XAVIER ZUBIRI

 

 

SOCRATES Y LA SABIDURIA GRIEGA

 

 

I. LOS SUPUESTOS DE UNA FILOSOFIA.

II. EL HORIZONTE DE LA FILOSOFIA GRIEGA.

III. LAS SITUACIONES DE LA INTELIGENCIA: LOS MODOS DE LA SABIDURIA GRIEGA.

IV. SOCRATES: EL TESTIMONIO DE JENOFONTE Y DE ARISTOTELES.

V. SOCRATES: SU ACTITUD ANTE LA SABIDURIA DE SU TIEMPO.

VI. SOCRATES: LA SABIDURIA COMO ETICA.

VII. CONCLUSION: PLATON Y ARISTOTELES, DISCIPULOS DE SOCRATES

 

 

En medio de la cruel falta de datos históricos fehacientes de que se

dispone para el estudio de los orígenes de la filosofía de Platón y

Aristóteles, hay, sin embargo, un hecho inconcuso, a saber: que dicha

filosofía está vinculada, en sus orígenes, a la obra de Sócrates, y que

esta obra representa, a su vez, un decisivo punto de inflexión en la

trayectoria intelectual del mundo griego y de todo el pensamiento europeo.

Pero la obra de Sócrates se halla, a su vez, envuelta, más que en la

oscuridad, casi en el anonimato de sus discípulos inmediatos. Sólo

poseemos el testimonio directo de Platón, Aristóteles y Jenofonte, los

tres en función más bien de su peculiar objetivo. Como ocurre con la obra

de los pre-socráticos, de la de Sócrates sólo conocemos su reflejo en

Platón y Aristóteles. Por lo cual, todo intento de representar

positivamente y de un modo directo el cuadro completo de su modo de pensar

tiene que reemplazarse por la tarea, más modesta, pero única asequible, de

tratar de averiguar cuáles pudieron ser algunas de las dimensiones de su

obra que hayan podido dar lugar a la reflexión de Platón y Aristóteles. La

interpretación de Sócrates pende, en última instancia, de una

interpretación del origen de la filosofía de la Academia y del Liceo.

Ambas cuestiones son casi sustancialmente idénticas. Lo propio debe

decirse de casi toda la filosofía pre-socrática.

Los testimonios más antiguos convienen todos en que Sócrates no se ocupó

sino de ética, y que introdujo el diálogo como método para llegar a

averiguar algo universal acerca de las cosas. Se han dado mil

interpretaciones de estos testimonios. Para los unos, Sócrates fue un

intelectual ateniense, mártir de la ciencia; para los otros, se consagró

sólo a problemas éticos. Pero mientras en ambas concepciones Sócrates

aparece como un filósofo, en otras se presenta tan sólo como un hombre

animado de un deseo de perfección personal, sin el menor ribete de

filosofía.

En cambio, es evidente que Platón, en cualquiera de esas tres dimensiones

hipotéticas, continúa a Sócrates, y Aristóteles a Platón. La filología

moderna se ha visto precisada, es verdad, a introducir importantes

retoques en este cuadro, cuando se quiere descender a los detalles. Sin

embargo, el hecho permanece.

Pero esto no significa forzosamente que haya de concebirse la línea

"Sócrates-Platón-Aristóteles" como un trazo continuo.

Cabría modificar levemente la imagen geométrica de una trayectoria

sustituyéndola por la de un haz cuyo centro se encontrara en Sócrates

mismo. Aristóteles, más que continuación de Platón, es un replanteo de los

problemas filosóficos desde la raíz misma de donde Platón los tomaras Si

se quiere hablar de continuación, es, más que nada, la continuación de una

actitud y de una preocupación antes que de la de un sistema de problemas y

conceptos. Claro está que ra continuidad de la actitud implica también la

comunidad parcial de sus problemas y la consiguiente discusión de puntos

de vista. Pero lo primario es, en Aristóteles, este esfuerzo con que

repite a limine el esfuerzo intelectual de Platón. Y, a su vez, Platón

repite el esfuerzo intelectual que ha aprendido de su maestro Sócrates,

partiendo de la raíz misma de que partió la reflexión socrática. Sócrates,

Platón y Aristóteles son más bien, como decía, los tres rayos de un haz

que emergen de un punto finito de la historia. Lo interesante es precisar

la posición de dicho punto. Lo que Sócrates introduce en Grecia es un

nuevo modo de Sabiduría. Esto necesitaría larga explicación. La índole de

este artículo me autoriza a aportar solamente alguna idea general. Para

ello es menester fijar de una manera precisa qué es eso que se ha llamado

filosofía pre-socrática. Lo cual exige, a su vez, algunas ideas previas

acerca de la interpretación histórica de una filosofía.

 

I

LOS SUPUESTOS DE UNA FILOSOFIA

Toda filosofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta

experiencia. Contra lo que el idealismo absoluto ha pretendido, la

filosofía no nace de sí misma. Y ello, en varios sentidos: primeramente,

porque sí así fuera, no sería explicable que la filosofía no hubiera

existido plena y formal en todos los ángulos del planeta, desde que la

humanidad existe; en segundo lugar, porque la filosofía muestra un elenco

variable de problemas y de conceptos; finalmente, y, sobre todo, porque la

posición misma de la filosofía dentro del espíritu humano ha sufrido

sensibles oscilaciones. Tendremos ocasión, en este mismo estudio, de

apuntar cómo, en efecto, la filosofía, que en sus comienzos pudo designar

algo muy próximo a la sabiduría religiosa, por ocuparse de las ultimidades

hondas y permanentes del mundo y de la vida, se convirtió en una forma de

saber del universo, llamada teoría, para abocar más tarde a una

investigación acerca de las cosas en cuanto son; la serie podría aún

prolongarse.

Pero el que toda la filosofía parta de una experiencia no significa que

esté encerrada en ella, es decir, que sea una teoría de dicha experiencia.

No toda experiencia es lo suficientemente rica para que la filosofía se

limite a ser su vaciado conceptual, ni toda filosofía es lo

suficientemente original para que implique una experiencia irreductible a

otras. Además, en manera alguna quiere decirse que la filosofía tenga que

ser, ni tan siquiera parcial y remotamente, una prolongación conceptual de

la experiencia básica. La filosofía puede contradecir y anular la

experiencia que le sirve de base, inclusive desentenderse de ella y hasta

anticipar formas nuevas de experiencia. Pero ninguno de estos actos seria

posible sino poniendo el pie en una experiencia básica que permitiera el

brinco intelectual de la filosofía. Esto quiere decir que una filosofía

sólo adquiere fisonomía exacta referida a su experiencia básica.

Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de

la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja, con

verdad o sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio

efectivo con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar

natural de la realidad. Por tanto, cualquier otra realidad necesitará

estar implicada y exigida por la experiencia, sí ha de ser racionalmente

ineludible. No prejuzgamos aquí la índole de esta experiencia: en

especial, urge eliminar de raíz el concepto de experiencia entendida como

conjunto de unos presuntos datos de conciencia. Probablemente, los datos

de conciencia, en cuanto tales, no pertenecen a esa experiencia radical.

Se trata más bien, según decía, de la experiencia que el hombre adquiere

en el comercio efectivo con cosas reales y efectivas.

Sería un grave error identificar esta experiencia con la experiencia

personal. Son escasísimos, quizá, los hombres que poseen una experiencia

personal, en el pleno sentido del vocablo. Pero, aun admitiendo que todos

posean alguna, esta experiencia personal, aun en el caso más rico y

favorable, constituye un núcleo minúsculo e íntimo dentro de un área mucho

más vasta de experiencia no-personal. Esta experiencia no personal se

halla integrada, ante todo, por una capa enorme de experiencia que le

llega al hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma

precisa de experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de

experiencia impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su

entorno. En una zona más periférica, pero enormemente más amplia aún, se

extiende esa forma de experiencia que constituye el mundo, la época y el

tiempo en que se vive.

Y de esta experiencia forma parte no sólo el trato con los objetos, sino

también la conciencia que de sí mismo tiene el hombre, en un triple

sentido: primero, como repertorio de lo que los hombres han pensado acerca

de las cosas, sus opiniones e ideas sobre ellas; en segundo lugar, la

manera peculiar como cada época siente su propia inserción en el tiempo,

su conciencia histórica; finalmente, las convicciones que el hombre lleva

en el fondo de su vida individual, tocantes al origen, al sentido y al

destino de su persona y de la de los demás.

Interesa enormemente subrayar la peculiar relación en que se hallan estos

diversos estratos de experiencia. No es posible tratar de hacerlo en este

lugar. Pero sí es imprescindible dejar consignado que cada una de estas

zonas, dentro de su solidaridad con las demás, como momentos de una

experiencia única, posee una estructura propia y, hasta cierto punto,

independiente. Así, la experiencia, en el sentido de estructura del mundo

en una época, puede, a veces, hallarse incluso en oposición con el

contenido de las demás zonas de experiencia. El judío y el hereje vivieron

durante la Edad Media en un mundo cristiano, dentro del cual eran, por

eso, justamente hetero-doxos. Hoy estamos a punto de que los católicos

sean los verdaderos heterodoxos, relativamente a nuestro mundo

descristianizado. En la Edad Media había mentes heréticas: la mentalidad

era, sin embargo, cristiana. Para los efectos de este trabajo, lo que aquí

nos importa es apuntar a la experiencia básica de una filosofía, en el

sentido modesto de dar con la mentalidad de que parte.

El análisis de esta experiencia básica descubre, en primer lugar, lo que

más salta a la vista: su peculiar contenido. En realidad, es lo que en

ciertos momentos se ha entendido formalmente por historia: la colección de

los llamados hechos históricos. Pero sí la historia pretende ser algo más

que un fichero documental, ha de tratar de hacer inteligible el contenido

de un mundo y de una época.

Y, por lo pronto, toda experiencia surge solamente gracias a una

situación. La experiencia del hombre, como decía, es el lugar natural de

la realidad, gracias, precisamente, a su interna limitación, que le

permite aprehender unas cosas y unos aspectos de ellas, con exclusión de

otros. Toda experiencia tiene un perfil propio y peculiar. Y este perfil

es el correlato objetivo de la situación en que se halla instalado el

hombre. Según esté él situado, así se sitúan las cosas en su experiencia.

La historia ha de tratar de instalar nuestra mente en la situación de los

hombres de la época que estudia. No para perderse en turbias

profundidades, sino para tratar de repetir mentalmente la experiencia de

aquella época, para ver los datos acumulados "desde dentro". Naturalmente,

esto exige un penoso esfuerzo, difícil y prolongado. La disciplina

intelectual que nos lleva a realizarlo se llama filología.

Más aún: la experiencia es siempre experiencia del mundo y de las cosas,

incluyendo al hombre mismo; lo cual supone que el hombre vive, en efecto,

dentro de unas cosas y entre ellas. La experiencia consiste en la forma

peculiar con que las cosas ponen su realidad en las manos del hombre. La

experiencia supone, pues, algo previo. Algo así como la existencia de un

campo visual, dentro del cual son posibles diversas perspectivas. La

comparación indica ya que esa existencia del hombre dentro de las cosas y

entre ellas no es comparable a la de un punto perdido en la infinidad del

vacío. Aun en esta dimensión, aparentemente tan vaga y primaria del

hombre, su existencia es limitada, como lo es el campo visual para los

ojos. Esta limitación llámase, por ello, horizonte. El horizonte no es una

simple limitación externa del campo visual: es más bien algo que, al

limitarlo, lo constituye, y desempeña, por consiguiente, la función de un

principio positivo para él. Tan positivo, que deja justamente ante los

ojos lo que hay fuera de él, como un "mas allá" que no vemos lo que es y

se extiende sin límites, punzando constantemente la más honda curiosidad

del hombre. Porque, en efecto, además de las cosas que dentro del mundo

nacen y mueren, hay otras cosas que entran en el mundo, acercándose desde

el horizonte, o se desvanecen, perdiéndose tras él. En todo caso, las

relaciones de lejanía y proximidad dentro del horizonte confieren a las

cosas su primera dimensión de realidad para el hombre.

Y, como limitante que es, el horizonte tiene que constituirse por algo de

donde surge. Sin ojos, no habría horizonte. Todo horizonte implica un

principio constituyente, un fundamento que le es propio.

Estos tres factores de la experiencia de una época: su contenido, la

situación y el horizonte (a una con su fundamento), son tres dimensiones

de la experiencia de distinta movilidad. La máxima labilidad compete al

contenido mismo de la experiencia: mucho más lento, pero, en definitiva,

muy variable, es el movimiento de la situación; el horizonte varía con

lentitud enorme, tan lentamente, que los hombres casi no tienen conciencia

de su mutación y propenden a creer en su fijeza, mejor dicho, precisamente

por ello, ni se dan cuenta casi de su existencia. Algo semejante a lo que

ocurre al viajero de un avión, cuyo panorama varia tan insensiblemente

como el movimiento de las agujas de un reloj (1).

Este cambio no puede asimilarse, contra lo que la metáfora del

evolucionismo biológico aplicada a la historia pudo hacer suponer durante

muchos años, a una especie de crecimiento, madurez y muerte de las épocas,

o de las culturas, como entonces se decía. Esta idea que Spengler asienta

como la base de su libro, es tal vez lo más insostenible de él. La

experiencia que compone una época histórica, con ser el lugar natural de

la realidad, no es mas que eso: su lugar natural. Pero la existencia del

hombre no se limita a estar situada en un lugar, aunque sea real. A su

vez, la "realidad del mundo" no es la realidad de la vida: aquélla se

limita tan sólo a ofrecer a esa otra realidad que se llama hombre un

conjunto infinito de posibilidades de existencia. Las cosas están

situadas, primariamente, en ese sedimento de realidad llamado experiencia

a título de posibilidades ofrecidas al hombre para existir. Entre ellas,

el hombre acepta unas y desecha otras. Esta decisión suya es la que

transforma lo posible en real para su vida. Con ello, el hombre está

sometido a constante cambio porque esa nueva dimensión real que añade a su

vida modifica el cuadro de su experiencia y, por tanto, el conjunto de

posibilidades que le brinda el instante siguiente. Con su decisión, el

hombre emprende una trayectoria determinada, a causa de la cual nunca está

seguro de no haber malogrado definitivamente en un momento tal vez las

mejores posibilidades de su existencia. El momento siguiente presenta un

cuadro completamente distinto: obturadas unas, disminuidas otras,

agigantadas tal vez algunas más, pocas nuevas y originales. Y como la

actualidad de lo posible, en tanto que posible, según nos decía ya

Aristóteles, es el movimiento, así también el ente cuya realidad emerge de

sus posibilidades, es, por esto, un ente móvil. Por serlo, cambia en el

tiempo, no reposa en ningún estado. Las cosas no están en movimiento

porque cambien, sino que cambian porque están en movimiento. Cuando la

actualización de las posibilidades es fruto de una decisión propia,

entonces no solamente hay estados de movimiento, sino acontecimientos. El

hombre es un ente que acontece, y a este acontecer se llama historia.

De tiempo atrás se define precisamente al ser libre el ente que es causa

de sí mismo (Santo Tomás). Por esto resulta que, en el hombre, la raíz de

la historia es la libertad. Lo que no es eso es naturaleza. El error del

idealismo ha estribado en confundir la libertad con la omnímoda

indeterminación. La libertad del hombre es una libertad que, al igual que

la de Dios, sólo existe formalmente en la manera de estar determinado.

Pero, a diferencia de la libertad divina, creadora de las cosas, la

libertad humana sólo se determina eligiendo entre diversas posibilidades.

Como estas posibilidades le están "ofrecidas", y como este ofrecimiento

depende parcialmente, a su vez, de las propias decisiones humanas, la

libertad del hombre adopta la forma de un acontecer histórico.

Del complejo enorme de cuanto habría que decir para estudiar los orígenes

de la filosofía ática no me interesa referirme, de momento, más que a la

mentalidad dentro de la cual nace, y aun eso en su aspecto puramente

intelectual. Aplicando a la vida intelectual las últimas consideraciones

que acabamos de apuntar, nos encontramos, por ejemplo, con que el

pensamiento de toda época, además de contener lo que propiamente afirma o

niega, apunta a otros pensamientos distintos y hasta opuestos entre si.

Toda afirmación o negación, en efecto, por rotunda que sea, es incompleta

o, por lo menos, postula otras afirmaciones o negaciones, sólo unida a las

cuales posee plenamente verdad. Por esto decía Hegel que la verdad es

siempre el todo y el sistema. Lo cual no obsta, sin embargo-antes bien,

implica-, que, dentro de sus límites, una afirmación sea verdadera o

falsa. Frente a ella se ciernen entonces las direcciones diversas en que

puede ser desarrollada. De ellas, unas serán verdaderas; otras, falsas.

Mientras la primitiva afirmación no se vincule disyuntivamente ni a unas

ni a otras, todavía es verdadera. El pensar humano, que, tomado

estáticamente en un momento del tiempo, es lo que es, por tanto, verdadero

o falso, es, tomándolo dinámicamente en su proyección futura, verdadero y

falso, según la ruta que emprendas La cristología de San Ireneo, por

ejemplo, es, naturalmente, verdadera. Pero algunas de sus afirmaciones o,

por lo menos, de sus expresiones, son tales, que, según se incline el

pensamiento un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda, caerá

del lado de Arrio o de San Atanasio. Antes de esa decisión todavía son

verdad. Después de ella, lo serán, tomadas en un sentido, y no lo serán,

tomadas en otro. Junto a los pensamientos plenamente pensados, la historia

está llena de esta suerte de pensamientos que podríamos llamar incoados.

O, si se quiere, el pensamiento, además de su dimensión declarativa, tiene

una dimensión incoativa: todo pensamiento piensa algo con plenitud y

comienza a pensar algo germinalmente. Y no se trata del hecho de que de

unos pensamientos puedan deducirse otros por vía de razonamiento, sino de

algo más previo y radical, que afecta no tanto al conocimiento que el

pensar suministra como a la estructura misma del pensar en cuanto tal.

