Cirilo Villaverde

 


Artículos costumbristas.

Selección


 

La Habana en 1841

Francia es París, Inglaterra es Londres, Italia es Roma. Si con bastante
fundamento se dice esto especialmente de aquellas dos primeras naciones, las más
ilustradas y poderosas del Viejo Mundo, con no menos, a nuestro modo de ver, se
pudiera decir que la Habana, hoy día, es la isla de Cuba.

En efecto, su posición geográfica, a orillas del mar Atlántico, porque la
avecina con las ciudades comerciales de Europa y de la Unión Americana; la excelencia
de su puerto que, según la expresión enfática del sabio geográfico señor Humboldt, es
el más hermoso y abrigado que se halla bajo los trópicos; junto con otras ventajas
que debe a su situación geográfica y a su abierto y diáfano cielo, llamándola desde
su principio a ser la morada de los gobernadores capitanes generales, andando el
tiempo la han hecho el centro o emporio del convenio, que es la vida cubana.

Después de algún tiempo de ausencia, nadie acaso mejor que el que esto escribe
pudiera hacer el paralelo entre La Habana de 1839 y 1840 y La Habana de 1841, año que
acaba de cerrarse. Desde época bien remota a la que nos referimos ahora, la marítima
ciudad, blanda cera en mano de sus artífices o dueños, ha tomado siempre la forma que
han querido darle. Cada uno, puede asegurarse así, le ha impreso su carácter
peculiar. Bajo el mando del político y el guerrero, sus adornos más favoritos han
sido los castillos, las estacadas, las baterías, cañones y campos militares; bajo el
cortesano, ha ostentado sus palacios, catedrales, paseos, jardines, fuentes,
monumentos y mejoradas calles. Y al cabo de tan mágicas como rápidas
transformaciones, pues que no son perpetuos los que la gobiernan, hoy el hijo que la
abandonó durante dos breves años no se cansa de contemplarla con asombro: ciudad
nueva y rozagante, que sale del fondo del mar, a la manera que la diosa de la belleza
de los fanáticos griegos.

Porque, a decir verdad, la india agitó su penacho, se enderezó, y caminó cargada
de extrañas plumas, de piedras preciosas y de sedas, las cuales no ha adquirido
ciertamente a cambio del oro y la plata de sus minas, sino del azúcar, el café y el
tabaco de sus fértiles campos. En vano, pues, ha sido oponerle murallas y abrirle
fosos. Éstos y aquéllas los ha traspasado, derramándose por el sur hasta Jesús del
Monte, cuya pequeña iglesia, sobre una verde colina asentada, al mismo tiempo que de
atalaya, parece puesta allí por la Providencia para impedir que el pueblo se desbande
por los campos. Por el sudoeste, entre famosas quintas y alegres casas, salvando el
profundo Casiguaguas, no ha detenido su carrera hasta darse las manos con el Quemado.
Por el oeste, cubriendo los manglares de La Punta y San Lázaro, lleva trazas de no
detenerse hasta besar los muros del Príncipe.

Esta precipitación de levantar casas y esta rapidez en poblar ha originado los
males que ahora tratan de remediarse: el pueblo, abandonado a su propio instinto,
edificó al capricho, sin pararse en regularidad ni orden ninguno. Pero, al fin,
edificó, que no es poco; y la población de extramuros hoy se ofrece con orgullo a los
ojos del transeúnte, llena de vida y movimiento, con sus jardines, sus fuentes,
teatros, templos y paseos. Uno de éstos, señaladamente renovado del todo, es lo
primero con que da el extranjero al pisar nuestras playas, para encantarle, a nuestro
juicio, con la sencillez y regularidad perfecta de la obra. De los templos, si bien
el de San Lázaro no está concluido al terminar el año de 1841, fáltale muy poco; cómo
se ideó y comenzó corriendo él, es obra que debemos adjudicarle, tanto más cuanto que
es la más digna que ha producido la caridad pública en la gran barriada de
extramuros.

Pero ya es hora de que tornemos a la ciudad, que en ella está todo el calor y la
vida. Desde las elevadas rejas de su lindísimo paseo de Paula, que se debe al año que
expira, pasemos la vista por el limpio y tranquilo espejo de su bahía, que si es
noche sin luna, veremos las estrellas del cielo como flechas de fuego clavadas en el
fondo de las aguas, y mil suertes de pequeñas y grandes embarcaciones; ora como
varadas en el hielo, ora arrastrándose silenciosamente de una ribera a otra, con la
magia que prestan las sombras de la noche y el silencio de la naturaleza. Mas si el
sol alumbra nuestro horizonte, no hojeemos ningún registro: las banderas y flámulas
que ondean en las gavias de los buques surtos en el puerto nos dirán a voces que el
comercio de la Habana en el año 1841 está en relación activa con todas las naciones
del Antiguo y Nuevo Mundo. Ni penetremos al mediodía en las calles de la ciudad,
porque correremos riesgo de ser estropeados, mayormente nosotros, que venimos de la
soledad y quietud misma; el ruido asordador que meten millones de carretones,
carretillas y carretas; conduciendo o retirando del muelle los frutos del país y
extranjeros, nos dirá a voces que el comercio de la Habana en 1841 está tan
floreciente y activo como el de las ciudades más comerciantes de Europa y América.

Esperemos a la noche otra vez; veamos bajo distintos aspectos la población que
anima el comercio extranjero con su aliento vivificador.

No bien traspone el sol nuestro horizonte, y millares de quitrines, especie de
góndolas terrenales del país, rodean los palacios de los señores, o en largas filas
se tienden ante las puertas de los teatros y otros lugares de concurrencia pública. Y
mientras los amos, en los espléndidos salones, se entregan a los placeres del juego,
del baile, de la música o de la mesa, los esclavos, que bien pudieran pasar por los
gondoleros de esas góndolas que ruedan, en la media luz de las calles, o duermen (que
esto sucede pocas veces) en los mismos cojines del carruaje que momentos antes ocupó
muellemente reclinada la hermosa y delicada habanera, o juntándose en numerosos
grupos, ya solos, ya en unión de sus queridas, cantan y bailan al son de sus pequeños
y melancólicos instrumentos: cantos, bailes e instrumentos que no tendrán, si se
quiere, la poesía que encontraba Byron en las barcarolas de los lazzaroni de Venecia,
pero que no carecen de novedad y expresión, sobre todo para el extranjero que por
primera vez los oye o los ve. A esa hora de la noche, asimismo, la ciudad toda, como
por encanto, y a la manera de ciertos insectos de nuestros campos, brota luz de sus
entrañas; pero no una luz para ofender la vista, sino para reflejarse en los mil
variados tesoros que el comercio ha derramado en las tiendas de ropa, de plata, de
quincalla, de bruñidos muebles, de ricos paños, de relojes, de joyas, de víveres, de
dulces y de cuanto producen las artes y las ciencias en toda la Europa. Y como si
fuera absolutamente preciso que los productos de esas naciones fueran expedidos aquí
por sus propios hijos, la Alemania y la Inglaterra han poblado nuestros escritorios;
la Francia, nuestras relojerías, joyerías, perfumerías, peluquerías, sastrerías y
almacenes de modas; la España, nuestas tiendas de telas, de víveres, de quincalla y
de sombreros; Italia nos suministra sus buhoneros, organistas y vendedores de
estatuas y estampas; Norteamérica, sus caballeritos y saltimbanquis, si bien en esto
último va a la parte con Francia; y en fin, el África nos presta los brazos con que
labramos los frutos que damos a cambio de sus riquezas artísticas.

