La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

En el nombre del árbol
Francisco Álvarez Velasco
(España)

DE LO QUE DESCUBRIERON UNOS BUSCADORES DE SETAS CUANDO IBAN POR
EL BOSQUE

Si es otoño, cuando vayas a entrar en un bosque, detente unos
instantes y escucha. Bajo la última capa del silencio sentirás
latir un incesante oleaje, poderoso y tenso, y ¡ay! no podrás
sustraerte a su magia hasta que te alejes de los árboles. No
ocurrió así en uno de estos días finales de noviembre. Allí
estaba el silencio, pero debajo de él parecía no haber nada, como
si la vida se hubiera ido desmoronando.

Eramos buscadores de setas. Con el amanecer, cuando ya
empezaba en el patio de vecinos el piar triste de los pájaros
enjaulados, habíamos salido de la ciudad, ilusionados, como
tantos fines de semana, contentos de que atrás quedasen los
ruidos, que pronto serían como un magma sofocante y espeso donde
se irían mezclando el trepidar de la chatarra de los frigoríficos
y los fingidos vientos encadenados en las secadoras de pelo, en
las aspiradoras, en las máquinas de afeitar, en las batidoras, en
las extractoras de jugos, en las extractoras de humos y las
ridículas cascadas que se oyen en los retretes cuando no terminan
nunca de llenarse las cisternas. Buscábamos salir unas cuantas
horas de esa atmósfera anclada en las ciudades, a la cual apenas
puede llegar algún viento que sea capaz de barrer tanto y tanto
aire de sala de enfermos sin ventilar.

Y buscábamos el bosque, donde el viento es libre. Tal vez
porque nos gusta hundir las manos en las hojas caidas, amábamos
las setas. Y es una delicia aspirar sus olores de almendra, de
harina agria, de viruta de lápiz, de anís, de cera virgen, de
peras conservadas sobre paja de centeno, de miel de brezo, de
sábanas lavadas con lejía, de rábano negro, de patata cruda, de
esperma y tierra vieja y tantos más olores que las setas pueden
seleccionar y ofrecernos entre los innumerables que guarda en sí
nuestra madre tierra.

Ya llevábamos un buen rato caminando por el bosque y las
cestas seguían totalmente vacías. Sin embargo las épocas más
propicias para los buscadores de setas se corresponden con el
otoño ya bien entrado y con los primeros días de sol y de
temperatura suave que sigan a días de lluvia abundante.
Precisamente como ese día nuestro. Pero a cada paso que
avanzábamos se iba confirmando una certidumbre extraña: el bosque
en este otoño era distinto. Como si un viento de soledad y de
muerte hubiera llegado hasta él para sacudir las frondas e
inferir heridas definitivas a los troncos. Algunos árboles
estaban cubiertos de manchas como de lepra y de ellas estaba
cayendo un serrín sucio que se convertía muy pronto en polvo
viejo e inerte. La corteza de otros se abría en mil fuentes de
pus que exhalaban un tufo pestilente como de patatas podridas por
el calor y la humedad.

El que caminaba delante descubrió entre helechos una seta. Era
la primera del día y corrió hasta ella. Nos gritó: una amanita
rubescens . Pero pronto el estupor le dejó inmóvil. Acudimos
todos. Efectivamente, el suceso no era para menos. Después de
tanto buscar y buscar aparecía la primera; y era muy hermosa,
pero artificial: una imitación hecha con material plástico. Allí
estaba, cerca de un abedul, con su sombrero rosa pardo,
hemisférico, cubierto de escamitas grises tirando a rojizas,
láminas blancas y limpias; pie cilíndrico, adornado con un
hermoso anillo blanco y estriado; en su base, un bulbo en forma
de nabo tenía dos marcas rojas que imitaban las mordeduras de
algún insecto.

Qué cosa tan extraña, nos dijimos. Pero nadie quiso conjeturar
nada. Por otra parte, con lo avanzado de la estación, quedaban en
las copas de los caducifolios muy pocas hojas, que no impedían la
irradiación luminosa de una atmósfera limpia. Hasta la hojarasca
caida llegaban los rayos de un sol hermoso y lleno de realidad,
rayos suficientes para espantar todos los fantasmas de un bosque
nocturno. ¿Por qué pensar en un duende juguetón con ganas de
burlarse de nosotros?

