La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Naturaleza muerta
Daniel Durán
(España)

Gestos de rebeldía inútiles, palabras al viento, frases en la
distancia. Así era todo el sinvivir de Gutiérrez Diosdado. Asé
era la existencia del hombre que lo hizo todo. Ya desde niño le
marcaron las tragedias, los prodigios. La impotencia de aquel que
lucha contra los dioses. Pagó su insolencia, claro. Así debe
ser.
Cuando niño tuvo su primera rencilla, al morir su madre.
Ciego de cólera subió a la montaña del cuervo, el pico más alto
que conocía y sangrando de manos y rodillas exigió pelea,
gritando con grandes voces que sobrecogían el silencio. Pidió
oportunidad de quejarse, una lucha justa, cara a cara con la
muerte. No obtuvo respuesta, y su madre no volvió. Quedó solo y
enfermo en la cumbre, hasta que le vinieron a rescatar, ya
desnutrido.
Años después, cuando su padre agonizaba, ideó otro sistema.
Selló la chimenea con mortero y piedras, tapó todas las ventanas
herméticamente con trapos, plástico y tablas, y cerró las puertas
con clavos de un palmo de largo. Finalmente se sentó a esperar en
la puerta del dormitorio a que viniera la muerte. Era la única
entrada a la habitación y él estaba sentado delante. Esperó, y su
padre agonizaba frente a sus ojos, doce días enteros con sus
noches, hasta que Gutiérrez Diosdado no pudo aguantar el peso de
sus párpados y quedó dormido como un pájaro, con la cara apoyada
en el pecho. Despertó horas después para descubrir las puertas
abiertas, las tablas arrancadas y a su padre muerto, en la cama.
De nuevo se burlaban de él.
La ira fue su único alimento durante años, aliñada con algo
de pan, mientras trabajaba duramente en el campo que heredó.
Cuando un guarro encontró en sus tierras un fruto bajo tierra, no
cambió su cara pese al precio que le decían que tenían esas
pequeñas trufas de gran calidad que abundaban. Había pasado
hambre mientras pisaba fortuna.
Con el dinero, para alegría del pueblo aburrido, compró la
montaña del Cuervo, dando así conversación por varios meses.
Tenía como proyecto un grito de rebeldía, transformando una obra
de los dioses en una obra humana, que les ofendiera y les
palideciese de envidia. Pensó en tallar un enorme dedo erecto
hacía el cielo, en gesto de desprecio. Pero cuando se dispuso a
empezar, decidió que tal cosa era de mal gusto, de poca clase, y
que él demostraría la superioridad humana. Tras aprender con
pequeñas piedras que sobraban de la ladera, comenzó a idear su
gigantesca obra. No necesitó papeles, sólo estaba en su mente,
definido claramente. Duramente picaba y extraía rocas y para
evitar el cansancio, abandonó la base, para empezar la estatua
colosal por la cabeza, dejando así que las toneladas sobrantes
simplemente cayeran quejándose de no participar. Años enteros
pasaron antes que el pico de un cuervo que mira al cielo se
transformase en la cara confiada y serena de un hombre, que
vigilaba con paternal simpatía la comarca, atrayendo a curiosos
de todas partes. Y pasaron décadas antes de ver acabado el pecho
y la cintura de la obra, que con varios cientos de metros de
altura parecía una visión de sueños. Y es que lo era. A Gutiérrez
Diosdado se le pasó la edad de tener hijos antes de acabar el que
él mismo se fabricó, aunque tampoco pudo conocer mujer alguna. No
hubo tiempo ni lugar. Pero su obra ya estaba completa.
Era una prodigiosa obra, era un sabio humano pisando sobre
los cuerpos de la superstición, la ignorancia, la muerte y el
destino. Viendola de lejos, impresionaba de manera extrema, pero
era a un metro escaso donde el asombro y la admiración se
acentuaban: lejos de tallar simplemente la piedra, la superficie
estaba finamente pulida, dando cientos de miles de matices y
detalles inapreciables a cada momento. Un músculo en tensión, una
vena que se resalta, un poco de sudor. Jamás mano mortal hubo
conseguido una admiración mayor. El peregrinaje de curiosos
comenzó a convertirse en un fenómeno casi ritual, todo aquel que
consideraba tener conocimientos de arte, viajes o ambos, venía
seguro. Y también venían ignorantes, claro. Pero la confianza que
inculcaba la estatua les impulsaba a culturizarse, para poder
imaginarse como el coloso, pisando victorioso a la superstición,
la ignorancia, la muerte y el destino.
