La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

ARROZ Y TARTANA

I

A las tres de la tarde entró doña Manuela en la plaza del Mercado, envuelto el airoso busto en un abrigo cuyos faldones casi llegaban al borde de la falda, cuidadosamente enguantada, con el limosnero al puño y velado el rostro por la tenue blonda de Tras ella, formando una pareja silenciosa, marchaban el cochero y la criada: un mocetón de rostro carrilludo y afeitado, que respiraba brutal jocosidad, luciendo con tanta satisfacción como embarazo los pesados borceguíes, el terno azul con vivos rojos y El cochero, con una enorme cesta en la mano y una espuerta no menor a la espalda, tenía la expresión resignada y pacienzuda de la bestia que presiente la carga. La muchacha también llevaba una cesta de blanco mimbre, cuyas tapas movíanse al compás de la m Cuando, doblando la esquina, entraron los tres en la plaza del Mercado, doña Manuela se detuvo como desorientada.
¡Gran Dios..., cuánta gente! Valencia entera estaba allí. Todos los años ocurría lo mismo en el día de Nochebuena. Aquel mercado extraordinario, que se prolongaba hasta bien entrada la noche, resultaba una festividad ruidosa, la explosión de alegría y bul Doña Manuela permaneció inmóvil algunos minutos en la bocacalle. Parecía mareada y confusa por el ruidoso oleaje de la multitud; pero, en realidad, lo que más la turbaba eran los pensamientos que acudían a su memoria. Conocía bien la plaza; había pasado e ¡Cómo estaba grabado en su memoria el aspecto de la plaza! La veía cerrando los ojos y podía ir describiéndola sin olvidar un solo detalle.
Desde el lugar que ocupaba veía al frente la iglesia de los Santos Juanes, con su terraza de oxidadas barandillas, teniendo abajo, casi en los cimientos, las lóbregas y húmedas covachuelas donde los hojalateros establecen sus tiendas desde fecha remota. A

balconcillos, su reloj descolorido y descompuesto, rematado todo por la fina pirámide, a cuyo extremo, a guisa de veleta y posado sobre una esfera, gira pesadamente el pájaro fabuloso, el popular pardalot, con su cola de abanico.
En el lado opuesto, la Lonja de la Seda, acariciada por el sol de invierno y luciendo sobre el fondo azul del cielo todas las esplendideces de su fachada ojival. La torre del reloj, cuadrada, desnuda, monótona, partiendo el edificio en dos cuerpos, y ésto Frente a la Lonja, el Principal, pobrísimo edificio, mezquino cuerpo de guardia, por cuya puerta pasea el centinela arma al brazo, con aire aburrido, rozando con su bayoneta a los soldados libres de servicio, que digieren el insípido rancho contemplando e En este ancho espacio, que es para Valencia vientre y pulmón a un tiempo, el día de Nochebuena reinaba una agitación que hacía subir hasta más arriba de los tejados un sordo rumor de colosal avispero.
La plaza, con sus puestos de venta al aire libre, sus toldos viejos, temblones al menor soplo del viento y bañados por el sol rojo con una transparencia acaramelada; sus vendedoras vociferantes, su cielo azul sin nube alguna, su exceso de luz que lo dorab Doña Manuela contemplaba con fruición este espectáculo. Tachábase en su interior de poco distinguida; pero..., ¡qué remedio!, por más que ella tomase a empeño el transformarse, y, obedeciendo a las niñas, revistiera un empaque de altiva señoría, siempre c

estrépito del mercado y viendo por las mañanas, al levantarse, el pardalot de San Juan.
Y, obsesionada por estos recuerdos, doña Manuela permanecía inmóvil en la esquina, como asustada por el gentío, sin fijarse en las miradas poco respetuosas que alguno que otro transeúnte le dirigía.
Estaba próxima a los cincuenta años, según confesión que varias veces hizo a sus hijas; pero era tan arrogante y bien plantada, unía a su elevada estatura tal opulencia de forma, que todavía causaba cierta ilusión, especialmente a los adolescentes, que, c La mitad de los polvos y mejunjes que sus niñas tenían en el tocador los consumía la mamá, que, en la madurez de su vida, comenzó a saber cómo se agrandan los ojos por medio de las rayas negras, cómo se da color a las mejillas cuando éstas adquieren un fú En cambio, su criada era poco sensible a la galantería callejera. Acogíala con un gesto de rústico desprecio, un fruncimiento de labios desdeñoso, algo que mostrase la indignación de una castidad hasta la rudeza, la insolencia de una virtud salvaje.
Doña Manuela pareció decidida, por fin, a lanzarse en el viviente oleaje de la plaza.
-Vamos, Visanteta, no perdamos tiempo... Tú, Nelet, marcha delante y abre paso.
Y el cazurro Nelet, siempre con aire de fastidio, comenzó a andar, hendiendo la muchedumbre al través, contestando dignamente con sus brazos de carretero a los codazos y empujones y cubriendo con su corpachón a la señora y la criada.
La multitud, chocando cestas y capazos, arremolinábase en el arroyo central; dábanse tremendos encontrones los compradores; algunos, al mirar atrás, tropezaban rudamente con los mástiles de los toldos, y más de una vez, los que con el cesto de la compra a En medio de este continuo pregonar, entre la descarga de ofertas a grito pelado, destacábanse algunas voces melancólicas y tímidas ofreciendo «¡Medias y calcetines!» Eran los sencillos aragoneses, golondrinas de invierno que, al caer las primeras nieves,

lentamente con su traje de paño burdo, estrecho pañizuelo arrollado a las sienes, y entre éste y el abierto cuello de la camisa, el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas cejas y ojillos de inocente malicia. Colgando de los brazos o en el fondo Doña Manuela iba mal por el arroyo. Causábanle náuseas los carros repletos del estiércol recogido en los puntos en los puntos de venta: hortalizas pisoteadas, frutas podridas, todo el fermento de un mercado en el que siempre hay sol.
-Vamos a la acera- dijo a sus criados-. Compraremos primero las verduras.
Y subieron a la acera de la Lonja, pasando por entre los grupos de gente menuda que, con un dedo en la boca o hurgándose las narices, contemplaba respetuosamente los pastorcillos de Belén y los Reyes Magos hechos de barro y colorines, estrellas de latón c Marchaba doña Manuela por el estrecho callejón que formaban las huertanas, sentadas en silletas de esparto, teniendo en el regazo la mugrienta balanza, y sobre los cestos, colocados boca abajo, las frescas verduras. Allí, los oscuros manojos de espinacas; Comenzó doña Manuela sus compras, emprendiendo con las vendedoras una serie de feroces regateos, más por costumbre que por economía. Nelet, levantando la tapa de la cesta, iba arreglando en el interior los manojos de frescas hortalizas, mientras la señora Ya estaba agotado el artículo de verduras; ahora, a otra cosa. Y, atravesando el arroyo, pasaron a la acera de enfrente, a la del Principal, donde estaban los vendedores del cascajo. ¡Vaya un estrépito de mil diablos! Bien se conocía la proximidad de las Doña Manuela huyó de este estrépito, que la ponía nerviosa; pero antes de llegar al Principal, hubo de detenerse entre sorprendida y medrosa. En el arroyo, la gente se arremolinaba gritando: algunos reían y otros lanzaban exclamaciones indecentes, chasqu

como espoleadas por el terror, pasaron una docena de muchachas despeinadas, greñudas, en chancleta, con la sucia faldilla casi suelta y llevando en sus manos, extendidas instintivamente para abatir obstáculos, un par de medias de algodón, tres limones, un Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa persecución que se alejaba, y entró después en el mercado del cascajo, buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto sable, paseaban entre el gentí Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto, redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando pirámide, las lustrosas castañas de color de chocalate, y las avellanas, que exhalaban el acre perfume de los bosqu Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la cabeza, sintiendo en la espalda una amistosa palmada.
Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de forma tan rara, que debía de pertenecer a una moda remota, si es que tal moda había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la cual asomaba una esportilla de compras, y por e -¡Juan!-exclamó doña Manuela.
Visanteta dió con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan, el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban mal en la casa, aunque con cierto respeto, llamándole por antonomasia el tío.
Los ojillos de don Juan, inquietos e investigadores, revolvíanse en sus profundas cuencas rodeadas de grietas. Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía, con risita burlona que a doña Manuela, según conf -De compras, ¿eh?... Yo también voy danzando por el mercado hace más de una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no puedan comer... Chica, si empiezas así, vas a llevar a casa medio mercado... Eso son bellotas, ¿verdad? Comida de -Qué, ¿tú no compras?-dijo doña Manuela, sonriendo, a pesar de que no ocultaba el

efecto que le producían las palabras de su hermano. -¿Quién?... ¿Yo?... ¡Bueno, va! A mí nadie me estafa.
Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del avaro.
Además -continuó don Juan-, ¿para qué quiero yo eso? Los que no tenemos dientes hemos de abstenernos de algunas cosas; muchas gracias si uno puede comer sopas de ajo y tiene con qué pagarlas... Algo he comprado: unas pocas castañas y nueces; pero no para Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en todos los tonos que era muy pobre.
-¡Vamos, cállate!-dijo doña Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya su irritación-. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza; sólo falta que me pidas una limosna.
-¡Mujer, no te irrites!... No quiero hacer creer que necesito limosna; soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre; y, sobre todo, con orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene, lo pasa cualquiera tan ricamente.
Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona que fijaba en su hermana.
-Juan, toda la vida serás un miserable. ¿De qué te sirve guardar tanto dinero? ¿Vas a llevarlo al otro mundo?
-¿Yo?... Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo... No quiero que nadie se ría de mí después de muerto.
Doña Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de conversación.
-Di, Manuela, ¿y Juanito?
-En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.
-Dile que venga mañana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme del gusto de darle el aguinaldo, como cuando era un chicuelo.
El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía hablar con sinceridad.
-También irán a verte las niñas y Rafael.
-Que vengan- contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante sonrisa-. Les daré una peseta de aguinaldo, lo único que se puede permitir un tío pobre.
-¡Calla, avaro!... Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por no gastar un céntimo... ¿Por qué no vienes a comer con nosotros mañana?
El tono festivo y cariñoso con que ella dijo estas palabras alarmó más a don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.
-¿Quién?... ¿Yo?... Tengo hechos mis preparativos, no quiero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira: también yo gasto, aunque sea un pobre.
Y, al decir esto, señalaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos. Avanzó doña Manuela el labio superior en señal de desprecio.
-¡Valiente compra!... ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás... ni llenarás mucho el estómago. -No todos son tan ricos como tú, marquesa Y tras estas palabras, que debían de encerrar mortificante intención, don Juan se

despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.
-Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.
-Adiós, avaro...
Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cariñosas y en su interior rebosase el afecto.
La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las pequeñas tinajas.
Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda aristocracia del mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas carnes, Los dos criados encontraban cada vez más pesadas sus cestas, y seguían con dificultad a la señora al través del gentío compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos pórticos, en plena tarde de sol, tenían la lobreguez y humedad Allí era donde resultaba más insufrible el monótono zumbido del mercado. El techo bajo de los pórticos repercutía y agrandaba las voces de los compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la línea de mostradores ostentáb Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los bordes, y en el rostro de los dos criados iba marcándose el gesto de mal humor. ¡Vaya una compra! El bolso de doña Manuela parecía un cántaro sin fondo que iba regando de pesetas el mer Abandonaron las carnicerías para entrar en el mercado de la fruta, entre los dos pórticos. La gente arremolinábase en las entradas, y allí fue donde doña Manuela se dió cuenta por primera vez de la molesta persecución que sufría. Había sentido varias vece Volvió rápidamente la cabeza..., y ¡mire usted que estaba bien!... ¡Un señor venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquerías! Doña Manuela lanzó una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso, que el sátiro retrocedió, levantando el Siguió adelante la ofendida señora; pero a los pocos pasos la detuvo el escándalo que estalló a su espalda. Sonó una bofetada y la voz de Visanteta gritando a todo pulmón: «¡Tío morra!», repitiendo la frase un sinnúmero de veces con la furia de una virtud

a prueba su virtud.
La señora la hizo callar, muy contrariada por el escándalo, y siguieron la marcha, mientras Nelet, alegre por este incidente, que rompía lo monótono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en qué sitio la habían pellizcado, y sentía un La peregrinación prosiguió a lo largo de unas mesas, en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas, atadas en racimos y colgan Cuando la señora y sus criados volvieron a la gran plaza, detuviéronse en la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de heliotropo y violeta salía de allí, perdiéndose en la pesada atmósfera de la plaza.
Doña Manuela estaba inmóvil, repasando mentalmente sus compras para saber lo que faltaba. La muchedumbre se agitó con nervioso oleaje, despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vendían sin licencia corrían perseguidas hacia la calle de San Doña Manuela dio sus órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones y otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la tienda.
Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de doña Manuela la tienda era por antonomasia el establecimiento de Las Tres Rosas, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.
Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto más concurrido del mercado, participaba del carácter de estas dos vías comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a los huertanos un variado surtido de mantas Doña Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa, Antonio Cuadros, sucesor de García y Peña, colgaban largas cortinas, formadas de mantas que parecían mosaicos, En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso el establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que a

través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Entró en la tienda doña Manuela. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador, telas y más telas, extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; d -Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vend Doña Manuela atendía con interés las palabras de las compradoras y no volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita -a la que pomposamente llamaban despacho- y saltaba velozmente el mostrador.
-Siéntese, usted, mamá.
Era Juanito quien le hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que seguía agarrado a ella sin servir para nada, como decía su madre, y sin poder ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta años. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues, examiná -¡Ah! ¿Eres tú, Juanito? -dijo doña Manuela-. ¿Qué hacías?
-Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando el trabajo para el próximo inventario de fin de año.
Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos de veinte palabras mezcló varias veces el Debe y el Haber, vióse interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que, tras media hora de regateos, acababa de vender el tapabocas pa -Pero siéntese usted, Manuela..., a menos que quiera molestarse subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.
-No, Antonio; otro día vendré con menos prisa. He entrado para esperar a Nelet y continuar las compras.
-Pues entonces, bajará ella... Muchacho, avisa a la señora que está aquí doña Manuela.
Un aprendiz lanzóse a la carrera por una puertecilla oscura que se abría en la anaquelería, una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y doña Manuela, por costumbre, habló de los negocios y de lo malo que estaban los tiempos, eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a la luz todo un a

se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz y el comercio daba gusto... ¡Santo cielo! ¡Pensar el paño negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaban, los -¡Qué tiempos aquellos, ¿eh, Manuela?, cuando vivía el padre de éste -señalando a Juan- y yo era sólo primer dependiente! Entonces, aunque me esté mal el decirlo, todos los años, al hacer el inventario, quedaban unos dos o tres mil duritos para guardar... Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a don Antonio «le estaba mal el decirlo», lo había dicho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla, «aunque le estaba mal el decirl Abrióse una puertecilla del mostrador y entró en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia, y que le daban cierto aire monjil. La bondad extremada has Hubo besos y abrazos sonoros; pero notábase en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta llamaba siempre doña Manuela a la madre de Ju -Sí, doña Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensábamos visitarla a usted y a las niñas; pero ¡estamos siempre tan ocupados!... ¡Vaya, vaya! ¡Qué sorpresa!... ¡Cuánto me alegro de verla!
Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se sentía cohibida en presencia de la señora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo de su esposo, a quien admiraba como modelo de finura y buen decir.
-¿Y cómo van las compras? -preguntó don Antonio al notar el mutismo de su compañera-. Esta ha salido por la mañana a hacer la provisión de pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
-¡Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y aún me falta lo más importante. A propósito: cámbienme ustedes este billete de cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi le arrebató el ajado billete que había sacado del limosnero, corriend -¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!- dijo el comerciante.
-No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno...; pero ¿y Rafael? Cada vez

estoy más orgullosa de él... ¡Qué guapo!
-Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas palabras de Teresa debieron de halagar mucho a la señora, pues correspondió a ellas con una sonrisa.
-Oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos disgustos.
-Algo hay de eso; pero... ¿qué quiere usted, Antonio? Cosas de la edad. A la juventud de hoy hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y tiene buenas relaciones.
-Pero no estudia ni hace nada de provecho -dijo el comerciante con la inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo.
-Ya estudiará; talento le sobra para ser sabio. Su padre fué una tronera, y vea usted adónde llegó.
Y doña Manuela dijo esto con el mismo énfasis que si fuese la viuda de un hombre eminentísimo.
Juan había vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su presencia hizo variar la conversación. Doña Manuela habló de la cena que aquella noche daba en su casa. Las niñas, Rafael y Juanito, unos amigos de aquél... En fin: un buen golpe de gen Y después de haber nombrado al hijo de la casa, volvía a insistir sobre los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, hijos de grandes familias, que asistían a sus reuniones y organizaban fiestas, con las que se pasaba alegremente el tiempo.
-Esta época, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a los veinte años se sabe mucho más y se conoce la vida. Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano o el bueno de don Eugenio. Y a propósito: El hombre por quien preguntaba doña Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio García, el decano de los comerciantes del mercado, un viejo que arrastraba cuarenta años en cada pierna, como él decía, y mostrábase orgulloso de no ha La tienda había pasado de sus manos a las del primer marido de doña Manuela, y de éste a su actual dueño; pero don Eugenio no había dejado de vivir un solo día en aquella casa, fuera de la cual no comprendía la existencia.
Como un censo redimible sólo por la muerte, se habían impuesto los dueños de la tienda la obligación de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solterón áspero y malhumorado, entraba y salía sin decir una Sonrió don Antonio al hacer doña Manuela la pregunta.
-¿Don Eugenio?... No sé dónde estará; pero de seguro que no ha salido del mercado. En días como éste le gusta presenciar las compras y pasa horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo golpeen. Sigue fiel a sus manías; nunca dice adó

consideraciones.
Doña Manuela se levantó al ver en una de las puertas a Nelet, que volvía de casa con la espuerta vacía.
-Buenas tardes. Aún tengo que hacer muchas compras. Adiós, Antonio; un beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta noche. Adiós, Juan.
La esposa de Cuadros recibió con expresión infantil los dos sonoros besos de doña Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con amorosa mirada a la gallarda señora en su marcha por entre el gentío del mercado.
Otra vez las compras; pero ahora fuera de la plaza, en la calle del Trench. Allí estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cayéndoles como faldones de dorada casaca las rubias mantecas. L Doña Manuela estaba poseída de una embriaguez de compras, e iba de un punto a otro sin cansarse de derramar la plata ni de llenar la espuerta de Nelet, a cuyo fondo iban a parar el fresco solomillo, las ricas morcillas para la pantagruélica olla de Navida Todavía faltaba lo más importante: el pavo, protagonista de la gastronómica fiesta; y la señora y su cochero, empujados rudamente por la corriente humana, atravesaron una profunda portada semejante a un túnel, viéndose en el Clot, en la plaza Redonda, que Sobre el rumor del gentío, que, encerrado y oprimido en tan estrecho espacio, tenía bramidos de mar tempestuoso, destacábase el agudo chillido de la aterrada gallina, el arrullo del palomo, el trompeteo insolente del gallo, matón de roja montera, agresivo En el suelo, con las patas atadas, recordando tal vez en aquella atmósfera de sofocación y estruendo las tranquilas llanuras de la Mancha o las polvorientas carreteras por donde vinieron siguiendo la caña del conductor, estaban los pavos, con sus pardas t Buscó doña Manuela lo más raro y costoso del mercado: tres pares de perdices, que bailoteaban con descoco dentro de una jaula, mostrando sus polonesas encarnadas. Visanteta las arreglaría para la cena de la noche. Después compró el pavo, un animal enorme, ¡Fuera de allí! La señora deseaba salir del Clot, donde la gente se codeaba con la mayor grosería; y por dos veces había estado su velo próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaba con cuidado para librar al pavo de tropezones, entraron otra vez en el T Allí estaba el de Jijona, con sombrerón de terciopelo, traje de paño negro y el ancho cuello de la camisa sujeto por un broche de plata. Al lado, la mujer, con su rostro

redondo y sonrosado de manzana y el pelo estirado cruelmente hacia la nuca, cayendo en gruesa trenza por la espalda sobre la pañoleta de vistosos colores. La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba formando columna, las cajitas de áspera película co Cuando doña Manuela volvió a entrar en el mercado comenzaba a anochecer y la concurrencia aumentaba por momentos. Todas las bocacalles vomitaban gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas de l -¡Qué bonito!... ¡Mira, Nelet!
Y la señora permaneció algunos instantes contemplando el aspecto fantástico de la plaza con tan original iluminación. Una lluvia de estrellas había caído sobre el mercado. Los empujones de la multitud la volvieron a la realidad.
Fue al salir de la plaza, cuando otra vez la detuvo el escuadrón perseguido de chicuelas vendedoras.
Ahora no corrían. Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que, retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil.
El mísero rebaño pasó ante doña Manuela con triste chancleteo, y la señora no pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquellas cabelleras greñudas y encrespadas que servían de marco a rostros escuálidos y sucios, en los que la piel tomaba aspecto de ¡Gran Dios, qué gente! Y doña Manuela, viendo tales fachas, por una extraña relación de pensamientos sujetó su bolso con las dos manos, como si alguien fuese a robarle.
Después se tentó los bolsillos del gabán, y... ¡justo! ¡No eran falsas sus sospechas! Le habían robado el pañuelo.
Indudablemente, habría sido mucho antes, entre la agitación y los empujones del gentío; pero esto no impidió que la señora siguiese con la mirada iracunda el grupo sucio, maloliente y miserable que se alejaba, anonadado por el hambre y la pena, entre el o Doña Manuela avanzó sus labios en señal de desprecio.
¡Cómo estaba el mundo! No había religión, orden ni autoridad, y..., ¡claro!, era imposible que una persona decente saliese a la calle sin que la pillería le diera que sentir.

II

En época pasada, aunque no remota, el Mercado de Valencia tenía una leyenda, que corría como válida en todos sus establecimientos, donde jamás faltaban testigos dispuestos a dar fe de ella.
Al llegar el invierno, aparecía siempre en la plaza algún aragonés viejo llevando a la zaga un muchacho, como bestezuela asustada. Le habían arrancado a la monótona ocupación de cuidar las reses en el monte, y le conducían a Valencia para «hacer suerte», El flaco macho que los había conducido quedaba en la posada de Las Tres Coronas, esperando tomar la vuelta a las áridas montañas de Teruel; y el padre y el hijo, con

traje de pana deslustrado en costuras y rodilleras y el pañuelo anudado a las sienes como una estrecha cinta, iban por las tiendas, de puerta en puerta, vergonzosos y encogidos, como si pidiesen limosna preguntando si necesitaban un criadico.
Cuando el muchacho encontraba acomodo, el padre se despedía de él con un par de besos y cuatro lagrimones, y en seguida iba por el macho para volver a casa, prometiendo escribir pasados unos meses; pero si en todas las tiendas recibían una negativa y era Vagaban padre e hijo, aturdidos por el ruido de la venta, estrujados por los codazos de la muchedumbre, e insensiblemente, atraídos por una fuerza misteriosa, iban a detenerse en la escalinata de la Lonja, frente a la famosa fachada de los Santos Juanes. -¡Mia, chiquio, qué pájaro!... ¡Cómo se menea!... -decía el padre.
Y cuando el cerril retoño estaba más encantado en la contemplación de una maravilla nunca vista en el lugar, el autor de sus días se escurría entre el gentío, y al volver el muchacho en sí, ya el padre salía montado en el macho por la Puerta de Serranos, El muchacho berreaba y corría de un lado a otro llamando a su padre. «¡Otro a quien han engañado!», decían los dependientes desde sus mostradores, adivinando lo ocurrido; y nunca faltaba un comerciante generoso que, por ser de la tierra y recordando los p La miseria del lugar, la abundancia de hijos y, sobre todo, la cándida creencia de que en Valencia estaba la fortuna, justificaban en parte el cruel abandono de los hijos. Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba El que iba allá abajo se hacía rico; si alguien lo dudaba, allí estaban para atestiguarlo los principales comerciantes de Valencia, con grandes almacenes, buques de vela y casas suntuosas, que habían pasado la niñez en los míseros lugarejos de la provinci Al hacer la estadística de los abandonados ante la velada de San Juan, don Eugenio García, fundador de la tienda de Las Tres Rosas, figuraba en primera línea.
Otros mostrábanse malhumorados y negaban rotundamente cuando se les suponía tal origen; pero él lo ostentaba con cierta satisfacción, como queriendo hacer de ello un título de gloria.
-Nada debo a nadie - exclamaba al regañar a sus dependientes-. A mí nadie me ha protegido. Los míos me dejaron como un perro en medio de esa plaza. Y, sin embargo, soy lo que soy. ¡Hubiera querido veros como yo, para que supierais lo que es sufrir!
Y siempre que podía asegurar una docena de veces que nada debía a nadie y comparar su abandono con el de un perro, quedaba tranquilo y satisfecho. Los principios de su carrera habían sido penosos. Aprendiz siempre hambriento, dependiente después en una ép Don Eugenio era, sin darse cuenta, el cronista de cuantas modificaciones y adelantos

había experimentado aquella plaza, en la que nació a la vida del comercio y debía desarrollarse toda su existencia. Vió cómo una revolución echaba abajo los conventos de la Magdalena y la Merced; cómo un motín quemaba el Mercado Nuevo, que era de madera, Al poco tiempo de fundar su establecimiento, cuando aún la primera guerra carlista tenía en suspenso la suerte de la nación, don Eugenio se formó insensiblemente una tertulia junto a su mostrador, sobre el cual, como antorcha simbólica de la rutina comerc Todas las tardes, al anochecer, reuníanse allí los amigos de don Eugenio, la mitad de los cuales vestían sotana y pertenecían al clero de San Juan. A pesar de esto, la tal reunión era casi un club que en épocas como aquélla tenía su carácter peligroso. Do En la tertulia de don Eugenio se hablaba de Martínez de la Rosa y de su malogrado Estatuto; había quien audazmente elogiaba a Mendizábal y pedía el restablecimiento de la Constitución del 12; se gastaban bromitas contra los serviles, sin faltar a la decen Era, en fin, la tertulia una reunión donde se desahogaba el liberalismo inocente de unos revolucionarios que, en costumbres y preocupaciones, imitaban a sus enemigos, y a pesar de haber sufrido de la dinastía reinante toda clase de desdenes y persecucione En esta reunión estaban todos los afectos y alegrías de don Eugenio. Al encender por las noches el velón y ver entrar las sotanas y las gorras de sus colegas experimentaba la misma impresión que si se encontrara rodeado de una cariñosa familia.
De los de allá, de aquellos que le habían abandonado sin lágrimas ni desconsuelo, nunca se acordaba. Sus padres habían muerto; pero ya se encargaron de recordarle la patria y todas sus miserias el enjambre de primos, hermanos y sobrinos que cayeron sobre

tiempo, de una pieza de sarga para vestir a la familia y otras demandas menos aceptables.
Si don Eugenio ponía cara de perro a las peticiones, surgía la protesta en la rapaz parentela que tanto le quería.
-¡Id allá, granujas! -gritaba el comerciante-. ¿Qué os debo yo para que vengáis a saquearme? Nada tengo que agradeceros, como no sea haberme abandonado en medio de esa plaza.
Entonces era de ver la indignación con que los tíos y hermanos acogían lo del abandono. ¡Otra que Dios!... ¿Y aún se quejaba? ¿Pus si no le hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta? Cuando más, estaría guardando el ganado de algún Producto de una de estas invasiones de vándalos con pañizuelo y calzón corto fué el entrar como aprendiz en la tienda de Las Tres Rosas un chicuelo, al que don Eugenio le fué tomando insensiblemente cierto afecto sin duda porque recordando su pasado se co Entró en la tienda hecho una lástima, oliendo todavía a estiércol y a requesón agrio, como si acabase de abandonar el corral de ganado. La vieja criada que administraba el hogar de don Eugenio tuvo que valerse de ungüentos para despoblar de bestias sanguí Con esto, el mísero zagalillo de las montañas de Teruel se convirtió en un aprendiz, listo, aseado y trabajador, que, según las profecías de los dependiente viejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba el valenciano de un modo que hacía reír Con sus borceguíes lustrosos, una chaqueta vieja del amo arreglada chapuceramente, la cabeza siempre descubierta, con pelos agudos como clavos y las orejas llenas de sabañones en todo tiempo, era Melchorico el aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la Pasaron los años sin que incidente alguno viniese a turbar la ascensión lenta y monótona del muchacho en la carrera comercial. Perdió de cuenta los cachetes y patadas que le largaron don Eugenio y los dependientes viejos, unas veces por entretenerse baila

y al cumplir dieciocho años vióse tan transformado, que violentando sus instintos económicos, fortalecidos por las saludables enseñanzas del principal, se gastó cuatro pesetas en dos retratos que envió a los de allá arriba, a sus antiguos colegas de pasto Melchor Peña, al salir de la adolescencia, experimentó una transformación. Al mismo tiempo que en su labio apuntaba el bigote, en su cerebro apuntó la tendencia a lo romántico, a lo desconocido, el anhelo de cosas extraordinarias, de aventuras gigantescas ¡Y cómo se reía don Eugenio de la manía novelesca de su Melchorico, como cariñosamente le llamaba!... Él, que no había consultado otro libro en su vida que un cuadernillo donde estaban comparados los pesos y medidas de Cataluña, Aragón y Castilla, miraba Iguales bromas se permitía el Don Quijote que vegetaba en la oscuridad, midiendo telas en Las Tres Rosas. Podían atestiguarlo los pescozones con que don Eugenio había saludado a su querido dependiente un lunes en el almacén, cuando vió a Melchor que, reco -Como sigas así -gritaba el buen comerciante, escandalizado-, te pongo en la puerta, y... ¡buen viaje! Me has engañado. Tú sirves para cómico, y a mí no me gustan las farsas. Melchorico, por última vez te lo digo. El año que viene entras en quintas, o sie

Junto a la imaginación exaltada del dependiente debía de existir una enorme cantidad de sentido práctico capaz de sofocar todas las fantasías y caprichos, y a esto se debió, sin duda, que Melchor se reprimiera en sus románticas extravagancias, y, en adel Tenía don Eugenio un amigo antiguo que todos los días visitaba la tienda, y por profesar a Melchor algún afecto, unía sus exhortaciones de hombre práctico a las del principal. De todos los individuos que formaban la tertulia de Las Tres Rosas, don Manuel Vivía en un enorme caserón cercano a las Escuelas Pías; figuraba entre los primeros fabricantes de seda, y más de doscientos telares trabajaban para él, elaborando piezas de seda rayada, vistosa y sólida, y pañuelos de brillantes colores, que eran enviado Le suponían poseedor de millones, y era el banquero de todos los mercaderes menesterosos. Bastábale entrar en su alcoba para presentar en cartuchos de onzas cuanto dinero se le pedía, y a pesar de esto, fuera de los días del Corpus, en que sacaba del fon Era el más fiel representante de la avaricia atribuida a los de su gremio, y en el mercado se contaban de él cosas graciosísimas. La mañana pasábala en San Juan, pues el comercio no le había hecho olvidar sus aficiones a las cosas de la Iglesia. Tenía su -Don Manuel -murmuraba el pedigüeño con voz misteriosa y arrodillándose cerca del banco-, necesito al momento seis mil reales.
-¡Déjame en paz! -susurraba indignado el fabricante sin volver los ojos-. Ni la Casa del Señor sabéis respetar. Búscame a la noche.
-Don Manuel, ¡por Dios!, que la letra vence hoy, y he de pagarla o se deshonra mi tienda. Seis mil reales al quince por ciento; sálveme usted.
-¡Largo!... No estoy ahora para asuntos mundanos.
-Don Manuel... aunque sea el veinte -decía el infeliz con esfuerzo supremo.
-He dicho que no. ¡Déjame en paz el alma!
-Al veinticinco, don Manuel..., al veinticinco. Me esperan en casa para que pague.
-Márchate o llamo al sacristán.
-Pues bien: al treinta..., que sea al treinta por ciento, como la otra vez.
-¡Todo sea por Dios! -murmuraba suspirando dolorosamente-. No dejáis tiempo ni para salvar el alma. Espérame en casa; yo iré así que termine este rosario. Te cobraré el treinta por ser tú..., pues bien sabe Dios que a mí no me gustan estos negocios.
Esto se contaba del célebre fabricante de sedas: pero aunque en ello entrase en gran parte la exagerada malevolencia de sus enemigos, lo cierto era que don Manuel, con el producto de sus doscientos telares siempre en actividad y los caritativos auxilios q El fabricante y el dueño de Las Tres Rosas eran antiguos amigos, y hasta se murmuraba que el primero había ayudado a éste con una generosidad extraña en los

primeros tiempos de su comercio. Cuantos géneros de seda se despachaban en la tienda procedían de la fábrica de don Manuel, y de esto resultaba una continua comunicación entre el establecimiento de don Eugenio y el caserón del barrio de las Escuela Pías, Él era quien iba al despacho de don Manuel a escoger pañuelos y piezas de seda, raso o terciopelo en aquellos armarios de roble, con cerradura complicada, que databan del siglo anterior, y él también quien subía a los porches, donde con un tric trac ensor Otra persona formaba parte de la familia del Fraile; pero los lazos que le unían a ella eran tan efímeros y débiles como los que atan una estrella errante a un sistema planetario. Era estudiante de medicina, famoso entre los de su Facultad como hábil toca Rafael Pajares venía a ser en la casa el punto vulnerable del huraño Fraile. Parecía imposible que éste soportase las travesuras del estudiante, que traía revuelta toda la casa, persiguiendo a las criadas, entreteniendo con chistes a los tejedores e intro Igual influencia ejercía Rafael sobre los demás individuos de la familia. El hijo del Fraile le toleraba, lo que no era poco, atendido su carácter, y en cuanto a Manolita, vivía pendiente de los labios de su primo. Aquella muchacha sencillota, a quien las Se amaban desde niños, pero con un amor extraño, incomprensible y preñado de

incidentes. Él era informal, ligero, casquivano; tenía novias en los cuatro distritos de la ciudad; salía de noche para dar serenatas amorosas; y ella, bajo su exterior abobado de muchacha tímida y devota, ocultaba un carácter varonil, un genio insufrible ¡Con un pillo así era imposible estar seria mucho tiempo! Se necesitaba tener corazón de piedra para no conmoverse cuando, cogiendo la guitarra y poniendo los ojos en blanco, se arrancaba por el fandanguillo de Cádiz, entonando después melancólicamente el

Inflamado mi pecho amoroso,
Sólo en ti se cifraba mi anhelo...

