La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Rocío
Guillermo Arbe (Perú)
Deprimente invierno gris de una Lima envuelta en una neblina húmeda y plomiza que desalienta. El cielo oscuro,
matizado por espectros esporádicos de nubosidad, y la mezcla de blanco y plomo que arropa todo se va transformando
en pantalones plomos, camisas y blusas blancas, chompas y medias plomas de los uniformes escolares. De entre las
sombras fantasmales envueltas en neblina la veo. Ella, su cabello largo, su carita inocente, sus ojos negros, linda. Ella,
su falda corta, sus piernas, sus doce años, linda. Mi alumna, linda. Bueno, es un decir. El colegio había convocado a los
alumnos más hábiles de quinto para tutorías individualizadas dirigidas a los alumnos de primero y segundo. Yo fui uno
de los elegidos... y me tocó Rocío.

Rocío.

Me llevaba de encuentro. Vivaz, desenvuelta, descontrolada, un torbellino que no respetaba mi calma, mi timidez, y
me envolvía. Me daba vueltas y vueltas, y me envolvía. Linda. Me llamaba Perico, dizque por mi nariz (ni que fuera tan,
tan grande; sentía que era sólo por darme un nombre más personal, suyo).

Rocío, agradable y apropiadamente vulgar, chiquilla en fin, descuidada en el vestir, su blusa mal abotonada, sus
piernas mal cruzadas al sentarse, dejando ver la blancura de sus piernas en (casi) toda su esplendorosa desnudez,
quitándome la concentración. Y es que era tan difícil, sentado ahí a su costado, dejar de mirar sus piernas mientras
fingía leer con ella su libro. Una vez se dio cuenta de mi mirada. Se jaló la falda un poquito, levantándose apenas del
asiento para jalarla por debajo también. Una vez reacomodada se quedó callada una fracción de segundo y luego alzó
la cabeza, me miró divertida y me preguntó,

- ¿Te gustan mis piernas?

¡Miér! ¡¿Qué tipo de pregunta es esa?! Me siguió mirando, una chispa en los ojos, esperando mi respuesta, y yo la
miré. Linda. ¡Qué ganas de besarla! Pero estábamos en clase, en público.

- Son bonitas, - contesté. ¿Qué otra cosa podía decir?

- Infanticida, - me dijo, y volvió a su lectura. Pero su voz no era de queja, sino de burla, como si hubiera estado
esperando desde hace tiempo la oportunidad de decirme precisamente eso.

Infanticida.

Y pensé en Míss Lennard. Había sido mi profesora de naturales. Era norteamericana. Joven, recia, dominante, fuerte
y despampanante como ella sola. Venía a clases en minifalda, que era lo que se estilaba en esa época. Y nadie nunca le
conoció pareja.

Fue en su clase de naturales que aprendimos educación sexual. En teoría al menos. ¡Nada como la teoría para hacer
aburrido hasta el sexo! Que las hormonas tales que había que memorizar, que la pituitaria, que el ciclo de la mujer en
toda su complejidad biológica. Incluso los dibujos parecían entrañas y eran lo menos estimulantes imaginable. Todo
para que después del curso uno quedara tan en bolero acerca de, vamos, al fin de cuentas, cómo es que se hace el
amor, que es lo que nos interesaba. O sea, la técnica.

La técnica del sexo. ¿Pensará en eso Rocío? ¿Quién no piensa en eso en la adolescencia? ¿Qué pasará por su
cabeza? ¿Qué pensará de mí? ¿Me admirará? Digo, como profesor, como admiran los alumnos a veces a sus profesores.
Solía columpiar el pie libre de sus piernas cruzadas, atrayendo mi atención. Inconscientemente, creo. ¿Qué pasará por
su cabeza cuando se cruza conmigo al azar por el colegio, y me sonríe? Tan dulce. Y a veces tan fregada. Como si
tuviera dos personalidades. Igual que Mís Lennard, pero diferente, porque Mís Lennard no era fregada, lo que es
fregada. Era buena gente, pero algo fría, distante, gringa pues.