Gracias a ello, el hombre posee una historia intelectual. Veremos

inmediatamente algún caso ejemplar de funcionamiento de esta forma de

pensar incoativa: unos pensamientos que ofrecen dos posibilidades

levemente distintas, de las cuales una ha conducido a la espléndida

floración del intelectualismo europeo, y otra ha llevado a la mente por

las vías muertas de la especulación asiática. Porque no se trata tan sólo

de que esas posibilidades que al pensamiento se ofrecen sean verdaderas o

falsas, sino de que las rutas sean o no vías muertas. En cada instante de

su vida intelectual, cada individuo y cada época se hallan montados sobre

el constitutivo riesgo de avanzar por una vía muerta.

Probablemente, la acción de Sócrates ha consistido en habernos echado a

andar no por una vía muerta, sino por la que lleva a lo que será el

intelecto europeo entero. La "obra" de Sócrates se inscribe en el

horizonte mental del pensamiento griego. Se sitúa dentro de él de un modo

peculiar, determinado por la dialéctica de las situaciones anteriores por

que han atravesado "los grandes pensadores". Ello le permite una

experiencia especial del hombre y de las cosas, de la que saldrá en su

hora la filosofía de Platón y de Aristóteles.

II

EL HORIZONTE DE LA FILOSOFIA GRIEGA

El horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento,

en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las

alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan

sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna

vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no

sólo individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades,

los pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un

destino inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal

mutación adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes.

Puede incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical

como el griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva,

orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo,

gígnomai, expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.

Precisamente esta idea del movimiento como generación constituye la línea

divisoria del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo.

Aquí abajo, la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las

cosas sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós,

integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el

sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local

del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses inmortales.

Recuérdese cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era

descubre el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su

esquema del universo no se parezca en nada al del griego. De un lado, las

cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para

hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino

transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para

el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente

a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el

dualismo "cielo-tierra" sino "mundo-alma".

¿Cuál es el fundamento que hace posible el que esta movilidad constituya

el horizonte del campo visual del hombre antiguo?

El hombre es un ser natural. Y, dentro de la naturaleza, pertenece a la

región menos consistente de ella, a la tierra. El hombre es un ser dotado

de vida, un ser animado, un zôion, que, análogamente a los demás seres

vivos, nace y muere después de una vida, en definitiva, efímera. Pero este

ser viviente lleva dentro de sí, a diferencia de los demás, una extraña

propiedad.

Los demás vivientes, por el hecho de tener vida, no hacen más que estar

viviendo. Lo mismo tratándose del árbol que del animal, vivir es

simplemente estar viviendo, es decir, ejecutando aquellos actos que brotan

del viviente mismo y van orientados a su perfección interna. En la planta,

estos movimientos están tan sólo orientados, en el sentido del

crecimiento, hacia la atmósfera o hacia la tierra. En el animal, los

movimientos están orientados por una "tendencia" y una "noticia", gracias

a la cual "discierne" y "marcha" a la captura de las cosas o huye de

ellas.

Pero en el hombre hay algo completamente distinto. El hombre no se limita

a estar viviendo, a ejercitar sus funciones vitales. Su érgon forma parte

de un plan de conjunto, de un bios, que es, en amplia medida,

indeterminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien tiene que

determinar por decisión y deliberación. No sólo está viviendo, sino que

parcialmente está haciendo su vida. Por eso su naturaleza tiene el extraño

poder de entender y manifestar lo que hace, en todas sus dimensiones, al

hombre que hace y a las cosas con que hace, tà prágmata. A este poder el

griego llamó lógos, que los latinos vertieron, con bastante poca fortuna,

por ratio, razón. El hombre es un ser viviente dotado de logos. El logos

nos da a entender lo que las cosas son. Y, al expresarlo, las da a

entender a los demás, con quienes entonces discute y delibera esas

prágmata, que en este sentido llamaríamos "asuntos". De esta suerte, el

logos, además de hacer posible la existencia de cada hombre, hace posible

esa forma de coexistencia humana que llamamos convivencia. Convivir es

tener asuntos comunes. Por esto, la plenitud de convivencia es la pólis,

la ciudad. El griego ha interpretado indiferentemente al hombre como

animal dotado de logos o como animal político. Si el contenido concreto de

la póiis es obra de un nómos, de un estatuto, y tiende a la eunomía, al

buen gobierno, su existencia es, para un griego, un hecho "natural" La

pólis existe, como existen las piedras o los astros.

Por medio del logos el hombre regula, pues, sus acciones cotidianas, con

la intención de "hacerlas bien". El griego ha adscrito esta función del

logos a aquella parte del principio vital humano que no se halla

"mezclada" con el cuerpo, que no sirve para animarlo, sino, al revés, para

dirigir su vida, llevándole, por encima de las impresiones de su

vitalidad, al reino de lo que las cosas son de veras. Esta parte recibe el

nombre de noûs, mens (2). En realidad, el logos no hace sino expresar lo

que la mens piensa y descubre. Es el principio de lo más noble y superior

en el hombre.

La mente tiene, para un griego, dos dimensiones. Por un lado, consiste en

ese maravilloso poder de concentración que el hombre posee: una actividad

que le hace patente su objeto en lo que tiene de más intimo y propio. Por

esto, Aristóteles lo comparaba con la luz. Llamémosle reflexión o

pensamiento. Pero no es una mera facultad de pensar que, como tal, puede

acertar o errar, sino un pensamiento que, por su propia índole, va certera

e infaliblemente dirigido al corazón de su objeto; algo, por tanto, que,

cuando actúa plenamente por si mismo, coloca a todas las cosas, aun las

más remotas, cara a cara ante el hombre, denunciando su verdadera

fisonomía y consistencia por encima de las impresiones fugaces de la vida.

El ámbito de la mente, dirían los griegos, es el "siempre". (Platón: Rep.

484, b4).

Pero, por otro lado, el griego jamás concibió a la mente como una especie

de foco inalterable en el fondo del hombre. Es un pensar certero e

infalible; pero en este respecto es una especie de "sentido de la

realidad", que, como un fino pálpito, pone al hombre en contacto con lo

íntimo de las cosas. Aristóteles lo comparaba, por esto, a una mano. La

mano es el instrumento de los instrumentos, puesto que todo instrumento lo

es por ser "manejable". Análogamente, la mente es el lugar natura de la

realidad para el hombre. Por esto tiene, para un griego, un sentido mucho

más hondo que el de la pura intelección. Se extiende a todas las

dimensiones de la vida, a todo cuanto hay de real en ella. Este sentido

es, por esto, susceptible de adiestramiento o embotamiento. Nadie carece

por completo de él. Puede hallarse, a veces, paralizado (el demente); pero

normalmente funciona invariablemente, según el estado del hombre, su

temperamento, su edad, etc. Es algo que, por afinarse en el uso que en la

vida hacemos de ello, sólo se posee, con la plenitud posible para cada

cual, en la ancianidad. Sólo el anciano posee plenamente ese sentido, ese

saber de la realidad, adquirido en la "experiencia de la vida", en el

comercio y contacto real con las cosas.

En todo caso, obrar conforme al noûs, a la mente, es obrar asentando sus

juicios sobre lo inconmovible del universo y de la vida. Este saber de lo

inconmutable, de lo que es siempre, allá en las ultimidades del mundo, es

a lo que el griego, al igual que todos los pueblos que han sabido

expresarse, llamó sophía, sabiduría. La vida participa desigualmente de

ella: desde el insensato hasta el sabio por antonomasia, pasando por el

mero "prudente". Esta sofía, como experiencia de la vida, se torna a veces

en una Sofía, en un saber excepcional y sobrehumano de las ultimidades de

la realidad. La Sofía, así entendida, tiene para un griego una existencia

estrictamente supratemporal. Es un don de los dioses. Por eso tiene

primariamente carácter religioso. Los hombres son capaces de poseerla,

porque tienen una propiedad, el noûs, que les es común con los dioses. Por

esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo más divino de cuanto

tenemos (Met., 1074, b16). El primitivo griego la ha concebido como un

poder divino que lo llena todo y que se comunica exclusivamente al hombre

entre todos los vivientes, confiriéndole su rango peculiar. Aquellos a

quienes les fue concedida en forma excepcional y casi sobrehumana (982, b

28), como nuncios de la verdad, son los sabios, y su doctrina es Sofia,

Sabiduría.

En realidad, he anticipado algunas ideas que lógicamente debieran venir

después. Pero me pareció preferible apuntar derechamente al objetivo, aun

a trueque de tener que dar inmediatamente algunos pasos hacia atrás.

En resumen: para un griego, el hombre, como ser viviente, sólo existe en

el universo apoyándose en este presunto aspecto de la permanencia que su

mente le ofrece. Entonces es cuando la mutabilidad de todo lo real se

convierte en horizonte de visión del universo y de la propia vida humana.

Y entonces también nace la sabiduría. Naturalmente, no es que los griegos

hayan tenido explícita conciencia de ello. Incluso tal vez les haya sido

imposible tenerla, porque lo propio del horizonte es no dejarse ver como

tal para una mirada directa, a fuerza, precisamente, de hacemos ver las

cosas. Pero nosotros, colocados en un horizonte más amplio, podemos darnos

clara cuenta de ello.

 

 

III

LAS SITUACIONES DE LA INTELIGENCIA:

LOS MODOS DE LA SABIDURIA GRIEGA

Dentro de este horizonte, la sabiduría griega se ha visto envuelta en una

cadena de situaciones que conviene recordar.

1. La sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza.-En las

costas del Asia Menor surge por vez primera, con Anaximandro, el tipo del

gran pensador que se enfrenta con la totalidad del universo. Para

referirnos, no solamente su nacimiento por la acción de los dioses o de

agentes extramundanos, como aconteció en las sabidurías orientales, sino

su realidad propia, la cual, sin excluir lo más mínimo dichas acciones

(conviene subrayarlo taxativamente), posee, sin embargo, en sí misma una

estructura unitaria y radical por el hecho de que del universo mismo, y no

simplemente de los dioses, nacen, viven y a él revierten, cuando mueren,

todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra. Este fundo

universal, de donde nace todo cuanto hay, es la Naturaleza, la physis.

Este nacimiento se concibe por estos pensadores, con Anaximandro a la

cabeza, como un magno acto vital. Y ello en dos esenciales dimensiones.

Por un lado, las cosas nacen de la Naturaleza, como algo que ésta produce

"de suyo" (arkhé) (3). Por aquí la Naturaleza parece dotada de una

estructura propia, independientemente de las vicisitudes teogónicas y

cosmogónicas. Por otro lado, la generación de las cosas se concibe como un

movimiento en que éstas se van autoconformando en esa especie de sustancia

que es la Naturaleza. En este sentido, la Naturaleza no es principio, sino

algo que constituye, para este primer brote arcaico del pensamiento, el

fondo permanente que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que

todas están hechas (Aristóteles: Met., 983, b13). Con la idea de la

"permanencia" de ese fundo, el pensamiento griego abandonó definitivamente

los cauces de la mitología y de la cosmogonía, para dar origen a lo que

más tarde será la filosofía y la ciencia. Las cosas, en su generación

natural, reciben de la Naturaleza su sustancia. La Naturaleza misma es

entonces algo que permanece eternamente fecundo e imperecedero, "inmortal

y siempre joven", como la llamaba aun Eurípides, en el fondo y por encima

de la caducidad de las cosas particulares, fuente inagotable de todas

ellas (ápeiron). Por esto, el griego se imaginó primitivamente la

eternidad como un perfecto volver a comenzar sin menoscabo, como una

perenne juventud, en la que los actos revierten sobre quien los ejecuta,

para volver a repetirse con idéntica juventud. Incluso lingüísticamente ha

podido verse (Benveniste) cómo los dos términos de aiôn y iuvenis,

eternidad y juventud, tienen una raíz idéntica (*ayu-, *yu-) que expresa

la eternidad como una perenne juventud, como un eterno retorno, como un

movimiento cíclico. Por esto, los grandes pensadores griegos, y todavía

aun el propio Aristóteles, llamaron a la naturaleza "lo divino" (tó

theion). Para las antiguas religiones politeístas, en efecto, ser divino

significa ser inmortal, pero con una inmortalidad que deriva de un

"inagotable" caudal de vitalidad.

La Naturaleza es también, para un griego, algo "divino theîon, en este

sentido. Abarca todas las cosas: está presente en todas ellas. Y esta

presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. Estas

variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un orden y a una

medida: es el tiempo (khrónos).

Los que arrancaron así al universo el velo que ocultaba su Naturaleza,

revelando a los hombres lo que siempre es, se llamaron los Sabios

(sophoí), o, como dice Aristóteles, "los que filosofaron acerca de la

verdad". Esta verdad no consistió, en efecto, sino en el descubrimiento de

la Naturaleza; por esto, al hablar de ella, Aristóteles emplea como

sinónimos buscar la verdad y buscar la Naturaleza (Phys., 191, a24). Las

obras de eslos sabios han sido invariablemente poemas intitulados: "Acerca

de la Naturaleza" (4). Con otro nombre, pero por el mismo motivo,

Aristóteles los llamó también fisiólogos, aquellos que buscaron la razón

de la Naturaleza.

Los hombres llevaron a cabo este descubrimiento por la excepcional fuerza

de su mente, capaz de concentrarse y abarcar con su mirada escrutadora (es

lo que significa el vocablo griego theória) la totalidad del universo y de

penetrar hasta su última raíz, comunicando así con lo divino (Aristóteles:

Met., 1075, a8).

El contenido de estas sabidurías (Aris., Met., 982, b15) es

preferentemente lo que hoy llamaríamos astronomía y meteorología. Los

fenómenos en que la Naturaleza se manifiesta por excelencia son

precisamente los grandes fenómenos atmosféricos y astronómicos en que se

desencadenan los supremos poderes que se ciernen sobre todas las cosas

particulares del universo. Por otra parte, la teoría ha consistido

primariamente en "mirar al cielo, a las estrellas". La contemplación de la

bóveda celeste ha llevado a la primera intuición de la regularidad,

proporción y carácter cíclico de los grandes movimientos de la Naturaleza.

Finalmente, la generación, la vida y la muerte de los seres vivientes nos

remiten al mecanismo de la Naturaleza. Esta se muestra-sobre todo en estos

tres órdenes-a quien posea la fuerza para descorrer el velo que la oculta

(ya Heráclito decía que a la Naturaleza le gusta esconderse). Esta es la

verdad que nos procura este tipo de sabiduría.

Para apreciar en su justo valor el alcance de esta actitud, coloquémonos

en la raíz de donde emerge. Trátase, en efecto, de una sabiduría; por

consiguiente, de ese tipo de saber que llega a las ultimidades del mundo y

de la vida, fijando su destino y dirigiendo sus actos. En ello convienen

el griego, el caldeo, el egipcio y el indio.

Pero, para el caldeo y el egipcio, el cielo y la tierra son pro duetos de

los dioses, que nada tienen que ver con la índole misma de aquéllos. La

teogonía se prolonga así en una cosmogonías Lo que ésta nos muestra es el

lugar que cada cosa posee en el mundo, la jerarquía de potestades que se

ciernen sobre él. Por esto, el Sabio oriental interpreta el sentido de los

eventos. El contenido de su sabiduría es, en buena parte, "presagio".

Pero en el mundo indo-europeo la mirada llegará un día a detenerse más

largamente en el espectáculo de la totalidad del universo. En lugar de

referirla simplemente a un pretérito y relatar su origen o de proyectarla

sobre un futuro, adivinando su sentido, se detiene, "asombrada", ante él,

por lo menos momentáneamente. Por el asombro, nos dice Aristóteles, nació,

efectivamente, la sabiduría. En este momento, las cosas aparecen asentadas

y agitándose en la mole compacta del universo. Ha bastado este momento de

detención de la mente en el mundo para separar a indios, iranios y griegos

del resto del Oriente. Ya no tendremos cosmogonía, o, por lo menos, su

cosmogonía contendrá incoactivamente algo muy distinto. La sabiduría deja

de ser presagio para convertirse además en Sofía y en Veda.

Fijémonos ahora en lo que acontece dentro de esta visión. Si atendemos a

lo que dicen, el sabio griego se halla muy próximo al indo-iranio. No hay

más que 'una leve inflexión, que, en proximidades casi infinitesimales al

origen, es poco menos que imperceptible. Una ligera oscilación, y se

tendrá la ruta que, a lo largo de la historia, llevará al hombre europeo

por nuevos derroteros.

Al igual que en los primeros sabios griegos, hay, en algunos himnos

védicos y en los Brahmanas y en las Upanisads más antiguas, referencias al

universo en su conjunto, al todo de lo que hay y a lo que no hay. El

universo entero se halla asentado en el Absoluto, en el Brahman. Pero al

llegar a este punto, el indio se dirige a ese universo, o para evadirse de

él o para sumergirse en su raíz divina, y hace de esta evasión, o

inmersión, la clave de su existencia. Es la identidad del Atman y del

Brahman. El hombre se siente parte de un todo absoluto, y a él revierte.

La sabiduría del Veda tiene, ante todo, un carácter operativo. Es verdad

que algún día pretenderá pasar por etapas que pueden parecerse a un

conocimiento casi especulativo. Pero este conocimiento es siempre una

acción cognoscitiva, orientada hacia el Absoluto, es una comunión con él.

En lugar de la fisiología jónica, tenemos la teosofía y la teurgia

brahmánicas.

Muy otra es la situación del sabio griego. No es que no quiera desempeñar

una función rectora para el sentido de la vida. Todavía dice Aristóteles

que uno de los sentidos que el vocablo Sabio posee en su tiempo es el de

dirigir a los demás y no ser dirigido por nadie (Met., 982, a17). Su

función rectora se asienta en un saber excelente que abarca todo cuanto

existe, especialmente lo más difícil e inaccesible al común de los hombres

(982, a8-12). Pero este saber no es operativo, mejor dicho, no lo es en el

mismo sentido que para el indio. La sabiduría griega es un puro saber. En

lugar de lanzar al hombre a arrojarse al universo o a evadirse de él, el

saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la Naturaleza y ante

sí mismo. Y en esta maravillosa retracción, deja que el universo y las

cosas queden ante sus ojos, naciendo éstas de aquél, tales como son (5).

La operación de la mente griega es un hacer que consiste en no hacer con

el universo nada más que dejarlo, ante nuestros ojos, tal como es.

