María de Zayas y Sotomayor

 

Aventurarse perdiendo


 


El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es
Aventurarse perdiendo, porque en el discurso della veréis cómo para ser una mujer
desdichada, cuando su estrella la inclina a serlo, no bastan exemplos ni
escarmientos; si bien serviría el oírla de aviso para que no se arrojen al mar de sus
desenfrenados deseos, fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se
aneguen, no sólo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos
entendimientos de los hombres, cuyos engaños esrazón que se teman, como se verá en mi
maravilla, cuyo principio es éste:

Por entre las ásperas peñas de Monserrat, suma y grandeza del poder de Dios y
milagrosa admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos
misterios, efectos de sus misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un
empinado monte, a quien han desamparado los demás, sin más ayuda que la que le da el
cielo, que no es la de menos consideración el milagroso ysagrado templo, tan adornado
de riquezas como de maravillas; tanto, son los milagros que hay en él, y el mayor de
todos aquel verdadero retrato de la Serenísima Reina de los Ángeles y Señora nuestra
después de haberla adorado, ofreciéndola el alma llena de devotos afectos, y mirado
con atención aquellas grandiosas paredes, cubiertas de mortaja y muletas con otras
infinitas insinias de su poder, subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de
Madrid, lustre y adorno de su grandeza; pues con su excelente entendimiento y
conocida nobleza, amable condicion y gallarda presencia, la adorna y enriquece tanto
como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, corno madre, se precia
mucho.

Llevaban a este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas, deseos piadosos de ver
en ellas las devotas celdas y penitentes monjes, que se han muerto al Mundo por vivir
para el cielo. Después de haber visitado algunas y recebido sustento para el alma y
cuerpo, y considerado la santidad de sus moradores, pues obligan con ella a los
fugitivos paxarillos a venir a sus manos a comer las migajas que les ofrece,
caminando a lo más remoto del monte, por ver la nombrada cueva, que llaman de San
Antón, así por ser la más áspera como prodigiosa, respecto de las cosas que allí se
ven; tanto de las penitencias de los que las habitan, como de los asombros que les
hacen los demonios; que se puede decir que salen dellas con tanta calificación de
espíritu que cada uno por sí es un San Antón, cansado de subir por una estrecha
senda, respeto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y haber
dexado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de
un cristalino y pequeño arroyuelo, que derramando sus perlas entre menudas
hierbecillas, descolgándose con sosegado rumor de una hermosa fuente, que en lo alto
del monte goza regalado asiento; pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles
que de hombres, para recreo de los santos ermitaños, que en él habitan, cuya sonorosa
música y cristalina risa, ya que no la vían los ojos no dexaba de agradar a los
oídos. Y como el caminar a pie, el calor del Sol y la aspereza del camino le quitasen
parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento.

Apenas dio vida a su cansada respiración, cuando llegó a sus oídos una voz suave
y delicada, que en baxos acentos mostraba no estar muy lexos el dueño. La cual, tan
baxa como triste, por servirle de instrumento la humilde corriente, pensando que
nadie la escuchaba, cantó así:

¿Quién pensara que mi amor
escarmentado en mis males,
cansado de mis desdichas,
tan descubiertas verdades,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
y mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!
Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quexarme,
quiere amor que no te olvide,
quiere amor que más te ame.
Desde que sale la Aurora,
hasta que el Sol va a bañarse
al mar de las playas Indias,
lloro firme y siento amante.
Vuelve a salir y me halla
repasando mis pesares,
sintiendo tus sin razones,
llorando tus libertades.
Bien conozco que me canso,
sufriendo penas en balde,
que lágrimas en ausencia
cuestan mucho y poco valen.
Vine a estos montes huyendo
de que ingrato me-maltrates,
pero más firme te adoro,
que en mí es sustento el amarte.
De tu vista me libré,
pero no pude librarme
de un pensamiento enemigo,
de una voluntad constante.
Quien vio cercado castillo,
quien vio combatida nave,
quien vio cautivo en Argel,
tal estoy, y sin mudarme.
Mas pues te elegí por dueño
matadme, penas, matadme,
pues por lo menos dirán:
murió, pero sin mudarse.
¡Ay bien sentidos males,
poderosos seréis para matarme,
mas no podréis hacer que amor se acabe.

Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quexas, que
aunque el dueño dellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que
acabase tan presto. El gusto, el tiempo, el lugar y la montaña, le daban deseo de que
pasara adelante; y si algo le consoló el no hacerlo, fue el pensar que estaba en
parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz había dado
aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte
le era de no pequeño alivio, para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia
fiera. En fin, Fabio, alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento
del dueño de la voz que había oído, pareciéndole no estar en tal parte sin causa,
llevándole enternecido y lastimado oír quexas en tan áspera parte. Noble piedad y
generosa acción, enternecerse de la pasión ajena.

Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico, que no hay quien sepa
encarecerlo; y porque no se escondiese iba con todo el silencio posible. Siguiendo,
en fin, por la margen de la cima de cristal buscando su hermoso nacimiento,
pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya, que a su parecer buscaba con
alguna sospecha de lo mismo que era.

Y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte
estaba, morada sola por la casta Diana o para alguna desesperada criatura; la cual
hacía por una parte espaldas una blanca peña, de donde salía un grueso pedazo de
cristal, sabroso sustento de las olorosas flores, verdes romeros y graciosos
tomillos. Vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la
primavera de sus años, vestido sobre un calzón pardo, una blanca y erizada piel de
algún cordero, su zurrón y cayado junto a sí, y él con sus abarcas y montera. Apenas
le vio cuando conoció ser el dueño de los cantados versos, porque le pareció estar
suspenso y triste, llorando las pasiones que había cantado. Y si no le desengañara a
Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la
fuente, tan inmóvil le tenían sus cuidados. Tenía un nudo hecho de sus blancas manos,
tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no tuviera desamparada
la montaña. Si su rostro se la daba al Sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus
rayos, pues no les había concedido tomar posesión de su belleza, ni exercer la
comisión que tienen contra la hermosura. Tenía esparcidas por entre las olorosas
hierbas una manada de blancas ovejas, más por dar motivo a su traje, que por el
cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran terceras de traerle perdido.

Era la suspensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan
cerca que pudo notar que las doradas flores del rostro desdecían del traje, porque a
ser hombre ya había de dorar la boca el tierno vello, y para ser mujer era el lugar
tan peligroso, que casi dudó lo mismo que vía. Mas diciéndose en parte que casi el
mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca, y le saludó con mucha
cortesía. A la cual el embelesado zagal volvió en sí, con un ¡ay! tan lastimoso, que
parecía ser el último de su vida. Y como en él aún no había la montaña quitado la
cortesía, viendo a Fabio se levantó, haciéndosela con discretas caricias
preguntándole de su venida por tal parte. A lo cual Fabio, después de agradecer sus
corteses razones, satisfizo de esta suerte:

-Yo soy un caballero natural de Madrid; vine a negocios importantes a Barcelona;
y como les di fin y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en execución
hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visitéle devoto, y quise piadoso ver las
ermitas que hay en esta montaña. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos,
oí tu lastimosa voz, que me suspendió el gusto y animó el deseo por ver el dueño de
tan bien sentidas quexas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado;
y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje,
porque ni viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a
entender, te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad
pasas de muchacho, y en las pocas señales de tu barba no muestras ser hombre; por lo
cual te quiero pedir en cortesía me saques desta duda, asegurándote primero que si
soy parte para tu remedio, no lo dexes por imposibles que lo estorben, ni me envíes
desconsolado, que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje y no
saber la causa de su destierro, y ansí mismo no procurarle remedio.

Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dexando de cuando en cuando caer
unas cansadas perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como le vio
callar, y que aguardaba respuesta, le dixo:

-No debe querer el cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o
porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe acercar el fin de mi
cansada vida; y pretende que queden por exemplo y escarmiento a las gentes pues
cuando creí que sólo Dios y estas peñas me escuchaban, te guió a ti, llevado de tu
devoción, a esta parte, para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son tantas y
venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en
callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; de más de que es tan larga mi
historia, que perderás tiempo, si te quedas a escucharla.

-Antes -replicó Fabio- me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si
me pensase quedar hecho salvaje a morar entre estas peñas, mientras estuvieres en
ellas, no he de dexarte hasta que me la digas, y te saque, si puedo, de esta vida,
que sí podré, a lo que en ti miro, pues a quien tiene tanta discreción, no será
dificultoso persuadirle que escoxa más descansada y menos peligrosa vida, pues no la
tienes segura, respecto de las fieras que por aquí se crían, y de los bandoleros que
en esta montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de
creer es que no estimarán tu persona con el respeto que yo la estimo. No me dilates
este bien, que yo aguardaré los años de Ulises para gozarle.

