ROBERTO J.
PAYRO
PAGO
CHICO
con fraternal cariño
.
INDICE
PAGO CHICO
I.
La escena y los
actores
II.
Libertad de
Imprenta
III.
En la policía
IV.
El juez de paz
V.
La elección
municipal
VI.
Ladrillo de máquina
VII.
Beneficencia
pagochiquense
VIII.
Poncho de verano
IX.
Para barrabasadas
X.
Los patos
XI.
Metamorfosis
XII.
Con la horma del
zapato
XIII.
El caudillo
XIV.
El desquite de don
Ignacio
XV.
Las memorias de
Silvestre
Semblanza de
Silvestre
La plaza del
agujero
Comicios baratos
El voto del Rengo
Barraba y la isla
misteriosa
Un Moreira de
alquiler
Honradez
administrativa
Literatura
pagochiquense
Curación milagrosa
Intereses
patrióticos
Psicología
gubernativa
XVI.
Fiestas. patrias
XVII.
Poesía
XVIII.
Sitiado por hambre
XIX.
El diablo en Pago
Chico
XX.
¡Guerra a Silvestre
XXI.
Altruismo
XXII.
Libertad de
sufragio
Epílogo
NUEVOS CUENTOS DE PAGO
CHICO
El
fantasma
Justicia salomónica
Don Manuel en Pago Chico
Vocabulario
LA ESCENA Y LOS
ACTORES
Fortín en tiempo de la guerra de indios,
Pago Chico había ido cristalizando a su alrededor una población heterogénea y
curiosa, compuesta de mujeres de soldados –chinas*-, acopiadores de quillangos y
plumas de avestruz, compradores de sueldos, mercachifles*, pulperos*, indios
mansos, indiecitos cautivos –presa preferida de cuanta enfermedad endémica* o
epidémica vagase por allí.
El fortín* y su arrabal, análogo al de los castillos feudales, permanecieron largos años estacionarios, sin otro aumento de población que el vegetativo –casi nulo porque la mortalidad infantil equilibraba casi a los nacimientos, pero cuyos claros venían a llenar los nuevos contingentes de tropas enviados por el gobierno.
Mas cuando los indios quedaron reducidos a su mínima expresión –“civilizados a balazos”- la comarca comenzó a poblarse de “puestos*” y “estancias*” que muy luego crecieron y se desarrollaron, fomentando de rechazo la población y el comercio de Pago Chico, núcleo de toda aquella vida incipiente y vigorosa.
Cuando ese núcleo adquirió cierta importancia, el gobierno provincial de Buenos Aires, que contaba para sus manejos políticos y de otra especie con la fidelidad incondicional de los habitantes, erigió en “partido*” el pequeño territorio, dándole por cabecera el antiguo fuerte, a punto ya de convertirse en pueblo. El gobierno adquiría con esto una nueva unidad electoral que oponer a los partidos centrales, más poblados, más poderosos y más capaces de ponérsele frente a frente para fiscalizarlo y encarrilarlo.
Como por entonces no existían ni en
embrión las autonomías comunales, el gobierno de la provincia nombraba miembros
de la municipalidad, comandantes militares, jueces de paz y comisarios de
policía, encargados de suministrarle los legisladores a su imagen y semejanza
que habían de mantenerlo en el poder.
La vida política de Pago Chico sólo se manifestó, pues, durante muchos años, por la ciega obediencia al gobierno, del que era uno de los inconmovibles bourgs pourris*, baluarte en el que se estrellaba todo conato de oposición. Los “partidos”, incondicionalmente oficiales, eran el gran cimiento de la situación, y entre ellos Pago Chico aparecía como una de las herramientas más dóciles y eficaces. Recibía en cambio algunos subsidios para el sostenimiento de sus autoridades, y de vez en cuando gruesas sumas destinadas a obras públicas y de fomento, que las mismas autoridades se repartían en santa paz, cubriendo las apariencias con algún conato de construcción, v. g. la del puente sobre el río Chico, que aún está en veremos, el ensanche de la iglesia, siempre en las mismas, la terminación de la Municipalidad, o la mejora de los caminos, las acequias o los mataderos...
Oposición no existía sino tan embrionaria que su exteriorización más grande eran los chismes y las hablillas, las protestas de algún desdeñado o perseguido y los anónimos al gobernador de la provincia o a los periódicos de la capital, ora reveladores de verdaderos abusos, ora simples especies calumniosas y envenenadas.
El programa político de los descontentos era el rudimentario “quítate para que yo me ponga”, de manera que la oposición no salía nunca de su estado de nebulosa, por poco que, cuando amenazaba consolidarse, los más ardientes recibieran un mendrugo inspirador del quietismo y la tolerancia.
Bermúdez, por ejemplo, indignado ante la negativa de una concesión que pidiera a la Municipalidad, proclamó urbi et orbe que iba a revelar los latrocinios del puente sobre el Chico, denunciando a la prensa bonaerense la verdadera inversión de los fondos, robados por los municipales como en una carretera. Hizo, en efecto, una exposición circunstanciada de las defraudaciones, a la que agregó cálculos de materiales, la descripción de lo hecho y un cúmulo de comprobantes... Firmó el terrible documento, consiguió que otros vecinos espectables lo refrendaran, robusteciendo la denuncia, leyó el factum ante un grupo numeroso en el café y confitería de Cármine, agitó los ánimos, despertó el patriotismo pagochiquense, convulsionó el pueblo, pronto ya a la revolución y el sacrificio...
- Usted es un sonso, amigo Bermúdez – le dijo en esta emergencia el escribano Ferreiro, deteniéndolo en la calle.
- ¿Por qué? – preguntó el prohombre opositor muy sorprendido.
- Porque ha obligado al intendente a romper el contrato por diez años del peaje del puente.
- ¿Y a
mí qué?
- Que la Municipalidad se lo concedía a usted por una bicoca*... ¡Un regalito de tres a cuatro mil pesos al año!...
Bermúdez se puso verde, luego amarillo, después rojo como un tomate, en seguida pálido otra vez, y tomando el brazo del ladino* Ferreiro con la mano trémula de emoción y avaricia:
- ¿Y eso no se podría arreglar? –preguntó.
Se arregló y admirablemente. Bermúdez dio vuelta el poncho. Los parroquianos del café de Cármine le sacaron el cuero; pero nuestro hombre, desollado* y todo, siguió tan campante* enriqueciéndose y figurando cada vez más...
Ese café de Cármine y otros puntos de cita no podían, entre tanto, dejar de convertirse en centros de difamación, y lo fueron con tal eficacia que al cabo de pocos años el pueblo se halló dividido en varios bandos que e odiaban a muerte y cuya lucha iba a dar origen a una oposición organizada.
Entre estos bandos destacábase el de don Ignacio Peña (don Inacio, allí) y su acólito* el boticario Silvestre Espíndola, enemigo personal este último del intendente y su camarilla, porque el médico municipal, doctor Carbonero, habilitó al italiano Barruchi para que abriese otra farmacia, contando con la clientela obligatoria de sus enfermos, los pedidos de la Municipalidad para el hospital y los de la Comisaría para su botiquín, pues Carbonero acumulaba también las funciones de médico de policía y director del hospital.
Esto ahondaba la división, porque los otros dos facultativos, el doctor Fillipini, italiano, y el doctor don Francisco de Pérez y Cueto, español sin cargo ni prebenda alguna, eran naturalmente opositores a todo trance.
Añádase a esto la competencia comercial, creadora de enconos por sí misma, y exacerbada aún por el favoritismo de las autoridades, que para algunos llegaban a extremos inconcebibles; los celos de las mujeres; las envidias de los hombres; la sempiterna vida en común; la falta casi total de horizontes, y se tendrá idea de aquel terreno preparado ya para convertirse en teatro de una lucha homérica.
El primer síntoma de guerra fue una disputa ocurrida en el Club del Progreso entre el intendente municipal don Domingo Luna y el juez de paz don Pedro Machado, a raíz de un envite* en que el juez cantó treinta y dos y se fue a baraja sin mostrarlas, apuntándose los tantos después de no querer el rabón. Casi hubo cachetadas, y quizá hubiera sido mejor, porque la venganza de Machado, a quien el intendente llamara “tramposo” con todas sus letras, fue terrible: fundó un periódico, El Justiciero, para atacar a su enemigo y sacarle los cueritos al sol. “Los cueritos al sol” dicen en la campaña, porque allí se acostumbra que los niños duerman sobre pieles de cordero, y cuando éstas se sacan a la luz... ¡ya se adivina el resto!
Hizo Machado llevar una imprentita de Buenos Aires, y como era completamente analfabeto, la puso en manos de Fernández, que ya había dragoneado* de periodista en otro pueblo, encargándole que pusiese “overo” al intendente, sin asco y sin lástima.
El Justiciero debía aparecer dos veces por semana: jueves y domingos. Apareció, sin embargo, un solo jueves, pues el deux ex machina pagochiquense, el escribano Ferreiro, se encargó de poner paz entre los príncipes cristianos.
- Mire, don Pedro –declaró el belicoso juez de paz-; esto va a ser como pelea de comadres de barrio. “¡Usté es esto!” “¡Y qué es más!”. Cuanto pueda decirle a Luna, él se lo puede repetir a usté, porque todos hemos hecho y estamos haciendo lo mismo. Tráguese la rabia y cállese la boca, porque lo más que sacará será lo que el negro del sermón: los pies fríos y la cabeza caliente. Sigamos como hasta ahora, que así va lindo no más. Si no, vamos a tener que enojarnos con usté, se va a enojar el gobierno, ya no le caerá un negocio para hacer boca, y en cambio Luna se encargará de decirle cuántas son cinco, y él y usté, usté y él serán la risa de todo el mundo.
Como don Pedro no cediera a las primeras de cambio, Ferreiro se entretuvo en enumerarle todos los negocios dudosos y hasta escandalosos en que había tenido participación, las arbitrariedades por él cometidas en el desempeño de su cargo...
- Pior ha hecho él –gritaba Machado, como lo pronosticara el escribano, que le tapó la boca con esto:
- Habrá hecho peor, no digo que no. Pero él no está en posesión de un campo sin título de propiedad, ni de seis o siete lotes urbanos, que la intendencia puede reivindicar de un momento a otro...
El Justiciero no reapareció hasta meses más tarde, cuando La Pampa de Viera arrojó en aquel terreno abonado la semilla de la oposición, provocando por parte del oficialismo un defensa desesperada, que tuvo la virtud de acabar con las rencillas* de Machado, Luna y demás “dueños del pueblo”.
Este Viera, hijo de Pago Chico –joven de veintidós años que había vivido algún tiempo en Buenos Aires, codeándose, gracias a su pequeña fortuna, con la juventud frecuentadora de cervecerías, teatros y comités-, era un bien intencionado y un cándido*, con escasa ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica infundió ideas redentoras. A raíz de aquel vasto movimiento de opinión volvió al Pago* resuelto a reformar el mundo, y para hacerlo compró también una imprentita, gastándose la mitad de su capital, y fundó La Pampa, dispuesto a sostenerla con la otra mitad.
Ya lo veremos en acción. Entre tanto pasemos a otra cosa, para dar una idea general de aquel pueblo privilegiado.
Las reuniones más chic* y mejor concurridas eran las que Gancedo celebraba frecuentemente en su casa, para ir creándose una popularidad que pudiera llevarlo a la diputación*, sin darse cuenta de que en Ferreiro tenía un rival tanto más peligroso cuanto más discreto y solapado.
Las tertulias de Gancedo eran todo lo amantes y agradables que podían serlo en Pago Chico. Precedíalas siempre “una comida íntima” según el dueño de casa, “un banquete” según los invitados no venenosos. Llenábase de gente el vasto comedor, y como la ciencia culinaria pagochiquense estaba todavía en pañales, el menú se componía generalmente de jamón, pavo, fiambre, conservas de toda especie y empanadas criollas, de tal modo que la mesa parecía la de un lunch de viajeros en una parada de camino.
Terminada la comida y apuradas las últimas botellas de buen vino de postre, comenzaba a llegar el resto de los invitados, las niñas con sus mamás, los jóvenes solteros; el pianista Mussio aporreaba* el teclado sin darse tregua, y los valses, las polkas* y lanceros* se sucedían hasta muy cerca del amanecer.
Las demás reuniones eran muy parciales y escasas, excepto las masculinas del Club del Progreso y la confitería de Cármine, los dos puntos de reunión que se disputaban opositores y oficialistas, quedando el uno y el otro tan pronto en manos de éstos, tan pronto en manos de aquéllos, como en las figuras de una contradanza*.
Pero, eso sí, sólo tratándose de un caso de enemistad declarada y odio manifiesto, ningún pagochiquense distinguido faltaba al bautizo*, la boda, el velorio* y el entierro de otro distinguido pagochiquense. Era de regla olvidar aparentemente las pequeñas rencillas en estas solemnidades.
Pero si escaseaban las fiestas y las tertulias de música y de baile, abundaban en cambio las “tenidas”* de murmuración y desollamiento. Los hombres las celebraban en el club y en el café; las mujeres en sus casas y las ajenas. Como hormigas iban y venían de sala en sala, despellejando aquí a las que acababan de dejar allá, mientras eran despellejadas a su vez por aquéllas y por otros, en una madeja de chismes, embustes, habladurías y calumnias que no hubiera desenredado el mismo Job, con toda la paciencia que se le atribuye aún, pese a las protestas, clamores y vociferaciones que llenan su libro del Viejo Testamento. Tales misteriosos cuchicheos* empañaron más de una fama limpia y pura, y pronto no quedó en Pago Chico, sino para los interesados, ni hombre decente ni mujer honrada.
-Si uno fuera a creer tanta inmundicia –decía Silvestre-, tendría vergüenza hasta de mirarse al espejo sin testigos.
Y lo más curioso es que Silvestre solía ser el vehículo por excelencia de la difamación.
La Pampa atacó el mal en varios artículos violentos contra los calumniadores. Todo el mundo los leyó, comentó, aprobó, aplaudió, ensalzó; pero todo el mundo siguió impertérrito* haciendo lo mismo, y hasta puede que exagerando la nota. De aquella célebre campaña periodística sólo quedó el dicho de “Pago Chico, infierno grande”, epígrafe* de uno de los artículos de Viera, y el buen efecto causado por este párrafo, glosa* de la frase silvestrina:
“Si cuanto se dice fuera cierto, habría que cercar de murallas el pueblo y convertirlo en una cárcel que fuera al propio tiempo manicomio y reclusión de mujeres perdidas.”
El comercio tenía bastante importancia, sobre todo desde que llegó el ferrocarril, pues entonces comenzaron a establecerse “barracas” para el acopio de frutos del país –lana, cueros, etc.-. Estos establecimientos fueron pronto los más importantes y prósperos, llegando a efectuar ciertas operaciones bancarias –depósitos en cuenta corriente y a plazo fijo, descuentos, giros- que antes hacían difícilmente las principales casas de comercio.
Entre estas últimas, la más notable era la de Gorordo, que reunía, en un inmenso edificio de un solo piso con techo de hierro galvanizado, los ramos de tienda, mercería, almacén, despacho de bebidas, corralón de madera, hierro y tejas, mueblería, armería, hojalatería, ferretería, pinturería, ropería, librería, papelería y droguería*, amén de otras especialidades.
Aún quedaban otros establecimientos análogos, restos de la época en que era necesario acapararlo todo para realizar alguna ganancia, y en que todos estos comercios se complementaban todavía con la compra-venta de frutos del país. Pero iban perdiendo terreno ante la especialización, pues año tras año surgieron tiendas y mercerías*, almacenes de comestibles, boticas*, mueblerías, platerías, sastrerías, zapaterías de diverso orden, hoteles, fondas* y bodegones, hasta un conato de librería y una cigarrería pequeña; casas entre las que sobresalía como una perla de incomparable oriente la
di Giuseppe
Cardinali
Pago Chico tuvo, por consiguiente, sus Bon Marché y sus Printemps antes que París, o al mismo tiempo, para perderlos luego y verlos sin duda reaparecer cuando se complete el ciclo de su evolución progresiva.
La primera industria mecánica que nace en un pueblo de provincia, y la primera que nació en Pago Chico, es la fabricación de carros. En un principio los carros se compran en otra parte, pero inmediatamente se nota la necesidad de una herrería y carpintería para componerlos. Establecida ésta, por poco que la población adelante, el taller prospere y el obrero no sea muy torpe, la simple herrería se convierte en fábrica y la industria ha nacido sin esfuerzo.
A la fábrica de rodados habría que agregar en Pago Chic el floreciente molino y fideería de Guerrini, construcción chata y mezquina, emplazada a orillas del arroyo presuntuosamente llamado Río Chico, cuya escasa corriente bastaba apenas para mover una pequeña rueda que molía el grano con lentitud y como desganada. Las tormentas y la humedad, azotando y carcomiendo sus paredes de ladrillo sin revoque, les habían dado una pátina* verdinegra, triste pero característica. Había que agregar también, fuera de los hornos de ladrillos y las licorerías falsificadoras de toda clase de bebidas, la talabartería de Tortorano que, realizando buenos negocios, sin embargo debía luchar con la competencia de los trenzadores criollos, que en los ranchos de las afueras hacían primorosos maneadores*, lazos, bozales*, maneas, prendas de gran lujo disputadas por los paisanos y los mismos “paquetones”* del pueblo, y en las que un solo botón llevaba a veces más de un día de trabajo. Tortorano tenía que limitarse a vender arreos ordinarios, pero cobrándolos a precio de oro ya vengaba del arte purísimo que convertía los “tientos”*, el simple cuero sobado*, en bridas* moriscas, suaves como la seda, en cabezadas* caprichosas y elegantes, sutiles trabajos en que el gusto y la paciencia realzaban diez y más veces el valor de la materia prima. Y, a la larga, Tortorano venció: hizo que los trenzadores trabajaran exclusivamente para él, almacenó sus obras sin venderlas, imponiendo los artículos de su fabricación, y cuando logró que se olvidara la moda de los aperos criollos, dejó sin trabajo a los trenzadores, que debieron levantar campamento para no morirse de hambre.
Como industria, no podemos olvidar tampoco la de Tripudio, que con los desmirriados* racimos de las parras de su quinta y otros ingredientes menos inofensivos, fabricaba un chacolí* con “gusto a olor de ratón”, que luego expendía con el ingenioso título de “Vino Cható”.
Complementaban la población trabajadora de Pago Chico varios ejemplares de hojalateros, sombrereros, modistas, tipógrafos, pintores, blanqueadores y empapeladores, planchadoras, panaderos, lavanderas, cigarreras, carniceros con tienda abierta y verduleros que también vendían carbón, leña, maíz y afrecho*...
...Y como esto basta y sobra para dominar el escenario y tener siquiera barruntos* de algunos pocos actores, pasemos sin más preámbulos a relatar y puntualizar varios episodios de la sabrosa historia pagochiquense, preñada de hechos trascendentes, rica en filosófica enseñanza, espejo de pueblos, regla de gobiernos, pauta* de administraciones progresistas, norma de libertad, faro de filantropía*, trasunto ejemplar de patriotismo...
- ¡Flor y truco! Y si hay más flor, ¡contra flor al resto! –agregaría Silvestre, afirmando con esta salva de veintiún cañonazos los colores de Pago Chico.
LIBERTAD DE
IMPRENTA
Las cosas iban tomando en Pago Chico un giro terrible. La política enardecía los ánimos y La Pampa y El Justiciero se dirigían los cumplidos de mayor calibre que hasta ahora haya soportado una hoja de papel. Estaban cercanas las elecciones municipales, y cívicos y oficialistas abrían ruda campaña, los unos para conquistar, los otros para retener el gobierno de la comuna. La Pampa no dejó de aprovechar el desfalco descubierto en la tesorería municipal, y no dirigió sus golpes al culpable tesorero, sino que se encaró con el intendente mismo. Un parrafito:
“Si don Domingo Luna estuviera donde debe estar, que no es seguramente en la intendencia de Pago Chico, sino cerca de Olavaria, no se hubiese cometido ese robo escandaloso, que una vez más viene a demostrar cómo la pobre provincia sufre la canalla entronizada de un gobierno que es la cueva de Alí Baba, va a ser esquilmada hasta el último peso por los secuaces que ese gobierno mantiene en todas partes, ya que no hay persona decente que quiera servir sus planes ignominiosos* y sí puramente hombres sin honor ni vergüenza.”
Y el artículo, que seguía in crescendo, peor en sintaxis y pésimo en intenciones, enfureció a don Domingo de tal modo que se fue como cohete a consultar el caso con el escribano Ferreiro, su mentor en las grandes emergencias. Quería acusar a la publicación. Ferreiro, sudoroso, leyó atentamente el artículo, dejando oír ligeros ¡hum! ¡hum! intraducibles; luego depositó el diario en las rodillas y sentenció:
- No es acusable.
Don Domingo Luna se exaltó, replicando, pálido de ira:
-¿Quiere decir que porque a un miércoles se le ocurre robarse la plata de la Municipalidad, a mí se puede decir que debo estar en la cárcel de Sierra Chica ese canalla de Viera?
- No lo dice, lo da a entender –repuso tranquilamente Ferreiro.
El más alto funcionario de Pago Chico salió de la escribanía furioso, gruñendo entre dientes:
- Me las ha de pagar ese insultador sin vergüenza. ¡Ya verá, ya verá! ¡Lo que es esta vez no se libra de una tunda!
Seguramente influía en el tumultuoso furor de don Domingo el estado del tiempo. Todo aquel día hizo un calor espantoso. El horizonte, al norte y al oeste, estaba oculto tras de vapores vagos que daban al cielo tintas sucias, un color borroso de polvareda lejana. Rachas de viento caliente, como si saliera de un horno, barrían las calles calcinadas por el sol. Nadie salía de casa; todos se sentían invadidos por un malestar creciente, con el pecho opreso*, jadeantes y sudorosos aun en la inmovilidad. En sus ráfagas el viento traía olor a paja quemada. El bochorno* aumentaba por minutos.
Avanzando la tarde, el sol se ocultó entre nubes de fuego; pero el incendio del ocaso parecía extenderse al norte, donde la extraña niebla tomaba resplandores rojizos. La noche cayó lentamente, y el viento que forma montones de arena en las aceras y pasea triunfalmente de un lado a otro de la calle, no disminuyendo su furor ni se dignó a refrescar algo; quería achicharrarlo* todo.
Cuando oscureció completamente, se notaron en el cielo de azul profundo dos grandes parches luminosos, de cálidas tintas, semejantes –menos en el tono- a la claridad difusa que por la noche y desde lejos se ve flotar sobre las ciudades bien alumbradas. Tras de ese velo transparente, de color naranja, titilaban las estrellas en el cielo sin una nube...
Era el incendio en el campo, que había cundido con la violencia de los grandes desastres, como se verá cuando se lea que el “diablo” estuvo también en Pago Chico.
La noche era oscura, pintiparada* para cualquier combinación política de esas que concluyen a garrotazo limpio; y como el señor intendente había tenido tiempo de prepararse, hablando con el juez de paz don Pedro Machado, para pedirle la aprobación de su plan, y con el comisario Barraba, para que le prestase cuatro vigilantes vestidos de particular, aguardaba al pobre Viera una que “habría de dolerle”, según declaró don Domingo, al anochecer, en el Club del Progreso, delante de los concejales gubernistas, el comisario del mercado de frutos y el inspector de riego.
Viera no tuvo aviso esta vez y se retardó en la redacción de La Pampa hasta mucho después de anochecido. Había baile esa noche en casa de Gancedo –en el patio, por el calor, con faroles chinescos y guirnaldas de sauce y yedra- iba la novia, no asistiría gubernista alguno y no era posible faltar. Se dio una tarea espantosa para “llenar” el diario, y a las ocho y media salió para ir a mudarse de ropa; estaba de tinta de imprenta y kerosene de no poder acercársele. Llevaba su bastón en la mano y el infaltable Smith-Wesson* en el bolsillo de atrás del pantalón.
Paseaban la acera oscura cuatro sombras sospechosas. En frente, cerca de la talabartería de Tortorano, un bulto se distinguía apenas en el quicio de la puerta de Troncoso. Era don Domingo, ganoso de presenciar el castigo de su insultador.
- ¡Hum! –se dijo el periodista- ¡esto es algo!
Apenas le vieron, los vigilantes –las sombras- se echaron sobre él, blandiendo unos talas irresistibles; pero en ese momento, interesado por la escena que iba a desarrollarse, Luna tuvo la mala suerte de entrar en el radio de luz de la vidriera de Tortorano. Viera le reconoció, y haciendo una gambeta* a los presuntos apaleadores, cruzó la calle como un rayo, alzó el bastón cuando estuvo cerca del intendente, le cruzó dos veces la cara con dos soberbios garrotazos,“¡Tomá, tomá, canalla traidor!”, y se metió de un salto en casa de Troncoso, que comía con su familia, aprovechó el primer instante de indecisión de los otros, corrió al fondo, trepó la tapia, bajó a la calle, y amparándose en la sombra, se fue a su casa...
Luna, ciego de ira y de dolor, hizo violar el domicilio de Troncoso, pero los agentes y él mismo se entretuvieron en buscar por las habitaciones, dando a Viera el tiempo de escaparse. Mas el periodista, incauto, había ido a mudarse de ropa en vez de buscar sitio seguro, y no tardó en ser aprendido bajo la acusación de “desacato a la autoridad”. El insigne y sapientísimo* juez de paz, don Pedro Machado, había prometido firmar al día siguiente –antedatada*, como es natural- una orden de allanamiento para la casa de Troncoso y para cualquiera donde pudiese estar ese “chancho”. No había, pues, que temer ulterioridades, y se haría justicia.
Gracias a esa rapidez de procedimiento –excepcional en Pago Chico- el comisario Barraba, precedido por seis vigilantes de uniforme, invadió la casa de Viera, que estaba lavándose, en paños menores y descalzo para no salpicar los zapatos de charol.
-¡Marche!
-¡Pero hombre, no he de ir desnudo!
-¡Marche, canalla!
Por fin le permitieron ponerse unos pantalones y calzar unas zapatillas, y en camiseta se lo llevaron a empellones, por el medio de la calle, hasta la comisaría, en cuyo calabozo* inmundo lo metieron.
-¡Yo t’enseñar, trompeta*! –le gritó Barraba sacudiendo la mano en el aire, apenas le vio encerrado.
Y allí pasó la noche Viera, echando por esa boca cuando terno* figura en el vocabulario de Pago Chico, que es uno de los más completos en la materia.
Al día siguiente, La Pampa salió “tremenda”.
Informados a tiempo los amigos, primero por Tortorano, que lo había visto todo, pero que no se animó a terciar*, luego por Troncoso, que protestaba contra el atropello a su domicilio, después por Silvestre, el boticario, que nada había visto, pero que todo lo sabía y aun agregaba detalles de su cosecha, y en seguida, por Pago Chico entero, que se arremolinó cuchicheando en el club, en los cafés, en la plaza, hasta en el baile de Gancedo, y que hacía silencio apenas asomaba un oficialista –informados a tiempo, repetimos- se encargaron de dar la nota del día en el periódico, hicieron parar la máquina, aflojaron las formas y añadieron un primer editorial cortito, pero sabroso, que se atribuyó generalmente a la bien cortada pluma del doctor Francisco de Pérez y Cueto que, aunque español, era muy patriota y un liberal* hasta allí.
No podemos renunciar al placer de exhibir ese documento histórico, ya que está al alcance de la mano:
“La infamia entronizada en este desgraciado pueblo de Pago Chico, por culpa del gobernador de la provincia de Buenos Aires que no merece más que el desprecio, y que comete cuantas tropelías harían poner rojo de vergüenza a cualquier hombre con ciertos ápices* de dignidad, ha llegado hasta un extremo que no puede concebirse en un país libre donde todo el pueblo y los ciudadanos además quieren la libertad de las instituciones.
La prensa, que es el cuarto poder del Estado, y que es una institución simultáneamente y, al mismo tiempo, no se ve libre de las acechanzas de esos malvados que roban y esquilman* al pueblo a mansalva* y sin que haya quien les castigue, porque tienen el poder en la mano, y no contentos con eso echan mano de la fuerza bruta para hacer callar la protesta indignada de un pueblo que sufre sus desmanes y sus depredaciones.
Como ven que la valiente propaganda de este diario no se detiene ni tergiversa*, han llegado en su infamia y traición hasta asaltar en plena vía pública a nuestro valiente y noble director, y no satisfechos con ese brutal e incalificable atentado, le han sumergido luego en un estrecho e inmundo calabozo infecto, casi desnudo, después de arrancarlo de su casa donde se estaba mudando de ropa para ir al baile de lo de Gancedo, y no sin antes haber violado su domicilio como violaron el de la casa del señor Troncoso para buscarlo los emponchados que con el intendente a la cabeza trataban de darle una paliza de la que el intendente fue el que salió mal parado.
Y entre tanto nuestro director está preso inicuamente.
¡Así obran las autoridades gubernistas!
¡¡Así se respeta el domicilio privado de las casas de familia!!
¡¡¡Así se respeta, también, la prensa por esos canallas ensoberbecidos bandoleros del poder!!!
¡¡¡¡Pero no nos harán callar!!!!
¡¡¡¡¡Hemos de decirles todas sus porquerías, y hemos de sacar muchos cueros al sol!!!!!
¡¡¡¡¡¡Miserables!!!!!!
Mañana nos ocuparemos más extensamente de este atentado brutal. Hoy la indignación nos pone mudos y a más la falta absoluta de espacio nos impide tratar el tema en la extensión que se merece”
Como se ve, no habían alcanzado los puntos de admiración para el último párrafo. El regente quiso distraer dos de ¡¡¡¡¡¡Miserables!!!!!! o de alguna de las frases anteriores, pero no se lo permitieron, porque al fin y al cabo el último párrafo era puramente explicativo.
Por su parte El Justiciero –el papel oficial- no se quedó corto tampoco en aquel memorable día. He aquí lo que escribió.
“El individuo Vera, que no se detiene en sus asquerosos avances de pasquinero* soez* ni ante el sagrado del hogar, ha llevado ayer su justo merecido, recibiendo una paliza de padre y muy señor mío que le propinó nuestro distinguido amigo y correligionario señor Domingo Luna, que con tan empeñoso acierto rige las funciones de intendente municipal de este progresista pueblo.”
Hay que hacer notar que este párrafo –y alguno de los que siguen- fue escrito antes del suceso. Luego hubo que cambiar algo la redacción por la inesperada vuelta de la tortilla. Pero, ¡qué diablos!, el artículo quedó bien de todos modos y no era cosa de que los cajistas* se estuvieran toda la noche en la imprenta. Además, ¿cómo decir que el apaleado había sido don Domingo?. El artículo continuaba:
“Como a Viera no se le hace más caso a sus ataques que a perro sarnoso, se le hizo el campo orégano, y no contento con insultar desde su pasquín inmundo, quiso también echársela de matón y agredió infamemente al señor Luna, pero le salió la torta un pan, porque fue por lana y salió trasquilado* y se metió a apaleador y casi no le dejan un hueso sano.”
-¡Coñe! ¡Así se escribe la historia! –exclamaba el doctor Pérez y Cueto al llegar aquí de la lectura.
“Habíamos pronosticado que esto iba a suceder matemáticamente, porque no podía ser de otro modo, porque estos advenedizos llenos de desvergüenza y cínicos, y que tienen por arma la calumnia soez, infame y asquerosa, para conseguir cuatro suscripciones de otros tan desesperados y tan procaces* como ellos, sin comprender que con eso no se puede transgredir* ni paliar* la opinión pública...
Esa escoria social en la prensa, cuya misión es tan elevada y tan seria y que alguien ha dicho que los periodistas son patronos de almas, da hálitos de podredumbre inmunda a los pueblos que infestan y debían preocuparse los gobiernos de poner a rayas con sabias limitaciones reglamentarias y leyes al propósito a esa prensa brava que destila baba* sobre todos los que no comulgan con sus ruedas de molino.
Una ley de imprenta que enfrene* a esos insultadores de oficio se hace necesaria inminentemente. Si no, sería necesario hacerse justicia por su propia mano, como en el caso de ayer.
En cuanto a éste, sobre el cual mucho tendríamos que decir porque pertenece a esa calaña*, pero que nos callamos por la circunstancia misma de ser nuestro enemigo político (lealtad que no tiene él en sus desbordes infames, entre paréntesis), está preso en la comisaría y hoy mismo será puesto a disposición del digno juez de paz de este partido, señor don Pedro Machado.
El señor intendente sigue algo mejor, y los doctores Carbonero y Fillipini decían anoche que dentro de dos o tres días podrá salir a la calle.”
Ante la lectura de ambos diarios había para quedar perplejo. Al fin de cuentas, ¿quién había dado a quién? ¡Problema! Pero para eso estaba Silvestre, que en cierta ocasión, encarándose con Viera y refiriéndose a La Pampa y a su propaganda, había exclamado, orgulloso:
-¡Ella sale una vez al día, y yo salgo a todas horas!
Así es que no faltó buena y bien exagerada información en Pago Chico: Luna, que preparaba una celada a Viera para vengarse de sus justos ataques, había recibido una paliza que lo había “dejado mormoso”, después de lo cual, el comisario, con treinta vigilantes armados a rémington*, habían asaltado la casa del periodista, y no sin que éste opusiera una resistencia heroica, en que hubo tiros pero no heridos (los tiros los oyó todo el mundo aunque no sonaron), fue reducido y se le condujo preso al más sucio y poblado de sabandijas de los calabozos policiales... Allí está Viera aún. ¿Quién sabe si no lo habían estaqueado*?
La población de Pago Chico despertó al otro día incómoda y cuchicheante. Sin embargo, escaldada* tantas veces, no alzaba mucho el diapasón... ¡Claro! ¿Y las consecuencias?... No era cosa de meterse a redentor y salir crucificado.
Verdad es que en la cantina de la estación del ferrocarril, donde no acostumbraba presentarse oficialista alguno, un grupo que absorbía el vermouth matinal se ocupó calurosamente del suceso, y después de una arrebatadora e inspirada alocución de Lobera, secretario del comité y oficial de la peluquería de Bernardo, declaró y juró que era deber nacional devolver la libertad a Viera, y que lo harían “si a las buenas, a las buenas; si a las malas... ¡a las malas!”, palabras textuales del arrebatado Tortorano, que la noche anterior había juzgado de alta política no asomar las narices a la puerta.
¡En este último caso –exclamó Lobera, que destilaba agua de violeta por todas partes y entusiasmo por la boca-, en este último caso asaltaremos la comisaría y le daremos una paliza a Barraba!
-¡Muy bien dicho! –exclamaron unos
-¡Eso es!, ¡una paliza al comisario! –gritaron otros.
-¡Bravo! ¡Bravo! –aullaron los demás.
Silvestre, que entraba, vociferó, aunque estaba ronco desde la noche antes:
-¡Es un atropello infame! ¡Que suelten a Viera!
Y durante un rato continuó la discusión, en voz muy baja pero acaloradamente, y lo curioso es que el grupo se fue desgranando poco a poco de una manera casi imperceptible. Bebían su vermouth o su bitter y se evaporaban, uno a uno, silenciosos, yéndose cada cual por su lado, no sin dirigir a la salida una sonrisita amistosa al vigilante que de acera a acera, y observando el interior del café, se paseaba por la esquina.
-¿Se ha ido Lobera?
-Hombre, sí; y Silvestre también.
-¿Y Tortorano?
-Acaba de salir.
-¡Así no se puede hacer nunca nada! –exclamó Pedrín, que también tomó la puerta encogiéndose de hombros.
Al pasar por la comisaría miró hacia adentro, apretó el paso y se metió en su casa. El “hotel del poco trigo”, como le solía llamar, no era de sus aficiones.
Sin embargo podría –él, tan curioso- haberse detenido a observar lo que pasaba en la comisaría.
En medio del patio, bajo el sol rajante, un agente de plantón, tieso* como el Apolo del jardín de Bermúdez –aquella estatua de yeso pintado imitando mármol veteado, que tanto podía representar a un tullido-, miraba de reojo a sus compañeros que tomaban mate y de frente a las oficinas.
-Che*, Avellaneda, alcanzá uno –dijo el plantón al cebador del amargo, viendo que los oficiales estaban de jarana* en el despacho.
-iSí! ¡P’a que me frieguen*! Andá que te dé Viera.
Los otros, formando grupo alrededor de la pava que hervía sobre un fueguito de virutas* en la sombra del paredón, se rieron a carcajadas de la ocurrencia. Viera, medio desnudo, estaba en el calabozo, y Fernández, el agente de plantón, era el jefe de la partida que debió apalearlo. Barraba lo había castigado “por sonso”, y porque sospechó quizá que tenía afición al “pasquinero”.
Casualmente, el comisario entró en aquel momento.
-¡A ver vos, Fernández, vení acá!
El plantón hizo la venia y con los sesos tostados por el sol se acercó miedoso y cariacontecido. Los otros se habían levantado y estaban firmes, con la mano a la frente y expresión de absoluta humildad.
Barraba entró en su oficina, se sentó junto al escritorio, y viendo que Fernández, cuadrado, se quedaba en la puerta, le gritó con voz áspera y frunciéndole las cejas:
-Entrá.
Casi temblando entró y se cuadró de nuevo, silencioso.
-Vos andás con Viera, ¿no?
-Yo... señor... –balbuceó el infeliz, que al oír tan terrible acento hubiera querido hallarse a veinte leguas.
-¡Es inútil que negués! ¡Yo mismo t’he visto! ¿Qué te decía ayer en la puerta de la imprenta?
-Nada, señor comisario.
-¿Cómo nada? ¡Algo te debía decir!
-Me preguntaba por m’hijo Pancho, que quería hablar con él, me dijo.
-Si, ¿y vos le avisarías lo de anoche, no? Ya sabés que no quiero que te metás a mulo grande, ¿entendés? Cuidadito conmigo, que si yo sé que te metés en otra, te hago estaquear. Ahora andate y ¡cuidadito!
El agente salió que no sabía lo que le pasaba. Le temblaban las piernas y sudaba y trasudaba, tan lejos de Juan Moreira como Pago Chico de la Capital Federal.
Barraba llamó a otro agente.
-Traigamé al preso –dijo.
¿A cual? ¿Al señor Viera?
-¡Qué señor ni qué señor! ¡Vaya y tráigame al preso, le digo!
Un momento después, Viera aparecía en el despacho, escoltado por el agente. Llegaba pálido y desgreñado, en camiseta y zapatillas, pero entero y altivo como cuadra a todo periodista perseguido por el poder.
El comisario estuvo largo rato sin alzar la vista, fingiendo que examinaba unos papeles. Viera, de pie y en silencio, se mordía los labios de rabia.
-¿Por qué está preso? –le preguntó al fin Barraba, clavando en él una mirada iracunda.
-No sé.
-¿Qué? ¡No sabe! ¡Qué no ha de saber!
-¡Lo que puedo asegurarle es que no soy yo quien debía estar preso!...
-¡No se me insolente! –gritó iracundo.
-No me insolento. Me pregunta y le contesto.
El agente dio un paso hacia Viera, aunque éste estaba aparentemente impasible. Barraba se reprimió pero le hubiese gustado hallar la ocasión de “darle unos planazos* al pasquinero”.
-Bueno. Usté lo ha lastimado al señor Luna.
-Él me agredió..., me he defendido. Después, se trataba de una emboscada..., y si no ya ve cómo me asaltaron cuatro emponchados que de seguro me matan si no me meto en casa de Troncoso.
El comisario pareció reflexionar.
-Bueno –dijo por fin-, esa es su versión. Pero el señor intendente no dice lo mismo, y los testigos tampoco.
-¿Quiénes son los testigos? ¿Los vigilantes disfrazados? ¡Los he conocido bien!
Barraba, ciego de ira, se levantó a medias de su asiento, pero logró reprimirse otra vez, y tras una larga pausa, fingiendo tranquilidad, dijo lentamente, cantando las palabras casi sílaba por sílaba:
-¡Qué quiere amigo! ¡Diga lo que se le antoje! Aquí no hay más agresor que usted, y yo tengo la obligación de pasarlo al juez de paz por su delito de desacato a la autoridad.
-¡Pero eso es una injusticia! ¡Usted es mi enemigo y abusa de su puesto! –exclamó Viera que ya estaba viendo quince días o un mes de prisión en el calabozo, los interrogatorios intolerables, las vejaciones sin término, y para fin de fiesta el viajecito a La Plata, entre dos vigilantes y quizá con grillos...
-¡Enemigo! ¡injusticia, eh! –gritó Barraba morado de cólera- ¡Mire, amiguito, no me cargue la paciencia, canejo*!
-¡Es que es la verdad! –repuso el otro con indignación.
-¡Conque enemigo, eh! ¡Pues ande con cuidado, cuando salga, con el enemigo y con lo que escribe en su pasquín, si no quiere probar un buen guiso de lonja*!
Y dirigiéndose a la puerta de la otro oficina, gritó:
-¡Benito! hacé l’ata de Viera.
El escribiente tenía el acta preparada ya y acudió a leerla, con voz monótona:
“Llamado a mi presencia el acusado Julián Viera, dijo que él había sido agredido por don Domingo Luna y que se defendió en defensa propia y que le pegó unos palos, y que entonces vinieron emponchados, y que él entonces se metió en la casa de Troncoso y que entonces los otros lo dejaron irse. Preguntado el delincuente si conocía a los hombres que decía que lo habían querido asaltar, el declarante dijo que no, y que no los había podido conocer porque dijo que la noche estaba muy oscura y que no había luz. Y leída que le fue su declaración, se ratificó y firmó. Conste.”
-Yo no firmo –dijo sencillamente Viera.
-¿Por qué? –preguntó Barraba indignado de ser desconocida su omnipotencia.
-Porque eso es una barbaridad.
Ya era como para no aguantar más; pero Barraba tenía mucha fuerza de voluntad y mucha prudencia, y se limitó a ordenar:
-¡Volvelo al calabozo!
Y cuando Viera salió, se quedó murmurando un “de nada te ha de valer” que sólo terminó cuando tuvo a bien regalar a Benito con este cumplimiento a propósito de la redacción del acta:
-También vos sos más bruto que un par de botas.
El escribiente se quedó impasible; ya estaba acostumbrado a esas rebuscadas galanterías.
-A ver si ponés en el libro de entrada de ese sonso: “Por desacato a la autoridá a mano armada del intendente.”
Y el involuntario epigrama*, retratando una época, sonríe aún en el libro de entradas y salidas de la comisaría de Pago Chico.
...Los telegramas habían llegado a todos los diarios de oposición de Buenos Aires y La Plata, y el hecho asumía las proporciones de un verdadero escándalo. ¡Qué arma aquélla, y en qué momentos! Asustados del ruidoso asunto, los caudillos platenses juzgaron conveniente ahogarlo al nacer, echándole tierra, y el diputado Cisneros, mandón de Pago Chico, sirviendo de truchimán* a los jefes del partido oficial todavía no endurecidos en la brega, hizo al juez de paz, don Antonio Machado, el siguiente despacho:
“Dejen Viera. Conviene altos intereses del partido. Aquí laméntase brutal atentado contra digno intendente Luna. Pero hay que demostrar oposición, tranquilidad, espíritu. Pongan asaltante inmediatamente en libertad. – Cisneros.”
El escribano Ferreiro había criticado acerbamente la aventura y el desmán, abundando en las mismas opiniones.
-Eso es querer callar un chancho a palos –dijo a Luna y a Barraba-. Otra vez no sean tan bárbaros. A hombres como Viera hay que matarlos o dejarlos. Nada de palizas. Sítienlo por hambre más bien.
...La orden del diputado se cumplió sin pérdida de momento. El consejo de Ferreiro comenzó también a ponerse inmediatamente en práctica.
EN LA
POLICIA
No
siempre había sido Barraba el comisario de Pago Chico; necesitóse de graves
acontecimientos políticos para que tan alta personalidad policial fuera a poner
en vereda a los revoltosos pagochiquenses.
Antes de él, es decir, antes de que se fundara La Pampa y se formara el comité de oposición, cualquier funcionario era bueno para aquel pueblo tranquilo entre los pueblos tranquilos.
En antecesor de Barraba fue un tal Benito Páez, gran truquista*, no poco aficionado al porrón* y por lo demás excelente individuo, salvo por la inveterada costumbre de no tener gendarmes sino en número reducidísimo –aunque las planillas dijeran lo contrario-, para crearse honestamente un sobresueldo con las mesadas* vacantes.
-¡El comisario Páez –decía Silvestre- se come diez o doce vigilantes al mes!
La tenida de truco en el Club Progreso, las carreras en la pulpería* de La Polvareda, las riñas de gallos dominicales y otros quehaceres no menos perentorios, obligaban a don Benito Páez a frecuentes, casi reglamentarias ausencias de la comisaría. Y está probado que nunca hubo tanto orden ni tanta paz en todo Pago Chico. Todo fue ir un comisario activo con una docena de vigilantes más, para que comenzaran los escándalos y las prisiones y para que la gente anduviera con el Jesús en la boca, pues hasta los rateros pululaban*. Saquen otros las consecuencias filosóficas de este hecho experimental. Nosotros vamos al cuento aunque quizás algún lector lo haya oído ya, pues se hizo famoso en aquel tiempo, y los viejos del pago lo repiten a menudo.
Sucedió, pues, que un nuevo jefe de policía, tan entrometido como mal inspirado, resolvió conocer el manejo y situación de sus subalternos rurales, y sin decir ¡agua va! destacó inspectores que fueran a escudriñar cuanto pasaba en las comisarías. Como sus colegas, don Benito ignoró hasta último momento la sorpresa que se le preparaba, y ni dejó su truco, sus carreras y sus riñas, ni se ocupó de reforzar el personal con gendarmes de ocasión.
Cierta noche lluviosa y fría, en que Pago Chico dormía entre la sombra y el barro, sin otra luz que la de las ventanas del Club Progreso, dos hombres a caballo, envueltos en sendos ponchos, con el ala del chambergo* sobre los ojos, entraron al tranquito al pueblo y se dirigieron a la plaza principal, calados por la lluvia y recibiendo las salpicaduras de los charcos. Sabido es que la Municipalidad corría pareja con la policía, y que aquellas calles eran modelo de intransitabilidad.
Las dos sombras mudas siguieron avanzando, sin embargo, como dos personajes de novela caballeresca, y llegaron a la puerta de la comisaría, herméticamente cerrada. Una de ellas, la que montaba el mejor caballo- y en quien el lector perspicaz habrá reconocido al inspector de marras, como habrá reconocido en la otra a su asistente-, trepó por la acera sin desmontar, dio tres fuertes golpes en el tablero de la puerta con el cabo del rebenque...
Y esperó.
Esperó un minuto, impacientado por la lluvia que arreciaba, y refunfuñando un terno volvió a golpear con mayor violencia.
Igual silencio. Nadie se asomaba, ni en el interior de la comisaría se notaba movimiento alguno.
Repitió el inspector una, dos y tres veces el llamado, condimentándolo cada uno de ellos con mayor proporción de ajos y cebollas, y por fin allá a las cansadas entreabrióse la puerta, vióse por la rendija la llama vacilante de una vela de sebo, y a su luz un ente andrajoso y soñoliento que miraba al inoportuno con ojos entre asombrados y dormidos, mientras abrigaba la vela en el hueco de la mano.
-¿Está el comisario? –preguntó el inspector, bronco y amenazante.
El otro, humilde, tartamudeante, contestó:
-No, señor.
-¿Y el oficial?
-Tampoco, señor.
El inspector, furioso, se acomodó mejor en la montura, echóse un poco para atrás y ordenó perentoriamente:
-¡Llame al cabo de cuarto!
-¡No... no... hay, señor!
-De modo que no hay nadie aquí, ¿no?
-Sí, se... señor... Yo.
-¿Y usted es agente?
-No, señor... Yo... yo soy preso.
Una carcajada del inspector acabó de asustar al pobre hombre, que temblaba de pies a cabeza.
-¿Y no hay ningún gendarme en la comisaría?
-Sí, se... señor Está Petronilo... que lo tra... lo traí de la esquina bo... borracho, ¡sí, se... señor! Está durmiendo en la cuadra*.
Una hora después, don Benito se esforzaba en vano por dar explicaciones de su conducta al inspector, que no las aceptaba de ninguna manera. Pero afirman las malas lenguas, que cuando no se limitó a dar simples explicaciones, quedó todo arreglado satisfactoriamente; y lo probaría el hecho de que su sistema no sufrió modificación, y de que el preso-portero y protector de agentes descarriados siguió largos meses desempeñando sus funciones caritativas y gratuitas.
EL JUEZ DE
PAZ
Ya se ha visto que también Pago Chico tenía juez de paz y que éste era entonces, desde años, don Pedro Machado, “pichuleador”* enriquecido en el comercio con los indios, y a quien la política había llamado tarde y mal.
-¡A la vejez, viruela! –decía Silvestre.
Y para desaguisados* nadie semejante al juez aquél, famoso en su partido y en los limítrofes por una sentencia salomónica que no sabemos cómo contar porque pasa de castaño oscuro.
Ello es que un mozo del Pago, corralero* por más señas, tuvo amores con una chinita de las de enagua almidonada y pañolón de seda, linda moza, pero menor y sujeta aún al dominio de la madre, una vieja criolla de muy malas pulgas que consideraba a su hija como una máquina de lavar, acomodar, coser, cocinar y cebar mate, puesta a sus órdenes por la Divina Providencia.
De más está decir que se opuso a los amores de Rufina y Eusebio, como quien se opone a que lo corten por la mitad, y tanto hizo y tanto dijo para perder al muchacho en el concepto de la niña... que ésta huyó un día con él sin que nadie supiera adónde...
Desesperación de misia Clara, greñas por el aire, pataleos y pataletas.
El vecindario en masa, alarmado por sus berridos, acudió al rancho, la roció con agua florida, la hizo ponerse rodajas de papas en las sienes, y por si el disgusto había dañado los riñones, la comadre Cándida, gran conocedora de males y remedios, le dio unos mates de cepa caballo...
Luego comenzó el rosario de los consuelos, de las lamentaciones y de los consejos más o menos viables.
-¡Será como ha’e ser, misia Clara! ¡Hay que tener paciencia!... ¡Si es de lái, ha’e golver!
-¡Usebio es un buen gaucho y la v’a dejar! –observaba un consejero del sexo masculino, que atribuía muy poca importancia al hecho.
Pero misia Clara no quería entender razones, ni aceptar consejos, ni tener paciencia.
Petrona era la encarnación de todas las comodidades, la sostenedora de su ociosidad, el pretexto y el medio de pasarse las horas muertas en la más plácida de las haraganerías. Ausente la joven, acabábanse la holganza, la platita para los vicios ganada por la aguja, el vestido de zaraza* lavado y planchado los domingos, las sabrosas achuras* que Eusebio solía llevar del matadero para no ser tan mal recibido como de costumbre...
-¡No! ¡No me digan más! ¡No se lo h’e perdonar!
Y se desataba en dicterios para su hija y el raptor, con palabras de tinte tan subido, que no debe consignarse ni un pálido reflejo de ellas, so pena de ir más allá de la incorrección. Era una fiera, un energúmeno, una tempestad de blasfemias y de maldiciones, como si el infierno que la aguardaba cuando tuviera que hacerlo todo por sus manos, se hubiera condensado y quintaesenciado en su interior.
-¡Ya verán! ¡Ya verán! ¡M’he quejar a la autoridá!...
Por más veleidades de rebelión que tenga el campesino nuestro, por más independiente que parezca, la autoridad es un poder incontrastable para él. Los largos años de sujeción y de persecución, desde el contingente hasta las elecciones actuales, con todas sus perrerías, le “han hecho el pliegue” y sólo otros tantos años de libertad permitirán que comience a desaparecer su fe en esa providencia chingada*.
Fue, pues, misia Clara a quejarse a don Pedro Machado.
Un cuarto de paredes blanqueadas, sin más adorno que el retrato del gobernador, el piso de ladrillos cubierto de polvo, un armario atestado de papales, una mesa llena de legajos, un banco largo, cuatro sillas y dos sillones, uno para el juez, otro para el secretario; todo eso era el Juzgado de Paz de Pago Chico y la sala del trono de don Pedro Machado.
Este digno personaje estaba en pleno funcionamiento, y el alguacil apostado junto a la puerta sólo dejaba pasar a los querellantes, a medida que don Pedro lo indicaba, después de las decisiones del caso.
-¡Hoy he estado evacuando todo el día! –solía exclamar el funcionario cuando abundaban las causas.
Misia Clara aguardó impaciente a su vez en la puerta de calle, secándose de rato en rato una lágrima de ira que brotaba quizá con la higiénica intención de lavarle las arrugas: vana empresa. La espera fue larga, pues todo Pago Chico estaba en pleito o buscaba la ocasión de estarlo. Don Pedro sentenciaba con una rapidez pasmosa.
-A ver, vos, ¿qué querés?
-Señor, venía porque Suárez me debe cincuenta pesos de pasto y hace dos meses que...
-¡Bueno!... Andá y decile que te pague, que digo yo... Y si no te paga, volvé que yo le haré pagar. Vos debés tener razón, por que es un tramposo...
El hombre se fue medianamente satisfecho, dando paso a otros pleitistas cuyo litigio era más complicado.
