La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

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El calesero

José E. Triay

I

La vida de los pueblos es como la vida de los individuos que constituyen sus
moradores. Tienen sus períodos de gestación, de desarrollo, de virilidad, pero no
llegan, con la edad madura, al aniquilamiento y la muerte, como los múltiples seres
de la creación, a menos que sus vicios y desaciertos los empujen a la decadencia, que
es su muerte material y su muerte moral. La Habana de hoy no es La Habana de ayer. Ha
crecido, y se ha transformado. El progreso lo ha invadido todo; todo lo ha
trastornado, subvertido, modificado, siguiendo esa ley ineludible que lleva los ríos
al mar y no los vuelve nunca a su cauce.

Cuando las murallas hacían de La Habana dos poblaciones, dividiendo con
bastiones de canto y granito la ciudad vieja, que era la ciudad del comercio, de la
vida, del movimiento, de la riqueza, y la ciudad nueva, residencia por lo común de
las clases menos acomodadas, y en cuyos suburbios, que se llamaban el Manglar, Jesús
María y el Horcón, vivían las que en la moderna jerga política se denominan hoy
últimas capas sociales; cuando la Alameda del Prado se extendía sin interrupción
desde la Punta hasta el Arsenal, dando sombra de día con su arbolado a los que hacían
ese forzoso tránsito en las horas en que el sol alumbra y quema, y sombra de noche
para que se deslizasen las aves de mal agüero: entonces, la famosa Pila de la India
era, como la estatua de Fernando VII en la Plaza de Armas, uno de los más bellos
adornos de esta culta capital. La matrona de piedra que simboliza la fertilidad de
Cuba, pedestal digno de la mejor fuente de La Habana, era de tal modo notable, y
tanto llamaba la atención entre los monumentos de Cuba, que no hay periódico
ilustrado de hace cuarenta años que no registre en sus columnas semejante vista,
adicionada con un trozo de las verjas del Campo de Marte.

Como si no fuese bastante la popularidad del periódico y el libro, la Pila de la
India apareció también sirviendo de adorno a la vajilla. Un industrial inglés llevó
el dibujo a su patria e hizo competencia con él poco tiempo después al de las
corridas de toros, a la sazón en boga. Platos, tazas, jarrones, jofainas y otra
multitud de objetos de loza, de nombres fáciles y difíciles de citar, presentaron en
tinta azul y en tinta roja, en su fondo o en sus costados, esa famosa vista.

Pero ni un solo grabado de los numerosos que he visto, ni un solo objeto de loza
de los que contenían la Pila de la India como principal adorno, carecía de un detalle
esencialísimo, que más que accesorio, parecía parte principal del cuadro: un quitrín
o volante, en el que se recostaban, con la gracia que es innata a las cubanas y la
indolencia que produce este clima ardoroso, tres mujeres, que yo llamaría ángeles, si
me fuera fácil probar que los ángeles dejan sus etéreas regiones para poblar el
suelo.

Meditando sobre esa vista, que realmente era bonita, me ha ocurrido siempre la
misma duda: ¿quisieron los artistas presentar realmente en ella la Pila de la India,
o fue su intento dar una idea del elegante carruaje que tenía el envidiable
privilegio de servir de asiento cómodo para paseos y visitas a las encantadoras
cubanas? En ese caso, la histórica fuente, las palmas ya destruidas y el Campo de
Marte, hoy campo de Mercurio, eran los accesorios; y lo principal, lo notable, lo
sobresaliente era el quitrín.

II

El quitrín, o la volante, es el carruaje primitivo de esta tierra. He leído y
releído multitud de historias y crónicas, buscando su origen, y ninguna me lo ha
dado. ¿Querrá esto decir que pertenece, como el hongo, a la familia de las plantas
que se dan espontáneamente? ¡Ridícula presunción, que rechazo! La volante, o el
quitrín, ¿es puramente cubana? Si se considera el servicio que ha prestado en el
país; su comodidad para los paseos y viajes; su forma especial, tan distinta de los
demás medios de locomoción usados en otras tierras, creeríase que era hijo natural de
Cuba, donde se busca el dulce descanso como compensación de la fatiga y de las
molestias que causa el sol ardoroso de nuestro clima.

