La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

José Agustín Millán

Cuadros de costumbres

José Agustín Millán

El médico de campo

Ab uno
disce
omnes.
Todos son
iguales.
(Trad.
libre)

Sería preciso poseer la festiva pluma, la gracia y el satírico látigo del maligno escritor del tipo
«El médico de campo», para bosquejar al médico en general y formar un cuadro tal que fuese digno de
colocarse al lado de aquel bien trazado boceto, tan lleno de verdad y de animación, tan picante como
chistoso. Pero ya que me faltan esas dotes esenciales en un escritor de costumbres, sirva de excusa a mi
osadía el cariño que profeso a los discípulos de Hipócrates, a quienes algo debo, pues todavía estoy vivo
y así mengua fuera y sobrada ingratitud el no dedicarles un artículo. Tomo, pues, la pluma, y después de
encomendarme a la indulgencia de mis buenos amigos los médicos, y a la paciencia del benévolo lector,
principium sermoni dabo... Ustedes han de perdonar si les hablo en latín, pero este latín lo entiende
todo el mundo, inclusos los médicos y los boticarios, que con medias palabras en latín se entienden a las
mil maravillas.

En nuestro país, esencialmente agrícola, en vez de cultivar las ciencias y las artes que tienden a
perfeccionar la agricultura y llevarla al estado floreciente a que por la feracidad privilegiada de
nuestros campos está llamada, encontramos más cómodo, más útil y sobre todo más noble dedicamos al
estudio del derecho, al de la medicina, al de la farmacia, y particularmente al de la poesía, guiados sin
duda por aquel conocido principio de que es preciso que todos vivamos, propios y extraños.

Gracias a Dios, no nos faltan poetas, pues tenemos para surtir a toda la América y aun nos sobrarán
para nuestras delicias.

¡¡Abogados!! No hay más que abrir la Guía de forasteros para pasar en revista la tremebunda cohorte
que está encargada de cuidar de nuestros intereses, aunque sin dejar por eso de cuidar de los suyos, pues
los abogados no, se han estado quemando las pestañas estudiando el Digesto para luego hacer escritos de
guagua, cosa por demás indigesta.

¡¡Farmacéuticos!! Hay en cada calle dos o tres establecimientos piadosos, a cargo de estos
profesores que prestan al público tanta utilidad como a sí propios. ¡Cuánto adornan la ciudad esas
odoríferas oficinas, con cielorraso dorado, armatoste de caoba, pomos de loza fina, mostradores elegantes
sobre los cuales campean enormes redomas de cristal de varios colores, a manera de instrumentos de magia,
de física recreativa de algún jugador de cubiletes! Aquí se ven cajas misteriosas con sus
correspondientes rótulos; allí urnas de cristal que contienen el imponderable aceite de alacrán o de
lombrices o de otras sabandijas, toditas muy medicinales y sobre todo muy... caras. Más allá un pomo de
vidrio que encierra nada menos que una hutía comiendo un hicaco; aquí una redoma que contiene un enorme
majá en aguardiente; en fin, acá y acullá cuatro o cinco cajitas abiertas y a la disposición de los
aficionados a las pastas pectorales, cuya virtud es tan notoria y cuyos resultados son tan poco nocivos
(lo que no se puede decir de todos los remedios).

¡¡Médicos!! Cada día aumenta el número de los alumnos de Hipócrates, al paso que desaparecen los
enfermos, tanto que si la cosa sigue así, a falta de, gentes a quienes administrar drogas y jarabes,
tendrán que curarse a sí propios; los médicos o recíprocamente, lo cual creo que no harán jamás por
motivos que ellos no ignoran.

Sucede, pues, comúnmente, que a un hombre que tiene la fortuna de ser casado y que además es padre
de dos hijos, lo cual es otra fortuna, viene la partera presurosa y con entusiasmo a anunciar que su
esposa (del hombre) acaba de dar a luz un infante tamaño (aquí se esmera aquella profesora en señalar con
ambos brazos). El recién papá, que, como dijimos, lo es ya de otros dos también robustos infantes, da
gracias a Dios, a sí propio y a su mujer por el aumento de prole, y allá para su capote dice poco más o
menos lo que sigue: «Ya tenemos en casa a un futuro abogado y a un aspirante a farmacéutico... pues,
señor, este angelito que acaba de regalarme mi muy cara esposa será, será... médico: no hay remedio, o
por mejor decir, tendremos quien nos dé remedios y con eso nos ahorraremos el pago de honorarios por
escritos largos, los veinte reales fuertes por un simple jarabe simple y el consabido pesito, de la
visita».

En efecto, crece el niño, va a la escuela, es el mismo demonio, poco estudioso, travieso, en extremo
aficionado a los dulces, a las pastillas y al orosuz. El papá deduce de todas estas cualidades que su
hijo tiene grandes disposiciones para la medicina; y como no lo puede sufrir en casa, se lo manda entero
y verdadero al maestro de escuela que ya lo tenía a medias, es decir, a medio pupilo.

Pasan años. El niño ya no es niño, sino un muchachón, con pelo a la romántica, bigote y pera de
chivo que mete miedo. «Entonces pasa a estudiar y todas a la vez, un sinnúmero de ciencias, de las cuales
una sola bastaría para ocupar la vida entera de un hombre aplicado, pero que el alumno tiene que saber,
porque todas, todas le han de servir, si no para curar a los enfermos, al menos para llegar a ser médico.
Es de ver cómo por encanto aprende la botánica, la física, la química, la fisiología, la anatomía, la
terapéutica, la... Señor... una infinidad de cosas más difíciles de mencionar que de aprender.

Si, por desgracia, el alumno no tiene afición a la medicina y en vez de escuchar atentamente al
catedrático, no asiste con puntualidad a las clases, prefiriendo ir a la inmediata confitería a
refrescar, engulléndose para hacer boca media docena de pastelitos o chux à la crème y, a fin de hacer
pasar todo eso, una copa de granizado de naranja o un vaso de agraz, o también si el enemigo le tienta se
pone a jugar unas cuantas mesitas al billar... ¡ay!, ¡ay de los enfermos que cayeren algún día en las
terribles manos de nuestro galeno! Por eso, cuando queremos dar un voto de confianza a algún médico a
quien no conocemos y nos decidimos a encomendarle nuestro cuerpo y nuestra existencia, preguntamos con
sobrados motivos: ¿Qué tal? ¿Era buen estudiante?

El que no toma estos informes demuestra menos interés por sí propio que por las agencias funerarias,
y convengamos en que los aficionados a la filantropía no pueden exigir tamaño sacrificio; y regla
general: no hay cosa peor para los enfermos que tropezar con médicos que en vez de haber hecho estudios
profundos en la divina ciencia, se hayan entretenido en hacer versos, en enamorar muchachas, poniendo a
los papás en un continuo estado de... alarma, o en pasar su tiempo en los cafés, o en el tiro de pistola,
o en el campo cazando pájaros... Todo esto es de fatal agüero para los pobres enfermos.

Tan pronto como el bachiller en medicina recibe su diploma, busca la protección de algún médico de
reputación, para que le acabe de enseñar lo que no sabe (por supuesto que hablo de lo que no sabe el
bachiller) y le perfeccione en la humanitaria ciencia de curar. El médico protector franquea al modesto
bachiller su biblioteca compuesta de cuantos libros sobre medicina se han escrito desde Hipócrates hasta
nuestros días, es decir, de medio millón de gruesos volúmenes llenos de admirables teorías, lo cual
prueba de un modo evidente lo mucho que han... sudado las prensas tipográficas.

Si el médico director es partidario del sistema antiflogístico, no permitirá que lea su discípulo
sino las obras en que se prueba de una manera que no deja la menor duda que desde que el mundo es mundo
hasta la fecha, esto es, desde que no había médicos y cada quisquis se curaba como Dios le daba a
entender, y morían las gentes ni más ni menos como ahora (aunque no en regla es muy cierto), el médico
que no manda sacar sangre y no emplea (para los enfermos) las sanguijuelas y ventosas, no es digno de
entrar en el gremio de la facultad. Non ets dignus intrare in docto corpore... siempre latines... de
cocina, quiero decir, de medicina.