Por todas partes se descubre la huella del comercio, obrando sus metamorfosis y
prodigios. A influjo de su soplo creador, todos los días se levantan tiendas de todo
género, que deslumbran, no sólo por el lujo con que están adornadas, sí también por
los tesoros y preciosidades que encierran. Por todas partes bulle un pueblo que en
lujo y en miseria no cede a ninguno de la tierra, aunque parezca exagerada la
expresión, y aunque a primera vista las ideas de lujo y miseria juntas parezcan a
algunos mal casadas y contrapuestas. Si se penetra en los teatros llenos de
espectadores casi siempre, el recién venido quedará absorto y deslumbrado de ver la
luz que se quiebra en los riquísimos trajes de seda y en los más ricos adornos de las
mujeres, quienes ciertamente no necesitan de tales atavíos para enamorar al hombre
más insensible a la belleza física. Tampoco la juventud masculina se queda atrás en
este género de progreso. En el templo como en el teatro, en los paseos como en los
bailes, sabe dar una muestra de la altura a que ha llegado su refinado gusto. Los
trajes con que se presenta en todos esos lugares de concurrencia pública, por su
corte y valor no desdicen un punto de las últimas y más hábilmente dispuestas modas
de Europa y Norteamérica; pues en este particular no puede negarse que más de una vez
nos ha dado el tono la república de comerciantes y banqueros, como alguno la bautiza.

Pero suspendamos la pluma. Pues hasta aquí no hemos hechootra cosa que trazar
ligeramente el cuadro del progreso material del pueblo habanero, al terminar el año
de 1841; parecía pedir la naturaleza de nuestro trabajo que trazáramos del mismo
modo, o en más extenso lienzo el cuadro del progreso normal si le hay. Nosotros, sin
embargo, confesamos con sinceridad que no nos sentimos en ánimo y fuerzas suficientes
para desempeñar tan difícil tarea, y abandonamos su ejecución a pluma mejor cortada
que la nuestra.

El Faro Industrial de la Habana, enero 1º de 1842

Sierras del cuzco

31 de diciembre de 1846

Señor redactor del Faro Industrial:

Prometí a usted en mí última comunicación hablarle del baile a que debía
concurrir la noche del 27; y poco tendría que decir a usted de él, si no hubiera
observado una costumbre perniciosa que deseo azotar hace tiempo.

Figúrese usted, señor redactor de mi ánima, que la gente de estos parajes son
muy prolíficas y que con dos o tres familias se llena un salón de baile.

Si cada madre sólo llevase a la diversión las hijas casaderas y en edad de
bailar, todo estaría bien, y se necesitarían hasta diez familias para que el salón de
baile estuviese medianamente concurrido. Pero no sucede así. Cada madre, cada abuela,
no se contenta con llevar las hijas casaderas, las nietas ya mujeres, llevan hasta
las de pecho, y las bisnietas si las tienen. Y sucede lo que no podía menos de
suceder, que el baile se vuelve una escuelita, la danza un retozo. Todavía si las
niñas concurriesen modesta y sencillamente vestidas, era de tolerarse en gracia del
amor materno que en ninguna parte del mundo es más caprichoso que en Cuba. Pero las
benditas madres, si no llenan la cabeza de sus hijas de tres peinetas, y un ramo de
flores de trapo plateado, si no cuelgan a sus orejas dos largos pendientes de piedras
ordinarias, si no cubren sus manecitas con largos guantes de seda, y si de la corona
a las plantas no las ponen hechas una visión, no creen que van bien vestidas y
prendidas.

Hágame el favor, señor redactor, de imaginarse qué aspecto presentará un baile
en que el mayor número de las bailadoras no ha salido de la infancia, y vestidas y
prendidas poco más o menos todas de modo que yo le describo. ¡Ah!, ¡y qué de veces
recordé allí a nuestro buen Jeremías! ¡Qué cuadro tan bello y original para su
festiva pluma! Ésta hace de hombre, la otra de mujer; aquélla sale, esa otra entra;
ésta se enoja y se retira del puesto precisamente cuando la pareja de arriba llega y
debe hacer figura con ella; y la de más allá corre a atarse una liga, a calzarse los
zapatos, a recoger el abanico, o a soltar el pañuelo, mientras la pareja de abajo la
espera impacientemente para bailar. Y en medio de todo esto, un ir incesante de acá
para allá, un mudar continuo de puesto y de asiento, un hablar, chillar y enredar
sempiternos. Para dar mayor vida y variedad a este cuadro, figúrese usted que se
escapa de los brazos de la madre el chico en camisa, y que quiere y chilla y araña
por ir donde está la hermanita. Ahora es ello. Los bailadores para la danza por no
tropezar con el rapazuelo y echarlo a rodar. Llega el padre, lo agarra por un brazo,
lo acaricia, lo llama, el angelito se resiste, llora, pelea, se ase del túnico de la
hermanita: ésta no quiere dejar la danza por seguir al hermano, y entretanto la
porfía continúa, la diversión se interrumpe, y la sala de baile se torna en una casa
de maternidad.

Vaya usted y pregunte a la más despabilada y suelta de esas bailadoras
criaturitas, vaya usted y pregúntele si sabe leer, siquiera repulgar el pañuelo, que
trae en la mano, y le responderá que no. Vaya usted y pregunte a la madre y al padre
por qué roba al sueño y al hogar; por qué carga de tantos dijes y trapos a una niña
todavía con la leche en los labios; y le responderá que a nadie hace daño, y que
alguna vez había de empezar a divertirse la pobrecita.

