La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

No era el viento en las ramas
Eduardo Jauralde
(Saint-Nazaire, Francia)

24 de
septiembre [...]
... Pensé que mamá dormiría mejor sola en nuestra habitación y
decidimos que yo lo haría en el sofá-cama que tengo en el despacho. Te voy a contar
ahora algo muy molesto que me ocurrió la primera noche. Me despertó un ruido extraño,
algo así como un chirrido de madera o de hojarasca podrida; al principio me imaginé que
eran las ramas de la encina grande restregándose sobre las pizarras del tejado (ya sabes
que este año no las hemos mandado cortar porque tu madre, que es la que siempre se ocupa
de estas cosas en casa, está aún convaleciente de su operación). Abrí los ojos y,
naturalmente, no vi nada aunque, eso sí, pude localizar de dónde provenía el ruido (es
curioso notar cómo logramos situarnos mejor en la oscuridad, aunque no veamos nada,
cuando tenemos los ojos abiertos); los raspones, por llamarlos de alguna manera, salían
de la librería, de las baldas que tengo del lado de la televisión, precisamente donde
pongo los libros que no he conseguido terminar de leer, aquéllos cuya lectura nos produce
un sopor invencible.... Bueno, tú ya sabes también el miedo que yo les tengo a esos
bichitos que se nos cuelan en casa cuando llegan los primeros fríos, en el mes de
octubre, y que tratan de prolongar su efímera existencia al calor de nuestras
habitaciones: me los imagino aprovechándose de la oscuridad nocturna y de mi indefensión
durante el sueño para pasear impunemente sus patas peludas por mi cara, quién sabe si
con la intención de metérseme por los agujeros de la nariz. Me di media vuelta y saqué
el brazo de debajo de las sábanas para encender la lamparilla que de día me sirve para
leer, pues ya sabes que mi despacho anda muy mal de luz, temiendo descubrir una repugnante
araña peluda o uno de esos enormes mosquitos que de pequeños llamábamos milanos o
vilanos... y entonces lo vi, forcejeando para tratar de abrir, desde dentro, las páginas
del libro por entre las que ya asomaba la cabeza...
No me asusté, a pesar de lo insólito de la situación y del agravante
de nocturnidad, porque ofrecía un aspecto calamitoso e inofensivo, como un niño al que
acabáramos de sorprender robando caramelos o comiéndose a hurtadillas la última tableta
de chocolate. Me miró con expresión abatida y tartamudeó algunas torpes palabras de
excusa. Yo estaba aún atontado por el sueño, su acento era desconcertante y su
pronunciación deplorable, pero me pareció entender que estaba explicándome lo aburrido
que le resultaba vivir encerrado entre las páginas de aquella novela inconsecuente que
nadie -salvo algunos universitarios franceses, naturalmente- conseguía leer con provecho
o con placer; me pidió después que le ayudara a huir de aquellas soledades andinas a las
que su autor le había condenado: quería sustraerse a la melancolía y al olvido y quién
sabe si regresar a su Porrúa natal.. No estoy seguro de que haya dicho Porrúa; en
realidad yo no entendía bien, tenía frío y me moría de ganas de volver al calor de las
sábanas...
Hice callar un sentimiento de piedad que empezaba a nacer confusamente
en alguna parte de mi conciencia y me dije que no había razón alguna para dejarme
atrapar entre las redes de un sueño incongruente. Como si ya estuviera resignado a esa
derrota, no opuso mucha resistencia cuando le empujé, con cierta firmeza pero tratando de
no hacerle daño, hasta que conseguí volverlo a meter entre las páginas; cerré las
tapas del libro y, para que no quedara suelto, metí otro más en el renglón, un grueso
volumen que cogí al azar en la balda de al lado.

