DOMINGO F. SARMIENTO
ESPÍRITU Y CONDICIONES DE LA HISTORIA EN AMÉRICA
"Señores
Cuatro horas más tarde de
esta misma noche en que el Ateneo del Plata se reúne, para inquirir el espíritu
y condiciones en que ha de escribirse la Historia en América, el grito de
¡tierra! dado desde a bordo de la Pinta, anunció el descubrimiento de un mundo
nuevo. Trescientos sesenta y seis años han transcurrido desde entonces, y la más
luminos, página de la historia de la humanidad tiene por encabezamiento aquella
exclamación de alborozo.
Esto para el mundo; para
nosotros que habitamos un punto de esa América, otro hecho importante tuvo lugar
esta noche, acaso esta misma hora, a pocos pasos del lugar en que estamos
reunidos, la inauguración de la mazorca como en el mes de julio consagrado a
César por Roma despojada de sus libertades, como la Roma republicana había antes
inmortalizado el nombre de Junio Brutus su libertador, los fastos de la tiranía
llamaron al mes de octubre, mes de Rosas. Ya veis cómo se ligan los sucesos
humanos, y cómo caen manchas sangrientas en las páginas de la historia. He aquí,
pues, dos hechos que imprimen una grande solemnidad al estudio de la
nuestra.
He
aceptado el honroso cargo de dirigir vuestros primeros pasos en el obscuro
sendero por donde marchan y dejan estampados sus rastros los acontecimientos
humanos, solo por no dejar frustrada una esperanza de corazones juveniles. Mi
abstención habría sido achacada a desdén de vuestros conatos, más bien que a
conveniencia de la propia insuficiencia; y siempre he tenido para mí, que a
falta de hombres de ciencia, debemos, como Dios nos lo dé a entender, poner todo
nuestro contingente de buena voluntad para suplir a las necesidades de la
República. Los errores del espíritu fecundan la tierra en que ha de crecer la
verdad, como los despojos de la vegetación silvana han creado el humus en que
prosperan hoy las plantas de que vive el hombre.
No
quiero que la juventud que se predispone a surcar el campo de las letras, bajo
los rayos fecundantes de la libertad, se persuada que los que cosechamos antes
uno que otro mal sazonado fruto, en tierra mal preparada y en malos años,
procedimos a la ventura, a la manera que las islas del Paraná ostentan sus
naranjales y durazneros, sin que nadie reclame el intento de haberlos
plantado.
Yo
he bosquejado algunos cuadros de hechos y hombres que entran en el dominio de la
historia americana, sin pretender por eso alcanzar a la majestad de la historia;
pero el largo andar por los límites de la crónica contemporánea, acaso por haber
estado veinte años, como tantos otros, con los ojos fijos sobre el teatro
sangriento en que se desenvolvía el extraño drama de la tiranía; siguiendo con
apasionado interés las peripecias de la lucha, espiando las faltas que el tirano
cometía en daño propio, o revelando a los pueblos la existencia de caminos poco
frecuentados por donde tomarle la vuelta y circunvenirlo, ello es que viendo
producirse la historia de nuestro país, no sé si decir también que despejando a
los sucesos el buen camino, para hacerlos prósperos, de adversos que pudieran
sernos, abandonados a las fuerzas que los empujaban, he creído que al fin se
formaba en mí clara idea del espíritu que inspira y de las condiciones que
modifican los hechos históricos con relación a la América, que me encargáis
señalaros.
La
Historia en general, lo sabéis, tiene su asiento entre las musas. Herodoto leía
su historia en los juegos olímpicos, como Píndaro recitaba sus versos. No es,
pues, la Historia la sencilla narración de los humanos acontecimientos; es
además una de las bellas artes, y como la estatuaria, no sólo copia las
producciones de la naturaleza, sino que las idealiza y las agrupa
armónicamente.
El
libro que narra los hechos sociales, es una creación del ingenio que toma por
materia la vida de los pueblos, por cincel el lenguaje y las ideas, por tipo, un
pensamiento supremo.
Esta era por lo menos la
historia en manos de Herodoto, Tito Livio o Plutarco, este historiador de
hombres excelsos, como los pintores de vírgenes y de santos cristianos. Pero en
nuestros tiempos, la historia ha perdido mucho de sus formas plásticas. Como a
la poesía, como a la oratoria, fáltale hoy la inmovilidad de las sociedades
antiguas, la limitación de la escena, y el culto de las formas, que constituyó
la esencia casi de las pasadas civilizaciones. Ni tenemos idiomas eufónicos para
dar cadencia a los conceptos, como el bardo, acompañaba con la lira la
recitación de sus cantos, ni hemos llegado a épocas definitivas en las que las
sociedades hayan, tomado asiento, como el viajero que descansando ya bajo el
techo hospitalario, vuelve retrospectivas miradas hacia el camino que ha andado.
Nosotros escribimos la historia marchando.
Por
otra parte, faltando hoy a la guerra su gloria antigua, porque los pueblos
modernos empiezan a mirarla como una enfermedad social, y no como medio de
engrandecimiento, el héroe desaparece, o se le encuentra sólo en los accidentes
del cuadro, como aquellos helechos que fueron árboles en las épocas primitivas
de nuestro globo, y son hoy humildes plantas que ostentan su follaje a la sombra
de las rocas. Washington se obscurece cuando más alto papel desempeña en los
destinos de su patria a la cabeza del Estado, porque depuesta la armadura del
guerrero con que pudo hacer brillar su genio, el Presidente es sólo el ejecutor
de las leyes, a guisa del maquinista de la locomotiva cuya función es mantener
activo el fuego que da vida a la ingeniosa aplicación de la
ciencia.
