La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

EL PARÁSITO DEL TREN

-Sí -dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café-; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!
Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al verme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente contemp Corrí el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.
El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el ter Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.
Una impresión de frescura me despertó. Sentí en la cara como un golpe de agua fría. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba cerrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de la noche, aumentado por el huracán que levantaba La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sueño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel hombre, que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.
Pero inmediatamente recordé los asaltos en las vías férreas, los robos de los trenes, los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que estaba solo, sin un mal timbre para avisar a los que dormían al otro lado de lo El instinto de defensa, o, más bien, el miedo, me dió cierta ferocidad. Me arrojé sobre el desconocido, empujándolo con codos y rodillas; perdió el equilibrio; se agarró desesperadamente al borde de la portezuela, y yo seguí empujándole, pugnando por arr -¡Por Dios, señorito! -gimió con voz ahogada-. Señorito, déjeme usted. Soy un hombre de bien.
Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí avergonzado de mi brutalidad y le solté.
Se sentó otra vez, jadeante y tembloroso, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.
Entonces pude verlo. Era un campesino, pequeño y enjuto, un pobre diablo, con una zamarra remendada y mugrienta y pantalones de color claro. Su gorra negra casi se confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos, <

de mirada mansa, y una dentadura de rumiante, fuerte y amarillenta, que se descubría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.
Me miraba como un perro a quien se ha salvado la vida, y, mientras tanto, sus oscuras manos buscaban y rebuscaban en la faja y los bolsillos. Esto casi me hizo arrepentirme de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto y empuja Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité, sacando de la funda medio revólver. Pero lo que él tenía en la mano era un cartoncito mugriento y acribillado, que me enseñó con satisfacción.
-Yo también llevo billete, señorito,
Lo miré y no pude menos de echarme a reír:
-Pero ¡si es antiguo! -le dije-. Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto te crees autorizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?
Al ver su burdo engaño descubierto, puso la cara triste, como si temiera que intentase yo arrojarlo otra vez a la vía, Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y alegre para ocultar los efectos de la sorpresa, que aún duraban en mí.
-Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.
-No, señor -dijo con entereza-. Yo no tengo derecho a ir dentro, como un señorito. Aquí , y gracias, pues no tengo dinero.
Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.
Yo estaba sentado junto a él; mis rodillas, en su espalda. Entraba en el departamento un verdadero huracán. El tren corría a toda velocidad; sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella, la s El pobre hombre estaba intranquilo, como si extrañase que le dejara permanecer en aquel sitio. Le di un cigarro, y poco a poco fué hablando.
Todos los sábados hacía el viaje del mismo modo. Esperaba el tren a su salida de Albacete, saltaba a un estribo, con riesgo de ser despedazado; corría por fuera todos los vagones, buscando un departamento vacío, y en las estaciones apeábase poco antes de -Pero ¿adónde vas? -le dije-. ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote a morir despedazado?
Iba a pasar el domingo con su familia. ¡Cosas de pobre! Él trabajaba algo en Albacete y su mujer servía en un pueblo. El hambre los había separado. Al principio, hacía el viaje a pie; toda una noche de marcha; y cuando llegaba por la mañana, caía rendido -Pero ¿tú -le dije- no piensas que en cualquiera de estos viajes tus hijos van a quedarse sin padre?
Él sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel negocio. No le asustaba el tren cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y echando chispas; era ágil y sereno; un salto, y arriba; y en cuanto a bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmont No le asustaba el tren, sino los que iban dentro. Buscaba los coches de primera porque en ellos encontraba departamentos vacíos, ¡Qué de aventuras! Una vez abrió, sin saberlo, el reservado de señoras: Dos monjas que iban dentro gritaron: «¡Ladrones!», y é

Dos veces había estado próximo, como aquella noche, a ser arrojado a la vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un departamento oscuro, tropezó con un viajero que, sin decir palabra, le asestó un garrotazo, e Y al decir esto, señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.
Lo trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asustarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver a sus hijos!
El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara a una estación. Él, alarmado, comenzó a incorporarse.
-Quédate -le dije-. Aún falta otra estación para llegar a donde tú vas. Te pagaré el billete.
-¡Quia! No, señor -repuso con candidez maliciosa-. El empleado, al dar el billete, se fijaría en mí; muchas veces me han perseguido, sin conseguir verme de cerca, y no quiero que me tomen la filiación. ¡Feliz viaje, señorito! Es usted la más buena alma qu Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la oscuridad, buscando, sin duda, otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.
Paramos ante una estación pequeña y silenciosa. Iba a tenderme para dormir, cuando en el andén sonaron voces imperiosas.
Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Guardia Civil, que corrían en distintas direcciones, como cercando a alguien.
-¡Por aquí!... ¡Cortadle el paso! Dos por el otro lado, para que no escape... Ahora ha subido sobre el tren. ¡Seguidle!
Y, efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y, viéndose cercado, se refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato con la asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del golpe El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales reían.
-¿Qué es eso? -pregunté al empleado.
-Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete -me contestó con énfasis-. Ya le conocemos hace tiempo. Es un parásito del tren; pero poco hemos de poder, o le pillaremos para que vaya a la cárcel.
Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces, me he acordado del infeliz, y lo veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve, esperando el tren, que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un hombre despedazado por el tren... Es él, el pobre parásito. No necesito más datos para creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro, en él perece.» Tal vez le fa ¡Vaya usted a preguntar a la noche lo que pasaría!
-Desde que le conocí -terminó diciendo el amigo Pérez- han pasado cuatro años. En este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente, por capricho o por combatir el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separado de su fam

 

 

 

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