C.
LÉVI STRAUSS
ANTROPOLOGÍA
ESTRUCTURAL II
XVI. CRITERIOS CIENTÍFICOS EN LAS
DISCIPLINAS
SOCIALES
Y HUMANAS (1)
El autor del presente texto espera no infringir las conveniencias
confesando el sentimiento de molestia, inclusive el malestar que suscitó en él
el anuncio de la encuesta decidida por la resolución de la Conferencia general
de Unesco. Le parece demasiado grande el contraste entre el interés manifestado
hacia “las tendencias principales de la investigación en el dominio de las
ciencia sociales y humanas” y la negligencia o el abandono de que esas ciencias
son víctimas, allí mismo donde el proyecto ha sido acogido con más
fuego.
Menos
espectacular que este testimonio inesperado de benevolencia (desprovisto por lo
demás de alcance práctico, puesto que reside en el plano internacional donde no
existen medios de intervención inmediata), pero cuánto más eficaz, hubiera sido,
en el plano nacional, otorgar lugares de trabajo a investigadores dispersos y la
mayoría de las veces desmoralizados por la carencia de una silla, de una mesa,
de los pocos metros cuadrados indispensables al ejercicio decente de un oficio;
por la inexistencia o la insuficiencia de las bibliotecas, por la mediocridad de
los créditos... Mientras no se nos haya librado de estas preocupaciones
hostigantes, nos será imposible evitar la impresión de que, una vez más, el
problema que plantea el lugar hecho a las ciencias sociales y humanas en la
sociedad contemporánea ha sido abordado de mala manera; que se prefiere darles
una satisfacción de principio a falta de satisfacciones reales, y hacerse la
ilusión de que existen, en lugar de enfrentarse a la tarea verdadera, que sería
proporcionarles los medios de existir.
El
inconveniente sería menos grave y se reduciría, a fin de cuentas, a otra ocasión
fallida, si los poderes públicos, a nivel nacional e internacional, no se
propusieran hacer que los sabios mismos compartieran la responsabilidad de una
encuesta con cuyo peso cargarán por partida doble: primero, porque tiene sobre
todo valor de coartada, y que lo superfluo que promete se les dará en puesto de
lo necesario; luego, porque reclama su participación activa, de modo que a menos
de exponerse al reproche de carecer de civismo, tendrán que distraer de un
tiempo ya carcomido por las dificultades materiales en las que se los deja
batirse, el tiempo que se les exige que concedan a una empresa cuya validez
teórica no está asegurada en manera alguna.
No
habríamos expresado estas dudas al respecto de la precedente encuesta, sobre las
tendencias de la investigación en el dominio de las ciencias exactas y
naturales. Pero es también que la situación era diferente: esas ciencias existen
desde hace tanto, han exhibido pruebas tan numerosas y tan espléndidas de su
valor, que puede tenerse por resuelta la cuestión de su realidad. Ningún
problema prejudicial se plantea a su respecto: puesto que existen, es legítimo
preguntarles qué hacen y pedirles que describan cómo lo
consiguen.
Se
admitirá igualmente que era cómodo introducir en la arquitectura de las
instituciones nacionales e internacionales cierto paralelismo entre las ciencias
exactas y naturales e investigaciones diferentes, bautizadas como “ciencias
sociales y humanas” para las necesidades de la causa: la nomenclatura se
simplifica así, y de paso se garantiza por este medio una igualdad de trato
legítima, material y moralmente, a los maestros, a los investigadores y a los
administradores que consagran un tiempo y esfuerzos comparables a uno u otro de
estos dos aspectos.
Asoma
la duda cuando razones de orden práctico, de las que no debiera perderse de
vista que proceden de una convención administrativa, son explotadas hasta sus
últimas consecuencias en beneficio de intereses profesionales, a menos que se
trate, más simplemente, de pereza intelectual. El autor del presente texto ha
consagrado la vida entera a la práctica de las ciencias sociales y humanas. Pero
no le molesta en lo más mínimo reconocer que entre éstas y las ciencias exactas
y naturales sería imposible fingir una verdadera paridad; que las unas son
ciencias y las otras no lo son; y que si a pesar de todo se emplea el mismo
término, es en virtud de una ficción semántica y de una esperanza filosófica,
carente aún de confirmaciones; en consecuencia de lo cual el paralelismo
implicado por las dos encuestas, así fuese en el nivel del enunciado, denuncia
una visión imaginaria de la realidad.
Tratemos
pues de definir ante todo, de manera precisa, la diferencia de principio
asociada al empleo del término “ciencia” en los dos casos. Nadie pone en duda
que las ciencias exactas y naturales sean efectivamente ciencias. Sin duda, no
todo lo que se hace en su nombre ofrece igual calidad; hay grandes sabios, otros
son mediocres. Pero no puede ponerse en tela de juicio la connotación común de
todas las actividades que se desarrollan bajo el palio de las ciencias exactas y
naturales. Por hablar el lenguaje de los lógicos, se dirá que, en el caso de las
ciencias exactas y naturales, su definición “en extensión” se confunde con su
definición “en comprehensión”: los caracteres que hacen que una ciencia merezca
este nombre se vinculan también, en términos generales, al conjunto de las
actividades concretas cuyo inventario cubre empíricamente el dominio de las
ciencias exactas y naturales.
Pero,
cuando se pasa a las ciencias sociales y humanas, las definiciones en extensión
y en comprehensión cesan de coincidir. El término “ciencia” ya no es sino una
apelación ficticia que designa un gran número de actividades perfectamente
heteróclitas, de las que apenas un pequeño número manifiestan un carácter
científico (por poco que se quiera definir la noción de ciencia de una misma
manera). De hecho, muchos especialistas de las investigaciones arbitrariamente
ordenadas bajo el marbete de ciencias sociales y humanas serían los primeros en
repudiar toda pretensión de realizar obra científica, al menos en el mismo
sentido y con el mismo espíritu que sus colegas de las ciencias exactas y
naturales. Dudosas distinciones, como la del espíritu de finura y el de
geometría, les sirven desde hace mucho para litigar en torno a
esto.
En
estas condiciones, se plantea una cuestión preliminar. En vista de que se
pretende deslindar “las tendencias principales de la investigación en las
ciencias sociales y humanas”, ¿de qué es, por principio de cuentas, de lo que se
tiene la intención de hablar? Si se desea mostrarse fiel al ideal de simetría
implícitamente afirmado entre las dos indagaciones, habrá, esta vez como la
otra, que considerar el objeto en extensión. Pero entonces se expone uno a una
doble dificultad. Pues, como es imposible ofrecer una definición satisfactoria
del conjunto de las materias enseñadas en las facultades de ciencias sociales y
de ciencias humanas, no será posible restringirse válidamente a ello. Por este
solo hecho, todo lo que no compete a las ciencias exactas y naturales podrá
pretender que participa de ciencias de otro tipo, cuyo campo se tornará
prácticamente ilimitado. Además, como el criterio mismo de la ciencia acaba
confundiéndose con el de una investigación desinteresada, no podrá extraerse
ninguna conclusión que responda al fin de la encuesta; sin término prácticamente
asignable, permanecerá teóricamente sin objeto.