-Señor juez, cuando yo hice la pared de mi casa que hoy es medianera con la que está edificando el señor, la Municipalidad me dio una línea sobre la calle, y como mi terreno es rectangular, tiré dos perpendiculares sobre esa línea. Pero ahora resulta que el agrimensor municipal no supo darme la línea y que la pared medianera, como ya digo, se entra en el fondo en el terreno del señor, que me reclama las varas que le faltan. Yo, a mi vez, y antes de contestar esa demanda, vengo a demandar a la Municipalidad por daños y perjuicios, porque me dio la línea causante de todo.
Don Pedro Machado, que lo miraba de hito en hito, interrumpióle de pronto interpelando a la parte contraria:
-¿Y usté qué dice?
-¿Yo? Lo mismo que el señor; es la verdad.
-Demandar a la Municipalidad, ¿no?... ¿Y qué sian creído?...
-Señor, yo... demando...
-¡Callate! ¡Y vayan los dos a ver si se arreglan, y pronto... que sinó les atraco una multa!
La audiencia continuó largo rato con incidentes análogos a los anteriores, hasta que entró en el despacho un gubernista de cierta significación que iba furioso contra La Pampa, el diario opositor, salido aquellos días de toda mesura. El diario publicaba un violento artículo contra él, Simón Bernárdez, y le trataba poco menos que de ladrón.
-Hola, Bernárdez, ¿y qué lo trae por acá?
-Vengo a acusar por calumnias al diario de Viera. ¡Mire lo que me dice!
Y tembloroso de rabia leyó párrafos calumniantes, interrumpido por las indignadas interjecciones de don Pedro Machado.
-¡Ah, hijo de una tal por cual! ¡Ya verá lo que le va a pasar! ¡Es malo tentar al diablo!...
Y dirigiéndose al secretario, Ernesto Villar:
-Estendé una orden de prisión contra Viera...
-Vaya tranquilo, no más, don Simón, que aquí las va a pagar todas juntas.
Se fue Bernárdez a anunciar a sus amigos que había sonado la hora de la venganza; pero el secretario no extendió la orden de prisión.
-Sabe, don Pedro, que los jueces de paz no entienden de delitos de imprenta, y que no podemos dar curso a la acusación de Bernárdez...
-¿No?
-¡No, señor! Tiene que ir a La Plata.
Don Pedro hizo un gesto de disgusto al recibir la lección, y para no menoscabar su autoridad exclamó en tono de reprimenda:
-¡También vos! ¡por qué no me decís!...
Por fin tocó el turno de misia Clara, que entre gimoteos* y suspiros contó cómo Eusebio le había robado la hija, y se desató en improperios contra ambos, pidiendo al juez el más tremendo de los castigos que tuviera a mano.
-¿Cuántos años tiene la muchacha?
-Dieciocho, don Pedro.
-Bueno, ya sabe lo que hace, pues.
La vieja volvió a gemir, asustada del giro que parecía tomar el asunto.
-Pero mire, señor juez, que es única hija, que yo ya estoy muy anciana y que no puedo trabajar... Si ella me falta... más vale que me cortaran un brazo... ¡Haga que Huelva, señor juez, que yo le perdono con tal de que no lo vea más a Eusebio, que es de lo más canalla!...
Don Pedro permaneció impasible, armando un negro, con el papel entre el pulgar y el índice y deshaciendo el tabaco en la palma de la mano izquierda con las yemas de la derecha.
-Ampáreme, señor –insistió la vieja- ¡Haga que Huelva m’hija... ¡O, de no, atráquele una multa a ese bandido!
-P’a eso no hay multas... Si juera uso de armas –replicó sarcásticamente don Pedro.
La otra cambió de baterías.
-¡Si usté hiciera que Usebio me pasara siquiera la carne!... ¡Estoy tan vieja y tan pobre!
-¡Eh, qué quiere, misia Clara! La vaquilloncita ya estaba en estau... y es natural.
Hubo un largo silencio. En la cara del juez retozaba una sonrisa reprimida a duras penas.
-¿Qué resuelve, qué resuelve, don Pedro? –clamó misia Clara, desesperada y lamentable, con las arrugas más hondas y terrosas que nunca.
El insigne funcionario levantó lentamente la cabeza, y después sentenció con calma:
¿Yo? Que sigan, no más, que sigan...
LA ELECCION
MUNICIPAL
Aquella mañana, con grande asombro de Pago Chico entero, apareció en el diario oficial El Justiciero la siguiente inesperada noticia:
“Con
importantes elementos políticos, pertenecientes al partido provincial, acaba de
formarse un nuevo comité que en las elecciones de hoy sostendrá la siguiente
lista de candidatos para municipales:
Don
Domingo Luna
Don
Juan Dozo
Don José
Bermúdez.
“Este
comité, que funciona en la calle Bueno Aires, número 17, cuenta con numerosos
miembros, y aunque formado a última hora puede disputar el triunfo a los demás
partidos con bastantes probabilidades de éxito. En cuanto a los cívicos, de más
parece repetir que tendrá que comer cola”
¿Qué acontecimientos habían ocurrido?
¿Era la influencia de Bermúdez tan poderoso que su descontento producía la
escisión del partido oficial? No debía ser así, pues él mismo se sorprendió al
leer la noticia, y lleno de entusiasmo se encaró con su mujer, y golpeando el
diario con el dedo exclamó gozoso:
-¿No ves, china, cómo todavía me necesitan, cómo todavía tengo quien me apoye? ¡Yo también soy candidato, y del mismo partido oficial! ¡Mirá la lista! ¡Aquí estoy con Luna y Dozo, y El Justiciero dice que muy bien podemos triunfar!
-¡Alguna picardía de Ferreiro! Lo mejor será que no te metás –replicó Cenobita, siempre desconfiada-. Cuando menos, te quieren sacar unos pesos pa’l asao con cuero y la pionada...
-¡Vos siempre agarrás pa’l lao del miedo! –replicó Bermúdez, que se echó inmediatamente a la calle, vibrando de entusiasmo y de esperanza.
Eran las siete, y faltaba una hora para la apertura oficial del comicio.
Bermúdez, sin plan, iba palpitando, envanecido con su prestigio, ya innegable, en las esferas oficiales, y casi seguro de que por él iría directamente al triunfo. Tenía necesidad de hablar con alguien que no fuera su mujer, tan suspicaz y desconfiada que jamás creía las cosas hasta no haberlas palpado. Y la suerte quiso que con quien primero se topase fuera con el doctor Fillipini, que salía de una casa vecina. Detúvole, convencido de que lo encontraría menos reacio que su digna esposa para compartir su patriótico entusiasmo, y, basándose en las conjeturas que le habían llenado la cabeza, le contó, muy por lo menudo que sus amigos se habían arrepentido –como no podía menos de hacer- de haberlo a un lado cuando tantos y tan importantes servicios prestara a la causa común.
El doctor lo miraba a ratos y a ratos bajaba los ojos, disimulando una risita fisgona* que le hacía cosquillas en el estómago. Y cuando el otro dejó de hablar, no pudo reprimir esta desconsoladora exclamación:
-¡Ma é per il couchente! ¿Ma, non vede qu’é per il couchente?
El prestigioso candidato se sobresaltó, palideció y sin haber comprendido bien todavía, preguntó tartamudeando:
-¿El cociente?... ¿Qué tiene que ver el cociente?
Fillipini, tomándole un botón de la levita –para la circunstancia Bermúdez había creído conveniente salir de levita- y jugando con él, le explicó entonces sus suposiciones, en la media lengua ítalo-criolla, impasible, sin sorprenderse, con su filosofía práctica, ni de la inocencia del interlocutor, ni de la picardía de sus amigos políticos, sin más objeto que el de poner en claro las cosas, para hacer gala de sagacidad y burlarse en serio de aquel pobre congénere*.
Bermúdez quedó consternado al comprender que el partido oficial acababa de dividirse aparentemente, pero sólo para asegurar más el triunfo, pues, por la ley, el candidato que apareciera en las dos listas –Luna en este caso- sería electo sin discusión, por pocos votos que obtuviera en una de ellas. Él no era, en resumen, más que un comparsa, cuya misión terminaría casi antes de haber empezado.
-¡Hijos de una gran!...
¡Eh! ¿qué quiere? ¡Fatta la legge, fatto l’inganno!
El
cociente lo había trastornado siempre, pero aquel día lo derribaba del pináculo*
de sus más gratas esperanzas. ¡No sería, esa vez tampoco, genuino representante
y defensor del pueblo! ¡Miren que no votar derecho viejo como antes! ¡Esos
republicanos, inventores de la ley de trampa y de engaño! Si los tuviera a mano
¡qué felpiada* les daría!... Pero ¿qué hacerle? Para su venganza, ya que no para
otra cosa, la mejor contingencia era que los cívicos sacaran un concejal. En
cuanto a él, no saldría nunca.
-Ma, gay un remedio...
-¿Qué remedio, doctor?
No era difícil: tratar bajo cuerda de figurar en las dos listas, borrando a uno de los candidatos, el doctor Carbonero, por ejemplo, y reunir de ese modo el mayor número posible de votos, además de poner de su lado la importantísima ventaja de figurar en las dos listas. Cierto que si ambas tenían dos candidatos comunes, es decir, la mayoría de ellos, por la ley tendrían que considerarse iguales; pero... después se vería: eso tenía que resolverlo el mismo Concejo, juez de las elecciones y en cuyo seno no faltaban amigos de Bermúdez. También podía hacer otra cosa: amenazar a los correligionarios con llevar sus elementos de hombres y dinero a la Unión Cívica, amenaza que no dejaría de dar resultados, pero eso debía Bermúdez presentarlo como resolución que tomaría en el último momento y sólo si se le obligaba a ello, desconociendo tan injustamente sus servicios.
-¿Y usté me ayudará, doctor?
-¿Io? ¿Cosa ho da fare? ¡Ma!... io voteró...
Eran más de las siete, y Bermúdez, ansioso de poner el plan por obra, estrechó efusivamente la mano de Fillipini, y se alejó en dirección al café de Cármine, olvidado de su andar siempre lento y majestuoso. El médico, entre tanto, iba sonriendo, con la vista baja, satisfecho de la mala pasada que había jugado a su colega Carbonero, aunque tuviera sus dudas respecto de la acción que desarrollaría el pobre Bermúdez, cuya única habilidad hasta entonces había sido robar a los indios y apuntar de más en las libretas de sus clientes y en la pizarra de la trastienda.
Bermúdez entró en el café, pidió una ginebrita con bitter Angostura, y aguardó a que llegara alguno de los prohombres del partido oficial para poner manos a la obra.
Momentos después, Ferreiro, que acaba de entrar, se sentaba a su lado.
-Y... ¿ha visto la nueva lista? Anoche no le pude avisar porque resolvimos hacerla a última hora.
-¡Hum!... ¡Sí, l’he visto, sí!
-¡Qué! ¿Y no está contento? –preguntó Ferreiro, fingiéndose muy sorprendido, y algo lo estaba, en verdad, al comprender las sospechas de aquel infeliz. ¿Quién podría haberlo puesto sobre aviso?
-¿Y cómo v’y a estar contento, si eso es una trampa? ¿O crén ustedes que yo soy tan sonso y me chupo el dedo?
-¿Pero, cómo trampa, Bermúdez? ¿No quería ser candidato?
-¡Sí, candidato, sí, pero en de veras! No quiero que nadie juegue conmigo. Ya estoy cansao. Y ¿quiere que le diga?, pues si no salgo municipal de esta fecha... ¡me voy con los cívicos! ¡Aunque no sea candidato, quiero ser municipal, ¿oye?, y de no, me hago cívico, le juro!
Ferreiro se quedó un momento perplejo, pues no había contado con aquello, que le malbarataba sus planes. Pero, por la inminencia del peligro, no tardó en tomar una resolución, y antes de que Bermúdez hubiera vuelto a decir palabra, afirmó:
-Pero si precisamente lo hemos puesto en esa lista para que salga municipal, porque está resuelto en el comité que se le den votos también en la otra lista. No sé qué le ha dado ahora para tener semejantes desconfianzas... ¡Vaya! ¡Sea franco! ¿Quién es el intrigante que le ha venido con cuentos?
-A mí
nadie me ha traído cuentos. Pero yo sé muy bien lo del cociente, y aunque ya me
había conformau con no salir municipal esta vez, no quiero tampoco que me tomen
pa’l churrete*; ¡y desde que me han puesto en la lista, quiero salir y que se
dejen de historias!
-¡Pero si precisamente, le repito, sabiendo que usté deseaba ser municipal lo hemos puesto en esa lista, Bermúdez! Si el partido tenía que recompensar sus servicios, y así lo ha resuelto anoche. Usté es incapaz de desconfiar de ese modo; por eso le pregunto quién es el intrigante que le ha venido con cuentos... Debe ser algún interesado en dividirnos para sacar tajada...
-No se mete en política...
-Ah, ¿no ve, no ve que era cierto? ¿Quién le ha venido con el chisme, diga?... ¡Vaya!, mátelo, que al fin somos correligionarios y tenemos que defendernos unos a otros. Hoy por ti, mañana por mí...
-El doctor Fillipini.
Ferreiro dio un puñetazo en la mesa:
-¡Ah, gringo’e mier! –exclamó.
Y tomando otra postura, cruzadas las piernas y asida con ambas manos la que quedó arriba, preguntó a Bermúdez con sonrisa entre burlona y despreciativa:
-¿Y qué le ha dicho el doctor Fillipini? ¿Él le aconsejó que nos amenazara con irse a la Unión Cívica?
-Sí, él. Pero me dijo que lo hiciera en último caso, y que si no me escuchaban tratara de hacer votar por mí en la otra lista, borrándolo a Carbonero...
-¡Conque sí, eh! ¡Pues ya verá el hijo de su madre! –exclamó Ferreiro, que siguió murmurando, mientras sacaba del bolsillo un lápiz y la carilla en blanco de una carta, en la que escribió algunas palabras.
Bermúdez, turbado, sin saber ya a qué atenerse, lo interrumpió:
-¡Pero, al fin y al postre! –preguntó-, ¿salgo o no salgo municipal? Eso es lo que quiero saber, pero sin vueltas, derecho viejo, porque si no...
-Sí, será municipal, Bermúdez –contestó Ferreiro sin levantar la cabeza-. Le doy mi palabra que será municipal.
Y firmando la esquela que acababa de escribir, la plegó en cuatro, y llamó al dueño de casa.
-¡Cármine!, traeme un sobre y haceme llevar esta carta al intendente.
Era la condenación de Fillipini: un pedido-orden al intendente para que le quitara inmediatamente su puesto de segundo médico del hospital.
-¡Sí sale, amigo, sí sale! –exclamó levantándose y palmeando el hombro a Bermúdez-. ¿Para cuándo serían los amigos entonces?
-¡Je, je, je! –rió Bermúdez en el colmo de la satisfacción, levantándose también.
Y ambos salieron del café, encaminándose al atrio de la iglesia, donde iban a practicarse las elecciones más sonadas del entonces borrascoso Pago Chico.
Entre tanto, en el comité cívico hallábanse reunidos Viera, el periodista que a cada instante se asomaba a la puerta, nervioso, excitado, sin haber dormido, aguardando las huestes de votantes de la campaña que ya debían haber llegado; Llobera, que peroraba y destilaba esencias; Silvestre, que trataba en vano de meter baza apenas se interrumpiese la interminable serie de los discursos; Pedrín Pulci, Pancho Fernández, el hijo del vigilante, Tortorano, veinte o treinta más, y por último el doctor don Francisco de Pérez y Cueto, que había exclamado con énfasis al entrar:
-¡Ciudadanos! ¡Este hermoso día no puede menos de anunciarnos la victoria!
Y satisfecho del efecto producido, sintiendo un agradable cosquilleo en la piel, de entusiasmo hacia su propia persona, había callado y permanecido silencioso para no disminuir con vulgaridades el mérito de aquellas palabras proféticas. Aquel día se había propuesto no decir sino frases históricas.
Pero, eso sí, tuvo que informarse de un detalle de la mayor importancia, de la cuestión en aquellos momentos de vida o muerte, y preguntó a Viera, deteniéndolo en una de sus continuas idas y venidas.
-Diga usted, Viera, ¿están preparadas las armas?
Viera sacudió la cabeza de arriba abajo, dirigiéndole una mirada confidencial, y contestó más quedo aún, como un murmullo:
-Están... la noche en peso nos la hemos pasado acarreándolas con Silvestre. ¡Y con un jabón*! ¡No sé cómo no nos han pillado!
Las tales armas, el supremo recurso de un pueblo justamente indignado, resuelto a reconquistar su autonomía y a repeler todo conato de imposición, eran seis fusiles Rémington, que se hallaban cuidadosamente ocultos en la azotea del comité y que Viera y Silvestre habían llevado efectivamente, y no sin peligro, la noche anterior.
Como los
extremos se tocan, en el patio estaba la antítesis del arsenal aquél –grandes y
negros trozos de asado con cuero, fiambres sobre bolsas de arpillera, una
compañía de damajuanas de vino carlón* y un montículo de panes-, el almuerzo, en
fin, del invencible pueblo de Pago Chico, pronto a reivindicar sus conculcados,
aunque fuese a costa de su generosa y noble sangre.
Habíase prohibido terminantemente el uso de bebidas alcohólicas a los paladines del libre sufragio; no necesitaban excitante alguno para el caso probable de tener que sacrificar sus vidas en el altar de la patria, y era menester, en cambio, que se mantuviera el mayor orden en el comité, para dar completo ejemplo de civismo y de austeridad de costumbres. Pero a duras penas se lograba que no se marcharan todos de una vez a tomar la “mañana” en el almacén de la esquina, y hubo que conformarse con una transacción: que fueran de a dos, cuando mucho de a tres, y que volvieran inmediatamente. El entusiasmo iba creciendo con esto.
-¡Hay que tenerlos a soga corta –decía Silvestre-; si no, no pueden con el genio y rumbean p’a la borrachería!
Mientras estaban en el comité, los electores rondaban alrededor del asado, con el sólido apetito aguzado por las repetidas copas de mermú*, afilándoseles los dientes y saliéndoseles el cuchillo de la vaina. Y apenas podían entretener el ocio y el hambre con dicharachos y canchadas*, haciendo esgrima a mano limpia.
-Lo que es hoy –decía el negro Urquiza, en cuclillas, afilando un palito para los dientes con un formidable facón*-; lo que es hoy, los carneros* van a ... cargar aceite.
-¡Sí, de susto’e verte la trompa! –le retrucó un paisanito, que con las piernas cruzadas y recostando el hombro en la pared, parado junto a él, lo miraba desde arriba.
-Callate, guacho* –saltó el moreno, gesticulando con su ancha boca y mostrando los dientes en una a modo de sonrisa-. Más vale ser negro que orejano*. Yo siquiera tengo marca.
-¡Y yo soy capaz de ponerte otra en la jeta, negro trompeta! –dijo el muchacho echando la mano atrás como para sacar también el cuchillo.
El negro estuvo de un salto en pie, pero varios se interpusieron mientras uno de los correligionarios decía pausadamente, no sin sorna:
-¡Vaya!, guardesén p’a luego, muchachos. ¿No ven que las papas queman?. Puede ser que luego haiga baile, y entonces podrán bailar a gusto...
-¡Si, bailar con la más fea! –exclamó otro.
-¡Y’anda teniendo miedo éste... tabaco aventau, no más! –dijo el del baile.
-¡Óiganle! –prorrumpieron varios.
-Pisale el poncho ai tenés.
-¡A que no le mojás la oreja a ño Fortunato!
Viera creyó necesario intervenir:
-¡A ver, compañeros, un poco menos de bochinche, que esto no es ningún piringundín*!
Los ánimos se tranquilizaron momentáneamente. Reinaba en todos un desasosiego, una nerviosidad desusada, y en la expectativa de acontecimientos penosos mostrábanse irritables, como si anhelaran precipitarlos o provocar otros, prefiriéndolo todo a la zozobra en que necesariamente tenían que estar largas horas todavía.
Pero el más desasosegado, el más nervioso, el más irritable era el mismo Viera, que no podía estarse un segundo quieto. Conocía, afortunadamente, su estado y reprimía sus ímpetus, siempre a punto de estallar, contestando con monosílabos hasta al mismo doctor Pérez y Cueto, sintiendo unas ansias que le subían del corazón a la garganta y le cortaban la respiración. ¿Qué era aquello? ¿Por qué no llegaban los correligionarios de la campaña? Y no pudo de pronto contener su impaciencia y se quedó en la puerta del comité, golpeando el suelo con el pie, pálido, casi trémulo, mirando con ojos devoradores a uno y otro lado, como si quisiera atraer con la mirada los esperados grupos de jinetes. Pero la calle polvorienta, abrasada por un sol de fuego aunque ya estuviesen en el final del mes de marzo, barrida de vez en cuando por una racha ardiente como salida de un horno, estaba desierta, completa, implacablemente desierta, y sobre ella se cernía el sepulcral silencio de los días de elecciones, en que las mujeres se encierran a rezar apenas salen su padre, su marido o su hijo en dirección al comité o al atrio, y en que la mayoría de los hombres, por no hacer que recen de miedo las mujeres, sus hijas o sus madres, se encierran con ellas, no porque teman los tumultos con tiros y tajos, sino simplemente por compasión hacia las desgraciadas, y por no darles tan pésimo rato. También, si así no fuera, ¿cómo podría haber gobiernos electores, y de qué tendría el pueblo que quejarse y con qué entretenerse leyendo diarios?
Pero el rostro de Viera se iluminó de pronto: por una bocacalle, allá lejos, al extremo del pueblo, aparecía envuelto en densa nube de polvo, un pelotón de jinetes que avanzaban al trotecito, en formación casi correcta, de a cinco en fondo. Y no pudo contener una jubilosa exclamación:
-¡Ahí vienen!
Todos se precipitaron a la puerta, y el comité quedó un poco silencioso. Pero ¡ay! cuando era más intensa y segura la esperanza, la cabalgata volvió una esquina y desapareció dejando tras sí, como único consuelo, flotando gasa de polvo, que una racha desvaneció por fin.
-Es la pionada del saladero –dijo un paisano.
-Esos van con los carneros –murmuró desalentado otro del grupo.
La zozobra de Viera era ya un nudo que le cerraba la garganta hasta sofocarlo. Entró bruscamente al comité, y para disipar su horrible ansiedad, encaróse con una rueda de electores que, más atrevidos o más hambrientos que los demás, habían aprovechado la general distracción apoderándose de una tajada de asado que devoraban, cortando los jugosos bocados a raíz de los labios con los cuchillos como navajas de afeitar.
-¡Se necesita ser aprovechadores! –exclamó colérico-. ¿No les da vergüenza ponerse a comer solos sin que nadie les haya dicho nada, para meter desorden?
-Es la picana, don Viera –contestó con aire socarrón y falsamente humilde el paisanito a quien el negro Urquiza llamara “guacho”.
-Sí, ¡con que te agarrás el mejor pedazo, y todavía lo decís! Sos más madrugador que la lechuza, que no duerme de noche.
Pero este pequeño desahogo, que no podía ir más lejos, no fue parte a tranquilizarlo. Sufría tanto como el general a quien se le ha confiado una nación entera, y ve perdida, irremisiblemente perdida, la batalla final. Y para distraerse, trató de dominar su angustia y conversar con el doctor Pérez y Cueto, preocupadísimo también, que desde hacía rato murmuraba quién sabe qué filípicas*, sazonadas con los términos más groseros de su repertorio peninsular, como si de tanto trueno pudiera salir la tormenta salvadora. Y, en voz baja, comentaron la inexplicable tardanza de Gómez, que debía ir con sus puesteros, peonada y esquiladores, la de García, salido la noche antes de los confines del partido con gran copia de paisanos resueltos, el silencio de Méndez, que debía haber llegado aquella madrugada a la cabeza de los seis o siete caudillejos que, junto con sus respectivos hombres, determinaron concentrarse antes de salir el sol en la pulpería de Laucha, y la de Soria, que había prometido ir temprano con los indios de la tribu de Curá, una veintena de electores tan inconscientes como serviciales.
La ansiedad había cundido, formábanse varios corros*, para deshacerse y formarse de nuevo algo más lejos, y las caras comenzaban a expresar otra cosa muy distinta del entusiasmo. Ya no se hablaba en voz alta, ni nadie salía al almacén a continuar con las matutinas libaciones*. Eran los mismos treinta y tantos que se habían reunido allí, muy de mañana, para estar bien al corriente de todo, en primer lugar, y para no tener que cruzar las calles cuando se alborotara el cotarro*, sobre todo. No se había agregado un solo ciudadano más, ya eran las ocho, y las esperanzas con tanto entusiasmo expresadas y exageradas la noche antes allí mismo, iban desvaneciéndose una tras otra, tan vertiginosamente como las nubes con el pampero sucio...
Al ver a Viera conversando con el doctor, Silvestre primero, Lobera después, Pancho Viacava, Pedrín Pulci, Tortorano, Troncoso, y hasta el mismo Urquiza, husmearon el conciliábulo y formaron rueda alrededor. ¿Cómo ocultar, entonces, el sobresalto y la angustia, si el mismo sobresalto y la misma angustia se habían apoderado de todo el mundo? Viera lo comprendió e hizo esfuerzos para infundir a los otros una tranquilidad que no tenía, y por sostener en ellos las últimas y mal abrigadas ilusiones.
-¡No se ha perdido todo! –repetía-. Han de venir, han de venir. Aguardemos y entre tanto, vamos a votos los que estamos aquí, para no perder el turno, porque las ocho están al caer...
El furioso galope de un caballo lo interrumpió. Habíase oído desde lejos, porque en el comité reinaba un vago silencio de expectativa ansiosa. El redoble de las patas del animal en el piso duro de la calle fue acercándose con creciente violencia, hubo una sofrenada, un resbalón en seco, el choque de unas botas con espuelas en las piedras de la acera, y casi al mismo tiempo apareció Méndez, jadeante, haciendo repicar las rodajas con paso bamboleante de gaucho compadre, medio civilizado a ratos, pero áspero y rudo, sobre todo en aquellas circunstancias. Venía demudado. Y apenas se halló dentro del comité:
-¡Canallas! ¡canallas! –exclamó entrecortadamente-. Mi han fusilao la gente... ¡Canallas!
Hízose un silencio seguido de un murmullo
agitado y caluroso, y todos los circunstantes rodearon a Méndez, acribillándolo
a preguntas.
-Dejemén hablar, si les voy a contar
todo. ¡Pero qué canallas asesinos! Esta madrugada salimos perfectamente de lo de
Céspedes, p’a cair al pueblo tempranito. Eramos unos ciento veinte, todos los
que estaban en el campo, y un redepente*, al enfrentar la alameda de la estancia
de Carballo –veníamos al tranquito-, unos que estaban atrincheraus entre los
árboles nos hicieron una descarga cerrada, y antes de que pudiéramos dar cuenta,
otra y otra, como juego graniau. Y, es natural, la gente, asustada, se me alzó y
disparó, de balde traté de atajarla. Con el julepe* ni siquiera atinaron a ver
quiénes nos estaban afusilando, y cuántos eran. ¡Claro! Casi ninguno traía más
que facón... Yo hice juego con el revólver, pero me quedé solo, y cuando vieron
que se me habían acabado los tiros, se me vinieron encima. Yo les clavé las
espuelas al sotreta*, disparé campo ajuera ¿qu’iba hacer? y estuve esperando
bajo de un pajonal, p’a aprovechar venirme cuando e descuidasen, p’avisarles a
ustedes.
-¿Y quiénes son, quiénes son?
–preguntaron varios con la voz ligeramente empañada por la
emoción.
-No sé, la gente no es del pago; traído
de otros partidos...
La noticia cayó como una ducha helada,
pues aunque se temiese ya alguna hazaña oficialista, nunca se creyó que llegara
a tanto la desenvoltura de las autoridades, cuyo silencio de los días anteriores
se había tomado por una prueba de debilidad y una derrota antes de haber lucha.
En Pago Chico, como en el resto de la provincia, se fusilaba, pues, a mansalva a
la gente, y quien lo hacía era el mismo gobierno. Era cosa más seria de lo que
se había pensado, entonces; no se trataba sólo de sostener refriegas en los
atrios, sino de hallase siquiera en condiciones de llegar a ellos... Nadie las
tuvo ya todas consigo, pues.
Silvestre, exasperado, y al mismo tiempo
curioso de saber lo que se preparaba n las cercanías de la iglesia, preguntó a
Viera, mientras Méndez seguía explicando el terrible encuentro de aquella
mañana.
-¿Qué hacen en la plaza? ¿Han mandado
algún bombero?
-No, a nadie –contestó el
periodista.
-Entonces voy yo de una
carrera.
-Mucho cuidado –le gritó Viera, cuando
Silvestre ponía el pie en la calle.
El desaliento fue subiendo de punto, casi
hasta convertirse en pánico, a medida que fueron llegando mensajeros con otras
infaustas noticias. La jugada hecha a Méndez se había repetido con Gómez, con
García, son Soria, con todos los que llevaban gente de diversos puntos del
partido. Sólo iban a engrosar los escasos elementos del comité unos cuantos
dispersos, que llegaban de a uno y de a dos, todos a dar noticias desesperantes,
abultando los hechos, echando bravatas*, mintiendo hazañas, exagerando el
número, armamento y ferocidad del enemigo, que al fin y al cabo no quería matar
sino ahuyentar electores por iniciativa y consejo de
Ferreiro.
-¡Nos han fregau fiero, caracho*!
–exclamaba Méndez-
-¡Es una vergüenza, una verdadera
vergüenza! –decía Viera casi llorando.
-¿Y nos vamos a quedar así, como unos
manfios? ¡Nos habrán quitau la gente, pero nosotros podemos quemarlos a balazos,
canallas, hijos de mil!... ¡A ver muchachos, a ver quién quiere hacer la pata
ancha, conmigo venga el que tenga huesos, y vamos a echarlos del atrio a
tiros!
Parte de la gente, desde las primeras
noticias, viendo la indecisión de los jefes, había juzgado lo más oportuno
comerse el asado y beberse el vino; pero al resonar la palabra vehemente y
furibunda de Méndez, muchos habían acudido a hacerle corro, e iban
enardeciéndose, ya dispuestos a lanzarse a la calle y jugar el todo por el todo,
cuando Silvestre entró en el comité como una exhalación y sin tomar aliento
comenzó a contar que el comisario Barraba con treinta vigilantes armados a
Rémington ocupaba el frente del atrio, y que tenía varias carretillas al lado,
llenas de municiones; que los “carneros”, por su parte, habían formado un cantón
en las azoteas de la confitería de Cármine armados también con Rémington del
gobierno, y dominando las mesas colocadas en el atrio mismo, de tal modo, que
podían fusilar a mansalva a cuantos se acercaran al
comicio.
Era la derrota, la más completa e
inmerecida de las derrotas.
Sin embargo, Viera quiso luchar hasta lo
último, tentar un esfuerzo supremo, hacer de aquella una cuestión de vida o
muerte para él y para cuantos le habían acompañado hasta entonces en su cruzada
reivindicadora.
-No, amigo, es al botón* –replicó Méndez,
que había reaccionado, a su proposición de ir a tomar las mesas por asalto-.
Hace un ratito yo mismo lo aconsejaba, y hubiera ido a sacarlos de allí por
sorpresa. Pero las cosas se han puesto muy distintas... ¿No ve que están
preparaus, y que l’unico que vamos a sacar con estos cuatro gatos es que nos
maten como a perros?
-¡Sería un sacrificio tan cruento como
inútil de sangre generosa! –exclamó el doctor Pérez y Cueto con la voz más
oratoria que tenía-. ¡Dejemos que obren los acontecimientos! ¡Tarde o temprano,
ha de llegar la hora de la justicia! ¡Elevemos los corazones y retemplemos el
ánimo! ¡La patria nos mira (pausa corta) y en estos contratiempos, estas
iniquidades, mejor dicho, nos realzan a sus ojos, en lugar de deprimirnos como
quisieran los enemigos de la libertad, los asesinos del
pueblo!...
Todos apoyaron, y algunos dieron el
ejemplo altamente filosófico de hacer a mal tiempo buena cara, yendo a atacar el
asado ya que no podían comportarse lo mismo con las mesas electorales. El
ejemplo fue seguido, todos se pusieron a comer, y del silencio sepulcral que
reinaba en el comité desde las primeras desastrosas noticias, fue pasándose poco
a poco a la animación y la alegría, gracias a las frecuentes y abundantes
libaciones y para justificar una vez más el refrán criollo de “barriga llena,
corazón contento”.
Pero los caudillos, que eran los que más
perdían, formaron un grupo aparte, mustios y cariacontecidos, cerca de la
puerta, comiendo melancólicamente, cuando vieron con sorpresa presentarse al
mismo don Ignacio en persona, a pesar de la ruidosa separación del comité y del
fuego resuelto que había hacho contra su mesa directiva. Lo dejaron acercarse
sin decir palabra, aguardando a ver por dónde comenzaba.
-Vengo a acompañarlos en la derrota, y no
hubiera venido en caso de triunfo –dijo dirigiéndose a Viera-. En cuanto vi las
fuerzas que hay en la plaza y el cantón de la azotea de Cármine, comprendí que
los habían fregao... ¡Es una infamia!... Pero todavía puede haber remedio ¿Han
hecho protesta ante escribano?
-No –contestó simplemente
Viera.
-¡Pero hombre! ¡Si es lo primero que hay
que hacer! Bien me parecía que se habían descuidau. En estas cosas hay que tener
un poco de práctica, como les he dicho a veces. Si no se hace la protesta, ¿cómo
quieren pedir luego la anulación de las elecciones? Vamos, vamos a buscar el
escribano para que la redate inmediatamente.
-Y de qué nos va a servir eso, si no hay
justicia, si la protesta y nada es uno –exclamó Silvestre-. Acuérdese, don
Ignacio, de todas las que hemos hecho hasta hoy, y dígame cuál es la que no ha
ido a parar a la basura... Si nos hubieran dejado votar habríamos ganado, no hay
duda, pero entonces hubieran protestado los carneros, y como los jueces son
suyos, la Corte hubiera anulado la elección. No hay remedio, no hay más remedio
que hacer una revolución, pero una gorda, y colgar a toda la canalla de los
faroles, porque a éstos hay que matarlos o dejarlos.
-Nunca está de más la protesta –insistió
don Ignacio-. Quién sabe qué vueltas dan las cosas, y nunca es malo estar
prevenidos.
-Además, no cuesta nada hacerla, y
siempre será un documento que atestigüe la felonía de nuestros enemigos, una
página realmente ignominiosa de su historia –apoyó el doctor Pérez y
Cueto.
Los demás estuvieron por la afirmativa, y
los principales, Viera, don Ignacio, el doctor, Silvestre, y cuatro o cinco más
salieron para ir a buscar al escribano. Y la protesta se hizo, para aumentar el
número de protestas legalizadas de
aquel tiempo, que reunidas en un legajo formarían una montaña de pequeñas
inmundicias. Es escribano Martínez no dejó de vacilar ante la exigencia de los
cívicos. Aunque su función era ineludible, temía las iras oficiales, la posible
venganza de los amos del poder, y sólo comenzó a escribir el documento cuando
vio que los electores burlados comenzaban a irritarse, y que, por huir de un
peligro futuro, iba a caer en uno inminente y contundente... Aún puede verse –si
es que el documento no ha desaparecido, si alguna mano interesada no lo destruyó
en La Plata, donde fue a golpear las puertas de la sorda justicia-, que está
escrito con mano temblorosa, lleno también de borrones que la trémula pluma dejó
caer aquí y allí, atestiguando el grande, el inmenso respeto del tabelión* hacia
las autoridades constituídas y su anhelo de no ver perturbado el orden, sobre
todo cuando el desorden podía envolver y arrasar a su dignísima
persona...
Entre tanto, en el comicio funcionaban
las mesas bajo la exclusiva dirección del escribano Ferreiro, que hacía copiar
los registros y poner en las urnas una boleta por cada nombre que se sacaba de
las listas del padrón y se ponía en las actas.
Defendidos contra toda posible asechanza
por las fuerzas del comisario Barraba, estratégicamente dispuestas frente a la
iglesia, y por los correligionarios armados a Rémington acantonados en los altos
de la confitería de Cármine, los escrutadores realizaban su patriótica tarea con
toda tranquilidad, fuertes en su derecho y su deber. Desde que tuvieron por
seguro que no se presentarían ni siquiera los fiscales cívicos, y que el
resultado de los ataques a los electores de la campaña había sido excelente, se
pusieron con júbilo a la tarea, copiando nombres y depositando boletas según las
instrucciones de Ferreiro, es decir, alternando entre una y otra lista de las
dos oficiales, de tal modo que al fin resultaran electos don Domingo Luna y el
gran Bermúdez, como era invencible deseo de este prohombre
pagochiquense.
No se había asustado Ferreiro de sus
amenazas, pero consideró que era mejor no provocar una disidencia en
circunstancias tales como las que estaban atravesando, tanto más cuanto que
Bermúdez podía servirle como instrumento, afinadísimo gracias a su misma
inutilidad personal; lo llevaría de las narices a donde
quisiera.
En el comicio reinaba, pues, la calma más
absoluta, y los pocos votantes que en grupos llegaban de vez en cuando del
comité de la provincia, eran recibidos y dirigidos por Ferreiro, que los
distribuía en las tres mesas para que depositaran su voto de acuerdo con las
boletas impresas que él mismo les daba al llegar al atrio. Los votantes, una vez
cumplido su deber cívico, se retiraban nuevamente al comité, para cambiar de
aspecto lo mejor posible, disfrazándose –el disfraz solía consistir en cambiar
el pañuelo que llevaban al cuello, nada más-, y volver diez minutos más tarde a
votar otra vez como si fueran otros ciudadanos en procura de genuina
representación.
-¡No sé p’a qué hacen incomodar a esa
gente! –exclamó uno de los escrutadores-. Además de incomodarse ellos nos
incomodan a nosotros, porque nos hacen perder tiempo: la mayor parte ni siquiera
sabe con qué nombre debe votar. Lo mejor es seguir copiando derecho viejo el
padrón, sin tanta historia.
-Tiene razón, amigo –exclamó Ferreiro-,
tiene mucha razón. Voy a dar la orden de que no vengan
más.
Y desde ese momento cesó la procesión de
comparsa hecha a modo de los desfiles de teatro en que los que salen por una
puerta entran en seguida por la otra, después de cambiar de sombrero o quitarse
la barba postiza. Los escrutadores pudieron entonces copiar descansadamente el
padrón, y así lo hicieron hasta la hora de almorzar.
El almuerzo les fue llevado desde la
fonda, pues el comité, descontando ya el indudable triunfo, había querido
obsequiarles con todo lo mejor que podía obtenerse en Pago Chico en materia de
cocina francesa confeccionada con grasa de vaca.
Por la tarde, a la hora en que debía
cerrarse el comicio, del comité provincial salieron estrepitosas notas
musicales, en la calle frente a la puerta comenzó a funcionar el infaltable
mortero municipal dirigido por don Máximo en persona, estallaron las bombas de
estruendo en el aire caldeado por un día bochornoso de sol, y los paisanos
desharrapados, llevados de todas partes para las elecciones, formaron un grupo,
abigarrado y mal oliente, que con la banda de Castellone a la cabeza recorrió el
pueblo dando vivas al partido provincial y mueras a los cívicos, atestiguando de
aquel modo el indiscutible triunfo del oficialismo, las inmensas simpatías de
que gozaban las autoridades locales que el pueblo por nada quería cambiar, y la
impotencia de los cuatro locos que se arrogaban la representación política de
ese mismo pueblo, unánime como tabla, sin embargo, para hacer creer a los
inexpertos que de veras había una oposición en Pago Chico, dono a lo único que
las personas sensatas hacían la guerra, era a los perturbadores que bajo la
careta del patriotismo querían trastornarlo todo, por aquello de que a río
revuelto ganancia de pescadores.
Así por lo menos lo dijo al día siguiente
el diario oficial, llenando al pasar de improperios a todos cuantos habían
intentado sacudir el yugo.
Viera, entre tanto, sentado a la puerta
de su casa, oía todo aquel innoble regocijo, en el abatimiento provocado por la
continuada tensión nerviosa de aquel día, en el que desarrolló más esfuerzo del
necesario para realizar alguna obra hercúlea, como la higienización de las
caballerizas de Augías, por ejemplo... Confusas imágenes, vagos sueños de
evangelización y sacrificio cruzaban por su mente, sentía un nudo en la
garganta, una opresión en el pecho, e incapaz de sintetizar después del
análisis, de obrar basándose en la triste experiencia, sólo acertaba a
balbucir:
-¡Será posible! ¡Será
posible!
Y como en esta fórmula vaga se
materializaba su ideal, su ¡será posible! era protesta, programa y credo –lo más
puro, y por lo mismo lo más inmaterial, imponderable,
sublime...
Buscó largo rato lo que había de hacer...
Todo se le presentaba impreciso. No podía resolverse nada. No sabía. entonces,
en pleno reino de lo abstracto, sólo atinó a buscar su abstracción espiritual y
sentimental más alta:
Se fue a ver a su
novia.
VI
LADRILLO DE
MAQUINA
La llamada “crisis del progreso” llegó
hasta Pago Chico provocando una especulación en tierras, bastante grande en
relación a la importancia del pueblo.
La villa, hoy con los honores nominales
de “ciudad”, cambió rápidamente de aspecto; pero la liquidación final de la
aventura dejó a la mitad de los habitantes en la calle cuando, después del 89,
los pesos comenzaron a andar a caballo y a esconderse como los
peludos.
Pero antes de esta semicatástrofe no
pasaba domingo ni día de fiesta sin diez o doce remates de solares, quintas y
chacras, y un terreno cualquiera solía tener en un solo mes cuatro o cinco
propietarios sucesivos, dejando apreciable ganancia a todos los
vendedores.
Como consecuencia de esta embriaguez por
el juego mal disimulado y de la intermitente abundancia de dinero, cundía la
edificación, no quedaba prójimo sin amontonar ladrillos, levantándose barrios
enteros, y los albañiles acudían de todas partes al olor del trabajo bien
remunerado.
Las “autoridades” de Pago Chico habían
formado, naturalmente, sociedad para la compra-venta de tierras, la adquisición
por testaferros* de “sobrantes” municipales, tramitación y logro de
“indemnizaciones” por solares no ubicados, y otras operaciones no menos honestas
y lucrativas.
Estos negocios necesitan una rápida
explicación, aunque no afecten al fondo de la verídica historia que
narramos.
Ya se ha visto que el plano del pueblo
estaba topográficamente muy mal aplicado y tanto que en medio de las manzanas,
entre solar y solar, quedaba a veces una fracción de terreno sin dueño; esta
fracción era el “sobrante”.
Como es muy de temer que esta explicación
no se entienda, apelamos a las rayas. Toda manzana pagochiquense era un
cuadrilátero de ciento cincuenta varas de lado, dividido cada uno en cuatro
solares de treinta y siete y media varas de frente por setenta y cinco de fondo,
así:
A 37 ½
37 ½ 37 ½ 37 ½ B = 150
varas.
Pero cuando, por mala demarcación, la
línea resultaba de más de 150 varas –equivocados al situar los puntos A y B- era
forzoso que entre un solar y otro solar quedara una diferencia, posiblemente
ubicable en cualquier punto, pero ubicada siempre (por un reto de pudor
administrativo) entre solar y solar.
A 37 ½
37 ½ 37 ½ 37 ½ B = 165
varas.
Las quince varas de diferencia –sobrante-
eran adjudicadas al precio primitivo de los solares, diez veces inferior al
corriente, a la persona que hacía la denuncia. Como ésta era siempre un hombre
de influencia, el sobrante se adjudicaba donde más daño hacía, es decir, entre
las dos propiedades más valiosas, siempre que no fueran de otro influyente...
Para no destrozar sus edificios, las víctimas pagaban a precio de oro un terreno
que habían pagado ya, pero cuyo exceso de superficie no ignoraban probablemente:
a un engaño hay otro engaño, a un pícaro, otro mayor, como afirma el
proverbio.
Este error topográfico provocaba el
inverso, que otra línea explicará sin más vueltas:
A 37 ½
37 ½ 37 ½ 37 ½ B = 112,50
varas
En la “cuadra” faltaba un solar, aunque
existiera o pudiese forjarse un título de propiedad. El dueño del título sin
terreno, reclamaba (naturalmente si era situacionista, porque la reclamación no
“cuajaba” si era de otro modo) y como no era posible estirar la cuadra ni hacer
parir las varas, indemnizábasele con otro lote municipal, diez o veinte veces
más valioso, en cualquier otra parte, y tanto mejor ubicado cuanto mayor era la
influencia del reclamante. ¡Estancias se obtuvieron por este sistema! y si
Ferreiro llegó a diputado fue sólo a costa de muchos sobrantes y muchas
indemnizaciones que supo aprovechar para sí, indicar a otros o repartir entre
los “personajes” que le interesaban o podían serle útiles al día siguiente, y
esto fuera de las suculentas “comisiones” con que sabía untar la mano de los
empleados municipales, de intendente abajo. Como que hasta don Máximo recibía
infaliblemente su propina.
Esto hubiera bastado a cualquier gobierno
aprovechador.
Pero, deseosos de ensanchar su campo de
acción, los señores del pueblo resolvieron un buen día dedicarse también a la
industria y establecer una fábrica de “ladrillos de máquina” que había de darles
resultados estupendos. Asistamos a la reunión en que quedaron sentadas las bases
de la empresa.
Celébrase ésta en casa del juez de paz
don Pedro Machado, con asistencia del intendente municipal don Domingo Luna, del
comisario Barraba, el doctor Carbonero y del famoso escribano Ferreiro, cuyas
fechorías habrían de conducirlo más tarde a ser todo un personaje provincial, y hasta nacional, como
veremos más adelante, porque es cierto aquello de que “todo se andará si el
palito no se quiebra”.
Es de noche.
Una chinita desarrapada ceba y acarrea el
mate amargo, y en la mesa del comedor, como adorno característico se alza un
porrón de ginebra rodeado de copas.
Machado, masticando el pucho* de cigarro
negro, expone con vehemencia lo lucrativo que a su parecer resultará el negocio,
las ventajas que reportará a los asociados, las grandes cantidades de ladrillos
que se podrá producir y vender...
-¡Nos ganaríamos una punt’e pesos; pero
hay och’hornos en el pueblo y nos van a hacer la competencia... Para hacernos la
guerra son capaces de vender perdiendo, y nosotros también tendremos que perder.
Nos sacarían la chica y eso no nos hace cuenta...
Largo rato se debatió la cuestión,
entróles miedo a los presuntos fabricantes, y ya iban a abandonar la empresa por
demasiado aleatoria, cuando el escribano ladino, que había estado meditando sin
tomar parte en la discusión, electrizó de nuevo a sus socios y discípulos de
siempre con una idea genial que cortaba el nudo gordiano:
-¿Cuánto tiempo tardará en instalarse
completamente la fábrica y poder trabajar? –preguntó a don Domingo Luna, el más
interiorizado en el asunto.
-Seis meses.
-¿Y para que venga la máquina de
Europa?
-Mes y medio, cuando mucho, si la pedimos
por telégrafo.
-Entonces... ¡hay que prohibir la
edificación por un año!...
Todos se levantaron como movidos por un
resorte, lanzando suspiros y exclamaciones de satisfacción. A nadie se le
ocurrió objetar que ello podía ser arbitrario: ninguno de ellos gobernaba con
semejantes escrúpulos. Barraba palmoteó a Ferreiro en el hombro. Machado se echó
al coleto, con los ojos brillantes de codicia, una copa de ginebra; el doctor
Carbonero se restregó las manos, alzando y levantando la cabeza sonriente, y don
domingo hizo un movimiento tan brusco e intempestivo que derramó el mate sobre
los guiñapos* de la china cebadora.
El plan de Ferreiro era muy
sencillo.
Como la delineación del pueblo había sido
pésima desde un principio, y como los improvisados “ingenieros” –ni agrimensores
siquiera- municipales habían hecho las calles en forma de dientes de sierra,
como si sólo trabajaran beodos, nada más natural que presentar al concejo y
hacer aprobar una ordenanza prohibiendo la edificación mientras no se trazara un
nuevo, definitivo y esta vez matemático plano de la futura
ciudad.
Entre tanto, podría instalare
tranquilamente la fábrica; los horneros, presuntos competidores, “reventarían”
por falta de trabajo, y ya libres de temores y al abrigo de toda contingencia,
comenzarían a producir “ladrillo de máquina”, iniciando la “era del ladrillo de
máquina” demarcadora de un nuevo y colosal progreso
pagochiquense.
Y así se hizo, como se
dijo.
Los horneros fueron emigrando poco a
poco; la maquinaria llegó; la fabricación inicióse con un resultado desastroso,
porque nadie entendía aquellos complicados aparatos tragadores de barro,
estiércol y paja (la casa europea había aprovechado la coyuntura para deshacerse
de un viejo “clavo” únicamente bueno para Sudamérica u otro país bárbaro; gritó
La Pampa; comentó el pueblo aquel escándalo, y protestó de él, enviando
anónimos al gobernador y a los periódicos de la capital... Y cuando, después de
encontrar obreros diestros en Buenos Aires, comenzaron a levantarse altas
pirámides de ladrillos tersos y rojos, como diciendo “compradme”, Ferreiro se
encaró cierto día con el “digno y progresista intendente de Pago Chico”, según
El Justiciero.
-¡Hombre, don Domingo! ¡Se me acaba de
ocurrir una cosa!
-¡Vamos a ver qué se le ocurre! –exclamó
Luna-. Estoy a su servicio.
-Que usted me podría comprar las acciones
de la fábrica de ladrillos.
-¡Qué! ¿Ya no le gusta el
negocio?
-¡Al contrario! ¡Me encanta de alma! Pero
ando un poco necesitado de plata para completar lo que me cuesta una chacrita
que acabo de comparar, y naturalmente, ¡no voy a vender las acciones a algún
extraño que vaya a meter las narices en nuestros
asuntos!...
-¡Pues, natural! ¿Y, cuánto
quiere?
-Entre nosotros no podemos ser exigentes,
ni pensar en ganancias. Se las doy por lo que me costaron.
-¡Arreglao! –exclamó el otro muy
satisfecho.
Cobró el uno, pagó el otro, y el
escribano fuera de la sociedad anónima de los ladrillos de
máquina.
Véase ahora la tontería de
Ferreiro:
Un mes más tarde producíase la catástrofe
financiera en que hasta los obreros desaparecieron del país, porque el metal
valía cuatro veces más que su valor fiduciario, y don Domingo Luna, hecho un puercoespín,
exclamaba:
-¡A este Ferreiro no hay por dónde
agarrarlo! ¡Mi ha fregao lindo!... ¡Y decir que p’a eso largué la ordenanza de
la prohibición que inventó el muy canalla, aguantando los chaguazos de los
diarios, y todo! ¡Pucha* con el hombre!... ¡Si quisiera ser mi socio, pero no a
mañas libres, sino derecho viejo! ¡La pucha con el platal que díbamos
hacer!...
Una vez se atrevió a increpar al
escribano, quien, sonriéndole, le dijo:
-Mire, viejo: yo no he perdido un real en
esta crisis. Al contrario, estoy más rico que antes. Y ¿sabe por qué?... Porque
en la especulación es como en el juego de la brasa; el que se queda con ella, al
último, es el que se quema, como el último mono es el que se
ahoga.
-Pero, yo soy su amigo,
don...
-En la especulación, lo mismo que en el
juego, no hay amigos, sino enemigos. Pero, pierda cuidado: la bromita le cuesta
muy poco, al fin y al cabo, y aquí estoy para hacer que se desquite. Compre
certificados del Banco de la Provincia: yo sé lo que le digo. Dentro de pocos
meses habrá duplicado o triplicado el capital.
Y fue, en efecto, un gran negocio para
don Domingo, quien perdonó gustoso en vista de ello que lo hubieran hecho
comulgar con los malhadados ladrillos de máquina...
VII
BENEFICENCIA
PAGOCHIQUENSE
De las sociedades de beneficencia
formadas por señoras que había en Pago Chico, la más reciente era la de las
“Hermanas de los Pobres”, fundada bajo los auspicios de la augusta y respetable
logia “Hijos de Hiram” que le prestaba toda su colaboración. La primera en fecha
era la sociedad “Damas de Beneficencia”, naturalmente ultra católica y
archiaristocrática, como se puede -¡y vaya si se puede!- serlo en Pago
Chico.
Las “Hermanas de los Pobres” se
instituyeron “para llenar un vacío”, según dijo La Pampa, y la verdad es
que en un principio hicieron gran acopio de ropas y artículos de utilidad, cuyo
reparto se practicó no sin acierto entre los pobres de veras sin distinción de
nacionalidades, religiones ni otras pequeñeces. Distribuían también un poco de
dinero, prefiriendo, sin embargo, socorrer a los indigentes con alimentos y
objetos, dándoles vales para carnicerías, lecherías, panaderías, boticas, todas
de masones* comprometidos a hacer una importante rebaja. La sociedad prosperó
con gran detrimento de la otra, que ni tenía actividad ni usaba de los mismos
medios de acción, ni aprovechaba útilmente sus recursos. Se hablaba muy mal de
esta última. Las “Damas de Beneficencia” no servían ni para Dios ni para el
Diablo, según la opinión general. Es decir, esa opinión estaba conteste* en que
servía, pero no a las viudas, ni a los huérfanos, ni a los pobres, ni a los
inválidos y enfermos, sino a su digna presidenta misia Gertrudis, la esposa del
tesorero municipal, quien hallaba medio de ayudarse a sí misma, no ayudando a
los demás, con los recursos que le llovían de todas partes. Pero, eso sí, la
contabilidad de la asociación era llevaba “secundum arte”, limpia y con
buena letra, como que de ello cuidaba el mismo tesorero, esposo fiel y
servicial.
