I. Los tres presentes del señor D'Artagnan
padre
II. La antecámara del señor de
Tréville
III. La audiencia
IV. El hombro de Athos, el tahalíde Porthos y
el pañuelo de Aramis
V. Los mosqueteros del rey y los guardias del
señor cardenal
VI. Su majestad el rey Luis XIII
VII. Los mosqueteros por
dentro
VIII. Una intriga de
corte
IX. D'Artagnan
se perfila
X. Una ratonera en el siglo
XVII
XI. La intriga se anuda
XII. Georges
Villiers, duque de Buckingham
XIII. El señor
Bonacieux
XIV. El hombre de Meung
XV. Gentes de toga y gentes de
espada
XVI. Donde el señor
guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía
antaño
XVII. El matrimonio Bonacieux
XVIII. El amante y el
marido
XIX. Plan de campaña
XX. El viaje
XXI. La condesa de
Winter
XXII. El
ballet de la Merlaison
XXIII. La cita
XXIV. El pabellón
XXV.
Porthos
XXVI.
La tesis de
Aramis
XXVII. La mujer de
Athos
XXVIII. El regreso
XXIX. La caza del equipo
XXX.
Milady
XXXI. Ingleses y franceses
XXXII. Una cena de procurador
XXXIII. Doncella y
señora
XXXIV. Donde se trata del equipo deAramis y
de Porthos.
XXXV. De noche todos los gatos son
pardos
XXXVI. Sueño de venganza
XXXVII. El secreto de
Milady
XXXVIII. Cómo, sin molestarse, Athos encontró
su equipo
XXXIX. Una visión
XL. El cardenal
XLI. El sitio de la Rochelle
.
XLII . El vino de Anjou .
.
XLIII. El albergue del Colombier‑Rouge
.
XLIV. De la utilidad de los tubos de
estufa
XLV. Escena conyugal
XLVI. El bastión
Saint‑Gervais
XLVII. El consejo de los
mosqueteros
XLVIII. Asunto de
familia
XLIX. Fatalidad
L. Charla de un hermano con su hermana
LI. Oficial
LII. Primera jornada de
cautividad
LIII.
Segunda jornada de cautividad
LIV. Tercera jornada de
cautividad
LV. Cuarta jornada de
cautividad
LVI. Un recurso de tragedia
clásica
LVII. Evasión
LVIII. Lo que pasó en Portsmouth el 23de
agosto de 1628
LIX. En
Francis
LX. El convento de las Carmelitas de
Béthune
LXI. Dos variedades de
demonios
LXII. Gota de agua
LXIII. El hombre de la capa
roja
LXIV. El juicio
LXV. La ejecución
LXVI. Conclusión
LXVII. Epílogo
EN EL QUE SE RACE CONSTAR
QUE,
PESE A SUS NOMBRES EN «OS» Y EN
«IS»,
LOS HEROES DE LA HISTORIA QUE
VAMOS
A TENER EL HONOR DE
CONTAR
A NUESTROS LECTORES
NO TIENEN NADA DE
MITOLOGICO
Hace aproximadamente un año, cuando hacía
investigaciones en la Biblioteca Real para mi historia de Luis XIV[L1] , di por casualidad con las Memorias del
señor D'Artagnan, impresas ‑como la mayoría de las obras de esa época, en que
los autores pretendían decir la verdad sin ir a darse una vuelta más o menos
larga por la Bastilla‑ en Amsterdam, por el editor Pierre Rouge[L2] . El título me sedujo: las llevé a mi casa,
con el permiso del señor bibliotecario por supuesto, y las
devoré.
No es mi intención hacer aquí un análisis de
esa curiosa obra, y me contentaré con remitir a ella a aquellos lectores míos
que aprecien los cuadros de época. Encontrarán ahí retratos esbozados de mano
maestra; y aunque esos bocetos estén, la mayoría de las veces, trazados
sobre puertas de cuartel y sobre paredes de taberna, no dejarán de reconocer,
con tanto parecido como en la historia del señor Anquetil[L3] , las imágenes de Luis XIII, de Ana de
Austria, de Richelieu, de Mazarino y de la mayoría de los cortesanos de la
época.
Mas, como se sabe, lo que sorprende el
espíritu caprichoso del poeta no siempre es lo que impresiona a la masa de
lectores. Ahora bien, al admirar, como los demás admirarán sin duda, los
detalles que hemos señalado, lo que más nos preocupó fue una cosa a la que,
por supuesto, nadie antes que nosotros había prestado la menor
atención.
D'Artagnan cuenta que, en su primera visita
al señor de Tréville[L4] , capitán de los mosqueteros del rey,
encontró en su antecámara a tres jóvenes que servían en el ilustre cuerpo en el
que él solicitaba el honor de ser recibido, y que tenían por nombre los de
Athos, Porthos y Aramis.
Confesamos que estos tres nombres extranjeros
nos sorprendieron, y al punto nos vino a la mente que no eran más que seudónimos
con ayuda de los cuales D'Artagnan había disimulado nombres tal vez
ilustres, si es que los portadores de esos nombres prestados no los habían
escogido ellos mismos el día en que, por capricho, por descontento o por falta
de fortuna, se habían endosado la simple casaca de
mosquetero.
Desde ese momento no tuvimos reposo hasta
encontrar, en las obras coetáneas, una huella cualquiera de esos nombres
extraordinarios que tan vivamente habían despertado nuestra
curiosidad.
Sólo el catálogo de los libros que leímos
para llegar a esa meta llenaría un folletón entero
[L5] cosa que quizá fuera muy instructiva, pero a
todas luces poco divertida para nuestros lectores. Nos contentaremos, pues, con
decirles que en el momento en que, desalentados de tantas investigaciones
infructuosas, Ibamos a abandonar nuestra búsqueda, encontramos por fin, guiados
por los consejos de nuestro ilustre y sabio amigo Paulin Paris[L6] , un manuscrito in‑folio, con la signatura
núm. 4772 ó 4773, no lo recordamos exactamente, titulado
así:
Memorias del señor conde de la Fère[L7] , referentes a algunos de los sucesos que
pasaron en Francia hacia finales del reinado del rey Luis Xlll y el comienzo del
reinado del rey Luis XIV.
Adivínese si fue grande nuestra alegría
cuando, al hojear el manuscrito, última esperanza nuestra, encontramos en
la vigésima página el nombre de Athos, en la vigésima séptima el nombre de
Porthos y en la trigésima primera el nombre de Aramis.
El descubrimiento de un manuscrito
completamente desconocido, en una época en que la ciencia histórica es impulsada
a tan alto grado, nos pareció casi milagroso. Por eso nos apresuramos a
solicitar permiso para hacerlo imprimir con objeto de presentarnos un día
con el bagaje de otros a la Academia de inscripciones y bellas letras, si
es que no conseguimos, cosa muy probable, entrar en la Academia francesa con
nuestro propio bagaje[L8] . Debemos decir que ese permiso nos fue
graciosamente otorgado; lo que consignamos aquí para desmentir públicamente
a los malévolos que pretenden que vivimos bajo un gobierno más bien poco
dispuesto con los literatos[L9] .
Ahora bien, lo que hoy ofrecemos a nuestros
lectores es la primera parte de ese manuscrito, restituyéndole el título que le
conviene, comprometiéndonos a publicar inmediatamente la segunda si, como
estamos seguros, esta primera parte obtiene el éxito que
merece.
Mientras tanto, como el padrino es un segundo
padre, invitamos al lector a echar la culpa de su placer o de su aburrimiento a
nosotros y no al conde de La Fère.
Sentado esto, pasemos a nuestra
historia.
Capítulo 1
Los tres presentes del señor D'Artagnan
padre
El primer lunes del mes de abril de 1625[L10] , el burgo de Meung[L11] , donde nació el autor del Roman de la Rose,
parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran
venido a hacer de ella una segunda Rochelle[L12] . Muchos burgueses, al ver huir a las
mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las
puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo
incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del
Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto,
un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y
pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún
acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí;
estaba el rey que hacía la guerra al cardenal[L13] ; estaba el Español que hacía la guerra al rey[L14] . Luego, además de estas guerras sordas o
públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los
hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo.
Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra
los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces
contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este
hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril
de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo
[L15] ni la librea del duque de Richelieu, se
precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.
Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer
la causa de aquel jaleo.
Un joven..., pero hagamos su retrato de un
solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote
descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana
cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul
celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de
astucia; los músculos maxilares enormente desarrollados, índice infalible
por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba
una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos a inteligentes;
la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un
adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco
acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su
larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas
de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura
cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa
montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce
años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las
patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual
volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho
leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan
bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en
que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en
Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la
puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su
caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa
para el joven D'Artagnan (así se llamaba el don Quijote de este nuevo
Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por
buen caballero que fuese, semejante montura; también él había lanzado un
fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D'Artagnan
padre. No ignoraba que una bestia semejante valía por lo menos veinte
libras; cierto que las palabras con que el presente vino acompañado no tenían
precio.
‑Hijo mío ‑había dicho el gentilhombre gascón
en ese puro patois de Béam del que jamás había podido desembarazarse
Enrique IV‑, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre,
tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que
debe llevaros a amarlo. No lo vendáis jamás, dejadle morir tranquila y
honorablemente de viejo; y si hacéis campaña con él, cuidadlo como cuidaríais a
un viejo servidor. En la corte ‑continuó el señor D'Artagnan padre‑, si es
que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho
vuestra antigua nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que
ha sido dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos
años[L16] . Por vos y por los vuestros (por los
vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada
salvo del señor cardenal y del rey. Por el valor, entendedlo bien, sólo por el
valor se labra hoy día un gentilhombre su camino. Quien tiembla un segundo
deja escapar quizá el cebo que precisamente durante ese segundo la fortuna le
tendía. Sois joven, debéis ser valiente por dos razones: la primera, porque sois
gascón, y la segunda porque sois hijo mío. No temáis las ocasiones y
buscad las aventuras. Os he hecho aprender a manejar la espada; tenéis un
jarrete de hierro, un puño de acero; batíos por cualquier motivo; batíos, tanto
más cuanto que están prohibidos los duelos, y por consiguiente hay dos
veces valor al batirse. No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi
caballo y los consejos que acabáis de oír. Vuestra madre añadirá la receta de
cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para
curar cualquier herida que no alcance el corazón. Sacad provecho de todo, y
vivid felizmente y por mucho tiempo. Sólo tengo una cosa que añadir, y es un
ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido por la
corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario; me refiero al
señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo
niño de jugar con nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve. A veces sus
juegos degeneraban en batalla, y en esas batallas no siempre era el rey el más
fuerte. Los golpes que en ellas recibió le proporcionaron mucha estima y
amistad hacia el señor de Tréville. Más tarde, el señor de Tréville se batió
contra otros en su primer viaje a Paris, cinco veces; tras la muerte del difunto
rey hasta la mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete
veces; y desde esa mayoría hasta hoy, quizá cien. Y pese a los edictos, las
ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de
una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor cardenal
teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada. Además, el
señor de Tréville gana diez mil escudos al año; es por tanto un gran
señor. Comenzó como vos: idle a ver con esta carta, y amoldad vuestra
conducta a la suya, para ser como él.
Con esto, el señor D'Artagnan padre ciñó a su
hijo su propia espada, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su
bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven
encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los
consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente. Los
adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el
otro, no porque el señor D'Artagnan no amara a su hijo, que era su único
vástago, sino porque el señor D'Artagnan era hombre, y hubiera
considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras
que la señora D'Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundancia y,
digámoslo en alabanza del señor D'Artagnan hijo, por más esfuerzo que él
hizo por aguantar sereno como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza
pudo más, y derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar
la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino,
provisto de los tres presentes paternos y que estaban compuestos, como
hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
como es lógico, los consejos le habían sido dados por
añadidura.
Con semejante vademécum, D'Artagnan se
encontró, moral y físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes, con
quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador
nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento
por gigantes y los carneros por ejércitos: D'Artagnan tomó cada sonrisa por un
insulto y cada mirada por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el
puño apretado desde Tarbes [L17] hasta Meung y que, un día con otro, llevó la
mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias; sin embargo, el puño no
descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su vaina. Y no es que
la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los
rostros de los que pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de
tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz que noble,
los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la hilaridad dominaba a la
prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las máscaras
antiguas. D'Artagnan permaneció, pues, majestuoso a intacto en su
susceptibilidad hasta esa desafortunada villa de Meung.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a
la puerta del Franc Meunier sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero,
hubiera venido a coger el estribo de montar, D'Artagnan divisó en una ventana
entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y
altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos
personas que parecían escucharle con deferencia. D'Artagnan, según su
costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la conversación y escuchó. Esta
vez D'Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba de él, sino de
su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades
y como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el
narrador, se echaban a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para
despertar la irascibilidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto
que en él produjo tan ruidosa hilaridad.
Sin embargo, D'Artagnan quiso primero hacerse
idea de la fisonomía del impertinente que se burlaba de él. Clavó su mirada
altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años[L18] , de ojos negros y penetrantes, de tez
pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado;
iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más
adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa. Aquellas
calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos de
viaje largo tiempo encerrados en un baúl. D'Artagnan hizo todas estas
observaciones con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un
sentimiento instintivo que le decía que aquel desconocido debía tener gran
influencia sobre su vida futura.
Y como en el momento en que D'Artagnan fijaba
su mirada en el gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a
la jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones, sus dos
oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su costumbre,
vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su
rostro. Aquella vez no había duda, D'Artagnan era realmente insultado. Por
eso, lleno de tal convicción, hundió su boina hasta los ojos y, tratando de
copiar algunos aires de corte que había sorprendido en Gascuña entre los
señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su espada y
la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la
cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había
preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta de su lengua una
personalidad grosera que acompañó con un gesto
furioso.
‑¡Eh, señor! ‑exclamó‑. ¡Señor, que os
ocultáis tras ese postigo! Sí, vos, decidme un poco de qué os reís, y nos
reiremos juntos.
El gentilhombre volvió lentamente los ojos de
la montura al caballero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para
comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches; luego,
cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció ligeramente y tras
una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir,
respondió a D'Artagnan:
‑Yo no os hablo, señor.
‑¡Pero yo sí os hablo! ‑exclamó el joven
exasperado por aquella mezcla de insolencia y de buenas maneras, de
conveniencias y de desdenes.
El desconocido lo miró un instante todavía
con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana, salió lentamente de la
hostería para venir a plantarse a dos pasos de D'Artagnan frente al caballo. Su
actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de
aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado en la
ventana.
D'Artagnan, al verle llegar, sacó su espada
un pie fuera de la vaina.
‑Decididamente este caballo es, o mejor, fue
en su juventud botón de oro ‑dijo el desconocido continuando las
investigaciones comenzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin
aparentar en modo alguno notar la exasperación de D'Artagnan, que sin embargo
estaba de pie entre él y ellos‑; es un color muy conocido en botánica, pero
hasta el presente muy raro entre los caballos.
‑¡Así se ríe del caballo quien no osaría
reírse del amo! ‑exclamó el émulo de Tréville, furioso.
‑Señor ‑prosiguió el desconocido‑, no río muy
a menudo, como vos mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro; pero
procuro conservar el privilegio de reír cuando me place.
‑¡Y yo ‑exclamó D'Artagnan‑ no quiero que
nadie ría cuando no me place!
‑¿De verdad, señor? ‑continuó el desconocido
más tranquilo que nunca‑. Pues bien, es muy justo ‑y girando sobre sus talones
se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que
D'Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente
ensillado.
Pero D'Artagnan no tenía carácter para soltar
así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada
por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:
‑¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no
os hiera por la espalda!
‑¡Herirme a mí! ‑dijo el otro girando sobre
sus talones y mirando al joven con tanto asombro como desprecio‑. ¡Vamos, vamos,
querido, estáis loco!
Luego, en voz baja y como si estuviera
hablando consigo mismo:
‑Es enojoso ‑prosiguió‑. ¡Qué hallazgo para
su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar
mosqueteros!
Acababa de terminar cuando D'Artagnan le
alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto
hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El
desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada,
saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo
momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre
D'Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión
tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D'Artagnan,
mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba
con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo
espectador del combate, papel que cumplió con su impasibilidad de siempre,
mascullando sin embargo:
‑¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su
caballo naranja, y que se vaya!
‑¡No antes de haberte matado, cobarde!
‑gritaba D'Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un
paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
‑¡Una gasconada más! ‑murmuró el
gentilhombre‑. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la
danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene
bastante.
Pero el desconocido no sabía con qué clase de
testarudo tenía que habérselas; D'Artagnan no era hombre que pidiera merced
nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin,
D'Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos
trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al
mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.
En este momento fue cuando de todas partes
acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con
la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos
cuidados.
En cuanto al gentilhombre, había vuelto a
ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel
gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva
contrariedad.
‑Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? ‑dijo
volviéndose al ruido de la puerta que se abrió y dirigiéndose al hostelero que
venía a informarse sobre su salud.
‑¿Vuestra excelencia está sano y salvo?
‑preguntó el hostelero.
‑Sí, completamente sano y salvo, mi querido
hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha pasado con nuestro
joven.
‑Ya esta mejor ‑dijo el hostelero‑: se ha
desvanecido totalmente.
‑¿De verdad? ‑dijo el
gentilhombre.
‑Pero antes de desvanecerse ha reunido todas
sus fuerzas para llamaros y desafiaros al llamaros.
‑¡Ese buen mozo es el diablo en persona!
‑exclamó el desconocido.
‑¡Oh, no, excelencia, no es el diablo!
‑prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio‑. Durante su desvanecimiento
lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su
bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al
desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais
en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más
tarde.
‑Entonces ‑dijo fríamente el desconocido‑, es
algún príncipe de sangre disfrazado.
‑Os digo esto, mi señor ‑prosiguió el
hostelero‑, para que toméis precauciones.
‑¿Y ha nombrado a alguien en medio de su
cólera?
‑Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y
decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su
protegido.»
‑¿El señor de Tréville? ‑dijo el desconocido
prestando atención‑. ¿Golpeaba sobre su bolso pronunciando el nombre del señor
de Tréville?... Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba
desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese
bolso. ¿Qué había?
‑Una carta dirigida al señor de Tréville,
capitán de los mosqueteros.
‑¿De verdad?
‑Como tengo el honor de decíroslo,
excelencia.
El hostelero, que no estaba dotado de gran
perspiscacia, no observó la expresión que sus palabras habían dado a la
fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana sobre
el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como
hombre inquieto.
‑¡Diablos! ‑murmuró entre dientes‑. ¿Me habrá
enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es siempre
una estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay por qué
desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil
obstáculo para contrariar un gran designio.
Y el desconocido se sumió en una reflexión
que duró algunos minutos.
‑Veamos, huésped ‑dijo‑, ¿es que no me vais a
librar de ese frenético? En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo ‑añadió
con una expresión fríamente amenazadora‑, sin embargo, me molesta. ¿Dónde
está?
‑En la habitación de mi mujer, donde se le
cura, en el primer piso.
‑¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se
ha quitado el jubón?
‑Al contrario, todo está abajo, en la cocina.
Pero dado que ese joven loco os molesta...
‑Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un
escándalo que las gentes honradas no podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto,
haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.
‑¿Cómo? ¿El señor nos deja
ya?
‑Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado
orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha obedecido?
‑Claro que sí, y como vuestra excelencia ha
podido ver, su caballo está en la entrada principal, completamente
aparejado para partir.
‑Está bien, haced entonces lo que os he
pedido.
‑¡Vaya! ‑se dijo el hostelero‑. ¿Tendrá miedo
del muchacho?
Pero una mirada imperativa del desconocido
vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y salió.
‑No es preciso advertir a milady [L19] sobre este bribón ‑continuó el extraño‑. No
debe tardar en pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que
monte a caballo y que vaya a su encuentro... ¡Sólo que si pudiera saber lo que
contiene esa carta dirigida a Tréville!...
Y el desconocido, siempre mascullando, se
dirigió hacia la cocina.
Durante este tiempo, el huésped, que no
dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su
hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a
D'Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle
comprender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a
buscar querella a un gran señor ‑porque, en opinión del huésped, el desconocido
no podía ser más que un gran señor‑, le convenció para que, pese a su debilidad,
se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan, medio aturdido, sin jubón y
con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el hostelero,
comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su
provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada
por dos gruesos caballos normandos.
Su interlocutora, cuya cabeza aparecía
enmarcada en la portezuela, era una mujer de veinte a veintidós años. Ya
hemos dicho con qué rapidez percibía D'Artagnan una fisonomía; al primer vistazo
comprobó que la mujer era joven y bella. Pero esta belleza le sorprendió
tanto más cuanto que era completamente extraña a las comarcas meridionales
que D'Artagnan había habitado hasta entonces. Era una persona pálida y rubia, de
largos cabellos que caían en bucles sobre sus hombros, de grandes ojos
azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro. Hablaba muy vivamente
con el desconocido.
‑Entonces, su eminencia me ordena... ‑decía
la dama.
‑Volver inmediatamente a Inglaterra, y
avisarle directamente si el duque
[L20] abandona Londres.
‑Y ¿en cuanto a mis restantes instrucciones?
‑preguntó la bella viajera.
‑Están guardadas en esa caja, que sólo
abriréis al otro lado del canal de la Mancha.
‑Muy bien, ¿qué haréis
vos?
‑Yo regreso a París.
‑¿Sin castigar a ese insolente muchachito?
‑preguntó la dama.
El desconocido iba a responder; pero en el
momento en que abría la boca, D'Artagnan, que lo había oído todo, se abalanzó
hacia el umbral de la puerta.
‑Es ese insolente muchachito el que castiga a
los otros ‑exclamó‑, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no
escapará como la primera.
‑¿No escapará? ‑dijo el desconocido
frunciendo el ceño.
‑No, delante de una mujer no osaríais huir,
eso presumo.
‑Pensad ‑dijo milady al ver al gentilhombre
llevar la mano a su espada‑, pensad que el menor retraso puede perderlo
todo.
‑Tenéis razón ‑exclamó el gentilhombre‑;
partid, pues, por vuestro lado; yo parto por el mío.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza,
se abalanzó sobre su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba
vigorosamente a su tiro. Los dos interlocutores partieron pues al galope,
alejándose cada cual por un lado opuesto de la calle.
‑¡Eh, vuestro gasto! ‑vociferó el hostelero,
cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin
saldar sus cuentas.
‑Paga, bribón ‑gritó el viajero, siempre
galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres
monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.
‑¡Ah, cobarde! ¡Ah, miserable! ¡Ah, falso
gentilhombre! ‑exclamó D'Artagnan lanzándose a su vez tras el
lacayo.
Pero el herido estaba demasiado débil aún
para soportar semejante sacudida. Apenas hubo dado diez pasos, cuando sus
oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus
ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
‑¡Cobarde, cobarde,
cobarde!
‑En efecto, es muy cobarde ‑murmuró el
hostelero aproximándose a D'Artagnan, y tratando mediante esta adulación de
reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula con su
limaco nocturno[L21] .
‑Sí, muy cobarde ‑murmuró D'Artagnan‑; pero
ella, ¡qué hermosa!
‑¿Quién ella? ‑preguntó el
hostelero.
‑Milady ‑balbuceó
D'Artagnan.
Y se desvaneció por segunda
vez.
‑Es igual ‑dijo el hostelero‑, pierdo dos,
pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días.
Siempre son once escudos de ganancia.
Ya se sabe que once escudos constituían
precisamente la suma que quedaba en la bolsa de
D'Artagnan.
El hostelero había contado con once días de
enfermedad, a escudo por día; pero había contado con ello sin su viajero. Al día
siguiente, a las cinco de la mañana, D'Artagnan se levantó, bajó él mismo a la
cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta
nosotros, vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se
preparó un bálsamo con el que ungió sus numerosas heridas, renovando él
mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda de ningún médico. Gracias sin
duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también gracias a la
ausencia de todo doctor, D'Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y
casi curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero,
aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta
mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del hostelero al
menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera
podido suponer por su talla, D'Artagnan no encontró en su bolso más que su
pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escudos que contenía;
en cuanto a la carta dirigida al señor de Tréville, había
desaparecido.
El joven comenzó por buscar aquella carta con
gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos,
buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso; pero cuando se
hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer
acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y
de aceite aromatizados; porque, al ver a aquel joven de mala cabeza acalorarse y
amenazar con romper todo en el establecimiento si no encontraban su carta,
el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus
criados los mismos bastones que habían servido la víspera.
‑¡Mi carta de recomendación! ‑gritaba
D'Artagnan‑. ¡Mi carta de recomendación, por todos los diablos, a os ensarto a
todos como a hortelanos[L22] !
Desgraciadamente, una circunstancia se oponía
a que el joven cumpliera su amenaza; y es que, como ya lo hemos dicho, su
espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él
había olvidado por completo. Y de ello resultó que cuando D'Artagnan quiso
desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de
ocho o diez pulgadas más o menos, que el hostelero había encasquetado
cuidadosamente en la vaina. En cuanto al resto de la hoja, el chef la había
ocultado hábilmente para hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera
detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado
que la reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente
justa.
‑Pero, en realidad ‑dijo bajando su chuzo‑,
¿dónde está esa carta?
‑Sí, ¿dónde está esa carta? ‑gritó
D'Artagnan‑. Os prevengo ante todo que esa carta es para el señor de Tréville, y
que es preciso que aparezca; porque si no aparece él sabrá de sobra hacerla
aparecer.
Esta amenaza acabó por intimidar al
hostelero. Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el
hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares a
incluso por los burgueses. También estaba el padre Joseph [L23] cierto; pero su nombre a él nunca le era
pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la
eminencia gris, como se llamaba al familiar del
cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y
ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores
con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta
perdida.
‑¿Es que esa carta encerraba algo precioso?
‑preguntó el hostelero al cabo de un instante de investigaciones
inútiles.
‑¡Diablos! ¡Ya lo creo! ‑exclamó el gascón,
que contaba con aquella carta para hacer su carrera en la corte‑. Contenía
mi fortuna.
‑¿Bonos contra el Tesoro[L24] ? ‑preguntó el hostelero
inquieto.
‑Bonos contra la tesorería particular de Su
Majestad ‑respondió D'Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey
gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo
aventurada sin mentir.
‑¡Diablos! ‑dijo el hostelero completamente
desesperado.
‑Pero no importa ‑continuó D'Artagnan con el
aplomo nacional‑, no importa; el dinero no es nada, pero esa carta sí lo
era todo. Hubiera preferido perder antes mil pistolas que
perderla.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero
cierto pudor juvenil lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del
hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar
nada.
‑Esa carta no se ha perdido
‑exclamó.
‑¡Ah! ‑dijo D'Artagnan.
‑No; os la han robado.
‑¿Robado? ¿Y quién?
‑El gentilhombre de ayer. Bajó a la cocina,
donde estaba vuestro jubón. Se quedó allí solo. Apostaría que ha sido él quien
la ha robado.
‑¿Lo
creéis? ‑respondió D'Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la
importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que
pudiera provocar la codicia.
El hecho es que ninguno de los criados,
ninguno de los viajeros presentes hubiera ganado nada poseyendo aquel
papel.
‑Decís, pues ‑respondió D'Artagnan‑, que
sospecháis de ese impertinente gentilhombre.
‑Os digo que estoy seguro ‑continuó el
hostelero‑; cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor
de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre,
pareció muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó
inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro
jubón.
‑Entonces es mi ladrón ‑respondió
D'Artagnan‑; me quejaré al señor de Tréville, y el señor de Tréville se quejará
al rey.
Luego sacó majestuosamente dos escudos de su
bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la
puerta, y subió a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta
la puerta Saint‑Antoine[L25] , en París, donde su propietario lo vendió
por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D'Artagnan lo había
agotado hasta el exceso durante la última etapa. Además, el chalán a quien
D'Artagnan lo cedió por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo
le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad de su
color.
D'Artagnan entró, pues, en París a pie,
llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una
habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos. Aquella
habitación era una especie de buhardilla, sita en la calle des Fossoyeurs[L26] , cerca del Luxemburgo.
Tan pronto como hubo gastado su último
denario, D'Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada
cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de
un jubón casi nuevo del señor D'Artagnan padre, y que le había dado a
escondidas; luego fue al paseo de la Ferraille [L27] , para mandar poner una hoja a su espada;
luego volvió al Louvre para informarse del primer mosquetero que encontró de la
ubicación del palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del
Vieux‑Colombier[L28] , es decir, precisamente en las cercanías del
cuarto apalabrado por D'Artagnan, circunstancia que le pareció de feliz
augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se
había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el
presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño
del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano,
le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en que se levantó para
dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del
reino según la estimación paterna.
La antecámara del señor de
Tréuille
El señor de Troisville[L29] , como todavía se llamaba su familia en
Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo
en Paris, había empezado en realidad como D'Artagnan, es decir, sin un
cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiemto que
hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas
de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de
Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía
en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de
esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había
escalado de cuatro en cuatro.
Era el amigo del rey, que honraba mucho, como
todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville
le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta
de dinero contante y sonante ‑cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual
pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es
decir, con el ingenio‑, que a falta de dinero contante y sonante, decimos,
le había autorizado, tras la rendición de Paris, a tomar por armas un león
de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis[L30] . Era mucho para el honor, pero mediano para
el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó
por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble
don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido
en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan
fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir
que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por
segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a
él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por
Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello
dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba
sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar
por divisa el epiteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero
pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la
primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras
organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de
vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si
el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien
enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry[L31] . En fin, en el caso de Tréville, había
faltado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía
cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo
Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros[L32] , que eran a Luis XIII, por la devoción o
mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que
su guarda escocesa a Luis XI.
Por su parte, y desde ese punto de vista, el
cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo visto la formidable elite de
que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia
también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis
XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar
para su servicio, en todas las provincias de Francia a incluso en todos los
Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas. Por eso
Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de
ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores. Cada cual
ponderaba los modales y el valor de los suyos; y al tiempo que se pronunciaban
en voz alta contra los duelos y contra las riñas, los excitaban por lo bajo a
llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría inmoderada por
la derrota o la victoria de los suyos. Así al menos lo dicen las Memorias de un
hombre que estuvo en algunas de esas derrotas y en muchas de esas
victorias.
Tréville había captado el lado débil de su
amo, y gracias a esta habilidad debía el largo y constante favor de un rey
que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades. Hacía
desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire
burlón que erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia. Tréville
entendía admirablemente bien la guerra de aquella época, en la que, cuando no se
vivía a expensas del enemigo, se vivía a expensas de sus compatriotas: sus
soldados formaban una legión de jaraneros, indisciplinada para cualquier
otro que no fuera él.
Desaliñados, borrachos, despellejados, los
mosqueteros del rey, o mejor los del señor de Tréville, se desparramaban por las
tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando fuerte y
retorciéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con
placer a los guardias del señor cardenal cuando los encontraban; luego,
desenvainando en plena calle entre mil bromas; muertos a veces, pero
seguros en tal caso de ser llorados y vengados; matando con frecuencia, y
seguros entonces de no enmohecer en prisión, porque allí estaba el señor de
Tréville para reclamarlos. Por eso el señor de Tréville era alabado en
todos los tonos, cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le
adoraban y que, bandidos todos como eran, temblaban ante él como escolares
ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y prestos a hacerse matar para
lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca
poderosa en favor del rey en primer lugar y de los amigos del rey, y luego en
favor de él mismo y sus amigos. Por lo demás, en ninguna de las Memorias de esa
época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya
sido acusado, ni siquiera por sus enemigos ‑y los tenía tanto entre las gentes
de pluma como entre las gentes de espada‑ en ninguna parte se ve, decimos, que
ese digno gentilhombre haya sido acusado de hacerse pagar la cooperación de
sus secuaces. Con un raro ingenio para la intriga, que lo hacía émulo de los
mayores intrigantes había permanecido honesto. Es más, a pesar de las
grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que
fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de
los más finos lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores
ampulosos de su época; se hablaba de las aventuras galantes de Tréville como
veinte años antes se había hablado de las de Bassompierre[L33] , lo que no era poco decir. El capitán de los
mosqueteros era, pues, admirado, temido y amado, lo cual constituye el apogeo de
las fortunas humanas.
Luis XIV absorbió a todos los pequeños astros
de su corte en su vasta irradiación; pero su padre, sol pluribus impar[L34] , dejó su esplendor personal a cada uno
de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos. Además de
los resplandores del rey y del cardenal, se contaban entonces en París más
de doscientos pequeños resplandores algo solicitados. Entre los doscientos
pequeños resplandores, el de Tréville era uno de los más
buscados.
El patio de su palacio, situado en la calle
del Vieux‑Colombier, se parecía a un campamento, y esto desde las seis de la
mañana en verano y desde las ocho en invierno. De cincuenta a sesenta
mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente,
se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. A lo largo
de aquellas grandes escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización
construiría una casa entera, subían y bajaban solicitantes de París que
corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia ávidos para ser
enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al
señor de Tréville los mensajes de sus amos. En la antecámara, sobre altas
banquetas circulares, descansaban los elegidos, es decir, aquellos que
estaban convocados. Allí había murmullo desde la mañana a la noche, mientras el
señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara, recibía las
visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón
del Louvre, no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de
hombres y de armas.
El día en que D'Artagnan se presentó, la
asamblea era imponente, sobre todo para un provinciano que llegaba de su
provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre todo en esa
época los compatriotas de D'Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar
fácilmente. En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza,
enclavijada por largos clavos de cabeza cuadrangular, se caía en medio de
una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el patio interpelándose,
peleándose y jugando entre sí. Para abrirse paso en medio de todas aquellas olas
impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella
mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese
desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón palpitante, ajustando su
largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano en el borde
de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que
quiere mostrar aplomo. Cuando había pasado un grupo, entonces respiraba con
más libertad; pero comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en
su vida, D'Artagnan, que hasta aquel día había tenido una buena opinión de sí
mismo, se sintió ridículo.
Llegado a la escalinata, fue peor aún; en los
primeros escalones había cuatro mosqueteros que se divertían en el ejercicio
siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el rellano a
que les tocara la vez para ocupar plaza en la
partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior,
con la espada desnuda en la mano, impedía o al menos se esforzaba por
impedir que los otros tres subieran.
Estos tres esgrimían contra él sus espadas
agilísimas. D'Artagnan tomó al principio aquellos aceros por floretes de
esgrima, los creyó botonados; pero pronto advirtió por ciertos rasguños que
todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con
cada uno de aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores
reían como locos.
El que ocupaba el escalón en aquel momento
mantenía a raya maravillosamente a sus adversarios. Se hacía círculo en
torno a ellos; la condición consistía en que a cada golpe el tocado abandonara
la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador. En
cinco minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro
en la oreja, por el defensor del escalón, que no fue tocado ‑destreza que
le valió, según las condiciones pactadas, tres turnos de
favor.
Aunque no fuera difícil, dado que quería ser
asombrado, este pasatiempo asombró a nuestro joven viajero; en su
provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los cascos,
había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos
cuatro jugadores le pareció la más rara de todas las que hasta entonces había
oído, incluso en Gascuña. Se creyó transportado a ese país de gigantes al
que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y sin embargo no había
llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
En el rellano no se batían, contaban
aventuras con mujeres, y en la antecámara historias de la corte. En el rellano,
D'Artagnan se ruborizó; en la antecámara, tembló. Su imaginación despierta
y vagabunda, que en Gascuña le hacía temible a las criadas a incluso alguna vez
a las dueñas, no había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la
mitad de aquellas maravillas amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas
galantes, realzadas por los nombres más conocidos y los detalles menos velados.
Pero si su amor por las buenas costumbres fue sorprendido en el rellano, su
respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara. Allí, para gran
sorpresa suya, D'Artagnan oía criticar en voz alta la política que hacía
temblar a Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos
personajes había llevado al castigo por haber tratado de profundizar en ella:
aquel gran hombre, reverenciado por el señor D'Artagnan padre, servía de
hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían con sus
piernas zambas y con su espalda encorvada; unos cantaban villancicos sobre
la señora D'Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet[L35] , su nieta, mientras otros preparaban
partidas contra los pajes y los guardias del cardenal‑duque, cosas todas que
parecían a D'Artagnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey
intervenía a veces de improviso en medio de todas aquellas rechiflas
cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas
aquellas bocas burlonas; miraban con vacilación en torno, y parecían temer la
indiscreción del tabique del gabinete del señor de Tréville; pero pronto
una alusión volvía a llevar la conversación a Su Eminencia, y entonces las
risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus
acciones.
‑Desde luego, éstas son gentes que van a ser
encarceladas y colgadas ‑pensó D'Artagnan con terror‑, y yo, sin ninguna
duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y oído seré
tenido por cómplice suyo. ¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado
respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes
paganos?
Por eso, como puede suponerse sin que yo lo
diga, D'Artagnan no osaba entregarse a la conversación; sólo miraba con todos
sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo ávidamente sus cinco
sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las
recomendaciones paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por
sus instintos a celebrar más que a censurar las cosas inauditas que allí
pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño
el montón de cortesanos del señor de Tréville, y era la primera vez que se
le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba. A esta pregunta,
D'Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota,
y rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por
él al señor de Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometió en
tono protector transmitir en tiempo y lugar.
D'Artagnan, algo recuperado de su primera
sorpresa, tuvo entonces la oportunidad de estudiar un poco las costumbres y
las fisonomías.
En el centro del grupo más animado había un
mosquetero de gran estatura, de rostro altanero y una extravagancia de
vestimenta que atraía sobre él la atención general. No llevaba, por de pronto,
la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en
aquella época de libertad menor pero de mayor independencia, sino una
casaca azul celeste, un tanto ajada y raída, y sobre ese vestido un tahalí
magnífico, con bordados de oro, que relucía como las escamas de que el agua
se cubre a plena luz del día. Una capa larga de terciopelo carmesí caía con
gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido
tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia
en aquel mismo instante, se quejaba de estar constipado y tosía de vez en
cuando con afectación. Por eso se había puesto la capa, según decía a los
que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura
retorciéndose desdeñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el
tahalí bordado, y D'Artagnan más que ningún otro.
‑¿Qué queréis? ‑decía el mosquetero‑. La moda
lo pide; es una locura, lo sé de sobra, pero es la moda. Por otro lado, en algo
tiene que emplear uno el dinero de su legítima.
‑¡Ah, Porthos! ‑exclamó uno de los
asistentes‑. No trates de hacernos creer que ese tahalí te viene de la
generosidad paterna; te lo habrá dado la dama velada con la que te encontré el
otro domingo en la puerta Saint‑Honoré.
‑No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he
comprado yo mismo, y con mis propios dineros ‑respondió aquel al que
acababan de designar con el nombre de Porthos.
‑Sí, como yo he comprado ‑dijo otro
mosquetero‑ esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la
vieja.
‑Es cierto ‑dijo Porthos‑, y la prueba es que
he pagado por él doce pistolas.
La admiración acreció, aunque la duda
continuaba existiendo.
‑¿No es así, Aramis? ‑dijo Porthos
volviéndose hacia otro mosquetero.
Este otro mosquetero
hacía contraste perfecto con el que le interrogaba y que acababa de
designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o
veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y
mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño; su mostacho fino
dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente recta; sus manos
parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en
cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado
tierno y transparente. Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba
mucho, reía sin estrépito mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los
que, como del resto de su persona, parecía tener el mayor cuidado. Respondió con
un gesto de cabeza afirmativo a la interpelación de su
amigo.
Esta afirmación pareció haberle disipado
todas las dudas respecto al tahalí; continuaron, pues, admirándolo, pero ya no
volvieron a hablar de él; y por uno de esos virajes rápidos del
pensamiento, la conversación pasó de golpe a otro
tema.
‑¿Qué pensáis de lo que cuenta el escudero de
Chalais[L36] ? ‑preguntó otro mosquetero sin
interpelar directamente a nadie y dirigiéndose por el contrario a todo el
mundo.
‑¿Y qué es lo que cuenta? ‑preguntó Porthos
en tono de suficiencia.
‑Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort[L37] , el instrumento ciego del cardenal,
disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz,
engañó al señor de Laigues [L38] como a necio que
es.
‑Como a un verdadero necio ‑dijo Porthos‑;
pero ¿es seguro?
‑Lo sé por Aramis ‑respondió el
mosquetero.
‑¿De veras?
‑Lo sabéis bien, Porthos ‑dijo Aramis‑; os lo
conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.
‑No hablemos más, esa es vuestra opinión
‑prosiguió Porthos‑. ¡No hablemos más! ¡Maldita sea! ¡Qué rápido concluís!
¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su
correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese
espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el
estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la
reina. Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo comunicasteis
ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la
noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
‑Hablemos entonces, pues que lo deseáis
‑prosiguió Aramis con paciencia.
‑Ese Rochefort ‑dijo Porthos‑, si yo fuera el
escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un mal
rato.
‑Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con
el duque Rojo [L39] ‑prosiguió Aramis.
‑¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque
Rojo! ‑respondió Porthos aplaudiendo y aprobando con la cabeza‑. El «duque Rojo» tiene
gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo. ¡Tiene ingenio este
Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué
delicioso abad habríais hecho!
‑¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo
‑prosiguió Aramis‑: un día lo seré. Sabéis bien, Porthos, que sigo estudiando
teología para ello.
‑Hará lo que dice ‑prosiguió Porthos‑, lo
hará tarde o temprano.
‑Temprano ‑dijo Aramis.
‑Sólo espera una cosa para decidirse del todo
y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un
mosquetero.
‑¿Y a qué espera? ‑preguntó
otro.
‑Espera a que la reina haya dado un heredero
a la corona de Francia.
‑No bromeemos sobre esto, señores ‑dijo
Porthos‑; gracias a Dios, la reina está todavía en edad de
darlo.
‑Dicen que el señor de Buckingham está en
Francia ‑prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan
simple en apariencia, una significación bastante
escandalosa.
‑Aramis, amigo mío, por esta vez os
equivocáis ‑interrumpió Porthos‑, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva
siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os
arrepentiríais de hablar así.
‑¿Vais a soltarme la lección, Porthos?
‑exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar como un
relámpago.
‑Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o
lo otro, pero no lo uno y lo otro ‑prosiguió Porthos‑. Mirad, Athos os lo acaba
de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no nos enfademos,
os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre
vos, Athos y yo. Vais a la casa de la señora D'Aiguillon, y le hacéis la corte;
vais a la casa de la señora de Bois‑Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y
se dice que vais muy adelantado en los favores de la dama. ¡Dios mío!, no
confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra
discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su
Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal;
pero la reina es sagrada, y si se habla de ella, que sea para
bien.
Porthos, sois pretencioso como Narciso[L40] , os lo aviso ‑respondió Aramis‑, sabéis que
odio la moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un
tahalí demasiado magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me
conviene; mientras tanto, soy mosquetero: y en calidad de tal digo lo que
me place, y en este momento me place deciros que me
irritáis.
‑¡Aramis!
‑¡Porthos!
‑¡Eh, señores, señores! ‑gritaron a su
alrededor.
‑El señor de Tréville espera al señor
D'Artagnan ‑interrumpió el lacayo abriendo la puerta del
gabinete.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta
permanecía abierta, todos se callaron, y en medio del silencio general el joven
gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró donde el
capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a
punto al fin de aquella extravagante querella.
Capítulo III
La audiencia
El señor de Tréville estaba en aquel momento
de muy mal humor; sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclinó hasta
el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le recordó a
la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre
en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y
haciendo a D'Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para
terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la
voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos intermedios entre el acento
imperativo y el acento irritado:
‑¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis[L41] !
Los dos mosqueteros con los que ya hemos
trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres,
dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el
gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron
franqueado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente
tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de
sumisión, la admiración de D'Artagnan, que veía en aquellos hombres
semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus
rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado,
cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la
antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda
nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de
Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño,
toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis,
rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y
abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada
irritada:
‑¿Sabéis lo que me ha dicho el rey ‑exclamó‑,
y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis, señores?
‑No ‑respondieron tras un instante de
silencio los dos mosqueteros‑; no, señor, lo
ignoramos.
‑Pero espero que haréis el honor de
decírnoslo ‑añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa
reverencia.
‑Me ha dicho que de ahora en adelante
reclutará sus mosqueteros entre los guardias del señor
cardenal.
‑¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y
eso por qué? ‑preguntó vivamente Porthos.
‑Porque ha comprendido que su vino peleón
necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino.
Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el
blanco de los ojos. D'Artagnan no sabía dónde estaba y hubiera querido estar a
cien pies bajo tierra.
‑Sí, sí ‑continuó el señor de Tréville
animándose‑, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto
que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal
contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me
desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y
reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía),
esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían
retrasado en la calle Férou[L42] , en una taberna, y que una ronda de sus
guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a
detener a los perturbadores. ¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar
mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo neguéis, os han reconocido y
el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy yo
quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ¿por qué diablos me habéis
pedido la casaca cuando tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos,
veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan bello sólo para colgar en él una espada de
paja? ¡Y Athos! No veo a Athos. ¿Dónde está?
‑Señor ‑respondió tristemente Aramis‑, está
enfermo, muy enfermo.
‑¿Enfermo, muy enfermo, decís? ¿Y de qué
enfermedad?
‑Temen que sea la viruela, señor ‑respondió
Porthos, queriendo terciar con una frase en la conversación‑, y sería
molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.
‑¡Viruela! ¡Vaya gloriosa historia la que me
contáis, Porthos!... ¿Enfermo de viruela a su edad?... ¡No!... sino herido
sin duda, muerto quizá... ¡Ah!, si ya lo sabía yo... ¡Maldita sea! Señores
mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se
busca querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No
quiero, en fin, que se dé motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que
son gentes valientes, tranquilas, diestras, que nunca se ponen en situación
de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían detener..., estoy
seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar un paso atrás... Largarse,
salir pitando, huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del
rey!
Porthos y Aramis temblaron de rabia. De buena
gana habrían estrangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo
aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le
hacía hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta
hacerse sangre y apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera
se había oído llamar, como ya hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se
había adivinado, por el tono de la voz del señor de Tréville, que estaba
completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas se habían apoyado en los
tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían
sílaba de cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras
insultantes del capitán a toda la población de la antecámara. En un instante,
desde la puerta del gabinete a la puerta de la calle, todo el palacio
estuvo en ebullición.
‑¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar
por los guardias del señor cardenal! ‑continuó el señor de Tréville, tan furioso
por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundiéndolas una a
una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes‑.
¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosqueteros de Su
Majestad! ¡Por todos los diablos! Yo he tomado mi decisión. Ahora mismo voy
al Louvre; presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir
un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los
diablos, ¡me hago abad!'
A estas palabras el murmullo del exterior se
convirtió en una explosión; por todas partes no se oían más que juramentos
y blasfemias. Los ¡maldición!, los ¡maldita sea!, los ¡por
todos los diablos! se cruzaban, en el aire. D'Artagnan buscaba una tapicería
tras la cual esconderse, y sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la
mesa.
‑Bueno, mi capitán ‑dijo
Porthos, fuera de sí‑, la verdad es que éramos seis contra seis, pero fuimos
cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar
nuestras espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido
gravemente, no valía mucho más. Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán,
trató de levantarse dos veces, y volvió a caer las dos veces. Sin embargo,
no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza. En camino, nos
hemos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron
tranquilamente en el campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo.
Esa es la historia. ¡Qué diablos, capitán, no se ganan todas las batallas! El
gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francisco I, que según lo que
he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de Pavía[L43] .
‑Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a
uno con su propia espada ‑dijo Aramis‑ porque la mía se rompió en el primer
encuentro... Matado o apuñalado, señor, como más os
plazca.
‑Yo no sabía eso ‑prosiguió el señor de
Tréville en un tono algo sosegado‑. Por lo que veo, el señor cardenal
exageró.
‑Pero, por favor, señor ‑continuó Aramis,
que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se atrevía a aventurar un ruego‑, por
favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para desesperarse
que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado
que después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería
de temer...
En el mismo instante, la cortina se alzó y
una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente pálida, apareció bajo los
flecos:
‑¡Athos! ‑exclamaron los dos
mosqueteros.
‑¡Athos! ‑repitió el mismo señor de
Tréville.
‑Me habéis mandado llamar, señor ‑dijo Athos
al señor de Tréville con una voz debilitada pero perfectamente calma‑, me
habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me apresuro a
ponerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me
queréis?
Y con estas palabras, el mosquetero, con
firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre, entró con paso firme en el
gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo de su corazón por
aquella prueba de valor, se precipitó hacia él.
‑Estaba diciéndoles a estos señores ‑añadió‑,
que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida sin necesidad, porque las personas
valientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus mosqueteros son las
personas más valientes de la tierra. Vuestra mano, Athos.
Y sin esperar a que el
recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al señor de
Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse
cuenta de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba
escapar un gesto de dolor y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse
imposible.
La puerta había quedado entrearbierta, tanta
sensación había causado la llegada de Athos, cuya herida, pese al secreto
guardado, era conocida de todos. Un murmullo de satisfacción acogió las últimas
palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo,
aparecieron por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville
a reprimir con vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta,
cuando de pronto sintió la mano de Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los
ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse. En el mismo
instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el
dolor, vencido al fin por él, cayó al suelo como si estuviese
muerto.
‑¡Un cirujano! ‑gritó el señor de Tréville‑.
¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! Si no, maldita sea, mi valiente
Athos va a morir.
A los gritos del señor de Tréville todo el
mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara en cerrar la puerta a
nadie, afanándose todos en torno del herido. Pero todo aquel afán hubiera
sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo;
atravesó la multitud, se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo
aquel ruido y todo aquel movimiento le molestaba mucho, pidio como primera
medida y como la más urgente que el mosquetero fuera llevado a una habitación
vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una puerta y mostró el camino a
Porthos y a Aramis, que llevaron a su compañero en brazos. Detrás de este
grupo iba el cirujano, y detrás del cirujano la puerta se
cerró.
Entonces el gabinete del señor de Tréville,
aquel lugar ordinariamente tan respetado, se convirtió por un momento en
una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban, hablaban en voz
alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos
los diablos.
Un instante después, Porthos y Aramis
volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se habían quedado junto al
herido.
Por fin, el señor de Tréville regresó
también. El herido había recuperado el conocimiento; el cirujano declaraba
que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos,
habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de
sangre.
Luego el señor de Tréville hizo un gesto con
la mano y todos se retiraron excepto D'Artagnan, que no olvidaba que tenía
audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el mismo
sitio.
Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta
fue cerrada, el señor de Tréville se volvió y se encontró solo con el
joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo de
sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D'Artagnan
entonces dio su nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe
todos sus recuerdos del presente y del pasado, se puso al corriente de la
situación.
‑Perdón ‑le dijo sonriente‑, perdón, querido
compatriota, pero os había olvidado por completo. ¡Qué queréis! Un capitán
no es nada más que un padre de familia cargado con una responsabilidad
mayor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero
como debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se
cumplan...
D'Artagnan no pudo disimular una sonrisa.
Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las había con un imbécil y,
yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:
‑Quise mucho a vuestro señor padre. ¿Qué
puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo no es mío.
‑Señor ‑dijo D'Artagnan‑, al dejar Tarbes y
venir hacia aquí, me proponía pediros, en recuerdo de esa amistad cuya memoria
no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero después de cuanto he visto
desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y
tiemblo de no merecerlo.
‑En efecto, joven, es un favor ‑respondió el
señor de Tréville‑; pero quizá no esté tan por encima de vos como creéis o
fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha previsto este caso,
y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de la
prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un
servicio de dos años en algún otro regimiento menos favorecido que el
nuestro.
D'Artagnan se inclinó sin responder nada. Se
sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme de mosquetero desde que
había tan grandes dificultades en obtenerlo.
‑Pero ‑prosiguió Tréville fijando sobre su
compatriota una mirada tan penetrante que se hubiera dicho que quería leer
hasta el fondo de su corazón‑, pero por vuestro padre, antiguo compañero mío
como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de
Béarn no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan
cambiado mucho de cara desde mi salida de la provincia. No debéis tener,
para vivir, demasiado dinero que hayáis traído con vos.
D'Artagnan se irguió con un ademán orgulloso
que quería decir que él no pedía limosna a nadie.
‑Está bien, joven, está bien ‑continuó
Tréville‑ ya conozco esos ademanes; yo vine a Paris con cuatro escudos en mi
bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no me
hallaba en situación de comprar el Louvre.
D'Artagnan se irguió más y más; gracias a la
venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el
señor de Tréville había comenzado la suya.
‑Debéis, pues, decía yo, tener necesidad de
conservar lo que tenéis, por fuerte que sea esa suma; pero debéis necesitar
también perfeccionaros en los ejercicios que convienen a un gentilhombre.
Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os
recibirá sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros
gentileshombres de mejor cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder
obtenerlo. Aprenderéis el manejo del caballo, esgrima y danza; haréis buenos
conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os
encontráis y si puedo hacer algo por vos.
Por desconocedor que fuera D'Artagnan de las
formas de la corte, se dio cuenta de la frialdad de aquel
recibimiento.
‑¡Desgraciadamente, señor ‑dijo‑ veo la falta
que hoy me hace la carta de recomendación que mi padre me había entregado
para vos!
‑En efecto ‑respondió el señor de Tréville‑,
me sorprende que hayáis emprendido tan largo viaje sin ese viático obligado,
único recurso de nosotros los bearneses.
‑La tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena
forma ‑exclamó D'Artagnan‑; pero me fue robada
pérfidamente.
Y contó toda la escena de Meung, describió al
gentilhombre desconocido en sus menores detalles, todo ello con un calor y
una verdad que encantaron al señor de Tréville.
‑Sí que es extraño ‑dijo este último
pensando‑. ¿Habíais hablado de mí en voz alta?
‑Sí, señor, sin duda cometí esa imprudencia;
qué queréis, un nombre como el vuestro debía servirme de escudo en el
camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a menudo!
La adulación estaba muy de moda entonces, y
el señor de Tréville amaba el incienso como un rey o como un cardenal. No pudo
impedirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero aquella sonrisa
se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de
Meung.
‑Decidme ‑repuso‑, ¿no tenía ese gentilhombre
una ligera cicatriz en la sien?
‑Sí, como lo haría la rozadura de una
bala.
‑¿No era un hombre de buen
aspecto?
‑Sí.
‑¿Y de gran estatura?
‑Sí.
‑¿Pálido de tez y moreno de
pelo?
‑Sí, sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que
conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y os juro que lo
encontraré, aunque sea en el infierno...!
‑¿Esperaba a una mujer? ‑prosiguió
Tréville.
‑Al menos se marchó tras haber hablado un
instante con aquella a la que esperaba.
‑¿No sabéis cuál era el tema de su
conversación?
‑El le entregaba una caja, le decía que
aquella caja contenía sus instrucciones, y le recomendaba no abrirla hasta
Londres.
‑¿Era inglesa esa
mujer?
‑La llamaba Milady.
‑¡El es! ‑murmuró Tréville‑. ¡El es! Y yo le
creía aún en Bruselas.
‑Señor, sabéis quién es ese hombre ‑exclamó
D'Artagnan‑. Indicadme quién es y dónde está, y os libero de todo, incluso
de vuestra promesa de hacerme ingresar en los mosqueteros; porque antes que
cualquier otra cosa quiero vengarme.
‑Guardaos de ello, joven ‑exclamó Tréville‑;
antes bien, si lo veis venir por un lado de la calle, pasad al otro. No os
enfrentéis a semejante roca: os rompería como a un
vaso.
‑Eso no impide ‑dijo D'Artagnan‑ que si
alguna vez lo encuentro...
‑Mientras tanto ‑prosiguió Tréville‑, no lo
busquéis, si tengo algún consejo que daros.
De pronto Tréville se detuvo, impresionado
por una sospecha súbita. Aquel gran odio que manifestaba tan altivamente el
joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco verosímil, le había
robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia? ¿No le
habría sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría para tenderle
alguna trampa? Ese presunto D'Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal
que trataba de introducirse en su casa, y que le habían puesto al lado para
sorprender su confianza y para perderlo más tarde, como mil veces se había
hecho? Miró a D'Artagnan más fijamente aún que la vez primera. Sólo se
tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio
astuto y de humildad afectada.
«Sé de sobra que es gascón ‑pensó‑. Pero
puede serlo tanto para el cardenal como para mí. Veamos,
probémosle.»
‑Amigo mío ‑le dijo lentamente‑ quiero, como a hijo de mi viejo amigo
(porque tengo por verdadera la historia de esa carta perdida), quiero
‑dijo‑, para reparar la frialdad que habéis notado ante todo en mi recibimiento,
descubriros los secretos de nuestra política. El rey y el cardenal son los
mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para engañar a
los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho
valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga
como un necio en la trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello.
Pensad que yo soy adicto a estos dos amos todopoderosos, y que nunca mis
diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del rey y del señor
cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido. Ahora,
joven, regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien
por amigos, bien por propio instinto, alguna de esas enemistades contra el
cardenal semejante a las que vemos manifestarse en los gentileshombres,
decidme adiós y despidámonos. Os ayudaré en mil circunstancias, pero sin
relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza, en cualquier caso, os hará
amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único joven al que he hablado como
lo hago.
Tréville se decía aparte para
sí:
«Si el cardenal me ha despachado a este joven
zorro, a buen seguro, él, que sabe hasta qué punto lo execro, no habrá
dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es echar
pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con
toda seguridad que siente horror por Su Eminencia.»
Ocurrió de muy otra forma a como esperaba
Tréville; D'Artagnan respondió con la mayor simplicidad:
‑Señor, llego a París con intenciones
completamente idénticas. Mi padre me ha recomendado no aguantar nada salvo del
rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros de
Francia.
D'Artagnan añadía el señor de Tréville a los
otros dos, como podemos darnos cuenta; pero pensaba que este añadido no
tenía por qué estropear nada.
‑Tengo, pues, la mayor veneración por el
señor cardenal ‑continuó‑, y el más profundo respeto por sus actos. Tanto
mejor para mí, señor, si me habláis, como decís, con franqueza; porque entonces
me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si habéis tenido
alguna desconfianza, muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo
la verdad; pero, tanto peor; así no dejaréis de estimarme, y es lo que
quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.
El señor de Tréville quedó sorprendido hasta
el extremo. Tanta penetración, tanta franqueza, en fin, le causaba
admiración, pero no disipaba enteramente sus dudas; cuanto más superior
fuera este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba. Sin
embargo, apretó la mano de D'Artagnan, y le dijo:
‑Sois un joven honesto, pero en este momento
no puedo hacer nada por vos más que lo que os he ofrecido hace un instante. Mi
palacio estará siempre abierto para vos. Más tarde, al poder requerirme a
todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis
probablemente lo que deseáis obtener.
‑Eso quiere decir, señor ‑prosiguió
D'Artagnan‑, que esperáis a que vuelva digno de ello. Pues bien, estad
tranquilo, ‑añadió con la familiaridad del gascón‑, no esperaréis mucho
tiempo.
Y saludó para retirarse como si el resto
corriese en adelante de su cuenta.
‑Pero esperad ‑dijo el señor de Tréville
deteniéndolo‑, os he prometido una carta para el director de la Academia. ¿Sois
demasiado orgulloso para aceptarla, mi joven gentilhombre?
‑No, señor ‑dijo D'Artagnan‑; os respondo que
no ocurrirá con esta como con la otra. La guardaré tan bien que os juro que
llegará a su destino, y ¡ay de quien intente robármela!
El señor de Tréville sonrió ante esa
fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano de la ventana, donde
se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y se puso
a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo,
D'Artagnan, que no tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una
marcha contra los cristales, mirando a los mosqueteros que se iban uno tras
otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al volver la
calle.
El señor de Tréville, después de haber
escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al joven para dársela;
pero en el momento mismo en que D'Artagnan extendía la mano para recibirla,
el señor de Tréville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido
dar un salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete
gritando:
‑¡Ah, maldita sea! Esta vez no se me
escapará.
‑¿Pero quién? ‑preguntó el señor de Tréville.
‑¡El, mi ladrón! ‑respondió D'Artagnan‑. ¡Ah,
traidor!
Y desapareció.
‑¡Diablo de loco! ‑murmuró el señor de
Tréville‑. A menos ‑añadió‑ que no sea una manera astuta de zafarse, al ver que
ha marrado su golpe.
Capítulo IV
El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el
pañuelo de Aramis
D'Artagnan, furioso, había atravesado la
antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba
con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de
cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una
puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un
grito o mejor un aullido.
‑Perdonadme ‑dijo D'Artagnan tratando de
reemprender su carrera‑, perdonadme, pero tengo prisa.
Apenas había descendido el primer escalón
cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera y lo
detuvo.
‑¡Tenéis prisa! ‑exclamó el mosquetero,
pálido como un lienzo‑. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis
que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor
de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos
habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de
Tréville.
‑A fe mía ‑replicó D'Artagnan al reconocer a
Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su
alojamiento‑, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme».
Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es
quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme,
pues, osto suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer.
‑Señor ‑dijo Áthos soltándole‑, no sois
cortés. Se ve que venís de lejos.
D'Artagnan había ya salvado tres o cuatro
escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en
seco.
‑¡Por todos los diablos, señor! ‑dijo‑. Por
lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de Buenos modales, os lo
advierto.
‑Puede ser ‑dijo Athos.
‑Ah, si no tuviera tanta prisa ‑exclamó
D'Artagnan‑, y si no corriese detrás de uno...
‑Señor apresurado, a mí me encontraréis sin
comer, ¿me oís?
‑¿Y dónde, si os place?
‑Junto a los Carmelitas Descalzos[L44] .
‑¿A qué hora?
‑A las doce.
‑A las doce, de acuerdo, allí
estaré.
‑Tratad de no hacerme esperar, porque a las
doce y cuarto os prevengo que seré yo quien coma tras vos y quien os corte las
orejas a la camera.
‑¡Bueno! ‑le gritó D'Artagnan‑. Que sea a las
doce menos diez.
Y se puso a comer como si lo llevara el
diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo
no debía haber llevado muy lejos.
Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos
con un soldado de guardia. Entre los dos que hablaban, había el espacio
justo de un hombre. D'Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y se lanzó
para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D'Artagnan no había contado con
el viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y
D'Artagnan vino a dar precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía
razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en
lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal suerte que
D'Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica
la resistencia del obstinado Porthos.
D'Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso
salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez. Temía
sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que conocemos;
pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los
dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del
tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este
mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple
búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no poder
tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se
comprende así la necesidad del resfriado y la urgencia de la
capa.
‑¡Por mil diablos! ‑gritó Porthos haciendo
todo lo posible por desembarazarse de D'Artagnan que le hormigueaba en la
espalda‑. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las
personas?
‑Perdonadme ‑dijo D'Artagnan reapareciendo
bajo el hombro del gigante‑, pero tengo mucha prisa, como detrás de uno,
y...
‑¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando
corréis? ‑preguntó Porthos.
‑No ‑respondió D'Artagnan picado‑, no, y
gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los demás.
Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto
es que dejándose llevar por su cólera dijo:
‑Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os
restregáis así en los mosqueteros.
‑¿Desollar, señor? ‑dijo D'Artagnan‑. La
palabra es dura.
‑Es la que conviene a un hombre acostumbrado
a mirar de frente a sus enemigos.
‑¡Pardiez! De sobra sé que no enseñáis la
espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su travesura, se
alejó riendo a mandíbula batiente.
Porthos echó espuma de rabia a hizo un
movimiento para precipitarse sobre D'Artagnan.
‑Más tarde, más tarde ‑le gritó éste‑, cuando
no tengáis vuestra capa.
‑A la una, pues, detrás del
Luxemburgo.
‑Muy bien, a la una ‑respondió D'Artagnan
volviendo la esquina de la calle.
Pero ni en la calle que acababa de recorrer,
ni en la que abarcaba ahora con la vista vio a nadie. Por despacio que hubiera
andado el desconocido, había hecho camino; quizá también había entrado en
alguna casa. D'Artagnan preguntó por él a todos los que encontró, bajó
luego hasta la barcaza[L45] , subió por la calle de Seine y la Croix
Rouge; pero nada, absolutamente nada. Sin embargo, aquella carrera le
resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su
frente su corazón se enfriaba.
Se puso entonces a reflexionar sobre los
acontecimientos que acababan de ocurrir; eran abundantes y nefastos: eran
las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor
del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en
que D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con
dos hombres capaces de matar, cada uno, tres D'Artagnan; en fin, con dos
mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los
ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás
hombres.
La coyuntura era triste. Seguro de ser matado
por Athos, se comprende que el joven no se inquietara mucho de Porthos. Sin
embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del
hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por
supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el
futuro las reprimendas siguientes:
‑¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y
desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a
dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo único que me extraña es que no me
haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he causado ha
debido de ser atroz. En cuanto a Porthos..., ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que
es más divertido!
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír,
mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes
le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
‑En cuanto a Porthos, es más divertido; pero
no por ello dejo de ser un miserable atolondrado. No se lanza uno así sobre las
personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver
lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me habría
perdonado si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras
encubiertas, cierto; sí, bellamente encubiertas. ¡Ah, soy un maldito
gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos, D'Artagnan,
amigo mío ‑continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía
deberse‑ si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el
futuro de una cortesía perfecta. En adelante es preciso que te admiren, que
te citen como modelo. Ser atento y cortés no es ser cobarde. Mira mejor a
Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en persona. ¡Y bien!, ¿a quién se le
ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un cobarde? No desde luego que a
nadie y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah,
precisamente ahí está!
D'Artagnan, mientras caminaba monologando,
había llegado a unos pocos pasos del palacio D'Aiguillon y ante este palacio
había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia
del rey. Por su parte, Aramis vio a D'Artagnan; pero como no olvidaba que
había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Tréville se había
irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los
mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no
verlo. D'Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de
cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un gran saludo
acompañado de la más graciosa sonrisa. Aramis inclinó ligeramente la
cabeza, pero no sonrió. Por lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel
mismo instante su conversación.
D'Artagnan no era tan necio como para no
darse cuenta de que estaba de más; pero no era todavía lo suficiente ducho en
las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa
como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con
personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba
por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible,
cuando notó que Aramis había dejado caer su pañuelo y, por descuido sin
duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado el momento de reparar su
inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó
el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por
retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:
‑Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi
opinión os molestaría mucho perder.
En efecto, el pañuelo estaba ricamente
bordado y llevaba una corona y armas en una de sus esquinas. Aramis se
ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del
gascón.
‑¡Ah, ah! ‑exclamó uno de los guardias‑.
Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la señora de Bois‑Tracy,
cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus
pañuelos.
Aramis lanzó a D'Artagnan una de esas miradas
que hacen comprender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal;
luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:
‑Os equivocáis, señores, este pañuelo no es
mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez
de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi
bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo,
pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en
aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola
inicial, la de su propietario.
Esta vez, D'Artagnan no dijo ni pío, había
reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se dejaron convencer por
sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con seriedad
afectada, dijo:
‑Si fuera como pretendes, me vería obligado,
mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como sabes, Bois‑Tracy es uno de mis
íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su
mujer.
‑Lo pides mal ‑respondió Aramis‑; y aun
reconociendo la justeza de tu reclamación en cuanto al fondo, me negaré
debido a la forma.
‑El hecho es ‑aventuró tímidamente
D'Artagnan‑, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo del señor Aramis.
Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie,
el pañuelo era suyo.
‑Y os habéis equivocado, querido señor
‑respondió fríamente Aramis, poco sensible a la
reparación.
Luego, volviéndose hacia aquel de los
guardias que se había declarado amigo de Bois‑Tracy,
continuó:
‑Además, pienso, mi querido íntimo de
Bois‑Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso que puedas serlo tú; de
suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto de tu bolsillo como
del mío.
‑¡No, por mi honor! ‑exclamó el guardia de Su
Majestad.
‑Tú vas a jurar por tu honor y yo por mi
palabra, y entonces evidentemente uno de nosotros dos mentirá. Mira,
hagámosio mejor, Montaran, cojamos cada uno la mitad.
‑¿Del pañuelo?
‑Sí.
‑De acuerdo ‑exclamaron lo otros dos
guardias‑ el juicio del rey Salomón. Decididamente, Aramis, estás lleno de
sabiduría.
Los jóvenes estallaron en risas, y como es
lógico, el asunto no tuvo más continuación. Al cabo de un instante la
conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse
estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y
Aramis por el suyo.
‑Este es el momento de hacer las paces con
ese hombre galante ‑se dijo para sí D'Artagnan, que se había mantenido algo al
margen durante toda la última parte de aquella conversación. Y con estas
buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más
atención, le dijo:
‑Señor, espero que me
perdonéis.
‑¡Ah, señor! ‑le interrumpió Aramis‑.
Permitidme haceros observar que no habéis obrado en esta circunstancia como
un hombre galante debe hacerlo.
‑¡Cómo, señor! ‑exclamó D'Artagnan‑.
Suponéis...
‑Supongo, señor, que no sois un imbécil, y
que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que no se pisan sin motivo los
pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos! Paris no está empedrado de
batista.
‑Señor, os equivocáis tratando de humillarme
‑dijo D'Artagnan, en quien el carácter peleón comenzaba a hablar más alto que
las resoluciones pacíficas‑. Soy de Gascuña, cierto, y puesto que lo
sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos; de
suerte que cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están
convencidos de que ya han hecho más de la mitad de lo que debían
hacer.
‑Señor, lo que os digo ‑respondió Aramis‑, no
es para buscar pelea. A Dios gracias no soy un espadachín, y siendo sólo
mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y siempre con gran
repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos a una dama
comprometida por vos.
‑Por nosotros querréis decir ‑exclamó
D'Artagnan.
‑¿Por qué habéis tenido la torpeza de
devolverme el pañuelo?
‑¿Por qué habéis tenido vos la de dejarlo
caer?
‑He dicho y repito, señor, que ese pañuelo no
ha salido de mi bolsillo.
‑¡Pues bien, mentís dos veces, señor, porque
yo lo he visto salir de él!
‑¡Ah, con que lo tomáis en ese tono, señor
gascón! ¡Pues bien, yo os enseñaré a vivir!
‑Y yo os enviaré a vuestra misa, señor abate.
Desenvainad, si os place, y ahora mismo.
‑No, por favor, querido amigo; no aquí, al
menos. ¿No veis que estamos frente al palacio D'Aiguillon, que está lleno de
criaturas del cardenal? ¿Quién me dice que no es Su Eminencia quien os ha
encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que
creo que va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad
tranquilo, pero mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí
donde no podáis jactaros de vuestra muerte ante nadie.
‑Me parece bien, pero no os fiéis, y llevad
vuestro pañuelo, os pertenezca o no; quizá tengáis ocasión de serviros de
él.
‑¿El señor es gascón? ‑preguntó
Aramis.
‑Sí. El señor no pospone una cita por
prudencia.
‑La prudencia, señor, es una virtud bastante
inútil para los mosqueteros, lo sé, pero indispensable a las gentes de
Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente, tengo que ser prudente. A
las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del señor de Tréville. Allí
os indicaré los buenos lugares.
Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se
alejó remontando la calle que subía al Luxemburgo, mientras D'Artagnan, viendo
que la hora avanzaba, tomaba el camino de los Carmelitas Descalzos,
diciendo para sí:
‑Decididamente, no puedo librarme; pero por
lo menos, si soy muerto, seré muerto por un mosquetero.
Capítulo V
Los mosqueteros del rey y los guardias del
señor cardenal
D'Artagnan no conocía a nadie en París. Fue
por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto a contentarse con los
que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la intención formal de
dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad,
por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto
en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un
adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su
antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil
audacia.
Por lo demás, o hemos expuesto mal el
carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido
observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun
repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir
suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera
hecho en su lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos
con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a
las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos,
cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se
prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba
muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado
para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por último, en cuanto al
socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta
él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos
señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de
Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan
orgulloso.
Además había en D'Artagnan ese fondo
inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los
consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie
salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que
caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como
se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de
prados áridos, sucursal del Pré‑aux‑Clers, y que de ordinario servía para
encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.
Cuando D'Artagnan llegó a la vista del
pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía
sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto puntual como la
Samaritana [L46] y el más riguroso casuista en duelos no
podría decir nada.
Athos, que seguía
sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve
por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba
a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le
abandonaban nunca. Al ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos
pasos a su encuentro. Este, por su parte, no abordó a su adversario más que con
sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.
‑Señor ‑dijo Athos‑, he hecho avisar a dos
amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han
llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en
ellos.
‑Yo no tengo padrinos, señor ‑dijo
D'Artagnan‑, porque, llegado ayer mismo a Paris, no conozco aún a nadie,
salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene
el honor de ser uno de sus pocos amigos.
Athos reflexionó un
instante.
‑¿No conocéis más que al señor de Tréville?
‑preguntó.
‑No, señor, no conozco a nadie más que a
él...
‑¡Vaya..., pero... ‑prosiguió Athos hablando
a medias para sí mismo, a medias para D'Artagnan‑, vaya, pero si os mato daré la
impresión de un traganiños!
‑No demasiado, señor ‑respondió D'Artagnan
con un saludo que no carecía de dignidad‑; no demasiado, pues que me hacéis el
honor de sacar la espada contra mí con una herida que debe molestaros
mucho.
‑Mucho me molesta, palabra, y me habéis hecho
un daño de todos los diablos, debo decirlo; pero lucharé con la izquierda,
es mi costumbre en semejantes circunstancias. No creáis por ello que os
hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será incluso
desventaja para vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están
prevenidas. Lamento no haberos participado antes esta
circunstancia.
‑Señor ‑dijo D'Artagnan inclinándose de
nuevo‑, sois realmente de una cortesía por la que no os puedo quedar más
reconocido.
‑Me dejáis confuso ‑respondió Athos con su
aire de gentilhombre‑; hablemos pues de otra cosa, os lo suplico, a menos
que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los diablos! ¡Qué daño me habéis
hecho! El hombro me arde...
‑Si permitierais... ‑dijo D'Artagnan con
timidez.
‑¿Qué, señor?
‑Tengo un bálsamo milagroso para las heridas,
un bálsamo que me viene de mi madre, y que yo mismo he
probado.
‑¿Y?
‑Pues que estoy seguro de que en menos de
tres días este bálsamo os curará y al cabo de los tres días, cuando estéis
curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser vuestro
hombre.
D'Artagnan dijo estas palabras con una
simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar en modo alguno
contra su valor.
‑¡Pardiez, señor! ‑dijo Athos‑. Es esa una
propuesta que me place, no que la acepte, pero huele a gentilhombre a una legua.
Así es como hablaban y obraban aquellos valientes del tiempo de Carlomagno,
en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgraciadamente, no
estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del señor
cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto
se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a nuestro combate... Vaya,
esos trotacalles ¿no acabarán de venir?
‑Si tenéis prisa, señor ‑dijo D'Artagnan a
Athos con la misma simplicidad con que un instante antes le había propuesto
posponer el duelo tres días‑, si tenéis prisa y os place despacharme en seguida,
no os preocupéis, os lo ruego.
‑Es esa una frase que me agrada ‑dijo Athos
haciendo un gracioso gesto de cabeza a D'Artagnan‑, no es propia de un
hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente. Señor, me gustan
los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro, tendré
más tarde verdadero placer en vuestra conversación. Esperemos a esos señores, os
lo ruego, tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí está uno según
creo!
En efecto, por la esquina de la calle de
Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco Porthos.
‑¡Cómo! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Vuestro primer
testigo es el señor Porthos?
‑Sí. ¿Os contraría?
‑No, de ningún modo.
‑Y ahí está el segundo.
D'Artagnan se volvió hacia el lado indicado
por Athos y reconoció a Aramis.
‑¡Qué! ‑exclamó con un acento más asombrado
que la primera vez‑. ¿Vuestro segundo testigo es el señor
Aramis?
‑Claro, ¿no sabéis que no se nos ve jamás a
uno sin los otros, y que entre los mosqueteros y entre los guardias, en la corte
y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y Aramis o los tres inseparables?
Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau...
‑De Tarbes ‑dijo
D'Artagnan.
‑...os está permitido ignorar este detalle
‑dijo Athos.
‑A fe mía ‑dijo D'Artagnan‑, que estáis bien
llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna resonancia, probará al
menos que vuestra unión no está fundada en el contraste.
Entre tanto Porthos se había acercado, había
saludado a Athos con la mano; luego, al volverse hacia D'Artagnan, había quedado
estupefacto.
Digamos de pasada que había cambiado de
tahalí, y dejado su capa.
‑¡Ah, ah! ‑exclamó‑. ¿Qué es
esto?
‑Este es el señor con quien me bato ‑dijo
Athos señalando con la mano a D'Artagnan, y saludándole con el mismo
gesto.
‑Con él me bato también yo ‑dijo
Porthos.
‑Pero a la una ‑respondió
D'Artagnan.
‑Y también yo me bato con este señor ‑dijo
Aramis llegando a su vez al lugar.
‑Pero a las dos ‑dijo D'Artagnan con la misma
calma.
‑Pero ¿por qué te bates tú, Athos? ‑preguntó
Aramis.
‑A fe que no lo sé demasiado; me ha hecho
daño en el hombro. ¿Y tú, Porthos?
‑A fe que me bato porque me bato ‑respondió
Porthos enrojeciendo.
Athos, que no se perdía una, vio pasar una
fina sonrisa por los labios del gascón.
‑Hemos tenido una discusión sobre
indumentaria ‑dijo el joven.
‑¿Y tú, Aramis? ‑preguntó
Athos.
‑Yo me bato por causa de teología ‑respondió
Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D'Artagnan con la que le rogaba
tener en secreto la causa del duelo.
Athos vio pasar una segunda sonrisa por los
labios de D'Artagnan.
‑¿De verdad? ‑dijo
Athos.
‑Sí, un punto de San Agustín sobre el que no
estamos de acuerdo ‑dijo el gascón.
‑Decididamente es un hombre de ingenio
‑murmuró Athos.
‑Y ahora que estáis juntos, señores ‑dijo
D'Artagnan‑, permitidme que os presente mis excusas.
A la palabra «excusas», una nube pasó por la
frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó por los labios de Porthos, y
una señal negativa fue la respuesta de Aramis.
‑No me comprendéis, señores ‑dijo D'Artagnan
alzando la cabeza, en la que en aquel momento jugaba un rayo de sol que
doraba las facciones finas y osadas‑: os pido excusas en caso de que no
pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a
matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y
hace casi nula la vuestra, señor Aramis. Y ahora, señores, os lo repito,
excusadme, pero sólo de eso, ¡y en guardia!
A estas palabras, con el gesto más
desenvuelto que verse pueda, D'Artagnan sacó su espada.
La sangre había subido a la cabeza de
D'Artagnan, y en aquel momento habría sacado su espada contra todos los
mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y
Aramis.
Eran las doce y cuarto. El sol estaba en su
cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro del duelo estaba expuesto a
todos sus ardores.
‑Hace mucho calor ‑dijo Athos sacando a su
vez la espada‑, y sin embargo no podría quitarme mi jubón, porque todavía hace
un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar al señor
mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
‑Cierto, señor ‑dijo D'Artagnan‑, y sacada
por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con pesar la sangre de un
caballero tan valiente; por eso me batiré yo también con jubón como
vos.
‑Vamos, vamos ‑dijo Porthos‑, basta de
cumplidos, y pensad que nosotros esperamos nuestro turno.
‑Hablad por vos solo, Porthos, cuando digáis
semejantes incongruencias ‑interrumpió Aramis‑. Por lo que a mí se refiere,
encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a todas
luces dignas de dos gentileshombres.
‑Cuando queráis, señor ‑dijo Athos poniéndose
en guardia.
‑Esperaba vuestras órdenes ‑dijo D'Artagnan
cruzando el hierro.
Pero apenas habían resonado los dos aceros al
tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su Eminencia, mandada por el señor
de Jussac[L47] , apareció por la esquina del
convento.
‑¡Los guardias del cardenal! ‑gritaron a la
vez Porthos y Aramis‑. ¡Envainad las espadas, señores, envainad las
espadas!
Pero era demasiado tarde. Los dos
combatientes habían sido vistos en una postura que no permitía dudar de sus
intenciones.
‑¡Hola! ‑gritó Jussac avanzando hacia ellos y
haciendo una señal a sus hombres de hacer otro tanto‑. ¡Hola, mosqueteros!
¿Nos estamos batiendo? ¿Para qué queremos entonces los
edictos?
‑Sois muy generosos, señores guardias ‑dijo
Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de los agresores de la
antevíspera‑. Si os viésemos batiros, os respondo de que nos guardaríamos mucho
de impedíroslo. Dejadnos pues hacerlo, y podréis tener un rato de placer sin
ningún gasto.
‑Señores ‑dijo Jussac‑, con gran pesar os
declaro que es imposible. Nuestro deber ante todo. Envainad, pues, por
favor, y seguidnos.
‑Señor ‑dijo Aramis parodiando a Jussac‑, con
gran placer obedeceríamos vuestra graciosa invitación, si ello dependiese
de nosotros; pero desgraciadamente es imposible: el señor de Tréville nos lo ha
prohibido. Pasad, pues, de largo, es lo mejor que podéis
hacer.
Aquella broma exasperó a
Jussac.
‑Cargaremos contra vosotros si
desobedecéis.
‑Son cinco ‑dijo Athos a media voz‑, y
nosotros sólo somos tres; seremos batidos y tendremos que morir aquí, porque
juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.
Entonces Porthos y Aramis se acercaron
inmediatamente uno a otro, mientras Jussac alineaba a sus
hombres.
Este solo momento bastó a D'Artagnan para
tomar una decisión: era uno de esos momentos que deciden la vida de un hombre,
había que elegir entre el rey y el cardenal; hecha la elección, había que
perseverar en ella. Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir,
arriesgar la cabeza, es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro
más poderoso que el rey mismo, eso es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en
alabanza suya, no dudó un segundo. Voviéndose, pues, hacia Athos y sus amigos
dijo:
‑Señores, añadiré, si os place, algo a
vuestras palabras. Habéis dicho que no sois más que tres, pero a mí me parece
que somos cuatro.
‑Pero vos no sois de los nuestros ‑dijo
Porthos.
‑Es cierto ‑respondió D'Artagnan‑; no tengo
el hábito, pero sí el alma. Mi corazón es mosquetero, lo siento de sobra, señor,
y eso me entusiasma.
‑Apartaos, joven ‑gritó Jussac, que sin duda
por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de
D'Artagnan‑. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de
prisa.
D'Artagnan no se movió.
‑Decididamente sois un valiente ‑dijo Athos
apretando la mano del joven.
‑¡Vamos, vamos, tomemos una decisión!
‑prosiguió Jussac.
‑Veamos ‑dijeron Porthos y Aramis‑, hagamos
algo.
‑El señor está lleno de generosidad ‑dijo
Athos.
Pero los tres pensaban en la juventud de
D'Artagnan y temían su inexperiencia.
‑No seremos más que tres, uno de ellos
herido, además de un niño ‑prosiguió Athos‑, y no por eso dejarán de decir que
éramos cuatro hombres.
‑¡Sí, pero retroceder...! ‑dijo
Porthos.
‑Es difícil ‑añadió
Athos.
D'Artagnan comprendió su falta de
resolución.
‑Señores, ponedme a prueba ‑dijo‑, y os juro
por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos
vencidos.
‑¿Cómo os llamáis, valiente? ‑dijo
Athos.
‑D'Artagnan, señor.
‑¡Pues bien, Athos, Porthos, Aramis y
D'Artagnan, adelante! ‑gritó Athos.
‑¿Y bien? Veamos, señores, ¿os decidís a
decidiros? ‑gritó por tercera vez Jussac.
‑Está resuelto, señores ‑dijo
Athos.
‑¿Y qué decisión habéis tomado? ‑preguntó
Jussac.
‑Vamos a tener el honor de cargar contra vos
‑respondió Aramis, alzando con una mano su sombrero y sacando su espada con
la otra.
‑¡Ah! ¿Os resistís? ‑exclamó
Jussac.
‑¡Por todos los diablos! ¿Os
sorprende?
Y los nueve combatientes se precipitaron unos
contra otros con una furia que no excluía cierto método.
Athos cogió a un tal Cahusac[L48] , favorito del cardenal; Porthos tuvo a
Biscarat [L49] y Aramis se vio frente a dos
adversarios.
En cuanto a D'Artagnan, se encontró lanzado
contra el mismo Jussac.
El corazón del joven gascón batía hasta
romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del que no conocía siquiera la
sombra, sino de emulación; se batía como un tigre furioso, dando vueltas diez
veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su
terreno. Jussac era, como se decía entonces, un enamorado de la
espada, y la había practicado mucho; sin embargo, pasaba todos los
apuros del mundo defendiéndose contra un adversario que, ágil y saltarín,
se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados
a la vez, y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su
epidermis.
Por fin la lucha terminó por hacer perder la
paciencia a Jussac. Furioso de ser tenido en jaque por aquel al que había
mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores. D'Artagnan que, a
pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad.
Jussac, queriendo terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario
tirándose a fondo; pero éste paró primero, y mientras Jussac se ponía en
pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le pasó su espada a
través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D'Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta
y rápida sobre el campo de batalla.
Aramis había matado ya a uno de sus
adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin embargo, Aramis estaba en
buena situación y aún podía defenderse.
Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe
doble: Porthos había recibido una estocada atravesándole el brazo, y
Biscarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos heridas era
grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía
a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se había limitado a cambiar de mano
su espada, y se batía con la izquierda.
Según las leyes del duelo de esa época,
D'Artagnan podía socorrer a uno; mientras buscaba con los ojos qué compañero
tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de Athos. Aquella mirada era
de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro; pero podía
mirar, y con la mirada pedir apoyo. D'Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible
y cayó sobre el flanco de Cahusac gritando:
‑¡A mí, señor guardia, que yo os
mato!
Cahusac se volvió, justo a tiempo. Athos, a
quien sólo su extremado valor sostenía, cayó sobre una
rodilla.
‑¡Maldita sea! ‑gritó a D'Artagnan‑. ¡No lo
matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo asunto que terminar con él cuando
esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente, quitadle la espada. ¡Eso
es, bien, muy bien!
Esta exclamación le había sido arrancada a
Athos por la espada de Cahusac, que saltaba a veinte pasos de él. D'Artagnan y
Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el otro para apoderarse de
ella; pero D'Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie
encima.
Cahusac corrió hacia aquel de los guardias
que había matado Aramis, se apoderó de su acero y quiso volver a
D'Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa
de un instante que le había procurado D'Artagnan había recuperado el
aliento y que, por temor a que D'Artagnan le matase a su enemigo, quería volver
a empezar el combate.
D'Artagnan comprendió que sería contrariar a
Athos no dejarle actuar. En efecto, algunos segundos después, Cahusac cayó
con la garganta atravesada por una estocada.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su
espada contra el pecho de su adversario derribado, y le forzaba a pedir
merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía
mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora podía ser, y le felicitaba
por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento de Navarra;
pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Biscarat era uno de esos hombres
de hierro que no caen más que muertos.
Sin embargo, había que terminar. La ronda
podía llegar y prender a todos los combatientes, heridos o no, realistas o
cardenalistas. Athos, Aramis y D'Artagnan rodearon a Biscarat y le conminaron a
rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba el
muslo, Biscarat quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre el
codo, le gritó que se rindiera. Biscarat era gascón como D'Artagnan; hizo
oídos sordos y se contentó con reír, y entre dos quites, encontrando tiempo para
dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo parodiando un
versículo de la Biblia:
‑Aquí morirá Biscarat, el único de los que
están con él[L50] !
‑Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo
ordeno.
‑¡Ah! Si lo ordenas, es distinto ‑dijo
Biscarat‑; como eres mi brigadier, debo obedecer.
Y dando un salto hacia atrás, rompió la
espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los trozos por encima de
la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo
cardenalista.
La bravura siempre es respetada, incluso en
un enemigo. Los mosqueteros saludaron a Biscarat con sus espadas y las
devolvieron a la vaina. D'Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por
Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento
a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido
herido. El cuarto, como ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar
la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de
alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados,
ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros
que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal. El
corazón de D'Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos
apretándolos con ternura.
‑Si todavía no soy mosquetero ‑dijo a sus
nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor de Tréville‑, al
menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Su majestad el rey Luis
Xlll
El suceso hizo mucho ruido. El señor de
Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja;
pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville
se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba
encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey
trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de
Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy
avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a
Tréville, dijo:
‑Venid aquí, señor capitán, venid que os
riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a quejárseme de vuestros
mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo?
¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de
horca!
‑No, Sire[L51] ‑respondió Tréville, que vio a la primera
ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas‑; no, todo lo contrario, son buenas
criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso
me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el
servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor
cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo
los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.
‑¡Escuchad al señor de Tréville! ‑dijo el
rey‑. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi
querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la
señorita de Chemerault[L52] , a quien he prometido una abadía. Pero no
penséis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo,
señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos.
‑Porque me fío de esa justicia, Sire,
esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra
Majestad.
‑Esperad pues, señor, esperad ‑dijo el rey‑,
no os haré esperar mucho.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey
empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para
hacer ‑perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos,
lo desconocemos‑ para hacer el carlomagno[L53] . El rey se levantó, pues, al cabo de un
instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor
parte procedía de su ganancia, dijo:
‑La Vieuville[L54] , tomad mi puesto, tengo que hablar con el
señor de Tréville por un asunto de importancia... ¡Ah!..., yo tenía ochenta
luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan
motivos de queja. La justicia ante todo.
Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville
y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó:
‑Y bien, señor, vos decís que son los
guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros
mosqueteros.
‑Sí, Sire, como
siempre.
‑Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como
sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos
partes.
‑Dios mío, de la forma más simple y más
natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de
nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo
afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados,
digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con
un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana. La
excursión iba a tener lugar en SaintGermain, según creo, y se habían citado
en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los
señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en
tan numerosa compañía sin mala intención contra los
edictos.
‑¡Ah, ah!, me dais que pensar ‑dijo el rey‑;
sin duda iban para batirse ellos mismos.
‑No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra
Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan
desierto como lo están los alrededores del convento de los
Carmelitas.
‑Sí, tenéis razón, Tréville, tenéis
razón.
‑Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros,
cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo; porque
Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que son del rey y nada más que
para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor
cardenal.
‑Sí, Tréville, sí ‑dijo el rey
melancólicamente‑, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en
Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo esto
acabará. Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros
‑Digo que es probable que las cosas hayan
ocurrido de este modo, pero no lo juro, Sire. Ya sabéis cuán difícil de
conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable
que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo...
‑Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban
solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un
niño?
‑Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que
tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han
enfrentado a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun
han derribado a cuatro por tierra.
‑Pero ¡eso es una victoria! ‑exclamó el rey
radiante‑. ¡Una victoria completa!
‑Sí, Sire, tan completa como la del puente de
Cé[L55] .
‑¿Cuatro hombres, uno de ellos herido y otro
un niño decís?
‑Un joven apenas hombre, que se ha portado
tan perfectamente en esta ocasión que me tomaré la libertad de recomendarlo a
Vuestra Majestad.
‑¿Cómo se llama?
‑D'Artagnan, Sire. Es hijo de uno de mis más
viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de
gloriosa memoria, la guerra partidaria.
‑¿Y decís que se ha portado bien ese joven?
Contadme eso, Tréville; ya sabéis que me gustan los relatos de guerra y
combate.
Y el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su
mostacho poniéndose en jarras.
‑Sire ‑prosiguió Tréville‑, como os he dicho,
el señor D'Artagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser
mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor cardenal,
reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron
a retirarse antes de atacar.
‑¡Ah! Ya veis, Tréville ‑interrumpió el rey‑,
que son ellos los que han atacado.
‑Exactamente, Sire; sin ninguna duda; le
conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que era mosquetero de corazón y
todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con los señores
mosqueteros
‑¡Bravo joven! ‑murmuró el
rey.
‑Y en efecto, permanció a su lado; y Vuestra
Majestad tiene a un campeón tan firme que fue él quien dio a Jussac esa terrible
estocada que encoleriza tanto al señor cardenal.
‑¿Fue él quien hirió a Jussac? ‑exclamó el
rey‑ ¡El, un niño! Eso es imposible, Tréville.
‑Ocurrió como tengo el honor de decir a
Vuestra Majestad.
‑¡Jussac, uno de los primeros aceros del
reino!
‑¡Pues bien, Sire, ha encontrado su
maestro!
‑Quiero ver a ese joven, Tréville, quiero
verlo, y si se puede hacer algo, pues bien, nosotros nos
ocuparemos.
‑¿Cuándo se dignará recibirlo Vuestra
Majestad?
‑Mañana a las doce,
Tréville.
‑¿Lo traigo solo?
‑No, traedme a los cuatro juntos. Quiero
darles las gracias a todos a la vez; los hombres adictos son raros, Tréville, y
hay que recompensar la adhesión.
‑A las doce, Sire, estaremos en el
Louvre.
‑¡Ah! Por la escalera pequeña, Tréville, por
la escalera pequeña. Es inútil que el cardenal sepa...
‑Sí, Sire.
‑¿Comprendéis, Tréville? Un edicto es siempre
un edicto; está prohibido batirse a fin de cuentas.
‑Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas
luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que
eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor
D'Artagnan
‑Exacto ‑dijo el rey‑; pero no importa,
Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña.
Tréville sonrió. Pero como era ya mucho para
él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó
respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.
Aquella misma tarde los tres mosqueteros
fueron advertidos del honor que se les había concedido. Como conocían desde
hacia tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero D'Artagnan, con su
imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños
dorados. Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de
Athos.
D'Artagnan encontró al mosquetero
completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita con el rey no era hasta
las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un
garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a
D'Artagn a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha
jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la
mañana que apenas eran hasta las doce.
Los dos mosqueteros hablan llegado ya y
peloteaban juntos. Athos, que era muy aficionado a todos los ejercicios
corporales, pasó con D'Artagnan al lado opuesto, y los desafió. Pero al primer
movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su
herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio.
D'Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para
sostener un partido en regla, continuaron enviando solamente pelotas sin
contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño
hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D'Artagnan que pensó que,
si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría
probablemente perdido, dado que le hubiera sido del todo imposible
presentarse ante el rey. Y como, según su imaginación gascona, de aquella
audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y Aramis,
declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de
hacerles frente, y se volvió para situarse junto a la soga y en la
galería.
Por desgracia para D'Artagnan, entre los
espectadores se encontraba un guardia de Su Eminencia, el cual, todo
enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera solamente,
se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla. Creyó, pues, que
la ocasión había llegado y, dirigiéndose a su vecino,
dijo:
‑No es sorprendente que ese joven tenga miedo
de una pelota, es sin duda un aprendiz de mosquetero.
D'Artagnan se volvió como si una serpiente lo
hubiera mordido y miró fijamente al guardia que acababa de decir aquella
insolente frase.
‑¡Pardiez! ‑prosiguió aquél rizándose
insolentemente el mostacho‑. Miradme cuanto queráis, mi querido señor, he dicho
lo que he dicho.
‑Y como lo que habéis dicho está demasiado
claro para que vuestras palabras necesiten una explicación ‑respondió
D'Artagnan en voz baja‑, os ruego que me sigáis.
‑Y eso, ¿cuándo? ‑preguntó el guardia con el
mismo aire burlón.
‑Ahora mismo, si os
place.
‑Y ¿sabéis por casualidad quién
soy?
‑Lo ignoro completamente, y no me
inquieta.
‑Pues os equivocáis, porque si supieseis mi
nombre, quizá no tuvierais tanta prisa.
‑¿Cómo os llamáis?
‑Bernajoux[L56] , para serviros.
‑Pues bien, señor Bernajoux ‑dijo
tranquilamente D'Artagnan‑, voy a esperaros a la puerta.
‑Id, señor, os sigo.
‑No os apresuréis, señor, que no se den
cuenta de que salimo juntos; comprended que, para lo que vamos a hacer,
demasiada gente nos molestaría.
‑Está bien ‑respondió el guardia asombrado de
que su nombre no hubiera producido más efecto sobre el
joven.
En efecto, el nombre de Bernajoux era
conocido de todo el mundo, a excepción quizá de D'Artagnan solamente; porque era
uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas cotidianas que
todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido
reprimir.
Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su
partido y Athos los miraba con tanta atención que no vieron siquiera salir a su
joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su Eminencia, se detuvo en
la puerta; un momento después, éste bajaba a su vez. Como D'Artagnan no tenía
tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las doce,
echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su
adversario:
‑A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux,
es una suerte para vos tener que habérosla sólo con un aprendiz de mosquetero;
pero tranquilizaos, lo haré lo mejor que pueda. ¡En
guardia!
‑Pero ‑dijo aquel a quien D'Artagnan
provocaba de ese modo- me parece que el lugar está bastante mal escogido, y que
estaríam mejor detrás de la abadía de Saint‑Germain o en el Pré‑aux‑Clercs[L57] .
‑Lo que decís está muy puesto en razón
‑respondió D'Artagnan‑; desgraciadamente, no me sobra el tiempo, tengo una cita
a las doce en punto. ¡En guardia, pues, señor, en guardia!
Bernajoux no era hombre para hacerse repetir
dos veces semejate cumplido. En el mismo instante su espada brilló en su mano y
lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran juventud, espera
intimidar.
Pero D'Artagnan había hecho la víspera su
aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo henchido de su futuro favor,
había resuelto no retroceder un paso; por eso los dos aceros se encontraron
metidos hasta las guardas, y como D'Artagnan se mantenía firme en su puesto fue
su adversario el que dio un paso en retirada. Pero D Artagnan aprovechó el
momento en que, en ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la
línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su adversa en el hombro. En seguida
D'Artagnan dio un paso hacia atrás a su vez y levantó su espada; pero Bernajoux
le gritó que no era nada, y tirándose ciegamente sobre él, se ensartó él mismo.
Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba
acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille [L58] a cuyo servicio tenía un pariente,
D'Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su
adversario había recibido, le acosaba vivamente, y sin duda lo iba a
rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose extendido el rumor que
se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del guardia,
que le habtan otdo intercambiar algunas palabras con D'Artagnan y que le
habían visto salir a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en
mano fuera del garito y cayeron sobre el vencedor. Pero al momento Athos,
Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el momento en que los guardias
atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse. En aquel momento
Bernajoux cayó; y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se
pusieron a gritar: «¡A nosotros, palacio de la Trémouille!» A estos gritos,
todos los que había en el palacio salieron, abalazándose sobre los cuatro
compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros,
mosqueteros! »
Este grito era atendido con frecuencia;
porque se sabía a los mosqueteros enemigos de su Eminencia, y se los amaba
por el odio que sentían hacia el cardenal. Por eso los guardias de otras
compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había
llamado Aramis, por lo general tomaban partido en esta clase de querellas
por los mosqueteros del rey. De tres guardias de la compañía del señor Des Essarts [L59] que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de
los cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de
Tréville, gritando: «iA nosotros, mosqueteros, a nosotros!». Como de
costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba lleno de soldados de esa
arma, que acudieron en socorro de sus camaradas. La refriega se hizo general,
pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del
cardenal y las gentes del señor de La Trémouille se retiraron al palacio,
cuyas puertas cerraron justo a tiempo para impedir que sus enemigos hicieran
irrupción a la vez que ellos. En cuanto al herido, había sido transportado
dentro al principio y, como hemos dicho, en muy mal
estado.
La agitación llegaba a su colmo entre los
mosqueteros y sus aliados, y se deliberaba ya si, para castigar la
insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una
salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio. La
proposición había sido hecha y acogida con entusiasmo cuando
afortunadamente sonaron las once; D'Artagnan y sus compañeros se acordaron
de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan hermoso sin
ellos, consiguieron calmar los ánimos. Se contentaron, pues, con arrojar algunos
adoquines contra las puertas, pero las puertas resistieron; entonces se
cansaron; por otro lado, aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la
empresa habían abandonado hacía un instante el grupo y se encaminaban hacia el
palacio del señor de Tréville, que los esperaba, al corriente ya de esta
algarada.
‑Deprisa, al Louvre ‑dijo‑, al Louvre sin
perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de que sea prevenido por el
cardenal; nosotros le contaremos las cosas como una continuación del asunto
de ayer, y los dos pasarán juntos.
El señor de Tréville, acompañado de los
cuatro jóvenes, se encaminó pues hacia el Louvre; pero, para gran asombro
del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a montería
del ciervo en el bosque de Saint‑Germain. El señor de Tréville se hizo repetir
dos veces aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro
ensombrecerse.
‑¿Acaso Su Majestad ‑preguntó‑ tenía desde
ayer el proyecto de esta cacería?
‑No, Excelencia ‑respondió el ayuda de
cámrara‑. Ha sido el montero mayor el que ha venido a anunciarle esta mañana que
la pasada noche habían apartado un ciervo para él. Al principio respondió
que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le proponía esa
caza, y después de comer ha partido.
‑¿Ha visto el rey al cardenal? ‑preguntó el
señor de Tréville.
‑Lo más probable ‑respondió el ayuda de
cámara‑, porque esta mañana he visto los caballos de carroza de Su
Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A
Saint‑Germain».
‑Estamos prevenidos ‑dijo el señor de
Tréville‑. Señores, veré al rey esta noche; en cuanto a vos, os aconsejo no
arriesgaros.
El aviso era demasiado razonable y sobre todo
venía de un hombre que conocía demasiado bien al rey para que los cuatro jóvenes
trataran de discutirlo. El señor de Tréville les invitó pues a volver cada
uno a su alojamiento y a esperar sus noticias.
Al entrar en su palacio, el señor de Tréville
pensó que había que tomar la delantera quejándose el primero. Envió a uno de sus
criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que rogaba echar
fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes por la
audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros. Pero
el señor de La Trémouille, ya prevenido por su escudero, del que, como se
sabe, Bernajoux era pariente, le hizo responder que no correspondía ni al señor
de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino más bien al contrario, a
él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo palacio
habían querido quemar. Como el debate entre estos dos señores habría podido
durar largo tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus
trece, al señor de Tréville se le ocurrió un expediente que tenía por meta
acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de La
Trémouille.
Se dirigió; pues, en seguida a su palacio, y
se hizo anunciar.
Los dos señores se saludaron cortésmente, ya
que, si no había amistad entre ellos, había al menos estima. Los dos eran
personas de ánimo y de honor, y como el señor de La Trémouille, protestante
y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo
general a sus relaciones sociales prevención alguna. Aquella vez, sin embargo,
su acogida, aunque cortés, fue más fría que de costumbre.
‑Señor ‑dijo el señor de Tréville‑, ambos
creemos tener motivo de queja uno del otro, y yo mismo he venido para que
juntos saquemos este asunto a la luz.
‑De buen grado ‑respondió el señor de La
Trémouille‑, pero os prevengo que estoy bien informado, y toda la culpa es de
vuestros mosqueteros.
‑Sois un hombre demasiado justo y demasiado
razonable, señor ‑dijo el señor de Tréville‑, para no aceptar la propuesta que
voy a haceros.
‑Hacedla, señor, os
escucho.
‑¿Cómo se encuentra el señor Bernajoux, el
pariente de vuestro escudero?
‑Pues muy mal, séñor. Además de la estocada
que ha recibido en el brazo y que no es nada peligrosa, ha pescado otra que le
ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes
cosas.
‑Pero ¿ha conservado el herido su
conocimiento?
‑Perfectamente.
‑¿Habla?
‑Con dificultad, pero
habla.
‑Pues bien, señor, vayamos a su lado;
conjurémosle, en nombre del Dios ante el que quizá va a ser llamado, a decir la
verdad. Le tomo por juez de su propia causa, señor, y lo que diga lo
creeré.
El señor de La Trémouille reflexionó un
instante; luego, como era difícil hacer una proposición más razonable,
aceptó.
Ambos bajaron a la habitación donde estaba el
enfermo. Este, al ver entrar a estos dos nobles señores que venían a visitarlo,
trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado débil y, agotado por el
esfuerzo que había hecho, volvió a caer casi sin
conocimiento.
El señor de La Trémouille se acercó a él y le
hizo respirar sales que le devolvieron a la vida. Entonces el señor de Tréville,
no queriendo que se le pudiese acusar de haber influenciado al enfermo, invitó
al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.
Lo que había previsto el señor de Tréville
ocurrió. Colocado entre la vida y la muerte como Bernajoux estaba, no tuvo
siquiera la idea de callar un instante la verdad; contó a los dos señores las
cosas exactamente tal como habían ocurrido.
Era todo lo que quería el señor de Tréville;
deseó a Bernajoux una pronta convalecencia, se despidió del señor de La
Trémouille, volvió a su palacio e hizo avisar a los cuatro amigos que les
esperaba a cenar.
El señor de Tréville recibía a muy buena
compañía, por supuesto anticardenalista. Se comprende, pues, que la conversación
girase durante toda la cena sobre los dos fracasos que acababan de sufrir
los guardias de Su Eminencia. Y como D'Artagnan había sido el héroe de
aquellas dos jornadas, fue sobre él sobre el que cayeron todas las
felicitaciones, que Athos, Porthos y Aramis le dejaron no sólo como buenos
amigos sino como hombres que habían tenido con bastante frecuencia su vez
para dejarle a él la suya.
Hacia las seis, el señor de Tréville anunció
que se veía obligado a ir al Louvre; pero como la hora de la audiencia concedida
por Su Majestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por la
escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara. El rey
no había vuelto aún de caza. Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que
esperaban, mezclados con el gentío de los cortesanos, cuando todas las puertas
se abrieron y se anunció a Su Majestad.
A este anuncio, D'Artagnan se sintió temblar
hasta la médula de los huesos. El instante que iba a seguir debía, con toda
probabilidad, decidir el resto de su vida. Por eso sus ojos se fijaron con
angustia en la puerta por la que debía entrar el rey.
Luis XIII apareció marchando el primero; iba
vestido con el traje de caza, lleno de polvo aún, con botas altas y con la fusta
en la mano. A la primera ojeada, D'Artagnan juzgó que el ánimo del rey se
hallaba en plena tormenta.
Esta disposición, por visible que fuera en Su
Majestad, no impidió a los cortesanos alinearse a su paso: en las antecámaras
reales más vale ser visto con mirada irritada que no ser visto en absoluto.
Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante,
mientras que D'Artagnan por el contrario permaneció oculto tras ellos; pero
aunque el rey conocía personalmente a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos
sin mirarlos, sin hablarles y como si jamás los hubiera visto. En cuanto al
señor de Tréville, cuando los ojos del rey se detuvieron un instante sobre él,
sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó la vista;
tras ello, siempre mascullando, Su Majestad volvió a sus
habitaciones.
‑Las cosas van mal ‑dijo Athos sonriendo‑, y
todavía no nos harán caballeros de la orden esta vez.
‑Esperad aquí diez minutos ‑dijo el señor de
Tréville‑, y si al cabo de diez minutos no me veis salir, regresad a mi palacio,
porque será inútil que me esperéis más tiempo.
Los cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un
cuarto de hora, veinte minutos; y viendo que el señor de Tréville no
aparecía, se fueron muy inquietos por lo que fuera a
suceder.
El señor de Tréville había entrado osadamente
en el gabinete del rey, y había encontrado a Su Majestad de muy mal humor,
sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su fusta, cosa que no
le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su
salud.
‑Mala, señor, mala ‑respondió el rey‑, me
aburro.
En efecto, era la peor enfermedad de Luis
XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus cortesanos, lo atraía a una ventana y
le decía: Señor tal, aburrámonos juntos.
‑¡Cómo! ¡Vuestra Majestad se aburre! ‑dijo el
señor de Tréville‑. ¿Acaso no ha recibido placer hoy de la
caza?
‑¡Vaya placer, señor! Todo degenera, a fe
mía, y no sé si es la caza la que no tiene ya rastro o son los perros los que no
tienen nariz. Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos durante seis horas, y
cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint‑Simon pone ya la trompa en su
boca para hacer sonar el alalí[L60] , icrac!, toda la jauría se deja engañar y se
lanza sobre un cervato. Como veis me veré obligado a renunciar a la montería
como he renunciado a la caza de vuelo. ¡Ay, soy un rey muy desgraciado, señor de
Tréville! No tenía más que un gerifalte y se murió
anteayer.
‑En efecto, Sire, comprendo vuestra
desesperación, y la desgracia es grande; pero según creo os queda todavía
un buen número de halcones, gavilanes y terzuelos.
‑Y ningún hombre para instruirlos; los
halconeros se van, sólo yo conozco ya el arte de la montería. Después de mí todo
estará dicho, y se cazará con armadijos, cepos y trampas. ¡Si tuviera tiempo
todavía de formar alumnos! Pero sí, el señor cardenal está que no me deja un
momento de reposo, que me habla de España, que me habla de Austria, que me
habla de Inglaterra. ¡Ah!, a propósito del señor cardenal, señor de Tréville,
estoy descontento de vos.
El señor de Tréville esperaba al rey en este
esguince. Conocía al rey de mucho tiempo atrás; había comprendido que todas sus
lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de excitación para
alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería
venir.
‑¿Y en qué he sido yo tan desafortunado para
desagradar a Vuestra Majestad? ‑preguntó el señor de Tréville fingiendo el
más profundo asombro.
‑¿Así es como hacéis vuestra tarea señor?
‑prosiguió el rey sin responder directamente a la pregunta del señor de
Tréville‑. ¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis mosqueteros,
para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar
Paris sin que vos digáis una palabra? Pero por lo demás –continuó el rey‑, sin
duda me apresuro a acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos
venís a anunciarme que se ha hecho justicia.
‑Sire ‑respondió tranquilamente el señor de
Tréville‑, vengo por el contrario a pedirla.
‑¿Y contra quién? ‑exclamó el
rey.
‑Contra los calumniadores ‑dijo el señor de
Tréville.
‑¡Vaya, eso sí que es nuevo! ‑prosiguió el
rey‑. ¿No iréis a decirme que esos tres malditos mosqueteros, Athos,
Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias sobre
el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que
esté a punto de fallecer? ¿No iréis a decir luego que no han asediado el palacio
del duque de La Trémouille, ni que no han querido quemarlo? Cosa que no
habría sido gran desgracia en tiempo de guerra, dado que es un nido de
hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto. Decid, ¿vais a
negar todo esto?
‑¿Y quién os ha hecho ese hermoso relato,
Sire? ‑preguntó tranquilamente el señor de Tréville.
‑¿Quién me ha hecho ese hermoso relato,
señor? ¿Y quién queréis que sea, si no aquel que vela cuando yo duermo, que
trabaja cuando yo me divierto, que lleva todo dentro y fuera del reino,
tanto en Francia como en Europa?
‑Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda
‑dijo el señor de Tréville‑, porque no conozco más que a Dios que esté por
encima de Su Majestad.
‑No, señor; me refiero al sostén del Estado,
a mi único servidor, a mi único amigo, al señor cardenal.
‑Su eminencia no es Su Santidad,
Sire.
‑¿Qué queréis decir con eso,
señor?
‑Que no hay nadie más que el papa que sea infalible[L61] , y que esa infalibilidad no se extiende a
los cardenales.
‑¿Queréis decir que me engaña, queréis decir
que me traiciona? Entonces le acusáis. Veamos, decid, confesad francamente de
qué le acusáis.
‑No, Sire, pero digo que se equivoca; digo
que ha sido mal informado; digo que se ha apresurado a acusar a los
mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que no ha
ido a sacar sus informes de buena fuente.
‑La acusación viene del señor de La
Trémouille, del duque mismo. ¿Qué respondéis a eso?
‑Podría responder, Sire, que está demasiado
interesado en la cuestión para ser un testigo imparcial; pero lejos de eso,
Sire, tengo al duque por un gentilhombre, y me remito a él, pero con una
condición, Sire.
‑¿Cuál?
‑Que Vuestra Majestad le haga venir, le
interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin testigos, y que yo vea a
Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
‑¡Claro que sí! ‑dijo el rey‑. ¿Y vos os
remitís a lo que diga el señor de La Trémouille?
‑Sí, Sire.
‑¿Aceptáis su juicio?
‑Indudablemente.
‑¿Y os someteréis a las reparaciones que
exija?
‑Totalmente.
‑¡La Chesnaye[L62] ! ‑gritó el rey‑. ¡La
Chesnaye!
El ayuda de cámara de confianza de Luis XIII,
que permanecía siempre a la puerta, entró.
‑La Chesnaya ‑dijo el rey‑, que vayan
inmediatamente a buscarme al señor de La Trémouille; quiero hablar con él
esta noche.
‑¿Vuestra Majestad me da su palabra de que no
verá a nadie entre el señor de Trémouille y yo?
‑A nadie, palabra de
gentilhombre.
‑Hasta mañana entonces,
Sire.
‑Hasta mañana, señor.
‑¿A qué hora, si le place a Vuestra
Majestad?
‑A la hora que queráis.
‑Pero si vengo demasiado de madrugada temo
despertar a Vuestra Majestad.
‑¿Despertarme? ¿Acaso duermo? Yo no duermo
ya, señor; sueño algunas cosas, eso es todo. Venid, pues, tan pronto como
queráis, a las siete; pero ¡ay de vos si vuestros mosqueteros son
culpables!
‑Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los
culpables serán puestos en manos de Vuestra Majestad, que ordenará de ellos
lo que le plazca. ¿Vuestra Majestad exige alguna cosa más? Que hable, estoy
dispuesto a obedecerla.
‑No, señor, no, y no sin motivo se me ha
llamado Luis el Justo. Hasta mañana pues, señor, hasta
mañana.
‑Dios guarde hasta entonces a Vuestra
Majestad.
Aunque poco durmió el rey, menos durmió aún
el señor de Tréville; había hecho avisar aquella misma noche a sus tres
mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las seis y
media de la mañana. Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles
nada, y sin ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos
del azar.
Llegado al pie de la pequeña escalera, les
hizo esperar. Si el rey seguía irritado contra ellos, se alejarían sin ser
vistos; si el rey consentía en recibirlos, no habría más que hacerlos
llamar.
Al llegar a la antecámara particular del rey,
el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien le informó de que no
habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su
palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que
acababa de llegar y que estaba en aquel momento con el
rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de
Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna sugerencia extraña se deslizaría
entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez
minutos cuando la puerta del gabinete se abrió y el señor de Tréville vio salir
al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le
dijo:
‑Señor de Tréville, Su Majestad acaba de
enviarme a buscar para saber cómo sucedieron las cosas ayer por la mañana en mi
palacio. Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis gentes, y que
yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas. Puesto que os encuentro,
dignaos recibirlas y tenerme siempre por uno de vuestros
amigos.
‑Señor duque ‑dijo el señor de Tréville‑,
estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que no quise junto a Su
Majestad otro defensor que vos mismo. Veo que no me había equivocado, y os
agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin
engañarse lo que yo he dicho de vos.
‑¡Está bien, está bien! ‑dijo el rey, que
había escuchado todos estos cumplidos entre las dos puertas‑. Sólo que decidle,
Tréville, puesto que se quiere uno de vuestros amigos, que yo también
quisiera ser uno de los suyos, pero que me descuida; que hace ya tres años que
no le he visto, y que sólo lo veo cuando le mando buscar. Decidle todo eso de mi
parte, porque son cosas que un rey no puede decir por sí
mismo.
‑Gracias, Sire, gracias ‑dijo el duque‑; pero
que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen ser los más adictos, y no
lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del
día.
‑¡Ah! Habéis oído lo que he dicho; tanto
mejor, duque, tanto mejor ‑dijo el rey adelantándose hasta la puerta‑. ¡Ay sois
vos, Tréville! ¿Dónde están vuestros mosqueteros? Anteayer os había dicho que me
los trajeseis. ¿Por qué no lo habéis hecho?
‑Están abajo, Sire, y con vuestra licencia La
Chesnaye va a decirles que suban.
‑Sí, sí, que vengan en seguida; van a ser las
ocho y a las nueve espero una visita. Id, señor duque, y volved sobre todo.
Entrad Tréville.
El duque saludó y salió. En el momento en que
abría la puerta, los tres mosqueteros y D'Artagnan, conducidos por La Chesnaye,
aparecían en lo alto de la escalera.
‑Venid, mis valientes ‑dijo el rey‑, venid;
tengo que reñiros.
Los mosqueteros se aproximaron inclinándose;
D'Artagnan les siguió detrás.
‑¡Diablos! ‑continuó el rey‑. Entre vosotros
cuatro, ¡siete guardias de Su Eminencia puestos fuera de combate en dos
días! Es demasiado, señores, es demasiado. A esta marcha, Su Eminencia se
verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer aplicar
los edictos en todo rigor. Uno por casualidád, no digo que no; pero siete en dos
días, lo repito, es demasiado, es muchísimo.
‑Por eso, Sire, Vuestra Majestad ve que
vienen todo contritos y todo arrepentidos a presentaros
excusas.
‑¡Todo contritos y todo arrepentidos! ¡Hum!
‑dijo el rey‑. No me fío una pizca de sus caras hipócritas; hay ahí detrás,
sobre todo, una cara de gascón. Venid aquí, señor.
D'Artagnan, que comprendió que era a él a
quien se dirigía el cumplido, se acercó adoptando su aspecto más
desesperado.
‑Bueno, pero ¿no me decíais que era un joven?
¡Si es un niño, señor de Tréville, un verdadero niño! ¿Y ha sido él quien ha
dado esa ruda estocada a Jussac?
‑Y las dos bellas estocadas a
Bernajoux.
‑¿De verdad?
‑Sin contar ‑dijo Athos‑, que si no me
hubiera sacado de las manos de Biscarat, a buen seguro no habría tenido yo el
honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a Vuestra
Majestad.
‑¡Pero entonces este bearnés es un verdadero
demonio! Voto a los clavos, señor de Tréville, como habría dicho el rey mi
padre. En este oficio, se deben agujerear muchos jubones y romper muchas
espadas. Pero los gascones suelen ser pobres, ¿no es
asî?
‑Sire, debo decir que aún no se han
encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el Señor les deba de sobra ese
milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las pretensiones del rey
vuestro padre.
‑Lo cual quiere decir que son los gascones
los que me han hecho rey a mí mismo, dado que yo soy el hijo de mi padre, ¿no es
así, Tréville? Pues bien, sea en buena hora, no digo que no. La Chesnaye,
id a ver si, hurgando en todos mis bolsillos, encontráis cuarenta pistolas; y si
las encontráis, traédmelas. Y ahora, veamos, joven, con la mano en el corazón,
¿cómo ocurrió?
D'Artagnan contó la aventura de la víspera en
todos sus detalles: cómo no habiendo podido dormir de la alegría que
experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de sus amigos
tres horas antes de la audiencia; cómo habían ido juntos al garito, y cómo
por el temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido
objeto de la burla de Bernajoux, que había estado a punto de pagar aquella
burla con la pérdida de la vida, y el señor de La Trémouille, que en nada
se había mezclado, con la pérdida de su palacio.
‑Está bien eso ‑murmuró el rey‑; sí, así es
como el duque me lo ha contado. ¡Pobre cardenal! Siete hombres en dos días, y de
los más queridos; pero basta ya, señores, ¿me entendéis? Es bastante; os habéis
tomado vuestra revancha por lo de la calle Férou, y más; debéis estar
satisfechos.
‑Si Vuestra Majestad lo está ‑dijo Tréville‑,
nosotros lo estamos.
‑Sí, lo estoy ‑añadió el rey tomando un
puñado de oro de la mano de La Chesnaye y poniéndolo en la de D'Artagnan‑. He
aquí, dijo, una prueba de mi satisfacción.
En esa época, las ideas de orgullo que son de
recibo en nuestros días apenas estaban aún de moda. Un gentilhombre recibía de
mano a mano dinero del rey, y no por ello se sentía humillado en nada.
D'Artagnan puso, pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con
melindres y agradeciéndoselo mucho por el contrario a Su
Majestad.
‑¡Bueno! ‑dijo el rey, mirando su péndola‑.
Bueno, y ahora que son ya las ocho y media, retiraos; porque, ya os lo he dicho,
espero a alguien a las nueve. Gracias por vuestra adhesión, señores. Puedo
contar con ella, ¿no es cierto?
‑¡Oh, Sire! ‑exclamaron a una los cuatro
compañeros‑. Nos haríamos cortar en trozos por Vuestra
Majestad.
‑Bien, bien, pero permaneced enteros; es
mejor, y me seréis más útiles. Tréville ‑añadió el rey a media voz mientras los
otros se retiraban‑, como no tenéis plaza en los mosqueteros y como,
además, para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un
noviciado, colocad a ese joven en la compañía de los guardias del señor Des
Essarts, vuestro cuñado. ¡Ah, pardiez, Tréville! Me regocijo con la mueca que va
a hacer el cardenal; estará furioso, pero me da lo mismo; estoy en mi
derecho.
Y el rey saludó con la mano a Tréville, que
salió y vino a reunirse con sus mosqueteros, a los que encontró repartiendo con
D'Artagnan las cuarenta pistolas.
Y el cardenal, como había dicho Su Majestad,
se puso efectivamente furioso, tan furioso que durante ocho días abandonó el
juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara más encantadora del
mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más
acariciadora:
‑Y bien, señor cardenal, ¿cómo van ese pobre
Bernajoux y ese pobre Jussac, que son vuestros?
Cuando D'Artagnan estuvo fuera del Louvre y
hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las
cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la
Pomme de Pin[L63] , Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que
se echase una amante conveniente.
La comida se celebró aquel mismo día, y el
lacayo sirvió la mesa. La comida había sido encargada por Athos y el lacayo
proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el glorioso mosquetero había
contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la
Tournelle, mientras hacía círculos al escupir en el
agua.
Porthos había pretendido que tal ocupación
era prueba de una organización reflexiva y contemplativa, y lo había
llevado sin más recomendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya
cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet [L64] ‑tal era el nombre del picardo‑; hubo en él
una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade
llamado Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de
su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al
servicio de D'Artagnan. Sin embargo, cuando asistió a la comida que daba su
amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su
fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de semejante Creso[L65] ; perseveró en esa opinion hasta después del
festín, con cuyas sobras reparó largas abstinencias. Pero al hacer aquella noche
la cama de su amo, las quimeras de Planchet se desvanecieron. La cama era lo
único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de un dormitorio.
Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del lecho de
D'Artagnan, de la que D'Artagnan prescindió en adelante.
Athos, por su parte, tenía un criado que
había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba
Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de Athos, por supuesto.
Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus
compañeros Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo,
pero jamás le habían oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo
siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras,
nada de arabescos. Su conversación era un hecho sin ningún
episodio.
Aunque Athos apenas tuviera treinta años y
fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes. Jamás
hablaba de mujeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de
él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se
mezclaba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era
completamente desagradable. Su reserva, su hurañía y su mutismo hacían de
él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a
obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios. No le hablaba
más que en las circunstancias supremas.
A veces, Grimaud, que temía a su amo como al
fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran
veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se
apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo
contrario. Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a
Grimaud. Esos días hablaba un poco.
Porthos, como se habrá podido ver, tenía un
carácter completamente opuesto al de Athos: no sólo hablaba mucho, sino que
hablaba a voz en grito; poco le importaba por otro lado, hay que hacerle
justicia, que se le escuchase o no; hablaba por el placer de hablar y por
el placer de oírse; hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto
el odio inveterado que desde su infancia tenía, segun decía, a los sabios. Tenía
menos estilo que Athos, y el sentimiento de su inferioridad a este respecto
a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto con ese
gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes.
Pero con una simple casaca de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la
cabeza y dar un paso, Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le
era debido y relegaba al fastuoso Porthos a segunda fila. Porthos se consolaba
llenando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de guardia del
Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba
nunca; y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de
espada, de la fontanera a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que
una princesa extranjera que le quería una_ enormidad.
Un viejo proverbio dice: «A tal amo, tal
criado.» Pasemos, pues, del criado de Athos al criado de Porthos, de Grimaud a
Mosquetón.
Mosquetón era un normando a quien su amo
había cambiado el pacífico nombre de Boniface por el infinitamente más sonoro y
belicoso de Mosquetón. Había entrado al servicio de Porthos a condición de
ser vestido y alojado solamente, pero de modo magnífico; no exigía más que dos
horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer
sus demás necesidades. Porthos había aceptado el trato: la cosa iba de
maravilla. Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus
capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inteligente que le ponía sus
pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se sospechaba que
quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas,
Mosquetón hacía muy buena figura detrás de su amo.
En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos
haber expuesto suficientemente ‑carácter que, por lo demás, como el de sus
compañeros, podremos seguir en su desarrollo‑, su lacayo se llamaba Bazin.
Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba
vestido siempre de negro, como debe estarlo el servidor de un eclesiástico.
Era un hombre del Berry, de treinta y cinco a cuarenta años, dulce, apacible,
regordete, que ocupaba los ocios que su amo le dejaba leyendo obras pías,
haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente. Por lo
demás, era mudo, ciego, sordo y de una fidelidad a toda
prueba.
Ahora que conocemos, aunque no sea más que
superficialmente, a amos y criados, pasemos a las viviendas ocupadas por cada
uno de ellos.
Athos vivía en la calle Férou, a dos pasos
del Luxemburgo; su alojamiento se componía de dos pequeñas habitaciones,
muy decentemente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera aún joven
y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera. Algunos
retazos de un gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de
este modesto alojamiento: era, por ejemplo, una espada, ricamente
damasquinada, que remontaba por la forma a los tiempos de Francisco I y
cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas, podía valer
doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos
no había consentido nunca en empeñar ni en vender. Aquella espada había sido
durante mucho tiempo la ambición de Porthos. Porthos habría dado diez años de su
vida por poseer aquella espada.
Cierto día que tenía una cita con una
duquesa, trató incluso de pedirla en préstamo a Athos. Athos, sin decir
nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas
de oro, y ofreció todo a Porthos; pero en cuanto a la espada, le dijo,
estaba empotrada en su sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara
su alojamiento. Además de su espada, había también un retrato que
representaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con la
mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este
retrato tenía con Athos ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de
familia que indicaban que aquel gran señor, caballero de órdenes del rey, era su
antepasado.
Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería,
con las mismas armas que la espada y el retrato, hacía un juego de chimenea
que se daba de patadas espantosamente con el resto de los adornos. Athos llevaba
siempre consigo la llave de aquel cofre. Pero cierto día lo había abierto
delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no
contenía más que cartas y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin
duda.
Porthos vivía en un piso muy amplio y de
aparencia suntuosa, en la calle del Vieux‑Colombier. Cada vez que pasaba con un
amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales Mosquetón estaba
siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y
decía: ¡He ahí mi mansión! Pero jamás se le encontraba en casa, jamás
invitaba a nadie a subir, y nadie podía hacerse una idea de lo que aquella
suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.
En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso
compuesto por un gabinete un comedor y un dormitorio, dormitorio que, situado
como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un pequeño jardín
lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del
vecindario.
En cuanto a D'Artagnan, ya sabemos cómo se
había alojado y ya hemos trabado conocimientos con su lacayo, maese
Planchet.
D'Artagnan, que era muy curioso por
naturaleza, como lo son por lo demás las personas que tienen el genio de la
intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos,
Porthos y Aramis; porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los
jóvenes ocultaba sus nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a
gran señor a la legua. Se dirigió, pues, a Porthos para informarse sobre Athos y
Aramis, y a Aramis para conocer a Porthos.
Por desgracia, el propio Porthos no sabía de
la vida de su silencioso camarada más de lo que había dejado traslucir. Se
decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y que una
horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre
galante. ¿Cuál era esa traición? Todos lo ignoraban.