Los
tiempos heroicos de las sociedades han pasado. La conquista que hizo de
Alejandro, Aníbal, César, Cortés, Napoleón, entidades históricas más visibles
que las naciones que les servían de peana y centros a cuyo rededor se agruparon
los acontecimientos, ha dejado de ser el comienzo y el fin de los imperios.
Otras son las fuentes del desarrollo y lustre de las naciones. La ciencia humana
ha trazado también a la marcha de las sociedades sus leyes fundamentales, como
Newton acabó con el arbitrario en el Gobierno del
Universo.
Los
pueblos modernos permanecen estacionarios, crecen o declinan según que han
obedecido o no a las leyes naturales del desenvolvimiento humano. La súbita
aparición de la América en la escena histórica, humedecida aun con las gotas de
agua que revelan su reciente emersión y no obstante armada de todas las artes y
poder de las civilizaciones más adelantadas, Venus, Minerva y Juno a la vez, han
trastornado todo el plan de la historia como arte, como enseñanza y como
ciencia. El mundo está viendo nacer Estados en toda la plenitud de su fuerza,
con la misma sorpresa que si viera aparecer nuevos planetas en el espacio. No
era, pues, el engrandecimiento de las naciones la obra lenta de los siglos, y de
transformaciones sucesivas, como la oruga se transforma en crisálida, antes de
lanzarse al espacio sostenida por las lujosas alas de mariposa que adquiere para
amar y morir.
La
historia, hoy que la humanidad entera se ha puesto en contacto por el comercio,
por los vapores, por la prensa, por el telégrafo, por el grabado, por las
instituciones, hasta por la moda, no puede clasificarse para nosotros al menos,
en historia de Francia o de Inglaterra, como de Grecia y de Roma en otros
tiempos. La historia moderna no es la historia de nadie, testigo, Santa Helena;
ni la de una nación, testigo la América. La historia es la ciencia que deduce de
los hechos la marcha del espíritu humano en cada localidad, según el grado de
libertad y de civilización que alcanzan los diversos grupos de hombres y el
mejor historiador del mundo sería el que colocase las naciones según la medida
de sus progresos morales, intelectuales, políticos y
económicos.
No
teniendo los antiguos una base de criterio para la apreciación de los hechos
históricos, que tanto dependían de la acción individual de los héroes, o de la
colectiva de los bárbaros que contrariaban o sofocaban el desarrollo de la
civilización, adoraron al destino ciego, como guía de los sucesos humanos.
Bossuet cristiano, parado ante el mismo enigma, apeló a los designios de la
Providencia en la dirección de los acontecimientos. Nuestra época admite la
intervención de la Providencia en los humanos destinos por medio de las sabias
leyes que ha dado a las fuerzas sociales, como en el gobierno del mundo
material, su presencia se revela por la gravitación, la cohesión, la
electricidad, la luz y las afinidades químicas. Nada de secreto tiene el
designio que nos da la enfermedad como resultado de desorden, el frío como
estímulo para cubrir la desnudez.
La
América ha borrado la palabra Destino y divulgado el secreto de la Providencia:
-principios!
Para nosotros, colocados
sobre un punto de la tierra, que como el Asia, la Europa y el Africa misma, que
ha servido de arena a los ensayos de la antigua civilización, la historia
general se presenta, como se presentaría la pirámide de Cheops al que la mire
desde su cúspide, todos los andamios simple base de sus propias plantas. La
historia o la ciencia que entra en la provincia del Ateneo del Plata, no es, por
tanto, la historia del mundo, sino por, cuanto ha guiado hasta la época y el
Continente, en que rehaciéndose las sociedades y las naciones sobre un nuevo
padrón, los hechos que la componen han debido disciplinarse, y para nosotros
circunscribirse a nuestro hemisferio. Así, pues, la historia americana es el
campo a que debéis limitar vuestras miradas para deducir de sus leyes generales,
el carácter de los hechos sociales que se desenvuelven dentro del círculo de
nuestra propia esfera de actividad.
Todavía la historia de
América es un archipiélago confusamente trazado en la carta de la humanidad, de
que sólo se conocen grandes promontorios que avanzan en el mar agitado de los
acontecimientos humanos, o picos egregios que el navegante divisa en el interior
de las tierras, envuelto a veces en nubes que impiden determinar sus
formas.
Pero ya no vendrán Colones
del viejo mundo a descubrirlos, ni Américos Vespucios a darles nombre, ni
Solíces a exclamar alborozados Montevideo, ni Pizarros a echar a rodar cándidos
imperios, para establecer sus reales. Sois, vosotros, hijos de los descubridores
y de los conquistadores, quienes de dar a Europa la descripción topográfica de
los lugares, disipando las ilusiones que el miraje había acreditado como
realidades, y revelando verdades nuevas que el europeo no puede alcanzar, por
faltarle la intuición que nace del medio ambiente. Voy a señalaros una entre
mil.
La
filosofía europea ha partido de un punto falso, tomando por base, a veces el
arquitrave que remata el edificio. Vosotros habéis seguido los cursos
universitarios en que se habla de religión natural, de derecho natural, de razón
natural, como expresión de la religión, del derecho y de la razón humanamente
perfectas. Es preciso haber nacido en América, para empezar a dudar de la
propiedad de estas denominaciones; Rousseau, en medio de las pompas del reinado
de Luis XV, ponía la perfección humana en la vida salvaje; y creyendo que la
libertad había mecido la cuna del género humano, el hombre había nacido libre,
decía, y por todas partes se le ve encadenado.
