JUAN
BAUTISTA ALBERDI
TOBIAS
O LA CARCEL A LA VELA
Noticia
Entre
los escritores de su generación, Juan Bautista Alberdi fue el
menos
dotado de fantasía novelesca. Como Sarmiento, no compuso versos;
pero
en cambio era músico y en su juventud le preocuparon los problemas
estéticos
de esa arte y del romanticismo en general. Sin duda por esto y
por
la sugestión de sus amigos poetas como Echeverría y Gutiérrez, abordó
en
sus primeros tiempos de escritor, algunos ensayos de prosa literaria,
tales
como La Revolución de Mayo y El Gigante Amapolas, o los relatos de
viaje
intitulados El Edén y Tobías o la Cárcel a la Vela. Los dramas
citados
han sido incluidos en nuestra serie sobre los Orígenes del teatro,
y
son simples escenas dialogadas sobre temas de historia y de política. En
forma
novelada, Alberdi escribió en su madurez el libro Luz del día en
América,
sátira de las democracias hispanoamericanas, cuyo valor consiste
más
en la crítica de las ideas que en las situaciones de la fábula,
proviniendo
de Rabelais y de Cervantes la escasa parte de ficción que el
libro
contiene. Menos imaginación se encuentra en Tobías, que hoy
publicamos,
y en el Edén, que en breve publicaremos, incluidas ambas en la
serie
sobre los Orígenes de la novela. Ambos son documentos útiles para
estudiar
la difícil formación de este género en nuestro país y para
conocer
más a fondo la psicología de Alberdi y de su generación, a la cual
solemos
llamar romántica, con nombre prestado y [488] convencional. El
Tobías
apareció en Chile en el año 1851, dedicado al Almirante don Manuel
Blanco
Escalada, y se reeditó en Buenos Aires (Obras Completas, t. II,
pág.
342), de donde lo tomamos nosotros. El nombre de este opúsculo es el
de
una nave velera a cuyo bordo viaja Bonnivard (seudónimo del propio
autor),
desde el Brasil hacia el estrecho de Magallanes, camino de Chile.
El
nombre de Bonnivard está tomado de un antiguo prisionero del castillo
de
Chillon, que Alberdi acababa de visitar en Europa (1843), llevado por
las
Impressions de voyage, de Dumas, según puede verse en una nota final
de
esta edición. Del Bonnivard histórico no queda en Alberdi sino el
nombre
y de la cárcel de Chillon, sólo una ocasional y forzada metáfora,
sin
mayor ingenio. El Tobías fue escrito en 1844 en los mares del Sud. El
protagonista
carece de relieve, el argumento carece de interés, y el
ambiente,
sin mayor colorido, recuerda al Figarillo que fue Alberdi joven,
cuando
imitaba a Larra en sus cuentos de costumbres. [489]
R.R.
Al
señor Almirante
Don
Manuel Blanco Encalada
Carta
de prefacio y dedicación
La
siguiente producción sólo tiene de serio su tendencia a corregir
el
mal tratamiento de que son víctimas a menudo los que viajan a bordo de
buques
mercantes.
A
medida que se pueblan los mares, por el desarrollo asombroso del
comercio
y de la navegación, conviene desterrar de ellos el ejercicio de
esos
usos de mezquindad y dureza pertenecientes a la vida del desierto. La
civilización
desea ver trasladados a la vida del mar los usos cómodos y
confortables
que distinguen la existencia de las ciudades.
Sólo
por este lado útil puede ser digno este escrito de dedicarse al
nombre
respetable de Ud.
Por
lo demás, como producción literaria, él no se halla a la altura
de
su conocido buen gusto europeo. Pertenece a esa literatura ligera y
fácil,
que existe como parásita de otros ramos del saber, entre
nosotros.
En
nuestra América, tan seria por sus desgracias y sus ocupaciones
positivas,
la literatura propiamente dicha carece de cultivo, ya como
producción,
ya como lectura. El poeta, el literato de profesión, entre
nosotros,
son entes desconocidos. [490] Se cultiva la literatura sólo por
pasatiempo,
a ratos perdidos.
Así
justamente ha sido escrito este trabajo. Inspirado por las
molestias
de la navegación (sentimiento de que son hijas las más de las
producciones
burlescas), fue comenzado más allá de los 50 grados de
latitud
austral y proseguido en frente del cabo de Hornos, durante los
veinte
días perdidos en esfuerzos para superarlo. Le terminé en la mar
antes
de pisar y conocer el suelo de Chile en abril de 1844.
Hoy
lo regalo al folletín de El Mercurio y me permito dedicarlo al
nombre
de Ud. por ser producto de literatura marítima y como testimonio
desinteresado
de mi estimación y respeto por Ud. con cuyos sentimientos
tengo
el honor de ser, etc.. [491]
J.B.A.
Valparaíso,
agosto de 1851.
I
No
se engañe el lector con tu nombre masculino. Los sexos tienden a
confundirse
en este siglo. La anatomía de algunos socialistas ha
descubierto
que no hay diferencia orgánica entre la mujer y el hombre.
Esta
doctrina hará que las mujeres de París, renueven el día menos pensado
la
famosa escena del juego de la pelota, y protesten contra la obligación
que
tienen sobre sí hace tanto tiempo, de regenerar la especie. Y
entonces,
si los hombres no se aviniesen a participar de la tarea, sabe
Dios
cómo ni por quién se haga la renovación del género humano.
II
No
es nueva, por otra parte, esta confusión de nombres.
El
San Pedro de Roma, es una iglesia; como el San Pablo de Londrés,
es
otra iglesia y el Duomo de Milán es otra.
Jorge
Sand titula Consuelo a una de sus novelas sin embargo de que
Consuelo
es el nombre de un personaje femenino, [492] feo y lindo a la
vez,
como dice la autora que a su vez se da el nombre masculino de
Jorge.
Tobías,
pues, es una barca de tres palos, como el Castillo Chillon es
una
prisión de Estado.
III
La
jaula pide un pájaro; el bosque pide amantes, la cisterna, peces;
la
aurora, flores húmedas; la noche, recuerdos y suspiros; y la barca un
prisionero
con el nombre humano de viajero. Tobías, pues, este Chillon
flotante
tendrá su Bonnivard.
Bonnivard
tendrá padecimientos y pesares; estos dolores su
historiador,
que seré yo, y un eco, que será este poema.
Este
poema, sí, porque la historia del dolor es un canto como el
mártir
es un héroe. Y no es necesario que el historiador se apellide
poeta.
No es el poeta únicamente quien hace poesía. O más bien, la poesía
es
obra del que hizo los astros, las flores, la mujer y el corazón del
hombre.
Un
sólo Dios y un sólo poeta.
Su
bardo más legítimo en la tierra, su pontífice armonioso es el
corazón
que sufre.
El
alma es una lira y todo mortal tiene armonías en su alma. La forma
en
que esas armonías suben al cielo nada importa. ¿Las violetas son menos
bellas
cuando no están plantadas en triángulos y octágonos? ¿El aroma de
la
mirra es menos fragante, porque sube en nubes informes y
caprichosas?
IV
Fastidiado
de los 80 grados en que el termómetro fija su domicilio
perpetuo
en el verano del Brasil; desesperado de verse [493] convertido en
máquina
hidráulica, cuyas dos únicas funciones se reducen a recibir agua
por
el esófago y verterla a raudales por los poros cutáneos; aturdido por
los
gritos que los salvajes de África hacen resonar en las calles y plazas
del
Imperio.
Intimidado
no menos de sus amigos que de sus enemigos políticos del
Río
de la Plata, de los libertadores que de los esclavos y sostenedores
del
despotismo, nuestro hombre -todavía no es héroe- resuelve abandonar la
costa
atlántica de América y doblar el temible cabo de Hornos.
V
Esta
determinación cuesta enormemente a su alma que ciertamente no es
de
acero.
Alejarse
de la margen atlántica es retirarse de la Europa, y por
decirlo
así del movimiento general del mundo. Los Andes y el cabo, son
diques
que mantienen la Oceanía y sus riberas en solitaria y silenciosa
clausura.
Aunque
cansado de movimiento él siente que no es llegada la hora de
su
reposo y se considera como arrebatado a su puesto en medio de la
jornada.
Por
otra parte la ribera oriental de América es depositaria de tantos
objetos
dulces para su alma: la patria, los amigos, los amores, los
recuerdos
de la primera edad, el teatro de los alegres lances de la vida,
todo
queda en la orilla nativa. Y el camino que debe alejarlo de todo esto
es
el cabo de Hornos, este cabo por el que tuvo siempre un tradicional
horror:
causa única quizás que le hiciera cruzar la zona tórrida, como
pretexto
evasivo de los mares australes.
Pero
en fin, la decisión es inapelable y es forzoso poner silencio a
los
ayes del alma. [494]
VI
Como
nuestro hombre carece de alas para surcar los mares por sí mismo
a
ejemplo de las aves acuáticas, es necesario que busque una embarcación
para
trasladarse a las chilenas márgenes.
Esto
será menos arduo que dar con una mujer que nos pilote hasta el
puerto
de la felicidad. Bastará encaminarse al quai o muelle de barcos
pintados
que se ven fondeados en la primera columna del Jornal do
Commercio.
Una
barca de tres palos abre la falange de los buques que se disponen
a
partir, y a su costado, como en los quais del Havre de Gracia, se lee el
siguiente
aviso:
PARA
VALPARAÍSO
«La
muy velera barca inglesa Tobías, del porte de 400 toneladas,
clavada
y forrada en cobre, estará pronta a dar la vela con destino a
dicho
puerto el 15 del corriente mes. Admite carga y pasajeros para los
que
posee una espaciosa cámara y ofrece todo género de comodidades.