Empapado el alumno en tan sabias doctrinas, jura, cual otro Aníbal, puesta la mano sobre un tomo de
Broussais, odio implacable a todos los sistemas curativos pasados, presentes y futuros, y desde luego
profesa a las sanguijuelas un cariño digno de mejores bichos. Hace además firme propósito de no recetar
sino aquellos remedios que señala la terapéutica como debilitantes, extenuantes y que tienden precisa y
directamente a desahogar al doliente de cuanta sangre tenga en el cuerpo para luego tener el gusto de
írsela renovando (si es que escapa el enfermo) a merced de limonadas, suero, leche, huevos pasados por
agua y cuando mucho sopas de gato. La irritación... he aquí el enemigo; he aquí el duende o sea coco que
hay que combatir. Aquel joven alumno, por lo demás de buena índole y aun amable, no sueña sino con las
sangrías, las sanguijuelas, las ventosas y no habla en todas partes más que de las irritaciones, de las
sopas de gato, de los baños calientes, de aneurismas, de agua helada, de belladona, de gastroenteritis,
cefalalgias, colitis, peritonitis, atrofias, etc.

Hasta en su misma casa viene a ser el terror de su familia, queriendo curar a los buenos y sanos,
para probar la eficacia de su sistema; pero como quiera que todo el mundo le zafa el cuerpo, ya es un
inocente perro, ya un apacible gato, ora una incauta cotorra, ora un robusto cochino los que
experimentan, con notoria desgracia, los admirables resultados de su método.

Si el médico director protector es humorista, es preciso entonces declarar guerra a muerte a las
sangrías, a las sanguijuelas, a los calmantes, al agua fría, al agua caliente, a las limonadas, a los
baños, a los jarabes, a las pastas, a las tisanas y en general a toditas las drogas de la botica. No hay
más que penetrarse de que nuestro cuerpo, objeto de la vanidad humana, es pura... o mejor dicho, impura
corrupción y basura; y así es fuerza limpiarlo constantemente ni más ni menos que nuestra casa, que
aseamos todos los días con la escoba. Y ¿cómo? Con purgantes y vomitivos, con ambas cosas a la vez, o al
menos alternando sucesivamente hasta que quede el cuerpo limpio como una patena.

Es de advertirse (entre paréntesis) que este sistema tiene pocos partidarios entre los discípulos de
Hipócrates, sin duda desde que los enfermos se han convencido que para zamparse dos o tres cucharadas de
Le Roy no se necesita llamar a ningún médico.

Si el caballero médico director es partidario del sistema de Raspail, hablará en estos términos al
joven alumno: «Todos los achaques desagradables que afligen a la humanidad provienen de una multitud de
bichos o gusanos enemigos del orden y de la tranquilidad del hombre, que han dado en la gracia de andarse
paseando por nuestro cuerpo con la misma libertad que si estuviesen en su casa. Conviene, pues,
desalojarlos... pero ¿cómo?, dirás tú, oh joven alumno, ¿cómo?, ¿por medio del alcanfor? No acierto a
comprender cómo hasta la fecha no habíamos dado con ese remedio universal que es el único que cura todas
las enfermedades. Muchos individuos ignorantes (sin ser médicos) conocían, hace siglos, la notoria
eficacia del alcanfor para destruir la polilla y otros insectos que se alojan en las gavetas de una
cómoda o en los escaparates; pero estaba reservado a Raspail el honor de hacernos conocer que el alcanfor
y sus compuestos mata a los insectos doquiera que se les pueda pillar. Viva, pues, tan admirable remedio,
que, además, tiene un olor muy agradable pora el que le guste.

Et sic de cæteris... es decir, que de los sistemas curativos adoptados por los médicos directores,
resulta lo mismo. Cada cual pondera el suyo y asegura que el de su cofrade no sirve para maldita la cosa.
Yo creo que todos tienen razón.

El bachiller, dócil a los consejos de su director, acompaña a éste en todas sus visitas y aun en sus
ausencias y enfermedades le sustituye, no apartándose ni un ápice de las doctrinas que le inculcara su
sabio maestro. Esto lo alienta y aun se permite in ocultis curar por sí y ante sí a algún enfermo, pero
esto es muy raro y si lo hace es... sin ejemplar.

Guiado por las máximas y el ejemplo de su maestro, muda de costumbres, de carácter y aun de
fisonomía. Se vuelve serio, gasta poca conversación, tiene trazas de estar siempre meditando acerca de
las innumerables enfermedades que afligen a la humanidad y de buscar remedios para curarlas. De un
abogado vivo y hablador, dirán las gentes, cuando mucho, que es travieso y de ardiente imaginación y por
supuesto muy propio para hacerse cargo de un pleito por desesperado que sea; de un médico locuaz, de
genio alegre y que camine de prisa, dirá el vulgo: «es un loco; no le llamaré por cierto, sí tengo la
desgracia de caer enfermo». Esto lo saben los médicos y por tanto se dominan, hablan poco, caminan con
paso grave y su semblante revela, al parecer, como diría un escribano, los afanes y desvelos; y aun
muchos gastan espejuelos a pesar de tener una vista de lince. Muy rara vez se permite el médico ciertas
diversiones inocentes como los teatros y las sociedades filarmónicas, pues se lo impide el constante e
ingrato estudio de la ciencia que profesa. Además, ¿qué opinión formaría el público de un hombre cuya
vida pertenece a los enfermos, si le viesen todas las noches en el teatro? Haciéndole sobrado favor,
dirían las gentes que no tiene aquel médico enfermos a quienes visitar o que no tiene amor a la carrera.
El médico no debe tampoco ir a los bailes. El médico no baila: esto es indigno de su carácter, de su
indispensable gravedad.

En fin, ya nuestro bachiller es médico: ya vuela con sus propias alas, por su cuenta y... entonces,
merced a algún complaciente localista que anda a caza de noticias con que llenar la sección que está a su
cargo, puede leer cualquiera el párrafo siguiente: «Grado. -Tenemos el gusto de anunciar a nuestros
lectores que anteayer, previo un riguroso y lucidísimo examen, recibió el grado de licenciado en medicina
el aplicado joven don Luis Serato y Miel Rosada, a quien felicitamos cordialmente deseándole el mejor
éxito en su noble y ardua carrera. Vive...» (aquí las señas).

El primer cuidado de nuestro tipo es proporcionarse, a costa de los primeros enfermos que caen bajo
sus manos, una volante o quitrín flamante, con buenos arreos, robusto caballo y rechoncho calesero. Este
aparato que nada tiene que ver con la ciencia médica, es indispensable. El médico que visitase a pie, se
daría todas las trazas de un corredor vendiendo granos de café o muestras de azúcar. La volante indica el
gran número de enfermos; los arreos de plata anuncian la comodidad y lujo con que vive el médico que todo
o debe a sus admirables aciertos; en cuanto al rechoncho calesero y al robusto caballo, son las pruebas
vivas y palpables de que en casa del facultativo todos están gordos, buenos y sanos que da gusto, desde
el amo hasta el caballo, y cuenta que este último no cesa de trabajar todo el santo día, otra señal
inequívoca de que el médico no puede con sus enfermos, es decir, no puede dar abasto con los dolientes
aunque no tenga todavía ninguno. Con efecto, en todas las carreras hay que pasar lo que vulgarmente se
llama el año de noviciado, máxime en la de medicina en que pululan los médicos.

¿Veis aquel hombre que va en un quitrín, con un libro o folleto en la mano, absorto, al parecer, en
la lectura de algún nuevo remedio para curar la hidrofobia, vulgo rabia? ¿Adónde se dirige? Ni él mismo
lo sabe. Lo esencial es que el público, naturalmente curioso, llegue a saber que allí va el doctor tal.
Lo esencial, pues, es darse a conocer, porque nadie puede curarse con médicos desconocidos. Esto lo saben
los médicos y por eso inventan mil ingeniosos arbitrios para adquirir reputación y crédito.

Ya es un comunicado suscrito por un amigo que estuvo agonizando, pataleando que metía miedo, con los
preparativos hechos y el lío debajo del brazo para irse al otro mundo, avisada la agencia funeraria y
ajustado el entierro de segunda clase, cuando... ¡oh asombro!, vino a habérselas con la inexorable parca
el joven licenciado don Mamerto Mosca y en menos de quince días arrebató su presa a la diosa muerte,
restituyendo a la vida al comunicante, que, en cuanto saltó de la cama, se apresuró a rendir el debido
homenaje de gratitud a su joven salvador que vive en la calle de... tal... número...