En cuanto a Porthos, a excepción de su
verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía, así como el de sus dos
camaradas, su vida era fácil de conocer. Vanidoso a indiscreto, se veía a su
través como a través de un cristal. Lo único que hubiera podido despistar
al investigador habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de
sí.
En cuanto a Aramis, pese
a su aire de no tener ningún secreto, era ‑ muchacho todo adobado en misterios,
que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía
aquellas que se le hacían sobre él. Un día, D'Artagnan, después de haberle
interrogado largo tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría
sobre las aventuras galantes del mosquetero con una princesa, quiso saber a qué
atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.
‑Y vos, querido compañero ‑le dijo‑, ¿vos qué
habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los
demás?
‑Perdón ‑interrumpió Aramis‑, he hablado
porque el propio Porthos habla de ellas, porque ha gritado todas esas hermosas
cosas delante de mí. Pero, mi querido señor D'Artagnan, creed que, si las
hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no
habría habido confesor más discreto que yo.
‑No lo dudo ‑prosiguió D'Artagnan‑; pero, en
fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de
armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro
conocimiento.
Aramis aquella vez no se enfadó, sino que
adoptó su aire más modesto y respondió
afectuosamente:
‑Querido, no olvidéis que quiero ser de iglesia [L66] y que huyo de todas las ocasiones mundanas.
Aquel pañuelo que visteis en modo alguno me había sido confiado; había sido
olvidado en mi casa por uno de mis amigos. Tuve que recogerlo para no
comprometerlos, a él y a la dama a la que ama. En cuanto a mí, no tengo ni
quiero tener amantes, siguiendo en esto el ejemplo muy juicioso de Athos,
que no las tiene más que yo.
‑Pero, ¡qué diablos!, no sois abad, dado que
sois mosquetero.
‑Mosquetero por ínterin, querido, como dice
el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero hombre de iglesia en el
corazón, creedme. Athos y Porthos me metieron ahí para entretenerme: tuve,
en el momento de ser ordenado, una pequeña dificultad con... Pero esto apenas os
interesa, y os robo un tiempo precioso.
‑Nada de eso, me interesa mucho ‑exclamó
D'Artagnan‑, y por ahora no tengo absolutamente nada que
hacer.
‑Sí, pero yo tengo que rezar mi breviario
‑respondió Aramis‑, después de componer algunos versos que me ha pedido la
señora D'Aiguillon; luego debo pasar por la calle Saint‑Honoré, para comprar
carmín para la señora de Chevreuse[L67] . Como veis, querido amigo, si nada os
apremia, yo estoy muy apremiado.
Y Aramis tendió afectuosamente la mano a su
joven compañero, y se despidió de él.
Por más esfuerzos que hizo, D'Artagnan no
pudo saber más sobre sus tres nuevos amigos. Tomó, pues, la decisión de creer
para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando revelaciones más
serias y más amplias del porvenir. Mientras tanto, consideró a Athos como a un
Aquiles, a Porthos como a un Ayax, y a Aramis como a un
José.
Por lo demás, la vida de los cuatro jóvenes
era alegre. Athos jugaba, y siempre con mala fortuna. Sin embargo, jamás
pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera sin cesar a su
servicio; y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía
despertar a su acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la
víspera.
Porthos tenía rachas: esos días, si ganaba,
se le veía insolente y espléndido; si perdía, desaparecía por completo
durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro descolorido
y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
En cuanto a Aramis, no jugaba jamás. Pero era
el peor mosquetero y el invitado más desagradable que se pudiese ver. Tenía
siempre que trabajar. A veces, en medio de una comida, cuando todos con la
incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para dos
o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba
con una graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a
consultar a un casuista con el que tenía cita. Otras veces regresaba a su
alojamiento para escribir una tesis y rogaba a sus amigos no
distraerle.
Entonces Athos sonreía con aquella
encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a su noble figura, y
Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de
aldea.
Planchet, el criado de D'Artagnan, soportó
noblemente la buena fortuna; recibía treinta sous
[L68] diarios, y durante un mes venía al
alojamiento alegre como un pinzón y afable con su amo. Cuando el viento de
la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fossayeurs,
es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi,
comenzó con quejas que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y
Aramis ridículas. Athos aconsejó, pues, a D'Ártágnan despedir al bribón; Porthos
quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendió que un amo no debía oír más que
los cumplidos que se hacen de él.
‑Es muy fácil para vos decir eso ‑dijo
D'Artagnan‑; a vos, Athos, que vivís mudo con Grimaud, que le prohibís hablar y
que, por tanto, no tenéis nunca malas palabras con él; a vos, Porthos, que
lleváis un tren magnífico y que sois un dios para vuestro criado
Mosquetón, y a vos finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros
estudios teológicos, inspiráis un profundo respeto a vuestro servidor Bazin,
hombre dulce y religioso; pero yo, que no tengo ni consistencia ni recursos, yo,
que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar
cariño, temor o respeto a Planchet?
‑La cosa es grave ‑respondieron los tres
amigos‑; es un asunto interno; con los criados ocurre como con las mujeres, hay
que ponerlos en seguida en el sitio que uno desea que permanezcan.
Reflexionad, pues.
D'Artagnan reflexionó y se decidió por
vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue ejecutada con la
conciencia que D’Artagnan ponía en todo; luego, después de haberlo
vapuleado bien, le prohibió abandonar su servicio sin su permiso. Porque,
añadió, el porvenir no me puede fallar; espero inevitablemente tiempos
mejores. Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi lado, y yo soy demasiado
buen amo para privarte de tu fortuna concediéndote el despido que me
pides.
Esta manera de actuar infundió en los
mosqueteros mucho respeto hacia la política de D'Artagnan, Planchet quedó
igualmente admirado y no habló más de irse.
La vida de los cuatro jóvenes se había hecho
común; D'Artagnan, que no tenía ningún hábito, puesto que llegaba de su
provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó por eso los
hábitos de sus amigos.
Se levantaban hacia las ocho en invierno,
hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y a ver cómo iban los
asuntos del señor de Tréville. D'Artagnan, aunque no fuese mosquetero, hacía el
servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque
siempre hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya. Se le
conocía en el palacio [L69] de los mosqueteros y todos le tenían por
un buen camarada; el señor de Tréville, que le había apreciado a la primera
ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al
rey.
Por su parte, los tres mosqueteros querían
mucho a su joven camarada. La amistad que unía a aquellos cuatro hombres, y
la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo, bien
para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros
como sombras; y se encontraba siempre a los inseparables buscándose del
Luxemburgo a la plaza Saint‑Sulpice, o de la calle del Vieux-Colombier al
Luxemburgo.
Mientras tanto, las promesas del señor de
Tréville seguían su curso. Un buen día, el rey ordenó al señor caballero
Des Essarts tomar a D'Artagnan como cadete en su compáñía de guardias.
D'Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al
precio de diez años de su existencia, por la casaca de mosquetero. Pero el
señor de Tréville prometió aquel favor tras un noviciado de dos años, noviciado
que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a D'Artagnan ocasión
de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante.
D'Artagnan se retiró con esta promesa y desde el día siguiente comenzó su
servicio.
Entonces fue cuando les llegó a Athos,
Porthos y Aramis el turno de montar guardia con D'Artagnan cuando estaba de
guardia. La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así cuatro
hombres en lugar de uno el día en que tomó a D'Artagnan.
Capítulo VIII
Una intriga de
corte
Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey
Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un
comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros
habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la
asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos. y gracias a una
de esas desapariciones a las que estaban habituados. durante casi quince
días había subvenido aún a las necesidades de todos; por fin había llegado la
vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo
sus libros de teología había logrado procurarse algunas
pistolas.
Entonces, como de costumbre, recurrieron al
señor de Tréville, que dio algunos adelantos sobre el sueldo; pero aquellos
adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas
cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía
siquiera.
Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de
todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó.
Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de veinticinco
pistolas sobre palabra.
Entonces los apuros se convirtieron en
penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles
y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas
que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la
prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas
en la desgracia.
Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada
vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones a hizo lo propio
con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá
podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En cuanto a D'Artagnan, que no conocía aún a
nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un
cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su
ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a
casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se
come una vez, aunque se coma mucho.
D'Artagnan se encontró, pues, bastante
humillado por no tener mas que una comida y media ‑porque el desayuno en casa
del cura no podía contar más que por media comida‑ que ofrecer a sus
compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos
y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe
completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un
mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que
aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y
activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de
esgrima y bromas más o menos ingeniosas.
En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro
hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro
hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o
juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro
puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente,
bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante
labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la
meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único
que asombraba a D'Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado
esto.
El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso,
estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única
multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que
buscaba Arquímedes[L70] , se podía levantar el mundo, cuando llamaron
suavemente a la puerta. D'Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a
abrir.
Que de la frase, «D'Artagnan despertó a
Planchet», el lector no vaya a suponer que era de noche o que aún no había
llegado el día. ¡No! Acababan de sonar las cuatro. Planchet, dos horas antes,
había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondió con el refrán: «Quien
duerme come». Y Planchet comía durmiendo.
Fue introducido un hombre de cara bastante
simple y que tenía aspecto de burgués.
De buena gana hubiera querido Planchet, para
postre, oír la conversación; pero el burgués declaró a D'Artagnan que por
ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a
solas con él.
D'Artagnan despidió a Planchet e hizo
sentarse a su visitante.
Hubo un momento de silencio durante el cual
los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual
D'Artagnan se inclinó en señal de que escuchaba.
‑He oído hablar del señor D'Artagnan como de
un joven muy valiente ‑dijo el burgués‑, y esa reputación de que goza con
motivo me ha decidido a confiarle un secreto.
‑Hablad, señor, hablad ‑dijo D'Artagnan, que
por instinto olfateó algo ventajoso.
El burgués hizo una nueva pausa y
continuó:
‑Mi mujer es costurera de la reina, señor, y
no carece ni de prudencia ni de belleza. Hace casi tres años que me
hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor
de La Porte [L71] el portamantas de la reina, es su padrino y
la protege...
‑¿Y bien, señor? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑¡Pues bien! ‑prosiguió el burgués‑. Pues
bien señor, mi mujer ha sido
raptada ayer por la mañana cuando salía de su cuarto de
trabajo.
‑¿Y quién ha raptado a vuestra
mujer?
‑Con seguridad no sé nada, señor, pero
sospecho de alguien.
‑¿Y quién es esa persona de la que
sospecháis?
‑Un hombre que la perseguía desde hace
tiempo.
‑¡Diablos!
‑Pero permitid que os diga, señor ‑prosiguió
el burgués‑, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que
política.
‑Menos amor que política ‑dijo D'Artagnan con
un gesto pensativo‑. ¿Y qué sospecháis?
‑No sé si debería deciros lo que
sospecho...
‑Señor, os haré observar que yo no os pido
absolutamente nada. Sois vos quien habéis venido. Sois vos quien me habéis dicho
que tenéis un secreto que confiarme. Obrad, pues, a vuestro gusto, aún
estáis a tiempo de retiraros.
‑No, señor, no; me parecéis un joven honesto,
y tendré confianza en vos. Creo, pues, que mi mujer no ha sido detenida por
sus amores, sino por los de una dama más importante que
ella.
‑¡Ah ah! ¿No será por los amores de la señora
de Bois‑Tracy? ‑dijo D Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba
al corriente de los asuntos de la corte.
‑Más importante, señor más
importante.
‑¿De la señora
D'Aiguillon?
‑Más importante
todavía.
‑¿De la señora de
Chevreuse?
‑¡Más alto, mucho más
alto!
‑De la... ‑D'Artagnan se
detuvo.
‑Sí, señor ‑respondió tan bajo que apenas se
pudo oír al espantado burgués.
‑¿Y con quién?
‑¿Con quién puede ser si no es con el duque
de...
‑El duque de...
‑¡Sí, señor! ‑respondió el burgués dando a su
voz una entonación más sorda todavía.
‑Pero ¿cómo sabéis vos todo
eso?
‑¡Ah! ¿Que cómo lo sé?
‑Sí, ¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a
medias o... ¿Comprendéis?
‑Lo sé por mi mujer, señor por mi propia
mujer.
‑Que lo sabe..., ¿por
quién?
‑Por el señor de La Porte. ¿No os he dicho
que era la ahijada del señor de La Porte el hombre de confianza de la reina?
Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra
pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por
el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por
todos.
‑¡Ah, ah! Ya se van concretando las cosas
‑dijo D'Artagnan.
‑Mi mujer vino hace cuatro días, señor; una
de sus condiciones era que vendría a verme dos veces por semana; porque, como
tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi mujer, pues vino y
me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes
temores.
‑¿De verdad?
‑Sí, el señor cardenal, a lo que parece, la
persigue y acosa más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda.
¿Sabéis vos la historia de la zarabanda?
‑Pardiez, claro que la sé ‑respondió
D'Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al
corriente.
‑De suerte que ahora ya no es odio; es
venganza.
‑¿De veras?
‑Y la reina cree...
‑Y bien, ¿qué cree la
reina?
‑Cree que han escrito al señor duque de
Buckingham en su nombre.
‑¿En nombre de la
reina?
‑Sí, para hacerle venir a Paris, y una vez
venido a Paris, para atraerle a alguna trampa.
‑¡Diablo! Pero vuestra mujer, mi querido
señor, ¿qué tiene que ver en todo esto?
‑Es conocida su adhesión a la reina, y se la
quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su
Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.
‑Es probable ‑dijo D'Artagnan‑; pero al
hombre que la ha raptado, ¿lo conocéis?
‑Os he dicho que creía
conocerle.
‑¿Su nombre?
‑No lo sé; lo que únicamente sé es que es una
criatura del cardenal, su instrumento ciego.
‑Pero ¿lo habéis visto?
‑Sí, mi mujer me lo ha mostrado un
día.
‑¿Tiene algunas señas por las que se le pueda
reconocer?
‑Por supuesto, es un señor de gran estatura,
pelo negro, tez morena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz
en la sien.
‑¡Una cicatriz en la sien! ‑exclamó
D'Artagnan‑. Y además dientes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo
negro y gran estatura. ¡Es mi hombre de Meung!
‑¿Es vuestro hombre,
decís?
‑Sí, sí; pero esto no importa. No, me
equivoco, esto simplifica mucho las cosas por el contrario; si vuestro hombre es
el mío, ejecutaré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero ¿dónde coger
a ese hombre?
‑No lo sé.
‑¿No tenéis ninguna información sobre su
domicilio?
‑Ninguna; un día que yo llevaba a mi mujer al
Louvre, él salía al tiempo que ella iba a entrar, y me lo
señaló.
‑¡Diablo! ¡Diablo! ‑murmuró D'Artagnan‑. Todo
esto es muy vago. ¿Por quién habéis sabido el rapto de vuestra
mujer?
‑Por el señor de La
Porte.
‑¿Os ha dado algún
detalle?
‑El no tenía ninguno.
‑¿Y vos no habéis sabido nada por otro
lado?
‑Sí, he recibido...
‑¿Qué?
‑Pero no sé si no cometo una gran
imprudencia.
‑¿Volvéis otra vez a las andadas? Sin
embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde para
retrocedes.
‑Yo no retrocedo, voto a bríos ‑exclamó el
burgués jurando para hacerse ilusiones‑. Además, palabra de
Bonacieux...
‑Os llamáis Bonacieux? ‑le interrumpió
D'Artagnan.
‑Sí, ése es mi nombre.
‑Decíais, pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón
si os he interrumpido; pero me parecía que ese nombre no me era
desconocido.
‑Es posible, señor. Yo soy vuestro
casero.
‑¡Ah, ah! ‑dijo D'Artagnan semincorporándose
y saludando‑. ¿Sois mi casero?
‑Sí, señor, sí. Y como desde hace tres meses
estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes
ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he
atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi
delicadeza.
‑¡Cómo no, mi querido señor Bonacieux!
‑prosiguió D'Artagnan‑. Creed que estoy plenamente agradecido por semejante
proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en
algo...
‑Os creo, señor, os creo, y como iba
diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo confianza en
vos.
‑Acabad, pues, lo que habéis comenzado a
decirme.
El burgués sacó un papel de su bolsillo y lo
presentó a D'Artagnan.
‑¡Una carta! ‑dijo el
joven.
‑Que he recibido esta
mañana.
D'Artagnan la abrió, y como el día empezaba a
declinar, se acercó a la ventana. El burgués le siguió.
«No busquéis a vuestra mujer ‑leyó
D'Artagnan‑; os será devuelta cuando ya no haya necesidad de ella. Si dais un
solo paso para encontrarla estáis perdido.»
‑Desde luego es positivo ‑continuó
D'Artagnan‑; pero, después de todo, no es más que una
amenaza.
‑Sí, peso esa amenaza me espanta; yo, señor,
no soy un hombre de espada en absoluto; y le tengo miedo a la
Bastilla.
‑¡Hum! ‑hizo D'Artagnan‑. Pero es que yo temo
la Bastilla tanto como vos. Si no se tratase más que de una estocada, pase
todavía.
‑Sin embargo, señor, había contado con vos
para esta ocasión.
¿Sí?
‑Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de
aspecto magnífico y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de
Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y
vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, estaríais
encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
‑Sin duda.
‑Y además había pensado que, debiéndome tres
meses de alquiler de los que nunca os he hablado...
‑Sí, sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo
encuentro excelente.
‑Contando además con que, mientras me hagáis
el honor de permanecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler
futuro...
‑Muy bien.
‑Y añadid a eso, si fuera necesario, que
cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad,
os hallarais en apuros en este momento.
‑De maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi
querido señor Bonacieux?
‑Vivo con desahogo, señor, esa es la palabra;
he amontonado algo así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio
de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en el último viaje del
célebre navegante Jean Mocquet
[L72] de suerte que, como comprenderéis, señor...
¡Ah! Pero... ‑exclamó el burgués.
‑¿Qué? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑¿Qué veo ahî?
‑¿Dónde?
‑En la calle, frente a vuestras ventanas, en
el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una
capa.
‑¡Es él! ‑gritaron a la vez D'Artagnan y el
burgués, reconociendo los dos al mismo tiempo a su hombre.
‑¡Ah! Esta vez ‑exclamó D'Artagnan saltando
sobre su espada‑, esta vez no se me escapará.
Y sacando su espada de la vaina, se precipitó
fuera del alojamiento.
En la escalera encontró a Athos y Porthos que
venían a verle. Se apartaron. D'Artagnan pasó entre ellos como una
saeta.
‑¡Vaya! ¿Adónde comes de ese modo? ‑le
gritaron al mismo tiempo los dos mosqueteros.
‑¡El hombre de Meung! ‑respondió D'Artagnan,
y desapareció.
D'Artagnan había contado más de una vez a sus
amigos su aventura con el desconocido, así como la aparición de la bella
viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan
importante.
La opinión de Athos había sido que D'Artagnan
había perdido su carta en la pelea. Un gentilhombre, según él ‑y, por la
descripción que D'Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un
gentilhombre‑, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de
robar una carta.
Porthos no había visto en todo aquello más
que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una
dama, y que había venido a turbar la presencia de D'Artagnan y de su caballo
amarillo.
Aramis había dicho que esta clase de cosas,
por ser misteriosas, más valía no profundizarlas.
Comprendieron, pues por algunas palabras
escapadas a D'Artagnan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que
después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D'Artagnan
terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su
camino.
Cuando entraron en la habitación de
D'Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero, temiendo las secuelas
del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el
desconocido, había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho
de su carácter, que era prudente poner pies en polvorosa.
Capítulo IX
D'Artagnan se
perfila
Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo
de una media hora D'Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su
hombre, que había desaparecido como por encanto. D'Artagnan había corrido,
espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había
encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin,
había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar
a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que
hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había
respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral
de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado
que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace
seis meses completamente deshabitada.
Mientras D'Artagnan corría por calles y
llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de
suerte que, al volver a su casa, D'Artagnan encontró la reunión al
completo.
‑¿Y bien? ‑dijeron a una los tres mosqueteros
al ver entrar a D'Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado
por la cólera
‑¡Y bien! ‑exclamó éste arrojando la espada
sobre la cama‑. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido
como un fantasma, como una sombra, como un espectro.
‑¿Creéis en las apariciones? ‑le preguntó
Athos a Porthos.
‑Yo no creo más que en lo que he visto, y
como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.
‑La Biblia ‑dijo Aramis‑ hace ley el creer en
ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl
[L73] y es un artículo de fe que me
molestaría ver puesto en duda, Porthos.
‑En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o
sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su
fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había
cien pistolas y quizá más para ganar.
‑¿Cómo? ‑dijeron a la vez Porthos y
Aramis.
En cuanto a Athos, fiel a su sistema de
mutismo, se contentó con interrogar a D'Artagnan con la
mirada.
‑Planchet ‑dijo D'Artagnan a su criado, que
pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de
sorprender algunas migajas de la conversación‑, bajad a casa de mi casero, el
señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de
Beaugency: es el que prefiero.
‑¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro
casero? ‑preguntó Porthos.
‑Sí ‑respondió D'Artagnan‑, desde hoy. Y
estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar
otro.
‑Hay que usar y no abusar ‑dijo
silenciosamente Aramis.
‑Siempre he dicho que D'Artagnan era la
cabeza fuerte de nosotros cuatro ‑dijo Athos, quien, despues de haber
emitido esta opinión, a la que D'Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto
en su silencio acostumbrado.
‑Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? ‑preguntó
Porthos.
‑Sí ‑dijo Aramis‑‑, confiádnoslo, mi querido
amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa
confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para
vos.
‑Tranquilizaos ‑respondió D'Artagnan‑, ningún
honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.
Y entonces contó a sus amigos palabra por
palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su huésped, y cómo el hombre que
había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el que había tenido
que disputar en la hostería del Franc Meunier.
‑Vuestro
asunto no es malo ‑dijo Athos después de haber degustado el vino como
experto a indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno‑, y se podrá
sacar de ese buen hombre de cincuenta a sesenta pistolas. Ahora queda por
saber si cincuenta o sesenta pistolas valen la pena de arriesgar cuatro
cabezas.
‑Pero prestad atención ‑exclamó D'Artagnan‑,
hay una mujer en este asunto, una mujer raptada, una mujer a la que sin duda se
amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque es fiel a su
ama.
‑Tened cuidado, D'Artagnan, tened cuidado
‑dijo Aramis‑, os acaloráis demasiado, en mi opinión, por la suerte de la señora
Bonacieux. La mujer ha sido creada para nuestra perdición, y de ella es de
donde nos vienen todas nuestras miserias.
A esta sentencia de Aramis, Athos frunció el
ceño y se mordió los labios.
‑No me inquieto por la señora Bonacieux [L74] ‑exclamó D'Artagnan‑, sino por la reina,
a quien el rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras
otra, las cabezas de todos sus amigos.
‑¿Por qué ella ama lo que más detestamos del
mundo, a los españoles y a los ingleses?
‑España es su patria ‑respondió D'Artagnan‑,
y es muy lógico que ame a los españoles, que son hijos de la misma tierra que
ella. En cuanto al segundo reproche que le hacéis, he oído decir que no amaba a
los ingleses, sino a un inglés.
‑¡Y a fe mía ‑dijo Athos‑ hay que confesar
que ese inglés es bien digno de ser amado! Jamás he visto mayor estilo que el
suyo.
‑Sin contar con que se viste como nadie ‑dijo
Porthos‑. Estaba yo en el Louvre el día en que esparció sus perlas, y,
ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza. Y tú, Aramis, ¿le
conoces?
‑Tan bien como vosotros, señores, porque yo
era uno de aquellos a los que se detuvo en el jardín de Amiens[L75] , donde me había introducido el señor de
Putange[L76] , el caballerizo de la reina. En aquella
época yo estaba en el seminario, y la aventura me pareció cruel para el
rey.
‑Lo cual no me impediría ‑dijo D'Artagnan‑,
si supiera dónde está el duque de Buckingham, cogerle por la mano y conducirle
junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al señor
cardenal; porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno
enemigo, señores, es el cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de
jugarle alguna pasada cruel, confieso que comprometería de buen grado
micabeza.
‑Y el mercero, D'Artagnan ‑prosiguió Athos‑,
¿os ha dicho que la reina pensaba que se había hecho venir a Buckingham con un
falso aviso?
‑Eso teme ella.
‑Esperad ‑dijo Aramis.
‑¿Qué? ‑preguntó
Porthos.
‑Seguid, seguid, trato de acordarme de las
circunstancias.
‑Y ahora estoy convencido ‑dijo D'Artagnan‑,
de que el rapto de esa mujer de la reina está relacionado con los
acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham en
Paris.
‑El gascón está lleno de ideas ‑dijo Porthos
con admiración.
‑Me gusta mucho oírle hablar ‑dijo Athos‑, su
patois me divierte.
‑Señores ‑prosiguió Aramis‑, escuchad
esto.
‑Escuchemos a Aramis ‑dijeron los tres
amigos.
‑Ayer me encontraba yo en casa de un sabio
doctor en teología al que consulto a veces por mis
estudios...
Athos sonrió.
‑Vive en un barrio desierto ‑continuó
Aramis‑, sus gustos, su profesión lo exigen. Y en el momento en que yo salía de
su casa...
‑¿Y bien? ‑preguntaron sus oyentes‑. ¿En el
momento en que salíais de su casa?
Aramis pareció hacer un esfuerzo sobre sí
mismo, como un hombre que, en plena corriente de mentira, se ve detener por
un obstáculo imprevisto; pero los ojos de sus tres compañeros estaban fijos en
él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de
retroceder.
‑Ese doctor tiene una nieta ‑continuó
Aramis.
‑¡Ah! ¡Tiene una nieta! ‑interrumpió
Porthos.
‑Dama muy respetable ‑dijo
Aramis.
Los tres amigos se pusieron a
reír.
‑¡Ah, si os reís o si dudáis ‑prosiguió
Aramis‑, no sabréis nada!
‑Somos creyentes como mahometanos y mudos
como catafalcos . ‑dijo Athos.
‑Entonces continúo ‑prosiguió Aramis‑. Esa
nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer ella, por casualidad, se encontraba
allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla a su carroza.
‑¡Ah! ¿Tiene una carroza la nieta del doctor?
‑interrumpió Porthos, uno de cuyos defectos era una gran incontinencia de
lengua‑. Buen conocimiento, amigo mío.
‑Porthos ‑prosiguió Aramis‑, ya os he hecho
notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las
mujeres.
‑Señores, señores ‑exclamó D'Artagnan, que
entreveía el fondo de la aventura‑, la cosa es seria; tratemos, pues, de no
bromear si podemos. Seguid, Aramis, seguid.
‑De pronto, un hombre alto, moreno, con
ademanes de gentilhombre..., vaya, de la clase del vuestro,
D'Artagnan.
‑El mismo quizá ‑dijo
éste.
‑Es posible... ‑continuó Aramis‑ se acercó a
mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con
el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó
dirigiéndose a la dama a la que yo llevaba del
brazo...
‑¿A la nieta del
doctor?
‑¡Silencio, Porthos! ‑dijo Athos‑. Sois
insoportable.
‑«Haced el favor de subir en esa carroza, y
eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor
ruido.»
‑ Os había tomado por Buckingham! ‑exclamó
D'Artagnan.
‑Eso creo ‑respondió
Aramis.
‑Pero ¿y la dama? ‑preguntó
Porthos.
‑¡La había tomado por la reina! ‑dijo
D'Artagnan.
‑Exactamente ‑respondió
Aramis.
‑¡El gascón es el diablo! ‑exclamó Athos‑.
Nada se le escapa.
‑El hecho es ‑dijo Porthos‑ que Aramis es de
la estatura y tiene algo de porte del hermoso duque; pero, sin embargo, me
parece que el traje de mosquetero...
‑Yo tenía una capa enorme ‑dijo
Aramis.
‑En el mes de julio, ¡diablos! ‑dijo
Porthos‑. ¿Es que el doctor teme que seas reconocido?
‑Me cabe en la cabeza incluso ‑dijo Athos‑
que el espía se haya dejado engañar por el porte; pero el
rostro...
‑Yo llevaba un gran sombrero ‑dijo
Aramis.
‑¡Dios mío, cuántas precauciones para
estudiar teología!
‑Señores, señores ‑dijo D'Artagnan‑, no
perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y busquemos a la mujer del
mercero, es la llave de la intriga.
‑¡Una mujer de condición tan inferior! ¿Lo
creéis, D'Artagnan? ‑‑preguntó Porthos estirando los labios con
desprecio.
‑Es la ahijada de La Porte, el ayuda de
cámara de confianza de la reina. ¿No os lo he dicho, señores.Y además, quizá sea
un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar sus apoyos tan
bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena
vista.
‑¡Y bien! ‑dijo Porthos‑. Arreglad primero
precio con el mercero, y buen precio.
‑Es inútil ‑dijo D'Artagnan‑ porque creo que,
si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro
lado.
En aquel momento, un ruido precipitado resonó
en la escalera, la puerta se abrió con estrépito y el malhadado mercero se
abalanzó en la habitación donde se celebraba el consejo.
‑¡Ah, señores! ‑exclamó‑ ¡Salvadme, en nombre
del cielo, salvadme! Hay cuatro hombres que vienen para detenerme!
¡Salvadme, salvadme!
Porthos y Aramis se
levantaron.
‑Un momento ‑exclamó D'Artagnan haciéndoles
señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas‑; un momento, no
es valor lo que aquí se necesita, es prudencia.
‑Sin embargo ‑exclamó Porthos‑, no
dejaremos...
‑Vos dejaréis hacer a D'Artagnan ‑dijo
Athos‑; es, lo repito, la cabeza fuerte de todos nosotros, y por lo que a mí se
refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras,
D'Artagnan.
En aquel momento, los cuatro guardias
aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y
con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.
‑Entrad, señores, entrad ‑gritó D'Artagnan‑,
aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del
señor cardenal.
‑¿Entonces, señores, no os opondréis a que
ejecutemos las órdenes que hemos recibido? ‑preguntó aquel que parecía el
jefe de la cuadrilla.
‑Al contrario, señores, y os echaríamos una
mano si fuera necesario.
‑Pero ¿qué dice? ‑masculló
Porthos.
‑Eres un necio ‑dijo Athos‑.
¡Silencio!
‑Pero me habéis prometido... ‑dijo en voz
baja el pobre mercero.
‑No podemos salvaros más que estando libres
‑respondió rápidamente y en voz baja D'Artagnan‑, y si hiciéramos ademán de
defenderos, se nos detendría con vos.
‑Me parece, sin
embargo...
‑Adelante, señores, adelante ‑dijo en voz
alts D'Artagnan‑, no tengo ningún motivo para defender al señor. Le he visto hoy
por primera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la dirá: para venir a
reclamarme el precio de mi alquiler. ¿Es c¡erto, señor Bonacieux?
¡Responded!
‑Es la verdad pura ‑exclamó el mercero-, pero
el señor no os dice...
‑Silencio sobre mí, silencio sobre mis
amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin
salvaros. ¡Vamos, vamos, señores, llevaos a este
hombre!
Y D Artagnan empujó al mercero todo aturdido
a las manos de los guardias, diciéndole:
‑Sois un tunante querido. ¡Venir a pedirme
dinero a mí, a un mosquetero! ¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a
prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo
para pagar!
Los esbirros se confundieron en
agradecimientos y se llevaron su presa.
En el momento en que bajaban, D'Artagnan
palmoteó sobre el hombro del jefe:
‑¿Y no beberé yo a vuestra salud y vos a la
mía? ‑dijo llenando dos vasos de vino de Béaugency que tenía gracias a la
liberalidad del señor Bonacieux.
‑Será para mí un gran honor ‑dijo el jefe de
los esbirros‑, y acepto con gratitud.
‑Entonces, a la vuestra, señor... ¿cómo os
llamáis?
‑Boisrenad.
‑¡Señor Boisrenard!
‑¡A la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra
vez, cómo os llamáis, si os place?
‑D
Artagnan.
‑¡A la
vuestra, señor D'Artagnan!
‑¡Y por encima de todas éstas ‑exclamó
D'Artagnan como arrebatado por su entusiasmo‑, a la del rey y del
cardenal!
Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado
de la sinceridad de D'Artagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser
bueno el vino, se quedó convencido.
‑Pero ¿qué diablo de villanía habéis hecho?
‑dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros
y los cuatro amigos se encontraron solos‑. ¡Vaya! ¡Cuatro mosqueteros dejan
arrestar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un
gentilhombre brindar con un corchete!
‑Porthos ‑dijo Aramis‑, ya Athos lo ha
prevenido que eras un necio, y yo soy de su opinión. D'Artagnan, eres un gran
hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu
protección para conseguir tener una abadía.
‑¡Maldita sea! No lo entiendo ‑dijo Porthos‑.
¿Aprobáis lo que D'Artagnan acaba de hacer?
‑Claro
que sí ‑dijo Athos‑; y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que
incluso le felicito por ello.
‑Y
ahora, señores ‑dijo D'Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a
Porthos‑, todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es
as¡?
‑Pero... ‑dijo Porthos.
-¡Extiende la mano y jura! ‑gritaron a la vez
Athos y Aramis.
Vencido por el ejemplo, rezongando por lo
bajo, Porthos extendió la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la
fórmula dictada por D'Artagnan:
«Todos para uno, uno para todos.»
‑Está bien, que cada cual se retire ahora a
su casa ‑dijo D'Artagnan como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida
que ordenar‑, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí
enfrentados al cardenal.
Capítulo X
Una ratonera en el siglo
XVII
La invención de la ratonera no data de
nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía
cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.
Como quizá nuestros lectores no estén
familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem[L77] , y como desde que escribimos ‑y hace ya
unos quince años de esto‑ es ésta la primera vez que empleamos esa palabra
aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una
ratonera.
Cuando, en una casa cualquiera, se ha
detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en
secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera
pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los
detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los
habituales del establecimiento.
He ahí lo que es una
ratonera.
Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de
maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido a interrogado por las
gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular
conducía al primer piso que habitaba D'Artagnan, los que venían a su casa eran
exceptuados entre todas las visitas.
Además allí sólo venían los tres mosqueteros;
se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni
descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville,
cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a
su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que
había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto
preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había
pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última circunstancia le había
sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba
mucho.
El señor de Tréville recomendó en cualquier
caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer
la misma recomendación a sus compañeros.
En cuanto a D'Artagnan, no se movía de su
casa. Había convertido su habitación en observatorio. Desde las ventanas
veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las
baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple techo le
separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los
interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los
acusados.
‑¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna
cosa para su marido o para alguna otra persona?
‑¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna
cosa para su mujer o para alguna otra persona?
‑¿Alguno de los dos os ha hecho alguna
confidencia de viva voz?
‑Si supieran algo, no preguntarían así ‑se
dijo a sí mismo D'Artagnan‑. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de
Buckingham se halla en Paris y si ha tenido o debe tener alguna entrevista
con la reina.
D'Artagnan se detuvo ante esta idea que,
después de todo lo que había oído, no carecía de
verosimilitud.
Mientras tanto la ratonera estaba en servicio
permanentemente, y la vigilancia de D'Artagnan también.
La noche del día siguiente al arresto del
pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D'Artagnan para ir a casa del
señor de Trévilie cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet,
que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la
puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar:
alguien acababa de caer en la ratonera.
D'Artagnan se abalanzó hacia el sitio
desenlosado, se acostó boca abajo y escuchó.
No tardaron en oírse gritos, luego gemidos
que se trataban de ahogar. En cuanto al interrogatorio, no se trataba de
eso.
‑¡Diablos! ‑se dijo D'Artagnan‑. Me parece
que es una mujer: la registran, ella resiste, la violentan,
¡miserables!
Y D'Artagnan, pese a su prudencia, se
contenía para no mezclarse en la escena que ocurría debajo de
él.
‑Pero si os digo que soy la dueña de la casa,
señores; os digo que soy la señora Bonacieux; los digo que pertenezco a la
reina! ‑gritaba la desgraciada mujer.
‑¡La señora Bonacieux! ‑murmuró D'Artagnan‑.
¿Seré lo bastante afortunado para haber encontrado lo que todo el mundo
busca?
‑Precisamente a vos estábamos esperando
‑dijeron los interrogadores.
La voz se volvió más y más ahogada: un
movimiento tumultuoso hizo resonar el artesonado. La víctima se resistía tanto
como una mujer puede resistir a cuatro hombres.
‑Perdón, señores, per... ‑murmuró la voz, que
no hizo oír más que sonidos inarticulados.
‑La amordazan, van a llevársela ‑exclamó
D'Artagnan irguiéndose como movido por un resorte‑. Mi espada; bueno, está
a mi lado. ¡Planchet!
‑¿Señor?
‑Corre a buscar a Athos, Porthos y Aramis.
Uno de los tres estará probablemente en su casa, quizá ya hayan vuelto los tres.
Que cojan las armas, que vengan, que acudan. ¡Ah!, ahora que me acuerdo, Athos
está con el señor de Tréville.
‑Pero ¿dónde vais, señor, dónde
vais?
‑Bajo por la ventana ‑exclamó D'Artagnan‑
para llegar antes; tú, vuelve a poner las baldosas, barre el suelo, sal por la
puerta y corre donde te digo.
‑¡Oh, señor, señor, vais a mataros!
‑exclamó
Planchet.
‑¡Cállate,
imbécil! ‑dijo D'Artagnan.
Y aferrándose con la mano al reborde de su
ventana, se dejó caer desde el primer piso, que afortunadamente no era elevado,
sin hacerse ningún rasguño.
Al punto se fue a llamar a la puerta
murmurando:
‑Voy a dejarme coger yo también en la
ratonera, y pobres de los gatos que ataquen a semejante
ratón.
Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano
del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se acercaron, se abrió la puerta y
D'Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de maese
Bonacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvió a
cerrarse tras él.
Entonces, quienes habitaban aún la
desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos oyeron grandes gritos
pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de muebles. Luego,
un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían
salido a las ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se
abría y no salir a cuatro hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos
espantados, dejando por tierra y en las esquinas de las mesas plumas de sus
alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus
capas.
D'Artagnan fue vencedor
sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los aguaciles estaba
armado y aún se defendió por guardar las formas. Es cierto que los otros tres
habían tratado de matar al joven con las sillas, los taburetes y las vasijas;
pero dos o tres rasguños hechos por la tizona del gascón les habían
asustado. Diez minutos habían bastado a su derrota, y D'Artagnan se había hecho
dueño del campo de batalla.
Los vecinos, que habían abierto las ventanas
con la sagre fría peculiar de los habitantes de Paris en aquellos tiempos
de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron
visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento
todo estaba acabado.
Además se hacía tarde, y entonces, como hoy,
se acostaban temprano en el barrio de Luxemburgo.
D'Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se
volvió hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y
semidesvestida. D'Artagnan la examinó de una ojeada
rápida.
Era una encantadora mujer de veinticinco a
veintiséis años, morena con ojos azules, con una nariz ligeramente
respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo. Hasta
ahí llegaban los signos que podían hacerla confundir con una gran dama. Las
manos eran blancas, pero sin finura: los pies no anunciaban a la mujer de
calidad. Afortunadamente, D'Artagnan no se hallaba preocupado todavía por estos
detalles.
Mientras D'Artagnan examinaba a la señora
Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo
de batista, que recogió según su costumbre, y en una de cuyas esquinas
reconoció la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había
obligado a batirse con Aramis.
Desde aquel momento, D'Artagnan desconfiaba
de los pañuelos blasonados; por eso, sin decir nada, volvió a poner el que había
recogido en el bolsillo de la señora Bonacieux.
En aquel instante, la señora Bonacieux
recobraba el sentido. Abrió los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la
habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador. Le tendió al punto
las manos sonriendo. La señora Bonacieux tenía la sonrisa más encantadora del
mundo.
‑¡Ah, señor! ‑dijo ella‑. Sois vos quien me
habéis salvado; permitidme que os dé las gracias.
‑Señora ‑dijo D'Artagnan‑, no he hecho más
que lo que todo gentilhombre hubiera hecho en mi lugar; no me debéis, pues,
ningún agradecimiento.
‑Claro que sí, señor, claro que sí, y espero
probaros que no habéis prestado un servicio a una ingrata. Pero ¿qué
querían de mí esos hombres, a los que al principio he tomado por ladrones, y por
qué el señor Bonacieux no está aquí?
‑Señora,
esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los
ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido,
el señor Bónacieux no está aquí
porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la
Bastilla.
‑¡Mi marido en la Bastilla! ‑exclamó la
señora Bonacieux‑. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha hecho? ¡Pobre querido mío, él, la
inocencia misma!
Y alguna cosa como una sonrisa apuntaba sobre
el rostro aún todo asustado de la joven.
‑¿Qué ha hecho, señora? ‑dijo D'Artagnan‑.
Creo que su único crimen es tener a la vez la dicha y la desgracia de ser
vuestro marido.
‑Pero, señor, sabéis
entonces...
‑Sé que habéis sido raptada,
señora.
‑¿Y por quién? ¿Lo sabéis? ¡Oh, si lo sabéis,
decídmelo!
‑Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco
años, de pelo negro, de tez morena, con una cicatriz en la sien
izquierda.
‑¡Eso es, eso es! Pero ¿y su
nombre?
‑¡Ah, su nombre! Es lo que yo
ignoro.
‑ ¿Y‑ mi marido sabía que había sido
raptada?
‑Había sido advertido por una carta que le
había escrito el raptor mismo.
‑¿Y sospecha ‑preguntó la señora Bonacieux
con apuro‑ la causa de este suceso?
‑Lo atribuía, según creo, a una causa
política.
‑Yo al principio dudé, y ahora pienso como
él. ¿Así es que mi querido Bonacieux no ha sospechado ni un solo instante de
mí...?
‑¡Lejos de ello, señora, estaba muy orgulloso
de vuestra sabiduría y sobre todo de vuestro amor!
Una segunda sonrisa casi imperceptible afloró
a los labios rosados de la hermosa joven.
‑Pero ‑prosiguió D'Artagnan‑ ¿cómo habéis
huido?
‑He aprovechado un momento en que me han
dejado sola, y como desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto,
con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana; entonces, como creía aquí
a mi marido, he acudido corriendo.
‑¿Para poneros bajo su
protección?
‑¡Oh! No, pobre hombre, yo sabía de sobra que
él era incapaz de defenderme; pero como podía servirnos para otra cosa, quería
prevenirle.
‑¿De qué?
‑¡Oh! Ese no es mi secreto, no puedo por
tanto decíroslo.
‑Y además ‑dijo D'Artagnan‑ (perdón, señora,
si, como guardia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no
estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias. Los hombres que he
puesto en fuga van a volver con ayuda; si nos encuentran aquí, estamos
perdidos. Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los
habrán encontrado en sus casas!
‑Sí, sí, tenéis razón ‑exclamó la señora
Bonacieux asustada‑; huyamos, corramos.
Tras estas palabras, pasó su brazo bajo el de
D'Artagnan y lo apretó vivamente.
‑Pero ¿adónde huir? ‑dijo D'Artagnan‑.
¿Adónde correr?
‑Lo primero, alejémonos de esta casa, después
ya veremos.
Y la joven y el joven, sin molestarse en
cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se
adentraron por la calle des Fossés‑Monsieur‑le‑Prince y no se detuvieron hasta
la plaza Saint-Sulpice.
‑¿Y ahora qué vamos a hacer ‑preguntó
D'Artagnan‑ y adónde queréis que os conduzca?
‑Me resulta muy difícil responderos, os lo
confieso ‑dijo la señora Bonacieux‑; mi intención era hacer avisar al señor
de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera
decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres
días, y si había peligro para mí en presentarme.
‑Pero yo ‑dijo D'Artagnan‑ puedo avisar al
señor de La Porte.
‑Sin duda; sólo que hay un obstáculo, y es
que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar,
mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.
‑¡Ah, bah!
‑dijo D'Artagnan‑. Vos tenéis en
algún postigo del Louvre un conserje que os es adicto, y que gracias a una
contraseña...
La señora Bonacieux miró fijamente al
joven.
‑¿Y si os diera esa contraseña ‑dijo ella‑ la
olvidaríais tan pronto como la hubierais utilizado?
‑¡Palabra de honor, a fe de gentilhombre!
‑dijo D'Artagnan con un acento en cuya verdad nadie podía
equivocarse.
‑Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven
valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra
dedicación.
‑Haré sin promesa y por conciencia todo
cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la reina ‑dijo
D'Artagnan‑; disponed, pues, de mí como de un amigo.
‑¿Y a mí dónde me meteréis durante ese
tiempo?
‑¿No tenéis una persona a cuya casa pueda el
señor de La Porte venir a buscaros?
‑No, no quiero fiarme de
nadie.
‑Esperad ‑dijo D'Artagnan‑, estamos a la
puerta de Athos. Sí, ésta es.
‑¿Quién es Athos?
‑Uno de mis amigos.
‑¿Y si está en casa y me
ve?
‑No está, y me llevaré la llave después de
haberos hecho entrar en su habitación.
‑¿Y si vuelve?
‑No volverá; además se le dirá que he traído
una mujer, y que esa mujer está en su casa.
‑Pero eso me comprometerá mucho, ¿no lo
sabéis?
‑¡Qué os importa! Nadie os conoce; además,
nos hallamos en una situación de pasar por alto algunas
conveniencias.
‑Entonces vamos a casa de vuestro amigo.
¿Dónde vive?
‑En la calle Férou, a dos pasos de
aquí.
‑Vamos.
Y los dos reemprendieron su camera. Como
había previsto D'Artagnan, Athos no estaba en su casa; tomó la llave, que
tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subió la escalera
a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción
ya hemos hecho.
‑Estáis en vuestra casa ‑dijo él‑, tened
cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que
oigáis dar tres golpes así, mirad ‑y golpeó tres veces: dos golpes cercanos
uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más
ligero.
‑Está bien ‑dijo la señora Bonacieux‑; ahora
me toca a mí daros mis instrucciones.
‑Escucho.
‑Presentaros en el portillo del Louvre por el
lado de la calle de l'Echelle y preguntad por Germain.
‑Está bien. ¿Y después?
‑Os preguntará qué queréis, y entonces vos le
responderéis con estas dos palabras: Tours y Bruxelles. Al punto se pondrá a
vuestras órdenes.
‑¿Y qué le ordenaré yo?
‑Ir a buscar al señor de La Porte, el ayuda
de cámara de la reina.
‑¿Y cuando haya ido a buscarle y el señor de
La Porte haya venido?
‑Me lo enviaréis.
‑Está bien, pero ¿cómo os volveré a
ver?
‑¿Os importa mucho volverme a
ver?
‑Por supuesto.
‑Pues bien, dejadme a mí ese cuidado, y estad
tranquilo.
‑Cuento con vuestra
palabra.
‑Contad con ella.
D'Artagnan saludó a la señora Bonacieux
lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su
encantadora personita, y. mientras bajaba la escalera, oyó la puerta cerrarse
tras él con doble vuelta de llave. En dos saltos estuvo en el Louvre; cuando
entraba en el postigo de l'Echelle sonaban las diez. Todos los acontecimientos
que acabamos de contar habían sucedido en media hora.
Todo se cumplió como lo había anunciado la
señora Bonacieux. A la consigna convenida, Germain se inclinó; diez minutos
después, La Porte estaba en la portería; en dos palabras, D'Artagnan le puso al
corriente y le indicó dónde estaba la señora Bonacieux. La Porte se aseguró por
dos veces la exactitud de las señas, y partió corriendo. Sin embargo, apenas
hubo dado diez pasos cuando volvió.
‑Joven ‑le dijo a D'Artagnan‑, un
consejo.
‑¿Cuál?
‑Podríais ser molestado por lo que acaba de
pasar.
‑¿Lo creéis?
‑Sí.
‑¿Tenéis algún amigo cuya péndola se
retrase?
‑¿Para...?
‑Id a verle para que pueda testimoniar que
estabais en su casa a las nueve y media. En justicia, esto se llama una
coartada.
D'Artagnan encontró prudente el consejo; puso
pies en polvorosa, llegó a casa del señor de Tréville; pero en lugar de pasar al
salón con todo el mundo, pidió entrar en el gabinete. Como D'Artagnan era uno de
los habituales del palacio, no hubo ninguna dificultad para acceder a su
demanda; y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota,
teniendo algo importante que decide, solicitaba una audiencia particular.
Cinco minutos después, el señor de Tréville preguntaba a D'Artagnan qué podía
hacer por él y cuál era el motivo de su visita a una hora tan
avanzada.
‑¡Perdón, señor! ‑dijo D'Artagnan, que había
aprovechado el momento en que se había quedado solo para retrasar el reloj
tres cuartos de hora‑. He pensado que como no eran más que las nueve y
veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra
casa.
‑¡Las nueve y veinticinco minutos! ‑exclamó
el señor de Tréville mirando su péndola‑. ¡Pero es
imposible!
‑Ya lo veis, señor ‑dijo D'Artagnan‑, eso lo
testimonia.
‑Es exacto ‑dijo el señor de Tréville‑,
habría creído que era más tarde. Pero veamos, ¿qué
queréis?
Entonces D'Artagnan le hizo al señor de
Tréville una larga historia sobre la reina. Le expuso los temores que había
concebido respecto a Su Majestad; le contó que había oído decir los proyectos
del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un
aplomo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que,
como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el cardenal, el
rey y la reina.
Al sonar las diez, D'Artagnan abandonó al
señor de Tréville, que le agradeció sus informes, le recomendó tener siempre en
el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvió al salón. Pero al pie
de la escalera, D'Artagnan se acordó de que había olvidado su bastón; por lo
tanto subió precipitadamente, volvió a entrar en el gabinete, con una vuelta de
dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día
siguiente que había sido movido, y seguro desde entonces de que tenía un
testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la
calle.
Capítulo XI
La intriga se anuda
Una vez hecha la visita al señor de Tréville,
D'Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su
casa.
¿En qué pensaba D'Artagnan, que se apartaba
así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como
sonriendo?
Pensaba en la señora Bonacieux. Para un
aprendiz de mosquetero, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita,
misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban
tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no
ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes
novicios; además, D'Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que
querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido
entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan
un carácter más tierno.
D'Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan
los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que
le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos
dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey:
añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco
vergüenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre
preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de
conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus
dones.
Se hacía entonces carrera por medio de las
mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que bellas, daban su belleza,
y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo
no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de
su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que
no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa
más o menos provista que su amante ataba al arzón de su
silla.
D'Artagnan no poseía nada: la indecisión del
provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado
al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su
amigo. D'Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a
Paris como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá
lejos, la mujer aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir
contribuciones que alcanzar.
Pero, digámoslo, por ahora D'Artagnan estaba
movido por un sentimiento más noble y más desinteresado. El mercero le
había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como
lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa.
Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por
la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a
este comienzo de amor que había sido la continuación. Decimos casi, porque la
idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo
tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo
corrobora.
Hay en la holgura una multitud de cuidados y
de caprichos aristocráticos que le van bien a la belleza. Unas medias finas
y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el
pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen
bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las
manos, sobre todo en las mujeres, necesitan permanecer ociosas para
permanecer bellas.
Además D'Artagnan, como sabe muy bien el
lector, a quien no hemos ocultado el estado de su fortuna, D'Artagnan no
era millonario; esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él mismo se fijaba
para ese feliz cambio estaba bastante lejos. Mientras tanto, ¡qué
desesperación ver a una mujer que se ama desear esas mil naderías con que
las mujeres hacen su dicha, y no poder darle esas mil naderías! Al menos, cuando
la mujer es rica y el amante no lo es, lo que no puede ofrecerle, ella
misma se lo ofrece; y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute con
el dinero del marido, raro es que sea él a quien dé las
gracias.
Además D'Artagnan, dispuesto a ser el amante
más tierno, era mientras tanto un amigo abnegado. En medio de sus proyectos
amorosos sobre la mujer del mercero, no olvidaba a los suyos. La bonita señora
Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint‑Denis o entre el tumulto
de Saint‑Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Aramis, a los cuales
D'Artagnan estaría orgulloso de mostrar una conquista semejante. Luego,
cuando se ha caminado mucho tiempo, llega el hambre: D'Artagnan tras algún
tiempo había notado esto. Harían breves comidas encantadoras en las que se
toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una amante. En
fin, en los momentos de apuros, en las situaciones extremas, D'Artagnan sería el
salvador de sus amigos.
¿Y el señor Bonacieux, a quien D'Artagnan
había empujado a las manos de los esbirros renegándole en alta voz y a quien
había prometido en voz baja salvarle? Debemos confesar a nuestros lectores
que D'Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba, era
para decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera. El amor
es la más egoísta de todas las pasiones.
Sin embargo, que nuestros lectores se
tranquilicen: si D'Artagnan olvida a su hospedero o hace ademán de olvidarlo so
pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo olvidamos, y
nosotros sabemos dónde está. Pero por ahora, hagamos como el gascón
enamorado. En cuanto al digno mercero, volveremos a él más
tarde.
D'Artagnan, mientras reflexionaba en sus
futuros amores, mientras hablaba a la noche, mientras sonreía a las estrellas,
remontaba la calle du Cherche‑Midi o Chasse‑Midi[L78] , como se llamaba entonces. Como se
encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de ir a visitar a su
amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían hecho
enviar a Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la
ratonera. Ahora bien, si Aramis se hubiera encontrado en su casa cuando
Planchet había ido a ella, habría corrido indudablemente a la calle des
Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos compañeros, ni
unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir. Esa molestia merecía,
pues, una explicación; he ahí lo que se decía en voz alta
D’Artagnan.
Además, por lo bajo, pensaba que aquella era
para él una ocasión de hablar de la bonita señora Bonacieux, de la que su
espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno. A propósito de un primer
amor no es necesario pedir discreción. Este primer amor va acompañado de una
alegría tan grande que es preciso que esa alegría desborde; sin eso, os
ahogaría.
Desde hacía dos horas París estaba sombrío y
comenzaba a quedarse desierto. Las once sonaban en todos los relojes del
barrio de Saint-Germain, hacía una temperatura suave. D'Artagnan seguía una
calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d Assas[L79] , respirando las emanaciones embalsamadas que
venían con el viento de la calle de Vaugirard y que enviaban los jardines
refrescados por el rocío del atardecer y por la brisa de la noche. A lo lejos
resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigòs, los cantos de los
bebedores en algunas tabernas perdidas en el llano. Llegado al cabo de la
callejuela, D'Artagnan torció a la izquierda. La casa que habitaba Aramis
se hallaba situada entre la calle Cassete y la calle Servandoni[L80] ;.
D'Artagnan acababa de dejar atrás la calle
Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de su amigo, enterrada bajo un
macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto anillo por encima
de ella, cuando percibió algo como una sombra que salía de la calle
Servandoni. Ese algo estaba envuelto en una capa, y D'Artagnan creyó al
principio que era un hombre; pero por la pequeñez de la talla, por la
incertidumbre de los andares, por el embarazo del paso, pronto reconoció a
una mujer. Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la
casa que buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se detenía, volvía
atrás, luego volvía de nuevo. D'Artagnan quedó intrigado.
«¡Y si fuera a ofrecerle mis servicios!
‑pensó‑. Por su aspecto se ve que es joven; quizá sea hermosa. ¡Oh! Sí. Pero una
mujer que corre las calles a esta hora no sale más que para reunirse con su
amante. ¡Maldita sea! Si fuera a perturbar la cita, sería un mal comienzo
para entrar en relaciones.»
Sin embargo, la joven seguía avanzando,
contando las casas y las ventanas. No era, por lo demás, cosa larga ni difícil.
No había más que tres palacetes en aquella parte de la calle, y dos ventanas con
vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que ocupaba
Aramis, la otra era la del propio Aramis.
‑¡Pardiez! ‑se dijo D'Artagnan, a quien la
nieta del teólogo venía a las mientes‑. ¡Pardiez! Estaría bueno que esa paloma
rezagada buscase la casa de nuestro amigo. Pero, por vida mía, eso sería
demasiado. ¡Ah, mi querido Aramis, por esta vez, quiero tener el corazón
limpio!
Y D'Artagnan, haciéndose lo más delgado que
pudo, se puso a cubierto en el lado más oscuro de la calle, junto a un
banco de piedra situado en el fondo de un nicho.
La joven continuó avanzando, porque además de
la ligereza de su paso, que le había traicionado, acababa de hacer oír una breve
tos que denunciaba una voz de las más frescas. D’Artagnan pensó que aquella tos
era una señal.
Sin embargo, bien porque se hubiera
respondido a aquella tos mediante un signo equivalente que había fijado las
irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda extraña
hubiera reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó
resueltamente al postigo de Aramis y llamó con tres intervalos iguales con
su dedo encorvado.
‑¡Vaya con Aramis! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¡Ah,
señor hipócrita, os he cogido haciendo teología!
Apenas fueron dados los tres golpes cuando la
ventana interior se abrió y una luz apareció a través de los vidrios del
postigo.
‑¡Ah, ah! ‑hizo el indiscreto no de las
puertas, sino de las ventanas‑. ¡Vaya!, esperaban la visita. Veamos, el postigo
va a abrirse y la dama entrará escalando. ¡Muy bien!
Pero, para gran asombro de D Artagnan, el
postigo permaneció cerrado. Además, la luz que había resplandecido un
instante desapareció y todo volvió a la oscuridad.
D'Artagnan pensó que aquello no podía durar
así, y continuó mirando con todos sus ojos y escuchando con todas sus
orejas.
Tenía razón: al cabo de unos segundos, dos
golpes secos resonaron en el interior.
La joven de la calle respondió con un solo
golpe seco, y el postigo se entreabrió.
Júzguese si D'Artagnan miraba y escuchaba con
avidez.
Desgraciadamente, la luz había sido llevada a
otra habitación. Pero los ojos del joven se habían habituado a la noche. Por
otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los gatos, según se
asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D'Artagnan vio, pues, que la joven sacaba de
su bolso un objeto blanco que desplegó con viveza y que tomó la forma de un
pañuelo. Desplegado aquel objeto, hizo notar una esquina a su
interlocutor.
Esto recordó a D'Artagnan aquel pañuelo que
había encontrado a los pies de la señora Bonacieux, que le había recordado el
que habia encontrado a los pies de Aramis.
¿Qué diablos podía, pues, significar aquel
pañuelo?
Situado donde estaba, D'Artagnan no podía ver
el rostro de Aramis, y decimos de Aramis porque el joven no tenía ninguna
duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con la dama del
exterior; la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la
preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que
hemos puesto en escena, salió de su escondite, y raudo como una centella,
pero ahogando el ruido de sus pasos, fue a pegarse a una esquina del muro,
desde el que su mirada podía hundirse perfectamente en el interior de la
habitación de Aramis.
Llegado allí, D'Artagnan pensó lanzar un
grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la visitante nocturna, era
una mujer. Sólo que D'Artagnan veía bastante para reconocer la forma de sus
vestidos, pero no para distinguir sus rasgos.
En el mismo instante, la mujer de la
habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo cambió por aquel que
acababan de mostrarle. Luego entre las dos mujeres fueron pronunciadas
algunas palabras. Por fin el postigo se cerró. La mujer que se hallaba en el
exterior de la ventana se volvió y vino a pasar a cuatro pasos de D'Artagnan
bajando la toca de su manto; pero la precaución había sido tomada
demasiado tarde y D'Artagnan había reconocido a la señora
Bonacieux.
¡La señora Bonacieux! La sospecha de que era
ella le había cruzado por el espíritu cuando había sacado el pañuelo de su
bolso; pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había enviado a buscar al
señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de
París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por
segunda vez?
Era preciso, por tanto, que fuera por un
asunto muy importante. ¿Y qué asunto hay importante para una mujer de
veinticinco años? El amor.
Pero ¿era por su cuenta o por cuenta de otra
persona por lo que se exponía a semejantes azares? Esto era lo que se preguntaba
a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos mordía en el corazón
ni más ni menos que a un amante titulado.
Había por otra parte un medio muy simple de
asegurarse adónde iba la señora Bonacieux: era seguirla. Este medio era tan
simple que D'Artagnan lo empleó naturalmente y por
instinto.
Pero a la vista del joven que se separaba del
muro como una estatua de su nicho, y al ruido de los pasos que oyó resonar
tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y
huyó.
D'Artagnan corrió tras ella. No era una cosa
difícil para él alcanzar a una mujer embarazada por su manto. La alcanzó, pues,
un tercio más allá de la calle en que se había adentrado. La desgraciada estaba
agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D'Artagnan le puso la mano sobre
el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz
estrangulada:
‑Matadme si queréis, pero no sabréis
nada.
D'Artagnan la alzó pasándole el brazo en
torno al talle; pero como sintió por su peso que estaba a punto de desvanecerse,
se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto. Tales protestas no
significaban nada para la señora Bonacieux, porque semejantes protestas pueden
hacerse con las peores intenciones del mundo; pero la voz era todo. La joven
creyó reconocer el sonido de aquella voz; volvió a abrir los ojos, lanzó una
mirada sobre el hombre que le había causado tan gran miedo y, al reconocer a
D'Artagnan, lanzó un grito de alegría.
‑¡Oh, sois
vos! ¡Sois vos! ‑dijo‑.
¡Gracias, Dios mío!
‑Sí, soy yo ‑dijo D'Artagnan‑, yo, a quien
Dios ha enviado para velar por vos.
‑¿Era con esa intención con la que me
seguíais? ‑preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter
algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el
momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había
tomado por un enemigo.
‑No ‑dijo D'Artagnan‑, no, lo confieso, es el
azar el que me ha puesto en vuestra ruta; he visto una mujer llamar a la ventana
de uno de mis amigos...
‑¿De uno de vuestros amigos? ‑interrumpió la
señora Bonacieux. ‑Sin duda; Aramis es uno de mis mejores
amigos.
‑¡Aramis! ¿Quién es
ése?
‑
Vamos! ¿Vais a decirme que no conocéis a Aramis?
‑ Es la primera vez que oigo pronunciar ese
nombre.
‑Entonces, ¿es la primera vez que vais a esa
casa?
‑Claro.
‑¿Y no sabíais que estuviese habitada por un
joven?
‑No.
‑¿Por un mosquetero?
‑De ninguna manera.
‑¿No es, pues, a él a quien veníais a
buscar?
‑De ningún modo. Además, ya lo habéis visto,
la persona con quien he hablado es una mujer.
‑Es cierto; pero esa mujer es de las amigas
de Aramis.
‑Yo no sé nada de eso.
‑Se aloja en su casa.
‑Eso no me atañe.
‑Pero ¿quién es ella?
‑¡Oh! Ese no es secreto mío.
‑Querida señora Bonacieux, sois encantadora;
pero al mismo tiempo sois la mujer más misteriosa...
‑¿Es que pierdo con eso?
‑No, al contrario, sois adorable.
‑Entonces, dadme el brazo.
‑De buena gana. ¿Y ahora?
‑Ahora conducidme.
‑¿Adónde?
‑Adonde voy.
‑Pero ¿adónde vais?
‑Ya lo veréis, puesto que me dejaréis en la puerta.
‑¿Habrá que esperaros.
‑Será inútil.
‑Entonces, ¿volveréis sola?
‑Quizá sí, quizá no.
‑Y la persona que os acompañará luego, ¿será
un hombre, será una mujer?
‑No sé nada todavía.
‑Yo sí, yo sí lo sabré.
‑¿Y cómo?
‑Os esperaré para veros salir.
‑En ese caso, ¡adiós!
‑¿Cómo?
‑No tengo necesidad de vos.
‑Pero habíais reclamado...
‑La ayuda de un gentilhombre, y no la
vigilancia de un espía.
‑La palabra es un poco dura.
‑¿Cómo se llama a los que siguen a las
personas a pesar suyo?
‑Indiscretos.
‑La palabra es demasiado suave.
‑Vamos, señora, me doy cuenta de que hay que
hacer todo lo que vos queráis.
‑¿Por qué privaros del mérito de hacerlo en
seguida?
‑¿No hay alguno que se ha arrepentido de
ello?
‑Y vos, ¿os arrepentís en realidad?
‑Yo no sé nada de mí mismo. Pero lo que sé es
que os prometo hacer todo lo que queráis si me dejáis acompañaros hasta donde
vayáis.
Y me dejaréis después?
‑Sí.
‑¿Sin espiarme a mi
salida?
‑No.
‑¿Palabra de honor?
‑¡A fe de gentilhombre!
‑Tomad entonces mi brazo y
caminemos.
D'Artagnan ofreció su brazo a la señora
Bonacieux, que se cogió de él, mitad riendo, mitad temblando, y los dos juntos
ganaron lo alto de la calle La Harpe[L81] . Llegada allí la joven pareció dudar, como
ya había hecho en la calle Vaugirard. Sin embargo, por ciertos signos,
pareció reconocer una puerta; y se acercó a ella.
‑Y ahora, señor ‑dijo‑, aquí es donde tengo
que venir; mil gracias por vuestra honorable compañía, que me ha salvado de
todos los peligros a que habría estado expuesta. Pero ha llegado el momento de
cumplir vuestra palabra: yo he llegado a mi destino.
‑¿Y no tendréis nada que temer a la
vuelta?
‑No tendré que temer más que a los
ladrones.
‑¿Y eso no es nada?
‑¿Qué podrían robarme? No tengo un denario
encima.
‑Olvidáis ese bello pañuelo bordado,
blasonado.
‑¿Cuál?
‑El que encontré a vuestros pies y que metí
en vuestro bolsillo.
‑¡Callaos, callaos, desgraciado! ‑exclamó la
joven‑. ¿Queréis perderme?
‑Ya veis que todavía hay peligro para vos,
puesto que una sola palabra os hace temblar y confesáis que si oyesen esa
palabra estaríais perdida. ¡Ah, señora ‑exclamó D'Artagnan cogiéndole la mano y
cubriéndola con una ardiente mirada‑, sed más generosa, confiad en mí! No
habéis leído todavía en mis ojos que no hay más que afecto y simpatía en mi
corazón.
‑Claro que sí ‑respondió la señora Bonacieux‑
y si me pedís mis secretos, os los diré; pero los de los demás, es otra
cosa.
‑Está bien ‑dijo D'Artagnan‑, yo los
descubriré; puesto que tales secretos pueden tener influencia sobre vuestra
vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los
míos.
‑Guardaos de ello ‑exclamó la joven con una
serenidad que hizo temblar a D'Artagnan a su pesar‑. ¡No os mezcléis en
nada de lo que me atañe, no tratéis de ayudarme en lo que hago! Y esto os lo
pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me habéis
hecho, y que no olvidaré en mi vida. Creed ante todo en lo que os digo. No os
ocupéis más de mí, no existo más para vos, que sea como si no me hubierais visto
jamás.
‑¿Aramis debe hacer lo mismo que yo, señora?
‑dijo D'Artagnan picado.
‑Es ya la segunda o tercera vez que
pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os he dicho que no lo
conocía.
‑¿No conocéis al hombre a cuyo postigo vais a
llamar? Vamos, señora, ¿no me creéis demasiado crédulo?
‑Confesad que habéis inventado esa historia
para hacerme hablar, y que vos mismo habéis creado ese
personaje.
‑Yo no he inventado nada, señora, no creo
nada, digo la exacta verdad.
‑¿Y decíis que uno de vuestros amigos vive en
esa casa?
‑Lo digo y lo repito por tercera vez, en esa
casa es donde vive mi amigo, y ese amigo es Aramis.
‑Todo esto se aclarará más tarde ‑murmuró la
joven‑; ahora, señor, callaos.
‑Si pudierais ver mi corazón completamente al
descubierto ‑dijo D'Artagnan‑, leeríais en él tanta curiosidad que tendríais
piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais incluso mi curiosidad.
No tenéis nada que temer de quienes os aman.
‑Habláis muy deprisa de amor, señor ‑dijo la
mujer moviendo la cabeza.
‑Es que el amor me ha venido deprisa y por
primera vez, y aún no tengo veinte años.
La joven lo miró a
hurtadillas
‑Escuchad, estoy tras su rastro‑dijo
D'Artagnan‑ Hace tres meses estuve a punto de tener un duelo con Aramis por un
pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que estaba en su
casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy
seguro.
‑Señor ‑dijo la joven‑, me cansáis, os lo
juro, con esas preguntas.
‑Pero vos, señora, tan prudente pensad en
ello; si fuerais arrestada con ese pañuelo, y si ese pañuelo fuera cogido,
¿no os comprometeríais?
‑¿Y por qué? ¿Las iniciales no son las mías:
C. B., Costance Bonacieux?
‑O Camille de
Bois‑Tracy.
‑Silencio, señor, una vez mas, ¡silencio!
¡Ah! Puesto que los peligros que corro no os detienen, pensad en los que podéis
correr vos.
‑¿Yo?
‑Sí, vos. Corréis peligro en la cárcel,
corréis peligro de muerte por el hecho de conocerme.
‑Entonces no os dejo.
‑Señor ‑dijo la joven suplicando y juntando
las manos‑, señor, en el nombre del cielo, en el nombre del honor de un militar,
en el nombre de la cortesía de un gentilhombre, alejaos; ved, suenan las doce,
es la hora en que me esperan.
‑Señora ‑dijo el joven inclinándose‑, no sé
negar nada a quien me lo pide así; contentaos, ya me
alejo.
‑Pero ¿no me seguiréis, no me
espiaréis?
‑Regreso a mi casa ahora
mismo.
‑¡Ah, ya sabía yo que erais un buen joven!
‑exclamó la señora Bonacieux tendiéndole una mano y poniendo la otra en la
aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el muro.
D'Artagnan tomó la mano que se le tendía y la
besó ardientemente.
‑¡Ay, preferiría no haberos visto jamás!
‑exclamó D'Artagnan con aquella brutalidad ingenua que las mujeres prefieren con
frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque descubre el fondo del
pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la
razón.
‑¡Pues bien! ‑prosiguió la señora Bonacieux
con una voz casi acariciadora y estrechando la mano de D'Artagnan, que no
había abandonado la suya‑. ¡Pues bien¡ Yo no diré tanto como vos: lo que
está perdido para hoy no está perdido para el futuro. ¿Quién sabe si cuando
yo esté libre un día no satisfaré vuestra curiosidad?
‑¿Y hacéis la misma promesa a mi amor?
‑exclamó D'Artagnan en el colmo de la alegría.
‑¡Oh! Por ese lado, no quiero comprometerme,
eso dependerá de los sentimientos que vos sepáis
inspirarme.
‑Así, hoy, señora...
‑Hoy, señor, no estoy segura más que del
agradecimiento.
‑¡Ah! Sois muy encantadora ‑dijo D'Artagnan
con tristeza‑, y abusáis de mi amor.
‑No, yo use de vuestra generosidad, eso es
todo. Pero, creedlo, con ciertas personas todo se recobra.
‑¡Oh, me hacéis el más feliz de los hombres!
No olvidéis esta noche, no olvidéis esta promesa.
‑Estad tranquilo, en tiempo y lugar me
acordaré de todo. ¡Y bien, partid pues, partid, en nombre del cielo! Me
esperaban a las doce en punto, y voy retrasada.
‑Cinco minutos.
‑Sí; pero en ciertas circunstancias cinco
minutos son cinco siglos.
‑Cuando se ama.
‑¿Y quién os dice que no tengo un asunto
amoroso?
‑¿Es un hombre el que os espera? ‑exclamó
D'Artagnan‑. ¡Un hombre!
‑Vamos, que la discusión vuelve a empezar
‑dijo la señora Bonacieux con media sonrisa que no estaba exenta de cierto
tinte de impaciencia.
‑No, no, me voy; creo en vos, quiero tener
todo el mérito de mi afecto, aunque ese afecto sea una estupidez. ¡Adiós,
señora, adiós!
Y como si no se sintiera con fuerza para
separarse de la mano que sostenía más que mediante una sacudida, se alejó
corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el postigo, con tres
golpes lentos y regulares; luego, llegado al ángulo de la calle, él se
volvió: la puerta se había abierto y vuelto a cerrar, la bonita mercera había
desaparecido.
D'Artagnan prosiguió su camino, había dado su
palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y aunque la vida de ella
dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que debía
acompañarla, D'Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que
volvía. Cinco minutos después estaba en la calle des
Fossoyeurs.
‑Pobre Athos ‑decía‑, no sabrá lo que esto
quiere decir. Se habrá dormido mientras me esperaba, o habrá regresado a su
casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una mujer. ¡Una mujer
en casa de Athos! Después de todo ‑continuó D'Artagnan‑, también había una en
casa de Aramis. Todo esto es muy extraño y me intriga mucho saber cómo va a
terminar.
‑Mal, señor, mal ‑respondió una voz que el
joven reconoció como la de Planchet; porque monologando en voz alta, a la
manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por el camino al
fondo del cual estaba la escalera que conducía a su
habitación.
‑¿Cómo mal? ¿Qué quieres decir, imbécil?
‑preguntó D'Artagnan‑. ¿Qué ha pasado?
‑Toda clase de
desgracias.
‑¿Cuáles?
‑En primer lugar, el señor Athos está
arrestado.
‑¡Arrestado! ¡Athos! ¡Arrestado! ¿Por
qué?
‑Lo encontraron en vuestra casa; lo tomaron
por vos.
‑¿Y quién lo ha
arrestado?
‑La guardia que fueron a buscar los hombres
negros que vos pusisteis en fuga.
‑¡Por qué no ha dicho su nombre! ¿Por qué no
ha dicho que no tenía nada que ver con este asunto?
‑Se ha guardado mucho de hacerlo, señor; al
contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho: «Es tu amo el que necesita su
libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé nada. Le
creerán arrestado, y esto le dará tiempo; dentro de tres días diré quién
soy, y entonces tendrán que dejarme salir.»
‑¡Bravo, Athos! Noble corazón ‑murmuró
D'Artagnan‑, en eso le reconozco. ¿Y qué han hecho los
esbirros?
‑Cuatro se lo han llevado no sé adónde, a la
Bastilla o al Fort-l'Evêque[L82] ; dos se han quedado con los hombres negros,
que han registrado por todas partes y que han cogido todos los papeles. Por fin,
los dos últimos, durante esta comisión, montaban guardia en la puerta;
luego, cuando todo ha acabado, se han marchado dejando la casa vacía y
completamente abierta.
‑¿Y Porthos y Aramis?
‑Yo no los encontré, no han
venido.
‑Pero pueden venir de un momento a otro,
porque tú les dejaste el recado de que los esperaba.
‑Sí, señor.
‑Bueno, no te muevas de aquí; si vienen,
avísales de lo que me ha pasado, que me esperen en la taberna de la Pomme du
Pin; aquí habría peligro, la casa puede ser espiada. Corro a casa del señor de
Tréville para anunciarle todo esto, y me reúno con ellos.
‑Está bien, señor ‑dijo
Planchet.
‑Pero tú te quedas, tú no tengas miedo ‑dijo
D'Artagnan volviendo sobre sus pasos para recomendar valor a su
lacayo.
‑Estad tranquilo, señor ‑dijo Planchet‑; no
me conocéis todavía: soy valiente cuando me pongo a ello; la cosa consiste
en ponerme; además, soy picardo.
‑Entonces, de acuerdo ‑dijo D'Artagnan‑; te
haces matar antes que abandonar tu puesto.
‑Sí, señor, y no hay nada que no haga para
probar al señor que le soy adicto.
‑Bueno ‑se dijo a sí mismo D'Artagnan‑,
parece que el método que empleé con este muchacho es decididamente bueno;
lo usaré en su momento.
Y con toda la rapidez de sus piernas, algo
fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D'Artagnan se dirigió
hacia la calle du Vieux‑Colombier.
El señor de Tréville no estaba en su palacio;
su compañía se hallaba de guardia en el Louvre; él estaba en el Louvre con
su compañía.
Había que llegar hasta el señor de Tréville;
era importante que fuera prevenido de lo que pasaba. D'Artagnan decidió
entrar en el Louvre. Su traje de guardia de la compañía del señor Des
Essarts debía servirle de pasaporte.
Descendió, pues, la calle des Petits‑Augustins [L83] y subió el muelle para tomar el Pont‑Neuf.
Por un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla
del agua había introducido maquinalmente su mano en el bolsillo y se había
dado cuenta de que no tenía con qué pagar al barquero.
Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud[L84] , vio desembocar de la calle Dauphine un
grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le
sorprendió.
Las dos personas que componían el grupo eran:
la una, un hombre; la otra, una mujer.
La mujer tenía el aspecto de la señora
Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el punto de ser tomado por
él.
Además, la mujer tenía aquella capa negra que
D'Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo de la calle de Vaugirard y sobre
la puerta de la calle de La Harpe.
Además, el hombre llevaba el uniforme de los
mosqueteros.
El capuchón de la mujer estaba vuelto, el
hombre tenía su pañuelo sobre su rostro; los dos, esa doble precaución lo
indicaba, los dos tenían, pues, interés en no ser
reconocidos.
Ellos tomaron el puente; era el camino de
D'Artagnan, puesto que D'Artagnan se dirigía al Louvre; D'Artagnan los
siguió.
D'Artagnan no había dado veinte pasos cuando
quedó convencido de que aquella mujer era la señora Bonacieux y de que aquel
hombre era Aramis.
En el mismo instante sintió que todas las
sospechas de los celos se agitaban en su corazón.
Era doblemente traicionado por su amigo y por
aquella a la que amaba ya como a una amante. La señora Bonacieux le había jurado
por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto de hora después
de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de
Aramis.
D'Artagnan no reflexionó que conocía a la
bonita mercera desde hacía tres horas, que no le debía a él nada más que un poco
de gratitud por haberla liberado de los hombres perversos que querían
raptarla, y que ella no le había prometido nada. Se miró como un amante
ultrajado, traicionado, escarnecido; la sangre y la cólera le subieron al
rostro, resolvió aclararlo todo.
La joven mujer y el joven hombre se habían
dado cuenta de que los seguían, y habían doblado el paso. D'Artagnan tomó
carrera, los sobrepasó, luego volvió sobre ellos en el momento en que se
encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que
proyectaba su claridad sobre toda aquella parte del
puente.
D'Artagnan se detuvo ante ellos, y ellos se
detuvieron ante él.
‑¿Qué queréis, señor? ‑preguntó el mosquetero
retrocediendo un paso y con un acento extranjero que probaba a D'Artagnan que se
había equivocado en una parte de sus conjeturas.
‑¡No es Aramis!
‑exclamó.
‑No, señor, no soy Aramis, y por vuestra
exclamación veo que me habéis tomado por otro, y os
perdono.
‑¡Vos me perdonáis! ‑exclamó
D'Artagnan.
‑Sí ‑respondió el desconocido ‑. Dejadme,
pues, pasar, porque nada tenéis conmigo.
‑Tenéis razón, señor ‑dijo D'Artagnan‑, nada
tengo con vos, sí con la señora.
‑¡Con la señora! Vos no la conocéis ‑dijo el
extranjero.
‑Os equivocáis, señor, la
conozco.
‑¡Ah! ‑dijo la señora Bonacieux con un tono
de reproche‑. ¡Ah, señor! Tenía yo vuestra palabra de militar y vuestra fe de
gentilhombre; esperaba contar con ellas.
‑Y yo, señora ‑dijo D'Artagnan embarazado‑.
Me habíais prometido. . .
‑Tomad mi brazo, señora ‑dijo el extranjero‑,
y continuemos nuestro camino.
Sin embargo, D'Artagnan, aturdido, aterrado,
anonadado por todo lo que le pasaba, permanecía en pie y con los brazos
cruzados ante el mosquetero y la señora Bonacieux.
El mosquetero dio dos pasos hacia adelante y
apartó a D'Artagnan con la mano.
D'Artagnan dio un salto hacia atrás y sacó su
espada.
Al mismo tiempo y con la rapidez de la
centella, el desconocido sacó la suya.
‑¡En nombre del cielo, milord! ‑exclamó la
señora Bonacieux arrojándose entre los combatientes y tomando las espadas con
sus manos.
‑¡Milord! ‑exclamó D'Artagnan iluminado por
una idea súbita‑. ¡Milord! Perdón señor, es que vois
sois...
‑Milord el duque de Buckingham ‑dijo la
señora Bonacieux a media voz‑; y ahora podéis perdernos a
todos.
‑Milord, madame, perdón, cien veces perdón;
pero yo la amaba, milord, y estaba celoso; vos sabéis lo que es amar, milord;
perdonadme y decidme cómo puedo hacerme matar por vuestra
gracia.
‑Sois un joven valiente ‑dijo Buckingham
tendiendo a D'Artagnan una mano que éste apretó respetuosamente‑; me
ofrecéis vuestros servicios, los acepto; seguidnos a veinte pasos hasta el
Louvre. ¡Y si alguien nos espía, matadlo!
D'Artagnan puso su espada desnuda bajo su
brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y al duque veinte pasos y los
siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y
elegante ministro de Carlos I.
Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo
ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba de su devoción; y la joven y el
hermoso mosquetero entraron en el Louvre por el postigo de L'Echelle sin
haber sido inquietados.
En cuanto a D'Artagnan, se volvió al punto a
la taberna de la Pomme du Pin, donde encontró a Porthos y a Aramis que lo
esperaban.
Pero sin darles otra explicación sobre la
molestia que les había causado, les dijo que había terminado solo el asunto
para el que por un instante había creído necesitar su
intervención.
Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro
relato, dejemos a nuestros tres amigos volver cada uno a su casa, y sigamos por
el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a su
guía.
Capítulo XII
Georges Villiers, duque de
Buckingham
La señora Bonacieux y el duque entraron en el
Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era conocida por pertenecer a la
reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville
que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era
adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería
acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con
el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en
el mundo la reputación de una simple mercera?
Un vez entrados en el interior del patio, el
duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos
veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña
puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la
noche; la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad,
pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte
del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre. Cerró las puertas
tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asió una
barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque
contó dos pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor,
volvió a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en
una cerradura, abrió una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada
solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord
duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de
suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.
Sin embargo, por más solo que se encontraba,
hay que decirlo, el duque de Buckingham no experimentó por un instante siquiera
temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la búsqueda de la
aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era
la primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que
aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París,
era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la
posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no
partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio,
luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya
estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la
tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada
de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue raptada. Durante dos
días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en
suspenso. Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte,
las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la
peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días
antes.
Buckingham, que se había quedado solo, se
acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero le iba de
maravilla.
A los treinta y cinco años que entonces
tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero
más elegante de Francia y de Inglaterra.
Favorito de dos reyes, rico en millones,
todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho,
Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas
existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro
para la posteridad.
Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su
poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían
alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan
elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido
locura. Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y
orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de
deslumbramiento.
Georges Villiers se situó, pues, ante un
espejo, como hemos dicho, devolvió a su bella cabellera rubia las
ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su
mostacho, y con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de
alcanzar el momento que durante tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí
mismo de orgullo y de esperanza.
En aquel momento, un puerta oculta en la
tapicería se abrió y apareció una mujer. Buckingham vio aquella aparición
en el cristal; lanzó un grito, ¡era la reina!
Ana de Austria tenía entonces veintiséis o
veintisiete años, es decir, se encontraba en todo el esplendor de su
belleza.
Su caminar era el de una reina o de una
diosa; sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos,
y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.
Su boca era pequeña y bermeja y aunque su
labio inferior, como el de los príncipes de la Casa de Austria, sobresalía
ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero también
profundamente desdeñosa en el desprecio.
Su piel era citada por su suavidad y su
aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una belleza sorprendente y todos los
poetas de la época los cantaban como incomparables.
Finalmente, sus cabellos, que de rubios que
eran en su juventud se habían vuelto castaños, y que llevaba rizados, muy claros
y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el que el censor
más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y el
escultor más exigente sólo un poco más de finura en la
nariz.
Buckingham permaneció un instante
deslumbrado; jamás Ana de Austria le había parecido tan bella en medio de los
bailes, de las fiestas, de los carruseles como le pareció en aquel momento,
vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía[L85] , la única de sus mujeres españolas que no
había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de
Richelieu.
Ana de Austria dio dos pasos hacia adelante;
Buckingham se precipitó a sus rodillas y, antes de que la reina hubiera
podido impedírselo, besó los bajos de su vestido.
‑Duque, ya sabéis que no he sido yo quien os
ha hecho escribir.
‑¡Oh! Sí, señora, sí, vuestra majestad
‑exclamó el duque‑, sé que he sido un loco, un insensato por creer que la nieve
se animaría, que el mármol se calentaría; mas, ¿qué queréis? Cuando se ama se
cree fácilmente en el amor; además, no he perdido todo en este viaje, puesto que
os veo.
‑Sí ‑respondió Ana‑, pero debéis saber por
qué y cómo os veo, milord. Os veo por piedad hacia vos mismo; os veo porque,
insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en una ciudad en
la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el
riesgo de mi honor; os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades
del mar, la enemistad de los reinos, la santidad de los juramentos. Es
sacrilegio luchar contra tantas cosas, milord. Os veo, en fin para deciros que
no tenemos que vernos más.
‑Hablad, señora; hablad, reina ‑dijo
Buckingham‑; la dulzura de vuestra voz cubre la dureza de vuestras palabras.
¡Vos habláis de sacrilegio! Pero el sacrilegio está en la separación de
corazones que Dios había formado el uno para el otro.
‑Milord ‑exclamó la reina‑, olvidáis que
nunca os he dicho que os amaba.
‑Pero jamás me habéis dicho que no me
amarais; y, realmente, decirme semejantes palabras, sería por parte de vuestra
majestad una ingratitud demasiado grande. Porque, decidme, ¿dónde encontráis un
amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la
desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada,
con una mirada perdida, con una palabra escapada? Hace tres años, señora, que os
vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo
estabais vestida la primera vez que os vi? ¿Queréis que detalle cada uno de
los adornos de vuestro tocado? Mirad, aún lo veo; estabais sentada en un
cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén verde con
brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros
hellos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes;
teníais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del
color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza. ¡Oh! Mirad,
mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y os veo cual
sois ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!
‑¡Qué locura! ‑murmuró Ana de Austria, que no
tenía el valor de admitirle al duque haber conservado tan bien su retrato en su
corazón‑. ¡Qué locura alimentar una pasión inútil con semejantes
recuerdos!
‑¿Y con qué queréis entonces que yo viva? Yo
no tengo más que recuerdos. Es mi felicidad, es mi tesoro, es mi esperanza. Cada
vez que os veo, es un diamante más que guardo en el escriño de mi corazón.
Este es el cuarto que vos dejáis caer y que yo recojo; porque en tres años,
señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de
hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los
jardines de Amiens.
‑Duque ‑dijo la reina ruborizándose‑ no
habléis de esa noche.
‑¡Oh! Al contrario, hablemos, señora,
hablemos de ella; es la noche feliz y resplandeciente de mi vida. ¿Os
acordáis de la bella noche que hacía? ¡Cuán dulce y perfumado era el aire, cuán
azul el cielo todo esmaltado de estrellas! ¡Ah! Aquella vez, señora, pude estar
un instante a solas con vos; aquella vez vos estabais dispuesta a decirme
todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón. Vos
estabais apoyada en mi brazo, mirad, en éste. Al inclinar mi cabeza a
vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada
vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies. ¡Oh, reina, reina! ¡Oh!
No sabéis cuánta felicidad del cielo, cuánta alegría del paraíso hay
encerradas en un momento semejante. Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria,
¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de
una noche parecida! Porque esa noche, señora, esa noche vos me amabais, os
lo juro.
‑Milord, es posible, sí, que la influencia
del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de
vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para
perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero
ya lo visteis, milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la
primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que
responder, pedí ayuda.
‑¡Oh! Sí, sí, eso es cierto, y cualquier otro
amor distinto al mío habría sucumbido a esa prueba; pero mi amor, en mi caso, ha
salido de ella ardiente y más eterno. Creisteis huir de mí volviendo a París,
creisteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado
vigilar. ¡Ah, qué me importan a mí todos los tesoros del mundo ni todos los
reyes de la tierra! Ocho días después, yo estaba de regreso, señora. Y esa
vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arriesgado mi favor, mi vida, por
veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos me perdonasteis al
verme tan sometido y arrepentido.
‑Sí, pero la calumnia se ha apoderado de
todas esas locuras en las que yo no contaba para nada, y vos lo sabéis bien,
milord. El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo terrible:
la señora de Vernet [L86] ha sido echada, Putange exiliado, la señora
de Chevreuse ha caído en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como
embajador de Francia, recordad, milord, que el rey mismo se
opuso.
‑Sí, y Francia va a pagar con una guerra el
rechazo de su rey. Yo no puedo veros, señora; pues bien, quiero que cada día
oigáis hablar de mí. ¿Qué otro objetivo pensáis que han tenido esa
expedición de Ré y esa liga con los protestantes de la Rochelle que proyecto?
¡El placer de veros[L87] !. No tengo la esperanza de penetrar a mano
armada hasta Paris, lo sé de sobra; pero esta guerra podrá llevar a una paz, esa
paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo. Entonces no se atreverán a
rechazarme, y volveré a Paris, y os veré, y seré feliz un instante. Cierto que
miles de hombres habrán pagado mi dicha con su vida; pero ¿qué me importaría a
mí, dado que os vuelvo a ver? Todo esto es quizá muy loco, quizá muy
insensato; pero decidme, ¿qué mujer tiene un amante más enamorado? ¿Qué reina ha
tenido un servidor más ardiente?
‑Milord, milord, invocáis para vuestra
defensa cosas que os acusan incluso; milord, todas esas pruebas de amor que
queréis darme son casi crímenes.
‑Porque vos no me amáis, señora; si me
amaseis, todo esto lo veríais de otro modo; si me amaseis, ¡oh!, si vos me
amaseis sería demasiada felicidad y me volvería loco. ¡Ah! La señora de
Chevreuse, de la que hace un momento hablabais, la señora de Chevreuse
ha sido menos cruel que vos; Holland
[L88] la amó y ella respondió a su
amor.
‑La señora de Chevreuse no era reina ‑murmuró
Ana de Austria, vencida a pesar suyo por la expresión de un amor tan
profundo.
‑¿Me amaríais entonces si no lo fuerais,
señora, decid, me amaríais entonces? ¿Puedo, pues, creer que es la dignidad
sola de vuestro rango la que os hace cruel para mí? ¿Puedo, pues, creer que si
vos hubierais sido la señora de Chevreuse, el pobre Buckingham habría
podido esperar? Gracias por esas dulces palabras, mi bella Majestad, cien
veces gracias.
‑¡Ah! Milord, habéis entendido mal, habéis
interpretado mal; yo no he querido decir...
‑¡Silencio! ¡Silencio! ‑dijo el duque‑. Si yo
soy feliz por un error, no tengáis la crueldad de quitármelo. Lo habéis dicho
vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en ella porque,
mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de
que voy a morir ‑y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a
la vez.
‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó Ana de Austria con
un acento de terror que probaba que sentía por el duque un interés mayor
del que quería confesar.
‑No os digo esto para asustaros, señora, no;
es incluso ridículo lo que os digo, y creedme que no me preocupo nada por
semejantes sueños. Pero esa palabra que acabáis de decirme, esa esperanza que
casi me habéis dado, lo habrá pagado todo, incluso mi
vida.
‑¡Y bien! ‑dijo Ana de Austria‑. Yo también,
duque, tengo presentimientos, también yo tengo sueños. He soñado que os
veía tendido, sangrando, víctima de una herida.
‑¿En el lado izquierdo, no es verdad, con un
cuchillo? ‑interrumpió Buckingham.
‑Sí, eso es, milord, eso es, en el lado
izquierdo, con un cuchillo. ¿Quién ha podido deciros que yo había tenido ese
sueño? No lo he confiado más que a Dios, a incluso en mis
plegarias.
‑No quiero más, y vos me amáis, señora, está
claro.
‑¿Que yo os amo?
‑Sí, vos. ¿Os enviaría Dios los mismos sueños
que a mí si no me amaseis? ¿Tendríamos los mismos presentimientos si nuestras
dos existencias no estuvieran en contacto por el corazón? Vos me amáis, oh,
reina, y ¿me lloraréis?
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑exclamó Ana de
Austria‑. Es más de lo que puedo soportar. Mirad, duque, en el nombre del cielo,
partid, retiraos; no sé si os amo o si no os amo, pero lo que sé es que no
seré perjura. Tened, pues, piedad de mí y partid. ¡Oh! Si fuerais herido en
Francia, si murieseis en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por
mí fue causa de vuestra muerte, no me consolaría jamás, me volvería loca por
ello. Partid, pues, partid, os lo suplico.
‑¡Oh, qué bella estáis así! ¡Cuánto os amo!
‑dijo Buckingham.
‑¡Partid, partid! Os lo suplico, y volved más
tarde; volved como embajador, volved como ministro, volved rodeado de guardias
que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y entonces no temeré más
por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.
‑¡Oh! ¿Es cierto lo que me
decís?
‑Sí...
‑Pues entonces, una prenda de vuestra
indulgencia, un objeto que venga de vos y que me recuerde que no he tenido un
sueño; algo que vos hayáis llevado y que yo pueda llevar a mi vez, un anillo, un
collar, una cadena.
‑¿Y os iréis, os iréis si os doy lo que me
pedís?
‑Sí.
‑¿En el mismo momento?
‑Sí.
‑¿Abandonaréis Francia, volveréis a
Inglaterra?
‑Sí, os lo juro.
‑Esperad, entonces,
esperad.
Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y
salió casi al momento, llevando en la mano un pequeño cofre de palo de rosa
con sus iniciales, incrustado de oro.
‑Tomad, milord duque ‑dijo‑, guardad esto en
recuerdo mío.
Buckingham tomó el cofre y cayó por segunda
vez de rodillas.
‑Me habíais prometido iros ‑dijo la
reina.
‑Y mantengo mi palabra. Vuestra mano, vuestra
mano, señora, y me voy.
Ana de Austria tendió su mano cerrando los
ojos y apoyándose con la otra en Estefanía, porque sentía que las fuerzas iban a
faltarle.
Buckingham apoyó con pasión sus labios sobre
aquella bella mano; luego, al alzarse, dijo:
‑Si antes de seis meses no estoy muerto, os
habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar el mundo para
ello.
Y, fiel a la promesa hecha, se lanzó fuera de
la habitación.
En el corredor encontró a la señora Bonacieux
que lo esperaba y que, con las mismas precauciones y la misma fortuna, volvió a
conducirlo fuera del Louvre.
Capítulo XIII
El señor Bonacieux
Como se ha podido observar, en todo esto
había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más
que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las
intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en
aquella época a la vez tan caballeresca y tan
galante.
Afortunadamente ‑lo recuerde el lector o no
lo recuerde‑, afortunadamente hemos prometido no perderlo de
vista.
Los esbirros que lo habían detenido lo
condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo tembloroso, se le hizo pasar
por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus
mosquetes.
Allí, introducido en una galería
semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las
más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las
habían con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero
patán.
Al cabo de media hora aproximadamente, un
escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando
la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios.
Generalmente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el
señor Bonacieux no se guardaban tantas formas.
Dos guardias se apoderaron del mercero, le
hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que
había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación
baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un
comisario.
El comisario estaba sentado en la silla y se
hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa. Los dos guardias condujeron
al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del
alcance de la voz.
El comisario, que hasta entonces había
mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién
tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la
nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños
pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de
garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su
amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la
tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.
Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus
apellidos y su nombre, su edad, su estado y su
domicilio.
El acusado respondió que se llamaba
Jacques‑Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que
vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11[L89] .
Entonces el comisario, en lugar de continuar
interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un
burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una exposición en
la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro
incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los
ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía
impunemente.
Después de esta segunda parte de su discurso,
fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar
sobre la gravedad de la situación.
Las reflexiones del mercero estaban ya
hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había
tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en
que esta ahijada había sido admitida como costurera de la
reina.
El fondo del carácter de maese Bonacieux era
un profundo egoísmo mezclado a una avaricia sórdida todo ello sazonado con
una cobardía extrema. El amor que le había inspirado su joven mujer, por
ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los
sentimientos primitivos que acabamos de enumerar.
Bonacieux reflexionó, en efecto, sobre lo que
acababan de decirle.
‑Pero, señor comisario ‑dijo tímidamente‑,
estad seguro de que conozco y aprecio más que nadie el mérito de la incomparable
Eminencia por la que tenemos el honor de ser
gobernados.
‑¿De verdad? ‑preguntó el comisario con aire
de duda‑. Si realmente fuera así, ¿cómo es que estáis en la
Bastilla?
‑Cómo estoy, o mejor, por qué estoy ‑replicó
el señor Bonacieux‑, eso es lo que me es completamente imposible deciros,
dado que yo mismo lo ignoro; pero a buen seguro no es por haber
contrariado, conscientemente al menos, al señor
cardenal.
‑Sin embargo, es preciso que hayáis cometido
un crimen, puesto que estáis aquí acusado de alta
traición.
‑¡De alta traición! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡De
alta traición! ¿Y cómo queréis vos que un pobre mercero que detesta a los
hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta traición?
Reflexionad, señor, es materialmente imposible.
‑Señor Bonacieux ‑dijo el comisario mirando
al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la facultad de leer hasta lo más
profundo de los corazones‑, señor Bonacieux, ¿tenéis
mujer?
‑Sí, señor ‑respondió el mercero todo
temblando, sintiendo que ahí era donde el asunto iba a embrollarse‑; es decir,
la tenía.
‑¿Cómo? ¡La teníais! ¿Pues qué habéis hecho
de ella, si ya no la tenéis?
‑Me la han raptado,
señor.
‑¿Os la han raptado? ‑prosiguió el
comisario‑. ¿Y sabéis quién es el hombre que ha cometido ese
rapto?
‑Creo conocerlo.
‑¿Quién es?
‑Pensad que yo no afirmo nada, señor
comisario, y que yo sólo sospecho.
‑¿De quién sospecháis? Veamos, responded con
franqueza.
El señor Bonacieux se hallaba en la mayor
perplejidad: ¿debía negar todo o decir todo? Negando todo, podría creerse que
sabía demasiado para confesar; diciendo todo, daba prueba de buena
voluntad. Se decidió por tanto a decirlo todo.
‑Sospecho ‑dijo‑ de un hombre alto, moreno,
de buen aspecto, que tiene todo el aire de un gran señor; nos ha seguido
varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al
postigo del Louvre para llevarla a casa.
El comisario pareció experimentar cierta
inquietud.
‑¿Y su nombre? ‑dijo.
‑¡Oh! En cuanto a su nombre, no sé nada, pero
si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de
ello, aunque fuera entre mil personas.
La frente del comisario se
ensombreció.
‑¿Lo reconoceríais entre mil, decís?
‑continuo.
‑Es decir ‑prosiguió Bonacieux, que vio que
había ido descaminado‑, es decir...
‑Habéis respondido que lo reconoceríais ‑dijo
el comsario‑; está bien, basta por hoy; antes de que sigamos adelante es preciso
que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra
mujer.
‑Pero yo no os he dicho que le conociese
‑exclamó Bonacieux desesperado‑. Os he dicho, por el contrario...
‑Llevaos al prisionero ‑dijo el comisario a
los dos guardias.
‑¿Y dónde hay que conducirlo? ‑preguntó el
escribano.
‑A un calabozo.
‑¿A cuál?
‑¡Oh, Dios mío! Al primero que sea, con tal
que cierre bien ‑respondió el comisario con una indiferencia que llenó de
horror al pobre Bonacieux.
‑¡Ay! ¡Ay! ‑se dijo‑. La desgracia ha caído
sobre mi cabeza; mi mujer habrá cometido algún crimen espantoso; me creen su
cómplice, y me castigarán con ella; ella habrá hablado, habrá confesado que me
había dicho todo; una mujer, ¡es tan débil! ¡Un calabozo, el primero que sea!
¡Eso es! Una noche pasa pronto; y mañana a la rueda, a la horca. ¡Oh, Dios mío!
¡Tened piedad de mí!
Sin escuchar para nada las lamentaciones de
maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar
acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo
llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano
esperaba.
Bonacieux no pegó ojo, y no porque su
calabozo fuera demasiado desagradable, sino porque sus inquietudes eran
demasiado grandes. Permaneció toda la noche sobre su taburete, temblando al
menor ruido; y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la
habitacion, la aurora le pareció haber tornado tintes
fúnebres.
De golpe oyó correr los cerrojos, y tuvo un
sobresalto terrible. Creía que venían a buscarlo para conducirlo al cadalso;
así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba,
a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al
cuello.
‑Vuestro asunto se ha complicado desde ayer
por la noche, buen hombre ‑le dijo el comisario‑, y os aconsejo decir toda la
verdad; porque solo vuestro arrepentimiento puede aplacar la cólera del
cardenal.
‑Pero si yo estoy dispuesto a decir todo
‑exclamó Bonacieux‑, al menos todo lo que sé. Interrogad, os lo
suplico.
‑Primero, ¿dónde está vuestra
mujer?
‑Pero si ya os he dicho que me la habían
raptado.
‑Sí, pero desde ayer a las cinco de la tarde,
gracias a vos, se ha escapado.
‑¡Mi mujer se ha escapado! ‑exclamó
Bonacieux‑. ¡Oh, la desgraciada! Señor si se ha escapado, no es culpa mía
os lo juro.
‑¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del
señor D'Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis una larga
conferencia durante el día?
‑¡Ah! Sí, señor comisario, sí, eso es cierto,
y confieso que me equivoqué. Estuve en casa del señor
D'Artagnan.
‑¿Cuál era el objeto de esa
visita?
‑Pedirle que me ayudara a encontrar a mi
mujer. Creía que tenía derecho a reclamarla; me equivocaba, según parece, y por
eso os pido perdón .
‑¿Y qué respondió el señor
D'Artagnan?
‑El señor D'Artagnan me prometió su ayuda;
pero pronto me di cuenta de que me traicionaba.
‑¡Os burláis de la justicia! El señor
D'Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en
fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha
sustraído a todas las investigaciones.
‑¡El señor D'Artagnan ha raptado a mi mujer!
¡Vaya! Pero ¿qué me decís?
‑Por suerte, D'Artagnan está en nuestras
manos, y vais a ser careado con él.
‑¡Ah? A fe que no pido otra cosa ‑exclamó
Bonacieux‑, no me molestará ver un rostro conocido.
‑Haced entrar al señor D'Artagnan ‑dijo el
comisario a los dos guardias.
Los dos guardias hicieron entrar a
Athos.
‑Señor D'Artagnan ‑dijo el comisario
dirigiéndose a Athos‑, declarad lo que ha pasado entre vos y el
señor.
‑¡Pero ‑exclamó Bonacieux‑ si no es el señor
D'Artagnan ése que me mostráis!
‑¡Cómo! ¿No es el señor D'Artagnan? ‑exclamó
el comisario.
‑En modo alguno ‑respondió
Bonacieux.
‑¿Cómo se llama el señor? ‑preguntó el
comisario.
‑No puedo decíroslo, no lo
conozco.
‑¡Cómo! ¿No lo
conocéis?
‑No.
‑¿No lo habéis visto
jamás?
‑Sí, lo he visto, pero no sé cómo se
llama.
‑¿Vuestro nombre? ‑preguntó el
comisario.
‑Athos ‑respondió el
mosquetero.
‑Pero eso no es un nombre de hombre, ¡eso es
un nombre de montaña! ‑exclamó el pobre interrogador, que comenzaba a
perder la cabeza.
‑Es mi nombre ‑dijo tranquilamente
Athos.
‑Pero vos habéis dicho que os llamabais
D'Artagnan.
‑¿Yo?
‑Sí, vos.
‑Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el
señor D'Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?» Mis guardias han
exclamado que estaban seguros. Yo no he querido contrariarlos. Además, yo podía
equivocarme.
‑Señor, insultáis a la majestad de la
justicia.
‑De ningún modo ‑dijo tranquilamente
Athos.
‑Vos sois el señor
D'Artagnan.
‑Como veis, sois vos el que aún me lo
decís.
‑Pero ‑exclamó a su vez el señor Bonacieux‑
os digo, señor comisario, que no tengo la más minima duda. El señor D'Artagnan
es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y
precisamente por eso, debo conocerlo. El señor D'Artagnan es un joven de
diecinueve a veinte años apenas, y este señor tiene treinta por lo menos.
El señor D'Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor
está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme,
señor comisario, mirad el uniforme.
‑Es cierto ‑murmuró el comisario‑; es
malditamente cierto.
En aquel momento la puerta se abrió de golpe,
y un mensajero, introducido por uno de los carceleros de la Bastilla, entregó
una carta al comisario.
‑¡Oh, la desgraciada! ‑exclamó el
comisario.
‑¿Cómo? ¿Qué decís? ¿De quién habláis?
¡Espero que no sea de mi mujer!
‑Al contrario, es de ella. Bonito asunto el
vuestro.
‑¡Vaya! ‑exclamó el mercero exasperado‑.
Haced el favor de decirme, señor, cómo ha podido empeorar por lo que mi mujer
haya hecho mientras yo estoy en prisión.
‑Porque lo que ha hecho es la consecuencia de
un plan tramado entre vosotros, un plan infernal.
‑Os juro, señor comisario, que estáis en el
más profundo error; que yo no sé nada de nada de lo que debía hacer mi mujer,
que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella ha hecho
tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.
‑¡Bueno! ‑dijo Athos al comisario‑. Si ya no
tenéis necesidad de mí aquí, enviadme a alguna parte; vuestro señor Bonacieux es
irritante.
‑Volved a llevar a los prisioneros a sus
calabozos ‑dijo el comisario señalando con el mismo gesto a Athos y a
Bonacieux‑, que sean guardados con mayor severidad que
nunca.
‑Sin embargo ‑dijo Athos con su calma
habitual‑, si vos estáis buscando al señor D'Artagnan, no veo demasiado bien en
qué puedo yo reemplazarlo.
‑¡Haced lo que he dicho! ‑exclamó el
comisario‑. Y en el secreto más absoluto. ¡Ya habéis
oído!
Athos siguió a sus guardias encogiéndose de
hombros, y el señor Bonacieux lanzando lamentaciones capaces de ablandar el
corazón de un tigre.
Llevaron al mercero al mismo calabozo en que
había pasado la noche, y lo dejaron solo toda la jornada. Durante toda la
jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que no era un
hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por la noche, hacia las ocho, en el momento
en que iba a decidirse a meterse en la cama, oyó pasos en su corredor.
Aquellos pasos se acercaron a su calabozo, su puerta se abrió y aparecieron
los guardias.
‑Seguidme ‑dijo un exento que venía tras los
guardias.
‑¡Que os siga! ‑exclamó Bonacieux‑. ¿Que os
siga a esta hora? ¿Y adónde, Dios mío?
‑Adonde tenemos orden de
llevaros.
‑Pero eso no es una
respuesta.
‑Sin embargo, es la única que podemos
daros.
-¡Ay, Dios mío, Dios mío! ‑murmuró el pobre
mercero‑. Esta vez sí que estoy perdido.
Y siguió maquinalmente y sin resistencia a
los guardias que venían a buscarlo.
Tomó el mismo corredor que ya había tomado,
atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios; finalmente, a la
puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a
caballo. Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron
la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión
rodante.
El coche se puso en movimiento, lento como un
carromato fúnebre. A través de la reja cerrada con candado, el prisionero
veía las casas y el camino, eso era todo; pero, como auténtico parisiense
que era, Bonacieux reconocía cada calle por los guardacantones, por las
muestras, por los reverberos. En el momento de llegar a Saint‑Paul, lugar
donde se ejecutaba a los condenados de la Bastilla, estuvo a punto de
desvanecerse y se persignó dos veces. Había creído que el coche debía detenerse
allí. Sin embargo, el coche siguió.
Más lejos, un gran terror lo invadió otra
vez. Fue al bordear el cementerio de Saint‑Jean, donde se enterraba a los
criminales de Estado. Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de
enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún
sobre sus hombros. Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève,
cuando vio los techos picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo
la arcada, creyó que todo había terminado para él, quiso confesarse con el
exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastimeros que el exento le
anunció que, si seguía ensordeciéndole así, le pondría una
mordaza.
Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux:
si hubieran tenido que ejecutarlo en Grève, no merecía la pena amordazarlo,
porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución. En efecto, el
coche cruzó la plaza fatal sin detenerse. Ya sólo quedaba que temer la
Croix‑du‑Trahoir[L90] : precisamente el coche tomó el camino de
ella.
Esta vez no había duda, era la
Croix‑du-Trahoir, donde se ejecutaba a los criminales subalternos.
Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint‑Paul o de la plaza de
Grève: ¡era en la Croix‑duTrahoir donde iban a terminar su viaje y su
destino! No podía ver todavía aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto
modo venir a su encuentro. Cuando no estuvo más que a una veintena de
pasos, oyó un rumor y el coche se detuvo. Era más de lo que podía soportar
el pobre Bonacieux, ya derrumbado por las sucesivas emociones que había
experimentado; lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el
último suspiro de un moribundo, y se desvaneció.
El hombre de Meung
Aquella reunión era producida no por la
espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un
ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió,
pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle
Saint‑Honoré, volvió la calle des Bons‑Enfants y se detuvo ante una puerta
baja.
La puerta se abrió, dos guardias recibieron
en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento; lo metieron por una
avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una
antecámara.
Todos estos movimientos eran realizados por
él de una forma maquinal.
Había andado como se anda en sueños; había
entrevisto los objetos a través de una niebla; sus oídos habían percibido
los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin
que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera
lanzado un grito para implorar piedad.
Permaneció, pues, sentado de este modo en la
banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma
postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no
viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real,
como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba
recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de
damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro,
comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza
de derecha a izquierda y de arriba abajo.
Con este movimiento, al que nadie se opuso,
recuperó algo de valor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra;
por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se
encontró sobre sus pies.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto
abrió una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una
persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el
prisionero, dijo:
‑¿Sois vos quien se llama
Bonacieux?
‑Sí, señor oficial ‑balbuceó el mercero, más
muerto que vivo‑, para serviros.
‑Entrad ‑dijo el
oficial.
Y se echó a un lado para que el mercero
pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la habitación en la
que parecía ser esperado.
Era un gran gabinete, de paredes adornadas
con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había
fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa
cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado,
un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la
pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de
mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente
amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un
par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y
siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre,
menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de
búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a
caballo durante el día.
Aquel hombre era Armand‑Jean Duplessis,
cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo,
sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un
gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de
un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de
su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y
galante caballero débil de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral
que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido;
preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de Nevers en su ducado
de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de
la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A primera vista, nada denotaba, pues, al
cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se
encontraban.
El pobre mercero permaneció de pie a la
puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en
él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.
‑ Está ahí ese Bonacieux? ‑pregunto tras un
momento de silencio.
‑Sí, monseñor ‑contestó el
oficial.
‑Esta bien, dadme esos papeles y
dejadnos.
El oficial cogió de la mesa los papeles
señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó hasta el suelo y
salió.
Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus
interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el hombre de la chimenea
alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta
el fondo del corazón del pobre mercero.
Al cabo de diez minutos de lectura y de diez
segundos de examen, el cardenal se había decidido.
‑Esa cabeza no ha conspirado nunca ‑murmuró‑;
pero no importa, veamos de todas formas.
‑Estáis acusado de alta traición ‑dijo
lentamente el cardenal.
‑Es lo que ya me han informado, monseñor
‑exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial
darle‑; pero yo os juro que no sabía nada de ello.
El cardenal reprimió una
sonrisa.
‑Habéis conspirado con vuestra mujer, con la
señora de Chevreuse y con milord el duque de Buckingham.
‑En realidad, monseñor ‑respondió el
mercero‑, he oído pronunciar todos esos nombres.
‑¿Y en qué ocasión?
‑Ella decía que el cardenal de Richelieu
había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la
reina con él.
‑¿Ella decía eso? ‑exclamó el cardenal con
violencia.
‑Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se
equivocaba por mantener tales opiniones, y que Su Eminencia era
incapaz...
‑Callaos, sois un imbécil ‑prosiguió el
cardenal.
‑Es precisamente eso lo que mi mujer me
respondió, monseñor.
‑¿Sabéis quién ha raptado a vuestra
mujer?
‑No, monseñor.
‑Sin embargo, ¿tenéis
sospechas?
‑Sí, monseñor, pero esas sospechas han
parecido contrariar al señor comisario y ya no las
tengo.
‑Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo
sabíais?
‑No, monseñor, lo he sabido después de haber
entrado en prisión, y siempre por la mediación del señor comisario, un
hombre muy amable.
El cardenal reprimió una segunda
sonrisa.
‑Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de
vuestra mujer después de su fuga?
‑Completamente, monseñor; habrá debido volver
al Louvre.
‑A la una de la mañana no había vuelto
aún.
‑¡Ah D¡os mío! Pero entonces ¿qué habrá s¡do
de ella?
‑Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se
oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.
‑En tal caso, monseñor, ¿creéis que el
cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha ocurr¡do con mi
mujer?
‑Quizá; pero es preciso primero que confeséis
todo lo que sepáis relativo a las relaciones de vuestra mujer con la señora de
Chevreuse.
‑Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he
visto nunca.
‑Cuando ¡ba¡s a buscar a vuestra mujer al
Louvre, ¿volvía ella d¡rectamente a casa?
‑Cas¡ nunca: tenía que ver a vendedores de
tela, a cuyas casas yo la llevaba.
‑¿Y cuántos vendedores de telas
había?
‑Dos, monseñor.
‑¿Dónde viven?
‑Uno en la calle de Vaug¡rard; el otro en la
calle de La Harpe.
‑¿Entrasteis en sus casas con
ella?
‑Nunca, monseñor; la esperaba a la
puerta.
‑¿Y qué pretexto os daba para entrar así
completamente sola?
‑No me lo daba; me decía que esperase, y yo
esperaba.
‑Sois un marido complaciente, mi querido
señor Bonacieux ‑dijo el cardenal.
«¡Ella me llama su querido señor! ‑dijo para
sí mismo el mercero‑. ¡Diablos, las cosas van bien!»
‑¿Reconoceríais esas
puertas?
‑Sí.
‑¿Cuáles son?
‑Número 25 en la calle de Vaugirard; número
75 en la calle de La Harpe.
‑Está bien ‑dijo el
cardenal.
A estas palabras, cogió una campanilla de
plata y llamó; el official volvió a entrar.
‑Idme a buscar a Rochefort ‑dijo a media
voz‑, y que venga inmediatamente si ha vuelto.
‑El conde está ahí ‑dijo el official‑, pide
hablar al instante con Vuestra Eminencia.
‑¡Con Vuestra Eminencia! ‑murmuró Bonacieux,
que sabía que tal era el título que ordinariamente se daba al señor cardenal‑.
¡Con Vuestra Eminencia!
‑¡Que venga entonces, que venga! ‑dijo
vivamente Richelieu.
El official se lanzó fuera de la habitación
con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en
obedecerle.
‑¡Con Vuestra Eminencia! ‑murmuraba Bonacieux
haciendo girar los ojos extraviados.
No habían transcurrido cinco segundos desde
la desaparición del official, cuando la puerta se abrió y un nuevo personaje
entró.
‑¡Es él! ‑exclamó
Bonacieux.
‑¿Quién es él? ‑preguntó el
cardenal.
‑El que ha raptado a mi
mujer.
El cardenal llamó por segunda vez. El
official reapareció.
‑Devolved este hombre a manos de sus dos
guardias, y que espere a que yo lo llame ante mí.
‑¡No, monseñor! ¡No, no es él! ‑exclamó
Bonacieux‑. No, me he equivocado, es otro que se le parece algo. El señor es un
hombre honrado.
‑Llevaos a este imbécil ‑dijo el
cardenal.
El official cogió a Bonacieux por debajo del
brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos
guardias.
El nuevo personaje al que se acababa de
introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo
salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose rápidamente
al cardenal.
‑Han sido vistos.
‑¿Quiénes? ‑preguntó Su
Eminencia.
‑Ella y él.
‑¿La reina y el duque? ‑exclamó
Richelieu.
‑Sí.
‑¿Y dónde?
‑En el Louvre.
‑¿Estáis seguro?
‑Completamente.
‑¿Quién os lo ha dicho?
‑La señora de Lannoy[L92] , que es completamente de Vuestra
Eminencia, como sabéis.
‑¿Por qué no lo ha dicho
antes?
‑Sea por casualidad o por desconfianza, la
reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis [L93] en su habitación, y la ha tenido allí toda la
jornada.
‑Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar
nuestra revancha.
‑Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad
tranquilo.
‑¿Cuándo ha sido?
‑Alas doce y media de la noche, la reina
estaba con sus mujeres...
‑¿Dónde?
‑En su cuarto de
costura...
‑Bien.
‑Cuando han venido a entregarle un pañuelo de
parte de su costurera...
‑¿Después?
‑Al punto la reina ha manifestado una gran
emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro cubierto, ha
palidecido.
‑¡Y después! ¡Después!
‑Sin
embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme
diez minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha
salido.
‑¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a
preveniros al instante?
‑Nada era seguro todavía; además, la reina
había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se atrevía a desobedecer a la
reina.
‑¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de
su cuarto?
‑Tres cuartos de hora.
‑¿La acompañaba alguna de sus
mujeres?
‑Doña Estefanía
solamente.
‑¿Y luego ha vuelto?
‑Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo
de rosa con sus iniciales y salir en seguida.
‑Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el
cofre?
‑No.
‑¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese
cofre?
‑Sí, los herretes de diamantes que Su
Majestad ha dado a la reina.
‑¿Y ha vuelto sin ese
cofre?
‑Sí.
‑¿La opinión de la señora de Lannoy es que se
los ha entregado a Buckingham?
‑Está segura.
‑¿Y cómo?
‑Durante el día, la señora de Lannoy, en su
calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado
inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la
reina.
‑¿Y entonces, la
reina?...
‑La reina se ha puesto muy roja y ha
respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a
reparar a su orfebre.
‑Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa
es cierta o no.
‑Ya he pasado.
‑Y bien, ¿el orfebre?
‑El orfebre no ha oído hablar de
nada.
‑¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está
perdido, y quizá..., quizá todo sea para mejor.
‑El hecho es que no dudo de que el genio de
Vuestra Eminencia...
‑Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es
eso?
‑Es precisamente lo que iba a decir si
Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi frase.
‑Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa
de Chevreuse y el duque de Buckingham?
‑No, monseñor, mis gentes no han podido
decirme nada positivo al respecto.
‑Yo sí lo sé.
‑¿Vos, monseñor?
‑Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la
calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle de La Harpe, número
75.
‑¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga
arrestar a los dos?
‑Será demasiado tarde, habrán
partido.
‑No importa, podemos
asegurarnos.
‑Tomad diez hombres de mis guardias y
registrad las dos casas.
‑Voy monseñor.
Y Rochefort se abalanzó fuera de la
habitación.
El cardenal, ya solo, reflexionó un instante
y llamó por tecera vez. Apareció el mismo oficial.
‑Haced entrar al prisionero ‑dijo el
cardenal.
Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a
una seña del cardenal, el oficial se retiró.
‑Me habéis engañado ‑dijo severamente el
cardenal.
‑¡Yo! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡Yo engañar a
Vuestra Eminencia!
‑Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard
y a la calle de La Harpe, no iba a casa de vendedores de
telas.
‑¿Y adónde iba, santo
cielo?
‑Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a
casa del duque de Buckingham.
‑Sí ‑dijo Bonacieux echando mano de todos sus
recursos‑, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene razón. Muchas veces le he dicho a
mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes,
en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado
a reír. ¡Ah, monseñor! ‑continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la
Eminencia‑. ¡Ah! ¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el
hombre de genio al que todo el mundo reverencia!
El cardenal, por mediocre que fuera el
triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era Bonacieux, no dejó de gozarlo
durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se
presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la
mano al mercero, le dijo:
‑Alzaos, amigo mío, sois un buen
hombre.
‑¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he
tocado la mano del gran hombre! ‑exclamó Bonacieux‑. ¡El gran hombre me ha
llamado su amigo!
‑Sí, amigo mío, sí ‑dijo el cardenal con
aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no
le conocía‑; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que daros una
indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y
perdonadme.
‑¡Que yo os perdone, monseñor! ‑dijo
Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera
más que una chanza‑. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de
hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no
tendría la más minima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no
penséis más en ello!
‑¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya
lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues, esa bolsa. ¿Os vais sin estar
demasiado descontento?
‑Me voy encantado,
monseñor.
‑Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista,
porque espero que nos volvamos a ver.
‑Siempre que monseñor quiera, estoy a las
órdenes de Su Eminencia.
‑Será a menudo, estad tranquilo, porque he
hallado un gusto extremo con vuestra conversación.
‑¡Oh, monseñor!
‑Hasta la vista, señor Bonacieux, hasta la
vista.
Y el cardenal le hizo una señal con la mano,
a la que Bonacieux respondió inclinándose hasta el suelo; luego salió a
reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su
entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia!
¡Viva el gran cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante
manifestación de sentimientos entusiastas de maese Bonacieux; luego, cuando
los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en la lejanía:
‑Bien ‑dijo‑. De ahora en adelante será un
hombre que se haga matar por mí.
Y el cardenal se puso a examinar con la mayor
atención el mapa de La Rochelle que, como hemos dicho, estaba extendido sobre su
escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía pasar el famoso
dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad
sitiada.
Cuando se hallaba en lo más profundo de sus
meditaciones estratégicas, la puerta volvió a abrirse y Rochefort
entró.
‑¿Y bien? ‑dijo vivamente el cardenal,
levantándose con la presteza que probaba el grado de importancia que concedía a
la comisión que había encargado al conde.
‑¡Y bien! ‑dijo éste‑. Una mujer de
veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a cuarenta años se
han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las
casas indicadas por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche
pasada y el hombre esta mañana.
‑¡Eran ellos! ‑exclamó el cardenal, que
miraba el péndulo‑. Y ahora ‑continuó‑, es demasiado tarde para correr tras
ellos: la duquesa está en Tours
[L94] y el duque en Boulogne[L95] . Es en Londres donde hay que
alcanzarlos.
‑¿Cuáles son las órdenes de Vuestra
Eminencia?
‑Ni una palabra de lo que ha pasado; que la
reina permanezca totalmente segura; que ignore que sabemos su secreto, que crea
que estamos a la busca de una conspiración cualquiera. Enviadme al guardasellos
Séguier[L96] .
‑¿Y ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra
Eminencia?
‑¿Qué hombre? ‑preguntó el
cardenal.
‑El tal Bonacieux.
‑He hecho todo lo que se podía hacer con él.
Lo he convertido en espía de su mujer.
El conde de Rochefort se inclinó como hombre
que reconocía la gran superioridad del maestro, y se
retiró.
Una vez que se quedó solo, el cardenal se
sentó de nuevo, escribió una carta que selló con su sello particular, luego
llamó. El oficial entró por cuarta vez.
‑Hacedme venir a Vitray ‑dijo‑ y decidle que
se apreste para un viaje.
Un instante después, el hombre que había
pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y
espuelas.
‑Vitray ‑dijo‑, vais a partir inmediatamente
para Londres. No os detendréis un instante en el camino. Entregaréis esta carta
a milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por casa de mi
tesorero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de regreso
dentro de seis días y si habéis hecho bien mi comisión.
El mensajero, sin responder una sola palabra
se inclinó, cogió la carta, el vale de doscientas pistolas y
salió.
He aquí lo que contenía la
carta:
«Milady,
Asistid al primer baile a que asista el duque
de Buckingham. Tendrá en su jubón doce herretes de diamantes, acercaos a él y
quitadle dos.
Tan pronto como esos herretes estén en
vuestro poder, avisadme.»
Capítulo XV
Gentes de toga y gentes de
espada
Al día siguiente de aquel en que estos
acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el
señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su
desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un
permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de
familia.
El señor de Tréville era el padre de sus
soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba
el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como
habría podido estarlo de su propio hermano.
Se presentó, pues, al momento ante el
teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la
Croix‑Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado
momentáneamente en Fort‑l'Évêque.
Athos había pasado por todas las pruebas que
hemos visto sufrir a Bonacieux.
Hemos asistido a la escena de careo entre los
dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que
D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos
declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Artagan
.
Añadió que no conocía ni al señor ni a la
señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia
las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D'Artagnan, su amigo,
pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había
cenado: veinte testigos ‑añadió‑ podían atestiguar el hecho y nombró a varios
gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La
Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como
el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual
de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga
tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del
señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían
reflexión.
También Athos fue enviado al cardenal, pero
desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el
rey.
Era precisamente el momento en que el señor
de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador
del Fort‑l'Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de
Su Majestad.
Como capitán de los mosqueteros, el señor de
Tréville tenía a toda hora acceso al rey.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del
rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal
que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que
de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo
la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres
le inquietaban más que las guerras con España, las complicaciones con
Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pensamiento, la
señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas,
sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas
amorosas.
A la primera frase que le había dicho el
señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se
creía en esa ciudad, había venido a Paris y que durante los cinco días que
había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había
encolerizado con furia. Caprichoso a infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad comprenderá
difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por
razonamientos.
Pero cuando el cardenal añadió que no
solamente la señora de Chevreuse había venido a París, sino que además la reina
se había relacionado con ella con ayuda de una de esas correspondencias
misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando
afirmó que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más
oscuros de aquella intriga, cuando, en el momento de arrestar con las manos
en la masa, en flagrante delito, provisto de todas las pruebas, al emisario de
la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado interrumpir
violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas
gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para
ponerlo ante los ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia
las habitaciones de la reina con esa pálida y muda indignación que, cuando
estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría
crueldad.
Y, sin embargo, en todo aquello el cardenal
no había dicho aún una palabra del duque de Buckingham.
Fue entonces cuando el señor de Tréville
entró, frío, cortés y con una vestimenta irreprochable.
Advertido de lo que acababa de pasar por la
presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de
Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.
Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de
la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al entrar, se
volvió.
‑Llegáis en el momento justo, señor ‑dijo el
rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía disimular‑,
y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros
mosqueteros.
‑Y yo ‑respondió fríamente el señor de
Tréville‑ tengo muy bonitas cosas de que informarle sobre sus gentes de
toga.
‑¿De verdad? ‑dijo el rey con
altivez.
‑Tengo el honor de informar a Vuestra
Majestad ‑continuó el señor de Tréville en el mismo tono‑ de que una partida de
procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy
estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha
permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el
Fort-l'Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de
mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta
irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce
favorablemente: el señor Athos.
‑Athos ‑dijo el rey maquinalmente‑. Sí, por
cierto, conozco ese nombre.
‑Que Vuestra Majestad lo recuerde ‑dijo el
señor de Tréville‑. El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo
que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac. A
propósito, monseñor ‑continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal‑, el
señor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es
así?
‑¡Gracias! ‑dijo el cardenal mordiéndose los
labios de cólera.
‑El señor Athos había ido a hacer una visita
a uno de sus amigos entonces ausente ‑prosiguió el señor de Tréville‑. A un
joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía de Des
Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un
libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos
juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas...
El cardenal hizo una seña al rey que
significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.»
‑Ya sabemos todo eso ‑replicó el rey‑ porque
todo eso se ha hecho a nuestro servicio.
‑Entonces ‑dijo Tréville‑, es también por
servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros
inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por
lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que
ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está
dispuesto a verterla todavía.
‑¡Bah! ‑dijo el rey, vacilando‑. ¿Han pasado
así las cosas?
‑El señor de Tréville no dice ‑dijo el
cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una
hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores
delegados por mí para instruir un asunto de la más alta
importancia.
‑Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo
‑exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza
militar‑. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra
Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de
haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor
duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban
allí.
El rey miró al
cardenal.
‑Un atestado da fe de ello ‑dijo el cardenal,
respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad‑ y las gentes
maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a
Vuestra Majestad.
