La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

El tercer ojo y la cola del mono
Bernabé Basul (Brasilia)

Busco al chico ideal. Alguien que sea especial, por que yo
soy muy especial.

Una vez, caminando sobre la rambla después de haber salido
del gimnasio, le comenté al Meji que él era una persona muy
especial. Apenas le dije eso, detuvo su andar y se me quedó
viendo con una mirada que hubiera secado un lirio, me desconcertó
su reacción, instintivamente sólo atiné a mostrarle una ingenua
sonrisa de lo más idiota, mientras mentalmente me repetía:
¿Lourdes, Lourdes, ahora qué pata metiste? El Meji no aceptaba
que las cosas se manifestaran así "a la que te criaste", como
solía decir mi madre, no señora, con él había que saber el qué y
el por qué de las cosas. ¡Ay mi Dios! Tan sólo de pensar en ello
me daba una pereza mental que parecían dos. Por suerte, el Meji,
con la paciencia de un santo, utilizaba un método medio rarito
que me liberaba del cotidiano congestionamiento cerebral de ideas
que padecía. Comenzaba por hacer preguntas, todas ellas muy
sencillitas, a las cuales yo respondía simplemente con un sí, con
un no o con una respuesta que, la mayoría de las veces, estaba
contenida como alternativa en la propia pregunta. De esa manera,
ambos tejíamos una red de respuestas referidas al tema de nuestro
interés que nos hacía vislumbrar, más o menos, lo qué era, lo qué
no era o lo qué podía llegar a ser nuestra percepción del objeto.

Esa clase de aeróbic mental, me hacía salir del coma
intelectual en que me encontraba por aquellos días. Las reglas a
las que se sometía el método pregunta-respuesta del Meji, tampoco
requerían un, que digamos, extraordinario esfuerzo para su
ejecución. Primeramente, sólo bastaba recordar las respuestas que
yo daba, después, lo más importante era que jamás de los jamases,
las nuevas respuestas que iban surgiendo podían contradecirse con
las que se habían dado anteriormente. De esa manera, por
increíble que pareciera, yo solita iba configurando en mi cabeza
el concepto. Eso era precisamente lo que me gustaba del Meji, que
me guiara a encontrar respuestas a cuestiones fascinantes y de
gran altura como los conceptos de la vida y la muerte, del amor y
el odio, de la sinceridad y la mentira, etc. Me hacía sentir
menos estúpida, sobretodo cuando enfrentaba a la calamidad de
compañeras que me rodeaban en el liceo. ¡Uy! Era como ser
superior a las demás. ¡Qué nivel! El Meji me decía que encontrar
las respuestas a las preguntas, nos hacía parir la verdad. Sólo
de escuchar esa palabrita de "parir", me ponía nerviosa. Fuera lo
que fuera, yo tenía una pasión inmensa por escucharlo todos los
días.

Bueno, resultó que ese día que le dije al Meji que era una
persona muy especial, mi objetivo era otorgarle a él como
persona, un grado de distinción positiva. Pero para el Meji, ser
considerado una persona muy especial, equivaldría a ser una de
las siguientes tres categorías, todas ellas negativas, por
cierto: una, ser un común y corriente; dos, no ser más que un
bruto cualquiera o, tres, de plano, ser un engendro mutante. ¡Qué
lo tiró! Las observaciones del Meji hacían surgir, por enésima
vez, en mi carente mundo de ideas, embrollos conceptuales, de
esos que me hacían sentir obstruida del cerebro. ¡Qué angustia!
Ante tal desconcierto, él me aseguró que me ayudaría a encontrar
el concepto de persona muy especial para que, en lo sucesivo,
supiera bajo qué condiciones debería utilizarlo. El oleaje
achocolatado del estuario rompía la monotonía de la noche fresca.
Algunos pajarracos negros se disputaban los restos putrefactos de
los peces muertos que arrojaba el río. De vez en cuando, un ave
nocturna señoreaba con su imponente vuelo el cielo arriba de
nuestra frente. Nos acomodamos sobre la barda que da exactamente
al lado de la palmera de Juana de Ibarbourou y el Meji comenzó su
interrogatorio. Me preguntó si reconocía que una persona muy
especial era alguien que en particular debería destacarse de
entre los de su misma especie, en este caso, los seres humanos.
Mi respuesta fue tajantemente que sí. Entonces, subrayaba el
Meji, si yo me la pasaba diciéndole a él y a todos mis conocidos
que, fulanito era muy especial por esto, sultanita era muy
especial por aquello, que menganita era especial quién sabe por
qué, y que perenganita era también muy especial por sepa dios qué
cosa; resultaba que, de acuerdo a mis aseveraciones, vivíamos en
un mundo lleno de seres humanos muy especiales.

