Cayetano de Cabrera y Quintero

 


Comedia nueva el iris de Salamanca



INTERLOCUTORES

SAN JUAN SAHAGÚN
PEDRO, gracioso
DON FÉLIX MANZANO
DON DIEGO MORALES
DON PABLO MANZANO
DON ANDRÉS MANZANO
DON LUIS MANZANO
SAN JUAN MONROY
DOÑA LEONOR MONROY
DOÑA CLARA MANZANO
DON ANTONIO MONROY
DON EUGENIO MONROY
FABIO
EL PRIOR DE SAN AGUSTÍN
UNA MUJER
UN NIÑO
DOS EMBOZADOS
LAS TRES FURIAS

Jornada primera

Salen san Juan y Pedro de clérigos
SAN JUAN. Sígueme Pedro.
PEDRO. A mi fe
pluguiera que menos corto,
de tu omnia mea meas porto,
no oyera el sequere me.
Cuanto tu ingenio agradando
ha ido, señor, adquiriendo
como lo vas poseyendo,
lo vas sin seso dejando.
Niño eras cuando colaste
un beneficio, y muy triste
a otro el beneficio hiciste,
cuando el tuyo renunciaste.
SAN JUAN. Sin servirlo, ¿fuera bien
lograr, Pedro, su caudal?
PEDRO. Pues digo ¿y quien sirve mal
no cobra, señor, también?
Todavía de estudiar
tu aplicación no acababa,
y ya tu padre estudiaba
en hacerte familiar
de aquel ilustre prelado
que, en Burgos constituido,
logró, en riesgos de temido,
obsequios de venerado.
Pero ya en ti se baraje
el proloquio introducido,
pues, aunque tú paje has sido,
no estudiaste para paje.
SAN JUAN. Si tanto erré como viste,
claro está que no estudié.
PEDRO. Por eso mismo, y porque
dejaste cuanto adquiriste,
hízote este gran prelado
su camarero y después
su limosnero, que es
cargo muy aprovechado.
Y cuando empezar debías
esta caridad por ti,
el caudal de tu amo, y
aun el tuyo, repartías.
Premio, que éste es nuevo modo,
de tu virtud extremada;
pues no persistiendo en nada
quiere así dejarlo todo.
SAN JUAN. Pedro, el consuelo previenen
los disgustos que te aquejan,
pues bienes que así se dejan,
mejor entonces se tienen.
A otra empresa me convoca
Dios, que mucho más nos ama;
y pues Dios, Pedro, me llama,
a mí seguirle me toca.
Advierto el sangriento estrago
de esta ciudad, y es buen medio
anticipar el remedio
a los golpes del amago.
Y si bien las señas oí
nos dio don Félix Manzano,
está la casa a esta mano
de doña María Monroy,
noble viuda en quien se advierte
que, al rigor de hados prolijos,
de dos sus amados hijos
llora la violenta muerte.
Guía para ella.
PEDRO. Señor,
Ya anochece, y no quisiera...
SAN JUAN. ¿Qué?
PEDRO. ...que alguno nos dijera
a palos...
DIEGO. (Dentro) ¡Muere traidor!
Ruido de cuchilladas. Sale don Félix de estudiante con cuello, media sotanilla,
capa y broquel riñendo [con] don Diego.
FÉLIX. Obliguen iras y enojos
a quien no obligan corteses
razones.
DIEGO. Castigue el brazo
al que profanar se atreve
umbrales que yo venero.
SAN JUAN. Don Félix, amigo, tente.
DIEGO. (Aparte. Gente llega. Y, pues, llamado
mi brío en secreto viene
de doña María Monroy,
que me vean no es decente.)
¡Sígueme traidor! (Vase.)
FÉLIX. ¡Tras ti!
SAN JUAN. ¡Teneos por Dios, don Félix!
¿Qué ha sido esto?
FÉLIX. Nada, padre,
soltad.
SAN JUAN. Ved que no parece
bien que quien a Salamanca
pasmada y absorta tiene
con su ciencia, la alborote
con bríos menos decentes.
Yo he de saber lo que ha sido.
FÉLIX. Pues vuestra porfía quiere,
declararos amoroso
más que mostraros prudente,
escuchadlo: en esa casa
que inmediata se previene,
vive una dama tan bella
No que la retrato pienses,
que -pues me quejo celoso-
no he de pintarla elocuente.
Su nombre callara, pero
mi ingenuidad no conviene
en que ignores algo, cuando
saberlo todo pretendes.
Doña Leonor de Monroy
es el centro de mis bienes,
la llama en que, mariposas,
mis rendimientos se encienden.
Galantéola tan fino
que, para verla, impaciente
con el día ruego al sol
que halle su ocaso en su oriente.
Esta tarde, cuando ya
ese rubicundo fénix
en las llamas de sí mismo
moría lúcidamente,
a hallar venía en sus ojos
luces más resplandecientes;
cuando ese galán cobarde
que, en traje de quien no teme,
finca en exterioridades
los resabios de valiente,
a sus umbrales, inmoble
estatua viva parece.
Yo, en quien las mismas finezas
celan tanto como quieren,
te suplico cortesano,
que tan ardua empresa deje.
Pero él, que quizá medía
del valor las altiveces
por el cuerpo, con la espada
determinó responderme.
Desnudo está y defendido
de ella y este broquel breve,
que a las letras no se oponen
armas, y menos broqueles.
Hasta aquí llegué riñendo,
donde tú, molesto quieres
saber de mí lo que ha sido.
Quise yo que lo supieses.
Obedézcote, y pregunto
si hay más en que obedecerte.
PEDRO. Ello es que no lo dijera
César más concisamente.
SAN JUAN. Don Félix, luego que yo
llegué a este emporio luciente
de las letras, me debísteis
un amor tan sin dobleces,
que estimándoos como a todos,
como a ninguno os prefiere.
No quisiera que la nave
de vuestro ingenio excelente,
entre escollos de sirenas,
prisionero Ulises fuese.
FÉLIX. Lo que debo hacer...
PEDRO. Lo sabe,
pero no hace lo que debe.
FÉLIX. Bufones y entrometidos
(Ásele de un brazo.)
si no lo sabe, me muelen.
Y, si no querrá que yo
contra esa pared lo estrelle.
PEDRO. (Aparte.) Aquí dicen «guarda, Pablo»
y debe ser «guarda, Félix».
SAN JUAN. Saber, amigo, el camino
y en la jornada perderse,
más que culpas de ignorante,
son errores de rebelde.
Si acaso de vuestro padre,
de quien obligado huésped
soy, el amor no os obliga,
los respetos os enfrenen.
No queráis que, a estos disgustos,
su robustez consistente
pase de maduro agosto
a ser helado diciembre.
FÉLIX. La muerte, don Juan amigo,
es deuda que todos deben
y evitarla cada cual
debe en el modo que puede.
Si esto a mi padre acabare,
muera, que mi ardor no quiere
que de achaques de cobarde
me sobrevenga la muerte.
PEDRO. Vea que su vivir torcido
FÉLIX. El charlatán, pues pretende
enderezar en sus lomos,
rectos haga esos reveses. (Dale y vase.)
PEDRO. ¡Ay, ay, ay! ¡Tente, demonio!
¿Esto mi Padre consiente?
SAN JUAN. Sufrir Pedro, que en el valle
de lágrimas y de hieles
quien no sufre lo enojado,
no consigue lo paciente. (Vase.)
PEDRO. Sufra él, a quien con razón
estos reveses se deben,
pues Quijote a lo divino
a deshacer tuertos viene. (Vase.)
Salen don Diego, doña María y Leonor de luto
DIEGO. Bien, bella doña María,
antes que mi amor leyese
en el papel de tu cuerpo
esos negros caracteres,
me anunciaba tu desgracia
pues, apenas fijé en ese
umbral los primeros pasos,
cuando, del pesar que sientes,
los aspectos de un disgusto
fueron pronósticos fieles.
DOÑA MARÍA. ¿Disgusto?
DIEGO. Sí, un caballero.
LEONOR. (Aparte.) Sin duda, la infausta suerte
hizo maliciar a Diego
que Félix venía a verme.
DIEGO. (Aparte.) Una, en su pesar dormida,
otra, hermosa, y detenerme
un hombre entrar en su casa,
no sé qué, el alma recele.
DOÑA MARÍA. ¿Qué te ha asustado, Leonor?
Don Diego, ¿qué te suspende?
DIEGO. Mis pesares y los tuyos.
DOÑA MARÍA. Aun son más de los que entiendes.
Salte allá fuera Leonor.
LEONOR. Sin duda, informarle quiere
de todo. ¿Cómo evitara
que hablar a solas pudiesen?
Pero pierda yo la vida
antes que pierda a don Félix. (Vase.)
DIEGO. Ya estamos solos.
DOÑA MARÍA. Pues ahora,
aunque a costa de que aneguen
los piélagos de mi llanto
de mis penas los bajeles,
de haberte solicitado
la causa sabrás, y breve.
Ya sabes, y pues lo sabes,
sólo quiero que te acuerdes
de nuestra antigua nobleza,
y que soy, y he sido siempre,
doña María de Monroy,
de aquel tronco floreciente
que, ilustremente poblado
de antiguas ramas aún verdes,
entre sus hojas por frutos
dio coronas y laureles.
También sabes que antes que
doce primaveras viese,
ya con don Enrique Henríquez
que, en paz (¡ay memoria tente!
no, pues son mis penas graves
las hagas por muchas leves),
me había desposado. El cual
desposo, a la parca débil,
quedé yo sin luz, sin padre
mis hijos, la villa alegre
de Villalba sin señor.
Yo, madre en edad tan breve,
que los hijos y la madre
creciendo iban juntamente.
No obstante, en mis pocos años
afectando madureces
de más edad, trató de
reparar el decadente
edificio de mi casa,
de darle columna fuerte
en mi hijo don Pedro Henríquez
-que éste era el mayor. Y a este
efecto buscó mi amor,
sujeto de tales creces,
que al paso que lo igualase
su persona mereciese.
Casó, y fue a la de su padre
tan semejante su suerte
que, logrando de su esposa
los cariños más recientes,
trocó las teas de himeneo
en las hachas de la muerte.
Quedaron sus dos hermanos
tiernos, sí, pero tan fieles
copias del original
de don Pedro que yo, al verlos,
para que al gusto engañasen,
no esperé a que adoleciesen.
Niños, discretos, galanes,
apersonados, corteses,
finalmente tan queridos
de todos, que solamente
les faltó ser niñas, para
que de mis ojos lo fuesen.
Mas como la suerte sólo
en villanías se estrene,
a los ojos de la cara,
me quiso tocar la suerte.
Lucían en Salamanca
con prendas no diferentes,
del mismo tiempo otros dos
jóvenes de la progenie
de los Manzanos. Sin duda
nobles, pero el labio miente,
que no es noble quien su estirpe
con delitos obscurece.
Estos dos, contravenidos
por cierto disgusto leve,
con mis tiernos benjamíes,
con sus amigos fieles,
a enconos de su malicia
quebraron villanamente,
si a su amistad los espejos,
a mí los ojos, ¡ah crueles!
¡Plegue a los cielos sagrados!
¡Plegue a su justicia! ¡Plegue
que, peregrinos y errantes,
ningún lugar os albergue!
¡El mar os niegue sus ondas
y cuando os las concediere,
hambriento monstruo de vidrio
os devore entre sus dientes!
El dolor que siento sientan,
y éste, a tal extremo llegue,
que de venganzas que espero,
ni aun el consuelo les quede.
Sale Leonor.
DOÑA MARÍA. Pero ¿qué es esto Leonor?
LEONOR. (Aparte.) Mucho mi recelo teme.
DOÑA MARÍA. ¿Qué te asusta?
LEONOR. Don Juan
González hablarte quiere.
(Aparte. Así procuro evitar
que mi culpa revele.)
DOÑA MARÍA. Detente, Leonor, no quieras
que más enojada...
LEONOR. Apele
a su piedad mi aflicción. (Vase.)
DIEGO. Vuelve en ti.
DOÑA MARÍA. Arrebatéme
del enojo que cortó
las razones que a atar vuelve.
Salen san Juan y Leonor al paño.
LEONOR. Aquí, humilde te suplica
doña María que esperes.
Y guarda, señor, mi vida,
que aquí se trata mi muerte. (Vase.)
SAN JUAN. ¡Oh mala conciencia! ¡Como
de cualquiera sombra temes!
DOÑA MARÍA. Desde entonces quedé yo...
Pero tú discurrir puedes
cómo quedaría. Baste
decir que, triste y rebelde,
con el pesar y el enojo
represé hasta las corrientes
de llanto. Sin admitir,
de amigas ni de parientes,
consuelo que a la venganza
su proa no dirigiese.
Hasta ahora, cuatro días
que con el feliz franqueante
de que, a esta ciudad, llegara
un santo varón.
SAN JUAN. Pluguiese
a los cielos que tú y todos,
como yo debo ser fuesen.
DOÑA MARÍA. Este, que como ya oíste,
me está esperando al presente
para que mi mal sanara.
SAN JUAN. ¡Ojalá lo consiguiese!
DOÑA MARÍA. Dirigió a casa una amiga,
pero ya sin tiempo viene.
SAN JUAN. Siempre para Dios es tiempo.
DOÑA MARÍA. Porque ya mis penas tienen
en ti librado el alivio.
¡Ea don Diego!, si merece
mi dolor tu compasión,
si aún en tu aprecio florecen
aquellos finos cariños
con que insaciablemente
querías que en blando juego
nuestra voluntad se uniese,
cuando advirtiendo mi padre
tu pobreza, solamente
casándome con Enrique,
prefirió sus intereses.
Duélete de mi dolor,
mi agraviado honor defiende.
Mi sangre eres, pues también
mi agravio te pertenece.
[Mi cuidado de estos dos]
fugitivos delincuentes
el refugio no ha sabido.
Y ¡ojalá que lo supiese!,
que, aunque el abismo eligieran
para su seguro albergue,
fuera yo al infierno.
SAN JUAN. El cielo
tu ira desbocada enfrene.
DOÑA MARÍA. Y en las azufradas ondas
de sus fétidas corrientes
los sofocara, aunque yo
naufragante pereciese.
De ti este cuidado fío,
en ti espero que se vengue
el honor de los Monroyes.
¡Mueran, mueran los aleves
Manzanos!, pero no quiero,
para que mejor te empeñes,
intimarte obligaciones
de allegado y de pariente.
No que entre tantos bizarros
caballeros, que ennoblece
actualmente en Salamanca
mi sangre, a ti te eligiese
por más apto a mi venganza.
No te ruego que te acuerdes
que me quisiste algún tiempo,
sólo sí, que consideres
que soy mujer y agraviada,
que tú caballero eres,
que arrodillada a tus pies
quiero que rendidamente
los labios que te lo piden
estos pies humildes besen. (Bésalos.)
DIEGO. ¿Qué haces? Levanta, que bastan
para que en mí consiguieses
obediencias más rendidas,
insinuaciones más leves.
Yo haré pues que...
Sale san Juan
SAN JUAN. No haréis más
que lo que el cielo quisiere.
DOÑA MARÍA. ¡Don Juan! ¿Vos? ¿No le mandaron
padre, que allá fuera espere?
SAN JUAN. Confieso el mandato, pero
¿cómo quieres que estuviese
quedo al mirar que aquí dos,
desde la cima eminente
hasta él más profundo seno,
se despeñaban?
DIEGO Y DOÑA MARÍA. ¿Y quiénes?
SAN JUAN. Bien los conocéis vosotros.
Vosotros mismos, que desde
la cumbre de vuestras iras
os despeñáis tristemente
hasta el infierno.
DIEGO. Y a mí
¿con parábolas me viene?
Vaya al púlpito con ellas,
pues yo sé qué hacer se debe
cuando el honor se agravia
y suplican las mujeres. (Vase.)
SAN JUAN. ¿Posible es, doña María,
que así tu juicio se deje
arrastrar de la pasión?
DOÑA MARÍA. Disculpa en mis penas tiene...
SAN JUAN. No niego que es excesivo
tu pesar, mas tú pretendes
cuando haces tales excesos,
que a ser excesivo llegue.
El padecer no es más que
sentir lo que se padece,
luego, sentirá menos
el que menos sentir quiere.
DOÑA MARÍA. Don Juan, el peso conozco
de tus razones.
SAN JUAN. Pues cese
DOÑA MARÍA. la razón de persuadir
a quien sus pasiones vencen. (Vase)
SAN JUAN. Poco hará, Señor, la lengua
si tú el corazón no mueves.
(Entra y luego sale.)
Ya estoy en la calle y Pedro
no ha venido, ni parece.
¿Dónde estará?
Sale Pedro
PEDRO. En una ermita
he estado devotamente
chucheando con un amigo
que vino.
SAN JUAN. ¿Pedro?
PEDRO. ¿Qué gente?
¡Téngase! ¡Válgame Dios!
¡Qué procesión tan solemne!
¡Qué luces! Cielos, ¡qué estrellas!
SAN JUAN. Pedro, ve, el farol enciende.
PEDRO. ¿Cómo? ¿Qué? No hay más farol
que los que en mis ojos vienen.
SAN JUAN. ¿Qué en tan tenebrosa noche
se te olvidase?
PEDRO. Dejéle
encendido en una ermita,
pues sin luz vino en mi vientre.