Para
prevenirse contra este peligro hará falta, pues, que, en un campo cuyos límites
no coinciden según se elija definirlos por su contenido empírico o por la noción
que se tiene de él, se empiece por aislar esta zona restringida donde concuerdan
de modo aproximado las dos acepciones. Las indagaciones serán entonces
teóricamente comparables, pero cesarán de ser empíricamente homogéneas, ya que
resultará que sólo una pequeña parte de las ciencias sociales y humanas pueden
ser tratadas de la misma manera que como se tiene el derecho de hacerlo para el
conjunto de las ciencias exactas y naturales.
A
nuestro juicio, el dilema no tiene salida. Pero, antes de lanzarnos a la
búsqueda de una solución inevitablemente renga, no es inútil pasar revista
rápidamente a ciertas causas accesorias de la disparidad que se manifiesta entre
las ciencias físicas y las ciencias humanas.
Nos
parece, primero, que, en la historia de las sociedades, las ciencias físicas
disfrutaron al principio de un régimen de favor. De manera paradójica, esto se
debía al hecho de que, durante siglos si no es que milenios, los sabios se
ocuparon de problemas que le tenían sin cuidado a la masa de la población. La
oscuridad en la que llevaban adelante sus investigaciones fue el manto
providencial al abrigo del cual pudieron permanecer largo tiempo gratuitas; en
parte, si no (como hubiese valido aún más) del todo. Gracias a lo cual los
primeros sabios tuvieron tiempo de interesarse primero en las cosas que creían
poder explicar, en vez de pedírseles sin respiro que explicaran aquello en que
los demás se interesaban.
Desde
este punto de vista, la desgracia de las ciencias humanas es que el hombre por
fuerza siente interés en él mismo, preocupación en nombre de la cual comenzó por
negarse a ofrecerse él a la ciencia como objeto de investigación, ya que
semejante concesión lo habría forzado a moderar y limitar sus impaciencias. La
situación se ha invertido desde hace algunos años, bajo el efecto de los
prodigiosos resultados alcanzados por las ciencias exactas y naturales, y se
advierte que se ejerce una solicitación creciente sobre las ciencias sociales y
humanas a fin de que, a su vez, se decidan a probar su utilidad. Se nos excusará
si vemos en la reciente resolución de la Conferencia general de la Unesco un
testimonio de esta sospechosa premura que, para nuestras ciencias, constituye,
ni más ni menos, otro peligro. Pues se olvida de esta suerte que aún están en su
prehistoria. Suponiendo que un día puedan ser puestas al servicio de la acción
práctica, hoy por hoy no tienen nada o casi que ofrecer. El verdadero modo de
permitirles que lo logren consiste en darles mucho pero sobre todo, en no
pedirles nada.
En
segundo lugar, toda investigación científica postula un dualismo del observador
y su objeto. En el caso de las ciencias naturales, el hombre desempeña el papel
de observador y tiene el mundo por objeto. El campo en cuyo seno se verifica
este dualismo no es, por cierto, ilimitado, según han descubierto la física y la
biología contemporáneas, pero es bastante ancho para que allí haya podido
desplegarse libremente el cuerpo de las ciencias exactas y
naturales.
Si
las ciencias sociales y humanas son verdaderamente ciencias, deben preservar
este dualismo, desplazándolo sólo para instalarlo en el seno mismo del hombre:
el corte pasa entonces entre el hombre que observa y aquel o aquellos que son
observados. Pero haciendo esto no van más allá de respetar un principio. Pues si
les fuera preciso modelarse íntegramente de acuerdo con las ciencias exactas y
naturales, no debieran solamente experimentar con esos hombres a los que se
contentan con observar (cosa teóricamente concebible, si no fácil de realizar en
la práctica y de admitir moralmente); sería igualmente indispensable que esos
hombres no tuviesen conciencia de que se experimentaba con ellos, so pena de que
tal conciencia adquirida modificase de manera imprevisible el curso de la
experimentación. La conciencia aparece así como la enemiga secreta de las
ciencias del hombre, con el doble aspecto de una conciencia espontánea,
inmanente al objeto de observación, y de una conciencia reflejada -conciencia de
la conciencia- en el sabio.
Sin
duda las ciencias humanas no están del todo desprovistas de medios para sortear
esta dificultad. Los millares de sistemas fonológicos y gramaticales que se
ofrecen al examen del lingüista, la diversidad de las estructuras sociales,
desplegada en el tiempo o en el espacio, que alimenta la curiosidad del
historiador y del etnólogo, constituyen -se ha dicho a menudo- otras tantas
experiencias “hechas solas”, cuyo carácter irreversible debilita tanto menos su
valor cuanto que hoy se reconoce, al contrario que el positivismo, que la
función de la ciencia no es tanto prever cuanto explicar. Más exactamente, la
explicación guarda en sí misma una manera de previsión: previsión de que, en tal
o cual otra experiencia “hecha sola”, que atañe al observador descubrir allí
donde esté, y al sabio interpretar, si están presentes ciertas propiedades,
otras les estarán necesariamente vinculadas.
La
diferencia fundamental entre ciencias físicas y ciencias humanas no es pues,
como tantas veces se afirma, que sólo las primeras tengan la facultad de
realizar experiencias y reproducirlas idénticas a sí mismas en otros tiempos y
otros lugares. Pues las ciencias humanas consiguen otro tanto; si no todas,
cuando menos aquellas -como la lingüística, y en menor medida la etnología- que
son capaces de captar elementos poco numerosos y recurrentes, diversamente
combinados en gran número de sistemas, tras la particularidad temporal y local
de cada uno.
¿Qué
significa esto sino que la facultad de experimentar, ya sea a
priori o a posteriori , concierne esencialmente a la manera de
definir y de aislar aquello que se convendrá en entender por hecho científico?
Si las ciencias físicas definiesen sus hechos científicos con la misma fantasía
y el mismo descuido que exhiben la mayor parte de las ciencias humanas, también
quedarían prisioneras de un presente que no se reproduciría
jamás.
Ahora,
si las ciencias humanas atestiguan desde este punto de vista una especie de
impotencia (que a menudo oculta sencillamente mala voluntad), es que las acecha
una paradoja, y perciben confusamente su amenaza: toda definición correcta del
hecho científico tiene por efecto empobrecer la realidad sensible y
deshumanizarla así. Por consiguiente, en la medida en que las ciencias humanas
consigan hacer labor verdaderamente científica, la distinción entre lo humano y
lo natural deberá ir atenuándose en ellas. Si alguna vez llegan a ser ciencias
de pleno derecho, dejarán de distinguirse de las otras. De ahí el dilema que las
ciencias humanas aún no han osado afrontar: o bien conservar su originalidad e
inclinarse ante la antinomia, a partir de ahí insalvable, de la conciencia y la
experiencia; o bien pretender superarla; pero renunciando entonces a ocupar un
lugar aparte en el sistema de las ciencias y aceptando, por así decirlo, entrar
“en las filas”.
