Rodrigo de Vivero


Relación del Japón

 


Preliminares

DEDICATORIA

A la Majestad Católica M Rey, nuestro Señor.

A V. M. dedico este libro, porque siendo trabajo mío le viene derecho, pues
corren por su cuenta los demás padecidos en su servicio desde que nací. Suplico a V.
M. la acoja, sino es la sombra de un Rey tan grande, no basta ya en el mundo para
librarse de calumnias del vulgo, a que nos sujetamos de los enemigos. Las tres partes
de él, he andado, y no hay arrabales de que no sepan mis hombres. Y con la pluma
tampoco he dejado la espada, ni la fortuna de acicalarla suya en contar muy buenos
sucesos, dejando siempre en agraz mis esperanzas, que se han rematado contratar solo
de morir. Y como desengañado pretendo en estas postreras boqueadas hacer a V. M. el
último servicio, diciéndole algunas verdades: que si V. M. mira el amor con que se
escribe, podrán salir útiles. Y algún rato le será a V. M. apreciable saber con
certeza las flores que están vacías, y cogen las que se marchitan por olvidadas. Y
ver este mapa casi general del mundo, que el fruto de quien se ha divertido por él,
tanto viene a hacer contar, como los soldados viejos en la paz los trabajos de la
guerra. Y si por dicha mía V. M. se diere por servido, no quedaré yo con eso mal
pagado, pues habré conseguido el mayor premio de mis deseos. Quede a V. M. como la
Cristiandad ha de menester. Humilde vasallo de V. M. el conde del Valle.

PRÓLOGO

Considerando lo que he peregrinado del mundo, con tantos méritos ganados y con
tanto tiempo perdido, ya en España, ya en las Indias mexicanas, ya en la China, en el
Japón, y por centro de todo esto en el primero del Perú que es Panamá, donde me ves
encerrado, perdidas mis esperanzas; he sacado casi de la sepultura la pluma para
referir mis tormentas en esos discursos, haciendo lo que el Predicador famoso, que de
la letra del Evangelio, saca provecho a las gentes. De todo me hace tratar la
esperanza. Coja el lector lo que le pareciera a su propósito, y no desestime lo
demás; que los gustos son varios, y lo que desagrada a los unos, apetece a los otros.
Y es cierto, que si hubiese yertos, no lo serán de la voluntad.

Capítulo I

Relación que hace don Rodrigo de Vivero y Velasco -que se halló en diferentes
cuadernos y papeles sueltos-, de lo que sucedió volviendo de Gobernador y Capitán
General de las Filipinas, y de la arribada que tuvo en el Japón, donde se hallan
cosas muy particulares, que por estar cualquiera ansioso, se empleará en leerla,
suplicando pase de lo que no le pareciere muy posible, y si su curiosidad adelantare
en quererlo averiguar, hallará muchos autores y libros que se lo acrediten, es lo que
se sigue. El año de1608, a 30 de septiembre, día del Glorioso San Jerónimo, se perdió
la nao San Francisco, en la que yo salí de las Filipinas, habiendo servido allí a V.
M. en el Gobierno de ellas, y aunque las tormentas y naufragios que hasta este punto
se padecieron eran copiosas para hacer una larga relación, no sé si en sesenta y
cinco días que duró la navegación, hasta que llegó esta desdichada hora, se han
pasado en la mar del norte ni en la del sur, mayores desventuras. El fin de ellas y
principio de otras fue hacerse pedazos la nao en unos arrecifes en la cabeza del
Japón en treinta y cinco grados y medio de altura, con yerro de tan gran perjuicio en
todas las cartas de marear por donde hasta allí se había navegado, que pintaban esta
cabeza del Japón en treinta y tres grados y medio: en suma, por esta razón o por la
original y verdadera que fue cumpliese la voluntad de Dios, se perdió este galeón con
dos millones de hacienda, y desde las diez de la noche que bajó en tierra, hasta otro
día después de amanecido media hora, todos los que escapamos estuvimos colgados de la
jarcias y cuerdas, porque la nao se fue partiendo en pedazos, y el más animoso
expresaba por credos su fin, como se les iba llegando a cincuenta personas que se
ahogaron sacadas de los golpes y olas de la mar de entre los demás que nos libramos
con tan gran misericordia de Dios, saliendo unos en maderos, otros en tablas, y los
que se quedaron últimamente en un pedazo de la popa que fue el más fuerte, y por más
rico alguno (que sacó), digo entre muchos, que sacó camisa, no sabiendo nadie si era
isla despoblada, o en qué paraje caía, porque según la altura, los pilotos decían que
no podía ser del Japón, mandé a dos marineros que subieran arriba y descubriesen algo
de la tierra, y al poco rato volvieron pidiéndome albricias de que había sembrados de
arroz. Pero caso que esto aseguraba la comida, no las vidas de los que allí íbamos
sin armas ni defensa humana, si por desgracia la gente de la isla no fuerala que fue,
que dentro de un cuarto de hora, parecieron japoneses, nueva de sumo gusto y alegría
universal, pero particularmente para mí, porque siendo Gobernador de las Filipinas, y
hallando que la Real Audiencia que antes de mi llegada gobernaba, tenía presos
doscientos japoneses con causa, que debían de justificarse cuando se prendieron, pero
a la sazón tenía razones favorables de parte de ellos, con que me determiné, no sólo
a sacarlos de la cárcel, sino a darles embarcación y pasaje seguro para su tierra. De
que el Emperador se me había mostrado notablemente agradecido, hice seguro juicio de
que no olvidaría esto, y siempre tuve las esforzadas esperanzas de su gratitud, que
después vi cumplida.

Llegaron cinco o seis japoneses de los que digo a nosotros, lastimándose por
palabras y demostraciones mucho de vernos así, y mediante un japón cristiano que se
perdió conmigo, yo les pregunté dónde estábamos, y ellos en breves razones
respondieron que en el Japón, y en un pueblo suyo llamado Yubanda, que caía legua y
media de allí, para donde partimos con un aire delgado y frío, porque el de aquellas
islas es riguroso en invierno, cuyo principio comenzaba ya, y con la poca ropa que
llevamos llegamos al pueblo, una aldea de las postreras de aquella villa. Pienso que
la más sola y pobre de todo el reino, porque no tenía más de trescientos vecinos
vasallos del señor, fino de bondad. Que aunque en renta no de los prósperos de allá,
señor de muchos vasallos y lugares, y de una fortaleza inexpugnable, de la que
trataré más adelante. Habiendo llegado a este lugarejo, el intérprete de su nación
que conmigo iba, les dijo que yo era el Gobernador de Luzón, que así se llamaban las
Filipinas, y comenzó nuestro discurso desgraciado, del que ellos se enternecieron, y
las mujeres lloraban, que son por ese extremo compasivas, y así nació de ellas el
pedir a sus maridos que nos prestasen algunas ropas que llaman quimones, forradas de
algodón, como lo hicieron liberalmente. A mí me las dieron, y el sustento de que
ellos gozan, que es arroz, y algunas legumbres de rábanos y berenjenas, y aunque
varias veces pescado, que en aquella costa se pesca dificultosamente. Luego dieron
noticia al señor de su pueblo, que vivía a seis leguas de allí, y éste mandó que me
regalasen, pero que no me dejasen salir, ni a ninguno de los que conmigo venían. Y
antes de comunicármelo hicieron una junta, y de ella salió determinado que nos
pasasen a todos a cuchillo, de lo que me dio cuenta el huésped de mi posada. Dios,
que nos había librado de mayores tempestades, aplacó también aquélla, y dentro de
tres o cuatro días vino con grandísima autoridad a visitarme, señor de aquellas
tierras, trayéndome delante de sí más de trescientos hombres, con insignias
diferentes, como la del Daire, rey del Japón, a cada uno de estos señores conforme a
su calidad y estado: los más de estos hombres que le acompañaban, venían con lanzas y
arcabuces, y unas que llaman manguinazda, que parecen algo a las alabardas que acá
veíamos, aunque son de acero y más fuerza y mejores. Envióme a decir antes de entrar
en el lugar con un criado suyo que entró acompañado de más de treinta personas, que
venía a verme, y habiéndole yo respondido el gusto que con su visita recibiría, salió
a dar la respuesta a su amo. Al poco rato vino otro con más acompañamiento y mayor
autoridad que el primero. Este entró a verme. El recado que me dio fue que el Tono su
Señor me besaba las manos.¡Que ya estaba en el lugar!, ¡que mientras se iba acercando
mayor contento tenía de haberme de ver! A mí me pareció que para cumplir con el uso
de la tierra, estaba obligado a mandar un criado a visitarle, el cual le encontró
cerca de mi posada. Habiéndole recibido muy amigable y amorosamente, le respondió
como pudiera el mayor cortesano de Madrid. Apeóse de un caballo muy lindo que
llevaba, y allí llamó otro criado, y éste entró con mayor autoridad que ninguno de
los demás a decirme que venía. Salí a recibirle, y en viéndome, se paró, e hizo una
cortesía con la mano y con la cabeza que es semejante a una reverencia de las que por
acá se acostumbran. Porfió gran rato conmigo sobre quien había de ir en mejor lugar;
que así como entre los españoles es la mano derecha, en el Japón no, sino con la
izquierda, porque dicen que aquél es el lado de la espada. Que a quien se fía, ha de
ser mi grande amigo. Al fin me puso por fuerza en el mejor lugar, y al entrar por la
puerta, siempre me la dio; que también tienen por mayor comedimiento quedarse a la
postre, porque dicen que si no es de un grande amigo, no se puede nadie fiar a rostro
vuelto. Llegando a sentarnos hizo lo mismo, mejorándome el asiento y comenzó a darme
el pésame de mis penalidades, con tan discretas razones y tan buenos conceptos, que
no me puso en poco cuidado de no responderle. Trájome de presente cuatro ropas, que
como he dicho, se llaman quimones, forrados de algodón de damasco, y telas diferentes
guarnecidas en oro y seda. Muy curiosas y galanas según su modo y traje. También me
dio una espada que llaman castrana, y una vaca y unas gallinas, y frutas de su
tierra, que son extremadas; y vino de arroz, que después del que se hace de uvas, no
sé que haya otro que le llegase. Aunque este presente no fue pequeño, hizo una
grandeza digna de contarse, que mandó que hasta que el Emperador diese orden en lo
que debía de hacerse de mí, de trescientos hombres que era los que allí estábamos,
nos dieron de comer a todos a su costa, como lo hicieron durante treinta y siete días
que duró el estar en su pueblo. Diome licencia para mandar dos personas al príncipe y
al emperador con la nueva de mi suceso, como lo hice, despachando al alférez Antón
Pequeño y al capitán Sevicos, con cartas, dándoles cuenta de ello. Y aunque la corte
del príncipe, estaba a cuarenta leguas de allí, en la ciudad de Sendo, de ella a la
de Zununga, donde reside su padre el emperador, hay otras cuarenta, y materia tan
nueva no podía dejar de engendrar dificultades con los gobernadores del Japón.
Ministros de los reyes tan fáciles en los despachos que dentro de veinte días
volvieron mis mensajeros, y con ellos un criado del príncipe, en cuyo gobierno
aquello caía. Y aun que él no se atrevió a disponer de nada sin comunicarlo a su
padre, las chapas que se me enviaron que son como provisiones reales, hacían relación
de haberse dado cuenta al emperador, y venir también por su orden este criado, que
como digo, llegó a decirme de parte de entreambos, que les había pesado de mi
pérdida, pero que allí me enviaban despachos para que la ropa que hubiese salido a la
plaza de la nao, se me entregase, y para que yo pasare a la corte del príncipe y del
embajador, y que en camino los justicias y gobernadores, me hospedasen, diesen aviso
y regalasen. Y que la ropa que mandaba entregar de la nao, pedida era conforme a las
leyes de su reino del príncipe, porque una de ellas decía que cualquiera nao que se
perdiese en el Japón, de extranjeros o naturales, lo que saliese a tierra fuese del
rey de ella, y que él, como de cosa suya me hacía merced de dármela para mi avío, que
me entregaba las llaves de los almacenes donde estaba; que yo las recibiese luego, y
mandase hacer de ello según mi voluntad. No viose diferencia sobre todo si el
emperador me podía dar esta ropa, o yo con buena conciencia tomarla, y aunque era el
tiempo más estrecho de mi vida, y no faltaban opiniones favorables de mi parte.
Habiéndolo todo considerado, recibí las llaves y las entregué al capitán maestre de
la nao, para que volviese aquellos géneros y mercancías a Manila o su procedido, y lo
entregase a quien de derecho perteneciese. Con esto me partía para la ciudad de
Sendo. La primera jornada la hice en un lugar de diez o doce mil vecinos llamado
Hondaque, y habiéndome apeado en una posada, me envió el Tono a pedir la respuesta de
que no pasase a su casa, y que luego venía a por mí, con lo cual me vi obligado a ir
a ella, que estaba en un alto superior a todo el lugar, y entrando por la primera
puerta había un foso de más de cincuenta estados de hondo, con un puente levadizo,
que en alzándola, parecía caso imposible, o a lo menos dificultoso poder ganar la
puerta de la fortaleza. Y dado que en ese sitio por naturaleza o a lo menos con muy
poco artificio era tan inexpugnable, no me admiró menos lo que vi allí delante así en
la fortaleza, con las puertas todas de hierro y muy grandes, como en una muralla, que
delante del foso, había hecho un terraplén de más de seis varas de alto, y otras
tantas de ancho. A esta puerta había cosa de cien arcabuceros con las armas en la
mano, y con gran recato, como si el enemigo estuviera cabe de ellos; y cosa de cien
pasos más adelante, otra puerta fuerte con otra muralla más pequeña hecha de piedras
grandes de cantería. Y entre la puerta primera y la segunda, había casas, huertas y
jardines, y aun sembrados de arroz, con que aunque se cercara la fortaleza, se
pudiesen sustentar algunos meses. En esta puerta segunda debía de haber treinta
personas con lanzas, y el capitán de ellos, con muy gran cortesía subió conmigo otros
cuarenta o cincuenta pasos donde comenzaba el palacio y casa del Tono, el cual me
estaba esperando fuera, y habiéndome hablado y dicho que fuese bien venido a su casa,
se adelantó y pasó cinco o seis salas y piezas más adelante, dejando algunos criados
que me fueron guiando. Estos aposentos eran todos de madera, porque en los que
duermen y habitan de ordinario los grandes señores en el Japón, temiendo los
temblores, no los hacen de piedra, pero los labran con gran primor, y tienen tan
diversos matices de oro, plata y colores, no sólo en el techo pero desde el suelo
hasta arriba, que siempre halla la vista en qué ocuparse. Llegué a una pieza donde el
Tono estaba, y después de habernos sentado y parlado un rato, me mostró su armería
que parecía más de rey que de caballero particular. Luego se hizo hora de comer y él
se levantó y me trajo el primer plato, costumbre muy recibida en Japón, en que
muestran el amor que tienen a sus huéspedes. Hubo de carne, pescado y fruta,
abundancia de todos regalos. Habiéndose alzado la mesa, y descansado un rato, yo me
despedí para ir, a dormir a dos leguas de allí, y él me dio un caballo de paso
regulado. Y desde este día hasta que después volviendo a la corte del príncipe seis
meses más adelante le vi en ella, siempre me escribió y continuó el trato de amistad
con que había comenzado.

