JOSÉ MARTÍ
MAESTROS AMBULANTES
"¿Pero
cómo establecería usted ese sistema de maestros ambulantes de que
en libro
alguno de educación hemos visto menciones, y usted aconseja en
uno de los
números de La América, del año pasado que tengo a la vista?"
-Esto se
sirve preguntarnos un entusiasta caballero de Santo Domingo.
Le diremos
en breve que la cosa importa, y no la forma en que se haga.
Hay un
cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y
son, sin
embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la
grandeza
patria.
Es necesario
mantener a los hombres en el conocimiento de la tierra y en
el de la
perdurabilidad y trascendencia de la vida.
Los hombres
han de vivir en el goce pacífico, natural e inevitable de la
Libertad,
como viven en el goce del aire y de la luz.
Está
condenado a morir un pueblo en que no se desenvuelven por igual la
afición a la
riqueza y el conocimiento de la dulcedumbre, necesidad y
placeres de
la vida.
Los hombres
necesitan conocer la composición, fecundación,
transformaciones
y aplicaciones de los elementos materiales de cuyo
laboreo les
viene la saludable arrogancia del que trabaja directamente en
la
naturaleza, el vigor del cuerpo que resulta del contacto con las
fuerzas de
la tierra, y la fortuna honesta y segura que produce su
cultivo.
Los hombres
necesitan quien les mueva a menudo la compasión en el pecho, y
las lágrimas
en los ojos, y les haga el supremo bien de sentirse
generosos:
que por maravillosa compensación de la naturaleza, aquel que se
da, crece; y
el que se repliega en sí, y vive de pequeños goces, y teme
partirlos
con los demás, y sólo piensa avariciosamente en beneficiar sus
apetitos, se
va trocando de hombre en soledad, y lleva en el pecho todas
las canas
del invierno, y llega a ser por dentro, y a parecer por fuera,
-insecto.
Los hombres
crecen, crecen físicamente, de una manera visible crecen,
cuando
aprenden algo, cuando entran a poseer algo, y cuando han hecho
algún bien.
Sólo los
necios hablan de desdichas, o los egoístas. La felicidad existe
sobre la
tierra; y se la conquista con el ejercicio prudente de la razón,
el
conocimiento de la armonía del universo, y la práctica constante de la
generosidad.
El que la busque en otra parte, no la hallará: que después de
haber
gustado todas las copas de la vida, sólo en ésas se encuentra sabor.
-Es leyenda
de tierras de Hispanoamérica que en el fondo de las tazas
antiguas
estaba pintado un Cristo, por lo que cuando apuran una, dicen:
"¡Hasta
verte, Cristo mío!" ¡Pues en el fondo de aquellas copas se abre un
ciclo
sereno, fragante, interminable, rebosante de ternura!
Ser bueno es
el único modo de ser dichoso.
Ser culto es
el único modo de ser libre.
Pero, en lo
común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para
ser bueno.
Y el único
camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de
conocer,
cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de
la
naturaleza. La naturaleza no tiene celos, como los hombres. No tiene
odios, ni
miedo como los hombres. No cierra el paso a nadie, porque no
teme de
nadie. Los hombres siempre necesitarán de los productos de la
naturaleza.
Y como en cada región sólo se dan determinados productos,
siempre se
mantendrá su cambio activo, que asegura a todos los pueblos la
comodidad y
la riqueza.
No hay,
pues, que emprender ahora cruzada para reconquistar el Santo
Sepulcro.
Jesús no murió en Palestina, sino que está vivo en cada hombre.
La mayor
parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra. Comieron
y bebieron;
pero no supieron de sí. La cruzada se ha de emprender ahora
para revelar
a los hombres su propia naturaleza, y para darles, con el
conocimiento
de la ciencia llana y práctica, la independencia personal que
fortalece la
bondad y fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura
amable y
cosa viviente en el magno universo.
He ahí,
pues, lo que han de llevar los maestros por los campos. No sólo
explicaciones
agrícolas e instrumentos mecánicos; sino la ternura, que
hace tanta
falta y tanto bien a los hombres.
El campesino
no puede dejar su trabajo para ir a sendas millas a ver
figuras
geométricas incomprensibles, y aprender los cabos y los ríos de
las
penínsulas del Africa, y proveerse de vacíos términos didácticos. Los
hijos de los
campesinos no pueden apartarse leguas enteras días tras días
de la
estancia paterna para ir a aprender declinaciones latinas y
divisiones
abreviadas. Y los campesinos, sin embargo, son la mejor masa
nacional, y
la más sana y jugosa, porque recibe de cerca y de lleno los
efluvios y
la amable correspondencia de la tierra, en cuyo trato viven.
Las ciudades
son la mente de las naciones; pero su corazón, donde se
agolpa, y de
donde se reparte la sangre, está en los campos. Los hombres
son todavía
máquinas de comer, y relicarios de preocupaciones. Es
necesario
hacer de cada hombre una antorcha.