¡Ah la pucha! Qué razón tenía el Meji, pues no era sólo yo la
que, por cualquier cosa, sacaba a colación que alguien era
especial, todos mis conocidos hacían lo mismo. Pero nunca me
había percatado de ello, no cabía duda, el Meji era
extremadamente observador. Me quedé pensativa, el abuso del
concepto de ser especial se había vuelto monótono en nuestra
sociedad, a tal grado, que ya no significaba gran cosa. Ahora me
daba cuenta por qué el Meji no percibió mi cumplido, simplemente
no había halago al llamar a alguno de especial. Qué cosa, ¿no? El
Meji continuó interrogándome acerca de que si el más bruto del
salón de clases, se distinguía por eso, por ser el más bruto y
que si eso le daba o no carácter de persona muy especial. Mi
respuesta, frunciendo el ceño, fue que sí, sí se lo daba.
Entonces, el bruto y él, el propio Meji, compartirían la calidad
de personas muy especiales, simplemente porque ambos se
distinguían, si ese fuera el caso, el Meji me dijo que prefería
no ser considerado como parte de las personas especiales, pudiera
confundírsele con algún distinguido bruto. ¡Qué remedio, el hijo
de puta del Meji me tenía acorralada! Me di cuenta de que
viéndolo desde ese punto de vista, el ser una persona muy
especial, dicho así a secas como yo se lo dije, no distinguía
positivamente a mi Meji. ¡Qué horror! El Meji me dijo con
apacible voz que al menos ahora, ya sabía que no era conveniente
utilizar el término persona muy especial tan a la ligera, los
seres humanos en esencia compartíamos características comunes que
equivocadamente creemos que nos convierten a todos en especiales,
eso es cierto, pero sólo frente a otras especies, no entre
nosotros mismos. La persona que pudiera ser considerada de
especial, habría de destacarse de los demás miembros de la
especie humana, me dijo mientras comenzaba a reír, por ser un
engendro mutante que poseyera, tal vez, el tercer ojo y la cola
de mono juntos.

En los días subsecuentes, después del liceo, me sentaba a
tomar mate arriba de un trampolín abandonado frente a la brisa
invernal del río de la Plata, pasaban las horas y mi ego seguía
pensando sobre el tema de su propia negación como ser especial.
Desde ese día, comencé a odiar más las insulsas conversaciones
con mis amigas en las que ellas solían comenzar o terminar
diciendo "yo soy muy especial" o "fulanito es muy especial".
Fastidiada, terminaba diciéndoles que su manejo de lo que era
especial, estaba tan hueco como sus cabezas. A menos que ellas o
sus novios tuvieran un tercer ojo que le pestañeara en la frente
o que exhibieran, como mínimo, una cola de mono que les brotase
del coxis, porque de lo contrario, para mí, ellas y sus santos
noviecitos seguirían siendo unos magníficos boludos tan comunes y
corrientes como cualquiera de los seres que pululan sobre la
tierra. Las idiotas se ofendían y se iban, pero jamás me ofrecían
argumentos para convencerme de que alguien en verdad merecía ser
llamado de persona especial. Después de la rabia que me daba
tratar con gente tan fútil, me iba al jardín de rosas del colegio
a calmarme leyendo alguno de los libros que el Meji me prestaba.

Por esos días, mi infelicidad no paraba en el hecho de que
analizara con angustia las contradicciones de mi vida. Sucedió
que los viejos de Pino, el socialité del salón, viajarían al
exterior dejándolo a él solo en su casa. Pino tenía toda la guita
del mundo y convidó a la clase para una fiesta. Se corrió la voz
de que eso era un pretexto para que se organizara la mayor
desvirginización comunitaria en la historia del barrio de
Carrasco. Fue tal la conmoción que, según se supo, toda la clase
se daría cita ahí excepto, tal vez, algunas de las poco
convencidas, como era mi caso. ¡Qué terror! Si no iba, me
excluirían seguramente del grupo, además de otras sanciones que
los adolescentes siempre solíamos imponernos de manera cruel. Por
otro lado, a mí me parecía increíble y me chocaba la idea, que
guríes de 14 y 15 años planearan esas cosas.