Sabido es, y así lo dice la historia con voz campanuda, que los primitivos
habitantes de la Habana vinieron de Cádiz, y pocos ignoran que la calesa gaditana es
de parecida forma al quitrín cubano, aunque, desde luego no hay punto de comparación,
en lo que toca a las comodidades que proporcionan, entre el vehículo andaluz y el
carruaje de Cuba. Uno y otro tienen una propiedad indiscutible: la de servir como
ninguno para que la mujer en él reclinada ostente sus gracias y encantos en toda su
plenitud.

El más popular de los bardos españoles, el poeta Zorrilla, ha hecho una discreta
presentación del quitrín en estos versos:

El quitrín lleva siempre en su testero
tres señoras, en traje tan ligero
cual las flores que adornan su tocado,
pues no cabe en quitrín francés sombrero.
Va expuesta de las tres la más graciosa,
la que llaman la rosa,
que es punto de aquel triángulo hechicero.

Otro poeta, no menos popular, si bien no tan afortunado -Plácido- pone en boca
de una coqueta esta exclamación, que revela hasta qué punto era el quitrín ansia y
recreo para la mujer elegante:

-¡Regálame un quitrín; dame dinero!

Mi amigo Ildefonso de Estrada y Zenea ha consagrado al quitrín un libro,
elegante y oportuno como todos los que salen de su fácil y discreta pluma. Tan poco
afortunado como yo, Zenea no ha podido descubrir la historia y origen de ese
carruaje. Limítase a llamarle indígena, único y especial del país, porque se adapta
como ninguno al clima y a su objeto. En eso estamos de acuerdo. Ningún vehículo
ofrece mayores comodidades a los que conduce, porque ninguno imprime al marchar un
movimiento tan suave como la volante; ninguno como ella permite recorrer de igual
manera el bueno que el mal camino; atravesar los campos, subir las lomas y pasar por
entre baches sin quedar estancado en ellos, y sin que la incomodidad del viaje se
haga visible.

Con las líneas férreas, el quitrín ha perdido una parte no pequeña de su
importancia en los campos. Los que viajan en ferrocarril no necesitan ya servirse de
la volante. Sólo se usa en los campos para el viaje, desde el paradero a la finca, de
los que no renuncian a los placeres de la comodidad, y prefieren ir a cubierto del
sol, gratamente recostados en el quitrín.

Todavía, sin embargo, no ha desaparecido por completo de nuestras ciudades la
histórica volante. Amantes fieles de la tradición, a par que de la comodidad, no se
han dejado arrastrar por las corrientes de la moda, y poseen, para su propio uso, ese
carruaje, digno de pasar a la posteridad. Es verdad que la mujer, su más bello
ornamento, no le ocupa ya; pero esa defección sólo revela la volubilidad del sexo
encantador por excelencia. ¿Y cómo no había de abandonar los encantos del quitrín, la
que ha puesto cuernecillos en su cabeza, ha hecho funda de su traje, morrión de su
peinado, y no pocas veces, almacén de pintura de su rostro, nunca tan encantador como
cuando ostenta los colores que Dios le dio y San Pedro le bendijo?

Para que la memoria del quitrín no se pierda, ha trabajado el lápiz de
Landaluce, reproduciendo su vista, y copiando la estampa fiel de su conductor, el
calesero. El calesero no es un personaje de nuestros días. El progreso moderno, que
trajo el ferrocarril y ha cambiado los medios de locomoción, se lo lleva, quizás para
siempre. Antes que desaparezca por completo, permitid que lo retrate a la pluma,
aunque no pueda ampliar el retrato al lápiz que ha hecho de mano maestra don Víctor
Patricio.

III

El calesero es, casi siempre, negro, y se llama José. Generalmente, nació en la
casa de sus amos, y su origen es tan oscuro como el color de su rostro. Su afición al
oficio le viene de antiguo; pero no suele ser hereditaria. Esto no quiere decir que
dejen de darse casos, pues toda regla tiene sus excepciones. Antes de subir a la
categoría de calesero -nombre que, según el ilustre cubano don Esteban Tranquilino
Pichardo, tiene su origen en el de calesa con que antiguamente se denominaba el
quitrín- desempeñó las altas funciones de paje de la niña, llevando a la iglesia la
alfombra y la silla que habían de ofrecer comodidades al ama para los rezos, y alguna
que otra vez ocupó la trasera de la volante para ejecutar las órdenes que se le
pudieran dar y que casi nunca se le daban.