‑¿Atestado de gentes de toga vale tanto como
la palabra de honor de un hombre de espada? ‑respondió orgullosamente
Tréville.
‑Vamos, vamos, Tréville, callaos ‑dijo el
rey.
‑Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra
uno de mis mosqueteros ‑dijo Tréville‑, la justicia del señor cardenal es
bastante conocida como para que yo mismo pida una
investigación.
‑En la casa en que se ha hecho esa inspección
judicial ‑continuó el cardenal, impasible‑ se aloja, según creo, un bearnés
amigo del mosquetero.
‑¿Vuestra Eminencia se refiere al señor
D'Artagnan?
‑Me refiero a un joven al que vos protegéis,
señor de Tréville.
‑Sí, Eminencia, es ese
mismo.
‑No sospecháis que ese joven haya dado malos
consejos...
‑¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad?
‑interrumpió el señor de Tréville‑. No, monseñor. Además, el señor D'Artagnan ha
pasado la noche conmigo.
‑¡Vaya! ‑dijo el cardenal‑. Todo el mundo ha
pasado la noche con usted.
‑¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? ‑dijo
Tréville, con el rubor de la cólera en la frente.
‑¡No, Dios me guarde de ello! ‑dijo el
cardenal‑. Sólo que... ¿a qué hora estaba él con vos?
‑¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra
Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el
péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!
‑¿Y a qué hora ha salido de vuestro
palacio?
‑A las diez y media, una hora después del
suceso.
‑En fin ‑respondió el cardenal, que no
sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la
victoria se le escapaba‑, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la
calle des Fossoyeurs.
‑¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro
amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía confraternizar con un guardia de la
compañía del señor Des Essarts?
‑Sí, cuando la casa en la que confraterniza
con ese amigo es sospechosa.
‑Es que esa casa es sospechosa, Tréville
‑dijo el rey‑. Quizá no lo sabíais.
‑En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier
caso, puede ser sospechosa en cualquier parte; pero niego que lo sea en la
parte que habita el señor D'Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que de creer
en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un
admirador más profundo del señor cardenal.
‑¿No es ese D'Artagnan el que hirió un día a
Jussac en ese desafortunado encuentro que tuvo lugar junto al convento de
los Carmelitas Descalzos? ‑preguntó el rey mirando al cardenal, que
enrojeció de despecho.
‑Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire;
sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene buena memoria.
‑Entonces, ¿qué decidimos? ‑dijo el
rey.
‑Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí
‑dijo el cardenal‑. Yo afirmaría la culpabilidad.
‑Y yo la niego ‑dijo Tréville‑. Pero Su
Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.
‑Eso es ‑dijo el rey‑. Remitamos la causa a
los jueces; su misión es juzgar, y juzgarán.
‑Sólo que ‑prosiguió Tréville‑ es muy triste
que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud
más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución. Y
el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar
expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.
La frase era imprudente, pero el señor de
Tréville la había lanzado con conocimiento de causa. Quería una explosión, por
eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.
‑¡Asuntos de policía! ‑exclamó el rey,
repitiendo las palabras del señor de Tréville‑. ¡Asuntos de policía! ¿Y qué
sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis
la cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un
mosquetero, Francia está en peligro. ¡Cuánto escándalo por un
mosquetero! ¡Vive el cielo que haré detener a diez! ¡Cien, incluso; toda la
compañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.
‑Desde el momento en que son sospechosos a
Vuestra Majestad ‑dijo Tréville‑, los mosqueteros son culpables; por eso me
veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque, después de haber acusado a
mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme a mí
mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que
ya está detenido, y con el señor d'Artagnan, a quien se arrestará sin
duda.
‑Cabezota gascón ¿terminaréis? ‑dijo el
rey.
‑Sire ‑respondió Tréville sin bajar ni por
asomo la voz‑, ordenad que se me devuelva mi mosquetero o que sea
juzgado.
‑Se le juzgará ‑dijo el
cardenal.
‑¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso
pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.
El rey temió un
estallido.
‑Si Su Eminencia ‑dijo‑ no tiene
personalmente motivos...
El cardenal vio venir al rey y se le
adelantó.
‑Perdón ‑dijo‑, pero desde el momento en que
Vuestra Majestad ve en mí un juez predispuesto, me
retiro.
‑Veamos ‑dijo el rey‑. ¿Me juráis vos, por mi
padre, que el señor Athos estaba con vos durante el suceso y que no ha
tomado parte en él?
‑Por vuestro glorioso padre y por vos mismo,
que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!
‑¿Queréis reflexionar, sire? ‑dijo el
cardenal‑. Si soltamos de este modo al prisionero, no podremos conocer nunca la
verdad.
‑El señor Athos seguirá estando ahí ‑prosigió
el señor de Tréville‑, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de
toga interrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo mismo
respondo de él.
‑Claro que no desertará ‑dijo el rey‑. Se le
encontrará siempre, como dice el señor de Tréville. Además ‑añadió, bajando
la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia‑, démosle seguridad: eso es
política.
Esta política de Luis XIII hizo sonreír a
Richelieu.
‑Ordenad, sire ‑dijo‑. Tenéis el derecho de
gracia.
‑El derecho de gracia no se aplica más que a
los culpables ‑dijo Tréville, que quería tener la última palabra‑ y mi
mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire,
es justicia.
‑¿Y está en Fort‑l'Evêque? ‑dijo el
rey.
‑Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como
el último de los criminales.
‑¡Diablos! ¡Diablos! ‑murmuró el rey‑. ¿Qué
hay que hacer?
‑Firmar la orden de puesta en libertad y todo
estará dicho ‑añadió el cardenal‑. Yo creo, como Vuestra Majestad, que la
garantía del señor de Tréville es más que suficiente.
Tréville se inclinó respetuosamente con una
alegría que no estaba exenta de temor; hubiera preferido una resistencia
porfiada del cardenal a aquella repentina facilidad.
El rey firmó la orden de excarcelación y
Tréville se la llevó sin demora.
En el momento en que iba a salir, el cardenal
le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:
‑Una buena armonía reina entre los jefes y
los soldados de vuestros mosqueteros, sire; eso es muy beneficioso para el
servicio y muy honorable para todos.
‑Me jugará alguna mala pasada de un momento a
otro ‑decía Tréville‑. Nunca se tiene la última palabra con un hombre semejante.
Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y á fin
de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort‑l'Evêque a un
hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se
tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su
entrada en el Fort‑l'Évêque, donde liberó al mosquetero, a quien su apacible
indiferencia no había abandonado.
Luego, la primera vez que volvió a ver a
D'Artagnan, le dijo:
‑Escapáis de una buena, vuestra estocada a
Jussac está pagada. Queda todavía la de Bernajoux, y no debéis fiaros
demasiado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía
razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado,
porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él
cuando Su Eminencia dijo al rey:
‑Ahora que no estamos más que nosotros dos,
vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra Majestad. Sire, el señor de
Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta mañana no ha
partido.
Capítulo XVI
una vez la campana para tocarla como lo hacía
antaño
Es imposible hacerse una idea de la impresión
que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció
sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo
golpe todo el terreno que había perdido.
‑¡El señor de Buckingham en Paris! ‑exclamó‑
¿Y qué viene a hacer?
‑Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos
los hugonotes y los españoles.
‑¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi
honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville [L97] y los Condé[L98] !
‑¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado
prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra
Majestad.
‑La mujer es débil, señor cardenal ‑dijo el
rey‑; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese
amor.
‑No por ello dejo de mantener ‑dijo el
cardenal‑ que el duque de Buckingham ha venido a Paris por un plan completamente
politico.
‑Y yo estoy seguro de que ha venido por otra
cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que
tiemble!
‑Por cierto ‑dijo el cardenal‑, por más que
me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad
me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he
interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su
Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado
mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.
‑A él indudablemente ‑dijo el rey‑. Cardenal,
necesito los papeles de la reina.
‑Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no
es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión
semejante.
‑¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D'Ancre[L99] ? ‑exclamó el rey en el más alto grado de
cólera‑. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella
misma.
‑La mariscala D'Ancre no era más que la
mariscala D'Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la
augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es
decir, una de las mayores princesas del mundo.
‑Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto
más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha
descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus
pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal
La Porte...
‑A quien yo creo la clave de todo esto, lo
confieso ‑dijo el cardenal.
‑Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me
engaña? ‑dijo el rey.
‑Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que
la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su
honor.
‑Y yo os digo que contra los dos; yo os digo
que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame
duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en
París?
‑¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer
ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué escándalo! Y si las
sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna
consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo
desesperante!
‑Pero puesto que se exponía como un vagabundo
y un ladronzuelo, había...
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de
lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba
inútilmente la palabra que había quedado en los labios del
rey.
‑¿Había?
‑Nada ‑dijo el rey‑, nada. Pero en todo el
tiempo que ha estado en Paris, ¿le habéis perdido de
vista?
‑No, sire.
‑ Dónde se alojaba?
‑In la calle de La Harpe, número
75.
‑¿Dónde está eso?
‑Junto al Luxemburgo.
‑¿Y estáis seguro de que la reina y él no se
han visto?
‑Creo que la reina está demasiado vinculada a
sus deberes, sire.
‑Pero se han escrito; es a él a quien la
reina ha escrito durante todo el día; señor duque, ¡necesito esas
cartas!
‑Pero, sire...
‑Señor duque, al precio que sea las
quiero.
‑Haré observar, sin embargo, a Vuestra
Majestad...
‑¿Me traicionáis vos también, señor cardenal,
para oponeros siempre así a mis deseos? ¿Estáis de acuerdo con los
españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la
reina?
‑Sire ‑respondió suspirando el cardenal‑,
creía estar al abrigo de semejante sospecha.
‑Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero
esas cartas.
‑No habría más que un
medio.
‑ ¿Cuál?
‑Sería encargar de esta misión al señor
guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los deberes de su
cargo.
‑¡Que envíen a buscarlo ahora
mismo!
‑Debe estar en mi casa, sire; hice que le
rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de
hacerle esperar si se presentaba.
‑¡Que vayan a buscarlo ahora
mismo!
‑Las órdenes de Vuestra Majestad serán
cumplidas, pero...
‑¿Pero qué?
‑La reina se negará quizá a
obedecer.
‑¿Mis órdenes?
‑Sí, si ignora que esas órdenes vienen del
rey.
‑Pues bien para que no lo dude, voy a
prevenirla yo mismo.
‑Vuestra Majestad no debe olvidar que he
hecho todo cuanto he podido para prevenir una ruptura.
‑Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con
la reina, demasiado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que
hablar de esto.
‑Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero
siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armonía que
deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
‑Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto
enviad en busca del señor guardasellos; yo entro en los aposentos de la
reina.
Y abriendo la puerta de comunicación, Luis
XIII se adentró por el corredor que conducía de sus habitaciones a las de Ana de
Austria.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la
señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée[L100] . En un rincón estaba aquella camarista
española, doña Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de
Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción
de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de
poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía
escuchar.
Estos pensamientos, pese a lo dorados que
estaban por un último reflejo de amor, no eran menos tristes. Ana de Austria,
privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que
no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos
puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado
toda su vida ‑aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la
época, hubiera comenzado por conceder al cardenal el sentimiento que Ana de
Austria terminó siempre por negarle‑. Ana de Austria había visto caer a su
alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus
favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto,
llevaba la desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que
apelaba a la persecución. La señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban
exiliadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su ama que esperaba ser
arrestado de un momento a otro.
Fue el instante en que estaba sumida en la
más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se
abrio y entró el rey.
La lectora se calló al momento, todas las
damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.
En cuanto al rey, no hizo ninguna
demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz
alterada:
‑Señora, vais a recibir la visita del señor
canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he
encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba
constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palideció bajo el
rouge y no pudo impedirse decir:
‑Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a
decirme el señor canciller que Vuestra Majestad no pueda decirme por sí
misma?
El rey giró sobre sus talones sin responder y
casi en ese mismo instante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut,
anunció la visita del señor canciller.
Cuando el canciller apareció, el rey había
salido ya por otra puerta.
El canciller entró medio sonriendo, medio
ruborizándose. Como probablemente volveremos a encontrarlo en el curso de
esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora
conocimiento con él.
El tal canciller era un hombre agradable. Fue
Des Roches de Masle[L101] , canónigo de Notre‑Dame y que en otro tiempo
había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un
hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue
bien.
Contaban de él algunas historias, entre otras
ésta:
Tras una juventud tormentosa, se había
retirado a un convento para expiar al menos durante algún tiempo las
locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el
pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las
pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y el
superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que
pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a
la cuerda de la campana y echarla al vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían
que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a
rezar.
El consejo pareció bueno al futuro canciller.
Conjuró al espíritu maligno con gran acompañamiento de plegarias hechas por
los monjes; pero el diablo no se deja desposeer fácilmente de una plaza en la
que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los exorcismos,
redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana
repicaba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el
penitente.
Los monjes no tenían ni un instante de
reposo. Por el día no hacían más que subir y bajar las escaleras que
conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban
obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las
baldosas de sus celdas.
Se ignora si fue el diablo quien soltó la
presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al cabo de tres meses, el
diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso que
jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la
magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el puesto de su
tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo
canciller, sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre
y en su venganza contra Ana de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de
Chalais, alentó los ensayos del señor de Laffemas[L102] , gran ahorcador de Francia; finalmente,
investido de toda la confianza del cardenal, confianza que tan bien se había
ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución se
presentaba en el aposento de la reina.
La
reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a
sentar en su sillón a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus
cojines y taburetes, y con un tono de suprema altivez
preguntó:
‑ Qué deseáis, señor y con qué fin os
presentáis aquí?
‑Para hacer en nombre del rey, señora, y
salvo el respeto que tengo el honor de deber a Vuestra Majestad, una indagación
completa en vuestros papeles.
‑¡Cómo, señor! Una indagación en mis
papeles... ¡A mil ¡Qué cosa más indigna!
‑Os ruego que me perdonéis, señora, pero en
esta circunstancia no soy sino el instrumento de que el rey se sirve. ¿No acaba
de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella misma a prepararos para
esta visita?
‑Registrad, pues, señor; soy una criminal
según parece: Estefanía, dadle las llaves de mis mesas y de mis
secreteres.
El canciller hizo una visita por pura
formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era en un mueble donde la
reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante el
día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado
veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a los titubeos que
experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a
registrar a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y
con un tono muy perplejo y aire muy embarazado, dijo:
‑Y ahora sólo me queda por hacer la
indagación principal.
‑¿Cuál? ‑preguntó la reina, que no comprendía
o que, mejor dicho, no quería comprender.
‑Su Majestad está segura de que ha sido
escrita por vos una carta durante el día; sabe que aún no ha sido enviada a su
destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro
secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
‑¿Os atreveríais a poner la mano sobre
vuestra reina? ‑dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda su altivez y fijando
sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi
amenazadora.
‑Yo soy un súbdito fiel del rey, señora; y
todo cuanto Su Majestad ordene lo haré.
‑Pues bien es cierto ‑dijo Ana de Austria‑, y
los espías del señor cardenal le han servido bien. Hoy he escrito una
carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está
aquí.
Y la reina llevó su bella mano a su
blusa.
‑Entonces, dadme esa carta, señora ‑dijo el
canciller.
‑No se la daré más que al rey, señor ‑dijo
Ana.
‑Si el rey hubiera querido que esa carta le
hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido él mismo. Pero, os lo
repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la
entregáis...
‑¿Y bien?
‑También me ha encargado
cogérosla.
‑Cómo, ¿qué queréis
decir?
‑Que mis órdenes van lejos, señora, y que
estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la persona misma de
Vuestra Majestad[L103] .
‑¡Qué horror! ‑exclamó la
reina.
‑¿Queréis pues, hacer las cosas
fáciles?
‑Esa conducta es de una violencia infame, ¿lo
sabíais, señor?
‑El rey manda, señora,
perdonadme.
‑No lo soportaré; no, no, ¡antes morir!
‑exclamó la reina, en la que se revolvía la sangre imperiosa de la española y de
la austríaca.
El canciller hizo una profunda reverencia,
luego, con la intención bien patente de no retroceder un ápice en el
cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido
hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de
Austria, de cuyos ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de
rabia.
Como hemos dicho, la reina era de una gran
belleza.
El cometido podía, pues, pasar por delicado,
y el rey había llegado, a fuerza de celos contra Buckingham, a no estar
celoso de nadie.
Sin duda el canciller Séguier buscó en ese
momento con los ojos el cordón de la famosa campana; pero al no encontrarlo,
tomó su decisión y tendió la mano hacia el lugar en que la reina había
confesado que se encontraba el papel.
Ana de Austria dio un paso hacia atrás, tan
pálida que se hubiera dicho que iba a morir; y apoyándose con la mano izquierda,
para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó con la derecha un
papel de su pecho y lo tendió al guardasellos.
‑Tomad, señor, ahí está la carta ‑exclamó la
reina, con voz entrecortada y temblorosa‑. Cogedla y libradme de vuestra
odiosa presencia.
El canciller, que por su parte tembiaba por
una emoción fácil de concebir, cogió la carta, saludó hasta el suelo y se
retiró.
Apenas se hubo cerrado la puerta tras él,
cuando la reina cayó semidesvanecida en brazos de sus
mujeres.
El canciller fue a llevar la carta al rey sin
haber leído una sola palabra. El rey la cogió con la mano temblorosa, buscó
el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió lentamente; luego, al
ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con
rapidez.
Era todo un plan de ataque contra el
cardenal. La reina invitaba a su hermano y al emperador de Austria a fingir,
heridos como estaban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación
fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a
Francia y que imponían como condición de la paz el despido del cardenal;
pero de amor no había una sola palabra en toda aquella
carta.
El rey, todo contento, se informó de si el
cardenal estaba aún en el Louvre. Se le dijo que Su Eminencia esperaba, en el
gabinete de trabajo, las órdenes de Su Majestad.
El rey se dirigió al punto a su
lado.
‑Tomad, duque ‑le dijo‑; teníais razón y era
yo el que estaba equivocado; toda la intriga es política, y no había ningún
asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de
vos.
El cardenal tomó la carta y la leyó con la
mayor atención; luego, cuando hubo llegado al fin la releyó una segunda
vez.
‑¡Bien! ‑dijo‑. Vuestra Majestad ya ve hasta
dónde llegan mis enemigos: se os amenaza con dos guerras si no me echáis. En
verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas instancias y, por mi
parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera
dicha.
‑¿Qué decís, duque?
‑Digo, sire, que mi salud se pierde en estas
luchas excesivas y en estos trabajos eternos. Digo que lo más probable es que yo
no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que más valdría que
nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún
valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un
hombre de iglesia, al que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme
a cosas para las que no tengo ninguna aptitud. Seréis más feliz en el
interior, sire, y no dudo que seréis más grande en el
extranjero.
‑Señor duque ‑dijo el rey‑ comprendo, estad
tranquilo; todos los que son nombrados en esa carta serán castigados como
merecen, y la reina también.
‑¿Qué decís, sire? Dios me guarde de que, por
mí, la reina sufra la menor contrariedad. Ella siempre me ha creído su enemigo,
sire, aunque Vuestra Majestad puede atestiguar que yo siempre la he apoyado
calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh, si ella traicionase a Vuestra
Majestad en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir:
«¡Nada de gracia sire, nada de gracia para la culpable!» Afortunadamente no
es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de adquirir una nueva
prueba.
‑Es cierto, señor cardenal ‑dijo el rey‑, y
teníais razón, como siempre; pero no por ello deja la reina de merecer toda mi
cólera.
‑Sois vos, sire, quien habéis incurrido en la
suya; y si realmente ella hiciera ascos seriamente a Vuestra Majestad, yo lo
comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una
severidad...
‑Así es como trataré siempre a mis enemigos y
a los vuestros, duque, por alto que estén colocados y sea cual sea el
peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
‑La reina es mi enemiga, pero no la vuestra,
sire; al contrario, es una esposa abnegada, sumisa a irreprochable; dejadme,
pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra Majestad.
‑¡Entonces que se humille, y que venga a mí
la primera!
‑Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis
cometido el primer error, puesto que sois vos quien habéis sospechado de la
reina.
‑ ¿Que yo vaya el primero? ‑dijo el rey‑.
¡Jamás!
‑Sire, os lo suplico.
‑Además, ¿cómo iría yo el
primero?
‑Haciendo una cosa que sabéis que le
gustaría.
‑¿Cuál?
‑Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la
reina la danza; os prometo que su rencor no resistirá ante semejante
tentación.
‑Señor cardenal, vos sabéis que no me gustan
todos esos placeres mundanos.
‑Por eso la reina os quedará más agradecida,
puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer; además, será una ocasión para
ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de darle por su
cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de
ponerse.
‑Ya veremos, señor cardenal, ya veremos ‑dijo
el rey, que en su alegría por hallar a la reina culpable de un crimen que le
importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba dispuesto a
reconciliarse con ella‑. Ya veremos; pero, por mi honor, sois
demasiado indulgente.
‑Sire ‑dijo el cardenal‑ dejad la severidad a
los ministros, la indulgencia es la virtud real; usadla y veréis cómo os
encontraréis bien.
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el
péndulo las once, se inclinó profundamente pidiendo permiso al rey para
retirarse y suplicándole que se reconciliase con la
reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la
confiscación de su carta esperaba algún reproche, quedó muy sorprendida al ver
al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella. Su
primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de
reina habían sido, los dos, tan cruelmente ofendidos que no podía
reconciliarse así, a la primera; pero, vencida por el consejo de sus
mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó aquel
primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un
momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la
pobre Ana de Austria que, como había pensado el cardenal, ante este anuncio la
última huella de sus resentimientos desapareció, si no de su corazón, al menos
de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el
rey respondió que tenía que entenderse sobre este punto con el
cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba
al cardenal en qué época tendría lugar aquella fiesta, y todos los días, el
cardenal, con un pretexto cualquiera, difería
fijarla.
Así pasaron diez días.
El octavo día después de la escena que hemos
contado, el cardenal recibió una carta, con sello de Londres, que contenía
solamente estas pocas líneas:
«Los tengo; pero no puedo abandonar Londres,
dado que me falta dinero; enviadme quinientas pistolas, y, cuatro o cinco días
después de haberlas recibido, estaré en Paris.»
El mismo día en que el cardenal hubo recibido
esta carta, el rey le dirigió su pregunta habitual.
Richelieu contó con los dedos y se dijo en
voz baja:
‑Ella llegará, según dice, cuatro o cinco
días después de haber recibido el dinero; se necesitan cuatro o cinco días
para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen
diez días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a
las debilidades de mujer y pongamos doce días.
‑¡Y bien, señor duque! ‑dijo el rey‑. ¿Habéis
calculado?
‑Sí, siré; hoy estamos a 20 de septiembre;
los regidores de la ciudad dan una fiesta el 3 de octubre. Resultará todo
de maravilla, porque así no parecerá que volvéis a la
reina.
Luego el cardenal
añadió:
‑A propósito, sire, no olvidéis decir a Su
Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver cómo le sientan sus herretes
de diamantes.
Capítulo XVII
El matrimonio
Bonacieux
Era la segunda vez que el cardenal insistía
en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó
sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación
ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado
porque el cardenal ‑cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la
policía moderna, era excelente‑ estuviese mejor informado que él mismo de lo que
pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con
Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su
Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto
en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su
ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su
costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de
Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que
terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII
quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como
estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una
sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su
persistencia en acusar.
‑Pero ‑exclamó Ana de Austria, cansada de
aquellos vagos ataques‑, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el
corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es
posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta
escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan
directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la
recomendación que no debía hacer más que la víspera de la
fiesta.
‑Señora ‑dijo con majestad‑, habrá dentro de
poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes
regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los
herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi
respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria
creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él
ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demas con su
carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de
admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando
al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola
sílaba.
‑¿Habéis oído, señora? ‑dijo el rey, que
gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la
causa‑. ¿Habéis oído?
‑Sí, sire, he oído ‑balbuceó la
reina.
‑¿Iréis a ese baile?
‑Sí.
‑Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es
que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad
que era una de las partes malas de su carácter.
‑Entonces, convenido ‑dijo el rey‑. Eso era
todo lo que tenía que deciros.
‑Pero ¿qué día tendrá lugar el baile?
‑preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía
responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi
moribunda.
‑Muy pronto, señora ‑dijo‑; pero no me
acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al
cardenal.
‑¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado
esa fiesta? ‑exclamó la reina.
‑Sí, señora ‑respondió el rey asombrado‑.
Pero ¿por qué?
‑¿Ha sido él quien os ha dicho que me
invitéis a aparecer con los herretes?
‑Es decir, señora...
‑¡Ha sido él, sire, ha sido
él!
‑¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo?
¿Hay algún crimen en esa invitación?
‑No, sire.
‑Entonces, ¿os
presentaréis?
‑Sí, sire.
‑Está bien ‑dijo el rey, retirándose‑. Está
bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por
etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió
encantado.
‑Estoy perdida ‑murmuró la reina‑. Perdida
porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien empuja al rey, que todavía
no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios mío,
Dios mío Dios mío!
Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la
cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible.
Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse estaba en Tours.
Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres
la traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No
tenía a nadie en el mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la
amenazaba y del abandono que era el suyo, estalló en
sollozos.
‑¿No puedo yo servir para nada a Vuestra
Majestad? ‑dijo de pronto una voz llena de dulzura y de
piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no había
motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien
así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a
la habitación de la reina apareció la bonita señora Bonacieux; estaba ocupada en
colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado; no
había podido salir, y había oído todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse
sorprendida, porque en su turbación no reconoció al principio a la joven que le
había sido dada por La Porte.
‑¡Oh, no temáis nada, señora! ‑dijo la joven
juntando las manos y llorando ella misma las angustias de la reina‑. Pertenezco
a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior
que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra
Majestad de preocupaciones.
‑¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! ‑exclamó la reina‑.
Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por todas partes, ¿puedo fiarme de
vos?
‑¡Oh, señora! ‑exclamó la joven cayendo de
rodillas‑. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por Vuestra
Majestad!
Esta exclamación había salido del fondo del
corazón y, como el primero, no podía engañar.
‑Sí ‑continuó la señora Bonacieux‑. Sí, aquí
hay traidores; pero por el santo nombre de la Virgen, os juro que nadie es
más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide de nuevo se
los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban
guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me
equivoco acaso? ¿No es as?
‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ‑murmuró la reina
cuyos dientes castañeaban de terror.
‑Pues bien, esos herretes ‑prosiguió la
señora Bonacieux‑ hay que recuperarlos.
‑Sí, sin duda, hay que hacerlo ‑exclamó la
reina‑. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
‑Hay que enviar a alguien al
duque.
‑Pero ¿quién...? ¿Quién...? ¿De quién
fiarme?
‑Tened confianza en mí, señora; hacedme ese
honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
‑¡Pero será preciso
escribir!
‑¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de
mano de Vuestra Majestady vuestro sello particular.
‑Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son
el divorcio, el exilio!
‑¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo
respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su
destinatario.
‑¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo
ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras
manos!
‑¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo
esto!
‑Pero ¿cómo? Decídmelo al
menos.
‑Mi marido ha sido puesto en libertad hace
tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a ver. Es un hombre bueno y
honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera; partirá a
una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra
Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario
que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un
arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no
ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó
tiernamente.
‑¡Haz eso ‑exclamó‑, y me habrás salvado la
vida, habrás salvado mi honor!
‑¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo
la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de nada a Vuestra Majestad, que es
solamente víctima de pérfidas conspiraciones.
‑Es cierto, es cierto, hija mía ‑dijo la
reina‑. Y tienes razón.
‑Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo
apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la
que había tinta, papel y plumas; escribió dos líneas, selló la carta con su
sello y la entregó a la señora Bonacieux.
‑Y ahora ‑dijo la reina‑, nos olvidamos de
una cosa muy necesaria. . .
‑¿Cuál?
‑El dinero.
La señora Bonacieux se
ruborizó.
‑Sí, es cierto ‑dijo‑. Confesaré a Vuestra
Majestad que mi marido. . .
‑Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres
decir.
‑Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es
su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no se inquiete, encontraremos
el medio...
‑Es que yo tampoco tengo ‑dijo la reina
(quienes lean las Memorias de la señora de Motteville [L104] no se extrañarán de esta respuesta)‑.
Pero espera.
Ana de Austria corrió a su
escriño.
‑Toma ‑dijo‑. Ahí tienes un anillo de gran
precio, según aseguran; procede de mi hermano el rey de España, es mío y
puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido
parta.
‑Dentro de una hora seréis
obedecida.
‑Ya ves el destinatario ‑añadió la reina
hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de
Buckingham, en Londres.
‑La carta le será entregada
personalmente.
‑¡Muchacha generosa! ‑exclamó Ana de
Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la
reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con la ligereza de un
pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa;
como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta
en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto
del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y
que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort,
convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin
mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su
mujer, sino que era solamente una precaución
política.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre
hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi
rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia ninguna de las tres
cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto a la
criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la
pobre muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris
hasta Bourgogne, su país natal.
El digno mercero había participado a su
mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le
había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que
pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a
visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar
cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo
a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho al cardenal y en las
visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se
sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de
Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le llamaba su amigo, su
querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor
caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la
fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux había
reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo muy distinto que la
ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel
hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho
años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de
su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven
cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había
permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero, en esa época sobre
todo, el título de gentilhombre tenía gran influencia sobre la burguesía y
D'Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que
después del uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era,
lo repetimos, hermoso, joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que
ama y que tiene sed de ser amado; tenía más de lo que es preciso para enloquecer
a una cabeza de veintitrés años
[L105] y la señora Bonacieux había llegado
precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto
desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado
entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin embargo, el señor
Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los
brazos abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la
frente.
‑Hablemos un poco ‑dijo
ella.
‑¿Cómo? ‑dijo Bonacieux,
extrañado.
‑Sí, tengo una cosa de la mayor importancia
que deciros.
‑Por cierto, que yo también tengo que haceros
algunas preguntas bastante serias. Explicadme un poco vuestro rapto, por
favor.
‑Por el momento no se trata de eso ‑dijo la
señora Bonacieux.
‑¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi
cautividad?
‑Me enteré de ella el mismo día; pero como no
erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como
no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he
dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
‑¡Habláis muy a vuestro gusto señora!
‑prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le testimoniaba su
mujer‑. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la
Bastilla?
‑Un día y una noche que pasan muy pronto;
dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a lo que me ha traído a
vuestro lado.
‑¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es,
pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace
ocho días? ‑pregunto el mercero picado en lo más vivo.
‑Es eso en primer lugar, y además otra
cosa.
‑¡Hablad!
‑Una cosa del mayor interés y de la que
depende nuestra fortuna futura quizá.
‑Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara
desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos
meses causara la envidia de mucha gente.
‑Sí, sobre todo si queréis seguir las
instrucciones que voy a daros.
‑ ¿A mî?
‑Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que
hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo
tiempo.
La señora Bonacieux sabía que hablando de
dinero a su marido le cogía por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha
hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo
hombre.
‑¡Mucho dinero que ganar! ‑dijo Bonacieux
estirando los labios.
‑Sí, mucho.
‑¿Cuánto, más o menos?
‑Quizá mil pistolas.
‑¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy
grave?
‑Sí.
‑¿Qué hay que hacer?
‑Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un
papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia
mano de alguien.
‑¿Y adónde tengo que
ir?
‑A Londres.
‑¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no
tengo nada que hacer en Londres.
‑Pero otros necesitan que vos
vayáis.
‑¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no
voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no sólo a qué me expongo, sino
también por quién me expongo.
‑Una persona ilustre os envía, una persona
ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros deseos, he ahí cuanto puedo
prometeros.
‑¡Intrigas otra vez, siempre intrigas!
Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido sobre
eso.
‑¡El cardenal! ‑exclamó la señora Bonacieux‑.
¡Habéis visto al cardenal!
‑El me hizo llamar ‑respondió orgullosamente
el mercero.
‑Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué
imprudente!
‑Debo decir que no estaba en mi mano aceptar
o no aceptar, porque yo estaba entre dos guardias. Es cierto además que,
como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido dispensarme
de esa visita, hubiera estado muy encantado.
‑¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado
acaso?
‑Me ha tendido la mano y me ha llamado su
amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo del gran
cardenal!
‑¡Del gran cardenal!
‑¿Le negaríais, por casualidad ese título,
señora?
‑Yo no le niego nada, pero os digo que el
favor de un ministro es efímero, y que hay que estar loco para vincularse a un
ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no descansan en el
capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos
poderes es de los que hay que burlarse.
‑Lo siento, señora, pero no conozco otro
poder que el del gran hombre a quien tengo el honor de
servir.
‑¿Vos servís al
cardenal?
‑Sí, señora, y como su servidor no permitiré
que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a
las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español.
Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra
hasta el fondo del corazón.
Bonacieux repetía palabra por palabra una
frase que había oído decir al conde de Rochefort; pero la pobre mujer, que había
contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la
reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había estado a
punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin
embargo, conociendo la debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no
desesperaba de atraerle a sus fines.
‑¡Ah! Sois cardenalista, señor ‑exclamó‑.
¡Conque servís al partido de los que maltratan a vuestra mujer a insultan a
vuestra reina!
‑Los intereses particulares no son nada ante
los intereses de todos. Yo estoy de parte de quienes salvan al Estado ‑dijo
con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort, que él
había retenido y que hallaba ocasión de meter.
‑¿Y sabéis lo que es el Estado de que
habláis? ‑dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de hombros‑. Contentaos con ser
un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas
ventajas.
‑¡Eh eh! ‑dijo Bonacieux, golpeando sobre una
bolsa de panza redondeada y que devolvió un sonido argentino‑. ¿Qué decís vos de
esto, señora predicadora?
‑¿De dónde viene ese
dinero?
‑¿No
lo adivináis?
‑¿Del cardenal?
‑De él y de mi amigo el conde de
Rochefort.
‑¡El conde de
Rochefort! ¡Pero si ha sido él
quien me ha raptado!
‑Puede ser, señora.
‑¿Y vos recibís dinero de ese
hombre?
‑¿No me habéis dicho vos que ese rapto era
completamente politico?
‑Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme
traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran
comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
‑Señora ‑prosiguió Bonacieux‑ vuestra augusta
ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien
hecho.
‑Señor ‑dijo la joven‑, os sabía cobarde,
avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
‑Señora ‑dijo Bonacieux, que no había visto
nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal‑.
Señora, ¿qué decís?
‑¡Digo que sois un miserable! ‑continuó la
señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna influencia sobre su marido‑.
¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os venderíais en
cuerpo y alma al demonio por dinero!
‑No, pero al cardenal
sí.
‑¡Es la misma cosa! ‑exclamó la joven‑. Quien
dice Richelieu dice Satán.
‑Callaos, señora, callaos, podrían
oírnos.
‑Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para
vos vuestra propia cobardía.
‑Pero ¿qué exigís entonces de mí?
Veamos.
‑Ya os lo he dicho: que partáis al instante,
señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta
condición, olvido todo, perdono; y hay más ‑ella le tendió la mano‑: os
devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a
su mujer: se enterneció. Un hombre de cincuenta años no guarda durante
mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora Bonacieux vio que
dudaba.
‑Entonces, ¿estáis decidido? ‑dijo
ella.
‑Pero, querida amiga, reflexionad un poco en
lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris, muy lejos, y quizá la comisión
que me encarguéis no esté exenta de peligro.
‑¡Qué importa si los
evitáis!
‑Mirad, señora Bonacieux ‑dijo el mercero‑.
Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me dan miedo. He visto la
Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me pone
la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la
tortura? Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos
estallan! No, decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma?
Porque en verdad creo que hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que
sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!
‑Y vos, vos sois una mujer, una miserable
mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues bien, si no partís ahora
mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que
tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda;
pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro, la del cardenal y la de la
reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
‑Hacedme detener de parte de la reina ‑dijo‑
y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que
había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto. Contempló
un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible,
como el de esos tontos que tienen miedo.
‑¡Pues entonces, sea! ‑dijo‑. Quizá, a fin de
cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y
vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal. Y sin
embargo, es muy duro ‑añadió‑ que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo
creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi
fantasía.
‑Es que vuestras fantasías pueden llevar muy
lejos ‑respondió Bonacieux, triunfante‑ y desconfío de
ellas.
‑Renunciaré, pues, a ellas ‑dijo la joven
suspirando‑. Está bien, no hablemos más.
‑Si al menos me dijerais qué tenía que hacer
en Londres ‑prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort
le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su
mujer.
‑Es inútil que lo sepáis ‑dijo la joven, a
quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia trás‑: era una bagatela
de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que
ganar.
Pero cuanto más se resistía la joven, tanto
más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se negaba a confiarle era
importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort
y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a
Londres.
‑Perdonadme si os dejo, querida señora
Bonacieux ‑dijo él‑; pero por no saber que vendríais hoy he quedado citado con
uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea
medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para
recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al
Louvre.
‑Gracias, señor ‑respondió la señora
Bonacieux‑; no sois lo suficientemente valiente para serme de ninguna utilidad,
y volveré al Louvre perfectamente sola.
‑Como os plazca, señora Bonacieux ‑respondió
el exmercero‑. ¿Os veré pronto?
‑Claro que sí; espero que la próxima semana
mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar
nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
‑Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis
rencor?
‑¡Yo! Por nada del
mundo.
‑¿Hasta pronto
entonces?
‑Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó
rápidamente.
‑¡Vaya! ‑dijo la señora Bonacieux cuando su
marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se encontró sola‑. ¡Sólo
le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la reina,
yo que había prometido a mi pobre ama... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar
por una de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella
para espiarla. ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es
mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un
golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través
del piso, gritó:
-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta
pequeña de la avenida y bajo junto a vos.
Capítulo XVlll
‑¡Ay, señora! ‑dijo D'Artagnan entrando por
la puerta que le abría la joven‑. Permitidme decíroslo, tenéis un triste
marido.
‑¡Entonces habéis oído nuestra conversación!
‑preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D'Artagnan con
inquietud.
‑Toda entera.
‑Dios mío, ¿cómo?
‑Mediante un procedimiento conocido por mí,
gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los
esbirros del cardenal.
‑¿Y qué habéis comprendido de lo que
decíamos?
‑Mil cosas: en primer lugar, que vuestro
marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro,
cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y
Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la
reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un
viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que
necesitáis, y heme aquí.
La señora Bonacieux no respondió, pero su
corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus
ojos.
‑¿Y qué garantía me daréis ‑preguntó‑ si
consiento en confiaros esta misión?
‑Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad:
¿qué hay que hacer?
‑¡Dios mío, Dios mío! ‑murmuró la joven‑.
Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un
niño!
‑Bueno, veo que os falta alguien que os
responda por mí.
‑Confieso que eso me tranquilizarla
mucho.
‑¿Conocéis a Athos?
‑No.
‑¿A Porthos?
‑No.
‑¿A Aramis?
‑No. ¿Quiénes son esos
señores?
‑Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de
Tréville, su capitán?
‑¡Oh, sí, a ese lo conozco. ¡No
personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como
de un valiente y leal gentilhombre.
‑¿No teméis que él os traicione por el
cardenal, no es así?
‑¡Oh, no, seguro que
no!
‑Pues bien, reveladle vuestro secreto y
preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis
confiármelo.
‑Pero ese secreto no me pertenece y no puedo
revelarlo de ese modo.
‑Ibais a confiar de buena gana en el señor
Bonacieux ‑dijo D'Artagnan con despecho.
‑Como se confía una carta al hueco de un
árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.
‑Sin embargo yo, como veis, os
amo.
‑Vos lo decís.
‑¡Soy un hombre
galante!
‑Lo creo.
‑¡Soy valiente!
‑¡Oh, de eso estoy
segura!
‑Entonces, ponedme a
prueba.
La señora Bonacieux miró al joven, contenida
por una última duda. Pero había tal ardor en sus ojos, tal persuasión en su
voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se hallaba en una de esas
circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina
estaba tan perdida por una exagerada discreción como por una excesiva confianza.
Además, confesémoslo, el sentimiento involuntario que experimentaba por
aquel joven proector la decidió a hablar.
‑Escuchad ‑le dijo‑. Me rindo a vuestras
protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os juro ante Dios que nos oye, que
si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré acusándoos de mi
muerte.
‑Y yo yo os juro ante Dios, señora ‑dijo
D'Artagnan‑, que, si soy cogido durante el cumplimiento de las órdenes que vais
a darme, moriré antes de hacer o decir nada que comprometa a
alguien.
Entonces la joven le confió el terrible
secreto del que el azar le había revelado ya una parte frente a la
Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.
D'Artagnan resplandecía de alegría y de
orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a la que amaba, la confianza y
el amor hacían de él un gigante.
‑Parto ‑dijo‑. Parto al
instante.
‑¡Cómo! ¿Partís? ‑exclamó la señora
Bonacieux‑. ¿Y vuestro regimiento , vuestro capitán?
‑Por mi alma, me habéis hecho olvidar todo
eso, querida Constance. Sí, tenéis razón, necesito un
permiso.
‑Un obstáculo todavía ‑murmuró la señora
Bonacieux con dolor.
‑¡Oh, ese ‑exclamó D'Artagnan, tras un
momento de reflexión- lo superaré , estad tranquila!
‑¿Cómo?
‑Iré a buscar esta misma noche al señor de
Tréville, a quien encargaré que pida para mí este favor a su cuñado el
señor des Essarts. ‑Ahora, otra cosa.
‑¿Qué? ‑preguntó D'Artagnan, viendo que la
señora Bonacieux dudaba en continuar.
‑¿Quizá no tengáis
dinero?
‑Quizá demasiado ‑dijo D'Artagnan,
sonriendo.
‑Entonces ‑prosiguió la señora Bonacieux
abriendo un armario y sacando de ese armario la bolsa que media hora antes
acariciaba tan amorosamente su marido‑ tomad esta bolsa.
‑¡El del cardenal! ‑exclamó estallando de
risa D'Artagnan que, como se recordará, gracias a sus baldosas levantadas no se
había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su
mujer.
‑El del cardenal ‑dijo la señora Bonacieux‑.
Como veis, se presenta bajo un aspecto bastante
respetable.
‑¡Pardiez!
‑exclamó D'Artagnan‑. Será una
cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con el dinero de Su
Eminencia!
‑Sois un joven amable y encantador ‑dijo la
señora Bonacieux‑. Estad seguro de que Su Majestad no será nada
ingrata.
‑¡Oh, yo ya estoy bien recompensado! ‑exclamó
D'Artagnan‑. Os amo, vos me permitís decíroslo: es ya más dicha de la que me
atrevía a esperar.
‑¡Silencio! ‑dijo la señora Bonacieux,
estremeciéndose.
‑¿Qué?
‑Están hablando en la
calle.
‑Es la voz...
‑De mi marido. ¡Sí, lo he
reconocido!
D'Artagnan corrió a lá puerta y pasó el
cerrojo.
‑Que no entre hasta que yo no haya salido, y
cuando yo salga, vos le abrís.
‑Pero también yo debería haberme marchado. Y
la desaparición de ese dinero, ¿cómo justificarla si estoy yo
aquí?
‑Tenéis razón, hay que
salir.
‑¿Salir? ¿Y cómo? Nos verá si
salimos.
‑Entonces hay que subir a mi
casa.
‑¡Ah! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. Me decís
eso en un tono que me da miedo.
La señora Bonacieux pronunció estas palabras
con una lágrima en los ojos. D'Artagnan vio esa lágrima y, turbado, enternecido,
se arrojó a sus pies.
‑En mi casa ‑dijo‑ estaréis tan segura como
en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.
‑Partamos ‑dijo ella‑. Me fío de vos, amigo
mío.
D'Artagnan volvió a abrir con precaución el
cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se deslizaron por la puerta
interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la
habitación de D'Artagnan.
Una vez allí, para mayor seguridad, el joven
atrancó la puerta; se acercaron los dos a la ventana, y por una rendija del
postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de
capa.
A la vista del hombre de capa, D'Artagnan dio
un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó hacia la
puerta.
Era el hombre de Meung.
‑¿Qué vais a hacer? ‑exclamó la señora
Bonacieux‑. Nos perdéis.
‑¡Pero he jurado matar a ese hombre! ‑dijo
D'Artagnan.
‑Vuestra vida está consagrada en este momento
y no os pertenece. En nombre de la reina, os prohíbo meteros en ningún
peligro extraño al del viaje.
‑Y en vuestro nombre, ¿no ordenáis
nada?
‑En mi nombre ‑dijo la señora Bonacieux, con
viva emoción‑, en mi nombre, os lo suplico. Pero escuchemos, me parece que
hablan de mí.
D'Artagnan se acercó a la ventana y prestó
oído.
El señor Bonacieux había abierto su puerta, y
al ver la habitación vacía, había vuelto junto al hombre de la capa al que había
dejado solo un instante.
‑Se ha marchado ‑dijo‑. Habrá vuelto al
Louvre.
‑¿Estáis seguro ‑respondió el extranjero‑ de
que no ha sospechado de las intenciones con que habéis
salido?
‑No respondió Bonacieux con suficiencia‑. Es
una mujer demasiado superficial.
‑El cadete de los guardias, ¿está en su
casa?
‑No lo creo; como veis, su postigo está
cerrado y no se ve brillar ninguna luz a través de las
rendijas.
‑Es igual, habría que
asegurarse.
‑¿Cómo?
‑Yendo a llamar a su
puerta.
‑Preguntaré a su
criado.
‑Id.
Bonacieux regresó a su casa, pasó por la
misma puerta que acababa de dar paso a los dos fugitivos, subió hasta el
rellano de D'Artagnan y llamó.
Nadie respondió. Porthos, para dárselas de
importante, había tomado prestado aquella tarde a Planchet. En cuanto a
D'Artagnan, tenía mucho cuidado con dar la menor señal de
existencia.
En el momento en que el dedo de Bonacieux
resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron saltar sus
corazones.
‑No hay nadie en su casa ‑dijo
Bonacieux.
‑No importa, volvamos a la vuestra, estaremos
más seguros que en el umbral de una puerta.
‑¡Ay, Dios mío! ‑murmuró la señora
Bonacieux‑. No vamos a oír nada.
‑Al contrario ‑dijo D'Artagnan‑ les oiremos
mejor. D'Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas que hacían de su
habitación otra oreja de Dionisio[L106] , extendió un tapiz en el suelo, se puso
de rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía,
hacia la abertura. ‑¿Estáis seguro de que no hay nadie? ‑dijo el desconcido.
‑Respondo de ello ‑dijo Bonacieux.
‑¿Y pensáis que vuestra mujer...?
‑Ha vuelto al Louvre.
‑¿Sin hablar con nadie más que con vos?
‑Estoy seguro.
‑Es un punto importante, ¿comprendéis?
‑Entonces, ¿la noticia que os he llevado
tiene un valor...?
‑Muy grande, mi querido Bonacieux, no os lo
oculto.
‑Entonces, ¿el cardenal estará contento
conmigo?
‑No lo dudo.
‑¡El gran cardenal!
‑¿Estáis seguro de que en su conversación con
vos vuestra mujer no ha pronunciado nombres propios?
‑No lo creo.
‑¿No ha nombrado ni a la señora de Chevreuse,
ni al señor de Buckingham,ni a la señora de Vernel?
‑No, ella me ha dicho sólo que queria
enviarme a Londres para servir a los intereses de una persona
ilustre.
‑¡Traidor! ‑murmuró la señora
Bonacieux.
‑¡Silencio! ‑dijo D Artagnan cogiéndole una
mano que ella le abandonó sin pensar.
‑No importa ‑continuó el hombre de la capa‑.
Sois un necio por no haber fingido aceptar el encargo, ahora tendríais la carta;
el Estado al que se amenaza estaría a salvo, y vos...
‑¿Y yo?
‑Pues bien, vos
, el cardenal os daría títulos de nobleza..
‑¿Os lo ha dicho?
‑Sí, yo sé que quería daros esa
sorpresa.
‑Estad tranquilo ‑prosiguió Bonacieux‑. Mi
mujer me adora, todavía hay tiempo.
‑¡Imbécil! ‑murmuró la señora
Bonacieux.
‑¡Silencio! ‑dijo D'Artagnan, apretándole más
fuerte la mano.
‑¿Cómo que aún hay tiempo? ‑prosiguió el
hombre de la capa.
‑Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora
Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago cargo del asunto, obtengo la
carts y corro adonde el cardenal.
‑¡Bien! Id deprisa; yo volveré pronto para
saber el resultado de vuestra gestión.
El desconocido salió.
‑¡Infame! ‑dijo la señora Bonacieux,
dirigiendo todavía este epíteto a su marido.
‑¡Silencio! ‑repitió D'Artagnan apretándole
la mano más fuertemente aún.
Un aullido terrible interrumpió entonces las
reflexiones de D'Artagnan y de la señora Bonacieux. Era su marido, que se
había percatado de la desaparición de su bolsa y que maldecía al
ladrón.
‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó la señora
Bonacieux‑. Va a alborotar a todo el barrio.
Bonacieux chilló mucho tiempo; pero como
semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a nadie en la calle des
Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía algún
tiempo mala fama al ver que nadie acudía salió gritando, y se oyó su voz que se
alejaba en dirección de la calle du Bac.
‑Y ahora que se ha marchado, os tots alejaros
a vos ‑dijo la señora Bonacieux‑. Valor, pero sobre todo prudencia, y
pensad que os debéis a la reina.
‑¡A ella y a vos! ‑exclamó D'Artagnan‑. Estad
tranquila, bella Constance volveré digno de su reconocimiento; pero ¿volveré tan
digno de vuestro amor?
La joven no respondió más que con el vivo
rubor que coloreó sus mejillas. Algunos instantes después, D'Artagnan salía a su
vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba caballerosamente la
vaina de una larga espada.
La señora Bonacieux le siguió con los ojos,
con esa larga mirada de amor con que la mujer acompaña al hombre del que se
siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina de la calle, cayó de
rodillas y, uniendo las manos, exclamó:
‑¡Oh, Dios mío! ¡Proteged a la reina,
protegedme a mï!
Plan de campaña
D'Artagnan se dirigió directamente a casa del
señor de Tréville. Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería
advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con
razón que no había un instante que perder.
El corazón del joven desbordaba de alegría.
Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y
dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la
que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado
pedir a la Providencia.
El señor de Tréville estaba en su salón con
su corte habitual de gentileshombres. D'Artagnan, a quien se conocía como
familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le
esperaba para una cosa importante.
D'Artagnan estaba allí hacía apenas cinco
minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría
que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente
pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D'Artagnan se había
preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría
concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había
sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba
tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvió decirle
todo.
‑¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo?
‑dijo el señor de Tréville.
‑Sí, señor ‑dijo D'Artagnan‑, y espero que me
perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se
trata.
‑Decid entonces, os
escucho.
‑No se trata de nada menos ‑dijo D'Artagnan
bajando la voz que del honor y quizá de la vida de la
reina.
‑¿Qué decís? ‑preguntó el señor de Tréville
mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su
mirada interrogadora en D'Artagnan.
‑Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño
de un secreto...
‑Que yo espero que guardaréis, joven, por
encima de vuestra vida.
‑Pero que debo confiaros a vos, señor, porque
sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su
Majestad.
‑¿Ese secreto es
vuestro?
‑No, señor, es de la
reina.
‑¿Estáis autorizado por Su Majestad para
confiármelo?
‑No, señor, porque, al contrario, se me ha
recomendado el más profundo misterio.
‑¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por
mí?
‑Porque ya os digo que sin vos no puedo nada
y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no
sabéis con qué objeto os lo pido.
‑Guárdad vuestro secreto, joven, y decidme lo
que deseáis.
‑Deseo que obtengáis para mí, del señor des
Essarts, un permiso de quince días.
‑¿Cuándo?
‑Esta misma noche.
‑¿Abandonáis Paris?
‑Voy con una misión.
‑¿Podéis decirme
adónde?
‑A Londres.
‑¿Está alguien interesado en que no lleguéis
a vuestra meta?
‑El cardenal, según creo, daría todo el oro
del mundo por impedirme alcanzarlo.
‑¿Y vais solo?
-Voy solo.
‑En ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo
digo yo, palabra de Tréville.
‑¿Por qué?
‑Porque os asesinarán.
‑Moriré cumpliendo con mi
deber.
‑Pero vuestra misión no será
cumplida.
‑Es cierto ‑dijo
D'Artagnan.
‑Creedme ‑continuó Tréville‑, en las empresas
de este género hay que ser cuatro para que llegue uno.
-¡Ah!, tenéis razón, señor! – dijo
D’Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis y vos sabéis si puedo
disponer de ellos.
‑¿Sin confiarles el secreto que yo no he
querido saber?
‑Nos hemos jurado, de una vez por todas,
confianza ciega y abnegación a toda prueba; además, podéis decirles que tenéis
toda vuestra confianza en mí, y ellos no serán más incrédulos que
vos.
‑Puedo enviarles a cada uno un permiso de
quince días, eso es todo: a Athos, a quien su herida hace siempre sufrir, para
ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis para que acompañen a su
amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío de
su permiso será la prueba de que autorizo su viaje.
‑Gracias, señor, sois cien veces
bueno.
‑Id a buscarlos ahora mismo, y que se haga
todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero escribid vuestra petición al señor Des
Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra visita, que en
tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este
modo.
D'Artagnan formuló aquella solicitud, y el
señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró que antes de las dos
de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de
los viajeros.
‑Tened la bondad de enviar el mío a casa de
Athos ‑dijo D'Artagnan‑. Temo que de volver a mi casa tenga algún mal
encuentro.
‑Estad tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A
propósito ‑dijo el señor de Tréville llamándole.
D'Artagnan volvió sobre sus
pasos.
‑¿Tenéis dinero?
D'Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en
su bolsillo.
‑¿Bastante? ‑preguntó el señor de
Tréville.
‑Trescientas pistolas.
‑Está bien, con eso se va al fin del mundo;
id pues.
D'Artagnan saludó al señor de Tréville, que
le tendió la mano; D'Artagnan la estrechó con un respeto mezclado de
gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que motivos de
elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal
y grande.
Su primera visita fue para Aramis; no había
vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche en que había seguido a la
señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y cada vez
que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su
rostro.
Aquella noche, Aramis velaba, sombrío y
soñador; D'Artagnan le hizo algunas preguntas sobre aquella melancolía profunda;
Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de San Agustín
que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le
preocupaba mucho.
Cuando los dos amigos hablaban desde hacía
algunos instantes, un servidor del señor de Tréville entró llevando un sobre
sellado.
‑¿Qué es eso? ‑preguntó
Aramis.
‑El permiso que el señor ha pedido ‑respondió
el lacayo.
‑Yo no he pedido ningún
permiso.
‑Callaos y tomadlo ‑dijo D'Artagnan‑. Y vos,
amigo mío, tomad esta media pistola por la molestia; le diréis al señor de
Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente.
Idos.
El lacayo saludó hasta el suelo y
salió.
‑¿Qué significa esto? ‑preguntó
Aramis.
‑Coged lo que os hace falta para un viaje de
quince días y seguidme.
‑Pero no puedo dejar Paris en este momento
sin saber...
Aramis se etuvo.
‑Lo que ha pasado con ella, ¿no es eso?
‑continuó
D'Artagnan.
‑¿Quién?
‑prosiguió
Aramis.
‑La mujer que estaba aquí, la mujer del
pañuelo bordado.
‑¿Quién os ha dicho que aquí había una mujer?
‑replicó Aramis tornándose pálido como la muerte.
‑Yo la vi.
‑¿Y sabéis quién es?
‑Creo sospecharlo al
menos.
‑Escuchad ‑dijo Aramis‑, puesto que sabéis
tantas cosas, ¿sabéis qué ha sido de esa mujer?
‑Presumo que ha vuelto a
Tours.
‑¿A Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis.
Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme nada?
‑Porque temió ser
detenida.
‑¿Cómo no me ha
escrito?
‑Porque temió
comprometeros.
‑¡D'Artagnan, me devolvéis la vida! ‑exclamó
Aramis‑. Me creía despreciado, traicionado. ¡Estaba tan contento de volverla a
ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin embargo, ¿por
qué causa habrá vuelto a Paris?
‑Por la causa que hoy nos hace ir a
Inglaterra.
‑¿Y cuál es esa causa? ‑preguntó
Aramis.
‑La sabréis un día, Aramis; por el momento,
yo imitaré la discreción de la nieta del doctor.
Aramis sonrió, porque se acordaba del cuento
que había referido cierta noche a sus amigos.
‑¡Pues bien! Dado que ella ha abandonado
Paris y que vos estáis seguro de ello, D'Artagnan, nada me detiene aquí y yo
estoy dispuesto a seguiros. Decís que vamos a...
‑A casa de Athos por el momento, y, si
queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado
tiempo. A propósito, avisad a Bazin.
‑¿Bazin viene con nosotros? ‑preguntó
Aramis.
‑Quizá. En cualquier caso, está bien que por
ahora nos siga a casa de Athos.
Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado
ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres
pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en
ellos alguna pistola extraviada, dijo:
‑Partamos, pues.
Luego, cuando estuvo bien seguro de que
aquella búsqueda era superflua, siguió a D'Artagnan, preguntándose cómo era que
el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él
había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de
ella.
Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo
de D'Artagnan y, mirándole fijamente, dijo:
‑¿Vos no habéis hablado de esa mujer a
nadie?
‑A nadie en el mundo.
‑¿Ni siquiera a Athos y a
Porthos?
‑No les he soplado ni la menor
palabra.
‑En buena hora.
Y tranquilo respecto a este importante punto,
Aramis continuó su camino con D'Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a
casa de Athos.
Lo encontraron con su permiso en una mano y
la carta del señor de Tréville en la otra.
‑¿Podéis explicarme lo que significa este
permiso y esta carta que acabo de recibir? ‑dijo Athos
asombrado.
«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud
lo exige de modo indispensable, quiero que descanséis quince días. Id,
pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os convenga, y
restableceros pronto. Vuestro afectísimo
Tréville.»
‑Pues bien, ese permiso y esa carta
significan que hay que seguirme, Athos.
‑¿A las aguas de
Forges?
‑Allí o a otra parte.
‑¿Para servicio del
rey?
‑Del rey o de la reina. ¿No somos servidores
de Sus Majestades?
En aquel momento entró
Porthos.
‑¡Pardiez! ‑dijo‑. Vaya cosa más extraña.
¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a la gente permisos sin que
los pidan?
‑Desde que tienen amigos que los piden para
ellos ‑dijo D'Artagnan.
‑¡Ah, ah! ‑dijo Porthos‑. Parece que hay
novedades.
‑Sí, nos vamos ‑dijo
Aramis.
‑¿Adónde? ‑preguntó
Porthos.
‑A fe que no sé nada ‑dijo Athos‑;
pregúntaselo a D'Artagnan.
‑A Londres, señores ‑dijo
D'Artagnan.
‑¡A Londres! ‑exclamó Porthos‑. ¿Y qué vamos
a hacer nosotros en Londres?
‑Eso es lo que no puedo deciros, señores, y
tenéis que fiaros de mí.
‑Pero para ir a Londres ‑añadió Porthos‑, se
necesita dinero, y yo no lo tengo.
‑Ni yo ‑dijo Aramis.
‑Ni yo ‑dijo Athos.
‑Yo lo tengo ‑prosiguió D'Artagnan sacando su
tesoro de su bolso y depositándolo sobre la mesa‑. En esa bolsa hay trescientas
pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo que se necesita para ir
a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a
Londres.
‑Y eso ¿por qué?
‑Porque según todas las probabilidades, habrá
alguno de nosotros que se quede en el camino.
‑¿Es acaso una campaña lo que
emprendemos?
‑Y de las más peligrosas, os lo
advierto.
‑¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de
hacernos matar ‑dijo Porthos‑, me gustaría saber por qué al
menos.
‑Lo sabrás más adelante ‑dijo
Athos.
‑Sin embargo ‑dijo Aramis‑, yo soy de la
opinión de Porthos.
‑¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice
buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en Flandes, id a batiros; y vos vais.
¿Por qué? No os preocupáis siquiera.
‑D'Artagnan tiene razón ‑dijo Athos‑, aquí
están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay
trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar allí
donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas
preguntas? D'Artagnan, yo estoy dispuesto a seguirte.
‑Y yo también ‑dijo
Porthos.
‑Y yo también ‑dijo Aramis‑. Además, no me
molesta dejar París. Necesito distracciones.
‑¡Pues bien, tendréis distracciones, señores,
estad tranquilos! ‑dijo D'Artagnan.
‑Y ahora, ¿cuándo partimos? ‑dijo
Athos.
‑Inmediatamente ‑respondió D'Artagnan‑; no
hay un minuto que perder.
‑¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin!
‑gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus lacayos‑. Dad grasa a nuestras
botas y traed los caballos de palacio.
En efecto, cada mosquetero dejaba en el
palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su
criado.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin
partieron a todo correr.
‑Ahora, establezcamos el plan de campaña
‑dijo Porthos‑. ¿Dónde vamos primero?
‑A Calais ‑dijo D'Artagnan‑; es la línea más
recta para llegar a Londres.
‑¡Bien! ‑dijo Porthos‑. Mi opinión es
ésta.
‑Habla.
‑Cuatro hombres que viajan juntos serían
sospechosos; D'Artagnan nos dará a cada uno sus instrucciones, yo partiré
delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos horas
después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a
D'Artagnan, partirá por la que quiera, con los vestidos de Planchet,
mientras Planchet nos seguirá vestido de D'Artagnan y con el uniforme de
los guardias.
‑Señores ‑dijo Athos‑, mi opinión es que no
conviene meter para nada lacayos en un asunto semejante; un secreto puede ser
traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre vendido por
lacayos.
‑El plan de Porthos me parece impracticable
‑dijo D'Artagnan‑, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros. Yo soy
portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no puedo hacer
tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar
en compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo ‑y mostró el bolsillo en que
estaba la carta‑. Si muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si
éste muere, le tocará a otro, y así sucesivamente; con tal que uno solo llegue,
se habrá hecho lo que había que hacer.
‑¡Bravo, D'Artagnan! Tu opinión es la mía
‑dijo Athos‑. Además, hay que ser consecuente: voy a tomar las aguas,
vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar[L107] : soy libre. Si se nos quiere detener,
muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis vuestros permisos;
si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos erre
que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces
en el mar; darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro
hombres juntos son una tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y
mosquetones; si se envía un ejército contra nosotros, libraremos batalla, y
el superviviente, como ha dicho D'Artagnan, llevará la
carta.
‑Bien dicho ‑exclamó Aramis‑; no hablas con
frecuencia, Athos, pero cuando hablas es como San Juan Boca de Oro. Adopto el
plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?
‑Yo también ‑dijo Porthos‑, si conviene a
D'Artagnan. D'Artagnan, portador de la carta, es naturalmente el jefe de la
empresa; que él decida y nosotros obedeceremos.
‑Pues bien ‑dijo D'Artagnan‑, decido que
adoptemos el plan de Athos y que partamos dentro de media
hora.
‑¡Adoptado! ‑contestaron a coro los tres
mosqueteros.
Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa,
cogió setenta y cinco pistolas a hizo sus preparativos para partir a la hora
convenida.
Capítulo XX
El viaje
A las dos de la mañana, nuestros cuatro
aventureros salieron de Paris por la puerta de Saint‑Denis; mientras fue de
noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la
oscuridad y veían acechanzas por todas partes.
A los primeros rayos del día, sus lenguas se
soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate,
el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se
iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.
El aspecto de la caravana, por lo demás, era
de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto
marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos
nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más
estricto.
Los seguían los criados, armados hasta los
dientes.
Todo fue bien hasta Chantilly, adonde
llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un
albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la
mitad de su capa a un pobre[L108] . Ordenaron a los lacayos no desensillar los
caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir
inmediatamente.
Entraron en la sala común y se sentaron en
una mesa.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la
ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló
conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él
bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la
cortesia.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a
anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el
extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos
respondio que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a
la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su
Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su
espada.
‑Habéis hecho una tontería ‑dijo Athos‑; no
importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros
con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y
partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario
perforarle con todas las estocadas conocidas en la
esgrima.
‑¡Unol ‑dijo Athos al cabo de quinientos
pasos.
‑Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a
Porthos y no a cualquier otro? ‑preguntó Aramis.
‑Porque por hablar Porthos más alto que todos
nosotros, le ha tomado por el jefe ‑dijo D'Artagnan.
‑Siempre he dicho que este cadete de Gascuña
era un pozo de sabiduría ‑murmuró Athos.
Y los viajeros continuaron su
ruta.
En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto
para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos
horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en
camino.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que
el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o
diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar,
fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el
fango.
Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en
aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era
demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron
perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo
contra uno de ellos.
Entonces, todos aquellos hombres
retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes ocultos; resultó de ello que
nuestros siete viajeros fueron literalmente pasados por las armas. Aramis
recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las
partes carnosas que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón
sólo se cayó del caballo, no porque estuviera gravemente herido, sino porque
como no podía ver su herida creyó sin duda estar más peligrosamente herido
de lo que lo estaba.
‑Es una emboscada ‑dijo D'Artagnan‑, no
piquemos el cebo, y en marcha.
Aramis, aunque herido como estaba se agarró a
las crines de su caballo, que le llevó con los otros. El de Mosquetón se les
había reunido y galopaba completamente solo a su
lado.
‑Así tendremos un caballo de recambio ‑dijo
Athos.
‑Preferiría tener un sombrero ‑dijo
D'Artagnan‑; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido una suerte que la carta
que llevo no haya estado dentro.
‑¡Vaya, van a matar al pobre Porthos cuando
pase! ‑dijo Aramis.
‑Si Porthos estuviera sobre sus piernas, ya
se nos habría unido ‑dijo Athos‑. Mi opinión es que, sobre la marcha, el
borracho se ha despejado.
Y galoparon aún durante dos horas, aunque los
caballos estuvieran tan fatigados que era de temer que negasen muy pronto
el servicio.
Los viajeros habían cogido la trocha,
esperando de esta forma ser menos inquietados; pero en Crèvecoeur, Aramis
declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su coraje que
ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta
allí. A cada momento palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo
bajaron a la puerta de una taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás,
en una escaramuza era más embarazoso que útil, y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a
Amiens.
‑¡Pardiez! ‑dijo Athos cuando se encontraron
en camino, reducidos a dos amos y a Grimaud y Planchet‑. ¡Pardiez! No seré
yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la espada de
aquí a Calais... Lo juro...
‑No juremos ‑dijo D'Artagnan‑, golopemos si
nuestros caballos consienten en ello.
Y los viajeros hundieron sus espuelas en el
vientre de sus caballos, que, vigorosamente estimulados, volvieron a encontrar
fuerzas. Llegaron a Amiens a medianoche y descendieron en el albergue del
Lis d'Or.
El hostelero tenía el aspecto del más honesto
hombre de la tierra; recibió a los viajeros con su palmatoria en una mano y su
bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a cada uno en una
habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas
habitaciones estaba en una punta del hotel. D'Artagnan y Athos las rechazaron;
el hostelero respondió,que no había otras dignas de Sus Excelencias; pero los
viajeros declararon que se acostarían en la habitación común, cada uno sobre un
colchón que pondrían en el suelo. El hostelero insistió, los viajeros se
obstinaron: hubo que hacer lo que querían.
Acababan de disponer el lecho y de atrancar
la puerta por dentro, cuando llamaron al postigo del patio; preguntaron quién
estaba allí, reconocieron la voz de sus criados y
abrieron.
En efecto, eran Planchet y
Grimaud.
‑Grimaud bastará para guardar los caballos
‑dijo Planchet‑; si los señores quieren, yo me acostaré atravesando la puerta;
de esta forma, estarán seguros de que nadie llegará hasta
ellos.
‑¿Y en qué te acostarás? ‑dijo
D'Artagnan.
‑He aquí mi cama ‑respondió
Planchet.
Y mostró un haz de
paja.
‑Ven entonces ‑dijo D'Artagnan‑; tienes
razón: la cara del hostelero no me gusta, es demasiado
graciosa.
‑Ni a mí tampoco ‑dijo
Athos.
Planchet subió por la ventana y se instaló
atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a encerrarse en la
cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían
dispuestos.
La noche fue bastante tranquila. Hacia las
dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero cuando Ptanchet se
despertó sobresaltado y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se
equivocaban, y se alejaron.
A las cuatro de la mañana, se oyó un gran
escándalo en las cuadras; Grimaud había querido despertar a los mozos de
cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la ventana, se vio
al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango de
un horcón.
Planchet bajó entonces al patio y quiso
ensillar los caballos; los caballos estaban extenuados. Sólo el de
Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera,
habría podido continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario
al que se había mandado a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del
hostelero, había sangrado al de Mosquetón.
Aquello comenzaba a ser inquietante: todos
aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado del azar, pero podían
también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y D'Artagnan salieron,
mientras Planchet iba a informarse de si había tres caballos en venta por
los alrededores. A la puerta había dos caballos completamente equipados,
fuertes y vigorosos. Aquello arreglaba el asunto. Preguntó dónde estaban
los dueños; le dijeron que los dueños habían pasado la noche en el albergue y
saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.
Athos bajó para pagar el gasto, mientras
D'Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la caller el hostelero se
hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que
pasase.
Athos entró sin desconfianza y sacó dos
pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado ante su mesa, uno
de cuyos cajones estaba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció Athos,
lo hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la
moneda era falsa, declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por
monederos falsos.
‑¡Bribón! ‑dijo Athos, avanzando hacia él‑.
¡Voy a cortarte las orejas!
En aquel mismo instante, cuatro hombres
armados hasta los dientes entraron por las puertas laterales y se arrojaron
sobre Athos.
‑¡Me han cogido! ‑gritó Athos con todas las
fuerzas de sus pulmones‑.
¡Largaos, D'Artagnan!
¡Pica espuelas, pícalas! ‑y
soltó dos tiros de pistola.
D'Artagnan y Planchet no se lo hicieron
repetir dos veces, soltaron los dos caballos que esperaban a la puerta, saltaron
encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a galope
tendido.
‑¿Sabes qué ha sido de Athos? ‑preguntó
D'Artagnan a Planchet mientras corrían.
‑¡Ay, señor! ‑dijo Planchet‑. He visto caer a
dos por los dos disparos, y me ha parecido, a través de la vidriera, que luchaba
con la espada con los otros.
‑¡Bravo, Athos! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¡Cuando
pienso que hay que abandonarlo! De todos modos, quizá nos espera otro tanto a
dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante! Eres un
valiente.
‑Ya os lo dije, señor ‑respondió Planchet‑;
en los picardos, eso se ve con el uso, estoy en mi tierra, y eso me
excita.
Y los dos juntos, picando espuelas, llegaron
a Saint‑Omer de un solo tirón. En Saint‑Omer hicieron respirar a los caballos
brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado deprisa y de
pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.
A cien pasos de las puertas de Calais, el
caballo de D'Artagnan cayó, y ya no hubo medio de hacerlo levantarse: la
sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de Planchet, pero
éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.
Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a
cien pasos de la ciudad; dejaron las dos monturas en la carretera y corrieron al
puerto. Planchet hizo observar a su amo un gentilhombre que llegaba con su
criado y que no les precedía más que en una cincuentena de
pasos.
Se aproximaron rápidamente a aquel hombre que
parecía muy agitado. Tenía las botas cubiertas de polvo y se informaba
sobre si podría pasar en aquel mismo momento a Inglaterra.
‑Nada sería más fácil ‑le respondió el patrón
de un navío dispuesto a hacerse a la vela‑; pero esta mañana ha llegado la
orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor
cardenal.
‑Tengo ese permiso ‑dijo el gentilhombre
sacando un papel de su bolso‑; aquí está.
‑Hacedlo visar por el gobernador del puerto
‑dijo el patrón y dadme preferencia.
‑¿Dónde encontraré al
gobernador?
‑En su casa de campo.
‑¿Y dónde está situada esa
casa?
‑A un cuarto de legua de la villa; mirad,
desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña prominencia, aquel techo de
pizarra.
‑¡Muy bien! ‑dijo el
gentilhombre.
Y seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la
casa de campo del gobernador.
D'Artagnan y Planchet siguieron al
gentilhombre a quinientos pasos de distancia.
Una vez fuera de la villa, D'Artagnan
apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste entraba en un
bosquecillo.
‑Señor ‑le dijo D'Artagnan‑, parece que
tenéis mucha prisa.
‑No puedo tener más,
señor.
‑Estoy desesperado ‑dijo D'Artagnan‑, porque
como también tengo prisa, querría pediros un favor.
‑¿Cuál?
‑Que me dejéis pasar
primero.
‑Imposible ‑dijo el gentilhombre‑; he hecho
sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es preciso que mañana a mediodía
esté en Londres.
‑Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta
horas y es preciso que mañana a las diez de la mañana esté en
Londres.
‑Caso perdido, señor; pero yo he llegado el
primero y no pasaré el segundo.
‑Caso perdido, señor; pero yo he llegado el
segundo y pasaré el primero.
‑¡Servicio del rey! ‑dijo el
gentilhombre.
‑¡Servicio mío! ‑dijo
D'Artagnan.
‑Me parece que es una mala pelea la que me
buscáis.
‑¡Pardiez! ¿Qué queréis que
sea?
‑¿Qué deseáis?
‑¿Queréis saberlo?
‑Por supuesto.
‑Pues bien, quiero la orden de que sois
portador, dado que yo no la tengo y dado que necesito una.
‑¿Bromeáis,
verdad?
‑No bromeo nunca.
‑¡Dejadme pasar!
‑No pasaréis.
‑Mi valiente joven, voy a romperos la cabeza.
¡Eh, Lubin, mis pistolas!
‑Planchet ‑dijo D'Artagnan‑, encárgate tú del
criado, yo me encargo del amo.
Planchet, enardecido por la primera proeza,
saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso, dio con sus riñones en el suelo
y le puso la rodilla en el pecho.
‑Cumplid vuestro cometido, señor ‑dijo
Planchet‑, que yo ya he hecho el mío.
Al ver esto, el gentilhombre sacó su espada y
se abalanzó sobre D'Artagnan; pero tenía que habérselas con un adversario
terrible.
En tres segundos D'Artagnan le suministró
tres estocadas, diciendo a cada una:
‑Una por Athos, otra por Porthos, y otra por
Aramis.
A la tercera, el gentilhombre cayó como una
mole.
D'Artagnan le creyó muerto, o al menos
desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden, pero en el momento
en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su
espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
‑Una por vos.
‑¡Y una por mí! ¡Para el final la buena!
‑exclamó D'Artagnan furioso, clavándole en tierra con una cuarta estocada
en el vientre.
Aquella vez el gentilhombre cerró los ojos y
se desvaneció.
D'Artagnan registró el bolsillo en que había
visto poner la orden de paso y la cogió. Estaba a nombre del conde de Wardes[L109] .
Luego, lanzando una última ojeada sobre el
hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años y al que dejaba allí tendido,
privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino
que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas
que les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que
existen.
Pero muy pronto fue sacado de estas
cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y pedía ayuda con todas sus
fuerzas.
Planchet le puso la mano en la garganta y
apretó con todas sus fuerzas.
‑Señor ‑dijo‑ mientras lo tenga así, no
gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto como lo suelte, volverá a gritar.
Es, según creo, normando, y los normandos son cabezotas.
‑¡Espera! ‑dijo
D'Artagnan.
Y cogiendo su pañuelo lo
amordazó.
‑Ahora ‑dijo Planchet‑ atémoslo a un
árbol.
La cosa fue hecha a conciencia, luego
arrastraron al conde de Wardes junto a su doméstico; y como la noche comenzaba a
caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del bosque, era
evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.
‑¡Y ahora ‑dijo D'Artagnan‑, a casa del
gobernador!
‑Pero estáis herido, me parece ‑dijo
Planchet.
‑No es nada; ocupémonos de lo que más urge;
luego ya volveremos a mi herida que, además, no me parece muy
peligrosa.
Y los dos se encaminaron deprisa hacia la
casa de campo del digno funcionario.
Anunciaron al señor conde de
Wardes.
D'Artagnan fue
introducido.
‑¿Tenéis una orden firmada del cardenal?
‑dijo el gobernador.
‑Sí, señor ‑respondió D'Artagnan‑, aquí
está.
‑¡Ah, ah! Está en regla y bien certificada
‑dijo el gobernador.
-Es muy simple ‑respondió D'Artagnan‑,soy uno
de sus más fieles‑.
‑Parece que Su Eminencia quiere impedir a
alguien llegar a Inglaterra.
‑Sí, a un tal D'Artagnan, un gentilhombre
bearnés que ha salido de París con tres amigos suyos con la intención de llegar
a Londres.
‑¿Le conocéis vos personalmente? ‑preguntó el
gobernador.
‑¿A quién?
‑A ese D'Artagnan.
‑De maravilla.
‑Dadme sus señas
entonces.
‑Nada más fácil.
Y D'Artagnan hizo rasgo por rasgo la
descripción del conde de Wardes.
‑¿Va acompañado? ‑preguntó el
gobernador.
‑Sí, de un criado llamado
Lubin.
‑Se tendrá cuidado con ellos y, si les
ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar tranquilo, serán devueltos a
Paris con una buena escolta.
‑Y si lo hacéis, señor gobernador ‑dijo
D'Artagnan‑, habréis hecho méritos ante el cardenal.
‑Lo veréis a vuestro regreso, señor
conde?
‑Sin ninguna duda.
‑Os suplico que le digáis que soy su
servidor.
‑No dejaré de hacerlo.
Y contento por esta promesa, el goberandor
visó el pase y lo entregó a D'Artagnan.
D'Artagnan no perdió su tiempo en cumplidos
inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y
partió.
Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su
camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y volvieron a entrar por otra
puerta.
El navío continuaba dispuesto para partir, el
patrón esperaba en el puerto.
‑¿Y bien? ‑dijo al ver a D'Artagnan.
‑Aquí está mi pase visado ‑dijo
éste.
‑¿Y aquel otro
gentilhombre?
‑No pasará hoy ‑dijo D'Artagnan‑, pero estad
tranquilo, yo pagaré el pasaje por nosotros dos.
‑En tal caso, partamos ‑dijo el
patrón.
‑¡Partamos! ‑repitió
D'Artagnan.
Y saltó con Planchet al bote; cinco minutos
después estaban a bordo.
Justo a tiempo: a media legua en alta mar,
D'Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.
Era el cañonazo que anunciaba el cierre del
puerto.
Era momento de ocuparse de su herida;
afortunadamente, como D'Artagnan había pensado, no era de las más peligrosas: la
punta de la espada había encontrado una costilla y se había deslizado a lo largo
del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas si
había destilado algunas gotas de sangre.
D'Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron
para él un colchón en el puente, se echó encima y se
durmió.
Al día siguiente, al levantar el día se
encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche
y habían andado poco.
A las diez, el navío echaba el ancla en el
puerto de Douvres.
A las diez y media, D'Artagnan ponía el pie
en tierra de Inglaterra, exclamando:
‑¡Por fin, heme aquí!
Pero aquello no era todo; había que ganar
Londres. En Inglaterra, la posta estaba bastante bien servida. D'Artagnan y
Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió por delante de ellos; en
cuatro horas se plantaron en las puertas de la capital.
D'Artagnan no conocía Londres, D'Artagnan no
sabía ni una palabra de inglés; pero escribió el nombre de Buckingham en un
papel, y todos le indicaron el palacio del duque.
El duque estaba cazando en Windsor, con el
rey.
D'Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de
confianza del duque, el cual, por haberle acompañado en todos sus viajes,
hablaba perfectamente francés; le dijo que llegaba de Paris para un asunto
de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al
instante.
La confianza con que hablaba D'Artagnan
convenció a Patrice, que así se llamaba este ministro del ministro. Hizo
ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia. En cuanto a
Planchet, le habían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre
muchacho se hallaba en el límite de sus fuerzas; D'Artagnan parecía de
hierro.
Llegaron al castillo; allí se informaron: el
rey y Buckingham cazaban pájaros en las marismas situadas a dos o tres
leguas de allí.
A los veinte minutos estuvieron en el lugar
indicado. Pronto Patrice oyó la voz de su señor que llamaba a su
halcón.
-¿A quién debo anunciar a milord el duque?
‑preguntó Patrice.
-Al joven que una noche buscó querella con él
en el Pont‑Neuf, frente a la Samaritaine.
‑¡Singular
recomendación!
‑Ya veréis cómo vale tanto como cualquier
otra.
Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al
duque y le anunció en los términos que hemos dicho que un mensajero le
esperaba.
Buckingham reconoció a D'Artagnan al
instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya noticia se le hacía llegar,
no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía; y habiendo
reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y
vino derecho a D'Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo
aparte.
‑¿No le ha ocurrido ninguna desgracia a la
reina? ‑exclamó Buckingham, pintándose en esta pregunta todo su pensamiento
y todo su amor.
‑No lo creo; sin embargo, creo que corre
algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede
sacarla.
‑¿Yo? ‑exclamó Buckingham‑. ¡Bueno, me
sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa! ¡Hablad!
¡Hablad!
‑Tomad esta carta ‑dijo
D'Artagnan.
‑¡Esta carta! ¿De quién viene esta
carta?
‑De Su Majestad, según
pienso.
‑¡De Su Majestad! ‑dijo Buckingham
palideciendo hasta tal punto que D'Artagnan creyó que iba a
marearse.
Y rompió el sello.
‑¿Qué es este desgarrón? ‑dijo mostrando a
D'Artagnan un lugar en el que se hallaba atravesada de parte a
parte.
‑¡Ah, ah!
‑dijo D'Artagnan‑. No había
visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha hecho ese hermoso agujero
al agujerearme el pecho.
‑¿Estáis herido? ‑preguntó Buckingham
rompiendo el sello.
‑¡Oh! ¡No es nada! ‑dijo D'Artagnan‑. Un
rasguño.
‑¡Justo cielo! ¡Qué he leído! ‑exclamó el
duque‑. Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di
a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más
alta importancia me llama a Londres. Venid, señor,
venid.
Y los dos juntos volvieron a tomar al galope
el camino de la capital.
Capítulo XXI
La condesa de
Winter
Durante el camino, el duque se hizo poner al
corriente por D'Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que
D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus
recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una
situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y
poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo
es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie
en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta
sorpresa, cuando D'Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo
gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo
ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que
había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de
Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor
simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado,
como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación
hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte
años.
Los caballos iban como el viento y en algunos
minutos estuvieron a las puertas de Londres. D'Artagnan había creído que al
llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así:
continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a
quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad,
ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no
volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que
había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían
mucho a maldiciones.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham
saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida
sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D'Artagnan hizo otro tanto,
con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo
mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro
criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto
de sus monturas.
El duque caminaba tan rápidamente que
D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una
elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y
llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de
riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la
tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada
de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D'Artagnan se
había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral
de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del
joven:
‑Venid ‑le dijo‑, y si tenéis la dicha de ser
admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis
visto.
Alentado por esta invitación, D'Artagnan
siguió al duque, que cerró la puerta tras él.
Los dos se encontraron entonces en una
pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro,
ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de
altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y
rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan
perfectamente parecido que D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se
hubiera creído que la reina iba a hablar.
Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba
el cofre que guardaba los herretes de diamantes.
El duque se acercó al altar, se arrodilló
como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el
cofre.
‑Mirad ‑le dijo sacando del cofre un grueso
nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes‑. Mirad, aquí están estos
preciosos herretes con los que había hecho juramento de ser enterrado. La
reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad,
como la de Dios.
Luego se puso a besar unos tras otros
aquellos herretes de los que tenía que separarse. De pronto, lanzó un grito
terrible.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó D'Artagnan con
inquietud‑. ¿Y qué os ocurre, milord?
‑Todo está perdido ‑exclamó Buckingham,
volviéndose pálido como un muerto‑; dos de estos herretes faltan, no hay más que
diez.
‑Milord, ¿los ha perdido o cree que se los
han robado?
‑Me los han robado ‑repuso el duque‑. Y es el
cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las cintas que los sostenían han sido
cortadas con tijeras.
‑Si milord pudiera sospechar quién ha
cometido el robo... Quizá esa persona los tenga aún en sus
manos.
‑¡Esperad, esperad! ‑exclamó el duque‑. La
única vez que me he puesto estos herretes fue en el baile del rey, hace ocho
días, en Windsor. La condesa de Winter[L110] , con quien estaba enfadado, se me
acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de
mujer celosa. Desde ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente
del cardenal.
‑¡Pero los tiene entonces en todo el mundo!
‑exclamó D'Artagnan.
‑¡Oh, sí sí! ‑dijo Buckingham, apretando los
dientes de cólera‑. Sí, es un luchador terrible. Pero, no obstante, ¿cuándo ha
de tener lugar ese baile?
‑El próximo lunes.
‑¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es
más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice! ‑exclamó el duque, abriendo la
puerta de la capilla‑. ¡Patrice!
Su ayuda de cámara de confianza
apareció.
‑¡Mi joyero y mi
secretario!
El ayuda de cámara salió con una presteza y
un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y
sin réplica.
Pero aunque fuera el joyero llamado en primer
lugar, fue el secretario quien apareció antes. Era muy simple, vivía en
palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su dormitorio y
escribiendo algunas órdenes de su propio puño.
‑Señor Jackson ‑le dijo‑, vais a daros un
paseo hasta casa del lord‑canciller y decirle que le encargo la ejecución de
estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.
‑Pero, monseñor, si el lord‑canciller me
interroga por los motivos que han podido llevar a Vuestra Gracia a una medida
tan extraordinaria, ¿qué responderé?
‑Que tal ha sido mi capricho, y que no tengo
que dar cuenta a nadie de mi voluntad.
‑¿Será esa la respuesta que deberá transmitir
a Su Majestad ‑repuso sonriendo el secretario‑ si por casualidad Su Majestad
tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los puertos
de Gran Bretaña?
‑Tenéis razón señor ‑respondió Buckingham‑ En
tal caso le dirá al rey que he decidido la guerra, y que esta medida es mi
primer acto de hostilidad contra Francia.
El secretario se inclinó y
salió.
‑Ya estamos tranquilos por ese lado ‑dijo
Buckingham, volviéndose hacia D'Artagnan‑. Si los herretes no han partido
ya para Francia, no llegarán antes que vos.
‑Y eso, ¿por qué?
‑Acabo de embargar a todos los navíos que se
encuentran en este momento en los puertos de Su Majestad, y a menos que haya un
permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar
anclas.
D'Artagnan miró con estupefacción a aquel
hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba revestido por la confianza de
un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la expresión del rostro del
joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.
‑Sí ‑dijo‑ sí, es que Ana de Austria es mi
verdadera reina; a una palabra de ella traicionaría a mi país, traicionaría a mi
rey, traicionaría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a los protestantes de
La Rochelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba
así a mi palabra, ¡pero no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido
suficientemente pagado por mi obediencia? Porque a esa obediencia debo
precisamente su retrato.
D'Artagnan admiró de qué hilos frágiles y
desconocidos están a veces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida
de los hombres.
Estaba él en lo más profundo de sus
reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de los más hábiles en su
arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de
Buckingham.
‑Señor O'Reilly ‑le dijo el duque,
conduciéndolo a la capilla‑, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto
vale cada pieza.
El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la
forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los
diamantes y sin duda alguna:
‑Mil quinientas pistolas la pieza, milord
‑respondió.
‑¿Cuántos días se necesitarían para hacer dos
herretes como estos? Como veis, faltan dos.
‑Ocho días, milord.
‑Los pagaré a tres mil pistolas la pieza,
pero los necesito para pasado mañana.
‑Los tendrá, milord.
‑Sois un hombre preciso, señor O'Reilly, pero
esto no es todo; esos erretes no pueden ser confiados a nadie, es preciso que
sean hechos en este palacio.
‑Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos
para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los
viejos.
‑Entonces, mi querido señor O'Reilly, sois mi
prisionero, y aunque ahora quisierais salir de mi palacio no podríais;
decidid, pues. Decidme los nombres de los ayudantes que necesitáis, y
designad los utensilios que deben traer.
El orfebre conocía al duque, sabía que
cualquier observación era inútil, y por eso tomó al instante su
decisión.
‑¿Me será permitido avisar a mi mujer?
‑preguntó.
‑¡Oh! Os será incluso permitido verla, mi
querido señor O'Reilly; vuestro cautiverio será dulce, estad tranquilo; y como
toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos herretes, aquí
tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os
causo.
D'Artagnan no volvía del asombro que le
causaba aquel ministro, que movía a su placer hombres y
millones.
En cuanto al orfebre, escribía a su mujer
enviándole el bono de mil pistolas y encargándola devolverle a cambio su
aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y una
lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham condujo al orfebre a la habitación
que le estaba destinada y que, al cabo de media hora, fue transformada en
taller. Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de dejar entrar a
quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es inútil
añadir que al orfebre O'Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente
prohibido salir bajo el pretexto que fuera.
Arreglado este punto, el duque volvió a
D'Artagnan.
‑Ahora, joven amigo mío ‑dijo‑, Inglaterra es
nuestra. ¿Qué queréis qué deseáis?
‑Una cama ‑respondió D'Artagnan‑. Os confieso
que por el momento es lo que más necesito.
Buckingham dio a D'Artagnan una habitación
que pegaba con la suya. Quería tener al joven bajo su mano, no porque
desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar constantemente de la
reina.
Una hora después fue promulgada en Londres la
ordenanza de no dejar salir de los puertos ningún navío cargado para Francia, ni
siquiera el paquebote de las camas. A los ojos de todos, aquello era una
declaración de guerra entre los dos reinos.
Dos días después, a las once, los dos
herretes en diamantes estaban acabados y tan perfectamente imitados, tan
perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los nuevos de los
antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual
que él.
Al punto hizo llamar a
D'Artagnan.
‑Mirad ‑le dijo‑. Aquí están los herretes de
diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi testigo de que todo cuanto
el poder humano podía hacer lo he hecho.
‑Estad tranquilo, milord, diré lo que he
visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los herretes sin la
caja?
‑La caja os sería un embarazo. Además, la
caja es para mí tanto más preciosa cuanto que sólo me queda ella. Diréis que la
conservo yo.
‑Haré vuestro encargo palabra por palabra,
milord.
‑Y ahora ‑prosiguió Buckingham, mirando
fijamente al joven‑, ¿cómo saldaré mi deuda con vos?
D'Artagnan enrojeció hasta el blanco de los
ojos. Vio que el duque buscaba un medio de hacerle aceptar algo, y aquella idea
de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser pagadas por el oro
inglés le repugnaba extrañamente.
‑Entendámonos milord ‑respondió D'Artagnan‑,
y sopesemos bien los hechos por adelantado, a fin de que no haya desprecio en
ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo parte de la
compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el
señor de Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majestades. Por
tanto, lo he hecho todo por la reina y nada por Vuestra Gracia. Es más,
quizá no hubiera hecho nada de todo esto si no hubiera tratado de ser agradable
a alguien que es mi dama, como la reina lo es vuestra.
‑Sí ‑dijo el duque, sonriendo‑, y creo
incluso conocer a esa persona, es...
‑Milord, yo no la he nombrado ‑interrumpió
vivamente el joven.
‑Es justo ‑dijo el duque‑. Es, pues, a esa
persona a quien debo estar agradecido por vuestra
abnegación.
‑Vos lo habéis dicho, milord, porque
precisamente en este momento en que se trata de guerra, os confieso que no
veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo al
que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque
de Windsor o en los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá
ejecutar punto por punto mi misión y hacerme matar si es necesario para
cumplirla; pero, lo repito a Vuestra Gracia, sin que tenga que agradecerme
personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más de lo que hice
por ella en la primera.
‑Nosotros decimos: «Orgulloso como un
escocés» ‑murmuró Buckingham.
‑Y nosotros decimos: «Orgulloso como un
gascón» ‑respondió D'Artagnan. Los gascones son los escoceses de
Francia.
D'Artagnan saludó al duque y se dispuso a
partir.
‑¡Y bien! ¿Os
vais as? ¿Por dónde?
¿Cómo?
‑Es cierto.
‑¡Dios me condene! Los franceses no temen a
nada.
‑Había olvidado que Inglaterra era una isla y
que vos erais el rey.
‑Id al puerto, buscad el bricbarca
Sund, entregad esta carta al capitán; él os conducirá a un pequeño puerto
donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más que
barcos de pesca.
‑¿Cómo
se llama ese puerto?
‑Saint‑Valèry; pero, esperad: llegado allí,
entraréis en un mal albergue sin nombre y sin muestra, un verdadero garito
de marineros; no podéis confundiros, no hay más que uno.
‑¿Después?
‑Preguntaréis por el hostelero, y le diréis:
Forward.
‑Lo cual quiere
decir...
‑Adelante: es la contraseña. Os dará un
caballo completamente ensillado y os indicará el camino que debéis seguir;
encontraréis de ese modo cuatro relevos en vuestra ruta. Si en cada uno de ellos
queréis dar vuestra dirección de Paris, los cuatro caballos os seguirán; ya
conocéis dos, y me ha parecido que sabéis apreciarlos como aficionado: son
los que hemos montado; creedme, los otros no les son inferiores. Estos cuatro
caballos están equipados para campaña. Por orgulloso que seáis, no os negaréis a
aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros compañeros: además
son para hacer la guerra. El fin excluye los medios, como vos decís, como dicen
los franceses, ¿no es así?
‑Sí, milord, acepto ‑dijo D'Artagnan‑. Y si
place a Dios, haremos buen uso de vuestros presentes.
‑Ahora, vuestra mano, joven; quizá nos
encontremos pronto en el campo de batalla; pero mientras tanto, nos dejaremos
como buenos amigos, eso espero.
‑Sí, milord, pero con la esperanza de
convertirnos pronto en enemigos.
‑Estad tranquilo, os lo
prometo.
‑Cuento con vuestra palabra,
milord.
D'Artagnan saludó al duque y avanzó vivamente
hacia el puerto.
Frente a la Torre de Londres encontró el
navio designado, entregó su carta al capitán, que la hizo visar por el
gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Cincuenta navíos estaban en franquicia y
esperaban.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos,
D'Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la misma a la que el
gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él, D'Artagnan,
había encontrado tan bella; pero gracias a la corriente del río y al buen
viento que soplaba, su navío iba tan deprisa que al cabo de un instante
estuvieron fuera del alcance de los ojos.
Al día siguiente, hacia las nueve de la
mañana, llegaron a Saint‑Valèry.
D'Artagnan
se dirigió al instante hacia el albergue indicado, y lo reconoció por los
gritos que de él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia
como de algo próximo a indudable, y los marineros contentos alborotaban en medio
de la juerga.
D'Artagnan hendió la multitud, avanzó hacia
el hostelero y pronunció la palabra Forword. Al instante el huésped le hizo seña
de que le siguiese, salió con él por una puerta que daba al patio, lo condujo a
la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si
necesitaba alguna otra cosa.
‑Necesito conocer la ruta que debo seguir
‑dijo D'Artagnan.
‑Id de aquí a Blangy, y de Blangy a
Neufchátel. En Neufchátel entrad en el albergue de la Herse d'Ord, dad la contraseña al hotelero, y,
como aquí, encontraréis un caballo totalmente ensillado.
‑¿Debo algo? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑Todo está pagado ‑dijo el hostelero‑, y con
largueza. Id, pues, y que Dios os guíe.
‑¡Amén! ‑respondió el joven, partiendo al
galope.
Cuatro
horas después estaba en Neufchátel.
Siguió estrictamente las instrucciones
recibidas; en Neufchátel, como en Saint‑Valèry, encontró una montura
totalmente ensillada y aguardándolo; quiso llevar las pistolas de la silla
que acababa de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban
provistas de pistolas parecidas.
‑ Vuestra dirección en
Paris?
‑Palacio de los Guardias, compañía Des
Essarts.
‑Bien ‑respondió éste.
‑¿Qué ruta hay que tomar? ‑preguntó a su vez
D'Artagnan.
‑La de Rouen; pero dejaréis la ciudad a
vuestra derecha. En la Pequeña aldea de Ecouis os detendréis, no hay más que un
albergue, el Ecu de France. No lo juzguéis por su apariencia: en sus
cuadras tendrá un caballo que valdrá tanto como éste.
‑¿La misma contraseña?
‑Exactamente.
‑¡Adiós,
maese!
‑¡Buen viaje, gentilhombre! ¿Tenéis necesidad
de alguna cosa? D'Artagnan hizo con la cabeza señal de que no, y volvió a partir
a todo galope. En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró un hostelero
tan previsor, un caballo fresco y descansado; dejó sus señas como lo había
hecho y volvió a partir al mismo galope para Pontoise. En Pontoise, cambió por
última vez de montura y a las nueve entraba a todo galope en el patio del
palacio del señor de Tréville.
Había hecho cerca de sesenta leguas en doce
horas.
El señor de Tréville lo recibió como si lo
hubiera visto aquella misma mañana; sólo que, apretándole la mano un poco
más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del señor Des Essarts
estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su
puesto.
El ballet de la
Merlaison
Al día siguiente no se hablaba en todo Paris
más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la
reina, y en el cual sus Majestades debian bailar el famoso ballet de la Merlaison[L111] , que era el ballet favorito del
rey.
En efecto, desde hacía ocho días se preparaba
todo en el Ayuntamiento para aquella velada solemne. El carpintero de la
villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas
invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con
doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella
época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba
había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este
informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La
Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios
arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément,
todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento.
Aquellas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba
un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento
el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y
todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán
de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al
punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido
asignadas.
A las tres llegaron dos compañías de
guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba
compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier[L112] , la otra mitad por hombres del señor des
Essarts.
A las seis de la tarde, los invitados
comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre
los estrados preparados.
A las nueve llegó la señora primera
presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la
fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco
frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras
para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint‑Jean, y ello frente al
aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro
arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y
numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que
conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con
linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con
sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales
llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en
las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida,
cumplida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan
tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había
retenido hasta las once para hablar de los asuntos del
Estado.
Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba
acompañado por S. A. R. Monsieur[L113] , por el conde de Soissons, por el gran prior[L114] , por el duque de Longueville, por el
duque D'Elbeuf, por el conde D'Harcourt, por el conde de La Roche‑Guyon, por el
señor de Liancourt, por el señor de Baradas[L115] , por el conde de Cramail y por el caballero
de Souveray.
Todos observaron que el rey tenía aire triste
y preocupado.
Se había preparado para el rey un gabinete, y
otro para Monsieur. En cada uno de estos gabinetes había depositados trajes de
máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y para la señora presidenta.
Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían vestirse de dos en
dos en habitaciones preparadas a este efecto.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó
que viniesen a prevenirlo tan pronto como apareciese el
cardenal.
Media hora después de la entrada del rey,
nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la llegada de la reina . Los
regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los sargentos
se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que,
como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de
una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecido cerrada se abrió, y se
vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español.
Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible
pasó por sus labios: la reina no tenía sus herretes de
diamantes.
La reina permaneció algún tiempo recibiendo
los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y respondiendo a los saludos de
las damas.
De pronto el rey apareció con el cardenal en
una de las puertas de la sala. El cardenal le hablaba en voz baja y el rey
estaba muy pálido.
El rey hendió la multitud y, sin máscara, con
las cintas de su jubón apenas anudadas, se aproximó a la reina y con voz
alterada le dijo:
‑Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis
vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me hubiera agradado
verlos?
La reina tendió su mirada en torno a ella, y
vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una sonrisa
diabólica.
‑Sire ‑respondió la reina con voz alterada‑,
porque en medio de esta gran muchedumbre he temido que les ocurriera alguna
desgracia.
‑¡Pues os habéis equivocado, señora! Si os he
hecho ese regalo ha sido para que os adornarais con él. Os digo que os habéis
equivocado.
Y la voz del rey estaba temblorosa de cólera;
todos miraban y escuchaban con asombro, sin comprender nada de lo que
pasaba.
‑Sire ‑dijo la reina‑ puedo enviarlos a
buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de Vuestra Majestad serán
cumplidos.
‑Hacedlo, señora, hacedlo, y cuanto antes;
porque dentro de una hora va a comenzar el ballet.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió
a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Por su parte, el rey volvió al
suyo.
Hubo en la sala un momento de desconcierto y
confusión.
Todo el mundo había podido notar que algo
había pasado entre el rey y la reina; pero los dos habían hablado tan bajo que,
habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie había oído nada. Los
violines tocaban con toda su fuerza, pero no los
escuchaban.
El rey salió el primero de su gabinete; iba
en traje de caza de los más elegantes y Monsieur y los otros señores iban
vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido parecía
verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
El cardenal se acercó al rey y le entregó una
caja. El rey la abrió y encontró en ella dos herretes de
diamantes.
‑¿Qué quiere decir esto? ‑preguntó al
cardenal.
‑Nada ‑respondió éste‑. Sólo que si la reina
tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire, y si no encontráis más que
diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos herretes
que hay ahí.
El rey miró al cardenal como para
interrogarle; pero no tuvo tiempo de dirigirle ninguna pregunta: un grito
de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer gentilhombre
de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de
Francia.
Es cierto que su tocado de cazadora le iba de
maravilla; tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de
terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul
toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los herretes
sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la
falda.
El rey se estremecía de alegría y el cardenal
de cólera; sin embargo, distantes como estaban de la reina, no podían
contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía diez o tenía
doce?
En aquel momento, los violines hicieron sonar
la señal del baile. El rey avanzó hacia la señora presidenta, con la que debía
bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus puestos y el baile
comenzó.
El rey estaba en frente de la reina, y cada
vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada aquellos herretes, cuya cuenta
no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del
cardenal.
El baile duró una hora: tenía dieciséis
intermedios.
El baile terminó en medio de los aplausos de
toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio, pero el rey aprovechó el
privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar deprisa
hacia la reina.
‑Os agradezco, señora ‑le dijo‑, la
deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo que os faltan
dos herretes, y yo os los devuelvo.
Y con estas palabras, tendió a la reina los
dos herretes que le había entregado el cardenal.
‑¡Cómo, Sire! ‑exclamó la joven reina
fingiendo sorpresa‑. ¿Me dais aún otros dos? Entonces con éstos tendré
catorce.
En efecto, el rey contó y los doce herretes
se hallaron en los hombros de Su Majestad.
El rey llamó al
cardenal.
‑Y bien, ¿qué significa esto, monseñor
cardenal? ‑preguntó el rey en tono severo.
‑Eso significa, Sire ‑respondió el cardenal‑,
que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos herretes y, no atreviéndome a
ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.
‑Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra
Eminencia ‑respondió Ana de Austria con una sonrisa que probaba que no era
víctima de aquella ingeniosa galantería‑, cuanto que estoy segura de que
estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han
costado a Su Majestad.
Luego, habiendo saludado al rey y al
cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que se había vestido y en
que debía desvestirse.
La atención que nos hemos visto obligados a
prestar durante el comienzo de este capítulo a los personajes ilustres que
en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien Ana
de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y
que, confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las
puertas, miraba desde allí esta escena sólo comprensible para cuatro
personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.
La reina acababa de ganar su habitación y
D'Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que le tocaban ligeramente en
el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía señas de seguirla.
Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas
pese a esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que
para él, reconoció al instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa
señora Bonacieux.
La víspera apenas si se habían visto en el
puesto del suizo Germain, donde D'Artagnan la había hecho llamar. La prisa que
tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de
su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras.
D'Artagnan siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble
sentimiento: el amor y la curiosidad. Durante todo el camino, y a medida
que los corredores se hacían más desiertos, D'Artagnan quería detener a la
joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante; pero
vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería
hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto
le recordaba que estaba bajo el imperio de una potencia a la que debía
obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja; por fin,
tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una
puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo
una nueva señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una
tapicería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz,
desapareció.
D'Artagnan permaneció un instante inmóvil y
preguntándose dónde estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por
aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la
conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante,
la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en
un gabinete contiguo a la habitación de la reina.
El joven permaneció en la sombra y
esperó.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual
parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la
costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba aquel
sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho
experimentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina,
sonría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del
Ayuntamiento de Paris.
Aunque D'Artagnan no conociese a la reina,
distinguió su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento
extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en
todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta
abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar
la luz.
Finalmente, de pronto, una mano y un brazo
adorables de forma y de blancura pasaron a través de la tapicería; D'Artagnan
comprendió que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogió aquella
mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró
dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta
volvió a cerrarse y D'Artagnan se encontró de nuevo en la más completa
oscuridad.
D'Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó
otra vez; era evidente que no todo había terminado aún. Después de la
recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor. Además, el ballet
había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el
reloj de Saint‑Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres
cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces
disminuyó en la habitación vecina; se las oyó alejarse; luego, la puerta del
gabinete donde estaba D'Artagnan se volvió a abrir y la señora Bonacieux se
adelantó.
‑¡Vos por fin! ‑exclamó
D'Artagnan.
‑¡Silencio!
‑dijo la joven, apoyando su mano
sobre los labios del joven‑. ¡Silencio! E idos por donde habéis
venido.
‑Pero ¿cuándo os volveré a ver? ‑exclamó
D'Artagnan.
‑Un billete que encontraréis al volver a
vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos, marchaos!
Y con estas palabras abrió la puerta del
corredor y empujó a D'Artagnan fuera del gabinete.
D'Artagnan obedeció cómo un niño, sin
resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy
enamorado.
Capítulo XXIII
La cita
D'Artagnan volvió a su casa a todo correr, y
aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores
barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que
vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta,
subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y
su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del
Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la
puerta.
‑¿Alguien ha traído una carta para mî?
‑preguntó vivamente D'Artagnan.
‑Nadie ha traído ninguna carta, señor
‑respondió Planchet‑; pero hay una que ha venido totalmente
sola.
‑¿Qué quieres decir,
imbécil?
‑Quiero decir que al volver, aunque tenía la
llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado,
he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro
dormitorio.
‑¿Y dónde está esa
carta?
‑La he dejado donde estaba, señor. No es
natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera
abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba
herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay
alguna magia en ella.
Durante este tiempo, el joven se había
lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba
concebida en estos términos:
«Hay vivos agradecimientos que haceros y que
transmitiros.
Estad esta noche hacia las diez en Saint‑Cloud, frente al pabellón
que se alza en la esquina de la casa del señor D'Estrées[L116] .
C. B.»
Al leer aquella carta, D'Artagnan sentía su
corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia
el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la
primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de
la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso
terrestre que se llamaba el amor.
‑¡Y bien, señor! ‑dijo Planchet, que había
visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente‑. ¿No es justo lo que he
adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
‑Te equivocas, Planchet ‑respondió
D'Artagnan‑, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi
salud.
‑Agradezco al señor el escudo que me da, y le
prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las
cartas que entran así en las casas cerradas...
‑Caen del cielo, amigo mío, caen del
cielo.
‑Entonces, ¿el señor está contento? ‑preguntó
Planchet.
‑¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de
los hombres!
‑¿Puedo aprovechar la felicidad del señor
para irme a acostar?
‑Sí, vete.
‑Que todas las bendiciones del cielo caigan
sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta...
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con
aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de
D'Artagnan.
Al quedarse solo, D'Artagnan leyó y releyó su
billete, luego besó y volvió a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por
la mano de , su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y tuvo sueños
dorados.
A las siete de la mañana se levantó y llamó a
Planchet, que a la segunda llamada abrió la puerta, el rostro todavía mal limpio
de las inquietudes de la víspera.
‑Planchet ‑le dijo D'Artagnan‑, salgo por
todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las siete de la tarde; pero a las
siete de la tarde, estate dispuesto con dos caballos.
‑¡Vaya! ‑dijo Planchet‑. Parece que todavía
vamos a hacernos agujerear la piel en varios lugares.
‑Cogerás tu mosquetón y tus
pistolas.
‑¡Bueno! ¿Qué decía yo? ‑exclamó Planchet‑.
Estaba seguro; , esa maldita carta...
‑Tranquilízate, imbécil, se trata simplemente
de una partida de placer.
‑Sí, como los viajes de recreo del otro día,
en los que llovían las balas y donde había trampas.
‑Además, si tenéis miedo, señor Planchet
‑prosiguió D'Artagnan‑, iré sin vos; prefiero viajar solo antes que tener
un compañero que tiembla.
‑El señor me injuria ‑dijo Planchet‑; me
parece, sin embargo, que me ha visto en acción.
‑Sí, pero creo que gastaste todo tu valor de
una sola vez.
‑El señor verá que cuando la ocasión se
presente todavía me queda; sólo que ruego al señor no prodigarlo demasiado si
quiere que me quede por mucho tiempo.
‑¿Crees tener todavía cierta cantidad para
gastar esta noche?
‑Eso espero.
‑Pues bien, cuento
contigo.
‑A la hora indicada estaré dispuesto; sólo
que yo creía que el señor no tenía más que un caballo en la cuadra de los
guardias.
‑Quizá no haya en estos momentos más que uno,
pero esta noche habrá cuatro.
‑Parece que nuestro viaje fuera un viaje de
remonta.
‑Exactamente ‑dijo
D'Artagnan.
Y tras hacer a Planchet un último gesto de
recomendación salió.
El señor Bonacieux estaba a su puerta. La
intención de D'Artagnan era pasar de largo sin hablar al digno mercero;
pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo por
fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con
él.
Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de
condescendencia para con un marido cuya mujer os ha dado una cita para esa misma
noche en Saint‑Cloud, frente al pabellón del señor D'Estrées? D'Artagnan se
acercó con el aire más amable que pudo adoptar.
La conversación recayó naturalmente sobre el
encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, que ignoraba que
D'Artagnan había oído su conversación con el desconocido de Meung, contó a
su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de
Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo
del cardenal, y se extendió largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los
postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos de
tortura.
D'Artagnan lo escuchó con una complacencia
ejemplar; luego, cuando hubo terminado:
‑Y la señora Bonacieux ‑dijo por fin‑,
¿sabéis quién la había raptado? Porque no olvido que gracias a esa circunstancia
molesta debo la dicha de haberos conocido.
‑¡Ah!
‑dijo el señor Bonacieux‑. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su
parte, me ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos
‑continuó el señor Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta‑, ¿qué ha sido de
vos todos estos días pasados? No os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no
creo que haya sido en el pavimento de París donde habéis cogido todo el polvo
que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.
‑Tenéis razón, mi querido señor Bonacieux,
mis amigos y yo hemos hecho un pequeño viaje.
‑¿Lejos de aquí?
‑¡Oh, Dios mío, no, a unas cuarenta leguas
sólo! Hemos ido a llevar al señor Athos a las aguas de Forges, donde mis
amigos se han quedado.
‑¿Y vos habéis vuelto, verdad? ‑prosiguió el
señor Bonacieux dando a su fisonomía su aire más maligno‑. Un buen mozo como vos
no consigue largos permisos de su amante, y erais impacientemente esperado en
Paris, ¿no es así?
‑A fe ‑dijo riendo el joven‑, os lo confieso,
mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que veo que no se os puede ocultar
nada. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os respondo de
ello.
Una ligera nube pasó por la frente de
Bonacieux, pero tan ligera que D'Artagnan no se dio
cuenta.
‑¿Y vamos a ser recompensados por nuestra
diligencia? ‑continuó el mercero con una ligera alteración en la voz, alteración
que D'Artagnan no notó como tampoco había notado la nube momentánea que un
instante antes había ensombrecido el rostro del digno
hombre.
‑¡Vaya! ¿Vais a sermonearme? ‑dijo riendo
D'Artagnan.
‑No, lo que os digo es sólo ‑repuso
Bonacieux‑, es sólo para saber si volveremos tarde.
‑¿Por qué esa pregunta, querido huésped?
‑preguntó D'Artagnan‑. ¿Es que contáis con esperarme?
‑No, es que desde mi arresto y el robo que
han cometido en mi casa, me asusto cada vez que oigo abrir una puerta, y sobre
todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no soy un hombre de
espada.
‑¡Bueno! No os asustéis si regreso a la una,
a las dos o a las tres de la mañana; y si no regreso, tampoco os
asustéis.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que
D'Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le preguntó qué
tenía.
‑Nada ‑respondió Bonacieux‑, nada. Desde
estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que se apoderan de mí de pronto, y
acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis caso, vos no
tenéis más que ocuparos de ser feliz.
‑Entonces tengo ocupación, porque lo
soy.
‑No todavía, esperar entonces, vos mismo lo
habéis dicho: esta noche.
‑¡Bueno, esta noche llegará, a Dios gracias!
Y quizá la estéis esperando vos con tanta impaciencia como yo. Quizá esta
noche la señora Bonacieux visite el domicilio conyugal.
‑La señora Bonacieux no está libre esta noche
‑respondió con tono grave el marido‑; está retenida en el Louvre por su
servicio.
‑Tanto peor para vos, mi querido huésped,
tanto peor; cuando soy feliz quisiera que todo el mundo lo fuese; pero parece
que no es posible.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que
sólo él, eso pensaba, podía comprender.
‑¡Divertíos mucho! ‑respondió Bonacieux con
un acento sepulcral.
Pero D'Artagnan estaba ya demasiado lejos
para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la disposición de ánimo en que estaba,
no lo hubiera ciertamente notado.
Se dirigió hacia el palacio del señor de
Tréville; su visita de la víspera había sido como se recordará, muy corta y
muy poco explicativa.
Encontró al señor de Tréville con la alegría
en el alma. El rey y la reina habían estado encantadores con él en el baile.
Cierto que el cardenal había estado perfectamente
desagradable.
A la una de la mañana se había retirado so
pretexto de que estaba indispuesto. En cuanto a Sus Majestades, no habían vuelto
al Louvre hasta las seis de la mañana.
‑Ahora ‑dijo el señor de Tréville bajando la
voz a interrogando con la mirada a todos los ángulos de la habitación para ver
si estaban completamente solos‑, ahora hablemos de vos, joven amigo, porque es
evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del rey,
con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de
protegeros.
‑¿Qué he de temer ‑respondió D'Artagnan‑
mientras tenga la dicha de gozar del favor de Sus
Majestades?
‑Todo, creedme. El cardenal no es hombre que
olvide una mistificación mientras no haya saldado sus cuentas con el
mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi
conocimiento.
‑¿Creéis que el cardenal esté tan adelantado
como vos y sepa que soy yo quien ha estado en Londres?
‑¡Diablos! ¿Habéis estado en Londres? De
Londres es de donde habéis traído ese hermoso diamante que brilla en vuestro
dedo? Tened cuidado, mi querido D'Artagnan, no hay peor cosa que el presente de
un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?...
Esperad...
‑Sí, sin duda ‑prosiguió D'Artagnan, que
nunca había podido meterse la primera regla de los rudimentos en la cabeza y
que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su preceptor‑; sí,
sin duda, debe haber uno.
‑Hay uno, desde luego ‑dijo el señor de
Tréville, que tenía cierta capa de letras‑ y el señor de Benserade me lo
citaba el otro día... Esperad, pues... Áh, ya está:
Timeo Danaos et dona ferentes[L117]
Lo cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo
que os hace presentes». ‑Ese diamante no proviene de un enemigo, señor ‑repuso
D'Artagnan‑, proviene de la reina.
‑¡De la reina! ¡Oh, oh! ‑dijo el señor de
Tréville‑. Efectivamente es una auténtica joya real, que vale mil pistolas
por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este regalo?
‑Me lo ha entregado ella
misma.
‑Y eso, ¿dónde?
‑En el gabinete contiguo a la habitación en
que se cambió de tocado.
‑¿Cómo?
‑Dándome su mano a
besar.
‑¡Habéis besado la mano de la reina! ‑exclamó
el señor de Tréville mirando a D'Artagnan.
‑¡Su Majestad me ha hecho el honor de
concederme esa gracia!
‑Y eso, ¿en presencia de testigos?
Imprudente, tres veces imprudente.
‑No, señor, tranquilizaos, nadie lo vio
‑repuso D'Artagnan. Y le contó al señor de Tréville cómo habían ocurrido las
cosas.
‑¡Oh, las mujeres, las mujeres! ‑exclamó el
viejo soldado‑. Las reconozco en su imaginación novelesca; todo lo que huele a
misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso es todo; os
encontraríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no
sabría quién sois vos.
‑No, pero gracias a este diamante... ‑repuso
el joven.
‑Escuchad ‑dijo el señor de Tréville‑.
¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un consejo de
amigo?
‑Me haréis un honor, señor ‑dijo
D'Artagnan.
‑Pues bien, id al primer orfebre que
encontréis y vendedie ese diamante por el precio que os dé; por judío que
sea, siempre encontreréis ochocientas pistolas. Las pistolas no tienen nombre,
joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo
lleve.
‑¡Vender este anillo! ¡Un anillo que viene de
mi soberana! ¡Jamás! ‑dijo D'Artagnan.
‑Entonces volved el engaste hacia dentro,
pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete de Gascuña no encuentra
joyas semejantes en el escriño de su madre.
‑¿Pensáis, pues, que tengo algo que temer?
‑preguntó d'Artagnan.
‑Equivale a decir, joven, que quien se duerme
sobre una mina cuya mecha está encendida debe considerarse a salvo en
comparación con vos.
‑¡Diablo! ‑dijo D'Artagnan, a quien el tono
de seguridad del señor de Tréville comenzaba a inquietar‑. ¡Diablo! ¿Qué
debo hacer?
‑Estar vigilante siempre y ante cualquier
cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la mano larga; creedme, os jugará una
mala pasada.
‑Pero ¿cuál?
‑¿Y qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio
todas las trampas del demonio? Lo menos que puede pasaros es que se os
arreste.
‑¡Cómo! ¿Se atreverían a arrestar a un hombre
al servicio de Su Majestad?
‑¡Pardiez! Mucho les ha preocupado con Athos.
En cualquier caso, joven, creed a un hombre que está hace treinta años en
la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis perdido. Al contrario, y
soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca
pelea, evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca; si os
atacan de noche o de día, batíos en retirada y sin vergüenza; si cruzáis un
puente, tantead las planchas, no vaya a ser que una os falte bajo el pie; si
pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser que
una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir
por vuestro criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de
vuestro criado. Desconfiad de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro
hermano, de vuestra amante, de vuestra amante sobre
todo.
D'Artagnan enrojeció.
‑De mi amante ‑repitió él maquinalmente‑. ¿Y
por qué más de ella que de cualquier otro?
‑Es que la amante es uno de los medios
favoritos del cardenal; no lo hay más expeditivo: una mujer os vende por diez
pistolas, testigo Dalila[L118] . ¿Conocéis las Escrituras,
no?
D'Artagnan pensó en la cita que le había dado
la señora Bonacieux para aquella misma noche; pero debemos decir, en elogio de
nuestro heroe, que la mala opinión que el señor de Tréville tenía de las
mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa
huéspeda.
‑Pero, a propósito ‑prosiguió el señor de
Tréville‑. ¿Qué ha sido de vuestros tres compañeros?
‑Iba a preguntaros si vos habíais sabido
alguna noticia.
‑Ninguna, señor.
‑Pues bien yo los dejé en mi camino: a
Porthos en Chantilly, con un duelo entre las manos; a Aramis en Crévocoeur, con
una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación de falso
monedero encima.
‑¡Lo veis! ‑dijo el señor de Tréville‑. Y
vos, ¿cómo habéis escapado?
‑Por milagro, señor, debo decirlo, con una
estocada en el pecho y clavando al señor conde de Wardes en el dorso de la ruta
de Calais como a una mariposa en una tapicería.
‑¡Lo veis todavía! De Wardes, un hombre del
cardenal, un primo de Rochefort. Mirad, amigo mío, se me ocurre una
idea.
‑Decid, señor.
‑En vuestro lugar, yo haría una
cosa.
‑¿Cuál?
‑Mientras Su Eminencia me hace buscar en
Paris, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta de Picardía, y me ¡ría a
saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien merecen ese pequeño
detalle por vuestra parte.
‑El consejo es bueno, señor, y mañana
partiré.
‑¡Mañana! ¿Y por qué no esta
noche?
‑Esta noche, señor, estoy retenido en Paris
por un asunto indispensable.
‑¡Ah, joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened
cuidado, os lo repito; fue la mujer la que nos perdió a todos nosotros, y
la que nos perderá aún a todos nosotros. Creedme, partid esta
noche.
‑¡Imposible, señor!
‑¿Habéis dado vuestra
palabra?
‑Sí, señor.
‑Entonces es otra cosa; pero prometedme que,
si no sois muerto esta noche, mañana partiréis.
‑Os lo prometo.
‑¿Necesitáis dinero?
‑Tengo todavía cincuenta pistolas. Es todo lo
que me hace falta, según pienso.
‑Pero ¿vuestros
compañeros?
‑Pienso que no deben necesitarlo. Salimos de
Paris cada uno con setenta y cinco pistolas en nuestros
bolsillos.
‑¿Os volveré a ver antes de vuestra
partida?
‑No, creo que no, señor, a menos que haya
alguna novedad.
‑¡Entonces, buen viaje!
‑Gracias, señor.
Y D'Artagnan se despidió del señor de
Tréville, emocionado como nunca por su solicitud completamente paternal hacia
sus mosqueteros.
Pasó sucesivamente por casa de Athos, de
Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres había vuelto. Sus criados tambien
estaban ausentes, y no había noticia ni de los unos ni de los
otros.
‑¡Ah, señor! ‑dijo Planchet al divisar a
D'Artagnan‑. ¡Qué contento estoy de verle!
‑¿Y eso por qué, Planchet? ‑preguntó el
oven.
‑¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro
huésped?
‑¿Yo? Lo menos del
mundo.
‑¡Oh, hacéis bien,
señor!
‑Pero ¿a qué viene esa
pregunta?
‑A que mientras hablabais con él, yo os
observaba sin escucharos; señor, su rostro ha cambiado dos o tres veces de
color.
‑¡Bah!
‑El señor no ha podido notarlo, preocupado
como estaba por la carta que acababa de recibir; pero, por el contrario, yo, a
quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en
guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
‑¿Y cómo la has
encontrado?
‑Traidora señor.
‑¿De verdad?
‑Además, tan pronto como el señor le ha
dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha
cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en
dirección contraria.
‑En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto
me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no le pagaremos nuestro
alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente
explicada.
‑El señor se burla, pero ya
verá.
‑¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que
ocurrir está escrito.
‑¿El señor no renuncia entonces a su paseo de
esta noche?
‑Al contrario, Planchet, cuanto más moleste
al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto
lo inquieta.
‑Entonces, si la resolución del
señor...
‑Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las
nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo vendré a
recogerte.
Planchet, viendo que no había ninguna
esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto, lanzó un profundo
suspiro y se puso a almohazar
[L119] al tercer caballo.
En cuanto a D'Artagnan, como en el fondo era
un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con
aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les
había dado un desayuno de chocolate.
Capítulo XXIV
El pabellón
A las nueve, D'Artagnan estaba en el palacio
de los Guardias; encontró a
Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una
pistola.
D'Artagnan tenía su espada y pasó dos
pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se
alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso
a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D'Artagnan cruzó los muelles, salió por la
puerta de la Conférence [L120] y siguió luego el camino, más hermoso
entonces que hoy, que conduce a Saint‑Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet
guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el
camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente;
de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando
codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los
corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban
viva inquietud. D'Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en
su lacayo.
‑¡Y bien, señor Planchet! ‑le preguntó‑. ¿Nos
pasa algo?
‑¿No os parece, señor, que los bosques son
como iglesias?
‑¿Y eso por qué,
Planchet?
‑Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie
se atreve a hablar en voz alta.
‑¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta,
Planchet? ¿Porque tienes miedo?
‑Miedo a ser oído, sí,
señor.
‑¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es
sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de
ella.
‑¡Ay, señor! ‑repuso Planchet volviendo a su
idea madre‑. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de
desagradable en el juego de sus labios.
‑¿Quién diablos te hace pensar en
Bonacieux?
‑Señor, se piensa en lo que se puede y no en
lo que se quiere.
‑Porque eres un cobarde,
Planchet.
‑Señor, no confundamos la prudencia con la
cobardía; la prudencia es una virtud.
‑Y tú eres virtuoso, ¿no es así,
Planchet?
‑Señor, ¿no es aquello el cañón de un
mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?
‑En verdad ‑murmuró D'Artagnan, a quien las
recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria‑, en verdad,
este animal terminará por meterme miedo.
Y puso su caballo al
trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo,
exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras
él.
‑¿Es que vamos a caminar así toda la noche,
señor? ‑preguntó.
‑No, Planchet, porque tú has llegado
ya.
‑¿Cómo que he llegado? ¿Y el
señor?
‑Yo voy a seguir todavía algunos
pasos.
‑¿Y el señor me deja aquí
solo?
‑¿Tienes miedo
Planchet?
‑No, pero sólo hago observar al señor que la
noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene
reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el
señor.
‑Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en
una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante
de la puerta.
‑Señor, he comido y bebido respetuosamente el
escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito
centavo en caso de que tuviera frío.
‑Aquí tienes media pistola. Hasta
mañana.
D'Artagnan descendió de su caballo, arrojó la
brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolviéndose en su
capa.
‑¡Dios, qué frío tengo! ‑exclamó Planchet
cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse,
se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los
atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D'Artagnan, que se había metido
por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint‑Cloud; pero en
lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo,
ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al
pabellón indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un
gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja,
y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo
fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían
dicho anunciar su presencia con ninguna señal,
esperó.
Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho
que estaba a cien legUas de la capital. D'Artagnan se pegó al seto después
de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto, aquel
jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella
inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban
algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres de aquel
infierno.
Pero para D'Artagnan todos los aspectos
revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una sonrisa, todas las
tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el
campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente diez golpes de su larga
lengua mugiente.
Había algo lúgubre en aquella voz de bronce
que se lamentaba así en medio de la noche.
Pero cada una de aquellas horas que componían
la hora esperada vibraba armoniosamente en el corazón del
joven.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón
situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas estaban todas cerradas con los
postigos, salvo una sola del primer piso.
A través de aquella ventana brillaba una luz
suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban
formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella
ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora
Bonacieux.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por
su parte media hora sin impaciencia alguna, con los ojos fijos sobre
aquella casita de la que D'Artagnan percibía una parte del techo de molduras
doradas, atestiguando la elegancia del resto del
apartamento.
El campanario de Saint‑Cloud hizo sonar las
diez y media.
Aquella vez, sin que D'Artagnan comprendiese
por qué, un temblor recorrió sus venas. Quizá también el frío comenzaba a
apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era una sensación
completamente física.
Luego le vino la idea de que había leído mal
y que la cita era para las once solamente.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo
de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se había equivocado,
efectivamente la cita era para las diez.
Volvió a ponerse en su sitio, empezando a
inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.
Dieron las once.
D'Artagnan comenzó a temer verdaderamente que
le hubiera ocurrido algo a la señora Bonacieux.
Dio tres palmadas, señal ordinaria de los
enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el eco.
Entonces pensó con cierto despecho que quizá
la joven se había dormido mientras lo esperaba.
Se acercó a la pared y trató de subir, pero
la pared estaba recientemente revocada, y D'Artagnan se rompió inútilmente
las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles,
cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como uno de ellos emergía sobre
el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría penetrar
en el pabellón.
