La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

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Los negros curros

Carlos Noreña

La obra de la civilización es gigante y su benéfico influjo alcanza a todos sin
distinción de razas ni colores; así como también a todos alcanza en ciertas reformas,
siempre útiles y siempre necesarias, pero no siempre ajustadas al mejor gusto
estético.

En la vieja Europa echó por tierra el arrogante casco de metálicos resplandores,
el elegantísimo chambergo de negro airón y la cortesana gorrilla de áureo broche y
luengas plumas para colocar en su lugar, sobre la cabeza de la nueva generación, el
ridículo y estrafalario sombrero de copa.

El jubón acuchillado y el ferreruelo, después de sucesivas transformaciones, han
sido reemplazados por el chaleco de piqué, la levita cerrada de inconmensurables
faldones y el extravagante sobretodo; la cortante espada de labrado pomo, por el
inofensivo bastón de cómico puño; las medias largas y el corto calzón, por las medias
cortas y los pantalones largos; y, por último, los primorosos borceguíes, por los
zapatos de becerro charolado.

Comprendo perfectamente que sí los trajes han perdido algo con el nuevo arreglo,
en cambio las costumbres han mejorado muchísimo.

Hoy, como entonces, no andamos en medio de la calle a tajos y mandobles, y
cuando en nuestra honra se nos hiere, en vez de cruzar dos aceros, cruzamos dos
tarjetas, nombramos padrinos, testigos y hasta médico; escogemos terreno, medimos las
distancias y, provistos de sables, floretes o pistolas -que es lo más común- nos
matamos a sangre fría, pero eso sí, con todas las reglas del duelo; y ante la ley
todos somos iguales, y no existen ya feudos ni señores de horca y cuchilla.

No se me oculta tampoco que nuestra manera peculiar de vestir traiga sus
ventajas. Al presente, el artesano, en ocasiones, se confunde por su traje con el
marqués, y en Francia especialmente, el mozo de hotel se diferencia bien poco del
aristócrata a quien sirve, pero aquello era ópticamente mucho más hermoso.

Hoy, cuando un escritor saca entre los puntos de su pluma a algún orgulloso
hidalgo, o cuando un solapado empresario, sacudiendo el polvo de alguna de aquellas
comedias de capa y espada, la anuncia en los cartelones, mas que por rendir tributo a
nuestros clásicos, por embolsarse los derechos de representación, se revuelven las
sastrerías de los teatros, y de noche, en el escenario, a la engañosa luz de las
candilejas, podemos admirar, por ejemplo, aquella brillante corte de Felipe IV, con
todas sus bellezas... y sin ninguno de sus inconvenientes.

Es verdad que lo que parece oro es latón amarillo, y el terciopelo riquísimo,
pana burda, y los encajes, no encajan como tales; mas todo ello es cosa de poca
monta, si recordamos aquella sentenciosa cuarteta de Campoamor, nunca bastante
encomiada, que dice:

En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira,
todo es según el color
del cristal con que se mira.

Los negros curros, considerados, no como tipos provinciales tan sólo, ni
siguiera de raza dentro de esta división, sino como tipos de ciertos barrios de la
Habana que envuelven, naturalmente, aquellas dos condiciones, han sufrido en menos
tiempo, tal vez más radicales reformas en trajes y costumbres.

La chaquetilla de terciopelo negro, el sombrero felpudo, el pantalón blanco
franjado de flores bordadas al pasado con sedas de distintos matices, la blanca
camisa de vuelos con pechera de caprichosos dibujos y amplísimas mangas fruncidas en
mil pliegues, el paño de pecho, bordado también con sedas de colores, y el corto
junquillo, han desaparecido entre los negros curros.

Aquel aluvión de pañuelos: pañuelo de seda a la cabeza, pañuelo de seda en el
sombrero, pañuelo de seda al cuello, pañuelo a la cintura, pañuelo en el bolsillo,
pañuelo en la mano y pañuelo en todas partes, ha desaparecido también, tal vez por
que no repitiéramos con razón aquello de que «Dios le da pañuelo al que no tiene
narices».

¡Y no se diga nada de aquel despilfarro de oro! Argolla de oro en la oreja,
agujeta de oro detrás de la oreja, sortijas de oro en ambas manos, cadena de oro y
reloj de oro, botones de oro en la pechera de la camisa, botones de oro en los puños,
puño de oro en el junquillo y hebilla de oro en las correas del pantalón. Sin
embargo, ¡cosa digna de notarse!, casi nunca llevaban oro en los bolsillos, que
hubiera sido lo más natural.

También el oro ha venido a menos, y hoy, por regla general, no lo usan los
curros en ninguna parte, séase porque han comprendido lo chocarrero de aquella
profusión, o porque el vil metal se ha elevado a tan prodigiosa altura en estos
tiempos, que desdeña, por lo menos, ocuparse en adornar calzados, probando de este
modo que no es tan vil como lo pintan.