Aquella tarde, como de costumbre, después del gimnasio, el
Meji me dejaría en casa. Apenas llegamos a la esquina donde vivía
con mi madre, le pedí que me convidara un café, quería hablar con
él urgentemente. El Meji me propuso que en vez de café, nos
fuéramos a comer unos chivitos. Acepté de buena manera, tenía
hambre. El Meji trajo a la mesa donde lo esperaba de pié, mi
chivito sin pickles como se lo pedí, necesitaba que me dijera si
estaba en lo correcto al negarme a ir a esa "fiestecita", sobre
todo en mi condición de virgen. El Meji dio una gran mordida a su
chivito, me miró a los ojos con extrañeza y lo primero que me
dijo fue que él pensaba que la virginidad no era más un tema de
actualidad entre chicas de mi edad. Luego comenzó con su típica
mayéutica, o sea, a interrogarme sobre lo que para mí era lo
correcto y lo incorrecto. Pedimos dos gaseosas diet y juntos
descubrimos que, ante la imposibilidad de definir lo correcto de
lo que no lo es, fijar la atención en ellos era más bien una
pérdida de tiempo. Que lo mejor era actuar en concordancia a una
libre voluntad, fuese esta moral, inmoral o amoral, pues no
mudaría la esencia de esos invisibles principios, sean correctos
o no, con los que uno vive día a día dentro de la sociedad en la
que nos ha tocado vivir. Yo notaba que la gente a nuestro
alrededor se había callado, nos estaban escuchando con atención.
l Meji continuaba hablando prolijamente y era verdad, si veía mi
vida en retrospectiva, yo no era una loca. Luego entonces, ¿por
qué habría de preocuparme por el "qué van a decir" si asistía o
no a un local donde se iba a practicar sexo comunitario?
Conclusión, estaba fuera de lugar mi duda de ir o no. Meji volvía
a tener razón, había muchas otras cosas por las que preocuparme,
como para perder mi valioso tiempo en considerar si iba o no a un
acto de esa índole.

Mi alma descansaba en paz, pero ante la incómoda mirada de
la clientela, le propuse al Meji, que mejor nos fuéramos a un
café, algo más íntimo. En el camino cambiamos de tema, aproveché
y le conté al Meji mis inquietudes de ese día, él me escuchaba
sin interrumpir, le confesé que me sentía atraída por la
psicología, pero que a final de cuentas me llamaba más la
atención ser modelo, por eso iba al gimnasio en donde nos
habíamos conocido y que hoy, por cierto celebrábamos tres meses
de ese feliz encuentro. El Meji levantaba las cejas como diciendo
qué tiene que ver una cosa con la otra, a qué quieres llegar. ¡Uy
qué confusión! Me sentía estúpida por no poder escapar de la
superficialidad de mi discurso. Pero la presencia del Meji, no sé
por qué, me animaba a seguir contándole mis cosas, aunque fuesen
incoherencias o niñadas.

Charlamos más pavadas y bobadas, hablamos sobre sus corridas
a trote de una hora en la rambla y de sus dos horas de aparatos
que lo habían puesto super bien. Era lindo ser escuchada por él,
de verdad que era lindo. Todavía me acuerdo de cómo reímos
cuando, sin misericordia alguna, criticamos la severa vigilancia
del instructor del gimnasio, Carlos, mientras el Meji lo imitaba
mascando su palillo de dientes. El gimnasio se llamaba "Energym"
y a él acudíamos casi religiosamente todos los días después de
las siete de la noche. Esa noche, nos pasamos horas y horas
conversando sobre cómo trabajábamos nuestros cuerpos. Recuerdo
que el momento llegó al punto en que me puse de pie y él midió
con sus manos mi cintura y me levantó con suma facilidad. ¡Ufff!
El Meji tenía buen lomo y aunque le hacía falta algo de cola, lo
comencé a ver, desde el punto de vista físico, bastante
aceptable. Después de beber varias aguas minerales con hielo
averigüé que él tenía la misma edad que mi madre. ¡Qué sorpresa!
Pero ni por asomo aparentaba esa edad en lo más mínimo, parecía
un gurí de veintidós.