Entonces es cuando propiamente nos aparece el Universo como Naturaleza. La

operación no tiene más término que la patencia. Por esto, su atributo

primario es la verdad. Si el sabio griego dirige la vida, es con la

pretensión de asentarla en la verdad, de hacer al hombre vivir de la

verdad (6). Es la leve inflexión por la que la Sabiduría, como

descubrimiento del universo, deja de ser una posesión del Absoluto para

convertirse simplemente en posesión de la verdad de su Naturaleza. Por

esta minúscula decisión nació el intelecto europeo con toda su fecundidad

y comenzó a escudriñar en los abismos de la Naturaleza; el Oriente, en

cambio, se dirigió hacia el Absoluto por una vía muerta en el orden de la

inteligencia.

La sabiduría de los grandes pre-socráticos intenta decirnos algo de la

Naturaleza, nada más que por la Naturaleza misma. En la verdad del sabio

griego, el descubrimiento de la Naturaleza no tiene finalidad distinta del

descubrimiento mismo; por esto es una actitud teorética. La sabiduría deja

de ser primariamente religiosa para convertirse en especulación teorética.

Pero sería un profundo error pensar que esta especulación es, en los

primeros pensadores griegos, algo parecido a lo que más tarde se llamó

epistêmê, y que nosotros propenderíamos a llamar ciencia. Esta sabiduría

teorética, más que una ciencia, es una visión teorética del mundo. El

hecho de que los escasos fragmentos de pre-socráticos que poseemos nos

hayan llegado a través de pensadores casi todos posteriores a Aristóteles,

ha podido falsear nuestra imagen del saber pre-socrático. En rigor, sí

poseyéramos sus escritos íntegros, probablemente se parecerían muy poco a

lo que entendemos por filosofía y por ciencia. Sus contemporáneos mismos

debieron sentir la acción y la palabra del Sabio como un despertar a un

mundo nuevo por el asombro. Fue como un despertar a la luz del día. Y,

como refiere Platón en el "Mito de la Caverna", el hombre que sale por

primera vez de la oscuridad al sol del mediodía siente de pronto el dolor

de la ofuscación y sus movimientos son un tanteo incierto, dirigidos, más

que por la luz nueva, por el recuerdo de la oscuridad pretérita. En su

visión y en su vida este hombre ve y vive en la luz, pero interpretándola

desde la oscuridad. De ahí el carácter marcadamente confuso y

bidimensional de esta sabiduría en estado de despertar. Por un lado, se

mueve en un nuevo mundo en el mundo de la verdad, pero lo interpreta y

entiende con recuerdos tomados del mundo antiguo, del mito. Así, estos

sabios tienen todavía ropaje y acentos de reformador religioso y

predicador oriental. Su "descubrimiento" se presenta aún como una especie

de "revelación". Cuando Anaximandro nos dice que la Naturaleza es

"principio", la función que le asigna se parece sobremanera a una

dominación. La sabiduría misma tiene todavía mucho de regla religiosa: los

hombres que se consagran a ella acabarán llevando un bíos theôrêtikos, una

existencia teorética, que recuerda a la vida de las comunidades

religiosas, y las escuelas filosóficas tienen aire de secta (la vida

pitagórica).

Este carácter aún confuso de la nueva Sabiduría se patentiza con toda

claridad en la doble reacción que se produce en las mentes en orden a la

idea misma del Theós. El "principio" de Anaximandro se prolonga en

Ferécides por lo que tiene de "dominante": es la teo-cosmogonía órfica.

Pero recíprocamente, este "principio", en lo que tiene de "raíz" o de

physis, comienza a convertirse él mismo en Theós: es la obra de Xenófanes.

En Ferécides el esfuerzo de los jónicos vuelve a perderse en el mito. En

Xenófanes, al revés, la teogonía va convirtiéndose en una especie de

física jónica de los dioses, primer esbozo de la teología.

Desde sus orígenes tenemos, pues, los tres ingredientes de que jamás se

verá ya privada la Sofía: una teoría (jónicos), una vida (pitagoreismo),

una nueva actitud teológico-religiosa (Xenófanes). Pero estos tres

elementos llevan todavía una existencia nebulosa; no ha hecho sino apuntar

la nueva visión del mundo, y con ella el nuevo tipo de Sabio.

Hará falta un paso más para situar la mente del Sabio en una postura

diferente.

2. La sabiduría como visión del ser.-En la primera mitad del siglo y se

entra, en efecto, en una etapa decisiva. Es la obra de Parménides y de

Heráclito.

Parménides y Heráclito representan, desde luego, una profunda antinomia en

su concepción del universo: Parménides, la concepción quiescente;

Heráclito, la concepción movilista. Claro está que las cosas no son tan

simples ni tan sencillas cuando empiezan a concretarse. Pero así y todo,

es innegable que la antinomia, aun reducida a sus justas proporciones,

subsiste. Sin embargo, me parece mucho más importante que subrayar la

antinomia insistir en la dimensión común en que se mueve su pensamiento.

Para la sabiduría de los jónicos la especulación acerca del universo

condujo al descubrimiento de la Naturaleza, principio de donde las cosas

emergen y, en cierto modo, sustancia en que están hechas. Pues bien: para

Parménides y Heráclito, "proceder de la Naturaleza" significa "tener ser",

y la sustancia de que las cosas están hechas es equivalente a "lo que las

cosas son". La Naturaleza se convierte entonces en principio de que las

cosas "sean". Esta implicación entre Naturaleza y ser, entre physis y

eînai, es el descubrimiento, casi sobrehumano, de Parménides y Heráclito.

En realidad, puede decirse que sólo con ellos ha comenzado la filosofía.

Sin embargo, es menester hacer unas cuantas observaciones acerca de esta

operación intelectual.

Sería un completo anacronismo pretender que Parménides y Heráclito hayan

creado un concepto del ser, por modesto que éste fuera. Ni tan siquiera es

verdad que su pensamiento se refiere a lo que hoy llamaríamos el ser en

general. Sería preciso bajar mucho más en la pendiente de la filosofía

griega, hasta Aristóteles, para llegar a los linderos (nada más que

linderos) del problema que envuelve el concepto del ser. Tampoco existe en

aquellos pensadores una especulación que, sin llegar a ser concepto, se

moviera, por lo menos, como diría Hegel, en el elemento del ser en

general. Para Parménides, su presunto "ser" es una esfera maciza; para

Heráclito, el fuego. Ello hubiera debido bastar para que, desde luego, se

centrara la interpretación de sus fragmentos no sobre el ser ni sobre el

ente en general, sino sobre la Naturaleza, sobre esa misma Naturaleza que

nos descubrieron los jónicos. El poema de Parménides lleva, en efecto, por

título: "Acerca de la Naturaleza", lo mismo que el de Heráclito. Pero aun

circunscrita así la cuestión, conviene no olvidar tampoco que ni uno ni

otro tratan de darnos algo que se parezca a una teoría de la sustancia de

cada cosa particular, sino más bien de decimos algo referente a la

Naturaleza, es decir, a lo que hay de consistente en el universo,

independientemente de la caducidad de las cosas con que vivimos. Cuando,

frente a esta Naturaleza, pasan ante sus ojos las cosas, no solamente

Parménides, sino también Heráclito, las relegan, bien que por razones

distintas, a un plano secundario, siempre oscuro y problemático, en el que

nos aparecen como no siendo plenamente; por tanto, como extrañas a la

Naturaleza, aunque confusamente apoyados en ella. Lo único que les

interesa es, en cambio, esa misma Naturaleza, que, sustentando a todas las

cosas, no se identifica con ellas.

Ambos, Parménides y Heráclito, consideran la física jónica como

insuficiente, porque, en última instancia, es una concepción que,

pretendiendo hablarnos de la Naturaleza, por tanto, de algo que es

principio y sustento de todas las cosas usuales, termina por adscribirse

exclusivamente a una sola de ellas: al agua, al aire, etc. Lo que "Acerca

de la Naturaleza" van a decir Parménides y Heráclito no es eso. Lo primero

que hacen es apartarse del "trato corriente" con las cosas usuales,

reemplazándolo por un "saber" que el hombre obtiene cuando se concentra

para penetrar en la verdad íntima de las cosas. Este hombre, que así sabe,

es justamente el Sabio. Pues bien: lo que la Naturaleza sea habrá de

decírnoslo la sabiduría del Sabio, pero en manera alguna las noticias

corrientes de que dispone el hombre vulgar en su vida usual. "Vía de la

Verdad.", por oposición a "opiniones de los hombres", llamaba a esto

Parménides, y Heráclito afirmaba, por su parte, que el Sabio está separado

de todo.

¿De qué dispone este Sabio? Ya lo vimos anticipadamente, páginas atrás: de

eso que el griego llamó noûs (y que nosotros hemos llamado, por de pronto,

mente), y que, para matizar el nuevo sesgo de la Sabiduría, habría que

traducir por "mente pensante". Pero este pensamiento no es un pensar

lógico, no es un razonamiento ni un juicio. Si se quiere emplear la

terminología escolar al uso, tendríamos que apelar más bien a una

"aprehensión" de la realidad. Sólo más tarde los discípulos de Parménides

y de Heráclito traducirán. esta aprehensión en juicios. Ya veremos por

qué.

Esta mente pensante tiene presentes ante sus ojos todas las cosas, y lo

que en ellas aprehende es algo radicalmente común a todo cuanto hay.

¿Qué es esto común a todo? Lo propio de la mente pensante no es ser una

facultad de pensar, que lo mismo puede acertar que errar, sino el poseer

una especie de tacto profundo y luminoso que nos hace ver certera e

infaliblemente las cosas. Por esto lo que nos otorga son las cosas en su

realidad. efectiva; dicho en términos escolásticos, su objeto formal sería

la realidad efectiva. Y esto es lo común a todo cuanto hay.

Parménides y Heráclito consideran ambos que las cosas, independientemente

de que sean de una u otra manera para los efectos de la vida usual,

tienen, ante todo, realidad: son. "Lo que hay" se convierte idénticamente

con "lo que es". La Naturaleza consistirá, por tanto, por así decirlo, en

aquello en virtud de lo cual hay cosas. Es obvio entonces que, como raíz

de que las cosas "sean" se le llame to eón, "lo que está siendo". Con

razón observa Reinhardt que el neutro representa aquí una primera forma

arcaica de lo abstracto. Las cosas calientes tienen en sí "lo caliente".

Las cosas que hay tendrán, análogamente, sí se me permite la expresión, el

"está siendo". Y añado el "está" para subrayar la idea de que "ser"

significa algo activo, una especie de efectividad. Al decir, por ejemplo,

"esto es blanco", queremos dar a entender que el "es" tiene, en cierto

modo, una acepción activa, según la cual el "blanco" no es un simple

atributo volcado sobre el sujeto, sino resultado de una acción que emana

de éste: la de hacer blanca a la cosa, o hacer que la cosa "sea blanca".

El "es" no es una simple cópula, ni "ser" un simple nombre verbal. Trátase

estrictamente de un verbo activo. Pudiera ponerse en su lugar "acontecer",

en el sentido de ser algo que tiene realidad. Pues bien: la manera cómo

conciben la Naturaleza Parménides y Heráclito actualiza, aun sin

proponérselo, un sentido del ser como realidad. No se paran a darnos un

concepto de este "es" físico. Pero su sentido queda plasmado en el término

a que esta vía conduce. Este sentido subyacente, pero acusado en sus

resultados, es lo que hay de filosofía en la física de Parménides y de

Heráclito; pero, repito, sin que sea algo temáticamente pensado bajo la

forma de concepto.

La diferencia entre Parménides y Heráclito surge cuando se precisa el

sentido activo del "es". Para Parménides, las cosas del universo "son"

cuando tienen consistencia, cuando son fijas, estables y sólidas. Realidad

física equivale a fijeza sólida, a solidez. Todo cuanto existe es real en

la medida en que se apoya en algo estable y sólido. La Naturaleza es lo

único (mónon) que plenamente "es", es el único sólido verdaderamente tal,

esto es, plenario, sin lagunas ni vacíos. El no ser es vacío y distancia.

La Naturaleza de Parménides es una esfera compactas Sólo ella merece

plenamente el nombre de "ser"; no así las cosas maleables de nuestra vida

usual.

Para Heráclito, en cambio, ser equivale a "haber llegado a ser". El

célebre devenir de Heráclito no es el movilismo universal, tal como lo

afirmará más tarde Kratylos, sino un gígnesthai, un verbo cuya raíz posee

el doble sentido de generación y acontecimiento, de un "estar

produciéndose". Pero, en este caso, también "está destruyéndose". Y en

ambas dimensiones, las cosas "están"; si se quiere, "se sostienen". La

sustancia establece de donde todo emerge, la Naturaleza, es fuego. El

fuego es un principio que no produce unas cosas, sino nutriéndose del ser

de otras, destruyéndolas. Es un principio superior, en cierto modo, al ser

y al no ser, puesto que de él arrancan ambos. Es a un tiempo y en un solo

acto, fuerza de ser y de no ser: el fuego no subsiste más que consumiendo

unas cosas (principio de no ser), precisamente para que por ese mismo acto

cobren su ser otras (principio de ser). No es la unidad dialéctica del ser

y del no ser, sino la unidad cósmica de la generación y destrucción en una

única fuerza natural. Cada cosa procede así de su contraria. Y a esta

interna "estructura" es a lo que Heráclito llamó harmonía.

Pero, prescindiendo del contenido antitético de ambas concepciones, hay

algo en cierto modo común a ellas, y más importante que su propia

diferencia. Entendiendo el ser como un "estar", la fuerza que hace que

"estén ahí" las cosas es o bien una pura fuerza de ser (Parménides), o

bien una fuerza de ser y de no ser (Heráclito). Empleando, pues, una

denominación a priori, podríamos decir que la Naturaleza es algo así como

una estable "fuerza de ser". Todavía en Platón se hablará del ser como

dynarnis, fuerza o capacidad.

Y esta "fuerza de ser" se le muestra al hombre en un especial "sentido del

ser", que es, por esto, un principio de verdad. Para Parménides y

Heráclito, este sentido, llámesele mente pensante o logos, o la interna

articulación de ambos, es, ante todo, un principio cósmico. En Parménides

la cosa es clara. Y no lo es menos para el logos de Heráclito. El logos

es, en el hombre, algo que dice una cosa con muchas palabras, y las muchas

palabras sólo se convierten en logos por algo que hace de ellas un uno.

Tomada la cosa desde lo que el logos dice, desde lo dicho, esto significa

que cada una de las cosas expresadas por las palabras sólo es real cuando

hay algún vínculo que la sumerge en ese todo unitario, cuando es una

emergencia de él. Y este vínculo es el "es", que refiere cada cosa a su

contraria. Por eso concibe Heráclito el logos como la fuerza de unidad de

la Naturaleza, cuya estructura de contrariedad está sometida a plan y

medida.

El hombre tiene una parte en este logos y en esta mente: se le revelan

como una especie de voz interior o de guión interno, que refleja y expresa

desde el fondo de nosotros mismos lo que las cosas son, aquello a que

hemos de atenernos cuando queremos hablar de veras de ellas. Nuestra mente

y nuestro logos son, por esto, principio de Sabiduría. Por diferente que

sea la concepción del Sabio a que hayan llegado Parménides y Heráclito,

coinciden esencialmente en que, a partir de este instante, la Sabiduría

queda adscrita a la visión de lo que las cosas son.. El Sabio va dirigido

al descubrimiento del ser. Sólo puede saberse lo que es. Lo que no es no

puede ser sabido.

Para entender bien lo que esta concepción significa, recordemos una vez

más que el primitivo fisiólogo empleaba la idea de physis y phyein,

naturaleza y nacimiento, en su acepción más concreta y activa. En ella van

envueltas dos dimensiones. Por un lado, el que las cosas "nazcan de" o

"mueran en". Por otro, el término de este proceso es que las cosas lleguen

a ser o dejen de ser. Pensemos que de la misma raíz de donde deriva el

vocablo "génesis" procede la forma verbal que expresa el acontecer. Los

jónicos emplearon el verbo gignomai, engendrar o acontecer, en una forma

que no va adscrita disyuntivamente a ninguno de ambos sentidos, y que, por

lo mismo, significa todavía ambos a la vez, mientras se mantengan unidos

en su raíz común; pero esta raíz común, que es lo único en que los jónicos

pensaron plenamente, apunta a elegir entre una de estas dos posibilidades.

Pues bien: considerada la Naturaleza en su primera dimensión, llegamos a

la visión de un todo de donde nacen las cosas y de donde se nutren

sustancialmente. Cada cosa es, así, un "engendro" de este todo. Este es el

cauce por donde han discurrido también los Vedas y las Upanisads más

antiguas, partiendo éstas del todo, como Brahman.

Pero el pensamiento griego ha seguido más bien la segunda dimensión

posible del nacer, del gignomai. La Naturaleza aparece entonces más bien

como una "fuerza de ser". Lo dinámico de la fuerza queda conservado, pero

se vuelca totalmente en "ser".

La primitiva literatura filosófica india no se apoya en el verbo as-, ser,

sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, con el sentido de

nacer y engendrar. Toda la exuberante riqueza de matices intelectuales de

las cosas se expresa por las innumerables formas y derivados a que da

lugar el segundo verbo. Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-,

el nacido, etc. El verbo as- no tiene, en cambio, más misión que la de una

simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el pensamiento

indio jamás llegó a la idea de esencia. No es que el Vedanta carezca en

absoluto de algo equivalente a nuestra noción de esencia. Pero no es sino

una remota equivalencia. Para los griegos la esencia es una característica

puramente lógica y ontológica: es lo que corresponde en las cosas a su

definición y lo que les da su naturaleza propia. En cambio, el indio

supedita siempre estas nociones a otras más elementales y de distinto

carácter. Para él, la esencia es ante todo el extracto más puro de la

actividad de las cosas; en el mismo sentido en que empleamos todavía hoy

el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería. Hasta tal punto,

que una de las más primitivas denominaciones de lo que nosotros llamamos

esencia, es rasa-, que propiamente significa savia, jugo, principio

generador y vital. Esta diferencia trasciende hasta la idea misma del ser.