Este error de óptica venía,
sin embargo, acreditado de siglos, y sin aquellas formas paradójicas, se
perpetúa hasta en la enseñanza científica han contemplado como nosotros, los
filósofos europeos, la desnudez de espíritu y de cuerpo del salvaje, ni
escuchado en la vecina horda del Pampa o del Ranquel, como en la hamaca del
niño, vagidos y llantos en lugar de sonidos articulados. El Ser Supremo no ha
nacido todavía para el lujo primitivo de la naturaleza, abandonado a sus propias
concepciones, o más bien, el salvaje no ha ascendido en la escala de la
civilización lo suficiente, para empezar a discernir confusos lineamientos del
conjunto de la creación, espectáculo sublime que ha reclamado de la inteligencia
del hombre, necesariamente muy desenvuelta ya para tanto esfuerzo, un creador
que presida a su maravilloso concierto.
El
derecho natural, sigue las mismas leyes de la religión y de la razón naturales.
Las tinieblas son invisibles por su naturaleza, porque son la negación de la
luz; y en los lagos subterráneos de las cavernas del Kentuky, los peces nacen y
viven sin ojos, que serían, en un mundo obscuro, un lujo de pura
forma.
Sucede lo mismo con respecto
a los pueblos civilizados transportados a América, a quienes por faltarles el
finido de obra artística, colocan en el prólogo o entre los andamios de la
historia, si no es que los miren como feto, viviendo aun de la vida materna.
Pascal fue el único en sospechar que la virilidad humana estaba en la época
moderna; pero no habría podido aceptar que la América era la más avanzada
antigüedad de la historia humana.
Vosotros mismos miráis como
paradoja esta aserción, por la fuerza de las ideas recibidas a que se amolda
nuestro pensamiento, y acaso porque colocados nosotros en tierra baja, no
alcanzamos a ver los horizontes que desde los Chimborazos sociales de la América
se descubren.
El
rol histórico de la América, lo prepara el renacimiento de las ciencias en
Europa, al despertar él espíritu humano de la somnolencia agitada de la Edad
Media; Galileo, signando a la tierra su noble condición de planeta, hace
necesaria la existencia de América, y el genio de Colón tropieza con ella, al
verificar la redondez y la viabilidad del mundo.
La
historia hasta entonces no es universal, porque el universo mundo: no era
conocido aun. Es la historia del Mediterráneo, en cuyo rededor se agrupan, se
desgarran y separan los pueblos. El Asia, con sus asirios, medos y persas;
Fenicia y Cartago, Egipto y Alejandría, Grecia y Roma, Italia y Venecia,
franceses y españoles, por las cruzadas, o la conquista de los árabes, son
peripecias y accidentes de la monografía del Mediterráneo.
Con
el descubrimiento contemporáneo de ambas Indias, comienza la historia a tener
por centro el Gran Océano, trayendo dos páginas que faltaban al libro de la
humanidad, hasta entonces trunco; la del hombre, animal gregario apenas, sin
religión, ni domicilio, sin vestido, sin tradición, vagando sobre la mitad de la
tierra, y el primer borrador de la historia europea misma, olvidado o perdido en
la obscuridad del Oriente que había transmitido en tiempos remotísimos a
griegos, romanos, árabes y teutones la índole y las radicales del sánscrito con
las primeras nociones religiosas, y más tarde, y por vías ignoradas, la
invención del papel, de la pólvora, de la brújula, acaso de la imprenta, que son
los instrumentos con que el Occidente rompió al fin las ligaduras que lo
retenían en el círculo que tuvo por centro el mundo del
Mediterráneo.
Con
el advenimiento de la América, la humanidad emprende de nuevo su marcha, siempre
hacia el Occidente; el Océano es el vehículo y el vínculo de las naciones,
volviendo a repetirse el movimiento bíblico de la dispersión de los pueblos, por
toda la redondez del globo, sólo entonces librado por entero a la actividad y
desenvolvimiento del hombre.
Concíbese la revolución
obrada en el modo de ser íntimo del mundo antiguo, por tamaño
acontecimiento.
El
comercio cambiaba súbitamente de derroteros, de centro y de esfera, y los
nombres de Amberes, Londres, Cádiz, Liverpool, Nueva York, Río de Janeiro,
Buenos Aires, Panamá, Valparaíso, estaban destinados a substituirse
progresivamente a Tiro, Sidón, Alejandría, Cartago, Venecia, que es siempre la
misma plaza de comercio que muda un poco de lugar, para el cambio de los mismos
productos.
En
el mundo moral, la América aparecía providencialmente a la hora precisa para
salvar de inevitable naufragio a las grandes ideas sociales, políticas y
religiosas que el Renacimiento había hecho surgir en Europa y que habrían
perecido faltas de aire para desarrollarse, entre los escombros de las
instituciones del pasado.
La
guerra religiosa de treinta años, la gloria sin fruto de Carlos V, la espantosa
desolación de Flandes, la tiranía sombría de Felipe II, trajeron la derrota en
unas partes, el triunfo sólo parcial en otras, del espíritu humano en su primer
conato de poner orden en el gobierno de las sociedades, y asegurarse la libertad
propia, a que lo excitaban las revelaciones de Galileo que dio a la tierra su
carta de ciudadanía en los cielos entre Venus y Marte, la Imprenta que creaba
una memoria eterna a la humanidad para retener las sensaciones de todos los
siglos; el telescopio que le agranda los ojos para ver de cerca los astros: el
microscopio que revela un mundo infinitesimal tan asombroso, tan grande en su
pequeñez como el universo de las nebulosas lo es hoy en su abismante
profundidad; la brújula, con cuyo auxilio el tenebroso Mare Magnum se convierte
en la vía pública del mundo: la póIvora, en fin, que acabaría con la barbarie
haciendo imposible las inmersiones de la civilización, bajo torrentes de
puebladas atraídas a sus centros por el brillo de las artes y la acumulación de
riquezas.