Capítulo II

En treinta leguas, pocas más o menos que caminé hasta la ciudad de Sendo, que
como he dicho, es la corte del príncipe, no hallé cosa notable que poder escribir,
que aunque los lugares eran mayores y la multitud de la gente, de manera que nos
ponía admiración como después veréis, tanto más de esto puédese bien pasar entre
renglones, en todas partes nos hospedaron, agasajaron y regalaron con el amor que
pudieran al más estimado de su rey y reino. El día que hube de entrar en la corte y
famosa ciudad de Sendo, salieron muchos caballeros a pedirme que fuese su huésped, y
no pude hacer esta elección, porque por orden del príncipe me tenían posada, a la
cual llegué a las cinco de la tarde, tan acompañado de gente que salió a recibirme de
la ciudad, que con la novedad de los forasteros, personas y trajes que otra vez, no
habían visto, iba infinita, de suerte que fue menester detenerlos y hacer fuerza en
las calles con ser más bien anchas, para pasar adelante. Corrió la voz de manera de
los recién llegados, que en ocho días que la primera vez que estuve en esta ciudad,
no me dejaban sosegar un momento, y aunque las visitas de gente principal no las
excusé; para que los plebeyos y gente común me dejaran en paz, y comer y descansar un
rato, hube de valerme del secretario del príncipe, el cual me puso guarda en la
puerta,y un bando fijado en ella, para que ninguno entrare sin milicencia. Y aunque
es así que la ciudad de Sendo no tiene tanta gente como otras de Japón, es singular
en calidades que la hacen famosa, las cuales referiré en la parte que me acuerde.
Tiene esta ciudad ciento y cincuenta mil vecinos, y, aunque la mar en las casas de
ella, entra un río caudaloso por medio del lugar, y en él hay barcas de razonable
porte, que las naos no pueden por no ser tanta la hondura. Por este río que se divide
y desangra por muchas calles viene la mayor parte del bastimento con tanta comodidad
y a precios tan baratos, que come un hombre razonablemente con medio real cada día. Y
aunque los japoneses no gastan pan sino como género extraordinario, no es
encarecimiento decir que el que se hace en aquel pueblo es el mejor del mundo, y
porque lo compran pocos, es casi de balde. Las calles y sitios de esta ciudad tienen
tanto que ver cuanto hay que considerar en su gobierno, porque puede competir con el
de los romanos. Pocas calles hay una mejor que otra sino todas en igualdad y
proporción: anchas, largas y derechas, mucho más que las de nuestra España. Las casas
son de madera, y de dos atrios algunas y no todas, y dado que parecen mejor las
nuestras por fuera, el primor de aquéllas por dentro, las hace de grandísima ventaja.
Y la limpieza de las calles es de manera que dicen que no las pisa nadie. Tienen
todas portales, y están distintamente separadas conforme a los oficios y personas. En
una calle carpinteros, sin que se mezcle otro oficio o persona; en otra zapateros,
herreros, sastres, mercaderes, y en suma, por calles y barrios, todos los oficios de
géneros diferentes, que se pueden comprender, y muchos que en Europa ni se usan ni
acostumbran. Y así mismo conocen los mercaderes, porque los de la plata tienen barrio
solo, los del oro también, los de la seda y otros géneros con el mismo orden, sin que
se vea un oficio encontrado en la calle de otro. Hay sitio particular y calles para
la caza, así de perdices como de ánsares, cabancos, grullas, gallinas, y todo género
de volatería en abundancia. En otra calle se pone la caza de conejos, liebres,
jabalíes, y venados, de los que también hay incomprensible número. Otro barrio hay
que llaman la pescadería, que por su curiosidad, me llevaron a que lo viese, porque
se venden en él todos los géneros de pescado de la mar y de los ríos. Que pueden
desearse frescos y salados, y frescos; y en unas tinas muy grandes llenas de agua
mucho pescado vivo. De a la manera que a la medida del gusto lo hallara quien
quisiese comprar, y como son tantos los vendedores, salen al camino, y hacen conforme
al tiempo y a la necesidad en que se ven. El barrio de la verdura y de la fruta están
también dignos de ver, y no es menor de todo lo que he dicho, porque además de la
abundancia y diversidad, la limpieza con que está puesto, causa apetito a los
compradores. Hay también calles y calles de sólo mesones, sin que atraviese otra casa
por medio. Hay casas donde se alquilan y venden caballos, y está la copia de ellos,
que cuando llega el caminante, que es costumbre mudar caballos cada dos leguas, son
tantos los que le salen a convidar y a mostrar el buen paso de su caballo, que apenas
sabe cómo escoger. El barrio y calle de las malas mujeres siempre lo tienen en los
arrabales del lugar. Los caballeros y señores están en barrios y calles que hacen
división de los demás del pueblo, y con éstos no se mezcla hombre común ni persona
que no sea de su calidad, ni conociere bien. Ellos tiene sólo las armas pintadas y
doradas en lo alto de las puertas de sus casas, y en esto gastan tanto, que hay
portada que cuesta más de cuarenta mil ducados. En lo que es el gobierno político de
la ciudad, hay un gobernador superior a todos los demás jueces; pero cada calle tiene
dos puertas, una a la entrada, y otra a la salida de ella, y el hombre más apropósito
y más honrado de los de esta calle es el alcalde, y juez de ella, y corren por su
cuenta todos los pleitos civiles y criminales, para castigarlos, y dan razón al
gobernador superior de las cosas graves y en que se ofrezca dificultad, siendo la
primera ley que en ellos no podrán recibir ruegos ni intersección, así los inferiores
como los superiores, porque no les impida hacer justicia. Estas calles se cierra cada
una en anocheciendo, y hay siempre soldados de posta de día y de noche, de manera que
si se comete un delito, pasa la voz y la palabra, y en un instante se quedan las
puertas cerradas, y el delincuente, dentro para castigarle. Y aunque voy hablando de
la ciudad de Sendo, corte del príncipe, así en el gobierno político como en todo lo
demás, lo mismo que en esta ciudad corre y se usa y está asentado en todas las del
reino, y como la mayor parte de ellas, caen sobre la mar, goza igualmente del regalo
del pescado, que carne no comen, sino laque matan es de caza, porque es contra a su
ley. En esta ciudad de Sendo ha prometido el príncipe públicamente el monasterio de
San Francisco, de frailes Descalzos, y esta permisión es sola en el reino, porque no
hay otra descubierta, si no es con título de casas de vecinos.

Dos días después de haber llegado, y habiéndome en ellos enviado a visitar al
príncipe con su General de la mar, dos veces se me avisó por parte de su secretario,
que podía ir a besarle la mano, como lo hice más tarde, a las cuatro. No sería poco
acertar a decir lo que vi de grandeza, así en lo material de esta casa real y
edificios, como en los muchos caballeros y soldados con los que aquel día estaba
poblado el palacio, pues sin ninguna duda desde la primera puerta hasta el aposento
del príncipe, había más de veinte mil personas no advenedizas, sino criados que viven
en palacio, de diferentes ministerios. El muro principal y primero es de una piedra
de cantería grandísima, cuadrada, sin cal, ni otra mezcla; más que asentadas en la
muralla, y ésta es anchísima y con sus troneras para disparar artillería, que tiene
alguna aunque poca. Debajo de esta muralla hay un foso que lo bate el río, y un
puente de artificio que jamás he visto. Las puertas son fuertes, y habiéndomelas
abierto, se mostraron dos hileras de arcabuceros y mosqueteros que a mi parecer había
más de mil hombres, y si no me engaño, me lo dijo así el capitán de ellos, que pasó
hasta la segunda puerta, donde vi otro género de muralla hecha con terraplenes, y la
distancia de una a otra, eran trescientos pasos. Aquí estaban una compañía de picas y
lanzas de cuatrocientos hombres. Lleváronme a la tercera puerta que tiene otro muro
de piedra, de cuatro varas en alto, y en éstos hay unos, como a trechos, rebellines
para la arcabucería y mosquetería, y otra compañía que son como de alabardas en
número de trescientos soldados, que ésos y los otros tienen sus casas en la distancia
que hay entre las puertas, con muy lindos jardines, y ventanas que miran a la ciudad.
Desde la tercera puerta se comienza a entrar en la casa real, y a un lado están las
caballerizas, pobladas de más de doscientos caballos, que vi cómo los tienen, bien
tratados y gordos, y hubiera quien los doctrinara como en España: no les faltaba de
nada. Estaban atados con dos ramales de cadenas cada uno, las ancas vueltas a las
paredes, y los rostros por la parte que se entraba en las caballerías, por que no
hubiese peligro en darles algunas cosas. Al otro lado está la armería del príncipe,
rica de coseletes dorados de los que ellos usan, picas, lanzas, arcabuces, catanas, y
con armas de armar cien mil hombres. Adelante se sigue la primera sala del palacio,
donde ni se veía el suelo ni las paredes del techo, porque en el suelo tienen unos
que llaman tazames, a manera de esteras, aunque mucho más lindas, guarnecidas por los
cantos, de telas de color de oro y rasos labrados, y terciopelos con muchas flores de
oro, y como son cuadrados de la hechura de un bufete, y se aprestan tan bien, hacen
entramada labor. Las paredes todas se labran de madera y tablas, y tan matizadas de
pintura de oro, plata y cobre; y de cosas de montería diversamente, y el techo de la
misma suerte, de modo que no se echa de ver el blanco de la madera; y aunque nos
pareció a los forasteros que no se podía desear más de lo que en esta primera sala se
vio, la segunda pieza era mejor, y la tercera más aventajada, y siempre más adentro
era de mayor curiosidad y riqueza. Con estos aposentos salieron a recibirme muchos
caballeros y señores, que según lo que entiendo, tienen limitada licencia para no
pasar de sus puestos y lugares, porque en donde unos nos dejaban, otros nos recibían.
El príncipe me esperó en una sala grande, que en medio de ella había tres escalones y
seis u ocho pasos más adelante estaba sentado en el suelo y sobre este género de
esteras que he dicho, y con un puño cuadrado como alfombra de terciopelo carmesí
guarnecido de oro, y el vestido de verde y amarillo, con la ropa de lo que llaman
quimones, y, ceñida su espada y daga, que dicen cazanas, en la cabeza no tenía mas
que una cinta de color, y trenzado el cabello con ella. Es un hombre de 35 años,
moreno, pero de buen rostro y estatura. Mandaron sus secretarios quedar, a los que
iban conmigo, y, así entraron ellos dos solos hasta ponerme en un asiento, que aunque
también era en el suelo como el del príncipe, estaba cerca de él, cosa de cuatro
pasos, y su lado izquierdo. Mandóme cubrir, y sonriéndome, dijo a los intérpretes,
que tanto cuanto se había holgado de verme y conocerme; le daba pena parecerle que
debía de estar melancólico de mi pérdida, y que los hombres tan principales, no se
debían entristecer, de los sucesos torcidos que no se causaron por su culpa. Que me
alentase, que en su reino estaba, donde en todo lo que se me ofreciere, se me había
de hacer merced. Yo le di las gracias por esto, y le respondí lo mejor que supe. Y en
algunas preguntas de la navegación y de la nao que me detuvo larga media hora, y
últimamente le pedí dable, que pocas veces puede ofender el sol a los caminantes, y
porque no haya necesidad de preguntar por las leguas, las tienen medidas, y donde se
acaba una legua, ponen por señal un cerrillo con dos árboles, y si al término de la
legua, se acaba en medio de una calle, allí derriban las casas y ponen una señal, sin
alargarla ni acortarla, por ningún favor humano.