El hecho de continuar siendo virgen me quitaba el sueño. Las
chicas y chicos que fueron a la fiesta, según me comentaron, la
pasaron bárbaro. Muchos de ellos sintieron que se habían quitado
un gran peso de encima. Nadie forzó a nadie y las cosas se dieron
estupendamente. ¿Debí haber ido? Se apoderó de mí un sentimiento
de culpa que amenazaba con transformarse en uno de frustración.
Como una droga de la cual no podía escapar, sentí la necesidad de
hablar con el Meji.

A la hora de siempre, los dos salimos del gimnasio. Habíamos
acordado que ese día el Meji me dejaría conocer su colección de
libros. Me topé ante un bellísimo penthouse ubicado en pleno
barrio de Pocitos, el decorado interior me dejó impactada por el
gusto tan sobrio. De su equipo modular se desprendía una música
suave, casi ensoñadora. A voluntad el Meji bajaba o subía la
intensidad de las luces de la sala y los cuartos. Comencé a
revisar uno por uno sus libros, me ofreció cualquier tipo de
bebida, desinteresadamente me decidí por una botella verde muy
atrayente, era menta. En mis manos tenía un libro grueso, de esos
que ni por asomo leería, se intitulaba "Los Diálogos de Platón",
su favorito. Sirvió un pesado vaso de cristal cortado con hielo
que él mismo picó en un aparato especial. Le montó una rebanada
de limón a la cual se encontraba adherida una cereza natural y
brindamos. Ahí fue cuando me iluminó aún más con su sabiduría de
gurú. Me dijo que era lógico que los chicos de mi liceo hicieran
cosas en grupo, sobre todo en Uruguay donde el concepto de barra
era muy popular. Así la desvirginización comunitaria podía ser
aceptada como algo natural, además de ser una manera de evitar el
shock de una desvirginización personalizada. ¡Guauuu! ¡Qué
capacidad de observación la del Meji! Yo le comenté que prefería
la personalizada, pues supuestamente debería ser más emocionante.
Estaba tan contenta por lo que aprendía en la charla de esa noche
que no resistí las ganas de convidarlo a bailar.

Qué cosa, apenas me tomó por la cintura, me dieron unas ganas
salvajes de besarlo. Por suerte, el Meji correspondió a mis
deseos y de repente, una sensación de vacío se apoderó de mi
estómago. Mis entrañas comenzaban a arder. No podía creerlo,
sentí que había llegado el momento que siempre había esperado y
ni más ni menos que con el Meji. Ni planeado habría resultado
mejor. Sin percibirlo siquiera, sus brazos me depositaron en una
cama para la cual había que remontar seis escalones alfombrados.
Estaba poseída por una sensación que me mantenía a flote entre
las nubes del relajamiento. Insensiblemente, tiramos las ropas y
pude ver ese cuerpo bien trabajado. Observé algo más y quedé
pasmada: ¡el primer miembro viril en vivo y a todo color que veía
en mi puta vida! Apenas estaba percibiendo la emoción de ver en
aumento su erección, cuando sentí que su peso delicadamente se
recargaba contra mi pecho. Comenzó el despelote de besos,
abrazos, caricias, mordidas, araños, puñetas, etc. Pero no sentía
penetración alguna, ¿y? Pregunté con voz firme. El Meji me pidió
algo insólito, yo tenía que dar mi consentimiento explícito para
tener una relación sexual. Vaya, estar ahí totalmente en bolas
era el consentimiento más explícito del que era capaz. Al oír
esto el Meji meditó y me dijo, como disculpándose que tal vez
tuviera razón.