Pues si así es -dixo el mozo-, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha
sabido nadie de mí, y estima el fiar de tu discreción y entendimiento, cosas tan
prodigiosas y no sucedidas sino a quien nació para extremo de desventuras, que no
hago poco sin conocerte, supuesto que de saber quién soy, corre peligro la opinión de
muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos, pues es fuerza que por vengarse,
me la quiten.

Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus
secretos; y asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y
sentándose juntos cerca de la fuente, empezó el hermoso zagal su historia desta
suerte:

-Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi
conocimiento; mi patria Baeza, noble ciudad de la Andalucía, mis padres nobles, y mi
hacienda bastante a sustentar la opinión de su nobleza. Nacimos en casa de mi padre
un hermano y yo, él para eterna tristeza suya, y yo para su deshonra, tal es la
flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar de nuestro valor
nada, porque tenemos ojos, que, a nacer ciegas, menos sucesos hubiera visto el mundo,
que al fin viviéramos seguras de engaños. Faltó mi madre al mejor tiempo, que no fue
pequeña falta, pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi
honestidad, que los descuidos de mi padre, que le tuvo en mirar por mí y darme estado
(yerro notable de los que aguardan a que sus hijas le tomen sin su gusto). Quería el
mío a mi hermano tiernísimamente, y esto era sólo su desvelo sin que le diese yo en
cosa ninguna, no sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para todo lo
que deseara y quisiera emprender.

Diez y seis años tenía yo cuando una noche estando durmiendo, soñaba que iba por
un bosque amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán, que me pareció (¡ay
de mí, y cómo hice despierta esperiencia dello!) no haberle visto en mi vida tal.
Traía cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado, con pasamanos y
alamares de plata. Paréme a mirarle, agradada del talle y deseosa de ver si el rostro
confirmaba con él; con un atrevimiento airoso, llegué a quitarle el rebozo, y apenas
lo hice, cuando sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me
obligó el dolor a dar voces, a las cuales acudieron mis criadas, y despertándome del
pesado sueño, me hallé sin la vista del que me hizo tal agravio, la más apasionada
que puedas pensar, porque su retrato se quedó estampado en mi memoria, de suerte que
en largos tiempos no se apartó ni se borró della. Deseaba yo, noble Fabio, hallar
para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta
imaginación, que le pintaba en ella, y después razonaba con él, de suerte que a pocos
lances me hallé enamorada sin saber de qué, porque me puedes creer que si fue Narciso
moreno, Narciso era el que vi.

Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida y tras esto el color de mi
rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos
reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar una sombra, pues, aunque se cuenta
de muchos que han amado cosas increíbles y monstruosas, por lo menos tenían forma a
quien querer. Disculpa tiene conmigo Pigmaleón que adoró la imagen que después
Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín; mas
yo que no amaba sino una sombra y fantasía ¿qué sentirá de mí el mundo?, ¿quién duda
que no creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doyte mi palabra, a ley
de noble, que ni en esto ni en los demás que te dixere, adelanto nada más de la
verdad. Las consideraciones que hacía, las reprensiones que me daba créeme que eran
muchas, y así mismo que miraba con atención los más galanes mozos de mi patria, con
deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en
volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en
aquél. Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos
versos, que si no te cansases de oirlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto
que más grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que
hicieren en ellos, pues los están adornando y purificando con arte y estudios; mas
una mujer, que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo
y alabanza en lo bueno?

-Di, hermosa Jacinta, tus versos, dixo Fabio, que serán para mí de mucho gusto,
porque aunque los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco dellos, que te juro
que siempre me parecen mejor los ajenos que los míos.

-Pues si así es -replicó Jacinta- mientras durare mi historia no he menester
pedirte licencia para decir los que hicieren a propósito; y así digo que los que hice
son éstos:

Yo adoro lo que no veo,
y no veo lo que adoro,
de mi amor la causa ignoro
y hallar la causa deseo.
Mi confuso devaneo
¿quién le acertará a entender?,
pues sin ver, vengo a querer
por sola imaginación,
inclinando mi afición
a un ser que no tiene ser.
Que enamore una pintura
no será milagro nuevo,
que aunque tal amor no apruebo,
ya en efecto es hermosura,
mas amar a una figura,
que acaso el alma fingió,
nadie tal locura vio:
porque pensar que he de hallar
causa que está por criar,
¿quién tal milagro pidió?
La herida del corazón
vierte sangre, mas no muero,
la muerte con gusto espero
por acabar mi pasión.
De estado fuera razón
cuando no muero, dormir,
¿mas cómo puedo pedir
vida ni muerte a un sujeto,
que no tuvo de perfecto,
más ser que saber herir?
Dame, cielo, si has criado
aqueste ser que deseo,
de mi voluntad empleo,
y antes que nacido, amado;
¿mas qué pide un desdichado,
cuando sin suerte nació?,
porque, ¿a quién le sucedió
de amor milagro tan nuevo,
que le ocupase el deseo
amante que en sueños vio?

¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el cielo tan liberal en darme aún lo que no
le pedí? Porque como deseaba imposibles no se atrevía mi libertad a tanto, sino fue
en estos versos, que fue más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado,
también el cielo permite su desdicha.

Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje
de los Ponce de León, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su
tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturalizó della, y casó en Baeza con una
señora su igual, en quien tuvo tres hijos, la mayor y menor hembras, y el de en medio
varón. La mayor casó en Granada, y con la más pequeña entretenía la soledad y
ausencia de don Félix, que éste era el nombre del gallardo hijo, que deseando que
luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando
ocasión con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo
publican a voces las excelentes casas de los Duques de Arcos y Condes de Bailén, le
conociesen por rama de su descendencia. Llegó este noble caballero a la florida edad
de veinticuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera, y después de
haberla servido tres años en Flandes, dio la vuelta a España para pretender sus
acrecentamientos. Y mientras en la Corte se disponían por mano de sus deudos, se fue
a ver a sus padres, que había día que no los había visto, y que vivían con este
deseo.

Llego don Félix a Baeza al tiempo que yo, sobre tarde ocupaba un balcón,
entretenida en mis pensamientos, y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi
casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dexando mis imaginaciones (que con
ellas fuera imposible), poner los ojos en las galas, criados y gentil presencia, y
deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él, que querértela
significar fuera alargar esta historia y mi tormento. Vi en efecto el mismo dueño de
mi sueño, y aun de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le
vio y le amó más que a la misma vida que poseo. No conocía yo a don Félix ni él a mí,
respecto de que cuando fue a la guerra, quedé tan niña que era imposible acordarme
aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas. Miró don Félix al balcón,
viendo que sólo mis ojos hacían fiesta a su venida. Y hallando amor ocasión y tiempo,
executó en él el golpe de su dorada saeta, que en mí ya era excusado su trabajo por
tenerle hecho. Y así de paso me dixo: «Tal joya será mía, o yo perderé la vida.»
Quiso el alma decir: «Ya lo soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a
quien pedí con hartas sumisiones y humildades que diesen ocasión y ventura, pues me
había dado causa.

No dexó don Félix perder ninguna de las que la Fortuna le dio a las manos. Y fue
la primera, que habiendo doña Isabel avisádome de la venida de su hermano, fue fuerza
el visitarle y darle el parabién, en cuya visita me dio don Félix en los ojos y en
las palabras a conocer su amor, tan a las claras, que pudiera yo darle albricias de
mi suerte, y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión justas correspondencias.
Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche al son de una
guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, darme mejor a
conocer su voluntad. Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por
una rexa baxa, me dio causa este soneto:

Amar el día, aborrecer el día,
llamar la noche y despreciarla luego,
temer el fuego y acercarse al fuego,
tener a un tiempo pena y alegría.
Estar juntos valor y cobardía,
el desprecio cruel y el blando ruego,
tener valiente entendimiento ciego,
atada la razón, libre osadía.
Buscar lugar en que aliviar los males
y no querer del mal hacer mudanza,
desear sin saber que se desea.
Tener el gusto y el disgusto iguales,
y todo el bien librado en la esperanza,
si aquesto no es amor, no se que sea.

