La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

UN FUNCIONARIO

Tendido de espaldas en el camastro, y siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.
Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado; sem El pobre Yáñez, obligado a acostarse a las nueve, con una perpetua luz ante los ojos, y sumido en un silencio aplastante, que hacía creer en la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldit Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombres desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de seda y airoso ondear de rizadas plumas.
«Las nueve... Ahora habrá salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera.»
Sí; no era mala. Del calabozo de abajo, como si provinieran de un subterráneo, llegaban los ruidos con que delataba su existencia un bruto de la montaña, a quien iban a ejecutar de un momento a otro, por un sinnúmero de asesinatos. Era un chocar de cadena Estaba Yáñez maldiciendo la injusticia de los hombres que, por unas cuantas cuartillas, emborronadas en un momento de mal humor, le obligaba a dormirse todas las noches arrullado por el delirio de un condenado a muerte, cuando oyó fuertes voces y pasos ap Y el periodista, a pesar de su situación, reíase regocijado por la entonación afeminada y ridícula con que el de los treinta años de servicios pedía el médico.
Repitióse el murmullo de voces; discutían como si formasen consejo; oyéronse pasos, cada vez más cercanos, y se abrió la puerta de la sala de políticos, asomando por ella una gorra con galón de oro.
-Don Juan -dijo el empleado con cierta cortedad-, esta noche tendrá usted compañía... Dispense usted, no es mía la culpa; la necesidad... En fin: mañana ya dispondrá el jefe otra cosa. Pase usted... señor.
Y el señor (así, con entonación irónica) pasó la puerta, seguido de dos presos: uno,

con una maleta y un lío de mantas y bastones; otro, con un saco, cuya lona marcaba las aristas de una caja ancha y de poca altura.
-Buenas noches, caballero.
Saludaba con humildad, con aquella voz trémula que hizo reír a Yáñez, y al quitarse el sombrero descubrió una cabeza pequeña, cana y cuidadosamente rapada. Era un cincuentón obeso, coloradote; la capa parecía caerse de sus hombros, y un mazo de dijes, col -Usted dispense -dijo, sentándose-, voy a molestarle mucho; pero no es por culpa mía: he llegado en el tren de esta noche, y me encuentro con que me dan para dormitorio un desván lleno de ratas. ¡Vaya un viaje!
-¿Es usted preso?
-En este momento, sí -dijo sonriendo-; pero no le molestaré mucho con mi presencia.
Y el panzudo burgués se mostraba obsequioso, humilde, como si pidiera perdón por haber usurpado su puesto en la cárcel.
Yáñez le miraba fijamente; tanta timidez le asombraba. ¿Quién sería aquel sujeto? Y por su imaginación danzaba idea sueltas, apenas esbozadas, que parecían buscarse y perseguirse para completar un pensamiento.
De pronto, al sonar a lo lejos otra vez el quejumbroso «Padre nuestro...» de la fiera encerrada, el periodista se incorporó nerviosamente, como si acabase de atrapar la idea fugitiva, fijando su vista en aquel saco que estaba a los pies del recién llegado -¿Qué lleva usted ahí?... ¿Es la caja de las herramientas?
El hombre pareció dudar, pero, al fin, se le impuso la enérgica expresión interrogativa e inclinó la cabeza afirmativamente. Después el silencio se hizo largo y penoso.
Unos presos colocaban la cama de aquel hombre en un rincón de la sala. Yáñez contemplaba fijamente a su compañero de hospedaje, que permanecía con la cabeza baja. Como rehuyendo sus miradas.
Cuando la cama quedó hecha y los presos se retiraron, cerrando el empleado la puerta con el cerrojo exterior, continuó el penoso silencio. Por fin, aquel sujeto hizo un esfuerzo, y habló:
-Voy a dar a usted una mala noche; pero no es mía la culpa; ellos me han traído aquí. Yo me resistía, sabiendo que es usted una persona decente, que sentirá mi presencia como lo peor que haya podido ocurrirle en esta casa.
El joven se sintió desarmado por tanta humildad.
-No, señor; yo estoy acostumbrado a todo -dijo con ironía-. ¡Se hacen en esta casa tan buenas amistades, que una más nada importa! Además, usted no parece mala persona.
Y el periodista, que aún no se había limpiado de sus primeras lecturas románticas, encontraba muy original aquella entrevista, y hasta sentía cierta satisfacción.
-Yo vivo en Barcelona -continuó el viejo-; pero mi compañero de este distrito murió hace poco de la última borrachera, y ayer, al presentarme en la Audiencia, me dijo un alguacil: «Nicomedes...» Porque yo soy Nicomedes Terruño, ¿no ha oíddo usted hablar d -¿Y lleva usted muchos años desempeñando el cargo?
-Treinta años, caballero; comencé en tiempos de Isabel Segunda. Soy el decano de la clase, y cuento en mi lista hasta condenados políticos.. Tengo el orgullo de haber cumplido siempre mi deber. El de ahora será el ciento dos: son muchos, ¿verdad?

