La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Juan Francisco Valerio

Cuadros sociales

Francisco Valerio

Bobos

Ya no hay abundancia de bobos en la Isla. Los únicos que existen hoy son los
descendientes de cierto Bobo que pretendía cambiar un perro flaco y leproso por una
yunta de magníficos novillos y cuyo trato no llegó a verificarse por estorbarlo su
madre que creía todavía perjudicado a su hijo. La pobre señora no se acordaba de que
su cándido niño era menor ni de que en todo caso podía pedir restitución in integrum
de contrato tan leonino, hasta la edad de veinte y nueve años inclusive.

Los especuladores en el ramo de marugas, baberos y camisas largas, están en el
día pereciendo de hambre; los bobos de ahora no compran esos efectos; compran otras
cosas mejores.

El inocente Monguito, por ejemplo, es un alma dulce que va a ser engañado por
varios amigos que lo han convidado a jugar al monte. ¡Pobrecito! ¡Va a ser desplumado
miserablemente! Es un simple, un cándido, un bobo... ¡Bobo! sí, bobo. Monguito, en
lugar de llevar al juego la maruga, lleva la baraja. En lugar de punto quiere ser
banco. En lugar de una baraja limpia, lleva una baraja compuesta por otro amigo,
también bobo, que le enseñó a manejar la frisa.

Hermosa como un pino de oro está Florita, joven rica y de una educación
esmerada: a su lado están Anita, Rosita, Juanita, Antoñica, etc, jóvenes de igual
mérito personal si no mayor, pero pobres. Pregúntale un bobo que está entre ellas:
¿Con cuál de estas niñas te quieres casar, mentecato?, y apuesto veinte contra uno a
que se pone pálido y emprende la carrera diciendo: «Yo me quelo casá con Florita».

Mereje, bobo viejo, trata de tomar seis onzas a premio y el pícaro usurero le
echa el dogal al cuello pidiéndole cinco pesos por onza; y la necesidad obliga al
inocente a coger el dinero.

-No seas bobo -le dice un amigo, al tiempo de firmar el documento-, ¡mira que te
roban!

Y Mereje contesta:

-Cuando me quiera cobrar el pico, le digo que no tengo dinero y le bailo «el
guanajo» y «el cartucho».

Éstos y los descendientes de éstos, son bobos legítimos de la cría de la madre
del Bobo del perro flaco.

Pueden encontrarse algunos de los que comen bolitas; pero son muy escasos:
podrán hallarse:

Bobos que crean que se les sirve por su linda cara.

Bobos que se hagan la ilusión de creer que siempre serán el Benjamín de una
familia que los distingue hoy.

Bobos que se figuran que la varita que llevan en la mano es la de Moisés.

Bobos que están persuadidos de que el dinero no se acaba.

Bobos que creen que el hábito es el que hace al monje.

Bobos que pierden el sueño de toda la vida porque una mujer adorada les sonríe
con su graciosa boca y les dice conmovida: «Tú y... Dios».

No hace mucho tiempo que por cualquiera de las calles de La Habana se veía un
bobo con un papel de azúcar quebrado en la mano, derramándolo en su boca o deteniendo
un coche para preguntar a una linda señorita que iba dentro, si sabía dónde vendían
los queques a ocho por medio... pero ¿hoy? Busca, lector, busca bobos; que o te
vuelves ciego o cojo, o tan bobo como los que antes se chupaban el dedo pulgar,
tocando una maruga y poniendo los ojos en blanco.

Sin embargo, no desesperes y si tienes interés en formar colección de ellos,
búscalos en mi barrio, que tiene fama en ese ramo, y darás con ellos.

Doña Serafina

Vivía en un cuarto interior, frente a mi casa, con las rentas que le producía su
capital de quinientos pesos, colocados con toda seguridad al seis por ciento -o como
antes se decía, a peso por onza-, con los cuales pagaba los diez pesos que le cobraba
mensualmente el ama de casa. El resto lo había distribuido de tal modo con la casera,
que le llevaba el almuerzo y la comida, y con la lavandera y el vendedor de estampas
y novenas, que al fin del mes se hubiera hallado muy alcanzada, por otros gastillos
menores, si la pensión que le pagaban las madres de dos negritos que educaba y
algunas costuritas de fuera, conque se entretenía, no hubieran completado su modesto
presupuesto.