Pero y los hombres, ¿qué me dice usted de los bailarines? Prescinda usted de la
costumbre que tienen de desaparecer del salón, luego que dejan las parejas en sus
asientos; entran y salen con sus sombreros encasquetados, y los que no bailan se
reúnen en grupo tras los que bailan, cada cual del modo más cómodo que le place,
todos con su gran veguero en la boca, de donde no lo quitan ni para hablar; y
mientras dura la danza están lanzando bocanadas de humo sobre las señoras, y sucios
escupitajos en el suelo. Esto dentro del salón, que más allá de la tanda está el
billar donde taquean y disputan jugadores y mirones; y más allá la taberna en cuyo
mostrador se erige más de una cátedra, y por puertas y ventanas, cien cabezas que se
asoman y por cuyas cien bocas aparecen cien tabacos, que aumentan la humareda de los
que adentro fuman, y que marean a los infelices que, como el que ésta suscribe, tiene
la desgracia de odiar al tabaco y a los fumadores.

A todas estas diría usted que no le hablo de la música, requisito sin el cual no
se da baile posible. Paz por la música, señor redactor. La música de acá, no es como
la de allá, y cuanto de ella dijera sería hebreo para los que han tenido la felicidad
de no oírla. Yo, que no bailaba, que no sé dormir, sino en mi cama, y que no podía
dejar el baile cuando me viniese en voluntad, pues allí me sujetaba la forzosa
cortesanía de sufrir la música ratonera, las muchachitas pizpiretas, los condenados
fumadores y el frío, y el enredar de los chicuelos, y el bostezar de las madres,
hasta que Dios quiso y a una familia se le antojó retirarse, con lo que las demás la
siguieron, y se acabó aquella insípida reunión, obra de las dos de la madrugada.

Al otro día muy temprano, el frío y la mala noche me arrojaron de la cama, junto
con dos compañeros, y sin más demora nos pusimos en camino del Brujo. Usted no puede
formarse una idea, ni yo pintarle con verdaderos colores este romántico país. Para
apreciar las bellezas que encierran estas montañas, estos valles, y estos torrentes,
es preciso penetrar en sus entrañas, a la dulce claridad de un día de diciembre. ¡Qué
pirámides tan erguidas, qué llanuras tan amenas, qué bosques tan espesos, verdes y
elevados, qué gargantas tan estrechas y sombrías, qué aire tan puro, qué naturaleza,
en fin, tan rica y espléndida! ¡Ah! ¡Qué hombres tan pequeños, ante este espectáculo
tan grande! ¡Qué poesía, qué animación, qué variedad, qué armonía, en sublime y
chocante contraste con las escenas que la anterior noche había visto! Por gozar lo
que ahora gozaba, di por bien empleado el fastidio del baile y todo lo demás que
había sufrido.

Pero no crea usted que entramos en Brujo por un camino ancho y nivelado, nada de
eso: de los más profundos valles y desfiladeros trepamos a las más elevadas colinas,
ya faldeando éstas en forma de espiral, ya siguiendo el lecho de los torrentes, ahora
secos, ahora encharcados. Y sin embargo, no podíamos quejarnos del camino; para lo
que son generalmente los de la Isla, el del Brujo, desde Bahía Honda al menos en la
estación seca que reina en la actualidad, es bueno. Habrá dos años, según se dice,
era casi impracticable para bestias de carga, pero gracias a una mina de cobre recién
descubierta en la cabecera del valle del Brujo, y a una sierra de vapor también
recién plantada, en el asiento de la hacienda de ese nombre, ya el camino es
practicable y relativamente cómodo.

Aunque pasé a poca distancia de la mina, no me fue posible visitarla; sí la
sierra que está más inmediata al lugar que me encaminaba. La hacienda del Brujo,
asentada en medio de terrenos fértiles, si bien muy quebrados, y de bosques
primitivos, encierra millares de cedros centenarios y de chicharrones corpulentos, y
con el fin de aserrar unos y otros, tanto para envases de tabaco como para ruedas de
carretas, se ha plantado la sierra de vapor de que voy hablando. Su fuerza, según me
han dicho, es de seis caballos, y aunque hasta la fecha ella sólo ha dado avío a la
demanda de tablas, cajones y rayos, su dueño piensa en plantar pronto otra de agua,
pues hay sitio acomodado, y la cercanía y el caudal del riachuelo que pasa por allí
lo están así indicando.

La misma tarde de mi entrada en el Brujo, salí de él por otro camino, del
oriente, que es menos cómodo que el occidental, pero no ya con dos compañeros
únicamente, sino con ocho. Entre ellos dos señoritas que manejaban sus caballos por
estas quebradas y despeñaderos con tanta gracia y valentía como los más expertos
jinetes. En el camino nos asaltó la noche, la cual hacía más melancólica e imponente,
la luna alumbrando desde la mitad del cielo, la calma de la naturaleza, las vueltas y
revueltas de la senda, y el aspecto salvaje y temeroso de las serranías, y las selvas
por donde corríamos. Entonces me acordé de mis amigos y amigas de la Habana, que
quizás a aquella misma hora, paseaban por alamedas y calles, rasas como la palma de
la mano, mientras yo a cada paso esperaba dejar los sesos donde el caballo apenas
podía asentar la planta.

En fin, señor redactor, ya es hora de que yo ponga punto a este flujo de contar
impresiones, porque lo que a usted y sus suscriptores interesa son las noticias; y
por aquí éstas son cosas prohibidas. Adiós, pues, hasta la vista; las Pascuas
concluyen, y tras ésta yo parto a dar y recibir aguinaldos.

De usted, como siempre, afectísimo amigo.

El Ambulante del Oeste

Faro Industrial de la Habana (Correspondencia del Faro). 6 de enero de 1847, núm. 6.

Estaciones del año

Si con sobrado fundamento se ha repetido por muchos que la tierra es un país de
tránsito para el hombre, cuya legítima y eterna morada es el cielo, nunca a nuestro
ver, con tanta verdad como cuando se habla de la isla de Cuba y en especial de la
Habana. Porque aquí no hay, ni viene cosa que no sea de tránsito, o de paso, que es
la frase más corriente. No hablemos de las mercaderías, que sería nunca acabar, si a
referir fuéramos todas las que por nuestro puerto entran de tránsito; tampoco
hablemos de los pájaros habitadores de las regiones heladas, que cuando allá apunta
el invierno, levantan el vuelo, lo abaten en nuestras playas por un momento y pasan a
otros climas más templados; ni hablemos de los viajeros y gente de comercio, que aun
en su propia casa están de paso; ni de muchas ideas, proyectos y pensamientos, que
llegan, nos calientan la cabeza un rato y siguen su camino a otros lugares, donde
echan raíces; hablemos de los que se dicen hijos, moradores de la Habana, de los que
en ella tienen hacienda, hogar, familia, empleo, ocupación y asiento. Aun éstos, ¿no
están aquí siempre de paso?, ¿qué emprenden que no sea de paso?, ¿qué quieren que no
sea de paso? ¿qué buscan que no sea de paso?; en fin, ¿qué piensan que no sea de
paso? Veámoslo. Expliquémonos. Empecemos desde diciembre, que es cuando
verdaderamente comienza a pasar este pueblo esencialmente nómada.