El árbol era fácil. Además D'Artagnan tenía
apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de su oficio de escolar. En un
instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios transparentes sus
ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D'Artagnan
de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos, aquella suave luz, aquella
tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso; uno de los
cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido
hundida y medio rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido
estar cubierta con una elegante cena yacía por tierra; frascos en añicos, frutas
aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación daba testimonio de
una lucha violenta y desesperada; D'Artagnan creyó incluso reconocer en medio de
aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre
maculando el mantel y las cortinas.
Se dio prisa por descender a la calle con una
palpitación horrible en el corazón; quería ver si encontraba otras huellas de
violencia.
Aquella breve luz suave brillaba siempre en
la calma de la noche. D'Artagnan se dio cuenta entonces, cosa que él no había
observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen, que el suelo,
batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de
hombres y de pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que
parecía venir de París, habían cavado en la tierra blanda una profunda
huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia
Paris.
Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas,
D'Artagnan encontró junto al muro un guante de mujer desgarrado. Sin embargo,
aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado la tierra
embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes
perfumados que los amantes gustan quitar de una hermosa
mano.
A medida que D'Artagnan proseguía sus
investigaciones, un sudor más abundante y más helado perlaba su frente, su
corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración era
palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel
pabellón no tenía nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había
dado cita ante aquel pabellón y no en el pabellón, que podía estar retenida
en Paris por su servicio, quizá por los celos de su
marido.
Pero todos estos razonamientos eran
severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel sentimiento de
dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y
nos grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran
desgracia planea sobre nosotros.
Entonces D'Artagnan enloqueció casi: corrió
por la carretera, tomb el mismo camino que ya había andado, avanzó hasta la
barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había
cruzado el río con una mujer envuelta en un mantón negro, que parecía tener el
mayor interés en no ser reconocida; pero precisamente debido a esas
precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor,
y había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de
mujeres jóvenes y hermosas que iban a Saint‑Cloud y que tenían interés en
no ser vistas, y sin embargo D'Artagnan no dudó un solo instante que no fuera la
señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D'Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba
en la cabaña del barquero para volver a leer una vez más el billete de la
señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita era en
Saint‑Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en
otra calle.
Todo ayudaba a probar a D'Artagnan que sus
presentimientos no lo engañaban y que una gran desgracia había
ocurrido.
Volvió a tomar el camino del castillo a todo
correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo había podido pasar en el
pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma
luz suave y calma salía desde la ventana.
D'Artagnan pensó entonces en aquella casucha
muda y ciega, pero que sin duda había visto y que quizá podía
hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero
saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del perm encadenado, se acercó
a la cabaña.
A los primeros golpes que dio, no respondió
nadie.
Un silencio de muerte reinaba tanto en la
cabaña como en el pabellón; no obstante, como aquella cabaña era su último
recurso, insistió.
Pronto le pareció oír un ligero ruido
interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser
oído.
Entonces D'Artagnan dejó de golpear y rogó
con un acento tan lleno de inquietud y de promesas, de terror y zalamería,
que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más miedoso. Por fin, un
viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar
cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo
iluminado el tahalí, el puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de
D'Artagnan. Sin embargo, por rápido que fuera el movimiento, D'Artagnan
había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
‑¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo
esperaba a alguien que no viene, me muero de inquietud. ¿No habrá ocurrido
alguna desgracia por los alrededores? Hablad.
La ventana volvió a abrirse lentamente, y el
mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora más pálido aún que la primera
vez.
D'Artagnan contó ingenuamente su historia,
nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con una joven ante aquel pabellón, y
cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la lámpara,
había visto el desorden de la habitación.
El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo
que hacía señas de que estaba bien todo aquello; luego, cuando D'Artagnan hubo
terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada
bueno.
‑¿Qué queréis decir? ‑exclamó D'Artagnan‑.
¡En nombre del cielo, explicaos!
‑¡Oh, señor ‑dijo el viejo‑, no me pidáis
nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen seguro que no me ocurrira
nada bueno.
‑¿Habéis visto entonces algo? ‑repuso
D'Artagnan‑. En tal críso, en nombre del cielo ‑continuó, entregándole una
pistola‑, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de
gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi
corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el
rostro de D'Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz
baja:
‑Senan las nueve poco más o menos, había oído
yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al acercarme a
mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como soy pobre y no
tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de
allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de
mano. Esos caballos de mano pertenecían evidentemente a los tres hombres
que estaban vestidos de caballeros. «Ah, mis buenos señores ‑exclamé yo‑, ¿qué
queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel que parecía el jefe del
séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a tu
casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente
que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque
mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy seguro),
estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo que yo recogí, y él
tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto
tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta
de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo
centro podía ver todo sin ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar
el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de
pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se subió con
precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió
a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me
había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que
llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y desapareció; al mismo tiempo los
otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la portezuela el
cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de
silla. De pronto resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió
a la ventana y la abrió como para precipitarse por ella. Pero tan pronto como se
dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos hombres se lanzaron tras
ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía ruido de
muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus
gritos fueron ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana,
llevando a la mujer en sus brazos; dos descendieron por la escalera y la
transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que se había
quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por
la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos
compañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla; el
lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó al galope escoltada
por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he visto
nada ni he oído nada.
D'Artagnan, abrumado por una noticia tan
terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los
celos aullaban en su corazón.
‑Pero, señor gentilhombre ‑prosiguió el
viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del
que hubieran producido los gritos y las lágrimas‑; vamos, no os aflijáis,
no os la han matado, eso es lo esencial.
‑¿Sabéis aproximadamente ‑dijo D'Artagnan‑
quién era el hombre que dirigía esa infernal
expedición?
‑No lo conozco.
‑Pero, puesto que os ha hablado, habéis
podido verlo.
‑¡Ah! ¿Son sus señas lo que me
pedís?
‑Sí.
‑Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes
negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.
‑¡El es! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¡Otra vez él!
¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el otro?
‑¿Cuál?
‑El pequeño.
‑¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro!
Además, no llevaba espada, y los otros le trataban sin ninguna
consideración.
‑Algún lacayo ‑murmuró D'Artagnan‑. ¡Ah,
pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?
‑Me habéis prometido el secreto ‑dijo el
viejo.
‑Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo
soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene más que una palabra, y yo os he dado
la mía.
D'Artagnan volvió a tomar, con el alma
afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a creer que se tratara
de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el
Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso
la hubiera sorprendido y raptado. Vacilaba, se desolaba, se
desesperaba.
‑¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos!
‑exclamó‑. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a encontrar; pero
¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era medianoche poco más o menos; se trataba
de encontrar a Planchet. D Artagnan se hizo abrir sucesivamente todas las
tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas encontró a
Planchet.
En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda
era un poco aventurada. D'Artagnan no había citado a su lacayo más que a
las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su
derecho.
Además al joven le vino la idea de que,
quedándose en los alrededores del
lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún
esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la sexta taberna, como
hemos dicho, D'Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad,
se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este
modo; pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con
los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las
injurias que entre sí cambiaban los obreros, los lacayos y los carreteros
que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera
ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber
tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar
en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien.
D'Artagnan tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene
derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones
más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D'Artagnan se
despertó con ese malestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala
noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para saber si no se habían
aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante en
su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó
su botella y salió para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por
la mañana que por la noche. En efecto, lo primero que percibió a través de la
niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la
mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual
D'Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su
existencia.
Capítulo XXV
En lugar de regresar a su casa directamente,
D'Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió
rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que
acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto;
además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría
sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se
hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del
joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura
que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo
acabado:
‑¡Hum! ‑dijo‑. Todo esto huele a Su Eminencia
a una legua.
‑Pero ¿qué hacer? ‑dijo
D'Artagnan.
‑Nada, absolutamente nada ahora sólo
abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le
contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda
ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá
tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis
manos.
D'Artagnan sabía que, aunque gascón el señor
de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar
prometía, mantenía, y con creces, lo que habia prometido. Saludó, pues,
lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que
por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le
apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de
Tréville en práctica en aquel mismo instante, D'Artagnan se encaminó hacia la
calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al
acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie
ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente
Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la
memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había
hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que
indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía
ser sólo accidental, D'Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la
tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un
hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de
buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la
máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del
rostro.
Le pareció pues, a D'Artagnan que el señor
Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que aquella máscara era de las más
desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia
hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la
víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
‑¡Y bien, joven ‑le dijo‑, parece que andamos
de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las
costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás
salen.
‑No se os hará a vos el mismo reproche, maese
Bonacieux ‑dijo el joven‑, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que
cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr
detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es
así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y
muequeó una sonrisa.
‑¡Ah, ah! ‑dijo Bonacieux‑. Sois un compañero
bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven
amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los
atajos.
D'Artagnan bajó los ojos hacia sus botas
todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento sus miradas se dirigieron al
mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera dicho que
los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas
completamente semejantes.
Entonces una idea súbita cruzó la mente de
D'Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban
ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin
consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo
Bonacieux. El marido había presidido el rapto de su
mujer.
Le entraron a D'Artagnan unas terribles ganas
de saltar a la garganta del mercero y de estrangularlo; pero ya hemos dicho
que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin embargo, la revolución que se
había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató
de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente
de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a
quedarse en el mismo sitio.
‑¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente
amigo! ‑dijo D'Artagnan‑. Me parece que si mis botas necesitan una buena
esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen
cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese
Bonaceux? ¡Diablos! Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y
que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.
‑¡Oh, Dios mío, no! ‑dijo Bonacieux‑. Ayer
estuve en Saint-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo
prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo
ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer
desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de
correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido
D'Artagnan. Bonacieux había dicho Saint‑Mandé porque Saint‑Mandé es el
punto completamente opuesto a Saint‑Cloud.
Aquella probabilidad fue para él un primer
consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando
medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su
secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en
certidumbre.
‑Perdón, mi querido señor Bonacieux, si
prescindo con vos de los modales ‑dijo D'Artagnan‑; pero nada me altera más que
no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso de agua de
vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped,
D'Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la
cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado. Acababa de
volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el
lugar al que la habían conducido, o por lo menos hasta el primer
relevo.
‑Gracias, maese Bonacieux ‑dijo D'Artagnan
vaciando su vaso‑, eso es todo cuanto quería de vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy
a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo
mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel
singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia
trampa.
En lo alto de la escalera encontró a Planchet
todo estupefacto.
‑¡Ah, señor! ‑exclamó Planchet cuando divisó
a su amo‑. Ya tenemos otra, y esperaba con impaciencia que
regresaseis.
‑Pues, ¿qué pasa? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil
si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra
ausencia!
‑¿Y eso cuándo?
‑Hará una media hora, mientras vos estabais
con el señor de Tréville.
‑¿Y quién ha venido? Vamos,
habla.
‑¿El señor de Cavois?
‑En persona.
‑¿El capitán de los guardias de Su
Eminencia?
‑El mismo.
‑¿Venía a arrestarme?
‑Es lo que me temo, señor, y eso pese a su
aire zalamero.
‑¿Tenía el aire zalamero,
dices?
‑Quiero decir que era todo mieles,
señor.
‑¿De verdad?
‑Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia,
que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais
Royal.
‑Y tú, ¿qué le has
contestado?
‑Que era imposible, dado que estabais fuera
de casa, como podía él mismo ver.
‑¿Y entonces qué ha
dicho?
‑Que no dejaseis de pasar por allí durante el
día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo que Su Eminencia está
completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa
entrevista».
‑La trampa es bastante torpe para ser del
cardenal ‑repuso sonriendo el joven.
‑También yo he visto la trampa y he
respondido que os desesperaríais a vuestro regreso. «¿Dónde ha ido?», ha
preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he respondido. «¿Y
cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
‑Planchet, amigo mío ‑interrumpió
D'Artagnan‑, eres realmente un hombre precioso.
‑¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre
habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no
os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría mentido, y como no soy
gentilhombre, puedo mentir.
‑Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu
reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora
partimos.
‑Es el consejo que iba a dar al señor; y,
¿adónde vamos, si se puede saber?
‑¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú
has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa por tener nuevas con Grimaud,
de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha pasado de Athos,
Porthos y Aramis?
‑Claro que sí, señor ‑dijo Planchet‑, y yo
partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va mejor, según creo,
en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues...
‑Por eso, pues, hagamos nuestro petate,
Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos en los bolsillos para que
nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los Guardias. A
propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que
decididamente es un horrible canalla.
‑¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo;
yo soy fisonomista, y bueno.
D'Artagnan descendió el primero, como había
convenido; luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigió una vez más al
domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de
ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había
llegado para Aramis. D'Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos
después, Planchet se reunió en las cuadras del palacio de los Guardias.
D'Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él
mismo.
‑Está bien ‑le dijo a Planchet cuando éste
tuvo unido el maletín de grupa al equipo‑; ahora ensilla los otros tres, y
partamos.
‑¿Creéis que iremos más deprisa con dos
caballos cada uno? ‑preguntó Planchet con aire burlón.
‑No, señor bromista ‑respondió D'Artagnan‑,
pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres
amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
‑Lo cual será una gran suerte ‑respondió
Planchet‑, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de
Dios.
‑Amén ‑dijo D'Artagnan, montando a horcajadas
en su caballo.
Y los dos salieron del palacio de los
Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar
Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para
reunirse más allá de Saint‑Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual
puntualidad fue coronada por los más felices resultados. D'Artagnan y
Planchet entraron juntos en Pierrefitte.
Planchet estaba más animado, todo hay que
decirlo, por el día que por la noche.
Sin embargo, su prudencia natural no le
abandonaba un solo instante; no había olvidado ninguno de los incidentes
del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en camino.
Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía
severas reprimendas de parte de D'Artagnan, quien temía que, debido a tal
exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco
valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los
viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que
aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros
llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del
Grand Saint Martin[L122] , el mismo en el que se habían detenido
durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su
lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de
la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D'Artagnan juzgó a
propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal.
Además, quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había
sido del mosquetero. Resultó de estas reflexiones que D'Artagnan, sin pedir
ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su
lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban
estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor
desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el
alberguista se había hecho de su viajero a la primera
ojeada.
Por eso D'Artagnan fue servido con una
celeridad milagrosa.
El regimiento de los guardias se reclutaba
entre los primeros gentilhombres del reino, y D'Artagnan, seguido de un
lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez
de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en
persona; al ver lo cual, D'Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente
conversación:
‑A fe mía, mi querido hostelero ‑dijo
D'Artagnan llenando los dos vasos‑, os he pedido vuestro mejor vino, y si me
habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como
detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y
bebamos. ¿Por qué brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad?
¡Bebamos por la prosperidad de vuestro
establecimiento!
‑Vuestra señoría me hace un honor ‑dijo el
hostelero‑, y le agradezco sinceramente su buen
deseo.
‑Pero no os engañéis ‑dijo D'Artagnan‑, hay
quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los
establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en
decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su
huésped; pero yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a
todos los alberguistas hacer fortuna.
‑En efecto ‑dijo el hostelero‑, me parece que
no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.
‑Bueno, he pasado diez veces quizá por
Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en
vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días aproximadamente;
yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos
se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que
le buscó no sé qué querella.
‑¡Ah! ¡Sí, es cierto! ‑dijo el hostelero‑. Y
me acuerdo perfectamente. ¿No es del señor Porthos de quien Vuestra Señoría
quiere hablarme?
‑Ese es precisamente el nombre de mi
compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped, decidme, ¿le ha ocurrido alguna
desgracia?
‑Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta
de que no pudo continuar su viaje.
‑En efecto, nos había prometido reunirse con
nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.
‑El nos ha hecho el honor de quedarse
aquí.
‑ Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse
aquí?
‑ Sí, señor, en el hostal; incluso estamos
muy inquietos.
‑¿Y por qué?
‑Por ciertos gastos que ha
hecho.
‑¡Bueno, los gastos que ha hecho él los
pagará!
‑¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en
la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta mañana incluso el cirujano nos
declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que
hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a
buscar.
‑Pero, entonces, ¿Porthos está
herido?
‑No sabría decíroslo,
señor.
‑¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin
embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.
‑Sí, pero en nuestra situación no decimos
todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos ha prevenido que nuestras
orejas responderán por nuestra lengua.
‑¡Y bien! ¿Puedo ver a
Porthos?
‑Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid
al primero y llamad en el número uno. Sólo que prevenidle que sois
vos.
‑¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy
yo?
‑Sí porque os podría ocurrir alguna
desgracia.
‑¿Y qué desgracia queréis que me
ocurra?
‑El señor Porthos puede tomaros por alguien
de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o
saltaros la tapa de los sesos.
‑¿Qué le habéis hecho,
pues?
‑Le hemos pedido el
dinero.
‑¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición
que Porthos recibe muy mal cuando no tiene fondos; pero yo sé que debía
tenerlos.
‑Es lo que nosotros hemos pensado, señor;
como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las
semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota; pero parece que
hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos
pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera
había jugado.
‑¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con
quién?
‑¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un
señor que estaba de paso y al que propuso una partida de sacanete[L123] .
‑Ya está, el desgraciado lo habrá perdido
todo.
‑Hasta su caballo, señor, porque cuando el
extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el
caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la observación, pero
nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel caballo
era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él
nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un
gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era
necesario que así fuese.
‑Lo reconozco perfectamente en eso ‑murmuró
D'Artagnan.
‑Entonces ‑continuó el hostelero‑, le hice
saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el
asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el
honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d'Or; pero el señor
Porthos me respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en
él. Tal respuesta era demasiado halagadora para que yo insistiese en su
partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la
más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer
piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un
momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo
debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi
casa era todavía mediocre para semejante persona. Sin embargo, reconociendo
y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin tomarse
siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso
sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de
una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos
a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le
importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie entra ya en su
habitación, a no ser su doméstico.
‑¿Mosquetón está, pues,
aquí?
‑Sí, señor; cinco días después de su partida
ha vuelto del peor humor posible; parece que él también ha tenido sinsabores
durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual
hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría
nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
‑El hecho es ‑respondió D'Artagnan‑ que
siempre he observado en Mosquetón una adhesión y una inteligencia muy
superiores.
‑Es posible, señor; pero suponed que tengo la
oportunidad de ponerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una
inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre
arruinado.
‑No, porque Porthos os
pagará.
‑¡Hum! ‑dijo el hostelero en tono de
duda.
‑Es el favorito de una gran dama que no lo
dejará en el apuro por una miseria como la que os debe...
‑Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre
eso...
‑¿Qué creéis vos?
‑Yo diría incluso más: lo que
sé.
‑¿Qué sabéis?
‑E incluso aquello de que estoy
seguro.
‑Veamos, ¿y de qué estáis
seguro?
‑Yo diría que conozco a esa gran
dama.
‑¿Vos?
‑Sí, yo.
‑¿Y cómo la conocéis?
‑¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a
vuestra discreción . . .
‑Hablad, y a fe de gentilhombre que no
tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.
‑Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud
hace hacer muchas cosas.
‑¿Qué habéis hecho?
‑¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un
acreedor.
‑ Y...?
‑ El señor Porthos nos ha entregado un
billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al correo. Su doméstico no había
llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso que nos
hiciéramos cargo de sus recados.
‑¿Y después?
‑En lugar de echar la carta a la posta, cosa
que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a Paris y
le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con las intenciones
del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta,
¿no es así?
‑Más o menos.
‑Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran
dama?
‑No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso
es todo.
‑¿Sabéis lo que es esa presunta
duquesa?
‑Os repito, no la
conozco.
‑Es una vieja procuradora del Châtelet,
señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años
y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular una
princesa viviendo en la calle aux Ours[L124] .
‑¿Cómo sabéis eso?
‑Porque montó en gran cólera al recibir la
carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido
la estocada por alguna mujer.
‑Pero entonces, ¿ha recibido una
estocada?
‑¡Ah Dios mío! ¿Qué he
dicho?
‑Habéis dicho que Porthos había recibido una
estocada.
‑Sí, pero él me había prohibido
terminantemente decirlo.
‑Y eso, ¿por qué?
‑¡Maldita sea! Señor, porque se había
vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y
fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas,
le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy
glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole
el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estocada lo
que ha recibido.
‑Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene
en su cama?
‑Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es
preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como los
gatos.
‑¿Estabais vos
all'?
‑Señor, yo los seguí por curiosidad, de
suerte que vi el combate sin que los combatientes me
viesen.
‑¿Y cómo pasaron las
cosas?
‑Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro;
se pusieron en guardia; el extranjero hizo una finta y se lanzó a fondo;
todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la parada,
tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido
le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos,
viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido
le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor
D'Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y
desapareció.
‑¿Así que era al señor D'Artagnan al que
quería ese desconocido?
‑Parece que sí.
‑¿Y sabéis vos qué ha sido de
él?
‑No, no lo había visto hasta entonces y no lo
hemos vuelto a ver después.
‑Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora,
¿decís que la habitación de Porthos está en el primer piso, número
uno?
‑Sí, señor, la habitación más hermosa del
albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de
alquilar.
‑¡Bah! Tranquilizaos ‑dijo D'Artagnan
riendo‑. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa
Coquenard.
‑¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara
los cordones de su bolsa, nada importaría; pero ha respondido taxativamente que
estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y
que no le enviaría ni un denario.
‑¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro
huésped?
‑Nos hemos guardado mucho de ello: se habría
dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.
‑Es decir, que sigue esperando su
dinero.
‑¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso
escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha puesto la carta en la
posta.
‑¿Y decís que la procuradora es vieja y
fea?
‑Unos cincuenta años por lo menos, señor, no
muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.
‑En tal caso, estad tranquilo, se dejará
enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.
‑¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de
pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de nada; se ve que está
acostumbrado a vivir bien.
‑Bueno, si su amante le abandona, encontrará
amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna
inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su
estado.
‑El señor me ha prometido no hablar de la
procuradora y no decir una palabra de la herida.
‑Está convenido; tenéis mi
palabra.
‑¡Oh, es que me
mataría!
‑No tengáis miedo; no es tan malo como
parece.
Al decir estas palabras, D'Artagnan subió la
escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que
parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta
más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno
gigantesco; D'Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar
adelante que le vino del interior, entró.
Porthos estaba acostado y jugaba una partida
de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador
cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran
chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble
olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato.
Además, lo alto de un secreter y el mármol de una cómoda estaban
cubiertos de botellas vacías.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran
grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedió el
sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase
particularmente.
‑¡Ah! Pardiez sois vos ‑dijo Porthos a
D'Artagnan‑; sed bienvenidos, y excusadme si no voy hasta vos. Pero ‑añadió
mirando a D'Artagnan con cierta inquietud‑ vos sabéis lo que me ha
pasado.
‑No.
‑¿El hostelero no os ha dicho
nada?
‑Le he preguntado por vos y he subido
inmediatamente.
Porthos pareció respirar con mayor
libertad.
‑¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos?
‑continuó D'Artagnan.
‑Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a
fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el
que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me
torcí una rodilla.
‑¿De verdad?
‑¡Palabra de honor! Afortunadamente para el
tunante, porque no lo habría dejado sino muerto en el sitio, os lo
garantizo.
‑¿Y qué fue de él?
‑¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se
marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D'Artagnan, ¿qué os ha
pasado?
‑¿De modo, mi querido Porthos ‑continuó
D'Artagnan‑, que ese esguince os retiene en el lecho?
‑¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo
demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.
‑Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os
lleven a París? Debéis aburriros cruelmente aquí.
‑Era mi intención, pero, querido amigo, es
preciso que os confiese una cosa.
‑ Cuál?
‑ Es que, como me aburría cruelmente, como
vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis
dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de
paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi
honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de
mi caballo, que encima se llevó por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido
D'Artagnan?
‑¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se
puede ser afortunado en todo ‑dijo D'Artagnan‑; ya sabéis el proverbio:
«Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en
amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los
reveses de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra
duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?
‑Pues bien, mi querido D'Artagnan, para que
veáis mi mala suerte ‑respondió Porthos con el aire más desenvuelto del
mundo‑, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba
absolutamente necesitado dada la posición en que me
hallaba...
‑¿Y?
‑Y... no debe estar en sus tierras, porque
no me ha
contestado.
‑¿De veras?
‑Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda
epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis vos aquí, querido
amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud por
culpa vuestra.
‑Pero vuestro hostelero se ha comportado bien
con vos, según parece, mi querido Porthos ‑dijo D'Artagnan señalando al enfermo
las cacerolas llenas y las botellas vacías.
‑iAsí, así! ‑respondió Porthos‑. Hace tres o
cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la
puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de
vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis,
temiendo a cada momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta
los dientes.
‑Sin embargo ‑dijo riendo D'Artagnan‑, me
parece que de vez en cuando hacéis salidas.
Y señalaba con el dedo las botellas y las
cacerolas.
‑¡No yo, por desgracia! ‑dijo Porthos‑. Este
miserable esguince me retiene en el lecho; es Mosquetón quien bate el campo y
trae víveres. Mosquetón, amigo mío ‑continuó Porthos‑, ya veis que nos han
llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de
vituallas.
‑Mosquetón ‑dijo D'Artagnan‑, tendréis que
hacerme un favor.
‑¿Cuál, señor?
‑Dad vuestra receta a Planchet; yo también
podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las
mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro
amo.
‑¡Ay, Dios mío, señor! ‑dijo Mosquetón con
aire modesto‑. Nada más fácil. Se trata de ser diestro, eso es todo. He
sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo
furtivo.
‑Y el resto del tiempo, ¿qué
hacía?
‑Señor, practicaba una industria que a mí
siempre me ha parecido bastante afortunada.
‑¿Cuál?
‑Como era en los tiempos de las guerras de
los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a
los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de
la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan
pronto católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al
hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un
católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto. Bajaba
su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando estaba a diez pasos de él,
entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que el viajero
hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un
hugonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no
comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la
superioridad de nuestra santa religión. Porque yo, señor, soy católico; mi
padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor
hugonote.
‑¿Y cómo acabó ese digno hombre? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un
día se encontró cogido en una encrucijada entre un hugonote y un católico
con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte
que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a
vanagloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la
primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y
yo.
‑¿Y qué hicisteis? ‑dijo
D'Artagnan.
‑Les dejamos decir ‑prosiguió Mosquetón‑.
Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano
fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante. Dos
horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a
cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre,
que había tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión
diferente.
‑En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro
padre me parece que fue un mozo muy inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos
perdidos, el buen hombre era furtivo?
‑Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar
un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de
hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para
patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los
nuestros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los
bosques del señor Principe[L125] , he tendido lazos en las pasadas; y si me
tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar sedas en sus
aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede
asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros
y sanos, adecuados para los enfermos.
‑Pero ¿y el vino? ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Quién
proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?
‑Es decir, sí y no.
‑¿Cómo sí y no?
‑Lo proporciona él, es cierto, pero ignora
que tiene ese honor.
‑Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación
está llena de cosas instructivas.
‑Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara
en mis peregrinaciones a un español que había visto muchos países, y entre
otros el Nuevo Mundo.
‑¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con
las botellas que están sobre el secreter y sobre esa
cómoda?
‑Paciencia, señor, cada cosa a su
tiempo.
‑Es justo, Mosquetón; a vos me remito y
escucho.
‑Ese español tenía a su servicio un lacayo
que le había acompañado en su viaje a México. El tal lacayo era compatriota
mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que
entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por
encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas,
los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos
que lanzan al cuello de esos terribles animales. Al principio yo no podía
creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte o treinta
pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había
que admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta
pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a
este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy
lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo. ¿Comprendéis ahora?
Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un momento la
llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo,
y como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es,
señor, como el Nuevo Mundo se encuentra en relación con las botellas que
hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter. Ahora, gustad nuestro vino y sin
prevención decidnos lo que pensáis de él.
‑Gracias, amigo mío, gracias;
desgraciadamente acabo de desayunar.
‑¡Y bien! ‑dijo Porthos‑. Ponte a la mesa,
Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos, D'Artagnan nos contará lo que ha
sido de él desde hace ocho días que nos dejó.
‑De buena gana ‑dijo
D'Artagnan.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con
apetito de convalecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a
los hombres en la desgracia, D'Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido
obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en
Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero
falso,y cómo él, D'Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del
vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.
Pero ahí se detuvo la confidencia de
D'Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído
cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres
compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se
hallaba instalado en las cuadras del hostal.
En aquel momento entró Planchet; avisaba a su
amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir
a dormir a Clermont.
Como D'Artagnan se hallaba más o menos
tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de
sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de que se pusiera
en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver por
el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del
Grand Saint Martin, lo recogería al pasar.
Porthos respondió que con toda probabilidad
su esguince no le permitiría alejarse de allí. Además, tenía que quedarse
en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.
D'Artagnan le deseó una recuperación pronta y
buena; y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su
gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los
caballos de mano.
Capítulo XXVI
La tesis de Aramis
D'Artagnan
no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro
bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia,
había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero,
convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre
todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta
superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.
Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga
futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los
instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de
antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba
dirigirlos.
Sin embargo, a lo largo del camino, una
profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en aquella joven y bonita
señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero,
apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del
pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le
pasase algo a aquella pobre mujer. Para él no había ninguna duda: era víctima de
una venganza del cardenal y, como se sabe, las venganzas de Su Eminencia eran
terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él
mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si
el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su
casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el
camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del
organismo de quien piensa. La existencia exterior parece entonces un sueño cuya
ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no
tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se
llega a otro, eso es todo. Del intervalo recorrido nada queda presente a
vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes
confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de una
alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las
seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta
ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su
camino.
Sólo allí le volvió la memoria, movió la
cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al
trote, se detuvo en la puerta.
Aquella vez no fue un hostelero, sino una
hostelera quien lo recibió; D'Artagnan era fisonomista, envolvió de una
ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que no había
necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una
fisonomía tan alegre.
‑Mi buena señora ‑le preguntó D'Artagnan‑,
¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos
forzados a dejar aquí hace una docena de días?
‑¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro
años, dulce, amable, bien hecho?
‑¿Y además herido en un
hombro?
‑Eso es.
‑Precisamente.
‑Pues bien, señor sigue estando
aquí.
‑¡Bien, mi querida señora! ‑dijo D'Artagnan
poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su caballo al brazo de Planchet‑.
Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo abrace? Porque,
lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
‑Perdón, señor, pero dudo de que pueda
recibiros en este momento.
‑¿Y eso por qué? ¿Es que está con una
mujer?
‑¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho!
No, señor, no está con una mujer.
‑Pues, ¿con quién
entonces?
‑Con el cura de Montdidier y el superior de
los jesuitas de Amiens.
‑¡Dios mío! ‑exclamó D'Artagnan‑. El pobre
muchacho está peor.
‑No, señor, al contrario; pero a consecuencia
de su enfermedad, la gracia le ha tocado y está decidido a entrar en
religión.
‑Es justo ‑dijo D'Artagnan‑, había olvidado
que no era mosquetero más que por ínterin.
‑¿El señor insiste en
verlo?
‑Más que nunca.
‑Pues bien, el señor no time más que tomar la
escalera de la derecha en el patio, en el segundo, número
cinco.
D'Artagnan se lanzó en la dirección indicada
y encontró una de esas escaleras exteriores como las que todavía vemos hoy en
los patios de los antiguos albergues. Pero no se llegaba así donde el futuro
abad; el paso a la habitación de Aramis estaba guardado ni más ni menos que como
los jardines de Armida[L126] ; Bazin estaba en el corredor y le impidió el
paso con tanta mayor intrepidez cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin
se veía por fin a punto de llegar al resultado que eternamente había
ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había
sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y esperaba con impaciencia el
momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por fin la
casaca a las ortigas para tomar la sotana. La promesa renovada cada día por el
joven de que el momento no podía tardar era lo único que lo había
retenido al servicio del mosquetero, servicio en el cual, según decía, no
podía dejar de perder su alma.
Bazin estaba, pues, en el colmo de la
alegría. Según toda probabilidad, aquella vez su maestro no se desdiría. La
reunión del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto
tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había
posado por fin sus ojos y su pensamiento en la religión, y había considerado
como una advertencia del cielo el doble accidente que le había ocurrido, es
decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el
hombro.
Se comprende que en la disposición en que se
encontraba nada podía ser más desagradable para Bazin que la llegada de
D'Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de las ideas
mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo. Resolvió, pues,
defender bravamente la puerta; y como, traicionado por la dueña del albergue, no
podía decir que Aramis estaba ausente, trato de probar al recién llegado que
sería el colmo de la indiscreción molestar a su amo durante la piadosa
conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de Bazin, no
podía terminar antes de la noche.
Pero D'Artagnan no tuvo en cuenta para nada
el elocuente discurso de maese Bazin, y como no se preocupaba de entablar
polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una mano y con la
otra giró el pomo de la puerta número cinco.
La puerta se abrió y D'Artagnan penetró en la
habitación.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza
aderezada con una especie de tocado redondo y plano que no se parecía
demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta de rollos de
papel y de enormes infolios; a su derecha estaba sentado el superior de los
jesuitas y a su izquierda el cura de Montdidier. Las cortinas estaban echadas a
medias y no dejaban penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una
plácida ensoñación. Todos los objetos mundanos que pueden sorprender a la
vista cuando se entra en la habitación de un joven, y sobre todo cuando ese
joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto; y por miedo, sin
duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo,
Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los
brocados y las puntillas de todo género y toda
especie.
En su lugar y sitio D'Artagnan creyó
vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de disciplina colgada de un
clavo de la pared.
Al ruido que hizo D'Artagnan al abrir la
puerta, Aramis alzó la cabeza y reconoció a su amigo. Pero para gran
asombro del joven, su vista no pareció producir gran impresión en el mosquetro,
tan apartado estaba su espíritu de las cosas de la
tierra.
‑Buenos días, querido D'Artagnan ‑dijo
Aramis‑;creed que me alegro de veros.
‑Y yo también ‑dijo D'Artagnan‑, aunque
todavía no esté muy seguro de que sea a Aramis a quien
hablo.
‑Al mismo, amigo mío, al mismo; pero ¿qué os
ha podido hacer dudar?
‑Tenía miedo de equivocarme de habitación, y
he creído entrar en la habitación de algún hombre de iglesia; luego, otro error
se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos señores: que
estuvieseis gravemente enfermo.
Los dos hombres negros lanzaron sobre
D'Artagnan, cuya intención comprendieron, una mirada casi amenazadora; pero
D'Artagnan no se inquietó por ella.
‑Quizá os molesto, mi querido Aramis
‑continuó D'Artagnan‑ porque, por lo que veo, estoy tentado de creer que os
confesáis a estos señores.
Aramis enrojeció
perceptiblemente.
‑¿Vos molestarme? ¡Oh! Todo lo contrario,
querido amigo, os lo juro; y como prueba de lo que digo, permitidme que me
alegre de veros sano y salvo.
«¡Ah, por fin se acuerda! ‑pensó D'Artagnan‑.
No va mal la cosa.»
‑Porque el señor, que es mi amigo, acaba de
escapar a un rudo peligro ‑continuó Aramis con unción, señalando con la mano a
D'Artagnan a los dos eclesiásticos.
‑Alabad a Dios, señor ‑respondieron éstos
inclinándose al unísono.
‑No he dejado de hacerlo, reverendos
‑respondió el joven devolviéndoles a su vez el
saludo.
‑Llegáis a propósito, querido D'Artagnan
‑dijo Aramis‑, y vos vais a iluminarnos, tomando parte en la discusión, con
vuestras lutes. El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y yo,
argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos
cautiva desde hace tiempo; yo estaría encantado de contar con vuestra
opinión.
‑La opinión de un hombre de espada carece de
peso ‑respondió D'Artagnan, que comenzaba a inquietarse por el giro que tomaban
las cosas‑, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de estos
señores.
Los dos hombres negros saludaron a su
vez.
‑Al contrario ‑prosiguió Aramis‑, y vuestra
opinión nos será preciosa. He aquí de lo que se trata: el señor principal
tree que mi tesis debe ser sobre todo dogmática y
didáctica.
‑¡Vuestra tesis! ¿Hacéis, pues, una
tesis?
‑Por supuesto ‑respondió el jesuita‑; para el
examen que precede a la ordenación, es de rigor una
tesis.
‑¡La ordenación! ‑exclamó D'Artagnan, que no
podía creer en lo que le habían dicho sucesivamente la hostelera y Bazin‑. ¡La
ordenación!
Y paseaba sus ojos estupefactos sobre los
tres personajes que tenía delante de sí.
‑Ahora bien ‑continuó Aramis tomando en su
butaca la misma pose graciosa que hubiera tornado de estar en una callejuela, y
examinando con complaciencia su mano Blanca y regordeta como mano de mujer,
que tenía en el aire para hacer bajar la sangre‑; ahora bien, como habéis oído,
D'Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras
que yo querría que fuese ideal. Por eso es por lo que el señor principal me
proponía ese punto que no ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay
materia para desarrollos magníficos:
«Utraque manus in benedicendo clericis
inferioribus necessaria est[L127] .»
D'Artagnan, cuya erudición conocemos, no
parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho el señor de Tréville a
propósito de los presentes que pretendía D'Artagnan haber recibido del señor de
Buckingham.
‑Lo cual quiere decir ‑prosiguió Aramis para
facilitarle las cosas‑: las dos manos son indispensables a los sacerdotes de
órdenes inferiores cuando dan la bendición.
‑¡Admirable tema! ‑exclamó el
jesuita.
‑¡Admirable y dogmático! ‑repitió el cura,
que de igual fuerza aproximadamente que D'Artagnan en latín, vigilaba
cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus palabras como
un eco.
En cuanto a D'Artagnan, permaneció
completamente indiferente al entusiasmo de los dos hombres
negros.
‑¡Sí, admirable! ¡Prorsus admirabile!
‑continuó Aramis‑. Pero exige un estudio en profundidad de los Padres de la
Iglesia y de las Escrituras. Ahora bien, yo he confesado a estos sabios
eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de
guardia y el servicio del rey me habían hecho descuidar algo el estudio. Me
encontraría, pues, más a mi gusto, facilius natans[L128] , en un tema de mi elección, que sería a
esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral es a la metafísica en
filosofía.
D'Artagnan se aburría profundamente, el cura
también.
‑¡Ved
qué exordio! ‑exclamó el jesuita.
‑Exordium ‑repitió el cura por decir
algo.
‑ Quemadmodum inter coelorum inmensitatem
[L129] .
Aramis
lanzó una ojeada hacia el lado de D'Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta
desencajarse la mandíbula.
‑Hablemos francés, padre mío ‑le dijo al
jesuita‑. El señor D'Artagnan gustará con más viveza de nuestras
palabras.
‑Sí, yo estoy cansado de la ruta ‑dijo
D'Artagnan‑, y todo ese latín se me escapa.
‑De acuerdo ‑dijo el jesuita un poco
despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía hacia D'Artagnan
una mirada llena de agradecimiento‑; bien, ved el partido que se sacaría de esa
glosa.
‑Moisés, servidor de Dios... no es más que
servidor, oídlo bien. Moisés bendice con las manos; se hace sostener los dos
brazos, mientras los hebreos baten a sus enemigos; por tanto, bendice con
las dos manos. Además que el Evangelio dice: Imponite manus[L130] , y no monum; imponed las manos, y no la
mano.
‑Imponed las manos ‑repitió el cura haciendo
un gesto.
‑Por el contrario, a San Pedro, de quien los
papas son sucesores ‑continuó el jesuita‑, Porrigite digitos. Presentad
los dedos, ¿estáis ahora?
‑Ciertamente ‑respondió Aramis lleno de
delectación‑, pero el asunto es sutil.
‑¡Los
dedos! ‑prosiguió el jesuita‑ San Pedro bendice con los dedos. El papa bendice
por tanto con los dedos también. Y ¿con cuántos dedos bendice? Con tres
dedos: uno para el Padre, otro para el Hijo y otro para el Espíritu
Santo.
Todo el mundo se persignó; D'Artagnan se
creyó obligado a imitar aquel ejemplo.
‑El papa es sucesor de San Pedro y representa
los tres poderes divinos; el resto, ordines inferiores de la jerarquía
eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles. Los
clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con
los hisopos, que simulan un número indefinido de dedos bendiciendo. Ahí
tenéis el tema simplificado, argumentum omni denudatum ornamento[L131] . Con eso yo haría ‑continuó el jesuita‑ dos
volúmenes del tamaño de éste.
Y en su entusiamo, golpeaba sobre el San
Crisóstomo infolio que hacía doblarse la mesa bajo su
peso.
D'Artagnan se
estremeció.
‑Por supuesto ‑dijo Aramis‑, hago justicia a
las bellezas de semejante tesis, pero al mismo tiempo admito que es
abrumadora para mí. Yo había escogido este texto: decidme, querido D'Artagnan,
si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún: Un poco
de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
‑¡Alto
ahí! ‑exclamó el jesuita‑. Esa tesis roza la herejía; hay una proposición casi
semejante en el Augustinus del heresiarca Jansenius[L132] ,
cuyo libro antes o después será quemado por manos del verdugo. Tened
cuidado, mi joven amigo; os inclináis, mi joven amigo, hacia las falsas
doctrinas; os perderéis.
‑Os perderéis ‑dijo el cura moviendo
dolorosamente la cabeza.
‑Tocáis en ese famoso punto del libre
arbitrio que es un escollo mortal. Abordáis de frente las insinuaciones de los
pelagianos y de los semipelagianos.
‑Pero, reverendo... ‑repuso Aramis algo
atarullado por la lluvia de argumentos que se le venía
encima.
‑¿Cómo probaréis ‑continuó el jesuita sin
darle tiempo a hablar que se debe echar de menos el mundo que se ofrece a
Dios? Escuchad este dilema: Dios es Dios, y el mundo es el diablo. Echar de
menos al mundo es echar de menos al diablo; ahí tenéis mi
conclusión.
‑Es la mía también ‑dijo el
cura.
‑Pero, por favor... ‑dijo
Aramis.
‑¡Desideras diabolum[L133] ,
desgraciado! ‑exclamó el
jesuita.
‑¡Echa de menos al diablo! Ah, mi joven amigo
‑prosiguió el cura gimiendo‑, no echéis de menos al diablo, soy yo quien os lo
suplica.
D'Artagnan creía volverse idiota; le parecía
estar en una casa de locos y que iba a terminar loco como los que veía. Sólo que
estaba forzado a callarse por no comprender nada de la lengua que se
hablaba ante él.
‑Pero escuchadme ‑prosiguió Aramis con una
cortesía bajo la que comenzaba a apuntar un poco de impaciencia‑; yo no digo que
eche de menos; no, yo no pronunciaría jamás esa frase, que no sería ortodoxa. .
.
El jesuita levantó los brazos al cielo y el
cura hizo otro tanto.
‑No, pero convenid al menos que no admite
perdón ofrecer al Señor aquello de lo que uno está completamente harto. ¿Tengo
yo razón, D'Artagnan?
‑¡Yo así lo creo! ‑exclamó
éste.
El cura y el jesuita dieron un salto sobre
sus sillas.
‑Aquí tenéis mi punto de partida, es un
silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el mundo; por tanto hago un
sacrificio; ahora bien, la Escritura dice positivamente: Haced un
sacrificio al Señor.
‑Eso es cierto ‑dijeron los
antagonistas.
‑Y además ‑continuó Aramis pellizcándose la
oreja para volverla roja, de igual modo que agitaba las manos para
volverlas blancas‑, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al señor Voiture [L134] el año pasado, y sobre el cual ese gran
hombre me hizo mil cumplidos.
‑¡Un rondel! ‑dijo desdeñosamente el
jesuita.
‑¡Un rondel! ‑dijo maquinalmente el
cura.
‑Decidlo, decidlo ‑exclamó D'Artagnan‑;
cambiará un poco las cosas.
‑No, porque es religioso ‑respondió Aramis‑,
y es teología en verso.
‑¡Diablos!
‑exclamó D'Artagnan.
‑Helo aquí ‑dijo Aramis con aire modesto que
no estaba exento de cierto tinte de hipocresía:
Los que un pasado lleno de encantos lloráis,
y pasáis días desgraciados,
todas uuestras desgracias habrán terminado
cuando sólo a Dios vuestras lágrimas
ofrezcáis,
vosotros, los que
lloráis.
D'Artagnan y el cura parecieron halagados. El
jesuita persistió en su opinión.
‑Guardaos del gusto profano en el estilo
teológico. ¿Qué dice en efecto San Agustín? Severus sit
clericorum sermo[L135] .
‑¡Sí, que el sermón sea claro! ‑dijo el
cura.
‑Pero ‑se apresuró a añadir el jesuita viendo
que su acólito se desviaba‑, vuestra tesis agradará a las damas, eso es todo;
tendrá el éxito de un alegato de maese Patru[L136] .
‑¡Plega a Dios! ‑exclamó Aramis
transportado.
‑Ya lo veis ‑exclamó el jesuita‑, el mundo
habla todavía en vos en voz alta, altissima voce. Seguís al mundo, mi joven
amigo, y tiemblo porque la gracia no sea eficaz.
‑Tranquilizaos, reverendo, respondo de
mí.
‑¡Presunción
mundana!
‑¡Me conozco, padre mío, mi resolución es
irrevocable!
‑Entonces, ¿os obstináis en seguir con esa
tesis,
‑Me siento llamado a tratar esa tesis, y no
otra; voy, pues, a continuarla, y mañana espero que estaréis satifescho de
las correcciones que haré según vuestros consejos.
‑Trabajad lentamente ‑dijo el cura‑, os
dejamos en disposiciones excelentes.
‑Sí, el terreno está completamente sembrado
‑dijo el jesuita‑, y no tenemos que temer que una parte del grano haya caído
sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo hayan
comido el resto, aves coeli
comederunt illam[L137] .
‑¡Que la peste lo ahogue con tu latín! ‑dijo
D'Artagnan, que se sentía en el límite de sus fuerzas.
‑Adiós, hijo mío ‑dijo el cura‑, hasta
mañana.
‑Hasta mañana, joven temerario ‑dijo el
jesuita‑; prometéis ser una de las lumbreras de la Iglesia; ¡quiera el cielo que
esa luz no sea un fuego devorador!
D'Artagnan, que durante una hora se había
mordido las uñas de impaciencia, empezaba a atacar la
carne.
Los dos hombres negros se levantaron,
saludaron a Aramis y a D'Artagnan, y avanzaron hacia la puerta. Bazin, que
se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia con un
piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del
jesuita y caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles
paso.
Aramis los condujo hasta el comienzo de la
escalera y volvió a subir junto a D'Artagnan, que seguía
pensando.
Una vez solos, los dos amigos guardaron
primero un silencio embarazoso; sin embargo era preciso que uno de ellos
rompiese a hablar, y como D'Artagnan parecía decidido a dejar este honor a su
amigo:
‑Ya lo veis ‑dijo Aramis‑, me encontráis
vuelto a mis ideas fundamentales.
‑Sí, la gracia eficaz os ha tocado, como
decía ese señor hace un momento.
‑¡Oh! Estos planes de retiro están hechos
hace mucho tiempo; y vos ya me habíais oído hablar, ¿no es eso, amigo
mío?
‑Claro, pero confieso que creí que
bromeabais.
‑¡Con esa clase de cosas! ¡Vamos,
D'Artagnan!
‑¡Maldita sea! También se bromea con la
muerte.
‑Y se comete un error, D'Artagnan, porque la
muerte es la puerta que conduce a la perdición o a la
salvación.
‑De acuerdo, pero si os place, no
teologicemos, Aramis; debéis tener bastante para el resto del día; en cuanto a
mí, yo he olvidado el poco latín que jamás supe; además debo confesaros que no
he comido nada desde esta mañana a las diez, y que tengo un hambre de todos
los diablos.
‑Ahora mismo comeremos, querido amigo; sólo
que, como sabéis, es viernes, y en un día así yo no puedo ver ni comer
carne. Si queréis contentaros con mi comida... se compone de tetrágonos
cocidos y fruta.
‑¿Qué entendéis con tetrágonos? ‑preguntó
D'Artagnan con inquietud.
‑Entiendo espinacas ‑repuso Aramis‑; pero
para vos añadiré huevos, y es una grave infracción de la regla, porque los
huevos son carne, dado que engendran el pollo.
‑Ese festín no es suculento, pero no importa;
por estar con vos, lo sufriré.
‑Os quedo agradecido por el sacrificio ‑dijo
Aramis‑; pero si no aprovecha a nuestro cuerpo, aprovechará, estad seguro, a
vuestra alma.
‑O sea que, decididamente, Aramis, entráis en
religión. ¿Qué van a decir nuestros amigos, qué va a decir el señor de Tréville?
Os tratarán de desertor, os prevengo.
‑Yo no entro en religión, vuelvo a ella. Es
de la iglesia de la que había desertado por el mundo, porque como sabéis tuve
que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.
‑Yo no sé nada.
‑¿Ignoráis vos cómo dejé el
seminario?
‑Completamente.
‑Aquí tenéis mi historia; por otra parte las
Escrituras dicen: «Confesaos los unos a los otros», y yo me confieso a vos,
D'Artagnan.
‑Y yo os doy la absolución de antemano, ya
veis que soy bueno.
‑No os burléis de las cosas santas, amigo
mío.
‑Vamos hablad, hablad, os
escucho.
‑Yo estaba en el seminario desde la edad de
nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir veinte, iba a ser abate y todo
estaba dicho. Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en una casa que
frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un
oficial que me miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la
dueña de la casa, entró de pronto y sin ser anunciado. Precisamente aquella
tarde yo había traducido un episodio de Judith y acababa de comunicar mis versos
a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada sobre mi hombro, los
releía conmigo. La postura, que quizá era algo abandonada, lo confieso,
molestó al oficial; no dijo nada, pero cuando yo salí, salió detrás de mí y al
alcanzarme dijo: «Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo,
señor, respondí, porque nadie ha osado nunca dármelos.» «Pues bien,
escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he encontrado esta
tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las
piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé. El
oficial esperaba aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me
volvió la espalda y volvió a entrar en la casa. Yo volví al seminario. Soy buen
gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis podido observar, mi querido
D'Artagnan; el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera quedado para
el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi
corazón. Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado
para la ordenación, y a petición mía se pospuso la ceremonia por un año. Fui en
busca del mejor maestro de armas de Paris, quedé de acuerdo con él para tomar
una lección de esgrima cada día, y durante un año tome aquella lección. Luego,
el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgé mi sotana de un
clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que
daba una dama amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en
la calle des Francs-Burgeois, al lado de la Force. En efecto, mi oficial
estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai
[L138] de amor mirando tiernamente a una mujer, y le
interrumpí en medio de la segunda estrofa. «Señor, ¿os sigue desagradando
que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne[L139] , y volveréis a darme una paliza si me entra
el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro, luego me
dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco.» «Soy ‑le respondí‑ el pequeño abate
que lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah! Ya
me acuerdo ‑dijo el oficial con sorna‑. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais
tiempo suficiente para dar una vuelta paseando conmigo.» «Mañana por la
mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana por la mañana, no; si
os place, ahora mismo.» «Si lo exigís...» «Pues sí, lo exijo.» «Entonces,
salgamos. Señoras ‑dijo el oficial‑, no os molestéis. El tiempo de matar al
señor solamente y vuelvo para acabaros la última estrofa. » Salimos. Yo le
llevé a la calle Payenne justo al lugar en que un año antes a aquella misma
hora me había hecho el cumplido que os he relatado. Hacía un clara de luna
soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el
sitio.
‑¡Diablos!
‑exclamó D'Artagnan.
‑Pero ‑continuó Aramis‑ como las damas no
vieron volver a su cantor y se le encontró en la calle Payenne con una gran
estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque lo había
aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a renunciar
por algún tiempo a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa
época, y Porthos, que me había enseñado, además de algunas lecciones de esgrima,
algunas estocadas airosas, me decidieron a pedir una casaca de mosquetero.
El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de Arras, y me
concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el momento de
volver al seno de la Iglesia.
‑¿Y por qué hoy en vez de ayer o de mañana?
¿Qué os ha pasado hoy que os da tan malas ideas?
‑Esta herida, mi querido D'Artagnan, ha sido
para mí un aviso del cielo.
‑¿Esta herida? ¡Bah, está casi curada y estoy
seguro de que no es ella la que más os hace sufrir!
‑¿Cuál entonces? ‑preguntó Aramis
enrojeciendo.
‑Tenéis una en el corazón, Aramis, unas más
viva y más sangrante, una herida hecha por una mujer.
Los ojos de Aramis destellaron a pesar
suyo.
‑¡Ah! ‑dijo disimulando su emoción bajo una
fingida negligencia‑. No habléis de esas cosas. ¡Pensar yo en eso! ¡Tener
yo penas de amor! ; ¡Vanitas vanitatum[L140] ! Me habría vuelto loco, en vuestra
opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a quien
habría hecho la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!
‑Perdón, mi querido Aramis, pero yo creía que
apuntabais más alto.
‑¿Más alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta
ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón y muy oscuro que odia las
servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!
‑¡Aramis, Aramis!
‑exclamó D'Artagnan mirando a su amigo con aire de duda.
‑Polvo, vuelvo al
polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores ‑continuó
ensombreciéndose‑; todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez
tras otra en la mano del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi
querido D'Artagnan! ‑prosiguió Aramis dando a su vez un ligero tinte de
amargura‑. Creedme, ocultad bien vuestras heridas cuando las tengáis. El
silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a alguien,
quienquiera que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan
nuestras lágrimas como las moscas sacan sangre de un gamo
herido.
‑¡Ay, mi querido
Aramis! ‑dijo D'Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro‑. Es mi propia
historia la que aquí resumís.
‑¿Cómo?,
‑Sí,
una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza.
Yo no sé dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté
muerta.
‑Pero vos al
menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente; que
si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está
prohibida, mientras que...
‑Mientras
que...
‑Nada ‑respondió
Aramis‑, nada.
‑De
modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución
firme?
‑Para siempre.
Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor aún, no
existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.
‑¡Diablos! Es muy
triste lo que me decís.
‑¿Qué queréis? Mi
vocación me atrae, ella me lleva.
D'Artagnan sonrió
y no respondió nada. Aramis continuó:
‑Y
sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de
nuestros amigos.
‑Y
yo ‑dijo D'Artagnan‑ habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan
separado de todo; los amores los habéis despechado; los amigos, son
sombras; el mundo es un sepulcro.
‑¡Ay! Vos mismo
podréis verlo ‑dijo Aramis con un suspiro.
‑No
hablemos, pues, más ‑dijo D'Artagnan‑, y quememos esta carta que, sin duda,
os anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra
doncella.
‑¿Qué carta?
‑exclamó vivamente Aramis.
‑Una
carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han
entregado para vos.
‑¿Pero de quién
es la carta?
‑¡Ah! De alguna
doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de la
señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su
ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá
sellado su carta con una corona de duquesa.
‑¿Qué
decís?
‑¡Vaya, la habré
perdido! ‑dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla‑. Afortunadamente el
mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un
sentimiento al que decís ¡fuera!
‑¡Ah,
D'Artagnan, D'Artagnan! ‑exclamó Aramis‑.
Me haces morir.
‑Bueno, aquí está
‑dijo D'Artagnan.
Y
sacó la carta de su bolsillo.
Aramis dio un
salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro
resplandecía.
‑Parece que la
doncella tiene un hermoso estilo ‑dijo indolentemente el
mensajero.
‑Gracias,
D'Artagnan ‑exclamó Aramis casi en delirio‑. Se ha visto obligada a volver a
Tours; no me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la
dicha me ahoga!
Y
los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo,
pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el
suelo.
En
aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.
‑¡Huye,
desgraciado! ‑exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro‑. Vuélvete al sitio
de donde vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos
entremeses. Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al
ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.
Bazin, que miraba
a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse
melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el
suelo.
‑Este es el
momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes ‑dijo D'Artagnan‑, si es
que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in
oblatione.
‑¡Idos al diablo
con vuestro latín! Mi querido D'Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos
mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.
Capítulo
XXVII
La
mujer de Athos
‑Ahora sólo queda
saber nuevas de Athos ‑dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo
puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su
partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al
otro su fatiga.
‑¿Creéis, pues,
que le habrá ocurrido alguna desgracia? –preguntó Aramis‑. Athos es tan frío,
tan valiente y maneja tan hábilmente su espada...
‑Sí,
sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo
prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que
Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que
golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera
partir lo antes posible.
‑Yo
trataré de acompañaros ‑dijo Aramis‑, aunque aún no me siento en condiciones de
montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor
me impidió continuar ese piadoso ejercicio.
‑Es
que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de
disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo
que hace que os excuse.
‑¿Y
cuándo partís?
‑Mañana, al
despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis,
partiremos juntos.
‑Hasta mañana,
pues ‑dijo Aramis‑; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener
necesidad de reposo.
Al
día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo
encontró en su ventana.
‑¿Qué miráis ahí?
‑preguntó D'Artagnan.
‑¡A
fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de
la brida; es un placer de príncipe viajar en semejantes
monturas.
‑Pues bien, mi
querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para
vos.
‑¡Huy!
¿Cuál?
‑El
que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.
‑¿Y
el rico caparazón que te cubre es mío también?
‑Claro.
‑¿Queréis reiros,
D'Artagnan?
‑Yo
no río desde que vos habláis francés.
‑¿Son para mí
esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de
plata?
‑Para vos, como
el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para
Athos.
‑¡Peste! Son tres
animales soberbios.
‑Me
halaga que sean de vuestro gusto.
‑¿Es
el rey quien os ha hecho ese regalo?
‑A
buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde
vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra
propiedad.
‑Me
quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.
‑¡De
maravilla!
‑¡Vive Dios!
‑exclamó Aramis‑. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me
montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos
estribos! ¡Hola! Bazin, ven acá ahora mismo.
Bazin apareció,
sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.
‑¡Bruñid mi
espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas!
‑dijo Aramis.
‑Esta última
recomendación es inútil ‑interrumpió D'Artagnan‑; hay pistolas cargadas en
vuestras fundas.
Bazin
suspiró.
‑Vamos, maese
Bazin, tranquilizaos ‑dijo D'Artagnan‑; se gana el reino de los cielos en
todos los estados.
‑¡El
señor era ya tan buen teólogo! ‑dijo Bazin casi llorando‑. Hubiera llegado a
obispo y quizá a cardenal.
‑Y
bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de
iglesia, por favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver,
el cardenal va a hacer la primera campaña con el casco en la cabeza y la
partesana al puño; y el señor de Nagret de La Valette[L141] ,
¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene
que vendarle.
‑¡Ay! ‑suspiró
Bazin‑. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de
hoy.
Durante este
tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían
descendido.
‑Tenme el
estribo, Bazin ‑dijo Aramis.
Y
Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras
algunas vueltas y algunas corvetas del noble animal, su caballero se
resintió de dolores tan insoportables que palideció y se tambaleó.
D'Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de
vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su
habitación.
‑Está bien, mi
querido Aramis, cuidaos ‑dijo‑, iré sólo en busca de
Athos.
‑Sois un hombre
de bronce ‑le dijo Aramis.
‑No,
tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de
tesis, nada de glosas sobre los dedos y las bendiciones,
¿eh?
Aramis
sonrió.
‑Haré versos
‑dijo.
‑Sí,
versos perfumados al olor del billete de la doncella de la señora de
Chevreuse. Enseñad, pues, prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al
caballo, montadlo todos los días un poco, y eso os habituará a las
maniobras.
‑¡Oh, por eso
estad tranquilo! ‑dijo Aramis‑. Me encontraréis dispuesto a
seguiros.
Se
dijeron adiós y, diez minutos después, D'Artagnan, tras haber recomendado su
amigo a Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de
Amiens.
¿Cómo iba a
encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?
La
posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido.
Aquella idea, ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le
hizo formular en voz baja algunos juramentos de venganza. De todos sus
amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos cercano en apariencia en cuanto
a gustos y simpatías.
Sin
embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia notable. El aire
noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban
de vez en cuando de la sómbra en que se encerraba voluntariamente, aquella
inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra,
aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no
fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que
la estima, más que la amistad de D'Artagnan, cautivaban su
admiración.
En
efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante
cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la
comparación; era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente
cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos,
había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto
proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz
recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de
grandeza y de gracia; sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la
desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de
pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era
penetrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en
Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del
mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábitos de buena
casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.
Si
se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo,
colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus
antepasados o que se había conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia
heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus
alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no tenía minucias que
le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes
propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día,
hablando de ese gran arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin
embargo, pasaba por maestro de la materia.
Como
todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la
esgrima a la perfección. Hay más: su educación había sido tan poco descuidada,
incluso desde el punto de vista de los estudios escolásticos, tan raros en
aquella época entre los gentileshombres, que sonreía a los fragmentos de latín
que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender; dos o tres veces incluso,
para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar
algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su
caso. Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de
guerra transigían tan fácilmente con su religión o su conciencia, los
amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo
mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy
extraordinario.
Y
sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan
bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material,
como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus
horas de privación, y esas horas eran frecuentes, se apagaba en toda su
parte luminosa, y su lado brillante desaparecía como en una profunda
noche.
Entonces,
desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza
baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante
largas horas bien su botella y su vaso, bien a Grimaud que, habituado a
obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo,
que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había tenido lugar en
uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo
el contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos
solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño
más acusado y por una tristeza más profunda.
D'Artagnan, de
quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que
tuviese en satisfacer su curiosidad sobre el tema, no había podido aún
asignar ninguna causa a aquel marasmo, ni anotar las ocasiones. Jamás Athos
recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no fuera conocido por todos sus
amigos.
No
se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al
contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos
dicho, volvía más sombría aún. No se podía atribuir aquel exceso de humor
negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos
o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos, cuando
había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le
había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas
y perder hasta el cinturón brocado de oro de los días de gala; volver a ganar
todo esto adernás de cien luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese
levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen su matiz
nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase
de ser tranquila y agradable.
No
era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia
atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más
intensa por regla general en los días calurosos del año; junio y julio eran los
meses terribles de Athos.
Al
presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del
porvenir; su secreto estaba, pues, en el pasado, como le había dicho
vagamente a D'Artagnan.
Aquel tinte
misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre
cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado
nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigidas a
él.
‑¡Y
bien! ‑pensaba D'Artagnan‑. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y
muerto por culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen
él ignoraba, y cuyo resultado ignorará y del que ningún provecho debía
sacar.
‑Sin
contar, señor ‑respondió Panchet‑, que probablemente le debemos la vida.
Acordaos cuando gritó: «¡Largaos, D'Artagnan! Me han
cogido»
Y
después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su
espada! Se hubiera dicho que eran veinte hombres, o mejor, veinte diablos
rabiosos.
Y
estas palabras redoblaban el ardor de D'Artagnan, que aguijoneaba a su
caballo, el cual sin necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al
galope.
Hacia las once de
la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta del albergue
maldito.
D'Artagnan había
meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que
consuelan, aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería,
con el sombrero sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y
haciendo silbar la fusta con la mano derecha.
‑¿Me
conocéis? ‑dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.
‑No
tengo ese honor, monseñor ‑respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por
el brillante equipo con que D'Artagnan se presentaba.
‑¡Ah,
conque no me conocéis!
‑No,
monseñor.
‑Bueno, dos
palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis hecho del gentilhombre al
que tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar
acusarlo de moneda falsa?
El
hostelero palideció, porque D'Artagnan había adoptado la actitud más
amenazadora, y Panchet hacía lo mismo que su dueño.
‑¡Ah, monseñor,
no me habléis de ello! ‑exclamó el hostelero con su tono de voz más lacrimoso‑.
Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!
‑Y
el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?
‑Dignaos
escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sentaos, por
favor.
D'Artagnan, mudo
de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se pegó
orgullosamente a su butaca.
‑Esta es la
historia, Monseñor ‑prosiguió el hostelero todo tembloroso‑, porque os he
reconocido ahora: fuisteis vos el que partió cuando yo tuve aquella
desgraciada pelea con ese gentilhombre de que vos habláis.
‑Sí,
fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la
verdad.
‑Hacedme el favor
de escucharme y la sabréis toda entera.
‑Escucho.
‑Yo
había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre
llegaría a mi albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el
traje de guardia o de mosqueteros. Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra
figura, señores, todo me lo habían pintado.
‑¿Después,
después? ‑dijo D'Artagnan, que reconoció en seguida de dónde procedían
aquellas señas tan exactamente dadas.
‑Tomé entonces,
según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres, las
medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos
falsos.
‑¡Todavía! ‑dijo
D'Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente las
orejas.
‑Perdonadme,
monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad
me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la
autoridad.
‑Pero una vez
más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto? ¿Está
vivo?
‑Paciencia,
monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra
precipitada marcha ‑añadió el hostelero con una fineza que no escapó a
D'Artagnan‑ parecía autorizar el desenlace. Ese gentilhombre amigo vuestro se
defendió a la desesperada. Su criado, que por una desgracia imprevista
había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de
cuadra...
‑¡Ah,
miserable! ‑exclamó D'Artagnan‑. Estabais todos de
acuerdo, y no sé cómo me contengo y no os mato a
todos.
‑¡Ay! No,
monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor
vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda
lleva, pero nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de
haber puesto de combate a dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada
defendiéndose con su espada, con la que lisió incluso a uno de mis
hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
‑Pero, verdugo,
¿acabarás? ‑dijo D'Artagnan‑. Athos, ¿qué ha sido de
Athos?
‑Al
batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la
bodega, y como la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como
estaban seguros de encontrarlo allí, lo dejaron en
paz.
‑Sí
‑dijo D'Artagnan‑, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo
prisionero.
‑¡Santo Dios!
¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se aprisionó, os lo juro. En primer
lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y
otros dos heridos de gravedad. El muerto y los dos heridos fueron llevados
por sus camaradas, y no he oído hablar nunca más de ellos, ni de unos ni de
otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a buscar al señor
gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía
hacer con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me
dijo que ignoraba por completo a qué me refería, que las órdenes que habían
llegado no procedían de él, y que si tenía la desgracia de decir a quienquiera
que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza, me haría
prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno por
otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
‑Pero ¿Athos?
‑exclamó D'Artagnan, cuya impaciencia aumentaba por el abandono en que la
autoridad dejaba el asunto‑. ¿Qué ha sido de Athos?
‑Como yo tenía
prisa por reparar mis errores hacia el prisionero ‑prosiguió el alberguista‑, me
encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad. ¡Ay, señor,
aquello no era un hombre, era un diablo! A la proposición de libertad,
declaró que era una trampa que se le tendía y que antes de salir debía imponer
sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo yo no disimulaba
la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un
mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a
sus condiciones. «En primer lugar ‑dijo‑, quiero que se me devuelva a mi criado
completamente armado.» Nos dimos prisa por obedecer aquella orden porque, como
comprenderá el señor, nosotros estábamos dispuesto a hacer todo lo que quisiera
vuestro amigo. El señor Grimaud (él sí ha dicho su nombre, aunque no habla
mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como estaba;
entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puerta y nos
ordenó quedarnos en nuestra tienda.
‑Pero ¿dónde
está? ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Dónde está Athos?
‑En
la bodega, señor.
‑¿Cómo
desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?
‑¡Bondad divina!
No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está haciendo en
la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido
toda mi vida, os adoraría como a un amo!
‑Entonces, ¿está
allí, allí lo encontraré?
‑Sin
duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el
tragaluz pan en la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es
de pan y de carne de lo que hace el mayor consumo. Una vez he tratado de bajar
con dos de mis mozos, pero se ha encolerizado de forma terrible. He oído el
ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su mosquetón, que cargaba su criado.
Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha
respondido que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que
dispararían hasta el último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera
el pie en la bodega. Entonces, señor, yo fui a quejarme al gobernador, el
cual me respondió que no tenía sino lo que me merecía, y que esto me enseñaría a
no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi
casa.
‑¿De
suerte que desde entonces?... ‑prosiguió D'Artagnan no pudiendo impedirse reír
de la cara lamentable de su hostelero.
‑De
suerte que desde entonces, señor ‑continuó éste‑, llevamos la vida más
triste que se pueda ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras
provisiones están en la bodega; allí está nuestro vino embotellado y
nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el tocino y las
salchichas; y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a
negar comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los
días nuestra hostería se pierde. Una semana más con vuestro amigo en la bodega y
estaremos arruinados.
‑Y
sería de justicia, bribón. ¿No se ve en nuestra cara que éramos gente de calidad
y no falsarios, decid?
‑Sí,
señor, sí, tenéis razón ‑dijo el hostelero‑, pero mirad, mirad cómo se
cobra.
‑Sin
duda lo habrán molestado ‑dijo D'Artagnan.
‑Pero tenemos que
molestarlo ‑exclamó el hostelero‑; acaban de llegarnos dos gentileshombres
ingleses.
‑¿Y?
‑Pues que los
ingleses gustan del buen vino, como vos sabéis, señor, y han pedido del
mejor. Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer
a estos señores; y como de costumbre él se habrá negado. ¡Ay, bondad divina! ¡Ya
tenemos otra vez escandalera!
En
efecto, D'Artagnan oyó un gran ruido venir del lado de la bodega; se levantó,
precedido por el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón
cargado, se acercó al lugar de la escena.
Los
dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se
morían de hambre y de sed.
‑Pero esto es una
tiranía ‑exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento
extranjero‑, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino.
Vamos a hundir la puerta y, si está demasiado colérico, pues lo
matamos.
‑¡Mucho cuidado,
señores! ‑dijo D'Artagnan sacando sus pistolas de su cintura‑. Si os place,
no mataréis a nadie.
‑Bueno, bueno
‑decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos‑, que los dejen entrar un
poco a esos traganiños, y ya veremos.
Por
muy valientes que parecían ser, los dos gentileshombres se miraron dudando;
se hubiera dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos,
gigantescos héroes de las leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza
impunemente.
Hubo
un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de
volverse atrás y el más osado de ellos descendió los cinco o seis peldaños
de que estaba formada la escalera y dio a la puerta una patada como para hundir
el muro.
‑Planchet ‑dijo
D'Artagnan cargando sus pistolas‑, yo me encargo del que está arriba,
encárgate tú del que está abajo. ¡Ah, señores, queréis batalla! Pues bien,
vamos a dárosla.
‑¡Dios mío!
‑exclamó la voz hueca de Athos‑. Oigo a D'Artagnan, según me
parece.
‑En
efecto ‑dijo D'Artagnan alzando la voz a su vez‑, soy yo, amigo
mío.
‑¡Ah, bueno!
Entonces ‑dijo Athos‑, vamos a trabajar a esos
derribapuertas.
Los
gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos
entre dos fuegos; dudaron un instante todavía; pero, como en la primera ocasión,
venció el orgullo y una segunda patada hizo tambalearse la puerta en toda
su altura.
‑Apártate,
D'Artagnan, apártate ‑gritó Athos‑, apártate, voy a
disparar.
‑Señores ‑dijo
D'Artagnan, a quien la reflexión no abandonaba nunca‑, señores, pensadlo.
Paciencia, Athos. Os vais a meter en un mal asunto y vais a ser acribillados.
Aquí, mi criado y yo que os soltaremos tres disparos; y otros tantos os
llegarán de la bodega; además, todavía tenemos nuestras espadas, que mi amigo y
yo, os lo aseguro, manejamos pasablemente. Dejadme que me ocupe de mis asuntos y
hs vuestros. Dentro de poco tendréis de beber, os doy mi
palabra.
‑Si
es que queda ‑gruñó la voz burlona de Athos.
El
hostelero sintió un sudor frío correr a lo largo de su
espina.
‑¿Cómo que si
queda? ‑murmuró.
‑¡Qué diablos!
Quedara ‑prosguió D'Artagnan‑, estad tránquilo, entre dos no se habrán
bebido toda la bodega. Señores, devolved vuestras espadas a sus
vainas.
‑Bien. Y vos
volved a poner vuestras pistolas en vuestro cinto.
‑De
buen grado.
Y
D'Artagnan dio ejemplo. Luego, volviéndose hacia Planchet, le hizo señal de
desarmar su mosquetón.
Los
ingleses, convencidos, devolvieron gruñendo sus espadas a la vaina. Se les contó
la historia del apasionamiento de Athos. Y como eran buenos gentileshombres, le
quitaron la razón al hostelero.
‑Ahora, señores
‑dijo D'Artagnan‑, volved a vuestras habitaciones, y dentro de diez minutos
os prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Los
ingleses saludaron y salieron.
‑Ahora estoy
solo, mi querido Athos ‑dijo D'Artagnan‑, abridme la puerta, por
favor.
‑Ahora mismo
‑dijo Athos.
Entonces se oyó
un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las
contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí
mismo.
Un
instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida
de Athos, quien con una ojeada rápida exploró los
alrededores.
D'Artagnan se
lanzó a su cuello y lo abrazó con ternura; luego quiso llevárselo fuera de
aquel lugar húmedo; entonces se dio cuenta de que Athos
vacilaba.
‑¿Estáis herido?
‑le dijo.
‑¡Yo, nada de
eso! Estoy totalmente borracho eso es todo, y jamás hombre alguno ha tenido
tanto como se necesitaba para ello. ¡Vive Dios! Hostelero, me parece que
por lo menos yo solo me he bebido ciento cincuenta
botellas.
‑¡Misericordia!
‑exclamó el hostelero‑. Si el criado ha bebido la mitad sólo del amo, estoy
arruinado.
‑Grimaud es un
lacayo de buena casa, que no se habría permitido lo mismo que yo; él ha
bebido de la tuba; vaya, creo que se ha olvidado de goner la espita. ¿Oís? Está
corriendo.
D'Artagnan
estalló en una carcajada que cambió el temblor del hostelero en fiebre
ardiente.
Al
mismo tiempo Grimaud apareció detrás de su amo, con el mosquetón al hombro
la cabeza temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens[L142] .
Estaba rociado por delante y por detrás de un licor pringoso que el hostelero
reconoció en seguida por su mejor aceite de oliva.
El
cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del
albergue, que D'Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto,
el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les
había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los
esperaba.
Más
allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que
componían haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las
reglas del arte estratégico, se veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y
de vino, las osamentas de todos los jamones comidos, mientras que un montón
de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la bodega, y un tonel,
cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas gotas
de su sangre. La imagen de la devastación y de la muerte, como dice el
poeta de la antigüedad, reinaba allí como en un campo de
batalla.
De
las cincuenta salchichas, apenas diez quedaban colgadas de las
vigas.
Entonces los
aullidos del hostelero y de la hostelera taladraron la bóveda de la bodega;
hasta el mismo D'Artagnan quedó conmovido. Athos ni siquiera volvió la
cabeza.
Pero
al dolor sucedió la rabia. El hostelero se armó de una rama y, en su
desesperación, se lanzó a la habitación donde los dos amigos se habían
retirado.
‑¡Vino! ‑dijo
Athos al ver al hostelero.
‑¿Vino? ‑exclamó
el hostelero estupefacto‑. ¿Vino? Os habéis bebido por valor de más de cien
pistolas; soy un hombre arruinado, perdido aniquilado.
‑¡Bah! ‑dijo
Athos‑. Nosotros seguimos con sed.
‑Si
os hubierais contentado con beber, todavía; pero habéis roto todas las
botellas.
‑Me
habéis empujado sobre un montón que se ha venido abajo. Vuestra es la
culpa.
‑
Todo mi aceite perdido!
‑Él
aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre
Grimaud se curase las que vos le habéis hecho.
‑¡Todos mis
salchichones roídos!
‑Hay
muchas ratas en esa bodega.
‑Vais a pagarme
todo eso ‑exclamó el hostelero exasperado.
‑¡Triple bribón!
‑dijo Athos levantándose. Pero volvió a caer en seguida; acababa de dar la
medida de sus fuerzas. D'Artagnan vino en su ayuda alzando su
fusta.
El
hostelero retrocedió un paso y se puso a llorar a mares.
‑Esto os enseñará
‑dijo D'Artagnan‑ a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios os
envía...
‑¿Dios? ¡Mejor
diréis el diablo!
‑Mi
querido amigo ‑dijo D'Artagnan‑, si seguís dándonos la murga, vamos a
encerrarnos los cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan
grande como decís.
‑Bueno, señores
‑dijo el hostelero‑, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene
su misericordia; vosotros sois señores, y yo soy un pobre alberguista, tened
piedad de mí.
‑Ah,
si hablas así ‑dijo Athos‑, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a
correr de mis ojos como el vino corría de tus toneles. No era tan malo el
diablo como lo pintan. Veamos, ven aquí y hablaremos.
El
hostelero se acercó con inquietud.
‑Ven, lo digo, y
no tengas miedo ‑continuó Athos‑. En el momento que iba a pagarte, puse mi
bolsa sobre la mesa.
‑Sí,
monseñor.
‑Aquella bolsa
contenía sesenta pistolas, ¿dónde está?
‑Depositada en la
escribanía, monseñor; habían dicho que era moneda
falsa.
‑Pues bien, haz
que te devuelvan mi bolsa, y quédate con las sesenta
pistolas.
‑Pero monseñor
sabe bien que el escribano no suelta lo que coge. Si era moneda falsa
todavía quedaría la esperanza; pero desgraciadamente son piezas
buenas.
‑Arréglatelas, mi
buen hombre, eso no me afecta, tanto más cuanto que no me queda una
libra.
‑Veamos ‑dijo
D'Artagnan‑, el viejo caballo de Athos, ¿dónde está?
‑En
la cuadra.
‑ Cuánto vale?
‑Cincuenta
pistolas a lo sumo.
‑Vale ochenta;
quédatelo, y no hay más que hablar.
‑¡Cómo! ¿Tú
vendes mi caballo? ‑dijo Athos‑. ¿Tú vendes mi Bayaceto? Y ¿en qué haré la
guerra? ¿Encima de Grimaud?
‑Te
he traído otro ‑dijo D'Artagnan.
‑¿Otro?
‑¡Y
magnífico! ‑exclamó el hostelero.
‑Entonces, si hay
otro más hermoso y más joven, quédate con el viejo y a
beber.
‑¿De
qué? ‑preguntó el hostelero completamente sosegado.
‑De
lo que hay al fondo, junto a las traviesas; todavía quedan veinticinco botellas;
todas las demás se rompieron con mi caída. Sube seis.
‑¡Este hombre es
una cuba! ‑dijo el hostelero para sí mismo‑. Si se queda aquí quince días y paga
lo que bebe, sacará a flote nuestros asuntos.
‑Y
no olvides ‑continuó D'Artagnan‑ de subir cuatro botellas semejantes para los
dos señores ingleses.
‑Ahora ‑dijo
Athos‑, mientras esperamos a que nos traigan el vino, cuéntame, D'Artagnan, qué
ha sido de los otros; veamos.
D'Artagnan le
contó cómo había encontrado a Porthos en su lecho con un esguince y a Aramis en
su mesa con dos teólogos. Cuando acababa, el hostelero volvió con las
botellas pedidas y un jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de
la bodega.
‑Está bien ‑dijo
Athos llenando su vaso y el de D'Artagnan por lo que se refiere a Porthos y
Aramis; pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos?
Encuentro que tenéis un aire siniestro.
‑¡Ay! ‑dijo
D'Artagnan‑. Es que soy el más desgraciado de todos
nosotros.
‑¡Tú
desgraciado, D'Artagnan! ‑dijo Athos‑. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime
eso.
‑Más
tarde ‑dijo D'Artagnan.
‑¡Más tarde! Y
¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D'Artagnan? Acuérdate
siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues,
soy todo oídos.
D'Artagnan contó
su aventura con la señora Bonacieux.
Athos escuchó sin
pestañear; luego, cuando hubo acabado:
‑Miserias todo
eso ‑dijo Athos‑, miserias.
Era
la expresión de Athos.
‑¡Siempre decís
miserias, mi querido Athos! ‑dijo D'Artagnan‑. Eso os sienta muy mal a
vos, que nunca habéis amado.
El
ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en
seguida se volvió apagado y vacío como antes.
‑Es
cierto ‑dijo tranquilamente‑, nunca he amado.
‑¿Veis, corazón
de piedra ‑dijo D'Artagnan‑, que os equivocáis siendo duro con nuestros
corazones tiernos?
‑Corazones
tiernos, corazones rotos ‑dijo Athos.
‑¿Qué
decís?
‑Digo que el amor
es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy afortunado por
haber perdido, creedme, mi querido D'Artagnan. Y si tengo algún consejo que
daros, es perder siempre.
‑Ella parecía
amarme mucho.
‑Ella
parecía.
‑¡Oh, me
amaba!
‑¡Infantil! No
hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay ningún
hombre que no haya sido engañado por su amante.
‑Excepto vos,
Athos, que nunca la habéis tenido.
‑Es
cierto ‑dijo Athos tras un momento de silencio‑, yo nunca la he tenido.
¡Bebamos!
‑Pero ya que
estáis filósofo ‑dijo D'Artagnan‑, instruidme, ayudadme; necesito saber y
ser consolado.
‑Consolado ¿de
qué?
‑De
mi desgracia.
‑Vuestra
desgracia da risa ‑dijo Athos encogiéndose de hombros‑; me gustaría saber
lo que diríais si yo os contase una historia de amor.
‑¿Sucedida a
vos?
‑O a
uno de mis amigos, qué importa.
‑Hablad, Athos,
hablad.
‑Bebamos, haremos
mejor.
‑Bebed y
contad.
‑Cierto que es
posible ‑dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso‑, las dos cosas van
juntas de maravilla.
‑Escucho ‑dijo
D'Artagnan.
Athos se recogió
y, a medida que se recogía, D'Artagnan lo veía palidecer; estaba en ese período
de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. El, él
soñaba en voz alta sin dormir. Aquel sonambulismo de la bonachera tenía algo de
espantoso.
‑¿Lo
queréis? ‑preguntó.
‑Os
lo ruego ‑dijo D'Artagnan.
‑Sea
como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo ‑dijo Athos
interrumpiéndose con una sonrisa sombría‑; uno de los condes de mi provincia, es
decir, del Berry, noble como un Dandolo o un Montmorency[L143] , se
enamoró a los veinticinco años de una joven de dieciséis, bella como el amor. A
través de la ingenuidad de su edad apuntaba un espíritu ardiente, un
espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba embriagaba; vivía en una
aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región,
venían no se sabía de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su
hermano tan piadoso nadie pensó en preguntarles de dónde venían. Por lo
demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que era el señor de Ìa
región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el
amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos?
Por desgracia era un hombre honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el
imbécil!
‑Pero ¿por qué,
si la amaba? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Esperad ‑dijo
Athos‑. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia; y hay
que hacerle justicia, cumplía perfectamente con su rango.
‑¿Y?
‑preguntó D'Artagnan.
‑Y
un día que ella estaba de caza con su marido ‑continuó Athos en voz baja y
hablando muy deprisa‑, ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se
lanzó en su ayuda, y como se ahogaba en sus vestidos, los hendió con su puñal y
quedó al descubierto el hombro. ¿Adivináis lo que tenía en el hombro,
D'Artagnan? ‑dijo Athos con un gran estallido de risa.
‑¿Puedo saberlo?
‑preguntó D'Artagnan.
‑Una
for de lis ‑dijo Athos‑. ¡Estaba marcada[L144] !
Y
Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
‑¡Horror!
‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Qué me decís?
‑La
verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había
robado.
‑¿Y
qué hizo el conde?
‑El
conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo:
acabó de desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y
la colgó de un árbol.
‑¡Cielos! ¡Athos!
¡Un asesinato! ‑exclamó D'Artagnan.
‑Sí,
un asesinato, nada más ‑dijo Athos pálido como la muerte‑. Pero me parece que me
están dejando sin vino.
Y
Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su
boca y la vació de un solo trago, como si fuera un vaso
normal.
Luego se dejó
caer con la cabeza entre sus dos manos; D'Artagnan permaneció ante él, parado de
espanto.
‑Eso
me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas ‑dijo Athos
levantándose y sin continuar el apólogo del conde‑. ¡Dios os conceda otro tanto!
¡Bebamos!
‑¿Así que ella
murió? ‑balbuceó
D'Artagnan.
‑¡Pardiez!
‑dijo Athos‑.
Pero tended vuestro vaso. ¡Jamón, pícaro! ‑gritó Athos‑. No podemos beber
más.
‑¿Y
su hermano? ‑añadió tímidamente D'Artagnan.
‑ Su
hermano? ‑repuso Athos.
‑Sí,
el cura.
‑!Ah! Me informé
para colgarlo también; pero había puesto pies en polvorosa, había dejado su
curato la víspera.
‑¿Se
supo al menos lo que era aquel miserable?
‑Era
sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había
fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna. Espero
que haya sido descuartizado.
‑¡Oh, Dios mío,
Dios mió! ‑dijo D'Artagnan, completamente aturdido por aquella horrible
aventura.
‑Comed ese jamón,
D'Artagnan, es exquisito ‑dijo Athos cortando una loncha que puso en el
plato del joven‑. ¡Qué pena que sólo hubiera cuatro como éste en la
bodega!
D'Artagnan no
podía seguir soportando aquella conversación, que lo enloquecía; dejó caer su
cabeza entre sus dos manos y fingió dormirse.
‑Los
jóvenes no saben beber ‑dijo Athos mirándolo con piedad‑. ¡Y sin embargo éste es
de los mejores..!
Capítulo
XXVIII
El
regreso
D'Artagnan había
quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas de las
cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido
hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias,
y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres
botellas de borgoña, D'Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada
palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían
caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no hizo
sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la
habitación de su amigo con la intención bien meditada de reanudar su
conversación de la víspera; pero encontró a Athos con la cabeza completamente
sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los
hombres.
Por
lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos,
se le adelantó con el pensamiento.
‑Estaba muy
borracho ayer, mi querido D'Artagnan ‑dijo‑; me he dado cuenta esta mañana por
mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy
agitado; apuesto a que dije mil extravagancias.
Y al
decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo
embarazó.
‑No
‑replicó D'Artagnan‑, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy
extraordinario.
‑¡Ah, me
asombráis! Creía haberos contado una historia de las más
lamentables.
Y
miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su
corazón.
‑A
fe mía ‑dijo D'Artagnan‑, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto
que no me acuerdo de nada.
Athos no se fió
de esta palabra y prosiguió:
‑No
habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de
borrachera: triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna
vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta
de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi defecto, defecto capital, lo
admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto
de una forma tan natural que D'Artagnan quedó confuso en su
convicción.
‑Oh,
de algo así me acuerdo, en efecto ‑prosiguió el joven tratando de volver a coger
la verdad‑, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se
acuerda uno de un sueño.
‑¡Ah, lo veis!
‑dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír‑. Estaba seguro, los
ahorcados son mi pesadilla.
‑Sí,
sí ‑prosiguió D'Artagnan‑, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se
trataba..., esperad..., se trataba de una mujer.
‑¿Lo
veis? ‑respondió Athos volviéndose casi lívido‑. Es mi famosa historia de
la mujer rubia, y cuando la cuento es que estoy borracho
perdido.
‑Sí,
eso es ‑dijo D'Artagnan‑, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos
azules. ;
‑Sí,
y colgada.
1
‑Por
su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D'Artagnan mirando
fíjamente a Athos.
‑¡Y
bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice
‑prosiguió Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo‑.
Decididamente, no quiero emborracharme más, D'Artagnan, es una mala
costumbre.
D'Artagnan guardó
silencio.
Luego Athos,
cambiando de pronto de conversación:
‑A
propósito ‑dijo‑, os agradezco el caballo que me habéis
traído.
‑¿Es
de vuestro gusto? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Sí,
pero no es un caballo de aguante.
‑Os
equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía
más cansado que si hubiera dado una vuelta a la plaza
Saint‑Sulpice.
‑Pues me dais un
gran disgusto.
‑¿Un
gran disgusto?
‑Sí,
porque me he deshecho de él.
‑¿Cómo?
‑Estos son los
hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un tronco, y
yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga
de ayer; bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo
con un tratante por haber muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de
sangre. Me acerqué a él, y como vi que ofrecía cien pistolas por un alazán
tostado: «Por Dios ‑le dije‑, gentilhombre, también yo tengo un
caballo que vender.» «Y muy bueno incluso ‑dijo él‑. Lo vi ayer, el
criado de vuestro amigo lo llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien
pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese precio?» «No, pero os lo juego.»
«¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho; y he
perdido el caballo. ¡Ah, pero también ‑continuó Athos- he vuelto a ganar la
montura.
D'Artagnan hizo
un gesto bastante disgustado.
‑¿Os
contraría? ‑dijo Athos.
‑Pues sí, os lo
confieso ‑prosiguió D'Artagnan‑. Ese caballo debía serviros para hacernos
reconocer un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis
cometido un error.
‑Ay,
amigo mío, poneos en mi lugar ‑prosiguió el mosquetero‑; me aburría de muerte, y
además, palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se
trata más que de ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es
bastante notable. En cuanto al caballo, ya encontraremos alguna excusa para
justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un caballo es mortal; digamos que
el mío ha tenido el muermo.
D'Artagnan no
desfruncía el ceño.
‑Me
contraría ‑continuó Athos‑ que tengáis en tanto a esos animales, porque no
he acabado mi historia.
‑¿Pues qué habéis
hecho además?
‑Después de haber
perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de jugar
el vuestro.
‑Sí,
pero espero que os hayáis quedado en la idea.
‑No,
la puse en práctica en aquel mismo instante.
‑¡Vaya! ‑exclamó
D'Artagnan inquieto.
‑Jugué y
perdí.
‑¿Mi
caballo?
‑Vuestro caballo;
siete contra ocho, a falta de un punto..., ya conocéis el proverbio[L145] .
‑Athos no estáis
en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
‑Querido, ayer,
cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso,
y no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los
arneses posibles.
‑¡Pero es
horrible!
‑Esperad, no
sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino,
es como cuando bebo; me encabezoné entonces. . .
‑Pero ¿qué
pudisteis jugar si no os quedaba nada?
‑Sí
quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro
dedo, y en el que me fijé ayer.
‑¡Este diamante!
‑exclamó D'Artagnan llevando con presteza la mano a su
anillo.
‑Y
como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil
pistolas.
‑Espero ‑dijo
seriamente D'Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención
alguna de mi diamante.
‑Al
contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único
recurso; con él yo podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y
además dinero para el camino.
‑¡Athos, me
hacéis temblar! ‑exclamó D
Artagnan.
‑Hablé, pues, de
vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él. ¡Qué
diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que
no le presten atención! ¡Imposible!
‑¡Acabad,
querido, acabad ‑dijo D'Artagnan‑, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría
me hacéis morir!
‑Dividimos, pues,
ese diamante en diez partes de cien pistolas cada
una.
‑¡Ah! ¿Queréis
reíros y probarme? ‑dijo D'Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por
los cabellos como Minerva coge a Aquiles en la Ilíada[L146] .
‑No,
no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado veros a vos! Hacía
quince días que no había visto un rostro humano y que estaba allí
embruteciéndome empalmando una botella tras otra.
‑Esa
no es razón para jugar un diamante ‑respondió D Artagnan apretando su mano
con una crispacion nerviosa.
‑Escuchad, pues,
el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha.
En trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido
siempre fatal, era el trece del mes de julio cuando...
‑¡Maldita sea!
‑exclamó D'Artagnan levantándose de la mesa‑. La historia del día hace olvidar
la de la noche.
‑Paciencia ‑dijo
Athos‑ y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la
mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho
proposiciones para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso
Grimaud dividido en diez porciones.
‑¡Ah, vaya golpe!
‑dijo D'Artagnan estallando de risa a pesa suyo.
‑¡El
mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total
un ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es
una virtud.
‑¡Y
a fe que bien rara! ‑exclamó D'Artagnan consolado y sosteniéndose los
hijares de risa.
‑Como
comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el
diamante.
‑¡Ah, diablos!
‑dijo D'Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
‑Volví a ganar
vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo,
luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí
estamos. Una tirada soberbia; y ahí me he quedado.
D'Artagnan
respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del
pecho.
‑En
fin, que me queda el diamante ‑dijo tímidamente.
‑¡Intacto,
querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del
mío.
‑Pero ¿qué
haremos de nuestros arneses sin caballos?
‑Tengo una idea
sobre ellos.
‑Athos, me hacéis
temblar.
‑Escuchad, vos no
habéis jugado hace mucho tiempo, D'Artagnan.
‑Y
no tengo ganas de jugar.
‑No
juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena
mano.
‑ ¿Y
después?
‑Pues que el
inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban
mucho los arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro
lugar, yo jugaría vuestros arneses contra vuestro
caballo.
‑Pero él no
querrá un solo arnés.
‑Jugad los dos,
pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
‑¿Haríais eso?
‑dijo D'Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su
costa, de Ahtos.
‑Palabra de
honor, de una sola tirada.
‑Pero es que,
después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los
arneses.
‑Jugad entonces
vuestro diamante.
‑Oh,
esto es otra cosa; nunca, nunca.
‑¡Diablos! ‑dijo
Athos‑. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho, quizá
el inglés no quiera.
‑Decididamente,
mi querido Athos ‑dijo D'Artagnan‑, prefiero no arriesgar
nada.
‑¡Es
una lástima! ‑dijo fríamente Athos‑. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay,
Dios mío! Ensayad una tirada, una tirada se juega
‑¿Y
si pierdo?
‑Ganaréis.
‑Pero ¿y si
pierdo?
‑Pues entonces le
daréis los arneses.
‑Vaya entonces
una tirada ‑dijo D'Artagnan.
Athos se puso a
buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con
ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses
contra un caballo o cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos
arneses valían trescienta: pistolas los dos; aceptó.
D'Artagnan echó
los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que se
contentó con decir:
‑Qué
mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses
señor.
El
inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó
sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D'Artagnan se
había vuelto para ocultar su mal humor.
‑Vaya, vaya, vaya
‑dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la
he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El
inglés miró y quedó asombrado; D'Artagnan miró y quedó
encantado.
‑Sí
‑continuó Athos‑, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra
vez en mi casa, en el campo, en mi castillo de... cuando yo tenía un castillo;
una tercera vez con el señor de Tréville donde nos sorprendió a todos; y
finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí
por ella cien luises y una cena.
‑Entonces el
señor recupera su caballo ‑dijo el inglés.
‑Cierto ‑dijo
D'Artagnan
‑¿Entonces no hay
revancha?
‑Nuestras
condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re
cordáis?
‑Es
cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado,
señor
‑Un
momento ‑dijo Athos‑; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a
mi amigo.
‑Decídselas.
Athos llevó a
parte a D'Artagnan.
‑¿Y
bien? ‑le dijo D'Artagnan‑. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue,
¿no es eso?
‑No,
quiero que reflexionéis.
‑¿En
qué?
‑¿Vais a tomar el
caballo, no es así?
‑Claro.
‑Os
equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los
arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra
elección.
‑Sí.
‑Yo
tomaría las cien pistolas.
‑Pero yo, yo me
quedo con el caballo.
‑Os
equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no
pienso montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que
han perdido a sus hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado,
cabalgando sobre ese magnífico destrero. Yo, sin dudar un solo instante,
cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a
Paris.
‑Yo
me quedo con el caballo, Athos.
‑Pues os
equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se
rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con
muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo
alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a
su amo.
‑Pero ¿cómo
volveremos?
‑En
los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de
nuestras figuras que somos gentes de condición.
‑Vaya figura que
vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus
caballos.
‑¡Aramis!
¡Porthos! ‑exclamó Athos, y se echó a reír.
‑¿Qué? ‑preguntó
D'Artagnan, que no comprendía nada la hilar¡dad de su
amigo.
‑Bien, bien,
sigamos ‑dijo Athos.
‑O
sea, que vuestra opinión...
‑Es
coger las cien pistolas, D'Artagnan; con las cien pistolas vamos a
banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que
descansemos un poco.
‑¡Yo
reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa
pobre mujer.
‑Y
bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos
luises de oro? Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien
pistolas.
D'Artagnan sólo
necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además,
resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos;
accedió, pues, y eligió las cien pistolas que el inglés le entregó en el
acto.
Luego no se pensó
más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo caballo
de Athos costó seis pistolas; D'Artagnan y Athos cogieron los caballos de
Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando
las sillas sobre sus cabezas.
Por
mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus
criados y llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente
apoyado en su ventana, y mirando como mi hermana Anne levantarse
polvaredas en el horizonte[L147] .
‑¡Hola! ¡Eh,
Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? ‑gritaron los dos amigos.
‑¡Ah, sois
vos, D'Artagnan; sois vos, Athos! ‑dijo el joven‑.
Pensaba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo
inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo,
era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la
tierra.
La
vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est,
fuit.
‑¿Y
eso qué quiere decir en el fondo? ‑preguntó D'Artagnan, que comenzaba a
sospechar la verdad.
‑Esto quiere
decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un
caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por
hora.
D'Artagnan y
Athos estallaron en carcajadas.
‑Mi
querido Athos ‑dijo Aramis‑: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad
no tiene ley; además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán
me ha robado por lo menos cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado;
venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros
caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas
jornadas.
En
aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la
ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas
sobre la cabeza. El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se
habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero
durante el camino.
‑¿Cómo? ‑dijo
Aramis, viendo lo que pasaba‑. ¿Nada más que las sillas?
‑¿Comprendéis
ahora? ‑dijo Athos.
‑Amigos míos,
exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin!
Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
‑¿Y
qué habéis hecho de vuestros curas? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Querido, los
invité a comer al día siguiente ‑dijo Aramis‑; hay aquí un vino exquisito, dicho
sea de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió
dejar la casaca y el jesuita me rogó que le haga recibir de
mosquetero.
‑¡Sin tesis!
‑exclamó D'Artagnan‑. Sin tesis. Pido
la supresión de la tesis.
‑Desde entonces
‑continuó Aramis‑, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos de una
sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La
materia es galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y
dura un minuto.
‑¡A
fe mía, mi querido Aramis! ‑dijo D'Artagnan, que detestaba casi tanto los versos
como el latín‑. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos
seguro que vuestro poema tiene dos méritos.
‑Además ‑continuó
Aramis‑, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a París?
Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos
tanto mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera
vendido su caballo, ni siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su
animal y su silla. Estoy seguro de que tendrá pinta de Gran
Mogol.
Se
hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus
cuentas, colocó a Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta
para ir en busca de Porthos.
Lo
encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D'Artagnan
durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese
solo, había comida para cuatro personas; aquella comida se componía de
viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos
soberbios.
‑¡Ah, pardiez!
‑dijo levantándose‑. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y
vais a comer conmigo.
‑¡Oh, oh!
‑dijo D'Artagnan‑. No es Mosquetón
quien ha cogido a lazo tales botellas; además, aquí hay un fricandó mechado
y un filete de buey...
‑Me
voy recuperando ‑dijo Porthos‑, me voy recuperando; nada debilita tanto
como esos malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces,
Athos?
‑Jamás; sólo
recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que
al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo
efecto.
‑Pero esta comida
no era sólo para vos, mi querido Porthos ‑dijo Aramis.
‑No
‑dijo Porthos‑; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de
comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el
cambio. ¡Hola, Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las
botellas!
‑¿Sabéis lo que
estamos comiendo? ‑dijo Athos al cabo de diez minutos.
‑Pardiez
‑respondió D'Artagnan‑; yo como carne de buey mechada con cardos y con
tuétanos.
‑Y
yo chuletas de cordero ‑dijo Porthos.
‑Y
yo una pechuga de ave ‑dijo Aramis.
‑Todos os
equivocáis, señores ‑respondió Athos‑; coméis caballo.
‑¡Vamos! ‑dijo
D'Artagnan.
‑¿Caballo?
‑preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo
Porthos no respondió.
‑Sí,
caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y
todo.
‑No,
señores; he guardado el arnés ‑dijo Porthos.
‑A
fe que todos somos iguales ‑dijo Aramis‑; se diría que estábamos de
acuerdo.
‑¡Qué queréis!
‑dijo Porthos‑. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido
humillarlos.
‑Y
en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? ‑prosiguió
D'Artagnan.
‑Allí sigue
‑respondió Porthos‑. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los
gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he
dado.
‑¡Dado! ‑exclamó
D'Artagnan.
‑¡Oh, Dios mío!
¡Sí, dado! Esa es la palabra ‑dijo Porthos‑; porque ciertamente valía
ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en
ochenta.
‑¿Sin la silla?
‑dijo Aramis.
‑Sí,
sin la silla.
‑Observaréis,
señores ‑dijo Athos‑, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha
hecho de todos nosotros.
Se
produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos
completamente atónito; pero pronto se le explicó la razón de aquella
hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su
costumbre.
‑¿De
modo que todos tenemos dinero? ‑dijo D'Artagnan.
‑No
por lo que mí toca ‑dijo Athos‑; me ha parecido tan bueno el vino español
de Aramis que he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso
me ha dejado sin nada.
‑En
cuanto a mí ‑dijo Aramis‑, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la
iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de
los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos,
señores; que se dirán, señores, y que no dudo que nos han de servir de
maravilla.
‑Y
yo ‑dijo Porthos‑, ¿creéis que mi esguince no me ha costado nada? Sin
contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano
dos veces al día, el cual me ha hecho pagar doble sus visitas, so pretexto
de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no
se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he recomendado
encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
‑Vamos, vamos
‑dijo Athos, cambiando una sonrisa con D'Artagnan y Aramis‑, veo que os
habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen
amo.
‑En
resumen ‑continuó Porthos‑: pagados mis gastos, me quedará una treintena de
escudos.
‑Y a
mí una decena de pistolas ‑dijo Aramis.
‑Vamos ‑dijo
Athos‑, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien
pistolas, ¿cuánto os queda, D'Artagnan?
‑¿De
mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
‑¿Eso
creéis?
‑¡Pardiez!
‑Ah,
es cierto, ahora me acuerdo.
‑Luego he pagado
seis al hostelero.
‑¡Qué animal de
hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
‑Es
lo que vos me dijisteis que le diese.
‑Es
cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
‑Veinticinco
pistolas ‑dijo D'Artagnan.
‑Y
yo ‑dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo‑,
yo...
‑Vos,
nada.
‑A
fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el
montón.
‑Ahora calculemos
cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
‑Treinta
escudos.
‑¿Aramis?
‑Diez
pistolas.
‑¿Y vos,
D'Artagnan?
‑Veinticinco.
‑Eso
hace un total... ‑dijo Athos.
‑Cuatrocientas
setenta y cinco libras ‑dijo D'Artagnan, que contaba como
Arquímedes.
‑Llegados a
Paris, tendremos todavía cuatrocientas ‑dijo Porthos‑, además de los
arneses.
‑Pero ¿nuestros
caballos de escuadrón? ‑dijo Aramis.
‑Bueno, los
cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a
suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los
desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D'Artagnan, que
tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.
‑Cenemos entonces
‑dijo Porthos‑; esto se enfría.
Los
cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la
comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin,
Planchet y Grimaud.
Al
llegar a París, D'Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien
le prevenía de que, a petición suya, el rey acababa de concederle el favor
de ingresar en los mosqueteros[L148] .
Como
esto era todo lo que D'Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de
volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de
sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró
muy tristes y muy preocupados. Estaban reunidos todos en consejo en casa de
Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias de cierta
gravedad.
El
señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su
Majestad era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de
inmediato los equipos.
Los
cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en
materia de disciplina.
‑¿Y
en cuánto estimáis esos esquipos? ‑dijo
D'Artagnan.
‑¡Oh!
No hay más que
decirlo ‑prosiguió Aramis‑, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería
de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas
libras.
‑Cuatro por
quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras ‑dijo
Athos.
‑Yo
creo ‑dijo D'Artagnan‑ que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo
como espartano, sino como procurador...
Esta
palabra de procurador despertó a Porthos.
‑¡Vaya, tengo una
idea! ‑dijo.
‑Algo es algo; yo
no tengo siquiera ni la sombra de una ‑dijo fríamente Athos‑; en cuanto a
D'Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha
vuelto loco. ¡Mil libras! Declaro que para mí sólo
necesito dos mil.
‑Cuatro or dos
son ocho ‑dijo entonces Aramis‑; por tanto, son ocho mil liras las que
necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos
ya las sillas.
‑Además ‑dijo
Athos, esperando a que D'Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de
Tréville, hubiese cerrado la puerta‑; además de ese hermoso diamante que
brilla en el dedo de nuestro amigo. ¡Qué diablo! D'Artagnan es demasiado buen
camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazon
el rescate de un rey.
Capítulo
XXIX
La
caza del equipo
El
más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Artagnan, aunque
D'Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores
mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá
podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso
hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A
aquella preocupación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel momento una
inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido
recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor
de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la
joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga
y apenas tranquilizadora para D'Artagnan.
Athos no salía de
su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para
equiparse.
‑Nos
quedan quince días ‑les decía a sus amigos‑; pues bien, si al cabo de quince
días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy
buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a
cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que
haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se
dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de
equiparme.
Porthos seguía
paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y
diciendo:
‑Sigo en mi
idea.
Aramis, inquieto
y despeinado, no decía nada.
Por
estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la
comunidad.
Los
lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito[L149] ,
compartían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de
mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba
las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria
general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba
suspiros como para enternecer a las piedras.
Los
tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para
equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban
por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado
antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían
pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban,
teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado
algo?
Sin
embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había
persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel
digno Porthos. D'Artagnan lo vio un día encantinarse hacia la iglesia de
Saint‑Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de
haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte
las intenciones más conquistadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas
precauciones para esconderse, Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan
entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D'Artagnan, siempre
sin ser visto, se apoyó en otro.
Precisamente
había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos
aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los
buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias
del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida,
sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media
luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello
Porthos.
D'Artagnan
observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban
adosados una especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero
tiesa y altiva bajo sus cofias negras. Los ojos de Porthos se dirigían
furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban a lo lejos por la
nave.
Por
su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la
rapidez del rayo una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de
Porthos se ponían a mariposear con furor. Era claro que se trataba de un manejo
que hería vivamente a la dama de las cofias negras, porque se mordía los
labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba
desesperadamente en su asiento.
Al
verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su
perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y
que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran
dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que
estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso bordado con escudo
de armas en que se guardaba el libro con que seguía la
misa.
La
dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de
Porthos, y comprobó que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del
negrito y de la doncella.
Mientras tanto,
Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios,
sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa
desdeñada.
Por
eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan
vigoroso que todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su
lado; Porthos permaneció impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo
el sordo.
La
dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las
cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto
sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un
gran efecto sobre D'Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de
Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con
el nombre de milady.
D'Artagnan, sin
perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de
Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias
negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia
de Saint‑Leu no estaba muy alejada de la citada calle.
Adivinó entonces
por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de
Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a
la bolsa.
Pero
en medio de todo aquello, D'Artagnan notó también que su rostro no correspondía
a las galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero
para un amor real, para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las
ilusiones y las quimeras?
El
sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos
se adelantó y, en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió,
creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero
pronto y cruelmente fue desengañada: cuando sólo estaba a tres pasos de él,
éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del
cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de
su doncella.
Cuando la dama
del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante
de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de
Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y selió de la
iglesia.
Aquello fue
demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban
requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero
como no era más que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero
con un furor concentrado:
‑¡Eh, señor
Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al
oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta
tras un sueño de cien años.
‑Se..., señora
‑exclamó él‑. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor
Coquenard? ¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os
he visto siquiera en las dos horas que ha durado ese
sermón?
‑Estaba a dos
pasos de vos, señor ‑respondió la procuradora‑, y no me habéis visto porque no
teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua
bendita.
Porthos fingió
estar apurado.
‑¡Ah! ‑dijo‑.
Habéis notado...
‑Hay
que estar ciego para no verlo.
‑Sí
‑dijo displicentemente Porthos‑; es una duquesa amiga mía con la que tengo
muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había
avisado que vendría hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este
barrio perdido.
‑Señor Porthos
‑dijo la procuradora‑ ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco
minutos? Hablaría de buena gana con vos.
‑Por
supuesto, señora ‑dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un
jugador que ríe de la víctima que va a hacer.
En
aquel momento, D'Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia
Porthos y vio aquella mirada triunfante.
‑¡Vaya, vaya! ‑se
dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de
aquella época galante‑. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo
previsto.
Porthos, cediendo
a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle,
llegó al claustro de Saint‑Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por
molinetes en sus dos extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo
o niños jugando.
‑¡Ah, señor
Porthos! ‑exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie
extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos‑.
Vaya, señor Porthos, estáis hecho un conquistador, según
parece.
‑¿Yo, señora?
‑dijo Porthos engallándose‑. ¿Y eso por qué?
‑¿Y
las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una
princesa esa dama, con su negrito y su doncella.
‑Os
equivocáis. Dios mío, no ‑respondió Porthos‑, es simplemente una
duquesa.
‑¿Y
ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de
lujosa librea que esperaba en su pescante?
Porthos no había
visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa, la
señora Coquenard lo había visto todo.
Porthos lamentó
no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la
primera.
‑¡Ah, sois un
muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! ‑prosiguió suspirando la
procuradora.
‑Pero ‑respondió
Porthos‑ comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha
dotado, no dejo de tener aventuras.
‑¡Dios mío! ¡Qué
pronto olvidan los hombres! ‑exclamó la procuradora alzando los ojos al
cielo.
‑Menos pronto que
las mujeres ‑respondió Porthos‑; porque, en fin, señora, yo puedo decir que he
sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los
cirujanos; yo, el vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra
amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero; y de hambre
después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado
responder una sola vez a las ardientes cartas que os he
escrito.
‑Pero, señor
Porthos... ‑murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la
conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un
error.
‑Yo,
que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor...
‑Lo
sé.
‑A
la baronesa de...
‑Señor Porthos,
no me abruméis.
‑A
la duquesa de...
‑Señor Porthos,
sed generoso.
‑Tenéis razón,
señora; además, no acabaría.
‑Pero es que mi
marido no quiere oír hablar de prestar.
‑Señora Coquenard
‑dijo Porthos‑, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que conservo
grabada en mi memoria.
La
procuradora lanzó un gemido.
‑Pero es que,
además ‑dijo ella‑, la suma que pedíais prestada era algo
fuerte.
‑Señora
Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de...
No quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero
lo que sí sé es que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil
quinientos.
La
procuradora derramó una lágrima.
‑Señor Porthos
‑dijo‑, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os
encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a
mí.
‑Dejémoslo,
señora ‑dijo Porthos, como sublevado‑; no hablemos de dinero, por favor, es
humillante.
‑¡Así que no me
amáis ya! ‑dijo lenta y tristemente la procuradora.
Porthos guardó un
silencio majestuoso.
‑¿Así es como me
respondéis? ¡Ay, comprendo!
‑Pensad en la
ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí ‑dijo Porthos,
poniendo la mano en su corazón y apretando con
fuerza.
‑¡Yo
la repararé, mi querido Porthos!
‑Además, ¿qué os
pedía? ‑prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez‑.
Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que
no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los
pobres litigantes para sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa,
marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría
perdonaros.
La
procuradora se picó.
‑Sabed, señor
Porthos ‑dijo ella‑, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que
sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas
anruinadas.
‑Doble ofensa la
que me hacéis entonces ‑dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de
debajo del suyo‑; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay
excusa que valga en vuestra negativa.
‑Cuando digo rica
‑prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado
lejos‑, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice
rica, pero vivo holgada.
‑Mirad, señora
‑dijo Porthos‑, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis
despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.
‑¡Qué ingrato
sois!
‑¡Ah, encima
podéis quejaros! ‑dijo Porthos.
‑¡Idos, pues, con
vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
‑¡Vaya, por lo
menos no está tan seca como creo!
‑Veamos, señor
Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
‑¡Ah, señora!
‑dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar‑. Justo cuando vamos
a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que
sere muerto...
‑¡Oh, no digáis
esas cosas! ‑exclamó la procuradora estallando en
sollozos.
‑Algo me lo dice
‑continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.
‑Decid mejor que
tenéis un nuevo amor.
‑No,
os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en
el fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como
sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy
preocupado por mi equipo. Luego voy a hacer un viaje para ver a mi familia,
en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma necesaria para mi
partida.
Porthos notó un
último combate entre el amor y la avaricia.
‑Y
como ‑continuó‑ la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus
tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis,
parecen mucho menos largos cuando se hacen
acompañado.
‑¿No
tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? ‑dijo la
procuradora.
‑Creía tenerlo
‑dijo Porthos adoptando su aire melancólico‑, pero he visto claramente que me
equivocaba.
‑Lo
tenéis, señor Porthos, lo tenéis ‑prosiguió la procuradora en un transporte que
le sorprendió a ella misma‑; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por
tanto mi primo; venís de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en
Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido todo
esto?
‑Perfectamente,
señora.
‑Venid a la hora
de la comida.
‑Muy
bien.
‑Y
manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis
años.
‑¡Setenta y seis
años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! ‑repuso Porthos. ‑La edad madura, querréis decir,
señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro
‑continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos‑.
Afortunadamente, por contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al
último que viva.
‑¿Todo? ‑dijo
Porthos.
‑Todo.
‑Ya
veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard ‑dijo Porthos
apretando tiernamente la mano de la procuradora.
‑¿Estamos, pues,
reconciliados, querido señor Porthos? ‑dijo ella haciendo
melindres.
=Para toda la
vida ‑replicó Porthos con el mismo aire.
‑Hasta la vista
entonces, traidor mío.
‑Hasta la vista,
olvidadiza mía.
‑¡Hasta mañana,
angel mío!
‑¡Hasta mañana,
llama de mi vida!
Capítulo
XXX
Milady
D'Artagnan había
seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar
a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era
inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos
caballos. D'Artagnan volvió, por tanto, a la calle Férou.
En
la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda
de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más
apetecible.
Le
dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno
para él, D'Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos,
porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al
servicio de D'Artagnan.
Planchet se
encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou. Athos
estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino
español que había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer
un vaso para d'Artagnan y Grimaud obedeció como de
costumbre.
D'Artagnan contó
entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la
procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en
camino de equiparse.
‑Pues yo estoy
muy tranquilo ‑respondió Athos a todo este relato‑; no serán las mujeres las que
hagan los gastos de mi arnés.
‑Y,
sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no
habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos
amorosos.
‑¡Qué joven es
este D'Artagnan! ‑dijo Athos, encogiéndose de hombros.
E
hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En
aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y
anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.
‑¿Qué caballos?
‑preguntó Athos.
‑Dos
que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una
vuelta por Saint‑Germain.
‑¿Y
qué vais a hacer a Saint‑Germain? ‑preguntó aún Athos.
Entonces
D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había
vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la
cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.
‑Es
decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux
‑dijo Athos encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese
de la debilidad humana.
‑¿Yo? ¡Nada de
eso! ‑exclamó D'Artagnan‑. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio
con el que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por
más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una
influencia en mi vida.
‑De
hecho, tenéis razón ‑dijo Athos‑. No conozco una mujer que merezca la pena que
se la busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor
para ella! ¡Que ella misma se encuentre!
‑No,
Athos, no, os engañáis ‑dijo D'Artagnan‑; amo a mi pobre Costance más que
nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo,
partiría para sacarla de las manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis
búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis? Hay que
distraerse.
‑Distraeos, pues,
con Milady, mi querido D'Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso puede
divertiros.
‑Escuchad, Athos
‑dijo D'Artagnan‑; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais
en la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por
Saint‑Germain.
‑Querido ‑replicó
Athos‑, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.
Pues
bién yo ‑respondió D'Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que
en otro le hubiera ciertamente herido‑, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto
lo que encuentro. Por eso, hasta luego, mi querido Athos.
‑Hasta luego
‑dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa
de traer.
D'Artagnan y
Planchet montaron y tomaron el camino de
Saint-Germain.
A lo
largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux
le venía a la mente. Aunque D'Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la
linda mercera había causado una impresión real en su corazón; como decía,
estaba dispuesto a ir al fin del mundo para buscarla. Pero el mundo tiene
muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía hacia qué lado
volverse.
Mientras tanto,
iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el hombre
de la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D'Artagnan era el
hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda
vez, como la había raptado la primera. D'Artagnan, pues, sólo mentía a
medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de
Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de
Costance.
Mientras pensaba
así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo,
D'Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint‑Germain. Acababa de
bordear el pabellón en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV[L150] .
Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y dlyrecha por si
reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una
bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que
diese a la calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por
una especie de terraza adornada de flores. Planchet fue el primero en
reconocerla.
‑¡Eh, señor!
‑dijo dirigiéndose a D'Artagnan‑. ¿No os acordáis de esa cara de
papamoscas?
‑No
‑dijo D'Artagnan‑; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que
veo esa cara.
‑Ya
lo creo, rediez ‑dijo Planchet‑: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes,
al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la
casa de campo del gobernador.
‑¡Ah, claro ‑dijo
D'Artagnan‑, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a
ti?
‑A
fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un
recuerdo muy claro.
‑Pues bien, vete
entonces a hablar con ese muchacho ‑dijo D'Artagnan‑ a infórmate en la
conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó
del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y
los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo,
mientras D'Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a
una casa volvía para asistir a la conferencia tras un seto de
avellanos.
Al
cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y
vio detenerse frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady
estaba dentro. D'Artagnan se tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo
sin ser visto.
Milady sacó su
encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su
doncella.
Esta
última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera
doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba sentada según la
costumbre de la época y se dirigió a la terraza en la que D'Artagnan había visto
a Lubin.
D'Artagnan siguió
a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por
azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se
había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido
D'Artagnan.
La
doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un
billete dijo:
‑Para vuestro
amo.
‑¿Para mi amo?
‑repuso Planchet extrañado.
‑Sí,
y es urgente. Daos prisa.
Dicho esto ella
huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había
venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de
nuevo.
Planchet dio
vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva,
saltó de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos
encontró a D'Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su
encuentro.
‑Para vos, señor
‑dijo Planchet presentando el billete al joven.
‑¿Para mí? ‑dijo
D'Artagnan‑. ¿Estás seguro de ello?
‑Claro que estoy
seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.» Y yo no tengo más amo que vos, así
que... ¡Vaya real moza! A fe que...
D'Artagnan abrió
la carta y leyó estas palabras:
«Una
persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué
día podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d'Or, un lacayo de negro y
rojo esperará vuestra respuesta.»
‑¡Oh, oh, esto sí
que va rápido! ‑se dijo D'Artagnan‑.
Parece que Milady
y yo nos preocupamos por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo
va ese buen señor Wardes? Entonces, ¿no ha muerto?
‑No,
señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo,
porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre,
y aún está débil, porque perdió casi toda su sangre. Como le había dicho al
señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado de cabo a rabo nuestra
aventura.
‑Muy
bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y
alcancemos la carroza.
No
costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro
lado de la carretera; un caballero ricamente vestido estaba a la
portezuela.
La
conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D'Artagnan se
detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se
diera cuenta de su presencia.
La
conversación transcurría en inglés, lengua que D'Artagnan no comprendía; pero
por el acento el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba
encolerizada; terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza
de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado con tal fuerza que el
pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
El
caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a
Milady.
D'Artagnan pensó
que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra
portezuela, descubriéndose respetuosamente, y dijo:
‑Señora, ¿me
permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado.
Decid una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de
cortesía.
A
las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y
cuando él hubo terminado:
‑Señor ‑dijo
ella, en muy buen francés‑, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección
si la persona que me molesta no fuera mi hermano.
‑¡Ah! Excusadme
entonces ‑dijo D'Artagnan‑; como comprenderéis, lo ignoraba,
señora.
‑¿Por qué se
mezcla ese atolondrado ‑exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el
caballero al que Milady había designado como pariente suyo‑ y por qué no
sigue su camino?
‑El
atolondrado lo seréis vos ‑dijo D'Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello
de su caballo y respondiendó por su lado por la portezuela‑; no sigo mi camino
porque me apetece detenerme aquí.
El
caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.
‑Yo
os hablo en francés ‑dijo D'Artagnan‑; hacedme, pues, el placer, por favor, de
responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero
por suerte no lo sois mío.
Podría creerse
que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a
interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella
siguiese adelante; pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y
gritó fríamente al cochero.
‑¡Deprisa, al
palacio!
La
linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D'Artagnan, cuyo buen aspecto
parecía haber producido su efecto sobre ella.
La
carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún
obstáculo material que los separase.
El
caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D'Artagnan, cuya
cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al
inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar
a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.
‑¡Eh, señor!
‑dijo‑. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de
que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.
‑¡Ah, ah! ‑dijo
en inglés‑. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar un juego a
otro!
‑Sí,
y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si
manejáis tan diestramente el estoque como el
cubilete.
‑Veis de sobra
que no llevo espada ‑dijo el inglés‑. ¿Queréis haceros el valiente contra un
hombre sin armas?
‑Espero que la
tengáis en casa ‑replicó D'Artagnan‑. En cualquier caso, yo tengo dos y, si
queréis, os prestaré una.
‑Inútil ‑dijo el
inglés‑, estoy provisto de sobra de esa clase de
utensilios.
‑Pues bien, mi
digno gentilhombre ‑prosiguió D'Artagnan‑, elegid la más larga y venid a
enseñármela esta tarde.
‑¿Dónde, si os
place?
‑Detrás del
Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os
propongo.
‑De
acuerdo, allí estaré.
‑¿Vuestra
hora?
‑La
seis.
‑A
propósito, probablemente tendréis también uno o dos
amigos.
‑Tengo tres que
estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.
‑¿Tres? Perfecto.
¡Qué coincidencia! ‑dijo D'Artagnan‑. ¡Justo mi cuenta!
‑Y
ahora, ¿quién sois? ‑preguntó el inglés.
‑Soy
el señor D'Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía
del señor Des Essarts. ¿Y vos?
‑Yo
soy lord de Winter, barón de Sheffield[L151] .
‑Muy
bien, soy vuestro servidor, señor barón ‑dijo D'Artagnan‑, aunque tengáis
nombres difíciles de retener.
Y
espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de
Paris.
Como
solía hacer en semejantes ocasiones, D'Artagnan bajó derecho a casa de
Athos.
Encontró a Athos
acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que su
equipo viniese a encontrarlo.
Contó a Athos
todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de
Wardes.
Athos quedó
encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que era
su sueño.
Enviaron a buscar
al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de
la situación.
Porthos sacó su
espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de
vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía
trabajando en su poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo
molestaran hasta el momento de desenvainar.
Athos pidió por
señas a Grimaud una botella.
En
cuanto a D'Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución
veremos más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía
verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación
iluminaban.
Capítulo
XXXI
Ingleses y
franceses
Llegada la hora,
se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto
abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se
alejase. Los lacayos fueron encargados de hacer de
centinelas.
Inmediatamente
una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a los
mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de
ultramar.
Los
ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus
adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de
inquietud.
‑Pero a todo esto
‑dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres‑, no
sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son
nombres de pastores.
‑Como bien
suponéis, milord, son nombres falsos ‑dijo Athos.
‑Lo
cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos ‑respondió el
inglés.
‑Habéis jugado de
buena gana contra nosostros sin conocerlos ‑dijo Athos‑, y con ese distintivo
nos habéis ganado nuestros dos caballos.
‑Cierto, pero no
arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra sangre: se
juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus
iguales.
‑Eso
es justo ‑dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que
debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis
hicieron otro tanto por su lado.
‑¿Os
basta eso ‑dijo Athos a su adversario‑, y me creéis tan gran señor como para
hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
‑Sí,
señor ‑dijo el inglés inclinándose.
‑Y
bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? ‑repuso fríamente
Athos.
‑¿Cuál? ‑preguntó
el inglés.
‑Nunca deberíais
haberme exigido que me diese a conocer.
‑¿Por
qué?
‑Porque se me
cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque
voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por
ahí.
El
inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada
del mundo.
‑Señores ‑dijo
dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios‑,
¿estamos?
‑Sí
‑respondieron todos a una, ingleses y franceses.
‑Entonces, en
guardia ‑dijo Athos.
Y al
punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó
con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces
enemigas.
Athos luchaba con
tanta calma y método como si estuviera en una sala de
armas.
Porthos,
corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly,
hacía un juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía
que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy
ocupado.
Athos fue el
primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada, pero
como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el
corazón.
Porthos fue el
segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo.
Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia,
Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presionó
al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de
pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el
abucheo de los lacayos.
En
cuanto a D'Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo;
luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al
flanco le había hecho soltar la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o
tres pasos hacia atrás; pero en este movimiento, su pie resbaló y cayó boca
arriba.
D'Artagnan estuvo
sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le
dijo:
‑Podría mataros,
señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra
hermana.
D'Artagnan se
hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había
proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro
las sonrisas de que hemos hablado.
El
inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio,
estrechó a D'Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres
mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y
el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el
difunto.
Cuando Porthos y
Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una
gruesa bolsa escapó de su cintura. D'Artagnan la recogió y se la tendió a
lord de Winter.
‑¿Y
qué diablos queréis que haga yo con esto? ‑dijo el inglés.
‑Entregádsela a
su familia ‑dijo D'Artagnan.
‑A
su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta;
guardaos esa bolsa para vuestros lacayos.
D'Artagnan metió
la bolsa en su bolsillo.
‑Y
ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre ‑dijo lord
de Winter‑, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady
Clarick; porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista
en la come, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo
inútil.
D'Artagnan se
ruborizó de placer y se inclinó en señal de
asentimiento.
Mientras tanto,
Athos se había acercado a D'Artagnan.
‑¿Qué pensáis
hacer con esa bolsa? ‑le dijo en voz baja al oído
‑Contaba con
entregárosla, mi querido Athos.
‑¿A
mí? ¿Y eso por qué?
‑¡Toma! Vos lo
habéis matado: son los despojos opimos.
‑¡Yo
heredero de un enemigo! ‑dijo Athos‑. ¿Por quién me tomáis
entonces?
‑Es
costumbre de guerra ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Por qué no habría de ser costumbre
de un duelo?
‑Ni
siquiera he hecho eso en el campo de batalla ‑dijo Athos.
Porthos se
encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a
Athos.
‑Entonces ‑dijo
D'Artagnan‑, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha dicho
que hagamos.
‑Sí
‑dijo Athos‑, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos
ingleses.
Athos cogió la
bolsa y la lanzó a las manos del cochero.
‑Para vos y
vuestros compañeros.
Esta
grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al
mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su
amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud,
Mosquetón Planchet y Bazin.
Lord
de Winter dio a D'Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en
la Place Royale, que era entonces el barrio de moda, en el número 6.
Además, se comprometía a ir a recogerlo para presentarlo. D'Artagnan lo citó a
las ocho, en casa de Athos.
Aquella
presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón.
Recordaba de qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces
en su destino. Estaba convencido de que era alguna criatura del cardenal y,
sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos
sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor era que Milady
reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que
era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía
en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte
de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría
con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el
conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco, aunque el
marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde
se tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en
Tarbes!
D'Artagnan
comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió
a la de Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus
proyectos; luego movió la cabeza y le recomendó prudencia con algo de
amargura.
‑¡Vaya! ‑le
dijo‑. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y
perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
D'Artagnan se dio
cuenta de la verdad de este reproche.
‑Yo
amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la
cabeza; al hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega
en la corte.
‑¡Diantre, el
papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis
dicho. Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la
que dejaréis sencillamente la cabeza.
‑¡Diablos, mi
querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.
‑Querido,
desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de
las mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es
rubia.
‑Tiene el pelo
del rubio más hermoso que se pueda hallar.
‑¡Ay, mi pobre
D'Artagnan! ‑exclamó Athos.
‑Escuchad, quiero
saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.