Doña Serafina no se había casado nunca y llevaba encima, con la resignación más
cristiana, los cincuenta años que contaba de soltera. Jamás asistió a bailes ni a
teatros, ni se trataba con nadie y, sin embargo, conocía a todo el mundo. Daba gusto
verla en su reducida vivienda, sentada en un taburetico, de cuero, cosiendo delante
de una silla, en la cual colocaba la canastilla de la costura y los palitos de tabaco
que acostumbraba mascar, enseñando a hablar a su cotorra y, al propio tiempo, la
cartilla de La Torre a los dos pequeños negritos.

-Vamos, Teodorito -le decía a uno de sus discípulos-. Lee con cuidado: repite
conmigo: «Mamá y papá. Yo muchachito. Niño bonito. Dame café y leche». Así, así me
gusta: la gente debe saber leer y escribir, y no ser ignorante. ¡Cotica! -añadía,
dirigiéndose a la cotorra-. Daca el piojo, ¡qué rico! ¡qué rico piojo!

Y luego, llamando al otro negrito:

-Ven acá, Cirilito, vamos a ver si estás más adelantado que ayer; lee despacito:
«Dame mi cachuchita, mi chaquetica, mi zapatico». Bueno, así está bien. ¿Cotica?
¡Daca la pata!, perra borracha. ¿Quién pasa? Siéntate, Teodorito, y tú también,
Cirilito. ¡El Santísimo Sacramento que va... a su casa! ¡que va a su casa... a su
casa!... ¿Cotica? ¿Tú eres casada? ¿Tú eres casada, Cotica?

La última clase que daba doña Serafina era la de Moral, con ejemplos históricos.

-¡Oigan bien! -les decía a los negritos-: cuando ustedes sean grandes, cásense
por delante de la iglesia -y luego bajando la voz- para que no digan por ahí lo que
dicen de los amos de esta casa... porque lo mejor que uno tiene es su reputación. No
hagan ustedes lo que el vecino de aquí en frente, que come más que siete y no paga a
los caseros: y si después que ustedes se casen procrean, tengan mucho cuidado con las
hembras, porque luego les sucede lo que a la niña de esta casa, que tuvo una
debilidad y ahora le pesa. Yo no lo sé de cierto, pero me lo he figurado. No compren
ropa, sino cuando tengan dinero, porque es muy feo lo que está haciendo el amo de
esta casa: a todos sus hijos, me parece, que los viste al fiado. ¡No vayan a decirlo
a nadie! A ti principalmente, Teodorito, te recomiendo mucho que cuides de tu mujer,
para que no te suceda lo que al paisano de la otra puerta, que no sabe quién compra
la carne que se come en su casa. ¿Cotica? ¡Buen viaje! ¡Arrodíllate, pecador, que
pasa nuestro Señor! ¿Quién es? El fraile que quiere entrar...

Al amanecer estaba doña Serafina en la puerta de la calle, comprando leche: allí
estudiaba prácticamente las costumbres de sus vecinos, veía el que entraba en todas
las casas, y el que salía de ellas y preguntaba a los criados lo que iban a comprar y
con qué condiciones: lamentaba la enfermedad de aquél, se consolaba con la salud del
otro, inquiría la causa al niño que hacía pucheros, y a los criados si estaban
disgustados con sus amos: allí permanecía firme hasta que sabía por qué no se
bautizaba el asiático Aben y si le faltaba mucho para cumplir su contrata. Allí
estaba firme doña Serafina, aunque el sol la derritiera, hasta que llegara la negra
vendedora que le llevaba su almuerzo y a la cual iba dando convoy hasta la puerta del
cuarto: y como le pagaba al contado, no se descuidaba nunca en pedir la contra para
su gato franciscano. Así estudiaba doña Serafina la moral que enseñaba a sus
discípulos. Perdóname, lector, la falta de no haberle dicho al principio que doña
Serafina tenía también un gato franciscano, y si a la hora del almuerzo ves en la
puerta de una casa una señora cincuentona recibiendo dos negritos de seis a siete
años, con mameluquitos de listado, sombreritos de yarey y cartilla de La Torre,
saluda a doña Serafina y dale memorias de mi parte.

¡Zacatecas!

«Deteneos, caballeros, quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quiénes sois, de
dónde venís, adónde vais, qué es lo que en aquellas andas lleváis...»