Apenas se abren los blancos y olorosos aguinaldos al soplo regalado de los
suaves vientos del norte, que la ciudad se despuebla. Desde noviembre se empiezan a
preparar las chupas de lienzo, los sombreros de paja, los abigarrados pañuelos de la
India, los pantalones de color, si es hombre; si mujer, los túnicos de ligera
muselina, las lujosas capas de seda, los graciosos sombreritos italianos, las medias
de lino, las sombrillas, los guantes de color, los zapaticos de badana para pasear a
pie las mañanitas por las guarda-rayas de los cafetales humedecidas por el rocío de
la aurora. Y unos y otras, esto es, mujeres y hombres, los que poseen fincas de campo
y carruaje, preparan asimismo las lozanas parejas de caballos que han de
transportarlos de aquí y conducirlos todas las nochesdel cafetal o el ingenio al
bailedel pueblo y otros puntos.

Entonces todo es movimiento, todo es alegría, todo bullicio en los campos, la
vida de la ciudad, en una palabra, trasladada a ellos. Cada cafetal, cada ingenio,
cada pueblo, es el centro de una diversión continua: diversión tanto más brillante,
gustosa y bulliciosa, cuanto que no se prolonga a muchos días, pues que aquellos que
las promueven y son el alma de ellas, están de paso en estos sitios y con su ausencia
cesan de golpe.

La estación del invierno, o como más comúnmente decimos, de las pascuas, en
rigor, no dura arriba de dos meses, que se cuenta de quince de diciembre a quince de
enero. Según se ve pasa pronto. Y viene otra estación; pero a ésta la llamaremos
ciudadana, atento a que no tiene nombre conocido y a que entonces todo el que fue a
gozar de las pascuas en el campo ya está de vuelta a la ciudad y es en ella donde se
pasa la estación. Para mayor claridad la dividiremos en dos épocas, una más larga que
la otra, la de carnaval y Semana Santa, que comprende días de la cuaresma. En la
primera el pueblo nómada llena los teatros, los paseos, las calles y se oprime y
apiña y se sofoca en los famosos bailes. Por el excesivo número de personas
concurrentes a ellos, cualquiera creería que los habitantes se han duplicado y
triplicado, en especial las mujeres, pero no hay tal, sino que se han reunido en un
solo punto a pasar la estación. Ya para esta fecha han caído por tierra todos los
trajes que sirvieron en el campo y se han hecho de otros más lujosos y brillantes: la
moda reina soberana. Capas, plumas, capotes, rasos, merinos, cachemiras, reemplazan a
los ligeros lienzos del invierno. Entonces toda la vida está en la ciudad: los
carruajes rodando por las calles la atontan con su ruido; el bullir y gritería de las
máscaras la embelesan y transportan quién sabe dónde: y los pianos la llenan de
dulces armonías. Ésta es la época en que los amantes y los acreedores de todo género
hacen, como suele decirse, su agosto. Los unos y los otros, estamos seguros,
encontrarán de asiento en sus moradas el objeto de sus ansias. Todo el que no puede
perseguirlo en el campo, debe aprovechar la ocasión, apresurarse, porque vendrá otra
estación, si ha pasado la de las pascuas.

Y en efecto, llega la Semana Santa; el pueblo quiere verlo todo: hincha los
templos: rebosa en calles, plazas, portales, ventanas y balcones para ver pasar la
procesión, que ciertamente no pasa tan pronto como los que la miran. Asoma mayo y el
pueblo se dispersa en opuestas direcciones. Ha entrado el calor, la estación más
triste para la ciudad y la más divertida para Guanabacoa, el Cerro, Puentes Grandes,
Marianao, San Antonio, San Juan de Contreras, el Charco-azul y San Diego de los
Baños. En estos cuatro últimos sitios la permanencia es corta, apenas de un mes, bien
así como en los otros cuatro primeros la estación se prolonga a tres, cuatro y cinco
meses, atento a que son de baños, infinitos van a reponerse de los atrasos sufridos
en la estación anterior. Hombres y mujeres con sus cuerpos fatigan las aguas, llenan
los soportales del Cerro, Puentes Grandes y Marianao, resucitan a la vieja y levítica
de Guanabacoa y dejan la languidez, el silencio, la tristeza, la soledad en la
Habana. ¡Desgraciado, mejor dicho, pobre del que no está entonces de temporada! Pues
éste es el nombre de esta tercera estación, que al presente contamos.

Afortunadamente después de la tercera estación no viene una cuarta, al menos que
tenga un nombre particular, o carácter marcado; que si viniera, fuerza sería convenir
en que nuestro pueblo era el pueblo de los pueblos, es decir, aquella clase de la
sociedad, que no teniendo hogar cierto, ni seguro alimento, se anda, como el judío
errante, de ceca en meca.

Antes y poco después de las susodichas tres estaciones, que más que menos todas
causan enormes gastos a los estacionarios, ¿quién emprenderá cosa de provecho y
meditación que le salga bien?, ¿qué deudor pagará a su acreedor, pues que realmente
no se pagan más que las costas de los pleitos y eso en la primera estación?, ¿quién
que tenga un poco de juicio ha de exigir fidelidad de su amada? Triste de ella, que
tendrá que seguir a su familia en la alegre emigración; y que por seguirla se pondrá
en muchos resbaladeros, los cuales, unos la harán caer en las aguas del río, otros en
la cañada del crimen y todos en el olvido de sí y de su amante. Aconsejaríamos a todo
el que no pudiese moverse de la ciudad, que no se enamore, cuando se acercan las
estaciones, porque es tiempo perdido. ¿Quién tampoco se ha de dar a visitas? El día
menos pensado, que hacéis ánimo de ver una linda cara, ¿no os ha sucedido infinitas
veces, lector caro, que en lugar de la carita, os ha recibido una caraza arrugada y
prieta, diciéndoos que las señoritas estaban en el campo, o de baños o de temporada?
¿Quién, en fin, ha de querer, pensar, idear, escribir con fundamento para un pueblo
que siempre está de viaje, o de paso...? ¿Quién? El que desde la ciudad le dirige
este artículo de estaciones, deseando más acompañarle en todas sus peregrinaciones
que escribir cosas tan insulsas, muerto de calor, escaso de fortuna y condenado a no
transitar ni pasar la vida en temporadas.