Mientras para Parménides, y aun para todos los griegos en general (dicho

en términos un poco esquemáticos), la característica del ser es estar,

persistir y, por tanto, ser inmutable, no cambiar (akineton), para el

Vedanta el ser (sat-) es más bien lo que se posee a sí mismo en perfecta

calma, en paz inalterable (shanti-). Esta contraposición entre la quietud

eleática y la calma o paz vedántíca no puede olvídarse a beneficio de

analogías externas, y evitará el confundir precipitadamente ón y sat-. El

pensamiento indio es la realidad de lo que hubiera sido Grecia, y, por

tanto, Europa entera, sin Parménides ni Heráclito: en términos

aristotélicos, una especulación sobre las cosas por entero, sin llegar

jamás a hacer intervenir el "son"; algo que, muy remotamente nada más,

recuerda la gnosis.

Ha bastado esta ligera variación en el objeto del pensamiento para dar

lugar a Parménides y Heráclito.

Interpretando el Brahman como alma universal (identidad del atman y del

brahman) el indio llegó a una especie de ontogonía. Tomando la Naturaleza

como una fuerza de ser, llegaremos a una ontología.

Pero antes hay que dar un paso más. Será la obra de las generaciones

inmediatamente posteriores a las Guerras Médicas. Mas, desde ahora, la

Sabiduría ya no será una simple visión de la Naturaleza, sino una visión

de lo que las cosas son, del principio y sustancia que las hace ser, de su

ser.

3. La Sabiduría como ciencia racional de las cosas-Las generaciones

posteriores a las Guerras Médicas recogerán, en efecto, el fruto de esta

gigantesca conquista.

La nueva vida creada en Grecia enriquece enormemente lo que había sido el

mundo usual de los griegos hasta entonces. Ante todo, conviene citar, para

nuestros efectos, el desarrollo paulatino de un cierto número de saberes

en apariencia modestos, cuya importancia creciente va a ser un factor

decisivo de la vida intelectual helénica. A estos saberes especiales se

les llamó tékhnai; nosotros lo traduciríamos por técnicas. Pero los

griegos entendían el vocablo en un sentido completamente distinto. Para

nosotros, técnica es un hacer. Para el griego es un saber hacer. El

concepto de tékhne pertenece al orden del saber, hasta el punto de que, a

veces, Aristóteles aplica ese nombre a la Sabiduría misma. Estos saberes

se refieren principalmente al saber curar, saber contar, saber medir,

saber construir, saber dirigir batallas, etc. De tiempo atrás venía ya

haciéndose esto; pero ahora estos saberes van a comenzar a ir tomando

cuerpo. Y se encuentran los hombres de esta época, junto a las piezas de

Sabiduría antigua y ejemplar, con estos saberes, aplicados no como

aquélla, a la mole ingente y divina de la Naturaleza, sino a esos objetos

urgentes para la vida, y que la Sofía descalificó arrojándolos fuera del

orbe del ser.

La modificación profunda que la Sofía primitiva ha padecido por la obra de

los jónicos invade en cierto modo la conciencia pública. La creación de la

tragedia clásica pone de relieve esta nueva situación. Sean cualesquiera

sus orígenes, y al margen de las varias interpretaciones a que sus

elementos puedan dar lugar, no hay la menor duda de que en Esquilo y en

Sófocles la tragedia constituye, entre otras cosas, un medio de transmitir

al público la Sabiduría acerca de los dioses y de los hombres. Pero una

transmisión cuyo carácter peculiar pone, una vez más, al descubierto

diferencias que afectan a la estructura misma de la Sofía. Mientras los

nuevos sabios intentan un tipo de sabiduría que se refiere a la

Naturaleza, la tragedia se refiere más bien al primitivo fondo religioso

de la Sabiduría. Y los dos tipos comienzan a denunciar sus divergencias,

en el procedimiento mismo de que se sirven para transmitir su contenido.

Los nuevos sabios se apoyan en el ejercicio de la mente; los trágicos, en

la impresión, en el páthos. Puede decirse que mientras la obra de los

filósofos fue la forma noética de la Sabiduría, la tragedia representa la

forma patética de la Sofia. Más tarde la sabiduría noética invadirá de tal

modo el alma de los atenienses, que su fondo religioso quedará, aun en la

tragedia misma, relegado a una simple supervivencia poco operante: fue la

obra de Eurípides.

Pero hay más. No solamente se contrapone la nueva Sabiduría a la Sabiduría

religiosa, sino que dentro de aquélla, dentro de la Sabiduría noética, las

tékhnai, las técnicas, los saberes de que el hombre es descubridor y

ejecutor en la vida usual, van a crear una nueva situación a la filosofía.

El volumen que han logrado hace difícil mantener esta situación.

Se siente vivo el choque entre el noûs y la tékne, la técnica. Hasta ahora

los dioses habían entregado al hombre todo menos el noûs, órgano que

descubre el destino y la suerte de los eventos. Ahora el noûs no

pretenderá ciertamente suplantar a los dioses en este cometido, pero atm

dentro de un área más limitada y circunscrita, todo hombre ateniense, y no

sólo el Sabio, se siente dotado de esa facultad divina, siquiera sea para

la creación de estos modestos saberes cotidianos que son los saberes

técnicos. Los griegos sintieron súbitamente, sin embargo, una especie de

endiosamiento: un dominio hasta ahora privativo de los dioses pasa a manos

de los hombres. La cosa fue más compleja de lo que a primera vista pudiera

parecer. Compárese en este respecto el Prometeo encadenado de Esquilo con

la Antígona de Sófocles, y se verá la nueva ruta que estos saberes

técnicos van a obligar a emprender al pensamiento ateniense. En Esquilo

las técnicas se presentan como un rapto a los dioses, y, por tanto, algo

que en última instancia viene de ellos. Pero en la generación siguiente,

en Sófocles, los saberes técnicos son una creación de los hombres, una

invención para la que están capacitados por su propia naturaleza. Y esto

obligó a cambiar el panorama de la Sabiduría misma. No sólo hay una

escisión entre la Sofía religiosa y la Sofía noética, sino que, además,

esta última va a discurrir por cauces nuevos. Junto a las creaciones de

los grandes Sophoí, tenemos la Sabiduría que consiste en descubrir y usar

de la physis de las cosas.

Quizá en ningún punto es más visible el contraste que en la tékhne

iatrike, en la medicina, la primera, por su volumen y desarrollo de las

técnicas de nueva creación. No es que la Sabiduría tradicional no ocupe un

lugar central en el Corpus Hippocraticum. Todo lo contrario. El tratado

pseudohipocrático Acerca del número siete es precisamente el exponente de

esta interpretación cósmica de la naturaleza humana. Se establece un

riguroso paralelismo entre la estructura del cosmos y la del cuerpo

humano. Por vez primera aparece la idea y el vocablo microcosmos aplicado

al hombre, por lo menos en forma precisa y no puramente metafórica.

Macrocosmos y microcosmos poseen isonomía, y de aquí la idea de simpatía

que constituirá una base inconmovible de la medicina y hasta de toda la

Sabiduría griega, sobre todo en la época del helenismo. Digamos de paso

que el problema histórico que plantea este pequeño tratado es de

insospechada envergadura. Hay un paralelismo, muchas veces literal, con

textos iranios en que se conservan trozos del perdido Damdat-Nask. Un

examen filológico minucioso prueba la anterioridad del texto iranio

respecto del griego (7). La idea griega de isonomía se debe, pues, al

influjo del Irán sobre Grecia, probablemente a través de Mileto. Es el

único hecho y documento fehaciente en el célebre problema de las

relaciones entre Grecia y Asia.

Junto a esta concepción básica, y fundados en buena parte en ella, algunos

escritores hipocráticos revelan la nueva idea del mecanismo de la salud y

de la enfermedad. Así, en el tratado Acerca del morbo sacro, la epilepsia.

Aquí es donde aparece con todo su empuje el nuevo problema que se plantea

a los pensadores griegos, y su distanciamiento cada vez mayor de otros

pueblos, como la India. Para Hipócrates la epilepsia no es una enfermedad

más ni menos divina que las demás. Esto no nos interesa para nuestro

problema. Lo decisivo es la actitud general que con este motivo toma

Hipócrates ante la enfermedad. Hipócrates no duda de que la Naturaleza sea

obra de los dioses, pero estima que tratar de obtener efectos naturales

ofreciendo sacrificios a aquéllos no es devoción sino impiedad, porque

equivale a pretender que los dioses anulen su gran obra, la Naturaleza.

Sólo el estudio de la Naturaleza capacita al hombre para la creación de su

técnica médica. Recordemos ahora qué distinta va a ser la ruta que casi al

mismo tiempo que Hipócrates van a emprender los Brahmanes indios. No sólo

el sacrificio continúa ocupando un lugar central en su concepción del

mundo, sino que su fuerza va a ser decisiva. El sacrificio es algo a que

se hallan sometidos hasta los propios dioses. De aquí la sustantivación y

divinización de la fuerza inherente al sacrificio, hasta convertirla en

divinidad radical y última estructura del universo. El cosmos entero no es

sino un ingente sacrificio, y los sacrificios que los hombres ofrecen a

sus dioses son compendio y comunión, a un tiempo, con la física cósmica.

Mientras la India llegará a su metafísica por las vías cada vez más ricas

y complicadas del saber operativo, Grecia dedicará su saber puramente

teorético a la interna estructura de las cosas, primero de la Naturaleza y

después las cosas usuales de la vida, a las que se consagrará con ardor el

noûs técnico.

Este mundo usual, tan rico y fecundo, no puede quedar fuera de la

filosofía. "Las cosas", en su sentido primario, no son solamente la

Naturaleza, los seres naturales (physei ónta); cosas son también esas de

que el hombre se ocupa en la vida y de que se sirve para satisfacer sus

necesidades o para solazarse. En este sentido, el griego las llamó

prágmata y khrérnata. Y son estas cosas las que plantean a la filosofía un

agudo problema.

Pero en la misma obra de Parménides y Heráclito hay algo que va a permitir

salvar la nueva realidad. La Sabiduría, recordémoslo, es un saber acerca

de las cosas que son. El órgano con que llegamos a ellas, la mente

pensante, consiste, a su vez, en hacernos ver que las cosas son,

efectivamente, de una u otra manera. Vencidas las dificultades primeras

con que tropieza la filosofía de Éfeso y de Elea, queda flotando en el

ambiente, como resultado de esta especulación, el "es", el "ser".

Ya hice observar que, para Parménides y Heráclito, este vocablo poseía aún

un sentido activo oriundo del phyein y del gignomai, nacer. Sin embargo,

ahora, gracias a la obra de aquellos dos titanes del pensamiento, el "es"

adquiere una sustantividad propia, se independiza del "nacer" y cobra un

uso y un sentido cada vez más alejado de este último verbo. El proceso

intelectual en que esto acontece caracteriza la labor de estas tres

generaciones a partir de Empódocles. Proceso que transcurrirá en dos

sentidos perfectamente convergentes.

Por un lado, tanto Parménides como Heráclito, al especular sobre la

Naturaleza de los jónicos, la entendieron, según vimos, como "lo que está

siendo", lo que es la fuerza misma del ser. Dejemos de lado, por el

momento, el aspecto negativo de la cuestión, es decir, ese mundo

descalificado por el Sabio como algo que, en última instancia, no "es"

plenamente. Si nos fijamos en el aspecto positivo, sobre todo en lo que

Parménides nos dice "acerca de lo que es", nos encontraremos con que este

"es", que aún tiene en el filósofo de Elea un sentido activo, va a atraer

la atención de sus sucesores en forma tal, que perderá su sentido activo

para significar tan sólo el conjunto de caracteres constitutivos de "lo

que" es: algo sólido, compacto, continuo, uno, entero, etc. El "es" se

refiere entonces tan sólo al resultado y no a la fuerza activa que conduce

a él. Así, "des-naturalizado", es decir, con entera independencia de la

Naturaleza y del nacer, el "es" conduce a la idea de cosa. Es sabido que

ya en indoeuropeo, el proceso primario que condujo a la formación de los

nombres abstractos no fue una "abstracción" de propiedades, sino antes

bien la sustantivación de ciertas acciones de la naturaleza o del cuerpo y

de la psique humanos: el "viento" es primitivamente el acto sustantivado

de "estar venteando" (permítasenos no entrar en mayores precisiones). Y al

sustantivarse, el mundo mismo queda, en cierto modo, escindido entre

"cosas", de un lado, y de otro, "sucesos" que acaecen a las cosas, o

acciones que ellas ejecutan. Con lo cual las cosas pierden, incluso

semánticamente, el sentido activo de la acción que empezaron por

sustantivar y del nombre que sirvió para designarías: el viento es

entonces una cosa (8). Pues bien: ya creo que, desde un punto de vista

meramente semántico, este proceso culmina en la idea misma del ser que

introducen Parménides y Heráclito. Las cosas nacen y mueren; entretanto

"están siendo". La sustantivación de este acto es la primera vaga

intuición de la idea del ser: tó eón es el "estar siendo" de un

impersonal. Pero esta acción al sustantivarse produce una grave escisión.

De un lado, el "estar siendo" se convierte en "lo que es", el ente; de

otro, hay la vicisitud ontológica de "llegar a perdurar en, o dejar de"

ser de eso que es. El ser pierde su carácter activo: es la idea de cosa; y

los procesos físicos son simples vicisitudes adventicias de las cosas.

Pero entonces ya no se percibe el menor inconveniente en que haya muchas

cosas. Las cosas usuales de la vida dejarán de lado su carácter usual para

convertirse en "cosas" a secas, las khrémata serán inmediatamente tà ónta,

entes. Con lo cual el mundo en que todos vivimos, y que quedó inicialmente

descalificado, vuelve a entrar, en la filosofía, en una nueva forma: la de

las "muchas cosas". La idea de cosa ha nacido, pues (y esto es lo esencial

en que me interesa insistir), en el momento en que el "es" ha dejado

completamente a espaldas la dimensión activa procedente del "nacer", para

adscribirse exclusivamente a una de las varias posibilidades

incoactivamente implicadas en dicho verbo: la que se refiere a la

condición del objeto "nacido" o "engendrado".

Pero, por otro lado, hay algo más. El saber, veíamos, era, para Parménides

y Heráclito, solamente saber lo que es. Esto significó que, así como la

naturaleza es "lo que está siendo", así también la mens es un "sentido del

ser" que se afirma por sí mismo en la realidad. El "es" fue así, en cierto

modo, la sustancia misma de la mente y del logos. Pues bien: al

independizarse el "es" del "nacer", se independiza también de esta

realidad humana. Así, "des-animado" y "des-mentado", adquiere un rango

autónomo: el "es" como cópula. Hasta ahora no había desempeñado función

ninguna en filosofía. Pero ahora va a entrar en ella por la puerta que le

abrieron Parménides y Heráclito. El pensar, además de ser impresión y

visión, será afirmación o negación. El soporte del "es" será entonces

preferentemente el logos: el logos de la vida usual, el que dice lo que en

ella piensa el hombre y que sirvió para definirlo, entrará a su vez en la

filosofía como "afirmación y negación".

Y los dos desarrollos que adquiere el "es", al perder el sentido activo

que poseía por su primitivo arraigo en el "nacer" y en la mente pensante,

convergen de modo singular. El "es" de la cópula se entenderá, ante todo,

como el "es" de las cosas y recíprocamente. Con lo cual se produce una

situación completamente nueva: la afirmación o negación sobre las cosas.

Evidentemente, apresurémonos a decirlo, en este momento no se especula ni

sobre la idea de cosa ni sobre las afirmaciones acerca de las cosas. Pero

la especulación recae sobre "cosas" y va orientada a ellas, en tanto que

expresadas en una afirmación o negación. Este es el producto genial del

nuevo espíritu.

Para concretar: tomemos, ante todo, la cuestión por el lado de las cosas.

Se mantiene, desde luego -por lo menos en principio- con Empédocles y

Anaxágoras la idea de Naturaleza concebida como raíz de aquéllas. Sólo la

Naturaleza merecerá, pues, propiamente el título de "ser" con verdad y

plenitud. A su lado, es verdad que ninguna de las cosas de este mundo

usual es, en última instancia, "cosa" en su sentido plenario; y,

precisamente por no serlo, su nacimiento y su muerte no podrán

interpretarse como una verdadera generación, sino como simple composición

y descomposición, lo cual implica, en cambio, la existencia de muchas

otras verdaderas cosas. La Naturaleza contiene "muchas cosas", esta vez en

sentido estricto, de cuya combinación resultan las cosas usuales. Cada una

de aquéllas será una verdadera cosa en el sentido de Parménides. Al

aplicar, pues, la idea de cosa al mundo usual, el griego se ve

inexorablemente compelido a continuar descalificándolo, pero esta vez

disolviéndolo en una multiplicidad de verdaderas cosas, cuyo conjunto

apretado constituye la Naturaleza. Empédocles llamará a estas "cosas

verdaderas" las "raíces de todo", que supuso eran cuatro. Anaxágoras las

llamó "semillas", y creyó que eran infinitas, pero sin separación; de

suerte que en todo trozo de la realidad, por pequeño que sea, hay algo de

todo. Una generación más tarde, Demócrito seguirá considerándolas como

infinitas en número, pero separándolas para ello por el vacío, cuya

realidad se proclama entonces por primera vez: es la idea del átomo. La

generación siguiente, con Arquitas, recurrirá más bien a una especie de

puntos de fuerza inextensos, pero extensibles. Platón llamará

genéricamente a todas estas últimas cosas "elementos" (stoikheîa).

Entender las cosas será conocer cómo se hallan compuestas de estos

elementos. Empédocles y Anaxágoras hablarán entonces de las cosas usuales

como predominios de unas raíces o semillas sobre otras; Demócrito, de

combinaciones de átomos; Arquitas, de configuraciones geométricas. En todo

caso, las cosas usuales estarán caracterizadas por lo que, desde

Demócrito, se llamó esquema o figura (skhéma, eîdos).