Aun
en el caso de las ciencias exactas y naturales, no hay nexo automático entre la
previsión y la explicación. No podría dudarse, con todo, de que su marcha
adelante haya sido poderosamente sustentada por el efecto conjugado de esos dos
faros. Sucede que la ciencia explique fenómenos que no prevé: es el caso de la
teoría darwiniana. Ocurre asimismo que sepa prever, como lo hace la
meteorología, fenómenos que es incapaz de explicar. Con todo, cada caso puede,
al menos teóricamente, hallar su corrección o verificación en otro; las ciencias
físicas no serían por cierto lo que son si en un número considerable de casos no
se hubiesen manifestado un encuentro o una
coincidencia.
Si
las ciencias humanas parecen condenadas a seguir un camino mediocre y
tentaleante, es que éste no autoriza tal doble localización -por triangulación,
dan ganas de decir- que permite al viajero calcular a cada instante su
movimiento en relación con puntos estables y extraer informaciones. Hasta el
presente las ciencias humanas han tenido que contentarse con explicaciones
flojas y aproximadas, a las que falta casi siempre el criterio del rigor. Y
aunque, por vocación, parecen predispuestas a cultivar esta previsión que una
opinión ávida no deja de exigirles, puede decirse sin crueldad excesiva que el
error les es habitual.
A
decir verdad, la función de las ciencias humanas parece caer a medio camino
entre la explicación y la previsión, como si fuesen incapaces de bifurcarse
decididamente, bien en una, bien en otra dirección. Esto no quiere decir que
estas ciencias sean inútiles teórica y prácticamente, sino más bien que su
utilidad se mide en una dosificación de las dos orientaciones, que nunca admite
ni una ni otra de manera completa, pero que, conservando algo de cada una,
engendra una actitud original en la cual se resume la misión propia de las
ciencias humanas. No explican nunca -o rara vez- hasta el fin; no predicen con
la menor seguridad. Pero, comprendiendo a medias -o a cuartas- y previendo una
vez sobre dos o cuatro, no por ello son menos aptas, por la íntima solidaridad
que instauran entre esas medida a medias, de aportar a quienes las practican
algo intermedio entre el conocimiento puro y la eficacia: la sabiduría, o en
todo caso cierta forma de sabiduría que permite actuar menos mal, por entender
un poco mejor, pero sin nunca poder establecer el deslinde exacto entre lo que
se debe a uno o al otro aspecto. Pues la sabiduría es una virtud equívoca que
participa a la vez del conocimiento y de la acción, difiriendo a la vez
rotundamente de uno y de otra tomados en
particular.
Se
ha visto que, para las ciencias sociales y humanas, se plantea una cuestión
preliminar. Su denominación no corresponde, o sólo corresponde imperfectamente,
a su realidad. Hay pues, ante todo, que intentar implantar algo de orden en la
masa confusa que se ofrece al observador con el nombre de ciencias sociales y
humanas; luego, determinar aquello que, en ellas, merece el epíteto de
“científico”, y por qué.
Por
lo que toca a lo primero, la dificultad proviene de que el conjunto de las
disciplinas dispuestas bajo el marbete de ciencias sociales y humanas no reside,
desde un punto de vista lógico, en el mismo nivel. Por lo demás, los niveles a
los que se ligan son numerosos, complejos, en ocasiones difíciles de definir.
Algunas de nuestras ciencias toman por objeto de estudio seres empíricos que son
a la vez realia y tota: sociedades que son o fueron reales,
localizables en una porción determinada del espacio o del tiempo, y consideradas
casa una en su globalidad. Habrán sido reconocidas la etnología y la
historia.
Otras
se dedican a seres no menos reales, pero correspondientes a una parte, o un
aspecto, de los conjuntos precedentemente evocados: así la lingüística estudia
lenguas, el derecho formas jurídicas, la ciencia económica sistemas de
producción e intercambio, la ciencia política instituciones de un tipo
igualmente particular. Pero estas categorías de fenómenos no tienen nada en
común, si no es ilustrar la condición fragmentada que las desprende de las
sociedades enteras. Tomemos por ejemplo el lenguaje; con todo y que sea objeto
de una ciencia como las otras, las impregna a todas: en el orden de los
fenómenos sociales, nada puede existir sin él. De modo que no podría ponerse los
hechos lingüísticos en el mismo plano que los hechos económicos o jurídicos; los
primeros son posibles en ausencia de los segundos, más no a la
inversa.
Por
otra parte, si el lenguaje es una parte de la sociedad, es coextensivo con la
realidad social, lo cual no puede ser afirmado de los otros fenómenos parciales
que hemos considerado. La ciencia económica por mucho tiempo no ha tenido como
de su incumbencia sino dos o tres siglos de historia humana, la ciencia jurídica
una veintena (lo cual no pasa de ser tres veces nada). Suponiendo teóricamente
posible que estas ciencias flexibilicen sus categorías para aspirar a una
competencia más vasta, no es ni mucho menos seguro que no sucumbieran, como
ramas distintas del saber, al rigor del tratamiento que tendrían que
infligirse.
Incluso
el paralelismo que hemos trazado sumariamente entre la historia y la etnología
no resiste la crítica. Pues si, teóricamente al menos, toda sociedad humana es
“etnografiable” (aunque muchas no lo hayan sido, y nunca lo serán, puesto que ya
no existen), no todas son “historizables”, en virtud de la inexistencia de
documentos escritos en el caso de la inmensa mayoría. Y, con todo, consideradas
desde otro punto de vista, todas las disciplinas de objeto concreto -sea este
objeto total o parcial- se reagrupan en una misma categoría si se las quiere
distinguir de otras ramas de las ciencias sociales y humanas que procuran
alcanzar menos realia que generalia: así la psicología social, y
sin duda también la sociología, en el grado en que se desee asignarle una meta y
un estilo propios que la aíslen nítidamente de la
etnografía.
Hágase
intervenir la demografía y el cuadro se complica más todavía. Desde el punto de
vista de la absoluta generalidad y de la inmanencia a todos los demás aspectos
de la vida social, el objeto de la demografía, que es el número, cae en el mismo
nivel que la lengua. Por esta razón, quizá, la demografía y la lingüística son
las dos ciencias del hombre que han conseguido ir más lejos en el sentido del
rigor y de la universalidad. Pero, curiosamente también, son las que divergen al
máximo por el lado de la humanidad o de la inhumanidad de su objeto, puesto que
el lenguaje es un atributo específicamente humano en tanto que el número
pertenece, como modo constitutivo, a no importa qué género de
población.
Desde
Aristóteles los lógicos se han enfrentado periódicamente al problema de la
clasificación de las ciencias y, aunque sus cuadros estén sujetos a revisión a
medida que aparecen nuevas ramas del saber y que las antiguas se transforman,
proporcionan un fundamento de trabajo aceptable. Los más recientes de estos
cuadros no ignoran las ciencias humanas. Pero por regla general dirimen
sumariamente la cuestión de su lugar con respecto a las ciencias exactas y
naturales, y las consideran globalmente, repartiéndolas bajo dos o tres
encabezados.A decir verdad, el problema de la clasificación de las ciencias
sociales y humanas no ha sido nunca tratado con
seriedad.
