JUAN BAUTISTA ALBERDI

 

 

TOBIAS O LA CARCEL A LA VELA

 

 

Noticia

Entre los escritores de su generación, Juan Bautista Alberdi fue el

menos dotado de fantasía novelesca. Como Sarmiento, no compuso versos;

pero en cambio era músico y en su juventud le preocuparon los problemas

estéticos de esa arte y del romanticismo en general. Sin duda por esto y

por la sugestión de sus amigos poetas como Echeverría y Gutiérrez, abordó

en sus primeros tiempos de escritor, algunos ensayos de prosa literaria,

tales como La Revolución de Mayo y El Gigante Amapolas, o los relatos de

viaje intitulados El Edén y Tobías o la Cárcel a la Vela. Los dramas

citados han sido incluidos en nuestra serie sobre los Orígenes del teatro,

y son simples escenas dialogadas sobre temas de historia y de política. En

forma novelada, Alberdi escribió en su madurez el libro Luz del día en

América, sátira de las democracias hispanoamericanas, cuyo valor consiste

más en la crítica de las ideas que en las situaciones de la fábula,

proviniendo de Rabelais y de Cervantes la escasa parte de ficción que el

libro contiene. Menos imaginación se encuentra en Tobías, que hoy

publicamos, y en el Edén, que en breve publicaremos, incluidas ambas en la

serie sobre los Orígenes de la novela. Ambos son documentos útiles para

estudiar la difícil formación de este género en nuestro país y para

conocer más a fondo la psicología de Alberdi y de su generación, a la cual

solemos llamar romántica, con nombre prestado y [488] convencional. El

Tobías apareció en Chile en el año 1851, dedicado al Almirante don Manuel

Blanco Escalada, y se reeditó en Buenos Aires (Obras Completas, t. II,

pág. 342), de donde lo tomamos nosotros. El nombre de este opúsculo es el

de una nave velera a cuyo bordo viaja Bonnivard (seudónimo del propio

autor), desde el Brasil hacia el estrecho de Magallanes, camino de Chile.

El nombre de Bonnivard está tomado de un antiguo prisionero del castillo

de Chillon, que Alberdi acababa de visitar en Europa (1843), llevado por

las Impressions de voyage, de Dumas, según puede verse en una nota final

de esta edición. Del Bonnivard histórico no queda en Alberdi sino el

nombre y de la cárcel de Chillon, sólo una ocasional y forzada metáfora,

sin mayor ingenio. El Tobías fue escrito en 1844 en los mares del Sud. El

protagonista carece de relieve, el argumento carece de interés, y el

ambiente, sin mayor colorido, recuerda al Figarillo que fue Alberdi joven,

cuando imitaba a Larra en sus cuentos de costumbres. [489]

   

    R.R.

 

 

 

Al señor Almirante

Don Manuel Blanco Encalada

Carta de prefacio y dedicación

La siguiente producción sólo tiene de serio su tendencia a corregir

el mal tratamiento de que son víctimas a menudo los que viajan a bordo de

buques mercantes.

A medida que se pueblan los mares, por el desarrollo asombroso del

comercio y de la navegación, conviene desterrar de ellos el ejercicio de

esos usos de mezquindad y dureza pertenecientes a la vida del desierto. La

civilización desea ver trasladados a la vida del mar los usos cómodos y

confortables que distinguen la existencia de las ciudades.

Sólo por este lado útil puede ser digno este escrito de dedicarse al

nombre respetable de Ud.

Por lo demás, como producción literaria, él no se halla a la altura

de su conocido buen gusto europeo. Pertenece a esa literatura ligera y

fácil, que existe como parásita de otros ramos del saber, entre nosotros.

En nuestra América, tan seria por sus desgracias y sus ocupaciones

positivas, la literatura propiamente dicha carece de cultivo, ya como

producción, ya como lectura. El poeta, el literato de profesión, entre

nosotros, son entes desconocidos. [490] Se cultiva la literatura sólo por

pasatiempo, a ratos perdidos.

Así justamente ha sido escrito este trabajo. Inspirado por las

molestias de la navegación (sentimiento de que son hijas las más de las

producciones burlescas), fue comenzado más allá de los 50 grados de

latitud austral y proseguido en frente del cabo de Hornos, durante los

veinte días perdidos en esfuerzos para superarlo. Le terminé en la mar

antes de pisar y conocer el suelo de Chile en abril de 1844.

Hoy lo regalo al folletín de El Mercurio y me permito dedicarlo al

nombre de Ud. por ser producto de literatura marítima y como testimonio

desinteresado de mi estimación y respeto por Ud. con cuyos sentimientos

tengo el honor de ser, etc.. [491]

   

J.B.A.

Valparaíso, agosto de 1851.

 

 

 

 

 

I

No se engañe el lector con tu nombre masculino. Los sexos tienden a

confundirse en este siglo. La anatomía de algunos socialistas ha

descubierto que no hay diferencia orgánica entre la mujer y el hombre.

Esta doctrina hará que las mujeres de París, renueven el día menos pensado

la famosa escena del juego de la pelota, y protesten contra la obligación

que tienen sobre sí hace tanto tiempo, de regenerar la especie. Y

entonces, si los hombres no se aviniesen a participar de la tarea, sabe

Dios cómo ni por quién se haga la renovación del género humano.

 

 

 

II

No es nueva, por otra parte, esta confusión de nombres.

El San Pedro de Roma, es una iglesia; como el San Pablo de Londrés,

es otra iglesia y el Duomo de Milán es otra.

Jorge Sand titula Consuelo a una de sus novelas sin embargo de que

Consuelo es el nombre de un personaje femenino, [492] feo y lindo a la

vez, como dice la autora que a su vez se da el nombre masculino de Jorge.

Tobías, pues, es una barca de tres palos, como el Castillo Chillon es

una prisión de Estado.

 

 

 

III

La jaula pide un pájaro; el bosque pide amantes, la cisterna, peces;

la aurora, flores húmedas; la noche, recuerdos y suspiros; y la barca un

prisionero con el nombre humano de viajero. Tobías, pues, este Chillon

flotante tendrá su Bonnivard.

Bonnivard tendrá padecimientos y pesares; estos dolores su

historiador, que seré yo, y un eco, que será este poema.

Este poema, sí, porque la historia del dolor es un canto como el

mártir es un héroe. Y no es necesario que el historiador se apellide

poeta. No es el poeta únicamente quien hace poesía. O más bien, la poesía

es obra del que hizo los astros, las flores, la mujer y el corazón del

hombre.

Un sólo Dios y un sólo poeta.

Su bardo más legítimo en la tierra, su pontífice armonioso es el

corazón que sufre.

El alma es una lira y todo mortal tiene armonías en su alma. La forma

en que esas armonías suben al cielo nada importa. ¿Las violetas son menos

bellas cuando no están plantadas en triángulos y octágonos? ¿El aroma de

la mirra es menos fragante, porque sube en nubes informes y caprichosas?

 

 

 

IV

Fastidiado de los 80 grados en que el termómetro fija su domicilio

perpetuo en el verano del Brasil; desesperado de verse [493] convertido en

máquina hidráulica, cuyas dos únicas funciones se reducen a recibir agua

por el esófago y verterla a raudales por los poros cutáneos; aturdido por

los gritos que los salvajes de África hacen resonar en las calles y plazas

del Imperio.

Intimidado no menos de sus amigos que de sus enemigos políticos del

Río de la Plata, de los libertadores que de los esclavos y sostenedores

del despotismo, nuestro hombre -todavía no es héroe- resuelve abandonar la

costa atlántica de América y doblar el temible cabo de Hornos.

 

 

 

V

Esta determinación cuesta enormemente a su alma que ciertamente no es

de acero.

Alejarse de la margen atlántica es retirarse de la Europa, y por

decirlo así del movimiento general del mundo. Los Andes y el cabo, son

diques que mantienen la Oceanía y sus riberas en solitaria y silenciosa

clausura.

Aunque cansado de movimiento él siente que no es llegada la hora de

su reposo y se considera como arrebatado a su puesto en medio de la

jornada.

Por otra parte la ribera oriental de América es depositaria de tantos

objetos dulces para su alma: la patria, los amigos, los amores, los

recuerdos de la primera edad, el teatro de los alegres lances de la vida,

todo queda en la orilla nativa. Y el camino que debe alejarlo de todo esto

es el cabo de Hornos, este cabo por el que tuvo siempre un tradicional

horror: causa única quizás que le hiciera cruzar la zona tórrida, como

pretexto evasivo de los mares australes.

Pero en fin, la decisión es inapelable y es forzoso poner silencio a

los ayes del alma. [494]

 

 

 

VI

Como nuestro hombre carece de alas para surcar los mares por sí mismo

a ejemplo de las aves acuáticas, es necesario que busque una embarcación

para trasladarse a las chilenas márgenes.

Esto será menos arduo que dar con una mujer que nos pilote hasta el

puerto de la felicidad. Bastará encaminarse al quai o muelle de barcos

pintados que se ven fondeados en la primera columna del Jornal do

Commercio.

Una barca de tres palos abre la falange de los buques que se disponen

a partir, y a su costado, como en los quais del Havre de Gracia, se lee el

siguiente aviso:

PARA VALPARAÍSO

«La muy velera barca inglesa Tobías, del porte de 400 toneladas,

clavada y forrada en cobre, estará pronta a dar la vela con destino a

dicho puerto el 15 del corriente mes. Admite carga y pasajeros para los

que posee una espaciosa cámara y ofrece todo género de comodidades.