Tendrían o no tendrían razón de ser las
hablillas circulantes, viviría o no viviría misia Gertrudis de lo que se daba
con bastante generosidad –para los pobres-; esquilmaría o no esquilmaría el óbolo común; el
hecho es que estrenaba anualmente dos o tres vestidos de seda que hacía poner
rojas y verdes y amarillas de envidia a la comisaria, a la valuadora, a la misma
intendenta; que de cuando en cuando compraba un nuevo solarcito en las afueras
del pueblo; que en su casa no falta nunca una copa de oporto de regular arriba,
para obsequiar las visitas de cierta distinción, y que no se comía mal ni mucho
menos en los almuerzos que ella y el tesorero daban a sus amigos, enemigos más
bien.
Porque si no nos equivocamos, en todo el
pueblo no había una persona que no hablara pestes de la tesoreril pareja, hasta
entre las que más la festejaban. Claro está, entonces, que “la calumnia fue
creciendo, fue creciendo” y no tardó mucho en llegar a los propios oídos de la
mismísima misia Gertrudis, en alas de la voz pública, representada esta vez por
una vieja pagochiquense, infatigable en la tarea de llevar y traer chismes y
habladurías. Doña Dolores, digna esposa del escribano Martín Martínez y enemiga
a muerte de misia Gertrudis, la despellejaba implacablemente pero fingía ser su
amiga y hasta puede que lo fuera en el instante en que conversaba con
ella.
Un día, pues, no resistió el deseo
imperioso de contar a la interesada cuando se decía en el pueblo, unas veces en
voz baja, otras veces a gritos.
-Usted, que es una señora decente,
esposa, nada menos que del tesorero municipal, no debe dejar que hablan esas
cosas de usted, y darles una lección.
Misia Gertrudis la escuchaba furiosa, no
interrumpiéndola sino con dicterios dirigidos indistintamente a todos los
notables de Pago Chico. La presidenta no dejó de rabiar desde entonces. Loca de
ira y de indignación llegó hasta jurar que presentaría su renuncia –cuya sola
enunciación la hacía estremecer- y declaraba en voz en cuello que lo único que
no podía soportar era la ingratitud, la injusticia de que se le hacía víctima
inmaculada y dolorosa.
-¡Calumniarme a mí, a mí!... ¡A ver si
hay una sola de esas hijas de una... tal por cual, que sea capaz de
“alministrar”* tan bien como yo! ¡Que vengan, que vengan a examinar mis
libros!...
Y ostentaba los modelos de caligrafía
pacientemente ejecutados por su marido, pero allá en el fondo, su conciencia
hacía un balance que nunca se habría atrevido a presentar, ni a esas ni a otras
damas cualesquiera, y le imponía la visión, como implacable libro diario, de los
kilos de carne, de yerba, de azúcar, de arroz, de fideos y los litros de leche,
de vino, de aguardiente, de aceite de petróleo que debía a los pobres. E
imaginábase que entre ellos se erguía la figura odiosa y acusadora de su colega
la presidenta de las “Hermanas de los Pobres”, esa “masona” que solamente por
vil espíritu sectario, por hacer daño a la iglesia, a los católicos y a Dios
mismo, llevaba sus libros peor escritos, aí, pero con arreglo a la
verdad.
Una mañana mister Kitcher, el acopiador
de frutos del país, un inglés que nunca se ocupó de saber lo que ocurría en el
pueblo, le envió un donativo de bastante importancia para el objeto, sin
sospechar que aquel dinero pudiera extraviarse antes de llegar a su verdadero
destino.
Misia Gertrudis había notado aquel día,
no sin pena, que el bolsón de terciopelo cerrado con un cordón de seda, en que
guardaba “aparte” el dinero de los pobres, estaba completamente vacío, sin el
más mínimo resto de limosna. Es de imaginar, pues, con cuánta satisfacción
recibió la de mister Kitcher, y el buen humor con que se hubiera puesto a coser
la bata –que proyectaba lucir en la próxima función que a beneficio de la
sociedad iba a dar en el circo la compañía acrobática del celebérrimo Tomate IV-
si se hubiera podido apartar de la imaginación el recuerdo de las
comprometedoras hablillas y el encono cada vez mayor que sentía hacia las
“Hermanas de los Pobres”, sobre quienes hacía llover las maldiciones del más
grueso calibre. Así es que apenas se sentó y sin advertirlo se puso a murmurar
dicterios, enardeciéndose cada vez con el propio rumor y la propia ponzoña de
sus rezongos.
-Aquí le manda esto el sastre –díjole la
chinita Liberata, cuando apenas había dado dos puntadas.
Era la cuenta de una compostura de ropa
de su marido y del arreglo de la levita negra para el “Te Deum” del
nueve.
-A ver, deme... ¡Ah, sí, ya sé! –exclamó
misia Gertrudis, tomando el papel que Liberata le presentaba y devolviéndoselo
acto continuo-. Decile que vuelva el sábado... Ahora estoy muy
ocupada.
Pero en ese instante recordó la ofrenda
de mister Kitcher, cuyo dinero tenía aún en el bolsillo, e iluminada por súbita
inspiración- ¡lo que puede la costumbre!- bolsiqueó* por la manera, asió el
bolsón de terciopelo e inmovilizó a la chinita, que ya iba a salir,
gritándole:
-Esperate.
Muy grave, con una gravedad que imponía
como siempre respeto, añadió:
-No le digas nada.
Tomá.
Y sacando los cuatro pesos que importaba
la cuenta lo dio a Liberata, que corrió a entregárselos al cobrador del sastre,
mientras la señora, reanudando el hilo de sus pensamientos y el curso de sus
imprecaciones, murmuraba indignadísima entre dientes:
-¡Pícaras! ¡Sinvergüenzas! ¡Sospechar de
que robo, yo, yo! Quisiera que estuvieran un momento en mi lugar, para ver las
cochinadas que harían...
Pero se arrepintió de haber invocado tan
peligrosos testigos, y paseando la mirada recelosa por el cuarto tanteaba el
vestido, a ver si el bolsón de terciopelo continuaba en su sitio para seguir
socorriendo a los pobres acreedores.
VIII
PONCHO DE
VERANO
Desde meses atrás no se hablaba sino de
los robos de hacienda, las cuatrerías más o menos importantes, desde un
animalito hasta un rodeo* entero, de que eran víctimas todos los criadores del
partido, salvo, naturalmente, los que formaban parte del gobierno de la comuna,
los bien colocados en la política oficial, y los secuaces más en evidencia de
unos y otros.
La célebre botica de Silvestre era, como
es lógico, centro obligado de todo comentario, ardoroso e indignado si lo hay,
pues ya no se trataba únicamente de principios patrióticos: entraba en juego y
de mala manera el bolsillo de cada cual.
Por la tarde y por la noche toda la
“oposición” desfilaba frente a los globos de colores del escaparate y de la
reluciente balanza del mostrador, para ir a la trastienda para echar un cuarto a
espadas con el fogoso farmacéutico, acerca de los sucesos del
día.
-A don Melitón le robaron anoche, de
junto a las mismas casas, un padrillo fino, cortando tres
alambrados.
-A Méndez le llevaron una puntita de
cincuenta ovejas Lincoln.
-Fernández se encontró esta mañana con
quince novillos menos, en la tropa que estaba preparando.
-El comisario Barraba salió de madrugada
con dos vigilantes y el cabo, a hacer una recorrida...
Aquí estallaban las risas sofocadas,
expresivos encogimientos de hombros, guiños maliciosos y
acusadores.
-Él mismo ha’e ser el jefe de la
cuadrilla –murmuraba Silvestre, afectando frialdad.
-¡Hum! –apoyaba Viera, el director de
La Pampa, meneando la cabeza con desaliento. Cosas peores se han visto, y
él no es muy trigo limpio que digamos...
-¡Él! –gritaba don Ignacio, caudillo
opositor... todavía-. Es un peine que ni caspa deja. ¡Y cómo está pelechando* el
hombre! No hace mucho se compró la casa en que vive, áura ha adquirido una
quinta junto al arroyo... ¿De ánde saca p’a tanta misa? Negocios no se le
conocen, la subvención* de la municipalidá no es cosa y los cinco o seis
vigilantes que se como y no aparecen más que en las planillas no dan p’a esos
milagros... ¡Él ha de mojar no más en los a-bi-ge-á-tos!
Los otros grupos de independientes y
opositores explanaban el mismo tema y compartían la misma opinión: el gran
cuatrero, pudiera o no pudiera probársele, era indudablemente el comisario
Barraba, quién sabe si con la complicidad de otros funcionarios, pero, en
cualquier caso, con su tolerancia... “La corrupción del poder –como decía La
Pampa- es tan contagiosa, que cuando invade a un cuerpo no deja un solo
miembro libre, y luego sigue transmitiéndose alrededor, de tal manera, que todos
vienen a quedad infestados, si se descuidad.”
-Así te diera yo a vos alguna coima*, y
veríamos –refunfuñaba el señor comisario, para sus grandes
bigotes.
Entre tanto, el escándalo y la
indignación pública iban subiendo de punto. Ya no era únicamente La
Pampa que revelaba y
consideraba los robos de la hacienda, pintando a Pago Chico como una cueva de
ladrones; los periódicos de la capital, informados por parte interesada,
comenzaron también a poner el grito en el cielo, espantados de que tales cosas
ocurrieran en “la primera provincia argentina”, mientras el gobierno, llamado a
velar por los intereses generales, se hacía el sueco al clamor creciente de los
despojos, convirtiéndose en encubridor y fomentador de
bandoleros.
Aunque la superioridad continuara sin
inmutarse, sorda como una tapia y muda como la piedra, Barraba comenzó a sentir
sus recelos...
-¡Hay que hacer algo! –se decía,
multiplicando sus inútiles salidas en persecución de cuatreros y vagabundos,
incomodado por las irónicas sonrisas y los ademanes burlescos con que ya se le
atrevían los vecinos al verlo pasar...
-Sí –peroraba don Ignacio una noche en la
botica- cuatrero es cualquiera, cuatrero somos todos; ¿cómo lo h’e negar? Los
mismos piones que tengo, mañana s’irán y me robarán la hacienda; pero mientras
estén en mi casa no, porque les parecería demasiada ruindá. El vecino roba al
vecino en cuantito se mesturan los animales, o a gatas* tienen ocasión. Roba el
que pasa sin mal’intención por un campo, si tiene hambre y está solo y le da
gana de comerse una lengua’e vaca o un lindo asau de cordero... Le roba el
paisano haragán que vive “con permiso” en el ranchujo* que alza en el rincón de
su campo, y que con cuatro o cinco vacas tiene carne toda la vida, y con una
majadita de cuarenta o cincuenta ovejas vende casi más lana y más cueros que
usté... ¿Y sabe p’a qué tiene animales? ¡Bah! ¡si le dan trabajo!... ¡tiene p’al
derecho a la marca y las señales con que se apropea de todo lo orejano que le
cai ceca!... Le roba el alcalde, que ya comienza a ser autoridá, y no tiene
miedo que lo castiguen... Y por lo consiguiente, las demás
autoridades...
-¡Pero esto es Sierra Morena! –exclamó el
doctor Pérez y Cueto, exagerando aún más su acento español-. Y el gobierno de la
provincia debería...
-Ya l’he dicho –interrumpió don Ignacio-
que el gobierno no tiene coluna más fuerte que el cuatrero, ya sea de profesión,
ya por pura bolada de aficionau. Los cuatreros son sus primeros partidarios,
ésos son los que eligen los electores, los diputados, los municipales; esos son
los que sostienen, junto con los vigilantes, a la autoridá del pago, y de áhi el
mismo gobierno. Y p’a pagarles, el gobierno los deja vivir, ¡es natural! En
tiempo de elección les hace dar plata, pero como no puede estar dándoles el año
entero, los contempla cuando comienzan a robar otra vez...
Todos apoyaron. El doctor Pérez y Cueto
se había quedado meditabundo. De pronto alzó la cabeza y dijo con énfasis,
recalcando mucho las palabras:
-Esa especie de connaturalización con el
cuatrerismo*, que lo convierte casi en una tendencia espontánea y general, debe
tener y tiene sin duda su explicación sociológica. Pero ¿cuál? ¿Será el
atavismo*? ¿Se tratará en este caso de una reaparición modificada ya, de los
hábitos de los conquistadores y primeros pobladores, acostumbrados a considerar
suyo cuanto les rodeaba, por el derecho de las armas y hasta por derecho
divino?... La herencia moral de este país no es indudablemente, ni el respeto a
la propiedad ni el amor al trabajo...
Profundo silencio acogió estas palabras
que nadie había comprendido bien, y el doctor Pérez y Cueto dio las buenas
noches y salió, para correr a repetírselas a Viera, deseoso de que no se
perdiesen...
Poco después entró en la trastienda
Tortorano, el talabartero, restregándose las manos y riendo, como portador de
una noticia chistosa.
¿Qué hay? ¿Qué hay? –le preguntaron en
coro.
-¡Barraba ha salido con una partida a
recorrer!... –exclamó Tortorano-. Y hace un rato gritaba en la confitería de
Cármine que de esta hecha no vuelve sin un cuatrero, ¡muerto o
vivo!...
Todos se echaron a reír a carcajadas,
festejando con chistes, dicharachos y palabrotas la declaración del
comisario...
Y, sin embargo, éste supo cumplir su
palabra...
Cuando ya regresaba, al amanecer, con las
manos vacías -¿y a quién tomar, en efecto, si no se tomaba a sí mismo?- después
de haber pernoctado en una estancia lejana, Barraba vio un hombre que se movía a
pie, en el campo, cargando un bulto voluminoso y lejos de toda habitación. El
individuo iba hundiéndose en la niebla, todavía espesa, de una hondonada, junto
al arroyo, medio oculto por las grandes matas de cortaderas*. Barraba, entrando
en sospechas, espoleó el caballo para reunírsele. ¡Su buena
estrella!...
Cuando lo alcanzó no pudo ni quiso
retener un sonoro terno, mitad de cólera, mitad de
alegría:
-¡Ah, ca... nejo*! ¡Al fin
caíste!...
El hombre iba cargando un costillar bien
gordo y un cuero de vaca recién desollado; iba sin duda a esconderlo en alguna
cueva de las barrancas del arroyo, pues, ya de día claro, no era prudente andar
con aquella carga, a vista y paciencia de quien acertara a pasar por allí... Al
oír el vozarrón del comisario que se echaba a rienda suelta, tiró cuero y
costillar y trató de correr a ocultarse entre un alto fachinal* que allí cerca
entretejía su impenetrable espesura. Pero Barraba, más listo, le cortó el paso,
con una hábil evolución.
-¡Ah, eras vos! –exclamó al ver enfrente
a Segundo, pobre paisano viejo, cargado de familia, que se ganaba miserablemente
la vida haciendo pequeños trabajos sueltos-. ¡Conq’eras vos, indino*, canalla,
hijuna!... Tomá, sinvergüenza, ladrón, bandido.
Y haciendo girar el caballo en estrecho
círculo alrededor de Segundo, descargóle una lluvia de rebencazos por la cabeza,
por la espalda, por el pecho, por la cara. Bañado en sangre, tembloroso y
humilde, el otro apenas atinaba a murmurar:
-¡Señor comisario..., señor
comisario!...
Los vigilantes se reunieron al turbulento
grupo y quisieron “mojar” también dando algunos lazazos al matrero, tomado “in
fraganti*”. Pero Barraba, celoso de sus funciones de verdugo, los hizo apartar y
siguió azotando hasta que se le cansó, “más que la mano, el
rebenque”.
Segundo había quedado en tierra, y
resollaba fuerte, angustiosamente, pero sin quejarse. Tenía el cuerpo cruzado de
rayas rojas en todas direcciones, la mejilla derecha cortada por la lonja, y de
las narices le brotaba un caño de sangre.
-¡A ver! ¡Llévenlo en ancas! ¡Tenemos que
llegar temprano p’a darle una buena lección! ¡Lleven el cuero también! –gritó el
comisario.
Y apretando las piernas a su caballo
enardecido por la brega, tomó a todo galope en dirección a Pago Chico, que no
estaba lejos ya.
Segundo, bamboleándose en la grupa del
caballo de un vigilante, con una nube en los ojos, la cabeza trastornada y los
miembros molidos, balbucía:
-¡Por la virgen santa! ¡Por la virgen
santa!...
El agente, fastidiado por aquella
dolorosa y continua letanía, volvióse por fin, colérico:
-¿De qué te quejás? ¡Tenés lo que merecés
y nada más! ¿A qué andás robando animales?...
Segundo hizo un
esfuerzo:
-¡Era la primera vez –murmuró -, ¡la
primera! Encontré esta vaquillona muerta... Mandinga* me tentó... la
”cuerié*”... Pero es la primera vez, por éstas... –y poniendo las manos en cruz,
se las besaba...
-¡Ya t’entenderás con el juez!... ¡Lo
qu’es a mí, maní!... ¡No me vengas con agachadas*, che!
El sol comenzaba materialmente a rajar la
tierra cuando llegaron a la comisaría, bañados en sudor hombres y caballos. La
naturaleza entera parecía jadear bajo los rayos de plomo y el viento del norte,
cargado de arena, quemaba como el hálito de la boca de un horno. Las hojas de
los árboles, achicharrados, crujían al agitarse, como pedazos de papel. Pago
Chico entero estaba metido en su casa. El comisario, en la oficina, se
refrescaba con una pantalla, en mangas de camisa, tomando mate amargo que
asentaba con un traguito de ginebra, “p’al calor”. Había llegado mucho antes que su escolta,
montada en inservibles matungos* patrios, más inservibles aún con aquella
temperatura tórrida.
-¡Ahí está el preso! –le anunció el
asistente, cuadrándosele.
-¡Bueno! ¡Que le pongan el cuero de poncho y lo hagan pasear por la plaza hasta nueva orden! –gritó Barraba.
La plaza era, como es sabido, un inmenso
terreno de dos manzanas, sin un árbol, sin una planta, sin una matita de pasto,
en que el sol derramaba torrentes de fuego, como si quisiera convertir en
ladrillo aquella tierra plana e igual, desolada y estéril.
El comisario salió en mangas de camisa,
con el mate en la mano, a presenciar el cumplimiento de su
orden.
El cuero, fresco y blando, fue
desdoblado, con un cuchillo hízosele en el centro un tajo de unos treinta y
cinco centímetros de largo... Segundo fue conducido al patio, donde se ejecutaba esta
operación; casi no podía tenerse en pie... Lo obligaron a meter la cabeza por el
boquete de cuero, y uno de los agentes alisó con cuidado los pliegues,
ajustándolos al cuerpo.
-¡Lindo poncho fresco... de verano!
–exclamó Barraba, chanceándose alegre y amablemente.
Los que estaban en el patio –y sobre todo
el escribiente Benito, aquel que “era más bruto que un par de botas”- festejaron
el chiste del superior, riendo con más o menos estrépito... según la
jerarquía.
Segundo callaba, sin darse cuenta aún de
lo que iba a suceder. Por delante y por detrás, el improvisado poncho llegábale
hasta los pies; a ambos lados, partiendo de los hombros, se abría como una
especie de esclavina.
-¡Bueno, marche! –mandó el comisario- ¡Y
con centinela a la vista! ¡Que no se pare; y si se para, déle lazazos no
más!
El viejo salió tropezando, seguido por
los vigilantes. Cruzaron la calle, entraron en la plaza y comenzó el paseo... En
los primeros momentos, las cosas no anduvieron demasiado mal. Uno que otro
vecino, asomado por casualidad, y viendo el insólito aspecto del hombre vestido
con tan extraño poncho, se apresuró a inquirir de qué se trataba. La noticia
cundió. Entreabriéronse puertas y ventanas, dejáronse ver cabezas de hombres,
mujeres y niños; un rato después comenzaron a formarse grupos en las aceras con
sombra y a volar comentarios de unos a otros.
-Es Segundo.
-¡Pobre! ¿Y qué ha
hecho?
-Parece que lo han pillau robando
animales...
-¡Él! ¡No es capaz!
-¡Un viejo infeliz!
-¡Qué quiere, amigo! ¡La soga se corta
por lo más delgao!
Pago Chico entero no tardó en hallarse
reunido alrededor de la plaza, y el gentío era aún más numeroso que el día de la
fracasada ascensión del globo aerostático. No quedó un perro en su casa, y en el
ámbito asoleado zurría* un zumbido de colmena.
El paseo de Segundo continuaba hacía ya
una hora. El desdichado intentó detenerse una o dos veces, pero el activo
rebenque hizo desvanecer sus ilusiones de descanso... El sudor corría por su
rostro, mezclado con la sangre coagulada que disolvía; flaqueábanle las piernas,
y comenzaba a sentirse estrecho en el poncho de cuero, poco antes tan holgado.
Este, en efecto, secándose rápidamente con el sol –harto rápidamente, pues para
ello se había cuidado de poner el pelo hacia adentro-, iba poco a poco
oprimiéndolo por todas partes, como un ajustado “retobo”*, hasta obligarlo a
acortar el paso. Y su interminable viaje seguía, en medio de aquella atmósfera
de fuego, bajo las miradas de la multitud, que empezaba a indignarse y a dejar
oír murmullos irritados... Ya se habían relevado tres agentes, muertos de calor,
pero la marcha continuaba, implacable, y el poncho seguía estrechándose,
estrechándose, impidiendo todo movimiento que no fuese el cada vez más corto de
los pies del triste torturado, haciéndole crujir los
huesos.
-¡Basta! ¡Basta! –gritaron algunas
voces.
-¡Basta! ¡Basta! –repetían algunas otras
de vez en cuando.
El gentío, sobrecogido, olvidaba el
calor. Segundo había pedido agua muchas veces, con voz apagada y balbuciente de
moribundo. Un vecino, más caritativo y menos temeroso que los demás, le dio de
beber. Al relevarse el centinela, el comisario ordenó al que iba a hacer la
nueva guardia:
-¡Que nadie se acerque al
preso!
Al martirio del cuero que ya amenazaba
descoyuntarlo, agregóse entonces la tortura de la sed...
Varias personas caracterizadas se
presentaron a Barraba, pidiéndole que hiciera cesar el suplicio. Barraba se echó
a reír.
-¿De qué se queja? ¡Tiene poncho
fresco... de verano!... ¡Dejen, que así aprenderá a carnear
ajeno!...
-Pero, señor comisario... –le
suplicaron.
-¡Bueno! ¿Y áura salimos con ésas?... ¿Y
no andaban ustedes mismos diciendo que hay que darles un “castigo ejemplar” a
los cuatreros?...
-Segundo es un infeliz
y...
-¡No hay infeliz que
valga!
-¡Y creemos que el
juez!...
-¡Basta! ¡Cállense la boca! ¡Aquí mando
yo, caray! ¿Por quién me han tomau, y qué se piensan?...
Cuando los postulantes salieron, Segundo
rodaba desmayado en el polvo, tieso como un tronco seco, rígido, aprensado en
los tenaces y rudos pliegues rectos del cuero, que le penetraba en las carnes.
Había soportado el atroz suplicio sin lanzar un ay, mientras tuvo fuerzas para
mantenerse en pie...
Hubo que sacarle el poncho cortándolo con
cuchillo. De la plaza se le llevó agonizante al hospital.
Barraba reía con los suyos en la
oficina:
-¡Poncho de verano! ¡Qué gracioso!...
Miren qué poncho de verano...
.................................................................................................
Párrafo del editorial aparecido al día
siguiente en El Justiciero, periódico oficial de Pago
Chico:
“El Comisario Barraba ha satisfecho
ampliamente la vindicta pública y merece el aplauso de todas las personas
honradas, pues la terrible y merecida lección que acaba de dar a los cuatreros
hará que cesen para siempre los robos de hacienda, aunque algunos la tachen de
cruel y arbitraria, amigos como son de la impunidad. ¡Siempre que extirpe un
vicio vergonzoso y perjudicial, una aparente arbitrariedad es evidente buena
acción!”
Dos meses después, Segundo estaba en
Sierra Chica, su familia en la miseria y el señor comisario se compraba otra
casa...
IX
PARA
BARRABASADAS*
¡Cuánta serenata y qué golpear puertas!
Pago Chico estaba “desatado” y mientras en el club los patricios hacen destapar
mucho vino espumante y un poco de champaña, entre risas, dicharachos y brindis,
de las trastiendas de los almacenes
y de los despachos de bebidas salen cantos broncos y desafinados en que
se distingue algún “te l’o detto tante volte”... o acompasadas y estrepitosas
vociferaciones de “morra*”, como martillazos secos, o la algarabía de alguna
disputa nacida entre oleadas de carlón*.
Por las calles vagan grupos de obreros
con acordeón y guitarra, y de jóvenes calaveras, al uso pagochiquense, que
repican los llamadores, se cuelgan de las campanillas, hacen ronga-catonga
alrededor de algún infeliz que se retira tropezando, medio chispo, y producen
tal alboroto que parecen legión cuando son apenas un
puñado.
Estos se divierten apedreando las
ventanas del juez de paz –sabiéndolo en el club- guarecidos tras de la tapia de
un terreno baldía; aquéllos han atado un tarro de petróleo a la cola del perro
de Silvestre, y allá va el pobre animal como una exhalación hasta el confín del
pueblo, despertando alas supersticiosas comadres de los ranchos que se santiguan
aterradas; los de más allá, inspirados por el hijo de Bermúdez, mozo “diablo”
cuya viveza es legendaria, han puesto en práctica la genial idea de descolgar el
letrero de Madama Choublant, la partera –cuadro que representa una mujer de
palo, vestida de hojalata, sacando un feto rojo de un rábano recortado en forma
de rosa-, y colgarlo en la puerta del cura, que echará pestes sin saber a quién
debe tal bromazo.
Al Club del Progreso, con motivo de la
magna fiesta, han acudido tirios y troyanos a pesar de las terribles
disensiones. Hay armisticio, y el mismo comisario Barraba se ha dignado a hacer
acto de presencia –muy campechano- y codearse brevemente con la
oposición.
El club está momentáneamente en poder de
los opositores. El caso es que las cuestiones políticas le hicieron mucho daño,
y la división estuvo a punto de provocar su clausura, porque nadie pagaba la
cuota mensual –sobre todo entre los oficialistas, vulgo “carneros”- y la falta
de fondos no ha permitido dar una tertulia, como en años
anteriores...
Esto no puede impedir, sin embargo, que
la gente se divierta.
En efecto, apenas dan las doce
campanadas, saludadas con sendas copas de vino (muchos no pueden realizar la
proeza, por falta de estómago o por falta de cobres), y apenas el licor empieza
su marcha ascendente hacia las alturas del cráneo, Mussio se sienta al piano y
la emprende con un vals saltado que pone en movimiento a los más jaranistas y
bailarines. No hay mujeres, naturalmente...
-¡Pan con pan, comida de bobos! –exclama
con sarcasmo Viera, el director de La Pampa.
Pero después de un par de brindis
suplementarios, él también se enlaza con Silvestre, y es de ver a los dos dando
vueltas vertiginosas y llevándose por delante los muebles enfundados del salón,
las sillas, el piano, los consocios mismos.
El piano chilla, ladra, maúlla, se queja;
saltan como pistoletazos los tapones del vino espumante; un espectador lleva
atronadoramente el compás con los pies, el bastón, las patas de la silla; otro
tararea el vals a destiempo; el de más allá reclama un poco de silencio para
lanzar un brindis de circunstancias; los jugadores de billar se asoman a la
puerta que comunica con la sala de juego, risueños y enrojecidos, con el taco en
la mano; los mozos y el capataz corren de un lado a otro, y en las ventanas de
la calle aparece “vichando”* con curiosidad y estupor algún transeúnte retardado
a quien sorprende aquella inusitada barahúnda y que mañana desprestigiará a
“todo lo mejor de Pago Chico”, entregado así a la más escandalosa y abyecta
orgía.
El de los brindis llega por fin a hacerse
escuchar, y apenas concluye sus votos de prosperidad, dicha bienandanza con un
“año nuevo, vida nueva”, lleno de modernismo, estalla la más formidable
cencerrada que orejas pagochiquenses hayan oído jamás. El orador, mohíno, se
desliza hacia el “buffet” para reponerse del mal rato mientras los demás
continúan cacareando, ladrando, maullando, rebuznando o echando los pulmones en
alguna forma original.
En esto, como si la empujara el pampero
en persona, ábrese de par en par por la puerta del club y entra desalado el
oficial de policía Benito Mendoza, produciendo en los presentes, hasta en los
más entusiasmados, la impresión acongojada de que acaba de ocurrir algo muy
grave, alguna desgracia, algún cataclismo...
Como por encanto reina en el club entero
un silencio pavoroso.
-¡Señor comisario! –dice el oficial en
voz baja, acercándose a Barraba-: El río Chico está desbordándose y amenaza con
inundar al pueblo. ¿Qué se hace?
Barraba ahoga una interjección de las
suyas, parece meditar un segundo, y luego grita perentoriamente y con voz de
trueno, como un general que toma disposiciones en el momento decisivo de la
batalla:
-¡Arme el piquete! ¡Vaya a paso de trote!
¡Mándeme el caballo! ¡Yo voy en seguida!
El silencio se hizo tan solemne y
trágico, que todos se volvieron indignados hacia Silvestre que había oído y se
sonaba furiosamente las narices para no estallar en una
carcajada.
-¡Revolución!
-¡Ataque a la
comisaría!
-¡Invasión!
No se escuchaba otra cosa cuando los
concurrentes comenzaron a animarse, una vez fuera el misterioso
Barraba.
El boticario les dio la clave del enigma,
pero no consiguió desarrugar los ceños. ¡Una inundación!
¡Canario*!...
Sólo al día siguiente, cuando se vio que
el Chico no salía de madre ni pensaba tal cosa, por la escasez de recursos que
lo mantenía sometido a la familia, con agua apenas para regar las quintas de los
prohombres oficiales, estalló del uno al otro extremo del Pago la homérica
carcajada que Silvestre atajó la noche antes con el
pañuelo.
El comisario había inaugurado bien el año
nuevo, y por eso sigue diciéndose en nuestra tierra:
-¡Para barrabasadas,
Barraba!...
X
LOS PATOS
Era la tarde del 31 de diciembre, Ruiz,
el tenedor de libros de una importante casa de comercio –aquel españolito capaz
y relativamente instruido que acababa de llegar al pueblo, después de una escala
en Buenos Aires, provisto de calurosas recomendaciones para su compatriota el
doctor don Francisco Pérez y Cueto, que no tardó en procurarle la susodicha
ubicación- se hallaba, como de costumbre, en la frecuentada trastienda de la
botica de Silvestre, sorbiendo el mate que cebaba Rufo, el nunca bien ponderado
peón criollo del criollo farmacéutico.
Merced a su irresistible don de gentes,
el boticario era ya íntimo amigo del tenedor de libros, a quien había
enseñado en pocas semanas a tomar
mate –como se ha visto-, a jugar al truco y a opinar sobre política, tarea esta
última siempre fácil y agradable para un español. El aprendizaje de las otras
dos, y sobre todo de la primera, había costado mayor
esfuerzo...
Ruiz, a pesar de su renegrido bigote, de
sus ojos negros y brillantes y de su continente resuelto, no sabía andar a
caballo ni conducir un carruaje –observación que no parece venir a cuento, pero
que es imprescindible, sin embargo-, de modo que los domingos, cuando obtenía
prestado el tilbury* de su patrón, veíase en la obligación de buscar compañero
ayudante que lo sacara de posibles apuros. su primera invitación iba siempre
enderezaba a Silvestre, cuya obligada respuesta era:
-No puedo abandonar la botica, ¡cómo te
suponés!...
Porque ya se trataban tú por tú –o tú por
vos, para ser más exacto- a pesar de lo reciente de la
relación.
Y lo curioso que no pudiendo abandonar la
botica, Silvestre andaba siempre merodeando por el barrio, a caza o en difusión
de noticias, aunque Rufo no estuviera para cuidarle los potingues... Ante la
voluntad negativa, Ruiz, que se pasaba allí las largas horas en que el Mayor, el
Diario y la Caja no reclamaban la esgrima de su pluma, permanecía un rato en
silencio, o hablando de cosas indiferentes, para terminar
insinuando:
-¿Rufo no podría
acompañarme?
-¡Cómo no! ¡Que vaya
nomás!
Y casi todos los domingos ambos montaban
al tílbury*, empuñaba las riendas Rufo, y al trote del moro, allá iban los dos
por esas calles, dando vueltas, hasta cansarse de mirar muchachas en las
puertas, para salir entonces a dar largos paseos por las quintas sin árboles y
las chacras sin sembrados.
Ahora bien, aquella tarde del 31 de
diciembre, y como le consta al lector, terminado el inacabable machaqueo de la
pomada mercurial, y el sempiterno lavado de frascos y botellas a gran fuerza de
munición, Rufo acarreaba mate a la trastienda, en que Silvestre y Ruiz departían
mano a mano.
-Mañana es primero de año... ¿qué piensas
hacer? –preguntó de pronto el tenedor de libros.
-¿Yo? ¡Ya sabés que no puedo abandonar la
botica!
-Pues yo pienso salir de caza, en el
tílbury, así como te lo digo.
-¿A cazar qué?
-¡Patos, hombre, patos! ¿No sería
excelente un guisado de patos para celebrar el año nuevo?
-¡Quía!
-No hay patos por aquí. Están muy
perseguidos, se han puesto matrerazos y no se encuentran más que en los
lagunones del Sauce y muy arriba del río Chico...
-¿Qué no?... ¡Pues pululan! Deja que Rufo
me acompañe, y en dos o tres horas me comprometo a traerte un par de docenas...
¡Los comeremos mañana mismo!
-¡Qué vas a traer! Si no hay un pato ni
p’a remedio por aquí...
Ruiz, medio sulfurado, se encaró entonces
con Rufo, que entraba llevando el mate:
-¿No hemos visto centenares de patos el
domingo, cuando salimos con el tílbury?
Rufo sonrió con sonrisa indefinible, y
contestó muy afirmativo:
-¡Negriaban, sí, señor... Hasta en los
charquitos...
-¡No puede ser! –exclamó Silvestre,
incrédulo; y en seguida apeló a su sistema predilecto-: Te apuesto a que no
tráis ni cinco en todo el día.
-¡Apostado! ¿Qué
jugaremos?
-Qui si cazás cinco patos, yo pago el
vino bueno, los postres y el champán para nosotros y tres amigos; si no cazás
nada o menos de cinco, vos pagás una buena comida en lo de Cármine... ¿Te
conviene?
-¡Va apostado!
Era aún temprano, el pueblo dormía,
cantaban los pájaros, y el sol bajo el horizonte iluminaba ya blandamente la
tierra, cuando Rufo fue a buscar a Ruiz con el tílbury tirado por el
moro.
El criollito socarrón iba tan alegre que
el látigo chasqueaba en su mano como petardos, a pesar de que el moro llevara un
trote bastante ágil en el aire vivo de la mañana.
El tenedor de libros estaba vestido y
aguardaba ya, armado hasta los dientes, con escopeta de dos cañones, cuchillo de
caza, morral, cinturón y cartuchera con más de cien cartuchos cuidadosamente
cargados.
Salieron y ya a pocas cuadras del pueblo
comenzó el tiroteo -¡pim, pam; pim, pam!- y el caer de patos era una maravilla.
Mansos, mansitos los animales se dejaban acercar bien a tiro, casi sin moverse
junto a la misma orilla, y cuando uno quedaba espachurrado y flotando sobre el
agua cenagosa de los pantanos, los otros parecían más sorprendidos que
espantados por aquel estrépito y aquella matanza, como si nunca se les hubiera
hecho un disparo... Después, convencidos de la abierta hostilidad, tendían el
vuelo bajito levantando el agua con las patas, como si navegaran a hélice, e
iban a detenerse poco más lejos, de tal manera que el tílbury, hábilmente
dirigido por Rufo, no tardaba en dejarlos a tiro otra
vez...
Y ¡pim, pam; pim, pam! la escopeta de
Ruiz continuaba el estrago, amenazando dejar sin patos la comarca entera. Uno,
dos, diez, veinte, cuarenta: ¡Cuarenta patos mató esa mañana el cazador forzudo
delante del Señor, sin haber tenido siquiera que bajarse del
tílbury!
Aquel éxito colosal lo había puesto tan
nervioso que hasta marró algunos tiros, seguros sin embargo, con el
apresuramiento y la avidez...
Cuando llegó a los cuarenta patos era aún
temprano y Rufo estaba más que satisfecho, rebosándole alegría por todos los
poros, quería que continuase la hecatombe. Ruiz modestamente se negó, quizá
apiadado de los inocentes palmípedos.
-Llevo ocho veces más de lo necesario
para ganar la apuesta. ¡Ocho veces! Silvestre va a trinar.
Se detuvieron a la puerta de la botica, y Rufo comenzó
a bajar del tílbury y a introducir en el despacho el producto de la milagrosa
cacería. Silvestre estaba en la trastienda, dale que le das al pildorero,
preparando una de las fructíferas recetas de “agua fontis y mica panis”
que extendía el doctor Carbonero, enemigo de la farmacopea, mas no de la
voluntad de los clientes que no querían curarse sin remedios. Pero ante la
algazara de Ruiz, que bailaba y cantaba castañeteando los dedos, no pudo menos
que abandonarlo todo y precipitarse a la tienda para ver
aquello.
Una carcajada homérica sacudió de pies a
cabeza a Silvestre, en cuanto se vio delante del informe montón de los cuarenta
patos; y sin dar tiempo a que Ruiz se volviera de su asombro, habíase lanzado
como una flecha, atravesando la calle y entrando como un ventarrón en la
imprenta de La Pampa, en cuyo interior siguieron estallando sus
inextinguibles risotadas.
Ruiz, perplejo, se había quedado inmóvil
y aturdido, en medio de la farmacia, con la boca entreabierta, y los brazos
colgando frente a su botín cinegético.
Siguiendo a Silvestre, apareció Viera,
director de La Pampa, y el administrador, y los cajistas, y luego otros
más, atraídos por el ruido y el movimiento, hasta formar cola a la
puerta.
Y el boticario “indino” continuaba en sus
carcajadas, interrumpiéndose sólo para exclamar:
-¡Miren los patos que ha cazado Ruiz!
¡Miren los patos p’año nuevo que ha cazado Ruiz!...
Y el público le hacía coro, y allí en el
patio el repique del almirez adquiría sonoridad de campana echada al
vuelo.
Ruiz quería hablar, desconcertado,
llorando casi con aquella burla inacabable; pero las risas, las exclamaciones y
los chascarrillos no lo dejaron meter baza, ni averiguar la causa de semejante
tremolina. Por fin oyó la clave del enigma:
-¡Son g0allaretas!
Y aunque no supiese lo que es una
gallareta, comprendiendo que había cazado gato por liebre, tomo el sombrero,
abrióse paso, trepó al tílbury, y manejando por primera vez en su vida, puso al
moro al trote largo para escapar de las risotadas, cuyo eco lo persiguió hasta
volver la esquina...
Pasada la primera impresión y disuelto el
corro, Silvestre creyó prudente reprender a Rufo, por honor de la jerarquía. Al
fin, Ruiz era su amigo...
-¿Por qué lo has dejado matar tanta
gallareta?
-¡P’a que aprenda,
pues!
-También hubiese aprendido se le hubieras
dicho antes...
-¡Qu’esperanza, patrón! ¿No está viendo
que se podía haber olvidau?... ¡Y lo qu’es aura, no se olvida ni a
tiros!...
XI
METAMORFOSIS
Terminada la tarea de los recibos de fin
de mes, don Lucas Ortega se dispuso a salir en busca de las noticias municipales
y policiales, a pesar de la opinión del regente.
-¡No hay que descuidarse! –le había dicho
éste-. Manolito nos la ha jurado y es capaz de cualquier
barbaridad.
Don Lucas púsose el sombrero, tomó como
de costumbre su bastón de estoque y salió a las calles silenciosas de Pago Chico
en plena siesta, diciéndose que él no se metía con nadie, y que mal nadie podía
meterse con él. Olvidaba el pobre y manso administrador y repórter de El Justiciero una
malhadada y peligrosa modalidad de su carácter: la inclinación a darse
lustre.
Llegado muy joven de La Coruña, don Lucas
no había sido siempre “periodista”, como se declaraba enfáticamente. La
instrucción recibida en una escuela de lugar no le dio para tanto en los
primeros años. Se estrenó con toda modestia en una trastienda de almacén,
despachando copas; luego ascendió a vendedor, y más tarde a habilitado; a los
diez o doce años de estar en la casa, ya era socio, a los quince pudo
establecerse por su cuenta en pequeña escala... Pero de pronto, cuando ya
esperaba reunir una fortunita y todo el mundo le llamaba “don Lucas” (el don le
quedó para siempre) sobrevino una crisis, los deudores no pagaban, los
acreedores se le echaban encima, y desde lo alto del que creyera inconmovible
pedestal, rodó nuestro héroe, se encontró en la calle, y rodando, rodando, llegó
por fin a Pago Chico, y encalló en la administración de El
Justiciero.
En tan deslumbrante posición comenzó para
él otra era de grandeza, no ya material y pecuniaria, sino social e intelectual,
cosa que estimaba muchísimo más, aunque a veces lamentara a sus solas el sueldo
escaso y tardo, y la brillante miseria.
Pero, eso sí, había crecido, se había
agigantado en su propio concepto, y creía que también en el de los demás. Pago
Chico debía considerarlo un personaje, puesto que, como periodista, tenía la
facultad de opinar, de juzgar, de condenar ante el tribunal del
pueblo.
Afable, atento, hasta servil mientras fue
dependiente, y aun siendo patrón, cuando el parroquiano era considerable, no
había perdido estas condiciones, como no perdió tampoco la bondad, que
constituía el fondo de su carácter. Pero había cambiado de forma. Ebrio de
grandeza, era familiar con aquellos magnates del pago que se lo permitían,
risueño y atrevido con las señores, ante las que pavoneaba su pequeña estatura;
grave y taciturno con la gente de poca importancia; autoritario y altanero con
la plebe; condescendientemente accesible para sus subalternos de la imprenta.
Hablaba siempre “en discurso”, como decía Silvestre, pero estaba tan lejos de
ser malo que, a juicio de todo el mundo, era incapaz de matar una
mosca.
No era valiente tampoco; pero la
convicción de su insignificancia, persistiendo tan oculta allá en lo íntimo, que
él mismo apenas la vislumbraba, a veces tenía, si no otra, la virtud de hacerlo
tranquilo y confiado. De modo que aquella tarde salió tan sin preocupaciones
como siempre (el estoque era un regalo del director, que le había dicho al
ofrecérselo: ¡Un periodista den campaña no debe andar nunca desarmado!), a pesar
de que El Justiciero acabase de publicar la siguiente “feroz
caída”.
“Escándalo.- El Moreirita M. P., que con
sus calaveradas y fechoría ya tiene indignado a todo el mundo de Pago Chico,
promovió ayer un descomunal escándalo en “cierta casa” de los suburbios,
rompiendo vasos y espejos y apaleando mujeres, hasta que por fin intervino la
policía, que haría bien una vez por todas en apretarle las clavijas al mocito
que se prevale de su familia para hacer cuantas atrocidades le da la gana. Sin
embargo, no fue ni llevado a la comisaría siquiera, y nos extraña mucho que el
comisario Barraba, después del atropello de ayer, todavía no la haya metido a
secar en un calabozo para que otra vez aprenda, no siga dando mal ejemplo y
fomentando la compadrada de los demás muchachos del
pueblo.”
No extrañará esta filípica del
oficialista El Justiciero, si se tiene en cuenta que el director andaba
otra vez en coqueterías con las autoridades para ver de sacarles mayor tajada,
pues iban a necesitarlo para las elecciones. Y el suelto era justo, porque la
tolerancia para los desmanes del joven Manuel Pérez pasaba la raya, y era una
amenaza general, pues el rico e importante pillete se engreía y ensoberbecía en
la impunidad.
En cuanto a don Lucas, confiaba
demasiado. Él no había escrito el suelto, es verdad. Se le permitía lucubrar muy
pocas veces; desde que se inclinó “ante la tumba del deporable vecino” don
Fulano, y dijo cuando la muerte de la madre de Bermúdez, china nonagenaria, que
la distinguida matrona había fallecido “en la flor de su edad”. Pero él, en
cambio, para desquitarse, atribuíase con desparpajo singular, siempre que le era
posible, cuanto artículo, suelto o noticia publicaba El Justiciero, de
modo que todo el mundo acabó por creer siquiera en su
colaboración.
Marchaba, pues, con paso deliberado,
echándose para atrás, salido el vientre, la cabeza erguida, agigantada en su
concepto la corta estatura, mientras bajo la espalda evolucionaban burlonamente
los largos faldones de su jaquet*; y no había andado dos cuadras, cuando se
quedó frío, corrióle un cosquilleo de la nuca a los pies, y sólo merced a su
heroico esfuerzo pudo llevarse la mano trémula al bigote y erguirse casi hasta
caer de espaldas... Manuelito Pérez se adelantaba rápido y colérico hacia él,
con un ejemplar de El Justiciero en la mano.
-¿Quién ha escrito esta noticia?
–preguntó el jovenzuelo con voz reconcentrada y amenazadora en cuanto estuvo a
su lado.
Un velo pasó por los ojos de don Lucas;
sintió que se le aflojaban las piernas, pero haciendo de tripas
corazón:
-¡No sé! –contestó
secamente.
-¡Qué no ha de
saber!
-¡No sé!
-¡Usté no más será,
gallego!
-Y si fuera... -acertó, lívido, a
balbucear don Lucas.
-¡Ahora verá!
Y Manuelito, echando atrás la pierna
derecha, llevó la mano a la cintura. Trémulo, don Lucas retrocedió y desenvainó
el virgen estoque, buscando con la vista una persona que lo auxiliase en la
calle solitaria abrasada por el sol, un objeto: el hueco de una puerta en que
parapetarse... Pero no tuvo tiempo de nada. Oyó una detonación seca, sintió un
golpecito en el pecho y al rodar por la acera, vio como en un escenario al bajar
rápidamente el telón, que Pérez corría con un revólver, en cuyo extremo flotaba
una vedejita de algodón, y que algunos vecinos se asomaban alarmados. Y se
desmayó.
La grita de los periódicos –“la prensa
local”- y especialmente de El Justiciero, fue tan grande, que la policía
se vio obligada a proceder, descubriendo, una semana más tarde, el escondite de
Manuelito, conocido por todo el mundo desde el primer día. Y el jovenzuelo fue a
dar a La Plata, con un sumario que parecía hecho por su mismo abogado
defensor...
Ortega era, entre tanto, objeto de las
más entusiastas manifestaciones. El Justiciero narraba exactamente los
detalles del combate en que su administrador, heroico, había perdonado ya la
vida del asesino que tenía en la punta del estoque, cuando éste, retirándose
vencido, le había alevosa y traidoramente disparado un tiro de revólver. Y en
seguida hablaba del sacerdocio de la prensa, de los sacrificios hechos en aras
del pueblo, de la ingratitud que generalmente es la única corona de los mártires
que ofrecen en holocausto por el bien público toda la generosa sangre de sus
venas, y patatín y patatán... Enorme éxito, indescriptible entusiasmo. La gente
se agolpaba en la imprenta.
Al día siguiente, y en cuanto los
doctores Fillipini y Carbonero declararon que la herida no era de gravedad y que
el paciente podía recibir visitas –no muchas a la vez, ni demasiado
charlatanas-, el pobre cuartujo de Ortega, revuelto y sórdido, quedó convertido
en sitio de obligada y fervorosa peregrinación. Don Lucas había leído los
diarios, se había extasiado con las ditirámbicas apologías de El
Justiciero, pero nada le produjo tan intensos goces, tan férvido orgullo,
como aquella continuada procesión administrativa, en que figuraban los hombres
más importantes de Pago Chico, y en que ni siquiera faltaban damas... como que
un día se le apareció misia Gertrudis, la vieja esposa del tesorero municipal,
presidenta de las Damas de Beneficencia...
¡Cuánto incienso recibió don Lucas,
visitado, asistido, festejado y adulado por aquella muchedumbre, ascendido de
repente a la categoría de grande hombre, de prócer, de redentor crucificado!...
Nadie le demostraba compasión, todos se derretían de admiración respetuosa,
prontos a venerarlo, a idolatrarlo. ¡Tanto valor, tanta abnegación, tanta
grandeza de alma! ¡Atreverse a oponer un simple estoque a un arma de fuego,
vencer al terrible enemigo, perdonarle la vida!... ¡Y todo por el
pueblo!
-Ahora comprendo –pensaba don Lucas- cómo
se repiten las hazañas peligrosas. ¡Se puede ser héroe!
Él lo era en su concepto. Lo fue algunos
días en el de los pagochiquenses. Porque ¡ay! nada es eterno, y la herida,
tardando demasiado en cicatrizarse a causa de tantas emociones, dio tiempo para
que el entusiasmo se enfriara poco a poco antes de que don Lucas pudiera tenerse
en pie. Cuando salió a la calle, su aventura era ya un hecho mítico, desleído en
las nieblas del pasado; nadie le daba importancia, nadie hacía alusión a
él.
Pero Ortega no lo advirtió: la embriaguez
de la apoteosis había sido tan intensa, que se convirtió en megalomanía. Pálido,
demacrado, se paseaba por el pueblo, pavoneándose, convertido en arco de tanto
echarse atrás, haciendo pininos para erguirse y crecerse. Y miraba a todos con
soberanas sonrisas protectoras o con gesto avinagrado y despectivo, según qué
fuera aquel en quien se dignaba detener la vista.
Periodista, sacerdote, mártir, magnánimo
defensor del pueblo, víctima del deber... Si, todo eso era muy hermoso; pero lo
que más lo enorgullecía era su fama de valiente. Ser valiente en la tierra del
valor, ¡él!... Y se frotaba las manos y se sonreía de regocijo, convencido de su
gloria!
Desde entonces usó revólver a la cintura,
no dejándolo sino bajo la almohada, de noche, al acostarse. Hablaba alto en el
taller, en la administración, en la redacción, en la calle, en el café, en el
circo, haciéndose notar, demostrando que no abrigaba temor a nada ni a nadie.
Cada frase suya era una sentencia, aun ante el mismo director de El
Justiciero. Tenía ademanes rotundos de caballero andante pronto a lanzarse
contra una cuadrilla de malandrines. El manso se había convertido en impulsivo,
con el deschavetamiento del amor propio exacerbado.
-Es siempre malo que a un sonso se le
aparezca un dijunto –solían decir algunos más avisados, al ver pasear a Ortega
con el sombrero en la nuca y haciendo molinetes con el
bastón.
Silvestre vaticinaba algún futuro desmán,
refunfuñando entre dientes al vislumbrar la silueta del nobilísimo
Quijote:
-Decile a un sonso que es guapo, y lo
verás matarse a golpes –uno de sus refranes favoritos, solo que “matarse”
resultaba en sus labios otra cosa.
Y el boticario criollo no dejaba de tener
razón.
Ortega acostumbraba a tomar el vermouth
vespertino en la confitería de Cármine, con el estanciero Gómez, el
angloamericano White, famoso por su fuerza hercúlea, el doctor Fillipini algunas
veces y otros amigos.
Un día en que don Lucas se había
retardado en la imprenta, el acopiador Fernández se acercó a la mesa, trabando
conversación de negocios con Gómez. No estaban conformes en un punto...
discutieron, se acaloraron, pasaron a las injurias... De pronto Fernández, ciego
de ira, poniéndose de pie, alzó la mano para dar una bofetada a su contrincante.
White, más rápido, pudo evitar la realización del hecho asiendo a Fernández por
los brazos, de atrás. Gómez, blandiendo una silla, se había puesto en guardia,
mientras su adversario forcejeaba por desprenderse de las manos férreas de
White. La actitud del grupo era realmente amenazadora, y la desgracia quiso que
en ese momento entrara Ortega...
Ver aquello y, sin detenerse a
reflexionar ni qué era, ni de parte de quién estaba la ventaja y la razón, sacar
el revólver de la cintura, fue todo uno para el héroe novel que sólo soñaba
batallas y victorias. Y en menos de lo que se tarda en contarlo, hubo un
estampido, un poco de humo, un hombre muerto y el estupor pasó batiendo las
alas, petrificando a los actores y espectadores de aquel drama que sólo había
tenido desenlace y que sería comedia de no mediar un
cadáver.
Y cuando se vio solo en la oficina de la
comisaría, preso, con un homicidio encima, la prolongada embriaguez del heroísmo
se desvaneció en aquel pobre cerebro y don Lucas se echó a llorar como una
criatura...
XII
CON LA HORMA DEL
ZAPATO
“Tengo el honor y la satisfacción de
comunicarle a usted, por orden del señor intendente, que desde la fecha queda
suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital
Municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del
municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda
consideración, etc., etc.”
Llegó esta nota a manos del doctor
Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo,
municipal a Bermúdez.
-¡Mazcalzone!” –exclamó, pensando en su
protegido de un minuto.
Pero sin que el despacho le ofuscara el
raciocinio, salió en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el
secretario de la intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos puntos,
útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la
confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la
“consumición” y pidió “otra vuelta”.