SAN JUAN. Lo peor es que tempestuoso
(Ruido de tempestad.)
en diluvios se desprende
el cielo.
PEDRO. Para mí, padre,
ya sobre mojado llueve. (Truenos.)
SAN JUAN. ¡Ay Jesús!
PEDRO. ¿Quién se persigna
porque el cielo ventosee?
A Dios, capote de luto. (Truenos.)
SAN JUAN. ¿Qué es, Pedro?
PEDRO. Aquel tranchete
relámpago que, rasgando
al cielo el obscuro vientre
hace que por el rasgón
redaños de luz enseñe.
SAN JUAN. ¿Qué traes, que cayendo vas?
PEDRO. Un granizo que hasta veinte
arrobas me ha trascordado.
SAN JUAN. Aunque perdí, parece
la calle. Abrígate y anda.
PEDRO. Buen abrigo nos previenen
manteos en que calabazas
se pueden cernir por nueces.
SAN JUAN. Gente viene, no te aflijas.
Salen dos embozados
PRIMERO. ¡Oh! Pese a los cielos, pese,
pues el remedio anticipan
antes que el estrago llegue.
SEGUNDO. En este hipócrita necio
todo el infierno se vengue.
SAN JUAN. Si van calle arriba, amigos,
guíennos.
PEDRO. ¡Y cómo hieden
los hermanos!
PRIMERO. A los dos
nos sigan.
PEDRO. ¿Y es buena gente?
No saquen luego las uñas.
SEGUNDO. Ande, si que lo guíen quiere.
Dale un empellón y cae por un escotillón.
PEDRO. ¡Ay!, padre, que en una fosa
me he sumido hasta los dientes.
¡Que me ahogo!
SAN JUAN. ¿No le decía
que con cuidado anduviese?
PEDRO. ¿Qué hace el cuidado, si el diablo
rempujándome va?
SEGUNDO. Miente,
sólo el vino es quien le empuja.
PRIMERO. Por aquí.
PEDRO. Propiamente
esto es guiarnos calle arriba.
Suben por la falda de un monte que estará, de suerte que, abriéndose por medio y
cayendo los dos queda san Juan y Pedro cuasi en el aire sin poder bajar.
PRIMERO. Bajen.
SAN JUAN. Ya vamos.
VOZ. (Dentro.) Detente.
SAN JUAN. Traidores, ya os conocí.
PEDRO. Padre, mal camino es éste.
PRIMERO. Baje, que otro paso no hay
si desde aquí no descienden.
SAN JUAN. En nombre del Criador,
a quien tentaste igualmente,
te mando que a sus criaturas
infiel vestiglo no tientes.
Húndense los dos y bajan quedando en el aire dos ángeles con hachas y suena música.
LOS DOS. El infierno nos sepulte.
PEDRO. ¡Padre, que se desvanece
la cabeza! ¡Que me caigo!
SAN JUAN. ¡Oh Señor omnipotente!
¡Cuál te hallará quien te sirve,
si así te halla quien te ofende!
ÁNGELES. Sigue nuestras huellas, Juan.
SAN JUAN. ¿Cómo puedo si aún no tienen
aquí firmeza las mías?
ÁNGEL PRIMERO. Pues a mi voz, obediente
la falda que te elevó
para que desciendas vuelve.
Vuelve la apariencia de monte y bajan.
ÁNGEL SEGUNDO. Repitiendo nuestras voces
para tu consuelo alegres.
LOS DOS. (Cantando.)
¡Qué importa que las fatigas
al justo las luces nieguen,
si en tinieblas de aflicciones
sus luces el cielo enciende!
SAN JUAN. Si así es la serenidad,
venga la tempestad siempre.
PEDRO. ¡Oh qué lindos pajes de hacha!
¡Y quién fuera su pariente! (Vanse.)
Vanse los ángeles alumbrando y sale don Diego de labrador.
DIEGO. Nadie admire mi mudanza
que a esto obligan, a fe mía,
ruegos de doña María
y deseos de su venganza.
A casa don Luis Manzano
me trae así mi destino
por ver cómo el camino
a mis deseos allano.
Pero, él viene.
Sale don Luis.
LUIS. Pues, buen hombre
¿qué quiere?
DIEGO. Guióme aquí
un amigo que de ti
me dio las señas y nombre,
diciéndome ser pudiese
que tu riqueza, no escasa,
quisiese quien en tu casa
o en el campo te sirviese.
LUIS. Es cierto, le busqué, sí,
mas para otro efecto fue.
DIEGO. ¿Hacerlo yo no podré?
LUIS. Clara, manda abrir aquí.
Sale Clara.
CLARA. Señor ¿qué mandas?
LUIS. Que hay, Clara...
DIEGO. ¡Ah más divina hermosura!
LUIS. Muy poco Félix se apura
con mi encargo.
Sale don Félix con manteo.
FÉLIX. Que te hallara
juzgué en otra parte, y fui
de san Bartolomé al gran
colegio.
LUIS. ¿Ya está don Juan
Sahagún allá?
FÉLIX. Señor, sí.
Y esta tarde posesión
de la beca tomará.
LUIS. Así, discurro, tendrá
efecto su vocación.
¿Y de la suerte fatal
de tus primos no has sabido?
FÉLIX. Lo que oí decir, he oído,
es, señor, que a Portugal
algunos partir los vieron,
después de la ejecución
del homicidio.
DIEGO. Atención.
LUIS. ¿Que a Portugal se partieron?
FÉLIX. Sí señor, mas ¿qué has de hacer?
LUIS. De este hombre, que por la puerta
se me ha entrado, si es cierta
tu noticia, he de saber.
¿Querrás,a Portugal ir?
DIEGO. De servirte sólo trato.
LUIS. Pues espera afuera un rato
mientras que puedo escribir.
DIEGO. Ya nuestra venganza encuentro
en este principio cierta.
Va a entrar por donde está Clara.
FÉLIX. Oís, salid por esta puerta
que esotra cae allá dentro. (Vase.)
DIEGO. ¿Que mucho mis desvaríos
exciten estos enojos?
¿Si aquellos hermosos ojos
son ya el imán de los míos? (Vase.)
LUIS. Manda, Clara, que a esta sala
saquen, de escribir, recado. (Vase.)
CLARA. En villano no he notado
más presencia, ni más gala. (Vase.)
Salen don Pablo y don Andrés.
ANDRÉS. ¿Quién podrá, hermano, sufrir
sin que lo acabe el tormento,
el torcedor de un temor
en el potro de un destierro?
PABLO. Gajes son del homicida,
Andrés, fugas y recelos,
mayorazgo a que Caín
lo hizo forzoso heredero.
Bien, que aunque nuestros bríos
son de este delito reos
de sus penas nos exime
así lo justo del hecho,
como que así lo conozcan
de los Monroyes los deudos.
Sale don Diego.
DIEGO. Sobre la posta del aire,
espoleado del deseo
de mi venganza, he corrido
toda la raya al reino
de Portugal sin hallar
el blanco de mis anhelos.
No obstante, grande esperanza
aquí, en dos iglesias, tengo
de hallarlos. Pero ¿qué miro?
¿No me diréis caballeros...?

Llega [Diego] por detrás, asústanse [Pablo y Andrés] y sacan las espadas.
LOS DOS. ¿Quién es? ¿Quién va? Traidor, muere
a mis manos.
DIEGO. Deteneos.
ANDRÉS. ¿Qué pretendéis? ¡Retiraos!
DIEGO. (Aparte.
Mucho de esta acción sospecho.
Ya todo el reino explorado,
hallar aquí dos mancebos
tan parecidos, y lo
que más es, a un solo eco
temerosos y alterados,
escribir, no sin misterio,
en el papel de sus rostros
las negras notas del miedo.
Indicio de que ellos son,
es. Y cuando no sean ellos
-que es difícil-, si no gano
nada, nada también pierdo.)
Recibid de vuestro tío.
PABLO. ¿Don Luis Manzano?
DIEGO. El mismo.
ANDRÉS. ¿De mi tío?
DIEGO. Él lo dirá.
PABLO. Dúdolo, aun cuando lo leo. (Lee.)
Aunque mucho me enojasteis,
que me enojarais más, creo,
si os quedarais agraviados
los dos y no satisfechos.
Acá duermen los Monroyes,
mas no obstante, manteneos
allá hasta que su agravio
duerma en más profundo sueño.
DIEGO. (Aparte.) Créanlo, sí, y bien creído
échense a dormir con ello.
PABLO. ¿Qué dices?
DIEGO. Que por don Luis,
haberos hallado aprecio.
ANDRÉS. ¿Le servís?
DIEGO. Le sirvo, sí es
ejecución el deseo.
PABLO. Tener a uno de su parte,
para un triste es gran consuelo.
Pues, si queréis con nosotros
quedaros, tendréis a un tiempo
amigos y...
ANDRÉS. A mí me basta
tener a los dos por dueño
de mi venganza. (Aparte. A la torre,
no es éste mal fundamento.)
PABLO. Ya, aunque tarde la fortuna,
mudo el semblante severo. (Vase.)
ANDRÉS. Por dilatado, nunca es
mal recibido un consuelo. (Vase.)
DIEGO. ¡Oh! ¡Agraviado honor! Este es
el primer paso a tu duelo,
favoréceme, que yo
a tus altares prometo
que doña María, que es
la que más ama tus fueros,
los gustos de esta noticia
te recompense en obsequios. (Vase.)
Sale san Juan de colegial de san Bartolomé de Salamanca y Pedro de fámulo
PEDRO. Señor, ¿hasta dónde quieres
alejarte del colegio?
Cierto, que es muy buen descanso
que única tarde de asueto
la gaste un hombre de bien
en ir al campo barriendo
con el manto después de
estar encerrado y muerto
de hambre en un cofre de piedra
hecho alhaja de avariento.
SAN JUAN. Pedro, donde se halla gusto,
allí se busca el recreo.
Yo, a más de otros altos fines
que he tenido para esto,
no sé qué oculta razón
capta el humano sosiego,
para que a Dios se levanta
viendo sólo tierra y cielo.
PEDRO. Pues, si cazar almas quieres,
aquí no hay más que conejos.
Volvamos a la ciudad.
VOCES. (Dentro.) ¡Para! ¡Para!
Salen de camino doña María, Leonor, Eugenio y Antonio con escopetas en mano.
EUGENIO. Descansemos
en esta florida margen
un poco.
DOÑA MARÍA. Tener no puedo
yo descanso.
LEONOR. Que mi muerte
me negase, avara, el tiempo
poder noticiar a Félix
mi partida. ¿Cuándo, cielos,
logrará un amor tan fino
las posesiones de quieto?
SAN JUAN. ¡Doña María!
DOÑA MARÍA. ¡Don Juan!
PEDRO. Buenas tardes, caballeros.
SAN JUAN. ¿A dónde, doña María,
si guardada de tus deudos,
tan prevenida de armas
vas? Advierte que los cielos,
como leen los interiores,
intiman también los riesgos.
DOÑA MARÍA. Señor don Juan, con maduro
juicio a Salamanca dejo.
Y a mi villa de Villalba
me retiro, donde quiero
pasar de mi triste vida
los restantes contratiempos.
Donde no haya quien oculto
se sienta o alegre de ellos,
que igual pesar me daría
advertir que mis tormentos
son gustos para el contrario
y pesares para eldeudo.
La que veis no es prevención
sino natural recelo
de mi desgracia, que como
hay infelices tan tercos,
que a hierros de la fortuna
es imán su sufrimiento.
No quisiera, pues son tantos
mis enemigos, que el cielo
mal seguras confianzas
me cobrara en escarmientos.
Esto lo cierto es; si acaso
esto no fuere lo cierto,
ni a mí conviene el decirlo,
ni a vos os toca saberlo. (Vase.)
EUGENIO. Amigos, de los Manzanos
recela, no nos venguemos.
(Vase con Antonio.)
LEONOR. Don Juan, quien es tan curioso
está muy cerca de necio. (Vase.)
PEDRO. Señor, para ti valientes
no son del género neutro,
pues rascarrabias encuentras
usque intra femineum sexum.
SAN JUAN. Mas, ¡oh Pedro!, su intención
siento, que no mi desprecio.
Difícil empresa sigo,
mucho conseguirla temo.
PEDRO. ¿Qué empresa? Dila, que todos
la esperan.
SAN JUAN. Dirála el tiempo.
PEDRO. (Paseándose.)
Dios, por quien es, me separe
de tus empresas, que pienso
que ni todas mis mudanzas
han de sufrir el Proteo
de las tuyas. Ya estudiante,
ya paje, ya camarero,
ya canónigo, ya cura,
ya sacristán y a más de esto
colegial, ¿para qué yo
sea fámulo sempiterno?
SAN JUAN. Y ¿cuándo, di, más honrado
se ha visto mi encogimiento
que en este plantel de ciencias
y nobleza?
PEDRO. Yo confieso
nos da san Bartolomé
su piel en estos arreos.
Mas también, por esta piel
suelen quitar el pellejo.
Fuera de esto, ¿quién, señor,
sufrirá tu desaseo?
El manto cual liberal
rasgado, el cándido cuello
de ti tan ajado que
lo tratas como a tu negro,
el bonete que me cuesta
disgustos el defenderlo
de un cocinero bellaco,
que freírlo quiere en sí mismo.
No, señor, a toda ley
manto limpio, y neque Deo,
que, así, el que ni a Dios se quita,
es muy justo que llamemos
galán, antes que estudiante.
Pues, si a la experiencia creo
joven bien compuesto, malo,
joven mal compuesto, bueno.
SAN JUAN. Vamos, y deja locuras.
PEDRO. Allá, hay más en el colegio.
Salen Antonio, Eugenio y Leonor
ANTONIO. ¿Por dónde doña María
habrá ido?
EUGENIO. En la espesura
del monte se me ocultó,
y aunque me empeñé en su busca,
no la halló mi diligencia.
LEONOR. Temo nueva desventura.
Es vil, y sigue tenaz
al infeliz, la fortuna.
EUGENIO. En su busca por diversas
partes, cada cual discurra. (Suena clarín.)
Mas, ¿qué galán caballero
es el que a esta parte cruza
y bizarramente armado
de negras galas y plumas,
obscuro caballo enfrena
y fornida lanza empuña?
ANTONIO. Caballero tan galán
en estas estancias rudas,
es encanto de los montes
fantasma de sus grutas. (Clarín.)
Tocan y sale por el patio, a caballo, en traje de hombre como dicen los versos.
DOÑA MARÍA. ¿Qué os admira caballeros,
nobles Monroyes? ¿Qué turba
vuestra atención? ¿No es encanto
el que excita vuestras dudas?
Corra la vergüenza el velo
(Quita la banda al rostro.)
y a la observación aguda
de la vista, sepan todos
a quién este traje oculta.
EUGENIO Y ANTONIO. ¿Qué miro?
LEONOR. ¡Doña María!
DOÑA MARÍA. ¿Qué os admira? ¿Qué os apura?
Poderoso es el honor
agraviado. Y en sus turbias
ondas, antes transparentes,
bebe aquel que llora injurias.
¡Oh temor que lo acobarda!
¡Oh valor que lo estimula!
Mágica Circe, la tez
de su cristalina luna
en hembra al hombre convierte,
en varón a la hembra muda,
por eso mi débil sexo,
que a este espejo se consulta
y en la copa de un agravio
licores de Circe apura,
vigor toma, valor bebe,
fuerzas agota, iras gusta,
y en héroe valeroso
mi mismo honor me transmuta.
¡Ea!, ilustres caballeros
en quienes nuestra fortuna
volver a su lustre libra,
vengar sus oprobios funda.
Al arma, que aunque a vosotros
como a quienes sólo lo usan,
el manejo de las armas
se debe, quiere mi furia,
por ser la más lastimada,
que a toda esta noble turba
como soldado acompañe,
como capitán conduzca.
Ya de don Diego Morales
la sagacidad e industria,
halló dónde los Manzanos
cobardemente se ocultan.
A ellos, nobles parientes,
a ellos, ramas augustas
de las generosas cepas
que ha tantos siglos ilustran
de Henríquez y de Monroyes
las facciones y aventuras.
No sin misterio, en el campo,
mis iras os estimulan.
Porque si acaso negáis
el remedio a tanta injuria,
yo misma contra vosotros,
seré un rayo que os confunda;
y antes muerta a vuestras manos,
que mi venganza no cumpla.
Me servirán de mortaja
estas galas y estas plumas.
Será este negro caballo
de mi cuerpo viva tumba,
y muriendo a vuestro enojo
de mi honor en la conducta.
El campo en que pereciere
será, a mi cadáver, urna.
No dejaré, vive Dios,
decir a la edad futura,
que ya que cabeza me hizo
(por mi deshecha fortuna)
de los ilustres Monroyes
y de su nobleza suma,
no supe, muriendo yo
o matando a quien me injuria,
lavar con fuentes de sangre
borrones que la deslustran.
EUGENIO. Vive Dios, doña María,
que me corro cuando juzgas
que el valor menos ardiente
seguir tu intento rehusa.
¿Quién habrá, que en tu defensa
no esgrima rayos por puntas,
y tanta sangre derrame
que diluvios se presuman?
ANTONIO. En vano para excitarnos
así tu valor estudia,
que los estímulos sobran
donde son tantas las furias.
LEONOR. Yo la primera seré
que te siga en tus fortunas.
Pues, para la imitación,
con tus acciones me ayudas.
