La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

PRIMAVERA TRISTE

El viejo Tófol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigados por una incesante producción.
Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra -no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos-, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.
Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco; y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.
La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tófol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diecisiete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de s Era fea; angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta; pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer, ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que necesita del látigo para marchar. Era una parcela de un vasto jardín, en otro tiempo de los frailes, que la desmortización revoluciona Allí estaba su sangre: sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no de veían las tapias: tal era la maraña de árboles y plantas; nísperos y magnolieros, bancales de claveles, bosquecill El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería segar las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaban matando a la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo: había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entregarle las La pobre Borda no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho, para que nunca le quitasen el pedazo de tierra, en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de

aquella vieja hortelana, a la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.
Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores, que en su pensamiento inocente hacían surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimentaba la El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyu En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, admirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡Qué hermosa primavera! Sin duda, Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproximándo Las azucenas de blanco raso, erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias, de color carnoso, hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolent -Borda, Bordeta..., nos asamos. ¡Por Dios, un poquito de agua!
Lo decían, sí; oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos.
Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban a Madrid.
Enviaba a las flores viéndolas emprender el viaje. ¡Madrid!... ¿Cómo sería aquello? Veía una ciudad fantástica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras En aquel Madrid estaba el señorito, el hijo de los amos, con el cual había jugado muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó avergonzada el verano anterior, cuando, hecho un arrogante mozo, visitó el huerto. ¡Pícaros recuerdos! Ruborizábase pensan La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba: «¡Hija mía!..., por fin te encuentro»; ni más ni menos ¿Quién sabe?... Y cuando más esperanzada se ponía en el futuro, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo decía con voz áspera:

-¡Arre!, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles, en las tibias madrugadas sudábase al trabajar como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda, cada vez más delgada y tosiendo más.
Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Nadie pensó en llamar al médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tófol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas y lo pasan tan ricamente sin médicos no boticas.
Una mañana en el mercado, las compañeras de la Borda cuchicheaban, mirándola compasivamente. Su fino oído de enfermera lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.
Estas palabras fueron su obsesión. Morir... ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su loca carcajada de colores: no cuando se ¡Al caer las hojas!... Aborrecía los árboles, cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes; esbelto gigante, con la cabeza coronada Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tontería; pero su afán por lo maravilloso le hacía sentir esperanzas, y, como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la pal Allí pasó el verano viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos del otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más t

*

Las lluvias de invierno no encontraron ya a la Borda. Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en las manos y la vista en el surco.
Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.
Estaba solo: la chica había seguido a su madre. Lo único que le quedaba era aquella tierra traidora que se chupaba a las personas y acabaría con él, cubierta siempre de flores, perfumada y fecunda, como si sobre ella no hubiese soplado la muerte. Ni siqui Con sus setenta años tenía que hacer el trabajo de dos; removía la tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible a la engañosa belleza que le rodeaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado únicamente por el deseo

 

 

 

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