DON QUIJOTE

¡Ahí están! Ahí están esos simbólicos agentes que la gente grave llama
sirvientes o libreas, la generalidad zacatecas, y los muchachos pillos, lechuzas o
sacatrapos.

¡Los zacatecas!

¿Qué importa que en La Habana existan Círculos de Recreo con secciones de
instrucción? ¿Qué importan sus filones, destinados a actores extranjeros? ¿Qué
importa que en ella se curen milagrosamente las más rebeldes enfermedades? ¿De qué le
sirve a la capital de la Reina de las Antillas que en ella se establezcan
exhibiciones de pájaros más sabios que los hombres? ¿De qué le sirve la infinita
variedad de castañas para uso externo? ¿Y de qué le sirve, en fin, haber adoptado
cuanto nuevo, cuanto útil, cuanto admirable se ha inventado en el mundo? Pomada de
Rodríguez, Agua Alabastrina, Rocío de los Alpes, Bastones a lo taco, Abanicos de sube
y baja, Pozos Instantáneos, Esencia de la vida, Movimiento continuo...

Voy a coger resuello.

Beefsteak a la española, Beefsteak término medio, Beefsteak Chateaubriand,
órganos de corneta, kioskos con cantina, cigarros del chorrito, aparatos de Artic
Soda, tragantes inodoros, caramelos de plátano, dulce de Puerto Príncipe, dulce de
Bainoa...

Voy a detener el resuello.

Cloacas pestilentes, Agua de Florida, Agua de Colonia, aretes, sortijas,
dedales, baúles, cintas de hiladillo, cajas de lata, cinta de ribetear, seda de
colores... ¡Ah!... y maní tostado, y tijeras finas, y Otard-Dupuy, y Udolphe Wolff, y
las danzas Ni te ocupes, y Yo lo vi, y Ya usted lo sabe, y en los gallos Voy veinte a
diez, y La voy a peso, y en el billar Mingo, y bola, y El Cangrejo...

¿De qué sirve a La Habana todo esto? ¿Para indicar su progreso? ¡Imposible!

La Habana no puede acreditar su adelanto mientras haya zacatecas, mientras
existan esas figuras grotescas que cargan cadáveres o los escoltan al cementerio,
profanando acto tan piadoso con sus vestidos ridículos y ademanes groseros, mientras
los dueños de Agencias funerarias no sean arrastrados por el torrente que impulsa a
los hombres de fibra, en pos de lo nuevo, en pos de lo desconocido. ¡Mientras no
arrojen a los Uberos tantas casacas viejas, tantos sombreros multiformes, tantos
zapatos gigantes; con cuyos objetos confeccionan su traje de ceremonia los hombres
que lo usan, con mengua de nuestra cultura, con mengua de nuestro progreso!

¡Atrás, ridículos fantasmas; atrás, vestigios empolvados; atrás!

¡A vosotros, señores empresarios de agencias funerarias, corresponde la
iniciativa; a vosotros, sí, a vosotros corresponde ordenar un eclipse total de
zacatecas!

¡Que no figuren esos groseros espantajos, cerca ni lejos del luctuoso carro que
conduce los restos de un hombre! Decid a los cargadores:

-¡Idos con la música a otra parte! No tenemos ya casacas viejas para vuestros
talles, ni sombreros abollados para vuestras cabezas, ni zapatones para vuestros
pies. Vamos a introducir reformas en el ramo. ¡Idos, señores! ¡Fuera! Lechuzas o
sacatrapos, o diablos: ¡Fuera!

Pero dejemos las chanzas, que el asunto es serio, y es preciso probar que ese
artículo de lujo mortuorio no es otra cosa que un objeto de burla general, y el
estimulante más activo de la risa en los momentos más solemnes y tristes de nuestra
vida.

Y vaya un ejemplo:

En la casa de una decente familia ha fallecido uno de sus miembros más queridos
y ha llegado la hora del entierro. El silencio es profundo: la sala en que se halla
el cadáver, entapizada de negro, está alumbrada por el triste resplandor de gruesos
cirios: las personas invitadas para el cortejo fúnebre, llegan y ocupan los asientos
con religioso respeto: los desgarradores lamentos de una desgraciada señora que ha
perdido su esposo, los sollozos de inocentes niños que, sin conciencia de su
desgracia, lloran porque ven llorar a su madre, oprimen los corazones de todos; y
hasta los hombres más endurecidos y egoístas se identifican con los dolientes y
enjugan las lágrimas que brotan de sus propios ojos...