No; ella le quería, y aunque le diese algún disgusto, consideraba a Rafael, a pesar de su sotana mugrienta y su cara de granuja, como un rendido trovador de los que en aquella época de romanticismo hacían el gasto en todos los extravíos de imaginación fem Melchor Peña, entrando con frecuencia en la casa, estaba al tanto de cuanto ocurría en el seno de la familia y conocía el carácter de cada uno de sus individuos. Don Manuel le apreciaba como muchacho laborioso y económico, que tenía lo que él llamaba sang Melchor correspondía a este desprecio con una antipatía profunda. Y no es que le hiriesen hondamente las zumbas del estudiante; su odio provenía del poco aprecio que éste mostraba a Manolita. Ser dueño de la voluntad de aquella mujer y corresponder a su a Habíase enamorado de la hija del Fraile, no repentinamente y a la primera mirada, como los protagonistas de aquellas novelas que con tanta fruición leía; su pasión se había formado lentamente, por escalones que poco a poco había ido subiendo. Un día se fi ¡Qué adoración tan constante la del pobre muchacho! Dos años estuvo lanzando tiernas miradas a la joven cada vez que por asuntos del comercio iba a casa del
Fraile. Su imaginación novelesca soñaba un rapto, después de matar en desafío al infame estudiantón, con otras mil barbaridades por el estilo; y lo mejor del caso era

que quien tales barrabasadas se sentía capaz de ejecutar, temblaba como un niño en presencia del ídolo amado, y cien veces se le atragantó la declaración que tenía pensada y aprendida, sin faltar punto ni coma.
Por fin, Manolita supo que Melchor la amaba gracias a una carta de éste, en la cual, conforme al patrón de todas las declaraciones, comparaba su corazón con el Vesubio, y comenzando con las consabidas frases: «Señorita, desde el momento que la ví a usted» Manolita acogió burlescamente la declaración del dependiente; mas no por esto dejó de agradecerla, con esa satisfacción que causa en toda mujer el saber que es amada, y nada dijo a su familia ni a Rafael.
Melchor esperó con paciencia inquebrantable, y un día fué Manolita la que le recordó su declaración, aceptándola.
La hija del Fraile se había dejado llevar de un arrebato del carácter violento que mostraba en las grandes ocasiones. Su primo Rafael había terminado la carrera, abandonando las locuras de estudiante para revestirse de la gravedad del doctor, y cuando ell El carácter enérgico de Manolita se sublevó al convencerse de la nueva infidelidad de Rafael. No; ésta no la consentía, aunque el primo le pidiese perdón de rodillas y estuviese todo un año cantando romanzas sentimentales. Quiso vengarse, atormentar al in Don Eugenio, que se sentía viejo y estaba dispuesto a traspasar Las Tres Rosas al dependiente predilecto, encargóse de hablar a su amigo el Fraile; éste no tenía gran empeño en conservar en casa una hija que ignoraba el valor del dinero y gastaba mucho en Siete años duró el matrimonio, y su único fruto fué Juanito, a quien pusieron tal nombre por apadrinarle el hermano de Manolita o, más bien, doña Manuela, pues el estado de maternidad, ensanchando sus macizas carnes de matrona, habíale dado un aspecto res Aquel marido aceptado en un arrebato de ira, si no llegó a inspirarle amor, mereció la tierna simpatía de agradecimiento. Levantábase Melchor al amanecer, y después de arropar cuidadosamente a la señora, rogándole que no abandonase la cama antes de las nu Doña Manuela gozaba de una libertad absoluta como jamás la había soñado. Salía cuando quería, bajaba a la tienda algunas veces, como quien va a un lugar de entretenimiento, a distraerse viendo gentes y caras nuevas, y era dueña absoluta de todo el dinero -Tú no conoces a mi hija -decía el suegro a Melchor-. Si sigues tan tolerante, poco adelantarás. Con Manolita hay que ser rígido y no permitirle que toque un ochavo. Es como todas las mujeres, que en trapos y cintajos derrocharían el Potosí si lo tuviesen

en la mano. Créeme a mí, que conozco bien ese ganado. A la mujer hay que tratarla con entereza: en una mano el pan y en la otra el palo.
Pero Melchor se reía de las teorías brutales de su suegro. ¿No marchaban bien sus negocios? ¿No cerraba con regulares ganancias el inventario del año? Pues entonces nada debía negar a su mujer, de la que cada vez se sentía más enamorado, sin duda porque e Cierto que, a pesar de ser buenos los tiempos adelantaba poco a causa de las prodigalidades de su mujer; pero..., ¡pobrecilla!, él la disculpaba, recordando su juventud monótona y aburrida al lado del tacaño padre, y, además, decíase a sí mismo que alguna Y ella, aprovechando la tolerancia cariñosa del marido, gastaba con furor que escandalizaba a los buenos burgueses del mercado. Seguía las modas con escrupulosidad costosa, y muchas veces aumentaba sus gastos hasta la locura, únicamente por el gusto de da Tenía en su vida motivos de sobra para ser feliz; pero, a pesar de esto, dos cosas la entristecían: el andar a pie por las calles, signo, según ella, de pobreza y degradación, y la vulgaridad de su marido, que se revelaba en sus maneras, en su modo de ves A pesar del concepto que le merecía su marido, doña Manuela fué honrada. Justamente el primo Rafael iba alcanzando algún renombre, y los periódicos hablaban de él elogiándole como médico. Varias veces, con su antigua audacia, intentó aproximarse a Manolit Un día murió el Fraile de apoplejía fulminante al convencerse de que en la quiebra de uno de sus corresponsales había perdido más de veinte mil duros.
Sus negocios no marchaban bien en los últimos años de su vida. La industria de la seda iba arruinándose con la competencia que le hacían los franceses; uno tras otro se cerraban los talleres montados a la antigua que durante un siglo habían sostenido la s Sesenta mil duros aproximadamente heredaron en dinero, géneros e inmuebles cada uno de los hijos del Fraile, y mientras el primogénito se quedó con la casa solariega, contento con su posición y dispuesto a aumentar lo heredado, doña Manuela, al verse rica Para ella, la sociedad estaba dividida en dos castas: los que van a pie y los que gastan carruaje; los que tienen en su casa gran patio con ancho portalón y los que entran por estrecha escalerilla o por oscura trastienda.
Quería subir, saltar de la clase de los parias dedicados al trabajo a la de las personas decentes; y con el imperio y la concisión de la señora absoluta que no admite réplicas, expuso a su marido el futuro plan de vida. Puesto que el dependiente mayor, A

acabar su vida agarrado a ella como una lapa. El precio del traspaso ya lo iría pagando Antonio poco a poco, y ellos levantarían el vuelo inmediatamente para ir a formar un nido nuevo en una gran casa cerca del mercado, una finca soberbia, con ancho porta Todo se realizó tal como lo dispuso doña Manuela, y ésta, a los pocos días recordaba como un sueño la estancia de seis años en la tienda del mercado, y se consideraba feliz pudiendo pasear en berlina por la Alameda y teniendo un lacayo a sus órdenes para Lo único que la entristecía en su grandeza era el carácter de su marido. ¡Pobre don Melchor! La riqueza purgábala como un delito, y su vida de rentista ocioso y de acompañante en paseos y ceremonias resultábale un infierno.
Desde por la mañana tenía que endosarse el chaqué y el sombrero de copa para estar dispuesto a acompañar a la señora; oíase llamar torpe a todas horas porque en las visitas cerraba la boca, o si la abría era para soltar ingenuidades y franquezas que recor ¡Pobre don Melchor! ¡Cuán caro le costaba ser esposo de una mujer hermosa y rica! Aburríase con el trato de unas personas a las que no podía entender, su esposa sólo le hablaba para proporcionarle nuevos tormentos, y únicamente se sentía feliz cuando, pue Aparentaba gran conformidad con su nueva posición. Amaba a Manolita y no quería decir la verdad sobre su carácter; pero con el astuto don Eugenio no valían disimulos.
-Mira, muchacho; tú no engañas. No, no eres feliz..., aunque me lo jures. Tú tienes, como yo, sangre de comerciante, y el que nos saque de este mostrador y nuestras costumbres, nos mata. De seguro que ahora, siendo rico, levantándote tarde y paseando en c Y estas profecías fúnebres, que, dichas con franqueza, a lo aragonés, espeluznaban al infeliz Melchor, se iban cumpliendo poco a poco.
Don Melchor languidecía visiblemente. Su buen humor había desaparecido junto con los colores de su cara; una obesidad grasosa y amarillenta hinchaba su cuerpo; y, al fin, un año después de abandonar la tienda, murió, sin que los médicos supieran con certe Fué un luto estrepitoso el de doña Manuela. Misas a centenares, funerales a toda orquesta, limosnas a porrillo y lágrimas y lamentos, que, afortunadamente, tenía el

poder de evitar con sus frases chistosas el doctor don Rafael Pajares, quien, como médico de alguna fama, había sido llamado en los últimos días de la enfermedad del marido, lo que aumentó la languidez de éste y sus desesperado desaliento.
Ya sabía doña Manuela que no era muy correcta la presencia del antiguo novio en los primeros días de su viudez. Pero, al fin, era su primo, y trataba con tanto cariño al huérfano Juanito, con tales cosas sabía alegrar al pequeñín, que éste no podía pasar Quien más murmuraba contra tales visitas era don Juan, el hermano austero, huraño y de pulcra rectitud; pero sus quejas fueron recibidas tan acremente, que acabó jurando no volvería a poner los pies más en aquella casa.
Quedó el médico dueño del campo. Tan complaciente era, que para entretener al sobrino no vacilaba en despojarse de su dignidad profesional, y las criadas oían sonar en el salón una guitarra y la voz de don Rafael cantando las cancioncillas de sus buenos t Don Eugenio y don Juan estaban escandalizados, diciendo que el buen Fraile conocía perfectamente a su hija, y aunque los dos tenían poco afecto al médico, experimentaron cierta satisfacción al saber que la viuda y el primo se casaban apenas transcurriera A los tres meses de casados tuvieron una niña: Conchita; un año después, un muchacho, al que pusieron por nombre Rafael, y, por fin, la menor, Amparito, último fruto de unos amores que se extinguieron tras rápidas e intensas llamaradas.
El matrimonio fué, al poco tiempo de realizado, un motivo de satisfacción para don Juan, que, aunque no odiaba a su hermana, se alegraba de sus desgracias, hijas de la imprevisión.
El primo Rafael, amante rabioso de los placeres y obligado a reprimir sus deseos en la atmósfera de sórdida avaricia en que se había educado, lanzóse sin temor a saciar sus apetitos al verse dueño de la fortuna de su esposa. La supeditación amorosa de doñ Egoísta hasta la brutalidad, era derrochador para sus placeres y tacaño feroz cuando se trataba de las necesidades de los demás. Encontró ridículos los gustos aristocráticos de su esposa, y los suprimió despóticamente. Vendió el carruaje y los caballos, y La ceguera de la esposa duró algunos años. Cuando supo toda la verdad, tuvo un momento de indignación y de protesta valiente, como al dar su mano a Melchor; pero era ya tarde para remediar el mal.
El doctor había jugado fuerte, perdiendo miles de duros; mantenía queridas costosas por pura ostentación y emprendía viajes divertidos por toda España con audaces compañeros de bureo. La fortuna de doña Manuela estaba casi destruida. Su marido, en momento Por fortuna, un sinnúmero de enfermedades provenientes de la vida crapulosa del

doctor surgieron en su gastado organismo, y murió cuando ya su mujer, si no le odiaba, veíase separada para siempre de él por sus infidelidades y desvíos.
La muerte del primo Rafael hizo que don Juan volviera a casa de su hermana y se dignase ocuparse en sus asuntos. Con su buen instinto de hombre práctico, puso orden en aquel mare magnum; vendió fincas, canceló hipotecas, pagó a los usureros, con harto pes -Mira, chica: ya tienes libre y sano lo que te queda; pero te advierto que no eres rica. Tienes, a lo sumo, veinte mil duros, más ocho mil que pertenecen a Juanito, por ser la herencia de su padre. Se acabaron, pues, las locuras. Ahora mucho orden y mucha Doña Manuela sintióse impresionada por los consejos de su hermano, y por mucho tiempo los siguió escrupulosamente.
Dedicóse a criar a sus hijos, es decir, a los hijos de su segundo matrimonio, pues el pobre Juanito siempre había sido tratado con falso cariño, con un desvío encubierto, como si doña Manuela quisiera vengar en el pobre chico el haber sido poseída por su Aquella mujer resultaba incomprensible. Al marido fiel y bondadoso apenas le nombraba, como si su matrimonio hubiese sido de algunos días; y, en cambio, de aquel calavera que tanto la hizo sufrir habíase forjado después de muerto una figura ideal, y ya qu El pobre hijo de Melchor con su carácter apocado y dulce y su afán de cariño, era el paria de la casa. El doctor, viéndole siempre callado, contemplando a su madre con estúpida adoración, había declarado que el niño era tan bruto como su padre, y cuando m En cambio, los hijos del doctor Pajares gozaron una niñez rodeada de atenciones. Las dos hijas estuvieron hasta los catorce años en un colegio, y Rafaelito fué dedicado al estudio, pues doña Manuela quería hacer de él una lumbrera médica como su padre. Removió su mobiliario, abandonó las modistas anónimas, y en su afán de no andar a pie, si no tuvo berlina y tronco como en sus buenos tiempos, compró una galera elegante y ligerita y tomó como cochero a Nelet, el hijo de la nodriza de Amparo, un bárbaro d -¡Qué rabie ese rancio! -decía doña Manuela, indignada al saber la furia con que su

hermano había acogido tales reformas-. ¿Cree que toda la vida la hemos de pasar como unos miserables, con pan y cebolla y un vestido viejo?
Don Juan también hablaba, y había que oírle.
-Tu madre está loca -decía algunas veces a Juanito en la puerta de Las Tres Rosas-. Si esto sigue más tiempo, todos iréis a pedir limosna. ¡Ah, qué cabeza!... ¡Parece imposible que sea mi hermana!... Para ella lo principal es aparentar, y del mañana que s

III

El primer día del año, a las ocho de la mañana, Concha y Amparo ya habían abandonado el lecho, extraña diligencia en ellas, que, por lo común, no se levantaban hasta las diez.
Ligeritas de ropa, a pesar de la estación, revoloteaban alegremente por su cuarto, que ofrecía el desorden del despertar, en torno de las dos camitas de inmaculada blancura, que en sus arrugadas sábanas guardaban el calor de los cuerpos jóvenes y ese perf Gorjeaban alegremente, como pájaros que despiertan, pero sus trinos no podían ser más vulgares.
-¿Dónde están mis botinas?
-Mis medias...; me falta una... ¿La has escondido tú?
-¡Ay Dios!... ¡Tengo una liga rota!
Y así continuaba el diálogo de exclamaciones sueltas, lamentos y protestas, mientras las dos jóvenes, en chambra y enaguas, mostrando a cada abandono rosadas desnudeces, iban de un lado a otro, como aturdidas por el ambiente cálido y pesado de la habitaci Luego pasaron al tocador, un cuartito en el que la luz de la ventana, después de resbalar sobre la luna biselada de un gran espejo, quebrábase en el cristal azulado o rosa de las polveras y los frasquitos de esencia. La pieza no era un modelo de curiosida Las dos muchachas soltaron sus cabellos, largos y ondeantes como banderas; sacudiéronlos, haciendo caer sobre el mármol las horquillas como una lluvia metálica, y después, cual buenas hermanas, ayudáronse mutuamente en la difícil tarea del peinado de un d Retrataba la clara luna, en su fondo ligeramente azulado, las cabezas de las dos hermanas, con la cabellera suelta y vestidas de blanco, como tiples de ópera en el momento de volverse locas y cantar el aria final.
Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos, que les comían gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cer La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre. Tenía su mismo aire majestuoso, y comenzaba a iniciarse en ella un principio de gordura, lo que la hacía aparecer de más edad. En la casa gozaba fama de genio violento, y hasta doña Manu

La menor, Amparito, dieciocho años, linda cabeza de bebé, boca graciosa, hoyuelos en la barba y las mejillas, un puñado de rizos sobre la frente y ojos, que en vez de mirar parecían sonreír a todo, revelando el inmenso contento de ser joven y que la llama Profesábanse gran cariño las dos hermanas; pero esto no impedía que algunas veces Amparo esgrimiese su carácter burlón contra Concha y ésta sacase a luz su impetuosidad iracunda; conflictos que terminaban siempre yendo la pequeña en busca de la mamá, llor Las dos ofrecían un seductor grupo, mirándose en el espejo del tocador, despechugadas, con los brazos al aire y oliendo a carne refrescada por una valiente ablución de agua fría. Sus cabelleras, fuertemente retorcidas, apelotonábanse sobre la testa con la Al terminar el peinado comenzó el arreglo del rostro. ¡Oh estupideces de la moda! A las dos incomodábales su color pálido de arroz, aquel color puramente valenciano, que hace recordar las delicadas tintas de la camelia.
«Tenemos caras de muertas», se decían todas las mañanas al mirarse al espejo, y martirizaban su fresca y jugosa piel con los polvos cargados de plomo, el bermellón que teñía levemente las mejillas y los lóbulos de las orejas; y como si sus ojos no fuesen Y mientras llevaban a cabo este retoque criminal, eran las exploraciones sin término, las rebuscas furiosas sobre el mármol del tocador, al través del bosque de frascos y cajas, persiguiendo objetos que aturdidamente tocaban sin reconocerlos. ¿Dónde estab La toilette acabó con poca alegría. Las deficiencias del tocador habían malhumorado a las dos hermanas. Lanzábanse miradas de sorda hostilidad. Amparo pensaba que, por ser la más pequeña y la más débil, tenía que contentarse con el sobrante de la otra, y Por fin llegó el momento en que volvieron a su cuarto para ponerse los vestidos más bonitos. Eran los días de la mamá; iban a tener visitas y había que estar presentables para que las amigas, en vez de sonreírse compasivamente, se mordieran los labios.

Cuando volvieron al tocador y se miraron en la clara luna, su alegría reapareció. Vamos, no estaban del todo mal; y con un retoque al peinado y a la cara, un bouquet en el pecho y dos tirones al talle para que no hiciese arrugas, se dieron por satisfechas Eran ya cerca de las diez. La mamá estaba en el salón hablando con doña Clara, una señora antipática y ordinaria que la visitaba con frecuencia, y las niñas, huyendo de tal visita, pasaron al comedor.
Hasta allí llegaban los preparativos de la fiesta. Sobre la mesa veíanse, formando círculo, varias bandejas con pasteles de espuma, blancos en su base, destilando almíbar, dorados suavemente en sus dentelladas crestas, y entre los cuales asomaba la tarjet En torno de la mesa, husmeando con aire goloso, estaba una diminuta perra inglesa, que, con su piel de porcelana, sus ojillos de cristal y las patas de alambre, parecía escapada de una tienda de juguetes.
Al ver a sus amas el liliputiense animal sacó la roja lengua, lanzando un ladrido que parecía un estornudo.
-¡Miss!...¡Mi querida Miss! -gritó Amparito, queriendo tomarla en brazos.
Pero ya Concha se había adelantado a tal deseo, apoderándose de ella, y desde lo alto de sus brazos enseñábale la mesa cubierta de pasteles, al mismo tiempo que la besaba en el hocico.
Hubo brega entre las dos hermanas sobre el mejor derecho a la posesión de Miss, y Concha la dejó caer, con tan mala fortuna, que, chocando contra mesa, aplastó un par de pasteles, y manchada con la espuma del merengue emprendió una furiosa carrera hacia e -¡Mi pobre perrita!... ¡Animal, la has muerto! -gritó Amparito, como si hubiese ocurrido una desgracia, levantando su puño amenazante contra su hermana.
Mas al ver la extraña figura que presentaba Miss con sus pegotes de merengue y corriendo medrosa, una carcajada de atolondramiento hinchó su lindo cuello, y como si nada hubiese sucedido, se agarró al talle de Concha, dándole un sonoro beso.
-¡Qué gracioso!... ¿Eh? ¡Qué cara va a poner mamá cuando la vea entrar en el salón con esa facha!...
La intensa risa que esto le producía desvanecióse al oír un cacareo angustioso, un estertor de muerte que salía de la cocina.
Allá fueron ellas, y al entrar vieron a Nelet, el cochero, en mangas de camisa, con un cuchillo en la mano, ocupado, con la gravedad de un sacrificador, en abrirle el gañote a un robusto capón que sostenía Visanteta por las patas.
La otra criada de la casa, que la echaba de sensible y ejercía cerca de las señoritas las funciones de doncella, volvía la espalda al sacrificio y vigilaba las marmitas y cazuelas que no cesaban de hervir sobre los fogones del banco.
Las dos hermanas, inclinadas y recogiéndose las faldas entre las piernas -para evitar rozamientos con el suelo grasoso-, contemplaban atentamente el degüello, contaban las convulsiones de la agonía y seguían las últimas gotas de sangre desde que asomaban Este trabajo ponía alegre a Nelet y excitaba su jocosidad brutal.
-¡Qué gordito!, ¿eh? -decía palpando la pechuga del cadáver-Cuando lo pelen parecerá un canónigo... Si yo fuese rico, todas las mañanas haría una muerte así. Vale más esto que limpiar el caballo.

Y para completar sus gracias, agitaba el capón en el aire como si incensase el rostro de las dos criadas, lo que las hacía correr asustadas por toda la cocina, con gran algazara de las señoritas.
Cesó la broma al aparecer doña Manuela, vestida con una bata de seda negra, amplia, con larga cola y mangas perdidas, que completaba su apostura de reina de teatro. Se había librado de doña Clara, aquella posma que nunca terminaba relato alguno, saltando La mamá y las niñas volvieron al comedor y dieron vuelta a la mesa, leyendo las tarjetas que acompañaban a los regalos.
Allí estaba la del tío don Juan. Siempre el mismo. El muy tacaño, a pesar de sus millones, se había contentado con media docena de pasteles; total: tres pesetas. No se arruinaría. El lindo ramillete era de don Antonio Cuadros y su señora, los propietarios -Ahí tenéis unas personas sin educación, pero que saben hacer bien las cosas.
Y doña Manuela, después de esta reflexión, hija del agradecimiento, siguió enseñando las tarjetas. Don Eugenio García, una tortada... No estaba mal; la otra era de «las magistradas», y los demás pasteles no llevaban señales de procedencia; pero doña Manue -¿Y Juanito donde está, mamaíta?
-En la tienda; pero vendrá antes de las doce. Rafael también ha salido.
En la puerta de la escalera sonó un campanillazo, que denotaba el tirón brutal de una mano burda.
Nelet salió rápido de la cocina, y haciéndolo retemblar todo con sus zapatos, corrió a abrir. Hubo en la antesala exclamaciones como berridos y caricias que parecían golpes, cual si alguien riñese a brazo partido.
-¿Qué es eso? -dijo doña Manuela, avanzando hacia la puerta.
Mas de pronto se detuvo al oír la voz cascada y chillona que sonó en la antesala.
-¡Es el ama!... ¡El ama! -gritó Amparito con ingenua alegría.
Pero inmediatamente se contuvo, ruborizada, como si hubiese cometido una terrible inconveniencia.
Precedida de Nelet, entró en el comedor, balanceándose y atronándolo todo con sus chillones «¡Buenos días!» una labradora gruesa y hombruna. Era la nodriza de Amparito, una huertana de las inmediaciones de Alboraya, madre del cochero, y que había criado e Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que le arrebataron una parte del colorete, y después de esta molesta expansión, que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela, dejóse caer de golpe en una silla, que cruji Dio dos o tres bufidos de cansancio -sin soltar la cesta-, y rompió a hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no era permitido otro lenguaje.
¡Cómo se cansaba una en Valencia!... Parecía imposible que las gentes quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia. Había venido únicamente por felicitar a la

hermana menor, que vivía en una barraca inmediata a la suya.
-¡Calle siñora! ¡Cuán apurada está la pobre! Su marido nos ha salido un borrachín, un bufao, que todos los domingos vuelve de la taberna de Copa a cuatro patas, como un burro, y le han de meter en la cama para que duerma la mona un par de días. ¡Y qué pal Y en este tono seguía la tía Quica la relación de todas sus desdichas de familia; pero a lo mejor deteníase, y al ver a Amparito, que la contemplaba silenciosa, prorrumpía en un ¡filla mehua! estruendoso, y sin soltar la cesta -eso jamás-, volvía a abraza ¡Cuán guapa estaba! Miradla: parecía una reina. ¡Quién podría figurarse, al verla con aquellos trajes, que la había tenido en su barraca, y en las tardes de sol jugaba en la cuadra con Nelet y otros chicos, entre el macho, el novillo y los dos cerdos!
-Mira, Nelet: bien puedes servir a las siñoras. A ver si te portas bien; tu padre, el tío Sento, tendrá un disgusto si faltas a la obligación. Bien puedes trabajar. Estando en casa, tendrías que ir en carro a llevar vino, durmiendo mal y trabajando como l Y así hubiera seguido desarrollando este capítulo de consejos, a no ser porque un campanillazo le cortó la palabra.
Una visita. Doña Manuela y las niñas pasaron al salón, donde estaba don Eugenio García, el fundador de Las Tres Rosas.
Por él no pasaban los años. Era el mismo viejecito de siempre, regordete y sonriente, con el rostro colorado, la mirada viva y la cabecita blanca y sonrosada. Aseguraba que

tenía gran semejanza fisonómica con Pío IX, y algo había en él que recordaba al difunto Papa, a pesar de su capita azul sin esclavina y del bastoncillo-muleta, que no soltaba ni aun en las visitas.
Besó a las niñas como si fuese su abuelo, y a doña Manuela dió algunas palmadas en la espalda con una alegría de viejo campechano, asegurando que cada vez estaba más gorda y hermosota. Venía de oír misa de San Juan, su querida parroquia; y, cumpliendo la Amparito escuchábale complacida, riéndose malignamente del ceceo del viejo y de sus preguntas.
¿Qué si tenían novio? No, señor; aún eran jóvenes y podían esperar. Concha sí que tenía algo; pero ella, nada... Nadie la quería... ¡Era tan fea!... Y el travieso bebé experimentaba satisfacción al oírse llamar hermosa por aquella boca de ochenta años. -Me voy, hijas mías -dijo con expresión melancólica, a pesar de su carita siempre alegre-. El año que viene os acordaréis de mí al veros sin mi visita. Ya tendré entonces lo que me falta: el reposo eterno... No digáis que no... ¿Creéis que no tengo ganas Y, después de repetir estas palabras golpeándose el pecho, salió del salón escoltado por las señoras.
Se había ido la nodriza, y Nelet continuaba en la cocina ayudando a las muchachas. Era día de gran banquete. Don Juan, el tío de las señoritas, aquel erizo intratable, había accedido a comer en casa de su hermana, y eran de ver los preparativos. Juanito i La campanilla de la escalera sonaba cada cinco minutos. Eran tarjetas de felicitación, que se amontonaban en el velador de la antesala, y sobre las cuales se abalanzaban las dos hermanas, ávidas de curiosidad.
A las once, otra visita. Don Antonio Cuadros y su mujer, con la ropa de las grandes solemnidades. Teresa, con vestido negro de seda, grueso y crujiente, sólido aderezo con más oro que piedras, mantilla de blonda y los dedos cargados, como siempre, de sort El matrimonio tomó asiento en el sofá, lugar preferente del salón, honra que hizo enrojecer de orgullo a la antigua criada.
-Pues sí, Manuela -dijo el marido-; en un día como éste, nosotros no podíamos prescindir de hacerles la consabida visita. Gozamos de la felicidad de ustedes, porque, aunque me esté mal el decirlo, nosotros los apreciamos mucho.
Y así seguía el tendero del mercado, ensartando sus frases rebuscadas, ante la

admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador, de La familia dió las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había enviado. -Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi hermano Juan.
Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían teatros ni diversiones. Se le calculaba un Hablábase con misterio e interés de las preciosidades que amontonaba en sus polvorientos salones. Figuraba en todas las almonedas como comprador de fuerza, y si algún corredor le proponía la adquisición de alhajas antiguas o muebles raros -Dice usted bien, Antonio. Mi hermano es un ente raro, un extravagante, que, pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con Una nueva visita entró en el salón. Eran las magistradas, una mamá y tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no se di Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos era gente de la clase más elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas señoras, y sonreía con bondad estúpida cada v Hablaban las dos viudas afectuosamente, y doña Manuela, a pesar de que estaba bastante bien de salud, expresábase con cierta languidez que a ella le parecía la última palabra del buen tono.
-Salgo poco, querida; el frío y la lluvia me matan. Aún no he visto este año la feria de Navidad. Y eso que, teniendo carruaje, se puede salir de casa sin miedo al tiempo.

Y lo de tener carruaje acentuábalo doña Manuela como si fuese la ejecutoria de la distinción, el signo único que marcaba la diferencia de castas.
Las niñas hablaron entre sí, haciéndose preguntas sobre sus trajes o lo que habían hecho durante el día anterior, y nadie se acordaba del matrimonio Cuadros, que permanecía en el sofá como clavado, mirándose los pies y sin saber cómo salir de allí, por no -Son unos antiguos amigos -dijo doña Manuela a la magistrada-. Buenas gentes, pero ordinarias. Nos están agradecidos: a él le protegió mucho mi primer marido.
Cuando la familia dió por terminada la visita, doña Manuela y las niñas fueron hasta el rellano de la escalera para cambiar allí los últimos besos.
-Crea que me da un disgusto no quedándose a comer, siendo el día de mi santo.
Desaparecía en los últimos peldaños el extremo de las elegantes faldas, cuando sonó una tos que todos conocían en la casa. Era el tío que llegaba, anunciándose, como siempre, con un carraspeo que le cortaba las palabras, y que, según doña Manuela, sólo te El cuadrado sombrero y el flotante paletó, que parecía una sotana, fueron remontando lentamente la escalera, con acompañamiento de golpes de bastón en cada peldaño. -¡Buenos días, tío!...
Vióse, por fin, desde el rellano la cara de don Juan, animada por su falsa risita, que recordaba la de los conejos. Iba de gran gala. Traje, el de siempre; pero su chaleco escotado dejaba al descubierto una botonadura maciza, enorme, con diamantes antigu -¿Me aguardabais, hijas mías?... ¡Ejem, ejem!... Pues he sido puntual. Son las doce.
Y mostraba su reloj, una joya rococó que con sus esmaltes mitológicos hacía pensar en las fiestas pastoriles de Versalles. Tras él subía las escaleras Juanito, el hijo mayor, con su enorme ramo de flores.
-¡Este chico..., este chico!... -murmuró la señora, sin conmoverse gran cosa por el cariño extremado que Juanito le demostraba en todas ocasiones
Se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo, y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores, lo colocó entre dos sillas.
Don Juan fué casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas. Tío por aquí, tío por allá; la una le quitaba el sombrero; la otra tomaba su bastón, y las dos tiraban a un tiempo de su paletó, sonriendo ligeramente al ver el chaqué, que quedaba al descubi Las pobrecillas sabían vivir. Aquel tío era la esperanza de la familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de una gran herencia, y aunque le encontraban poco simpático, por su carácter y la ruindad de sus regalos, sonreíanle y l A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones. Al único que quería él era a Juanito; con los hijos de Pajares mostraba siempre cierta ironía, sin duda, para darse el gusto de mortificar a su hermana.
-Juan, quédate en el salón mientras yo voy a la cocina a vigilar los preparativos. Vosotras, niñas, entretened al tío. Ahora verás cuánto ha adelantado Conchita en el piano.
La hija mayor levantó la tapa del instrumento, quedando al descubierto el blanco teclado, semejante a la dentadura de un monstruo. Sus dedos, larguiruchos y extremadamente abiertos por un continuo ejercicio, corrieron sobre las teclas, produciendo complic -Y tú ¿no tocas? -preguntó don Juan a Amparo.
-Nada, tío. El profesor dice que soy demasiado aturdida, y me ha declarado incapaz.

La verdad es que yo quisiera tocarlo todo en seguida, y al ver que no puedo y que he de fastidiarme mucho con ejercicios y escalas, me enfurezco y me entran ganas de dar de puñetazos al piano.
Y el travieso bebé decía esto con tonillo irritado, levantando el puño.
-Pero ahora -continuó en tono más dulce- ya que no puedo ser pianista, me dedico al canto. Mamá dice que hay que hacer algo, para no estar en sociedad parada como una tonta. Ya canté el otro día en una reunión de las magistradas... Ahora me oirá usted. -Juanito, hijo mío, deja a Visanteteta que ponga la mesa. Vete al salón. El tío se incomodará porque te olvidas de él.
¿Olvidarse de su tío? Ante tal suposición, le faltó el tiempo para correr en busca de don Juan. Visanteta acababa de tender el mantel adamascado, brillante de blancura, sobre la mesa del comedor, pieza de ebanistería moderna, tallada a máquina, que con su -¿Está todo bien preparado, Visanteta?
-Todo, señora. Nelet se ha encargado de que el capón no se queme; sólo faltan una cuantas vueltas. Adela cuida el puchero. La sopa la pondremos cuando avise la señora.
Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta, con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata de Meneses con sus grupos de flores, las pilas Aquella Visanteta, con su peinado de la huerta, su perpetuo ceño y sus contestaciones secas y desabridas, era una gran criada, que se ganaba a conciencia el salario. Lo mismo preparaba en la cocina una gran comida, que arreglaba una mesa a estilo de fonda Al comedor llegaba la música que hacían en el salón las niñas de doña Manuela para entretener al tío. Amparo cantaba, y su vocecita fina, tenue y quebradiza como un hilo de araña, soltaba una lamentación melancólica, en italiano, para mayor claridad:

Quando le rondinelle il nido fanno,
Quando di nuova fior s'orna il terreno.

El tío se divertía, como hay Dios, oyendo a la sobrina cantar con su carita de Pascua estas atrocidades de la melancolía. Vorrei morire!, repetía la muchacha con acento de desesperación, saltando su voz sobre los trémolos del piano. ¡Vaya un aperitivo par Doña Manuela hablaba a la criada distraídamente, oyendo aquella música que nunca podía comprender.
-Hoy trabajarás mucho, Visanteta. Mi gusto hubiese sido encomendar, como de costumbre, un par de platos a la fonda. Pero tengo convidado a mi hermano, que es un rancio y me requema la sangre como si fuese una despilfarradora. Por eso he querido que la com La mirada de doña Manuela iba tras las manos de la criada. ¡Vaya una gracia la de aquella chica! Cogía las servilletas adamascadas, rígidas por el planchado, y las doblaba caprichosamente con una rapidez de prestidigitador. Quedaban sobre las filas de pla

suya había una criada capaz de arreglar la mesa con tanto arte.
Visanteta, insensible a las miradas agradecidas del ama y contestando a sus palabras con gruñidos, seguía trabajando. Abrió el armario del aparador y puso sobre la mesa los entremeses; pepinillos destilando vinagre, aceitunas grises mezcladas con salitros Buen golpe de vista presentaba la mesa. Demasiado bueno, si se tenía en cuenta el carácter raro del que estaba allá dentro. Por eso, doña Manuela dijo con expresión dolorosa:
-Mira, Visanteta: no te extremes mucho. Mi hermano es capaz de comer de mala gana si ve aquí lo que él llama lujos. Con lo puesto hay bastante. Ahora saca del cajón los cubiertos de plata. Los antiguos, ¿sabes?, no te equivoques. Cuando sirvan el pescado Los cubiertos de plata antigua, piezas soberbias labradas a martillo y heredadas del Fraile, fueron colocados junto a los platos.
Todo estaba bien. Visanteta, a la cocina, a dar a la comida el último punto, y ella, al salón, a mimar al hombre temible y preparar el golpe para después de la sobremesa.
El piano seguía sonando; pero ahora de la romanza sentimental se había saltado a la ópera:

Come una damicella
mi trovare più bella...

Al entrar en el salón vió a Juanito contemplando al tío, y éste, con la vista fija en el techo. Contando, sin duda, las flores doradas que tenía el papel, como hombre que se aburre y busca desesperadamente la distracción.
-Vaya, niñas; basta de cosas tristes. Cantadle al tío algo alegre.
Hizo un gesto don Juan como indicando que le era igual y no valía la pena molestarse.
-Pero, mamá -dijo Amparo- si esto que cantaba es el Aria de las joyas. Es muy bonita...
-Pues fuera el aria. Canta algo más alegre. Eso de El dúo de la Africana, que gustó tanto en casa de las magistradas.
-Bueno -exclamó Concha con rudeza-. Ahora, El dúo. Una cosa que están cansados de tocar todos los organillos.
-Pues, sí, señora; eso. El tío no va al teatro, y tendrá gusto en oírlo.
Don Juan hizo el mismo gesto de antes. Para él, cualquier cosa estaba bien. Y volvió a mirar al techo, bostezando de cuando en cuando y moviendo un pie con nervioso temblorcillo.

Yo nací muy chiquitita
Y nací muy avispá.

Bueno; pues, a pesar de estas declaraciones que sobre su nacimiento hacía Amparito con su hilillo de voz y su expresión picaresca, el tío don Juan, aquel monstruo de aburrimiento y rudeza, no se conmovía, tal vez por estar mejor enterado de cómo había nac Otra cosa le preocupaba y le hacía removerse en el sillón. Sacó su reloj, la hermosa pieza cincelada del siglo anterior, e interrumpiendo a la cantante, dijo a doña Manuela:

-Bien está todo; pero ¿a qué hora se come aquí?
-Cuando venga Rafaelito. A la una.
-Ya ves; mira mi reloj. Te advierto que yo como siempre a las doce, y bastante sacrificio es esperar una hora. Con tales desarreglos se pierde el estómago, y eso en la vejez es llamar a la muerte. La graciosa sevillana paró en seco, y las dos niñas abandonaron el salón seguidas del tío, que se detuvo en la puerta del comedor, sonriendo al ver el aspecto de la mesa.
-Manuela, por lo que se ve, esto promete. Siempre has sido notable en estas cosas.
Pero la señora estaba preocupada por la tardanza de su hijo menor y no podía contestar.
-¡Este Rafaelito!... La una y cuarto, y no viene. ¡Habrá que empezar sin él!... Visanteta, la sopa.
Todos se sentaron. Don Juan, en la cabecera, con las dos niñas, y en el extremo opuesto, doña Manuela, teniendo a la derecha a Juanito y a la izquierda la silla destinada a Rafael.
La humeante sopera descansó en el centro de la mesa, con el cucharón de plata metido en las entrañas, y rápidamente se llenaron los platos. ¡Soberbia sopa! Flotaban en su superficie las nubes de grasa, y entre las rebanaditas de pan impregnadas de suculen Finalizaba la sopa cuando entró Rafaelito, sudoroso, sofocado, como si hubiese corrido mucho para llegar a tiempo.
-¡Vaya una hora de venir! -dijo la mamá frunciendo el ceño.
Era un ser insignificante y de aspecto pretencioso. Su cuerpo, flacucho y pobre; la cabeza, charolada a fuerza de cosmético, partida por una raya que con rectitud geométrica iba desde la frente a la nuca; en la cara, enorme nariz, bigotillo afilado y pati Hacía tres años que estaba abonado al segundo curso de la Facultad de Medicina, consecuencia heroica de la que no estaba arrepentido, y tan amante era del trabajo y de la actividad, que, por no estarse en los cafés charlando como un necio, pasaba los días Fuera de esto, era un muchacho encantador; y, en caso de duda, bastaba con preguntarlo a la mamá. ¿Quién llevaba con más garbo que él gabán sin costura, ancho y deforme como un saco? ¿Quién, en verano, iba más mono con el trajecito de franela y la mariner ¡Estudiar!... Ya lo haría más adelante. Por ahora, era un muchacho distinguido, con buenas relaciones; y en cuanto a saber, algo sabía, pues apenas se iniciaba una discusión sobre toreros o pelotaris, dejaba a todo el mundo con la boca abierta. Bajo

su frente calva, adornada con las dos puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como bajo los hombros de su americana había algo también: mucho pelote para suavizar lo puntiagudo de sus clavículas, que agujereaban la pobre piel.
Al entrar saludó al tío con cierto desparpajo, sin querer fijarse en la sonrisita del viejo, y después se excusó con la mamá. Quería venir antes; pero en la feria le habían entretenido. El paseo estaba muy bien; trajes magníficos, sobre todo abrigos. Y h Rafael, en cuatro cucharadas, se tragó su ración, poniéndose al nivel de los demás cuando salió el cocido, dos fuentes magníficas que exhalaban un vaho consolador, un tufillo alimenticio que se colaba hasta el fondo del estómago. En la una, las patatas am Nadie hablaba aún. Oíase únicamente el sordo ruido de las mandíbulas. Todos masticaban y engullían; los tenedores verificaban correrías devastadoras sobre la mesa. Destrozábanse los panecillos, iba vaciándose los platos de los entremeses, y las copas de v Don Juan rumiaba, moviendo sus desdentadas encías a derecha e izquierda como una cabra vieja, y sus ojillos alegrábanse al ver comer a la familia, y especialmente a Juanito.
Podían decir lo que quisieran ciertas gentes; pero él, don Juan Fora, propietario y paseante perpetuo, sostenía que nada hay como la cocina casera y el comer en familia. ¡Vaya un modo de tragar, hijos míos! En una fonda estarían ya siendo objeto de crític Y el buen muchacho, obediente a la voz de su tío, púsose en pie, y, empuñando un enorme tenedor y el afilado trinchete, hizo una carnicería que elevó protestas. Doña Manuela le miró severamente. Pero ¡cuán desmañado era!
Intervino don Juan, viendo que su sobrino se conmovía.
-Vaya, otra vez lo hará mejor el chico; ahora..., a lo que estamos.
Y pasaron a los platos los trozos de la gallina: la jugosa pechuga, el cuello cartilaginoso, los melosos muslos y la armazón chorreando grasa, que chupaba doña Manuela con un regodeo de gata golosa.
La animación iba surgiendo en la mesa. Todos hablaban. Don Juan comenzaba a mostrarse más alegre, y como si olvidase las antiguas preocupaciones, miraba con igual cariño a todos los que estaban en la mesa, sin pensar si eran hijos del antipático Pajares y Ahora, ¡voto a Dios!, venían bien dos deditos de vino para acompañar dignamente a la gallina en su bajada al estómago. Y se apuraron las copas, y circuló de nuevo la ventruda botella llena de vino de la bodega de los Escolapios, un caldillo rojo del