Faro Industrial de la Habana, agosto 17 de 1842, núm. 218.

Modas

Cada día se acendra más y más el gusto de nuestras elegantes y fashionables.
Cada día advertimos una mejora, una novedad en lo respectivo a modas, que nos encanta
y sorprende a veces. Si se compara las de este año con las del próximo pasado y
anteriores, la diferencia es enorme. Lástima que se sucedan con tanta rapidez antes
de generalizarse; porque no sólo no hay ocasión ni tiempo de observarla paso a paso,
como lo deseamos los meros observadores, sino que también algunas de trajes, que
merecían durar siquiera un mes cumplido en gracia de la honestidad, y sobre todo del
favor que hacen a los esbeltos y flexibles talles de las jóvenes, son reemplazadas
por otras quizás de menos primor, de menos sencillez.

¿Y será posible que en Londres, París, Nueva York, etc., la moda esté condenada
a tan breve existencia como en la Habana? Parécenos que no. Al menos si se considera
la rapidez con que se generaliza y la escrupulosidad con que se guardan sus tiránicos
y caprichosos preceptos en esas capitales del mundo civilizado y elegante, no podrá
dejar de convenirse en que la propagación o generalización compensa la brevedad de la
vida que le destina el antojadizo fashionable. Es decir, que si en la Habana una moda
cualquiera necesita doce días de existencia para ser conocida, en París, no obstante
el séxtuplo número de almas, le bastan cuatro. Porque fuera de los inconvenientes que
presentan nuestra sociedad, nuestras costumbres y nuestra constitución económica para
que tal o cual moda se propague y generalice, y sostenga un número dado de días, el
influjo de nuestro clima abrasador es muy poderoso para que nos desentendamos de él,
cuando se trate de seguir los mandatos de esa señora del mundo. En aquellos países
que tienen sus estaciones marcadas y fijas, ya puede el hombre arreglar su traje a
tenor de ellas, seguro de que la temperatura no sufrirá los repentinos cambios que se
experimentan bajo los trópicos. Pero entre nosotros, ¿cuántas veces no nos hemos
visto obligados a desnudarnos de un traje de invierno al mediodía, que a las nueve de
la mañana era necesario que lo vistiéramos para abrigo?

Por esta razón la Prensa del miércoles 3 del corriente, con el fin de informarse
de las modas parisienses, nos copia y presenta un figurín de invierno, siendo así que
entre nosotros ya asoma la alegre primavera su cabeza coronada de jazmines y
azahares.

Bien se nos alcanza que aquí faltan casi todos los medios generalizadores de la
moda: tales como los periódicos, que en París, Londres, etc., son muchos los que se
consagran sólo a ese objeto, los teatros diarios, las tertulias continuas, los
bailes, los paseos públicos, la corte, que es una reunión constante de fashionables;
y en fin, la multitud de modistas, cuyo interés en propagar las modas que inventan
por causa de la competencia, es muy grande. Aquí todavía las costumbres y la
desigualdad de la riqueza, no consienten que cualquier familia tenga su modista y su
peluquero. Pocas, muy pocas son las muchachas de la clase media que pueden pagar el
corte y hechura de sus trajes. Las más los hacen y cortan en su casa, por medio de
moldes de papel, que consiguen de esta o esotra amiga más pudiente, o más en relación
con las elegantes. Y de aquí procede, por consecuencia forzosa, que una moda de peto,
verbigracia, sufra tantas variaciones pasando de mano en mano, que cuando llega a la
última, ya ha perdido el primitivo tono y corte que le dio la modista. No de otra
manera aquellos sucesos que transmite el pueblo de boca en boca, a medida que
avanzan, van abultándose y desfigurándose.

Sin embargo, de todas esas causas que decimos se oponen a la generalización y
duración de nuestras modas, no podemos menos de levantar la voz en favor de los
petos, imitando las cotillas, que vimos en los primeros bailes de disfraz de la
Habanera y en el último de la Filarmónica. Difícil es que se invente moda más propia
para hacer resaltar las dotes con que plugo al cielo enriquecer los cuerpos de
nuestras mujeres. Hoy, que de acuerdo con nuestro clima abrasador y con el mundo
fashionable europeo, se cifra la elegancia en la sencillez, pocas modas de petos
ganarán al de que tratamos en esa cualidad; pues no podía ser menos cargado de
adornos, ni más ligeras sus mangas de ángel, ni más airosa la ancha cinta con que se
rodeaba la cintura y servía para ceñirla. También la limpieza del monillo contrastaba
de tal modo con los profundos pliegues de la saya, echados cuidadosamente hacia
atrás, que era una maravilla ver andando a una de nuestras elegantes. En especial
para aquellos que sueñan siempre con los usos y costumbres de la época en que la
mujer, como reina de los corazones, presidía en los torneos y consistorios de amor
(llamados hoy literarios), semejante modo de trajes le transportaba allá en cuerpo y
alma, como por encantamiento.

No ayudaba poco a la realización de esta idea la corona de rosas, que por tocado
pedía de suyo el corte del peto; si bien de ellas vimos muchas y muy lindas en el
último baile de Santa Cecilia. Ésta es una de las modas que más generalizada hemos
observado acaso por no ser costosa, y por no estar tan sujeta a variaciones. Muy
pocas de las señoritas concurrentes al dicho sarao, dejaron de llevar su corona, ya
blanca, ya encarnada, ya azul de cielo; en lo que parece que se habían propuesto
imitar a la santa patrona de la sociedad, cuya hermosa pintura se veía fija a la
pared en uno de los testeros del salón principal. Podemos asegurar, que merced a este
adorno tan elegante, algunas de las jóvenes que vimos bailando nos parecieron otras
Santa Cecilia, que durante la noche, antes de volar al cielo, querían deslumbrarnos
con el poderoso hechizo de sus gracias sobrenaturales.

Ahora, descendiendo a hablar de las modas de los hombres, y sabido qué pocas son
las variaciones que admiten, por causas que están al alcance de todos, nuestra tarea
al mencionarlas aquí se reducirá a breves renglones. Donde se nota bastante mejora es
en los chalecos y corbatas: éstas por las exquisitas telas que ahora nos vienen del
extranjero, y aquéllas por el corte del cuello, que hoy no tienen más que una pulgada
de ancho y es redondo. En el último baile de Santa Cecilia, por lo que hace a
corbatas, estuvieron en su fuerte las chalinas de raso de labores chinescas, o mejor
dicho de mosaicos; que sea dicho entre nos, se necesita gracia, tino, para colocarlas
bien; y de modo que sus colores contrasten elegantemente con el color del chaleco.
Los sastres que más se esmeran en cortar éstos son Melogán y Ramón Guillot; las
tiendas que mejores partidas han recibido de aquéllas son la Extranjera, la Bomba y
la Escocesa. Sin embargo, la estación va desterrando las chalinas por calurosas, y
sustituyendo las corbatas de pañuelos sencillos.