-Dígame, Bustos –preguntó por fin-; ¿por
qué me destituye don Domingo?
-¡Hombre, no sé! –contestó el otro,
paladeando su anís, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad
cerebral.
Viera, caracterizándolo, había publicado
efectivamente hacía poco, una parodia de la fabulilla de
Samaniego:
Dijo Ferreira a
Bustos
después de olerlo:
-Tú cabeza es
hermosa
pero sin seso.
¡Cómo éste hay
muchos
que, aunque parecen
hombres,
sólo son... Bustos!
-No saben, ¡bueno! Pero dígame cómo fue
–insistió Fillipini en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo
sacaría el ovillo-. ¿No le habló nadie?
-Nadie.
-¿Le hizo escribir la nota así, sin más
ni más?
-Si, mientras estaban
votando.
-¿Y nadie fue a
verlo?
-Nadie más que Gino, el pión de
Cármine.
-¿Y a qué iba Gino?
-A nada. Le llevaba un
papelito.
Fillipini calló, apuró su taza, pagó,
salió y volvió a entrar por otra puerta, metiéndose hasta el patio y las
cocinas. Allí vio a Gino, hecho un pringue, como que era el lavaplatos –el
platero, según los chismosos pagochiquenses- de la confitería de
Cármine.
¿Quién te dio el papelito que le llevaste
al intendente el domingo? –preguntó el italiano.
-Il signor notario –contestó Gino,
mirando a su egregio compatriota con los ojos azorados y los carrillos más
mofletudos y rojos que de costumbre.
Fillipini, sin agregar palabra ni
saludarlo siquiera, siguió andando y salió por el portón de los carruajes,
encaminándose al Club del Progreso.
Allí se sentó, poniéndose a sacar un
solitario, indiferente y tranquilo en apariencia, pero sin que nada escapara a
sus ojos avizores. Ni aun cuando entró Ferreiro se le conmovió un músculo de la
cara, blanca, impasible, rebosante de salud y de satisfacción. Pero a poco
abandonó el solitario, y evolucionando lentamente entre los grupos de jugadores
y desocupados, acabó por hallarse, como deseaba, mano a mano con
Ferreiro.
Los dos zorros viejos se saludaron casi
cariñosamente, en apariencia, sin aludir al suceso de que eran primero actores;
pero Fillipini no tardó en lanzarse a la carga:
-¿No sabe? Don Domingo me ha
destituido...
-¡No diga! ¿De
veras?
-Sí, señor. Me ha destituido... Pero eso
no me importa mucho, porque eso no puede quedar así...
-¿Pero por qué? ¿Cómo es
eso?
-¡Pavadas! El pobre no sabe lo que
hace.
-Diga, pues, doctor; que si yo
puedo...
Fillipini, sonriéndole, miró la hora de
su reloj de bolsillo, muy calmoso, muy dueño de sí mismo; y luego, mirando a
Ferreiro bien a los ojos, dijo con buen humor:
-¡Claro que puede! Usted y el doctor
Carbonero se apresurarán a defenderme. Se necesita ser muy cretino para portarse
así con un hombre como yo.
Ferreiro pulsaba al “gringo”, sorprendido
de tanta soltura, de tanta desfachatez, y pensando:
-¡Si se habrá encontrado topate con
toparías!
Pero quiso darse cuenta exacta de los
puntos que calzaba su contrincante, y después de un segundo de silencio, le
preguntó:
-¿Y por qué Carbonero y yo lo hemos de
defender?
El médico se echó a reír con aparente
franqueza y:
-Porque ustedes son demasiado
inteligentes como para no hacerlo –contestó-. Y demasiado amigos míos –agregó
inmediatamente, dorando la píldora, no sin ciertos asomos de
sarcasmo.
-Amigos, sí... está bueno. Pero si usted
pretende amenazarnos...
-¡Señor Ferreiro! –dijo entre carcajadas
Fillipini-. Si yo no lo conociese tanto, lo que me dice sería para hacerme creer
que ha “mojado” en esta barbaridad...
-¡Yooo!
-¡Yo, no lo creo, claro está que no lo
creo! Al contrario: usted lo hubiera impedido de saberlo... ¡Bah! Entre bueyes
no hay cornadas, como se suele decir... Para mí el caso es sencillo. Ese
“lavativo” de Bermúdez tiene la culpa, y me ha hecho una gran cargada después
que le di el modo de hacerse municipal...
-¡Y por qué se lo dio! –interrumpió
violentamente Ferreiro.
-¡Eh!... ¡Questo é un altro palo di
maniche! –murmuró Fillipini sin mucha socarronería.
Hizo una pausa, sonriente e insinuante,
para continuar después:
-Yo soy muy necesario en el hospital,
porque Carbonero no va casi nunca, y hago todo servicio... Si se nombrara a
otro... con la administración... y los gastos tan grandes... Además, que hay que
nombrar a otro, desde que Carbonero no iría aunque lo
mataran.
-¿Y de ahí?...
-¿A quién nombrarían? El único que queda
es el doctor Pérez y Cueto...
-¿Y eso?
-Que nombrarlo a Pérez y Cueto, sería
como meter las narices de toda la oposición en el hospital... Publicar lo que
comen los enfermos, cuando comen... descubrir el estado de la farmacia... de las
ropas de cama... contar lo que pasa con los cadáveres que se quedan allí días y
días, y lo que hace la enfermera que se va a dormir todas las noches en su casa,
y el ecónomo que poco a poco se llevando cuanto hay... Un enemigo como Pérez
vería todas estas cosas con malos ojos, las exageraría, metería un bochinche de
dos mil demonios... No pensaría como yo, que el hospital está relativamente
bien, porque no todo puede marchar a la perfección en un pueblo tan pobre como
éste y tan atrasado... Además, que la gente que va a curarse allí es de poca
importancia y no le interesa a nadie: extranjeros, personas de otros pagos... Si
no fuera así, también, ya hubiera habido más de un escándalo... Pero, ya se ve,
con las preocupaciones actuales que convierten la palabra “hospital” en sinónimo
de “muerte”, sin que nada pueda evitarlo, no hay que tomar el rábano por las
hojas, ni meterse a redentor... Cualquier hombre sensato, yo el primero, tiene
que considerarlo así; pero no me negará que todo esto constituye un arma
tremenda para los opositores, que si no la utilizan es porque están ciegos como
topos. Las chicas se les van y las grandes se les
escapan...
Durante este largo discurso, pronunciado
con bonhomía y serenidad, como si se tratara de intereses ajenos, el escribano
observaba con desconfianza a Fillipini, diciéndose para su
capote:
-El gringo este es muy ladino. Si nos
metemos con él, de repente nos va a salir la vaca toro. Me precipité demasiado,
y las calenturas son malas consejeras.
-Pero por sonsos que sean –continuó muy
lentamente Fillipini-, por sonsos que sean sabrán “rumbear” en cuanto alguien
les enseñe el camino; y entonces no habrá quien los ataje... ¡Chica farra se
armaría si lo nombraran a Pérez y Cueto!...
-También es posible no nombrar a nadie.
El hospital no necesita...
-¡Usted no dice eso seriamente, señor
Ferreiro! ¡Ma! Por poco que sirva el hospital tiene que tener médico y ya sabe
que Carbonero no va y no irá nunca... Yo preferiría que nombraran a otro si no
quisieran reponerme a mí. Pero, de cualquier modo, ya lamentarán haberme
separado...
No daba el doctor Fillipini asidero para
que se le replicara alzando la prima, al contrario, cuanto decía estaba muy
puesto en razón, y sus verdades no le brotaban ni agrias ni amargas en la boca,
aunque tras ellas hirviesen amenazas tan terribles como
evidentes.
-Lo que se había pensado –dijo, sin
embargo, Ferreiro- era no nombrar a nadie.
-¡Ma! ¿Y cómo dijo que no sabía nada?
–preguntó con fingida candidez Fillipini.
-Digo... se había pensado... así en el
aire... para el caso de que se produjera una vacante...
-Capisco...
Y ni una objeción más. Fillipini se quedó
mirando de hito en hito a Ferreiro, que al poco rato no pudo contenerse y
exclamó:
-¡Pero también usté! ¿Por qué se metió en
lo de Bermúdez, para qué no forzó la mano sin
necesidad?...
-¡Questo é un altro paio di maniche!
–repitió el doctor-. Se lo vuelvo a decir, porque ustedes no se habían dado
cuenta de dos cosas: de que Bermúdez es un magnífico instrumento en la
Municipalidad, primero, y de que yo puedo serle muy útil o muy perjudicial,
después. Era preciso que nos conociéramos, señor Ferreiro, para que ustedes no
me tuvieran arrumbado en un rincón como hasta ahora. Y usted convendrá en que me
he hecho conocer sin causarles perjuicio. ¿Es una buena cualidad, no es cierto?
¡Vaya! ¡Dígale al intendente que me reponga sin ruido, y tan amigos como antes o
más amigos que nunca, mejor dicho!
-Bueno... veré...
pensaré.
¡Eso es! Piénselo bien, caro. Yo no
quiero que se haga ninguna arbitrariedad en mi favor.
-¡Qué gringo éste! –murmuró Ferreiro,
levantándose entre divertido y malhumorado-. Es como la garúa finita, que lo
cala a uno hasta los huesos. Y se va a salir con la suya, no más –agregó,
palmeándole el hombro.
Piénselo, piénselo y no se apure –dijo el
otro-. Para todo hay tiempo y a la corta o a la larga usté se convencerá de que
soy un buen amigo.
-Y yo también,
doctor.
Se separaron. Fillipini, seguro de haber
movido bien las piezas, murmuraba sin embargo:
-¡Eh! Si pudieses, ¡qué patada me darías!
Pero no podrás.
Sin perder tiempo volvió a la confitería
de Cármine, donde había un grupo de opositores tomando aperitivos, los unos
sentados alrededor de las mesas, los otros de pie, junto al mostrador.
Silvestre, que peroraba entre ellos, se acercó a Fillipini, como era, en parte,
el deseo de éste, pues quería hallar el modo de que le vieran hablar largo y
tendido con algún enemigo de la situación. Viera, si fuese posible, y lo sería,
pues se hallaba presente también.
-¡Hola, doctor! –dijo Silvestre
aproximándose con la confianza que se tomaba con cualquiera y que en este caso
justificaban hasta cierto punto las relaciones de médico a farmacéutico-. Me
alegro de verlo por acá. ¿Es cierto lo que me han dicho?
-¿Qué le han dicho? Siéntese y tome
algo.
-Gracias –y se sentó-. Mozo, otro vermú*.
Pues dicen que le han quitau el empleo del hospital, ¿es
cierto?
-Sí.
-¿Y por qué?
-Oh, esas son chozas
cosas...
-¡Hable, hombre, hable! Ya sabe que me
puede tener confianza. ¡Largue el rollo!
-¡Ma! Usted ya sabe cómo anda el
hospital.
E hizo un cuadro, muy pálido, en verdad,
de aquel desquicio harto conocido por Silvestre, quien sin embargo, se hacía de
nuevas al oír tales cosas de tales labios. Y terminó:
-Y como yo no quiero aguantar más ese
desbarajuste...
-¿Lo han
destituido?
-Eso es
-¿Será cosa de Ferreiro y el doctor
Carbonero, no?
-De ninguno de los dos. Es cosa de
Bermúdez.
-¡Pero si Bermúdez ni siquiera es
municipal!
-Pues ahí verá usted. Como ha salido
electo, le ha calentado la cabeza al intendente, y éste, para tenerlo contento,
me ha sacrificado cuando ya me había prometido arreglar el
hospital.
-¡Bermúdez, tan bruto y
tan...
-Así van los tantos... más vale un
enemigo vivo que un amigo bruto... Pero todo tiene que
hacerse...
-¡Claro que sí! ¿Quiere que se lo diga a
Viera? Él ya tiene la noticia, pero de un modo muy distinto.
¿Quiere?
-Llámelo, es mejor.
-¡Viera!, eh, Pampa, una
palabrita.
Viera se acercó, sentóse a la mesa, oyó
lo que el doctor quiso contarle, creyó de ello lo más verosímil, y siguió luego
largo rato en amistosa charla. A la hora de comer cada cual tomó para su lado, y
la vasta sala de la confitería
quedó solitaria y tenebrosa, pues Cármine bajó las luces para ahorrar
petróleo.
Fillipini, muy tranquilo, no salió de su
casa aquella noche, aguardando el desarrollo de los sucesos que con tanto
cuidado acababa de preparar. Cuando despertó, al día siguiente, lo primero que
hizo fue pedir los diarios que el sirviente le llevó a la
cama.
Comenzó por la gaceta oficial, El
Justiciero. De su exoneración ni una palabra, del hospital menos. Pero, ¡ah
detalle significativo!, en la noticia de un banquete festejando la elección de
Bermúdez y en la lista de invitados, su nombre figuraba entre los de Luna y
Ferreiro, ¡nada menos!
-É fatto –murmuró con una sonrisa
arrojando despreciativamente el periódico para tomar La
Pampa.
Una columna dedicaba ésta al asunto del
hospital, condenado a... Bermúdez, por la destitución de Fillipini; de Fillipini
que –según el artículo- era lo mejor o lo menos malo del oficialismo, un hombre
así, un hombre asao, cuyas intenciones eran tan sanas como sus propósitos de
reforma y administración. Bermúdez comenzaba desbarrando su carrera política,
como lo había previsto La Pampa, y si lo dejaban iba a ser como un
caballo metido en un almacén de loza... “El gran consejero de la situación, el
señor Protocolos, podría meter en vereda a este gaznápiro”* -terminaba diciendo
el artículo. La alusión a Ferreiro era visible, pero no como para disgustarlo;
ni el mismo Fillipini la hubiera hecho con más tino...
En toda esta andanza el único que rabió
fue Bermúdez, quien se atrevió a encararse con Fillipini para darle un sofión*.
El italiano se le rió en la cara:
-¡Ma! ¡Usté tiene el estómago resfriao!
Réchipe: sinapismos. Vaya, “amico Bermúdese”, vuelva por
otra.
Ferreiro no aludió nunca a la escaramuza
aquella, pero desde entonces tuvo siempre muy en cuenta a Fillipini, que, como
es lógico, siguió de segundo médico perpetuo en el Hospital Municipal de Pago
Chico.
XIII
EL CAUDILLO
Don Ignacio era hombre de la oposición en
Pago Chico. Las autoridades lo miraban como su bestia negra, y el pueblo,
siempre descontento, tenía puestas en él sus esperanzas, seguíalo en todas sus
empresas políticas, le daba a defender sus intereses. Sin don Ignacio, Pago
Chico hubiera sido un cementerio de vivos; con él, siquiera se ejercía el
derecho al pataleo.
No era don Ignacio muy largo, pero alguno
de sus correligionarios hallaba modo de lograrle préstamos y donativos, ya para
sus necesidades personales, ya para lo mismo, pero bajo el pretexto de gastos de
propaganda. Él mismo se sometía refunfuñando, pues, ¿cómo ser jefe de partido si
se comienza por descontentar a los partidarios? Pero apuntaba... Su viejo
cuaderno de notas, tenía páginas como esta:
Prestado al gordo, que está sin
trabajo.......................... 5,00
Juan, para la
copa.......................................................
0,20
Un letrero y bandera para el
comité............ ................ 15,50
A la china Dominga para que haga venir a
sus
hijos para la
inscripción..............................................
25,00
Una docena de
bombar.................................................
6,00
Sumaba cuidadosamente don Ignacio estas
partidas, que en tres años de oposición a todo trance habían alcanzado a formar
una gruesa suma –cuatro o cinco mil pesos-, y no examinaba su cuaderno sin
lanzar un suspiro y sumirse en profunda meditación.
-¿Quién pagará estas misas? –se
decía.
O, conversando con sus tenientes, hablaba
de la patria, de los deberes del ciudadano, de los sacrificios que hay que hacer
en pro de la libertad, de la abnegación que exigen los partidos de principios,
para terminar diciendo:
-Yo soy el pavo de la
boda.
Silvestre, el boticario, se encogía de
hombros, instruido de las alusiones de don Ignacio y considerando que de todos
modos su popularidad le salía barata en estos tiempos en que no se puede ser
popular sin dinero. Alguna vez le insinuó una frase no muy
atildada:
-El que quiera pescado que se moje... el
que le dije.
Acercábanse las elecciones, el gobierno
de la provincia, preocupado por la importancia que iba tomando la oposición,
había resuelto darle una válvula de escape, dejándola introducir algunos de los
suyos en las municipalidades de campaña.
Pero esta resolución no era conocida y la
efervescencia popular continuaba a más y mejor. En Pago Chico preparábase un
miti*, un metín, o cosa así, que debía tener lugar en el antiguo reñidero de
gallos, único lugar, fuera de la cancha de pelota, apropiado para la solemne
circunstancia, puesto que el teatro –un galpón de cinc- pertenecía a don Pedro
González, gubernista, que no quería ni prestarlo ni alquilarlo a sus enemigos de
causa.
Llegado el día, don Ignacio, que había
contratado la banda a su costa, hecho embanderar el reñidero, y comprado una
docena de bombas de estruendo- esperó impaciente la hora de su discurso, un
discurso ya mil veces repetido en todos los tonos, palabra más, palabra menos,
durante sus tres años de caudillaje.
Cuando subió a la improvisada tribuna,
rodeábalo un pueblo vibrante y entusiasta que sólo pedía correr al sacrificio, a
la lucha, al atrio, a las urnas: don Ignacio estaba radioso. Sus palabras
hicieron el acostumbrado efecto arrebatador, especialmente cuando, con grandes
gritos y violentos ademanes, reprodujo la frase:
“Los mandatarios impuros que engordan a
costillas del abdomen del pueblo, no pueden continuar un día más en el poder. El
gobierno local tiene que entregarse a personas honradas que no roben, a hombres
sanos que no se apoderen de las rentas, a ciudadanos que sean capaces de
relamberse* junto al plato de caldo gordo sin tocarlo con un
dedo.”
Los bravos, los vivas, los palmoteos
estallaron como siempre, o por mejor decir, más que nunca, cubriendo la voz del
orador que al fin logró dominar el bullicio, gritando:
-¡Ciudadanos! ¡Viva la honradez
administrativa!
-¡Vivaaa!
-¡Abajo los espoliadores* del
pueblo!
-¡Abajo! ¡Mueran! ¡Viva don Ignacio!
¡Viva la honradez! ¡Viva el patriota!
¡Shuitz... pum! y música, grandes golpes
de bombo, alaridos de pistón... y otra bomba y otra. ¡Qué entusiasmo, qué
delirio! ¡Para-ta-ra-trac-pum! ¡un cohete! y vivas y más vivas, una algazara, un
jubileo como nunca se vio en Pago Chico, tanto que el bataraz encerrado en el
cajón, encrespó la pluma, golpeó los musculosos flancos con las alas y lanzó un
ronco y estentóreo co-co-ro-có, como diana triunfal del
vencimiento.
-¿Qué le ha parecido el métin, don
Ignacio? –preguntábale por la noche Silvestre?
-¡Oh, magnífico! ¡Me ha costado más de
quinientos pesos!
Mentira. Gastó sólo ciento cincuenta,
pero con tal habilidad...
Silvestre lo miró de arriba abajo,
sardónico, se encogió de hombros, clavóle la vista entre ceja y ceja, y
metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón
exclamó:
-Nuestra Señora del Triunfo nunca ha sido
popular.
Don Ignacio se encrespó como el gallo del
reñidero, y se puso rojo de ira.
-¡Vos te crés que lo digo de agarrau! ¿Y
a mi qué m’importa la plata?... ¡Pero lo es otro no sería tan pavo!... Ya llevo
gastada una porretada de pesos, sin que nadies
miagradezca.
Mientras esto decía el caudillo,
Silvestre había tomado la guitarra –estaban en la botica- y cantaba
acompañándose con grandes golpes de uña en las seis
cuerdas:
¡Y ásime... gustáuun...
tirano
c’abra labocay... no
grite!
El jueves llegaron los delegados
gubernistas de la capital para preparar las elecciones comunales del domingo.
Apenas instalados, trataron de provocar una entrevista con don Ignacio, para
hacerle proposiciones. Pero Silvestre –la oposición dentro de la oposición-
estaba allí oído alerta, ojo avizor, husmeando como politiquero de raza la
componenda* en ciernes, adivinándola antes de que se hubiera
iniciado.
Viera, a todo esto, había visto
oscurecerse su estrella, eclipsada por la triunfante de don Ignacio. Tampoco él
quería “componendas”, y así lo escribió en La Pampa. Inútilmente, porque
el meeting había dado el mando a su rival, sostenido por los envidiosos de la
popularidad del periodista, y por los que sólo hacían política opositora
buscando una ubicación, amén de los que don Ignacio compraba, como se ha visto.
No faltaron, pues, las previsiones, los vaticinios, las amenazas de perder lo
hecho sin esperanzas de rehacerlo más tarde...
Sin embargo, la entrevista tuvo lugar,
don Ignacio no pudo resistir a una transacción que lo llevaba de golpe y zumbido
a la Municipalidad, que él creía tan verde aún, y el domingo siguiente resultó
electo concejal, a pesar de los aspavientos* de Silvestre, de los
artículos-brulote* de Viera y la agria censura de gran parte de sus partidarios
del día anterior.
Llegado al Concejo, sus colegas
gubernistas, dirigidos por los delegados de la capital –no era la primer zorra
que desollaban éstos- lo designaron para intendente.
-En una semana se habrá desmonetizado
–decían aquellos profundos políticos.
Pero la mayoría de los oficialistas
protestaba irritada contra lo que consideraba una cruel e inmerecida derrota; en
cambio, el ex intendente, un cuyano ladino, caudillejo él también, declaraba
divertidísimo que aquella evolución era “de mi flor”.
¿No le parece una barbaridá, Paisano –así
le llamaban-, que hayan hecho intendente a don Inacio?
El Paisano sonreía, encendiendo el negro,
y luego, sacándoselo de la boca, contestaba con toda calma, y no sin algo de
burla:
-¡Déjenlo pastiar
qu’engorde!
Y, en efecto, don Ignacio comenzó a
engordar en la Intendencia, haciendo en ella lo que sus predecesores, y
rebañando cuanto pesito encontraba a su alcance.
Un día tuvo una grave explicación con
Silvestre, que le echaba en cara sus procederes administrativos, muy alejados de
la honradez acrisolada que exigiera en tanto discurso, en tanta proclama, en
tanta profesión de fe a los pueblos en general y al de Pago Chico en
particular.
-Mire, don Inacio, ¡lo qu’est’haciendo es
una vergüenza!
Don Ignacio lo miró de hito en
hito.
-¿Y qu’estoy haciendo, vamos a
ver?
-¿Quiere que le diga? ¿Quiere que le
diga? ¡No me busque la lengua, canejo!
-Decí, decí no más.
-¡Está robando como los
otros!
El caudillo estuvo a punto de pegarle,
pero se domino, tragó saliva, y cuando se creyó bastante dueño de sí mismo, dijo
con tono convincente:
-¡Y a mí quién me paga lo qu’hecho? ¿Y la
platita que mián comido?...
Y después de una pausa, más insinuante
aún, confidencial y tierno, exclamó como quien esboza un sublime
programa:
-¡Dejá que me desquite y verá qué
honradez!
XIV
EL DESQUITE DE DON
IGNACIO
La historia del gobierno de don Ignacio,
llegado por maquiavélica combinación política a Intendente Municipal de Pago
Chico, sería tan larga y confusa como la de cualquier semana del nebuloso y
anárquico año 20. ¡Cómo que duró más de una semana: duró mes y
medio!
Mes y medio que lo tuvieron de pantalla
los oficialistas, desprestigiando en su persona a la oposición. Todo era agasajo
y tentaciones para él: a cada instante se le ofrecía un negocito, una coima o se
le hacía “mojar” en algún abuso más o menos disimulado. En los primeros días don
Ignacio reventaba de satisfacción: parecíale que el mero hecho de mandar él
había cambiado radicalmente la faz de las cosas, que el pueblo tenía cuanto
deseaba y soñaba, que los pagochiquenses vivían en el mejor de los
mundos...
Indecible es la explosión de su rabia,
primero cuando Silvestre le dijo las verdades en su propia cara, y después
cuando Viera le aplicó en La Prensa varios cáusticos de esos que levantan
ampolla. Don Ignacio quería morder, y trataba de echare en los brazos de sus
noveles amigos los situacionistas, que acogían sus quejas con encogimientos de
hombros y risas socarronas, contentísimos de verlo enredado en las
cuartas.
Lo del desquite se había hecho público y
notorio, gracias a la buena voluntad del farmacéutico.
-¡Cuándo podrá ser honrado don Inacio?
–se preguntaba generalmente, como chiste de moda.
-¡Cuando la rana críe pelos! –replicaba
alguno- ¡Ya le ha tomado el gustito!
Los principistas, entre tanto, trataban
de demostrar que el extravío de un hombre no podía en modo alguno empañar la
limpidez y el brillo de todo un programa de honestidad y de pureza. Y Ferreiro y
los suyos, aprovechando la bolada, hacían lo imposible para aumentar el
escándalo y el desprestigio alrededor de aquel puritano pringado hasta las cejas
apenas metido en harina.
-Así son todos –predicaban-. ¡Quién los
oye! ¡Los mosquitas muertas, en cuantito pueden se alzan con el santo y la
limosna!
Ferreiro, al aconsejar a los delegados
oficialistas de la capital, primero que hicieran municipal a don Ignacio y
después que le dieran la Intendencia, había echado bien sus cuentas y deseaba
dar un golpe maestro que las circunstancias le presentaban maravillosamente,
porque, como él solía decir a sus íntimos:
-¡Más vale pelear de arriba que desde
abajo! Cuando uno tiene la sartén por el mango no hay quién se le
resista.
Pues bien, Ferreiro, conociendo el flaco
del “desquite” que aquejaba a don Ignacio, trató de hacerle pisar el palito,
pero de tal modo que, al caer, no arrastrara consigo a uno siquiera de los
instrumentos que le habían servido siempre en el gobierno local y sus
adyacencias. El problema, aparentemente difícil, era de una sencillez bíblica.
Ferreiro lo resolvió de un golpe de vista y una decisión
napoleónica.
La oportuna renuncia del comisario de
tablada –provocada por Ferreiro bajo promesa solemne de reposición e
indemnización satisfactoria- permitió a don Ignacio reemplazarlo con un hombre
de su confianza, hechura suya, “capaz de echare al fuego por él”, y más, cuando
el fuego estaba agradablemente sustituido por el bolsillo del
contribuyente.
Nadie se opuso al nombramiento, ni nadie
lo criticó, salvo los copartidarios del intendente, a quienes todo aquello olía
a chamusquina*. Bernárdez, pillete carrerista y gallero, que nunca había sido
trigo limpio, comenzó en paz a ejercer sus funciones de comisario de tablada,
coimeando y robando a gusto, y con prisa, como parte de “esa oposición que tiene
el estómago vacío desde hace veinte años, y quiere sacar en una semana el hambre
de un cuarto de siglo” –como decía El Justiciero.
No costó mucho a Ferreiro amontonar
pruebas escritas y testimonios de aquellas exacciones y de la participación que
en ellas tenía don Ignacio, provocando con ellas un bochinche de doscientos mil
demonios. Interpelación al intendente en el seno del Concejo. Réplica anodina
del interpelado. Iniciación por el Concejo, ante la Suprema Corte de La Plata,
de un juicio político contra el intendente don Ignacio Peña, acusado de abuso de
autoridad, malversación de fondos, extorsión, la mar...
A todo esto, don Ignacio no había
rescatado ni la mitad de los pesitos invertidos en la campaña opositora, y a
cualquier lado que mirara no veía sino enemigos, pues todo el mundo se le había
dado vuelta. Abocado al naufragio, suspendido por la Corte, con la comisaría de
tablada intervenida por el tesorero municipal, aquel de larga fama, dirigió los
ojos angustiados a los cívicos, esperando hallar entre sus brazos un refugio,
por lo menos la piedad y el perdón que alcanzó el hijo
pródigo.
Nadie le hizo caso. Era la oveja sarnosa
que podía contaminar y desprestigiar la majada entera. En La Pampa, Viera
le dijo sin piedad:
-El escribano Ferreiro le aconsejará lo
mejor que puede hacer. Nosotros lo hemos declarado fuera del
partido.
El diario publicó, en efecto, esta
resolución al día siguiente.
Silvestre, menos cruel, lo fue mucho más
en realidad, desahuciándolo en esta forma:
-¡Tome campo ajuera, don Inacio! ¡Agarre
de una vez p’al lau del miedo! ¡Metasé en un zapato y tapesé con
otro!...
Don Ignacio trató de defenderse, “quiso
corcovear”, empezó una larga disertación, puntualizando sus principios,
desarrollando sus planes de reforma, enarbolando su bandera cívica... Silvestre,
que lo miraba con la cabeza inclinada ora a la derecha, ora a la izquierda, de
tal modo que el intendente podía apenas contener su ira furiosa, le interrumpió
de pronto, exclamando con su tono más burlón y agresivo:
-¡Ande vas conmigo a
cuestas!...
Estuvo a punto de recibir un tremendo
puñetazo que sólo evitó gracias a su agilidad. Pero era cierto. Don Ignacio no
podía engañar ya a nadie ni engañarse a sí mismo. Aguardábalo el ostracismo* que
la patria ingrata reserva a sus grandes hombres... Al día siguiente
renunció.
La Pampa de Viera dijo que aquello era un colmo
de cobardía, la negación de todo valor cívico, la confesión de una falta
absoluta de conciencia del valor de las propias acciones, una mancha indeleble
que caía sobre la reputación y el carácter de don Ignacio como hubiera caído
sobre el partido entero, si éste no hubiera repudiado y excomulgado a tiempo a
la pobre oveja descarriada, que sólo merecía el desprecio en la acción pública,
lástima y olvido en la vida privada, que nunca debió
abandonar.
El artículo de El Justiciero,
inspirado por Ferreiro, era mucho menos contundente, y no apaleaba en el suelo
al infeliz don Ignacio.
“Se ahorra muchos disgustos –decía-, y
permite a Pago Chico volver a la marcha normal de sus instituciones, dirigidas
por hombres que, cuando menos, tienen la experiencia del gobierno, el
conocimiento de las necesidades públicas y el tacto que se requiere para no
provocar a cada momento graves incidentes y dolorosas
complicaciones.”
Como en aquel tiempo la Suprema Corte,
instrumento político de primer orden para el gobierno, recibía cada mes cuatro o
cinco expedientes de conflictos municipales, y los apilaba sin piedad para años
enteros si el Ejecutivo interesado en la resolución de alguno de ellos no le
mandaba otra cosa, el “juicio político” de don Ignacio no había prosperado aún,
y mediando la renuncia de la intendencia, de acuerdo los municipales y él,
pudieron retirar los escritos y echar sobre el asunto una montaña de
tierra.
Don Ignacio, después de esta tragedia,
casi no salía de su casa. Cuando se le hallaba por la calle parecía un pollo
mojado. El apabullamiento había sido completo. Sin embargo, Silvestre no le
perdonaba, y una tarde en que lo encontró tuvo todavía alma para
decirle:
-Lo de la honradez ya lo sabemos, don
Ignacio. Pero tengo curiosidá... ¿alcanzó a desquitarse del
todo?
El otro estuvo a punto de morderlo, y lo
hubiera hecho de no ponerse Silvestre a buen recaudo,
gritándole:
-¡Lástima que no le dejaran empezar la
honradez!... ¡No quedaba un peso con vida!...
XV
LAS MEMORIAS DE
SILVESTRE
Nuestro amigo el boticario Silvestre
Espíndola hubiera llegado a ser un grande hombre en cualquier otro medio, con
sólo algunas variantes en el carácter y en la especialidad de su talento.
Desgraciadamente se malgasta en fuegos artificiales. Carecía de espíritu
científico; no hacía síntesis sino en la farmacia, manipulando sustancias
químicas y sin saberlo siquiera. En la política y en la sociedad limitábase
forzosamente al análisis. Y el análisis, cuando falta la generalización, no
conduce a las grandes acciones, ni aun a la acción, lo que quiere decir que no
modela grandes hombres.
Pero, en otro ambiente, soliviantado por
otros elementos, combatido o favorecido por otras circunstancias, hubiera
llegado lejos, pues en los centros importantes, donde rebosa la vida, no faltan
para una entidad cualquiera las entidades complementarias, que la convierten en
personalidad, o cuando menos en individualidad. De otra manera, en cada país no
habría sino un número irrisorio, por lo exiguo de personajes dirigentes: lo
serían, sólo, aquellos que de veras tienen dedos para
serlo.
Silvestre no era grande hombre ni en Pago
Chico, donde sin embargo aparecían como tales Ferreiro, Luna, Machado,
Fillipini, Bermúdez, Viera, don Ignacio, Carbonero, Barraba, Gómez y cien más,
sin contar a l diputado Cisneros, pitonisa del partido oficial, y al senador
Magariño, deidad invisible e intangible, que sólo muy de tarde en tarde soltaba
desde su nebuloso Sinaí algún nuevo mandamiento de su decálogo con estrambotes*
o añadiduras.
Silvestre no era, pues, grande hombre...
Entendámonos. No lo era para Pago Chico, probablemente porque “nemo propheta in
patria”, pero lo era, lo es y lo será siempre para nosotros. Si no nos bastaran
sus altos hechos conocidos y desconocidos para juzgarlo así, nos bastaría y
sobraría el conocimiento que, posteriormente y gracias a la indiscreción de un
amigo común, hemos de su obra magna: sus memorias
políticas.
Hablemos claro.
No hay tales memorias. Silvestre era
incapaz de consignar día por día en su cuaderno, con los ojos puestos en el
futuro y para uso y experiencia de las generaciones por venir, los
acontecimientos a que asistía o en que actuaba, el retrato físico y psicológico
de sus contemporáneos, la filosofía que se desprende de los sucesos, las
pasiones, las cosas y los seres. A ser capaz de tal perseverancia, sería grande
hombre para alguien más que para nosotros.
Pero repitamos, lo era, para nosotros, ¡y
tanto de contentarse con el relato verbal y circunstanciado que de cada novedad
hacía en su farmacia, llenando lagunas con lo que le inspiraban su lógica o su
imaginación, aguda y atrevida la una, viva y acalorada la otra! Así es que
acogió con júbilo el pedido de informes que le hiciera un amigo suyo, periodista
bonaerense, deseoso de estudiar por lo menudo la psicología de la política y la
administración en la campaña provinciana.
En un principio las cartas menudearon,
erizadas de datos y observaciones; luego, de pronto, sobrevenido el cansancio,
Silvestre amainó, hasta enmudeció; pero gracias a la insistencia con que lo
espoleaba su amigo el periodista, nuestro hombre reanudó a ratos la chismografía
postal con visos sociológicos, interesante para él, es cierto, pero –como le
costaba trabajo y dedicación- menos grata que la verbal de todos los días,
frondosa, repetida, recalentada varias veces, que le ofrecía, además, la enorme
ventaja de no dejar huella posiblemente perjudicial en lo
futuro.
El periodista en cuestión ha tenido la
deferencia de facilitarnos el legajo de las cartas silvestrinas, al saber que
nos ocupábamos de legar a la posteridad el relato de algunos episodios
pagochiquenses, para que sacáramos de ellas cuanto quisiéramos, bajo la única
condición de encerrar esos extractos con el áureo coronamiento de una síntesis
por él escrita, basándose en tales estudios, y que podría titularse “Psicología
de las autoridades de campaña”.
Cumpliendo el pacto no sin restricciones
por cierto, vamos a integrar a este capítulo con párrafos de las que llamamos
“memorias silvestrinas”, tomados aquí y allí en sus sabrosas epístolas, y con
párrafos, también, de la obra periodística aludida, que, de publicarse entera,
abrumaría de tedio a los lectores, no porque carezca de mérito, sino porque la
gente no está hoy para teologías.
Éste sería el gran momento de entrar en
materia si no acabáramos de hacer una observación: Hemos incurrido en una
deficiencia que más tarde podría echársenos en cara, y que podemos salvar aquí
sin mucho sacrificio. ¡El retrato de Silvestre no adorna todavía las páginas de
Pago Chico, ni nos hemos detenido a echar una ojeada a su laboratorio!... Cierto
es que, considerando que todo retrato literario prosa destinada a que la salte
el lector, nos atuvimos hasta aquí a los hechos escuetos, sin describir cosas ni
personas, pero es cierto también que aun a riesgo de tan dolorosa e inevitable
indiferencia debemos rendir ese homenaje al ilustre boticario, ubicuo en estas
páginas como Dios en el universo.
Semblanza de
Silvestre
Era Silvestre de mediana estatura,
delgado, nervioso, menudo, de extremidades pequeñas y finas. Tenía mucho aire de
Laucha, pero con más traza de gente, según los apreciadores y apreciadoras de
Pago Chico. Llevaba el cabello negro erizado sobre la frente angosta, cruzada ya
por una arruga de preocupación que las malas lenguas atribuían a muchos ratos
angustiosos pasados en el Mirador, la timba* del Rengo. Las cejas delgadas y
renegridas sombreaban apenas los ojos pequeños, negros también y muy brillantes,
separados como con tapia de bardas por una nariz enorme, encorvada y fuera de
proporción con la cara angosta y chica. Si Laucha e parecía a un ratoncillo,
Silvestre asemejaba un galgo, pero un galgo de expresión inteligente. Hablaba
con voz un tanto aguda y chillona e inflexiones no exentas de gracia. Era
verboso, persuasivo y tanto para decir la verdad como para mentir (¡ay! ¡solía
mentir!), se expresaba con el calor contagioso de la convicción. Por lo general
vestía modestamente de saco, pero los domingos y fiestas de guardar se
empingorotaba* con un jaquet* color pizarra, de largos y tremolantes* faldones,
y para las grandes solemnidades tenía una levita negra, pariente cercana del
jaquet, que él llamaba indistintamente “mi leva” o “mi funeraria”, aludiendo con
esto último al hecho de sacarla más frecuentemente para entierros y funerales
que para otra clase de diversiones.
Como era de uso corriente en aquella
época, apenas lo veían enlevitado y de sombrero de copa, los pilluelos de la
vecindad, y los que no lo eran, iban gritándole por detrás y en
coro:
-Don Silvestre ¿p’ande va la
galera?
O le cantaban con el estribillo de un
vals de moda:
Tin tin, el de la
galera
tin tin, el de la
galera
tin tin, el de la
galera
la galerita y el
galerín.
-¡L’evita la caminata! –exclamaban luego,
aludiendo a la lujosa prenda con un retruécano fácil y poco espiritual, pero
popularísimo en aquellos años de ingenuidad, alegría y “¡mira que te corre el
chancho!”
Para el jaquet era otra cosa: una
coplilla también cantada en coro y cuya letra se basaba en dos “calembours”
orilleros:
-¡Ya que has venido
p’a qué te vas!
¡Pagá la copa,
después t’irás!
“Yaqué, paquete*” –no deja de ser
ingenioso, ¿verdad?, y sobre todo en Pago Chico...
Silvestre no volvía la cabeza, ni
contestaba a la irrespetuosa y bullanguera pandilla que, cansada al fin, lo
dejaba en paz e iba a repetir la broma con don Domingo Luna, o con Machado, o
con Bermúdez, aferrándose sucesivamente a ellos, hasta encontrar alguno que se
enfadara y darse el gusto de hacerlo rabiar hasta el rojo
blanco.
Agreguemos en secreto y bajo palabra de
honor de que no será divulgado por quienes lo oigan:
Silvestre no era farmacéutico ni nada.
Odiaba los títulos académicos y maldecía las Facultades que dan patente a la
inepcia y la ignorancia: No quiere decir esto que supiera más que cualquier
infeliz sometido a los estudios regulares, la frecuentación de las aulas, los
exámenes, etc. Casi estaríamos por decir que sabía mucho menos o que no sabía
nada. Pero su espíritu de independencia nos gusta en lo que tiene de probatorio
a favor de nuestro aserto de que podría haber sido un gran hombre: con ese
desparpajo y en terreno propicio, se hace camino para llegar a donde se quiera,
siempre que se sepa dónde se quiere llegar. Y aunque Silvestre fuese tan
abiertamente enemigo de la Facultad, fuerza es confesar que nunca se atrevió a
hacerle la guerra declarada: así, evitando una posible clausura de la botica por
su falta de título, pagaba a un farmacéutico residente en Buenos Aires para que
se la regentase in nomine, sin asomar nunca las narices en Pago
Chico.
También, si el gerente hubiese llegado a
conocer el establecimiento a que prestaba su nombre y por el que se
responsabilizaba (pues en caso de inspección debía aparecer Silvestre como su
dependiente y él en viaje ocasional), es posible que hubiera retirado su
garantía o por lo menos pedido un fuerte aumento de
gajes*.
La farmacia, efectivamente, fuera del
escaparate con sus grandes redomas de agua coloreada de verde y de rojo con
anilina y del pequeño despacho para el público, con sus estantes llenos de cajas
con específicos, sus dos sillones de roble con esterilla y su mostrador con la
balancita de precisión guardada entre cristales, más tenía de desván o almacén
de trastos viejos que de otra cosa. Detrás del mostrador, hacia el fondo, corría
el laboratorio, generalmente cubierto de una espesa capa de polvo, con las
probetas sucias, los tubos de ensayo medio llenos, las cápsulas con poso*, los
pildoreros hechos una pringue*, los almireces* con residuos de lo molido en
ellos la última vez. Cuando había que usar alguno de ellos, un golpe de trapo
bastaba a la urgente limpieza... En un patiecito se amontonaban las botellas,
los frascos, los potes de todo calibre, y Rufo, el único peón, se ocupaba en
lavarlos con municiones, cuando se lo permitían sus otras múltiples faenas de
escudero de Silvestre, o cuando no urgía la manipulación de ungüento de
hidrargirio*.
Dos pasos atrás del mostrador, es decir,
antes de penetrar en el antro del laboratorio, abríase sobre la derecha una
puerta que daba a la habitación convertida en sala-comedor-dormitorio, donde
Silvestre recibía sus visitas y organizaba el “mentidero”* de la rebotica*, club
a la vez peculiar que no falta en pueblo alguno americano o europeo, a juzgar
por todas las crónicas antiguas y modernas, novelas, comedias, pasillos y
entremeses. Allí estaba la cama que desaparecía tras de un biombo en cuanto se
levantaba Silvestre, para transformar la alcoba en comedor, como éste se trocaba
en salón de tertulia una vez quitados los manteles. Una caja de dominó, un juego
de ajedrez y una guitarra parecían atestiguar que no todo era chismografía en
aquella habitación cuyo aspecto, aunque muy modesto, nada tenía de desagradable.
Pero, ¡ay si un curioso atisbaba detrás del biombo tapamiserias!: el rincón de
la cama ofrecía el más completo y desaseado desorden, con sus palanganas y vasos
de noche sin enjuagar, medias usadas, ropa blanca por el suelo, botines
cubiertos de barro o de moho, corbatas, ropas exteriores tiradas –un Cafarnaúm
de criollo soltero en tiempos en que todavía no reinaban las higiénicas
costumbres que van imperando poco a poco... hasta en el
Pago.
Podríamos seguir describiendo aquello.
Más aún: podríamos retratar uno por uno los personajes de este libro, es decir,
todos los habitantes de Pago Chico, dibujar sus respectivas viviendas y
almacenes, sus costumbres y sus trajes. Aquí, bajo la mano, tenemos toda la
necesaria documentación, y lo que faltare podría suplirlo fácilmente la
fantasía, cuando no el recuerdo de investigaciones y estudios hechos con
paciencia y tesón en el teatro de los sucesos.
Pero preferimos pasar por alto miles de
notas que había de este volumen un infolio*, sólo con adoptar el sistema
imperante aún de no dejar nada al ingenio ajeno, imitando al actor aquel que
declamaba los versos y las acotaciones, sin perdonar una. Vamos, pues, sin más
tardanza, a los extractos anunciados del epistolario silvestrino. Son los
siguientes, y como se comprenderá a primera vista se refieren a muy diversas
fechas, pues su correspondencia abarcó un período de años:
La Plaza del
Agujero
“Te dará cuenta de lo que es este pueblo
al saber que no tiene más que una plaza, cuando debería tener cuatro, como
consta en el plano primitivo, escondido por mí arriba de uno de los armarios de
la Municipalidad, en tiempos de la intendencia de don
Ignacio.
Las otras tres se vendieron en un remate
de ñangapichanga*, con el pretexto de que no eran necesarias y había urgencia de
arbitrar recursos para la Municipalidad. ¡Mentira!” Era para
atrapárselas.
Se las adjudicaron sin vergüenza
Ferreiro, Luna y Machado, a cinco mil pesos cada una y sin aflojar moscas,
porque la pagaron con cuentas atrasadas, compradas por un pedazo de pan a varios
infelices cansados de tramita el cobro al cuete.
Los quince mil pesos quedaron reducidos
para ellos a unos cuatro mil, y se emolsicaron una fortuna a vista y paciencia
de todo el mundo.
¡Decime si esto no es el callejón de
Ibáñez!
Pues, para remachar el clavo, los mismos
personajes y otros cortados por la misma tijera han hecho gastar a la
Municipalidad más de cien mil nacionales en la plaza que queda, “para ponerle
tierra buena”. Comenzaron un poco, le habrán echado tres o cuatro carradas
cuando mucho, y andan tan campantes.
¡Figurate que los únicos árboles que
tiene la plaza son los tres aguaribays que plantaron los milicos en tiempo del
Fuerte! El agujero está sin tapar desde hace una punta de meses y más valiera
que se hubiesen llevado los morlacos* sin hacer la parada de
trabajar.
Lo único que me llama la atención es que
no se roben las casas con gente y todo.”
Comicios
Baratos
“Las elecciones de ayer han pasado tan
tranquilas, que ni mesas se instalaron en el atrio, ¡date
cuenta!
Los escrutadores no se acordaron de la
votación hasta que Bustos, el secretario de la Municipalidad, les llevó las
actas fraguadas en casa de Ferreiro, para que las firmaran y mandarlas después a
la capital. Dicen que uno le dijo:
-¡No se apure tanto, amigo! ¡Si las
elecciones son el domingo que viene!...
Y lo mejor es que Bustos se quedó en la
duda y corrió a consultarlo a Ferreiro, que, a la noche, lo contaba en el club,
riéndose a carcajadas.
Total: sin que nadie se moviese de su
casa, sin gastar un centavo, hubo mil doscientos votantes por la lista del
gobierno, lo que da a Pago Chico una enorme importancia
política.
Así se hace
patria.”
El Voto del
Rengo
“El Rengo, dueño de la casa de juego que
llaman El Mirador, me cuanta que en las últimas elecciones el comisario Barraba
le dio orden de ir a votar con los carneros, diciéndole:
-Si los cívicos ganan, se acabó la
jugarreta y vos te fregás, porque se han comprometido a cerrar las casas de
juego. Aura, si pierden, y vos y los muchachos han votado por ellos, encomendate
a la Virgen y los santos, porque los arriamos a todos una noche, sin asco, y los
metemos en cafúa*.
Yo le dije al Rengo que eso no le
convenía a Barraba, porque perdería la coima que le paga, pero él me
contestó:
-¡Qué perder ni qué perder! como si
faltaran otros que pondrían bailando no digo una sino muchas timbas*. No, señor;
¡hay que votar como manda el comisario, y no andarse con vueltas, porque a lo
mejor lo dejan a uno en camisa, y que vaya a quejarse al
Papa!
El que manda, manda, y cartuchera en el
cañón, ¡qué caray!
¡Decíme, hermano, si esto es país o
qué!”
Barraba y la Isla
Misteriosa
“Ya que querés saber algo más del
comisario, te contaré algunas cosas, pocas, porque no tengo tiempo; hay
epidemia* de tifoidea, y a cada rato viene gente a la
botica.
Ya sabés que Barraba le cobra coima al
Rengo, dueño de la casa de juego del Mirador, pues también le cobra a Laucha, el
de la pulpería de La Polvareda; al del reñidero de gallos; a otro que tiene un
billar de choclón a media cuadra de la plaza, y como si esto no bastara, es
socio de la dueña de una casa pública, en la que ha hecho trabajar de albañiles
y peones a vigilantes y presos.
-¡Es tan angurriento* y tan raspa* este
animal, que no te podés imaginar todo lo que hace para juntar plata! Así, Pago
Chico es, gracias a Barraba, el asilo de todos los cuatreros de la provincia que
quieran trabajar con él en completa impunidad. Su compadre, Romualdo Cejas, es
el que capitanea la cuadrilla, esconde y negocia la hacienda
robada.
Es un chino santiagueño, bastante alto y
grueso, de ojos atravesados, que cuando cae al pueblo viene de botas de charol,
en un caballo macanudamente aperado, con su rico poncho de vicuña hasta la
rodilla, tapándole el tirador en el que trae facón y trabuco, lo mismo que Juan
Moreira.
Tiene el rancho a dos leguas del pueblo,
en una isla que rodea un cañadón siempre lleno de agua y pantanoso. El rancho, o
más bien los ranchos, porque son varios, están en un albardón* y atrás tienen un
corral de palo a pique. Allí vive él y toda su familia, además de los cuatreros
que lo ayudan.
Después se pasa otro bañado hondo y de
agua muy cenagosa, que no seca nunca, y hay otro albardón, muchísimo más grande,
donde meten la hacienda robada. Nadie sabe por dónde la meten, ni nadie puede
llegar allí, porque el diablo de Cejas hace pisotear bien toda la orilla, para
que no se acierte con el paso.
De allí salen las haciendas y los cueros
que se roban, allí se hacen perdiz los padrillos de raza, los toros finos –miles
de pesos que van a parar al matadero, como cualquier vaquillona o cualquier
novillo criollo-. Allí se “planchan” las marcas que, como sabés, es la operación
de quemar medio cuarto trasero al pobre animal, o se “agrandan” las mismas
marcas, desfigurándolas con otros fierros. En fin, las picardías
conocidas.
La mitad de los que saca Cejas es para
Barraba, que si no, no lo dejaría trabajar. Naturalmente, el otro le birla gran
parte de la ganancia, porque para eso es un bribón desorejau, y el que roba a
otro ladrón tiene cien días de perdón. Pero donde no lo puede estafar, porque el
comisario lo fiscaliza, es en una carnicería que han puesto en las afueras del
pueblo para vender la carne robada. ¡Qué pensás de esto,
ché!
Pero, como yo te digo, no se harta, y
aunque en la policía se como qué sé yo cuántos vigilantes, nunca hay un nacional
ni para el rancho de los agentes y los presos, ni nadie le quiere fiar para
cosas del servicio.
Ayer mandó buscar una carrada de leña,
dándole un vale al sargento que se anduvo todas las carbonerías una por una, sin
que le quisieran vender sino con la platita en la mano. Cuando lo supo Barraba,
por no soltar sus realitos, hizo que hicieran fuego en la comisaría con las
patas de unos catres.
¡Se come hasta la alfalfa de los pobres
patrias! Es no te lo explicarás, pero es así: la Intendencia le pasa una
mensualidad para el forraje de los caballos, que sin embargo tienen que
contentarse con el verdín del patio hasta que se mueren de
alegría.
¡Y cómo es de bruto! Figurate que a don
Juan Dozo, municipal, le robaron el otro día unos cuatrocientos pesos, Dozo hizo
su denuncia a Barraba, y los milicos y los oficiales se echaron a nadar, sin
encontrar, naturalmente ni la plata ni el ladrón.
Pues ¿qué te parece que hace Dozo? Se va
a consultar con una adivina que tenemos, que llaman misia Dorotea, y ésta,
probablemente por alguna venganza, le hace sospechar de uno de sus peones,
llamado Sayús.
Dozo le cuenta lo que pasa a Barraba y
éste, sin más ni más, hace prender al peón, y allí en un cuarto que hay en el
fondo de la comisaría, comienza a ahorcarlo y descolgarlo, para que confiese...
¿Crees que es mentira? Pues la denuncia ha ido al ministro de gobierno, que no
ha hecho nada, porque Barraba es hombre de la situación, “un perro fiel”, como
él mismo dice.
Hacé públicas estas cosas. ¡Es preciso!
¡Hacélas públicas, para que no vuelvan a suceder!
Por las que te cuento al correr de la
pluma puedes imaginar las que sucederán, pues estas fechorías son como la
tifoidea que tenemos actualmente: nunca son casos aislados en pueblos de este
corte. Las que yo sé son tremendas, pero ¿cómo serán las que no
sé?
Dejame que te repita: Publicá esto para
que no se haga más. Yo no encuentro otro remedio...”
Un Moreira de
Alquiler
“Con motivo de la toma de posesión de los
nuevos municipales y por si a la oposición se le antojase meter bochinches en la
barra, Ferreiro ha hecho venir del Sauce –como si no bastara la policía- un
gaucho matón y compadre llamado Camacho, a quien le dicen “Moraira” y que
recorre las calles armado con un tremendo facón y un descomunal trabuco
naranjero, que a propósito anda dejando ver debajo del poncho deshilachado. Este
Moraira debe muchas a la justicia, porque es madrugador, asesino y de alma
atravesada. Es un flojo y un cobarde cuando no está bebido; pero borracho es una
fiera, de modo que ahora lo hacen chupar como un saguaipé para que por lo menos
meta un julepe a alguno.