llano de Cuarte, que pasaba dulcemente por el paladar y, una vez dentro, el muy traidor causaba un trastorno de mil demonios. Las dos niñas bebían haciendo remilgos; pero el tío las excitaba, aplaudiéndolas, y ellas, que no estaban acostumbradas a ver tan Nelet, con la gravedad de un maître d'hotel, muy circunspecto desde que veía en la mesa al tío millonario, sacó de la cocina el plato del día, la obra maestra de Visanteta, un pescado a la mahonesa que arrancó a todos gritos de admiración.
-¡Caballeros!... ¡Ni en la mejor fonda!... -dijo Rafael-. ¡Ole por la cocinera!...
Don Juan encontró de mal gusto la felicitación, pero admiró la obra.
Era una merluza de más de tres libras, que parecía de plomo brillante, con el escamoso vientre hundido en la salsa, un fresco cogollo de lechuga en la boca y, en torno a la cola, unos cuantos rabanillos cortados en forma de rosa. La fuente tenía una orla -Y ya que dimos fin con la pobre, ahora, otro traguito.
Decididamente, el tío se ponía alegre. Las niñas recordaban como un sueño la cara irónica y glacial de otras ocasiones. Ahora sonreía con bondad, tenía las mejillas muy coloradas, y cautelosamente se aflojaba el talle, como para dejar un huequecito a lo q Otro plato ligero, pero éste era francamente indígena: lomo de cerdo y longanizas con pimiento y tomate, un guiso al que daba siempre Visanteta una gracia especial, que hacía a todos mojar el pan en la roja salsa.
Don Juan y su sobrino predilecto se entendieron con él, pues doña Manuela apenas lo probó. Rafaelito fumaba, costumbre detestable que irritó al tío, pues no podía comprender tales interrupciones a la digestión.
Las dos niñas habían ido un momento a su cuarto: cuestión de aflojarse los corsés. Las ballenas se doblaban, y parecían próximas a estallar con la presión de sus vientrecillos cada vez más redondeados. Al pasar junto a un balcón hiriólas el frío que entra Cuando volvieron al comedor, Nelet sacaba el héroe de la fiesta: un soberbio capón, panza arriba, con los robustos muslos recogidos sobre el pecho y la piel dorada, crujiente, impregnada de manteca.
Contemplábalo don Juan con miradas de amor. No; una pieza tan hermosa no la destrozaría el desmañado Juanito. A ver Rafael, que, como aprendiz de médico, entendería de esas cosas.
Las niñas protestaron, recordando las espeluznantes relaciones que su hermano les había hecho varias veces, para asustarlas, describiendo sus hazañas en el anfiteatro anatómico.
-¡No; Rafael, no! -gritó Amparito-. Si él toca el capón, no comemos.
¡Vaya un asco! ¡Cómo si aquel estudiante honorario hubiese asistido al curso de anatomía media docena de veces!... Al fin, el tío, en vista de las protestas, se decidió a destrozar la pieza, pues, en su calidad de solterón, sabía un poco de todo...¡Brava

y emprendiéndola después con los huesos. El tío se mostraba como un valiente.
-¡Juan, cómete ese pedazo -le decía su hermana-. Es lo mejor del plato. Bebe más, Juan. Hoy son mis días y hay que alegrarse.
Las niñas imitaban la solicitud de la mamá. Todo era: «Tío, tome usted esto; tío, como usted lo otro»; y el tío, cada vez más encarnado y alegrote, engullía cuento le ponían en el plato, y como le llenaban el vaso así que lo dejaba vacío, el resultado era Aparecieron los postres. Cubrióse la mesa de tajadas de melón, peras y manzanas, avellanas y nueces; pero esto pasó sin gran éxito, atreviéndose el tío sólo con algunos pedazos de fruta que le mandó Juanito.
Después la clásica sopada, sin la cual don Juan no comprendía los banquetes: una gran fuente de crema, en la que se empapaban apretadas filas d pequeños bizcochos. Esto era lo mejor para los que, como él, carecían de dentadura. Sabía a gloria; pero, a pes Las copitas talladas, de color de rosa, que parecían flores, iban y venían sobre la mesa, tan pronto llenas como vacías. La temperatura subía en el comedor. El vaho ardoroso de la comida, el calor de los cuerpos, en los que empezaba la digestión, y lo agi -¡Al salón! -dijo la señora-. Allí nos servirán el café.
El tío prefería quedarse en la mesa. El café entraba también en la comida. ¿Por qué habían de moverse? Pero para su hermana era detalle de suprema elegancia tomar el café en el salón, y don Juan tuvo que acceder y abandonar el comedor, jugando con sus sob ¡Vive Dios que él no estaba borracho; pero a nadie podría negar que se encontraba un poco alegre por culpa de aquellas pícaras, de su hermana y de sus dos sobrinos! Todos estaban bien. Sentados en los mullidos sillones del salón, encontrábanse como en la Dábase don Juan cariñosas palmaditas en el vientre. Tal vez aquella calaverada le costase después crueles desarreglos de estómago y una semana de purgas; pero, ¡váyanse al diablo los escrúpulos!, un día es un día, y a ver quién le quitaba lo gozado... Nad Ya estaba el café. Servíalo Adela, una muchacha remilgada y no mal parecida, que imitaba a sus señoritas en el peinado, afectando un aire de aristócrata caída en la desgracia.
Don Juan, a fuer de mirar el servicio, que era de porcelana antigua, y compararlo con otro más rico arrinconado en su casa, acabó por fijarse en la criadita. Decididamente, no tenía la cabeza bien. ¡Mire usted que pensar un hombre de su carácter y sus año

chartreuse, con su calor de falsa juventud, hace pensar locuras... «¡A tomarte el café, viejo verde!» Y se bebió la taza de un trago.
Sonaba la campanilla de la puerta.
-Será Roberto -dijo Concha.
-Tal vez sea Andresico -exclamó Amparo-. Le prometió a Juan venir a la hora del café.
Eran los dos, que se habían encontrado en la escalera.
Roberto del campo, el amigo íntimo de Rafael, su mentor, que le guiaba en el camino de la distinción y el buen gusto; un chico elegante, hijo de una gran familia arruinada, uno de esos vástagos inútiles y perniciosos que nacen inesperadamente en la tranqu Según decían sus amigos, causaba sensación entre las mujeres. La gitanería femenina le adoraba como un ídolo, pensando en sus conquistas de señoritas; y éstas mirábanle como un ser extraordinario, como un don Juan irresistible, recordando ciertas historia En casa de doña Manuela, Roberto era muy bien acogido, especialmente por Conchita. Era un chico que tenía muy buenas relaciones; es verdad que su fortuna era poca, pues gran parte de la herencia de sus padres estaba ya enterrada en los garitos o entre las Junto a este hermoso ejemplar de la burguesía próximo a la decadencia, Andresito Cuadros, el hijo del dueño de Las Tres Rosas, aparecía empequeñecido y aplastado, con la delgadez amarillenta de un crecimiento rápido y ese aire aviejado de todos los hijos Los recién llegados, después de saludar a la mamá, deseándole felicidades y ensartando los lugares comunes propios del caso, sentáronse cerca de las dos niñas, que se mostraban complacidas y ruborosas.
Rafael voceaba en la puerta del salón para que trajeran pronto el café a sus dos amigos, y Juanito, a falta de mejor ocupación, jugueteaba con la traviesa Miss, cuyos movimientos iban acompañados por el repicante cascabeleo de su pequeño collar.
Don Juan, hundido en su butaca, con la nariz cada más roja y el cigarro apagado entre los labios, seguía sonriendo beatíficamente. Su hermana no le abandonaba. Acosábale con atenciones, y hasta había logrado hacerle tragar una copa de coñac.
Visanteta acababa de servir el café a los dos señoritos recién llegados, cuando la llamó su ama.
-Di a Adela y a Nelet que entren.

Toda la servidumbre de la casa se plantó a estilo de coro de zarzuela ante el sillón de la señora. Entre los tres cruzábanse alegres miradas, sonrisas de satisfacción.
Era la ceremonia anual, el acto de dar los aguinaldos a los criados, por ser el día de la señora. Con majestad teatral, doña Manuela dió un duro a cada uno, más un pañuelo de seda a Visanteta, por lo satisfecha que estaba de su mérito como cocinera. El ce Esto oscureció un poco la sonrisa de don Juan. Decididamente, su hermana era una loca que odiaba el dinero. ¡Mire usted que tirar tres duros tan en tonto! ¿No hubiera quedado lo mismo con tres pesetas?
Pero su digestión de esquimal harto no le permitía indignarse, y escuchó con expresión amable a su hermana, que, inclinada sobre él, apoyándose en su misma butaca, le hablaba mimosamente, como si fuese una niña:
-Hay que seguir las costumbres, Juan; si no, los criados, en vez de respetarla a una, se encargan de desacreditarla. A ti de seguro que no te parece bien dar un duro a cada criado; a mí, tampoco; pero, hijo mío, la costumbre es costumbre, y si una hace ci Él lo creía todo, con tal que le dejasen tranquilo en su digestión. Y movió varias veces la cabeza en señal afirmativa.
Doña Manuela se animaba y seguía hablando. No es que ella fuese derrochadora, había tenido su época de apuros, como él sabía muy bien, y conocía el valor de un duro. Pero había que quedar con dignidad, sostener la honra de la casa, ahora que las niñas iba La hermana no calló. Ella economizaba privándose de todo para sostener la apariencia de la casa, hasta que las niñas encontrasen un buen partido; mas a veces se tropieza con escollos insuperables y no sabe una cómo salir a flote.
-Pero... ¿duermes, Juan? ¿No me escuchas?
Un gruñido dió a entender a doña Manuela que su hermano la oía con los ojos cerrados. Esto bastó para que continuase.
Ahora mismo se hallaba ella en una de esas situaciones difíciles; algunas deudas antiguas las había satisfecho con la paga de Navidad de sus arrendatarios de la huerta; pero necesitaba con urgencia ocho mil reales, pues el invierno exige grandes gastos. Y -Tú no me abandonarás en este apuro, ¿verdad, Juan? Tú me prestarás esa cantidad, y yo te la devolveré a San Juan, cuando cobre los otros arriendos. ¿Quedamos en eso?...
¡Qué habían de quedar! ¡No había más que ver el mal humor con que don Juan salió de su turbada digestión!
-Pero, desgraciada, ¿de dónde quieres que saque ocho mil reales? Tú te figuras, por lo menos, que yo apaleo las onzas.
Doña Manuela protestó. Vamos, que ocho mil reales no son una cantidad para arruinar a nadie. Además, ella prometía devolverlos a San Juan; y al ver que su hermano reía irónicamente, lo juró con la mano puesta en el exuberante pecho.

-Y si no tienes los ocho mil reales (cosa que dudo), eso no importa, Juanito mío. Con que firmes por mí, salgo de apuros.
¡Adiós digestión! Ahora sí que don Juan salía de la placentera calma, despertando de su amodorramiento.
-Ya has enseñado la oreja. ¡Firmar..., firmar!... ¿Tú crees que una persona como Dios manda pone la firma, porque sí, al primer judío que se presenta? Eso sólo lo hacen las locas como tú, que has firmado más papel que un escribano, y miras con la mayor tr Y, además, ¿qué era aquello de la paga de los arriendos y devolver los ocho mil reales el día de San Juan? Mentiras, y nada más que mentiras.
-Yo lo sé todo, Manuela. No conservas un campo de los que heredaste de papá que no tenga la correspondiente hipoteca. El dinero de tus arrendatarios se va todo en intereses. Si se juntan todos tus acreedores y exigen que les pagues las deudas, más los int Doña Manuela estaba pálida e inquieta. Era una imprudencia expresarse así a pocos pasos de aquel grupo donde se hallaban Roberto y Andresito, dos extraños que no podían imaginarse la verdadera situación de la casa. Por fortuna, Concha y Amparo atraían la Tal vez el piano amansase a don Juan; pero..., ¡quia!..., éste formaba aparte de las fieras, a quienes domina la música, y, con gran pesar de su hermana, no salía de su indignación.
-¿Para eso me has convidado? Tú has dicho: «Le daremos bien a comer, procuraremos emborracharle, y después, cuando esté tierno..., ¡el sablazo!» Pues, hija, te equivocas. Ni ahora ni nunca conocerás el color de mi dinero. No pienso hacer nada por ti. Cuan Y don Juan, con gran abundancia de detalles, como hombre versado en los negocios, fué describiendo a su hermana el estado de su fortuna. No tenían un pedazo de tierra libre del peso de una hipoteca; las rentas apenas si daban para los réditos, y hasta la -Cuando al quedar viuda, te pusiste en mis manos, vivías en una de las dos habitaciones del piso segundo y tenías alquilado este principal. Un duro diario es una gran cosa, y más en tu situación. Pero tú no podías acostumbrarte a ser señora de muchos esca

carácter, y tú eres de aquellos a quienes el pobre papá cantaba la antigua copla:

Arrós y tartana,
casaca a la moda,
¡y rode la bola
a la valensiana!

Y como si la cancioncilla del tío fuese la señal para que comenzase la música de las niñas, éstas atronaron el salón con el tecleo del piano y los gorjeos forzados.
Don Juan cobró ánimos con este estrépito. Al ver que los muchachos sólo atendían al piano, siguió hablando, pero levantó más la voz, con gran alarma de su hermana.
-Marchas a tu perdición, Manuela. Cuando estés en la miseria, siempre me acordaré de que soy tu hermano, y tendrás donde comer tú y los tuyos... Pero dinero, ¡ni un céntimo!
Doña Manuela levantó la cabeza con altivez, mostrando la mirada ardiente y las mejillas rubicundas.
-Gracias por la limosna -dijo con ironía- Pero aún no he llegado ahí.
-Llegarás, llegarás -repuso don Juan, sin perder la calma-. Estás en el camino. Hoy todavía puedes sostenerte, y, al ver que te niego los ocho mil reales buscarás a doña Clara, esa bruja prestamista, o a otra persona de la clase, y firmarás un pagaré por La señora estaba indignada por el lenguaje rudo de su hermano. Era muy dueño de no darle aquella miseria; al fin, resultaba lo que ella había creído siempre: un avaro sin corazón. Pero su demanda no le autorizaba para aburrirla con tanto sermoneo.
-Cállate, Juan; me pones nerviosa con tus groserías.
-Callaré, hija; no quiero molestarte en un día como éste. Pero sólo me resta hacerte una advertencia. Los que están tan ahogados como tú, se agarran a un clavo ardiendo. Juanito posee una finca que vale algo: el huerto de Alcira, que has tenido que respet Los dos hermanos callaron. Se hundió él en su sillón, mirando a los chicos y ella quedó con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y las mejillas de un rojo violáceo, como si la rabia le produjese erisipela.
Rafael había salido del salón; Juanito jugueteaba con Miss, cada vez más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, q «¿Dónde diablos estarán los otros?», pensaba el tío, paseando su vista por el salón.
Y los otros, o sea Amparo y Andresito, estaban en un balcón, mirando a la calle con la nariz pegada al vidrio y protegidos por los cortinajes. El bebé, con sus ingenuidades de loquilla, tenía una habilidad diabólica para salirse siempre con la suya. Había Primero habían hablado del tiempo, riéndose de los arabescos caprichosos que trazaban las gotas de lluvia escurriéndose por el cristal; pero el joven pálido y tembloroso, como si le atormentase algún pensamiento oculto, guiaba la conversación

insensiblemente, y Amparito se dejaba arrastrar, segura de que por cualquier camino llegaría siempre a donde ella deseaba.
El tío miraba atentamente el cortinaje del balcón y las piernas de Andresito, que era lo único visible de la pareja. En un momento que Concha cesó de teclear, oyó la voz de Amparo, que sonaba lejana, como amortiguada por las cortinas.
-Pero, Andresito..., ¡si somos tan jóvenes...!
¡Jóvenes! ¿Y qué importa eso? Para el amor no hay edades, así como tampoco existen clases. Lo aseguraba él, que era persona competente en tal materia, por ser poeta y no inédito, pues sus triunfos había alcanzado en la Juventud Católica. Además, él no era No; no eran jóvenes para amarse. Ya lo había dicho él en un soneto y media docena de quintillas, escritas con el pensamiento puesto en Amparito. El amor no tiene edad. Él la adoraba con la inmensa pasión de los grandes poetas; y hablaba de Dante y Beatriz A él le era imposible vivir si Amparito se negaba a amarle; necesitaba, para no aborrecer la vida, que ella se decidiese a ser su musa, su inspiración. Y el lindo bebé, aunque por costumbre seguía riendo, sentíase muy satisfecha en su interior de ser musa Y cuando con más calor hablaba Andresito de sus tormentos amorosos, la niña le interrumpió, diciéndole con su tonillo bromista, como quien accede a tomar parte en un juego:
-Bueno; seremos novios... Pero, ¡por Dios!, que nada sepa la mamá.

IV

El Carnaval de aquel año fué muy alegre para la familia de doña Manuela.
Las niñas se divirtieron. Rafaelito era socio de todos los círculos distinguidos y decentes, donde se baila, mientras arriba, en una habitación con luces verdes, guardada y vigilada como antro de conspiradores, rueda la ruleta con sus vivos colorines o se ¡Qué noches aquellas de emociones, de nerviosas alegrías, de mareos voluptuosos, y, después, de aplastamiento, de brutal cansancio!... Juanito era el encargado de abrir la puerta cuando la familia volvía del baile. En la madrugada, cerca de las cuatro, oí La entrada de la familia le deslumbraba, sintiendo el infeliz una impresiòn de vanidad. Las hermanitas, vestidas unas veces con trajes de sociedad, obra de una modista francesa, y que todavía estaban por pagar; graciosamente disfrazadas otras de labradora

éxito alcanzado por sus niñas, y a pesar del cansancio, sonriente y majestuosa con su vestido de seda, que crujía a cada paso, y encima el amplio abrigo de terciopelo. Juanito contemplaba con el cariño de un padre este desfile desmayado que iba en busca d Levantábase mal arropado, tosiendo y tembloroso, a abrir la puerta, pues era preciso dejar dormir a las criadas, para que al día siguiente el cansancio no las entorpeciera en sus trabajos. Además, la vista de la familia parecía traerle algo de los esplend Después, a la hora de comida, eran los comentarios, los recuerdos agradables, los berrinches por supuestas ofensas que en el primer instante habían pasado inadvertidas, y que, agrandándose ahora en la imaginación, pedían venganza. Las dos niñas recordaban Aparte de estos disgustos colectivos, las dos niñas los sufrían también particularmente. Conchita estaba furiosa contra Roberto del Campo, el Pollo Bonito, como le llamaban algunas. Mucha palabrería, requiebros a granel; pero de declaración seria y formal -¿Dónde os metéis, condenados?... -preguntaba la hermana al día siguiente-. ¿Qué diversión es esa que os hace tan groseros?
-Mujer, son cosas de hombre. Mientras vosotras bailáis, nosotros nos dedicamos a ocupaciones más serias.
Serias, sí; tan serias eran, que Rafaelito tenía frita a mamá -según propia expresión-, pidiéndole cinco duros al día siguiente de los bailes. El Carnaval tenía para él mala pata, y al susurro de la orquesta que sonaba abajo, salía siempre la carta contra Amparo también tenía sus disgustos. Lo que a ella le pasaba no podía ocurrirle a nadie. Aquello no era tener novio ni tener nada. Vamos a ver: ¿para qué tener novio una muchacha? Para lucirle, para que lo vean las amigas y rabien un poco..., ¿no es verda

tras la puerta, unos ásperos bigotes y una vara de medir, para dar las buenas noches en las costillas al bailarín rezagado... ¿Era esto un novio serio? Y luego, aunque se quede usted solita en el baile, mucho cuidado con aceptar la invitación de tantos po Andresito era un buen chico, pero ella no podía estar en ridículo y que las amigas le preguntasen irónicamente por su novio. Como se decidiera otro que estaba a la vista era cosa hecha: plantaba a Andresito.
Llegaron los tres días de Carnaval. Por las mañanas, entre las estudiantinas y comparsas que corrían las calles, pasaban las familias ostentando a algún niño infeliz enfundado en la malla de Lohengrin, el justillo de Quevedo o los rojos gregüescos de Mefi Muchachos con pliegos de colores voceaban las «décimas y cuartetas, alegres y divertidas, para las máscaras», colecciones de disparates métricos y porquerías rimadas, que por la tarde habían de provocar alaridos de alegre escándalo en la Alameda, En los p Los estudiantes, con el manteo terciado, tricornio en mano y ondeante en la manga el lazo de la Facultad, corrían las calles como un rebaño loco, asediando a los transeúntes para sacarles el dinero en nombre de la caridad, Por la plazuela de las de Pajare La expansión ruidosa de la juventud libre y sin cuidados invadía la plaza como una atronadora borrachera. Volaban los tricornios a los balcones; cada cara bonita provocaba floreos interminables, en los que la hipérbole dilatábase hasta lo desconocido; y h Por la tarde, Nelet, enganchaba la galerita, y a la Alameda, donde la fiesta tomaba el carácter de una saturnal de esclavos ebrios.
El disfraz de labrador era un pretexto para toda clase de expansiones brutales, y, acompañados por el retintín de los cascabeles de las ligas, trotaban los grupos de zaragüelles planchados, chalecos de flores, mantas ondeadas y tiesos pañuelos de

seda. Un berrido ensordecedor, un ¡che...e...! estridente, prolongado hasta lo infinito,
como el grito de guerra de los pieles rojas, conmovía las calles. Las criadas, endomingadas, huían despavoridas al escuchar el vocerío; y pasaba la tribu al galope, dando furiosos saltos, con sus caretas horriblemente grotescas y esgrimiendo por encima de Toda esta invasión de figurones que trotaba por la ciudad voceando como un manicomio suelto, dirigíase a la Alameda, pasaba el puente del real envuelta con el gentío, y así que estaban en el paseo iban unos hacia el Plantío para dar bromas insufribles, so Rafaelito habíase disfrazado de clown, y con otros de su calaña ocupaba un carro de mudanzas, sobre cuya cubierta hacían diabluras y saludaban con palabras groseras a todas las muchachas que estaban a tiro de sus voces aflautadas. ¡Vaya unos chicos gracio El carruaje de doña Manuela llevaba escolta. Un buen mozo, con negro dominó, montando un caballo de alquiler, marchó toda la tarde como pegado a la portezuela, hablando con Concha, mientras las mamá y Amparito miraban las máscaras. Era Roberto del Campo, Pasó el Carnaval, y doña Manuela se vio en plena Cuaresma. Era la hora de purgar los derroches y alegrías de la temporada anterior. La modista francesa presentaba la cuenta de los trajes de las niñas, y además hacía falta dinero para los gastos de la casa Su amiga doña Clara, la corredora de los prestamistas, de la que don Juan hablaba pestes, no encontraba dinero para la viuda de Pajares.
-Francamente, doña Manuela: ¡tiene usted por esos mundos tantos pagarés renovados y con intereses que no siempre se cobran!... Mis amigos se niegan a dar un céntimo. ¡Si usted encontrase una persona con garantías que quisiera avalar su firma!...
¡Personas con garantías!... No era tan fácil encontrar esto que los prestamistas pedían con tanta sencillez. Allí estaba su hermano, que solamente con una palabra podía sacarla del apuro; pero no había que pensar en semejante miserable, capaz de dejar per

Había que pagar a la modista: la idea de que ésta podía decir la verdad a sus parroquianas, todas señoras distinguidas, horrorizaba a la viuda, a pesar de que no tenía la menor amistad con ellas. Y a fuerza de cabildeos, acabó por encontrar la solución. L Nunca vió el pobre muchacho tan dulce y complaciente a su mamá. La escuchó como siempre, embelesado, deleitándose con el eco de su voz, y la madre tuvo necesidad de repetir sus peticiones para que Juanito se diese cuenta de lo que decía. A pesar de su fan -Pero, mamá, ¿tan mal estamos de fortuna?
Doña Manuela estuvo elocuente. La vida, cada vez más cara; las exigencias del rango social muy costosas, y, sobre todo, los hijos. ¡Ay los hijos!... ¿Tú sabes, Juanito, lo que me costáis?
Y Juanito callaba, a pesar de que tenía razones de sobra para responder. Desde la muerte de su padre se había comido la viuda la renta de su huerto; lo llevó vestido hasta los veinte años con los desechos de su padrastro; había ahorrado a su madre el gast -Pero, mamá, podíamos hablarle al tío. Él nos dejaría esa cantidad sin intereses.
¿Al tío?... ¡Horror! Ni una palabra. Era un egoísta, un grosero, un hombre sin educación.
-Cuidado, Juan, con decirle una palabra. Darías un disgusto a tu mamá.
-Pues entonces puedo pedirlas a mi principal. Aunque don Antonio anda ahora muy ocupado en eso de la Bolsa, siempre tendrá tres mil pesetas para favorecer a unos buenos amigos.
Tampoco. A ése, menos. No quería adquirir compromisos con unas personas así..., tan ordinarias. Justamente, había sabido el día anterior que Amparito tenía relaciones con el hijo de Cuadros, y había experimentado un verdadero disgusto. Unas relaciones sin Y descartados don Juan y el comerciante, doña Manuela volvió a la carga; el hijo intentó resistirse; pero al fin le aturdieron las caricias maternales y firmó cuanto quiso la mamá.
La consideración de que parte de aquel dinero era para pagar el abono de las tres butacas que la familia tenía en el Principal a turno impar, le hizo decidirse. Sin teatro ¿qué iban a hacer sus hermanitas? ¿Para qué aquellos trajes que tan caros costaban?

crueldad que él cortase la carrera a las dos muchachas.
Y Juanito sintióse feliz, en aquella temporada de Cuaresma, cada noche que cenaba con la familia, puesta de veinticinco alfileres, comiendo incómoda con la toilette de teatro y estremeciéndose de impaciencia, mientras abajo sonaban las coces del caballo c Cantaba un tenor eminencia, uno de esos tiranuelos de la escena que cobran por noche cinco mil francos para entonar una romanza o un dúo y estar de cuerpo presente en el resto de la obra. Era signo de distinción y de buen gusto dejarse robar por la eminen El gran tenor y sus triunfos figuraban en todas las conversaciones, y, al fin, el pobre muchacho cayó en la tentación, no de oír el Otelo, de Verdi, sino de ver el bicho raro que, abriendo la boca, se tragaba cinco mil francos de una sentada.
Él, que sin remordimiento había firmado por tres mil pesetas, tuvo que reflexionar y hacer un esfuerzo supremo para gastarse cuatro. ¡Alguna vez había de ser calavera! Y empujado por la muchedumbre, asaltó las alturas,, el paraíso de fuego, donde, acoplán Juanito, contagiado por el ardor de la pelea que reinaba en las alturas, sentía tentaciones de gritar que aquello era fastidioso y lo de los cinco mil francos un robo; pero callaba por miedo a los energúmenos artísticos, y consolábase mirando abajo las ro ¡Y pensar que en casa pasaban tantos apuros para sostener aquel lujo! ¡Quién lo diría viéndolas tan elegantes y risueñas, especialmente la mamá, que lucía brillantes en pecho, orejas y manos, y que antes quería pasar hambre que deshacerse de ellos! Y el p El recuerdo de esta noche quedó en la memoria de Juanito con una impresión de calor asfixiante y aburrimiento inmenso.
Al avalar el pagaré de su madre, había pensado revelar a su tío esta debilidad, pues incapaz de hacer nada por cuenta propia, se lo consultaba todo a don Juan. Pero esta vez fué perezoso; transcurrió el tiempo sin encontrar ocasión para ir a casa de su tí Además, su posición en Las Tres Rosas tenía a Juanito pensativo y preocupado. Desde que su principal se dedicaba en cuerpo y alma a la Bolsa, animado por ciertas jugadas de fortuna, Juanito era de hecho el dueño de la tienda. La mañana pasábala don Antoni

bursátiles de los periódicos, haciendo comentarios y sosteniendo disputas con ciertos amigos nuevos que formaban corro a la puerta del establecimiento y hablaban con calor de la alza y la baja, los enteros y los céntimos. Por la tarde íbase a la Bolsa, de Aquel hombre parsimonioso, de costumbres morigeradas, estaba en plena revolución. Vivía inquieto, nervioso, y en sus palabras y ademanes notábase cierto tono de grandeza, sin duda por la costumbre adquirida de hablar de millones y más millones con tanto d -Haz lo que quieras, hijo mío. Allá tú. Aunque salga mal algún negocio, no me arruinaré. Yo estoy ahora en mi verdadero terreno; he encontrado el filón.
Y pasando por él una ráfaga de confianza, desarrollaba un panorama tan encantador a los ojos de su dependiente, que los instintos de comerciante rapaz despertaban en éste y se estremecía de pies a cabeza con el escalofrío de la ambición. ¡Vaya un negocio Y el feliz mortal, poseedor de tantas cualidades, paseaba por la tienda ante su asombrado dependiente, con toda la prosopopeya de un hombre que tiene agarrada la fortuna por los pelos y no piensa soltarla... Y todo porque con unas cuantas operaciones tími Todo quiere empezar; y él, puesto ya en el camino de la suerte, aseguraba a su dependiente que antes de un año tendría millones; sí, señor; millones no nominales ni de mentirijillas como los que compraba y vendía en la Bolsa, sino reales y efectivos, pron Justamente en la época que don Antonio abandonaba su tienda, cada vez más atraído por los negocios, fué cuando Juanito comenzó a sentirse dominado por una preocupación.
Entre los parroquianos de la casa había una joven que los dependientes designaban con el apodo de la Beatita. Era una criatura tímida, dulce, encogida, que hablaba con los ojos bajos y sonreía a cada palabra como pidiendo perdón. Evitaba entenderse con lo

decir a toda parroquiana, con voz automática, que es muy bonita, para despachar mejor la mercancía; y, apenas entraba en la tienda, buscaba con los ojos a Juanito, muchacho juicioso, tan tímido como ella y que no se permitía el menor atrevimiento.
Los dos se entendían perfectamente. Discutían con gravedad el precio y la clase de las telas; y tan grande era la simpatía, que si aquel grandullón de enormes barbas osaba decir una palabra un poco alegre, la Beatita sonreía con toda su alma, mostrando un Iba con frecuencia a Las Tres Rosas, por ser los géneros baratos, y Juanito, insensiblemente, recogiendo hoy una palabra y uniéndola con otra tres días después, acabó por enterarse de quién era.
Llamábase Antonia. Trabajaba de costurera a domicilio, y tenía tan buenas manos, que se la disputaban las parroquianas, señoritas de escasa fortuna, que acogían como una felicidad el confeccionar en sus casas vestidos iguales a los de las modistas. Era hu Juanito miraba a la joven con tierna simpatía. ¡Era tan buena muchacha...! Para convencerse, bastaba verla por la calle con el velo caído sobre los ojos bajos, andando con paso menudo y gracioso, arrimada siempre a la pared, como si quisiera evitar la ate Su belleza no era gran cosa. La cara, redondita y pálida; la nariz, algo corta; pero con unos ojos hermosos, cobijados por las grandes cejas, que, pobladas de sobra, tendían a juntarse, formando una sola línea.
Pero lo que a Juanito le encantaba más en su parroquiana era la sonrisa y aquella dentadura que en fondo carmesí de la boca brillaba nítida, igual, sin una picadura, sin una pieza saliente, como esas muestras perfectas que los dentistas colocan en sus esc Esta amistad, que se estrechaba por encima del mostrador, iba siendo una necesidad para los dos. Tonica, al entrar, no hacía caso de las palabras de los dependientes e iba recta en busca de aquel barbudo tan tímido como ella, que muchas veces le enseñaba Examinaba el menor detalle de su persona, alabando la delicadeza de sus gustos. Era una pobre costurera y llevaba siempre guantes. Aseguraba que no podía prescindir de ellos, así como de otras costumbres superiores a su clase, adquiridas cuando niña en ca En casa de doña Manuela notaron que algo extraño ocurría a Juanito, y eso que no se fijaban en él gran cosa. Ciertas mañanas llegaba muy contento a la hora de comer, sus

hermanas le oían cantar paseando por las habitaciones, y, ¡caso raro!, él, tan despreocupado en materias de adorno, enfadóse dos veces porque le planchaban mal las camisas, y pidió seriamente a la mamá que le comprase una corbata, pues la que llevaba era Amparito reíase en las narices de su hermano. Ahora que era un viejo, le daba por presumir... ¿Tenía acaso novia? Pues, hijo, debía creerla a ella, que, aunque joven, tenía experiencia. Eso de los noviazgos sólo servía para disgustos y lloros. Bastante re -Ya ves, Juanito mío, que esto no es vivir. Dile a ese chico que no sea machacón. Al fin, dos meses de relaciones no dan derecho para tanto. La mamá le dijo con muy buenas palabras que no volviese por aquí, que no pensase más en mi persona; pero ¡que si q Pero lo que la traviesa muñeca no decía era que le importaba muy poco las cóleras de mamá y que deseaba la desaparición de Andresico por propio interés. En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, un teniente de Artillería, esbelto, con cintura d Era amigo de Rafael; pensaba llevarlo a casa, lo mismo que a Roberto del campo, y la niña se temía que la tenacidad del antiguo novio detuviera una declaración que tanto esperaba.
Llegó la fiesta de San José, que aquel año tuvo para la familia excepcional importancia. Desde una semana antes, la granujería corría las calles arrastrando sillas rotas y esteras agujereadas, pidiendo a gritos con monótona canturria: ¡Una estoreta vellet La plazuela de las Pajares tenía un vecindario bullicioso y alegre: gente de pura sangre valenciana, que vivía estrechamente con el producto de sus pequeñas industrias, pero a la que nunca faltaba humor para inventar fiestas. La paternidad de la idea fué El iniciador asocióse a dos zapateros y un carpintero, que, por tratarse de San José, se creía con derecho propio, y todos juntos formaron algo que bien podía llamarse Comité de Vecinos, teniendo por principal objeto dar sablazos en todo el barrio para el

rastreramente su riqueza, la belleza de las niñas y hasta la suya propia: todo para sacarle cinco duros.
La proyectada hoguera entusiasmaba a los vecinos, siendo el eterno tema de conversación en las porterías y establecimientos de la plazuela. Todos se animaban, con ese entusiasmo valenciano que se inflama al pensar en fiestas y bullicios. La falla es la fi Las niñas de doña Manuela despreciaban la fiesta que se preparaba. Era una cursilería, como organizada por la gente ordinaria de la plazuela, buena únicamente para divertir a los de escaleras abajo. Pero la víspera de San José, impulsadas por la curiosida En el centro de la plazuela, sobre una gruesa capa de arena, elevábase todo un edificio de lienzo, con pintura que imitaba a la piedra: un gigantesco dado, en cuya cara superior elevábanse ocho figuras de tamaño natural.
Los balcones y puertas estaban adornados con centenares de banderitas rojas y amarillas, que daban a la plazuela el aspecto de un buque empavesado; y este derroche de ondeante percalina extendíase por las calles adyacentes. A trechos, en las paredes, most Pero lo que a las dos hermanas les llamaba la atención era la falla. No estaba mal aquello, para ser obra de gente tan ordinaria como el cafetinero y sus cofrades.
Los monigotes eran siete bebés colosales, que componían una orquesta abigarrada, y en el centro, un caballero de frac y batuta en mano. ¿Qué intención oculta tenía aquello? Pero Amparito soltó la carcajada inmediatamente. El tupé descomunal y grotesco del Pero cuando su alegría subió de punto fué al ver que algunos chicuelos, escondidos entre los biombos, tiraban de cuerdas, poniendo en movimiento a los monigotes. ¡Qué gracioso era aquello!... Las dos hermanas reían contemplando las contorsiones del señor Amparito se sintió tan entusiasmada, que hasta envió una sonrisa amable al cafetín de enfrente, donde el padre de tal obra despachaba copitas tras el mostrador, mientras su

mujer, lavada y peinada como en días de gran fiesta, con los robustos brazos remangados y delantal blanco, estaba en la puerta sentada ante el fogón, con el barreño de la masa al lado, arrojando en la laguna de aceite hirviente las agujereadas pellas, que Bien entendía sus negocios el cafetinero. La tal falla iba a acabar con todo el aguardiente de sus barrilillos, mientras su mujer fabricaba los buñuelos por arrobas.
Toda la familia de doña Manuela se entusiasmó con el aspecto de la falla. Había que avisar a las amigas. Por la tarde tendrían música en la plaza; y la rumbosa viuda pensaba ya con placer en el brillante aspecto que presentaría su salón, bailando las niña La casa de doña Manuela llamó la atención por la tarde casi tanto como la falla. Entre las banderolas nacionales de los balcones asomaban una docena de airosos cuerpos y graciosas cabezas, elegante escuadrón de muchachas que, cogiéndose de la cintura, jug Detrás de las niñas de doña Manuela y sus amigas asomaban algunas veces cabezas de hombres: Rafaelito, su amigo Roberto y Fernando, el teniente de Artillería que por fin había sido presentado en la casa por el hermano de Amparito. La brillante pollada del Un olor punzante de aceite frito impregnaba el ambiente. El fogón de la buñolería era un pebetero de la peor especie, que perfumaba de grasa toda la plazuela, irritando pegajosamente los olfatos y las gargantas. En la puerta del cafetín amontonábase la gr En un ángulo de la plaza estaba la tribuna de la música, un tablado bajo, cuyas barandillas acababan de cubrirse con telas de colorines manchadas de cera, como recuerdo de las muchas fiestas de iglesia en que se había ostentado.
-¡Música!... ¡Músicaaa!... -gritaba la gente.
Y los músicos, azarados por el vocerío, iban hacia el tablado, abriéndose paso en la muchedumbre. Era la banda de un pueblo de las cercanías; rústicos gañanes que, enfundados en un uniforme mal cortado, faja de general y ros vistoso con pompón de rabo de La primera mazurca de la ruidosa banda puso en conmoción a toda la plazuela. Algunos granujas, con tufos y blusa blanca, bailaban íntimamente agarrados, con femenil contoneo, empujando a la muchedumbre curiosa, chocando muchas veces contra el tablado de l

los que se detenían para contemplarlas.
Amparito era la única que estaba seria. Pero ¡cuán desgraciada era! ¡Para ella toda fiesta había de traer el consiguiente disgusto! ¡Allí estaba él..., él!, el posma, aquel Andresito, que de novio era un estúpido y de amante, despreciado y terco, una insu Le veía apoyado en la pared de enfrente, cerca del cafetín, de puntillas algunas veces para dominar mejor el agitado río de cabezas que en corriente interminable atravesaba la plazuela, y lanzando al balcón de Amparito miradas de inmensa desesperación, qu Ame usted, pase las noches de claro en claro, estrujando la inspiración para fabricar sonetos amorosos; expóngase usted a los arrebatos de un papá indignado que quiere que la familia se retire pronto... y todo ¿para qué? Para que ahora, despedido y olvida Y si Amparito no pensaba esto mismo que suponía el antiguo novio, era algo parecido lo que expresaban sus miradas fieras y sus gestos desdeñosos para espantar a aquel moscardón molesto que no la dejaba ni a sol ni a sombra.
¿Y aún seguía allí, tieso como un poste, importunándola con sus miraditas? ¿No tenía bastante con tales desdenes? Pues ahora verás. Y se puso a coquetear con el teniente, con el gallardo Fernando, que estaba en el balcón, de uniforme, al aire la rapada y Amparo y el teniente, en un extremo del balcón, volviendo casi la espalda a la plaza y aislados del grupo juvenil que hablaba y reía junto a ellos, tenían el aspecto de verdaderos novios; él, serio, solemne, llevándose la mano al tercer botón de la guerre El poeta sufría como uno de los condenados de aquel poema de Dante cuya lectura nunca había podido terminar. Gracias a que era un vate aplaudido en la Juventud Católica y tenía ideas muy cristianas, que, si no, a la vista de tamaña traición, hubiera sido No, no se mataría; ante todo, las creencias y el ser poeta. La muerte frita no figura entre los suicidios de los hombres de genio. Pero, si no se mataba, sabría vengarse; él era un hombre, y cuando bajase aquel teniente, ya le exigiría cuentas. Le mataría Y el pobre muchacho apretaba con mano crispada su junquillo, que para su imaginación era toledano acero, y pensaba desordenadamente en Lope de Vega, Quevedo, Cervantes y lord Byron; en todos los grandes hombres que, según frase de Andresito, habían tenido ¡Bailad tranquilos, granujas alegres e insolentes; mirad la falla, burgueses bondadosos; reíd como gallinas cacareadoras, mujercillas que celebráis las contorsiones de los monigotes! Todos ignoráis que el volcán ruge a pocos pasos de

vosotros; no sabéis que hay un hombre que prepara la más horrible de las tragedias; y mañana, cuando salga en los periódicos la extensa relación de lo ocurrido, no podréis imaginaros que la fiera en figura humana que mata al rival, a la novia y hasta a la Sí; mataría y moriría después; estaba decidido. Y miró al balcón, procurando dar a sus ojos la más insolente expresión de reto; pero se fijó con insistencia en el teniente. Tenía buenas espaldas, su cabeza morena no era de víctima, le colgaba del talle un Él no tenía miedo, ¡vive Dios! ¿Qué había de tener? Per, bien mirado, era una vulgaridad, un detalle de mal gusto el enredarse a golpes en medio de la calle con un majadero sin otra sociedad que la de las mulas de su batería. No, señor; su belicoso plan q