Al fin yo llegué a Suranga, habiendo caminado cinco días, y con la prevención
del príncipe fui tan bien hospedado y recibido por todas partes, que a no faltar Dios
entre aquellos bárbaros, y ser vasallo de mi rey, negara mi patria por la suya. Lo
que me pasó en Zurunga, lo diré brevemente. La ciudad de Zurunga será de ciento
veinte mil vecinos, aunque no de tan buenas calles como la de Sendo: el templo se
tiene por mejor, y así lo escogió el emperador Faycosama para su habitación. Salióme
a recibir un criado suyo a las puertas del lugar, y mostrarme la posada donde me
había de quedar, a la cual llegué con la misma tempestad que me había concedido
licencia para pasar otro día a la corte del emperador su padre. Díjome que otro no,
porque me la daba para salir de allí a cuatro, porque le quería avisar primero y que
mandaría en los caminos que me hospedasen y regalasen como mi persona lo merecía. Con
esto me hospedé y volvía a mi posada ya tarde, y de allí a cuatro días salí para la
corte de Surunga, cuarenta leguas de la de Sendo y aunque no me faltará para hablar
de las ciudades que vi en el camino y de su grandeza y curiosidad, por no gastar
tiempo lo escribo, con sólo advertir que tienen veinte mil vecinos, lo llaman allí
aldea, y en todos los caminos que hay desde la una a la otra, aún desde Surunga a la
ciudad de Meaco, no se hallará un cuarto de legua despoblado con más de ciento de
distancia, y siempre que el caminante levanta la cabeza verá ir y venir gente, y muy
ordinario, tanta gente como la que acá se halla en nuestros lugares, y por el un lado
del camino y por el otro, está una alameda hecha de pinos, tan sombría y agradable.
En otras partes, porque el tumulto de la gente se conmovía a la novedad de los
extranjeros, que con mucha dificultad pasábamos a través de ellos por entre las
calles.

Después de haber llegado, me envió el emperador a uno de sus secretarios a
visitarme, y darme ropas y vestidos de los que él traía, con muchas flores de oro y
seda, y de colores diversos; díjome el secretario que el emperador se había alegrado
mucho de mi llegada a su corte, que le hiciera saber cómo venía, y que descansase y
me vistiese con aquellas ropas y vestidos. Pues habiendo sabido que había salido de
la mar desnudo, el mayor regalo que me podía hacer, era enviarme algo con lo que me
pudiese vestir.

Detúvose un rato, preguntando cosas de España y del rey nuestro señor. Y los
demás días que estuve allí, estuve siempre de su parte y de la del emperador, que me
traían algún regalo de fruta y conserva, y algunos peces tan grandes como los mayores
de España. Habiéndome estado seis días en la corte, me dijo el secretario qué cuándo
quería ver al emperador, y respondíle que aquello no pendía de mi voluntad, sino de
la de su alteza, con lo que se fue y me avisó que otro día a las dos enviaría algunos
caballeros de palacio que me llevasen. A esta hora llegué a las primeras puertas de
la casa real, que no tiene tanto que ver como la del príncipe su hijo, ni la casa es
tan linda, aunque si no hubiera visto la otra me lo pudiera parecer. Y en algunas
cosas se trata el príncipe con mayor autoridad. Bien es verdad que en las guardas de
las puertas y en los fosos y murallas, poco difieren los dos palacios, y como el
emperador es más viejo y puede temer en su muerte, pues sus predecesores no se
heredan, sino que por tiranía o por fuerza de armas se alcanzan; ha habido muertes de
reyes, accidentalmente, y por esta causa el emperador vive recatado, y con más fuerza
de armas y gente que el príncipe.

También las tres puertas son fuertes como en Sendo, y con los soldados en ellas,
que allá, aunque en mayor número. Pasadas éstas, comencé a entrar por los aposentos
de palacio, y noté con particularidad que los trajes e insignias de los que me
recibían en una sala, eran diferentes de los que me pasaban a otra; y llegando a un
aposento antes del que estaba el emperador, salieron dos secretarios suyos, que cerca
de las personas reales del Japón, son estos oficios de mayor autoridad y estimación.
Y así se mostró en el gran acompañamiento que sacaron. Pasóse un rato, en las
cortesías de quién se había de sentar delante, y al cabo me vencieron y pusieron en
el mejor lugar, y el más viejo y preminente de ellos, hizo una larga oración, dándome
la enhorabuena de haber llegado tan cerca de su rey, con que todos mis trabajos
tendrían consuelo y remedio, y que ellos como ministros suyos, que despachaban las
mayores importancias del reino, se hacían cargo de todos mis negocios y pretensiones.
Yo les di las gracias de esto, y habiéndoles respondido, volvió a tomar la mano,
diciendo que entre las cosas que le habían tenido suspenso, era que como el emperador
poseía la mayor monarquía del mundo, y a esta medida, tenía la majestad y autoridad.
Y en esta ceremonia real, no cabía dispensa. Y acontecía llegar a verle un señor que
allá llaman Tono, de tres millones de renta, y a más de cien pasos, hincar las
rodillas en el suelo, y bajar la cabeza poniendo un rico presente, y volverse con
esto a su tierra, sin hablar al emperador, ni decírsela a nadie en su real nombre.
Que temía que por mucho que se alargase en regalarme, había de extrañar el trato, y
condenar a sequedad la emperador, no habiéndola en él, sino un deseo muy grande de
regalarme.

A mí me pareció esta prevención, que me obligaba a considerar mi respuesta, y
así, advirtiendo a los intérpretes que escuchasen e interpretasen legalmente, le dije
que había estado atento a las buenas razones que me habían propuesto, y que lo que se
me ofrecía que responderle era repetir por segunda vez lo que en otra ocasión le
referí, y era que el rey don Felipe mi señor había honrado con servirse de mí en el
gobierno de las Filipinas, y que volviendo a darle cuenta de lo que a mi cargo estuvo
sin ver la derrota, llegar al Japón. También sería posible que nunca llegase otro de
mis sucesores, que no fuese tan desdichado. La nao en que venía, con una tormenta
recia, violenta, de la fuerza del viento y de las corrientes, había venido a parar a
unos arrecifes y peñas en la costa del Japón, donde la nao se hizo pedazos, y los que
escapamos de ella, salimos en maderos y tablas, juzgando que estábamos en una isla
despoblada, y hallándonos después gozosísimos de que fuese tierra de Japón, y donde
reinaba un rey tan grande y tan piadoso para los forasteros, pero que aunque en esto
se nos había mejorado la suerte, estaba claro que hombres desnudos y a quien la
fortuna había echado allí sin dejarles más que la vida, y ésa, a voluntad del
emperador, cualquier gracia que se les hiciese era estimable. Y que yo, como
cualquiera de ellos, había estado con nombre de cautivo tantos días, y no cabía en
razón que pudiese en demanda y pleito a la cortesía que me quisiese hacer, quien en
habérmela hecho de la vida, me había honrado tanto. Pero vi que por dos caminos me
podía recibir y tratar el emperador. El uno, como a un caballero particular que en
sus reinos se perdió; y el otro, como un criado de mi rey, y que tan de cerca había
representado a su persona. Que el primer camino sólo me ofrecía dificultades, pues lo
que por mí solo merecía, cualquier honra que su alteza me hiciese, me sobraba de
ancha, pero que determinándose y tratándome como criado y ministro de mi rey, todavía
tenía que pensar por qué el rey mi señor era conocidamente el más poderoso y mayor
rey del mundo, pues sus monarquías e imperios se extendían por toda la India
oriental, y por lo demás del Nuevo Mundo, sin lo que en Europa poseía, con lo que se
habían tenido por grandes reyes sus antecesores, y que siendo amigo suyo el emperador
como profesaba, todo lo que llevase adelante esta amistad, y su conservación sin
interrupción, por dejar de hacer merced a sus vasallos y criados de mi rey, entendía
yo que su alteza lo procuraría sin embargo de que por mi parte aseguraba que de
cualquier manera que me tratase, me hallaría muy favorecido y honrado. Estas palabras
oyó el secretario con grandísima atención y gusto, a lo que pareció, y acabándolas de
decir a los japoneses, se sorprendió y suspendió por un rato, y dijo que ya no quería
que ya entrase tan presto al emperador, porque le pareció de importancia lo que le
había comunicado, y que así entraba a tratarlo con su alteza. Estuve allí más de
media hora, que pasé viendo algunas lindezas de las que el emperador tenía en dos
camarines cerca de donde yo estaba, dignas de tan gran rey. Salió el secretario,
diciéndome que entrase, que el emperador me esperaba para hacerme la mayor merced y
honra que jamás se había hecho a nadie en aquellos reinos, y de que les causaría
harta novedad y admiración a los habitadores de ellos. Con esto entré dos aposentos
más adelante, y aunque cuando besé al príncipe las manos, mandaron quedar a todos, y
los criados y gentes que conmigo iban de acá, les dieron licencia que entrasen, como
entraron hasta ver al emperador; que en aquel pasaje les mandaron detener e hincar
las rodillas en el suelo. El emperador estaba en una cuadra, pero no muy grande, pero
faltan palabras para encarecer su curiosidad. Del medio de ella para adelante, subían
unas gradas, y acabadas, comenzaba una reja toda de oro, que va corriendo por el lado
uno y otro de la cuadra, hasta el remate de ella, y cosa de cuatro pasos de donde el
emperador estaba. Y tenía de alto dos varas, y muchas puertezuelas por donde entraban
y salían criados a quienes el emperador llamaba algunas veces. Que todos estaban de
rodillas, y las manos puestas en el suelo, con sumo silencio y respeto. Había por la
una parte y por la otra veinte caballeros de éstos, y todos los secretarios que
andaban cerca del emperador, traían unos calzones tan largos, que les arrastraban por
el suelo más de dos palmos, de suerte que por ningún caso se les veían los pies; y
unos mantos a la hechura y traza de los que acá se usan en las entradas de los
torneos, con una falda más larga. El emperador estaba sentado en una silla de
terciopelo azul, y a su lado izquierdo, como seis pasos, me tenían puesta otra de la
misma manera sin diferenciarse en nada. El vestido del emperador era azul de raso,
labrado con muchas estrellas y medias lunas de plata, y tenía ceñida su espada. Sin
sombrero en la cabeza ni otra cosa, sino el cabello trenzado y atado con cintas de
colores.

Es un viejo de sesenta años, de mediana estatura, de venerable y alegre rostro,
y tan moreno como el príncipe, más gordo. Yo fui llegando con los secretarios que me
guiaban, haciéndole las reverencias y acatamientos que en palacio se acostumbran a
hacer al rey nuestro señor, y por haberme prevenido que no me llegase a pedirle la
mano, ni a besársela, me quedé de pie junto a la misma silla que me tenía puesta, y
cuando llegué a ella y le hice la primera cortesía, aunque hasta allí no había mudado
el semblante, bajó un poco la cabeza, y con mucha afabilidad se rió conmigo, y
levantado la mano, me hizo señal con ella que me sentase. Volví a hacer otra
reverencia muy baja, y quedéme de pie. Porfióme por segunda vez, con lo cual me
senté, y luego me mandó cubrir, y habiéndome pasado más de trece credos con gran
silencio, llamó a los dos secretarios que tenía a su lado, y mandó que dijese el
gusto que tenía con mi venida, y aunque trabajos y desdichas no podían dejar de
lastimar el corazón, que me divirtiese y animase con verme en su Reino, donde todo lo
que el rey don Felipe mi señor podía hacer por mí, lo haría él, con mayores ventajas.
Yo me levanté y destaqué para oír el recado, y responderle, y no lo consintió. Díjele
que besaba a su alteza las manos por la gran merced que me hacía, y que la presencia
de los reyes y monarcas tan grandes, era poderosa para convalecer de mayores trabajos
que los míos, y que así me hallaba de ellos convalecido y muy atemorizado, y contento
con estar en su corte, donde no esperaba menos merced que si me hallara en la de mi
rey. Con esto de allí a otro rato, me volvió a decir qué cosas quería así de mi avío
como de todo lo demás que se me ofreciese, y que las comunicase a los secretarios,
que el despacho de ellas se facilitaría como lo vería. Yo le respondí que mercedes de
un rey como su alteza no se podían olvidar, y que así, otro día gozaría de ellas, y
señalaría a su majestad las cosas en que las hubiese de recibir. Con esto, me quise
levantar para irme, y mandóme sentar, diciéndome que gustaba mucho de mi vista, y que
así no quería que fuese tan breve, y que entrasen los que le querían ver, como entró
luego uno de los mayores señores del Japón, y lo parecía en el presente, porque de
barras de plata y oro, y ropas de seda y otras cosas, valdría más de veinte mil
ducados. Este se metió primero en unas mesas a las cuales no daré fe que mirase al
emperador, y a más de cien pasos de donde su alteza estaba, se postró este Tono que
he dicho en el suelo, bajando tanto la cabeza, que parecía querer besar la tierra, y
sin que nadie le hablase palabra, ni alzar los ojos al emperador al entrar ni al
salir, se volvió a ir, con tan gran acompañamiento que me contaron algunos criados
míos, que pasaban de tres mil hombres, los que con él iban. Tras ese presente, entró
el del general de Minas, que hizo lo mismo que este señor que acabo de referir. Luego
entró el padre comisario fray Alonso Muñoz, con el presente del gobernador de Manila,
y a éste le mejoraron diez o doce pasos hacia adelante, y sin hablar palabra, se
volvió como los demás. Acabado todo esto, pedí licencia para irme, el emperador me la
dio, diciendo que me fuese a descansar. Salieron conmigo sus secretarios, las dos
primeras salas, y luego me fueron acompañando algunos caballeros por las afueras de
palacio, y éstos llegaron conmigo hasta mi posada.