Ocúrrase para tratar a los consignatarios N.N.. Rúa directa, núm. X».

 

 

 

VII

Nuestro viajero que ha ejercido una mitad de las artes de exageración

que se puede ejercer en esta vida, lo que equivale a decir que ha sido

periodista, demagogo, comerciante y cortejador de damas, cree sin embargo

en la religión de los avisos marítimos con tanta materialidad

(¿naturalidad?) como una niña que sale del seminario en el primer

juramento de amor.

-Velera. hermosa, de 400 toneladas, clavada y forrada en cobre, con

todo género de comodidades: ¿puede apetecerse [495] mayor felicidad?

Dilatar, trepidar un momento, es perder un tiempo que puede no repetirse,

A firmar el contrato de pasaje.

Quien cree en los avisos, ¿por qué no creerá en los consignatarios? Y

quien da fe a las palabras de éstos no discute mucho para cerrar trato.

Así el ajuste queda perfeccionado sin más precedente que este corto

número de preguntas y respuestas:

EL PASAJERO -Señor consignatario, ¿cuántas millas anda el Tobías?

EL CONSIGNATARIO -Muchas, le puedo a Ud. asegurar: muchas y

muchísimas. Ahora, en cuanto al tiempo en que las haga, nada le puedo a

Ud. decir, porque no he andado en él. He oído, sí, a personas fidedignas

(el capitán v.g. esto es entre nos) que anda ocho millas por hora.

EL PASAJERO -¿Cree Ud. que los buques ingleses sean bastante seguros?

EL CONSIGNATARIO -Son los dueños de los mares: este sólo hecho hace

su elogio.

EL PASAJERO -¿La construcción del Tobías es bastante segura para no

temer que se dé vuelta?

EL CONSIGNATARIO -Es tan posible que se dé vuelta el Tobías, como que

se dé vuelta el mundo.

Esta respuesta hace sonreír de contento al viajero, sin embargo de

que ella no dice sino que el Tobías puede darse vuelta una vez en cada

día, pues el mundo tiene un vuelco diurno, como lo sabemos todos desde

Galileo.

EL PASAJERO -Se me ha dicho, señor, que el Tobías tiene los palos muy

echados para adelante.

EL CONSIGNATARIO -Le daré a Ud. la razón de ello. Conoce Ud. la

antipatía que existe entre ingleses y norteamericanos: este hecho explica

todo. Los americanos han hecho sus buques con los palos echados para

atrás: los otros han dicho, en vista de eso: -pues nosotros haremos

nuestros buques con los palos echados [496] para adelante. No es otro el

motivo de la diferencia, que le ha llamado a Ud. la atención.

EL PASAJERO -Dígame Ud., señor, ¿y la comida?

EL CONSIGNATARIO -En cuanto a eso nada hay que hablar, Ud. sabe que

los ingleses gustan del confortable en todo, y sería hasta inconveniente

descender a estipular nada sobre comodidades alimenticias.

A juzgar por las aserciones del consignatario, el capitán del Tobías

está metido en un camarote en lugar de hallarse en el nicho de una capilla

católica, nada más que por ser de religión protestante, pues en moralidad

y prudencia bien pudiera ser monitor de Calvino y colega de Filz-Roy.

Prosigamos el diálogo.

-Dígame Ud. y perdone, dice el pasajero, ¿el capitán ha doblado el

cabo?

EL CONSIGNATARIO -Este cabo, es decir el cabo de Hornos, no: pero ha

doblado otra infinidad de cabos, tales como el cabo de Gallinas, el cabo

de Finisterre, el cabo de San Vicente, el cabo Frío.

EL PASAJERO -¿Y el precio de pasaje?

EL CONSIGNATARIO -Será el de 140 pesos fuertes.

Caro, sin duda, dice para sí el pasajero: pero esto quiere decir que

seré tratado con magnificencia.

EL PASAJERO -¡El tratamiento será excelente, sin duda!

EL CONSIGNATARIO -El de un gentleman, por supuesto.

EL PASAJERO -Bien, bien: si no lo merezco, al menos lo deseo.

El sujeto cuyo viaje historiamos, no es zonzo, como hace presumirle

el precedente diálogo. Lleva, al contrario, el concepto de hombre

espiritual, aunque sean los tontos quienes se lo hayan dado. Pero es de

esas cabezas que, inaccesibles a las capciosidades de un periodista, de un

abogado o de un hombre de Estado, son como bolas de mantequilla en manos

de un artesano o de un negociante. [497]

 

 

 

VIII

El día señalado para la partida se deja ver en el horizonte, y el

Tobías está pronto para dar la vela. No porque tenga ya toda su carga,

sino porque ya no tiene una hebra de hilo a bordo: tanta es la confianza

que inspira a los cargadores de Río de Janeiro.

Doscientas toneladas de piedra, según el capitán, y cien según todas

las apariencias, será lo que dé al robusto bajel su escasa seguridad para

surcar los mares borrascosos del cabo de Hornos.

Es llegada la hora de dejar la tierra querida de la América Oriental

y nuestro viajero lo ejecuta con el silencio resignado de Luis XVI al

marchar a la guillotina.

Tres jóvenes compatriotas suyos, bellos como los tres días de julio

(para la Francia) acompañan al mártir al lugar de sus padecimientos. Cada

uno de ellos deposita su ósculo de despedida en la frente del peregrino, y

se pierden en la noche, que para éste es la del ostracismo.

Desde ese momento, nuestro personaje no es ya un hombre; es un héroe

porque es un mártir.

Hasta aquí ha sido un desconocido. En adelante tendrá un nombre y ese

nombre será el de Bonnivard.

Este nombre será un préstamo autorizado por vehementes analogías. La

ola del cabo, más brava que la del Lemán, bate también las murallas de la

flotante prisión más lóbrega que el castillo que encerró al prisionero

helvético. Amigo de la libertad como el mártir ginebrino, se ve también

encastillado a causa de su pasión, por otros tiranos más crueles que los

duques de Saboya.

El prisionero del Chillon tuvo un compañero: el nuevo Bonnivard,

tendrá también el suyo, y este nuevo Berthellier será suizo justamente.

El amor a la libertad valió el suplicio al colega del mártir

ginebrino. El amor a la plata -ese ídolo de la Suiza actual- es el origen

[498] de la prisión de este último. Pecolat se cortó la lengua con los

dientes y la arrojó altanero al rostro de los verdugos, que le pedían el

secreto de su conspiración. Éste haría otro tanto con el que le pidiese su

secreto de ganar dinero: he aquí toda la diferencia.

 

 

 

IX

Tres individuos componen el personal de la cámara del Tobías: el

capitán, es decir, el verdugo: y los dos pasajeros, es decir, las

víctimas.

El capitán es irlandés.

El primer mártir -Bonnivard- es español americano y el segundo

suizo-alemán.

El irlandés no sabe español, ni alemán. El alemán ignora el español y

el inglés; y para el español americano son un caldeo, el inglés y el

alemán.

He aquí tres personas condenadas a vivir tres meses en la mayor

estrechez, sin poderse dirigir una palabra.

¿Qué delito ha podido traer a estos desdichados a padecer las

tormentas del panóptico?

Poseedor cada uno de una riquísima lengua, tienen que acudir para

entenderse, a las muecas y gestos del abate Lepais. He ahí una sociedad

que se volvería imposible, si la faltase la luz del sol o la luz de la

vela. Para darse los buenos días, lo mismo que para calcular la altura

astronómica, necesitan de la presencia del sol.

A esos tres roles se agrega una especie de cuarto personaje, un

hermoso perro de Terranova, que forma la familia íntima del capitán, y

disfruta de sus besos y caricias extremosas. Este rol difiere de los

otros, no en que no habla (ninguno de los otros habla), sino en que

comprende el inglés; y esta circunstancia le da tanto valor en la sociedad

del capitán, que sin su asistencia no hay comida, almuerzo ni diversión.

Se debe presumir que los modales y estilos de este cofrade, [499]no

son los de la sociedad más escogida. Así es que no hay pan ni plato seguro

a distancia de un pie del borde de la mesa.

En cuanto a los otros actores de la dolorosa comedia, cada uno es un

enigma respecto del otro. Profesión, carácter, nombre, todo es

recíprocamente desconocido. El título banal de caballero, los uniforma y

confunde.

 

 

 

X

El momento llega, por fin, en que los eslabones de la pesada cadena

empiezan a subir; y los desgraciados cautivos sienten amontonarse ese

fierro en sus corazones desolados.

El Tobías despliega, o más bien derrumba sus pesadas velas, que el

viento encuentra tan flexibles como los faldones de las baterías del

Chillon.

Queda convenido, aunque los ojos nada vean, que la marcha ha

comenzado.

Un silencio profundo se hace notar en ambos prisioneros, que

mantienen fijos sus doloridos ojos en las torres y alturas de la ciudad

que dejan. Pero, la noche antes que la distancia, viene a quitar de la

vista el patético cuadro.

A esa hora el ancla vuelve a morder el fondo, y la salida queda

postergada porque el viento no es bastante poderoso para arrancar los

castillos de su quicio.

 

 

 

XI

La bahía de Río Janeiro, verdadero mediterráneo doméstico, más grande

que todos los lagos de la Suiza unidos, tiene también su portero, su

conserje, como las grandes casas de Europa. Este rol se halla cometido al

fuerte de Santa Cruz.