‑Ilustraos, pues
‑dijo flemáticamente Athos.
Lord
de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la
segunda habitación. Encontró, pues, a D'Artagnao solo, y como eran cerca de las
ocho llevó consigo al joven.
Una
elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes
caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.
Milady Clarick
recibió graciosamente a D'Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad notable;
y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban
Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa
nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses
no la afectaba.
‑Veis aquí ‑dijo
lord de Winter presentando a D'Artagnan a su hermana‑ a un joven gentilhombre
que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja,
aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser
inglés. Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por
mí.
Milady frunció
ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus
labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz,
tuvo como un escalofrío.
El
hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady,
al que había tirado por el jubón.
‑Sed
bienvenido, señor ‑dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con
los síntomas de mal humor que acababa de observar D'Artagnan‑, hoy habéis
adquirido derechos eternos para mi gratitud.
El
inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó
con la mayor atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que
hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La
sangre subía a su cabeza, y su pequeño pie se agitaba impacientemente bajo la
falda.
Lord
de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a
una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español
y vasos. Llenó dos vasos y con un gesto invitó a D'Artagnan a
beber.
D'Artagnan sabía
que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó, pues,
a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a
Milady, y en el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su
rostro. Ahora que ella no creía ser mirada, un sentimiento que se parecía a la
ferocidad animaba su fisonomia. Mordía su pañuelo a
dentelladas.
Aquella linda
criadita a la que D'Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés
algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para
retirarse, excusándose con la urgencia del asunto que le llamaba, y
encargando a su hermana obtener su perdon.
D'Artagnan cambió
un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro
de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión
llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo
indicaban que se había mordido los labios hasta hacerse
sangre.
Sus
labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.
La
conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto
enteramente. Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano:
se habia casado con el segundón de la familia, que a había dejado viuda con un
hijo. Ese hijo era el único heredero de lord de Winter, si lord de Winter no se
casaba. Todo esto dejaba ver a D'Artagnan un velo que envolvía algo, pero no
distinguía aún nada bajo ese velo.
Por
lo demás, al cabo de media hora de conversación D'Artagnan estaba convencido de
que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia
que no dejaban duda alguna al respecto.
D
Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas
las sandeces que se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con
benevolencia. Llegó la hora de retirarse. D'Artagnan se despidió de Milady
y salió del salón como el más feliz de los hombres.
En
la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y,
ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado
con una voz tan dulce que el perdón le fue concedido al
instante.
D'Artagnan volvió
al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no
estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada.
Pareció interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus
amigos, y si no había pensado alguna vez en vincularse al servicio del
señor cardenal.
D'Artagnan que,
como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó
entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia,
le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de
entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar
de conocer al señor de Tréville.
Milady cambió de
conversación sin afectación alguna, y preguntó a D'Artagnan de la forma más
descuidada del mundo si había estado alguna vez en
Inglaterra.
D'Artagnan
respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de
una remonta de caballos, y que incluso se había traido cuatro como
muestra.
En
el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los
labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba
fuerte.
A la
misma hora que la víspera D'Artagnan se retiró. En el corredor volvió a
encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con
una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero
D'Artagnan estaba tan preocupado por el ama que no se fijaba más que en lo que
venía de ella.
D'Artagnan volvió
a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le
brindó una acogida más graciosa.
Cada
vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata,
volvía a encontrar a la linda doncella.
Pero
como ya hemos dicho, D'Artagnan no prestaba ninguna atención a esta
persistencia de la pobre Ketty.
Capítulo
XXXII
Una
cena de procurador
Mientras tanto,
el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho
olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día
siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se
encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces
suerte.
Su
corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a
impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin
a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que
habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese
Coquenard.
Iba
a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus
sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos,
empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído
hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la
procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y
luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin
familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las
tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a
limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un
interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más
duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad
de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente
amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes
pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete [L152] en
sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que
les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente
a Porthos.
El
mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en
aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la
tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo,
salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy
intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una
procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma
halagüeña.
Sin
embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para
animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por
barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el
primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta
principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con
el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo,
vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo
tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado,
y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro
pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un
mandadero de doce años tras el tercero.
En
total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los
más surtidos.
Aunque el
mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía
el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su
adorador para que adelantase la hora.
La
señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo
que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna
dama lo sacó de un gran apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo
demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente,
permanecía con la lengua muda.
‑Es
mi primo ‑exclamó la procuradora‑; entrad pues, entrad, señor
Porthos.
El
nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero
Porthos se volvió, y todos los rostros recuperaron su
gravedad.
Llegaron al
gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban
los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación
era una especie de sala negra y amueblada, con papelotes. Al salir del
estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron en la sala de
recibir.
Todas aquellas
habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las
palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al
pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo
se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había
visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena
comida reinan ordinariamente en ese santuario de la
gula.
Indudablemente el
procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió
ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire
bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente.
‑Somos primos,
según parece, señor Porthos ‑dijo el procurador levantándose a fuerza de
brazos sobre su sillón de caña.
El
viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era
vigoroso y seco; sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían,
junto con su boca gesticulera, la única parte de su rostro donde quedaba
vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a toda aquella
máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este
debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su
mujer.
El
primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de
piernas hubiera declinado todo parentesco con el señor
Porthos.
‑Sí,
señor, somos primos ‑dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás
había contado con ser recibido por el marido con
entusiamo.
‑¿Por parte de
las mujeres, según creo? ‑dijo maliciosamente el
procurador.
Porthos no se dio
cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió
para sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era
una variedad muy rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó
mucho.
Desde la llegada
de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran
armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel
armario, aunque no correspondiese a la forma del que había visto en sus
sueños, debía ser el bienaventurado arcón, y se congratuló de que la
realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard
no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su
mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con
decir:
‑Señor primo,
antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con
nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
En
esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que
por su lado la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque
añadió:
‑Mi
primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene
demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para
que no le pidamos casi todos los instantes de quo pueda disponer hasta su
partida.
‑¡Oh, mis
piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? ‑murmuró Coquenard. Y trató de
sonreír.
Esta
ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus
esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su
procuradora.
Pronto llegó la
hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en
frente a la cocina.
Los
pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes
desacostumbrados, eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes,
dispuestos como estaban a sentarse. Se los veía remo. ver por adelantado las
mandíbulas con disposiciones tremendas.
«¡Rediós! ‑pensó
Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el mandadero
no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral‑. ¡Rediós!
En lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos
que no han comido desde hace seis semanas.»
Maese Coquenard
entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos,
a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la
mesa.
Apenas hubo
entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus
pasantes.
‑¡Vaya vaya!
‑dijo‑. Tenemos una sopa prometedora.
‑¿Qué diablos
huelen de extraordinario en la sopa? ‑dijo Porthos ante el aspecto de un
caldo pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas
cortezas, raras como las islas de un archipiélago.
La
señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con
diligencia.
El
primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora
Coquenard llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes
impacientes.
En
aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y
Porthos, a través de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero
que, no pudiendo participar en el festín, comía su pan entre el doble olor
de la cocina y del comedor.
Tras
la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar
los párpados de los invitados de tal forma que parecían a punto de
romperse.
‑¡Cómo se ve que
queréis a vuestra familia, señora Coquenard! ‑dijo el procurador con una sonrisa
casi trágica‑. Esto es una galantería que tenéis con vuestro
primo.
La
pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos
pellejos erizados que los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían
tenido que buscarla durante mucho tiempo antes de encontrarla en el palo al
que se había retirado para morir de vejez.
«¡Diablos! ‑pensó
Porthos‑. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de si
está hervida o asada.»
Y
miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que
él, no vio más que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado
aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.
La
señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes
patas negras, que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso,
dejando a un lado la cabeza, para ella; cortó el ala para Porthos y
devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvió casi intacto,
y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar
las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres
y temperamentos de quienes lo experimentan.
En
lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la
que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un
principio se hubiera creído acompañados de carne.
Mas
los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres
se convirtieron en rostros resignados.
La
señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una
buena ama de casa.
Llegó la ronda
del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de un
vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi
iguales, y la botella pasó al punto del lado de Porthos y de la señora
Coquenard.
Los
jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la
mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo
cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del
rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comió
tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla
de la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de
aquel vino tan escatimado, y que reconoció como uno de esos horribles
caldos de Montreuil, terror de los, paladares expertos.
Maese Coquenard
lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
‑¿Queréis comer
estas habas, primo Porthos? ‑dijo la señora Coquenard en ese tono que
quiere decir: Creedme, no las comáis.
‑¡Al
diablo si las pruebo! ‑murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta‑:
Gracias, prima, no tengo más hambre.
Y se
hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador
repitió varias veces:
¡Ay
señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín.
¡Dios, cómo he comido!
Maese Coquenard
había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de
cordero en que había algo de carne.
Porthos creyó que
se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el
entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle
paciencia.
Aquel silencio y
aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para
Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a
una mirada del procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se
levantaron lentamente de la mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún,
luego saludaron y se fueron.
‑Id,
jóvenes, id a hacer la digestión trabajando ‑dijo gravemente el
procurador.
Una
vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso,
confitura de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y
miel.
Maese Coquenard
frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó los
labios, porque veía que no había nada que comer.
Miró
si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había
desaparecido.
‑Gran festín
‑exclamó maese Coquenard agitándose en su silla‑, auténtico festín, epuloe epularum[L153] ;
Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos
miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso
comería; pero no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora
Coquenard no parecieron darse cuenta.
‑Está bien ‑se
dijo Porthos‑, ya estoy avisado.
Pasó
la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la
pasta pegajosa de la señora Coquenard.
‑Ahora ‑se dijo‑,
el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la
señora Coquenard en el armario de su marido!
Maese Coquenard,
tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la
necesidad de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a
continuación y en aquel mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír
nada: hubo que llevarlo a su habitación y gritó hasta que estuvo delante de
su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún, posó sus
pies.
La
procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a
sentar las bases de la reconciliación.
‑Podréis venir
tres veces por semana ‑dijo la señora Coquenard.
‑Gracias ‑dijo
Porthos‑, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi
equipo.
‑Es
cierto ‑dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado equipo. .
.
‑¡Ay, sí! ‑dijo
Porthos‑. Es por él.
‑Pero ¿de qué se
compone el equipo de vuestro regimiento, señor
Porthos?
‑¡Oh, de muchas
cosas! ‑dijo Porthos‑. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite,
y necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los
Suizos.
‑Pero
detalládmelos...
‑En
total pueden llegar a... ‑dijo Porthos, que prefería discutir el total que el
detalle.
La
procuradora esperaba temblorosa.
¿A
cuánto? ‑dijo ella‑. Espero que no pase de... detuvo, le faltaba la
palabra.
‑¡Oh, no! ‑dijo
Porthos‑. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo
economías, con dos mil libras me arreglaré.
‑¡Santo Dios, dos
mil libras! ‑exclamó ella‑. Eso es una fortuna.
Porthos hizo una
mueca de las más significativas; la señora Coquenard la
comprendió.
‑Preguntaba por
el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba
casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais
vos.
‑¡Ah, ah ‑dijo
Porthos‑, si es eso lo que habéis querido decir!
‑Sí,
querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un
caballo?
‑Sí,
un caballo.
‑¡Pues bien,
precisamente lo tengo!
‑¡Ah! ‑dijo
Porthos radiante‑. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta
el enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero
puede comprar, y que por otra parte no subirá de las trescientas
libras.
‑Trescientas
libras, entonces pondremos trescientas libras ‑dijo la procuradora con un
suspiro.
Porthos sonrió:
como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto
trescientas libras que contaba con mete astutamente en su
bolsillo.
‑Luego
‑continuó‑, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es
inútil que os preocupéis, las tengo.
‑¿Un
caballo para vuestro lacayo? ‑contestó la procuradora. Vaya, sois un gran
señor, amigo mío.
‑Eh,
señora ‑dijo orgullosamente Porthos‑, ¿soy acaso un muerto de
hambre?
‑No,
sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y
que me parece que consiguiéndoos un buen mulo para
Mosquetón...
‑Bueno, dejémoslo
en un buen mulo ‑dijo Porthos‑; tenéis razón, he visto a muy grandes señores
españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un
mulo con penachos cascabeles.
‑Estad tranquilo
‑dijo la procuradora.
‑Queda la
maleta.
‑Oh,
en cuanto a eso no os preocupéis ‑exclamó la señor, Coquenard‑, mi marido tiene
cinco o seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba
mucho para sus viajes y qu, es tan grande que cabe un
mundo.
‑Y
esa maleta, ¿está vacía? ‑preguntó ingenuamente Porthos
‑Claro que está
vacía ‑respondió ingenuamente por su lado la procuradora.
‑¡Ay, la maleta
que yo necesito ha de ser una maleta bien provista,
querida!
La
señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena
de L'Avare: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón[L154] .
En
resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el
resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un
préstamo de ochocientas libras en plata, y proporcionaría el caballo y el
mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a
Mosquetón.
Fijadas estas
condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso,
Porthos se despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole
ojos de cordera; pero Porthos pretextó las exigencias del servicio, y fue
necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.
El
mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal
humor.
Capítulo
XXXIII
Doncella y
señora
Entre tanto, como
hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de
Athos, D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba
de ir ningún día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba
convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de
corresponderle.
Una
noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro,
encontró a la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se
contentó con sonreírle al pasar: le cogió dulcemente la
mano.
‑¡Bueno! ‑se dijo
D'Artagnan‑. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su
señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva
voz.
Y
miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo
adoptar.
‑Quisiera deciros
dos palabras, señor caballero... ‑balbuceó la doncella.
‑Habla, hija mía,
habla ‑dijo D'Artagnan‑, te escucho.
‑Aquí, imposible:
lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado
secreto.
‑¡Bueno!
Entonces, ¿qué se puede hacer?
‑Si
el señor caballero quisiera seguirme ‑dijo tímidamente Ketty.
‑Donde tú
quieras, hermosa niña.
‑Venid
entonces.
Y
Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña
escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de
escalones, abrió una puerta.
‑Entrad, señor
caballero ‑dijo‑, aquí estaremos solos y podremos
hablar.
‑¿Y
de quién es esta habitación, hermosa niña? ‑preguntó
d'Artagnan.
‑Es
la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad
tranquilo no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de
medianoche.
D'Artagnan lanzó
una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza; pero, a
pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho
que conducía a la habitación de Milady.
Ketty adivinó lo
que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.
‑¡Amáis entonces
a mi ama, señor caballero! ‑dijo ella.
‑¡Más de lo que
podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty lanzó un
segundo suspiro.
‑¡Ah, señor ‑dijo
ella‑, es una lástima!
‑¿Y
qué diablos ves en ello que sea tan molesto? ‑preguntó
d'Artagnan.
‑Es
que, señor ‑prosiguió Ketty‑ mi ama no os ama.
‑¡Cómo! ‑dijo
d'Artagnan‑. ¿Te ha encargado ella decírmelo?
‑¡Oh, no, señor!
Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de
avisaros.
‑Gracias, mi
buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no
es agradable.
‑Es
decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
‑Siempre cuesta
creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor
propio.
‑¿Entonces no me
creéis?
‑Confieso que
hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me
adelantáis
‑¿Qué decís a
esto?
Y
Ketty sacó de su pecho un billetito.
‑¿Para mí? ‑dijo
d'Artagnan apoderándose préstamente de la carta.
‑No,
para otro.
‑¿Para otro?
‑Sí.
‑¡Su
nombre, su nombre! ‑exclamó d'Artagnan.
‑Mirad la
dirección.
‑Señor conde de
Wardes. El recuerdo de la escena de Saint‑Germain se apareció de pronto al
espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento,
desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o
mejor, lo que hacía.
‑¡Oh, Dios mío,
señor caballero! ‑dijo‑. ¿Qué hacéis?
‑¡Yo
nada! ‑dijo d'Artagnan; y leyó:
«No
habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis
olvidado los ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis
la ocasión, conde, no la dejéis escapar.»
D'Artagnan
palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su
amor.
‑¡Pobre señor
d'Artagnan! ‑dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la
mano del joven.
‑¿Tú
me compadeces, pequeña? ‑dijo d'Artagnan.
‑¡Sí, sí, con
todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!
‑¿Tú
sabes lo que es el amor? ‑dijo d'Artagnan mirándola por primera vez con cierta
atención.
-¡Ay,
sí!
-Pues bien, en
lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu
ama.
‑¿Y
qué clase de venganza querríais hacer?
‑Quisiera
triunfar en ella, suplantar a mi rival.
‑A
eso no os ayudaré jamás, señor caballero –dijo vivamente
Ketty.
‑Y
eso, ¿por qué? ‑preguntó d'Artagnan.
‑Por
dos razones.
‑¿Cuáles?
‑La
primera es que mi ama jamás os amará.
‑¿Tú
qué sabes?
‑La
habéis herido en el corazón.
‑¡Yo! ¿En qué
puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como un
esclavo? Habla, te lo suplico.
‑Eso
no lo confesaré nunca más que al hombre... que lea hasta el fondo de mi
alma.
D'Artagnan miró a
Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que
muchas duquesas hubieran comprado con su corona.
‑Ketty ‑dijo él‑,
yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quieras; que eso no te preocupe,
querida niña.
Y le
dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una
cereza.
‑¡Oh, no!
‑exclamó Ketty‑. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un
momento!
‑Y
eso te impide hacerme conocer la segunda razón.
‑La
segunda razón, señor caballero ‑prosiguió Ketty envalentonada por el beso
primero y luego por la expresión de los ojos d joven‑, es que en amor cada cual
para sí.
Sólo
entonces d'Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus
encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la
mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados; pero absorto por el
deseo de agradar a la gran dama había descuidado a la doncella; quien caza el
águila no se preocupa del gorrión.
Mas
aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía
sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan
descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el
acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El
pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener
a Milady de grado o por fuerza.
‑¡Y
bien! ‑le dijo a la joven‑. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese
amor del que tú dudas?
‑¿De
qué amor? ‑preguntó la joven.
‑De
ese que estoy dispuesto a sentir por ti.
‑¿Y
cuál es esa prueba?
‑¿Quieres que
esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu
ama?
‑¡Oh, sí! ‑dijo
Ketty aplaudiendo‑. De buena gana.
‑Pues bien,
querida niña ‑dijo D'Artagnan sentándose en un sillón‑, ven aquí que yo te diga
que eres la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y le
dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que
creerlo, lo creyó... Sin embargo, con gran asombro d D'Artagnan, la joven Ketty
se defendía con cierta resolución.
El
tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas
Sonó
la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación
de Milady.
‑¡Gran Dios!
‑exclamó Ketty‑. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!
D'Artagnan se
levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego,
abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la
escalera, se acurrucó dentro en rnedio de los vestidos y las batas de
Milady.
‑¿Qué hacéis?
‑exclamó Ketty.
D'Artagnan, que
de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin
responder.
‑¡Bueno! ‑gritó
Milady con voz agria‑. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando
llamo?
Y
D'Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de
comunicación.
‑Aquí estoy,
Milady, aquí estoy ‑exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su
ama.
Las
dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación
quedó abierta, D'Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a
su sirvienta; luego se calmó, y la conversación recayó sobre él mientras Ketty
arreglaba a su ama.
‑¡Bueno! ‑dijo
Milady‑. Esta noche no he visto a nuestro gascón.
‑¡Cómo, señora!
‑dijo Ketty‑. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser
feliz?
‑¡Oh! No, se lo
habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y
sé que a ése lo tengo cogido.
‑¿Qué hará la
señora?
‑¿Qué haré?...
Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora... Ha estado
a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia... ¡Oh! Me
vengaré.
‑Yo
creía que la señora lo amaba
‑¿Amarlo yo? Lo
detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no
lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de
renta.
‑Es
cierto ‑dijo Ketty‑, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su
mayoría vos habríais gozado de su fortuna.
D'Artagnan se
estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura
reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en
la conversación, no haber matado a un hombre al que él la había visto
colmar de amistad.
‑Por
eso ‑continuó Milady‑, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué,
no me hubiera recomendado tratarlo con miramiento.
‑¡Oh, sil Pero la
señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él
amaba.
‑¡Ah, la mercera
de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que existía?
¡Bonita venganza, a fe!
Un
sudor frío corría por la frente de D'Artagnan: aquella mujer era un
monstruo.
Volvió a
escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.
‑Está bien ‑dijo
Milady‑, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a
la carta que os he dado.
‑¿Para el señor
de Wardes? ‑dijo Ketty.
‑Claro, para el
señor de Wardes.
‑Este me parece
‑dijo Ketty‑ una persona que debe de ser todo lo contrario que ese pobre
señor D'Artagnan.
‑Salid, señorita
‑dijo Milady‑, no me gustan los comentarios.
D'Artagnan oyó la
puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a
fin de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad
que pudo, Ketty dio una vuelta de llave; entonces D'Artagnan empujó la
puerta del armario.
‑¡Oh, Dios mío!
‑dijo en voz baja Ketty‑. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido
estáis!
‑¡Abominable
criatura! ‑murmuró D'Artagnan.
‑¡Silencio,
silencio salid! ‑dijo Ketty‑. No hay más que un tabique entre mi cuarto y
el de Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el
otro.
‑Precisamente por
eso no me marcharé ‑dijo D'Artagnan.
‑¿Cómo? ‑dijo
Ketty ruborizándose.
‑O
al menos me marcharé... más tarde.
Y
atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir ‑¡la resistencia hace tanto
ruido!‑, por eso Ketty cedió.
Aquello era un
movimiento de venganza contra Milady. D'Artagnan encontró que tenían razón
al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se
habría contentado con esta nueva conquista; mas D'Artagnan sólo tenía ambición y
orgullo.
Sin
embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su
influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora
Bonacieux; pero la pobre muchacha juró sobre el crucifijo a D'Artagnan que
ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus
secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta.
En
cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito
ante el cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D'Artagnan
estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío
acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez
se trataba de los herretes de diamantes.
Pero
lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio
inveterado de Milady procedía de que no había matado a su
cuñado.
D'Artagnan volvió
al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D'Artagnan
sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la
molestaba. Ketty entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a
D'Artagnan quería decir: ¡Ya veis cuánto sufro por
vos!
Sin
embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo
la frases dulces de D'Artagnan, incluso le dio la mano a
besar.
D’Artagnan salió
no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía
fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había
esbozado en su mente un pequeño plan.
Encontró a Ketty
en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty
la había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía
nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a
las nueve de la mañana para coger una tercera carta.
D'Artagnan hizo
prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la
pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba
loca.
Las
cosas pasaron como la víspera; D'Artagnan se encerró en su armario. Milady
llamó, hizo su aseo, despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera,
D'Artagnan no volvió a su casa hasta la cinco de la
mañana.
A
las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady.
Aquella vez, la pobre muchacha ni siquiera trató de disputárselo a
D'Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en cuerpo y alma a su hermoso
soldado.
D'Artagnan abrió
el billete y leyó lo que sigue:
«Esta es la
tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os
escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si
os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue
este billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su
perdón.»
D'Artagnan
enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
‑¡Oh, seguís
amándola! ‑dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del
joven.
‑No,
Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus
desprecios.
‑Sí,
conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
‑¡Qué te importa,
Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
‑¿Cómo se puede
saber eso?
‑Por
el desprecio que haré de ella.
Ketty
suspiró.
D'Artagnan cogió
una pluma y escribió:
«Señora, hasta
ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes
vuestros, tan indigno me creía de semajante honor; además, estaba tan
enfermo que en cualquier caso hubiese dudado en responder.
Pero
hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra
carta, sino vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser
amado por vos.
No
tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su
perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día
sería ahora a mis ojos haceros una nueva ofensa.
Aquel a quien
habéis hecho el más feliz de los hombres.
Conde de
Wardes.»
Este
billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza;
incluso era, desde el punto de vista de nuestras costumbres , actuales, algo
como una infamia; pero no se tenían tantos miramientos en aquella época como se
tienen hoy. Por otro lado D'Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady
culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una
estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una
pasión insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio;
pero pasión o sed, como se quiera.
La
intención de D'Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a
la de su ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de
terror para triunfar de ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al
azar. Dentro de ocho días se iniciaba la campaña y había que partir; D'Artagnan
no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.
‑Toma ‑dijo el
joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado‑ dale esta carta
a Milady; es la respuesta del señor de Wardes.
La
pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel
billete.
‑Escucha, querida
niña ‑le dijo D'Artagnan‑, comprendes que esto debe terminar de una forma o de
otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado
en lugar de entregárselo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto
los otros que tenían que haber sido abiertos por el señor de Wardes; entonces
Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como para quedarse en esa
venganza.
‑¡Ay! ‑dijo
Ketty‑. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
‑Por
mí, lo sabes bien hermosa mía ‑dijo el joven‑, y por esto te estoy muy
agradecido, te lo juro.
‑Pero ¿qué
contiene vuestro billete?
‑Milady te lo
dirá.
‑¡Ay, vos no me
amáis ‑exclamó Ketty‑, y soy muy desgraciada!
Este
reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres:
D'Artagnan respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más
grande.
Sin
embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady;
por fin se decidió, que es todo lo que D'Artagnan quería.
Además
le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir
del salón del ama iría a su cuarto.
Esta
promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.
Capítulo
XXXIV
Donde se trata
del equipo de Aramis y de Porthos
Desde que los
cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre
ellos reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o
mejor, donde se podía. El servicio, por su lado, les llevaba también una buena
parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa. Habían convenido
solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento de
Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del
umbral de su puerta.
El
mismo día en que Ketty había ido a buscar a D'Artagnan a su casa era día de
reunión.
Ápenas hubo
salido Ketty, D'Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.
Encontró a Athos
y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas veleidades de volver a
ponerse la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba.
Athos era de la opinión de dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba
consejos a no ser que se los pidieran. E incluso había que pedírselos dos
veces.
‑En
general, no se piden consejos ‑decía‑ más que para no seguirlos; o, si se
siguen, es para tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos
dado.
Porthos llegó un
momento después de D'Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues,
reunidos.
Los
cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos
tranquilidad; el de D'Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de
Athos, despreocupación.
Al
cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una
persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del
apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a
Porthos que pasase a su
alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy
lastimoso.
‑¿Es
mi equipo? ‑preguntó Porthos.
‑Sí
y no ‑respondió Mosquetón.
‑Pero ¿qué es lo
que quieres decir?...
‑Venid,
señor.
Porthos se
levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un
instante después, Bazin apareció en el umbral de la
puerta.
‑¿Para qué me
queréis, amigo mío? ‑dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se
observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la
iglesia.
‑Un
hombre espera al señor en casa ‑respondió Bazin.
‑¡Un
hombre! ¿Qué hombre?
‑Un
mendigo.
‑Dadle limosna,
Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
‑Ese
mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de
verlo.
‑¿No
ha dicho nada de particular para mí?
‑Sí.
Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego
de Tours.
‑¿De Tours?
‑exclamó Aramis‑. Señores, mil
perdones, pero sin duda este hombre me trae noticias que
esperaba.
Y
levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y
D'Artagnan.
‑Creo que esos
muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis,
D'Artagnan? ‑dijo
Athos.
‑Sé
que Porthos lleva camino de conseguirlo ‑dijo D'Artagnan‑; y en cuanto a Aramis,
a decir verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos,
vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran
vuestra legítima, ¿que vais a hacer?
‑Estoy muy
contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito
matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un
remordimiento.
‑¡Vamos, mi
querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
‑¡Dejémoslo,
dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me
dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el
cardenal.
‑Eso
quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he
hablado.
‑Ah,
sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os
habéis cuidado mucho de seguir.
‑Os
he dado mis razones.
‑Sí,
veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis
dicho.
‑¡Nada de eso! He
conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la
señora Bonacieux.
‑Sí,
comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más
largo, pero el más divertido.
D'Artagnan estuvo
a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un
gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que
nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de
antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del
puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos
curioso de la tierra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron
ahí.
Dejaremos, pues,
a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para
seguir a Aramis.
A la
nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con
qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio,
pues, más que un salto de la cane Férou a la calle de
Vaugirard.
Al
entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y
ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.
‑¿Sois vos quien
preguntáis por mí? ‑dijo el mosquetero.
‑Yo
pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis
asî?
‑Yo
mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
‑Sí,
si me mostráis cierto pañuelo bordado.
‑Helo aquí ‑dijo
Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano
incrustado de nácar‑, helo aquí, mirad.
‑Está bien ‑dijo
el mendigo‑, despedid a vuestro lacayo.
En
efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había
acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero
esta celeridad no le sirvió de gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le
hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio que
obedecer.
Una
vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de
asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido
harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte
alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un
grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto
casi religioso abrió la epístola, que contenía lo que
sigue:
«Amigo, la suerte
quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días de la
juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el
campamento; yo cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como
gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos
negros.
¡Adiós, o mejor,
hasta luego!»
El
mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento
cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió
la puerta, saludó y partió antes de que el joven, estupefacto, hubiera
osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó
entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un
post‑scriptum.
«P.‑S. ‑Podéis
acoger al portador, que es conde y grande de España. »
‑¡Sueños dorados!
‑exclamó Aramis‑. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos días
felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi
bella dueña!
Y
besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre
la mesa.
Bazin llamó
suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia;
le permitió entrar.
Bazin quedó
estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D'Artagnan,
que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de
la de Athos.
Pero
como D'Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba
anunciarlo, se anunció él mismo.
‑¡Diablo, mi
querido Aramis! ‑dijo D'Artagnan‑. Si esto son las ciruelas que os envían de
Tours, presentaréis mis respetos al jardinero que las
cosecha.
‑Os
equivocáis, querido ‑dijo Aramis siempre discreto‑, es mi librero, que acaba de
enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé
allá.
‑¡Ah, claro!
‑dijo D'Artagnan‑. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido
Aramis, es todo cuanto puedo deciros.
‑¡Cómo, señor!
‑exclamó Bazin‑. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor,
haced‑ cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture
y del señor de Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un
abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos, pues, a poeta, os lo
suplico!
‑Bazin, amigo mío
‑dijo Aramis‑, creo que os estáis mezclando en la
conversación.
Bazin comprendió
que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.
‑¡Vaya! ‑dijo
D'Artagnan con una sonrisa‑. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois
muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale
de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro
librero.
Aramis se puso
rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su
jubón.
‑Mi
querido D'Artagnan ‑dijo‑, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y
puesto que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais
rico en otra ocasión.
‑¡A
fe que con mucho gusto! ‑dijo D'Artagnan‑. Hace tiempo que no hemos hecho una
comida decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición
algo arriesgada, no me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con
algunas botellas de viejo borgoña.
‑¡Vaya por el
viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto ‑dijo. Aramis, a quien la vista del
oro había quitado como con la mano sus ideas de retiro.
Y
tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades
del momento, guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar
donde ya estaba el famoso pañuelo que le había servido de
talismán.
Los
dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que
había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa; como entendía a las mil
maravillas los detalles gastronómicos, D'Artagnan y Aramis no pusieron
ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.
Se
dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se
encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un
mulo y a un caballo.
D'Artagnan lanzó
un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de
alegría.
‑¡Ah, mi caballo
amarillo! ‑exclamó‑. Aramis, ¡mirad ese caballo!
‑¡Oh, horroroso
rocín! ‑dijo Aramis.
‑Pues bien,
querido ‑prosiguió D'Artagnan‑, es el caballo sobre el que vine a
Paris.
‑¿Cómo? ¿El señor
conoce este caballo? ‑dijo Mosquetón.
‑Es
de un color original ‑dijo Aramis‑; es el único que he visto en mi vida con ese
pelo.
‑Eso
creo también ‑prosiguió D'Artagnan‑; yo lo vendí por eso en tres escudos, y
debió ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras.
Pero ¿cómo se encuentra entre tus manos este caballo,
Mosquetón?
‑¡Ah
‑dijo el criado‑ no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de
nuestra duquesa!
‑¿Cómo ha sido
eso, Mosquetón?
‑Sí,
somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de..., pero
perdón, mi amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar
un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran
maravillosos de ver; el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar
las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos
horribles animales!
‑Que
tú devuelves ‑dijo D'Artagnan.
‑Exacto ‑contestó
Mosquetón‑; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a
cambio de las que nos han prometido.
‑No,
pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me
habría dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te
entretenemos, Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en
casa?
‑Sí,
señor ‑dijo Mosquetón‑, pero muy desapacible, id.
Y
continuó su camino hacia el paseo des Grands‑Augustins, mientras los dos
amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto
atravesar el patio y se había abstenido de abrir. Llamaron, pues,
inútilmente.
Mientras tanto,
Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont‑Neuf, siempre arreando
delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató,
según las órdenes de su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del
procurador; luego, sin inquietarse por su suerte futura, volvió en busca de
Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al
cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido
desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la
puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a informarse en el
vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La
señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de
aquella devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que
brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que se imponía
espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón no había ocultado a su
amo que había encontrado a D'Artagnan y a Aramis, y que D'Artagnan había
reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había
venido a Paris y que había vendido por tres escudos.
Porthos salió
tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint‑Maglorie. La
procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el
mosquetero rehusó con aire lleno de majestad.
La
señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie,
porque adivinaba los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por
las grandes maneras de Porthos.
Todas las
imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar
caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza
inclinada de la procuradora.
‑iAy! ‑dijo‑. Lo
he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader de
caballos, debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido
este mulo y este caballo por lo que nos debía; me había prometido dos monturas
regias.
‑iPues bien,
señora ‑dijo Porthos‑, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es
un ladrón!
‑No
está prohibido buscar lo barato, señor Porthos ‑dijo la procuradora
tratando de excusarse.
‑No,
señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos
más generosos.
Y
Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para
retirarse.
‑¡Señor Porthos,
señor Porthos! ‑exclamó la procuradora‑. Me he equivocado, lo reconozco, y no
habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como
vos.
Porthos, sin
responder, dio un segundo paso de retirada.
La
procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y
marquesas que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
‑¡Deteneos, en
nombre del cielo! Señor Porthos ‑exclamó‑, deteneos y
hablemos.
‑Hablar con vos
me trae mala suerte ‑dijo Porthos.
‑Pero decidme,
¿qué pedís?
‑Nada, porque
esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.
La
procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor,
exclamó:
‑Señor Porthos,
yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los
arneses?
‑Teníais que
haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar
y, en consecuencia, prestar a usura.
‑Es
un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de
honor.
‑¿Y
cómo? ‑preguntó el mosquetero.
‑Escuchad. Esta
noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha
llamado. Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid,
estaremos solos y haremos nuestras cuentas.
‑¡En
buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.
‑¿Me
perdonáis?
‑Veremos ‑dijo
majestuosamente Porthos.
Y
ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.
«¡Diablos!
‑pensó Porthos al alejarse‑. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de
maese Coquenard.»
Capítulo
XXXV
De
noche todos los gatos son pardos
Aquella noche,
tan impacientemente esperada por Porthos y D'Artagnan, llegó por
fin.
D'Artagnan, como
de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró de un
humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la
primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su
efecto.
Ketty entró para
traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una
sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se
dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.
D'Artagnan miraba
juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se
había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil,
a la doncella le había dado un corazón de duquesa.
A
las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D'Artagnan comprendió lo que
aquello quería decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar,
sonreía a D'Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda,
pero seríais encantador si os fueseis.
D'Artagnan se
levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que
se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino
de gratitud por su marcha.
‑Lo
ama endiabladamente ‑murmuró. Luego salió.
Aquella vez Ketty
no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la puerta
principal. Fue preciso que D'Artagnan encontrase él solo la escalera y el
cuarto.
Ketty estaba
sentada con la cabeza oculta entre sus manos y
lloraba.
Oyó
entrar a D'Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le
cogió las manos; entonces ella estalló en sollozos.
Como
D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a
su criada en el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de
haber hecho el encargo esta vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su
cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente
abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el
tapiz.
A la
voz de D'Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D'Artagnan mismo quedó
asustado por el transtorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante,
pero sin atreverse a decir una palabra.
Por
poco sensible que fuera el corazón de D'Artagnan, se sintió enternecido por
aquel dolor mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo
aquél, para cambiar algo en el programa que se había trazado de antemano. No
dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de ablandarlo, sólo que presentó su
acción como simple venganza.
Por
lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para
ocultar su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las
luces del piso, a incluso de su habitación. Antes del alba el señor de Wardes
debería salir, siempre en la oscuridad.
Al
cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D'Artagnan se
abalanzó al punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó
oír la campanilla.
Milady parecía
ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la
pretendida entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él
su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía
muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena
cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera
notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por
fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar
todo en su cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de
Wardes tan pronto como se presentara.
La
espera de Ketty no fue larga. Apenas D'Artagnan hubo visto por el agujero de la
cerradura de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó
de su escondite en el momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de
comunicación.
‑¿Qué es ese
ruido? ‑preguntó Milady.
‑Soy
yo ‑dijo D'Artagnan a media voz‑, yo, el conde de Wardes.
‑¡Oh, Dios mío,
Dios mío! ‑murmuró Ketty‑. No ha podido esperar siquiera la hora que él
mismo había fijado.
‑¡Y
bien! ‑dijo Milady con una voz temblorosa‑. ¿Por qué no entra? Conde, conde
‑añadió‑, ¡sabéis de sobra que os espero!
A
esta llamada, D'Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la
habitación de Milady.
Si
la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo
un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado
rival.
D'Artagnan estaba
en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el
corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento
lloraba en la habitación vecina.
‑Sí,
conde ‑decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano
entre las suyas‑; sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras
palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado. También yo os amo.
¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en
mí, y, como podríais olvidarme, tomad!
Y
ella pasó un anillo de su dedo al de D'Artagnan.
D'Artagnan se
acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro
rodeado de brillantes.
El
primer movimiento de D'Artagnan fue devolvérselo, pero Milady
añadió:
‑No,
no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo ‑añadió con voz
conmovida‑ me hacéis un servicio mayor de lo que podríais
imaginar.
«Esta mujer está
llena de misterios» ‑murmuró para sus adentros D'Artagnan.
En
aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a
Milady quién era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella
añadió:
‑¡Pobre ángel, a
quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!
El
monstruo era él.
‑¡Oh!
‑continuó Milady‑. ¿Os hacen sufrir
mucho todavía vuestras heridas?
‑Sí,
mucho ‑dijo D'Artagnan, que no sabía muy bien qué
responder.
‑Tranquilizaos
‑murmuró Milady , yo os vengaré, y cruelmente.
«¡Maldita sea!
‑se dijo D'Artagnan‑. El momento de las confidencias todavía no ha
llegado.»
Necesitó
D'Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas
las ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo.
Aquella mujer ejercía sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la
vez; jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran
habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en
cierta forma diabólico.
Sin
embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D'Artagnan, en el
momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el
adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva
entrevista para la semana siguiente. La pobre Ketty esperaba poder dirigir
algunas palabras a D'Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady
lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la
escalinata.
Al
día siguiente por la mañana, D'Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado
en una aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo.
Athos frunció varias veces el ceño.
‑Vuestra Milady
‑le dijo‑ me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de
equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo
encima.
Y al
hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que
había ocupado en el dedo de D'Artagnan el lugar del anillo de la reina,
cuidadosamente puesto en un escriño.
‑¿Veis este
anillo? ‑dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un
presente tan rico.
‑Sí
‑dijo Athos‑, me recuerda una joya de familia.
‑Es
hermoso, ¿no es cierto? ‑dijo D'Artagnan.
‑¡Magnífico!
‑respondió Athos‑. No creía que éxistieran dos zafiros de unas aguas tan
bellas. ¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?
‑No
‑dijo D'Artagnan‑: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa
francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha
nacido en Francia.
‑¿Este anillo os
viene de Milady? ‑exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una
gran emoción.
‑De
ella misma; me lo ha dado esta noche.
‑Enseñadme ese
anillo ‑dijo Athos.
‑Aquí está
‑respondió D'Artagnan sacándolo de su dedo.
Athos lo examinó
y padileció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel dedo
como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la
frente ordinariamente tranquila del gentilhombre.
‑Es
imposible que sea el mismo ‑dijo‑. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en
las manos de milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos
joyas un parecido semejante.
‑¿Conocéis este
anillo? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Había creído
reconocerlo ‑dijo Athos‑, pero sin duda me
equivocaba.
Y lo
devolvió a D'Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.
‑Mirad ‑dijo al
cabo de un instante‑, D'Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el
engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para
hablar con vos. ¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en
apuros sobre lo que debíais hacer?... Esperad... Dejadme ese zafiro: ese al que
yo me refiero debe tener una de sus caras rozada a consecuencia de un
accidente.
D'Artagnan sacó
de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.
Athos se
estremeció.
‑Mirad ‑dijo‑,
ved, ¿no es extraño?
Y
mostraba a D'Artagnan aquel rasguño que recordaba debía
existir.
‑Pero ¿de quién
os venía este zafiro, Athos?
‑De
mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya... que
jamás debió salir de la familia,.
‑Y
vos, ¿lo... vendisteis? ‑preguntó dudando D'Artagnan.
‑No
‑contestó Athos con una sonrisa singular‑; lo di durante una noche de amor, como
os lo han dado a vos.
D'Artagnan
permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos
cuyas profundidades eran sombrías y desconocidas.
Metió el anillo
no en su dedo sino en su bolsillo.
‑Oíd
‑le dijo Athos cogiéndole la mano‑, ya sabéis cuánto os amo, D'Artagnan; si
tuviera un hijo no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a
esa mujer. No la conozco, pero una especie de intuición me dice que es una
criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.
‑Y
tenéis razón ‑dijo D'Artagnan‑. También yo me aparto de ella; os confieso que
esa mujer me asusta a mí incluso.
‑¿Tendréis ese
valor? ‑dijo Athos.
‑Lo
tendré ‑respondió D'Artagnan‑, y desde ahora mismo.
‑Pues bien, de
verdad, hijo mío, tenéis razón ‑dijo el gentilhombre apretando la mano del
gascón con un cariño casi paterno‑; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas
ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella
funesta.
Y
Athos saludó a D'Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer
comprender que no le molesta quedarse a solas con sus
pensamientos.
Al
volver a su casa, D'Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre
no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de
insomnio y de dolor.
Era
enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de
alegría; quería saber cuándo le daría el conde una segunda
entrevista.
Y la
pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de
D'Artagnan.
Athos tenía un
gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los gritos
de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y
su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una
pluma y escribió la carta siguiente:
«No
contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo
tantas ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando
llegue vuestra vez, tendré el honor de
participároslo.
Os
beso las manos.
Conde de
Wardes.»
Del
zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O
bien, seamos francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el
equipo?
Nos
equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el
punto de vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un
hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los
segundones de las mejores familias se hacían mantener por regla general por
sus amantes.
D'Artagnan pasó
su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a
punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda
vez.
Ketty no podía
creer en tal felicidad. D'Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las
seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el
carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar
aquel billete a su ama, no dejo de volver a la Place Royale a toda velocidad de
sus piernas.
El
corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de un¡
rival.
Milady abrió la
carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la
primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió
con un centelleo en los ojos hacia Ketty
‑¿Qué significa
esta carta? ‑dijo.
‑Es
la respuesta a la de la señora ‑respondió Ketty toda
temblorosa.
‑¡Imposible!
‑exclamó Milady‑. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer
semejante carta.
Luego, de pronto,
temblando:
‑¡Dios mío! ‑dijo
ella‑. Sabrá... ‑y se detuvo.
Sus
dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para
ir en busca de aire, pero no pudo más que tende los brazos, le fallaron las
piernas y cayó sobre un sillón.
Ketty creyó que
se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con
presteza.
‑¿Qué queréis?
‑dijo‑. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?
‑He
pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla ‑respondió la sirvienta,
completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de
su ama.
‑¿Marearme yo?
¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela Cuando se me insulta no me mareo, me
vengo, ¿entendéis?
Y
con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.
Capítulo
XXXVI
Sueño de
venganza
Por
la noche, Milady ordenó introducir al señor D'Artagnan tai pronto como viniese,
según su costumbre. Pero no vino.
Al
día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había
pasado la víspera; D'Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su
venganza.
Por
la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden
relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en
vano.
Al
día siguiente Ketty se presentó en casa de D'Artagnan, no alegre y viva
como los dos días anteriores, sino por el contrario triste hasta
morir.
D'Artagnan
preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una
carta de su bolso y se la entregó.
Aquella carta era
de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D'Artagnan y no
al señor de Wardes.
La
abrió y leyó lo que sigue:
«Querido señor
D'Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento
en que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer
y anteayer inútilmente. ¿Pasará lo mismo esta tarde?
Vuestra muy
agradecida,
Lady
Clarick. »
‑Es
muy sencillo ‑dijo D'Artagnan‑, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza
por la baja del conde de Wardes.
‑¿Es
que iréis? ‑preguntó Ketty.
‑Escucha, querida
niña ‑dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar
a la promesa que le había hecho a Athos‑, comprende que sería descortés no
responder a una invitación tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no
comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y
¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese
temple?
‑¡Dios mío! ‑dijo
Ketty‑. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero vais
a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro
verdadero nombre y vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera
vez.
El
instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a
pasar.
D'Artagnan la
tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las
seduciones de Milady.
Le
hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se
ponía a sus órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder
disimular suficientemente su escritura a unos ojos tan ejercitados como los de
Milady.
Al
sonar las nueve, D'Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los
criados que esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto
como D'Artagnan apareció, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady
estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.
‑Hacedle entrar
‑dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D'Attagnan la oyó desde la
antecámara.
Fue
introducido.
‑No
estoy para nadie ‑dijo Milady‑. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo
salió.
D'Artagnan lanzó
una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien
por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número
habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas
de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.
D'Artagnan se
acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo
supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más
amable.
A
las preguntas que D'Artagnan le hizo sobre su salud:
‑Mala ‑respondió
ella‑ muy mala.
‑Pero entonces
‑dijo D'Artagnan‑, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a
retirarme.
‑No
‑dijo Milady‑; al contrario, quedaos, señor D'Artagnar vuestra amable compañía
me distraerá.
«¡Oh, oh!
‑pensó
D'Artagnan‑. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos.
»
Milady adoptó el
aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su
conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un
instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus
labios. D'Artagnan volvió a encontrar a la Circe [L155] que
ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo
estaba adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D'Artagnan sentía
que se condenaría por aquell sonrisa.
Hubo
un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho
contra ella.
Poco
a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D'Artagnan si tenía un
amante.
‑¡Ay! ‑dijo
D'Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar‑. ¿Sois tan cruel para
hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni
suspiro más que por vos y para vos?
Milady sonrió con
una sonrisa extraña.
‑¿O
sea que me amáis? ‑dijo ella.
‑¿Necesito
decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?
‑Claro, pero ya
lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de
coger.
‑¡Oh, las
dificultades no me asustan! ‑dijo D'Artagnan‑. Sólo las cosas imposibles me
espantan.
‑Nada es
imposible ‑dijo Milady‑ para un amor verdadero.
‑¿Nada,
señora?
‑Nada ‑contestó
Milady.
«¡Diablo!
‑prosiguió D'Artagnan para sus adentros‑. La nota ha cambiado. ¿Se habrá
enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí
mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de
Wardes?»
D'Artagnan acercó
con presteza su silla a Milady.
‑Veamos ‑dijo
ella‑, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?
‑Todo cuanto se
exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.
‑¿A
todo?
‑¡A
todo! ‑exclamó D'Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa
arriesgándose así.
‑Pues bien,
hablemos un poco ‑dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de
D'Artagnan.
‑Os
escucho, señora ‑dijo éste.
Milady permaneció
un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una
resolución, dijo:
-Tengo un
enemigo.
‑¿Vos, señora?
‑exclamó D'Artagnan fingiendo sorpresa‑. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y buena
como sois?
‑¡Un
enemigo mortal!
‑¿De
verdad?
‑Un
enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a
muerte. ¿Puedo contar con vos como auxiliar?
D'Artagnan
comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa
criatura.
‑Podéis, señora
‑dijo con énfasis‑; mi brazo y mi vida os pertenecen como mi
amor.
‑Entonces ‑dijo
Milady‑, puesto que sois tan generoso como enamorado...
Se
detuvo.
‑¿Y
bien? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Y
bien ‑prosiguió Milady tras un momento de silencio‑, cesad desde hoy de hablar
de imposibilidades.
‑No
me agobiéis con mi dicha ‑exclamó D'Artagnan precipitándose de rodillas y
cubriendo de besos las manos que le dejaban.
«Véngame de ese
infame de Wardes ‑murmuró Milady entre dientes‑, y sabré desembarazarme de ti
luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae
voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente,
hipócrita y peligrosa mujer ‑pensaba D'Artagnan por su parte‑, y luego me reiré
de ti con aquel a quien quieres matar por rni mano.»
D'Artagnan alzó
la cabeza.
‑Estoy dispuesto
‑dijo.
‑¿Me
habéis, pues, comprendido, querido señor D'Artagnan? ‑dijo
Milady.
‑Adivinaré una de
vuestras miradas.
‑¿O
sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido
ya?
‑Ahora
mismo.
‑Pero y yo ‑dijo
Milady‑, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son
personas que no hacen nada por nada.
‑Vos
sabéis la única respuesta que yo deseo ‑dijo D'Artagnan‑, la única que sea digna
de vos y de mí.
Y la
atrajo dulcemente hacia él.
Ella
resistió apenas.
‑¡Interesado!
‑dijo ella sonriendo.
‑¡Ah! ‑exclamó
D'Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el
don de encender en su corazón‑. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras
haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa
por hacerla realidad.
‑Pues bien,
mereced esa pretendida dicha.
‑Estoy a vuestras
órdenes ‑dijo D'Artagnan.
‑¿Seguro?
‑preguntó Milady con una última duda.
‑Nombradme al
infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos
ojos.
‑¿Quién os dice
que he llorado? ‑dijo ella.
‑Me
parecía...
‑Las
mujeres como yo no lloran ‑dijo Milady.
‑¡Tanto mejor!
Veamos, decidme cómo se llama.
‑Pensad que su
nombre es todo mi secreto.
‑Sin
embargo, es necesario que yo sepa su nombre.
‑Sí,
es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!
‑Me
colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?
‑Vos
lo conocéis.
‑ De
verdad?
‑¿No
será uno de mis amigos? ‑prosiguió D'Artagnan jugando a la duda para hacer creer
en su ignorancia.
‑Y
si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? ‑exclamó Milady. Y un destello
de amenaza pasó por sus ojos.
‑¡No, aunque
fuese mi hermano! ‑exclamó D'Artagnan como arrebatado por el
entusiasmo.
Nuestro gascón se
adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.
‑Amo
vuestra adhesión ‑dijo Milady.
‑¡Ay! ¿Sólo eso
amáis en mí? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Os
amo también a vos ‑dijo ella cogiéndole la mano.
Y la
ardiente presión hizo temblar a D'Artagnan como si por el tacto aquella
fiebre que quemaba a Milady lo ganase a él.
‑¡Vos me amáis!
‑exclamó‑. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse
loco!
Y la
envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo
que no lo devolvió.
Sus
labios estaban fríos: a D'Artagnan le pareció que acababa de besar a una
estatua.
No
por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la
ternura de Milady; creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera
estado en ese momento al alcance de su mano, lo habría
matado.
Milady aprovechó
la ocasión.
‑Se
llama... ‑dijo ella a su vez.
‑De
Wardes, lo sé ‑exclamó D'Artagnan.
‑¿Y
cómo lo sabéis? ‑preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de
llegar por sus ojos hasta el fondo de su alma.
D'Artagnan sintió
que se había dejado llevar y que había cometido una falta.
‑Decid, decid,
pero decid ‑repetía Milady‑, ¿cómo lo sabéis?
‑¿Cómo lo sé?
‑dijo D'Artagnan.
‑Sí.
‑Lo
sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo
que decía tener de vos.
‑¡Miserable!
‑exclamó Milady.
El
epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de
D'Artagnan.
‑¿Y
bien? ‑continuó ella.
‑Pues bien, os
vengaré de ese miserable ‑replicó D'Artagnan dándose aires de don Japhet de
Armenia[L156] .
‑Gracias, mi
bravo amigo ‑exclamó Milady‑. ¿Y cuándo seré vengada?
‑Mañana, ahora
mismo, cuando vos queráis.
Milady iba a
exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco
graciosa para D'Artagnan.
Por
otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su
defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto
estaba previsto por una frase de D'Artagnan.
‑Mañana ‑dijo‑
seréis vengada o yo estaré muerto.
‑¡No! ‑dijo
ella‑. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.
‑Con
las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre
eso.
‑Pero me parece
que en vuestra pelea con él no habéis tenid que quejaros de la
fortuna.
‑La
fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionarm
mañana.
‑Lo
cual quiere decir que ahora dudáis.
‑No,
no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin
haberme dado al menos algo más que esperanza?
Milady respondió
con una ojeada que quería decir:
«¿Sólo es eso?
Marchaos, pues.»
Luego,
acompañando la mirada de palabras explicativas:
‑Es
demasiado justo ‑dijo con ternura.
‑¡Oh, sois un
ángel! ‑dijo el joven.
‑¿O
sea que todo convenido? ‑dijo ella.
‑Salvo lo que os
pido, querida mía.
‑Pero ¿cuando os
digo que podéis confiar en mi ternura?
‑No
tengo el día de mañana para esperar.
‑Silencio; oigo a
mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció
Ketty.
‑Salid por esa
puerta ‑dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta‑, y volved a las
once; acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi
cuarto.
La
pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.
‑Y
bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? Vamos, llevad al caballero; y esta
noche, a las once, habéis oído.
‑Parece que sus
citas son siempre a las once ‑pensó D'Artagnan‑; es un hábito
adquirido.
Milady le tendió
una mano que él beso tiernamente.
‑Veamos ‑dijo al
retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty‑, veamos, no hagamos el
imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos
cuidado.
Capítulo
XXXVII
D'Artagnan había
salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty, pese
a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la
primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las
súplicas; la segunda, porque no le importaba leer un poco en su pensamiento y,
si era posible, en el de aquella mujer.
Todo
cuanto él tenía de más claro dentro es que D'Artagnan amaba a Milady como
un loco y que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D'Artagnan
comprendió que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a
Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el
presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía
comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba
espoleado por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer
bajo su propio nombre; y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no
quería renunciar a ella.
Dio
cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para
mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías;
era evidente que en esta ocasión la joven estaba menos urgida que la primera de
volver a su cuarto.
Por
fin la luz desapareció.
Con
aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D'Artagnan; recordó
los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza
ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de
Ketty.
La
joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso
detener a su amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que
había hecho D'Artagnan: abrió la puerta.
‑Venid
‑dijo.
Todo
esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas
si D'Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna
de esas intrigas fantásticas como las que se realizan en el
sueño.
No
por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el
imán ejerce sobre el hierro.
La
puerta se cerró tras ellos.
Ketty se abalanzó
a su vez contra la puerta.
Los
celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se
disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero
estaba perdida si confesaba haberse prestado a semejante maquinación; y por
encima de todo, D'Artagnan estaba perdido para ella. Este último
pensamiento de amor le aconsejó aún este último
sacrificio.
D'Artagnan, por
su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se
amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía
muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que
se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor
propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo.
Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se
comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a
amar, también a él, por sí mismo.
Se
abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para
él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento,
fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que
ella misma parecía experimentar. Dos horas poco más o menos transcurrieron
así.
Sin
embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no
tenía los mismos motivos que D'Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a
la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día
siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su
mente.
Pero
D'Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó
como un imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de
duelos a estocadas.
Aquella frialdad
por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas
preguntas se volvieron más agobiantes.
Entonces D
Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso
desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo
en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su
voluntad de hierro.
D'Artagnan se
creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes,
a los proyectos furiosos que ella había formado.
Pero
a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se
alejó.
‑¿Tenéis acaso
miedo, querido D'Artagnan? ‑dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó
extrañamente en la oscuridad.
‑¡Ni
lo penséis, querida! ‑respondió D'Artagnan‑. ¿Y si, en última instancia,
ese pobre conde de Wardes fuera menos culpable de lo que
pensáis?
‑En
cualquier caso ‑dijo gravemente Milady‑, me ha engañado, y desde el momento
en que me ha engañado, ha merecido la muerte.
‑¡Morirá, pues,
puesto que lo condenáis! ‑dijo D'Artagnan en un tono tan firme que a Milady le
pareció expresión de una adhesión a toda prueba.
Al
punto ella se acercó a él.
No
podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D'Artagnan creía
estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de
las celosías y pronto invandió la habitación de claridad
macilenta.
Entonces Milady,
viendo que D'Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había hecho de
vengarla de de Wardes.
‑Estoy
completamente dispuesto ‑dijo D'Artagnan‑, pero antes quisiera estar seguro
de una cosa.
‑¿De
cuál? ‑preguntó Milady.
‑De
que me amáis.
‑Me
parece que os de dado la prueba.
‑Sí,
también soy yo en cuerpo y alma vuestro.
‑¡Gracias, mi
valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me
probaréis el vuestro, ¿verdad?
‑Desde luego.
Pero si me amáis como decís ‑replicó D'Artagnan‑, ¿no teméis por
mí?
‑¿Qué puedo
temer?
‑Pues que sea
herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.
‑Imposible ‑dijo
Milady‑, sois un hombre muy valiente y una espada muy
fina.
‑¿No
preferiríais, pues ‑replicó D'Artagnan‑, un medio que os vengara y a la vez
hiciera inútil el combate?
Milady miró a su
amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a
sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
‑Realmente
‑dijo‑, creo que ahora dudáis.
‑No,
no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde
que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente
castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro
castigo.
‑¿Quién os dice
que yo lo haya amado? ‑preguntó Milady.
‑Al
menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro ‑dijo el joven
en un tono cariñoso‑, y os lo repito, me intereso por el
conde.
‑¿Vos? ‑preguntó
Milady.
‑Sí,
yo.
‑¿Y
por qué vos?
‑Porque sólo yo
sé...
‑¿Qué?
‑Que
está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos
como parece.
‑¿De
veras? ‑dijo Milady con aire inquieto‑. Explicaos, porque realmente no sé qué
queréis decir.
Y
miraba a D'Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse
poco a poco.
‑¡Sí, yo soy un
hombre galante! ‑dijo D'Artagnan, decidido a terminar‑. Y desde que vuestro amor
es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es
cierto?
‑Por
entero, continuad.
‑Pues bien me
siento como transportado, me pesa una confesión.
‑¿Una
confesión?
‑Si
hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella
amante? ¿No es cierto que me amáis?
‑Sin
duda.
‑Entonces, si por
exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me
perdonaréis?
‑¡Quizá!
D'Artagnan trató,
con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de
Milady, mar ella lo apartó.
‑Esa
confesión ‑dijo palideciendo‑, ¿cuál es?
‑Habíais citado a
de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es
cierto?
‑¡Yo, no! Eso no
es cierto ‑dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible
que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría
dudado.
‑No
mintáis, ángel mío ‑dijo D'Artagnan sonriendo‑, sería
inútil.
‑¿Cómo? ¡Hablad,
pues! ¡Me hacéis morir!
‑¡Oh,
tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado
ya!
‑¡Y
después, después!
‑De
Warder no puede gloriarse de nada.
‑¿Por qué? Vos
mismo me habéis dicho que ere anillo...
‑Ese
anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y
D'Artagnan de hoy son la misma persona.
El
imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta
que se resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error
no duró mucho.
Pálida y
terrible, Milady se irguió y al rechazar a D'Artagnan con un violento golpe en
el pecho, se balanzó fuera de la cama.
D'Artagnan la
retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella
con un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se
degarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos
hombros redondos y blancos, D'Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable,
reconoció la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante
del verdugo.
-¡Gran Dios!
‑exclamó D'Artagnan soltando la bata.
Y se
quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.
Pero
Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D'Artagnan. Sin duda lo
había visto todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que
todo el mundo ignoraba, salvo él.
Ella
se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera
herida.
‑¡Ah, miserable!
‑dijo ella‑. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto!
¡Morirás!
Y
corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril
y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y
delgada, y volvió de un salto sobre D'Artagnan medio
desnudo.
Aunque el joven
fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas
pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos
labios sangrantes; retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como
habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al
encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la
funda.
Pero
sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para
golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su
pecho.
Entonces trató de
coger aquella espada con las manos; pero D'Artagnan la apartó siempre de
sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se
dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la
habitación de Ketty.
Durante este
tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un
modo formidable.
Como
esto se parecía a un duelo, D'Artagnan se iba reponiendo poco a
poco.
‑¡Bien, hermosa
dama, bien! ‑decía‑. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de
lis en el otro hombro.
‑¡Infame, infame!
‑aullaba Milady.
Mas
D'Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la
defensiva.
Al
ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose
detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta.
D'Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta,
sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de
Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la
cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen
ojos.
Entonces Milady
trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy
superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible,
acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el
espesor de la madera.
Cada
golpe iba acompañado de una imprecación terrible.
‑Deprisa,
deprisa, Ketty ‑dijo D'Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados‑.
Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me
maten los lacayos.
‑Pero no podéis
salir así ‑dijo Ketty‑, estáis completamente desnudo.
‑Es
cierto ‑dijo D'Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía‑,
es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de
vida o muerte.
Ketty no
comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una
amplia cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies
desnudos, luego lo arrastró por los escalones. Justo a tiempo, Milady había
hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo al palacio. El
portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady,
también medio desnuda, gritaba por la ventana: ‑¡No
abráis!
Capítulo
XXXVIII
Cómo, sin
molestarse, Athos encontró su equipo
El
joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que lo perdió de vista,
Milady cayó desvanecida en su habitación.
D'Artagnan estaba
tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó
medio Paris a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El
extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas
patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos
transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos,
no hicieron más que precipitar su camera.
Cruzó el patio,
subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para
romperla.
Grimaud vino a
abrir con los ojos abotargados de sueño. D'Artagnan se precipitó con tanta
fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al
entrar.
Pese
al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le
vino.
‑¡Eh,
eh, eh! ‑exclamó‑. ¿Qué
queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona?
D'Artagnan
alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de
sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía
que vérselas con un hombre.
Creyó entonces
que era algún asesino.
‑¡Socorro!
¡Ayuda! ¡Socorro! ‑gritó.
‑¡Cállate
desgraciado! ‑dijo el joven‑. Soy D'Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu
amo?
‑¡Vos, señor
D'Artagnan! ‑exclamó Grimaud
espantado‑. Imposible.
‑Grimaud ‑dijo
Athos saliendo de su cuarto en bata‑, creo que os permitís
hablar.
‑¡Ay, señor, es
que!...
‑Silencio.
Grimaud se
contentó con mostrar con el dedo a su amo a
D'Artagnan.
Athos reconoció a
su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de
sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas
que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la
emoción.
‑No
os riáis, amigo mío ‑exclamó D'Artagnan‑; por el cielo, no os riáis, porque, por
mi alma os lo digo, no hay nada de qué reírse.
Y
pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan
verdadero que Athos le cogió las manos al punto
exclamando:
‑¿Estaréis
herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!
‑No,
pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo,
Athos?
‑¡Pardiez! ¿Quién
queréis que esté en mi casa a esta hora?
‑Bueno,
bueno.
Y
D'Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.
‑¡Venga, hablad!
‑dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser
molestados‑. ¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis
completamente cambiado; veamos, veamos, decid, porque realmente me muero de
inquietud.
‑Athos ‑dijo
D'Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón‑,
preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
‑Poneos primero
esta bata ‑dijo el mosquetero a su amigo.
D'Artagnan se
puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba
todavía!
‑¿Y
bien? ‑dijo Athos.
‑Y
bien ‑respondió D'Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la
voz‑: Milady está marcada con una flor de lis en el
hombro.
‑¡Ay! ‑gritó el
mosquetero como si hubiera recibido una bala en el
corazón.
‑Veamos ‑dijo
D'Artagnan‑, ¿estáis seguros de que la otra está bien
muerta?
‑¿La
otra? ‑dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Artagnan la
oyó.
‑Sí,
aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.
Athos lanzó un
gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.
‑Esta ‑continuó
D'Artagnan‑ es una mujer de veintiséis a veintiocho
años.
‑Rubia ‑dijo
Athos‑, ¿no es cierto?
‑Sí.
‑¿De
ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas
negras?
‑Sí.
‑¿Alta,
bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la
izquierda.
‑Sí.
‑¿La
flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema
que le aplica.
‑Sí.
‑Sin
embargo ¡vos decís que es inglesa!
‑Se
llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más
que su cuñado.
‑Quiero verla,
D'Artagnan.
‑Tened cuidado,
Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y no
fallar en vos.
‑No
se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí
misma.
‑¡Es
capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?
‑No
‑dijo Athos.
‑¡Una tigresa,
una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre nosotros
dos una venganza terrible!
D'Artagnan contó
entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de
muerte.
‑Tenéis razón y
por mi alma que no daré mi vida por nada ‑dijo Athos‑. Afortunadamente, pasado
mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez
¡dos...
‑Os
seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su
odio se ejerza sobre mí sólo.
‑¡Ay, querido
amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? ‑dijo Athos‑. ¿Acaso pensáis que amo la
vida?
‑Hay
algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del
cardenal, ¡estoy seguro!
‑En
tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el
asunto de Londres, os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede
reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre
todo cuando es un odio de cardenal,
tened cuidado. Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras
precauciones; en fin, desconfiad de todo, incluso de vuestra
sombra.
‑Por
suerte ‑dijo D'Artagnan‑, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche
sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a
los hombres.
‑Mientras tanto
‑dijo Athos‑, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes
junto a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os
acompaño.
‑Pero por cerca
que esté de aquí ‑replicó D'Artagnan‑, no puedo volver
así.
‑Es
cierto ‑dijo Athos. Y tiró de la campanilla.
Grimaud
entró.
Athos le hizo
señas de ir a casa de D'Artagnan y traer de allí vestidos.
Grimaud respondió
con otra señal que comprendía perfectamente y partió.
‑¡Ah! Con todo
esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo ‑dijo Athos‑;
porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady,
que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el
zafiro.
‑El
zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de
familia?
‑Sí,
mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de
los regalos de boda que hizo a mi madre[L157] ; y
el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guar dar ese
anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa
miserable.
‑Entonces,
querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.
‑¿Coger yo ese
anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está
mancillado, D'Artagnan.
‑Vendedlo
entonces.
‑¿Vender
un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una
profanación.
‑Entonces,
empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma,
tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo
desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado
por las manos de los usureros
Athos
sonrió.
‑Sois un camarada
encantador ‑dijo‑, querido D'Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a los
pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con
una condición!
‑¿Cuál?
‑Que
sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para
mí.
‑¿Pensáis eso,
Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los guardias
y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet,
eso es todo. Olvidáis además que también yo tengo un
anillo.
‑Al
que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme
cuenta al menos.
‑Sí,
porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro,
sino incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino
también un talismán encantado.
‑No
os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor
a vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena,
y dudo mucho de que, como a Polícatres[L158] ,
haya algún pez lo bastante complaciente para
devolvérnoslo.
‑¡Bueno, acepto!
‑dijo D'Artagnan.
En
aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su
maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la
circunstancia y traía los vestidos él mismo.
D'Artagnan se
vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a
salir, este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña;
éste descolgó al punto su mosquetón y se dispuso a acompañar a su
amo.
Athos y D'
Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des
Fossoyeurs. Bonacieux estaba a la puerta y miró a D'Artagnan con aire
socarrón.
‑¡Vaya, mi
querido inquilino! ‑dijo‑. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os
espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan
esperar.
‑¡Es Ketty!
‑exclamó D'Artagnan.
Y se
precipitó por la alameda.
Efectivamente, en
el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta,
encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo
vio:
‑Me
habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera
‑dijo‑; recordad que sois vos quien me habéis perdido.
‑Sí,
por supuesto ‑dijo D'Artagnan‑, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de
mi marcha?
‑¿Lo
sé acaso? ‑dijo Ketty‑. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han
acudido, estaba loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones
que existen. Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi
habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que
yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía, mis vestidos
mejores y me he escapado.
‑¡Pobre niña?
Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.
‑Lo
que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de
Francia.
‑Sin
embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle ‑dijo
D'Artagnan.
‑No,
pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro
conocimiento, en vuestra región por ejemplo.
‑¡Ay, querida
amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo
del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente.
Tenemos una cosa muy importante que decirle.
‑¡Comprendo!
‑dijo Athos‑. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su
marquesa...
‑La
marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido ‑dijo
D'Artagnan riendo‑. Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours,
¿no es así, Ketty?
‑Me
quedaré donde queráis ‑dijo Ketty‑,con tal que esté bien escondida y que no sepa
dónde estoy.
‑Ahora, Ketty,
que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de
mí...
‑Señor caballero,
cerca o lejos ‑dijo Ketty‑, os amaré siempre.
‑
Dónde diablos va a anidar la constancia? ‑murmuró Athos.
‑Vambién yo ‑dijo
D'Artagnan‑ también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos,
respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído
hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche[L159] ?
‑Esperad... ¡Oh,
Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa
mujer?
‑No,
uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está
ahí.
‑¿Yo? ‑exclamó
Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie
sobre una culebra.
‑¡Claro, vos!
‑dijo D'Artagnan apretando la mano de Athos‑. Sabéis de sobra el interés que
todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá
nada, ¿no es así, Ketty? Compréndelo, niña mía ‑continuó D'Artagnan‑, es la
mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar
aquí.
‑¡Oh, Dios mío!
‑exclamó Ketty‑. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya
reconocido!...
‑¿Cómo
reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
‑Fue
dos veces a casa de Milady.
‑Ah,
eso es. ¿Cuándo?
‑Pues hará unos
quince o dieciocho días aproximadamente.
‑Exacto.
‑Y
volvió ayer tarde.
‑Ayer
tarde.
‑Sí,
un momento antes de que vos mismo vinieseis.
‑Mi
querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha
reconocido?
‑He
bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.
‑Bajad Athos de
vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la
puerta.
Athos descendió y
volvió a subir en seguida.
‑Se
ha marchado ‑dijo‑, y la casa está cerrada.
‑Ha
ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el
palomar.
‑¡Pues bien,
volemos entonces ‑dijo Athos‑ y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos
lleve las noticias!
‑¡Un
momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
‑Está bien ‑dijo
Athos‑ esperemos a Aramis.
En
aquel momento entró Áramis.
‑Se
le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty
entre todos sus altos conocimientos.
Aramis reflexionó
un momento y dijo ruborizándose.
‑¿Os
haría un buen servicio, D'Artagnan?
‑Os
quedaría agradecido por él toda mi vida.
‑Pues bien, la
señora de Bois‑Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en
provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D'Artagnan, podéis
responderme de la señorita...
‑¡Oh, señor
‑exclamó Ketty‑ sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona
que me dé los medios para dejar París!
‑Entonces ‑dijo
Aramis‑, todo está arreglado.
Se
sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio
el billete a Ketty.
‑Ahora, hija mía
‑dijo D'Artagnan‑, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros.
Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos
mejores.
‑En
el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea ‑dijo Ketty‑, me
volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de
vos.
‑Juramento de
jugador ‑dijo Athos mientras D'Artagnan iba a acompañar a Ketty a la
escalera.
Un
instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa
de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.
Aramis regresó a
la Buys, y Athos y D'Artagnan se preocuparon de la venta del
zafiro.
Como
había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas
por el anillo. Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le
servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él
hasta quinientas pistolas.
Athos y
D'Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores,
tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos
era acomodaticio y gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le
convenía, pagaba el precio exigido sin tratar siquiera de regatear. D'Artagnan
quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre
el hombro sonriendo y D'Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño
geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de
príncipe.
El
mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos
de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló
sin un defecto. Le costó mil libras.
Quizá lo hubiera
tenido por menos; pero mientras D'Artagnan discutía el precio con el
chalán, Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud tuvo un
caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas
libras.
Pero
comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba
un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos. D'Artagnan ofreció a su
amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación
de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.
Pero
Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
‑¿Cuánto daba el
judío por quedarse con el zafiro? ‑preguntó Athos.
‑Quinientas
pistolas.
‑Es
decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para
mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del
judío.
‑¡Cómo!
¿Queréis...?
‑Decididamente
ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos
trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en
este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D'Artagnan, y volved con las
doscientas pistolas.
‑Reflexionad,
Athos.
‑El
dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer
sacrifios. Id, D'Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su
mosquetón.
Media hora
después, D'Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido
ningún accidente.
Así
fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se
esperaba.
Una
visión
A
las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus
preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no
conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes;
porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta un temor
futuro.
De
pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a
D'Artagnan.
Una
era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera
verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo
verde.
La
otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles
de Su Eminencia el cardenal duque.
A la
vista de la carta pequeña, el corazón de D'Artagnan saltó, porque había
creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una
vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su
corazón.
Cogió, pues, la
epístola pequeña y la abrió rápidamente.
«Paseaos (se le
decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta
de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis
vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no
hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se
expone a todo por veros un instante.»
Sin
firma.
‑Es
una trampa ‑dijo Athos‑, no vayáis, D'Artagnan.
‑Sin
embargo ‑dijo D'Artagnan‑, me parece reconocer la
escritura.
‑Quizá esté
amañada ‑replicó Athos‑; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot
está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque
de Bondy.
‑Pero ¿y si vamos
todos? ‑dijo D'Artagnan‑. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro; además,
cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las
armas.
‑Además será una
ocasión de lucir nuestros equipos ‑dijo Porthos.
‑Pero si es una
mujer la que escribe ‑dijo Aramis‑, y esa mujer desea no ser vista, pensad que
la comprometéis, D'Artagnan, cosa que está mal por parte de un
gentilhombre.
‑Nos
quedaremos detrás ‑dijo Porthos‑, y sólo él se adelantará.
‑Sí,
pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza
que va al galope.
‑¡Bah! ‑dijo
D'Artagnan‑. Me fallarán.
Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro.
Serán otros tantos enemigos menos.
‑Tiene razón
‑dijo Porthos‑. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras
armas.
‑¡Bueno, démonos
ese placer! ‑dijo Aramis con su aire dulce y
despreocupado.
‑Como queráis
‑dijo Athos.
‑Señores ‑dijo
D'Artagnan‑, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis
en la ruta de Chaillot.
‑Además, si
salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a
prepararnos, señores.
‑Pero esa segunda
carta ‑dijo Athos‑: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello
indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido
D'Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de
deslizar sobre vuestro corazón .
D'Artagnan
enrojeció.
‑Pues bien ‑dijo
el joven‑, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.
Y
D'Artagnan abrió la carta y leyó:
«El
señor D'Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el
Palais‑Cardinal [L160] esta
noche a las ocho.
LA
HOUDINIÈRE
Capitán de los
guardias.»
‑¡Diablos! ‑dijo
Athos‑. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma
distinta.
‑Iré
a la segunda al salir de la primera ‑dijo D'Artagnan‑; la una es para las siete,
la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.
‑¡Hum! Yo no iría
‑dijo Aramis‑; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una
dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su
Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo
feliciten.
‑Soy
de la opinión de Aramis ‑dijo Porthos.
‑Señores
‑respondió D'Artagnan‑ ya he recibido del señor de Cavois una invitación
semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió
una desgracia. Constance desapareció; por lo que pueda pasar,
iré.
‑Si
es una decisión ‑dijo Athos‑, hacedlo.
‑Pero ¿y la
Bastilla? ‑dijo Aramis.
‑¡Bah, vosotros
me sacaréis! ‑replicó D'Artagnan.
‑Por
supuesto ‑contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si
fuera la cosa más sencilla‑, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto,
como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo
de la Bastilla.
‑Hagamos otra
cosa mejor ‑dijo Athos‑: no le perdamos de vista durante la velada, y
esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros
detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio
sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los
guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos
muertos.
‑Decididamente,
Athos ‑dijo Aramis‑, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del
plan, señores?
‑Admirable!
‑repitieron a coro los lóvenes.
‑Pues bien ‑dijo
Porthos‑, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén
preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais‑Cardinal; vos,
durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los
lacayos.
‑Pero yo no tengo
caballo ‑dijo D'Artagnan‑; voy a coger uno hasta casa del señor de
Tréville.
‑Es
inútil ‑dijo Aramis‑, cogeréis uno de los míos.
‑¿Cuántos tenéis
entonces? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Tres ‑respondió
sonriendo Aramis.
‑Querido ‑dijo
Athos‑, sois desde luego el poeta mejor montado de Francia y
Navarra.
‑Escuchad, mi
querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No
comprendo siquiera que hayáis comprado tres caballos.
‑Claro, no he
comprado más que dos ‑dijo Aramis.
‑Y
el tercero, ¿os caído del cielo?
‑No,
el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que
no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la
orden de su amo...
‑O
de su ama ‑interrumpió D'Artagnan.
‑Eso
da igual ‑dijo Aramis poniéndose colorado‑ ...y que me ha asegurado, decía,
haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme
de parte de quién venía.
‑Sólo a los
poetas os ocurren esas cosas ‑replicó gravemente Athos.
‑Pues bien, en
tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible ‑dijo
D'Artagnan‑:
¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han
dado?
‑El
que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D'Artagnan, que no puedo hacer
esa injuria...
‑Al
donante desconocido ‑contestó D'Artagnan.
‑O a
la donante misteriosa ‑dijo Athos.
‑Entonces, ¿el
que habéis comprado se os vuelve inútil?
‑Casi.
‑¿Y
lo habéis escogido vos mismo?
‑Y
con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi
siempre de su caballo.
‑Bueno, cedédmelo
por el precio que os ha costado.
‑Iba
a ofrecéroslo, mi querido D'Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para
devolverme esa bagatela.
‑¿Y
cuánto os ha costado?
‑Ochocientas
libras.
‑Aquí tenéis
cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo ‑dijo D'Artagnan sacando la suma de
su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros
poemas.
‑Entonces,
¿tenéis fondos? ‑dijo Aramis.
‑Muchos,
muchísimos, querido.
Y
D'Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus
pistolas.
‑Mandad vuestra
silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los
nuestros.
‑Muy
bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.
Un
cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un
magnífico caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne,
pequeño pero sólido. Porthos resplandecía de alegría y de
orgullo.
Al
mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un
soberbio corcel inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un
vigoroso mecklemburgués: era la montura de D'Artagnan.
Los
dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D'Artagnan los miraban
por la ventana.
‑¡Diablos! ‑dijo
Aramis‑. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.
‑Sí
‑respondió Porthos‑; éste es el que tenían que haberme enviado al
principio: una jugarreta del marido lo sustituyó por el otro; pero el
marido ha sido castigado luego y yo he obtenido
satisfacciones.
Planchet y
Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos;
D'Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los
cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis
en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su
procuradora, y D'Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor
de las amantes.
Los
seguían los criados.
Como
Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard
se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran
aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado
la sangria que había hecho en el cofre de su marido.
Cerca del Louvre
los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de
Saint‑Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un
instante atrajo a su alrededor algunos centenares de
mirones.
D'Artagnan
aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de
gran sello rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una
palabra.
El
señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al
día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier
sitio que estuviese.
En
aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se
excusaron con una cita y se despidieron del señor de
Tréville.
Un
tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a
bajar, los coches pasaban y volvían a pasar; D'Artagnan, guardado a algunos
pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no
veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al
cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció un
coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de
antemano a D'Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado
cita; el joven quedó completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan
violentamente. Casi al punto una cabeza de mujer salió por la portezuela,
con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un
beso; D'Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho,
aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una
visión, era la señora Bonacieux.
Por
un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D'Artagnan lanzó su
caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la
portezuela estaba herméticamente cerrado: la visión había
desaparecido.
D'Artagnan se
acordó entonces de la recomendación:
«Si
amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y
como si nada hubierais visto.»
Se
detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue,
evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella
cita.
El
coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y
desapareció.
D'Artagnan había
quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y si
volvía a Paris, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de
una mirada, por qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual
era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era
ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de
aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los
tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una
cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos,
conocía a la señora Bonacieux. La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era
ella; pero menos preocupado que D'Artagnan por aquel bonito rostro, había creído
ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del
coche.
‑Si
es así ‑dijo D'Artagnan‑, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué
van a hacer con esa pobre criatura y cuándo volveré a
verla?
‑Amigo ‑dijo
gravemente Athos‑, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está
expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que
yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que
acabamos de ver, la encontraréis un día a otro. Y quizá, Dios mío ‑añadió
con un acento misántropo que le era propio‑, quizá antes de lo que
queráis.
Sonaron las siete
y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada.
Los amigos de D'Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer,
haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de
desdecirse.
Pero
D'Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la
cabeza que iría al Palais‑Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería.
Nada pudo hacerle cambiar su determinación.
Llegaron a la
calle Saint‑Honoré, y en la plaza Palais‑Cardinal encontraron a los doce
mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí
se les explicó de qué se trataba.
D'Artagnan era
muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se
sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como
a un camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena
gana la misión a que estaba invitado; por otra parte, según todas las
probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus
gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres estaban siempre
dispuestos.
Athos los
repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y
el tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una
salida.
D'Artagnan por su
parte entró valientemente por la puerta principal.
Aunque se
sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso
a paso la escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y
sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el
cardenal; además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los
fieles de Su Eminencia, y D'Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con
sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
‑Si
de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es
dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más
o menos como un hombre condenado ‑decía D'Artagnan moviendo la cabeza‑. Pero
¿por qué ha esperado hasta hoy? Es muy sencillo, Milady se habrá quejado
contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último
crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente ‑añadió‑, mis buenos
amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la
compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra
al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina
carece de poder y el rey de voluntad. D'Artagnan, amigo mío, eres valiente,
tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres lo
perderán!
Estaba en tan
triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier
de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del
palacio.
En
aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que,
al reconocer a D'Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a
Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.
Aquella sonrisa
le pareció a D'Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era
fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su
región, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que
pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores
guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de
majestad.
El
ujier volvió a hizo seña a D'Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los
guardias, al verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.
Siguió un
corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a
un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
El
ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D'Artagnan permaneció de
pie y examinó a aquel hombre.
D'Artagnan creyó
al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier, pero
se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas
de desigual longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba
frente a un poeta; al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre
cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos[L161] , y
alzó la cabeza.
D'Artagnan
reconoció al cardenal.
Capítulo
XL
El
cardenal
El
cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un
instante al joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el
cardenal, y D'Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una
fiebre.
Sin
embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el
capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada
humildad.
‑Señor ‑le dijo
el cardenal‑, ¿sois vos un D'Artagnan del Béam?
‑Sí,
monseñor ‑respondió el joven.
‑Hay
muchas ramas de D'Artagnan en Tarbes y en los alrededores ‑dijo el
cardenal‑; ¿a cuál pertenecéis vos?
‑Soy
hijo del que hizo las guerras de religión con el gran rey Enrique, padre de
Su Graciosa Majestad.
‑Eso
está bien. ¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de
vuestra región para venir a buscar fortuna a la capital?
‑Sí,
monseñor.
‑Vinisteis por
Meung, donde os ha ocurrido algo, no sé muy bien qué, pero
algo.
‑Monseñor ‑dijo
D'Artagnan‑, lo que me pasó...
‑Inútil, inútil
‑replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan
bien como el que quería contársela‑; estabais recomendado al señor de
Tréville, ¿no es así?
‑Sí,
monseñor, pero precisamente, en ese desgraciado asunto de
Meung...
‑Se
perdió la carta ‑prosiguió la Eminencia‑; sí, ya sé eso; pero el señor de
Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista,
y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la
esperanza de que un día a otro entraríais en los
mosqueteros.
‑Monseñor está
perfectamente informado ‑dijo D'Artagnan.
‑Desde esa época
os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux
cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte; luego habéis
hecho con vuestros amigos un viaje a las aguas de Forges; ellos se han detenido
en ruta, pero vos habéis continuado vuestro camino. Es muy sencillo, teníais
asuntos en Inglaterra.
‑Monseñor ‑dijo
D'Artagnan completamente desconcertado‑, yo iba...
‑De
caza, a Windsor, o a otra parte, eso no importa a nadie. Sé eso, porque mi
obligación consiste en saberlo todo. A vuestro regreso, habéis sido recibido por
una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os
ha dado.
D'Artagnan llevó
la mano al diamante que tenía de la reina, y volvió con presteza el engaste
hacia dentro; pero era demasiado tarde.
‑Al
día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois ‑prosiguió el
cardenal‑; iba a rogaros que pasaseis por el Palais; esa visita no la habéis
hecho, y habéis cometido un error.
‑Monseñor, temía
haber incurrido en desgracia con Vuestra Eminencia.
‑¡Vaya! Y eso,
¿por qué señor? Por haber seguido las órdenes de vuestros superiores con más
inteligencia y valor de lo que otro hubiera hecho. ¿Incurrir en mi
desgracia cuando merecíais elogios? Son las personas que no obedecen las que yo
castigo, y nos la que, como vos, obedecen... demasiado bien... Y la prueba,
recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en
vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
Era
la misma noche en que había tenido lugar el rapto de la señora Bonacieux;
D'Artagnan se estremeció, y recordó que media hora antes la pobre mujer
había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había
hecho desaparecer.
‑En
fin ‑continuó el cardenal‑ como no oía hablar de vos desde hace algún
tiempo, he querido saber qué hacíais. Además, me debéis alguna gratitud:
vos mismo habréis observado con qué miramientos habéis sido tratado en
todas las circunstancias.
D'Artagnan se
inclinó con respeto.
‑Eso
‑continuó el cardenal‑, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural,
sino además a un plan que yo me había trazado respecto a
vos.
D'Artagnan estaba
cada vez más asombrado.
‑Yo
quería exponeros ese plan el día que recibisteis mi primera invitación;
pero no vinisteis. Por suerte, nada se ha perdido con ese retraso, y hoy vais a
oírlo. Sentaos ahí, delante de mí, señor D Artagnan: sois lo suficientemente
buen gentilhombre para no escuchar de pie.
Y el
cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo
que pasaba que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su
interlocutor.
‑Sois valiente,
señor D'Artagnan ‑continuó la Eminencia‑; sois prudente, cosa que vale más. Me
gustan los hombres de cabeza y de corazón; no os asustéis ‑dijo sonriendo‑, por
hombres de corazón entiendo hombres de valor; mas, pese a lo joven que sois y
recién entrado en el mundo, tenéis enemigos poderosos; ¡si no tenéis
cuidado, os perderán!
‑¡Ah, monseñor!
‑respondió el joven‑. Lo harán muy fácilmente sin duda; porque son fuertes y
están bien apoyados, mientras que yo estoy solo.
‑Sí,
es cierto; pero por más solo que estéis, habéis hecho ya mucho, y más
haréis aún, no tengo ninguna duda. Sin embargo, necesitáis, en mi opinión,
ser guiado en la aventurera carrera que habéis emprendido; porque, si no me
equivoco, habéis venido a París con la ambiciosa idea de hacer
fortuna.
‑Estoy en la edad
de las locas esperanzas, Monseñor ‑dijo D'Artagnan.
‑No
hay locas esperanzas más que para los tontos, señor, y vos sois Inteligente.
Veamos, ¿qué diríais de una enseña en mis guardias, y de una compañía después de
la campaña?
‑¡Ah,
Monseñor!
‑Aceptáis, ¿no es
así?
‑Monseñor
‑replicó D'Artagnan con aire de apuro.
‑¿Cómo?
¿Rehusáis? ‑exclamó el cardenal asombrado.
‑Estoy en los
guardias de Su Majestad, Monseñor, y no tengo motivos para estar
descontento.
‑Pero me parece
‑dijo la Eminencia‑ que mis guardias son también los guardias de Su
Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al
rey.
‑Monseñor,
Vuestra Eminencia ha comprendido mal mis palabras.
‑¿Queréis un
pretexto, no es eso? Comprendo. Pues bien, ese pretexto lo tenéis. El
ascenso, la campaña que se inicia, la ocasión que se os ofrece: eso para la
gente; para vos, la necesidad de protecciones seguras; porque es bueno que
sepáis, señor D'Artagnan, que he recibido quejas graves contra vos, vos no
consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio del
rey.
D'Artagnan se
puso colorado.
‑Por
lo demás ‑continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles‑,
tengo todo un informe que os concierne; pero antes de leerlo, he querido hablar
con vos. Os sé hombre de resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en
vez de perjudicaros pueden reportaros mucho. Veamos, reflexionad y
decidid.
‑Vuestra bondad
me confunde, Monseñor ‑respondió D'Artagnan‑, y reconozco en vuestra
Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano; pero, en
fin, dado que Monseñor me permite hablarle con
franqueza...
D'Artagnan se
detuvo.
‑Sí,
hablad.
‑Pues bien, diré
a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los
guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con
Vuestra Eminencia; sería por tanto mal recibido y mal mirado si aceptara lo que
monseñor me ofrece.
‑¿Tendríais la
orgullosa idea de que no os ofrezco lo que valéis, señor? ‑dijo el cardenal con
una sonrisa de desdén.
‑Monseñor,
Vuestra Eminencia es cien veces bueno conmigo, y, por el contrario, pienso no
haber hecho aún suficiente para ser digno de sus bondades. El sitio de La
Rochelle va a empezar, monseñor; yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia,
y si tengo la suerte de comportarme en ese sitio de tal forma que merezca
atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás de mí alguna
acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme.
Todo debe ha cerse a su tiempo, monseñor; quizá más tarde tenga yo derecho a
darme, en este momento parecería que me vendo.
‑Es
decir, que rehusáis servirme, señor ‑dijo el cardenal con un tono de despecho en
el que apuntaba sin embargo cierta clase de estima‑; quedad, pues, libre y
guardad vuestros odios y vuestras simpatías.
‑Monseñor...
‑Bien, bien ‑dijo
el cardenal‑, no os quiero; pero como comprenderéis bastante tiene uno con
defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin
embargo os daré un consejo: manteneos alerta, señor D'Artagnan, porque en
el momento en que yo haya retirado mi mano de vos, no compraría vuestra vida por
un óbolo.
‑Lo
intentaré, monseñor ‑respondió el gascón con noble
seguridad.
‑Más
tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia ‑dijo Richelieu con
intención‑, pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha
podido para que esa desgracia no os alcanzase.
‑Pase lo que pase
‑dijo D'Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclinándose‑, tendré
eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este
momento.
‑Bien, como
habéis dicho ‑señor D'Artagnan‑, volveremos a vernos en la campaña; os seguiré
con los ojos, porque estaré allí ‑prosiguió el cardenal señalando con el dedo a
D'Artagnan una magnífica armadura que debía endosarse‑, y a vuestro
regreso, pues bien, ¡hablaremos!
‑¡Ah, monseñor!
‑exclamó D'Artagnan‑. Ahorradme el peso de vuestra desgracia; permaneced
neutral, monseñor, si os parece que actúo como hombre
galante.
‑Joven ‑dijo
Richelieu‑, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo
decíroslo.
Esta
última frase de Richelieu expresaba una duda terrible; consternó a
D'Artagnan más de lo que habría hecho una amenaza, porque era una advertencia.
El cardenal trataba, pues, de preservarle de alguna desgracia que lo
amenazaba. Abrió la boca para responder, pero con gesto altivo el cardenal lo
despidió.
D'Artagnan salió;
pero a la puerta estuvo a punto de fallarle el corazón, y poco le faltó
para volver a entrar. Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le
apareció: si hacía con el cardenal el pacto que éste le proponía, Athos no
volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.
Fue
este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter
verdaderamente grande sobre cuanto le rodea!
D'Artagnan
descendió por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante
la puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que
comenzaban a inquietarse. Con una palabra d'Artagnan los tranquilizó, y Planchet
corrió a avisar a los demás puestos que era inútil montar una guardia más
larga, dado que su amo había salido sano y salvo del
Palais‑Cardinal.
Una
vez vueltos a casa de Athos, Aramis y Porthos se informaron de las causas de
aquella extraña cita; pero D'Artagnan se contentó con decirles que el señor de
Richelieu lo había hecho ir para proponerle entrar en sus guardias con el grado
de enseña, y que había rehusado.
‑Y
habéis hecho bien ‑exclamaron a una Porthos y Aramis.
Athos cayó en
profunda reflexión y no dijo nada. Pero en cuanto estuvo solo con
D'Artagnan:
‑Habéis hecho lo
que debíais hacer, D'Artagnan ‑dijo Athos‑, pero quizá habéis hecho
mal.
D'Artagnan lanzó
un suspiro; porque aquella voz respondía a una voz de su alma, que le decía que
grandes desgracias lo esperaban.
La
jornada del día siguiente se pasó en preparativos de partida; D'Artagnan
fue a despedirse del señor de Tréville. A aquella hora se creía todavía que la
separación de los guardias y de los mosqueteros sería momentanéa, porque aquel
día tenía el rey su parlamento y debían partir al día siguiente. El señor de
Tréville se contentó, pues, con preguntar a D'Artagnan si necesitaba algo
de él, pero D'Artagnan respondió orgullosamente que tenía todo lo que
necesitaba.
La
noche reunió a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor
des Essarts y de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que
habían hecho amistad. Se dejaban para volverse a ver cuando pluguiera a Dios y
si placía a Dios. La noche fue por tanto una de las más ruidosas, como se
puede suponer, porque en semejantes casos, no se puede combatir la extrema
precaución más que con el extremo descuido.
Al
día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los
mosqueteros corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del
señor des Essarts. Los dos capitanes condujeron al punto sus compañías al
Louvre, donde el rey los revistaba.
El
rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto
altivo. En efecto, la víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento
y mientras ocupaba la presidencia. No por ello estaba menos decidido a
partir aquella misma noche; y pese a las observaciones que se habían hecho,
había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la
enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
Una
vez pasada la revista, los guardias se pusieron en marcha, ellos solos; los
mosqueteros debían partir sólo con el rey, lo que permitió a Porthos ir a dar
una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.
La
procuradora lo vio pasar en su uniforme nuevo y sobre su hermoso caballo.
Amaba demasiado a Porthos para dejarlo partir así; le hizo seña de apearse y de
venir a su lado. Porthos estaba magnífico; sus espuelas resonaban, su coraza
brillaba, su espada le golpeaba orgullosamente las piernas. Aquella vez los
pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos
tenía de cortador de orejas!
El
mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises
brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante. Sin embargo, una cosa
lo consoló interiormente; es que por todas partes decían que la campaña
sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en
ella.
Porthos presentó
sus respetos a maese Coquenard y se despidió de él; maese Coquenard le deseó
toda suerte de prosperidades. En cuanto a la señora Coquenard, no podía contener
sus lágrimas; pero nadie sacó ninguna mala consecuencia de su dolor; se la sabía
muy apegada a sus parientes, por los que había tenido siempre crueles
disputas con su marido.
Pero
las auténticas despedidas se hicieron en la habitación de la señora
Coquenard: fueron desgarradoras.
Durante el tiempo
que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo
inclinándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería
tirarse. Porthos recibió todas aquellas señales de ternura como hombre habituado
a semejantes demostraciones. Sóio que al volver la esquina de la calle, se
quitó el sombrero y lo agitó en señal de adiós.
Por
su parte, Aramis escribía una larga carta. ¿A quién? Nadie sabía nada. En
la habitación vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para
Tours, esperaba aquella carta misteriosa.
Athos bebía a
sorbos la última botella de su vino español.
Mientras tanto,
D'Artagnan desfilaba con su compañía.
Al
llegar al barno de Saint‑Antoine, se volvió para mirar alegremente la Bastilla;
pero como era solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada
sobre un caballo overo[L162] , lo
señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a
las filas para reconocerlo. A una interrrogación us hicieron con la mirada,
Milady respondió con un signo que era él. Luego, segura de que no podía haber
error en la ejecución de sus órdenes, espoleó su caballo y
desapareció.
Los
dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio
Saint‑Antoine montaron en dos caballos completamente preparados que un
criado sin librea tenía en la mano esperándolos.
El
sitio de La Rochelle
El
sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos politicos de
Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del cardenal. Es por
tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algunas palabras, dado
que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a
la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en
silencio.
Las
miras políticas del cardenal cuando emprendió este asedio eran considerables.
Expongámoslas primero, luego pasaremos a las miras particulares que no tuvieron
sobre Su Eminencia menos influencia que las primeras.
De
las ciudades importantes dadas por Enrique IV a los hugonotes como plazas de
seguridad, sólo quedaba La Rochelle. Se trataba por tanto de destruir aquel
último baluarte del calvinismo, levadura peligrosa a la que venían a
mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra
extranjera,
Españoles,
ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nación, soldados de
fortuna de toda secta acudian a la primera llamada bajo las banderas
de los protestantes y se
organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos
los puntos de Europa.
La
Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás
ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones.
Había más: su puerto era la primera puerta abierta a los ingleses en el reino de
Francia; y al cerrarlo a Inglaterra, nuestra eterna enemiga, el cardenal
acababa la obra de Juana de Arco y del duque de Guisa.
Por
eso Bassompierre, que era a la vez protestante y católico, protestante de
corazón y católico como comendador del Espíritu Santo; Bassompierre, que era
alemán de nacimiento y francés de corazón; Bassompierre, en fin, que
ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la
cabeza de muchos otros señores protestantes como él:
‑¡Ya
veréis, señores, cómo somos tan bestias que conquistaremos La
Rochelle!
Y
Bassompierre tenía razón; el cañoneo de la isla de Ré presagiaba para él las
dragonadas de Cévennes; la toma de La Rochelle era el prefacio de la
revocación del edicto de Nantes.
Pero, ya lo hemos
dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que
pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las
pequeñas miras del hombre enamorado y del rival
celoso.
Richelieu, como
todos saben, había estado enamorado de la reina; si este amor tenía en él un
simple objetivo politico o era naturalmente una de esas profundas pasiones como
las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos
decir; pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia,
se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y que en dos o tres
circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los
tres mosqueteros y al valor de D'Artagnan, había sido cruelmente
burlado.
Se
trataba, pues, para Richelieu no sólo de librar a Francia de un enemigo, sino de
vengarse de un rival; por lo demás, la venganza debía ser grande y
clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de
combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía
que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a
Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos
de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.
Por
su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba
movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal; Buckingham
también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido
Buckingham entrar en Francia como embajador, y quería entrar como
conquistador.
De
donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos
reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era
una simple mirada de Ana de Austria.
La
primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado
inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil
hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras[L163] ,
que mandaba en nombre del rey en la isla; tras un combate sangriento había
realizado su desembarco.
Relatemos de paso
que en este combate había perecido el barón de Chantal[L164] ; el
barón de Chantal dejaba huérfana una niña de dieciocho
meses.
Esta
niña fue luego Madame de Sévigné.
El
conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint‑Martin con la guarnición, y
dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la
Prée.
Este
acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que
el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba
decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y
había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que
había podido disponer.
De
este destacamento enviado como vanguardia era del que formaba parte nuestro
amigo D'Artagnan.
El
rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la
solemne sesión real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de junio se
había sentido afiebrado; habría querido partir igualmente pero al empeorar su
estado se vio obligado a detenerse en Villeroi.
Ahora bien, allí
donde se detenía el rey se detenían los mosqueteros; de donde resultaba que
D'Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado,
momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis; esta
separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido
desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros
desconocidos lo rodeaban.
No
por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La
Rochelle, hacia el 10 del mes de septiembre del año 1627[L165] .
Todo
se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de
la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de
Saint‑Martin y el fuerte de La Prée, y las hostilidades con La Rochelle
habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un fuerte que el
duque de Angulema [L166] acababa de hacer
construir junto a la ciudad.
Los
guardias, al mando del señor des Essarts, se alojaban en los Mínimos[L167] .
Pero
como sabemos, D'Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros,
raramente había hecho amistad con sus camaradas; se encontraba por tanto
solo y entregado a sus propias reflexiones.
Sus
reflexiones no eran risueñas; desde hacía un año que había llegado a Paris
se había mezclado en los asuntos públicos; sus asuntos privados no habían
adelantado mucho ni en arnor ni en fortuna.
En
amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la
señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué
había sido de ella.
En
fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un
hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el
rey.
Aquel hombre
podía aplastarlo, y sin embargo no lo habia hecho; para un ingenio tan perspicaz
como era D'Artagnan, aquella indulgencia era una luz por la que vela un
porvenir mejor.
Luego se había
hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo
instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era
Milady.
A
cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la
reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa
más de persecuciones; y su protección, como se sabe, protegía muy mal; ejemplos:
Chalais y la señora Bonacieux.
Lo
que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil
libras que llevaba en el dedo; pero incluso de aquel diamante, suponiendo que
D'Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un
día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no
podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que
pisoteaba.
Decimos los
guijarros que pisoteaba, porque D'Artagnan hacía estas reflexiones
paseándose en solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a
la villa de Angoutin; ahora bien, estas reflexiones lo habían llevado más
lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar cuando al último rayo
del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un
mosquete.
D'Artagnan tenía
el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendió que el mosquete no había venido
hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás
de un seto con intenciones amistosas. Decidió por tanto largarse cuando, al
otro lado de la ruta, tras una roca, divisó la extremidad de un segundo
mosquete.
Era
evidentemente una emboscada.
El
joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que
se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón
inmóvil se arrojó cuerpo a tierra. Al mismo tiempo salió el disparo y oyó el
silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.
No
había tiempo que perder: D'Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento
que la bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo
del camino en que se había arrojado de cara contra el
suelo.
D'Artagnan no era
uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que
se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso; además, aquí no se
trataba de valor: D'Artagnan había caído en una
celada.
‑Si
hay un tercer disparo ‑se dijo‑, soy hombre muerto.
Y al
punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la
velocidad de las gentes de su región, tan renombradas por su agilidad; mas
cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado,
habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le disparó un segundo
disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo
volar a diez pasos de él.
Sin
embargo, como D'Artagnan no tenía otro sombrero, recogió el suyo a la carrera,
llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a
nadie y se puso a reflexionar.
Aquel suceso
podía tener tres causas:
La
primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes
no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero
porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien
guarnecida en su bolso.
D'Artagnan cogió
su sombrero, examinó el agujerro de la bala y movió la cabeza. La bala no era
una bala de mosquete, era una bala de arcabuz; la exactitud del disparo le había
dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no
era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de
calibre.
Aquello podía ser
un buen recuerdo del señor cardenal. Se recordará que en el momento mismo
en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón
del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con
él.
Pero
D'Artagnan movió la cabeza. Con personas con las que no tenía más que extender
la mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes
medios.
Aquello podía ser
una venganza de Milady.
Esto
era lo más probable.
Trató inútilmente
de recordar o los rasgos o el traje de los asesinos; se había alejado tan
rápidamente de ellos que no había tenido tiempo de observar
nada.
‑¡Ay, mis pobres
amigos! ‑murmuró D'Artagnan‑. ¿Dónde estáis? ¡Cuánta falta me
hacéis!
D'Artagnan pasó
muy mala noche. Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que
un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo. Sin embargo, apareció la
luz sin que la oscuridad hubiera traído ningún
incidente.
Pero
D'Artagnan sospechó mucho que lo que estaba aplazado no estaba
perdido.
D'Artagnan
permaneció toda la jornada en su alojamiento; a sí mismo se dio la excusa de que
el tiempo era malo.
Al
día siguiente, a las nueve, tocaron llamada y tropa. El duque de Orleáns
visitaba los puestos. Los guardias corrieron a las armas y D'Artagnan ocupó su
puesto en medio de sus camaradas.
Monsieur pasó
ante el frente de batalla; luego, todos los oficiales superiores se acercaron a
él para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual
que los demás.
Al
cabo de un instante le pareció a D'Artagnan que el señor Des Essarts le hacía
señas de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse,
pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la
orden.
‑Monsieur va a
pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para
quienes la cumplan; os he hecho esa seña para que estuvierais
preparado.
‑¡Gracias, mi
capitán! ‑respondió D'Artagnan, que no pedía otra cosa que distinguirse a los
ojos del teniente general.
En
efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían
recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días
antes; se trataba de hacer un reconocimiento a cuerpo descubierto para ver cómo
custodiaba el ejército aquel bastión.
Efectivamente, al
cabo de algunos instantes Monsieur elevó la voz y dijo:
‑Necesitaría para
esta misión tres o cuatro voluntarios guiados por un hombre
seguro.
‑En
cuanto al hombre seguro, lo tengo a mano, Monsieur ‑dijo el señor Des Essarts,
mostrando a D'Artagnan‑; y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur
no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán
hombres.
‑¡Cuatro hombres
de buena voluntad para venir a hacerse matar conmigo! ‑dijo D'Artagnan
levantando su espada.
Dos
de sus camaradas de los guardias se precipitaron inmediatamente, y habiéndose
unido a ellos dos soldados, encontró que el número pedido era suficiente;
D'Artagnan rechazó, pues, a todos los demás, no queriendo atropellar a
quienes tenían prioridad.
Se
ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían
evacuado o habían dejado allí guarnición; había, pues, que examinar el
lugar indicado desde bastante cerca para comprobarlo.
D'Artagnan partió
con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su
misma altura y los soldados venían detrás.
Así,
cubriéndose con los revestimientos del terreno, llegaron a unos cien pasos del
bastión. Allí, al volverse D'Artagnan, se dio cuenta de que los dos soldados
habían desaparecido.
Creyó que por
miedo se habían quedado atrás y continuó avanzando.
A la
vuelta de la contraescarpa, se hallaron a sesenta pasos aproximadamente del
bastión.
No
se veía a nadie, y el bastión parecía abandonado.
Los
tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de
humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno
a D'Artagnan y sus dos compañeros.
Sabían lo que
querían saber: el bastión estaba guardado. Quedarse más tiempo en aquel lugar
peligroso hubiese sido, pues, una imprudencia inútil; D'Artagnan y los dos
guardias volvieron la espalda y comenzaron una retirada que se parecía a
una fuga.
Al
llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los
guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho. EÌ otro, que estaba sano y
salvo, continuó su carrera hacia el campamento.
D'Artagnan no
quiso abandonar así a su compañero y se inclinó hacia él para levantarlo y
ayudarlo a alcanzar las líneas; pero en aquel momento salieron dos disparos de
fusil: una bala vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos
pulgadas de D'Artagnan.
El
joven se volvió rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión,
que estaba oculto por el ángulo de la trinchera. La idea de los dos soldados que
lo habían abandonado le vino a la mente y le recordó a los asesinos de la
víspera; resolvió, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el
cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.
Vio
al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que
estaba a treinta pasos de allí; eran las de nuestros dos soldados. D'Artagnan no
se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para
asesinarlo, esperando que la muerte del joven sería cargada en la cuenta
del enemigo.
Sólo
que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para
rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D'Artagnan, se olvidaron de
volver a cargar sus fusiles.
Cuando estuvieron
a diez pasos de él, D'Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no
soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a
ellos.
Los
asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a
aquel hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse
al enemigo. Uno de ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de
una maza: lanzó un golpe terrible a D'Artagnan, que lo evitó echándose
hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al bandido, que se lanzó al
punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con
qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó
herido por una bala que le destrozó el hombro.
En
este tiempo, D'Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado,
atacándolo con su espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía
para defenderse más que su arcabuz descargado; la espada del guardia se deslizó
por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino
que cayó. D'Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro en el
pecho.
‑¡Oh, no me
matéis! ‑exclamó el bandido‑. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré
todo!
‑¿Vale al menos
lo secreto la pena de que lo perdone la vida? ‑preguntó el joven conteniendo su
brazo.
‑Sí,
si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como
vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo
sois.
‑¡Miserable!
‑dijo D'Artagnan‑. Vamos, habla
deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?
‑Una
mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.
‑Pero si no
conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?
‑Mi
camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella
y no yo; él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener
para vos gran importancia, por lo que he oído decir.
‑Pero ¿cómo te
metiste en esta celada?
‑Me
propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.
‑¿Y
cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?
‑Cien
luises.
‑Bueno, en buena
hora ‑dijo el joven riendo‑ estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad
para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo
perdono con una condición.
‑¿Cuál? ‑preguntó
el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.
‑Que
vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en
bolsillo.
‑Pero eso
‑exclamó el bandido‑ es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar
esta carta bajo el fuego del bastión?
‑Sin
embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi
mano.
‑¡Gracia, señor,
piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que
no lo está! ‑exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su
mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
‑¿Y
por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa
mujer? ‑preguntó D'Artagnan.
‑Por
la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.
‑Comprenderás
entonces que necesito tener esa carta ‑di D'Artagnan‑; así que no más retrasos
ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de
un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre
honrado...
Y a
estas palabras D'Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se
levantó.
‑¡Deteneos!
¡Deteneos! ‑exclamó recobrando valor a fuerza de terror‑. ¡Iré...,
iré...!
D'Artagnan cogió
el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su
compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era
algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un
largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de
arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte
pasos de allí.
El
terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que
D'Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:
‑Pues bien
‑dijo‑, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y
un cobarde como tú: quédate iré yo.
Y
con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo,
ayudándose con todos los accidentes del terreno, D'Artagnan llegó hasta el
segundo soldado.
Había dos medios
para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un
escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D'Artagnan
prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento
mismo que el enemigo hacía fuego.
Una
ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un
último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que
había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.
D'Artagnan ganó
la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un
muerto.
Comenzó el
inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba
evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y
los dados formaban la herencia del muerto.
Dejó
el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió
ávidamente la cartera.
En
medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era
la que había ido a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis
perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que
nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el
hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien
luises que os he dado.»
Sin
firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por
consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la
trinchera se puso a interrogar al herido. Este confesó que con su camarada,
el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que
debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a
beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al
coche.
‑Pero ¿qué
habríais hecho con esa mujer? ‑preguntó D'Artagnan con
angustia.
‑Debíamos
entregarla en un palacio de la Place Royale ‑dijo el
herido.
‑¡Sí!
¡Sí! ‑murmuró
D'Artagnan‑. Es exacto, en
casa de la misma Milady.
Entonces el joven
estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella
mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos
de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos
informes al cardenal.
Mas,
en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que
la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora
Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así
quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la
ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y
entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora
Bonacieux, y un convento no era inconquistable.
Esta
idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que
seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el
brazo:
‑Vamos ‑le dijo‑,
no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al
campamento.
‑Sí
‑dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad‑, pero ¿no
sera para hacer que me cuelguen?
‑Tienes mi
palabra ‑dijo D'Artagnan‑, y por segunda vez te perdono la
vida.
El
herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero
D'Artagnan, que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo,
abrevió él mismo los testimonios de gratitud.
El
guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había
anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy
contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y
salvo.
D'Artagnan
explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la
muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para
el ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición
durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus
felicitaciones.
Por
lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa
acción de D'Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había
perdido. En efecto, D'Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus
dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus
intereses.
Esta
tranquilidad probaba una cosa, y es que D'Artagnan no conocía aún a
Milady.
Capítulo
XLII
El
vino de Anjou
Tras
las noticias casi desesperadas del rey[L168] , el
rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento; y como
tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como
pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En
este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado
en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por
Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en
tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses
de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint‑Martin
y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La
Rochelle.
D'Artagnan, como
hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro
pasado, y cuando el peligro pareció desvanecido, sólo le quedaba una
inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.
Pero
una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta
carta, datada en Villeroi:
«Señor
D'Artagnan:
Los
señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa
y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del
castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he
cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de
Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino
favorito.
Lo
he hecho, y soy, señor, con gran respeto,
Vuestro muy
humilde y obediente servidor,
GODEAU
Hostelero de los
Señores Mosqueteros.»
‑¡Sea en buena
hora! ‑exclamó D'Artagnan‑. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba en
ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena
gana, pero no beberé solo.
Y
D'Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más
amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso
vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi. Uno de los guardias estaba
invitado para aquella misma noche y otro para el día siguiente; la reunión fue
fijada por tanto para dos días después.
Al
volver, D'Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias,
recomendando que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la
celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D'Artagnan
envió a las nueve a Planchet para prepararlo todo.
Planchet, muy
orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como
hombre inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los
invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había
querido matar a D'Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había
entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D'Artagnan le había
salvado la vida.
Llegada la hora
del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los
platos en la mesa. Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba
las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba
a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por
efecto de las sacudidas del camino. La primera botella estaba algo turbia hacia
el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso, y D'Artagnan
le permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas
fuerzas.
Los
convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios
cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf[L169] ; al
punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los
sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas;
D'Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin
de dirigirse a sus puestos.
Mas
apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel
gran alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaban por
todas las direcciones.
En
efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos
etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez
mil hombres de tropa; le precedían y seguían sus mosqueteros. D'Artagnan,
formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le
respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconoció al
instante.
Una
vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al
punto en brazos unos de otros.
‑¡Diantre!
‑exclamó D'Artagnan‑. No podíais haber
llegado en mejor momento, y la carne no habrá tenido tiempo aún de
enfriarse.
¿No
es eso, señores? ‑añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que
presentó a sus amigos.
‑¡Vaya, vaya,
parece que estábamos de banquete! ‑dijo Porthos. ‑Espero ‑dijo Aramis‑ que no
haya mujeres en vuestra comida.
‑¿Es
que hay vino potable en vuestra bicoca? ‑preguntó Athos.
‑Diantre, tenemos
el vuestro, querido amigo ‑respondió D'Artagnan.
‑¿Nuestro vino?
‑preguntó Athos asombrado.
‑Sí,
el que me habéis enviado.
‑¿Nosotros os
hemos enviado vino?
‑Lo
sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.
‑Sí,
ya sé a qué vino os referéis.
‑El
vino que preferís.
‑Sin
duda, cuando no tengo ni champagne ni chambertin.
‑Bueno, a falta
de champagne y de chambertin os contentaréis con éste.
‑ O
sea que, sibaritas como somos, hemos hecho venir vino de Anjou ‑dijo
Porthos.
‑Pues claro, es
el vino que me han enviado de parte vuestra.
‑¿De
nuestra parte? ‑dijeron los tres mosqueteros.
‑Aramis, ¿sois
vos quién habéis enviado vino? ‑dijo Athos.
‑No,
¿y vos, Porthos?
‑No,
¿y vos Athos?
‑No.
‑Si
no es vuestro ‑dijo D'Artagnan‑, es de vuestro hostelero.
‑¿Nuestro
hostelero?
‑Pues claro,
vuestro hostelero, Godeau, hostelero de los
mosqueteros.
‑A
fe nuestra que, venga de donde quiera, no importa ‑dijo Porthos‑; probémoslo, y
si es bueno, bebámoslo.
‑No
‑dijo Athos‑, no bebamos el vino que tiene una fuente
desconocida.
‑Tenéis razón,
Athos ‑dijo D'Artagnan‑. ¿Ninguno de vosotros ha encargado al hostelero enviarme
vino?
‑¡No! Y sin
embargo, ¿os lo ha enviado de nuestra parte?
‑Aquí está la
carta ‑d¡jo D'Artagnan.
Y
presentó el billete a sus camaradas.
‑¡Esta no es su
escritura! ‑exclamó Athos‑. La conozco porque fui yo quien antes de partir saldó
las cuentas de la comunidad.
‑Carta falsa
‑dijo Porthos‑; nosotros no hemos sido acuartelados.
‑D'Artagnan
‑preguntó Aramis en tono de reproche‑, ¿cómo habéis podido creer que habíamos
organizado un alboroto?...
D'Artagnan
palideció y un estremecimiento convulsivo agitó sus
miembros.
‑Me
asustas ‑dijo Athos, que no le tuteaba sino en las grandes ocasiones‑. ¿Qué ha
pasado entonces?
‑¡Corramos,
corramos, amigos míos! ‑exclamó D'Artagnan‑. Una terrible sospecha cruza mi
mente. ¿Será otra vez una venganza de esa mujer?
Fue
Athos el que ahora palideció.
D'Artagnan se
precipitó hacia la cantina. Los tres mosqueteros y los dos guardias lo
siguieron.
Los
primero que sorprendió la vista de D'Artagnan al entrar en el comedor fue
Brisemont tendido en el suelo y retorciéndose en medio de atroces
convulsiones.
Planchet y
Fourreau, pálidos como muertos trataban de ayudarlo; pero era evidente que
cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban
crispados por la agonía.
‑¡Ay! ‑exclamó al
ver a D'Artagnan‑. ¡Ay, es horrible, fingís perdonarme y me
envenenáis!
‑¡Yo! ‑exclamó
D'Artagnan‑. ¿Yo, desgraciado?
Pero ¿qué dices?
‑Digo que sois
vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo
beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es
horroroso..
‑No
creáis eso, Brisemont ‑dijo D'Artagnan‑, no creáis nada de eso; os lo juro, os
aseguro que...
‑¡Oh, pero Dios
está aquí, Dios os castigará! ¡Dios mío! Que sufra un día lo que yo
sufro.
‑Por
el Evangelio ‑exclamó D'Artagnan precipitándose hacia el moribundo‑, os juro que
ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como
vos.
‑No
os creo ‑dijo el soldado.
Y
expiró en medio de un aumento de torturas.
‑¡Horroroso!
¡Horroroso! ‑murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba
órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un
confesor.
‑¡Oh, amigos
míos! ‑dijo D'Artagnan‑. Venís una vez más a salvarme la vida, no sólo a
mí, sino a estos señores. Señores ‑continuó dirigiéndose a los guardias‑, os
ruego silencio sobre toda esta aventura; grandes personajes podrían estar
pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre
nosotros.
‑¡Ay, señor!
‑balbuceaba Planchet, más muerto que vivo‑. ¡Ay, señor, me he librado de una
buena!
‑¡Cómo, bribón!
‑exclamó D'Artagnan‑. ¿Ibas entonces a beber mi vino?
‑A
la salud del rey, señor, iba a beber un pobre vaso si Fourreau no me hubiera
dicho que me llamaban.
¡Ay!
‑dijo Fourreau, cuyos dientes rechinaban de terror‑. Yo quería alejarlo para
beber completamente solo.
‑Señores ‑dijo
D'Artagnan dirigiéndose a los guardias‑, comprenderéis que un festín
semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir; por eso,
recibid mis excusas y dejemos la partida para otro día, por
favor.
Los
dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D'Artagnan y,
comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se
retiraron.
Cuando el joven
guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una
forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la
situación.
‑En
primer lugar ‑dijo Athos‑, salgamos de esta sala; no hay peor compañía que un
muerto de muerte violenta.
‑Planchet ‑dijo
D'Artagnan‑, os encomiendo el cadáver de este pobre diablo. Que lo
entierren en tierra santa. Cierto que había cometido un crimen, pero estaba
arrepentido.
Y
los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el
cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El
hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por
agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente. En pocas palabras
Porthos y Aramis fueron puestos al corriente de la
situación.
‑¡Y
bien! ‑dijo D'Artagnan a Athos‑. Ya lo veis, querido amigo, es una guerra a
muerte.
Athos movió la
cabeza.
‑Sí,
sí ‑dijo‑, ya lo veo, pero ¿créis que sea ella?
‑Estoy
seguro.
‑Sin
embargo os confieso que todavía dudo.
‑¿Y
esa flor de lis en el hombro?
‑Es
una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido
marcada a raíz de su crimen.
‑Athos, es
vuestra mujer, os lo digo yo ‑repitió D'Artagnan‑. ¿No recordáis cómo coinciden
las dos marcas?
‑Sin
embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la colgué muy
bien.
Fue
D'Artagnan quien esta vez movió la cabeza.
‑En
fin ¿qué hacemos? ‑dijo el joven.
‑Lo
cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida
sobre la cabeza ‑dijo Athos‑, y que hay que salir de esta
situación.
‑Pero
¿cómo?
‑Escuchad, tratad
de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: ¡La paz o la
guerra! Palabra de gentilhombre de que nunca diré nada de vos, de que jamás haré
nada contra vos; por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral
respecto a mí; si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en
busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago
meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de
gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un
perro rabioso.
‑No
está mal ese sistema ‑dijo D'Artagnan‑, pero ¿cómo encontrarme con
ella?
‑El
tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala
del hombre; cuanto más empeñado está uno, más se gana si se sabe
esperar.
‑Sí,
pero esperar rodeado de asesinos y de envenenadores...
‑¡Bah! ‑dijo
Athos‑. Dios nos ha guardado hasta ahora, Dios nos seguirá
guardando.
‑Sí,
a nosotros sí; además, nosotros somos hombres y, considerándolo bien, es
nuestro deber arriesgar nuestra vida; pero ¡ella!... ‑añadió a media
voz.
‑¿Quién ella?
‑preguntó Athos.
‑Constance.
‑La
señora Bonacieux. ¡Ah! Es justo eso ‑dijo Athos‑. ¡Pobre amigo! Olvidaba que
estabais enamorado.
‑Pues bien ‑dijo
Aramis‑. ¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del
miserable muerto, que estaba en un convento? Se está muy bien en un convento, y
tan pronto acabe el sitio de La Rochelle, os prometo que por lo que a mí se
refiere.
‑¡Bueno! ‑dijo
Athos‑. ¡Bueno! Sí, mi querido Aramis, ya sabemos que vuestros deseos tienden a
la religión.
‑Sólo soy
mosquetero por ínterin ‑dijo humildemente Arami:
‑Parece que hace
mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante ‑dijo en voz baja Athos‑;
mas no prestéis atención, ya conocemos eso.
‑Bien ‑dijo
Porthos‑, me parece que hay un medio muy simple.
‑¿Cuál? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑¿Decís que está
en un convento? ‑prosiguió Porthos.
‑Sí.
‑Pues bien, tan
pronto como termine el asedio, la raptamos del ese
convento.
‑Pero habría que
saber en qué convento está.
‑Claro ‑dijo
Porthos.
‑Pero, pensando
en ello ‑dijo Athos‑, ¿no pretendéis querido D'Artagnan que ha sido la reina
quien le ha escogido el convento?
‑Sí,
eso creo por lo menos.
‑Pues bien,
Porthos nos ayudará en eso.
‑¿Y
cómo?
‑Pues por medio
de vuestra marquesa, vuestra duquesa, vuestra princesa; debe tener largo el
brazo.
‑¡Chis!
‑dijo Porthos
poniendo un dedo sobre sus labios‑. La_ creo cardenalista y no debe saber
nada.
‑Entonces ‑dijo
Aramis‑, yo me encargo de conseguir noticia,
‑¿Vos, Aramis?
‑exclamaron los tres amigos‑. ¿Vos? ¿Y cómo?
‑Por
medio del limosnero de la reina, del que soy muy amigo ‑dijo Aramis
ruborizándose.
Y
con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se
separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche; D'Artagnan
volvió a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del
rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.
El
albergue del Colombier‑Rouge
Apenas llegado al
campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo y
que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra
Buckingham, quiso hacer todos los preparativos, primero para expulsar a los
ingleses de la isla de Ré, luego para apresurar el asedio de La Rochelle; pero,
a pesar suyo, se demoró por las disensiones que estallaron entre los
señores de Bassompierre y Schomberg contra el duque de
Angulema.
Los
señores de Bassompiere y Schomberg eran mariscales de Francia y reclamaban
su derecho a mandar el ejército bajo las órdenes del rey; pero el cardenal, que
temía que Bassompierre, hugonote en el fondo del corazón, acosase
débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de religión, apoyaba por
el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había
nombrado teniente general. De ello resultó que, so pena de ver a los señores de
Bassompierre y Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada
uno un mando particular; Bassompierre tomó sus acuartemamientos al norte de la
ciudad desde La Leu hasta Dompierre; el duque de Angulema al este, desde
Dompierre hasta Périgny; y el señor de Schomberg al mediodía, desde Périgny
hasta Angoutin.
El
alojamiento de Monsieur estaba en Dompierre.
El
alojamiento del rey estaba tanto en Etré como en La
Jarrie.
Finalmente, el
alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una
simple casa sin ningún atrincheramiento.
De
esta forma, Monsieur vigilaba a Bassompierre; el rey, al duque de Angulema, y el
cardenal, al señor de Schomberg.
Una
vez establecida esta organización, se ocuparon de echar a los ingleses de la
isla.
La
coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres
para ser buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían
muchos enfermos en su campamento; además el mar, muy malo en aquella época
del año en todas las costas del Océano, estropeaba todos los días algún pequeño
navío; y con cada marea la playa, desde la punta del Aiguillon hasta la
trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de roble y de
falúas; de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se
mantuviesen en su campamento, era evidente que un día a otro Buckingham,
que sólo permanecía en la isla de Ré por obstinación, se vena obligado a
levantar el sitio.
Pero
como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se
preparaba todo par un nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio
las órdenes necesarias para un ataque decisivo.
No
siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar
sólo los sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos
contentaremos con decir en dos palabras que la empresa tuvo éxito para gran
asombro del rey y a la mayor gloria del señor cardenal. Los ingleses, rechazados
paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al pasar por la isla de
Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de batalla
dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles,
doscientos cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro
piezas de cañón y sesenta banderas, que fueron llevadas a París por Claude de
Saint‑Simon y colgadas con gran pompa en las bóvedas de
Notre-Dame.
Fueron cantados
tedéum en el campamento, y de ahí se esparcieron por toda
Francia.
El
cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos
momentáneamente, nada que temer de parte de los ingleses.
Pero
como acabamos de decir, el reposo era solo momentáneo.
Un
enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu[L170] ,
había sido capturado, y se le había encontrado la prueba de una liga
entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.
Aquella liga
estaba dirigida contra Francia.
Además, en el
alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más
precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que
confirmaban aquella liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus
Memorias, comprometían mucho a la señora de Chevreuse y por consiguiente a la
reina.
Era
sobre el cardenal sobre el que pesaba toda la responsabilidad, porque no se es
ministro absoluto sin ser responsable; por eso todos los recursos de su vasto
ingenio estaban tensos día y noche, y ocupados en escuchar el menor rumor
que se alzara en uno de los grandes reinos de Europa.
El
cardenal conocía la actividad y sobre todo el odio de Buckingham; si la
liga que amenazaba a Francia triunfaba, toda su influencia estaba perdida; la
política española y la política austríaca tenían sus representantes en el
gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios; él, Richelieu, el
ministro francés, el ministro nacional por excelencia, estaba perdido. El rey,
que pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su
maestro, lo abandonaba a las venganzas reunidas de Monsieur y de la reina;
estaba por tanto perdido, y quizá Francia con él. Había que remediar todo
aquello.
Por
eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche
en aquella casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido
su residencia.
Eran
monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían
sobre todo a la Iglesia militante; mujeres algo molestas en sus trajes de
pajes, y cuyos largos calzones no podían disimilar por entero las formas
redondeadas; en fin, campesinos de manos ennegrecidas pero de pierna fina,
y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.
Luego otras
visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que el
cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los
enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña
a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar
represalias; pero no hay que creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen
sus enemigos.
Lo
cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más
encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos
nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto
para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún
mensajero que no quería que se dejase entrar en su
casa.
Por
su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran
severamente controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto
más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del
señor de Tréville, obtenían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el
cierre del campamento con permisos particulares.
Pero
una noche en que D'Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido
acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla,
envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas,
volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el
camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier‑Rouge, siguiendo el camino
que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a
una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar[L171] ,
creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres
se detuvieron, apretados uno contra otro, y esperaron, en medio del camino.
Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube,
vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se
detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o
volver atrás. Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos,
dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme
voz:
‑¿Quién
vive?
‑¿Quién vive,
vos? ‑respondió uno de aquellos caballeros.
‑Eso
no es contestar ‑dijo Athos‑. ¿Quién vive? Responded o
cargamos.
‑¡Tened cuidado
con lo que vais a hacer señores! ‑dijo entonces una voz vibrante que
parecía tener el hábito de mando.
‑¿Es
algún oficial superior que hace su ronda de noche? ‑dijo Athos‑. ¿Qué queréis
hacer, señores?
‑¿Quiénes sois?
‑dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais pasarlo
mal por vuestra desobediencia.
‑Mosqueteros del
rey ‑dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía derecho
a ello.
‑
Qué compañía?
‑
Compañía de Tréville.
‑Avanzad en orden
y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta hora.
Los
tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres
estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que
ellos; se dejó por lo demás a Athos el cuidado de
portavoz.
Uno
de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez
pasos por delante de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de
quedarse, por su parte, atrás, y avanzó solo.
‑¡Perdón, mi
oficial! ‑dijo Athos‑. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y como
podéis ver estábamos ojo avizor.
‑¿Vuestro nombre?
‑dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su
capa.
‑¿Y
el vuestro, señor? ‑dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel
interrogatorio‑. Dadme, por favor, una prueba de que tenéis derecho a
interrogarme.
‑¿Vuestro nombre?
‑repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que
dejaba el rostro al descubierto.
‑¡Señor cardenal!
‑exclamó el mosquetero estupefacto.
‑¡Vuestro nombre!
‑repitió por tercera vez Su Eminencia.
‑Athos ‑dijo el
mosquetero.
El
cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.
‑Estos tres
mosqueteros nos seguirán ‑dijo en voz baja‑, no quiero que se sepa que he
salido del campamento, y siguiéndonos estare mos más seguros de que no lo dirán
a nadie.
‑Nosotros somos
gentileshombres, Monseñor ‑dijo Athos‑; pedidnos, pues, nuestra palabra y
no os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un
secreto.
El
cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz
interlocutor.
‑Tenéis el oído
fino, señor Athos ‑dijo el cardenal‑; pero ahora escuchad esto: os ruego
que me sigáis, no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos
compañeros son los señores Porthos y Aramis.
‑Sí,
Eminencia ‑dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás
se acercaban con el sombrero en la mano.
‑Os
conozco, señores ‑dijo el cardenal‑, os conozco; sé que no sois completamente
amigos míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales
gentileshombres y que se puede fiar de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el
honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como
para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
Los
tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus
caballos.
‑Pues bien, por
mi honor ‑dijo Athos‑, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella:
hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas
caras hemos tenido una querella en el
Colombier‑Rouge.
‑¿Una querella?
¿Y por qué, señores? ‑dijo el cardenal‑. No me gustan los camorristas, ¡ya lo
sabéis!
‑Por
eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que
acaba de ocurrir; porque podría enterarse por otras personas distintas a
nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en
falta.
‑¿Y
cuáles han sido los resultados de esa querella? ‑pregunté el cardenal frunciendo
el ceño.
‑Pues mi amigo
Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le
impedirá, como Vuestra Eminencie podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra
Excelencia ordena h escalada.
‑Pero no sois
hombres para dejaros dar estocadas de esa forma ‑dijo el cardenal‑; vamos, sed
francos, señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo
derecho a dar la absolución
‑Yo,
Monseñor ‑dijo Athos‑, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he
agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana.
Parece que al caer ‑continuó Athos cor cierta duda‑ se ha roto una
pierna.
‑¡Ah, ah! ‑dijo
el cardenal‑. ¿Y vos, señor Porthos?
‑Yo,
Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado
a uno de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el
hombro.
‑Bien ‑dijo el
cardenal‑. ¿Y vos, señor Aramis?
‑Yo,
Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe
Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas
cuando uno de aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en
el brazo úquierdo. Entonces me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y,
cuando volvía a la carga, creo haber notado que al arrojarse sobre mí se había
atravesado el cuerpo; sólo sé con certeza que ha caído y me ha parecido que se
lo llevaban con sus dos compañeros.
‑¡Diablos,
señores! ‑dijo el cardenal‑. Tres hombres fuera de combate por una disputa de
taberna; no os vais de vacío. ¿Y a proposito, ¿de qué vino la
querella?
‑Aquellos
miserables estaban borrachos ‑dijo Athos‑, y sabiendo que había una mujer que
había llegado por la noche a la taberna querían forzar la
puerta.
‑¿Forzar la
puerta? ‑dijo el cardenal‑. ¿Y eso para qué?
‑Para violentarla
sin duda ‑dijo Athos‑; tengo el honor de decir a Vuestra Eminencia que
aquellos miserables estaban borrachos.
‑¿Y
esa mujer era joven y hermosa? ‑preguntó el cardenal con cierta
inquietud.
‑No
la hemos visto, Monseñor ‑dijo Athos.
‑¡No
la habéis visto! ¡Ah, muy bien! ‑replicó vivamente el cardenal‑. Habéis hecho
bien en defender el honor de una mujer, y como es al albergue del
Colombier‑Rouge a donde yo voy, sabré si me habéis dicho la
verdad.
‑Monseñor ‑dijo
altivamente Athos‑, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no
diríamos una mentira.
‑Por
eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante,
pero ‑añadió para cambiar de conversación‑, ¿aquella dama estaba, por tanto,
sola?
‑Aquella dama
tenía encerrado con ella un caballero ‑dijo Athos‑; pero como pese al alboroto
el caballero no ha aparecido, es de presumir que es un
cobarde.
‑¡No
juzguéis temerariamente!, dice el Evangelio ‑replicó el
cardenal.
Athos se
inclinó.
‑Y
ahora, señores, está bien ‑continuó Su Eminencia‑. Sé lo que quería saber;
seguidme.
Los
tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvió de nuevo el rostro
con su capa y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por
delante de sus acompañantes.
Llegaron pronto
al albergue silencioso y solitario; sin duda el hostelero sabía qué ilustre
visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los
importunos.
Diez
pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los
tres mosqueteros de detenerse. Un caballo completamente ensillado estaba
atado al postigo. El cardenal llamó tres veces y de determinada
manera.
Un
hombre envuelto en una capa salió al punto y cambió algunas rápidas palabras con
el cardenal, tras lo cual volvió a subir a caballo y partió en la dirección de
Surgères, que era también la de París.
‑Avanzad, señores
‑dijo el cardenal.
‑Me
habéis dicho la verdad, gentileshombres ‑dijo dirigiéndose a los tres
mosqueteros‑. Sólo a mí me atañe que nuestro encuentro de esta noche os sea
ventajoso; mientras tanto, seguidme.
El
cardenal echó pie a tierra y los tres mosqueteros hicieron otro tanto; el
cardenal arrojó la brida de su caballo a las manos de su escudero y los
tres mosqueteros ataron las bridas de los suyos a los
postigos.
El
hotelero permanecía en el umbral de la puerta; para él el cardenal no era
más que un oficial que venía a visitar a una dama.
‑¿Tenéis alguna
habitación en la planta baja donde estos señore puedan esperarme junto a un buen
fuego? ‑dijo el cardenal.
El
hostelero abrió la puerta de una gran sala, en la que precisament acababan de
reemplazar una mala estufa por una gran chimenea
excelente.
‑Tengo ésta
‑respondió.
‑Está bien ‑dijo
el cardenal‑. Entrad ahí, señores, y tened a bie esperarme; no tardaré más de
media hora.
Y
mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el
cardenal, sin pedir informes más amplios, subió la escaler como hombre que no
necesita que le indiquen el camino.
Capítulo
XLIV
De
la utilidad de los tubos de estufa
Era
evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco
y aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien
a quien el cardenal honraba con su proteción particular.
Pero
¿quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres
mosqueteros; luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su
inteligencia era satisfactoria, Porthos llamó al hotelero y pidió los
dados.
Porthos y Aramis
se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó
reflexionando.
Al
reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la
estufa roto por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y
cada vez que pasaba y volvía a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por
centrar su atención. Athos se acercó y distinguió algunas palabras que sin duda
le parecieron merecer un interés tan grande que hizo seña a sus compañeros de
callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio
interior.
‑Escuchad, Milady
‑decía el cardenal‑; el asunto es importarte; sentaos ahí y
hablemos.
‑¡Milady! ‑murmuró
Athos.
‑Escucho a
Vuestra Excelencia con la mayor atención ‑respondió una voz de mujer que hizo
estremecer al mosquetero.
‑Un
pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera
en la desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela
mañana por la mañana.
‑Entonces, ¿es
preciso que vaya allí esta noche?
‑Ahora mismo, es
decir, cuando hayáis recibido mis instrucciones. Dos hombres que
encontraréis a la puerta al salir os servirán de escolta; me dejaréis salir a mí
primero; luego, media hora después de mí, saldréis vos.
‑Sí,
monseñor. Ahora volvamos a la misión que tenéis a bien encargarme; y como
quiero seguir mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos exponérmela
en términos claros y precisos para que no cometa ningún
error.
Hubo
un instante de profundo silencio entre los dos interlocutores; era evidente que
el cardenal media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady
reunía todas sus facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a
decir y grabarlas en su memoria cuando estuviesen
dichas.
Athos aprovechó
ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por dentro y
para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
Los
dos mosqueteros, que amaban la comodidad, trajeron una silla para cada uno
de ellos y otra silla para Athos. Los tres se sentaron entonces con las cabezas
juntas y el oído al acecho.
‑Vais a partir
para Londres ‑continuó el cardenal‑. Una vez llegada a Londres, iréis en
busca de Buckingham.
‑Haré observar a
Su Eminencia ‑dijo Milady‑ que, desde el asunto de los herretes de diamantes,
que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de
mí.
‑Esta vez ‑dijo
el cardenal‑ no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y
lealmente a él como negociadora.
‑Franca y
lealmente ‑repitió Milady con una indecible expresión de
duplicidad.
‑Sí,
franca y lealmente ‑replicó el cardenal en el mismo tono‑; toda esta negociación
debe ser hecha al descubierto.
‑Seguiré al pie
de la letra las instrucciones de Su Eminencia, y espero que me las
dé.
‑Iréis en busca
de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace,
pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga,
pierdo a la reina.
‑¿Creerá él que
Vuestra Eminencia está en condiciones de cumplir la amenaza que le
hace?
‑Sí,
porque tengo pruebas.
‑Es
preciso que yo pueda presentar estas pruebas a su
consideración.
‑Por
supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois‑Robert y del marqués de
Beutru sobre la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable
con la reina, la noche en que la señora condestable dio una fiesta de
máscaras; le direis, para que no dude de nada, que el fue vestido de Gran
Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este
último mediante la suma de tres mil pistolas.
‑De
acuerdo, monseñor.
‑Todos los
detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que
se introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me
son conocidos; le diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis
informes, que tenía bajo su capa un gran traje blanco sembrado de lágrimas
negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa; porque en caso de sorpresa,
debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como todo el mundo
sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso[L172] .
‑¿Eso es todo,
monseñor?
‑Decidle que
también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una
novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de
los principales actores de aquella escena nocturna.
‑Le
diré eso.
‑Decidle además
que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han sorprendido
ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que
sabe, a incluso... lo que no sabe.
‑De
acuerdo.
‑En
fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré,
olvidó en su alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete
especialmente a la reina, en la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede
amar a los enemigos del rey, sino que incluso conspira con los de Francia.
Habéis retenido todo lo que os he dicho, ¿no es así?
‑Juzgue Vuestra
Eminencia: el baile de la señora condestable; la noche del Louvre; la velada de
Amiens; el arresto de Montaigu; la carta de la señora de
Chevreuse.
‑Eso
es ‑dijo el cardenal‑, eso es; tenéis una memoria afortunada,
Milady.
‑Pero ‑replicó
aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador‑ ¿si pese a
todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a
Francia?
‑El
duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio ‑contestó
Richelieu con profunda amargura‑; como los antiguos paladines, ha emprendido
esta guerra nada más que por obtener una mirada de su bella. Si sabe que esta
guerra puede costarle el honor y quizá la libertad de la dama de sus
pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará dos
veces.
‑Sin
embargo ‑dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta
el fin en la misión de que iba a encargarse‑, sin embargo, ¿si
persiste?
‑Si
persiste... ‑dijo el cardenal‑... No es probable.
‑Es
posible ‑dijo Milady.
‑Si
persiste... ‑Su Eminencia hizo una pausa y prosiguió‑. Pues bien, si persiste,
esperaré uno de esos acontecimientos que cambian la faz de los
Estados.
‑Si
Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia
‑dijo Milady quizá comparta yo su confianza en el
futuro.
Pues
bien, mirad, por ejemplo –dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o
menos parecido al que hace conmoverse al
duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir a la vez
Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no
ocurrió entonces un acontecimiento que salvó a Austria? ¿Por qué el rey de
Francia no habría de tener la misma suerte que el
emperador?
‑¿Vuestra
Eminencia se refiere a la cuchillada de la calle de la
Ferronerie?
‑Precisamente
‑dijo el cardenal.
‑¿Vuestra
Eminencia no teme que el suplicio de Ravaillac espanto a quienes tengan por un
instante la idea de imitarlo?
‑En
todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por
la religión, habrá fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en
mártires. Y ved, precisamente ahora recuerdo que los puritanos están furiosos
contra el duque de Buckingham y que sus predicadores lo designan como el
Anticristo.
‑¿Y
entonces? ‑preguntó Milady.
‑Pues que
‑continuó el cardenal con un sire indiferente‑ por el momento no se trataría,
por ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que
vengarse del duque. Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras
galantes y si ha sembrado muchos amores con sus promesas de constancia eterna,
ha debido sembrar muchos odios también por sus continuas
infidelidades.
‑Sin
duda ‑dijo fríamente Milady‑, se puede encontrar una mujer
semejante.
‑Pues bien, una
mujer semejante, que pusiera el cuchillo de Jaques Clément o de Ravaillac
en las manos de un fanático, salvaría a Francis.
‑Sí,
pero sería cómplice de un asesinato.
‑¿Se
ha conocido alguna vez a los cómplices de Ravaillac o de Jacques
Clément?
‑No,
porque quizá estaban situados demasiado alto para que se atrevieran a irlos a
buscar donde estaban; no se quemaría el Palacio de Justicia por todo el mundo,
monseñor.
‑¿Creéis, pues,
que el incendio del Palacio de Justicia
[L173] tiene una causa
distinta a la del azar? ‑preguntó Richelieu en un tono como el de quien hace una
pregunta sin ninguna importancia.
‑Yo,
monseñor ‑respondió Milady‑, no creo nada, cito un hecho, eso es todo; sólo
digo que si yo me llamara señorita de Montpensier[L174] , o
reina Maria de Médicis, tomaría menos precauciones de las que tomo por llamarme
simplemente lady Clarick.
‑Eso
es justo ‑dijo Richelieu‑. ¿Qué queréis entonces?
‑Querría una
orden que ratificase de antemano todo cuanto yo crea deber hacer para mayor bien
de Francia.
‑Pero primero
habría que buscar la mujer que he dicho y que tuviera que vengarse del
duque.
‑Está encontrada
‑dijo Milady.
‑Luego habría que
encontrar ese miserable fanático que servirá de instrumento a la justicia de
Dios.
‑Se
encontrará.
‑Pues bien ‑dijo
el duque‑, entonces será el momento de reclamar la orden que pedís ahora
mismo.
‑Vuestra
Eminencia tiene razón ‑dijo Milady‑, y soy yo quien está equivocada al ver en la
misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a
Su Gracia, de parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con
ayuda de los cuales ha conseguido acercarse a la reina durante la fiesta
dada por la señora condestable; que tenéis pruebas de la entrevista
concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es otro
que el duque de Buckingham; que habéis encargado una novelita, de las más
ingeniosas, sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa
aventura ocurrió y retratos de los actores que figuraron en ella; que Montaigu
está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle decir cosas que recuerde,
incluso cosas que habría olvidado; finalmente, que vos poseéis cierta carta de
la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que
compromete de modo singular, no sólo a quien la escribió, sino que incluso a
aquella en cuyo nombre fue escrita. Luego, si pese a todo esto persiste,
como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión, no tendré más que
rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia. ¿Basta con eso,
Monseñor? ¿Tengo que hacer alguna otra cosa?
‑Basta con eso
‑replicó secamente monseñor.
‑Pues ahora ‑dijo
Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella‑,
ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus
enemigos, ¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los
míos?
‑¿Tenéis entonces
enemigos? ‑preguntó Richelieu.
‑Sí,
monseñor; enemigos contra los cuales me debéis todo vuestro apoyo, porque
me los he hecho sirviendo a Vuestra Eminencia.
‑¿Y
cuáles? ‑replicó el cardenal.
‑En
primer lugar una pequeña intrigante llamada Bonacieux.
‑Está en la
prisión de Nantes.
‑Es
decir, estaba allí ‑prosiguió Milady‑, pero la reina ha sorprendido una
orden del rey, con ayuda de la cual la ha hecho llevar a un
convento.
‑¿A
un convento? ‑dijo el cardenal.
‑Sí,
a un convento.
‑Y
¿a cuál?
‑Lo
ignoro, el secreto ha sido bien guardado.
‑¡Yo
lo sabré!
‑¿Y
Vuestra Eminencia me dirá en qué convento está esa mujer?
‑No
veo ningún inconveniente ‑dijo el cardenal.
‑Bien; ahora
tengo otro enemigo muy de temer por distintos motivos que esa pequeña
señora Bonacieux.
‑¿Cuál?
‑Su
amante.
‑¿Cómo se
llama?
-¡Oh! Vuestra
Eminencia lo conoce bien –exclamó Milady llevada por la cólera-. Es el genio
malo de nosotros dos; es ése que en un encuentro con los guardias de Vuestra
Eminencia decidió la victoria de los mosqueteros del rey; es el que dio tres
estocadas a de Wardes, vuestro emisario, y que hizo fracasar el asunto de los
herretes; es el que, finalmente, sabiendo que era yo quien le había raptado a la
señora Bonacieux, ha jurado mi muerte.
‑¡Ah, ah! ‑dijo
el cardenal‑. Sé a quién os referís.
‑Me
refiero a ese miserable de D'Artagnan.
‑Es
un intrépido compañero ‑dijo el cardenal.
‑Y
precisamente porque es un intrépido compañero es más de
temer.
‑Sería preciso
‑dijo el duque‑ tener una prueba de su inteligencia con
Buckingham.
‑¡Una prueba!
‑exclamó Milady‑. Tendré diez.
‑Pues bien
entonces es la cosa más sencilla del mundo, presentadrne esa prueba y lo
mando a la Bastilla.
‑¡De
acuerdo, monseñor! Pero ¿y después?
‑Cuando se está
en la Bastilla, no hay después ‑dijo el cardenal con voz sorda‑. ¡Ah, diantre
‑continuó‑, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil
me es desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por
lo que pedís vos la impunidad!...
‑Monseñor
‑replicó Milady‑, trueque por trueque, vida por vida, hombre por hombre;
dadme a mí ese y yo os doy el otro.
‑No
sé lo que queréis decir ‑replicó el cardenal‑, y no quiero siquiera saberlo;
pero tengo el deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en
daros lo que pedís respecto a una criatura tan ínfima; tanto más, como vos me
decís, cuanto que ese pequeño D'Artagnan es un libertino, un duelista y un
traidor.
‑¡Un
infame, monseñor, un infame!
‑Dadme, pues, un
papel, una pluma y tinta ‑dijo el cardenal.
‑Helos aquí,
monseñor.
Se
hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en
buscar los términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía
escribirlo. Athos, que no había perdido una palabra de la conversación, cogió a
cada uno de sus compañeros por una mano y los llevó al otro extremo de la
habitación.
‑¡Y
bien! ‑dijo Porthos‑. ¿Qué quieres y por qué no nos dejas escuchar el final de
la conversación?
‑¡Chis! ‑dijo
Athos hablando en voz baja‑. Hemos oído todo cuanto es necesario oír; además no
os impido escuchar el resto, pero es preciso que me vaya.
‑¡Es
preciso que te vayas! ‑dijo Porthos‑. Pero si el cardenal pregunta por ti, ¿qué
responderemos?
‑No
esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como
explorador porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar
que el camino no era seguro; primero diré dos palabras sobre ello al escudero
del cadernal; el resto es cosa mía, no os preocupéis.
‑¡Sed prudente,
Athos! ‑dijo Aramis.
‑Estad tranquilos
‑respondió Athos‑, ya sabéis, tengo sangre fría.
Porthos y Aramis
fueron a ocupar nuevamente su puesto junto al tubo de
estufa.
En
cuanto a Athos, salió sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los
de sus amigos a los molinetes de los postigos, convenció con cuatro palabras al
escudero de la necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspeccionó con
afectación el fulminante de sus pistolas, se puso la espada en los dientes y
siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al
campamento.
Escena
conyugal
Como
Athos había previsto, el cardenal no tardó en descender; abrió la puerta de la
habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando
una encarnizada partida de dados con Aramis. De rápida ojeada registró
todos los rincones de la sala y vio que le faltaba uno de los
hombres.
‑¿Qué ha sido del
señor Athos? ‑preguntó.
‑Monseñor
‑respondió Porthos‑, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro
hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era
segura.
‑¿Y
vos, que habéis hecho vos, señor Porthos?
‑Le
he ganado cinco pistolas a Aramis.
‑Y
ahora, ¿podéis volver conmigo?
‑Estamos a las
órdenes de Vuestra Eminencia.
‑A
caballo pues, señores, que se hace tarde.
‑El
escudero estaba a la puerta y sostenía por las bridas el caballo del cardenal.
Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la
sombra: aquellos dos hombres eran los que debían conducir a Milady al
fuerte de La Pointe y velar por su embarque.
El
escudero confirmó al cardenal lo que los dos mosqueteros ya le habían dicho a
propósito de Athos. El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendió la
ruta, rodeándose de las mismas precauciones que había tomado al
partir.
Dejémosle seguir
el camino del campamento, protegido por el escudero y los dos mosqueteros,
y volvamos a Athos.
Durante una
centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la vista,
había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una
veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una
vez reconocidos los sombreros bordados de sus compañeros y la franja dorada
de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el
recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvió al galope al
albergue que se le abrió sin dificultad.
El
hostelero lo reconoció.
‑Mi
oficial ‑dijo Athos‑ ha olvidado hacer a la dama del primero una
recomendación importante; me envía para reparar su olvido.
‑Subid ‑dijo el
hostelero‑, todavía está en su habitación.
Athos aprovechó
el permiso, subió la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a
través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su
sombrero.
Entró en la
habitación y cerró la puerta tras sí.
Al
ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.
Athos estaba de
pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los
ojos.
Al
ver aquella figura muda a inmóvil como una estatua, Milady tuvo
miedo.
‑¿Quién sois? ¿Y
qué queréis? ‑exclamó.
‑Vamos, ¡es ella!
‑murmuró Athos.
Y
dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia
Milady.
‑¿Me
reconocéis, señora? ‑dijo.
Milady dio un
paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una
serpiente.
‑Vamos ‑dijo
Athos‑, está bien, ya veo que me reconocéis.
‑¡El
conde de La Fère! ‑murmuró Milady palideciendo y retrocediendo hasta que el
muro le impidió ir más lejos.
‑Sí,
Milady ‑respondió Athos‑, el conde de La Fère en persona, que vuelve
directamente del otro mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y
hablemos, como dice Monseñor el cardenal.
Milady, dominada
por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola
palabra.
‑¿Sois acaso un
demonio enviado a la tierra? ‑dijo Athos‑. Vuestro poder es grande, pero
sabéis también que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a
los demonios más terribles. Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos
vencido, señora; pero, o yo me equivocaba o el infierno os ha
resucitado.
A
estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un
gemido sordo.
‑Sí,
el infierno os ha resucitado ‑prosiguió Athos‑, el infierno os ha hecho rica, el
infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro;
pero no ha borrado ni las mancillas de vuestra alma ni la marca de vuestro
cuerpo.
Milady se levantó
como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos permaneció
sentado.
‑Me
creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es as? ¡Y este nombre de Athos
había ocultado al conde de La Fère, como el nombre de Milady Clarick había
ocultado a Anne de Breuil! ¿No era así como os llamabais cuando vuestro
honrado hermano nos casó? Nuestra posición es realmente extraña ‑prosiguió Athos
riendo‑; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y
porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más
devoradora a veces que un recuerdo.
‑Pero, en fin
‑dijo Milady con una voz sorda‑, ¿qué os trae a m? ¿Y qué queréis de
mí?
‑Quiero deciros
que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de
vista.
‑¿Sabéis lo que
he hecho?
‑Puedo contar día
por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal
hasta esta noche.
Una
sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de
Milady.
‑Oíd: sois vos
quien cortó los dos herretes de diamantes del hombro del duque de
Buckingham; sois vos quien ha hecho raptar a la señora Bonacieux; sois vos
quien, enamorada de De Wardes, y creyendo pasar la noche con él, habéis
abierto vuestra puerta al señor D'Artagnan; sois vos quien, creyendo que De
Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival; sois vos quien,
cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido
hacerlo matar por dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos
quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino
envenenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel
vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada
en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el
compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que
él os ha hecho de dejaros asesinar a D'Artagnan.
Milady estaba
lívida.
‑Pero ¿sois acaso
Satán? ‑dijo ella.
‑Quizá ‑dijo
Athos‑, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis
asesinar al duque de Buckingham, poco importa; no lo conozco, además es un
inglés. Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D'Artagnan,
que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, a os juro por la cabeza de
mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.
‑El
señor D'Artagnan me ha ofendido cruelmente ‑dijo Milady con voz sorda‑. El señor
D'Artagnan morirá.
‑¿De
veras es posible que alguien os ofenda, señora? ‑dijo riendo Athos‑. ¿Os ha
ofendido y morirá?
‑Morirá ‑replicó
Milady‑; ella primero, él después.
Athos fue
arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía
nada de mujer, le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación
menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla
a su honor; su deseo de crimen le volvió quemándole y lo invadió como una
fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una
pistola y la armó.
Milady, pálida
como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más
que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el
estertor de una bestia fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los
cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del
terror.
Athos alzó
lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi la
frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la
calma suprema de una inflexible resolución:
‑Señora ‑dijo‑,
ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi
alma que os salto la tapa de los sesos.
Con
otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a
Athos; sin embargo, permaneció inmóvil.
‑Tenéis un
segundo para decidiros ‑dijo él.
Milady vio en la
contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a
su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.
‑¡Tomad ‑dijo
ella‑, y sed maldito!
Athos cogió el
papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para
asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:
«El
portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del
Estado.
3 de diciembre
de 1627[L175] .
Richelieu»
‑Y
ahora ‑dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la
cabeza‑, ahora que lo he amancado los dientes, víbora, muerde si
puedes.
Y
salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.
A la
puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la
mano.
‑Señores ‑dijo‑
la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder
tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a
bordo.
Como
estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido,
inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.
En
cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de
seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose
de vez en cuando para escuchar.
En
uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caballos. No dudó
que fueran el cardenal y su escolta. Entonces echó una nueva camera, restregó a
su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de
través en el camino, a doscientos pasos del campamento
aproximadamente.
‑¿Quién vive?
‑gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.
‑Es
nuestro valiente mosquetero, según creo ‑dijo el cardenal.
‑Sí,
Monseñor ‑respondió Athos‑, el mismo.
‑Señor Athos
‑dijo Richelieu‑, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que habéis
hecho de nosotros; señores, hemos llegado: tomad la puerta de la izquierda,
la contraseña es Rey y
Ré.
Al
decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró
a la derecha seguido de su escudero; porque aquella noche dormía en el
campamento.
‑¡Y
bien! ‑dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del
alcance de la voz‑. Y bien, ha firmado el papel que ella
pedía.
‑Lo
sé ‑dijo tranquilamente Athos‑, porque es éste.
Y
los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su
acuartelamiento, excepto para dar la contraseña a los
centinelas.
Sólo
que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser
relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los
mosqueteros.
Por
otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los
hombres que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos; por un
instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo,
pero una revelación por su parte llevaba a una revelación por parte de
Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba
marcada; pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente,
cumplir con su habilidad ordinaria la difícil misión de que se había
encargado y luego, una vez cumplido todo a satisfacción del cardenal, ir a
reclamar su venganza.
Por
consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba
en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el
navío, que con la patente de corso del cardenal se suponía en franquía para
Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.
Capítulo
XLVI
El
bastión Saint‑Geruais
Al
llegar donde sus tres amigos, D'Artagnan los encontró reunidos en la misma
habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía
sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo
azul.
‑¡Diantre,
señores! ‑dijo‑. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso
contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de
dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un
bastión. ¡Ah, y que no estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen
calor!
‑¡Estábamos en
otro lado donde tampoco hacía frío! ‑respondió Porthos haciendo adoptar a su
mostacho un rizo que le era particular.
‑¡Chis! ‑dijo
Athos.
‑¡Vaya! ‑dijo
D'Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero‑. Parece
que hay novedades por aquí.
‑Aramis ‑dijo
Athos‑, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del
Parpaillot.
‑Sí.
‑¿Qué tal
está?
‑Por
lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más
que carne.
‑¿Cómo? ‑dijo
Athos‑. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?
‑Dicen ‑replicó
Aramis volviendo a su piadosa lectura‑ que el dique que ha hecho construir el
señor cardenal lo echa a alta mar.
‑Mas
no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis ‑prosiguió Athos‑; yo os preguntaba si
estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.
‑Me
parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que
queréis decir, Athos, estaremos bastante bien en el
Parpaillot.
‑Vamos entonces
al Parpaillot ‑dijo Athos‑, porque aquí las paredes son corno hojas de
papel.
D'Artagnan, que
estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía
inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las
circunstancias eran graves, cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir
nada; Porthos siguió platicando con Aramis.
En
camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud,
según su costumbre, obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado
casi por olvidarse de hablar.
Llegaron a la
cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear;
los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del
huésped, no debían ser molestados.
Por
desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de
tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire
húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos,
guardias, mosqueteros, caballos‑ligeros se sucedíar con una rapidez que debía
hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las miras de
los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a
los brindis y a las bromas de sus camaradas.
‑¡Vamos! ‑dijo
Athos‑. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de eso
en este momento. D'Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os
contaremos la nuestra.
‑En
efecto ‑dijo un caballo‑ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un
vaso de aguardiente que degustaba con lentitud‑; en efecto, esta noche estabais
de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes
con los rochelleses.
D'Artagnan miró a
Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la
conversación.
‑Y
bien ‑dijo Athos‑, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de
dirigirte la palabra? Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores
desean saberlo.
‑¿No
habrán cogido un fasitón? ‑preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de
cerveza.
‑Sí,
señor ‑respondió D'Artagnan inclinándose‑, hemos tenido ese honor; incluso
hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de
pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha; sin contar con que,
como el bastión no era de ayer, todo el resto de la obra ha quedado
tambaleándose.
‑Y
¿qué bastión es? ‑preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que
traía para que se la asasen.
‑El
bastión Saint‑Gervais ‑respondió D'Artagnan, tras el cual los rochelleses
inquietaban a nuestros trabajadores.
‑¿Y
la cosa ha sido acalorada?
‑Por
supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o
diez.
‑¡Triante!
‑exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la
lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en
francés.
‑Pero es probable
‑dijo el caballo‑ligero‑ que esta mañana envíen avanzadillas para poner las
cosas en su sitio en el bastión.
‑Sí,
es probable ‑dijo D'Artagnan.
‑Señores ‑dijo
Athos‑, una apuesta.
‑¡Ah! Sí, una
apuesta ‑dijo el suizo.
‑ Cuál? ‑preguntó el
caballo‑ligero.
‑Esperad ‑dijo el
dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que
sostenían el fuego de la chimenea‑, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una
grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta
estimable ave.
‑Tiene razón
‑dijo el suizo‑, la grasa zuya, es muy fuena gon
gonfituras.
‑Ahí
‑dijo el dragón‑. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor
Athos!
‑¡Sí, la apuesta!
‑dijo el caballo‑ ligero.
‑Pues bien, señor
de Busigny, apuesto con vosotros ‑dijo Athosa que mis tres compañeros, los
señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión
Saint‑Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el
enemigo para desalojarnos.
Porthos y Aramis
se miraron; comenzaban a comprender.
‑Pero ‑dijo
D'Artagnan inclinándose al oído de Athos‑ vas a hacernos matar sin
misericordia.
‑Estamos mucho
más muertos ‑respondió Athos‑ si no vamos.
‑¡Ah! A fe que es
una hermosa apuesta ‑dijo Porthos retrepándose en su silla y retorciéndose
el mostacho.
‑Acepto ‑dijo el
señor de Busigny‑; ahora se trata de fijar la puesta.
‑Vosotros sois
cuatro, señores ‑dijo Athos‑; nosotros somos cuatro; una cena a discreción
para ocho, ¿os parece?
‑De
acuerdo ‑replicó el señor de Busigny.
‑Perfectamente
‑dijo el dragón.
‑Me
fa ‑dijo el suizo.
El
cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo
con la cabeza una señal de que aceptaba la
proposición.
‑El
desayuno de estos señores está dispuesto ‑dijo el
hostelero.
‑Pues bien,
traedlo ‑dijo Athos.
El
hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en
un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas
traídas.
Grimaud
comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta,
empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al
brazo.
‑Pero ¿dónde se
van a tomar mi desayuno? ‑dijo el hostelero.
‑¿Qué os importa
‑dijo Athos‑, con tal de que os paguen?
Y
majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.
‑¿Hay que
devolveros algo mi oficial? ‑dijo el hostelero.
‑No,
añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las
servilletas.
El
hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se
recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de
dos botellas de vino de Champagne.
‑Señor de Busigny
‑dijo Athos‑, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner
el mío con el vuestro?
‑De
acuerdo, señor ‑dijo el caballo‑ligero sacando del bolsillo del chaleco un
hermoso reloj rodeado de diamantes‑; las siete y media
‑dijo.
‑Siete y treinta
y cinco minutos ‑dijo Athos‑; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos
sobre vos, señor.
Y
saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el
camino del bastión Saint‑Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta,
ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con
Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.
Mientras
estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no
intercambiaron una palabra; además eran seguidos por los curiosos que,
conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de
ella.
Pero
una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno
campo, D'Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había
llegado el momento de pedir una explicación.
‑Y
ahora, mi querido Athos ‑dijo‑, tened la amabilidad de decirme adónde
vamos.
‑Ya
lo veis ‑dijo Athos‑, vamos al bastión.
‑Sí,
pero ¿qué vamos a hacer all?
‑Ya
lo sabéis, vamos a desayunar.
‑Pero ¿por qué no
hemos desayunado en el Parpaillot?
‑Porque tenemos
cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos
en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que
saludan, que se pegan a la mesa; ahí por lo menos ‑prosiguió Athos señalando el
bastión‑ no vendrán a molestarnos.
‑Me
parece ‑dijo D'Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se
aliaba en él a una bravura excesiva‑, me parece que habríamos podido encontrar
algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.
‑Donde se nos
habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un
cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos
consejo.
‑Sí
‑dijo Aramis‑, Athos tiene razón: Animadvertuntur in desertis[L176] .
‑Un
desierto no habría estado mal ‑dijo Porthos‑, pero se trataba de
encontrarlo.
‑No
hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde
un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir
de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más
vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no
podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una apuesta, una apuesta que
no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que
la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos
atacados o no lo seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para
hablar, y nadie nos oirá, porque respondo de que los muros de este bastión no
tienen orejas; si lo somos, hablaremos de nuestros asuntos al mismo tiempo, y
además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis que todo es
beneficio.
‑Sí
‑dijo D'Artagnan‑, pero indudablemente pescaremos alguna
bala.
‑Vaya, querido
‑dijo Athos‑, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del
enemigo.
‑Pero me parece
que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros
mosquetes.
‑Sois un necio,
amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?
‑No
me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce
cartuchos y un cebador.
‑Pero bueno ‑dijo
Athos‑, ¿no habéis oído lo que ha dicho D'Artagnan?
‑¿Qué ha dicho
D'Artagnan? ‑preguntó Porthos.
‑D'Artagnan ha
dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y
otros tantos rochelleses.
‑¿Y
qué?
‑No
ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había
otras cosas más urgentes.
‑Y
¿qué?
‑¡Y
qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez
de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un
centenar de disparos.
‑¡Oh, Athos!
‑dijo Aramis‑. Eres realmente un gran hombre.
Porthos inclinó
la cabeza en señal de asentimiento.
Sólo
D'Artagnan no parecía convencido.
Indudablemente
Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando
hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el
faldón de su traje.
‑¿Dónde vamos?
‑preguntó por gestos.
Athos le sañaló
el bastión.
‑Pero ‑dijo en el
mismo dialecto el silencioso Grimaud‑ dejaremos ahí nuestra
piel.
Athos alzó los
ojos y el dedo hacia el cielo.
Grimaud puso su
cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.
Athos cogió de su
cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la
oreja de Grimaud.
Grimaud volvió a
ponerse en pie como por un resorte.
Athos le hizo
seña de coger la cesta y de caminar delante.
Grimaud
obedeció.
Todo
cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante
es que había pasado de la retaguardia a la
vanguardia.
Llegados al
bastión, los cuatro se volvieron.
Más
de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del
campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny,
al dragón, al suizo y al cuarto apostante.
Athos se quitó el
sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el
aire.
Todos los
espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran
hurra que llegó hasta ellos.
Tras
lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido
Grimaud.
Capítulo
XLVII
El
consejo de los mosqueteros
Como
Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos
tanto franceses como rochelleses.
‑Señores ‑dijo
Athos, que había tomado el mando de la expedición‑, mientras Grimaud pone
la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar
al cumplir esa tarea. Estos señores ‑añadió él señalando a los muertos‑ no nos
oyen.
‑Podríamos de
todos modos echarlos en el foso ‑dijo Porthos‑, después de habernos asegurado
que no tienen nada en sus bolsillos.
‑Sí
‑dijo Aramis‑, eso es asunto de Grimaud.
‑Bueno ‑dijo
D'Artagnan‑, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las
murallas.
‑Guardémonos de
hacerlo ‑dijo Athos‑, pueden servirnos.
‑¿Esos muertos
pueden servirnos? ‑dijo Porthos‑. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo
mío!
‑¡«No juzguéis
temerariamente», dice el Evangelio
[L177] el
señor cardenal! ‑respondió Athos‑. ¿Cuántos fusiles,
señores.
‑Doce ‑respondió
Aramis.
‑¿Cuántos
disparos?
‑Un
centenar.
‑Es
todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.
Los
cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último
fusil, Grimaud hizo señas de que el desayuno estaba
servido.
Athos respondió,
siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de atalaya
donde éste comprendió que debía quedarse de centinela. Sólo que para
suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitió llevar un pan,
dos chuletas y una botella de vino.
‑Y
ahora, a la mesa ‑dijo Athos.
Los
cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los
turcos o los canteros.
‑¡Ah! ‑dijo
D'Artagnan‑. Ahora que ya no
tienes miedo de ser oído, espero que vayas a hacernos participe de tu secreto,
Athos.
‑Espero que os
procure a un tiempo agrado y gloria, señores ‑dijo Athos‑. Os he hecho dar un
paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas
personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos
toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen
bastante.
‑Pero ¿y ese
secreto? ‑preguntó D'Artagnan.
‑El
secreto ‑dijo Athos‑ es que ayer por la noche vi a Milady. D'Artagnan llevaba su
vaso a los labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo
dejó en el suelo para no derramar el contenido...
‑¿Has visto a tu
mu...?
‑¡Chis!
‑interrumpió Athos‑. Olvidáis, querido, que estos señores no están
iniciados como vos en el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a
Milady.
‑¿Y
dónde? ‑preguntó D'Artagnan.
‑A
dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del
Colombier‑Rouge.
‑En
tal caso estoy perdido ‑dijo D'Artagnan.
‑No,
no del todo aún ‑prosiguió Athos‑, porque a esta hora debe haber abandonado las
costas de Francia.
D'Artagnan
respiró.
‑Pero, a fin de
cuentas ‑prosiguió Porthos‑, ¿quién es esa Milady?
‑Una
mujer encantadora ‑dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso‑.
¡Canalla de hostelero ‑exclamó‑, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne
y que cree que nos vamos a dejar coger! Sí ‑continuó‑, una mujer encantadora que
ha tenido bondades con nuestro amigo D'Artagnan, que le ha hecho no sé qué
perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a
disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su
cabeza al cardenal.
‑¿Cómo? ¿Pidiendo
mi cabeza al cardenal? ‑exclamó D'Artagnan, pálido de
terror.
‑Eso
es tan cierto ‑dijo Porthos‑ como el Evangelio; lo he oído con mis dos
orejas.
‑Y
yo también ‑dijo Aramis.
‑Entonces ‑dijo
D'Artagnan dejando caer su brazo con desaliento‑ es inútil seguir luchando
más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está
terminado.
‑Es
la última tontería que hay que hacer ‑dijo Athos‑, dado que es la única que no
tiene remedio.
‑Pero no escaparé
nunca ‑dijo D'Artagnan‑ con semejantes enemigos. Primero, mi desconocido de
Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo
secreto he sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho
fracasar.
‑¡Pues bien!
‑dijo Athos‑. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno
contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a
tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud?
Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito
hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué veis?
‑Una
tropa.
‑¿De
cuántas personas?
‑De
veinte hombres.
‑¿Qué
hombres?
‑Dieciséis
zapadores, cuatro soldados.
‑¿A
cuántos pasos están?
‑A
quinientos pasos.
‑Bueno, aún
tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud,
D'Artagnan.
‑¡A
tu salud! ‑repitieron Porthos y Aramis.
‑Pues bien, ¡a mi
salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran
cosa.
‑¡Bah! ‑dijo
Athos‑. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en
sus manos.
Luego, tragando
el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente,
cogió el primer fusil que había a mano y se acercó a una
tronera.
Porthos, Aramis y
D'Artagnan hicieron otro tanto. En cuanto a Grimaud, recibió la orden de
colocarse detrás de los cuatro a fin de volver a cargar las
armas.
Al
cabo de un instante vieron aparecer la tropa; seguía una especie de ramal de
trinchera que establecía comunicación entre el bastión y la
ciudad.
‑¡Diantre! ‑dijo
Athos‑. ¿Merecía la pena molestarnos por una veintena de bribones armados de
piquetas, de azadones y de palas? Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que
hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado
tranquilos.
‑Lo
dudo ‑observó D'Artagnan‑, porque avanzan muy decididos por ese lado. Por
otra parte, con los trabajadores hay cuatro soldados y un brigadier armados
de mosquetes.
‑Eso
es que no nos han visto ‑replicó Athos.
‑¡A
fe ‑dijo Aramis‑ confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres
diablos de burgueses!
‑¡Mal cura
‑respondió Porthos‑ el que tiene piedad de los
heréticos!
‑Realmente ‑dijo
Athos‑, Aramis tiene razón, voy a avisarlos.
‑¿Qué diablos
hacéis? ‑exclamó D'Artagnan‑. Vais a haceros fusilar,
querido.
Pero
Athos no hizo caso alguno del aviso, y subiéndose a la brecha con el fusil en
una mano y el sombrero en la otra:
‑Señores ‑dijo
dirigiéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su
aparición se detenían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y
saludándolos cortésmente‑, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de
desayunar en este bastión. Y ya sabéis que nada es tan desagradable como ser
molestado cuando uno desayuna; por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que
hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra
comida, o que volváis más tarde; a menos que tengáis el saludable deseo de
dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del
rey de Francia.
‑¡Ten cuidado,
Athos! ‑exclamó D'Artagnan‑. ¿No ves que lo están
apuntando?
‑Ya
lo veo, lo veo ‑dijo Athos‑, pero son burgueses que disparan muy mal, y que
se libren de tocarme.
En
efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas
vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo
tocase.
Cuatro disparos
de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor
dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de
los trabajadores fue herido.
‑¡Grimaud, otro
mosquete! ‑dijo Athos, que seguía en la brecha.
Grimaud obedeció
inmediatamente. Por su parte, los tres amigos habían cargado sus armas; una
segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron
muertos, el resto de la tropa huyó.
‑Vamos, señores,
una salida ‑dijo Athos.
Y
los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de
batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier; y
convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo
el camino del bastión, trayendo los trofeos de la
victoria.
‑Volved a cargar
las armas, Grimaud ‑dijo Athos‑, y nosotros, señores, volvamos a nuestro
desayuno y sigamos. ¿Dónde estábamos?
‑Yo
lo recuerdo ‑dijo D'Artagnan, que se preocupaba mucho del itinerario que debía
seguir Milady.
‑Va
a Inglaterra ‑respondió Athos.
‑¿Con qué
fin?
‑Con
el fin de asesinar o hacer asesinar a Buckingham.
D'Artagnan lanzó
una exclamación de sorpresa y de indignación.
‑¡Pero eso es
infame! ‑exclamó.
‑¡Oh, en cuanto a
eso ‑dijo Athos‑, os ruego que creáis que me inquieto muy poco! Ahora que habéis
terminado, Grimaud ‑continuó Athos‑, tomad el espontón de nuestro
brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión,
a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas
con valientes y leales soldados del rey.
Grimaud obedeció
sin responder. Un instante después la bandera blanca flotaba por encima de los
cuatro amigos; un trueno de aplausos saludó su aparición; la mitad del
campamento estaba en las barreras.
‑¿Cómo? ‑replicó
D'Artagnan‑. ¿Te inquietas poco de que mate o haga matar a Buckingham? Pero el
duque es nuestro amigo.
‑El
duque es inglés, el duque combate contra nosotros; que haga del duque lo que
quiera, me preocupo tanto por ello como por una botella
vacía.
Y
Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la
que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.
‑Un
momento ‑dijo D'Artagnan‑, yo no abandono a Buckingham así; nos dio
caballos muy buenos.
‑Y
sobre todo unas buenas sillas ‑añadió Porthos, que en aquel momento mismo
llevaba en su capa el galón de la suya.
‑Además ‑observó
Aramis‑, Dios quiere la conversión y no la muerte del
pecador.
‑Amén
‑dijo Athos‑, y ya volveremos sobre eso más tarde, si es ese vuestro gusto; pero
por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú,
D'Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de
firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía
desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
‑Pero esa
criatura es un demonio ‑dijo Porthos tendiendo su plato a Aramis, que trinchaba
un ave.
‑Y
esa firma en blanco ‑dijo D'Artagnan‑, esa firma en blanco, ¿ha quedado entre
sus manos?
‑No,
ha pasado a las mías; no diré que haya sido sin esfuerzo, porque
mentiría.
‑Querido Athos
‑dijo D'Artagnan‑, ya no seguiré contando las veces que os debo la
vida.
‑Entonces, ¿nos
dejasteis para volver junto a ella? ‑preguntó Aramis.
‑Exacto.
‑¿Y
tienes esa carta del cardenal? ‑dijo D'Artagnan.
‑Aquí está ‑dijo
Athos.
Y
sacó el precioso papel del bolsillo de su casaca.
D'Artagnan lo
desplegó con una mano cuyo temblor no trataba siquiera de disimular y
leyó:
«El
portador de la presente ha "hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del
Estado.
5 de diciembre
de 1627.
Richelieu»
‑En
efecto ‑dijo Aramis‑, es una absolución en toda regla.
‑Hay
que romper ese papel ‑exclamó D'Artagnan, que parecía leer su sentencia de
muerte.
‑Muy
al contrario ‑dijo Athos‑, hay que conservarlo por encima de todo, y yo no
daría este papel aunque lo cubrieran de piezas de oro.
‑¿Y
qué va a hacer ahora ella? ‑preguntó el joven.
‑Pues
probablemente ‑dijo despreocupado Athos‑ va a escribir al cardenal que un
maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su
salvoconducto; en la misma carta le dará consejo de desembarazarse al mismo
tiempo que de él de sus dos amigos, Porthos y Aramis; el cardenal recordará
que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana
hará detener a D'Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle
compañía a la Bastilla.
‑¡Vaya! ‑dijo
Porthos‑. Me parece que estáis haciendo bromas de mal gusto,
querido.
‑No
bromeo ‑respondió Athos.
‑¿Sabéis ‑dijo
Porthos‑ que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que
retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más
crímenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en
latín?
‑¿Qué dice el
abate a esto? ‑preguntó tranquilamente Athos.
‑Digo que soy de
la opinión de Porthos ‑respondió Aramis.
‑¡Y
yo también! ‑dijo D'Artagnan.
‑Suerte que ella
está lejos ‑observó Porthos‑; porque confieso que me molestaría mucho
aquí.
‑Me
molesta en Inglaterra tanto como en Francia ‑dijo Athos.
‑A
mí me molesta en todas partes ‑continuó D'Artagnan.
‑Pero puesto que
la teníais ‑dijo Porthos‑, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado,
colgado? Sólo los muertos no vuelven.
‑¿Eso creéis,
Porthos? ‑respondió el mosquetero con una sonrisa sombría que sólo
D'Artagnan comprendió.
‑Tengo una idea
‑dijo D'Artagnan.
‑Veamos ‑dijeron
los mosqueteros.
‑¡A
las armas! ‑gritó Grimaud.
Los
jóvenes se levantaron con presteza a los fusiles.
Aquella vez
avanzaba una pequeña tropa compuesta de veinte o veinticinco hombres; pero ya no
eran trabajadores, eran soldados de la guarnición.
‑¿Y
si volviéramos al campamento? ‑dijo Porthos‑. Me parece que la partida no es
igual.
‑Imposible por
tres razones ‑respondió Athos‑; la primera es que no hemos terminado de
almorzar; la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera
es que todavía faltan diez minutos para que pase la
hora.
‑Bueno ‑dijo
Aramis‑, sin embargo hay que preparar un plan de batalla.
‑Es
muy simple ‑respondió Athos‑:tan pronto como el enemigo esté al alcance del
mosquete, nosotros hacemos fuego; si continúa avanzando, nosotros volvemos a
hacer fuego; hacemos fuego mientras tengamos los fusiles cargados; si lo
que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes
bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de
muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
‑¡Bravo! ‑exclamó
Porthos‑. Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal,
que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro
lado.
‑Señores ‑dijo
Athos‑, nada de repeticiones inútiles, por favor; que cada uno apunte bien a su
hombre.
‑Yo
tengo el mío ‑dijo D'Artagnan.
‑Y
yo el mío ‑dijo Porthos.
‑Y
yo ídem ‑dijo Aramis.
‑¡Entonces fuego!
‑dijo Athos.
Los
cuatro disparos de fusil no hicieron más que una detonación. y cuatro hombres
cayeron.
Entonces batió el
tambor, y la pequeña tropa avanzó a paso de carga.
Entonces los
disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual
precisión. Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los
amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de
carrera.
Con
los otros tres disparos de fusil cayeron dos hombres; sin embargo, el paso
de los que quedaban en pie no aminoraba.
Llegados al pie
del bastión, los enemigos eran todavía doce o quince; una última descarga
los acogió, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la
brecha.
‑¡Vamos; amigos
míos! ‑dijo Athos‑. Terminemos de un golpe: ¡a la muralla, a la
muralla!
Y
los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el
cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclinó como si el
viento lo arrastrase, y desprendiéndose de su base cayó con horrible
estruendo en el foso; luego se oyó un gran grito, una nube de polvo subió hacia
el cielo, y eso fue todo.
‑¿Los habremos
aplastado desde el primero hasta el último? ‑preguntó
Athos.
‑A
fe que eso me parece ‑dijo D'Artagnan.
‑No
‑dijo Porthos‑, ahí hay dos o tres que escapan cojeando.
En
efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de
sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo
que quedaba de la tropilla.
Athos miró su
reloj.
‑Señores ‑dijo‑,
hace una hora que estamos aquí y ahora la partida está ganada; pero hay que ser
buenos jugadores, y además D'Artagnan no nos ha dicho su
idea.
Y el
mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del
desayuno.
‑¿Mi
idea? ‑dijo D'Artagnan.
‑Sí,
decíais que teníais una idea ‑replicó Athos.
‑¡Ah, ya
recuerdo! ‑contestó D'Artagnan‑. Yo paso a Inglaterra por segunda vez, voy
en busca del señor de Buckingham y le advierto del compló tramado contra su
vida.
‑Vos
no haréis eso, D'Artagnan ‑dijo fríamente Athos.
‑¿Y
por qué no? ¿No lo he hecho ya?
‑Sí,
pero en esa época no estábamos en guerra; en esa época, el señor de Buckingham era un aliado y
no un enemigo: lo que queréis hacer sería tachado de
traición.
D'Artagnan
comprendió la fuerza de este razonamiento y se calló.
‑Pues me parece
‑dijo Porthos‑ que también yo tengo una idea.
‑¡Silencio para
la idea de Porthos! ‑dijo Aramis.
‑Yo
le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis:
yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a
sin que sospeche de mí y, cuando encuetre una ocasión, la
estrangulo.
‑¡Bueno ‑dijo
Athos‑, no estoy muy lejos de adoptar la idea de Porthos!
‑¡Qué va! ‑dijo
Aramis‑. ¡Matar a una mujer! No, mirad, yo tengo la idea
buena.
‑¡Veamos vuestra
idea, Aramis! ‑pidió Athos, que sentía mucha deferencia por el joven
mosquetero.
‑Hay
que prevenir a la reina.
‑¡A
fe que sí! ‑exclamaron juntos Porthos y D'Artagnan‑. Creo que estamos dando en
el blanco.
‑¿Prevenir a la
reina? ‑dijo Athos‑. ¿Y cómo? ¿Tenemos relaciones en la corte? ¿Podemos
enviar a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay
ciento cuarenta leguas: la carta no habrá llegado a Angers cuando estemos
ya en el calabozo.
‑En
cuanto a enviar con seguridad una carta a Su Majestad ‑propuso Aramis
ruborizándose‑, yo me encargo de ello; conozco en Tours una persona
hábil...
Aramis se detuvo
viendo sonreír a Athos.
‑¡Bueno! ¿No
adoptáis ese medio, Athos? ‑dijo D'Artagnan.
‑No
lo rechazo del todo ‑dijo Athos‑, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que
él no puede abandonar el campamento; que cualquier otro de nosotros no es
seguro; que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los
capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán
vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis
detenidos.
‑Sin
contar ‑objetó Porthos‑ que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en
modo alguno nos salvará a nosotros.
‑Señores ‑dijo
D'Artagnan‑, lo que Porthos objeta está lleno de sentido.
‑¡Ah, ah! ¿Qué
pasa en la ciudad? ‑dijo Athos.
‑Tocan a
generala.
Los
cuatro amigos escucharon, y el ruido del tambor llegó efectivamente hasta
ellos.
‑Vais a ver cómo
nos mandan un regimiento entero ‑dijo Porthos.
‑¿Por qué no?
‑dijo el mosquetero‑. Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con
tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de
botellas.
‑Palabra de honor
que el tambor se acerca ‑dijo D'Artagnan. ‑Dejadlo que se acerque ‑dijo Athos‑,
hay un cuarto de hora de camino de aquí a la ciudad, y por tanto de la ciudad
aquí. Es más tiempo del que necesitamos para preparar nuestro plan; si nos vamos
de aquí nunca encontraremos un lugar tan conveniente. Y mirad,
precisamente, señores, acaba de ocurrírseme la idea
buena.
‑Decid,
pues.
‑Permitid que dé
a Grimaud algunas órdenes indispensables.
Athos hizo a su
criado señal de acercarse.
‑Grimaud ‑dijo
Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión‑, vais a coger a estos
señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en
la cabeza y su fusil en la mano.
‑¡Oh
gran hombre ‑exclamó D'Artagnan‑, lo comprendo!
‑¿Comprendéis?
‑dijo Porthos.
‑Y
tú, Grimaud, ¿comprendes? ‑preguntó Aramis.
Grimaud hizo seña
de que sí.
‑Es
todo lo que se necesita ‑dijo Athos‑, volvamos a mi idea. ‑Sin embargo, yo
quisiera comprender ‑observó Porthos.
‑Es
inútil.
‑Sí,
sí, la idea de Athos ‑dijeron al mismo tiempo D'Artagnan y
Aramis.
‑Esa
Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que
me habéis dicho D'Artagnan.
‑Sí,
yo lo conozco incluso mucho, y creo además que no tiene grandes simpatías por su
cuñada.
‑No
hay mal en ello ‑respondió Athos‑, a incluso sería mejor que la
detestara.
‑En
tal caso estamos servidos a placer.
‑Sin
embargo ‑dijo Potthos‑, me gustaría comprender lo que Grimaud
hace.
‑¡Silencio,
Porthos! ‑dijo Aramis.
‑¿Cómo se llama
ese cuñado?
‑Lord de
Winter.
‑¿Dónde está
ahora?
‑Volvió a Londres
al primer rumor de guerra.
‑¡Pues bien ése
es precisamente el hombre que necesitamos! ‑dijo Athos‑. Ese es al que nos
conviene avisar; le haremos saber que su cuñada está a punto de asesinar a
alguien, y le rogaremos no perderla de vista. Espero que en Londres haya algún
establecimiento del género de las Madelonetas, o Muchachas arrepentidas[L178] ;
hace meter allá a su cuñada, y nosotros tranquilos.
‑Sí
‑dijo D'Artagnan‑, hasta que salga.
‑A
fe ‑replicó Athos‑ que pedís demasiado, D'Artagnan, os he dado lo que tenía y os
prevengo que es el fondo de mi bolso.
‑A
mí me parece que es lo mejor ‑dijo Aramis‑; prevenimos a la vez a la reina y a
lord de Winter.
‑Sí,
pero ¿a quién enviaremos con la carta a Tours y con la carta a
Londres?
‑Yo
respondo de Bazin ‑dijo Aramis.
‑Y yo de
Planchet ‑continuó D'Artagnan.
‑En
efecto ‑dijo Porthos‑, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento,
nuestros lacayos pueden dejarlo.
‑Por
supuesto ‑dijo Aramis‑, y hoy mismo escribimos las cartas, les damos dinero
y parten.
‑¿Les damos
dinero? ‑replicó Athos‑. ¿Tenéis, pues, dinero?
Los
cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes
estaban despejadas.
‑¡Alerta! ‑gritó
D'Artagnan‑. Veo puntos negros y puntos rojos que se agitan allá. ¿Qué decíais
de un regimiento, Athos? Es un verdadero ejército.
‑A
fe que sí ‑dijo Athos‑, ahí están. ¡Vaya con los hipócritas que venían sin
tambor ni trompeta. ¡Ah, ah! ¿Has terminado Grimaud?
Grimaud hizo seña
de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes
más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de
echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.
‑¡Bravo! ‑repitió
Athos‑. Eso honra tu imaginación.
‑Es
igual ‑dijo Porthos‑. Me gustaría sin embargo comprender.
‑Levantemos el
campo primero ‑lo interrumpió D'Artagnan‑, luego
comprenderás.
‑¡Un
instante, señores, un instante! Demos a Grimaud tiempo de quitar la
mesa.
‑¡Ah! ‑dijo
Aramis‑. Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen
visiblemente, y yo soy de la opinión de D'Artagnan: creo que no tenemos tiempo
que perder para ganar nuestro campamento.
‑A
fe ‑dijo Athos‑ que no tengo nada contra la retirada; habíamos apostado por
una hora, y nos hemos quedado hora y media; no hay nada que decir; partamos,
señores, partamos.
Grimaud había
tomado ya la delantera con la cesta y el servicio.
Los
cuatro amigos salieron tras él y dieron una decena de
pasos.
‑¡Eh! ‑exclamó
Athos‑. ¿Qué diablos hacemos, señores?
‑¿Nos hemos
olvidado algo? ‑preguntó
Aramis.
‑La
bandera, pardiez. ¡No hay que dejar una bandera en manos del enemigo, aunque esa
bandera no sea más que una servilleta!
Y
Athos se precipitó al bastión, subió a la plataforma y quitó la bandera; sólo
que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego
terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los
disparos.
Pero
se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas
pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos agitó su
estandarte volviéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las
del campamento. De las dos partes resonaron grandes gritos, de la una
gritos de cólera, de la otra gritos de entusiasmo.
Una
segunda descarga hizo realmente de la servilleta una bandera. Se oyeron los
clamores de todo el campamento que gritaba:
‑¡Bajad,
bajad!
Athos bajó; sus
camaradas, que lo esperaban con ansiedad, lo vieron aparecer con
alegría.
‑Vamos, Athos,
vamos ‑dijo D'Artagnan‑, larguémonos; ahora que hemos encontrado todo,
menos el dinero, sería estúpido ser muertos.
Pero
Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le
hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos
por el suyo.
Grimaud y su
cesta habían tomado la delantera y se hallaban los dos fuera de
alcance.
Al
cabo de un instante se oyó el ruido de una descarga de fusilería
colérica.
‑¿Qué es eso?
‑preguntó Porthos‑. ¿Y sobre quién disparan? No oigo silbar las balas y no veo a
nadie.
‑Disparan sobre
nuestros muertos ‑respondió Athos.
‑Pero nuestros
muertos no responderán.
‑Precisamente:
entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y
cuando se den cuenta de la burla, estaremos fuera del alcance de las balas.
He ahí por qué es inútil coger una pleuresía dándonos
prisa.
‑¡Oh, comprendo!
‑exclamó Porthos maravillado.
‑¡Es
una suerte! ‑dijo Athos encogiéndose de hombros.
Por
su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos
de entusiasmo.
Finalmente una
nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a
estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar
lúgubremente en sus orejas. Los rochelleses acababan por fin de apoderarse del
bastión.
‑¡Vaya gentes tan
torpes! ‑dijo Athos‑. ¿Cuántos hemos matado? ¿Doce?
‑O
quince.
‑¿Cuántos hemos
aplastado?
‑Ocho o
diez.
‑¿Y
a cambio de todo esto ni un arañazo? ¡Ah, sí! ¿Qué tenéis en la mano, D
Artagnan? Sangre, me parece.
‑No
es nada ‑dijo D'Artagnan.
‑¿Una bala
perdida?
‑Ni
siquiera.
‑¿Qué,
entonces?
Ya
lo hemos dicho, Athos amaba a D'Artagnan como a su hijo, y aquel carácter
sombrío a inflexible tenía a veces por el joven solicitudes de
padre.
‑Un
rasguño ‑repuso D'Artagnan‑; me he pillado los dedos entre dos piedras, la
del muro y la de mi anillo; y la piel se ha abierto.
‑Eso
pasa por tener diamantes, amigo mío ‑dijo desdeñosamente
Athos.
‑¡Ah, claro!
‑exclamó Porthos‑. En efecto, hay un diamante. ¿Y por qué diablos, puesto que
hay un diamante, nos quejamos de no tener dinero?
‑¡Claro, es
cierto! ‑dijo Aramis.
‑Enhorabuena
Porthos; esta vez es una idea.
‑Sin
duda ‑dijo Porthos engallándose ante el cumplido de Athos‑, puesto que hay un
diamante, vendámoslo.
‑Pero es el
diamante de la reina ‑dijo D'Artagnan.
‑Razón de más
‑repuso Athos‑, la reina salvando al señor de Buckingham su amante, nada más
justo; la reina salvándonos a nosotros, que somos sus amigos, nada más
moral. Vendamos el diamante. ¿Qué piensa el señor abate? No pido la opinión de
Porthos, ya la ha dado.
‑Pues yo pienso
‑dijo Aramis ruborizándose‑ que, al no venir su anillo de una amante, y por
consiguiente al no ser una prenda de amor, D'Artagnan puede
venderlo.
‑Querido, habláis
como la teología en persona. ¿O sea que vuestra opinión
es...?
‑Vender el
diamante ‑respondió Aramis.
‑Pues bien ‑dijo
alegremente D'Artagnan‑, vendamos él diamante y no hablemos
más.
La
descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y
los rochelleses no disparaban más que por descargo de
conciencia.
‑A
fe ‑dijo Athos‑, a tiempo le ha venido esa idea a Porthos: ya estamos en el
campamento. Señores, ni una palabra sobre este asunto. Nos observan, vienen
a nuestro encuentro, vamos a ser llevados en triunfo.
En
efecto, como hemos dicho, todo el campamento estaba emocionado; más de dos
mil personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada
de los cuatro amigos fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de
sospechar. No se oían más que los gritos de ¡Vivan los guardias! ¡Vivan los
mosqueteros! El señor de Busigny había venido el primero a estrechar la mano de
Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida. El dragón y el suizo lo
habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo.
Aquello eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban,
risas inextinguibles a propósito de los rochelleses; finalmente, un tumulto
tan grande que el señor cardenal creyó que había motín y envió a La Houdinière,
su capitán de los guardias, a informarse de o que pasaba.
La
cosa le fue contada al mensajero con todo el efluvio del
entusiasmo.
‑Y
bien ‑preguntó el cardenal al ver a La Houdinière.
‑Y
bien, Monseñor ‑dijo éste‑,son tres mosqueteros y un guardia que han
apostado con el señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión
Saint‑Gervais, y mientras desayunaban han resistido allí al enemigo, y han
matado no sé cuántos rochelleses.
‑¿Estáis
informado del nombre de esos tres mosqueteros?
‑Sí,
Monseñor.
‑¿Cómo se
llaman?
‑Son
los señores Athos, Porthos y Aramis.
‑¡Siempre mis
tres valientes! ‑murmuró el cardenal‑. ¿Y el guardia?
‑El
señor D'Artagnan.
‑¡Siempre mi
bribón! Decididamente es preciso que estos hombres sean
míos.
Aquella noche
misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que era
la comidilla de todo el campamento. El señor de Tréville, que conocía el relato
de la aventura de la boca misma de los héroes, la volvió a contar con todos sus
detalles a Su Eminencia, sin olvidar el episodio de la
servilleta.
‑Está bien, señor
de Tréville ‑dijo el cardenal‑, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego. Haré
bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra
compañía.
‑Monseñor ‑dijo
el señor de Tréville‑, será injusto para los guardian: el señor D'Artagnan
no es mío, sino del señor Des Essarts.
‑Pues bien,
lleváoslo ‑dijo el cardenal‑; no es justo que, dado que esos cuatro valientes
militares se quieren tanto, no sirvan en la misma
compañía.
Aquella misma
noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres
mosqueteros y a D'Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día
siguiente.
D'Artagnan no
cabía en sí de alegría. Ya lo sabemos, el sueño de toda su vida había sido ser
mosquetero.
Los
tres amigos estaban muy contentos.
‑¡A
fe ‑dijo D'Artagnan a Athos‑ que has tenido una idea victoriosa y que, como
dijiste, hemos conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación
de la mayor importancia!
‑Que
podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en
adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma
noche D'Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a
participarle el ascenso que había obtenido.
El
señor den Essarts, que quería mucho a D'Artagnan, le ofreció entonces sun
servicios: aquel cambio de cuerpo traía consign gastos de
equipamiento.
D'Artagnan
rehusó; pero, pareciéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante,
que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al
día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en
el alojamiento de D'Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil
libras.
Era
el precio del diamante de la reina.
Asunto de
familia
Athos había
encontrado la palabra: asunto de familia. Un asunto de familia no estaba
sometido a la investigación del cardenal; un asunto de familia no afectaba
a nadie; uno podía ocuparse ante todo el mundo de un asunto de
familia.
Desde luego,
Athos había dado con la palabra: asunto de familia.
Aramis había dado
con la idea: los lacayos.
Porthos había
dado con el medio: el diamante.
Unicamente
D'Artagnan no había dado con nada, él que solía ser el más inventivo de los
cuatro; pero también hay que decir que el solo nombre de Milady lo
paralizaba.
Ah,
sí, nos equivocamos: había dado con comprador para el
diamante.
El
almuerzo en casa del señor de Tréville fue de una alegría encantadora.
D'Artagnan tenía ya su uniforme; como era poco más o menos de la misma talla que
Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero
que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido
a su amigo un equipo completo.
D'Artagnan habría
estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady
como una nube sombría en el horizonte.
Después de
almorzar, convinieron en reunirse por la noche en el alojamiento de Athos, y
allí terminarían el asunto.
D'Artagnan pasó
el día enseñando su traje de mosquetero por todas las calles del
campamento.
Por
la noche, a la hora fijada, los cuatro amigos se reunieron; sólo quedaban tres
cosas que decidir:
Lo
que había que escribir al hermano de Milady.
Lo
que había que escribir a la persona hábil de Tours.
Y
qué lacayos serían los que llevarían las camas.
Cada
cual ofreció el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo
hablaba cuando su amo le descosía la boca; Porthos ponderaba la fuerza de
Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de
complexión ordinaria; Aramis, confiando en la destreza de Bazin, hacía un
elogio pomposo de su candidato; finalmente, D'Artagnan tenía fe completa en
la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el
espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro
virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos
discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten
largos.
‑Por
desgracia ‑dijo Athos‑, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí
solo las cuatro cualidades juntas.
‑Pero ¿dónde
encontrar un lacayo semejante?
‑¡Inencontrable!
‑dijo Athos‑. Lo sé bien: tomad, pues, a Grimaud.
‑Tomad a
Mosquetón.
‑Tomad a
Bazin.
‑Tomad a
Planchet; Planchet es bravo y diestro; ahí tenéis ya dos de las cuatro
cualidades.
‑Señores ‑dijo
Aramis‑, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más
discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo; lo principal es saber
cuál ama más el dinero.
‑Lo
que Aramis dice está lleno de sensatez ‑prosiguió Athos‑; hay que especular
sobre los defectos de las personas y no sobre sus virtudes; señor abate, ¡sois
un gran móralista!
‑Indudablemente
‑replicó Aramis‑; porque no sólo necesitamos estar bien servidos para triunfar,
sino incluso para no fracasar; porque en caso de fracaso, está en juego la
cabeza, no de los lacayos...
‑¡Más bajo,
Aramis! ‑dijo Athos.
‑Exacto, no de
los lacayos ‑prosiguió Aramis‑, sino del amo, e incluso de los amos. ¿Nos son
bastante adictos nuestros lacayos para arriesgar su vida por nosotros?
No.
‑¡A
fe ‑dijo D'Artagnan‑ que respondería casi de Planchet!
‑¡Pues bien,
querido amigo! Añadid a su adhesión natural una buena suma que le
proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez,
responderéis dos.
‑¡Buen Dios! Os
equivocaréis de todos modos ‑dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de
las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres‑. Prometerán todo
para tener el dinero, y en camino el miedo los impedirá actuar. Una vez
cogidos, los encerrarán; y encerrados confesarán. ¡Qué diablo! ¡No somos niños!
Para ir a Inglaterra ‑Athos bajó la voz‑, hay que atravesar toda Francia,
sembrada de espías y de criaturas del cardenal; se necesita un pase para
embarcarse; hay que saber inglés para preguntar el camino a Londres. Ya
véis que la cosa me parece muy difícil.
‑Nada de eso
‑dijo D'Artagnan que estaba empeñado en que la cosa se realizase‑; yo, por el
contrario, la veo fácil. ¡No hay ni que decir, por supuesto, que si se escribe a
lord de Winter los horrores del cardenal...!
‑¡Más bajo! ‑dijo
Athos.
‑Las
intrigas y los secretos de Estado ‑continuó D'Artagnan haciendo caso a la
recomendación‑ no hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados
vivos!; pero, por Dios, no olvidéis, como vos mismo habéis dicho, Athos, que le
escribimos por un asunto de familia; que le escribimos con el único fin de
que ponga a Milady, desde su llegada a Londres, en la imposibilidad de
perjudicarnos. Le escribiré, por tanto, una carta poco más o menos en estos
términos:
‑Veamos ‑dijo
Aramis, adoptando de antemano un semblante de crítico.
‑«Señor y querido
amigo...
‑Vaya, pues sí;
querido amigo a un inglés ‑interrumpió Athos‑; buen comienzo, ¡bravo!,
D'Artagnan. Sólo que con esa palabra seréis descuartizado en lugar de enrodado
vivo.
‑Bueno, de
acuerdo, entonces diré señor a secas.
‑Podéis decir
incluso milord ‑prosiguió Athos, que se empeñaba en las
conveniencias.
‑«Milord, ¿os
acordáis del pequeño cercado de cabras del
Luxemburgo?»
‑¡Vaya! ¡Ahora el
Luxemburgo! Creerá que es una alusión a la reina madre[L179] .
¡Eso sí que es ingenioso! ‑dijo Athos.
‑Pues entonces
pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se
os salvó la vida?»
‑Mi
querido D'Artagnan ‑dijo Athos‑, no seréis nunca otra cosa que un mal
redactor: «¡En que se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno. A un
hombre galante no se le recuerdan esos servicios. Beneficio reprochado,
ofensa hecha.
‑¡Ah
amigo mío! ‑dijo D'Artagnan‑. Sois insoportable, y si hay que escribir bajo
vuestra censura, a fe que renuncio.
‑Y
hacéis bien. Manejad el mosquete y la espada, querido, practicáis
hábilmente los dos ejercicios, pero pasad la pluma al señor abate, esto le
concierne.
‑¡Ah
sí por cierto ‑dijo Porthos‑, pasad la pluma a Aramis, que escribe tesis en
latín!
‑Pues bien, sea
‑dijo D'Artagnan‑, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!,
hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os
espulgaré.
‑No
pido otra cosa ‑dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí
mismo‑; pero que me pongan al corriente; por aquí y por allá he oído decir que
esa cuñada era una bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar
su conversación con el cardenal.
‑¡Más bajo,
pardiez! ‑dijo Athos.
‑Mas
se me escapan los detalles ‑continuó Aramis.
‑Y a
mí también ‑dijo Porthos.
D'Artagnan y
Athos se miraron algún tiempo en silencio. Por fin Athos, tras haberse recogido
y poniéndose aún más pálido de lo que era por costumbre, hizo un signo de
asentimiento; D'Artagnan comprendió que podía hablar.
‑¡Pues bien! Esto
es lo que tengo que decir ‑prosiguió D'Artagnan‑: «Milord, vuestra cuñada
es una criminal, que quiso haceros matar para heredaros. Además, no podía
desposar a vuestro hermano, por estar ya casada en Francia y por haber
sido...»
D'Artagnan se
detuvo como si buscase la palabra, mirando a Athos.
‑Arro'ada por su
marido ‑dijo Athos.
‑Por
haber sido marcada ‑continuó D'Artagnan.
‑¡Bah! ‑exclamó
Porthos‑. ¡Imposible! ¿Ha querido hacer matar a su
cuñado?
‑Sí.
‑¿Estaba casada?
‑preguntó Aramis.
‑Sí.
‑¿Y
su marido se dio cuenta de que tenía una flor de lis en el hombro?
‑exclamó
Porthos.
‑Sí.
Estos tres síes
fueron dichos por Athos con una entonación más sombría cada
vez.
‑¿Y
quién ha visto esa flor de lis? ‑preguntó
Aramis.
‑D'Artagnan y yo,
o mejor, para observar el orden cronológico, yo y D'Artagnan ‑respondió
Athos.
‑¿Y
el marido de esa horrible criatura vive aún?‑ dijo Aramis.
‑Aún
vive.
‑¿Estáis
seguro?
‑Lo
estoy.
Hubo
un instante de frío silencio durante el que cada cual se sintió impresionado
según su naturaleza.
‑Esta vez
‑prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D'Artagnan nos ha
dado un programa excelente, y eso es lo primero que hay que
escribir.
‑¡Diablos! Tenéis
razón, Athos ‑prosiguió Aramis‑, y la redacción es espinosa. El mismo señor
canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin
embargo, el señor canciller redacta muy tranquilamente un atestado. ¡No
importa, callaos, escribo!
En
efecto, Aramis cogió la pluma, reflexionó algunos instantes, se puso a escribir
ocho o diez líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y
luego, con voz dulce y lenta, como si cada palabre hubiera sido sopesada
escrupulosamente, leyó lo que sigue:
«Milord:
La
persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la
espada con vos en un pequeño cercado de la calle d'Enfer. Como luego tuvisteis a
bien declararos varias veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer
esa amistad con un buen aviso. Dos veces habéis estado a punto de ser
víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro heredero, porque
ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada en
Francia. Pero la tercera vez que es ésta, podéis sucumbir a ella. Vuestro
pariente ha partido de La Rochelle para Inglaterra durante la noche. Vigilad su
llegada, porque tiene grandes y terribles proyectos. Si queréis saber
absolutamente de lo que es capaz, leed su pasado en su hombro
izquierdo.»
‑¡Bien! A las mil
maravillas ‑dijo Athos‑, y tenéis pluma de secretario de Estado, mi querido
Aramis. Ahora lord de Winter estará ojo avizor, si el aviso le llega; y aunque
caiga en manos de Su Eminencia misma, no podríamos quedar comprometidos.
Mas como el criado que partirá podría hacernos creer que ha estado en Londres y
detenerse en Chátellerault, démosle sólo con la carta la mitad de la suma,
prometiéndole la otra mitad a cambio de la respuesta. ¿Tenéis el
diamante? ‑continuó Athos.
‑Tengo algo mejor
que eso, tengo el dinero.
Y
D'Artagnan arrojó la bolsa sobre la mesa: al sonido del oro, Aramis alzó
los ojos. Porthos se estremeció; en cuanto a Athos, permaneció
impasible.
‑¿Cuánto hay en
esa pequeña bolsa? ‑dijo.
‑Siete mil libras
en luises de doce francos.
‑¡Siete mil
libras! ‑exclamó Porthos‑. ¿Ese mal diamantucho valía siete mil
libras?
‑Eso
parece ‑dijo Athos‑, porque aquí están; no creo que nuestro amigo
D'Artagnan haya puesto de lo suyo.
‑Pero señores
‑dijo D'Artagnan‑, en todo esto no pensamos en la reina. Cuidemos algo la salud
de su querido Buckingham. Es lo menos que le debemos.
‑Es
justo ‑dijo Athos‑, pero eso concierne a Aramis.
‑¡Bien!
‑respondió éste ruborizándose‑. ¿Qué tengo que hacer?
‑Es
muy sencillo ‑replicó Athos‑, redactar una segunda carta para esa persona hábil
que vive en Tours.
Aramis volvió a
tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribió las siguientes líneas,
que sometió al instante mismo a la aprobación de sus
amigos:
«Mi
querida prima...»
‑Vaya ‑dijo
Athos‑, ¿esa persona hábil es pariente vuestra?
‑Prima hermana
‑dijo Aramis.
‑¡Vaya entonces
por prima!
Aramis
continuó:
«Mi
querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de
Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los
rebeldes heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota
inglesa no llegue siquiera a la vista de la plaza; me atrevería a decir
incluso que estoy seguro de que el señor de Buckingham se verá impedido de
partir por algún gran acontecimiento. Su Eminencia es el politico más ilustre de
los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los tiempos
futuros. Apagaría el sol si el sol le molestara. Dad estas felices nuevas a
vuestra hermana, querida prima. He soñado que ese maldito inglés era
matado. No puedo recordar si lo era por el hierro o por el veneno; sólo estoy
segura de que he soñado que era matado, y, ya lo sabéis, mis sueños no me
engañan jamás. Estad segura, por tanto, de que pronto me veréis
volver.»
‑¡De
maravilla! ‑exclamó Athos‑. Sois el rey de los poetas; mi querido Aramis,
habláis como el Apocalipsis y sois verdadero como el Evangelio. Ahora no os
queda mas que poner las señas en esa carta.
‑Es
muy fácil ‑dijo Aramis.
Y
plegó coquetamente la carta, la volvió y escribió:
«A
mademoiselle Marie Michon, costurera de Tours.»
Los
tres amigos se miraron riendo: estaban prendados.
‑Ahora ‑dijo
Aramis‑ comprenderéis, señores, que sólo Bazin puede llevar esta carta a Tours;
mi prima sólo conoce a Bazin y no tiene confianza más que en él: cualquier
otro haría fracasar el asunto. Además, Bazin es ambicioso y sabio; Bazin ha
leído la historia, señores, sabe que Sixto V se convirtió en Papa tras haber
guardado puercos. Pues bien, como cuenta con entrar en la iglesia al tiempo que
yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal:
comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará
prender o, si es prendido, sufrirá el martirio antes que
hablar.
‑Bien, bien ‑dijo
D'Artagnan‑, os concedo de buena gana a Bazin; pero concededme a mí a
Planchet: Milady lo hizo poner en la calle cierto día a fuerza de bastonazos;
ahora bien, Planchet tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede
suponer una venganza posible, antes se dejará romper la crisma que renunciar a
ella. Si vuestros asuntos en Tours son vuestros asuntos, Aramis, los de
Londres son los míos. Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya
ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if
you please y my master lord D'Artagnan; con esto, estad traquilos,
hará su camino de ida y vuelta.
‑En
ese caso ‑dijo Athos‑, es preciso que Planchet reciba setecientas libras
para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescientas libras para
ir y trescientas para volver; esto reducirá la suma a cinco mil libras; nosotros
cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos parezca, y
dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos
extraordinarios o para las necesidades comunes. ¿Estáis de
acuerdo?
‑Mi
querido Athos ‑dijo Aramis‑, habláis como Néstor, que era, como todos sabemos,
el más sabio de los griegos.
‑Pues bien, todo
resuelto ‑prosiguió Athos‑: Planchet y Bazin partirán; en última instancia, no
me molesta conservar a Grimaud; está acostumbrado a mis modales, y me quedo
con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo
perdería.
Se
hizo venir a Planchet y se le dieron las instrucciones; ya había sido prevenido
por D'Artagnan, que de primeras le había anunciado la gloria, luego el dinero,
después el peligro.
‑Llevaré la carta
en la bocamanga de mi traje ‑dijo Planchet‑, y la tragaré si me
prenden.
‑Pero entonces no
podrás hacer el encargo ‑dijo D'Artagnan.
‑Esta noche me
daréis una copia, que mañana sabré de memoria.
‑¡Y
bien! ¿Qué os había dicho?
‑Ahora ‑continuó
dirigiéndose a Planchet‑ tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter,
tienes otros ocho para volver aquí; en total, dieciséis días; si al dieciseisavo
día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero,
aunque sean las ocho y cinco minutos.
‑Entonces, señor
‑dijo Planchet‑, compradme un reloj.
‑Toma éste ‑dijo
Athos, dándole el suyo con una generosidad despreocupada‑ y sé un valiente
muchacho. Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el
cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido
de ti. Pero piensa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a
D'Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el
vientre.
‑¡Oh
señor! ‑dijo Planchet, humillado por la sospecha y asustado sobre todo por
el aire tranquilo del mosquetero.
‑Y
yo ‑dijo Porthos haciendo girar sus grandes ojos‑, piensa que te desuello
vivo.
‑¡Ay,
señor!
‑Y
yo ‑continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa‑, piensa que te quemo a fuego
lento como un salvaje.
‑¡Ah,
señor!
Y
Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido
a las amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan
estrechamente unidos.
D'Artagnan le
cogió la mano y lo abrazó.
‑¿Ves,
Planchet? ‑le dijo‑. Estos señores lo
dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el fondo lo
quieren.
‑¡Ay, señor!
‑dijo Planchet‑. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad
convencido de que ni un solo trozo hablará.
Quedó decidido
que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que,
como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo
a las doce se llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a
las ocho de la tarde.
Por
la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D'Artagnan, que en
el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a
Planchet.
‑Escucha ‑le
dijo‑, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leido, le
dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.»
Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido
confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de
capitán querría escribírtelo.
‑Estad tranquilo,
señor ‑dijo Planchet‑, ya veréis si se puede contar
conmigo.
Y
montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí
para tomar la posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la
triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en
las mejores disposiciones del mundo.
Bazin partió al
día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su
comisión.
Los
cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían,
como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al
viento y los oídos a la escucha. Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender
lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que
llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó de ellos
cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que
guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se
había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir
tranquilas.
La
mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su
costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a
punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:
‑Señor Aramis,
aquí está la respuesta de vuestra prima.
Los
cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba
hecha; cierto que era la más corta y la más fácil.
Aramis,
ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y
sin ortografía.
‑¡Buen Dios!
‑exclamó riendo‑. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon
escribirá como el señor de Voiture.
‑¿Qué es lo que
quiere tezir esa probe Mijon? ‑preguntó el suizo, que estaba a punto de
hablar con los cuatro amigos cuando la carta había
llegado.
‑¡Oh, Dios mío!
Nada de nada ‑dijo Aramis‑, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a
la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de
recuerdo.
‑¡Diozez! ‑dijo
el suizo‑. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna
gamarata.
Aramis leyó la
carta y la pasó a Athos.
‑Ved, pues, lo
que me escribe, Athos ‑dijo.
Athos lanzó una
mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que
hubieran podido nacer, leyó en alta voz:
«Prima mía, mi
hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo
horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño
es mentira. ¡Adiós! Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de
voz.
¿Y
de qué sueño habla ella? ‑preguntó el dragón que se había a cercado durante la
lectura.
‑Zí,
¿de qué zueño? ‑dijo el suizo.
‑¡Diantre! ‑dijo
Aramis‑. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le
conté.
‑¡Oh!, zí, por
Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño
jamás.
‑Sois muy dichoso
‑dijo Athos levantándose‑. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que
vos!
‑¡Jamás! ‑exclamó
el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo‑. ¡Jamás!
¡Jamás!
D'Artagnan,
viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y
salió.
Porthos y Aramis
se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del
suizo.
En
cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más
imaginación que el suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con
un capelo de cardenal.
Pero
como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte
de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos. Los días de la espera son
largos, y D'Artagnan sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían
cuarenta y ocho horas. Olvidaba las lentitudes obligadas de la navegación,
exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer, que le parecía semejante
a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se imaginaba
que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus
amigos. Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía
de día en día. Esta inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis.
Sólo Athos permanecía impasible como si ningún peligro se agitara en torno suyo,
y como si respirase su atmósfera cotidiana.
El
decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en
D'Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como
sombras por el camino por el que debía volver Planchet.
‑Realmente ‑les
decía Athos‑ no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran
miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero
nos sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De sér
decapitados: Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a
exponernos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna,
y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándonos el
muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos;
dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí:
ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet,
que me parece un muchacho muy valiente.
‑Pero ¿si no
llega? ‑dijo D'Artagnan.
‑Pues bien, si no
llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído del
caballo, puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber
corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores,
tengamos en cuenta los acontecimientos. La vida es un rosario de pequeñas
miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed filósofos como yo,
señores sentaos a la mesa y
bebamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo a través
de un vaso de chambertin.
‑Eso
está muy bien ‑respondió D'Artagnan‑; pero estoy harto de tener que temer,
cuando bebo bebidas frías, que el vino salga de la bodega de
Milady.
‑¡Qué difícil
sois! ‑dijo Athos‑. ¡Una mujer tan bella!
‑¡Una mujer de
marca! ‑dijo Porthos con su gruesa risa.
Athos se
estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su
vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin
embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las
cantinas se llenaron de parroquianos; Athos, que se había embolsado su
parte del diamante, no dejaba el Parpaillot. Había encontrado en el señor de
Busigny, que por lo demás le había dado una cena magnífica, un partner
digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete sonaron:
se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y
media sonó la retreta.
‑Estamos perdidos
‑dijo D'Artagnan al oído de Athos.
‑Queréis
decir que hemos perdido ‑dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su
bolsillo y arrojándolas sobre la mesa‑. Vamos, señores ‑continuó‑, tocan a
retreta, vamos a acostarnos.‑
Y
Athos salió del Parpaillot seguido de D'Artagnan. Aramis venía detras dando el
brazo a Porthos. Aramis mascullaba versos y Portos se arrancaba de vez en cuando
algunos pelos del mostacho en señal de desesperación.
Pero
he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es
familiar a D'Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:
‑Señor os traigo
vuestra capa, porque hace fresco esta noche.
‑¡Planchet!
‑exclamó D'Artagnan ebrio de alegría.
‑¡Planchet!
‑repitieron Porthos y Aramis.
‑Pues claro,
Planchet ‑dijo Athos‑. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido estar
de regreso a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un
muchacho de palabra, y si alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a
mi servicio.
‑¡Oh, no, nunca!
‑dijo Planchet‑. Nunca dejaré al señor D'Artagnan!
Al
mismo tiempo D'Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la
mano.
D'Artagnan tenía
grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la
partida; pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena
calle, pareciese extraordinaria a algún transeúnte, y se
contuvo.
‑Tengo el billete
‑dijo a Athos y a sus amigos.
‑Está bien ‑dijo
Athos‑, entremos en casa y lo leeremos.
El
billete ardía en la mano de D'Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le
cogió el brazo y lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su
camera a la de su amigo.
Por
fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se
mantenía en la puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos,
D'Artagnan, con una mano temblorosa, rompió el sello y abrió la carta tan
esperada.
Contenía media
línea de una escritura completamente británica y de una concisión completamente
espartana:
«Thank
you, be easy.»
Lo
cual quería decir:
«¡Gracias, estad
tranquilo!»
Athos tomó la
carta de manos de D'Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendió fuego y
no la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
Luego, llamando a
Planchet:
‑Ahora, muchacho,
puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un
billete como éste.
‑No
será por falta de haber inventado muchos medios para guardarlo ‑dijo
Planchet.
‑Y
bien ‑dijo D'Artagnan‑ cuéntanos eso.
‑Maldición, es
muy largo, señor.
‑Tienes razón,
Planchet ‑dijo Athos‑; además la retreta ha sonado, y nos haríamos notar
conservando la luz más tiempo que los demás.
‑Sea
‑dijo D'Artagnan‑, acostémonos. Duerme bien,
Planchet.
‑A
fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.
‑¡También para
mí! ‑dijo D'Artagnan.
‑¡También para
mí! ‑replicó Porthos.
‑¡Y
para mí también! ‑repitió Aramis.
‑Pues bien, si
queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! ‑dijo
Athos.
Capítulo
XLIX
Fatalidad
Entretanto
Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona
a la que embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la
costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por
D'Artagnan amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos.
Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de
lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán
arrojarla junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su
falsa posición, colocado entre los cruceros franceses a ingleses como el
murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a
ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un
capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido
recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses
lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest;
pero, entretanto el viento era contrario, la mar mala, voltejeaban y daban
bordadas. Nueve días después de la
salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela
aparecer sólo las costas azules del Finisterre.
Calculó que para
atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo
menos tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos
cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante
los que tantos acontecimientos importantes podían pasar en Londres.
Pen"dudablemente que el cardenal estaría furioso por su regreso y que por
consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra
ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros. Dejó, por tanto,
pasar Lorient y Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se
guardó mucho de dar aviso. Milady continuo, pues, su ruta, y el mismo día
en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la mensajera de su
Eminencia entraba triunfante en el puerto.
Toda
la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes
bajeles recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie
sobre la escollera engalanado de oro, deslumbrante, según su costumbre, de
diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que
volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham rodeado de un estado
mayor casi tan brillante como él.
Era
una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglaterra se
acuerda de que hay sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se
ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de
fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la ciudad un último rayo
de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un incendio.
Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la
proximidad de la tierra, al contemplar todo el poder de aquellos
preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel
ejército que ella debía combatir sola ‑ella mujer‑ con algunas bolsas de oro, se
comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el
campamento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de
caballos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como
una nube de humo.
Entraron en la
rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter
formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose
guardacostas, a hizo echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel
bote llevaba un oficial, un contramaestre y ocho remadores; sólo el oficial
subió a bordo, donde fue recibido con toda la deferencia que inspira un
uniforme.
El
oficial se entretuvo algunos instantes con el patron, le hizo leer un papel de
que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del
navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.
Cuando concluyó
aquella especie de pase de lista, el official preguntó en voz alta del
punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y
a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces
el official comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y,
deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle
una sola palabra.
Luego volvió al
capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el
navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al
punto. Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño
cúter, que bogaba borda con borda ‑a su lado, amenazando su flanco con la boca
de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto
junto a la enorme masa.
Durante el examen
que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había
devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta
mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos
necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que
ningún descubrimiento siguió a su investigación. El official, que se había
detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado,
podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ;
azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en
sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de
voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que
cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los
entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y
rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso
color castaño oscuro.
Cuando entraron
en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y
formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo
semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse
lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y
frío.
Milady, aquella
mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.
El
official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote,
y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su
mano.
‑¿Quién sois,
señor ‑preguntó ella‑, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan
particularmente de mí?
‑Debéis saberlo,
señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa ‑respondió el
joven.
‑Pero ¿es
costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus
compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería
hasta conduciros a tierra?
‑Sí,
Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de
guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de
que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre
ellos.
Estas palabras
fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin
embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.
‑Pero yo no soy
extranjera, señor ‑dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de
Porstmouth a Manchester‑, me llamo lady Clarick, y esta
medida...
‑Esta medida es
general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a
ella.
‑Entonces os
seguiré, señor.
Y
aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le
esperaba el bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa,
el official la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a
ella.
‑Remad ‑dijo a
los marineros.
Los
ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo
golpe, y el bote pareció volar sobre la superficie del
agua.
Al
cabo de cinco minutos tocaban tierra.
El
oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.
Un
coche esperaba.
‑ Es
para nosotros este coche? ‑preguntó Milady.
‑Sí,
señora ‑respondió el official.
‑La
hostería debe estar entonces muy lejos.
‑Al
otro extremo de la ciudad.
‑Vamos ‑dijo
Milady.
Y
subió resueltamente al coche.
El
oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la
caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la
portezuela.
Al
punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de
indicarle su destino, el cochero partió al galope y se metió por las calles de
la ciudad.
Una
recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por
eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar
conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas
las suposiciones que se presentaan a su espíritu.
Sin
embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se
inclinó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya
casas; en las tinieblas, aparecían los árboles como grandes fantasmas
negros recorriendo uno tras otro.
Milady se
estremeció.
‑Pero ya no
estamos en la ciudad, señor ‑dijo.
El
joven guardó silencio.
‑No
seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo,
señor!
Esta
amenaza no obtuvo ninguna respuesta.
‑¡Oh, esto es
demasiado! ‑exclamó Milady‑. ¡Socorro! ¡Socorro!
Ninguna voz
respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía
una estatua.
Milady miró al
oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y
que raramente dejaban de causar su efecto; la colera hacía centellear sus
ojos en la sombra.
El
joven permaneció impasible.
Milady quiso
ábrir la portezuela y tirarse.
‑Tened cuidado,
señora ‑dijo fríamente el joven‑; si saltáis os mataréis.
Milady volvió a
sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció
sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la
rabia y vuelto casi repelente. La astuta criatura comprendió que se perdía
al dejar ver así en su alma; volvió a serenar sus rasgos, y con una voz gimente
dijo:
‑En
nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un
enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.
‑No
se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una
medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que
desembarcan en Inglaterra.
‑Entonces, ¿vos
no me conocéis, señor?
‑Es
la primera vez que tengo el honor de veros.
‑Y,
por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra
mí?
‑Ninguno, os lo
juro.
Había tanta
serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady
quedó tranquilizada.
Finalmente, tras
una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro
que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma,
macizo y aislado. Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina,
Milady oyó un vasto mugido que reconoció por el ruido del mar que viene a romper
sobre una costa escarpada.
El
coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y
cuadrado; casi al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó
ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendió
a su vez con bastante calma.
‑Lo
cierto es ‑dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven
oficial con la más graciosa sonrisa‑ que estoy prisionera; pero no será por
mucho tiempo, estoy segura ‑añadió‑; mi conciencia y vuestra cortesía, señor,
son garantías de ello.
Por
halagador que fuese el cumplido, el ficial no respondió nada; pero sacando de su
cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los
contramaestres en los navíos de guerra, silbó tres veces, con tres
modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los
caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.
Luego, el
oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en
la casa. Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y
entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada
al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de
piedra; luego se detuvieron ante una puerta maciza que, tras la
introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró
pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a
Milady.
De
una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus menores
detalles.
Era
una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y
muy severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las
ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la
prisión.
Por
un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en
las fuentes más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos,
bajando la cabeza y esperando a cada instante ver entrar a un juez para
interrogarla.
Pero
nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las
cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir
nada.
El
oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente
le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con
un gesto de su mano o a un toque de silbato.
Se
hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no
existía o resultaba inútil.
Finalmente Milady
no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.
‑En
nombre del cielo, señor ‑exclamó‑, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad
mis irresoluciones; tengo valor para cualquier peligro que preveo, para
cualquier desgracia que comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aqu? Si estoy libre,
¿por qué esos barrotes y esas puertas? Si estoy prisionera, ¿qué crimen he
cometido?
‑Estáis aquí en
la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a
recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden
con toda la rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un
gentilhombre. Ahí termina, al menos hasta el presente, la carga que tenía que
cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra persona.
‑Y
esa otra persona, ¿quién es? ‑preguntó Milady‑. ¿No podéis decirme su
nombre?...
En
aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas
voces pasaron y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la
puerta.
‑Esa
persona, hela aquí, señora ‑dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose
en actitud de respeto y sumisión.
Al
mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el
umbral...
Estaba sin
sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus
dedos.
Milady creyó
reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de su
sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una
certidumbre.
Entonces el
extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de
luz proyectado por la lámpara, Milady retrocedía
involuntariamente.
Luego, cuando ya
no tuvo ninguna duda:
‑¡Cómo! ¡Mi
hermano! ‑exclamó en el colmo del estupor‑. ¿Sois vos?
‑Sí,
hermosa dama ‑respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés,
mitad irónico‑, yo mismo.
‑Pero, entonces,
¿este castillo?
‑Es
mío.
‑¿Esta
habitación?
‑Es
la vuestra.
‑¿Soy, pues,
vuestra prisionera?
‑Más
o menos.
‑¡Pero esto es un
horrendo abuso de fuerza!
‑Nada de grandes
palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer entre
un hermano y una hermana.
Luego,
volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas
órdenes:
‑Está bien
‑dijo‑, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton[L181] .
Charla de un
hermano con su hermana
Durante
el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y
acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en
las profundidades de la posibilidad, y descubrió toda la trama que ni siquiera
había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído. Tenía a su
cuñado por un buen gentilhombre, cabal cazador, jugador intrépido,
emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose
de intriga. ¿Cómo había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por
qué la retenía?
Athos
le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había
mantenido con el cardenal había caído en oídos extraños; pero no podía
admitir que él hubiera podido cavar una contramina tan pronta y tan
audaz.
Temió más bien que sus
precedentes operaciones en Inglaterra hubieran sido descubiertas.
Buckingham podia haber adivinado que era ella quien había cortado los dos
herretes, y vengarse de aquella pequeña traición; pero Buckingham era
incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si suponía
que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de
celos.
Esta suposición le pareció la
más probable; creyó que querían vengarse del pasado y no ir al encuentro
del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en
manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un
enemigo directo a inteligente.
‑Sí, hablemos, hermano mío ‑dijo
ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a sacar de la
conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter,
las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta
futura.
‑¿Os habéis, pues, decidido a
volver a Inglaterra ‑dijo lord de Winter‑, a pesar de la resolución que tan a
menudo me manifestasteis en Paris de no volver a poner los pies sobre
territorio de Gran Bretaña?
Milady respondió a una pregunta
con otra pregunta.
‑Ante todo ‑dijo ella‑, decidme
cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no
sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que
llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma
táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía
ser la buena.
‑Mas, decidme vos, mi querida
hermana ‑prosiguió‑, qué venís a hacer en Inglaterra.
‑Pero si vengo a veros
‑prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las
sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de
D'Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una
mentira.
‑¡Ah! ¿Verme? ‑dijo tímidamente
lord de Winter.
‑Claro, veros. ¿Qué hay de
sorprendente en ello?
‑Y al venir a Inglaterra, ¿no
habéis tenido otro objetivo que verme?
‑No.
‑¿O sea, que sólo por mí os
habéis tomado la molestia de atravesar la Mancha?
‑Sólo por
vos.
‑¡Vaya! ¡Cuánta ternura, hermana
mía!
‑¿No soy acaso vuestro pariente
más próximo? ‑preguntó Milady con el tono de ingenuidad más
conmovedora.
‑E incluso mi única heredera,
¿no es eso? ‑dijo a su vez lord de Winter, fijando sus ojos sobre los de
Milady.
Por mucho que fuera el poder que
tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al
pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había
puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le
escapó.
En efecto, el golpe era directo
y profundo. La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido
traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión
interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada;
recordó también la salida furiosa a imprudente que había hecho contra
D'Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.
‑No comprendo, milord ‑dijo ella
para ganar tiempo y hacer hablar a su adversario‑. ¿Qué queréis decir? ¿Y
hay algún sentido desconocido oculto en vuestras
palabras?
‑¡Oh, Dios mío! No ‑dijo lord de
Winter con aparente bondad‑. Vos tenéis el deseo de verme, y venís a Inglaterra.
Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de ahorraros
todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un
desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro; pongo un coche a
sus órdenes y él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que
vengo todos los días, y en el que, para que nuestro doble deseo de veros quede
satisfecho, os hago preparar una habitación. ¿Hay algo en cuanto digo más
sorprenderte de lo que hay en cuanto vos me habéis
dicho?
‑No, lo que encuentro
sorprendente es que vos hayáis sido prevenido de mi
llegada.
‑Sin embargo es la cosa más
simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán de vuestro pequeño
navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada
al puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su
registro de tripulación? Yo soy comandante del puerto, me han traído ese
libro, he reconocido en él vuestro nombre. Mi corazón me ha dicho lo que
acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os
exponíais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante
en este momento, y he enviado mi cúter a vuestro encuentro. El resto ya lo
sabéis.
Milady comprendió que lord de
Winter mentía y quedó más asustada aún.
‑Hermano mío ‑continuó ella‑.
¿No es milord Buckingham a quien vi sobre la escollera, por la noche, al
llegar?
‑El mismo. ¡Ah! Comprendo que su
vista os haya sorprendido ‑prosiguió lord de Winter‑. Vos venís de un país donde
deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia preocupa mucho
a vuestro amigo el cardenal.
‑¡Mi amigo el cardenal! ‑exclamó
Milady, viendo que tanto sobre este punto como sobre el otro lord de Winter
parecía enterado de todo.
‑¿No es, pues, amigo vuestro?
‑prosiguió negligentemente el barón‑. ¡Ah!, perdón, eso creía; pero ya
volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que
la conversación había tomado. ¿Venís, a lo que decís, para
verme?
‑Sí.
‑Pues bien, yo os he respondido
que seríais servida a placer, y que nos veríamos todos los
días.
‑¿Debo, por tanto, permanecer
eternamente aquí? ‑preguntó Milady con cierto terror.
‑¿Os encontráis mal alojada,
hermana mía? Pedid lo que os falte, yo me apresuraré a hacer que os lo
den.
‑Pero no tengo ni mis mujeres ni
mis criados...
‑Tendréis todo eso, señora;
decidme en qué tren había montado vuestro primer marido vuestra casa; aunque yo
no sea más que vuestro cuñado, la montaré en un tren
parecido.
‑¿Mi primer marido? ‑exclamó
Milady mirando a lord de Winter con los ojos pasmados.
‑Sí, vuestro marido francés; no
hablo de mi hermano. Por lo demás, si lo habéis olvidado, como aún vive
podría escribirle y él me haría llegar informes a este
respecto.
Un sudor frío perló la frente de
Milady.
‑Vos bromeáis ‑dijo ella con una
voz sorda.
‑¿Tengo aire de hacerlo?
‑preguntó el barón levantándose y dando un paso hacia
atrás.
‑O mejor, me insultáis ‑continuó
ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del sillón y alzándose
sobre sus muñecas.
‑¿Yo insultaros? ‑dijo lord de
Winter con desprecio‑. En verdad, señora, ¿creéis que es
posible?
‑En verdad, señor ‑dijo Milady‑,
o estáis ebrio o sois un insensato; salid y enviadme una
mujer.
‑Las mujeres son muy
indiscretas, hermana; ¿no podría yo serviros de doncella? De esta forma
todos nuestros secretos quedarían en familia.
‑¡Insolente! ‑exclamó Milady, y,
como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la esperó impasible, pero,
sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.
‑¡Eh, eh! ‑dijo él‑. Sé que
tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé, os lo
prevengo, aunque sea contra vos.
‑¡Oh, tenéis razón! ‑dijo
Milady‑. ¡Y me dais la impresión de ser lo bastante cobarde como para poner la
mano sobre una mujer!
‑Quizá sí; además tendría mi
excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que sería puesta sobre vos,
según imagino.
Y el barón indicó con un gesto
lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que casi tocó con el
dedo.
Milady lanzó un rugido sordo y
retrocedió hasta el ángulo de la habitación como una pantera que quiere
acularse para abalanzarse.
‑¡Oh, rugid cuanto queráis!
‑exclamó lord de Winter‑.
Pero no tratéis de
morderme porque, os lo advierto, se volvería en perjuicio vuestro; aquí no
hay procuradores que arreglen de antemano las sucesiones, no hay caballero
errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que retengo prisionera,
sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una mujer lo
bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord
de Winter, mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un
verdugo que os pondrán los dos hombros parejos.
Los ojos de Milady lanzaban
tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una mujer desarmada,
sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma; no por ello dejó
de continuar, con un furor creciente:
‑Sí, comprendo, después de haber
heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de mí; pero, sabedlo de
antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están tomadas, ni un
penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos. ¿No sois lo bastante rica,
vos, que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino
fatal si no hacéis el mal más que por el goce infinito y supremo de hacerlo?
Mirad: os aseguro que si la memoria de mi hermano no fuera sagrada iríais a
pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn [L182] la curiosidad de los marineros;
me callaré, pero vos soportaréis tranquilamente vuestra cautividad; dentro de
quince o veinte días parto para La Rochelle con el ejército; pero la víspera de
mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a
nuestras colonias del Sur; y estad tranquila, os uniré un compañero que os
levantará la tapa de los sesos a la primera tentativa que arriesguéis por volver
a Inglaterra, o al continente.
Milady escuchaba con una
atención que dilataba sus ojos llenos de llamas.
‑Sí, pero hasta entonces
‑continuó lord de Winter‑ permaneceréis en este castillo: los muros son
espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos; además, vuestra
ventana da a pico sobre el mar; los hombres de mi séquito, que me son fieles en
la vida y en la muerte, montan guardia en torno a esta habitación, y vigilan
todos los pasajes que conducen al patio; y llegada al patio, os quedarían aún
tres verjas que atravesar. La consigna es precisa: un paso, un gesto, una
palabra que simule una evasión, y dispararán sobre vos; si os matan, la
justicia inglesa tendrá, como espero, alguna obligación conmigo por haberle
ahorrado la tarea. ¡Ah! Vuestros trazos recuperan la calma, vuestro rostro
reencuentra su seguridad. Quince días, veinte días, decís, ¡bah!; de aquí a
entonces, tengo el genio inventivo, me vendrá alguna idea; tengo el espíritu
infernal y encontraré alguna víctima. De aquí a quince días, os decís, estaré
fuera de aquí. ¡Ah, ah! Intentadio.
Viéndose adivinada, Milady se
hundió las uñas en la carne para domar todo movimiento que pudiera dar a su
fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la
angustia.
Lord de Winter
continuó:
‑El oficial que manda aquí en mi
ausencia ‑ya lo habéis visto y lo conocéis‑ sabe, como veis, observar una
consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí
sin haber tratado de hablarle. ¿Qué decís a eso? ¿Habría sido más impasible y
muda una estatua de mármol? Habéis ensayado ya el poder de vuestras
seducciones sobre muchos hombres, y desgraciadamente habéis triunfado
siempre; pero ensayadlo con éste, diantre; si lo conseguís, os declaro el
mismo demonio.
Fue hacia la puerta y la abrió
bruscamente.
‑¡Qué llamen al señor Felton!
‑dijo‑. Esperad un instante, voy a recomendaros a él.
Entre los dos personajes se hizo
un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular
que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma
humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se
detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.
‑Entrad, mi querido John ‑dijo
lord de Winter‑, entrad y cerrad la puerta.
El joven oficial
entró.
‑Ahora ‑dijo el barón‑, mirad a
esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra; pues
bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos
crímenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su
voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo
paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle; tratará de
seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os he sacado de la miseria, Felton,
os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué
ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un
bienhechor, sino un padre; esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar
contra mi vida; tengo a esta serpiente entre mis manos; pues bien, os hago
llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate
de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el castigo que ha
merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu
lealtad.
‑Milord ‑dijo el joven oficial,
cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón‑,
milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady recibió aquella mirada
como víctima resignada: era imposible ver una expresión más sumisa y más
dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el propio
lord de Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a
combatir.
‑No saldrá jamás de esta
habitación, ¿entendéis, John? ‑continuó el barón‑. No se carteará con nadie, no
hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de dirigirle
la palabra.
‑Basta, milord, he
jurado.
‑Y ahora, señora, tratad de
hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los
hombres.
Milady dejó caer su cabeza como
si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord de Winter salió haciendo
un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la puerta.
Un instante después se oía en el
corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía de centinela, el
hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
Milady permaneció durante
algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la vigilaba por la
cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión
formidable de amenaza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la
ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón,
pensó.
Oficial
Entre tanto, el cardenal
esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera
enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera
bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones
tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la
ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podia durar mucho tiempo todavía; y era
una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor
cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de
Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompierre, que
estaba malquistado con el duque de Angulema.
En cuanto a Monsieur, que había
comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de
acabarlo.
La ciudad, pese a la increíble
perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse;
el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las
peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta
muerte les parecía siempre más lenta y menos segura que morir por
estrangulamiento.
Por su parte, de vez en cuando,
los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o
espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso
se hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se
invitaba al rey a ver el ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en
primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía
siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le impedía
aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte que, si
hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su
imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo,
los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador
de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las últimas;
pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos
rendiremos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince
días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».
Los rochelleses no tenían, pues,
esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su Mesías. Era evidente que
si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con
Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto,
con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham
no vendría.
El tema de apoderarse de la
ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real, había
sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable,
pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la
sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra
franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política,
y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de
progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o
cuatro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en
1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572[L183] ; y, además, por encima de todo
esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a
estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La
Rochelle era inconquistable de otro modo que por el
hambre.
El cardenal no podia apartar de
su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria, porque
también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan
pronto serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier
caso la conocía lo bastante como para saber que actuando a su favor o
contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos.
Esto era lo que no podía saber.
Por lo demás, contaba, y con
razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas
terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por
otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo
superior al peligro que la amenazaba.
Resolvió, por tanto, hacer la
guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño más que como
se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique
que debía hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos
sobre aquella desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y
tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor
politico como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxima del
compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»
Enrique IV, al asediar Paris,
hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el cardenal hizo
arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta,
egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en
abundancia, y no lo compartían; adoptaban la máxima, porque también ellos tenían
máximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos
muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen
fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por
impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene
adoptada, pasaba, sin embargo, de la teoría a la práctica; pero los billetes
vinieron a atentar contra ella. Los billetes recordaban a los hombres que
aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba morir eran
sus hijos, sus esposas y sus padres; que sería más justo que todos fueran
reducidos a la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera
adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el
efecto que podia esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran
número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército
real.
Pero en el momento en que el
cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo puesto en
práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de
las líneas reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre,
de Schomberg y del duque de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un
habitante de La Rochelle, decíamos, entró en la ciudad procedente de
Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica dispuesta a hacerse a
la vela antes de ocho días. Además, Buckingham anunciaba al alcalde que por
fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser
invadido a la vez por los ejércitos ingleses, imperiales y españoles. Esta
carta fue leída públicamente en todas las plazas, se pegaron copias en las
esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar las
negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan
pomposamente anunciado.
Esta circunstancia inesperada
devolvió a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar suyo a volver
nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de
las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real llevaba una
existencia alegre; los víveres no faltaban en el campamento, ni tampoco el
dinero; todos los cuerpos rivalizaban en audacia y alegría. Coger espías y
colgarlos, hacer expediciones audaces sobre el dique o por el mar, imaginar
locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo que hacía encontrar
cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses
roídos por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los
bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal,
siempre cabalgando como el último gendarme del ejército, paseaba su mirada
pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por orden
suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia,
encontraba algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él,
lo miraba de forma singular y al no reconocerlo por uno de nuestros
compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y su vasto
pensamiento.
Cierto día en que, roído por un
hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad, sin nuevas de
Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado
solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y
mezclando la inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso
de su caballo a una colina desde cuya altura percibió detrás de un seto,
tumbados sobre la arena y tomando de paso uno de esos rayos de sol tan raros en
esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas vacías. Cuatro de esos
hombres eran nuestros mosqueteros disponiéndose a escuchar la lectura de una
carta que uno de ellos acababa de recibir. Esta carta era tan importante que
había hecho abandonar sobre un tambor cartas y dados.
Los otros tres se ocupaban en
destapar una damajuana de vino de Collioure; eran los lacayos de aquellos
señores.
Como hemos dicho, el cardenal
estaba de sombrío humor, y nada, cuando se encontraba en esa situación de
espíritu, redoblaba tanto su desabrimiento como la alegría de los demás. Por
otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su
tristeza excitaban la alegría de los extraños. Haciendo seña a La Houdinière y a
Cahusac de detenerse, descendió de su caballo y se aproximó a aquellos reidores
sospechosos, esperando que con la ayuda de la arena que apagaba sus pasos,
y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas palabras de aquella
conversación que tan interesante parecía; a diez pasos del seto solamente
reconoció el parloteo gascón de D'Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres
eran mosqueteros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban
los inseparables, es decir, Athos, Porthos y Aramis.
Júzguese si su deseo de oír la
conversación aumentó con este descubrimiento; sus ojos adoptaron una
expresión extraña, y con paso de ocelote avanzó hacia el seto; pero aún no había
podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito
sonoro y breve lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los
mosqueteros.
‑¡Oficial! ‑gritó
Grimaud.
‑Habláis en mi opinión de forma
rara ‑dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a Grimaud con su
mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una
palabra, contentándose con tener el dedo índice en la dirección del seto y
denunciando con este gesto al cardenal y a su
escolta.
De un solo salto los cuatro
mosqueteros estuvieron en pie y saludaron con
respeto.
El cardenal parecía
furioso.
‑Parece que los señores
mosqueteros se hacen cuidar ‑dijo‑. ¿Acaso vienen los ingleses por tierra? ¿O no
será que los mosqueteros se consideran oficiales
superiores?
‑Monseñor ‑respondió Athos,
porque en medio del terror general sólo él había conservado aquella calma y
aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca‑, Monseñor, los
mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado,
beben y juegan a los dados, y son oficiales muy superiores para sus
lacayos.
‑¡Lacayos! ‑masculló el
cardenal‑. Lacayos que tienen la orden de advertir a sus amos cuando pasa
alguien no son lacayos, son centinelas.
‑Su Eminencia ve, sin embargo,
que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos expuesto a dejarle
pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la
gracia que nos ha hecho de reunirnos. D'Artagnan ‑continuó Athos‑, vos que
hace un momento pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a
Monseñor, hela aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron
pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en las
horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en
ciertos momentos un rey más majestuoso que los reyes de
nacimiento.
D'Artagnan se acercó y balbuceó
algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la mirada ensombrecida
del cardenal.
‑No importa, señores ‑continuó
el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su intención primera por
el incidente que Athos había suscitado‑; no importa, señores, no me gusta que
simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo
privilegiado, hagan de esta forma los grandes señores, y la disciplina es la
misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar
completamente su frase e, inclinándose en señal de asentimiento, replicó a
su vez:
‑La disciplina, Monseñor, no ha
sido olvidada por nosotros de ninguna manera, eso espero al menos. No
estamos de servicio y hemos creído que al no estar de servicio podíamos disponer
de nuestro tiempo como bien nos pareciera. Si somos lo bastante afortunados
para que Su Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos
dispuestos a obedecerle. Monseñor ve ‑continuó Athos frunciendo el ceño
porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a impacientarlo- que,
para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras
armas.
Y señaló con el dedo al cardenal
los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las camas y los
dados.
‑Tenga a bien Vuestra Eminencia
creer ‑añadió D'Amagnan- que nos habríamos dirigido a su encuentro si
hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan
pequeña compañía.
El cardenal se mordió los
mostachos y un poco los labios.
‑¿Sabéis de qué tenéis aire,
siempre juntos, como aquí ahora, armados como estáis, y guardados por
vuestros lacayos? ‑dijo el cardenal‑. Tenéis aire de cuatro
conspiradores.
‑¡Oh! En cuanto a eso, Monseñor,
es cierto ‑dijo Athos‑, y nosotros conspiramos, como Vuestra Eminencia pudo
ver la otra mañana, sólo que contra los rochelleses.
‑¡Vaya con los señores
politicos! ‑prosiguió el cardenal frunciendo a su vez el ceño‑. Quizá se
encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son
ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado
cuando me habéis visto venir.
El rubor subió al rostro de
Athos, que dio un paso hacia Su Eminencia.
‑Se diría que sospecháis de
nosotros verdaderamente, Monseñor, y que estamos sufriendo un auténtico
interrogatorio; si es así, dígnese
Vuestra Eminencia explicarse, y por lo menos sabremos a qué
atenernos.
‑Y aunque esto fuera un
interrogatorio ‑repücó el cardenal‑, otros distintos a vosotros los han sufrido,
señor Athos, y han respondido.
‑Por eso, Monseñor, he dicho a
Vuestra Eminencia que no tenía más que preguntar, y que nosotros estábamos
prestos para responder.
‑¿De quién era esa carta que
íbais a leer, señor Aramis, y que vos habéis ocultado?
‑Una carta de mujer,
Monseñor.
‑¡Oh! Lo supongo ‑dijo el
cardenal‑; hay que ser discreto para esa clase de cartas; sin embargo, se pueden
mostrar a un confesor; como sabéis, he recibido las
órdenes.
‑Monseñor ‑dijo Athos con una
calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta‑,
la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marion de Lorme, ni señorita
D'Aiguillon.
El cardenal se volvió pálido
como la muerte, un destello leonado salió de sus ojos; se volvió como para dar
una orden a Cahusac y a La Houdiniére. Athos vio el movimiento: dio un páso
hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos
como hombres poco dispuestos a dejarse detener. Con el cardenal eran tres;
los mosqueteros, comprendidos los lacayos, eran siete; juzgó que la pamida
sería muy desigual, que Athos y sus compañeros conspiraban realmente; y
mediante uno de esos giros rápidos que siempre tenía a su disposición, toda su
cólera se fundió en una sonrisa.
‑¡Vamos, vamos! ‑dijo‑. Sois
jóvenes valientes, orgullosos a plena luz, fieles en la oscuridad; no hay
mal alguno en vigilar sobre uno mismo cuando se vigila tan bien sobre los demás;
señores, no he olvidado la noche en que me servisteis de escolta para it al
Colombier-Rouge; si hubiera algún peligro que temer en la ruta que voy a
seguir os rogaría que me acompañaseis; pero como no lo hay, permaneced donde
estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta. Adiós,
señores.
Y volviendo a montar en su
caballo, que Cahusac le había traído, los saludó con la mano y se
alejó.
Los cuatro jóvenes, de pie a
inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo
desaparecido.
Luego se
miraron.
Todos tenían el rostro
consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el
cardenal se iba con la rabia en el corazón.
Sólo Athos sonreía con sonrisa
potente y desdeñosa. Cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz y de
la vista:
‑¡Ese Grimaud ha gritado muy
tarde! ‑dijo Porthos, que tenia muchas ganas de hacer caer su mal humor
sobre alguien.
Grimaud iba a responder para
excusarse. Athos alzó el dedo y Grimaud se calló.
‑¿Habrías entregado la carta,
Aramis? ‑dijo D'Artagnan.
‑Estaba totalmente resuelto
‑dijo Aramis con su voz más aflautada‑: si hubiera exigido que le fuera
entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la
otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.
‑Eso me esperaba ‑dijo Athos‑;
por eso me he lanzado entre vos y él. En verdad, ese hombre es muy imprudente al
hablar así a otros hombres; se diría que no se las ha visto más que con mujeres
y niños.
‑Mi querido Athos ‑dijo
D'Artagnan‑, os admiro, pero después de todo estábamos en
culpa.
‑¿Cómo en culpa? ‑prosiguió
Athos‑. ¿De quién es este aire que respiramos? ¿De quién este océano sobre el
que se extiende nuestras miradas? ¿De quién esta arena sobre la que estamos
tumbados? ¿De quién esta carta de vuestra amante? ¿Son del cardenal? A fe mía
que ese hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí,
balbuceante, estupefacto, aniquilado; se hubiera dicho que la Bastilla se
alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa [L184] os convertía en piedra. Veamos,
¿es que acaso es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una
mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del
cardenal; es una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta es vuestro
juego; ¿por qué ibais a mostrar vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se
hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros adivinamos el suyo de
sobra.
‑De hecho ‑dijo D'Artagnan‑, lo
que vos decís, Athos, está lleno de sentido.
‑En tal caso, que no vuelva a
tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima
donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis sacó la carta de su
bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de
nuevo junto a la damajuana.
‑No habíais leido más que una o
dos líneas ‑dijo D'Artagnan‑; empezad, pues, la carta desde el
principio.
‑Encantado ‑dijo
Aramis.
«Querido primo, creo que me
decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra
pequeña criada en el convento de las Carmelitas; esa pobre muchacha está
resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en
peligro la salvación de su alma. Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia
se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de
condenarse, y que volverá junto a aquellos a los que echa de menos, tanto
más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella. Mientras tanto, no es
damasiado desdichada: todo cuanto desea es una carta de su
pretendiente. Sé de sobra que esa clase de géneros pasa difícilmente por
entre las verjas; mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello,
querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión. Mi
hermana os agradece vuestro recuerdo fiel y eterno. Ha sentido por un
instante una gran inquietud; mas, finalmente, se ha tranquilizado algo
ahora, tras haber enviado a su agente allá a fin de que nada imprevisto
ocurra.
Adiós, mi querido primo, dadnos
nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces
creáis poder hacerlo con seguridad. Recibid un abrazo.
Marie Michon.»
‑¡Cuánto os debo, Aramis!
‑exclamó D'Artagnan‑. ¡Querida Costance! ¡Por fin tengo nuevas suyas! ¡Vive,
está a buen seguro en un convento, está en Stenay! ¿Dónde pensáis que está
Stenay, Athos?
‑A algunas leguas de las
fronteras; una vez levantado el asedio, podremos it a dar una vuelta por ese
lado.
‑Y esperemos que no sea muy
tarde ‑dijo Porthos‑; esta mañana han colgado a un espía que ha declarado
que los rochelleses estaban con los cueros de sus zapatos. Suponiendo que
tras haber comido el cuero se coman la suela, no sé qué les quedará para
después, a menos que se coman unos a otros.
‑¡Pobres imbéciles! ‑dijo Athos
vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener en aquella época la reputación que
tiene hoy, no por eso la merecía menos‑. ¡Pobres imbéciles! ¡Como si la
religión católica no fuera la más ventajosa y agradable de las religiones!
Da igual ‑prosiguió tras haber hecho chascar su lengua contra el paladar‑, son
gentes valientes. Mas ¿qué diablos hacéis, Aramis? ‑continuó Athos‑. ¿Guardáis
esa carta en vuestro bolsillo?
‑Sí ‑dijo D'Artagnan‑, Athos
tiene razón, hay que quemarla.
Quién sabe si el señor cardenal
no tiene un secreto para interrogar a las cenizas...
‑Debe tener uno ‑dijo
Athos.
‑Pero ¿qué queréis hacer con esa
carta? ‑preguntó Porthos.
‑Venid aquí, Grimaud ‑dijo
Athos.
Grimaud se levantó y
obedeció.
‑Para castigaros por haber
hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel; luego, para
recompensar el servicio que nos habéis hecho, beberéis este vaso de vino; aquí
tenéis la carta primero, masticad con energía.
Grimaud sonrió y con los ojos
fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde, trituró el
papel y lo tragó.
‑¡Bravo, maese Grimaud! ‑dijo
Athos‑. Y ahora tomad esto; bien, os dispenso de dar las
gracias.
Grimaud tragó silenciosamente el
vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el
tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos
expresivo.
‑Y ahora ‑dijo Athos‑, a menos
que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de
Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante este tiempo Su Eminencia
continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus
mostachos.
‑¡Decididamente
es preciso que estos cuatro hombres sean míos!
Capítulo
LII
Primera jornada de
cautividad
Volvamos a Milady, a la que una
mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho perder la vista un
instante.
La volvemos a encontrar en la
posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de
sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la
esperanza; porque por primera vez duda, porque por vez primera siente
miedo.
En dos ocasiones le ha fallado
su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas
dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para
combatirla contra lo que ha fracasado: D'Artagnan la ha vencido a ella, esa
invencible potencia del mal.
El la ha engañado en su amor,
humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde
en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más,
ha alzado una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la
vuelve tan fuerte.
D'Artagnan ha alejado de
Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con
que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D'Artagnan se ha
hecho pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de
tigresa, indomables como las tienen las mujeres de ese carácter. D'Artagnan
conocía ese terrible secreto que ella juró que nadie conocería sin morir.
Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco
con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada
de las manos, y es D'Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a
algún inmundo Botany‑Bay[L185] , a algún Tyburn infame del
océano Indico.
Porque indudablemente todo esto
le viene de D'Artagnan; ¿de quién procederían tantas vergüenzas amontonadas
sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de Winter
todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una
especie de fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá
escrito.
¡Cuánto odio destila! Allí
inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los
destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del
fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que
asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a
impotente, contra las rocas sobre las cuales está construido ese castillo
sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera
tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra
Buckingham y, sobre todo, contra D'Artagnan, magníficos proyectos de
venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que
ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro,
desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que
puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben
fracasar las irritaciones febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo
esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella..., ella tiene diez o doce días,
según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible
carcelero.
Y, sin embargo, si fuera hombre
intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué, pues, el cielo se ha
equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y
delicado?
Por eso han sido terribles los
primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido
vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco a
poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos
nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está
replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que
reposa.
‑Vamos, vamos; estaba loca al
dejarme llevar así ‑dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su
mirada brillante[L186] , por la que parece interrogarse
a sí misma‑. Nada de violencia, la violencia es una prueba de debilidad. En
primer lugar, nunca he triunfado por ese medio; quizá si usara mi fuerza
contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y
por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no
soy para ellos más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi
debilidad
Entonces, como para rendirse a
sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y
tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera
que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora
sonrisa. Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las
ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro.
Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:
‑Vamos, nada está perdido. Sigo
siendo hermosa.
Eran, aproximadamente, las ocho
de la noche; Milady vio una cama; pensó que un descanso de algunas horas
refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo,
antes de acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena.
Estaba ya desde hacía una hora en aquella habitación, no podían tardar en
traerle su comida. La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvió hacer, desde
aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estudiando el
carácter de las personas a las que su custodia estaba
confiada.
Una luz apareció por debajo de
la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus carceleros. Milady, que se
había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia
atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo
sus encajes chafados, una mano sobre el corazón y la otra
colgando.
Descorrieron los cerrojos, la
puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron unos pasos que se
aproximaron.
‑Poned ahí esa mesa ‑dijo una
voz que la prisionera reconoció como la de Felton.
La orden fue
ejecutada.
‑Traeréis antorchas y haréis el
relevo del centinela ‑continuó Felton.
Esta doble orden que dio a los
mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los
mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.
Las órdenes de Felton eran
ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba buena idea del
floreciente estado en que mantenía la disciplina.