DOÑA MARÍA. Pues a ellos, deudos heroicos,
y diga, con voces mudas,
la ejecución.
ELLA Y TODOS. ¡Mueran cuantos
a los Monroyes injurian! (Cajas y clarines.)
Vanse y sale san Juan con un breviario
SAN JUAN. ¡Oh siervo inútil, el que
inobediente a su dueño,
si en una vigilia vela,
en otra se entrega al sueño!
Velé en la primer vigilia
y en la segunda -confieso
mi pecado- me rendí
al halago lisonjero
del sueño, debiendo a Dios
-si el acusador y reo
de la conciencia no miente-
el perfecto cumplimiento
al divino oficio. Mucho
de mi tardanza recelo,
que ya el tiempo me ejecute.
Mas ya da el reloj, atiendo,
(Da el reloj las once.)
las once son. Todavía
satisfacer el precepto
me permite. Mas, ¿cómo,
si acusándome de necio
me niega, ¡oh mi Dios!, la luz
lo que me concede el tiempo?
Ya todo el colegio está
en un profundo silencio.
Saldré a ver. Pero por todo
ni aun una centella veo,
Pedro, pero no responde
el cielo. Luz no da el cielo
y, en un infierno de ahogos,
quiero obrar bien y no puedo.
Ya el tiempo se pasa, Dios (Arrodíllase.)
soberano, Rey eterno,
no mires mi culpa, mira
mi obediencia, y tu precepto
mucho en el poder me falta,
y lo más en querer tengo.
Tú eres Padre de las luces,
de ti vienen. Mas ¿qué veo?
Globo de luces padece
aquel árbol, verde incendio
y es ya el funesto ciprés,
verde mariposa al fuego.
Descúbrense en el interior de un alto ciprés muchas luces. Suena la música. Aparece
un ángel sobre el ciprés. Sube san Juan en elevación que pueda rezar con las luces.
Señor ¿quién no se deshace
tal favor agradeciendo,
y del polvo de sí mismo
aromas quema a tu templo?
ÁNGEL PRIMERO. No te aflijas, Juan, que para
que alabes al Rey supremo
en pavesas en un ciprés,
estrellas te enciende el cielo.
SAN JUAN. ¡Oh mi Dios!, qué inútil soy
pues mi grave distraimiento
necesita de milagros
para ejecutar preceptos.
Pero a ellos también se extiendan
las alabanzas que os debo. (Reza.)
ÁNGELES. (Cantando.)
Bendecid al Señor criaturas,
bendecid al Señor cielo y tierra.
ángeles, hombres, fieras y brutos,
árboles, plantas, mares y vientos.
SAN JUAN. Pues cuando más favoreces,
de pedirte más es tiempo,
mi ruego, Señor, obtenga
de Salamanca el sosiego.
ÁNGEL. Para que ése se consiga,
tú, Juan, has de ser el medio;
y eso tarde, porque ahora
comienzan sus desaciertos.
Y para que así lo veas,
mira en espíritu, aun lejos,
los efectos de un rencor.
San Juan queda como un éxtasis y sale don Diego en su primer traje.
DIEGO. Ya que a mi primer empeño
satisfice y descubrí
a los Manzanos, intento
satisfacer por mí solo
al segundo, cuerpo a cuerpo.
No como aleve criado
sepan que
Salen don Pablo y don Andrés.
PABLO Y ANDRÉS. De recogernos
ya es hora.
PABLO. La diversión
no la tiene. Mas ¿qué veo?
Un bulto aquí se previene.
ANDRÉS. ¿Quién puede ser?
DIEGO. ¡Caballeros!
Otro, y que agraviado está,
que desnudéis los aceros
os intima. Verme solo
no os retarde el vencimiento,
porque razón traigo y
de ella acompañada vengo.
LOS DOS. Con la muerte pagarás
las arrogancias de necio.
DIEGO. ¡Morid, pues!
DOÑA MARÍA. (Dentro.) Llegad, amigos,
y la casa les cerquemos.
Sepan, muriendo, si duermen
los Monroyes.
DIEGO. ¿Qué oigo? ¡Cielos!
PABLO. Muy solo vienes, traidor.
DIEGO. Retirándoos hasta dentro
de vuestra casa. La vida
que os quise quitar defiendo.
Éntralos acuchillando y vuelven a salir.
DOÑA MARÍA. (Dentro.)
Entrad, amigos, entrad.
Sale Diego.
DIEGO. Escoltada de sus deudos,
doña María de Monroy
os asalta. ¡Deteneos!
Salen Pablo y Andrés.
PABLO Y ANDRÉS. ¡Déjanos salir, traidor!
DIEGO. Mirad que es patente el riesgo.
ANDRÉS. ¡Suelta!
DIEGO. Así, vuestra vida
como leal criado defiendo. (Vase.)
ANDRÉS. Fuese, y llevando la puerta
nos ha encerrado.
DOÑA MARÍA. (Dentro.) Don Diego,
¿cómo tú su muerte evitas,
cuando eres el instrumento?
DIEGO. (Dentro.) Ve que es infamia, que a dos
asalten tantos.
DOÑA MARÍA. (Dentro) ¡Tenedlo!
¡Ay! Los unos y los otros
o rajando o encendiendo
haced que las puertas caigan.
DIEGO. (Dentro.) Pese a mí.
ANDRÉS Y PABLO. ¿Cómo podremos
salir?
Salen doña María, Leonor -también de hombre-, Antonio y Eugenio con espadas y
broquel.
DOÑA MARÍA. ¡Traidores! ¡Cobardes!
Encerraos ahora, que nuestro
enojo os hará salir
más las almas de los cuerpos.
ANDRÉS. No el número te acobarde (Riñen.)
hermano que yo el primero,
aunque el menor, seré quien
los castigue. Pero, muerto
soy.
PABLO. ¿Qué veo? ¡Tened piedad!
EUGENIO Y ANTONIO. En darte muerte más presto.
SAN JUAN. ¿Qué miro, Señor, qué miro?
Teneos, amigos, teneos.
ÁNGEL. En vano la voz levantas.
Pues tú en Salamanca, y ellos
se miran en Portugal.
PABLO. Ya rindo el último aliento. (Cayendo.)
Cruel leona, a tus hijos
como nobles, cuerpo a cuerpo
dimos muerte, no traidores.
DOÑA MARÍA. Pues, espera piedad de ellos.
PABLO. Permitidme confesar.
SAN JUAN. Ya voy.
ÁNGEL. Tente.
VOCES. (Dentro.) ¡Fuego!¡Fuego!
DIEGO. (Dentro.) Así, veré yo si evito
vuestra muerte.
PABLO. Aunque muriendo
me veis mi valor. ¡Jesús! (Cae.)
Muerto, ¡ay de mí!, soy.
DOÑA MARÍA. ¡Teneos!,
que ninguno ha de cortarles
las cabezas de los cuellos
más que yo.
ANTONIO. Hasta esta parte
viene llegando el incendio,
y ya el lugar se alborota.
DOÑA MARÍA. Pues, celebrando el trofeo
de nuestra justa venganza,
a Salamanca guiemos
por más que decir oigamos
al alborotado pueblo.
UNOS. (Dentro.)
¡Traición! ¡Traición! ¡Guerra! ¡Guerra!
SAN JUAN Y OTROS. ¡Favor! ¡Favor! ¡Fuego! ¡Fuego!
(Vanse.)
Desaparécese el ángel repitiendo la música, y al ir bajando la elevación, sale
Pedro en camisa rebozado con el manto de colegial.
PEDRO. Aquí, si la luz no miente,
el fuego es. Quédome en cueros,
y para apagar sus llamas,
con el manto las manteo.
(Da con el manto.)
Pero, aquí música se oye,
luz miro y llamas no veo.
Y mi amo, ¡ah Señor!, está
cuarenta varas del suelo.
SAN JUAN. ¡Favor, amigos, favor!
Acudid, socorred presto,
que se abrasan.
PEDRO. ¿Qué se abrasa,
señor?
SAN JUAN. ¿Adónde estoy, Pedro?
PEDRO. Tú sabes de dónde vienes,
tan carisudado y hecho
un carmín cara y orejas.
SAN JUAN. Llevéme, sí, de un afecto.
PEDRO. Llévate de dos, y no hagas
que yo me resfríe haciendo
que, quien creyó arder en llamas,
venga a tiritar al hielo. (Vase.)
SAN JUAN. ¡Oh mundo, centro de iras!
¡Oh mi Dios! Yo te prometo
que en los claustros de agustino
tome mi ardiente deseo
contra sus golpes escudo,
contra sus borrascas puerto,
que allí oiré, y no oiré
en desacordado estruendo.
ÉL Y MÚSICA. Bendecid al Señor criaturas,
bendecid al Señor tierra y cielo.
ÉL Y UNOS. ¡Traición! ¡Traición! ¡Guerra! ¡Guerra!
ÉL Y OTROS. ¡Favor! ¡Favor! ¡Fuego! ¡Fuego!

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Jornada segunda

Sale don Félix como al principio

FÉLIX. Máteme mi amor, amén,
pues, en tan duros pesares,
estará la muerte ociosa,
si hay desgraciados amantes.
Desde que cruel mi fortuna
quiso tirana empeñarme
por los riesgos de una noche
a los disgustos de un lance,
a saber de mi Leonor,
no ha sido, cielos, bastante
mi diligencia. Si acaso
festejada de otro amante,
ya... Pero tente, discurso;
¿dónde vas, verdugo infame
de mi sosiego? No, cruel
en tus cadalsos mentales
acriminando sospechas,
quieras, sin tiempo, matarme.
Si no he de morir de celos,
no a matarme te propases.
Y si he de morir, deja
a la verdad que me mate.
Viviré, a lo menos, más,
el tiempo, que la ignorare.
Pero ¿cuándo, cielos, cuándo
en sospechas semejantes,
agudezas del discurso
no son al pecho puñales?
Bien, que ahora lugar no tienen,
pues no es posible me engañen.
Fieles testigos mis ojos
en bien repetido examen.
Desde aquella infausta noche
hora no ha habido, ni instante,
que de Leonor, centinela
no me hayan visto incansable.
fiel girasol sus ventanas,
viva estatua sus umbrales.
Y con todo, tan ajeno
estoy de ver quién me agravie,
que yo mismo me confundo
viendo en cláusula notable
sus ventanas tan de acero,
sus puertas tan de diamante,
que ni a las diarias visitas
del sol obsequioso se abren.
A Villalba no ha salido,
pues a más de no avisarme,
es argumento más claro
que en Villalba no se halle.
¿Si acaso -que es lo más cierto
observando mi coraje-
los suyos, aquella noche,
infiriendo, como es dable,
que dentro tendría prenda
quien peleaba los umbrales
a alguna estrecha clausura
la han llevado? Mas mi padre...
Salen don Luis y Fabio.
LUIS. Félix...
FÉLIX. (Aparte.) ¿Que no tenga un triste
ni aun la dicha de quejarse?
LUIS. ¿Posible es que tan distraído
estés de tus literales
ejercicios, que aun en casa
rara vez, o nunca, te halles?
¡Vive Dios!, que me avergüenzo
de que se note, en mi sangre,
que quien corrió la palestra
a medio curso desmaye.
Guerra es la vida del hombre,
donde es bien, Félix, repares
de guerra serán también,
del estudio los afanes.
Pues, ¿por qué huirá el campeón
que sigue estos estandartes?
Soldado que retrocede,
más valdría que no pelease.
No negaré que venciste,
cuando tenaz trabajaste
armado de aplicaciones,
monstruos de dificultades.
FÉLIX. Pues si eso, señor, conoces,
¿con qué razón te desabres?
Campeón que siempre pelea,
algún día es bien descanse.
Más tenacidad requieren
las palestras militares,
y allí, alguna vez, es triunfo
lo que siempre fue certamen.
LUIS. Quien venció la ignorancia
tiene enemigos más graves,
pues son flojedad y olvido
de la ignorancia auxiliares.
Si contra éstos no pelea
tu aplicación incesante,
vendrás, de vencedor sabio,
a ser vencido ignorante.
Con estas fases te hablo,
siquiera porque estas frases,
puesto que tanto te gustan
te reprehendan más fácil.
Indecencia es que un rapaz,
que apenas paladear sabe
dulce leche de Minerva,
lance cóleras de Marte.
¿Piensas que en una ciudad,
que monstruo mil bocas abre,
se han de callar tus excesos?
Pues no, no. Todos se saben.
La pena que yo querría
es que el rapaz encontrase
quien dándole, no por gracias,
perdonara sus desmanes.
Vaya en hora mala y sepa
que más le gustan a un padre
hijos que el seso madura,
que espadachines rapaces.
FABIO. Señor...
FÉLIX. Tu reprehensión,
bien vi que traía más grave
causa. Y si de eso te afliges
poco tienes que enojarte,
que mi cólera, cual fuere,
trae origen de mi sangre.
Si mi poco sufrimiento,
el tuyo tanto desabre,
quéjate de ti, pues tú,
mal sufrido me engendraste.
Si no es culpa, ¿qué me imputas?,
y si lo es, ¿no has de borrarle
de original imperfecto
quien sacó perfecta imagen?
¿Cómo quieres que paciente
(Cajas y clarines.)
oiga?
VOCES. (Dentro.) ¡Mueran los infames
Manzanos!
LUIS. ¿Qué escucho? ¡Cielos!
FÉLIX. Es el seso, en estos lances,
bueno.
VOCES. (Dentro) ¡Los Monroyes vivan
(Tocan.)
pues así vengarse saben!
FABIO. Señor, toda Salamanca
derramada por sus calles
corre y ya...
FÉLIX. Contra nosotros
hacen sus voces alarde.
Quédate tú, que no gustas
de espadachines rapaces. (Vase.)
LUIS. En este caso, excepciones (Clarín.)
no hay. (Vase.)
VOCES. (Dentro.) ¡Mueran los infames
Manzanos!
Tocan y salen por el patio a caballo doña María, don Antonio, don Eugenio y los más
que pudieren trayendo en dos astas las cabezas de los Manzanos.
DOÑA MARÍA. Parciales míos,
plaza no quede, ni calle
que en la ciudad no paseen
nuestros enojos triunfantes.
EUGENIO Y ANTONIO. Todos, más que por servirte,
lo hacemos por resguardarte.
DOÑA MARÍA. Yo amaba patria mía,
Yendo para el tablado.
emporio de la luz, cuna del día,
crisol sin competencia
de la nobleza, concha de la ciencia.
Ya, bella Salamanca,
ciudad hermosa, noble, rica, franca,
sin embozo, saluda tus almenas
la que verse de ti dejaba apenas.
La que salió agraviada,
a vivir en ti, vuelve bien vengada.
De su venganza son fieles testigos
las dos cabezas de sus enemigos.
Con ellas dos orlara
mis armas, si más timbres deseara,
mas baste que a mis manos
hayan muerto, cobardes, los Manzanos
y que en su sangre, mi ferviente furia
haya lavado manchas de mi injuria.
Recibe sin desdoro mi nobleza,
pues ves que vuelve a su primer limpieza.
Y por mí, de ti misma decir oyes
en blando estruendo.
ELLA Y TODOS. ¡Vivan los Monroyes!
DOÑA MARÍA. Mas ¿qué súbito estruendo
(Cajas y clarines.)
al nuestro le sucede repitiendo
cuando sus voces nuestro enojo alteran?
VOCES. (Dentro)
¡Manzanos vivan y Monroyes mueran!
EUGENIO. Amigos, de los Manzanos
conmovidos los parciales,
por toda la ciudad vagan
tropezando en sus vitrajes.
ANTONIO. Teme tu riesgo, María.
DOÑA MARÍA. Ya no hay riesgo que me espante.
Ésta, de santo Tomé,
es la fábrica, admirable
donde sepulcro a mis hijos
les labraron mis pesares.
Entremos.
Entran y salen. Entran y vuelven a salir descubriéndose la fachada de un templo y
en él dos sepulcros.
ANTONIO. Pues ¿qué procuras?
DOÑA MARÍA. La ejecución, sin voz, hable.
¿Veis esos dos mausoleos
que ricos el mármol hace?
Pues de esta sangre teñidos
han de hacer el mármol jaspe.
EUGENIO. ¿Qué intentas?
DOÑA MARÍA. Que en los sepulcros
de mis dos muertos infantes
clavadas estas cabezas
sean padrones inmortales.
Que esas lápidas blancas
con caracteres de sangre
publiquen. «Aquí dos muertos
y sus homicidas yacen.»
ANTONIO. Mira que...
DOÑA MARÍA. Cuando el enojo
mira...
PABLO Y ANDRÉS. (Dentro.)
Más no nos agravies,
que los nobles no profanan
la inmunidad de un cadáver.
ANTONIO. ¡Qué horror!
EUGENIO. Las yertas cabezas
articularon palpables.
ANTONIO. Y aún, sin alma ya, (Voces.)
se quejan de tus crueldades.
DOÑA MARÍA. Pues que se quejan, aun sienten,
y porque al sentir señales
dan de vivos, quiero que,
ya que en sangriento certamen
mi acero no los mató,
estas escarpias los maten.
(Clava las cabezas.)
EUGENIO. Ni aún el cielo niega a un cuerpo
sepulcro; pues sus capaces
bóvedas sublime pira
le fabrican.
DOÑA MARÍA. Pues, yo darles
mejor sepulcro no puedo
que en el que mis hijos yacen.
