarse

la vida de más de una generación.

 

La gota que cavó la piedra de Tiahuanaco, no fue de agua: ¡fue de sangre!

 

 

 

VIII

 

¿Qué idea primaria fue el germen de estas construcciones? ¿Tienen sus

esculturas algún significado abstracto? ¿Poseemos elementos para interpretar

sus proyecciones ideales y sus símbolos?

 

A estas interrogaciones puede responderse en general: que desde el informe

fetiche del salvaje africano hasta la estatua griega del Apolo del Belvedere,

toda obra del arte humano reconoce una causa y tiene un significado más o

menos abstracto, sea como expresión del grosero instinto de lo sobrenatural,

sea como manifestación suprema de la belleza en la región serena del ideal.

Así, no puede desconocerse en estas ruinas un sentido oculto, una razón de

ser, un pensamiento preconcebido, una fuerza superior dirigiendo la dura y

perseverante tarea de varias generaciones que se suceden, confundiendo su

polvo con el polvo de las piedras, que arrancan, transportan, tallan y esculpen

según un modelo, que tiene su origen en un ideal relativo.

 

Contemplando el bajo relieve de Tiahuanaco, el arqueólogo meditabundo

podrá preguntarse si aquello es un velo de piedra detrás del cual se oculte un

misterio isíaco sin altares; o si es una esfinge que no habiendo encontrado un

Edipo, guarda su secreto en sus entrañas graníticas; o acaso la portada de un

Delfos americano con su Apolo grotesco, pero sin su Parnaso, sin sus musas ni

sus anfictiones; o si, como la piedra de Roseta, registra caracteres jeroglíficos o

fonéticos que están esperando su Champollion, pero de seguro que no pensará

pueda ser una mera fantasía como los arabescos de la Alhambra, pues su

carácter mítico y simbólico salta a los ojos.

 

Empero, en el transcurso de tres siglos y medio, esta página de piedra no ha

tenido sino dos comentadores; y durante trescientos años, sólo un escritor hizo

mención de ella.

 

Cieza de León y Acosta -y principalmente el primero, a quien todos han

copiado desde Garcilaso hasta D'Orbigny- son los únicos escritores antiguos

que al respecto merezcan atención, y esto, no por sus interpretaciones que ni

siquiera intentaron, sino por los datos que suministran como contemporáneos

de los conquistadores.

 

Entre los escritores modernos, Humboldt, que fue el primero que sistemó los

estudios americanistas, no visitó los monumentos del Perú, y por eso supone

gratuitamente que todos los de ambas Américas son idénticos, como vaciados

en un mismo molde. Las consideraciones de Prescott sobre la arquitectura

peruana -muy inferiores como producto de erudición a las que se refieren a

Méjico- son superficiales, y poco precisas.

 

Tschudi y Rivero, sin el suficiente caudal de observación en esta parte de su

obra, Castelnau con breves y magistrales rasgos, y Squier con más abundancia

de detalles y más exactitud que ninguno, todos se han limitado a la parte

descriptiva, permitiéndose únicamente el último de ellos una ligera ironía

respecto de los intérpretes antojadizos.

 

Baldwin en su interesante compendio y Bancroft en su monumental obra sobre

antigüedades americanas, son meros compiladores de segunda mano en esta

parte, que equivocan en sus dibujos hasta la forma de la puerta del gran

monolito, dándole un corte egipcio que no tiene.

 

Los únicos intérpretes directos de que tengamos noticia son: D'Orbigny, que

estudió estas antigüedades en 1833, y Mr. Leonce Angrand, cónsul de Francia

en Bolivia, que las examinó en el mismo año que yo las visité. (13)

 

___________________

 

(13) Angrand ha consignado el resultado de sus observaciones en una carta publicada en la

Revue d'Architecture, según Ch. Wiener, que se refiere a ella en su "Essat' sur l' Empire des Incas".

Squier también lo cita, dando un extracto de sus opiniones. No he podido tener a la vista este

trabajo, que Dufossé anuncia en su último catálogo americano.

___________________

 

            

 

IX

 

D'Orbigny, el más profundo y sagaz etnógrafo y arqueóIogo de cuantos se

hayan ocupado del hombre sudamericano, olvidando sus propias lecciones, ha

dado de la escultura del monolito una interpretación caprichosa, en que se

contradice a sí mismo (14) .

 

___________________

 

(14) En su libro "L'Homme Americain", 2º parte, reconoce el carácter alegórico, religioso de la

escultura de Tiahuanaco; pero en la parte histórica de su gran "Voyage dans l'Amerique

Meridionale" 1ºparte, le da un significado humano, incurriendo en incorrecciones de significado

histórico y de detalle gráfico.

___________________

 

 

 

Según este sabio, sería un rey todopoderoso el personaje central, cuyos dos

cetros simbolizarían su doble poder religioso y político. Las demás figuras

coronadas serían otros tantos soberanos que se humillan ante ella, y llevando

un solo cetro como indicación de su autoridad limitada; representando una las

naciones sometidas y semicivilizadas bajo la forma humana, y las otras a las

naciones aun salvajes personificadas en el cóndor, mensajero del sol, cuyo

vuelo elevado le permite acercarse más a él.

 

Esto es pretender explicar una alegoría primitiva por la heráldica arreglada a

otra alegoría de mero capricho, fuera de las condiciones del problema mismo.

En efecto, esta interpretación pugna no sólo con el significado mítico de la

composición, que él mismo le reconoce en otra parte de su obra, sino que ni

siquiera está ajustada a sus rasgos fundamentales. No es propiamente la figura

humana la representada allí; ni el cóndor es atributo privativo de ciertas

figuras, desde que todas lo tienen igualmente; ni existen ni podían existir tales

cetros o símbolos, ni las figuras están humilladas, como se pretende, pues más

bien tienen un movimiento equilibrado y atrevido, el cual por otra parte se

halla en armonía con las alas tendidas que todas ellas llevan a excepción de la

figura central.

 

Mr. Angrand, a estar a los que le citan, creería haber descubierto un carácter

jeroglífico en los ornamentos del gran monolito. Según su teoría de las

migraciones, que trae Wiener en un cuadro sinóptico, el punto de partida de la

familia americana sería el noroeste; de allí tomaría dos direcciones

diametralmente opuestas, dándose la espalda, y luego volviendo a tomar su

dirección inicial, se formarían dos corrientes humanas: una de las corrientes,

representaría a la raza de cabeza recta, adoradora de la luna por la parte del

occidente; y la otra, de cabeza chata, a los adoradores del sol por el oriente. De

esta última provendría la raza sudamericana, cuyo itinerario etnográfico sería

según su teoría, el valle de Mississipi, dando origen a la corriente maya, que se

insumiría por una parte en Yucatán, y por la otra seguiría por Costa Firme

hasta la América del Sur, dividiéndose por fin en pirhuas y quichuas, que son

sus dos primitivas razas peruanas.

 

Establecida hipotéticamente esta genealogía, que falla por su base en cuanto a

los cultos primitivos, y la craneología prehistórica, Mr. Angrand encuentra

analogías y aún identidades entre las esculturas de Tiahuanaco y las de Méjico

y Centro América; y de aquí deduce un idéntico sentido mitológico y

simbólico que las explica, y que probaría el común origen de los constructores

de Tiahuanaco, de Palenque, de Ococingo y de Xochicalco.

 

La teoría Angrand no resiste al más somero análisis. En primer lugar su

itinerario etnográfico falla por su base en cuanto a la división de los cultos del

sol y de la luna, que coexistieron en el Perú como gemelos en una misma cuna.

En cuanto a los cráneos, el estudio de los pertenecientes a las razas primitivas

que poblaron el Alto y Bajo Perú, ha demostrado que difieren completamente

de los del resto de América, y en particular de la que se supone progenitora.

Por lo que respecta a la identidad de los monumentos indicados, esto se refuta

por la simple confrontación de las láminas de Del Río, Dupaix, Humboldt,

Waldeck y Stephen, con las de D'Orbigny, Tschudi y Rivero, y Squier, que

difieren materialmente por su estilo arquitectónico; y esencialmente por el

carácter simbólico que responde a un orden de ideas muy diverso, y en

particular por la diversidad de los tipos antropomórficos que acusan dos

opuestas proyecciones hacia la representación del ideal divino.