Ocúrrase
para tratar a los consignatarios N.N.. Rúa directa, núm.
X».
VII
Nuestro
viajero que ha ejercido una mitad de las artes de exageración
que
se puede ejercer en esta vida, lo que equivale a decir que ha sido
periodista,
demagogo, comerciante y cortejador de damas, cree sin embargo
en
la religión de los avisos marítimos con tanta materialidad
(¿naturalidad?)
como una niña que sale del seminario en el primer
juramento
de amor.
-Velera.
hermosa, de 400 toneladas, clavada y forrada en cobre, con
todo
género de comodidades: ¿puede apetecerse [495] mayor felicidad?
Dilatar,
trepidar un momento, es perder un tiempo que puede no repetirse,
A
firmar el contrato de pasaje.
Quien
cree en los avisos, ¿por qué no creerá en los consignatarios? Y
quien
da fe a las palabras de éstos no discute mucho para cerrar
trato.
Así
el ajuste queda perfeccionado sin más precedente que este corto
número
de preguntas y respuestas:
EL
PASAJERO -Señor consignatario, ¿cuántas millas anda el
Tobías?
EL
CONSIGNATARIO -Muchas, le puedo a Ud. asegurar: muchas y
muchísimas.
Ahora, en cuanto al tiempo en que las haga, nada le puedo a
Ud.
decir, porque no he andado en él. He oído, sí, a personas fidedignas
(el
capitán v.g. esto es entre nos) que anda ocho millas por
hora.
EL
PASAJERO -¿Cree Ud. que los buques ingleses sean bastante
seguros?
EL
CONSIGNATARIO -Son los dueños de los mares: este sólo hecho hace
su
elogio.
EL
PASAJERO -¿La construcción del Tobías es bastante segura para no
temer
que se dé vuelta?
EL
CONSIGNATARIO -Es tan posible que se dé vuelta el Tobías, como que
se
dé vuelta el mundo.
Esta
respuesta hace sonreír de contento al viajero, sin embargo de
que
ella no dice sino que el Tobías puede darse vuelta una vez en cada
día,
pues el mundo tiene un vuelco diurno, como lo sabemos todos desde
Galileo.
EL
PASAJERO -Se me ha dicho, señor, que el Tobías tiene los palos muy
echados
para adelante.
EL
CONSIGNATARIO -Le daré a Ud. la razón de ello. Conoce Ud. la
antipatía
que existe entre ingleses y norteamericanos: este hecho explica
todo.
Los americanos han hecho sus buques con los palos echados para
atrás:
los otros han dicho, en vista de eso: -pues nosotros haremos
nuestros
buques con los palos echados [496] para adelante. No es otro el
motivo
de la diferencia, que le ha llamado a Ud. la atención.
EL
PASAJERO -Dígame Ud., señor, ¿y la comida?
EL
CONSIGNATARIO -En cuanto a eso nada hay que hablar, Ud. sabe que
los
ingleses gustan del confortable en todo, y sería hasta inconveniente
descender
a estipular nada sobre comodidades alimenticias.
A
juzgar por las aserciones del consignatario, el capitán del Tobías
está
metido en un camarote en lugar de hallarse en el nicho de una capilla
católica,
nada más que por ser de religión protestante, pues en moralidad
y
prudencia bien pudiera ser monitor de Calvino y colega de
Filz-Roy.
Prosigamos
el diálogo.
-Dígame
Ud. y perdone, dice el pasajero, ¿el capitán ha doblado el
cabo?
EL
CONSIGNATARIO -Este cabo, es decir el cabo de Hornos, no: pero ha
doblado
otra infinidad de cabos, tales como el cabo de Gallinas, el cabo
de
Finisterre, el cabo de San Vicente, el cabo Frío.
EL
PASAJERO -¿Y el precio de pasaje?
EL
CONSIGNATARIO -Será el de 140 pesos fuertes.
Caro,
sin duda, dice para sí el pasajero: pero esto quiere decir que
seré
tratado con magnificencia.
EL
PASAJERO -¡El tratamiento será excelente, sin duda!
EL
CONSIGNATARIO -El de un gentleman, por supuesto.
EL
PASAJERO -Bien, bien: si no lo merezco, al menos lo deseo.
El
sujeto cuyo viaje historiamos, no es zonzo, como hace presumirle
el
precedente diálogo. Lleva, al contrario, el concepto de hombre
espiritual,
aunque sean los tontos quienes se lo hayan dado. Pero es de
esas
cabezas que, inaccesibles a las capciosidades de un periodista, de un
abogado
o de un hombre de Estado, son como bolas de mantequilla en manos
de
un artesano o de un negociante. [497]
VIII
El
día señalado para la partida se deja ver en el horizonte, y el
Tobías
está pronto para dar la vela. No porque tenga ya toda su carga,
sino
porque ya no tiene una hebra de hilo a bordo: tanta es la confianza
que
inspira a los cargadores de Río de Janeiro.
Doscientas
toneladas de piedra, según el capitán, y cien según todas
las
apariencias, será lo que dé al robusto bajel su escasa seguridad para
surcar
los mares borrascosos del cabo de Hornos.
Es
llegada la hora de dejar la tierra querida de la América Oriental
y
nuestro viajero lo ejecuta con el silencio resignado de Luis XVI al
marchar
a la guillotina.
Tres
jóvenes compatriotas suyos, bellos como los tres días de julio
(para
la Francia) acompañan al mártir al lugar de sus padecimientos. Cada
uno
de ellos deposita su ósculo de despedida en la frente del peregrino, y
se
pierden en la noche, que para éste es la del ostracismo.
Desde
ese momento, nuestro personaje no es ya un hombre; es un héroe
porque
es un mártir.
Hasta
aquí ha sido un desconocido. En adelante tendrá un nombre y ese
nombre
será el de Bonnivard.
Este
nombre será un préstamo autorizado por vehementes analogías. La
ola
del cabo, más brava que la del Lemán, bate también las murallas de la
flotante
prisión más lóbrega que el castillo que encerró al prisionero
helvético.
Amigo de la libertad como el mártir ginebrino, se ve también
encastillado
a causa de su pasión, por otros tiranos más crueles que los
duques
de Saboya.
El
prisionero del Chillon tuvo un compañero: el nuevo Bonnivard,
tendrá
también el suyo, y este nuevo Berthellier será suizo
justamente.
El
amor a la libertad valió el suplicio al colega del mártir
ginebrino.
El amor a la plata -ese ídolo de la Suiza actual- es el origen
[498]
de la prisión de este último. Pecolat se cortó la lengua con los
dientes
y la arrojó altanero al rostro de los verdugos, que le pedían el
secreto
de su conspiración. Éste haría otro tanto con el que le pidiese su
secreto
de ganar dinero: he aquí toda la diferencia.
IX
Tres
individuos componen el personal de la cámara del Tobías: el
capitán,
es decir, el verdugo: y los dos pasajeros, es decir, las
víctimas.
El
capitán es irlandés.
El
primer mártir -Bonnivard- es español americano y el segundo
suizo-alemán.
El
irlandés no sabe español, ni alemán. El alemán ignora el español y
el
inglés; y para el español americano son un caldeo, el inglés y el
alemán.
He
aquí tres personas condenadas a vivir tres meses en la mayor
estrechez,
sin poderse dirigir una palabra.
¿Qué
delito ha podido traer a estos desdichados a padecer las
tormentas
del panóptico?
Poseedor
cada uno de una riquísima lengua, tienen que acudir para
entenderse,
a las muecas y gestos del abate Lepais. He ahí una sociedad
que
se volvería imposible, si la faltase la luz del sol o la luz de la
vela.
Para darse los buenos días, lo mismo que para calcular la altura
astronómica,
necesitan de la presencia del sol.
A
esos tres roles se agrega una especie de cuarto personaje, un
hermoso
perro de Terranova, que forma la familia íntima del capitán, y
disfruta
de sus besos y caricias extremosas. Este rol difiere de los
otros,
no en que no habla (ninguno de los otros habla), sino en que
comprende
el inglés; y esta circunstancia le da tanto valor en la sociedad
del
capitán, que sin su asistencia no hay comida, almuerzo ni
diversión.
Se
debe presumir que los modales y estilos de este cofrade, [499]no
son
los de la sociedad más escogida. Así es que no hay pan ni plato seguro
a
distancia de un pie del borde de la mesa.
En
cuanto a los otros actores de la dolorosa comedia, cada uno es un
enigma
respecto del otro. Profesión, carácter, nombre, todo es
recíprocamente
desconocido. El título banal de caballero, los uniforma y
confunde.
X
El
momento llega, por fin, en que los eslabones de la pesada cadena
empiezan
a subir; y los desgraciados cautivos sienten amontonarse ese
fierro
en sus corazones desolados.
El
Tobías despliega, o más bien derrumba sus pesadas velas, que el
viento
encuentra tan flexibles como los faldones de las baterías del
Chillon.
Queda
convenido, aunque los ojos nada vean, que la marcha ha
comenzado.
Un
silencio profundo se hace notar en ambos prisioneros, que
mantienen
fijos sus doloridos ojos en las torres y alturas de la ciudad
que
dejan. Pero, la noche antes que la distancia, viene a quitar de la
vista
el patético cuadro.
A
esa hora el ancla vuelve a morder el fondo, y la salida queda
postergada
porque el viento no es bastante poderoso para arrancar los
castillos
de su quicio.
XI
La
bahía de Río Janeiro, verdadero mediterráneo doméstico, más grande
que
todos los lagos de la Suiza unidos, tiene también su portero, su
conserje,
como las grandes casas de Europa. Este rol se halla cometido al
fuerte
de Santa Cruz.