Ha muerto a traición a tres o cuatro, en
estos últimos años, pero como nunca se ha atrevido con ningún oficialista, y
siempre lo protegen los que lo utilizan como instrumento, el castigo mayor que
se le ha dado hasta hoy es el hacerlo escaparse del partido en que “se
desgració”, recomendándolo como “hombre de acción” a las autoridades de
cualquier otro.
Ferreiro lo ha traído por la fama
terrible que tiene, pero probablemente sin intención de utilizarlo de veras,
porque es hombre de intriga pero no de sangre. Sin duda nos ha querido correr
con la vaina, y te debo confesar que lo han conseguido, porque este pueblo es
muy mulita, y no quiera estar a las duras sino a las
maduras.
Seguro que ya Ferreiro se ha arrepentido
de haber llegado tan lejos porque el tal Camacho o Mariara es una verdadera
calamidad, y todo el mundo lo acusa a él de haberlo traído, hasta los mismos
carneros que no se fían de semejante salvaje y andan con el Jesús en la boca en
cuanto lo tienen cerca, no sea cosa que ellos mimos caigan en la
volteada.
Anoche anduvo borracho a caerse,
baladroneando y amenazando con matar y degollar, salió a la calle con el trabuco
cargado hasta la boca y el gatillo alzado, preguntando a gritos dónde estaban
esos “chivitos” de m., hijos de una tal por cual, y diciendo que salieran si
eran c... para enseñarles quién es Moraira y quiénes son los del partido
provincial. De seguro que mata a alguien, quizás a alguna mujer o criatura, si
el mismo Ferreiro no sale a buscarlo para llevárselo a dormir la
mona.
Camacho no se quería ir aunque Ferreiro
se lo mandara, diciéndole que todo estaba tranquilo, que habían triunfado y que
al día siguiente –por hoy- habría asado con cuero y era preciso
madrugar.
-Mire, patroncito –le dijo por fin
Camacho, tartamudeando con la tranca-, lu haré porqu’usté l’ordena. Pero sepasé
que les h’e dar en medio de las guampas, p’aque otra vez no se metan a sonsos...
¡Ah, hijos de una, no estar aquí! ¡Mire lo que les haría,
patrón!...
Y descargó al aire su trabuco, que hizo
el estruendo de un cañonazo. La gente se asomó con miedo a las puertas y
ventanas, corriendo algunos vigilantes, muy asustados y sin animarse a llegar
hasta Camacho, que se había caído con la borrachera y hasta creo que se había
quedado dormido inmediatamente. Ferreiro hizo que lo levantaran y lo llevaran a
la posada, cuando debió hacer que lo metieran en el calabozo. Quizá tuviera
ganas, pero no se atrevió, porque, como dicen, el miedo no es sonso ni junta
rabia.
En fin, si este malevo sigue por acá,
estoy seguro de que se va a armar alguna de Dios es Cristo. Esta mañana temprano
ya andaba otra vez perdonando vidas por el pueblo y metiéndose a chupar en todas
las trastiendas.
Un oficialista me ha dicho que Ferreiro
va a hacer que se mame como una cabra para que no pueda ir a la sesión
municipal. ¡Mirá si va y con la tranca descarga el trabuco sobre los padres de
la patria chica!”
Honradez
Administrativa
“Si, nos dicen “chivitos”, para vengarse
de que les digamos “carneros”, como son. Lo de chivitos viene del doctor
Fillipini, que como italiano no puede pronunciar “cívico”, sino “cívico”. De ahí
tomaron pie para la gracia los más diablos del Club del Progreso, y después
todos los provinciales u oficialistas.
Ahora veras: Viera acaba de devolverles
la pelota porque El Justiciero tituló “Pax multa” su artículo sobre las
elecciones, que como te imaginarás han sido lo más pacíficas, porque ni los
escrutadores fueron al atrio... Pues Viera dijo en La Pampa que ese
latinajo “Pax multa” quería decir “Palos y multas”, que es lo único que dan
nuestros municipales. Como lo escribía muy en serio, a Fernández, el director de
El Justiciero, se le atravesó la cosa, y anduvo averiguando lo que
significaban las palabritas que él interpretó como “mucha paz”. Nadie se lo supo
decir a derechas, así es que se fue a preguntárselo al cura Papagna, que es como
preguntármelo a mí.
-La pache de la multitúdine –dicen que le
contestó el cura al tun tun, pero dejándolo completamente
tranquilo.
Viera y yo nos hemos reído a carcajadas
de la cosa, aunque Viera sea siempre más serio que bragueta de provisor. Y, a
propósito de Viera, el otro día le embromé lindo, conversando sobre un suelto de
La Pampa en que se quejaba de que desde hace seis años no se publican los
balances municipales.
-No los publican por honradez –le
dije.
-¡Cómo por honradez! –gritó
furioso.
-¡Claro! –le retruqué-. ¡Les sería tan
fácil falsificarlos, que si no lo hacen es por honradez!
¿No te parece que tuve razón? Él, por lo
menos, se quedó con la boca abierta y después se rió. ¡Bah! Hasta los más
desvergonzados tienen su pucho de vergüenza, y eso les pasa a los municipales.
¿No te parece?
Literatura
Pagochiquense
“No todo han de ser políticas. Para que
te divirtás un rato, te copio en seguida un documento que me ha facilitado su
autor, seguro de haber hecho una obra maestra, como que la manda a La Nación, de
Buenos Aires, nada menos, contando con que se la publicará en sitio preferente
(¡agarrá ese trompo en l’uña!). Es la crónica completa de una fiesta que resultó
un verdadero velorio. Pero ya te darás por lo que dice el artículo, que es el
siguiente con título y todo:
“Correspondencia de Pago
Chico
Pago Chico, 16 de junio de
18..
Señor Administrador de la Nación.- Se
celebraron aquí el día de Corpus-Christi con gran brillo y concurrencia las
legendarias fiestas del Santo Patrono de este pueblo, San Antonio, y aniversario
de su fundación.
Han sido tres fiestas en una: la
fundación, el día 11, lo mismo que nuestra gran Metrópoli; el Santo, el 13, y
Corpus-Christi, el 14.
Ha sido todo un
acontecimiento
Desde la víspera, voluminosas bombas
atronaban el éter, demostrando con la variedad de colores, florones y antorchas
rarísimas visualidades.
Nuestro pirotécnico*, don Ludovico
Pituelli, demostró como siempre gran ciencia y mucha perfección en el ramo, las
que le valieron sendos aplausos.
La función religiosa, o sea la misa,
estuvo solemne lo mismo que la procesión de la tarde, por la inmensa plaza
alameda que cubría con sus frondosos árboles todo el ritual y ofreciendo el
panorama más hermoso que en esta clase de funciones he visto, mereciendo los
mayores elogios las hermanas de la Inmaculada Concepción.
El Reverendo Padre Papagna, como buen
orador sagrado, tomó a su cargo el panegírico y el sermón resultó notable.
Amenazaba el acto la armoniosa banda de música dirigida por el maestro
Castellone y que por lo más que impresiona al público es: que está tocada por
siete legítimos hermanos; quizá será la única en el mundo; dicha banda amenizó
la fiesta con perfección; se debe su presencia a la buena voluntad del diputado
señor Cisneros, quien la pagó de su bolsillo. La policía muy correcta, lo mismo
que el comisario Barraba, y el pueblo entusiasmado con los recreos populares,
que terminaron con el manto nocturno y tronar de las
bombas.
Por la noche grandes fiestas en la casa
de los señores Gancedo, Tortorano y Bermúdez, en donde bellas niñas lucieron las
gracias de Terpsícore, concluyendo armoniosamente con el crepúsculo
matutino.
Saluda al señor Administrador Cirilo
Gómez.”
Curación
Milagrosa
“¡A este doctor Carbonero no hay con qué
darle! El otro día, en la cancha, el matón Camacho, traído por Ferreiro, y del
que hasta ahora no nos hemos podido librar, le dio tal garrotazo a Lobera que
por poco lo desnuca. Ahí no más quedó tieso más de media hora, tendido en el
suelo de la cancha.
Lobera está malamente herido y quién sabe
si no espicha, pero para que Barraba y el juez Machado puedan poner en libertad
al otro, el doctor Carbonero ha extendido un certificado diciendo que no tiene
nada.
Y lo más lindo es que mientras Moraira, o
sea Camacho, anda suelto y compadreando como de costumbre, a Lobera me lo tienen
preso en su cuarto del hospital, en cama y con centinela de vista, sólo porque
tuvo la infelicidad de pelar el revólver cuando el otro lo volteó del
garrotazo.
Se le está haciendo sumario por desorden,
uso de armas y no sé qué otros crímenes. Y el pueblo, entre tanto, calladito
como en misa. El único que protesta es el pobre Viera. Pero, ¿a qué santo, si
nadie le lleva el apunte?
Fuera de que los carneros le están
haciendo una guerra tremenda, y a este paso pronto no tendrá ni con qué comer.
Yo le dije que meta violín en bolsa, pero él no quiere sino morir en su
ley.”
Intereses
Patrióticos
“¡Decime si no es cosa de morirse de risa
por no reventar de rabia! Hacía una punta de meses que mandábamos nota sobre
nota al comité central de la capital, sin que esos señores se dignaran
contestarnos una sola palabra. Parecía que se hubiesen muerto de repente. Viera,
por encontrar alguna disculpa, decía que era probable que el gobierno hiciera
interceptar la correspondencia en el mismo correo, de aquí o de
allí.
-¡Andá a ver! –le contestaba yo-. Es que
no saben qué decirnos, ni tienen plan, ni menos plata. Aquí hay que sostener el
comité, dar algo a la gente, comprar armas, por si acaso, ayudar a tu diario que
pierde demasiado, y como nadie da nada, claro está que se hacen los suecos para
no tener que mandar fondos desde allí.
Él no me quería creer, pero anoche vino
furioso a la botica. ¡Por fin había llegado algo de Buenos Aires! ¡Pero si vos
mismo adivinás qué! Una lista de candidatos para diputados, todos ilustres
desconocidos que ni siquiera se han asomado al Pago, pidiéndonos que la votemos
sin la más ligera modificación, “por que de eso dependen los altos intereses
patrióticos que con tanta altivez y civismo hemos sabido defender hasta
hoy.”
-¿Qué vamos a contestar? –le dije a
Viera.
-No sé –me contestó-; lo que sé es que me
da mucha rabia.
-Pues contestales que aquí no podemos
votar, porque no nos dejan, y que aunque nos dejaran, no votaríamos sino por una
lista hecha después de consultar nuestra opinión. Que para cambiar de nombre y
no de costumbres, más vale ser oficialista, que así siquiera se está cerca del
candelero.
-Nos dirán que tenemos delegados en el
comité central, y que ellos se han encargado de interpretar nuestra opinión –me
observó Viera.
-Bueno, hijo, mientras nos contentemos
con esas lavaditas de cara –le dije- vamos a estar siempre en las mismas.
¿Querés que te dé un buen consejo? ¿Sí? Pues hacé como ellos, no les contestés
una palabra y el día de las elecciones les mandás un telegrama diciendo que el
comisario Barraba y sus fuerzas han impedido el acceso del pueblo a los atrios,
como será verdad por otra parte. Mirá, Viera: si el país se compone ha de ser
por algo muy raro y que nadie se espera. Lo que es nosotros y los otros, nunca
daremos pie con bola.
No sé qué te parecerán estas
afirmaciones, pero así como las pienso y se las dije a Viera, te las digo a vos
por lo que pueden valer.”
Podríamos seguir espigando largo tiempo y
con fruto en el feracísimo campo del epistolario silvestrino, pero todo tiene su
término y preciso es dárselo a estos interesantes extractos, para ceder parte
del espacio que resta a los prometidos párrafos de la especie de “Psicología de
las autoridades de campaña”, desarrollada por el periodista amigo de Silvestre.
El lector verá que las mal llamadas “Memorias” no se cierran tan mal con este
trabajillo.
Psicología
Gubernativa
“La provincia de Buenos Aires ha venido
experimentando lentamente un cambio que la aleja de modo notable de su punto de
partida. Ni es ya lo que era ni es aún lo que será. En su vasto escenario, el
gaucho por una parte y el hombre ilustrado por otra –la absoluta mayoría y la
absoluta minoría- han cedido sus puestos a nuevos elementos que no teniendo
caracteres definidos, no siendo bien aptos para sostenerse, combatir, triunfar
en la lucha por la vida, están destinados inevitablemente a desaparecer. Son
individuos de transición, que no pueden subsistir, aun cuando circunstancias más
o menos artificiales les hayan dado el predominio que hoy ejercen. Su injusta y
transitoria preponderancia es lo que nos mantiene aún lejos de la relativa
perfección a que hubiéramos llegado. Pero tenían que surgir si es cierto lo que
“natura non facit saltum” lo mismo que debemos aguardar con fe un cambio
favorable y próximo, pues un tipo intermedio no puede perpetuarse, y menos en
primera línea.”
Esto es algo tedioso, como lo comprenderá
su mismo autor. Por eso saltamos, sin más, a párrafos de corte no tan
científico, pero en cambio más interesantes en nuestra humilde
opinión:
“Estos “dirigentes” de pueblo de campo,
de partido, hasta de provincia, semejantes a las nubes macizas como montañas al
parecer, cuyos perfiles se destacan rudamente en el cielo, pero que ni siquiera
aparecían en los antiguos negativos fotográficos, cual si no existieran –esos
dirigentes, digo, pueden tomarse por individualidades con rasgos típicos
propios, pero apenas se estudian sus líneas, su masa se desvanece, como la nube,
sin retratarlos ni analizarlos. Son como las aguas vivas, que se liquidan fuera
del mar. Tienen algo de moluscos, y sin duda por eso cierto amigo, observador y
cáustico (la alusión a Silvestre es evidente) ha dicho hablando de un pueblo de
la provincia:
“Pago Chico es un banco de ostras con
concha y sin concha.” En las indefensas encarnaba sin duda al pueblo en general;
en las defendidas, a las autoridades y sus satélites...”
Nuestro autor entra en materia más
abajo:
“El intendente municipal, el presidente
del Concejo Deliberante, el juez de paz, el comandante militar y el comisario de
policía de un partido, podrían ser transplantados a cuarenta o cien leguas de su
campo de acción, dentro de la provincia, y actuar en un medio desconocido sin
que ni en el primer momento se notara el cambio. Estas cinco personas forman en
cada pueblo la oligarquía comunal. Son ramas de un mismo tronco. Ligadas
estrechamente, hacen vida pública común. Se apoyan la una en las cuatro y las
cuatro en la una. Con los mismos defectos y las mismas faltas, dentro de la
misma carencia de opinión propia, se sirven mutuamente de paño de lágrimas o de
harnero* para tapar el cielo. Son cooperadores, encubridores o cómplices de sí
mismos, según el caso.
La justicia, el orden público, la
administración, hasta la guardia nacional, están en sus manos. Para ello tienen
auxiliares de la misma extracción, con iguales tendencias: los secretarios, los
inspectores, el contratista, el procurador, el médico de policía, el empresario
de la casa de juego, diez, veinte más. Este es el “partido oficial” entero, o la
sociedad comercial e industrial completa. Ahí está la oligarquía que a veces
tiene un jefe visible –el senador o uno de los diputados de la sección
electoral, última forma del caudillo-, que nunca está seguro de sus subalternos,
como éstos no lo están de él, lógica desconfianza es esa asociación egoísta,
inestable mientras no exista entre sus miembros algún férreo e inconfesable lazo
de unión.
Se busca en el pasado de esos hombres y
se encuentra siempre el mismo oscuro punto de partida. Tal andaba de “chiripá”*
y con la pata en el suelo hace cinco años; tal otro era carrero; el de más allá
fue agente de policía, aquél, incapaz de trabajar, vivió del juego como fullero
o como empresario de timbas amparadas por la autoridad, o tuvo casa de
prostitución; éste lleva sobre su conciencia despojos y
asesinatos...
-¿Por qué no entregan ustedes las
instituciones de campaña a hombres menos desprestigiados? –preguntábase a un
gobernante.
-Porque los buenos no se venden ni sirven
para instrumentos –contestó.
Casi no hay uno de esos hombres que
pertenezca a una raza determinada. Tienen, sí, aspecto criollo, pero en su
ascendencia se halla siempre la mezcla, a la que sin duda impidió dar benéficos
resultados el ambiente en que se desarrollaron los productos. Con los defectos
del gaucho amalgaman los que les vienen del antepasado extranjero, llegado en
busca de aventuras después de dejar la conciencia donde no pueda estorbar, y no
se encuentran en ellos ni la nobleza, ni la generosidad, ni el amor al trabajo,
ni siquiera el valor, que es la última virtud que se eclipsa en nuestro
paisano
Cuando se apalea o se maltrata a algún
enemigo de la autoridad, inútil es buscar la persona que lo hizo: siempre es
alguna mano traidora y desconocida, o un grupo de emponchados
irresponsables.
No han ascendido por esfuerzo propio ni
por méritos adquiridos. SE ha buscado lo que sirva de ciega herramienta y lo que
no tenga elementos propios para independizarse. Hombres incoloros, incapaces de
atraer opinión, bastan para los fines opresivos, pero son inhábiles, en el caso,
para sacudir el yugo, hasta en beneficio propio. Con otros afiliados, ciertos
gobiernos no habrían podido subsistir. Se comprende, pues, que muchos hombres
hayan sido sacrificados y que muchos surgidos con aptitudes para el gobierno,
desaparezcan de pronto bajo el peso del partido oficial que llegó a temerlos.
Por eso, cuando se observa una excepción, un hombre de cierta importancia
dedicado a la actuación política oficial, no hay más que revisar los libros de
los bancos o la lista de concesionarios de centros agrícolas, de ensanches, de
ejido* o los legajos polvorientos de los juzgados de crimen... Ahí está el
secreto...
En cuanto a la sociedad oficial cuyos
componentes hemos enumerado ya, se ocupaba puramente de su comercia, feliz
porque le dejaban “mañas libres”. La renta municipal, las multas policiales, las
coimas de las casas de juego y otras, la enajenación de los terrenos de la
comuna, ¡qué negocio!... ¿Política? NI la querían ni la estudiaban: les iba
hecha de La Plata, la ponían inmediatamente en acción y ni medían su alcance ni
les importaban sus consecuencias. Era, por otra parte, tan limitada y tan
monótona, que se la sabían de memoria y le dedicaban el menor tiempo posible,
deseosos de acabar pronto para seguir robando. En un principio se preocupaban de
llevar gente a las elecciones para darles cierta apariencia de legalidad; pero
como esto exige dedicación y gastos, lo fueron reduciendo a su menor expresión:
el piquete de policía armado a rémington frente al atrio, y en el portal de la
iglesia los escrutadores copiando los registros.
Llegóse una vez hasta cerrar las puertas,
para que algún votante intruso no fuera a interrumpir a los que copiaban
nombres...; mil cuatrocientos nombres de conciudadanos votando unánimes y
entusiastas por los candidatos oficiales.
Como no podían abundar los hombres de la
especie requerida para gobernar la comuna, se jugaba a las cuatro esquinas con
los puestos públicos: un año, Luna era juez de paz, Carbonero intendente y
Machado presidente del Concejo; al año siguiente, Carbonero era el juez de paz,
Machado el intendente y Luna presidente de la Municipalidad. Y la permuta se
repetía desde tiempo casi inmemorial, sin que se interpolara ningún elemento
nuevo. Tanta era la escasez de hombres que en otros partidos algunos tenían que
representar dos papeles: éstos eran, por regla general,
diputados-intendentes.”
XVI
FIESTAS PATRIAS
-¡Tatachin, chin, chin! ¡Tatachin,
chin, chin!
-Shuitzss... ¡pum!
Y vuelta a empezar.
Uno que otro pilluelo desarrapado seguía
a la charanga* y a don Máximo, el viejo portero de la Municipalidad, cargado con
un mortero y dos docenas de bombas de estruendo para la salva reglamentaria de
veintiún cañonazos.
Porque, eso sí, lo que es cañones, Pago
Chico no los tenía sino en la pasiva condición de postes, a la puerta del
antiguo fuerte que, adobe por adobe, iba derrumbándose en plena plaza
principal.
Era el amanecer de un día
patrio.
Olvidados los vecinos de la gloriosa
fecha, despertaban sobresaltados al oír los estampidos y la música marcial, a
puro bombo y platillos, creyendo que por lo menos la grave cuestión política
había sublevado al pueblo en masa y que en los Krupps* estaban haciendo estragos
y sembrando de cadáveres el pueblo.
Es de advertir que, ya en aquel entonces,
Pago Chico sentía del uno al otro extremo, y sobre todo en su corazón –el pueblo
propiamente dicho-, los estremecimientos precursores de la honda y trascendental
agitación que había de perturbarlo durante tanto tiempo, dando socorrido tema a
los historiadores futuros.
“La grave cuestión política” no está
puesta, pues, a humo de pajas, ni era ilógico el sobresalto de los pacíficos
vecinos, despertados por las descargas sin malicia de don
Máximo.
-¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Hoy es
nueve.
Y dándose vuelta en el lecho abrigado,
los pagochiquenses volvían al interrumpido sueño, fastidiados, renegando de esa
música y esas bombas pluscuam*-matinales, pero contentos en el fondo de ver
disipados sus temores de guerra y exterminio.
Alguna que otra madre afanosa, se
levantaba de un salto, a pesar del intenso frío, para preparar los trajecitos de
los “escueleros”, que debían ir en corporación a la iglesia y luego a la
Municipalidad a pronunciar discursos, a decir versos patrióticos, y sobre todo a
comer masitas de la confitería de Cármine, hechas con sebo de la riñonada, tan
útiles para Pérez y Cueto, Carbonero y Fillipini, y para el pobre
Silvestre.
Después de dar diana a las autoridades y
al cuerpo diplomático –los vicecónsules Grandinetti, Sánchez Gómez y Petitjean-,
quienes por excepción no hallaron propicia la oportunidad para un discurso, la
charanga y las bombas volvieron a su punto de partida, al pie del cono truncado,
obelisco de la plaza pública; rasgó el cielo blanqueado por la luz del alba el
humillo de dos bombas lanzadas una tras otra y que estallaron allá arriba,
formando una aureola como de copos de nieve; el astro rey saltó al oriente, al
imperioso mandato, dorando la cima de la pirámide y el techo de las casas, y en
el aire tenue y frío vibraron las notas solemnes de la introducción del Himno
que ni los mismos asesinos de la banda de Castellone, que pos chuscada* se
apellidaban a sí mismos “bandidos”, haciendo un juego de palabras no desprovisto
de base sólida, lograban echar a perder para nuestra eterna sugestividad. Los
pilluelos corrían y gritaban, entre tanto, alrededor del mortero que se
aprestaba a disparar otra bomba (le faltaban cinco para la salva de veintiún
cañonazos), y en las calles dormidas del pueblo sólo cruzaba de vez en cuando,
al trote de su caballo, y con el repique de los panes sacudidos dentro, el
carrito negro de algún panadero, a caza de puertas
abiertas...
Terminó el Himno, los músicos se fueron a
su casa, el pueblo entró lentamente en el movimiento habitual, esperando el
mediodía con su procesión infantil a la Municipalidad, sus “versadas” en el
salón alfombrado ex profeso*, sus cohetes, sus dulces, el vino de San Juan hecho
por Cármine como las masas, con algún sucedáneo* del sebo, y el rompecabezas, y
la corrida de sortijas, y el palo jabonado, y quizá, si quisieran trabajar
gratis en la plaza, los volatines, que en aquella época hacían las delicias de
la población en una gran carga de lona.
Un poco más entrada la mañana, los
guitarreros, payadores de menor cuantía, salieron cada cual por su lado a dar
alboradas a las personas del viso, a las puertas de su casa, con la esperanza
generalmente fallida de hacer buena cosecha de centavos para la mañanita o la
chiquita, las copas de la tarde y la farra de la noche.
El viento parecía que cortaba; las gentes
pasaban por la calle con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza entre
los hombros. ¡Qué invierno aquél! Pero la baja temperatura no impidió que el
negro Urquiza, payador o mandadero, según las circunstancias, cantara a la
puerta de municipal Bermúdez, acompañado con terribles rasgueos de
guitarra:
¡Qué bello día de
primavera!
¡Qué panorama
consolador!...
Se quedó sin centavos, a pesar de la
ardiente fantasía que primavereaba el invierno y convertía en panorama
consolador el yermo aquel. Porque Pago Chico, pelado como la palma de la mano,
más que un pueblo parecía paradero de caravanas en un
arenal.
Se almorzó temprano y fuerte en aquel
día, frío, seco y radioso como una gema. Pero en las casas reinaba gran
bullicio; los niños no podían estarse quietos y a los padres les hormigueaban
las piernas. Las niñas mayorcitas no quisieron almorzar, ocupadas en la tarea
homérica de disfrazar el vestido del 25 de mayo, obra que les había absorbido
toda la semana.
Sólo cuatro o cinco (las de Tortorano,
Bermúdez, Luna, Gancedo) estaban libres de este trabajo, pero no de las zozobras
que en todo corazón femenino provocan las inevitables tardanzas de la
costurera.
La prensa de la localidad había salido de
gala, en buen papel y con grabados. La Pampa, el diario popular, cuyo
programa era la redención de Pago Chico, presentaba una alegoría de libertad
hecha por un tipógrafo de último orden e impresa en Buenos Aires sobre papel de
oficio. Una gorda matrona con bonete puntiagudo y amplias ropas de hojalata
alzaba en el rollizo brazo un destrozado cadenón de buque, sostenía en la
diestra la histórica balanza de Bermúdez, que en tiempo de los indios tuvo hilos
para manejarla a capricho y estafarlos a gusto, y bajo el pie colosal y descalzo
para mayor vergüenza, oprimía una bestia apocalíptica*, erizada de púas en el
cogote, y de ojos casi más grandes que la cabeza. En segundo término,
artísticamente esfumados y en el aire bailaban cuadrillas unos doce a catorce
muñecos que según por el texto del diario se supo que querían representar a los
próceres de la patria.
La alegoría (alegría pronunciaba
Tortorano) llevaba esta leyenda:
“Y a sus plantas rendido un
león”
El doctor Pérez y Cueto, que se hallaba
en la redacción con Viera, Silvestre y otros, al ver el verso sacó el lápiz,
tachó la palabra “león” y puso debajo “ratón”.
-¡Qué león, ni qué león! –exclamó-.
Cuando mucho habría vencido a un ratón.
-¡No hable mal de España! –le dijo con
sorna Silvestre-. ¡No es tan ratón, doctor!
-¡Vaya usted al caramba! –gritó Pérez y
Cueto, saliendo de allí como una bomba para evitar un
desagrado.
Viera se limitó a lamentar que su
alegoría pudiera prestarse para interpretaciones belicosas o hirientes. Ni se le
había pasado por la imaginación que aquello pudiera
suceder.
Entre tanto, El Justiciero, el
organito de Luna, como le solían llamar, era todavía más patriota que La
Pampa, pues publicaba también litografiado* e impreso en papel de oficio un
gran retrato del gobernador de la provincia, orlado de roble y laurel, modesta y
conmovedora manera de honrar el día glorioso y quedar bien con el patrón al
mismo tiempo.
En estos prolegómenos y otros muchos que
sería prolijo relatar, pasóse la mañana entera y
verdadera.
A las doce volvió a oírse por esas calles
el aullido de la banda de Castellone, tocando una marcha que el “maguestro” (así
se llamaba él mismo) había rapsodiado para aquella circunstancia solemne;
rimbombaron en la desnuda plazo –tenía eco- los cohetes de don Máximo, muy
estirado, enorgullecidísimo de sus altas funciones, y la gente fue
introduciéndose por grupos en la iglesia, casa del Señor y más inmediata y
exclusivamente del cura Papagna.
El cortejo oficial no tardó en
presentarse. Iban a la cabeza don Domingo Luna, intendente municipal, vistiendo
ancha levita negra de talle corto y mucho vuelo de faldones, y prehistórico
sombrero de copa; don Pedro Machado, juez de paz, con indumentaria aproximada y
oliendo a alcanfor y pimienta, como el intendente; el doctor Carbonero,
presidente de la Municipalidad, mejor puesto, con más aire de gente, sin haber
perdido del todo el ligero barniz de los años del Colegio Nacional y los pocos
de Facultad de Medicina (era médico de “guardia nacional”, como practicante en
la guerra del Paraguay); a su lado quebrábase el comisario Barraba, de saco y
botas altas bajo el pantalón, mirando a todas partes con ojos de mando y
desafío; el recaudador de la contribución directa y el valuador, empleados
provinciales, de jerarquía, por consiguiente, iban detrás y de a dos los
municipales acaudillados por Ferreiro y muy compinches con Bermúdez, el
comandante militar Revol, Fernández –director de El Justiciero-, su
escudero Ortega, el doctor Fillipini, Amancio Gómez –tesorero municipal-, todo
el oficialismo, en fin, sin que faltara Benito Mendoza, dragoneante* de oficial
de policía y revistando como agente..., el cuerpo diplomático, o sea los
vicecónsules Grandinetti, Petitjean y Sánchez Gómez, muy enlevitado, muy grave,
muy posesionado de su papel, infundiendo respeto a los mismos pilletes que,
cuando estaba cada uno de ellos tras el mostrador, lo trataban tan a la pata
llana “como si se hubieran criáu en el mismo potrero”, decía Silvestre. Formaban
la cola del cortejo los empleados municipales, inspectores, comisario de
tablada, inspector del riego –gran potencia-, recaudador del impuesto de naipes
y tabaco, pero nadie, nadie que no ocupara un puesto político, rentado o no,
salvo uno que otro concesionario o contratista enredado en fruto en los
negociones municipales.
Tanto gritaba Viera en La Pampa
que ya el pueblo comenzaba a divorciarse y huir de las autoridades, pero no muy
ostensiblemente, para no dar pie a las represalias. La oposición era placer no
saboreado sino de corto tiempo atrás, y los pagochiquenses no sabía aún a
derechas cómo se hace, por qué se organiza, qué caminos debe seguir, ni a dónde
conduce. Ya lo aprenderían a su costa y quizá a su
beneficio...
Pues, como íbamos diciendo, al rato
llegaron procesionalmente los alumnos de las escuelas. Con las caritas moradas y
las manos azules de frío, niños y niñas, bajo la brisa cortante y el sol
radioso, marchaban también de dos en dos, a las órdenes de sus maestros que,
soberbios y fastidiados, maldecían de la fiesta y sus incomodidades pero se
pavoneaban orgullosos de aquel mando a vista y paciencia del pueblo entero. Los
chiquilines avanzaban con resolución, si no con marcialidad, luciendo en sus
ojos la esperanza de los dulces municipales –infinitamente más ricos que los
caseros-, después de los discursos y los versos aburridores e
interminables.
El cura Papagna cantó el Te Deum como
hubiera podido roncar De Profundis. Imposible es decir cómo cupo tanta gente en
la iglesia, simple galpón de dos aguas con una torre ancha y baja, como hecha
con cuatro naipes, en una esquina. Muchos se quedaron en la puerta, éstos
sencillamente porque no cabían, aquéllos porque no cabían y también porque se
hubiesen quedado aunque cupieran, para hacer pública gala de su despreocupación
religiosa. ¿Cómo creer que un Papagna pudiera representar a nadie, ni siquiera
al gobierno de Andorra, por muy ministro que se dijera de la corte
celestial?...
Y entre tanto el bueno de don Máximo,
dale que le das a las bombas, cuya larga mecha encendía con un apestoso y húmedo
cigarrillo negro, para agazaparse en seguida y echar a correr casi en cuatro
pies huyendo del mortero, mientras resonaba el primer estampido y la bomba
ascendía recta, con ligerísima espiral, para estallar allá, muy arriba, sobre la
seda celeste del firmamento irradiando pedacitos de papel que el sol convertía
en lentejuelas de oro...
En tropel salió la gente de la iglesia y
apresurada atravesó la plaza para invadir los salones de la Municipalidad, en
que ya esperaban los menos incautos, deseosos de no perder nada de la fiesta... Los niños
de las escuelas salieron en fila como habían entrado, bajo las órdenes de sus
maestros y medio entumecidos por la larga espera de plantón. Llevaban su bandera
de seda –orgullosos y fatigados los portaestandartes- y si las niñas vestían de
blanco y banda celeste, los niños ostentaban todos la patria divisa atada al
brazo, como en primera comunión.
Los salones se llenaron y la fiesta
comenzó, junto a la larga mesa del refresco, que grandes y chicos miraban con
ojos ávidos.
Pocas, muy pocas señoras, temerosas con
razón de los estrujones inevitables; pero no faltaban, ¡qué habían de faltar!,
las madres de los niños preparados para declamar o pronunciar discursos
alusivos, ni las dignas esposas de los más dignos miembros del gobierno comunal,
con la intendenta a la cabeza.
El inacabable cotorreo* que llenaba el
salón fue apagándose poco a poco, cada cual buscó la manera de estar cómodo
viendo mejor lo que iba a ocurrir, y una voz infantil surgió sobre el mar de
cabezas como un grito subterráneo y prolongado. Decía
versos.
Nunca se ha sabido cómo podía el
chiquillo manejas las manos entre los apretujones de aquella multitud. El hecho
es que –enseñado por el maestro de primeras letras- se debatía virilmente y
lograba hacer con gesto rítmico y acompasado ademanes de acróbata que envía
besos al público, una vez con la derecha, otra con la izquierda, alternando sin
equivocarse, mientras las notas de su voz, agudas como puntas de alfileres,
clavaban palabras en los oídos cercanos:
Al cielo arrebataron nuestros gigantes
padres
el blanco y celeste de nuestro
pabellón...
Nadie oyó ni entendió una palabra –salvo
los muy próximos-, pero ¡qué aplaudir aquél! Hubiera sido cosa de nunca acabar
si una niñita vestida de raso celeste con un gorro bermellón no se abre paso
para contar al pueblo soberano:
-Hoy es el grande, el inmenso
aniversario...
Y como advirtiese que su movimiento
instintivo no era el enseñado por la maestra, interrumpióse roja de vergüenza y
de temor, y con la voz húmeda de llanto, temblorosa y baja, repitió después de
corregir el ademán:
-Hoy es el grande, el inmenso
aniversario...
Y a medida que iba diciendo las frases
triviales del dómine de aldea, como si comprendiera lo que había debajo de aquel
palabreo insulso, la intención que ennoblecía y agigantaba tanta vaciedad, la
chiquilina iba acentuando sus palabras, su voz se robustecía, siempre monótona y
sin inflexiones, el rojo de la vergüenza era substituido por el carmín del
entusiasmo, brillaban sus lindos ojitos negros y cuando al final
dijo:
-¡Y juremos defender esta
bandera!
Muchos miraron instintivamente la que
sostenía un bebé rubio y rosado como un Bebé Jameau, y por los circunstantes
rodó una ola de emoción rompiendo al fin en aplauso cerrado, sin que nadie
parara mientes en que a los diez años una futura patricia no puede jurar a
sabiendas si será o no defensora de enseña alguna.
Pero los pagochiquenses eran patriotas a
su modo y por sugestión, mientras “no queman las papas”, según
Silvestre.
Terminados los aplausos, la niñita con la
cara colorada, como si fuese una flor de ceibo, gritó: -“¡Viva la
Rep..."”
No se oyó más, porque don Máximo había
creído oportuno el momento para regalar al pueblo con media docena de cohetes
voladores, vanguardia de tres bombas de estruendo.
Terminada esta parte de la fiesta,
comenzó el desfile de los niños por delante de la codiciada mesa. Con gracia
encantadora, la intendenta, una mujerona gorda y fláccida, daba a cada uno su
ración de dos pastelitos elásticos, que a pesar de su heroica resistencia al
diente, pasaban en un abrir y cerrar de ojos a los infantiles estómagos. En otra
gira dieron a cada cual un vasito de horchata*, y siempre en fila, militarmente,
comandados por maestros y maestras, los niños se retiraron de la Municipalidad,
dirigiéndose a las escuelas, punto de reunión y de
licenciamiento.
Entre tanto, la oposición, sin tomar
parte activa en los festejos oficiales, no los había obstaculizado ni criticado.
Por el contrario, los cívicos padres de niños o niñas permitieron gustosos que
concurrieran a las escuelas, al Te Deum y hasta a la Municipalidad. Un grupo se
había cotizado días antes para dar un asado con cuero en una de las muchas
chacras de los alrededores, y allí hubo, tras de mucho apetito, mucha alegría y
muchísimos brindis patrióticos, en los que, si se mezcló la política fue
generalizando, lejos de toda alusión personal. Pero no se tome esto como un raro
signo de cultura, como inesperada manifestación de una tolerancia que nadie
sentía, no. La fiestita patria era un hermoso pretexto para divertirse, y allí
había ido todo el mundo a pasar un buen rato, a reír, a cantar, a bromear, pero
no a calentarse los cascos con el recuerdo de las diarias perrerías y los
continuos sofocones. Estaban en el corro, devorando la sabrosa y blanca carne de
vaquillona, los prohombres de la oposición, pues el festín criollo, el cielo
claro, el sol tibio y rubio, el silencio ambiente, la paz regocijada de la
naturaleza despertábanles el apetito y el buen humor.
El negro Urquiza había hecho el asado de
acuerdo con todas las reglas del arte, en una hoguera de leña fuerte y huesos; y
los trozos de carne, bien a punto, más sabrosos para los catadores que el faisán
trufado, salían del fuego como negros pedazos de carbón, rodeados de cáscara
carbonizada, ganga* protectora de aquel riquísimo tesoro culinario criollo. El
moreno había estado a la altura de sus antecedentes, se dijo para felicitarlo,
desde los primeros bocados. Luego, las congratulaciones y los plácemes fueron
subiendo de punto, hasta acabar todos gritando:
-¡Te has lucido,
Urquiza!
El negro que, como tantos otros, llevaba
el apellido de la familia a quien sirvieran sus padres o sus abuelos, no tuvo
otra cosa que contestar que un clamoroso:
-¡Viva la patria!
El almuerzo criollo había terminado
cuando comenzó a bajar el sol, y los comensales, unos a caballo, otros en
americana, algunos en tílbury, comenzaron a volverse a las casas –como decían
indicando el pueblo- después de haber solemnizado con el estómago –como en la
más refinada civilización- el magno aniversario de la declaración de la nuestra
independencia.
Pero volvamos a los concurrentes de los
salones municipales en el punto en que los dejamos, es decir, a la salida de los
niños.
Llegó, pues, el turno de las personas
mayores, que asaltaron las bandejas de pastelillos y las botellas de vino, de
cerveza, de licores, con un ímpetu arrollador.
En un momento quedó el tendal de
cadáveres, la mesa limpia de vituallas, pero no de manchas, y los brindis
comenzaron, iniciándolos el vicecónsul francés, M. Petitjean, quien pronunció
las siguientes sentidísimas palabras:
“Señogas y
señogues:
Como rapresentant’ de la Fráns, yo
levant’ mi vás, pog brindag en esta fiest, para las diñas otoridades y diño
pueblo de Pago Shic!
Señogues:
Viv’ la Fráns!
Viv’ la Republic’
Aryantín!”
Brindaron en términos análogos
Grandinetti, agente consular italiano, Sánchez Gómez, vicecónsul español, el uno
con pronunciado acento zeneize, el otro muy pulido, sin más pero que de alguna
confusión de g con j y o con u, sabroso condimento regional de sus entusiastas
palabras.
Susurrábase que allá en los comienzos de
su carrera oratoria, nombrado maestro de primeras letras, pronunció al hacerse
cargo de la escuela un memorable discurso:
“Venju –dicen que dijo- a tratar del
retrocesu de Paju Chico, este pueblo que antes fue jobernadu por los indius y
que hoy sije en manus de la misma familia.”
Pero esto debía ser calumnia levantada
por los envidiosos de sus altas prendas ciceronianas, y lo hace sospechar así la
insistencia con que Silvestre propalaba la especia, alterando según las
circunstancias el texto del discurso. Quizá no sea aventurado considerarlo
apócrifo.
Las autoridades no hablaron, porque entre
ellas no había lenguaraz alguno, así es que se dio por terminada esa parte de la
función, la concurrencia salió de la Municipalidad y cada cual tomó el rumbo que
más le convino, éstos a sus casas, aquéllos a los volatines, los de más allá a
la corrida de sortija, y los pilluelos al rompecabezas y al palo jabonado con
premios.
Aquel día fue como un compás de espera en
la turbulencia pagochiquense, un día de fraternidad no muy efusiva, pero
siquiera respetuosa y confundible con una comunión en un solo
sentimiento...
Ridículas las fiestas de Pago Chico...
Pero ¡caramba! ganas no dan de poner aquí, como cierre del capítulo, la frase
que Viera, contagiado con la elocuencia de Pérez y Cueto, muy romántico, muy año
10 murmuró aquella noche al oído de su novia, mirando el cielo cuyo azul
profundo daba una sensación de leve movimiento con el titilar de las
estrellas:
-Parece que las grandes alas de la patria
se cernieran sobre nosotros y nos acariciaran desde
arriba.
Pero no. No la pondremos. Está harto
pasada de moda para que alguien la lea sin reírse.
XVII
POESIA
“Poesía eres tú” –
Bécquer
La noche de verano había caído espléndida
sobre la pampa poblada de infinitos rumores, como mecida por un inacabable y
dulce arrullo de amor que hiciese parpadear de voluptuosidad las estrellas y
palpitar casi jadeante l la tierra tendida bajo su húmeda caricia. La brisa,
cálida como una respiración, se deslizaba entre las altas hierbas agostadas,
fingiendo leves roces de seda, vagos susurros de besos. Las luciérnagas bailaban
una nupcial danza de luces. El horizonte producía extraña impresión de claridad,
aunque en derredor no pudiera discernirse un solo detalle, ni en los planos más
próximos. Era una noche de ensueño, de esas que tienen la virtud de infiltrarse
hasta el alma, sobreexitar los sentidos, encender la
imaginación.
Y los peones de la estancia de don Juan
Manuel García, tendidos en el pasto, al amor de las estrellas, iluminados a
veces por una ráfaga roja que relampagueaba de la cocina, fumaban y charlaban a
media voz, con palabra perezosa, inconscientemente subyugados por la majestad
suprema de la noche.
Una exhalación que cruzó la atmósfera,
rayándola como un diamante que cortara un espejo negro, para desvanecerse luego
en la tiniebla, fue el punto de arranque de la
conversación.
¡De qué dijunto será es’ánima! –exclamó
el viejo don Marto, santiguándose una vez pasado el primer
sobrecogimiento.
-¡Por la luz que tenía, de juro que de
algún ray! –contestó medrosamente Jerónimo.
Don Marto rezongó una
risita:
-¡De ánde sacás!... –dijo-. Si aquí no
hay rays dende el año dies, cuando echamos al último, qu’estaba en Uropa...
después de los ingleses... ¡Ray! Aura todos somos rays... y no tenemos corona,
si no somos hijos de patrón... Será más bien de algún
inocente.
Pancho, el aprendiz de payador, que
andaba siempre a vueltas con la guitarra y se esforzaba por descubrir el mágico secreto de Santos Vega, con el
instinto del pájaro cantor que reclama a la compañera, querida en secreto,
delgada silueta de Petrona, destacándose en negro sobre el fondo rojizo y
cambiante del fogón, agregó melancólico y penetrado:
-¡Debe de ser! Las ánimas de los
angelitos son las más lindas. Parecen de luz más... caliente. Por eso se baila
en los velorios: p’a festejarlas... Esas no andan en pena ni se aparecen
nunca... ¡Cuando se muere una criatura se v’al cielo derechita, y ahí se
queda!
Petrona se había acercado y, en la sombra
más espesa del alero, escuchaba invadida también por el avasallador hechizo de
la noche y por el encanto de la palabra del payador. Como la compañera todavía
indecisa del pájaro cantor estaba suspensa de sus trinos, hipnotizada ya, pero
sin tender las alas todavía. Y Pancho continuó:
-Las de los malos son esas luces verdosas
que andan rastriando por el suelo y que juyen en cuantito se acerca un
cristiano. Pero éstas son las de los dijuntos que todavía tienen vergüenza de lo
qu’hicieron en vida: los que se
disgraciaron por casualidá, los que engañaron a un amigo p’a salvarse... ¡y
tantos otros! Las que son malas de veras, las de los ladrones, los traidores y
los cobardes... ¡ésas no tienen luz!
Don Marto asintió:
-Sí, ésas son las que le tiran a uno el
poncho, de atrás, en las noches oscuras, o le mancan el mancarrón, o le apedrean
el rancho, o le asustan l’hacienda y l’esparraman y l’hacen brava
redepente.
Juan, el resero nuevo, interpeló a su
antecesor y maestro, aquel fumador que se fumaba hasta la yerma de los dedos,
achacoso ya y siempre dolorido:
-¿Y usté qué dice, don
Braulio?
-¿Yo? ¿Y qu’he decir? ¡Que aquí estoy
como peludo’e regalo, patas p’arriba, esperando l’hora de ser ánima
también!
-¡Qué don Braulio éste! ¡No hay con qué
darle! ¡Siempre con sus dolamas* y pita que te pita!
-Y qu’h’e hacer ni en qué m’h’e divertir, a mi edá y con
mis achaques... Justamente andaba pensando si lo dejarán pitar a uno después que
cante p’al carnero...
Una risita de Pancho y su
contestación:
-¡Ya lo creo, don Braulio! ¿Qué no está
viendo esa porretada e jueguitos que s’encienden y se apagan en el campo?...
Esos son los cigarros de las ánimas, que vuelan y revuelan como las gaviotas o
los teros, dando güeltas y fumando...
-¡No digás! –exclamó entre incrédulo y
admirado su vecino.
-¡Si son “linternas”! –explicó don Marto,
magistral.
-Luciérnagas, querrá decir, don...
–siguió Pancho, impertérrito-. Parecen bichitos es verdá, pero son los cigarros
de las ánimas pitadoras*.
-¡Cállate! Y entonces en invierno, ¿Por
qué no pitan?
-Sí, pitan... ¡Pero tienen frío y
s’encierran en las casas a pitar al lau del jogón!
-¡Vaya un cigarro! ¡Si no quema el
juego!...
-¡Los difuntos son fríos! ¡Estaría güeno
que tuvieran juego caliente! ¿Quema el otro, acaso, el de las ánimas en
pena?
Hubo una pausa.
Entre amedrentado y risueño, don Braulio
agregó en seguida:
-¡Lindo no más! ¿Entonces, los dijuntos
se entretienen?
-¡Y qué han di hacer!... ¡Tienen tanto
tiempo desocupado! Ellos quisieran hacer lo mesmo que cuand’eran vivos, y
correr, y boliar, y enlazar... a veces no pueden porque tienen los huesos en la
tierra... Pero saben venirse, p’a un si acaso... ¡Vamos a ver! ¿A que ninguno
dice por qué sabe hacer tanto frío p’al veinticinco e mayo y p’al nueve de
julio?
-No me hago cargo –murmuró don
Braulio.
Pancho, triunfante,
explicó:
-Porque p’a las fiestas se vienen tuitos
los que peliaron por la patria, sin que falten ni los mesmos muertos en los
Andes, ¡qué son unas montañas altas así de purito yelo!... Y como son tanto...
Por eso, en cuantito tocan l’Hino Nacional es un frío que da calor y que le
corre a uno por el lomo.
-¡Ah, balaquiador* lindo! –gritó don
Marto, no sin cierta admiración reprimida.
Y luego, con cierto matiz respetuoso,
alentador como un premio en labios de tal paisano, agregó:
-Y, diga, don... ¿qué se hace l’ánima de
las mozas, cuando se mueren todavía tiernecitas?
La réplica inmediata de
Pancho:
-¡Qué viejo, este don Marto!... ¿Y no ha
visto, un si acaso, los machachines*, como di oro, florecer qu’es un gusto por
el campo, y todos con una frutita enterrada, igualita a un corazón, y como
azúca?...
-¡Agarrate!... ¿Y las
viejas?
-Güevos de gallo, que se pierden en los
cercos o se agarran a las barrancas. Y cuanti más güenas jueron en vida el güevo
es más grande y más sabroso, y cuando han tenido hijos y los han querido... ¡más
todavía!...
Por su irritabilidad de enfermo, a don
Braulio se le ocurrió lanzarle un sarcasmo disimulado, sólo manifiesto por el
tonito arrastrado y cantor:
-Y los payadores,
decime...
Pancho contrajo con esfuerzo los músculos
de la carra, sintió en la garganta una especie de nudo, pero logró contestar,
como si alguien le dictara las palabras:
Los payadores de
láy
los payadores de
veras,
no mueren nunca,
paisano,
ni son ánimas en
pena...
¡Siguen cantando no
más,
lo mesmo que Santos Vega!...
Eran versos, inconscientemente medidos, y
los lanzó con ritmo marcado y sentimental. A los otros les llegaron al alma.
Hubo un silencio prolongado y lleno de sensaciones... Luego, uno a uno, fueron
desgranándose los paisanos, saturados por la poesía total de la noche. El último
que se levantó para ir al galpón en que tenía la cama, enervado por su mismo
desgaste cerebral, fue Pancho.
Y al pasar junto a la puerta, ya
tenebrosa, de la cocina, en medio de la envolvente y acariciadora sombra, sintió
de pronto un hálito más intenso, más tibio, más húmedo que el de la noche, y una
vocecita murmuraba junto a su oído:
-¡Pancho! ¿Quién te enseña esas cosas tan
lindas?
Y él, azorado un instante, trémulo y
atrevido luego, como un héroe que es todavía un recluta, abrazó con ímpetu a
Petrona y:
-¡Vos! –la besó en la
boca.
XVIII
SITIADO POR
HAMBRE
-¡Hay que sitiarlo por hambre! –había
exclamado Ferreiro aludiendo a Viera, en vista del pésimo efecto producido por
las medidas de rigor, como pudo verse en “Libertad de
Imprenta”.
El plan era fácil de desarrollar y estaba
a medias realizado por el oficialismo pagochiquense en masa, que ni compraba
La Pampa, ni anunciaba en ella, ni encargaba trabajos tipográficos en la
imprenta cívica. No había más que seguir apretando el torniquete y aumentar el
ya crecido número de confabulados contra el periodista. De la tarea se
encargaron cuantos pagochiquenses estaban en el candelero, dirigidos por el
escribano que les hizo emprender una campaña individual activísima, no de
abierta hostilidad, pues eso no hubiera sido diplomático, sino de empeñosa
protección a El Justiciero.
En los pueblos pequeños, como el Pago,
los suscriptores de los periódicos son necesariamente escasos y más escasos aún
los anunciadores, porque, ¿a qué tanto salir diciendo que en el almacén tal o en
la tienda cual se venden estos o los otros artículos, cuando todos tienen las
mismísimas cosas, ni que la casa de Fulano o de Mengano está en la calle tal
número tantos, cuando hasta los perros la conocen y le han puesto su marca
muchas veces? Si se publica un aviso en un diario es sólo como acto de
magnanimidad y para favorecerlo ostensiblemente, no por otro motivo o propósito
–y más barato resulta no anunciar-. De los suscriptores, muchísimos no pagan,
unos por ser muy amigos del propietario, otros por no serlo bastante, de manera
que no hay cosa tan precaria como la vida de una publicación de aldea, villa o
presunta ciudad, salvo cuando es afecta a los gobernantes, quienes la
subvencionan, le dan edictos, licitaciones, etc., hacen suscribirse a sus
allegados, subalternos, favorecidos o postulantes, y le crean así una especie de
ambiente alimenticio artificial. El periodista de la situación es un parásito
insaciable, porque nada, ni la sarna misma, como tanto como una imprenta. Y
cuanto más tiene el diario oficialista, menos alcanza el diario opositor, puesto
que el comercio no señala a la “réclame” sino una partida tan exigua como la
destinada a limosna –es decir, nada en absoluto o nada relativamente- y los
fondos no alcanzan para dividirlos en dos. Mientras uno mama, el otro
llora.
De la parte de su capitalito que Viera
destinó al sostenimiento de La Pampa después de invertir la mitad en la
imprenta, apenas le quedaban unos pocos centenares de pesos enterrados en un
solar de los suburbios que, en vez de subir, se había depreciado desde que lo
compró. Esto mismo era más nominal que positivo, pues como el diario,
bamboleante en un principio, se sostenía a duras penas, los proveedores de
papel, tinta, tipos y demás, tenían en cartera documentos a plazo fijo por un
total bastante más crecido que el valor del terreno. Para La Pampa, más
celosa que la misma balanza de precisión de Silvestre, la que según él decía
medía hasta el peso de las palabras, cualquier carga desfavorable podía
determinar la ruina y el cierre ignominioso por falta de
elementos.
Ahora bien, la campaña organizada por
Ferreiro se llevó a cabo con éxito visible. Todos “los amigos” convirtiéronse en
elocuentes propagandistas y comisionistas de El Justiciero, buscando
avisos y suscripciones que muchos no les negaban por no incurrir en las iras
celestiales. Pero, según lo ya dicho y como que el hilo se corta por lo más
delgado, sáquese la consecuencia, como la sacaban práctica, aritmética y
monetariamente Viera y su administrador, no sin graves temores para un futuro
inmediato.
-¿Por qué no se suscribe a El
Justiciero? ¿Por qué no pone un avisito en El Justiciero? –era la
frase intercalada de pronto en la conversación y sin andarse con muchos rodeos
por los secuaces del escribano.
-Porque ya estoy suscripto a La
Pampa y tengo allí mi aviso.