Lástima que no contase con los elementos. No solo con la
lluvia o el viento, sino con la furia de la tierra que provino de
sus enemigos. Cuando mayor era el flujo de admiración hacia
Gutiérrez Diosdado, un fuerte temblor se dejo sentir en la
región. Y primero fue una fisura, que atravesó de parte a parte
el rostro del sabio, para después decapitarlo con el segundo
seismo de respuesta, que acabó con la estatua, haciendola
estallar en ciento trece mil pedazos iguales, que cayeron sobre
la multitud que admiraba la obra, aplastándoles. Y quiso la
casualidad que en ese momento estuvieran cerca ciento trece mil
una personas, y esta una que se libró de perecer aplastada,
lógicamente no fue otro que Gutiérrez Diosdado, un Gutiérrez que
al ver el paisaje gris y rojo que le rodeaba sintió como los años
se le subían a la espalda uno tras otro, amenazando con
aplastarle a él también. Ya nunca pudo andar derecho en lo que le
restó de vida. Que fue mucho tiempo, pues aparentemente, era
inmortal. Afectado por el duro golpe de ver su obra destruida,
dedicó años enteros a vegetar, a caminar por los bosques y las
montañas, a quedar postrado días enteros mirando al cielo, y si
bien su piel se iba pegando con amor y ansia a los huesos, debido
a la falta de alimentos, su alma nunca le abandonó, pues los
dioses no querían su compañía. Cuando comenzó a recuperar el
ánimo y el carácter, ya había dado lugar a miles de historias y
leyendas, que tenían su base en el esqueleto andante en que se
había convertido. Pero antes de volver al pueblo, volvió a comer,
y en unos meses volvió a ser el que fue, salvo por el pelo blanco
y la espalda doblada. Robó ropa de casas que visitó y llegó al
pueblo como ser humano que se precie. No reconoció a nadie. Todos
aquellos que conoció habían muerto ya, no sólo los que murieron
aplastados, todos sus contemporáneos habían vivido, envejecido y
fallecido. Había pasado demasiado tiempo fuera. Eso le permitió
inventarse un nombre nuevo, tratando de iniciar una nueva vida.
Se puso Gómez Díaz, y dijo que venía de la capital. La verdad, en
el nuevo pueblo viejo a nadie le importaba gran cosa de donde
vinieran los emigrantes. Tras unos meses trabajando aquí y allá,
decidió alquilar una casa, y se convirtió en alfarero, actividad
que le daba mucha paz y poco dinero. Las manos siempre secas y
agrietadas, le pella siempre lista. De realizar trabajos
rutinarios y necesarios como ánforas, platos, ollas y jarras
dedicó horas a darse poder creando con el barro, porque sentía
que así dominaba algo especial, teniendo lo dúctil en sus manos,
algo maleable a su antojo, al contrario que su vida. Con infantil
ansia amasaba toneladas de barro con formas abstractas, hasta que
comenzó a fabricarse su familia. Uno a uno, de sus ágiles manos,
pequeñas figuras tomaron forma: sus hijos, sus hijas, su mujer,
‚una casa en un prado, una bonita región, y poco a poco el suelo
de su casa se iba poblado con felices y variopintas figuras de
barro cocido, que parecían multiplicarse solas. Las canas de
Gómez Díaz cayeron, y nacieron cabellos fuertes y negros, que
hacían juego con su nueva barba.
A menudo era sorprendido por la aparición de nuevas figuras
en ese extraño escenario marrón, que él no recordaba haber
modelado. Y aunque a menudo movía familias enteras por el placer
de lo nuevo, otras veces casi pisaba grupos completos de
ciudadanos, que nadie había puesto allí. Recordaba los tiempos de
cuando era niño, tiempos ahora cercanos, en los que su madre le
decía el bello poder que tenía la noche sobre los juguetes,
dándoles vida propia siempre que ningún ojo humano les viera. Y
aceptó ese libre albedrío como algo justo y necesario, algo que
merecían ellos y él.