Es
de estricta civilidad que toda embarcación que entre o salga a la
capital
del Imperio, hable con el portero. Nada, pues, si no más sublime,
al
menos más extraordinario, que este diálogo entre un fuerte y un bajel.
[500]
El
fuerte pregunta -¿quién eres tú?
El
bajel responde -soy fulano de tal.
-¿De
dónde vienes?
De
tal parte.
Esto
es a la entrada; a la salida el diálogo gira de este modo:
-¿Para
dónde vas?- pregunta familiarmente el fuerte de Santa Cruz al
bajel.
Y
éste responde sin detenerse: -Voy para tal parte: si se te ofrece
algo...
Así
que nuestro Tobías hubo cambiado con el fuerte de Santa Cruz sus
dos
bocinazos de orden, dio principio a su salida del puerto, con tanta
majestad,
que estuvo saliendo incesante e indivisiblemente por espacio de
tres
días con sus tres noches.
Habíase
cumplido ya una semana de marcha, y todavía el grave bajel
cruzaba
su bauprés con las narices del gigante(1). Tanta era la majestad
con
que se movía, o más bien con que le movía, no la brisa tropical,
lánguida
como la mirada de la virgen brasileña, sino la corriente
impetuosísima,
que existe en la embocadura de aquel puerto.
Una
turbonada vino por fin a turbar las eternas solemnidades de la
partida,
que, comenzada ocho días antes, no se verificó definitivamente
sino
ocho días antes, no se verificó definitivamente sino ocho días
después.
Aquí
la fe de nuestro héroe en el dogma de los avisos comerciales,
empieza
a conmoverse. La muy velera barca de tres palos, no se mostraba
hasta
ese instante sino muy poltrona y pesada. Siniestras dudas sobre la
eficacia
de las demás promesas empezaban a levantarse en el corazón de
nuestro
perturbado pasajero.
XII
Frailes
barbones, carmelitas descalzos, monjes de las órdenes más
ascéticas
que haya producido la exaltación católica de la [501] edad
media:
religiosas de Santa Clara y Santa Catalina; discípulos de Pitágoras
y
sectarios todos de la abstinencia ruda: venid a la mesa del Tobías y
avergonzaos
de vuestro desenfrenado epicureísmo.
Aquí
sabréis que el aceite de olivo es del uso exclusivo de la
farmacia,
y que el laboratorio del boticario nada tiene que ver con la
hornalla
del cocinero. Sabréis que la grasa animal no debe salir de debajo
de
la epidermis con que Dios la cobijó en provecho de sus criaturas
huesosas
y friolentas. Que el fuego, este símbolo del espíritu
vivificador,
debe arder sólo en los altares, y no en mugrientas cocinas.
Que
el pan es para santificar las fiestas y no para manosearle
cotidianamente.
Que el vino pertenece al cáliz del sacerdote católico y no
al
vaso profano del gastrónomo.
He
ahí la poesía de la abstinencia; he ahí la penitencia convertida
en
himno de acción.
XIII
Pero
escuchemos la pintura sencilla del prisionero. Ella excede todos
los
alcances de la prosa fantástica.
«Tres
comidas al día se hacen a bordo del Tobías, o por mejor decir,
una
sola comida en tres tiempos, como el primer movimiento del ejercicio
del
fusil. Carne salada y té, a las ocho de la mañana; carne salada y té a
las
12 del día; y carne salada y té a las seis de la tarde, se ve por esto
que
no hay cocina a bordo del Tobías; y en donde no hay cocina, tampoco
hay
cocinero, nada más lógico».
El
que desempeña este rol en sus ratos de ocio, en calidad de simple
aficionado,
es un marinero que recibe dos pesos más de sueldo por calentar
el
agua para el té, que es todo su arte y ocupación gastronómica; y le
está
probado por el testimonio uniforme de todos los demás marineros, que
ni
para esto es competente.
-¿Qué
bichos son estos que inundan la embarcación? Se pregunta [502]
un
día al capitán; y responde impasible y sereno: -son de la
galleta.
-¿De
la galleta de los marineros por ventura?
-No,
señor, responde él, de toda la galleta.
-Luego,
¿la galleta está en mal estado?
-Y
que menos, observa el sincero capitán, cuando tiene ya cerca de un
año
a bordo.
-Esta
agua está impotable, se le observa otro día. -Eso es- contesta
él
con su acostumbrada sinceridad, porque la vasija en que viene es de
mala
calidad.
No
es necesario decir que tales preguntas y respuestas son de ningún
efecto
sobre el sistema de tratamiento, que continúa invariable con la
misma
galleta, con la misma agua: así como el capitán con la misma buena
cara
y contento. No es poco consolador dar con un capitán que da razón y
explica
buenamente el motivo culpable de todo el mal que hace a sus
pasajeros.
Si
tenéis la indiscreción de reclamar de esos actos, os responderá el
benévolo
capitán: Señor pasajero, entre nosotros hay un refrán que dice:
cuando
vayas a Roma harás lo que hacen los romanos. Con cuya lacónica
respuesta
se os hará entender, que debéis pagar treinta libras esterlinas
por
subir a bordo de un buque indecente, para ser tratado del mismo modo
que
son tratados los marineros mediante un salario de doce pesos fuertes,
que
no dan sino que perciben. Y debéis dar gracias a que, según esa ley
romana
(que casualmente no es de las Doce Tablas), no se os obligue a
bregar
con los cables, como hacen los romanos, que habitan a proa del
Tobías.
XIV
Si
el despecho os llevase hasta recordar al capitán del castillo
flotante
su promesa de dar constantemente víveres frescos o conservados,
entonces
el ciudadano de los tres reinos, incapaz de faltar a la letra ya
que
no al espíritu de su pacto, hará que en adelante [503]el indispensable
tasajo
de beef, se presente cortejado alternativamente de una conserva o
de
una ave fresca.
Las
conservas son dos: un pescado contemporáneo de los reyes faraones
y
conservado por el mismo sistema que sus momias; y una panza, sin duda la
misma
en que se formó el primer cuadrúpedo de la creación: ambas cosas
conservan
tal aptitud a conservarse, tal poder de perpetuidad, que cuando
pasan
al estómago se conservan allí días enteros con la misma integridad
que
se mantuvieron años y años en los tarros neumáticos.
De
seis patos que vienen a bordo, cada mes expira uno, como vale o
pagaré
a 30 días, sin contar el término de gracia.
Este
pato mensual equivale a un pato chico por semana, hecha la
computación
de este modo: se guarda el pichón que había de morir este
domingo
v. g., hasta de aquí a un mes, en que ya es pato hecho y derecho,
habiéndose
cuatriplicado el pichón; y entonces se come en un sólo domingo
la
suma de todos los patos semanales; mediante cuyo proceder ingenioso es
posible
conservar la carne de ave fresca hasta la vuelta del Tobías a
Liverpool,
aunque el regreso sea por el cabo de Buena Esperanza. Pero es
de
advertir que en aquel cómputo se ha olvidado un hecho, y es que no se
da
de comer a los patos, de cuya omisión resulta, que al mes concluido, el
pato
es más viejo, pero no más grande.
Las
tres comidas y los tres tiempos de la misma comida, se suceden
con
tal celeridad que es menester abstenerse de almorzar para tener gana
de
comer, y dejar de comer para tener apetito en el té. De modo que el
tratamiento
alimenticio queda reducido al té de las tardes: té bastante
cargado
por otra parte, para excitar los nervios hasta quitar el escaso
sueño
que dejan los continuos temporales del cabo de Hornos y que permiten
las
espirituales y pitagóricas comidas del Tobías.
Clasificados,
en resumen, los víveres del Tobías, tenemos que se
componen
de los cuatro artículos o vicios siguientes: té, queso, arroz y
carne
salada. Contra estos cuatros vicios, hay cuatro virtudes a bordo del
venturero
buque, a saber: el ruibarbo, el aceite de castor, la sal de
Inglaterra
y la soda water. Los cuatro vicios [504] y cuatro virtudes se
distribuyen
los 8 días de la semana del modo siguiente: cuatro días para
los
astringentes y cuatro para los laxantes.
XV
Pero
convengamos en que estas molestias formen un mal bien subalterno
cuando
se da con una embarcación velera, pues las molestias que pasan con
velocidad
no lo son rigurosamente.
Veamos
las ventajas que ofrece el Tobías a este aspecto; y para ser
exactos,
copiemos el testimonio de Bonnivard.
»Sabido
es que para todos la rosa náutica se divide en 3 vientos. Sin
embargo,
para el Tobías se divide en sólo dos, a saber: viento en proa y
viento
de popa.
»Quevedo,
el poeta español, decía: «si quieres que te sigan las
mujeres,
camina tú delante de ellas».
»La
barca Tobías (sin que sea mi ánimo tratarle de plagiaria), dijo
también:
el modo de tener siempre viento en popa, es marchar por delante
del
viento. Y desde ese día, el viento y el Tobías, fueron uña y carne, a
punto
de no tener el viento un sólo capricho de que no participe el Tobías
sin
costarle la menor vacilación.
»Según
esto, ¿se encamina el viento para el sur? El Tobías se le pone
de
costado y marchan dos y tres días en la más íntima armonía. ¿Párase el
viento?
Detiénese el Tobías.
»-¿Y...
dice el viento.- quid faciedum?
»-Ya
lo sabéis, dice el Tobías; lo que gustareis.
»-Yo
voy para el norte.
»-Vamos
para el norte, dice el Tobías, justamente era ese camino.
»Y
la emprenden nuevamente para el norte, en la misma armonía con que
antes
marchaban para el sur. Es entonces cuando el Tobías echa todas sus
velas,
grandes y pequeñas; pues en esto consiste todo el secreto de su
navegación.