Pero, ¿y él? Fue entonces cuando me dejó con la boca aún más
abierta. Me preguntó que si me interesaba o no escuchar su
opinión al respecto. Arrodillados uno frente al otro, me dispuse
a escucharlo con atención, las cosas entre dos se deciden
previamente hablando, me dijo en tono serio. Para no perder la
emoción del momento, le pregunté rápidamente si él consentía en
poseerme y de ahí, sin esperar su respuesta, me le monté de un
brinco. El me besó en la mejilla y con una cara de la más
infinita ternura de la que yo era capaz de percibir, me dijo que
sí, pero, "no en la primera vez". Quedé fría. ¿No en la primera
vez? El Meji me explicó que no quería ser el primero en
penetrarme, porque no se consideraba la persona ideal para ser el
hombre más importante en la historia de mi vida, es bien sabido,
me dijo, que los recuerdos más intensos sólo se refieren al
primero, al mejor y al último, y aunque rara vez se juntan los
tres en una sola persona, era siempre el primer hombre en la vida
de una mujer el que evocaba las horas de recuerdos más intensos e
inspiradores. El resto de galanes intermedios, sencillamente...
no cuenta. !Pá, me mato¡ El Meji respiraba sabiduría y
experiencia, no cabía duda. Bueno, en fin, paciencia. Ante esa
actitud se me ocurrió la estrategia de abrirme totalmente y
confesarle que era mi libre voluntad la de entregarme a él.
Pregunté que si esto resolvía la situación, pues a darle, ¿no?
Tomó un sorbo de mi menta, presionó la cereza de un rojo
encendido entre los labios y sonriendo me la ofreció. ¡Vaya que
sabía recalentar el bollo el tipo! Esto me puso nuevamente a
ritmo. Acepté la cereza con mis dientes y comencé a tocarlo
todito. Su erección era potente. En tales condiciones, ¿cómo
podía negarse a hacerme suya? Pero no resultó, me volvió a atajar
con su verso. Por primera vez, sentí que el Meji hablaba
boludeses, decía que esto se relacionaba con su no sé qué
eutrapelia y demás pendejadas a las que no di bola. Lo besé con
todo el amor del que era capaz. Sudorosa todavía, recapacité, si
él hacía o decía las cosas, era por algo, tal vez eran sus
principios o lo que yo comenzaba a sospechar que era: un gran
trauma. Pensé que lo mejor era respetar esa situación que podía
degenerar en algo chocante, con una inmensa pasión que se
aprisionó primero en mi ziper y luego en el de su pantalón, nos
fuimos vistiendo uno al otro sin dejar de vernos cara a cara,
algo de inexpugnable había en ese rostro sereno y yo tenía que
saber qué era. Mi cabeza comenzaba a preocuparse y esto daba como
resultado maquinar pensamientos, ¡bárbaro!