Aunque tenía sus momentos de humanidad. Como cuando nos contó que en la universidad había vivido con unas
amigas en un departamento que estaba en un piso tan alto que nunca entraban moscas ni zancudos. Así que, un día,
cuando sorpresivamente se apareció una mosca, las tres amigas la adoptaron como mascota. Le dejaban azúcar en
una mesita para que comiera y todo. Pero un día ella, o sea Mís Lennard, o sea Christine (en esa época), presionada por
los exámenes, se encontraba estudiando en la madrugada, y la bendita mosca se puso a molestar, la antojada.
Christine la alejaba con el brazo, pero regresaba y regresaba, y en un arrebato de cólera, la mató de un periodicazo. Al
amanecer sus amigas se despertaron y encontraron llorando y llorando a la pobre Christine (digo Christine, porque me
era tan difícil imaginarme a Mís Lennard, tan fuerte ella, llorando, pero pensar en ella con su nombre de pila como que
le daba otra personalidad). ¿Qué pasa?, le preguntaron sus amigas.

- ¡Maté a la mosca! ¡Buáááá´!

Y no sólo el cuento demostraba que Míss Lennard tenía su lado humano, sino el hecho mismo de que nos lo contara,
que compartiera con nosotros una pequeña parte de su vida, más que eso, de su vulnerabilidad. Pero es que para
entonces ya estaba cambiando un poco. Yo no me di cabal cuenta hasta un día en que estábamos en clase trabajando
en no sé qué asignación, y Mís Lennard se paseaba por el salón observando, cuando, en el curso natural de su paseo,
se acercó a mi y se paró a ver cómo iba con mi asignación y yo podía sentir su cercanía, su blusa rozando mi sien, y se
cortó mi respiración al sentir su mano acariciar mi cabeza. Casi me muero. Duró sólo unos segundos (yo en parálisis), y
se alejó. Nunca...nunca. Nunca la había visto acariciar a otro, nada menos que ella, tan distante y fría siempre. Nunca
en mi vida me había acariciado una profesora. Nunca en mi vida había sentido algo así.

Aún hoy, cuando recuerdo el incidente, se me vuelve a cortar la respiración y se me acelera el corazón.

Después de ese día, yo iba a clase otra persona, esperando, deseando con toda mi alma que volviera a acariciarme.
Nunca lo hizo. Mas, en ese momento no sabía nada. Y después, cuando ya había escuchado cosas, me puse a
observarla, y creí verla más callada, creí verla un poco triste, melancólica, y pudo haber sido mi imaginación,
alimentada por los rumores, pero no importa, la cosa es que ¡cómo hubiera deseado consolarla! Pero eran sólo sueños
de adolescente, y ella era inaccesible.

Rocío (que al acomodarse en su asiento, cruzando y descruzando las piernas, me sacaba de mi ensimismamiento),
en cambio, tan llena de vida, tan alegre, tan inquieta, tan desafiante, tan ajena a la muerte. Perico, préstame tu
lapicero. Perico, no entiendo este problema. Perico, ¿tienes enamorada? Perico, cuando tenga que dar el examen,
pasas ¿ya?, y me soplas las respuestas.

Rocío jugaba voley en el equipo junior del colegio, con otras como ella aún muy chiquitas para matar (en cualquier
sentido de la palabra). Recuerdo cómo a veces (pero sólo a veces) movía los labios apenas mientras leía. Con Rocío no
se me cortaba la respiración, se intensificaba, se hacía más honda, fuerte y rápida. Era la testosterona. Al menos eso
había aprendido en la clase de Mís Lennard. Nada, comparado con lo que aprendería fuera.