Dispuesta tenía amor mi perdición, y así me iba poniendo los lazos en que me
enredase, y los hoyos donde cayese, porque hallando la ocasión que yo misma buscaba
desde que oí la música, me baxé a un aposento baxo de un criado de mi padre llamado
Sarabia, más codicioso que leal, donde me era fácil hablar por tener una rexa baxa,
tanto que no era difícil tomar las manos. Y viendo a don Félix cerca le dixe:

-Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere
vuestra voluntad.

-Bien sabéis vos, señora mía -respondió don Félix-, de mis ojos, de mis deseos y
de mis cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición; que sé mejor querer que
decirlo. Que vos sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida, es lo que
procuro, y no acreditarme ni por buen poeta ni mejor músico.

-¿Y paréceos -repliqué yo- que me estará bien creer eso que vos decís?

-Sí -respondió mi amante-, porque hasta dexar quererse y querer al que ha de ser
su marido tiene licencia una dama.

-¿Pues quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? -le torné a decir.

-Mi amor -dixo don Félix- y esta mano, que si la queréis en prendas de mi
palabra, no será cobarde, aunque le cueste a su dueño la vida.

¿Quién se viera rogado con lo mismo que desea, amigo Fabio, o qué mujer
despreció jamás la ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acete luego
cualquier partido? Pues no hay tal cebo para en que pique la perdición de una mujer
que éste, y así no quise poner en condición mi dicha, que por tal la tuve, y tendré
siempre que traiga a la memoria este día. Y sacando la mano por la rexa, tomé la que
me ofrecía mi dueño, diciendo:

-Ya no es tiempo, señor don Félix, de buscar desdenes a fuerza de engaños, ni
encubrir voluntades a costa de resistencias, disgustos, suspiros y lágrimas. Yo os
quiero, no tan sólo desde el día que os vi, sino antes. Y para que no os tengan
confuso mis palabras, os diré cosas que espanten-. Y luego le conté todo lo que te he
dicho de mi sueño.

No hacía don Félix, mientras yo le decía estas novedades para él y para quienes
lo oyen, sino besarme la mano, que tenía entre las suyas como en agradecimiento de
mis penas; en cuya gloria nos cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado
nuestro amor a más atrevimiento. Despedímonos con mil ternezas, quedando muy asentada
nuestra voluntad, y con propósito de vernos todas las noches en la misma parte,
venciendo con oro el imposible del criado, y con mi atrevimiento el poder llegar
allí, respeto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano, para
salir de mi aposento.

Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad,
el dar gusto a su hermano, y servirle de fiel tercera de su amor.

En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Félix de volver por
entonces a Italia, cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que
eran casi todas las de la ciudad, fue una prima suya llamada doña Adriana, la más
hermosa que en toda aquella tierra se hallaba. Era esta señora hija de una hermana de
su padre de don Félix, que como he dicho era de Sevilla, y tenía cuatro hermanas, las
cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en
Religión. En la misma tierra casó la que seguía tras ellas, quedando la mayor sin
querer tomar estado, con esta hermana, ya viuda, a quien le había quedado para
heredera de más de cincuenta mil ducados esta sola hija, a la cual amaba como puedes
pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho. Pues como doña Adriana gozase muy
a menudo de la conversación de mi don Félix, respeto del parentesco, le empezó a
querer tan loca y desenfrenadamente, que no pudo ser más, como verás en lo que
sucedió.

Conocía don Félix el amor de su prima, y como tenía tan llena el alma del mío,
disimulaba cuanto podía, excusando el darle ocasión a perderse más de lo que estaba,
y así cuantas muestras doña Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso
se hacía desentendido. Tuvieron, pues, tanta fuerza con ella estos desdenes, que
vencida de su amor, y combatida dellos dio consigo en la cama, dando a los médicos
muy poca seguridad de su vida, porque demás de no comer ni dormir, no quería que se
le hiciese ningún remedio. Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del
mundo, que como discreta dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija, y
con este pensamiento, obligando con ruegos una criada de quien doña Adriana se fiaba,
supo todo el caso, y quiso como cuerda poner remedio.

Llamó a su sobrino, y después de darle a entender, con lágrimas la pena que
tenía del mal de su querida hija, y la causa que la tenía en tal estado, le pidió
encarecidamente que fuese su marido, pues en toda Baeza no podía hallar casamiento
más rico; que ella alcanzaría de su hermano, que lo tuviese por bien.

No quiso don Félix ser causa de la muerte de su prima ni dar con una desabrida
respuesta pena a su tía. Y en esta conformidad, le dixo, fiado en el tiempo que había
de pasar en tratarse y venir la dispensación, que lo tratase con su padre, que como
él quisiese, lo tendría por bien. Y entrando a ver a su prima, le llenó el alma de
esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a todas horas a su casa,
que así se lo pedía su tía, con que doña Adriana cobró entera salud.

Faltaba don Félix a mis visitas, por acudir a las de su prima, y yo desesperada
maltrataba mis ojos, y culpaba su lealtad. Y una noche, que quiso enteramente
satisfacer mis celos, y que, por excusar murmuraciones de los vecinos, había
facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis quexas y lastimosos
sentimientos, como amante firme, inculpable en mis sospechas, me dio cuenta de todo
lo que con su prima pasaba, enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran sólo
temores los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de
mujer celosa, que no lo pondero poco, le dixe que no me hablase ni viese en su vida,
si no le decía a su prima que era mi esposo, y que no lo había de ser suyo. Quise con
este enojo irme a mi aposento, y no lo consintió mi amante, mas amoroso y humilde, me
prometio que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme, que ya lo hubiera hecho,
si no fuera por guardarme el justo decoro. Y habiéndome dado nuevamente palabra
delante del secretario de mis libertades, le di la posesión de mi alma y cuerpo,
pareciéndome que así le tendría más seguro.

Pasó la noche más apriesa que nunca, porque había de seguirla el día de mis
desdichas, para cuya mañana había determinado el médico, que doña Adriana, tomando un
acerado xarabe, saliese a hacer exercicio por el campo, porque como no podía verse el
mal del alma, juzgaba por la perdida color que eran opilaciones. Y para este tiempo
llevaba también mi esposo, librado el desengaño de su amor y la satisfación de mis
celos, porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos
deseos, no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro, y la pasada noche mi don
Félix por haberlo tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la
fortuna que guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña
Adriana madrugase a tomar su acerada bebida, y saliendo en compañía de su tía y
criadas, la primera estación que hizo fue a casa de su primo, y entrando en ella con
alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida y salud, se fue
con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba reposando lo que había perdido de
sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana, muy a lo de propia
mujer, a pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada, a quien don Félix no
satisfizo; mas desengañó de suerte que en pocas palabras le dio a entender, que se
cansaba en vano, porque demás de tener puesta su voluntad en mí, estaba ya desposado
conmigo, y prendas de por medio, que si no era faltándole la vida era imposible que
faltasen.

Cubrió a estas razones un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza
sacarla de allí y llevarla a la cama de su prima, la cual vuelta en sí, disimulando
cuanto pudo las lágrimas, se despidió della, respondiendo a los consuelos que doña
Isabel le daba con grandísima sequedad y despego.

Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio, hizo la mayor crueldad que
se ha visto consigo misma, con su primo, y conmigo. ¡Oh celos, qué no haréis y más si
os apoderáis de pecho de mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en
escribir a mi padre un papel, en que le daba cuenta de lo que pasaba, diciéndole que
velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba el honor. Y con ello
aguardó la mañana, que tomando su prima, y dando el papel a un criado que se le
llevase a mi padre dándole a entender que era una carta de Madrid, ya con el manto
puesto para salir a hacer exercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su
cruel corazón le daba lugar, y le dixo:

-Madre mía, al campo voy, si volveré Dios lo sabe; por su vida, señora, que me
abrace por si no la volviere a ver.

-Calla, Adriana -dixo algo alterada su madre-, no digas tales disparates, si no
es que tienes gusto de acabarme la vida; ¿por qué no me has de volver a ver, si ya
estás tan buena que ha muchos días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios
y no aguardes a que entre el sol y te haga daño. -¿Pues qué, vuestra merced no me
quiere abrazar? -replicó doña Adriana.

Y volviendo, preñados de lágrimas los ojos, las espaldas, llegó a la puerta de
la calle, y apenas salió por ella y dio dos pasos, cuando arrojando un lastimoso ¡ay!
se dexó caer en el suelo.