El órgano que lleva a cabo esta interpretación del universo es el logos,

que afirma o niega una cosa de otra. Por lo pronto, se entenderá que cada

uno de los términos de la afirmación es, a su vez, una "cosa", ser y no

ser será estar unido y separado. Afirmar o negar no será más que unir o

separar con el logos. Así dirá, por ejemplo, Empédocles que las aves son,

sobre todo, fuego. La "cosa-fuego" es, por un lado, el ser del ave; pero,

por otro lado, nos da a entender lo que el ave es. El logos, que significó

primeramente decir o entender, ha pasado a significar entonces lo

entendido; y por esto el fuego es, a la vez que ser del ave, razón suya. A

esta razón el griego continuó llamándola logos. Un logos que es de la

cosa, antes que del individuo que la expresa. Es, como diría un griego, el

logos del ón, del ente; por tanto, algo que pertenece a la estructura de

éste. Ha nacido el mundo del logos. La idea de las muchas cosas lleva a la

idea del ser como razón, a la idea de la racionalidad de las cosas. Una

idea preparada ya por la "medida" de Heráclito, pero que solo ahora

adquiere pleno desarrollo.

Porque a partir de este nuevo estadio, el lugar natural de la realidad

verdadera será la razón. Y comenzará a funcionar por vez primera esa

maravillosa combinación de razones, de lógoi que llamamos raciocinio. Esta

fue la obra, sobre todo, de Zenón; en manera alguna, como suele decirse,

de Parménides. Claro está que en forma rudimentaria. Para esta primera

forma arcaica de la lógica, afirmar o negar será unir o separar cosas. De

ella surgieron las célebres aporías de Zenón. Cualquiera que sea su último

sentido, de aquí ha de partir toda interpretación suya. Reconocemos ya, en

esta lógica, el gigantesco brinco que habrá de dar más tarde Aristóteles

para descubrir, junto a las cosas, sus "afecciones o accidentes", con lo

cual cambiará de alto en bajo el cuadro del logos y creará el edificio de

la lógica clásica.

En las generaciones siguientes, la de Demócrito y la de Arquitas, este

instrumento dará los primeros productos espléndidos del espíritu

ateniense: la matemática, la teoría de la música, la astronomía; y

comenzará a codificarse también la teoría de los temperamentos. Sólo un

par de veces cruzará por el mundo del logos un sintomático

estremecimiento. Allá cuando Platón pregunte si los elementos de la razón

son, a su vez, racionales, o cuando Theetetos descubra racionalmente, en

la raíz cuadrada de dos, la realidad de lo irracional. Poco importa.

En estas tres generaciones, que se han sucedido apretadamente, se ha

operado una enorme creación mental. Las cosas han cobrado estructura

racional: ser es razón. La mente se ha convertido en entendimiento y

volcado en el logos: el "es" ya no es objeto de visión, sino de

intelección y de dicción. La Sabiduría ha dejado de ser una visión del ser

para convertirse en ciencia: el Sabio irá apartando progresivamente su

mirada de la Naturaleza para fijarse en cada cosa; la Naturaleza, con

mayúscula, cederá el paso a la naturaleza con minúscula. Cada cosa tiene

su naturaleza. Descubrirla racionalmente es la misión del Sabio; el sabio

será, desde ahora, el científico. Aristóteles nos refiere, efectivamente,

que se llama también sabio al que tiene una ciencia estricta y rigurosa de

las cosas (Met., 982, a13).

Es la obra de ese minúsculo factor que se ha deslizado en la mente europea

para atenazaría sin descanso: el "es".

4. La Sabiduría corno retórica y cultura.-A raíz de las Guerras Médicas,

no sólo se desarrollan los nuevos saberes que dieron origen a la

constitución de la ciencia. También, y principalmente, cambia la posición

del ciudadano en la vida pública, y con ella nace una nueva tékhne, un

nuevo saber técnico: la política. El logos del hombre no es sólo facultad

de entender las cosas: es también, según indicamos, lo que hace posible la

convivencia. Se convive, en efecto, cuando hay asuntos comunes. Y ningún

asunto se hace común sin dar una cierta publicidad al pensamiento de cada

cual. Vimos en el párrafo anterior cómo entró en la filosofía cada cosa

con el logos que la enuncia. Pues bien: va a entrar también en ella el

logos de cada uno de los ciudadanos. Y por esta segunda dimensión del

logos la filosofía irá a parar a regiones insospechadas. Tal va a ser -en

parte, por lo menos- la obra de la Sofística, con Protágoras a la cabeza.

No es que la sofística sea exclusiva, ni tan siquiera primariamente

filosofía; pero indiscutiblemente envuelve una filosofía explícita unas

veces, implícita otras.

Desde luego, en lo que tiene de filosofía, la sofística, por paradójico

que ello pudiera parecer, es posible gracias a Parménides y Heráclito.

Recordemos una vez más cómo el "es" se independizó de su sentido activo,

tanto en las cosas como en el pensar. Consideremos ahora este pensar, no

en cuanto enuncia cosas, sino de su función pública, en el hablar. ¿De qué

se habla? De cosas. Pero las cosas que constituyen la vida pública son los

"asuntos". La ciencia interpretó inmediatamente, según vimos, estas

prágmatas y kherêmata como ónta; instrumentos, utensilios y medios de vida

fueron, ante todo, "cosas". Ahora, en cambio, eso que la ciencia llamó

"cosas" pasa a segundo plano: lo primario son las cosas en el sentido de

que nos ocupamos y nos servimos de ellas. Y, en este sentido más amplio,

son cosas muchas que no lo son como entes: por ejemplo, los asuntos, la

ciencia misma. De las cosas, así entendidas, es de lo que los hombres

hablan entre sí. En la vida ciudadana tendrán una función central las

horas de la skhole, del ocio o reposo de los "negocios"; y allí, en el

ágora, en la plaza pública, el ciudadano, "liberado" de sus negocios, se

dedica a "tratar" de sus asuntos concernientes a cosas. Es la vida pública

o política.

Pues bien: el "es" de la conversación va a ser el "es" de las cosas tales

como aparecen en la vida usual. El logos de la conversación no es una

simple enunciación, sino que expresa una aseveración frente a la de los

demás interlocutores. El "es" refleja entonces lo que hace posible la

conversación, aquello a que toda aseveración tiende y ante quien toda

aseveración va a inclinarse. Cuando el "es" adquirió rango propio en la

intelección se tuvo la afirmación o negación de cosas. Cuando el "es" se

introduce temáticamente en el diálogo, significa más bien "que es", esto

es, la verdad. Cada aseveración pretende ser verdadera, pretende nutrirse

del "es" y apoyarse en él. El "es" es lo común a todos, el "con" de la

convivencia. Gracias a él, la simple elocución se torna en diálogo. Es

menester no olvidar esta conexión para interpretar el sentido de lo que va

a acontecer: la lógica, como teoría de la verdad, nació esencialmente del

diálogo. Razonar fue, ante todo, discutir.

El "es", como verdad, afecta primariamente al decir y al pensar mismos.

Junto a las obras de sus contemporáneos Empédocles y Anaxágoras

intituladas "Acerca de la Naturaleza", una de las obras de Protágoras se

llamará "Acerca de la Verdad". Claro está que ya Parménides había hablado

de la vía de la verdad. Pero allí la verdad era el nombre del camino que

conduce a las cosas; aquí ha pasado a significar el nombre de las cosas en

cuanto averiguadas por el hombre. Y esto lleva al problema del "es" por

nuevos derroteros. Porque mientras el hombre no hace más que contemplar

las cosas y enunciarías, no tiene ante sus ojos sino las cosas. Pero en

cuanto dialoga, eso que las cosas son transparece a través de lo que otro

dice. Lo que inmediatamente tengo entonces ante mis ojos no son las cosas,

sino los pensamientos del otro. Los problemas del ser se convierten

automáticamente en problemas del decir. La razón de las cosas deja el paso

a mis razones personales. Hasta el punto de que la primera intuición de

que algo es verdad proviene de algo en que todos están de acuerdo.

Si todos dijeran lo mismo, no habría cuestión. Pero lo grave es que hay

cuestiones precisamente cuando los hombres, al querer vivir de las cosas

mismas, se encuentran en mutua discordia. La conversación servirá, en

principio, para ponerlos de acuerdo. He ahí el hecho fundamental de que

partiera Protágoras. El "es" sólo hace posible la convivencia salvando lo

que dice cada cual. De aquí derivan dos consecuencias.

Primeramente, la discordia pone de manifiesto que el "es", como principio

del diálogo y fundamento de la convivencia, significa la "manera de ver

las cosas". Ser significa "parecer". A cada cual -este es el sentido del

diálogo- le parecen las cosas de una cierta manera. Pero no se trata de un

subjetivismo. Se trata precisamente de todo lo contrario: de que no puede

hablarse de lo que las cosas sean o no, sino en la medida en que los

hombres se refieren a ellas. Esta referencia es esencial a las cosas

usuales de la vida y lo que las constituyen en tales. Lo que en ella

acontece es simplemente que las cosas "aparecen" ante el hombre. El ser de

las cosas usuales de la vida significa para estos hombres "aparecer". Algo

que no apareciera ante nada ni ante nadie no sería una cosa de la vida. El

criterio del ser y del no ser de las cosas como khrémata, como cosas

usuales, es el aparecer ante los hombres. Esta es la célebre frase de

Protágoras. En ella se enuncia algo trivial e inobjetable: la vida del

hombre es la piedra de toque del ser de las cosas con que en la vida

tratamos.

Este "es" de las cosas así entendidas va a tropezar inmediatamente con el

ser de las cosas en el otro sentido, como existentes en la Naturaleza.

Entonces, Protágoras va a intentar hacer de Sabio a la antigua. Va a

querer fundamentar "científicamente" las cosas de la vida. Tomadas como

cosas existentes en la Naturaleza, la afirmación de Protágoras lleva a

hacer del "es" una relación, un prós ti, como decía Sexto Empírico al

exponer la doctrina del sofista de Abdera. La realidad "física" de las

cosas no es más que relación. Nada es algo en sí mismo; lo es tan sólo por

su relación con otro. Y en este sistema de relaciones hay, para los

hombres, una que es decisiva: la del "aparecer". Las cosas "aparecen" ante

el hombre; al hombre le "parecen" ser de cierta manera. El ser como

relación se hace patente en el saber como opinión, como dóxa. No es un

subjetivismo ni un relativismo, sino un relacionismo.

Pero hay otra consecuencia tan grave como la primera. No se trata de tomar

las opiniones como enunciados verbales, sino como afirmaciones que

pretenden ser verdad, que emergen, por tanto, del ser de las cosas. Salta

a la vista entonces que, sí hay opiniones diversas, es porque hay una

diversidad en cada cosa. Más concretamente: a toda opinión cabe siempre el

principio, contraponer otra diametralmente opuesta, que se nutrirá de

razones sacadas también de las cosas, puesto que son ellas las que

aparecerán opuestamente a mi vecino. El légein, el decir del animal

político, está sometido al antilégein, al contra-decir. Y como ambos

decires arrancan de la cosa misma, habrá que convenir en que la relación

que constituye su ser es, en sí misma, antilógica. De ahí la inexorable

necesidad de discutir. La discusión es esencialmente antinómica, porque el

ser es constitutivamente antilógico. Esta es la filosofía de Protágoras.

Nos encontramos a mil leguas de la racionalidad del ser que descubre la

ciencia de sus contemporáneos. Todo es discutible; porque nada tiene

consistencia firme, el ser es inconsistente. La inconsistencia del ser

frente a su consistencia. Y, por extraña paradoja, este modo de existir en

la pólis, en la ciudad, va a querer encontrar apoyos científicos. La

influencia de la Medicina ha sido, en este punto, decisiva. Puede

afirmarse, casi sin miedo a errar, que mientras la física y la matemática

han llevado a los griegos al mundo de la razón, la Medicina ha sido el

gran argumento para el mundo de la sofística. Es verdad que Anaxágoras

afirmó, según vimos, que en todo hay algo de todo. Arquitas y los

matemáticos, aun admitiendo la racionalidad de las cosas, las consideraron

también en perpetuo movimiento geométrico. Pero la ciencia decisiva que

sirvió para el efecto fue la Medicina: la importancia de la salud y de la

enfermedad, no solamente para percibir las cosas, sino inclusive para

pensarías; de suerte que el pensamiento propende a ser de nuevo un modo de

percibirías. El aparecer y el parecer van tomando así cada vez más la

acepción de "sentir". Y "ser" acabará significando "ser sentido". La

inconsistencia del ser termina en una teoría del saber como impresión

sensible. Y los sofistas se esforzarán en traducir a la nueva filosofía la

tesis de Parménides y Heráclito (9).

Pero volvamos a colocar la "opinión" en el marco de la vida pública, sólo

en función de la cual tiene sentido todo este desarrollo. Toda opinión

tiene, por lo pronto, un cierto carácter de firmeza; lo contrario sería

una impresión fugaz y sin interés. Pero esa firmeza no la recibe de las

cosas, las cuales precisamente carecen de ella. La firmeza de la opinión

procede tan solo de quien la profesa, del opinante mismo. De ahí que sí la

vida requiere opiniones firmes haya que formar al hombre. La Sabiduría ya

no es ciencia: es simplemente algo puesto al servicio de la educación

(Paideia) de su physis. Y, como tal, rebasa de la esfera puramente

intelectual: no excluye el saber, pero lo pone al servicio de la formación

del hombre. ¿De qué hombre? No del hombre en abstracto, sino del

ciudadano. ¿Qué formación? La política. La sofística ha creído formar los

nuevos hombres de Grecia desentendiéndose de la verdad. ¿Cómo?

Cuando los ciudadanos hablan de sus asuntos es para adquirir.

convicciones. Todo lo demás va enderezado a ese punto. Así como el

razonamiento es lo que lleva al logos científico, la antilogía lleva

derechamente a la técnica de la persuasión, que es algo así como la lógica

de la opinión. Como ser es aparecer, persuadir será hacer que una opinión

parezca más fuerte que otra. Y se conseguirá cuando logre hacer vacilar al

adversario, conmoverle. El razonamiento quedará sustituido por el

discurso: es la Retórica. A partir de este momento, la Sabiduría, como

educación cívica, se concreta, por el lado intelectual, en retórica.

Pero la retórica necesita materiales, lo que llamaríamos las ideas. Las

ideas adquieren, por su dimensión social, el carácter de cosas usuales,

algo destinado a ser manejado, más que a ser entendido, en la doble forma

como las ideas pueden ser manejadas: aprendiendo y enseñando, convertidas

en máthema. La Sabiduría como retórica conduce a La Sabiduría como

enseñanza. La educación consiste en cultivar al hombre, y en él a sus

ideas, por la enseñanza. Con ella, el sofista forma ciudadanos cultos,

llenos de ideas y capaces de utilizarlas para crear opiniones dotadas de

consistencia pública. La misma palabra que en griego designa la opinión

sirve también para designar la fama. Retórica y Cultura: he ahí la

Sabiduría de la vida pública ateniense.

* * *

Resumamos: La Sabiduría, que era, desde sus comienzos, un saber de las

ultimidades del mundo y de la vida, muy próxima, por ello, a la religión,

se convirtió, en las costas de Asia Menor, en un descubrimiento o posesión

de la verdad sobre la Naturaleza; esta verdad sobre la Naturaleza se hizo

visión de lo que las cosas son con Parménides y Heráclito: la visión del

ser se concretó, por un lado, en ciencia racional; por otro, en retórica y

cultura en la vida ciudadana de Atenas. Tal era la situación en que

Sócrates encontró su mundo. Una situación cuyos ingredientes dinámicos le

son esenciales y que van a constituir el punto de partida de su actividad.

IV

SÓCRATES: EL TESTIMONIO DE JENOFONTE Y DE ARISTÓTELES

En las primeras líneas de sus Memorables nos dice Jenofonte lo siguiente:

"Sócrates, en efecto, no hablaba, como la mayoría de los otros, acerca de

la Naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman

Cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de

los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que

se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos.

"Porque examinaba, ante todo, si es que se preocupaban de estas

elucubraciones porque creían conocer ya suficientemente las cosas tocantes

al hombre o sí porque creían cumplir con su deber dejando de lado estas

cosas humanas y ocupándose con las divinas. Y, en primer lugar, se

asombraba de que no viesen con claridad meridiana que el hombre no es

capaz de averiguar semejantes cosas, porque ni las mejores cabezas estaban

de acuerdo entre sí al hablar de estos problemas, sino que se arremetían

mutuamente como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo

temible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos creen

que no hacen nada malo diciendo o hablando lo que se les ocurre ante una

muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni a que les vea la gente;

unos no respetan ni los santuarios, ni los altares, ni nada sagrado,

mientras que otros adoran cualquier pedazo de madera o de piedra y hasta

los animales. Pues bien: los que se cuidan de la Naturaleza entera, unos

creen que "lo que es" es una cosa única; otros, que es una multitud

infinita; a unos les parece que todo se mueve; a otros, que ni tan

siquiera hay nada que pueda ser movido; a unos, que todo nace y perece; a

otros, que nada ha nacido ni perecido.

"En segundo lugar, observaba también que los que están instruidos en los

asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la vida sus conocimientos en

provecho propio y ajeno, y (se preguntaba entonces) si, análogamente, los

que buscaban las cosas divinas, después de llegar a conocer las

necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en

situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo

lo que pudieran necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no

poder hacer nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas

cosas acontecen.

"Esto era lo que decía de los que se ocupaban de estas cosas. Por su

parte, él no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es lo

piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo vergonzoso; qué es lo

justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué insensatez; qué la valentía,

qué la cobardía; qué el Estado, qué el gobernante; qué mandar y quién el

que manda, y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba

convencido de que hacia a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en

cambio, los degrada, con razón, haciéndolos esclavos" (1, 1, 11-17).

No es, desde luego, el único texto, pero es, ciertamente, uno de los más

significativos, porque en breve espacio se agrupan la mayoría de los

términos que han ido apareciendo en nuestra exposición, y se presta por

esto, como pocos, para situar la obra de Sócrates.

Agreguemos el testimonio de Aristóteles según el cual "Sócrates se ocupó

de lo concerniente al éthos, buscando lo universal y siendo el primero en

ejercitar su pensamiento, en definir." (Mét., 987, b. 1.)

Es sobradamente conocida la imagen de Sócrates que nos describe Platón en

su apología: el hombre justo que prefiere aceptar la ley, aunque se vuelva

contra su vida.