-Póngalo también en El Justiciero,
porque “hay” interés en ayudarlo, y para un comerciante que vive de todo el
mundo, como usted, no conviene estar bien con unos y peor con “otros” que valen
más.
El comerciante trataba, a veces, de no
dar su brazo a torcer, siguiendo con el aviso en La
Pampa.
Es que mire, don... El negocio no da p’a
tantas misas, y a gatas si puedo pagar un solo aviso, que ni necesito
siquiera.
-Bueno –replicaba el comisionista de
ocasión-, en ese caso, para no quedar ni bien ni mal con nadie, saque el aviso
que tiene y no se haga tomar entre ojos.
Por pocas concomitancias que el
catequizado tuviera con “el poder” forzosamente cedía, si no a la elocuencia de
estas palabras, a las amenazas que sentía rezongar bajo ellas, y o daba el aviso
a El Justiciero quitándoselo a La Pampa o se lo quitaba a ésta
para no dárselo a nadie. Lo mismo o punto menos ocurría con las
suscripciones...
El derrumbamiento del diario se
precipitaba estruendosamente sin que Viera atinase con el remedio. El
administrador sólo supo aconsejarle uno peor que la enfermedad: rebajar las
tarifas. Puesto en la práctica, observóse que no entraba un solo aviso nuevo
–como es natural, dado el carácter de los anunciantes-, mientras seguían
retirándose los viejos...
Viera, que había fijado ya la fecha de
sus bodas, creyó prudente postergarlas hasta ver más claro en su situación,
harta borrascosa para embarcarse en el matrimonio; hizo todas las posibles
economías, redujo el personal de la imprenta y trató de prepararse para hacer
frente al próximo vencimiento de uno de sus pagarés... ¡Ah!, si bien las páginas
de La Pampa podían llenarse bien o mal con los borrones de los antiguos
clisés de específicos, la caja de la administración no se llenaba con artificio
alguno. Al borde del abismo, acudió solicitando un préstamo a la sucursal del
Banco de la Provincia, aunque consideraba el paso inútil y hasta ridículo, pues
los consejeros eran Ferreiro y comparsa, precisamente los que estaban sitiándolo
por hambre. No se dio ni siquiera un “no redondo”; ¡eso nunca!; al pie de su
solicitud y con la firma del gerente, leyó pocos días más tarde esta cortés pero
mortal negativa: “Otra oportunidad”.
Aún no había hecho confidencias a nadie,
limitándose a refunfuñar que el diario no iba tan bien como quisiera; pero ya
necesitaba por lo menos el precario consuelo de desahogarse con algún amigo,
instintivamente, sin la esperanza más remota que nadie le echase una cuarta para
sacarlo del cangrejal en que se hundía.
El Comité cívico no había hecho ni podía
hacer nada en su favor, porque también se hallaba desastrosamente arruinado, y
ni en el terreno de las hipótesis era caso de pensar en desnudar a un santo
desnudo para vestir a otro no más abrigado. Como aquel pesar y aquel temor de la
catástrofe próxima no dejaban en su cerebro célula capaz de una iniciativa, ni
siquiera eligió su confidente, sino que en el momento psicológico de la
expansión abrióse al doctor Pérez y Cueto que acababa de llegar por casualidad a
la imprenta, y le escuchó con tristeza y a ratos con indignación, mientras le
reconstruía tal como la había olfateado y comprendido, la trama abominable
contra él urdida por Ferreiro, Luna, Machado, Barraba, Carbonero y tuti
quanti*.
-¡Mandrias*! ¡Canalla soez! ¡Inmunda
estirpe!... –exclamaba de tiempo en tiempo el doctor, interrumpiendo a
Viera.
Y luego, cuando el otro le enumeraba sus
apuros y dificultades, lo volvía a interrumpir:
-¡Caramba, caramba,
caramba!
Por fin Viera calló, muy conmovido, y no
porque se le hubiera agotado el tema. El doctor Pérez y Cueto púsose en pie,
paseó la sala de arriba abajo con las manos atrás y la cabeza sobre el pecho,
profundamente meditabundo. Luego, irguiéndose, arribó a una
conclusión:
-¡Hay que arreglar eso!
–dijo.
Y después de una pausa, como para que se
le escuchara con religiosa atención, repitió
sentenciosamente:
-¡Hay que arreglar
eso!
Nueva pausa. Viera, por último, resolvió
acortar el entreacto:
-¿Y cómo? –preguntó a su grande
amigo.
-¡Hay que arreglar eso! ¡Ya lo tengo
pensado! Ahora mismo acaba de ocurrírseme. No es posible que esos espúreos
ciudadanos, esos advenedizos despreciables que han llegado al poder
arrastrándose por el loco como los reptiles, sigan sojuzgando a este desdichado
pueblo y vejando a la gente de pro. ¡A todos nos toca mantener bien alto la
bandera enarbolada por La Pampa, y todos sabremos cumplir con nuestro
deber! ¡Tenga usted confianza, Viera, tranquilícese! ¡Retemple el corazón para
seguir luchando como bueno!
Estaba tan agitado y conmovido cual si
acabase de hablar ante cien o doscientos pagochiquenses, en algún meeting
trascendental; y a fe que su auditorio arrebatado por aquella elocuencia,
enternecido por aquella grandeza de alma, se dejó contagiar por su entusiasmo
hasta las lágrimas. Sí. Viera lloraba cuando estrechó la mano de su altisonante
amigo. Y cualquiera de nosotros hubiera hecho lo mismo en su lugar, porque
ensánchese Pago Chico hasta convertirlo en una gran nación, agrándense también
proporcionalmente el motivo y las consecuencias del acto, y ¿no resultan
entonces el médico y el periodista dos héroes tan grandes como los que hayan
sacrificado más por la patria y la humanidad? Todo es cuestión de relatividades,
de apreciaciones, de teatro, de circunstancias. El hecho en sí era noble y
generoso: póngase en parangón con la entrevista de Guayaquil y resultará
trivial; compárese con el egoísmo reinante en la actualidad, y ya veréis cómo se
agiganta...
-¿Con cuánto se remedia? –preguntó el
doctor Pérez y Cueto, volviendo a la prosa de la vida, pero sin empequeñecer por
eso su acción, como aquellas homéricas deidades que podían comer, batallar,
amar, hacer tonterías, a lo humano, sin perder por eso su divino
carácter.
Viera se lo dijo.
-Bien. Yo no puedo prestarle toda esa
suma, ni aquí ha de tratarse de un préstamo. No. Pago Chico está en deuda con
usted, Pago Chico está en deuda con La Pampa, su único defensor, su
postrer baluarte, y es preciso que se conduzca como un pueblo digno de tal
nombre. Inicio, pues, una suscripción popular contribuyendo con doscientos
pesos, y encabezando la primera lista que me encargo de llenar. No faltarán
hombres de buena voluntad que colaboren en la tarea y se hagan cargo de otras
listas. En un par de días tendrá usted el doble de lo urgentemente necesario, y
La Pampa volverá a navegar viento en popa.
Y, en efecto, pocos días después, el
doctor Pérez y Cueto entraba triunfante en la redacción de La Pampa,
gritando a voz en cuello:
-¡Aún hay pueblo en Pago Chico! ¡Aún hay
pueblo en Pago Chico!
Se había reunido una suma importante para
aquel centro y para aquella época, y centenares de vecinos suscribieron con
entusiasmo según sus fuerzas, los unos igualando la suma ofrecida por el doctor,
los otros contribuyendo hasta con veinte centavos ahorrados del modestísimo
puchero. Si Washington hubiese podido presenciar aquel movimiento, hubiera
pensado que aquella era tela de ciudadanos, y que con elementos capaces de acta
tan sencillo en apariencia es como se organizan grandes naciones.
Desgraciadamente Washington había muerto hacía muchos años, y aunque viviera no
tendría probabilidades de conocer el nombre de Pago Chico, y mucho menos su
batracomiomaquia...
Todas las listas cerradas y puestas en
manos del administrador de La Pampa resultaron conformes con las sumas
entregadas sucesivamente en efectivo. Todas... es decir... Y aquí la pluma se
emperra como patria empacado, para el que no valen ni las nazarenas, ni la
lonja, ni el talero mismo. No hay quien la saque... Sería más capaz de bolearse
que de dar un solo paso... Pero ello es preciso, sin embargo, y justamente nos
facilita el relato el hecho de que resultará inverosímil, de la más absoluta
inverosimilitud. Si no fuera inverosímil, no lo contaríamos. Gracias a que lo
es, siempre quedará el suceso envuelto en la niebla de vaga desconfianza, como
una cuasi mentira que debiera ser mentira sin cuasi en cualquier mundo a lo
Pangloss...
La tarde del día en que se cerraba la
suscripción, Silvestre entró contentísimo a la imprenta, donde Viera estaba
casualmente solo.
-¡Viera, hermano Viera! –exclamó el
insigne boticario-. Te he juntado más de setecientos pesos: todos me han pagado.
Ahí los tengo en casa; y si querés te los traigo aura
mismo.
-No hay apuro.
-Aquí tenés la lista. Guardala, porque no
queda nadie para agregar, y he hecho a suma. ¡Qué manifestación, hermano! Eso sí
que es honroso. Ya no se trata de puro jarabe de pico, y cuando la gente se
presta a aflojar la mosca, por algo ha’e ser. Tocarle el bolsillo es como
andarle por las verijas a un animal cosquilloso. Así que, si querés, podés
engreírte de lo que han hecho por vos.
-Sí, hermano –replicó Viera-, me siento
verdaderamente conmovido. ¡Esas son cosas de que no me podré olvidar en la vida,
y que no andaré propalando, sino que las guardaré exclusivamente para mí, como
una gloria íntima y también como una obligación inquebrantable de mantenerme tal
cual soy, de seguir sin extravíos la norma que me he
trazado...
Hablaba sinceramente, y es muy posible
que hoy, recordando aquellos momentos, repitiera esas mismas palabras con igual
convicción.
Silvestre le miraba. Al rato le
preguntó:
-Pero decime, ¿la suscripción te alcanza
para sacarte completamente del pantano, o no?
-Es una ayuda muy
grande.
-Eso ya sé. ¿Pero ahora te ves
completamente libre de compromisos?
-Por el momento,
sí.
-¡Ah, por el momento, bien decía yo!
¿Unos cuantos meses, no es verdá? Porque si el diario no se sostiene, ni menos
da ganancia, en cuanto se gasten esos nales volvés a enterrarte hasta el
encuentro en el tembladeral, ¿no?
-Desgraciadamente.
-Natural. ¡Lo que necesitás es muchos
suscriptores, muchos avisos, para pagar a todo el mundo y vivir sin arretrancas;
o, de no, mucha plata para que el diario no se vaya al bombo en algunos años, y
venga más población y entonces se pueda sostener! Porque supongo que, aunque los
nuestros suban no sos de los que se han de prender a la
ubre...
-Tenés razón, tenés razón en todo,
Silvestre...
-Bueno... entonces, esperá... dejame a
mí... Yo sé lo que hago, y has de ver cómo todo viene como anillo al dedo. Tengo
una combinación... Ya verás, ya verás...
Y se levantó en actitud de
marcharse.
-¿Qué pensás hacer?
-No te quiero decir... Luego...
Mañana.
Y se fue.
Tan optimista estaba Viera, que la más
pequeña simiente de ilusión o de esperanza caída en su cerebro, luego se
fecundaba, germinaba, brotaba, crecía, echaba hojas, ramas, flores, frutos, como
si estuviera en más del más hábil de los faquires indios. Las vagas palabras de
Silvestre lo enajenaron, entregándolo a una especie de pasajera megalomanía: era
evidente para él que su amigo pensaba convocar de nuevo al vecindario patriota
para exponerle minuciosa y exactamente la situación, comunicarle sus ideas y
propósitos, y exigir de él un esfuerzo más amplio y más continuado que aquella
gran cinchada, demostrando que con menos sacrificio se arribaría a mucho mayor
efecto si no se aguardaba cada vez para echarle una manito, a que el carro
estuviera encajado hasta la maza. Más suscripciones, avisos mejor pagados, con
qué equilibrar las entradas y las salidas; él no pedía más, ni lujo ni holgura
siquiera, para seguir diciendo verdades y defendiendo al
pueblo.
Fue a ver a la novia para contagiarle su
fiebre de ensueños, para transmitirle el inmenso júbilo con que tantas
manifestaciones de aprecio –gloriosas decía él- embriagaban su juventud para
hablar también de las boas, que podrían acelerarse, sin tener ya enfrente el
fantasma de la miseria... Después, vuelto a su casa, aquella noche se durmió
sonriendo a sus nuevos y quebradizos juguetes.
Cuando, a mediodía, entró en la imprenta
Silvestre, su revuelto cabello, los ojos huraños, los labios resecos y plegados
en una mueca amarga y nerviosa, revelaban un hondo sufrimiento, una grande
angustia. Viera lo miró sorprendido.
-¿Qué tenés?
–exclamó.
Silvestre, sin contestar, sacó el
revólver, presentólo por el cabo al periodista y:
-¡Tomá, matame! –murmuró con voz
reconcentrada.
-¿Qué tenés? ¿Estás
loco?
-¡Tomá, matame, te digo! ¡Soy un canalla
y un flojo, porque ya me debía haber hecho saltar la tapa de los sesos! ¡Tomá,
matame, por favor!
Viera le quitó el revólver. Acababa de
comprenderlo todo, lo de la combinación, las reticencias, la loca esperanza...
Silvestre se había dejado arrastrar por su afición al juego, creyendo
sinceramente que obedecía al propósito de salvar para siempre a su amigo. La
noche antes, en casa del Rengo, lo había dejado más pelado que laucha recién
parida. La suscripción no era ya sino una cantidad negativa, aumentada con una
deuda exigible dentro de las venticuatro horas, una “deuda de
honor”.
El periodista guardó el revólver en un
cajón del escritorio, y aunque sintiera el corazón oprimido hasta el dolor, pudo
sonreírse y decir filosóficamente:
-¡Pedazo de sonso! Si hubieras venido con
las manos llenas de plata no traerías el revólver, aunque la intención sea la
misma... Sólo que... hay que desconfiarles mucho a esas intenciones...
¿Perdiste? Bueno; ¡no hablemos más¡ Ya sabés que hiciste mal en jugar y...
¡basta!
Silvestre lo miraba boquiabierto,
alelado, con una sorpresa indecible.
-¿Conque sabías? –acertó a balbucear-. ¡Y
me perdonás, hermano, todo el mal que t’hecho!...
Y reaccionando de pronto, rompió a llorar
con grandes sollozos convulsivos, sentado, sepultada la cabeza entre las manos,
sobre las rodillas trémulas.
...Una semana después no se acordaba ya
de aquella crisis espantosa, tranquilizado por el silencio de Viera. Pero
debemos confesar en honor suyo, que perdonó a su amigo el haberlo perdonado de
su falta, y esto aboga por él, porque es excepcional. Viera dio por recibida la
suma con grave peligro de su reputación, pues la falla prolongó y dio incremento
a sus apuros.
-¿Dónde tira la plata ese loco? –se
preguntaban haciéndose cruces los que veían de cerca al periodista siempre
metido en su intolerable atolladero.
Pero como Silvestre no se apresurara a
explicarlo ni Viera había de hacerlo...
XIX
EL DIABLO EN PAGO
CHICO
Viacaba, aquel paisano tosco, bueno,
trabajador que tantos han conocido, tenía en ese tiempo su rancho a algunas
leguas de Pago Chico, sobre el remanso de un pequeño arroyo que, después de
reflejar la barranca, perpendicular y desnuda de vegetación, los sauces
desmedrados que se balanceaban sobre ella y el corral de la escasa puntita de
ovejas, seguía su curso casi en ángulo recto sobre su antigua dirección, e iba
lento, pobre y turbio, a echarse en el indigente caudal del Río Chico, que en
realidad nunca llegó a río aun con aquel esfuerzo, sino en época de grandes
crecidas e inundaciones. Viacaba vivía allí, desde muchos años, con su mujer,
Panchita, sus dos hijos Pancho y Joaquín, hombre ya, su hija Isabel, morenita,
feúcha, pero inteligente, y un par de peones, Serapio y Matilde, que, ayudados
por el viejo y los dos mozos bastaban y sobraban para los quehaceres habituales
de la estanzuela.
Estos quehaceres estaban tan lejos de ser
abrumadores, aunque Viacaba poseyese un buen número de vacas y de yeguas, y unos
pocos centenares de ovejas para el consumo, pues no era aficionado a esa clase
de crianza.
El rancho era espacioso y constaba de
varias habitaciones. Se veía desde lejos, sobre el albardón abierto en dos por
el arroyo que, voluntarioso y caprichoso, no había querido echar por lo más
fácil, aunque le sobraba campo lleno en que correr y aunque no le importara un
bledo de la línea recta. Quizá, cuando tendió su lecho, aquellos terrenos
tendrían muy distinta configuración...
Y así como el rancho se veía de lejos,
así también desde el rancho se abarcaba hasta muy lejos un horizonte curvilíneo,
desierto, completamente plano, una extensión de pampa cubierta entonces de
hierba reseca y triste, amarilla tirando a gris, alfombra polvorienta en que,
como trazada a propósito, se destacaba la tortuosa línea verdeante de las
orillas del arroyo, como una franja de terciopelo nuevo en un inmenso manto
raído.
Aquella siesta hacía un calor bochornoso.
El campo reverdeaba, como si fuese de sutiles y vibrantes laminillas de acero, y
mareaba con sus destellos ofuscadores. El cielo estaba casi blanco, sin una
nube, pero en él flotaban grandes e invisibles masas de vapores dilatados por el
calor. Oíase el incesante y estridente chirrido de la chicharra, y en la
atmósfera había un monótono zumbar de insectos, sin que se supiera de dónde
partía, pero ensordecedor, atontador de persistencia.
No es extraño, pues, que cansados del
trabajo de la mañana y rendidos por el bochorno abrumador, todos durmieran en el
“puesto” de Viacaba; los hombres bajo el alero, que daba al este, y sin sol, y
las mujeres en el interior del rancho, cuya oscuridad ofrecía una momentánea
sensación de frescura.
El aire, sofocante, estaba inmóvil, como
casi todos los días a esas horas, en aquella temporada de sequía, tan larga y
amenazante ya, que los animales comenzaban a desmejorar y enflaquecer, síntoma
de probable epidemia... Los hombres, dormidos, respiraban sofocadamente, y
gruesas gotas de sudor les brotaban de los poros, bruscas y cristalinas, para
correr luego en hilos por su piel morena. Dormían intranquilos, hostigados por
el calor y por las moscas, zumbadoras, insistentes, pertinaces a pesar de sus
instintivos manotones. Y hubieran seguido postrados por la modorra, si el galope
de un caballo que se detuvo frente a la tranquera, y el furioso ladrar de los
perros que, un momento antes, echados a la sombra y con la lengua afuera
imitaban jadeando la locomotora de un expreso, no los arrancaran de la
siesta.
Matilde, un peón santiagueño, enorme y
mal encarado a quien aquel nombre de mujer le sentaba “como a Cristo un par de
pistolas”, se incorporó refunfuñando, levantóse perezosamente, y con paso tardo
a pesar del sol que rajaba la tierra, se encaminó a ver quién era el importuno
jineta. Los demás, mirando hacia la tranquera, entrevieron un tordillo, negro de
sudor y de polvo, que resollaba como un fuelle y sacudía cabeza, orejas y cola,
espantando la nube de moscas que se le había echado encima. El pasajero entraba
con Matilde, que e adelantó para informar a Viacaba.
-Es un “franchute*” que pid’i’agua
–dijo-. ¿Le doy?
-¡Cómo no! Hacé qu’entre a la
sombrita.
Cuando el hombre llegó al alero todos se
habían levantado y Panchita e Isabel se movían adentro, despertadas por las
voces.
-Buenas tardes, amigo. Entre y
sientesé... Dale agua fresca, Serapio. Después tomará un matecito si gusta...
¿Cómo anda, amigo, con este solazo que ni las víboras salen de las
cuevas?
El francés explicó que aquella misma
tarde tenía ocupaciones de urgencia en el pueblo, para poder tomar la “galera” a
la madrugada siguiente.
Era un mocetón alto y delgado, muy rubio
y de ojos clarísimos, frente estrecha, nariz larga, descolorida y ganchuda, como
el pico de un ave de presa; tenía algo de carancho, aunque su rostro fuese largo
y afilado, y su exagerada urbanidad no bastaba para desvanecer la antipática
impresión que desde el primer instante produjera en aquellos hombres sencillos y
toscos. Un fluido repelente flotaba en torno suyo, como si emanara de su cuerpo,
y los cinco paisanos, tan distintos en el aspecto y las maneras, no podían dejar
de mirarlo con desconfianza.
Bebió con verdadera avidez el agua recién
sacada del pozo, y gozando de la sombra dejóse estar sentado en un banco, bajo
el alero, recostado en la pared de barro groseramente blanqueada, parpadeando
para no dejarse vencer por el sueño. Y cuando Isabel apareció, seguida por la
madre, con el mate amargo que había cebado en la cocina, se levantó
ceremoniosamente, algo envarado, haciendo una gran reverencia y murmurando
cumplidos a la amable “señoguita” y a la respetable
“señoga”.
Sorbió, no sin alguna mueca, el acre
brebaje a que no estaba acostumbrado, y con nuevas cortesías, devolvió el mate a
la joven. Ésta, al pasar a la cocina, con fragor de enaguas almidonadas,
significó a Pancho, con un mohín y una mirada de soslayo, cuánto le disgustaba,
también a ella, el extranjero. La señora lo examinaba a hurtadillas. Los hombres
hacían esfuerzo para sostener la desanimada conversación.
Más de una hora duró la visita. Matilde
dio, entre tanto, de beber al tordillo y le apretó la cincha, como si con ello
apresurara el momento de la separación.
Mientras armaba un cigarrillo negro con
que Viacaba lo había obsequiado, el francés habló de la sequía y del triste
estado de las haciendas. Llegaba de lejos, y toda la campaña que había recorrido
presentaba el mismo aspecto de desolación: pastos resecos como yesca, lagunones
sin agua, bañados lisos y duros como piedra, arroyos tan bajos que casi todos se
podían pasar de un salto; las ovejas muy desmejoradas y con una sarna más
pertinaz que nunca; las yeguas con huesos y pellejo...
-La suerte que aquí no lo vamos pasando
tan mal tuavía –exclamó Viacaba con cierta satisfacción.
Pero alzó bruscamente la cabeza,
alarmado, cuando el extranjero dijo que en muchas partes había visto grandes
torbellinos de polvo que el viento arrancaba de la tierra desnuda de
vegetación.
-¡Las polvaredas! –murmuró con acento
medroso- ¡Por lo visto, ya principian!...
Y se quedó profundamente pensativo,
evocando aquella terrible calamidad, no sufrida desde muchos años, pero que en
otro tiempo pasara por allí sembrando el estrago y la devastación, dejando la
inmensa pampa despoblada de animales y como muerta y enterrada ella misma bajo
cenicienta y móvil capa de polvo...
La voz atipiada* y agria del viajero,
salpicada con notas discordantes, aumentaba aquella impresión, y la de antipatía
y desconfianza que irresistiblemente provocara en todos.
Ya con el sol bajo, el francés se
despidió haciendo zalemas y protestas de vivo agradecimiento. Viacaba lo
acompañó hasta la tranquera mientras los demás habitantes lo miraban marcharse,
en fila bajo el alero... El tordillo, descansado ya, emprendió la marcha con
paso más brioso, y cuando iba a lanzarlo al galope, el jinete oyó que el paisano
le gritaba desde la tranquera.
-¡Cuidado con el
pucho!
-“¡Oui!, ¡oui! –gritó el otro sin
comprender.
Un momento después, Isabel, que volvía
con el inacabable mate amargo, formuló el pensamiento de
todos:
-¡No me gusta nadita esi
hombre!
-Cosa güena no ha’e ser –refunfuñó
afirmativamente Matilde, recogiendo el recado para ir a
ensillar.
-Parece medio... “cantimple”* -zumbó
Pancho, el más tolerante, después de Viacaba.
Y aunque pasaran largo rato en silencio,
aquella visita debió continuar preocupándolos, porque Serapio no dijo a quién se
refería cuando observó:
-Ahí va por el
“fachinal”.
Efectivamente, el bulto, ya apenas
perceptible, del hombre y el caballo, se alejaba rápidamente e iba a internarse
en un alto pajonal que, en dirección a Pago Chico, ocupaba una vasta extensión
de terreno.
-¡Cantimple decís! –objetó Joaquín, que
se había quedado rumiando las palabras de Pancho-. Pues a mí lo que me parece es
un pájaro de mal agüero, con ese pic’e lechuzón desplumao de la cabeza... Con
tal de que no nos haiga echau algún “daño”...
-¡Dejate de agüerías, Joaquín! –exclamó
Viacaba-. Los gringos “saben” tener unas caras... ¡fierezas! Pero ¿y de ahí?
¿Han de ser brujos por eso?...
Viacaba era supersticioso también, pero
la edad y la experiencia atenuaban un tanto esa
superstición.
Los peones salieron al campo y tomaron
para el oeste, donde estaba el grupo de la hacienda, seguidos por Joaquín. Al
este, pasando al arroyuelo, sólo había algunas yeguas y la tropilla de
zainos.
Las dos mujeres, Viacaba y Pancho, se
quedaron bajo el alero, sin ganas de moverse en la atmósfera asfixiante. El sol
se acercaba al ocaso, y su luz iba enrojeciéndose por
momentos.
Al oscurecer, cuando volvieron los otros,
llamados por la hora de la comida, el cielo era al oeste un inmenso manto de
púrpura reflejado al oriente en un tenue velo, purpúreo también. Y delante de
ese velo una columna recta, de vapores terrosos, se alzaba del pajonal, como
girando sobre sí misma.
-¡No digo! ¡Si ya principian las
polvaredas! –exclamó Viacaba, que la vio al ir con los suyos a la
cocina.
¿Cómo había podido equivocarse aquel
hombre de campo, nacido en plena pampa, conocedor de todos sus fenómenos,
confidente de todos sus secretos? ¿Miró mal? ¿O la evocación terrible de las
polvaredas, la obsesión de tamaña calamidad, le había paralizado el
cerebro?
No era, no, el torbellino de polvo que
una corriente giratoria alza y retuerce en el aire como columna salomónica,
desde el campo reseco, para pasearla después en caprichosa danza de un lado a
otro y luego dejarla caer, de golpe, disuelta, desvanecida en la atmósfera como
fantástica creación de pesadilla. No. La columna estaba fija en el mismo punto e
iba elevándose y ensanchándose en la atmósfera tranquila y caldeada que doraban
y enrojecían los últimos parpadeantes fulgores del sol.
Y el astro acabó por hundirse. Las olas
de púrpura que lo seguían, cubriendo el occidente, se derramaron también tras
él, poco a poco, a manera del agua que desaparece lenta en una hendidura. Y para
anunciar la noche que llegaba, comenzaron a revolotear tenues brisas mensajeras
de paz, que crecían y se multiplicaban por momentos...
Era ya oscuro, y, sin embargo, la columna
seguía viéndose en el pajonal vagamente luminosa, como si fuera la misma que
guió a los israelitas en el desierto...
Entre tanto, la familia Viacaba comían en
la cocina, rodeando el fogón, más animada y conversadora, pues el airecillo,
tibio aún, iba haciendo reaccionar a todos de su enervamiento, a medida que
cobraba fuerza y agitaba con más decisión las alas.
La conversación, interrumpida a ratos,
seguía, persistente, rodando alrededor de la visita del francés, el
acontecimiento del día. Y no había una frase simpática para
él.
-¡Vaya al diablo el ñacurutú* ese! ¡Nunca
he vista animal más feo! –insistió Joaquín, supersticiosamente-. Y cómo miraba,
con esos ojos descoloridos, a pesar de sus “vulevús...”* A mí me
parecía...
-El Malo, ¿no? –interrumpió Matilde, el
santiagueño-. ¡A mí también! Dicen qu’es ansí: “payo” di ojos claritos y nariz
de pico’e loro. No me le fijé en las patas porque traíba botas... Pero ha de
haber tenido pesuña no más.
Como eco terrible de estas palabras, la
voz angustiosa de Panchita, que acababa de ir al pozo en busca de agua fresca,
sonó en el patio como un grito de alarma y de terror.
-¡Quemazón!... ¡Quemazón!... ¡Quemazón en
el fachinal!...
-¿No decía yo? –murmuró Joaquín,
precipitándose afuera con los demás...
La columna amenazadora que había
comenzado por elevarse, ensanchándose e iluminándose con vagas vislumbres, llegó
a semejar inmenso tronco de copa pequeña, redonda y blanquecina; luego, cuando
el viento sopló con cierta violencia, desvanecióse de pronto; en seguida, en la
sombra creciente, hubiérase dicho que el árbol acababa de desplomarse, ardiendo
de punta a punta, porque, a partir del mismo sitio, apareció chisporroteando una
línea de fuego, brasas y llamitas fugaces que se reflejaban en los vapores
suspendidos sobre el suelo. Inmediatamente después, la línea roja y
resplandeciente al ras de la tierra se extendió más, abarcó un espacio enorme,
en el este, de donde llegaba el viento, como si quisiera ocupar todo el
horizonte. Desde el rancho veíase vagar por el pajonal reflejos luminosos
anaranjados o amarillentos, que contrastaban con la noche negra y armonizaban
con la raya purpúrea de la quemazón, mientras en el cielo un gran parche rojizo
parecía seguir la marcha del desastre. Y el viento, entre tanto, sacudía
alegremente la hierba alta, seca y sonora, murmurando y riendo como el niño que
escapa después de haber hecho una travesura. Y el susurro musical llenaba el
aire de coros indecisos... En el albardón*, junto a “las casas”, -dominando el
campo, Panchita e Isabel asistían con espanto al espectáculo amenazador y
terrible del incendio. Los hombres, después de ensillar apresuradamente, se
habían precipitado a todo galope hacia el pajonal, atinando sólo a lo más
visible del peligro, tan azorados que no podían coordinar las
ideas...
El viento, cansado de reír se entretenía
en combinar curiosos y devastadores fuegos de artificio. Llegaba al incendio,
levantaba nubes de humo y semilleros de chispas; enredaba el humo en las matas
cercanas, iluminadas por el fuego, fingiéndolas incendiadas también, y esparcía
las chispas como un ramillete, o las hacía formar haces de espigas de oro; luego
las dejaba apagarse o caer sobre el pasto en lluvia finísima y devastadora... O
de un soplido apagaba bruscamente la inmensa línea roja, y luego, como
arrepentido de abandonar tan pronto su diversión, reavivábala de otro soplo
hasta hacerla llamear e incendiar también el cielo... Al sitio en que estaban
las mujeres llegaban bocanadas de horno, hálitos de fragua, un fragor atenuado,
como de lejanísimas descargas graneadas de fusilería, y un olor acre de paja
quemada, dilución de las densas masas de humo que corrían al ras del
suelo.
Lenta a la distancia, rápida en realidad,
la línea de fuego se extendía, aparentaba formar un arco de círculo cuyo centro
fuera el albardón, e iba acercándose a las casas cual si estrechase un sitio que
les hubiera puesto de repente con maravillosa táctica. Entre el rancho y el
incendio, el campo estaba iluminado, y sombras enormes se movían y fluctuaban
vagamente en él: las rechonchas de las anchas matas de paja y las alargadas de
los jinetes que andaban agitados junto a la quemazón.
Un tropel, un redoble de alarma estalló
de repente en el silencio rumoroso, haciendo retemblar el suelo; era la
tropilla, eran las manadas que huían despavoridas hacia el oeste, martillando
con sus casos la tierra seca y sonora. Y una sombra informe pasó, envuelta en
nubes de polvo, lanzando al paso reflejos de ancas y de cabezas desgreñadas al
viento... Y el furioso redoble fue disminuyendo hasta perderse en la
noche...
-¡La caballada! –gritó con angustia
Isabel, sacudiendo un instante su marasmo.
¡Virgen Santa! ¡Quién sabe si la
volveremos a ver! –murmuró a su madre.
Y atrás rumores más sordos, confusos e
indescifrables, poblaban, entre tanto, la pampa y llegaban hasta ellas
arrastrados por el viento abrasador, saturado de humo y cargado de cenizas aún
calientes...
Viacaba, sus hijos y los peones,
desalados, habían creído llegar a tiempo de sofocar el incendio. Pero cuando
estuvieron a poco más de una cuadra, una agonía les oprimió el corazón; el alto
pastizal, tupido y seco, los matorrales entretejidos y bravos, la cortadera
amarillenta ya que ocultaba a un hombre de pie, ardían en una enorme extensión,
hasta donde alcanzaba la vista, entre chisporroteos y llamaradas, estallando
como millares de petardos incendiados por series sucesivas. Llegábanles soplos
tan ardientes como el fuego mismo, y unos a otros se veían las caras sudorosas,
completamente negras de hollín, en que les relampagueaban los ojos. Los
caballos, con las orejas tendidas casi en línea horizontal hacia el incendio,
resoplaban y sacudían la cabeza, negándose a avanzar más.
A menos de una cuadra envolviéronlos el
humo y las chispas, y parecían avanzar en las nubes entre una constelación de
estrellas fugaces. La acre humareda los cegaba, aunque estuviesen tan hechos a
los humazos del fogón, y los soplos abrasadores les hacían volver el rostro con
el cabello y la barba chamuscados... Sobre sus cabezas cerníase un instante la
paja voladora, ardiendo, y luego seguía su vuelo, a difundir a saltos el
desastre, arrebatada por el vendaval... No se oían casi, con el fragor del
estallar de las pajas, y tenían que gritar para
comunicarse.
-¡Contra-fuego! –oyóse vociferar a
Viacaba, que echó pie a tierra. El principio de la frase se había perdido en el
estrépito...
Tras el velo de llamas que ante sus ojos
tendía la inmensa fogarata, la noche tomaba insólitas negruras. Parecía que el
oscuro cielo, sin luna, continuara descendiendo, descendiendo, más negro cada
vez, hasta llegar al incendio mismo, sólo que en su parte inferior las apretadas
y rojas estrellas se apagaban sucesivamente, dejando en un momento lóbrega y
vacía aquella parte de inmensidad. El horizonte se había acercado hasta pocos
pasos de ellos, y creían hallarse al borde de un inmensurable abismo... la luz
misma parecía rechazada hacia delante por el viento furioso que soplaba de aquel
antro...
-¡Aquí no! ¡Sería pior! ¡A la orilla del
fachinal!...
Desanduvieron un trecho, teniendo del
cabestro a los espantados caballos que volvían la cabeza hacia el fuego con ojos
de brasa, resollaban y roncaban violentamente, hacían bruscos movimientos para
desasirse y escapar, y tiritaban cubiertos de sudor, mientras por los flancos
les corrían arrugas como de agua rizada por la brisa...
Y así, envueltos en rojas luces de
Bengala, hombres y animales salieron a la orilla del pajonal, donde comenzaba el
pasto bajo, marchito y seco también. Serapio maneó los caballos y los ató a las
matas, bastante más lejos. Luego se incorporó a los demás.
Viacaba y Pancho incendiaban rápidamente
la hierba baja, en un ancho de poco más de una vara, siguiendo una línea más o
menos paralela a la quemazón. Joaquín y Matilde, tras ellos, dejaban arder el
pasto, y luego lo apagaban azotándolo con escobas de paja más verde, hasta que
se incendiaban, o con las jergas de recado, sin mojarlas, porque el agua estaba
demasiado lejos. Serapio los imitó.
En aquella hoguera parecían fundidores
junto a un río de metal incandescente; jadeaban, sudaban; sus caras negras,
encendidas y lustrosas, se hinchaban, se abotargaban, perdían sus líneas,
mientras los ojos les relampagueaban y por las mejillas y la frente les corrían
hilos de tinta...
¡Sacrificio inútil! El fuego se burlaba
de antemano del obstáculo que le querían oponer, levantándose una trinchera de
vacío; reíase de ellos en complicidad con el viento, en cuyas alas enviaba sus
emisarios y sus propagandistas más allá de los hombres y de su ciclópeo esfuerzo
impotente.
Y el tropel que espantara a las mujeres
llegó de pronto hasta allí como un lejano trémulo de timbales entre los
chasquidos del incendio... Viacaba levantó la azorada cabeza, y con los ojos
saltones, enloquecidos, gritó:
-¡Serapio! ¡Matilde! ¡La hacienda! ¡La
hacienda!...
Y abarcando, al fin, la magnitud del
desastre, abandonaron la quemazón casual y la que ellos mismos hacían, corriendo
frenéticos hacia los caballos.
Los caballos no estaban allí.
Aguijoneados por el pavor, habían conseguido arrancar las matas, y roncando,
despavoridos, dementes, trabados por las maneas, a grandes saltos, enajenados,
tropezando ciegos, allá iban, trémulos, vacilantes, chorreando sudor, hacia el
oeste, hacia la salvación, hacia la vida...
Lograron alcanzarlos y, montados,
salieron de carrera en distintas direcciones, como si obedeciesen a un plan
preestablecido. Sin embargo, no lo tenían... ¿Dónde llevar la hacienda, en caso
de que aún no se hubiese dispersado y perdido en las tinieblas de la pampa?
¿Dónde proporcionarle un refugio inmune? ¿Por dónde hacerla escapar del tremendo
estrago?...
...Las mujeres, petrificadas de pavor y
de angustia, seguían como sonámbulas en el albardón, con los ojos fijos en el
incendio, que continuaba avanzando, avanzando a cada minuto con mayor rapidez e
intensidad, y no sólo hacia las casas, sino hacia la derecha, hacia la
izquierda, al norte, al sur, para separarlas bien del mundo por aquel lado y
luego replegarse, cortándoles la retirada, envolviéndolas en su línea
infranqueable. Y el redoble del triunfo, la diana sin clarines se oía cada vez
más cerca, más cerca, como estallidos de risas y gritos de voces ásperas y
discordantes... El calor era tan intenso, que a cada instante las infelices se
creían a punto de desfallecer y caer semiasfixiadas.
El fuego llegó al arroyo... La esperanza
les dilató un momento el pecho... Pero el incendio se burló del caprichoso
zanjón cubierto previamente de paja voladora por su cómplice el viento. Lo
traspuso redoblando sus chasquidos, llegó a la otra orilla, avanzó hasta lamer
la tranquera y los sauces que le daban sombra, y, regocijando, siguió su carrera
hacia el oeste, dejando más grande la noche tras de sí, llevándola hasta los
mismos pies de las mujeres que, atontadas, siguieron mirando cómo se extinguían
una a una las fugaces estrellas de la quemazón en la noche de abismo que creara
a su paso...
Más allá, hacia la derecha, por donde
brillaba la Cruz del Sur, también la paja sirvió de puente volante a la invasión
devastadora. El arroyo ardió todo en un segundo. Y desde la otra orilla, de las
matas altas del albardón, el viento arrebata cardúmenes de chispas que iban a
caer a los pies de las mujeres... Algunas llegaban hasta el mismo rancho y se
extinguían entre las pajas del techo, sin fuerza para incendiarlas... Ellas, en
su angustia suprema, no advertían el nuevo peligro. Y chispas y pajas abrasadas
continuaban su vuelo, más compactadas cada vez...
-¡Mama! ¡Mama!...
El grito desgarrador de Isabel anunciaba
el coronamiento de la catástrofe: el techo central ardía con gran humareda en un
círculo de una vara de diámetro.
-¡Agua! ¡Agua! –gritó la madre, arrancada
de su estupor.
Ambas corrieron al bebedero de los
caballos, junto al pozo; una llenó un balde, otra una jarra, precipitándose al
fuego; sus fuerzas no alcanzaron para lanzar el agua hasta
allí...
-¡Traé vos el agua! –tartamudeó la
madre.
Y como pudo, valiéndose de un banco,
lastimándose manos y rodillas, trabada por los vestidos, trepó al techo gritando
desesperadamente, como si alguien pudiera oírla en aquélla
desolación:
-¡Viacaba!... ¡Pancho!...
¡Joaquín!...
Isabel le llevaba jarras y baldes de
agua, de carrera jadeante, bañada en sudor. Ella, febril, casi sin saber lo que
hacía, echábase de bruces sobre el techo, tendía los brazos trémulos, alzaba el
agua con esfuerzo automático, e iba a verterla en la hoguera cada vez más
ancha... Y mientras hacían esta
abrumadora y lenta maniobra, el viento continuaba acribillando el rancho con sus
flechas incendiarias... Un momento después el techo ardía por diversos
puntos...
-¡Baje, mama, baje! ¡Se va a abrasar
viva!...
La desgraciada bajó por fin. Como alegre
fogarata, el rancho ardía por las cuatro puntas iluminando el patio hasta la
tranquera con sus sauces descabellados, sacudidos por el viento, hasta el
corral, en que se revolvían, se atropellaban y se trepaban unas sobre otras las
ovejas, balando lastimeramente, tratando de derribar el fuerte cerco... Y
aquella siniestra y formidable iluminación desvanecía, borrada totalmente la
otra, ya en el horizonte...
Los hombres vieron desde lejos aquella
antorcha y regresaron uno tras otro, llenos de
desesperación.
Nada había que hacer... Apenas, y con
gran peligro, consiguieron sacar algunos objetos de la formidable hornalla...
Las cumbreras se desplomaron con gran ruido, el alero desapareció, y a la luz
roja no se veía ya más que las paredes ennegrecidas... Sentados en el suelo,
anonadados por la impotencia y la desesperación, lanzaban de vez en cuando
lamentables exclamaciones. Y la visita del extranjero volvía a su exaltada
imaginación con caracteres diabólicos y aterradores.
-¡Ah, el gringo, el
gringo!...
-Él no más nos ha traído esta
calamidá...
-Nos ha hecho
“daño”...
-¡Seguro que tiró el pucho en el
fachinal, indino!...
-¡No, patrón!; era el Malo, ¡sí, era
Mandinga!... ¡Tan cierto como éstas cruces!
Y su infantil superstición iba a
convertirse en hecho comprobado, al día siguiente, cuando en Pago Chico, donde
fueron a refugiar su desnudez, les dijeron que allí no había llegado francés
alguno, y luego a difundirse pasando de boca en boca como acontecimiento
histórico, aunque el comisario averiguara y publicara que un hombre de la
filiación del presunto incendiario estuvo aquella tarde en el vecino pueblo de
Sauce donde, a la madrugada, tomó la galera del Azul...
Pero el alba se extendió descolorida y
triste sobre el campo. Hombres y mujeres, acercados por la desgracia, formaban
un grupo silencioso e inmóvil. Lo que ayer fuera bienestar y abundancia era
miseria ya...
La pampa, a las primeras luces indecisas,
mostróseles cubierta por un inmenso tapiz de funerario paño negro, que se
extendía hasta el horizonte, en todo rumbo, y el viento, fuerte aún, levantó
nubes de hollín y los envolvió en impalpable polvo de
cenizas.
XX
¡GUERRA A
SILVESTRE!
También acabó Silvestre por incomodar a
los situacionistas, que resolvieron castigarlo, igual que a
Viera.
A este propósito hicieron que fuera a
establecerse en Pago Chico, habilitado por ellos, un farmacéutico diplomado,
cierto italiano Barrucchi venido del país amigo a hacer fortuna rápidamente,
así, sin otra condición, rápidamente.
La competencia fastidió mucho al criollo
en un principio, como que hasta fue denunciado al Consejo de Higiene por
ejercicio ilegal de la profesión. Pero estaba atrincherado tras de su regente, a
quien hizo pasar una temporadita en el Pago, con pret, plus y otras regalías
inherentes a la actividad del servicio.
-Al gringo l’enseñan –decía-, pero nada
le ha’e valer. ¡A la larga no hay cotejo!
Y para dominar del todo la situación,
halló manera de ¿cómo diremos? untar la mano al inspector enviado de La
Plata.
“Untar la mano” es frase grosera, bien;
pero ¿qué decir entonces del hecho de untarla, y dejársela
untar?...
Nada. Punto. Y sigamos adelante con los
faroles.
No se durmió Silvestre sobre los laureles
de su primera defensa victoriosa, sino que atisbó, vichó, bombeó, supo cuanto
hacía el italiano, le tendió lazos, le analizó preparaciones en que había
sustituido sustancias, publico los resultados, formuló denuncias, y de
perseguido convirtióse pronto en perseguidor, porque en aquella delicada materia
se inmiscuía alguien más que los cabecillas pagochiquenses, y el Consejo de
Higiene, no desdeñoso de multas, solía enviar inspectores cuando era a golpe
seguro, y entre tantos alguno había reacio a los ungüentos de
marras.
Y apareció muy luego otro
inspector.
Barrucchi escapó difícilmente a las
consecuencias con que lo amenazaba una grave trocatinta de frascos y rótulos en
el armario de los alcaloides, nada menos, falta que hasta nuevo aviso debe
atribuirse a negligencia suya, nunca a perversidad de Silvestre, incapaz, por su
parte, de jugar a sabiendas con la vida de sus convecinos, e imposibilitado de
penetrar en la plaza enemiga.
La misma grosería del error fue lo que
salvó a Barrucchi, provisto de auténticos diplomas de una facultad italiana, y
de un certificado de reválida en toda regla, otorgado por la de Buenos Aires.
Insistimos en que Silvestre no tuvo arte ni parte en el suceso; Barrucchi
probablemente tampoco, puesto que nadie lo hizo responsable, ni siquiera lo
amonestó por su descuido, ni por su aterradora confusión de consonantes en
ina.
Pero sus negocios, que hasta entonces
habían sido regulares, se resintieron con la divulgación de aquel hecho,
cuidadosamente propalado a todos los vientos del cuadrante por Silvestre y los
suyos. Sin embargo, el azar, ya que no la buena reputación y limpia fama, vino a
favorecerlo. La farmacia, asegurada en una nueva compañía contra incendios que
buscaba clientela en Pago Chico, por una suma mucho mayor que su capital
verdadero, ardió casualmente a los pocos días, sin que bastara para extinguir el
incendio la guardia de cuatro vigilantes con machete en mano, puesta por Barraba
en las cuatro esquinas de la casa.
Hay quien dice, todavía, que el incendio
no fue intencional.
La compañía de seguros pagó
inmediatamente a boticario y al dueño del edificio, pues le convenía acreditarse
para hacer una buena ponchada de fuertes primas en ese partido y los inmediatos,
y sólo pidió a uno y otro un recibo bombástico* y la autorización de hacer con
él cuanto reclamo quisiera.
La casa comenzó a construirse con gran
prisa y todo el mundo creyó que Barrucchi restablecería su farmacia en mejores
condiciones, ya que contaba con un capital relativamente respetable. Tal era, en
efecto su intención; pero una frase que corrió como un reguero de pólvora de
punta a punta del pueblo le hizo variar de propósito y retirarse con los honores
de la guerra, es decir, con los pesos del seguro.
-Non é niente, demientra no se brushe
l’arquibio.
Esto era lo que se oía de la mañana a la
noche hasta en los últimos rincones de Pago Chico, y las extrañas palabras eran
repetidas ora con acento de indignación, otra entre carcajadas más mortíferas
aún. Y todo el mundo se contaba inacabable, infatigablemente, durante días,
semanas, meses enteros, la maquiavélica invención de Silvestre, aderezada hasta
con la jerga propia del personaje y del caso:
- Non é niente, demientra no se brushe
l’arquibio.
Barrucchi, a quien la noche del incendio
corrió a avisarse al Club que ardía la botica, se limitó a contestar
tranquilamente, encogiéndose los hombros:
-¡Eh, no importa, mientras no se queme el
aljibe!...
El pobre Tartarín tuvo que ir a Argel por
una copia; Barrucchi tuvo que irse de Pago Chico por una
frase.
También es verdad que Barrucchi no era
del pueblo y que la frase brotó del cerebro de Silvestre. Si hubiese sido
pagochiquense, quizá se le perdona, pues es fama que hasta los perros dicen,
amparando a los vecinos:
-¡No lo muerdan que es del
barrio!
Los hombres también, y si no, véase en
seguida cómo lo prueba, con elegante demostración, la cajita misteriosa de
Ferreiro.
XXI
ALTRUISMO
Entre las espesas sombras de la noche, en
grupos charlatanes de tres o cuatro personas, numerosos vecinos de Pago Chico se
encaminaban lentamente a la estación del ferrocarril. Se habían reunido con ese
objeto en el Club del Progreso, en el café y en la confitería de Cármine, y al
acercarse la hora fueron destacándose poco a poco, para no llamar demasiado la
atención ni dar pie a que los opositores hicieran alguna de las
suyas.
Llegaba en tren expreso, costeado
naturalmente por el gobierno, el diputado Cisneros con la misión de reconstituir
el comité, y era preciso hacerle una calurosa acogida a pesar de lo intempestivo
de la hora. La estación estaba completamente a oscuras; sólo por la puerta de la
habitación del jefe filtraba una raya de luz, y allá en el fondo el buffet –en
funciones para la circunstancia- abría sobre el andén desierto el abanico
luminoso de su entrada. Allí fueron sentándose a medida que llegaban, el doctor
Carbonero, el escribano Ferreiro, el intendente Luna, el juez de paz Machado, el
concejal Bermúdez y varios otros, sin que faltaran el comisario Barraba y su
escribiente Benito, ni aun don Máximo, el portero de la Municipalidad, muy
extrañado de no tener que disparar bombas de estruendo en tan solemne
emergencia. No hubo francachela; los tiempos estaban malos, y nadie quería
cargar con el mochuelo del coperío, aunque sólo hubiera en la estación una
veintena de personas. Cada cual, si quería, “tomaba algo”... y
pagaba.
La espera fue larga. El expreso se había
retrasado en no sabemos qué estación y el jefe aún no tenía noticias de su
llegada... Poco a poco, todos fueron a pasearse en la oscuridad del andén, luego
instintivamente agrupáronse a la puerta del buffet, y conversaban mirando
inquietos al norte por descubrir entre las sombras el ojo encendido del tren en
marcha.
-¿A que no sabe abrir esta cajita? –dijo
de pronto el escribano Ferreiro, presentando un objeto al intendente
Luna.
Era una cajita oblonga, en forma de
ataúd, en uno de cuyos extremos asomaba un botón a modo de resorte; un
juguete-chasco de lo más infantil, pues oprimiendo el botón aparecía una aguja
que pinchaba al curioso, con tanta mayor fuerza cuanto mayor había sido su
confianza en sí mismo y el apretón siguiente. Luna la tomó, la examinó
deliberadamente, vio el resorte cuya evidencia debería haberlo hecho recelar,
sin embargo, y exclamó:
-¡Mire qué
gracia!...
Soberbio fue el golpe de pulgar que dio
al botón apenas había dicho estas palabras, y soberbio el pinchazo que recibió
en mitad dela yema del dedo... Estuvo a punto de soltar uno de los ternos* más
sonoros de su colección; pero se contuvo a tiempo, y lejos de protestar, fingió
seguir examinando la cajita.
-No doy ni mañana –dijo por
fin.
-A ver; emprieste, compadre –solicitó
Barraba tendiendo la mano, con los ojos brillantes de
curiosidad.
Los demás habían estrechado el corro,
deseando ver el misterio que encerraba el cabalístico estuche, y las
conversaciones se interrumpieron.
Barraba cayó en la trampa, y en su grueso
pulgar asomó una gotita de sangre como un pequeño rubí. Pero puso buena cara, y
aparentó seguir maniobrando con la cajita.
-¡Traiga, amigo, traiga! ¡Si usté es muy
mulita p’a estas cosas! –exclamó al cabo de un instante el juez de paz Machado-.
¿No sabe que p’a qu’el amor no tuerza más vale maña que juerza? A ver, traiga
p’acá.
Barraba no tuvo
inconveniente.
Nuevo pinchazo... Nuevo esfuerzo heroico
para no lanzar un grito. Aquellos espartanos eran todos capaces de dejarse
devorar el vientre con tal de que en seguida se lo devoraran a los amigos y
compañeros.
Y después de Machado, la cajita pasó a
Bermúdez, a Carbonero, a los demás –hasta a don Máximo, que fue el último en
pincharse.
Aquel Sterne, imitado por quienes, con
sólo imitarlo son puestos a la cabeza de no sabemos cuántas literaturas, nos
ofrecería aquí una sabrosa disquisición, llena de longanimidad y de sincero
enternecimiento ante la flaqueza humana. Se explicaría el hecho y trataría de
explicarlo a los demás, por aquello de que “tout comprendre c’est tout
pardonner”.
Pero desgraciadamente no había Sterne, ni
el hecho, produciéndose en Francia bajo tan rudimentarias formas, ha dada tema a
los grandes modistos literarios. Ello vendrá.
Mientras no viene, y por si viene, el
lector hará bien si saca por su propia cuenta el caracú del hueso que le
ofrecemos, y que más peca por sobra que por falta de médula, pues allá en la
pobre y silenciosa estación de Pago Chico –microcosmos sintetizado- y entre
aquel reducidísimo compendio de la humanidad, no hubo un solo ejemplar, un solo
individuo que no pasara por la prueba, ni uno que no se mostrara a la altura de
las circunstancias. El mismo don Máximo –el último mono- se dirigió humildemente
al escribano:
-¿No quiere emprestármela hasta mañana,
señor Ferreiro?
-¿Para qué don
Máximo?
-P’a mostrársela a la Goya, no
más...
Su altruismo no le permitía gozar tan
solo de las delicias de la aguja, pues los otros veinte no contaban ya; habían
contribuido a chasquearlo y se reían de él, como si fuese el único
burlado.