Ya es un soneto remitido y suscrito por una señora a quien el joven doctor don Ventura Bisturí
practicó la difícil operación de extraer siete golondrinos que no la dejaban dormir hacía la friolera de
nueve meses. Dice así el soneto, que es a fe tan bueno como los muchos que se publican todos los días en
los periódicos:

Presa de horrendo mal, la sepultura
ante mis pasos débiles se abría;
de Galeno a la ciencia resistía
mi perenne opresora calentura.

Hice del testamento la escritura
y de mis hijos ya me despedía,
cuando acercóse en venturoso día
a examinarme el sabio don Ventura.

Aunque la fama le nombraba experto,
su remedio acepté sin esperanza;
porque ese don de levantar a un muerto
sólo al Dios de los orbes se le alcanza.
¡Me levantó en seis horas el bendito!
Y estas gracias le ofrezco por escrito.

Como quiera que, según ya hemos dicho, pululan los vates en esta feraz tierra de Cuba, le es
sumamente fácil a un médico que quiere darse a conocer, granjearse la amistad de algún poeta complaciente
que le obsequie el día de su santo con un par de sonetitos por el estilo del anterior y en los que
asegura que el tal doctor es por lo bajo un Dupuytren, un Corvisart, un Magendie, un Valpeau, etc, etc.

Ya es un anuncio pomposo redactado por el mismo facultativo en que participa a sus amigos y al
público (cuya amistad anhela también) que por un método sumamente sencillo, fruto de una larga práctica y
constante observación, cura todas las enfermedades conocidas y por conocer, endereza jorobas de
nacimiento, vuelve la vista a los ciegos, compone brazos y piernas que es un primor, bate las cataratas
en un abrir y cerrar de ojos, facilita la salida de los fetos sin dolor ni lesión; posee el secreto para
que las mujeres morosas tengan al fin el dulce consuelo de dar a luz media docena de muchachos robustos,
etc, etc. A los insolventes se les cura de oficio o séase de guagua.

Al día siguiente se llena la casa de nuestro galeno de una legión de ciegos, de paralíticos, de
jorobados, de cojos, de tuertos, de mancos, de negras viejas, de chinos que dan compasión.

Otro de los ingeniosos medios para adquirir crédito es la invención de algún jarabe especial para
poner el hígado como nuevo; o de alguna pasta maravillosa para los catarros que se pronuncian en los
pulmones; o de algunas píldoras que limpian la masa de la sangre mejor que con una escoba; o de algún
ungüento prodigioso que es lo que hay para las almorranas y la sangre de espaldas. El caso es ver su
nombre en letras de molde.

Cuando el médico va a visitar a un enfermo por primera vez tiene sumo esmero en su toilette,
engalanándose con la mejor casaca y luciendo en la bien planchada pechera de su camisa un hermoso alfiler
de brillantes. Entra en la casa, por supuesto armado del consabido bastón con borlas, con suma gravedad y
circunspección, si bien deja asomar en sus labios dulce sonrisa como prueba de su amabilidad y también
para tranquilizar en cierto modo el pánico terror que infunde siempre en una casa la presencia de un
médico. Se acerca al doliente y, al mismo tiempo que le toma el pulso, echa una mirada distraída a la
mujer del paciente y si éste es rico, lo cual se conoce por el aparato y lujo con que está adornada la
casa, suele entonces sacar el reloj, frunce las cejas, se muerde los labios, vuelve a tomar el pulso con
la diferencia de que la mano que toma ahora es la derecha y antes era la izquierda.

La esposa. - ¿Qué opina usted, señor doctor?

El doctor (guiñando el ojo a la esposa). - Esto no será nada... nada... cuando usted me mandó a
avisar, estaba yo en una junta... aún es tiempo de combatir la enfermedad...

La esposa. -Mi marido es muy aprensivo. Yo creo que lo que él tiene es un fuerte catarro...

El doctor (sonriéndose). - No es mal catarro, señora mía... algo más..., pero.

El doliente (asustado). - ¿Estoy de peligro, doctor? (a la esposa) ¡No te lo dije, Chona mía, no te
lo dije!...

El doctor. - Ánimo, ánimo... voy a recetar un jarabe... procure usted sudar, a bien que agregaré una
bebidita que... hasta la noche...

(El doctor saluda al enfermo y pasa a la sala seguido de la señora.)

La esposa. - Puede usted, doctor, hablar con franqueza... ¿Es cierto que...?

El doctor. - Mucho temo una reacción, señora mía, porque en estos catarros pulmonares no parece sino
que la enfermedad quiere jugar con nosotros al escondite. El cerebro está amagado... ¿Me hace usted el
favor de darme papel y... ¡ah!, ya sabe usted que debe mandar a la botica del licenciado Pildorín. Es
hombre de conciencia, aunque llevar por sus drogas más caro que sus cofrades..., pero él no vende gato
por liebre (receta). ¡Ay!, señora, los enfermos no nos dejan vivir y, sin embargo, no faltan gentes que
digan que somos nosotros los médicos los que no dejamos... ¡Bah! Mire usted... tengo que ir ahora a ver a
la marquesa de... y luego al conde de... y antes de ir a comer estoy citado para una junta en casa de
doña Sinforosa Clito, que está con un histérico de muerte. ¡Ah!, señora... ¡qué ingrata carrera es la
nuestra! A los pies de usted.

Como el doliente no tiene sino una mera fluxión, se pone bueno, pero, como es rico, se pone bueno lo
más tarde que puede... el doctor que ha tomado tanto cariño al enfermo que quisiera verle toda su vida
dos o tres veces al día.

Si a pesar de sus esfuerzos para alcanzar reputación y crédito no logra nuestro tipo que el público
lea los comunicados, los sonetos ni los anuncios, entonces muda de... sistema y deserta las antiguas y
venerandas banderas de la alopatía, pasando a ser un furibundo y entusiasta partidario de la homeopatía,
cuyas maravillas proclama, confesando que hasta la fecha todos los médicos (incluso él) han sido unos
bolos administrando brebajes, tisanas más o menos repugnantes, enormes píldoras, panaceas, etc, y
haciéndose los suecos a la voz de Hannemann, el sapientísimo inventor de los globulitos y de las dosis
casi invisibles.

Si esto no basta, se declara defensor del admirable sistema del agua fría, o séase hidropatía, que
cura todas las enfermedades como por encanto. Este método, en efecto, es una de los más prodigiosos de
este siglo. Cuéntase que uno de los establecimientos hidropáticos de Berlín fue acometido un hombre de un
cólico desenfrenado. El médico le mandó que se echara al agua. Hízolo así el doliente y... ¡oh asombro!,
antes estaba con el cuerpo doblado bajo el peso del más violento dolor..., pues bien, le sacaron del baño
tieso... como una tranca.

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que el más eficaz arbitrio que puede adoptar un médico que
anhela fama y sobre todo dinero, es el de viajar a luengas tierras y al cabo de dos o tres años volver a
su patria. Si trae de allende instrumentos, libros primorosamente encuadernados, botiquines completos,
etc, si nos puede probar, a fuerza de repetirlo, que ha sido comensal del celebérrimo doctor tal y amigo
del sapientísimo doctor cual; si a esto se agrega que chapurrea el alemán, el inglés y el francés; si,
finalmente, celebra con entusiasmo todo lo que vio o no vio del otro lado del golfo, entonces es seguro
su triunfo. Bueno es también que traiga de allá algún específico universal de prodigiosos resultados,
algún elixir, o Rob, o panacea, o cuando menos algún ungüento para los callos.

Nuestro héroe deberá hacerse de rogar para ir a visitar a los enfermos; llegará el último a las
juntas, hablando en ellas de todo menos de medicina y adhiriéndose siempre a la opinión del médico de
cabecera, única persona que se permite ocuparse allí de la salud del pobre enfermo.

Debe cuidar también nuestro tipo de cultivar la amistad de uno o dos farmacéuticos a quienes
protegerá y cuya pulcritud, conciencia, habilidad y esmero ponderará en todas partes. A su vez
agradecidos aquellos boticarios hablarán acerca de nuestro médico con tanto entusiasmo y tantos elogios,
que a fe, a fe que le entrarán deseos a cualquiera de caer enfermo para tener el gusto de ser curado por
tan famoso doctor.

Cuenta el chistoso autor de la fisiología del médico, que la invención del sistema hidropático se
debe a los enojos de un vengativo doctor en medicina a quien negó la mano de su hija un boticario que
había tenido la habilidad de transformar en buenas y sonantes onzas de oro cuatrocientas tinajas de agua
de chicorea o de borrajas. ¡Tantæne animis doctoribus iræ!