Una cosa resulta clara: Sócrates toma una cierta actitud ante al Sabiduría

de su tiempo, y a base de ella comienza su acción propia.

V

SÓCRATES: SU ACTITUD ANTE LA SABIDURÍA DE SU TIEMPO

En primer lugar, la actitud de Sócrates ante la Sabiduría de su tiempo. El

mundo en que Sócrates vive ha asistido a una experiencia fundamental del

hombre que, por lo que respecta a nuestra cuestión, puede resumirse en

tres puntos: la constitución del Estado-Ciudad mediante el acceso de cada

cual, con sus opiniones propias, a, la vida pública; la crisis de la

sabiduría tradicional, y el desarrollo de los nuevos saberes. La

intervención del ciudadano en la vida pública dio lugar a la constitución

de la retórica y al ideal del hombre culto. En esta cultura se apelaba

también a los grandes ejemplares de la Sabiduría tradicional: Anaximandro,

Parménides, Heráclito, etc., no por lo que tuvieran de verdad, sino por su

consagración pública. Con lo cual su saber dejó de ser Sabiduría para

convertirse en cosa manejable, en tópos, en tópico, que se utiliza en

beneficio propio o con ocasión de consagración personal medi.ante la

polémica. El celo y la insolencia tiene idéntica raíz: el tópico. En

cambio, los nuevos saberes se contraponen con complacencia morosa a las

sabidurías clásicas; mientras éstas eran algo divino, las téknai nacieron,

según el mito de Prometeo, de un robo hecho a los dioses. Con ellas

adquirieron los hombres la sabiduría de la vida. Son saberes que se

obtienen en el curso de ésta y que se tienen a disposición de cualquiera

mediante la instrucción; son mathémata.

Esta experiencia se halla inscrita en una situación especial: en la vida

pública. Y esto le da su carácter específico, mucho más esencial para

Sócrates que su mismo contenido. Toda esa experiencia es una experiencia

de los asuntos y cosas de la vida, sobre todo públicas. Dentro de ella es

donde cobra un sentido y alcance propios.

En efecto: no sólo lo que se sabía, "las ideas", eran cosas públicas, sino

que pasó a serlo también el saber mismo en cuanto tal. El saber degeneró

en conversación, y el diálogo en disputa. En la disputa las cosas aparecen

sujetas a antinomia, y es en ella donde se acusa el carácter antilógico

del "es" de las cosas, es decir, donde pierde toda su transcendencia y

gravedad. Del "es" nacieron las grandes sabidurías, que se convirtieron en

tópico, precisamente al perder su punto de apoyo en la consistencia de

aquél. Si el "es" es antilógico, todo es verdad a su modo, al modo de cada

cual. Y en esta evaporación del "es" se desvanece también el hombre mismo.

El ser del hombre se convierte en simple postura. Expresemos lo mismo de

otro modo: nada tiene importancia para el sofista, y, por eso, nada le

importa: sólo le importan sus propias opiniones, y ello no porque sean

importantes, sino porque los demás les dan importancia; no porque las tome

en serio, sino porque las toman en serio los demás. Aristóteles decía, por

esto, que la Sofística no era Sabiduría, sino apariencia de Sabiduría.

Dicho en otros términos: frivolidad intelectual. Con lo cual, si bien

quedó descalificada por su contenido, planteé a la Filosofía el problema

de la existencia del sofista. La Sofística, como filosofía, no atrajo la

atención de Sócrates, ni de Platón, ni de Aristóteles, salvo la

interpretación sensualista del ser y de la ciencia, a que en algún momento

aludió Protágoras. Pero el sofista, sí. El "Sofista" de Platón y la

polémica de Aristóteles no son, en efecto, otra cosa sino la metafísica de

la frivolidad.

A esta situación de la Sofística corresponde la de Sócrates. Sócrates se

sitúa de una cierta manera ante este tipo de existencia, y de ello

dependerá, a su vez, el contenido de la suya propia.

Sócrates no ha tomado el contenido de la experiencia intelectual de sus

coetáneos, aislándola de la situación de donde emerge. Todo lo contrario.

Y es menester subrayarlo taxativamente para comprender en su justo alcance

la actitud de Sócrates ante el contenido de la inteligencia.

La primera operación de Sócrates ante esa ola de publicidad, es la

retracción. Retracción de la vida pública. Comprendió que vivía en una

hora en que lo mejor del hombre sólo podía salvarse retirándose a su vida

privada. Y esta actitud de Sócrates fue todo, menos una postura elegante o

displicente. Protágoras tenía un mínimo de sustancia intelectual, pero las

dos generaciones de sofistas que le suceden no hacen, para los efectos de

la inteligencia, más que conversar y pronunciar discursos de belleza

huera, menester bien distinto del de dialogar y discurrir. Para ello se

precisan cosas. La seriedad del diálogo y la penosidad del discurrir sólo

son posibles por la sus-tanda de las cosas. Al disolver el ser en pura

antilogia, al convertirlo todo en pura insustancialidad, el hombre se ve

abandonado a la deriva de la frivolidad. Y, ¿qué es lo que hizo que para

estos hombres se perdiera la realidad y la gravedad del "es"?

Sencillamente, la pérdida de aquello mismo que lo hizo patente ante los

ojos de los grandes pensadores: la mente pensante. Cuando el decir se

independiza del pensar y éste deja de gravitar por entero sobre el centro

de las cosas, el logos queda suelto y libre. Porque el logos tiene,

efectivamente, esas dos dimensiones: la privada y la pública. El pensar,

en cambio, la reflexión, no tiene más que una: la privada. Lo único que

podemos hacer es expresar el pensamiento en el logos. Y este es el riesgo

constitutivo de toda expresión: dejar de expresar pensamientos para ser un

puro hablar como si se pensara. Cuando esa situación llega, el hombre no

puede hacer más que callar y volver al pensamiento. La retracción de

Sócrates no es una simple postura como la postura de los sofistas: es el

sentido de su vida misma, determinada, a su vez, por el sentido del ser.

Por esto es una actitud esencialmente filosófica.

La actitud de Sócrates ante la Sabiduría tradicional viene condicionada

por esta posición en que se ha situado. Por lo pronto, Sócrates la

enjuicia desde el punto de vista de su eficacia en la vida, tal como

pretende afirmarse en los hombres pon quienes convive. Esa apelación a lo

uno o a lo múltiple, a lo finito o a lo infinito, al reposo o al

movimiento, es absolutamente innocua para asentar la vida cotidiana. Este

es su punto de partida, no otro. La prueba está en que, como argumento

decisivo, se nos presenta en el pasaje de Jenofonte antes transcrito, el

que, después de conocer la estructura del Cosmos, no podemos manejarlo a

tenor de nuestras necesidades. Sócrates, pues, prescinde en absoluto, de

momento, de lo que pueda haber de verdad o de no verdad en esas

especulaciones; lo que le interesa es subrayar su futilidad como medios de

vida. Es cierto que antes ha llamado dementes a los que se ocupan de la

Naturaleza. Pero este es otro aspecto de la cuestión, íntimamente ligado

con el anterior, sobre el que volveremos después. Esta Sabiduría que lleva

a la antilogia -he aquí lo esencial para Sócrates- pone de manifiesto que

los sabios son, en esta medida, de-mentes. Les falta la mens, el noûs.

Esta Sabiduría ha abandonado completamente el noeîn para volcarse

solamente en el hablar, en el légein.

Y esto que le obliga a retirarse es también lo que determina su actitud.

La Sabiduría nació de la mente pensante. Al perderla, dejó de ser

Sabiduría. El saber ya no es producto de una vida intelectual, sino simple

recetario de ideas. Por eso la elimina Sócrates. Pero claro está que lo

que le lleva a eliminarla es, al propio tiempo, el único modo de salvarla.

La ironía socrática es la expresión de la estructura noética que va a

salvar a la Sabiduría.

Y la prueba de que ésta es su actitud la tenemos en que no se nos dice

nada respecto de los descubrimientos físicos de Demócrito, ni de la

incipiente matemática ateniense. Naturalmente. Para nosotros, que hemos

recogido el magnífico legado de la mecánica, de la astronomía, de la

medicina y de la matemática griega, nos parece que esto es lo que fue la

ciencia helénica. Pero recordemos que toda esta ciencia comienza a

adquirir vertiginosamente su enorme volumen precisamente en la generación

inmediatamente posterior a Sócrates. De la Academia platónica se nos

refiere que tenía tal impresión de la cantidad de saber nuevo, que se

estimaba precisa más de una vida tan sólo para informarse de él. Y

Demócrito, contemporáneo de Sócrates, tenía fama de haber sido el último

verdadero enciclopedista del saber. Es evidente, pues, que estos saberes

-únicos que para nosotros, europeos, tienen importancia- eran aún casi

rudimentarios y minúsculos en tiempo de Sócrates, y que desaparecían junto

a los grandes monumentos del saber tradicional: Parménides, Heráclito y

aun el propio Empédocles y hasta Anaxágoras. Cuando se habla de la actitud

negativa de Sócrates ante la ciencia o habría que evitar el equivoco de

envolver en ella a la que nosotros estamos acostumbrados a llamar la

ciencia griega. Tanto más cuanto que varias de estas ciencias serán

cultivadas, y a veces genialmente acrecentadas, por personajes

pertenecientes a escuelas de inspiración socrática. Por lo demás,

pretender que Sócrates tuviera que dedicarse a ellas, para que no las

despreciara, es exigencia a todas luces desmesurada.

Lo único que habría que añadir, a propósito de estos saberes nuevos, es lo

que hemos visto ya a propósito de la sabiduría clásica; no sea que estos

científicos vayan también perdiendo su mente. Es el gran riesgo de la

ciencia, y, probablemente, estas apresiones no fueron extrañas al alma de

Sócrates.

En resumen: la actitud de Sócrates ante el mundo intelectual de su época

es, ante todo, la negación de su postura: la vida pública. Sócrates se

retira a su casa, y en esa retirada recobra su noûs y deja a la Sabiduría

tradicional en suspenso. El "es" vuelve a recobrar su importancia y su

gravedad. Las cosas, entonces, recobran consistencia, se hacen nuevamente

resistentes y plantean auténticos problemas. Con ello, el hombre mismo

adquiere gravedad. Lo que hace y no hace y el cómo lo hace quedarán

vinculados a algo anterior a sí propio: lo que él y las cosas "son". La

reaparición del "es" constituye la restauración de la Sabiduría real.

Pero, ¿de qué Sabiduría? Porque nada vuelve a ser totalmente como ha sido.

Esta es la segunda cuestión: la acción positiva de Sócrates.

VI

SÓCRATES: LA SABIDURÍA COMO ÉTICA

Lo que haya sido la acción positiva de Sócrates en orden a la filosofía

está ya predeterminado en la forma misma en que se sitúa. ¿Es o no

intelectual? A esta pregunta no puede darse una respuesta unívoca. Para

nosotros, es decir, para las generaciones que le sucedieron, si. Para su

época, y probablemente para sí propio -todos, más o menos, nos juzgamos

desde nuestro mundo-, no.

Para su época, no; porque Sócrates no se dedicó a ningún menester de los

que en ella se llamaron intelectuales. No se ocupó de cosmología, no se

debatió con los problemas tradicionales de la filosofía. No fue, desde

luego, el inventor del concepto y de la definición. Las expresiones

aristotélicas no han de tomarse necesariamente en la acepción

rigurosamente técnica que después han tenido. En realidad, Aristóteles se

limitó a decir que Sócrates buscaba qué son las cosas en sí mismas, no en

función de las circunstancias, y que trató de atenerse al sentido de los

vocablos para no dejarse arrastrar por el brillo de los discursos. Tampoco

es muy probable que hiciera grandes inventos éticos: por lo menos, no nos

consta que se ocupara más que de la virtud privada y pública en sus varias

dimensiones. ¿Cómo había de ser tenido por intelectual? ¿Cómo había de

tenerse a sí propio por tal? El intelectual de su época era un Anaxágoras,

un Empédocles, un Zenón, un Protágoras quizá. Nada de esto fue Sócrates.

Nada de esto quiso ser. Quiso mas bien no serlo.

¿Era entonces simplemente un justo, un hombre de moral perfecta? No

sabemos a ciencia cierta qué moral profesó, ni tan siquiera conocemos el

detalle de su vida. Por otra parte, la política ha contribuido, a veces,

con sus yerros, a crear grandes figuras históricas en la imaginación de

los ciudadanos. En todo caso, su indiscutible elevación moral no hubiera

justificado su influencia filosófica. Y ésta ha sido decisiva. Toda la

crítica histórica del planeta será incapaz de desvanecer ese hecho, cuya

fisonomía podrá ser confusa, pero cuyo volumen está ahí gravitando

imperturbable.

Digámoslo de una vez. Sócrates no ha creado ciencia: ha creado un nuevo

tipo de vida intelectual, de Sabiduría. Sus discípulos han recogido el

fruto de esa nueva vida. Y como aconteció en su hora a Parménides y

Heráclito, acontece también a Sócrates: al despertar a una vida nueva,

ésta se entiende, en sus comienzos, en función de la antigua. Por esto,

para unos, Sócrates era un sofista más; para otros, un buen hombre. Para

su descendencia fue un intelectual. En realidad, inauguró simplemente un

nuevo tipo de Sofía. Nada más, pero nada menos.

Hasta ahora no hemos visto esta Sabiduría más que en un aspecto negativo:

su retracción ante la intelectualidad al uso, su repulsa enérgica para

ella. Sócrates queda alejado de la vida pública, retraído a su existencia

privada. Abandona la retórica para tomar en serio el ser y el pensamiento.

Pero sería un error suponer que esta retirada fue la adopción de un

aislamiento total. Sócrates no fue un pensador solitario. Lo privado de

una vida no es idéntico a su aislamiento. Hay, por el contrario, el riesgo

de que el solitario encuentre, en su soledad aislada, un modo de

notoriedad y, por tanto, de publicidad. Que algunos discípulos suyos

malentendieran así su actitud es cosa conocida. No se trata de esto. Mucho

menos aún de lo que ha sido, por ejemplo, la soledad para Descartes. El

"solus recedo" de Descartes, ese quedar a solas consigo mismo y su

pensamiento, está a doscientas leguas de Sócrates, por la razón sencilla

de que no ha habido ningún griego que haya tomado esa actitud mental. A

donde Sócrates se retira es a su casa, a una vida semejante a la del

cualquier otro, sin entregarse a las novedades de una concepción

progresista de la vida, tal como se hacía en la élite ateniense, pero sin

dejarse impresionar tampoco por la mera fuerza del pasado. Tiene sus

amigos, y con ellos habla. Para todo buen griego el hablar va tan unido al

pensar como para el semita rezar y recitar; la oración del semita es

justamente eso, oración, algo en que participa siempre su os, su boca.

Para un griego, el hablar no se da aislado del pensar: el logos es, a la

vez, lo uno y lo otro. Entendió siempre el pensamiento como un diálogo

silencioso del alma consigo misma, y el diálogo con los demás como un

pensamiento sonoro. Sócrates es un buen heleno: piensa hablando y habla

pensando. De hecho, de él ha salido el diálogo como modo de pensamiento.

Pero, ¿cómo vive Sócrates? Por lo menos, ¿cómo entiende que se ha de

vivir? Esto es lo esencial.

Por lo pronto, ya lo veíamos, con noûs, con mente. Aristóteles nos dice

que ejercitó su pensamiento, su diánoia. Sin embargo, había aquí algo

confuso. La filosofía tradicional había surgido de la mente pensante, y de

ella se nutrió, tanto en el alma del filósofo como en su expresión, por

medio del logos. Sin embargo, ya lo hicimos notar, en el momento quizá más

decisivo de la filosofía pre-socrática, esa mente se aplica a la

naturaleza, a eso que se venía llamando lo divino, dejándose fuera el

mundo usual, a sus cosas, a los hombres, a sus más importantes

vicisitudes, y dejándolo fuera, no de cualquier modo, no por una simple

preterición, sino en forma mucho más grave: descalificándolo, como doxa,

arrojándola fuera del mundo del ser, como algo que pretende ser, pero no

es en verdad. Y por esto Sócrates llamó a estos filósofos dementes.

Precisamente las generaciones inmediatamente posteriores a las guerras

médicas reaccionaron con vigor, según vimos también, pero lo que triunfa

en el orden de la inteligencia es lo que llevará más tarde a la ciencia

racional de las cosas naturales. Sus primeros elaboradores, Empédocles y

Anaxágoras, se parecen todavía demasiado a Parménides y Heráclito. En

cambio, aquellos en quienes la ciencia va a prender con plenitud, apenas

han comenzado a nacer en tiempo de Sócrates No pudo, pues, preocuparse

excesivamente de ellos, y Empédocles y Anaxágoras, en cuanto científicos,

son poco más que gérmenes. Por lo que tienen de afín con la sabiduría

clásica, son incapaces, como ésta, de llegar satisfactoriamente a las

cosas de la vida usual. Sólo Protágoras ha intentado partir de las cosas,

no como cosas naturales, como ónta, sino como cosas usuales, khrémata.

Pero ya vimos a dónde llegó.

Pues bien: Sócrates es, en este punto, un típico representante de su

generación. Se explica que se le tomará por sofista. Trató de pensar y

hablar de las cosas, tales como se presentan inmediatamente en la vida

diaria. Pero no en la vida pública, en plena dóxa, sino, al revés,

tomándolas en sí mismas, es decir, en lo que son de veras,

independientemente de las circunstancias. Sócrates se ha situado, de

momento, en la vida privada. La vida pública vendrá después. Sólo un buen

hombre puede ser un buen ciudadano, y sólo un buen ciudadano puede ser un

buen político. La mente de Sócrates se aplicará, pues, a las cosas usuales

de la vida, sin retórica, pero con mente. Hasta él, la mente se aplicó tan

sólo a "lo divino", a la Naturaleza, al Cosmos o a la investigación

racional de la naturaleza de las cosas. Ahora va a concentrarse, por

singular paradoja, en las modestas cosas de la vida usual. He ahí su

radical innovación. El grave defecto de la filosofía tradicional, para

Sócrates, fue el haber desdeñado la vida cotidiana, haberla descalificado

como objeto de sabiduría, para pretender después regirla con

consideraciones sacadas de las nubes y de las estrellas. Sócrates medita

sobre estas cosas usuales y sobre lo que el hombre hace con ellas en la

vida. Medita, además, sobre las tékhnai. Pero estas tékhnai sobre que

Sócrates medita son, por esto, no solamente las que se constituyen en

saberes científicos, sino todo "saberhacer", de la vida: los oficios, como

el de carpintero, curandero, etcétera. Todo el conjunto de capacidades de

vida que el hombre adquiere en su trato con las cosas. Este es el concepto

griego de areté, virtud, que de suyo no tiene el menor sentido

primariamente moral. El "es" entra nuevamente en filosofía, pero no es el

"es" de la naturaleza, sino el "es" de estas cosas que están al alcance de

los hombres y de que depende su vida. Creo que el texto de Jenofonte

resulta, en este punto, suficientemente explícito.

