La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Sombras
Carlos Cazurro
(España)

El sombrero de copa embotado hasta las cejas, deshilachado en
la parte superior y con el ala visiblemente ajada, junto con
aquel frac de franela blanca, lleno de remiendos que mostraban
frisos de los más llamativos colores, contribuían a hacer su
aspecto más gracioso, si no más triste. Todo esto iba
complementado por una pajarita blanca a lunares negros que se
inclinaba un ángulo considerable por encima de la línea que unía,
de forma imaginaria, sus hombros, cansinos y cargados ya por la
edad, por lo que asomaba el acolchado blanco de las hombreras. No
dudaba en mostrar generosamente su sonrisa, amarilla e
incomlpeta, cada vez que alguien le daba una limosna, por pequeña
que fuera.
Aquel día hacía calor y su rostro reflejaba un cierto
agradecimiento cada vez que alguien abría la puerta de la iglesia
dejando escapar el fresco de la roca. Cuando la gente terminó de
entrar a misa de doce se quitó el sombrero. Tenía el pelo
empapado en sudor y unas cuantas gotas resbalaron desde el
flequillo hasta sus pobladas cejas, ya grises, jugueteando por el
camino con los valles y las crestas que formaban las arrugas de
su frente. Se pasó la mano por ésta secando la mayoría de ellas,
pero unas pocas se deslizaron por el arco de sus dejas para
continuar por las mejillas de aquel rostro enjuto y moreno por
las que despuntaba una barba rala de varios días, que seguía por
toda la parte inferior de la cara para cortarse poco más abajo de
la altura de la nuez. El cosquilleo de la gota deslizandose por
su mejilla hizo que se llevara la mano para secarla. Al sentir la
barba pinchandole la apartó bruscamente. Luego volvió a frotarse
las mejillas y la barbilla y se preguntó cuánto tiempo había
pasado desde la última vez que había tomado un buen baño y se
afeitara. Sonrió pesadamente y bajó la mano al bolsillo; sacó
las monedas y contó lo que había conseguido. No era mucho, pero
quizá, con un poc de suerte, consiguiera, otra vez, que el
párroco le diera algo de comer; al fin y al cabo, pensó, era su
parroquia.
Un nuevo feligrés entró en la iglesia apersurado. Llegaba
tarde. De nuevo el fresco del templo se escapó para sacarle de su
abotargamiento y devolverle a la realidad. Volvió a meter el
dinero en el bolsillo, se pasó la mano por el pelo para echarlo
hacia atrás y se volvió a poner el gastado sombrero. Luego se
desabotonó cuidadosamente el frac, no quería que se soltase
ninguno de los botones que tanto le había costado coser la noche
anterior. Dejó caer su espalda pesadamente sobre una de las
inmensas columnas que sostenían el pórtico de entrada de aquella
enorme iglesia gótica y sintió como un escalofrío le recorría la
espalda al contanto con la agradable frialdad de la piedra.
Del interior de la iglesia comenzó a salir un tímido
murmullo que moría unos pocos metros por delante de donde él se
encontraba; había empezado el Salmo Responsorial. Todavía tendría
que esperar hasta la Comunión para reanudar su trabajo; mucha
gente no esperaba a recibir la bendición del sacerdorte antes de
salir, creían haber cumplido con su conciencia, al menos, durante
el resto de la semana.
Se percató de una preciosa joven junto al sauce llorón que
había en el pequeño jardín que adornaba la fachada de la iglesia
y que parecía estar esperando a alguien por la forma en que
miraba una y otra vez su el reloj. Vestía una minifalda de cuero
negro, bien ceñida, que apenas si la cubría unos centímetros por
debajo del comienzo del muslo y una camisa blanca que
transparentaba lo poco que cubría, anudada por encima del ombligo
y desabotonada de forma que mostraba, generosa, su escote. Sintió
un hormigueo en la parte inferior del abdomen que terminó por
transformarse en una incómda hinchazón. El pelo largo, liso y
negro de la joven completaba aquella incitante imagen. La chica
jugueteó nerviosa con el bolso y al poco sacó un cigarrillo. Fue
en el mismo instante en que lo encendía cuando un coche se detuvo
junto a ella. Ella señaló el reloj y dijo algo que no pudo
escuchar, pero que supuso que haría referencia a la impuntualidad
del recién llegado. Luego se montó en el coche dejando ver,
cuando se sentó, la parte superior del muslo. Mientras acariciaba
esa imagen con la vista el conducto debía perdir a la joven que
no fumara ya que ésta tiró el cigarillo tras una breve protesta.
Después cerró la puerta y el coche desapareció calle abajo.
Se echó para atrás el sombrero y miró con atención aquella
colilla, casi entera, que humeaba tímida e insinuantemente sobre
la acera.
De fondo un nuevo murmullo le indicó que se llegaban por el
credo.