Más tarde, bajamos del duodécimo piso y fuimos a un bar. Ya
íbamos abrazados como la más feliz de las parejas. Ahí
encontramos algunos amigos de la barra. Jugamos pool, dardos,
etc. Mi mirada pensativa, jamás se distraía de la figura de mi
muñeco. Estaba totalmente cautivada por todo lo que había
significado su forma de ser. El se acercaba a mí y me besaba.
¡Carajo! ¡Como se debe besar!: sintiendo su lengua por dentro
como queriendo tocar la crucecita que traigo colgada en la
gargantilla comprada en el mercado de pulgas de Tristán Narvaja.
Con esto, ya todos se habían enterado que estábamos saliendo. Que
finalmente él y yo teníamos algo. Al otro día, me enteré que la
gente criticaba al Meji por meterse con una pendeja como yo. No
di bola a esos comentarios. Por otro lado, todas mis compañeras
del gimnasio me hacían preguntas por demás estúpidas. Me
sorprendí de que nadie se hubiera tirado al agua con el Meji,
todavía. Al parecer, el tipo era un misterio para todas las
yeguas de concha ardiente que hacían aeróbic conmigo. Aunque en
el horario de fisiculturismo ni nos hablábamos por estar cada uno
en su rutina, fuera de ahí el deseo de ambos iba en aumento.
Restregábamos los cuerpos desnudos en su jacuzzi, en el sofá,
sobre la alfombra, en la cocina, manejando, dónde fuera. Era muy
feliz. Pasó bastante tiempo y yo seguía ardiendo por dentro. Bajé
mis notas, no podía concentrarme en clase. Un día le pedí al Meji
que pasara por mí al liceo. Todas las adorables pirañas
desdentadas de mis compañeras quedaron boquiabiertas cuando
vieron las gomas de mi galán. Qué caballo que se había cargado
una pendeja como yo, sería lo que andaban pensando, seguramente
cada una de ellas. Esa noche, en lo que se metía a bañar, decidí
hablar más en detalle sobre el tema de las complicaciones o lo
que yo todavía consideraba como una boludez de no querer ser el
primer hombre conmigo. Hábilmente esquivó el tema al principio.
Sin embargo, luego de ver mi cara de podrida, con un profundo
suspiro me preguntó que si verdaderamente me interesaba saber lo
que significarían para él meterse con una nena que recién ha
cumplido sus catorce pirulos... Yo le interrumpí: ¿encontrar
exceso de ternura tal vez? Me contestó negativamente con voz
apacible, luego salió de la ducha, abrí lo más que pude los ojos
¡qué animal, papito! Y dijo que mis catorce pirulos para él
significaban 40 años preso en cana, "sos menor de edad". Al
principio, como era lógico, me enojé más que un bicho. ¿Se
imaginaría el imbécil que yo sería capaz de rebajarme a
chantajearlo o denunciarlo a la policía por corruptor de menores?
Pero me di cuenta, que no era tan así la cosa, que estaba
prejuzgándolo injustamente. El se refería a lo que pudiera pensar
mi madre. Le confesé que ella estaba al tanto de mis salidas con
él. ¿Qué cuánto era ese tanto? Dudé en mi respuesta. Argumenté
que, seguramente en su país como en el Uruguay, no se
acostumbraba enterar "de todo" a los padres de una. El Meji, sin
contemplación alguna, me dejó sentir el sermón en una de las más
áridas montañas, habló sobre todas las implicaciones de tipo
penal que le significaban mis 14 años, aparte, como ya dije, de
no querer ser el primer hombre en mi vida. Mi sexto sentido me
indicaba que allí continuaba habiendo gato encerrado. Fui firme
al preguntarle el por qué tenía yo que pagar por algo en lo que
nada había tenido que ver. Con una calma cruel, me calló
diciéndome que no me amaba lo suficiente. Mas yo le respondí que
él sabía que eso era lo de menos, pues en sus mayéuticas
anteriores habíamos concluido que el amor no requería para
realizarse de la correspondencia del ser que es objeto o
destinatario de nuestro amor ¡Se ama y tá, san seacabó! Y yo lo
amaba más que a mi propia vida. Esa noche lloré mucho, no porque
no me amara, que quede claro, sino porque me negaba la
oportunidad de entregarme al único hombre que yo consideraba
digno de ser el primero, luego sería cualquiera. ¡Yo qué sé! Pero
el primero, moría por que fuera él, aunque no me amase. Parece
que lo conmoví. Como queriendo disuadirme, hábilmente me propuso
que, ante mi obstinada insistencia y en mi condición de menor de
edad, se hacía absolutamente necesario que mi madre tuviera que
saber todo sobre mis intenciones y darle a él su consentimiento
explícito para tener relaciones sexuales. ¡Mi madre! Los hombros
se me bajaron como si fueran pendientes del Fujiyama, pero de
repente, una luz de esperanza iluminó mis ojos de alegría. Aunque
yo sabía que era una forma de salirse por la tangente, acepté el
reto. A partir de ese día, mi mente no pensaría en otra cosa,
tenía que hablar con mi vieja, lo antes posible. Me consumía una
extraña necesidad de tenerlo todo con el Meji.

Mi madre y yo siempre hemos sido buenas amigas. Fue un frío
domingo soleado, en que como de costumbre fuimos a almorzar al
viejo mercado del puerto. La carne se veía diez puntos, mi madre,
por el contrario, se veía un poco decaída. Ese día se cumplían 14
años de la fecha en que se le había borrado mi padre, justamente
al mes de que yo naciera. Pobre, todo eso la había convertido en
una mujer que aparentaba muchos más de los treinta años que
realmente tenía. La traté de animar describiéndole el buen color
de la carne. Ya para engullir un buen trozo, le solté de sopetón
que ya había estado en la cama con un hombre, que para colmo
tenía su misma edad. Me vi mal. Ella se quedó estupefacta dejando
el tenedor con el trozo de churrasco bien pasado a medio camino.
Aunque sabía que algún día eso ocurriría, le parecía demasiado
prematuro, estaba segura que yo salía con algún pervertido. La
mirada cabizbaja de mi madre que parecía concentrarse en la
persecución que mi tenedor hacía de unas chauchas desobedientes,
fue el preámbulo para que ella me enterara, por primera vez, de
la versión completa de lo que había pasado cuando quedó
embarazada. Según ella, mi padre le ofreció mostrarle una
interesante colección de discos de rock en su casa, (algo en mi
cerebro me conectó de inmediato con la imagen en donde me veía
hojeando con interés los libros del Meji en su depa), después le
obsequió unos caramelos (recordé la cereza roja) y tá, ahí él se
echó sobre ella y así quedó preñada, mientras mordía sus
caramelitos (yo me veía divinamente poseída mordiendo mi
suculenta cereza). Conque... mi viejo resultó un tarado
pervertido. Hice como si mi mirada se paralizara frente a su
relato, la verdad, yo creía que había sido algo un poco, cómo
podría decirlo, más romanticón. No había duda, lo único que había
disfrutado mi madre ese día fueron los caramelitos. Antes de que
la cosa se pusiera más dramática, y al tiempo que tenía la suerte
de pinchar tres chauchas con mi tenedor, la calmé diciéndole que
la estaba consultando porque por increíble que pareciera, aún
permanecía virgen. Esta vez fue el tenedor con la ensalada el que
se quedó a medio camino, su rostro pasó de la amargura a la
sorpresa.