 

El vicio capital de estas dos hipótesis, además de los datos incorrectos en que

se fundan, consiste en que D'Orbigny no parece haberse penetrado bien del

carácter mítico del bajo relieve de Tiahuanaco; y que Angrand, dándoselo, no

ha sabido discernir la idea relativamente abstracta, por decirlo así, que le

imprime su sello de primitiva originalidad. Ambos han descuidado buscar los

elementos de interpretación en el mismo monumento, y en vez de servirse de

otras esculturas de las mismas ruinas que lo ilustran como documentos

auténticos, han ido a buscar la causa y el significado en hipótesis arbitrarias y

en teorías inconsistentes.

 

 

 

X

 

Hemos dicho, que el bajorrelieve del gran monolito es una verdadera

composición sintética, una obra original con tipos singulares, que tiene su

unidad, que debió tener en su tiempo un significado mítico y una

interpretación religiosa, en la cual se combina la alegoría con el simbolismo.

Descomponiéndola, pues, en sus elementos más simples por medio del

análisis, podremos quizá encontrar en ella misma los datos necesarios para

determinar su carácter general, y aclarar su sentido oculto o su intención

abstracta.

 

La unidad de la composición resulta de la acción convergente de todas las

figuras hacia una figura focal, que a su vez irradia la suya por atributos

comunes a todos, los que por vía de ornamentación reproducen a sus pies,

como una anotación o como un comentario ilustrativo.

 

La figura central no es precisamente la humana, no obstante estar calcada sobre

su tipo; y sus detalles son meras indicaciones de los rasgos fisonómicos

expresados por las líneas elementales de un contorno anguloso.

 

Las figuras accesorias, acercándose más a la forma humana unas, difiriendo

completamente de ella en su facción capital las otras, pertenecen, empero, al

mismo género de la que domina la alegoría y centraliza la acción.

 

Los atributos de las figuras son idénticos, y sólo difieren en cuanto al número y

el tamaño.

 

Por último, sólo se ve allí una reproducción de la naturaleza orgánica, que es

la cabeza del cóndor, y esto mismo, como símbolo o atributo y no como

imagen real de la vida.

 

La simplicidad de las líneas y la simétrica disposición de ellas uniformemente

repetidas, excluye la idea de toda intención ideográfica y de toda combinación

jeroglífica, tomando esta palabra en su sentido riguroso.

 

Con estos elementos puede representarse igualmente una teogonía, un génesis,

una metamorfosis o una apoteosis, todo menos una escena humana como lo

supone D'Orbigny, menos una oración jeroglífica como lo pretende Angrand.

 

El bajo relieve de Tiahuanaco puede muy bien representar todo eso, pero

siempre resultará que es la representación alegórica de una escena mítica, en

que intervienen personajes sobrenaturales, con atributos de vida, de poder y

de movimiento que simbolizan las fuerzas naturales en los espacios aéreos y

fuera de las condiciones de la existencia ordinaria.

 

D´Orbigny había observado antes, y lo olvidó al estudiar este monolito, que las

estatuas de la primera civilización de la raza a que pertenece (él las atribuye a

los aymaraes): "son notables por sus formas tan diferentes de la naturaleza, y

por un carácter que indica ideas fijas y severas, más bien que el deseo de

imitar".

 

Esta tendencia hacia un ideal de convención o sea a la expresión de lo

sobrenatural, se nota en las esculturas egipcias; pero analizadas en sus

elementos, se ve que todos ellos existen en la naturaleza, que es sólo su

agrupación heterogénea lo que les da su fisonomía quimérica. Lo mismo

sucede en las figuras de Palenque, en que los tipos convencionales de sus

figuras parecen pertenecer a una raza superior de hombres, únicamente en

cuanto a sus proporciones faciales, descendiendo por lo común a lo grotesco

por la exageración cuando quieren acercarse a la realidad.

 

La tendencia estética de las esculturas de Tiahuanaco es menos complicada,

más elemental, más sistemática, y en esto consiste su originalidad. La línea

recta domina en ella: el ángulo recto determina sus inflexiones, y los rasgos

mixtos son tan severos, que bien se advierte que se ha querido personificar con

la vaga apariencia del hombre una concepción gráfica de lo sobrenatural, o sea

lo abstracto en lo concreto, como el verbo se encierra en el tubo de una pluma y

la idea en los caracteres fonéticos que ella traza.

 

Por eso, en presencia de las figuras angulosas que antes hemos descrito, se

tiene la evidencia de tener por delante la imagen sistemática, matemática, del

Dios sin nombre de la raza desconocida que lo concibió según su ideal de

convención, y lo grabó en piedra según su canon hierático.

 

Respecto de las figuras que lo rodean, no puede dudarse pertenezcan a la

misma naturaleza, como los ángeles que rodean la Concepción de Murillo

pertenecen a la misma naturaleza etérea de la divinidad, cuyos atributos

siderales indican la mansión celeste. Y hasta la circunstancia de tener alas las

divinidades inferiores y carecer de ellas el dios hacia el cual convergen, le da

mayor analogía con esta obra inspirada del idealismo antropomórfico.

 

Esta asociación de tipos y de ideas entre lo sublime y lo grosero, no debe

extrañarse, desde que hemos dicho antes, que empezando por el fetiche tosco

del salvaje y elevándonos hasta la concepción y la ejecución de la estatua

griega, toda obra de arte tiene un significado más o menos abstracto dentro de

sus elementos constitutivos. El misterio idealizado por el gran pintor español

nos parece claro, porque conocemos la doctrina teológica que lo explica;

mientras que nos faltan datos para determinar cual sea el argumento de la

composición escultural de Tiahuanaco, no obstante que comprendamos que

ambas obras responden a la idea de lo sobrenatural, al drama fantasmagórico

que tiene por teatro el alma humana.

 

 

 

XI

 

La idea religiosa está tan de relieve en la piedra de Tiahuanaco, como la idea

guerrera en el bronce de la columna de Vendome: ambas se destacan de bulto,

y se explican y comentan por sí mismas con independencia de todo texto

escrito.

 

La figura central que todo lo domina, es, a no dudarlo, un dios, y un dios

históricamente conocido; -es el Baal egipcio, es el Helios griego, es el Inti de

quichuas y aymaraes-. En sus grandes lineamentos y en su rostro radiante, se

reconoce claramente la imagen convencional del sol; y como para inscribir su

nombre, se reproduce once veces el mismo rostro iluminado a sus pies

invisibles; dándole por atributo o símbolo el cóndor, el ave de alto vuelo que

más se acerca a la fuente de la luz generadora, como mensajero entre la tierra y

el cielo.

 

Para evidenciar este comento tenemos la prueba histórica en el hecho de que

los incas representaban al sol en una plancha de oro bajo la misma forma, o sea

un rostro redondo y radiante de cabeza rasurada, que es el emblema que la

República Argentina puso en su moneda y en su bandera nacional al tiempo

de declarar su independencia.

 

Esto demuestra históricamente también que el culto predominante del sol,

posterior a su coexistencia con el de la luna en los mismos lugares, es muy

anterior a la época incásica, y aun a las mismas construcciones de Tiahuanaco,

y por lo tanto pueden ser estas tan antiguas como las más antiguas del Egipto

(15).

 

___________________

 

(15) Como una mera analogía gráfica, y nada más, señalaremos el único rasgo de la figura de

Tiahuanaco, que, según nuestros estudios, podría dar margen a dar a sus ornamentos un carácter

jeroglífico. Entre los rayos que parten del rostro del sol, se alternan las cabezas del cóndor con

dobles círculos concéntricos; y en el alfabeto jeroglífico de los egipcios, el sol está representado

por un círculo con un punto en el centro.