2 de octubre
[...]
Igriega (no voy a dar nombres ni apellidos, para que nadie piense que
trato quitarle la fama a un escritor, por envidia) ha vuelto a intentarlo. Existen
individuos que, cuando han acariciado durante cierto tiempo un sueño imposible, son
incapaces de renunciar a él y se empecinan, como eso insectos que la luz de nuestra
habitación atrae y vienen a darse de cabezadas, durante horas, contra el cristal. Hay
quien dice que no lo ven, pero yo estoy seguro que sí, como también estoy seguro de que
nos ven a nosotros, los que estamos del otro lado de la ventana: esperan que nos
apiadaremos de ellos y que terminaremos por abrirles. Igriega es seguramente uno de ellos.
Como te dije en mi última carta yo había cambiado de lugar un grueso volumen con los
cuentos de Onetti para que Igriega no pudiera abrir las tapas -las puertas- del suyo. Me
había dado un poco de pena exilar así al maestro uruguayo a la sección de los
ilegibles, atribuyéndole un lugar y un papel que no se merecía... Durante varias noches
oí al miserable Igriega agitarse, le escuché arañar el interior de la tapa,
febrilmente, como un prisionero que intentara limar los barrotes de su celda. El chirrido
de sus uñas, negras seguramente, sobre el papel me desazonaba, me ponía los nervios en
carne viva; era, si quieres hacerte una idea más precisa, como cuando uno de esos alumnos
que hemos sacado al pizarrón se complace en hacer rechinar la tiza adrede para vengarse
de nuestra osadía, porque sabe que no podremos soportar tanta dentera y acabaremos por
mandarlo de vuelta a su sitio en la banca. Me dirás que hubiera podido tirar el libro a
la basura, quemarlo o ¿por qué no? regalárselo a algún colega malintencionado; es
cierto, pero entonces no se me ocurrió nada de eso, quizás porque tenía el cerebro
abotargado por la falta de sueño... y la otra noche, antes de acostarme, saqué a Onetti
de su exilio y lo volví a colocar en el lugar que le correspondía.
Por la mañana temprano, al despertarme, me encontré a Igriega sentado al pie de la cama.
En verdad su aspecto físico era lamentable: había adelgazado mucho, su uniforme de
sargento le venía demasiado grande y formaba, en las rodillas y en los codos sobre todo,
unos pliegues bastantes deslucidos; estaba liando un cigarrillo y las manos le temblaban
mucho; pensé casi sin quererlo, en dos grandes hojas secas de roble o de abedul, esas
hojas que las jovencitas románticas suelen olvidar a veces entre las páginas de su libro
de plegarias. Estaba muy pálido, con esa palidez amarillenta que adquieren las páginas
de un libro arrinconado. Seguramente llevaba mucho tiempo fumando mientras acechaba mi
despertar pues la habitación estaba ahogada en una nube espesa de humo de tabaco, dulzón
y empalagoso. A mí lo único que me importaba en aquel momento era que se fuera pronto
porque me estaba orinando y no me atrevía a dejarlo solo en la habitación mientras iba
al baño, pero él necesitó un buen cuarto de hora para explicarme que quería salir para
redescubrir -esa fue la palabra que empleó, redescubrir- la realidad de verdad: llevaba
tanto tiempo encerrado dentro de la ficción del libro -dijo- que casi la había...