Una mirada furtiva a izquierda y derecha le reveló que no
había nadie cerca.
Bajó las escaleras sin apartar la mirada del cigarro y se
dirigió hacia él. Se agachó y lo cogió. Buscó durante un buen
rato otra colilla recién tirada o algo que le sirviera para
revivir aquel canuto blaco de boquilla dorada, pero no encontró
nada. Se guardó el cigarrillo en un bolsillo interior de la
chaqueta y volvió al fresco amparo de la iglesia.
De otro de los bolsillos interiores sacó su reloj: una
esfera blanca, con dos de las tres agujas incompletas, sin
cristal ni correa, que mostraba toda su maquinaria y que había
encontrado un día buscando algo útil en un contenedor. Decidió
que era la hora del almuerzo. Volvió a guardar el reloj en su
sitio y de ese mismo bolsillo sacó un amasijo de papel de
aluminio, lo deshizo cuidadosamente y sacó una manzana mordida de
él. La acarició, la echó el aliento y la frotó con el puño de la
chaqueta. La carne blanca del trozo mordido había empezado a
oxidarse y a tomar un tono marrón por los bordes. La piel,
inicialmente suave, había adquirido cierta aspereza y el color
había pasado de una brillante mezcla de rojo tiznado de amarillo
a un rojo pálido y mate. Como si de un manjar se tratase, la
mordió con delicadeza, cerró los ojos y la masticó lentamente,
apretando suavemente los labios para que no se escapara ni un
pedazo. Masticó hasta dejarla sin apenas sabor y entonces, sólo
entonces, tragó el bolo que con tanta parsimonia había formado.
Se pasó la lengua por los labios, intentando recoger los últimos
restos de sabor, pero sólo encontró el sabor salado y áspero del
sudor acumulado en su descuidado bigote. Luego siguió otro
mordisco idéntico al anterior. Después de tragar este nuevo trozo
contempló, no sin cierta tristeza, que apenas le quedaba algo más
de media manzana. Estiró el papel de aluminio y reenvolvió la
manzana en él.
Ahora se oía el Padre Nuestro a sus espaldas.
Metió lo que quedaba de manzana de nuevo en el bolsillo y se
limitó a esperar el final de la misa.
Cinco minutos antes de que ésta acabara llegó un joven.
Tenía el pelo negro y alborotado y una barba descuidada y
bastante poblada. Su rostro, igual que su mirada, era triste y
resignado, y su indumentaria consistía en un pantalón de pana
marrón gastado y agujereado y una camisa de ejecutivo,
probablemente encontrada en algún contenedor, sin mangas. Le miró
dedicandole una sonrisa a la que el joven respondió bajando la
mirada avergonzado. Luego, el joven, se agazapó en un rincón
junto a la puerta con las rodillas encogidas y rodeadas por un
brazo; colocó la cabeza entre ellas y luego extendió la mano que
le quedaba libre.
Se abotonó el frac y se colocó el sombrero sin apartar un
solo momento la mirada del recién llegado. Abrió la boca para
decirle algo, pero en ese preciso momento la gente comenzó a
salir, desfilando ante ellos sin hacerles apenas caso, con su
gesto altivo y despreciativo, y con la ciega confianza de que su
alma tenía un pie en el cielo, al menos, durante el resto de la
semana. Algunos, los menos, le dieron alguna moneda, más por el
hábito de verle ahí cada domingo que por el mero hecho de la
caridad.
Poco a poco fueron pasando ante él los mismos rostros de
cada domingo hasta quedar la iglesia vacía. Contó las monedas que
había conseguido de aquella estampida y sonrió al ver que podría
comer algo caliente. Se colocó el sombrero con los dedos pulgar e
índice y se dispuso a bajar las escaleras. El sonido de un llanto
le obligó a volver la vista. Detrás de él lloraba aquel joven,
aún en la misma postura, mostrando una mano sucia completamente
vacía y cuyos hombros se movían espasmódicamente a ritmo con su
llanto.
Miró dentro de la iglesia, la puerta había quedado
entreabierta y permitía ver el interior del templo. Al fondo,
arropado por la escasa luz que se desprendía de las danzarinas y
desacompasadas llamas de las velas, estaba el policromado Cristo
en la cruz, con los ojos fatigados mirando al cielo, lasgastadas
gotas de sangre estáticas en su frente y su mueca de dolor.
-"No conseguiste nada."- dijo a la vez que negaba con la
cabeza. Luego sacó lo que le quedaba de manzana del bolsillo y
fue a sentarse junto al joven, que había dejado de llorar pero
que no había cambiado de posición. Contempló la sombra que
proyectaba aquella iglesia. Era corta, a esa hora todas las
sombras eran cortas ya que el sol estaba en su cénit. Levantó la
mano para romper con su sombra la monotonía de la de la iglesia .
Poco después la volvió a bajar. Al fin y al cabo no eran más que
eso: sombras.

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