Es de estricta civilidad que toda embarcación que entre o salga a la

capital del Imperio, hable con el portero. Nada, pues, si no más sublime,

al menos más extraordinario, que este diálogo entre un fuerte y un bajel.

[500]

El fuerte pregunta -¿quién eres tú?

El bajel responde -soy fulano de tal.

-¿De dónde vienes?

De tal parte.

Esto es a la entrada; a la salida el diálogo gira de este modo:

-¿Para dónde vas?- pregunta familiarmente el fuerte de Santa Cruz al

bajel.

Y éste responde sin detenerse: -Voy para tal parte: si se te ofrece

algo...

Así que nuestro Tobías hubo cambiado con el fuerte de Santa Cruz sus

dos bocinazos de orden, dio principio a su salida del puerto, con tanta

majestad, que estuvo saliendo incesante e indivisiblemente por espacio de

tres días con sus tres noches.

Habíase cumplido ya una semana de marcha, y todavía el grave bajel

cruzaba su bauprés con las narices del gigante(1). Tanta era la majestad

con que se movía, o más bien con que le movía, no la brisa tropical,

lánguida como la mirada de la virgen brasileña, sino la corriente

impetuosísima, que existe en la embocadura de aquel puerto.

Una turbonada vino por fin a turbar las eternas solemnidades de la

partida, que, comenzada ocho días antes, no se verificó definitivamente

sino ocho días antes, no se verificó definitivamente sino ocho días

después.

Aquí la fe de nuestro héroe en el dogma de los avisos comerciales,

empieza a conmoverse. La muy velera barca de tres palos, no se mostraba

hasta ese instante sino muy poltrona y pesada. Siniestras dudas sobre la

eficacia de las demás promesas empezaban a levantarse en el corazón de

nuestro perturbado pasajero.

 

 

 

XII

Frailes barbones, carmelitas descalzos, monjes de las órdenes más

ascéticas que haya producido la exaltación católica de la [501] edad

media: religiosas de Santa Clara y Santa Catalina; discípulos de Pitágoras

y sectarios todos de la abstinencia ruda: venid a la mesa del Tobías y

avergonzaos de vuestro desenfrenado epicureísmo.

Aquí sabréis que el aceite de olivo es del uso exclusivo de la

farmacia, y que el laboratorio del boticario nada tiene que ver con la

hornalla del cocinero. Sabréis que la grasa animal no debe salir de debajo

de la epidermis con que Dios la cobijó en provecho de sus criaturas

huesosas y friolentas. Que el fuego, este símbolo del espíritu

vivificador, debe arder sólo en los altares, y no en mugrientas cocinas.

Que el pan es para santificar las fiestas y no para manosearle

cotidianamente. Que el vino pertenece al cáliz del sacerdote católico y no

al vaso profano del gastrónomo.

He ahí la poesía de la abstinencia; he ahí la penitencia convertida

en himno de acción.

 

 

 

XIII

Pero escuchemos la pintura sencilla del prisionero. Ella excede todos

los alcances de la prosa fantástica.

«Tres comidas al día se hacen a bordo del Tobías, o por mejor decir,

una sola comida en tres tiempos, como el primer movimiento del ejercicio

del fusil. Carne salada y té, a las ocho de la mañana; carne salada y té a

las 12 del día; y carne salada y té a las seis de la tarde, se ve por esto

que no hay cocina a bordo del Tobías; y en donde no hay cocina, tampoco

hay cocinero, nada más lógico».

El que desempeña este rol en sus ratos de ocio, en calidad de simple

aficionado, es un marinero que recibe dos pesos más de sueldo por calentar

el agua para el té, que es todo su arte y ocupación gastronómica; y le

está probado por el testimonio uniforme de todos los demás marineros, que

ni para esto es competente.

-¿Qué bichos son estos que inundan la embarcación? Se pregunta [502]

un día al capitán; y responde impasible y sereno: -son de la galleta.

-¿De la galleta de los marineros por ventura?

-No, señor, responde él, de toda la galleta.

-Luego, ¿la galleta está en mal estado?

-Y que menos, observa el sincero capitán, cuando tiene ya cerca de un

año a bordo.

-Esta agua está impotable, se le observa otro día. -Eso es- contesta

él con su acostumbrada sinceridad, porque la vasija en que viene es de

mala calidad.

No es necesario decir que tales preguntas y respuestas son de ningún

efecto sobre el sistema de tratamiento, que continúa invariable con la

misma galleta, con la misma agua: así como el capitán con la misma buena

cara y contento. No es poco consolador dar con un capitán que da razón y

explica buenamente el motivo culpable de todo el mal que hace a sus

pasajeros.

Si tenéis la indiscreción de reclamar de esos actos, os responderá el

benévolo capitán: Señor pasajero, entre nosotros hay un refrán que dice:

cuando vayas a Roma harás lo que hacen los romanos. Con cuya lacónica

respuesta se os hará entender, que debéis pagar treinta libras esterlinas

por subir a bordo de un buque indecente, para ser tratado del mismo modo

que son tratados los marineros mediante un salario de doce pesos fuertes,

que no dan sino que perciben. Y debéis dar gracias a que, según esa ley

romana (que casualmente no es de las Doce Tablas), no se os obligue a

bregar con los cables, como hacen los romanos, que habitan a proa del

Tobías.

 

 

 

XIV

Si el despecho os llevase hasta recordar al capitán del castillo

flotante su promesa de dar constantemente víveres frescos o conservados,

entonces el ciudadano de los tres reinos, incapaz de faltar a la letra ya

que no al espíritu de su pacto, hará que en adelante [503]el indispensable

tasajo de beef, se presente cortejado alternativamente de una conserva o

de una ave fresca.

Las conservas son dos: un pescado contemporáneo de los reyes faraones

y conservado por el mismo sistema que sus momias; y una panza, sin duda la

misma en que se formó el primer cuadrúpedo de la creación: ambas cosas

conservan tal aptitud a conservarse, tal poder de perpetuidad, que cuando

pasan al estómago se conservan allí días enteros con la misma integridad

que se mantuvieron años y años en los tarros neumáticos.

De seis patos que vienen a bordo, cada mes expira uno, como vale o

pagaré a 30 días, sin contar el término de gracia.

Este pato mensual equivale a un pato chico por semana, hecha la

computación de este modo: se guarda el pichón que había de morir este

domingo v. g., hasta de aquí a un mes, en que ya es pato hecho y derecho,

habiéndose cuatriplicado el pichón; y entonces se come en un sólo domingo

la suma de todos los patos semanales; mediante cuyo proceder ingenioso es

posible conservar la carne de ave fresca hasta la vuelta del Tobías a

Liverpool, aunque el regreso sea por el cabo de Buena Esperanza. Pero es

de advertir que en aquel cómputo se ha olvidado un hecho, y es que no se

da de comer a los patos, de cuya omisión resulta, que al mes concluido, el

pato es más viejo, pero no más grande.

Las tres comidas y los tres tiempos de la misma comida, se suceden

con tal celeridad que es menester abstenerse de almorzar para tener gana

de comer, y dejar de comer para tener apetito en el té. De modo que el

tratamiento alimenticio queda reducido al té de las tardes: té bastante

cargado por otra parte, para excitar los nervios hasta quitar el escaso

sueño que dejan los continuos temporales del cabo de Hornos y que permiten

las espirituales y pitagóricas comidas del Tobías.

Clasificados, en resumen, los víveres del Tobías, tenemos que se

componen de los cuatro artículos o vicios siguientes: té, queso, arroz y

carne salada. Contra estos cuatros vicios, hay cuatro virtudes a bordo del

venturero buque, a saber: el ruibarbo, el aceite de castor, la sal de

Inglaterra y la soda water. Los cuatro vicios [504] y cuatro virtudes se

distribuyen los 8 días de la semana del modo siguiente: cuatro días para

los astringentes y cuatro para los laxantes.

 

 

 

XV

Pero convengamos en que estas molestias formen un mal bien subalterno

cuando se da con una embarcación velera, pues las molestias que pasan con

velocidad no lo son rigurosamente.

Veamos las ventajas que ofrece el Tobías a este aspecto; y para ser

exactos, copiemos el testimonio de Bonnivard.

»Sabido es que para todos la rosa náutica se divide en 3 vientos. Sin

embargo, para el Tobías se divide en sólo dos, a saber: viento en proa y

viento de popa.

»Quevedo, el poeta español, decía: «si quieres que te sigan las

mujeres, camina tú delante de ellas».

»La barca Tobías (sin que sea mi ánimo tratarle de plagiaria), dijo

también: el modo de tener siempre viento en popa, es marchar por delante

del viento. Y desde ese día, el viento y el Tobías, fueron uña y carne, a

punto de no tener el viento un sólo capricho de que no participe el Tobías

sin costarle la menor vacilación.

»Según esto, ¿se encamina el viento para el sur? El Tobías se le pone

de costado y marchan dos y tres días en la más íntima armonía. ¿Párase el

viento? Detiénese el Tobías.

»-¿Y... dice el viento.- quid faciedum?

»-Ya lo sabéis, dice el Tobías; lo que gustareis.

»-Yo voy para el norte.

»-Vamos para el norte, dice el Tobías, justamente era ese camino.