Entre tanto y en silencio, había ido
aproximándose el tren. Un silbido agudo y un repentino y fuerte resplandor les
hizo dar un salto y volverse hacia la vía. El diputado Cisneros, de pie en la
plataforma, con el tren aún en movimiento, comenzó a dirigirles la
palabra:
“Este brillante recibimiento me demuestra
cuánto es vuestro altruismo y vuestra abnegación. Siempre dispuestos a
sacrificaros por el bien de los demás, a luchar sin tregua ni descanso por
evitar el sufrimiento ajeno, venís en horas de combate a retemplar mi espíritu,
para el holocausto fraternal a que estoy dispuesto tanto como vosotros
mismos.”
Y siguió así, mientras don Máximo se
devanaba los sesos por hallar el modo de pasarle la cajita sin faltarle a las
debidas consideraciones. Pero no lo halló por demasiado humilde y tuvo que
consolarse con la idea de embromar a la Goya...
XXII
LIBERTAD DE
SUFRAGIO
Cierta noche, poco antes de unas
elecciones, el Club del Progreso estaba muy concurrido y
animado.
En las dos mesas de billar, la de
carambola y la de casino, se hacían partidas de cuarto, con numerosa y
dicharachera barra. Las mesitas de juego estaban rodeadas de aficionados al
truco, al mus y al siete y medio, sin que en un extremo del salón faltaran los
infalibles franceses, con el vicecónsul Petitjean a la cabeza, engolfados en su
sempiterna partida de “manille”.
El grupo más interesante era, en la
primera mesita del salón, frente a la puerta de la sala de billares, el que
formaban el intendente Luna, presidente del Concejo, varios concejales y el
diputado Cisneros, de visita en Pago Chico para preparar las susodichas
elecciones. Entregábanse a un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos
lances eran a cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con
pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en el círculo
alrededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de seguir los
incidentes de la brava partida.
Junto a ellos, sentado en un sillón, con
la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, acariciándose la bota, abrazándola
casi, el comisario Barraba, con el chambergo echado sobre las cejas y dejándole
en sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y duro bigote
negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones, lanzando frasecitas
cortas y terminantes como cuadra a tan omnímoda autoridad.
Descontentos no había en el club más que
tres o cuatro: Tortorano, Troncoso, y Pedrín Pulci a caza de noticias, cuya
tibieza les permitía andar por donde se les diera la real
gana.
Los tres se hallaban cerca de la mesa del
intendente y el diputado, podían oír lo que en ella se decía, y hasta replicar
de vez en cuando –aunque con moderación, naturalmente- al comisario
Barraba.
Alguien habló de las elecciones próximas
y de las respectivas probabilidades de cada candidato.
-¡Qué elecciones ni qué elecciones!
–exclamó Tortorano encogiéndose de hombros-. Nosotros nunca hemos tenido
elecciones de veras, y no las tendremos jamás...
-La libertad de sufragio... –agregó
Troncoso sarcásticamente.
Pero el comisario, echando hacia atrás la
cabeza, tanto que casi dejaba ver el dedo de frente descubierta entre el
chambergo y las cejas, lo interrumpió:
-¿Qué dice, amigo? ¿Qué no v’haber
libertá?
-¡Vaya, comisario, nunca ha habido!
–objetó Tortorano sonriendo.
-Sería una novedad muy grande –afirmó
Troncoso retorciéndose el bigote con aire convencido.
-¿Y s’imagina, entonces, que yo estoy
aquí p’a quitarles la libertá a los ciudadanos? ¿Y que yo, comisario, lo h’e
permitir?
El diputado, el intendente y demás
jugadores de la oligárquica mesa levantaron la vista sorprendidos. El ruido
disminuyó de pronto en el salón, como si los concurrentes se quedaran a la
expectativa de un acontecimiento trascendental. Pedrín fue acercándose más al
comisario...
-No digo eso –murmuró Troncoso mirando al
suelo y preguntándose interiormente dónde iría a parar el hombre encargado en
Pago Chico de asegurar el éxito de una candidatura dada, con exclusión
total de la otra. ¿Se habría
convertido de la noche a la mañana, después de tantas arbitrariedades y
persecuciones?
-Yo tampoco digo que usted le quite la
libertad. ¡No faltaba más!
Tortorano se encogió de hombros otra vez
y se puso a armar un cigarrillo negro. Troncoso miró al comisario para ver si
hablaba de veras. Pedrín, aunque no tuviera nada de cándido, intervino con
ingenuidad.
-Me alegro mucho de haber’oído –dijo-. Yo
ya esta por no ir a las elecciones. Pero desde que usté garante la
libertá...
-¡La garanto, canejo*! ¡Ya lo creo que la
garanto!
El diputado Cisneros se incorporó en su
silla, casi resuelto a llamar al orden al extraviado y demagogo funcionario
policial. Las demás autoridades estaban, al oír semejantes despropósitos, que no
sabían lo que les pasaba.
-Pues si es así... –prosiguió Pedrín-, lo
que es yo, el domingo no faltará en el atrio p’a votar por don
Vicente.
Pero no había acabado de decirlo cuando
el comisario estaba ya parado, de un salto tan violento y repentino que ni
siquiera le dio tiempo para soltarse la bota. Y así en un
pie:
-¡Pare la trilla, que una yegua si ha
mancau! –gritó-. ¿Qué es lo que dice, amiguito?
-Que ya que usté garante l’elección v’y a
sufragar por los cívicos... nada más.
-¡Dios lo libre y lo guarde! ¡Como de
miarse en la cama!
-¿Pero no dice que habrá libertá de
votar?
-Sí, para todos; pero libertá, ¡libertá
de votar por el candidato del gobierno!...
Un gran suspiro de satisfacción compuesto
de seis suspiros particulares se exhaló del truco oficial.
Y el ruido volvió entonces, más alegre y
estrepitoso que nunca...
EPILOGO
Lector que, risueño o adusto, has
recorrido con interés o desgano estas páginas aparentemente superficiales,
¿sabes a qué espectáculo hemos asistido juntos sin saberlo? ¡Pues nada menos que
a las primeras palpitaciones de una democracia en gestación y a los primeros
desperezamientos de una gran ciudad en la cuna!... ¡Así como lo
oyes!
Ríete, si quieres, y harás bien, porque
siempre es bueno reírse de la verdad. Pues, sí, señor: democracia, gran ciudad,
etc...
Nosotros mismos no lo sospechábamos
siquiera, y no es la perspicacia sino el tiempo quien nos abre los ojos. Muchos
años, en efecto, van corridos desde los sucesos narrados en la crónica que
cerramos provisoriamente con estas líneas. En ese lapso las cosas han cambiado.
Pago Chico es Pago Grande, el villorrio es un fuerte núcleo de población, con
afirmados, tranvías, luz eléctrica, obras sanitarias; su comercio gira millones,
su industria crece y prospera, su fuerza vegetativa y progresiva es colosal; en
política también se ha dado un largo paso hacia delante, y aunque esté aún muy
lejos el ideal, algo se ha ganado en cuanto al juego de las instituciones, y
hasta parece haberse ganado mucho, pues ya no se estilan los burdos medios de
gobernar que burla burlando hemos puesto de relieve. Y, como dijo el otro, la
hipocresía es tácito homenaje del vicio a la virtud.
Esto nació de aquello. Parece imposible,
pero es así. El impulso que lleva nuestro país es admirable de fuerza y de
velocidad, pese a los sucesivos descarrilamientos que amenazaban dar con todo al
traste. Quien se detenga hoy en Pago Chico, jurará que lo hemos calumniado, o
que lo pintamos en remotísimos tiempos –allá en la edad de la piedra labrada o
del hueso roído-, aunque su historia es casi una actualidad, algo fiambre si se
quiere, pero en modo alguna vetusta*.
Más todavía: alejémonos unas cuantas
leguas, y la actualidad palpitante renacerá de sus cenizas. Pago Chico se ha
retirado un poco más, como se retiraba antiguamente la línea de fronteras –he
ahí todo. Y como, más por azar que por cálculo, hemos olvidado hasta ahora
determinar la exacta ubicación del pueblo, puede el lector situarlo más al oeste
del meridiano quinto o más al sur del río Negro con cuy sencillísima operación
tendrá a la minuta un verdadero “plato del día”. Y si aún es menester que vaya
mentalmente tan lejos, pues rincones hay todavía, muy próximos a la misma
capital, donde continúa a más y mejor cociéndose habas, en forma parecida por lo
menos.
En fin, risueño o adusto lector, sólo
queremos agregar pocas palabras, para repetirte que este volumen no se te
presenta como la crónica completa de la era inicial pagochiquense, sino como una
simple colección de documentos que forman parte de ella –parte pequeña por lo
demás-, y hecha voluntariamente al acaso, sin plan previo, para que de su misma
aparente inconexión resulte, si lo puede por sí misma, una especie de unidad,
aquel “lírico desorden” que aconsejan los preceptistas en cierta clase de obras,
para suspender el ánimo y conmoverlo con inspiradas imágenes, acciones o
ideas...
Quiero esto decir que aún quedan
disponibles cajas y legajos con documentos y notas atinentes a la vida política,
intelectual, social, moral, etc., de Pago Chico –y en primerísimo lugar cuanto a
las damas y al amor con sus enredadas marañas se refiere-, destinados a la
polilla y al polvo del olvido, si la muestra presente no despierta el interés y
la atención que nos atrevemos a esperar.
Haz, lector, una seña, y verás cómo nos
apresuramos a convertir en Prólogo de otro volumen este Epílogo que –en tal
expectación- no relata sucintamente, como era uso en tiempos de ingenuidad y
bonhomía literarias, qué “ se ficieron” todos los personajes de la obra y los
hijos de sus hijos. Tal metamorfosis nos alegraría, y no por el éxito que
pudiera significar –créasenos aunque no parezca cierto-, sino porque al
separarnos de estas páginas, en las que hay más verdadera melancolía que
despreocupado buen humor, sentimos algo como si huyera un minuto que desearíamos
repetir, como si se nos marchara otro poquito de juventud –toda esa que se
revive al relatar la que fue, esa que a tantos ancianos ha hecho escribir sus
recuerdos, esa que obligaría a Silvestre a redactar in extenso sus memorias, en
cuanto no tenga un ficción de trabajo con qué entretener los nervios
bailarines.
Y con esto, hasta luego, no sea que
habiendo logrado, como cabe, hacer un libro entretenido, lo echemos a perder
ahora con una intolerable lata.
NUEVOS CUENTOS
DE
PAGO CHICO
EL FANTASMA
Las apariciones sobrenaturales de que era víctima Jesusa Ponce traían
revuelto al pueblo desde semanas atrás. Misia Jesusa las había revelado bajo
sello de secreto inviolable a sus íntimas amigas: misia Cenobia, la
empingoroteada* y tremebunda* esposa del concejal Bermúdez, y misia Gertrudis
Gómez, la espigadora presidente de Damas de Beneficencia. Tula y Cenobia las
comunicaron, naturalmente, bajo el mismo sello inviolable, a sus confidentes,
quienes, a su vez... Total, que todo el mundo lo sabía.
Los fantasmas suelen deambular preferentemente en las noches de invierno,
cuando los vecinos se quedan en sus casas, pero a la sazón era verano, un verano
de plomo derretido que mantenía en fusión el fuelle del viento norte. Así, los
que se encerraban “por si acaso” desde que corrió la noticia, sudaban la gota
gorda.
Tula y Cenobia escucharon, haciéndose cruces y temblando como azogadas,
las primeras confidencias de Jesusa, aunque Cenobia Bermúdez fuera hembra de
pelo en pecho y capaz de zurrarle la badana (como lo probó varias veces) no sólo
a su esposo, sino al más pintado, y aunque Tula no tuviese temor de Dios, según
decían las malas lenguas refiriéndose a cómo administraba la sociedad. Hicieron
que llenase su casa de palma y boj del Domingo de Ramos, que la rociara con agua
bendita, que pintara cruces en el suelo delante de las puertas, que encendiese
velas de la Candelaria, que hiciera sahumerios de incienso... Y como el fantasma
–que era el alma de su marido, Nemesio Ponce, comisario de tablada- siguió
apareciéndose a misia Jesusa, la aconsejaron que acudiese en confesión al cura
Papagna, pues aunque éste fuera un “carcamán* sin conciencia”, era el único que
tenía corona como para conjurar al Malo y ahuyentarlo con sus
“sorcismos”*.
-Las ánimas la persiguen porque ha de estar en pecado mortal –sentenciaba
Tula-. Confiésese, misia Jesusa, y con la “solución” y una buena penitencia, el
diablo se irá a los infiernos y su fantasma no volverá a
aparecer.
-¡Qué pecado mortal, ni qué solución, ni qué penitencia! –clamó misia
Jesusa en el colmo de la indignación-. Aunque pecadora, yo no he hecho nunca mal
a nadie, y si el condenado me persigue será porque se le antoja y tiene licencia
de Dios, no por culpa mía, que no soy peor que otras que se las echan de
santas...
-Por algo han de ser las apariciones –dijo Cenobia-. Puede ser que el
difunto necesite misas para salir del purgatorio...
Muy colorada, como quien ha sentido que se le empezaba a quemar la cola,
Jesusa se asió a la tabla que Cenobia le tendía:
-Le hará rezar cuantas misas me pide –murmuró.
-Yo no tengo miedo a los fantasmas ni a los aparecidos –continuó
Cenobia-, porque Bermúdez, mi marido el concejal, estuvo últimamente en las
provincias de arriba, y desde entonces anda acompañado, y algo de esa virtud me
toca a mí también.
-¿Y quién lo acompaña? Será el ángel de la guarda, como a todos los
cristianos...
-No es eso, sino que tiene una “guayaca” o bolsita con plumas de urutaú
que lo salvan del daño y hacen que todo le salga bien.
Jesusa estuvo a punto de pedir que Bermúdez fuese a protegerla, pues
tanto poder tenía; pero no se atrevió.
El tiempo había hecho olvidar ciertos recuerdos, ciertas “calumnias”
sobre visitas del concejal cuando el comisario de tablada se iba antes del
amanecer al matadero, y no era cosa de soplar sobre el
pabilo.
-Yo, a decir verdad –contestó Tula-, quisiera también “andar acompañada”,
porque tengo un miedo loco a las ánimas y no paso de noche ni a tirones por el
cementerio desde que enterraron a la finada Melchora y al difunto Melitón, su
compadre, porque como anduvieron en enriedos, todas las noches salen sus ánimas
de las sepulturas y bailan un gato endiablado sin poder juntarse
nunca...
-¿De veras?
-¡Como que éstas son cruces!
Al hacer Tula tan solemne afirmación entró desalada en el comedor una moza como de
dieciocho o veinte años, rojiza de carnes y bonita de cara, que se quedó
plantada y temblando entre las tres señoras.
-¿Qué te pasa, Emer? –preguntó Jesusa alarmada.
-¡Aya, mamita! ¡Que la gallina blanca acaba de cantar como
gallo!
-¡Jesús, María y José!
Era la desgracia que se cernía sobre aquella casa, y misia Jesusa,
persignándose una y más veces, murmuró:
-¡De hoy no pasa sin que me confiese!
Así, pues, primero en la Municipalidad, por órgano de Gómez y de
Bermúdez, horas más tarde en el Club del Progreso y en la botica de Silvestres
Espíndola, simultáneamente en las redacciones de La Pampa y de El
Justiciero, algo después en el Círculo Artístico y en la confitería de
Cármine, a medianoche en El Mirador, la timba del Rengo, y a la mañana siguiente
en la confidencia de todo Pago Chico y sus alrededores, sin exceptuar la
pulpería de La Polvareda de Laucha y Carolina, se supo que el ánima en pena de
Nemesio Ponce se le aparecía a la viuda todos los viernes a las doce de la noche
y le hablaba con voz amenazadora y sepulcral de su hija Emerenciana, ordenándole
que no se casara con Enriquecito Gancedo, como lo había proyectado, sino con
otro que le indicaría a su tiempo, y esto so pena de ejemplar castigo. Pocos
dejaron de reírse de la historia, los menos por creerla imaginaria y
artificiosa, los más por hacer gala de escepticismo. Pero estos últimos se
preocuparon más y no las tuvieron ya todas consigo, desde que el gran lenguaraz
y amigo de los indios, el viejo don Dermidio Soria, recordando las diabluras de
ualichu*, decía que se han visto cosas más raras aún, y Silvestre lo
apoyaba con palabras sibilinas como “no y si no juéguenle risas no más...”
Cierto que el boticario solía también decir en la intimidad que “mejor hubiera
hecho el difunto, en vida apareciéndose a su mujer alguna madrugada en tiempo de
Bermúdez...” pero esto caía en oídos discretos y no trascendía al
vulgo.
Las mujeres eran las más alborotadas, convencidas desde el primer momento
de la veracidad de las apariciones, como que las madres y sus amigas y criadas de éstas les habían contado de
otras análogas o más terribles, que se sucedían desde tiempo inmemorial. Y, sin
ir más lejos, ahí estaba la adivina Dorotea, que había visto duendes y fantasmas
con sus propios ojos, que seguramente iba a las “salamancas”* lo mismo que
Cándida la curandera; y ahí estaba también la pobre misia Pancha Viacaba, a
quien el diablo le quemó el rancho y cuanto tenía y le hizo disparar la
hacienda, que nunca más volvió, dejando a toda la infeliz familia con una mano
atrás y otra adelante...
Y esa convicción se hizo más profunda al saberse que Jesusa, arrebujada
en su gran mantón, como para que no la conociesen, había entrado apresuradamente
en la iglesia, donde Liberata, la chinita de misia Tula, enviada a “bichiar” la
vio llamar al cura Papagna y arrodillarse en el confesionario muy agitada y
afligida. Media hora después, y no más tranquila por cierto, la viuda abandonaba
la iglesia y se encaminaba a la comisaría, seguida de lejos por Liberata,
admirable “bombero” adiestrado por la tesorera.
Hallábase el comisario Barraba en una situación algo difícil. Desde que
emponchara al viejo Segundo en aquel cuero de vaca, el famoso “poncho de
verano”, e había llamado a silencio, diciéndose que no estaba el horno para
bollos, y anda en todo con sus pasos contados. La oposición iba ganando terreno
en la provincia y el jefe de policía le había escrito secamente a raíz del
suceso: “Absténgase en lo sucesivo de esos atropellos, que desprestigian nuestra
importante repartición, sobre todo a la vista y paciencia del pueblo”. El
senador Magariños le escribió también: “En lo del cuatrero Segundo se le ha ido
la mano, compadre, y los diablos chillan. Le recomiendo más ojo en lo que pasa
de puerta afuera de la comisaría, para no darles el gusto a los pasquineros.” El
diputado Cisneros había sido más lacónico y contundente, escribiéndole: “Mire
que no está en la Cuarta de Fierro, y no sea tan bárbaro, amigazo”. Con estas
lecciones, Barraba había caído en la pasividad más completa y se pasaba el día
tomando mate, para o dar qué decir.
En esta ocupación le encontró misia Jesusa, y el comisario, apenas la
vio, tomó un aire malicioso, se atusó los grandes bigotes y arqueando las cejas
dijo con desgano:
-¿En qué puedo servirla, doña?
-Señor comisario, soy...
-Sí, ya sé; Misia Jesusa Ponce, la viuda... y la de la
viuda.
-¡No es chacota*, señor comisario! No lo tome a la jarana, que es muy
serio. ¡Si usted supiera! Todos los viernes a las doce de la noche se me aparece
el finado y... ¡Virgen Santísima de los Desamparados!...
-Ya sé, ya sé... No se aflija tanto, doña, y cuéntemelo todo de pe a pa, porque sólo así podré
remediarlo, si no es cosa del otro mundo...
-No ha de ser, señor comisario, es decir, que yo no lo deseo, y que así
me lo asegura quien debe saberlo... pero no le tengo
confianza...
-¿Ha visto al cura? ¿Qué le ha dicho?
-¡Ay, señor! ¡Es un desalmado! Me ha dicho que ya paso el tiempo de los
sorcismos y de los aparecidos, y eso que en el altar mayor tiene un cuadrito de
las indulgencias plenarias y al lado una alcancía para las ánimas benditas. En
su media lengua me decía: “¡San Jenaro, qué fantasma! El que é moto é moto e non
vive más. Ánimas non che no sono a Pago Chico. Algún vibrante chichón. la ha
tomado para embromarla, siñora.” Disculpe que le remede al gringo, señor
comisario, pero es más fuerte que yo. Y cuando le confesé:
-Cuando le confesó ¿qué?...
Misia Jesusa, que se había interrumpido de pronto como haciendo rayar el
flete, continuó, pero evidentemente en otro rumbo:
-Es decir, cuando le hablé de que se trataba del noviazgo de
Emer...
-¿Emer?
-¡Sí, pues, Emerenciana, m’hija! Entonces el cura se rió y dijo: “¡Eh!
sempre las moshashas! ¡Busque el amoroso! ¡Vada al comisario y dígale que busque
al amoroso!"
-Muy bien. Ahora cuénteme lo que le pasa con el
aparecido.
Y misia Jesusa contó muy por lo menudo toda su tragedia. Un viernes,
hacía más de un mes, la despertó a medianoche un ruido infernal, como de cadenas
y de alguien que se quejara a grito herido.
Y misia Jesusa contó muy por lo menudo toda su tragedia. Un viernes,
hacía más de un mes, la despertó a medianoche un ruido infernal, como de cadenas
y de alguien que se quejara a grito herido. Lo curioso es que Emer no se
despertó ni con el ruido de afuera ni con el que ella hizo tirándose de la cama
y corriendo a la ventana que da a los fondos. Más bien no se asomara, porque ¡ad
Dios mío! allí junto a la tapia vio que se movía una forma blanca, grande como
un gigante, dando grandes pasos a un lado y otro, moviendo unos brazos muy
largos y mirándola con unos ojazos de fuego que brillaban en una calavera
espantosa. Estuvo a punto de caer redonda, y más cuando el fantasma gritó con
una voz como un ladrido de perro ronco: “¡Jesusa! ¡Acordate y no casés a Emer
con Enrique Gancedo! Estoy en el purgatorio y sufro como un condenado pero vos
irás al infierno de cabeza”. Volvieron a oírse los ayes y el rechinar de
cadenas, el fantasma se acható de pronto y desapareció como si se lo tragase la
tierra. El viernes siguiente fue la misma historia, con el aditamento de que los
postigos estuvieron abiertos, aunque ella los cerrase y trancase todas las
noches desde la primera aparición. Otra vez fue todavía más horroroso, porque el
fantasma largó llamaradas por los ojos, boca y narices, mientras repetía lo de
“Jesusa, acordate”. A la cuarta aparición le anunció que le diría con quién
había de casar a Emer.
-¿Y Emerenciana, a todo esto? –preguntó el
comisario.
-Nunca ha visto las apariciones porque siempre duerme como si le hubieran
dado alguna bebida embrujada. ¡Ah, señor! La pobre debe tener histérico porque
tan pronto se ríe, tan pronto llora como una Magdalena, y el día en peso anda de
un lado a otro como bola sin manija... En fin, para acabar con mi cuento, que
por desgracia no es cuento, el ánima de mi marido o lo que fuera, me dijo con
quién tenía que casas a Emer, que está comprometida con Enriquito, el hijo de
don Salustiano Gancedo, uno de los más ricos y más señores del
pago.
-¿Y de quién se trata? ¿Quién es el “amoroso”, como dice el cura Papagna?
Por ahí deben andar los tantos...
-Pues, un pelagatos, un atorrante, un “tauro”* que se pasa las noches en
la timba del Rengo...
-¿Qué me dice? ¿En la timba del Rengo? En el pago no hay ni habrá casas
de juego, señor, ¡al menos mientras yo sea comisario de
policía!
El Rengo pagaba puntualmente sus mensualidades a Barraba y no había por
qué ni para qué molestarlo. Jesusa vio que no podía remediar, disculpándose,
sino más bien agravar su metida de pata, así que anudó impertérrita el hilo
diciendo:
-¡Un haragán, un trápala que no es capaz de ganarse el pan nuestro de
cada día y que no tiene dónde caerse muerte, Severo Rendón, señor comisario,
Severo Rendón! ¡Miren qué yerno! ¡Y con “eso” quiere el finadito que se case
nuestra hija! ¡Pobres de nosotras! ¡En un sastrás nos come vivas y nos dejas
desnudas en la calle!
-No se acalore tanto, señora, y explíqueme qué es eso de la timba de que
me habla –exclamo el comisario interrumpiéndola con las cejas fruncidas y el
bigote erizado.
-¿Yo he hablado de timba? No sé... ¡Ah, sí! Cosas que he oído... en
tiempos del comisario Páez... Parece que Severo jugaba fuerte y trampeaba de lo
lindo... en tiempos de Páez...
-¡Ah! –suspiró Barraba, tranquilizándose-. Conque Severo Rendón... La
cosa es seria... Puede que tenga razón el cura. Pero, vamos a ver, ¿qué dice la
moza? ¿Lo quiere a Enriquito o no? ¿Se entiende con Rendón o no se entiende?
Esto es lo principal...
-La verdad es que desde el último baile municipal, Emer, como suele
decirse, le ha ladeado el caballo a Enriquito. Esa noche, hará tres meses,
estuvo de temporada con Severo, haciendo rabiar al otro, porque, según me dijo,
le había hecho un desaire... que me parece difícil. Y desde entonces ya no está
como antes del balconeo corrido con el novio, y apenas le habla cuando viene de
visita, que es jueves y domingo. Pero, en cambio, a Severo no lo veo nunca andar
rondando como hacen todos los que arrastran el ala.
Barraba pareció meditar largo rato, atusándose el bigote, su gesto
familiar, y al cabo pronunció:
-Puede retirarse sin cuidado, misia Jesusa, que el tal fantasma no
volverá a aparecérsele, o yo puedo poco. Ya estoy al cabo de la calle y sé con
los bueyes que aro. Sin embargo, esta tardecita pasaré por su casa para ver el
teatro de los sucesos y darme cuenta de todo. Adiosito, misia Jesusa. Hasta esta
tarde. ¡Ah! Trate de que Emer no sepa que voy, y de que no esté en la casa
mientras la registro. Lo mismo su chinita.
A media siesta, con un calor de calera que hubiese pulverizado las
estatuas de mármol de haberlas en Pago Chico, bajo el soplo lento y sofocante
del norte, desarrollábase un coloquio amoroso en el callejón solitario a que
daban las tapias traseras de la casa de misia Jesusa Ponce. Una linda cabeza de
mujer asomaba por las bardas, y un mozo bien portado y no mal parecido
empinábase sobre una piedra para alcanzarla y hablarle al oído, con el
chambergo* claro echado sobre las cejas. El joven murmuraba con misterio, la
muchacha contestaba con creciente irritación, diciendo:
-¡No quiero! ¡Ya te he dicho que no quiero! No lo vuelvas a hacer, que no
puedo aguantar más.
-Pero, hijita –decía el otro con susurro insinuante y mimoso-. Si es el
único remedio y va dando resultado. Si no le damos changüí*, verás cómo la vieja
afloja de repente y nos salimos con la nuestra.
-¿Y si, entre tanto, le da un patatús*? Ella sí que anda como ánima en
pena, y no come, ni duerme, ni hace nada derecho. ¡Pobre mamá!... Hoy mismo,
según me han dicho –que ella no
suelta prenda-, se fue a ver al cura y al comisario y volvió media lengua
afuera, es un decir. De seguro que Barraba va a armar alguna tremenda. ¡Y esto
lo digo por vos!
-No tengás miedo. El comisario es un sotreta*, y conmigo se va a tener
que hamacar.
-Sí, ¿pero si te pasa algo? ¡Es tan bagual, tan bruto! ¡Capaz de hacerte
estaquiar*!
-¡Bah, bah! Pura boca, estaquiador de infelices como Segundo, y ni eso
siquiera, porque desde lo del poncho está como avestruz contra el
cerco.
-En fin, Severo, te repito que no, que no lo hagás más, porque si mamita
se enfermara, yo no tendría perdón de Dios. ¿Has oído?
Hablaba casi en voz alta, y su irritación pareció contagiarse a Severo,
que exclamó en el mismo diapasón:
-¡Emer! ¡Decí más bien que seguís embobada con tu Enriquito Gancedo, que
es un verdadero ganso, un pajuate*, un cantimpla! ¡Y así no más ha de ser!
Claro. Él es rico y yo no tengo un real... Pero el día menos pensado, si lo
agarro a tiro...
-¡Severo! Ya te he dicho que si llegás a tocarle un pelo de la ropa se
acabó todo entre nosotros. Con que... ¡elegí!...
-¡No te digo que te pirrás por él!
-Es un buen muchacho, y basta. De eso a otra cosa hay mucho trecho, a
pesar de los pesares... En fin, Severo, ya basta de bromas, que se hacen muy
pesadas, aunque sea con buen fin. Así, prométeme...
Oyeron ruido, la cabeza que comenzaba a sonreír desapareció tras de la
tapia, y el galán comenzó a andar callejón abajo, como quien se
pasea.
Jesusa, que acababa de hacer su siestita, llamaba a Emerenciana para
mandarla con un recado a misia Cenobita.
-¡Con semejante calor, mamá!
-Bien podés salir a la calle cuando andás por el patio en cabeza y al
rayo del sol.
Emer, alejada con ese pretexto, y llevando por rodrigón* a la chinita
Gervasia, iba con el pensamiento puesto en la conversación que acababa de tener
con Severo y que la preocupaba mucho, cuando la fortuna quiso que de manos a
boca tropezara con su novio oficial, Enrique Gancedo.
-Parece que andás huida –murmuró el chico venciendo a duras penas su
timidez-. Ya no te veo, ni puedo hablar con vos, ni te asomás a la puerta, ni te
sentás a la ventana, y cuando voy a tu casa me tratás como a visita de
cumplimiento... ¿Qué te pasa? ¿Te has olvidado de que a fin de año nos vamos a
casar, y que tendrás que ser un poco más cariñosa?
-Yo lo estimo mucho, pero mucho, Enrique –dijo Emer con frialdad y sin
rudeza-, pero ¡cómo ha de ser!, una no está siempre para conversaciones y
zalamaerías*, y lo que hoy gusta mañana puede disgustar, sin que haya nada malo
en eso, ni nada que echarse en cara los unos a los otros.
Enriquito, demudado, exclamó:
-¿Es decir que... es decir que... ya no me quiere? ¡Hable claro, por
Dios, Emer!
La moza sonrió, y cruel:
-¿Cuándo le he dicho yo que lo quería?
-¡Esa sí que está buena!... Mil y mil veces... Y todavía hace poco, en la
reja, cuando... ¡Sólo desde ese maldito velorio de la Municipalidad se acabó el
besuqueo, y ya no sé qué pensar!
-Piense lo que quiera, pero déjeme en paz, que por ahora no tengo ganas
de amoríos y noviazgos.
-Otro la entretendrá, otro que me la querrá quitar... ¡Ah, ya sé! ¡El
Rendón ése, el tal Severo! ¡Dígame la verdad, por Cristo
bendito!
-¿Y aunque así fuera? –contestó Emer-. ¡Vaya! ¡Adiós, que misia Cenobia
me está esperando hace media hora!
Enriquito, en la mitad de la acera, con la boca abierta y los ojos
llorosos, se quedó largo rato como un poste.
Al día siguiente El Justiciero publicaba una noticia, obra maestra
de estilo de su administrador y redactor, don Lucas Ortega, y que rezaba
así:
“Misterio y pesquisa
“Nuestro infatigable e inteligente comisario don Ciriaco Barraba, que
tantas notables investigaciones policiales ha realizado con sus pesquisas,
limpiando el partido de vagos, malentretenidos, cuatreros y facinerosos, acaba
de emprender con el mayor secreto una nueva e importantísima campaña que por la
pinta promete dar los más excelentes resultados. Con toda reserva, para no
cometer indiscreciones que podrían entorpecer la marcha de la justicia, nos
limitaremos hoy a decir que se trata de poner en claro un misterio que tiene muy
agitada y amenazada a una de las más distinguidas matronas de la localidad y a
su distinguida familia y amigos, y por consiguiente a el vecindario entero que
está al corriente, como pasa comúnmente de lo que pasa en casos como el presente
y otros análogos.
La reserva que debemos al buen finiquito* de la pesquisa y para no dar la
voz de alerta a los malhechores y a los bromistas de mala ralea que se
entretienen en alarmar y sembrar el pánico en las familias pacíficas y honradas,
si es que no buscan otra cosa (y por otra parte son muy conocidos en la cancha)
nos impide hablar claro, como podemos hacerlo, y como lo haremos, el sábado
próximo, cuando los delincuentes estén ya en manos de la autoridad y en las
garras de la policía.
Y basta por hoy. En cuanto menos lo piensen los aparecidos, se les va a
aparecer un difunto de los que no se empardan, y ya verán quién es...
Barraba”.
-Simón el bobito, que espantaba al gato gritando ratón –comentó Silvestre
en su tertulia matutina-. Este suelto ha de ser de don Lucas, por lo sonso, y
porque ayer lo acompañó a Barraba en la pesquisa que hizo en casa de misia
Jesusa.
En efecto, después de la siesta, cuando el comisario e preparaba a salir,
llegó don Lucas a la comisaría en busca de noticias como de costumbre, y barraba
lo llevo consigo, aunque recomendándole la mayor reserva.
-¿Y qué ha hecho el comisario en esa casa? –preguntó el doctor Francisco
Pérez y Cueto, con aire burlón.
-¡Pues qué había de hacer! –contestó Silvestre, tan bien informado como
si hubiera sido de la partida-. Registró la casa, todos los cuartos, olfateó
todos los rincones, anduvo una hora por el patio haciéndose explicar dónde
aparecía el fantasma y se fue diciéndole a misia Jesusa que el viernes, es
decir, mañana, le tendería la cama a los mal intencionados o a los chicones,
como quiera que sea.
-¿Y no vio nada en el patio? –preguntó Laucha, que desde días atrás,
abandonando a Carolina y La Polvareda se paseaba por el pueblo y era asiduo de
la tertulia silvestrina y de la timba del Mirador.
-¡Qué ha de ver! –exclamó el boticario-. Las chicas se le van y las
grandes se le escapan. Además, que no ha de ver nada. Son visiones de misia
Jesusa.
-Eso no más ha de ser –dijo Severo Rendón, allí presente, con gran
disgusto de Pérez y Cueto, que no lo podía pasar “por chisgarabís*, meterete y
urdemales, además de pisaverde* y mujeriego”, según decía-. Sin embargo, algo
hay de cierto en eso de los fantasmas.
-¡Qué ha de haber! –protestó enérgicamente el docto-. Son camándulas*,
embustes, travesuras de estudiantes o añagazas* de
bandoleros.
-Con todo –observó Julián Viera, el director de La Pampa,
buscándole la boca-, no todas son macanas;
no hay que negar que el espiritismo...
-¡Camándulas, camándulas y camándulas! –interrumpió sulfurado el doctor
Pérez y Cueto-. LO de las mesas parlantes y de los médiums está por ver, aunque
el magnetismo animal sea cosas probadas, pero fantasmas no ha habido nunca, por
mucho que digan los historiadores mitológicos y los historiadores
ultramontanos*. Detrás de un fantasma hay siempre un pillastre, así como tras de
la cruz está el diablo. En mi pueblo, allá en España, hubo, en mi niñez, una
casa embrujada donde se oía ruido de cadenas, estrépitos inexplicables, voces
cavernosas y se veía pasar por las ventanas durante la noche entera, lucecillas
mortecinas y fosforescentes que infundían pavor, tanto que nadie se atrevía a
pasar por la casa maldita, ni siquiera acercarse a cien varas de ella. Fue
registrada muchas veces sin que se encontrara nada, hasta que la guardia civil
tomó cartas en el asunto y descubrió en una cueva, cuya entrada estaba muy bien
disimulada, todo el material de falsificar moneda, y a poco andar echó el guante
a monederos falsos, que hacían aquellos aparatos de espanto para trabajar en paz
y libres de indiscretos. Esto en cuanto a malhechores; en cuanto a otros motivos
menos culpables, Pereda, el gran Pereda, cuenta con mucha gracia un hecho harto
común, que sitúa en su imaginaria Ficóbriga, donde un galán hacía de fantasma
para visitar todas las noches a mansalva a una viuda alegre de cascos solazarse
con ella, sin temor de aguafiestas.
-¡Gaucho lindo! –exclamó Laucha.
-Por eso en muchos casos, y quizá en este mismo –dijo sentenciosamente el
médico- hay que decir como los franceses: “Cercé la fam” o como los españoles:
“¿Quién es ella?”... Pero, como risible y chistoso –continuó, porque aquel día
estaba en vena-, ninguno como el hecho que ocurrió, también en mi pueblo: es el
caso de que dos vecinos labradores salieron muy de madrugada a sus faenas
rurales, y al pasar por el cementerio, que estaba –y está todavía, aunque
clausurado- junto a la iglesia, uno de ellos preguntó: “¿Qué hora será, que me
he olvidado de mirarlo al salir”, y con verdadero pavor oyeron que desde lo
profundo de una fosa les contestaba una ronca voz subterránea: “Muy tarde,
porque he dormido mucho... y cuando salieran las doce, bien dadas”. Con los
pelos de punta no detuvieron mis labriegos la desenfrenada carrera hasta una
legua de allí. Durante largos meses sólo se habló de fantasmas y aparecidos,
pero al cabo se supo que el del cuento era Blas, célebre borrachín, que, harta,
cargado de mosto, al salir de la taberna había, de un traspié, dado antes de la
hora con sus huesos en la sepultura, recién abierta, que le sirvió para dormir
lindamente la mona... ¡Y del mismo o parecido jaez son todos los duendes,
trasgos y ánimas en pena!...
-No digo que la mayoría del tiempo no sea como cuenta el doctor, que es
más liado que yo –repuso Laucha-. Pero ¿qué me dicen del lobisón*, que anda
desde el tiempo de Ñaupa* y que se transforma en toda suerte de animales y
alimañas; del hombre-perro, que nadie podía agarrar, y que todavía se aparece de
vez en cuando; de las viudas que se presentan dondequiera, cuando menos se
piensa, lo mismo ahora que cuando mi abuela vivía; del hombre-chancho, que
anduvo cuando yo era muchacho por el barrio de Corrales y de San Cristóbal, que
le menearon bala y más bala, sin hacerle ni siquiera un rasguño... Cierto que
dijeron que el tal hombre-chancho era un ladrón que se había retobao de corcho,
pero, ¿acaso al corcho no le dentra la bala? ¿Y ánde está el ladrón, ni quién lo
ha visto nunca?... Para mi ver hay mucha matufia* pero algunas veces la cosa va
de veras.
-Leyendas, supersticiones populares, creencias tradicionales –explicó,
sintético, el doctor.
-Pues yo aseguro que Laucha tiene razón –dijo Severo con gravedad-
porque, aunque mozo, he solido ver muchas veces la luz mala corriéndome por el
campo mientras galopaba de noche y hasta la he visto bailando en los cuernos de
las vacas y en las orejas de los mancarrones. En los cementerios no se diga, y
en el bañao del Sauce se la puedo mostrar a quién quiera y cuando quiera, porque
se aparece todas las noches y anda de aquí para allá, como verdadera ánima en
pena que debe ser.
-Exhalaciones, fuegos fatuos –dejó caer desdeñosamente el doctor Pérez y
Cueto.
-¡Pues véngase conmigo a ver qué efecto le hacen, mi doctor! –exclamó
Severo en tono de zumba.
El doctor Pérez y Cueto, muy amostazado, pero lenta y solemnemente,
replicó:
-En el ejercicio de mi profesión, señor mío, salgo de noche y solo,
completamente solo, cuantas veces soy requerido para casos de urgencia. Pero no
es de mi carácter ni de mis años eso de ir a meterme en andanzas averiguando
cosas ya harto averiguadas, fenómenos naturales que la ciencia ha explicado y
puntualizado sin dejar lugar a dudas sino en el obtuso caletre y el seco meollo
de los ignorantes.
-¡Tomá y volvé por otra! –dijo Silvestre riendo y haciendo señas a Severo
para que se callase.
Viera distrajo hábilmente la atención, pidiendo al
doctor:
-A ver si con todo eso me escribe un buen artículo para mañana. ¡Será tan
interesante mi querido doctor!
-Si que lo escribiré –dijo Pérez y Cueto-. Y añadiré algo sobre el
Sacamantecas que destripa a las españolas como ese Ya que te Riper, de que tanto
hablaron los periódicos, lo ha hecho recientemente con las inglesas. El tal
Sacamantecas tardó años en ser descubierto: era un loco
lúbrico*.
-¡Lúbrico* como un día sin sol! –exclamó Laucha ostentando su
saber.
Aunque no hubiera leído a Edgar Poe, ni siquiera a Gaboriau –Sherlock
Holmes estaba aún en el limbo- y Sarmiento fuese un opio para él, Barraba
conocía por las mentas las hazañas de Calíbar y otros rastreadores tanto
criollos como europeos. Eduardo Gutiérrez hubiera hecho con él un polizonte
menos que mediano. Sin embargo, el asunto del fantasma le parecía claro como la
luz y, valiéndose de otros términos, pensaba: “plantearlo es resolverlo”. El
autor de la farsa era Severo. Emerenciana lo ayudaba, algún otro cómplice debía
andar entre bastidores, toda la comedia se desenlazaría en casorio, y no era
cuestión de tomarla a la tremenda para quedar en ridículo. Pero había que acabar
con la farsa para que la pobre misia Jesusa no “espichase”* de un soponcio*, y
para que no se rieran de la “importante repartición”, como decía su jefe. La
dificultad estribaba en no hacer y no dejar hacer al propio tiempo: si hacía,
volverían a acusarlo de “barrabasadas”; si no hacía, la oposición lo tomaría
para el titeo*, como inútil.
-Lo que hay que hacer es sacárselo a la jeringa –concluyó Barraba,
proponiéndose bordejar cuanto fuera posible.
Pero en la mañana del viernes –día fatídico de las apariciones- el
comisario tuvo un pésimo rato leyendo en La Pampa el luminoso artículo
del doctor Pérez y Cueto que comenzaba:
“Apenas El Justiciero vislumbra un cuento de
Dueñas Quitañonas, o una conseja que no engulliría Tragaldabas, o algún
disparata digno de Juan de la Encina o de Manolito Gázquez cuando montado en su
Pegaso de cartón, que es apenas un Clavileño y clavándole el acicate en los
ijares, comienza entre bote y bote a ensartar sandeces que sólo caben en meollos
como los que escribe ese papel de estraza.
Ahora le ha dada los fantasmas –que él pone en femenino, naturalmente- y
con los aparecidos que, cuando mero fruto de la imaginación más terca, no
acierta a describir ni explicar, a fuerza de ignorancia, disimulando torpemente
ésta bajo el fútil pretexto de reserva que la Policía le exige. ¡Cómo si el invicto, ilustre y nunca bien
ponderado Barraba, azote de opositores, vejador de desvalidos y besador de
peanas, tuviese algún secreto que guardar, sino sus yerros, y mucho menos con
sus cofrades y defensores del papelucho en cuestión, ni albergase en su mente
idea o proyecto alguno susceptible de merecer discreción o siquiera
curiosidad!...
En cuanto al caso que lo deja boquiabierto de admiración ante nuestro
primer polizonte, más parece artificio de maleantes que fenómeno extraño al
orden natural, y por eso mismo, porque debe tratarse de hechos naturales, nos
atrevemos a pronosticar que Barraba, sabueso sin olfato, no dará nunca, pero
nunca jamás, con el busilis*.”
Seguían las
anécdotas contadas en la farmacia, con otras más que no hacen al
caso.
-¡Y a esto se llama libertad de imprenta! –exclamó Barraba, haciendo
trizas el papel-. ¡Libertad, libertad!... Yo le había de dar libertad a ese
doctorcito gallego secándolo en el cepo colombiano... ¡Pero qué le hemos de
hacer! ¡Hay que aguantar no más!
Puertas y ventas, a pesar de la noche tórrida, estaban desde hacía rato
herméticamente cerradas –que tanto pueden los aparecidos-, cuando en la más
profunda oscuridad entraron Barraba y compañía a casa de misia Jesusa. Sin
perder un minuto, el comisario tomó sus disposiciones, apostando en el patio,
disimulados por plantas y trebejos, al cabo Fernández y a otro agente, a quienes
dio en voz baja la consigna:
-A la primera alarma gritan “¡alto, quién vive!” y saltan sobre el bulto
o lo que sea. Si se quieren disparar, tiren al aire para asustarlos. No los
lastimen si no hacen armas contra ustedes, pero agárrenmelos. Es preciso que me
los agarren. Yo haré de reserva y refuerzo con el señor Ortega... Y ahora no se
muevan, no charlen y no piten.
En el comedor, entre dos floreros con penachos de paja brava, había visto
sobre el aparador un porrón de ginebra y se lo llevó al dormitorio, junto con
dos copas. Misia Jesusa, Emer y la china debían quedarse en el comedor, y
estarse quietas, sin chistar, aún cuando el mundo se viniese abajo. Emer, más
asustada que la misma misia Jesusa, hizo varias veces ademán de hablar al
comisario, que, entre galante y socarrón, le dijo
sonriendo:
-Vaya, mozo no haga tanto aspaviento, que de esta hecha se acabaron los
fantasmas.
-¡Que no vengan, por Dios! –acertó a clamar Emerenciana.
-¡Eh! ¡Eh! Cuidado con espantarme las comadrejas, niña, que aquí
las quiero agarrar mansitas.
A oscuras, misia Jesusa rezaba musitando, Emer suspiraba y se revolvía,
don Lucas y Barraba echaban sendos y repetidos tragos, iba pasando
tranquilamente el tiempo, cuando de pronto, aunque no hubiese reloj público en
el pueblo, como en las novelas de capa y espada, grave y vibrante campana rompió
el silencio de la noche. El inexplicable y pavoroso tañido parecía venir de la
calle, y al oírlo don Lucas y Barraba, aunque valientes, saltaron en sus
asientos, como las mujeres en los suyos y Fernández y el agente en sus
escondites. El comisario, inmóvil, como hipnotizado, contó: Una... Dos...
Tres...
A la duodécima campanada se oyó una voz ronca que decía: “Jesusa, casa a
Emer con Severo” (el fantasma se hacía lacónico), a la que contestó
inmediatamente un: “Alto, quién vive”, mientras Barraba y don Lucas veían pasar
en la oscuridad del patio, echando llamaradas por los huecos de horrible
calavera, una espantable y gigantesca figura que agitaba dos desmesurados brazos
en el aire... Sonó un tiro, luego otro. Saltó Barraba la ventana, haciendo
fuego, siguiólo con más prudencia don Lucas, disparando también, volvieron a
descargar las armas los agentes y durante un interminable minuto aquello fue
campo de batalla, hasta que el fantasma, llegado a una de las tapias laterales,
se aplastó de pronto contra el suelo, como herido de muerte, para en seguida ¡oh
prodigio!, convertido en una especie de lagarto, dar un salto colosal y
deslizarse al otro lado de las barbas. Entre tanto blasfemaban los hombres,
chillaban las mujeres, ladraban y gruñían los perros, cloqueaban las gallinas
sobresaltadas, cacareaban los gallos, golpeaban las puertas los vecinos, menos
prudentes que curiosos, y aquel tumulto tras tanto silencio era dominado por el
tañido cada vez más lejano de la fatal campana...
-¡Dispara por el
callejón! ¡Agárrenlo! –gritaba el comisario.
Pero ya era tarde, en cuanto la persecución y en cuanto a la hora, a
pesar de que la escena sólo hubiese durado tres minutos... Sin embargo la
tranquilidad no renació hasta la madrugada.
Como los periódicos habían trasnochado en previsión de los sucesos, tanto
El Justiciero como La Pampa aparecieron al día siguiente con la
noticia de actualidad. Pero el modo de encararla era muy distinto. El
Justiciero la titulaba: “Importante batida.- El comisario Barraba pone en
fuga a pretendidos aparecidos.” Por otra parte, La Pampa le ponía
estos títulos: “Descomunal batalla del comisario contra los molinos de
viento.- Una hora de tiroteos y diez años de titeo.- Pólvora en chimangos.-
Parte sin novedad.”
Los lectores pueden ahorrarse el texto porque los títulos
bastan.
Enriquito había sido de los primeros en acudir en auxilio de su desdeñosa
prometida y de su presunta suegra, pero sólo se atrevió a entrar en la casa a la
mañana siguiente, para ofrecer sus servicios. Ya estaban allí Cenobita y Tula
con todas las Lunas –Clara, Blanca y Pura-, la Tortorano y otras vecinas de
fuste, lo que aumentó su timidez normal, aunque Emer lo recibiera casi con
agasajo. Y tan atortolado estaba que, sin quererlo, dijo una gracia
escapando:
-¡Estoy aquí como Perico entre ellas!
Las señoras comentaban todas a un tiempo las aventuras de la víspera, y
daban simultáneamente sus pareceres, que nadie les pedía ni escuchaba, hasta que
Cenobita Bermúdez, con voz tonante, dijo:
-¡Si esto pasa es porque las mujeres no saben hacer como los hombres,
agarrar un revólver o una escopeta y sacar a tiros al que les ha fallado, aunque
sea tanto así!... Pero ¡lo que soy yo!...
Y había en su voz y en su gesto una tremenda
amenaza.
Todas callaron sobrecogidas y misia Jesusa más que todas. ¡Válgame Dios y
la Virgen Santa! Y como la conversación se enfrió, las damas se marcharon una
tras otra, tanto más cuanto que ya iba siendo la hora de almorzar. Al salir
Tula, que fue la última, aconsejó a su afligida amiga:
-¿Por qué no la ves a Cándida, la adivina? ¡Quién
sabe!...
-Para qué, si ya no habrá nada –contestó Jesusa.
Después de almorzar trató de dormir la siesta, que harta falta le hacía
después de la noche de perros, y Emer aprovechó la circunstancia para asomarse
al callejón. El galán no tardó mucho.
-¡Severo! ¡Si esto no concluye no te vuelvo a mirar la cara, le digo todo
a mamita, y se acabó!...
-¡No seas sonsa! ¡Callate unos días y ya verás!
-¡Te repito que no!
-¡Pero, prenda, si tengo un santo remedio!
-¿Y que mamita se muera, no? ¡Ya le da el mal!...
-¡Lo que es a vos te está dando!... ¡Si, si, ya vi al pajuate de Gancedo
que venía esta mañana todo derretido, y vos como un almíbar!... ¡Sos capaz de
volverle a cabrestiar, monona!
-¡Si seguís en esa tandita*, me voy!...
-Y cómo no he de seguir, si está visto que...
La cabeza de Emer había desaparecido ya tras de la tapia, aunque esta vez
no la alarmase ruido alguno.
Pero aquella noche, cuando misia Jesusa y Emer reposaban tranquilamente,
en el mismo aposento, resonó,
tremenda, una voz que decía:
-¡Jesusa! ¡Jesusa! Si no casás a Emer con Severo le digo a Cenobita, para
que te saque los ojos, lo que pasó con Bermúdez, y que yo no te perdono todavía.
¡Por eso estoy ardiendo en el Purgatorio!
-¡Miente el bandido! –gritó Jesusa saltando de la cama-. ¡Miente el
bandido porque Nemesio no supo nunca nada!
Emerenciana, que aquella noche no dormía –ni las otras tampoco-, la tomó
en sus brazos consolándola y haciéndola acostar de nuevo:
-Sosiéguese, mamita, no haga caso, que esas son pavadas, y no volverán a
suceder... El comisario lo arreglará todo. Yo le diré lo que hay que
hacer...
-¿Y cómo lo sabés vos? –preguntó Jesusa entre recelosa y
tranquilizada.
-Porque me lo han dicho... porque me lo ha dicho una persona que sabe
mucho de brujerías.
-¿La parda Cándida, la que anda siempre descalza y con un pañuelo
colorado en la cabeza?
-¡Esa misma, mamita!
-Pues no pasa de mañana de que la vaya a ver, porque Tula ya me había
hablado de ella.
Emer tardó mucho en dormirse, porque se preguntaba y no sabía
responderse: “Qué es eso de Bermúdez?”, aunque lo coligiera*, y: “¿Por dónde ha
podido hablar, que parecía dentro del cuarto?”, aunque supiera perfectamente
quién lo había hecho...
La parda Cándida recibió a misia Jesusa con todos los honores debidos,
pero como si no la conociera.
-¿En qué puedo servirla, mi señora?
-Yo quisiera... yo quisiera saber, doña Cándida, si los pobrecitos
difuntos saben lo que ha pasado mientras vivían.
-Sí, saben.
-Y lo que no han visto también.
-¡No me diga!
-¡Sí, saben lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que
pasará!
-¡Jesús me valga!
-Usté está afligida, señora, parece que tiene “daño” y dejuro que le
gustaría que le dijesen la verdá...
-¡Daría lo que no tengo!...
-No tanto, mi señora... Con que alcance pa unas cuantas
cebaduras...
Diole unos cobres misia Jesusa, la parda hizo con mucho aparato un gran
sahumerio, y acabó por decir con aire de pitonisa:
-A usté la persiguen... pero son malevos... cuidado con las lauchas... y
con los jugadores compadritos... muertos no hablan... pero la vieja es mala...
Todo le saldrá bien, si una moza quiere.
-No entiendo –dijo misia Jesusa.
-Ni yo tampoco –contestó la parda-. Pero es porque yo no debo entender
–agregó socarronamente.