Fuera que si el cielo quiere,
para mostrar sus piedades,
darles sepulcro mejor
el cielo que los desclave.
Pero, ¿qué es esto? La tierra
(Ruido de tempestad.)
a terremotos se abre,
y todo el suntuoso templo
se desploma vacilante.
EUGENIO. Las cabezas, que tenaz
contra el mármol remachaste,
chocando contra él se libran
de las escarpias tenaces.
DOÑA MARÍA. Cierto es que las mueve el cielo,
mas lo que hice no deshace.
Ahí han de estar.
ANTONIO. ¿Qué no temes
con espantos semejantes?
DOÑA MARÍA. Confiésote que me alteran,
mas no tanto que me espanten,
y así...
FÉLIX. (Dentro.) Mueran los traidores,
aunque del templo se amparen.
Salen don Luis, Félix y Fabio con pistolas y disparando todos a un tiempo quedan
riñendo con espadas y broqueles.
FÉLIX. La esfera de nuestro enojo
balas, por rayos, dispare.
LUIS. Moriréis, que aunque el delito
al templo os retrae cobardes,
a culpas de honor no hay
prescritas inmunidades.
DOÑA MARÍA. Tus jactancias desmintiera,
pero esas cabezas lo hacen.
FABIO. Todas las vuestras serán
poco precio a tanto ultraje.
EUGENIO Y ANTONIO. Quien comenzó no es difícil
que con vosotros acabe. (Vanse.)
Éntranse riñendo y sale Pedro de lego agustino, corriendo.
PEDRO. Téngalo, que tras mí viene
volando por esos aires
el noviciado, y temo
que ha de volver a enclaustrarme.
¡Qué recio y difícil es,
Oh Dios, el parto de un fraile!
En el noviciado ya
se para, y aún no se pare.
Nace al fin de nueve meses
cualquier hijo de su madre,
y un fraile, al cabo de un año,
si no se ayuda, no nace.
Gracias doy al terremoto
de que de madre me saque,
que un vientre de cal y canto
con menos torno no se abre.
Sólo el terremoto -haciendo
que la fuente reventase
a mi madre la clausura-
hacer pudo que abortase,
teniendo yo los dolores,
un parto de tanta sangre.
Díganlo mis altos lomos
que, en huecas cuevas de carne,
llevan un cónclave entero
de ermitaños cardenales.
Siempre los tendré novicio,
pues, como a un lego, no es fácil
coronar la criatura,
nunca novicio sale. (Cajas y clarines.)
¡Pero qué rumor!
DOÑA MARÍA. (Dentro) Amigos,
ningún Manzano se escape.
LUIS. (Dentro.) No haréis poco en defenderos.
PEDRO. ¡Qué falta en el mundo hace
un hombre de mi virtud!
En un solo año que falte
no hay santo que se averigüe
con...
Sale Eugenio y Antonio acuchillando a don Luis.
ANTONIO. ¡Mi rabia!
EUGENIO. Mi coraje
tiñendo esa yerta nieve
en vergonzosos corales,
os dirá cómo los nobles
Monroyes deben tratarse.
LUIS. ¡Traidores! Yo... pero en vano
me animo, porque ya frágil
la torre de mis alientos
tropieza en lo deleznable.
PEDRO. ¡Ténganse digo, de lejos!
EUGENIO Y ANTONIO. ¡Muere cruel!
LUIS. ¿Qué ahora faltases,
arruinado vigor mío? (Cayendo.)
Félix, hijo, no me faltes,
que muere, aunque noblemente,
infelizmente tu padre.
Sale Félix.
FÉLIX. Ve si es rapaz mi valor
viendo la falta que te hace.
LUIS. Hijo, en ti libro mi vida.
FÉLIX. ¡Ahora lo veréis, cobardes!
EUGENIO Y ANTONIO. ¡Morid, traidores!
Sale san Juan de religioso agustino.
SAN JUAN. Amigos,
deteneos. ¡Baste! ¡Baste!
PEDRO. Ahora sí, ténganse digo.
¿No ven aquí a nuestro padre?
SAN JUAN. ¿Qué hacéis, amigos? No hagáis
que el acero penetrante,
hiriendo de vuestros pechos
los vivientes pedernales,
contra la estopa del alma
centellas del odio saque.
EUGENIO Y ANTONIO. Quite, padre.
LUIS Y FÉLIX. Aparte, el necio
no quiera...
PEDRO. que no se maten. (Riñen.)
SAN JUAN. Aquí me tenéis, amigos,
haced de este pecho infame
blanco, donde vuestro encono
gustosamente descanse.
Pierda yo la vida, como
os consigan mis afanes,
al vil precio de mis riesgos
comprar las seguridades.
FÉLIX. Aparte el hipocritón.
(Dale un empellón y cae.)
SAN JUAN. Aunque aquí, a vuestros pies yace
mi humildad, no he de dejaros.
LUIS. ¿Qué logras en tus ultrajes? (Riñen.)
SAN JUAN. Ver si este humilde gusano,
aunque a vuestros pies se arrastre,
puede ser rémora activa
de tanta deshecha nave.
PEDRO. Levántese, padre mío.
EUGENIO. Y cuando no se levante,
por sobre él, mis enemigos
morirán.
FÉLIX. ¡Muere cobarde!
SAN JUAN. No en mí la imagen de Dios
atropelles.
FÉLIX. ¿Qué fuerza hace
que quien por culpas de honor,
con Dios y sus respetables
preceptos atropelló,
atropelle con su imagen? (Vanse.)
Éntranse riñendo, levanta Pedro a san Juan lleno de lodo.
SAN JUAN. Ayuda, Pedro.
PEDRO. Levanta,
que parece en tu semblante
haber jugado con lodo
carnestolendas y Martes.
No porque si a los valientes
atiendo, y aun a esa sangre
juzgo que, aunque fue jugando,
hubo sus quitadas carnes.
SAN JUAN. Poco mi oprobio importare,
como yo, al fin, alcanzase
Pero...
VOCES. (Dentro.) ¡Fuego! ¡Fuego!
EUGENIO. (Dentro.) Amigos,
envuelto en llamas voraces,
nuestro enojo hasta la casa
de los Manzanos abrase.
VOCES. (Dentro.) ¡Fuego! ¡Fuego!
SAN JUAN. Dios benigno,
tú, que solo enfrenar sabes
horribles brutos, enfrena
desbocados racionales.
PEDRO. ¿Adónde vas?
SAN JUAN. Al convento
guíe, hermano, que ya es tarde.
PEDRO. Y noche, pero de día
el voraz incendio la hace. (Vanse.)
CLARA. (Dentro) ¡Favor! ¡Favor!
OTROS. ¡Fuego! ¡Fuego!
ANTONIO. ¡Acudid!
Sale Diego.
DIEGO. ¡Ay patria mía!
¡Y cómo, de una mujer,
te ha puesto la imprudente ira!
¿De qué sirvió su venganza
si de mil gracias es hidra,
mal cortadas dos cabezas
resultaron mil desdichas?
Bien hice en no acompañarla
cuando triunfante venía.
Pero, ¿qué jactó? Si siendo
ya reo de su malicia,
acción que impugno por suya,
debo defender por mía.
De los Manzanos la casa
es ya una Troya encendida,
y es amenaza a la nuestra,
la que para ella ruina.
¡Oh desgracia de mi amor!
¡Oh cómo entre esas activas
llamas doña Clara muerta,
será salamandra viva!
¿Cómo de ellas la sacara?
Sale Clara.
CLARA. Caballero, si la dicha
piadoso os hizo, amparad
a una mujer afligida
que, en el incendio, ¡ay de mí!,
muerta soy.
Queda desmayada en brazos de don Diego.
DIEGO. ¡Cielos! ¿Qué miran
mis ojos a lo que, vaga,
la luz del fuego ministra?
¿No es Clara? ¿Quién te dijera
que, al pecho que presumía
construirle dulce regazo,
te había erigir la pira? (Cajas y clarines.)
¿Quién?...
LUIS. (Dentro.) ¡Mueran los Monroyes!
Y de su estirpe atrevida
rama no quede, que al fuego
no se deshaga en cenizas.
DIEGO. ¿Qué oigo? ¡Cielos! Nuevo empeno
sobreviene a mis fatigas
en empeño, en que mi amor
y mi honor juntos instan.
¿Qué haré? ¡Cielos!
CLARA. ¡Ay de mí!
DIEGO. ¡Albricias, amor, albricias!
¡Que aún vive!
CLARA. Felice quien
DIEGO. ¿Qué decís?
CLARA. No sé qué diga,
sólo sí, que cuando os vi
mintió mil veces la vista
que, aunque en el traje, otra vez
en vos creyó villanías.
DIEGO. ¡Ojalá mi amor creyeras!
CLARA. Yo creo a quien lo atestigua.
DIEGO. Ésta es mi casa segura.
Van a entrar y salen llamas.
VOCES. (Dentro.) ¡Fuego! ¡Fuego!
DIEGO. ¡Ay!, más fatigas.
VOCES. (Dentro)
¡Mueran los crueles Monroyes!
DIEGO. Volver es acción precisa.
Van a entrar por otra parte y sale Félix.
FÉLIX. Mueran todos como yo,
Eneas de mi querida
Leonor. Pero ¿con quién sale?
¿Quién va allá?
CLARA. Yo soy perdida
porque el que ves es mi hermano,
y recelo.
DIEGO. No te aflijas,
que mi brazo...
FÉLIX. ¿No responde?
DIEGO. Si acaso no se retira,
lo retirará al infierno
mi espada.
FÉLIX. ¡Ah fementida!,
tu muerte y la de tu amante
mis justos celos rediman. (Riñen.)
CLARA. Muerta soy.
DIEGO. Castigará
mi enojo tu grosería.
VOCES. (Dentro.) ¡Fuego! ¡Fuego!
LEONOR. (Dentro.) ¡Favor, cielos!
FÉLIX. Mintió la sospecha mía,
ésta es Leonor, en su amparo
arriesgar debo la vida. (Vase.)
DIEGO. ¿Qué veo? Fuese y entró
en casa doña María.
(Aparte. Nuevo empeño me combate
pues mi sangre me obliga
el socorrerla.) Segura
mi Clara en esta vecina
casa aguardarme y guardarte
puedes.
CLARA. ¿Mi riesgo no miras?
DIEGO. Yo aseguraré, en la tuya,
la vida que tú me quitas.
CLARA. Callada correspondencia
es obedecerte. (Vanse.)
Vanse y saca Félix a Leonor.
FÉLIX. Anima,
que ya segura y conmigo
estás.
LEONOR. Sólo tanta dicha
puede, a mi enfermo vigor,
ser sabrosa medicina.
FÉLIX. Sígueme.
Sale Diego.
DIEGO. Paso adelante
no dará vuestra osadía,
sin que esa liviana dama
vuelva hasta la casa misma
de donde salió.
FÉLIX. Y a vos,
¿qué os va en eso?
DIEGO. Lo que os iba
no ha mucho a vos.
LEONOR. Muerta soy,
por que el que presente miras,
Félix, mi primo es don Diego.
FÉLIX. Nada, Leonor, te aflija.
En esa próxima casa
asegúrate, advertida
de que te defiendo yo.
LEONOR. A ella voy. (Vase.)
DIEGO. ¡Tente enemiga!
FÉLIX. En vano seguirla intentas.
DIEGO. Aunque tenaz lo resistas,
abriré por tu vil pecho
senda por donde seguirla.
Salen don Luis y Fabio con espadas desnudas.
LUIS. A él, hijo, que a más de ser
el principal homicida
de los dos muertos Manzanos,
ha robado de mi misma
casa a tu hermana Clara.
FÉLIX. ¡Muere traidor!
DIEGO. A mis iras (Riñen todos.)
sois pocos.
Sale doña María en su traje; don Antonio y don Eugenio con espadas desnudas.
DOÑA MARÍA. Noble don Diego,
en ti mi cuidado libra
el nuevo agravio de haber
robado a Leonor, tu prima,
ese traidor.
DIEGO. Mi coraje
ese exceso le castiga. (Riñen.)
DOÑA MARÍA. ¿Aún no morís?
FÉLIX. (Aparte.) Entre tanto
que confusamente lidian,
mi fe a Leonor vida, y muerte
a Clara dar solicita. (Vase.)
DIEGO. Mientras confusos batallan,
a mi amor y honor obliga
dar a Leonor la muerte,
guardar de Clara la vida. (Vase.)
LUIS Y FABIO. Aunque tanto os defendéis,
rayos nuestro enojo vibra.
DOÑA MARÍA. Sabréis, muriendo, quién es
la Brava Doña María.
¡A ellos, parciales!
EUGENIO Y ANTONIO. ¡A ellos! (Vanse.)
Éntranse riñendo, salen Félix y Leonor.
FÉLIX. Pues ya de ser conocida,
te libra el embozo. Sigue
mis pasos.
LEONOR. En ti libra
tu seguridad mi riesgo.
Salen por el otro lado don Diego y Clara.
DIEGO. Cubierta tu peregrina
hermosura seguir puede,
sin riesgo, las huellas mías.
CLARA. Y el alivio que en tu amparo
me permite mi desdicha.
FÉLIX. Gente viene.
DIEGO. Gente llega.
FÉLIX. Y si no miente la vista,
CLARA. y si la vista no engaña,
LEONOR. don Diego me parecía.
CLARA. Félix mi hermano parece.
Pues para que no nos sigan
revolvamos hasta que
pasen.
DIEGO. Volver es precisa
acción en tanto que pasan.
Llegan hasta la mitad del tablado y trocándose las damas, revuelve Félíx con Clara
y Diego con Leonor.
FÉLIX. Ven tras mí.
DIEGO. Tras mí camina.
LEONOR. (A Diego.)
¿Dónde, don Félix, me llevas?
CLARA. (A Félix.) ¿Dónde, don Diego, me guías?
DIEGO Y FÉLIX. ¿Qué oigo? ¡Cielos! ¡Ah tirana!,
daránte muerte mis iras.
LEONOR. Don Diego es éste. ¡Desgracia!
CLARA. Éste es don Félix. ¡Desdicha!
DIEGO Y FÉLIX. Daréte muerte aunque más
te apresures fugitiva.
Al seguir Félix a Clara y Diego a Leonor encuéntranse y riñen.
FÉLIX. Mas ¿quién?
DIEGO. ¡Morirás, traidor!
FÉLIX. ¡Muere infame!
CLARA Y LEONOR. ¡Ay más desdichas!
LEONOR. Pero, en tanto, aquí me oculto.
(Escóndese.)
CLARA. Aquí resguardo mi vida. (Escóndese.)
FÉLIX. Aunque oculta, mataréla.
DIEGO. Aunque el mismo abismo elija
para ocultarse, a mis manos
morirá.
FÉLIX. ¡Y tú a las mías1 (Vanse.)
Éntranse riñendo. Salen Clara y Leonor sin verse.
LEONOR. ¿Cuándo, contraria fortuna,
sabrás mostrarte benigna?
CLARA. Contraria fortuna, ¿cuándo
te veré menos impía?
LEONOR. ¡Que con don Diego me viese,
cuando con don Félix iba!
CLARA. ¡Que con don Félix me hallase,
cuando otro mis huellas guía!
LEONOR. ¿Qué puedo hacer?
CLARA. ¿Qué haré, cielos?
¿Cuándo?
FÉLIX. (Dentro.) ¡Leonor!
DIEGO. (Dentro.) ¡Clara mía!
LEONOR. Ésta es de Félix la voz...
CLARA. Mi amparo, esta voz me acusa...
FÉLIX. (Dentro.) ¿Adónde estás?
LEONOR. ... seguiréla
DIEGO. (Dentro.) Sígueme.
CLARA. ... yo he de seguirla.
DOÑA MARÍA. (Dentro)
¡Don Diego, muere! ¡Parciales,
acudid!
LUIS. (Dentro.) Llegad aprisa,
amigos, que muere Félix.
LEONOR. A nuevo riesgo me abriga
nuevo asilo. (Escóndese.)
CLARA. De otro riesgo
ocultarme aquí me libra. (Escóndese.)
Escóndese Leonor donde estaba Clara y Clara donde estaba Leonor y sale Félix.
FÉLIX. Mentís mil veces que, así
este alboroto me impida,
ya que sé dónde está Clara,
saber dónde mi afligida
Leonor está.
Sale Diego.
DIEGO. ¡Que no pueda
hallar a mi peregrina
Clara!
DIEGO Y FÉLIX. Pero libre de uno,
daré a otro empeño salida.
Sale don Luis por donde está Félix, y doña María por donde está don Diego y
representan sin estorbarse este bando con el otro.
LUIS. ¿Qué fue esto, Félix?
DOÑA MARÍA. Don Diego,
¿qué es?
FÉLIX. Cumplir con las precisas
obligaciones de honor.
DIEGO. Esto es arriesgar la vida
porque del honor, así,
el menoscabo redima.
FÉLIX. Y para que así lo veas,
cuando de mi valor fías.
DIEGO. Para que tu inquietud cese
viendo ya nuestra honra limpia.
¡Ésta es Leonor!
FÉLIX. ¡Ésta es Clara!
Llega Diego y María donde está Clara, y Luis y Félix donde está Leonor y
descúbrenlas.
LEONOR. ¿Qué intentas?
CLARA. ¿Qué solicitas?
DIEGO. ¿Qué veo? Clara, ¿cómo aquí?