Con naturalidad, cada vez iba disminuyendo su zona de vida
cotidiana, pues las figuras iban tomando la casa densamente. Sólo
acabaron respetando su taller, allí donde nacían más figuras y
ollas cada día. En este taller dormía y comía , usando aún el
servicio, con cuidado de no pisar ni salpicar a sus colonos. El
pueblo marrón alcanzó su máximo esplendor, cuando ya llena la
casa hasta límites asfixiantes, un día Gómez Díaz descubrió en su
jardín una pequeña familia de barro, que aparentemente construía
una cabaña. El hallazgo le lleno de satisfacción, le parecía bien
que pudieran vivir a la luz del día, pero ocurrió algo lógico.
Nadie en el pueblo conocía la existencia de las pequeñas figuras,
y consideraban al alfarero como una artesano más, pero en apenas
un mes desde la calle se podía observar un bello poblado de
arcilla, bellamente tallado, con fuente y plaza incluida. Fue un
hallazgo, y se comenzó a comentar las virtudes artísticas de
Gómez Díaz. Cuando un día un comprador le preguntó por la
posibilidad de adquirir algunas figuras de arcilla, se le heló el
corazón por un compuesto de sensaciones y pensamientos. Se negó,
y cerró el taller.
Por un lado estaba el temor a volver a llamar la atención de
la gente como hizo con su colosal estatua. No temía que pudieran
responsabilizarle de la muerte de tantas personas, ya que fue un
terremoto, sino que tras el desafío a los dioses había
descubierto su gran poder y su propia impotencia y temía que tras
la época de desentendimiento mutuo, un resurgir artístico como
creador pudiera insultarles de nuevo, dándole oportunidad de
practicar nuevas venganzas.
Por otro, tem¡a a sus creaciones. Cierto que eran bellas, y
parecían inofensivas, y las amaba, pero tenían la facultad
aparente de multiplicarse sin fin, amenazando con llenar todo el
mundo, y a fin de cuentas, Gómez Díaz era humano, y no quería ser
el culpable de que acabase la hegemonía del ser humano en el
mundo. Así que prefirió tenerlas controladas en su casa.
El jardín acabó llenándose pronto, y pese a que dejó de
fabricar figuras, esto no frenó el crecimiento continuo del nuevo
pueblo. Pasaba largas horas vigilándoles, sobre todo a los del
jardín, para impedir que salieran al exterior. Una mañana
descubrió con horror que encima del muro que separaba el jardín
de la calle se encontraba apoyado inocentemente la figura de un
explorador, con su mochila al hombro.sin control, corrió hacia
ella y de un manotazo la derribó, y el impulso la hizo caer al
suelo, donde chocando con la grava se deshizo en pedazos,
perdiendo su forma. Quedó mirando Gómez Díaz la masa informe, y
miró también la huella de su alocada carrera: Casas destrozadas,
cuerpos pisoteados, figuras desmembradas. su miedo y
despreocupación había traido la muerte al pueblo de barro, había
sido él el heraldo del horror, el miedo y la muerte que tanto
había despreciado de los dioses. Quedó derrumbado de rodillas,
llorando amargamente, imaginando que este sería aún el castigo a
su osadía, uno de tantos castigos que le seguirían durante su
vida eterna, quizás el mayor castigo de todos.
¿Cómo reaccionarían las figuras? No tenía ni idea, supuso que
tramarían venganza, y deseó que fuera mortal. Pasó los días
siguientes observando con resquemor la actitud en sus posturas,
en los objetos que portaban, y nada pudo dolerle más que lo que
encontró. Levemente primero, claramente después, encontró que las
figuras portaban medallones con su cara, y que por doquier
aparecían pequeñas estatuas con su forma idealizada, musculosa,
aunque aún encorvada. Le tenían miedo, y para tratar de
contentarle y contenerle le adoraban. Era su Dios.