Tanto a los caballeros médicos como a los señores farmacéuticos les conviene, pues, vivir en santa
paz y armonía, ni más ni menos que a los jueces con los escribanos y a los escribanos con los oficiales
de causas; todo en obsequio de sus intereses como en los del público... que es el que, al fin y al
postre, paga las costas.

No pocas veces acontece (y esto, sea dicho de paso, tiene lugar en todos los países civilizados,
esto es, donde hay muchos médicos) que la Discordia, con su infernal aliento, infunde en los discípulos
de Hipócrates el espíritu de cábala, de rivalidad y de odio recíproco y sacude sobre ellos su horrible
cabellera erizada de venenosas serpientes. Aquí fue Troya. El alópata, el hidrópata, el raspalista, el
brownista, el rasorista, el broussista, el homeópata, el humorista, etc, como perros y gatos, viven en
continua lucha, obsequiándose mutuamente con mandobles a diestro y siniestro, cada cual en defensa de su
sistema, tratándose de una ciencia tan oscura, que el más lince camina a tientas, dando palos de ciego a
todo bicho viviente, eso sí, con las mejores intenciones. Ibant obscurí sola sub nocte per umbras.

Ahora bien. ¿A quiénes constituyen por jueces en tan intrincada contienda? Al público. ¡Ojalá
pudiera éste dirimir con acierto la discordia y saber en tan peliagudo juego con qué cartas gana y con
qué cartas pierde.

Una vez adquirida la reputación que tanto ha anhelado, nuestro héroe puede prometerse un porvenir
halagüeño y una vida llena de placeres, si bien no pocas veces se ven turbados éstos por las visitas que
tienen que hacer a sus numerosos enfermos, pero aun esto acrecienta su nombradía y, por supuesto, su
peculio. Tiene nuestro doctor entre sus clientes a dos que están ya, como si dijéramos, cada cual con el
pie derecho en la sepultura y el izquierdo asido por nuestro galeno. Éste se halla en el teatro oyendo,
verbi gratia, la deliciosa cavatina de Elvira en el Hernani. Llega, súbitamente y jadeando, un caballero,
recorre con la vista la inmensa platea del coliseo, ve a nuestro doctor, se acerca a él y le dice al
oído: doctor, el enfermo está delirando... por Dios... venga usted un momento... un minuto... ahí está el
carruaje.

-Bravo, bravo... -grita el filarmónico doctor aplaudiendo...

-Por Dios, doctor...

-Bravísimo... (al caballero). Voy... voy... después del dúo... Mientras tanto, puede usted mandar en
mi nombre que le apliquen al enfermo sinapismos volantes y ladrillos... y... (a un filarmónico). Qué bien
ha cantado esta noche la prima donna... sobre todo el trino... (al caballero). Vaya usted... ¡ah!... que
vayan a la botica y que pidan un cáustico del tamaño de mi mano... Y dos docenas de sanguijuelas...

En esto llega otro caballero con la misma pretensión.

-Doctor, se nos va, se nos va... desde la última sangría está peor...

-Que le den otra... eso no es nada... yo pasaré a verla dentro de una hora.

-Doctor de mi alma... venga usted, se lo pido por aquel angelito barrigón, hijo de usted.

Aunque poco sensible en general, por el caro nombre invocado, accede nuestro galeno a seguir, no sin
visible disgusto, al importuno caballero.

-Ahí va el doctor Yodo -dicen algunos concurrentes-. ¡Cáspita! y ¡qué de enfermos tiene! No le dejan
gozar de la ópera.

-¡Oh! -exclama otro -, pronto volverá... con una receta más... ya está, el enfermo del otro lado.
¡Parece increíble!

Los médicos y los abogados tienen ciertos puntos de semejanza tanto más notables, cuanto que por
otra parte se diferencian en el genio y costumbres. Ya hemos dicho que los abogados, generalmente, son
vivos y locuaces, al revés de los médicos que son graves y taciturnos, sin embargo de que hay alguno que
otro que no deja meter baza en su casa ni a la cotorra... ¿qué digo?... ni a su cara costilla, que creo
es cuanto hay que decir. Ahora bien, veamos cuáles son las circunstancias que constituyen esa semejanza
de que hablamos.

Supongamos que va a consultar a un abogado un proletario, vulgo, insolvente, para que le defienda un
pleito que trata de entablar contra un individuo que le diera una bofetada.

-¡Cómo!, ¡han dado a usted una bofetada! Ésa es cosa seria, amigo mío: ¡un pleito criminal!...
Cuénteme usted el suceso, ¿Quién fue el agresor audaz que... torne usted asiento. A propósito, supongo
que está usted resuelto a llevar las cosas hasta el último extremo. Bien hecho. ¡Una bofetada! ¿Sabe
usted lo que es una bofetada?... a bien que debe usted saberlo...; se me olvidaba que..., pues, señor...
tendrá usted la bondad de expensarme... para el papel sellado, firmas, poder, etc, etc, etc. Presumo que
usted no es insolvente...

-¡Ah!, doctorcito de mi corazón... ¡ojalá no lo fuera, pero tengo...!

-Veamos, veamos lo que usted tiene...

-Tengo una porción de testigos que asegurarán que no poseo ni un chico...

-¡Ay, ay! (aparte). ¡Malo! (alto). Ya esto muda de aspecto, amigo mío. Para meterse a litigante...,
sobre todo en materia criminal, es preciso tener siquiera para los gastos indispensables...; todo, por
supuesto, a reserva de reintegrarse luego... pues, sí señor... bien mirado el negocio... una bofetada no
pasa de ser así... una... bofetada que... al fin... eso no es nada... quizás en un momento de
exaltación... las circunstancias atenuantes... la... el... los... las... Si usted supiera cuántas
bofetadas se han dado y aún se dan por ahí por gentes groseras y villanas. Lo mejor es abandonar eso a un
desdeñoso olvido... créame usted... Conque... que usted lo pase bien... estoy muy atareado.

Trasladémonos ahora, benévolo lector, a la morada de uno de esos doctores de fama y de crédito que
tanto abundan.

-Señor doctor, estoy, hace más de un año, padeciendo unos dolores reumáticos que me dan muy malos
ratos...

-Caballero, me alegro...

-¡Cómo!

-Por supuesto. Me alegro mucho de que se proporcione nueva ocasión de experimentar los prodigiosos
efectos de un remedio que he inventado para los reumatismos y aun para la gota. Es un regenerador
universal de la sangre, compuesto de vegetales, y con el cual he tenido el gusto de curar a más de
trescientos gotosos. Cada botella cuesta doce pesos..., pero crea usted que el precio es sumamente
módico, atendida la sin igual calidad de los ingredientes de que se compone mi regenerador. Con veinte y
cuatro botellas tiene usted bastante para limpiar la masa de la sangre de las impurezas que en su curso
lleva. ¡El reumatismo!... cuidado con esto... si usted quiere, enseñaré a usted... una botella...

-El caso es, señor doctor, que yo soy un pobre... Y no digo veinte y cuatro botellas, pero ni aun
una cucharada de ese regenerador puedo costear...

-¡Ah!, pues entonces, caballero, tome usted baños de mar... y... eso no es nada... el reumatismo
molesta, pero no es peligroso... Usted disimulará; voy a ver a doce o trece enfermos de gravedad... así
es que...

-Pero, doctor...

-Que usted se mejore...

Inútil es decir que si los dolientes y los litigantes son ricos, los diálogos son más largos y,
sobre todo, más interesantes para... los médicos y para los, abogados.

Hasta ahora hemos descrito un tipo cuya vida, carácter y hábitos guardan, casi, casi, una identidad
notable con todos los de su clase en el orbe entero, pero recordará el benévolo lector que hemos salvado
en el prospecto de la presente obra ese inconveniente prometiendo amoldar ciertos tipos generales, de la
sociedad a las costumbres de la nuestra en particular. Con efecto, el médico en todas partes es médico y
a fe que es carrera la de los dichosos hijos, de Hipócrates que se halla más al abrigo de las vicisitudes
de la suerte y de los azarosos vaivenes de las revoluciones. En todos los países hay enfermos... Y de
consiguiente se necesitan médicos, aunque sean originarios del Celeste Imperio; prueba de ello es el
ínclito y nunca olvidado Zanzí, que, sin saber más que decir dos pesus se llevó a su tierra 30.000 pesos,
fruto de su talento.. ¡Talento! Sí, señor... que talento es, y muy real y efectivo, el ganar en menos, de
un año esa no tan despreciable suma, máxime en un país donde abundan médicos sapientísimos que saben el
latín, el griego, todas las lenguas modernas... pero que, desgraciadamente, ignoran el chino.