___________________

 

 

 

Para que la verdad demostrada se destaque en plena luz, no he querido

complicarla con otra interpretación, que considero racional, pero que no tiene

el carácter de probabilidad histórica de las anteriores. Me refiero a los bastones

o cetros que las figuras llevan en sus manos, origen de hipótesis tan diversas

como aventuradas, y aun de falsas descripciones.

 

Según D'Orbigny, esos cetros serían indicio de autoridad y doble potestad,

como queda prenotado. Para Tschudi y Rivero, los cetros se convierten en

serpientes, y así los dibujan en sus Antigüedades Peruanas. Squier se inclina

hasta cierto punto a esta suposición, por cierta sinuosidad de las líneas.

 

Sin dar a mi interpretación más valor que el de una proposición deducida de la

observación directa y establecida por el método inductivo, pienso que estos

pretendidos cetros -que no conocieron los monarcas americanos- y estas

imaginarias culebras -que no existen en el monolito- son simplemente rayos. El

rayo es el atributo lógico de una divinidad, cuyo rostro está circundado de

rayos luminosos, simbolizando unos y otros por un encadenamiento intuitivo

de ideas primarias, el poder sobrenatural y las fuerzas activas de la naturaleza

divinizadas en su triple manifestación, de luz, fuego y resplandor.

 

Esta asociación de ideas simples, es tanto más natural en un país intertropical y

montañoso donde literalmente llueven rayos en verano en sus tempestades

diarias -y aún en tiempo sereno- cuanto que, según la lengua de la comarca, a

la idea de rayo de sol y rayo de fuego, se asocian dos ideas religiosas distintas.

En la palabra lupi -rayo de sol- se condensan las nociones relativas a sus

revoluciones y a su acción benéfica sobre los seres y las cosas, y también a las

de resplandor. A la idea de rayo del cielo -illapu- se asocia un sentimiento de

pavor, conteniéndose en la misma palabra la noción del resplandor y del ruido

atronador, significando así, rayo, trueno y relámpago a la vez, y por analogía,

arcabuz, artillería, cañonazo, según se explicó antes (16).

 

___________________

 

(16) V. "Vocabulario" y "Arte" de la lengua aymará, del P. Bertonio.

___________________

 

 

 

Así quedaría completa en su primitiva sencillez la doble idea religiosa

sintetizada en el dios del monolito, y se explicaría sin violencia el significado

del atributo que vibra en sus manos, su bifurcación, sus triples cabezas de

cóndor y el movimiento sinuoso o flamígero de las líneas, que correspondería

a la figura convencional del relámpago, que precede al estallido del rayo y

vuela como el ave sagrada. Y he aquí, como sin pretender buscar relaciones

étnicas o morales entre los antiguos griegos y los prehistóricos constructores

de Tiahuanaco, podría demostrarse plausiblemente, que estos últimos también

tuvieron su Júpiter Tonante, como es indudable que tuvieron su Apolo, bien

que de diverso tipo y crines de oro.

 

En cuanto a la serpiente, sea como ornamento, sea como símbolo, sea por

líneas sinuosas que traigan a la mente su idea, declaro no haberle visto en

ninguna de las piedras de Tiahuanaco. Puede asegurarse que no existe, desde

que, a excepción de Tschudi y Rivero -poco correctos en esta parte de su

acreditado libro-, ningún viajero lo ha señalado. Y esta circunstancia es tanto

más digna de apuntarse, cuanto que, siendo el símbolo de la serpiente común

a todos los monumentos de piedra así como a las más groseras esculturas en

madera de las tribus salvajes de América, y abundando en lo del resto del

Perú, su ausencia en Tiahuanaco probaría, no sólo la originalidad de sus

construcciones, sino también la de la religión que profesaba la raza que ha

estampado allí sus símbolos místicos.

 

De aquí podría deducirse, que en la constitución política de este pueblo

desconocido intervenía el elemento religioso, o bien que su gobierno era

teocrático; pero esta hipótesis sería avanzada en presencia otras esculturas de

las ruinas, que a la par que prueban la unidad de su culto con formas hieráticas

consagradas, revelan otra sociabilidad y otro arte, anterior o posterior, pero

igualmente singular. Estas esculturas son otros tantos documentos ilustrativos,

que sirven de comentario y contraprueba al texto fundamental del monolito.

 

 

 

XII

 

No lejos de los dos monolitos, yacía tendido de espaldas un ídolo esculpido

en traquito rojizo, a que el color de la piedra con cristales de pirojeno, daba el

aspecto de un cadáver bañado en sangre.

 

A primera vista, creeríase estar en presencia de un Hermes latino o de una

cariátide pérsica; pero luego vese pertenecer a un tipo original, de que no se

encuentra ningún otro ejemplar en las demás naciones del viejo o nuevo

mundo, aunque tenga alguna analogía con los ídolos yucatecos reproducidos

por Catherwood.

 

Por sus líneas fundamentales y su fisonomía sin expresión, pertenece a la

especie del dios matemático del gran monolito, y en su conjunto fantástico y

severo, se ve que responde al ideal sincrético de la estatuaria sagrada del

templo. De esta representación antropomórfica de la divinidad reducida a

rígidas líneas geométricas, se han encontrado varias muestras en las ruinas.

 

Ya he dicho que en el Museo de la Paz existía un ídolo llevado de Tiahuanaco,

el cual media como tres varas de alto y media de ancho. Mi amigo don

Domingo de Oro, a quien antes me he referido, lo encontró enterrado y

sirviendo de poste en la puerta de la carcel del inmediato pueblo, y débese a él

que esta preciosa reliquia se haya salvado íntegra. Existe además la cabeza

gigantesca de otro del mismo género, de que habla D'Orbigny, y que se ha

popularizado en numerosas viñetas, que tenía según sus medidas 1m 20 desde

la barba hasta la extremidad del ornamento que la corona, lo que daría con

arreglo a las proporciones de la estatura humana, un monolito de más de seis

varas de altura. He mencionado ya uno que encontré roto en medio del

camino, el cual, aunque más pequeño, lo mismo que el que entonces yacía

tendido cerca de los dos monolitos, pertenecía a la familia de la teogonía de

Tiahuanaco.

 

Todas estas figuras tienen el carácter lineal del dios monolítico, pero más

armoniosamente modificado por las superficies curvas, bien que alejándose

igualmente del tipo de la naturaleza, y sustituyendo a las facciones humanas

rasgos de convención, que más bien las recuerdan que las representan. Están

talladas de medio bulto en un paralelepípedo o más bien prisma monolito, en

el estilo de las cariátides pérsicas o herméticas, y su altura es proporcional a

las columnas del templo.

 

Su rostro es rectangular, pero más suavizado en sus contornos que el del

monolito; sus ojos y pupilas están representados en vez de dos cuadrados, tres

círculos concéntricos, de los cuales bajan los mismos dos listones a manera de

lágrimas, salpicados de óvalos que se suceden de mayor a menor; la nariz es

más acentuada y angulosa, y mirada de perfil hace recordar el corte típico de

esta facción en las razas del Alto y Bajo Perú; la boca es un óvalo transversal,

con dieciséis rectángulos perfectamente iguales, dispuestos en dos órdenes con

una recta horizontal por línea divisoria, figurando los dientes de este engendro

sobrenatural. Entre la nariz y la boca se dibuja como un signo astronómico, una

media luna, cuyos cuernos retorcidos se proyectan hacia arriba. Del contorno

del que llamaremos labio inferior, se desprenden seis listones a manera de

radios que cubren la barba, con un remate puramente geométrico cada uno de

ellos. Por las mejillas, se extienden dos molduras sinuosas, en que algunos han

creído ver la figura de la serpiente, aun cuando más bien se aproximen a la

forma de volutas u hojas de ninfea; y así, con más propiedad, podrían

interpretarse como el lotus egipcio, si su movimiento no hiciera recordar el

contorno de los cetros o rayos de las figuras y las crestas condóricas del

monolito, encontrándose para mayor claridad la cabeza del cóndor esculpida

en ambos costados como para ilustrar el símbolo.

 

Este rostro, o más bien máscara trágica, a semejanza de la que adornan los

sepulcros antiguos y los términos latinos, parece surgir del seno de la piedra, y

su parte posterior así como sus costados, son planos rectos y perpendiculares.