»Y la emprenden nuevamente para el norte, en la misma armonía con que

antes marchaban para el sur. Es entonces cuando el Tobías echa todas sus

velas, grandes y pequeñas; pues en esto consiste todo el secreto de su

navegación. Cuando el viento de popa es favorable, es decir, cuando es en

ruta, el Tobías anda [505] con todas las velas; cuando el viento de popa

es adverso, entonces marcha con una sola.

»Las millas se dividen para el Tobías en millas laterales o de flanco

y millas de frente. En virtud de esta división, cuya nomenclatura parece

tomada al arte estratégico, las marchas del Tobías están sujetas a la

siguiente ley. Imagínese un triángulo rectángulo determinado por las

letras A, B, C, siendo B el ángulo recto. Cuando el Tobías quiere marchar

de A á C, con viento de B a C, por suave que éste sea, le basta con

marchar de A á B, para encontrarse al cabo de dos días, por ejemplo, si la

distancia es de 10 millas, en el punto C. A menudo sucede que este

resultado falla: y no escribo una exageración, si digo que las más veces

el destino del viaje es tan incierto como un tiro de dado. El puerto de

arribo y dirección, no es menos ignorado que la suerte contenida en una

cédula cerrada de lotería. A eso de un mes o dos de navegación, el

centinela de proa da la voz de: ¡tierra! Entonces, como sucede en el juego

de naipes que los paisanos llaman el monte, los marineros y toda la

tripulación comienzan a discutir sobre si será sota o as, es decir,

Filadelfia, Falmouth o Valparaíso, hasta que un marinero exclama: ¡Cádiz!

¡Cádiz! Y resulta, en efecto, que el viaje había sido para España.

»El Tobías es partidario del justo medio (menos en cuanto a la

dirección de los vientos, pues queda visto que es furioso radicalista por

el viento en popa); es partidario del justo medio en lo que toca a la

intensidad de los vientos: los quiere ni muy suaves ni muy fuertes.

»Si el viento es suave, se deja estar quieto. Si es fuertísimo

tampoco se menea. En este punto se diría que es un verdadero portugués,

por lo enemigo de ventarrones».

»Existe a bordo del Tobías como antigua sabandija de la casa, la

tradición de unas ocho millas, que alguna vez saliendo de su habitual

gravedad se atrevió a hacer. Ninguno de los marineros vivientes al

presente en el barco, lo vio con sus ojos. Se asegura que el capitán

recibió, con el mando del buque el depósito de esta gloriosa tradición, y

a ella es que se atienen los consignatarios, cuando [506] aseguran por fe

que el Tobías anda ocho millas. Yo, por mi parte, aseguro que no deseara

andarlas, porque veo que para ello sería necesario que se desatasen los

más horribles vientos del polo. De los ocho nudos del lock, máximum de la

velocidad del Tobías, sólo cuatro están mojados; el resto de la cuerda

está en hoja, como salió de la fábrica.

»El Tobías lleva timón, no porque le necesite, sino por homenaje a la

opinión pública de los marinos.

»El Tobías ama la capa, como un estudiante de Salamanca. No bien

refresca el viento cuando ya se envuelve en su nube. Y como en el cabo de

Hornos casi siempre reinan los vientos frescos, el Tobías lo pasa de capa

desde que llega a los 50º.

»El día que corre viento en popa, el Tobías es un carnaval de

Venecia, todo el mundo se desquicia de contento. Se prodiga el agua, la

cerveza, la galleta. Se abrazan los unos a los otros anegados en placer,

como si ese día se hubiese de ver tierra. Es el cuadro de los náufragos de

la Medusa, en el instante en que divisan una vela en el horizonte. En

vista de esto, ¿se diría que el caso opuesto esparce el luto en la

tripulación? Nada de eso: la costumbre de esta desgracia ha vuelto a todos

insensibles a ella. Andar para atrás es tan natural en el Tobías, como en

el cangrejo.

»Cuando el mar se encrespa y se divide en cumbres separadas como las

montañas del sistema álpico, el Tobías no vuela de cima en cima como el

águila del Monte Blanco. Su figura redonda y negra le da más semejanza con

el rastrero reptil llamado vulgarmente sapo, al cual parece remedar

andando a brincos. Se suele parecer también en estos casos al soldado de

infantería cuando marca el paso sin moverse de un solo lugar.

»En Río de Janeiro es conocido el destino de la estufa, como en

Laponia se conoce el uso del abanico. ¿Quién es el que no ansía por el

hielo del Polo, en medio de los abrasadores calores del Brasil? Sin

embargo, 40 grados de latitud cambian este modo de ver las cosas mejor que

ochenta años de edad. No tarda pues en dejarse de ver el día en que se

suspira por lo que antes [507] se miró con desdén. Ese día llegado, pida

usted fuego a bordo del Tobías, y sabrá entonces que la hermosa chimenea

que observó al soslayo, al visitar por la primera vez el buque en la

abrasadora bahía, sólo es simulacro de chimenea, como esas ventanas que se

pintan en la pared para dar armonía a los edificios incompletos. A la

chimenea, es verdad, suplen como medios de entrar en calor, el baile de la

pieza inglesa, y el cigarro-tizón de mi compañero de viaje. Pero

desgraciadamente, el primero de estos dos discursos, después de reiterados

ensayos, resulta impracticable en mares por lo general agitados y

tempestuosos. Y el cigarro-tizón tiene el mismo inconveniente de la

chimenea, de no tener tubo para dar salida a la masa de humo con que

darían vuelta las ruedas de un vapor de alta presión».

 

 

 

XVI

Pero, ¿dónde hay bajel malo cuando la tripulación es buena? Veamos la

del Tobías.

De los 18 marineros del programa de viaje manifestado antes de la

partida, sólo resultan 14, de los cuales únicamente cuatro son realmente

marineros. Los otro diez son aficionados al gremio, recogidos como la leva

voluntaria en las calles de Liverpool. Así, el Tobías es una escuela

náutica.

El día de la partida es expulsado del rol el segundo piloto. Su

delito es haberse embriagado en tierra, como si para trasladarse de la

taberna a su casa, hubiese necesitado calcular la latitud o echar el lock.

Un segundo piloto es necesario. ¿De dónde sacarle? De donde salió el

otro, de donde sale la mitad de los segundos pilotos ingleses, que sólo

son pilotos figurantes.

Se toma el marinero más limpio del rol, se le manda que lleve corbata

y capote, que se lave la cara todos los días: se le trae a la mesa, y

tenemos ya con esto sólo un piloto de más y un marinero de menos. [508]

Hay en el Tobías una buena costumbre, la de que nadie bebe

aguardiente ni vino, excepto el capitán y los pilotos, de modo que si la

cabeza está sujeta a vaivenes, los pies están seguros.

Los marineros están condenados a abstinencia, para prevenir la

repetición de un suicidio que un piloto borracho cometió en el mismo buque

echándose al agua.

El judío autor de esa medida y propietario del buque, en vez de

privar la bebida a los pilotos, la priva a los marineros, con lo que

autorizó la creencia del vulgo, que entre los judíos pagan los justos por

pecadores.

El capitán de un buque en muchos casos es a los pasajeros, lo que el

médico al enfermo, su consolador. El del Tobías, no es así: sus palabras

son más temibles que la tempestad.

-¿Qué tal tiempo tenemos, capitán?

-El peor que he visto en mi vida.

-¿Cuál es el peor mar de todos los conocidos, capitán?

-El que tenemos bajo nuestros pies.

El sirviente de cámara es daguerrotipo moral del capitán. Sólo sabe

dos palabras en español: mal viento; y si mal no entiendo, las sabe en

todos los idiomas, a fuerza de ser el caso más ordinario que le sucede al

Tobías, para el cual es malo todo viento que no sopla directamente a su

rumbo. Este John, que es su nombre, os despierta todas las mañanas

amablemente con sus palabras mal viento. En el día, su caricia ordinaria,

a cada encuentro, es mal viento.

Por lo demás, este buen John, es incapaz de molestar a nadie con sus

comedimientos, pues ni los conoce.

 

 

 

XVII

A ningún desventurado le faltan momentos de consuelo, instantes de

felicidad, que brillan como relámpagos de vida en la noche del dolor. Los

tiene nuestro peregrino como cualquier otro desgraciado; y grato a las

bondades parsimoniosas de su estrella, los conserva [509] y recuerda. He

aquí la transcripción textual de lo que hallamos en su diario:

«Hoy es domingo. Sentado sobre cubierta, con los brazos cruzados,

contemplo el hermoso cielo de que me alejo. Tengo a mi derecha una jaula y

a mi izquierda una ventana. En la jaula canta un canario; y en la ventana

canta el capitán los himnos de David, según el ritual de los protestantes.

Sólo él y el canario tienen derecho de cantar en el Tobías, en este día

religioso.

»En este instante parece haberse cansado de cantar el de la ventana,

pues observo que continúa los salmos silbándolos en vez de cantarlos. Me

asomo por accidente, y veo que ejecuta el bíblico silbido con rostro

grave, alzados los ojos a Dios y todo él bañado en recogimiento y unción.

»¡Pobre infeliz! En este instante le perdono todo. ¿Qué importa que

se ponga a cuatro pies y juegue a mordiscones con su perro en Terranova?

Es irlandés, quiero decir jovial. Byron sin ser jovial ni irlandés, ¿no

hacía cosas iguales?

»¿Qué importa que entre día repita sus libaciones del néctar de la

Antilla inglesa, desatado en agua fresca? Es peninsular, es decir, hombre

cronómetro. Meted un buen reloj inglés en espíritu de vino, y le veréis

dar las horas a su tiempo. Un inglés destilado y convertido en *, no

dejaría por eso de cumplir con su deber».

