La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

Gatos
Alejandro Delgado (España)

Un gato se utiliza, por regla general, para que se siente encima de la página
por la que se encuentra abierto el libro que uno está leyendo y se acomode en la
posición del cojín, que no sé si viene en el Aprenda yoga en un fin de semana, pero
existir existe. Si el libro que uno está leyendo no es bueno, un gato también sirve para
contar historias. Mi gato es negro, lo encontré en la calle y cuenta unas historias
bastante interesantes, aunque tiene el vicio de intercalar montones de detalles eruditos
que no vienen al caso. Si uno consigue hacer frente a los detalles eruditos, termina por
pensar que mi gato pudiera haber sido un buen escritor. Es una lástima que los gatos no
sepan escribir, y que pasen la mayor parte del tiempo que permanecen despiertos, que no es
mucho, intentando demostrar que son al menos igual de inteligentes que los seres humanos.
Alguien debiera explicarles que ésto último no supone ningún adelanto significativo
para su felinidad.
La otra
noche, por ejemplo, me estaba quedando dormido sobre una novela policiaca que no había
leído. Debo decir, en mi defensa, que era una novela tan mala que me parecía haberla
leído ya mil veces. Mi gato, que posee un sexto sentido para detectar el aburrimiento, se
sentó sobre un comisario embarazado, a lo largo de más de cien páginas, en la fatigosa
tarea de descubrir la identidad de un asesino al que cualquier lector medianamente
avispado conocía desde la página tres, y comenzó el siguiente relato:
"La Ciudad de los
Gatos se encuentra en el Norte de Africa y, aunque ninguno de nuestra especie la ha
visitado nunca, todos pensamos en ella en un tono semejante a la nostalgia, y soñamos con
regresar algún día". Hasta aquí todo iba bien, pero entonces tuvo una crisis
enciclopédica y se fue por las ramas: "Para quien desconozca la cultura felina,
quizá la expresión regresar, utilizada como sinónimo de viajar a un lugar al que
antes no se había viajado, pueda parecer, cuando menos, singular. Sin embargo, en mis
muchos años dedicados al estudio he tenido ocasión de comprobar que, si bien no
especialmente inclinados a la mística, los gatos, a lo largo de los siglos, nos hemos ido
dejando penetrar de mitologías ajenas, de leyendas que, con escasas variaciones, se
transmiten de civilización en civilización, hasta perder su sentido originario y
convertirse en asunto de filósofos y otras gentes despreocupadas. La expulsión del Edén
y la búsqueda de un camino de vuelta al mismo es, precisamente, uno de los mitos más
frecuentados por todas las culturas, incluída la nuestra. No quiero decir con ello, claro
está, que la Ciudad de los Gatos no exista. Bien al contrario, dispongo de sobradas
pruebas documentales a su favor. Trataba tan sólo de matizar el uso que di, algo más
arriba, al término regresar, de connotaciones diversas y no siempre evidentes.
Pero que la Ciudad de los Gatos existe es una afirmación que ningún miembro de nuestra
especie se atrevería a poner en duda, una afirmación, por expresarlo de manera si
quieren algo pedante, fundacional".
Me quedé más o menos
por aquí, y, cuando a la mañana siguiente abrí los ojos, mi gato me miraba con aire
ofendido desde su sofá, y no me dirigió la palabra hasta que sintió hambre. Porque una
cosa es la dignidad y otra el desayuno.
Antes de tener el gato
negro tuve un gato gordo que me contaba historias del Imperio británico. Pero como nunca
había estado en el Imperio británico siempre terminaba contando Tres lanceros
bengalíes, que la había visto en televisión. El pobre murió de un ataque al
corazón y lo enterramos en la costa, mirando hacia Calcuta, como era su infantil deseo.
Por la tarde volvimos para dejarle una cinta de video con la película de sus aventuras y
unos canallas le habían desenterrado, así que le enterramos de nuevo y le velamos
durante toda la noche, como un oficial de Su Majestad merece.
Mi primer gato era un
gato atigrado que gustaba del whisky y de las novelas de aventuras. Ya saben: Jack London,
Karl May, Sandokán, Beau Geste y todos los demás. Tenía, por otra parte, la malvada
costumbre de no contar las historias que leía, de manera que, si uno quería saber lo que
sucedía en ellas, había de leerlas después de que mi gato las hubiera terminado. Ahora
que lo pienso, de no haber sido por él yo nunca hubiera leído Beau Geste, así
que puedo estarle bien agradecido.
Un día se marchó a
vivir las aventuras que sólo conocía de leídas. Nunca volví a verle, pero siempre que
le recuerdo deseo que haya encontrado la felicidad en alguna isla del tesoro o cazando
búfalos en el salvaje Oeste. Y, si las cosas no le han ido bien, estoy seguro de que
dormita al sol en el cielo de los gatos, porque su dios no tiene por pecado la afición al
whisky.
La verdad es que los
gatos conocen miles de historias. Otra cuestión es que les apetezca contarlas.

¿Ángeles...
o demonios?

(c)1999 Alejandro
Delgado
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