Las voces se repitieron, aunque Barraba hiciese custodiar la casa, y lo
que más sobresaltaba a Jesusa era que persistían en amenazarla con decírselo
todo a Cenobita. ¿Sería ésta la vieja terrible a que se refería la parda
Cándida? Claro que sí...
Para tranquilizarla y para ver a Emer, Enriquito se les presentaba todas
las mañanas, mejor recibido cada vez, pero aquello no era vida para misia
Jesusa, ni la paz volvía a reinar en el pueblo.
-Vaya a verlo otra vez al comisario, mamita –le dijo un día Emer-. Yo la
he de acompañar.
Fueron con la retahíla de siempre, y como siempre Barraba les respondió
que nada podía hacer si no tomaban “in fraganti” al culpable; pero al salir,
Emer le dejó en la mano un papelito sin firma que decía:
“Señor comisario: hágalo seguir a Severo Rendón, porque el indino es el
ánima en pena y yo no quiero que mamita se me muera por culpa suya. Además, que
yo ya no lo puedo aguantar y no quiero saber nada más con él, y si usted le pone
preso para que escarmiente, mejor, sobre todo porque amenaza con pegarle un tiro
a Enriquito Gancedo, que es un mozo de bien. No diga a nadie que yo lo he dicho
y busque la soga de la ropa y un caño viejo de chimenea que hay en el cuarto que
por áy son las apariciones. Laucha anda metido en el enriedo el boticario les ha prestado las cosas,
que la campana era una olla de cobre”.
-¿Qué anda matreriando por aquí tan tarde, amigo
Laucha?
-Ya lo ve, señor comisario: tomando el fresco y estirando las
piernas.
-¡Buena... pierna es Barrionuevo! ¿Y Rendón? Seguro que está en la
huella...
-No sé.
-Sí, sabe, déjese de pavadas y llámelo, que tengo que hablar en serio con
ustedes.
Laucha se hizo de rogar, pero comprendió que más valía no endurecer, y a
poco estuvieron los tres reunidos.
-Vamos a echar un taco en casa que esto no es asunto de policía –dijo
maquiavélicamente Barraba, diestro en política por primera
vez.
Y mientras en fino amor y compañía empinaban el codo, les demostró que
estaba al cabo de todos sus manejos, pero que gastaba al cuete el tiempo y la
saliva, porque la moza se les había ido al campo contrario. “Mujer y veleta todo
es uno”, como dicen en el Rigoleto. Además la cosa iba pasando de castaño oscuro
y ya no podía seguir haciendo la vista gorda, porque había recibido
instrucciones de La Plata...
Severo protestó inocencia, hizo endechas de amor, formuló amenazas, gimió
celos, pero con el ginebrón fue pasando de la arrogancia a la ternura, del furor
al dolor, a la alegría y la chacota, pues también cambia el hombre con el
viento. Confesó que tanto le daba Emerenciana como otra cualquiera, con tal de
que fuese moza de posición, y acabó abrazando al comisario y diciéndole entre
sollozos:
-¡Nunca hubiera creído que fuera tan hombre y tan buenazo! ¡Dame esos
cinco, Barraba, y amigos hasta la muerte!
-¡No te vas a meter con el pavo de Enriquito! ¡Dejalo no más, que puede
ser que más tarde, si se casan... ya me entendés, Severo! Es lo mejor, porque
siempre se dirá que sos el mozo más diablo del Pago... sin ofender a nuestro
amigazo Laucha, aquí presente...
Muy enternecido también cuando le dejaron meter baza, Laucha aprovechó
para contar por lo menudo toda la tramoya del aparecido: hacían correr una
sábana con unas cañas a modo de brazos, por la soga doble de la ropa, montada sobres unas
roldanitas, y luego la retiraban rápidamente por encima de la tapia con un
piolín; hablando por un gran embudo de vidrio prestado por Silvestre, lo mismo
que el caldero-campana, y la calavera –como lo saben hasta los niños de teta-
era una cáscara de sandía con agujeros y una vela adentro: sólo que la habían
soplando por un canuto licopodio para hacer las
llamaradas.
Con esto Barraba llegaba a sus fines –y nosotros al nuestro- y valiéndose
de tan estrecha y noble fraternidad explicó a Laucha y a Severo que era preciso
echar tierra sobre el asunto, como él estaba dispuesto a hacer. Pero ¿cómo
echarle tierra si la oposición seguía alborotando el cotorro*, sobre todo si
La Pampa no interrumpía su campaña? En la conveniencia de unos y otros
estaba quedarse calladitos como en misa, porque si no, saldrían a bailar con
ellos el mismo Silvestre y quién sabe cuántos más.
La sesión se prolongó hasta hora muy avanzada de la noche, pero el orden
del día fue votado por unanimidad.
Días después El Justiciero hacía saber a sus lectores que el
activo e inteligente comisario Barraba había ahuyentado para siempre a los
malevos “ajenos a la localidad” que se entretenían haciendo de fantasmas y
sembrando el terror en las familias. “Por esta brillante campaña –agregaba- le
desearíamos el ascenso que merecía, pero por egoísmo no se lo deseamos, porque
nos privaría de los servicios de tan sobresaliente funcionario
policial”.
En el mismo número del mismo diario se leía una noticia con el título
francés de “On dit”*, confesión de chismografía, en aquel entonces tan en
boga:
“La alta sociedad de Pago Chico tiene en vista una fiesta que hará
época, si es cierto, como se dice en las tertulias aristocráticas, que la
bellísima y distinguida señorita Emerenciana Ponce contraerá enlace el mes
próximo con nuestro joven y aventajado amigo don Enrique Gancedo, hijo del señor
don Salustiano Gancedo, uno de los principales hacendados del partido, vecino
acaudalado e influyente con cuya amistad nos honramos. La boda se celebrará con
gran pompa en nuestra iglesia parroquial, y como en seguida habrá un suntuoso
baile, terminaremos diciendo: ¡A prepararse, jóvenes!”
Muy largo era el último luminoso artículo que sobre la cuestión fantasma
escribió el doctor don Francisco Pérez y Cueto y publicó La Pampa.
Tomemos esta muestrita:
“En suma, como lo pronosticamos a nuestros queridos lectores desde el
punto y sazón en que comenzó a hablarse de la pretendida “ánima en pena”,
trátase de un bromazo harto pesado y grosero de gente extraña al que se dio con
ligereza demasiada importancia inicial, principalmente de parte de la autoridad,
que suele verlo todo con vidrio de aumento, para acabar por lo general como la
famosa montaña de la fábula, sólo que esta vez no ha salido siquiera el
ratoncillo de marras, con lo que la dicha autoridad tiene que apagar su
linterna, por lo cual la felicitamos; (caso raro como las alubias de a libra),
puesto que al fin ha demostrado cierta discreción y delicadeza, de la que no la
creyéramos capaz hasta hoy.”
-¡Uf! –exclamó
Silvestre, que había perdido tres veces el resuello.
JUSTICIA SALOMONICA
He aquí, textualmente la versión de uno de los más ruidosos escándalos
sociales de Pago Chico, oída de los veraces labios de Silvestre Espíndola, en el
“mentidero” –como él llamaba- de su botica:
-Pero cuando Cenobita lo derrotó fiero al pobre Bermúdez fue el verano
pasado. Sólo que la derrota tuvo complicaciones...
Estaban los dos en el comedor, que da a la calle, y Bermúdez, en mangas
de camisa, daba la espalda a la ventana. Hacía un calor bárbaro, un viento norte
que no te muevas; el gato en el suelo hecho una rosca, dormía con un ojo, y
Cenobita y su marido estaban de un humor de perros, como ya
verán.
Era la hora del almuerzo; la chinita Ugenia trajo la sopera y Cenobita
sirvió a Bermúdez, que en cuanto probó la primera cucharada rezongó de mal
modo:
-Esta sopa está fría.
-¿Qué decís? ¡Cómo ha de estar fría si el cucharón me abraza los dedos!
–retrucó Cenobita, furiosa sin razón.
-¡Bah! ¡Cuando yo te digo que está fría!
-¡Pues yo te digo que no puede estar fría!,
¿entendés?
-Pero si vos no la has probado y yo acabo de probarla. ¿Qué sabés
vos?
-¿Que qué se yo? ¡Repetí, a ver!
-Sí, te repetiré hasta cansarme, que está fría, que
está...
Pero Cenobita no lo dejó concluir:
-Pues si está fría, tomá, refrescate...
Y ¡zas! Le zampó la sopera en la cabeza. Mi hombre le hizo una cuerpeada;
la sopera, aunque se le derramara encima, lo tocó de refilón*, ¡plan! Pegó en el
suelo, se hizo añicos y un pedazo de loza fue a lastimar al gato, que saltó a la
calle todo erizado y con la cola tiesa, a tiempo que pasaba Salustiano Gancedo,
que, como ustedes saben, por chismes y envidia nada más, siempre ha andado a
tirones con Bermúdez.
El gato le cayó justo sobre la pavita, se refaló y queriendo sujetarse le
clavó las uñas en la cara, bufó, se largó al suelo después de dejarlo un eceómo
y se escapó como si tuviera cuetes en la cola.
Ahí no más, en cuanto se dio cuenta, Gancedo le endilgó una runfla* de
insultos y de ajos a Bermúdez que, con el baño de caldo, no se quedó atrás,
diciéndole ciento y la madre, como es consiguiente, y ahí se armó la gorda a
grito pelado, pero con la reja de la ventana de por medio, lo que los hacía a
los dos más agalludos.
Cenobia, de mientras, iba juntando rabia, pero los dejaba, hasta que
Gancedo, tartamudo de puro furioso, le dijo a Bermúdez:
-¡Salí afuera, maula*, si no querés que esa gran oveja sea la única que
te zurré!
¡Habrían de verla a Cenobita! Principió con lo que de más oveja será la
que le echó al mundo a Gancedo, y la mala mujer que hacía que todo el mundo se
riera de él, y las hijas, que desde chiquillas eran unas arrastradas y que sé yo
cuántas otras cosas tremendas que
no se deben repetir... Pero Gancedo no tiene pelos en la lengua y, confiado en
la reja de la ventana, ya no se pudo sofrenar y comenzó a echarle vale cuatro
sobre vale cuatro, hasta atorarla, hasta que, ciega de rabia, sacó al marido a
empellones a la calle, para que fuese a peliarlo, pero sin darle con
qué...
La cosa le salió mal a Bermúdez porque Gancedo, que siempre anda con
bastón de verga –por los perros, dice él; por darse corte, digo yo- le metió una
garroteadura que, colándoselos por la camisa, le hizo entrar en el lomo los
fideos de la sopa.
El vigilante Fernández, que por una gran casualidad andaba por ahí en vez
de sestear como de costumbre en algún boliche, al oír el barullo se había ido
arrimando sin mucha gana de meterse con gente tan copetuda. Vio que algunos
vecinos principiaban a asomarse a las puertas, junto coraje y los
apartó.
-¡Mírenlo al flojo! ¡Y se deja castigar como una criatura! –se
desgañitaba Cenobita hecha una loca para picanear al marido-. ¡Pero qué hacés,
zopenco! ¡Agarrá y pegale un tiro de una vez!
El vigilante estaba en medio, algunos curiosos se acercaban, Gancedo
seguía con el bastón en la mano, y el dolor de la paliza gritaba más fuerte a
Bermúdez que su misma mujer.
-¡Dejenló no más! ¡Dejenló no más! -repetía amenazando y ganado la puerta
de su casa-. ¡Ya verá con el juez! ¡Lo voy a arrastrar a tribunales, gran
bribón!
De mientras el vigilante –para que no volviese a principiar la tunda-
separaba y acompañaba a Gancedo, que iba bufando y resollando, con la cara llena
de sangre como pescuezo de mancarrón acosado por los
tábanos...
Bueno, pues; el asunto fue directamente al Juzgado de Paz, porque el
comisario Barraba, que quería quedar bien con todos los de la situación y con
todos los ricos, se hizo el zonzo, a pesar del parte del vigilante: aquella era
una cuestión personal que se había arreglado entre hombres, como en los duelos,
y en esos casos la policía hace siempre la vista gorda...
Pero el juez, don Pedro Machado, tuvo por fuerza que recibir la demanda
de Bermúdez, que pedía daños y perjuicios por injurias, golpes y violación de
domicilio, porque, sin provocación de su parte, Gancedo lo había atropellado en
su propia casa –no decía en la vereda como era la verdad- comenzando por
endilgarles a él y a su señora los insultos más
asquerosos.
Con sus miras de componenda, don Pedro hizo comparecer a los dos y ordenó
al secretario que tomara las declaraciones en foja aparte, para destruirla si
venía a pelo. Pero estaban demasiado enconados. Gancedo, que podía haberse
contentado con la apaleadura si no fuera porque arañones le iban a durar más de
un mes, acusó a Bermúdez de haberle tirado, con el gato, a traición, cuando
pasaba tranquilamente por la vereda de su casa, con la intención alevosa de que
le desfigurase la cara.
Bermúdez retrucó que él no era domador de gatos y no podía embozarle las
uñas al suyo, como se hace con el hocico del perro; pero si el gato se le saltó
encima a Gancedo fue porque se había pegado un susto sin que nadie se metiese
con él; que Gancedo no tenía por qué ni para qué andar a aquélla hora ni a
ninguna otra por su barrio, si no era por puras ganas de armar camorra, como la
armó; que el mismo Gancedo era un mal hombre, aprovechador y flojo, que se había
valido de que él estaba solo y desarmado, únicamente en compañía de una débil
mujer -¡óiganle al duro!- para madrugarlo y vengarse porque era público y
notorio que se la tenía jurada...
-¡Yo no me he metido con usted, so marica! ¡Yo no me ocupo de gentuza! Y
si usté no es domador de gatos, yo soy domador de pavos atorados, de gallos
judíos, ¿entiende?... Y si no basta una lección, ¡estoy pronto para dar otra que entre
mejor!....
-¡Qué dice el gran botarate*! –gritó Bermúdez, queriendo echársele
encima.
Pueda ser –y Dios me perdone el mal pensamiento- que esta valentonada le
venía del sitio en que estaban y de la gente que había alrededor. El caso es que
don Pedro Machado, riéndose como un loco para sus adentros, los llamó al orden
con aquel vozarrón que tiene, y en seguida principió a
aconsejarlos:
-Es una verdadera lástima que vecinos tan respetables, que hombres tan
decentes, anden a los repelones por pavadas, como matones de pulpería. Yo bien
sé que no tienen ningún disgusto grave, que nunca ha pasado nada serio entre los
dos, que hasta se entienden en política... ¡pero ahí está! Hay gente que se
pirra* por andar metiendo pleito entre los demás, con chismes, invenciones y
chumalés*, para después gozárselos, fumárselos en pipa, como a unos papanatas*,
riéndose a descostillarse a costa de ellos... ¡Vaya! No sean tan zonzos.
Demuestren que son unos dignos ciudadanos, amigos de la tranquilidad, hagan las
paces, y ustedes serán los que se rían en vez de los que peinan p’a ver la riña.
¡Es lo mejor!
Pero los dos estaban demasiado calientes para entender razones y
siguieron manoteando y gritándose, hasta que don Pedro se cansó y les
dijo:
-Si son tan sotretas que no saben tirar parejo aunque se les enseñe a
andar en yunta para bien de los dos, tendremos, no más, que meterle al juicio.
Yo lo siento mucho, pero ¿qué le hemos de hacer? Sarna con gusto no pica,
dicen... Bueno: quedan ustedes citados para el martes -¿oye secretario?-; para
el martes a las dos de la tarde.
-Si, señor –contestó Villar, el secretario, tomando
nota.
-Y ustedes traigan testigos, si tienen, porque yo no quiero resolver
mientras no sepa perfectamente lo que ha pasado... Bueno, pues: váyase usté
primero, Gancedo. Ahorita no más se va usté también, Bermúdez; no quiero que se
trenzen otra vez en plena calle.
Claro esta que ni La Pampa ni El Justiciero dijeron una
palabra de la cuestión. La Pampa porque Viera, el director, anda, como
ustedes saben, medio de novio con la hija de Gancedo y no quiso meter más
barullo; El Justiciero, porque el mulato Marcos Fernández le saca plata a
Gancedo con el cuento de la diputación y del otro lado es muy compinche de
Bermúdez y sabe pecharlo también, aunque no mucho, a causa de
Cenobita...
Pues como les iba diciendo, al otro martes se presentaron los dos con una
cáfila* de testigos. Pero don Pedro no las iba con tan vulebú*, así es que
principió a preguntar a todos, uno por uno:
-Usté, don, ¿ha visto bien lo que ha pasado?
-No, señor juez: no he visto porque no estaba, pero en
cambio...
-¿Si no sabís a qué te metís?, como decía mi compadre Plaza Montero.
Puede largarse no más, con viento fresco; aquí necesitamos testigos en de veras
que hayan visto cómo principió la agarrada, no parlanchines que nos vengan
cotorreando lo que han oído de los demás.
-Pero es que desde hace mucho, Bermúdez...
-Mandate cambiar, hijito, y más pronto que ligero porque p’a chismes
maldita la falta que me hacés.
Y dirigiéndose a otro:
Y usté, don ¿vio o no vio la pelea?
-No, don Pedro, yo estaba justamente...
-Pues volvete aura mismito donde estabas entonces o a donde se te frunza,
que aquí no tenés nada que hacer.
Y así los fue despachando a todos con cajas destempladas –“recusándolos”,
decía él- hasta que no quedaron más que Cenobita -¡sí, pues, ¿no les había
dicho? Bermúdez había llevado a Cenobita p’a testiga!- y el vigilante
Fernández.
-Los recusaos no han de ser siempre los jueces –explicaba don Pedro-,
también nosotros hemos de mojar alguna vez.
Pues volviendo al cuento, Machado se hizo como si recién reparara en
misia Cenobita y se le acercó hecho un almíbar.
-¡Cuánto bueno por acá! ¿Y qué anda haciendo, mi señora? ¿Qué vientos la
traen al juzgau?
-Vengo de testiga de mi marido, que ese sinvergüenza
de...
-¿De testiga mi señora? ¡No me diga! ¿Y de cuándo acá las mujeres salen
de testigos de sus maridos? ¡Aviaos estaríamos!... No, mi señora, usté no puede
ser testiga... Cuando mucho, y eso como un favor, por ser usté, la dejaremos
asistir al juicio, pero calladita la boca, porque en cuantito chiste y se meta
en historias, la hago sacar con un vigilante...
-¿Los juicios no son públicos, si acaso?
-Son públicos, y muy públicos, sí, mi señora. Yo nunca juzgo solo, ¿no es
verdá, secretario?... Pero la ley no mete para nada a las
mujeres...
-Pues lo que es a mí no me parece...
-A usté, señora, puede parecerle lo que se le dé la gana, pero no me
venga con leyes y decretos, porque ni es abogado ni yo estoy para perder tiempo.
¡Usté se va o se queda, como guste, pero eso sí, se me calla como en
misa!
Cenobita, hecha una furia, no se quiso quedar porque más fácil que a ella
sería hacer callar un chancho a palos, pero por la pinta tenía unas ganas locas
de volverse gato para hacer con el juez lo mismo que el morrongo había hecho con
el pobre Gancedo.
Y entonces, más tranquilo, don Pedro “procedió” a tomar declaración al
agente Fernández.
-Lo que ustedes tienen que decir, ya lo sé yo de memoria –explicó a los
litigantes-. Aura le toca a la autoridá.
-Pues yo, señor juez –principió a decir Fernández medio abatatao-, lo
único que tengo que reclarar es del tenor siguiente: en circunstancias de que
cuando iba haciendo la ronda de reglamento, que es la consigna del señor
comisario, a la hora de la siesta y con un sol rajante, y de cuando di güelta a
la esquina de la casa de don Bermúdez, aquí presente, me pareció oír como unos
chillidos de mujer, y como ruido de garrotazos, y como gritos de hombres
peliando, y entonces, áhi no más corrí como pude, agarrando el machete que me
golpiaba las corvas*, y entonces, en circunstancias que me allegué, pude darme
cuenta que, efectivamamente, dos se había agarrao fierazo y se menudiaban de lo
lindo... Y entonces corrí más ligero, y entonces vi que don Bermúdez se le había
prendido a Gancedo por el pescuezo, dándole con la zurda trompis y más trompis
en la cara, de mientras que el otro le sacudía garrotazos en los lomos con la su
fuerza, y como podía, porque el otro lo tenía sujeto de gañote... Y entonces yo,
señor juez, sin fijarme en que también me podía ligar a mí, los desaparté,
gritándoles ¡désen presos! p’a que se soltaran... Y entonces vide que don
Gancedo tenía la cara toda rajuñada y estilando sangre, y don Bermúdez tenía la
camisa hecha tiras, dejando ver el lomo cebruno* de moretones... Y de mientras,
todo el tiempo, una mujer chillaba como si la cuerearan viva, gritando al fin
que le pegaran un balazo a don Gancedo... o a don Bermúdez... Eso no lo entendí
muy bien, y no tengo pa qué mentir... Entonces... yo los dejé que se fueran,
porque es gente formal y amiga de don Barraba el comisario y de todas las
autoridades... Y entonces... entonces ya no tengo más que reclarar, señor juez,
si usté me da su venia.
Don Pedro había conseguido a duras penas que los pleiteantes se
estuvieran quietos y callados mientras hablaba Fernández, amenazándolos con el
calabozo en cuantito acabó la declaración. Se levantó, plantó de golpe los puños
en la mesa, como para afirmarse mejor y dijo con voz de
mando:
-¡Autos y vistos!
Se calló un segundo, miró a todos los presentes con las cejas fruncidas,
y siguió:
-Voy a resolver el caso según mi cencia y concencia, como si las cosas
hubieran pasado tal cual ustedes mismos las cuentas, visto que el agente
Fernández les da autoridad con su declaración, que como es de un policía no
puede ser más que la purísima verdad. ¡A ver, secretario! Léase el acta de la
otra audiencia y la de hoy, si está acabada.
Villar, muerto de risa, a gatas podía leer, pero se sacó bastante bien el
lazo.
-Aura –dijo Machado volviendo a levantarse -, aura voy a fallar. Tome
nota, secretario...
Se compuso el pecho, esgarró y sentenció con más autoridad que el
mismísimo Salomón:
-Al demandado, don Salustiano Gancedo, lo condeno a veinte nacionales de
multa –y me quedo corto- por vías de hecho a mano armada contra un vecino
pacífico.
-¡Qué dice! –chilló Gancedo, encocorado-. ¡Y qué! Se ha imaginau que
yo...
-Silencio, digo –gritó Machado-, que si no, lo meto preso por un año, en
vez de los veinte morlacos. Lea, secretario, la ley, donde la he marcao con una
raya.
-Artículo veintiuno, inciso segundo –leyó Villar-. “Conocer de todo
asunto correccional en que la pena no exceda de quinientos pesos de multa o de
un año de detención, prisión o servicio militar.”
-¿Ha visto, amigo, como tengo campo suficiente para meterle un trote de
veras y no una multita de nada?
Y clavándole los ojos a Bermúdez, también le metió en el
baile:
-Al demandante, don José Bermúdez –y conste que no digo una palabra de
misia Cenobia ni del chumalé del balazo. No escriba eso, secretario, pero esto
sí: -A don José Bermúdez, por tener sueltos en el pueblo animales bravos que
ponen en peligro a los vecinos, veinte pesos de multa. ¡Baratito!... Aura
vayasén en paz y hagamén el favor de dejarme en paz a mí
también.
-¡Qué iniquidá!, ¡apelaré! –gritó Bermúdez, hecho una
fiera.
-¡Vaya una justicia! ¡Apelaré! –agregó el otro,
pálido.
-¡Y apelen, pues! ¿A mí qué se me da? Pero es que son sonsos. ¿No les
decía yo que se amigasen, que era lo mejor? Aura vayan si quieren buscar madre
que los envuelva, métanse en pleitos en La Plata, hagan que se rían de ustedes
en todas partes, y empiecen a rascarse los bolsillos... Allí la justicia es
mucho más cara y no tan liberal como en el pago. No le han puesto el nombre al
puro botón: La Plata llama a la plata.
-Los muy mulitas no apelaron y se nos acabó la diversión –terminó
Silvestre Espíndola-. Dicen que no querían más escándalo. Pero andan armados y
cualquier día se produce... Sólo que cuando salen a la calle, averiguan antes
por dónde anda el otro... y no se encuentran nunca.
DON MANUEL EN PAGO
CHICO
Una de las frecuentes revoluciones provinciales quedó por milagro dueña
de algunos partidos. Entre ellos se contaba Pago Chico, pues la junta central
revolucionaria envió como delegado a un capitán de línea cuyo marcial
ascendiente subyugó a los infelices paisanos que dragoneaban* de vigilantes, con
medio sueldo para acrecer los gajes del comisario oficialista, quien escapó al
primer asomo de revuelta, temiendo la fidelidad y la venganza de los
subalternos. Tomóse la policía con cuatro gatos, sin disparar un tiro, y como
“muerto el perro se acabó la rabia”, la comuna quedó en manos de los
opositores.
-¡Viva la revolución! –gritaba el pueblo poco después, saliendo de sus
casas al saberse triunfante.
El capitán Pérez reunió en seguida a los opositores principales (que
habían creído deber patriótico no derramar sangre de hermanos y de convecinos) y
deliberó con ellos acerca del buen gobierno inmediato de Pago Chico. De la
deliberación resultaron, como es lógico, miembros de la Municipalidad todos los
presentes, y el capitán quedó al frente de la comisaría y demás fuerzas
armadas.
Pero consideróse decorativo y de acuerdo con los altos ideales que se
perseguían a tanta costa nombrar un intendente imparcial, fundamentalmente
honrado y universalmente querido, y don Juan Manuel García fue puesto a la
cabeza de la comuna.
Era un hombre ya maduro, rico para aquel rincón y aquella época, muy
bondadoso, muy conciliador, enemigo de chismes y politiquerías, y a quien todos
rodeaban de la consideración debida a un ente superior por la experiencia, la
práctica y el buen sentido natural que ponía gustoso al servicio de cualquiera.
Todos esperaban grandes cosas de él... ¡pero no tan
grandes!
Pasado el primer momento de entusiasmo y de embriaguez, los demás
municipales cayeron en la cuenta de que “podían comprometerse demasiado”, pues
como al fin y al postre “los gobiernos son gobiernos”, el de la provincia
acabaría por rehacerse a la corta o a la larga, en cuyo triste y probabilísimo
trance iban a quedar peor que nunca. Esos temores se acentuaban con la falta de
noticias fidedignas, pues el telégrafo seguía interrumpido, y sólo llegaban al
Pago rumores contradictorios. Silvestre, el boticario, al ver las caras
recelosas y la nerviosidad de los municipales, murmuraba
epigramáticamente:
-El miedo no es sonso, ni junta rabia.
Para atenuar, en efecto, las futuras responsabilidades y sacar el cuerpo,
en lo posible a las amenazadoras represalias, los funcionarios comenzaron por
ralear y acabaron por no presentarse en la Municipalidad, dejando en manos de
don Juan Manuel la suma de poderes públicos.
Éste, viendo la deserción, pensaba:
-¡No hay mal que por bien no venga! ¡Así, solito y mi alma, podré hacer
mucho más!...
El capitán Pérez, buen muchacho, aunque no de largos alcances, le prestó
incondicionalmente su apoyo material y moral: ya había arriesgado, “metiéndose
en la revolución”, lo bastante par que no le dolieran
prendas.
-Gota más, gota menos, el amargo no aumenta y el veneno es el mesmo
–decía aplicando a su situación el proverbio popular.
Y con este poderoso auxiliar, don Juan Manuel comenzó a poner orden en la
administración; reprimió abusos, cortó coimas, castigó defraudaciones, limpió
las oficinas y dependencias de empleados inútiles, criaturas del favoritismo,
puso a raya a la empresa del alumbramiento, persiguió sin cuartel a los
cuatreros, convirtió, en fin, a Pago Chico en una Arcadia... salvo los odios que
nacían violentos en todas partes.
El diario oficialista no aparecía. La Pampa, de Viera, aplaudía a
todo trapo al intendente, y don Juan Manuel, rodeado como cualquier dictador de
una corte de aduladores, interesados o entusiasmados, por muy sensato, prudente
y modesto que fuera, no advertía las resistencias, el descontento, la oposición
crecientes. Había tomado gusto al poder, usábalo sin fiscalización ni
restricciones y se lo pasaba discurriendo proyectos y planes de bienandanza y
prosperidad general.
A ser más justa y equitativa la humanidad pagochiquense le hubiera
erigido un monumento –estatua o arco triunfal-. ¡Pues no señor! Sólo la
posteridad sabe honrar a los grandes hombres, y ella misma tiene, a veces, tan
poco discernimiento, que don Juan Manuel corre peligro de quedarse sin laureles,
ni aún póstumos.
Una vez puesta en mejor pie la administración, preocupáronlo sobremanera
las obras públicas: el edificio de la Municipalidad se caía a pedazos, los
caminos eran pantanos invadeables o vertiginosas montañas rusas, la tablada un
chiquero, las calles rompecabezas, y las acequias del riego, mal cuidadas,
estaban inmundas, destrozadas, cegadas en gran parte. Qué síntesis del
vandalismo oficialista... Como los fondos escaseaban hasta la completa ausencia,
don Juan Manuel no sabía cómo remediar tamaña devastación, cuando de repente
atravesó su cerebro una idea genial, engendrada por el recuerdo de una
conversación con el bearnés* Navarrot, jardinero de su chacra. Allá en los
Pirineos, los vecinos hacían desde tiempo inmemorial las obras públicas,
construcción y conservación de carreteras, caminos de herraduras, sendas, etc. ,
trabajando uno o más días del mes si era necesario, enviando un sustituto si no
podían o querían hacerlo personalmente, o en último caso, suministrando dinero
para pagar al peón que hiciese sus veces. Iluminado por este recuerdo, don Juan
Manuel echó sus cuentas:
-El partido de Pago Chico tendrá unos ocho o diez mil habitantes; ¡vaya
uno a averiguarlo después de las trampas que han hecho los gubernistas con el
censo, con propósitos electorales! ¡Bueno, no importa! Sea como sea, si todos
–descontando naturalmente las mujeres y los niños- trabajan un día por mes en
bien de la comuna, en menos de un año se habrán hecho maravillas. ¡Ya estuvo,
pues! ¡Manos a la obra!
Como mera fórmula, pero también para mayor tranquilidad de conciencia,
habló del asunto con Silvestre, que, en su entusiasmo, comenzó a imitar el silbo
y el estampido de las bombas de estruendo y a canturrear sus estrofas preferidas
de la Marsellesa.
-Magnífico, don Juan Manuel –gritó por fin-. Vamos a imitar a los
galenses del Chubut, que por su propia iniciativa, sin ayuda oficial, ni
decretos del gobierno ni un centavo de gasto, e han hecho magníficos caminos y
obras estupendas de irrigación. Lo leí hace poco en un libro... ¡Ah, bravo!
¡Viva don Juan Manuel García! ¡Phsit!...
pum... Pshit... puuum!... ¡Sean eternos!...
Y él mismo, convertido en amanuense, escribió el iradé* convocando a los
vecinos para distribuirles sin más discusión el trabajo.
Viera escribió en La Pampa, con muchos circunloquios, que la
ordenanza podía no parecer muy constitucional y provocar alguna oposición, pero
que, en vista de las circunstancias, la bondad del propósito, etc., había que
apoyarla resueltamente... Los destronados, entre tanto, no desperdiciaron la
ocasión de volver por su patrimonio de tanto tiempo, y se movieron como
epilépticos armando el lazo. Pago Chico parecía un
avispero.
El día fijado por la ordenanza y a la hora prescripta, don Juan Manuel
entró en la Municipalidad, lleno de satisfacción y regocijo. No era, en
apariencia, para menos: el largo salón, el otrora llamado patio, las mismas
oficinas estaban de bote en bote. No cabía un alfiler.
-¡Qué me contaban de oposición! –decíase el intendente provisional -.
¡Aquí están todos, como un guante!
Pero en cuanto entró diose vuelta la tortilla: un murmullo hostil de
desaprobación y enojo fue creciendo hasta el escándalo. Todos hablaban, todos
gritaban a un tiempo, gesticulando con los brazos por sobre las cabezas, y entre
la alborotada batahola* discerníanse frases de este porte: ¡dictadura!
¡demencia! ¡loco de atar! ¡a su casa! ¡al manicomio! ¡muera!
¡abajo!
Don Juan Manuel, colorado como un tomate, con la melena blanca revuelta y
erizada, pudo a duras penas y merced a un último resto de prestigio, llegar,
abriéndose pasa hasta la tarima del fondo, encaramarse, tratar de que le
escucharan:
-¡Compatriotas! Se trata del bien común, y con un pequeñísimo
esfuerzo...
-¡Abajo! ¡Ya nos secan a impuestos! ¡No es constitucional! ¡Que lo
saquen! ¡A sembrar papas! ¡Co-co-ro- có! ¡Guau, guau!
El intendente buscó con los ojos al capitán Pérez, aterrado por aquel
indecible “titeo”*. Por fin, lo vio, con el brazo recostado en el marco de la
puerta, las piernas cruzadas y un palito entre los dientes; se encogía de
hombros, “jugándole risa”, declarándose impotente, porque él tampoco “las iba”
con la ordenanza. Algo más atrás, Silvestre hacía señas desesperadas: ¡no,
no!
El tirano, gritando a voz en cuello, consiguió dominar un instante la
infernal algarabía:
-¡Compatriotas! ¡Tienen razón! ¡Me declaro gusano! ¡Ahí queda eso!
¡Busquen otra madre que los envuelva! ¡Yo, a mi chacra! ¡Que talle
otro!
Y calándose el sombrero, cruzó impertérrito y altivo la multitud
sorprendida, subió al tílbury, que lo esperaba en la puerta, y dando un latigazo
al caballo –única manifestación de su cólera-, echó un ajo como una casa y salió
del pueblo al trotecito.
Horas después, los situacionistas formaban una nueva Municipalidad mixta
(“mistonga” decía Silvestre), y volvían a tomar, disimuladamente todavía, la
sartén por el mango. El capitán juzgó acto de prudencia tomar el portante,
porque el gobierno provincial se rehacía. Todo encajó otra vez en el viejo
quicio y... así terminó la ominosa dictadura pagochiquense de don Juan
Manuel.
-¡También meterse a hacer cosas! –le decía más tarde Silvestre-. ¡La
Constitución, la Constitución, amigo!... ¡Para gobernar sin opositores es
preciso no hacer nada, y sobre todo, nada bueno!...”
VOCABULARIO
-A-
abigeato.- Hurto de ganado o
bestias.
acólito.- Clérigo que ha recibo la orden del
acolitado. Monaguillo que sirve con sobrepelliz en la iglesia. El que sigue o
acompaña constantemente a otro.
achicharrar.- En general, calentar demasiado. Freír,
asar o tostar hasta que tome sabor a quemado.
achuras.- Cualquier intestino o menudo de animal
vacuno, lanar o cabrío.
afrecho.- Salvado.
agachada.- Embuste, patraña.
a gatas.- Con gran dificultad, apenas o a duras
penas.
albardón.- Arboles, loma o cuesta de tierra que
sobresale en las costas muy explayadas, o entre lagunas, esteros y charcos, y
que no suele anegarse durante las crecientes.
alministrar.- (vulg.)
Administrar.
angurriento.- Se dice de la persona que desea comer
todo lo que se quiere sin compartir su comida, porque todo le parece
poco.
antedatada.- De antedata, fecha falsa de un documento,
anterior a la verdadera.
antojo.- Deseo vivo y pasajero de algo,
especialmente el que suelen tener las mujeres en el
embarazo.
ápices.- Parte pequeñísima.
apocalíptica.- Relativo al Apocalipsis. Terrorífica,
espantosa.
aporreaba.- Golpear, usar de violencia contra
uno.
aspavientos.- Demostración exagerada o afectada de
algún sentimiento.
atiplada.- Aguda.
atavismo.- Semejanza del descendiente con sus
antepasados más que con sus padres y abuelos.
atráquele.- Aplíquele.
-B-
baba.- Saliva abundante que involuntariamente
fluye de la boca.
balaquiador.- Que dice
fanfarronadas.
barrabasada.- Travesura grave, acción
atropellada.
barrunto.- Acción de barruntar, prever, conjeturar,
presentir alguna cosa.
batahola.- Bulla, ruido
grande.
bautizo.- Acción de bautizar y fiesta con se
solemniza.
bearnés.- Del Bearne, antigua región de Francia al
norte de los Pirineos.
bicoca.- Cosa de poca
estima.
bochorno.- Calor sofocante,
encendimiento.
bolsiqueo.- (vulg.) De bolsiquear, sacar algo,
registrar el bolsillo.
bombástico.- Ampuloso,
retumbante.
botarate.- Hombre alborotado y de poco
juicio.
botica.- Establecimiento donde se hacen y venden
medicinas.
al botón.- En vano; esfuerzo inútil; al divino
botón.
Bourg pourris.- Expresión francesa: burgo, podrido,
villorrio que sigue indicaciones malsanas de otro pueblo más
importante.
bozal.-Aparejo de correas que rodean el cuello,
frente y hocico de los caballos.
bravata.- Amenaza proferida con arrogancia.
Baladronada, fanfarronada.
bichar.- Por espiar.
brulote.- (Argentina y Chile). Dicho ofensivo.
Palabrota.
busilis.- Punto en que estriba la dificultad de
que se trata.
-C-
cabezadas.- Correas que ciñendo la cabeza, frente y
hocico de la caballería, le aseguran el freno en la boca.
cafila.- Conjunto de personas, animales o
cosas.
cafúa.- (lunfardo),
Cárcel.
cajista.- Persona que compone lo que se ha de
imprimir.
calabozo.- Lugar para encerrar a los
presos.
calaña.- Muestra, patrón, forma. Indole, calidad,
naturaleza. Cuando no lleva calificativo es despreciativo.
camándula.- Vueltas, marrullerías, subterfugios,
hipocresía.
camandulear.- Andar con
camándulas.
campante.- Ufano, satisfecho.
canario.- Interj. que indica
sorpresa.
canchadas.- En la provincia de Buenos Aires lucha
simulada con las manos, en que los luchadores se dirigen golpes mutuos a la
cara, procurando repara y detener los del contrario. El simulacro puede ser con
un arma y concluye a veces con una lesión.
cándido.- Sencillo, sin malicia ni doblez.
Sincero.
canejo.- Caramba, caspita.
cantimple. cantimpla.- (Arg) Persona callada
y medio zonza, que de pronto se ríe sin motivo.
cantón.- esquina.
caracho.- (Arg. y Par.) Arcaísmo por
caramba.
carcamán.- Italiano de baja extracción,
especialmente genovés.
carlón.- Variedad de vino.
carnero.- Persona sin carácter que sigue
ciegamente las inspiraciones de otra.
cebruno.- Se dice del caballo que tiene la piel y
el pelo más oscuro que el bayo.
coima.- Gratificación indebida que acepta o
reclama un funcionario público.
coligiera.- Vulgarismo por colegir:
deducir.
componenda.- (de componerse, arreglar) Arreglo o
transacción censurable o de carácter inmoral.
congénere.- Del mismo género, del mismo origen o de
la propia derivación.
conteste.- (lat) con testigo.
contradanza.- Danza de figuras que ejecutan muchas
parejas a un tiempo. Música de esa danza.
corralero.- Perteneciente o relativo al corral.
Persona que tiene corral y suele criar animales
domésticos.
corro.- Cerco que forma la gente para
hablar.
cortaderas.- Paja cortadera. Hierba de hojas largas,
angostas y aplanadas, cuyos bordes cortan como una navaja, se crían en sitios
pantanosos y sus hojas se usan para
techos, cuerdas y sombreros.
corva.- Parte de la pierna opuesta a la
rodilla.
cotarro.- Lugar donde se vive. (arg), cotorro.
Recinto en el que se albergan los pobres y vagabundos.
cuadra.- Sala o pieza espaciosa donde duerme
muchos soldados.
cuatrería. cuatrerismo.- Plaga de ladrones que roban ganado,
especialmente vacuno.
cuchicheo.- Acción y efecto de cuchichear, hablar en
voz baja o al oído de alguno.
cuerié.- (forma popular del campo). Del verbo
cuerear. Desollar un animal sin ánimo de aprovechar la
carne.
-CH
chacoli.- Vino ligero y algo agrio que e hace en
las provincias vascongadas.
chacota.- Broma, bulla.
chaguarazo.- (Arg). Latigazo. Fig.
insulto.
chamusquina.- Acción y efecto de chamuscar, o sea:
quemar una cosa por la parte externa.
chambergo.- Sombrero.
changüí.- Dar ventaja.
Charanga.- Banda de la caballería del
ejército.
che.- Interj. Voz para llamar a una
persona.
chic.- (Voz francesa). Elegante, gracioso,
donairoso, primoroso, de moda.
chicha.- Bebida alcohólica que resulta de la
fermentación del maíz en agua azucarada.
china.- India o mestiza en general. India que
destinan al servicio doméstico. En algunos casos, amante o
concubina.
chingada.- De chingar: fracasar; frustrarse alguna
cosa.
chiripá.- (Voz de origen quechua). Ropa
consistente en un pedazo cuadrilongo de género, el cual pasado por entre los
muslos y asegurado a la cintura por una faja, hace las veces de bombacha entre
la gente del campo.
chisgarabís.- Zascandil, mequetrefe,
chiquilicuatro.
chumalé.- Chúmbale, Interjección con que se azuza
a un perro.
churrete.- Mancha que ensucia alguna parte visible
del cuerpo.
chuscada.- Gracia.
-D-
depredación.- Saqueo con violencia y devastación.
Malversación o exacción injusta por abuso de autoridad o
confianza.
desaguisado.- Hecho contra la ley o la razón. Agravio,
denuesto, acción descomedida.
desmirriado.- Flaco, extenuado,
consumido.
desollado.- Descarado,
despellejado.
desollamiento.- De despellejar: murmurar de uno,
criticarle en su ausencia.
diapasón.- Alzar el-: aumentar la voz o el tono del
razonamiento.
diputación.- Dignidad de
diputado.
dolamas.- Achaques que padece una
persona.
dragoneado.- De dragonear.
dragoneante.- Soldado raso al que se le confían
funciones de cabo o sargento.
droguería.- Establecimiento en el que se venden
drogas.
-E-
ejido.- Campo común de un pueblo lindante con
él.
empingorotada.- Dícese de la persona elevada a posición
ventajosa. Encopetado, ensorberbecido.
endémica.- De endemia. Enfermedad frecuente en un
país.
enfrene.- De enfrenar: ponerle freno a un
caballo.
envite.- Apuesta que se hace en algunos
juegos.
epidemia.- Enfermedad que reina transitoriamente en
una localidad.
epígrafe.- Resumen o cita que suele encabezar una
obra científica o literaria o cada uno de sus capítulos o divisiones para
indicar su contenido. Inscripción, rótulo.
epigrama.- Inscripción. Composición poética breve,
precisa y aguda, que expresa un solo pensamiento principal, festivo o
satírico.
escaldado.- Escarmentado,
receloso.
espichase.- De espichar:
morir.
espoliadores.- De expoliar: despojar con violencia o
con iniquidad.
esquilman.- De esquilmar: Agotar o menoscabar una
fuente de riquezas sacando de ella mayor provecho que el
debido.
estaquear.- Estirar a un hombre entre cuatro estacas
amarrado a las mismas por las muñecas y los tobillos.
estrambote.- Versos que se agregan al final de una
composición poética, especialmente del soneto.
ex profeso.- (lat.) A
propósito.-
-F-
facón.- Daga o puñal grande, de punta aguda y
muy afilado, con una S en la empuñadura.
fachinal.- Estero o lugar anegadizo cubierto de
paja brava o junco.
felpiada.- De felpa: zurra de
golpes.
filantropía.- Amor al género
humano.
filípica.- Invectiva.
Reprimenda.
finiquito.- De fin y quito: remate de una cuenta o
certificación de su ajuste. Concluir, terminar.
fisgona.- Burlona.
fonda.- Establecimiento donde se da hospedaje y
se sirven comidas.
franchute.- Apodo que se le da al francés, aquí y en
España.
frieguen.- De fregar: moler, fastidiar,
jorobar.
-G-
gajes.- Perjuicios inherentes a un
empleo.
gambeta.- Regate, movimiento de un lado a otro.
Evasiva.
gaznápiro.- Palurdo, torpe.
gimoteos.- De gimotear: gemir con
frecuencia.
glosa.- Explicación o comentario de un
texto.
guacho.- Del quechua o del aimará Huajcha o
huagcha o chuagcho: pobre o huérfano.
gualichu: Voz tehuelche que significa mascota o
talismán. Maleficio, diablo o espíritu del mal.
guiñapo.- Andrajo o trapo roto, viejo o
deslucido.
-H-
harnero.- Criba.
hidrargirio.- (lat.) Mercurio,
azogue.
horchata.- De hordiate. Bebida de almendras,
chufas, pepitas de sandía, etc. machacads con agua y
azúcar.
hordiate.- Bebida hecha de
cebada.
-I-
ignominioso.- Que es ocasión o causa de ignominia.
Ignominia: afrenta pública. Oprobio.
indino.- Vulg. indigno.
infantas.- Niña durante la
infancia.
infragante. In-fraganti.-
De en flagrante: en el
momento de cometer el hecho.
infolio.- Libro en folio.
impertérrito.- Impávido.
iradé.- Decreto de los antiguos sultanes de
Turquía.
-J-
“jabón”.- Miedo, susto.
jaquet.- Prenda de vestir masculina. Se usa en
ocasiones especiales.
jarana.- Diversión
bulliciosa.
julepe.- Susto, miedo.
-K-
Krupps.- Cañón de origen
alemán.
-L-
ladino.- Fig. astuto,
taimado.
lanceros.- Especie de cuadrillas.
Danza.
libaciones.- Acción de libar. Probar o gustar un
licor.
liberal.- Adj. franco, corriente. Libre
pensador.
litografiado.- De litografía: arte de reproducir
dibujos, escritos, etc., grabándolos sobre una piedra preparada al
efecto.
lobizón.- Hombre lobo.
lonja.- Cuero descarnado y sin
pelo.
lúbrico.- Resbaladizo. Propenso a la
lujuria.
-M-
macachines.- (Arg.) Arjona
patagónica.
mandinga.- (Arg) Encantamiento, brujería,
diablos.
mandrias.- Necio, pusilánime,
haragán.
manea.- Traba que se pone a la manos o patas de
los animales.
maneadores.- Tira larga de cuero que sirve de
manea.
mansalva.- Sin ningún peligro. También a salvamano.
Con toda seguridad.
masones.- Miembros de la Masonería, sociedad
secreta.
matufia.- Engaño, superchería, embrollo,
timba.
matungo.- Dícese del caballo o yegua inservible
por lo trabajado y viejo.
maula.- Cobarde, inepto,
inservible.
mitín.- Por meeting (Vos inglesa):
manifestación, reunión o asamblea, acto político.
mentidero.- Lugar donde concurre gente
ociosa.
mercerías.- Comercio de cosas menudas y de poco
valor, como alfileres, cintas, etc. Tienda en que se
venden.
mermú.- Véase vermú.
mesada.- Lo que se da o paga
mensualmente.
mojar.- Introducirse o tener parte en un
negocio.
morlaco.- Peso, dinero.
morra.- Parte superior de la cabeza.
Juego.
-Ñ-
ñacurutú.- Búho, lechuzón.
ñangapichanga.- Engaño.
ñaupa.- Expresión adverbial tomada de la voz
quichua ñaupac, que significa antiguamente.
-O-
on
dit.- (Francés) Se dice.
opreso.- Oprimido.
orejano.- De oreja. Dícese del animal que está sin
marcar.
ostracismo.- Exclusión voluntaria o forzada de los
oficios públicos.
-P-
pago.- Lugar donde ha nacido o está arraigada
una persona. Vecindad, paraje. Localidad. Pueblo.
pajuate.- Por pazguato: persona simple,
boba.
paliar.- Aliviar
papanatas.- Hombre simple y
crédulo.
paquete.- Fam. Acicalado,
lujoso.
paquetones.- De paquete.
partido.- Distrito de una administración encabezado
por una ciudad o pueblo.
pasquinero.- Autor o editor de un
pasquín.
patatús.- Accidente débil.
pátina.- Especie de barniz duro, de color
aceitunado y reluciente que se forma en los objetos antiguos de
bronce.
pauta.- Regla o norma.
pelechando.- De pelechar: mejorar de fortuna o
posición.
pichuleador.- De pichulear: ganarse la vida en
negocios que apenas dan para mantenerse.
pináculo.- Parte superior.
pintiparada.- Acicalado, emperejilado, orgulloso,
relamido.
piringundín.- Baile popular de mala muerte. Salón
donde ese baile se realiza.
pirotécnico.- Técnico en fuegos de
artificio.
pirra.- Del gallego pirrarse: desvivirse por
conseguir algo.
pisaverde.- De pisar y verde: hombre presumido y
afeminado, que sólo se ocupa de acicalarse para vagar en busca de
galanteos.
pitadoras.- Fumadoras.
planazo.- Golpe que se da de plano con la espada o
el sable.
plantón.- Espera larga, cansadora y fatigosa.
Castigo.
pluscuam.- (Lat.) más que.
polka.- Danza de origen
polaco.
porrón.- Botella grande de barro vidriado en que
solía venir de Europa la ginebra y algún otro licor.
pringue.- Grasiento,
adiposo.
procaces.- De procaz. Desvergonzado,
atrevido.
¡pucha!.- Interj. vulg. Caramba. Así se dice la
pucha, la pucha digo.
pucho.- Del quichua: puchu, sobras) colilla. En
Arg. también: corta porción de una cosa y suele usarse en
diminutivo.
pulpería.- Negocio donde se venden artículos de
primera necesidad. Almacén.
pululan.- De pulular: abundar o bullir en un paraje
personas o cosas.
-R-
ranchujo.- Despectivo de
rancho.
raspa.- Trastienda.
redepente.- Por de pronto
refilón.- Oblicuamente, de
paso.
relamberse.- Por relamerse. Volver a lamer una cosa.
Saborear por anticipado.
Rémington.- Apellido inglés. Fusil o carabina que
lleva el nombre de su inventor.
rencilla.- Cuestión o riña de la que queda algún
encono.
retobo.- De retobar: forrar algo en un cuero
fresco sin curtir.
rodeo.- Sitio donde se para generalmente el
ganado vacuno.
rodrigón.- Criado que acompaña a una
persona.
runfla.- Del italiano ruffa: turba,
multitud.
-S-
salamanca.- Cueva donde se dice que los brujos
practican sus hechicerías.
sapientísimo.- Muy sapiente, muy
sabio.
sobado.- De sobar. Dícese de la cabalgadura que
el jineta a fatigado excesivamente.
soez.- Bajo, grosero, vil, indecente,
indigno.
sofión.- Del it. soffione, soffiare, soplar.
Bufido. Trabuco.
soponcio.- Desmayo, congoja.
sorcismos.- Por exorcismos.
sotreta.- Caballo inútil por viejo, mañero.
Insulto entre paisanos.
sucedáneo.- Dícese de la sustancia que por tener
propiedades parecidas a las de otra puede reemplazarla.
Smith-Wesson.- Marca de armas de
fuego.
suvención.- Por subvención.
-T-
tabelión.- Voz arcaica que significa
escribano.
tauro.- Jugador astuto, resuelto y
afortunado.
tandita.- Grupito.
tenidas.- Sesión.
terciar.- Mediar en algún ajuste o
discordia.
tergiversa.- De tergiversar: forzar un
argumento.
terno.- Palabrota soez.
testaferro.- Del italiano, que presta su nombre en un
negocio ajeno.
tiento.- Tira delgada de cuero que sirve para
hacer ligamentos, trenzas, botones, etc.
tieso.- Tenso, tirante.
timba.- Partida de juego de
azar.
tílbury.- Coche tirado por un solo
caballo.
titeo.- Burlarse de alguien, tomarle el
pelo.
transgredir.- Violar, quebrantar un precepto, ley,
etc.
trasquilado.- De trasquilar: cortar el pelo,
esquilar.
tremebunda.- Espantable, que hace
temblar.
tremolantes.- Que enarbolados se agitan,
flamean.
trompeta.- Fam. botarate, atrevido y algo
sinvergüenza.
truchimán.- Persona astuta y poco
escrupulosa.
truquista.- Jugador de truco.
tuti quanti.- (Italiano) Mod. adv. que significa “y
todos los demás”. Se usa en tono irónico o burlesco.
-U-
ultramontanos.- partidarios del ultramontanismo,
doctrinas y opiniones favorables al Papa.
ungüento de hidrargirio.- De mercurio o agua de
mercurio.
-V-
velorio.- De velar a un difunto. Figurativamente
fiesta muy poco concurrida o con muy poco animación.
vermú.- Por vermuth.- Licor
aperitivo.
vetusto.- Muy antiguo, de mucha edad,
viejo.
vichando.- De vichear. Por espiar, observar a
escondidas lo que pasa en un sitio.
viruta.- Hoja delgada que se saca con el cepillo
al labrar la madera o los metales.
vulevuz.- Por el francés “voulez vous”: ¿quiere
usted?
-Z-
zalamería.- Demostración afectada, exagerada de
afecto.
zaraza.- Tela de algodón, especie de
percal.