Pausadamente me llevé las chauchas a la boca y le expliqué
que estar en la cama con alguien no significaba, forzosamente,
tener relaciones sexuales. Al principio mi madre se pensó que yo
me había resistido al tipo. Ahí la vi recuperar su semblante de
madre orgullosa y comenzó , con cierto entusiasmo, a cortar
pedazos de chinchulines y de morcilla que se veían muy
apetitosos, momento que aproveché para anunciarle que si había
alguien que se había defendido de acosos, había sido él y de los
míos. El chinchulín y la morcilla se quedaron a medio camino. Y
que estaba decidida a perder mi virginidad con el amor de mi
vida. Mi madre, aunque se tardó un tiempito, finalmente se
percató de que estaba enfrentando a una decidida jovencita del
siglo XXI. Así que cambió su actitud a una más comprensiva. Era
la oportunidad que esperaba, ahora aplicaría el infalible método
"Meji".

Ya estábamos en el postre.

Mi madre, que había pedido un "martín fierro", se oponía a
una pérdida de la virginidad precoz, argüía que eso me iría a
provocar problemas emocionales que podrían marcar mi vida sexual
futura. Las preguntas que le hice comenzaron por obligarla a
aceptar que si le hubiesen dado a elegir a ella, cosa que no
ocurrió, ¿hubiera optado por la mejor o por la peor opción? Me
contestó que la última, naturalmente. Por mejor opción, reconoció
que era aquella en que se tiene un respaldo emocional producto de
la madurez, de la experiencia. Pues bien, si esas eran sus
condiciones que pensaría de sí misma si ella solicitara que los
hijos jóvenes, primero y antes que nada, le hicieran caso a sus
padres. Ciertamente eso sería lo correcto, mi madre se sentía
ganadora, ella era la de la experiencia, la de la madurez. Bueno,
le dije a mi madre, que entonces qué pensaría ella del Meji, dado
que de él fue la idea de que yo hablara primero con ella y le
pidiera que le diera su consentimiento explícito para que él
pudiera ser el primer hombre en mi vida. La cara de incredulidad
de mi madre era un poema digno de ser tallado en mármol de
Carrara, -¿él?-. ¡Claro! Le respondí con una sonrisa triunfante a
mi madre. Acaso, ¿no era la posición más honesta, más madura y
más lógica que hombre alguno pudiera hacer, dadas las
circunstancias de mi caso "sui generis"? Mi madre había caído en
la telaraña mayéutica, no tenía salida. El Meji y yo veníamos
abiertamente, sin esconder nada, a querer compartir con ella un
momento importante. Un gurí pasó a nuestro lado vendiendo
caramelos, mi madre lo despachó desapaciblemente, yo lo detuve,
le di unas monedas, tomé un caramelito, me lo puse en la boca y
comencé a saborearlo con exageración frente a mi madre. Si la
vida te lo permite, le dije, cada una saborea el caramelo de su
vida como mejor le parece. Creo que entendió el mensaje por que
sus ojos mudaron hacia un amor y una ternura que confirmaron mis
esperanzas de que podía contar con ella. Mi madre cedió todo el
terreno y entramos en los típicos detalles de cómo era él. En el
camino a la casa, yo me despaché con la cuchara grande, le puse
todos los adornitos al árbol de Navidad. Yo le avisaría el día y
la hora para que ella estuviera lista a dar su consentimiento.

Superado el obstáculo "consentimiento de la madre", ya sólo
me faltaba desvanecer la idea del Meji de no querer ser el primer
hombre de mi vida y eso seguramente estaba relacionado con algo
que sospechaba yo, se trataba de algún trauma. Me puse las pilas.
Al otro día, en lugar de una, hice dos horas de aeróbicos, estaba
híper. Mi mente pasaba por un aseo general, barrí con todas las
ideas raras y me concentré en un sólo objetivo, el Meji.

