La semilla del Cardo simbolizando la siembra de cultura

Bibliotecas Rurales Argentinas

 

 

A toda hora repito tu nombre
Rafael Orihuel Iranzo
(España)

And clenching your
fists for the ones like us
who are oppressed by the figures of beauty
you fixed yourself, you said, "well, never mind,
we are ugly, but we have the music."
Leonard Cohen, Chelsea Hotel.
Desde luego que, cuando me presenté para el puesto
de vigilante nocturno, no contaba con la dicha de ver aparecer cada mañana por el sendero
que cruzaba el jardín de los bojes y abedules a alguien como tú, Beatriz, a esa hora
incierta del nuevo día, en tu bicicleta, con ese aire de misterio que irradian tus ojos
inmensos, y una mochila a tus espaldas repleta de libros de arte.
Claro que sabía que mi jornada había concluido, pero cada vez
encontraba un pretexto para prolongarla apenas unos minutos, antes de retirarme a
descansar, mientras tú te disponías a mostrar la casa-museo a los turistas más
madrugadores, y entonces yo te hablaba de cosas banales, pero que una vez dichas parecían
perder su banalidad, o te interrogaba, Beatriz, acerca de los mil y un detalles de esta
mansión, donde el segundo barón Aubry ejerció de taxidermista y también perdió un ojo
practicando la esgrima, y un antepasado suyo, al parecer, maestro de capilla de un
príncipe alemán, componía motetes y oratorios en su pianoforte. Y donde la jovencísima
María Renzzi en la medianoche de un gélido día invernal ingirió el láudano fatal que
la separaría de este lado del mundo.
Tal vez -pero ahora carece de sentido conjeturar sobre todo esto-
escogiera yo ese trabajo por alejarme de esta ciudad que tanto detesto, a un valle
elemental y remoto, o porque, como a ti, me seduce el arte, que nos desagravia de tanta
ignominia, o porque suponía que sería una ocupación apacible. Supongo que algo parecido
te debió ocurrir a ti: muchas veces te he imaginado, Beatriz, emocionándote como yo al
descubrir nuevos detalles de esta mansión, colmada de recuerdos y vestigios de diversas
épocas.
Nada de importancia me retenía en la ciudad como para no desplazarme
al valle inmediatamente. Ese siniestro Humboldt, el director, me mostró la mansión y me
explicó mis funciones. De ocho de la tarde a nueve de la mañana debía estar en vela. Me
estaba permitido permanecer en mi habitación (habilitada en parte de lo que fueron las
caballerizas) pero tenía que mantenerme siempre despierto y hacer al menos una ronda por
toda la casa cada dos horas. Las tareas de mantenimiento de poca importancia también me
incumbían. A las nueve de la mañana debía dejar en la mesa de Humboldt un parte de
servicio.
Las primeras noches las diversas estancias se me
hacían hostiles. Nunca he temido a la soledad, pero, ciertamente, la casa me inquietaba.
A veces me sentía como un usurpador del silencio de los muertos. Indolentemente vagaba mi
imaginación por aquellas salas con sus múltiples testimonios de tiempos pretéritos, por
aquellas alcobas repletas de mudas evidencias de olvidados esplendores, oscuras
conspiraciones y secretas citas, por los angostos corredores donde aún parecía pervivir
el rumor de las idas y venidas de lacayos y fámulas.
Al principio me limitaba a hacer la ronda de rigor, cada dos horas,
recorriendo uno a uno todos los aposentos, y luego regresando rápidamente a mi alcoba,
donde me enfrascaba en la lectura de los libros que había traído conmigo, o, si la noche
era clara y templada, salía al jardín y revisaba la posición de Cefeo, Casiopea y las
demás constelaciones de la noche boreal, o me acercaba a ver a Silas, el mastín de
Humboldt, que agradecía con su jovialidad canina que se le visitara en su caseta bajo los
eucaliptos.
Pero noche tras noche fui perdiendo ese reverencial temor y me fui demorando en cada
ronda. Cada noche me detenía particularmente en una estancia y revisaba su contenido: los
lienzos, las panoplias, los tapices, el mobiliario... En una de esas largas noches me
hallaba yo en la biblioteca, sentado al viejo escritorio de madera de haya, inspeccionando
las láminas de un antiquísimo tratado de sinología, cuando percibí un rumor muy tenue.