Cuando el viento de popa es favorable, es decir, cuando es en
ruta,
el Tobías anda [505] con todas las velas; cuando el viento de popa
es
adverso, entonces marcha con una sola.
»Las
millas se dividen para el Tobías en millas laterales o de flanco
y
millas de frente. En virtud de esta división, cuya nomenclatura parece
tomada
al arte estratégico, las marchas del Tobías están sujetas a la
siguiente
ley. Imagínese un triángulo rectángulo determinado por las
letras
A, B, C, siendo B el ángulo recto. Cuando el Tobías quiere marchar
de
A á C, con viento de B a C, por suave que éste sea, le basta con
marchar
de A á B, para encontrarse al cabo de dos días, por ejemplo, si la
distancia
es de 10 millas, en el punto C. A menudo sucede que este
resultado
falla: y no escribo una exageración, si digo que las más veces
el
destino del viaje es tan incierto como un tiro de dado. El puerto de
arribo
y dirección, no es menos ignorado que la suerte contenida en una
cédula
cerrada de lotería. A eso de un mes o dos de navegación, el
centinela
de proa da la voz de: ¡tierra! Entonces, como sucede en el juego
de
naipes que los paisanos llaman el monte, los marineros y toda la
tripulación
comienzan a discutir sobre si será sota o as, es decir,
Filadelfia,
Falmouth o Valparaíso, hasta que un marinero exclama: ¡Cádiz!
¡Cádiz!
Y resulta, en efecto, que el viaje había sido para España.
»El
Tobías es partidario del justo medio (menos en cuanto a la
dirección
de los vientos, pues queda visto que es furioso radicalista por
el
viento en popa); es partidario del justo medio en lo que toca a la
intensidad
de los vientos: los quiere ni muy suaves ni muy fuertes.
»Si
el viento es suave, se deja estar quieto. Si es fuertísimo
tampoco
se menea. En este punto se diría que es un verdadero portugués,
por
lo enemigo de ventarrones».
»Existe
a bordo del Tobías como antigua sabandija de la casa, la
tradición
de unas ocho millas, que alguna vez saliendo de su habitual
gravedad
se atrevió a hacer. Ninguno de los marineros vivientes al
presente
en el barco, lo vio con sus ojos. Se asegura que el capitán
recibió,
con el mando del buque el depósito de esta gloriosa tradición, y
a
ella es que se atienen los consignatarios, cuando [506] aseguran por fe
que
el Tobías anda ocho millas. Yo, por mi parte, aseguro que no deseara
andarlas,
porque veo que para ello sería necesario que se desatasen los
más
horribles vientos del polo. De los ocho nudos del lock, máximum de la
velocidad
del Tobías, sólo cuatro están mojados; el resto de la cuerda
está
en hoja, como salió de la fábrica.
»El
Tobías lleva timón, no porque le necesite, sino por homenaje a la
opinión
pública de los marinos.
»El
Tobías ama la capa, como un estudiante de Salamanca. No bien
refresca
el viento cuando ya se envuelve en su nube. Y como en el cabo de
Hornos
casi siempre reinan los vientos frescos, el Tobías lo pasa de capa
desde
que llega a los 50º.
»El
día que corre viento en popa, el Tobías es un carnaval de
Venecia,
todo el mundo se desquicia de contento. Se prodiga el agua, la
cerveza,
la galleta. Se abrazan los unos a los otros anegados en placer,
como
si ese día se hubiese de ver tierra. Es el cuadro de los náufragos de
la
Medusa, en el instante en que divisan una vela en el horizonte. En
vista
de esto, ¿se diría que el caso opuesto esparce el luto en la
tripulación?
Nada de eso: la costumbre de esta desgracia ha vuelto a todos
insensibles
a ella. Andar para atrás es tan natural en el Tobías, como en
el
cangrejo.
»Cuando
el mar se encrespa y se divide en cumbres separadas como las
montañas
del sistema álpico, el Tobías no vuela de cima en cima como el
águila
del Monte Blanco. Su figura redonda y negra le da más semejanza con
el
rastrero reptil llamado vulgarmente sapo, al cual parece remedar
andando
a brincos. Se suele parecer también en estos casos al soldado de
infantería
cuando marca el paso sin moverse de un solo lugar.
»En
Río de Janeiro es conocido el destino de la estufa, como en
Laponia
se conoce el uso del abanico. ¿Quién es el que no ansía por el
hielo
del Polo, en medio de los abrasadores calores del Brasil? Sin
embargo,
40 grados de latitud cambian este modo de ver las cosas mejor que
ochenta
años de edad. No tarda pues en dejarse de ver el día en que se
suspira
por lo que antes [507] se miró con desdén. Ese día llegado, pida
usted
fuego a bordo del Tobías, y sabrá entonces que la hermosa chimenea
que
observó al soslayo, al visitar por la primera vez el buque en la
abrasadora
bahía, sólo es simulacro de chimenea, como esas ventanas que se
pintan
en la pared para dar armonía a los edificios incompletos. A la
chimenea,
es verdad, suplen como medios de entrar en calor, el baile de la
pieza
inglesa, y el cigarro-tizón de mi compañero de viaje. Pero
desgraciadamente,
el primero de estos dos discursos, después de reiterados
ensayos,
resulta impracticable en mares por lo general agitados y
tempestuosos.
Y el cigarro-tizón tiene el mismo inconveniente de la
chimenea,
de no tener tubo para dar salida a la masa de humo con que
darían
vuelta las ruedas de un vapor de alta presión».
XVI
Pero,
¿dónde hay bajel malo cuando la tripulación es buena? Veamos la
del
Tobías.
De
los 18 marineros del programa de viaje manifestado antes de la
partida,
sólo resultan 14, de los cuales únicamente cuatro son realmente
marineros.
Los otro diez son aficionados al gremio, recogidos como la leva
voluntaria
en las calles de Liverpool. Así, el Tobías es una escuela
náutica.
El
día de la partida es expulsado del rol el segundo piloto. Su
delito
es haberse embriagado en tierra, como si para trasladarse de la
taberna
a su casa, hubiese necesitado calcular la latitud o echar el
lock.
Un
segundo piloto es necesario. ¿De dónde sacarle? De donde salió el
otro,
de donde sale la mitad de los segundos pilotos ingleses, que sólo
son
pilotos figurantes.
Se
toma el marinero más limpio del rol, se le manda que lleve corbata
y
capote, que se lave la cara todos los días: se le trae a la mesa, y
tenemos
ya con esto sólo un piloto de más y un marinero de menos.
[508]
Hay
en el Tobías una buena costumbre, la de que nadie bebe
aguardiente
ni vino, excepto el capitán y los pilotos, de modo que si la
cabeza
está sujeta a vaivenes, los pies están seguros.
Los
marineros están condenados a abstinencia, para prevenir la
repetición
de un suicidio que un piloto borracho cometió en el mismo buque
echándose
al agua.
El
judío autor de esa medida y propietario del buque, en vez de
privar
la bebida a los pilotos, la priva a los marineros, con lo que
autorizó
la creencia del vulgo, que entre los judíos pagan los justos por
pecadores.
El
capitán de un buque en muchos casos es a los pasajeros, lo que el
médico
al enfermo, su consolador. El del Tobías, no es así: sus palabras
son
más temibles que la tempestad.
-¿Qué
tal tiempo tenemos, capitán?
-El
peor que he visto en mi vida.
-¿Cuál
es el peor mar de todos los conocidos, capitán?
-El
que tenemos bajo nuestros pies.
El
sirviente de cámara es daguerrotipo moral del capitán. Sólo sabe
dos
palabras en español: mal viento; y si mal no entiendo, las sabe en
todos
los idiomas, a fuerza de ser el caso más ordinario que le sucede al
Tobías,
para el cual es malo todo viento que no sopla directamente a su
rumbo.
Este John, que es su nombre, os despierta todas las mañanas
amablemente
con sus palabras mal viento. En el día, su caricia ordinaria,
a
cada encuentro, es mal viento.
Por
lo demás, este buen John, es incapaz de molestar a nadie con sus
comedimientos,
pues ni los conoce.
XVII
A
ningún desventurado le faltan momentos de consuelo, instantes de
felicidad,
que brillan como relámpagos de vida en la noche del dolor. Los
tiene
nuestro peregrino como cualquier otro desgraciado; y grato a las
bondades
parsimoniosas de su estrella, los conserva [509] y recuerda. He
aquí
la transcripción textual de lo que hallamos en su diario:
«Hoy
es domingo. Sentado sobre cubierta, con los brazos cruzados,
contemplo
el hermoso cielo de que me alejo. Tengo a mi derecha una jaula y
a
mi izquierda una ventana. En la jaula canta un canario; y en la ventana
canta
el capitán los himnos de David, según el ritual de los protestantes.
Sólo
él y el canario tienen derecho de cantar en el Tobías, en este día
religioso.
»En
este instante parece haberse cansado de cantar el de la ventana,
pues
observo que continúa los salmos silbándolos en vez de cantarlos. Me
asomo
por accidente, y veo que ejecuta el bíblico silbido con rostro
grave,
alzados los ojos a Dios y todo él bañado en recogimiento y
unción.
»¡Pobre
infeliz! En este instante le perdono todo. ¿Qué importa que
se
ponga a cuatro pies y juegue a mordiscones con su perro en Terranova?
Es
irlandés, quiero decir jovial. Byron sin ser jovial ni irlandés, ¿no
hacía
cosas iguales?
»¿Qué
importa que entre día repita sus libaciones del néctar de la
Antilla
inglesa, desatado en agua fresca? Es peninsular, es decir, hombre
cronómetro.