Pues con todos me he portado lo mejor que he podido. Ninguno se habrá quejado de mí. Hasta los ha habido veteranos del presidio, que al verme en el último momento, se tranquilizaban decían: «Nicomedes, me satisface que seas tú.»
El funcionario iba animándose en vista de la atención benévola y curiosa que le prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada vez hablaba con más desembarazo.
-Tengo también mi poquito de inventor -continuó-. Los aparatos lo fabrico yo mismo, y en cuanto a limpieza, no hay más que pedir... ¿Quiere usted verlos?
El periodista saltó de la cama, como dispuesto a huir.
-No; muchas gracias; no se moleste. Le creo.
Y miraba con repugnancia aquellas manos, cuyas palmas eran rojizas y grasientas. Restos, tal vez, de la limpieza reciente de que hablaba; pero a Yáñez le parecían impregnadas de grasa humana, del zumo de aquel centenar que formaba su lista.
-¿Y está usted satisfecho de la profesión? -preguntó para hacerle olvidar el deseo de lucir sus invenciones.
-¡Qué remedio!... Hay que conformarse. Mi único consuelo es que cada vez se trabaja menos. Pero ¡cuán duro es este plan!... ¡Si yo lo hubiera sabido...!
Y quedó silencioso, mirando al suelo.
-¡Todos contra mí -continuó-. Yo he visto muchas comedias. ¿Sabe usted? He visto que ciertos reyes antiguos iban a todas partes llevando detrás al ejecutor de su justicia, vestido de rojo, con el hacha al cuello, y hacían de él su amigo y consejero. ¡Aque -¡Qué!... ¿Vuelven?
-Todas las noches. Los hay que me molestan poco; los últimos, apenas; me parecen amigos de los que me despedí ayer; pero los antiguos, los de mi primera época, cuando aún me emocionaba y me sentía torpe, ésos son verdaderos demonios que apenas me ven sol -¿Y siempre está usted solo?
-No: tengo familia allá en mi casita de las afueras de Barcelona; una familia que no da disgustos; un perro, tres gatos y ocho gallinas. No entienden a las personas, y por eso me respetan, me quieren como si yo fuera un hombre igual a los demás. Envejece Y decía esto con la misma voz quejumbrosa de antes, débil, anonadado, como si sintiera el lento desplome de su interior.
-¿Y nunca tuvo usted familia?
-¿Yo?... ¡Como todo el mundo! A usted se lo cuento, caballero. ¡Hace tanto tiempo que no hablo!... Mi mujer murió hace seis años. No crea usted que era una de esas mujerzuelas borrachas y embrutecidas, que es el papel que en las novelas se reserva siempre

volver del servicio. Tuvimos un hijo y una hija; pan, poco; miseria, mucha, y, ¿qué quiere usted?, la juventud y cierta brutalidad de carácter me llevaron al oficio. No crea que conseguí fácilmente el puesto: hasta necesité influencias. Al principio hacía La voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa: sus ojillos azules estaban empañados. No lloraba; pero su grotesca obesidad agitábase con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse las lágrimas.
-Pero se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; le sentenciaron a muerte, y hube de entrar en funciones cuando ya casi había olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquel! Media ciudad me conoció viéndome sobre el tablado, y hasta hubo p -¿Y nada ha sabido usted de su hijo? -dijo Yáñez, interesado por la lúgubre historia.
-Sí, a los cuatro días. Le pescaron frente a Barcelona; salió envuelto en redes, hinchado y descompuesto... Usted ya adivinará lo demás. La pobre vieja se fué poco a poco, como si los chicos tirasen de ella desde arriba; y yo, el malo, el empedernido, me

me pongo a morir... Y, sin embargo, no los odio. ¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me han hecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona; si todos los desconocidos que me robaron a los míos con su despreci Y hablando a gritos se había puesto en pie, agitando con fuerza sus puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo ser tímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas rojas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizab En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venía del calabozo: «Pa...dre... nues...tro, que estás... en los cielos...»
Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin, se fijó en el monótono quejido.
-¡Cómo canta ese infeliz! -murmuró-. ¡Cuán lejos estará de saber que estoy yo aquí, sobre su cabeza!
Se sentó desalentado y permaneció silencioso mucho tiempo, hasta que sus pensamientos, su afán de protesta, le obligaron a hablar.
-Mire usted, señor: conozco que soy un hombre malo y que la gente debe despreciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventaré de hambre en un rincón como un perro. Pero si es n

 

 

 

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