Acudió su tía y sus criadas y su madre, que venía tras ella, y pensando que era
un desmayo, la llevaron a su cama, llamando al médico para que hiciese las
diligencias posibles, mas no tuvo ninguna bastante, por ser su desmayo eterno; y
declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla, hundiéndose la casa a
gritos; y apenas la desabotonaron un jubón de tabí de oro azul, que llevaba puesto,
cuando entre sus hermosos pechos la hallaron un papel, que ella misma escribía a su
madre, en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán que había
echado en el xarabe, porque más quería morir que ver a su primo en brazos de otra.

Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se le partiera
el corazón por medio de dolor, porque ya de traspasada no podía llorar, y más cuando
vieron que después de frío el cuerpo, se puso muy hinchada, y negra, porque no sólo
consideraba el ver muerta a su hija, sino haber sido desesperadamente. Y así, puedes
considerar, Fabio, cuál estaría su casa, y la ciudad y yo que en compañía de doña
Isabel fui a ver este espectáculo, inocente y descuidada de lo que estaba ordenado
contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un
papel de mi esposo, lo que había pasado con ella.

No se halló al entierro don Félix por no irritar al cielo en venganza de su
crueldad, aunque yo lo eché a sentimiento, y lo uno y lo otro debía ser y era razón.

Enterraron la desgraciada y malograda dama, facilitando su riqueza y calidad los
imposibles que pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me
torné a mi casa, deseando la noche para ver a don Félix, que apenas eran las nueve
cuando Sarabia me avisó cómo ya estaba en su aposento (pluguiera a Dios le durara su
pesar y no viniera), aunque a mi parecer se disponía mejor el verle que otras noches,
porque mi cauteloso padre, que ya estaba avisado por el papel de doña Adriana, se
acostó más temprano que otras veces, haciendo recoger a mi hermano y a la demás
gente, y yo hice lo mismo para más disimulación, dando lugar a mi padre, que ayudado
de sus desvelos y melancolía, a pesar de su cuidado, se durmió tan pesadamente, que
le duró el sueño hasta las cuatro de la mañana.

Yo como le vi dormido me levanté, y descalza, con sólo un faldellín, me fui a
los brazos de mi esposo, y en ellos procuré quitarle, con caricias y ruegos el pesar
que tenía, tratando con admiraciones el suceso de doña Adriana.

Estaba Sarabia asentado en la escalera, siendo vigilante espía de mis
travesuras, a tiempo que mi padre despavorido despertó, y levantándose, fue a mi cama
y como no me hallase en ella, tomó un pistolete y su espada, y llamando a mi hermano,
le dio cuenta del caso, breve y sucintamente-, mas no pudieron hacerlo con tanto
silencio ni tan paso que una perrilla que había en casa, no avisase con sus voces a
mi criado, el cual escuchando atento, como oyó pasos, llegó a nosotros, y nos dixo
que si queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos.

Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de baxar
la escalera, ya los tres estábamos en la calle, y la puerta cerrada por defuera, que
esta astucia me enseñó mi necesidad.

Considérame, Fabio, con sólo el faldellín de damasco verde, con pasamanos de
plata, y descalza, porque así había baxado la escalera a verme con mi deseado dueño.
El cual con la mayor priesa que pudo me llevó al convento donde estaban sus tías,
siendo ya de día. Llamó a la portería, y entrando dentro al torno, y en dándoles
cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una red, llena de lágrimas
y cercada de confusión, aunque don Félix me alentaba cuanto podía, y sus tías me
consolaban asegurándome todas el buen suceso, pues pasada la cólera, tendría mi padre
por bien el casamiento. Y por si le quisiese pedir a don Félix el escalamiento de la
casa, se quedó retraído él y Sarabia en el mismo monasterio, en una sala, que para su
estancia mandaron aderezar sus tías, desde donde avisó a su padre y hermana el suceso
de sus amores.

Su padre, que ya por las señales se imaginaba que me quería, y no le pesaba
dello, por conocer que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico
casamiento, pareciéndole que todo vendría a parar en ser mi marido, fue luego a verme
en compañía de doña Isabel, que proveída de vestidos y joyas, que supliesen la falta
de las mías, mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome mil consuelos y
esperanzas.

Esto pasaba por mí, mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa como
haberme salido de su casa, si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo
menos me costara la vida, remitió su venganza a sus manos, acción noble, sin querer
por la justicia hacer ninguna diligencia, ni más alboroto ni más sentimiento, que si
no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda de su honra. Y con
este propósito honrado, puso espías a don Félix, de suerte que hasta sus intentos no
se encubrían. Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan
poca suerte como las demás, por estar hasta entonces la fortuna de parte de don
Félix. El cual una noche cansado ya de su reclusión, y estando cierto que yo estaba
recogida en mi celda con sus tías, que me querían como hija, venciendo con dinero la
facilidad de un mozo, que tenía las llaves de la puerta de la casa, le pidió que le
dexase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lexos, que luego
daría la vuelta. Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro, y él
facilitándolo todo lleno de armas y galas salió, y apenas puso los pies en la calle
cuando dieron con él mi padre y hermano, las espadas desnudas, que hechos vigilantes
espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del convento. Era mi hermano
atrevido cuanto don Félix prudente, causa para que a la primera ida y venida de las
espadas, le atravesó don Félix la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de
llamar a Dios, cayó en el suelo de todo punto muerto.

El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo
en un instante, recogió a don Félix, antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer
las diligencias, que les tocaban.

Vino el día, súpose el caso, dióse sepultura al malogrado y lugar a las
murmuraciones. Y yo ignorante del caso, salí a un locutorio a ver a doña Isabel, que
me estaba aguardando llena de lágrimas y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo
mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó tiernamente. Prevínome del suceso y
de la ausencia que don Félix quería hacer de Baeza y de toda España, porque se decía
que el Corregidor trataba de sacarle de la Iglesia, mientras venía un Alcalde de
Corte, por quien se había enviado a toda priesa.

Considera, Fabio, mis lágrimas y mis extremos con tan tristes nuevas, que fue
mucho no costarme la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la
partida de mi querido dueño a Flandes, refugio de delincuentes y seguro de
desdichados, como lo hizo, dexando orden en mi regalo, y cuidado a su padre de
amansar las partes y negociar su vuelta.

Con esto, por una puerta falsa, que se mandaba por la estancia de las monjas, y
no se abría sino con grande ocasión, con licencia del Vicario y Abadesa, salió,
dexándome en los brazos de su tía casi muerta, donde me trasladó de los suyos, por no
aguardar a más ternezas, tomando el camino derecho de Barcelona, donde estaban las
galeras que habían traído las compañías, que para la expulsión de los moriscos había
mandado venir la Majestad de Felipe III, y aguardaban al Excelentísimo don Pedro
Fernández de Castro, Conde de Lemos, que iba a ser Virrey y Capitán General del Reino
de Nápoles.

Supo mi padre la ausencia de don Félix, y como discreto, trazó, ya que no se
podía vengar dél hacerlo, de mí. Y la primera traza que para esto dio fue tomar los
caminos, para que ni a su padre ni a mí viniesen cartas, tomándolas todas, que el
dinero lo puede todo, y no fue mal acuerdo, pues así sabía el camino que llevaba, que
los caballeros de la calidad de mi padre, en todas partes tienen amigos, a quien
cometer su venganza.

Pasaron quince o veinte días de ausencia, pareciéndome a mí veinte mil años, sin
haber tenido nuevas de mi ausente. Y un día, que estaban mi suegro y cuñado, que me
visitaban por momentos, entró un cartero y dio a mi suegro una carta, diciendo ser de
Barcelona, que a lo después supe, había sido echada en el correo. Decía así:

«Mucho siento haber de ser el primero que dé a V. m. tan malas nuevas, mas
aunque quisiera excusarme no es justo dexar de acudir a mi amistad y obligación.
Anoche, saliendo el alférez don Félix Ponce de León, su hijo de V. m. de una casa de
juego, sin saber quién ni cómo, le dieron dos puñaladas, sin darle lugar ni aun de
imaginar quién sea el agresor. Esta mañana le enterramos, y luego despacho ésta, para
que V. m. lo sepa, a quien consuele Nuestro Señor, y dé la vida que sus servidores
deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles, si V. m. no manda otra cosa. Barcelona
20 de junio. El Capitán Diego de Mesa.»

¡Ay, Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis extremos, bastará
decirte que las creí, por ser este capitán un muy particular amigo de don Félix, con
quien él tenía correspondencia, y a quien pensaba seguir en este viaje. Y pues las
creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento, y lágrimas. No quieras saber mas,
sino que sin hacer más información, otro día tomé el hábito de religiosa, y conmigo
para consolarme y acompañarme doña Isabel, que me quería tiernamente.

Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño, y
escribió esta carta, y cómo cogía todas las que venían. Porque don Félix como llegó a
Barcelona, halló embarcado al Virrey, y sin tener lugar de escribir mas que cuatro
renglones, avisando de cómo ese día partían las galeras se embarcó y con él Sarabia,
que no le había querido dexar, temeroso de su peligro. Pedía que le escribiésemos a
Nápoles, donde pensaba llegar, y desde allí dar la vuelta a Flandes.

Pues como su padre y yo no recebimos esta carta, pues en su lugar vino la de su
muerte, y la tuviésemos por tan cierta, no escribimos más, ni hicimos más
diligencias, que, cumplido el año, hacer doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho
gusto, particularmente en mi pareciéndome que faltando don Félix no quedaba en el
mundo quien me mereciese.

A un mes de mi profesión murió mi padre, dexándome heredera de cuatro mil
ducados de renta, los cuales no me pudo quitar, por no tener hijos, y ser cristiano,
que, aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación. Estos gastaba yo
largamente en cosas del convento, y así era señora dél, sin que se hiciese en todo
más que mi gusto.

Don Félix llegó a Nápoles, y no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi
descuido y desamor, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a
Flandes, y que en una dellas le habían vuelto a dar la bandera, se partió; y en
Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados, dio los suyos a damas y juegos, en que
se divirtió de manera, que en seis años no se acordó de España ni de la triste
Jacinta, que había dexado en ella; ¡pluguiera a Dios que estuviera hasta hoy, y me
hubiera dexado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas! Pues para
traerme a ellas, al cabo deste tiempo, trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la
vuelta a España y a su tierra, donde entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus
padres, se fue derecho al convento, y llegando al torno al tiempo que querían
cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que le traía unas cartas de Flandes.
Era tornera una de sus tías, y deseosa de saber lo que me quería, pareciéndole
novedad que me buscase nadie fuera de su padre de don Félix, que era la visita que yo
siempre tenía, se apartó un poco, y llegándose luego, preguntó:

-¿Quién busca a doña Jacinta, que yo soy?

-Ese engaño no a mí -dixo don Félix-, que el soldado que me dio las cartas, me
dio también a conocer su voz.

Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber
tales enigmas, y como llegué, preguntando quién me buscaba, y conociese don Félix mi
voz, se llegó más cerca diciendo:

-¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte?

¡Oh Fabio, y qué voz para mí! Ahora parece que la escucho, y siento lo que
sintiera aquel punto. Así como conocí en la habla a don Félix, no quieras más de que
considerando en un punto las falsas nuevas de su muerte, mi estado, y la
imposibilidad de gozarle, despertando mi amor que había estado dormido, di un grito,
formando en él un ¡ay! tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo, con un
desmayo tan cruel, que me duró tres días estar como muerta, y aunque los médicos
declaraban que tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mi.

Recogióse don Félix en una cuadra, dentro de la casa, que debió de ser la misma
en que primero estuvo, donde vio a su hermana, porque había en ella una rexa donde
nos hablábamos, de quien supo lo hasta allí sucedido, que viendo que estaba profesa,
fue milagro no perder la vida.

Encargóle el cuidado de mi salud, y el secreto de su venida, porque no quería
que la supiese su padre, que ya su madre era muerta.

Yo volví del desmayo, mejoré del mal, porque guardaba el cielo mi vida para más
desdichas, y salí a ver a mi don Félix.

Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para
casarnos, pues la primera palabra era la valedera.

Mientras yo juntaba dineros que llevase, pasaron quince días, o un mes, en cuyo
tiempo volvió a vivir amor, y los deseos a reinar, y las persuasiones de don Félix a
tener la fuerza que siempre habían tenido, y mi flaqueza a rendirse. Y pareciéndonos
que el Breve del Papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la
profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Félix
para ir a Flandes (el cómo no me lo preguntes, si sabes cuánto puede el interés); la
cual le di a mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y
riguroso! Pues todas o las más noches entraba a dormir conmigo. Esto era fácil, por
haber una celda que yo había labrado de aquella parte. Cuando considero esto no me
admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y engrandezco el amor y
la misericordia de Dios, en no enviar un rayo contra nosotros.

En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Félix escondido, con
determinación de que no se supiese que estaba allí, hasta que el Breve viniese.

Pues como Sarabia llegó a Roma, y presentó los papeles y un memorial que llevaba
para dar a Su Santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio, y
cómo entraba en el convento, caso tan riguroso a sus oídos, que mandó el Papa que
pena de excomunión mayor latae sententiae, pareciese don Félix ante su tribunal,
donde sabiendo el caso más por entero, daría la dispensación, dando por ella cuatro
mil ducados.

Pues cuando aguardábamos el buen suceso, llegó Sarabia con estas nuevas; empecé
con mayores extremos el ausentarse don Félix, temiendo sus descuidos, el cual con la
misma pena me pidió me saliese del convento y fuese con él a Roma, y que juntos
alcanzaríamos más fácilmente la licencia para casarnos.

Díxolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente
noche, tomando yo gran cantidad de dineros y joyas que tenía, dexando escrita una
carta a doña Isabel, y dexándole el cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en
poder de don Félix, que en tres mulas que Sarabia tenía prevenidas, cuando llegó el
día ya estábamos bien apartados de Baeza, y en otros doce nos hallábamos en Valencia;
y tomando una falúa, con harto riesgo de las vidas, y mil trabajos, llegamos a Civita
Vieja, y en ella tomamos tierra, y un coche en que llegamos a Roma.

Tenía don Félix amistad con el Embaxador de España y algunos Cardenales que
habían estado en la insigne ciudad de Baeza, cabeza de la Cristiandad, con cuyo favor
nos atrevimos a echarnos a los pies de Su Santidad, el cual mirando nuestro negocio
con piedad, nos absolvió, mandando que diésemos dos mil ducados al Hospital Real de
España, que hay en Roma; y luego nos desposó, con condición y en penitencia del
pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase la pena y castigo
reservado a él mismo.

Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios, y confesándonos generalmente
algunos días, en cuyo intermedio, supo don Félix, cómo la Condesa de Gelves, doña
Leonor de Portugal, se embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don
Diego Pimentel, su marido, Virrey. Y pareciéndole famosa ocasión para venir a España
y a nuestra tierra a descansar de los trabajos pasados, me traxo a Nápoles, y acomodó
por medio del Marqués de Santacruz, con las damas de la Condesa, y él se llegó a la
tropa de los acompañantes.

Tuvo la fortuna el fin que se sabe, porque forzados de una cruel tormenta, nos
obligó a venir por tierra. Bastaba yo, Fabio, venir allí. Finalmente mi esposo y yo
vinimos a Madrid, y en ella me llevó a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una
hija tan dama como hermosa, y tan discreta como gallarda, donde quiso que estuviese,
respecto de haber de estar lo que faltaba del año, apartados. Y él presentó los
papeles de sus servicios en Consejo de Guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole
que con título de capitán y mi hacienda y la suya, sería rey en Baeza, premisas
ciertas de su pretensión.

Tenía mi don Félix, cuando salió, orden de su Majestad que todos los soldados
pretendientes fuesen a servirle a la Mamora. que a la vuelta les haría mercedes. Y
como a él respecto de haber servido. también le honrasen por esta ocasión con el
deseado cargo de capitán, no le dexaron sus honrados pensamientos acudir a las
obligaciones de mi amor. Y así un día que se vio conmigo, delante de sus parientes,
me dixo:

-Amada Jacinta, ya sabes en la ocasión que estoy, que no sólo a los caballeros
obliga, más a los humildes, si nacieron con honra. Esta empresa no puede durar mucho
tiempo, y caso que dure más de lo que agora se imagina, como un hombre tenga lo que
ama consigo, y no le falte una posada honrada, vivir en Argel o en Constantinopla,
todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades, y las chozas, palacios. Dígote
esto, porque mi ausencia no se excusa por tan justos respectos, que si los
atropellase, daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa mi desamor, si quieres
dar este nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti, me excusa el llevarte,
que si no fuera esto, me animara a que en mi compañía, empezaras a padecer de nuevo,
o ya viéndome a mí cercado de trabajos, o llegando ocasión de morir juntos. Mas será
Dios servido, que, en sosegándose estas revoluciones, yo tenga lugar de venir a
gozarte, o por lo menos enviar por ti, donde me emplee en servirte, que bien sé la
deuda en que estoy a tu amor y voluntad. Mi esposa eres, siete meses nos quedan para
poder yo libremente tenerte por mía. La honra y acrecentamiento que yo tuviere, es
tuya. Ten por, bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del
pesar que has de tener, y yo tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser
quien eres, y quien soy. Lo necesario para tu regalo no te ha de faltar. A mi padre y
hermana dexo escrito, dándoles cuenta de mis sucesos, a ti vendrán las cartas y
dineros. Con esto y las tuyas, tendré más ánimo en las ocasiones, y más esperanzas de
volverte a ver. Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto
decirte nada, porque no hagas el mal con vigilia. Por tu vida y la mía, que mostrando
en esta ocasión el valor que en las demás has tenido, excuses el sentimiento, y no me
niegues la licencia que te pido con un mar de lágrimas en mis ojos.