Pero, de repente, se presenta un individuo de rostro colorado como un tomate, y
con una nariz al parecer formada por un pellizcos; con la mitad de la cabeza oculta
en una cosa que a él le parece sombrero, aunque tiene la figura de un cuñete de
manteca, y el resto del cuerpo en una casaca tan estrecha que le impide bajar los
brazos; en unos pantalones tan cortos como calzoncillos de baño, y los pies con
juanetes inclusive, en medias blancas que, dándoles la apariencia de jamones en sus
forros, van a esconderse, en parte, en las sinuosidades de un par de zapatos de
algunas toneladas de porte.

Agréguese a esto la circunstancia de que el sombrero no impide que caigan sobre
las cejas de su dueño algunos mechones de pelo áspero y espeso, humedecidos por el
sudor constante que vierte de todos sus poros este hombre acostumbrado a la holgura
de las alpargatas, y que sufre espantosas fatigas por la ferocidad de su calzado;
y... ya no es menester otra cosa para reconocer al zacateca.

Y ya no se necesita más para olvidar el cadáver y todos sus accesorios.

Y los lamentos de la viuda.

Y los sollozos de los niños.

La presencia del zacateca cambió la decoración, y el drama se convirtió en
sainete.

Las lágrimas en burlas.

Los suspiros en risa.

¡He aquí vuestra misión, cuervos de los entierros!

Otro ejemplo.

Mientras que en otra casa una pobre madre llora sin consuelo al inocente hijo de
sus entrañas, que voló a la mansión de los ángeles, un hermoso coche pintado de azul,
y tirado por una gallarda pareja de caballos, conduce al cementerio el cadáver del
niño.

Lujosos carruajes, ocupados por personas distinguidas, rinden a los padres del
pequeño difunto el triste tributo de la amistad, acompañándolo al sepulcro...

Pero está lloviendo, y el cochero que guía los caballos del carro funerario
estalla su fusta para obligarlos a apresurar el paso, y el cortejo fúnebre casi va a
la carrera.

Doce hombres vestidos de azul hacen esfuerzos por seguir al lado de los caballos
del coche que conduce el cadáver.

¡Son zacatecas!

Pero no todos pueden correr como las bestias, y en su mayor parte quedan
rezagados.

Uno corre más que los caballos y tiene que moderar sus bríos naturales.

Otro, ahogado por un monstruoso pañuelo entero que le sirve de corbata, detiene
el paso por temor de una asfixia inminente.

Más adelante, otro procura correr sólo con el pie derecho, porque es empresa
imposible sufrir el dolor del juanete del izquierdo.

Un zacateca grueso y corpulento, navegando en más de cinco brazas de agua...
pura, y con viento fresco, se sienta en la trasera de un carruaje, mirando a todas
partes con ojos de... poeta.

Otro se despoja de la casaca para evitar que pierda su mérito con la lluvia.

Otro envuelve su sombrero en un pañuelo mugriento.

¡Y todos llevan, en las manos, gruesos ramilletes de flores!

¡Y todos parecen venturosos paraninfos!

¡Y todos, en fin, van derramando de sus bocas perlas, y corales y rubíes, y
esmeraldas, y flores más exquisitas que las que llevan en sus manos, batiéndose en
retirada con los pillos callejeros.

¡Oh! ¡zacatecas! ¡zacatecas!

Por vuestra causa se han mezclado las más escandalosas carcajadas de risa
burlona, con los desgarradores lamentos que exhala la pobre madre del niño que
acompañáis al sepulcro.

La risa de los que han formado de vosotros un espectáculo grotesco y degradante,
les impide ocuparse, en los momentos en que conducís un hombre muerto, de aquellas
ideas que asaltan al pensamiento al abrirse una tumba.

¡Atrás, fantasmas empolvados, atrás!

«¿Qué dirán las naciones extranjeras?»

