La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

EL MANIQUÍ

Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje pasando ante él como un relámpago de belleza o la había adivinado desde el paraíso del Real, al Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huído siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y, sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarle en aquel hotel de la Castellana, cu Los rudos movimientos del coche de alquiler parecían hacer saltar los recuerdos del pasado de todos los rincones de su memoria. Aquella vida que no quería recordar iba desarrollándose ante sus ojos cerrados: su luna de miel de empleado modesto, casado con Después, la soledad completa, la monotonía del aislamiento, interrumpida por noticias que le hacían daño. Su mujer viajaba por el centro de Europa como una princesa: un millonario la había lanzado; aquélla era su verdadera existencia, para aquello había n Tan grande era su poder, que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen en su empleo. El miedo a combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la Un día recibió la visita de un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto a él en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡Bien había sabido escogerlo!: un señor bondadoso, de cortos alcances. Cuando dijo quién le enviaba,

Luis no pudo contenerse. ¡Valiente tal!, y soltó redondo el insulto. Pero imperturbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era la había p Y él, el hombre cobarde, saltaba de gozo al oír esto, con la satisfacción del débil que se ve vengado. ¡Un cáncer!... ¡El maldito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida! Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza!... No; no i Desde entonces, el cura le visitaba casi todas las tardes para fumar unos cuantos cigarros hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid, como antiguos amigos.
La enfermedad avanzaba rápidamente. Enriqueta estaba convencida de que iba a morir. Quería verle para implorar su perdón: así lo pedía con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta «el otro», el protector poderoso, dócil a pesar de su Estas continuas confidencias hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer: seguía de lejos el curso de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para siempre.
Una tarde se presentó el cura con desusada energía. Aquella señora estaba en las últimas, le llamaba a gritos; era un crimen negar el último consuelo a una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase capaz de llevarle a viva fuerza. Luis, vencido por la vol En pos de la negra sotana atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar por el inmediato paseo, había espiado con miradas de odio... Y ahora nada: ni odio ni dolor: un vivo sentimiento de curiosidad, como el que entra en país desconocido paladea Dentro del hotel la misma impresión de curiosidad y asombro. ¡Ah miserable! ¡Cuántas veces en los ensueños de su voluntad impotente se había visto entrando en aquella casa como un marido de drama: el arma en la mano para matar a la esposa infiel, y destro

Vió criados, tras cuya máscara impasible creyó percibir un gesto de curiosidad insolente: una doncella le saludó con enigmática sonrisa, que no se sabía si era de simpatía o de burla par el marido de la señora; creyó distinguir en una habitación inmediata Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol, filtrándose por un balcón entreabierto.
En medio de este rayo de luz se hallaba una mujer erguida, esbelta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nubes de blondas, el pecho y la cabeza deslumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retro -Luis..., Luis... -gimió tras él una voz débil, con entonación infantil y suave que le recordaba el pasado, los mejores instantes de su vida.
Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental e imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorporaba trabajosamente una figura blanca.
Entonces se fijó en la mujer inmóvil que parecía esperarle con su esbelta rigidez, y sus ojos de vaga mirada, como empañados por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enriqueta. Le servía para poder contemplar mejor aquellas -Luis..., Luis -volvió a gemir la vocecita desde el fondo de la cama.
Tristemente fué Luis hacia ella para verse agarrado por unos brazos que le apretaron convulsivamente y sentir una boca ardorosa que buscaba la suya implorando perdón, al mismo tiempo que en una mejilla recibía la tibia caricia de las lágrimas.
Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal vez no muera.
Y el marido, que instintivamente intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las misma palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus deta -Luis, Luis mío -decía ella sonriente en medio de las lágrimas-. ¿Cómo me encuentras? Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiempos de felicidad..., cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios!, dime qué te parezco.
Su marido la miraba con asombro. Hermosa, siempre hermosa, con aquella belleza infantil e ingenua que tan temible la hacía. La muerte aún no estaba allí; únicamente, por entre el suave perfume de aquella carne soberana, de aquel lecho majestuoso, parecía Luis adivinó la presencia de alguien detrás de él. Un hombre estaba a pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraído allí por un impulso superior a la voluntad que le avergonzaba. El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la aus -Dile que se vaya, Luis -gritó la enferma-. ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo sólo te quiero a ti..., sólo quiero a mi marido. Perdóname... Fué el lujo, el maldito lujo; necesitaba dinero, mucho dinero; pero amar..., sólo a ti.
Enriqueta lloraba, mostrando su arrepentimiento, y aquel hombre lloraba también, débil y humilde ante el desprecio.
Luis, que tantas veces había pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de arrojarse a su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. ¡También la amaba! Y la comunidad en el afecto, en ves de repelerlos, ligaba al m

-Que se vaya, que se vaya -repetía la enferma con una terquedad infantil. Y su marido miraba al hombre poderoso con expresión suplicante, como si pidiera perdón para su mujer, que no sabía lo que decía.
-Vamos, doña Enriqueta -dijo desde el fondo de la habitación la voz del cura-. Piense usted en sí misma y en Dios; no incurra en el pecado de soberbia.
Los dos hombres, el marido y el protector, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la hacía rugir; había que darle frecuentes inyecciones y los dos acudían solícitos a su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar a E Luis encontraba cada vez más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano, a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados po Al amanecer murió Enriqueta, repitiendo: «¡Perdón! ¡Perdón!» Pero su última mirada no fué para el marido. Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre, acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa: el ídolo del lu

 

 

 

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