La cabeza está coronada por una especie de tiara de tres órdenes, adornada con

rostros grotescos en embrión, en que se reproducen los listones que bajan de

los ojos, y dibujos que se dirían jeroglíficos si las demás esculturas no hiciesen

conocer su filiación. De cada lado de la tiara bajan dos cintas, una doble y otra

sencilla, bordadas de pequeños rectángulos uniformes y de líneas paralelas,

que recuerdan los signos que los aztecas ponían en los marcos de sus

jeroglíficos para designar cantidades, combinándolos de diverso modo; pero

aquí no se advierte sino el instinto de la simetría.

 

El más gigantesco de estos ídolos, que existe mutilado, no tiene brazos, y sus

manos están esculpidas en los costados; otros tienen los brazos caídos y

adheridos al cuerpo; todos tienen piernas de medio bulto, con pies informes o

sin pies, encontrándose algunos de ellos simplemente bosquejados, que

presentan sus contornos rudimentarios.

 

 

 

XIII

 

Estos ídolos cuadrangulares, figurados por líneas elementales como el dios del

monolito, parecerían señalar aquella transición en que la divinidad invisible

surge como una aparición confusa del caos del panteísmo y se hace tangible

para los creyentes, y en que su imagen se modela, según un sueño, un ideal

inconsciente, un reflejo o una sombra, o según un hieratismo preconcebido por

una clase iniciadora o sacerdotal, con sus símbolos, sus dogmas y sus

misterios.

 

Esta suposición no es arbitraria, puesto que se sabe, que el culto de

Pachacamac, que existía en las costas del Perú antes de la época incásica, se

tributaba a una deidad abstracta e invisible que no tenía forma definida, cuyo

centro como el dios de Pascal, estaba en todas partes, y su circunferencia en

ninguna; y así lo definían en acción, señalando los espacios con la mano. Bien

que este culto se materializó después en un ídolo de madera, que los

vencedores toleraron, como los romanos que daban carta de ciudadanía a los

dioses de los pueblos conquistados, sábese también, que aun en la época de

los incas, éstos y los amautas o sabios, profesaban una creencia abstracta o

panteísta. Por eso, la adoración directa del sol estaba prohibida en su imperio,

y sólo permitida ante su símbolo, de que el soberano le consideraba la

personificación viva en la tierra.

 

Tal es la marcha que la idea religiosa parece haber seguido en las costas del

Pacífico y en las márgenes del lago sagrado de Titicaca; y los ídolos de

Tiahuanaco indicarían aquel momento psicológico en que el dios invisible se

hacía piedra, como el Dios bíblico se hizo carne para identificarse con la

humanidad. Pero estos ídolos, que han tomado formas definidas, son todavía

abstracciones vagas: no son hombres, aunque se asemejen a ellos; son líneas

simples, combinadas sistemáticamente para simbolizar un dios elemental,

metafísico hasta cierto punto, como representación primitiva de un ente

sobrenatural, semejante y distinto de sus adoradores; que se concibe, se palpa,

pero que no se ve.

 

Comparado el dios del monolito con los ídolos que reproducen sus formas y

sus atributos según un tipo consagrado, el arqueólogo americanista se

inclinaría a pensar, que los creyentes de Tiahuanaco estaban en la época del

monoteísmo, si bien los seres multiformes de la misma naturaleza que rodean

al primero, inducirían a suponer que entraban ya en el período del politeísmo,

en que cayeron más tarde sus imbéciles descendientes.

 

En la época de la conquista española, el culto helíaco era una fórmula en el

Alto y Bajo Perú: sus moradores indígenas tenían tantos dioses locales y

penates, como había pueblos y familias en el imperio incásico. Los Concilios

de Lima, de 1567 y 1583, declararon en sus capítulos: "Común es casi a todos

los indios adorar huacas, ídolos, quebradas, peñas y piedras grandes, cerros,

cumbres de montes, fuentes, y finalmente, cualquiera cosa de naturaleza que

parezca notable y diferenciada de las demás". Y según los antiguos quichuistas

que estudiaron la lengua en toda su pureza, la palabra huaca, o más bien waca,

significaría lo mismo ídolo que templo, sepulcro, lugar sagrado, figuras de

hombres, animales, montañas, etc., tan confusa es de la divinidad, producto del

naturalismo más rudimental, y tan poco preciso es su vocabulario para

expresar ideas que casi todos los pueblos salvajes tienen palabras para

distinguir.

 

 

 

XIV

 

Más hacia el oeste del recinto del templo, se levanta un terraplén gigantesco

que tiene la denominación de Fortaleza: su configuración hace pensar en las

pirámides aztecas, recordando las construcciones misteriosas de los primitivos

habitantes del valle del Mississipi.

 

Es un inmenso montículo de tierra, construido mano de hombre, que a la

distancia y en el estado que entonces tenía, presentaba el aspecto de una colina

cónica. Está orientado lo mismo que el terraplén del templo, pero sus

proporciones son mucho más considerables.

 

Cuando Cieza de León lo vio, hace más de tres siglos, su elevación era como

de cien pies castellanos; y sus contornos, deformados después por las

excavaciones que se han practicado buscando tesoros escondidos, eran los de

un torreón cuadrangular. En 1848, su altura máxima podía estimarse en veinte

varas, poco más o menos, a juzgar por los pasos contados en una pendiente de

45 grados próximamente. Su planta es la de un rectángulo, con dobles ángulos

entrantes por la parte del oeste, y su recinto mide más de 2.000 varas (17).

 

___________________

 

(17) D'Orbigny da al montículo de 25 a 30 metros de altura, y Squier, sólo 50 pies ingleses. En

cuanto al recinto de la Fortaleza, el primero únicamente señala 280 metros por uno de sus frentes,

mientras que el segundo marca 520 por 450 pies ingleses.

___________________

 

 

 

La base de este monumento estaba rodeada de pilastras monolitas, semejantes

a las del templo, faltando muchas de ellas; entre sus espacios se percibían aún

lienzos de murallas, que indicaban que su objeto era trabar el revestimiento

del terraplén. Por la parte del oriente, y coincidiendo con uno de los ángulos

entrantes, se diseñan los fundamentos de una explanada más baja que la gran

plataforma, a semejanza de la que tiene el terraplén del templo, y que indicaría

que aquella era la fachada principal. En la parte alta, se encuentran los restos

confusos de un edificio de grandes proporciones, y sembrado el suelo de

magníficas piedras esculpidas, en algunas de las cuales se creería discernir las

proyecciones del signo de la cruz griega, si no fuesen figuras resultantes de la

natural combinación de los ángulos rectos, que se repiten uniformemente en

las mismas proporciones y disposiciones.

 

Si aquello fue una fortaleza, un templo o un palacio, no es posible

determinarlo; pero lo que sí puede asegurarse, es que aquéllas no son

propiamente ruinas, sino materiales truncos y dispersos de una vasta

construcción, que nunca llegó a terminarse. Alguna catástrofe desconocida

sorprendió a los trabajadores en medio de su tarea, y las piedras canteadas

unas, esculpidas otras, a medio desbastar algunas, quedaron en el mismo sitio

en que hoy se encuentran, como testimonios de la existencia de una raza

desconocida y de una civilización extinta, que vivió hace miles de años, y que

sólo ha dejado esta huella profunda de su paso silencioso por la tierra.

 

¿Quiénes fueron estos constructores, de dónde vinieron, a dónde fueron? ¿Eran

acaso una raza primitiva, hija de aquel mismo suelo? ¿Volvió a caer en la

barbarie por la invasión de razas extrañas o por descomposición dentro de sus

propios elementos? Cuestiones son éstas que aquellas piedras no pueden

resolver, aun cuando sus esculturas suministren algunos datos respecto de su

estado moral, de su constitución social y de sus instintos artísticos. Estas

cuestiones asaltan en tumulto la mente, cuando se desciende del elevado

montículo, y se llega hasta otra construcción más gigantesca, más inexplicable,

y que indicaría una civilización más coherente en el orden civil y con más

agentes industriales.