Mucho debe perdonársele a la
razón humana si después de haber tomado así por asalto posesión completa del
universo, quiso aplicar también su ojo omnipotente al examen de las tradiciones
de la humanidad.
Nuestro siglo con sus
ferrocarriles, sus telégrafos, ciñendo ya la tierra y dándole lengua para que
hable ella misma; con su química y su geología, la ley y los profetas de la
creación, no tiene los motivos de orgullo que el siglo XV, que descubrió a
priori la América, porque era necesaria, a la economía del globo terráqueo, como
Leverrier buscó un planeta Neptuno porque se echaba de menos en la economía de
los cielos.
Los
siglos que se han sucedido a aquella época, son la parte reglamentaria y
administrativa de sus descubrimientos y de los grandes principios que dejó
señalados. Porque nacía con el descubrimiento de América la razón y la necesidad
de su invención, -no había de hacerse esperar el telégrafo submarino que
establece las comunicaciones entre las masas civilizadas de ambos mundos-.
Franklin, Fulton, Morse son americanos y el telégrafo une al primero y al último
por el intermedio del segundo, en una cadena de pasmosas
aplicaciones.
Vais ahora a ver a la
América resolver desde sus selvas primitivas, las grandes cuestiones de la
humanidad entera.
La
guerra fue siempre la tela de la historia. Guerra de conquista, guerra de
dinastías, guerras de sucesión, guerras religiosas, he ahí el alfa y omega de la
historia antigua.
Las
religiones falsas y la verdadera se perecen en una sola cosa, y es en haber
empapado en sangre la tierra, cuanto más persuadidas estaban de su origen
divino. Desde los emperadores romanos, por no ir más lejos, que emprendieron
diez veces exterminar al cristianismo, hasta la guerra de los arrianos, que
hicieron en tres siglos perecer la mitad del mundo romano, desde los secuaces de
Mahoma que llegaron a la India hacia el Oriente y a Viena y España hacia el
Occidente, extendiendo las riberas de un lago de sangre humana hirviente, hasta
la inquisición y las guerras de Flandes que agotaron la iniquidad tan fértil en
horrores, el pensamiento del hombre había venido revolcándose en sangre, o
abriéndose paso por entre las llamas o los cadalsos.
Al
norte de América, llegaban los dispersos en las batallas de los siglos XV y XVI
por cuestiones que hoy avergonzarían a la razón humana, y ya iban a renovar el
combate fratricida sobre la tierra que les servía de refugio, cuando Rogerio
Williams proclamó los derechos de la conciencia humana, y substrajo sus
persuasiones del alcance de las leyes y de la acción de los
gobiernos.
"Es
el derecho como también el deber, dijeron los descendientes de los adustos
puritanos en 1585, al constituirse República; es derecho y deber de todos los
hombres en sociedad adorar al Ser Supremo, Gran Creador y Conservador del
Universo, públicamente y en determinadas ocasiones. Y ningún habitante será
dañado, molestado, coartado en su persona, libertad o bienes por adorar a Dios
en la forma y épocas más en armonía con los dictados de su propia conciencia, o
con su profesión religiosa o sus sentimientos; con tal que no perturbe la paz
pública o coarte el derecho de otros en su adoración
religiosa".
La
más envenenada de las llagas de la humanidad fue curada con este bálsamo, y
entre las adiciones que las colonias emancipadas hicieron al pacto por el cual
se constituían en nación unida, fue la 1º: "El Congreso no dictará ley alguna
respecto a una religión establecida o prohibiendo el ejercicio de alguna", lo
que importaba declarar que la soberanía del pueblo no alcanzaba hasta
constituirse en apoderados de Dios, contra su precepto expreso extirpar la
cizaña, queriendo arrancarla de entre el buen trigo. El más pavoroso osario de
los pueblos quedó así para siempre cerrado en América.
Más
radical si cabe fue la cura nuestra a las otras enfermedades de la vieja
humanidad, que en cuatro mil años de pruebas y de sufrimientos no había dado con
el medio de organizar sus sociedades. La república moderna es hija de la
América. La democracia había dado, es verdad, sus frutos desde muy antiguo en la
prodigiosa exaltación del espíritu humano en Atenas, que en tres siglos alcanzó
al Pináculo de la perfección en las bellas artes, la historia, la elocuencia, la
poesía, la arquitectura, la estatuaria, la gimnástica y la pintura, a punto de
que entre veinte mil ciudadanos salieron en tan medido espacio de tiempo mayor
número de genios que los que la humanidad entera ha producido en veinte siglos,
no obstante tener por modelos el Partenón, la Venus (de los Médicis) y la
llíada, que legaron a la posteridad como un reto eterno.
Roma ensaya la libertad
privilegiada de los patricios y lega al mundo sus leyes, como Atenas su
filosofía y sus estatuas; Roma extingue sus plebes en el colosal intento de
someter a su dominio la tierra; pero el día que la hubo conquistado, no sabiendo
cómo adaptar los comicios de Roma, el Senado de Roma, los Cónsules y los
Tribunos de Roma, a una república que tenía por límites los del mundo conocido,
aplastada por su obra y pisoteada por el carro triunfal de los emperadores, que
había armado para desolar la tierra, Roma fue la prostituta cargada de oro y
roída por las enfermedades que le trajo su desenfreno.
A
la orgía imperial, Io sabéis, se sucedieron las irrupciones de los bárbaros que
de todas partes acudían a llenar el vacío que dejaba el hundimiento del romano
imperio, como acuden de todos los puntos del horizonte los vientos en torbellino
a reemplazar el aire ratificado en un punto de la tierra, y fácil es conjeturar
el gobierno que establecería Calfucurá, tendiendo sus toldos en la plaza de la
Victoria.