Fuerza es confesar, empero, que nuestros médicos en general son estudiosos, desinteresados y
humanos. Los hay, y no pocos, de ciencia y conciencia, si bien otros, adoptando, con más entusiasmo que
reflexión los últimos sistemas médicos, cual el elegante que se cree obligado a vestirse a la dernière
mode, llegan a inspirar no sólo poca confianza a los enfermos, sino que ellos mismos, caminando de
continuo en las tinieblas de la duda, concluyen por no creer en nada. Mas diré, y esto en obsequio de los
médicos cubanos, éstos no, saben ser charlatanes... digo y teniendo a tantos cofrades que en esto de
embaucar al prójimo pueden servirles de modelos, pues, si bien es cierto que han visitado nuestras
hospitalarias playas algunos doctores en medicina y cirugía dotados de verdadero e innegable mérito, en
cambio no pocos enfermos incautos han sido víctimas de su espíritu de novelería por haber encomendado su
salud a Dulcamaras tan ignorantes como imprudentes.

Concluiremos este mal trazado tipo repitiendo lo que pregona la fama con respecto a nuestros
benditos hijos de Hipócrates. Dicen que son muy enamorados... no sólo los jóvenes, sino los viejos...
(éstos en mi concepto son más, peligrosos), pero... prescindiendo de que el amor es la pasión más noble
del hombre... y, por supuesto, también de la mujer... el clima... la ocasión... el ahínco laudable de
estudiar a fondo las infinitas maravillas de la naturaleza. Además, la carrera es ingrata y el camino por
donde transita el médico no ha de verse siempre cubierto con funerales cipreses y justo es que alguna que
otra flor le consuele en su triste y penosa peregrinación por el mundo, donde hay tantos farsantes...
como los médicos no ignoran.

José Agustín Millán

El calambuco

Melancólico por demás, o cuando menos calambuco, ha de ser el benévolo suscritor
que no se sonría al leer tan sólo el título que encabeza este mal trazado tipo. ¡El
calambuco! Confieso que algo pesada es la carga que me he echado a cuestas, y aun
temiendo estoy que todo el gremio de ultradevotos, a pesar de su aparente mansedumbre
y calculada tolerancia, me aguarde furibundo en la esquina de una iglesia, y amén de
algunos piropos poco gratos al oído, me dé una leccioncita práctica de garrote, vulgo
paliza, lo cual, entre paréntesis, en el siglo ilustrado en que vivimos, constituye
uno de los argumentos, si no más lógicos, a lo menos más sólidos, para interpelar al
prójimo que se atreve a escribir verdades como puño y a pintar un tipo social tal
cual es, con sus pelos y señales, con sus flaquezas y miserias. Al paso que camina o,
mejor dicho, vuela el siglo XIX, merced a la universal tolerancia en todas materias,
en vez de pronunciar útiles y razonados discursos en las respectivas cámaras
legisladoras de las naciones, en vez de interpelar al poder ejecutivo con palabras,
cada diputado, armado de un hermoso garrote semi-tranca, sostendrá su opinión,
manifestará su profesión de fe y sus principios, etc, etc. El escritor de costumbres
tendrá que renunciar a trazar tipos y caricaturas sociales, a no ser que estime en
poco sus costillas o que maneje alternativamente la péñola y el garrote. De poco o
nada le servirá manifestar la pureza de sus intenciones y el espíritu morigerador que
le guía en obsequio de la sociedad cuyos vicios trata de corregir. «La sociedad, le
contestarán, es ya demasiado vieja para enmendarse. Recibe usted, hermanito, esta
paliza a reserva para enseñarle a vivir y a respetar las costumbres establecidas.»

Ahora bien, querido y pagano lector, ¿creerás tú que el mísero escritor de
costumbres se considere al abrigo de los tiros de las mujeres a quienes pinta en su
álbum? No por cierto. No hay que temer palizas, seguramente, por parte del bello
sexo. Si es fama que allá en Europa gastan algunas mujeres navaja o puñal, en esta
buena tierra de Cuba, amén de alguno que otro arañazo, pellizcos o, cuando mucho,
algún sendo coscorrón, las hijas de la Reina de las Antillas desfogan su ira con
la... ¡ay!, con la lengua; y no sé qué decirte, lector de mi alma, si no es aún más
terrible que el garrote, esa arma que manejan las hijas de Eva con una maestría digna
de mejores resultados. ¡Oh!, no soy yo quien lo dice; es nada menos que un gran
filósofo, viudo por más señas, y que tuvo suegra, que es otro ítem más. No debió, sin
duda, quedar, después de la muerte de la difunta, muy aficionado al bello sexo cuando
dijo: «Malo periculosam serpentem quam quietam mulieris linguan», lo cual, traducido
al castellano, quiere decir que más vale habérsela con una culebra venenosa que con
una mujer callada. Y sí esto se refiere, poco galantemente (perdóneme el buen
filósofo), a las mujeres cuando no dicen: «esta boca es mía» (cosa asaz rara) ¿cuán
tremenda no será una hija de Eva charlando y mirándose agraviada, tal cual es, en el
verídico y claro espejo que le presente el escritor de costumbres? ¡Ah, pícaro!, ¡ah,
desvergonzado escritorzuelo metido a predicador! ¡Atreverse a insultar a una señora
como yo, que cumple con los preceptos de nuestra santa religión! ¡Hereje! ¡Bribón
¡Yo, que oigo misa todos los días! ¡Yo, que hasta con jaqueca, con la punzada de
clavo, con el histérico, voy a confesarme cada dos días con el padre Chanito, tanto
que muchas veces no tengo ni aun el más leve pecado venial que revelar al confesor!
¡Perro atrevido! ¿Quién hace el favor de prestarme unas tijeras o una tranca? Yo le
enseñaré a no faltar de un modo tan indecoroso y aun insolente a una señora, a una
esposa, como quien dice, del Señor; pues a haber tenido yo dote, estaría, hace
tiempo, en un convento. Dios se lo pague a mi padre, que se casó en segundas nupcias,
y al bueno del escribano que corrió con la testamentaría de mi madre.

Sin embargo, en medio de los sinsabores que experimenta el escritor de
costumbres, una idea halagüeña, una dulce esperanza le consuela en sus enojosas
tareas, particularmente si acaba de diseñar el tipo de una mujer, de la suegra, verbi
gratia, o de la solterona, o de la vieja verde o, por fin, de la calambuca, de cuyo
tipo me ocuparé quizás más adelante. Veamos cuál es esa idea, cuál esa esperanza.

Al verse pintada una mujer con toda fidelidad en un cuadro, se morderá los
labios, echará pestes contra el demasiado fisonomista pintor, cuyo verídico e
imparcial pincel ha puesto en su natural relieve arrugas que ella creyera
imperceptibles. La reflexión, hija de una pequeña dosis de juicio, de la cual casi
todas las mujeres están provistas, hará que, siempre que no la ciegue el amor propio,
una coquetona, por ejemplo, o sea una vieja verde, al fin y al postre, y después de
mil muecas y remilgos, perdone generosa al pintor, en gracia del buen colorido y de
la ligereza de las tintas del cuadro, con tal que... el artista no la haya pintado
fea... ¡Fea! ¡Ave María Purísima! Todo lo perdonan las mujeres menos que las pinten
feas. Ése es el consuelo que anima al escritor de costumbres; ésa es la esperanza que
tiene en la indulgencia de las mujeres, Su misión morigeradora se reduce a atacar las
deformidades morales, no los defectos que nacen con nosotros o que son hijos de
casuales eventos. Un escritor de costumbres no llamará nunca fea a una mujer. ¡Dios
le libre!; y, por otra parte, ¿con qué objeto? Harto feas son, moralmente hablando,
una mujer, una suegra, por ejemplo, que todo el santo día esté haciendo rabiar a su
mísero yerno, hasta el extremo de volverlo lazarino, o una niña coqueta, que con sus
remilgos y falsas palabras cause la desgracia de un apreciable joven que creyera,
incauto, en halagos y juramentos de amor. La naturaleza, en sus misteriosos arcanos,
nos presenta las más terribles e indómitas fieras engalanadas con preciosas y
matizadas pieles. Admiramos al magnífico tigre, al pintado leopardo, a la hermosa
onza, pero huimos lejos de aquellos monstruos, porque no corresponde a la belleza de
sus exteriores formas la índole feroz que los constituye el terror de todos los seres
de la creación. El pavo real, con su radiante cola, en la que se reflejan a porfía
los colores varios del arco iris, es el símbolo de la vanidad, y de consiguiente, de
la ridícula presunción, de la tontería en pasta, y no digo con plumas, porque podría
muy bien ponerse brava contra mí toda la cohorte, no floja, en número se entiende, de
literatos, soit disant, que, sin más méritos que su demasiada indulgencia para
consigo mismos, porque hablan y escriben en estilo pomposo y usando altisonantes
palabras, huecas de sentido y remontándose en verso o en prosa a la altura de... los
disparates, se tienen ellos mismos por unos hombres eminentes en literatura.