FÉLIX. ¿Cómo aquí, Leonor, te miras?
LUIS. Acabarála mi enojo.
DOÑA MARÍA. Beberé su sangre indigna.
FÉLIX. ¡Tente, señor!
DIEGO. ¡María, tente!
LUIS. ¿Tú la defiendes?
DOÑA MARÍA. ¿Tú evitas
su muerte?
FÉLIX. Yo, pues que ya
por ella arriesgué la vida,
yo mismo la he de guardar.
DIEGO. A mí, guardarla me obliga.
FÉLIX. (Aparte.) Cumpla yo ahora con mi amor
que, después la suerte esquiva
querrá que, hallando a Clara,
dé el castigo a su malicia.
(Vase con Leonor.)
DIEGO. Saque yo a Clara del riesgo
que aunque en casa escondida
la tenga a Leonor después
castigará mi osadía. (Vase con Clara.)
DOÑA MARÍA. Aunque don Diego la ampare,
quitaré a Leonor la vida,
que sólo lava la sangre,
de tanta mancha, la tinta. (Vase.)
LUIS. Aunque la defienda Félix
morirá Clara atrevida,
que las manchas del honor
sólo la muerte las limpia. (Vase.)
Salen don Eugenio y don Antonio de camino.
EUGENIO. Mucho, don Antonio, extraño
lo poco que de mí fías;
pues sólo porque de vuelta
a Salamanca caminas,
vengo a saber que saliste
de ella.
ANTONIO. Fue tan breve la ¡da
como la vuelta. Pues, fiada
en mi diligencia activa,
doña María instó
porque partiera a la villa
de Ledesma a prevenir
contra no sé qué noticia
al corregidor que, como
nuestro bando patrocina,
en él, para cualquier trance
sus seguridades finca.
Y vuelvo tan breve, no
tanto por doña María,
como huyendo de ese rayo,
de esa centella, que anima
Dios en el fray Juan Sahagún,
pues, como por luz divina
mis intentos penetrase,
hasta Ledesma camina,
y como rayo de Dios
que las torres más erguidas
abate. Al corregidor
reprendió con santa ira
que, enfurecido de verse
vencido a su persuasiva,
le recompensó en rigores
los bienes de su doctrina.
Y convenido con el
gobernador de la villa,
como a malhechor, mandaron
azotarle. Ignominia
que sintió tan poco que,
aun viendo que lo expelían
del lugar por revoltoso,
lleno de una paz tranquila,
tras mí a Salamanca vuelve.
EUGENIO. Antonio, esas maravillas
ser por mí experimentadas
les falta para creídas.
Yo sólo sé que de aplausos
se labra una hidropesía.
Mas él llega, retirarnos
será bien. Pues, su vista
yo la huyo porque me enfada,
tú porque te atemoriza.
ANTONIO. Mientras pasa, almorzaremos
a la margen cristalina
del Tormes. (Vanse.)
Salen san Juan y Pedro con sombreros y báculos.
PEDRO. Venimos bien.
(Se pone el río.)
SAN JUAN. Que mejor, pues de ignominias
nos han cargado, que son
regalos que Dios envía,
volvamos a Salamanca,
porque si allí la perfidia
nos azota y nos destierra,
el sacro evangelio intima
ir a otra ciudad.
PEDRO. La vuelta
la dan primero mis tripas
que, aun siendo gordas, están
tan delgadas que se ahílan.
SAN JUAN. Tiene razón, mientras yo
por la pedregosa orilla
sigo espacio mi derrota,
tome algo.
PEDRO. No sino guindas...
Voy allí, que dos comiendo
están que se despepitan. (Vase.)
SAN JUAN. ¡Válgame Dios! Qué serenas,
aun en su misma fatiga
(El río se descubre.)
se ven del undoso Tormes
las corrientes fugitivas.
Descúbrese la apariencia del río muy caudaloso por cuya alta orilla va caminando
san Juan de modo que caiga dentro.
A su Creador las aves,
que suaves motetes trinan,
siendo a tanto Orfeo, el río
de plata templada lira.
Yo, con ellas, templando
de su corriente plata las clavijas,
y música alternando
las duras cuerdas de las negras guijas.
Entre tanto, mi Dios, Anfión de pluma,
alabaré tu omnipotencia suma.
Pero que en vano quiero
alabar, Dios amado, tu grandeza,
si nunca el mundo entero
acaba de alabarte y siempre empieza.
Bien que en tan disculpables devaneos,
suplirán lo imposible mis deseos.
Mis amantes congojas
quisiera fueran puros corazones
cuantos, en leves hojas,
son de la aérea región verdes garzones.
Y sé, que aun ricos de infinitas creces,
no te alabarán, no, como mereces.
Quisieran mis estrenos
que fuesen serafines uniformes
cuantas aquí, en sus senos,
invisibles arenas lava el Tormes.
A tanto aspira, ¡oh Dios!, mi firme anhelo.
Mas ¿dónde tropecé? ¡Válgame el cielo!
ANTONIO. (Dentro.) ¡Echa el barco, molinero!
EUGENIO. (Dentro.) ¡Al agua!, que de la orilla
a lo profundo del Tormes
cayó un religioso.
ANTONIO. ¡Aprisa,
que se desparece!
Sale Pedro comiendo.
PEDRO. ¡Ay Dios!,
¡que se ahoga! ¡Cuántos me gritan!
El padre bebiendo, y yo
comiéndome una gallina.
Salen Eugenio y Antonio.
ANTONIO. Ya del todo sumergido,
los ojos no le divisan.
PEDRO. Favor, señores.
EUGENIO. Veamos
si sus embustes lo libran.
Pero ¿qué miro? Librado
sobre el agua, de rodillas
firmes, los ojos al cielo,
a la puente se encamina
diciendo cuando convierte
el fracaso en alegría.
Pasa el santo sobre el agua como dicen los versos, y en el aire van dos ángeles
cantando, y san Juan repitiendo.
MÚSICA. Por tan extraño favor
mares, ríos, balsas, fuentes
y cuanto, en vuestras corrientes,
vive a merced de su amor.
ÁNGELES Y SAN JUAN. Bendecid, bendecid al Señor.
(Desaparécese.)
ANTONIO. ¡Raro caso!
EUGENIO. ¡Prodigioso
milagro!
PEDRO. Yo bien decía
que todo el Tormes no era agua
en que ahogarse podía
nuestro padre. Pero él viene.
Pues se volvió el llanto risa,
reyes míos, acabemos
de almorzar.
Sale san Juan.
SAN JUAN. Sea bendita,
Señor, tu bondad.
PEDRO. Mi padre,
exiforas la camisa
para que la ropa al sol
se seque.
SAN JUAN. Por la divina
misericordia, las aguas
no me humedecieron pías
ni aun los zapatos.
EUGENIO. Los ojos
dudan lo mismo que miran.
ANTONIO. A lo menos, tomaréis
para templar la fatiga
algún alimento.
SAN JUAN. Me hace
la necesidad que admita.
ANTONIO. Saque hermano.
PEDRO. ¿Cómo saque?
EUGENIO. Lo que con nosotros iba
a almorzar.
PEDRO. Polla mechada. (Sácala.)
¡Ahora te me despabilan!
SAN JUAN. ¿Qué es esto?
PEDRO. Una linda polla.
SAN JUAN. ¿Y vianda tan exquisita
he de comer? No, mi Dios.
PEDRO. Mire, padre, así se trincha.
SAN JUAN. Quite, fray Pedro.
PEDRO. En la boca
no me cabe la saliva.
ANTONIO. Comed, por Dios.
PEDRO. No por Dios
coma, sino por su vida.
SAN JUAN. Mucho temo que la gula,
aun más que la hambre, me rinda.
¡Qué manjar tan regalado!
¡Qué raro, Dios lo bendiga!
Echa la bendición y vuela la ave.
PEDRO. Agárrenla, que se va,
que es ahora imposible digan
ver volar un buey. Pues, gorda
como un toro, una gallina
arranca por esos aires.
EUGENIO. De pluma otra vez vestida,
se remonta a su región.
ANTONIO. Tu piedad, padre, permita
que en perdón de mi molestia,
mi boca bese rendida
tus pies.
EUGENIO. A ellos te suplico
SAN JUAN. ¡Teneos!, que si la divina
bondad obra en estos portentos,
no es por mí, sí por sí misma.
Huya yo a la vanidad
esas traidoras caricias. (Vase.)
PEDRO. ¡Ay!, que también se me vuela
el padre. No me le sigan,
que, por no daros los pies,
se pondrá patas arriba. (Vase.)
ANTONIO. Huyendo el vulgar aplauso
llegó hasta su portería.
Seguiréle. (Vase.)
EUGENIO. Yo no, que aunque
me confunde, no me inclina. (Vase.)
Sale don Luis con la espada desnuda y una luz.
LUIS. Del día, la obscura noche
se me ha dilatado un siglo.
Mas ya llegó, y la ocasión
de que quede mi honor limpio.
Allí a Clara, Félix, más
por defensa que castigo,
tiene enclaustrada. Mas no,
no ha de valer el arbitrio.
Que, ahora, dejaré mi acero
en su vil sangre teñido. (Vase.)
LEONOR. Pasos siento, ¿sí será
Félix?
Sale Félix.
FÉLIX. Hasta que dormidos
todos en casa estuviesen,
ver a Leonor no he querido,
que, como juzgan que es Clara,
este recato es precioso. (Vase.)
LEONOR. Él es sin duda. En mis brazos
recibirle determino. (Vase.)
Sale doña María con una luz y Eugenio.
DOÑA MARÍA. Esto ha de ser.
EUGENIO. ¿Que Leonor
ha de morir?
DOÑA MARÍA. Así evito
mi deshonor, si es amago,
y si es golpe lo castigo.
EUGENIO. Y ¿dónde está?
DOÑA MARÍA. En ese cuarto,
más que castigarla quiso
asegurarla don Diego
y puesto que de ti fío
este empeño,
EUGENIO. ... con su muerte
repare tu honor y el mío. (Vase.)
Éntrase desnudando la espada y sale don Diego.
DIEGO. Hasta que todos pagasen
al sueño el tributo digno,
no he querido ver a Clara.
Pues, como en casa han creído
que es Leonor, de que la vean
he recelado el peligro.
Pero ella está aquí. Mi bien,
mi amor, mi luz, mi hechizo,
perdóname si antes no
a tus plantas me he rendido.
No por menos diligente
mi amor acuses de tibio,
que, para más dilatarlo,
quise astuto reprimirlo.
DOÑA MARÍA. (Aparte.
¿Qué es lo que oigo? ¿A mí, don Diego,
galanteos tan rendidos?
¿Más, qué dudo, si excitado
aquel su antiguo cariño,
al soplo de mis promesas
se puede haber encendido?)
Don Diego, como merecen
tus finezas las estimo,
y pagaré con mi mano.
DIEGO. (Aparte. ¿Qué escucho, cielos divinos?
con doña María hablaba
cuando a Clara solicito.
Pero esforzaré el engaño.)
Señora, aunque advertido,
quise reprimir mi amor
impaciente y fugitivo
de la cárcel de mis labios
llegó a entrar por tus oídos.
DOÑA MARÍA. Pagaré tu rendimiento.
Pero, en tanto, en este sitio
que a Eugenio esperes te ruego.
DIEGO. Harélo así.
DOÑA MARÍA. (Aparte.) Así impido
que, a su piedad, de Leonor
estorbe el justo castigo. (Vase.)
DIEGO. ¿Qué pasa por mí?
CLARA. (Dentro.) Detente
porque primero a esos filos
moriré.
DIEGO. ¡Cielos! ¿Qué escucho?
¿No es ésta Clara?
Sale Eugenio Forcejeando con Clara.
CLARA. ¡Atrevido!
Primero...
EUGENIO. Juzgándote otra
entré a matarte, mas fino
morí a tus divinos ojos,
permite...
DIEGO. Tus desvaríos
castigará mi valor.
EUGENIO. Y el mío a ti, fementido.
CLARA. ¡Ay de mí! Que conocida
de mis mismos enemigos
he de morir. Y si huyo,
es más claro, entre los míos,
mi riesgo.
LUIS. (Dentro.) ¡Muere traidora!
LEONOR. (Dentro.) Tente, señor.
FÉLIX. (Dentro.) No sin tino
huyas, que yo te defiendo.
Sale Leonor.
LEONOR. ¡Hay más forzoso peligro!
Huyendo, ¡ay Dios!, de la muerte,
hasta mi casa he venido.
Al fin, ciego delincuente
que, no encontrando otro asilo,
necio se viene a retraer
donde cometió el delito.
EUGENIO. ¿Dónde te ocultas infame?
Sale Luis.
LUIS. Aunque te oculte el abismo
te daré muerte.
Sale Félix.
FÉLIX. En tu amparo
estoy, Leonor.
EUGENIO. Atrevidos,
a mi enojo acabaréis.
DOÑA MARÍA. (Dentro.) Favor, acudid amigos,
que en mi casa los Manzanos
nos asaltan.
FÉLIX. ¿Qué he oído?
Hasta su casa, Leonor
ciega y fugitiva vino.
Sale doña María y don Antonio con luces.
DOÑA MARÍA. En vuestro favor estamos.
LUIS. ¡Ah, traidores! Mas ¿qué miro?
DIEGO. ¿Aquí Leonor?
FÉLIX. ¿Aquí Clara?
FÉLIX Y DIEGO. Mejor el acaso lo hizo.
LUIS. (A Leonor.) ¡Ah traidora!
FÉLIX. Señor, tente.
EUGENIO Y ANTONIO. Moriréis a nuestros bríos.
FÉLIX. Vosotros sí, a mi valor.
Mata la luz y riñen todos.
DOÑA MARÍA. Ahora lo veréis, impíos.
FÉLIX. Sígueme, Leonor.
LEONOR. Tras ti
estoy.
DIEGO. Ven, Clara, conmigo
que segura quedarás
dentro de mi cuarto mismo. (Vanse.)
Éntranse riñendo. Repican dos campanas y salen san juan y Pedro.
PEDRO. Si no lo queréis creer,
mirad los cascos se dijo,
y ahora que todos se cascan
lo mismo, padre, le digo.
SAN JUAN. De la trabada contienda,
avisa el sonoro ruido
de las campanas de santo
Tomé y de san Benito.
PEDRO. Es que a su muerte, estos locos
tocan como a su bautismo.
(Cajas y clarines.)
Pero acá, según las voces,
se va acercando el bullicio.
UNOS. (Dentro.) ¡Vivan los Manzanos!
OTROS. ¡Mueran
los Monroyes atrevidos!
Salen riñendo Luis, Félix, Fabio con don Diego; Antonio y Eugenio.
FÉLIX. (Aparte.) Ya asegurada Leonor,
nada recela mi brío.
DIEGO. (Aparte.) Pues ya a Clara aseguré,
obre ahora mi destino.
UNOS. (Dentro.) ¡Favor al rey!
OTROS. ¡Mueran todos,
si se resisten!
SAN JUAN. Amigos,
temed vuestro riesgo.
LUIS. ¿Qué oigo?
Ya por orden del invicto
Enrique Cuarto, rey nuestro,
nos cerca con sus ministros
ese escuadrón numeroso.
EUGENIO. Afrenta es quedar vencidos.
FÉLIX. Pues a ellos, caballeros,
nobles sean nuestros bríos,
aunque siempre tan contrarios,
en esta ocasión, amigos.
DIEGO. A ellos, todos advirtiendo
que son, en este conflicto,
nuestros alientos parciales,
pero después, enemigos. (Vanse.)
SAN JUAN. Tú sólo, Dios, de tal odio
apagarás lo encendido. (Tiros.)
UNOS. (Dentro.)
¡Arma! ¡Arma! ¡Arma! ¡Guerra! ¡Guerra!
(Cajas.)
UNO. (Dentro.) ¡Muerto soy!
PEDRO. Uno, tres, cinco,
para ensaladas de plomo, (Disparan.)
estos son buenos pepinos.
Huyamos, padre.
SAN JUAN. ¿Qué es huir?
Dios eterno, Dios benigno,
para apagar tanto incendio
enciende los labios míos. (Vase.)
PEDRO. Yo huyo, no me apelotee (Disparan.)
el demonio de este tiro. (Vase.)
Salen todos riñendo.
FÉLIX. Pues ya ellos lo están, nosotros
veamos quién queda vencido.
¿Pero quién?
Sale san Juan.
SAN JUAN. ¡Favor! ¡Favor,
cristianos!
TODOS. ¿Qué ha sucedido?
(Dejan de reñir.)
SAN JUAN. ¡Qué horror! Los cielos se caen
a la tierra y, divididos
los polos, sus astros se
desencajan de sus quicios.
No así, reloj concertado
suelta el ruidoso artificio
de sus ruedas para dar
la hora que ahora oímos.
Como la esfera del cielo,
en más horrorosos giros,
se devana y atropella,
toda es espantosos signos.
Sol y luna se obscurecen
y oprimidos, en sí mismos,
de pelear fatigados
se ven en sangre teñidos.
Enfurécense los mares,
chocan entre sí los riscos,
braman airados los vientos,
cae el fuego de sus sitios.
Las fieras se despedazan.
¡Oh Dios! ¡Qué horribles bramidos,
contra nosotros pelean!
¡Huid hombres, huid amigos!
Mas no, que una voz sonora
a todos nos llama, oídlo.
Sobre nosotros se ve,
¿cómo a su vista no expiro?