Sansueña

El Faro Industrial de la Habana, 6 de marzo de 1842, núm. 65.

Puerta de la luz

Con el incremento e importancia que tomaba el puerto de la Habana o de Carenas a
principios del siglo XVII, conforme al historiador Arrate, el más fiel y minucioso de
nuestros historiadores, pensóse seriamente en fortificarlo y preservarlo cuando se
pudiese, contra la codicia de los enemigos de España, en los bellos tiempos de su
prosperidad y grandeza.

Tras el proyecto de aislar la ciudad, abriendo un canal de la caleta de San
Lázaro al estero de Chávez, propuesto por el señor Gelder, que no mereció la
aprobación de la corte, llevóse a cabo el del señor Montaño Blázquez, reducido a
amurallarla por la parte de tierra. Y según el mismo Arrate, la obra se comenzó
corriendo el año 1633, con nueve mil peones, que ofreció el vecindario y el arbitrio
de sisa impuesto por el cabildo sobre el vino. Continuada después por los sucesores
en el gobierno, Orejón, Rodríguez Ledesma, Córdoba, Lazo de la Vega, el marqués de
Casa-Torres, Güemes y Cagigal, llevóse tan adelante, que en tiempo de estos dos
últimos sobre todo, había fundadas esperanzas de que se concluyesen las murallas
(aunque no sucedió así); o lo que es lo mismo, se circundase la ciudad, porque ya no
sólo se pensaba en fortificarla por la parte de tierra, sino también por la mar.

El primer pedazo de muralla que se construyó fue, pues, el que corre de la Punta
al Arsenal; y tuvo en su principio tres puertas: la de la Punta que daba salida a los
paseantes por la orilla del mar, hasta San Lázaro; la de Tierra, que servía de
entrada a los campesinos, y la de la Tenaza, que comunicaba con el Arsenal, y fue el
origen de graves desavenencias entre el gobernador marqués de la Torre y el
comandante general de marina. Lazo de la Vega agregó otro pedazo de muralla por la
parte de mar, desde la Tenaza hasta San Francisco de Paula, aunque años después fue
demolido y reedificado con más solidez por el señor Güemes; y esta cortina no tuvo
puerta ninguna, si exceptuamos una abertura o caño que sirve de desagüe a las calles
de la ciudad de esa banda y aun a fugitivos y gentes que les acomoda no ser vistas en
sus entradas ni en sus salidas.

Y sin embargo de que el historiador que seguimos no lo declara expresamente, es
de presumir que en tiempo del señor Cagigal, como hemos dado por hecho más arriba,
las murallas quedasen concluidas, tanto porque aquél escribió a principios del
gobierno de Cagigal, cuanto porque menciona haberse abierto tres puertas en la
cortina del Oriente, que no habría por cierto necesidad de abrir tantas si aún
faltase mucho.

Pero sea de esto lo que quiera, la verdad es que de dichas tres puertas, la más
septentrional llamóse de Carpinete, porque daba entrada a las mercancías y efectos
que desembarcaban los navíos de la época, en un muelle de ese nombre, contiguo a la
contaduría, cuya casa antiguamente ocupaba el espacio que media entre la Aduana nueva
y el vínculo del señor de Aróstegui. La otra puerta en el punto más céntrico de la
muralla oriental, nombróse de la Machina y conserva su primitiva denominación, si
bien no la forma, que hoy más parece puerta de estacada que de muralla. Por último,
la tercera, nombrada de la Luz, la más meridional, que es la que debe ocuparnos en el
presente artículo, ni ha cambiado de sitio como la de Tenaza y Carpinete, ni de forma
como la de la Machina antes mencionada, sino que siempre estuvo donde ahora se la ve,
al fondo del teatro principal y al remate de la rampa que hace la calle que lleva su
nombre.

Según la representa la estampa que encabeza este artículo, su apariencia es la
de un castillejo sin almenas, garitones, ni troneras; tiene azotea, sin embargo, y
una escala exterior de piedra. También tiene abajo dos ventanas interiores, que dan
luz a otros tantos cuartos que sirven el uno a la habitación del guarda y el otro a
la del sargento con los soldados, que montan la guardia diariamente en ella.

Ni exterior ni interiormente hemos encontrado losa o medalla alguna de bronce o
piedra, por donde viniésemos en conocimiento del año en que se abrió dicha puerta, ya
que el historiador lo calla; lo que nos ha causado suma extrañeza, si se considera
que en estas cosas se ha llevado a tal punto la escrupulosidad entre nosotros, que en
obras de ningún interés ni duración se les notan repetidas las inscripciones.

No obstante, el destino de la puerta de la Luz siempre fue el mismo hasta ahora
dos o tres años: esto es, dar entrada a los pasajeros y frutos de la banda opuesta de
la bahía. Desde que las poblaciones de Regla y Guanabacoa empezaron a tomar la
importancia y crece que hoy tienen, la puerta de la Luz se hizo la más concurrida y
transitada de la ciudad. Andando el tiempo, el santuario de Regla, por los milagros
de la Santísima Señora su patrona, y por sus antiguas como renombradas ferias,
adquirió celebridad inmensa; y con el fin de visitarlo, de mañana y tarde veíase la
bahía cubierta de botes llenos de pasajeros que se embarcaban en el muelle de Luz, el
más cercano y el único entonces para semejante uso.

Luego también Guanabacoa, en un principio por su sagrada misión de recoger,
amparar y adoctrinar en la fe de Cristo a los desvalidos, dispersos indios, que la
pobló de tales y tantos templos; y más que todo por el descubrimiento de sus baños
minerales convirtiendo de improviso la villa en lugar de temporadas de los habaneros,
todos los años los recibía a millares, durante los meses de calor especialmente; y no
iban a ella por otra puerta que por la de la Luz, pues que la vía de tierra es y ha
sido siempre sobre larga, trabajosa y de malísimos pasos.

La puerta de la Luz, por lo tanto, en aquella época, y aun en nuestros días,
como hemos apuntado más arriba, viose animada de continuo por los innumerables
boteros, que no contentos con cubrir el pequeño muelle con sus graciosas
embarcaciones a manera de góndolas, salían en tropel hasta la calle que lleva el
nombre de la puerta, a asaltar los infinitos pasajeros de todas clases que
diariamente y a todas horas cruzaban la bahía.