Escuché, discreto Fabio, a mi don Félix, pareciéndome en aquel punto más galán,
más cuerdo y más amoroso, y mi amor mayor que nunca; habíale de perder, ¡qué mucho
que para atormentarme urdiese mi mala suerte esta cautela! Queríale responder, y no
me daba lugar la pasión; y en este tiempo consideré que tenía razón en lo que decía;
y así, le dixe con muy turbadas palabras que mis ojos respondían por mí, pues claro
era que consentía el gusto y la voluntad, pues que ellos hacían tal sentimiento,
pasando entre los dos palabras muy amorosas, mas para aumentar la pena, que para
considerarla. Llegó la hora en que le había de perder para siempre, partióse al fin
don Félix, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar, ni
hablar, ni oír los consuelos que me daba doña Guiomar y su madre, que me decían mil
cosas y consuelos para desembelesarme. Finalmente, me costó la pérdida de mi dueño
tres meses de enfermedad, que estuve va para desamparar la vida. ¡Pluguiera al Cielo
que me hiciera este bien! ¿Mas cuando le reciben los desdichados, ni aún de quien
tiene tantos que dar?

En todo este tiempo no tuve cartas de don Félix, y aunque pudieran consolarme
las de su padre y hermana, que alegres de saber el fin de tantas desdichas, y
prevenidas de mil regalos y dineros que me daban el parabién, pidiéndome que en
volviendo don Félix, tratásemos de irnos a descansar en su compañía, no era posible
que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad, la cual me daba mil sospechas de mi
desdicha, porque tengo para mí, que no hay más ciertos astrólogos que los amantes.

Más habían pasado de cuatro meses que pasaba esta vida, cuando una noche, que
parece que el sueño se había apoderado de mí más que otras (porque como la Fortuna me
dio a don Félix en sueños, quiso quitármele de la misma suerte) soñaba que recebía
una carta suya, y una caxa que a la cuenta parecía traer algunas joyas, y en yéndola
a abrir, hallé dentro la cabeza, de mi esposo. Considera, Fabio, que fueron los
gritos y las voces que di tan grandes, despertando con tantas lágrimas y congoxas y
ansias, que parecía que se me acababa la vida, ya desmayándome, y ya tornando en mí,
a puras veces que me daba doña Guiomar, y agua que me echaba en el rostro, que era la
mayor compasión del mundo. Contéles el sueño, y ella y su madre, y criadas no osaban
apartar de mí, por el temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que
volvía la cabeza, vía la de don Félix.

Hasta que se llegó la mañana, que determinaron llevarme a mi confesor, para que
me confesase, por ser un sacerdote muy bien entendido y teólogo. Al tiempo de salir
de mi casa, oí una voz, aunque las demás no la oyeron:

-Muerto es, sin duda, don Félix, ya es muerto.

Con tales agüeros, puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni la
tenía en cosa criada.

Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que
sucedió en la Mamora, y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron,
viniendo casi en los primeros don Félix. De allí algunos días llegó Sarabia, que fue
la nueva más cierta, el cual contó, cómo yendo a tomar puerto las naves, en
competencia unas con otras, dos dellas se hicieron pedazos, y abriéndose por medio,
se fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ella ni tan sólo un hombre.
En una de éstas iba mi don Félix, armado de unas armas dobles, causa de que cayendo
en la mar, no volvió a parecer más; echó algunos fuera, él no fue visto; así acabó la
vida en tan desgraciada ocasión, el más galán mozo que tuvo la Andalucía, esto sin
pasión, porque a treinta y cuatro años acompañaban las más gallardas partes que pudo
formar la Naturaleza.

Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, mi luto, sería pagarte
mal el gusto con que me escuchas, sólo te digo, que en tres años ni supe qué fue
alegría, ni salud.

Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi
convento; mas yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo aceté,
por no volver a los ojos de mis deudos sin su amparo, ni menos con las monjas,
respecto de haber sido causa de su escándalo; demás que mi poca salud no me daba
lugar de ponerme en camino, ni volver de nuevo a ser novicia, y sufrir la carga de la
Religión, antes di órdenes que Sarabia, a quien yo tenía por compañero de mis
fortunas, se fuese a gobernar mi hacienda, y yo me quedé en compañía de doña Guiomar,
y su madre, que me tenían en lugar de hija, y no hacían mucho, pues yo gastaba con
ellas mi renta, bien largamente.

Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Félix,
que satisfaciese mis ojos ni hinchiese el vacío de mi corazón, que aunque no lo
estaba de su memoria, ni mis compañeras quisieran que le hallara; mas para mi
desdicha le hallo amor, que quizá estaba agraviado de mi descuido.

Visitaba a doña Guiomar un mancebo, noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio,
tan cuerdo como falso, pues sabía amar cuando quería, y olvidar cuando le daba gusto,
porque en él las virtudes y los engaños están como los ramilletes de Madrid,
mezclados ya los olorosos claveles, como hermosas mosquetas, con las flores
campesinas, sin olor ni virtud ninguna. Hablaba bien y escribía mejor, siendo tan
diestro en amar como en aborrecer. Este mancebo que digo, en rnucho tiempo que entró
en mi casa, jamás se le conoció designio ninguno, porque con llaneza y amistad
entretenía la conversación, siendo tal vez el más puntual en prevenirme consuelos a
mi tristeza, unas veces jugando con doña Guiomar, y otras diciendo algunos versos, en
que era muy diestro y acertado. Pasaba el tiempo, teniendo en todo lo que intentaba
más acierto que yo quisiera. Igualmente nos alababa, sin ofender a ninguna nos
quería, ya engrandecía la doncella, ya encarecía la viuda; y como yo también hacía
versos, competía conmigo y me desafiaba en ellos, admirándole, no el que yo los
compusiese, pues no es milagro en una mujer, cuya alma es la misma que la del hombre,
o porque naturaleza quiso hacer esa maravilla, o porque los hombres no se
desvaneciesen, siendo ellos solos los que gozan de sus grandezas, sino porque los
hacía con algún acierto.

Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle, porque si me
agradaba de sus gracias, temía de sus despegos, de que él mismo nos daba noticia,
particularmente un día, que nos contó cómo era querido de una dama, y que la
aborrecía con las mismas veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que le
pagaba mil ternezas. ¡Quién pensara, Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para
amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo! De mirar su gallardía,
nació en mí un poco de deseo, y con desear, se empezaron a enxugar mis ojos, y fui
cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto, que del todo le vine a
querer, deseando que fuera mi marido, si bien callaba mi amor, por no parecer
liviana, hasta que él mismo traxo la ocasión por los cabellos, y fue pedirme que
hiciera un soneto a una dama, que mirándose a un espejo, dio en el sol, y la
deslumbró. Y yo aprovechándome della, hice este soneto:

En el claro cristal del desengaño
se miraba Jacinta descuidada,
contenta de no amar, ni ser amada,
viendo su bien en el ajeno daño.
Mira de los amantes el engaño,
la voluntad, por firme, despreciada,
y de haberla tenido escarmentada,
huye de amor el proceder extraño.
Celio, sol desta edad, casi envidioso,
de ver la libertad con que vivía,
exenta de ofrecer a amor despojos,
Galán, discreto, amante y dadivoso,
reflexos que animaron su osadía,
dio en el espejo, y deslumbró sus ojos.
Sintió dulces enojos,
y apartando el cristal, dixo piadosa:
Por no haber visto a Celio, fui animosa,
y aunque llegue a abrasarme,
no pienso de sus rayos apartarme.