Pero
de la breve recapitulación que hemos presentado con el fin de sacar a relucir
los equívocos, las confusiones y las contradicciones de la nomenclatura, resulta
ya que nada puede intentarse sobre la base de las divisiones admitidas. Habrá
pues que comenzar por una crítica epistemológica de nuestras ciencias, confiando
en deslindar, más allá de su diversidad y heterogeneidad empíricas, un número
reducido de actitudes fundamentales cuya presencia, ausencia o combinación den
mejor razón de la particularidad y de la complementariedad de cada una que su
fin, confusamente y abiertamente proclamado.
En
una obra reciente (Anthropologie structurale, pp. 305-317) hemos esbozado
lo que podría ser un análisis tal de las ciencias sociales y humanas, según la
manera como se sitúen con respecto a dos parejas de oposición: por una parte, la
oposición entre la observación empírica y la construcción de modelos y, por otra
parte, una oposición relativa a la naturaleza de estos modelos, que pueden ser
mecánicos o estadísticos, según los elementos que en ellos intervengan sean o no
del mismo orden de magnitud, o de la misma escala que los fenómenos que se
encargan de representar :
Observación
Construcción
empírica
de
modelos
Modelos
Modelos
estadísticos
mecánicos
Nos
parecía en el acto que este esquema, a despecho (o a causa) de su simplicidad,
permitiría, mucho mejor que un inventario de sus trabajos, comprender las
posiciones respectivas, una con respecto a la otra, de cuatro ramas de las
ciencias humanas entre las cuales a menudo se ha procurado hacer reinar un
espíritu polémico.
Si
convenimos en unir arbitrariamente el signo + al primer término de cada pareja
de oposición y el signo - al segundo, se obtiene el cuadro
siguiente:
Historia
Sociología
Etnografía
Etnología
Observación
empírica/
Construcción de modelos
+
-
+
-
Modelos
mecánicos/
Modelos estadísticos
-
-
+
+
Se
ve por esto que la etnografía y la historia difieren de la etnología y de la
sociología en virtud de que las dos primeras están fundadas en la recolección y
la organización de los documentos, en tanto que las otras dos estudian más bien
los modelos construidos a partir de estos documentos o por medio de ellos. En
desquite, la etnografía y la etnología tienen en común el corresponder
respectivamente a las dos etapas de una misma investigación que desemboca
finalmente en modelos mecánicos, en tanto que la historia (con sus ciencias
llamadas auxiliares) y la sociología desembocan en modelos estadísticos, pese a
que cada una de ellas proceda por caminos que le son
propios.
Sugerimos,
por último, que recurriendo a otras oposiciones -entre observación y
experimentación, conciencia e inconsciencia, estructura y medida, tiempo
mecánico y reversible y tiempo estadístico e irreversible se podía ahondar y
enriquecer estas relaciones y aplicar el mismo método de análisis a la
clasificación de otras ciencias distintas de las que tomamos como
ejemplo.
Las
comparaciones que hemos esbozado más arriba incitan a hacer intervenir un nuevo
lote de oposiciones entre perspectiva total y perspectiva parcial (en el tiempo,
el espacio, o los dos a la vez); entre los objetos de estudio, aprehensibles en
forma de realia o de generalia; entre los hechos observados según
sean o no mensurables, etc. Se vería entonces que, con respecto a todas estas
oposiciones, hay disciplinas con su lugar bien definido, positiva o
negativamente, y que, en un espacio de varias dimensiones (rebelde, por esta
razón, a las representaciones intuitivas), a cada una corresponde un itinerario
original que ora cruza, ora acompaña otros recorridos y a veces también se aleja
de ellos. Por lo demás, no está excluido que ciertas disciplinas sometidas a
esta prueba crítica pierdan con ello su unidad tradicional y que revienten en
dos o varias subdisciplinas destinadas a permanecer aisladas o a confluir con
otras indagaciones con las que se confundirían. Por último, se descubrirán tal
vez itinerarios lógicamente posibles (es decir, sin saltos) que trazarían el
camino de ciencias todavía por nacer, o ya latentes detrás de investigaciones
dispersas cuya unidad no ha sido percibida: la presencia insospechada de estas
lagunas explicaría la dificultad que encontramos para discernir los lineamientos
-en efecto, algunos faltan- de una organización sistemática de nuestro
saber.
Finalmente,
por este medio acaso se comprendiera por qué algunas elecciones, algunas
combinaciones, son, de hecho o de derecho, compatibles o no con las exigencias
de la explicación científica, de suerte que la primera etapa desembocaría con
toda naturalidad en la segunda, que de este modo estaríamos en condiciones de
abordar.
En
esta segunda etapa será cosa de “desnatar”, si podemos expresarnos así, la masa
confusa bajo la apariencia de la cual se ofrecen por principio de cuentas las
ciencias sociales y humanas, y de extraer, si no las disciplinas mismas, cuando
menos ciertos problemas y las maneras de tratarlos, que autoricen el
acercamiento entre las ciencias del hombre y las de la
naturaleza.
Desde
el comienzo se impone una verificación, de la manera más absoluta: en el
conjunto de las ciencias sociales y humanas, sólo la lingüística puede ser
puesta en pie de igualdad con las ciencias exactas y naturales. Esto por tres
razones: a] tiene un objeto universal, que es el lenguaje articulado, del
que no está desprovisto ningún grupo humano; b] su método es homogéneo;
dicho de otro modo, sigue siendo el mismo cualquiera que sea la lengua
particular a la que se lo aplique: moderna o arcaica, “primitiva” o civilizada;
c] este método descansa en algunos principios fundamentales cuya validez
reconocen por unanimidad los especialistas (no obstante divergencias
secundarias).
No
existe otra ciencia social o humana que satisfaga íntegramente estas
condiciones. Para atenernos a las tres disciplinas cuya aptitud para deslindar
relaciones necesarias entre los fenómenos las aproxima más a la lingüística: el
objeto de la ciencia económica no es universal, sino que está estrechamente
circunscrito a una pequeña porción del desenvolvimiento de la humanidad; el
método de la demografía no es homogéneo, fuera del caso particular que ofrecen
los grandes números; y los etnólogos están lejos de haber alcanzado entre ellos
la unanimidad en cuanto a los principios que es ya cosa adquirida para los
lingüistas.
Estimamos
pues que nada más la lingüística es inmediatamente susceptible de indagación
como quiere Unesco, añadiéndole, si acaso, algunos estudios “de avanzada” que se
advierten aquí y allá en el campo de las ciencias sociales y humanas y que son
manifiestamente una trasposición del método
lingüístico.