Al principio dudé si provenía de dentro de la casa o del exterior. Desde el corredor
distinguí con mayor claridad el sonido tintineante de una campanilla. De repente cesó
por completo, pero de nuevo volvió a sonar, repitiéndose hasta tres veces ese
campanilleo y los profundos silencios que lo seguían. Inmediatamente después oí, y esta
vez supe que el sonido provenía del jardín posterior de la mansión, algo que parecían
pisadas sobre la hojarasca. El ventanal que daba a esa ala de la casa se había iluminado.
Todo me resultaba muy extraño. Pensé que si alguien hubiera entrado, tendría que
haberse disparado la alarma. Entonces me asomé y la vi. Sus cabellos eran castaños y
caían por delante de los hombros en sendos mechones. Caminaba apresuradamente por el
sendero de grava que discurre entre los parterres de zinnias e hibiscos. Vestía un
camisón de satén apenas cubierto por una capa de terciopelo azul, y se alumbraba con un
candelabro de tres brazos. Parecía musitar algo inaudible. Antes de que desapareciera de
mi campo visual pude distinguir un rostro muy hermoso, pálido y de facciones suaves,
iluminado por dos inmensos ojos negros como una noche sin estrellas. La mujer no tendría
ni veinte años y ofrecía en su conjunto, y no sólo por sus atuendos, un aire como de
otra época.
La posterior inspección del jardín no arrojó ninguna luz sobre este
hecho. La carretera estaba desierta y la verja era demasiado alta como para haberla
traspasado con tanta facilidad una mujer con aquellas extravagantes ropas. Y ninguna
puerta de la casa había sido forzada.
Te conté al día siguiente lo ocurrido. Me sorprendió que no le
concedieses la más mínima importancia. Te reíste. A lo mejor es el fantasma de alguna
de las hijas de la baronesa, bromeaste, solían recibir a sus amantes en el cobertizo del
jardinero: tal vez esperaba que tu fueses al cobertizo. Noté en tu mirada un rastro de
desdén (no sabes, Beatriz, como me dañaba eso, cómo me colocaba ante ti en una
posición aún más desfavorable), y pensé que me considerabas un desequilibrado, un
enajenado al que, huido de la ciudad para refugiarse en aquel olvidado valle, le afloran
súbitamente sus trastornos.
En días sucesivos me hablaste (y qué feliz era yo escuchándote), como de costumbre, de
viejas historias de los barones, de Monseñor Agius, el inquisidor, de la condesa
Dresden-Fritz, de las damas de la familia que habían frecuentado la corte. Pero no volví
a mencionar aquella extraña aparición en el jardín. Mientras conversábamos notaba tu
mirada muy dentro de mí, y sin embargo apenas dejabas lugar a la confidencia. Me estaba
enamorando de ti, Beatriz, y tú lo sabías. Lo supiste desde el primer momento. En la
soledad de mi dormitorio repasaba yo las conversaciones de los días anteriores,
recomponía las miradas y los gestos, buscando indicios que me convencieran de que tú
también me amabas, pero no siempre los encontraba.
No volvió a ocurrir ningún incidente digno de mención en los días
siguientes. Pero una noche mientras me hallaba en la sala magenta, sentado en una de las
butacas Luis XVI, contemplando a la luz de mi linterna los retratos de las damas de la
familia, oí de nuevo la campanilla.
Instintivamente me precipité escaleras abajo. Intenté abrir la puerta
de la bodega, que daba al jardín posterior, pero pronto desistí, al recordar que la
llave la guardaba Humboldt en su despacho. Tuve que conformarme con situarme tras la
ventana de la cocina. Allí estaba de nuevo la misteriosa joven, bellísima en su
impresionante tez blanca, con su candelabro de tres brazos y su capa de terciopelo azul.
Vi claramente que movía los labios para hablar, pero tras los cristales no pude oír lo
que decía. Caminaba deprisa. La vi dirigirse hacia la zona de las acacias, donde la
fuente, pero luego giró por el sendero hacia la otra ala del jardín, y ya no pude verla.
En ese otro lado del jardín es donde se alzaba todavía el cobertizo del jardinero, del
que tú me habías hablado.
Como en la anterior ocasión, no hubo ningún ruido más. Salí al
jardín. Todo estaba en orden. El cobertizo se hallaba cerrado con el herrumbroso candado
de siempre, y no parecía haberse abierto en muchos años. Reparé entonces en dos