En el diccionario general de la lengua castellana, entre varias definiciones,
hallamos la siguiente con respecto a la palabra beato: «santurrón»; y si bien
nosotros usamos en el mismo sentido esa voz, con mayor frecuencia empleamos la
palabra «calambuco», cuya definición se encuentra en el utilísimo diccionario
provincial de nuestro ilustrado paisano don Esteban Pichardo, expresada así: «La
persona que se dedica o ejercita mucho en cosas de iglesias o místicas». No explica,
empero, el cubano escritor el origen de aquella palabra. Con todo, ¿quién no sabe lo
que significa esa voz provincial? Hasta los muchachos que van a la escuela o los
negritos que juegan a los mates en la calle, cuando ven pasar a nuestro tipo, se
miran, se sonríen y exclaman en coro: ¡Ahí va don Santiago el calambuco! Si acierta a
oírlos don Santiago, les echa una mirada amenazadora, refunfuñando: ¡Qué juventud!
¡Qué juventud! ¡La sociedad está completamente desmoralizada y corrompida! No tienen
estos pillos la culpa, sino sus padres... ¡ah!, ¡en qué siglo vivimos!

Dice nuestro héroe, y entra en la iglesia, toma agua bendita, se santigua y va a
arrodillarse al lado del altar donde están a la sazón celebrando el santo sacrificio
de la misa. Vedle puesto en cruz, llamando la atención general con sus ademanes de
verdadero energúmeno, dándose en el pecho sendos golpes que retumban bajo las sonoras
bóvedas del templo como unos cañonazos de a treinta y seis, y cuyo estruendo es
causa, no pocas veces, de que despierte alguna que otra vieja cotorrona, adormecida
bajo el peso de la meditación o, mejor dicho, del sueño, si es que madrugara aquel
día más de lo acostumbrado.

Nuestro tipo, o sea don Santiago, con un libro de devoción en la mano, al
parecer absorto en la sagrada lectura de los misterios de la pasión del Salvador,
está, no obstante, pendiente de cuanto pasa en la iglesia. Si se apaga una vela, la
enciende; si entran en la casa de Dios algún negro que viene de la Plaza, cargado con
un jabuco lleno de legumbres, o alguna negra con una canasta de frutas, nuestro
héroe, a imitación de Jesucristo, que echó fuera del templo a los mercaderes, hace
primero señas a aquellos fámulos africanos para que despejen, y si se hacen los
suecos, se dirige a ellos, y con palabras a veces no muy católicas, les obliga a
abandonar el puesto.

Nuestro protagonista desempeña, gratis pro Deo, la importante plaza de perrero,
y en el ejercicio de este noble empleo, muchas veces, a consecuencia de la poca o
ninguna docilidad de que parece hacen alarde los canes, se ve obligado a correr, ya
tras de uno, ya tras de otro, ora a salir por una puerta, ora a entrar por otra,
sudando tamaña gota, hasta conseguir su anti-perruno intento. A falta de monigote, o
por ausencia, o por enfermedad del sacristán, don Santiago se presenta en la
sacristía, llena las vinajeras, abre las gavetas, extiende sobre la mesa el amito, el
alba, el cíngulo, el manípulo, la estola y la casulla; y es de ver cuán ufano ayuda
al sacerdote en los sagrados misterios. Terminada la misa, cuida de que no se cuele
en la sacristía ningún muchacho por demás goloso y aficionado a vaciar las vinajeras
y a zamparse las formas. Si tal sucede, les echa un sermón de padre nuestro sobre la
gula, y acaba por echarlos a puntapiés de la sacristía, única peroración, en el
concepto de nuestro devoto, capaz de hacer efecto en el... pues... de los muchachos.

Si a alguna señora le da en la iglesia algún desmayo ocasionado por el calor, o
por el olor del incienso, o por otra clase de olor, no siempre aromático, allí está
don Santiago con un pomito de agua de colonia y, si esto no basta, va presuroso a la
sacristía y ofrece a la señora un bizcochito y una copita de vino, generoso. «¡Dios
se lo pague!, exclama la señora suspirando, Dios se lo premie..., señor don
Santiaguito», porque es de advertirse que nuestro héroe es conocido hasta de los
perros callejeros y obscenos que se cuelan en los templos.

No pocas veces, empero, son ineficaces el agua de colonia, el bizcochito y la
copita de vino para hacer que vuelva en sí la señora cuyos nervios están como cuerdas
de contrabajo. Entonces recurre don Santiago a las friegas en los brazos,
particularmente en el gran músculo llamado lagarto. Como con la mano... digo mal,
pues justamente dicha operación se verifica con la mano o, cuando mucho, con uno de
los faldones de la casaca o de la levita de nuestro héroe. Vuelve en sí la señora:
«¡Ay!, amigo..., exclama, ¡siempre tan fino, tan obsequioso!».

En las fiestas solemnes es donde se luce nuestro buen hombre. En cuanto asoma la
aurora su carita de rosa, don Santiago se afeita, se pasa el peine y aun se toma el
trabajo de cepillar su vetusta casaca negra. Escoge de la colección de antiquísimos
pantalones el menos roído y cuyas desflecadas trabillas y numerosos zurcidos, cual
hoja brillante de servicios y testimonio visible de nunca bien cerradas cicatrices,
bien acreedoras fueran para conseguir la correspondiente jubilación. Nada diremos con
respecto al chaleco, porque si bien por el aparente color, pudiéramos creer que es
blanco, no lo es, y desde luego calculará el menos refinado elegante que su primitivo
color era azul, matizado con pintas y ramazones blancas, todo lo cual testifica el
continuo y manual trabajo de la afanosa lavandera. Una camisa de sencillísima y
zurcida pechera, una corbata que in illo tempore fuera negra, ahora de color de ala
de mosca, un sombrero ídem, unos zapatos ídem de ídem, constituyen la toilette de
nuestro devoto y despreocupado protagonista. Ya se ve, don Santiago, a imitación del
más rígido anacoreta, es enemigo de la moda, aborrece a los sastres, a los
sombrereros, a los zapateros, a los camiseros y, sobre todo, a las madamas, esas
hijas de San Luis, de las que por el número que ha invadido a nuestra capital,
pudiera decirse con el poeta:

Una tras otra madama
retoña por dondequiera.

Empieza la función religiosa. ¿No le veis en el presbiterio, con la cabeza
erguida, cual si él fuera el patrono o el presidente de la fiesta? Miradle: allí va
acompañando hasta las gradas del púlpito al sacerdote encargado del sermón. Mientras
vuelve a su puesto, saluda a diestro y siniestro a sus amigos y aun a sus amigas, con
ademán protector y con sonrisa estudiada, vulgo de bailarín de teatro. De paso
endereza los ciriales, regaña a algún muchacho distraído, contesta a dos o tres
preguntas sueltas que le hace alguna calambuca, un si es o no es curiosa, alaba el
sermón antes de haberlo oído y, por último, ocupa su puesto. No bien llega el orador
a la peroración, ya nuestro buen hombre está de pie, dirigiéndose presuroso hasta la
cátedra de San Pedro para volver a acompañar al predicador a la sacristía. Allí se
deshace en felicitaciones, comparando al orador con Massillon, con Bossuet, con
Flecher y con el célebre padre Lacordaire, a quienes no conoce sino de oídas, pero
cuyos ilustres nombres sabe que son modelos en la elocuencia sagrada.