¿Qué
hacer con el resto? El método más razonable parece ser efectuar un sondeo
preliminar entre los especialistas de todas las disciplinas, solicitándoles una
respuesta de principio: ¿estiman o no que los resultados obtenidos en su dominio
particular, o que algunos resultados cuando menos, satisfagan los mismos
criterios de validez que los admitidos por las ciencias exactas y naturales? En
caso afirmativo, se pedirá la enumeración de dichos
resultados.
Puede
preverse que entonces aparecerán a la cabeza de una lista cuestiones y problemas
de los que se afirmará que disfrutan de cierta “dosis de comparabilidad” desde
el punto de vista de la metodología científica concebida al nivel más general.
Tales muestras serán muy heteróclitas, y es verosímil que a su respecto se
aprecien dos cosas.
En
primer lugar, se advertirá que los puntos de contacto entre ciencias sociales y
humanas, por una parte, ciencias exactas y naturales por otra, no se producen
siempre en las disciplinas de los dos órdenes que hubiera uno tendido a
confrontar. Serán a veces las más “literarias” de las ciencias humanas las que
aparecerán en la vanguardia. Así, ramas muy tradicionales de las humanidades
clásicas, como la retórica, la poética, la estilística, saben ya recurrir a
modelos mecánicos o estadísticos que les permiten tratar ciertos problemas por
métodos derivados del álgebra. Por el empleo que hacen de las calculadoras
electrónicas, puede decirse que la estilística y la crítica de textos están en
vías de ingresar en las filas de la ciencias rigurosas. En la carrera en pos del
rigor científico habrá desde ahora que reservar derechos a numerosos
outsiders, y sería el mayor de los yerros creer que las ciencias llamadas
“sociales” se beneficiarían desde el comienzo de mejor adelanto que ciertas
ciencias de las llamadas más sencillamente
“humanas”.
El
estudio de estas anomalías aparentes será extremadamente instructivo. Se
apreciará en efecto que, de nuestras disciplinas, aquellas que se acercan más a
un ideal propiamente científico son también las que saben mejor restringirse a
la consideración de un objeto fácil de aislar, de contornos bien delimitados y
cuyos diferentes estados, revelados por la observación, pueden ser analizados
recurriendo a algunas variables nada más. No cabe duda de que las variables son
siempre mucho más numerosas en las ciencias del hombre que lo generalmente
acostumbrado en las ciencias físicas. De suerte que se tratará de situar la
comparación en el nivel en que la distancia es relativamente poco sensible. Por
ejemplo, entre aquellas de las ciencias físicas donde las variables son más
numerosas y aquellas de las ciencias humanas en que dicho número es menos
elevado. La obligación que tienen las primeras de recurrir a modelos reducidos
(así los que la aerodinámica pone a prueba en sus túneles) permitirá comprender
mejor el empleo que deben hacer las ciencias humanas de los modelos y apreciar
mejor la fecundidad de los métodos llamados “estructurales”. En efecto, éstos
consisten en reducir sistemáticamente el número de las variables, por una parte
considerando que, por mor de la causa, el objeto por estudiar forma un sistema
cerrado; por otra, procurando no considerar a la vez sino variables de un mismo
tipo, lo cual no obsta para renovar la operación desde otros puntos de
vista.
En
segundo lugar, la lista de muestras no sorprenderá solamente por su diversidad;
será también, con mucho, demasiado copiosa, ya que aquellos a quienes se habrá
pedido que hagan la selección tendrán todas las razones para mostrarse
indulgentes. Exceptuamos el caso, al cual volveremos, de los especialistas que
se mantendrán deliberadamente aparte de la carrera, por estimar que sus
indagaciones participan del arte, no de la ciencia, o de un tipo de ciencia
irreductible a aquel que ilustran las ciencias exactas y
naturales.
Se
puede prever, sin embargo, que los ejemplos serán numerosos y de valor sumamente
desigual. Habrá que escoger, que conservar nada más algunos de ellos, que
recusar los demás. ¿Quién juzgará, pues? La cuestión es delicada, por tratarse
de deslindar ciertas propiedades comunes a investigaciones concernientes a las
ciencias sociales y humanas, pero por referencia a normas que dependen, si no
exclusivamente de las ciencias exactas y naturales, al menos de una
epistemología científica formulada en el nivel más general. El problema es, por
consiguiente, obtener un consenso acerca de lo que es científico y sobre lo que
no lo es, no solamente en el seno de las ciencias sociales y humanas que no
tienen calidad para legislar de manera soberana, puesto que es a fin de cuentas
acerca de su propia madurez científica sobre lo que va a haber que pronunciarse,
sino recurriendo asimismo a los representantes de las ciencias exactas y
naturales.
De
modo que nuestra concepción tiende a imprimir a la indagación un movimiento de
báscula. En efecto, las cosas pasan como si sus instigadores hubiesen querido
sencillamente superponer una encuesta a otra: segunda encuesta: ciencias
sociales y humanas; primer encuesta: ciencias exactas y naturales, en tanto que
nosotros pensamos, en suma, reemplazar este corte horizontal por un corte
vertical, de modo que la segunda encuesta prolongue la primera integrándose su
espíritu y una parte de sus resultados. Pero, por otro lado, la primera encuesta
era total en tanto que la segunda no puede ser sino selectiva: su conjunto
formará un todo, pero que irá adelgazándose:
Ciencias sociales y humanas
Ciencias exactas y naturales
Este
esquema no es arbitrario. Nos proponemos mostrar que refleja fielmente una
evolución que se ha producido en las ciencias sociales y humanas en el curso de
estos últimos años.
La
distinción entre ciencias sociales y ciencias humanas responde a preocupaciones
antiguas; acaso esté ya implícitamente esbozada en la organización del Institut
de France, que tiene siglo y medio, donde los especialistas en el estudio del
hombre están repartidos en dos academias: las de las ciencias morales y
políticas, y las de las inscripciones y bellas letras. Pero nada es más difícil
de captar que el criterio que preside esta distinción. Para los fundadores del
Institut de France era, al parecer, de orden histórico: en una academia, los que
se ocupan de las obras humanas anteriores al Renacimiento, en la otra, los
modernos. La distinción cesa de ser aplicable a las civilizaciones exóticas,
donde estas categorías temporales cambian de significación, si no es que se
aniquilan (como pasa con las sociedades que estudian los etnólogos), y no se ha
llegado a repartir a los filósofos entre las dos academias, según hagan la
historia de las doctrinas antiguas o mediten sobre datos
actuales.
¿Se
dirá que las ciencias humanas están más vueltas hacia la teoría, la erudición y
la investigación pura, las ciencias sociales hacia la práctica, la observación y
la investigación aplicada? Es entonces cada ciencia en su particularidad lo que
se corre el riesgo de ver estallar, de acuerdo con el tipo de investigación y el
género mental del sabio. Podría también buscarse la distinción del lado de los
fenómenos, considerando que quienes estudian las ciencias sociales nacen
directamente en el grupo, en tanto que las ciencias humanas consideran más bien
obras creadas bajo un régimen de producción individual. Pero a más de que esto
se revelaría inmediatamente falso en un gran número de casos, la última
tentativa nos hace tocar con el dedo la contradicción inherente a la distinción
misma. Todo lo que es humano es social, es la expresión misma de “ciencias
sociales” la que esconde un pleonasmo y debe tenerse por viciosa. Ya que,
declarándose “sociales”, implican ya que se ocupan del hombre: y cae por su peso
que siendo pues, por principio de cuentas, “humanas”, son “sociales”
automáticamente.