Meted un buen reloj inglés en espíritu de vino, y le veréis
dar
las horas a su tiempo. Un inglés destilado y convertido en *, no
dejaría
por eso de cumplir con su deber».
La
mitad de sus escasos goces los debe Bonnivard a las cualidades
amables
de su compañero de viaje, el alemán-suizo. Sábese lo que es un
alemán
puro y neto. No un alemán como Hegel o Goethe, ni un alemán de
Berlín
o Viena. Hablo del buen alemán de las campañas suizas; de un alemán
de
esos que contestan -muy bueno, por la tarde, cuando le preguntáis-
¿cómo
está Vd? Por la mañana: un alemán de esos que fuman ocho horas y
piensan
diez antes de decir -esto es blanco, o esto es negro; que oyen hoy
un
chiste y mañana recién ríen de él. Tal es, más o menos, el alemán que
el
destino da por compañero de viaje a nuestro cautivo del Chillon
andante.
«Cuando
el piloto se ve acometido por un acceso de nostalgia [510] o
mal
de patria, hace de su camarote una Bretaña artificial, es decir, lo
llena
bien de humo y se mete en él. Yo, que tengo el mío situado al norte
del
suyo (lo que equivale a decir que el mío es la Escocia de su
Inglaterra)
no puedo menos que participar de la nebulosa atmósfera del
país
vecino, que, en cuanto a humo, forma con el mío un verdadero Reino
Unido.
En vano ha exigido un repeal; lo he conseguido como lo obtendrá
O'Connell,
es decir, de un modo que después del repeal es mayor la unión
que
antes. En efecto, a pesar de un engrudamiento formal a todas las
endijas,
recibo todavía soberbios humazos de un tabaco que infelizmente no
es
del que fuman los turcos.
»En
cuanto a endijas, la cámara del Tobías, es una filigrana
chinesca:
no en lo acabado y pulido, sino en la filigrana. Bien se
advierte
que el arquitecto fue tan precipitado en la construcción de su
obra,
como la obra es morosa para navegar; pues el rudo escoplo casi nunca
concedió
el honor del da capo a estas tablas vírgenes casi como salieron
de
las florestas de Montreal.
»Los
goces de la lira no me faltan a bordo. Un canario, especie de
compatriota
mío por lo que ambos tenemos de español, nos canta durante el
día:
y en la noche, ratones, también medio paisanos, por cuanto son
brasileños.
Es fácil colegir, que no abundamos en tenores; y que el
repertorio
de nuestros agudos dilellanti, no debe ser numeroso y
variado.
»En
la primera noche de nuestro viaje, un ruido que tenía todos los
visos
de un amotinamiento del rol, me determinó a preguntar a uno de los
marineros
por la causa de aquel extraño movimiento. -No es nada, señor, me
contestó,
son los ratones. -¡Cómo! ¿Tantos ratones traemos a bordo? Vienen
los
suficientes, replicó él, sin sombra de ironía, como si hablase de
leña,
agua u otro artículo de necesidad. Busqué sentido a este extraña
expresión,
y le hallé uno muy racional en cuanto aquellos animales
componían
por su número y peso una tonelada de carga, muy útil suplemento
a
nuestro escaso lastre». [511]
XVIII
Y
bajo estos auspicios, bajo estas sensaciones, rodeado de este
amargo
concurso de circunstancias, es que nuestro peregrino abandona la
ribera
en que queda la patria: la patria, que no se debe dejar nunca,
cuando
no se sale de ella por un camino plantado de claveles y empedrado
de
esmeraldas.
Por
una ley del corazón, bien conocida, desde que nuestro hombre se
ve
en cautiverio, la patria se retrata en su memoria con tintas de una
belleza
mortificante. Entonces todo lo que antes era indiferente, se le
representa
caro y precioso. Entonces no hay un bello día, no hay una hora
de
felicidad pasada, una escena querida, un sólo objeto de su antigua
afección
que no se retrate más bello en la memoria del que camina al país
siempre
estéril del extranjero.
Para
que estas impresiones sean más dolorosas, la marcha del buque es
insensible:
la agonía es sin término. La fisonomía agonizante de la patria
está
siempre en el horizonte.
Perdida
toda esperanza racional de salvación, el desdichado se
sumerge
en el sueño de las esperanzas quiméricas: un contraste, una
arribada
forzosa al Río de la Plata, es su ensueño de felicidad. La
inconcebible
torpeza de la embarcación, le hace persistir este
pensamiento.
A
los dolores morales de la ausencia se agregan las mortificaciones
materiales
del mal tratamiento, y más que todo los tormentos del
aislamiento.
¡El aislamiento! ¡Oh! Este suplicio le arranca imprecaciones
vindicativas,
de carácter extraño. He aquí sus propias palabras:
Bentham,
Dumont, Tecqueville, que propaláis el sistema penitenciario
en
nombre de la humanidad: algún día seréis juzgados por esta humanidad,
como
sus más crueles enemigos. Sois los inquisidores de la legalidad.
Vuestro
sistema, sobrepasa en barbarie a la rueda, a la hoguera, a los más
espantosos
castigos de la edad salvaje. Habláis contra la mordaza que
ahoga
la blasfemia; [512] y atáis la lengua del desgraciado que aspira a
decir
palabras de amor y arrepentimiento.
«El
panóptico cura el vicio, pero mata la razón. Lo que substrae a
las
cárceles, lo da a los hospitales. Destruye la especie, lo mismo que el
crimen.
Institución estéril, paralogismo abominable, tus falsos prestigios
se
desvanecen por fortuna de la humanidad.
»Para
el hombre del norte, no sois pena, porque su deleite es callar.
Para
el corazón expansivo del mediodía, sois la muerte misma, porque sois
el
silencio que distingue al cadáver: y que hace caer de su trono a los
reyes,
que lo imponen por violencia a los pueblos.
»En
París se trabajan hoy dos bastillas(2). Todo el mundo habla
contra
las fortificaciones, y nadie contra el panóptico, sin embargo de
que
es más difícil embastillar una capital de un millón de habitantes, que
reducir
a la mudez a un pobre escritor por la celda
penitenciaria».
XIX
¿A
dónde va esa multitud de embarcaciones de andar animado y alegre,
cuyas
velas parece que soplara el placer? -Al Río de la Plata.
Estas
brisas dulces como el aliento de las vírgenes ¿a dónde dirigen
sus
alas armoniosas e invisibles? -Al Río de la Plata...
¿Qué
región es aquella que aparece coronada de luz después que el sol
recoge
su cabellera de topacios? Es la región del Plata.
Estas
aguas pintadas con las tintas del arco iris, que se deslizan
por
debajo de nuestra embarcación, ¿a dónde se encaminan? -A abrazarse con
las
dulces aguas del Plata. [513]
«Al
ver el movimiento occidental de las estrellas y de todas las
pompas
del firmamento, se diría que la vida universal se encaminaba hacia
los
climas argentinos.
»¿Y
sólo yo, por Dios, a dónde me dirijo? Sólo yo me voy lejos del
Plata,
hacia los mares fríos y lóbregos de Austro, adonde no van las
dulces
brisas, los astros del cielo, las expediciones alegres del
comercio».
XX
He
ahí los monólogos en que el prisionero pasaba las largas horas del
comenzar
de aquel viaje eterno.
Cada
mañana los mismos dolores, cada tarde a la vista del rosado
horizonte
de Buenos Aires los mismos pesares. Y en el Tobías la misma
lobreguez,
la misma calma y hasta la misma posición. La impasibilidad de
aquel
buque era tal, que un geógrafo precipitado hubiera podido tomarse
por
penedo, y no sería milagro que viésemos todavía alguna carta náutica
en
que apareciera señalado como tal.
Sucediéndose
de este modo los días a los días y las noches a las
noches,
el dolor que no es más duradero que la felicidad, empezó a
declinar;
y nuestro héroe revistiendo el mando de insensibilidad de los
estoicos,
alzó un día su corazón abatido y protestó cumplir con la
serenidad
de hombre el destino a que se encontrase sometido sea cual
fuere.
Esto
acontecía a la latitud de 30º sur. Pero como nuestro Tobías es
susceptible
de cambiar de posición, del mismo modo que cambian los mares y
los
continentes según lo demuestran los geólogos, llega un día en que el
aluvión
a la vela, se presenta en la altura de la isla de Lobos, como
queriendo
formar polinesio o archipiélago con ella. Entonces nuestro
Bonnivard
no puede dejar de trazar en su diario estas palabras sentidas y
melancólicas:
«21
de febrero de 1844. -He pasado los días de ayer y hoy en frente
del
Río de la Plata. Me había preparado para verter [514] lágrimas en esta
travesía;
pero me he encontrado superior a mí mismo.
»Esta
mañana corría viento pampero, es decir, viento de Buenos Aires.
Si
mis sentidos eran veraces, yo he creído percibir el aire zahumado de
los
campos argentinos. A cuatro grados de longitud de la costa, en día y
medio
de buen viento habríamos podido fondear en Montevideo. Hacía uno de
esos
días nublados tan dulces en la estación de los fuertes
calores.
»Recordé
que era el mes de vacaciones para los estudiantes de Buenos
Aires:
querido mes en que he pasado los días más alegres de mi vida,
vagando
con mis joviales compañeros de estudios, unas veces sobre las
riberas
del Paraná, otras en las graciosas campiñas de San
Fernando.
»Esta
tarde se ha puesto el sol en el horizonte de Buenos Aires, que
está
delante de nosotros. El cielo estaba despejado y el horizonte pintado
de
hermosísimos colores. La luna tenía tres días, y escondía su asta
plateada
entre los vapores carmesíes de la tarde. Algunas aves acercaban
nuestra
embarcación, y daban mayor movimiento al horizonte panorámico.