Pero aquel oro y aquellos soberbios trajes casi siempre eran producto del
crimen, y los robos se menudeaban para satisfacer esta necesidad.

Por otra parte, el ardor bélico era proverbial entre aquellas gentes, y por
inquinas de barrio algunas veces, muchas por amoríos, frecuentemente por el juego, y
casi siempre por un quítame allá esas pajas, menudeaban las reyertas, y llovían los
navajazos, en distintos puntos de la capital.

Había días señalados, en que señalados matones se encontraban para probar el
temple de sus armas, y en el mismo, la policía recogía un cadáver, y al siguiente se
estacionaban infinidad de grupos a la puerta de los establecimientos de víveres,
comentando el hecho, y ponderando las proezas del matador que, según expresión
gráfica, «andaba oculto por los demonios».

Hoy el negro curro, aunque siempre exagera algo las modas, viste con bien poca
diferencia como nosotros.

Alguno que otro usa por distintivo, ya unas medias de vivísimos colores, ya un
pañuelo a la cintura, o ya unos zapatos de corte bajo, mucho más pequeños que el pie
que intentan calzar; pero éstos no constituyen la regla general, sino, por el
contrario, la excepción.

La negra curra de hoy no discrepa mucho de la negra curra de entonces; pero
sospechamos que hoy no llevan todas aquellas mantas de burato de prolija labor y de
trenzados caireles, por las cuales pagaban nueve y diez onzas oro.

Al presente, cuando Guerrero escribe una de esas guarachas que saben a yuca
-según expresión de un amigo mío, profundo conocedor del género-, podemos contemplar
en el escenario de Albisu algunos de aquellos vistosos trajes, recordando siempre
para ello la ya citada cuarteta del vate-filósofo, y teniendo en cuenta la poca
liberalidad de nuestras empresas teatrales.

Y ahora que hablamos por segunda vez de teatros, ten la bondad de atender breves
instantes, lector querido, pues aquí se levanta el telón, y nos encontramos en pleno
barrio de Jesús María.

La escena tiene lugar en la esquina de una bocacalle, frente a un
establecimiento de víveres.

Los personajes son tres negros cheches, mote que se le aplica también al tipo de
que me vengo ocupando.

Los tres hablan a un tiempo, armando una algarabía de todos los demonios.

-¡Tira, mi hermano!

Esto lo dice, o mejor, lo grita, el más bajo y regordete de aquel oscuro
triunvirato.

-¡No, tira tú! -responde el más alto de todos que lleva una camisa azul con
grandes obleas blancas, semejante a un cielo cuajado de lunas.

-¿Y por qué? -replica el primero un tanto incómodo.

-Bueno, no te sulfures, sabroso. Que decida José Rosario.

Este último hace un gesto de impaciencia.

José Rosario es un simpático negrito, de cabeza pequeña, delgado, fuerte y
admirablemente formado.

Es curro tradicional por sus maneras y su traje.

Lleva sombrero de jipijapa, camisa a la última moda, pañuelo a la cintura y
pantalón de color pajizo, exageradamente ceñido por la parte superior y
exageradamente holgado por la parte inferior, que cae en forma de campana, cubriendo
casi por completo su pie, algo grande, pero admirablemente calzado.

-¡Nadita de desidir! -añade el regordete, inspirándose en la actitud de José
Rosario-, a ti te toca plantar, y no paso por movimiento mal hecho.

Aquí sube de punto la gritería; el uno se niega; el otro, por variar, hace lo
mismo; José Rosario interviene y termina el incidente sin otras consecuencias,
gracias a una pareja de Orden Público que, milagrosamente, aparece en un extremo de
la calle.

El orden se restablece en presencia del Orden, y el de la camisa azul, con aire
contrariado, arroja un botón de hueso contra la pared de la Bodega.

El botón cae rebotando en los adoquines.

-¡Allá va el mío! -exclama el contrincante, lanzando otro botón de la misma
manera.

El segundo botón cae muy cerca del primero. José Rosario, puesta una rodilla en
tierra, coloca el extremo de una cáscara de caña, que trae en las manos, junto al
primer botón, y, tendiéndola horizontalmente, ve que el extremo opuesto no llega al
otro botón, y dice:

-¡Ni agua, Flamenco! ¡Faltan cuatro kilogramos!... Tira tú, Botijo.

El nombrado Botijo recoge el primer botón y lo arroja de nuevo contra la pared,
procurando ahora que caiga cerca del otro; pero aunque se aproxima más que el
contrario en el primer tiro, no resulta ganancioso, porque en este juego no se pagan
las aproximaciones.

Para obtener la victoria, es necesario que la distancia que medie entre uno y
otro objeto sea menos, o la misma que convengan los jugadores.

En este caso, y en casi todos, la medida es una cáscara de caña.

La jugadas se repiten con celeridad, y resulta, por último, vencedor el señor de
Botijo.