Fue una noche con mucho viento, la arena de la playa
desfilaba en loca carrera por encima de la rambla, subimos una
pequeña colina desde donde se vislumbra un desacostumbrado río de
la Plata agresivo. El Meji puso música de la que, según él, le
gustaba a Carl Sagan y se dispuso a escucharme. Yo iba a dar
inicio a un ingenioso juego de preguntas y respuestas, cuando el
Meji me puso la yema de su dedo en medio de mis labios, aproveché
y lamí sus digitales, ahí me di cuenta que él iba a hablar, a
sacarse todo lo que lo aprisionaba dentro. Esa noche supe por qué
al Meji no le gustaba ser el primer hombre. Hace catorce años, en
su país, él había tenido su primera noviecita. Ambos se habían
desvirginado juntos. Según él, había sido bellísimo. Por equis o
zeta causa, dos años después terminaron y cada cual hizo su vida
aparte. El pasó años cumpliendo distintas misiones fuera de su
país y ella, aprovechó el tiempo para tener tres hijos con tres
hombres distintos producto de las continuas visitas a los moteles
de alta rotatividad de su barrio. Justamente, el año pasado, el
Meji decidió gastar, luego de años de ausencia, las vacaciones en
su país. Ahí fue cuando, sorpresivamente, ella le llamó por
teléfono. Coincidieron en verse como viejos amigos. Aquella
reunión iba de lo más bien, hasta que llegó el momento para esas
típicas confesiones que se hacen los ex novios cuando ya no hay
nada de interés de parte de uno con el otro. Y fue de esa manera
como ella a bocajarro le dijo al Meji que, "la verdad, la verdad,
él no había sido su primer hombre": un aeromozo de Mexicana de
Aviación se le había adelantado por unas semanas en uno de esos
vuelos rápidos que van de Guadalajara a Acapulco. El silencio que
siguió a la confesión del Meji se interrumpió por una centella
sin trueno venida de lado de un cementerio que estaba a nuestras
espaldas. Clavó su mirar en el mío y sin decir palabra me besó
tiernamente. Mi instinto había estado en lo cierto todo el tiempo
y ahora el Meji se liberaría de esa pesada carga y yo me daba
cuenta de que tendría que saber cómo llevarlo con responsabilidad
en aquel momento íntimo que, seguramente, se convertiría en el
más importante de nuestras vidas.

Recuerdo perfectamente que había una luna brillante. El
teléfono-fax al lado de la cama de barrotes de latón dorado sonó.
Sabiendo que era ella, contesté, luego le pasé el auricular al
Meji. Apenas se escuchaban las palabras de una madre emocionada
que le agradecía al Meji su actitud con la cual demostraba
inmenso respeto hacia ella y hacia su hija y que gracias a ello,
el consentimiento para ser el primer hombre en la vida de su
pequeña se lo daba con toda sinceridad en ese instante, "trátela
bien y sobretodo hágala que se sienta mujer". Yo en mis adentros,
sabía que mi madre estaba feliz porque, de alguna manera,
corregía en mí la oportunidad que la vida no le dio a ella. El
Meji por su parte, aunque nunca me lo dijo, yo sabía que iba a
enfrentar una situación difícil, pues la vida había jugado
rudamente con sus primitivos sentimientos machistas. ¡Qué
increíble! Siendo tan inteligente como era. Esa noche, los dos
estuvimos nerviosamente jocosos al principio, pero poco a poco,
la necesidad que sentían nuestros cuerpos se impuso finalmente,
componiendo un himno de amor indeleble.

Bueno, ya ha pasado algún tiempo desde aquel día. Mi vieja se
avivó de repente y, algunos meses después, se casó con un
jubilado. ¡Estoy esperando una hermanita! El Meji, sin tragedia
de por medio, regresó a su país y hoy es "el anónimo galán que
evoca las horas de los recuerdos más intensos e inspiradores".
Por lo que respecta a mí, me hace feliz haber descubierto que,
muy a pesar de lo racional que puedan ser ciertos argumentos, la
madre que tengo, el primer hombre en mi vida y yo misma, no
necesitamos tener el tercer ojo y la cola de mono juntos, para
saber que aquello por lo que la vida nos hizo pasar, nos
convirtió en personas muy, pero muy especiales: ¿o no?

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¿Ángeles... o demonios?
©1999 Bernabé Basul volver al índice

 

 

 

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