¡Pues nada
menos proponemos que la religión nueva y los sacerdotes nuevos!
¡Nada menos
vamos pintando que las misiones con que comenzará a esparcir
pronto su
religión la época nueva! El mundo está de cambio; y las púrpuras
y las
casullas, necesarias en los tiempos místicos del hombre, están
tendidas en
el lecho de la agonía. La religión no ha desaparecido, sino
que se ha
transformado. Por encima del desconsuelo en que sume a los
observadores
el estudio de los detalles y evolvimiento despacioso de la
historia
humana, se ve que los hombres crecen, y que ya tienen andada la
mitad de la
escala de Jacob: ¡qué hermosas poesías tiene la Biblia! Si
acurrucado
en una cumbre se echan los ojos de repente por sobre la marcha
humana, se
verá que jamás se amaron tanto los pueblos como se aman ahora,
y que a
pesar del doloroso desbarajuste y abominable egoísmo en que la
ausencia
momentánea de creencias finales y fe en la verdad de lo Eterno
trae a los
habitantes de esta época transitoria, jamás preocupó como hoy a
los seres
humanas la benevolencia y el ímpetu de expansión que ahora
abrasa a
todos los hombres. Se han puesto en pie, como amigos que sabían
uno de otro,
y deseaban conocerse; y marchan todos mutuamente a un dichoso
encuentro.
Andamos
sobre las olas, y rebotamos y rodamos con ellas; por lo que no
vemos, ni
aturdidos del golpe nos detenemos a examinar, las fuerzas que
las mueven.
Pero cuando se serene este mar, puede asegurarse que las
estrellas
quedarán más cerca de la tierra. ¡El hombre envainará al fin en
el sol su
espada de batalla!
Eso que va
dicho es lo que pondríamos como alma de los maestros
ambulantes.
¡Qué júbilo el de los campesinos, cuando viesen llegar, de
tiempo en
tiempo, al hombre bueno que les enseña lo que no saben, y con
las
efusiones de un trato expansivo les deja en el espíritu la quietud y
elevación
que quedan siempre de ver a un hombre amante y sano! En vez de
crías y
cosechas se hablaría de vez en cuando, hasta que al fin se
estuviese
hablando siempre, de lo que el maestro enseñó, de la máquina
curiosa que
trajo, del modo sencillo de cultivar la planta que ellos con
tanto
trabajo venían explotando, de lo grande y bueno que es el maestro, y
de cuándo
vendrá, que ya les corre prisa, para preguntarle lo que con ese
agrandamiento
incesante de la mente puesta a pensar, ¡les ha ido
ocurriendo
desde que empezaron a saber algo! ¡Con qué alegría no irían
todos a
guarecerse dejando palas y azadones, a la tienda de campaña, llena
de
curiosidades, del maestro!
Cursos
dilatados, claro es que no se podrían hacer; pero sí, bien
estudiadas
por los propagadores, podrían esparcirse e impregnarse las
ideas
gérmenes. Podría abrirse el apetito del saber. Se daría el ímpetu.
Y ésta sería
una invasión dulce, hecha de acuerdo con lo que tiene de bajo
e interesado
el alma humana; porque como el maestro les enseñaría con modo
suave cosas
prácticas y provechosas, se les iría por gusto propio sin
esfuerzo
infiltrando una ciencia que comienza por halagar y servir su
interés;
-que quien intente mejorar al hombre no ha de prescindir de sus
malas
pasiones, sino contarlas como factor importantísimo, y ver de no
obrar contra
ellas, sino con ellas.
No
enviaríamos pedagogos por los campos, sino conversadores. Dómines no
enviaríamos,
sino gente instruida que fuera respondiendo a las dudas que
los
ignorantes les presentasen o las preguntas que tuviesen preparadas
para cuando
vinieran, y observando dónde se cometían errores de cultivo o
se
desconocían riquezas explotables, para que revelasen éstas y
demostraran
aquéllos, con el remedio al pie de la demostración.
En suma, se
necesita abrir una campaña de ternura y de ciencia, y crear
para ella un
cuerpo, que no existe, de maestros misioneros.
La escuela
ambulante es la única que puede remediar la ignorancia
campesina.
Y en campos
como en ciudades, urge sustituir al conocimiento indirecto y
estéril de
los libros, el conocimiento directo y fecundo de la naturaleza.
¡Urge abrir
escuelas normales de maestros prácticos, para regarlos luego
por valles,
montes y rincones, como cuentan los indios del Amazonas que
para crear a
los hombres y a las mujeres, regó por toda la tierra las
semillas de
la palma moriche el Padre Amalivaca!
Se pierde el
tiempo en la enseñanza elemental literaria, y se crean
pueblos de
aspiradores perniciosos y vacíos. El sol no es más necesario
que el
establecimiento de la enseñanza elemental científica.