 

El conquistador Cieza de León, que fue el primer europeo que lo descubrió,

dice: "Cerca está otro edificio, del qual la antigüedad y falta de letras es causa

que no se sepa que gentes hizieron tan grandes cimientos y fuerzas: y que tanto

tiempo por ello ha pasado: porque de presente no se ve más que una muralla

muy bien obrada, y que deve de aver muchos tiempo y edades que se hizo.

Algunas de las piedras están muy gastadas y consumidas. Y en esta parte ay

piedras tan grandes y crecidas, que causa admiración pensar, como siendo de

tanta grandeza bastaron fuerzas humanas a las traer donde las vemos".

 

Este edificio, cuyos fundamentos subsisten en parte, se distingue entre los

arqueólogos con la denominación de Casa de Justicia, y en el país se designa con

la de Escaños del Inca, a causa de los asientos de piedra que allí se ven. Es un

vasto rectángulo, que mide 128 metros de largo, y 112 metros por uno de sus

costados, según el plano que trazó D'Orbigny, cuando los iconoclastas

cristianos no habían arrancado aún gran parte de sus piedras. El recinto está

limitado en tres de sus frentes por los cimientos de una muralla, y en su

interior se diseña un gran patio circunscripto por otros cimientos. Al este de

esta construcción se levanta un macizo o muralla ciclópea de dos metros de

altura, que es hoy una plataforma abierta, y debió ser en otro tiempo una sala.

Las piedras que la forman son perfectamente talladas; según Cieza de León,

tenían hasta 30 pies de longitud; pero D'Orbigny que las midió con cuidado,

no les da sino 7 metros y 80 centímetros de ancho por 4m 20 de largo y 2

metros de espesor. Estas moles formaban el pavimento, y en sus junturas se

distinguían las canaletas de las llaves de cobre o plomo derretido que las

unían.

 

De los bloques del mismo pavimento y formando parte integrante de ellos,

surgen tres órdenes de asientos a manera de escaños, cuidadosamente

labrados, pero sin molduras ni adornos: tienen verdaderamente el carácter

severo de sitiales de jueces. Están dispuestos formando el espaldón de la

plataforma por la parte del este, mirando hacia el oriente: en el centro se

encuentran siete escaños unidos, y a derecha e izquierda, tres de cada lado, en

la misma prolongación.

 

Al lado de estos asientos fue donde se encontró el pequeño monolito, en que

se reproduce la greca del más grande con sus soles y cóndores, como para

indicar que aquella construcción se hallaba bajo los auspicios de la misma

divinidad del templo.

 

Restos, o más bien comienzos de columnas cilíndricas; nichos de diversas

formas y piedras con dibujos geométricos en cóncavo, se veían dispersos

alrededor, dando la idea de un caos regularizado, donde, a no ser los cortes

simétricos que le dio la mano del artífice, se diría que jamás el soplo divino

animó allí el barro de la estatua humana.

 

El número impar de asientos del escaño del centro, indicaría la presencia de un

jefe supremo, un sumo sacerdote o un gran juez, presidiendo una asamblea

que pedía sus inspiraciones al sol que se levantaba a su frente y que se veía

esculpido en el pórtico de entrada. Pero fuese este sitio el trono de un

monarca, el tribunal de los jueces, la sala de un consejo, el consistorio de los

sacerdotes o el asiento de una asamblea deliberante, de lo que no puede

dudarse en presencia de esta construcción, es de que Tiahuanaco fue o como

metrópoli cual el Cuzco o como adoratorio cual el de la Meca, el centro de un

pueblo numeroso y de una sociabilidad relativamente adelantada, que tenía

un gobierno religioso o político, en que una clase superior dirigía los negocios

del Estado o influía en las decisiones de la autoridad suprema a que estaba

sometido.

 

Más hacia el oriente de la casa de Justicia, cree Squier haber descubierto otra

construcción de que no hacen mención los viajeros, y a que da la denominación

de "Santuario", a causa de una piedra simbólica que encontró en su recinto.

 

A mí me faltó tiempo y libertad para examinar con detención lo mismo que allí

vi. En el espacio de dos horas y media a tres que pasé entre las ruinas, apenas

pude consignar en mi cartera de viaje algunos breves apuntes, que olvidados

por largos años, he encontrado en parte borrados, y me han servido para

rehacer estos recuerdos.

 

 

 

XV

 

Al dar mi último adiós a las ruinas y dirigirme al inmediato pueblo de

Tiahuanaco, creía haber terminado mi jornada arqueológica: allí encontré,

empero, otras antigüedades dignas de igual o mayor atención, que me

impresionaron profundamente sugiriendo meditaciones más trascendentales.

 

Casi todas las casas del pueblo y principalmente la iglesia, están construidas

con las piedras de las vecinas ruinas: por todas partes se ven estatuas, bancos,

utensilios domésticos y esculturas incrustadas en las paredes, que llevan el

sello de los artífices del templo y de la casa de justicia de Tiahuanaco. Como

he dicho antes, hasta un ídolo gigantesco custodiaba la puerta de la cárcel.

 

Pero de todos estos objetos arqueológicos, lo que más llamó mi atención,

fueron dos enormes estatuas semejantes a bustos, que entonces se encontraban

en el medio de la plaza. El cura me dijo que representaban al Inca Manco

Capac y a su hermana y esposa Mama Ocllo, fundadores de la civilización

peruana, y lo mismo me repitió mi cicerone el doctor Solar.

 

Recordaba vagamente que Cieza de León habla de dos grandes estatuas, que

bien podían ser éstas: pero como D'Orbigny no las menciona, y según he visto

después, las confunde con otras, hube de pensar por entonces que me hallaba

realmente en presencia de las imágenes genuinas de los dos genios creadores

de la monarquía incásica. El tiempo ha corregido estos errores, y el estudio me

ha hecho conocer los que cometieron otros al hablar de estas obras.

 

Cuando las examinó Cieza de León, se encontraban cerca de las ruinas de la

casa de justicia. Con el tiempo hubieron de quedar cubiertas con la tierra de las

excavaciones que allí se hicieron, y por eso tal vez D'Orbigny no habla de ellas.

Esto se corrobora con la circunstancia de que Castelnau, que pasó por allí poco

antes de mi visita, y que se ocupa ligeramente de ellas, dice en su Historia de

Viaje publicada en 1851, que habían sido desenterradas, y que las vio a la

puerta del cementerio. Squier las encontró más tarde en el atrio de la iglesia, y

apenas les consagra seis líneas.

 

He aquí el texto de Cieza de León a su respecto: "Más adelante deste cerro

están dos ídolos de piedra del talle y figura humana muy primamente hechos

y formadas las facciones, tanto que paresce que se hizieron por mano de

grandes artífices o maestros. Son tan grandes, que parescen pequeños gigantes:

y véese que tienen forma de vestiduras largas, diferenciadas de las que vemos

a los naturales destas provincias. En las cabezas paresce tener su

ornamento(18)".

 

___________________

 

(18) Tschudi y Rivero, que citan parte de este texto, no mencionan las dos grandes estatuas de que Cieza de León hace referencia, y las confunden como D'Orbigny, con los grandes ídolos de que nos hemos ocupado ya.

___________________

 

 

 

Ofuscado D'Orbigny, y empezado en ver las estatuas de Cieza de León en los

ídolos colosales de que nos hemos ocupado antes, pone en duda la veracidad

de este fiel historiador al hablar de vestidos talares, y va hasta vestirlos de

calzón corto, por ser, dice, "el traje que hasta el presente usan los indígenas",

olvidando que esta moda europea les fue impuesta por el rey de España en

castigo de la rebelión de Tupac-Amarú.

 

Acercándose a estos bultos, parecen, como dice Cieza de León, dos pequeños

gigantes, aun cuando su altura no exceda de la de un hombre. Recuerdo que

puesto de pie a su lado, tenía que levantar los ojos para mirar la corona de la

cabeza, por lo que calculo que tendrían dos varas de Buenos Aires, que es mi

estatura, aun cuando Squier diga que tendrán cuatro y cinco pies ingleses, sin

duda porque estaban en parte enterradas, como le sucedió cuando midió la

altura del gran monolito.