Los
reyes de la Edad Media semiromanos, semibárbaros, son Rosas con diversos
nombres, Rosas el cojo, Rosas el tartamudo, Rosas el temerario, Rosas el cruel,
Rosas el Imbécil, llámense Luis XI, Felipe II o Enrique
VIII.
En
Inglaterra, diez mil conquistadores extranjeros fueron otras tantas cabezas de
familias feudales que explican el patriciado romano, las cuales con la sucesión
por primogenituras, legaron a sus descendientes su parte de poder como en los
tiempos de la conquista, y el derecho de asistir a los concejos del soberano
representante del conquistador normando.
La
Magna Carta, el habeas corpus y el bill de derechos fueron otras tantas
capitulaciones con que aseguraron la continuación de sus fueros. El pueblo, la
masa de los desposeídos, obtuvo lentamente, primero poder hablar al rey sin
hincarse de rodillas, más tarde el de negarle subsidio para sus empresas y
disipaciones. La Inglaterra había con esto andado un camino inmenso, pero camino
suyo propio, pues el patriciado feudal en el resto de la Europa, había sido al
contrario, vencido por los reyes, y mal podía trasmitir al pueblo el calor de la
libertad que habían perdido aquellas lunas que recibían su luz del favor
real.
En
América, porque sólo en América el suelo estaba desembarazado de construcciones
góticas, pudo levantarse el edificio del Gobierno fundado en el consentimiento
de los gobernados, existiendo la sociedad antes que el Gobierno, y creándolo
ésta para su conservación. Donde los reyes no lo eran de derecho divino, lo que
supone su preexistencia a todo a lo deliberado, éranlo por herencia y propiedad
del suelo en que están ubicadas las habitaciones de los
pueblos.
La
declaración de los derechos del hombre en América, ha fijado para siempre los
humanos destinos. "Tenemos por verdades de toda evidencia, decía en 1768 un
Senado de varones sencillos, reunidos, por decirlo así, a la sombra de las
selvas americanas, como si nada de nuevo dijeran; -tenemos por verdades de toda
evidencia:
"Que todos los hombres han
nacido iguales.
"Que han nacido dotados por
el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la
libertad y la solicitud de la propia felicidad.
"Que para asegurar estos
bienes ha sido instituido el Gobierno, derivando sus poderes regulares del
consentimiento de los gobernados-, y
"Que toda vez que una forma
de Gobierno se opone a estos fines, es derecho del pueblo alterarla o abolirla,
e instituir un nuevo Gobierno cimentándolo en principios y organizando sus
poderes en aquella forma que mejor crean garantir su seguridad y su
felicidad".
He
aquí borrada de la historia la conquista, la herencia, el derecho divino, el
arbitrario y las aristocracias que por tantos siglos campean entre los elementos
de la historia; he aquí la proclamación de una especie humana, una e
indivisible, dogma y hecho exclusivamente americanos.
¡Ah! ¡Vosotros no habéis
visto con vuestros propios ojos los efectos prácticos de la igualdad en los
afortunados países donde fecunda todas las instituciones públicas, y da energía
a los sentimientos del corazón! La igualdad es en la organización de las
sociedades, lo que en la doctrina moral del Evangelio es el precepto "amarás a
tu prójimo como a ti mismo", el medio y el fin.
En
América, ni tradición tenemos de los estragos que las antiguas desigualdades
sociales han causado por todo el haz de la tierra.
Los
pueblos estuvieron divididos en dos categorías siempre, cualquiera que fuese la
forma de Gobierno. En amos y siervos en las antiguas monarquías, esto es, un
solo hombre en pleno goce de su dignidad, y millones dependientes de sus menores
caprichos; en nobles y plebeyos, cuando algunos centenares de familias
participaban hasta cierto punto de las prerrogativas reales; en ciudadanos y
esclavos en las antiguas repúblicas; en burgueses y bajo pueblo en las
sociedades modernas; y en todas, antes y ahora, predominando siempre la masa
popular, la plebe, la muchedumbre, pobre, ignorante, inmoral, que se dijera
constituir una humanidad abortada, monstruosa caricatura del Modelo de quien el
hombre es hecho a imagen y semejanza, si no se nos enseñara, al mismo tiempo,
que ese hombre de las masas en las sociedades cristianas, el paria de la India,
el esclavo del Africa, o el salvaje de América son seres decaídos de su
primitiva grandeza; lo que vale decir que no son el hombre ideal a que se
refieren las consoladoras palabras de la Escritura.
La
historia de los padecimientos humanos no se ha escrito todavía. Al hombre que ha
diezmado regularmente cada diez años la masa de las poblaciones, le ha faltado
Homeros que inmortalicen sus hazañas. Un millón de habitantes pereció en Irlanda
en 1845 a causa de la enfermedad que atacó a las patatas, único alimento de las
muchedumbres, y hasta un siglo antes toda la Europa era Irlanda en la miseria de
las masas, sin el auxilio de las patatas que son un don de la América hecho a
las masas humanas. La estadística ha revelado que el pueblo vive en término
medio cuarenta años hoy, mientras no hace medio siglo, en los mismos lugares no
vivía más de veintiocho, y puede afirmarse que durante toda la Edad Media el
término medio de la vida del hombre no ha pasado de quince años, si el hombre no
era rey, sacerdote, lord, conde o duque; tales eran las dificultades de la
existencia donde la tierra pertenecía al señor feudal con el pueblo que como las
plantas estaba adherido a ella. Los señores feudales se hacían la guerra entre
sí, y juntos combatían contra los reyes, y los reyes a su turno llegaban con la
corona guerrera de setecientos años de data, como las de la Francia y la
Inglaterra, y Arabes y Tártaros traían, además, al Africa y al Asia con Tamerlán
y Tahemet, a pisotear con sus jinetes este vasto hormiguero de seres humanos
tiranizándose y devorándose entre sí.