15 de octubre
[...]
La situación de Igriega no deja de producirme cierta inquietud. Me
recuerda a esos desgraciados náufragos que nadan desesperadamente para alcanzar una
orilla inaccesible. Se creyó que podría atravesar la barrera que separa la ficción de
la realidad, pero empieza a darse cuenta de que no posee la vitalidad necesaria para
conseguirlo; su organismo está irremediablemente debilitado por la falta de oxígeno,
dañado por el polvillo de las bibliotecas que sus pulmones han respirado desde que se
publicó la primera edición hace ya no sé cuántos años; aunque quizás, mirándolo
bien, esta inconsistencia suya se deba, más que nada, a la impericia del escritor o a su
falta de talento pues salta a la vista que sólo consiguió crear un monigote acartonado,
carente de vigor.
Sea lo que fuere, su primera salida resultó un fracaso estrepitoso. Según lo que me ha
contado, llegó hasta el camino de arenilla blanca que bordea las playas del estuario, a
un tiro de piedra de casa, como sabes; iba contento, a pesar del cansancio que llevaba
encima, y que no hacia sino aumentar a medida que se alejaba de su punto de partida,
porque podía contemplar los barcos que se deslizaban sobre la superficie opaca del mar,
seguirlos hasta que se perdían en la línea incierta y brumosa del horizonte, allí donde
se confunden el cielo y el mar... Era la hora de la siesta, el sol calentaba sin exceso y
pudo cruzarse con numerosas mujeres, jóvenes casi todas, que paseaban -su hastío unas,
otras únicamente su perro-, expectantes y aburridas. Trató de que sus miradas se
cruzaran con la suya, simplemente llevándose la mano al gorro o, al ver que este gesto
cortés no daba resultado, dándoles las buenas tardes... entonces se dio cuenta,
aterrorizado, de que ellas no lo veían. Al alejarse de las páginas del libro que le dan
(o le daban) vida, su cuerpo se estaba evaporando como una nube de verano; se palpó y
sintió que sus músculos tenían una consistencia casi acuosa como algodón mojado. Se
apresuró a volver a casa y en la penumbra de mi despacho, entre estas cuatro paredes
tapizadas de libros, recuperó un poco de consistencia y la sangre -que se me antoja
demasiado fluida y casi transparente- circuló de nuevo por sus venas.
Me ha pedido que me ocupe de su alimentación: « vosotros, los
europeos, tenéis las despensas atiborradas de alimentos ricos en vitaminas y sales
minerales », me ha reprochado, como si fuera yo el responsable de sus carencias
alimenticias. He tratado de explicarle que no me resultaría nada fácil sacar comida de
la despensa, que tu madre tiene también muy controlado el frigorífico (ya sabes que,
aunque convaleciente, empieza a tomar de nuevo las riendas de la casa que me confiara, muy
a pesar suyo y a regañadientes, cuando la ingresaron en el hospital), pero él me ha
replicado que un hombre, si se lo propone de veras, siempre es capaz de engañar a su
mujer sin que ella se entere... o sea que aquí me tienes levantándome en la mitad de la
noche para ir a sacar de la nevera, a hurtadillas, bebidas energéticas y productos
lácteos ricos en calcio que luego introduzco con una especie de cánula entre las
páginas del libro donde Igriega se ha vuelto a refugiar mientras espera que le vuelvan
las fuerzas para intentar otra salida al mundo donde vivimos nosotros, los seres de carne
y hueso.

25 de Octubre
[...]
Igriega ha fracasado en su nueva intentona por alcanzar las orillas de
la realidad; a pesar de un régimen alimenticio en el que abundan los oligoelementos y las
grasas polisaturadas su cuerpo sigue desvaneciéndose en cuanto se aleja de la ficción
del libro: « se me hace jirones », me ha confesado él mismo, desolado, pero sin darse
enteramente por vencido.
En el transcurso de esta su segunda expedición no quiso caminar hacia las playas del
estuario porque le dio por pensar que era la brisa marina, demasiado viva, la que le
había dañado los pulmones y debilitado el organismo. « ¿Tú no sabes que los mineros
que han pasado mucho tiempo al fondo de las galerías deben tomar mil y una precauciones
antes de salir a la superficie de la tierra? », me explicó. Le aconsejé entonces que
tratara de llegar al centro comercial donde el aire siempre está viciado, cargado de
micropartículas provenientes de las innumerables focos de contaminación urbana, « no es
el mismo polvillo que respiras en tu cárcel de papel -le dije-, pero siempre será menos
perjudicial y menos agresivo que la sal marina o la brisa de altamar... » Por la tarde,
al ver que no regresaba, llegué a pensar que a lo mejor lo había logrado y que no lo
volvería a ver más; cabía incluso la posibilidad de que hubiera conseguido entablar
conversación con alguna cliente (siempre las hay que no van allí a comprar sino que
deambulan por las avenidas comerciales como embriagadas o aturdidas) o iniciar unas
relaciones prometedoras con una de las cajeras (algunas consiguen conservar cierta
feminidad y, además, ahora les han puesto unos uniformes con rayitas verdes y blancas que
les dan cierto encanto infantil)... A eso de las siete de la tarde, sin embargo, me
asaltó una duda... y si... ? Pretexté la compra urgente de unas pilas para la agenda
electrónica que me regalaste las navidades pasadas y me planté en el centro
comercial.... Lo descubrí casi nada más llegar, en la sección de papelería y librería
donde se había refugiado a toda prisa al sentir los primeros síntomas de
volatilización. Se había tumbado en la mesa donde estaban expuestos los best-sellers,
las novedades editoriales y las enciclopedias por fascículos. No sé cómo explicarte la
impresión que sentí al verle; parecía insustancial, como si sólo tuviera una
dimensión, una tenue silueta de papel recortado; la fotografía borrosa de un héroe
triste y anónimo que agonizaba en silencio y al que todos ignoraban. Temí por su vida, o
por lo que de ella le quedaba, y corrí hasta la farmacia situada, como recordarás, en la
galería exterior, entre fotógrafo y el individuo malencarado que saca copias de las
llaves que uno ha extraviado o te recompone en un minuto la suela de los zapatos. Compré
varias dosis de oscillococcinum 200, las microscópicas pastillitas homeopáticas con las
que tu mamá cuida todos sus males (con el resultado que ya todos conocemos). Sigo sin
creer en sus cualidades curativas, pero al menos son inofensivas, tienen la ventaja de no
ser demasiado costosas y los farmacéuticos te despachan todas las que quieras sin
necesidad de presentarles una receta médica. No me lo querrás creer, pero Igriega se
sintió mucho mejor en cuanto se hubo tragado tres o cuatro dosis y, apoyándose en mi
brazo, eso sí, pues le resultaba difícil caminar por su propio pie, pudo regresar a casa
y volver a arroparse entre las páginas del libro.