La mitad de sus escasos goces los debe Bonnivard a las cualidades

amables de su compañero de viaje, el alemán-suizo. Sábese lo que es un

alemán puro y neto. No un alemán como Hegel o Goethe, ni un alemán de

Berlín o Viena. Hablo del buen alemán de las campañas suizas; de un alemán

de esos que contestan -muy bueno, por la tarde, cuando le preguntáis-

¿cómo está Vd? Por la mañana: un alemán de esos que fuman ocho horas y

piensan diez antes de decir -esto es blanco, o esto es negro; que oyen hoy

un chiste y mañana recién ríen de él. Tal es, más o menos, el alemán que

el destino da por compañero de viaje a nuestro cautivo del Chillon

andante.

«Cuando el piloto se ve acometido por un acceso de nostalgia [510] o

mal de patria, hace de su camarote una Bretaña artificial, es decir, lo

llena bien de humo y se mete en él. Yo, que tengo el mío situado al norte

del suyo (lo que equivale a decir que el mío es la Escocia de su

Inglaterra) no puedo menos que participar de la nebulosa atmósfera del

país vecino, que, en cuanto a humo, forma con el mío un verdadero Reino

Unido. En vano ha exigido un repeal; lo he conseguido como lo obtendrá

O'Connell, es decir, de un modo que después del repeal es mayor la unión

que antes. En efecto, a pesar de un engrudamiento formal a todas las

endijas, recibo todavía soberbios humazos de un tabaco que infelizmente no

es del que fuman los turcos.

»En cuanto a endijas, la cámara del Tobías, es una filigrana

chinesca: no en lo acabado y pulido, sino en la filigrana. Bien se

advierte que el arquitecto fue tan precipitado en la construcción de su

obra, como la obra es morosa para navegar; pues el rudo escoplo casi nunca

concedió el honor del da capo a estas tablas vírgenes casi como salieron

de las florestas de Montreal.

»Los goces de la lira no me faltan a bordo. Un canario, especie de

compatriota mío por lo que ambos tenemos de español, nos canta durante el

día: y en la noche, ratones, también medio paisanos, por cuanto son

brasileños. Es fácil colegir, que no abundamos en tenores; y que el

repertorio de nuestros agudos dilellanti, no debe ser numeroso y variado.

»En la primera noche de nuestro viaje, un ruido que tenía todos los

visos de un amotinamiento del rol, me determinó a preguntar a uno de los

marineros por la causa de aquel extraño movimiento. -No es nada, señor, me

contestó, son los ratones. -¡Cómo! ¿Tantos ratones traemos a bordo? Vienen

los suficientes, replicó él, sin sombra de ironía, como si hablase de

leña, agua u otro artículo de necesidad. Busqué sentido a este extraña

expresión, y le hallé uno muy racional en cuanto aquellos animales

componían por su número y peso una tonelada de carga, muy útil suplemento

a nuestro escaso lastre». [511]

 

 

 

XVIII

Y bajo estos auspicios, bajo estas sensaciones, rodeado de este

amargo concurso de circunstancias, es que nuestro peregrino abandona la

ribera en que queda la patria: la patria, que no se debe dejar nunca,

cuando no se sale de ella por un camino plantado de claveles y empedrado

de esmeraldas.

Por una ley del corazón, bien conocida, desde que nuestro hombre se

ve en cautiverio, la patria se retrata en su memoria con tintas de una

belleza mortificante. Entonces todo lo que antes era indiferente, se le

representa caro y precioso. Entonces no hay un bello día, no hay una hora

de felicidad pasada, una escena querida, un sólo objeto de su antigua

afección que no se retrate más bello en la memoria del que camina al país

siempre estéril del extranjero.

Para que estas impresiones sean más dolorosas, la marcha del buque es

insensible: la agonía es sin término. La fisonomía agonizante de la patria

está siempre en el horizonte.

Perdida toda esperanza racional de salvación, el desdichado se

sumerge en el sueño de las esperanzas quiméricas: un contraste, una

arribada forzosa al Río de la Plata, es su ensueño de felicidad. La

inconcebible torpeza de la embarcación, le hace persistir este

pensamiento.

A los dolores morales de la ausencia se agregan las mortificaciones

materiales del mal tratamiento, y más que todo los tormentos del

aislamiento. ¡El aislamiento! ¡Oh! Este suplicio le arranca imprecaciones

vindicativas, de carácter extraño. He aquí sus propias palabras:

Bentham, Dumont, Tecqueville, que propaláis el sistema penitenciario

en nombre de la humanidad: algún día seréis juzgados por esta humanidad,

como sus más crueles enemigos. Sois los inquisidores de la legalidad.

Vuestro sistema, sobrepasa en barbarie a la rueda, a la hoguera, a los más

espantosos castigos de la edad salvaje. Habláis contra la mordaza que

ahoga la blasfemia; [512] y atáis la lengua del desgraciado que aspira a

decir palabras de amor y arrepentimiento.

«El panóptico cura el vicio, pero mata la razón. Lo que substrae a

las cárceles, lo da a los hospitales. Destruye la especie, lo mismo que el

crimen. Institución estéril, paralogismo abominable, tus falsos prestigios

se desvanecen por fortuna de la humanidad.

»Para el hombre del norte, no sois pena, porque su deleite es callar.

Para el corazón expansivo del mediodía, sois la muerte misma, porque sois

el silencio que distingue al cadáver: y que hace caer de su trono a los

reyes, que lo imponen por violencia a los pueblos.

»En París se trabajan hoy dos bastillas(2). Todo el mundo habla

contra las fortificaciones, y nadie contra el panóptico, sin embargo de

que es más difícil embastillar una capital de un millón de habitantes, que

reducir a la mudez a un pobre escritor por la celda penitenciaria».

 

 

 

XIX

¿A dónde va esa multitud de embarcaciones de andar animado y alegre,

cuyas velas parece que soplara el placer? -Al Río de la Plata.

Estas brisas dulces como el aliento de las vírgenes ¿a dónde dirigen

sus alas armoniosas e invisibles? -Al Río de la Plata...

¿Qué región es aquella que aparece coronada de luz después que el sol

recoge su cabellera de topacios? Es la región del Plata.

Estas aguas pintadas con las tintas del arco iris, que se deslizan

por debajo de nuestra embarcación, ¿a dónde se encaminan? -A abrazarse con

las dulces aguas del Plata. [513]

«Al ver el movimiento occidental de las estrellas y de todas las

pompas del firmamento, se diría que la vida universal se encaminaba hacia

los climas argentinos.

»¿Y sólo yo, por Dios, a dónde me dirijo? Sólo yo me voy lejos del

Plata, hacia los mares fríos y lóbregos de Austro, adonde no van las

dulces brisas, los astros del cielo, las expediciones alegres del

comercio».

 

 

 

XX

He ahí los monólogos en que el prisionero pasaba las largas horas del

comenzar de aquel viaje eterno.

Cada mañana los mismos dolores, cada tarde a la vista del rosado

horizonte de Buenos Aires los mismos pesares. Y en el Tobías la misma

lobreguez, la misma calma y hasta la misma posición. La impasibilidad de

aquel buque era tal, que un geógrafo precipitado hubiera podido tomarse

por penedo, y no sería milagro que viésemos todavía alguna carta náutica

en que apareciera señalado como tal.

Sucediéndose de este modo los días a los días y las noches a las

noches, el dolor que no es más duradero que la felicidad, empezó a

declinar; y nuestro héroe revistiendo el mando de insensibilidad de los

estoicos, alzó un día su corazón abatido y protestó cumplir con la

serenidad de hombre el destino a que se encontrase sometido sea cual

fuere.

Esto acontecía a la latitud de 30º sur. Pero como nuestro Tobías es

susceptible de cambiar de posición, del mismo modo que cambian los mares y

los continentes según lo demuestran los geólogos, llega un día en que el

aluvión a la vela, se presenta en la altura de la isla de Lobos, como

queriendo formar polinesio o archipiélago con ella. Entonces nuestro

Bonnivard no puede dejar de trazar en su diario estas palabras sentidas y

melancólicas:

«21 de febrero de 1844. -He pasado los días de ayer y hoy en frente

del Río de la Plata. Me había preparado para verter [514] lágrimas en esta

travesía; pero me he encontrado superior a mí mismo.

»Esta mañana corría viento pampero, es decir, viento de Buenos Aires.

Si mis sentidos eran veraces, yo he creído percibir el aire zahumado de

los campos argentinos. A cuatro grados de longitud de la costa, en día y

medio de buen viento habríamos podido fondear en Montevideo. Hacía uno de

esos días nublados tan dulces en la estación de los fuertes calores.

»Recordé que era el mes de vacaciones para los estudiantes de Buenos

Aires: querido mes en que he pasado los días más alegres de mi vida,

vagando con mis joviales compañeros de estudios, unas veces sobre las

riberas del Paraná, otras en las graciosas campiñas de San Fernando.

»Esta tarde se ha puesto el sol en el horizonte de Buenos Aires, que

está delante de nosotros. El cielo estaba despejado y el horizonte pintado

de hermosísimos colores. La luna tenía tres días, y escondía su asta

plateada entre los vapores carmesíes de la tarde. Algunas aves acercaban

nuestra embarcación, y daban mayor movimiento al horizonte panorámico.