El
hombre va en camino de desaparecer hasta en Europa. En cuanto a la América las
leyes agrarias distribuyen a cada familia su legitima de globo habitable, y aun
guardan para las generaciones futuras el espacio que reclamarán a su tiempo. En
una gran parte de la América, de cada tres familias una posee tierra; mientras
que aun existen naciones en Europa donde la proporción es uno por
quinientos.
Hija de la igualdad
americana es la igual distribución, como de la tierra, de legados, de verdades y
descubrimientos que viene atesorando la especie humana y forman, por decirlo
así, el alma del mundo. La educación común, ha llevado a la raíz del árbol la
fecundación de sus frutos, en lugar de tronchar con el hacha del verdugo como
hasta aquí, las ramas que nacen ya viciadas.
La
educación común, institución americana, es un mundo nuevo de que no fuera
posible anticipar ideas si sus resultados no estuviesen ya a la mano, como se
presiente Ia hora en que la tierra quedará ceñida por ferrocarriles, y envuelta
diez veces en alambres eléctricos. ¡Ay de los pueblos que se queden atrás de un
siglo al paso que van los que han puesto la Escuela en la cuna de la sociedad,
el telégrafo para trasmitir las ideas, el ferrocarril y los vapores para acudir
con sus productos adonde haya demanda!
Tales son los elementos y
los límites de la historia en la parte de América que tiene ya por cronista el
telégrafo y la prensa, por soberano director la inteligencia popular
desenvuelta; las máquinas, el vapor, la electricidad por
agentes.
Nuestra historia será, si
queréis la lastimosa narración de las caídas que damos en el penoso ascenso de
esa encumbrada montaña de principios, dejando estampados de sangre sus rastros,
las generaciones que se suceden. Eso es la independencia conquistada, eso las
tiranías vencidas. Pero allá vamos.
De
los grandes principios americanos nace la Moral de la historia. Con su antorcha
en la mano podéis recorrer, sin miedo de extraviaros, el laberinto de
acontecimientos políticos que se vienen desenvolviendo de medio siglo a esta
parte entre nosotros; con esta piedra de toque podéis reconocer los quilates del
mérito intrínseco de los personajes históricos que descuellan. Preguntad ahora,
quienes eran Moreno y Rivadavia, Artigas y Rozas, Quiroga y Paz, y qué
significan las guerras y las revoluciones por que hemos pasado, y cada hombre y
cada suceso vendrá de suyo a tomar su lugar y su nombre de progreso o de
obstáculo, de elemento disolvente o regenerador, de esperanza o de
desaliento.
Tened presente siempre,
mientras atravesamos estos cuarenta años por el desierto, que la igualdad es el
señor que nos sacó de la esclavitud de la casa de Egipto, y que el pueblo adora
dioses de barro, y erige imágenes de reptiles para prosternarse ante
ellas.
Nuestra historia colonial
anterior a 1810, es una prolongación del viejo mundo en nuestro suelo, con todas
las desigualdades de la vieja tradición de la humanidad; desigualdades que
pertenecen a la geología de un mundo creado bajo otras condiciones atmosféricas
y están, por tanto, condenadas a perecer, faltas de medio ambiente
congenital.
Y
aquí debo señalaros uno de los mirajes que nos extravían a cada momento, viendo
fuentes de aguas cristalinas donde no hay sino abrasados secadales. No hablo de
los que toman por nivel de la igualdad las líneas ínfimas, llámense pueblo,
tradición o héroe. El marino toma por guía una estrella colocada en el polo del
cielo o por un principio imponderable que figura entre las leyes de la creación;
y cuando necesita saber dónde está, interroga con el sextante al sol mismo o a
Júpiter, porque nada encontraría en sí mismo que esté libre de
incertidumbre.
Los
"principios" colocados a la altura de la estrella polar, de la gravitación o de
la tracción en la política americana, son como aquellas guías, verdades eternas,
claras para todas las inteligencias, sobrenadando, por decirlo así, sobre la
movible corriente de los sucesos humanos.
¿Quiénes somos? ¿Adónde
vamos? ¿Somos una raza? ¿Cuáles son nuestros progenitores? ¿Somos nación?
¿Cuáles son sus límites?
De
estas dudas han nacido derroteros que conducen al abismo. Cual habla de raza
latina y raza sajona, dividiendo la América en dos porciones cuyo antagonismo
reclama una liga de nacionalidades por la lengua para hacer frente a la acción
del filibusterismo. Quien pide a la sombra de cualquier violación del derecho
americano, cuyo decálogo habéis oído, fundemos una nacionalidad nuestra,
olvidadiza de los principios constituyentes de la asociación americana, tomando
un hombre o la geografía por base, ya que la raza nos hace según ellos
solidarios, sin hacemos nación por eso, de las prevariaciones del pueblo desde
Méjico hasta Valdivia.
Los
acontecimientos contemporáneos, lo habéis presentido ya, son la pugna entre
estas tendencias, que tienen su base en nosotros mismos, y cambian según el
punto de observación, lo que demuestra su inconstancia.
Cuando éramos colonia, la
tierra, la ciudadanía, pertenecían a la España. Las leyes de India prohiben al
extranjero tocar las playas americanas, poseer bienes, ejercer industrias,
adorar a Dios. La ley colonial les negaba la tierra y el agua. En 1745 el censo
de la campaña de Buenos Aires daba un inglés, un italiano, cuatro franceses como
únicos extranjeros.
Abrid ahora el censo.
Cuarenta mil blancos criollos, diez mil descendientes de indios o de africanos,
diez mil italianos, quince mil vascos de ambas faldas de los Pirineos, siete mil
ingleses, alemanes o norteamericanos. ¿Cuál es nuestra raza?