¡Qué severo! ¡Qué enojado!
TODOS. ¿Quién, padre?
SAN JUAN. El juez Divino
que a juzgarme y a juzgaros
baja del cielo.
Sale Pedro.
PEDRO. Eso es lindo,
que no hay cosa para locos
como un sermón de juicio.
SAN JUAN. ¡Qué razón daré del odio
con que os busco vengativo!
¡Qué de rencores me arguye!
¡Qué de culpas y homicidios!
LUIS Y ANTONIO. ¡Qué horror! ¡Huyamos sus voces! (Vanse.)
DIEGO Y FABIO. De oírle me atemorizo. (Vanse.)
FÉLIX. Su presencia temo más
que la de mis enemigos. (Vase.)
EUGENIO. ¡Qué vergüenza! Caballeros,
¿posible es que persuadidos
de un infame orador, de un
hipócrita fementido,
vuestra venganza dejéis?
¡Hola! ¿No hay criados míos
que maten a palos a este
fraile vil, a este enemigo
de la honra de los nobles?
Mas, yo hacerlo sabré.
Toma un palo y al darle queda con el brazo levantado e inmoble.
SAN JUAN. ¡Amigo!
PEDRO. Que lindo, don Pedro Palo
larga el palo.
EUGENIO. Ni aun ánimo,
padre.
SAN JUAN. Vaya, que Dios es
el Hércules peregrino
que, eslabonando sus voces,
los prende por los oídos.
EUGENIO. De su vista huyendo voy,
más que confuso, corrido. (Vase.)
PEDRO. Ir puede al palo de la horca.
Sale una mujer.
MUJER. Mi padre, un único hijo...
PEDRO. ¿Qué es eso, hermana? ¿La ahorcan
y reza el credo conmigo?
MUJER. ... que tenía, en ese pozo,
por mi desdicha, ha caído
y en su intercesión espero
que le saque.
PEDRO. Los colmillos.
MUJER. ¡Haced!
PEDRO. No es nada un milagro.
No lo haré yo ni por cinco
reales, que me tiene más
de costo.
SAN JUAN. Pues, ¿cómo ha sido?
MUJER. Dos horas, padre, ha que está
en el agua sumergido
y ya muerto.
SAN JUAN. No se apure,
no, que quizás estará vivo.
MUJER. ¿Vivo, padre?
SAN JUAN. ¿Dónde está?
(Llegan al pozo.)
MUJER. Aquí cayó.
SAN JUAN. ¡Ah, tierno niño!
NIÑO. (Dentro.) ¿Quién me llama?
MUJER. ¡Qué portento!
Desde abajo ha respondido.
SAN JUAN. Vivo está, mas tan profundo
está el pozo, que imagino
que a sacarle de su fondo
no bastará humano arbitrio.
Pero fía en Dios, que yo
desciñéndome este cinto,
veré cómo puedo. Pero,
aún no llega.
PEDRO. Échale hilo,
que la correa no alcanza.
SAN JUAN. Ya creciendo en cristalinos
penachos, el hondo pozo
lo sobreagua hasta el mismo
brocal. Tenga la correa
con fuerza y suba, hermanito.
Sube el niño como dicen los versos.
PEDRO Y MUJER. ¡Qué portento!
NIÑO. Sus pies
le he de besar, padre mío.
PEDRO. A tus plantas...
SAN JUAN. ¡Quita! ¡Aparta!
PEDRO. No me le hagan dar de brincos.
UNOS. (Dentro.) ¡Milagro! ¡Milagro!
OTROS. Nuestro
santo predicador lo hizo.
SAN JUAN. ¿Cómo, de la vanidad,
huiré este torbellino?
Muy bien, porque si David
fingido loco advertido
supo, por librar la vida
corporal, yo determino,
por librar la espiritual,
hacer ahora lo mismo. (Vase.)
NIÑO. Sigámosle, madre mía.
MUJER. Tras él, clamando el prodigio
vamos. (Vanse.)
PEDRO. ¿Qué es aquello, Dios?
¿Qué a mi padre ha sucedido?
SAN JUAN. (Dentro) ¡Al loco! ¡Al loco, muchachos!
(Dentro silbos.)
UNOS. ¡Al loco!
OTROS. ¡Qué lindo tiro!
PEDRO. ¿Qué es aquello? Por la plaza
corre, y hallando en su sitio
una banasta que encaja
en su cabeza, sin tino
viene, de muchachos que
le apedrean, perseguido.
Sale san Juan como dicen los versos, mal puesto el hábito, lleno de lodo, con una
banasta en la cabeza, repitiendo.
Dentro los silbos.
SAN JUAN. Yo soy muchachos. ¡Al loco!
Al loco, pues. ¡Víctor! ¡Víctor!
PEDRO. Espere padre, no huya.
¿Cómo, pues, se ha corrido?
¿Tiene tan pocas correas
teniendo tan largo el cinto?
SAN JUAN. ¡Qué contrario viento corre!,
écheme lodo. Angelitos,
miren, no me lleve el aire
que sopla, que estoy vacío. (Corre.)
PEDRO. ¡Que se lo lleva!
SAN JUAN. No puede,
que para eso, en-lo-que-he-sido,
advierto que soy un loco,
y que seré. ¡Víctor! ¡Víctor!
(Vase corriendo.)
PEDRO. ¡Vaya! Que el prior lo hará
cobrar, a azotes, el juicio. (Vase.)
Sale el prior, viejo venerable.
PRIOR. ¿Quién con tan grande algazara
de clamores y de silbos
llega a la puerta?
Sale san Juan del mismo modo.
SAN JUAN. Ya a salvo,
huyendo el enfurecido
huracán, con otro norte,
deshecho bajel venimos.
PRIOR. Padre, ¿qué es eso?, ¿qué veo?
Así viene...
Sale Pedro.
PEDRO. Padre mío.
Deo gratias.
PRIOR. ¿Qué es esto, hermano?
PEDRO. Cosas del padre que engreído
en ser pescador de hombres
fue también a pescar niños
por señas, que absorto el pozo
hasta hoy se llama Amarillo.
PRIOR. ¿Cómo así?
PEDRO. ¿Cómo no
hace, padre, lo que dijo?
Pues, predica el juicio a otros
y luego él pierde el juicio.
PRIOR. ¡Qué indecencia! ¿No bastaba
el continuado delirio
con que nos molesta, haciendo
ya que los fieles ministros
de Dios gasten todo el día
en confesarle a su arbitrio?
Si entra, si sale, si al coro
entra o sale.
SAN JUAN. Reprendido
debo ser, que como peco
cada hora al remedio aspiro.
PRIOR. Y para gastar dos horas
en el santo sacrificio
de la misa, tan molesto
que el pueblo, más distraído
que devoto, su imprudente
virtud condena por vicio.
¿Qué disculpa puede haber?
Ninguna. Y así le digo
que no consuma en la misa
más tiempo que el preciso.
Advirtiéndole mi voz
que el primer prelado Cristo
quiso que sus siervos fuesen
no tan libres, sí ceñidos. (Vase.)
PEDRO. Sí, el cinto se ciña. Pues
ya en cintura lo han metido. (Vase.)
SAN JUAN. ¡Con qué razón de mis culpas
soy, Santo Dios, argüido!
Mas, ¿cómo en mí, tus favores
se pueden llamar delitos? (Híncase.)
Tú del polvo me levantas,
tú me traes, por ti mismo,
el cielo a la tierra en el
incruento sacrificio.
En ti, Dios Sacramentado,
en la hostia sagrada miro
de ti, Dios uno el arcano;
de ti, el misterio Dios trino.
En leer secretos en ti
dos horas gasto advertido.
Y no son tiempo dos horas
para ver tantos prodigios,
si de esta dicha me falta
el tiempo con el auxilio.
¿En qué escuela aprenderé
lo que en la tuya registro?
Cruzan por diversos lados dos ángeles cantando hasta llegarse a juntar en el aire.
Aparécese sobre sus manos una custodia, y sube en elevación san Juan, de modo que
quede debajo de los ángeles, que en el aire mantienen la custodia.
ÁNGELES. (Cantan.)
Y rompiendo del aire las ráfagas
de alados serafines, los espíritus
ministrarán, a tus ojos, la cándida
escuela sagrada de que eres discípulo.
SAN JUAN. Bien puedo, con el profeta
rey decir favorecido,
Señor, que cuando tu gloria
aparece me sacio.
ÁNGEL 1º. El pan de los ángeles
es libro blanco ínclito.
ÁNGEL 2º. Que te hará leyendo
querubín científico.
ÁNGEL 1º. A sus blancas páginas
estrechándote íntimo.
ÁNGEL 2º. Beberás, magnánimo,
raudales vivíficos.
SAN JUAN. Ya veo, Sagrado Cordero,
que el libro eres en que, fino
vestido de nuestra piel,
encuadernas tus prodigios.
Tú, sí, de todas las ciencias
eres el fin y el principio.
Y a ti llega en un Jesús
el que sólo sabe el Christus.
Por eso, en tu Apocalipsi,
cuando Cordero Divino
te veo, a la diestra del Padre,
después te venero, Libro,
si en siete sellos cerrado,
por dentro y por fuera escrito.
Y así yo, cuando cual dulce
abeja tus hojas libo
anegado en las dulzuras
de tu suave dulce estilo,
saco para mí el remedio
para el próximo alivio.
Favor que me obliga a que,
con tus alados ministros,
alternando suaves voces
te repita en dulces himnos.
ÁNGELES Y SAN JUAN. (Cantando.)
Bendecid al Señor criaturas,
que en el sacro velo, donde está escondido,
manifiesta al humano discurso
de letras y ciencias favores divinos.
Alabad, bendecid sus piedades
por instantes, por horas y por siglos.
(Vanse.)

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Cayetano de Cabrera y Quintero
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Jornada tercera

FÉLIX. (Dentro.) ¡Parad! ¡Parad!
OTROS. A tu arbitrio
nuestros alientos se postran.
FÉLIX. (Dentro.) Sígueme Leonor divina
y vosotros, bala en boca,
a mi vida y a las vuestras
haced vigilante escolta.
Sale Félix de bandolero y Leonor.
LEONOR. Felix, felix muchas veces
quien ya libre de zozobras
en el catre de tus brazos
seguramente reposa.
FÉLIX. Feliz yo que, aunque arrastrando
por mis excesos la soga,
en tu regazo reposo.
Mas dejemos esto ahora.
Es ésta, que teje el prado,
florida turquesa alfombra.
Descansa, que aunque mi amor
te aclame entre flores, flora
para que mejor halagues
el gusto que me enamoras.
Quiero que, entre tantas flores,
te corones tú por rosa.
Sale san Juan.
SAN JUAN. Dices bien, Félix, que no es
más que una flor engañosa
la hermosura que en el campo
de los deleites adoras.
Por eso, logrando impío
de tu vida deliciosa,
de esas rosas, antes que
se marchiten, te coronas.
Rosa es ese bello riesgo,
flor es, y tan venenosa,
que, ministrando a los hombres
tósigos que confecciona,
no hay abejas que la chupen,
porque siendo arañas todas,
en las copas del deleite
beben nociva ponzoña.
Mas pintártela no quiero
con resabios de dañosa.
Bella como es te la pinto,
para que así reconozcas
que es, Félix, lo que te halaga
lo mismo que te inficiona.
Bella, cual reina, descuella
sobre el trono de sus hojas
siendo arqueros que la guardan
cuantas espinas la rondan.
Luna o espejo del sol
en el prado se colora.
Copa vegetable de ámbar,
que a las humanas lisonjas
aún más que las pajas leves,
atrae hacia sí, industriosa,
éstas y otras preeminencias,
le das, ¿no? Pero éstas y otras,
el áspid, entre las flores,
paliadamente te enroscan.
Poco te importa que sea
bella esa flor. Poco importa
que a gozar de ella te arrastren
derramados sus aromas.
Si es tan falaz, aunque bella,
que en el punto que la cortas
en la pira de tu afecto
muerta su belleza llora.
Luna es de los prados, pero
tan frágil y vidriosa,
que la empañas si la miras
y la quiebras si la tocas.
Es ámbar, mas de otra especie
que son las fragantes gomas
que respira ajado el ámbar
y ajada espira la rosa.
¿Hubiera Moisés tomado,
di, la vara prodigiosa,
si viera que era serpiente
la que vara se le endona?
¿Epimeteo tomara
el don que le dio Pandora,
si viera que áspides eran
liso fondo de su copa?
Pues, ¿por qué ha de cautivarte
hermosa flor tan traidora
que deja de ser lo que es
al instante que la tomas?
¿No conoces?
FÉLIX. Si ya lo hice,
¿qué importa que lo conozca?
SAN JUAN. Mucho, que así enamorado
de aquella virtud que sola
en campos de la pureza
es azucena olorosa,
asegurarás la dicha
de aquella postrera hora
de que depende lo eterno
de una pena o de una gloria.
FÉLIX. Al fuego de tus razones
es mi resistencia estopa
que, aunque se vio encendida,
apagada ya se postra.
Haz que de tu religión
vista la sagrada ropa
y que en sus claustros...
LEONOR. ¿Qué escucho?
Félix mi bien, mi amorosa
perdición, ¿qué es lo que dices?
¿Yo sin ti? ¿Yo sin la sombra
que me ampara? ¿Sin la luz
que me alumbra?
FÉLIX. No... Sí...
SAN JUAN. Rompan
firmes determinaciones
esas tenaces esposas.
FÉLIX. Vamos, padre.
LEONOR. Félix mío,
¿que te vas? ¿Qué mis copiosas
lágrimas, a tus pies,
grillos de cristal no forjan?
SAN JUAN. Seguid, amigos, mis voces.
FÉLIX. ¡Ay, padre mío!, ¡que llora!
SAN JUAN. No sus lágrimas te enfrenen,
que cocodrilo engañosa
llora porque...
FÉLIX. A tanto impulso
es mi resistencia poca.
SAN JUAN. Pues huir, amigo, huir,
porque en lid tan peligrosa
no el que acomete, el que huye,
sólo alcanza la victoria.
FÉLIX. Pues, si he de vencer huyendo,
a Dios gustos, a Dios glorias.
Tuyo fui, Leonor, mas ya
sólo es tuya la memoria. (Vase.)
SAN JUAN. Dios te guíe. Y de ti Dios
me libre, mujer celosa. (Vase.)
LEONOR. ¿Qué es esto que por mí pasa?
¡Plantas, ramas, flores, hojas,
tierra, cielos, mares, ríos,
valles, montes, cuevas, rocas,
hombres, fieras, peces, aves,
aire, fuego, aguas, ondas,
sed testigos que, en la línea
de finezas amorosas,
hay mujeres que así adoren
hombres que así corresponden!
Pero, ¿cómo así me quejo
y lamentándome sola,
tristes álamos fatigo
cual tórtola gemidora?
Fiera soy despedazada.
Tigre soy, soy leona
a quien cazador mañoso
los tiernos hijuelos roba.
¡Félix! ¡Félix! ¿Dónde estás?
Encuéntrete yo o furiosa
me hallarás tú, el cielo, el mundo
y quien de ti me despoja. (Vase.)
Sale Pedro.
PEDRO. ¿Habrá vieja que sea del
Padre nuestro tan devota,
que diciendo el pan que amasa
con una boca de sopas,
ya que no masca cortezas,
de una torta de limosna
a un mendicante perpetuo
que, por provincias remotas,
es el fray Juan de fray Juan
Sahagún, hombre de tal forma
que, como un día predique,
más que un ano no coma?
Tengo hambre.
LUIS. (Dentro.) Cercadlos todos
y, puesto que nos provocan,
acaben a nuestras manos.
PEDRO. ¡Que estos diablos me respondan!
Yo apuesto que, en vez de pan,
me dan una buena torta.
Salen don Antonio y don Eugenio de camino.
ANTONIO. Aunque en número son tantos,
morir será acción gloriosa.
EUGENIO. ¿Qué más gloria que morir
en defensa de la honra?
Y, más, cuando ya empeñada
está nuestra valerosa
resolución en llevar
a Leonor, infame nota
de nuestro linaje. Pues,
con liviandad cautelosa,
robada de este don Félix
con él y los suyos mora.
Salen don Luis y Fabio con espadas desnudas.
LUIS Y FABIO. ¡Ahora lo veréis, traidores!
PEDRO. Pan de perros es ahora.
EUGENIO Y ANTONIO. Buscando venís la muerte.
Al ir a reñir sale san Juan y se suspenden.
SAN JUAN. ¡Teneos fieras rabiosas!
No vomitando venenos
os deis la muerte así propias.
Yo sé que si en un espejo
viera el hombre su fogosa
ira, aunque más enojado,
temiera su furia loca.
Pues alto, amigos, dejad
que claramente os proponga
el cristal en que os veáis,
la claridad de mi boca.
PEDRO. Aquí era, ¿quién tuviera una
boca de vidrio? ¡Gran cosa!
Mas no faltará lo grande,
si es el sermón de dos horas.
El tal púlpito no tiene
gradas, pero tiene losas.
Siéntase en el suelo tras el santo.
SAN JUAN. ¿Qué es vuestra locura, fieles?
¿Quién vuestras iras provoca
a tanto exceso? ¿Diréis
que os irrita quien baldona
vuestro honor? Pues no es así,
porque el honor en sola
la virtud consiste. Y no hay
quien a la virtud se oponga
si no es el vicio. Luego, éste
solo es quien, con vuestra propia
malicia, a vosotros mismos
os deslustra y abandona.