Estas aves son argentinas, pensaba para mí. ¡Cuánto las quiero! Si fuese

cazador me guardaría de tirarles, como a las niñas de mis ojos. Venía la

noche: todo hacía creer que sería para Buenos Aires una de esas noches que

en época más venturosa para la noble ciudad, sus calles elegantes se

inundaban de alegres y bonitas mujeres, atraídas por los ecos de la

música».

 

 

 

XXI

Se sabe que por los 38º latitud, en cualquiera de los hemisferios, ya

el mar pierde ese color de rosa y esa calma de primavera de los climas

tropicales.

Por esta altura, un día la brisa austera de los climas templados,

hace pasar su soplo sobre los crujidores palos del Tobías, y el gesto

severo del cielo polar, hace pasar por la frente del novel capitán [515]

un fantasma de arrepentimiento que le determina repentinamente a dar la

proa al Río de la Plata, y la espalda al cabo de Hornos.

Para un irlandés, pensar y hacer no son dos cosas. La decisión es

practicada tan presto como concebida.

El lector atento a lo pasado hasta aquí, podrá calcular el cambio que

ella produciría en el espíritu del peregrino. El momento es solemne,

copiemos sus expresiones:

«Aurora de libertad, destello inesperado de ventura: si no eres un

sueño de mi fantasía enardecida, yo te saludo hincado de rodillas.

»Patria de mi vida, objetos caros a mi alma, que yo creí perdidos

para siempre, ¿será posible que mañana nada menos, tenga la dicha de

rescataros?

»¡Oh momento de resurrección y de vida! Las márgenes risueñas del Río

de la Plata, van a dibujarse delante de mis ojos, que ya se habían cerrado

para todas las cosas alegres de la vida.

»Mañana, cuando el pontón aborrecido haya arribado a la orilla

libertadora, mis amigos naturalmente asaltarán su bordo de tropel; y, como

los warneses vencedores del castillo del Leman, exclamarán exaltados:

-»Bonnivard, ¡está libre!

»Y quien sabe si al preguntar yo a mi vez:

-»¿Y la patria?

»No me contestan:

-»Libre también(3).

»Así la Providencia en un momento inesperado da vuelta el astro de

nuestra fortuna y lo hace brillar con la luz hermosa de la esperanza».

Sería eterno aglomerar las expresiones que el entusiasmo arrancó de

aquel corazón desventurado, en esos momentos de crepúsculo y esperanza.

[516]

Pero esta dicha sólo duró dos días, pues otros tantos duró la

terquedad triunfante con que el viento del noroeste, azotó la proa del

Tobías, que fiel a su culto por el viento en popa, no tardó en darla al

suspirado Río de la Plata.

El peregrino en vista de esta ocurrencia verdaderamente providencial,

cruzó los brazos y dijo resignado, para sí: -sea todo por el amor de Dios.

Desde ese día puso freno al curso de sus emociones, y aplicó su

pensamiento frío, al examen de las ideas que el progreso ordinario del

viaje hacía nacer.

 

 

 

XXII

A los 40º de latitud, el viento noroeste, como fatigado de llevar por

delante aquella montaña, dice alto un día; y el Tobías, inseparable de la

voluntad del viento, dice alto también. Allí uno y otro permanecen por dos

días en completa inmovilidad.

Nápoles, situada en latitud análoga, en el hemisferio opuesto, no

presenta cielo más puro, más intachable y bello, que por aquella vez se

mostró al peregrino el último cielo de la República Argentina. Él le

disfrutó a su gusto, y hasta el Tobías llegó a encontrarse tan avenido con

la inmovilidad terrestre, que pareció deseoso de convertirse en cosa raíz,

en fundo y renunciar para siempre el vano propósito de navegar, opuesto a

su complexión. Duró esa situación hasta que una repentina niebla puso una

especie de frontera entre el firmamento argentino y el de Patagonia, ni

más ni menos que como se separan ambos países en las cartas de los

geógrafos ingleses.

Curiosas son las ideas que los climas meridionales hacen nacer en el

peregrino a medida que se interna en el sud. Si las ideas no han reñido

con los afectos y las imágenes, creo que ellas no estarán dislocadas en

esta especie de itinerario libre, al través de la América más austral.

[517]

«Los pueblos de la América meridional cesan justamente en este

hemisferio, en la latitud en que comienzan los más bien situados de la

Europa, en el hemisferio opuesto.

»Se puede asegurar que la más bella parte de la América del Sur, está

desierta hasta hoy y abandonada a los indígenas. Hablo de la Patagonia,

tan rica en minerales, campos, bosques, bahías y ríos navegables. Se ha

dicho que la habitaban los gigantes. Eso será lo que se realice en lo

venidero, cuando los nuevos pueblos de la hoy solitaria región, alcen su

cabeza viril y poderosa.

»Ni la España, ni sus descendientes son culpables del abandono en que

hoy yace.

»La lengua española es una lira, que no tiene armonías en los climas

polares. Perla de Arabia, necesita de un sol lleno de colores, para lucir

su oriente.

»Los árabes amaron siempre al África y a la España, vecina y hermana

del África.

»Los americanos descendientes de árabes y españoles quedarán para

siempre encerrados en los 80 grados centrales, los más hermosos de la

tierra.

»Los españoles no poseen en ninguno de los dos hemisferios,

establecimiento más allá de los 42º. Hay razas fuertes para el calor, como

las hay para el frío. La raza española, hija de la arábiga, es una de

ellas.

»Los árabes descubrieron el Ecuador como los ingleses el polo.

»Las razas glaciales que habitan el norte de la Europa, serán las

llamadas a poblar los extremos fríos del Nuevo Mundo.

»La Patagonia, este Oregón del Sur, no verá bailar la cachucha con la

cabeza desnuda a la gaditana cambiada en indiana de Occidente.

»Los que confundís la libertad con el polvo, si aspiráis a tener una

bella patria, no la busquéis exagerada y desmedida en territorio como el

Brasil, este vasto imperio de los mapa-mundis. Procuradla grande por el

número, espíritu y actividad de sus habitantes; por la fuerza y excelencia

de sus instituciones.

»La Suiza es un baluarte de libertad: Rousseau y Sismondi, [518]

Necker y Guizot, han salido de sus escuelas para ilustrar la libertad del

mundo. Sin embargo la provincia argentina de la Rioja, que no posee diez

mil habitantes, es dos veces mayor que la Confederación helvética.

»Poblad las pampas y el Chaco, o por mejor decir, poblad ese desierto

doméstico que llamáis Confederación Argentina y que sólo es una liga de

parajes sin habitantes: y dejáos de disputar territorios, que os envanecen

e infatúan.

»Si la bandera de Albión, por ejemplo, se instalara en esas

soledades, ¿qué resultaría? Que al cabo de un siglo veríamos crecer bajo

sus ondulaciones a la Boston, a la Filadelfia del Sur. No temáis las

colonias: Washington y Jefferson, Moreno y Argomedo, son hijos de ellas.

»Todo cuanto se hace en este mundo sirve a la libertad, hasta la obra

de los tiranos. La bandera de Mayo no hubiera venido al mundo, si la de

Carlos V no arrebatara un día las márgenes del Plata a sus salvajes

moradores del siglo XVI».

 

 

 

XXIII

Sea que la política comprenda en realidad esas ideas, o que ellas

pertenezcan a una acalorada fantasía, el hecho es que son producto de la

reunión de disgustos que la rigidez del clima hace sufrir a la imaginación

tropical del peregrino.

Y no objetéis que él no puede juzgar porque sólo conoce de paso esas

regiones: las conoce a fondo, por el contrario, porque tiene motivo para

ello. Para el Tobías, cruzar un país es tener residencia en él, es

habitarlo, es domiciliarse en él. Nuestro viajero, según eso, puede

asegurar que es vecino antiguo del cabo de Hornos, y hablar como antiguo

morador de la tierra, sobre asuntos magallánicos.

Él nos refiere, en esa virtud, que para los buques procedentes del

Atlántico, el pasaje del cabo de Hornos es como el asalto de una

ciudadela, custodiada por cuatro centinelas gigantes, que [519] mudan la

guardia alternativamente. El primero es el viento sur; el segundo es el

sudoeste; el tercero el oeste, y el cuarto el noroeste. El cabo de

escuadra de este piquete, el que preside a todos los cambios de guardia,

es el viento sudoeste. No pasa un movimiento en que él no intervenga; o

más bien, todos los movimientos empiezan y acaban por él. Es como el

Mirabeau de esta asamblea de soplones; los otros oradores hablan sólo para

darle ocasión de hablar: pero siempre cierra él la discusión.

Contra este formidable poder militar ¿qué hará nuestra ciudadela

flotante?

Visiblemente son desiguales las fuerzas: pero no importa. La astucia

suple al poder. La señal del combate está dada, y el sudoeste abre la

jornada.

El Tobías le deja venir, recoge sus velas y se deja estar tan quieto,

como el mismo cabo de Hornos. Al sudoeste sucede el sur: el Tobías

inmóvil. Al sur, el oeste: el Tobías impasible. Al oeste, el noroeste: el

Tobías como una roca.

A la vista de tanta inmovilidad, el enemigo acaba por creerlo un

peñasco de la Tierra del Fuego, y abandona el campo burlándose de su

propio chasco.