Donde más claramente se percibe el intento socrático es en el sentido en

que emplea el célebre "conócete a ti mismo". Esta frase del oráculo de

Delfos significaba que el hombre no ha de atribuirse prerrogativas

divinas, sino que ha de aprender a mantenerse modestamente en su pura

condición humana. Sócrates carga el apotegma con un nuevo sentido. No se

trata de no ser Dios, sino de escrutar con el noûs de cada cual la voz que

dicta lo que "es" la virtud.

Salgamos inmediatamente al paso de una falsa interpretación. Que Sócrates

medite sobre las cosas de la vida usual no quiere decir que medite

solamente sobre el hombre y sus actos. De ordinario se ha tomado en este

sentido el testimonio de Aristóteles. Sin embargo, el vocablo griego éthos

tiene un sentido infinitamente más amplio que el que damos hoy a la

palabra "ética". Lo ético comprende, ante todo, las disposiciones del

hombre en la vida, su carácter, sus costumbres y, naturalmente, también lo

moral. En realidad, se podría traducir por "modo o forma" de vida, en el

sentido hondo de la palabra, a diferencia de la simple "manera". Pues

bien: Sócrates adopta un nuevo modo de vida; la meditación sobre lo que

son las cosas de la vida. Con lo cual, lo "ético" no está primariamente en

aquello sobre que medita, sino el hecho mismo de vivir meditando. Las

cosas de la vida no son el hombre; pero son las cosas que se dan en su

vida y de las que ésta depende. Hacer que la vida del hombre dependa de

una meditación sobre ellas, no es meditar sobre lo moral, a diferencia de

lo natural: es, sencillamente, hacer de la meditación el éthos supremo.

Dicho en otros términos: la sabiduría socrática no recae sobre lo ético,

sino que es, en sí misma, ética. Que de hecho aplicase su meditación con

preferencia a las virtudes cívicas, es cosa por demás secundaria. Lo

esencial es que el intelectual dejó de ser un vagabundo que vive en las

estrellas para convertirse en hombre sabio. La Sabiduría como ética: he

ahí la obra socrática. En el fondo, una nueva vida intelectual.

Esta ética de la meditación sobre las cosas de la vida llevó

inexorablemente a una intelección específica de éstas. Con la filosofía

tradicional, ya lo vimos, la naturaleza es aquello de donde todo emerge; y

cuando la Sabiduría adoptó la forma de ciencia racional, las cosas se

presentaron a la mente con su physis propia. "La Naturaleza" cedió el paso

a "la naturaleza" de cada cosa. Sócrates está muy lejos de esto, por el

momento. Al centrar su mente y su meditación sobre las cosas, tales como

se presentan en la vida, a fin de hacer depender ésta de lo que aquéllas

son en sí mismas, el "son", el eínai, adquiere un nuevo sentido. No es,

por lo pronto, nada que haga alusión a su naturaleza. No significa esto

que Sócrates haya descubierto el concepto. Hay que esperar para ello hasta

Aristóteles y Platón. Pero el concepto aristotélico no es más que la

teoría del quid. de la índole de cada cosa, de su tí. Lo que la mente de

Sócrates logra, al concentrarse sobre las cosas usuales, es la visión del

"qué" de las cosas en la vida. La Sabiduría como ética, ha llevado, pues,

a algo decisivo en orden a la inteligencia de las cosas mismas; tan

decisivo, que será la raíz de toda la nueva filosofía y lo que le

permitirá volver a encontrar por otros caminos los temas de la Sabiduría

tradicional, momentáneamente puestos en suspenso.

Pero no adelantemos las ideas.

Antes, dos palabras acerca de cómo se desarrolla la meditación socrática

sobre el "qué" de las cosas. En primer lugar, pensando y hablando con sus

amigos. Pero, ahora, la conversación ya no es disputa. No se trata de

defender opiniones formadas, porque no hay opiniones que defender; por

esto no cabe ni tan siquiera exponerlas. Se trata de hablar de las cosas y

desde las cosas. La conversación dejó de ser disputa para convertirse en

diálogo, en un sereno y reposado girar sobre las cosas para empaparnos de

ellas. Es un hablar en que el hombre más bien hace hablar a las cosas; son

casi las cosas mismas las que hablan en nosotros. Sócrates recordó

seguramente que, para Parménides y Heráclito, este indefectible saber

acerca de las cosas brota de algo que el hombre lleva en sí y que les

pareció algo divino: noûs y logos. Sócrates quiere borrar toda alusión

desmesurada a un saber sobrehumano. Su Sabiduría no será ya nada divino,

theîon; se contentará con llamarla modestamente daimónion.

Para lograrlo, pone en suspenso la seguridad con que el hombre se apoya en

las cosas de la vida. Hace ver que en la vida corriente no se sabe lo que

se trae entre manos; lo que hace que la vida sea corriente es precisamente

esa ignorancia. El reconocerla es ya instalarse en la vida de la

Sabiduría. Entonces, las cosas, y con ellas la vida misma, quedan

convertidas en problemas. Es el saber del no saber, del "no saber de qué

se trata". Sólo a este precio conquista el hombre un nuevo tipo de

seguridad. Cuando hablamos con un enfermo, consideramos su sufrimiento, e

incluso compadecemos su desgracia. Pero si prescindimos de esta relación

vital con él, por tanto, si hacemos caso omiso de esta relación de hombre

a hombre, que adquiere su plenitud precisamente en la integridad de las

circunstancias y de las situaciones en que acontece, entonces se desvanece

ante nuestros ojos el enfermo y nos quedamos solamente cara a cara con su

enfermedad. Y la enfermedad ya no es objeto de compasión ni de dolor: es

simplemente un conjunto de caracteres que el enfermo posee, un "que" . Y

este desplazamiento de la mirada desde el enfermo a la enfermedad, que

momentáneamente deja de lado a aquél, se convierte paradójicamente en un

nuevo modo, más firme y seguro de "tratar el enfermo De aquí saldrá la

universalidad de la definición aristotélica y ese singular viraje del

"qué" hacia el "por qué". Sócrates ni lo barruntó. Pero sólo fue posible

dar con ello en la reflexión socrática.

Por este camino, por esta "ironía", suspendiendo la Sabiduría tradicional

y asentándola en algo más firme y asequible, en las cosas de la vida

cotidiana, Sócrates ha salvado, en principio, la verdad de aquélla. En

principio, porque el desarrollo plenario de la Sofía, como un modo de

saber, será cosa de Platón y de Aristóteles.

¿Fue Sócrates un filósofo? Si por filósofo se entiende el que tiene una

filosofía, no. Si se entiende el que busca una filosofía, quizá tampoco.

Pero fue algo más. Fue, efectivamente, una existencia filosófica, una

existencia instalada en un ethos filosófico que, en un mundo asfixiado por

la vida pública, abre, ante un grupo privado de amigos, el ámbito de una

vida intelectual y de una filosofía, asentándola sobre nuevas bases y

poniéndola en marcha, tal vez sin saber demasiado a dónde iba, en una

nueva dirección. La reflexión socrática fue la constitución de la

filosofía. En el limitado número de posibilidades que la vida ateniense

ofreció a Sócrates: lanzarse a la vida pública como un virtuoso de la

palabra y del pensamiento, al modo de Protágoras y sus discípulos;

ocuparse de los saberes nuevos, de los que más tarde habrían de salir las

ciencias; sumirse en la masa amorfa del ciudadano absorto por los

quehaceres y urgencias de la vida cotidiana; volver a la vida corriente,

no para dejarse arrastrar por ella, sino para dirigirla por una meditación

fundada en lo que las cosas de la vida "son"... Sócrates eligió

resueltamente esta última. La decisión de Sócrates hizo posible la

existencia de la filosofía.

Lo de menos es de qué se ocupara efectivamente, y más accesorio aún la

manera personal como Sócrates vivía. La mayoría de sus discípulos tomaron

su actitud, su éthos, como un trópos, como una simple manera. Trataron,

con mayor o menor bagaje intelectual -nada más que bagaje-, de imitar a

Sócrates. Fue seguramente, para él, la punzante ironía de su vida. De ahí

nacieron las pequeñas escuelas socráticas.

Unos pocos quisieron algo más: quisieron adoptar su propio éthos,

acercarse socráticamente a las cosas y vivir socráticamente los problemas

que éstas plantean a la inteligencia. Las cosas les retribuyeron,

entregándoles una nueva Sofía. Fue la filo-sofía de la Academia y del

Liceo.

VII

CONCLUSIÓN: PLATÓN Y ARISTÓTELES, DISCÍPULOS DE SÓCRATES

¿En qué sentido continúan Platón y Aristóteles a Sócrates? Volvemos con

ello al comienzo de estas notas.

En el fondo, es absolutamente secundario averiguar el elenco de problemas

y conceptos que Platón recibiera de Sócrates y Aristóteles de Platón. Más

aún: es incluso un contrasentido cifrar en ello su discipulado

intelectual. Precisamente cuando, a la muerte de Platón, se colocó

Speusipo al frente de la Academia, por vínculos de sangre y ortodoxia de

escuela, Aristóteles se retiró al Asia Menor, porque entendía que el

discipulado intelectual no es asunto de secta ni de familia.

Platón fue socrático en un sentido mucho más hondo, en el mismo en que lo

fue Aristóteles. Ambos parten de la misma raíz, de una reflexión sobre las

cosas usuales, con objeto de saber lo que el hombre se trae entre manos y

lo que él mismo ha de ser en su vida. Esto hace de Platón y Aristóteles

los grandes socráticos. Pero, además, el desarrollo de esta reflexión

originaria les llevó a reconquistar el saber racional y la política,

asentándolos por vez primera sobre la base firme de la reflexión sobre el

logos de la vida. Finalmente, terminan ambos plasmando su éthos en una

nueva interpretación, de los problemas últimos del universo, al hilo de

esta experiencia del hombre, dando así en los grandes problemas de la

sabiduría clásica: es la filo-sofía. Estas tres etapas, la experiencia

primera de las cosas, el saber racional de ellas y la filosofía, son los

tres estadios en que madura una misma reflexión socrática. Es verdad que,

en este proceso, Platón y Aristóteles siguen caminos divergentes, como

vamos a verlo. Pero es mucho más importante ver que son dos rayos que

parten de un mismo centro socrático, e inscribir esas divergencias en el

proceso común de maduración de una misma reflexión socrática.

1. Punto de partida: la experiencia primera de tas cosas.- Platón y

Aristóteles parten de una reflexión sobre las cosas y asuntos de la vida.

Ello les suministra la primera idea de lo que es una cosa, y con ello una

visión de la naturaleza. La reflexión socrática les ha llevado por una

ruta bien distinta, pero más firme, al descubrimiento de la naturaleza, al

problema de los jónicos.

Si el hombre viviera abandonado al momento, la vida sería radicalmente

inconsistente, cada acto comenzaría en cero, todo sería ocasional (tykhe),

la vida tendría estructura puntiforme. Ya en los animales perfectos hay

algo más: la memoria les suministra un primer esquema o armazón, gracias

al cual no sólo producen actos, sino que tienen una conducta, un bíos

elemental. Pero en el hombre hay todavía más: su conducta va determinada a

su vez por un saber lo que hace (tékhne). Ello da a la vida humana su

peculiar consistencia y hace de ella un bios en sentido estricto.

Para Platón, lo propio del saber-hacer es saber en "qué" consiste lo que

se hace. La primera experiencia que Platón cobra, en el trato con las

cosas usuales, es su "qué", su ti. Poseyéndolo, sabe el hombre lo que se

trae entre manos, y puede entonces hacer bien las cosas (kalos). El "qué"

va, así, íntimamente vinculado y orientado al bien-hacer, al agathón. ¿Qué

es este "qué"? No es, por lo pronto, lo que la ciencia tradicional venía

inquiriendo, por ejemplo, la diversa proporción en que los cuatro

elementos de todo entran en cada cosa. Es algo más modesto y al alcance de

todos, adquirido en reflexión socrática. Veo de lejos un bulto, y creo que

es un hombre; me acerco, y veo que es un arbolillo. Lo creído en el primer

caso y lo visto en el segundo es el conjunto de caracteres o rasgos

típicos de cada cosa y lo que la distingue de todas las demás. Así, el

ateniense se distingue del persa por su "tipo"; el gobernante, del

comerciante, por el "tipo" de actividades a que se dedica. A este cuadro

de caracteres es a lo que se llamó, en su sentido más alto, figura, eîdos

(10). Platón cae en la cuenta de que no bastan los ojos para verla. Por

esto, los animales no saben lo que son las cosas, al igual que el profano

no ve en una fábrica la máquina, sino tan sólo ruedas y hierro. Sólo ve la

máquina quien la entiende, es decir, quien sabe manejarla. La figura es,

en este sentido, algo que se ve en una visión mental inteligente; por eso,

Platón la llamó Idea. El "qué" de las cosas es Idea. La fuerza de ser es

la fuerza de consistir; ser es consistir, y aquello en que las cosas

consisten es la Idea.

Por esto, el pensamiento de Platón se ve lanzado desde las cosas hacia

aquello en que consisten: hacia la Idea. Las cosas tienen consistencia en

ella, pero la Idea es consistente. Con lo cual se la toma como una segunda

cosa junto a la primera, resultando de ello que las cosas en que pensamos

no son, en rigor, las mismas con que vivimos.

Aristóteles fue, tal vez, más radicalmente socrático. En el saber-hacer

Platón aprendió "qué" son las cosas, y fue por esto, para él, una

experiencia de la consistencia de ellas. En cambio, el hacer mismo ha

llevado a Aristóteles a una experiencia de las cosas mismas. Porque,

aunque el tener que hacerlas sea una simple condición humana, el cómo

hacerlas ya no depende tan sólo del hacer mismo, sino de la índole

efectiva de las cosas que se hacen. Por esto es una experiencia de lo que

las cosas son de suyo. Si el saber fuera independiente del hacer, nunca

hubiéramos salido de Platón: ser sería consistencia. Pero, para

Aristóteles, el saber y el hacer son dos dimensiones de un fenómeno único:

la tékhne. Por esto, en él se manifiesta el ser como realidad. Y esto le

lleva por distintos derroteros.

¿Qué es, en efecto, realidad? Si estamos haciendo algo, por ejemplo, una

silla, ésta será real cuando esté terminada, cuando esté a punto para

salir del taller. Tener realidad es, pues, en primer lugar, tener

sustantividad, sistere extra causas, exsistir. Y ¿qué es esta realidad

sustantiva? La madera con que laboro la silla no es silla más que cuando

sirve plenamente para su cometido, por ejemplo, para sentarse. Realidad

es, en este sentido, estar actuando como tal, actualidad.

Pero actualidad, ¿de qué? De todos los caracteres de la silla, de su

figura, de su eîdos. Y cuando esta figura es actual en la madera, ésta

adquiere la sustantividad de la silla. La actualidad de la figura o forma

es el fundamento de la sustantividad. En esta implicación entre los dos

sentidos de la realidad, entre actualidad y sustantividad, obvia para

Aristóteles y tan grave en consecuencias, se encierra el primer momento de

su experiencia de las cosas. Es ella la que ha fijado imperturbablemente

el sentido del ser en la historia entera del pensamiento europeo.

La figura no es entonces primariamente consistencia. Platón olvidó que

aquello en que las cosas consisten es, antes que nada, aquello que ellas

son. ¿En qué sentido? En cierto modo, la realidad de la silla es la

madera. Pero, en rigor, la madera es tan sólo material para su

fabricación, algo "destinado a", algo "de que" va a hacerse la silla. No

tiene ni sustantividad ni actualidad, es decir, no tiene realidad más que

por ese "a" y "de" a que va destinado. En sí misma no es sino una pura

disponibilidad, posibilidad. Su realidad procede del otro término. Materia

y forma no son dos cosas, ni unidas ni separadas, no son dos elementos,

sino dos principios, arkhaí, de una sola cosa. La realidad será entonces

sustantivación y actualización de posibilidades; la forma es

configuración; y las cosas reales, emergencias de sus internos principios,

ousíai, sustancias. Las cosas en que pensamos son las mismas con que

vivimos. La firmeza de la vida se apoya en la sustancia de las cosas. Lo

demás es pura plausibilidad. Por vez primera las cosas usuales de la vida

han entrado plenamente en la filosofía. En una palabra: para Aristóteles,

ser no es consistir, sino subsistir.

Ambas experiencias de las cosas se han adquirido por una reflexión sobre

el trato usual con ellas: El eîdos del martillo, lo que el martillo es, se

percibe clavando; el de la silla, sentándose. La interna índole de la

realidad transparece al meditar en su manejo. Es entonces cuando las

prágmata, las cosas, en el sentido de cosas de la vida, adquieren el rango

de cosas naturales, ónta. Porque si lo que hacemos es artificial, el hacer

mismo es natural, es la Naturaleza puesta al descubierto en nosotros.

Según se entienda el saber-hacer, así se entenderán también las cosas y la

Naturaleza.

En el saber-hacer, Platón ve tan sólo el "qué", y, por tanto, el artífice

que plasma la materia con los ojos fijos en la idea que quiere realizar.

Esto le lleva a una interpretación de la Naturaleza más obvia, pero más

compleja que la de los jónicos, gracias a un descubrimiento sólo

equiparable al de Parménides y Heráclito. En el nacimiento de algo no sólo

viene un ser a la vida, sino que este ser es del mismo tipo que sus

progenitores, hombre, león, ave. El impulso generador cobra su fuerza en

la vida de los progenitores, pero con "vistas a" una especie determinada.