Señora, tú que sabes
el secreto del canto de las aves...

un hombre que tantas lindezas sabía fabricar no se peleaba con aquel mozo de cordel.
Los poetas se vengan de otro modo. Les basta encerrarse en su inmenso dolor, lanzarlo en tristes estrofas al rostro de la ingrata, para que ésta desfallezca bajo el más terrible de los castigos... Estaba decidido: abominaría del mundo y sus vanas pompas; Y Andresito, como si se viera ya vestido de blanco, errante por poética selva, con el pelo cortado en flequillo y los brazos cruzados sobre el pecho, canturriaba con voz dulce y lacrimosa: Spirito gentil.
Algunos se detenían sonriendo al oír el canto tristón y apagado, que parecía salirle de los talones; pero ¡valiente caso hacía el de los curiosos! ¡Como si un alma grande no estuviera en sus dolores, por encima de la vulgaridad!
Y miró al balcón. Ya no estaban allí. Los infames se habían metido en el salón, y estarían en aquel instante arrullándose, con la primera delicia del amor naciente, vacilando en usar el confianzudo tuteo. Y él..., abajo, solo con su desesperación; pero sa Estaba envuelto en el humo azulado, sutil y picante que se escapaba del fogón de los buñuelos; un vaho grasoso, inaguantable, capaz de hacer llorar y toser a los monigotes de la falla.
Y lo primero que vió al volver de sus ensueños fue un par de viejos, que, asomados a la puerta del cafetín, le miraban con sonrisa burlona. Eran dos buenos parroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriosos y lagrimeantes y la nariz v Con el sucio pañuelo de hierbas en la mano, accionaban dando gritos ante el mostrador de Espantagosos; pero las rarezas de aquel señorito que hablaba solo y

miraba al balcón de enfrente llamaron su atención, y con la cariñosa insolencia de los borrachos alegres, pusiéronse a contemplarle, riendo de sus gestos dolorosos.
Al ver que Andresito los miraba, hiciéronle amistosas señas, como si le conociesen de toda su vida. ¡Vaya una gente francota!... ¡Qué si aceptaba una copita! No, señor; muchas gracias; no tenía costumbre de beber... Bueno; pues eso se perdía; conste que Andresito seguía tieso en su puesto, sin mover los pies, con las piernas entumecidas y el cuello dolorido de mirar a lo alto. ¡Y la ingrata no reaparecía! Las amigas, en el balcón; Concha, la hermana, coqueteando con Roberto; y ellos, dentro, buscando la Para mayor tormento del pobre muchacho, los dos viejos cínicos del cafetín hablaban a gritos, y por más esfuerzos que hacía, sus palabras le obsesionaban, le hacían olvidar su papel de poeta desesperado e infeliz, del que en el fondo se hallaba satisfecho Estaban en la misma puerta del cafetín, jugueteando como dos chavales, dándose golpecitos en el abdomen y obsequiándose mutuamente con buñuelos, que acompañaban de latines y signos en el aire, como si se administrasen la comunión. ¡Vaya un par de puntos a Pero, al beber otra vez, tornáronse melancólicos. Miraban al trasluz el aguardiente, y con los vasitos en alto y los ojos elevados, como si los hipnotizase el blanco líquido, hacíanse mutuas confidencias, arrastrando las sílabas trabajosamente. El más vie Y para que quedase bien sentada esta afirmación, se tragaron el aguardiente de un sorbo.
-¡Espantagosos..., mesura!
¿Quién? ¿Él? ¡Estaban frescos! Allí no se daban más copas. Le desacreditaban el establecimiento con sus feas palabras; los guardias le tomarían ojeriza por consentir en su casa tales blasfemias contra la excelentísima Corporación, y, además -esto era lo p

¡Qué falta de respeto! ¡Tratar así a personas que han hecho concejales, retirándose después a la vida privada!... Y miraban fieramente al cafetinero, mientras rebuscaban con furia en sus andrajos, con la indignación de una ofensa irreparable y mortal.
-¡Fueeego!... ¡Fueeego!... -gritaban a coro los de la blusa blanca.
Y los dos borrachos, agarrados fraternalmente de los hombros, con las húmedas narices casi juntas, asomábanse a la puerta del cafetín con risita maligna al pensar que molestaban al dueño.
-¡Fuego!... ¡Fuego!...
Y, después de gritar, se metían apresuradamente en la taberna, fingiendo susto, como chicuelos que acaban de hacer una travesura.
Los organizadores de la falla se resistían. Había que esperar a que cerrase la noche. Pero la muchedumbre estaba dominada por esa impaciencia que entre la gente levantina basta que sea manifestada por uno para que los demás se sientan contagiados.
-¡Fueeego!... ¡Fueeego!... -seguían aullando de los cuatro lados de la plazoleta.
Y de la desembocadura de un callejón sin adoquinar salió una pedrada certera que dejó trémulo al monigote del centro, llevándosele medio tupé. Aplausos y carcajadas, y a los pocos minutos servían de blanco todos los bebés de la orquesta. Había que comenza braceaban y se desgañitaban en el torno de la falla, pidiendo un poco de calma, mientras un compañero se introducía en el cuadrado de lienzo con dos botellas de petróleo. Cuando los biombos transparentaron una mancha roja que rápidamente se agrandaba entr -¡Qué toquen La Marsellesa! -gritó un vozarrón anónimo con acento imperioso.
Un estremecimiento pareció correr por la muchedumbre, saltando después de balcón en balcón.
-¡Sí! ¡La Marsellesa..., venga La Marsellesa! -repitieron miles de voces con expresión amenazante, como si alguien se negase por anticipado a sus exigencias.

Los músicos, que enfundaban sus instrumentos, miraron asustados al amenazador gentío. Intentaban negarse; pero el pensamiento de que quedaban piedras en el callejón desvaneció sus propósitos de resistencia. La música rompió a tocar, chillaron los cornetin La Marsellesa... ¡Y el Gobierno en la hoguera! ¿Qué más podían pedir? Y el entusiasmo meridional, caldeando los cerebros, hacía pasar ante los ojos risueños espejismos. Todos se sentían dominados por un optimismo meridional.
Las lenguas de fuego comenzaban a salir del interior de la falla, lamiendo la ropa de los monigotes.
-¡Bravooo!... ¡Vítoooor!...
Nadie pensaba que aquello era madera y cartón. El entusiasmo los hacía feroces; creían que era el mismo Gobierno lo que quemaban al son de La Marsellesa, y los industriales soñaban despiertos en la rebaja de la contribución, los de las blusas blancas, en La música seguía rugiendo La Marsellesa, y en la multitud alguno de los ardorosos, trastornado por la ilusión y por el himno, creyendo que la cosa ya estaba en casa, gritaba a todo pulmón: «¡Viva la República!», lo que azaraba a los pobres municipales y l Crecía la hoguera rápidamente. Las inquietas llamas, moviéndose de un lado para otro, agitaban como abanicos los faldones de los fraques, los bajos de la blanca muselina y las cintas de raso de los bebés. El fuego jugueteaba como una fiera con sus víctima Había llegado la hora de destruir, ayudar al incendio, y los organizadores de la falla, con pesados puntales, golpeaban la armazón de los bastidores o daban tremendos palos a los ardientes monigotes para que cayeran en el rojo cráter.
La muchedumbre, legítima descendiente del pueblo que dos siglos antes presenciaba los autos de fe, aplaudía con gozosa ferocidad la caída de los monigotes en la hoguera. Cada vez que, volteando en el aire sus piernas y sus brazos chamuscados, se zambullía Se derrumbó la falla con toda su armazón medio carbonizada, y un torbellino de chispas y pavesas se elevó hasta más arriba de los tejados. El enorme brasero daba a la plaza una temperatura de horno, tiñéndolo todo de color de sangre. La gente, tostada, co Más de media hora ardió con toda su fuerza el informe montón de leños ennegrecidos, que, al carbonizarse, se cubrían con rojas escamas. Algunos maderos estaban erizados de innumerables y pequeñas llamas, como si fuesen cañerías de gas.
La muchedumbre se alejaba, con la esperanza de ver algo en las otras fallas. La temperatura bajaba, el incendio iba achicándose, la frescura de la noche penetraba en la plazuela, y balcones y puertas volvían a abrirse.
En casa de doña Manuela, terminado el espectáculo público, había su poquito de fiesta, sin duda para amenizar el chocolate suntuoso que la rumbosa viuda daba a sus amigos. La gran lámpara del comedor, reservada para las solemnidades, había sido encendida,

amigas pasar por el iluminado balcón, moviéndose con el ritmo del baile.
El pobre muchacho estaba firme en su puesto. El fuego le había empujado a un extremo de la plaza; pero apenas se refrescó el ambiente, volvió a la puerta del cafetín, cerca del laurel cargado de buñuelos, cuyas ramas se habían tostado. La falla seguía ard La plaza quedaba en poder de la gente menuda, chiquillos desharrapados que, tomando carrera, saltaban la hoguera con agilidad de monos, cayendo al lado opuesto envueltos en las chispas, Los municipales intentaban oponerse a tan peligroso ejercicio; pero l Andresito seguía con mirada triste las evoluciones de aquellas bulliciosas salamandras con blusa, que saltaban por entre las llamas cual si tal cosa, sacudiéndose las chispas como los perros.
La plazuela estaba solitaria y el rojo ambiente del incendio hacía más lóbregas las calles inmediatas. Algunos chuscos arrojaban en la hoguera manojos de cohetes, que salían como rayos, culebreando su rabo de chispas, arrastrándose de una pared a otra y r Ahora cantaban arriba. Era Amparito, que acometía con su vocecita de seda una romanza de Tosti, coreada por el estallido de los cohetes y los berridos burlones de la pillería, a quien le hacían gracia los lamentos musicales, verdaderos chillidos de ratita Las llamas iban extinguiéndose, la plaza estaba cada vez más oscura y los chiquillos desertaban en grupos, buscando otras fallas que no hubiesen llegado al período de la agonía.
Dos hombres salieron del cafetín agarrados del brazo con paso lento y vacilante. Eran los viejos borrachos, con la gorrilla en la nuca y el eterno pañuelo de hierbas en la mano. Volvieron el rostro al cafetín, y como personajes de tragedia, lanzaron una e El humo de la falla, denso y pegajoso, los hizo toser; pero se detuvieron ante el rescoldo enorme como un brasero de gigantes.
Soltáronse del brazo y saltaron la falla, uno tras otro, con una agilidad inesperada y ademanes tan grotescos, que los municipales reían y hasta el desconsolado poeta dejó de mirar al balcón. El cafetinero y sus vecinos estaban en las puertas, celebrando Las carcajadas del público enardecían a los borrachos, los hacían sonreír con orgullo, y los dos redoblaban sus saltos y contorsiones. Corrían en torno del gran montón de brasas, saltaban por todos los lados, y en el furor del movimiento que los dominaba, ¡Ahora iba lo bueno! Y saltando al mismo tiempo ambos, cada uno por lado distinto, encontráronse en lo más alto de sus salto: chocaron los cuerpos como proyectiles y cayeron en el rescoldo, hundiendo entre las brasas la parte más carnosa del individuo.

fuera de la plaza. ¡A sus casas o al asilo!... ¡Lo que quisieran!...
Andresito vió cómo se alejaban los dos viejos, mostrando una nueva cara por el revés chamuscado de su pantalón, riendo su postrera hazaña, dándose besos y abrazos para afirmar la fraternidad del cafetín y hablando a gritos para que quedase bien sentado qu Y el poeta, envidiando su alegría, seguía en su puesto, iluminado por la última crepitación de la hoguera, desfallecido de hambre y de dolor, llorando de veras ahora que comenzaba a verse en la oscuridad, esperando algo vago e indeterminado, sin fuerzas p

V

Juanito era feliz. Próximo al ocaso de su juventud, a los malditos treinta años de que hablaba Espronceda, en vez de tristes desengaños experimentaba la alegría de saber que en el mundo hay algo más grato que adorar a la mamá como un ídolo y plegarse a to El entusiasmo de la juventud, el ansia de vivir, manifestábanse en él con extraordinaria fuerza, como frutos tardíos del árbol de su vida, que había pasado invierno tras invierno sin conocer ahora la primavera.
Al reunir y ordenar sus recuerdos, no de daba cuenta de cómo había ocurrido su transformación. Sin duda, el amor era más fuerte que su característica timidez. En la soledad, al recordar a Tonica, avergonzábase como el que ha cometido una acción punible; l -¡Dios mío!... ¡Qué dirá de mí esa chica!
Pero, cuando estaba cerca de ella, el rubor desaparecía y sentía en su interior audacias que le asombraban.
Ya no se conformaba con esperar que Tonica fuese a la tienda de Las Tres Rosas. Enterábase de dónde trabajaba, y con una astucia de las más torpes, salíale al paso por la mañana al ir al trabajo y por la noche al regresar a su casa: hacíase el encontradiz Pasó más de una semana para Juanito sin adelantar gran cosa en su propósito. Tónica le hablaba como un amigo y le hacía confidente de todos sus pensamientos: las exigencias de sus parroquianas, los consejos de las señoritas, que eran las hijas de su difun Tonica tenía en ciertos momentos rasgos de ingenuidad que turbaban al joven, sin dejar por eso de experimentar alegría.
Llegó a relatarle las aficiones de su infancia, el placer indefinible que experimentaba pasando horas enteras arrodillada ante un Cristo, rezando rosarios tras rosarios. En aquella época, llevarla a la capilla de la Virgen de los Desamparados era para ell

-¡Qué época aquella! -decía la joven con ligera sonrisa-. Ahora la recuerdo con cierta extrañeza y no menos envidia. Las estampitas de mi devocionario me hablaban; y por la noche una Virgen que tenía en mi cuarto bajaba de su cuadro para arrullarme hasta -¿Y usted acepta? -preguntó el joven con visible ansiedad.
-¡Yo...! No pienso en ello por ahora. Aquella santidad voló, creo que para siempre. Ahora soy mala, muy mala: Rezo cuando estoy triste, oigo misa los domingos, tengo mucho miedo al diablo; pero me gusta bastante el mundo, y voy siendo algo impía, pues alg Tenía Juanito en los labios una pregunta audaz. ¿Qué hacía? ¿La soltaba?... Tembló; pero, vacilando, dióla curso, al fin, con apagada voz de agonizante.
-¿Y no piensa usted casarse?
Tonica contestó con una carcajada.
-¡Casarme yo...! ¿Y quién ha de ser el valiente...? Se necesita mucho corazón para cargar con una mujer sin otra renta que la aguja y que lleva tras si el bagaje de una amiga vieja y enferma.
Juanito estuvo a punto de gritar que ese valiente era él; pero, por su desgracia, se detuvo. Tonica estaba seria y decía con triste ingenuidad:
-Reconozco que si encontrase un hombre honrado, trabajador y humilde como yo, que quisiera admitir a mi desgraciada amiga, me tendría por muy feliz... Pero, en fin, hoy por hoy no hay que pensar en tonterías.
Y cambió con tal arte el curso de la conversación, que a Juanito se le quedó en el cuerpo lo que quería decir, y antes llegaron a la pobre escalerilla de la calle de Gracia, que pudo manifestar su valor para ser esposo de Tonica y encargarse de la pobre c Aquella noche fué cruel para Juanito. La pasó en vela, revolviéndose inquieto en su cama y declarando en voz alta que era el más cobarde de los hombres. Parecía imposible que un mocetón con unas barbas que causaban espanto fuese tan tímido como un seminar Caía una lluvia fina cuando fué a apostarse en la calle de Serranos, cerca de la casa donde trabajaba la joven. A las ocho la vió salir, andando con su paso ligero y gracioso, rozando la pared y casi oculta en la penumbra de un alumbrado macilento, que en Bien comenzaba la entrevista. Tonica se resistió a aceptar el paraguas de Juanito; no podía consentir que el joven se mojase por complacerla a ella; y en cuanto a ir los dos juntos bajo aquella cúpula de seda..., sólo el pensarlo le producía rubor y hacía Pero la expresión de angustioso ruego de Juanito pareció convencerla.
Bueno; aceptaba su invitación, porque le creía formal y honrado. Pero ¡Dios mío!, ¿qué diría la gente?... Y comenzó a andar con timidez al lado del joven, que no se

sentía menos conmovido. Nunca había estado tan próximo a Tonica: Rozaba al andar un lado de su busto, se sentía envuelto en el ambiente embriagador que exhalaba su cuerpo sano, y veía cerca de sus ojos el rostro de la joven, su boca fresca, mostrando la b Juanito, entusiasmado por su buena fortuna, no pensaba ya en la resolución que tan inquieto le había tenido durante todo el día. Bastábale para ser feliz y considerarse dueño de Tonica oír su voz, trémula por la emoción que le causaba un paseo tan íntimo. De pronto, Juanito pareció despertar. ¡Qué diablo! Ya estaban casi en la mitad del camino, cerca del mercado, y él callaba, sin atreverse a decir lo que tan pensado tenía.
Pero la maldita timidez retardaba con ridículos pretextos su declaración.
Bueno; aguardaría a llegar a aquella esquina, y una vez en ella, ¡zas!, soltaba su demanda, aunque cortase a Tonica en lo mejor de sus confidencias.
Ya estaban en la esquina. ¡Allá va! Pero no; no hablaba. Iba tras ellos un señor por la acera, resguardándose de la lluvia; podía oír su declaración..., ¡y quién sabe lo que son capaces esas gentes burlonas, que miran el amor como cosa de risa!
Esperaría a que el molesto transeúnte se fuese por otra calle. Y mientras tanto, escuchaba a Tonica, cuidando de ladear el paraguas para que la cubriera bien, y mirando al suelo, como encantado por el trozo de enagua blanca al descubierto y las pequeñas b Ella hablaba mientras tanto, desahogando el enfado que le causaban sus parroquianas. Sólo una pobre como ella podía sufrir tantas exigencias. Era costurera, y querían que trabajase como una modista famosa. Por dos pesetas diarias la explotaban las parroqu -¿No es verdad, señor Peña, que esto es una ingratitud? -preguntaba Tonica, muy animada, olvidando los escrúpulos que había manifestado antes de admitir el paraguas.
Juanito contestaba con vehemencia; pero su pensamiento se hallaba a cien leguas de lo que decía. Sí, señor; era una infamia; personas tan ingratas nada merecían. Y al mismo tiempo miraba atrás, viendo con gozo que el transeúnte importuno había desaparecid Ahora sí que se lanzaba; esperaría a pasar la plaza del Mercado, y así que entrase en la calle de Gracia soltaría su declaración. Tonica vivía en esta calle; poco tiempo le quedaba para espontanearse; pero cuando se lleva una cosa bien pensada, basta con Juanito se indignaba sin saber por qué. ¡Qué manera de explotar aquellas señoras a la pobre Tonica! ¡Era insufrible! Y mientras matizaba con sus exclamaciones la relación de la joven, pensaba con alarma que ya estaban en la calle de Gracia y él, todavía g En cuanto llegasen a la próxima esquina, interrumpía a la joven, aun a riesgo de ser descortés. Bueno; ya estaba en la esquina; pero por un poco más nada se perdía; prolongaría el plazo hasta un farol que estaba próximo. Pero en llegando allí no había exc

Y así pasaba la pareja por todas las etapas que la maldita timidez de Juanito iba marcando, sin llegar a decidirse. En la imaginación del joven, aquella calle había sido mutilada de un modo horroroso; le parecía extremadamente corta, y la pequeña puerta p Para mayor desgracia, la joven seguía hablando; pero Juanito tembló, pensando que podía quedarse solo y desesperado dentro de pocos minutos por culpa de su timidez, y al fin se sintió hombre.
-¡Tonica!
Dijo esto con acento tan ahogado y angustioso, que la joven calló, mirando en derredor, como si los amenazase un peligro.
-¿Qué ocurre?
-Que la quiero a usted mucho; que...
-¡Ah! ¿Era eso?... -exclamó Tonica sonriendo-. Yo también le quiero a usted como un buen amigo, como un joven formal; sobre todo, como formal. No siendo así, no consentiría que me acompañase con tanta frecuencia, lo que puede dar lugar a suposiciones. Mir -No, no es eso. Yo no la quiero a usted sólo como amigo; yo la amo..., ¿sabe usted?, la amo, y soy ese hombre valiente de que usted hablaba anoche, capaz de hacerla mi esposa sin dejar abandonada a la pobre Micaela.
Tonica mostrábase aturdida por la declaración. La presentía desde mucho tiempo antes; mas había llegado a dudar de ella en vista de la timidez de aquel niño grande. Intentaba sonreír como si tomase a broma las palabras de Juanito; pero estaba ruborizada; El silencio era penoso. Juanito estaba asustado por la seriedad de Tonica. La costurera reflexionaba, y al fin habló.
Ella agradecía el ofrecimiento del señor Peña, pero no podía aceptar. Era el hombre honrado y modesto que deseaba; si no fuese más que un dependiente de comercio, tal vez aceptase...; pero ¿es que ella ignoraba quién era su familia? Estaba enterada por un Juanito sentía alegría y compasión a un tiempo. Regocijábale el saber que no era indiferente a Tonica y que en la posición de su familia estaba el único obstáculo. ¡Valiente posición! Compadeció la ignorancia de la joven y estuvo próximo a decirle que tod No negaba que su familia estuviera en buena posición; pero ¿qué importaba eso? Él la quería y no era necesario más. No pensaba dejar de ser comerciante; su porvenir consistía en ser dueño de una tienda, ¿y qué mejor que casarse con una mujer hacendosa, al Pero Tonica no se convencía. Impresionábale el acento de verdad del dependiente; mas no podía dominar el temor respetuoso que le inspiraba una familia rodeada de los prestigios de la riqueza y de la elegancia. Por esto a todos los argumentos de Juanito co

Así pasaron más de un cuarto de hora en medio de la calle, bajo la lluvia, llamando la atención e los escasos transeúntes, que ante una pareja tan olvidada de sí misma hacían comentarios maliciosos.
Por fin, la costurera pareció ablandarse. Lo pensaría; tal vez al día siguiente pudiera contestarle. Y tras esta promesa, que para Juanito fué una felicidad, Tonica dió seis golpes en la aldaba de su puerta y desapareció, cerrando la puerta de la escaleri El joven estaba deslumbrado. La última sonrisa de Tonica revoloteaba delante de él con sus alas de oro, alumbrándole el camino. Sentíase impregnado del indefinible perfume de la joven, y andaba con timidez, como si se hubiese adherido a su exterior algo p La dulce borrachera del amor correspondido trastornaba a Juanito. En concreto, nada le había dicho Tonica; pero, a pesar de esto, el joven, con instintiva confianza, creía en su felicidad, y aquella noche fué la primera de satisfacción y calma, después de Tonica no fue más explícita al día siguiente. La posición brillante de la familia de Juanito era una idea que se le había atravesado en el cerebro. Ella no era nadie: una pobre costurera que, acostumbrada a sufrir las impertinencias de la señoras, no podí -No diga usted que no. Adivino lo que sucedería, como si lo viese. Las hermanas de usted, unas señoritas, se avergonzarían de tener por cuñada a la que remendaba los vestidos de sus amigas; su mamá, toda una señora, me consideraría un poquito más que sus No; no era verdad que ella corriese tantos peligros casándose con él. Lo juraba a fe de Juanito Peña. ¡Su familia!... Pero ¿es que hacía gran caso de él? Podría casarse con quien quisiera, sin miedo a disgustos ni protestas. El formaba aparte, se sentía a Ella le apreciaba; se creía muy honrada con merecer su atención; no entendía de amoríos, pues sólo los había visto en las novelas; pero le permitía seguir hablando con ella, como amigos más que como novios, y si el tiempo demostraba que sus caracteres se El rubor de la joven completó sus palabras. Juanito no necesitó más para soltar el chorro de verbosidad comprimida; y atropelladamente habló de su porvenir, trazando con furiosos brochazos el cuadro de su felicidad. Tenía dinero...; vendería el huerto de Por de pronto, no era mala la vida que hacía Juanito. Pasaba el día pensando en su Tonica; abandonaba la tienda a las horas en que aquélla tenía que salir por algún encargo de sus parroquianas, y por la calle iba al lado de ella, orgulloso como un triunfa

pazguato incapaz de tener novia. Por ella, por Tonica, reñía con la planchadora, él, que era antes tan descuidado, deseando ostentar unos cuellos duros y lustrosos como el mármol; y con gran asombro de las hermanitas, se emancipaba de la dirección de la m Todo iba bien; Juanito se encontraba más joven y fuerte. Le parecía que algo nuevo circulaba por sus venas; era vino caliente y espumoso que arrollaba y barría la antigua horchata. Ya había conseguido que Tonica le llamase Juanito y no señor Peña, con aqu Lo que inquietaba algo a Juanito, en medio de su felicidad, eran las atenciones que con él tenía su mamá, las miradas cariñosas, los «¡hijo mío!» dichos en un tono halagador, con la suavidad mimosa de una caricia. ¡Malo, malo! El joven temblaba viendo apr El pobre muchacho quedó anonadado por las maternales confidencias... ¡Diablo! La situación era más grave de lo que él imaginaba, Ya no eran diez o doce mil reales los que ponían a su mamá con el agua al cuello: ahora se trataba de miles de pesetas, de mil -Yo me muero de ésta, Juanito mío; estas cosas no son para mí. ¡Ay Dios! ¡Cuánto cuesta criar a los hijos y sostener el rango de una familia! Tú, hijo mío, sólo tú puedes sacar a tu madre de apuros... ¡Tres mil duros!... ¿Sabes lo que es eso? Pues los tre Juanito, a pesar de que estaba en guardia para librarse de los halagos de su mamá y se proponía no adquirir compromisos, sintió en su interior algo que se sublevaba, subiendo hasta su rostro como una ola caliente... ¡Tramposa su madre! No estaba mal aplic Con movimientos de cabeza asentía a todas las afirmaciones de su madre. Sí, era preciso arreglar aquello; el honor de la familia no podía quedar a voluntad de cuatro usureros, que, merced a ciertos papelotes firmados por doña Manuela con tanta irreflexión Y la viuda, al llegar a esta conclusión, le miraba fijamente, dándole a entender que en él se hallaba la solución.
-Hay que buscar el dinero, mamá. Podía usted hablar con doña Clara, esa amiga que, según dice el tío, es la arregladora de todos estos enredos.
-¡Doña Clara!... ¿Valiente apunte! Hijo mío, tú, como eres tan buenazo, no conoces a las personas. Esa doña Clara es una tal, que sólo va donde puede sacar, y vuelve las espaldas a una persona decente al verla en un apuro. Nuestra situación es muy mala, r En los oídos del joven agolpábanse en tropel las vergonzosas confidencias, hechas en

voz baja, temblorosa, no por remordimiento, sino por la humillación que suponía confesar la situación de la casa, aun a su propio hijo. Las fincas, todas hipotecadas, y si las vendía, no llegaría su importe a la mitad de las deudas. Su firma en un sinnúme Las necesidades de la casa lo arrebataban todo. Ella había acudido ya a los procedimientos más penosos para su dignidad. Si ahora fuese la temporada de ópera, ni ella ni sus hijas podrían lucir las joyas que enorgullecían y admiraban al pobre Juanito. Est -Eso te lo digo, Juanito, porque eres el más formal de la casa, y necesito tus consejos. Pero, ¡por Dios!, ni una palabra a las niñas; que no sepan las pobrecitas la situación. Se sentirían humilladas, y no quiero que mis hijas se consideren inferiores a Lo que menos preocupaba a Juanito era lo que pudiesen pensar sus hermanas. Sus instintos de comerciante honrado, amigo de la regularidad, sublevábanse al pensar en un medio tan vergonzoso de adquirir dinero. Para él, las casas de préstamos eran antros hor -¿Y usted ha ido allí? -preguntó con expresión dolorosa-. ¿Ha entrado en esas casas?
Doña Manuela contestó con altivez. ¿Quién? ¿Ella?... ¿Por quién la tomaba su hijo? Aunque arruinada, no por esto había perdido su dignidad. Para tales comisiones se valía de doña Clara, que tenía amigos entre los prestamistas, y hacía las operaciones
diciendo que los objetos eran de una señora distinguida, cuyo nombre no podía revelar. Lo que doña Manuela callaba eran las sospechas vehementes de que su amiga explotaba sus apuros, guardándose los picos de las cantidades facilitadas por los prestamistas Cuando terminaron las revelaciones sobre la situación de la casa, la viuda aguardó la respuesta de su hijo. Él era su única esperanza. Su hermano la detestaba; ¿a quién podía confiar sus penas? A Juanito únicamente, a su querido Juanito, pues Rafael, el p Que nadie le tocase su huerto de Alcira. Y no es que amase gran cosa una finca que veía una o dos veces por año. Deseaba convertirla pronto en dinero; pero los ocho mil duros limpios que pensaba sacar de ella eran la base de su porvenir, la realización de Doña Manuela experimentó gran extrañeza al tropezar con una tenacidad que nunca había supuesto en su hijo. Se negaba resueltamente a firmar otro pagaré garantizando el crédito de su madre, y menos aún consentía en hipotecar su huerto para adquirir los tre -No, mamá -decía tímidamente, pero con firmeza-; no puedo. Ya sabrá usted más adelante que eso no es posible. Necesito mi dinero; y, además, a mí me repugna eso de

hipotecas, pagarés y préstamos de los usureros. Como dice el tío, eso queda para las gentes perdidas.
Pero deseaba salvar a su madre del compromiso; encogíasele el corazón al verla tan hermosa, tan señora, con los ojos llorosos y la frente surcada por dolorosas arrugas, y buscaba mentalmente un medio para sacarla de la situación.
Era posible que don Antonio Cuadros, que tan rápidamente se enriquecía... Pero no. El enérgico gesto de su madre le dió a entender que no consentía auxilios que lastimasen su amor propio. Tal vez más adelante ella no diría que no, cuando reanudasen las am Y el joven, no atreviéndose a nombrar a su tío, dejó de proponer soluciones.
-Lo del huerto no lo consiento... Pero no llore usted, mamá... No llore... ¡Qué demonio! Para todo hay remedio en este mundo. ¡Si no se gastase tanto en esta casa!... No se enfade usted, mamá. Sí; ya sé todo lo que va a decirme: el decoro de la familia, l Pero Juanito, como enamorado, tardó en cumplir sus promesas. Sus amores con Tonica, aquella luna de miel ideal, el afán de acompañarla a todas partes, hablando de su futuro, le tenían tan distraído, que, si no olvido sus promesas, fué difiriendo su cumpli Su madre le lanzaba en la mesa miradas interrogantes; le llamaba aparte para saber cómo iba aquello; y cuando él se excusaba con sus ocupaciones en la tienda, estremecíase ante el gesto doloroso de doña Manuela.
Fué el Jueves Santo por la mañana cuando Juanito se decidió a emprender el asunto. La tienda estaba cerrada. Tonica saldría de casa con su vieja amiga; y él, no sabiendo que hacer, decidióse ir en busca del tío.
A las once salió a la calle. La mamá y las hermanitas estaban dando la última mano al tocado de circunstancias: el crujiente vestido de seda, el velo de blonda y, al punto, el rosario de oro y nácar. Iban a una de las principales iglesias, a sentarse tras Juanito, a pesar de la anual costumbre, sintióse impresionado por el aspecto de la ciudad. Las tiendas cerradas, el adoquinado silencioso, sin que una rueda lo conmoviese; las gentes vestidas de negro, con aire solemne. Parecía que por la ciudad pasaba un Los soldados, con uniforme de gala y las manos yertas dentro de los guantes de algodón, iban a visitar las estaciones, turbando el general silencio con el arrastre acompasado de sus pies e impregnando el ambiente de ese olor de salud, mezcla de carne suda

chicuelos y mujeres se agolpaban ante los Eccehomos que se exhibían en las calles sobre un pedestal: imágenes manchadas con brochazos de sangriento bermellón, la corona de espinas sobre las lacias y polvorientas melenas que agitaba el viento, una caña ent Al llegar Juanito al barrio de las Escuelas Pías entró en una calle estrecha, donde estaba el caserón de sus abuelos, una interminable fachada pintada de azul claro, en la cual, como por compasión, rasgaban el grueso muro algunos balcones y ventanas, a gr Juanito recordaba su niñez. Se veía muchacho pelón jugando con los chicos de la vecindad -los días en que su tío le convidaba a comer- en aquel portal inmenso, oscuro, rezumando humedad por entre su empedrado de guijarros. Los recuerdos de la niñez seguía Vicenta, la vieja criada del tío, fué quien abrió la reja que obstruía la escalera. Juanito era el único pariente del señor a quien toleraba la vieja sirvienta. Le saludó con una sonrisa de su boca oscura y desdentada, y, como de costumbre, no preguntó po La criada y el sobrino hablaban en un rellano de la escalera, desde el cual se veían algunas habitaciones. El las conocía perfectamente, y subsistían en su memoria con todos los detalles estrambóticos. Desde allí percibía el tufillo de las habitaciones ce La afición de don Juan a visitar almonedas, comprándolo todo con tal que fuese barato, había convertido su casa en una prendería. Las salas eran grandes como plazas, las alcobas podrían servir de salones de baile; y, a pesar de esto, no había un palmo de La manía de adquirir todo lo barato daba a la casa un tono grotesco. Sobre la puerta de la escalera destacábase una testa de toro disecada, con unas astas que daban frío. Juanito tenía presente los enormes monos trepando por un tronco, con el lomo apolill

-¿Conque el tío está arriba?
-En los porches le encontrarás, Juanit... Sube, que yo voy a la cocina. Creo que se quema el potaje.
Y el muchacho siguió subiendo la escalera, que ya no era de azulejos vistosos, sino de tostados baldosines. Aquellos peldaños habían sido cincuenta años antes el camino de una gran industria. Centenares de obreros los pisaban todas las mañanas, y por allí Los porches eran inmensos. Un taller que se perdía de vista, ocupando todo el piso cuarto del caserón; un bosque de maderos y cuerdas, invadido por las telarañas; una confusión de telares, que, inactivos y muertos, parecían siniestras guillotinas, complic Juanito tardó en ver a su tío, agachado entre dos telares, en mangas de camisa, ocupado en armar una ratonera. A pocos pasos de él, una docena de gallinas picoteaban en un barreño, y por encima de los travesaños y redes de los telares aleteaban los palomo -¿Eres tú, Juanito? -exclamó el tío al levantar la cabeza-. No te esperaba. ¿Vienes para que hagamos juntos las estaciones? Pues no pienso salir hasta la tarde.
Y don Juan, abandonando la ratonera, fué hacia su sobrino con la sonrisa paternal, bondadosa, que reservaba para Juanito aquel hombre duro y malhumorado con todos.
La mirada curiosa e interrogante del sobrino llamó su atención.
-¿Desde cuándo no has estado aquí? Creo que desde que eras un chicuelo y subías a enredar con tus compinches. Lo menos hace veinte años... Está bien arreglado, ¿verdad? Las ventanas cerradas, los postigos de arriba alumbrados, para que entre el sol y el a Y al mismo tiempo que señalaba a un extremo del vasto taller, cogió un pedazo de madera y lo arrojó con fuerza al lugar donde se agitaba el terrible roedor. El proyectil, pasando por entre los telares, rebotó sobre un poste, cayendo casi a los pies del tí -¡Se escapó!... Figúrate lo que harán esas malditas cuando estén solas. Se comen más palomos y gallinas que yo, rompen los huevos, y resulta que hago gastos para mantenerlas regaladamente. El día menos pensado mato todos los animalitos, y se acabó la dive Y mientras decía esto, por no estar inactivo, cogía de un telar la cazuela llena de granos, lanzando con voz de falsete un ¡pul, pul!... interminable, y arrojaba puñados al suelo, arremolinándose en torno de él las gallinas y palomos, escandalosos, agresi Juanito seguía contemplando el aspecto desolado del porche: el techo, de cuyas viguetas pendían largos pabellones de telarañas; los telares, que en sus superficies planas tenían capas de polvo, cuya formación suponía docenas de años; las ventanas, con sus El joven recordaba confusamente las grandezas que había oído de boca de don Eugenio: los recuerdos gloriosos del arte de la seda, los brillantes trabajos de los velluters, que cincuenta años antes hacían danzar las lanzaderas allí mismo, desde el

amanecer hasta la noche, y sentía cierta pena, un malestar extraño, como si se encontrara ante las ruinas de una ciudad muerta y todavía vibrasen en el espacio los últimos estallidos de la catástrofe. Aquello era un panteón al que no se había quitado el a La melancolía del joven parecía comunicarse a don Juan, que ya no arrojaba granos a las aves.
-¡Cómo está esto! ¿No es verdad que entristece?... Y menos mal para ti, que no has conocido los buenos tiempos, cuando desde el amanecer reinaba aquí un estrépito de dos mil demonios, y abajo, tu abuelo y yo sentíamos temblar el techo al empuje de los tel Y el viejo se conmovía, coloreábase su tez, gesticulaba con entusiasmo y sus ojos brillaban como si viese en movimiento aquel centenar de telares y una turba activa y laboriosa en torno de ellos.
-Aquí, en estos talleres, estaba la riqueza y la honra de Valencia; aquí trabajaban los velluters, aquella gente que por su tonillo docto era el prototipo de la pedantería, pero que resultaba respetable por ser la fiel guardadora de las costumbres tradici Y don Juan, animado por sus rancios entusiasmos, entornaba los ojos, como para ver mejor el hermoso cuadro del pasado.
-Ahora -continuó, apoyando sus palabras con pataditas nerviosas-, ahora, todo muerto, por culpa del maldito Lyón, de esos gabachos, que, con sus máquinas endiabladas, nos han arruinado... Ya no hay moreras en la huerta; en las barracas se ha perdido la me Y el viejo, siempre circunspecto y bien portado, animándose con la indignación, hacía ademanes tan enérgicos como incorrectos para manifestar el desprecio que le merecía el progreso condenado.
-Y no es que yo maldiga los adelantos -dijo después, como si se arrepintiese-; sobre todo, me gusta que vayan a Madrid en menos de un día, cuando en mis tiempos se necesitaban nueve de galera y hacer testamento. Pero me enfurece que lo que estaba bien y m

porquerías con las que van tan orgullosas estas señoritas del día... ¿No es eso, Juanito? ¿No lo ves tú así?
Y el sobrino contestaba a todo con afirmativas cabezadas, muy preocupado en su interior por el modo como expondría la pretensión que le llevaba allí. La aprobación de Juanito templó las iras del viejo.
-No creas por eso que me forjo ilusiones. Esto está muerto y bien muerto. No es culpa de los de allá, sino de la gente de aquí. Se acabó el buen gusto. Hoy se tiene horror a lo que es rico y vistoso; los señores visten como los criados; todos van de oscur Y el viejo, con el bigote un tanto erizado y los mogólicos ojos echando chispas, se movía y braceaba furioso, como si arrojara su indignación a la cara de un ser invisible. Su voz despertaba ecos en el inmenso porche, más silencioso que de costumbre por l Pero no era el avaro hombre capaz de entregarse por mucho tiempo a esta indignación con arranques líricos.
-Vamos a ver, muchacho...: ¿a qué has venido?... Algo te trae aquí. Lo adivino en tu preocupación.
Juanito balbució, sorprendido, por esta pregunta inesperada. Sí... Algo tenía que decirle a su tío; pero le turbaban tanto los ojos interrogantes de éste, la calma con que esperaba su respuesta, que se le embrollaban los pensamientos y no sabía cómo empez -Es cuestión de la mamá... ¡Si usted supiera, tío!... Está en situación muy apurada.
Y, rápidamente, sin tomar aliento, como si arrojara lejos de sí un peso asfixiante, disparó las pretensiones de doña Manuela, aquella demanda de quince mil pesetas, cantidad necesaria para salvar la honra de la familia.
-Y bien, muchacho: ¿qué es lo que quieres decirme con todo eso?
-Que usted..., como hermano..., como tío mío que es, podía...
-Nada puedo, ¿lo entiendes?... Nada, absolutamente nada, y más tratándose de tu madre.
El viejo dijo esto con un acento que no daba lugar a dudas. No había que esperar que retrocediese en su negativa.
-¿Es que aún no conoces a tu madre? ¿No te he dicho muchas veces quién es?... ¿Que debe?... Pues que pague; y si no tiene con qué hacerlo, que sufra las consecuencias. He jurado no tenderle la mano aunque la vea con el agua al cuello. Si

fuese como Dios manda, una persona arregladita y económica, la sangre de mis venas le daría; pero a una derrochadora que sólo se acuerda de su hermano en los apuros y cuando tiene cuatro cuartos desprecia sus consejos, a ésa no le doy ni esto.
Y, metiéndose la uña del pulgar entre los dientes, tiraba con fuerza, produciendo un chasquido.
-De seguro que es ella la que te envía aquí.
-No, tío; puede usted creerme. Vengo por mi propia voluntad.
-Pues entonces -dijo sonriendo el ladino viejo- es que ella te ha pedido a ti el dinero y vienes a ver si lo saco yo.
Enrojecióse el rostro de Juanito al ver que su tío adivinaba en parte la verdad.
-No niegues, muchacho; la cara te hace traición... Óyeme bien; si eres tan imbécil que te dejas explotar por tu madre, no cuentes con el cariño de tu tío. Lo que te dejo tu padre, para ti es, y no para que se lo coman tus hermanitos, los cachorros de Paja La mirada del viejo era fija, inquisitorial, escudriñadora; pero Juanito tuvo serenidad para mentir.
-No, señor; nada he firmado.
-Te creo, y lo celebro. ¡Mucho ojo, muchacho! Tu madre tiene hambre de dinero, y de seguro que no pierde de vista tu fortunita. No quiero que te roben. Cuando yo muera, tendrás más, algo más que ese huerto de Alcira; no quedarás en medio de la calle, como A Juanito le molestaba este lenguaje rudo que hería tan en lo vivo a su madre, a su ídolo; pero al tío le había profesado siempre tanto cariño como respeto, y fluctuando su carácter entre los dos afectos, limitábase a callar. Más de media hora estuvo oyen -¡Adiós, Juanito!, y no hagas caso de tu madre -dijo al despedirle en la escalera-. Lo que debes hacer es preocuparte menos de tu familia, que nunca ha pensado en ti, y preparar tu porvenir. Ve pensando en establecerte, y si encuentras una muchacha buena, El muchacho salió de la casa, llevando sobre sus hombros una verdadera olla de grillos. Era verdad lo que decía el tío: le querían explotar. Los lujos y prodigalidades de la familia tenía que pagarlos él, ¡él, que en su casa había ocupado un lugar interme Pero todos sus propósitos de energía desvaneciéronse ante las miradas suplicantes de su madre. ¡Qué hermosa estaba! Con sus ojazos lagrimeantes y tiernos, parecía la Virgen que tiene el corazón erizado de espadas. Él no la abandonaba; sería un mal hijo si -Bueno, mamá; no llore usted. No encuentro quien nos preste; pero estoy dispuesto a firmar lo que usted quiera, dando en garantía el huerto. Crea usted que me cuesta mucho desprenderme de ese dinero.