Luego a vosotros, vosotros
mismos os quitáis la honra.
¿Diréis que son las venganzas
acciones pundonorosas
de caballeros? Mentís,
que caballeros no nombra
la fama si no es a aquellos
ilustres héroes que, a costa
de sus continuas fatigas,
de sus acciones heroicas,
en paz tranquila mantienen
repúblicas numerosas,
los que la virtud señala,
los que a sus patrias honran,
los que infieles enemigos
siguen, ahuyentan y asombran.
No los que resguardados
de gente facinerosa
su misma patria destruyen,
su misma cuna deshonran.
No los que por consentirlo
calles y caminos roban.
¿Cómo serán caballeros
hombres que tanto se enconan
en el odio, que por él
no respetan las coronas
de sus reyes? Los que a Enrique
Cuarto, que el cielo socorra,
obligarán -tal es ya
el exceso- a que en persona
venga y corte, justo, tantas
cabezas cuantas se opongan
a la paz de Salamanca.
Y lo que más me congoja,
es que en los jóvenes se halle
la docilidad más pronta,
que en otros, a quien el seso
madura ya, y perfecciona.
¿Qué importa que por las sienes,
hilada, la plata corra?
Si sólo las canas son
plata, ¿por qué yerros doran?
Tales hombres propiamente
son etnas de abrasadoras
llamas que, si su exterior
de cándida nieve bordan,
sólo es porque más seguro,
entre la nieve que asoma,
el voraz fuego del odio
hipócritamente escondan
éstos; Dios por Isaías.
Toca Pedro una campanilla o fingiéndola con la boca dice.
PEDRO. Padre mío, ya dio la hora.
SAN JUAN. Llama niños de cien años.
PEDRO. Su paternidad es sorda,
tiro el hábito.
SAN JUAN. Y contra ellos
hace sus iras notorias.
PEDRO. Ya yo acabo por el padre. (Levántase.)
Aquí paz, y después gloria.
LUIS. Ello es, padre, que muy bien
habéis soltado la boca.
Y, sé que no será mucho
que por el camino, ahora,
se os dé el justo pago
de vuestra elocuencia loca.
SAN JUAN. Cierto, que si alguno hubiera
que de palabra o de obra
me maltratara, con este
breviario...
PEDRO. ¡Desenvainóla!
SAN JUAN. ... le daría tantos golpes,
que tuviese por no poca
dicha escapar de mis manos.
PEDRO. Miren, ¡ay!, lo que inficiona
pues, de predicar a guapos,
ya el padre mío echa roncas.
EUGENIO Y FABIO. Allá lo veréis, infame,
(Vanse.)
PEDRO. Fueron unos y viene otra.
Sale Leonor.
LEONOR. Vos, padre, me habéis quitado
lo que más mi amor adora.
Pues, yo haré que no acabéis
el año. (Vase.)
ANTONIO. ¡Muere. alevosa! (Va a darle.)
SAN JUAN. Tente, y no la des muerte,
que así, el dármela malogras.
ANTONIO. ¿Cómo?
SAN JUAN. Sabrás algún día
lo que por ahora ignoras. (Vase.)
ANTONIO. ¿Qué querrá decir?
PEDRO. No más
que todas son unas locas. (Vase.)
ANTONIO. Tras él y Leonor iré. (Vase.)
LUIS. Mucho este necio me asombra.
Él lo verá. Mas que Félix
no parezca me acongoja. (Vase.)
Salen san Juan y Pedro con sombreros y báculos.
SAN JUAN. Volvamos a Salamanca.
PEDRO. Padre mío, ¿y si nos roban?
SAN JUAN. Dar gracias a Dios.
PEDRO. Y luego
ir al convento en pelota.
SAN JUAN. Ande aprisa.
PEDRO. ¿Cómo andar,
divisando en esa loma
ya dos hombres que a caballo
contra nosotros abordan?
SAN JUAN. ¡Ay hermano! Que sospecho
que su furia maliciosa
viene a tentar de paciencia
nuestras resistencias cortas.
Mas, si Dios es con nosotros,
¿quién podrá ofendernos?
PEDRO. ¡Contra!
En estos casos el credo
es muy bueno con pelotas.
¿Qué buena alhaja es aquesta?
Pues no es mala esta redonda.
Si no creen que cogí piedras,
pregúntenselo a la historia,
que el poeta es un bendito,
y queriendo bien mi cholla,
sólo porque a piedras tire,
no había de volverla loca.
SAN JUAN. ¿Qué hace fray Pedro?
PEDRO. Cogiendo
bizcochos para la ronda.
SAN JUAN. Tire esas piedras, hermano,
¿ésa es acción religiosa?
PEDRO. A eso se tira, a tirarlas
para que el casco les rompan.
SAN JUAN. Si no las suelta, de aquí
no he de pasar.
PEDRO. Hay tal broma
tírolas, porque ya están
sobre nosotros.
Aparécense sobre una cuesta don Eugenio y Fabio a caballo, desnudas las espadas, y
de modo que, balanceando en la tramoya, los caballos revuelvan sobre los pies como
que despeñan los jinetes hasta que, expelidos de la silla, caigan por la cuesta
como temblando.
EUGENIO. Ahora
verá el ruin fraile cómo
a los nobles se baldona.
FABIO. De los dos, justo castigo
será la muerte.
SAN JUAN. Piadosa
nos librará la bondad
divina. ¿Qué se alborota?
PEDRO. Por si acaso no quisiere,
vayan piedras como bolas.
EUGENIO. ¿Qué nos retarda?
FABIO. Bajemos,
mas ¡qué moción tan penosa
es ésta!
EUGENIO. Enfurecidos
los caballos se desbocan,
y a esa barranca inclinados
parece que nos arrojan.
FABIO. ¡Padre, piedad!
EUGENIO. ¡Piedad, padre!
PEDRO. ¡Qué buena está la tramoya!
FABIO. ¡Jesús mil veces!
EUGENIO. ¡Jesús!
¡Qué me despeña!
PEDRO. No corran.
SAN JUAN. Pues, ¿adónde ibais amigos?
Caen y desaparecen los caballos.
FABIO. ¡Qué horror! ¡Cielos!
PEDRO. ¡Qué temblona!
EUGENIO. El corazón no me cabe
en el pecho. Por la boca
sale fugitiva el alma.
Padre, a vuestros pies se postra
mi soberbia.
FABIO. Perdonad
mi culpa.
SAN JUAN. La poderosa
diestra que guardó mi vida
vuestro delito os perdona.
PEDRO. Déjelos, padre, pernear
aunque sea desde la horca.
SAN JUAN. Andad y sabe amigos,
que Dios, que mi lengua informa,
me manda intimar verdades,
no paladear con lisonjas. (Vase.)
PEDRO. Vayan, y otra vez no agarren
los caballos por la cola. (Vase.)
EUGENIO. Ciego y confuso me deja
una acción tan prodigiosa. (Vase.)
FABIO. ¡Ay de don Luis, que también
me estimuló a esta alevosa
locura! Luz le dé el cielo
para que su error conozca. (Vase.)
Sale don Félix de novicio agustino.
FÉLIX. ¿Qué más puede hacer el que
escapó de la derecha
borrasca, que consagrar
a la agradecida peña
que le recibe la tabla?
Liso delfín de madera
que, ya excelso, ya abatido,
fue pez y ave en la tormenta.
Por eso, yo...
Sale san Juan.
SAN JUAN. Naufragando
la nave de tu soberbia
de apetitos y pasiones,
hinchada más que de velas,
al sacro puerto la votas
para que siempre en él penda.
FÉLIX. Es así.
SAN JUAN. Y así será,
como sordas tus orejas
no escuchen los dulces cantos
de engañadoras sirenas.
FÉLIX. ¿Qué aún me seguirán?
Sale el prior y Pedro.
PEDRO. Todo esto
sucedió.
PRIOR. Mucho me cuentas.
PEDRO. Y aún nada es. Pero, aquí está.
Sale Fabio.
FABIO. Padre, a vuestros pies puesta,
en mí de don Luis Manzano
la persona, os representa
su culpa y pide el remedio
para su mortal dolencia.
Pues, como matar mandase
a fray Juan Sahagún su ciega
cólera, al instante mismo
-según su relación hecha-
que Dios defendió a su siervo
castigando la fiereza
de sus parciales, a él
le asaltó una violenta
enfermedad, un ardor,
un furor, un fuego, un Etna
que, luchando con la muerte,
os suplica, pues, que pena
de obediencia le mandéis
que, antes que rabiando muera,
vaya a que de su virtud
el perdón y alivio obtenga.
PRIOR. Vaya, padre.
SAN JUAN. De Dios sólo
el azote es quien lo aqueja.
PEDRO. Pues para azotarlo más
hazte tú ahora de pencas.
PRIOR. Vaya presto. (Vase.)
SAN JUAN. Para ir,
alas me da la obediencia.
(Vase con Fabio.)
PEDRO. Vamos allá y no le culpen
de mal gramático al poeta.
Que una es la persona que hace,
aunque otra la que padezca. (Vase.)
FÉLIX. ¡Qué ceguedad de mi padre!
Sabe el cielo santo que ella
me aflige más que...
Sale Leonor.
LEONOR. Leonor
es la que está en tu presencia
Félix, mi señor, mi bien,
¿posible es que no te muevan
mis voces?
FÉLIX. ¿Cómo aquí?
LEONOR. Como
no hay riesgo que no acometa,
no hay estorbo.
FÉLIX. No he de oírte
engañadora sirena. (Vase.)
LEONOR. ¿Qué oigo? ¡Cielos! Ya no tiene
a qué aspirar mi paciencia.
¿Yo despreciada? Pues, ¿cómo
cual víbora a quien varean
contra la tierra que piso
no me mato yo a mí misma?
¿No hay un rayo que se vibre
contra mí? ¿No hay una fiera
que me despedace? ¿Un monte
que me sepulte? ¿Una saeta
que el corazón me traspase?
¿No hay un...? Pero, tente lengua.
Deja, que lo que he de hacer
sólo el silencio lo sepa. (Vase.)
Sale don Diego.
DIEGO. Cierto, que enfermó de ingrato
amante, que dijo que eran
continuadas posesiones
resfríos de las finezas.
Posesor lo diga yo
de Clara. Pues poseerla
me obliga a que más rendido
arda en su amorosa hoguera.
Errante, al fin, mariposa,
que como amante rodea
las llamas, se abrasa más
mientras más a ellas se acerca.
Clara, mi bien, ¿dónde estás?
¿No respondes?
Sale Clara.
CLARA. ¿Cómo no entras?
DIEGO. Como juzgué.
CLARA. Ocupación
no hay en mí que tú no sepas.
Doña María al paño.
DOÑA MARÍA. Llegó, al fin, el desengaño.
¿Que esto mi rabia consienta?
CLARA. Al blando rigor del peine,
aliviaban mi cabeza
permitidas extensiones
de su copada molestia.
DIEGO. Sí, pero no aliviarás
a mi garganta con ellas.
Pues, amor, para que al verte
mis pensamientos suspenda,
dogales de oro a mi cuello
le terció de tu madeja.
DOÑA MARÍA. ¿Qué oigo? ¿Que don Diego oculte
dentro de mi casa misma
a su dama, enemiga,
cuando a mí me galantea?
DIEGO. Prosigue, en tanto que yo
a vivir, viéndote vuelva. (Vase.)
DOÑA MARÍA. (Aparte.) No será sino a morir,
del susto de hallarla muerta.
CLARA. Anda en paz.
Al írse, sale doña María y detiénela.
DOÑA MARÍA. ¡Tente traidora!
CLARA. ¿Yo? ¿Cuándo?
DOÑA MARÍA. ¿Qué te amedrentas?
¿No sabías cuando aquí entraste,
que de esta casa dueño era
doña María de Monroy?
Aquella heroína, aquella
que por el valor y furia
con que se vengó y se venga
de tu manchado linaje
llama el mundo, a boca llena,
doña María, la brava.
CLARA. Sí... Yo... No... A mover la lengua,
toda en hielo congelada,
no acierto.
DOÑA MARÍA. ¿No sabías que eras,
por la sangre que a tus pies
va corriendo por tus venas,
mi enemiga? ¿No sabías
que de nuevo mi nobleza
tu hermano agravió, robando
de mi casa a Leonor? Bella
acción, que aunque a ti don Diego
te haya robado, no templa
mi enojo, pues los agravios
uno a otro no se compensan.
Pues, ¿cómo, dime, en mi casa
tan descuidada sosiegas?
¿Qué te gozas con tu amante,
te prendes, pules y peinas?
¡Qué rica madeja de oro!
Cierto que acertado fuera
que como a otro cuello oprime,
también el tuyo oprimiera.
Y vive Dios, que mi enojo...
CLARA. Señora, a tus plantas, puesta,
perdón de mi culpa.
DOÑA MARÍA. Eso
es decir que te conceda
quien, antes que yo te ahogue,
de tus pecados te absuelva.
Y lo haré, sí, por cristiana.
CLARA. ¡Don Diego, mi bien!
DOÑA MARÍA. ¡Ea! Entra,
advirtiendo que no son
-aunque con razón pudieran-
celos los que a esto me irritan.
Agravios sí, y con tal fuerza,
que yo sólo la ejecuto,
pero ellos dan la sentencia. (Vanse.)
Éntrala de un brazo.
Baja Leonor sobre un dragón, despacio, diciendo los siguientes versos.
LEONOR. Rasgue mi rabia fiera
de su mismo, deseo la alta esfera.
Y mi coraje mismo,
subiendo, baje hasta el profundo abismo
sobre este monstruo fiero,
ponzoñoso bajel, dragón velero
que, porque al viento aplauda
con el timón lo azota de su cauda,
y, asombrando los cielos,
el monstruo representa de mis celos.
Para que así, sin que mi enojo aplaque,
del negro imperio enfurecida saque
el terno de sus furias
a vengar mis agravios, mis injurias
-ya que en Félix no puedo-, en ese espanto
que Salamanca adora como santo.
Y, pues ya varo a vista del abismo,
¡ah del infierno de mi enojo mismo!
¡Ah de las Furias!
Dentro las Furias.
FURIAS. (Cantando.) ¿Quién, ciego,
incita las Furias?
LEONOR. Yo,
que, ofendida y despreciada,
sobre este fiero dragón
a quien alas mi coraje
y vuelo mi enojo dio.
Parciales, a mi venganza
os llama mi indignación
tan rabiosa, tan airada,
que revolviéndose los
infiernos, abismos, Furias,
acá en mi imaginación,
para que a la vista os ponga
está demás la ficción.
Salid, salid a mi amparo
que si en común opinión
las Furias, los tres hermanos
dañosos afectos son
de ira, deseo, lascivia
para el empeño en que estoy.
A todas tres os incito,
a todas os llamo.
Sube Alecto por un escotillón vestida de negro, velo en el rostro, hacha en la
mano.
ALECTO. (Cantando.) Yo,
que siendo Alecto el afecto
de la ira que excitas soy
a tu voz. Del negro abismo
dejo la obscura mansión
y para la venganza
de tu dolor
rasgo, volando, el velo
de la región. (Vuela.)
LEONOR. A la ira que Alecto lleva,
¿quién acompañará?
Sube Tisífone del mismo modo.
TISÍFONE. (Cantando.) Yo,
pues que Tisífone siendo
soy el deseo que, a tu voz,
dejo las fétidas ondas
del obscuro Flegetón,
y para la venganza
de tu dolor
rasgo, volando, el velo
de la región. (Vuela.)
LEONOR. A tal ira y tal deseo,
¿quién puede seguirse?
Sube del mismo modo Megera.
MEGERA. (Cantando.) Yo,
que, cual Megera, agotando
de la lascivia el ardor
dejo las inmundas ondas
del cenegoso Aquerón
y para la venganza
de tu dolor
rasgo, volando, el velo
de la región. (Vuela.)
LEONOR. Después de todas las Furias
aún falta en mí la mayor.
¡Ea! Fray Juan Sahagún, teme
mi enojo, mi ira, mi horror,
que contra ti va el infierno
todo, y lo que es más, Leonor. (Vuela.)
Sale don Diego.
DIEGO. Por más que quise volver,
antes no pude venir.
CLARA. (Dentro.) ¡Jesús me ayude!
DOÑA MARÍA. (Dentro.) A mis manos
muere, traidora.
CLARA. ¡Ay de mí!
DIEGO. ¿Qué voz tan triste será ésta?
Sale doña María.
DOÑA MARÍA. Llegó de su vida el fin.
Don Diego, cómo me alegro...
DIEGO. (Aparte. Fuerza es otra vez fingir.)
¿De qué te alegras bien mío?,
adorado serafín
de mis potencias.
DOÑA MARÍA. ¿Y son
esos requiebros a mí?
DIEGO. A ti, a quien humilde espero,
para que me haga feliz.
DOÑA MARÍA. No te admire que lo dude que,
aunque yo jamás creí,
en sueños, desconfiada,
me tiene uno.
DIEGO. ¿Cómo así?
DOÑA MARÍA. Como soñé que a otra dueña
adorabas.
DIEGO. Ahora sí,
que fue sueño puedes creer.
DOÑA MARÍA. Pues sólo por desmentir
mi pena, lo haz de escuchar.
DIEGO. Obedézcote en oír.