José aprendió el oficio con un calesero viejo, ya retirado, que mediante una
retribución convenida, se dedicaba a esa enseñanza, desde luego más útil que la del
toreo, ordenada por la augusta majestad de Fernando VII en tiempos que, por fortuna,
pasaron. No adquirió la ciencia de guiar el carruaje sin trabajo ni pena, que ni aquí
ni en Valladolid se pescan truchas a bragas enjutas, y el cuero, aplicado con severa
energía sobre sus espaldas, fue su mejor maestro. Marchaba José, cuando adquiría esa
enseñanza, sobre un penco criollo, jubilado para otros servicios, el cual arrastraba
una armadura de carruaje que no tenía de volante otra cosa que las barras y las
ruedas. Sobre unas tablas clavadas de manera que facilitasen el asiento, sentábase el
maestro con otros aprendices, y a par que corría el improvisado vehículo, pronunciaba
un curso de equitación práctica.

-¡Negro! -decía-, voltea los pies; no pegues los codos; la cabeza suelta; échate
en medio de la calle para virar; pégate a un lado cuando viene un carruaje de la otra
banda; no te pegues al sardinel para que no monten las ruedas...

Y por vía de recuerdo, para que la lección no se olvidase, venía el
indispensable cuerazo. De este modo se hizo José calesero y jinete, porque su
obligación era montar en silla y en pelo, y salir, sin tropiezo ni dificultades, del
laberinto de carruajes y carretas que solía formarse, cuando no se había colocado en
las calles de la culta el letrero con una mano que dice: SUBIDA; BAJADA, y las
carretas entraban por la ciudad a paso de buey, trayendo las cajas de azúcar
elaboradas en los ingenios comarcanos, y que han constituido, constituyen y
constituirán, el nervio de la riqueza de este país.

Su ocupación no podía limitarse a guiar el carruaje. El entretenimiento y aseo
del mismo era consecuencia natural de su trabajo. Todos los días, al amanecer, salía
el quitrín del zaguán a la calle para que en ella le lavasen la cara y quedase
brillante como una onza de oro. Terminada esa operación, venía el complemento de
limpiar los arreos de plata del caballo y los adornos del mismo metal que lucía el
carruaje. El calesero forraba el eje cuando lo había menester, daba sebo a las
ruedas, tusaba los caballos, les trenzaba la cola, los llevaba al baño y realizaba
las múltiples operaciones que exigía el entretenimiento de la volante.

Pasemos revista a las prendas que constituían su equipo de salida. Zapatos de
becerro, con chapas o hebillas de oro; botas de campana, con adornos de plata,
sujetas a la pantorrilla con hebillas y pasadores del mismo metal, así como las
espuelas, con grandes estrellas; la librea de la casa en forma de chaqueta redonda,
con franja o galoneada; camisa de crea de hilo, con tres botones de oro, sujetos por
uno de cadenilla, y en el ojal del cuello, además, una cintita negra a manera de
corbata: si se entreabría el cuello, veíase un paño de pecho, de una cuarta escasa,
bordado con randas; en la oreja izquierda, una argollita de oro en forma de media
luna; pantalón de dril blanco, por dentro de la bota monumental, ceñido a la cintura
por hebilla grande de plata figurando un águila de dos cabezas; sombrero de copa, con
el indispensable galón; en cada uno de los bolsillos de la chaqueta-librea un pañuelo
de seda, cuyas puntas colgaban como adorno; la característica cuarta en la mano, con
puño y abrazadera de plata.

Para los viajes al campo, sustituía el calesero la librea galonada con chaqueta
de dril crudo, con vivos de paño; la bomba, con un sombrero de jipijapa, de alas
anchas: llevaba chaquetón doble para los casos de lluvia, y ceñía al cinto el machete
de concha de plata con que, más de una vez, su fidelidad defendió al amo de las
agresiones del camino.

Hemos conocido al hombre por el oficio, por el nacimiento, por la ocupación, por
el traje: conozcamos al hombre por el hombre.