Y es que había este trabajo de mierda que había que entregar para la clase de naturales. Era un trabajo de fin de año,
un trabajo en grupo, pero yo no tenía grupo. Había quedado con otros chicos, pero más o menos me ignoraron y no me
avisaron para reunirnos y, algo tarde ya, me di cuenta que iba a tener que hacer el trabajo en grupo yo sólo. Hice lo que
pude, pero no me alcanzó el tiempo. Así que fui ese viernes donde Mís Lennard con el trabajo a medias y le dije que no
había podido terminar y le pedí más tiempo, aunque sabía que ella tenía que entregar las notas el lunes. Ella me miró y
creo que vio el desconsuelo en mis ojos porque los suyos se llenaron de compasión, y posó su mano sobre mi brazo
(me acuerdo clarito que me tocó el brazo porque la piel se me hizo de gallina y no quería que ese momento terminara
nunca), y me dijo que me daría hasta el domingo, que podía llevar el trabajo a su casa el domingo. ¿A su casa?, pensé
sorprendido, y ella, como leyendo mi mente, me dijo sí, sí, a mi casa, sólo que en inglés, porque así era mi colegio,
bilingüe.

Fui a su casa el domingo, un departamento en realidad, en San Isidro, por El Olivar, y pensé de repente no más dejar
el sobre debajo de la puerta, tal era mi cobardía. Pero mayor era mi miedo a que, por A o B, me hubiera equivocado de
dirección o algo, y no lo llegara a recibir. Mejor entregárselo personalmente. Así que, con el corazón en la mano, toqué
la puerta. Nada. De repente no está, pensé casi con alivio. Toco una vez más y me voy... cuando en eso siento que
abren la puerta. Supe inmediatamente que a quien tenía delante mío no era Mís Lennard, sino Christine. Estaba en bata
y piyama, y tenía los ojos rojos e hinchados. Recién lavados (para recibirme) pero se notaba que había estado llorando.
Y hoy que escribo esto se me llenan los ojos de lágrimas mientras la veo, con la vista del recuerdo, allí junto a la puerta
abierta, sus ojos rojos de llanto.

Me hizo pasar y sentarme. Tomó mi trabajo y se puso a mirarlo, y el momento era de lo más extraño y especial,
porque ella estaba como ida, y yo andaba en las nubes. Y mientras hojeaba, por ocupar sus manos porque su mente
estaba en otra parte, vi cómo se le iban humedeciendo sus ojos, y al asomar una lágrima y después otra, se limpió los
ojos con la mano y levantó la vista y me miró, porque ya todo era evidente y sabía que no tenía sentido seguir
fingiendo. Yo estaba algo incómodo porque no sabía qué decirle. Pero fue ella quien me dijo, "I'm sorry...Don't mind
me" o algo por el estilo, y yo dije algo estúpido como "That's alright" porque no sabía cómo consolarla, y ella me siguió
mirando un rato, y se acomodó un poco su bata para que no se abriera, y se acercó y me abrazó, y yo me paralicé
como cojudo hasta que dijo "hug me", y recién allí puse mis brazos alrededor de ella. Nuevamente me sentía incómodo
y ella se apartó de mí y me miró un segundo y me preguntó si yo alguna vez había hecho el amor,

- Have you ever made love?

Mis ojos, creo, se llenaron de pánico, y ella se rió, y luego me miró con una sonrisa y mucha ternura por un rato y sus
ojos húmedos aún brillaban, pero estaban ahora sí alegres, y me dijo,

- Let me teach you.

Lo cual hizo con mucho cuidado y mesura porque yo estaba hecho un mar de nervios. Me hizo cerrar los ojos para no
verla y no pensar que ella era ella, mi profesora. Con sus cuidados y con dulzura, logró que yo hiciera el amor con
Christine, la adolescente que lloraba por matar a una mosca, y no con la sobrecogedora Mís Lennard.

Terminó el año escolar y cuando se reanudaron las clases supe que Míss Lennard, que Christine, había regresado
durante el verano a su natal Chicago donde acababa de morir de cáncer.

- ¿Qué te pasa? - Rocío, mirándome, sacándome del ensimismamiento de mis recuerdos, aún tan recientes....