Y
en resumidas cuentas ¿qué ciencia no lo es? Como escribíamos hace unos años:
“Hasta el biólogo y el físico se muestran hoy en día más y más conscientes de
las implicaciones sociales de sus descubrimientos, o, por mejor decir, de su
significación antropológica. El hombre ya no se contenta con conocer; al mismo
tiempo que conociendo más, se ve a sí mismo conociendo, y el objeto verdadero de
su investigación se torna un poco más cada día esa pareja indisoluble formada
por una humanidad que transforma el mundo y que se transforma ella misma en el
curso de sus operaciones.”(2)
Es
verdad asimismo desde el punto de vista del método. El de la biología tiene que
hacer uso creciente de modelos de tipo lingüístico (código e información
genéticos) y sociológico (puesto que hoy se habla de una verdadera sociología
celular). En cuanto al físico, los fenómenos de interferencia entre el
observador y el objeto de la observación se han vuelto para él mucho más que un
inconveniente práctico que afecta el trabajo de laboratorio: un modo intrínseco
del conocimiento positivo, y que lo acerca singularmente a ciertas ramas de las
ciencias sociales y humanas, como la etnología, que se sabe y reconoce
prisionera de un relativismo así. Las ciencias sociales y humanas tienen también
sus relaciones de incertidumbre, por ejemplo entre estructura y proceso: no se
puede percibir el uno sino ignorando el otro, y a la inversa, lo cual, dicho sea
de paso, proporciona un modo cómodo de explicar la complementariedad entre
historia y etnología.
No
puede ocultarse: la distinción entre ciencias sociales y ciencias humanas
estalla por todas partes. Nació y se desarrolló en Estados Unidos hace menos de
medio siglo: subsiste aún en algunas instituciones (como los grandes consejos
nacionales de investigación), y era todavía suficientemente vigorosa para
imponerse a Unesco en el momento de su creación. Pero, además de que hay países
que nunca la han aceptado, como Francia (sin que esto, no obstante, excluya que
se agregue a ella, aunque dándole, esperamos, una significación del todo
diferente), nada es más notable que las críticas de que fue en seguida objeto en
los países anglosajones, por parte de mentes tan distintas como el difunto
Robert Redfield en Estados Unidos y, en Inglaterra, E. E. Evans-Pritchard: bastó
que la antropología fuese separada de las ciencias humanas y reunida a las
ciencias sociales para que se sintiese desterrada.
Como
para aportar una mejor solución a este viejo problema, se ve nacer actualmente
en Estados Unidos una nueva terminología que reagrupa las ciencias según otros
criterios. Tal es, a lo que nos parece, la significación de la emergencia de las
behavioral sciences, o ciencias de la conducta humana. A la inversa de lo
que suele creerse, esta locución no designa en manera alguna las anteriores
ciencias sociales. Procede por el contrario de la convicción creciente en
Estados Unidos -como en otros lados- de que la expresión “ciencias sociales” es
bastarda y vale más evitarla.
La
expresión behavioral sciences se ha formado de la palabra behavior
que, por razones particulares a la historia de las ideas del otro lado del
Atlántico (y esto solo excluye la exportación), evoca la noción de un
tratamiento riguroso de los fenómenos humanos. De hecho las behavioral
sciences cubren un dominio situado en la intersección, por así decirlo, de
las ciencias humanas y de las ciencias exactas y naturales. Reúnen el conjunto
de los problemas humanos que permiten o exigen una colaboración estrecha con la
biología, la física y las matemáticas.
Esto
se desprende claramente de un interesante documento intitulado Strengthening
the behavioral sciences, emanado de un subcomité del President’s Science
Advisory Committee, que desempeña junto al Ejecutivo de Estados Unidos un papel
comparable al que incumbe en Francia a la Délégation générale à la recherche
scientifique et technique. Este documento ha sido hecho público más de una vez,
en especial por las revistas Science (1962, vol. 136, núm. 3512, 20 de
abril, pp. 233-241) y Behavioral Science (vol. 7, núm. 3, julio de 1962,
pp. 275-288). Baste con esto para decir la importancia de la acogida que ha
merecido.
Pues
bien, el documento recalca cinco tipos de investigaciones “propias para ilustrar
los triunfos obtenidos y los problemas que puede esperarse resolver en un
porvenir próximo” (Behav. Sc., cit.,
p. 277). Son
, en este orden: la teoría de la comunicación entre los individuos y los grupos,
fundada en el empleo de modelos matemáticos; los mecanismos biológicos y
psicológicos del desenvolvimiento de la personalidad; la neurofisiología del
cerebro; el estudio del psiquismo individual y de la actividad intelectual,
fundado por una parte en la psicología animal, por otra parte en la teoría de
las máquinas calculadoras.
En
los cinco casos considerados se trata pues de investigaciones que suponen una
colaboración íntima entre ciertas ciencias sociales y humanas (lingüística,
etnología, psicología, lógica, filosofía) y ciertas ciencias exactas y naturales
(matemáticas, anatomía y fisiología humanas, zoología). Esta manera de delimitar
los problemas es fecunda, puesto que permite reagrupar, desde un punto de vista
doble, teórico y metodológico, todas las investigaciones “de avanzada”. Al mismo
tiempo, la perspectiva que se adopta es evidentemente incompatible con la
distinción tradicional entre ciencias físicas y ciencias humanas, que descuida
lo esencial, a saber: que si las primeras son hoy por hoy ciencias plenamente
constituidas, a las que se puede pues pedir que exhiban sus “tendencias”, no
ocurre otro tanto con las ciencias humanas, para las que se plantea previamente
la cuestión de su capacidad científica. Queriendo mantener a toda costa, en lo
que les concierne, la ficción del paralelismo, se corre el riesgo de
arrinconarlas en la hipocresía y el engañabobos.
Nuestro
temor es que, una vez más, las consideraciones testimoniales a las ciencias
sociales y humanas, el lugar elogioso que se les prepara en un programa de
conjunto, no sirvan sobre todo de coartada. A las ciencias exactas y naturales
se les puede legítimamente preguntar qué son. Pero las ciencias sociales y
humanas no están todavía en condiciones de rendir cuentas. Si se quiere
exigirles o si, por política, se considera hábil hacer algo así, no habrá que
asombrarse si se reciben inventarios amañados.