Pero no para ahí el ardid. Es necesario, es posible asaltar al

enemigo y tomarle su campo. El Tobías se apodera, al efecto, de la táctica

de los cazadores de perdices. Haciendo jornadas de dos minutos por día,

mantiene al enemigo en el error de creerle inmóvil. El astuto castillo

toma por aliados unos tres meses al año, y con este contingente de tiempo,

su estratagema obtiene la corona del éxito. En efecto, el leal febrero le

acompaña hasta su último aliento y lo entrega a marzo; marzo lo entrega a

abril y abril expira con el gusto de ver la entrada victoriosa del Tobías

en el puerto de Valparaíso.

He aquí un derrotero completado por el viento, las corrientes y el

tiempo a despecho del timón del octante y del piloto. De este modo fue que

el aluvión enseñó a conocer el arte de la navegación a los hombres, por

más que lo ignoren los analistas de la mar. [520]

 

 

 

XXIV

Curiosas son también las consideraciones siguientes con que el

peregrino procura desvanecer las preocupaciones existentes contra el cabo

de Hornos, en provecho de la navegación del sur:

»Por imponente que parezca este aparato de resistencia del cabo, no

lo es sino para buques como el Tobías.

»El viento adverso triunfa del grosero proyectil, pero la sutil

flecha los traspasa insensiblemente.

»Que lo bajeles australes imiten las formas del dardo y el cabo de

Hornos dejará de ser una montaña insuperable para la marina atlántica.

»El verdadero, el temible cabo de Hornos, es un buque como el Tobías.

»Todos los mares son ecuatoriales, en lo apacibles, para

embarcaciones en que la ligereza de la construcción, la pericia del

capitán, la abundancia y aptitud del rol, la gentileza del tratamiento, se

conciertan en una medida conveniente.

»-¿Qué presenta en efecto de malo el cabo de Hornos? ¿Viento

contrario? ¡Dónde no lo hay para un lerdo pontón!

»-¿Frío?- siempre le tendréis al lado de chimeneas simuladas.

»-¿Tempestades?- las ve por docenas el que se domicilia en el mar, es

decir, el que se embarca en un aluvión de tres palos.

»-¿Costas peligrosas?- Lo son todas para buques en que el timón es un

resorte que no rige. Enfrenad un tonel y veréis que el freno no es un

instrumento de dirección como en la boca de un caballo.

»-¿Hambre?- mejor para el pasajero, si el buque le ofrece con qué

satisfacerla. Si no es así, culpad la miseria del capitán, no al mar, que

en ninguna parte da manzanas y garbanzos». [521]

 

 

 

XXV

Todo esto no quiere decir que el mar del cabo sea tan bonancible como

el primer maestro de escuela del peregrino, que, desvelado en estudiar los

mejores métodos de enseñanza, pasaba las horas de la lección durmiendo a

pierna suelta con sus discípulos. Veamos cómo nos pinta la índole

verdadera del cabo:

»He visto el ceño del río de la Plata en días de su mayor cólera: he

oído el trueno del golfo de Lyon: conozco los mugidos del canal de la

Mancha; y la ira del mar de Cantabria. Pues bien: estos campeones son

soldados rasos al lado de nuestro señor cabo.

»Sin embargo, el cabo en sí, el islote de este nombre, tiene en su

seno la bahía de San Francisco; y no es tan malo un lugar que, en vez de

riesgos ofrece asilo a los navegantes».

Por lo que hace al mar del Cabo, no es otro que el grande océano

Pacífico. En el grande océano, todo es grande, la brisa y la ola, la

cólera y la bonanza. Ni el elefante puede acariciar como el perrillo de

faldas: ni el mar-mundo puede tener blandaras para balleneras y pontones.

Sólo al fuerte es dado comprender la benignidad del fuerte.

Por lo demás, no es posible desconocer la coincidencia de los tiempos

en que se daba nombre a estos parajes, con los bellos días de la sátira

española.

¿Se puede llamar de otro modo que por burla cabo Frío, en el Brasil,

al que en realidad es un cabo del infierno por lo caluroso?

Por el contrario, lleva el nombre de cabo de Hornos el paraje más

frío que contiene la América del Sur; y Tierra del Fuego a la que mantiene

en la cresta de sus montes, hielos más viejos que el mundo.

Con igual propiedad es llamado Pacífico el grande océano. Es verdad

que él sólo tiene guerra declarada a las malas embarcaciones y en especial

al Tobías, para quien sólo tiene tormentas, corrientes [522] y lluvias;

pero su paz es como la de esas grandes capitales en que la calma es

tumultuosa: paz animada que resuena y conmueve como la guerra misma.

Nuevo Mundo es llamado el mundo americano: y si es cierto lo que ha

leído el naturalista D'Orbigny a la Academia de París, el niño resulta ser

nada menos que tatarabuelo del llamado viejo mundo. De este modo, si los

registros de bautismo y estado civil, descubiertos por el sabio francés,

llegan a admitirse como auténticos, tendremos que el hoy reputado

jovencito pasará sus juguetes de niño a su verdadero cadel, y recibiría de

éste la peluca y el bastón de la senectud. ¡Qué chasco entonces para el

Porvenir, este coquetón que había puesto sus ojos para su desposorio con

la chicuela llamada por antonomasia virgen América!

 

 

 

XXVI

Así como fuera injusto para la mula de silla, que su señor conducido

por ella de San Felipe a Santiago, dijese que había sido traída por su

recado: así sería ingrato de parte de Bonnivard, si dijera que había sido

traído a Chile por el capitán y el piloto.

Si algún piloto, dice el peregrino, ha intervenido en la dirección de

mi viaje, no es seguramente otro que aquel que en el mar azul que se

despliega sobre nuestras cabezas, pilotea esos brillantes bajeles que

jamás tropiezan los unos con los otros y se llaman astros del firmamento.

Fijad, si no los ojos en el derrotero del Tobías, y hallaréis más

lógica en el giro de la mosca en el aire, en la marcha de la hoja que

desciende del árbol. Si ponéis en balanza lo que han hechos los vientos

por sí mismos, y lo que ha hecho el capitán, hallaréis que los progresos

son debidos a los primeros, los obstáculos y retardos al segundo: el uno

que nada omite por perderse: los otros que parecen apalabrados para

salvarnos. [523]

Y si alguna razón tuvieses, bajel abominable, para pretenderte autor

de la terminación de mi viaje, no sería más que un motivo nuevo de encono

contra ti, pues no habiéndome hecho perecer al principio de la

peregrinación, me has dado a conocer los tormentos del calabozo, que quise

evitar dejando el suelo ensangrentado de la patria. Muéstrame si no el reo

de Estado, que haya sufrido en las cárceles de la tiranía lo que he

padecido entre las tablas siete veces malditas de tu cámara. ¿No habría

sido más feliz perecer en los calabozos ennoblecidos por el martirio de

los patriotas y la brutalidad del despotismo?

No tendría yo razón, si alguna vez al poner mis pies en tierra, me

despidiese de ti con estas palabras:

«Queda en poder de las olas vengadoras, perverso sitio de pesar y

enojo: que el fuego del cielo devore tus tablas sin dejar al viento el

placer de aventar tus cenizas: que las olas rabiosas desaten tus maderos

en tantas astillas, como arenas contiene en su fondo el mar».

Pero, ¡ay! Si la tierra en que he de emitir semejante voto ha de ser

la tierra querida de Chile, me arrepiento de pronunciarlo. ¿Qué vehículo

no es digno de gratitud cuando nos conduce a países como ése?

 

 

 

XXVII

Esa corona que despide rayos de dulce luz ante la que se postra

arrodillada la mitad del género humano, no está formada de diamantes, sino

de clavos y espinas.

El laurel de la mundana gloria está erizado de agudas puntas, que

hacen gemir la cabeza refulgente que le ciñe.

La castidad celeste de las vírgenes habita los claustros helados del

monasterio. Crece el diamante en el seno de la piedra; la perla en el

fondo tenebroso del mar, y el encanto de los púdicos amores en las sombras

del misterio. [524]

Así Chile vive cercado de los hielos de los Andes, de las tempestades

del cabo, de la extensión inconmensurable de la Oceanía y de la pestilente

mar de las Antillas.

Centinela vigilante del Porvenir para el cual reserva Dios el mundo

marítimo por teatro de la grandeza definitiva del género humano. Chile

lleva en su frente un blanco turbante de hielos coetáneos del sol; tiene a

sus plantas al grande océano, que, como el león de Bengala, acaricia

generoso sus graciosos pies; zonas de mirto y de aromos estrechan su

cintura, que se apoya sobre montes de oro y plata; y un sol siempre

resplandeciente hace sonreír las flores de sus campos mecidas por brisas

amables cual incensarios suspendidos en el aire para sahumar su atmósfera

de vida y de consuelo.

Oriente del oriente, hacia él es donde se dirige el poético habitador

del Jordán y el Eúfrates para saludar la aurora del día y ver salir la

estrella matutina.

Las azucenas de Sión aparecen humildes al lado de sus vírgenes que

perfuman el pasto de sus valles con el aroma de sus pasos inocentes.

El vuelco de la bóveda celeste a la hora en que el alba extiende su

color de rosa sobre los campos, es menos ameno que las laderas de sus

montañas, blanqueadas por grupos de corderos, que apacientan entre aromas.