Las escenas ya chistosas, ya ridículas, ya serias, que en esta puerta
acontecían, llegaron a adquirir tal popularidad y fama, que muchos hombres pacíficos
y muchas más señoras temían tener que embarcarse a Regla, por lo expuestos que
estaban a los desacatos y tropelías ocasionadas por la codicia insaciable de los
boteros: los cuales nunca se contentaban con el número de dieciséis pasajeros
calculado para cada bote, sino que querían siempre atestarlos de un modo bárbaro y
peligroso.

Esto dio origen a desgracias no pocas. Porque además de cargar con doble peso
del que demandaban unas barcas frágiles y reducidas de suyo, cuando el viento no les
era favorable para hacer uso de sus velas latinas, a fuerza de remo del puerto. Y no
podemos menos de recordar aquí, que una de esas escenas sirvió de motivo a la señora
condesa de Merlín para presentarnos en acción al personaje principal de la más
celebrada de sus novelas: Sor Inés.

Pero hoy todo ha cambiado y desaparecido. Con la introducción de los botes o
bateas impulsados por vapor, que planificó una empresa anónima y edificó muelle al
fondo del convento de San Francisco, rompiendo las murallas de la Habana, el tráfico
y animación de la puerta de la Luz decayeron al extremo de ser la más solitaria y
silenciosa de la ciudad. Y tal prisa se han dado a abrir otras puertas, que del corto
tiempo en que se tomó la vista de la actual estampa, al en que escribimos este
artículo, fuera de las que ya había correspondientes a los vapores de la carrera de
Matanzas, la empresa de la mina Prosperidad ha abierto la suya ex profeso, con
hermosas rejas de hierro afianzadas en altos pilares de piedra y su tinglado capaz
que cubre el ancho muelle.

La puerta de la Luz, tan concurrida y transitada por nuestras hermosas y
mozalbetes que salían por ella con el fin de concurrir a las ruidosas ferias de Regla
y a las juntamente célebres temporadas de Guanabacoa, vese al presente reducida a las
visitas de uno que otro pasajero pobre y cauteloso que teme el ruido y humo de los
vapores y a las tropas de los caballos que todas las mañanas llevan a bañar los
caleseros. El centinela y el pacífico guarda, sin embargo, no la abandonan, ni la han
abandonado nunca, al menos que sepamos y según lo mustio que aparecen sus semblantes
al curioso que les observa de paso, creería que estaban allí puestos para llorar y
referir al transeúnte lo que fue, en tiempos no muy lejanos, la solitaria puerta de
la Luz.

Paseo pintoresco por la isla de Cuba, publicado por el establecimiento litográfico
del Gobierno y Capitanía General.

En la Habana, año de 1841. Cuaderno núm. 7. Páginas 211 a 215.

Casa de San Dionisio

Un temor religioso sobrecoge el ánimo del escritor al estampar el solo nombre de
San Dionisio, mayormente, cuando sin quererlo por sobre las almenas de la casa,
divisa los pinos del cementerio. ¡Aquí la tumba de los dementes!, ¡allí la tumba de
los muertos! ¡Qué consonancia tan terrible! ¡La muerte y la locura juntas! Nosotros
respetamos las intenciones del sabio magistrado que así lo dispuso, y aun aplaudimos
su filosófico pensamiento. La locura y la muerte son una misma cosa. El hombre
demente existe en un mundo donde aún no han podido penetrar los sabios de la tierra:
el hombre muerto reposa en otro mundo cerrado enteramente para el hombre vivo. La
casa de los locos y la casa de los muertos deben estar, pues, en un mismo sitio. Si
la sociedad tiene un sepulcro debajo de la tierra para sus muertos, que sirve de
asilo a sus huesos, es cosa muy puesta en razón que erigiese también asilo sobre la
tierra para aquellos que, perdiendo el juicio, perdieron la existencia moral, y
demanden una tumba o lugar apartado, donde sus delirios no exciten a todas horas el
horror, la lástima y tal vez el escarnio del hombre sensato. La sociedad en esto
obedece a Dios callando. ¡Desgraciado del hombre que no encuentra un hueco en la
tierra donde descansar sus huesos!, ¡desgraciado el loco que no tiene un asilo donde
ocultar a los demás hombres las miserias de su razón extraviada!

La situación de la casa de San Dionisio es al costado oriental del cementerio,
entre éste y el hospital de San Lázaro, al fondo de la caleta del mismo nombre, dando
su frente al sur, y bañada en todos sentidos por las brisas del mar; casi a las
faldas de la célebre loma de Aróstegui, poco menos de dos millas del centro de la
ciudad y cerca de una del castillo del Príncipe. Esta situación, según se ve, no
puede ser más adecuada al fin de su instituto como lo es la de San Lázaro y la del
cementerio general. Sitio retirado y silencioso, frescos y puros aires: ved aquí los
requisitos que demanda naturalmente una casa destinada para hombres de suyo
achaquientos, y ved los que goza la de San Dionisio en la Habana.

Su erección fue el año 1827, gobernando el señor don Francisco Dionisio Vives,
de quien tomó el título; y su apertura el primero de septiembre del siguiente año.
Hízose la obra a expensas de una suscripción voluntaria promovida por dicho
excelentísimo señor con el santo fin de amparar y recoger a los infelices dementes
que, o vagaban por las calles hechos la burla y el escarnio de los muchachos y de la
mendiguez juntamente, o gemían sumidos en los calabozos de la antigua cárcel sin
aire, sin luz y sin abrigo corporal ni espiritual.

El edificio tal como le representa la estampa que encabeza este artículo,
descubre a primera vista una fachada sobre elegante, de firme y sólida construcción.
Su sencillo antepórtico de orden corintio, junto con el enverjado de hierro sobre
muros de mampostería, que rodea el pequeño jardín que tiene la casa delante y los
pinos, obelisco, rejas y flores del cementerio, que se ven al fondo del cuadro,
producen un contraste bello, que dan a la estampa y al objeto real muy gracioso y
pintoresco aspecto.

La puerta de entrada queda precisamente en medio, bajo el antepórtico, a cuyos
lados abren cuatro ventanas de fuertes rejas de hierro, que dan luz y aire a otros
tantos cuartos ocupados por el loquero, el mayordomo de la casa y dos soldados y un
cabo, que no montan guardia, sino que están de respeto, para en caso de necesidad.
Sobre el umbral de la citada puerta, en una lápida de mármol, con letras doradas de
relieve, se lee esta inscripción:

A LA HUMANIDAD
AL SANO JUICIO
Mens Sana in Corpore Sano.
Francisco Dionisio Vives Juan José Espada
GOBERNADOR OBISPO
AÑO DE 1827

La entrada es un pasillo de dobles puertas: la exterior o de la calle y la
interior, que además tiene una reja de hierro y cae al primer patio. En éste un
cuadrilongo de 28 vs. de largo y más de 12 de ancho, con pasadizos todo alrededor,
soportados por gruesas columnas de piedra del mismo orden que las del antepórtico:
bajo de ellos están las celdas de los dementes pensionistas, que por todas suman
quince, con más tres calabozos reforzados de fuertes rejas, de los cuales actualmente
sólo estaban ocupados dos.