Pero esto da lugar a una nueva disputa.-¡Que monta!

-¡Que no monta!

-¡Y con una pulgada!

-¡Que no!

-¡Que sí!

Y a la postre, nadie tiene razón, y el que no la tiene se marcha sin pagar, sin
duda para dar claras muestras de que es un perdido.

-¡Déjalo, es un lipidioso!

-¡Que le sirva pa el entierro!

Y con estas consideraciones filosóficas, se calman los ánimos, y José Rosario
coge por el brazo a Botijo, y ambos penetran en la Bodega, donde, al pie del
mostrador, se rocean el cuerpo interiormente, con sendos vasos de aguardiente de
caña, para pasar la incomodidad.

Pasa efectivamente el mal humor, pasa el aguardiente, y pasa media hora.

José Rosario, sentado dentro de un barril de judías, se entretiene en tirarle
granitos al dependiente de la casa que, colocando el brazo frente al rostro, se
defiende, a fuer de buen cristiano, de aquella falange judaica que le viene encima.

De pronto se oye hacia la calle ese ruido peculiar que produce un vestido
almidonado al rozar con el pavimento.

José Rosario aguza el oído, sonríe satisfecho, y lanzando al aire un silbido
particular, se coloca de un salto en los umbrales de la bodega.

El ruido cesa un instante, y después vuelve, acrecentándose gradualmente.

Lo cual quiere decir que, efectivamente, una mujer era la causa, y que esta
mujer se acercaba, desandando lo andado.

-Te me pasabas desapersibida, Guabina -dijo en tono de reconvención José
Rosario.

Guabina es la negrita de la lámina.

Renuncio a pintarla después de haberlo hecho tan magistralmente Landaluze.

-¡No faitaba más -replicó Guabina- que yo entrara ahí dentro, pa que luego
dijiesen que yo te estaba sonsacando!

-¡Nunca, mi negra! Eso no pueden desirlo de ti, sabiendo positivamente que
tienes tantísimos apirantes.

-¡El diablo son las cosas!... ¡Pa los pavos!... El que evita la ocasión...

-Bueno, sielito santo, dejemos eso a un lao, ¡y cuéntame qué hay de particulá
por esos mundos!...

-Naitica, hijo; la comía y el trabajo.

-¿Y tú no vas a la fábrica?

-¡Hoy no pienso en eso!

-¿Poiqué?

-Poique te estaba esperando a ti, y me voy contigo.

-¡Tú no va a queré!...

-¡Cómo no! ¡Si siempre etoy queriendo!

-Vamos, José Rosario, ¡ay! Tú sabes que yo tengo marío.

-Y ése soy yo.

-¡Siá!

-¡Qué ingratona eres, Guabina!... ¡Convensía como estás de que ese josiquito es
de este negro!

-¡Nunca!

-¡Ay!, ¿de verdá verdá? ¿Cuándo tú más dichosa?...

-¡Echa, Cocó!

-No, ¿eh?

-¡Ja, ja, ja, ja!

-Resulta, sea, ¿que he tirao una plancha?...

-¡Presisamente! -exclamó Guabina, recogiendo un extremo de la manta con la mano
derecha, y echándoselo por encima del hombro izquierdo.

-¿Es queré desí que no hay novesientos? -añadió José Rosario rascándose la
cabeza.

-Con el tiempo y un ganchito...

-Está bien... ¡acuéidate!

-¡Nadie puede desí de eta agua no beberé!... -añadió Guabina, que, como el
lector ve, era aficionada a los refranes.

-¡Me confoimo con esa esperansa!... Y dime, prieta santa, ¿vas a la Bella Unión
el domingo?

-¡Como mono!

-¡Ya sabes que eres mi madrina!...

-Y que te he hecho una moña ¡de flor!

-¡Ay, negra! Ya sabes; ¡el primer danzón es mío!

-Si no va José Guadalupe...

-Yo tengo que matá a ese negro.

-¡Tú no matas na!... En fin, adiós, José Rosario; memorias a Botijo.

-Adónde va, si se pué sabé...

-Aquí al tren de lavao de la vueita.

-¿Quieres que te acompañe?

-No, más vale ir sola que...

-¡Me descompusiste!

-¡Ja, ja, ja, ja!

Y Guabina, girando sobre los talones con una ligereza asombrosa, le hace una
mueca a José Rosario, y se aleja riendo a carcajadas, y balanceando el cuerpo
voluptuosamente al compás de ese chancleteo sui generis que distingue a la negra
curra.

-¡Es mucha negra! -exclamó José Rosario, cuando la hubo perdido de vista.

Después, acercándose a la puerta de la bodega, gritó:

-¡Se debe!

Y arrastrando también sus zapatos de corte bajo, se retiró por la dirección
opuesta.

Y como esto de quedarme solo en medio de la calle no me hace mucha gracia, me
parece conveniente retirarme yo también a casa, cerrando este artículo con candado
de... punto.

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