 

A primera vista, parecen dos bustos gigantescos; pero luego se advierte que

son dos gigantes en cuclillas, que según sus proporciones, tendrían, puestos de

pie, cuatro veces la estatura humana; y aquí se comprueba la propiedad y la

verdad de la pintoresca expresión del antiguo cronista español, injustamente

maltratado por el sabio D'Orbigny.

 

Una de las estatuas representa un hombre y la otra parece representar una

mujer. Están esculpidas en gres arenisco, algo mutiladas, y en muchas partes,

principalmente en la cabeza, corridas por la acción del tiempo. Ambas llevan

los brazos adheridos al cuerpo como las estatuas egipcias; pero la una tiene la

mano izquierda a la altura del corazón, y la otra apoyada sobre la rodilla.

Ambas llevan en la cabeza una especie de gorro o turbante redondo, con estrías

radiadas que convergen hacia el coronal, y de ellos descienden dos caídos, a

manera de volutas o bucles, que cubren las orejas.

 

Por último, su tronco informe que acusa toscamente las formas de los

miembros inferiores, da en una y otra, idea de las vestiduras talares, que

D'Orbigny querría transformar en calzones cortos a la española, imaginándose

que éste fuese el traje prehistórico de los fundadores de Tiahuanaco. Los

sabios suelen tener estas distracciones homéricas.

 

La ejecución técnica de estas estatuas es tosca, y se reconoce en ellas un arte en

la infancia, pero son sumamente notables por una tendencia marcada a la

imitación de la realidad, por una expresión de verdad que sorprende, y por

una mayor inteligencia del dibujo natural que no se encuentra en los ídolos

herméticos y los bajorrelieves geométricos de las ruinas, entre las cuales se

hallaron confundidas. No son meras abstracciones del tipo humano,

modeladas según un ideal sistemático dentro de líneas elementales, son

verdaderas copias de la naturaleza, esculpidas a imagen y semejanza del

hombre, con sus proporciones armoniosas, su acción animada y una expresión

de vida, que revelan una intención, una estética, correspondiente a otro arte, a

otra época, a otras ideas morales y artísticas en el orden del antropomorfismo.

Ningún símbolo, ningún atributo extravagante, ningún rasgo convencional las

afea o disfraza: son dentro de sus proporciones, la estatua humana fielmente

vaciada en su molde de arcilla, si bien, ejecutadas con más verdad que arte, les

falta el fuego sagrado que animó la creación del Prometeo.

 

Las cabezas son bastante bien modeladas, con ángulos faciales casi rectos; sus

facciones son regulares, y los ojos horizontales y naturalmente dilatados, la

nariz redonda y prominente y la boca grande y abierta como si fuese a hablar,

no carecen de inteligencia y de expresión. Su conjunto, aunque muy lejos de

ser bello, tiene un carácter de reposo físico y de equilibrio moral, que les

imprime el sello de la vida orgánica en sus dobles manifestaciones.

 

Estas estatuas, contrastan singularmente con esos tipos gesticulantes de

fealdad sistemática, que constituyen el ideal del arte azteca, chibcha o yucateco

en sus representaciones plásticas de la figura humana, si se exceptúan algunas

esculturas encontradas en Copan, que evidentemente son retratos en piedra, y

con las cuales tienen alguna analogía.

 

 

 

XVI

 

Estos y otros productos semejantes, aunque más toscos, del arte Tiahuanacota,

contrastan no sólo con las demás obras análogas de la estatuaria americana,

sino muy principalmente con las esculturas hieráticas del templo entre las

cuales se han encontrado confundidas.

 

Son dos artes sucesivos, distintos y opuestos; dos concepciones de la divinidad

invisible y de la naturaleza humana en su forma concreta, que se mezclan sin

confundirse, como los despojos de dos razas diversas encerradas en el mismo

sepulcro.

 

El arte primitivo, en sus líneas elementales, en sus proyecciones iniciales hacia

un ideal que tiende a alejarse de la naturaleza, marca aquel momento en que el

dios confuso de los sueños y los pavores de lo sobrenatural, surge como una

concepción abstracta del seno oscuro del panteísmo instintivo, o sea del

naturalismo, con sus alegorías y sus símbolos convencionales.

 

El arte de la segunda época en el orden teórico del desarrollo de la idea

superorgánica, o sea de la colectividad social, se distinguiría por su intención

humanitaria, por su tendencia a imitar la realidad, y señalaría aquella

evolución intelectual y moral, en que el alma y la mente se emancipan de toda

forma o símbolo convencional y se asimila las nociones de la verdad concreta.

 

En presencia de estas dos escuelas esculturales, que representan dos

evoluciones sociales sucesivas y dos épocas lejanas entre sí, y cuyas obras que

son otros tantos documentos se hallan envueltos en el mismo polvo secular, los

misterios sagrados del templo de Tiahuanaco se hacen más oscuros y sus

problemas arqueológicos se complican.

 

Si la crítica llegase a demostrar -en cuanto puede demostrarse un hecho

prehistórico- que los monolitos y los ídolos son relativamente más antiguos

que las estatuas humanas, una nueva y siniestra luz se proyectaría sobre las

ruinas. Entonces se vería, no una, sino dos civilizaciones muertas y enterradas

en la misma tumba. Entonces, en contraposición de las ideas circulantes que no

han sido sometidas al análisis, se vería que la civilización más adelantada era

la que primero había sucumbido en la lucha por la existencia. Así se

comprobaría una vez más por la critica, y experimentalmente con un nuevo

hecho, que la ley de la evolución en la sociabilidad antecolombiana desde el

Estrecho de Behring hasta la Tierra del Fuego, era el retroceso, y que su

organismo rudimental, sus elementos constitutivos de vida social no

entrañaban el principio fecundo de una civilización progresiva, destinada a

vivir, crecer y dilatarse en los tiempos perfeccionándose.

 

Todo indica que las estatuas y las obras congéneres de las ruinas, son más

antiguas que los monolitos y los ídolos. El primer indicio es el estado de

mayor degradación por la acción del tiempo en que aquéllas se encuentran,

aun cuando esto pueda explicarse por ser menos duras las piedras en que

fueron talladas (el gres arenisco), existiendo en el templo otras piedras de la

misma naturaleza igualmente desgastadas. Pero, ¿cómo negarse a considerar el

problema bajo esta faz, cuando se observa, que esas obras distintas que no

pudieron coexistir, constituyen la excepción en el estilo escultural de

Tiahuanaco? Sobre todo, ¿cómo negarse a la evidencia moral, cuando es un

hecho atestiguado por las mismas piedras, que eran las obras del templo, del

palacio, de la fortaleza, de la casa de justicia y del santuario las que ocupaban

a sus desconocidos constructores cuando por una causa históricamente

ignorada, pero cuya existencia no puede ponerse en duda, ellas fueron

suspendidas en el estado en que las encontraron los Incas y se hallan hoy? Así,

todo indicaría que aquellas estatuas pertenecen a otras ruinas anteriores, a una

civilización igualmente extinta, pero más antigua que la que representan las

ruinas de Tiahuanaco propiamente dichas.

 

A primera vista esta hipótesis deducida lógicamente de los documentos de

piedra comparados, parecería estar en oposición con la marcha del progreso

artístico y de la idea religiosa observada en el desenvolvimiento de las

naciones. En efecto, casi todas ellas, han pasado del símbolo y de la alegoría a

la copia de la naturaleza orgánica, hasta remontarse a la región sublime del

ideal dentro de los elementos de la naturaleza misma, y la evolución filosófica

de la mitología y del arte griego, es la más espléndida manifestación de este

vuelo ascendente del ideal antropomórfico. Pero esta evolución colectiva,

teóricamente lógica, es a condición de que los factores externos del progreso

intervengan y concurran en las mismas condiciones; de que el movimiento no

sea detenido por obstáculos materiales que prácticamente subvierten las leyes

teóricas; y sobre todo, que la sociedad en que tal evolución se produzca, posea

en sus elementos constitutivos el don fecundo de la reproducción, que mejora

las razas y sus productos intelectuales y tangibles, hasta alcanzar el mayor

grado de civilización posible.