Estas
aves son argentinas, pensaba para mí. ¡Cuánto las quiero! Si fuese
cazador
me guardaría de tirarles, como a las niñas de mis ojos. Venía la
noche:
todo hacía creer que sería para Buenos Aires una de esas noches que
en
época más venturosa para la noble ciudad, sus calles elegantes se
inundaban
de alegres y bonitas mujeres, atraídas por los ecos de la
música».
XXI
Se
sabe que por los 38º latitud, en cualquiera de los hemisferios, ya
el
mar pierde ese color de rosa y esa calma de primavera de los climas
tropicales.
Por
esta altura, un día la brisa austera de los climas templados,
hace
pasar su soplo sobre los crujidores palos del Tobías, y el gesto
severo
del cielo polar, hace pasar por la frente del novel capitán [515]
un
fantasma de arrepentimiento que le determina repentinamente a dar la
proa
al Río de la Plata, y la espalda al cabo de Hornos.
Para
un irlandés, pensar y hacer no son dos cosas. La decisión es
practicada
tan presto como concebida.
El
lector atento a lo pasado hasta aquí, podrá calcular el cambio que
ella
produciría en el espíritu del peregrino. El momento es solemne,
copiemos
sus expresiones:
«Aurora
de libertad, destello inesperado de ventura: si no eres un
sueño
de mi fantasía enardecida, yo te saludo hincado de
rodillas.
»Patria
de mi vida, objetos caros a mi alma, que yo creí perdidos
para
siempre, ¿será posible que mañana nada menos, tenga la dicha de
rescataros?
»¡Oh
momento de resurrección y de vida! Las márgenes risueñas del Río
de
la Plata, van a dibujarse delante de mis ojos, que ya se habían cerrado
para
todas las cosas alegres de la vida.
»Mañana,
cuando el pontón aborrecido haya arribado a la orilla
libertadora,
mis amigos naturalmente asaltarán su bordo de tropel; y, como
los
warneses vencedores del castillo del Leman, exclamarán
exaltados:
-»Bonnivard,
¡está libre!
»Y
quien sabe si al preguntar yo a mi vez:
-»¿Y
la patria?
»No
me contestan:
-»Libre
también(3).
»Así
la Providencia en un momento inesperado da vuelta el astro de
nuestra
fortuna y lo hace brillar con la luz hermosa de la
esperanza».
Sería
eterno aglomerar las expresiones que el entusiasmo arrancó de
aquel
corazón desventurado, en esos momentos de crepúsculo y esperanza.
[516]
Pero
esta dicha sólo duró dos días, pues otros tantos duró la
terquedad
triunfante con que el viento del noroeste, azotó la proa del
Tobías,
que fiel a su culto por el viento en popa, no tardó en darla al
suspirado
Río de la Plata.
El
peregrino en vista de esta ocurrencia verdaderamente providencial,
cruzó
los brazos y dijo resignado, para sí: -sea todo por el amor de
Dios.
Desde
ese día puso freno al curso de sus emociones, y aplicó su
pensamiento
frío, al examen de las ideas que el progreso ordinario del
viaje
hacía nacer.
XXII
A
los 40º de latitud, el viento noroeste, como fatigado de llevar por
delante
aquella montaña, dice alto un día; y el Tobías, inseparable de la
voluntad
del viento, dice alto también. Allí uno y otro permanecen por dos
días
en completa inmovilidad.
Nápoles,
situada en latitud análoga, en el hemisferio opuesto, no
presenta
cielo más puro, más intachable y bello, que por aquella vez se
mostró
al peregrino el último cielo de la República Argentina. Él le
disfrutó
a su gusto, y hasta el Tobías llegó a encontrarse tan avenido con
la
inmovilidad terrestre, que pareció deseoso de convertirse en cosa raíz,
en
fundo y renunciar para siempre el vano propósito de navegar, opuesto a
su
complexión. Duró esa situación hasta que una repentina niebla puso una
especie
de frontera entre el firmamento argentino y el de Patagonia, ni
más
ni menos que como se separan ambos países en las cartas de los
geógrafos
ingleses.
Curiosas
son las ideas que los climas meridionales hacen nacer en el
peregrino
a medida que se interna en el sud. Si las ideas no han reñido
con
los afectos y las imágenes, creo que ellas no estarán dislocadas en
esta
especie de itinerario libre, al través de la América más austral.
[517]
«Los
pueblos de la América meridional cesan justamente en este
hemisferio,
en la latitud en que comienzan los más bien situados de la
Europa,
en el hemisferio opuesto.
»Se
puede asegurar que la más bella parte de la América del Sur, está
desierta
hasta hoy y abandonada a los indígenas. Hablo de la Patagonia,
tan
rica en minerales, campos, bosques, bahías y ríos navegables. Se ha
dicho
que la habitaban los gigantes. Eso será lo que se realice en lo
venidero,
cuando los nuevos pueblos de la hoy solitaria región, alcen su
cabeza
viril y poderosa.
»Ni
la España, ni sus descendientes son culpables del abandono en que
hoy
yace.
»La
lengua española es una lira, que no tiene armonías en los climas
polares.
Perla de Arabia, necesita de un sol lleno de colores, para lucir
su
oriente.
»Los
árabes amaron siempre al África y a la España, vecina y hermana
del
África.
»Los
americanos descendientes de árabes y españoles quedarán para
siempre
encerrados en los 80 grados centrales, los más hermosos de la
tierra.
»Los
españoles no poseen en ninguno de los dos hemisferios,
establecimiento
más allá de los 42º. Hay razas fuertes para el calor, como
las
hay para el frío. La raza española, hija de la arábiga, es una de
ellas.
»Los
árabes descubrieron el Ecuador como los ingleses el polo.
»Las
razas glaciales que habitan el norte de la Europa, serán las
llamadas
a poblar los extremos fríos del Nuevo Mundo.
»La
Patagonia, este Oregón del Sur, no verá bailar la cachucha con la
cabeza
desnuda a la gaditana cambiada en indiana de Occidente.
»Los
que confundís la libertad con el polvo, si aspiráis a tener una
bella
patria, no la busquéis exagerada y desmedida en territorio como el
Brasil,
este vasto imperio de los mapa-mundis. Procuradla grande por el
número,
espíritu y actividad de sus habitantes; por la fuerza y excelencia
de
sus instituciones.
»La
Suiza es un baluarte de libertad: Rousseau y Sismondi, [518]
Necker
y Guizot, han salido de sus escuelas para ilustrar la libertad del
mundo.
Sin embargo la provincia argentina de la Rioja, que no posee diez
mil
habitantes, es dos veces mayor que la Confederación
helvética.
»Poblad
las pampas y el Chaco, o por mejor decir, poblad ese desierto
doméstico
que llamáis Confederación Argentina y que sólo es una liga de
parajes
sin habitantes: y dejáos de disputar territorios, que os envanecen
e
infatúan.
»Si
la bandera de Albión, por ejemplo, se instalara en esas
soledades,
¿qué resultaría? Que al cabo de un siglo veríamos crecer bajo
sus
ondulaciones a la Boston, a la Filadelfia del Sur. No temáis las
colonias:
Washington y Jefferson, Moreno y Argomedo, son hijos de
ellas.
»Todo
cuanto se hace en este mundo sirve a la libertad, hasta la obra
de
los tiranos. La bandera de Mayo no hubiera venido al mundo, si la de
Carlos
V no arrebatara un día las márgenes del Plata a sus salvajes
moradores
del siglo XVI».
XXIII
Sea
que la política comprenda en realidad esas ideas, o que ellas
pertenezcan
a una acalorada fantasía, el hecho es que son producto de la
reunión
de disgustos que la rigidez del clima hace sufrir a la imaginación
tropical
del peregrino.
Y
no objetéis que él no puede juzgar porque sólo conoce de paso esas
regiones:
las conoce a fondo, por el contrario, porque tiene motivo para
ello.
Para el Tobías, cruzar un país es tener residencia en él, es
habitarlo,
es domiciliarse en él. Nuestro viajero, según eso, puede
asegurar
que es vecino antiguo del cabo de Hornos, y hablar como antiguo
morador
de la tierra, sobre asuntos magallánicos.
Él
nos refiere, en esa virtud, que para los buques procedentes del
Atlántico,
el pasaje del cabo de Hornos es como el asalto de una
ciudadela,
custodiada por cuatro centinelas gigantes, que [519] mudan la
guardia
alternativamente. El primero es el viento sur; el segundo es el
sudoeste;
el tercero el oeste, y el cuarto el noroeste. El cabo de
escuadra
de este piquete, el que preside a todos los cambios de guardia,
es
el viento sudoeste. No pasa un movimiento en que él no intervenga; o
más
bien, todos los movimientos empiezan y acaban por él. Es como el
Mirabeau
de esta asamblea de soplones; los otros oradores hablan sólo para
darle
ocasión de hablar: pero siempre cierra él la discusión.
Contra
este formidable poder militar ¿qué hará nuestra ciudadela
flotante?
Visiblemente
son desiguales las fuerzas: pero no importa. La astucia
suple
al poder. La señal del combate está dada, y el sudoeste abre la
jornada.
El
Tobías le deja venir, recoge sus velas y se deja estar tan quieto,
como
el mismo cabo de Hornos. Al sudoeste sucede el sur: el Tobías
inmóvil.
Al sur, el oeste: el Tobías impasible. Al oeste, el noroeste: el
Tobías
como una roca.
A
la vista de tanta inmovilidad, el enemigo acaba por creerlo un
peñasco
de la Tierra del Fuego, y abandona el campo burlándose de su
propio
chasco.