Recibió Celio con tanto gusto este papel, que pensé que ya mi ventura era
cierta, y no fue sino que a nadie le pesa de ser querido. Alabó su ventura, encareció
su suerte, agradeció mi amor, dando claras muestras del suyo, y dándome a entender
que me lo tenía, desde el día que me vio, solenizó la traza de darle a entender el
mío, y finalmente, armó lazos en que acabase de caer, solenizando en un romance, mi
hermosura, y su suerte. ¡Ay de mí, que cuando considero las estratagemas y ardides
con los que los hombres rinden las mujeres y combaten su flaqueza, digo que todos son
traidores, y el amor guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego
al honor, alcaide de la fortaleza del alma! De mí te digo, Fabio, que aunque ciega, y
más cautiva a esta voluntad, nunca dexó de conocer lo que he perdido por ella, pues
cuando no sea, sino por haber dexado de ser cuerda, queriendo a quien me aborrece,
basta este conocimiento para tenerme arrepentida, si durase este propósito.

En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque empezó a dar
tal color de verdadero a su amor, que le creyera, no sólo una mujer que sabía de la
verdad de un hombre, que se preció de tratarla, sino a las más astutas y matreras.
Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde estaba en mi casa, tanto que sus
amigos llegaron a conocer, en verle negarse a su conversación, que la tenía con
persona que lo merecía, en particular uno de tu nombre, con quien la conservó más que
ninguno, y a quien contaba sus empleos, que según me dixo el mismo Celio, me tenía
lástima, y le rogaba que no me hablase, si me había de dar el pago que a otras que le
había conocido. Sus papeles tantos, que fueron bastantes a volverme loca. Sus regalos
tantos y tan a tiempo, que parecía tenía de su mano los movimientos del cielo, para
hacerlos a punto que me acabase de precipitar. Yo simple, ignorante destas
traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor, y s, bien se le tuve siempre con
propósito de hacerle mi esposo, que de otra manera, antes me dexara morir, que darle
a entender mi voluntad; y en ello entendí hacerle harto favor, siendo quien soy,
Celio no debía de pensar esto, según pareció, aunque no ignoraba lo que ganara con
tal casamiento. Mas yo, con mi engaño, estaba tan contenta de ser suya, que ya de
todo punto no me acordaba de don Félix; sólo en Celio estaban empleados mis sentidos,
si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer, temí perderle; y
para asegurarme deste temor, un día que le vi más galán, y más amante que otros, le
conté mi pensamiento, diciéndole, que si como tenía cuatro mil ducados de renta,
tuviera juntas todas las que poseen todos los señores del mundo, y con ellas la
Monarquía dél de todas le hiciera señor.

Seguía Cello las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que
cortó a mi pretensión la cabeza, diciendo que él había gastado sus años en estudios
de letras divinas, con propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían
puesto sus padres los ojos, fuera de haber sido esta su voluntad; y que supuesto
esto, que le mandase otras cosas de mi gusto, que no siendo esa, las demás haría,
aunque fuese perder la vida, y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su fe
y palabra de amarme mientras la tuviese.

Lo que sentí en ver defraudada mis esperanzas, confirmándose en todo mis
temores, y recelos, pues siendo quien soy, no era justo querer si no era al que había
de ser mi legítimo marido, y respecto desto, había de tener fin nuestra amistad.
Dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel, que en lugar de enxugarlas,
pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dexándome bañada en
ellas, y así estuve toda aquella noche y otro día, que de los muchos recados, que
otras veces me enviaba, en ésta faltó, no quien los traxese, sino la voluntad de
enviaros. Hasta que aquella tarde vino Celio a disculparse, con tanta tibieza, que en
lugar de enxugarlas las aumentó. Esta fue la primera ingratitud que Celio usó
conmigo; y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor, de suerte que
ya no me vía, sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces
objeto de su alabanza. A estas tibiezas daba por disculpas sus ocupaciones, y sus
amigos, y con ellas ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto, que ya las amigas,
que adoraban mis donaires y entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto
disgusto.

Acompañó su desamor, con darme celos. Visitaba damas y decíalo, que era lo peor,
con que, irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión
nombre de mal acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló
tan libre dél como si nunca le hubiera tenido, y como ingrato a mis obligaciones, dio
en visitar a una dama libre, y de las que tratan de tomar placer y dineros, y hallóse
tan bien con esta amistad, porque no le celaba, ni apretaba, que no se le dio nada
que yo lo supiese, ni hacía caso de las quexas, que yo le daba por escrito y de
palabra las veces que venía, que eran pocas.

Supe el caso por una criada mía que le siguió y supe los pasos en que andaba.
Escribí a la mujer un papel, pidiéndole no le dexase entrar en su casa. Lo que
resultó desto, fue no venir más a la mía, por darse más enteramente a la otra. Yo
triste y desesperada, me pasaba los días y las noches llorando. ¿Mas para qué te
canso en estas cosas?, pues con decir que cerró ojos a todo, basta.

Fue fuerza en medio destos sucesos, irse a Salamanca, y por no volver a verme se
quedó allí aquel año. Lo que en esto sentí, te lo dirá este traxe, y este monte,
donde, siendo quien sabes, me has hallado. Y fue desta suerte: a pocos días que
estaba en Salamanca, supe que andaba de amores, por nuevo, por galán y cortesano;
cuyas nuevas sentí tanto que pensé perder el juicio. Escribíle algunas cartas,no tuve
respuesta de ninguna. En fin, me determiné de ir a aquella famosa ciudad, y procurar
con caricias, volver a su gracia, y ya que no estorbase sus amores, por lo menos
llevaba determinación de quitarme la vida. Mira, Fabio, en qué ocasiones se vía mi
opinión; mas, ¿qué no hará una mujer celosa?

Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba en mis
desdichas, y viendo que estaba resuelta, no quiso dexarme partir sola. Entraba en
casa un gentilhombre, cuya amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña
Guiomar y su madre me acompañase. Él lo acató luego, y alquilando dos mulas, nos
pusimos en ellas, y salimos de Madrid, bien prevenida de dineros y joyas. Y como yo
sé tan poco de caminos (porque los que había andado con don Félix habían sido con más
recato), en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó
el de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, en un monte, me quitó cuanto
llevaba, y las mulas, y se volvió por do había venido.

Quedé en el campo sola y desesperada, con intentos de hacer un disparate. En
fin, a pie y sola empecé a caminar, hasta que salí del monte al camino real, donde
hallé gente a quien pregunté, qué tanto estaba de allí Salamanca. De cuya pregunta se
rieron, respondiéndome que más cerca estaba de Barcelona, en lo que vi el engaño del
traidor, que por robarme me traxo allí. En fin, me animé, y a pie llegué a Barcelona,
donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me dexó el
traidor en el dedo, compré este vestido, y me corté los cabellos, y desta suerte me
vine a Monserrate, donde estuve tres días, pidiendo a aquella santa Imagen me ayudase
en mis trabajos; y llegando a pedir a los padres alguna cosa que comer, me
preguntaron si quería servir de zagal, para traer al monte este ganado que ves. Yo
viendo tan buena ocasión, para que Celio ni nadie sepa de mí, y pueda sin embarazo
gozar sus amores y yo llorar mis desdichas, aceté el partido, donde ha cuatro meses
que estoy, con propósito de no volver eternamente donde sus ingratos ojos me vean.

Ésta es, discreto Fabio, la ocasión de mis desdichadas quexas, que te dieron
motivo a buscarme; en estas ocasiones me ha puesto amor, y en ellas pienso que se
acabará mi vida.

Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin,
le respondió así:

-Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien
sentidos, como bien dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy
Fabio el amigo de Celio que dixiste que estaba tan lastimado de tu empleo, cuanto
deseoso de conocerte. Con tales colores has pintado su retrato, que cuando yo no
supiera tus desdichas, y por ellas conociese desde que le nombraste, que eras el
dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tu ingrato amante, a
quien no culpo por ser esa su condición, y tan sujeto a ella, que jamás en eso se
valió de su entendimiento, ni se inclina a vencerla. Muchas prendas le he conocido, y
a todas ha dado ese mismo pago, y tenido esa misma correspondencia. De lo que puedo
asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le inclina a querer donde
es aborrecido, y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus
alabanzas, y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que
mereces. Señal de que te estima, y si tú le quisieras menos de lo que le has querido,
o no lo mostraras por lo menos, ni tú estuvieras tan quexosa, ni él hubiera sido tan
ingrato. Mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio con intención de hacerle tu
dueño, como de ser quien eres creo, y de tu discreción siempre presumí, ya es
imposible; porque él tiene ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a
cualesquiera que sean desta calidad por tener ya órdenes, impedimento para casarse,
como sabes. Para su condición, sólo este estado le conviene, porque imagino que si
tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar
siempre en una misma parte, ni gozar una misma cosa. Pues que quieras forzada de tu
amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y
opinión, que será desdecir mucho della, pues no es justo que ni el padre de don
Félix, ni su hermana, tus deudos, y el monasterio, donde estuviste y fuiste tanto
tiempo verdadera religiosa, sepan de ti esa flaqueza, que imposible será incubrirse;
y estar aquí, donde estás a peligro de ser conocida de los bandoleros desta montaña,
y de la gente que para visitar estas Santas Ermitas la pasan, ni es decente, ni
seguro; pues como yo te conocí, escuché y busqué, lo podrán hacer los demás. Tu
hacienda está perdida, tus deudos, y los de tu muerto esposo confusos, y quizás
sospechando de ti mayores males de los que tú piensas, ciega con la desesperación de
amor, y la pasión de tus celos, tanto, que no das lugar a tu entendimiento para que
te aconseje, y que elijas mejor modo de vida. Yo, que miro las cosas sin pasión, te
suplico que consideres y que pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte
conmigo, porque de lo contrario entendiera que el cielo me había de pedir cuenta de
tu vida, pues antes que haga acción tan cruel, me quedaré aquí contigo, esto sin más
interés, que el de la obligación en que me has puesto con decirme tu historia, y
descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser quien soy, y la que debo a Celio, mi
amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo suerte de apartarte
deste intento, tan contrario a tu honor y fama, porque no me quiero persuadir a que
te aborrece tanto, que no estime tu sosiego, tu vida y honra tanto como la suya. Esto
te obligue, Jacinta hermosa, a desviarte de semejante disinio. Vamos a la Corte,
donde en un Monasterio principal della estarás más conforme a quien eres, y si acaso
allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con que poder hacerlo, y vivir
descansada; y discreción para olvidar, con las caricias verdaderas de tu legítimo
esposo, las falsas y tibias de tu amante; y si olvidándole y conociendo las desdichas
que has pasado, y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de
religiosa, pues ya sabes la vida que es, y conoces que es la más perfeta, tanto más
gusto darías a los que te conocemos. Ea, bella Jacinta, vamos al convento que se
viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, dichosos de ser apacentados
de tal zagal, porque mañana poniéndote en tu traxe, pues ése no es decente a lo que
mereces, recibirás una criada que te acompañe, y alquilaremos un coche para volver a
Madrid, que desde hoy, con tu licencia, quiero que corra por mi cuenta tu opinión, y
agradecerme a mí mismo el ser causa de tu remedio. Y si no puedes vivir sin Celio, yo
haré que Celio te visite, trocando el amor imperfecto en amor de hermanos. Y mientras
con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el cielo que mudes intento, y te envíe
el remedio que yo deseo, al cual ayudaré, como si fueras mi hermana, y como tal irás
en mi compañía.

-Con estos brazos, noble y discreto Fabio -replicó Jacinta, llenos los ojos de
lágrimas, enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo-, quiero, si no pagar,
agradecer la merced que me haces; y pues el cielo te traxo a tal tiempo por estos
montes inhabitables, quiero pensar que no me tiene olvidada. Iré contigo más contenta
de lo que piensas, y te obedeceré en todo lo que de mí quisieras ordenar, y no haré
mucho, pues todo es tan a provecho mío. La entrada en el Monasterio aceto; sólo en lo
que no podré obedecerte, será en tomar uno, ni otro estado, si no se muda mi
voluntad, porque para admitir esposo, me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, ser
de Celio, porque aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino
Esposo es justo que esté muy libre y desocupada. Bien sé lo que gano por lo que
pierdo, que es el cielo, o el infierno, que tal es el de mis pasiones; mas no fuera
verdadero mi amor, si no me costara tanto. Hacienda tengo; bien podré estarme en el
estado que poseo, sin mudarme dél. Soy Fénix de amor, quise a don Félix hasta que me
le quitó la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida. Hice
elección de amar y con ella acabaré. Y si tú haces que Celio me vea, con eso estoy
contenta, porque como yo vea a Celio, eso me basta, aunque sé que ni me ha de
agradecer ni premiar esta fineza, esta voluntad, ni este amor; mas aventuraréme
perdiendo, no porque crea que he de ganar, que ni él dexará de ser tan ingrato, como
yo firme, ni yo tan desdichada como he sido, mas por lo menos comerá el alma el gusto
de su vista, a pesar de sus despegos y deslealtades.

Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa Iglesia, donde reposaron
aquella noche, y otro día partieron a Barcelona, donde mudando Jacinta traje, y
tomando un coche y una criada, dieron la vuelta a la Corte, donde hoy vive en un
Monasterio della, tan contenta, que le parece que no tiene más bien que desear, ni
más gusto que pedir. Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre, y antes
desta muerte, le pidió que la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia,
para que la pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y su caso tan verdadero,
porque a no ser los nombres de todos supuestos, fueran de muchos conocidos, pues
viven todos, sólo don Félix, que pagó la deuda a la muerte en lo mejor de su vida.

Con tanto donaire y agrado contó la hermosa Lisarda esta maravilla, que colgados
los oyentes de sus dulces razones y prodigiosa historia, quisieran que durara toda la
noche; y así, conformes y de un parecer, comenzaron a alabarla y a darle las gracias
de favor tan señalado, y más don Juan, que como amante, se despeñaba en sus
alabanzas, dándole a Lisis con cada una la muerte; tanto que por estorbarlo, tomando
la guitarra que sobre la cama tenía, llorando el alma cuando cantaba el cuerpo, hizo
señas a los músicos, los cuales atajaron a don Juan las alabanzas, y a Lisis el pesar
de oírlas con este soneto:

No desmaya mi amor con vuestro olvido,
porque es gigante armado de firmeza,
no os canséis en tratarle con tibieza,
pues no le habéis de ver jamás vencido.
Sois mientras más ingrato, más querido,
que amar, por sólo amar, es gran fineza.
Sin premio sirvo, y tengo por riqueza,
lo que suelen llamar tiempo perdido.
Si mis ojos en lágrimas bañados,
quizá viendo otros ojos más queridos,
se niegan a sí mismos el reposo,
les digo: Amigos, fuiste desdichados;
y pues no sois llamados ni escogidos,
amar, por sólo amar, es premio honroso.

Pocos hubo en la sala que no entendieron que los versos cantados por la bella
Lisis se dedicaron al desdén con que don Juan premiaba su amor, aficionado a Lisarda,
y naturalmente les pesó de ver tan mal pagada la voluntad de la dama, y a don Juan
tan ciego que no estimase tan noble casamiento, porque aunque Lisarda era deuda de
Lisis, y en la nobleza y hermosura iguales, le aventajaba en la riqueza. Mas amor no
mira en inconvenientes cuando es verdadero.

Quien más reparó en la pasión de Lisis fue don Diego, amigo de don Juan,
caballero noble y rico, que sabía la voluntad de Lisis y despegos de don Juan, por
haberle contado la dama sus deseos; y viendo ser tan honestos, que no pasaban los
límites de la vergüenza, propuso, sintiendo ocupada el alma con la bella imagen de
Lisis, pedirle a don Juan licencia para servirla, y tratar su casamiento. Y así, por
principio, comenzó a engrandecer, ya los versos, ya la voz. Y Lisis, o agradecida o
falsa quizá, con deseos de venganza, comenzó a estimar la merced que le hacía, con
cuyo favor don Diego pidió licencia para que la última noche de la fiesta sus criados
representasen algunos entremeses y bailes y dar la cena a todos los convidados. Y
concedida, con muchos agradecimientos, tan contento, como don Juan enfadado de su
atrevimiento, dio lugar a Matilde para contar su maravilla. La cual habiendo trocado
con Lisarda el lugar, empezó así:

Ya que la bella Lisarda ha probado en su maravilla la firmeza de las mujeres
cifrada en las desdichas de Jacinta, razón será que siguiendo yo su estilo, diga en
la mía a lo que estamos obligadas, que es a no dexarnos engañar de las invenciones de
los hombres, o ya que como flacas mal entendidas caigamos en sus engaños, saber
buscar la venganza, pues la mancha del honor, sólo con sangre del que le ofendió
sale.
El caso sucedió en esta Corte, y empieza así:
Aventurarse perdiendo