Cuando se abrió la casa en 1828, no tenía más que este patio y un gran jardín al
fondo; pero posteriormente lo destruyeron para fabricar otras celdas, con patios
correspondientes, según veremos después. Para entrar en el segundo que es cinco varas
más chico que el primero y que tiene los mismos pasadizos y columnas, atravesamos
otro pasillo, al cual abren dos puertas, que lo eran de otros tantos salones corridos
a derecha e izquierda, donde se veían las largas mesas y bancos de pino en que se
sientan los reclusos blancos a comer; pues los de color tienen las suyas en los
pasadizos. En el centro de este segundo patio hay una hermosa fuente, que derrama un
chorro abundante de agua por la boca de una bestia marina; y corona la pila el dios
del silencio, representado en un precioso niño de mármol ordinario, que se ve de pie,
con el indicador sobre los labios.

Aquí en vez de celdas hay dos salones de norte a sur de treinta varas de largo
cada uno, con muchas ventanas para su mejor ventilación, que sirven de morada a los
locos que recoge y mantiene la caridad pública: sus camas son duras tarimas y su
abrigo una frazada de lana. Antes de pasar al tercer patio, reparamos sobre el dintel
en una lápida de mármol, donde se lee una inscripción del tenor siguiente:

Por el Excmo. Capitán General
DON JOAQUIN DE EZPELETA.
Bajo la dirección
DEL EXCMO. SR, MARQUEZ DE ESTEVA.
Y dirección del coronel D. Manuel Pastor.
AÑO DE 1839.

Este tercer departamento pertenece exclusivamente a los hombres de color; tiene
dos salones a la derecha, divididos de por mitad, y a la izquierda algunas celdas
angostas, provistas de cepos para encerrar y sujetar a los locos que se muestran
inquietos o desobedientes a la voz del loquero; también tiene dos baños de agua
corriente, con dos llaves cada uno y dos estanques enladrillados de vara y media de
profundidad.

En fin, en el cuarto y último patio están el lavadero, la cocina y la letrina;
es el más chico; está rodeado de un alto muro que tiene dos puertas, la una falsa y
grande que sirve para extraer las basuras, la otra pequeña, y da al callejón
divisorio entre la casa y el cementerio. Los salones de los cruceros son muy
ventilados: lo mismo que las celdas, que abren ventanas a todos los aires; y los
cinco departamentos, de que se compone la casa de San Dionisio, están enteramente
divididos entre sí, porque en todos los pasillos hay dobles puertas, que cierran
hacia el sur.

Los patios, celdas, calabozos, pasillos, pasadizos y paredes respiraban tal aseo
y limpieza que sobremanera nos admiró, no menos que el religioso respeto con que
aquellos seres de extraviada razón miran a su guardián o loquero, don Ignacio Franco,
quien tuvo la amable condescendencia de enseñarnos el establecimiento y darnos
cuantas noticias e instrucciones le pedimos. Mientras pasábamos de un patio a otro
solía quedarse atrás el loquero cerrando alguna puerta; entonces los dementes nos
rodeaban hablándonos a un tiempo y cada cual conforme al tema de su locura; pero se
aproximaba aquél, y todos se alejaban y le abrían paso, atentos siempre a sus menores
acciones, como a sus palabras. La mayor parte de esos infelices estaban echados en
sus tarimas cuando entramos; mas según fuimos penetrando en la casa, fueron ellos
poniéndose en pie, por manera que a nuestro retorno, ya casi todos los ciento
diecinueve que hoy encierra el establecimiento, ocupaban los pasadizos del primer
patio, y comenzaron a darnos voces e insultamos desde lejos, porque nos veían con el
lápiz y el papel en las manos, apuntando las noticias con que redactamos este
artículo.

Desde la edad fresca y lozana de los veinte años, hasta la débil y madura de los
setenta, vimos allí locos; y es cosa singular que ninguno furioso; porque si bien es
cierto que hay calabozos y estrechas celdas, rara vez, según nos dijo el loquero, se
han visto en la necesidad de ocuparlos; y los cepos y los encierros más se dan como
corrección de pequeñas faltas que como medios preservativos contra la furia de algún
demente.

A las seis de la mañana toman ellos un ligero desayuno, compuesto de pan y café
puro; almuerzan a las nueve; báñanse (los que lo permite su estado) a las doce; comen
a las dos de la tarde, y a las cinco meriendan con lo mismo que se desayunan. El
esquilón que se halla en el pasillo del primer departamento avisa las horas de
ponerse a la mesa; y el cañonazo que disparan en el puerto a las ocho de la noche, es
la señal que les manda a acostarse y todos lo hacen sin necesidad de apremio, ni de
otro aviso: a las nueve reina en todo el edificio el silencio de un convento de
religiosos.

No hablaremos aquí de las rentas que goza el establecimiento, porque siendo como
es dependiente de la Real Casa de Beneficencia, la junta de ésta corre con su
dirección y entretenimiento: nuestro co-redactor y amigo don Antonio Bachiller,
encargado de ilustrar con un artículo descriptivo la estampa que representa dicha
real casa, tratará largamente el asunto ex profeso.

Nosotros nos retiramos de San Dionisio al cabo de una buena hora, es decir, a
las cinco y más de media de la tarde, quedando encantados de la amabilidad del señor
Franco, a quien los dementes tratan con el respeto de un padre cariñoso, y él a ellos
como a hijos desgraciados. Hoy no hemos olvidado ninguna de sus cortesanas atenciones
para con nosotros, extraños e importunos visitantes; tampoco se nos borrará nunca de
nuestra imaginación la fisonomía de esa enfermedad que llaman locura, fisonomía
espantosa que inspira lástima y horror a un tiempo. La palidez del rostro, la
vaguedad en los ojos ahuecados, la macilenta expresión del semblante y las manías de
todos y cada uno de los locos agrupados en torno de nosotros mirándonos unos como
estatuas, asustándonos otros con sus contorsiones ridículas. ¡Oh!, éstas son cosas
que no se pueden olvidar jamás. Dios nos conserve la razón y tenga misericordia de
sus pobres criaturas, porque el hombre demente vive, es verdad, pero no existe en el
mundo de los vivos.

Paseo pintoresco por la isla de Cuba, publicado por el establecimiento
litográfico del Gobierno y Capitanía General.