-Yo te lo devolveré, hijo mío; te lo devolveré pronto -dijo la arrogante señora, abrazando a Juanito y mojándole el rostro con sus lágrimas.
Y lo decía con toda su alma, con la buena fe de los tramposos cuando se ven salvados, que confían ciegamente en el porvenir y creen mejorar su fortuna en el futuro.
-Está bien, mamá -dijo Juanito, que, en medio de su enternecimiento, no se cegaba-. Firmaré, pero sólo por quince mil pesetas.
Larga pausa.
Doña Manuela, pensativa:
-Mira, hijo mío: quince mil pesetas justas no han de ser. Puedes firmar por dieciséis mil. No digas que no, rico mío. Completa tu sacrificio. Necesito algún dinerillo para pagar ciertas cuentas, y además, las Pascuas vamos a pasarlas en nuestra casa de Bu

VI

Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios a Visanteta por el mérito de la paella que les había servido, cuando comenzaron a llegar los amigos.
-¡Mamá! -gritaba Amparito desde la puerta de la calle-, ¡las de López, que vienen en su faetón! ¡Calle! El tranvía ha parado en la esquina... ¡Si son las magistradas! ¡Ay, y también el papá de Andresito, guiando su charrette! ¡Si parece que se han dado ci Y los convidados de doña Manuela entraron en la casa, confundiéndose unas familias con otras, saludándose las mujeres con un tiroteo de besos y elogiando todas las cualidades de la posesión que la viuda de Pajares tenía en Burjasot. Era un chalet que pare La viuda había empeñado y perdido para siempre un centenar de hanegadas de tierra de arroz que le producían muy buenos cuartos para adquirir aquella ratonera brillante y frágil, a la que puso el título de Villa Conchita, no sin protestas y rabietas de Amp La casa era mala, pero el paisaje magnífico. Los hotelitos -había que llamarlos así, para no disgustar a doña Manuela-, ocupando la suave pendiente de una colina yerma, eran un magnífico mirador, desde el cual se abarcaba la vega con todas sus esplendidec

Al frente, Burjasot, prolongada línea de tejados, con su campanario puntiagudo como una lanza; más allá, sobre la oscura masa de pinos, Valencia, achicada, liliputiense, cual una ciudad de muñecas, toda erizada de finas torres y campanarios airosos como m El día era hermoso, un verdadero domingo de Pascua. La primavera enardecía la sangre, y la ciudad entera, solemnizando la vuelta del buen tiempo, lanzábase al campo, levantando en él un rumor de avispero.
Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silos de Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta, agujereada a trechos por la boca de los profundos depósitos, y en la cual hormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corr En casa de doña Manuela las señoras, despojadas de sus sombreros y mantillas, y los hombres, fumando con la confianza del que está en su propio domicilio, contemplaban desde los balcones la alegría popular.
Bastábale volver un poco la cabeza, y su vista caía sobre la inmensa vega silenciosa y esplendente, con sus tonos verdes de infinitos matices, que deslumbraban abrillantados por el sol de la primavera. Los pueblos y caseríos, compactos y apiñados, hasta e La esplendidez del paisaje tenía como embobados a los convidados de doña Manuela, a pesar de ser todos ellos gente poco susceptible de entusiasmarse ante cosas que no fuesen útiles.
-¡Muy hermoso! -exclamaba la magistrada-. Yo he vivido en Granada cuando mi difunto estuvo en aquella Audiencia, y su vega no tiene comparación con ésta.
-¡Qué ha de tener! -dijo el señor López, el bolsista, con expresión doctoral-. Cuando a Fernando Séptimo lo trajeron a los Silos, declaró que esto era el balcón de España.
-Pues figúrese usted -añadió doña Manuela, que enrojecía de satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa-. Si los Silos son el balcón de España, ¿qué será Villa Conchita, que está más alta que ellos?
-El balcón de Europa, Manuela; no lo dude usted.
El señor Cuadros, después de soltar esta barbaridad, miró a su mujer, que, como siempre, le admiraba.
Mientras tanto, las niñas de la casa, las de López y las magistradas paseaban por el jardincillo con Rafael, que hablaba de su amigo Roberto, a quien estaba esperando.

Andresito, cariacontecido y triste, seguía en un extremo del gran balcón, alejado de las personas graves. Sabía de buena tinta que la traviesa Amparito había tronado con el artillero; consideraba, además, como de buen signo que doña Manuela hubiese invita -¡Qué espectáculo! Esto es una sinfonía de colores, una verdadera sinfonía.
¡Sinfonía de colores! Una frasecilla que había pescado en una de esas críticas que hablan del colorido y el dibujo de la música y la armonía y los acordes de la pintura.
El joven repetía con obstinación su frase, como el que, acostado, masculla sin cesar la misma oración para aturdir y coger el sueño, y poco a poco, como hipnotizado por la brillantez del paisaje, fué sumiéndose en un limbo de quietud contemplativa.
Y ahora, ¡vive Dios!, iba adquiriendo realidad la dichosa sinfonía de colores; ya no era una frase huera y sin sentido, porque todo parecía cantar: la vega y el Mediterráneo, los montes y el cielo. ¡Qué delicioso era el anonadamiento del poetilla, apoyado Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran las manchas verdes de los cercanos jardincillos, las rojas aglomeraciones de tejados, las blancas paredes, todas las pinceladas de color sueltas y sin armonizar por hallarse próximas. Y tr El cabrilleo de las temblonas aguas de las acequias, heridas por la luz, era el trino dulce y tímido de los violines melancólicos; los campos, de verde apagado, sonaban para el visionario joven como tiernos suspiros de los clarinetes, las mujeres amadas, Andresito se afirmaba cada vez más en la realidad de su visión. No eran ilusiones. El paisaje entonaba una sinfonía clásica, en la que el tema se repetía hasta lo infinito. Y este tema era la eterna nota verde, que tan pronto se abría y ensanchaba, tomand Y Andresito, con la imaginación perturbada, iba siguiendo el curso de la sinfonía

extraña, que sólo sonaba para sus ojos. Los caminos, con su serpenteante blancura, eran los intervalos de silencio. El tema, el color verde, crecía en intensidad al alejarse hacia las orillas del mar; allí llegaba al período brillante, a la cúspide de la Era una locura, pero el visionario muchacho veía cantar los campos y gozaba en la muda sinfonía de los colores, en aquella obra silenciosa y extraña que se parecía a algo..., a algo que Andresito no podía recordar. Por fin, un nombre surgió en su memoria. -Andresito..., oye; oiga usted.
¿Quién le hablaba?... ¿Si sería Elisabetta, la cándida amada del cantor? No: era Amparito, el malicioso bebé, que le sonreía, algo confusa y tímida, como si no supiera qué decirle, y un poco más allá, doña Manuela, envolviéndolos en la más tierna de sus m Bien sabía hacer las cosas aquella señora. Al ver al pobre muchacho solo y gesticulando como un imbécil, había llamado a la niña para que lo llevara abajo con la gente joven, lo mismo que dos meses antes le había mandado que rompiese con él toda clase de -Ven conmigo, Andresito. Vamos a dar un paseo.
-Sí -añadió la mamá-, acompaña a Amparito. Reúnete con la gente joven... ¡Qué diablo! A tu edad...
El muchacho siguió a su antigua novia. Estaba como si acabase de despertar y todavía no hubiera ahuyentado la modorra del sueño. Aún le zumbaba en los oídos el eco lejano de la extraña sinfonía.
En el jardín estaban las jóvenes, muy alborozadas, en torno a Rafael y su amigo Roberto, que acababa de llegar. Juanito habíase metido en el piso bajo, donde reinaba gran algazara por estar reunidas las criadas de la casa con las de las familias invitadas Amparito llevaba a remolque a su antiguo novio.
-Vamos a ver: ¿qué hacemos?... Podemos dar un paseo por la montaña.
Y el alegre enjambre transpuso la verja del jardincillo, dirigiéndose a lo que llamaban a la Montaña, árida colina, suave hinchazón del terreno, cariada como una muela vieja, rajada y perforada por las excavaciones de las canteras y las minas de greda. < El bullicioso escuadrón encaminábase lentamente a un horno de cal que había en la cumbre. Otros grupos de paseantes destacábanse a lo lejos como hormigas trepadoras.

Andresito y el bebé quedábanse rezagados, andaban lentamente y se detenían para recalcar sus palabras con gestos vehementes.
-¡Ea!, que no te creo: Me la pegaste con el artillero, te burlaste de mí..., destrozaste mi alma, ¿y ahora quieres que yo me trague esa bola de que me querías entonces y sigues queriéndome?
-Pero, ¡tonto, si todo fué por probarte!... El artillero, ¡valiente mico! Yo sólo te he querido a ti; pero a mamá no le parecía bien nuestro noviazgo, lo tenía por cosa de poca formalidad, y hube de obedecerla.
-¿Y ahora?
-Ahora es otra cosa. No sé qué mosca le ha picado a mamá. Antes eras un títere, y ahora parece que te considera mejor. En esto debe bailar tu papá.
-¡Mi papá! -exclamó Andresito con terror infantil, como si temiese una mano de azotes por la travesura.
-¡Calla, memo, no te asustes! Yo distingo más que tú, y creo que nuestro noviazgo es ya pan comido para la mamá y tu padre.
-Entonces...
-Entonces, señor mío, podemos querernos como antes y sin miedo alguno; pero te advierto que nuestro noviazgo no ha de ser cosa de tapujo. ¿Para qué el novio, si no puede una lucirlo?... ¡Ah! Queda prohibido que me endilgues más versitos como los que me en Y Andresito sonreía, embelesado por la gracia con que el bebé le hablaba, ahuecando la voz para imitar grotescamente el tono de sus poesías y acompañando sus palabras con gestos de pillete. ¡Oh, qué criatura! Había que creerla, y él se lo tragaba todo a o -Pero ¿no vienen ustedes?
Eran las de López las que llamaban; unas perchas, según Amparito, a las que caían rematadamente mal los vestidos lujosos y recargados con que las obsequiaba el papá a cada operación afortunada en la Bolsa.
-¿Ya se han arreglado ustedes? -añadió una de ellas, sonriendo de un modo que picó la susceptibilidad de Amparito.
¡Ya les ajustaría las cuentas a aquellas pavas!... Y abandonando a Andresito, se unió al grupo de jóvenes que, en fila y cogidas del talle, corrían como una locas por la suave pendiente. La alegría del campo, al verse libres de la mirada interrogante y se Mientras tanto, Juanito pasaba la tarde en la cocina. Era una tendencia que avergonzaba a doña Manuela la que demostraba su hijo mayor. Apenas se formaba en la cocina una tertulia de criadas, allí estaba él, como arrastrado por irresistible seducción. Aqu

él, y por eso no podía aspirar el vaho de una cocina sin estremecimientos voluptuosos, ni ver a una muchachota de tez morena, brazo musculoso y robustas posaderas sin sentir que la sangre afluía rápida a su corazón, como si se viera ante el ideal realizad Al caer la tarde comenzó a sonar un piano viejo en el piso alto del chalé; éste se conmovió con el taconeo de una agitada mazurca. Los señoritos habían vuelto de su excursión por la Montaña, y bailaban, no sabiendo, sin duda, cómo pasar el tiempo.
La señora había dado orden para que la merienda estuviera lista, y Visanteta se afanaba, yendo de un lado a otro y enviando sus amigas al jardín para que la dejasen en libertad.
Cuando Juanito subió al piso alto, el baile estaba en su apogeo. Rafael y Roberto sacaban a bailar, una tras otra, a todas las señoritas, y el señor Cuadros, ¡oh asombro!, entró de refuerzo. Entre aplausos y risas bailó con Amparito, mientras su hijo los Terminaba la tarde. Por los balcones entraba el resplandor rojizo de la puesta del sol, que se ensanchaba en el horizonte como un lago de sangre.
Calló el piano, guardándose su ronca y temblorosa voz de viejo, y el enjambre joven, atropellándose, corrió al comedor. ¡Vive Dios, que se estaba bien allí, sentados ante el blanco mantel, con los balcones abiertos y en los ojos el extenso paisaje que, Todos tenían excitado el apetito por el paseo y el baile, y miraban con el rabillo del ojo la puerta por donde entraban las criadas.
-Señores, tendrán ustedes que perdonar -decía doña Manuela, con aire de castellana hospitalaria-. Estamos en el campo y hay que conformarse con lo que traigan. Aquí no se pueden hacer milagros. En fin: harán ustedes penitencia.
Contestaban todos con un «¡oh!» de protesta, mientras se acomodaban la servilleta en el pescuezo. Ya sabían que la dueña de la casa arreglaba bien las cosas. Y empuñaban el tenedor, como diciendo: «¡Venga de ahí, que estamos a todo!»
No fué malo el desfile de platos organizado por Visanteta. Era la cocina indígena, con todo su esplendor de las fiestas tradicionales. El lomo de cerdo, con las primeras habas de la cosecha, tiernas y jugosas, formando un puré, cuyo olorcillo causaba en e Pero los convidados de doña Manuela eran personas de buen diente. Sólo las magistraditas y las perchas de López comían con cierto dengue y lanzaban miradas

escandalizadas cuando veían en sus copas dos dedos de vino; pero los demás tragaban de buena fe, y el ruido de sus mandíbulas parecía gritar en el silencioso comedor: «Aquí se come y se goza..., y ruede la bola.»
Además, Rafael y Roberto se encargaban de dar a la merienda el tono de distinción que tanto agradaba a doña Manuela. ¡Vaya unos chicos atentos!... ¡Cómo sabían obsequiar a las muchachas!... «No me desprecie usted esta aceituna...» «Lolita, ¡por Dios, acep Y procediendo como niñas buenas y bien educadas, incapaces de desear la fealdad del prójimo, aceptaban los obsequios ruborizadas, pero mirando con superioridad satisfecha a las amigas.
Doña Manuela estaba contenta. ¿No era un placer reunir en la mesa tan buenos amigos? ¿No se gozaba contemplando sus expansiones? Allí quisiera ver ella a su hermano, el maldito tacaño, incapaz de convidar a sus amigos a una ensalada. ¡Cómo ensanchaba el a Y doña Manuela, animada por estas ilusiones que garantizaban su futura tranquilidad, envolvía la mesa y sus comensales en una mirada infinita de benevolencia y cariño. Todo marchaba bien. Andresito y Amparo se pellizcaban por debajo de la mesa; Roberto se La merienda se animaba. Nelet había encendido la lámpara del comedor, y los moscardones y mariposas del vecino jardín, atraídos por la luz, aleteaban nerviosamente, chocando con la pantalla de porcelana. Sobre la mesa aparecían las doradas naranjas de ter La concurrencia se atracaba de huevos cocidos. Partíanlos en la frente del vecino, a pesar de las muchas precauciones que se adoptaban para evitar esta broma tradicional; y eran de ver las señoritas tapándose la cara con las manos, chillando como gallinas Cuando se hacía momentáneamente el silencio en el comedor, oíanse cómo se regocijaba fuera la plebe; el rasgueo de la guitarra, el estallido de los cohetes, el cacareo de las mujeres, y algunas veces el estruendo venía de abajo, de la cocina, donde sonaba Las personas mayores la emprendieron con el dulce, y el señor Cuadros descorchó

frascos de licor de colores vivos e infernales, que hacían retorcer el estómago. Las copitas de color rosa besaban las bocas, dejando en los rojos labios de las jóvenes adorables gotitas de azúcar líquida.
La sobremesa, alborozada y ruidosa, duró mucho rato. Nadie miraba el reloj del comedor, que seguía indiferente marcando el curso del tiempo. Cuando sonaron las nueve, todos se sobresaltaron. Fuera del hotel la algazara iba disminuyendo.
Doña Manuela hizo prometer a sus amigos que la honrarían con su visita en los dos restantes días de la Pascua y comenzaron los preparativos de marcha. Las criadas comparecieron rojas y sudorosas. Bien habían bromeado con Nelet y el cochero del señor López Comenzó la confusión con la despedida. Buscaban los abrigos abandonados sobre los muebles; olvidaban dónde habían dejado el sombrero; recogían los velillos rotos en el revuelto montón de prendas y transcurrió más de media hora antes de que todos estuviera El señor López ofreció su faetón a las magistradas. Irían todos apretados, pero esto entraba en la fiesta. En cuanto al señor Cuadros, sacó de la cuadra del hotel su carruajito, del que estaba orgulloso, y amontonó en él a la esposa, al hijo y a las dos c -¡Buenas noches!... ¡Hasta mañana!... ¡Descansar!... ¡Arre, valiente!
Y los dos carruajes, esparciendo en la sombra la roja luz de sus dobles faroles, partieron al trote, conmoviendo el silencio de la noche tibia, estrellada y serena. La familia de Pajares los vió alejarse desde la puerta del hotel.
Frente a los Silos, la multitud arremolinábase en la oscuridad, asaltando a brazo partido las plataformas de los tranvías o regateando con los cazurros tartaneros. Sonaban los pitos; el vocerío era grande en torno de los ojos inflamados de los coches, y e De cuando en cuando, griterío y corridas; brazos en alto, bastones enarbolados, una guitarra estrellándose quejumbrosamente en una cabeza, y cuando la calma se restablecía, saludábale con sonrisas y aplausos, irónicos a la ristra de valientes que, sin pac Los tres días de Pascua fueron de felicidad para la familia de Pajares. El noviazgo de Amparito se consolidó, desapareciendo los escrúpulos del poetilla, temeroso de que el recuerdo del teniente viviese todavía en la memoria de la joven. Era cosa decidida -Pero, ¡tonto!..., ¡si nunca lo quise! ¡Si aquello fué una broma, un caprichito para hacerte rabiar!... ¡Yo sólo te quiero a ti, insultador!...
Y Andresito, cerrando los ojos, despreciando los punzantes recuerdos del pasado, se sentía feliz, tanto casi como Conchita, que en los días de Pascua, en la agitación de las alegres meriendas, había conseguido turbar a Roberto hasta el punto de arrancarle Juanito fué el único que sufrió en aquellos tres días. La mamá mostrábase con él amable y cariñosa como jamás la había visto; tenía arranques de lirismo casero, se enternecía reuniendo a toda la familia en la mesa, y él, por no contrariarla, permanecía en Por esto, cuando regresó a Valencia, volviendo a encargarse de Las Tres Rosas,

experimentó la alegría del que sale del destierro. Quiso resarcirse del breve paréntesis de su vida de amante, y esperó a Tonica en las calles, sosteniendo con ella largas pláticas, que la hacían llegar tarde a casa de las parroquianas, enterándose con mi Sus pláticas con aquella muchacha tranquila y juiciosa le daban nuevos ánimos para trabajar; y él, que hasta entonces había vivido tranquilo e indiferente, amarrado a la noria de la dependencia, sin pensar en el porvenir, sentíase ambicioso, soñaba con un El afortunado bolsista seguía abominando de la tienda y del mezquino comercio al por menor; no era difícil alcanzar la cesión de Las Tres Rosas por lo que el joven quisiera darle. ¡Valiente cosa le importaba a él mil duros más o menos! La suerte le había Las Tres Rosas estaba patas arriba, según murmuraba el asombrado Juanito. La fortuna del amo enloquecía a todos. Los dependientes, libres de vigilancia, hacían lo que les daba la gana; el género desaparecía, sin dejar como recuerdo de su paso dinero en el El único que protestaba en la casa, revolviéndose furioso contra las desatinadas innovaciones, era don Eugenio. El veterano del comercio escandalizábase, y había que oírle las pocas veces que conseguía entablar conversación con el dueño de la tienda, siem Don Eugenio parecía un sibilo, que en nombre de la honradez y la mesura comercial, profetizaba las mayores desgracias. Aquella borrachera de dinero no podía acabar bien. No era legal ni justo ganar ocho o nueve mil duros en un mes jugando, ni más ni menos

que lo que él ganaba otros lo perdían.
Pero don Antonio contestaba con risitas irónicas que desesperaban al pobre viejo. ¡Vaya unas ideas rancias! ¿De dónde salía para atreverse a hablar contra un negocio tan legal y admitido por todos? Los tiempos cambian, amigo don Eugenio, y con ellos, los Cada día eran más respetados; se popularizaban, y ya no eran comerciantes y rentistas los que jugaban en la Bolsa; los pobres, los humildes, buscaban tomar parte en el negocio. Y, para probarlo, no había más que fijarse en don Ramón Morte, un filántropo q Don Eugenio escuchaba con frialdad el nombre del célebre banquero, que todos los días repetían los periódicos; pero Juanito se estremeció. Aquél sí que era un hombre. Husmeaba la ganancia a cien leguas; colocaba los capitales ajenos con la mayor seguridad La loca fortuna del principal contagiaba al dependiente, y éste, a pesar de su carácter frío, se sentía animado por el deseo de correr el azar ganando una fortuna en unos cuantos meses o arruinándose para siempre. Cuando estaba solo y entregado a sus refl Las contiendas entre don Eugenio y su antiguo dependiente los separaban, y aunque hacían la vida bajo el mismo techo, pasaban semanas enteras sin hablarse. El pobre viejo se sentía solo en aquella casa. Teresa no lo comprendía; Andresito, entusiasmado por Don Eugenio sólo se consolaba yendo en busca del tío de Juanito, ante el cual mostraba su indignación por los negocios de Cuadros. ¡Cómo se reía don Juan de las fortunas de los bolsistas! Buen provecho. Muchos le habían propuesto aquel negocio; pero él er

racha de fortuna, la terrible benevolencia de la fatalidad, con los jugadores novatos: primero, la seducción de las pequeñas ganancias, y después, cuando ya están metidos de cabeza en los caprichos del azar, la ruina instantánea, completa, fulminante.
La fiesta del santo popular verificábase con el aparato de costumbre. En los sitios más céntricos de la ciudad habíanse levantado los altares, enormes fábricas de madera y cartón-piedra que llegaba a los tejados, con decoración gótica o corintia, erizados Entre una y otra representación tocaban las músicas alegres polcas, y la granujería de siempre, agarrada de un modo repugnante, improvisaba academias de baile en las aceras, chocando muchas veces contra las mesas donde unas buenas mozas de vestido almidon Juanito, a las tres de la tarde, había ido a ponerse en acecho cerca de la casa de Tonica, esperando que ésta saliese con Micaela para ver los altares. Una vecina le avisó que ya había salido, y el joven lanzóse en su persecución, corriendo de uno a otros En la plaza de la Constitución vió a don Eugenio, que miraba de lejos el milacre, apoyado en el viejo bastón y mostrando su carita de pascua por el embozo de su capa azul, que no abandonaba hasta bien entrado el verano.
El pobre señor acogió a Juanito con una sonrisa de gozo.
-¡Hombre, cuánto me alegro de verte!... Tú no tendrás qué hacer, ¿verdad!
Juanito contestó negativamente, arrepintiéndose en seguida.
-Me alegro. Pasearemos juntos. Mis amigos han salido con sus familias, y yo no tengo a nadie en este mundo; estoy solo..., completamente solo.
El viejo recalcaba estas palabras, como si quisiera hacer a alguien responsable de su abandono.
Emprendieron los dos la marcha hacia las Alameditas de Serrano, paseo habitual de don Eugenio. Por el camino hablaba el viejo de su situación con tono melancólico; pero sus quejas eran vagas. Llegaron al paseo: una ancha faja del jardín en la orilla del r

con misterio de lo malos que están los tiempos, del prisionero del Vaticano y del verdadero rey que vive en Venecia.
Don Eugenio saludaba al paso a aquellas caras que veía todas las tardes, sin interrumpir por esto la conversación.
Juanito le escuchaba con la deferencia y el respeto que inspiran ochenta años.
-En una palabra, muchacho: que yo no puedo sufrir esta clase de vida. Serán para algunos escrúpulos necios; pero ¿qué quieres? Después de tantísimos años de probidad comercial, de prosperidad lenta, pero segura, no puedo conformarme con esta vida de agita -Pero ¿por qué se ha de molestar usted tanto? -dijo el joven con tono conciliador-. Lo mejor es que deje correr las cosas. Don Antonio gana demasiado dinero para que puedan hacerle mella sus palabras. Además, cada época trae sus costumbres, y no es justo -Tienes razón, hijo mío. Estos son otros tiempos. Soy un verdadero cadáver; pero me resisto a meterme en la fosa, a pesar de que ésta me reclama, y tengo que sufrir las consecuencias. ¡Qué tiempos, Señor, qué tiempos!
Y el vejete miraba al cielo, mientras su mano arrancaba al paso las hojas de los rosales.
-Tú también -continuó- estás algo tocado de ese afán de hacerte rico, aunque sea arruinando al mundo entero. No te culpo por esto; es la fiebre de la época; y la juventud es la que con más calor apadrina las ideas nuevas. Tienes razón: yo no puedo, yo no -No; eso no es verdad, don Eugenio. En aquella casa le quieren a usted todos. Me consta.
-Y yo también -dijo el viejo con gran calor-, yo también los quiero con toda mi alma. ¿Tengo otra familia acaso? Lo que hay, muchacho, es que por lo mismo que los quiero tanto, me preocupa su suerte y no puedo ver con tranquilidad cómo Antonio se mete de -¡Bah! -objetó Juanito con juvenil confianza-. En la Bolsa sólo se arruinan los tontos, y mi principal tiene buen guía: don Ramón Morte, el hombre mimado de la fortuna, el gran filántropo.
-No seas tonto, muchacho. ¿Crees que tu tío es listo? Pues pregúntale qué piensa del tal don Ramón. Un pillo, hijo mío, un pillo redomado, que emplea la pamplina de la caridad y se da bombo en los periódicos para engañar a incautos. ¡Y qué bien sabe hacer Juanito sentía inquietud y molestia ante la rudeza con que le viejo destrozaba el ídolo de su admiración; pero calló por respeto.

-Si ese hombre es -continuó don Eugenio- quien tiene que evitar la ruina de Antonio, bien estamos. Yo veo claro, y por eso chillo hasta ser impertinente. No entiendo de esos negocios infernales, estoy acostumbrado a los tratos sencillos del comercio a la Y el viejo se animaba, se erguía, apoyándose en su bastoncillo, y al hablar de su querida tienda, una oleada de sangre daba color a su fresca cara de anciano bien conservado.
-No; yo no puedo callar. Esto apresurará mi muerte. Necesito tranquilidad, y no me acuesto ninguna noche sin llevar en el cuerpo un berrinche más que regular. Lo que digo; pero, Señor, ¿por qué se meterá ese hombre en libros de caballerías? ¿No podía vivi Y reía al decir esto con una risa misericordiosa, como si se sintiera elevado por encima de todas las miserias.
-En fin, hijo mío: tal vez te fastidie con mis quejas; pero a los viejos hay que tolerarlos. Yo necesito hablar, expansionarme, echar fuera de mí esta inquietud que me devora, como si fuese yo mismo quien se mete en aventuras. Y te repito que esto acabará El viejo hablaba melancólicamente, como si viese ya la ruina del brazo con la muerte rondando en torno de él.
Juanito se fastidiaba... ¡Bah! Aprensiones de viejo.

VII

Los domingos, a las siete de la mañana, salía Juanito de su casa con el alegre desembarazo del colegial que en día de fiesta todo lo ve de color de rosa.
Iba estirado, satisfecho, dentro de su traje de lanilla inglesa, algo incómodo por el cuello de la camisa almidonado y de bordes punzantes; pero le bastaba lanzar una mirada a sus botas de charol y a la corbata, siempre de colores vivos, para darse por sa El amor había transformado a Juanito. Su alma vestía también nuevos trajes, y desde que era novio de Tonica parecía como que despertaban sus sentimientos por primera vez y adquiría otros completamente nuevos. Hasta entonces había carecido de olfato. Estab El muchacho, antes tan sólido y bien equilibrado, mostrábase inquieto y nervioso, lloraba a solas por cualquier cosa, se entregaba a expansiones infantiles; pero, a pesar de esto, era más feliz que nunca. Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta Ahora, el amor por un lado y por otro la primavera, parecían incubar en él un nuevo ser, y de la ruda cáscara del antiguo dependiente, con la inteligencia muerta y la voluntad atrofiada, surgía un hombre nuevo, en el cual despertábase el mismo romanticism El mercado le atraía los domingos en las primeras horas de la mañana, e iba a lucir sus arreos entre los puestos de las floristas. Allí permanecía confundido con el grupo de curiosos que atisbaban las caras hermosas, y lo mismo abrían paso a las señoritas ¡Qué bien se estaba allí! El sol comenzaba a caldear la plaza; esparcíase por el ambiente el tufillo de las verduras recalentadas; pero bajo la techumbre de cinc que resguardaba los puestos de flores, entre las cortinas rayadas que tapaban los lados del m Sobre las mesas pintadas de verde amontonábanse las flores como si fuesen comestibles, o agrupadas en pirámides, sobre una base de papel calado, erguíanse, formando ramos monumentales, con los colores en caprichosos arabescos. Allí estaban las jardineras:

belleza en las razas meridionales. Acostumbradas todas ellas a la vida común con las flores, tratábanlas con una confianza ruda y desdeñosa. Recortaban cruelmente sus tiernos rabos mientras hablaban con los compradores, o aprisionaban sus finos tallos con Un mosaico deslumbrador se extendía sobre las mesas. Las azucenas, con su túnica de blanco raso, erguíanse encogidas, medrosas, emocionadas como muchachas que van a entrar en el mundo y estrenan su primer traje de baile; las camelias, de color de carne de Allí esperaba Juanito la aparición de Tonica, que todos los domingos, por hallarse libre del trabajo, se encargaba de la compra, evitando esta operación a su compañera, cada vez más falta de vista. Formaban una original pareja el hortera endomingado y aqu Hablaron un buen rato en la entrada del mercadillo, sin fijarse en miradas maliciosas ni darse cuenta de los rudos encontronazos de la multitud; él la cargaba con el ramo más hermoso que veía, seguíala en su correteo por el mercado., de puesto en puesto, Juanito, poco a poco, había logrado estrechar sus relaciones con Tonica. No subía a su casa; eso, no. ¿Qué dirían los vecinos? Pero si le estaba vedado entrar en aquella escalerilla, que se le antojaba camino de misterioso santuario, podía acompañar a Ton El dependiente había entablado amistad con Micaela, una criatura insignificante que pasaba por el mundo como un fantasma, anulada la voluntad, lamentándose de no vivir, como en su juventud, en la servidumbre doméstica. Sentía una tierna simpatía por aquel Micaela encontraba aceptables las relaciones entre Juanito y su amiga. El dependiente era para ella un ser de casta superior: causábale respeto la posición social de su familia; y mientras Tonica le llamaba por su nombre, ella, con sus costumbres de criad ¡Qué tardes tan hermosas las de aquella primavera! Salían de casa a la hora en que correteaban por las calles los grupos de criadas, con sus faldas almidonadas y al cuello el ondeante pañolito de seda, seguidas por los soldados de Caballería, de escandalo Sus diversiones eran siempre las mismas. Iban donde va la gente que no quiere gastar dinero, y se los veía por el pretil del río, camino de Monteolivete, los dos jóvenes

delante, hablando tranquilamente, mientras se acariciaban con la mirada, y detrás Micaela, con aire de inconsciente, abismada en el crepúsculo eterno que la envolvía y levantando la cabeza, sin sentir la menor molestia por los rayos del sol, que se quebra Deteníanse a contemplar los incidentes del tiro de palomo establecido en el cauce del río, pedregoso, inmenso, surcado por unas cuantas venillas de agua, que se cruzaban caprichosamente, formando verdes archipiélagos. La afición meridional al estruendo, e La enamorada pareja seguía su paseo, sintiendo a sus espaldas el paso leve de la resignada Micaela. En Monteolivete, sentábanse en el banco de piedra que circunda la ovalada plaza; henchíase el moquero de Tonica de cacahuetes y altramuces, y volvían a em Andaban, devoraban distraídamente el contenido del pañuelo. Juanito llevaba en su bigote cortezas de cacahuetes; y, a pesar de esto, los dos se sentían en un ambiente ideal, y caminaban como si no pusiesen los pies en el suelo. En el fondo de los ojos de Y, sin embargo, su conversación no podía ser más vulgar. Tonica era un espíritu práctico, que, en medio de sus escapes de pasión, no olvidaba el porvenir, con todas sus miserias y monotonías. Insensible a los encantos del paisaje, a la soledad rumorosa qu

mujer formal, con la misma expresión vaga y soñolienta que si hablase de amor, marcaba punto por punto el programa de su vida futura. Se levantaría a la misma hora que él, y mientras Juan vigilase la limpieza de la tienda, ella ayudaría a la criada en lo Pero Tonica se detenía, ruborizándose, como si sintiera haber dicho demasiado, y miraba a su novio confusa, avergonzada, mientras éste buscaba la linda manecita de ella para besarla repetidas veces, sin importarle la presencia de Micaela.
La costurera consentía estas caricias. Conocía bien a Juanito. No había cuidado que pasase de ellas. Besábale las manos sin que sus labios dejasen la ardorosa huella del deseo contenido, y todo el exceso del joven consistía en morder las durezas de la ep Tonica, con dulce coquetería, extendía sus manos, dejándoselas besar. Si alguna vez al saltar un ribazo, quedaba al descubierto algo de su blanca media, veía cómo Juanito volvía a otro lado su mirada con cierta expresión de sorpresa y disgusto. La quería Mientras los novios, sentados en los pendientes ribazos, con los cañares a la espalda, hablan del porvenir, acariciándose castamente, y en pleno idilio daban fin al puñado de altramuces, Micaela permanecía inmóvil, con la mirada mate fija en el sol, que, Algunas veces, la pobre sonreía, como si ante sus ojos moribundos pasasen seductoras visiones.
-¿Qué piensa usted, Micaela? -preguntaba Tonica-. ¿Ve usted algo?
-Nada, hija mía; veo el sol, que es lo único que puedo ver.
Pero mentía. Veía con los oídos. Las palabras de los jóvenes, aquellos desahogos de un amor tranquilo le alegraban, y su fantasía poblaba de imágenes las muertas retinas. Veía a la siñá Antonia, la madre de la costurera, tal como era quince años antes, cu

