La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

LA PARED

Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabar El alcalde, con los vecinos más notables, predicaba paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra, recomendando el olvido de las ofensas.
Treinta años que los odios de los Rabosas y Casporras traían alborotado a Campanar. Casi en las puertas de Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquel Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporras sólo quedaba una viuda con tres hijos mocetones que parecían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir a tiros, como sus padres, en plena plaza, a la salida de la misa mayor. La Guardia Civil no los perdía de vista; los vecinos los vigilaban, y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una se Tal fué su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las venta Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero

sin aproximarse; inmóviles y cristalizadas en su odio.
Una tarde sonaron a rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos, en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel inf -¡El agüelo! ¡El pobre agüelo! -gritaba la de los Rabosas, volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.
Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más pa -¡No, no! -gritaba la gente.
Pero ellos sonreían, siguiendo adelante: Iban a salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo al que debían proteger, como hombres de c Lanzó un grito la multitud al ver a los dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.
-¡Pronto, una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.
-¡Fill meu! ¡Fill meu! -gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.
Y antes que el pobre muchacho pudiera evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañándolas con lágrimas.

*

Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no los dejaron comenzar por la limpia del terreno cubierto de negros escombros. Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared mald

1896.

 

 

 

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