La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

CUENTOS VALENCIANOS

DIMONI

I

Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaba -¡Dimoni!... ¡Ya está ahí Dimoni!
Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo.
Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo q Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.
Su fama de músico le hacía ser llamado por los clavarios de todos los pueblos, y veíasele llegar carretera abajo, siempre erguido y silencioso, con la dulzaina en el sobaco, llevando al lado, como gozquecillo obediente, al tamborilero, algún pillete reco No había en toda la provincia dulzainero como Dimoni; pero buenas angustias les costaba a los clavarios el gusto de que tocase en sus fiestas. Tenían que vigilarlo desde que entraba en el pueblo, amenazarle con un garrote para que no entrase en la taberna Y estas distracciones de bohemio incorregible, estas impiedades de borracho, alegraban a la gente. La chiquillería pululaba en torno de él, dando cabriolas al compás de la dulzaina y aclamando a Dimoni, y los solteros del pueblo se reían de la
gravedad con que marchaba delante de la cruz parroquial y le enseñaban de lejos un vaso de vino, invitación a la que contestaba con un guiño malicioso, como si dijera:

«Guardadlo para después.»
Ese después era la felicidad de Dimoni, pues representaba el momento en que, terminada la fiesta y libre de la vigilancia de los clavarios, entraba en posesión de su libertad en plena taberna.
Allí estaba en su centro, junto a los toneles pintados de rojo oscuro, entre las mesillas de cinc jaspeadas por las huellas redondas de los vasos, aspirando el tufillo del ajoaceite , del bacalao y las sardinas fritas que se exhibían en el mostrador tras La taberna sentíase halagada por la presencia de un huésped que llevaba tras sí la concurrencia, e iban entrando los admiradores a bandadas; no habían bastantes manos para llenar porrones, esparcíase por el ambiente un denso olor de lana burda y sudor de Todas las miradas estaban fijas en Dimoni y su dulzaina.
-¡La abuela! ¡Fes l'agüela!
Y Dimoni sin pestañear, como si no hubiera oído la petición general, comenzaba a imitar con su dulzaina el gangoso diálogo de dos viejas con tan grotescas inflexiones, con pausas tan oportunas, que una carcajada brutal e interminable conmovía la taberna, Después le pedían que imitase a la Borracha, una mala piel que iba de pueblo en pueblo vendiendo pañuelos y gastándose las ganancias en aguardiente. Y lo mejor del caso es que casi siempre estaba presente la aludida y era la primera en reírse de la gracia Pero, cuando se agotaba el repertorio burlesco, Dimoni, soñoliento por la digestión de alcohol, lanzábase en su mundo imaginario, y ante su público, silencioso y embobado, imitaba la charla de los gorriones, el murmullo de los campos de trigo en los días Aquellas gentes rudas no se sentían ya capaces de burlarse de Dimoni, de sus soberbias chispas ni de los repelones que hacía sufrir al tamborilero. El arte, algo grosero, pero ingenuo y genial, de aquel bohemio rústico, causaba honda huella en sus almas ¿Trabajar? No, y mil veces no. Él había nacido para borracho. Mientras tuviese la dulzaina en las manos no le faltaría pan, y dormía como un príncipe cuando, terminada una fiesta, y después de soplar y beber toda la noche, caía como un fardo en un rincón

II

Nadie supo cómo fué el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y ocurrió. Dimoni y la Borracha se juntaron y se confundieron.
Siguieron su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse, para marchar siempre unidos, el astro rojizo de color de vino y aquella estrella errante, lívida como la luz del alcohol.
La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse a sus dominios de Benicófar a ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde, por las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido Dimoni, veían las estrellas, que parpadeaban ¡Casarse!... ¿Para qué? Valiente cosa les importaba lo que dijera la gente. Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un mendrugo de pan a mediodía y, sobre todo, algún crédito en la Dimoni mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto ignorada puerta, mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida. Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, a los veintiocho años, perdía Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha. Acariciándose en medio de las calles con el impudor inocente de una pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta, huían a campo traviesa, sorprendidos en No lo abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto a peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba a su lado al frente de la procesión, sin miedo a los cohetes y mirando con cierta hostilidad a todas las mujeres.
Cuando la Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ella la solemnidad de las procesiones.
En medio, él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia arriba, como si fuese una descomunal nariz que olía el cielo; a un lado, el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto, la Borracha, exhibiendo con satisfacción, como un segundo Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos sermoneaban al dulzainero:
-Pero, ¡gran demonio!, cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en no dejarte ni

aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los papeles.
Pero, aunque él decía a todo que sí, maldito lo que le seducía la proposición. ¡Casarse ellos! Bueno va... ¡Cómo se burlaría la gente! Mejor estaban así las cosas.
Y en vista de su tozuda resistencia, si no le quitaron las fiestas, por ser el más barato y mejor de los dulzaineros, despojáronle de todos los honores anexos a su cargo, y ya no comió más en la mesa de los clavarios, ni se le dió el pan bendito, ni se pe

III

Ella no fue madre. Cuando llegó el momento, arrancaron en pedazos, de sus entrañas ardientes, aquel infeliz engendro de la embriaguez.
Y, tras el feto monstruoso y sin vida, murió la madre, ante la mirada asombrada de Dimoni, que, al ver extinguirse aquella vida sin agonía ni convulsiones, no sabía si su compañera se había ido para siempre o si acababa de dormirse como cuando rodaba a su El suceso tuvo resonancia, y las comadres de Benicófar se agrupaban a la puerta de la casucha para ver de lejos a la Borracha tendida en el ataúd de los pobres, y a Dimoni, en cuclillas, junto a la muerta, voluminoso, lloriqueando y con la cerviz inclina Nadie del pueblo se dignó entrar en la casa. El duelo se componía de media docena de amigos de Dimoni, haraposos y tan borrachos como éste, que pordioseaban por los caminos, y del sepulturero de Benicófar.
Pasaron la noche velando a la difunta, yendo por turno cada dos horas a aporrear la puerta de la taberna, pidiendo que les llenasen una enorme bota, y cuando el sol entró por las brechas del tejado despertaron todos, tendidos en torno de la difunta, ni má ¡Cómo lloraban todos!... Y ahora la pobrecilla estaba allí, en el cajón de los pobres, tranquila, como si durmiera, y sin poder levantarse a pedir su parte. ¡Oh, lo que es la vida!... ¡Y en esto hemos de parar todos!...
Y los borrachos lloraban tanto, que, al conducir el cadáver al cementerio, todavía les duraba la emoción y la embriaguez.
Todo el vecindario presenció de lejos el entierro. Las buenas almas reían como locas ante espectáculo tan grotesco.
Los amigotes de Dimoni marchaban con el ataúd al hombro, dando traspiés, que hacían mecerse rudamente la fúnebre caja como un buque viejo y desarbolado. Y detrás de aquellos mendigos iba Dimoni con su inseparable instrumento bajo el sobaco, siempre con aq Los chiquillos gritaban y daban cabriolas ante el ataúd, como si aquello fuese una fiesta, y la gente reía, asegurando que lo del parto era una farsa y que la Borracha había muerto de un hartazgo de aguardiente.
Los lagrimones de Dimoni también hacían reír. ¡Valiente pillo! Aún le duraba el cañamón de la noche anterior y lloraba lágrimas de vino al pensar que ya no tendría una compañera en sus borrachera nocturnas.
Todos le vieron volver del cementerio, donde, por compasión, habían permitido el entierro de aquella gran perdida, y le vieron también cómo con sus amigotes, incluso en enterrador, se metía en la taberna para agarrar el porrón con las manos sucias de la t Desde aquel día el cambio, fué radical. ¡Adiós excursiones gloriosas, triunfos alcanzados en las tabernas, serenatas en las plazas y toques estruendosos en las

procesiones! Dimoni no quería salir de Benicófar ni tocar en las fiestas. ¿Trabajar?... Eso para los imbéciles. Que no contasen con él los clavarios; y, para afirmarse más en esta resolución, despidió al último tamborilero, cuya presencia le irritaba.
-¡Dimoni!... ¿Eres tú?
La musiquilla callaba ante los gritos de aquella gente supersticiosa , que preguntaba por ahuyentar su miedo.
Y luego, cuando los pasos se alejaban, cuando se restablecía en la inmensa vega el susurrante silencio de la noche, volvía a sonar la musiquilla, triste como un lamento, como el lloriqueo lejano de una criatura llamando a la madre que jamás había de volve

 

 

 

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