Finalmente, Felton, que aún no
había mirado a Milady, se volvió hacia ella.
‑¡Ah, ah! ‑dijo‑. Duerme, está
bien; cuando se despierte cenará.
Y dio algunos pasos para
salir.
‑Pero, mi teniente ‑dijo un
soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady‑, esta mujer
no duerme.
‑¿Cómo que no duerme? ‑dijo
Felton‑. ¿Entonces, qué hace?
‑Está desvanecida; su rostro
está muy pálido, y por más que escucho no oigo su
respiración.
‑Tenéis razón ‑dijo Felton tras
haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia
ella‑; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no
sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El soldado salió para cumplir
las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se
encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un
gesto. Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a
través de sus largas pestañas sin dar la impresión de abrir los párpados:
vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo durante diez
minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián
no se volvió ni una sola vez.
Pensó entonces que lord de
Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a su carcelero: su
primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus
recursos; en consecuencia, alzó la cabeza, abrió los ojos y suspiró
débilmente.
A este suspiro Felton se volvió
por fin.
‑¡Ah! Ya habéis despertado
señora ‑dijo‑; nada tengo que hacer ya aquí. Si necesitáis algo,
llamad.
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío!
¡Cuánto he sufrido! ‑murmuró con aquella voz armoniosa que, semejante a la de
las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería
perder.
Y al enderezarse en su sillón
adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la que tenía cuando
estaba tumbada.
Felton se
levantó.
‑Seréis servida de este modo
tres veces al día, señora ‑dijo‑: por la mañana, a las nueve; durante el día, a
la una, y por la noche, a las ocho. Si no os va bien, podéis indicar vuestras
horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a
vuestros deseos.
‑Pero ¿voy a quedarme siempre
sola en esta habitación grande y triste? ‑preguntó Milady.
‑Se ha avisado a una mujer de
los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre que deseéis su
presencia.
‑Os lo agradezco, señor
‑respondió humildemente la prisionera.
Felton hizo un leve saludo y se
dirigió hacia la puerta. En el momento en que iba a franquear el umbral
lord de Winter apareció en el corredor, seguido del soldado que había ido a
llavarle la nueva del desvanecimiento de Milady. Traía en la mano un frasco de
sales.
‑¿Y bien? ¿Qué es? ¿Qué es lo
que pasa aquî? ‑dijo con una voz burlona viendo a su prisionera de pie y a
Felton dispuesto a salir‑. ¿Esta muerta ha resucitado ya? Demonios, Felton, hijo
mío, ¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el
primer acto de una comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de
seguir?
‑Lo he pensado, milord ‑dijo
Felton‑; pero como la prisionera es mujer después de todo, he querido tener los
miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al
menos por uno mismo.
Milady sintió un estremecimiento
por todo su cuerpo. Estas palabras de Felton pasaban como hielo por todas
sus venas.
‑O sea ‑prosiguió de Winter
riendo‑, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel blanca y esa
lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de
piedra?
‑No, milord ‑respondió el
impasible joven‑, y creedme, se necesita algo más que tejemanejes y
coqueterías de mujer para corromperme.
‑En tal caso, mi bravo teniente,
dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a cenar. ¡Ah!, tranquilízate,
tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en
seguir al primero.
Y a estas palabras lord de
Winter pasó su brazo bajo el de Felton y se lo llevó
riendo.
‑¡Oh! Ya encontraré lo que
necesitas ‑murmuró Milady entre dientes‑; estáte tranquilo pobre monje
frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un
hábito.
‑A propósito ‑prosiguió de
Winter deteniéndose en el umbral de la puerta‑, no es preciso, Milady, que este
fracaso os quite el apetito. Catad ese pollo y ese pescado que no he hecho
envenenar, palabra de honor. Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no
tiene que heredar de mí, tengo en él plena y total confianza. Haced como yo.
¡Adiós, querida hermana! Hasta vuestro próximo
desvanecimiento.
Era cuanto Milady podía
soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes rechinaron
sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord
de Winter y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se
apoderó de ella; lanzó los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se
abalanzó y lo cogió; pero su desengaño fue cruel: la hoja era redonda y de plata
flexible.
Una carcajada resonó tras la
puerta mal cerrada, y la puerta volvió a abrirse.
‑¡Ja, ja! ‑exclamó lord de
Winter‑. ¡Ja, ja, ja! ¿Ves, mi valiente Felton, ves lo que te había dicho? Ese
cuchillo era para ti; hijo mío, te habría matado. ¿Ves? Es uno de sus defectos,
desembarazarse así, de una forma o de otra, de las personas que la molestan. Si
te hubiera escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se
acabó Felton, te habría degollado y después de ti a todo el mundo. Mira, además,
John, qué bien sabe empuñar su cuchillo.
En efecto, Milady empuñaba aún
el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas últimas palabras, este
supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su
voluntad.
El cuchillo cayó a
tierra.
‑Tenéis razón, milord ‑dijo
Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el fondo del
corazón de Milady‑, tenéis razón y soy yo el que estaba
equivocado.
Y los os salieron de
nuevo.
Pero esta vez Milady prestó oído
más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y apagarse en el fondo
del corredor.
‑Estoy perdida ‑murmuró‑, heme
aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más ascendiente que sobre
estatuas de bronce o granito; me conocen de memoria y están acorazados contra
todas mis armas. Es, sin embargo, imposible que esto termine como ellos han
decidido.
En efecto, como indicaba esta
última reflexión, ese retorno instintivo a la esperanza, en aquella alma
profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo.
Milady se sentó a la mesa, comió de varios platos, bebió un poco de vino
español, y sintió que le volvía toda su resolución.
Antes de acostarse ya había
comentado, analizado, mirado por todas su facetas, examinado desde todos
los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el
silencio de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había
resultado que Felton era, en conjunto, el más vulnerable de sus dos
perseguidores.
Una frase sobre todo volvía a la
mente prisionera:
‑Si te hubiera escuchado ‑había
dicho lord de Winter a Felton.
Por tanto, Felton había hablado
en su favor, puesto que lord de Winter no había querido escuchar a
Felton.
‑Débil o fuerte ‑repetía
Milady‑, ese hombre tiene un destello de piedad en su alma; de ese destelló haré
yo un incendio que lo devovará. En cuanto al otro, me conoce, me teme y
sabe lo que tiene que esperar de mí si alguna vez me escapo de sus manos; es,
pues, inútil intentar nada sobre él. Pero Felton es otra cosa: es un joven
ingenuo, puro y que parece virtuoso; a éste hay un medio de
perderlo.
Y
Milady se acostó y se durmió con la sonrisa en los labios; quien la hubiera
visto durmiendo la habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores
que debía poner sobre su frente en la próxima fiesta.
Capitulo
LIII
Segunda jornada de
cautividad
Milady soñaba que por fin tenía
a D'Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su sangre odiosa
corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa
sobre sus labios.
Dormía como duerme un prisionero
acunado por su primera esperanza.
Al día siguiente, cuando
entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton estaba en el corredor:
traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar;
esta mujer entró y se aproximó a la cama de Milady ofreciéndole sus
servicios.
Milady era habitualmente pálida;
su tez podia, pues, equivocar a una persona que la viera por primera
vez.
‑Tengo fiebre ‑dijo ella‑; no he
dormido un solo instante durante toda esta larga noche, sufro
horriblemente; ¿seréis vos más humana de lo que fueron ayer
conmigo?
‑¿Queréis que llame a un médico?
‑dijo la mujer.
Felton escuchaba este diálogo
sin decir una palabra.
Milady reflexionaba que cuanta
más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la
vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la
enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería
perder la segunda.
‑Ir a buscar a un médico ‑dijo‑,
¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal era una comedia; sin
duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar
al doctor.
‑Entonces ‑dijo Felton
impacientado‑, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis
seguir.
‑¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío!
Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me
importa.
‑Id a buscar a lord de Winter
‑dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.
‑¡Oh, no, no! ‑exclamó Milady‑.
No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito nada, no lo
llaméis.
Puso una vehemencia tan
prodigiosa, una elocuencia tan arrebatadora en esta exclamación, que
Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la
habitación.
«Está emocionado», pensó
Milady.
‑Sin embargo, señora ‑dijo
Felton‑, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos
engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra
parte no tendremos nada que reprocharnos.
Milady no respondió; pero
echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundió en lágrimas y
estalló en sollozos.
Felton la miró un instante con
su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis amenazaba con
prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no
apereció.
‑Creo que empiezo a verlo claro
‑murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para
ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción
interior.
Transcurrieron dos
horas.
‑Ahora es tiempo de que la
enfermedad cese ‑dijo‑; levantémonos y obtengamos algunos éxitos desde hoy;
no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado
dos.
Al entrar por la mañana en la
habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y ella había pensado
que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería
a ver a Felton.
Milady no se equivocaba. Felton
reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo
una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que
ordinariamente traían completamente servida.
Felton se quedó el último, tenía
un libro en la mano.
Milady, tumbada en un sillón
junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa
esperando el martirio.
Felton se aproximó a ella y
dijo:
‑Lord de Winter, que es católico
como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias
de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día
el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el
ritual.
Ante la forma en que Felton
depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono
con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa
con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al
oficial.
Entonces, en aquel peinado
severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como
el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconoció a uno de esos
sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte
del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San
Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.
Tuvo, pues, una de esas
inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes
crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su
vida.
Estas dos palabras: vuestra
misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda
la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero con esa rapidez de
inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó
completamente formulada a sus labios:
‑¡Yo! ‑dijo con un acento de
desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven
oficial‑, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien
que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere
tenderme.
‑¿Y de qué religión sois
entonces, señora? ‑preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que
sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
‑Lo diré ‑exclamó Milady con
exaltación fingida‑ el día en que haya sufrido lo suficiente por mi
fe.
La mirada de Felton descubrió a
Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola
frase.
Sin embargo, el joven oficial
permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
‑Estoy
en manos de mis enemigos ‑prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía
familiar a los puritanos‑. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi
Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en
cuanto a ese libro ‑añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero
sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y
serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de
Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su
herejía.
Felton no respondió, tomó el
libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se
retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady
había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo
recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus
ventajas.
‑Parece ‑ dijo el barón
sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo
indolentemente sus pies sobre el hogar‑, parece que hemos cometido una pequeña
apostasía.
‑¿Qué queréis decir,
señor?
‑Quiero decir que desde la
última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis casado por
casualidad con un tercer marido protestante?
‑Explicaos, milord ‑prosiguió la
prisionera con majestad‑, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero
que no las comprendo.
‑Entonces es que no tenéis
religión de ningún tipo; prefiero esto ‑prosiguió riéndose burlonamente lord de
Winter.
‑Es cierto que eso va mejor con
vuestros principios ‑replicó fríamente Milady.
‑¡Oh! Os confieso que me da
completamente igual.
‑Aunque no confesarais esa
indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes darían
fe de ella.
‑¡Vaya! Habláis de excesos,
señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth[L187] . O yo he oído mal o, diantre,
sois bien impúdica.
‑Habláis así porque sabéis que
nos escuchan, señor ‑respondió fríamente Milady‑, y porque queréis interesar a
vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
‑¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos!
Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta
noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y
mi tarea habrá acabado.
‑¡Tarea infame! ¡Tarea impía!
‑replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su
juez.
‑Palabra de honor que creo ‑dijo
de Winter levantándose‑ que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos,
señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el
que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es
peligrosa y no tendrá consecuencias.
Y lord de Winter se retiró
jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente
caballeresco.
Felton estaba en efecto detrás
de la puerta y no había perdido ni palabra de toda esta
escena.
Milady había adivinado
bien.
‑¡Sí! ¡Vete, vete! ‑le dijo a su
hermano‑. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás,
imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.
Se restableció el silencio,
transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en
hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su
segundo marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no
pareció prestar atención siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton
hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin
ruido con los soldados.
Milady sabía que podia ser
espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el
soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que
parecía escuchar.
Por el momento no pretendía más,
se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que
agua.
Una hora después vihieron a
levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a
los soldados.
Temía, por tanto, verla con
demasiada frecuencia.
Se volvió hacia la pared para
sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola
sonrisa la habría denunciado.
Aún dejó transcurrir media hora,
y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se
oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano,
con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo
que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:
Señor, si nos abandonas
es para uer si somos fuertes,
mas luego eres tú quien das
con tu celeste mano la palma a
nuestros esfuerzos.
Estos versos no eran excelentes,
les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no
se las daban de poetas.
Al cantar, Milady escuchaba: el
soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido
en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había
producido.
Entonces ella continuó su canto
con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que los sonidos se
desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a
dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de
centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de
la puerta dijo:
‑¡Callaos, señora! Vuestra
canción es triste como un De profundis[L188] , y si además de estar de
guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien
aguante.
‑¡Silencio! ‑dijo una voz grave
que Milady reconoció como la de Felton‑. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha
ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado
custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla;
pero no alteréis en nada las órdenes.
Una
expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión
fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber
oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su
voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había
puesto en ella:
Para tantos lloros y miseria,
para mi exilio y para mis cadenas,
tengo mi juuentud, mi plegaria,
y Dios, que tendrá en cuenta los males que he
sufrido
Aquella voz, de una amplitud
nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos
salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente
encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a
adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al
ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno[L189] :
Milady
continuó:
Mas para nosotros llegará el día
de la liberación, Dios justo y
fuerte;
y si nuestra esperanza es
engañado
siempre nos queda el martirio y
la muerte.
Esta estrofa, en la que la
terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el
desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady
lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi
extraviados.
‑¿Por qué cantáis así ‑dijo‑ y
con semejante voz?
‑Perdón, señor ‑dijo Milady con
dulzura‑, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa. Sin duda
os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro,
perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es
involuntaria.
Milady estaba tan bella en aquel
momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su
semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante
sólo creía oír.
‑Sí, sí ‑respondió‑, sí:
perturbáis, agitáis a las personas que viven en este
castillo.
Y el pobre insensato no se daba
cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince
en lo más profundo de su corazón.
‑Me callaré ‑dijo Milady bajando
los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que
pudo impnmir a su porte.
‑No, no, señora ‑dijo Felton‑;
sólo que cantad menos alto, sobre todo por la noche.
Y a estas palabras, Felton,
sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la
prisionera, se precipitó fuera de su habitación.
‑Habéis hecho bien, teniente
‑dijo el soldado‑; esos cantos perturban el alma; sin embargo, uno termina
por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!
Capítulo
LIV
Tercera jornada de
cautividad
Felton había venido, pero
todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se
quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía
conducirla a este resultado.
Se necesitaba más aún: había que
hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo sabía de sobra, su
mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama
de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje
celeste.
Y, sin embargo, pese a toda su
seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra
el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras,
hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración,
que se podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un
hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la
costumbre de ocupar.
Respecto a lord de Winter su
conducta era más fácil: también estaba decidida desde la víspera.
Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por
medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a
amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su
proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada; pero vería.
Por la mañana Felton vino como
de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los preparativos del
desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a
retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a
hablar; pero sus labios se movieron sin que ningún sonido saliera de su
boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras
que iban a escapar de sus labios, y salió.
Hacia mediodía, entró lord de
Winter.
Hacía un hermoso día de
invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero no
calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
Milady miraba por la ventana, y
fingió no oír la puerta que se abría.
‑¡Vaya vaya! ‑dijo lord de
Winter‑. Tras haber hecho comedia, tras haber hecho tragedia, ahora hacemos
melancolía.
La prisionera no
respondió.
‑Sí, sí ‑continuó lord de
Winter‑, comprendo; de buena gana quisierais estar en libertad en esa orilla; de
buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como
la esmeralda; querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano,
tenderme una de esas buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar.
¡Paciencia, paciencia! Dentro de cuatro días os será permitida la orilla,
os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro de
cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
Milady unió las manos, y alzando
sus hermosos ojos al cielo:
‑¡Señor, Señor! ‑dijo con una
angélica suavidad de gesto y de entonación‑. Perdonad a este hombre como yo lo
perdono.
‑Sí, reza, maldita ‑exclamó el
barón‑. Tu oración es tanto más generosa cuanto que, te lo juro, estás en poder
de un hombre que no perdonará.
Y salió.
En el momento en que salía, una
mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella vislumbró a Felton
que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por
ella.
Entonces se arrojó de rodillas y
se puso a rezar.
‑¡Dios mío, Dios mío! ‑dijo‑.
Vos sabéis por qué santa causa sufro; dadme, pues, la fuerza de
sufrir.
La puerta se abrió suavemente;
la hermosa suplicante fingió no haber oído, y con una voz llena de lágrimas
continuó:
‑¡Dios vengador, Dios de bondad!
¿Dejaréis que se cumplan los horribles proyectos de este
hombre?
Sólo entonces fingió ella oír el
ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el pensamiento, se
ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de
rodillas.
‑No me gusta molestar a los que
rezan, señora ‑dijo gravemente Felton‑; no os molestéis, pues, por mí, os lo
suplico.
‑¿Cómo sabéis que rezaba? Señor
‑dijo Milady, con una voz ahogada por los sollozos‑, os equivocáis; señor,
yo no rezaba.
‑¿Pensáis acaso, señora
‑respondió Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más dulce‑
que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador?
¡No lo permita Dios! Por otra parte, el arrepentimiento sienta bien a los
culpables; sea el que fuere el crimen que haya cometido, un culpable a los pies
de Dios me parece sagrado.
‑¡Culpable yo! ‑dijo Milady con
una sonrisa que habría desarmado al angel del juicio final‑. ¡Culpable!
¡Dios mío, tú sabes bien si lo soy! Si decís que estoy condenada, señor, sea en
buena hora; pero ya lo sabéis Dios, que ama a los mártires, permite que, a
veces, se condene a los inocentes.
‑Si estuvierais condenada, si
fuerais mártir ‑respondió Felton‑, razón de más para rezar, y yo mismo os
ayudaría con mis plegarias.
‑¡Oh! Vos sois justo ‑exclamó
Milady, precipitándose a sus pies‑; mirad, no puedo resistir por más tiempo,
porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la
lucha y confesar mi fe; escuchad, pues, la súplica de una mujer
desesperada. Os engañan, señor, pero no se trata de esto, no os pido más que una
gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el
otro.
‑Hablad con el señor, señora
‑dijo Felton‑; afortunadamente no estoy encargado ni de perdonar ni de castigar;
y es alguien más alto que yo a quien Dios ha confiado esa
responsabilidad.
‑A vos, no, sólo a vos.
Escuchadme, antes de contribuir a mi perdición, antes de contribuir a mi
ignominia.
‑Si habéis merecido esa
vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que sufrirla
ofreciéndola a Dios.
‑¡Qué decís! ¡Oh, no me
comprendéis! Cuando yo hablo de ignominia, creéis que hablo de un castigo
cualquiera, de la prisión o de la muerte. ¡Ojalá plazca al cielo! ¿Qué me
importan a mí la muerte o la prisión?
‑Soy yo quien ahora no os
comprende, señora.
‑O quien finge no comprenderme,
señor ‑respondió la prisionera con una sonrisa de
duda.
‑¡No, señora, por el honor de un
soldado, por la fe de un cristiano!
‑¡Cómo! ¿Ignoráis los designios
de lord de Winter sobre mí?
‑Los
ignoro.
‑Imposible, sois su
confidente.
‑Yo no miento nunca,
señora.
‑¡Oh! Se esconde demasiado poco
para que no se le adivine.
‑Yo no trato de adivinar nada,
señora; yo espero que se confíe a mí; y aparte de lo que ante vos me ha dicho,
lord de Winter nada me ha confiado.
‑Mas ‑exclamó Milady con un
increíble acento de verdad‑, ¿no sois, pues, su cómplice, no sabéis, pues, que
él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no
podrían igualar en horror?
‑Os equivocáis, señora ‑dijo
Felton enrojecido‑; lord de Winter no es capaz de semejante
crimen.
«Bueno ‑dijo Milady para sus
adentros‑, ¡sin saber lo que es, lo llama crimen!»
Y luego, en voz
alta:
‑El amigo del infame es capaz de
todo.
‑¿A quién llamáis infame?
‑preguntó Felton.
‑¿Hay en Inglaterra dos hombres
a quien un nombre semejante pueda convenir?
‑¿Os referís a Georges Villiers?
‑dijo Felton, cuyas
miradas se inflamaron.
‑A quien los paganos, los
gentiles y los infieles llaman duque de Buckingham ‑prosiguió Milady‑. ¡No
habría creído que hubiera un inglés en toda Inglaterra que necesitara una
explicación tan larga para reconocer a aquel al que me
refería!
‑La mano del Señor está
extendida sobre él ‑dijo Felton‑, no escapará al castigo que
merece.
Felton no hacía sino expresar
respecto al duque el sentimiento de execración que todos los ingleses habían
consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el
concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente
Satán.
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío!
‑exclamó Milady‑. Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo que le
es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que
es la liberación de todo un pueblo lo que imploro.
‑¿Lo conocéis entonces?
‑preguntó Felton.
«Por fin me pregunta», se dijo a
sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado tan pronto a tan
gran resultado.
‑¡Oh! ¿Si lo conozco? ¡Claro que
sí! ¡Para mi desgracia, para mi desgracia eterna!
Y Milady se torció los brazos
como llegada al paroxismo del dolor. Felton sintió sin duda en sí mismo que su
fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta; la prisionera, que no
lo perdía de vista, saltó en su persecución y lo detuvo.
‑¡Señor! ‑exclamó‑. Sed bueno,
sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal prudencia del
barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él. ¡Oh,
escuchadme hasta el final! ¡Ese cuchillo dejádmelo un mimuto solamente, por
gracia, por piedad! Abrazo vuestras rodillas; mirad, cerraréis la puerta, no es
en vos en quien quiero usarlo. ¡Dios!, en vos, el único ser justo, bueno y
compasivo que he encontrado; en vos, mi salvador quizá; un minuto, ese
cuchillo, un minuto, uno sólo, y os lo devuelvo por el postigo de la puerta;
nada más que un minuto, señor Felton, ¡y habréis salvado mi
honor!
‑¡Mataros! ‑exclamó Felton con
terror, olvidando retirar sus manos de las manos de la prisionera‑.
¡Mataros!
‑¡He dicho señor ‑murmuró Milady
bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo‑, he dicho mi secreto! Lo
sabe todo, Dios mío, estoy perdida.
Felton permanecía de pie,
inmóvil e indeciso.
«Aún duda ‑pensó Milady‑, no he
sido suficientemente verdadera.»
Se oyó caminar en el corredor;
Milady reconoció el paso de lord de Winter. Felton lo reconoció también y se
adelantó hacia la puerta.
Milady se
abalanzó.
‑¡Oh!, ni una palabra ‑dijo con
voz concentrada‑, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese hombre, o
estoy perdida, y seréis vos, vos...
Luego, como los pasos se
acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando con un
gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton. Felton rechazó
suavemente a Milady, que fue a caer sobre una tumbona.
Lord de Winter pasó ante la
puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se
alejaban.
Felton, pálido como la muerte,
permaneció algunos instantes con el oído tenso y escuchando; luego, cuando el
ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un sueño,
y se precipitó fuera de la habitación.
‑¡Ah! ‑dijo Milady escuchando a
su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en dirección opuesta a
los de lord de Winter‑. ¡Por fin eres mío!
Luego su frente se
ensombreció.
‑Si le habla al barón ‑dijo‑,
estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me mataré, me pondrá
delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran
desesperación no era más que un juego.
Fue a situarse ante el espejo y
se miró: jamás había estado tan bella.
‑¡Oh, sí ‑dijo sonriendo‑, pero
él no hablará!
Por la noche, lord de Winter
vino con la cena.
‑Señor ‑le dijo Milady‑,
¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais
ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras
visitas?
‑¡Cómo, querida hermana! ‑dijo
de Winter‑. ¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa linda boca tan
cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro
gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo
arriesgasteis todo por eso: mareo, tempestad, cautividad? Pues bien, aquí me
tenéis, quedad satisfecha; además, esta vez mi visita tiene un
motivo.
Milady se estremeció, creyó que
Felton había hablado; nunca en toda su vida quizá aquella mujer, que había
experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su
corazón tan violentamente.
Estaba sentada; lord de Winter
cogió un sillón, lo acercó a su lado y se sentó junto a ella; luego, sacando de
su bolso un papel que desplegó lentamente:
‑Mirad ‑le dijo‑, quería
mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que en adelante
os servirá de número de orden en la vida que consiento en
dejaros.
Luego, volviendo sus ojos de
Milady al papel, leyó:
«Orden de conducir
a...»
‑El nombre está en blanco
‑interrumpió lord de Winter‑. Si tenéis alguna preferencia, indicádmela; y
con tal que sea a un millar de leguas de Londres, se hará a vuestro gusto.
Prosigo:
«Orden de conducir a... la
citada Charlotte Backson, marcada por la justicia del reino de Francia, mas
liberada por el castigo; permanecerá en esa residencia, sin apartarse nunca de
ella más de tres leguas. En caso de tentativa de evasión, le será aplicada la
pena de muerte. Recibirá cinco chelines diarios para su alojamiento y
alimentación.»
‑Esa orden no me concierne a mí
‑respondió fríamente Milady‑, porque lleva un nombre distinto al
mío.
‑¡Un nombre! Pero ¿es que tenéis
uno?
‑Tengo el de vuestro
hermano.
‑Os equivocáis, mi hermano sólo
es vuestro segundo marido, y el primero todavía vive. Decidme su nombre y lo
pondré en vez del nombre de Charlotte Backson. ¿No? ¿No queréis?... ¿Guardáis
silencio? ¡Está bien! Seréis inscrita bajo el nombre de Charlotte
Backson.
Milady permaneció silenciosa;
sólo que en esta ocasión no era ya por su afectación, sino por terror; creyó que
la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había
adelantado su partida; creyó que estaba condenada a partir aquella misma noche.
En su mente todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se
dio cuenta de que la orden no estaba adornada con ninguna
firma.
La alegría que sintió ante este
descubrimiento fue tan grande que no la pudo ocultar.
‑Sí, sí ‑dijo lord de Winter,
que se dio cuenta de lo que ella pensaba‑. Sí, buscáis la firma y os decís: no
todo está perdido, porque ese acta no está firmada; me lo enseñan para
asustarme, eso es todò. Os equivocáis: mañana esta orden será enviada a lord de
Buckingham; pasado mañana volverá firmada por su puño y adornada con su
sello, y veinticuatro horas después, y de eso yo soy quien os responde,
recibirá su principio de ejecución. Adiós, señora, eso es todo lo que tenía que
deciros.
‑Y yo os responderé, señor, que
ese abuso de poder y ese exilio bajo nombre supuesto son una
infamia.
‑¿Preferís ser colgada bajo
vuestro verdadero nombre, Milady? Ya lo sabéis, las leyes inglesas son
inexorables cuando se abusa del matrimonio; explicaos con franqueza: aunque mi
nombre, o mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto,
correré el riesgo del escándalo en un proceso público con tal de estar seguro de
que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Milady no respondió, pero se
tornó pálida como un cadáver.
‑¡Ah, ya veo que preferís la
peregrinación! Divinamente, señora, y hay un viejo proverbio que dice que los
viajes forman a la juventud. ¡A fe que no estáis equivocada después de todo: la
vida es buena! Por eso no me preocupa que vos me la quitéis. Todavía queda por
arreglar el asunto de los cinco chelines; me muestro algo parsimonioso, ¿no es
as? Se debe a que no me preocupa que corrompáis a vuestros guardianes.
Además, siempre os quedarán vuestros encantos para seducirlos. Usadlos si
vuestro fracaso con Felton no os ha asqueado de las tentativas de ese
género.
«Felton no ha hablado ‑se dijo
Milady‑, nada está perdido aún.»
‑Y ahora, señora, hasta luego.
Mañana vendré para anunciaros la partida de mi mensajero.
Lord de Winter se levantó,
saludó irónicamente a Milady y salió. Milady respiró: todavía tenía cuatro días
por delante; cuatro días le bastaban para terminar de seducir a
Felton.
Una idea terrible se le ocurrió
entonces: que lord de Winter enviaría quizá al propio Felton a hacer firmar
la orden a Buckingham; de esa suerte Felton se le escapaba, y para que la
prisionera triunfase se necesitaba la magia de una seducción
continua.
Sin embargo, como hemos dicho,
una cosa la tranquilizaba: Felton no había hablado.
No quiso parecer conmocionada
por las amenazas de lord de Winter, se sentó a la mesa y
comió.
Luego, como había hecho la
víspera, se puso de rodillas y repitió en voz alta sus oraciones. Como la
víspera, el soldado dejó de caminar y se detuvo para
escucharla.
Al punto oyó pasos más ligeros
que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se detenían ante
su puerta.
‑Es él
‑dijo.
Y comenzó el mismo canto
religioso que la víspera había exaltado tan violentamente a
Felton.
Mas, aunque su voz dulce, plena
y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca, la puerta permaneció
cerrada. En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño postigo, le
pareció a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes
del joven; pero fuera realidad o visión, esta vez él tuvo sobre sí mismo el
poder de no entrar.
Sólo que instantes después de
que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un profundo
suspiro; luego los mismos pasos que había oído acercarse se alejaron lentamente
y como con pesar.
Capítulo
LV
Cuarta jornada de
cautividad
Al día siguiente, cuando Felton
entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida sobre un sillón,
teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de
batista desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo;
al ruido que Felton hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie
de su sillón, y trató de ocultar tras ella aquella cuerda improvisada que
sostenía en la mano.
El joven estaba aún más pálido
que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el insomnio indicaban que
había pasado una noche febril.
Sin embargo, su frente estaba
armada de una serenidad más austera que nunca.
Avanzó lantamente hacia Milady,
que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza asesina que por
descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
‑¿Qué es esto, señora? ‑preguntó
fríamente.
‑¿Esto? Nada ‑dijo Milady
sonriendo con esa expresión dolorosa que tan bien sabía dar ella a su
sonrisa‑. El hastío es el enemigo mortal de los prisioneros, me aburría y me he
divertido trenzando esta cuerda.
Felton dirigió los ojos hacia el
punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie
sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un
gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los
uniformes, bien las armas.
Temblaba, y la prisionera vio
aquel temblor; porque aunque tuviera los ojos bajos, nada se le
escapaba.
‑¿Y qué hacéis de pie sobre ese
sillón? ‑preguntó.
‑¿Qué os importa? ‑respondió
Milady.
‑Deseo saberlo ‑contestó
Felton.
‑No me preguntéis ‑dijo la
prisionera‑; vos sabéis de sobra que a nosotros, los verdaderos cristianos, nos
está prohibido mentir.
‑Pues bien ‑dijo Felton‑; voy a
deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra
fatal que alimentáis en vuestro espíritu; pensad, señora, que si nuestro
Dios prohíbe la mentira, prohíbe mucho más severamente aún el
suicidio.
‑Cuando Dios ve a una de esas
criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y el
deshonor, creedme, señor, ‑respondió Milady con un tono de profunda
convicción‑, Dios le perdona el suicidio; porque entonces el suicidio es el
martirio.
‑Decís demasiado o demasiado
poco; hablad, señora, en nombre del cielo, explicaos.
‑¿Que os cuente mis desgracias
para que las tratéis de fábulas? ¿Que os diga mis proyectos para que vayáis a
denunciarlos a mi perseguidor? No, señor. Además, ¿qué os importa la vida o
la muerte de una infeliz condenada? Vos no responderéis más que de mi cuerpo,
¿no es as? Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no
se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa
doble.
‑¡Yo, señora, yo! ‑exclamó
Felton‑. ¿Suponer que aceptaré el premio de vuestra vida? ¡Oh, no pensáis en lo
que decís!
‑Dejadme hacer, Felton, dejadme
hacer ‑dijo Milady exaltándose‑; todo soldado debe ser ambicioso, ¿no es
as? Vos sois teniente; pues bien, seguiréis mi cortejo con el grado de
capitán.
‑Pero ¿qué os he hecho yo ‑dijo
Felton trastornado‑ para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los
hombres y ante Dios? Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí,
señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces ‑añadió él con un
suspiro‑ haréis lo que queráis.
‑O sea ‑exclamó Milady como si
no pudiera resistir a una santa indignación‑, vos, un hombre piadoso, vos a
quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado
por mi muerte.
‑Yo debo velar por vuestra vida,
señora, y velaré por ella.
‑Mas ¿comprendéis la misión que
cumplís? Cruel ya, si yo fuera culpable, ¿qué nombre le daríais, qué nombre le
dará el Señor si soy inocente?
‑Yo soy soldado, señora, y
cumplo las órdenes que he recibido.
‑¿Creéis que el día del jucio
final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos? Vos no
queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi
alma.
‑Pero, os lo repito ‑prosiguió
Felton transtornado‑, ningún peligro os amenaza, y yo respondo por lord de
Winter como de mí mismo.
‑¡Insensato! ‑exclamó Milady‑
Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios,
cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se
coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más
desdichada.
‑Imposible, señora, imposible
‑murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia de este
argumento‑; prisionera, no recuperaréis por mí la libertad; viva, no perderéis
por mí la vida.
‑Sí ‑exclamó Milady‑, pero
perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis
vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi
vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más
impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta
que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la
más cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora,
sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un
visionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños
ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la
vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que
devora.
Milady vio la turbación, sentía
por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las
venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo
dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se
levantó, bella como una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen
cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos
esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre
su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el
desorden a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con
un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un
acento terrible:
Entrega a Baal su víctima,
arroja a los leones el mártir:
¡Dios hará que te
arrepientas!...
A él clamo desde el
abismo.
Felton se detuvo ante este
extraño apóstrofe, como petrificado.
‑¿Quién sois vos, quién sois
vos? ‑exclamó él juntando las manos‑. ¿Sois una enviada de Dios, sois un
ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o
Astarté?
‑¿No me has reconocido, Felton?
Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de la tierra, soy una hermana
de tu creencia, eso es todo.
‑¡Sí, sil ‑dijo Felton‑. Aún
dudaba, pero ahora creo.
‑¡Crees y, sin embargo, eres el
cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de Winter! ¡Crees y, sin
embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra, del
enemigo de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el
mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo [L190] a quien los ciegos llaman duque
de Buckingham y a quien los creyentes llaman el
anticristo!
‑¿Yo entregaros a Buckingham?
¿Yo? ¿Qué decís?
‑Tienen ojos ‑exclamó Milady‑ y
no verán; tienen oídos y no oirán[L191] .
‑Sí, sí ‑dijo Felton pasándose
las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última
duda‑; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos
del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede
dormir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás
sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad, hablad! ‑exclamó Felton‑. Ahora puedo
comprenderos.
Un destello de alegría terrible,
pero rápido como el pensamiento, brotó de los ojos de
Milady.
Por fugitiva que hubiera sido
aquella luz homicida, Felton la vio y se estremeció como si aquella luz hubiera
iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.
Felton se acordó de pronto de
las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de Milady, de sus
primeras tentativas desde su llegada; retrocedió un paso y bajó la cabeza,
pero sin cesar de mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus
ojos no pudieran desprenderse de sus ojos.
Milady no era mujer capaz de
equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus aparentes emociones
su sangre fría no la abandonaba. Antes de que Felton le hubiera respondido
y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de
sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la
debilidad de la mujer se superpusiese al entusiamo del
instante:
‑Mas no ‑dijo‑, no me toca a mí
ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes. La espada del Eterno
es demasiado pesada para mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de la
muerte, dejadme refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría
un culpable, ni la venganza, como haría una pagana. Dejadme rríorir, eso es
todo. Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro
será una bendición para mi salvador.
Ante esta voz dulce y
suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó. Poco a poco la
encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y
quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre
todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora
de las voluptosidades.
‑¡Ay! ‑dijo Felton‑. No puedo
más que una cosa, compadeceros si me probáis que sois una víctima. Mas lord
de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi hermana
en religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi
bienhechor, yo, que no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero
vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en apariencia, para que lord
de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.
‑Tienen ojos ‑repitió Milady con
un acento indecible de dolor- y no verán; tienen oídos y no
oirán.
‑Entonces ‑exclamó el joven
oficial‑ hablad, hablad, pues.
‑¡Confiaros mi vergüenza!
‑exclamó Milady con el rubor del pudor en el rostro‑. Porque a menudo el
crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un
hombre; yo, una mujer! ¡Oh! ‑continuo ella llevando púdicamente su mano sobre
sus hermosos ojos‑. ¡Oh, jamás, jamás podré!
‑¡A mí, a un hermano! ‑exclamó
Felton.
Milady lo miró largo tiempo con
una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más
que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.
Felton, suplicante a su vez,
juntó las manos.
‑Pues bien ‑dijo Milady‑, me fío
de mi hermano, me atrevo.
En ese momento se oyó el paso de
lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como
había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se
detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y
apareció él.
Mientras se habían cambiado esas
dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando lord de Winter
entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.
El barón entró lentamente y
dirigió su mirada escrutadora de la prisionera al joven
oficial.
‑Hace mucho tiempo, John ‑dijo‑,
que estáis aquí. ¿Os ha contado esa mujer sus crímenes? Entonces comprendo
la duración de la entrevista.
Felton temblaba, y Milady sintió
que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano
desconcertado.
‑¡Ah! ¡Teméis que vuestra
prisionera se os escape! ‑dijo ella‑. Pues bien, preguntad a vuestro digno
carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.
‑¿Pedíais una gracia? ‑dijo el
baron suspicaz.
‑Sí, milord ‑replicó el joven
confuso.
‑Y veamos, ¿qué gracia?
‑preguntó lord de Winter.
‑Un cuchillo que ella me
devolverá por el postigo un mimuto después de haberlo recibido ‑respondió
Felton.
‑¿Hay aquí alguien escondido a
quien esta graciosa persona quiera degollar? ‑prosiguió lord de Winter con su
voz burlona y despreciativa.
‑Estoy yo ‑respondió
Milady.
‑Os he dado a elegir entre
América y Tyburn ‑replicó lord de Winter‑; escoged Tyburn, Milady: la cuerda es
todavía más segura que el cuchillo creedme.
Felton palideció y dio un paso
adelante pensando que, en el momento en que él había entrado, Milady tenía
una cuerda.
‑Tenéis razón ‑dijo ésta‑, y ya
había pensado en ello ‑luego añadió con una voz sorda‑: lo volveré a
pensar.
Felton sintió correr un
estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente lord de Winter
percibió este movimiento.
‑Desconfía, John ‑dijo‑. John,
amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he prevenido! Además, ten
valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y
donde la envíen no perjudicará a nadie.
‑¡Ya lo oís! ‑exclamó Milady con
escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que
Felton comprendió que era para él.
Felton bajó la cabeza y
meditó.
El barón tomó al oficial por el
brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady
hasta haber salido.
‑Vamos, vamos ‑dijo la
prisionera cuando la puerta se hubo cerrado‑, no estoy tan adelantada como
creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida.
¡Lo que es el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a
Felton, duda. ¡Ay, no es un hombre como ese maldito D'Artagnan! Un puritano no
adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama
a las mujeres, y las ama juntado los brazos.
Sin embargo, Milady esperó con
impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a
Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se
hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y
reconoció a Felton.
El joven avanzó rápidamente por
el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de
callarse; tenía el rostro alterado.
‑¿Qué me queréis? ‑dijo
ella.
‑Escuchad ‑respondió Felton en
voz baja‑, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se
sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo. El barón
acaba de contarme una historia espantosa.
Milady adoptó una sonrisa de
víctima resignada y sacudió la cabeza.
‑O vos sois un demonio ‑continuó
Felton‑, o el barón, mi bienhechor, mi padre, es un monstruo. Os conozco
desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo, pues, dudar
entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta
noche, después de las doce, vendré a veros, vos me
convenceréis.
‑No, Felton, no, hermano mío
‑dijo ella‑, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os cuesta.
No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que
mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de
la prisionera.
‑Callaos, señora ‑exclamó
Felton‑, y no me habléis así; he venido para que me prometáis bajo palabra
de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis
contra vuestra vida.
‑No quiero prometer ‑dijo
Milady‑ porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría
que cumplirlo.
‑¡Pues bien! ‑dijo Felton‑.
Comprometeos sólo hasta el momento en que me volváis a ver. Si cuando me
hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo
mismo os daré el arma que me habéis pedido.
‑¡De acuerdo! ‑dijo Milady‑.
Esperaré por vos.
‑Juradlo.
‑Lo juro por nuestro Dios.
¿Estáis contento?
‑Bien ‑dijo Felton‑; hasta esta
noche.
Y se precipitó fuera del cuarto,
volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la
mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.
Una vez vuelto el soldado,
Felton le devolvió el arma.
Entonces, a través del postigo
al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor
delirante a irse por el corredor con un transporte de
alegría.
En cuanto a ella, volvió a su
puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y repitió
blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber
aprendido nunca a conocerlo.
‑¡Mi Dios! ‑dijo ella‑.
¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me ayudará a
vengarme!
Capítulo
LVI
Milady había llegado a la mitad
del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus
fuerzas.
No era difícil vencer, como lo
había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir y a quienes
la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era
bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era
bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del
espíritu.
Mas esta vez tenía que luchar
contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza de
austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre
inaccesible a las seducciones corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza
exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en
ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se
nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto brecha,
con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra
ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro.
Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos
para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto
más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su
estudio.
Sin embargo, durante la velada
muchas veces había desesperado ella del destino y de sí misma; no invocaba
a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía
que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula
árabe, un grano de granada le basta para reconstruir un mundo
perdido.
Milady,
bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día
siguiente. Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la
orden por Buckingham (y Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto
que la orden llevaba un nombre falso, y que no podría él reconocer a la
mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la
haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a
la deportación usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las
pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo
espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de aristocracia adora con sus
luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena miserable a infamante
no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse alguna
vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio
que convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la
abyección disminuía dos tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre
las reinas; su dominación necesitaba el placer del orgullo satisfecho.
Mandar a seres inferiores era para ella más una humillación que un
placer.
Desde luego, habría vuelto de su
exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto tiempo podría durar
ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los
días que uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la
palabra con que deben denominarse los días que uno emplea en descender! Perder
un año, dos años, tres años; es decir, una eternidad, volver cuando
D'Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus
amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que
habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como
Milady no podía soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella
duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su
cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su
espíritu.
Luego, lo que en medio de todo
esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué debía pensar, qué
debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el
cardenal, no sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el
presente, sino además el principal instrumento de su fortuna y de su
venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje
inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos
soportados, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico
potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado
coger!»
Entonces Milady reunía toda su
energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único
destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había
caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse
ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil
repliegues de su imaginación inventiva.
Sin embargo el tiempo
transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al
pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la
prisionera. A las nueve, lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró
la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspeccionó la chimenea
y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección ni él ni
Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos
comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para perder el
tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
‑Vamos, vamos ‑dijo el barón al
dejarla‑, ¡esta noche todavía no escaparéis!
A las diez vino Felton a colocar
un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella como una amante
adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y
despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
No era la hora convenida, Felton
no entró.
Dos horas después, y cuando
daban las doce, el centinela fue relevado.
Esta vez sí era la hora; por
eso, a partir de ese momento Milady esperó con
impaciencia.
El nuevo centinela comenzó a
pasearse por el corredor.
Al cabo de diez minutos llegó
Felton.
Milady prestó
oído.
‑Escucha ‑dijo el joven al
centinela‑ no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque sabes
que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su
puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su
puesto.
‑Sí, lo sé ‑dijo el
soldado.
‑Te recomiendo, por tanto, la
más exacta vigilancia. Yo ‑añadió‑ voy a entrar para inspeccionar por
segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros
proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de
cuidar.
‑Bueno ‑murmuró Milady‑, ¡ya
tenemos al austero puritano mintiendo!
En cuanto al soldado, se
contentó con sonreír.
‑¡Diantre! Mi teniente ‑dijo‑,
no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo
si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
Felton se ruborizó; en cualquier
otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que se permitía semejante
broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca osase
hablar.
‑Si llamo ‑dijo‑, ven; igual que
si alguien viene, llámame.
‑Sí, mi teniente ‑dijo el
soldado.
Felton entró en la habitación de
Milady. Milady se levantó.
‑¿Ya estáis aquî? ‑dijo
ella.
‑Os había prometido venir ‑dijo
Felton‑ y he venido.
‑Me habíais prometido otra cosa
además.
‑¿Qué? ¡Dios mío! ‑dijo el joven
que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas temblar y comenzar a
brotar el sudor en su frente.
‑Habíais prometido traerme un
cuchillo y dejármelo tras nuestra conversación.
‑No habléis de eso, señora ‑dijo
Felton‑ no hay situación por terrible que sea que autorice a una criatura de
Dios a darse la muerte. He reflexionado que no debo hacerme nunca culpable de
semejante pecado.
‑¡Ah, habéis reflexionado! ‑dijo
la prisionera sentándose en su sillón con una sonrisa de desdén‑. También yo he
reflexionado.
‑¿En qué?
‑En que yo no tenía nada que
decir a un hombre que no mantenía su palabra.
‑¡Dios mío! ‑murmuró
Felton.
‑Podéis retiraros ‑dijo Milady‑,
no hablaré.
‑¡Aquí está el cuchillo! ‑dijo
Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había traído,
pero que dudaba en entregar a su prisionera.
‑Veámoslo ‑dijo
Milady.
‑¿Qué vais a
hacer?
‑Palabra de honor, os lo
devuelvo al momento; lo pondré sobre la mesa y vos quedaréis entre él y
yo.
Felton tendió el arma a Milady,
que examinó atentamente su temple y probó la punta en el extremo de su
dedo.
‑Bien ‑dijo ella devolviendo el
cuchillo al joven oficial‑, es un buen acero; sois un fiel amigo,
Felton.
Felton cogió el arma y la puso
sobre la mesa como acababa de ser acordado con su
prisionera.
Milady lo siguió con los ojos e
hizo un gesto de satisfacción.
‑Ahora ‑dijo ella‑,
escuchadme.
La recomendación era inútil: el
joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras para
devorarlas.
‑Felton ‑dijo Milady con una
severidad llena de melancolía‑, Felton, si vuestra hermana, la hija de vuestro
padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer
en una trampa, resistí; se multiplicaron en torno mío las emboscadas,
resistí; se blasfemó la religión a la que sirvo, al Dios que adoro, porque
llamaba en mi ayuda a ese Dios y a esa religión, resistí; entonces se me
prodigaron los ultrajes, y como no podían perder mi alma, quisieron mancillar mi
cuerpo para siempre; finalmente...»
Milady se detuvo, y una sonrisa
amarga pasó por sus labios.
‑Finalmente ‑dijo Felton‑,
finalmente, ¿qué han hecho?
‑Finalmente, una noche
decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche mezclaron
en mi agua un poderoso narcótico; apenas hube acabado mi cena, me sentí
caer poco a poco en un entumecimiento desconocido. Aunque no sintiese
desconfianza, un temor vago se apoderó de mí y traté de luchar contra el sueño;
me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se
negaron a llevarme; me parecía que el techo bajaba contra mi cabeza y me
aplastaba con su peso; tendí los brazos, traté de hablar, no pude más que lanzar
sonidos inarticulados; un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me
agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue
insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos;
quise gritar, mi lengua estaba helada; Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me
deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte. De todo
cuanto pasó en este sueño y del tiempo que transcurrió durante su duración,
ningún recuerdo tengo; la única cosa que recuerdo es que me desperté
acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz
sólo penetraba por una abertura del techo. Por lo demás, ninguna puerta parecía
dar entrada a ella: se hubiera dicho una prisión magnífica. Pasé mucho
tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los
detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir
las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme; tenía
percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un
sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían; pero todo aquello era tan
sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían
pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por
una fantástica dualidad. A veces, el estado en que me encontraba me pareció
tan extraño, que creí que era un sueño. Me levanté vacilante, mis vestidos
estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni haberme desnudado ni
haberme acostado. Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí llena
de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía; por lo que podía
juzgar por la luz del sol, habían transcurrido ya dos tercios del día; había
dormido desde la vigilia hasta la noche; mi sueño había durado, pues, casi
veinticuatro horas. ¿Qué había pasado durante aquel largo sueño? Me vestí tan
rápidamente como me fue posible. Todos mis movimientos lentos y embotados
atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por
completo. Por lo demás, aquel cuarto estaba amueblado para recibir a una mujer;
y la coqueta más acabada no habría tenido un solo deseo que formular que,
paseando su mirada por el cuarto, no hubiera visto completamente cumplido. Desde
luego no era yo la primera cautiva que se había visto encerrada en aquella
espléndida prisión; pero como comprenderéis, Felton, cuanto más bella era la
prisión, más miedo me daba. Sí, era una prisión porque traté en vano de salir de
ella. Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas
las partes los muros devolvieron un sonido plano y sordo. Quizá quince veces di
la vuelta a aquella habitación, buscando una salida cualquiera: no la había; caí
agotada de fatiga y de terror en un sillón. Durante este tiempo, la noche
se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si
debía quedarme donde estaba sentada; me parecía que estaba rodeada de
peligros deconocidos en los que iba a caer a cada Paso. Aunque no hubiese comido nada desde
la víspera, mis temores me impedían sentir hambre. Ningún ruido de fuera, que me
permitiese medir el tiempo, llegaba hasta mí; presumía sólo que podían ser
de las siete a las ocho de la noche; porque estábamos en el mes de octubre, y la
oscuridad era total. De pronto, el chirrido de una puerta que gira sobre sus
goznes me hizo temblar; un globo de fuego apareció encima de la abertura
guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y
vislumbré con terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí.
Una mesa con dos
cubiertos, con una cena totalmente preparada, se había alzado como por
magia en medio del cuarto. Aquel hombre era el que me perseguía desde hacía
un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las primeras palabras que
salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche
anterior.
‑¡Infame! ‑murmuró
Felton.
‑¡Oh, sí, infame! ‑exclamó
Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía suspendida de
sus labios, se tomaba en este extraño relato‑. ¡Oh, sí, infame! Había creído que
le bastaba con haber triunfado de mí en mi sueño para que todo estuviese
dicho; venía esperando que yo aceptaría mi vergüenza, puesto que mi vergüenza
estaba consumada; venía a ofrecerme su fortuna a cambio de mi amor. Todo cuanto
el corazón de una mujer puede contener de soberbio desprecio y de palabras
desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre; sin duda estaba habituado a
reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los
brazos cruzados sobre el pecho; luego, cuando creyó que yo había dicho
todo, se adelantó hacia mí: yo salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé
sobre mi pecho. «Dad un paso más ‑le dije‑ y además de mi deshonor tendréis
también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada, en mi voz, en toda
mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la
convicción a las almas más perversas, porque se detuvo. «¡Vuestro amor! ‑me
dijo‑. ¡Oh, no! Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así,
después de haber tenido la dicha de poseeros, una sola vez solamente. ¡Adiós,
hermosa! Esperaré para volver a visitaros a que estéis en mejores
disposiciones.» Tras estas palabras, silbó; el globo de llama que iluminaba mi
habitación subió y desapareció; volví a encontrarme en la oscuridad. El
mismo ruido de una puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante
después, el globo resplandeciente descendió de nuevo y volví a encontrarme sola.
Aquel momento fue horrible; si aún tenía algunas dudas sobre mi desdicha, esas
dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un
hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba; un hombre capaz de
todo y que ya me había dado una prueba fatal de a lo que podía
atreverse.
‑Mas ¿quién era ese hombre?
‑preguntó Felton.
‑Pasé la noche en una silla,
estremeciéndome al menor ruido; porque a media noche más o menos, la
lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad.
Mas la noche pasó sin nuevas tentativas de mi perseguidor. Llegó el día, la mesa
había desaparecido; sólo que yo tenía aún el cuchillo en la mano. Aquel
cuchillo era toda mi esperanza. Yo estaba rota de fatiga; el insomnio quemaba
mis ojos; no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me
tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo
liberador que oculté bajo mi almohada. Cuando me desperté, una nueva mesa
estaba servida. Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis angustias, se
hizo sentir un hambre devoradora; hacía cuarenta y ocho horas que no había
tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas; luego, acordándome del
narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la
mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de
mi lavabo. Sin embargo, pese a esta precaución, no permanecí menos tiempo
en una angustia horrorosa; pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé
la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía. Había
tenido la precaución de vaciar a medias la jarra para que no se dieran
cuenta de mi desconfianza. Llegó la noche, y'con ella la oscuridad; sin embargo,
por profunda que fuese, mis ojos comenzaban a habituarse a ella; vi en
medio de las tinieblas hundirse la mesa en el suelo; un cuarto de hora después
reapareció con mi cena; un instante después, gracias a la misma lámpara, mi
habitación se iluminó de nuevo. Estaba resuelta a no comer más que objetos a los
que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas
compusieron mi comida; luego fui a tomar un vaso de agua de mi fuente protectora
y lo bebí. A los primeros sorbos, me pareció que no tenía el mismo gusto que por
la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había
tragado medio vaso. Tiré el resto con horror, y esperé, con el sudor del espanto
en la frente. Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el
agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar
mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida. No había
transcurrido media hora cuando se produjeron los mismos síntomas; sólo que
como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y
en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somnolencia que me
dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de
defenderme o de huir. Me arrastré hacia mi cama, para buscar allí la única
defensa que me quedaba, mi cuchillo salvador; pero no pude llegar hasta la
cabecera: caí de rodillas, con las manos aferradas a una de las columnas del
pie; entonces comprendí que estaba perdida.
Felton palideció horrorosamente,
y un estremecimiento convulsivo corrió por todo su cuerpo.
‑Y lo que era más horroroso
‑continuó Milady con la voz alterada como si hubiera experimentado aún la
misma angustia que en aquel momento terrible‑ es que aquella vez yo tenía
conciencia del peligro que me amenazaba; es que mi alma, puedo decirlo, velaba
en mi cuerpo adormecido; es que yo veía, es que oía; es cierto que todo aquello
era como un sueño, pero no por ello menos espantoso. Vi la lámpara que ascendía
y que poco a poco me dejaba en la oscuridad; luego oí el chirrido tan bien
conocido de aquella puerta, aunque aquella puerta sólo se hubiera abierto dos
veces. Sentí instintivamente que alguien se acercaba a mí; dicen que el
desgraciado perdido en los desiertos de América siente de este modo la
cercanía de la serpiente. Quería hacer un esfuerzo, trataba de gritar; gracias a
una increíble energía de voluntad me levanté, para volver a caer al punto... y
volver a caer en los brazos de mi perseguidor.
‑Decidme, pues, ¿quién era ese
hombre? ‑exclamó el joven oficial.
Milady vio de una sola mirada
todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su
relato; pero no quería hacerle gracia de ninguna tortura. Con mayor
profundidad le rompería el corazón, con mayor seguridad la vengaría. Ella
continuó, pues, como si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera
pensado que no había llegado aún el momento de responder a
ella.
‑Sólo que aquella vez el infame
tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún
sentimiento. Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio
completo de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro:
luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que
estaba, oponía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables
puritanas! Saba que cansan a sus verdugos, pero las creía menos fuertes
contra sus seductores.» ¡Ay! Aquella resistencia desesperada no podía
durar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban; y esta vez no fue de
mi sueño de lo que el cobarde se aprovechó, fue de mi
desvanecimiento.
Felton escuchaba sin hacer oír
otra cosa que una especie de rugido sordo; sólo el sudor corría sobre su frente
de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su
pecho.
‑Mi primer movimiento al volver
en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había podido
alcanzar; si no había servido para la defensa podía servir al menos para la
expiación. Pero al coger aquel cuchillo, Felton, me vino una idea terrible. He
jurado decíroslo todo y os lo diré todo; os he prometido la verdad, la diré
aunque me pierda.
‑Os vino la idea de vengaros de
aquel hombre, ¿no es eso? ‑exclamó Felton.
‑¡Pues, sí! ‑dijo Milady‑.
Aquella idea no era de cristiana, lo sé; sin duda ese eterno enemigo de nuestra
alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu.
En fin, ¿qué puedo deciros Felton? ‑continuó Milady con el tono de una mujer que
se acusa de un crimen‑. Me vino esa idea y sin duda ya no me dejó. Hoy llevo el
castigo de ese pensamiento homicida.
‑Continuad, continuad ‑dijo
Felton‑, tengo prisa por veros llegar a la venganza.
‑¡Oh! Resolví que tenía que
llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente Por
el día no tenía nada que temer. Por eso, cuando vino la hora del almuerzo,
no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría
nada; debía por tanto, combatir mediante la nutrición de la mañana el ayuno
de Ìa noche. Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayuno, dado
que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuando había
permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer. El día transcurrió sin
tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que
tuve cuidado de que mi rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi
corazón, porque no dudaba de que era observada; varias veces incluso sentí una
sonrisa en mis labios. Felton, no me atrevo a deciros ante qué idea sonreía,
sentiríais horror de mí...
‑Continuad, continuad ‑dijo
Felton‑, ya veis que escucho y que tengo prisa por llegar.
‑Llegó la noche, los
acontecimientos habituales se produjeron; en la oscuridad, como de costumbre,
fue servida mi cena, luego la lámpara se iluminó, y me senté a la mesa.
Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí
de la que había conservado en mi vaso; la sustitución, por lo demás, fue
hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen
sospecha alguna. Tras la cena, ofrecí las mismas señales de embotamiento que la
víspera; pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me
familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de
adormecerme. En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al
tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura.
Transcurrieron dos horas sin que ocurriese nada nuevo. ¡Aquella vez, Dios mío!
¡Quién me hubiera dicho esto la víspera: comenzaba a temer que no viniese! Por
fin, vi la lámpara elevarse suavemente y desaparecer en las profundidades
del techo; mi habitación se llenó de tinieblas, pero hice un esfuerzo por
horadar con la mirada la oscuridad. Aproximadamente pasaron diez minutos. No oía
yo otro ruido que el del latido de mi corazón. Yo imploraba al cielo para que
viniese. Por fin oí el ruido tan conocido de la puerta que se abría y volvía a
cerrarse; oí, pese al espesor de la alfombra, un paso que hacía chirriar el
suelo; vi, pese a la oscuridad, una sombra que se acercaba a mi
cama.
‑¡Daos prisa daos prisa! ‑dijo
Felton‑. ¿No veis que cada una de vuestras palabras me quema como plomo
derretido?
‑Entonces ‑continuó Milady‑
entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento de la
venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado; me consideraba otra
Judith; me recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo
vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el
último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho.
¡Miserable! ¡Lo había previsto todo: su pecho estaba cubierto de una cota de
malla! El cuchillo se embotó. «¡Ay, ay! ‑exclamó cogiéndome el brazo y
arrancándome el arma que tan mal me había servido‑. ¡Queréis mi vida,
hermosa puritana! Mas esto es más que odio, esto es ingratitud. ¡Vamos,
vamos, calmaos, calmaos, niña mía! Había creído que os habíais dulcificado. No
soy de esos tiranos que conservan las mujeres por la fuerza: no me amáis,
dudaba de ello con mi fatuidad ordinaria; ahora estoy convencido. Mañana
seréis libre.» Yo no tenía más que un deseo: era que me matase. «¡Tened cuidado!
‑le dije‑. Mi libertad es vuestro deshonor. Sí, porque apenas salga de aquí
diré todo, diré la violencia que habéis usado contra mí, diré mi cautividad.
Denunciaré este palacio de infamia; estáis colocado muy alto, milord, mas
temblad. Por encima de vos está el rey, por encima del rey está Dios.» Por dueño
que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de
cólera. Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido
estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano. «Entonces, no
saldréis de aquí», dijo. «¡Bien, bien! ‑exclamé yo. Entonces el lugar de mi
suplicio será también el de mi tumba. Yo moriré aquí y ya veréis si un
fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os
dejará ningún arma.» «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda
criatura que tenga el valor de servirse de ella. Me dejaré morir de hambre.»
«Veamos ‑dijo el miserable‑, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta? Os
devuelvo la libertad ahora mismo, os proclamo una virtud, os denomino la Lucrecia [L192] de Inglaterra. » «Y yo, yo digo
que vos sois Sextus, yo os denuncio a los hombres como os he denunciado
ya a Dios; y si hace falta que, como Lucrecia, firme mi acusación con mi
sangre, la firmaré.» «¡Ah, ah! ‑dijo mi enemigo en un tono burlón‑.
Entonces es distinto. A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os
faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.» Tras estas
palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí
abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no
haberme vengado. Mantuvo su palabra. Todo el día, toda la noche
transcurrieron sin que volviese a verlo. Pero yo también mantuve mi
palabra, y no comí ni bebí; como le había dicho, estaba resuelta a dejarme
morir de hambre. Pasé el día y la noche rezando, porque esperaba que Dios
me perdonase mi suicidio. La segunda noche la puerta se abrió; estaba tumbada en
el suelo, las fuerzas comenzaban a abandonarme. Ante el ruido, me levanté sobre
una mano. «Y bien ‑me dijo una voz que vibraba de una forma demasiado terrible a
mi oído para que no la reconociese‑; y bien, nos hemos dulcificado un poco, y
pagaremos nuestra libertad con la sofa promesa del silencio. Mirad, soy buen
príncipe ‑añadió‑, y aunque no me gustan los puritanos, les hago
justicia, así como a las puritanas, cuando son hermosas. Vamos, hacedme un
pequeño juramento sobre la cruz, no os pido más.» «¡Sobre la cruz! ‑exclamé yo
levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había vuelto a encontrar
todas mis fuerzas‑. ¡Sobre la cruz! Juro que ninguna promesa, ninguna
amenaza, ninguna tortura me cerrará la boca. ¡Sobre la cruz! Juro denunciaros
por todas panes como asesino, como ladrón del honor, como cobarde. ¡Sobre la
cruz! Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al
género humano entero.» «¡Tened cuidado! ‑dijo la voz con un acento de
amenaza que yo no había oído todavía‑. Tengo un recurso supremo, que no
emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de
impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas
mis fuerzas para responder con una carcajada. El vio que entre nosotros
había adelante una guerra eterna, una guerra a muerte. «Escuchad ‑dijo‑, os
doy aún el resto de esta noche y el día de mañana; reflexionad: si prometéis
callaros, la riqueza, la consideración, los honores incluso os rodearán; si
amenazáis con hablar, os condeno a la infamia.» «¡Vos! ‑exclamé yo‑. ¡Vos!» «¡A
la infamia eterna, indeleble!» «¡Vos!», repetí yo. ¡Oh, os lo digo, Felton,
le creía insensato! «Sí, yo», contestó él. «¡Ah, dejadme! ‑le dije‑. Salid si no
queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien
‑replicó él‑, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana
por la noche», respondí yo dejándome caer y mordiendo la alfombra de
rabia...
Felton se apoyaba sobre un
mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes
del fin del relato.
Capítulo
LVII
Un recurso de tragedia
clásica
Tras un momento de silencio,
empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba, continuó su
relato:
‑Hacía casi tres días que no
había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces pasaban por mí
como nubes que me apretaban la frente, que me tapaban los ojos: era el delirio.
Llegó la noche; estaba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada
vez que me desvanecía daba gracias a Dios, porque creía que iba a morir. En
medio de unos de estos desvanecimientos, oí abrirse la puerta; el terror me
volvió en mí. Mi perseguidor entró seguido de un hombre enmascarado: él
también estaba enmascarado; pero yo reconí su paso, yo reconocí aquel aire
imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad.
«Y bien ‑me dijo‑, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?»
«Vos lo habéis dicho, los puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la
habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante el tribunal de los hombres; en el
cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que persistís?» «Juro ante Dios que me
oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que
encuentre un vengador.» «Sois una prostituta ‑dijo con voz tonante‑, y sufriréis
el suplicio de las prostitutas. Marcada a los ojos del mundo que invocaréis,
¡tratad de probar a ese mundo que no so¡s culpable ni loca!» Luego, dirigiéndose
al hombre que le acompañaba: «Verdugo ‑dijo‑, cumple tu
deber.»
‑¡Oh, su nombre, su nombre!
‑exclamó Felton‑. ¡Su nombre, decídmelo!
‑Entonces, pese a mis gritos,
pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que para mí se
trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogió, me volcó sobre el
suelo, me magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin
conocimiento, invocando a Dios que no me escuchaba, lancé de pronto un
espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro ardiendo, un hierro candente,
el hiero del verdugo, se había impreso en mi hombro.
Felton lanzó un
rugido.
‑Mirad ‑dijo Milady,
levantándose entonces con una majestad de reina‑, mirad, Felton, ved cómo han
inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima
de la brutalidad de un malvado. Aprended a conocer el corazón de los hombres, y
en adelante haceos con menos facilidad instrumento de sus injustas
venganzas.
Con rápido gesto, Milady abrió
su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada por una fingida
cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que
deshonraba aquel hombro tan bello.
‑Pero ‑exclamó Felton‑ es una
flor de lis lo que ahí veo.
‑Precisamente ahí es donde está
la infamia ‑respondió Milady‑. La marca de Inglaterra... había que probar qué
tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los
tribunales del reino; mas la marca de Francia..., ¡oh!, con ella estaba
bien marcada.
Aquello era demasiado para
Felton.
Pálido, inmóvil, aplastado por
esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza sobrehumana de
aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le pareció sublime,
terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante
aquellas puras y santas mártires que la persecución de los emperadores
libraba en el circo a la sanguinaria lubricidad del populacho. La marca
desapareció, sólo quedó la belleza.
‑¡Perdón, perdón! ‑exclamó
Felton‑. ¡Oh, perdón!
Milady leyó en sus ojos: amor,
amor.
‑¿Perdón de qué? ‑preguntó
ella.
‑Perdón por haberme unido a
vuestros perseguidores.
Milady le tendió la
mano.
‑¡Tan bella, tan joven! ‑exclamó
Felton cubriendo aquella mano de besos.
Milady dejó caer sobre él una de
esas miradas que de un esclavo hacen un rey.
Felton era puritano: dejó la
mano de esta mujer para besar sus pies.
El ya no la amaba más, la
adoraba.
Cuando aquella crisis hubo
pasado, cuando Milady pareció haber recobrado su sangre fría, que no había
perdido nunca; cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la
castidad aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos
desear más ardientemente:
‑¡Ah! Ahora ‑dijo‑ no tengo más
que una cosa que pediros, es el nombre de vuestro verdadero verdugo; porque para
mí no hay más que uno; el otro era el instrumento nada
más.
‑¿Cómo, hermano? ‑exclamó
Milady‑. ¿Es preciso que todavía te lo nombre, no lo has
adivinado?
‑¿Qué? ‑contestó Felton‑.
¡El..., también él..., siempre él! ¿Qué? El verdadero
culpable...
‑El verdadero culpable ‑dijo
Milady‑ es el estragador de Inglaterra, el perseguidor de los verdaderos
creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho
de su corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el
que protege a los prostestantes hoy y que mañana los
traicionará...
‑¡Buckingham! ¡Entonces es
Buckingham! ‑exclamó Felton exasperado.
Milady ocultó su rostro en sus
manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que este hombre le
recordaba.
‑¡Buckingham el verdugo de esta
angélica criatura! ‑exclamó Felton‑. Y tú, Dios mío, no lo has fulminado, y tú
lo has dejado noble, honrado, poderoso para la perdición de todos
nosotros.
‑Dios abandona a quien se
abandona a sí mismo ‑dijo Milady.
‑Pero, entonces, ¡quiere atraer
sobre su cabeza el castigo reservado a los malditos! ‑continuó Felton con
exaltación creciente‑. ¡Quiere que la venganza humana anticipe la justicia
celeste!
‑Los hombres lo temen y lo
protegen.
‑¡Oh, yo ‑dijo Felton‑, yo no lo
temo y no lo protegeré!...
Milady sintió su alma bañada por
una alegría infernal.
-Pero ¿cómo lord de Winter, mi
protector, mi padre ‑preguntó Felton‑, está mezclado en todo
esto?
‑Escuchad, Felton ‑prosiguió
Milady‑, porque al lado de hombres cobardes y despreciables todavía hay
naturalezas grandes y generosas. Yo tenía un prometido, un hombre al que yo
amaba y que me amaba; un corazón como el vuestro, Felton, un hombre como vos.
Fui a él y le conté todo; me conocía y no dudó ni un solo instante. Era un gran
señor, era un hombre en todo el igual de Buckingham. No me dijo nada, se ciñó
solamente su espada, se envolvió en su capa y se dirigió a Buckingham
Palace.
‑Sí, sí ‑dijo Felton‑,
comprendo; aunque con semejantes hombres no sea la espada lo que hay que
emplear, sino el puñal.
‑Buckingham se había ido la
víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la
infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de
Gales. Mi prometido volvió. «Escuchad ‑me dijo‑, ese hombre ha partido y, por
consiguiente, por ahora, escapa a mi venganza; pero, mientras tanto,
unánomos, como debíamos estarlo; luego, confiad en lord de Winter para
sostener su honor y el de su mujer.»
‑¡Lord de Winter! ‑exclamó
Felton.
‑Sí ‑dijo Milady‑ lord de
Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?: Buckingham
permaneció ausente más de un año. Ocho días antes de su llegada lord de Winter
murió súbitamente, dejándome única heredera. ¿De dónde venía el golpe?
Dios, que todo lo sabe, lo sabe sin duda, yo a nadie
acuso...
‑¡Oh, qué abismo, qué abismo!
‑exclamó Felton.
‑Lord de Winter había muerto sin
decir nada a su hermano. El secreto terrible debía quedar oculto a todos hasta
que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable. Vuestro protector había
visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin
fortuna. Sentí que no podía esperar de un hombre engañado en sus
esperanzas de herencia apoyo alguno. Pasé a Francia resuelta a
permanecer allí durante todo el resto de mi vida. Pero toda mi fortuna está
en Inglaterra; cerradas las comunicaciones por la guerra, todo me faltó: me vi
obligada entonces a volver; hace seis días arribé a
Portsmouth.
‑¿Y bien? ‑dijo
Felton.
‑Y bien. Buckingham se enteró
sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya prevenido contra mí, y
le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada. La voz pura y
noble de mi marido no estaba allí para defenderme. Lord de Winter creyó todo
cuanto se le dijo, con tanta mayor facilidad cuanto que tenía interés en
creerlo. Me hizo detener, me condujo aquí, me puso bajo vuestra custodia.
El resto vos lo sabéis: pasado mañana me destierra, me deporta; pasado
mañana me relega entre los infames. ¡Oh!, la trampa está bien urdida, la
conspiración es hábil y mi honor no sobrevivirá a ella. De sobra veis que es
preciso que yo muera, Felton; ¡Felton, dadme ese cuchillo!
Y tras estas palabras, como si
todas sus fuerzasa estuvieran agotadas, Milady se dejó ir débil y lánguida
entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de
voluptuosidades desconocidas, la recibió con transporte, la apretó contra su
corazón, todo tembloroso ante el aliento de aquella boca tan bella, todo
extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.
‑No, no ‑dijo‑; no, tú vivirás
honrada y pura, vivirás para triunfar de tus
enemigos.
Milady lo rechazó lentamente con
la mano atrayéndolo con la mirada; mas Felton, a su vez, se apoderó de
ella, implorándola como a una divinidad.
‑¡Oh! ¡La muerte, la muerte!
‑dijo ella, velando su voz y sus párpados‑. ¡Oh, la muerte antes que la
vergüenza! Felton, hermano mío, amigo mío, te lo ruego.
‑No ‑exclamó Felton‑, no, ¡tú
vivirás y serás vengada!
‑Felton, llevo la desgracia a
todo lo que me rodea. ¡Felton, abandóname! ¡Felton, déjame morir!
‑Pues bien, muramos entonces
juntos ‑exclamó él apoyando sus labios sobre los de la
prisionera.
Varios golpes sonaron en la
puerta; esta vez, Milady lo rechazó realmente.
‑Escucha ‑dijo‑, nos han oído;
alguien viene. ¡Se acabó, estamos perdidos!
‑No ‑dijo Felton‑, es el
centinela que me previene sólo de que llega una ronda.
‑Entonces, corred a la puerta y
abrid vos mismo.
Felton obedeció: aquella mujer
era ya todo su pensamiento, toda su alma.
Se encontró frente a un sargento
que mandaba una patrulla de vigilancia.
‑¡Y bien! ¿Qué ocurre? ‑preguntó
el joven teniente.
‑Me habíais dicho que abriese la
puerta si oía pedir ayuda ‑dijo el soldado‑, pero habéis olvidado dejarme la
llave; os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la
puerta, estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al
sargento.
‑Y aquí estoy ‑dijo el
sargento.
Felton, extraviado, casi loco,
permanecía sin voz.
Milady comprendió que le
correspondía coger las riendas de la situación; corrió a la mesa y cogió el
cuchillo que había depositado Felton:
‑¿Y con qué derecho queréis
impedirme morir? ‑dijo ella.
‑¡Gran Dios! ‑exclamó Felton
viendo brillar el cuchillo en su mano.
En aquel momento, una carcajada
irónica resonó en el corredor.
El barón, atraído por el ruido,
en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral de la
puerta.
‑¡Ah, ah! ‑dijo‑. Ya estamos
ante el último acto de la tragedia; ya lo veis, Felton el drama ha seguido todas
las fases que yo había indicado; pero estad tranquilo, la sangre no
correrá.
Milady comprendió que estaba
perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y terrible de su
valor.
‑Os equivocáis, milord, la
sangre correrá. ¡Ojalá esa sangre caiga sobre los que la hacen
correr!
Felton lanzó un grito y se
precipitó hacia ella; era demasiado tarde: Milady se había
golpeado.
Pero el cuchillo había
encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la ballena de
hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres; se
había deslizado desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la
carne y las costillas.
El vestido de Milady no por ello
quedó menos manchado de sangre en un segundo.
Milady había caído de espaldas y
parecía desvanecida.
Felton arrancó el
cuchillo.
‑Ved, milord ‑dijo con aire
sombrío‑. ¡Ahí tenéis una mujer que estaba bajo mi custodia y que se ha
matado!
‑Estad tranquilo, Felton ‑dijo
lord de Winter‑, no está muerta, los demonios no mueren tan fácilmente,
tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.
‑Pero,
milord.
‑Id, os lo
ordeno.
A esta conminación de su
superior, Felton obedeció; pero, al salir, puso el cuchillo en su
pecho.
En cuanto a lord de Winter, se
contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando hubo venido le
recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con
ella.
Sin embargo, como en conjunto,
pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al instante un hombre a
caballo a buscar un médico.
Evasión
Como había pensado lord de
Winter, la herida de Milady no era peligrosa; por eso, cuando se encontró sola
con la mujer que el barón se
había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla, volvió a abrir los
ojos.
Sin embargo, había que jugar a
la debilidad y al dolor; no eran cosas difíciles para una comedianta como
Milady; por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que,
pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.
Pero la presencia de aquella
mujer no le impedía a Milady pensar.
No había ninguna duda, Felton
estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se apareciese al joven para
acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en
que se encontraba, por un enviado del demonio.
Milady sonreía a este
pensamiento porque Felton era en lo sucesivo su única esperanza, su único
medio de salvación.
Pero lord de Winter podía
sospechar, y Felton podía ser ahora vigilado.
Hacia las cuatro de la mañana
llegó el médico; pero desde que Milady se había apuñalado la herida estaba
ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la
profundidad; reconoció sólo por el pulso de la enferma que el caso no era
grave.
Por la mañana, Milady, so
pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba descanso,
despidió a la mujer que velaba a su lado.
Tenía una esperanza, y es que
Felton llegara a la hora del desayuno; pero Felton no
vino.
¿Sus temores se habían vuelto
realidad? Felton, sospechoso del barón, ¿iba a fallarle en el momento
decisivo? No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque
para el 23 y estaba en la mañana del 22.
No obstante, esperó aún con
bastante paciencia hasta la hora de la cena.
Aunque no comió por la mañana la
cena le fue traída a la hora habitual; Milady se dio entonces cuenta con terror
que el uniforme de los soldados que la custodiaban había
cambiado.
Entonces se aventuró a preguntar
qué había sido de Felton. Le respondieron que Felton había montado a
caballo hacía una hora y había partido.
Se informó de si el barón seguía
en el castillo; el soldado respondió que sí, y que tenía la orden de avisarlo en
caso de que la prisionera deseara hablarle.
Milady respondió que estaba
demasiado débil por el momento, y que su único deseo era permanecer
sola.
El soldado salió dejando la cena
servida.
Felton había sido alejado, los
soldados de marina habían sido cambiados; desconfiaba, por tanto, de
Felton.
Era el ultimo golpe dado a la
prisionera.
Al quedar sola, se levantó;
aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que se la creyese
gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente. Lanzó una mirada a
la puerta: el barón había hechó clavar una plancha sobre el postigo; temía sin
duda que por aquella abertura consiguiese, mediante algún recurso
diabólico, seducir a los guardias.
Milady sonrió de alegría;
podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorria la
habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en
una jaula de hierro. Desde luego,si le hubiese quedado el cuchillo, habría
pensado no en matarse a sí misma, sino esta vez en matar al
barón.
A las seis, lord de Winter
entró; estaba armado hasta los dientes. Aquel hombre, en el que hasta entonces
Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto
un magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo
todo.
Una sola mirada lanzada sobre
Milady le informó de lo que pasaba en su alma.
‑Sea
‑dijo él‑, mas no me mataréis hoy todavía; no tenéis ya armas, y además estoy
sobre aviso. Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra
infernal influencia, mas quiero salvarlo, no os verá más, todo ha
terminado. Recoged vuestro vestuario; mañana partiréis. Había fijado el embarque
el 24, pero he pensado que cuanto más adelante la cosa, más segura será. Mañana
a mediodía tendré la orden de vuestro exilio firmada por Buckingham. Si
decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi
sargento os levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden; si ya en el
navío decís una palabra a quien quiera que sea antes de que el capitán os
to permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así acordado. Hasta
luego: eso es todo lo que por hoy tenía que deciros. Mañana os volveré a
ver para deciros adiós.
Y con estas palabras el barón
salió.
Milady había escuchado toda esta
amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los labios, pero con la
rabia en el corazón.
Sirvieron la cena; Milady sintió
que necesitaba fuerzas, no sabía qué podia pasar durante aquella noche que se
aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y los
relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.
La tormenta estalló hacia las
diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a la naturaleza
compartir el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la
cólera en su pensamiento; le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su
frente como los árboles cuyas ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba; ella
aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el clamor de la naturaleza que
parecía, también ella, gemir y desesperarse.
De pronto oyó golpear un cristal
y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre aparecer tras los
barrotes.
Corrió a la ventana y la
abrió.
‑¡Felton! ‑exclamó‑. ¡Estoy
salvada!
‑Sí ‑dijo Felton‑; pero,
¡silencio, silencio! Necesito tiempo para serrar vuestros barrotes. Tened
cuidado solamente de que no os vean por el postigo.
‑¡Oh, es una prueba de que el
Señor está con nosotros, Felton! ‑prosiguió Milady‑. Han cerrado el postigo con
una plancha.
‑Está bien, ¡Dios los ha vuelto
insensatos! ‑dijo Felton.
‑Pero ¿qué tengo que hacer?
‑preguntó Milady.
‑Nada, nada; volved a cerrar la
ventana solamente. Acostaos, o al menos meteos en vuestra cama completamente
vestida; cuando haya terminado, golpearé en los cristales. Mas ¿podréis
seguirme?
‑¡Oh, sí7
‑¿Y vuestra
herida?
‑Me hace sufrir, pero no me
impide caminar.
‑Estad, pues, preparada a la
primera señal.
Milady volvió a cerrar la
ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton, a hacerse un
ovillo en su cama. En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el
chirrido de la lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago
vislumbraba la sombra de Felton tras los cristales.
Pasó una hora sin respirar,
jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón oprimido por una angustia
espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.
Hay horas que duran un año.
Al cabo de una hora, Felton
golpeó de nuevo.
Milady saltó fuera de su cama y
fue a abrir. Dos barrotes de menos formaban una abertura para que un hombre
pasase.
‑¿Estáis preparada? ‑preguntó
Felton:
‑Sí. ¿Tengo que llevar alguna
cosa?
‑Oro si
tenéis.
‑Sí, por suerte me han dejado el
que tenía.
‑Tanto mejor, porque he gastado
todo lo mío en fletar un barco.
‑Tomad -dijo Milady poniendo en
las manos de Felton una bolsa llena de oro.
Felton cogió la bolsa y la
arrojó al pie del muro.
‑Ahora ‑dijo‑, ¿queréis
venir?
‑Aquí
estoy.
Milady se subió a un sillón y
pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven oficial
suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.
Por primera vez, un movimiento
de terror le recordó que era mujer.
El vacío la
espantaba.
‑Me lo temía ‑dijo
Felton.
‑No es nada, no es nada ‑dijo
Milady‑, bajaré con los ojos cerrados.
‑¿Tenéis confianza en mí? ‑dijo
Felton.
‑¿Y lo preguntáis?
‑Juntad vuestras dos manos;
cruzadlas, está bien.
Felton le ató las dos muñecas
con un pañuelo; luego, por encima del pañuelo, con una
cuerda.
‑¿Qué hacéis? ‑preguntó Milady
con sorpresa.
‑Pasad vuestros brazos alrededor
de mi cuello y no temáis nada.
‑Pero os haré perder el
equilibrio y nos estrellaremos los dos.
‑Tranquilizaos, soy
marino.
No había un segundo que perder;
Milady pasó sus dos brazos en torno al cuello de Felton y se dejó deslizar fuera
de la ventana.
Felton comenzó a descender los
escalones lentamente y uno a uno.
Pese al peso de los dos cuerpos,
el soplo del huracán los balanceaba en el aire.
De pronto Felton se
detuvo.
‑¿Qué ocurre? ‑preguntó
Milady.
‑Silencio ‑dijo Felton‑, oigo
pasos.
‑¡Estamos
descubiertos!
Se hizo un silencio de algunos
instantes.
‑No ‑dijo Felton‑, no es
nada.
‑Pero ¿qué es ese
ruido?
‑El de la patrulla que va a
pasar por el camino de ronda.
‑¿Dónde está ese camino de
ronda?
‑Justo debajo de
nosotros.
‑Nos van a
descubrir.
‑No, si no hay
relámpagos.
‑Tropezarán con el final de la
escala.
‑Por suerte le faltan seis pies
para llegar al suelo.
‑¡Ahí están, Dios
mío!
‑¡Silencio!
Los dos permanecieron colgados,
inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo; durante este tiempo los
soldados pasaban por debajo riendo y hablando.
Fue para los fugitivos un
momento terrible.
La patrulla pasó; se oyó el
ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las voces que iba
debilitándose.
‑Ahora ‑dijo Felton‑, estamos
salvados.
Milady lanzó un suspiro y se
desvaneció.
Felton continuó descendiendo.
Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo para sus
pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón se
dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la
bolsa de oro y lo cogió entre sus dientes.
Luego levantó a Milady en sus
brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la
patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y
llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una señal parecida le respondió
y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por cuatro
hombres.
La barca se aproximó tan cerca
como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que pudiera
tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería
confiar a nadie su precioso peso.
Afortunadamente la tempestad
comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía violento; la
barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de nuez.
‑¡A la balandra! ‑dijo Felton‑. Remad con
rapidez.
Los cuatro hombres se pusieron a
los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para que los remos hicieran mucha
labor.
Sin embargo, se iban alejando
del castillo; era lo principal. La noche era profundamente tenebrosa y
resultaba ya casi imposible distinguir la orilla desde la barca; con mayor
razón no se habría podido distinguir la barca desde la
orilla.
Un punto negro se balanceaba en
el mar.
Era la
balandra.
Mientras la barca avanzaba por
su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda,
luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
Luego, cuando sus manos
estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la orrojó al
rostro.
Milady lanzó un suspiro y abrió
los ojos.
‑¿Dónde estoy?
‑dijo.
‑A salvo ‑respondió el joven
oficial.
‑¡Oh, a salvo, a salvo! ‑exclamó
ella‑. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire que respiro es el de la
libertad. ¡Ah..., gracias, Felton, gracias!
El joven la apretó contra su
corazón.
‑Pero ¿qué tengo en las manos?
‑preguntó Milady‑. Parece como si me hubieran quebrado las muñecas en un
torno.
En efecto, Milady alzó los
brazos; tenía las muñecas magulladas.
‑¡Ay! ‑dijo Felton mirando
aquellas hermosas manos y moviendo suavemente la
cabeza.
‑¡Oh, no es nada, no es nada!
‑exclamó Milady‑. ¡Ahora me acuerdo!
Milady buscó con los ojos a su
alrededor.
‑Está ahí ‑dijo Felton,
empujando con el pie la bolsa de oro.
Se acercaban a la balandra. El
marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca
respondió.
‑ Qué barco es ése? ‑preguntó
Milady.
‑El que he fletado para
vos.
‑¿Dónde va a
conducirme?
‑Donde vos queráis, con tal que
a mí me dejéis en Portsmouth.
‑¿Qué vais a hacer en
Portsmouth? ‑preguntó Milady.
‑Cumplir las órdenes de lord de
Winter ‑dijo Felton con una sombría sonrisa.
‑¿Qué órdenes? ‑preguntó
Milady.
‑Entonces, ¿no comprendéis?
‑dijo Felton.
‑No; explicaos, os lo
suplico.
‑Como si desconfiase de mí, ha
querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a
Buckingham la orden de vuestra deportación.
‑Pero si desconfiaba de vos,
¿cómo os ha confiado esa orden?
‑¿Creía acaso que yo sabía lo
que llevaba?
‑¡Ah, claro! ¿Y vais a
Portsmouth?
‑No tengo tiempo que perder:
mañana es 23, y Buckingham parte mañana con la flota.
‑ Parte mañana para
dónde?
‑Para La
Rocelle.
‑¡Es preciso que no parta!
‑exclamó Milady, olvidando su presencia de ánimo
acostumbrada.
‑Tranquilizaos ‑respondió
Felton‑, no partirá.
Milady temblaba de alegría.
Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven: la muerte de
Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.
‑¡Felton... ‑dijo‑, sois grande
como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo que puedo
deciros.
‑¡Silencio! ‑dijo Felton‑. Hemos
llegado.
En efecto, tocaban la
balandra.
Felton subió el primero a la
escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sostenían porque
el mar estaba todavía muy agitado.
Un instante después estaban
sobre el puente.
‑Capitán ‑dijo Felton‑, esta es
la persona de quien os he hablado y a quien hay que conducir sana y salva a
Francia.
‑Mediante mil pistolas ‑dijo el
capitán.
‑Os he dado ya quinientas.
‑
‑Es cierto ‑dijo el
capitán.
‑Y aquí están las otras
quinientas ‑añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de
oro.
‑No ‑dijo el capitán‑, yo no
tengo más que una palabra y se la he dado a este joven; las otras quinientas
pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.
‑¿Y
llegaremos?
‑Sanos y salvos ‑dijo el
capitán‑, tan cierto como que me llamo Jack Buttler.
‑Pues bien ‑dijo Milady‑, si
mantenéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo que os
daré.
‑¡Hurra por vos, hermosa dama!
‑exclamó el capitán‑. ¡Y ojalá Dios me envié con frecuencia clientes como
Vuestra Señoría!
‑Mientras tanto ‑dijo Felton‑,
conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de Portsmouth; ya sabéis qué
hemos convenido que nos llevaréis allí.
El capitán respondió ordenando
la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba
el ancla en la bahía designada.
Durante esta travesía, Felton
había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el
pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en
los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar
sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala.
Milady sabía lo demás.
Por su parte, Milady trató de
alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras palabras que salieron de su
boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que
reafirmado.
Convinieron que Milady esperaría
a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta, ella
partiría.
En tal caso, suponiendo que
estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el convento de las
Carmelitas de Béthume[L193] .
Capítulo LIX
Lo que pasó en Portsmouth el 23 de agosto de
1628[L194]
Felton se despidió de Milady
como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su hermana besándole
la mano.
Toda su persona aparecía en un
estado de calma ordinaria: sólo un resplandor desacostumbrado brillaba en sus
ojos, semejante a un reflejo de fiebre; su frente estaba más pálida aún que de
costumbre; sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento cortado y
convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.
Mientras estuvo sobre la barca
que lo conducía a tierra, permaneció con el rostro vuelto hacia Milady que,
de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos. Los dos estaban bastante
tranquilos sobre el temor a ser perseguidos: nunca se entraba en la habitación
de Milady antes de las nueve; y se necesitaban tres horas para llegar desde el
castillo a Londrés:
Felton use el pie en tierra,
escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado, saludó a Milady
por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.
Al cabo de cien pasos, como él
terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de la
balandra.
En seguida corrió en dirección
de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a media milla
aproximadamente, en la bruma de la mañana.
Más allá de Portsmouth, el mar
estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes a un bosque de
álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del
viento.
En su marcha rápida, Felton
repasaba lo que diez años de meditaciones ascéticas y una larga estancia en
medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o
falsas contra el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.
Cuando comparaba los crímenes
públicos de este ministro, crímenes brillantes, crímenes europeos, si así
se podía decir, con los crímenes privados y desconocidos con que lo había
cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en
sí contenía Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público. Es que su amor
tan extraño, tan nuevo, tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a
imaginarias de lady de Winter como se ve a través de un cristal de aumento, en
el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles átomos en realidad
comparados con un hormiga.
La rapidez de su carrera
encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta a una
venganza espantosa, a la mujer que amaba
o mejor, la que adoraba como a una santa, la emoción pasada, su fatiga
presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos
humanos.
Entró en Portsmouth hacia las
ocho de la mañana; toda la población estaba en pie; el tambor batía en las
calles y en el puerto; las tropas de embarque descendían hacia el
mar.
Felton llegó al palacio del
Almirantazgo cubierto de polvo y chorreando de sudor; su rostro,
ordinariamente tan pálido, estaba púrpura de calor y de cólera. El
centinela quiso rechazarlo; pero Felton llamó al jefe del puesto y sacó del
bolso la carta de que era portador.
‑Mensaje urgente de parte de
lord de Winter ‑dijo.
Al nombre de lord de Winter, a
quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del puesto dio la orden
de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de
marina.
Felton se precipitó en el
palacio.
En el momento en que entraba en
el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin aliento, dejando a la
puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus
rodillas.
Felton y él se dirigieron al
mismo tiempo a Patrick, el ayuda de cámara de confianza del duque. Felton
nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendió
que sólo podía darse a conocer al duque. Los dos insistían para pasar uno antes
que el otro.
Patrick, que sabía que lord de
Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad con el duque, dio
preferencia a quien venía en su nombre. El otro fue obligado a esperar, y fue
fácil ver cuánto maldecía aquel retraso.
El ayuda de cámara hizo
atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de La
Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete
donde Buckingham, que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta
ocasión como en cualquier otra concedía una atención
extraordinaria.
‑El teniente Felton ‑dijo
Patrick‑, de parte de lord de Winter.
Felton entró. En aquel momento
Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada de oro, para ponerse
un jubón de terciopelo azul completamente bordado de
perlas.
‑¿Por qué no ha venido el propio
barón? ‑preguntó Buckingham‑. Lo esperaba esta
mañana.
‑Me ha encargado decir a Vuestra
Gracia ‑respondió Felton que lamentaba mucho no tener ese honor, pero que
se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del
castillo.
‑Sí, sí ‑dijo Buckingham‑, ya sé
eso, hay una prisionera.
‑Precisamente de esa prisionera
quería yo hablar a Vuestra Gracia‑prosiguió Felton.
‑¡Bien,
hablad!
‑Lo que tengo que deciros sólo
puede ser oído de vos, milord.
‑Dejadnos, Patrick ‑dijo
Buckingham‑, pero estad cerca de la campanilla; os llamaré en
seguida.
Patrick
salió.
‑Estamos solos, señor ‑dijo
Buckingham‑; hablad.
‑Milord ‑dijo Felton‑, el barón de Winter os ha escrito el otro
día para rogaros que firmaseis una orden de embarco relativa a una joven llamada
Charlotte Backson.
‑Sí, señor, y le he contestado
que me trajera o me enviara esa orden y que yo la
firmaría.
‑Hela aquí,
Milord.
‑Dadme ‑dijo el
duque.
Y tomándola de las manos de
Felton, lanzó sobre el papel una ojeada rápida. Entonces, dándose cuenta de
que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogió una
pluma y se dispuso a firmar.
‑Perdón, milord ‑dijo Felton
deteniendo al duque‑, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de Charlotte Backson no
es el nombre verdadero de esa mujer?
‑Sí, señor, lo sé ‑respondió el
duque mojando la pluma en el tintero.
‑¿Entonces Vuestra Gracia conoce
su verdadero nombre? ‑preguntó Felton con voz
cortada.
‑Lo
conozco.
El duque acercó la pluma al
papel.
‑Y conociendo ese nombre
verdadero ‑prosiguió Felton‑, ¿monseñor lo firmará?
‑Claro que sí ‑dijo Buckingham‑,
y mejor dos veces que una.
‑No puedo creer ‑continuó Felton
con una voz que se hacía cada vez más cortante y brusca‑ que Su Gracia sepa
que se trata de lady de Winter...
‑¡Lo sé perfectamente, aunque
estoy asombrado de que lo sepáis vos!
‑¿Y Vuestra Gracia firmará esa
orden sin remordimientos?
Buckingham miró al joven con
altivez.
‑Vaya, señor, ¿sabéis ‑le dijo‑
que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy tonto por responder
a ellas?
‑Respondedme, monseñor ‑dijo
Felton‑, la situación es más grave de lo que quizá
penséis.
Buckingham pensó que el joven,
viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su nombre y se
sosegó.
‑Sin ningún remordimiento
‑dijo‑, y el barón sabe como yo que milady de Winter es una gran culpable y que
es casi otorgarle gracia militar su pena al destierro.
El duque posó su pluma sobre el
papel.
‑¡No firmaréis esa orden,
milord! ‑dijo Felton dando un paso hacia el duque.
‑¿Que no firmaré esta orden?
‑dijo Buckingham‑. ¿Y por qué?
‑Porque haréis examen de
conciencia y haréis justicia a Milady.
‑Se le hará justicia enviándola
a Tyburn ‑dijo Buckingham‑; Milady es una infame.
‑Monseñor, Milady es un ángel,
vos lo sabéis de sobra, y yo os exijo su libertad.
‑¡Vaya! ‑dijo Buckingham‑.
Estáis loco al hablarme así.
‑Milord, perdonadme; hablo como
puedo; me contengo. Sin embargo, milord, pensad en lo que vais a hacer, ¡y
tened cuidado con pasaros de la raya!
‑¿Cómo?... ¡Dios me perdone!
‑exclamó Buckingham‑. ¡Pero creo que me está amenazando!
‑No, milord, aún ruego, y os
digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso lleno, una falta
ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos
crímenes.
‑Señor Felton ‑dijo Buckingham‑,
vais a salir de aquí y consideraros arrestado
inmediatamente.
‑Vais a escucharme hasta el
final, milord. Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y mancillado:
reparad vuestros crímenes para con ella, dejadla partir libremente; y no
exigiré otra cosa de vos.
‑¿Vos no exigiréis? ‑dijo
Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié en cada una de
las sílabas de las tres palabras que acababa de
pronunciar.
‑Milord ‑continuó Felton
exaltándose a medida que hablaba‑, milord, tened cuidado, toda Inglaterra está
harta de vuestras iniquidades; milord, habéis abusado del poder real que
casi habéis usurpado; milord, habéis horrorizado a los hombres y a Dios; Dios os
castigará más tarde, pero yo, yo os castigaré hoy.
‑¡Ah! ¡Esto es demasiado fuerte!
‑grito Buckingham dando un paso hacia la puerta.
Felton le cerró el
paso.
‑Os lo pido humildemente ‑dijo‑,
firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter; pensad que es la mujer
que habéis deshonrado.
‑Retiraos, señor ‑dijo
Buckingham‑, o llamo y hago que os pongan cadenas.
‑Vos no llamaréis ‑dijo Felton
arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un velador inscrustado
de plata‑; tened cuidado, milord, estáis entre las manos de
Dios.
‑En las manos del diablo,
querréis decir ‑exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a gente, sin
llamar, sin embargo, directamente.
‑Firmad, milord, firmad la
libertad de lady de Winter ‑dijo Felton empujando un papel hacia el
duque.
‑¡A la fuerza! ¿Os burláis de
mí? ¡Eh,
Patrick!
‑¡Firmad,
milord!
‑¡Jamás!
‑¿Jamás?
‑¡A mí! ‑gritó el duque, y al
mismo tiempo saltó sobre su espada.
Pero Felton no le dio tiempo de
sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que se había herido
Milady; de un salto estuvo sobre el duque.
En ese momento Patrick entraba
en la sala gritando:
‑¡Milord, una carta de
Francia!
‑¡De Francia! ‑exclamó
Buckingham olvidando todo al pensar de quién le venía aquella
carta.
Felton aprovechó el momento y le
hundió en el costado el cuchillo hasta el mango.
‑¡Ah, traidor! ‑gritó
Buckingham‑. Me has matado...
‑¡Al asesino! ‑aulló
Patrick.
Felton lanzó los ojos en torno a
él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que
era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la
atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera; pero en el primer
escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido,
manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello
exclamando:
‑¡Lo sabía lo había adivinado y
llego un minuto tarde! ¡Oh, desgraciado de mí!
Al grito lanzado por el duque, a
la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara
se precipitó en el gabinete.
Encontró al duque tumbado sobre
un sofá, cerrando su herida con su mano crispada.
‑La Porte ‑dijo el duque con voz
moribunda‑, La Porte, ¿vienes de su parte?
‑Sí, monseñor ‑respondió el fiel
servidor de Ana de Austria‑, pero quizá demasiado tarde.
‑¡Silencio, La Porte, podrían
oíros! Patrick, no dejéis entrar a nadie. ¡Oh, no llegaré a saber lo que me
manda decir! ¡Dios mío, me muero!
Y el duque se
desvaneció.
Sin embargo, lord de Winter, los
diputados, los jefes de la expedición, los oficiales de la casa de
Buckingham, habían irrumpido en su habitación; por todas partes sonaban gritos
de desesperación. La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos
pronto se desparramó por doquier y se esparció por la
ciudad.
Un cañonazo anunció que acababa
de pasar algo nuevo e inesperado.
Lord de Winter se mesaba los
cabellos.
‑¡Un minuto tarde! ‑exclamó‑.
¡Un minuto tarde! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, qué desgracia!
En efecto, a las siete de la
mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en una de las
ventanas del castillo; había corrido al punto a la habitación de Milady,
había encontrado la habitación vacía y la ventana abierta los barrotes
serrados, se había acordado de la recomendación verbal que le había hecho
transmitir D'Artagnan por su mensajero, había temblado por el duque, y
corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su caballo,
había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y,
saltando a tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y
en el primer escalón se había encontrado, como hemos dicho, con
Felton.
Sin embargo, el duque no estaba
muerto; volvió en sí, abrió los ojos y la esperanza volvió a todos los
corazones.
‑Señores ‑dijo‑ dejadme solo con
Patrick y La Porte.
‑¡Ah, sois vos, de Winter! Esta mañana me habéis enviado un
singular loco, ved el estado en que me ha puesto.
‑¡Oh, milord! ‑exclamó el
barón‑. No me consolaré nunca.
‑Y cometerás un error, mi
querido de Winter ‑dijo Buckingham tendiéndole la mano‑. No sé de ningún hombre
que merezca ser lamentado durante toda la vida por otro hombre; mas
déjanos, te lo ruego.
El barón salió
sollozando.
No se quedaron en el gabinete
más que el duque herido, La Porte y Patrick.
Se buscaba a un médico, al que
no podían encontrar.
‑Viviréis, milord, viviréis
‑repetía de rodillas ante el sofá del duque el mensajero de Ana de
Austria.
‑¿Qué me escribía ella? ‑dijo
débilmente Buckingham chorreando sangre y dominando, para hablar de aquella
a la que amaba, atroces dolores‑. ¿Que me escribía ella? Léeme su
carta.
‑¡Oh, milord! ‑dijo La
Porte.
‑Obedece, La Porte; ¿no ves que
no tengo tiempo que perder?
La Porte rompió el sello y puso
el pergamino bajo los ojos del duque; mas Buckingham trató en vano de
distinguir la escritura.
‑Lee, pues ‑dijo‑,lee, yo no veo
ya; lee, porque pronto quizá no oiga y moriré entonces sin saber lo que me ha
escrito.
La Porte no puso más
dificultades, y ieyó:
«Milord:
Por cuanto he sufrido de vos y
por vos desde que os conozco, os conjuro, si tenéis alguna preocupación por
mi descanso, que interrumpáis el gran armamento que hacéis contra Francia y
ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la religión es la causa
visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa oculta. Esta guerra
no sólo puede acarrear a Francia y a Inglaterra grandes catástrofes, sino
incluso a vos, milord, desgracias de las que nunca me
consolaré.
Velad por vuestra vida, que
amenazan y que me será cara en el momento en que no esté obligada a ver en vos
un enemigo.
Vuestra
afectísima,
Ana.»
Buckingham reunió los restos de
su vida para escuchar esta lectura; luego, cuando hubo terminado, como si
hubiera encontrado en aquella carta un amargo desencanto:
‑¿No tenéis otra cosa que
decirme de viva voz, La Porte? ‑preguntó.
‑Sí, monseñor: la reins me había
encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido el aviso que os
querían asesinar.
‑¿Y eso es todo, eso es todo?
‑prosiguió Buckingham con impaciencia.
‑Tamb¡én me había encargado
dec¡ros que os amará siempre.
‑¡Ah! ‑d¡jo Buckingham‑ ¡Dios
sea loado! Mi muerte no será para ells la muerte de un
extraño...
La Porte se fundió en
lágrimas.
‑Patrick ‑dijo el duque‑,
traedme el cofre donde estaban los herretes de diamantes.
Patrick trajo el objeto pedido,
que La Porte reconoció por haber pertenecido a la reina.
‑Ahora, la bolsita de satén
blanco, donde están bordadas en perlas sus iniciales.
Patrick volvió a
obedecer.
‑M¡rad, La Porte ‑dijo
Buckingham‑, estas son las ún¡cas prendas que tengo de ella, este cofre de
plata y estas dos cartas. Las devolvéis a Su Majestad; y como último
recuerdo... ‑buscó a su alrededor algún objeto precioso‑
añadiréis...
Siguió buscando; pero sus
m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el cuchillo caído de
las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida en
la hoja.
‑Y añadiréis este cuchillo ‑dijo
el duque apretando la mano de La Porte.
Aún pudo poner la bolsita en el
fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña a La Porte de
que no podía ya hablar; luego, en la última convulsión, para la cual esta vez no
tenía fuerzas ya de combatir, se deslizó del sofá al
suelo.
Patrick lanzó un
grito.
Buckingham quiso sonreír por
última vez; pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó grabado sobre su
frente como un último beso de amor.
En aquel momento el médico del
duque llegó completamente espantado; estaba ya a bordo del bajel almirante,
habían tenido que ir a buscarlo allí.
Se acercó al duque, cogió su
mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.
‑Todo es inútil ‑dijo‑, está
muerto.
‑¡Muerto, muerto! ‑exciamó
Patrick.
Ante este grito toda la multitud
entró en la sala, y por doquiera no hubo más que consternación y
tumulto.
Tan pronto como lord de Winter
vio a Buckingham muerto, corrió a por Felton, a quien los soldados seguían
custodiando en la terraza del palacio.
‑¡Miserable! ‑dijo al joven que
desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma y aquella sangre
fría que ya no iban a abandonarlo‑. ¡Miserable! ¿Qué has
hecho?
‑Me he vengado
‑dijo.
‑¡Tú! ‑dijo el barón‑. Di que
has servido de instrumento a esa maldita mujer; pero, te lo juro, este crimen
será su último crimen.
‑No sé lo que queréis decir
‑contestó tranquilamente Felton‑, e ignoro de quién queréis hablar, milord: he
matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos
mismo, nombrarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es
todo.
De Winter, estupefacto, miraba a
las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de semejante
sensibilidad.
Una sola cosa ponía, sin
embargo, una nube sobre la frente pura de Felton. A cada ruido que oía, el
ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a
arrojarse en sus brazos para acusarse y perderse con él.
De pronto se estremeció, su
mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que se encontraba se
dominaba completamente; con aquella mirada de águila de marino había
reconocido, allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota
balanceándose sobre las olas, la vela de la balandra que se dirigía a las costas
de Francis.
Palideció, se llevó la mano al
corazón, que se rompía, y comprendió toda la
traición.
‑Una última gracia, milord ‑le
dijo al barón.
‑¿Cuál? ‑preguntó
éste.
‑¿Qué hora
es?
El barón sacó su
reloj.
‑Las nueve menos diez
‑dijo.
Milady había adelantado su
partida una hora y media; desde que oyó el cañonazo que anunciaba el fatal
suceso, había dado la orden de levar el ancla.
El barco bogaba bajo un cielo
azul a gran distancia de la costa.
‑Dios lo ha querido ‑dijo Felton
con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin embargo, separar los ojos
de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma
de aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.
De Winter siguió su mirada,
interrogó su sufrimiento y adivinó todo.
‑Sé castigado solo primero,
miserable ‑dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba arrastrar con los
ojos vueltos hacia el mar‑; pero lo juro, por la memoria de mi hermano a quien
tanto amé, que tu cómplice no se ha salvado.
Felton bajó la cabeza sin
pronunciar una palabra.
En cuanto a de Winter, bajó
rápidamente la escalera y se dirigió al puerto.
En
Francia
El primer temor del rey de
Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia terrible
desalentase a los rochelleses; trató, dice Richelieu en sus Memorias, de ocultársela el mayor tiempo
posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial
cuidado de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Buckingham
aprestaba hubiera partido, encargándose él mismo, a falta de Buckingham, de
supervisar la marcha.
Llevó incluso la severidad de
esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de Dinamarca, que se
había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al
puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a
las Provincias Unidas.
Mas
como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a
las dos de la tarde, ya habían salido del puerto dos navíos: el uno
llevando, como sabemos, a Milady, la cual, sospechando ya el acontecimiento, fue
confirmada en su creencia al ver el pabellón negro desplegarse en el mástil del
bajel almirante.
En cuanto al segundo navío, más
tarde diremos a quién llevaba y cómo partió.
Durante este tiempo, por lo
demás, nada nuevo en el campo de La Rochelle; sólo el rey, que se aburría mucho,
como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra parte,
resolvió ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint‑Germain, y
pidió al cardenal hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros
solamente. El cardenal, a quien a veces ganaba el aburrimiento del rey,
concedió con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente, que prometió
estar de regreso hacia el 15 de septiembre.
El señor de Tréville avisado por
Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el motivo, conocía el
vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a
Paris, los designó, por supuesto, para formar parte de la
escolta.
Los cuatro jóvenes supieron la
noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville, porque fueron los
primeros a quienes se la comunicó. Fue entonces cuando D'Artagnan apreció el
favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los
mosqueteros: sin esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer
en el campamento mientras sus compañeros partían.
Más tarde se verá que esta
impaciencia de dirigirse a Paris tenía por causa el peligro que debía correr la
señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga
mortal. Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie
Michon, aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para
que obtuviese que la reina diese autorización a la señora Bonacieux de
salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a Bélgica. La respuesta no
se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había recibido esta
carta:
«Mi querido
primo:
Aquí va la autorización de mi
hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de Béthune, cuyo aire
vos pensáis que es malo para ella. Mi hermana os envía esta autorización con
gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil
más tarde.
Os abrazo,
Marie
Michon.»
A esta carta iba unida una
autorización así concebida:
«La superiors del convento de
Béthune entregará a la persona que le entregue este billete la novicia que
entró en su convento bajo mi recomendación y
patronazgo.
En el Louvre, el 10 de agosto de
1628.
Anne.»
Como se comprenderá, estas
relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que llamaba a la
reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes; pero
Aramis, después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los
ojos ante las gruesas bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no
volvieran a tocar el tema, declarando que si se le volvía a decir una sola
palabra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este tipo de
asuntos.
No volvió, pues, a tratarse de
Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por otra parte, teman lo
que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las
Carmelitas de Béthune. Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa
mientras estuvieran en el campamento de La Rochelle, es decir, en la otra
esquina de Francia; por eso D'Artagnan iba a pedir un permiso al señor de
Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida, cuando le fue
transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey
iba a partir para Paris con una escolta de veinte mosqueteros, y que ellos
formaban parte de la escolta.
La alegría fue grande. Enviaron
a los criados por delante con los equipajes, y partieron el 16 por la
mañana.
El cardenal condujo a Su
Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se despidieron uno de
otro con grandes demostraciones de amistad.
Sin embargo, el rey, que buscaba
distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era posible, porque deseaba
llagar a Paris para el 23, se detenía de vez en cuando para cazar la picaza,
pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que
siempre había conservado gran predilección. De los veinte mosqueteros,
dieciséis, cuando eso ocurría, se alegraban del descanso; pero otros cuatro
maldecían cuanto podían. D'Artagnan, sobre todo, tenía zumbidos perpetuos
en las orejas, cosa que Porthos explicaba así:
‑Una gran dama me enseñó que eso
quiere decir que se habla de vos en alguna parte.
Finalmente, la escolta cruzó
Paris el 23 por la noche; el rey dio las gracias al señor de Tréville, y le
permitió distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los
favorecidos apareciese en algún lugar público, so pena de la
Bastilla.
Los cuatro primeros permisos
otorgados, como se supondrá, fueron para nuestros cuatro amigos. Es más,
Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo añadir a
estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la
mañana, y, por complaciencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta
el 25 por la mañana.
‑Dios mío ‑decía D'Artagnan, que
como se sabe nunca dudaba de nada‑, me parece que ponemos muchas pegas a una
cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos (poco me
importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la
superiora, y dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en
Bélgica, sino en Paris, donde estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor
cardenal esté en La Rochelle. Luego, una vez de retorno a la campaña, mitad por
la protección de su prima, mitad por el favor de lo que personalmente hemos
hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos. Quedaos, pues,
aquí, no os agotéis de fatiga inútilmente: yo y Planchet, es todo cuanto se
necesita para un expedición tan simple.
A lo cual Athos respondió
tranquilamente.
‑También nosotros tenemos
dinero; porque aún no he bebido completamente el resto del diamante, y
Porthos y Aramis no se lo han comido todo. Reventaremos, por tanto, cuatro
caballos mejor que uno. Mas pensad, D'Artagnan ‑dijo con una voz tan sombría que
su acento dio escalofríos al joven‑, pensad que Béthune es una villa donde
el cardenal ha citado a una mujer que por doquiera que va lleva la
desgracia consigo. Si no tuvierais que habéroslas más que con cuatro
hombres, D'Artagnan, os dejaría ir solo; tenéis que habéroslas con esa
mujer, vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro
criados seamos en número suficiente.
‑Me asustáis, Athos ‑exclamó
D'Artagnan‑. ¿Qué teméis, pues, Dios mío?
‑¡Todo! ‑respondió
Athos.
D'Artagnan examinó los rostros
de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella de una inquietud
profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin
añadir una sola palabra.
El 25 por la noche, cuando
entraban en Arras, y cuando D'Artagnan acababa de echar pie a tierra en el
albergue de la Herse d'Or para beber un vaso de vino un caballero salió del
patio de la posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y
con un caballo fresco, el camino de Paris. En el momento en que pasaba del
portalón a la calle, el viento entreabrió la capa en que estaba envuelto, aunque
fuese el mes de agosto, y se llevó su sombrero, que el viajero retuvo con su
mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundió rápidamente
hasta los ojos.
D'Artagnan, que tenía fijos los
ojos sobre aquel hombre, palideció y dejó caer su vaso.
‑¿Qué os ocurre, señor?... ‑dijo
Planchet‑. ¡Eh, eh! Acudid, señores, que mi amo se encuentra
mal.
Los tres amigos acudieron y
encontraron a D'Artagnan que, en lugar de encontrarse mal, corría hacia su
caballo. Lo detuvieron en el umbral.
‑¡Eh! ¿Dónde diablos vas as? ‑le
gritó Athos.
‑¡Es él! ‑exclamó D'Artagnan,
pálido de cólera y con el sudor sobre la frente‑. ¡Es él! ¡Dejadme que le siga!
‑Pero él, ¿quién? ‑preguntó
Athos.
‑El, ese hombre.
‑¿Qué
hombre?
‑Ese hombre maldito, mi genio
malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por alguna desgracia; el
que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez, aquel a
quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que
la señora Bonacieux fue raptada. ¡El hombre de Meung! ¡Lo he visto, es él! ¡Lo
he reconocido cuando el viento ha entreabierto su capa!
‑¡Diablos! ‑dijo Athos
pensativo.
‑A caballo, señores, a caballo,
persigámoslo y lo alcanzaremos.
‑Querido ‑dijo Aramis‑, pensad
que él va hacia el lado opuesto al que nosotros vamos; que tiene un caballo
fresco y que nuestros caballos están fatigados; que, por consiguiente,
reventaremos nuestros caballos sin tener siquiera la posibilidad de alcanzarlo.
Dejemos al hombre, D'Artagnan, salvemos a la mujer.
‑¡Eh, señor! ‑gritó un mozo de
cuadra corriendo tras el desconocido‑. ¡Eh, señor, se os ha caído del
sombrero este papel! ¡Eh, señor, eh!
‑Amigo ‑dijo D'Artagnan‑, media
pistola por ese papel.
‑Con mucho gusto, señor; aquí lo
tenéis.
El mozo de cuadra, encantado del
buen día que había hecho, regresó al patio del hostal; D'Artagnan desplegó
el papel.
‑¿Y bien? ‑preguntaron sus
amigos rodeándolo.
‑¡Nada más que una palabra!
‑dijo D'Artagnan.
‑Sí ‑dijo Aramis‑, pero ese
nombre es un nombre de villa o de aldea.
‑Armentiéres ‑leyó Porthos‑.
Armentières, no conozco eso.
‑¡Y ese nombre de villa o de
aldea está escrito de su mano! ‑exclamó Athos.
‑Vamos, vamos, guardemos
cuidadosamente este papel ‑dijo D'Artagnan‑, quizá no haya perdido mi última
pistola. A caballo, amigos míos, a caballo.
Y los cuatro compañeros se
lanzaron al galope por la ruta de Béthune.
El convento de las Carmelitas de
Béthune
Los grandes criminales llevan
con ellos una especie de predestinación que los hace superar todos los
obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que
la Providencia, cansada, ha marcado por escollo de su fortuna
impía.
Así ocurría con Milady; pasó a
través de los cruceros de las dos naciones, y arribó a Boulogne sin ningún
accidente.
Y si al desembarcar en
Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las persecuciones de Francia
echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de
travesía, se hizo pasar por una francesa a quien los ingleses molestaban en
Portsmouth, por el odio que habían concebido contra
Francia.
Milady tenía por otro lado el
más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto y la generosidad
con que repartía las pistolas. Ex¡mida de las formalidades de costumbre por
la sonrisa afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto
que le besó la mano, no se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en
la posts una carts concebida en estos términos:
«A Su Eminencia Monseñor el
Cardenal de Richelieu, en su campamento ante La Rochelle.
Monseñor que Vuestra Eminencia
se tranquilice; Su Gracia el duque de Buckingham no partirá hacia
Francia.
Boulogne, 25 por la
noche.
Milady ***.
»
«P. S. Según los deseos de
Vuestra Eminencia, me dirijo al convento de las Carmelitas de Béthune, donde
esperaré sus órdenes. »
Efectivamente, aquella misma
noche Milady se puso en camino; la cogió la noche: se detuvo y durmió en un
albergue; luego, al día siguiente, a las cinco de la mañana, partió, y tres
horas después entró en Béthune.
Se hizo indicar el convento de
las Carmelitas, y entró en él al punto.
La superiora vino ante ella:
Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la habitación y
servir de desayunar.
Todo el pasado se había borrado
ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el porvenir, no veía más
que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente había
servido, sin que su nombre se hubiera mezclado para nada con aquel sangriento
asunto. Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las
apariencias de esas nubes que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul,
tan pronto el fuego, tan pronto el negro opaco de la tempestad, y que no dejan
más rastros sobre la tierra que la devastación y la
muerte.
Tras el desayuno, la abadesa
vino a visitarla: hay pocas distracciones en el claustro, y la buena
superiora tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva
pensionista.
Milady quería agradar a la
abadesa; ahora bien, era cosa fácil para aquella mujer tan realmente superior;
trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su
conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su
persona.
A la abadesa, que era una hija
de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias de corte, que rara vez
llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta
franquear los muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores
mundanales.
Milady, por el contrario, estaba
muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas, en medio de las
cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años; se puso, pues,
a entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de
Francia, mezcladas a las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica
escandalosa de los señores y las damas de la corte, que la abadesa conocía
perfectamente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina y de
Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Mas la abadesa se contentó con
escuchar todo y sonreír sin responder. Sin embargo, como Milady vio que
este género de relato le divertía mucho, continuó; sólo que hizo recaer la
conversación sobre el cardenal.
Pero se hallaba en apuros:
ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se mantuvo en un punto
medio prudente; pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más
prudente aún, contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza
todas las veces que la viajera pronunciaba el nombre de Su
Eminencia.
Milady comenzó a creer que se
aburriría mucho en el convento; resolvió, pues, arriesgar algo para saber luego
a qué atenerse. Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella
buena abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más
circunstanciado, del cardenal, contando los amores del ministro con la
señora de D'Aiguillon, con Marion de Lorme y con algunas otras mujeres
galantes.
La abadesa escuchó más
atentamente, se animó poco a poco y sonrió.
‑Bueno ‑se dijo Milady‑, le toma
gusto a mi discurso; si es cardenalista, no pone mucho fanatismo que
digamos.
Luego pasó a las persecuciones
ejercidas por el cardenal sobre sus enemigos. La abadesa se contentó con
persignarse, sin aprobar ni desaprobar.
Esto confirmó a Milady en su
opinión de que la religiosa era más realista que cardenalista. Milady continuó,
ponderando cada vez más.
‑Soy muy ignorante en todas
estas materias ‑dijo por fin la abadesa‑, pero por alejadas que estemos de la
corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos
muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido
muchas venganzas y persecuciones del señor cardenal.
‑Una de vuestras pensionistas
‑dijo Milady‑. ¡Oh, Dios mío, pobre mujer! La compadezco
entonces.
‑Y tenéis razón, porque es muy
de compadecer: prisión, amenazas, malos tratos, ha sufrido todo. Pero
después de todo ‑prosiguió la abadesa‑, quizá el señor cardenal tuviera motivos
plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que
juzgar siempre a las personas por el aspecto.
«Bueno ‑se dijo Milady‑, quién
sabe; quizá voy a descubrir algo aquí, estoy en vena. »
Y se dedicó a dar a su rostro
una expresión de candor perfecta.
‑¡Ay! ‑dijo Milady‑. Yo lo sé;
se dice que no hay que creer en las fisonomías; pero ¿en qué creer entonces, si
no es en la más bella obra del Señor? En cuanto a mí, quizá esté equivocada toda
mi vida; pero me fiaré siempre de una persona cuyo rostro me inspire
simpatía.
‑¿Seríais tentada, pues, de
creer que esta joven es inocente? ‑dijo la abadesa.
‑El señor cardenal no castiga
sólo los crímenes ‑dijo ella‑; hay ciertas virtudes que persigue con más
severidad que ciertas fechorías.
‑Permitidme, señora, expresaros
mi extrañeza ‑dijo la abadesa.
‑Y ¿de qué? ‑preguntó Milady con
ingenuidad.
‑Del lenguaje que
tenéis.
‑¿Qué encontráis de sorprendente
en este lenguaje? ‑preguntó Milady sonriendo.
‑Vois sois amiga del cardenal,
puesto que os envía aquí, y sin embargo...
‑Y, sin embargo, hablo mal de él
‑prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la
superiora.
‑Al menos no habláis
bien.
‑Es que yo no soy su amiga ‑dijo
ella suspirando‑, sino su víctima.
‑Pero, sin embargo, ¿esa carta
por la que os recomienda a mí?
‑Es una orden contra mí de
mantenerme en una especie de prisión de la que me hará sacar por algunos de
sus satélites.
‑Mas ¿por qué no habéis
huido?
‑¿Dónde iría? ¿Creéis que hay un
lugar en la tierra que no pueda alcanzar el cardenal si quiere molestarme en
tender la mano? Si yo fuera hombre, en rigor, todavía sería posible; pero mujer,
¿qué queréis que haga una mujer? Esa joven pensionista que tenéis aquí, ¿ha
tratado de huir?
‑No, cierto, pero ella es otra
cosa, creo que está retenida en Francia por algún amor.
‑Entonces ‑dijo Milady con un
suspiro‑, si ama no es completamente desgraciada.
‑¿O sea ‑dijo la abadesa mirando
a Milady con interés creciente‑, que lo que estoy viendo es también una pobre
perseguida?
‑¡Ay, sí! ‑dijo
Milady.
La abadesa miró un instante a
Milady con inquietud, como si un nuevo pensamiento surgiese en su
mente.
‑¿Vos no sois enemiga de nuestra
santa fe? ‑dijo ella balbuceando.
‑¡Yo! ‑exclamó Milady‑. ¿Yo
protestante? ¡Oh, no, pongo por testigo al Dios que nos oye de que, por el
contrario, soy ferviente católica!
‑Entonces ‑dijo la abadesa
sonriendo‑, tranquilizaos; la casa en que estáis no será una prisión muy dura, y
haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad. Hay más, encontraréis
aquí a esa joven perseguida sin duda a consecuencia de alguna intriga
cortesana. Es amable, graciosa.
‑¿Cómo la
llamáis?
‑Me ha sido recomendada por
alguien situado muy arriba, bajo el nombre de Ketty. No he tratado de saber su
otro nombre.
‑¡Ketty! ‑exclamó Milady‑.
¿Cómo? ¿Estáis
segura?
‑¿Que se hace llamar así? Sí,
señora. ¿La conoceríais?
Milady sonrió para sí misma y
ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera ser su antigua
doncella. Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un
deseo de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás,
casi al punto adoptaron la expresión calma y benévola que esta mujer de
cien rostros les había hecho perder momentáneamente.
‑¿Y cuándo podré ver a esa joven
dama, por la que siento una simpatía tan grande? ‑preguntó
Milady.
‑Pues esta noche ‑dijo la
abadesa‑, hoy mismo. Pero habéis viajado durante cuatro horas, como vos misma me
habéis dicho; esta mañana os habéis levantado a las cinco, debéis necesitar
descanso. Acostaos y dormid, a la hora de la cena os
despertaremos.
Aunque Milady hubiera podido
prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por todas las
excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de
intrigas, no por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde
hacía doce o quince días había pasado por tantas emociones diversas que, aunque
su cuerpo de hierro podía aún soportar la fatiga, su alma necesitaba
reposo.
Se despidió, pues, de la abadesa
y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza que naturalmente le
había traído el nombre de Ketty. Recordaba aquella promesa casi ilimitada que le
había hecho el cardenal si triunfaba en su empresa. Había triunfado; podría,
pues, vengarse de D'Artagnan.
Sólo una cosa espantaba a
Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien había creído
muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre
de Athos, el mejor amigo de D'Artagnan.
Pero, también, si era amigo de
D'Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas, con ayuda de las
cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia; si era
amigo de D'Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella
envolverlo en la venganza en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven
mosquetero.
Todas estas esperanzas eran
dulces pensamientos para Milady; por eso, acunada por ellos, se durmió al punto.
.
Fue despertada por una voz dulce
que resonó al pie de su cama. Abrió los ojos y vio a la abadesa acompañada de
una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una mirada
llena de benevolente curiosidad.
El rostro de aquella joven le
era completamente desconocido: las dos se examinaron con una atención
escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso; las dos eran muy
bellas, pero de belleza completamente distinta. Sin embargo, Milady sonrió
al reconocer que aventajaba con mucho a la joven mujer en clase y modales
aristocráticos. Es cieto que el hábito de novicia que llevaba la joven no era
muy ventajoso para sostener una lucha de este género.
La abadesa las presentó una a
otra; luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus deberes la llamaban a
la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.
La novicia, al ver a Milady
acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la
retuvo.
‑¿Cómo señora? ‑le dijo ella‑.
¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra presencia, con la
cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que
pasar aquí?
‑No, señora ‑respondió la
novicia‑ sólo que temía haber escogido mal el momento; dormid, estáis
fatigada.
‑Bueno ‑dijo Milady‑, ¿qué
pueden pedir las personas que duermen? Un buen despertar. Este despertar
vos me lo habéis dado; dejadme gozar de él a mi
gusto.
Y cogiéndole la mano, la atrajo
sobre un sillón que estaba junto a su lecho.
La novicia se
sentó.
‑¡Dios mío ‑dijo ella‑, qué
desgraciada soy! Hace ya seis meses que estoy aquí, sin la sombra de una
distracción; llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía
encantadora, y he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a
dejar el convento.
‑¡Cómo! ‑dijo Milady‑. ¿Os
marcháis en seguida?
‑Al menos eso espero ‑dijo la
novicia con una expresión de alegría que no trataba de disfrazar por nada
del mundo.
‑Creo haber entendido que habéis
sufrido por parte del cardenal ‑continuó Milady‑; hubiera sido un motivo más de
simpatía entre nosotras.
‑Ya me lo ha dicho nuestra buena
madre. ¿Es, por tanto, verdad que también vos erais una víctima de ese malvado
cardenal?
‑¡Chiss! ‑dijo Milady‑. Incluso
aquí no hablemos así de él; todas mis desgracias proceden de haber dicho
más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía
amiga mía y que me ha traicionado. Y vos, ¿sois también vos víctima de una
traición?
‑No ‑dijo la novicia‑, sino de
mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera dado mi vida, por
la que aún la daría.
‑Y que os ha abandonado, ¿no es
eso?
‑He sido lo bastante injusta
para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba de lo
contrario, y se lo agradezco a Dios; me habría costado creer que me había
olvidado. Pero vos, señora ‑continuó la novicia‑ me parece que estáis libre, y
que si quisierais huir, no dependería más que de vos.
‑¿Dónde queréis que vaya sin
amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco, adonde no he venido
nunca?...
‑¡Oh! ‑exclamó la novicia‑. En
cuanto a amigos, los tendréis por todas partes donde os mostréis. Parecéis tan
buena y sois tan bella...
‑Esto no me impide ‑prosiguió
Milady endulzando su sonrisa de manera que le daba una expresión angelical‑ que
yo esté sola y perseguida.
‑Escuchad ‑dijo la novicia‑, hay
que tener esperanza en el cielo, como veis; siempre viene en el momento en
que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea
una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis
encontrado; porque si yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos
poderosos que, después de haberse puesto en campaña por mí, podrán también
ponerse en campaña por vos.
‑¡Oh! Cuando he dicho que estaba
sola ‑dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia hablando de ella misma‑,
no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba; pero estos
conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener
a alguien contra el cardenal; tengo pruebas de que su majestad, pese a su
excelente corazón, ha sido obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su
Eminencia a personas que la habían servido.
‑Creedme, señora, la reina puede
parecer haber abandonado a esas personas; pero no hay que creer en las
apariencias; cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia,
en el momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen
recuerdo.
‑¡Ay! ‑dijo Milady‑. Lo creo. Es
tan buena la reina...
‑¡Oh, entonces conocéis a esa
bella y noble reina, puesto que habláis así! ‑exclamó la novicia con
entusiasmo.