¿vascos?
Abrid el mapa. Principiaba
la nación en España, se extendía desde la Florida hasta Magallanes en América,
hasta las Filipinas y las Molucas en Asia. Tuvo más tarde por límites el cerro
argentífero del Potosí y las selvas del Paraguay al Norte, las Cordilleras al
Oeste, un grado de latitud convencional al Este. El Paraguay, el Pilcomayo, el
Paraná, el Uruguay, eran arterias de su corazón. A poco andar todo cambiaba, los
límites se estrechan, los ríos salen a los extremos. A un nuevo vuelco del
caleidoscopio, he aquí que las aguas del Norte besan blandamente las plantas de
la escurridiza nación argentina, y es fuerza remontar ríos arriba para
encontrarla esquivando de mostrar el rostro al mundo, y como el Paraguay,
escondida en los bosques, a fin, sin duda, de que los extraños no la vean
sentada a la puerta de la tienda de algún Jacob, rodeado de sus rebaños...
(1)
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(1)
Alusión al gobierno de Paraná.
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¡Abrid nuestras
constituciones, nuestro derecho civil! ¡El extranjero no existe! ¡Las razas no
existen¡ ¡Las clases no existen! ¡La Nación la constituyen actos deliberados del
pueblo representado en asambleas, y hay de sus bases y condiciones constancia
escriturada, porque es la inteligencia y la voluntad las que constituyen la
asociación y no la tierra ni la sangre!
Si
todas nuestras leyes no obedecen a esta ley suprema es que algo queda de la
colonia, de las malas tradiciones antiguas, y de los hábitos no regenerados.
Todo lo que no es conforme a los principios abstractos, absolutos, en nosotros
no es América, en esta o en la otra porción del continente, son restos de otro
mundo condenado a desaparecer en el frote diario del pulimento, que nuestras
ideas e instituciones sufren hasta que la palabra América desde el Labrador
hasta la Tierra del Fuego, despierte en el alma el conjunto armónico de los
principios que ella ha proclamado, practicado e introducido en el mundo como
móvil de los hechos históricos.
Tales son, según mi
entender, el espíritu y las condiciones que rigen la historia de América. ¡Cuán
grande e instructivo es el espectáculo de la historia mirado desde esta altura!
El historiador americano es entonces el juez supremo que llama a juicio a los
acontecimientos y a los caudillos del pueblo, y como en el fresco de Miguel
Angel, rodeado de todos sus santos, Washington, Rivadavia, Franklin, Belgrano,
pesa los actos públicos de todos, y sin distinción de emperadores, papas, reyes
y poderosos de la tierra, precipita al fuego eterno de la condenación de la
posteridad, a los que detuvieron con sus locas ambiciones, su egoísmo, su falta
de fe en la marcha de los pueblos que aun van rezagados, por las faltas de los
Moisés, Aarones y Josué condenados a morir en el desierto.
Me
habéis pedido consejo para escribir la historia, y os he mostrado las armas de
Rolando que nadie de entre nosotros osará levantar por ahora. Un trabajo
preparatorio por lo menos está a vuestro alcance, y es reunir las pruebas,
verificar los datos, esclarecer los hechos en que ha de apoyarse aquel fallo sin
apelación y sin causas atenuantes, Ni a la primera edad de la vida, ni a la
parcial apreciación de los contemporáneos sienta bien la gravedad de la
historia, cuyo augusto magisterio es enseñar, amonestar, precaver, premiar,
corregir. Pero podéis como el dibujante estudiar las facciones aisladas, antes
de delinear fisonomías, antes de agruparlas piramidalmente, que es el colmo y el
escollo del arte plástico. Los grupos históricos se componen de biografías, de
accidentes territoriales que les sirven de cuadro, de épocas que son como la
atmósfera que respiran. Tomad una figura culminante en nuestra historia, rodeada
de todos los hechos que completaron su existencia, agrupad en torno suyo los
hombres y los sucesos, y alguna vez acertaréis a volverle la vida, y dejar un
cuadro que se sostenga por la verdad de los accidentes, como aquellos retratos
antiguos de personajes ignorados que revelan la mano del maestro. Haced
monografías, y el solo esfuerzo de restablecer una época, os habituará la mano
para mayores empresas. Nuestra historia es rica de episodios que pueden
separarse del conjunto sin dañar el resto.
La
defensa de Buenos Aires, la revolución de Mayo, las campañas de San Martín, el
alzamiento de las masas de jinetes, la iniciación de Rivadavia, la recaída de
Rosas, etc., etc.
El
aspecto topográfico presenta las mismas variedades. La carta comercial del Río
de la Plata, ha sufrido tantas variaciones como su carta política, y su estudio
os confirmará en la verdad de esa completa unidad americana que me sirve de
antorcha para mostraros el camino. Buenos Aires es hijo de
Jamaica.
La
ley fundamental de las colonias españolas fue el monopolio, su jurado fue el
contrabando, monopolio religioso, monopolio de raza, monopolio de autoridad y de
poder. Un cordón sanitario de prohibiciones guardaba la América. El istmo de
Panamá era la ruta real del Pacífico; los galeones reales, los únicos
transportes de los tesoros de Méjico el Perú. ¡Y bien! El contrabando estableció
sus factorías en Jamaica, la libertad de acción, de industria, de comercio, el
derecho humano de participación a los beneficios de la América organizaron Ia
República de los Filibusteros, que desde las islas desiertas del mar Caribe
asaltaba los galeones y recogía en una hora de lucha, lo que en años de trabajo
libre no habría alcanzado. Los Bucaneros tuvieron escuadras formidables, héroes
como Morgan, comerciantes y banqueros que celebraban transacciones por millones
con toda la Europa. Faltóles sóIo la familia para constituir una Cartago a las
puertas de Roma.
