La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

VENGANZA MORUNA

Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta; una buena moza, vestida de luto, que, con un niño de pecho en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.
Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzába En todos los extremos del vagón hablábase de ella, relatando su historia.
Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda, sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del di Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla: qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.
Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos, negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello, soberb Sí; era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.
En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja y, por tanto, heredera de todas sus malas artes.
Pero él, firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa a la hija de la Bruixa, y Teulaí, con ser un perdido que no respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó co Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudi.
Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza integral.
La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepe ¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por parte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa; olvidaba los campos, dejaba en libertad a los jornaleros, no quería apartarse ni un momentos

risotadas y caricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah la grandísima perdida! Ella y la mad Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.
El médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarlos como único remedio. Pero los dos siguieron unidos; él, cada vez más, decaído y miserable; ella, engordando, rozagante y soberbia, insulta ¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malas bebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hija no salió a la calle en algunas semanas, y los vecinos oían sus lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las mi Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que, indignado por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que ha Y zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil: las miradas afluían a ella; pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas qu Detúvose el tren en una pequeña estación, y las mujeres que más habían hablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando por delante sus cestas y capazos.
Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar a sus casas.
La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el to En las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas extendíanse en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la a Sobre una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Bajo de él, de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño , apoyado en el quicio y con las manos en la faja.
Marieta se fijo en él... Si al volver la cabeza resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que f Pasó junto a él sin levantar los ojos.
-Buenas tardes, Marieta.

Era él... Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos, más molestos y crueles que sus palabras.
Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban, y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.
Teulaí sonreía socarronamente. No había por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro, la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.
-Avant, avant -decía el hombrecillo.
Ya la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de En la última casa del pueblo, una vieja barría, canturriando, su portal.
-¡Bona dona, bona dona! -gritó Teulaí.
La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no ser obedecido inmediatamente.
Cogió al niño de brazos de su cuñada, y, sin mirarle, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, le pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado... Era asunto de media hora..., volverían pronto por él en cuanto terminasen cierto e Marieta rompió en sollozos, y se abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella. Avant, avant. Se hacía tarde.
Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en su casa.
Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos vapores del anochecer extendíanse a ras de los campos; la arboleda tomaba un tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, p Continuaron en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo... Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y le temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.
Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.
Éste, siempre con una sonrisa infernal, hablaba con lentitud... Lo que tenía que decirle era que rezase, y, si sentía miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un hermano impunemente.
Marieta se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedo, había concebido, antes de llegar allí, las mayores brutalidades: palizas horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada; p Con palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo era mentira de la gente. Había querido con el alma a su pobre hermano; le quería aún; si había muerto fué por no creerla a ella; a ella, que no había tenido valor para ser Pero el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.
-¡Calla, filla de la bruixa!
Ella y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas... Y si él la escuchaba ahora, sería capaz de embrujarle

también. Pero no; él no caería como el tonto de su hermano.
Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla de más cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lá -¡Bruixa..., envenenadora!
Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y, retrocediendo, buscó algo en su faja.
Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos, los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas; cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pu Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.
-Mátam, mátam -gimió, echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.
Teulaí se acercó a ella, impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo a través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir, intercalando sus súplicas entre fragmentos de Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.
Entre el humo y los fogonazos vióse a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía, que desordenó sus ropas.
En la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias, de seductora redondez, estremeciéndose con el último estertor.
Teulaí, tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de su hazaña.
Al tomar al pequeñuelo de brazos de la aterrada vieja, casi lloró.
-¡Pobret! ¡Pobret meu!... -dijo, besándole.
Y su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa.

 

 

 

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