agradecimiento, te guardaré un rinconcito para cuando subas.»
Y la pobre mujer conmovíase tanto al soñar despierta, que las lágrimas titilaban en sus ojos, haciendo brillar las pupilas sin vida.
-¿Ahora llora usted?... -preguntaba Tonica-. Pero ¿qué le pasa?
-Nada, absolutamente nada. Se sentía feliz y lloraba de alegría, de agradecimiento, satisfecha de sí misma, de la bondad con que la trataba Dios.
Juanito miraba con asombro no exento de envidia a la pobre mujer casi ciega, que saldría del mundo tan inocente como había entrado, después de arrastrar la más monótona y abrumadora de las existencias, siempre amarrada a la argolla de la domesticidad, sum Aquella primavera fué el período más feliz de la existencia de Juanito.
Amaba, era amado, tenía fe en el porvenir, sentíase a cien leguas de las miserias de su familia, y para mayor felicidad, el tío de Juan, enterado de su noviazgo, lo toleraba, reservándose dar su aprobación definitiva cuando conociese a Tonica.
Un domingo, por exigencias de los arrendatarios, tuvo que ir a su huerto de Alcira, y pasó el día como un desterrado, mirando melancólicamente hacia Valencia y sintiendo un inocente enfurruñamiento contra el sol porque marchaba despacio, retrasando la hor Juanito ya no sentía miedo al pensar lo que diría la mamá cuando conociese sus amores. Tenía el convencimiento de que ella lo sabía todo.
El día de la Virgen fueron Tonica y su amiga a la primera misa en la capilla de los Desamparados. Dentro del templo sonaba la música; la multitud, oprimida en la mezquita rotonda, esparcíase por la plaza hasta la fuente adornada con un ridículo templete q Desde las Pascuas era grande la intimidad entre las dos familias; Juanito había oído hablar la noche anterior de cierto plan de esparcimiento matutino, como principio de fiesta, por ser los días de Amparito. Oirían la primera misa en la capilla de los Des Doña Manuela vió a su hijo. Juanito la sorprendió fijando los ojos en Tonica con expresión curiosa e interrogante. La altiva señora aparentó después no haber visto al joven; pero al volver a casa, Juanito sentíase trémulo e inquieto, pensando en lo que di Pasó aquel día y pasaron muchos sin que doña Manuela dijese una palabra sobre el noviazgo de su hijo. Este silencio entristecía a Juanito en ciertos momentos. Veía una

vez más hasta dónde llegaba el afecto de aquella madre a la que idolatraba. Era un paria, un advenedizo de procedencia inferior que el azar había introducido en la familia. Para Rafaelito y las hermanas, todas las alianzas eran medianas, pero tratándose d La buena señora llegó por fin a darle a entender con palabras sueltas lo que él se recelaba. Conocía sus amores; se había informado de quién era Tonica, y no le parecía gran cosa; pero si Juanito se mostraba conforme, todos contentos. Esta indiferencia an -pues cuando más, merecían alguna burla de Amparito-, siguió recatándose, como si temiera las maternales censuras.
Desde la noche que subió a casa de Tonica fué estrechando su intimidad con las dos mujeres. Ya se atrevía algunas noches a hacerles tertulia hasta las diez, y como la presencia de Micaela daba a la conversación un tinte de seriedad, Juanito hablaba del co Si él se sintiera con fuerzas bastantes, sería de ellos; ingresaría en el batallón audaz que, guiado por Morte, marchaba de jugada en jugada a la conquista de los millones; y decía esto con la fiebre de explotación adquirida en la tienda oyendo a los bols La falta de valor era lo que le retenía en su posición mediocre; en cuanto al éxito, no cabía duda alguna. El que ahora no se hacía rico era porque no quería serlo. Bastaba un poco de dinero y la sabia dirección de Morte para despertar un día millonario. Y Tonica le escuchaba con la mirada fija, el entrecejo fruncido, los labios apretados, como si dentro de su cabecita se agitase una idea tenaz, mientras Micaela abría sus muertos ojazos con la expresión de una niña que oye un cuento de hadas.
Aquello millones fantásticos, saliendo de la boca de Juanito, rodaban sobre su pobre tapete de la mesa, parecían difundir por la mísera habitación un ambiente de aplastante opulencia, algo semejante a la sonora vibración de montones de oro. Y esta convers Aunque era partidario de las audacias financieras, siempre que pensaba en la posibilidad de poner en práctica sus entusiasmos surgían en él la prudencia y la desconfianza, los escrúpulos de la rutina comercial, como una herencia de raza. Por esto sintió q Juanito dudó. No le parecía mal el propósito. Ya que tenían dinero, mejor que guardarlo en el fondo del arca era emplearlo como cebo, para que la suerte mordiese en él. Y repitió varias veces esta frase, oída a su principal.
-Pero -añadió con marcada indecisión- no sé hasta qué punto convendrá a ustedes exponer un dinero que tanto les cuesta. Don Ramón es infalible; pero ¿quién sabe lo que reserva la suerte?... ¿Quieren ustedes creerme? Nada de jugadas. Eso queda para mi pri

fácil que lo que adquieran por cinco valga diez dentro de poco. Quedamos, pues, en que iremos a ver a don Ramón.
¡Afortunado mortal! Desde entonces su nombre pareció llenar la habitación, y las dos mujeres le aposentaron en su memoria, imaginándole como un ser poderoso, todo bondad, que peloteaba los millones y se divertía haciendo ricos a los pobres.
-¿Cuándo vamos a ver a don Ramón -era la pregunta que hacían las dos mujeres apenas entraba Juanito en la casa.
Y la visita la hicieron una mañana que Tonica no tenía trabajo y su novio pudo abandonar Las Tres Rosas. ¡Qué emoción! En la plaza de la Reina ya le temblaban las piernas a Micaela pensando en el arrugado papel de estraza que contenía los billetes mugrien Entraron en un patio suntuoso, embellecido por la industria más que por el arte arquitectónico, en el que el escayolado imitaba al mármol, y el yeso, moldeado a máquina, fingía un artesonado antiguo. En el primer tramo de la escalera estaba el despacho de La antesala parecía de misterio, y apenas si en los bancos, forrados de terciopelo, quedaba espacio libre para los que iban llegando. Los clientes aguardaban con resignación el turno. Eran curas en su mayoría, pues don Ramón, persona piadosa y amiga de ha Los hábitos negros, la discreta media luz que se filtraba a través de los cortinajes de los balcones, esfumando los adornos de la antesala en una dulce penumbra, y la calma discreta que reinaba en toda la casa, daban a ésta un ambiente conventual, de prof Juanito y las dos mujeres, después de una hora de espera, viendo las entradas y salidas de los clientes, que andaban con aire discreto, como influídos por aquel ambiente de seráfica calma, fueron admitidos a la presencia del gran hombre. Atravesaron la of Allí, tras la mesa-ministro, sobre la cual todo estaba arreglado con nimia pulcritud, mostrábase el famoso banquero, Tonica experimentó una decepción. Habíale imaginado majestuoso, imponente, y veía un hombre raquítico, amarillento, cargado de espaldas, c -Siéntense ustedes..., siéntense -dijo con voz reposada, que marcaba grandes pausas entre sílaba y sílaba-. ¿Qué hay, pollo? ¿Qué le trae a usted por aquí?
El dependiente estaba ruborizado y se expresaba con dificultad, impresionado por la mirada del gran hombre.
Don Ramón acogió con noble modestia las expresiones de confianza de su admirador, y pareció enternecerse con las pocas palabras de Tonica y su amiga, rogándole se dignase aceptar su dinero.
-Estoy muy atareado para poder encargarme de los asuntos de los demás... Sin embargo, basta que vengan con este joven, al que aprecio, para que me decida a hacer algo por ustedes... ¿Dice usted, niña, que son ocho mil reales? Bueno; pues compraremos Cuba

tardarán en subir; se lo aseguro a ustedes. Compararemos Cubas... Yo no afirmo nada; soy como todos y puedo equivocarme; pero tal vez..., tal vez dentro de un año doblaremos el capitalito. Sí, señor; puede que lo doblemos.
Y hablaba sonriendo maliciosamente, golpeándose las manos con expresión satisfecha, como si le bastara un simple guiño para que las dos mil pesetas se multiplicaran en millones.
Una corriente de entusiasmo parecía envolver a los tres visitantes. La fiebre de ganancia que los dominaba por las noches al hablar de negocios volvía a reaparecer. Ahora, Tonica ya no encontraba tan insignificante a don Ramón, y hasta creía ver en él cie El papel de estraza que contenía las privaciones y esperanzas de las dos mujeres quedó sobre la mesa. Allí estaban los ocho mil reales. Podía hacer don Ramón lo que quisiera. Ellas confiaban en él como si fuese su padre.
-Bueno; compraré Cubas. El pollo pasará por aquí cuando guste para que le entere de la marcha del capitalito.
Y don Ramón los acompañó hasta la mampara, cobijando con mirada amorosa de padre a sus tres clientes. El dinero quedaba a su espalda, sin recibo, sin garantía alguna, resguardado por el espíritu de confianza inquebrantable que circuía la respetable person Al salir los tres asomaba un nuevo cliente, un hombre de chaqueta y gorro industrial, que había abandonado un instante su taller para alcanzar una palabra del ídolo.
-Vamos para arriba -dijo el banquero alegremente, sin dejarle terminar el saludo-. Su capitalito ha aumentado en un cincuenta por ciento. Tiene usted ya treinta mil pesetas.
El hombre, pálido de emoción, se contenía para no arrojarse al cuello de don Ramón y comérselo a besos.
-¡Gracias, muchas gracias! Es usted mi padre.
Y para no estorbar al gran hombre huyó, trémulo, por la noticia, pensando en sus hijos y en lo que diría a su mujer.
Los nuevos clientes de don Ramón atravesaron la oficina tan conmovidos como el otro. ¡Aquel hombre era un santo! Lo mismo decían los que estaban en la antesala, gente menuda, con blusa unos chaqués raídos otros, todos hombres de fe, que llevaban sus ahorr Y la noticia, circulando de boca en boca, agrandábase, llegando a arrancar lágrimas de enternecimiento. ¡Qué hombre aquel! No ya el dinero, sino la propia sangre se le podía dar con entera confianza.
Micaela y Tonica, al estar en la calle, lanzaron un suspiro de satisfacción. ¡Dios mío, qué peso se quitaban de encima!
Habían dudado un poco antes de entregar sus ahorros; pero ahora sentían una dulce confianza pensando que quedaban arriba, en manos de un hombre a quien todos los días nombraban los periódicos con los títulos de «acaudalado y filantrópico banquero».

VIII

La vela del Corpus, con sus anchas listas azules y blancas, sombreaba desde los altos mástiles la plaza de la Virgen.

La muchedumbre, endemoniada, agitábase en torno de las rocas, admirando una vez más las carrozas tradicionales que todos los años salían a luz: pesados armatostes lavados y brillantes, pero con cierto aire de vetustez, luciendo en sus traseras, cual parti Recordaban aquellas enormes fábricas de madera pintada, con su lanza semejante a un mástil de buque y sus ruedas cual piedras de molino, las carrozas sagradas de los ídolos indios o los carromatos simbólicos, que güelfos y gibelinos llevaban a sus combate La gente pasaba revista, con una curiosidad no exenta de ternura, a la fila de rocas, como si su presencia despertara gratos recuerdos.
Allí estaba la roca Valencia, enorme ascua de oro, brillante y luminosa desde la plataforma hasta el casco de la austera matrona, que simboliza la gloria de la ciudad; y después, erguidos sobre los pedestales, los santos patrones de las otras rocas: San V Y todos estos carromatos, legados de la piedad jocosa de pasadas generaciones, eran admirados por el gentío, que, con un entusiasmo puramente meridional, se regocijaban pensando en la fiesta de la tarde, cuando las mulas empenachadas se emparejaban en la Así como avanzaba la mañana aumentaba el hormigueo en torno de las rocas, que, vistas de lejos, destacábanse como escollos sobre el oleaje de cabezas. El primer sol de verano abrillantaba como espejos las barnizadas tablas de los carromatos, doraba los má A las doce, cuando mayor era la concurrencia, las de Pajares salieron de la catedral, devocionario en mano y al puño el rosario de nácar y oro. Regresaban a casa después de oír misa, y al llegar frente a la Audiencia, vieron correr la gente, oyendo al mis -¡La cabalgata! ¡La cabalgata! -gritaba la chiquillería, corriendo por la calle de Caballeros.
Y las de Pajares tuvieron que detenerse ante la muralla de curiosos agolpados al paso de la cabalgata. Primero pasaron los portadores de las banderolas, con sus dalmáticas de seda, con las barras aragonesas y altas coronas de latón sobre melenas y barbaza

sonando roncos panderos e iniciando pasos de baile; las banderas de los gremios, trapos gloriosos con cuatro siglos de vida, pendones guerreros de la revolucionaria menestralía del siglo XVI; la sacra leyenda, tan confusa como conmovedora, de la huída de Detrás, presidiendo la comitiva, como muda invitación hecha al público para asociarse a la fiesta, iban en las carrozas municipales media docena de señores de frac, tendidos en los blasonados almohadones, llevando sobre el vientre, como emblema concejil, -¡Atrás, niñas! -dijo doña Manuela a sus hijas-. ¡Atrás, que vienen esos brutos!
Los brutos eran los de la degollá; un pelotón de gañanes con la cara tiznada, gabanes de arpillera con furias pintadas y coronadas de hierba, que cerraban la marcha, repartiendo zurriagazos entre los curiosos que ocupaban la primera fila con sus garrotes Las de Pajares dejaron que se alejase la cabalgata con su estruendo de tamboriles y dulzainas, y siguieron su marcha por las calles cubiertas con espesa capa de arena para el paso de las rocas.
A la hora de la comida llegó Andresito a casa de las de Pajares. Le enviaban sus papás para hacer el ofrecimiento de todos los años. Ya se sabía que el balcón de Las Tres Rosas era el mejor del mercado. Además, los señores e Cuadros tenían gran satisfacci Doña Manuel y las niñas aceptaron con entusiasmo el ofrecimiento. ¡Vaya si irían! Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su antigua criada, hacía ahora elogios de ella como si fuese una amiga de la infancia.
A las tres salía la familia con dirección al mercado.
Concha y Amparito llamaban la atención con sus vestidos de vivos colores y las capotitas de paja, que hacían lucir sobre su cabeza toda una pradera de flores y musgo. La mamá las contemplaba con la espalda, experimentando la satisfacción orgullosa de un a Juanito las dejó a la puerta de Las Tres Rosas para ir en busca de su novia, y ellas, al subir a las habitaciones de los señores Cuadros, encontráronse con una tertulia formada por todos los amigos de la casa: familias de bolsistas y comerciantes retirado La esposa de Cuadros, que respondía a las amigas con sonrisas de conejo y parecía muy preocupada por pensamientos tristes y misteriosos, abalanzóse a doña Manuela, saludándola con apretado abrazo y sonoros besos. Parecía una desesperada que encuentra al f -Tenemos que hablar, doña Manuela -le dijo al oído-. No; ahora, no. Después se lo

contaré todo. ¡Ay, si usted supiera...!
Mientras tanto, las niñas de Pajares; las de López, el famoso bolsista, y otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirtiéndolos en pajareras con su charla graciosa y sus ruidosas risas.
La plaza era un mar multicolor de cabezas. Los balcones estaban adornados con antiguas colgaduras de sólidos colores; las bocacalles vomitaban sin cesar nuevos grupos en el compacto gentío, y los pájaros que anidaban en los árboles del mercado huían ante Ya habían sonado las cuatro. En los balcones abríanse, como flores gigantescas, sombrillas de brillantes colores, agitábanse grandes abanicos con aleteo de pájaro, y abajo la muchedumbre removíase inquieta, chocando con las apretadas filas de sillas que o Sonó un rugido en un extremo de la plaza, e inmediatamente fué contestado por un griterío general.
-¡Ya están ahí!... ¡Ya están ahí!
Y hubo empellones, codazos, remolinos de cabezas, empujando todos al que estaba delante para ver mejor.
A lo lejos, empequeñecida por la distancia, apareció la primera roca, en torno de la cual, como jinetes liliputienses, hacían caracolear sus caballos los soldados encargados de abrir paso. Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voces e Las rocas, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo cada una de ellas una verdadera revolución. Trotaban, arrastrando los pesados armatostes, las docenas de mulas gordas y lustrosas salidas de las cuadras de los molinos, con los rabos en Cada roca esparcía el terror y el regocijo a un tiempo. La movible batería de brazos disparaba ruidosa metralla, cubriendo el aire de objetos; los cristales caían rotos, y hasta las persianas quedaban desvencijadas bajo la granizada de confites.
En los balcones, las señoritas cubríanse el rostro con el abanico, temerosas, al par que satisfechas, de que las acribillasen con tan brutales obsequios. Abajo estaban los bravos, que por un chichón más o menos no querían mostrar miedo, e insultaban a los Pasó por fin la última roca, la Diablera, donde iba la gente de trueno, más atroz en los obsequios y tenaz en proporcionar ganancias a los almacenes de cristales, y la calma

se restableció en la plaza, comenzando a aclararse el gentío.
En casa de Cuadros, las señoras, cansadas de permanecer tanto tiempo en pie en los balcones, iban en busca de los mullidos asientos de las salas. En un balcón, completamente solas estaban doña Manuela y la señora de Cuadros, cobijándose ambas bajo la mism La viuda de Pajares mostrábase maternal y daba consejos a su amiga con cierta altiva superioridad. Vamos a ver: ya estaban solas. ¿Qué era aquello? ¿Algún disgusto de familia? Podía hablar con entera franqueza, pues ya sabía el gran interés que le inspira ¡Vaya con el señor de Cuadros! ¡Quién iba a imaginarse una cosa así!... Todos los hombres son lo mismo. No hay que fiarse de ellos, y más si han sido tranquilos en su juventud, pues ya es sabido que «el que no la hace a la entrada la hace a la salida». Lo -Ni Santa Rita de Casia, amiga Teresa, sufrió tanto como yo con aquel hombre endemoniado. En fin: usted ya lo sabe... Pero cuente usted. A lo que estamos, que lo mío ya pasó y a nadie interesa.
Y doña Manuela, como persona inteligente en el asunto, escuchaba la relación de la pobre Teresa, que balbucía y tenía que hacer esfuerzos para no llorar. Por la mañana lo había descubierto todo. Bien es verdad que ya recelaba algo, en vista del despego co -¿Y de quién era? -preguntó la viuda con curiosidad ansiosa.
-De una tal Clarita. Pero ¡qué carta, doña Manuela! ¡Qué cosas tan indecentes había en ella! Parece imposible que hombres honrados y con hijos puedan leer tales porquerías.
Y la pobre mujer ruborizándose, mostrando en su cara fláccida y lustrosa de monja enclaustrada la misma expresión de vergüenza que si fuese ella la autora de la carta.
-Pero ¿quién es esa Clarita? ¡Valiente apunte será la tal...!
-Aguarde usted: apenas me enteré de todo, sentí ganas de irme a la cama, donde todavía estaba Antonio, para arañarle... No se ría usted, doña Manuela; hubiera querido ser hombre para hacer una barbaridad... ¡Pero una vale tan poco!... Además, cuando se es Y la buena Teresa, a pesar de su encono, sentíase dominada por la admiración que profesaba a su marido, aquel modelo, «aunque le estuviera mal el decirlo».
-Pero ¿qué hizo usted?
-Lo primero que se me ocurrió fué averiguar quién era la tal Clarita, y como en su carta le encargaba al mío que fuese a ver al dueño de su casa para pagarle un trimestre, indicándole dónde vive ese señor, fuí allá esta mañana, después de oír misa, y supe -¿Y no averiguó usted más?
-¡Buena soy yo para dejarme las cosas a medio hacer! Fuí también a la calle del Puerto, hice hablar a la portera, y..., ¡ay, doña Manuela, qué cosas supe! Parece

imposible que se consienta la vida de unas mujeres así. La tal Clarita es una perdida, ¿sabe usted, doña Manuela? Lo repito tal como me lo dijo aquella mujer. ¡Válgame Dios, y qué cosas me contó! Toda la calle se fija en ella y se burla de su lujo y pret Y la pobre mujer, no pudiendo resistir más, cubríase con el abanico los lacrimosos ojos, mientras doña Manuela le recomendaba la serenidad.
-No llore usted, Teresa; eso es lo que le gustaba al mío. Los hombres gozan haciéndonos padecer. Todo menos llorar. Cuando usted hable con Antonio, muéstrese seria y altiva. Nada de cariño; si no, los muy pillos se esponjan y se engríen.
-¿Hablarle yo? No, señora. No tengo valor para tanto. Además, tiemblo al pensar lo que ocurriría en esta casa si yo hablase. ¿Qué pensaría mi pobre Andresito? ¿Qué diría don Eugenio, que es la honradez personificada? Y la verdad es que debía hablar a mi m Teresa gimoteaba tras el abanico, y doña Manuela, a pesar de su curiosidad, en fuerza de mirar a la plaza, acabó por distraerse.
Comenzaban los preparativos de la procesión. Las bandas militares atronaban las calles inmediatas con sus ruidosos pasodobles, y rompiendo el gentío desfilaban los regimientos, con los uniformes cepillados y brillantes, moviendo airosamente al compás de l Pasaban los invitados a la procesión, caminando apresuradamente, muy satisfechos de atraer la atención de la embobada muchedumbre: unos, de frac, luciendo condecoraciones raras; otros, con uniforme de maestranzas y órdenes de Caballería, vestimentas extr Las dos amigos volvieron a reanudar su conversación. Doña Manuela, con aire maternal, daba consejos a la desconsolada esposa; ella, en lugar de Teresa, daría un disgusto al esposo infiel echándole en cara su conducta... ¿Que no se atrevía? Pues esto es lo Pero Teresa, aunque daba por muy acertadas todas las palabras de su amiga, asustábase ante la suposición de tener que reñir al marido por su conducta. ¡Ah, si ella tuviera una persona que se interesase por su suerte y la de la casa, qué gran favor le harí

Y Teresa miraba ansiosamente a su altiva amiga al formular tales deseos. No necesitó más doña Manuela. Ella se encargaba de ser esa persona que, velando por la moral de la familia, devolviese al marido infiel a los brazos de la esposa resignada. Y la viud Las dos amigas, ya que no pudieron abrazarse en su rapto de enternecimiento, por hallarse en el balcón, se estrecharon conmovidas las manos, y así estuvieron largo rato, hasta que vinieron a sacarlas de su triste arrobamiento los gritos de las jóvenes que -¡La procesión! ¡Ya está ahí la procesión!
A este grito, las señoras mayores abandonaron las butacas de la sala para apelotonarse en los balcones, teniendo a sus espaldas a los caballeros, que de cuando en cuando se alzaban sobre las puntas de los pies para ver mejor.
En el extremo de la plaza aparecieron las banderolas con las rojas barras de Aragón y sonaron dulzainas pausada y majestuosamente, tañendo las melancólicas danzas del tiempo de los moriscos. Detrás iban los enanos, con sus enormes cabezas de cartón, que m Entraron en la plaza las banderas de los gremios, llevando en su remate la imagen del santo patrón del oficio; y era de ver el entusiasmo con que aplaudía el público los prodigios de equilibrio de los portadores sosteniéndolas enhiestas sobre la palma de Después comenzó la parte monótona de la procesión: un desfile de más de cien imágenes con sus correspondientes cofradías y asilos; más de un millar de cabezas que pasaban por debajo de los balcones con la raya partida y el pelo aceitoso o rizado. Al compá La multitud se arremolinó, movida por el regocijo, y exclamaciones de alegre curiosidad salieron de muchas bocas. Desfilaba la parte grotesca de la procesión, conservada por el espíritu tradicional como recuerdo de las épocas más religiosas de nuestra his En larga fila, contestando a las cuchufletas y carcajadas del gentío con burlescos saludos, aparecían las figuras más salientes del gran poema bíblico: David, con corona de latón, barba de crin y el floreado manto barriendo los adoquines, avanzaba pulsand

producía escándalo. Las mujeres sonreían, y no faltaban chuscos que requebraban a aquellos mamarrachos, como si realmente fuesen jóvenes disfrazadas.
Después venía la parte seria e interesante de la procesión, y el alboroto del gentío cesó instantáneamente.
Pasaban los cleros parroquiales con sus áureas cruces; los seminaristas, con la frente baja y los ojos en el suelo, cruzadas las manos sobre el pecho, y en toda la extensión de la plaza, a la luz de los cirios, que brillaban con más fuerza en el crepúscul Luego volvía a reanudarse la parte teatral de la solemnidad. Todas las extraordinarias visiones del soñador de Patmos, cuantas alucinaciones había consignado el evangelista Juan en su Apocalipsis, pasaban ante el gentío, sin que éste, después de contempla La procesión estaba ya en su última parte. Desfilaban los invitados: una avalancha de cabezas calvas o peinadas con exceso de cosmético, una corriente incesante de pecheras combadas y brillantes como corazas, de negros fraques, de condecoraciones anónimas Permanecía la muchedumbre embobada. El aparato religioso, las imágenes de plata, los cleros entonando sus himnos a voces solas, las interminables cofradías, no la habían impresionado tanto como este continuo desfile de grandezas humanas, y sus ojos se iba Arriba, en los balcones, la curiosidad señalaba con el dedo a los personajes conocidos que se mostraban a la luz de los cirios, y las cabezas erguidas de algunos invitados cruzaban saludos con las señoras, sin perder por esto el gesto de gravedad propio d Acercábase el epílogo de la procesión. Sonaba a lo lejos la grave melopea de la marcha solemne y religiosa que entonaba la banda militar. Las cornetas de los regimientos formados en las en la carrera batían marcha, y mientras los soldados requerían su fus Estallaban las luces de colores, y a su resplandor, tan pronto blanco como rojo,

veíanse a lo lejos, terminando la doble fila de cirios, los sacerdotes con capas de oro, manejando los incensarios, con un continuo choque de cadenillas de plata, en el fondo de una nube de azulado y olorosos humo; sobre ella, agitándose dorado y tembloro El poético aparato de culto católico imponíase a la muchedumbre con toda su fuerza sugestiva. Las mujeres llevábanse las manos a los ojos, humedecidos sin saber por qué, y las viejas golpeábanse con furia el pecho, entre suspiros de agonizante, lanzando u Caía de los balcones una lluvia de pétalos de rosa, volaba el talco como nube de vidrio molido, estallaban luces de colores en todas las esquinas y entre el perfume del incienso, el agudo reclamo de las cornetas, la grave lamentación de la música, la mela «Aquello entusiasmaba, abría el corazón a la esperanza», y por esto el señor Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bolsa se permitía tener ideas conservadoras, murmuró como un oráculo:
-¡Y aún dicen que no hay fe! Por fortuna, la religión de nuestros padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera yo ver a los impíos. La religión es lo único que puede contener a toda esa gente de abajo.
Los otros bolsistas aprobaban con movimientos de cabeza, y su esposa le miró con asombro y escándalo al mismo tiempo. Sin duda, pensaba en Clarita, no pudiendo comprender cómo faltaba a sus deberes un hombre que decía cosas tan sensatas y dignas de respet Tras el palio, la gente admiraba un nuevo grupo de capas de oro sobre las cuales sobresalía la puntiaguda mitra y el brillante báculo. Después, ajustando sus pasos al compás de la marcha musical, desfilaban los rojos fajines y los portacirios de plata de Cuando ya la procesión había salido de la plaza y la escolta de Caballería conmovía el adoquinado con su sordo pataleo, los señores de Cuadros y sus amigos abandonaron los balcones, entrando en el salón, profusamente iluminado.
Las burguesas de exuberantes carnes y respiración angustiosa dejábanse caer en los mullidos sillones, fatigadas por tan largo plantón, mientras las niñas correteaban o volvían como distraídas a los balcones para ver si en la oscura plaza, perfumada de in -Pasen ustedes -decía doña Teresa, rondando en torno de sus amigas, que no se decidían a abandonar sus asientos-. Hagan ustedes el favor de seguirme. Vamos al comedor; allí hace más fresco.
Todos adivinaban lo que significa tal invitación. ¡Oh, no, señora; muchas gracias! Ellos no podían permitir tantas molestias. Pero las mamás abandonaron sus asientos perezosamente, estirándose el arrugado cuerpo del vestido de seda, y, seguidas por las <

niñas, fueron al comedor, donde ya estaban el señor Cuadros y sus amigos.
¡Magnífica sorpresa! Todos los años se repetía, y no había nadie entre los invitados que no la esperase. Pero había que repetir la frase sacramental, las excusas de rúbrica, y mientras todos aseguraban que no tenían sed y preguntaban con enfado a los seño Doña Manuela hablaba con el señor de Cuadros. Teresa la había colocado junto a su marido con la esperanza de lograr su catequización. Aquella señora, que tanto sabía y tan grande experiencia había adquirido en las miserias matrimoniales, era su única espe Hablaba la viuda con su antiguo dependiente sonriendo. ¡Cómo había cambiado aquel hombre! Doña Manuela, experta conocedora, notaba en él cierto atrevimiento, como el muchacho que se emancipa de la autoridad maternal y se lanza en plena vida de locuras.

sus sombreros, y las señoras besuqueábanse al despedirse, murmurando todas el mismo saludo:
-Hasta el año que viene. Que Dios nos conserve a todos la salud para ver la procesión.
Fueron desfilando todas las familias, y al fin quedaron solas las de Pajares, que esperaban a Juanito o Rafael para que las acompañase a casa.
El señor Cuadros seguía acosando a doña Manuela. Esta se había levantado, huyendo de las audaces intimidades por debajo de la mesa; pero el bolsista la seguía para continuar su conversación. Ahora los dos estaban junto a Teresa, y el marido sólo se permit -Los chicos tardarán en venir -dijo don Antonio-. Rafael estará con sus amigos; y en cuanto a Juanito, le atraen obligaciones ineludibles. Me han dicho que ahora tiene novia y está loco por ella. ¡La juventud! ¡Oh, qué gran cosa! Ya conozco yo eso, ¿verda Y como si presintiese lo que pensaba su mujer y quisiera apaciguarla de antemano, lanzaba a la obesa señora una mirada de ternura, como un hombre honrado y de costumbres intachables, recordando su tranquila luna de miel.
Doña Manuela estaba admirada. Decididamente, la tal Clarita había cambiado a aquel hombre. Era un tuno. Y en vez de indignarse por la crueldad con que mentía e intentaba engañar a su mujer, la viuda comenzaba a encontrarle simpático, viendo en él como una -Si ustedes quieren, las acompañaremos Andresito y yo.
Doña Manuela, animada por un instinto pudoroso, intentó excusarse.
-Sí; Antonio las acompañará -se apresuró a decir Teresa.
Y la pobre mujer le rogaba con su mirada que aceptase, como si fuese para ella una esperanza que su marido prolongase la conversación con la viuda. ¡Quién sabe cuántas cosas podría decir doña Manuela al marido infiel!
No hubo medio de excusarse. Las de Pajares salieron acompañadas por Andresito y don Antonio, siguiéndolas con su vista ansiosa la crédula Teresa. ¡Dios mío, que se ablandara el corazón de aquel hombre, para que no la martirizase escandalizando a la famili Abajo, en la cerrada tienda, encontraron a don Eugenio, siempre con la gorrita de seda, el cual acogió con gesto huraño a su antiguo dependiente.
Las de Pajares y sus dos acompañantes siguieron por una acera del mercado. Delante, las dos niñas con Andresito; Concha, malhumorada y ceñuda, porque en todo el día no había visto al elegante Roberto, y Amparo, muy satisfecha de poder lucir un novio, para Fue algo más que acompañar a las de Pajares lo que hicieron el padre y el hijo. Subieron con ellas, permanecieron de visita más de una hora, cantó Amparito para obsequiar a su futuro suegro, y cuando salieron a la calle, el padre y el hijo marchaban como Sólo había transcurrido algunos meses, pero estaban ya lejanos para Cuadros aquellos tiempos en que el tendero, de costumbres tranquilas y rutinarias, se indignaba al saber que su hijo iba a los bailes y le esperaba tras la puerta empuñando fieramente la

IX

A las cuatro de la tarde entraban las de Pajares en el paseo de la Alameda.
Era domingo, y la animación ruidosa y expansiva de los días festivos inundaba la acera izquierda del paseo. El tiempo era hermoso: una tarde de verano, con el cielo limpio de nubes, y en lo más alto, como un jirón de vapor tenue y apenas visible, la luna, Por el arroyo central daban vueltas y más vueltas, como arcaduces de noria, los carruajes, alineados en interminable rosario. Las torres de los guardas erguían sus caperuzas de barnizados tejos por encima de los árboles, y a los dos extremos del paseo, em Era la hora en que el paseo adquiría su aspecto más brillante. A todo galope de los briosos caballos bajaban las carretelas y berlinas, y por la aceras del paseo desfilaban lentamente, con paso de procesión, las familias endomingadas. Los verdes bancos no Lo que atraía la atención de todos era el desfile incesante de coches, símbolos de felicidad y bienestar en un país donde el afán de enriquecerse no tiene más deseo que no ir a pie como los demás mortales.
Piafaban los caballos con la boca llena de espuma, esparciendo en torno el pajizo olor de las cuadras, y de cuando en cuando un relincho contagiaba a toda la línea de brutos briosos, que parecía contestar con nerviosos pataleos a este llamamiento de liber Parecía existir una barrera invisible e infranqueable entre la gente que paseaba a pie y aquellas cabezas que asomaban a las ventanillas, contrayéndose con una sonrisa siempre igual cuando recibían el saludo de las personas conocidas. Grupos de jinetes me Las de Pajares contemplaban con nostalgia de desterradas el paso de los carruajes.
¡Gran Dios, qué tarde! ¡ Se acordarían de ella toda la vida! Era la primera vez que iban a pie a la Alameda. Las niñas, a pesar de sus elegantes trajes, creían que todas se fijaban en ellas para sonreír compasivamente, y doña Manuela marchaba erguida, con La viuda presentía su ruina. Ya no eran las deudas y los apuros pecuniarios las amarguras de la vida; ahora, la fatalidad, según ella decía, complacíase en agobiarla

con nuevos golpes, quitando a la familia los escasos medios que le restaban para sostener su prestigio.
Aquella mañana había sido de prueba para las de Pajares. Nelet, el cochero, subió muy alarmado a dar cuenta a sus señoras de que el caballo estaba enfermo. El suceso no era para tomarlo a risa. No se trataba de un cólico vulgar, y la pobre bestia, sostene Llamaron al mejor veterinario de la ciudad; pero el animal no mejoraba, y por la tarde desvaneciéronse las ilusiones que tenían las niñas de pasear en carruaje. Casi adquirieron la certeza de que el pobre caballo no saldría de la enfermedad. ¿Qué iban a h Después de comer, la madre y las hijas sentáronse en el salón, y allí permanecieron más de una hora, silenciosas, hurañas y malhumoradas. El día era magnífico; pero no, no saldrían; primero monjas que el mundo se enterase de su decadencia, de sus privacio Pero las tres no podían resignarse a pasar un día dentro de casa. Además, por los balcones entraba el sol y soplaba un aire cargado del perfume irritante del verano. Pensaban involuntariamente en los verdes campos, en el paseo exuberante de gentío, en el -No hay que ser tan escrupulosas -dijo doña Manuela-. Todos nos conocen, y porque un día vean que salimos a pie no van a imaginarse que nos falta el carruaje. Vamos, niñas, ¡a paseo!
Y salieron de la casa con el propósito de ir a cualquier parte, menos a la Alameda. Pero el paseo las atraía; no sabían adónde ir, y, al fin, insensiblemente, sin ponerse de acuerdo, encamináronse allá.
¡Qué tardecita pasaron las de Pajares! Exteriormente fueron las de siempre; las niñas contestaron con mohínes graciosos a los saludos de los amigos, y la mamá, altiva y majestuosas, cobijándolo todo con su mirada de protección. Pero en su interior, ¡cuánt Después, ¡qué recuerdos tan penosos! A las tres las obsesionaba la enfermedad del caballo, como si éste fuese de la familia. Estaban arrepentidas de haber salido de casa; sentían la falsa esperanza de los que se interesan por un enfermo o creen que perman

que más lucían en el paseo, pero sus miradas iban inconscientemente a detenerse en aquellos caballos que pasaban a pocos pasos de ellas; y en todos, bien fuese por el color, por la cabeza o por la grupa, encontraban cierto parecido con el otro que ocupaba Tuvieron en aquella tarde encuentros muy penosos. Andresito, el hijo de Cuadros, pasó por entre las dos filas de carruajes montando el enorme caballete que le había comprado su padre. Buscaba a la novia para ir escoltándola, luciendo sus habilidades hípic Todo hería su susceptibilidad. Roberto del Campo, que iba con algunos amigos, las saludó con la más seductora de sus sonrisas; pero ellas creyeron distinguir en sus labios una irónica expresión. Indudablemente, aquel trasto de Rafaelito había relatado a R Y siempre el maldito caballo ocupando su pensamiento, viéndolo con los ojos de la imaginación tal como estaba en su cuadra al salir ellas de paseo, panza arriba, estirando convulsivamente las patas. Las tres llevaban dentro de sí, como implacable enemigo, -Vámonos, niñas -dijo la mamá con una expresión en que vibraba el dolor y la cólera-; vamos a casa, a ver cómo sigue aquello. Hoy el paseo está muy cursi.
Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muy cursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas, vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideración pública, quedando derrotadas y maltrechas. A Era la última sorpresa. El señor Cuadros, tirando de las riendas para refrenar su veloz caballo y agitando el látigo, las saludaba desde lo alto de aquella cáscara de nuez montada sobre ruedas.
A su lado iba Teresa, desbordando sus carnes blanduchas, sobre el banquillo de terciopelo azul, moviendo con cierta incomodidad su cabeza, como si le molestase la capota, recargada de rosas y follaje, regalo de su marido.
-Hasta la noche... Adiós, niñas. Esta noche iré a ver a ustedes.
Y Teresa enviaba una sonrisa sin expresión a su antigua señora, como suplicando que no abandonase la tarea de catequizar a su esposo.
¡Buena estaba doña Manuela para tales indicaciones! Sabía lo que significaban las asiduas visitas, unas veces por la tarde y otras por la noche, que le hacía aquel cincuentón; pero no pensaba ahora en eso. El encuentro había acabado de trastornarla. Sus a Esto era demasiado fuerte para poder resistirlo. Y la pobre mujer, toda susceptibilidad