2 de noviembre
[...]
Debo también anunciarte una triste noticia. Igriega se ha suicidado.
Últimamente se le veía ya como muy descorazonado, como si estuviera perdiendo la fe en
algo; cuando me anunció que deseaba realizar una última tentativa caminando hacia la
iglesia del barrio donde nos casamos tu madre y yo, me burlé de él: « si vas a la
iglesia es como si te dieras por vencido, Igriega: te sales de una ficción para meterte
dentro de otra... » Fui cruel y no debí de habérselo dicho. Al volver no me quiso
contar nada y ni siquiera sé con certeza si consiguió llegar hasta la iglesia, hablar
con el párroco, murmurar una oración ante el altar...
Has de saber también que en el último momento le faltó valor para
acabar con su miserable vida y me pidió que le ayudara en tan doloroso trance. Lo hice
porque me dio pena: precisamente yo tenía encima de mi escritorio (se lo había
confiscado a un alumno que jugueteaba con él en clase, posiblemente para irritarme) un
frasquito pequeño que contenía esa papilla blanca que utilizan ahora los escolares e
incluso los estudiantes universitarios para subsanar sus errores de escritura. Lo agité
vigorosamente como aconsejaba la etiqueta que se hiciera antes de utilizarlo y después,
meticulosamente, fui borrando el nombre de Igriega de todas las páginas del libro hasta
que no quedó ni rastro de él. Sí, claro, me remuerde la conciencia, aunque trato de
justificarme diciéndome que sólo se trataba de un ente de ficción, pero me resulta
extraño pensar que he matado a alguien... además ¿y si el autor viniera a enterarse de
que he acabado con la vida de uno de sus personajes...? ¿Y si, para vengarse, se pone él
ahora a borrarme a los míos...? Temo que te confunda con uno de ellos, pues los
escritores de oficio tienen el entendimiento nublado y no suelen distinguir bien, por
deformación profesional, supongo, entre un ente de ficción y una persona de carne y
hueso, sobre todo cuando ésta está tan delgada como tú (a no ser que hayas engordado un
poco desde que te marchaste). Ándate con cuidado, por si acaso, y no dejes de avisarme si
te suceden cosas extrañas o inhabituales. Y escucha este último consejo que te doy: si
notas que te desvaneces, corre a refugiarte en una biblioteca o métete en una librería
que te pille cerca...

¿Ángeles...
o demonios?

(c)1996 Eduardo
Jauralde
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