 

 

 

XVII

 

Un gran pensador de nuestro tiempo, Spencer, ha dicho: "Si la teoría de la

degradación, tal como se presenta ordinariamente, es insostenible, la teoría de

la progresión, en su forma más absoluta, lo es igualmente. Si por una parte no

se pueden armonizar los hechos con la noción que hace derivar el estado

salvaje de una decadencia del hombre en el estado de civilización, por otra

parte nada autoriza a pensar que los más bajos estados del salvajismo hayan

tenido el mismo bajo nivel que al presente. Es más posible, y aun muy

probable, que el retroceso haya sido tan frecuente como el progreso". Esta

proposición, demostrada racionalmente y probada históricamente, tiene una

solemne comprobación en la América de los tiempos pre-colombianos, y se

confirma con las dobles ruinas de Tiahuanaco.

 

En cuanto a la aparente contradicción teórica, respecto del orden cronológico

de las dos civilizaciones representadas en esas ruinas, ella tiene una racional

explicación y un corolario histórico. La existencia de una raza que hubiese

alcanzado el grado de cultura moral de que las estatuas dan muestra, y que

profesara el culto humano de los antepasados o de los héroes, podría ser el

punto de partida de esta evolución de retroceso. La invasión de otra raza

extraña, menos culta, pero más enérgica, más guerrera, trayendo o imponiendo

el culto primitivo y severo de los ídolos geométricos y edificando su templo

sobre los escombros del antiguo culto, explicaría el retroceso mismo. Tal es por

otra parte la marcha que la evolución social ha seguido en América, desde sus

tiempos prehistóricos hasta los últimos días de la época antecolombiana; y tal

el orden en que se han sucedido los fenómenos de retroceso y de progreso

infecundo en sus tribus salvajes y en sus naciones mejor organizadas.

 

La ciencia nos enseña que el llamado Nuevo Mundo, es geológicamente más

antiguo que el viejo mundo, de donde se pretenden hacer venir los hombres,

los animales y las plantas que lo poblaron, olvidando la profunda y

epigramática objeción de Voltaire: "Si se admite que Dios crió moscas en

América, ¿por qué no habría creado también hombres?".

 

La historia nos enseña, que este mundo americano, bárbaro o semicivilizado

antes del descubrimiento, ha pasado por grandes cataclismos sociales,

marchando en la vía del retroceso y del progreso descendente por evoluciones

sucesivas, que sus monumentos prehistóricos marcan como piedras miliarias,

acusando la degradación de las razas que se suceden y el empobrecimiento de

sus facultades.

 

La crítica nos enseña que las tribus salvajes de América, lo mismo que sus

naciones relativamente más adelantadas, no poseían en su organización física,

ni en su cerebro, ni en los instrumentos auxiliares que mejoran y perfeccionan

la condición humana, los elementos creadores, regeneradores, eternamente

fecundos y eternamente progresivos y perfectibles, que caracterizan las

sociedades o las civilizaciones destinadas a vivir y perpetuarse en el tiempo y

el espacio.

 

Por eso las dos civilizaciones de Tiahuanaco estaban fatalmente destinadas a

morir por esterilidad, cualquiera que fuese el orden cronológico en que se

sucedieran. Por eso también, los diversos estados sociales que la conquista

europea encontró en América, estaban destinados a descomponerse dentro de

sus propios elementos, rotando en el círculo vicioso que los encerraba;

pasando de civilizaciones relativamente más adelantadas a otras más

inferiores, y cayendo constantemente en la barbarie, por esa ley de retroceso

que en las especies animales se conoce con el nombre de salto atrás.

 

 

 

XVIII

 

Los monumentos americanos que señalan un mayor adelanto en las artes y un

grado más elevado de cultura intelectual o moral, no son los más modernos;

son precisamente los más antiguos. Y la prueba de que esos monumentos eran

eslabones rotos de la cadena de civilizaciones prehistóricas, que nada legaron a

la posteridad, es que ellos eran incomprensibles para los últimos

descendientes de las primitivas razas que los construyeron.

 

Hordas errantes clavaban sus tiendas movedizas sobre los monumentos

prodigiosos de tierra levantados en el valle del Mississipi, por una raza

desconocida, que ha dejado en su suelo los vestigios de una vida social,

relativamente más culta y más coherente.

 

En las fronteras de Méjico y Estados Unidos han existido tribus más salvajes

que sus salvajes antepasados, que después de conocer el uso del cobre habían

vuelto a la edad de piedra, sin pasar por la del bronce, retrocediendo

últimamente a la del barro cocido.

 

Los monarcas aztecas hollaban las ruinas de civilizaciones anteriores mucho

más adelantadas que la de Méjico, como lo prueban los restos de Mitla y las

cincuenta ciudades maravillosas perdidas en las selvas de Yucatán.

 

Desde Centro América hasta el Perú, la América está sembrada de despojos de

los muiscas y los mayas o quichés, que atestiguan un grado mayor de

desenvolvimiento social y de energía, y un retroceso lento que se opera por

causas ingénitas desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días.

 

En el Alto y Bajo Perú, la civilización quichua era una restauración parcial de

las antiguas civilizaciones de Quito y del lago de Titicaca, de Tiahuanaco, de

Huanuco, de Pachacamac, de Ollantay Tambo, y aun del mismo Cuzco antes

de la época de su renacimiento decadente. Con limitadísimos conocimientos

astronómicos, que después del sol y de la luna apenas se extendían a dos

constelaciones, sus mitos panteístas se habían personificado en un

conquistador militar; sus esculturas de piedra habían descendido a la

cerámica, y su arquitectura a las construcciones de adobe crudo. Entre aquellas

civilizaciones prehistóricas y esta semicivilización sin expansión vital,

mediaron largos siglos de oscuridad y de barbarie, que habían hecho perder

hasta la memoria de los antiguos monumentos que hemos mencionado.

 

Al tiempo del descubrimiento de América, los imperios semicivilizados y

despóticos de Méjico y del Perú, estaban ya en decadencia, entraban en el

período de la disgregación política y de la descomposición social; todo

indicaba, que habiendo completado su evolución parcial, iban a caer de nuevo

en la barbarie, como cayeron las civilizaciones más adelantadas de Palenque y

de Tiahuanaco, que las habían precedido millares de años antes,

probablemente antes que en Europa brillase la aurora de su actual civilización.

 

¿Por qué la América en igual lapso de tiempo, no sólo no había realizado los

adelantos de la Europa, sino que en vez de progresar, iba por evoluciones

sucesivas retrocediendo y descomponiéndose dentro de sus propios

elementos?

 

Es que la América precolombiana no poseía en sí misma el principio de la vida

orgánica perfectible, que articula las civilizaciones progresivas; ni poseía los

instrumentos con que se labra el progreso que se atesora como un capital

reproductor.

 

La abeja conserva en la estructura de su ojo las proporciones del hexágono, y el

ave y el castor tienen en sus instintos la forma de su nido y los principios

hidráulicos de sus diques: los indígenas americanos, sucesores de los

arquitectos de Tiahuanaco y de Uxmal, que no habían alcanzado a cerrar la

bóveda, olvidaron hasta las formas antiguas y no las concebían sino como

obras sobrenaturales.

 

El lenguaje hablado tiene una vida propia, que se dilata en la proporción del

círculo de las ideas que se fecundan por su intermedio: las lenguas americanas

inorgánicas, inflexibles, sin abstractos, vaciadas todas ellas en el mismo

grosero molde gramatical, no eran susceptibles de desarrollo orgánico, ni

podían expresar lo que los mismos que las hablaban no podían concebir.

 

Sus agrupaciones eran más incoherentes en el estado de semicivilización civil,

que en el estado primitivo de la tribu salvaje -que tenía al menos el vínculo de

la familia-, y por un dinamismo inherente a su propia organización, tendían a

la desagregación por la fuerza centrífuga que les imprimía un movimiento

disolvente.