Pero
no para ahí el ardid. Es necesario, es posible asaltar al
enemigo
y tomarle su campo. El Tobías se apodera, al efecto, de la táctica
de
los cazadores de perdices. Haciendo jornadas de dos minutos por día,
mantiene
al enemigo en el error de creerle inmóvil. El astuto castillo
toma
por aliados unos tres meses al año, y con este contingente de tiempo,
su
estratagema obtiene la corona del éxito. En efecto, el leal febrero le
acompaña
hasta su último aliento y lo entrega a marzo; marzo lo entrega a
abril
y abril expira con el gusto de ver la entrada victoriosa del Tobías
en
el puerto de Valparaíso.
He
aquí un derrotero completado por el viento, las corrientes y el
tiempo
a despecho del timón del octante y del piloto. De este modo fue que
el
aluvión enseñó a conocer el arte de la navegación a los hombres, por
más
que lo ignoren los analistas de la mar. [520]
XXIV
Curiosas
son también las consideraciones siguientes con que el
peregrino
procura desvanecer las preocupaciones existentes contra el cabo
de
Hornos, en provecho de la navegación del sur:
»Por
imponente que parezca este aparato de resistencia del cabo, no
lo
es sino para buques como el Tobías.
»El
viento adverso triunfa del grosero proyectil, pero la sutil
flecha
los traspasa insensiblemente.
»Que
lo bajeles australes imiten las formas del dardo y el cabo de
Hornos
dejará de ser una montaña insuperable para la marina
atlántica.
»El
verdadero, el temible cabo de Hornos, es un buque como el
Tobías.
»Todos
los mares son ecuatoriales, en lo apacibles, para
embarcaciones
en que la ligereza de la construcción, la pericia del
capitán,
la abundancia y aptitud del rol, la gentileza del tratamiento, se
conciertan
en una medida conveniente.
»-¿Qué
presenta en efecto de malo el cabo de Hornos? ¿Viento
contrario?
¡Dónde no lo hay para un lerdo pontón!
»-¿Frío?-
siempre le tendréis al lado de chimeneas simuladas.
»-¿Tempestades?-
las ve por docenas el que se domicilia en el mar, es
decir,
el que se embarca en un aluvión de tres palos.
»-¿Costas
peligrosas?- Lo son todas para buques en que el timón es un
resorte
que no rige. Enfrenad un tonel y veréis que el freno no es un
instrumento
de dirección como en la boca de un caballo.
»-¿Hambre?-
mejor para el pasajero, si el buque le ofrece con qué
satisfacerla.
Si no es así, culpad la miseria del capitán, no al mar, que
en
ninguna parte da manzanas y garbanzos». [521]
XXV
Todo
esto no quiere decir que el mar del cabo sea tan bonancible como
el
primer maestro de escuela del peregrino, que, desvelado en estudiar los
mejores
métodos de enseñanza, pasaba las horas de la lección durmiendo a
pierna
suelta con sus discípulos. Veamos cómo nos pinta la índole
verdadera
del cabo:
»He
visto el ceño del río de la Plata en días de su mayor cólera: he
oído
el trueno del golfo de Lyon: conozco los mugidos del canal de la
Mancha;
y la ira del mar de Cantabria. Pues bien: estos campeones son
soldados
rasos al lado de nuestro señor cabo.
»Sin
embargo, el cabo en sí, el islote de este nombre, tiene en su
seno
la bahía de San Francisco; y no es tan malo un lugar que, en vez de
riesgos
ofrece asilo a los navegantes».
Por
lo que hace al mar del Cabo, no es otro que el grande océano
Pacífico.
En el grande océano, todo es grande, la brisa y la ola, la
cólera
y la bonanza. Ni el elefante puede acariciar como el perrillo de
faldas:
ni el mar-mundo puede tener blandaras para balleneras y pontones.
Sólo
al fuerte es dado comprender la benignidad del fuerte.
Por
lo demás, no es posible desconocer la coincidencia de los tiempos
en
que se daba nombre a estos parajes, con los bellos días de la sátira
española.
¿Se
puede llamar de otro modo que por burla cabo Frío, en el Brasil,
al
que en realidad es un cabo del infierno por lo caluroso?
Por
el contrario, lleva el nombre de cabo de Hornos el paraje más
frío
que contiene la América del Sur; y Tierra del Fuego a la que mantiene
en
la cresta de sus montes, hielos más viejos que el mundo.
Con
igual propiedad es llamado Pacífico el grande océano. Es verdad
que
él sólo tiene guerra declarada a las malas embarcaciones y en especial
al
Tobías, para quien sólo tiene tormentas, corrientes [522] y lluvias;
pero
su paz es como la de esas grandes capitales en que la calma es
tumultuosa:
paz animada que resuena y conmueve como la guerra misma.
Nuevo
Mundo es llamado el mundo americano: y si es cierto lo que ha
leído
el naturalista D'Orbigny a la Academia de París, el niño resulta ser
nada
menos que tatarabuelo del llamado viejo mundo. De este modo, si los
registros
de bautismo y estado civil, descubiertos por el sabio francés,
llegan
a admitirse como auténticos, tendremos que el hoy reputado
jovencito
pasará sus juguetes de niño a su verdadero cadel, y recibiría de
éste
la peluca y el bastón de la senectud. ¡Qué chasco entonces para el
Porvenir,
este coquetón que había puesto sus ojos para su desposorio con
la
chicuela llamada por antonomasia virgen América!
XXVI
Así
como fuera injusto para la mula de silla, que su señor conducido
por
ella de San Felipe a Santiago, dijese que había sido traída por su
recado:
así sería ingrato de parte de Bonnivard, si dijera que había sido
traído
a Chile por el capitán y el piloto.
Si
algún piloto, dice el peregrino, ha intervenido en la dirección de
mi
viaje, no es seguramente otro que aquel que en el mar azul que se
despliega
sobre nuestras cabezas, pilotea esos brillantes bajeles que
jamás
tropiezan los unos con los otros y se llaman astros del
firmamento.
Fijad,
si no los ojos en el derrotero del Tobías, y hallaréis más
lógica
en el giro de la mosca en el aire, en la marcha de la hoja que
desciende
del árbol. Si ponéis en balanza lo que han hechos los vientos
por
sí mismos, y lo que ha hecho el capitán, hallaréis que los progresos
son
debidos a los primeros, los obstáculos y retardos al segundo: el uno
que
nada omite por perderse: los otros que parecen apalabrados para
salvarnos.
[523]
Y
si alguna razón tuvieses, bajel abominable, para pretenderte autor
de
la terminación de mi viaje, no sería más que un motivo nuevo de encono
contra
ti, pues no habiéndome hecho perecer al principio de la
peregrinación,
me has dado a conocer los tormentos del calabozo, que quise
evitar
dejando el suelo ensangrentado de la patria. Muéstrame si no el reo
de
Estado, que haya sufrido en las cárceles de la tiranía lo que he
padecido
entre las tablas siete veces malditas de tu cámara. ¿No habría
sido
más feliz perecer en los calabozos ennoblecidos por el martirio de
los
patriotas y la brutalidad del despotismo?
No
tendría yo razón, si alguna vez al poner mis pies en tierra, me
despidiese
de ti con estas palabras:
«Queda
en poder de las olas vengadoras, perverso sitio de pesar y
enojo:
que el fuego del cielo devore tus tablas sin dejar al viento el
placer
de aventar tus cenizas: que las olas rabiosas desaten tus maderos
en
tantas astillas, como arenas contiene en su fondo el mar».
Pero,
¡ay! Si la tierra en que he de emitir semejante voto ha de ser
la
tierra querida de Chile, me arrepiento de pronunciarlo. ¿Qué vehículo
no
es digno de gratitud cuando nos conduce a países como ése?
XXVII
Esa
corona que despide rayos de dulce luz ante la que se postra
arrodillada
la mitad del género humano, no está formada de diamantes, sino
de
clavos y espinas.
El
laurel de la mundana gloria está erizado de agudas puntas, que
hacen
gemir la cabeza refulgente que le ciñe.
La
castidad celeste de las vírgenes habita los claustros helados del
monasterio.
Crece el diamante en el seno de la piedra; la perla en el
fondo
tenebroso del mar, y el encanto de los púdicos amores en las sombras
del
misterio. [524]
Así
Chile vive cercado de los hielos de los Andes, de las tempestades
del
cabo, de la extensión inconmensurable de la Oceanía y de la pestilente
mar
de las Antillas.
Centinela
vigilante del Porvenir para el cual reserva Dios el mundo
marítimo
por teatro de la grandeza definitiva del género humano. Chile
lleva
en su frente un blanco turbante de hielos coetáneos del sol; tiene a
sus
plantas al grande océano, que, como el león de Bengala, acaricia
generoso
sus graciosos pies; zonas de mirto y de aromos estrechan su
cintura,
que se apoya sobre montes de oro y plata; y un sol siempre
resplandeciente
hace sonreír las flores de sus campos mecidas por brisas
amables
cual incensarios suspendidos en el aire para sahumar su atmósfera
de
vida y de consuelo.
Oriente
del oriente, hacia él es donde se dirige el poético habitador
del
Jordán y el Eúfrates para saludar la aurora del día y ver salir la
estrella
matutina.
Las
azucenas de Sión aparecen humildes al lado de sus vírgenes que
perfuman
el pasto de sus valles con el aroma de sus pasos
inocentes.
El
vuelco de la bóveda celeste a la hora en que el alba extiende su
color
de rosa sobre los campos, es menos ameno que las laderas de sus
montañas,
blanqueadas por grupos de corderos, que apacientan entre
aromas.