- Nada, estaba pensando.

- ¿En qué?, o más bien ¿quién?

- En nada... y nadie.

- Hmmm..., - Linda.

Durante clases Rocío se juntaba con un par de amigas y las alborotaba y me decían cosas y hacían chistes y yo les
seguía la corriente y me preguntaban cosas íntimas, y con tanto alboroto al rato tenía que venir el profesor principal a
calmar los ánimos. Fuera de clases también había Rocío, pero menos. Había Rocío en presencia, como cuando a veces
en la hora del almuerzo venía a intercambiar su lonchera con la mía, o, más bien, a intercambiar su lonchera con
cualquier cosa que le antojara que yo - que no solía llevar lonchera- le comprara. Y había también Rocío en ausencia,
como cuando llegaba yo por las mañanas y cruzaba el cesped húmedo que brillaba con el rocío de la mañana, y se me
mojaban los zapatos y yo hacía comparaciones metafóricas acerca de la forma en que Rocío me estaba empapando el
alma.

Pero, el tiempo con Rocío también ya se acababa. Todo termina y el colegio también, y yo me iba. Más o menos me
había despedido de Rocío, yo un poco frío porque siempre había querido esconder de ella mis sentimientos, o tal vez
esconderlos de mí mismo, no sé. Ella también estaba como que rara, lo cual debió haberme alertado, pero era
demasiado joven para darme cuenta de lo evidente. Me acuerdo en esa época el colegio estaba enrejado, con unas
rejas rojas, mucho más simpático que la muralla carcelaria de hoy. Yo ya había salido y caminaba junto a las rejas,
cuando oí su voz. "¡Perico!". Se acercó a las rejas, y yo también, ella dentro del colegio, yo afuera.

- No te pierdas.

- Te diría lo mismo, pero tú ya eres una perdida.

- ¡Oye! - simulando ofensa.

- Mentira. Eres linda, y... especial, y sé que todo te va a ir bien. Cuídate.

- Te voy a extrañar. - Fue tal vez la primera cosa tierna que me dijo en todo el tiempo que nos conocimos, y se le
veía tan dulce allí, a un paso de la reja, sosteniendo sus libros con las dos manos delante de su cóccix, inclinada apenas
hacia un costado. Creo que recién allí me empecé a dar cuenta de que mis sentimientos para con Rocío, con todo lo
confusos que eran, no eran unilaterales, que también ella andaba entre enamorada y confundida para conmigo. Es
relativamente común, supongo, que los alumnos se enamoren de sus profesores. Tendrá que ver con algo inherente a
la naturaleza humana. Probablemente también sea más común que lo que se cree que los profesores se enamoren de
sus alumnos. Pero, allí es más difícil. Por la sociedad. Aunque, siempre que exista la imaginación, habrá un camino.

Yo me acerqué a la reja lo más que pude, impulsado, creo, tan simplemente por el sentimiento de ternura que había
en el aire. Las rejas permitían que mi cabeza casi atravesara al otro lado.

- Yo también te voy a extrañar, - le dije.

Ella sonrió y se acercó y su cara casi tocaba la mía y me miró como esperando a ver si retiraba mi cabeza, y como no
lo hice, se acercó más y... nos besamos. Cerramos los ojos, y nos besamos.

Más...

Hasta que alguien gritó "Miren a Rocío", y nos separamos, y Rocío se fue corriendo donde sus amigas mientras me
gritaba con alegría "¡chau Perico!". Siempre he tenido curiosidad de saber qué explicación les habrá dado a sus amigas
de aquel beso.

No me acuerdo exactamente que pasó por mi cabeza después, pero me gusta imaginarme alejándome del colegio
viendo cómo los espectros uniformados de los alumnos en blanco y plomo se mimetizaban, cual fantasmas, con el cielo
plomo y la neblina ploma, y la humedad, y la humedad de la boca de Rocío, y la humedad de las lágrimas de Christine.

 

 

 

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