Como Dios da cierta configuración externa a la cabeza que sirve de

alojamiento al genio, así también provee de cierta configuración

territorial al país que tiene por misión el apostolado del progreso. Sin

regiones clandestinas, abierto como una anfiteatro a las miradas del

mundo, accesible por todos sus puntos al roce del extranjero. Chile tiene

en su suelo escrita la ley de su unidad nacional, es decir, de su

existencia política, pues en la lengua del publicista, la unidad quiere

decir la patria.

Su suelo exento de reptiles destructores y la índole blanda de toda

su naturaleza, hace ver que su destino social es esencialmente saludable

para el orbe americano. [525]

 

 

 

XXVIII

He aquí el país, que un día tiene la desgracia de ver aparecer en su

más bello puerto al calamitoso fantasmón, que lleva el nombre de Tobías.

La estampa de Bonnivard saliendo de entre las negras velas del

flotante calabozo, sería digno tema para el pincel de Ribera el

Españoleto, pues la pluma es impotente para describir ruina tan expresiva.

El que haya visitado el Museo de las bellas artes de Ginebra debe

recordar un retrato de Bonnivard, ejecutado por un pintor español, en el

momento en que los warneses invaden el castillo Chillon y dan libertad al

prisionero después de seis años de clausura: cuadro que hubiera sugerido a

Byron mismo inspiraciones que no tuvo al escribir su Prisionero antes de

conocer la historia de Bonnivard.

El pintor español, os hace uno de los actores en la escena de

libertad, os hace libertador a vos mismo: os introduce en el calabozo de

Chillon, os mezcla entre los warneses y os obliga a gritar: Bonnivard,

eres libre: tal es la vivacidad con que veis al mártir de la libertad de

Ginebra, que sale blanco y transparente como la porcelana de Sèvres, de su

obscuro calabozo, los ojos bañados en el santo fuego de la fe, alargando a

sus protectores sus manos diáfanas y amarillas como las llamas del

topacio.

Pues bien, en este cuadro el discípulo de Ribera hace dos retratos de

un solo golpe; el del prisionero del Chillon y el del mártir del Tobías.

No podéis representaros la figura del uno, sin comprender la del otro,

deduciendo las tintas agradables.

En este estado calamitoso nuestro héroe, impresionado su espíritu por

el desorden de su organismo, sale del estado normal y aparece poseído de

un racionalismo extravagante y exaltado, que le hace desconocer el

testimonio de sus propios sentidos. Hace este razonamiento, v.g., contra

el cual nada puede la observación empírica de la realidad: «he pasado 70

días en este buque [526] sepulcral, en este ataúd flotante, solo, sin

hablar, sin comer, sin sentir, sin tener deseos, conciencia ni esperanza

de nada; luego yo no debo estar vivo; y contra este raciocinio nadie

podría persuadirse de que lo esté».

Objétanle que se halla vivo en Valparaíso, y responde:

«Bien lo sé: pero ¿qué queréis decir cuando nombráis Valparaíso? Lo

mismo que yo digo, que estoy en el valle del paraíso prometido a los

buenos que han dejado de existir. El martirio de mi viaje me ha valido

este galardón. Estoy satisfecho, me veo transportado a una región de

hermosura indecible».

 

 

 

XXIX

Sin duda que Chile posee portentos naturales capaces de fascinar

hasta ese punto una cabeza debilitada por el sufrimiento; pero también es

preciso reconocer en obsequio de la verdad, que posee tan nutritivos y

substanciosos pollos, cereales tan restauradores y verduras tan sabrosas,

que con dos días son suficientes para restablecer de los estragos de la

dieta penitenciaria y substraer el juicio intacto del peregrino a la

fascinación de la naturaleza chilena.

Entonces advierte que el país que le rodea no es realmente el cielo

sino un paraje terrestre de extremada magnificencia.

Tobías, dice entonces a su buque: -me mueve a perdonarte el pensar

que has podido traerme a Chile. Pero cuando reflexiono que me has retenido

entre las tempestades del cabo de Hornos un mes entero, que hubiera podido

pasar aquí: cuando pienso que a tu pesar y sólo por la merced de Dios me

encuentro en este hermoso país, te retiro mi perdón, te proscribo de mi

pensamiento, de mis recuerdos y hasta de mi odio, objeto lúgubre de

consternación(4). [527]

 

 

 

XXX

Desde este día no más analogía entre el ilustre prisionero del

Chillon y el obscuro prisionero del Tobías.

Es tiempo, viajero amigo, que restituyas el precioso préstamo que en

días de infortunio te fuera dispensado admitir, desprendiéndote desde hoy

del bello nombre de Bonnivard, y restituyéndolo a los anales de la gloria

helvética, su propietaria. Híncate ante los altares de la libertad y

pídele perdón de haber aceptado aún instantáneamente, el uso de un nombre

consagrado por ella, en honor exclusivo de su inmaculado dueño.

Y si alguna vez te viniese la tentación de hacer otro viaje de mar

por el cabo de Hornos, ya sabes cómo debes entender esos avisos

mercantiles que comienzan:

 

 

 

Para Buenos Aires

La muy velera barca de tres palos, de 600 toneladas, forrada en

cobre, con excelentes comodidades para pasajeros, etc... etc. [528]

 

 

 

Noticia del castillo Chillon en Suiza

según

Alejandro Dumas y el autor del Tobías

Chillon, antigua prisión de Estado, de los duques de Saboya, hoy día

arsenal del cantón de Vaux, fue construido en 1250. La cautividad de

Bonnivard, lo ha llenado de su nombre...

Al hablar de Ginebra, hemos hablado de Bonnivard y de Berthellier. El

primero había dicho un día, que por la libertad de su país daría su

libertad, y el segundo respondió que daría su vida. Este doble compromiso

fue escuchado, y cuando los verdugos vinieron a reclamar su cumplimiento

los hallaron a los dos prontos a cumplirlo. Berthellier marchó al cadalso,

Bonnivard, transportado a Chillon, encontró allí una cautividad espantosa.

Atado por medio del cuerpo a una cadena, cuya otra extremidad se ligaba a

un anillo de hierro pendiente de un pilar, quedó así seis años, no

teniendo libertad más que el largo de la cadena, sin poder acostarse sino

en cuanto ella le permitía extenderse, girando siempre como una bestia

feroz alrededor de su pilar, hundiendo el suelo con su marcha forzadamente

regular, despedazado por el pensamiento de que su cautividad no serviría

de nada quizás a la libertad de su país, y que Ginebra y él, estarían

destinados a cadenas eternas. Pero un día fue asaltada [529] su prisión

por un tumulto de vencedores, y más de cien voces le dijeron a la vez:

«-Bonnivard, eres libre.

»-¿Y Ginebra?

»-Libre también.

»Desde entonces la prisión del mártir se ha convertido en un templo,

y su pilar en un altar. Todo el que posee un corazón generoso y amigo de

la libertad, se desvía de su camino y va a elevar su plegaria donde él

padeció. Al instante se hace conducir hasta la columna en que estuvo

encadenado por tanto tiempo: se busca en su superficie granítica, donde

cada uno quiere inscribir su nombre, los caracteres que él grabó: se

inclina hacia el suelo para descubrir las huellas de sus pasos: se agarra

del anillo a que estuvo atado, para probar si está bastante firme todavía

en su cimiento de ocho siglos: toda otra idea se pierde en esta idea:

-aquí estuvo encadenado por seis años... ¡seis años, es decir, la novena

parte de la vida de un hombre!».

Una noche, en 1816, en una de esas noches que se diría que Dios hizo

sólo para la Suiza, una embarcación se avanzaba silenciosamente dejando

tras sí un rastro abrillantado por los rayos cortados de la luna: se

dirigió hacia las murallas blanquizcas del castillo Chillon y tocó la

ribera sin sacudimiento, sin ruido, como un cisne que baja. Descendió un

hombre de tez pálida, ojos penetrantes, frente despejada y altanera. Le

cubría un largo manto negro, que ocultaba sus pies, pero se veía que

cojeaba ligeramente. Solicitó ver el calabozo de Bonnivard; quedó allí

solo y mucho tiempo, y cuando después se entró en el subterráneo, se

encontró en el pilar mismo en que había estado encadenado el mártir, un

nuevo nombre cuya copia es ésta:

BYRON(5)

El autor del Tobías visitó ese calabozo en 1843. Está situado [530] a

la orilla del lago de Ginebra, casi dentro del agua. Un gendarme y su

mujer, son toda la guarnición que le custodia sin embargo de estar lleno

de cañones. Le visité a las dos de la tarde de un día muy claro. La mujer

del gendarme me precedía en la entrada del calabozo de Bonnivard. A cierta

distancia me detuve porque la oscuridad me ocultaba el paso. La mujer me

tomaba de la mano y me condujo hasta la columna o pilar de que habla

Dumas. Es la última de la columnata que sustenta la bóveda. La mujer tomó

el anillo y lo hizo resonar contra la piedra a que está adherido. Me

invitó a escribir mi nombre en aquel álbum de libertad. Esperé la tinta

sentado al pie de la única columna medio alumbrada por una ventanilla que

cae al lago. En esa columna, que no es la del anillo, está el nombre de

Byron, claro y distintamente esculpido por él. A su alrededor, y como

formando aureola, se ven los de Víctor Hugo y otros grandes poetas

contemporáneos. Desde arriba hasta abajo, la columna está cubierta de

nombres. Escribí en ella el mío por el lado de la sombra, que era el que

le correspondía. Seis minutos quedé en aquel lugar destemplado, y salí con

escalofríos. ¿Cómo soportaría allí Bonnivard seis años!