Después
de este regreso a inquietudes formuladas muy al principio de este capítulo,
volvamos el caso de las behavioral sciences, o más exactamente a la
segmentación original que implica esta expresión. Se ve sin más cómo confirma y
refuerza nuestras sugestiones. En efecto, postula una actitud resueltamente
selectiva hacia las ciencias sociales y humanas; gracias a lo cual consigue
restablecer el puente hacia las ciencias exactas y naturales. La experiencia
justifica esta doble orientación. Pues no creemos exponernos a muchos mentís
afirmando que en el momento actual el lingüista, el etnólogo, pueden más
fácilmente hallar temas de conversación mutuamente provechosos con el
especialista en neurología cerebral o en etología animal que con el jurista, el
economista o el especialista en ciencia política.
Si
hubiera que hacer una nueva repartición de las ciencias sociales y humanas entre
las facultades, a este dualismo implícito preferíamos una división en tres
grupos. Serían reservados ante todo los derechos, traídos a cuento antes, de
aquellos a quienes la palabra “ciencias” no inspira la menor concupiscencia y ni
siquiera nostalgia: quienes ven, en el género particular de “ciencia humana” que
practican, una investigación participante más bien de la erudición, de la
reflexión moral o de la creación estética. Por lo demás, no los tenemos por
rezagados, pues, aparte de que no haya ciencia humana posible que no recurra a
esta índole de indagaciones, y aun que por ventura no comience por ellas, muchos
dominios de nuestras ciencias son demasiado complejos, ya sea demasiado próximos
o demasiado alejados del observador, para que se los pueda abordar con otro
ánimo. La rúbrica “artes y letras” les convendría bastante
bien.
Las
dos otras facultades llevarían entonces respectivamente los títulos de “ciencias
sociales” y de “ciencias humanas”, pero a condición de poner, en buena hora,
algo preciso detrás de esta distinción. A grandes rasgos, la facultad de
ciencias sociales comprendería el conjunto de los estudios jurídicos, tal como
existen actualmente en las facultades de derecho; se añadirían (lo cual en el
sistema francés apenas está realizado en parte) las ciencias económicas y
políticas, y algunas ramas de la sociología y de la psicología social. Del lado
de las ciencias humanas se agruparían la prehistoria, la arqueología e historia,
la antropología, la lingüística, la filosofía, la lógica, la
psicología.
Con
ello resaltaría con claridad el solo principio concebible de la distinción entre
ciencias sociales y ciencias humanas. No se gusta de confesarlo: bajo el manto
de las ciencias sociales se encuentran todas aquellas que aceptan sin reticencia
establecerse en el meollo mismo de su sociedad, con todo lo que esto implica en
lo tocante a preparación de los alumnos para una actividad profesional, y a
consideración de los problemas por el lado de la intervención práctica. No
pretendemos que estas preocupaciones sean exclusivas, sino que existen y que son
francamente reconocidas.
En
cambio las ciencias humanas son aquellas que se sitúan fuera de cada sociedad
particular, ya sea que procuren adoptar el punto de vista de una sociedad
cualquiera, ya sea el de un individuo cualquiera en el seno de no importa qué
sociedad, ya sea, en fin, que, aspirando a captar una realidad inmanente al
hombre, se coloquen más acá de todo individuo y de toda
sociedad.
Entre
ciencias sociales y ciencias humanas se establece una relación (que en adelante
aparece de oposición más bien que de correlación) entre una actitud centrípeta y
una actitud centrífuga. Las primeras consienten a veces en partir de afuera,
pero a fin de retornar adentro. Las segundas siguen el recorrido inverso: si a
veces se instalan dentro de la sociedad del observador, es para alejarse muy
pronto de ella e insertar observaciones particulares en un conjunto de alcance
más general.
Pero,
a la vez, se descubre la naturaleza de la afinidad con las ciencias exactas y
naturales, en que insisten las behavioral sciencies y que interviene
mucho más en favor de las ciencias humanas que de las ciencias sociales. En
efecto, las ciencias a las que reservamos el nombre de “ciencias humanas” pueden
poseer un objeto que las emparienta con las ciencias sociales; desde el punto de
vista del método se aproximan más a las ciencias exactas y naturales, en la
medida en que rechazan toda connivencia con dicho objeto (que no les pertenece,
a propiamente hablar); digamos vulgarmente que, a diferencia de las ciencias
sociales, nunca están “de acuerdo” con él.
Prohibiéndose
toda complacencia, así fuese de orden epistemológico, hacia su objeto, las
ciencias humanas adoptan el punto de vista de la inmanencia; en tanto que las
ciencias sociales, abriendo una suerte particular a la sociedad del observador,
atribuyen a ésta un valor trascendental. Esto es muy claro en el caso de los
economistas que no vacilan en proclamar para justificar la estrechez de su
abarque, que la racionalidad económica constituye un estado privilegiado de la
naturaleza humana, aparecido en determinado momento de la historia y en
determinado punto del mundo. Y no resulta menos claro en el caso de los
juristas, que tratan un sistema artificial como si fuera real, y que parten,
para describirlo, del postulado de que no podría cubrir contradicciones. De ahí
que hayan sido comparados muchas veces con teólogos. Claro está que la
trascendencia a la que se refieren implícita o explícitamente las ciencias
sociales no es de orden sobrenatural. Pero es, podría decirse: “sobrecultural”:
aísla una cultura particular, la pone por encima de las demás, la trata como un
universo separado que contiene su propia
legitimación.
Estas
observaciones no llevan de nuestra parte crítica alguna. Después de todo, el
hombre político, el administrador, el que desempeña una función social esencial
como el diplomático, el juez o el abogado, no pueden volver a poner en tela de
juicio a cada instante el orden particular en cuyo seno se despliega su
actividad. Y tampoco pueden cargar con los riesgos ideológicos y prácticos a los
que expone una investigación verdaderamente fundamental (pero que son moneda
corriente en la historia de las ciencias exactas y naturales) cuando obliga a
revocar determinada representación del mundo, a derribar un cuerpo de hipótesis,
a reemplazar un sistema de axiomas y de postulados. Semejante intransigencia
implica que uno tome sus distancias con respecto a la acción. La diferencia
entre ciencias sociales y ciencias humanas no es sólo cuestión de método; es
también asunto de temperamento.
Pero,
de cualquier manera que se interprete esta diferencia, la conclusión es la
misma. No están por un lado las ciencias exactas y naturales, y por otro las
ciencias sociales y humanas. Hay dos enfoques, de los cuales nada más uno es
científico por su espíritu: el de las ciencias exactas y naturales que estudian
el mundo, y en el que las ciencias humanas procuran inspirarse cuando estudian
el hombre en tanto que es del mundo. El otro enfoque, que ilustran las ciencias
sociales, pone sin duda en obra técnicas tomadas de las ciencias exactas y
naturales; pero las relaciones que establecen así con estas últimas son
extrínsecas, no intrínsecas. Frente a las ciencias exactas y naturales, las
ciencias sociales están en posición de clientas, en tanto que las ciencias
humanas aspiran a convertirse en discípulas.