Como
Dios da cierta configuración externa a la cabeza que sirve de
alojamiento
al genio, así también provee de cierta configuración
territorial
al país que tiene por misión el apostolado del progreso. Sin
regiones
clandestinas, abierto como una anfiteatro a las miradas del
mundo,
accesible por todos sus puntos al roce del extranjero. Chile tiene
en
su suelo escrita la ley de su unidad nacional, es decir, de su
existencia
política, pues en la lengua del publicista, la unidad quiere
decir
la patria.
Su
suelo exento de reptiles destructores y la índole blanda de toda
su
naturaleza, hace ver que su destino social es esencialmente saludable
para
el orbe americano. [525]
XXVIII
He
aquí el país, que un día tiene la desgracia de ver aparecer en su
más
bello puerto al calamitoso fantasmón, que lleva el nombre de
Tobías.
La
estampa de Bonnivard saliendo de entre las negras velas del
flotante
calabozo, sería digno tema para el pincel de Ribera el
Españoleto,
pues la pluma es impotente para describir ruina tan
expresiva.
El
que haya visitado el Museo de las bellas artes de Ginebra debe
recordar
un retrato de Bonnivard, ejecutado por un pintor español, en el
momento
en que los warneses invaden el castillo Chillon y dan libertad al
prisionero
después de seis años de clausura: cuadro que hubiera sugerido a
Byron
mismo inspiraciones que no tuvo al escribir su Prisionero antes de
conocer
la historia de Bonnivard.
El
pintor español, os hace uno de los actores en la escena de
libertad,
os hace libertador a vos mismo: os introduce en el calabozo de
Chillon,
os mezcla entre los warneses y os obliga a gritar: Bonnivard,
eres
libre: tal es la vivacidad con que veis al mártir de la libertad de
Ginebra,
que sale blanco y transparente como la porcelana de Sèvres, de su
obscuro
calabozo, los ojos bañados en el santo fuego de la fe, alargando a
sus
protectores sus manos diáfanas y amarillas como las llamas del
topacio.
Pues
bien, en este cuadro el discípulo de Ribera hace dos retratos de
un
solo golpe; el del prisionero del Chillon y el del mártir del Tobías.
No
podéis representaros la figura del uno, sin comprender la del otro,
deduciendo
las tintas agradables.
En
este estado calamitoso nuestro héroe, impresionado su espíritu por
el
desorden de su organismo, sale del estado normal y aparece poseído de
un
racionalismo extravagante y exaltado, que le hace desconocer el
testimonio
de sus propios sentidos. Hace este razonamiento, v.g., contra
el
cual nada puede la observación empírica de la realidad: «he pasado 70
días
en este buque [526] sepulcral, en este ataúd flotante, solo, sin
hablar,
sin comer, sin sentir, sin tener deseos, conciencia ni esperanza
de
nada; luego yo no debo estar vivo; y contra este raciocinio nadie
podría
persuadirse de que lo esté».
Objétanle
que se halla vivo en Valparaíso, y responde:
«Bien
lo sé: pero ¿qué queréis decir cuando nombráis Valparaíso? Lo
mismo
que yo digo, que estoy en el valle del paraíso prometido a los
buenos
que han dejado de existir. El martirio de mi viaje me ha valido
este
galardón. Estoy satisfecho, me veo transportado a una región de
hermosura
indecible».
XXIX
Sin
duda que Chile posee portentos naturales capaces de fascinar
hasta
ese punto una cabeza debilitada por el sufrimiento; pero también es
preciso
reconocer en obsequio de la verdad, que posee tan nutritivos y
substanciosos
pollos, cereales tan restauradores y verduras tan sabrosas,
que
con dos días son suficientes para restablecer de los estragos de la
dieta
penitenciaria y substraer el juicio intacto del peregrino a la
fascinación
de la naturaleza chilena.
Entonces
advierte que el país que le rodea no es realmente el cielo
sino
un paraje terrestre de extremada magnificencia.
Tobías,
dice entonces a su buque: -me mueve a perdonarte el pensar
que
has podido traerme a Chile. Pero cuando reflexiono que me has retenido
entre
las tempestades del cabo de Hornos un mes entero, que hubiera podido
pasar
aquí: cuando pienso que a tu pesar y sólo por la merced de Dios me
encuentro
en este hermoso país, te retiro mi perdón, te proscribo de mi
pensamiento,
de mis recuerdos y hasta de mi odio, objeto lúgubre de
consternación(4).
[527]
XXX
Desde
este día no más analogía entre el ilustre prisionero del
Chillon
y el obscuro prisionero del Tobías.
Es
tiempo, viajero amigo, que restituyas el precioso préstamo que en
días
de infortunio te fuera dispensado admitir, desprendiéndote desde hoy
del
bello nombre de Bonnivard, y restituyéndolo a los anales de la gloria
helvética,
su propietaria. Híncate ante los altares de la libertad y
pídele
perdón de haber aceptado aún instantáneamente, el uso de un nombre
consagrado
por ella, en honor exclusivo de su inmaculado dueño.
Y
si alguna vez te viniese la tentación de hacer otro viaje de mar
por
el cabo de Hornos, ya sabes cómo debes entender esos avisos
mercantiles
que comienzan:
Para
Buenos Aires
La
muy velera barca de tres palos, de 600 toneladas, forrada en
cobre,
con excelentes comodidades para pasajeros, etc... etc.
[528]
Noticia
del castillo Chillon en Suiza
según
Alejandro
Dumas y el autor del Tobías
Chillon,
antigua prisión de Estado, de los duques de Saboya, hoy día
arsenal
del cantón de Vaux, fue construido en 1250. La cautividad de
Bonnivard,
lo ha llenado de su nombre...
Al
hablar de Ginebra, hemos hablado de Bonnivard y de Berthellier. El
primero
había dicho un día, que por la libertad de su país daría su
libertad,
y el segundo respondió que daría su vida. Este doble compromiso
fue
escuchado, y cuando los verdugos vinieron a reclamar su cumplimiento
los
hallaron a los dos prontos a cumplirlo. Berthellier marchó al cadalso,
Bonnivard,
transportado a Chillon, encontró allí una cautividad espantosa.
Atado
por medio del cuerpo a una cadena, cuya otra extremidad se ligaba a
un
anillo de hierro pendiente de un pilar, quedó así seis años, no
teniendo
libertad más que el largo de la cadena, sin poder acostarse sino
en
cuanto ella le permitía extenderse, girando siempre como una bestia
feroz
alrededor de su pilar, hundiendo el suelo con su marcha forzadamente
regular,
despedazado por el pensamiento de que su cautividad no serviría
de
nada quizás a la libertad de su país, y que Ginebra y él, estarían
destinados
a cadenas eternas. Pero un día fue asaltada [529] su prisión
por
un tumulto de vencedores, y más de cien voces le dijeron a la
vez:
«-Bonnivard,
eres libre.
»-¿Y
Ginebra?
»-Libre
también.
»Desde
entonces la prisión del mártir se ha convertido en un templo,
y
su pilar en un altar. Todo el que posee un corazón generoso y amigo de
la
libertad, se desvía de su camino y va a elevar su plegaria donde él
padeció.
Al instante se hace conducir hasta la columna en que estuvo
encadenado
por tanto tiempo: se busca en su superficie granítica, donde
cada
uno quiere inscribir su nombre, los caracteres que él grabó: se
inclina
hacia el suelo para descubrir las huellas de sus pasos: se agarra
del
anillo a que estuvo atado, para probar si está bastante firme todavía
en
su cimiento de ocho siglos: toda otra idea se pierde en esta idea:
-aquí
estuvo encadenado por seis años... ¡seis años, es decir, la novena
parte
de la vida de un hombre!».
Una
noche, en 1816, en una de esas noches que se diría que Dios hizo
sólo
para la Suiza, una embarcación se avanzaba silenciosamente dejando
tras
sí un rastro abrillantado por los rayos cortados de la luna: se
dirigió
hacia las murallas blanquizcas del castillo Chillon y tocó la
ribera
sin sacudimiento, sin ruido, como un cisne que baja. Descendió un
hombre
de tez pálida, ojos penetrantes, frente despejada y altanera. Le
cubría
un largo manto negro, que ocultaba sus pies, pero se veía que
cojeaba
ligeramente. Solicitó ver el calabozo de Bonnivard; quedó allí
solo
y mucho tiempo, y cuando después se entró en el subterráneo, se
encontró
en el pilar mismo en que había estado encadenado el mártir, un
nuevo
nombre cuya copia es ésta:
BYRON(5)
El
autor del Tobías visitó ese calabozo en 1843. Está situado [530] a
la
orilla del lago de Ginebra, casi dentro del agua. Un gendarme y su
mujer,
son toda la guarnición que le custodia sin embargo de estar lleno
de
cañones. Le visité a las dos de la tarde de un día muy claro. La mujer
del
gendarme me precedía en la entrada del calabozo de Bonnivard. A cierta
distancia
me detuve porque la oscuridad me ocultaba el paso. La mujer me
tomaba
de la mano y me condujo hasta la columna o pilar de que habla
Dumas.
Es la última de la columnata que sustenta la bóveda. La mujer tomó
el
anillo y lo hizo resonar contra la piedra a que está adherido. Me
invitó
a escribir mi nombre en aquel álbum de libertad. Esperé la tinta
sentado
al pie de la única columna medio alumbrada por una ventanilla que
cae
al lago. En esa columna, que no es la del anillo, está el nombre de
Byron,
claro y distintamente esculpido por él. A su alrededor, y como
formando
aureola, se ven los de Víctor Hugo y otros grandes poetas
contemporáneos.
Desde arriba hasta abajo, la columna está cubierta de
nombres.
Escribí en ella el mío por el lado de la sombra, que era el que
le
correspondía. Seis minutos quedé en aquel lugar destemplado, y salí con
escalofríos.
¿Cómo soportaría allí Bonnivard seis años!