-¡Qué bien ha predicado usted, padrecito!; ¡ah! tengo aún los ojos empapados,
entumecidos. (Sacando un pañuelo no muy limpio.) ¡Oh! cuando usted habló de... porque
hay ciertas materias que... porque cuando uno está penetrado de esas eternas
verdades, ocioso parece demostrarlas... y cuyas...

-Me pareció que el auditorio estaba cansado...

-¡Cansado!, ¿qué dice usted, padre de mi alma?; estábamos todos maravillados,
enternecidos. No oía yo a mi alrededor sino sollozos, no veía más que lágrimas y
pucheros. A doña Pancracia le dio un soponcio. Esa señora es mártir de su devoción.
Socorríla, según costumbre, con una copita de vino moscatel y media panetela.

-¡Qué elocuencia! -exclamó volviendo en sí-. ¡Qué sabio es el predicador!, ¡ay!,
¡ay! y qué bueno está el vino, don Santiaguito... pues, como iba diciendo... ¡Qué
sermón! ¿Recuerda usted aquello de... no tengo ahora presentes las palabras...

-Señora doña Pancracia, no hago memoria de... porque, como dijo el orador tantas
cosas buenas...

-¡Ay!, ¡pero cómo! cuando habló de... y eso que estaba yo sentada tan lejos del
púlpito, que apenas pude oír alguna que otra palabra, pero ¡qué bien! Dé usted al
padre la enhorabuena... ¡ah!, oiga usted, dígale que en cuanto se pongan baratos los
huevos le mandaré una taza de leche quemada. Se pela el padre por ese sabroso plato,
tanto que un día le oí decir (es graciosísimo) que quisiera morir ahogado,
hundiéndose en un tanque lleno de leche quemada. ¡Tiene el padrecito unas ocurrencias
tan chuscas!

Volvamos a nuestro protagonista. Tenga o no tenga voz, el bueno de don Santiago
canta durante la misa y aun se hace notable por su constante desafinación,
circunstancia que precisamente llama la atención de los fieles devotos que concurren
al templo, y como quiera que nadie se atreve a echarle en cara su falta de oído, se
cree nuestro héroe dotado de facultades privilegiadas en el canto, se esmera cada día
más, y aun en su casa suele dar buenos ratos de música a su familia, y si no la
tiene, a los vecinos, que no pueden sufrir mucho tiempo a ese nuevo Lablache y se
mudan a otro barrio huyendo lejos de aquel aplicado filarmónico.

Sucede a veces que don Santiago, a pesar de sus esfuerzos para que le den de
almorzar temprano en su casa, llega a la iglesia después de principiada la función.
Es una fiesta solemne. El templo está lleno de bote en bote. Nuestro héroe no
encuentra asientos en los escaños; no obstante, dirige la vista a un lado y a otro, y
cual ave de rapiña, ya ha señalado su víctima. En uno de los mejores puestos está
sentado un hijo de la Nigricia, calambuco también o no calambuco, que los hay de
todos colores.

Nuestro protagonista se abre paso, como pudiera hacerlo un predicador que se
dirige al púlpito, se acerca al devoto africano, y como quien no quiere la cosa y con
una serenidad imperturbable, se ladea, y dirigiendo una de aquellas dos mitades de su
humanidad que cubren los faldones de su casaca, a manera de cuña, se abre un asiento
que le cede con notable disgusto, pero sin escándalo, el oprimido usufructuario del
puesto, que creyera en la igualdad de clases y condiciones en la morada de El que no
tiene igual en el universo.

Es de admirarse la frescura con que don Santiago se arrellena en el usurpado
puesto. Saca su pañuelo, se limpia el sudor, se persigna y sus trémulos labios nos
hacen creer que nuestro hombre está rezando. El mísero moreno ha quedado en pie.
Empiezan entonces a murmurar las viejas concurrentes, a mirarle de reojo, quejándose
del calor y aun muchas, por demás delicadas, se tapan las narices. La víctima
infeliz, dando sendos tropezones, lastimando más de un inocente callo, se retira asaz
mohíno y aun abochornado. Recíbenle al paso, cual caimanes, unas cuantas viejas
cotorronas y... ¡cras!..., allá va un buen pellizco retorcido, sin mirarle siquiera,
y siguen rezando como si acabasen de dar una limosna a un pobre. Mecido el inocente
africano entre pellizcos y empujones, cual mísera imagen de un santo llevado en
andas, arriba sin saber cómo, a la puerta de la iglesia, no sin oír durante su
tránsito palabras no muy lisonjeras.

Todo esto, como se ve, no es ni caritativo ni justo, pero no por eso deja de
acontecer y muy a menudo.

Pero donde echa el resto nuestro santurrón es en las procesiones. Inútil es
decir que el primero que se apodera del guión es el bueno de don Santiago. Éste es
uno de sus triunfos. Ni un ministro de Hacienda, cuando se dirige por primera vez a
su despacho, lleno de halagüeñas esperanzas en hacer la felicidad de la nación y de
paso la suya, se muestra más ufano que nuestro portaguión. Ya sale la procesión. ¿No
veis a aquel hombre que camina tan pronto hacia adelante como hacia atrás, tropezando
a cada rato, gracias a las trabillas de sus pantalones que, de puro viejas, se han
roto? No daría, empero, su puesto a ser alguno en el mundo en aquel momento. ¡Oh! es
de ver cuando se reúnen en la sacristía estos señores, hablo de los calambucos,
disputándose el insigne honor de llevar el estandarte de la iglesia.

-Señor don Matías, usted me disimulará, pero yo vine antes que usted.

-Perdone usted, señor mío; yo estoy aquí desde las tres, tanto que no he comido.

-Caballeros -dice un tercero en discordia-, he hecho durante mi última
enfermedad la solemne promesa de llevar el guión en cuantas procesiones y así...
permítame usted que...

-Pues, amigo mío, será para otro día -grita otro que ya se ha apoderado del
pendón.

Poco falta para que nuestros calambucos lleguen a las manos, y en honor de la
gloria de Dios se den de mojicones y aun de palos.

Por último, por aquella máxima tan verdadera y forense entre nosotros de que
beato el que posee, don Santiago, que ya tiene el susodicho estandarte, no lo suelta,
y con paso majestuoso baja las gradas del presbiterio, orgulloso de su victoria,
mirando a sus rivales con maligna sonrisa y a los concurrentes con la satisfacción
del triunfo. Concluida la procesión y de regreso al templo, cuesta Dios y su ayuda el
hacerle soltar el guión, que abandona al fin para cantar la Salve, esto es, para
desafinar despiadadamente como si no estuviese en la casa de Dios.

Sueña el poeta con sus versos o berzas, que todo se da y con abundancia en el
feraz Parnaso; sueña el amante con la beldad que por la vez primera hiciera palpitar
su sensible corazón; sueña el curial con las tasaciones de costas que han de abonar
los penitentes, quiero decir, los litigantes. Pues bien, don Santiago, que no es ni
poeta ni amante (porque es casado), ni curial tampoco, sueña con la Semana Mayor. Ni
los retirados, ni las viudas están más alegres cuando llega el día de la paga que él,
así que la iglesia empieza a celebrar los sagrados misterios de la pasión del divino
Redentor.

Nuestro protagonista es, por lo regular, el primero que entra en la iglesia y el
último que sale de ella, con tanta mayor razón cuanto que siempre desempeña algún
papel importante en las fiestas. Con efecto, o se dedica a vender estampas del santo
cuya fiesta se celebra, o pide con una bandeja en la mano para las ánimas del
purgatorio, por las cuales se interesa tanto como por sí mismo.

Don Santiago sabe de memoria el almanaque; está enterado de dónde se halla el
circular; Puede decir a punto fijo el número de monjas y frailes que hay en los
conventos. Puede informar a cualquiera de lo que almuerzan, comen y cenan las dignas
esposas del Señor; si Sor Encarnación sabe hacer con primor pastelitos y mazapán; si
Sor Corazón de Jesús tiene suma habilidad para hacer relicarios y rosarios y para
bordar pañuelos y manteles. ¿Oís el toque funeral de las campanas? Pues don Santiago
explicará a usted lo que anuncia aquel lúgubre sonido. Es la muerte de Sor Teresa, a
quien no pudo curar el doctor Cataplasmas médico alópata; o el fallecimiento de Fray
Lorenzo cuya salud estaba encomendada al licenciado Globulillo, doctor homeópata; lo
cual prueba que cuando llega la hora, todos los médicos son iguales ante la...
muerte.