Seguimos adentrándonos en el bosque, más vigilantes que nunca
y dispuestos a descubrir otras setas artificiales. No fue
necesario caminar mucho para encontrar lo que nadie buscaba y,
por ello, llamó más la atención. Era una burda imitación de una
tela de araña realizada con hijo muy fino de pescar. Estaba
tendida entre la primera rama de un acebo y una mata de
arándanos. Aún retenía el rocío de la noche, y un rayo de sol, al
atravesrla, se fragmentaba en graciosas irisaciones. Una abeja
ermitaña, atrapada por las alas, luchaba inútilmente por su
libertad. Buscamos minuciosamente, pero no descubrimos araña
alguna.

Tienen que haberlo hecho los niños, dijo uno. Los demás no
estuvimos de acuerdo. Había mucho camino hasta la aldea más
próxima; y, por otra parte, los que nos hubieran precedido en el
bosque eran expertos en no dejar huellas a su paso.

A partir de ese momento todo sucedió muy rápidamente, como si
alguien nos fuera empujando por los blandos senderos desconocidos
de los sueños. Vimos, colgada de un laurel viejo, una jaula verde
de ICONA con un pájaro disecado en la entrada; en el pico
sostenía unas hierbas y en el lugar de los ojos había dos bonitas
y brillantes cuentas de vidrio, una verde y roja la otra. Vimos
una ardilla de peluche en un salto imposible desde un fresno
hasta un castaño. Descubrimos en un montículo una docena de pinos
artificiales; golpeamos sus troncos, sonaban a hueco y eran
repelentes al tacto. Quisimos morder unas manzanas silvestres,
pero la boca se nos llenó de polvo áspero y rasposo, porque eran
de yeso pintado.

A medida que avanzábamos iba en aumento aquella tramoya
increíble. Las señales de vida eran cada vez más débiles, como
mayor su fingimiento. Y llegó un momento en que ya no sentimos
ruido alguno que pudiera llamarse natural. Los que se oían eran
de hitos de reclamo de algún pájaro, sonar de latas, ondear de
láminas de plástico agitadas por el viento de algún ventilador
escondido. Pronto tuvimos la sensación de que alguien trataba de
esconder el silencio del vacío, un silencio metafísicamente puro
como el que seguramente llenará los ámbitos del reino de la
nada.

Luego descubrimos la niebla. Empezaba de repente, como una
espesa mole gris que parecía intraspasable. Penetramos en ella.
Al principio a tientas, porque nada se veía. Caminamos un buen
trecho hablando en altas voces para así no perdernos, y también
un poco para alejar la sensación de sobrecogimiento que casi nos
paralizaba, como si las ganas de seguir aquella extraña aventura
fueran abandonándonos.

La niebla se disipó finalmente. Pero ¿dónde estábamos? El
bosque era irreal y lo inundaba todo una extraña luz opalescente.
Caminamos con precaución. Varios espejos de extraordinarias
dimensiones creaban una masa arbórea espectral e infinita. Tal
vez no había entre ellos más que unas docenas de árboles reales,
Pero no supimos distinguirlos entre sus imágenes reflejadas.
Difícil nos fue guiarnos a través de aquél laberinto. Cuando
acertamos a salir, se extendía ante nosotros una llanura limpia
de toda vegetación. Algunos tocones, apolillados y resecos,
quedaban como señal de que hasta allí había llegado el bosque.

En un altozano próximo estaba parado un carromato y parecía
moverse gente en torno a él. Acudimos allí. Una troupe de
pintores y poetas intentaban sacar el vehículo de un atolladero.
Les ayudamos y nos acogieron con amabilidad. Nos invitaron a
enrolarnos en su empresa común. Fue así como nos quedamos con
ellos para ayudarles a componer el...
LIBRO DEL BOSQUE
.-FIN-.

Cuento de "Librodelbosque"
ISBN: 84-398-0861-5
D.L.: O - 113/84
Fotocomposición / Impresión: Mercantil - Asturias

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