‑Es decir ‑replicó Milady,
acorralada en sus posiciones‑, a ella personalmente no tengo el honor de
conocerla; pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al
señor de Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de
Tréville.
‑¡El señor de Tréville! ‑exclamó
la novicia‑. ¿Conocéis al señor de Tréville?
‑Sí, perfectamente, mucho
incluso.
‑¿El capitán de los mosqueteros
del rey?
‑El capitán de los mosqueteros
del rey.
‑¡Oh, vais a ver ‑exclamó la
novicia‑ cómo dentro de un momento vamos a ser muy conocidas, casi amigas!
Si conocéis al señor de Tréville habréis debido ir a su
casa.
‑¡Con frecuencia! ‑dijo Milady,
que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la mentira triunfaba,
quería llevarla hasta el final.
‑En su casa habréis debido ver a
algunos de sus mosqueteros...
‑¡A todos los que habitualmente
recibe! ‑respondió Milady, para quien esta conversación empezaba a tener un
interés real.
‑Nombradme a algunos de los que
vos conozcáis y veréis que estarán entre mis amigos.
‑Conozco ‑dijo Milady
embarazada‑ al señor de Louvigny, al señor de Courtivron, al señor de
Férussac.
La novicia la dejó decir; luego,
viendo que se detenía:
‑¿Y no conocéis ‑le dijo‑ a un
gentilhombre llamado Athos?
Milady se puso tan pálida como
las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que fuera de sí misma no
pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y
devorándola con la mirada.
‑¿Qué, qué os ocurre? ¡Oh, Dios
mío! ‑preguntó aquella pobre mujer‑. ¿He dicho algo que os haya
herido?
‑No, pero ese nombre me ha
sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre, y porque me parece
extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.
‑¡Oh, sí, mucho, no solamente a
él, sino también a sus amigos, los señores Porthos y
Aramis!
‑De veras, también a ellos los
conozco ‑exclamó Milady, que sintió el frío penetrar hasta su
corazón.
‑Pues bien, si los conocéis,
debéis saber que son buenos y francos compañeros. ¿Por qué nos os dirigís a
ellos si necesitáis apoyo?
‑Es decir ‑balbuceó Milady‑, yo
no estoy vinculada realmente a ninguno de ellos; los conozco por haber oído
hablar mucho de ellos a uno de mis amigos, el señor
D'Artagnan.
‑¡Conocéis al señor D'Artagnan!
‑exclamó la novicia a su vez, cogiendo la mano de Milady y devorándola con los
ojos.
Luego notando la extraña
expresión de la mirada de Milady:
‑Perdón, señora ‑dijo‑, ¿a
título de qué lo conocéis?
‑Pues ‑replico Milady en apuros‑
a título de amigo.
‑Me engañáis, señora ‑dijo la
novicia‑; habéis sido su amante.
‑Sois vos quien lo habéis sido,
señora ‑exclamó Milady a su vez.
‑¡Yo! ‑dijo la
novicia.
‑Sí, vos; ahora os conozco, vos
sois la señora Bonacieux.
La joven retrocedió, llena de
sorpresa y de terror.
‑¡Oh, no lo neguéis! Responded
‑prosiguió Milady.
‑Pues bien: sí, señora; yo le
amo ‑dijo la novicia‑, ¿somos rivales?
El rostro de Milady se encendió
de un fuego tan salvaje que en cualquier otra circunstancia la señora
Bonacieux habría huido de espanto; pero estaba totalmente dominada por los
celos.
‑Veamos: decís, señora
‑prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera creído
incapaz‑, qué habéis sido o sois su amante?
‑¡Oh, oh! ‑exclamó Milady con un
acento que no admitía duda sobre su verdad‑. ¡Jamás,
jamás!
‑Os creo ‑dijo la señora
Bonacieux‑; mas ¿por qué entonces habéis gritado así?
‑¿Cómo, no comprendéis? ‑dijo
Milady, que se había repuesto de su turbación y que había recuperado toda su
presencia de ánimo.
‑¡Cómo queréis que comprenda! Yo
no sé nada.
‑¿No comprendéis que, por ser mi
amigo, D'Artagnan me había tomado por confidente?
‑¿De
veras?
‑¡No comprendéis que lo sé todo:
vuestro rapto de la casita de Saint‑Germain, su desaparición, la de sus amigos,
sus búsquedas inútiles desde ese momento! Y ¿cómo no queréis que me
sorprenda, cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos
hablado con tanta frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza
de su alma, con vos, a quien él me había hecho amar antes de haberos visto? ¡Ay,
querida Costance, ahora os encuentro, por fin os veo!
Y Milady tendió sus brazos a la
señora Bonacieux, que, convencida por lo que acababa de decirle, no vio ya
en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una
amiga sincera y abnegada.
‑¡Oh, perdonadme, perdonadme!
‑exclamó ella dejándose ir sobre su hombro‑. ¡Lo amo
tanto!
Las dos mujeres estuvieron un
instante abrazadas. Desde luego, si las fuerzas de Milady hubieran estado a la
altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel
abrazo. Pero no pudiendo ahogarla, le sonrió.
‑¡Oh, querida, querida muchacha
‑dijo Milady‑, cuán feliz soy al veros! Dejadme miraros ‑y diciendo estas
palabras la devoraba inquisitivamente con la mirada‑. Sí, sois vos. ¡Ah y,
por cuanto me ha dicho, os reconozco ahora, os reconozco
perfectamente!
La pobre joven no podía
sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de aquella
frente pura, tras aquelos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino
interés y compasión.
‑Entonces sabéis cuánto he
sufrido ‑dijo la señora Bonacieux‑, puesto que os he dicho lo que él sufría;
pero sufrir por él es felicidad.
Milady replicó
maquinalmente.
‑Sí, es
felicidad.
Ella pensaba en otra
cosa.
‑Y, además ‑continuó la señora
Bonacieux‑, mi suplicio toca a su término; mañana, quizá esta noche, lo volveré
a ver, y entonces el pasado no existirá.
‑¿Esta noche? ¿Mañana? ‑exclamó
Milady sacada de su ensoñación por aquellas palabras‑. ¿Qué queréis decir?
¿Esperáis alguna nueva de él?
‑Lo espero a
él.
‑A él. ¿D'Artagnan
aquí?
‑El mismo.
‑¡Pero es imposible! Está en el
sitio de La Rochelle con el cardenal; no volverá a París sino después de la
toma de la ciudad.
‑Vos creéis eso, pero ¿es que
hay algo imposible para mi D'Artagnan el noble y leal
gentilhombre?
‑¡Oh, no puedo
creeros!
‑¡Buenos entonces leed! ‑dijo en
el exceso de su orgullo y de su alegría la desventurada joven presentando una
carta a Milady.
«¡La escritura de la señora
Chevreuse! ‑se dijo para sus adentros Milady‑. ¡Ay, estaba segura de que tenía
conocimientos por ese lado!»
Y leyó ávidamente estas pocas
líneas:
«Mi querida niña, estad
preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os verá más que para
arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que estuvieseis oculta;
preparaos, pues, para la partida y no desesperéis jamás de
nosotros.
Vuestro encantador gascón acaba
de mostrarse valiente y fiel como siempre; decidle que se le agradece en alguna
parte el aviso que ha dado.»
‑Sí, sí ‑dijo Milady‑, sí, la
carta es precisa. ¿Sabéis cuál es ese aviso?
‑No, sospecho solamente que haya
prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del
cardenal.
‑Sí, eso es sin duda ‑dijo
Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y dejando caer su cabeza
pensativa sobre su pecho.
En aquel momento se oyó el
galope de un caballo.
‑¡Oh! ‑exclamó la señora
Bonacieux precipitándose a la ventana‑. ¿Será ya él?
Milady había permanecido en su
cama, petrificada por la sorpresa; tantas cosas inesperadas le llegaban de golpe
que por primera vez la cabeza le fallaba.
‑¡EI, él! ‑murmuró ella‑. ¿Será
él?
Y permanecía en la cama con los
ojos fijos.
‑¡Ay, no! ‑dijo la señora
Bonacieux‑. Es un hombre que no conozco y que, sin embargo, parece que
viene hacia aquí; sí, aminora su carrera, se deteniene en la puerta,
llama.
Milady saltó fuera de su
cama.
‑¿Estáis completamente segura de
que no es él? ‑dijo ella.
‑¡Oh, sí, completamente
segura!
‑Quizá hayáis visto
mal.
‑¡Oh! Aunque no viera más que la
pluma de su sombrero, la punta de su capa, lo
reconocería.
Milady seguía
vistiéndose.
‑No importa, ¿decís que ese
hombre viene hacia aquî?
‑Sí, ha
entrado.
‑Es para vos o para
mí.
‑¡Oh, Dios mío, qué agitada
parecéis!
‑Sí, lo confieso, yo no tengo
vuestra confianza, temo cualquier cosa del cardenal.
‑¡Chis! ‑dijo la señora
Bonacieux‑. Alguien viene.
Efectivamente, la puerta se
abrió y entró la superiora.
‑ Sois vos la que llegáis de Boulogne?
‑preguntó a
Milady.
-Sí, soy yo ‑respondió ésta
tratando de recuperar su sangre fría‑. ¿Quién pregunta por
mí?
‑Un hombre que no quiere decir
su nombre, pero que viene de parte del cardenal.
‑¿Y qué quiere decirme?
‑preguntó Milady.
‑Que quiere hablar con una dama
que ha llegado de Boulogne.
‑Entonces hacedlo entrar,
señora, os lo ruego.
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! ‑dijo
la señora Bonacieux‑. ¿Será alguna mala noticia?
‑Tengo
miedo.
‑Os dejo con ese extraño, pero
tan pronto como se marche, volveré si me lo permitís.
‑¡Cómo no! Os lo
suplico.
La superiora y la señora
Bonacieux salieron.
Milady se quedó sola, fijos los
ojos en la puerta; un instante después se oyó el ruido de espuelas que
resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se
abrió y apareció un hombre.
Milady lanzó un grito de
alegría: aquel hombre era el conde de Rochefort, el instrumento ciego de Su
Eminencia.
Capítulo
LXII
Dos variedades de
demonios
‑¡Ah! ‑exclamaron al mismo
tiempo Rochefort y Milady‑. ¡Sois vos!
‑Sí, soy
yo.
‑¿Y llegáis?... ‑preguntó
Milady.
‑De La Rochelle. ¿Y vos?
‑De
Inglaterra.
‑¿Buckingham?
‑Muerto o herido peligrosamente;
cuando yo partía sin haber podido obtener nada de él, un fanático acababa
de asesinarlo.
‑¡Ah! ‑exclamó Rochefort con una
sonrisa‑. ¡He ahí un azar muy feliz! Y que satisfará mucho a Su Eminencia. ¿Le
habéis avisado?
‑Le escribí desde Boulogne. Pero
¿cómo estáis aquí?
‑Su Eminencia, inquieto, me ha
enviado en vuestra busca.
‑Llegué
ayer.
‑¿Y qué habéis hecho desde
ayer?
‑No he perdido mi
tiempo.
‑¡Oh! Eso me lo sospecho de
sobra.
‑¿Sabéis a quién he encontrado
aquí?
‑No.
‑Adivinad.
‑¿Cómo
queréis...?
‑A esa joven a quien la reina ha
sacado de prisión.
‑¿La amante del pequeño
D'Artagnan?
‑Sí, a la señora Bonacieux, cuyo
retiro ignoraba el cardenal.
‑Bueno ‑dijo Rochefort‑, ahí
tenemos un azar que puede igualarse con el otro. El señor cardenal es
realmente un hombre privilegiado.
‑¿Comprendéis mi asombro
‑continuó Milady‑ cuando me he encontrado cara a cara con esta
mujer?
‑¿Ella os
conoce?
‑No.
‑Entonces, ¿os mira como a una
extraña?
Milady
sonrió.
‑¡Soy su mejor
amiga!
‑Por mi honor ‑dijo Rochefort‑,
no hay como vos, mi querida condesa, para hacer milagros.
‑Y vale la pena, caballero ‑dijo
Milady‑, porque ¿sabéis qué pasa?
‑No.
‑Van a venir a buscarla mañana o
pasado mañana con una orden de la reina.
‑¿De verdad? ¿Y
quién?
‑D'Artagnan y sus
amigos.
‑Realmente harán tanto que nos
veremos obligados a enviarlos a la Bastilla.
‑¿Por qué no se ha hecho
ya?
‑¡Qué queréis! Porque el señor
cardenal tiene por esos hombres una debilidad que yo no
comprendo.
‑¿De
veras?
‑Sí.
‑Pues bien, decidle esto,
Rochefort, decidle que nuestra conversación en el albergue del
Colombier‑Rouge fue oída por esos cuatro hombres; decidle que después de su
partida uno de ellos subió y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto
que me había dado; decidie que habían hecho avisar a lord de Winter de mi
paso a Inglaterra; que también en esta ocasión han estado a punto de hacer
fracasar mi misión, como hicieron fracasar la de los herretes; decidle que entre
esos cuatro hombres, sólo dos son de temer, D'Artagnan y Athos; decidle que el
tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a
éste, sabemos su secreto, puede ser útil; en cuanto al cuarto, Porthos, es un
tonto, un fatuo y un necio: que no se preocupe
siquiera.
‑Pero esos cuatro hombres deben
estar en este momento en el asedio de La Rochelle.
‑Eso creía como vos; pero una
carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de Chevreuse, y que ha
cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el contrario
estos cuatro hombres están de camino y vienen a
llevársela.
‑¡Diablos! ¿Qué
hacer?
‑¿Qué os ha dicho el cardenal a
mi respecto?
‑Que reciba vuestros partes
escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él sepa lo que habéis
hecho, pensará en lo que debéis hacer.
‑¿Debo entonces quedarme aquî?
‑preguntó Milady.
‑Aquí o en los
alrededores.
‑¿No podéis llevarme con
vos?
‑No, la orden es formal; en los
alrededores del campamento podríais ser reconocida, y vuestra presencia,
como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo
que acaba de pasar allá. Sólo que decidme por adelantado dónde esperaréis
noticias del cardenal, que yo sepa siempre dónde
encontraros.
‑Escuchad, es probable que no
pueda permanecer aquí.
‑¿Por qué?
‑Olvidáis que mis enemigos
pueden llegar de un momento a otro.
‑Cierto; pero entonces, ¿esa
mujercita va a escapársele a Su Eminencia?
‑¡Bah! ‑dijo Milady con una
sonrisa que no pertenecía más que a ella‑. Olvidáis que yo soy su mejor
amiga.
‑¡Ah, es cierto! Puedo, por
tanto, decir al cardenal que, respecto a esa mujer...
‑Que esté
tranquilo.
‑¿Eso es
todo?
‑El sabrá lo que quiere
decir.
‑Lo adivinará. Ahora, veamos,
¿qué debo hacer yo?
‑Salir al instante; me parece
que las nuevas que lleváis bien merecen que nos demos
prisa.
‑Mi silla se ha partido al
entrar en Lillers.
‑¡Estupendo!
‑¿Cómo
estupendo?
‑Sí, necesito vuestra silla
‑dijo la condesa.
‑¿Y cómo iré yo
entonces?
‑A todo
galope.
‑Os tienen sin cuidado esas
ciento ochenta leguas.
‑¿Qué es
eso?
‑Se harán. ¿Y
luego?
‑Luego, al pasar por Lillers, me
devolvéis la silla con orden a vuestro criado de ponerse a mi
disposición.
‑Bien.
‑Indudablemente, tendréis encima
de vos alguna orden del cardenal...
‑Tengo mi pleno
poder.
‑Lo mostraréis a la abadesa
diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que yo tendré que
seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.
‑¡Muy
bien!
‑No olvidéis tratarme duramente
cuando habléis de mí a la abadesa.
‑¿Por qué?
‑Yo soy una víctima del
cardenal. Tengo que inspirar confianza a esa pobre señora
Bonacieux.
‑De acuerdo. Ahora, ¿queréis
hacerme un informe de todo lo que ha pasado?
‑Ya os he contado los
acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las he
dicho, un papel se pierde.
‑Tenéis razón; basta con saber
dónde encontraros, para que no vaya a recorrer inútilmente por los
alrededores.
‑Es cierto,
esperad.
‑¿Tenéis un
mapa?
‑¡Oh! Conozco esta región de
maravilla.
‑¿Vos? ¿Cuándo habéis venido
aquí?
‑Fui criada
aquí.
‑¿De
verdad?
‑Siempre sirve de algo, como
veis, haber sido criada en alguna parte.
‑Entonces me
esperáis...
‑Dejadme pensar un instante;
claro, mirad, en Armentières.
‑¿Qué es
Armentières?
‑Una pequeña aldea junto al Lys;
no tendré más que cruzar el río y estoy en un país
extranjero.
‑¡De maravilla! Pero que quede
claro que no atravesaréis el río más que en caso de
peligro.
‑Por
supuesto.
‑Y en ese caso, ¿cómo sabré
dónde estáis?
‑¿Necesitáis a vuestro
lacayo?
‑No.
‑¿Es un hombre
seguro?
‑A toda
prueba.
‑Dádmelo; nadie lo conoce, lo
dejo en el lugar del que mé voy y él os lleva adonde
estoy.
‑¿Y decís que me esperáis en
Armentières?
‑En Armentières ‑respondió
Milady.
‑Escribidme ese nombre en un
trozo de papel, no vaya a ser que lo olvide; un nombre de aldea no es
comprometedor, ¿no es as?
‑¿Quién sabe? No imports ‑dijo
Milady escribiendo el nombre en media hoja de papel‑, me
comprometo.
‑¡Bien! ‑dijo Rochefort cogiendo
de las manos de Milady el papel, que plegó y metió en el forro de su
sombrero‑. Por otra parte, tranquilizaos; voy a hacer como los niños, y en caso
de que pierda ese papel, repetiré el nombre durante todo el camino. Y ahora,
¿eso es todo?
‑Creo que
sí.
‑Intentaremos recordar:
Buckingham, muerto o gravemente herido; vuestra conversación con el
cardenal, oída por los cuatro mosqueteros; lord de Winter avisado de
vuestra llegada a Portsmouth; D'Artagnan y Athos, a la Bastilla; Aramis, amante
de la señora de Chevreuse; Porthos, un fauto; la señora Bonacieux, vuelta a
encontrar; enviaros la silla lo antes posible; poner mi lacayo a vuestra
disposición; hacer de vos una víctima del cardenal para que la abadesa no
sospeche; Armentières, a orillas del Lys. ¿Es eso?
‑Realmente, mi querido
caballero, sois un milagro de memoria. A propósito, añadid una
cosa.
‑¿Cuál?
‑He visto bosques muy bonitos
que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está permitido pasear
por esos bosques. ¿Quién sabe? Quizá tenga necesidad de salir por una puerta de
atrás.
‑Pensáis en
todo.
‑Y vos, vos olvidáis una cosa.
‑¿Cuál?
‑Preguntarme si necesito dinero.
‑Tenéis razón, ¿cuánto queréis?
‑Todo el oro que tengáis.
‑Tengo aproximadamente
quinientas pistolas.
‑Yo tengo otro tanto; con mil
pistolas se hace frente a todo; vaciad vuestros bolsillos.
‑Aquí
están, condesa.
‑Bien, mi querido conde. ¿Cuándo
partís?
‑Dentro de una hora: el tiempo
de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un caballo de posts.
‑¡De maravilla! ¡Adiós,
caballero!
‑Adiós, condesa.
‑Recomendadme al cardenal ‑dijo
Milady.
‑Recomendadme a Satán ‑replicó
Rochefort.
Milady y Rochefort cambiaron una
sonrisa y se separaron.
Una
hora después, Rochefort partió a galope tendido en su caballo; cinco horas
más tarde pasaba por Arras. Nuestros lectores ya saben cómo había sido
reconocido por D'Artagnan, y cómo este reconocimiento, inspirando temores a
los cuatro mosqueteros, habían dado nueva actividad a su
viaje.
Capítulo
LXlll
Gota de
agua
Apenas había salido Rochefort,
volvió a entrar la señora Bonacieux. Encontró a Milady con el rostro
risueño.
‑Y bien ‑dijo la joven‑ lo que
vos temíais ha llegado, por tanto; esta noche o mañana el cardenal os envía a
recoger.
‑¿Quién os ha dicho eso, niña
mía? ‑preguntó Milady.
‑Lo he oído de la boca misma del
mensajero.
‑Venid a sentaros aquí a mi lado
‑dijo Milady.
‑Ya estoy aquí.
‑Esperad que me asegure de si
alguien nos escucha.
‑¿Por qué todas estas
precauciones?
‑Ahora vais a saberlo. Milady se
levantó y fue a la puerta la abrió, miró en el corredor y volvió a sentarse
junto a la señora Bonacieux.
‑Entonces ‑dijo ella‑, ha
interpretado bien su papel.
‑¿Quién?
‑El que se ha presentado a la
abadesa como enviado del cardenal.
‑Era entonces un papel que
representaba?
‑Sí, niña
mía.
‑Ese hombre no es
entonces...
‑Ese hombre ‑dijo Milady bajando
la voz‑ es mi hermano.
‑¡Vuestro hermano! ‑exclamó la
señora Bonacieux.
‑Pues sí, sólo vos sabéis este
secreto, niña mía; si lo confiáis a alguien, sea el que sea, estaré
perdida, y quizá vos también.
‑¡Oh, Dios
mío!
‑Escuchad, lo que pasa es esto:
mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la fuerza si era
preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a
buscarme; lo ha seguido. Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado,
ha sacado la espada conminando al mensajero a entregarle los papeles de que
era portador; el mensajero ha querido defenderse, mi hermano lo ha
matado.
‑¡Oh! ‑exclamó la señora
Bonacieux temblando.
‑Era el único medio, pensad en
ello. Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la astucia: ha
cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal,
y dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su
Eminencia.
‑Comprendo; ese coche es vuestro
hermano quien os lo envía.
‑Exacto; pero eso no es todo:
esa carta que habéis recibido y que creéis de la señora de
Chevreuse...
‑¿Qué?
‑Es falsa.
‑¿Cómo?
‑Sí, falsa: es una trampa para
que no hagáis resistencia cuando vengan a buscaros.
‑Pero si vendrá
D'Artagnan.
‑Desengañaos, D'Artagnan y sus
amigos están retenidos en al asedio de La Rochelle.
‑¿Cómo sabéis
eso?
‑Mi hermano ha encontrado a los
emisarios del cardenal con traje de mosqueteros. Os habrían llamado a la puerta,
vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a
Paris.
‑¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se pierde en medio de
este caos de iniquidades. Siento que si esto durase ‑continuó la señora
Bonacieux llevando sus manos a su frente‑ me volvería
loca.
‑Esperad.
‑¿Qué?
‑Oigo el paso de un caballo, es
el de mi hermano que se marcha; quiero decirle el último adiós,
venid.
Milady abrió la ventana a hizo
señas a la señora Bonacieux de reunirse con ella. La joven fue
allí.
Rochefort pasaba al
galope.
‑¡Adiós, hermano! ‑exclamó
Milady.
El caballero alzó la cabeza, vio
a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo, hizo a Milady una seña amistosa
con la mano.
‑¡Este buen Georges! ‑dijo ella
volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena de afecto y
melancolía.
Y volvió a sentarse en su sitio,
como si se sumiera en reflexiones completamente
personales.
‑Querida señora ‑dijo la señora
Bonacieux‑, perdón por interrumpiros, pero ¿qué me aconsejáis hacer? ¡Dios
mío! Vos tenéis más experiencia que yo; hablad, os
escucho.
‑En primer lugar ‑dijo Milady‑,
puede que yo me equivoque y que D'Artagnan y sus amigos vengan realmente en
vuestra ayuda.
‑¡Oh, hubiera sido demasiado
hermoso! ‑exclamó la señora Bonacieux‑. Y tanta felicidad no está hecha para
mí.
‑Entonces, atended; será
simplemente una cuestión de tiempo, una especie de carrera para saber quién
llegará primero. Si son vuestros amigos los que los aventajan en rapidez,
estaréis salvada; si son los satélites del cardenal, estaréis
perdida.
‑¡Oh sí, perdida sin remisión!
¿Qué hacer entonces? ¿Qué hacer?
‑Habría un medio muy simple, muy
natural...
‑¿Cuál?
Decid.
‑Sería esperar oculta en los
alrededores y aseguraros de quiénes son los hombres que vienen a
buscaros.
‑Pero ¿dónde
esperar?
‑¡Oh, eso sí que no es un
problema! Yo misma me detendré y me ocultaré a algunas leguas de aquí, a la
espera de que mi hermano venga a reunirse conmigo; pues bien, os llevo conmigo,
nos escondemos y esperamos juntas.
‑Pero no me dejarán partir, aquí
estoy casi prisionera.
‑Como creen que yo me marcho por
orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de
seguirme.
‑¿Y?
‑Pues lo siguiente: el coche
está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para estrecharme en
vuestros brazos por última vez; el criado de mi hermano que viene a recogerme
está avisado, hace una señal al postillón y partimos al
galope.
‑Pero D'Artagnan, D'Artagnan, ¿si
viene?
‑¿No hemos de
saberlo?
‑¿Cómo?
‑Nada más fácil. Hacemos
regresar a Béthune a ese criado de mi hermano, del cual, ya os lo he dicho,
podemos fiarnos; se disfraza y se aloja frente al convento; si son los emisarios
del cardenal los que vienen, no se mueve; si es el señor D'Artagnan y sus
amigos, los lleva adonde estamos nosotras.
‑Entonces, ¿los
conoce?
‑Claro, ha visto al señor
D'Artagnan en mi casa.
‑¡Oh, sí, sí, tenéis razón! De
esta forma todo va de la mejor manera posible; pero no nos aiejemos de
aquí.
‑A siete a ocho leguas todo lo
más, nos sïtuamos junto a la frontera, por ejemplo, y a la primera alerta,
salimos de Francia.
‑Y hasta entonces, ¿qué
hacer?
‑Esperar.
‑Pero ¿y si
ilegan?
‑El coche de mi hermano llegará
antes que ellos.
‑¿Si estoy lejos de vos cuando
vengan a recogernos, comiendo o cenando, por ejemplo?
‑Haced una
cosa.
‑¿Cuál?
‑Decid a vuestra buena superiora
que para dejarnos lo menos posible le pedís permiso de compartir mi
comida.
‑¿Lo
permitirá?
‑¿Qué inconveniente hay en
eso?
‑¡Oh, muy bien de esta forma no
nos dejaremos un instante!
‑Pues bien, bajad a su cuarto
para hacerle saber vuestra petición; siento mi cabeza pesada, voy a dar una
vuelta por el jardín.
‑Id, pero ¿dónde os volveré a
encontrar?
‑Aquí, dentro de una
hora.
‑Aquí, dentro de una hora. ¡Oh,
cuán buena sois! Os lo agradezco. Cómo no interesarme de vos? Aunque no fuerais
hermosa y encanta ora, ¿no sois la amiga de uno de mis mejores
amigos?
‑Querido D'Artagnan. ¡Oh, cómo
os lo agradecerá!
‑Eso espero. Vamos, todo está
convenido, bajemos.
‑¿Vais al
jardín?
‑Sí.
‑Seguid este corredor, una
escalerita os conduce allí.
‑¡De maravilla!
¡Gracias!
Y las dos mujeres se separaron
cambiando una encantadora sonrisa. Milady había dicho la verdad, tenía la cabeza
pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un caos.
Necesitaba estar sola para poner un poco de orden en sus pensamientos. Veía
vagamente en el futuro; pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud
para dar a todas sus ideas, aún confusas, una forma nítida, un plan
fijo.
Lo más acuciante era raptar a la
señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí, llegado el caso, hacer de
ella un rehén. Milady comenzaba a temer el resultado de aquel duelo
terrible en que sus enemigos ponían tanta perseverancia como ella
encarnizamiento.
Por otra parte, sentía, como se
siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano y no podía dejar
de ser terrible.
Lo principal para ella, como
hemos dicho, era por tanto tener en sus manos a la señora Bonacieux. La señora
Bonacieux era la vida de D'Artagnan; era más que su vida, era la de la mujer que
él amaba; era, en caso de mala suerte, un medio de tratar y obtener con toda
seguridad buenas condiciones.
Ahora bien, este punto estaba
fijado: la señora Bonacieux, sin desconfianza, la seguía; una vez oculta con
ella en Armentières, era fácil hacerle creer que D'Artagnan no había venido a
Béthune. Dentro de quince días como máximo, Rochefort estaría de vuelta; durante
esos quince días, por otra parte, pensaría sobre lo que tenía que hacer para
vengarse de los cuatro amigos. No se aburriría, gracias a Dios, porque tendría
el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden conceder a una mujer de su
carácter: una buena venganza que perfeccionar.
Al tiempo que pensaba, ponía los
ojos a su alrededor y clasificaba en su cabeza la topografía del jardín. Milady
era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está
preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o
batirse en retirada.
Al cabo de una hora oyó una voz
dulce que la llamaba: era la señora Bonacieux. La buena abadesa había
consentido naturalmente en todo y, para empezar, iban a cenar
juntas.
-Al llegar al patio, oyeron el
ruido de un coche que se detenía en la puerta.
‑¿Oís? ‑dijo
ella.
‑Sí, el rodar de un
coche.
‑Es el que mi hermano nos
envía.
‑¡Oh, Dios
mío!
‑¡Vamos,
valor!
Llamaron a la puerta del
convento, Milady no se había engañado.
‑Subid a vuestra habitación ‑le
dijo a la señora Bonacieux‑, tendréis algunas joyas que desearéis
llevaros.
‑Tengo sus cartas ‑dijo
ella.
‑Pues bien, id a buscarlas y
venid a reuniros conmigo a mi cuarto, cenaremos de prisa; quizá viajemos una
parte de la noche, hay que tomar fuerzas.
‑¡Gran Dios! ‑dijo la señora
Bonacieux llevándose la mano al pecho‑. El corazón me ahoga, no puedo
caminar.
‑¡Valor, vamos, valor! Pensad
que dentro de un cuarto de hora estaréis salvada, y pensad que lo que vais a
hacer, lo hacéis por él.
‑¡Oh sí, todo por él! Me habéis
devuelto mi valor con una sola palabra; id, yo me reuniré con
vos.
Milady subió rápidamente a su
cuarto, encontró allí al lacayo de Rochefort y le dio sus
instrucciones.
Debía esperar a la puerta; si
por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche partía al galope, daba
la vuelta al convento a iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada
al otro lado del bosque. En este caso, Milady cruzaba el jardín y ganaba la
aldea a pie; ya lo había dicho, Milady conocía de maravilla esta parte de
Francia.
Si los mosqueteros no aparecían,
las cosas marcharían como estaba convenido: la señora Bonacieux subía al
coche so protexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora
Bonacieux.
La señora Bonacieux entró y,
para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió ante ella
al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady hizo algunas preguntas
sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por un postillón;
el lacayo de Rochefort debía precederla como correo.
Era un error de Milady su temor
a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven era demasiado pura
para sospechar en otra mujer semejante perfidia; además, el nombre de la condesa
de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente
desconocido, a ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan
grande y tan fatal en las desgracias de su vida.
‑Ya lo veis ‑dijo Milady cuando
el lacayo hubo salido‑, todo está dispuesto. La abadesa no sospecha nada y cree
que viene a buscarme de parte del cardenal. Ese hombre va a dar las últimas
órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
‑Sí ‑dijo maquinalmente la
señora Bonacieux‑, sí, partamos.
Milady le hizo señas de sentarse
ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una
pechuga.
‑Ved ‑le dijo‑, todo nos ayuda:
la oscuridad llega; al alba habremos llegado a nuestro refugio y nadie
podrá sospechar dónde estamos. Vamos, valor, tomad
algo.
La señora Bonacieux comió
maquinalmente algunos bocados y templó sus labios en el
vaso.
‑Vamos, vamos ‑dijo Milady
llevando el suyo a sus labios‑, haced como yo.
Pero en el momento en que lo
acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír en la ruta como el
rodar lejano de un galope que se iba aproximando; luego, casi al mismo
tiempo, le pareció oír relinchos de caballos.
Aquel ruido la sacó de su
alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un hermoso sueño;
palideció y corrió a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda
temblorosa, se apoyaba sobre su silla para no caer.
No se veía nada aún, sólo se oía
el galope que continuaba acercándose.
‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo la señora
Bonacieux‑. ¿Qué es ese ruido?
‑El de nuestros amigos o de
nuestros enemigos ‑dijo Milady con su terrible sangre fría‑; quedaos donde
estáis; voy a decíroslo.
La señora Bonacieux permaneció
de pie, muda, inmóvil y pálida como una estatua.
El ruido se hacía más fuerte,
los caballos no debían estar a más de ciento cincuenta pasos; si no se los
divisaba todavía, es porque la ruta formaba un codo. Sin embargo, el ruido se
hacía tan nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido
irregular de sus herraduras.
Milady miraba con toda la
potencia de su atención. Necesitó poco tiempo para poder reconocer a los que
llegaban.
De pronto, en el recodo del
camino, vio relucir los sombreros galonados y flotar las plumas; contó dos,
después cinco, luego ocho caballeros; uno de ellos precedía a todos los
demás en dos cuerpos de caballo.
Milady lanzó un rugido ahogado.
En el que venía a la cabeza reconoció a D'Artagnan.
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío!
‑exclamó la señora Bonacieux‑. ¿Qué pasa?
‑Es el uniforme de los guardias
del señor cardenal; no hay un momento que perder ‑exclamó Milady‑.
¡Huyamos, huyamos!
‑Sí, sí, huyamos ‑repitió la
señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba en su sitio
por el terror.
Se oyó a los caballeros que
pasaban bajo la ventana.
‑¡Venid, pero venid! ‑exclamaba
Milady tratando de arrastrar a la joven por el brazo‑. Gracias al jardín, aún
podemos huir, tengo la llave; pero démonos prisa, dentro de cinco minutos será
demasiado tarde.
La señora Bonacieux trató de
caminar, dio dos pasos y cayó de rodillas.
Milady trató de levantarla y de
llevársela, pero no pudo conseguirlo.
En aquel momento se oyó el rodar
de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partió al galope. Luego, tres o
cuatro disparos sonaron.
‑Por última vez, ¿queréis venir?
‑exclamó Milady.
‑¡Oh, Dios mío, Dios mío! Veis que las fuerzas
me faltan, veis que no puedo caminar: huid sola.
‑¡Huir sola! ¡Dejaros aquíl No,
no nunca ‑exclamó Milady.
De pronto, un destello lívido
brotó de sus ojos; de un salto, como loca, corrió a la mesa, echó en el vaso de
la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abrió con una
presteza singular.
Era un grano rojizo que se
fundió al punto.
Luego, cogiendo el vaso con una
mano firme:
‑Bebed ‑dijo‑, este vino os dará
fuerzas, bebed.
‑¡Constance, Constance!
‑respondió el joven‑. ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!
En el mismo momento, la puerta
de la celda cedió al choque más que se abrió; varios hombres se precipitaron en
la habitación; la señora Bonacleux había caído en un sïllón sin poder hacer un
movimiento.
D'Artagnan arrojó una pistola
aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su dueña, Athos voivió
a poner la suya en su cintura; Porthos y Aramis, que tenían desnudas sus
espadas, las envainaron.
‑¡Oh, D'Artagnan! ¡Mi bien amado
D'Artagnan! ¡Vienes
por fin, no me habían engañado, eres tú!
‑¡Sí, sí, Constance!
¡Juntos!
‑¡Oh! Por más que ella decía que no vendrías yo esperaba
en secreto; no he querido huir. lAy, qué bien he hecho, qué feliz
soy!
A la palabra de ella, Athos, que estaba sentado
tranquilamente, se levantó de un salto.
‑¡E!la! ¿Quién es ella? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑Mi compañera; la que, por
amistad hacia mí, quería sustraerme a mis perseguidores; !a que tomándoos por
guardias del cardenal acaba de huir.
‑Vuestra compañera ‑exclamó
D'Artagnan volviéndose más pálido que el velo blanco de su amante‑. ¿A qué
compañera os referís?
‑A aquella cuyo coche estaba a
la puerta, a una mujer que se dice vuestra amiga, D'Artagnan; a una mujer a
quien vos habéis contado todo.
‑¡Su nombre, su nombre! ‑exclamó
D'Artagnan‑. ¡Dios
mío! ¿No sabéis vos su nombre?
‑Sí, lo han pronunciado delante
de mí; esperad..., pero es extranjero... ¡Oh, Dios mío! Mi cabeza se turba,
ya no veo.
‑¡Ayudadme, amigos ayudadme! Sus
manos están heladas ‑exclamó D'Artagnan‑. Se encuentra mal. ¡Gran Dios! ¡Pierde
el conocimiento!
Mientras Porthos pedía ayuda con
toda la potencia de su voz, Aramis corrió a la mesa para coger un vaso de
agua; pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de Athos que, de
pie ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba
uno de los vasos y parecía presa de la duda más horrible.
‑¡Oh! ‑decía Athos‑. ¡Oh, no, es
imposible! ¡Dios no permitiría semejante crimen!
‑¡Agua, agua! ‑gritaba
D'Artagnan‑. ¡Agua!
‑¡Oh, pobre mujer, pobre mujer!
‑murmuraba Athos con la voz quebrada.
La señora Bonacieux volvió a
abrir los ojos bajo los besos de D'Artagnan.
Y acercó el vaso a los labios de
la joven, que bebió maquinalmente.
‑¡Ah! No es así como quería
vengarme ‑dijo Milady dejando con una sonrisa infernal el vaso encima de la
mesa‑, pero a fe que se hace lo que se puede.
Y se precipitó fuera de la
habitación.
La señora Bonacieux la vio huir,
sin poder seguirla; estaba como esas gentes que sueñan que las persiguen y que
tratan en vano de caminar.
Transcurrieron algunos minutos,
un ruido horrible resonaba en la puerta; a cada instante la señora Bonacieux
esperaba ver reaparecer a Milady, que no reaparecía.
Varias veces, de terror sin
duda, el sudor frío subió a su frente ardiente.
Por fin, oyó el rechinar de las
verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las espuelas resonó por las
escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en medio
de las cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De pronto lanzó un gran grito de
alegría y se lanzó hacia la puerta, había reconocido la voz de D
Artagnan.
‑¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ‑exclamó ella‑.
¿Sois vos? Por
aquí, por aquí.
‑¡Vuelve en sí! ‑exclamó el
joven‑. ¡Oh, Dios mío, Dios mío, gracias!
‑Señora ‑dijo Athos‑, señora, en
nombre del cielo, ¿de quién es este vaso vacío?
‑Mío, señor... ‑respondió la
joven‑ con voz moribunda.
‑Pero ¿quién os ha echado el
vino que estaba en ese vaso?
‑Ella.
‑Pero ¿quién es
ella?
‑¡Ah, ya me acuerdo! ‑dijo la
señora Bonacieux‑. La condesa de Winter...
Los cuatro amigos lanzaron un
solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los
demás.
En aquel momento, el rostro de
la señora Bonacieux se volvió lívido, un dolor sordo la abatió y cayó
jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
D'Artagnan cogió las manos de
Athos con una angustia difícil de describir.
‑¿Y qué? ‑dijo‑. Tú
crees...
Su voz se extinguió en un
sollozo.
‑Lo creo todo ‑dijo Athos
mordiéndose los labios hasta hacerse sangre.
‑iD'Artagnan! ¡D'Artagnan!
‑exclamó la señora Bonacieux‑. ¿Dónde estás? No me dejes, ya ves que voy a
morir.
D'Artagnan soltó las manos de
Athos, que tenía aún entre sus manos crispadas, y corrió hacia
ella.
Su rostro tan hermoso estaba
todo transtornado, sus ojos vidriosos no teman ya mirada, un estremecimiento
convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su
frente.
‑¡En nombre del cielo! ¡Corred a
llamar! Porthos, Aramis, ¡pedid ayuda!
‑Inútil ‑dijo Athos‑, inútil,
para el veneno que ella echa no hay contraveneno.
‑¡Sí, sí, socorro, socorro!
‑murmuró la señora Bonacieux‑. ¡Socorro!
Luego, reuniendo todas su
fuerzas, cogió la cabeza del joven entre sus dos manos, lo miró un instante como
si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante,
apoyó sus labios sobre los de él.
‑¡Constance! ¡Constance! ‑exclamó
D'Artagnan.
Un suspiro escapó de la boca de
la señora Bonacieux rozando la de D'Artagnan; aquel suspiro era aquella alma tan
casta y tan amante que subía al cielo.
D'Artagnan no estrechaba más que
un cadáver entre sus brazos.
El joven lanzó un grito y cayó
junto a su amante, tan pálido y helado como ella.
Porthos lloró, Aramis mostró el
puño al cielo, Athos hizo el signo de la cruz.
En aquel momento un hombre
apareció en la puerta, casi tan pálido como los que estaban en la
habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a
D'Artagnan desvanecido.
Apareció justo en ese instante
de estupor que sigue a las grandes catástrofes.
‑No me había equivocado ‑dijo‑,
he ahí al señor D'Artagnan y sus tres amigos, los señores Athos, Porthos y
Aramis.
Estos cuyos nombres acababan de
ser pronunciados miraban al extranjero con asombro, y a los tres les
parecía reconocerlo.
‑Señores ‑prosiguió el recién
llegado‑, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que ‑añadió con una
sonrisa terrible‑ ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un
cadáver!
Los tres amigos permanecieron
mudos; sólo que tanto la voz como el rostro les recordaba a un hombre que ya
habían visto; sin embargo, no podían acordarse de en qué
circunstancias.
‑Señores ‑continuó el
extranjero‑, puesto que no queréis reconocer a un hombre que probablemente
os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el
cuñado de esa mujer.
Los tres amigos lanzaron un
grito de sorpresa.
Athos se levantó y le tendió la
mano.
‑Sed bienvenido, milord ‑dijo‑,
sois de los nuestros.
‑Salí de Portsmouth cinco horas
después que ella ‑dijo lord de Winter‑, llegué a Boulogne tres horas después que
ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint‑Omer; finalmente, en Lillers
perdí su rastro. Iba al azar, informándome con todo el mundo, cuando os he
visto pasar al galope; he reconocido al señor D'Artagnan. Os he llamado, no me
habéis respondido; he querido seguiros, pero mi caballo estaba demasiado cansado
para ir a la misma velocidad que los vuestros. Y, sin embargo, parece que pese a
la diligencia que habéis puesto, ¡habéis llegado demasiado
tarde!
‑Ya lo veis ‑dijo Athos
señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a D'Artagnan, al que
Porthos y Aramis trataban de que recobrara el
conocimiento.
‑¿Están muertos los dos?
‑preguntó fríamente lord de Winter.
‑Afortunadamente no ‑respondió
Athos‑; el señor D'Artagnan sólo está desvanecido.
‑¡Ah, tanto mejor! ‑dijo lord de
Winter.
En efecto, en aquel momento
D'Artagnan volvió a abrir los ojos.
Se arrancó de los brazos de
Porthos y de Aramis y se precipitó como un insensato sobre el cuerpo de su
amante.
Athos se levantó, se dirigió
hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó tiernamente y, como él
estallaba en sollozos, le dijo con su voz tan notable y tan
persuasiva:
‑Amigo, sé hombre: las mujeres
lloran los muertos; los hombres los vengan.
‑¡Oh, sí! ‑dijo D'Artagnan‑. Sí;
si es para vengarla estoy dispuesto a seguirte.
Athos aprovechó aquel momento de
fuerza que la esperanza de la venganza daba a su desdichado amigo para hacer
señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la
superiora.
Los dos amigos la encontraron en
el corredor, completamente impresionada aún y extraviada por tantos
acontecimientos; llamó a algunas religiosas que, contra todos los hábitos
monásticos, se encontraron en presencia de cinco hombres.
‑Señora ‑dijo Athos pasando el
brazo de D'Artagnan bajo el suyo‑, abandonamos a vuestros piadosos cuidados el
cuerpo de esta desgraciada mujer. Fue un ángel sobre la tierra antes de ser un
ángel en el cielo. Tratadla como a una de vuestras hermanas; nosotros
volveremos un día a rezar sobre su tumba.
D'Artagnan ocultó su rostro en
el pecho de Athos y estalló en sollozos.
‑¡Llora ‑dijo Athos‑. Llora,
corazón lleno de amor, de juventud y de vida! ¡Ay, de buena gana quisiera
poder llorar como tú!
Y se llevó a su amigo afectuoso
como un padre, consolador como un cura, grande como hombre que ha sufrido
mucho.
Los cinco, seguidos de sus
criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron hacia la villa de
Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue que
encontraron.
‑Pero ¿no seguimos a esa mujer?
‑dijo D'Artagnan.
‑Más tarde ‑dijo Athos‑, tengo
que tomar medidas.
‑Se nos escapará ‑replicó el
joven‑, se nos escapará, Athos, y será por tu culpa.
‑Respondo de ella ‑dijo
Athos.
D'Artagnan tenía tal confianza
en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el albergue sin
responder nada.
Pothos y Aramis se miraban sin
comprender nada de la seguridad de Athos.
Lord de Winter creía que hablaba
así para adormecer el dolor de D'Artagnan.
‑Ahora, señores ‑dijo Athos
cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres en el hotel‑,
nos retiraremos cada uno a su cuarto; D'Artagnan necesita estar solo para llorar
y vos para dormir. Yo me encargo de todo, estad
tranquilos.
‑Sin embargo, me parece ‑dijo
lord de Winter‑ que si hay alguna medida que tomar contra la condesa, eso
me afecta: es mi cuñada.
‑Y a mí también ‑dijo Athos‑: es
mi mujer.
D'Artagnan se estremeció porque
comprendió que Athos estaba seguro de la venganza, puesto que revelaba
semejante secreto; Porthos y Aramis se miraron palideciendo. Lord de Winter
pensó que Athos estaba loco.
‑Retiraos, pues ‑dijo Athos‑, y
dejadme hacer. Veis de sobra que en mi calidad de marido me corresponde a mí.
Sólo que, D'Artagnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se
escapó del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la
villa...
‑¡Ah! ‑dijo D'Artagnan‑. Comprendo, ese nombre escrito
por su puño...
‑¡Ya ves ‑dijo Athos‑ que hay un
Dios en el cielo!
El hombre de la capa
roja
La desesperación de Athos había
dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas aún las
brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un
solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la responsabilidad que
había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le
procurase un mapa de la provincia, se inclinó encima, interrogó a las líneas
trazadas, advirtió que cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a
Armentières, a hizo llamar a los criados.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y
Bazin se presentaron y recibieron las órdenes claras, puntuales y graves de
Athos.
Debían partir al alba al día
siguiente, y dirigirse a Armentières, cada uno por una ruta diferente. Planchet,
el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había
desaparecido el coche contra el que los cuatro amigos habían disparado y que,
como se rocordará, iba acompañado por el doméstico de
Rochefort.
Athos puso en campaña primero a
los criados porque desde que estos hombres estaban a su servicio y al de sus
amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y
esenciales.
En segundo lugar, criados que
preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que sus amos, y
hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Por último, Milady conocía a los
amos, mientras que no conocía a los criados; y, por el contrario, los criados
conocían perfectamente a Milady.
Los cuatro debían hallarse al
día siguiente, a las once, en el lugar indicado; si habían descubierto el
refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a
Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro
amigos.
Tomadas estas disposiciones, los
criados se retiraron a su vez.
Athos se levantó entonces de su
silla, se ciñó la espada, se envolvió en su capa y salió de la hostería;
eran las diez aproximadamente. A las diez de la noche, como se sabe, en
provincias las calles están poco frecuentadas. Athos, sin embargo, buscaba
visiblemente a alguien a quien pudiera dirigir una pregunta. Por fin encontró un
transeúnte rezagado, se acercó a él, le dijo algunas palabras; el hombre al que
se dirigía retrocedió con terror, sin embargo respondió a las palabras del
mosquetero con una indicación. Athos ofreció a aquel hombre media pistola por
acompañarlo, pero el hombre rehusó.
Athos se metió en la calle que
el indicador había designado con el dedo; pero, llegado a la encrucijada, se
detuvo de nuevo visiblemente apurado. No obstante, como más que cualquier otro
lugar la encrucijada le ofrecía la posibilidad de encontrar a alguien, se
detuvo. En efecto, al cabo de un instante, pasó un vigilante nocturno. Athos le
repitió la misma pregunta que ya había hecho a la primera persona que había
encontrado; el vigilante nocturno dejó percibir el mismo tenor, rehusó también
acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía
seguir.
Athos caminó en la dirección
indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la villa, aquel
por el que él y sus compañeros habían entrado. Allí pareció de nuevo inquieto y
embarazado, y se detuvo por tercera vez.
Afortunadamente pasó un mendigo
que se acercó a Athos para pedirle limosna. Athos le ofreció un escudo por
acompañarlo donde iba. El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la moneda
de plata que brillaba en la oscuridad, se decidió y caminó delante de
Athos.
Llegado a la esquina de una
calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste; Athos se
acercó mientras el mendigo, que había recibido su salario, se alejaba a todo
correr.
Athos dio una vuelta a la casa
antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que aquella
casa estaba pintada; ninguna luz se colaba por las cortaduras de las
contraventanas, ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era
sombría y muda como una tumba.
Tres veces llamó Athos sin que
le contestasen. A la tercera llamada, sin embargo, pasos interiores se
acercaron; finalmente, la puerta se entreabrió, y un hombre de talla alta, tez
pálida, pelo y barba negros, apareció.
Athos y él cambiaron algunas
palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al
mosquetero de que podía entrar. Athos aprovechó al momento el permiso y la
puerta se cerró tras él.
El hombre al que Athos había
venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto esfuerzo, lo hizo
entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres ruidosos
huesos de un esqueleto. Todo el cuerpo estaba ya ajustado: sólo la cabeza estaba
puesta sobre un mesa.
El resto del moblaje indicaba
que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros
llenos de serpientes, etiquetados según las especies; lagartos disecados
relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin,
botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes
desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del
cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría a
indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir y, a invitación
de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
Entonces le explicó la causa de
su visita y el servicio que reclamaba de el; mas apenas hubo expuesto su
demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedió con
terror y rehusó. Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el
que había escritas dos líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo
presentó a aquel que daba demasiado prematuramente aquellas señales de
repugnancia. El hombre de alta estatura, apenas hubo leído aquellas dos
líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclinó en señal de que no
tenía ya ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a
obedecer.
Athos no pidió más; se levantó,
saludó, salió, tomó al irse el mismo camino que había seguido para venir,
volvió a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Al alba, D'Artagnan entró en su
habitación y preguntó qué iba a hacer.
‑Esperar ‑respondió
Athos.
Algunos instantes después, la
superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el entierro de la
víctima de Milady tendría lugar a mediodía. En cuanto a la envenenadora, no
había habido noticias; sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya
arena habían reconocido la huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado
cerrada; en cuanto a la llave, había desaparecido.
A la hora indicada, lord de
Winter y los cuatro amigos se dirigieron al convento; las campanas tocaban a
duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada. En medio del
coro estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia.
A cada lado del coro, y tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba
toda la comunidad de Carmelitas, que escuchaba desde allí el servicio
divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a los
profanos ni ser vista por ellos.
A la puerta de la capilla,
D'Artagnan sintió que su valor huía nuevamente; se volvió en busca de
Athos, pero Athos había desaparecido.
Fiel a su misión de venganza,
Athos se había hecho conducir al jardín; y allí, sobre la arena, siguiendo
los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por
donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir
y se metió en el bosque.
Entonces
todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido
contorneaba el bosque. Athos siguió el camino algún tiempo con los ojos
fijos en el suelo; ligeras manchas de sangre, que provenían de una herida hecha
o al hombre que acompañaba el coche como correo o a uno de los caballos,
salpicaban el camino. Al cabo de tres cuartos de legua aproximadamente, a
cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia; el suelo
estaba pisoteado por los caballos. Entre el bosque y aquel lugar desnudo,
un poco antes de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de
breves pasos que en el jardín; el coche se había detenido.
En aquel lugar, Milady había
salido del bosque y había montado en el coche.
Satisfecho por este
descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvió a la
hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con
impaciencia.
Todo era como Athos había
previsto.
Planchet había seguido la ruta,
había observado, como Athos, las manchas de sangre, como Athos había reconocido
el lugar en que los caballos se habían detenido; pero había ido más lejos de
Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue,
sin haber tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las ocho
y media de la noche, un hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en
una silla de posta, se había visto obligado a detenerse, sin poder seguir
delante. El accidente habría sido cargado en la cuenta de ladrones que habían
detenido la silla en el bosque. El hombre había quedado en la aldea, la mujer
había hecho el relevo y continuado su camino.
Planchet se puso a buscar al
postillón que había conducido la silla, y lo encontró. Había conducido a la
señora hasta Fromelles, y de Fromelles ella había partido hacia
Armentières. Planchet tomó la trocha, y a las siete de la mañana estaba en
Armentières.
No había más que una hostería,
la de la posta. Planchet fue a presentarse allí como lacayo sin trabajo que
buscaba una plaza. No había hablado diez minutos con las gentes del albergue
cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había
alquilado una habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había
dicho que deseaba permanecer algún tiempo por aquellos
alrededores.
Planchet no tenía necesidad de
saber más. Corrió al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos
puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la
hostería y volvió en busca de Athos, que acababa de recibir los informes de
Planchet cuando sus amigos regresaron.
Todos los rostros estaban
sombríos y crispados, incluso el dulce rostro de
Aramis.
‑¿Qué hay que hacer? ‑preguntó
D'Artagnan.
‑Esperar ‑respondió
Athos.
Cada uno se retiró a su
habitación.
A las ocho de la noche, Athos
dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter y a sus
amigos de que se preparasen para la expedición.
En un instante todos estuvieron
preparados. Cada uno inspeccionó las armas y las puso a punto. Athos bajó el
primero y encontró a D'Artagnan ya a caballo a
impacientándose.
‑Paciencia ‑dijo Athos‑, nos
falta todavía uno.
Los cuatro caballeros miraron en
torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su mente quién era aquel
que podía faltarles.
En aquel momento Planchet trajo
el caballo de Athos; el mosquetero saltó con ligereza a la
silla.
‑Esperadme ‑dijo‑,
vuelvo.
Y partió a
galope.
Un cuarto de hora después
volvió, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y envuelto en una
gran capa roja.
Lord de Winter y los tres
mosqueteros se interrogaron con la mirada. Ninguno de ellos pudo informar a
los otros, porque todos ignoraban quién era aquel hombre. Sin embargo,
pensaron que aquello debía ser así, puesto que se hacía por orden de
Athos.
Era triste al aspecto de
aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su
pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el
castigo.
Capítulo
LXV
El juicio
Era una noche tormentosa y
lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de las
estrellas; la luna no debía aparecer hasta
medianoche.
A veces, a la luz de un
relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se
desorrollaba blanca y solitaria; luego, apagado el relámpago, todo volvía a
la oscuridad.
A cada momento Athos invitaba a
D'Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a ocupar su puesto, que al
cabo de un instante abandonaba de nuevo; no tenía más que un pensamiento: ir
hacia adelante, e iba.
Cruzaron en silencio la aldea de
Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego bordearon el
bosque de Richebourg; llegados a Herlies, Planchet, que seguía dirigiendo la
columna, torció a a izquierda.
Varias veces, lord de Winter,
Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre de la capa
roja; pero a cada pregunta que le había sido hecha, él se había inclinado sin
responder. Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que
el desconocido guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la
palabra.
Además, la tormenta crecía, los
relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a gruñir, y el
viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los
caballeros.
La cabalgada se lanzó a galope
tendido.
Un poco más allá de Fromelles,
la tormenta estalló; desplegaron las capas; quedaban aún tres leguas por hacer:
las hicieron bajo torrentes de lluvia.
D'Artagnan se había quitado su
sombrero de fieltro y no se había puesto la capa; sentía placer en dejar correr
el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos
febriles.
En el momento que la pequeña
tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre, refugiado bajo un
árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la
oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus
labios.
Athos reconoció a
Grimaud.
‑¿Qué pasa? ‑exclamó
D'Artagnan‑. ¿Habrá dejado Armentières?
Grimaud hizo con la cabeza un
signo afirmativo. D'Artagnan rechinó los dientes.
‑¡Silencio D'Artagnan! ‑dijo
Athos‑. Soy yo quien me he encargado de todo, a mí me toca interrogar a
Grimaud.
‑¿Dónde está? ‑preguntó
Athos.
Grimaud tendió la mano en
dirección del Lys.
‑¿Lejos de aquf? ‑preguntó
Athos.
Grimaud hizo señal de que
sí.
‑Señores ‑dijo Athos‑, está solo
a media legua de aquí, en dirección al río.
‑Está bien ‑dijo D'Artagnan‑;
llévanos, Grimaud.
Grimaud tomó campo a través y
sirvió de guía a la cabalgada.
Al cabo de quinientos pasos
aproximadamente, se encontraron un riachuelo que vadearon.
A la luz de un relámpapo
divisaron la aldea de Erquinghem.
‑¿Es ahí? ‑preguntó D
Artagnan.
Grimaud movió la cabeza en señal
de negación.
‑¡Silencio, puesl ‑dijo
Athos.
Y la tropa continuó su
camino.
Otro relámpago brilió; Grimaud
extendió el brazo, y a la luz azulada de la serpiente de fuego se
distinguió una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza.
Una ventana estaba iluminada.
‑Hemos llegado ‑dijo
Atlios.
En aquel momento, un hombre
tumbado en el foso se levantó. Era Mosquetón, quien señaló con el dedo la
ventana iluminada.
‑Está ahí
‑dijo.
‑¿Y Bazin? ‑.‑preguntó
Athos.
‑Mientras que yo vigilaba la
ventana, él vigilaba la puerta.
‑Bien ‑dijo Athos‑, todos sois
fieles servidores.
Athos saltó de su caballo, cuya
brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana tras haber hecho señas
al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.
La casita estaba rodeada por un
seto vivo, de dos o tres pies de alto. Athos franqueó el seto, llegó hasta la
ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban
completamente echadas.
Se subió sobre el reborde de
piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las
cortinas.
A la luz de una lámpara vio a
una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un escabel, junto a un
fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y apoyaba su
cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No se podía distinguir su
rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no podía
equivocarse, era la que buscaba.
En aquel momento un caballo
relinchó. Milady alzó la cabeza, vio, pegado al cristal, el rostro pálido de
Athos y lanzó un grito.
Athos comprendió que lo había
reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la ventana cedió,
los cristales se rompieron.
Y Athos, como el espectro de la
venganza, saltó a la habitación.
Milady corrió a la puerta y la
abrió; más pálido y más amenazador aún que Athos, D'Artagnan estaba en el
umbral.
Milady retrocedió lanzando un
grito. D'Artagnan, creyendo que tenía algún medio de huir y temiendo que se
le escapase, sacó una pistola de su cintura; pero Athos alzó la
mano.
‑Devuelve esa arma a su sitio,
D'Artagnan ‑dijo‑. Importa que esta mujer sea juzgada y no asesinada. Espera aún
un momento, D'Artagnan, y quedarás satisfecho. Entrad,
señores.
D'Artagnan obedeció, porque
Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez enviado por el
Señor mismo. Luego, detrás de D'Artagnan entraron Porthos, Aramis, lord de
Winter y el hombre de la capa roja.
Los cuatro criados guardaban la
puerta y la ventana.
Milady estaba caída sobre su
silla con las manos extendidas como para conjurar aquella horrible aparición; al
ver a su cuñado, lanzó un grito terrible.
‑¿Qué queréis? ‑exclamó
Milady.
‑Queremos ‑dijo Athos‑ a
Charlotte Backson, que se llamó primero condesa de La Fère, y luego lady
Winter, baronesa de Sheffield.
‑¡Yo soy, yo soy! ‑murmuró ella
en el colmo del terror‑. ¿Qué me queréis?
‑Queremos juzgaros por vuestros
crímenes ‑dijo Athos‑; seréis libre de defenderos, justificaos si podéis. El
señor D'Artagnan os va a acusar el primero.
D'Artagnan se
adelantó.
‑Ante Dios y ante los hombres
‑dijo‑, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance Bonacieux, muerta
ayer tarde.
Se volvió hacia Porthos y hacia
Aramis.
‑Nosotros somos testigos
‑dijeron con un solo movimiento los dos mosqueteros.
D'Artagnan
continuó:
‑Ante Dios y ante los hombres,
acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí mismo, con vino que
había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis
amigos; Dios me salvó, pero un hombre, que se llamaba Brisemont, murió en mi
lugar.
.‑Nosotros somos testigos
‑dijeron con la misma voz Porthos y Aramis.
‑Ante Dios y ante los hombres,
acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón de Wardes; y como
nadie estuvo allí para atestiguar la verdad de esta acusación, lo atestiguo
yo mismo. He dicho.
Y D'Artagnan pasó al otro lado
de la habitación con Porthos y Aramis.
‑¡Os toca a vos, milord! ‑dijo
Athos.
El barón se acercó a su
vez.
‑Ante Dios y ante los hombres
‑dijo‑, acuso a esta mujer de haber hecho asesinar al duque de
Buckingham.
‑¿El duque de Buckingham
asesinado? ‑exclamaron a un solo grito todos los
asistentes.
‑Sí ‑dijo el barón‑. ¡Asesinado!
Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta mujer, y la di
para guardarla a un leal servidor; ella corrompió a aquel hombre, ella le puso
el puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento
Felton pague con su cabeza el crimen de esta furia.
Un estremecimiento corrió entre
los jueces ante la revelación de estos crímenes aún
desconocidos.
‑Eso no es todo ‑prosiguió lord
de Winter‑; mi hermano, que os había hecho su heredero, murió en tres horas de
una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo. Hermana
mía, ¿cómo murió vuestro marido?
‑¡Horror! ‑exclamaron Porthos y
Aramis.
‑Asesina de Buckingham, asesina
de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra vos, y declaro que,
si no me la hacen, me la haré yo.
Y lord de Winter fue a colocarse
junto a D'Artagnan dejando el puesto libre a otro
acusador.
Milady dejó caer su frente en
sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un vértigo
mortal.
‑Me toca a mí ‑dijo Athos,
temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente‑, me toca a mí. Yo
desposé a esta mujer cuando era joven la desposé a pesar de toda mi
familia; yo le di mis bienes, le di mi nombre; un día me di cuenta de que esta
mujer estaba marcada; esta mujer estaba marcada con una flor de lis en el
hombro izquierdo.
‑¡Oh! ‑dijo Milady
levantándose‑. Desafío a que al quien encuentre el tribunal que pronunció
sobre mí esa sentencia infame. Desafío a que alguien encuentre a quien la
ejecutó.
‑Silencio ‑dijo una voz‑. A esta
me toca a mí responder.
Y el hombre de la capa roja se
aproximó a su vez.
‑¿Quién es este hombre, quién es
este hombre? ‑exclamó Milady sofocada por el terror y cuyos cabellos se
soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado
vivos.
Todos los ojos se volvieron
hacia aquel hombre, porque para todos, excepto para Athos, era
desconocido.
Incluso Athos lo miraba con
tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo podía estar él
mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel
momento.
Tras haberse acercado a Milady
con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo separaba de ella, el
desconocido se quitó la máscara.
Milady miró algún tiempo con un
tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre cabellos y patillas
negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. Luego, de
pronto:
‑¡Oh, no, no! ‑dijo ella
levantándose y retrocediendo hasta la pared‑. No, no, ¡es una aparición
infernal! ¡No es él! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ‑exclamó con una voz ronca y
volviéndose hacía el muro, como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus
manos.
‑Pero ¿quién sois vos?
‑exclamaron todos los testigos de aquella escena.
‑Preguntádselo a esa mujer ‑dijo
el hombre de la capa roja‑, porque ya habéis visto que me ha
reconocido.
‑¡El verdugo de Lille, el
verdugo de Lille! ‑exclamó Milady presa de un terror insensato y aferrándose con
las manos al muro para no caer.
Todo el mundo se apartó, y el
hombre de la capa roja permaneció solo de pie en medio de la
sala.
‑¡Oh, gracia, gracia! ¡Perdón!
‑exclamó la miserable cayendo de rodillas.
El desconocido dejó que se
hiciera el silencio de nuevo.
‑¡Ya os decía yo que me había
reconocido! ‑prosiguió‑. Sí, yo soy el verdugo de la ciudad de Lille, y ésta es
mi historia.
Todos los ojos estaban fijos en
aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida
ansiedad.
‑Esta joven era en otro tiempo
una muchacha tan bella como bella es hoy. Era religiosa en el convento de las
Benedictinas de Templemar. Un joven cura, de corazón sencillo y creyente,
servía la iglesia de aquel convento; ella emprendió la tarea de seducirlo y
triunfó, sedujo a un santo. Los votos de los dos eran sagrados,
irrevocables; su relación no podía durar mucho tiempo sin perderlos a los dos.
Consiguió de él que se marcharan ambos de la region; pero para marcharse de
la región, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde
pudieran vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero;
ni el uno ni la otra lo tenían. El cura robó los vasos sagrados, los vendió;
pero, cuando se aprestaban a huir juntos, los dos fueron detenidos. Ocho días
después, ella había seducido al hijo del carcelero y se había escapado. El joven
sacerdote fue condenado a diez años de grilletes y a la marca. Yo era el verdugo
de la ciudad de Lille, como dijo esta mujer. Fui obligado a marcar al culpable,
y el culpable, señores, ¡era mi hermano! Juré entonces que esta mujer que
lo había perdido, que era más que su cómplice, puesto que lo había empujado
al crimen, compartiría por lo menos el castigo. Sospeché el lugar en que estaba
oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí la misma marca que
había impreso en mi hermano. Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi hermano
consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a
permanecer en prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero. Mi
pobre hermano ignoraba aquel juicio; se había reunido con esta mujer,
habían huido juntos al Berry; y allí, él había obtenido un pequeño curato. Esta
mujer pasaba por hermana suya. El señor de la tierra en que estaba situada
la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella,
enamorándose hasta el punto de que le propuso desposarla. Entonces ella
dejó al que había perdido por aquel al que iba a perder, y se convirtió en
condesa de La Fère...
Todos los ojos se volvieron
hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal con la cabeza de
que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
‑Entonces ‑prosiguió aquél‑,
loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien ella había
quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del
juicio que me había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se
colgó la misma noche del tragaluz de su calabozo. Por lo demás, debo
hacerles justicia, quienes me condenaron mantuvieron su palabra. Apenas fue
comprobada la identidad del cadáver me devolvieron mi libertad. Ese es el
crimen de que la acuso, era la causa por la que la marqué. Señor
D'Artagnan ‑dijo Athos‑, ¿cuál es la pena que exigís contra esta
mujer?
‑La pena de muerte ‑respondió
D'Artagnan.
‑Milord de Winter ‑continuo
Athos‑, ¿cuál es la pena que exigís contra esta
mujer?
‑La pena de muerte ‑contestó
lord de Winter.
‑Señores Porthos y Aramis
‑continuó Athos‑, vosotros que sois sus jueces, ¿cuál es la pena a que condenáis
a esta mujer?
‑La pena de muerte ‑respondieron
con voz sorda los dos mosqueteros.
Milady lanzó un aullido
horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de
rodillas.
Athos extendió las manos hacia
ella.
‑Anne de Breuil, condesa de La
Fère, milady de Winter ‑dijo‑, vuestros crímenes han cansado a los hombres en la
tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis
condenada y vais a morir.
A estas palabras que no dejaban
ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso hablar, pero las
fuerzas le faltaron; sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo
pelos y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al
hombre: no trató siquiera de hacer resistencia y salió de la
cabaña.
Lord de Winter, D'Artagnan,
Athos, Porthos y Aramis salieron detrás de ella. Los criados siguieron a
sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta
y su lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.
La
ejecución
Era medianoche aproximadamente;
la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada por las últimas huellas
de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières, que
destacaba sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el
esqueleto de su alto campanario recortado a la luz. Enfrente, el Lys hacía rodar
sus aguas semejantes a un río de estaño fundido, mientras que en la otra orilla
se veía la masa negra de los árboles perfilarse sobre un cielo tormentoso
invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de crepúsculo en
medio de la noche. A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas
inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y
monótono. Aquí y allá, en la llanura, a izquierda y derecha del camino que
seguia el lúgubre cortejo, aparecían algunos árboles bajos y achaparrados que
parecían enanos disformes acuclillados para acechar a los hombres en aquella
hora siniestra.
De vez en cuando un largo
relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por encima de la
masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y
el agua en dos partes. Ni un soplo de viento pasaba por la pesada atmósfera. Un
silencio de muerte aplastaba toda la naturaleza; el suelo estaba húmedo y
resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, y las hierbas reanimadas
despedían su olor con más energía.
Dos criados arrastraban a
Milady, teniéndola cada uno por un brazo; el verdugo caminaba detrás, y
lord de Winter, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis caminaban detrás del
verdugo.
Planchet y Bazin venían los
últimos.
Los dos criados conducían a
Milady por la orilla del río. Su boca estaba muda; pero sus ojos hablaban con
una elocuencia inexpresable, suplicando ya a uno ya a otro de los que ella
miraba.
Cuando se encontraba a algunos
pasos por delante, dijo a los criados:
‑Mil pistolas a cada uno de
vosotros si protegéis mi fuga; pero si me entregáis a vuestros amigos, tengo
aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.
Grimaud dudaba. Mosquetón
temblaba con todos sus miembros.
Athos, que había oído la voz de
Milady, se acercó rápidamente; lord de Winter hizo otro
tanto.
‑Que se vuelvan estos criados
‑dijo‑, les ha hablado, no son ya seguros.
Llamaron a Planchet y Bazin, que
ocuparon el sitio de Grimaud y Mosquetón.
Llegados a la orilla del agua,
el verdugo se acercó a Milady y le ató los pies y las
manos.
Entonces ella rompió el silencio
para exclamar:
‑Sois unos cobardes, sois unos
miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar a una mujer; tened
cuidado, si no soy socorrida, seré vengada.
‑Vois no sois una mujer ‑dijo
fríamente Athos‑, no pertenecéis a la especie humana, sois un demonio escapado
del infierno y vamos a devolveros a él.
‑¡Ay, señores virtuosos! ‑dijo
Milady‑. Tened cuidado, aquel que toque un pelo de mi cabeza es a su vez un
asesino.
‑El verdugo uede matar sin ser
por ello un asesino, señora‑ dijo el hombre de la capa roja golpeando sobre su
larga espada‑; él es el último juez, eso es todo: Nachrichter[L195] , como dicen nuestros vecinos
alemanes.
Y cuando la ataba diciendo estas
palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron un efecto sombrío
y extraño volando en la noche y perdiéndose en las profundidades del
bosque.
‑Pero si soy culpable, si he
cometido los crímenes de los que me acusáis ‑aullaba Milady‑, llevadme ante un
tribunal; no sois jueces, no lo sois para condenarme.
‑Os propuse Tyburn ‑dijo lord de
Winter‑. ¿Por qué no quisisteis?
‑¡Porque no quiero morir!
‑exclamó Milady debatiéndose‑. Porque soy demasiado joven para
morir.
‑La mujer que envenenasteis en
Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo, está muerta ‑dijo
D'Artagnan.
‑Entraré en un claustro, me haré
religiosa ‑dijo Milady.
‑Estabais en un claustro ‑dijo
el verdugo‑ y salisteis de él para perder a mi hermano.
Milady lanzó un grito de terror
y cayó de rodillas.
El verdugo la alzó y quiso
llevarla hacia la barca.
‑¡Oh, Dios mío! ‑exclamó‑. ¡Dios
mío! ¿Vais a ahogarme?
Aquellos gritos tenían algo tan
desgarrador que D'Artagnan, que al principio era el más encarnizado en la
persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco a inclinó la
cabeza, tapándose las orejas con las palmas de sus manos; sin embargo, pese a
todo, todavía oía amenazar y gritar.
D'Artagnan era el más joven de
todos aquellos hombres y el corazón le falló.
‑¡Oh, no puedo ver este horrible
espectáculo! ¡No puedo consentir que esta mujer muera
así!
Milady había oído algunas
palabras y se había recuperado a la luz de la esperanza.
‑¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ‑gritó‑.
¡Acuérdate de que
te he amado!
El joven se levantó y dio un
paso hacia ella.
Pero Athos, bruscamente, sacó su
espada y se interpuso en su camino.
‑Si dais un paso más, D'Artagnan
‑dijo‑, cruzaremos las espadas.
D'Artagnan cayó de rodillas y
rezó.
‑Vamos ‑continuó Athos‑,
verdugo, cumple tu deber.
‑De buena gana, monseñor ‑dijo
el verdugo‑, porque, tan cierto como que soy católico, creo firmemente que soy
justo al cumplir mi función en esta mujer.
‑Está
bien.
Athos dio un paso hacia
Milady.
‑Yo os perdono ‑dijo‑ el mal que
me habéis hecho; os perdono mi futuro roto, mi honor perdido, mi honor
mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me
habéis arrojado. Morid en paz.
Lord de Winter se adelantó a su
vez.
‑Yo os perdono ‑dijo‑ el
envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de Buckingham, yo
os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi
persona. Morid en paz.
‑Y a mí ‑dijo D'Artagnan‑
perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un engaño indigno de
un gentilhombre; y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y
vuestras vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos. Morid en
paz:
‑I am lost! ‑murmuró Milady en inglés‑. I
must die[L196] .
Entonces
se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que
parecían brotar de unos ojos de llama.
No vio
nada.
No escuchó ni oyó
nada.
En torno suyo no tenía más que
enemigos.
‑¿Dónde voy a morir?
‑dijo.
‑En la otra orilla ‑respondió el
verdugo.
Entonces la hizo subir a la
barca, y cuando iba a poner él el pie en ella, Athos le entregó una suma de
dinero.
‑Toma ‑dijo‑, ése es el precio
de la ejecución; que se vea bien que actuamos como jueces.
‑Está bien ‑dijo el verdugo‑; y
ahora, a su vez, que esta mujer sepa que no cumplo con mi oficio, sino con mi
deber.
Y arrojó el dinero al
río.
La barca se alejó hacia la
orilla izquierda del Lys, llevando a la culpable y al ejecutor; todos los
demás permanecieron en la orilla derecha, donde habían caído de
rodillas.
La barca se deslizaba lentamente
a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el reflejo de una nube pálida
que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.
Se la vio llegar a la otra
orilla; los personajes se dibujaban en negro sobre el horizonte
rojizo.
Milady, durante el trayecto,
había conseguido soltar la cuerda que ataba sus pies; al llegar a la orilla,
saltó con ligereza a tierra y tomó la huida.
Pero el suelo estaba húmedo; al
llegar a lo alto del talud, resbaló y cayó de rodillas.
Una idea supersticiosa la hirió
indudablemente; comprendió que el cielo le negaba su ayuda y permaneció en la
actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos
juntas.
Entonces, desde la otra orilla,
se vio al verdugo alzar lentamente sus dos brazos; un rayo de luna se reflejó
sobre la hoja de su larga espada; los dos brazos cayeron y se oyó el
silbido de la cimitarra y el grito de la víctima. Luego, una masa truncada se
abatió bajo el golpe.
Entonces el verdugo se quitó su
capa roja, la extendió en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó allí la
cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvió a
subir a la barca.
Llegado al centro del Lys,
detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río:
‑¡Dejad pasar la justicia de
Dios! ‑gritó en voz alta.
Y dejó caer el cadáver a lo más
profundo del agua, que se cerró sobre él.
Tres días después, los cuatro
mosqueteros entraban en Paris; estaban dentro de los límites de su permiso,
y la misma noche fueron a hacer su visita acostumbrada al señor de
Tréville.
‑Y bien, señores ‑les preguntó
el bravo capitán‑, ¿os habéis divertido en vuestra
excursión?
‑Prodigiosamente ‑respondió
Athos con los dientes apretados.
Capítulo
LXVII
Conclusión
El 6 del mes siguiente, el rey,
cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar Paris para volver a
La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de
esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el
hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina, cuando se le
anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó
imprudentemente:
‑¡Es falso! Acaba de
escribirme.
Pero al día siguiente tuvo que
creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el mundo en
Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre
presente que Buckingham enviaba a la reina.
La alegría del rey había sido
muy viva ; no se molestó siquiera en disimularla a incluso la hizo estallar con
afectación ante la reina. A Luis XIII, como a todos los corazones débiles, le
faltaba generosidad.
Mas pronto el rey se volvió
sombrío y con mala salud; su frente no era de aquellas que se aclaran durante
mucho tiempo; sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud,
y, sin embargo, volvía allí.
El cardenal era para él la
serpiente fascinadora; y él, él era el pájaro que revolotea de rama en rama
sin poder escapar.
En torno suyo no tenía más que
enemigos.
Por eso el regreso hacia La
Rochelle era profundamente triste. Nuestros cuatro amigos causaban el
asombro de sus camaradas; viajaban juntos, codo con codo, la mirada sombría, la
cabeza baja. Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello
brillaba en sus ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios; luego, semejante
a sus camaradas, se dejaba ir de nuevo en sus
ensoñaciones.
Tan pronto como llegaba la
escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su alojamiento, los
cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna
apartada, donde ni jugaban ni bebían; sólo hablaban en voz baja mirando con
cuidado si alguien los escuchaba.
Un día en que el rey había hecho
un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro amigos, según su
costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna
sobre la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se
detuvo a la puerta para beber un vaso de vino y hundió su mirada en el interior
de la habitación donde estaban sentados a la mesa los cuatro
mosqueteros.
‑¡Hola! ¡El señor D'Artagnan!
‑dijo‑. ¿No sois vos quien veo ahí?
D'Artagnan alzó la cabeza y
soltó un grito de alegría. Aquel hombre que él llamaba su fantasma era su
desconocido de Meung, de la calle des Fossoyeurs y de
Arras.
‑¡Ah, señor! ‑dijo el joven‑.
Por fin os encuentro; esta vez no escaparéis.
‑No es esa mi intención tampoco,
señor, porque esta vez os buscaba; en nombre del rey os detengo, y digo que
tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia; os va en ello la
cabeza, os lo advierto.
‑¿Quién sois vos? ‑preguntó
D'Artagnan bajando su espada, pero sin entregarla aún.
‑Soy el caballero de Rochefort
‑respondió el desconocido‑, el escudero del señor cardenal de Richelieu, y tengo
orden de llevaros junto a Su Eminencia.
‑Volvemos junto a Su Eminencia,
señor caballero ‑dijo Athos adelantándose‑ y aceptaréis la palabra del señor
D'Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La
Rochelle.
‑Debo ponerlo en manos de los
guardias, que lo llevarán al campamento.
‑Nosotros lo llevaremos, señor,
por nuestra palabra de gentileshombres; pero por nuestra palabra de
gentileshombres también ‑añadió Athos, frunciendo el ceño‑, el señor
D'Artagnan no nos abandonará.
El caballero de Rochefort lanzó
una ojeada hacia atrás y vio que Porthos y Aramis se habían situado entre él y
la puerta; comprendió que estaba completamente a merced de aquellos cuatro
hombres.
‑Señores ‑dijo‑, si el señor
D'Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la vuestra, me
contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D'Artagnan al
campamento del señor cardenal.
‑Tenéis mi palabra, señor ‑dijo
D'Artagnan‑, y aquí está mi espada.
‑Eso está mejor ‑añadió
Rochefort ‑, porque es preciso que continúe mi viaje.
‑Si es para reuniros con Milady
‑dijo fríamente Athos‑, es inútil, no la
encontraréis.
‑¿Qué le ha pasado entonces?
‑preguntó vivamente Rochefort.
‑Volved al campamento y lo
sabréis.
Rochefort se quedó un instante
pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de Surgères, hasta donde
el cardenal debía ir ante el rey, resolvió seguir el consejo de Athos y volver
con ellos.
Además, aquel retraso le ofrecía
una ventaja: vigilar por sí mismo a su prisionero.
Volvieron a ponerse en
ruta.
Al día siguiente, a las tres de
la tarde, llegaron a Surgères. El cardenal esperaba allí a Luis XIII. El
ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el
venturoso azar que desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba
a Europa contra ella. Tras lo cual, el cardenal, que había sido avisado por
Rochefort de que D'Artagnan estaba detenido, y que tenía prisa por verlo, se
despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique que
estaban acabados.
Al volver aquella noche a su
acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie, ante la puerta de
la casa que habitaba, a D'Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros
armados.
Aquella vez, como él era más
fuerte, los miró con severidad y, con los ojos y con la mano, hizo a D'Artagnan
una seña de que lo siguiera.
D'Artagnan
obedeció.
‑Te esperaremos, D'Artagnan
‑dijo Athos lo suficientemente alto para que el cardenal lo
oyese.
Su Eminencia frunció el ceño, se
detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar una sola
palabra.
D'Artagnan entró detrás del
cardenal, y Rochefort detrás de D'Artagnan; la puerta fue
vigilada.
Su Eminencia se dirigió a la
habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de introducir al
joven mosquetero.
Rochefort obedeció y se
retiró.
D'Artagnan permaneció solo
frente al cardenal; era su segunda entrevista con Richelieu, y él confesó
después que estaba convencido de que sería la última.
Richelieu permaneció de pie,
apoyado contra la chimenea, con una mesa entre él y
D'Artagnan.
‑Señor ‑dijo el cardenal‑,
habéis sido detenido por orden mía.
‑Eso me han dicho,
monseñor.
‑¿Sabéis por
qué?
‑No, monseñor; porque la única
cosa por la que podría ser detenido es aún desconocida de Su
Eminencia.
Richelieu miró fijamente al
joven.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑dijo‑. ¿Qué quiere
decir eso?
‑Si monseñor quiere decirme
primero los crímenes que se me imputan, yo le diré luego los hechos que he
realizado.
‑¡Se os imputan crímenes que han
hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor! ‑dijo el
cardenal.
‑¿Cuáles, monseñor? ‑preguntó
D'Artagnan con una calma que asombró al propio cardenal.
‑Se os imputa haber mantenido
correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa haber sorprendido
los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes
de vuestro general.
‑¿Y quién me imputa eso,
monseñor? ‑dijo D'Artagnan, que sospechaba que la acusación venía de Milady‑.
Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un
hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su
segundo marido y que ha intentado envenenarme a mí mismo.
‑¿Qué decís, señor? ‑exclamó el
cardenal asombrado‑. ¿Y de qué mujer habláis de ese modo?
‑De Milady de Winter ‑respondió
D'Artagnan‑; sí, de Milady de Winter, de la que sin duda Vuestra Eminencia
ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su
confianza.
‑Señor ‑dijo el cardenal‑, si
Milady de Winter ha cometido todos los crímenes que decís, será
castigada.
‑Ya lo está,
monseñor.
‑Y ¿quién la ha
castigado?
‑Nosotros.
‑¿Está en
prisión?
‑Está
muerta.
‑¿Muerta? ‑repitió el cardenal,
que no podía creer lo que oía‑. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que está
muerta?
‑Tres veces trató de matarme, y
la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba. Entonces, mis amigos y yo la
hemos cogido, juzgado y condenado.
D'Artagnan contó entonces el
envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las Carmelitas de
Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del
Lys.
Un temblor corrió por todo el
cuerpo del cardenal, que, sin embargo, no temblaba
fácilmente.
Pero, de pronto como sufriendo
la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del cardenal, sombrío hasta
entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta
serenidad.
‑Así ‑dijo con una voz cuya
dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras‑, así que os habéis
constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y
castigan son asesinos.
‑Monseñor, os juro que ni por un
instante he tenido la intención de defender mi cabeza contra vos. Sufriré el
castigo que Vuestra Eminencia quiera infligirme. No amo tanto la vida como
para temer la muerte.
‑Sí, lo sé, sois un hombre de
corazón, señor ‑dijo el cardenal con una voz casi afectuosa‑; puedo deciros,
pues, de antemano que seréis juzgado, condenado incluso.
‑Cualquier otro podría responder
a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo me contentaré con
deciros: Ordenad, monseñor, estoy dispuesto.
‑¿Vuestro perdón? ‑dijo
Richelieu sorprendido.
‑Sí, monseñor ‑dijo
D'Artagnan.
‑¿Y firmado por quién? ¿Por el
rey?
Y el cardenal pronunció estas
palabras con una singular expresión de desprecio.
‑No, por Vuestra
Eminencia.
‑¿Por mí? Estáis loco,
señor.
‑Monseñor reconocerá sin duda su
escritura.
Y D'Artagnan presentó al
cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que había
dado a D'Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Su Eminencia cogió el papel y
leyó con voz lenta apoyándose en cada sílaba:
«El portador de la presente ha
"hecho lo que ha hecho" por orden mía y para bien del
Estado.
En el campamento de La Rochelle,
a 5 de agosto de 1628.
Richelieu.»
El cardenal, tras haber leído
estas dos líneas, cayó en una meditación profunda, pero no devolvió el
papel a D'Artagnan.
«Medita con qué clase de
suplicio me hará morir ‑se dijo en voz baja D'Artagnan‑; pues a fe que verá cómo
muere un gentilhombre.»
El joven mosquetero estaba en
excelente disposición de morir heroicamente.
Richelieu seguía pensando,
enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente, alzó la cabeza, fijó
su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en
aquel rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado
desde hacía un mes, y pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel
muchacho de veintiún años, y qué recursos podría ofrecer a un buen amo su
actividad, su valor y su ingenio.
Por otro lado, los crimenes, el
poder, el genio infernal de Milady le habían espantado más de una vez. Sentía
como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella cómplice
peligrosa.
Desgarró lentamente el papel que
D'Artagnan tan generosamente le había entregado.
«Estoy perdido», dijo para sí
mismo D'Artagnan.
Y se inclinó profundamente ante
el cardenal como hombre que dice: «¡Señor, que se haga vuestra
voluntad!»
El cardenal se acercó a la mesa
y, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un pergamino cuyos dos
tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
«Esa es mi condena ‑dijo
D'Artagnan‑; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la lentitud de un
juicio. Encima es demasiado amable.»
‑Tomad, señor ‑dijo el cardenal
al joven‑, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro. El nombre
falta en ese despacho: escribidlo vos mismo.
D'Artagnan cogió el papel
dudando y puso los ojos encima.
Era un tenientazgo en los
mosqueteros.
D'Artagnan cayó a los pies del
cardenal.
‑Monseñor ‑dijo‑, mi vida es
vuestra; disponed de ella en adelante; pero este favor que me otorgáis no
lo merezco; tengo tres amigos que son más merecedores y más
dignos...
‑Sois un muchacho valiente,
D'Artagnan ‑interrumpió el cardenal palmeándolo familiarmente en el hombro,
encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde‑. Haced de ese
despacho lo que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en
blanco, os lo he dado a vos.
‑No lo olvidaré jamás ‑respondió
D'Artagnan‑. Vuestra Eminencia puede estar segura de
ello.
El cardenal se volvió y dijo en
voz alta:
‑¡Rochefort!
El caballero, que sin duda
estaba detrás de la puerta, entró al punto.
‑Rochefort ‑dijo el cardenal‑,
ahí veis al señor D'Artagnan; lo recibo entre mis amigos; así pues, que se le
abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea
prudente.
Rochefort y D'Artagnan se
besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba allí, observándolos
con su ojo vigilante.
Salieron de la habitación al
mismo tiempo.
‑Nos encontraremos, ¿no es
cierto, señor?
‑Cuando os plazca ‑contestó
D'Artagnan.
‑Ya llegará la ocasión
‑respondió Rochefort.
‑¿Qué? ‑dijo Richelieu abriendo
la puerta.
Los dos hombres sonrieron, se
estrecharon la mano y saludaron a Su Eminencia.
‑Empezábamos a impacientarnos
‑dijo Athos.
‑¡Ya estoy aquí, amigos míos!
‑respondió D'Artagnan‑. No solamente libre, sino
favorecido.
‑¿Nos contaréis
eso?
‑Esta
noche.
En efecto, aquella misma noche
D'Artagnan se dirigió al alojamiento de Athos, a quien encontró a punto de
vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente todas
las noches.
Le contó lo que había pasado
entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso:
‑Tomad, mi querido Athos ‑dijo‑,
a vos os corresponde, naturalmente.
Athos sonrió con su dulce y
encantadora sonrisa.
‑Amigo ‑dijo‑, para Athos es
demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad ese despacho, os
corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis comprado!
D'Artagnan salió de la
habitación de Athos y entró en la de Porthos.
Lo encontró vestido con un
magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un
espejo.
‑¡Ah, ah! ‑dijo Porthos‑. ¡Sois
vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este traje?
‑De maravilla ‑dijo D'Artagnan‑,
pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.
‑¿Cuál? ‑preguntó
Porthos.
‑El de teniente de
mosqueteros.
D'Artagnan contó a Porthos su
entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su
bolso:
‑Tomad, querido ‑dijo‑, escribid
vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.
Porthos puso los ojos en el
despacho y se lo devolvió a D'Artagnan, con gran sorpresa del
joven.
‑Sí ‑dijo‑, me halagaría mucho,
pero no tendría tiempo para gozar de ese favor. Durante nuestra expedición a
Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido amigo, dado
que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad, me
estoy probando mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido,
guardadlo.
Y entregó el despacho a
D'Artagnan.
El joven entró en la habitación
de Aramis.
Lo encontró arrodillado en un
reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro de horas
abierto.
Le contó su entrevista con el
cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su
bolso:
‑Vos, nuestro amigo, nuestra
luz, nuestro protector invisible ‑dijo‑, aceptad este despacho; lo habéis
merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre
seguidos con tan felices resultados.
‑¡Ay, querido amigo! ‑dijo
Aramis‑. Nuestras últimas aventuras me han hecho tomar un disgusto total
por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está irrevocablemente
tomada: tras el asedio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho,
D'Artagnan: el oficio de las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado
capitán.
D'Artagnan, con los ojos húmedos
de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos, a quien encontró aún
en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la
lámpara.
‑¡Y bien! ‑dijo‑. También ellos
han rehusado.
‑Es que nadie, querido amigo,
era más digno de él que vos.
Cogió una pluma, escribió en el
despacho el nombre de D'Artagnan y se lo entregó.
‑Ya no tendré más amigos ‑dijo
el joven‑, ¡ay!, ni nada más que amargos recuerdos.
Y dejó caer su cabeza entre sus
dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus
mejillas.
‑Sois joven ‑respondió Athos‑, y
vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces
recuerdos.
La Rochelle, privada del socorro
de la flota inglesa y de la división prometida por Buckingham, se rindió tras el
asedio de un año. El 28 de octubre de 1628 se firmó la
capitulación.
El rey hizo su entrada en Paris
el 23 de diciembre del mismo año. Se le acogió en triunfo como si volviese de
vencer al enemigo y no a franceses. Entró por el barrio Saint‑Jacques bajo arcos
cubiertos de vegetación.
D'Artagnan tomó posesión de su
grado. Porthos abandonó el servicio y desposó, durante el año siguiente, a
la señora Coquenard; el cofre tan ambicionado contenía ochocientas mil
libras.
Mosquetón tuvo una librea
magnífica y además la satisfacción, que había ambicionado toda su vida, de subir
detrás de una carroza dorada.
Aramis, tras un viaje a
Lorraine, desapareció de pronto y dejó de escribir a sus amigos. Más tarde se
supo, por la señora Chevreuse, que lo dijo a dos o tres de sus amantes, que
había tomado el hábito en un convento de Nancy.
Bazin se convirtió en hermano
lego.
Athos siguió siendo mosquetero a
las órdenes de D'Artagnan, hasta 1663, época en la que, tras un viaje que
hizo a Touraine, dejó también el servicio so pretexto de que acababa de
recoger una pequeña herencia en el Rousillon.
Grimaud siguió a
Athos.
D'Artagnan se batió tres veces
con Rochefort y lo hirió tres veces.
‑Os mataré probablemente a la
cuarta ‑le dijo tendiéndole la mano para levantarlo.
‑Mejor
sería, para vos y para mí, que nos quedásemos por aquí ‑respondió el herido‑.
¡Diantre! Soy más amigo vuestro que lo que pensáis, porque desde el primer
encuentro habría podido, diciendo una palabra al cardenal, haceros cortar la
cabeza.
Aquella vez se abrazaron, pero
de buen corazón y sin segundas intenciones.
Planchet obtuvo de Rochefort el
grado de sargento en los guardias. El señor Bonacieux vivía muy tranquilo,
ignorando completamente lo que había sido de su mujer y no inquietándose
apenas. Un día tuvo la imprudencia de acordarse del cardenal; el cardenal le
hizo responder que iba a encargarse de que no le faltara nada en
adelante.
En efecto, al día siguiente,
habiendo salido el señor Bonacieux a las siete de la noche de su casa para
dirigirse al Louvre, no volvió a aparecer más en la calle des Fossoyeurs; la
opinión de quienes parecían mejor informados fue que era alimentado y
alojado en algún castillo real a expensas de su generosa
Eminencia.
[L1]Louis XIV et son siècle, editada por Dumas en dos gruesos volúmenes ilustrados en 1844‑1845.
[L2]Mémoires de M. D'Artognan, obra apócrifa aparecida treinta años después del supuesto autor, en 1700. Su autor fue Gatien de Courtilz. La edición de Pierre Rouge fue la cuarta, en cuatro volúmenes, que aparecieron en 1704.
[L3]Louis Pierre Anquetil, autor de una Histoire de France depuis les Gaulois jusqu'à la fin de la monarchie (1805), en catorce volúmenes, in‑12, frecuentemente reeditada en esa época y decenios posteriores.
[L4]Este es el primero de los anacronismos de la novela; la fecha de presentación de D'Artagnan a Tréville es, novelescamente la de 1625 como se leerá en la primera línea del capítulo primero de la novela. Sin embargo, Arnauld‑Jean du Peyrer, primer conde de Tréville. fue nombrado capitán de los mosqueteros del rey en 1643. Luis XIII fue el creador de este cuerpo especial de mosqueteros en 1622, fecha en que hizo adoptar a la compañía que lo custodiaba el mosquete en vez de la carabina que hasta entonces llevaban sus escoltas. La componían cien mosqueteros, un corneta, un sargento («marechal de logis»), un teniente y un capitán.
[L5]Al editar en volumen la novela, Dumas pasó por alto esta referencia al folletón, modalidad primera en que apareció Los Tres Mosqueteros.
[L6]Erudito francés (1800‑1881), que trabajó por esas fechas en el departamento de manuscritos de la Bibliothèque Royale. Padre de Gaston Paris ‑miembro de la Academia francesa‑, fue autor de libros eruditos como Les manuscrits français de la Bibliothèque du roi (en siete volúmenes, 1836‑1848), además de traducir la obra completa de Lord Byron, en 1824. Había publicado un ensayo clave en el surgimiento del romanticismo y las polémicas que jalonaron su aparición: Apologie de l’école romantique.
[L7]Tanto ese apellido como las memorias citadas son ficticias. En el siglo XVII, La Fère era el término francés con que se designaba a los nobles castellanos apellidados Feria. En las Cartas de Richelieu aparecen citados varios castellanos de ese apellido, entre ellos el duque de Feria coetáneo.
[L8]Leve alusión a las pretensiones académicas de Dumas, nunca tomadas en serio por esa institución.
[L9]En 1830 se había fundado la primera Société de gens de lettres francesa por iniciativa de Louis Desnoyers para la defensa de la propiedad literaria. Entre los primeros miembros de los comités de organización se hallaron Dumas, Victor Hugo, Lamennais, etc.
[L10]La acción de la novela transcurre entre 1625 y 1628, aunque los anacronismos son frecuentes y muchos de los hechos históricos sobre los que está montada la ficción distan de ésta en ocasiones (que citaremos en nota) varios decenios más tarde.
[L11]Meung‑sur‑Loire, en el cantón de Loiret, a 18 kilómetros de Orléans, sobre la ruta que lleva de esa ciudad a Tours. En ella nació Jean de Meung (c.1240‑a.1305), continuador de la obra de Guillaume de Lorris (c.1205‑d.1240) Roman de la Rose. Mientras de Lorris escribió unos 4.000 versos, ese rico caballero dedicado a la erudición que fue Jean de Meung, amplió el libro con 18.000 versos más, que resulta una especie de suma de conocimientos de la época, contrapuesta en el fondo a lo escrito por Louis, animado éste por el intento de ahondar en el «arte del amor». Si Louis está animado por pretensiones poéticas que predicen el renacentismo, Meung, carente del sentido artístico de Lorris, saca partido a la pintura de la existencia en sus aspectos innobles o más bajos ‑digno antecedente de Rabelais‑ y propone la identificación, por vez primera en la literatura francesa, de la naturaleza y la razón.
[L12]Capital del departamento de Charente‑Maritime, a orillas del Atlántico. Habitada por hugonotes (los protestantes franceses que seguían la secta de Calvino), a lo largo de su historia fue objeto de múltiples asedios tanto por parte de ingleses como de franceses.
[L13]El cardenal Richelieu, primer ministro desde 1624.
[L14]Anacronismo: Francia y España entraron en guerra diez años más tarde.
[L15]El pabellón español.
[L16]La nobleza de los Batz de Castelmore, familia de la que sale el D'Artagnan histórico era reciente. Pero el autor de las Mémoires de M. D'Artagnan, Gatien de Courtilz, le adjudica esa rancia nobleza que Dumas recoge. Courtilz inventa también líneas más arriba el patois («dialecto») del Béam para D'Artagnan: la correspondencia de este personaje demuestra que no utiliza el gascón bearnés, sino el gascón de Fezenac.
[L17]El castillo de los D'Artagnan, que pertenecía a la familia materna, estuvo en la región de Bigorre, cuya ciudad principal era Tarbes.
[L18]Courtilz denomina Rosnas a este gentilhombre a quien Dumas bautizará más adelante como Rochefort.
[L19]Sabemos de sobra que esa locución, Milady, sólo se emplea cuando va seguida del apellido familiar. Pero así es como la encontramos en el manuscrito y no queremos cargar con la responsabilidad de cambiarla. (Nota del A.) [Efectivamente, Dumas recoge el nombre de «Miladi» en Gatien de Courtilz.l
[L20]Georges Villiers, duque de Buckingham; en 1625, esta figura histórica viajó a Francia como embajador de Carlos I de Inglaterra, para arreglar el matrimonio de éste con Henriette de Francia, hija de Enrique IV.
[L21]Alusión a la fábula de La Fontaine Le heron (Fables, VII, 4); la garza, tras fracasar en sus andanzas diurnas a la caza de carpas a otros peces, se siente feliz por atrapar al anochecer un limaco con que calmar su hambre.
[L22]El pájaro así denominado en castellano. El término francés, ortolan, es exclusivo de ese pájaro, mientras que la voz castellana tiene mayor amplitud de campo semántico.
[L23]François Leclerc du Tremblay, llamado el padre Joseph, célebre capuchino.
[L24]Muchas ediciones repiten la evidente errata de las primeras en esta frase: Bons sur l'Espagne, «bonos contra España«, que carece de sentido. Los críticos han corregido: Bons sur l'Epargne: Epargne fue el nombre del Tesoro real antes de Colbert. Precisamente las cajas de ahorros actuales se llaman Caisse d'Epargne.
[L25]Viniendo de Orléans no era la puerta Saint‑Antoine la más lógica. Pero era la utilizada para las entradas solemnes.
[L26]Actualmente la calle Servandoni.
[L27]El actual qua¡ («paseo») de la Mégisserie, entre la calle de la Monnaie y la plaza du Chátelet.
[L28]El palacio del Louvre era la residencia del rey El palacete de los Tréville se hallaba, no en esa calle, sino entre las de Tournon y Vaugirard.
[L29]Troisville es la forma en francés del bearnés Tréville.
[L30]«Fiel y fuerte». (En latfn en el original.) Esta divisa, y otras con los mismos objetivos, fueron empleadas por una docena de familias, entre las que según los heraldistas no se ha encontrado a ningún Tréville.
[L31]Asesinos célebres: los dos primeros asesinaron a Gaspard de Coligny; el último al mariscal de Ancre, y Poltrot de Méré al duque de Guisa, François de Lorraine.
[L32]En 1635, es decir, diez años después de la acción de Los Tres Mosqueteros.
[L33]François de Bassompierre (1579‑1646), mariscal de Francia, tuvo realmente esa reputación. Aparecerá más adelante, como uno de los mandos del asedio de La Rochelle.
[L34]Alusión a la orgullosa divisa de Luis XIV, nec pluribus impar, «no inferior a la mayoría», que tenía por emblema el sol.
[L35]Lo que aquí son dos mujeres, fueron en realidad una sola: Marie Madeleine Dupont de Vignerot señora de Combalet, nieta de Richelieu, para quien éste compró en 1638 el ducado de Aiguillon.
[L36]Henry de Talleyrand, marqués de Chalais, fue ejecutado en 1626, convicto de haber conspirado contra Richelieu.
[L37]Este personaje no tuvo existencia real. Dumas lo sacó de las Mémoires de M[onsieurl L[el C[omtel D[ej R[ochefort], obra atribuida también a Gatien de Courtilz. Se ha supuesto que bajo ese nombre pudiera estar reflejado una réplica de Henri‑Louis D'Aloigny. marqués de Rochefort, nacido hacia 1625.
[L38]Geoffroy de Laigues, considerado amante de la duquesa de Chevreuse y vinculado a sus intrigas. Fue capitán de los guardias del duque de Orléans.
[L39]Richelieu, por su ducado y su traje cardenalicio.
[L40]Personaje mitológico que, al mirar su reflejo en el agua, quedó prendado de sí mismo. Su pasión por su propia belleza lo llevó a convertirse en flor.
[L41]En las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz, estos tres hombres son hermanos.
[L42]Actual calle de Paris, que va de la plaza Saint‑Sulpice a la calle de Vaugirard.
[L43]En la batalla de Farsalia (48 a.C.) César derrotó a Pompeyo. En la de Pavía (1525), Francisco I fue derrotado por las tropas de Carlos V.
[L44]Aún existe la iglesia de ese convento, situado en la calle Vaugirard, que Dumas describirá más adelante.
[L45]En 1550 se inauguró una barcaza para cruzar el Sena, a la altura del Pont Royal, donde hoy pervive la Rue du Bac («barcaza») que la recuerda.
[L46]Máquina hidráulica, mandada construir por Enrique IV al princnio del siglo XVII para suministrar agua al palacio del Louvre, residencia real entonces. Incluía una esfera que marcaba el mes, los días y la hora; de ahí la alusión del texto. Se denominaba Samaritaine por la principal figura de su ornamento. Entre 1793 y 1813 quedó destruida.
[L47]En Courtilz aparece ese nombre, pero no puede ser Claude de Jussac, gobernador del duque de Vendómey muerto en 1690. Había nacido hacia 1620, o sea, cinco años antes de la acción de Los Tres Mosqueteros.
[L48]Jean Baradat, señor de Cahussac aparece en las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz; fue, como en la ficción de Dumas, oficial de los guardias de Richelieu y teniente de los caballos‑ligeros del cardenal, según las Memorias de éste, además de tío de François, señor de Baradt, favorito por breve tiempo de Luis XIII.
[L49]Jacques de Rotondis de Biscarat (Bicarat en la edición de Dumas), fue teniente de los caballos‑ligeros del cardenal y gobernador de Charleville. Según las Memorias de Richelieu, murió en 1641.
[L50]Parodia de Jueces, 16, 30, cuando Sansón dice: «Muera yo con todos los filisteos!» El versículo era muy popular y así lo encontramos en boca de Sancho Panza: «¡Aquí morirá Sanson, y cuantos con él son!» (Quijote II, 71).
[L51]Título que se daba al monarca en Francia.
[L52]Françoise de Barbezières. señorita de Chemerault, que cayó en desgracia en 1639.
[L53]Expresión que significa retirarse del juego, cuando se va ganando, sin dar revancha. Según el Littré, faire Charlemagne, equivaldría a hacer como Carlomagno, que conservó hasta su muerte todas sus conquistas.
[L54]Charles de la Vieuville, marqués y luego duque, superintendente de finanzas di Luis Xlll.
[L55]Población de Maine‑et‑Loire, sobre la orilla derecha del Loira, donde en 1620 fueron derrotadas las tropas de María de Médicis, que se había rebelado contra su hijo Luis XIII.
[L56]El Vernajoul de las Mémoires de M. DArtagnan, de Courtilz, termina convirtiéndose en amigo del héroe.
[L57]Durante el día, este célebre prado servía a toda clase de juegos y reuniones; atardecer, era escenario de duelos. En el barrio Saint‑Germain una calle recuerda aún su pasada existencia de prado.
[L58]Situado en aquel momento en la calle Tournon.
[L59]François de Guillon, señor Des Essarts, cuñado de Tréville, fue capitán de los guardias del rey. Murió en el sitio de La Mothe, en 1645. Su hermana desposó a Tréville en 1637.
[L60]Toque cinegético que se ejecuta con trompas de caza.
[L61]La infalibilidad del Papa no fue proclamada hasta 1870 En la época en que Dumas escribía Los Tres Mosqueteros debía hablarse ya de ella. Pero de ningún modo en la época de la acción narrativa.
[L62]Charles D'Esmé, señor de la Chesnaye, primer ayuda de cámara de Luis XIII, privado de su cargo en 1640 y expulsado de la corte.
[L63]Albergue que se hallaba probablemente en la calle de La Licorne, que empezaba en la des Marmonsets y concluía en la de Saint‑Christophe. De ese albergue han escrito también Villon y Rabelais (Gargantúa, libro II, cap. VI).
[L64]Planchet, Mosquetón, Grimaud y Bazin los nombres de los criados son un hallazgo de Dumas o de su colaborador Maquet, por su consonancia totalmente francesa y la facilidad con que se inscriben en el lector. De ellos, traduzco el segundo, Mousqueton. Grimaud, además de apellido, es un sustantivo que significa escritorzuelo, estudiantón, que nada tiene que ver con el cometido que cumple en la acción. Los otros dos son solamente a apellidos.
[L65]Ultimo rey de Lidia, célebre por sus riquezas.
[L66]Courtilz no da a Aramis esta pasión conventual que le otorga Dumas. Las Mémoires de M. D'Artagnan adjudican este carácter a Rotondis. testigo de Jussac en el duelo del Pré‑aux‑Clercs.
[L67]Marie de Rohan, viuda del condestable de Luynes, casó con Claude de Lorraine, príncipe de Joinville y duque de Chevreuse. Famosa intrigante política y amorosa, aunque Dumas, a lo largo de la novela, le adjudicará hechos no históricos.
[L68]«Céntimos» , «perras» En general, moneda fraccionaria de escaso valor.
[L69]Ese palacio de los mosqueteros sólo existió con posterioridad a 1657. fecha en que la compañía fue reestablecida; se alzaba entre las calles du Bac. de Beaune. de Lille y de Verneuil.
[L70]En realidad, Arquímedes no buscaba una palanca, sino un punto de apoyo para ella.
[L71]Pierre de La Porte, portamantas de la reina Ana de Austria antes de convertirse en ayuda de cámara de Luis XIII, dejó unas Mémoires de P. de La Porte (1624‑16661, en que narra el encuentro de Amiens entre Buckingham y la reina. De ellas debió sacar datos Dumas para tejer su trama.
[L72]En 1617, Jean Mocquet publicó sus Voyages en Afrique Asie, Indes orientates et occidentoles, que Alexandre Dumas debió conocer por la edición de 1831 «a costa del Gobierno».
[L73]Libro I de Samuel, cap. 28.
[L74]En la señora Bonacieux, Dumas ha fundido tres personajes históricos: Madeleine, la tabernera de la calle Triquetonne de las Mémoires de Courtilz, y las señoras de Vemet y de Fargis, que pagaron cara su adhesión a Ana de Austria.
[L75]Diversas crónicas hablan del gesto fuera de lugar que tuvo el duque de Buckingham para con Ana de Austria.
[L76]Guillaume Morel, señor de Patanges, caballerizo de la reina.
[L77]Calle que comenzaba en el quai des Orfevres y terminaba en la Prefectura de policía. Llevaba este nombre debido a ciertas casas de hospedaje para los peregrinos a Sierra Santa.
[L78]Existe en la actualidad con ese nombre entre la Croix‑Rougey la calle Vaugirard.
[L79]Debía estar entre la calle Vaugirard y la actual avenida del Observatoire.
[L80]La calle Servandoni, llamada entonces, des Fossoyeurs, fue denóminada cómo el apellido del arquitecto que en 1731 construyó' la facháda de Saint‑Sulpice en él Ségundo imperio. La calle Cassette, sin embargo, existía en el siglo XVII.
[L81]Aún existe hoy esa calle, muy recortada en su longitud pasada por la abertura de bulevard Saint‑Michel.
[L82]Prisión que se hallaba cerca de la actual plaza de Châtelet, en la orilla derecha del Sena, que pertenecfa a la jurisdicción criminal del obispo de Paris. No era un fuerte como parece indicar el nombre, sino un foro, originariamente; su forma correcta, For («forum) aparecerá más adelante. Sobre esta prisión, cf. Fr. Funck‑Brentano; Le for l'Evêque: la Bastille des comédiens, París, 1903.
[L83]Existió en la orilla izquierda del Sena.
[L84]Esa calle fue denominada así en una época posterior a la acción de Los Tres Mosqueteros, en 1641.
[L85]Estephanie de Villaguirán figura en alguna relación de doncellas españolas de la reina; al parecer, dejó de pertenecer al servicio de la casa real en 1631.
[L86]Antoinette D'Albert, señora de Vemet, azafata de Ana de Austria, alejada de la corte en 1625.
[L87]Un documento de
Richelieu, un Avis au roy declara esta misma causa: «la guerra había
venido por no haber querido permitir a Buckingham venir a Francia, y que de
buena gana volvería a empezar por lo mismo, puesto que la misma pasión seguía en
él». (Mémoires
de Richelieu, t. Vlll, 1926, pág. 145).
[L88]Según las crónicas, la señora de Chevreuse estuvo enamorada de Henry Rich, barón de Kensington y conde de Holland, que sería negociador de la paz de La Rochelle.
[L89]Las calles de París no estaban numeradas en esa época.
[L90]Cadalso situado en la encrucijada de la calle Saint‑Honoré y la de l'Arbre‑Sec.
[L91]Ya hemos puesto de relieve este anacronismo: en esa época las casas no estaban numeradas.
[L92]Charlotte de Villiers‑Saint‑Pol, señora de Lannoy, dama de honor de Ana de Austria.
[L93]Madeleine de Silly, condesa de Fargis, azafata de la reina, exilada por el cardenal. «Y cuando ella estuvo fuera de Francia. le hizo cortar el cuello en efigie», según Tallemant des Réaux.
[L94]Tours fue el lugar de exilio de la señora de Chevreuse, enviada a Touraine po el rey, pero en 1633.
[L95]Boulogne‑sur‑mer, lugar normal de embarque para Inglaterra.
[L96]Pierre Séguier (1588‑1672), guardasellos (su misión era custodiar el sello real) y canciller de Francia, pero sólo en 1635.
[L97]Louise
de Borbón, primera mujer de Henri D'Orléans, duque de Longueville,
que
participó en La Fronda.
[L98]Enrique II de Borbón, príncipe de Condé, y su esposa, Charlotte‑Margueritte de Montmorency.
[L99]Leonora Dori, esposa de Concino Concini, mariscal de Ancre; tras ser éste deteido y muerto por Luis XIII, la mariscala fue decapitada y quemada en la hoguera en 1617.
[L100]Damas de compañía de la reina Ana de Austria, salvo la primera que históricamente no lo fue o al menos no está comprobada su existencia como tal.
[L101]Michel de Masle, que fue secretario de Richelieu.
[L102]Isaac de Laffemas, jefe de investigaciones policiales y gran proveedor de la horca en la época de Luis XIII. De ahí que Dumas lo califique de grand gibecier, con ese neologismo que saca de gibet, horca. Aparece en numerosas crónicas del momento, con fama de gustoso cumplidor de su oficio. Cf. Georges Montgrédieu, que dedicó un estudio a su vida y «obra»: Le bourreau du cardinal Richelieu. Isaac de Laffemas, Paris, 1929.
[L103]El episodio es narrado por varias crónicas de la época, entre ellas las Mémoires de M. D'Artagnan, de Courtilz.
[L104]Mémoires pour servir à l'histoire D’Autriche, de Mme. co vols.). de Monteville (1723, en cinco vols).
[L105]Como recordará el lector, en el Capítulo X el autor dice que tiene de veinticinco a veintiséis años.
[L106]D¡onisio, tirano de Siracusa aficionado a oír las quejas de sus víctimas, húo construir una prisión subterránea en forma de oreja.
[L107]Anacronismo: en el siglo XVII los baños de mar se tomaban sólo en caso de la enfermedad de la rabia.
[L108]San Martín de Tours (316‑396). También don Quijote se encontró con una estatua de San Martin, y no sin cierta ironía comentó a Sancho Panza: «Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre, y le da la mitad; y sin duda debia de ser entonces invierno; que si no, él se la diera toda, según era caritativo.» (Quijote, II, 58.)
[L109]Varios personajes usaron este título en el siglo XVII: el más conocido, François René Crespin du Bec, marqués de Wardes a hijo de la condesa de Moret, una de las amantes de Enrique IV. Famoso por sus intrigas galantes, murió en 1688.
[L110]Milady aparece a lo largo de la novela con varios títulos y nombres: Anne de Breuil, Charlotte Backson, condesa de La Fère, condesa de Winter, Lady Clarick.
[L111]Ballet compuesto por el rey Luis XIII y danzado por primers vez el 15 de marzo de 1635. Su nombre hace referencia a la caza del mirlo, pasatiempo favorito del monarca durante el invierno.
[L112]François de l'Hôpital, señor du Hallier, que participó en el asesinato del mariscal de Ancre.
[L113]Hermano del monarca, Gaston, duque de Orléans.
[L114]Alexandre de Vendôme, hijo natural de Enrique IV, gran prior de Francia entre 1618 y 1629.
[L115]François, señor de Baradas o de Baradat, favorito efímero de Luis XIII.
[L116]François‑Annibal D'Estrées, marqués de Coeuvres mariscal de Francis; la casa aquí mencionada no aparece citada en sus Mémoires (1910).
[L117]Temo a los griegos hasta cuando hacen regalos.. Virgilio, Eneida, II, 49
[L118]Dalila traicionó el secreto de Sansón por 1.100 siclos de plata (Libro de los Jueces, 16,5).
[L119]Estregar a las caballerías con la almohaza (especie de cepillo o peine de dientes metálicos) para limpiarlas.
[L120]Así llamada por las conferencias que allí tuvieron lugar para el matrimonio de Luis XIV. Estaba cerca de la actual plaza de la Concorde y no llevaba en la época de la acción de la novela tal nombre.
[L121]François D'Oger, señor de Cavoye, capitán de los guardias de Richelieu.
[L122]En su primer paso por él, es llamado À l'enseigne de Saint Martini. Como otro de Chantilly, citado más adelante, no parece haber tenido existencia.
[L123]Juego de naipes en el que se mezclan seis barajas y uno de los jugadores actúa de banca.
[L124]Exactamente calle aux Oues, es decir, aux Oies, entre la calle Saint‑Martin y el bulevard de Sebastopol, que aún existe.
[L125]El príncipe de Condé, al que ya se ha aludido más arriba.
[L126]Los jardines de Armida son los que en La Jerusalén libertada, de Tasso, impiden Renaud reunirse con el ejército de cruzados.
[L127]«Para bendecir a los clérigos menores son necesarias ambas manos.»
[L128]Literalmente, «nadando más fácilmente», es decir, «como pez en el agua».
[L129]«Como en medio de la inmensidad de los cielos.»
[L130]El tema de la imposición de manos se encuentra sobre todo en las epístolas paulina (cf. 1 Timoteo, 4,14; 5,22; 2 Timoteo, 1,6).
[L131]«Argumento desnudo de todo adorno.» Ordines inferiores son las órdenes menores.
[L132]Cornelius Jansen, Jansenio (1585‑1638) teólogo holandés autor de Augustinus, célebre tratado que, sin embargo, no apareció hasta 1640.
[L133]«Deseas al diablo.»
[L134]Vincent Voiture (1598‑1648), que participó en todas las formas de la vida mundana y preciosista: con poesías delicadas y sutiles, intercambio de cartas refinadas, etc. Sus cartas son eminentemente «preciosistas» por el refinamiento de la expresión y la sutileza de los pensamientos. El rodel es una composición poética corta.
[L135]Por supuesto, la atribución a San Agustín es fálsa. Y la traducción que de ese latín hace el cura es un disparate, vertiendo severus («severo, grave, serio») por «claro», y sermo («conversación, charla») por «sermón».
[L136]Olivier Patru (1604‑1681), abogado y literato de la época que perteneció a la Academia francesa; sus obras, reunidas en Plaidoyers et Oeuvres diverses (1681 y 1732). son de un estilo muy trabajado, donde la claridad y la pureza predominan sobre el tema.
[L137]«Las aves del cielo se lo comieron» (Marcos, 4,4).
[L138]El lai es un cuento breve de temática amorosa, a caballo entre la lírica y la narrativa. Son famosos, fundamentalmente, por su autora, María de Francia (siglos XII-XIII), de la que sólo sabemos su nombre por el célebre verso Marie ai num, si sui de France del apílogo de su Ysopet, recopilación de «Fábulas medievales» que acaban de ser traducidas por primera vez al castellano y publicadas en una cuidadísima y bellísima edición (Anaya, 1988).
[L139]Calle que aún existe, entre la de Turenne y la calle des Archives.
[L140]«Vanidad de vanidades.» Eclesiastés (Qohelet), 1,2.
[L141]Louis de Nogaret (1593‑1639), arzobispo de Toulouse (1613) y cardenal (1621), agente de Richelieu.
[L142]Efectivamente, Peter Paul Rubens (1577‑1640), uno de los más grandes artistas del barroco, realizó, además de numerosos paisajes, retratos, temas religiosos, etc., numerosos cuadros mitológicos, donde abundan los faunos y sátiros, y las ninfas, muy generosas en carnes, por cierto, característica ésta muy peculiar de las figuras femeninas de este gran pintor flamenco.
[L143]Los Montmorency fueron una de las más antiguas
familias francesas, mientras los Dandolo, patricios de Venecia, proporcionaron
varios dogos a al
República.
[L144]Este episodio y la marca de la mujer de Athos no figuran en las Mémoires de M. D'Artagnan, sino en las Mémoires de M[onsieur] L[e] C[omte] D[e] R(ochefort], también atribuidas a Gatien de Courtilz; el padre del héroe casa con una presunta noble que terming siendo hija de molinero y que además está marcada con la flor de lis.
[L145]Alusión al proverbio francés: «Faute d'un point, Martin perdit son ane» (literalmente, «A falta de un punto, Martin perdió su asno»).
[L146]Ilíada, canto II, tras el ultraje que Agamenón hace a Ulises.
[L147]Alusión al cuento de Barbazul de Perrault. La hermana de la séptima mujer del ogro está subida a una torre oteando el horizonte a la espera de que lleguen sus hermanos. A la pregunta de su hermana, Anne contesta: «No, no veo nada más que el sol que levanta polvaredas y la hierba que verdea.»
[L148]Sin embargo Dumas parece no acordarse en la continuación de esta frase y D'Artagnan seguirá en los guardias hasta que el cardenal le haga mosquetero tras la fanfarronada del bastión de Saint‑Gervais (capítulo 46).
[L149]Alusión a Fedra, acto V, de Jean Baptiste Racine (1639‑1699), donde Teramenes alude a la tristeza de los caballos de Hipólito.
[L150]Luis XIV nació el 5 de septiembre de 1638 en Saint‑Germain‑en‑Laye, en el pabellón llamado Château Neuf.
[L151]Nunca ha habido barones o condes de Sheffield con ese apellido, por lo que el personaje y apellido fueron inventados por Dumas. Lo mismo ocurre con el patronímico que luego se adjudica a Milady, el de lady Clarick.
[L152]La baceta y el lansquenete eran juegos de cartas. Este último recibe su nombre de los lansquenetes, mercenarios alemanes al servicio de Francia durante los siglos XV y XVI, que introdujeron dicho juego. El passedix es un juego de dados.
[L153]«Festín de fetines.»
[L154]L'Avare fue representado en 1668.
[L155]Diosa, hija del Sol y de la ninfa Persea, célebre por su gran hermosura y por sus sortilegios. Su figura inspiró a Homero importantes episodios de la Odisea.
[L156]Personaje de la obra del escritor francés Paul Scarron (1610‑1660) Dom Japhet d Arménie.
[L157]Páginas más arriba ha dado Athos otra versión del origen del anillo
[L158]Alusión a la leyenda clásica según la cual el tirano de Samos Polícrates arrojó al mar un anillo para vencer la Némesis. A los pocos días un pescador le regaló un pescado en cuyo vientre apareció de nuevo el anillo.
[L159]En páginas anteriores ya se había planteado el tema de esta conversación entre los mismos personajes.
[L160]Es el Palais Royal, mandado construir para el rey por Richelieu. Hasta el siglo XIX conservó el nombre de Palais‑Cardinal.
[L161]A Richelieu le fue adjudicada esta pieza en su primera edición (París, 1780); sin embargo, su autor fue Desmarets de Saint‑Sorlin.
[L162]El texto: un cheval isabelle, caballo de color amarillo claro o color café con leche, que recibió ese calificativo en Francia por la hija de Felipe ll de España, la archiduquesa Isabel, debido al camisón que llevó durante los tres años del sitio de Ostende hasta que esa ciudad fuera tomada por su marido, el archiduque Alberto. Seguía con ello una tradición familiar: Promesa semejante ‑con el consiguiente mal olor y suciedad que testimonian los cronistas del siglo XV‑ fue hecha y cumplida por Isabel de Castilla durante la conquista de Granada.
[L163]Je Celse Bénigne de Rabutin, barón de Chantal, duelista famoso en su época, murió, efectivamente, en 1626 durance la defensa de la isla de Ré. La futura madame de Sévigné tenía entonces cinco meses.an du Caylar de Saint‑Bonet, que se hizo cargo del mando de la isla de Ré en 1625.
[L164]La retirada de Buckingham de Ré data de octubre de ese año.
[L165]La retirada de Buckingham de Ré data de octubre de ese año.
[L166]Charles
de Valois, conde D'Auvergne y duque de Angulema.
[L167]Ese nombre que hoy puede encontrarse en la entrada meridional de la rada de La Rochelle no existía entonces, dado que el convento no existía aún. Fue Luis XIII quien, en 1634, ordenó construir un convento y capilla para premiar los servicios que a sus ejércitos prestaron los Mínimos de San Francisco de Paula. A finales de ese mismo siglo los edificios construidos estaban ya en ruinas.
[L168]Luis XIII estuvo seriamente enfermo en el castillo de Villeroi desde el 6 de Julio a finales de agosto de 1627.
[L169]Se trata del fuerte de Port‑Neuf. El fuerte Louis se encontraba al oeste de La Rochelle, en la rada, junto a la Motte‑Saint‑Michel.
[L170]Walter Montague, acompañante de Lindsay en las negociaciones con los rochelleses, y que volvió a Inglaterra como portador de las condiciones de Richelieu.
[L171]Junto a La Jarrie, y en el lugar citado por Dumas se encuentra la aldea de Boisneau, que no es una aldea sino una casa aislada que figuraba en los mapas de la región consultados por Dumas.
[L172]Tradición popular del siglo XVII, recogida también por Dumas en Louis XIV et son siècle. Igual leyenda afectó a las casas reales de Hesse, Prusia y Habsburgo.
[L173]Alusión al incendio del Palacio de Justicia de 1618.
[L174]Catherine de Lorraine, segunda esposa de Louis de Borbón, duque de Mont-Pensier, sobre quien recayeron sospechosas de intento de asesinato de Enrique III por su vinculación a la Liga.
[L175]Este billete aparece repetido en dos ocasiones más; en la primera, con fecha 5 de diciembre de ese año; en la segunda, con la de 5 de agosto del año siguiente y expresión de lugar.
[L176]«Son observadas en el desierto.»
[L177]La cita exacta es: «No juzguéis y no seréis juzgados.» Lucas 6,3,7: cf. Marcos, 7,1.
[L178]Casa religiosa que acogía a prostitutas, atendida por monjas; un grupo de ellas, llamadas de Sainte‑Madeleine, dieron nombre al edificio. En 1793 el convento fue convertido en prisión.
[L179]El Palais de Luxemburgo acababa de ser construido para María de Médicis.
[L180]En Otros pasajes Dumas la denomina Marie Michon.
[L181]El 23 de agosto de 1628, John Felton asesinó al duque de Buckingham en Portsmouth.
[L182]Localidad cercana a Londres, que solía servir para la ejecución de criminales.
[L183]El 24 de agosto de 1572, festividad de San Bartolomé, se produce la matanza de cerca de veinte mil hugonotes (tres mil de ellos en París). Los supervivientes se encerraron en la plaza fuerte de La Rochelle, creando una organización militar propia.
[L184]La Medusa era una de las tres Górgonas, la única mortal. La diosa Atenea (Minerva) le transformó los cabellos en serpientes y dio a sus ojos el poder de convertir en piedra a cuantos la mirasen. Perseo logró llegar hasta ella y cortarle la cabeza.
[L185]Bahía de Nueva Gales del Sur, junto a Sidney (Australia). En 1787 (anacronismo, por tanto, de Dumas) los ingleses hicieron en ella los primeros ensayos de colonización penal, a poco abandonados.
[L186]No he anotado las incorrecciones gramaticales ni sintácticas de Dumas. Mi texto las refleja escasamente. Esta frase puede ser prueba de su impureza estilística: lo que Milady hunde en el espejo, su mirada brillante, vuelve reflejada a sus ojos.
[L187]Valeria Mesalina (15‑48), tercera mujer del emperador Claudio, llevó una vida de vicio y desenfreno que fue el escándalo de Roma. Claudio confió su venganza a los pretorianos y Mesalina fue muerta por un soldado. Sobre estos personajes, Robert Graves escribió una magnffica novela histórica, Claudio, el dios, y su esposa Mesalina (1934), continuación de la famosísima Yo, Claudio. Lady Macheth, en la famosa tragedia e Shakespeare, incita a Macbeth a asesinar al rey.
[L188]Salmo 103, que se canta en la liturgia de difuntos.
[L189]Se refiere a Sadrak, Mesak y Abed Negó, que fueron arrojados al horno por Nabuconodosor (Daniel, 3).
[L190]Baal, voz semita que significa Señor. Eloha es uno de los nombres con que designaban a la Divinidad los hebreos. Astarté es una divinidad principal en la mitología semítica; equivale a la Venus asiria, a la Juno cartaginesa y a la Venus Urania griega. Hijo de Belial, en el Antiguo Testamento designaba al individuo malvado y destructor; después este nombre fue identificado con el de Satanás. Sardanápalo es un personaje ficticio de Asiria, identificado con Asurbanipal; personaje disoluto y afeminado que, acosado por sus enemigos, preparó una pira a la que se arrojó con su harén y tesoros.
[L191]Alusión al Evangelio de Mateo, 13, 13‑14. (cf. Isaías, 6,9.)
[L192]Alusión a Lucrecia Borgia (1480‑1519), hija del papa Alejandro Vl, famosa por su belleza y su vida disoluta, entregada a las orgías.
[L193]Páginas más arriba, Dumas habla del convento de las Carmelitas de Stenay. Ahora, sin embargo, los hechos ocurren en el de Béthune.
[L194]Día en que el duque de Buckingham fue asesinado en Portsmouth por John Felton, fanático puritano.
[L195]Se refiere al verdugo. Aunque la palabra habitual es Henker, Dumas utiliza Nachrichter, que literalmente significa «el que viene después del juez», es decir, el verdugo.
[L196]Estoy perdida., «tengo que morir».