detalles: primero, aquella era la medianoche del miércoles, y la hora y el día
coincidían con los de la anterior visión. Y segundo, Silas, el mastín, no había
ladrado, ni en esta ni en la anterior ocasión.
A la mañana siguiente, nada más verte aparecer por la carretera
montada en tu bicicleta, salí a tu encuentro, Beatriz. Estabas realmente hermosa con tu
larga melena al aire. Hacía mucho frío y una intermitente nube de vapor surgía de tus
labios. Me sonreiste. Sentí que algo querías comunicarme con esa sonrisa, pero no sabía
qué. Te ayudé a guardar la bicicleta. Quería contarte lo de esa noche, mas cuando me
preguntaste ¿cómo ha ido la cosa?, decidí no hacerlo y contesté alguna frase hecha
para salir del paso. Pero después, mientras te ayudaba a colocar los folletos sobre el
expositor (el mezquino Humboldt afortunadamente se demoraba, pues no hubiera tolerado que
los empleados hablasen entre sí) me empezaste a hablar de María Renzzi, que a los
diecisiete años se había enamorado locamente de un joven poeta, que les enseñaba la
lengua de Homero a ella y a sus hermanas. Se conservaban aún algunos de los
endecasílabos que Guido, que así se llamaba, compusiera para María. Y, sentados en un
banco del zaguán, vigilando con complicidad la entrada para que Humboldt no nos
descubriera, me contaste cómo ésta sobornaba al jardinero para disponer de su cobertizo
en sus encuentros con Guido, y cómo la madre de María, la segunda condesa Dresden-
Fritz, viuda del barón, les espió por medio de su doncella y movió todas sus
influencias para alejar al pobre Guido del valle, consiguiendo incluso, previa generosa
retribución, que un calígrafo falsificara en una breve esquela la letra del joven
profesor, para hacer creer a María que éste renegaba de su amor. Y también me contaste,
Beatriz -y cómo me gusta decir y oír tu nombre, una y otra vez: Beatriz, Beatriz,
Beatriz- cómo una medianoche, María, tras ingerir una poción de láudano, y sabiendo
que el jardinero había marchado unos días a la ciudad, entró en el cobertizo y se
recostó sobre el modesto lecho, donde tantas veces habían oficiado Guido y ella la
ceremonia del amor, y cómo se cerraron sus párpados, y entró luego en un profundo
sueño del que nunca despertaría. Y que cuando la encontraron apretaba entre sus manos un
papel con unos versos de Guido. Ocurrió esto, dijiste, un 15 de noviembre de 1815. Ese
día era miércoles.
Aquella misma tarde, en cuanto Humboldt se fue, me adentré
rápidamente en la sala magenta. El retrato de María Renzzi estaba al fondo, muy cerca
del hogar, junto al blasón de su familia: no cabía duda alguna, ese rostro tan vívido
que me contemplaba desde el lienzo, algo cuarteado ya por el paso del tiempo, era el mismo
que en las noches de los dos últimos miércoles había visto yo cruzando el jardín. Era
el rostro de una joven de diecisiete años (el óleo estaba fechado en el mismo año de la
muerte de María) y en cuyos ojos abiertos y muy expresivos el artista había plasmado
acertadamente el ansia de una joven que descubre la plenitud de sus sentidos y la acepta
con firmeza.
Me acomodé en una butaca, y debía estar muy cansado (apenas había
podido conciliar el sueño durante el día, excitado por la trágica historia que me
habías relatado) pues casi enseguida quedé profundamente dormido. Me despertaron tus
pasos entrando en la sala. Sabía que te encontraría aquí, me dijiste, y creí descubrir
un atisbo de malicia en tu sonrisa. Date prisa, ya pasan de la nueve, y Humboldt puede
llegar en cualquier momento. Me hablabas de pie, frente a mi, junto al retrato de María.
Tal vez sea cierto que cada época tiene sus propios tipos de rostro: tu belleza era muy
distinta a la de María Renzzi, y, sin embargo, había algo que os unía a las dos.
Entonces lo reconocí: estaba perdidamente enamorado de ti y nada podría haber hecho para
evitarlo. De día, de noche, a toda hora repetía tu nombre: Beatriz, Beatriz.
Con gran ansiedad esperé a que llegara de nuevo el miércoles. En cada
ronda nocturna me detenía unos minutos ante el retrato de María. En el sepulcral
silencio de la casa me comunicaba con ella, le hablaba de ti, de mí, de nosotros, de esta