y orgullo, sintió que algo caliente se agolpaba a sus ojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar. Su paso acelerado era una verdadera fuga. Huían del paseo, de aquel lujo que algunos días antes era su elemento y ahora les parecía un verdadero insulto. Cuando entraron en la plazuela donde vivían, la vista de su casa, que con el portalón entornado, los balcones cerrados y la fachada oscurecida por la última luz de la tarde tenía cierto aspecto lúgubre, hizo revivir en la memoria de las tres el recuerdo d -¡Dios mío! ¿Cómo estará el pobre Brillante?
Tan vehemente era su interés por la salud de la bestia, que hasta acariciaban la absurda esperanza de una extraña reacción, de un milagro que les permitiera tener el carruaje disponible para el día siguiente. Arrastradas por la rutina, hasta sentían tenta Al entrar en el patio dirigiéronse rectamente a la cuadra. Pasaron rozando la abandonada galerita, que, oculta bajo su funda de lienzo, sólo mostraba las ruedas, ligeras, amarillas y finas como las de un juguete; y después de asomar su cabeza con cierta z Era un espectáculo extraño. A la luz de un farolillo colocado junto al pesebre, los trajes azul y rosa de las niñas, sus sombreritos de flores, las joyas relumbrantes de la mamá, causaban el efecto de una aparición sobrenatural, que contrastaba con las pa El pobre muchacho, a pesar de su rudeza, contemplaba a Brillante con asombro doloroso, frunciendo el ceño como si quisiera cerrar el paso a las lágrimas. Los dos habían sido muy buenos amigos. El cochero celebraba sus picardías de animal viejo y brioso; t -¡Lo que somos!... ¡Lo que somos!... -decía Nelet entre dientes, sintiendo que cada espasmo de la larga agonía de su Brillante era una verdadera puñalada para él.
Al ver a las señoritas se adelantó algunos pasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado, declarándose impotente para remediar el mal. Brillante
se moría de una enfermedad extraña, de un nombre raro que Nelet no podía recordar; pero lo cierto era que estaba ya en la agonía.
Y el pobre caballo, como si quisiera afirmar las palabras de su amigo o reconociese a sus amas, levantaba la pesada cabeza, lanzando su estertor angustioso.
Aquello partía el corazón a las tres mujeres.
-¡Brillante! ¡Pobrecillo Brillante!
Se abalanzaron las tres a la pobre bestia, soltando sus faldas, cuyos bordes barrieron la suciedad del suelo. Doña Manuela casi arrodillada en el estiércol, sin acordarse de su elegante traje, cogía las cabeza de Brillante, que se elevaba trabajosamente c Era ridículo llorar la muerte de un caballo; sí, señor; ellas lo reconocían. Si les

hubiesen contado algo semejante de sus amigas, no hubieran sido flojas las burlas; pero así y todo, había que reconocer lo que aquel pobre animal representaba para la familia, las ilusiones que se llevaba con su muerte.
¡Adiós, compañero de grandeza! La familia sólo tendría para ti grato recuerdo. Mueres representando la fortuna que se aleja de casa, el prestigio que se pierde, la altivez que se desvanece; y cuando salgas de ella a altas horas de la noche en sucio carro Y las tres mujeres, con el cerebro embotado de confusos pensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cuadra, subieron lentamente la escalera, como agobiadas por el dolor.
Amparito, en otras ocasiones la más risueña y juguetona, era la que ahora lloraba como una niña. Su madre había tenido que sacarla de la infecta cuadra cogiéndola del brazo.
-¡Ay, Brillante!... ¡Pobrecito Brillante mío!
Y hasta había llegado a unir su linda cabecita de bebé con las negras narices de la bestia, cubriéndolas de besos.
El desaliento las tuvo hasta bien entrada la noche clavadas en sus asientos del salón, silenciosas, sin otra luz que el escaso resplandor de los reverberos públicos que entraba por los balcones abiertos, produciendo una débil penumbra. Las tres, envueltas Los pensamientos de doña Manuela aún eran más oscuros. Miraba en torno de ella, y nada, ni un mal rayo de esperanza amortiguaba su desesperación. Necesitaba dinero para reponer esta pérdida que tanto podía influir en el prestigio de la familia, y para sat ¡Y pensar que ella, que había derrochado tantos miles de duros y vivía con cierta ostentación, pasaba angustias por unos cuantos miles de reales!... El recuerdo de su hermano se aferraba tenazmente a su memoria. ¡Ah, maldito avaro! Necesario era todo su m Otro de los que no se podía contar para salir de su situación era su hijo Juanito. Doña Manuela, que le había tenido tanto tiempo a su voluntad, asombrábase ahora ante sus alardes de independencia. Le había cambiado su hijo, según ella decía con el tono q Esto indignaba a doña Manuela. Habíase despertado en él la fiebre de la explotación. Revivía la sangre comercial de su padre, el instinto acaparador de su tío don Juan; y contagiado por la atmósfera de jugadas victoriosas y millonadas de papel que respira El acto de ciega confianza de su novia y su vieja amiga, entregando sin temor los ahorros al omnipotente don Ramón Morte, había acabado por decidirle. ¿Iba a ser él

más cobarde que aquellas dos mujeres?
Vendió su huerto de Alcira, y los ocho mil duros que le dieron engrosaron el raudal de oro que, a impulsos de la más ciega confianza, iba a caer en las cajas del filántropo banquero. Una parte de su capital lo invirtió su eminente protector en papel del E Vacilaba algunas veces, sentía misteriosos terrores al pensar que su fortuna estaba a merced de un capricho del azar; mas no por esto perdía la confianza, y nada había reservado de su capital para responder a los vencimientos de los pagarés que le había h Todo lo sabía doña Manuela, y por eso colocaba a su hijo al mismo nivel que su hermano. ¡Vaya unos parientes! Podía una morirse en medio de la calle, bien segura de que nadie acudiría en su auxilio.
Y enfurecida por lo difícil de la situación, doña Manuel crispaba sus manos arañando los adornos de su bata. Sólo una esperanza le restaba, pero no quería pensar en ella, pues en su interior elevábase como una voz de protesta.
Estaba segura de que cierta persona le facilitaría a la menor indicación aquel dinero que tantas angustias le producía. Indudablemente, al señor Cuadros no le era difícil salvar a una amiga por unos cuantos miles de reales, él, que todos los meses contaba Conocedora de la vida, comprendía la importancia de aquel favor, y lo que forzosamente habría de sobrevenir. Un mes antes no habría vacilado en acudir a su antiguo dependiente, a pesar de lo mucho que esto lastimaba su altivez. Pero ahora, al pensar en la Ella, que hacía tantos años no se acordaba para nada de Melchor Peña, sentíale vagar en torno como un espíritu de su honrada viudez. Del doctor, de su segundo marido, no se acordaba para nada. Aquel buena pieza, con sus infidelidades, no tenía derecho a e Lo que más extrañeza le causaba era que se mostrase ahora en ella tan terribles escrúpulos, cuando a raíz de su primera viudez había caído fácil e insensiblemente en los brazos de Pajares. El amor había ahogado entonces las preocupaciones; pero ahora se t Y doña Manuela, embriagándose con la energía de la resolución, pensaba en la miseria como en una cosa desconocida, pero que iba pareciéndole grata por ser la salvación de su honor. Trabajarían ella y sus hijas. También duquesas, princesas y hasta reinas s Cuando Rafael y Juanito llegaron a casa, la familia pasó al comedor. La cena fué

triste. Parecía que el cadáver tendido abajo, en la suciedad de la cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos e inmóviles a sus antiguos amos.
Al terminar la cena, los dos hermanos salieron, marchando cada uno por su lado.
Juanito había cambiado de costumbres, No volvía a casa hasta las once de la noche, y después de hacer una corta visita a Tonica y Micaela, iba a un café donde se reunía la gente de Bolsa y podían apreciarse diariamente las opiniones y profecías de alcista A las nueve de la noche recibieron las de Pajares la visita de Andresito y su papá. Doña Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó, como si éste pudiera adivinar los pensamientos que la habían agitado poco antes.
Mostrábase gozoso y radiante el señor Cuadros, como si le alegrase la noticia que en el patio le había dado Nelet. ¿Conque había muerto el caballo? Vamos, ahora se explicaba por qué iban aquella tarde a pie por la Alameda. Era de sentir la pérdida, porque Las niñas hablaban con Andresito cerca del piano, y doña Manuela, serena y en posesión de sí misma, miraba fijamente a su antiguo dependiente. Le escandalizaba el desprecio con que aquel hombre hablaba del dinero, y recibía como un sangriento sarcasmo la Aquel hombre, cegado por su fortuna, no sabía lo que decía. Igual era ella algunos años antes, cuando tenía fincas que vender o empeñar y arrojaba el dinero a manos llenas. Pero ahora la pobreza vergonzante y cuidadosamente ocultada le había enseñado el v El señor Cuadros, siempre ignorante de la verdadera situación de la casa, molestaba atrozmente a doña Manuela. Quería aparecer amable, y para esto le hacía ofrecimientos que resultaban sarcasmos. Él se encargaría de la compra del caballo. Vería ella cómo -Lo que a usted le conviene, Manuela, es comprar el caballo cuanto antes, pues si las gentes las ven a ustedes paseando muchos días como hoy, harán maliciosos comentarios. Los que estamos a cierta altura debemos mirarnos mucho en nuestras cosas.
Y el afortunado majadero, al hablar de la altura, cerraba los ojos como si sintiera el vértigo de los que se hallan en la cúspide.
Lo que más efecto causó en doña Manuela fué la afirmación de que la gente haría comentarios si no se mostraba en público como siempre. Ahora reaparecía la altivez de su carácter, estremeciéndose al pensar en la mortificante lástima con que se hablaría de Ella no tenía carácter para sobrellevar con resignación la miseria. Estaba decidida. Había que sostenerse en la altura, empleando todos los medios; y después, que viniera todo, hasta aquello que sólo al pensarlo tanto rubor le producía.
Y la vanidosa señora, para afirmarse en su resolución, buscaba ejemplos y recordaba lo que tantas veces había oído en las murmuraciones infames de las tertulias: los

innumerables casos de señoras tan decentes como ella, bien consideradas por la sociedad y que habían hecho sacrificios iguales para salvar el prestigio de sus casas. Y sostenida por el pernicioso ejemplo de aquellas mujeres, a las que tanto había censurad El bolsista adivinaba algo en las miradas de la esposa de su antiguo principal. Y en su credulidad de calavera viejo e inocente, echaba el cuerpo atrás con cierto orgullo, como si estuviera convencido de que sus prendas personales habían influído en tan a Terminó la visita a medianoche, y cuando el padre y el hijo se dirigían hacia la puerta, acompañados por las señoras de la casa, doña Manuela cambió sus últimas palabras con el señor Cuadros.
-Quedamos -dijo la señora- en que usted se encargará de la compra del caballo. Mañana mismo confío en que habrá hecho mi encargo.
-¡Oh, seguramente!... Ya sabe usted que todas sus cosas me interesan como mis propios negocios.
-Entonces, venga mañana a las tres y le daré el dinero.
-¿Quiere usted callar? Ya arreglaremos cuentas más adelante... Pero, en fin, vendré por tener el gusto de charlar un rato.
Y el señor Cuadros salió de la casa satisfecho de sí mismo, bufando de satisfacción, contoneándose como un joven y mirando con cierta lástima a su hijo que caminaba al lado de él tímido y encogido. Un risueño optimismo le hacía olvidar que era su padre. ¡ Al día siguiente, el señor Cuadros fué puntual. A las tres de la tarde entraba en casa de doña Manuela, y se sorprendió agradablemente al ver que la señora estaba sola en el salón, vestida con la más elegante de sus batas y el rostro retocado con los más Las niñas habían sido enviadas por su mamá a casa de las magistradas. Juanito estaba en la tienda, y en cuanto a Rafael, no había que esperarle hasta bien entrada la noche.
En el comedor oíase el ruido de los cubiertos que secaba Visanteta, la única que se enteró de la visita del señor Cuadros y de lo larga que resultó. Ella fué la que oyó las risas apagadas de la señora y el arrastre de algunos muebles, como si fueran empuj Al día siguiente, la familia pudo salir a paseo en su carruaje, y un caballo más joven y de mejor estampa que Brillante ocupó el vacío que la muerte había dejado en el pesebre. Las amarguras sufridas en aquel domingo fueron olvidadas ante una abundancia c Todo era dicha y tranquilidad en casa de doña Manuela. Y el contento de la familia repercutía en Las Tres Rosas, donde la sencilla Teresa considerábase feliz. Sabía que su marido había roto definitivamente con Clarita, aquella mala piel que vivía en la ca

gastos. Es más, un alma caritativa le había hecho saber que aquella perdida le engañaba, burlándose de él con los chicos de la Bolsa; y don Antonio mostrábase arrepentido, dispuesto a no proteger a más mujeres de tal calaña.
La pobre Teresa, al pensar que su antigua señora era la que había realizado tal milagro, atrayendo a su esposo a la buena senda, sentía tal gratitud, que no podía hablar de ella sin que le saltaran las lágrimas. ¡Qué buena persona era doña Manuela! Ella ú

X

Juanito vivía entregado a la agitación y la zozobra del que confía su porvenir a los caprichos del azar.
Él , tan metódico y cuidadoso de cumplir sus obligaciones, abandonaba la tienda para ir a la Bolsa en compañía de su principal, o a los lugares donde se reunían sus compañeros de explotación financiera. ¡Valiente cosa le importaba Las Tres Rosas! Ya no qu Su novia, prácticamente, refrenaba sus entusiasmo financieros. No había que tentar a la fortuna; y ahora que se mostraba favorable, era una locura no retirarse a tiempo.
Pero Juanito se negaba a oírla. ¿Qué saben de negocios las mujeres? ¿Por qué había de quedarse en la mitad del camino, cuando podía seguir a su principal hasta el paraíso de los millonarios? Enamorado cada vez más de Tonica, le halagaba la idea de casarse El deseo de llegar cuanto antes a este final apetecido era lo que le hacía ser audaz y acallaba sus temores de una probable ruina. Los que le habían conocido en otros tiempos asombrábanse por el cambio radical de su carácter. Su tío Juan no hablaba ya con -Juanito, eres un imbécil -dijo el avaro con los labios trémulos por la rabia, erizándosele el bigote de cepillo-. Siempre creí que en tu carácter había más de tu padre que de mi hermana, y por eso te quería; pero ahora veo que me engañé. Te han perdido l

me decía: «Esto será para el chico.» Pero ahora estoy desengañado. Anda, anda, hazte millonario en la Bolsa, y si quedas en pordiosero, no vengas a buscarme, porque lo que hará tu tío es reírse al ver lo bruto que eres.
La ruptura con su tío entristeció a Juanito. No había conocido otro padre; y, además, en sus cálculos de comerciante siempre había figurado la esperanza de ser el heredero de don Juan. Pero las agitaciones de la Bolsa y especialmente las ganancias, amorti Cuando, a fin de mes, cobraba las diferencias, decíase con extrañeza: «Parece imposible que nos censuren por dedicarnos a una explotación tan cierta. Pero, ¡bah!, ¿quién hace caso de esta gente rancia?»
Y entre los rancios, no sólo figuraba su tío, sino que don Eugenio, el fundador de Las Tres Rosas, que también manifestaba al joven gran descontento. Siempre que Juanito se encontraba en la tienda con el viejo comerciante, éste le lanzaba miradas tan pron -¡Ay Juanito, Juanito!... Te veo perdido. Ese demonio de Cuadros te arrastra a la perdición... No lo defiendas, no intentes justificarte. Ahora te va muy bien para que pueda convencerte; pero al freír será el reír.
Y el viejo volvía la espalda, con la confianza de que los hechos vendrían en apoyo de sus pronósticos.
Únicamente en su casa encontraba Juanito aplauso y consideración. Su madre le quería más desde que le veía entregado a los negocios. Su hijo ya no era un dependiente de comercio; era bolsista, y éste siempre proporciona mayor consideración social. Además, La proximidad de la feria de julio preocupaba a la familia. Nunca se habían pasado veladas tan agradables en casa de las de Pajares. Por la noche, después de la cena, llegaban el señor Cuadros, Teresa y su hijo, y comenzaba la alegre reunión.
Por los balcones abiertos penetraba el hálito caliginoso de las noches de verano, cargado de enervantes perfumes. La plazuela animábase. El calor arrojaba de sus estrechos cuchitriles a la gente de los pisos bajos, y las puertas estaban obstruídas por cor En los corrillos de la plaza partíanse enormes sandías, y las mujeres, con el moquero sobre el pecho para librarse de manchas, devoraban las tajadas como medias lunas, chorreándoles la boca rojizo zumo. En la puerta susurraba la guitarra con melancólico r Las niñas, con Andresito, hacían planes para la próxima feria. Recordaban los rigodones en el pabellón de la agricultura y los alegres valses en los del Comercio; pensaban en los trajes que les había traído la modista francesa, y que guardaban intactos pa

amigas.
Habían vuelto a aquella casa la calma y la felicidad.
Hasta Conchita, a pesar de su carácter iracundo y malhumorado, considerábase dichosa al ver que Roberto volvía al redil, mostrándose más enamorado que antes. Por las noches, abandonando a su amigo Rafael, asistía a la tertulia de las de Pajares, y no cont La gran preocupación de la familia eran las tres corridas de toros, festejo el más ruidoso de la feria. La tertulia tenía ya ultimados sus proyectos. El señor Cuadros compraría un palco de los mejores para las dos familias; y lo mismo las de Pajares que T Las niñas tenían preparados sus trajes de manola, y un sinnúmero de veces se habían ensayado ante el espejo para aprender a colocarse con naturalidad y buen gusto la blanca mantillas de blonda. En cuanto a la dos mamás, pensaban lucir oscuros trajes de se Llegó el día de la primera corrida. La atmósfera parecía cargada de un ambiente extraño de locura y brutalidad. Por la mañana arremolinábase la gente, con empujones y codazos, en torno de los revendedores que en la plaza de San Francisco voceaban las de s El gentío presentaba igual aspecto en todas las calles, como si la ciudad entera se hubiese vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros cordobeses de blanco fieltro o marineras de paja, cazadoras de color claro, corbatas rojas, y en todas las bocas un La Bajada de San Francisco era un torrente por el que rodaban sin cesar las oleadas de gentío. Las jacas pamplonesas, cubiertas con inquietos borlajes y repiqueteantes cascabeles, pasaban como rayos por entre el gentío, tirando de las tartanillas de color Muchachos desharrapados rompían las oleadas del gentío, ofreciendo la vida de Lagartijo en aleluyas, los antecedentes y retratos de los seis toros que iban a lidiarse, o pregonaban unos abanicos de madera sin cepillar, y en los cuales una mano torpe había Los babiecas ávidos de emociones agolpábanse frente a las fondas donde se alojaban las cuadrillas, esperando pacientemente las salida de los toreros para poder tocar con respeto los alamares del diestro. La gente abría paso con curiosidad cada vez que alg Entre los carruajes que velozmente y atronando las calles atravesaban el centro de la

ciudad, pasó el cochecito de Cuadros, y tras él, una carretela de alquiler, en la que iban las de Pajares. Doña Manuela, en el sitio preferente empolvada y retocada con tal arte que su rostro producía cierta impresión asomando por entre los festones de la ¡Qué tarde tan hermosa! Nunca se sintieron las de Pajares más contentas de la vida. Al descender del carruaje frente a la plaza, llovieron sobre ellas los requiebros; y para todas hubo, hasta para la mamá, que respiraba ruidosamente y enrojecía, satisfec El señor Cuadros estaba orgulloso de la situación. No podía quejarse de la vida. Ganaba cuanto quería; parecía un muchacho, con su trajecito claro, corbata roja y el enorme cigarro, al que conservaba la sortija de papel para que todo el mundo se enterase Sentíase satisfecho de la situación el señor Cuadros, y las ávidas miradas fijas en el palco parecíanle un homenaje a él. No se podía pedir más felicidad. Cumplía con la conciencia y con el placer. A un lado, la esposa legítima; al otro, doña Manuela, la En el fondo del palco estaban el hijo de Cuadros y los dos de doña Manuela, con los gemelos en la mano, contemplando el aspecto de la plaza. En el tendido de sombra, el graderío circular era un escalonamiento de sombreros blancos que bajaba hasta la barre Enfrente, bajo el sol, que agrietaba la piel en fuerza de sacar sudor, que hacía humear las ropas y ponía un casco de fuego sobre cada cabeza, enloqueciéndola, estaba la demagogia de la fiesta, el elemento ruidoso, que aguardaba impaciente, tan dispuesto

lacias e inertes las banderitas rojas y amarillas, palpitando perezosamente cuando un suspiro fresco, enviado por el mar a través de la vega, arrastrábase sobre aquellas gentes, aplastadas por la insolación, haciéndoles dilatar fatigosamente los pulmones. Eran las cuatro de la tarde y se impacientaba la gente. Por detrás de la barrera iban los chulos de la plaza con sus blusas rojas, abrumados bajo el peso de las capas de brega, repugnantes andrajos manchados de sangre; y por los tendidos, haciendo prodigi Sonó la música, y un movimiento de ansiedad, de emoción, dió la vuelta a la plaza, haciendo latir sus corazones.
Esto era lo que más gustaba a las de Pajares. La lidia las aburría o las horrorizaba; pero la salida de la cuadrilla las enardecía, y movíanse nerviosamente en sus asientos al ver el desfile de jacarandosas figurillas, que, a la luz del sol, destacábanse Pasada la primera impresión de entusiasmo, cuando las doradas capas cambiáronse por sucios trapos y cesó de tocar la música, saliendo el alguacil al redondel a todo galope, las de Pajares presintieron el aburrimiento.
El primer toro..., ¡bueno! Todavía les causaba cierta ilusión el arrojo de los diestros, el valor de aquellos cuerpos esbeltos, nerviosos y ligeros que escapaban milagrosamente de entre las curvas astas; pero apenas empezó la parte brutal del espectáculo Y, conforme avanzaba la corrida, la mayoría del público contagiábase del aburrimiento del espectáculo, y hasta los del tendido de sol, si no por repugnancia por fastidio, callaban, dejando que los lances en la arena se desarrollasen en medio de un tétrico La salida de la plaza era lenta, desmayada, contrastando con la llegada, ruidosa como una invasión. Todos parecían cansados y caminaban con cierta lentitud y ensimismamiento, como el que acaba de ser víctima de un engaño o ve defraudadas sus ilusiones. Lo Por fin vieron a Nelet, que guardaba el cochecito del señor Cuadros. Vestía de blusa, pues la carretela de las señoras era de alquiler y tenía cochero propio.

Iba a subir el señor Cuadros en su pescante y empuñar las riendas, cuando el cazurro muchacho se rascó la cabeza y pareció recordar algo.
-Oiga, don Antonio: don Eugenio me ha dado este papel, encargándome mucho que no tardase en entregarlo.
Y ofrecía un cuadrado papel azul con el cierre intacto. Era un telegrama.
Juanito, al ver el despacho, por un instinto de solidaridad, apartóse de su madre, colocándose al lado del maestro.
-¡Bah! -dijo el señor Cuadros con indiferencia-. Será un telegrama de nuestro corresponsal en Madrid.
Y por la fuerza de la costumbre le rasgó el cierre, viendo su contenido con rapidez.
Pero inmediatamente palideció, dió una patada al suelo y soltó unos cuantos pecados gordos, de aquellos que hacían ruborizar a Teresa y fruncir el gesto a doña Manuela, intransigente con tales groserías. Juanito, que leía por encima del hombro de su princ -Ya ves, Juanito -dijo con precipitación el maestro-. Acaba de subir de un golpe cerca de tres enteros. ¿Qué será esto? Hay que ver en seguida a don Ramón. Lo que es por esta vez ¡se ha lucido!... Pero no; él no se equivoca fácilmente. Aquí hay gato encer Y montó en el cochecillo, nervioso e impaciente, con el deseo de llegar cuanto antes a casa para dejar a la familia y correr en busca del infalible protector.
Juanito no tuvo tanta presencia de ánimo. Pálido, sudoroso, hablando y gesticulando como un somnámbulo, casi echó a correr sin despedirse de la familia. Iba al despacho del poderoso Morte, a aquella Meca de la fortuna, y sentía una inmensa extrañeza al ve

XI

La derrota fué completa.
A los dos días, ninguno de los bolsistas que tenían por oráculo al famoso don Ramón dudaba de ella. El mismo banquero confesaba que esta vez se había equivocado, aunque no por ello dejaba de sonreír, asegurando que lo mismo que había ocurrido un alza cont Y aquellos hombres de fe inquebrantable acogían como risueña esperanza las ambiguas palabras del banquero, prestándoles esto cierta energía para sobrellevar el golpe. A todos los admiradores de don Ramón los había alcanzado la derrota; pero quien más sufr Pero él no desmayaba; no, señor. ¿Qué gran general no sufre una derrota? Él era soldado fiel de don Ramón y le seguía a ciegas, convencido de que con un hombre así, de tropezón en tropezón, más tarde o más temprano se llegaba a la victoria.
Con el error del banquero quedaba lo mismo que antes de entrar en la Bolsa: dueño de la tienda y de unas cuantas fincas sin importancia. Pero esto mismo le animaba y le hacía ser más tenaz en sus propósitos. Al fin, ¿qué había perdido? Igual estaba ahora

el dinero a manos llenas. ¡Adelante! El buen carretero vuelca muchas veces en un bache insignificante.
Y con tantos ánimos se sentía, que consolaba a Juanito, el cual, sin perder tanto como su maestro, mostrábase aterrado por el suceso.
-Vaya, muchacho; debes tener más alma o retirarte del negocio. ¿Crees tú que se pescan millones sin correr peligro? Aquí me tienes a mí, que me he quedado lo mismo que hace un año: convertido en un tenderillo de escasa fortuna. Otro se consideraría
perdido; pero yo me quedo tan fresco. ¿Que sigue sosteniéndose el alza? Pues yo a la baja, como antes. A la baja está don Ramón, y sigo a su lado. No hay cosa que disguste tanto a la suerte como la inconsecuencia.
Con estas seguridades, dadas enérgicamente, aunque sin saber con qué fundamento, el señor Cuadros conseguía serenar a Juanito.
No tenía igual poder sobre don Eugenio, su antiguo principal. El pobre viejo, al saber el gran descalabro, en vez de irritarse depuso su huraña actitud, aproximándose a su antiguo dependiente para darle consejos con tono paternal.
-Estás a tiempo para retirarte. Lo que te pasa es un aviso de la Providencia. En realidad, nada has perdido. El dinero mal ganado se lo lleva el diablo. Lo que ahora tienes es lo adquirido honradamente y a fuerza de trabajo. Créeme, Antonio: a vivir como Cuadros, a quien la derrota había privado de fuerzas para discutir su pretendida infalibilidad en jugadas de Bolsa, contestaba afirmativamente al viejo y parecía aceptar todos sus consejos; mas no por esto se hallaba menos decidido a seguir a su gran homb Algo más que el desgraciado negocio preocupaba a Juanito. Una noche al retirarse después de acompañar a Tonica y su amiga en su paseo por la feria, encontróse en la puerta de casa con su hermano Rafael, que se llevaba el pañuelo al rostro como para oculta Arriba, a la luz del comedor, vió a Rafael con un ojo amoratado y las narices sucias de sangre. El joven elegante, admiración y orgullo de la madre, olía a vino, y con palabrotas de las más soeces explicaba lo que acababa de ocurrirle. Nada, una cosa de p No quiso decir más, aceptando con gruñidos de borracho los cuidados paternales de Juanito, que hizo todo cuanto pudo para curarle las contusiones. El pobre muchacho, al ver a su hermano cruelmente aporreado, sintió renacer el cariño de otros tiempos, cuan Al día siguiente hizo averiguaciones para conocer con exactitud lo ocurrido; los calaverillas de la Bolsa, que sabían lo de la riña, le enteraron con una exactitud cruel.
Quien había aporreado a su hermano era Roberto del Campo. Los dos cenaron en un restaurante para conmemorar los buenos golpes que habían dado en la ruleta del Sportman Club. Se habían emborrachado amigablemente, y al dirigirse después hacia la feria, surg Aquel miserable se había permitido asegurar cosas que hacían enrojecer al pobre Juanito: intimidades repugnantes con su novia cuando por la mañana hablaban en la escalera; secretos, en fin, que Juanito tenía por calumniosos, y que únicamente podía

revelar un canalla como aquél. Su amigo había contestado a las confidencias con una bofetada, y después ocurrió la riña, de la que Rafael salió tan mal parado.
Juanito se conmovió por el suceso. Decididamente, su hermano no era malo: su prontitud en defender la honra de la familia, castigando la calumnia, hacíale simpático. Y el sencillo Juanito, olvidando lo de la borrachera, consideró a su hermano como un héro Su sorpresa fué inmensa al ver el poco caso que Concha hacía de sus palabras.
-Mira, chico: todo eso que me dices son líos de Rafaelito, y harás bien no metiéndote en nada. Yo quiero a Roberto, ¿me entiendes? Él me quiere a mí a pesar de todo cuanto digas, y eso de que se permitió hablar ciertas cosas es una mentira de Rafael, que, Y la joven se expresaba con serenidad, con frescura, como si se tratase de la honra de otra y aquel Roberto fuese un infeliz a quien calumniaban.
Juanito no podía contener su asombro, ¡Dios mío, qué gente aquella! ¿Y era su hermana la joven que permanecía tranquila ante suposiciones ofensivas para su dignidad? Insistió, cada vez más escandalizado; pero Conchita cortó rudamente sus recriminaciones: -¡Cállate! Como eres un tonto, crees que todos los jóvenes han de ser iguales a ti. Roberto es como es..., y basta. Yo contenta, pues todos satisfechos.
Y le volvió la espalda desdeñosamente.
Entonces acudió la mamá. Él no podía permitir que aquella loca, por amor o despreocupación, mirase impasible lo que de tan cerca hería el prestigio de la familia. Doña Manuela le escuchó atenta; aparentó indignarse en el primer momento; pero al fin dijo, -Mi pobre Juanito, tú eres muy bueno; no conoces el mundo, no tienes sociedad, y te extrañan y escandalizan muchas cosas que realmente carecen de importancia. No tuerzas el gesto, que no intento defender a ese muchacho, aunque me extraña mucho que un jove Y doña Manuela, ofendida por la insistencia de su hijo, que tildaba de quijotesca, se separó de él casi tan huraña y despreciativa como Conchita.
Ahora sí que Juanito sentía a su alrededor un triste vacío. ¿Quién quedaba en aquella casa que pensase como él? Únicamente en los hombres había que buscar la vergüenza. Rafaelito y él eran los depositarios de la dignidad de la familia. Por eso, él, que ha Este golpe acabó de anonadar a Juanito. También su hermano desertaba. Nadie; ya no quedaba en su casa un corazón que pudiera colocarse al nivel del suyo. ¡Cómo sentía ahora su rompimiento con el tío don Juan! El viejo, a pesar de su tacañería y sus manías

Juanito pensaba ir en su busca como en otros tiempos, pues sus consejos eran como un baño de dignidad y rígida honradez, que le hacían resistir mejor la atmósfera de putrefacción moral de su casa. Cada vez se sentía más alejado de la familia. Vivía como s Tonica y de la pobre ciega, sintiendo el anhelo de purificarse, cual si las palabras de los suyos estuviesen agarradas a su piel como asquerosas manchas.
El pobre muchacho se sentía sin fuerzas para seguir viviendo con la familia. Un obstáculo invisible se levantaba entre él y los suyos. Decía bien su tío don Juan. Él era de otra raza. Formaba aparte en el seno de la familia. Todos estaban ligados por la v No; él no tenía madre. Los otros, los de Pajares, eran los legítimos vástagos de doña Manuela, su fiel retrato en lo moral. Él sólo era el hijo Melchor Peña, con toda la inocencia, la hombría de bien, la ruda dignidad del montañés de Aragón..., y Melchor Pero, a pesar de su tristeza, Juanito seguía adorando a aquel ídolo, ante el cual volvía la cabeza para no ver los defectos, recordando sólo lo que le parecía bueno.
Doña Manuela podía parecerle en ciertos momentos falta de dignidad; pero él echaba la culpa de todo a la maldita ambición, que la sumía en los enredos y trampas, donde dejaba a jirones poco a poco, por sostener el boato de la familia, aquella altivez que Además -y esto era lo principal para Juanito-, la viuda, dedicada en absoluto a sus hijos, buscando por caminos engañosos asegurar su porvenir, no había dado motivo a la más leve murmuración. Tratándose de dinero, era capaz de mentir y hasta de estafar, t Juanito, como esos desesperados que encuentran todavía en su miseria cosas agradables, reconocía en su madre grandes defectos, pero se extasiaba ante su honradez de mujer.
Un suceso vino a sacarle de la triste preocupación que le causaban los asuntos de su familia. Era el último día de feria. Por la tarde, en la Bolsa, circuló una noticia que hizo palidecer a todos los protegidos de don Ramón Morte. En vez de cumplirse los Esta vez desapareció por completo la confianza que Juanito tenía en la infalibilidad de su principal y del señor Morte. La ruina era indudable. El mismo don Antonio le había dicho que si no sobrevenía pronto la baja saltaría él a fin de mes con todos los El infeliz joven, poco avezado a los azares del juego e incapaz de ocultar las terribles impresiones de la ruina, sintió ganas de llorar en plena Bolsa, ante los corredores y alcistas, que sonreían con un gozo feroz viendo la agonía de sus contrincantes. Pero Juanito era de los que en la desgracia aguardan siempre una inesperada salvación. Pensó que era preciso avisar al señor Cuadros; tal vez él, como hombre experto en los negocios, encontraría el medio de salir a flote. Extrañábale mucho que no estuvier En Las Tres Rosas sólo encontró a don Eugenio.

-¿Qué tienes? -preguntó el vejete-. Tienes cara de susto... ¿Que si está Antonio? No; salió después de comer. ¿Necesitas verlo? ¿Es urgente el asunto? Pues entonces... -y se rascó la cabeza como si dudase-, entonces puedes buscarlo en tu casa; de seguro l Juanito no quiso oír más y salió a buen paso con dirección a su casa.
Por el camino preocupábanle las palabras de don Eugenio, la triste sonrisa con que
había acompañado su última pregunta. Subió al trote la escalera de su casa, dando un vigoroso tirón a la campanilla.
Abrió Visanteta, y al verlo comenzó a darle explicaciones antes que él preguntase. Las señoritas habían salido; estaban en casa de las magistradas.
-Bien; pero ¿y el señor Cuadros, no está aquí?
Y Juanito miró angustiosamente a la criada, que balbució, no sabiendo qué responder.
La empujó rudamente y entró. Visanteta, sin perder su ceñuda seriedad, levantó los hombros, hizo un gesto de resignación, como diciendo: «Que ocurra lo que Dios quiera», y volviendo la espalda al señorito, se fué hacia el comedor.
No había nadie en el salón. Bajo el sofá sonaba el juguetón cascabeleo de Miss, la perrita inglesa, que al notar la presencia de Juanito sacó a medias, por entre los lambrequines, su cabeza de juguete.
La mirada del joven examinó rápidamente el salón, fijándose con estúpida tenacidad sobre el sofá, como si viese en él algo extraño que le atraía sin explicarse la causa.
Era una chaqueta blanca arrojada con descuido, y que causaba en el joven la misma impresión de esos rostros que, siendo amigos, tardan mucho en reconocerse.
Llevóse la mano a la frente, como si fuera a arañarse con cruel impulso, y sus ojos se dilataron con espanto. Fué un momento, un momento de vértigo nada más; pero en tan corto espacio creyó que la habitación danzaba como una peonza, que el techo descendía Bien conocía aquella chaqueta: era la de su principal, la que tantas veces le había rozado al descansar paternalmente la manga sobre su hombro. Miss, saliendo de su escondite, frotábase contra sus piernas, gruñendo amistosamente.
Pero, en fin, ¿qué era aquello? Nada significaba el pedazo de tela. Mas ¿dónde estaba el señor Cuadros? Insensiblemente se dejó arrastrar por un espíritu de desconfianza que acababa de despertarse en él, y dentro de su casa, por una precaución inexplicabl Sin darse cuenta de ello, se vió junto al cortinaje que cubría la puertecilla por donde entraba doña Manuela todas las noches a la hora de acostarse. El mismo instinto que le hacía recatarse fué quien hizo avanzar su mano, levantando levemente un lado de Miró, y, sin embargo, no sufrió la impresión de momentos antes. Todo era verdad. Ahora comprendía las palabras de don Eugenio, su sonrisa triste, la mirada de conmiseración con que había acompañado su rápida salida de la tienda.
Y abrumado por la sorpresa permaneció erguido, con los ojos desmesuradamente abiertos, apoyando su espalda en la pared, como si temiera desplomarse.
Debió lanzar un suspiro; tal vez chocó con demasiada rudeza contra la pared.
-¿Quién anda ahí?
Y, tras larga larga pausa, contestó a esta voz femenil otra de hombre en tono más bajo, pero que rasgó los oídos de Juanito:
-Será Miss, que juega.

No supo cómo salió de allí. Lo único que pudo recordar fué que el instinto de precaución le dominaba aún, y que al bajar la escalera lo hizo de puntillas, evitando roces, como si fuera un delincuente y temiera ser descubierto.
Cuando se vió en la calle sintió un calor insufrible. Ya sabía quién la apretaba con tanta crueldad la garganta. Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.
Aire..., espacio..., libertad; se ahogaba en las calles tortuosas, con sus paredes que parecían aproximarse para cerrarle la marcha; necesitaba horizontes inmensos, para no creerse aplastado, para poder ensanchar sus pulmones y arrojar la cruel madeja de Una sensación fresca lo despertó de aquella pesadilla, que le hacía caminar como un somnámbulo aterrado. Estaba en las Alamedas de Serranos, y marchaba con la cabeza inclinada, los brazos a la espalda: la misma expresión de los tipos casi lúgubres que aco A lo lejos, tras las cortinas de los árboles que circuían el verdoso estanque, sonaba el canto melodioso de un coro de niñas confundiéndose con el juguetón parloteo de los traviesos gorriones:

Yo me quería casar,
yo me quería casar
con un mocito barbero...