Esto
nos da ocasión de pronunciarnos acerca de una cuestión delicada, que ya ha
provocado tomas de posición no poco ruidosas: las “tendencias”, objeto de la
indagación, ¿deben ser las de una ciencia occidental y contemporánea, o habrá
que incluir todas las reflexiones acerca del hombre que vieron el día en otras
épocas y bajo otros climas? Desde un punto de vista teórico, es difícil ver en
virtud de qué principio se acogería uno al primer partido. Pero el segundo
suscitaría dificultades prácticamente insuperables: el saber occidental es
doblemente accesible, puesto que existe en forma escrita y en lenguas conocidas
por la mayoría de los especialistas; en tanto que una fracción considerable del
otro no vive más que en la tradición oral, y el resto debería por principio de
cuentas ser traducido.
La
fórmula que hemos sugerido permite eludir este dilema. En efecto, hemos
propuesto que las únicas investigaciones que servirán de base a la indagación
sean también las que satisfagan un criterio externo: el de la conformidad a las
normas del conocimiento científico tales como son generalmente admitidas, no
solamente por los especialistas en las ciencias sociales y humanas (lo cual
expondría al círculo vicioso) sino también por los de las ciencias exactas y
naturales.
Sobre
este fundamento parece realizable un consenso muy considerable. Mas se advertirá
en el acto que si el criterio del conocimiento científico no es definible sino
por referencia a la ciencia de Occidente (lo cual, al parecer, ninguna sociedad
discute), las investigaciones sociales y humanas que pueden mejor pretender a
ello no son todas occidentales, ni mucho menos. Los lingüistas contemporáneos
reconocen gustosos que, por lo que hace a ciertos descubrimientos fundamentales,
los gramáticos de la India se les anticiparon varios siglos, y no es éste sin
duda el único terreno en el que habrá que conceder la ventaja al saber del
Oriente y del Extremo Oriente. En otro orden de ideas, los etnólogos están
persuadidos hoy en día de que inclusive sociedades de bajísimo nivel técnico y
económico, e ignorantes de la escritura, han sabido más de una vez dar a sus
instituciones políticas o sociales un carácter consciente y meditado que les
confiere un tono científico.
Si
de la consideración de los resultados se pasa a la del objeto y el método, se
disciernen entre ciencias físicas, ciencias sociales y ciencias humanas
relaciones que no son ya cuantitativas y que piden ser ubicadas
escrupulosamente. Es claro que las ciencias sociales y las ciencias humanas
explotan en común el mismo objeto que es el hombre, pero ahí se acaba su
parentesco. Pues, en lo que concierne al método, se imponen dos verificaciones:
tanto las ciencias sociales como las ciencias humanas intentan definirse por
referencia a las ciencias exactas y naturales, que son poseedoras de los arcanos
del método científico. Pero, con estas ciencias canónicas, las nuestras
sostienen relaciones invertidas. De las ciencias exactas y naturales, las
ciencias humanas han tomado la lección de que hay que empezar recusando las
apariencias, si es que se aspira a comprender el mundo; en tanto que las
ciencias sociales echan mano de la lección simétrica, según la cual debe
aceptarse el mundo si se pretende cambiarlo.
Todo
ocurre pues como si la unidad facticia de las ciencias sociales y humanas,
animadas por el mismo deseo de someterse a la piedra de toque del saber
científico, no resistiese el tomar contacto con las ciencias exactas y
naturales. Se escinden, consiguiendo sólo asimilar aspectos opuestos de su
método: más acá de la previsión, las ciencias sociales sufren una regresión
hacia una forma bastante baja de tecnología (a la que se aplica, por esta razón
sin duda, el término infeliz de tecnocracia); más allá de la explicación, las
ciencias humanas tienden a perderse en la vaguedad de las especulaciones
filosóficas.
No
es éste el lugar de indagar por qué un método de doble faz ha podido ser
practicado, con el éxito que se sabe, por las ciencias exactas y naturales, en
tanto que las ciencias sociales y las ciencias humanas no son cada una capaces
de quedarse más que con una mitad, que por añadidura se apresuran a
desnaturalizar. Después de todo, esta desigualdad no debe sorprender. Existe
sólo un mundo físico, nunca ha existido otro; sus propiedades han permanecido
las mismas en todo tiempo y lugar, en tanto que en el correr de los milenarios,
aquí y allá, no han dejado de nacer y de desaparecer, como en un mariposeo
efímero, millares de mundos humanos. De todos estos mundos, ¿cuál es el bueno? Y
si todos lo son (o ninguno), ¿dónde cae, delante o detrás de ellos, el objeto
verdadero de las ciencias sociales y humanas? La diferencia entre ellas refleja
la alternativa que las atormenta (a diferencia de las ciencias exactas y
naturales, que no tienen por qué sentir incertidumbre acerca de su objeto): o
bien privilegiar uno de estos mundos para poder apresarlo, o bien ponerlos todos
en duda en beneficio de una esencia común que sigue por descubrir, o de un
universo único que, si es de veras único, fatalmente se confundirá con el de las
ciencias exactas y naturales.
En
las páginas precedentes no hemos hecho nada por enmascarar esta divergencia, que
habrá quien nos reproche haber acentuado con complacencia. Nos parece, en
efecto, que las ciencias sociales y las ciencias humanas no tienen interés hoy
día en ocultar lo que las divide, y que hasta es ventajoso para unas y otras
recorrer por un tiempo caminos separados. Si el progreso del conocimiento debe
demostrar un día que las ciencias sociales y humanas merecen ser llamadas
ciencias, la prueba procederá de la experiencia: verificando que la tierra del
conocimiento científico es redonda y que, creyendo alejarse unas de otras para
alcanzar el estatuto de ciencia positiva, si bien por rumbos opuestos, sin darse
siquiera cuenta, las ciencias sociales y las humanas irán a confundirse con las
ciencias exactas y naturales, de las que dejarán de
distinguirse.
Conviene
pues que el nuevo informe dé a la palabra “tendencia” su sentido más rico y
pleno; que se esfuerce por ser una meditación audaz sobre lo que todavía no
existe, mejor que un inventario falseado por el fastidio de exhibir la
insuficiencia de los resultados adquiridos; que al precio de un esfuerzo
constructivo en donde la imaginación desempeñará su papel, trate de adivinar las
gestaciones latentes, de esbozar los lineamientos de evoluciones indecisas; que
se apegue menos a la descripción del estado presente de nuestras ciencias que al
presentimiento de los caminos por donde podrán -tal vez gracias a él- internarse
las ciencias de mañana.
NOTAS
1)
Revue internationale des sciences sociales, vol. XVI,
1964, núm. 4, pp. 579-597. Reproducido con la autorización de Unesco. Texto
escrito en respuesta a una indagación preliminar consecutiva a la decisión de la
Conferencia general de Unesco de extender a las ciencias sociales y humanas la
indagación sobre las tendencias principales de la investigación, tal como ya se
había consagrado a las ciencias exactas y
naturales.
(2)
Les sciences sociales dans l’enseignement supérieur: sociologie, psychologie
sociale et anthropologie culturelle, París, Unesco, 1954, 275 pp.
(L’enseignement des sciences sociales).
Se
agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y Relaciones
Sociales de la Facultad de Ciencias
Sociales, de la Universidad de Buenos Aires,
Argentina.