Relación del Japón
Rodrigo de Vivero

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Relación del Japón
Rodrigo de Vivero

Otro día fui a ver al consecundono, el secretario principal del emperador, cuya
casa, aunque más pequeña que la de palacio, no tenía menos que ver que ella: salió a
los postreros aposentos a recibirme, y diome colación, haciendo la salva con el vino
que es muy usado entre ellos, y poniéndole sobre la cabeza, para brindarme. Después
de esto, me dijo que no perdiese tiempo en negocios, sino que gozase del que tenía, y
de la voluntad grande con que el emperador estaba de hacerme merced. Le di un papel
traducido en su lengua. Le dije que por quitarle trabajo le refería la sustancia de
él, sin haber querido quedar tan corto que no gozase con la promesa que el emperador
me había hecho, no en una casa sola, sino en tres, y que en la primera le suplicaba
fuese servido de honrar y favorecer a los religiosos de todas órdenes que estaban en
el Japón, y mandar que les dejasen libremente en sus casas y templos, sin que nadie
les ofendiese, porque el rey don Felipe mi señor tenía por ojos a los religiosos y
ministros del Señor, y que así como en su majestad era esto la cosa en que más se
miraba, así yo se la proponía por primera vez y más principal. Que en la segunda
cláusula le suplicaba conservase y llevase adelante la amistad del rey don Felipe mi
señor, pues habiendo su alteza de tenerla con algún príncipe en el mundo, con ninguno
le podía estar más a cuento, por ser tan gran monarca, tan generoso, y de tan grandes
partes. Que mientras su alteza le tratase más, aunque por medios tan distantes y
remotos, más se agradaría de ellos. Que lo tercero que tenía que suplicarle, se
derivaba de lo que acababa de decirle, pues conservando la amistad del rey don Felipe
mi señor, debía su alteza no consentir los enemigos y opuestos a su real corona, como
lo eran los holandeses, que al presente estaban en su reino, y que así le suplicaba
los mandase apartar, pues cuando no fuesen incompatibles con la amistad de mi rey, al
ser hombres de mal trato y proceder, y que vivían de andar salteando por la mar.
Bastaba para que no confrontasen con su alteza, ni tuviesen amparo ni arraigo en sus
tierras, reinos y provincias.

El secretario escuchó todo lo que contenía mi pedimento, y dijo que le parecía
muy bien, y que lo comunicaría al emperador, y otro día me respondería. Y fue tan
puntual, que al día siguiente, a las diez, estaba en mi posada, donde habiendo pasado
las cosas de cortesía, en que ellos son tan puntualísimos, y dado colación y
brindado, que es el principio con que se comienzan las materias más graves, me contó
que habiendo leído mi memorial al emperador, había vuéltose hacia él con grandísima
admiración, y díjole: «No tengo cosa de que envidiar al rey don Felipe, sino de un
criado como éste. Mirad vosotros y aprended, que habiéndose este caballero perdido y
salido en cueros, y ofreciéndole yo hacerle merced en cuanto me pidiese, no me pide
oro ni plata, ni cosa para sí, sino lo que conviene a su religión y al servicio de su
rey. Y así le diréis que en todo lo que me pide, le haré merced, y mandaré que de
aquí en adelante no sean corridos los religiosos que hay aquí en el Japón, y que
conservan la amistad del rey don Felipe por lo bien que a mí me está tenerla con tan
gran rey, pero lo que toca a echar de mi reino a los holandeses, por este año será
dificultoso, porque tienen palabra de seguro mío; que para adelante huelgo de conocer
sus ruines condiciones».

Esto me respondió a mi memorial, y luego prosiguió y dijo: «Además de esto, me
ha mandado el emperador que os diga que tiene aquí una buena nao, que si fuese
menester, para que vayáis en ella a la Nueva España, os la mandaría dar, así como el
avío de dineros necesario para vuestro despacho. Y que su alteza ha entendido que
allí hay mineros de gran suficiencia en dar orden como se beneficia la plata, y que
si el rey don Felipe le enviase cincuenta de ellos, le haría todos los partidos que
quisiesen, porque aunque hay mucha en esos reinos conocidamente, se pierde la mitad,
por no acertarle el beneficio». Y yo le dificulté esto por no saber la voluntad de mi
rey, pero que dándome su alteza licencia, llegaría a la provincia de Bungo, donde
estaba la nao Santa Ana, y que no habiéndome de ir en ella, recibiría la merced que
me ofrecía de su nao, y que respondería, o volviendo a su corte, o desde allá en
forma al camino que me parecía, se podría seguir en lo que tocaba a los mineros. Con
esto me despedí de la corte del emperador para la provincia de Bungo, en cuya jornada
se me ofreció y vi lo que iré refiriendo.

Desde la ciudad de Zurunga y corte del emperador, se va por tierra firme hasta
la ciudad de Usaca, para llegar a Bungo, pasando antes por la ciudad famosa de Meaco,
y por la de Figune, que algunos tiempos ha sido la corte de los emperadores del
Japón. Desde Surunga a Meaco, hay ochenta leguas de camino llano y apacible, que
aunque tiene algunos ríos caudalosos que se pasan en barcas, tirándolos de una banda
a la otra; y son tan grandes las embarcaciones, que caben dentro los caballos de los
pasajeros acomodadamente, por muchos que vayan. Los cuales estarán seguros que no
dormirán en despoblados, porque como lo he referido atrás, en todo el Japón no hay un
cuarto de legua yermo, y si las poblaciones fueran pequeñas y de caserío
desparramado, no había mucho que espantar, pero los lugares grandes y de tanto
comercio y de tan lindas calles y casas, tengo por cierto que en ningún reino del
mundo se hallarán. Y así el camino por aquella tierra, es de grandísimo
entretenimiento y gusto, porque en cualquiera parte hay tanta abundancia de regalo y
tantos que le ofrezcan y salen a convidar con él casi de balde, que ni es menester
prevenir posada ni anticipar quien tenga sazonados los manjares, porque cualquiera
hora del día se hallan como se pueden pedir y desear.

De esta manera fui caminando hacia la gran ciudad de Neaco, regalado y festejado
en el camino, de todos los gobernadores y señores que en él vivían, porque así lo
había mandado y prevenido el emperador. Y bien sé que de los pueblos y ciudades de
que no traigo memoria, de estas ochenta leguas podía escribir un libro muy grande,
porque pasé por muchas de treinta y cuarenta mil vecinos, y no me acuerdo haber visto
aldea ni lugar pequeño en todo este viaje. Al fin llegué una tarde a la vista de la
ciudad de Neaco, nombre por famosa en todo el mundo, con gran razón, por las
singulares excelencias que de ella se cuentan. Está asentada en un llano tan
espacioso como lo hubo de menester, para la multitud de la gente que lo ocupa, pues
verifiqué que tenía de ochocientos mil hombres para arriba. Y en la vecindad hallé
varios pareceres: unos, que había cuatrocientos mil vecinos; otros, que por lo menos,
trescientos mil. La verdad que seguramente se puede tener, es que no hay otro mayor
lugar en lo que se conoce del mundo. Ocupan sus muros, desde una parte a la otra,
diez lagunas, que yo anduve, desde las siete de la mañana, hasta poco antes de la
oración; no pasando sino una hora al mediodía, y aún no acabé de salir de las
primeras casas. En esta ciudad reside el Dayre, que es el rey del Japón, a quien por
otro nombre llaman Boy. Este rey desde los primeros principios del Japón, ha ido
sucediendo por línea recta, y como los japoneses tienen por majestad que sus reyes y
señores no sean vistos ni tratados, están siempre encerrados, y aunque de derecho y
justicia le venía a él gobernar los reinos del Japón, de pocos años a esta parte. que
Faycosama se levantó con el reino, reduciendo por fuerza de armas a su obediencia, a
todos los Tonos y señores. Este Dayre que era el rey natural, quedó sólo con el
nombre, y él da las dignidades, títulos e investiduras, así a los grandes del reino,
como al mismo emperador, para lo cual tiene día señalado en el año, y en éste acuden
todos con particulares insignias, que significan la dignidad de cada uno a visitarle.
Da también grados y dignidades a los ministros de los ídolos, también llamados
Bonzos, de los cuales es principal cabeza y sumo sacerdote, de manera que sólo el
emperador se excusa de venir a hacer este reconocimiento, si no es cuando recibe la
primera investidura que entonces es fuerza; y en los actos y ceremonias públicas está
el emperador, y le da el mejor lugar al Dayre, que es muy bueno esto para lo poco que
después le deja, pues apenas tiene con que sustentarse. El palacio y casa real en que
vive en esta ciudad de Neaco es suntuosísima y puede competir con los palacios del
príncipe y del emperador, pero yo no le vi porque si no es día señalado que acabo de
referir, no se deja ver de nadie ni sale de su casa, ni en el gobierno de la ciudad
tiene mano ni más autoridad que gobernar lo qué l le cabe de sus puertas adentro. Hay
en esta ciudad un virrey, puesto por el emperador, y con estar una legua la ciudad de
Fusime, y a su linde la de Sacay, y Usaca, y otros muchos lugares grandes, el virrey
de Neaco no tiene jurisdicción sobre ellos, ni sale la suya de los canales del lugar
en que hay más en que entender que en un reino muy grande. Trátase con tanta
autoridad como el emperador, y sale pocas veces de casa, y nombra seis gobernadores
para el mismo lugar. Regalóme y agasajóme mucho, y preguntó con gran particularidad
cosas de España, y habiendo gastado en esto un gran rato, dijo que me quería pagar el
gusto que le había dado en contárselas, diciéndome algunas grandezas de aquella
ciudad de donde era él virrey, que aunque a mi me pusieron admiración y espanto, no
lo di a entender, porque no infiriese de allí que eran cortos los lugares de España.
Díjome que en sólo la ciudad de Neaco había cinco mil templos de sus dioses, sin
muchas ermitas que no contaba. Afirmóme asimismo que de mujeres públicas señaladas y
puestas por la justicia en barrios diferentes, había en número de cincuenta mil.
Mandó que me mostrasen el entierro de Faycosama, y el Dayón, que es un ídolo de metal
que allí está. Y la sala de sus dioses. Y en estas tres cosas ocupé tres días
diferentes, porque con estar dentro de la ciudad, acertaron a caer tan lejos de mi
posada, que no pude volver a ella hasta muy tarde, y con gracias particulares, porque
allí, en saliendo un hombre de su casa, ha de ser muy pacífico para volver a ella si
se aleja un poco. Este ídolo de metal que llaman Daibú pudiera ser una de las siete
maravillas del mundo y no sé si competir con la más maravillosa: es toda de bronce, y
de tan grande y desenfadada altura, que por mucho que se encarezca, y que a mí me la
encarecieron, no llegó la imaginación a lo que después vi, pensando de qué manera le
acertaría a pintar por acá. Mandé a un hombre de los que conmigo iban, que subiese
arriba y midiese lo que tenía de grueso el dedo pulgar de la mano derecha del ídolo,
y subió estando yo presente y más de treinta personas, y con entrambos brazos, quiso
abarcar el dedo, y extendiéndolos cuanto pudo, le faltaron dos palmos para acabarle
de superar y ceñir, y si bien es verdad que con esto queda dicho algo de su grandeza
en su proporción, no se puede decir menos, porque es una de las cosas más
perfectamente acabadas de cuantas se han visto, porque pies, manos, boca, ojos,
frente, y todas las demás facciones del rostro, si un famoso pintor se pusiera a
pintarlas consuma perfección, no sé si llegaría a lo que allí se ve. Estábanle
edificando el templo cuando yo pasé, y según lo que después me han escrito, aún está
sin acabar, y de carpinteros y oficiales de todos oficios, supe que andaban de cien
mil personas para arriba en la obra; que sólo este desaguadero pudo tener el demonio
para hacer gastar al emperador las riquezas de sus tesoros.