DOÑA MARÍA. Soñé -pues tan breve fue
que soñé puedo decir
soñé que junto a mi casa
-y aun dentro- vivía, sí,
una dama de tal garbo,
belleza y talle gentil
que retratártela quiero,
aunque enojada la vi.
Tendido al aire su rizo
pelo le daba sutil,
rubias ondas ciento a ciento,
hebras de oro mil a mil.
Del rostro la blanca tez
formó gracioso matiz,
amasado en sus mejillas
con la púrpura, el jazmín.
Sus ojos, aunque llorosos
estaban, puedo decir
que densa lluvia de aljófar
su luz no pudo extinguir.
En su boca, naufragando
perlas en mar de carmín,
la alba se vía llorar
cuando la aurora reír.
La geometría de amor
tiró, con pulso feliz,
un círculo en sus dos cejas,
una línea en la nariz,
su talle, de amor el torno.
DIEGO. Que dama tan bella, en fin,
objeto era de mis gustos
y de tus pesares.
DOÑA MARÍA. Sí,
pero me vengaba bien
de ella y su amante ruin.
Pues, haciendo dogal grueso
de su madeja de ofir,
con ella misma el labrado
limpio, viviente marfil,
de su torneado cuello
tanto apreté y oprimí,
que apenas el alma halló
hueco por donde salir.
DIEGO. (Aparte.) Palpitante el corazón
no cabe dentro de sí.
DOÑA MARÍA. Y aunque fue sueño, don Diego,
puedo con verdad decir
que eres tú el galán traidor
y ésta la dama infeliz. (Vase.)
Vase apareciendo Clara en una silla ahogada con sus mismas trenzas.
DIEGO. ¿Qué es lo que mirando estoy?
Caiga el cielo sobre mí.
Clara, mi bien, ¡ah tirana!
Ciertas tus crueldades vi.
¿Clara? Pero ya nieve es
el que antes fuego sentí,
ya retama es el clavel.
Y a su furia y rabia vil
es moreteado lirio,
el que antes blanco jazmín.
Ilustres, nobles Manzanos,
un Monroy os va a servir.
Con ellos, cruel tirana,
yo me vengaré de ti.
Al irse llevando la cortina salen don Eugenio y don Antonio y embiste con ellos don
Diego.
DIEGO. Vuestro enemigo, traidores,
os he de acabar.
EUGENIO Y ANTONIO. Así
morirás a nuestras manos. (Riñen.)
Sale san Juan y Pedro y dejan de reñir.
SAN JUAN. Teneos, amigos, que a mí
me toca más vuestra pena,
pues habiendo ya don Luis
en mí librado su honor
PEDRO. Gracias a que yo le di
la salud yendo contigo.
SAN JUAN. ... siento esa desgracia así
por él, como porque puede
excitar más el civil
incendio de la discordia.
DIEGO. El remedio espero en ti.
SAN JUAN. Vamos allá.
EUGENIO. ¿Que don Diego
se haya atrevido a reñir
contra nosotros? Yo haré
SAN JUAN. Caballeros, ¡Ea!, id
por vuestro camino. No
nos sigáis.
EUGENIO Y ANTONIO. Hemos de ir
con vosotros.
SAN JUAN. Pues, mirad
que ninguno saque aquí
la espada, porque lo mismo
es sacarla que morir.
PEDRO. Trabajo es ser, en maromas
de pendencias, arrenquín.
DIEGO. De ti mi cuidado fío.
SAN JUAN. Fíe en Dios.
PEDRO. Y en san Martín.
EUGENIO. ¿Qué, contra nosotros, Diego,
sacaste la espada? ¡Ah, vil!,
¡muere!
DIEGO. Pero, muerto soy.
¡Favor, cielo!
Saca la espada y, al ir a darle a Diego, cae, como muerto, al vestuario.
SAN JUAN. ¡Oh infeliz!
castigó tu furia el cielo.
ANTONIO Y DIEGO. ¡Qué horror!
PEDRO. ¡Qué espanto!
SAN JUAN. Y así
quien más duelos provocare
padecerá el mismo fin.
ANTONIO. De mí y de él huyendo voy. (Vase.)
SAN JUAN. ¿Adónde es la casa?
DIEGO. Aquí.
SAN JUAN. Esperad. (Vase.)
DIEGO. Ni aun esperanza
tengo ya.
PEDRO. Pues se puede ir
al infierno.
Salen san Juan y Clara.
SAN JUAN. Salga hermana.
CLARA. ¿Dónde estoy? Cielos, ¿qué vi?
DIEGO. ¡Qué portento! ¡Clara mía!
SAN JUAN. Vuestra será, como aquí
le deis la mano de esposo.
DIEGO. Y el alma.
PEDRO. Pues ya salir
se puede de la comedia,
porque, aunque en tu muerte el fin
le falta, lo mismo, creo,
es casarse que morir.
SAN JUAN. Dejarlos quiero en su casa.
PEDRO. Pues, no me dejes a mí. (Vanse.)
Vanse y salen las Furias cantando, con cestilos de flores, y Leonor también
repitiendo la música.
FURIAS. (Cantando.)
Al impulso, al encono de mi ira,
sea la tierra venenoso jardín,
y áspides brote el suelo sembrado
de flores y yerbas de mayo y abril.
Derramad venenos,
verted, esparcid
y pues, celosa, yo rabiando muero,
muera rabiando quien me tiene así.
LEONOR. Negras auroras del día
tenebroso e infeliz,
de la merecida muerte
de este hipócrita ruin.
Yerbas y flores, que pudo
nuestro conjuro exprimir,
en venenos esparzamos
por donde su planta vil,
cuando, a su convento vuelva,
las pueda hollar y oprimir.
Repitiendo conmigo mis Furias,
porque más arda mi enojo civil:
Ella y Furias cantando
FURIAS. Al impulso, al encono, etcétera.
LEONOR. Lugar ninguno se deje
sin ocultar ni cubrir
de flores, que exequias son
Esparcen flores por el tablado.
aunque parecen festín.
FURIA 1ª. (Cantando.)
Yo, porque puedas mejor
tus intentos conseguir,
te doy, con hojas del opio,
estos haces de alhelí.
Dale las flores y espárcelas Leonor.
LEONOR. Si tú mi ira representas,
¿cómo no lo harás así?
FURIA 2ª. (Cantando.)
Yo, en ramas de espagirita,
quiero a tu mano rendir
estos claveles bañados
de veneno de carmín.
Dale las flores y espárcelas Leonor.
LEONOR. Haciendo tú a mi deseo,
ya advierto que haces por mí.
FURIA 3ª. (Cantando.)
Yo, con yerbas del beleño,
ofrezca a tu frenesí
estas violas entre quienes
es blanco rey el jazmín.
Dale las flores y espárcelas Leonor, etcétera.
LEONOR. Obscuridades en flores
me ofreces lascivia, al fin.
Pero, si no me he engañado,
mi enemigo viene allí.
¡Ahora lo verás, tirano!
Presto, amigas, proseguid
repitiendo conmigo mis furias
porque más arda mi enojo civil.
Ella y Furias cantando.
Derramad venenos,
verted, etcétera. (Vanse.)
Vanse esparciendo flores y sale san Juan.
SAN JUAN. Gracias te hago, Señor, pues
en tu virtud conseguí
el que a tus pies la discordia
doble la enhiesta cerviz.
En fin, sanó Salamanca
del rabioso frenesí
de sus bandos. Y, ya sano
y satisfecho don Luis
Manzano, primero móvil
del ardimiento civil
doña María de Monroy,
cede también a la lid
del tenaz sangriento encono
de su aliento femenil.
Sólo Leonor se ha ocultado
a mis voces, pero en fin,
en lugar tendrá de Félix
otro amante más feliz,
puesto que en clausura a Cristo
por esposo ha de elegir.
¡Qué fresco y florido está
este sitio! A su matiz
parece que cortó el mayo
toda la gala de abril.
Que bien parecen las flores
a los pies que, como al fin
de las humanas delicias,
es el pincel un pensil.
No son para poseerse,
para despreciarse, sí
en ellas la humana gloria
quiero pisar.
VOZ. (Cantando.) Tente.
SAN JUAN. ¿Qué oí?
VOZ. (Cantando.) Tente incauto pasajero
que, con cauteloso ardid,
el áspid junto a la flor
se sabe astuto encubrir.
Huye, oye que aún dice
el aura sutil.
Ella, Leonor y las Furias a lo lejos.
Al impulso, al encono de mi ira,
sea la tierra, etcétera.
SAN JUAN. De mi loca fantasía
es esta ficción sutil.
Mas, si es honesto mi intento,
nadie lo podrá impedir.
VOZ. (Cantando.)
Suspende, Eurídice, el paso
que en ese fértil confín
el áspid, entre las plantas,
puede tus plantas herir.
Huye, oye que aún dice
el aura sutil.
Ella, Leonor y las Furias a lo lejos.
Derramad venenos,
verted, etcétera.
SAN JUAN. A otro intento es bien se ajuste
esta canción, y no a mí,
que si yo confío en ti,
¿quién habrá, Dios, que me asuste?
Va pasando y pisando las flores.
Pero, ¿qué es esto? ¡Qué incendio!
¡Qué rabia! ¡Jesús me ayude!
En vivas llamas me abraso.
Repugnantemente se unen
en mi ofensa fuego y nieve.
Un hielo manso discurre
por mis venas. Traspillados,
mis débiles huesos crujen.
¿Qué es esto? La contextura
de mis nervios se desune;
las alas al corazón
sólo le sirven, porque huye.
No hay nervio que no me ofenda,
pelo que no me atribule.
En pie, tenerme no puedo. (Cae.)
Mas fuego el suelo me infunde.
¡Que me abraso! ¡Que me quemo!
Sale Pedro.
PEDRO. Pues por eso, como un duque,
tendido estás en el fresco
catre que el mayo te mulle.
SAN JUAN. ¡Que me quemo!
PEDRO. ¿Va de veras?
SAN JUAN. ¿Por qué, amigo, de mí huyes?
PEDRO. Pues ¿qué es, padre?
SAN JUAN. ¡Fuego! ¡Fuego!
Llégate acá.
PEDRO. Ni por lumbres
y más, mi padre, que hieden
las dichas flores a azufre,
pero voy.
SAN JUAN. Aguarda. Espera.
PEDRO. ¿Qué va que me introduces
loco por fuego? Ya que
loco por viento te tuve,
más loco por tierra estás
y por agua que te inunde.
SAN JUAN. Espera, conjuraré
esas flores.
PEDRO. Que conjures
tus locuras es mejor.
SAN JUAN. No huyas, Pedro. No te asustes,
En nombre de Dios...
Echa una bendición y vuelan las flores, algunas culebras, y otras huyen por el
tablado.
PEDRO. ¡Qué espanto!
De las flores salen y huyen
sierpes que me hacen bailar.
SAN JUAN. Ven, que ya no hay quien te injurie.
PEDRO. ¿Cómo ir?
SAN JUAN. ¡Pedro, que me abraso!
Por tu vida, que me ayudes
para huir de este lugar
que, cruel contra mí, produce
ardores que me atormenten,
horrores que me perturben.
Cruel Leonor, en tu aprecio,
¿qué razón hay que me culpe
para que, abanderizada
con los contrarios comunes
que aborta el infierno, hagas
que mis alientos caduquen?
PEDRO. Vamos, padre.
SAN JUAN. No tan recio
me muevas, que me introduces
en cada acción un dolor,
en cada aliento una lumbre.
PEDRO. Penas de los pisaflores
en estos dolores sufres.
¡Escarmentad los que os dais
un verde con dos azules!
Llévalo casi en brazos.
Sale el prior y don Luis.
LUIS. Dar a este ejemplar convento
debo, rendido, las gracias
por las recibidas honras.
PRIOR. A mí incumbe retornarlas
a vuestro juicio. Y más, viendo
tan felizmente ajustadas
las paces entre los nobles
Monroyes y la aclamada
estirpe de los Manzanos.
LUIS. Todo fue divina traza
de fray Juan Sahagún, quien no
pudo mejor afianzarlas
que con el vínculo estrecho
del matrimonio que enlaza
los Monroyes y Manzanos
en don Diego y mi hija Clara.
A que se le añaden solemnes
juramentos, observadas
algunas condiciones,
como son que siempre salgan
juntas las dos cruces de
sus dos parroquias, nombradas
santo Tomé y san Benito,
y tan conformes entrambas
que ésta un día a la diestra
y aquélla otro día vaya.
Pero, se añade a este gusto
el pesar de la gravada
enfermedad que padece
nuestro fray Juan.
PRIOR. Remediarlo
querrá Dios.
LUIS. Verle quisiera.
PRIOR. Vamos. Veréis la extremada
paciencia con que padece.
FÉLIX. (Dentro.) Por mi causa...
Sale Félix.
FÉLIX. ...por mi causa
hace sufrir quien bien me hizo
tales dolores.
PRIOR. Deo gratias.
Hable a su padre, fray Félix.
FÉLIX. Señor, humilde a tus plantas
LUIS. Llega a mis brazos, columna
de mi senectud cansada.
FÉLIX. En ellos finco mi dicha.
LUIS. Dios te conserve en su gracia. (Vanse.)
FÉLIX. (Recuéstase.) Ya de descansar es hora.
Mas, ¡ay Dios!; que mal descansa
quien viendo que causa fue
del mal que a tu siervo acaba,
los dolores de su cuerpo
está sintiendo en el alma.
Tú eres fuente de la vida,
permite que, de tus aguas,
temple el dulce refrigerio
el incendio de sus ansias.
Pero el sueño a mis fatigas
con sus dulzuras halaga.
Queda como dormido y baja un ángel.
ÁNGEL. No temas Félix. Persiste
de Dios en la santa casa,
que ya para que descanse,
a su siervo, el Señor llama. (Vuela.)
FÉLIX. ¿Qué oigo? Tente. Aguarda. Espera
bello lúcido fantasma
de mi idea. ¿Qué me dices?
¿Que ya la hora es llegada
en que serán posesiones
cuantas fueron esperanzas?
¿Que ya tiempo es...
SAN JUAN. (Dentro.) ¡Ay de mí!
FÉLIX. Bien, Señor, me lo declaran
esos ayes que a mi pecho
son continuas aldabadas.
Pero, si es tu voluntad,
Dios, tu voluntad se haga. (Vase.)
Descúbrese a san Juan tirado en el suelo.
SAN JUAN. ¡Ay de mí! Bien decir puedo,
cuando crueles me asaltan
los dolores de la muerte,
que aquejarme también tratan
los peligros del infierno
en el potro de esta cama.
Todo soy fuego y ardores.
Todo penas. Todo ansias.
El contrario de la muerte
ya me embiste cara a cara.
Solo estoy. Mas, en tal trance
las obras sólo acompañan.
¿Qué éxito, mi Dios, tendrá
el proceso de mi causa
en tu tribunal severo?
Plegue a ti que con bien salga.
¡Qué dolor! Ya el corazón
hiriendo y rasgando pasa
el que entró, letal veneno,
por la puerta de mis plantas.
¡Padres! ¡Parciales! ¡Amigos!
Pero ninguno me ampara.
¡Jesús! ¡Jesús! En tus manos,
Dios mío, encomiendo mi alma.
Queda como muerto. Sube en elevación de rodillas. Suena música y cruzan dos ángeles
cantando y esparciendo flores con que quedarán formadas sobre la cabeza de san Juan
corona.
ÁNGELES. (Cantando.) En la hora dichosa
camine a la patria
triste pasajero,
que el desierto acaba.
ÁNGEL 1º. Con flores ornemos
senda a su jornada,
y viva con flores
a quien flores matan.
ÁNGEL 2º. Las cuales, tejidas
en cuatro guirnaldas,
son laureolas cuatro,
a un tiempo le aclaman.
LOS DOS. Virgen, confesor,
doctor y, en sus ansias,
mártir que por Cristo
dio la vida amada.
Desaparecen. Baja la elevación.
Salen el prior, don Luis y Félix.
PRIOR. ¡Qué gloria igual a la que
goza en eternas moradas!
FÉLIX. Muriera, si mi pesar
esta gloria no templara.
LUIS. Señale el once de junio,
por día infausto, Salamanca.
Sale Pedro.
PEDRO. ¿Que mi padre murió? Mienten,
si lo dicen las campanas.
¡Mi padre! Mas ya está frío.
¡Ah, bruja, hechicera! ¡Maga!
Infame Leonor.
Sale Leonor.
LEONOR. Aquí
me tenéis. Vibre la espada,
contra mí, de su justicia
el que es Dios de las venganzas.
Pero no, que de mi culpa,
arrepentida y postrada
a sus pies conozco que es
obra suya mi mudanza.
Sale doña María.
DOÑA MARÍA. Lo mismo digo yo. Pues,
a prodigios admirada,
es centro de mansedumbres
doña María la brava.
Sale Diego.
DIEGO. Verlo quieren mis fatigas.
Sale Clara.
CLARA. Lo mismo buscan mis ansias.
PEDRO. Véanlo, que los quiso mucho
su padrino de su alma,
más que lo que aquí sale,
¿es que ninguno se casa?
LEONOR. Yo sí, con Cristo, pues quiero
que, quien suelta y desahogada
vivió de ira vestida,
muera en clausura descalza.
TODOS. ¡Prodigiosa mutación,
con que felizmente acaba,
entre tempestades de iras,
el Iris de Salamanca!