IV

El calesero de casa propia tenía muchos privilegios, siendo uno de los
principales el de la juventud. Cuando llegaban los años, se le jubilaba sin cesantía,
y poseía por todo haber el de los recuerdos gratos de sus días de glorias. Yo no sé
si Marte fue seductor por su cara, o porque aunaba en sí la juventud y la fuerza;
pero desde luego puedo asegurar, que por joven, por fuerte y por guapo, José fue el
Tenorio de la casa, la envidia de los mozos de la cuadra y el héroe entre los hombres
del barrio. Ya se entenderá que Tenorios, mozos y hombres de su clase, color y
circunstancias. En la casa se impuso sin hablar. Un golpecito en el hombro de la
costurera, una mirada cruzada con la suya, fija y segura, un «¡Yo!...» lo hicieron el
dueño de su voluntad. Ya en la calle, necesitó del prestigio y el peso de la palabra
para renovar sus triunfos amorosos: la paloma en la jaula es más humilde y sumisa que
la que tiende el vuelo libre por los espacios. A veces necesitó vencer resistencias
formidables, luchar con enemigos fuertes, pero el fruto más dulce al paladar no es el
que cae del árbol, sino el que exige la pena de encaramarse para arrancarlo de la
rama. Los guerreros no serían héroes si los ejércitos enemigos se les sometiesen sin
lucha. La gloria está en combatir, y cuanto más reñida sea la batalla, mayor será la
victoria que se alcance.

La historia de sus conquistas amorosas exigiría un libro para relatarlas. Sus
diálogos no tendrían fin nunca. Después de todo, el amor es un niño travieso, que no
conoce clases para flechar. De arriba abajo, de derecha a izquierda, todos caen bajo
su imperio.

José, amante y amado, necesitaba adquirir otro papel en la comedia de la vida; y
se hizo el confidente de la niña. Le llevaban las cartas del novio, y la llevaba en
la volante, sin que lo advirtiera la vieja, por donde él disputaba el puesto a un
guarda-cantón, para verla y suspirar.

De todas estas complacencias sacaba José algunos escuditos en el bolsillo, y más
de una mirada de carnero degollado, que quería decir:

-¡Gracias!

Si el juego se descubría, podía sacar un paseo al ingenio, con exoneración de
todo cargo, a menos que la voluntad de la niña pudiese tanto, que trajera la amnistía
antes que la terrible sentencia hubiese causado ejecutoria.

José no aprendió a leer, porque le estorbaba lo negro; pero sabía tocar el punto
en la guitarra, y acompañaba con ella el zapateo, cuando no lo bailaba, en el campo.
También cantaba unas décimas muy sabrosas, que le enseñaron en el ingenio; y en la
cocina y en el zaguán, contaba sus cuentos, que tenían el privilegio, con gracia o
sin ella, de hacer reír.

En el campo aprendió a echar algunas manigüitas, pero no en todas las ocasiones
empleaba su tiempo y su dinero en tirar de la oreja a Jorge, sobre todo si podía
tirar de la de Chucha u otra que tal.

No siempre se retiraba José al llegar a la edad proyecta. Si en sus verdes años
pensó en el mañana con algún detenimiento, y abrió al ahorro las puertas de su
bolsillo, se coartó, pidió papel, y se puso a trabajar por su cuenta. Descendió y
subió a un tiempo mismo. Perdió la categoría, y ganó la personalidad. De calesero de
casa propia, se hizo calesero de alquiler. Su traje sufrió una seria transformación:
nada de galones, nada de bomba, nada de librea; poca plata, mal pergeño; pero en
cambio de esto, libertad, absoluta libertad para manejarse por sí mismo. Sus
tercerías eran de otro género. Conocía a toda la gente de antecedentes dudosos,
conocía los últimos barrios, tenía otras amistades y otros trabajos. Su amor propio
podía resentirse. De Marte pasaba a Mercurio. Pero enganchaba cuando quería, y era
señor soberano de su albedrío. ¡Dueño de sí propio!... ¡Qué felicidad!

Esta libertad no la puede valorar el que no la ha perdido. ¿Qué sabe de la
cárcel el que no franqueó sus dinteles? ¿Qué conoce del hambre el que sació siempre
su apetito? ¿Qué aprecio puede tener al dinero el que nunca careció de él?

Pobre y andrajoso; sufriendo los rigores del sol y la lluvia; intemperie, José
era más feliz en su estado de libertad, que con el regalo y el lujo de la casa.

-¿Por qué?...

Pregúntenselo ustedes.

V

El calesero ha pasado. La aristocracia de la sangre y del dinero, sustituyó con
el cupé, el landó, la berlina, el cabriolé, su cómodo quitrín; los que especulan en
carruajes de alquiler, sacaron de las ruinas de la volante el coche pesetero; éste
nunca tendrá los atractivos que aquél; el cochero es de otra familia, de otra clase,
de otro color que el calesero. También pasaron los tiempos de la andante caballería;
pero por eso ¿habrá borrado la historia de sus páginas las proezas del caballero,
como Bayardo, sin mancha ni tacha?

El calesero ha muerto. ¡Viva el calesero!

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José E. Triay

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