Pasé después al entierro de Faycosama, en el que hallé tantas cosas que ver,
como lástima se me presentó, de que edificios tan célebres y suntuosos tuviesen un
fin y blanco tan abominable como adorar las cenizas de un hombre que tiene el alma en
el infierno. La entrada de este templo es por una calle cuesta arriba, toda enlosada
con piedras blancas jaspeadas, y, si no me engaño, hice contar los pasos que tiene, y
son cuatrocientos y tantos pasos, y por el un lado, y por el otro, obra de tres
pasos. En medio están levantados pilares de la misma piedra de altura de cinco varas,
y en el remate de cada uno de ellos, hay una lámpara que se enciende anocheciendo,
con cuya claridad hace poca falta la presencia de él. Al fin de esta calle están las
primeras gradas por donde se sube al templo, y antes de entrar en él, a mano derecha
un monasterio de monjas que viven también de capellanas para los oficios de él,
aunque en sitio y lugar separado y diferente. La puerta principal por donde se entra
al templo, es toda jaspeada y con encajes de plata y oro, que hacen tanta labor y
diversidad, que sólo mirarla da a entender lo que había más adentro. El cuerpo del
templo está todo sobre columnas y pilares de notable grandeza, y entre ellas, un coro
con sus rejas y sillas como acá le tienen en las catedrales, cantando con un tono las
capellanas y los canónigos bien semejante al que acá se acostumbra en las horas, y
según me informaron, también ellos rezan las suyas, a prima, tercia y víspera y
maitines; aunque hice escrúpulo de oírlas, pareciéndome que no se debía prestar
atención, pues eran tan encontradas con nuestra santa fe, el que me guiaba, por orden
del virrey, entró en el coro, y debióles decir a lo que venía, con lo cual salieron
cuatro de los canónigos a recibirme, y cuyos trajes, dijera yo, eran de algunos
prebendados de Toledo, según me pareció uniforme con ellos, porque así las sotanas
como las sobrepellices no se diferenciaron si no era en traer una falda muy larga que
tomaban la mitad del templo, y unos bonetes muy anchos de arriba y angostos de abajo.
Habláronme más amigablemente y pasaron conmigo a mostrarme el altar de sus reliquias,
donde hallé una muchedumbre de lámparas, que con los milagros de Nuestra Señora de
Guadalupe y los peregrinos y devotos que allí van, no se han juntado de tres partes
la una, y si bien me sorprendió esto mucho, y más al ver a tanta gente en el templo,
con tan gran devoción, atención y silencio que me confundí, que siendo el sunto tan
diferente en nosotros, no supiéramos imitar. Corrieron cinco o seis velos de unas
verjas de hierro y otras de plata, hasta la última, que dijeron que era de oro, y que
detrás de ella en una caja, estaban las cenizas del Faico; pero la caja no la podía
ver nadie, si no era el sumo sacerdote de ellos, pero postráronse por el suelo aún
antes de llegar a la postrer cortina, y como yo notaba en ellos su engañosa y falsa
devoción, así debieron de notar ellos en mí el poco respeto que yo tenía a su
santuario. En suma, abrevié cuanto pude el estar allí, y ellos me llevaron a ver su
casa, bosques y jardines, que no se quedan atrás los de Aranjuez, del rey, mi señor,
ya que en lo artificial, tienen algunas cosas más, en lo natural del sitio y en lo
ameno de él, sin duda no le llega.

Comí con ellos aquel día y no andaron escasos en regalarme, y desde unos
corredores altos estuve mirando la mucha gente que visitaba aquella casa, sin faltar,
según me contaron, ni de día ni de noche. Vi en ellos el uso del agua bendita, o por
mejor decir, maldita, y sus cuentas y rosarios, y sus oraciones dirigidas acá y allá.
Sin embargo unos dioses se han derribado, y han surgido otros, y en total en Japón
hay treinta y cinco sectas y religiones diferentes, donde unos niegan la inmortalidad
del alma. Otros dicen que hay muchos dioses, otros adoran a los elementos sin que
nadie les haga coacción y fuerza en esto. Así pues, habiéndose juntado todos los
bonzos a pedir al emperador que desterrase a nuestros frailes y religiosos del Japón,
y viéndose apretado por ellos con las razones que le daban, dijo: «¿Cuántas
religiones y sectas hay en el Japón?» -Respondiéronle: «Señor, hay treinta y cinco»-.
A lo que el emperador contestó: «Pues donde hay treinta y cinco, hay treinta y seis,
así que no importa y dejadlos vivir».

Después de haber estado más de dos horas en esa casa, me llevaron a la de las
monjas, que estaban pared por medio, y cuyos trajes son unos hábitos de seda azules y
blancos con las cabezas cubiertas de velos azules. Son mejores trajes para gala que
para religiosas. Salió la madre abadesa a verme, a un aposento grande, y sacóme
colación, y vino, siendo la primera que tomó la copa para brindar; y tras ella las
demás monjas en número de diez o doce para asistir a esta fiesta, que para hacerla
más cumplida, volvieron a entrar dentro y luego salieron danzando con unas sonajas en
las manos, y danzaron más de media hora. Si no les dijeran que era hora que yo me
fuese, no hubieran acabado tan presto, con lo cual me despedí y volví a mi posada.

Otro día me llevaron a ver la sala grande de los ídolos, con razón llamada
grande, porque tiene tres carreras de caballos muy largas, y hay en ella dos mil
seiscientos tabernáculos, uno para cada ídolo, y tienen insignias diferentes según lo
que representan. Todos son de metal dorado, y tienen eminencia los japoneses en hacer
figuras de metal, con la mayor perfección y propiedad que se pueda encarecer. Hay
renta particular en cada sala para el culto de estos ídolos.

En esta ciudad de Neaco hay tres monasterios: el de la Compañía, el de Santo
Domingo y el de San Francisco, y aunque las casas e iglesias no están descubiertas,
sino con otras delante que parecen de vecino, hacen muy gran fruto, y tienen mucho
número de cristianos. En esta ciudad pasé víspera de Pascua de Navidad, y de allí
pasé a la de Faxime, que está en saliendo de los arrabales de Neaco, y esta ciudad de
Faxime, ha tenido algunos veces la corte, hasta que este emperador la llevó a
Zurunga; y aunque las calles son algo angostas, en lo demás, tiene las mejores
calidades del Japón. Paré en la casa de San Francisco de los padres Descalzos, y no
me alegré poco de los muchos cristianos, que la noche de Navidad acudieron a oír los
oficios divinos y celebrarlos, y comulgaron casi todos con tantas lágrimas y
devoción, como los cristianos más ejercitados.

De este lugar pasé a la gran ciudad de Usaca por un río como el de Sevilla, que
tiene diez leguas, y no menos barcos y comercio que el otro: llévanlo en algunas
partes a la fuerza, y hácese el viaje en un día con poco trabajo. También pasé en la
ciudad de Usaca, y me alojé en la casa de los religiosos de San Francisco, y hay
también religiosos de la Compañía y Santo Domingo. Este lugar es a mi juicio el más
lindo del Japón; tiene doscientos mil vecinos, y como la mar está junto a las casas,
gózase de los regalos de la mar y de la tierra con grandísima abundancia, y las casas
son en general de dos altos, y curiosamente labradas. La ciudad de Sacay está junto a
ésta, dos leguas, y aunque no la vi, sé que tiene más de ochenta mil vecinos.
Embárqueme en Usaca en un barco que aquí llaman junca, casi del porte de los que
andan en el río de Sevilla. Partí para la provincia de Bungo, que este camino lo es
también de Nangazaqui, donde está el obispo y algunos portugueses, y donde sucedió el
martirio de aquellos santos mártires. Aunque esta navegación se hace en doce o quince
días por la mar, duérmese casi cada noche en tierra y rara vez se pierde alguna de
estas embarcaciones. Pásase por muy lindos lugares, aunque no tan copiosos de gente
como los que quedaron atrás. Habiendo llegado a Bungo, al cabo de pocos días, sucedió
el quemar aquel desgraciado galeón de Macan, por mandato del emperador, ya causa de
la rebeldía del capitán mayor, que habiendo sido a llamar dos veces, y que pasase a
su corte, para descargarse de un cargo que le habían hecho, y que era el haber
ahorcado a unos japoneses, y entre ellos a dos embajadores del emperador, que enviaba
al reino de Siam, y a causa de una tormenta, arribaron allí. El capitán mayor (o
gobernador de Macan), replicó y no quiso ir a presencia del emperador, y viendo este
desacato, fue prendido, y echasen a fondo el galeón o lo quemasen, y esto postrero
hicieron los japoneses con tan gran determinación, que embistieron con la artillería,
y por la popa le pusieron fuego, sin que se escapase persona de cuantas venían
dentro, habiendo sucedido esto con justificación de parte del emperador, por
ahorcarle a sus vasallos y embajadores.

En razón del título de amistad con el rey nuestro señor, el emperador, sabedor
de que yo había hablado en la corte por el capitán mayor, mandó a su secretario me
escribiese la justa causa que había tenido para hacer lo que hizo, y que así, para
estas materias como para las demás de los mineros y minas y de lo que tocaba a los
holandeses, deseaba mi vuelta, y saber si yo quería ir con su nao a la Nueva España
de la cual había comenzado a tratar el padre fray Luis Sotelo, de la orden de San
Francisco, que fue a llevar unas cartas mías desde Neaco, y aunque el capitán de la
nao Santa Ana me la ofrecía, como la nao había estado varada trece días en tierra y
era tan vieja y mal segura, y yo tenía pendiente con el emperador negocios tan
importantes, al servicio del rey Nuestro Señor, y con el primer motivo que me ofreció
pedir estos mineros, me abrió puerta para encaminar lo que al servicio de Dios y al
de su majestad convenía, tomando por asunto al enviar mineros de la Nueva España,
elaboré de estas capitulaciones, otras, que ya están en el Consejo de las Chapas, y
cédulas reales que el emperador medio, cuya sustancia dice en breves razones, siendo
verdad como lo es, que nunca pretendí sino dirección y camino del bien espiritual, y
conversión de aquellas almas. Y también rectificar la amistad del emperador con su
majestad, y apartar de allí a los holandeses.

Las clausulas y condiciones que don Rodrigo pidió al emperador

Respondiendo a la cláusula de los cincuenta mineros que el emperador pedía, dije
que yo me encargaría de proponerlo a su majestad y a su virrey de la Nueva España
pero, que su alteza el emperador debía concederme, para que esto tuviese más seguro
efecto y se facilitase más las cosas siguientes:

Que a estos mineros se les diese la mitad de las minas que labrasen y
beneficiasen, y de la otra mitad se hiciese dos partes; una para el rey don Felipe mi
señor, y otra para su alteza el emperador, y que para la parte que al rey mi Señor
tocase, tuviese en el Japón factores y ministros, y que éstos pudiesen tener consigo
religiosos de cualquier orden, con templos públicos e iglesias para celebrar los
oficios divinos. Y aunque éstas fuesen las últimas palabras de esta Capitulación, el
principal pensamiento que en ellas tuve fue encaminarla a este fin, como van los
demás. Luego pienso que dije que siendo su alteza el emperador amigo del rey don
Felipe mi señor, con la firmeza que es razón, que lo sean los reyes sin quebrarse el
vínculo de lo que prometieron, y siendo incompatibles dos enemigos en una casa, que
su alteza se debía de servir de mandar, que los holandeses se fuesen de su reino,
porque de otra manera ni el rey mi señor, ni sus naos, podrían tener seguras las
espaldas en el Japón. Después de esta Capitulación, pedí en otra, que si de arribada
o de principal intento viniesen naos del rey don Felipe mi señor, al Japón, que el
Emperador les había de dar puerto seguro y salvo conducto para que nadie le hiciese
mal ni daño, ni tomase sus mercancías, sino que antes fuesen favorecidas y amparadas
como si verdaderamente fuesen bajeles o naos de su alteza. La tercera capitulación
dije, que en caso que el rey don Felipe mi señor quisiera fabricar naos y galeras
para enviar al Maluco o a Manila, y haya menester socorrer aquellas fuerzas de
pertrechos, bastimentos y municiones, que su alteza ha de proveer de oficiales para
esta fábrica, y dar los bastimentos y pertrechos, jarcias, anclas y munición para
estas naos y las que navegasen a la Nueva España a los precios comunes del reino,
permitiendo la factoría o factorías que para estos fines el rey don Felipe mi señor
quisiere poner, y que estos ministros suyos puedan tener consigo sacerdotes que les
digan misa, e iglesias donde administren los divinos oficios. También me acuerdo que
pedí, que siempre que su majestad enviase capitán o embajador, fuese recibido en
todos los reinos del Japón, y hospedado como persona que venía en nombre de tan gran
rey, y que éste, así mismo, pueda traer religiosos y ministros que le digan misas, y
tener iglesias públicas para ello, y que haya de tener superioridad en todos los
españoles que hubiese en el Japón, y castigarlos si cometiesen algún delito. Estas
son las Capitulaciones que poco más y menos me acuerdo que llevó el padre Luis
Sotelo, las cuales todas concedió el emperador. Sólo quedó pendiente lo de los
holandeses, en que nunca tomó más determinación: que la primera, cuando me respondió
que les había dado la palabra, y en lo que tocó a los mineros, dijo que lo que estaba
por ver, no cabía promesa segura, que conforme a su inteligencia y a la plata que
sacasen haría lo que yo le pedía y mucho más si conviniese, y que se volvería a
mirar, y antes de mi partida, que ya tomaría solución. Considerando yo lo que
importaba al servicio de su majestad dar fin a estas cosas, y ver si podía extirpar
la raíz que se iba arraigando en el Japón de estos holandeses, me pareció menor
inconveniente aventurar o quedarme allí algunos años quedar motivos que se dijese que
por mi comodidad y embarcación dejaba movidas y comenzadas materias tan grandes, y si
la capitulación de la plata se me concediera del todo como tengo mis muy fundadas
esperanzas que se concederá, es verdad certísima que le valiera al rey nuestro señor
más de un millón. Con esto me dispuse a volver a la corte del emperador como lo hice
por el mismo camino y forma en que había venido, y en ella fui muy bien recibido, y
estuve algunos meses, en los cuales se despacharon chapas y provisiones reales,
concediendo todas las capitulaciones que he dicho, aunque en la de los holandeses y
la plata, no se movió nada, y para prendas seguras de la amistad que de nuevo
rectificara el nuestro emperador con el rey nuestro señor, acordó enviarle un
embajador y un presente, con otro para el virrey, eligiendo para esto un fraile de
San Francisco, o de otra orden -la que a mí me pareciese-, y nombrándole al padre
fray Alonso Muñoz, le dio sus cédulas y despachos. También me prestó su nao, y cuatro
mil ducados de Castilla para aviarla, con orden de que si a mí me pareciese venderla,
acá se vendiere, y le enviase empleado su procedido. Con todos estos favores me
despidió el emperador de su corte, y me remitió a la del príncipe su hijo, el cual
así mismo escribió al rey nuestro señor, y le envió un presente, y otro al virrey, y
allí se hizo el despacho de la nao San Buenaventura, en que yo vine, y se me dio el
avío necesario con lo que pude salir a primeros de agosto, año de 1610, y llegué al
puerto de Matanchel, en la boca de las Californias, a 27 de octubre de dicho año, con
el más próspero y feliz viaje que jamás se ha visto en la mar del Sur.