época sin sentido donde todo se mide únicamente por su provecho, y en la que los sueños
y las emociones parecen haber sido proscritos. Me perdía en el paisaje nevado del fondo
del retrato, me imaginaba recorriendo los verdes prados que se adivinaban tras los bucles
de María. Hubiera podido pintar a ciegas aquel retrato, yo, que en mi miserable vida he
sostenido un pincel entre mis dedos.
Cada mañana de esa larga semana me asomaba al jardín para verte
llegar, con tu indolente pedaleo. Me hablabas de ti, Beatriz, de las pequeñas cosas del
pueblo donde vivías, de los libros que leías. Y me hablabas también de la infortunada
María Renzzi. Una tarde, cuando ya te ibas, tras cerciorarte que Humboldt no nos veía,
me entregaste un sobre: contenía los poemas de Guido, que habías hurtado de unos legajos
que se guardaban en la biblioteca. En las horas siguientes los devoré con pasión. Pensé
que amar como aquellos jóvenes habían amado quizá justificara una vida tan breve como
la de la Renzzi.
Llegó, al fin, el miércoles. El invierno se estaba adelantando: había empezado a nevar.
Poco antes de la medianoche me abrigué y salí al jardín. Comencé a pasear entre los
parterres, presa de la mayor agitación. Me senté en uno de los bancos de piedra. Dudé
qué debía hacer, tal vez el espectro de María no aparecería si yo me quedaba allí.
Pero a las doce en punto sonó la campanilla, con el ritual de siempre: tres toques y tres
profundos silencios. Luego, del fondo del jardín, llegó el resplandor de las velas. Tras
el candelabro surgió María, haciendo exactamente el mismo recorrido de las otras veces,
con apresuramiento y haciendo crujir la hojarasca bajo sus pies. Pero esta vez, quizá a
causa de la nieve, llevaba sobre la cabeza la capucha de la capa, y no podía distinguir
bien su cara. Estaba tan solo a una decena de metros de mí cuando me puse en pie. Al
principio pareció no verme, luego, tal vez asustada, se detuvo. Me acerqué más, hasta
sentir el calor de las llamas del candelabro. Ella adelantó su mano izquierda y yo la
tomé: estaba fría como los témpanos de hielo. Entonces quise ver su rostro, quise ver
tu rostro, y retiré la capucha, y allí estabas tú, Beatriz, con tu sonrisa enigmática
y cautivadora, diciendo con tus labios mudos lo que las palabras nunca podrían decir. Y
me aproximé aún más, y tú te acercaste, lentamente, hasta sentir tu frío aliento
sobre mi boca. Entonces cerré los ojos y te besé. Y tendría que decir ahora que tú
también me besaste, pero eso ya nunca lo sabré, pues cuando abrí mis ojos tú ya no
estabas y yo solo estrechaba al vacío entre mis brazos, en el silencio blanco de aquella
noche otoñal.
Te busqué toda la noche, por el jardín, por cada aposento de la
mansión. A cada rato visitaba la sala magenta: el retrato colgaba en el lugar de siempre,
junto al hogar, pero ya no supe si aquél rostro era el tuyo, Beatriz, o el de María. Y
luego fatalmente esperé, como cada mañana, a que llegaras en tu bicicleta, pero esa
mañana no era igual que las otras y pronto comprendí que ya nunca vendrías; y
ciertamente no me extrañó al preguntarle a Humboldt que me mirara con asombro e incluso
hostilidad -claro que eso en él era lo habitual- y me contestase que esa casa-museo nunca
había tenido a ninguna guía llamada Beatriz, y ni tan siquiera me extrañó -ya nada
podía extrañarme a esas alturas- que me comunicase que estaba despedido, que ya no
precisaba mis absurdos servicios en aquél lugar recóndito que a nadie se le ocurría
visitar.
Así que ahora sé que solo existes en mí (¿o soy yo quien existe en
ti?), que no me quedan más vestigios tuyos que unos pocos recuerdos desordenados y estos
versos de Guido que como un tesoro guardo, pero yo te sigo buscando, Beatriz, María, te
busco, os busco, en cada rostro de mujer, en las plazas, en los parques, en las sórdidas
y sinuosas calles de esta ciudad, mientras huyo de la persecución a que me somete ese
infame Humboldt, que día y noche me acosa para que devuelva los versos que para mi
robaste. Yo, que no soy más que una cruel víctima de la tiranía de la belleza.

 

 

 

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