La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Otoño

Milagros Oya

(España)

Con un pañuelo blanco limpió las gotas de agua que se condensaban
en el cristal y pegó sus ojillos brillantes a la ventana.

Fuera hacía frío, las hojas comenzaban a caer y el rocío
pintaba los prados de nieve. Había llegado el otoño!
No había duda.

Como todos los años estaba aquí, cambiando el aspecto del
paisaje, el color de los àrboles y las vidas de todos. Se habían
acabado los paseos al aire libre, las horas muertas tumbada al sol, los
trabajos del jardín y las barbacoas familiares.

Comenzaba la escuela, terminaban las vacaciones y todo el mundo volvía
a sus quehaceres preparàndose para soportar un largo y húmedo
invierno.

Cierta melancolía acariciaba su corazón, como todos los años
por aquellas fechas. Era el otoño un tiempo lànguido que
obligaba a recordar los otoños anteriores y a aprender de ellos
la vida que a partir de hoy debería comenzar.

Sus ojillos pequeños y brillantes contemplaban el paisaje nostàlgico
mientras una evocadora alegría acudió a su corazón.
Hacía frío, sí, no lucía el sol pero daba lo
mismo. No pensaba quedarse en casa aburrida, quieta, sin hacer nada, quería
salir como siempre, quedar con sus amigos y charlar reír y acudir
incluso al teatro.

No había nada mejor que una velada de teatro antes de volver a casa.
Cualquier obra le parecería bien, cualquiera, desde un Shakespeare
a un suave vodevil. María, Ana y Esteban estarían a punto
de llegar.

Se acercó aún màs a la ventana para poder divisarlos
en el camino tapizado de hojas muertas. Aún no se les veía.

Les propondría el teatro. Era verdad que Ana prefería el
cine, María quedarse en casa y Esteban charlar en cualquier portal
sobre lo primero que se le ocurría. Esteban era magnífico,
siempre tan animado y hablador. Aunque a nadie le interesase el tema que
elegía para su disertación, siempre mantenía a la
audiencia embobada con su tono de voz potente y dulce a un tiempo. Sabía
como embelesar a sus oyentes y le agradaba hacerlo, sobre todo en otoño.

Pero ella sugeriría el teatro. Cuànto le apetecía
una tarde de bambalinas! Era tan emocionante! Lo peor era a la salida,
siempre hacía demasiado frío y el camino hasta casa era muy
largo. Por suerte Esteban le cogía las manos y las calentaba con
las suyas. Esteban era tan magnífico!

Volvió a escrutar la calle. No entendía porque se retrasaban.
Necesitaba que Esteban a pareciese inmediatamente. Tenía heladas
las manos y el corazón. Si no se presentaban pronto se perderían
la obra de teatro, ni siquiera podrían charlar en un portal, tendrían
que quedarse en casa como le gustaba a María.

-Si al menos se presentasen de una vez...

La luz descendía como las hojas secas, la penumbra ganaba la batalla
a la luz tenue del otoño y por el camino sembrado de pardo, nada
crujía, ni un solo paso, ni una sola visita.

Sentía las manos ateridas, sarmentosas, los pies congelados y el
corazón transido, helado y dolorido.

Pegó la nariz al cristal ansiosa.

-Porque no llegan de una vez?

Nadie venía.

Ya casi no podía distinguir el camino de la casa pero era lo mismo.
Nadie se acercaba.

Las manos entumecidas, los pies yertos, el corazón congelado y sin
teatro.

-Esteban!- murmuró

-Vamos abuela, es tarde. Es hora de acostarse.

Su nieta tomo la silla de ruedas y la retiró suavemente de la ventana.

Un extraño rostro anciano se reflejó en el oscuro cristal.
Ella no lo reconoció pero aquellas facciones arrugadas y marchitas
le recordaron la verdad: tampoco este otoño acudiría al teatro.

-No vendràn verdad?- pregunto.

-Quien tendría que venir, abuela?

No vendrían tampoco este otoño! Como no habían
venido el pasado ni el anterior, ni el otro, ni el otro, ni el otro.

-Me moriré de frío- murmuró- Y todo porque
no queda nadie a quien le guste el otoño!

 

 

 

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