Lo que por fin de esta relación se me ofrece que decir, es lo que atrás tengo
referido, que la cabeza del Japón que se pensaba en 33º y medio, está en 35º y medio,
sobre Yubanda, donde yo me perdí, y ésta es la verdadera cabeza del Japón; sin
embargo, el emperador tiene vasallos que le tributan tierra adentro, en más de 46
grados de altura, y así me lo afirmó el piloto inglés que allí se perdió, y hacía más
de dos años que era vecino de Japón: es grandísimo cosmógrafo y por aprender algo de
esta ciencia, a la que el emperador es muy inclinado, le hacía gran favor y merced.
Me dijo que una vez le envió a cobrar no sé qué derechos reales, y se llevó consigo
el astrolabio, hallándose en 49 grados, sin haber andado todo lo que pudiera mis
adelante. Estas islas del Japón son infinitas, casi contiguas tinas con otras. La
gran China dista 200 leguas del Japón, y la Corea está de la postrera isla del Japón,
50 leguas.

Tiene el Japón 66 reinos y, provincias sujetas a él, y el reino de la Corea está
contiguo con la China, y es de grandísima riqueza y prosperidad. Tuvo ganada la Corea
el emperador Faycosama, con ciento cincuenta mil japoneses que envió. Pero muerto el
emperador, aflojaron y no supieron ni quisieron conservar lo ganado, porque aunque la
tierra era tan buena, les parecía mejor la suya.

La gente de la Corea es poco belicosa y, goza del regalo y abundancia del Japón
y, de la China, y en esto pudiera lucir la amistad del emperador con el rey nuestro
señor para intentar tal empresa, que aunque la del japón no tiene puerta sino la del
Santo Evangelio, en la Corea por este camino y por el de las armas pueden estar las
esperanzas de S. M. muy esforzadas, anteponiendo por principal fundamento la amistad
del emperador del Japón, sin cuyo favor ni se puede emprender, ni imaginar.

Los japoneses son mucho más belicosos y valientes que los chinos, coreas,
thenenses, y que todos los de las naciones circunvecinas a Manila. Usan de arcabuces,
y diestramente tiran cierto pero no aprisa; tienen alguna artillería aunque poca,
pero fuegan mal. Es gente de gran obediencia en la guerra, aunque ahora no la tienen
con nadie ni sé quien se la pueda hacer, aunque aventurase su poder el gran chino.
Hay sitios inexpugnables en el Japón por naturaleza, y alcanza aquella región
singulares excelencias que le comunica el cielo. El temple es como el de España,
aunque mucho más frío en el invierno. No saben ni han oído decir de hambre ni de
pestilencia, y los que peor lo pasan son los pobres, por la opresión y servidumbre de
los ricos. Pero la abundancia de semillas que cogen, sin que haya mal año para el
trigo, cebada, y arroz, los sustenta a todos bien, y antes desean que vengan
forasteros y naos que les saquen los bastimentos, como los envían a Manila con
postreros retornos y ganancias.

Los japoneses son viciosos en beber, y de aquí les resultan otros daños mayores,
pues no se contentan con las mujeres que tienen, que algunas veces pasan de ciento:
es que haya tantas a cuantas alcanza su posible. Aunque no les guardan lealtad, en
ellas ocurre lo contrario, porque por cosa muy rara y notable se cuenta de alguna
mujer casada que hiciera traición a su marido.

Son los japoneses de agudísimo ingenio, pero poco constantes y firmes; famosos
mercaderes, y se precian de ser los que mejor engañan en este oficio.

Hay en el Japón hoy más de trescientos mil cristianos, de todo en ellos, como
entre nosotros: las esperanzas de que se ha de dilatar y ensanchar nuestra fe
católica, son muy grandes. Dios consiga los fines de ellas como pueda y conviene a su
mayor servicio y gloria.

Tengo por infalible cosa que si las naos de Manila, desviaran su navegación para
la Nueva España, tomaran puerto en el Japón, la harían más segura y sin tanto riesgo
de la salud de los navegantes. Pues una de las cosas porque se pierden estas naos, es
por salir sobrecargadas hasta las gavias de Manila, y no las sobrecarga la ropa y
mercadería, sino los matalotajes hechos en tierra fría y donde los géneros son tan
aventajados, durarían más, y, causarían mejor salud; que el corromperse es una de las
mayores causas de que muera tanta gente. Pruébase con la experiencia de tres barcos
que han salido del Japón y traído felicísimo viaje, y con las razones que carecen de
réplica, que son las siguientes:

El más acertado rumbo de las naos que salen de Manila y de que mejores sucesos
han resultado, es ponerse temprano en altura y apartarse de las islas de los
Ladrones, donde nacen los huracanes y tormentas de mayor riesgo; pues subirse en
altura es arrimarse al Japón. Luego, si los juncos y naos flacas de los japoneses no
se pierden, llevando la proa en su tierra, sino es que salen tarde, y llegan en
quince o veinte días; qué mejor harán esta navegación nuestras naos, que son más
fuertes y traen pilotos y marineros más inteligentes, y saliendo para el Japón
derechos, tienen mil puertos seguros, y todos lo son en aquella costa en los meses de
junio, julio, y agosto, que es su verano. Si su nao trata de poblar a Ría de Plata,
que está a 150 leguas de la cabeza de Japón, para que las naos de Manila se reparen
de las tormentas que hasta aquel paraje suelen correr, evidente cosa es que se
conseguirá mejor este fin más cerca de donde le viene su daño, y con mayor comodidad
de bastimentos y aguafes, y donde la jarcia es de balde, anclas y cosas de hierro, y
hay madera y oficiales, no sólo para aderezar naos, sino para fabricarlas, más a
propósito que en la propia Vizcaya o Sevilla.

Entre los útiles que a Su Majestad se le siguen de la amistad con el emperador,
uno es el que está dicho en que habrá opiniones varias aun entre los mismos pilotos,
y así no hago regla universal de él, sino que cada uno goce de este beneficio como
mejor le estuviese. El socorrer el rey nuestro señor el Maluco de bastimentos,
pertrechos y municiones y de algunos bajeles. Se hace desde las Filipinas a gran
costa de la real hacienda y con la mayor vejación para aquellas islas y sus naturales
como pueden imaginarse, tanto de la provincia de Otón como de la de Cibú, de donde yo
saqué en un año diez mil cestos de arroz, y se me amotinaron los indios de aquellos
lugares, y los fortifiqué. La costa de hacer galeras y naos es también intolerable en
Filipinas, pues hay pocas maderas, y cuestan sangre, arrastrándolas los indios a
mano, con grave daño suyo. El hierro se trae del Japón, eso está claro, se encontrará
más barato dentro de él, y la navegación desde Manila al Maluco que es de dos meses,
y no es segura, desde el Japón se va en veinte días sin género de contraste, y los
bastimentos en el Japón se compran casi de balde, municiones y pertrechos, de la
misma manera. Y en lo que toca a fábrica de bajeles y galeras, hácese tan
diferentemente, que ahorrará su majestad, de cuatro partes, tres. Con que no queda
sobre que formular cuestión en esta cláusula, pues siendo todo esto más barato y
mejor, y quitando carga tan escrupulosa y pesada a las Filipinas, y abreviándose el
viaje, y asegurándose que nada falta, hase tratado diversamente qué efectos buenos al
servicio de Dios y del rey nuestro señor podía surtir abrirse trato desde el Japón a
la Nueva España, porque pinturas, biombos, escritorios, y lo que otra vez se trajo,
no es mercadería para ordinario, pero esta misma razón me hace mayor fuerza para
tener por buena la contratación, porque si la Nueva España cambia lo inútil y lo
superfluo, como son paños, añil, granos, cueros, fieltros, sombreros, vino... y por
eso se le retorne plata, oro, que tanto abunda y tanto es menester acá, no hace
fuerza la razón contraria que se funda en que los géneros del Japón no sean
necesarios en la Nueva España, y no excusará su majestad pequeño gasto en tierras de
Japón, en jarcias, anclas, cables, velas, a precios tan baratos como allí se hallan.
Manila envía a Japón lo que hade mandar México, y las ganancias que tienen son
grandes, y así lo contradice por su interés, la verdad de que no tiene ninguno. Se ha
dicho sin más fin de que se elija lo mejor al servicio del Dios y del rey nuestro
señor.

De la descripción de sus lugares y reinos, y de las grandezas que tiene aquel rey.

El año 1609 salí de gobernador y capitán general de las islas Filipinas,
habiéndome sucedido en estos oficios y en el de presidente de aquella audiencia don
Juan de la Silva, natural de Jerez y criado en Flandes, donde había sido capitán de
caballos, y como esta educación no es la más a propósito para el acercamiento de
gobiernos grandes, donde son menester otras partes diferentes, llegó por marzo al
puerto de Cavite, y teniendo yo aprestado el galeón San Francisco, y otros dos, y
para comenzar a cargarlos, como dejé el gobierno, comenzó esta materia, y los demás a
correr por su cuenta tan a ciegas y tan deslumbradamente, que en más de cuarenta días
no despachó papel de gobierno sin memoria de despacho tan importante, que en hacerle
temprano consiste su acierto o yerro. Pretendo nombrar por general a un deudo y
criado suyo, y pensando como lo haría, hizo envite del oficio a don Juan Ronquillo,
alguacil mayor, hombre que aspiraba a mayores cosas y que sabía no lo había de
aceptar, y con este mismo pensamiento, a don Juan Esquerra, hombre más viejo y
retirado ya, de quien juzgó lo mismo. Don Juan respondió que no podía ir, y el Juan
Esquerra aceptó luego, que todo eso puede la ambición en un viejo de setenta años,
sin fuerza ni brío para semejante oficio. Con ser éste el general, fueron corriendo
las cosas más despacio, de suerte que salimos del puerto de Cavite el 25 de julio; y
yo en el galeón ole San Francisco que desembarcó con próspero suceso.

Pero en el paraje ole Los Laerones, comenzaron a lo de agosto las tormentas, y
fueron tantas y tan grandes, que hasta el 30 de septiembre que se perdió este galeón,
no tuvimos cuatro días no fuesen de huracanes, y de tiempos los más bravos que en la
mar se han visto. Y con ser el galeón fuerte y de mil toneladas, por ser de mala
fábrica, hacíamos algunas veces treinta personas al timón, y, no bastaban. Y fuimos
corriendo hasta cerca del Japón, donde por llevar catorce palmos de agua sobre la
carlinga, nos determinamos a cortar el árbol mayor y, arribar a él, y con cinco
pilotos dentro que se erraron en la altura más de un grado, y en más de dos lo estaba
la carta demarcar, porque nos hacíamos fuera de la cabeza del Japón. De pronto, y
sobre las diez de la noche varamos en ella, sobre la costa y pueblo de Yubanda, dos
leguas de tierra, en unas peñas que luego fueron haciendo pedazos la nao, y se
ahogaron cincuenta y seis personas, y los demás salimos en tablas y como pudimos,
habiendo Dios detenido un pedazo de la popa, en que los demás se escaparon al
amanecer, que al ser de noche oscura, pudiera ser que todos pereciéramos allí. El más
rico, no sacó ni camisa, y yo perdí tina gran recámara que llevaba hecha en China, y
algunos diamantes y rubíes que sólo valdría más de cien mil ducados, quedando
agradecidísimo a Dios de que me dejase la mejor riqueza, que fue la vida.

La nave Santa Ana, que salió cuando yo, arribó al puerto de Usique, y Santiago
llegó a la Nueva España. Todos los que íbamos saliendo con tan poca ropa, no sabíamos
donde estábamos, creyendo que era alguna isla despoblada, hasta que vimos venir una
tropa de japoneses, que preguntando quién era el «acha», esto es, el señor o capitán.
Le dijeron que yo, y me llevaron atado, y a todos los demás también, hasta su pueblo,
por un buen mal camino.