Cartagena de Indias y la
soberbia Panamá fueron conquistadas, incendiada, saqueadas, y sus damas y sus
monjas pasaron a alegrar los festines de los hijos del agua salada, que tenían
por patria el casco de un buque de piratas.
Destruidos los Filibusteros,
el contrabando buscó otro punto por donde enderezar los entuertos del monopolio.
Introdújose furtivamente en el Río de la Plata, y desde la Colonia del
Sacramento y Buenos Aires se abrió una ruta por tierra al Pacífico. La España
advertida mandó un virrey a esta factoría improvisada por el comercio, y el
camino de cordilleras substituyó a la antigua ruta del Panamá, ciudad que yo he
alcanzado en ruinas, antes de que el tránsito a California y el ferrocarril del
Istmo, la volviesen a la vida con la revolución de la independencia; el cabo de
Hornos fue habilitado y el monopolio dejó de producir lo contrario de lo que se
propone.
Estos hechos explican el
móvil y los antecedentes que trajeron a la Inglaterra en 1806 al Río de la
Plata. El contrabando le había enseñado este camino. El virreinato le debe su
origen. Los sitiados que se hallaban en Luján y los Galeones cargados de plata
tomados por los ingleses en estos mares, son la prueba fehaciente. Las Reformas
comerciales de la España fueron el primer ensayo económico del genio de la
América, con Moreno, Belgrano y Funes hombres que bien pronto veréis figurar al
frente de la primera página de la revolución que debía intentar la regeneración
completa de la organización social, y cuyos últimos desenvolvimientos estamos
nosotros mismos bosquejando medio siglo después.
Las
rentas que se creó la República desde 1814, eran el resultado de todo este
trabajo.
El
Paraguay es otra monografía de una porción de la especie humana, y el filósofo,
el historiador, el humanista hallarán en su estudio luces que no han alcanzado a
dar pequeñas sociedades como la de Pítchaim, de hijos de cristianos nacidos en
una isla y secuestradas setenta años de todo contacto con la raza humana, con el
comercio y la civilización. El Paraguay con las misiones jesuíticas, con el
doctor Francia remedo de Felipe II, con sus monopolios, su aislamiento, sus
tradiciones y pueblo guaraní, sus tiranías sin modelo, será un romance extraño,
que nadie querrá creer que es historia de un ensayo de tradiciones atrasadas. El
rey Busiris, las castas sacerdotales de la India, la clausura de la China, la
autocracia de la Rusia, han encontrado una segunda edición en el Paraguay, sin
condiciones, sin protesta, como si fuesen sólo cosas un poco olvidadas que es
fácil hacer recordar a la especie humana. Lo más curioso del Paraguay es que la
colonia española y jesuítica hasta 1810, al ruido de la revolución cierra sus
ojos a la luz y sus puertas al comercio, a la libertad al contacto con el siglo.
El Paraguay es un pedazo antiguo, que pudiera exhibirse en las exposiciones
universales.
He
debido fatigar vuestra atención, aún antes de descender a las causas accesorias
que imprimen a los sucesos sociales direcciones adversas, como aquellas
corrientes del mar que las montañas submarinas u otros accidentes determinan, en
dirección opuesta a la marea general o de los vientos reinantes. Esta es vuestra
obra, y la carta topográfico que os toca diseñar para la completa explicación de
los acontecimientos, de que sois testigos y actores.
La
tierra es siempre en historia la fuerza que da nueva vida a los titanes. Los
Gracos hubieran salvado a Roma, si hubiesen podido hacer pasar sus leyes
agrarias. Y esto es cierto hasta en lo moral. La tierra sostiene largo tiempo en
cada localidad las tradiciones, las costumbres, las ideas recibidas, los hábitos
que tantas resistencias oponen a la nivelación de la humanidad y a la
distribución general de los humanos progresos. Una vez que quise darme cuenta de
la lucha entre la civilización y la barbarie entre nosotros parecióme hallarla
en el aspecto físico del suelo, de hábitos e ideas que engendra, y alguna verdad
debían encerrar aquellas cortas páginas, puesto que han sido aceptadas como
esclarecimiento de los hechos.
Pero una fuente y
verificación de verdad histórica puedo señalaros sin temor de equivocarme: la
economía política. Los datos estadísticos son para la inteligencia moderna, lo
que la intervención de los Dioses es para los antiguos. Son los libros de la
Sibila que contienen las predicciones del porvenir.
La
República, la Monarquía, la libertad, el despotismo, la América, la Europa, las
razas, y los sistemas todos, sometedlos a este cartabón. Los hechos económicos,
la ley del acrecentamiento de la riqueza, de la población, del crédito, del
comercio, de la difusión de las luces, las máquinas, los ferrocarriles, los
telégrafos, la sustitución de la razón y la conveniencia pública, a las
decisiones de la guerra y de la fuerza, aplicad esta linterna a todos los
pueblos, a todas las doctrinas, a todos los hombres, a todos los
hechos.
El
último progreso humano es el que acaba de realizarse en el telégrafo submarino,
que liga a la América con la Europa. Asistimos, pues, a la inauguración de un
tercer mundo nuevo; el mundo transparente, visible a un tiempo desde todos sus
puntos la humanidad sintiendo en cada pueblo la repercusión instantánea de las
sensaciones sentidas en los otros por los nervios sensorios de que ha sido
dotado el globo. Cuando este nuevo sistema se complete y extienda por toda la
redondez de la tierra, será lícito al hombre exclamar como Sir Humphry Davy,
después de haber aspirado oxígeno puro: "Sólo el pensamiento existe, y el
Universo no se compone sino de ideas, de impresiones de placer y de
sufrimientos."