 

El hombre americano -que es hasta hoy un documento vivo de su barbarie

congénita-, tomado como unidad carecía del resorte individual así en la

condición salvaje como en el medio social, y sin valor propio no podía ser

factor de una cantidad de más valor intelectual y moral.

 

Con estas materias primas y estos pobres instrumentos de trabajo, sin capital

social, sin iniciativa individual, sin lenguas orgánicas, sin cohesión moral, sin

el conocimiento del hierro, sin más animal de carga que la llama, sin la

posesión del alfabeto y sin medios en su organización para alcanzar por sí sola

esta noción elemental, la América era fatalmente, lógicamente estéril, y estaba

destinada a rotar eternamente en el círculo vicioso del corso e recorso de Vico,

cayendo periódicamente en la barbarie y degradándose más y más en cada una

de sus evoluciones de retroceso.

 

Si en igual o mayor espacio de tiempo la América entregada a sí misma no

había podido alcanzar una sola de las nociones abstractas que revelan la

actividad creadora de la mente, ¿cómo habría podido elevarse a concepciones

más trascendentales, cuando no poseía ni el abstracto de la noción del color, y

ni siquiera el de la acción de lavar, o de llevar, teniendo necesidad de un verbo

distinto para expresar cada cosa que se lavaba, cada objeto que se llevaba?

 

Pensar que con estos elementos y en este medio, pudo incubarse y expandirse

una inspiración como la de Homero, una estética como la de Fidias, una

doctrina como la de Jesús, un binomio como el de Newton, un método como el

de Descartes, una armonía como la de Mayerbeer, una mecánica como la de

Laplace, una invención como la de Fulton o Edison, una teoría vital como la de

Darwin, o un carácter de grandeza moral como el de Sócrates o de Washington,

sería más que pedir peras al olmo; sería esperar que de los caracteres de la

imprenta puestos en manos de salvajes, y combinados por ellos de millares de

millones de modos, pudiese nacer la Divina Comedia del Dante, desde que la

inteligencia fecunda no presidiese a la operación.

 

Por eso, sin el principio de vida fecunda y de progreso perfectible que le

inoculó la sangre y la civilización europea, dotándolo con sus armas de trabajo

y de combate, el hombre americano habría vegetado como sus árboles,

propagándose como sus especies animales, sin asimilarse nuevas fuerzas

reproductoras, y fatigando hasta las fuerzas espontáneas de la naturaleza

misma, como el salvaje de Montesquieu que derribaba la palma para coger su

fruto.

 

Tal es la filosofía histórica que las ruinas de Tiahuanaco me enseñaron.

 

 

 

XIX

 

Estas complejas cuestiones de arqueología especulativa, que se ha pretendido

resolver o ilustrar con analogías truncas y remotas, a la luz de fuego fatuos, no

podrán ser ni temas de serias investigaciones, mientras los estudios

americanistas no se metodicen, clasificando científicamente los materiales

acumulados de manera de dominar el conjunto, y se adopte un criterio seguro

que busque y encuentre dentro de sus propios elementos la explicación

racional, producto de la observación directa y comprensiva, de que ha de

deducirse su síntesis filosófica.

 

Desde el budismo americanizado de Humboldt y el hebraísmo azteca de lord

Kingesborough -para no mencionar sino los más ruidosos fracasos- hasta las

falsas interpretaciones de Brasseur de Bourbourg y las caricaturas pictográficas

del abate Domenech -que han sido el sainete de estas escuelas-, todos los

sistemas que han buscado el origen de la América y de los americanos fuera de

sus elementos físicos, arqueológicos, filológicos, antropológicos o míticos, han

caído en el más merecido descrédito. El mismo descubrimiento del nuevo

continente por los escandinavos en los siglos X y XI, que es el que más pruebas

ha reunido, apenas ha podido establecer científicamente que los islandianos

visitaran por acaso la Groenlandia y el Vinland, o sea la costa de los

esquimales, sin penetrar en la América propiamente dicha, ni ejercer influencia

alguna en sus destinos.

 

Por eso la nueva escuela americanista, fatigada de marchar sin rumbo por

caminos tenebrosos y extraviados, ha inscripto en su bandera de trabajo la

leyenda que ha dado vida independiente a un mundo: "La América es de los

americanos". Por eso en el primer Congreso de Americanistas de Nancy, se ha

dicho con profundo sentimiento de la verdad, que "en adelante esta fórmula

debe considerarse como regla fundamental de los estudios americanos,

buscando la América en la América misma, y no en la China o la India, el

Egipto o la Asiria, o en la Grecia".

 

No hay para qué complicar inútilmente los problemas, arduos en sí mismos,

del origen del hombre americano, de la filiación de sus lenguas, de sus

evoluciones históricas y prehistóricas, con cuestiones extrañas a la materia, o

con teorías preconcebidas que se pretende ajustar artificialmente a hechos y

cosas que las repudian.

 

El hombre primitivo, cuyo origen se buscaba dentro de la era histórica, estaba

enterrado hace 57.000 años bajo la vegetación extinta de cuatro selvas

superpuestas en las márgenes del Mississipi, el padre de los ríos,

geológicamente más antiguo que el Nilo. La fuerza inicial con que el primer

salvaje americano arrojó a los aires la piedra de la honda, o el hacha de piedra

con que tronchó el primer árbol, no hay necesidad de ir a buscarla en las

cavernas del viejo mundo cuando el hombre era bestia confundido con las

bestias. El primer acento que vibró en los labios del hombre primitivo de

ambos mundos, fue el producto de aquella fuerza universal, que según la

expresión de Pascal, dio a los orbes el divino papirotazo (chiquenaude) y los

lanzó a rodar en los espacios. La potencia de aquel Dios que creó hombres y

moscas debió hacerse sentir en América lo mismo que en el resto del mundo, si

bien no dio al insecto las proporciones del elefante, ni al indígena americano

las aptitudes con que las razas superiores se labran su propio destino y

engendran los fenómenos del genio trascendental.

 

Perseverando en el propósito de buscar a la América en la América,

interrogando sus documentos vivos y los restos de sus monumentos caídos,

podrán vez explicarse racionalmente algún día los mismos de las ruinas de

Tiahuanaco, así como los del lago sagrado a cuyas márgenes yacen, con sus

símbolos sin tradición humana, y los ídolos y estatuas de dos civilizaciones

extintas que no legaron a la posteridad sino sus piedras mudas.

 

Al separarme de aquellas ruinas había aprendido empero con la simple vista,

algo que no se aprende en los libros, y era a pensar por mí mismo: llevando la

convicción de que la América y los americanos son de la América, como sus

monumentos y sus razas lo proclaman.

 

Al pasar por el campo de Huaqui, orillando el gran lago, sentí revivir los

grandes recuerdos patrióticos de la revolución sudamericana, que había

asociado a las antiguas tradiciones indígenas las nuevas aspiraciones a la

independencia y la libertad, encontrando en este amalgama extravagante, la

fórmula inscripta hoy en la bandera de la nueva escuela americanista, que por

un método nuevo vivificó un pasado muerto.

 

Al atravesar el puente flotante del Desaguadero, que la tradición atribuye al

Inca conquistador de los aymaraes, y que subsiste hace más de seiscientos años

tal y cual se ve hoy -aunque sus materiales se renueven cada seis meses- me

encontré en pleno país precolombiano. El puente es de paja, y por sus

materiales y su estructura es obra tan original como la composición del gran

monolito de Tiahuanaco. Con las mismas balsas que forman el puente, se

navega el lago: su forma hace recordar los juncos de la China; y cuando

desplegara sus velas de paja, se creería ver moverse una de las barcas egipcias

grabadas en el monumento fúnebre de Sesostris.

 

Más tarde navegué el lago en esas mismas embarcaciones primitivas; y así fue

cómo se realizó mi sueño arqueológico, y terminó mi viaje por la altiplanicie

perúboliviana.

 

                       Buenos Aires, diciembre de 1879.