Allí nos tuvieron presos y cautivos, sin dejarnos salir hasta dar cuenta al
Tono, que era su amo, y éste la dio a su emperador, y diciéndole a este Tono, que es
allá como un Grande de España, que yo era el gobernador de Filipinas. Me vino a ver,
y, me trajo dos vestidos de los que ellos usan y que semejan algo a las garnachas de
oidores; trajeron también algunos regalos de comida, y entre ellos, una vaca, pues
tienen por gran delito en comer de la carne de ella. Pidióme que si el emperador me
mandare ir a su corte, pasase por su casa, y así lo hice, que es un castillo bien
fuerte y con un foso y un puente levadizo hecho de con harto ingenio. Habiéndome
pasado 48 días, vino un piloto inglés, casado allí más había de 20 años, a quien el
emperador favorecía, y trájome salvoconducto para salir de aquella prisión, y una
chapa, que son sus provisiones reales, para que pasase hasta la ciudad de Zurunga,
corte del emperador, sin que nadie me molestase ni hiciese agravio ni llevase dineros
por la comida y bastimentos, y mandó me diesen toda la ropa que hubiese salido a la
playa, diciendo que aunque por ley de sus reinos era suya, él me hacía merced de
ella. No faltaron letrados que tuvieron opinión que yo la podía recibir, pero no lo
hice, sino antes la mandé entregar al capitán del galeón, diciéndole que la volviese
a Manila a sus dueños, que yo no me quería hacer rico con hacienda de tantos pobres.
Con esto fui pasando muy agasajado hasta la ciudad de Sendo, 40 leguas antes de la
corte, donde tenía la suya y residía el príncipe, hijo mayor del emperador. Pedí
licencia para verle, y diéronmela y no era menor la grandeza de este palacio del
príncipe, y su autoridad, que la de su padre, a quién sucedió en gran daño de la
cristiandad del Japón, de quien fue capital enemigo. Diome seis vestidos suyos, dos
espadas ricas que llaman cachanas, y dos arneses más galanes que los nuestros, aunque
no tan fuertes.

Con eso pasé a Zurunga a donde estaba el emperador, y, el mejor lugar de Sendo,
en que asistía el príncipe, porque ésta tendrá 1.500 vecinos, y la de Surunga, 1.000,
y la casa también es mejor y más suntuosa la de Sendo. Habiendo llegado a la corte de
Surunga, otro día me envió a visitar el emperador con su secretario, a casa de un
caballero donde por su orden me hospedaron, y envióme doce vestidos suyos muy galanos
y cuatro espadas con recado discreto, diciéndome que fuese bien venido, que a quien
había salido desnudo el mayor regalo que se le podía hacer era darle vestidos, que me
los pusiese fuesen de otro traje, y descansase, que todo lo que fuese menester para
mi persona y regalo se me daría copiosamente. Estuvo conmigo el secretario haciéndome
varias preguntas, y avisóme mi huésped y varios caballeros japoneses que no dijese
que quería ver al emperador hasta que de él saliese el mandarme ir allá. Estuve con
esta suspensión ocho días, gozándome de una muy linda casa, y admirado de ver la
grandeza de a que, ¡los lugares, y al cabo de ellos volvió una mañana a verme el
mismo secretario del emperador, y queriéndome ya despedir díjome: ¿cuándo quieres ver
al emperador? Díjele que cuando su alteza me diese licencia le tendría por muy gran
favor. Respondióme: «pues esta tarde podrás ir, que yo te enviaré la guardia de
palacio que te lleve, y una litera del emperador en que vayas, que éstas se llevan
como las sillas de manos».

Díle las gracias, y a las dos de la tarde avisáronme que venía la guardia, que
eran más de doscientos arcabuceros; y la silla en que entré, y atravesando una larga
distancia llegué a un foso con un puente que levaron aprisa desde el castillo, hasta
que dieron las señas los de la guardia. Entonces salió a recibirme un capitán con más
de treinta alabarderos delante, y llamó a una puerta de hierro fortísima, la cual
abrieron, y estaban con sus armas más de doscientos arcabuceros, por medio de los
cuales me llevó su capitán hasta otro foso, cosa de 900 pasos de éste, con su puente
también levadizo. Aquí me dejó en poder de otro capitán, y abriéndome la puerta había
doscientos alabarderos puestos con sus armas, y algunos arcabuces arrimados, pasóme
con grandes cortesías hasta entrar en un corredor de palacio, que en él y en la
primera sala vi más de mil hombres y arcabuceros. Por otra, fueron recibiendo en cada
sala y cuadra, caballeros de palacio, hasta pasar ocho o nueve aposentos que en su
fábrica tuve tanto que mirar que los techos eran ascuas de oro, y las paredes con mil
pinturas semejantes a la de los biombos, que acá envían, aunque demás primor. Dos
piezas antes de donde el emperador estaba me salieron a recibir dos secretarios suyos
y se sentaron conmigo pidiéndome que descansase un rato antes de pasar más adelante.
Lo hice así, y Consecundono que era el más viejo me propuso estas palabras:

«Que le había parecido conveniente decirme la grandeza del emperador del Japón,
y que, era el mayor monarca del mundo, y que como tal le respetaban sus reinos y
vasallos, y que esto era de tal suerte que un Tono, que es como un Grande acá, y
había alguno que tenía de renta dos millones; y venía a ver al emperador, y llegaba a
cien pasos de su silla, hincándose de rodillas y bajaba hasta el suelo la cabeza, sin
levantarla al emperador, y con esto sin que le hablase palabra, mostrándose servido y
grato con recibir el presente que le traía. Se volvía a su casa y estado, y así como
ésta era costumbre tan entablada, las ceremonias reales no podían tener quiebra, que
el emperador estaba con cuidado. No juzgaré yo a sequedad el trato que era con fuerza
tener conmigo, y se me quería prevenir, así que yo por lengua del padre fray, Juan
Bautista, y de otro padre de la Compañía, que había oído atentamente sus bien dichas
razones, y holgado de saber la grandeza del emperador de que yo no me podía espantar
porque era vasallo del rey don Felipe mi señor. Que su grandeza era mayor porque era
el gigante de los reyes del mundo, y en su comparación todos los demás eran enanos.
Fuile diciendo en particular algunas cosas y entendiendo esto cuanto pude, pero que
siendo así que los reyes con sus vasallos habían de tener serenidad y no quebrar las
ceremonias, con los que no lo eran por buena razón de estado se debían mostrar llanos
y apacibles, y que yo había sido enviado por mí rey a gobernar las islas Filipinas,
donde fui su capitán general y presidente. Que volviéndome a España con tiempos
contrarios y tormentas, me perdí en el Japón, donde quedé expuesto no sólo al trato
de los vasallos, sino al de los cautivos, que con este nombre comencé. Que si como a
tal me había de tratar el emperador, midiendo las cortesías con mis desgracias y baja
fortuna, cualquier pequeña honra me venía ancha, pero que advirtiese que habiéndome
de tratar como a criado de mi rey y ministro suyo, que en este nombre debía ser mayor
la honra, y que la que se me dejase de hacer era a cuenta de mi rey y no la mía. Que
advirtiéndoselo así, que obrara como dispusiese.

Diose el secretario una palmada en la frente y díjome que quería hablar al
emperador, y dentro de un cuarto de hora salió y dijo que entrase muy contento porque
el emperador me hacía la honra nunca vista en el Japón.

Entré y halléle en la sala larga, que en medio de ella había una división con
tres escalones, y desde lo alto de éstos comenzaban dos rejas, que en España
juzgáramos eran doradas, pero allí sin duda eran de oro. Hasta llegar adonde estaba
el emperador, que estaba sentado en una silla, redonda de terciopelo verde, y con una
ropa larga de un como Tahi, de oro y seda verde y con dos catanas ceñidas, y el
cabello todo trenzado. Era un viejo venerable, hombre gordo, de más de sesenta años.
Como a seis u ocho pasos me previnieron que no había de llegar a besarle la mano,
pues era recato y recelo de estos reyes, que nadie se les acercase. Habiendo llegado
con las cortesías debidas a este puesto, me detuve en pie. Hízome dos señas para que
me sentase, y otra para que me cubriese, y quedóse mirándome un rato y luego dio dos
palmadas.

Salió un caballero que debía de ser de su cámara, y estaba postrado con otros
diez o doce detrás de la reja. Mandó llamar a uno de los secretarios que conmigo
estaban, y díjole que me dijese que sería holgado de verme, y que no estuviese
melancólico y triste de mis trabajos, que el ánimo de los caballeros no se había de
rendir por una desgracia en la mar. Que le pidiese mercedes que me las haría tan
largamente como mi rey. Yo me levanté para responderle. Mandóme sentar y, respondíle
que aunque era verdad que mi pérdida y mi trabajo pudiera justamente melancolizarme,
que la presencia de los reyes era poderosa para aliviar de mayores desgracias, y que
así con la merced que su alteza me hacía, dejaba yo olvidado lo pasado, y que no
quedaría corto en dejar de pedir mercedes a tan gran rey que a su tiempo lo haría.

Respondióme que luego dijese lo que quería, y el secretario instó en que no lo
dilatase, y así le dije que tenía que pedir tres cosas a su alteza:

La primera, que a los frailes y padres de la Compañía de aquellos reinos no los
maltratasen, sino que les dejasen predicar el Santo Evangelio libremente, con la
seguridad conque lo hacían tantos bonzos de diferentes sectas. En segundo lugar le
suplicaba que unos piratas corsarios holandeses que estaban en un puerto suyo, no los
permitiese porque eran enemigos de mi rey, y cosa indecente en quien lo era tan
grande como su alteza, favorecer y amparar ladrones. La tercera que le pedí, era que
continuara la amistad y paz con vuestra majestad, y mandase hacer buen pasaje a las
naos de Manila que allí viniesen y aposentasen de arribada. Oyólo todo, muy bien, y
dijo que respondería, y aunque me quise levantar para irme, me mandó detener. Entró
en este tiempo un Tono, gran señor que venía de fuera, y arrodillóse a la puerta de
la sala, y casi besó la tierra, enviando delante una mesa, y puestas en ella unas
barras de oro que me dijeron valdrían cien mil ducados. Mandóme enseñar la casa, y de
allí a dos días me llevó la respuesta el secretario Consecundono, que fue que a los
religiosos permitiría en sus reinos sin que nadie los persiguiese, y que de los
holandeses no había sabido fuesen ladrones ni corsarios, que por dos años tenían
palabra suya de que los dejaría en el puerto en que estaban, que pasados me la daba a
mí que los desviaría de sus reinos, y que a él le estaba muy bien conservar la
amistad con tan gran rey como vuestra majestad, y que así lo haría y muy gran favor y
merced a los vasallos suyos, que de arribada o de otra manera viniesen al Japón. Y
que si yo algo había de menester, se lo dijese.

Estuve en su corte, y en Neaco y en Usaca once meses, al cabo de los cuales me
dio un navío en que venir, y cuatro mil ducados para aviarle. Y entonces envié al
padre fray Alonso Muñoz con los japoneses, y en presente a Vuestra majestad, en cuyo
retorno se le llevaron algunas cosas desde México que me pidió, como fueron rayas
negras, vino tinto, relojes, y otras menudencias. Que todas ellas sumaron poco, y es
cierto que si viviera este emperador, las cosas de la cristiandad fueran en aumento.
Murió al cabo dedos años y aunque aquellos reinos no se dan por sucesión, el príncipe
su hijo tenía bien ganadas las voluntades, con lo que lo alzaron rey de una gran
monarquía, que lo es el Japón, que está dividido en sesenta y seis provincias que
ellos llaman reinos. Son tres islas grandes y otras menores adyacentes. La una de
estas islas es llamada Ximo, que quiere decir los reinos bajos, respecto del Neaco y
de la corte. Guinfiz, que quiere decir nueve reinos porque tantos contiene esta isla,
y es la más occidental y adonde vienen de ordinario las naos de China y de Manila. Va
de norte a sur, y es muy ancha, y tiene algunas entradas y senos del mar del sur y al
poniente. La segunda se llama Xicocu, que significa cuatro reinos, y algunos la
llaman Tensa, porque uno de estos reinos se llama Tofai; ésta se divide de la primera
con un brazo de mar, que tiene en medio y que corre del este al oeste. La otra es
mayor y comienza con la punta de la primera que está al norte y al oriente, y va
corriendo sobre la segunda del este al oeste. Hay luego una punta hacia el sur, que
los españoles llaman punta del Diablo, y es el reino de Quinocum. Y otras dos al
norte, una al medio del Japón, y otra al fin, a la contracosta de Sendo, y de la
cabeza donde se perdió el galeón San Francisco, año de 1609, a 30 de septiembre, a
legua y media de Subanda y de aquella parte más baja en altura es el reino de Sacuma,
en el Ximo, que será 31 grados y medio, y la muy alta, la contra costa de Sendo, que
aunque nuestros pilotos hacían el fin de ella en 34 grados, corre hasta más de 41. Y
la gran ciudad de Neaco está en 35º, y casi en la misma altura está hoy Surunga y
Sendo, que son las dos cortes al oriente del Japón. Tiene esta isla grande, 40
reinos, y en su circuito grande, muchas islas todas habitadas y copiosas de gente, de
las cuales, tres tienen el nombre de reinos; dos al norte, abundantes de vecinos y de
minas de plata, y la otra al sur, al poniente, está la gran China, que con razonable
viento se puede navegar este viaje en tres o cuatro días, y entre la China y el Japón
está una manga de tierra, que llaman la Corea, en 34º, y sube hasta 40º, con lo que
viene a entrar contigua en la China, y tan cerca, que un tiro de arcabuz las divide,
quedándole una ensenada al poniente; y a la parte del norte tiene el reino de
Urangai, que es tierra firme con la Corea y Tartaria, a la parte del nordeste de
Neaco, y al norte de la última punta septentrional del Japón está Yefo, con quien
tienen trato los japoneses. Si es isla o tierra firme que continua con Urangai al
sur, no hay isla o tierra que se sepa de importancia más al sudeste. Entre el sur y
el poniente les queda la isla Hermosa, y debajo las islas Filipinas. Tratando de los
principios de esta tierra, ellos dicen que antiguamente había alguna gente silvestre,
y que sus reyes tuvieron principio de unos Camiseletes, y otros de la tierra:
costumbre antigua de las naciones y personas insignes que se derivaban de los dioses.
Mas lo que se sabe por tradiciones e historias ciertas es que descienden sus reyes,
de un rey de la China, y que el primer rey del Japón llamado Giumuzeno comenzó su
monarquía y él a reinar, 663 años antes de Cristo Nuestro Señor, 89 después de la
fundación de Roma, y lo que en ninguna nación del mundo se sabe, ha durado esta
nación en la misma familia y línea recta 108 edades, y en ellas 2.260 y tantos años y
nunca tuvieron trato con ninguna nación hasta sesenta años ha; si no fue con los
chinos. Y los libros de sus ciencias y religión les vino de ellos, y las ceremonias
de los reyes del Japón son muy conformes y simbolizan a las del rey chino.
Antiguamente los que llaman Darios y sus deudos gobernaban, y no eran estimados los
soldados como ahora en el Japón.