Nada ganan los hombres, que nacieron con otra misión más digna, con exhibirse a
sus semejantes para procurar su risa, recorriendo en un carretón las calles de La
Habana, con esponjas en la cabeza y los rostros pintados, gruñendo como cochinos, y
rebuznando como borricos, para solemnizar la fiesta del Carnaval; pero... es Carnaval
y... pase; pase, aunque aquellas esponjas cubran cabellos rubios como el oro; pase,
aunque el humo de pez oculte colores de rosa; pase, aunque aquella pintura ensucie
poblados bigotes y espesas patillas; pase, pase todo, porque... en el Carnaval todo
pasa; aunque sobre las esponjas, sobre las patillas, sobre los bigotes... pase;
porque aunque estos individuos tienen vocación y disposiciones para ello, ¡no son
zacatecas!

¡No conducen en sus hombros, ni en un carro, el cadáver de un hombre!

Todavía es tiempo, señores sacatrapos o como os llaméis; todavía es tiempo de
que recobréis vuestros derechos de hombres, aunque sigáis cargando muertos, porque el
trabajo no envilece, porque ganar el sustento de cualquier modo que se haga, no
degrada, con tal de que se conserve la dignidad y el decoro. Id a la presencia de
vuestros empresarios, y decidles resueltos:

-«No queremos ser zacatecas, pero deseamos ganar el sustento. La vanidad, o el
deseo de figurar hasta después de muertos, hace que muchos de nosotros marchemos, al
paso de los caballos, a un lado y otro de los carros mortuorios; porque la
generosidad de los albaceas y herederos de los que fueron, nos ha convertido en
artículos de lujo, y vosotros, señores agentes funerarios, nos pagáis porque
desempeñemos ese oficio, cargando muertos y acompañándolos hasta su sepulcro. Pero ya
que es absolutamente indispensable que los llevemos sobre nuestros hombros, porque
algunos han de prestar este indispensable servicio... ¡salvadnos del ridículo,
señores agentes funerarios!

»No queremos vuestros sombreros, ni vuestros zapatos.

»¡No queremos asemejarnos a las bestias, cargando los aparejos que vosotros
llamáis casacas!

»¡No queremos sufrir más las burlas de los muchachos, que nos llaman a gritos
lechuzas y sacatrapos!

»¡Buscad, señores empresarios, alguna cosa nueva para nosotros, así como la
buscáis para vuestros coches, para vuestros caballos, para vuestros túmulos y
sarcófagos; y de esa manera no llamaremos la atención del populacho con la basura que
llevamos a cuestas!

»¡No queremos galones ni vestirnos de corto con zapatos de corte bajo; ni
guantes de Jouvin, ni chalecos a lo Robespierre..., ni jabones de almendras, ni
aceites y pomadas de la Sociedad Higiénica de París, ni perfumar nuestros pañuelos
con Agua de Florida; no queremos sportmans ni marquetis, ni largas levitas, ni cortos
saquitos..., pero sí deseamos una ropa decente y modesta, a propósito del oficio que
desempeñamos, para que no traiga sobre nosotros las burlas del pueblo!»

-¡Hacedlo así, zacatecas, hacedlo así!

Hacedlo, antes de que vuestros empresarios os manden con la música a otra parte!

¡Adelantaos, lechuzas!

¡Avanzad, sacatrapos!

¡Haceos superiores a vosotros mismos: y ya que el anatema universal os designa
como aves de mal agüero, soltad las plumas con que cubren vuestros cuerpos las
agencias funerarias, obligándolas a compraros otras cosas mejores!

¡Probad a aquellos que os contemplan riendo, que vosotros también sois capaces,
vestidos de otro modo, de marchar con decoro al lado de un cadáver!

¡Probad que también podéis llevar vuestro grano de arena para aumentar los
materiales con que se construye en el siglo XIX el grandioso obelisco del progreso!

Y no creáis, caballeros, que pretendo perfeccionaros, para la época en que
pudiera necesitar vuestros servicios, porque siempre he preferido andar solo que mal
acompañado, y si fuera posible que después de muerto pudiera pronunciar algún
discurso, pediría que sin escolta y bajo mi palabra me permitieran marchar solo al
lugar de mi destino, como a los militares constituidos en arresto.

¡Creed, zacatecas o sacatrapos, que en medio del estruendo de los órganos, en
medio del ruido atronador de los guayos y los timbales que los acompañan, llegarán a
vuestros oídos, si cambiáis de sistema, el entusiasta ruido de los espontáneos
aplausos de nuestra población agradecida!

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