En la fuerza para ser hay una como presencia de la especie. Por esto,

venir a la vida no es sólo nacimiento, phyein, sino generación,

gignesthai, en el sentido estricto del vocablo, algo en virtud de lo cual

el nacido tiene genealogía. La idea no sólo es consistente, sino que es

género, génos, de las cosas. La Naturaleza lleva en su fuerza una Idea,

tiene puesta siempre su mira en ella. La fuerza del género es de índole

completamente distinta a la del simple impulso nascente, pero no menos

real. Ambas son dimensiones de una fuerza única que, por esto, Platón

llamó éros, amor. Algo que lleva fuera de sí a producir a alguien de

especie determinada. En lugar de la fisiología jónica, tendremos una

genealogía. Una vez producida, cada cosa consiste en una serie de

operaciones realizadas "con vista" al tipo ideal, que está por encima de

ellase

Para Aristóteles, en cambio, la tékhne es un hacer en que el artífice se

saca las ideas de sí mismo. La Naturaleza lleva una idea, pero no como

algo externo en quien tiene puestas sus "miras", sino como principio

interno. Generación es autoconformación, algo que lleva, no fuera de sí

sino a realizarse a sí mismo, morfogenia. En lugar de fisiología, no

tenemos genealogía, sin morfología. Una vez producida, la naturaleza de

cada cosa consiste en aquel principio interno a ella de que emergen sus

propias operaciones; la forma no es sólo principio de ser, sino también

principio de operación, naturaleza.

Bien que en direcciones distintas, en Platón y en Aristóteles, el eîdos,

la figura de la vida usual, es la que hace de las cosas primeramente,

khrémata, cosas usuales, y después cosas naturales, ónta. Con lo cual han

vuelto a encontrarse con la antigua sabiduría jónica, pero asentándola

sobre las bases firmes y controlables de la reflexión socrática.

2. La expresión de esta experiencia: el saber racional y la politica.-El

hombre, además de hacer cosas, habla de ellas. Y así como ha de saber lo

que hace, ha de saber también lo que dice. La firmeza del logos no procede

de la fuerza del que habla, sino de las cosas sobre que habla. Por esto,

en lugar de opiniones firmes o vacilantes, como Protágoras, tendremos

razones, lógoi, verdaderas o falsas. La experiencia del hablar socrático

ha llevado inexorablemente a Platón y a Aristóteles a precisar la

estructura de las cosas, no sólo como objetos que se usan khrémata, o que

están ahí, en el universo, ónta, sino también como objetos que se

expresan, como legómena. ¿Cómo han de ser las cosas para que sean

expresables? ¿Qué hay en ellas que exija explicarlas? La respuesta a estas

preguntas ya no será Retórica, sino Lógica, y el saber no será cultura,

sino ciencia.

El logos no hace sino expresar lo que las cosas son. Y lo más obvio que

observamós es que de una misma cosa podemos decir muchas y, a su vez,

podemos aplicar una misma a varias. Como objeto del logos, las cosas

tendrán que ser unas y múltiples. Esto permite expresarlas, esto exige

explicarlas. Todo el problema estribará en la interpretación de este

complejo.

Fue Platón el primero en insistir en que esas muchas notas no están

arbitrariamente volcadas sobre las cosas. El hombre, por ejemplo, es un

viviente, pero no vegetal, sino animal; y animal no irracional, sino

racional. La unidad del "qué" se obtiene recortando, por así decirlo,

dentro de un supremo "qué", una figura más limitada, y, dentro de ésta,

otra, hasta llegar a una que no convenga sino a cosa de que se trate, a su

eîdos, o figura propia. Mientras esto no acontezca, los diversos elementos

del "qué" se extienden idénticamente sobre las muchas cosas. El "qué"

propio de cada cual será, pues, el resultado final de la precisión de una

realidad más vasta, dentro de la cual se mantienen unidas y separadas las

diversas notas en un sistema perfectamente definido. Como el ser de las

cosas es su "qué", su consistencia, resultará que la unión y separación

del juicio será, eo ipso, cuando éste sea verdadero, el ser y el no ser de

las cosas mismas. En esta identidad, procedente de una concepción del ser

como consistencia, reside toda la interpretación platónica de las cosas

como objeto del logos. Y ello implica que en la realidad no sólo existe

una fuerza de ser, sino también una no menos real fuerza de no ser. Es la

primera vez que en la filosofía aparece el problema del no ser como algo

no simplemente desechado, según acontecía en Parménides, sino

positivamente recogido bajo la forma de negación. Platón tuvo conciencia

de lo tremendo de su innovación. No dudó en calificarla de parricidio,

refiriéndose a Parménides. El "qué" de las cosas constituye así un mundo

inteligible, un kosmos noetós, con estructura dialéctica. Por esto, la

mente no puede parar en ninguna de sus notas sin verse llevada a las demás

por la fuerza del ser y del no ser: necesita discurrir. Por esto es

necesario y posible el saber racional de las cosas, y por esto es posible

dialogar.

Para Aristóteles, en cambio, el ser no es consistencia, sino subsistencia.

El "qué" no es toda la realidad, sino tan sólo el "qué" de ella. El logos,

por esto, no contiene simplemente a la realidad, sino que se refiere a

ella, desdoblándola en la cosa que es y lo que la cosa es. En este

desdoblamiento y en la consiguiente articulación de sus miembros tendrá

que apoyarse Aristóteles para interpretar las cosas como objeto del logos.

Las muchas notas del eîdos, de la figura, son algo que la cosa no

solamente tiene así, sin más sino que las tiene porque es ya lo que es. No

se es hombre porque se es animal racional, sino que se es animal racional

porque se es hombre. El eîdos, la forma de las cosas, es una unidad

interna, una especie de foco central de cada cosa, que plasma su propia

materia en una serie de propiedades cuyo cuadro externo es la figura de

aquélla. Es una unidad originaria, que se despliega en las muchas

propiedades. Por eso, el eîdos no es sólo la forma de las cosas, sino

también su esencia. El logos toma por separado cada una de estas notas

para unirlas con la cópula en una unidad derivada, que llamamos

definición. Esta es la estructura de las cosas, en tanto que objeto del

logos; y con la distinción entre el "es" del juicio y el "es" de las

cosas, abre Aristóteles, frente a Platón, el campo autónomo de la Lógica.

Esta triple dimensión de la forma como conformadora de las cosas,

constitutiva de sus propiedades y principio de sus operaciones, permite

que sea una misma la cosa de que vivimos, la cosa en que pensamos y la

cosa que está y actúa en el mundo. Para Aristóteles, ser no sólo es

subsistir, sino subsistir esencialmente.

Para Platón, el sofista es el hombre que no va movido por más fuerza que

la del no ser: por esto carece de contenido; su mente se dispersa en el

flujo amorfo de las palabras y de las opiniones. Para Aristóteles, el

sofista es el hombre para quien nada hay de esencial, para quien nada

posee un contenido propio, y, por tanto, cuanto diga de las cosas es un

puro acaso, una fugaz coincidencia. La convivencia y el diálogo entre los

hombres sólo son posibles apoyando la mente en estructuras esenciales. Lo

demás es radical insustancialidad. Y sólo fundada en la sustancia de los

asuntos (prágmata) es posible una polis, firme y estable, una vida pública

justa.

Aristóteles y Platón han vuelto a encontrar la necesidad de la ciencia

racional y de la política de su tiempo, momentáneamente puestas en

suspenso por la reflexión socrática; una suspensión cuyo sentido ahora

comprendemos claramente: era menester volver a apoyar el razonamiento y el

diálogo en la sustancia de las cosas, próxima a desvanecerse en Atenas. La

ironia socrática salvó así a la ciencia y a la política.

3. La raíz de esta experiencia: la filo-sofía -Pero esto mismo que le

forzó a salvarla le llevó a superarla. Hasta entonces, Grecia había tenido

Sabios que, al pasear por el universo su mente pensante, obtuvieron esa

espléndida visión que se llamó Sofía. Esta visión se plasmó en ciencia

racional y en Retórica. Y ambas, según vimos, estuvieron a punto de

perecer, precisamente porque fueron soltando las amarras de la mente

pensante. Al volver a ella y ponerla en marcha, renació la posibilidad de

la ciencia y del diálogo objetivo; pero al propio tiempo cambió también,

en cierto modo, la idea misma de la mente y, por tanto, de la Sabiduría.

La Sabiduría ya no será una simple "visión" del universo, será

inteligencia racional, episteme. Pero no una intelección cualquiera.

Mientras la ciencia natural y política parte de unos supuesto con que

entiende las cosas, la Sabiduría hunde sus miradas en la raíz misma de

estos supuestos, de estos principios, y desde ellos asiste a su

constitución y expansión en las cosas; porque no se trata tan sólo de

principios del conocimiento, sino, sobre todo, de los principios mismos de

la realidad. La Sabiduría no es sólo episteme, ni solamente noûs, sino lo

uno y lo otro, o, como dice Aristóteles, inteligencia, con ciencia,

episteme kais noû.. La mente ya no es simple visión, sino inteligencia de

los principios, y la Sabiduría, intelección radical. Sin esto, el Sabio

hubiera sido una especie de místico o lírico de la inteligencia: jamás

hubiera logrado el rigor del saber. Por su parte, el científico jamás

hubiera sido más que un razonador, y el político un orador. Con ambas

cosas, eso divino que hay en el hombre ya no será Sabiduría efectiva,

sínoe un esfuerzo por lograrla: filo-sofía, preocupación por la Sabiduría.

Por esto, el filósofo no es un dios, sino un hombre (Sym., 203e), y la

filosofía una fuerza o "virtud" humana, la virtud intelectual en cuanto

tal.

La mente, pues, desde ahora, irá disparada no a los elementos, sino a los

principios de las cosas. ¿Qué principios? Los principios supremos de las

cosas, últimos para nosotros, primeros para ellas, tá prota, decía

Aristóteles. Y precisamente por esto, esta intelección de los principios

supremos abarca el todo de cuanto hay, no por un pedante recorrido

enciclopédico al estilo de los sofistas, sino en su unidad radical. En los

principios supremos están principalmente todas las cosas; precisamente por

eso son supremos. Aristóteles dice, por ello, que la Sabiduría es, en este

sentido, el conocimiento de lo más universal. Este hábito, héxis, de los

principios es lo que hace posible una ciencia verdadera y una vida buena

Ciencia y Política son "virtud".

Al precisar la índole de esta ultimidad, es cuando vuelven a diverger

Platón y Aristóteles. El camino que conduce a los principios supremos está

trazado por aquello en que todo conviene. ¿Qué es esto en que todo

conviene? ¿En qué consiste eso que llamamos "todo"? Parece que recaemos

entonces en la Sabiduría antigua: el Todo era la Naturaleza. Pero Platón

había descubierto ya que en el nacer hay una genealogía. El ser, como

consistencia, es genitivo, pero no generador. Esta confusión hace que todo

el saber antiguo merezca llamarse Mitología, para Platón. Los principios

comunes de las cosas serían entonces sus últimos géneros, entre ellos el

ser y el no ser. Pero, ¿es esto lo último de las cosas? Para Platón, no.

Precisamente porque el ser es genitivo, porque hace que las cosas

consistan en esto o en lo otro, su "hacer", digámoslo así, ha de tener

puesta la mirada no sólo en lo que hace, sino en hacerlo "bien" Si aquello

que hace está por bajo del ser, el "bien", el agathón, de su hacer está

allende el ser. Lo último de las cosas no es el ser; el ser no se basta;

hay algo allende el ser, raíz suprema del universo, por la que éste es un

Todo.

Para Aristóteles, ser no es consistir, sino subsistir. Con lo cual, eso

que Platón llamó el ser ya no es género, sino que, en cada caso, no tiene

más contenido que el que cada cosa le otorga. El ser se basta. Y, sin

embargo, cuando contemplamos todo lo que hay, ese todo es tal,

precisamente, porque cada cosa "es". El "es", que es lo más íntimo de cada

cosa, resulta ser, a su vez, lo que encuentro de común en todas ellas al

entenderlas con mi mente. Lo último es, pues, para Aristóteles, el ser. Y

los principios serán supremos cuando sean principios de "ser" ¿Qué es este

"ser"? ¿Cuáles estos principios? La totalidad del mundo deja flotando,

ante los ojos del filósofo, este "es" como problema, el "es" descubierto

por Parménides y Heráclito, pero equivocadamente sustantivados por ellos,

lo mismo que por el propio Platón.

Para ambos, la Sabiduría es algo que se busca, lo mismo que buscaba

Sócrates, tal vez sin saber demasiado lo que buscaba. No es algo que las

cosas depositan en el hombre sin más que por usarlas en el trato

corriente, ni entenderlas en la ciencia; es algo que se conquista por un

impulso que arrastra al hombre desde la vida corriente y científica a los

principios últimos. A este impulso llamaron Platón y Aristóteles "deseo"

(órexis), deseo de saber lo último de todo (eidénai, Met., 983 a25). De

aquí que esta vida teorética en que se realiza la Sofía se torne a partir

de Platón y de Aristóteles en una forma intelectual de vida religiosa. En

un principio, limitada seguramente a los intelectuales. Pero después

invadió la vida pública y constituyó la base del sincretismo entre la

especulación teológica y las religiones de misterios, y participó más

tarde en algunas formas de la gnosis. Nacida de la sabiduría religiosa, y

mantenida en contacto constante, o por lo menos en hermandad con ella, la

Sofía griega acabó por absorber a la religión misma.

Pero Platón y Aristóteles no entienden de igual manera el ímpetu creador

de la Sofía.

Para Platón, aquel deseo es un éros, un arrebato que nos saca fuera de

nosotros mismos y nos transporta allende el ser. La filosofía tiene su

principio de verdad en este arrebato, y nos lleva al abismo insondable de

una verdad que está más allá del ser. En cierto sentido, la Sabiduría no

se ama por sí misma.

Para Aristóteles, la filosofía no tiene más principio de verdad que lo que

somos nosotros; si se quiere, un deseo que nos lleva a ser plenamente

nosotros mismos en la posesión de la inteligencia. La Sabiduría se ama por

sí misma.

En realidad, cruza por el mundo socrático un atroz estremecimiento: ¿es lo

último de las cosas su ser? La raíz de lo que llamamos cosa, ¿es "anhelo",

o bien, "plenitud"; es éros, o bien, enérgeia? Sí se quiere continuar

hablando de amor o de deseo, ¿es el amor un "arrebato" (manía), o, más

bien, "efusión" (agápe)? Vemos asomar por aquí todo el drama ulterior de

la filosofía europea. En estas interrogantes se encierra, desde luego, la

cuestión radical de la filosofía. Y, como tal, algo que sólo se ve en su

término. Los distintos cauces por los que la Sabiduría ha discurrido son

otras tantas formas que ha adoptado, al querer penetrar, cada vez más

adentro, en lo último de las cosas. Por esto, tal vez, ante la filosofía,

no tenga sentido preguntarse qué es, así, en abstracto, cuál es su

definición, porque la filosofía es el problema de la forma intelectual de

Sabiduría. La filosofía es, por esto, siempre y sólo aquello que ha

llegado a ser. No cabe otra definición. La filosofía no está caracterizada

primariamente por el conocimiento que logra, sino por el principio que la

mueve, en el cual existe, y en cuyo movimiento intelectual se despliega y

consiste. La filosofía, como conocimiento, es simplemente el contenido de

la vida intelectual, de un bíos theoretikós, de un esfuerzo por entender

lo último de las cosas. El ethos socrático ha conducido al bíos de la

inteligencia. Y en ella se asienta la adquisición de la verdad y la

realización del bien. Esa fue su obra. Al ponerla en marcha, al asentar la

inteligencia sobre la base firme de las cosas que están a su alcance,

llegó a encontrar nuevamente los grandes temas de la Sabiduría

tradicional. Sólo entonces tuvo esta especulación sentido efectivo para el

hombre; no logró tenerlo cuando pretendió seguir el camino inverso. Al

propio tiempo, Platón y Aristóteles nos han dado con ello la primera

lección magistral de Historia de la Filosofía, una lección realmente

socrática. La Historia de la Filosofía no es cultura ni erudición

filosófica. Es encontrarse con los demás filósofos en las cosas sobre que

se filosofa.

Notas

Las variaciones del horizonte no son siempre cambios de zona: pueden ser

ampliaciones o retracciones del mismo campo. Quede esto consignado para

cuando se trate del problema de la verdad de la historia de la

filosofía.

Para no molestar al lector con excesivo vocabulario griego, traduciré

casi siempre noûs por mens, a pesar de la inexactitud del vocablo.

Dejo de lado el oscuro problema de si el vocablo arkhé fue usado por

Anaximandro

Dejo de lado el problema de la autenticidad en este titulo; me basta con

que la obra en los jónicos haya sido sentida así por los filósofos

posteriores.

No entro en el problema de la articulación entre retracción, dejar,

quedar, y "como son".

En todas estas consideraciones prescindo deliberadamente de la religión

de Israel y del cristianismo, que aportan un nuevo sentido de la

sabiduría y de la verdad.

El tratado en cuestión es anterior, o a lo sumo contemporáneo, de

Alkmeón (Kranz).

Creo esencial esta idea, estudiada ya por los lingüistas, para

interpretar los "abstractos" del Avesta reciente.

Conviene insistir en que la interpretación sensualista y movilista de la

filosofía de Heráclito es una traducción que los sofistas llevaron a

cabo de la auténtica filosofía del pensador de Efeso, sirviéndose de los

conceptos de sensación y movimiento, procedentes, en buena parte, de la

Medicina.

Pero estos rasgos han de tomarse, no sólo en si mismos, sino en cuanto

reflejan los rasgos constitutivos de las cosas perfectas. Así en el buen

gobernante, además de sus cualidades intelectuales, se presentan

"reflejadas" en éstas las cualidades del perfecto gobernante. En el mal

gobernante se reflejan también, pero en forma privativa. Véase la página

39.

De Escorial; Madrid, 1940.

 

 

Facilitado pro Fundación Xavier Zubiri (Madrid)