Tampoco dejó de vigilar a la figura que tenía su rostro, la
imagen de si mismo que creó para tener una familia. Deseaba que
no reaccionase como lo hizo él, odiaba la posibilidad de
encontrarle en actitud de rebeldía frente a él, esperaba no
haberle transmitido algo más que su rostro, para no tener que
luchar contra la vergüenza de ser reprobado por si mismo. No
ocurrió. Su él de barro no se levantó para derribarle, no tramó
venganza ni dio señas de odiarle. ¿Qué era esto? ¿Una burda
manera de enseñarle lo que tuvo que hacer? ¿Una manera de decirle
"si hubieras sido normal, nada hubiera pasado"? ¿O es que su él
de barro era mejor que él? Odiaba la idea de que no reaccionara
como él. En ese momento deseó no haber creado el pueblo
marrón.
¿Pero qué podía hacer ahora? Él los había creado, eran su
responsabilidad, y no ya no quería tratar con ellos. Le
sobrepasaba. ¿Podía simplemente devolverles a su forma original,
una masa de barro informe? ¿Tenía derecho? Ellos no habían pedido
existir, pero él les había dado forma. ¿Podía quitársela sin
problema? No se vio con fuerzas para destruirlos, pero no quería
seguir viviendo con ellos. Confinarlos en cajas era demasiado
cruel. ¿Qué opciones le quedaban? Cobardemente, solo una. Recogió
una a una todas las figuras y las encerró en una habitación,
donde no pudiesen salir. Pero al llenar los cubos con el agua que
les debía volver a la inexistencia, se le ocurrió buscar un lugar
donde nunca se pusiese el sol, donde el día fuera eterno y no
pudiesen vivir, un sitio donde sólo serían figuras de barro. ¿Era
justo? Al menos era una idea. El recuerdo de años de vagabundeo
le trajeron a otra idea, sólo un poco menos cruel. Conocía una
gran bóveda subterránea, una gran cueva en la cual para entrar
hay que arrastrarse metros y metros, y acabas cayendo a una
galería enorme donde pasó tres años, dos por desidia y otro
tratando de salir, pues la salida era extremadamente
impracticable. Por la mañana, armado con cuerdas, trasladó a sus
figuras, y las fue confinando cuidadosamente, bajando cestas y
cestas con figuras alineadas cuidadosamente. Cuando acabó, bajó
el mismo, dejando la cuerda amarrada, con una linterna al cinto y
una mochila. Alumbró el interior y le sorprendió gratamente, era
una piedra brillante a la luz, y aparentemente impermeable, sin
fisuras ni humedad. En el centro de la cueva puso el contenido de
la mochila, era algo que consideró inútil pero necesario, una
estatua de medio metro de alto, hecha con piedra, la misma piedra
que matase años antes a un tratante de arte que vino de lejos.
Esta última ofrenda era él, despidiéndose, pidiendo perdón y
comprensión a sus creaciones, deseandoles suerte y esperando que
este confinamiento en piedra no fuese un infierno, sino un buen
lugar para desarrollarse en una noche eterna donde podrían vivir
ininterrumpidamente. Volvió a pasar la luz por la roca,
asegurándose que no había más salida al exterior, y no la
encontró. Tampoco creía que los débiles cuerpos de arcilla
pudiesen cavar la roca. Quedarían aquí mientras la tierra
quisiese. Las sacó de sus cestas y las puso en fila, en
formación, todos mirando la estatua, para que fuera su primera
visión cuando él se fuera. No creía que necesitasen luz. Subió
por la cuerda, y se dispuso a tapar la sima con cemento y
piedras. Cuando quedaba un agujero del tamaño de un puño, decidió
echar un último vistazo, y con dificultad le pareció ver una
multitud que miraba al cielo, y que se despedía agitando las
manos. Quedaba poca luz ya en la linterna, y no pudo estar
seguro. Esperaba que fuesen gestos de adios y gratitud y no
peticiones de indulto. Acabó por cerrar la abertura y siguió
trayendo rocas, hasta que dos metros de piedras cerraron la
galería herméticamente. La oscuridad no tapó sus lágrimas. Le
quedaba aún una eternidad en soledad.

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