Juanito sentía deseos de llorar como cuando escuchaba las romanzas italianas de Amparo. Pero ahora no era el amor quien ponía en tensión sus nervios: eran los recuerdos del pasado, que contrastaban penosamente con su situación actual.
Le hacía daño la inocente melopea infantil. Se veía con la imaginación vistiendo el trajecito escocés de su niñez, cuando su madre, con tocas de viuda, le llevaba a la glorieta a que jugase con las niñas, pues su timidez y debilidad no le permitían altern Ya no creía en su madre. La fe se había rasgado en él como una virginidad irreparable, Le hacía daño el canto infantil, y para no llorar salió rápidamente del paseo, siguiendo el pretil del río.
Caminando junto a la carretera polvorienta, sin ver otras caras que las de los carreteros que marchaban perezosamente tras su vehículos, o las de los guardas de consumos, sentados ante sus garitas. No tenía miedo, como el poeta, a encontrarse con su dolor Sentía en torno de su persona la imagen invisible de un padre que no había conocido. El recuerdo del pobre Melchor Peña le inspiraba cierta conmiseración. Aquél también había vivido engañado. Amó locamente a su esposa, sin conocer su verdadero carácter, y Su madre era una tramposa capaz de todos los enredos y vergüenzas para conservar el falso oropel de su vida; su madre despreciaba las murmuraciones que herían hondamente el honor de la familia; dejaba a las hijas que se arrojasen en el peligro, arrastrada

como una perdida en brazos de un amigo de su esposo; se vendía infamemente cuando estaba próxima a la vejez, manchando todo su pasado, por una necesidad de orgullo. ¿Qué será, pues, lo que quedaba a aquella mujer? Nada absolutamente. Aquel descubrimiento leño. ¿Por qué había nacido del vientre de aquella mujer? ¿No podía tener una madre como lo son todas? Y furioso contra la fatalidad, que le había dado por madre a doña Manuela, cerraba los puños como si quisiera estrangular a alguien.
Levantó la cabeza y vió que se había separado del pretil, siguiendo por el camino de ronda. Ante él alzaban sus pesadas moles cilíndricas las dos torres de la Puerta de Cuarte, con la rojiza costra acribillada por los profundos agujeros de las granadas fr Contemplaba fijamente los tragaluces angostos y enrejados de los calabozos donde estaban los presos militares. Pensaba con envidia que allí dentro, en las mazmorras lóbregas y húmedas, se estaría muy bien, rodeado de absoluto silencio, lejos del mundo, si Permaneció largo rato mirando fijamente aquellos colosos de argamasa, hasta que por fin se dió cuenta de que algunos chicuelos del barrio formaban círculo en torno de él, contemplándole con curiosidad, tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que par Juanito huyó de aquella pillería, cuya mirada insolente y burlona nada bueno presagiaba, y siguió por el camino de ronda, sumiéndose al poco rato en sus tristes reflexiones. Volvía a caminar automáticamente, sin fijarse en las personas que pasaban junto a ¡Oh, cuán execrable le resultaba ahora su antiguo ídolo! Y, sin embargo, estaba convencido de que todo su odio era una impresión del momento, que se desvanecería apenas se hallase en presencia de la mamá: Es muy difícil desarraigar un cariño de tantos año -¡Eh..., a un lado!
Saltó hacia atrás Juanito instintivamente al sentir en su rostro el bufido ardoroso de los caballos. Había llegado a la entrada del camino del cementerio, y aquella bestias, que casi le atropellaban, eran los jacos huesudos, antipáticos y enfermizos que t Juanito apenas si pudo verlo. Sus ojos estaban fijos en el féretro blanco y dorado que se mecía con el traqueteo de las ruedas, dejando en su memoria la impresión de una nubecilla surcada por rayos de sol.
También debía de estarse bien allí. Mejor que en los calabozos que antes contemplaba con envidia. El silencio para siempre, la amarga satisfacción del no ser, la grandiosa monotonía de la eternidad libre de toda alteración. ¿Por qué no iba él dentro de aq

ahora estaba solo. Moriría aislado; lo único que le fortalecía era la certeza de la muerte como solución para sus males.
El rostro de una joven asomada a la ventanilla de uno de los carruajes del cortejo fúnebre pareció cambiar el curso de sus ideas. No; era una locura buscar la muerte. Si no hubiese conocido a Tonica podría aceptar tan desesperada resolución; pero siendo a Y cuando con más entusiasmo forjábase la ilusión de la tranquilidad patriarcal, un silbido estridente rasgó los aires, como si Mefistófeles, desde las nubes, contestase con su carcajada chillona a los hermosos planes de virtud doméstica.
Juanito, sin dejar de andar, despertó del extraño somnambulismo que le hacía correr en torno de la ciudad, agitado a cada instante por los más diversos pensamientos. Frente a él perfilábase sobre el cielo de pálido azul la plaza de toros, con su contorno Vióse detenido Juanito por la cadena que acababa de tender el guardavía. Este obstáculo parecía irritarle. Sintió otra vez dentro de sí aquel compañero misterioso que le había guiado en el salón de su casa al hacer los terribles descubrimientos. Algo le d De pronto, Juanito se sintió cogido por los brazos, zarandeado y empujado hacia atrás con tal fuerza, que estuvo próximo a caer.
-Pero ¿adónde va usted? ¿Está usted loco?...
El que le hablaba era el guardavía, un mocetón de blusa azul con iniciales rojas.
Entonces se dió cuenta de que estaba a pocos pasos de un tren que, conmoviendo el suelo, dando mugidos por la chimenea y rugiendo por las válvulas de escape, salía de la estación, abofeteando a los más próximos con el viento de su rápido paso. Juanito lo El guardavía mirábalo con ojos interrogantes, en los que era visible la sospecha de un intento de suicidio. Los curiosos, agolpados a ambos lados de la vía daban a entender lo mismo con sus palabras.
Juanito, avergonzado, siguió a buen paso el mismo camino de antes, como si después de lo ocurrido le fuera imposible continuar adelante dando la vuelta completa a la ciudad.
Pasó por el lugar donde había encontrado el fúnebre cortejo, y no pensó ya en aquel ataúd blanco que le obsesionaba con la más amarga de las seducciones. Tampoco levantó la desalentada cabeza para contemplar las Torres de Cuarte, cuyos rojizos muros adqui La frescura que sintió siguiendo el pretil del río pareció reanimarle. Comenzaba el crepúsculo. En el cauce del río, las charcas y riachuelos, reflejando en su fondo el rojo

horizonte, brillaban como si fuesen encendida lava. En la ciudad, los vidrios de los altos balcones y de las esbeltas torrecillas destacábanse sobre la masa oscura de los edificios como placas de fuego. La calma del crepúsculo, compuesta de murmullos impe La melancolía del crepúsculo se apoderaba de Juanito. Cuando entró otra vez en las Alamedas de Serranos, sus piernas flaqueaban, y sintió la necesidad de dejarse caer en uno de los bancos.
En aquel paseo silencioso, casi desierto, que lentamente se oscurecía, podía forjarse la ilusión de que estaba en un jardín de su propiedad, donde nadie vendría a turbar la pereza dolorosa, el anonadamiento triste en que iba sumiéndose.
En las charcas del río, las ranas comenzaban a templar sus instrumentos de dos notas para la interminable sinfonía de la noche; en la inmediata carretera sonaba el chirrido de los carros.
La humedad del sombrío arbolado empapaba las ropas de Juanito, adormeciéndole. Hubo momentos en que su imaginación, lanzada en el camino de la insensatez, hízole pensar que, como en los cuentos fantásticos, un colosal murciélago le abanicaba con sus alas De pronto vió plantadas ante él, mascullando palabras ininteligibles y extendiendo vergonzosamente las manos, dos niñas entecas, dos cabezas con el pelo revuelto y erizado como espantables Medusas, mostrando las piernas enflaquecidas y desnudas por debajo Indudablemente, allá arriba había alguien viéndolo todo: lo mismo lo que pasaba por las tardes en una alcoba que lo que ocurría por la noche en un paseo solitario entre dos mendigas pequeñas y un hombre más niño que ellas.
La desgracia le perseguía. ¿Quién sabe lo que le estaba reservado? Tal vez algún día, con más vergüenza que aquellas infelices, tendría que tender la mano a las gentes, sintiendo calor en el rostro y en el estómago el cruel arañazo del hambre. Y como para Esto asombró a las mendigas más aún que la generosidad de momentos antes. Sus ojos cándidos y virginales deshonráronse con una viva chispa de malicia; tras la inocencia infantil asomó la precocidad de la vida aventurera, las lecciones infames aprendidas Después pasó una mujer pequeña y enflaquecida, una pobre obrera de las que habitan en la otra orilla del río. Cansada del trabajo, sostenía en un brazo una pesada cesta, y un chicuelo mofletudo que se agitaba con nerviosa alegría, mientras tiraba con la o La mujercita saludó con una dulce sonrisa a Juanito, y dejando sobre su mismo banco el pequeño y la cesta, encorvóse penosamente para atar el zapato de su hijo mayor.

Después de acariciarle su enorme cabeza, volvió a recuperar lo que había dejado sobre el banco y prosiguió su marcha, siempre abrumada por la fatiga, poseída por triste desaliento, pero satisfecha y sonriente al mirar a sus dos pequeñuelos, cruz abrumador Juanito creyó despertar ante aquella aparición. Era una verdadera madre la mujercita de la dulce sonrisa. En aquel grupo de conmovedora miseria había algo que él no había conocido jamás, y los dos pobres chicuelos , martirizados por el hambre, destinados Sentía deseos de pedir a Dios que hiciese un milagro que le convirtiese en uno de aquellos niños destinados a ser bestias de carga para el bienestar de sus semejantes, pero que al menos tenían una madre que los amaba sin distinguirlos y no se vendía a pes De pronto sintió en sus manos la caída de algo caliente que resbalaba sobre su epidermis. Lloraba. Al alejarse el tierno grupo, las lágrimas habían asomado a sus ojos, y no hacía ningún esfuerzo por contenerlas, sintiendo al llorar una sensación voluptuos Así pasó mucho tiempo, con el sombrero caído a sus pies y la cabeza apoyada en una mano, dejando que las lágrimas resbalasen a lo largo de su antebrazo.
Los últimos transeúntes que pasaron fueron unas buenas mozas con la cesta al brazo, moviendo al andar bizarramente sus fuertes caderas. Debían de ser cigarreras que volvían de la fábrica. Miraron, entre compasivas y burlonas, al señorito que lloraba, y se Tras el desahogo del llanto, quedó fatigado, con los miembros entumecidos, como si acabase de hacer una larga marcha.
No supo si había dormido o si el tiempo pasó con extraordinaria rapidez; lo cierto fué que al apartarse las ardientes manos mojadas de lágrimas y erguir su cabeza, vió que era de noche. Por entre el ramaje de los árboles veíase el cielo azul oscuro de las Con un sordo rugido, semejante al hervor de lejana caldera, llegaban los rumores de la ciudad al paseo oscuro y silencioso.
Cantaban las ranas con una monotonía desesperante; reflejábanse las temblorosas estrellas en el fondo de las charcas; en el inmediato estanque conmovíanse con estremecimientos voluptuosos las plantas verdosas que extendían sus palmitos a flor de agua, y a Aquel silencio, matizado por los ruidos propios de la noche, hacía imaginarse a Juanito que se hallaba en un tranquilo pueblo, lejos de una vida en la que sólo había encontrado hondos pesares. Su mirada vagaba errante por entre los puntos de luz, que le p Creía en lo maravilloso, en la influencia astrológica, sintiendo que la calma augusta de la inmensidad se filtraba en su ánimo.
Cual si lo trajesen aquellos mundos desconocidos, creía elevarse en el espacio, dejando muy lejos, bajo sus pies, la Tierra llena de miserias. Su corazón parecía ensancharse, crecer, convertirse en un músculo gigantesco que ocupaba todo su pecho y lo hací

Tierra le parecían pequeños; y, sintiendo la tierna conmiseración de las almas grandes, sonreía dulce, pero compasivamente, al pensar en su madre, en sus hermanas y hasta en la misma Tonica.
Nada le impresionaba ya; todo le era indiferente: amistad, familia y amor. Él no era de este mundo; su verdadera patria estaba arriba. Y miraba a los astros con ojos interrogantes, como inquilino que escoge la mejor habitación para trasladarse a ella.
Eran las diez y media. Le sorprendió la rapidez con que había transcurrido el tiempo y continuó su camino, dispuesto a vagar sin rumbo fijo; pero los grupos de gente que, siguiendo el pretil. Marchaban en la misma dirección le arrastraron, haciendo que in Al llegar al puente del Real pasó por entre los tranvías y carruajes, que, parados en la oscuridad, parecían mirar al gentío con los encarnados y redondos ojos de sus faroles.
El magnífico panorama reanimó a Juanito. Al otro lado del río, millares de luces de colores, en serpenteantes líneas o marcando el contorno de los pabellones arquitectónicos, desvanecían la oscuridad, produciendo un rojizo vaho que se extendía por el ciel Atravesó el puente sufriendo los codazos de la multitud. Aquella noche era la última de feria. Destacábanse los grupos de soldados con los roses enfundados en blanco; los huertanos iban en cuadrilla, cogidos de las manos por temor a extraviarse, y pasaban Los farolillos venecianos formaban gigantescos pabellones de una claridad difusa. En la entrada de la Alameda apelotonábase el gentío, y por entre la masa de espaldas arqueadas y codos en punta pasaban las floristas, con su cesto de mimbre erizado de rami Vióse detenido Juanito por la masa apiñada ante el tablado de los bailes populares. Sonaba el agudo cornetín, repitiendo monótonamente la contradanza moruna o acompañando las voces de los cantadores, y a su compás saltaban sobre el tablado las parejas de En aquel lugar bifurcábase la corriente del gentío. La gente alegre y ruidosa, los labradores, la chavalería de gorrilla y tufos o de falda almidonada y pañuelo de seda, seguía por el pretil del río, mirando la larga fila de casetas, en las que se aburría Por el lado opuesto, por la avenida central, donde estaban establecidos los pabellones de baile, marchaba la gente distinguida con parsimonia, como en una procesión, mirando con el rabillo del ojo a los que estaban en las compactas filas de sillas, o dete Juanito, confundido entre este público e insensible a las cosas de este mundo, lo

encontraba todo feo y ridículo con su pesimismo feroz.
Aquellos pabellones, que, vistos con un poco de buena voluntad a la luz artificial, recordaban los palacios deslumbrantes de las leyendas, parecíanle ridículas barracas. Y luego, ¡qué asco le producían los imbéciles que en aquellos salones al aire libre b En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael. Y el muy imbécil tal vez se divertiría, tal vez estarían con él las hermanitas, y todos juntos mirarían con desprecio a la gente que se paseaba por debajo, sin pensar que de allí podría salir un acu No; decididamente, él no podía seguir paseando por aquella parte de la feria. Volvían a reaparecer las tristes ideas de la tarde; pensaba otra vez en su madre. Además, de seguir por cerca de los pabellones, estaba expuesto a encontrarse con su familia, co Huyó de aquellos sitios, dirigiéndose al final de la feria, donde estaban los restaurantes al aire libre, las buñolerías apestando el ambiente con el aceite frito de sus fogones, y las rifas, cuyos dueños atraían con furiosos gritos a la gente, prometiend Volvió a encontrarse, como en las Alamedas de Serranos, en una soledad relativa, mirando desde su banco la agitación de la feria y contemplando el cielo a través de las copas de los árboles, cuyas hojas, bañadas por el reflejo de la luz artificial, cambia Allí, por un extraño capricho de su imaginación, pensó en los negocios. Recordaba las noticias que le habían dado aquella tarde en la Bolsa. La ruina era indudable. ¡Bien los había dejado el célebre banquero con su pretendida infalibilidad!
Su principal, señor Cuadros, podía tenerse por hombre al agua. En cuanto a él, daba por perdida una gran parte de su fortuna, y únicamente confiaba en los valores del Estado que, por encargo suyo, había adquirido el señor Morte. Eran unos tres mil duros, El optimismo tornaba a apoderarse de su ánimo, como una reacción necesaria, tras tantas horas de insufrible dolor. Aún tenía salvación. Se alejaría de aquella familia, que sólo era, en apariencia, suya, pero a la cual no le ligaba lazo alguno; se casaría No sería millonario, no soñaría con palacios en el Ensanche y brillantes trenes de lujo; pero al llegar a la vejez se pasearía por una tienda acreditada, con zapatillas bordadas, gorro de terciopelo y la prosopopeya de un honrado patriarca, viendo a los h Y el pobre muchacho conmovíase ante este cuadro de futura felicidad; y así como antes el dolor le hacía llorar, ahora suspiraba con angustia a causa de la alegría.
Cruzó el espacio un silbido rápido, estridente, un ruido semejante al desgarro de inmensa sábana, y en lo más alto del cielo, después de una detonación de lejano cañonazo, esparcióse una luz de puntos luminosos de diversos colores, que

descendieron lentamente, dejando tras sí culebrillas de fuego.
Eran los cohetes voladores que anunciaban el disparo de los fuegos artificiales. Juanito, con la atención de un muchacho, seguía las vertiginosas curvas de aquellas veloces rayas de fuego en el oscuro espacio. Cuando comenzaron a arder con gran estruendo Toda la feria adquiría un aspecto fantástico alumbrada por las bengalas, que tan pronto la coloreaban de alegre rosa como daban a las personas un tinte lívido.
Un rugido de entusiasmo saludó el principio de la traca, diversión favorita de un pueblo que ha heredado de los moros la afición a correr la pólvora, Pendiente de los árboles daba la vuelta al largo paseo aquella envoltura de papel rellena de pólvora, col Durante media hora repitió el eco aquel estruendo de batalla. Las mujeres, puestas en pie sobre las sillas, miraban con nerviosa curiosidad la nube de humo erizada de relámpagos que se acercaba, dejando tras sí un ambiente cargado de azufre y voladoras pa La fiesta levantina enloquecía a los nietos de los rifeños, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la traca se cortaba, apagá Al terminar la traca, Juanito salió de la feria. Tenía prisa de llegar a casa antes que su familia. Reconocíase sin fuerzas para resistir la presencia de su madre. Carecía de costumbre en el fingimiento; y la expresión de su rostro le haría traición. Adem Cuando llegó a su casa y Visanteta le abrió la puerta, no pudo contener un gesto de asombro al ver que el salón estaba iluminado.
Entró. Allí estaban su familia y la del señor Cuadros, pero todos silenciosos, ceñudos, con la cabeza inclinada, como si en la vecina alcoba hubiese un muerto al que velaban. Juanito husmeó en el ambiente algo terrible e inesperado, y se olvidó de todo, a -¡Ay hijo mío! Estamos perdidos. Ese Morte es un pillo.
¡Eh! ¿Qué era aquello?... Mas la extrañeza del joven duró muy poco, pues el señor Cuadros hablaba con la verbosidad de la desesperación.
La cosa había ocurrido al anochecer. Primero, la noticia circuló tímidamente por la Bolsa, pero poco después lo sabía toda la ciudad. El célebre banquero don Ramón Morte había desaparecido, produciendo la consternación en centenares de familias. Unos decí

millones robados a sus clientes con la hipócrita comedia de su sencillez y su filantropía; otros aseguraban que era un desgraciado, un iluso que, enloquecido por anteriores triunfos, se había empeñado en sostenerse a la baja, perdiendo su capital y el de Quedó Juanito clavado en el suelo por el asombro, con los ojos desmesuradamente abiertos, mirando a un lado y a otro, sin ver nada. Los demás seguían cabizbajos, oyendo por centésima vez la relación del señor Cuadros, que parecía enloquecido por la ruina. -¡Sí, hijo mío! Yo también he estado allí. Aquello es una desolación. Estamos a fin de mes y hay que pagar en seguida. ¡Oh, ese hombre! ¡Ese pillo! ¡Da lástima ver tanto desesperado, tantos padres de familia dispuestos a matarse o a matar a ese granuja si Juanito fué a preparar algo con la timidez del que espera una terrible noticia, pero su principal siguió hablando.
-¿Y yo, Juanito mío?... Arruinado para siempre, perdido, y, lo que es peor, deshonrado. No tengo la cabeza para cuentas; pero he calculado a la ligera lo que debo a los corredores, y ni con la tienda ni con mis fincas tendré para pagar la mitad. ¿Qué hago Y Cuadros tenía los ojos vidriosos, faltándole poco para romper a llorar. No era su próxima degradación lo que más lamentaba, sino la pérdida de los placeres, con que le había tentado la riqueza improvisada.
-Pero ¿y yo? -dijo por fin Juanito-. ¿En qué situación quedó?
-¿Tú?... ¡Pareces tonto! La ruina es igual para todos. Únicamente tienes sobre mí la inmensa ventaja de ser joven y carecer de mujer e hijos... ¡Ay quién estuviera en tu piel!
-Pero yo -dijo el joven con la tenacidad del que se agarra a una esperanza-, yo no sólo jugaba a la Bolsa. Don Ramón tenía en su poder más de tres mil duros míos en títulos del Estado. ¿Qué se han hecho?
Cuadros lanzó una carcajada que, en fuerza de querer ser irónica, resultaba espeluznante.
-Espera sentado tus tres mil duros -exclamó con brutalidad-; eso de los valores públicos es una mentira. Ahora se ha descubierto que el tal don Ramón no compraba papel, y cuando le daban una cantidad con tal destino la dedicaba a la Bolsa, cuidando de ent Y Cuadros, furioso, iba de un extremo a otro del salón manoteando, gozándose cruelmente en pintar a su discípulo toda la grandeza de su ruina. Juanito estaba inmóvil por el estupor. ¡Dios sabe lo que pasó en aquellos momentos ante sus ojos, fijos, sin luz De pronto, doña Manuela abandonó su asiento al ver a su hijo vacilar, llevándose las manos al pecho y retroceder como si buscase apoyo.
Intentó cogerle por los brazos; pero el pobre muchacho se estremeció, lanzando una mirada a su madre, que despertó en ella vergonzosas sospechas.

-No, no me toque usted, mamá: ¡lejos!..., no necesito a nadie..., estoy bien.
Y cayó como un fardo sobre el mismo sofá en el que por la tarde había visto la arrugada chaqueta como impasible acusadora del adulterio.

XII

Juanito se moría.
Toda la noche la pasó tendido en su cama como una masa inerte, con la pesada cabeza hundida en las sábanas, el rostro enrojecido, la barba alborotada y los ojos cerrados.
El pecho elevábase acelerada y trabajosamente, como si dentro funcionara una válvula vieja, y en la alcoba sonaba sin interrupción un ronquido silbante, cual si a lo lejos estuviera una locomotora expeliendo el vapor de sus calderas.
La familia pasó toda la noche junto a la cama del enfermo.
Doña Manuela, a pesar de su ánimo varonil, estaba aturdida por el asombro. Pero ¿cuándo se cansaría Dios de enviar desgracias sobre ella? Primero, la ruina del protector que sostenía el prestigio de la casa y la de su hijo, con cuya fortuna contaba para c La desgracia reanimaba el sentimiento maternal, dormido durante tantos años en el pecho de doña Manuela. Contemplaba a Juanito con igual expresión que cuando era hijo único y gozaba de todas sus caricias.
Con los ojos enrojecidos por un sordo lloriqueo, iba la madre de un punto a otro de la alcoba cumpliendo lo dispuesto por los médicos, preparando los sinapismos que aplicaba por debajo de las sábanas a las míseras piernas del enfermo.
Rafaelito habíase retirado a su cuarto en la madrugada, y las hermanas permanecían clavadas en sus sillas, bostezando de cansancio, con un gesto de extrañeza y de miedo, como si presintiesen que la muerte rondaba por la puerta del a alcoba.
La madre indignábase al hablar de los médicos. ¡Vaya una gente ignorante! Todo lo echaban en palabrotas raras e ininteligibles. Lo único que había podido sacar en claro era que se trataba de una congestión cerebral de las peores, y que el enfermo, por hab Y no cabía duda que el pobrecito se moría. Ninguno de los médicos había dado a la madre la menor esperanza. A sus preguntas contestaban con palabras que nada prometían; pero apenas estaban fuera de la alcoba, meneaban la cabeza con triste expresión, como En medio de su dolor, la obsesionaba una idea cruel. Recordaba el terrible momento en que Juanito había caído inerte al conocer su ruina. «No, no me toque usted mamá...» En sus oídos sonaban estas palabras como si acabasen de ser pronunciadas, y veía aún ¿Qué cambio tan rápido era aquél, desde la adoración idolátrica a una repulsión instintiva? ¿Sabría algo su hijo? Y la cruel sospecha de que Juanito pudiese conocer el secreto de aquel lujo que la familia había ostentado en medio de la ruina, martirizaba

impresión extraordinaria era la muerte.
Quedábase unos instantes inmóvil ante el lecho, contemplando fijamente al enfermo, como si en su rostro enrojecido e inmóvil pudiese leer algo de lo que pensaba al rechazarla con tanta vehemencia. Entreabría los párpados del enfermo y se fijaba en el ojo Así pasó toda la mañana. Las niñas se habían retirado a descansar, fatigadas por el estertor incesante y penoso, que les crispaba los nervios.
Doña Manuela estaba inmóvil, pensando en la sima que se abría a sus pies y en la que iba a caer irremisiblemente, encontrando al final lo que tanto la asustaba: la miseria.
Bien adivinaba ella el concepto en que ahora la tenían las familias amigas. En otras circunstancias, una enfermedad hubiese atraído inmediatamente innumerables visitas; pero ahora todos debían saber lo de la ruina, y de la casa que se derrumba todos huyen Un asomo de cordura iniciábase en aquella mujer dominada por la vanidad y la soberbia. Se había arruinado, había caído hasta en la deshonra por hacer su papel en la comedia del mundo, y fuera de algunas satisfacciones de su orgullo, ¿qué había sacado? Su Ahora veía claro. ¡Cuán tonta había sido! Pero todos sus propósitos de enmienda desaparecieron por la tarde, cuando recibió la visita de su hermano.
Don Juan había jurado en todos los tonos no volver a poner los pies en la casa de su hermana; mas, al saber el estado de su sobrino, se apresuró a visitarle.
Amaba de corazón a Juanito. Su rompimiento con él fué un arrebato de su carácter atrabiliario; pero, por no mostrarse débil, permaneció alejado, aunque si dejar por esto de enterarse de la marcha de sus negocios. Entró en la alcoba del enfermo con el adem Hacía esfuerzos por aparentar rudeza y mal humor, como si se presentase arrastrado por el deber y no por el cariño; pero el cerdoso bigote le temblaba y los ojillos parpadeaban nerviosamente. El estertor fatigoso, la inmovilidad del enfermo, las sombras c -¡Juanito!... ¡Niño mío!... ¿No me oyes?... Soy el tío Juan...
Y se abalanzó al rostro del enfermo, besando la sudorosa frente. Pero la máscara barbuda y lívida que asomaba por el embozo de la sábanas permaneció inmóvil.
El viejo prorrumpió en sollozos.
-Se acabó... Esto es cosa hecha. Ya me lo ha dicho uno de los médicos; pero necesitaba verlo para convencerme. Parece mentira... ¡Uno chico como un castillo acabar tan pronto!... ¡Ay, cómo me duele ese ronquido!... ¡Cristo! Parece que me rasgan algo aquí, Hubo una larga pausa.
-Mujer, ya estarás contenta. Al fin te has salido con la tuya. Te estorbaba el chico por ser hijo de quien es.
-¡Yo! -gritó doña Manuela, poniéndose en pie, con llamaradas en los ojos y la majestuosa nariz agitada por la indignación.

Aquel momento de silencio pareció una larga amenaza. El ronquido angustioso del enfermo seguía sonando cada vez más desgarrador.
-Sí, mujer; tú. No te pongas tan soberbia, que no has de comerme. Ya sabes que nos conocemos, y a mí no me asustas. Tú, sólo tú eres la autora de esa muerte. ¿Crees que no estoy enterado de todo? El chico era dócil, modesto, había bebido en buenas fuentes -¡Juan!... ¡Juan! -gritó doña Manuela avanzando un paso con ademán imponente, extendiendo las crispadas manos como si fuese a arañarle.
-¿Qué hay?... ¿Qué quieres?... No me causas miedo. Los que somos honrados
decimos sin temor la verdad... Ya veo que has llorado; pero a mí no me engañan tus lagrimitas. No lloras por tu hijo; lo que te entristece es la miseria que se aproxima, la ruina de tu buen amigo Cuadros.
Don Juan subrayó con tanta expresión estas palabras, que su hermana dió un paso atrás, palideciendo y bajando las amenazantes manos.
-Parece que me has entendido. ¿Creías que también ignoraba yo esto? Lo sé todo, hija mía, y digo que me avergüenzo de que lleves mi apellido. Troné contigo cuando, siendo viuda, tuviste aquello con el doctor Pajares. Entonces aún podías justificarte, pues Y doña Manuela lloraba, efectivamente, sin saber con certeza si sus lágrimas las arrancaba el estado de su hijo, los insultos de su hermano o aquella última noticia de la desaparición de Cuadros.
El viejo continuaba hablando junto al lecho del enfermo, excitado por la indignación, con voz sorda unas veces y gritando otras, de modo que cubría aquel estertor angustioso.
-Te lo vuelvo a repetir. No cuentes conmigo para nada. Si antes no te quería porque eras una manirrota, menos te querré ahora que eres una...; no lo quiero decir. El único que podía esperar algo de mí es ese pobrecito. Los cuatro cuartos que tengo eran pa Y volviéndose hacia el enfermo, díjole con expresión de ternura, como si pudiera oírle:
-¡Juanín!... ¡Hijo mío! Tu tío está aquí... Márchate tranquilo, que alguien queda para proteger a los que te amaban y habían de formar tu familia.
-¿Qué es eso? ¿Qué dices?
-Cállate; Juanín me entiende, a pesar de que parece muerto. No tardaré en reunirme con él...; por eso no lloro...; no vale la pena; es una separación de un par de años...; un viaje. Pero, cuando le vea otra vez, tengo la certeza de que me abrazará agrade

Y don Juan, enternecido por los recuerdos, gimoteaba inclinado sobre aquella cabeza lívida, en cuya frente caían las lágrimas del viejo, mezclándose con el agónico sudor.
De pronto debió de arrepentirse de su debilidad; recordó, sin duda, algún detalle irritante de la vida de su hermana aferrado tenazmente a su memoria y recobró el gesto de dureza, mirando fijamente a doña Manuela.
-Oye bien lo que te digo: cuando éste salga de aquí no nos veremos más. Él era lo único que me ligaba a vosotros, el que podía obligarme a venir a esta casa. Andas muy mal, Manuela. Crees que tu última locura la ignoran todos, y cuantos te conocen lo sosp -¡Juan!... ¡Cállate, por Dios!... ¡Me matas!...
Doña Manuela gritó horrorizada, cubriéndose el rostro con las manos. La sospecha que tanto le molestaba reaparecía en boca de su hermano. Y tan grande era su turbación, que hasta le pareció más ruidoso aquel estertor de agonía, como si el moribundo contes -Sí, Manuela. Adivino lo que piensas. Tu hijo se muere, sin que tengas la certeza de que marcha a un mundo mejor con su inocencia limpia de toda sospecha, creyendo en su madre como siempre creía en la nuestra. Ése será tu castigo; ése será tu remordimient Ahora sí que lloraba de veras doña Manuela. Pensaba en el remordimiento horrible que le predecía su hermano, y más aún en aquella miseria que tanto la asustaba.
Tan visible era su desesperación, que don Juan calló, compadecido de su hermana. Hubo un largo silencio. El viejo habíase sentado en una silla baja, apoyando su espalda en el lecho, y con la cabeza inclinada parecía sumido en dolorosa reflexión. Doña Manu Transcurrió más de una hora sin que el silencio de la alcoba se interrumpiera con otro ruido que el estertor angustioso y continuo del enfermo. Doña Manuela levantábase para pasar una mano por la frente sudorosa del enfermo, cada vez más fría, y volvía a Don Juan palidecía como si sufriera los movimientos dolorosos de aquel cuerpo inerte, y miraba a su hermana con la misma expresión que si fuese ella la que martirizaba al enfermo.
Entraron en la alcoba Amparo y Conchita, y al ver a su tío, con el instinto de jóvenes precoces y conocedoras del mundo, se aproximaron a él, besándole en la frente. Esto causó cierta impresión en el viejo, y mientras las niñas, en pie junto a la cama, co -Óyeme, Manuela: por ti no haría nada..., no lo mereces; pero a la vista de esas pobres chicas me siento débil y no quiero que mi conciencia cargue con un remordimiento. Son jóvenes, están mal educadas, la conducta de su madre no puede servirles de buen e

se pierdan para siempre... No intentes contestarme; no me convencerás. Conozco adónde se llega siguiendo ese camino en que os halláis... Os protegeré; mas ya sabes quién soy yo. Quiero que viváis, pero sin desórdenes, como personas juiciosas y honradas. Q Al anochecer murió Juanito. La válvula vieja y gastada que parecía mugir dentro de su pecho fué aminorando lentamente el fatigoso movimiento.
Cesó el estertor, como si se cerraran los escapes de aquella locomotora que sonaba a lo lejos, y al quedar la alcoba envuelta en un silencio lúgubre estallaron sollozos y lamentos en toda la casa. Hasta Visanteta y la remilgada criadita lloriquearon en la Entre cuatro grandes cirios, sobre un tapiz fúnebre y tendido en el acolchado fondo de una caja blanca y dorada, como aquella que tanto le había seducido, pasó Juanito la noche, velado por su hermano y por Roberto, que de cuando en cuando salían al balcón A la mañana siguiente, llegaron las visitas: el desfile de levitas negras y tupidos velos, el paso por aquella casa de los amigos y conocidos, todos con la enguantada mano tendida, un gesto de amargura en el rostro y la palabra de resignación guardada cui La única nota tierna de aquella ceremonia fría y rutinaria fué el llanto de dos mujeres enlutadas que entraron con timidez apoyadas la una en la otra. Nadie las conocía, pero iban acompañadas por don Juan.
-¡No le veo..., no le veo! -gimoteaba tristemente la más vieja, moviendo sus grandes ojos mates y sin luz.
La más joven contemplaba fijamente con estupor doloroso, la alborotada barba del cadáver.
-No; no te acerques, niña -dijo bondadosamente don Juan-. Sería una impresión demasiado fuerte... Sé lo que deseas. Tendrás su cabello; ya arreglaré yo eso en el cementerio.
Y don Juan, empujando dulcemente a Tonica y Micaela, las sacó del salón, mostrando con ellas una solicitud paternal. Las gentes enlutadas que estaban en torno del muerto conocían la rudeza del viejo, y extrañaban su bondad. Las buenas burguesas se habían -Será su querida.
Sonó en la plazuela el sordo rumor de muchos carruajes y los gritos de los cocheros. Después, un corro de voces lúgubres entonó la primera estrofa del De profundis.
Ya estaba allí la parroquia. ¿Abajo el muerto! Y en el salón sonaron los golpes de martillo sobre las tachuelas del féretro, que el eco repetía con extraña sonoridad. En la plazuela, los balcones se hallaban repletos de gente, como si esperasen el paso de

bromas que se permitían con aquel barbudo de corazón de niño.
En todo el camino, hasta la puerta de San Vicente, el fúnebre cortejo fué una sesión ambulante de la Bolsa. Aquellos señores, sin acordarse del motivo que los obligaba a andar por las calles de la procesión, hablaban de los negocios, de la fuga de Morte, El nombre de don Antonio Cuadros estaba en todas las bocas. Había huído el día anterior, con el convencimiento de que no podía pagar sus deudas, avergonzado, sin duda, de su ruina. Algunos decían que había salido en el expreso para Francia; otros, que est Era la fuga del banquero Morte copiada en miniatura. Además, se hablaba de que el señor Cuadros había comprometido en su ruina los ahorros de don Eugenio, confiados a su custodia, y todos se compadecían del pobre viejo.
Podían esperar sentados los acreedores de Cuadros a que éste volviese. Pero como entre ellos figuraban corredores de Bolsa, que se veían gravemente comprometidos de no proceder inmediatamente contra el deudor, en el cortejo fúnebre se hablaba de embargo, Y era verdad. A las dos de la tarde entraban en Las Tres Rosas unos cuantos señores con papeles bajo el brazo, seguidos por un alguacil. En todo el mercado, la aparición de los pajarracos de la ley produjo honda emoción. El comercio acreditado, sólido y a ¡Qué aspecto el de Las Tres Rosas! Parecía la tienda un ser animado que acogía la desgracia con un gesto de resignado dolor. La puerta estaba sin adorno. Sólo algunas fajas y tiras de pañuelos oscuros pendían de los balcones, balanceándolas el aire como s Apenas el Juzgado tomó asiento en la tienda, los pocos dependientes que aún quedaban en ella como fieles guardianes de la rutina comercial, abalanzáronse a las puertas para cerrarlas, evitando de este modo la expectación molesta de los curiosos.
El escribano había subido al piso principal para hacer ante la esposa de Cuadros las notificaciones oficiales consiguientes antes de dar comienzo al embargo.
Un hombre salió de la trastienda con paso acelerado, como si le persiguiesen.
-¡Don Eugenio! -exclamaron los dependientes-. ¿Adónde va usted?
-¡Dejadme, muchachos! Ya me ha dicho el señor de arriba que no me marche... Pero primero me matan que me quede. Yo no puedo seguir aquí... Esta no es mi casa. ¡Dejadme pasar!... ¡Abrid la puerta!...
Y el pobre octogenario, con su arrugado rostro, de una palidez de marfil, tembloroso y fláccido, sin el bastón-muleta que le ayudaba ordinariamente en su marcha, los ojos

inyectados de sangre y los ademanes descompuestos, parecía un pobre loco.
Pasó por entre los dependientes de la tienda y del Juzgado, atropellándolos con su débil cuerpo, que parecía fortalecido y vibrante por la indignación, y empujando con el pie una puerta entreabierta, salió de la tienda.
A aquella hora, la plaza del Mercado estaba bañada por el ardiente sol de una tarde de verano. Las moscas revoloteando en la atmósfera de luz brillaban como movibles chispas de oro; los tejados destacaban sus agudos contornos sobre el espacio azul y límpi Frente al Principal, un grupo de soldados comía melones; en las puertas de las tiendas asomaban los dependientes curiosos; un corro de granujillas del mercado jugaba a las chapas frente a los pórticos, y el resto de la plaza estaba solitario, con las acer Don Eugenio andaba sin saber adónde dirigirse. Le temblaban las piernas, pasaban tenues nubecillas ante sus ojos y veía confusamente a los dueños de las tiendas, que le seguían con un gesto de compasión o le llamaban con amistosas señas.
«No, no iré... Yo no tengo derecho a entrar en vuestras casas. Sois los hijos, los sucesores de aquellos comerciantes de mi casa, viejos compañeros que antes morían que faltar a la honradez. No podría entrar en vuestras tiendas: soy el dueño de Las Tres R Y agitado en su interior por estos pensamientos, avanzaba penosamente, trazando zigzags, como si estuviera ebrio, cada vez más pálido y extendiendo sus brazos al pedir mentalmente que lo arrancasen del mundo.
Había llegado frente a San Juan, y su mirada, cada vez más indecisa y oscura, se fijó en la célebre veleta, en el pajarraco que doraba el sol, dándole el brillo de una auténtica ave del Paraíso.
«Aquí fué... Como un perro me dejaron los míos... He trabajado mucho, ¿y qué? Pobre y hambriento me abandonaron, y después de setenta años me encuentro igual en el mismo sitio. ¡Hermoso porvenir!... Sea usted honrado, trabaje usted mucho, para verse arrui La caída fué instantánea. Primero se doblaron sus rodillas, quedando de hinojos en aquel lugar donde su padre le había abandonado setenta años antes; después cayó de bruces en la acera.
Los que en tropel salieron de todas la tiendas aún pudieron presenciar la agonía del último veterano del mercado.

Valencia, 1894.

FIN DE
«ARROZ Y TARTANA»

 

 

 

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