Nuestro protagonista está informado del dote que lleva la joven novicia si es
bonita y por qué renuncia a las pompas de este mundo.

-Sin ser convidado, don Santiago asiste a los bautizos, celebra a todos los
niños, arenga a los padrinos y, por supuesto, reclama su correspondiente medio. En
las administraciones lleva uno de los faroles, da la mano al cura para subir al
carruaje y aun a menudo hace el papel de calesero no sin temor del sacerdote, a quien
no placen ensayos de ese género. Nuestro buen hombre asiste a los entierros, llora
con los dolientes; los consuela, les habla de las miserias de este valle de lágrimas,
del que sin embargo nadie sale por su gustó. Don Santiago conoce a todos los agentes
funerarios y está enterado del módico, precio que llevan estos desinteresados
industriales por sus piadosos trenes.

Inútil es decir que nuestro calambuco es hermano de dos o tres cofradías y,
fuerza es confesarlo, paga su contribución mensual con mayor gusto que la llamada
única, verdadera pesadilla de los propietarios.

Llegar a ser hermano mayor, he aquí toda su ambición, y para cuyo logro pone en
planta cuantos recursos le sugiere su talento y travesura, porque bueno es advertir
que nuestro calambuco no tiene ni un pelo de tonto. Así es que trata continuamente
con los hermanos de la cuerda de mejoras, de reformas, y sabido es cuán mágico efecto
causan siempre estas palabras fascinadoras en el ánimo de las masas. En las juntas
habla hasta por los codos, no deja meter baza a nadie propone revisar el reglamento,
disminuir la cuota mensual, en vista de la morosidad o arranquera clásica de algunos
hermanitos, y concluye presentando un proyecto ventajosísimo para todos los
individuos de la cofradía. «Entre muchos nada es caro, dice el orador; gracias a esta
máxima admirable, a la cual se debe la invención de las suscripciones, las
asociaciones y otras mil cosas acabadas en ones, como bribones, cada hermano tendrá
el placer de que le entierren a costillas de los demás socios, lo cual es una ventaja
notable, si no para el difunto, a lo menos para su familia, que no tiene que ajustar
cuentas del gran capitán con las agencias funerarias.» (Aplausos y profunda sensación
entre los hermanos.)

Al año siguiente el orador es nombrado hermano mayor. Las cosas quedan como
estaban y aun peor. Esto sucede en este pícaro mundo sublunar en todas materias,
sobre todo en política.

No se crea, empero, que por haber logrado el objeto de su mayor anhelo varíe de
hábitos nuestro tipo. Es siempre el mismo: concurre a todas las fiestas con una
asiduidad que le envidiaría un empleado de S. M. En las fiestas que celebra la
Hermandad que preside se hace notable, no por su traje, que guarda constantemente una
modestia en verdad que pasa de castaño a oscuro... esto es, de ala de mosca, sino por
su aspecto, tan peregrinamente imponente, que si él se atreviese a mirarse a sí
propio en un espejo no podría menos de sonreírse... así... de... compasión.

Tiempo es ya, paciente lector, de que nos traslademos al hogar doméstico de
nuestro tipo. Hasta ahora hemos bosquejado ligeramente al individuo, que, obedeciendo
quizás al impulso imperioso de sus inclinaciones, con ningún beneficio ni obra
meritoria alguna, ha contribuido en obsequio de la sociedad, pero tampoco perjuicio
alguno ha causado. Cuando mucho, habrá llamado la atención general y hecho sonreír a
aquellas personas sensatas y verdaderamente devotas para quienes, en todas las cosas,
tanto profanas como místicas, los extremos son viciosos. Consideremos, pues, a don
Santiago en el interior de su casa para deducir, de su conducta como esposo y como
padre, la moralidad, que no debe perder de vista el escritor de costumbres en sus
cuadros sociales.

¿Quién es aquella señora en cuyo semblante están retratadas la amabilidad y la
dulzura? Es la esposa de don Santiago. Dos niñas más lindas que dos rosas matutinas,
como diría un vate, ostentando las gracias, el donaire y aquel no sé qué que tanto
distingue a nuestras esbeltas y manuables criollas, salen al encuentro de nuestro
protagonista que acaba de entrar en su casa.

-Papaíto, te estamos esperando hace una hora para comer.

-Hijitas, he asistido a un bautismo, luego a una administración, en seguida a la
junta. ¿Creen ustedes, por ventura, que no estoy ocupado? Hoy tampoco he podido ir a
mi oficina. ¡Qué ganas tengo de que me favorezca la suerte con una buena lotería!,
aunque no sea más que para no ver la cara de perro dogo que me pone el jefe...

-¡Ah!, ¿eres tú, chinón? -exclama la mamá saliendo del aposento-; aquí han
traído este pliego...

-Veamos. No me engañaban mis presentimientos. Me quitan el empleo. ¡Bah! para lo
que yo ganaba... Alegan que yo, no asisto a la oficina o que voy a mi destino a las
doce, cuando todos los empleados empiezan a trabajar, esto es, después que han
chupado naranjas, bebido agua de coco y leído todos los periódicos. Ya se ve, ellos
no tienen que oír misa, etc, etc.

-Pues es preciso -dice la esposa- buscar un buen empeño para que te devuelvan el
empleo.

-No, no, ni por pienso. Vamos a comer. En cuanto ganemos nuestro pleito seremos
felices. ¿Has visto al abogado? ¿Vino el procurador?

-Hijo, yo no entiendo de pleitos, ni de autos, ni de enredos. Permíteme que te
recuerde que el ojo del amo engorda al caballo y que en no pateando uno sus negocios
no valen abogados, ni procuradores, ni oficiales de causas. En vez de estar metido en
la iglesia y asistiendo a entierros, bautismos, confirmaciones, sermones, circular,
etc, deberías ocuparte de...

-Sabes, pichona, que para ser aficionada predicas muy regularmente.

-Te lo digo por tu bien y el de tu familia. Hoy ha venido el inquilino de
nuestra única casita a pagar el alquiler vencido y como no has hecho aún el recibo se
marchó diciendo que fueras a cobrar el dinero a su casa.

-Iré esta tarde, después del sermón que predica el padre Miguel. Es menester que
vayan a oírle, niñas mías, y tú también, Belén. Versa el sermón sobre la poca
asistencia de los fieles a las funciones religiosas. Eso no reza conmigo, a Dios
gracias. Desde mis más tiernos años he tenido un decidido entusiasmo por las augustas
ceremonias de nuestra sacrosanta religión. Así como otros muchos niños de mi misma
edad jugaban a los soldados por más señas que todos querían ser jefes y no había en
efecto en todo el ejército más que un soldado, que, por lo regular era un chinito o
negrito del barrio; yo, por el contrario, tenía en mi cuarto un altarito y yo solo lo
hacía todo: cantaba misa, predicaba, hacía de perrero, digo mal, de gatero, echando
del cuarto a una porción de gatos intrusos, únicos concurrentes además de la negra
cocinera o de algún negrito que llenaba el puesto de sacristán. ¡Oh dulces recuerdos
de la niñez!

-Hablando de otra cosa, Santiago: sabrás que pronto se celebrará una boda... ¿no
adivinas?

-No por cierto. ¿Quién se casa?

-Nuestra hija Belencita.

-¡Cómo!, ¿cuando?, ¿con quién?

-Es un partido ventajoso. El padre del novio ha venido varias veces con el
objeto de pedirte la mano de Belencita para su hijo; pero como tú no tienes hora
fija, y tan pronto vas a comer con el padre Vicente...

-Pues bien; dile, cuando vuelva, que me espere aquí mañana a eso de las doce...;
no, no, que tengo que ir a ver al padre Julián, que está rabiando de la gota...
Pasado mañana... si, eso es, pasado mañana... ¡oh! mira, dile que vaya esta noche a
casa del canónigo, y allí hablaremos...

Basta ya, pacientísimo lector: sólo me resta formular la siguiente

MORALIDAD

Así como un marido-niñera se hace despreciable desempeñando funciones que sólo
competen a las madres o a las nodrizas, no menos ridículo es el hombre que, guiado
por un celo exagerado, desatiende los deberes más sagrados y la felicidad de los más
caros objetos en este mundo, so pretexto de servir a Dios, olvidando que hay un
refrán que con fundada razón dice: primero es la obligación que la devoción.

José Agustín Millán [Arriba]

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