Más de 450 años a esta parte, dos familias de soldados descendientes de los
Darios se levantaron y la una prevaleció y después la otra, y así quedaron los reyes
con solo el nombre, y tocáles el dar las dignidades del reino con muy poca renta que
tienen, aunque la que basta para sustentar su casa y palacio.

Llaman a estos reyes el Dayre o Jesico, y siempre viven en la gran ciudad de
Neaco, de más de ochocientos mil hombres. No salen de ella, ni pueden pisar el suelo,
ni se dejan ver sino de personas que tienen cierta dignidad, y de sus mujeres. Los
emperadores del Japón llaman Tencadoni, y la dignidad es de seguro Cubocama, que es
lo mismo, y Cama quiere decir señor, y Cubo es lo propio que Capitán General o
Dictador, como decían los romanos. Esta dignidad de Emperador la da el Dayre, y él va
a recibirla antes de entrar en su gobierno. Nunca el Japón ha sido vencido ni
dominado de otra alguna nación, aunque pocas veces vinieron a pelear los chinos y
corias, pero siempre volvieron con las manos en la cabeza, como apunté atrás. Son
hombres de vivo ingenio y de gran cortesía entre sí. La mano izquierda que aquí damos
a los inferiores es la derecha suya, y que hacen gran honra a quien la dan, porque
dicen le fían el lado de la espada.

Son muy lindos arcabuceros aunque tiran muy despacio. Fuegan una lanza con
primor, y de sesenta años a esta parte, tienen artillería, aunque no destreza en
ella.

Los grandes señores tienen inexpugnables castillos y précianse de ardides de
guerra. El gobierno político de sus ciudades es excelente y, atienden los que
gobiernan a la causa pública con extraordinaria atención.

Las casas son aseadísimas y de notable limpieza, y hasta en la calle, la tienen
grande. Es prosperísima la tierra, en oro y plata, y si tuvieran mineros y azogue,
sacarían gran cantidad. El arroz es el sustento ordinario, y aunque se da trigo mejor
y más fértil que en España, porque de una anega, es lo ordinario coger cincuenta.

Comen el pan como fruta y en poca cantidad. No comen carne sino la que matan
cazando, y de caza y pesca tienen más abundancia que nosotros: venados, conejos,
perdices, cavacos, y toda clase de volatería, que cubre los ríos y lagunas. En el
reino de Bofú, bien rico en oro, en la punta de él, cogen algodón, del que hacen
mantas, y cáñamo. Los caballeros visten de seda, y, no es buena la del Japón, pues la
traen de China cada año, con muchas pinturas y labores. Y traen los señores gran
acompañamiento, y los respetan de tal manera los oficiales y gente ordinaria, que en
pasando por la calle, se postran en tierra.

El barniz de los escritorios y bufetes, que es como resina de un árbol, no se
sabe de otro que le iguale, y así tienen lindezas peregrinas de este género, y el de
sus espadas y cazanas es también cosa rara, porque hay cazana que se aprecia en cien
mil ducados, y es cosa muy cierta que cortan un hombre, cruzadas las piernas de
arriba a abajo, y ríense de que estimemos un diamante o un rubí, diciendo que la
estimación verdadera se ha de tener en las espadas. Los síes del Japón son como
señores de título, y gozan con todo el imperio, de lo que hay en sus Estados, y dan
la renta de ellos y la quitan como es su voluntad a sus criados y deudos, y acabados
o mudados, se mudan todos los suyos, y los criados tienen la obligación de acudir a
ellos tanto en la guerra como en la paz.

Adoran a los Camis, que fueron síes antiguos insignes en alguna cosa, y les
piden todo lo temporal. También adoran a los sosoques, que fueron hombres del reino
de Siam y Pegu. Piden su salvación; tienen grandes templos con bonzos letrados que
predican, y hacen solemnes fiestas, y oficios, y entierros por sus difuntos. El
templo de Taicosama vi en la ciudad el de Neaco, que pudiera ser considerado una de
las siete maravillas. Levantaron allí una estatua de metal que dicen costó
veinticuatro millones ella y el templo en que está, y que andaban en la obra cien mil
personas. Yo llegué a verle y pedí licencia para subir por las gradas a lo alto, y
considerando que traería algún rasguño, dada su grandeza, mandé a un criado mío que
era un mozo de muy buena disposición, que tomase la medida de ese Daibú, que así
llaman a ese ídolo. Rióse de mí y respondióme que ni aun de los dedos podría tomar
medida. Al fin se la tomó del dedo pulgar de la mano derecha, y abrazado a él le
faltaron dos palmos para abarcarle del todo.

Pasé al cuerpo de su mala iglesia, donde tienen pilas de agua maldita, como
nosotros bendita, y para cubrir las cenizas del Taico, se postran por tierra y corren
seis velos de brocados diferentes, hasta que separan una reja, donde están
depositadas en un baño de oro. Con grandes exclamaciones las adoran y las vuelven a
cubrir, y es cierto que el día que estuve allí noté la adoración de las mujeres y
hombres en su templo. Sin divertirse, sin hablar, pero sí a mirar, con un silencio
notable. Confusión grande para nosotros, que con asunto verdadero y tan diferente es
nuestra indevoción y falta de respeto, muy grande.

En que prosigue el trazo de los japoneses, como son: sus casamientos, y la guarda de
sus mujeres, que allá no se usa dote. Doctrina que no vendría mal para España

El gobierno político de los japoneses es aventajado del que yo conozco en todas
las repúblicas del mundo, porque gente sin Dios tener tantas leyes perfectas y
conformes a caridad, parece que hace repugnancia. Los vicios en esta tierra se
castigan como lo he referido atrás, pues hay pocos ladrones y los caminos están
segurísimos de ellos. Los vagabundos no se permiten porque hay jueces de ellos, y que
a todos los ocupan en sus ciudades y pueblos conforme a la inclinación que tienen y a
los oficios de sus padres y abuelos. Hay jueces de labores y labranza, para que el
arroz, cebada y trigo se siembren con abundancia, y gozan de grandes privilegios los
labradores. No hay ganado en los campos, y sin haberle, es la tierra de más ganado
mayor de toda la descubierta, porque el hombre más pobre tiene dos bueyes y vacas, y
los ricos muchas más. Y estas reses comen en las caballerizas paja y cebada como los
caballos, y son tan mansos que los cargan; y hacen como unas hangarillas
levantándolas muy altas, y con un cordel en la boca. Va un japonés sobre la carga de
trigo, arroz o cebada, y gobiernan el buey o toro facilísimamente. Y andan como
caballos de andadura, y pasan a las puertas, y venden lo que traen cargado, y los
vuelven a sus caballerizas y pesebres, de manera que todos se pueden llamar
cabestrillos como los que acá hacemos para la casa.

También hay jueces de barcos, y marineros, que les hacen cortar madera, y hacer
jarcias y anclas y lo necesario, y que ninguno sale del puerto sin que sea visitado,
y se vea que lleva los marineros y avío convenientes. Lo que ellos llaman espiritual
y devoción de sus templos, son los bonzos que están a su cargo, y el primor en lo
material de sus edificios, la puntualidad en las horas en que rezan al demonio,
gastando con tanto daño suyo, el tiempo.

No hay pendencias por mujeres, porque las públicas rameras están puestas por
orden de la justicia, y señalado qué se les ha de dar. Tienen médico que las visita,
y en estado de enfermedad contagiosa, las apartan con notable rigor.

En cuyas casas entran y salen los que quieren, pues en esto no se mueve cuestión
jamás.

Las demás mujeres casadas, es cosa rarísima aunque sean mujeres de oficiales y
de gente baja, oír que ninguna haya hecho ofensa a su marido. Cásanse todas sin dote,
y aunque los caballeros y señores tienen tantas cuantas juzgan conviene a su
autoridad, para alguno hay de 50 a 60. La primera esposa es la que tiene por mayor
señora, y sus hijos son más válidos. Sin embargo, no se debe mostrar ofendida si es
regalada alguna de las otras. Los muy pobres sustentan una sola, o igual dos o cuatro
conforme a su caudal.

Las esposas de los Tonos no ven sol ni luna, ni a sus hermanos ni parientes, y
pocas veces a sus hijos. Salen a los templos en unas sillas cerradas que llaman
orimones, y con una toca grande hasta el pecho, para que nadie las vea en ningún
caso.

Infórmase un señor de éstos de los padres que tiene una doncella, de su calidad
y de su recato, de su mansedumbre y condición, y de su hermosura, y ésta es la dote
que buscan para pedirla, pero su padre no les da ninguna, pues esto es tenido por
ofensa, y más bien es el novio el que regala a los padres y a los parientes, y como
no se piden ni dan millaradas de dotes, consérvanse en mayor prosperidad las casas de
pobres y ricos. Materia de estado que ojalá se siguiese en España, pues algunos roban
el mundo para dotar una hija, y ya no se mira en las demás partes para buscarla, sólo
se pregunta que cuánto tiene de dote.

Y mande vuestra majestad que se le consulten los proes y contras de esta
materia, y que se hallará tanto cuerpo en ella, que se dará alcance a una de las
mayores importancias de la España, y que si se quitasen o moderasen las dotes, se
remediara mucho la pobreza, y aun levantando más ese concepto, crecería más la
virtud, viendo que en función de ésta, se escogería solamente las mujeres, y no
llevasen dotes al matrimonio, porque se ensoberbecerían contra sus maridos.
Aristóteles reprendió a los Lacedemonios porque permitían dar grandes dotes, siendo
más conveniente que casasen sin ellas, o a lo menos fuesen más moderadas:
«intolerabilius nihil et quam fémina dives», y está claro que el marido que recibió
gran dote y hacienda, se halla por ella obligado a un modo de respeto reverencial,
impropio de la superioridad del marido, y no le negará las galas, las joyas y
riquezas que ella trajo. Y no es menos que San Pedro, que dijo que la poca obediencia
de las mujeres casadas a sus maridos, nace de la profanidad de sus galas y trajes
profanos, y cesando la costumbre de dotarlas, se introduciría en ellas la humildad;
colígese esto en el ejemplo de Sarra, que obedecía a Abrahán y le llamaba señor. Y
decía San Ambrosio que esto se debía porque se había casado sin dote, porque las que
la llevaban grande, no se humillaban. Y se prueba y sería de gran utilidad atajar las
diligencias dificultosas, con que en casas ilustres y en todas, se procura juntar el
dote de las hijas, que por mayor parte superan a los varones, y la desigualdad en las
dotes las hace en las calidades, porque el oro lo empareja, y ver restituciones sobre
asuntos de pleitos de dotes, que hay en todas las chancillerías y audiencias.

No es conveniente el forzar y violentar voluntades e inclinaciones, porque los
padres no teniendo grandes dotes que dar a sus hijas, las hacen tomar el velo por
fuerza y entrar en religión, donde viven y mueren descontentas. Razones todas porque
las que se llega a juzgar que quitar la dote totalmente es dificultoso, pero
moderarla, resulta conveniente.

En fin, éste es el uso del Japón, y la estima de los plebeyos a los señores y
caballeros, y el respeto y la veneración son tan grandes, que cuando pasan por la
calle, se les humillan hasta el suelo. Y aunque un hombre bajo llegue a ser muy rico,
no se atreve a emparentar con los de sangre ilustre, ni a ponérseles en nada. Ejemplo
que si acertáramos a seguir, en los españoles no habría tantos linajes manchados,
sólo por el interés.

De la diferencia que hay, de la condición de los japoneses a los chinos, y cuanto se
precian los japoneses de feroces y bravos, y los chinos de mansos, templados y
sufridos. Y el gran gobierno que tienen los chinos, en la merced que hacen a los
señores y grandes, tomando ejemplo de su rey

Esta nación japonesa desvanécese con la valentía y arrogancia que tienen, con
ser más barbaros que gente discreta, y con razón, pues no sólo se muestran osados en
la guerra, sino en matarse a sí mismos, sin querer que lo haga el verdugo, cuando por
algún delito son condenados a muerte. Pues en tal ocasión es acto positivo de su
nobleza, juntar sus deudos, sus amigos y caballeros, y hacerles un parlamento, para
que sean testigos que mueren con osadía y sin rendirse al temor, y encargándoles sus
hijos y deudos. Luego echan mano a la cazana que tienen ceñida, y se cortan por
medio, con tanta braveza e impiedad que suele quedar medio cuerpo a una parte. Alaban
los circunstantes y, convidados esta hazaña bestial y bárbara.

Es esta nación poco liberal en dar, y comúnmente impaciente y mal sufrida. Los
chinos y sangleses no son tan osadados esta hazaña bestial y, bárbara.